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Spanish; Castilian Pages 342 Year 2005
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EL SALTO DE MINERVA Intelectuales, género y Estado en América Latina MABEL MORAÑA Y MARÍA ROSA OLIVERA-WILLIAMS (eds.)
COLECCIÓN NEXOS Y DIFERENCIAS, N.º 14
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Colección nexos y diferencias Estudios culturales latinoamericanos
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nfrentada a los desafíos de la globalización y a los acelerados procesos de transformación de sus sociedades, pero con una creativa capacidad de asimilación, sincretismo y mestizaje de la que sus múltiples expresiones artísticas son su mejor prueba, los estudios culturales sobre América Latina necesitan de renovadas aproximaciones críticas. Una renovación capaz de superar las tradicionales dicotomías con que se representan los paradigmas del continente: civilización-barbarie, campo-ciudad, centro-periferia y las más recientes que oponen norte-sur y el discurso hegemónico al subordinado. La realidad cultural latinoamericana más compleja, polimorfa, integrada por identidades múltiples en constante mutación e inevitablemente abiertas a los nuevos imaginarios planetarios y a los procesos interculturales que conllevan, invita a proponer nuevos espacios de mediación crítica. Espacios de mediación que, sin olvidar los nexos que histórica y culturalmente han unido las naciones entre sí, tengan en cuenta la diversidad que las diferencian y las que existen en el propio seno de sus sociedades multiculturales y de sus originales reductos identitarios, no siempre debidamente reconocidos y protegidos. La Colección nexos y diferencias se propone, a través de la publicación de estudios sobre los aspectos más polémicos y apasionantes de este ineludible debate, contribuir a la apertura de nuevas fronteras críticas en el campo de los estudios culturales latinoamericanos. Directores
Consejo asesor
Fernando Ainsa Lucia Costigan Frauke Gewecke Margo Glantz Beatriz González-Stephan Jesús Martín-Barbero Sonia Mattalia Kemy Oyarzún Andrea Pagni Mary Louise Pratt Beatriz J. Rizk
Jens Andermann Santiago Castro-Gómez Nuria Girona Esperanza López Parada Kirsten Nigro Sylvia Saítta
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Bibliographic information published by Die Deutsche Bibliothek Die Deutsche Bibliothek lists this publication in the Deutsche Nationalbibliografie; detailed bibliographic data are available on the Internet at .
Reservados todos los derechos © Mabel Moraña y María Rosa Olivera-Williams © De los autores © Iberoamericana, 2005 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Vervuert, 2005 Wielandstrasse. 40 – D-60318 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 84-8489-211-5 (Iberoamericana) ISBN 3-86527-232-0 (Vervuert) e-ISBN 978-3-86527-813-5 Depósito Legal: Diseño de cubierta: Marcelo Alfaro/Carlos Zamora Impreso en España por The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706
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ÍNDICE
Agradecimientos .................................................................................
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Introducción María Rosa Olivera-Williams. El salto de Minerva: intelectuales, género y Estado ...............................................................................
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PARTE I POLÍTICAS DEL GÉNERO Mabel Moraña. Intelectuales, género y Estado: nuevos diseños ......... Doris Sommer. Lenguas del amor AC-DC ........................................... Teresa Porzecanski. El silencio, la palabra y la construcción de lo femenino .........................................................................................
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PARTE II ROSTROS DEL PODER María Cristina Iglesia. Entre cuatro palabras: notas sobre encierros y vacíos ........................................................................................... 61 Elzbieta Sklodowska. “En mi jardín no pastan los héroes”: (im)posturas del poder en la obra de Dulce María Loynaz ........................... 73 Nora Domínguez. Dar la cara. Rostridad y relato materno en El desierto y su semilla de Jorge Barón Biza ......................................... 87 Adriana J. Bergero. Los cuerpos del trabajo, el trabajo de los cuerpos. Carolina Muzilli: archivos en disputa ............................................ 101 Margo Glantz. Vigencia de Nellie Campobello .................................. 123
PARTE III IDENTIDADES Y MODERNIDAD Sylvia Molloy. De exhibiciones y despojos: reflexiones sobre el patrimonio nacional a principios del siglo XX .......................................
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Mónica Szurmuk. Diversidad, multiculturalismo y diferencia en la Argentina del Centenario: Los gauchos judíos de Alberto Gerchunoff Alicia Ortega Caicedo. Los hechizos de Eva Perón: del cuerpo embalsamado al cuerpo nómada. Santa Evita de Tomás Eloy Martínez ... Susana Rosano. Reina, santa, fantasma: la representación del cuerpo de Eva Perón.................................................................................... Tatiana Oroño. Selva Márquez: la ciudad del tiempo en cautiverio ... Diana Sorensen. La hermandad ansiosa ..............................................
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PARTE IV RELATOS DE LA GLOBALIZACIÓN Dianna C. Niebylski. Patologías posmodernas: Reflexiones sobre los poderes de la abyección en Sólo los elefantes encuentran mandrágora de Armonía Somers .......................................................... Mary Louise Pratt. Los imaginarios planetarios ................................. María Rosa Olivera-Williams. Vírgenes en fuga: pasión y escritura en tiempos de globalización ........................................................... Nelly Richard. El mercado de las confesiones. Lo público y lo privado en los testimonios de Mónica Madariaga, Gladys Marín y Clara Szczaranski ........................................................................... Jean Franco. En el interior del imperio .............................................. Postcriptum Mabel Moraña. Pensar el cuerpo, politizar el género .........................
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AGRADECIMIENTOS
Las editoras de El salto de Minerva. Intelectuales, género y Estado en América Latina quieren agradecer a las colaboradoras de este volumen por su paciencia a lo largo del proceso editorial que nos ocupara durante tantos meses, y por el diálogo amistoso y entusiasta que se originó durante este intercambio. Estamos asimismo agradecidas a las siguientes personas por sus comentarios y asistencia técnica en diferentes estadios de este proyecto: Julio P. Benvenuto, Shannon Carter, Osvaldo De La Torre por su primera traducción al español de los ensayos de Dianna Niebylski y Diana Sorensen, Robin R. Hoeppner, Linda S. Lange, Dayle Seidenspinner-Núñez, Gregory S. Sterling y Ximena Williams. Deseamos también expresar nuestra gratitud a los correctores que colaboraron en la preparación del manuscrito final, por el cuidado y profesionalidad con que enfrentaron esa tarea.
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INTRODUCCIÓN EL SALTO DE MINERVA: INTELECTUALES, GÉNERO Y ESTADO MARÍA ROSA OLIVERA-WILLIAMS University of Notre Dame
El siglo XXI se inicia dejando constancia de importantes cambios en el campo de los estudios literarios latinoamericanos. El concepto de cultura se ha ido redefiniendo a lo largo de la segunda mitad del siglo XX; todo lo referido a la cuestión cultural adquiere en las sociedades contemporáneas y dentro del contexto de la globalización, una relevancia particular. El ámbito de la crítica literaria no sólo se ha ampliado por los aportes de estudios tales como los culturales y los estudios de género y las importantes aperturas de la teoría y crítica feministas en cuanto al tema de la identidad genérica, sino que los mismos han impulsado el (re)examen de conceptos, tales como los de calidad literaria, recepción, formación del canon, imposiciones del mercado editorial, papel de la traducción, etc. Por supuesto, que estas ampliaciones y enriquecimientos han sido mutuos, ya que los estudios literarios contribuyeron en mucho al perfil que están tomando en el mundo académico norteamericano, así como en menor medida en Latinoamérica, los estudios culturales o cultural studies. Al atacar el sentido mismo del lugar de enunciación, los discursos de la globalización, por medio de nuevas configuraciones territoriales y por la influencia de los medios de comunicación hicieron posible, por un lado, nuevas redes de intercambios y, por otro, dejaron al descubierto nuevas marginaciones, que parecen yuxtaponerse a la antigua brecha entre centros y periferias, entre los que tienen acceso a la nueva cultura material y tecnológica y los que quedan al margen. Las relaciones entre el Norte y el Sur, entre el mundo académico anglosajón, donde, reitero, los cultural studies han renovado el interés por Latinoamérica, y el mundo académico latinoamericano, en lo que se refiere al estudio de la cultura y en particular de la literatura latinoamericana, muestran diferencias y contradicciones. La pretendida desterritorialización en la que vivimos como fruto de las demandas de la economía neoliberal y de la tecnologización ha creado un mapa de archipiélagos y múltiples localizaciones. Asimismo, el flujo de conocimientos de lo latinoamericano entre el Norte y el Sur alimenta los procesos que están culminando en cambios de retóricas y mecanismos
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de representación. La “ciudad letrada” de la modernización perdió sus contornos como recinto de la cultura. La violencia de sistemas autoritarios como los que azotaron el Cono Sur durante los setenta y ochenta, así como la violencia de la economía neoliberal, atropellaron el ámbito urbano terminando con la utopía de la ciudad letrada. Por otra parte, el concepto de cultura se abre, dejando de designar exclusivamente a la producción estética de una elite. El recinto urbano letrado y sus imaginarios caen1. En este momento de transiciones en que la América Latina, como el resto del mundo, se halla inserta, cabe preguntarse por el papel de los intelectuales, de la identidad genérica y del Estado en los distintos diseños de la cultura latinoamericana desde el siglo XIX, época en que se crean los imaginarios nacionales sobre los cimientos de la antinomia civilización y barbarie. Partiendo de este contexto, este libro tiene como meta el análisis de dos niveles fundamentales: relatos e identidades. Para ello, toma como vectores de la investigación crítica tanto la función de las políticas de género, donde se percibe el fuerte arraigo de la diferencia sexual, como el rol de los intelectuales latinoamericanos, y el de un Estado que ha ido perdiendo paulatinamente su protagonismo. Sin embargo, en los trabajos que aquí se presentan el vector del género es predominante. Las intersecciones entre género y Estado, género e intelectuales, y género y literatura están privilegiadas. Estas zonas de encuentro permiten recuperar particularidades históricas y culturales, junto con la producción e interpretación del material simbólico. El resultado es, como se verá, por un lado, un rico aporte al/a los feminismo(s) y teorías feministas que se enfocan en las culturas latinoamericanas o piensan desde ellas, particularmente en aquellos ensayos que tratan del activismo y/o las obras de mujeres, y por otro, una importante contribución a los estudios literarios y culturales. La génesis de El salto de Minerva fue el XXIV Congreso Internacional de la Asociación de Estudios Latinoamericanos (LASA), dedicado al tema de la globalización2, y en particular, tres paneles especiales, organizados por 1
Jean Franco dice refiriéndose a los efectos de la Guerra Fría en América Latina: “El proyecto seglar y republicano de nacionalidad, nacido de la Ilustración y expresado en monumentos por todas las ciudades de América Latina estaba acabado. La ciudad, imaginada una vez como la , era hacía tiempo una imagen de represión y confusión… [en el caso particular del Cono Sur] La represión, la censura y el exilio forzoso pusieron fin a los sueños utópicos de los escritores y a los proyectos de emplear la literatura y el arte como agentes de ” (2003: 22-23). 2 Se trata del congreso que tuvo lugar en el mes de marzo de 2003 en Dallas, Texas. El título del mismo fue The Global and the Local: Rethinking Area Studies (Lo global y lo local: Repensando los estudios regionales).
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las editoras de este libro, sobre intelectuales, género y Estado. Las panelistas eran mujeres reconocidas en los mundos académicos norte y sudamericanos. El éxito de estos debates tuvo eco en otros paneles del mismo congreso, lo que motivó a la profesora Mabel Moraña y a quien escribe a invitar a las participantes de este volumen a reflexionar sobre las conexiones entre género, intelectuales y Estado, así como sobre las representaciones simbólicas de estas relaciones tanto en la literatura como en otras prácticas culturales protagonizadas por mujeres latinoamericanas. Los ensayos que aquí se reúnen están, a su vez, escritos por mujeres, hecho –ni casual ni ingenuo– que amerita una explicación. Nanneke Redclift señala que: “ya no existe una conexión intrínseca entre feminismo y los estudios de género” (1997: 223). A riesgo de caer en lo obvio, tampoco existe exclusividad entre las mujeres y el feminismo, aunque la subalternidad histórica de las mujeres explique su atracción y pasión por el tema. El hecho de que todas las contribuyentes sean mujeres no tiene relación directa con los temas que tratan. Este libro, que recoge el pensamiento crítico de un número selecto de mujeres académicas, intenta reconocer la importancia de los aportes de las mujeres al campo de los estudios literarios, culturales y de género en el contexto latinoamericano. La alusión al “salto de Minerva” en el título de este libro, responde al deseo de subrayar la presencia femenina en el ámbito intelectual. La diosa de la sabiduría y de la victoria en la guerra, Minerva o Atenas, nace de la cabeza de su padre Zeus (Júpiter), completamente crecida y portando los símbolos de la fuerza y la agresión del arquetipo masculino (el escudo de oro de Zeus) y de la sabiduría y del compromiso hacia la familia y los lazos domésticos del arquetipo femenino (la serpiente de la Gran Diosa). El inusual nacimiento de Minerva se origina en el miedo de su padre de ser desposeído por uno de sus futuros hijos, de acuerdo a la advertencia de Gaia y Urano. Así, cuando la primera esposa de Zeus, Metis, personificación de la palabra griega que significa “pensamiento” o “astucia,” queda embarazada, Zeus se la traga. Este acto de canibalismo replica lo hecho anteriormente por Cronos. Sin embargo, Zeus consigue lo que no consiguió Cronos y es asimilar a Metis. Esta asimilación hace posible que él diera a luz a Minerva, la hija de “la cabeza de Zeus”. La asimilación del “padre de dioses y hombres”, como Hesiodo llama a Zeus, de su esposa Metis, hace que Minerva sea “una potente manifestación de la inteligencia creativa de su padre”3.
3
Sobre Atenea/Minerva y especialmente sobre la historia de su nacimiento ver el texto canónico de mitología de Stephen L. Harris y Gloria Platzner (2001: 75-76; 146-149).
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Esta interpretación del nacimiento de Atenas sirve para manifestar el fin de la era de la Gran Diosa y los poderes femeninos, que Zeus “asimila” en su figura patriarcal. Minerva es una figura compleja, cuyos atributos y funciones incorporan elementos contradictorios. En ella se unen las características masculinas y femeninas, como ya se ha visto. Nacida sin madre, se convierte, sin embargo, en la protectora de las artes femeninas: cerámica, tejido, telar, y de todas las artes domésticas, de las que es patrona junto con Vulcano, pero asimismo es la poderosa luchadora y protectora de la ciudad que lleva su nombre, Atenas. Pero si volvemos a la historia de su nacimiento se puede apreciar que la sabiduría y argucia de Minerva se origina en su madre Metis. Zeus se come a su esposa embarazada para impedir que su futuro hijo varón pudiera destituirlo. Lo mismo había hecho Cronos en el pasado. Cronos elimina a su hijo, mientras que Zeus al ingerir a su mujer lograría dar vida a Minerva. Parecería que “la inteligencia creativa” de Zeus permite al “dios de dioses” asimilar los poderes de Metis y así procrear sin la aparente contribución de una mujer. Sin embargo, después que Zeus se come a Metis sufre terribles dolores de cabeza. Vulcano, el hijo de Hera, y en algunas versiones, también de Zeus, para aliviarlo le abre la cabeza y al saltar Minerva de ella, sus dolores cesan. Estos datos nos permiten llegar a otra interpretación del mito. Sería Metis y no Zeus, quien al usar su (la de ella) “inteligencia creativa” consiguiera continuarse en Minerva, hija de ambos, quien llevada al interior del pensamiento masculino por su madre, la personificación, como se recordará, del “pensamiento” y “la argucia”, nace adulta. El salto de Minerva alegoriza la acción intelectual de la mujer. El pensamiento y acción de Minerva no promueven ni una subjetividad rígida, ni la división absoluta de los arquetipos femenino/masculino. Por el contrario, en ella se integran los dos: la serpiente de la Gran Diosa y el escudo de oro de Zeus. Esta confluencia de poderes masculino/femenino le dan la sabiduría y fuerza para poder guiar, asistir, defender a héroes, familias y ciudades. En Minerva se integran los tres términos de nuestra investigación: intelectuales, género y Estado. La sección titulada, “Políticas del género” da cuenta de los numerosos avances que desde el mundo académico se hicieron para interpretar la historia de las mujeres, su agencia y su escritura. En este sentido los aportes teóricos del feminismo o feminismos han sido fundamentales. Partiendo de esta premisa y desde una postura teórica, Mabel Moraña abre las reflexiones de este libro subrayando la necesidad de “redefinir la cuestión del género” y de la función intelectual dentro del contexto de los debates “sobre globalización, transformación de la sociedad civil y recuperación de lo político”. Para ella, si bien las teorías feministas que marcaron “la condición fluida e inestable
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de las identidades de género” han sido esenciales para las modificaciones de la noción esencialista de identidad genérica, ellas no impiden elaborar desde la reflexión de lo particular-histórico, las “prácticas situadas” y estrategias teóricas que permitan “inscribir la cuestión del género, más allá de posicionamientos feministas, dentro de problemáticas mayores”, en articulaciones trans-contingentes o suprasectoriales. La inscripción de la cuestión del género en contextos mayores es de particular importancia para impulsar retorno de lo político que debería incluir en sus agendas la transformación radical de la noción de ciudadanía, postulando “una identidad política que no elimine las diferencias, las agendas, las especificidades”. Doris Sommer se enfoca en el virtuosismo del habla bilingüe –la alternancia de saltar con rapidez de un código lingüístico al otro– para pensar la cuestión del género. La alternancia o pasaje de un código a otro crea una sensación queer de no pertenencia plena a ninguna de las dos lenguas. Sin embargo, la frustración de no pertenecer es superada por el placer de la zona de alternancia. Si a la pregunta de cómo articular identidad y diversidad dentro de los contextos de alta integración y persistente desigualdad transnacional, Moraña contesta que el camino es el rechazo de los antagonismos tradicionales entre la igualdad y la diferencia; Sommer propone la condición queer del bilingüismo, la máscara, el code-switching, el exceso del más de uno. Revisando rápidamente la historia del movimiento feminista, subraya que la lucha por la igualdad de derechos entre hombres y mujeres resultó en la fisura del concepto universalizante del ser humano. Esta que es la gran contribución del feminismo es asimismo “un suplemento peligroso tanto para los hombres como para las mujeres”, ya que el suplemento apunta a la falta de estabilidad en la esencia del ser humano. Sommer insiste en que hay más de una definición de la mujer, así como hay múltiples feminismos y fisuras entre feministas. Parecería que la conciencia del “suplemento” es prioritaria de las mujeres, concluyendo que si bien toda ontología sustantiva puede pecar de “egolatría”, ninguna teoría femenina puede compararse con el falocentrismo, “porque siempre las mujeres partimos del dos, no del uno, a diferencia de los hombres que, desde el Simposio, han confundido la humanidad con los hombres”. El suplemento peligroso, logro del feminismo, hace posible que haya más de dos géneros. Los conflictos entre lo masculino/femenino que tan arraigados están en el imaginario latinoamericano llevan a que Teresa Porzecanski examine las mitologías del “silencio” entre los ona de la Tierra del Fuego, los yanomamo de la selva tropical venezolana y los grupos baruya de Nueva Guinea. En estos grupos indígenas se les prohibía a las mujeres aprender los misterios del conocimiento para impedirles ser independientes. El secreto del
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conocimiento se reservaba a los hombres por medio de un rito de iniciación y la complicidad colectiva que mantenía y transmitía el secreto entre los grupos de hombres. Variadas mitologías que se extienden desde Tierra del Fuego hasta Amazonia, desde Australia hasta Nueva Guinea “justifican” sin probar la asimetría de los roles de género: las mujeres debían ser silenciadas para que no volvieran a tener un poder que les había pertenecido en una etapa anterior y transicional al patriarcado, y del cual no supieron sacar frutos. Esta investigación antropológica permite a Porzecanski examinar el rol del silencio en las representaciones literarias de mujeres, en las múltiples estrategias que la historia muestra para que la mujer “no piense”, en la cultura de la moda que da vida a los “maniquíes”, mientras “anestesia” las mentes de las mujeres para que por medio del bisturí se conviertan en maniquíes, y finalmente en el discurso femenino indirecto y cauteloso. Las mitologías del silencio concluyen en un desbordamiento de la palabra en la escritura femenina. Por medio de ella, la mujer intenta recuperar su propia identidad, el secreto que se le decretaba prohibido por medio de la imposición del silencio. Porzecanski nota que los “pensadores evolucionistas” del siglo XIX al explicar el desarrollo de las sociedades humanas subrayaban un período en que un “matriarcado” imaginario precedía a “la sociedad patriarcal, blanca, europea [y] monogámica”, que era la suya. Aparentemente el siglo XIX patriarcal representaba el estadio más sofisticado de las sociedades. Sin embargo, Cristina Iglesia con agudeza comienza su estudio sobre el año 1820 y el fraile Francisco de Paula Castañeda (1776-1832) en Argentina señalando que la confusión, el mareo, el desarraigo son las características del siglo XIX. Se trata del siglo que sobrevive a la Revolución Francesa, entendida como el fin de la historia. En este contexto, Iglesia cita a Barthes, para quien, “la Mujer asegura el relevo de la Historia desfalleciente”, ya que se necesita el tiempo natural de la reproducción. Será en el Río de la Plata y el año 1820 que le permite entender el vértigo posrevolucionario francés, porque la revolución americana le sirve de espejo a una Europa que se ve con espanto avanzar con un siglo inútil, el XIX, cuando todo se ha detenido. La revolución americana parecería poder estancarse en cualquier momento y volver al punto de partida. Esa delgada conciencia de estancamiento se materializa en 1820, año de anarquía y del surgimiento de Buenos Aires como provincia, “que empieza a sentirse en el centro de la Historia americana”. ¿Cómo aparece la mujer en su rol de Mesías de la historia en el imaginario decimonónico que en Argentina se concentra en sus primeros veinte años? La prolífica obra periodística y crítica del fraile franciscano Francisco de Paula Castañeda, olvidada como subraya Iglesia por la historia cultural de la
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Argentina del siglo XIX, feminiza el debate, creando voces de mujeres que ocupan el espacio público de la prensa política. En 1820 dirige más de siete periódicos y, desde ellos, múltiples voces de féminas “inventan” el diccionario de la patria: “antifrancés y antinorteamericano”. Estas voces muestran los vacíos del proceso revolucionario, como los que separan, por ejemplo, a los sexos casi en dos pueblos incomunicados. Iglesia concluye su estudio del fraile Castañeda en el contexto del año 1820 subrayando que su escritura periodística/ficcional muestra “la desaparición de la figura del intelectual como crítico y ‘controlador’ de las acciones políticas del Estado”. Con este iluminador ensayo de Iglesia se abre la sección “Rostros del poder”. La escritura del fraile Castañeda explicita una característica esencial de la trayectoria de la intelectualidad latinoamericana y es la de estar “dentro” o “fuera” del juego del poder. A partir de esta reflexión y tomando en cuenta las mutaciones de la figura del intelectual cubano desde Nuestra América (1891), de José Martí, hasta el libro de Heberto Padilla, nomen omen, Fuera del juego (1968), o el Primer Congreso Nacional de la Educación y Cultura (1971), Elzbieta Sklodowska se enfoca en una de las intelectuales cubanas más destacadas del siglo XX, Dulce María Loynaz (1902-1997). Premiada por sus logros literarios, recibiendo en 1992 el Premio Cervantes, privilegiada por su origen socio-económico, el cual le permitió recibir una esmerada educación, Loynaz logró contrarrestar las limitaciones impuestas por su género y las dificultades del diario vivir en la isla. La figura de esta intelectual cubana que logró preservar “su autonomía en forma ética e imaginativa”, pese a lo que algunos llamaron su “autoexilio” o “exilio interno”, le permite a Sklodowska presentar la hipótesis de que el rol cultural de Loynaz se ajustaría al concepto de “sociedad civil” desarrollado por Antonio Gramsci en Cuadernos de la cárcel. El hecho de que esta mujer transformara su casa en el recinto de la Academia Cubana de la Lengua nos remite a la existencia de organismos que no están directamente controlados por el Estado, aunque funcionen dentro de la orquestación de la hegemonía del grupo dominante, en lo que Gramsci concibe como “sociedad civil”. Como intelectual cubana, Loynaz se encuentra, como nos hace ver Sklodowska, “afuera” del juego del poder, pero no silenciada. Agudamente señala Sklodowska, desde la lectura de Jardín (novela tardíamente publicada en 1951, donde Loynaz articula el deseo de “romper el enclaustramiento intelectual de la mujer”), esta cubana encarna todos los obstáculos del género para “una mujer situada en el espacio de la ciudad letrada”, espacio dominado por la ideología patriarcal, que define la “legitimidad” del discurso y determina quiénes pueden tratar ciertos temas. Si el intelectual latinoamericano en la figura del deslenguado fraile Castañeda
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recurría en 1820 a las voces subversivas de mujeres para apuntar enfáticamente a los vacíos del proceso revolucionario, la presencia de la mujer intelectual como Loynaz en la primera mitad del siglo XX recurre a la escritura imaginativa que cuestiona las limitaciones de la representación mimética, que no muestra las zonas vacías de la realidad. Nora Domínguez analiza los rostros del poder en una de las ficciones contemporáneas más originales. Me refiero a la primera novela del argentino Jorge Barón Biza (1942-2001), El desierto y su semilla, 1998. Domínguez reflexiona sobre los rostros de los desaparecidos por la dictadura militar argentina, cuyas imágenes fotografiadas y reproducidas en diferentes medios se han convertido en objetos cotidianos y familiares. “La exhibición pública de rostros cumple con la función social de testimoniar, la finalidad política del reclamo y el ejercicio de construcción de la memoria colectiva”. Sin embargo, como agudamente observa Domínguez, los rostros no se dejan representar con palabras y “parecen extraños desertores del campo del lenguaje”. En El desierto y su semilla, Barón Biza cuenta la historia de la descomposición de un rostro, el de la madre, y la lectura del hijo narrador del proceso abyecto de desfiguración. La historia está basada en un hecho real: la cara de la madre del autor fue desfigurada con ácido que su propio esposo le arrojó la tarde en que se estaba por concertar el divorcio entre ambos. El marido se suicida al día siguiente de haber cometido la espantosa acción criminal. Para narrar este relato Barón Biza recurre a la novela, aunque la autobiografía está dispersa en el espacio narrativo. La descripción del rostro carcomido por el ácido se vuelve inhumana. El vacío horripilante de un rostro que ya no existe se constituye en límite de la representación. Domínguez dice: “en el límite del cuerpo y del relato la literatura se presenta como el espacio contradictorio y violento de una salida, de una posible salvación”. La novela tematiza su propia función: “cómo narrar el horror y su después, sus efectos, sus derivaciones monstruosas”, y al mismo tiempo, cómo leer lo que es repulsivo e innombrable. En “Los cuerpos del trabajo, el trabajo de los cuerpos”, Adriana Bergero se ocupa de una intelectual obrera de principios del siglo XX en Argentina: Carolina Muzilli. En pleno proceso de la modernización bonaerense, las mujeres se hacen visibles tanto en el campo industrial, como en el de la salud pública y especialmente en el político, donde Elvira Rawson de Dellepiane asume el liderazgo con su lucha por los derechos políticos de las mujeres. Es un momento de transición de sumo interés para la reconfiguración de lo masculino/femenino. Como destaca Bergero, el moderno imaginario nacional se ocupa de que la cuestión del género continúe obedeciendo a las normas hegemónicas. En este contexto la escritura de Muzilli, cronista urba-
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na y operaria de la industria textil y del planchado, comisionada en 1912 por el Museo Social Argentino a realizar una monografía sobre trabajo femenino y medicina industrial, muestra que en las violentas transformaciones sociales de la modernidad era imposible sostener el modelo único y homogeneizador de lo femenino promovido por el Estado, así como por el catolicismo social, o la prensa popular: el de la madre virginal, infatigable y feliz que ahora maternalizaba los ámbitos políticos, industriales y científicos. Como argumenta Bergero, el “trabajo” de la escritura de Muzilli, su revisión de los archivos laborales, “devuelve dramaticidad al costo social del trabajo y al dolor de los cuerpos del trabajo”. Muzilli descubre que la modernización no diseña una ciudad letrada, sino una ciudad grotesca, donde la madre republicana se ha mutado en el cuerpo grotesco de la madre obrera. La lectura exhaustiva de Bergero sobre la obra de Muzilli en el contexto de los procesos de la modernización subraya la importancia de considerar a las intelectuales mujeres en la historia social de América Latina. Sin su inclusión política y epistémica es imposible la reconstrucción del conocimiento y de los imaginarios sociales que construyen la red de la historia. La virilidad y afeminamiento han sido la vara con la que se medía no sólo la producción intelectual sino a los sujetos que la producían en el México posrevolucionario. Margo Glantz parte del conocido y polémico artículo de Julio Jiménez Rueda, “El afeminamiento en la literatura mexicana” (1924) para reflexionar sobre la importancia del cuerpo sexuado, “el cuerpo viril, el cuerpo femenino o el cuerpo afeminado”, que se ofrece “a las operaciones del pensamiento, a las construcciones fantasmáticas”. La virilidad de este cuerpo va a volverse nodal en la literatura de la revolución, que encumbre a los héroes machos, y cuyo paradigma se centra en la figura de Pancho Villa. Desde la antinomia de “virilidad y afeminamiento”, Glantz agudamente rescata la figura y escritura de una mujer, Nellie Campobello (19001986), quien como Loynaz y Muzilli, evoca el concepto gramsciano de “sociedad civil”. La escritura de Campobello sobre Pancho Villa desestabiliza la “división tajante [y tranquilizadora] entre los sexos”. Villa, el héroe legendario, llora o se vuelve una voz que expresa todos los registros de la sensibilidad humana. Pero más importante aún es lo subrayado por Glantz: Campobello se transforma como el mismo Villa, en el proceso de su escritura. Cambia su nombre de Francisca a Nellie. Modifica el año de su nacimiento de 1900 a 1909, y se muda de Chihuahua a la Ciudad de México. Estas transformaciones muestran lo maleable y fluido de los géneros y de los datos identitarios. Por consiguiente, su escritura rompe con la estética edulcorante típica de las mujeres de la época, así como con la representación tradicional de los eventos bélicos. La revolución en los relatos de Car-
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tucho (1931; 1940), su obra más reconocida, “se [vuelve] portátil y doméstica, se convierte en rutina”, y un cuerpo de niña –por momentos viril, y en otros con el erotismo de una mujer joven– se ofrece para relatarla. La tercera sección del libro, titulada “Identidades y modernidad”, se abre con el ensayo de Sylvia Molloy sobre la construcción de imaginarios nacionales, identidades sexuales y discursos en la Argentina de fin del siglo XIX. Como es sabido, la construcción de los imaginarios nacionales son operaciones del pensamiento marcadas por el género sexual. El trabajo seminal de Benedict Anderson, Imagined Communities (Comunidades imaginadas), nos persuade que la nación moderna se imagina como una fraternidad de soldados dispuestos a morir por defender sus contornos y soberanía4. En América Latina, Sylvia Molloy muestra que “las colecciones de retratos de héroes”, léase compilación de relatos de una fraternidad de soldados, abundantes en el siglo XIX, forman parte de un archivo “cuya escritura atestigua a la vez que construye la nación”. Enfocándose en Viaje a la Patagonia Austral, del Perito Moreno (1852-1919), con la maestría que la caracteriza, Molloy reflexiona sobre la construcción del hombre de ciencia como héroe nacional, el viaje científico como deber patriótico, y la colección como principio del patrimonio nacional. En su análisis, el Perito Moreno, encarnación del sentimiento patriótico (él puede sentir el territorio argentino), se autoasigna el deber de describir, reclamar y explotar el territorio patagónico “en nombre del progreso nacional”). Como héroe nacional, el hombre de ciencia tiene características viriles. Moreno, el valiente viajero y explorador de la Patagonia, “cosecha” datos sobre los indígenas contemporáneos, quienes, por un lado, tienen la capacidad de convertirse en un futuro en “sujetos argentinos”, y por otro, son “objetos de estudio” como partes de una colección (está refiriéndose a los indígenas como huesos, especialmente cráneos), colección que le dará a su creador “distinción de héroe civil”. Moreno negocia virilmente con la patria y el Estado, entregando su colección patagónica, el Museo Antropológico y Arqueológico de Buenos Aires, el Parque Nacional, para finalmente entregar después de su muerte sus propias cenizas a la superficie de la Patagonia para sellar con su virilidad el territorio de la patria. Molloy observa con agudeza que en el deseo del perito de que sus cenizas cubran todo el territorio que él había obtenido para Argentina, falta el “cuerpo”. La virilidad que se ofrece para la construcción de imaginarios nacionales es puro simbolismo que trasciende al héroe civil o nacional como cuerpo masculino. Pero esa virilidad no siempre consigue cubrir el cuerpo
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Benedict Anderson (1983: 15-16).
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de la patria en el imaginario de la modernidad. Molloy concluye su ensayo con un epílogo sobre el relato “La sirena”, de Carlos Octavio Bunge (18751918). La monstruosidad de la sirena, “híbrido grotesco en femenino”, significa “de manera antinatural a la nación”. Es el aspecto de lo nacional que no se puede fijar, coleccionar, exhibir, y que hay que devolver a la naturaleza. Esta lectura le permite a Molloy mostrar la nacionalidad como artificio, “como construcción fluida, tanto más estimulante cuando se la abandona a la deriva”. Otro intelectual argentino de la modernidad, Alberto Gerchunoff (18831949), como argumenta Mónica Szurmuk, muestra la naturaleza artificial y cambiante de la nacionalidad. El inmigrante judío del Este de Europa “debe negociar una identidad híbrida para moverse en la esfera intelectual y participar en los debates públicos”. La publicación de Los gauchos judíos en 1910, fecha de la celebración del centenario de la Revolución de Mayo, cuando la literatura se profesionaliza y el intelectual se independiza del mundo de lo político, le sirve a Gerchunoff para legitimarse como relator de la nueva historia de Argentina, una nación integrada por judío-argentinos. En Los gauchos judíos articula una voz híbrida, que habla tanto desde el lugar subalterno como desde el hegemónico, y esto gracias a la creación de figuras femeninas. Como indica Szurmuk, en “la tensión erótica y la historia de amor” del romance nacional, lo femenino en la representación de “la mujer judía” señala el dinamismo del futuro argentino, mientras que lo masculino como el judío hombre signa “lo retrógrado”, que hay que abandonar. Al estudiar los cambios entre la primera edición del libro en 1910 y la segunda de 1936, Szurmuk concluye que la permanencia y renovado interés por esta colección de viñetas radica en la perdurabilidad de la problemática siguiente: “cómo conjugar múltiples identidades, cómo crear espacios donde se respete y alimente la diferencia, cuál es el rol del género en la metaforización de la alteridad”. Alicia Ortega Caicedo y Susana Rosano escriben sobre Eva Perón (19191952). Como indica Rosano: “El cuerpo de Eva funcionó como un verdadero soporte visual de la propaganda del régimen [peronista], un lugar privilegiado a partir del cual ejerció su hegemonía cultural”. Al trabajar la novela de Tomás Eloy Martínez, Santa Evita, Ortega Caicedo la define como “un conjunto de versiones que se reescriben, se complementan, se contradicen y desde donde Martínez construye un espacio ficcional y metadiscursivo en el cual emerge con enorme fuerza reiterativa y simbólica los avatares del cadáver de Eva Perón”. Eva como cuerpo se ha llenado con los deseos, creencias, miedos, fantasías y leyendas de la colectividad. Ortega Caicedo observa que en el cuerpo de Eva: “confluyen género, cuerpo y poder”. El cuerpo
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inmortalizado y luego errante deviene en fuerza profundamente movilizadora. Agudamente nos hace ver Ortega Caicedo que “en el cuerpo nómada de Eva Perón, en Santa Evita, se asienta los márgenes del discurso y de la historia”. Con el apoyo de una vasta bibliografía teórica, Rosano invita a “pensar al cuerpo de Eva Perón como ‘aurático’, en el sentido que le da Walter Benjamin. Éste se inscribe en la esfera pública, y metonímicamente se relaciona con el de la nación, produciendo una fuerte imbricación entre cuerpo y política”. Para Rosano, en la construcción imaginaria del cuerpo de Eva Perón se define también el espacio nacional, “como fue entendido por el populismo”. Tatiana Oroño rescata a otra mujer marginada en la polis letrada de la modernidad: la poeta uruguaya Selva Márquez (1899-1981), cuyo aparente silencio de cuarenta años recuerda “el autoexilio” de la cubana Dulce María Loynaz. No se trata en este caso, sin embargo, de circunstancias políticas que unidas a las imposiciones de las normas del género sexual coadyuvaron al aparente silenciamiento de la intelectual cubana, sino al peso patriarcal de la elite de la cultura montevideana. Oroño estratégicamente enfoca su análisis en el poemario El gallo que gira (1941), donde la ciudad, sin nombre y sin mapa, “carece de proyecto a escala humana que la justifique y de una apropiación de pasado que la unifique en sus diversidades”. El género sexual y el género “ciudad” en la prolija lectura que Oroño realiza del poemario de Márquez actúan como espejos que se reflejan y hacen visible sus respectivas deformidades. Oroño descubre en la escritura de Márquez las perversiones de las “estructuras maquínicas” de la ciudad moderna y las que impone la modernidad uruguaya sobre los géneros sexuales, al dividirlos en dos grupos: uno con poder y otro carente del mismo. Navegar por el tema del “cautiverio identitario solapado por las construcciones hegemónicas” le da vigencia a la obra literaria de esta mujer y hace justicia al olvido con que el pensamiento crítico de los patriarcas del 45 la mantuvo “oculta”. Diana Sorensen analiza uno de los períodos de mayor prestigio en la literatura latinoamericana del siglo XX, el boom. Comienza observando las maneras en que este fenómeno de la historia cultural se impuso como voluntad de originalidad y comienzo, al romper con cualquiera afiliación con la tradición precedente y dar un lugar propio a las letras hispanoamericanas dentro del campo transnacional. Para Sorensen, “el compromiso moderno de la escritura”, en el contexto de los sesenta, consistía “en un acto de fe, así como en un acto de voluntad”. Si los jóvenes integrantes del boom rechazaron a los “padres literarios”, su orfandad, como señala Sorensen, los obligó a constituirse como grupo y, en este proceso de auto-creación, “la inflexión genérica” jugó un rol de importancia.
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La lectura que Sorensen hace de Historia personal del boom, de José Donoso, y en particular del suplemento “El boom doméstico”, escrito por María Pilar, esposa de Donoso, deja en claro “las atracciones y ansiedades masculinas del grupo, así como las relaciones que se establecen con la mujer y el papel de ésta en la profesión literaria”. Toda mujer, incluida la propia María Pilar, “es excluida de esta falocrática hermandad, ya que el sistema genérico dictaba la ley de la domesticidad femenina”. Sin embargo, el suplemento final de la mujer de Donoso contamina la novela de éste, El jardín de al lado (1981) y se continúa en ella. Esta ficción marca un punto decisivo en la ley del género de la escritura, y advierte el ascenso de la escritora mujer en el post-boom de la década de los ochenta. Dianna Niebylski inicia la sección sobre “Relatos de la globalización” con “Patologías postmodernas: Reflexiones sobre los poderes de la abyección en Sólo los elefantes encuentran mandrágora de Armonía Somers”. Niebylski estudia la última y compleja novela de la uruguaya Armonía Somers (1914-1994). Si bien esta novela, escrita durante los años de la dictadura militar en Uruguay, se publica en 1986, y por lo tanto en un período en que la ley del género de la escritura ha cambiado, muestra, como agudamente señala Niebylski, relaciones tensas y subversivas con el pasado, relaciones simbólicas que obligan a que toda la obra de Somers se (re)lea y (re)evalúe desde su abyecta representación del género femenino y del cuerpo de la mujer. Niebylski subraya que “la audacia postmoderna de la novela reside en mostrar cómo por debajo, o por detrás de los grandes esquemas epistemológicos clásicos, modernos o vanguardistas hay siempre un cuerpo abyecto –o mejor dicho, una multitud de cuerpos abyectos”. Este cuerpo o cuerpos es/son de mujeres. La protagonista, una mujer mayor y enferma de una extraña dolencia, es un cuerpo torturado por agujas y tubos que le extraen fluido linfático del espacio pleural. La enfermedad y los terribles tratamientos a los que someten a la protagonista se transforman en metáforas virulentas que desatan “la imaginación desbordada [de Somers] como a su amplísima formación lingüística, filosófica, narrativa y epistemológica”. Todo se confunde en esta novela, que no propone ni soluciones ni alternativas, pero que al mostrar “una visión desenfrenada de inter-subjetividades”, como Niebylski apunta, “pone en evidencia la insuficiencia del orden simbólico hegemónico (clásico o moderno)”. En el despliegue intelectual de la autora de este ensayo, necesario para interpretar el complejo mapa de intertextualidades de Sólo los elefantes..., Niebylski subraya que Somers reemplaza la visión intelectual “en general misógina del narrador masculino alienado” del boom con “la bilis amarga pero enérgica de un cuerpo de mujer madura”.
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En el contexto del neoliberalismo expansionista y rapaz y de la ideología globalizante de la actualidad, Mary Louise Pratt llama la atención a los lectores sobre uno de los tantos movimientos espirituales y neocristianos que han echado raíces en el continente latinoamericano. Se trata de la secta de la Divina Revelación Alfa y Omega, en la ciudad de Cuzco, Perú. Este grupo, como tantos otros, “diseminan paradigmas de significación que por un lado rechazan el materialismo y la narrativa fracasada del desarrollo, y por otro lado articulan un imaginario planetarizado”. Su experiencia accidental en Perú, que la llevó a conocer una de “las doctrinas para el tercer milenio”, legitima la hipótesis sobre la que Pratt trabaja en “Los imaginarios planetarios”. La hipótesis señala que la polarización económica del mundo, consecuencia del neoliberalismo, “produce inmensas zonas de exclusión donde las personas son, y saben que son, superfluas al orden global de producción y consumo”. Este saber de los grupos condenados por “innecesarios” al sistema económico global origina “nuevas maneras de ser y de vivir independientes de los dictados del mercado”. Pratt agudamente compara la gestión de estos saberes con las representaciones ficcionales que se encuentran en la obra de la escritora chilena Diamela Eltit en Mano de obra (2002), y Los vigilantes (1994), o del peruano-mexicano Mario Bellatín en Salón de belleza (1994), o del argentino César Aira en La villa (2000). Todas estas ficciones trabajan sobre un tropo textual que apareció en los noventa: “imágenes alegóricas de sistemas epistemológicos que el protagonista reconoce, pero que es incapaz de descifrar”. La diferencia entre los saberes de los excluidos (Alfa y Omega: “elementos extraterrestres y descifrables”) y las imágenes literarias de saberes nuevos (“elementos terrestres e indescifrables”) son “reflejos complementarios de la etapa actual de la larga y reconocida crisis epistemológica que desde hace ya varias décadas plantea la necesidad de una revolución de saberes que supere los límites del humanismo secular occidental moderno”. La propuesta final de Pratt es “sumir la narrativa de la Ilustración occidental en otra más amplia, planetaria”. Esto es lo que ha estado haciendo el feminismo trasnacional, que como Pratt observa, desde los setenta –la llamada Década de la Mujer– ha protagonizado y desarrollado un tipo de deliberación global. Dentro del mismo contexto planteado por Pratt, en mi artículo “Vírgenes en fuga: Pasión y escritura en el tiempo de la globalización” muestro cómo la poeta e intelectual argentina María Negroni (1951-), en su primera novela El sueño de Úrsula (1998) representa la condición humana en momentos en los que la humanidad, o gran parte de ella, parece haberse vuelto superflua. Para ello recurre a la leyenda medieval de la Virgen de Colonia, Úrsula, en su viaje sin precedentes, y difícil de imaginar, al Vaticano, acompañada de
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once –u once mil– vírgenes, en el lejano y supuesto siglo V. Subrayo allí la importancia que tiene en esta novela escrita en poesía recurrir a una leyenda que puso en movimiento cuestiones de género, de límites y superaciones, de temores y deseos, de ruptura y orden, y de Estado y colectividad hasta llegar al encuentro de las sensibilidades de los siglos XX y XXI, o sea de los resabios de la sensibilidad moderna con la sensibilidad fragmentada por los cambios avasalladores de la globalización. Por otra parte, argumento que esta novela responde y subvierte las expectativas generadas por el mercado editorial con respecto a la literatura que debe producir un autor o autora dependiendo del lugar geográfico de donde viene y de su género sexual. Este problema de desigualdades en el campo estético entre zonas privilegiadas con el poder y el conocimiento y otras a las que se les niegan tales privilegios, parecería “condenar” a los escritores “latinos”, tal como lo expone la propia Negroni en Ciudad gótica, a “un arquetipo platónico, vertido en el molde de un mandato explícitamente político o exótico o folklórico”. En El sueño de Úrsula, la leyenda medieval le permite a Negroni entrar en la discusión estética de igual a igual con los intelectuales y creadores de las zonas privilegiadas por el saber y el poder económico. La recreación poética de Úrsula como el cuerpo de una soñadora –que actúa a pesar de la inmovilidad de la mujer que duerme– se opone al estatismo del cuerpo de la virgen del martirio, traducido por los intereses eclesiásticos y estatales de distintas épocas. El cuerpo de la mujer que sueña hace posible tanto el relato del viaje de miles de mujeres como la emergencia de nuevas subjetividades. Para Negroni, como anteriormente para la filósofa judía Hannah Arendt, la revelación y el relato permiten anclar en el espacio y en el tiempo la experiencia/la existencia humana. Contar poéticamente el viaje de Ursula crea grandes intersticios entre el lenguaje y nuestro concepto de lo real, lo que permite a Negroni rescatar una historia de mujeres negada por los relatos oficiales y proyectar ese aliento colectivo (de más de once mil vírgenes) hacia el futuro. Nelly Richard observa que en el Chile posterior a la dictadura, biografías, autobiografías y testimonios inundan las librerías. Los géneros de “lo presencial y lo vivencial” reconfiguran la subjetividad en la esfera discursiva contemporánea. Richard dice: “esta celebración mercantil del yo da también cuenta del neo-individualismo capitalista que comercializa la instantaneidad del fragmento mediante las técnicas periodísticas de captación de lo humano en vivo y en directo”. Basándose en la lista de testimonios publicados por la editorial Don Bosco –una editorial jesuita, de inspiración religiosa–, Richard se enfoca en los textos de tres mujeres de gran relevancia pública: Mónica Madariaga (ex ministra de Justicia del gobierno de Pinochet),
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Gladys Marín (presidenta del Partido Comunista) y Clara Szczaranski (presidenta del Consejo de Defensa del Estado). Como se trata de testimonios autobiográficos de mujeres, Richard estudia las relaciones que se traman entre género y poder bajo el signo de la “mujer pública”. En el caso de Madariaga, la identificación con la Ley es total y la misma hace que niegue lo femenino como seña de la diferencia sexual. Madariaga, como señala Richard, se satisface con sus atributos viriles. Sin embargo, cuando tiene que hablar de “los secretos ocultos de una historia antes no contada”, los hechos anticonstitucionales de la dictadura, se escuda en su “naturaleza femenina” para fingir el no saber como justificación para “no decir”, un nosaber/no-decir que desmiente cínicamente la “búsqueda de la Verdad absoluta” que su autora dice perseguir. Richard acusa a este relato de “doble fraude editorial”, especialmente si se lo confronta con las expectativas del “género”, “tanto sexual como discursivo: ni lo femenino (denegado en su corporeidad por la trascendencia impersonal de lo masculino) cumple con la promesa de confidenciar una intimidad subjetiva, ni se revelan los secretos ocultos de una historia antes no contada”. La narración de Marín es diferente. Aquí la división entre el pasado y el presente no es clara, como en el caso anterior, y si la obra de Madariaga carece de afectividad, ésta comienza con un capítulo de “rememoración afectiva”. Pero para ella también, como lo subraya Richard, el tema de la mujer adquiere un lugar secundario; más bien, el mismo “debería hacerse parte de un “caminar con la diversidad” que amplíe la red de luchas solidarias del Partido”. La lectura de este testimonio permite a Richard concluir que el acceso físico de las mujeres a los aparatos de poder central no garantiza que éstas vayan a defender los intereses de su posición genérica. Asimismo, que “la tesis de lo neutro-general como universalismo trascendente de la representación popular que defiende una cierta izquierda incluyendo sus dirigentes mujeres, frustra la posibilidad crítica de conmover la simbólica del poder desde un pensamiento de la(s) diferencia(s) que debe necesariamente atender cuestiones de subjetividad y enunciación”. Finalmente, el testimonio de Szczaranski deja sentir “una primera fisura en la representación de su ‘yo’ público, de un descalce entre rol e identificación, entre norma y subjetividad, en el que se aloja un femenino hecho de pliegues y sombras”. Jean Franco comienza su ensayo “En el interior del imperio” con un epígrafe de la escritora chilena Diamela Eltit: “Nada escapa al neoliberalismo. El arte y la literatura no están excluidos. Están incluidos”. El proceso totalizante del neoliberalismo y sus representaciones en la narrativa reciente no presentan, como Franco observa “la perspectiva triunfante del capitalismo, sino la reducida posibilidad de recuperación tras el catastrófico desastre que
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había barrido muchas de las suposiciones que configuraron la rebelión y la oposición al mundo dado”. Franco es cuidadosa en señalar que “lo que muchos describen como el fin de la utopía es una forma nueva de describir lo que se ha vivido en buena parte de América Latina como traumas históricos, tras los cuales la política y la cultura han resultado irrevocablemente afectadas”. En los estudios académicos de la literatura existe una ruptura de los antiguos criterios de evaluación y de las claras divisiones entre arte culto y arte popular. En este contexto y tomando como ejemplo dos posiciones diferentes de intelectuales latinoamericanos, las de la argentina Beatriz Sarlo y la del brasileño Silviano Santiago, Franco agudamente muestra el mareo intelectual entre los que quieren imponer las prácticas pasadas de la comunicación por medio del “lenguaje y las instituciones de producción ideológica y literario/artística” (Sarlo) y aquellos que confían plenamente en los medios, sin tener en cuenta el estado empobrecido de los mismos (Santiago). Con respecto al ejercicio transformativo del género sexual, Franco nota que en Latinoamérica éste “tuvo lugar bajo circunstancias especialmente trágicas y en una drástica situación de división. El ejemplo que da es el muy conocido de “las Madres de la Plaza de Mayo”, quienes reinscribieron a las mujeres en el texto social, y luego se dividieron en dos grupos con distintos programas políticos anulando la posibilidad de movilización bajo el concepto “madre”. Sin embargo, Franco nos recuerda que “la gran apertura democrática para las mujeres, los gays, los travestis y las identidades étnicas también ocurrió en un momento en que la diferencia se volvió comercializable”. Por eso hace hincapié en “la paradoja de que haya un creciente número de intelectuales mujeres, gays e indígenas que están lidiando con el mismo viejo problema de la violencia, de la limitación de sus derechos de reproducción, la desigualdad y el abuso”. El párrafo final del ensayo de Franco bien puede ser el final de esta introducción que invita a leer trabajos que interpretan y rescatan importantes aspectos de la cultura latinoamericana en un recorrido de casi dos siglos: A lo largo de los últimos […] años y, sobre todo, del abandono de “la ciudad letrada,” numerosas versiones de utopía han naufragado. Sin embargo, algo vive aún entre los escombros, aunque sólo sea la fuerza de voluntad. Y, después de todo, los movimientos son ahora planetarios.
Bibliografía ANDERSON, Benedict (1983): Imagined Communities. Reflections on the Origin and Spread of Nationalism. London: Verso.
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FRANCO, Jean (2003): Decadencia y caída de la ciudad letrada. La literatura latinoamericana durante la Guerra Fría. Trad. Héctor Silva Míguez. Barcelona: Random House Mondadori. HARRIS, Stephan L y Gloria PLATZNER (2001): Classical Mythology. Images & Insights. 3era. ed. Mountain View, CA: Mayfield. REDCLIFT, Nanneke (1997): “Conclusion. Post-Binary Bliss. Towards a New Materialist Synthesis?”. En: Elizabeth Dore (ed.), Gender Politics in Latin America. Debates in Theory and Practice. New York: Monthly Review Press, 222-236.
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INTELECTUALES, GÉNERO Y ESTADO: NUEVOS DISEÑOS MABEL MORAÑA Washington University, St. Louis
La cuestión del género y la redefinición de la función intelectual que está teniendo lugar como resultado de debates más amplios sobre globalización, transformación de la sociedad civil y recuperación de lo político, involucran el campo de los estudios que tradicionalmente se agrupan bajo el rótulo de las humanidades, alcanzando los ámbitos de las ciencias sociales, la antropología, las comunicaciones y la historiografía. La cuestión del género se extiende, asimismo, dentro de los dominios de los estudios culturales y poscoloniales. Introduce en ellos no solamente la necesidad de una teorización que inscriba los particularismos del género en el espacio más amplio de una reflexión filosófica sobre ciudadanía, subjetividades colectivas y epistemologías alternativas a las que dominaron los escenarios de la modernidad. También impone la necesidad de una pragmática que permita revisitar las agendas del feminismo que acompañó las etapas más álgidas de la Guerra Fría y sus instancias inmediatamente posteriores, para redefinir el lugar de la cuestión genérica de cara a los procesos más actuales. Hablar de una pragmática implica reconocer, de una manera explícita, la relación entre teoría y praxis, academia y sociedad civil, pero también matizar los excesos teóricos con las atenuaciones y los relativismos que se hagan necesarios a partir de la observación de prácticas concretas, situadas, contingentes, que surgen de condiciones materiales de producción cultural y comprometen sujetos histórica y geo-culturalmente constituidos. Implica vincular teoría y acción, y explorar la función intelectual como mediadora no sólo en los niveles de producción e interpretación de material simbólico, sino también en las formas más acotadas de la gestión y el activismo, la movilización y la enseñanza.
1. La identidad genérica y su productiva precariedad Entre los puntos que quiero destacar como bases para un debate sobre “Intelectuales, género y Estado”, figuraría en primer lugar el hecho de que la coyuntura actual estaría signada, a mi criterio, por una modificación fundamental de la noción de identidad genérica que desde perspectivas sustan-
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cialistas, identificaron durante varias décadas como objeto de las políticas feministas a un sujeto universalizado, marcado por las determinaciones sociales y bio-sicológicas adjudicadas a los sexos y visibilizado en su negatividad por el sistema de dominación patriarcal. En su lugar, creo que las corrientes dominantes de la teorización feminista se pliegan más bien al reconocimiento de las intersecciones culturales y políticas que “producen” las subjetividades colectivas tanto como sus formas de representación simbólica1. La crítica al universalismo esencialista de las primeras posiciones aludidas, con todas las variantes conocidas dentro de ese campo de reflexión, ha permitido no sólo la afirmación teórica de la condición inacabada, fluida e inestable de las identidades de género, sino asimismo la recuperación de las condiciones materiales e históricas que permiten afirmar tal contingencia y que remiten a contextos más amplios de la conflictividad social, cultural o económica. Esta concepción particularista de identidad genérica ha bloqueado el camino, entonces, al hegemonismo teórico que impondría sobre sujetos sometidos a muy diversas condiciones de existencia social, categorías de análisis niveladoras y homogeneizantes, forzando sobre ellos políticas de (auto)reconocimiento que violentan epistemológicamente sus imaginarios en los niveles ético, estético, y ampliamente “político”. No creo que esto impida, de ninguna manera, elaborar a partir de la reflexión sobre prácticas situadas, alcances teórico-filosóficos, alianzas o intercambios que bajo la forma de articulaciones políticas permitan proyectar la teoría y la praxis hacia situaciones trans-contingentes o suprasectoriales. El problema planteado es, entonces, cómo negociar las categorías de universalidad y particularismo o, dicho de otro modo, a través de qué retenciones estratégicas se puede mantener una diferencialidad crítica operativa que permita inscribir la cuestión del género, más allá de posicionamientos feministas, dentro de problemáticas mayores. Cómo hacer jugar, entonces, las especificidades históricas y culturales, cómo articular identidad y diversidad dentro de los contextos de alta integración y persistente desigualdad transnacional. Quizá por el camino de rechazar antagonismos, en los términos que sugiere María Luisa Femenías: “Ni igualdad ni diferencia, tal como se plantea habitualmente, sino ambas” (2000: 294).
1 Al respecto, indica Judith Butler: “...gender is not always constituted coherently or consistently in different historical contexts, and [...] intersects with racial, class, ethnic, sexual, and regional modalities of discursively constituted identities. As a result, it becomes impossible to separate out ‘gender’ from the political and cultural intersections in which it is invariably produced and maintained” (1990: 3).
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2. El vaciamiento del Estado y el lugar de lo político En segundo lugar, y en diálogo con lo anterior, quiero traer a colación un hecho fundamental que afecta de múltiples maneras los debates y políticas del género en América Latina. Me refiero al fenómeno, que viene gestándose desde hace varias décadas, del vaciamiento político del Estado y sus instituciones mediadoras, principalmente los aparatos ideológicos que alcanzan desde la función académica y el sistema jurídico hasta los partidos políticos y los medios de comunicación. Ante situaciones extremas aunque tan diversas como las de Argentina, Colombia o Venezuela se asiste a un tiempo a la disolución de las redes sociales y a los esfuerzos por reconstituir lo político en sus tramas primarias de resistencia popular, supervivencia cotidiana y reagrupamientos ideológicos. Lo social sobrevive a la sociedad misma, demuestra su existencia más allá o más acá de lo institucional o partidista, reemplaza liderazgos tradicionales, clientelismos y condescendencias patriarcalistas con movilizaciones espontáneas y en muchos casos inorgánicas, con “estrategias del caracol” que se apoyan en el desplazamiento para reterritorializarse, en la solidaridad, el nomadismo y la creatividad para afirmar nuevos asentamientos materiales y simbólicos. Lejos de disolverse en esta trama inestable e inédita de problematicidad, la cuestión del género se reinscribe camaleónicamente en el interior de movimientos sociales y busca nuevas formas de representación y representatividad. Pero no existe fuera ni con prescindencia de tales dinámicas. El descaecimiento de las que podríamos llamar conceptualizaciones “duras” de las identidades sociales y su reemplazo por definiciones que rescatan más bien su productiva precariedad, así como la disolución de las formas modernas de lo político no deben resultar, a mi criterio, en la celebración per se del fragmentarismo, la residualidad, la multiplicidad o la ruptura, más que si son entendidos como síntomas de una dinámica deconstructora capaz de desestabilizar posiciones de poder, de los que puede extraerse un conocimiento transformador. Creo que vamos en camino de ir superando el destape posmoderno y entendiendo la necesidad de recuperar, más allá de carnavalizaciones pospolíticas, perspectivas epistemológicas que nos devuelvan de algún modo a un concepto revisado de realidad social desde el cual articular diversas posiciones de sujeto, individuales y colectivas2. Entre la fascinación de lo pluri/multi y la romantización –y fetichización– de lo popular hay, creo, un inmenso espectro de posibilidades críticas, teóricas y
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Ver al respecto Dore (1997).
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políticas, a las que se debe interrogar desde los estudios del género que tampoco son ajenos a la seducción de los extremos. En América Latina, donde los estudios de género nacen marcados por la distribución disciplinaria y también, en los años de mayor influencia de la teoría de la dependencia, por el sociologismo que los ligó fuertemente al antiimperialismo y a los movimientos de liberación nacional, la noción de sujeto político continúa manteniéndose (Navarro 1979, Redclift 1997). Esos estudios registran, sin embargo, cambios fundamentales, que relacionados con los efectos del capitalismo periférico sobre la construcción genérica. Al tiempo, otras dinámicas feministas se liberan, en contextos precisos, de esos determinismos, afianzándose más bien en la politicidad dispersa de una resistencia que se filtra por las fisuras de los discursos hegemónicos, de izquierda y de derecha, buscando nuevas formas de canalizar agendas, y poner en práctica epistemologías que contemplen el modo en que los niveles de clase, raza y género no sólo intersectan sus respectivas agendas, sino se sustentan recíprocamente3. Sin embargo, creo que es necesario todavía seguir analizando las relaciones entre materialidad social y formas simbólicas y el modo en que ambos planos negocian y divergen, según los casos. El modo, entonces, en que la unidad que es imprescindible para la lucha política puede admitir diferencialidad, antagonismos y multiplicidad, sin debilitarse, recordando que, para esos análisis, no existe ya una conexión implícita o necesaria entre feminismo y estudios de género4.
3. Cambios en la función intelectual y la cuestión del género Finalmente, entre el Estado –saturado o vaciado de contenido político– y la cuestión del género, la función intelectual se sitúa con un status mediador pero asimismo problemático, afectado por una crisis situacional que abarca aspectos ideológicos pero también estratégicos de posicionalidad institucional. Esta crisis –sin duda más profunda que las que se registraron durante el siglo XX– obliga a revisar agendas y programas, plataformas y prebendas, alianzas y deslindes, Interrumpir el discurso dominante e interpelar ya no
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Como indica Redclift –retomando posiciones de Dore y Nazari en el mismo libro–: “Class, gender, and race [...] are not merely connected, they do not simply intersect [...] they are/stand for each other” (1997: 227). 4 La frase, que recoge algo ya ampliamente reconocido, viene de Nanneke Redclift: “There is no longer an intrinsic connection between feminism and gender studies” (Redclift 1997: 223).
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sólo a los discursos del poder –cualesquiera que éstos sean, incluida la ortodoxia feminista– sino también a la sociedad civil es no sólo una de las funciones del intelectual sino también la clave del pensamiento crítico. ¿Pero qué hacer cuando el intelectual, que por definición se encuentra siempre de una manera u otra entronizado él mismo en los discursos interpretativos de la trama social, está más preocupado por redefinir su función en los nuevos arreglos globales que en afinar su trabajo hermenéutico? ¿Qué hacer cuándo el oportunismo de río revuelto hace más fácil levantar las redes y capitalizar la crisis como un espacio en el que todo vale, donde la prédica es más fácil que el análisis y muchísimo más fácil que la acción, y el atiborramiento teórico se convierte en la estrategia más lucida de impunidad ideológica y subalternización de lo teorizado? Las agendas teóricamente saturadas del latinoamericanismo metropolitano no dejan de evidenciar, en muchas de sus formas, justamente la crisis de esa centralidad, que la función intelectual disfrutó con el liberalismo y que el neoliberalismo podría sacrificar en el proceso de privatización del conocimiento y sometimiento de las materias primas de la cultura periférica a la mercantilización teórica globalizada. Dentro de esas agendas saturadas, el feminismo se ha convertido en una referencia obligada y, para muchos, obligatoria –creo, en definitiva, que hay demasiados feministas– y que esta naturalización de la cuestión del género –que yo debería estar aquí estimando como fundamentalmente positiva– atenta contra el carácter necesariamente contracultural, deconstructor y político de una forma fundamental de crítica social que habría sido, quizá, cooptada no por sus enemigos, sino por sus compañeros de ruta.
Conclusión Se ha dicho que la cuestión del género es el punto ciego de las teorías de la subjetividad que dominaron los escenarios de la modernidad; habría que agregar que es también parte de su mala conciencia. En todo caso, creo que las dinámicas a las que antes aludía en referencia al vaciamiento del Estado, el desdibujamiento –positivo– de la función intelectual y su más efectiva diseminación en lo social, y la presencia inescapable pero siempre redefinida de la cuestión del género marcan los parámetros principales por donde puede orientarse nuestro trabajo. Chantal Mouffe (1999) aboga por un retorno de lo político que incluya una transformación sustancial de la noción de ciudadanía, o sea que modifique las relaciones de sujeto existentes y construya, en su lugar, una identidad política común que no elimine las diferencias, las agendas, las especificidades. En este sentido, si es cierto que tras la
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supuesta “neutralidad multiculturalista [...] siempre se esconde el hombre blanco eurocéntrico”5 –y también anglocéntrico– queda claro que en las nuevas etapas que se abren, alguien tendrá que mantenerse vigilante para que la construcción de ese “nosotros” (que ya empieza por ser masculino) no mantenga, en su “afuera constitutivo”, a la cuestión del género, bajo nuevas modalidades. Bajo estas condiciones, creo que el retorno de lo político –al que he aludido también en otros trabajos– es el nombre de nuestra agenda de las próximas décadas, sea desde la configuración de la utopía de una democracia radical, como propone Chantal Mouffe, sea en las formas más modestas que puedan alcanzarse en nuestras dolorosas repúblicas latinoamericanas.
Bibliografía BUTLER, Judith (1990): Gender Trouble. Feminism and the Subversión of Identity. London/New York: Routledge. CASTRO-GÓMEZ, Santiago, Óscar GUARDIOLA-RIVERA y Carmen MILLÁN DE BENAVIDES (1999): Pensar (e)n los intersticios. Teoría y práctica poscolonial. Bogotá: Instituto Pensar/Pontificia Universidad Javeriana. Colección Pensar. DORE, Elizabeth (1997): “Introduction: Controversies in Gender Politics”. En: Elizabeth Dore (ed.), Gender Politics in Latin America. Debates in Theory and Practice. New York: Monthly Review Press, 9-18. FEMENÍAS, María Luisa (2000): Sobre sujeto y género. Lecturas feministas desde Beauvoir a Butler. Buenos Aires: Catálogos. MOUFFE, Chantal (1999): El retorno de lo político. Comunidad, ciudadanía, pluralismo, democracia radical. Barcelona/Buenos Aires/México, D.F.: Paidós. NAVARRO, Marysa (1979): “Research on Latin American Women”. En: Signs 5/1: 120. REDCLIFT, Nanneke (1997): “Conclusión. Post-Binary Bliss: Towards a New Materialist Síntesis?”. En: Elizabeth Dore (ed.), Gender Politics in Latin America. Debates in Theory and Practice. New York: Monthly Review Press, 222-236.
5 Santiago Castro-Gómez alude a esta noción al revisar el contra-argumento poscolonial respecto al multiculturalismo, y para llamar la atención sobre el modo en que el capitalismo actual no solamente oculta exclusiones de raza, género, etc., sino asimismo se apoya en la estrategia de negación del “anonimato universal del capital”, como si no existiera ningún sujeto “dirigiendo la máquina” (Castro-Gómez 1999: 14).
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Corrientes alternas Alternancia es el nombre que el castellano le da a code-switching, ese vaivén del habla bilingüe que pasa de un idioma a otro. La inestabilidad produce patrones predecibles, según unos lingüistas que defienden la legitimidad de los códigos mixtos que se comportan con la misma regularidad, aseguran los profesionales, que los idiomas respetables. Pero otros lingüistas prefieren subrayar la dimensión ingobernable de la inestabilidad y el impredecible timing del cambio que saca un chiste o que se zafa de las expectativas porque sí, por la misma libertad de hacerlo1. Alternar es una práctica que facilita la expresión en quienes no dominan el idioma de preferencia, dicen unos, y delata una carencia de control y de conocimiento. Pero otros dicen que a menudo el switch se da para crear un efecto estético cuyo nombre cotidiano es la sorpresa, y así alegrar o despistar a los interlocutores y los escuchas. Quiero decir que muchas veces los bilingües lucen una virtuosidad verbal más allá del mero dominio. Y es el plus que resulta excesivo para los puristas, como si el virtuosismo fuera un hambre anormal de expresión que ofendiera el consumo comme il faut. La alternancia desborda la identidad anclada en una lengua y una cultura, y por lo tanto conlleva un malestar para los que no cabemos ni en un código cultural ni en otro. Es una sensación queer, porque además de no caber plenamente, condición que podría llevar sencillamente a la frustración o a la tragedia, los bilingües tampoco queremos caber del todo. Tato Laviera tituló uno de sus poemarios, en honor al arte nuyorriqueño de vivir bilingüe y biculturalmente, Corriente alterna. La figura eléctrica pone en marcha otras metáforas de la inestabilidad por preferencia, como por ejemplo la alternancia en las prácticas y orientaciones sexuales que solíamos llamar AC-DC, e incluso como la condición política “popular” de Puerto Rico: “limbo / limping in circles / still buying time / the indecision of
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Véase resumen e intervención de Zentella (1997).
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goals” (1985: 86). Indecisión es la meta paradójica en Puerto Rico, donde los frecuentes plebiscitos reafirman la oximorónica identidad nacional de Estado Libre Asociado. La (in)definición ontológica irrita, es cierto, en su prolongado roce entre el inalcanzable deseo por la independencia y el miedo insoslayable de perder hasta la autonomía cultural. A la irritación se suma una tristeza que da cuenta que toda solución final sacrificaría las ventajas de opciones reprimidas. Con todo, sin embargo, la condición commonwealth parece ser preferible a las posturas definitivas, tanto a la normalización de la isla como estado en la Unión anglo, como a la independencia del país indefenso. Así como está, Puerto Rico se mantiene a flote, por encima de las corrientes unidireccionales que eliminarían los excesos; queda flexible y creativa, alternando entre códigos y culturas con el bien ensayado jogo de cintura que permite aprovechar recursos sin cerrar las rutas del cimarrón. El “yo” particular y el colectivo adquieren una solidez meta-consciente que no se deja atrapar por un solo código en el que se quedaría manejable con un guión predecible (la trampa donde caen los esencialistas étnicos, gays, feministas, etc.), porque la autonomía está en saber manejar más de un código y asumir más de una per-sona (máscara)2. Es una política escandalosa para la modernidad de Estados-naciones cuyo santo patrón es Johann Gottfried Herder. A partir de sus escritos contra Kant, Herder llegó a ser el defensor de la autenticidad cultural y lingüística de cada nación frente a la universalizante ideología de la iluminación francesa. Desde entonces, el deseo por la coherencia ha inspirado proyectos identitarios hasta hoy en día. Para Herder, el idioma particular era el alma del pueblo. Hablar dos lenguas era excesivo, patológico; causaba la corrupción tanto del espíritu como del cuerpo. Por eso, los bilingües sufrían, diagnosticaba en serio, el mal de la flatulencia con consecuencias fatales3. Pero nadie muere del bilingüismo, solo de la intolerancia por los pueblos lingüísticamente queer. Además, si el exceso cultural causa dolencias, se curan aumentando y no eliminando los excesos: por ejemplo, al mencionar el mal de Herder en México, sentí que los mayas se reían más que nadie, y es que “pedo” quiere decir también beso para ellos. Los mayas, como muchos pueblos que han sobrevivido conquistas y aculturaciones, saben vivir entre un código y otro. Pero los que insisten en ser sencillamente modernos deben 2
Titone (1993), “Bilingual metaconsciousness”. “The age that wanders toward the desires and hopes of foreign lands is already an age of disease, flatulence, unhealthy opulence, approaching death!” [¡La edad que deambula hacia los deseos y esperanzas de tierras extranjeras ya es una edad de enfermedades, flatulencia, opulencia malsana, y se aproxima a la muerte!] (Herder 1993: 43). 3
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tener solamente una pertenencia nacional así como tendrán una identidad sexual, según teorizaba Benedict Anderson (1983: 4). Quizás los minoritarios sean la vanguardia de la posmodernidad (y el rescate de convivencias anteriores), porque la alternancia estructural entre la pertenencia a una cultura particular y a la de la mayoría descose la sutura entre nación y Estado, e impone conciencias dobles entre una identidad cultural y otra pertenencia política. En todo caso, el commonwealth state of mind tiene afinidades electivas con la conciencia alterna y queer del bilingüe. “¿Es usted hispano? Depende. Who wants to know?”
Zero Sum Quizás sea curioso que, como en la matemática moderna, el pensamiento queer permita múltiples prácticas y teorías gracias a una carencia constitutiva. Así como los números cobran su dinamismo en torno al cero, el discurso de los géneros desencadena posibilidades y permutaciones desde un centro vacío de determinismos absolutos. Esta ubicación de la nadería de la sexualidad no fue necesariamente intencional desde el feminismo surgido junto con los movimientos estudiantiles y los disturbios raciales de los años sesenta, sino el efecto irrefrenable de un suplemento peligroso. Al agregar el género femenino al masculino en la definición del sujeto, el suplemento hace vislumbrar una falta de estabilidad en la esencia del ser humano. De manera similar, la condición bilingüe socava la integridad monocultural al insinuar que el yo se desenvuelve en corrientes alternas. Pascal tiene fama de haber meditado sobre el caso de los números avivados por una falta de valor sustantivo. A nosotros nos toca, en medio de grandes migraciones y de crisis del progreso y de la (re)producción, considerar los otros casos, el del género y el de la lengua, permutados por el efecto del suplemento. Llegaremos a apreciar el cero constitutivo de las prácticas identitarias como un espacio casi sagrado que nos obliga a crear y recrearnos como seres humanos, entre excesivos e insuficientes. Por ser un punto renuente a rellenarse con etiquetas contundentes, el centro-cero queda, aparentemente, disponible para las conquistas, como si coqueteara con los que afirman su destino de alma femenina o masculina, o los que insisten en English Only o en “hablar cristiano”. El chiste es que la coqueta “esencia” se entrega simultáneamente, o alternando, a los distintos pretendientes. La esencia es gramatical, condicional y cambiante, decía Ludwig Wittgenstein, para burlarse tanto de los idealistas como de los nihilistas. Las conquistas serán fáciles, pero decepcionan a los militantes, por-
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que las entregas del yo son excesivas. Posterguemos, por el momento, la consideración de los encantos del habla queer, porque quedan casi redundantes al considerar los del género que rehuye aferrarse a una definición exclusiva. La ausencia de género fijo, tanto en un solo ser como en la sociedad, que requiere la creatividad combinatoria para construir un yo de varias personas, es para mí la lección más profunda del legado feminista. Es la que irritó el discurso clásico ontológico hasta abrir una llaga llamada género, y escarbó en ese terreno irritado que no se quiere sanar un espacio para el pensamiento queer. He dicho que no habrá sido un resultado premeditado. El propósito principal del movimiento feminista fue fisurar el concepto universalizante del ser humano para que las mujeres estuvieran a la par de los hombres, a todos los niveles de derechos y de recursos. Fuera la intención que fuere, el suplemento resultó ser peligroso, tanto para los hombres como para las mujeres. Al admitir una variante en un sistema que había parecido estable y cerrado, el suplemento abrió una grieta por donde se colarían más añadiduras y variantes. En este caso, el peligro de la multiplicación de diferencias era sobredeterminado, porque el llamado movimiento femenino era desde su comienzo más de uno. De hecho, la mujer estaba sujeta a más de una definición. Para algunas, significaba una esencia biológica irreducible a condicionamientos culturales; para otras quería decir precisamente el condicionamiento perverso que nos había debilitado y que se debía cambiar por comportamientos más igualitarios con los hombres. La fisura entre las feministas fue fundamental e fue descosiendo el delicado tejido del movimiento, así como el conflicto entre los determinantes biológicos y los sociales habían ido minando, por mucho tiempo, el concepto mismo de identidad. En pos de los feminismos discutibles y discutidos, siguen otros suplementos a la práctica de auto-definición, entre ellos los que burlan la expectativa de quedarse con una. Gracias a esta opción queer, el feminismo recobra potencialmente el dinamismo grado cero que permite multiplicarse en condiciones cambiantes. De otra forma podría haberse agotado con la sencilla adición inicial de un género más uno. El dinamismo, sin embargo, no es siempre motivo de alegría y la inestabilidad es síntoma de un malestar. Si crear ofrece una libertad, también conlleva una conciencia del espacio vacío que lo permite, una falta de baluarte, y el lamentable reconocimiento de las pérdidas necesarias en el proceso de selección que permite representar la persona de cada día. Las mujeres lo somos, en cierta medida, por el sacrificio de algunos comportamientos asociados con los hombres; y los hombres lo son, hasta cierto punto, porque se han acostumbrado a limitar la gama de gustos y de gestos a convenciones
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masculinas. Gender Trouble es la diagnosis que ofrece Judith Butler frente a esta recíproca auto-mutilación del alma que practicamos los hombres y las mujeres en nuestras sociedades sexistas. Si yo llegara a recetar una terapia, sería sencilla y casi redundante con las observaciones del malestar: es que las etiquetas de un género u otro son muy estrechas para abarcar la realidad de los seres humanos; así es que ser hombre o mujer es más bien hacer de hombre o mujer sin contar con las consecuencias de sacrificar los elementos suplementarios y peligrosos para la representación. Ser angloparlante y no hablar castellano, limitarse al alemán y olvidar el turco son auto-amputaciones similares. Por eso, los hombres y las mujeres somos, en mi paráfrasis quizás imperdonablemente concisa, constitutivamente e incurablemente melancólicos, así como lo son los bilingües cuya conciencia de selección de una palabra y no otra hace sentir el código acallado. Para ser quienes somos, y para expresarnos correctamente, practicamos el desamor provisional con ciertas partes de nosotros mismos; perfeccionamos la negación intermitente, entre tristes por las pérdidas y aterrados por los espectros que amenazan volver a vivir. La condición, posiblemente, no admite tratamientos terapéuticos, si por tratamiento se entiende la búsqueda de una higiene sentimental que tenga como meta la normalidad moderna de una identidad fija (nacional, sexual) que requiera extirpar los espectros para vivir en el presente. Pero, como en el caso de Puerto Rico, la desesperación quizás sea su propia solución. Cuando no hay manera de curar un mal, aceptarlo es terapéutico. No fue otro el refinamiento que ofreció Jacques Lacan a la ciencia del psicoanálisis que pretendía reforzar y sanar las costuras del yo. El yo, según Lacan, es por su naturaleza fisurado, multiplicado y por eso incoherente. Hay los que (como Charles Taylor, en la línea de Herder) recetan la afirmación de una autenticidad plena, mediante la extirpación de los irritantes restos de vidas humilladas, de culturas no vigentes, y de patrias perdidas (Taylor 1994: 26). Pero los que vivimos en la cuerda floja, o en la guagua aérea, entre culturas, códigos y roles predeterminados, barruntamos que la auto-extirpación agrava el mal en vez de sanarlo. Subraya el auto-odio por los elementos internalizados en vez de curarnos de complejidades. ¿Es que se las quiere curar? Piensen en los cuentos desgarradores de Clarice Lispector, considerada existencialista por algunos lectores, pero reconocida por las lectoras como inquietante portavoz de la náusea y del pavor que caracterizan la condición de mujer convencional. Sus protagonistas viven en el borde entre las convenciones y la conciencia (rabiosa o aterrada) de que no caben del todo, que son suplementos peligrosos, y que han tenido que amputarse para vivir “normalmente”: “this is what she wanted, this is what she had chosen” (1984:
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38). En la autodefinición del género, aceptar la condición levemente melancólica que proscribe algunas posibilidades mientras se ejercen otras es sentir el exceso como un peso del que una, quizás, se quiere librar. Pero el desborde se siente también como una irritación que anima la creatividad en busca de una imposible paz. A través de la baja fiebre de crisis de identidad, el tratamiento lacónico/lacaniano evita mayores estragos de intolerancia para con una misma y, por extensión, para con otros seres fatalmente fisurados y humanos. Tampoco queda claro que se gane más de lo que se pierda al despedir los espectros del pasado. Éstos dan cuenta de historias compartidas que han llevado a las condiciones actuales. Hacer el duelo definitivo por ese pasado, dar por terminado el amor por los muertos, es también quedarse más huérfanos, sin saber ni cómo nos convertimos en subalternos, en un mundo que requiere la asimilación de mujeres y de minorías pero que no la permite. El migrante y la mujer preferimos, muchas veces, cantar los blues bilingües antes que entonar himnos a una sola patria y patriarcado. La melancolía es un mal menor a la auto-mutilación, o que al afán de ser tan coherente que uno deja de ser humano.
Por bocas y lenguas En los vertiginosos años setenta, de avalancha y revancha feminista, la provocadora tovarich Luce Irigaray insinuaba que cualquier meneo discursivo hacía temblar y peligrar el eje del masculinismo, porque el mero movimiento lateral equivalía a un terremoto para el erguido poder. Cuando hablan las mujeres, interrumpen la ewige weibliche estabilidad que sostiene al falocentrismo. (También al marianismo —y sus vertientes protestantes— que trueca la sumisión social por la concesión de nuestra superioridad espiritual y el dominio doméstico, véanse Stevens 1994 y Armstrong 1991). Con aún más ironía que Irigaray, y mucho más ternura, Teresa de la Parra había dado cuenta del precario poder patriarcal en Las memorias de Mamá Blanca, cuando observó que el padre “hacía el papel ingratísimo de Dios” (1985: 31). La madre, en cambio, sembraba la plantación con niñas bonitas y con los nombres incongruentes que les ponía, nombres intencionalmente insuficientes para que no captaran los encantos en soluciones verbales finales. Entre los nombres y las mujercitas había espacios insaldables para la recreación diaria. Hubo una consigna durante esa década de los setenta que nos sedujo a muchas: era que las mujeres somos doblemente creativas, porque creamos
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por dos bocas, mientras que los limitados hombres tienen solo una. Hablamos por la boca que está entre las mejillas, y parimos por otra (que también está entre mejillas). Si alguna vez reparamos en la contradicción preformativa de tumbar un esencialismo biológico —que identificaba una humillante marca de Caín entre las piernas— y abrazar otro esencialismo más halagador, la ensordecedora auto-celebración colectiva, postergada y acumulada a lo largo de siglos, nos tapaba los oídos mientras las bocas se abrían de par en par. ¿A quién entre nosotras no le iba a halagar esta resignificación de la herida vergonzosa del cuerpo femenino, convertida después de bochornos milenarios en matriz de nuestra superioridad? A quién no, especialmente si una era madre. Si otras mujeres no querían o no podían parir, si se retorcían de la frustración, traicionadas y ninguneadas una vez más por el privilegio de clase y de color que protegía a las amas de casa triunfalistas —defendimos la consigna bi-bocal como metáfora de nuestra particularidad frente al universalismo masculino, o como sinécdoque de la parte que sugiere la mujer entera, o como fuera, con tal de conservar el lema, con ahínco y pasión. La misma insistencia, se entiende, era síntoma de inseguridades. A las feministas que militamos también contra el racismo en luchas por la acción afirmativa para mujeres y para minorías, nos sentaba mal el determinismo biológico. Si la cultura no fuera más determinante que el cuerpo, no habría cómo defender las nuevas becas y oportunidades profesionales, ni por una boca ni por la otra. Algunas sentimos el peligro de confundir el signo biológico con el significado social, gracias al crescendo de objeciones al esencialismo en boca de lesbianas, de afro-americanas, de legiones de mujeres no interpeladas por la paridad con los patriarcas. Las objeciones —a veces encontradas precisamente porque sus diferencias no se sumaban a una alternativa esencial— terminaron por estorbar el encantamiento biológico y conquistarnos, no a todas, con el encanto de la diferencia como tal. El feminismo fundamentado en valores estables que se solapaban con los que nos habían incitado a sacudir cadenas (y caderas) sufrió, paradójicamente y con una justicia poética casi clásica, las consecuencias de los suplementos peligrosos desencadenados por su propia inconformidad. Ese feminismo fisiológico corrió el riesgo y cayó en la trampa de auto-deconstrucción, al basarse en una hipostasiada “realidad” biológica, como si las ventajas de ser mujer fueran sustantivas y no estratégicas. El chiste era ser libre, y requería eludir las expectativas convencionales, ser “queer”, raras, alternar bilingüemente, as it were, entre un papel y otro. Curiosamente, el bilingüismo biológico había sido tema de un filósofo renacentista que defendía la superioridad fisiológica de los hombres.
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Mediante una cita del Sefer yetzirah, libro de la creación para los cabalistas, los Diálogos de amor (1535) de León Hebreo dieron cuenta de la doble creatividad del varón, por sus dos lenguas. Una la tiene entre las manos (imagina a un sefardí hablando) y le permite crear una prole de ideas; y la otra, la que está entre las piernas, logra engendrar hijos de carne y hueso4. Frente a tanta prolijidad bi-lingüe, la mujer era de escasos recursos creativos, mientras que el varón adquiría dimensiones casi divinas, como hablador, amante y filósofo. A través de populares traducciones, incluyendo la del Inca Garcilaso, este tratado neoplatónico llegó a ser lingua franca filosófica en Europa y América. ¿Cuál, entonces, es el órgano que produce el habla y que genera vidas? ¿Es la boca o la lengua? A la lectura bi-bocal feminista, la anticipa el suplemento del bilingüismo cabalístico. Conocerlo relativamente tarde subrayó para mí, casi como broma, el escepticismo creciente frente al feminismo biológico. Philon, el protagonista locuaz de los Diálogos, nos hubiera prevenido que los cuerpos son necesarios, pero terminan por traicionarnos. Ésta es la respuesta coqueta que le da Philon a su amada Sophia cuando ella rehuye del contacto, alegando que el amor terminaría al ser consumado el acto. “Los cuerpos son vehículos necesarios”, dice el seductor, “pero llegan a obstaculizar el vuelo del alma” (Hebreo 1947: 84). La carne incita, pero el espíritu determina si el amor es verdadero. Parafraseando, en la cadena de interpretaciones que escala niveles de abstracción dentro de la tradición neoplatónica, uno diría que el signo biológico puede llevar a más de una significación y que la más sublime será el amor recíproco. Si las mujeres suponemos una superioridad corporal-espiritual porque contamos con dos fuentes de creación, los hombres deslenguados no se quedan atrás en este delirio hermenéutico. La diferencia que sobrevive el chiste de dos determinismos encontrados, y que anuncia la secuela impredecible del suplemento peligroso para uno y otro biologismo, es la diferencia como tal. La función del suplemento, y no su accidente particular, logra oxigenar los sistemas asfixiantes. A la provocación de Luce Irigaray, cuando descarta toda teoría del ser por ser solamente teoría del varón, se le podría agregar, o socavar, que toda ontología sustantiva peligra de egolatría5. Y, sin embargo, no hay teoría femenina que se
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“La verga es proporcionada a la lengua en la manera de la postura, y en la figura, y en el estenderse y recogerse, y en estar puesta en medio de todos, y en la obra; que assí como moviéndose la verga engendra generación corporal, la lengua la engendra espiritual; y el beso es común a entrambos, incitacion del uno al otro” (1947: 112). 5 Éste es el tema de Emmanuel Levinas en toda su obra; véase, por ejemplo, Totality and Infinity.
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compare con el falocentrismo; porque siempre las mujeres partimos del dos, no del uno, a diferencia de los hombres que, desde el Simposio hasta el Ariel, pasando por Calibán y hasta La virgen de los sicarios, han confundido la humanidad con los hombres. El género masculino no desaparece en el discurso feminista, sino que se identifica como tal, limitado a un género entre otros y como contrincante. Donde hay más de uno, el suplemento peligroso abre brecha para que haya más de dos géneros, incluyendo las combinaciones queer que alternan entre abrazos y rechazos de una per-sona y otras, entre una lengua, o boca, y otras más.
Bibliografía ANDERSON, Benedict (1983): Imagined Communities: The Rise and Spread of Nationalism. London: Verso. ARMSTRONG, Nancy (1991): Desire and Domestic Fiction: a Political History of the Novel. New York: Oxford UP. BUTLER, Judith (1990): Gender Trouble. Feminism and the Subversion of Identity. London/New York: Routledge. HERDER, Johann Gottfried (1993): Against Pure Reason: Writings on Religion, Language, and History. Trans. Marcia Bunge. Minneapolis: Fortress Press. HEBREO, León (1947): Diálogos de Amor. Trad. Inca Gracilaso de la Vega. Buenos Aires: Austral. LAVIERA, Tato (1985): “Popular”. En: AmeRícan. Houston: Arte Público. LEVINAS. Emmanuel (1969): Totality and Infinity. Pittsburgh: Duquesne UP. LISPECTOR, Clarice (1984): “Love”. En: Family Ties. Trans. Giovanni Pontiero. Austin: University of Texas Press, 37-48. PARRA, Teresa de la (1985): Las memorias de Mamá Blanca. Caracas: Monte Ávila. — (1959): Mama Blanca’s Souvenirs. Trans. Harriet de Onis. Washington: Pan American Union. STEVENS, Evelyn P. (1994): “Marianismo: the Other Face of Machismo”. En: Gertrude M. Yeager (ed.), Confronting Change, Challenging Tradition: Women in Latin American History. Wilmington: Scholarly Resources Inc., 3-17. TAYLOR, Charles (1994): “The Politics of Recognition”. En: Amy Gutmann (ed.), Multiculturalism: Examining the Politics of Recognition. Princeton: Princeton University Press, 25-73. TITONE, Renzo (1993): Bilinguismo precoce e educazione bilingue. Roma: A. Armando. ZENTELLA, Ana Celia (1997): Growing Up Bilingual: Puerto Rican Children in New York. Cambridge: Blackwell.
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EL SILENCIO, LA PALABRA Y LA CONSTRUCCIÓN DE LO FEMENINO TERESA PORZECANSKI Universidad Católica del Uruguay
En torno a las mitologías del “silencio” Entre los onas de la Tierra del Fuego, un grupo indígena desaparecido en las primeras décadas del pasado siglo, existía un mito y una ceremonia de iniciación masculina –el Hain, llamado también rito Klokéten de iniciación– que aseguraba a los hombres la sumisión incondicional de las mujeres. El mito se basaba en un secreto y en una complicidad colectiva mantenidos y transmitidos dentro de los grupos de hombres. Las mujeres no debían saber jamás “las historias que explican el origen del mundo y la sociedad”1, ni aquellas que se refieren “a los misterios de la naturaleza, de los animales, del viento, del mar, de las estrellas y del sol y, sobretodo, de la luna”2. Mucho antes de la llegada de los europeos, lo que se consagraba en la ceremonia iniciática de los jóvenes varones era un pacto de silencio respecto de la sabiduría existente en la tribu, sabiduría que en la mujer significaría un riesgo. Se amenazaba al joven iniciado con la muerte si alguna parte de ese secreto bien guardado durante incontables generaciones fuera revelada al mundo de las mujeres. Ellas no debían poseer el conocimiento pues ello las haría independientes, rebeldes. Asimismo, dentro del decálogo que consagraba la transformación del joven en varón adulto, se le recomendaba al muchacho “ser cariñoso con su mujer o mujeres pero teniendo cuidado de no dejarles conocer sus pensamientos íntimos, porque, si lo hacen, se corre el riesgo de que ellas recuperen el poder que tuvieron antaño...” (Magrassi 1987). Siendo la regla la exogamia, se recomendaba al joven tomar esposa en un clan extraño y distante a fin de que, en caso de disputa con ésta, sus parientes estuvieran demasiado lejos como para defenderla, con lo que ella sería más sumisa.
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La exhaustiva investigación de Anne Chapman reconstruye a partir de la documentación y de los relatos de los últimos selknam esta mitología (1986: 287 y ss.). 2 Véase también Magrassi 1987: 30-31.
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Entre los yanomamo de la selva tropical venezolana, les estaba prohibido a las mujeres hacer uso de drogas alucinógenas, ya que “ingiriendo estas drogas –por ejemplo, el ebene– los hombres tienen visiones sobrenaturales que las mujeres no pueden experimentar. Estas visiones les permiten convertirse en chamanes y entrar en contacto los demonios y controlar así las fuerzas malévolas...” (Chagnon 1997). Los grupos baruya de Nueva Guinea, que practican también iniciaciones masculinas, enseñan a los hombres durante estas instancias iniciáticas que son las mujeres quienes, en los orígenes, inventaron el arco y las flautas ceremoniales. Los hombres se las robaron penetrando en la cabaña menstrual donde estos objetos estaban ocultos. Después, sólo los hombres saben servirse de ellos –la flauta es el medio de comunicación con el mundo sobrenatural de los espíritus– lo que les confiere supremacía absoluta (Héritier-Auge 1992: 287).
El caso del Hain, entre los selknam, ilustra esta hipótesis: de acuerdo a las fuentes consultadas por los investigadores, las mujeres cargaban sobre sí con la responsabilidad máxima de la subsistencia del grupo, porque mientras que la recolección era permanente, la caza era estacional. La producción de objetos utilitarios, las tareas domésticas y la crianza estaban también a cargo de las mujeres (Porzecanski 1993). Como bien ha sido observado (Bamberger 1986), la existencia de muchas y variadas mitologías –en culturas que van desde Tierra del Fuego hasta Amazonia, y desde Australia hasta Nueva Guinea– que hablan de un supuesto matriarcado primitivo, en un tiempo sin tiempo –ex-nihilo–, “no prueban ninguna realidad sino que justifican una realidad existente”: la necesidad de mecanismos de control social sobre las mujeres. Es de notar que los pensadores evolucionistas del siglo XIX, con pocas excepciones, acumularon igualmente una serie de supuestos sobre la evolución de las sociedades humanas, y coincidieron en que una imaginaria “ginecocracia”, un “matriarcado”, habría tomado lugar como etapa transitoria y conducente a la sociedad patriarcal, blanca, europea, monogámica, que era contextualmente el ambiente de los propios pensadores decimonónicos3. Para la mayoría de ellos, es el patriarcado el que señala los inicios de la civilización. Ninguna de estas teorías se apoya en datos provenientes de la investigación arqueológica, sino que están construidas, a la manera de las mitologías, como relatos que a la vez fundan y transmiten toda una visión asimétrica de 3
Especialmente Das Mutterrecht de Bachofen (1861), que es influyente en Morgan, Ancient Society (1877).
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los roles de género: las mujeres ya habrían tenido en sus manos el poder y no hicieron con él nada relevante. La prueba de esto sería que todo habría terminado siendo apenas una etapa de solitaria transición hacia estadios más “avanzados”, organizados en base al poder político de los varones. Hoy se sabe que, aun en las escasas sociedades de tradición matrilineal, nunca ejerció el gobierno la mujer sino que preferentemente lo desempeñó su hermano mayor o el pariente masculino más cercano. Asimismo, se sabe que en la gran mayoría de las sociedades humanas que habitaron el planeta, existieron marcadas diferencias en los roles de género y mayor asimetría en la distribución de derechos y obligaciones, bienes y servicios, alimentos y recursos vitales en relación con el género femenino. “Una vida secreta para poder vivir” La oposición anotada entre mujer y conocimiento de los mundos espirituales que revelan el origen o el sentido es de larga data y aparece asimismo en las mitologías de varias sociedades africanas antes de la llegada de los blancos, como constante de un rol que ha sido construido a partir de la delimitación de áreas prohibidas. De esa proscripción, también hecha tradición en las sociedades blancas de Occidente, es que nace y se instala la duplicidad que caracteriza la vida de las mujeres que, en las sociedades contemporáneas, se aventuran por los caminos del verbo. Nadie como la brasileña Clarice Lispector en su novela La araña ilustra tan ajustadamente esta ambivalencia como cuando dice su protagonista: “Sí, necesitaba una vida secreta para poder vivir” o “Ella era como su propia equivocación”. O aun: “Ella pasaría sus días como si fuese una visita en su propia casa” (1977: 55). La mujer así inventada es esa mujer precedida antes que nada por el silencio –que proviene de silere, callar– un silencio que encubre su propia historia, y estimula, al mismo tiempo una contradicción: la introspección en la subjetividad, y la obligación de callarla, silencio que ha puesto un paréntesis de siglos a las preguntas del género sobre el sentido del mundo. Se trata de un tipo de silencio que ha venido creando históricamente y de manera estereotipada ciertas oposiciones aparentes: pasividad/actividad, belleza/inteligencia, sensibilidad/raciocinio, naturaleza/cultura. Escritura y poder ¿Por qué esta tradición de no escribir? Entre los antiguos egipcios la escritura tenía carácter sagrado, y si alguien se tragaba un papiro que contenía el
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nombre verdadero de una divinidad adquiría sus poderes. Las fórmulas imprecatorias de griegos y romanos acrecentaban su poder al estar inscritas en tabletas de plomo (Defixionum tabellae). Entre los persas, el enamorado inscribía en una piedra plana el propio nombre, el de su amada y el de su madre, y echaba la piedra al fuego: al calentarse crecería ese amor. En regiones del nordeste asiático, el poder de la plegaria escrita se multiplicaba con la repetición. La relación entre discurso y representación del mundo es de larga data. La palabra griega “mimesis” significa “imitación”, aunque en el sentido de “re-presentación” más que en el sentido de “copiar”. Platón y Aristóteles hablaron de mimesis como la re-presentación de naturaleza. Según Platón, la creación artística es una forma de imitación: lo que realmente existe (en “el mundo de ideas”) es un tipo ideal creado por Dios; los seres humanos apenas perciben la existencia de las cosas concretas en representaciones “ensombrecidas” de este tipo ideal. Por consiguiente, el pintor, el dramaturgo, el escritor y el músico son imitadores de una imitación, dos veces marginados de la verdad. Una hipótesis respecto de por qué las tradiciones femeninas han sido mayormente apartadas de esta “imitación de la vida” podría conectarse simbólicamente con la fertilidad, con la capacidad real que la mujer tiene para “dar la vida” y no imitarla. Esta cualidad ha sido a la vez temida y sacralizada por las diversas culturas humanas, hasta que la tecnología la ha de-sacralizado gradualmente en el proceso de secularización inherente a la modernidad. En todo caso, el ámbito de la mujer ha sido el ámbito del silencio. El silencio tiene que ver con “lo impronunciable”, con “lo indescriptible”, por lo que está emparentado íntimamente con el acontecimiento religioso y, especialmente, con la esfera teológica. Son conocidos los “votos de silencio” de diversas órdenes religiosas y la prohibición bíblica de pronunciar el nombre de Dios. En la mayoría de las religiones la comunicación no verbal juega una parte importante en la transmisión de la revelación. Esto puede ocurrir en el arte (notablemente en los iconos, estatuas, e ídolos), en la música sagrada, en la liturgia, y en los dramas populares, como las obras del Misterio en la Europa medieval. En la medida en que la revelación se concibe como una profunda transformación de la experiencia personal, la preparación espiritual por medio de la oración y el ascetismo se enfatiza. En el hinduismo, los Upanisads dan énfasis al “escondite” de Dios. El adepto llega al punto en que viene a alabar a Dios en el silencio más que exaltándolo en el discurso. Un antiguo proverbio que recogiera Sófocles, citado por Aristóteles, afirma que “El silencio presta gracia a la mujer” (Burke 1996: 157). La historia del silencio de las mujeres es la propia historia de Occidente (Ibíd.), cuando en la modernidad tardía, se recogen las máximas imperantes desde
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siglos atrás: “[...] fray Luis de León declaraba que el deber de las mujeres era permanecer en la casa y guardar silencio [...]. El francés Du Bosc hablaba de la necesidad de ‘la discreción, el silencio y la modestia’ en las damas de honor”. Les aconsejaba que tomaran como modelo a la Virgen María y hacía notar que “las Sagradas Escrituras no mencionan que la Virgen haya hablado más de cuatro o cinco veces en toda su vida”. Las mismas observaciones se hacen en tratados ingleses de la primera parte del período moderno (Burke 1996: 163). Según Burke, “el silencio se asociaba con el ‘pudor’ o la ‘modestia’ [...] que eran las cualidades que definían a las mujeres respetables” y tenían que ver con la honra sexual, por lo que la regla se acentuaba especialmente sobre ciertos grupos de mujeres en particular: además de las monjas, las jóvenes a las que se le recomendaba “un profundo silencio” (Ibíd.: 164) cuando estaban en sociedad, salvo en el caso de responder –siempre escuetamente– a preguntas concretas que alguien les formulara. Asociadas al grupo etario de los niños y al grupo ocupacional de los acompañantes o sirvientes –a quienes también se les recomendaba el silencio– las mujeres han sido fundantes de ese universo de lo implícito, de lo connotado, de lo dicho sin ser pronunciado, que ha sido considerado la clave del recato y la sustancia de la pasividad.
La palabra como anatema La palabra ha sido entonces anatema para la mujer: usarla en el discurso oral, y en el escrito hacerla pública. De allí la larga relación de la mujer con los diarios íntimos, con los epistolarios encerrados en cofres, con la poesía como desahogo en la intimidad. De allí también, la sospecha de la sociedad patriarcal por lo que pueda ser y hacer la mujer con la palabra. La filósofa Michèle Le Doeff es capaz de mostrar, a lo largo de la historia de Occidente, diversas teorías que sostienen que “una mujer que piensa y habla está siempre dividida” (1993: 267). Se trata de teorías, afirma, cuya finalidad ha sido la de “invitar firmemente a las mujeres a dejar de pensar” ya que se califica de oposición o de escisión la relación de la mujer con el pensamiento filosófico. Así como el lugar del hombre ha sido el de la palabra, –y por ende, el de la mente–, lugar fundante por antonomasia de la Historia, el lugar de la mujer ha sido el del silencio. O bien, el de aquellos que, por no haber tenido la palabra, no han podido pensarse a sí mismos. Transformada en apenas objeto del discurso de los otros, la mujer que se previó durante mucho tiempo se pretendió “silenciosa”, enmudecida o demudada. O bien, construida a partir de un discurso típico que la reduce al
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mundo de lo implícito, de lo sensible, desvirtuado y de endeble prestigio frente al de la lógica y racionalidad. Así, la dicotomía impuesta ha enfrentado en aparente polaridad “lo femenino” no solamente a lo masculino, sino al término “humanidad”, que disuelve por su modalidad inclusiva las particularidades del discurso de la mujer.
“Femenina y reservada” El famoso diseñador Robert Filoso de Los Ángeles, fabricante de maniquíes para la moda, anunciaba desde su taller que, para los noventa, las mujeres serán “más femeninas, más reservadas” (Faludi 1993: 219), haciendo sinónimos a los dos términos. Y decía: “En los setenta los maniquíes eran extrovertidos, y siempre tendían los brazos en busca de algo. Ahora se recogen sobre sí mismos”. Según Filoso, esto es lo que ocurre también con las mujeres para las que se inspira: “Ahora puedes ser tú misma, puedes ser una dama. No tienes que pasarte la vida demostrando lo enérgica que eres” (Ibíd.: 255). Según Susan Faludi, desde los ochenta los maniquíes fijan los cánones de belleza, y se supone que las mujeres de carne y hueso son las que deben seguirlos. Mientras los maniquíes “adquirían vida propia, las mujeres eran anestesiadas y sometidas al bisturí”. El término anestesiar condensa todos los significados del silencio al que hacíamos referencia. Así como los cuerpos, las mentes de generaciones enteras de mujeres han sido objeto de variadas anestesias para volverlas dóciles a las coordenadas prácticas y discursivas de las diversas sociedades en sus diferentes épocas. Varios estudios de lingüística comparada contribuyen en los últimos tiempos a identificar particularidades en los léxicos empleados por las mujeres. La idea que la gente se hace de lo femenino a través de su discurso y, en contrapartida, la manera en que el lenguaje codifica y transmite el “sexismo” de una determinada sociedad son los objetivos centrales de estos estudios. Algunas investigaciones aluden al empleo más abundante (en las mujeres) de vocabulario participativo; por ejemplo, verbos y nombres que expresan estados psicológicos, emoción y motivación, o la especialización de las mujeres en los vocabularios de la vida doméstica, así como su preferencia por expresiones cariñosas del tipo de “querido”, etc., o el gusto por los intensificadores como “tan”, “muy”, etc. Se destaca también la frecuencia con que ellas emplean matizadores del tipo de “creo”, “supongo”, “diría” (Demonte 1994).
Informes comparativos sobre la conducta conversacional de los géneros revelan que las mujeres tienden a hablar menos que los hombres en las con-
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versaciones mixtas, interrumpen menos, permanecen más tiempo en silencio y utilizan mayor cantidad de señales de refuerzo (mover la cabeza asintiendo, dar una respuesta mínima) que los hombres (Demonte 1994). Haciendo a un lado las diferencias culturales netas, el estilo del discurso femenino –o “feminolecto”– es descrito como más “inseguro” y “dubitativo” que el de los hombres (lo que demostraría toda una tradición de la cautela), más “educado” e “indirecto” (lo que se vincularía con toda una tradición de expresividad silenciosa) (Demonte 1994). En general, se coincide en que la competencia lingüística de la mujer “se distingue por la restricción social a la que se ve obligada en la elección de ciertos lexemas o cambios silábicos, y en la misma aceptación de vocablos específicos a su rol de mujer” (Buxó 1991: 104). Ello no solo se ha detectado en las sociedades llamadas occidentales sino en los léxicos de culturas indígenas –tales como los carajas, onaicuros, chiquitanos sudamericanos, entre otras– que presentan diferencias dialectales de género. En términos generales, puede afirmarse que tabúes y eufemismos son característicos del vocabulario que se considera socialmente apropiado para el género femenino. “En este sentido, las mujeres siguen unas reglas sociolingüísticas más restrictivas (que los hombres) y, por esta razón, son también depositarias de las fórmulas lingüísticas de cortesía y de arcaísmos que, de algún modo, restringen la expresividad de su acción” (107), lo que redunda en un cierto grado de asimetría en relación a la alta permisividad social otorgada al discurso masculino.
Hablar desde el cuerpo Si la lengua y la escritura posibilitan una forma de conocimiento, una exploración del mundo y del sentido de las cosas, no sorprende entonces el hecho de que las mujeres sientan de pronto y con intensidad, la necesidad de desbordarse en el empuje expresivo con que combaten su tradicional simulacro de silencio. La escritura femenina intenta atravesar ese cuerpo constreñido por los maniquíes, la cirugía, la gimnasia, la obligación de no envejecer, las dietas para adelgazar, ese cuerpo deserotizado por las licuadoras, las lavadoras, los anticonceptivos, los detergentes, y apunta a liberar las mentes abrumadas por las presiones de la publicidad y la industria. Buscando aquello que se le ha decretado prohibido, que es nada menos que sí misma, la escritura de la mujer separa uno a uno los emblemas que encubren su pretérito silencio decretado por otros. “¿Cómo hablar para salir de sus enclaustramientos, encuadramientos, distingos, oposiciones...? ¿Cómo despojarnos de estos términos, liberarnos
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de sus categorías, desprendernos de sus nombres?”, se preguntaba hace algún tiempo Luce Irigaray (citado por Vilaine 1982). Escribir, describir, nombrar, comparar, son formas de exploración del mundo mediante las cuales se construyen los significados y los sistemas de clasificaciones. De ellos emerge la expresa codificación de los sentidos del mundo, un sistema de relaciones cargado de significatividades y gestor también de asimetrías y desigualdades. Las narratividades responden a sistemas interpretativos que conllevan en sí mismos sutiles estereotipos y netas simplificaciones. Para Christiane Olivier “el discurso del hombre [...] es mortífero para la mujer en la medida que, al tomarla como objeto, le arrebata su lugar de sujeto y decide en vez de ella lo que debe resultarle bueno. De ese modo, es el hombre quien define el lugar y el lenguaje femenino...” (1984: 143). Si la mujer no ha hablado más que las palabras de los otros, o si su palabra ha resultado residual, intersticial, respecto del discurso canonizado, es porque su cuerpo también ha sido omitido como realidad. Omitido quiere decir subsumido bajo las definiciones de prioridad social: la funcionalidad de su biología como preservadora de la especie, las proscripciones imperantes respecto de la fertilidad y la crianza, y la percepción masculina que sitúa a la mujer como fuente de placer han generado en la gran mayoría de las culturas humanas un muy alto grado de control social específico sobre las mujeres. A la construcción de una masculinidad impositiva se corresponde un modelo de una feminidad pasiva, hipostasiada, percibida como inmersa en lo natural –lo ya dado, cíclico y automático– en oposición a “lo cultural”, o sea lo masculino: dinámico, creador y transformador. Esta oposición conceptual está bien observada por Sherry Ortner cuando escribe: “todas las culturas reconocen y establecen una diferencia entre la sociedad humana y el mundo natural. La cultura trata de controlar y dominar la naturaleza para que se pliegue a sus designios” (1974: 67-68). En la mayoría de las sociedades se ha identificado a la mujer con la naturaleza –vinculando su fisiología con lo reproductivo– en tanto que el carácter “agresivo”, “activo” de lo masculino se ha construido sobre el papel hacedor de la cultura. De allí, asimismo, provendría el temor generalizado ante un femenino cargado de poder –fertilidad, maternidad– que se intenta “neutralizar” subordinándolo a un orden cultural de reglas y prescripciones diferenciales. La construcción de un femenino “amenazante” y “peligroso” sirve para justificar un orden de preeminencia de lo masculino que “proteja” de dicha “amenaza”. La conformación de estereotipos vinculados a sistemas simbólicos más amplios es una de las características que asumen los prejuicios de género. El análisis de variadas mitologías relativas al peligro y a la contaminación de la preñez, la sangre menstrual, o meramente de las mujeres, en múlti-
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ples culturas de las llamadas “primitivas”, lleva a Mary Douglas a concluir que “nos encontramos entonces con ideas de contaminación que se usan para mantener a mujeres y hombres (separados) en las funciones que les toca desempeñar” a través de rituales que mantienen en su lugar los roles de género y la distribución (asimétrica) del poder. Si el cuerpo femenino, por su fisiología, se entrama simbólicamente con la dimensión del desorden, aquella dimensión que, por ilimitada, ronda zonas de peligro (Douglas 1973), no puede sorprender que los controles sociales se ejerzan con especial atención respecto de la pubertad de las niñas, la menstruación, la fertilidad y la preñez, intentándose reglamentar esos procesos de manera que prime el “interés social”. Esta vigilancia cuidadosa de la sociedad respecto las funciones y desempeños del cuerpo de la mujer que, según Olivier (1984), es un cuerpo “demasiado estrepitoso o no lo bastante”, aparece inscripta en la escritura de la mujer como una imposición a revertir o transgredir.
“Darse a luz” No le basta, entonces, la investigación y escritura del mundo que han hecho los otros; no le alcanza el discurso instaurado, legitimado, canonizado. No quiere escribir del mundo aquello que ya se ha escrito –protagonismo, heroísmo visible o anecdotarios ejemplares paradigmáticos– sino indagar en los espacios residuales, en sus restos, en aquello que aún espera ser reconocido y desentrañado. En su memorable relato titulado La legión extranjera, escribe Clarice Lispector: “Delante de mis ojos fascinados, allí delante mío, como un ectoplasma, ella se estaba transformando en una niña [...] La agonía de su nacimiento. Hasta entonces nunca había visto el coraje. El coraje de ser el otro que se es, el de nacer del propio parto, y el de abandonar en el suelo el cuerpo antiguo” (1971: 166). Es probable que la escritura que hacemos como mujeres tienda en algún sentido a esa triple marca que denomino de desborde, ruptura e intersticio. Desborde, pues la escritura de las mujeres me parece que busca mucho de libertad, de vuelo, de ascenso hacia un espacio sin límites, como si se aspirara a barrer mucho del discurso convencional, o a reescribirlo. Ruptura, pues la escritura de las mujeres busca en sus ejemplos extremos fundar otros puntos de partida, otra conceptualización de lo real y de lo imaginario y, por lo tanto, desdibuja los consensos establecidos por los discursos ya legitimados. En ese sentido intenta des-estereotipar algunos de los cánones de esa “feminidad social” dentro de la que se ha construido la “feminidad”. Intersticio, pues se dirige a aquello que en la historia patriarcal de la escritura quedó en los márgenes, en un
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oculto segundo plano, aquello que nunca fue considerado suficientemente prestigioso como tema o como estilo: lo “menor”. Escritura entonces de lo “no-importante”, que trae a primer plano personajes y situaciones “menores”, que no llamarían de otro modo la atención, ocupados en rutinas menores dentro de contextos no relevantes para la mirada del discurso patriarcal. Tal como escribe Armonía Somers en su cuento “La inmigrante”: “Veníamos desde un mundo viejo y achatado por añadidura. En cambio, de esa sordidez, a ella le hubiera sido solo preciso un pequeño cesto en la cadera para que aquel cuartucho miserable floreciese como un campo sembrado de tulipanes” (1979: 98). Escritura que revisa, que redefine las fisuras y los puentes entre biología y cultura, autonomía y dependencia, cuerpo y pensamiento, entre sensibilidad y raciocinio, la escritura de las mujeres hace notar y problematiza las categorías más ocultas de los prejuicios de género.
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ENTRE CUATRO PALABRAS: NOTAS SOBRE ENCIERROS Y VACÍOS MARÍA CRISTINA IGLESIA Universidad de Buenos Aires
A principios del siglo XIX, la confusión se ha apoderado del mundo. A sólo pocas décadas de la Revolución Francesa, las marchas y contramarchas han sido de tal fuerza, han intentado, a su vez, cada una de ellas, reescribirlo todo, refundarlo todo, que algo similar al mareo se apodera de las mejores cabezas pensantes y un sentimiento de no saber hacia dónde se avanza se posa en los corazones de los hombres comunes, de aquellos de quienes se supone que no piensan, ni bien ni mal; sino que sólo hacen mover el mundo. Si la Revolución Francesa es la dueña del tiempo y de la acción, el siglo XIX es, desde esta perspectiva, post historia. Nadie sabe por qué sigue avanzando, puesto que el combate por la libertad ya se ha agotado. Barthes (1988) habla del siglo como de un sobreseimiento de la Historia para describir la posición y, sobre todo, el estado de ánimo de Michelet, que vive y escribe desde ese presente al que percibe como una historia que “sobrevive a su terminación”. Tiempo supernumerario, tiempo que sólo progresa en círculos, ese siglo fatal en que la Historia cesa, sólo se salva, afirma Barthes, “por la gran revolución de la embriogenia y de la ovología”, de suerte que, una vez más, “la Mujer asegura el relevo de la Historia desfalleciente” y, agrega: “La revolución termina sin recursos los tiempos históricos; el tiempo natural empieza; descubierta en el misterio de su crisis, adviene y reinará la Mujer”. De modo no casual la mujer garantiza la continuidad de la Historia, pero también asegura su final. Por eso legitimidad es la palabra clave de la primera parte de este siglo: flexible y ubicua, la palabra sirve para nombrar procesos revolucionarios o movimientos de restauración: tranquilizadora, sirve para restañar heridas o para profundizarlas. El desarraigo –que historiadores como Hobsbawm consideran como el fenómeno más importante del siglo XIX– comienza a fracturar la estabilidad que aseguraba una localización fija de las tradiciones. La primera ola revolucionaria –de 1820 a 1826– conmueve a Europa porque sus epicentros; España y Grecia, son escenarios inesperados para estos acontecimientos. La manifestación clínica
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del desarraigo, diagnosticada por primera vez por los médicos como un dolor agudo y lacerante, va a convertir a una parte de los habitantes de Europa en enfermos del mal del corazón, hombres y mujeres a la espera del momento oportuno y fugaz que les permita huir de los países extraños en los que se encuentran, y volver a sus antiguos lares. Como contrapartida, el exilio reforzará, después de 1830, el internacionalismo de los sectores más radicales. Y la pregunta angustiante –¿por qué avanza este siglo inútil si todo lo demás se ha detenido? (que podría reformularse de este modo: ¿para qué queremos formar parte de la historia si ella ha empezado a dar pasos hacia atrás, y esto es algo capaz de enloquecer a cualquiera?)– es dolorosamente válida para Europa1. En América del Sur, el combate por la libertad apenas comienza cuando el siglo promedia sus primeros diez años y esta suerte de espejo lejano y deformante en que una parte de Europa no puede dejar de mirarse, le devuelve una imagen que tiene la fuerza arrolladora de lo que recién comienza pero que también parece a punto de abortar. En el Río de la Plata, el año 1820 sirve como ejemplo enloquecido del vértigo de avances y retrocesos de la revolución americana, y de todo lo que ella trae consigo. También permite, en su locura, averiguar la razón –esto suena paradójico y lo es– de las desventuras futuras y también de algunas solidificaciones que se producirán en la historia argentina del siglo XIX2. Precisamente porque la historiografía decimonónica nombra este año con miedo y confusión –molestia que reiteran los historiadores del siglo XX que hablan de angustia colectiva, de visión de pesadilla, de sensación de laberinto– servirá de punto de partida para estas reflexiones. El año 1820, decíamos, es el más autorreferencial de la historia argentina del siglo XIX. Hasta tal punto que, a pocos meses de iniciado, aparece un periódico que se llama, precisamente, El año 20 y cuando, hacia finales de diciembre, el ciclo del año se cumple y este se extingue, se difunde una sen-
1 Sarmiento lo percibe claramente en su viaje a Europa: “Una cosa hay extraña, en despecho de la aparente calma de esta ciudad enferma de fiebre cerebral. Diría usted que el mundo político está para acabarse; todos los signos son de un cataclismo universal; los hombres andan afanados registrando la historia de los tiempos pasados compulsando las fechas, corrigiendo los errores, tomando un camino y dejándolo al día siguiente para echarse en otro” (1993: 103). 2 En el Río de la Plata, el año 20 es el año más autorreferencial de todo el siglo XIX y, en cuanto a la capacidad de ser citado por su cifra, solo se lo puede comparar con el año 40 del mismo siglo.
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sación de alivio generalizado que ejemplifica bien el titular del primer número de la Gazeta de Buenos Aires, correspondiente al nuevo año, 1821, cuando grita: “Acabó por fin el infausto año 20”: la exclamación está llena de agradecimiento como si de ese final, apoyado en el azar de la cronología, dependiera la esperanza de algún tipo de felicidad. Resulta difícil, por lo tanto, toparse con un año más impregnado de acontecimientos intensos y contradictorios y que, al mismo tiempo, provoque entre sus protagonistas tanta preocupación por entender lo que sucede, tanto esfuerzo por la toma de distancia y el autoanálisis3.
Problemas y peligros El año 20, con toda su zona de influencia, plantea la conversión de los problemas en peligros. Y, sin duda, el peligro mayor, en el plano político, es el que amenaza con la desintegración de aquello que se intenta construir fuera del dominio absoluto de España. Por primera vez los revolucionarios tienen conciencia –relativa puesto que están en el campo de batalla, no en gabinetes de investigación– de que el proceso revolucionario puede estancarse o retroceder hasta llegar, exactamente, al mismo punto del que partió. Entre estos extremos hay, por supuesto, numerosas variantes que se podrían llegar a considerar, generosamente, como alternativas políticas, aunque más bien son fantasías desesperadas de supervivencia que incluyen desde la recurrencia a una monarquía incaica hasta la búsqueda de herederos de la realeza española desplazados del poder central, dispuestos a jugar la aventura de la monarquía americana. Pero lo cierto es que la convivencia forzada de estos extremos, que muchas veces se anulan, y la posibilidad de que cualquiera de ellos estalle sobre el otro, paraliza y obstruye la capacidad de acción, impide la prospectiva. Y si muchos de los hechos de ese año serán confusos, algo sí resulta claro: el año de la anarquía –anatema mayor para los intentos de organización republicana– señala también la aparición de Buenos Aires como provincia. El enfrentamiento con el interior tiene un punto de partida exacto, en esas jornadas, con tres o cuatro gobernadores, o en la proliferación de
3 Justamente porque he venido trabajando en las representaciones culturales de este año “fatídico”, los tiempos de amenaza de desintegración del Estado que la Argentina vivió a lo largo de 2001 estuvieron siempre presentes en mis observaciones sobre la actualidad como un referente ineludible.
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pequeñas repúblicas: Tucumán, Córdoba, La Rioja, Santa Fe, la República Entrerriana, son intentos de superar el caos mediante la autonomización extrema. En una visión de conjunto, todo parece moverse al ritmo de una danza en la que el poder central y los poderes locales intentan esquivarse recíprocamente. El furor y la aparente sinrazón de los combates puede leerse metonímicamente en la parafernalia de los trozos humanos de los vencidos, ofrecidos por los vencedores a sus pueblos amigos: la cabeza de Ramírez enviada como trofeo que circula hasta lo imposible, o el cuerpo de Carrera mutilado y divido para su exhibición en “los puntos principales en donde se habían hecho memorables los reos por sus delitos”. Esto hace posible que un letrado mesurado como Godoy Cruz pueda escribir con soltura: “Con el correo conductor de la presente remito a vuestra excelencia para trofeo de ese pueblo, el brazo izquierdo del infame don José Miguel Carrera, que tantas ruinas y lágrimas le ha ocasionado”. Pero como contrapartida, o como síntoma de la situación, el año 20 trae entre sus novedades una “ley de sufragio universal” para la provincia de Buenos Aires, votada por la Junta de Representantes. En términos de Ronsanvallon: “la cuestión del sufragio universal es el gran affaire del siglo XIX” (alrededor de ella se polarizan los fantasmas sociales, las perplejidades intelectuales y las ilusiones políticas); alrededor de ella se reúnen todos los interrogantes sobre el sentido y las formas de la democracia moderna. Las ideas de igualdad política producen una formidable ruptura intelectual en las representaciones sociales de los siglos XVIII y XIX. En la pequeña aldea que es Buenos Aires –una aldea que empieza a sentirse en el centro de la Historia americana–, la idea de individuos igualmente capaces de participar y decidir el curso de la Nación produce la intensificación de las tensiones. Para los historiadores argentinos que vivieron en el siglo XIX, el año 20 se convertirá en el punto de partida que permita entender el origen del proceso de la Revolución de Mayo y proponer caminos hacia el futuro. Vicente Fidel López inicia un trabajo monográfico que titula: El año XX. Cuadro general y sintético de la revolución argentina, que crece y se desborda hasta convertirse en su Historia de la Republica Argentina. Este proceso de desborde de la escritura historiográfica no hace más que confirmar el carácter de aluvión del “año maldito”. Al presentar el escenario de las fuerzas en conflicto, el cuerpo del historiador se presenta como metáfora agitada de la Historia misma: tenso y vibrante en el esfuerzo por detener fugazmente las fuerzas en conflicto –y por permitir la interacción justa y sincopada de todos los actores de la contienda, agotado y excitado por el
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esfuerzo antes de empezar a narrarlo, López sintetiza, con la prosa poética y ligeramente rimbombante que elegirá para su relato, la ambigüedad de las convulsiones sociales y políticas que debe abordar en la frase con la que abre su trabajo: “El año XX es una de las épocas más interesantes de nuestra historia, porque es la época climatérica de las transformaciones argentinas”. El adjetivo climatérico arroja luz en varios sentidos: época difícil, época peligrosa, época igual a aquellas en que las mujeres pierden su función reproductiva y se vuelven impredecibles, inestables. El año 20 es una mujer irritada porque ya no puede fecundar, porque no puede menstruar: el climaterio parece llegar a la revolución antes de la edad habitual, veinte años no es nada y ya parecen muchos, demasiados.
El año 20 y “el gran despertador de las conciencias” O niñas que os criáis para matronas que distingáis conviene las personas porque en el siglo aleve en el perverso siglo diecinueve por causa de los nidos muy pocos hay que sepan ser maridos. Fray Francisco de Paula Castañeda
Pues bien, el siglo XIX, que hasta entonces tiene veinte años, y el año 20 que nació con personalidad definida, serán un disparador de letra periodística en la actividad febril de Francisco de Paula Castañeda, un fraile de la orden franciscana que a los cuarenta y cuatro años decide, luego de haber participado en casi todas las instancias del proceso revolucionario en Buenos Aires, iniciar un nuevo frente de combate. El título de su primer periódico nombra el peligro con palabras nuevas: Desengañador Gauchi-Político-FederiMononero-Chachaco. Oriental choti-protector y puti-republicador de todos los hombres de bien que viven y mueren descuidados en el siglo diez y nueve de nuestra era cristiana. 1820-1822. Para su mirada, todo gira en torbellino: Buenos Aires ha perdido, de pronto, su poder político sobre las demás provincias, las provincias se montonerizan, los gobernadores se vuelven caudillos, un indio gobierna una de ellas y es frecuente verificar, junto a las tropas de gauchos (ya de por sí intimidatoria), la presencia de columnas de indios ataviados con plumas y pieles de jaguar, que corren y montan como ningún
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cristiano puede hacerlo. La desesperación ante una posible derrota frente a España vuelve negociadores a los revolucionarios hasta el límite de imaginar una monarquía incaica. La confusión pone en movimiento la letra de Castañeda y su caminar, “yente y viniente”, por las calles de la ciudad. Su actitud es francamente opositora y, sobre todo, marcadamente solitaria: es él solo contra el poder revolucionario y gran parte del poder eclesiástico. En medio de la confusión y para aumentarla, la voz del fraile irrumpe para mostrar la necesidad de inventar un nuevo diccionario político, para nombrar problemas también nuevos. Al hacerlo, señala la necesidad de incluir a las mujeres, usar sus voces, instrumentar sus decisiones: inventa corresponsales femeninos, hace hablar a “Doña no quiero morirme de retención de palabras” en un estilo diferente al de “la matrona comentadora”. Estos personajes de mujeres no son usados como espantajos sino que muestran, con sus múltiples matices, cuál es el centro exacto del debate.
¿Quién es el fraile que se hace llamar “el tercero en discordia”? Franciscano orgulloso de su origen americano, pero apegado a la estabilidad de la tradición cultural española, este hombre insomne y prolífico sufre, sin salir nunca de la patria, destierros y prohibiciones, y es execrado por propios y ajenos. Su figura errante se anticipa a veces a la serie de gauchos perseguidos de la literatura argentina desde Martín Fierro a Juan Moreyra. En una carta al gobernador, escribe: “Lo cierto es que el sur y el norte de la campaña están llenos de órdenes y de espías contra mí y en la ciudad todos los alcaldes y tenientes alcaldes como también las partidas celadoras están encargadas de buscarme y hallado que sea, conducirme a la cárcel de la policía” (Furlong 1994: 157). Castañeda tiene problemas con el gobierno patriótico y también con las autoridades eclesiásticas. Castañeda adquiere notoriedad porque pronuncia los dos sermones celebratorios del triunfo de Buenos Aires sobre los invasores ingleses en 1806 y 1807. Adhiere con fervor a la causa patriótica y no la abandona ni en los momentos más difíciles. En 1815, cuando las derrotas del Ejército Libertador y las divisiones internas ponen en serio riesgo el proceso de independencia y muchos vuelven a pensar en reintegrarse a la monarquía, Castañeda acepta un desafío al que otros escapan: pronuncia un sermón que celebra el quinto aniversario de una revolución tambaleante: El Panegírico de la Revolución de Mayo de 1810 sostiene, con una firmeza que no abunda en esos tiempos, la necesidad de la declaración formal de la independencia. Su popularidad crece día a día y dos veces se lo elige miembro de la Junta de
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Representantes, pero en ningún caso puede acceder al cargo: su voz es demasiado crítica y nada complaciente con las autoridades civiles. Su oposición tenaz a la reforma eclesiástica, propiciada por Rivadavia, lo condena al exilio. Las desobediencias al poder político y eclesiástico, y su resistencia a los traslados forzosos, lo convierten en fugitivo dentro y fuera de la ciudad; una ciudad a la que siempre vuelve para iniciar, primero con panfletos y luego con periódicos, el que será su combate más productivo. Y es que este hombre enjuto, que dice cubrir “con palabras la falta de poncho, sombrero y bastón”, que se define como “un ejército bien ordenado de escritores” que intenta lograr “sin la ayuda de ningún otro escritor”, “alcanzar a sus enemigos y derribarlos”, instala una nueva etapa del periodismo americano, marcada por la enorme omnipotencia y la enorme confianza en sus propias fuerzas: en diez años, desde 1819 a 1829, funda y dirige, absolutamente solo, catorce periódicos, muchos de ellos simultáneos e interrelacionados. Castañeda inventa y constituye el “poder de la prensa” en el Río de la Plata al definirse como escritor público que exige respuestas del gobierno al que plantea sus reparos. Esta verdadera campaña periodística cuenta con el apoyo del pueblo que compra y lee con avidez sus periódicos. Y si la simple proliferación resulta asombrosa, mucho mayor impacto causa el hecho de que un solo hombre pudiera estar al tanto, día tras día, de las actividades de sus enemigos; que pudiera escribir contra ellos, acarrear las hojas a la imprenta, corregir las pruebas y encargarse de la venta de sus periódicos. Por lo tanto, resulta fácil imaginar que con las autoridades eclesiásticas las relaciones no podían ser menos conflictivas: la obsesión por la desaforada lucha periodística debió hacerle abandonar sus deberes sacerdotales y aun su residencia conventual: “su habitación es la calle noche y día”, consta en una acusación de las autoridades del convento al gobierno. Podemos imaginar el tipo de problemas que un consecuente francotirador de la palabra –que crea un periódico nuevo frente a cada enemigo que se le presenta– podía instalar en la aldea precaria que Buenos Aires era por esos años, y a la que la actividad febril del fraile le daba más periódicos de los que estaba en condiciones de leer. La historia cultural de la Argentina del siglo XIX ha borrado prácticamente la existencia de este escritor de una audacia sin límites. Pero la exclusión de la vida y de la obra de Castañeda pasa por alto dos cuestiones centrales: por un lado, un fenómeno de proliferación de escritura periodística que no conoce antecedentes ni tendrá descendencia; por el otro, deja fuera del análisis, precisamente, un punto clave en el debate entre la iglesia y el Estado –el debate central de esos años–: la disputa por el rumbo y el contenido de la educación en general y, en particular, el rumbo de la educación de las mujeres.
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La inclusión de la vida y la obra del fraile callejero es imprescindible en más de un sentido, pero sobre todo porque es su discurso el que, por primera vez, feminiza el debate. Por un lado, propicia la inclusión de las mujeres en el reducido espacio de la educación pública y en el aún más reducido recinto de la ciudadanía. Pero, por el otro, Castañeda se vuelve fémina: inventa, crea voces de mujeres y las instala en el espacio público de la prensa política. No solo proliferan los periódicos sino que se multiplican los lugares de enunciación femeninos. Éstos son algunos de los nombres de las colaboradoras: Doña Prima Hermana de Pedro Gallo, Doña Cuán Fácil es sorprender la Buena Fe de las señoras, Doña ¿Qué hemos de hacer con estos trástulos?, Doña Hay locos que no tienen remedio, Doña En algo todas nos parecemos, Doña No lo llevemos todo a punta de lanza, Doña ¿Cuántos somos aquí?, Doña Para mentir es preciso tener buena memoria, Doña Desideria del bien común, Doña Herrar o quitar el banco, Doña Deseosa de saber verdades, Doña Destetaniños, Doña A veces nos falta la paciencia, Doña No doy cuartel a nadie, Doña Estén los godos quietos, Doña Escribo de todo y con calma, Doña Con el tiempo ha de ser peor, Doña Justicia seca, Doña Justa exigencia, Doña Maldita sea la falsa filosofía, Doña Yo no me duermo, Doña Victoria por los mosquitos, Doña Ojo alerta, Doña Ni por ésas, Doña Fuera tinterillos, Doña Mala tos siento al viejo.
La escritura de Castañeda La fortuna de un loco es dar con otro. Fray Francisco de Paula Castañeda
Su caminar “yente y viniente” –“A los federales Voy /de los federales vengo/ que según está la patria/ yo vivo yendo y viniendo”– define el carácter de una escritura expuesta y en movimiento. Buenos Aires está envuelta en un clima conspirativo que hace del secreto y de la transmisión boca a boca de los rumores un arma de lucha. La actividad periodística de Castañeda, casera por su factura pero extremadamente pública por su difusión, parece proponer un modelo diferente para el combate de las palabras. Si en el ocultamiento de las acciones se cifra la expectativa de éxito y la ciudad entera parece invadida por una acción subterránea, que recuerda la que los carbonarios despliegan por entonces en Europa, el fraile macilento puede ser acusado de muchas cosas menos de conspiración. Todo lo que
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Castañeda piensa o cree pensar lo escribe de inmediato: en el año 20, para tomar ese año paradigmático como ejemplo, dirige más de siete periódicos, la mayoría de ellos con una simultaneidad enloquecedora y con un efecto de diálogo o de réplica entre ellos. Castañeda adopta la fórmula de la escritura múltiple, simultánea y a varias voces: matronas y doctores, señoras y señores, emponchados y tinterillos discuten de igual a igual en sus periódicos. Y para actuar la propuesta, nada mejor que escribir a los gritos y todo el tiempo. Escritura múltiple y simultánea, su mérito principal es renombrar, dar nuevo nombre a las cosas, a las ideas, a las facciones, a los matices de las banderías. El uso irónico de la lengua se convierte en cantera de palabras chispeantes: es en este sentido que la letra de Castañeda es subversiva y su contenido no. Se trata de una escritura con diccionario propio, no hay otro escritor del siglo XIX que haya “inventado” tantas palabras nuevas para nombrar peligros también nuevos. Pero esta escritura que genera un diccionario propio necesita, al mismo tiempo, explicar su sentido, dar sus claves. Escritura que necesita traducción pero que solo puede ser traducida por ella misma, que es, a la vez, origen y causa del nuevo sentido4. De manera análoga, aunque no idéntica, funciona la atribución de sentidos novedosos a las palabras que portan alguna carga de sexualidad prohibida: barragana es por un lado concubina, mujer ilegal y desde ese sentido el uso se desvía a uno más novedoso: barragana como mujer desposeída de los derechos civiles. Pero es al proponerse hablar como mujer para convencer a las mujeres, pero también para convencer a los hombres, cuando el uso irónico de la palabra de Castañeda coloca el dedo en la llaga: las matronas comentadoras, las diaristas de mil nombres que firman los artículos de sus periódicos y hasta le dan nombre a dos de ellos, se harán cargo de problemas coyunturales de la política local. Las voces femeninas serán utilizadas para intentar, sobre todo, una redefinición a la vez patriótica, (es decir independiente políticamente de España), pero antifrancesa y antinorteamericana; es decir, antiilustrada, del proceso revolucionario, y en su interior una redefinición del modelo de familia y del lugar social de la mujer. En un año incierto, en un
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Así, por ejemplo, cuando se trata de acoplar un significado local a una palabra antigua para utilizarla en el combate. Choto es término en castellano antiguo que significa borrego que traslaticiamente se toma para significar hombre sencillo, ignorante y apascualao, pero, políticamente la palabra choto viene de molde para significar a ciertos entes, cuya única ocupación es el café, la comedia, la baraja y todos los vicios que son consiguientes a una vida ociosa, inútil y delicada; choto pues es un ciudadano gafo, que está pegado a la patria como piojo, chinche, pulga, mosquito, tábano, garrapata.
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país incierto, en una ciudad convulsionada y atemorizada, Castañeda confía –y de qué modo– en el futuro universal de las mujeres y en su poder de transmisión política. Si su escritura divide al universo en mitades sexuales, bien delimitadas, su prédica le otorga confianza, de modo abrumador, a una sola de ellas. El Despertador Teofilantrópico Misticopolítico Dedicado a las Matronas Argentinas y por medio de ellas a todas las personas de su sexo que pueblan hoy la faz de la tierra y la poblaran en la sucesión de los siglos, La Matrona comentadora de los siete periodistas y Doña María Retazos parecieran intentar restablecer un diálogo, una conversación entre los sexos a cuya falta Castañeda atribuye gran parte de los males de la Patria. Michelet postula que el hecho capital del siglo es que el hombre vive separado de la mujer. Ya no tienen ideas en común, ni lenguaje común e incluso sobre lo que podría interesar a los dos grupos, ya no saben cómo hablar. Todo el mundo ve, cada noche, cómo un salón se divide en dos salones, diferentes, uno de hombres y otro de mujeres. [Entre ambas mitades] se establece el silencio, no hay más conversación [...] Se han perdido de vista mutuamente. Si no se toman medidas, muy pronto, a pesar de los encuentros fortuitos, ya no serán dos sexos, sino dos pueblos” (1987: 1-2).
Y es uno de estos sexos, uno de estos pueblos, el que la escritura de Castañeda pone en movimiento. En una trama que articula los conflictos sociales y políticos, rompiendo el silencio con gritos destemplados o con palabras zalameras, estas mujeres vociferan, se ofenden, responden, confabulan, intrigan, discuten como no pueden hacerlo en el espacio público local. Dondequiera que se encuentren en la figuración hiper-realista de Castañeda, en el cuarto de casas de familias o en el claustro de los conventos, estas voces de mujeres sugieren, por primera vez, una posibilidad: convertirse en metáforas de los problemas de un país que enfrenta, casi al mismo tiempo, un proceso de lucha independentista y un proceso de guerra civil. A su vez, un hombre con faldas como Castañeda, circula por la ciudad enloquecida de inseguridad y agrega, con las voces femeninas de sus periódicos, la intranquilidad principal; dice lo que le falta a la sociedad para poder definir un rumbo. Dice el vacío de la metáfora. Castañeda postula, inventa, genera la necesidad de un nuevo diccionario político y sexual en el año 20 del siglo XIX y asegura, con su estrategia de feminización, que el diccionario debe incluir a las mujeres, debe imitar sus voces, debe pensarlas dentro de la cultura política del nuevo Estado que está en vías de nacimiento. El esfuerzo letrado de Castañeda por hacer estallar la
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palabra del otro y por apropiarse de todas las voces nuevas, no reconoce antecedentes ni tendrá continuadores: su faena es tan intensa, tan insensata y tan sabia, al mismo tiempo, que ninguno de sus contemporáneos puede reconocer, siquiera, sus hallazgos: encerrado en el mote de la locura, su nombre sólo sobrevivirá en la descripción de patologías cerebrales o en la reivindicación de biógrafos eclesiásticos que intentan recuperar a la oveja descarriada. Nadie ha reparado en que su escritura funda una tradición, la de la escritura periodística como escritura ficcional, que actúa sobre el poder político al mismo tiempo que dialoga con la literatura gauchesca. Las dos grandes tradiciones de escritura de la literatura argentina del siglo XIX se despliegan a partir de un uso desviado de la lengua culta que busca representar los peligros y las faltas del proceso revolucionario, en el año 20, como un combate desaforado entre dos sexos que amenazan con convertirse en dos pueblos. Y si su escritura muestra los vacíos y huye del encierro de las cuatro palabras, la figura del fraile “deslenguado”, cubierto solo con un poncho de palabras, que hostiga y desafía a los poderes cívicos y religiosos muestra, con desoladora nitidez, la desaparición de la figura del intelectual como crítico y “controlador” de las acciones políticas del Estado.
Bibliografía BARTHES, Roland (1988): Michelet. México, D.F.: FCE. FURLONG, Guillermo (1994): Fray Francisco de Paula Castañeda. Un testigo de la naciente patria argentina. 1810-1830. Buenos Aires: Castañeda. MICHELET, Jules (1987): La mujer. México, D.F.: FCE. SARMIENTO, Domingo Faustino (1993): Viajes por Europa, África y América. Javier Fernández (ed.). Madrid: Archivos.
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“EN MI JARDÍN NO PASTAN LOS HÉROES”: (IM)POSTURAS DEL PODER EN LA OBRA DE DULCE MARÍA LOYNAZ1 ELZBIETA SKLODOWSKA Washington University, St. Louis
Si bien es cierto que el protagonismo de los intelectuales forma parte integral del paisaje político latinoamericano, Cuba es un país donde el nombre del intelectual ha sido invocado con insistencia particular –y casi nunca en vano. La perdurabilidad en Cuba –desde la Independencia, hasta la Revolución– del ideal de un intelectual que no solamente esgrime las palabras, sino también las armas, está cimentada en la herencia martiana y reforzada, en los primeros años de la Revolución, por la admonición de Che Guevara: “la culpabilidad de muchos de nuestros intelectuales y artistas reside en su pecado original: no son auténticamente revolucionarios” (1965: 380). Las coyunturas políticas de esta invocación han variado de manera dramática, pero la disyuntiva de estar “dentro” o “fuera” del juego del poder acompaña cada uno de los momentos históricos que han marcado hitos duraderos en la trayectoria de la intelectualidad cubana: desde Nuestra América (1891) de José Martí, pasando por la Protesta de los Trece de 1923, los ecos del Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura celebrado en París en 1935, la prohibición de la difusión del documental “P.M.” en 1961, “Las palabras a los intelectuales” de Fidel Castro del mismo 1961, “El socialismo y el hombre en Cuba” de Che Guevara de 1965, Calibán de Roberto Fernández Retamar en 1971 y, finalmente, la Carta-Protesta de los Diez en 1991. Ningún año fue tan aciago durante la Revolución para los intelectuales cubanos como 1971 –el año del “Caso Padilla”– catalizado por la publicación en 1968 del libro de Heberto Padilla titulado, nomen omen, Fuera del juego –así como el año del Primer Congreso Nacional de la Educación y Cultura que inauguró lo que luego iba a
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Agradezco a María Rosa Olivera-Williams por brindarme su entusiasta inspiración para este proyecto, así como por su generosa y experta ayuda con la traducción de las citas del inglés.
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conocerse, en palabras de Ambrosio Fornet, como “el quinquenio gris” de la cultura cubana2. Ante semejantes eventos, encrucijadas y declaraciones, resulta irónico que una de las figuras más destacadas de la intelectualidad cubana del siglo XX, testigo y espectadora –muchas veces de segunda fila– de casi todos los momentos que acabo de mencionar, haya sido una mujer: Dulce María Loynaz, poeta, ensayista y novelista, quien nació, literalmente, con la República en 1902, ganó el Premio Cervantes en 1992 y murió en pleno “Período Especial” en vísperas del siglo XXI. A pesar del hecho de que su presencia en los foros públicos nunca fuera llamativa, tampoco parece acertado el uso de calificativos como “autoexiliada”, “olvidada” o “marginada” que abundan en las referencias a su posición en el contexto de la cultura cubana. Los privilegios de su origen socio-económico, su esmerada educación y el papel de su familia en la vida cultural cubana parecen haber contrarrestado, hasta cierto punto, las limitaciones impuestas por su género así como los desafíos de la subsistencia cotidiana. De joven, Dulce María Loynaz recibió una educación cuidadosa en una casa llena de libros y pinturas, una casa que García Lorca llamó “encantada”, rodeada por un jardín que iba a inspirar la novela epónima de Loynaz. Una casa donde el patriotismo de su padre –general del ejército libertador de Antonio Maceo– se imbricaba con el ambiente intelectual reverberante y con tertulias literarias. Sus primeros poemas aparecieron en La Nación cuando apenas tenía diecisiete años, seguidos de los poemarios Canto a la mujer estéril y Versos (ambos de 1937) que le merecieron un sitio en el Parnaso y comparaciones frecuentes con la obra de Delmira Agustini, Gabriela Mistral, Alfonsina Storni, Juana de Ibarbourou y Emily Dickinson. Doctora en Derecho Civil por la Universidad de La Habana a los veinticuatro años de edad, durante la mayor parte de su vida compaginaba su formación profesional con el trabajo periodístico 2 En su esbozo panorámico de la política intelectual cubana después de la Revolución, Michael Chanan destaca la evolución de esta política, con énfasis especial en la década de los noventa: “Clearly Cuba in the 1990s has become a rather different ideological environment than it was in previous decades. In fact Cuban society has gone through four phases since the Revolution of 1959, each corresponding to roughly a decade. In shorthand, the 1960s was the decade of revolutionary euphoria and direct democracy; the 1970s, the decade of institutionalization and ‘Sovietization’; the 1980s, that of ‘rectification’; and the 1990s– following the collapse of Communism in Eastern Europe and the Soviet Union, and officially called the ‘Special Period’–was the decade of ‘desencanto’ or ‘desconfianza’ (disenchantment or loss of faith). These labels are a bit schematic and sloganistic and meant only as rough-and-ready descriptors, but they serve to begin our analysis” (2001: 388).
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y la vocación de poeta y escritora. A pesar de haber sido galardonada con numerosos premios, incluido el Premio Nacional de Literatura (1987) y Premio de la Crítica (1991), tan solo con el Premio Miguel de Cervantes (1992) su fama literaria trascendió los círculos de los iniciados o aficionados. Según Nara Araújo, el impulso del Premio Cervantes y el renacido “interés de los lectores cubanos” por su obra, motivó a Loynaz a autorizar reediciones de sus obras anteriores (2001: 415). Aunque nunca le han fallado a Loynaz en Cuba amigos, admiradores y discípulos de varias generaciones –como la misma Nara Araújo, quien ofrece un testimonio conmovedor de su “amistad inalterable” con la escritora (2001: 415)–, aunque la voz de Loynaz seguía resonando en tertulias y conferencias literarias, el reconocimiento crítico ha llegado en el ocaso de su vida, culminando en estos últimos años en una serie de publicaciones, conferencias y homenajes3. A lo largo de su vida, y a contrapelo de las oleadas ideológicas que embestían contra los espacios intelectuales autónomos, Loynaz ha logrado preservar –en términos tanto metafóricos como reales– un espacio propio de creatividad y pensamiento independiente. Se trataba de algo más que un cuarto propio. Primero, la casa familiar de los Loynaz que, en ocasión reciente, un periodista describía así en el contexto de la intención de los gobiernos cubano y español de convertirla en un museo: En las salas y cuartos de la mansión del Vedado, ahora en semirruinas y horadada por las goteras, se almacenan obras de arte, colecciones de jarrones chinos, vitrinas cargadas de piezas de porcelana francesa y miniaturas de marfil, así como una de las mejores colecciones cubanas de abanicos franceses y españoles, y objetos de un valor especial, como el piano en el que más de una vez tocó Federico García Lorca durante su estancia en la isla en 1930 (Cubanet Internacional).
En 1946, en el mismo barrio habanero del Vedado, Loynaz adquirió otra casa y creó otro espacio que, además de servirle de refugio ante el mundanal ruido, funcionaba como sede de la Academia Cubana de la Lengua en la época en que la escritora presidía esta prestigiosa institución. No deja de ser simbólico, por cierto, que en esta cartografía de los espacios intelectuales del Vedado, las casas de Loynaz quedasen tan sólo a unas cuantas cuadras de esa otra casa, cuya misión oficial a partir de su fundación en 1959 ha sido albergar a intelectuales y artistas, la Casa de las Américas4. 3 Para una valiosa recopilación de información bio-bibliográfica sobre Loynaz ver . 4 Para un amplio estudio del papel de Casa de las Américas en la vida intelectual cubana, véase Quintero Herencia (2002). Resulta interesante la manera en que Desiderio
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La casa de los Loynaz era un espacio propicio a la esmerada formación intelectual y espiritual de Dulce María y sus hermanos, impartida por los tutores al amparo de la enorme biblioteca. Según Pedro Simón: “Su niñez y adolescencia transcurrieron dentro de los límites de un mundo exclusivo y refinado con pocos puentes a la realidad exterior” (1991: 7). Salvo, podríamos agregar, las visitas de escritores, artistas e intelectuales –Federico García Lorca, Alejo Carpentier, Emilio Ballagas, Carmen Conde, Gabriela Mistral, Juan Ramón Jiménez– y los viajes de los miembros de la familia que se extendían a través de Europa y las Américas, hacia el Medio Oriente y África5. No nos olvidemos, por cierto, de que las historias de estas casas –en tanto espacios culturales– se traslapan y complementan en los últimos cuarenta y tantos años. A pesar de su relativa proximidad, estas casas no siempre han coincido en abrir y cerrar sus puertas al unísono en respuesta a los eventos externos precipitados por la Revolución. Según los parámetros de la famosa sentencia pronunciada sin ambages por Fidel Castro, en junio de 1961, en el contexto de una serie de encuentros con los intelectuales cubanos en la Biblioteca Nacional de La Habana –“Dentro de la revolución, todo; contra la revolución, nada”–, la toma de posición a favor o en contra de la doctrina política vigente se hizo casi imposible de obviar. Dulce María Loynaz, sin embargo, ha logrado preservar su autonomía de forma ética e imaginativa a la vez, sin someterse a los imperativos ideológicos y sin sucumbir a la mezquindad contra la cual, curiosamente, advertía el mismo Che Guevara al proclamar en 1965: “No debemos crear asalariados dóciles al pensamiento oficial ni ‘becarios’ que vivan al amparo del presupuesto, ejerciendo una libertad entre comillas” (8). Sin llegar a los extremos de sufrimiento y marginación padecidos por otros escritores e intelectuales cubanos –el ostracismo de Lezama o Piñera, el exilio de Mañach, Lidia Cabrera o Novás Calvo, el encarcelamiento de Padilla, Valladares o AreNavarro vincula el surgimiento en lo que llama “la voluntad crítica” de los intelectuales cubanos en los años ochenta con espacios específicos: “se produjo en los ochenta una proliferación inaudita de espacios culturales de todo tipo: espacios de exhibición, de publicación, de lectura, de discusión; espacios institucionales y no institucionales; espacios privados y espacios públicos. Una inusitada característica de muchos de esos nuevos espacios fue la apertura a la intervención espontánea no revisada, autorizada y programada previamente (p. e., la lectura pública de textos no sometidos con días o semanas de anticipación a diversas instancias culturales y políticas para su aprobación, corrección o rechazo). Por otra parte, esa actividad intelectual crítica se caracterizó por una orientación, nunca antes vista, hacia lo no institucional y lo anti-institucional”. 5 Por más información al respecto véase .
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nas–, la distancia que mantuvo Loynaz hacia el mundo externo llegó a ser asociada por algunos con una suerte de “exilio interno”6. En realidad, podríamos aventurar la hipótesis de que la postura de Loynaz encajaría dentro de los parámetros de la llamada “sociedad civil”, un concepto definido por Gramsci en Cuadernos desde la cárcel y luego reelaborado por muchos críticos de lineamientos marxistas y posmarxistas. Según Gramsci, la sociedad civil –a diferencia de la sociedad política, o sea el Estado coercitivo– es el conjunto de organismos (sindicatos, asociaciones, sociedades y gremios de todo tipo) que no están directamente controlados por el Estado, si bien funcionan dentro de una compleja dinámica determinada por la hegemonía del grupo dominante. Michael Chanan advierte, sin embargo, que “the concept of civil society, which at the best of times is somewhat vague, fuzzy, and ambiguous” [El concepto de sociedad civil es, en los mejores momentos, algo vago, borroso y ambiguo] (2001: 389). En los últimos años, bajo la influencia de Habermas, la sociedad civil está concebida como “the infrastructure of the public sphere, or, as one writer puts it, the soil that nourishes it” [La infraestructura de la esfera pública, o como cierto escritor indica, la tierra que la nutre] (390), y para Nancy Fraser, llega a convertirse en una red de “discursive relations, a theater for debating and deliberating rather than for buying and selling” [relaciones discursivas, un teatro para el debate y las deliberaciones más que para la compra y venta] (391). El gesto de Loynaz de transformar su casa en el recinto de la Academia Cubana de la Lengua pertenece, claramente, al dominio de la sociedad civil. La casa de Loynaz llega a funcionar, diría Fraser, como un “teatro” de relaciones discursivas, de debate e intercambio intelectual, un foro apartado –al menos simbólicamente– de la esfera de relaciones políticas y mercantiles. Pero las líneas de demarcación entre el ámbito político y civil raras veces son nítidas. Refiriéndose a la peculiar dinámica entre la sociedad civil y la política, explica Michael Chanan: civil society may indeed be counterposed to the political order, which ultimately rests on the state’s monopoly of violence, whereby the rules of citizenship are 6 En palabras de Navarro: “Para la mayoría de los intelectuales revolucionarios –pero no para la mayoría de los políticos– estaba claro que su papel en la esfera pública debía ser el de una participación crítica. Alrededor de 1968 se hace sentir con cierta fuerza en esa esfera la intervención crítica intelectual desde diversas posiciones políticas: el relativo monologismo dominante ya por varios años sobre la base de la coincidencia política espontánea y de cierta medida de autocensura en consideración al peligro de la manipulación informativa enemiga, es roto por voces intelectuales aisladas que emprenden cuestionamientos puntuales o amplios del proceso revolucionario, o incluso impugnaciones globales”.
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enforced by means of the law and, where necessary, by coercion, or the threat of it. But these are not two separate realms, so much as the same social configuration seen under different aspects, because in actually existing social space political society and civil society exist in mutual relation, and thus interpenetrate each other. [La sociedad civil puede en verdad contraponerse al orden político, el cual esencialmente se apoya en el monopolio estatal de la violencia, de ahí que las reglas de la ciudadanía sean implementadas por ley y, donde es necesario, por la coerción, o la amenaza de ella. Pero estos no son dos ámbitos separados, sino la misma configuración social vista bajo aspectos diferentes, ya que en espacios sociales concretos la sociedad política y la sociedad civil existen en relación mutua y por lo tanto se interpenetran] (2001: 392-3).
La (re)distribución de funciones entre la sociedad civil y la sociedad política depende, según Gramsci, de las características del estado político (liberal versus autoritario). Paradójicamente, según observa Chanan al analizar el caso cubano, algunos espacios u organismos asociados con el poder coercitivo de la sociedad política pueden asumir, bajo ciertas circunstancias, funciones asociadas con la sociedad civil: “One of the things that emerges from this discussion is why the concept of civil society is necessarily fuzzy. First, it has no center. It is a terrain of interest groups, organizations, and constituencies that may compete or diverge or overlap. Second, its opposite ends elide with what is above and below and may pull in opposite directions” [Una de las cosas que emerge de esta discusión es por qué el concepto de sociedad civil es necesariamente borroso. Primero, no tiene centro. Es un terreno de grupos de interés, organizaciones, y constituyentes que pueden competir o discrepara o yuxtaponerse. Segundo, sus fines opuestos eliden lo que está arriba y abajo y pueden tirar en direcciones opuestas] (2001: 94). El ejemplo específico que ofrece Chanan para ilustrar su argumento es muy pertinente para el mío, ya que evoca otro espacio cuasi-doméstico –las organizaciones de vecindario conocidas como Comités de la Defensa de la Revolución: The local Committees for the Defense of the Revolution (CDRs), for example, which have been frequently characterized by hostile commentators as a network of neighbourhood informers, can be better understood as a form of grassroots collective security that appeared at a time of counterrevolutionaries and saboteurs, and which combined security with more sociable functions, such as carrying out campaigns of vaccination and going shopping for sick neighbour. Later, they served as forums for the discussion of the new family code, the new constitution, and other measures. This does not mean that the CDRs were not susceptible to political manipulation. On the contrary, this is a form of popular participation that exerts huge pressures on people to conform and can be very nasty to
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those who don’t. (Witness the events of Mariel in 1981, when many people were hounded out by their local CDR to join the boatlift to Miami.) Nonetheless they should not be relegated to the impersonal forces of the “system” but considered as a manifestation of civil society and part of the daily life-world. [Los Comités de la Defensa de la Revolución que, por ejemplo, se caracterizaron frecuentemente por informantes hostiles que constituían la red de noticias barrial, pueden ser mejor comprendidos como una forma de seguridad colectiva de base con más funciones sociales, tales como la de realizar campañas de vacunación y hacer mandados para vecinos enfermos. Más tarde, sirvieron de cenáculos para discutir los nuevos códigos de la familia, la nueva constitución, y otras medidas. Esto no significa que los CDR no fueran susceptibles a la manipulación política. Por lo contrario, esta es una forma de participación popular que ejerce fuerte presión sobre el pueblo que debe acceder a la misma y puede ser muy mala con aquellos que no lo hacen. (Véanse los eventos de Mariel en 1981, cuando mucha gente fue perseguida por sus propios CDR locales para unirse al viaje en bote hacia Miami). Sin embargo, ellos no serían relegados a las fuerzas impersonales del ‘sistema’, sino considerados como una manifestación de la sociedad civil y una parte de la cotidianidad de la vida y del mundo] (2001: 393-394).
La idea del compromiso político tan cara a los intelectuales latinoamericanos, la premisa según la cual, como señala Desiderio Navarro: “En medio de la cosa pública: es ahí donde están llamados los intelectuales a desempeñar su papel en cada país”, no llegó a disolverse en lo que algunos llegaron a llamar “autoexilio” de Loynaz, pero tampoco puede hablarse en su caso de una postura de liderazgo intelectual “comprometido”. En una entrevista con Víctor Rodríguez Núñez, a la pregunta “¿No tiene compromiso?”, contestó, a secas: “Cuando escribo no estoy comprometida con nada ni con nadie”. En su respuesta a la pregunta del mismo entrevistador: “¿Cómo es posible que una poeta como usted pueda pasar cuarenta años sin escribir un solo verso? ¿Fue la falta de estímulo lo que cegó su ‘fuente creadora’?”, Loynaz dijo: “La falta de estímulo, junto a una serie de acontecimientos que no vale la pena mencionar, taparon esa fuente. Yo he seguido escribiendo, durante todos estos años, pero solo en prosa. No he vuelto a escribir en verso”. Si pensáramos en la postura de Loynaz desde la perspectiva del famoso panfleto del francés Julien Benda, La Trahison des Clercs (1927), sería fácil ver en ella un modelo de la resistencia ante lo que Benda consideraba la traición de los intelectuales: en vez de involucrarse en pasiones políticas, Loynaz optó por tomar distancia de eventos inmediatos, dedicándose a la contemplación de valores eternos y abstractos en una suerte de “hortus conclusus” alejado de grupos literarios, alianzas y compromisos. Si, a su vez, usáramos el vocabulario binario frecuentemente asociado a las posturas
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de la intelectualidad latinoamericana, la palabra “arielista” sería el calificativo más obvio. Ante la afirmación de Mireya Castañeda, en una entrevista para de Granma Internacional: “No ha faltado quien juzgue su obra de torremarfilista”, Loynaz repuso: Si por habitantes de torres de marfil se entiende a aquellos que nunca descienden a la tierra, no me considero entre ellos, porque siempre supe muy bien el suelo que pisaba: que no haya sabido cantarlo como merecía es otra cosa, pero creo de cualquier modo, en todo o casi todo lo que he escrito, hay en el ambiente, digamos, el hálito de ese suelo. Prueba de ello es que nunca pude escribir fuera de él.
Como se puede constatar de lo que he dicho hasta ahora, la nomenclatura misma que gira alrededor de las señas de identidad del intelectual latinoamericano –sea letrado o pensador, Ariel o Calibán, científico o “sacerdote laico”, “rey-anti burgués” o habitante de una torre de marfil– está fuertemente codificada por las marcas de género. No deja de ser significativo, por ejemplo, que no haya quien levante la ceja cuando a Dulce María Loynaz se la describe hoy en día como “poetisa”, “doyenne de letras”, “musa” o “reina” en los mismos textos críticos que se proponen “reivindicarla”. De igual manera es desconcertante, aunque igualmente común, la facilidad con la cual los críticos cometen el desacato de omitir su apellido, usurpándose el privilegio de tutearla, junto a Gabriela, Juana y Delmira. El molde masculinista de la intelectualidad revolucionaria cubana tampoco ha encontrado un vocabulario propio para acomodar esta intelectualidad donde una fuerte reticencia a la ideología adquiere una fuerza casi centrífuga debido a las marcas de género. Es importante notar, pues, que a pesar de los innegables avances en la crítica de género, con respecto a la historia intelectual de Latinoamérica, las palabras de Jean Franco con las que definía los esfuerzos incipientes de la exégesis feminista como “una crítica de desagravio, destinada a la doble tarea de desmitificación de la ideología patriarcal y a la arqueología literaria” (citado por Campuzano), mantienen aún su vigencia. Sería un desafío, creo, encontrar una novela hispanoamericana de su tiempo en donde se viera con más claridad el anhelo por romper el enclaustramiento intelectual de la mujer que en Jardín, la novela de Loynaz, escrita entre 1928 y 1935 pero “diferida” en su publicación hasta 19517. Si bien es 7
Resumida de la manera más básica, la historia de la novela es la siguiente: en la primera parte, se cuentan episodios de la infancia y de la adolescencia de Bárbara que
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cierto que las coordenadas del poder y del saber letrado aparecen en esta novela de manera cifrada y sutil, sin premonición siquiera de las contiendas que iba a traer la revolución, la novela pone en escena las ambivalencias propias de la situación de una mujer situada en el espacio de la ciudad letrada –La Habana–, en un contexto que Julio Ramos calificara de modernización desigual y Beatriz Sarlo, de modernidad periférica. Nociones de ruptura e insubordinación se inscriben en la estructuración experimental de Jardín que, en su deseo por liberarse de los ancestros realistas, pone en crisis los parámetros convencionales de una historia bien narrada8. En un gesto desafiante de autoconciencia, el “Preludio”que encaevocan el silencio y la indiferencia de su familia. En la segunda parte, el argumento se remonta a los años cuarenta del siglo XIX y reconstruye la historia de amor entre otra Bárbara –posiblemente una bisabuela de la primera– y un adolescente de nombre desconocido. Las vicisitudes de este amor se cuentan parcialmente a través de las cartas dirigidas a la otra Bárbara y halladas por su tocaya moderna en un pabellón del jardín. Este material epistolar ocupa la tercera de las cinco partes de la novela. A la vuelta al presente narrativo, Bárbara se encuentra a orillas del mar con un joven marino. El extranjero –cuyo nombre nunca llegamos a conocer– hace que Bárbara se fugue con él a Europa. La protagonista experimenta allí los encantos y las frustraciones de una existencia acelerada del mundo moderno. A medida que pasan los años, Bárbara siente más nostalgia por su país de origen y un día persuade a su esposo para que la acompañe en su viaje de regreso. Ansiosa de arribar lo más pronto posible, Bárbara deja al marido en el barco y sola, de noche, se escapa en un bote hasta la costa. En la playa se encuentra por casualidad con un pescador que le sirve de guía en su camino de regreso. El final de la novela es, en palabras de Cintio Vitier, apocalíptico: Bárbara y el anónimo pescador mueren enterrados en el jardín bajo el muro que se desploma encima de ellos. 8 De entre las aproximaciones críticas a la novela, resumo a continuación algunas de las más complejas. Verity Smith ve en Jardín “la obra pionera del feminismo en la narrativa de América Latina” debido a las siguientes características formales y temáticas: el rechazo del realismo convencional; el uso crítico del cuento de hadas; la búsqueda de la identidad por parte de la mujer en un mundo androcéntrico; la imagen de la mujer a través del espejo y la mujer disuelta por efecto del agua y de la luz; el desarrollo contradictorio y acronológico de la trama (1993: 264). El énfasis feminista es evidente también en el trabajo de Susana A. Montero quien sitúa a Jardín “en el panorama de la literatura narrativa femenina cubana escrita en el período 1923-1958” (1999: 498). Los comentarios de Roberto Friol (1993), a su vez, abren campo para la exploración de varios sentidos almacenados en la iconografía del jardín. Entre los juicios más recientes sobre Jardín cabe destacar el esmerado capítulo que Ileana Rodríguez dedica a esta novela en su libro House/Garden/Nation: Space, Gender, and Ethnicity in Postcolonial Latin American Literature by Women (1994). Uno de sus grandes méritos es la reflexión sobre los ineludibles nexos entre el género sexual, el poder y la formación nacional. Finalmente, Fina García Marruz repara en la conflictiva dinámica de la modernización en Jardín: “La novela no tiene solo dos partes que obedecen a dos tiempos distintos –el XIX romántico y
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beza Jardín nos pone sobre aviso en cuanto a estas “aberraciones” de la novela: “Esa es la historia incoherente y monótona de una mujer y un jardín. No hay tiempo ni espacio, como en las teorías de Einstein [...] Quizá no sea siquiera una novela [...] forzoso es convenir que su trama ha resultado tan espaciada y débil, tan desprendida a tramos que apenas alcanza a sostener la armazón de los capítulos” (1993: 9). A contrapelo de la tradición retórica de captatio benevolentiae, el “Preludio” no se propone concitar una acogida favorable. Más bien, al destacar la posible “incompetencia” de lectores inexpertos, Loynaz reafirma su derecho a retar las expectativas y a ejercer su libertad creadora mediante desviaciones de la “buena retórica”: “No sé si, una vez hecha, se me rompa la invertebrada historia en otras manos menos cautelosas que las mías y con menos precisión de serlo. No sé si los lindos capítulos se echarán a volar a la primera mano que abra el libro. Previendo este final, he querido añadir a la palabra novela el adjetivo de lírica, que más que paradoja viene siendo como una atenuante, como una explicación” (9). La protagonista de esta “invertebrada” novela, Bárbara, es una mujer joven que vive en una casona antigua sin más compañía que la de una criada negra, Laura. La casa tiene el mar de fondo y está rodeada de un jardín. No se menciona el nombre de la ciudad, pero es fácil adivinar que se trata de La Habana o, por lo menos, de un espacio imaginario inspirado por la topografía de La Habana. Tampoco resulta arbitrario establecer –sin caer en falacias intencionales– vínculos entre la novela y la vida de la autora. El texto se auto-sitúa en la época “en que hay que vivir –y morir [...]– de realidad” (10). Para Loynaz –nacida, casi literalmente, con la República de Cuba en 1902– esta realidad está marcada por los vertiginosos cambios socio-económicos asociados con la ruina de su clase, la sacarocracia criolla y los procesos de modernización que, según ha indicado Oscar Montero, conllevaban una nueva alianza entre la burguesía criolla y el capital norteamericano. Interesa notar que en Jardín los espacios que exhiben un signo positivo se encuentran en oposición diametral al utilitarismo y distanciados de fines inmediatos. Entre ellos, los lugares contemplativos, metafísicos, abstractos –como los espacios ocupados por libros, obras de arte y fotos– aparecen invariablemente dotados de una especie de halo redentor. De hecho, la casa donde crece la protagonista sería virtualmente sinónima del infierno si no
el de la ‘prisa’ de nuestras modernas urbes– sino dos concepciones distintas de la mujer como naturaleza o como ser histórico. Corresponde a la segunda mitad de la obra esta ‘entrada en el mundo’ de la protagonista, lo que en la simbología bíblica vendría a ser la ‘caída’ o dolorosa gesta de su expulsión del jardín edénico” (1993: 555).
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fuera por un solo espacio acogedor –un viejo sillón de la biblioteca que “como un viejo abuelo [...] ha cobijado en él la vida de la Niña [...] La ha sentido crecer– río desbordado huyendo de la tormenta” (60). El espacio de los libros es, además, el único sobre el cual Bárbara ejerce un control: “Al principio, ellos le fabricaron un mundo que, aunque ficticio y malsano, era al fin suyo y donde ella se movía muy a gusto” (96). No olvidemos que la existencia de un lugar designado como propio es, según Michel de Certeau, una condición necesaria para que se dé el paso de la táctica a la estrategia (1980: 5). Encerrada en su alcoba entre papeles y retratos viejos, la protagonista se transforma en una lectora activa e insubordinada que manipula el caótico collage de los signos, anticipando asimismo su futura exégesis de los vestigios epistolares del pasado familiar. Cierto es que Bárbara no puede controlar la “realidad”, pero sí puede manipular su representación. Hacia el final de la novela, maravillada por los avances científicos de la modernidad –atribuidos exclusivamente al genio masculino– vuelve a afirmar su autonomía dentro del mundo de la representación, más allá de los bastiones de la modernización –la ciencia, la razón, el progreso–: “El hombre que manosea pensamientos vivos, que los sujeta a los moldes de plomo de la imprenta para que no vayan a volar como pájaros negros de tinta, no fijaría nunca el pensamiento de ella –de tanto que voló desde sí misma–, no encontraría la R de su rosa, ni la M de su mar” (1993: 261). Bárbara no sólo toma distancia de las insuficiencias del discurso científico masculino con respecto a la representación de la mujer, sino que se niega a adoptarlo o emularlo: “Las manos que andan con pústulas y huesos quebrados, las manos olientes a desinfectantes que tientan el detener la Muerte y la detienen, la detienen a veces [...], no han detenido más que lo que ella detuvo en el umbral de su jardín [...]. La Vida”. Los ritos interpretativos de Bárbara –que incluyen el desplazamiento, el trastrocamiento de la perspectiva, la tergiversación y la censura del texto– son fácilmente legibles en términos de resistencia y desafío, un espejeo, a su vez, de las estrategias de la misma Loynaz en la construcción de esta “invertebrada” historia. Ante los ojos de la protagonista y en sus manos, las fotos se transforman en los mundos de imaginación, magia y fantasía: “Las tijeras son de acero fino, muy afiladas, y levantan a la Niña de un sillón o la sacan del mar y la dejan sola entre una escarcha de cartulina picada” (38). En el marco de la novela que –como he notado– se autopresenta como un reto al pacto de verosimilitud, es significativo que la protagonista “mutile” las fotografías, o sea justamente la forma de representación considerada como epítome del contrato mimético. En su capacidad de intérprete de textos ajenos, Bárbara goza de una cierta dosis de libertad, pero su propia historia está
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siempre mediatizada por la voz que sanciona el uso del estilo indirecto libre. Finalmente –y ya en otro nivel discursivo– las vicisitudes de la novela per se (publicada en España dieciséis años después de escrita) apuntan hacia los obstáculos que un texto experimental de una mujer escritora tuvo que superar en el circuito editorial-crítico cubano para ser apropiado y, por fin, “canonizado”. La trayectoria de Jardín y de su autora nos hace pensar, inexorablemente, en los mecanismos de control que, según Foucault (1983), definen la “legitimidad” del discurso y que determinan los temas que se pueden tratar, la posición del sujeto que tiene o no el privilegio de tratarlos, así como los modos de la producción y divulgación de estos discursos. Dulce María Loynaz no pudo sustraerse de las constricciones de este implacable “orden” discursivo, pero tampoco se dejó subyugar por él. A lo largo de su vida, igual que su protagonista Bárbara, la escritora se ha ido enfrentando a las constricciones de este orden por medio de una dialéctica de enclaustramiento y transgresión; “por detrás, por arriba, por abajo, por siempre”, dejando volar sus palabras más allá de “los barrotes de hierro”, más allá de ese “encierre de plantas” que era su jardín, más allá de los confines de su isla, más allá de los imperativos políticos del momento y de alianzas concertadas y disueltas al vaivén del oleaje ideológico. El tiempo le ha dado toda la razón y la perdurabilidad de su obra, juzgada por sus propios méritos, es tan incuestionable como su ejemplo ético, donde las coordenadas definitorias del intelectual –el poder y el saber esgrimidos por la palabra– no ponen en sordina la verdad.
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DAR LA CARA. ROSTRIDAD Y RELATO MATERNO EN EL DESIERTO Y SU SEMILLA DE JORGE BARÓN BIZA1 NORA DOMÍNGUEZ Universidad de Buenos Aires
Entre los variados y múltiples efectos que la dictadura 1976-1983 diseminó en la sociedad argentina en los planos de la cultura y la política o en el de las subjetividades y los cuerpos, las bandas de papel o de tela con nombres y rostros de víctimas de la violencia estatal constituyeron en los años posteriores, e incluso hasta la actualidad, una presencia poderosa e inédita en el espacio público. Un registro de diferentes formatos que fue ocupando el paisaje urbano durante los actos y movilizaciones de los distintos organismos de derechos humanos. Registro que adopta un modo particular en las necrológicas publicadas en el diario Página 12 donde el recuadro destacado como un aviso incluye una foto y un texto de la familia del desaparecido. Como dice Tununa Mercado se trata de un “tipo de textos que desde hace unos años se ha incorporado a nuestra vida como un objeto cotidiano y familiar” (2003: 108). Por otra parte, las imágenes visuales de la cultura actual, ya sean televisivas o cinematográficas, ficcionales o documentales, insisten en el despliegue de un inventario amplio de rostros dañados, aplastados, corruptos o cuerpos mutilados o en descomposición que testifican las distintas modalidades de la catástrofe social. La exhibición pública de rostros cumple con la función social de testimoniar la finalidad política del reclamo y el ejercicio de construcción de la memoria colectiva. Los rostros son una prueba, bajo la forma documental de la fotografía, de que alguien perteneciente a esa comunidad ya no está. La presencia en la vida pública de la foto es huella de una ausencia familiar que se vuelve socialmente significante. Esa presencia forma parte de un reconocimiento subjetivo, colectivo y político y, en este sentido, se vuelve una experiencia ética (Levinas 1987: 211-215). Las prácticas artísticas, por su parte, interrogan estas mismas zonas de lo político-social a través del despliegue de un espectro amplio de representa-
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Una primera versión de este trabajo fue presentada en el III Congreso Internacional de Teoría y Crítica Literaria. Universidad Nacional de Rosario, 14, 15 y 16 de agosto, 2002.
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ciones sobre cuerpos2. En el marco de estas cuestiones, me propongo ver cómo el discurso literario, alejándose del valor documental o presencial del rostro, postula una articulación entre rostros, madres y política a partir de la cual participa y actúa sobre las interpretaciones del presente. La construcción literaria de rostros no sirve solamente a los efectos de responder preguntas sobre la interioridad singular de un yo sino para indagar los límites y las posibilidades de la representación literaria. En un artículo anterior sostuve que el rostro, imagen visible de un yo tanto como punto de focalización de la mirada del otro, no encuentra en la literatura un lugar de holgada convivencia (Domínguez 2001: 56). La materia verbal le es ajena o, al revés, los rostros resisten este modo de representación y parecen extraños desertores del campo del lenguaje. La naturaleza visual del rostro posibilita, de manera más pertinente, que sean las artes visuales las que valoricen en principio el poder simbólico y artístico de la representación de rostros y como producto de esta valorización desarrollen convenciones, géneros y procedimientos artísticos que tomen a los rostros como centro y eje de esos recursos. Me refiero, por ejemplo, al uso del retrato, del primer plano o del álbum familiar como quintaesencia de lo visual ya que los ojos, instrumentos de la mirada, están sobre el rostro y, a la vez, éste funciona como fuente y blanco de las miradas ajenas. La representación de rostros encuentra, entonces, su lugar más adecuado en esos lenguajes y géneros. Un rostro establece un juego entre presencia y ausencia, entre similitudes y desvíos, entre imperfecciones y parecidos. Es decir, permite experimentar con los mecanismos de la representación. Al mirar un rostro reconocemos una identidad, en ella vemos cómo lo representado se hace representación (Aumont 1998). En 1998 se publica en la Argentina El desierto y su semilla, la primera novela de Jorge Barón Biza (1942-2001), que tiene un éxito de crítica inmediato y es incluso considerada como una de las novelas importantes de la década3.
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Ana Amado analiza el ensayo fotográfico Arqueología de la ausencia (2000-2001) de Lucila Quieto, una de las militantes del colectivo HIJOS, en el que se yuxtaponen imágenes actuales de los hijos con las de sus padres desaparecidos y donde dar con esas caras implica además de un trabajo con la memoria como herramienta política, una experimentación visual con rostros y cuerpos donde la exterioridad de los mismos se vuelve sitio de interpretación artística. 3 Barón Biza era un periodista, traductor y crítico de arte. Provenía de una familia de gran fortuna durante la primera mitad del siglo XX, fortuna que fue dilapidada por diversos motivos en las décadas siguientes. La familia estuvo ligada de manera compleja a las vicisitudes de la política argentina. A lo largo de este trabajo se irán exponiendo algunos de estos datos.
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En ella el relato de la tragedia familiar se problematiza frente a una materialidad que es particularmente adversa a la literatura. El texto, dispuesto a contar la historia de la descomposición de un rostro particular, despliega otras escenas que sirven al núcleo central como superficies reflejantes o dialogantes. En el centro de la novela un conjunto de episodios alude a los riesgos de la representación cuando esta pone en contacto vida y literatura, sistema visual y sistema verbal.
Leer la familia, los rostros, el país Sitio de interrogación, enigma interpretativo, mosaico de intervenciones médicas y de lecturas, el rostro de la madre en El desierto y su semilla es un espacio de desfiguración, de violencia, de abyección. En su representación se concentra el sentido de la lectura del hijo narrador y se exhiben los materiales (un tramo de la política argentina, una historia familiar, un modo de narración, una fusión de hablas y lenguajes, unos sujetos sometidos al cara a cara, unas mujeres de distinto rango y origen cuyos cuerpos son objeto de múltiples violencias, un debate sobre la representación artística) con los cuales esa lectura se convierte en escritura del/sobre el rostro y al mismo tiempo en escritura del yo que se confronte con él. Así, palabra, representación y rostridad arman un engranaje a través del cual el relato del narrador se constituye, se coteja y disputa con el rostro de la madre. Un rostro cuyo primer plano llega con soporte propio, el relato de una vergüenza y un escándalo que hacen de su superficie un no-rostro. De igual modo que Julia Kristeva se refiere al relato de Céline, en la novela de Barón Biza “toda la posición narrativa parece regulada por la necesidad de atravesar la abyección cuyo dolor es el aspecto íntimo, y el horror el rostro público” (1989: 185). En 1964 un hecho conmueve a la opinión pública en la Argentina. Raúl Barón Biza, escritor de novelas escandalosas por las cuales sufre censura, cárcel y excomunión, protagonista él mismo de hechos similares, militante irigoyenista, promotor de levantamientos políticos, echa ácido sobre el rostro de su mujer, Clotilde Sabattini, la tarde que estaban por concertar el divorcio definitivo después de haber pasado por varias separaciones. Al día siguiente se suicida. En 1998, uno de los hijos del matrimonio sale al mundo literario con una novela en la que narra la historia familiar. Jorge Barón Biza elige la ficción y no la autobiografía, pero dispersa en el espacio narrativo los datos de la historia verdadera. El desierto y su semilla se inicia cuando el ataque sobre el rostro, el hecho fundante de la monstruosidad, recién ha ocurrido. El comienzo del
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relato y el relato de la disolución van juntos. El acto criminal ataca las formas, busca su anulación y, al dirigirse contra el rostro, embiste directamente contra el sujeto: La cara ingenuamente sensual de Eligia empezó a despedirse de sus formas y colores. Por debajo de los rasgos originarios se generaba una nueva sustancia: no una cara sin sexo, como hubiera querido Arón, sino una nueva realidad, apartada del mandato de parecerse a una cara. Otra génesis comenzó a operar, un sistema del cual desconocía el funcionamiento de sus leyes (1998: 12; énfasis mío).
El acontecimiento se revela pleno, contundente y, como consecuencia, materias, formas y colores de la carne se muestran al desnudo, ingresan en otro orden. Arón Gageac, el padre, el atacante, ha creado una nueva realidad. La propia vida de Jorge Barón Biza y la de su madre estuvo marcada por la idea de dar con el rostro original y evitar o atenuar la violencia de su descomposición. Se trató, sin duda, de una vida dedicada a cuidar un rostro. La frase define también la historia del personaje encargado de acompañar a su madre en el proceso de reconstrucción quirúrgica de su cara. El relato en sus imperfectos acercamientos a la representación del cuerpo y del dolor disuelve las analogías entre una subjetividad y el rostro que la refleja y así ubica a sus personajes (no sólo a la que lo porta si no a quien lo mira) en la dimensión de lo abyecto; en este marco diseña el espacio de una pregunta insondable sobre la materialidad del cuerpo, sobre la capacidad de materias y formas para reconstituirse y significar. La interioridad del rostro de Eligia que su hijo trata de describir y explicar no es el hueco oscuro de una subjetividad, ni el lugar donde se asienta la profundidad de un sentimiento, ni la morada de un enigma. Es, por el contrario, una materialidad absoluta de piel y huesos, de concavidades y musculaturas, de recorridos jamás vistos de venas y orificios. La descripción del rostro carcomido por el ácido y reconstruido en distintas etapas por la ciencia es la emergencia del horror, el relato de su inmediatez y de su abyección. La novela no evade sus vínculos autobiográficos ni su referencialidad siniestra. Se coloca en un punto donde el conocimiento de un hecho tan brutal, pero también la narración del mismo, opera como límite y obstáculo de la percepción literaria. El rostro, espejo por excelencia de lo humano, se vuelve vacío, abismo, páramo. El rostro de la madre se revela inhumano y en ese límite de la representación la novela postula al arte que alude a la degradación de la carne como el terreno donde se instala una posibilidad-imposibilidad para la palabra. En esta tensión, en el límite del cuerpo y del relato la literatura se presenta como el espacio contradictorio y violento de una salida, de una posible sal-
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vación. La novela tematiza su propia función: cómo narrar el horror y su después, sus efectos, sus derivaciones monstruosas. Al mismo tiempo dibuja su espejo: cómo leer lo que es decididamente revulsivo e innombrable, qué saberes y conceptos se pueden poner en funcionamiento para su comprensión, qué operaciones de lectura se pueden ejecutar. La historia familiar se entrelaza y confunde con tramos de la historia argentina. El padre y la madre de Jorge Barón Biza tuvieron diversas relaciones y participaciones con diferentes gobiernos y durante distintas coyunturas políticas, parte de las cuales son retomadas como material narrativo. Clotilde Sabattini era hija de un caudillo radical cordobés y ella misma fue una militante antiperonista. Como educadora ocupó funciones públicas y participó del gobierno de Arturo Frondizi como Directora del Consejo Nacional de Educación. Sin embargo, es difícil encontrar registros de las actividades y cargos que desarrolló; su nombre aparece en cambio siempre vinculado al drama familiar. La oposición del matrimonio al primer gobierno peronista los llevó al exilio y cuando ella regresa con los hijos es detenida, según se dice y la novela lo reitera, por Eva Perón. El texto reúne a ambas mujeres en una coincidencia espacial: La historia le jugó un enroque curioso. Se reveló en el 71 que el cadáver hermoso e intacto de la mujer del general no había sido arrojado al río, como se anunció en 1965, sino que permaneció escondido en Milán, en un sepulcro anónimo, no muy lejos de la clínica. Ambas habían estado a miles de kilómetros de su patria: una, perfecta, eterna, enterrada a escondidas y bajo falso nombre; otra, destrozada, ansiosa de trabajar, tratando de regenerar su propio cuerpo bajo la mirada asombrada de todos (Barón Biza 1998: 222-223).
La coexistencia duplica en el plano de la ficción un tratamiento con el cuerpo femenino, objeto en ambos casos de una acción criminal, violenta y delictiva. El relato de la Nación y el relato familiar se confabulan para poner de relieve sus posibilidades e inscripciones violentas. La figura y el cuerpo de Eva Perón, manipulado y escondido por quienes derrocan a Perón, los militares que participan de la llamada Revolución Libertadora de 1955, condensan los deseos y temores de distintas generaciones de argentinos y estimulan los imaginarios ficcionales, tanto literarios como cinematográficos, a través de la producción de un número importante de textos. Por su parte, el rostro de Eligia Presotto de Gageac, desde un lugar menos protagónico porque su figura no trasciende los límites el país, pero no en tono menor ni marginal ya que su matrimonio con Barón Biza la sometió a una lista sucesiva de escándalos, resume también un entramado de biografía personal,
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historia y política. La degradación y descomposición ejercida por el ácido que le arroja su esposo circunscribe en los límites de la superficie facial otra tragedia que se enlaza con la historia del país.
Dar con la cara del otro El desierto y su semilla se hunde en el horror de este relato; para ello utiliza una técnica que avanza en dos sentidos. Por un lado, ejecuta una cantidad de procedimientos de ficcionalización (cambio de nombres, ruptura de un eje lineal narrativo, uso de diferentes hablas, injertos e intercalación de diferentes textos, apéndice que da cuenta de las fuentes de las citas) que revelan su carácter de construcción literaria. Por otro, no rehuye la aproximación y rodeo del material de origen, pulsando el testimonio y la voluntad de testimoniar. El narrador es decididamente un superviviente, un testigo. No solo sobrevive como hijo al drama conyugal sino que lo hace como el único testigo que asiste a la transformación del rostro: el único que ve el proceso de descomposición y recomposición quirúrgica y, por lo tanto, puede contarlo. En el trayecto paralelo y a la vez simultáneo que describen, estos dos impulsos narrativos tematizan y exploran la posibilidad y la índole de la distancia. ¿Cómo mirar el rostro materno?, ¿desde qué perspectiva?, ¿cómo sobreponerse a esa instancia de la mirada y a la experiencia del horror?, ¿cómo narrarlo? La distancia, cuando se convierte en separación, se nutre del relato de otras situaciones y escenas que arrancan al narrador del espacio de la clínica. Son los momentos iniciáticos de tono irónico y corrosivo cuando Mario Gageac va hacia la búsqueda de alcohol y de experiencias sexuales que resultan una contrapartida del espanto que produce la cercanía con el cuerpo materno. Sin embargo, los episodios funcionan como planos de inmersión en otras formas de la degradación y la violencia. A pesar de la proximidad filial de madre e hijo: Mario le da de comer, ejecuta con impericia y torpeza algunos de los cuidados que precisa la cara; la distancia parece ser una forma del vínculo que se arrastra desde la infancia. La representación de la figura materna, firmemente ligada a la política y al saber, resulta lejana, ausente, escasa, casi mezquina de palabras: Su rostro había sido el lugar en el que con más evidencia se manifestaron su historia, la sangre de los Presotto –pobres inmigrantes italianos– y su fe empecinada en la razón y la voluntad de saber. Pero los “siempres” de su cara se estaban esfumando. Los dos éramos lacónicos. Durante mi niñez la institutriz polaca se interponía en nuestra vida cotidiana. Eligia actuaba aparte, con sus estudios y su políti-
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ca. Pero en mi adolescencia comprendí que no todos los vacíos podían atribuirse a la gobernanta (14).
La lejanía del vínculo se duplica en el uso del nombre propio, Eligia, y en la negativa a referirse a ella como la madre. Hacia el final el texto vuelve sobre sus pasos y lo que era recurso distanciador se muestra como reflexión, seguido ahora por una comprensión también inenarrable: la fusión pre-natal entre la madre y el niño: Por más injertos, quelonios y colgajos que hubiese sufrido, Eligia (tendría que empezar a llamarla “madre”, o algo así como “mamá”; en realidad, es por ahí por donde empiezan todos) siempre halló en Milán algún resto de fuerza para enlazar su dedo con el mío, para tratar de sonreírme sin labios, con esa sonrisa tímida y esforzada que era su única posibilidad de sonreír. Fue en su carne que –me guste o no– Arón me concibió (244-245).
La distancia anulada coincide con la comprensión del peso de la carne (“no hay carne indiferente. La carne sirve”, 245) y allí se produce el salto hacia otra dimensión: la del texto (“yo también seré sólo un texto”). Una dimensión que recupera carne, relato, cuerpo, palabra, dolor, destrucción, reconciliación y que se nombra como literatura. Punto de llegada del personaje, del texto, tal vez su sentido último, su reclamo de ser leído como literatura. Pero, previamente la distancia, en tanto técnica narrativa, también desempeñó el rol de volverse autorrepresentación. Para ello, recurrió a la presencia de otro lenguaje: un cuadro del artista Archimboldi (1527-1593) conocido como El jurista (1566), y a la discusión sobre el mismo, presencia que se replica en la ilustración de la tapa del libro. Archimboldi se especializó en la pintura de retratos alegóricos constituidos en series (las estaciones del año, los elementos de la naturaleza, algunos personajes de la corte) y en un trabajo particular con las superficies de los rostros. Diferentes manifestaciones del mundo animal y vegetal se daban cita en esas caras y entraban en combinaciones múltiples, barrocas, inquietantes. En el quinto capítulo, antes de enfrentarse con el cuadro, el narrador se precipita en diferentes escenas que involucran rostros. En la primera, Mario acompaña a su amiga prostituta a atender a un viejo exhibicionista que paga para que la mujer lo vea bailar en tu-tú. La escena termina con Mario y Dina sentados a cada lado del viejo, acariciándolo. Mario transforma sus toqueteos en un juego cada vez más violento: La presión de mis manos desordenaba sus gestos hasta un punto en que el reflejo de cualquier sentimiento era imposible en esa cara. Yo trataba de antici-
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par las reacciones de mi víctima y ridiculizarlas en su propia cara antes de que apareciesen. Cuanto más impedido se veía el anciano de reaccionar, mayor era mi energía con las manos para modelar caricaturas con esas carnes fláccidas (122; énfasis mío)
Como un escultor que modela a sus criaturas, Mario manipula, desordena las facciones del viejo. Sus manos son la herramienta que borra y disuelve la expresión hasta deshacerla. La segunda situación incluye a una frívola joven rica a la que Gageac conoce en el mismo hospital donde se hospeda y en el que ella se había realizado una cirugía estética. Contrapartida exacta de su madre por las razones que la llevan a la cirugía, Sandie intenta hacer de ésta un hecho serio. Sabe que un rostro revela una interioridad: “Dice mi therapist que es un trabajo solo comparable con un parto. Tengo que reflejar, en mi nuevo rostro, las esencias de mi personalidad escondidas durante toda mi vida anterior. Voy a necesitar la ayuda de todos los astros y la prudencia de todos los psicoanalistas” (123). Por último, el descubrimiento del cuadro de Archimboldi frente a la mesa del comedor de la casa de Sandie. Antes de enfrentarse con el empresario, padre de la joven, el narrador describe el cuadro, expresa su asombro y conmoción frente a “una imagen del siglo XVI que yo nunca me hubiera atrevido a concebir” (124), “el rostro más extraño que yo hubiera visto en mi vida”. Entonces, expone lo que ve, lo interpreta: El pollito de la nariz, desplumado como sus congéneres en el retrato, colocaba su cabeza de manera que su ojo fuese también el ojo del jurisconsulto. Cuando presté atención a ese detalle recibí el golpe: el pollito estaba desplumado y vivo. Esa mirada tenía una cualidad que yo no había visto nunca: en su momento, se percibía un aire de víctima asombrada; pero si el espectador ponía distancia, el ojo adquiría un brillo distinto, que revelaba una mente siniestra de estratego. Nunca, en mi sostenido interés por el arte, había visto un “anamorfismo psíquico” tan marcado, de manera que el mismo punto de vista y las mismas pinceladas representasen, a la vez, la inocencia más despojada y el cálculo frío y despiadado. Para el espectador, no era necesario cambiar el lugar de observación si quería percibir la diferencia; el esfuerzo debía ser interior (125; énfasis mío).
Las tres situaciones de un modo u otro afirman que un rostro es una superficie sobre la que se puede operar, dibujar formas pero, a la vez, una superficie con fondo, con profundidad. Esta se expresa de adentro hacia fuera. Deleuze y Guattari (1988) conciben el valor simbólico y político del rostro y señalan que es un sistema conformado por una pared blanca y unos agujeros negros. Deleuze también se refirió más específicamente al primer
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plano del rostro en el cine como una superficie reflejante y un microcosmos intensivo. En rigor, se trata de un funcionamiento denominado por ellos “máquina de rostridad”, una máquina abstracta que produce combinaciones específicas. Para estos autores, el capitalismo, los imperialismos o las religiones funcionan como máquinas de rostridad que operan por frecuencia y redundancia y se vuelven omnipresentes. En este sentido, los rostros no son individuales sino que responden y son funcionales a las diferentes formas de poder. Los puntos de fuga que pueden seguir, pueden deshacer, desterritorializar, desbordar las marcas redundantes de los rostros y funcionar por medio de intensidades que inscriban singularizaciones en sus diferentes agenciamientos. El encuentro del rostro de la madre con el del hijo durante el amamantamiento marca el poder materno, así como el poder pasional también necesita de la individuación del rostro. En estas instancias se producen puntos de singularización donde una intensidad se realiza mientras se transporta un deseo. Más que un centro de intensidad y un foco de poder, el cara a cara madrehijo en la novela de Barón Biza se muestra en una singularización extrema. El rostro de Eligia y el del personaje de Archimboldi tienen vida propia, producen ellos mismos sus pústulas, sus protuberancias, sus relieves monstruosos y así ingresan a otra dimensión donde decidida y radicalmente perturban los modos de percepción e inteligibilidad de los lectores. La destrucción del rostro concierne a la destrucción de las funciones sociales que él refleja y contiene. Funciones que son comunicativas, intersubjetivas, expresivas y lingüísticas y, por lo tanto, importan a la misma definición del sujeto (Aumont 1998). Como a través del rostro se pone en juego la pertenencia del sujeto a una comunidad, su destrucción y desnudez encierran el peligro de caer en lo que está más allá de lo humano. Para Deleuze, las funciones de individuación, socialización y comunicación que realiza el rostro se pierden con el primer plano. En el cine: “No hay primer plano de rostro. El primer plano no es sino el rostro, pero precisamente el rostro en tanto que ha anulado su triple función. Desnudez del rostro más grande que la de los cuerpos, inhumanidad más grande que la del animal” (Deleuze 1984: 146-147). En esta sobre-exposición y simultánea desnudez del primer plano o, dicho en términos de Agamben, en esa pasión por la revelación y el ocultamiento se registra la inserción mundana del sujeto, su máxima exterioridad, su política (2001: 80). Con este orden de cuestiones que produce la máquina de rostridad se articula la cara de Eligia, colocada como centro de la narración, en primer plano, expuesta en la desmesura de su carne y, al mismo tiempo, imposible de ser representada. Inhumana y, por lo tanto, como los rostros de Archimboldi, rozando el límite con el mundo animal. Si la rostridad en esta
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novela puede manifestarse en su forma más desnuda y brutal, estas condiciones se intensifican porque se trata del rostro de una madre. La aparición de El jurista en el centro de la novela sirve además para abismar el dilema existencial del narrador. Si el rostro de su madre no tiene modelo humano sobre el cual recostarse, con el descubrimiento del universo visual de Archimboldi Mario Gageac reconoce la existencia de ese horror como espacio imaginario de un orden artístico. El retrato contiene la vida y la muerte en su cara, la metamorfosis animal y la condición humana, la superposición de formas y figuras, contiene también en su mirada a la víctima (“aire de víctima asombrada”) y al victimario (“una mente siniestra de estratego”, “el cálculo frío y despiadado”). Roland Barthes señala que el arte de este pintor no representa el placer de la fusión sino el malestar a través de figuras compuestas. La misma revelación del procedimiento composicional es lo que dificulta el surgir unitario de la forma y esto conduce al lector a cuestionar la idea de perspectiva ya que ve alterarse las condiciones de la percepción (1986: 149). El cuadro, al poner en entredicho la idea de que una interpretación se defina a partir de una perspectiva, impone el horror como verdad indiscutible. Desde cualquier ángulo el efecto de lectura es el mismo, a pesar de que lo que se ve adopte el signo de lo doble. En el cuadro el narrador ve reflejadas las dos líneas que fundan su drama personal, la cara “revela dos estados de signo moral contrapuesto”. La mirada paterna está hecha de una materia maligna, de una perversión inhumana, implacable, y moviliza un instrumento trans-racional, inconcebible. La mirada es toda acción. La materna, por su parte, amasada de sufrimiento y de deseo de seguir viviendo, no deja ver su interioridad. Sin embargo es una presencia permanente, revelada en la desnudez de sus huesos y su carne, el lugar de una materialidad absoluta sin posibilidad de reflejar una expresión humana. Así, el cuadro resume para el narrador las líneas genealógicas que lo rodean y fundan, y ante las cuales no tiene sino una pregunta infinita. La escena que sigue trae otro discurso, el del padre de la joven, dueño del cuadro e interpretante eficaz de la pintura. Remedo de su propio padre por lo autoritario e infame, este hombre se complace en ver y escuchar los efectos que el cuadro produce en sus invitados para luego imponer su interpretación. El empresario ve en el cuadro la falta de voluntad para la acción, una contradicción entre el orden social que representa el jurista y el caos de su cara. Los hombres de acción –como el empresario, como su padre– reniegan de las dudas, de las perspectivas, porque ellas disfrazan e inhabilitan la acción. Mario Gageac coincide con el empresario en que el cuadro anula el punto de vista y experimenta el significado de esta idea en carne propia. Una falta de perspectiva que, además, desnuda la carne. Después de la pri-
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mera cirugía, Mario observa: “Faltaba todo. Los injertos de urgencia no estaban más; los pesados párpados con quelonios no estaban más, y las cuencas mostraban los ojos en blanco, hundidos y completamente inmóviles. [...] La contemplé varias veces, absorto” (81). Durante la noche observa desde otra postura: Vista desde un ángulo inferior y lateral, apareció la semicalavera de Eligia, que cada tanto resoplaba en su sueño forzado. La desaparición de la mejilla dejaba una hondonada muy profunda. En la penumbra no se distinguían los colores, sino los grados de sequedad o de humedad en una imagen en blanco y negro. [...] Después de un tiempo que no puede controlar, me dije que, para mí, se había acabado la ilustración. No tendría nunca más la necesidad de buscar en la biblioteca de la infancia esas láminas anatómicas superpuestas, con todos los niveles de lo interior. Ya sabía lo que somos (83-84; énfasis mío).
El desprecio por el punto de vista tiene otras modulaciones. Inmerso en el abismo de un drama sin igual, Gageac no distingue si es peor el acto criminal del padre o sus efectos, el odio o las consecuencias del mismo en la cara de la madre, la voluntad para la venganza o la tenacidad para superar sus consecuencias. Nuevamente la elección de una perspectiva no aporta ningún alivio. Frente a un rostro vacío, sin músculos, sin carne, sin piel o con restos mínimos, caóticos y desparejos no se sabe además desde dónde se ve lo peor: si desde el lugar del sufrimiento por los estragos ocurridos sobre la cara, por tener que mostrar y portar semejante atrocidad y, además, por no poder verse ni tocarse o desde el ángulo del otro que mira la descomposición y recomposición en el día a día. El carácter de catástrofe del hecho destruye cualquier certeza y aniquila cualquier subjetividad. El lugar del triángulo edípico, sitio de conyugalidad y filiación, es un anclaje de poder y violencia, aunque de diferente grado, para cualquiera de las tres posiciones que lo conforman.
Fabricar un texto-rostro La incorporación del cuadro de Archimboldi en el relato como parte de la trama cumple ahora otra función: revelar los elementos del rostro –materias, colores, formas– como elementos claves de la representación artística. Por eso la cara de El jurista, habitada por diferentes formas, dispara una de las posibilidades estéticas en que puede derivar la construcción de un rostro e instala una nueva conmoción. La imaginación del artista que superpone y mezcla sobre el lienzo fragmentos de diferentes variantes animales operan-
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do sobre una superficie y cuerpo humanos incita el terror de quien está pendiente de un rostro y a la espera de su reconstitución quirúrgica. Barthes (1986: 151) señala que el principio constructivo de Archimboldi es que la naturaleza no se detiene jamás, idea que puede aplicarse al proceso que sigue la cara de Eligia y que, de esta manera, se afirma como monstruoso. De modo que la ausencia de formas o su contraparte, su abundancia, sitúa al narrador en este momento de la novela frente al hecho estremecedor, alarmante, extremadamente difícil y ajeno de lo que significa crear un rostro, lo coloca frente a las combinaciones inmensas de la rostridad, frente a la disyuntiva de elegir entre lo caótico o lo desértico. Él mismo, como su padre déspota y criminal, como Archimboldi, puede con sus manos construir un rostro o destruirlo. Más adelante, podrá experimentar con estas derivaciones. Sin embargo, durante la escena en que descubre el cuadro, la misma identificación le provoca espanto, y entonces continúa sumido en la visión del rostro y en las preguntas acerca de cómo darle forma narrativa a su (des)composición. El rostro-texto es la superficie sobre la que están depositadas todas las preguntas del hijo, del narrador, del sobreviviente. Un sujeto que, además, hace de la novela el espacio de construcción y destrucción de un nombre de autor, el de Jorge Barón Biza. Los marcos y los límites del texto, la tapaimagen-rostro y firma y, por otro lado, el epílogo, denominado “Fuentes”, funcionan como puntos de duplicación del sentido o hitos donde el sentido se precipita. Las “Fuentes” dan cuenta de las referencias periodísticas, literarias, filosóficas que, en sus formas textuales, traducidas, modificadas o fragmentarias fueron diseminadas a lo largo de la novela y especialmente a través de las diferentes variantes lingüísticas o apuestas discursivas que ella ensaya. El desierto y su semilla fabrica su propio injerto a través del cual, al final, confirma la indecibilidad del personaje frente a las “fuentes” genealógicas. La “Nota” agregada, el último de los añadidos, sitúa la inscripción civil del nombre propio como marca de poder paterno alterada en circunstancias puntuales por los arrebatos maternos feministas que convertían el Barón Biza en Barón Sabattini y que este yo confiesa como su nombre actual. De modo que la firma de esta novela corresponde a otra vuelta del artificio: “No sé si ‘Jorge Barón Biza’ debe ser considerado mi otro apellido, mi patronímico, mi seudónimo, mi nombre profesional o un desafío (JBB)”. El que firma dice ser otro y, aun más, el que narra lo es doblemente. Sin embargo, a pesar de todas las confesiones, desvíos y mezclas de discursos, lenguas y textualidades, la novela no puede dejar de gritar la relación básica que la funda: la que se entabla entre literatura y vida, entre el hecho real y verdadero del caso que conmocionó a la sociedad argentina en los
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años sesenta, y su ficcionalización. El texto trabaja en una zona de riesgo en el que la reelaboración de la realidad que persigue la literatura, sin abandonar un registro siempre desviado del modo testimonial, da paso a un nuevo asentamiento donde la vida y la historia familiar retornan bajo la forma de un relato contado desde la posición narrativa del hijo. La tensión no está en volver a contar la serie de violencias familiares (venganzas, delitos, suicidios), en narrar la historia de un rostro sino en convertir al texto en una máquina de rostridad. Esta produce puntos de intensidad que fijan, como diría Deleuze, los agujeros negros sobre la pared blanca, especialmente en los modos violentos con que los mismos horadan las superficies. A partir de estos movimientos la novela arrastra una serie de reflexiones sobre la representación. Así es como texto y rostro se mueven entre un impulso poderoso por construir alguna referencialidad que identifique parecidos, que construya analogías, y un afán extraordinario por salir de ese modo de representación que no puede renunciar a volver a hacer presente el horror. Como el rostro, el texto busca reconstruir y reconstituir la historia del superviviente sobre los restos y escombros del doble linaje. El narrador se somete al peso de estas líneas genealógicas. Aunque no sepa dónde ubicarse, ni desde dónde interpretarlas no reniega de ninguna de ellas. Claudica, sin comprender, tanta violencia. El desafío que impone el nombre Barón Biza es, sin lugar a dudas el signo de una impostación, un traje del cual el sujeto quiere despojarse y en el que no se reconoce (“Trato de imaginar qué lugar puedo hacerme yo en ese texto y no encuentro ninguno”, 240), pero al que está irremediablemente soldado (“Mi fracaso por comprenderlo me ata a él”, 242). Los textos del padre que Mario lee en el último capítulo (fragmentos de las novelas de Raúl Barón Biza) hostigan directamente su condición de hijo: “Leo: ‘¿Por qué no negar al hijo engendrado más por curiosidad que por deseo? ¿Qué obligación, de amar al nacido? Que carguen ellos con su vergüenza y no yo con su perdón’. Trato de imaginar qué lugar puedo hacerme yo en ese texto y no encuentro ninguno” (240). El padre construye “un espacio en el que es imposible reconocer un límite”: “abre un desierto al que no se le ven fronteras, género de mal que ya no necesita ejercitarse en la agresión, porque se ha encerrado en un orbe en el que no cabe lo humano; un mundo narcisista, que se crea a sí mismo, que corta toda relación, toda perspectiva, toda reunificación. Ha elegido mirar el vacío, el grado cero de la esterilidad” (240) ¿“El grado cero de la esterilidad”?, ¿un más allá de la negación del hijo? Un lugar imposible. Un lugar en el que para poder sobrevivir es preciso que el pasaje, el abismo se convierta en literario, se transforme en el desierto y su semilla; de esta manera el movimiento lo retiene como hijo, le inventa esa figuración y él, como Arón, puede recorrer el desierto en sus miserias. Como
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él hizo con Eligia, Mario ataca con una navaja el rostro de Dina, la mujer que lo ama y le muestra a través de su cuerpo la unidad y la perfección. El lado de la madre, su rostro, también es de naturaleza rocosa y “sus heridas lo atan para siempre” (151). En ese encierro familiar el personaje teme la propia muerte, el punto donde será solo palabras: “Tarde o temprano yo también seré solo un texto, no me queda mucho más por hacer. Escribo estas líneas, y ese frágil impulso de hacerlo es todo lo que todavía puede llamarse, para mí, ‘vida’ o ‘acción’ o ‘posibilidades’” (245). La inhumanidad del rostro, su primer plano, el pavor que produce su superficie ruinosa, provocan de tal manera al lector, protagonista del final del siglo XX, que lo colocan al borde de la naturaleza, alterando radicalmente sus modos de lectura y de percepción. Allí, donde la cultura, la ilustración (“para mí se había acabado la ilustración”, 83) no hace pie y trastabilla. Pero, lo hace entre un epígrafe de Keats que remite a una cara que refleja una condena (Capítulo IX) y otro de Paul Celan en el que un probable signo pueda unificarse como “respuesta a un cavilante arte rocoso” (Capítulo VIII). Es en este abismo donde el arte construye su humanidad a pesar de las inclemencias y las perturbaciones del reconocimiento que arrastra un rostro desnudo.
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CAROLINA MUZILLI: ARCHIVOS EN DISPUTA ADRIANA J. BERGERO University of California, Los Angeles
Abrevar de la vida misma. Carolina Muzilli
En este artículo quiero analizar los cuerpos del trabajo en un período eminentemente transicional: el desarrollo industrial de principios del siglo XX en la ciudad de Buenos Aires. El 24 de agosto de 1901, la Municipalidad de Buenos Aires nombra a Gabriela Laperriere de Coni inspectora de fábricas que ocupan a mujeres y niños. Fruto de un trabajo de campo exhaustivo, su “Proyecto de Ley del Trabajo de las mujeres y niños en las fábricas” fue presentado en la legislatura en mayo de 1902. De allí en más, y a partir de Coni, las mujeres comenzaron a hacerse fuertemente visibles en el campo político con el activismo de Elvira Rawson de Dellepiane (Liga de Derechos de la Mujer y el Niño), Julieta Lanteri Renshaw (Comité Pro-Sufragio Femenino), Cecilia Grierson (Consejo Nacional de Mujeres), Alicia Moreau de Justo, Juana Begino, Carolina Muzilli, Raquel Camaña y la uruguaya Paulina Luisi. Fábricas textiles y talleres a domicilio, lavaderos industriales, fábricas de vidrio, de calzado, tintorerías, fábricas tabacaleras, tiendas y oficinas estatales de telefonía e inquilinatos fueron escudriñados por un cuerpo de mujeres intelectuales de gran centralidad para la medicina industrial y la cultura social. El 26 de diciembre de 1912, el Museo Social Argentino encarga a Carolina Muzilli un proyecto monográfico sobre trabajo femenino y Medicina Industrial, premiado en 1913 en la Exposición de Gante. Obrera, intelectual y militante socialista por los derechos de la obrera y de una niñez atrapada en las redes del “cariño de los industriales [...] que los sacan de las casas de expósitos para emplearlos en sus fábricas” (Muzilli 1919: 96), la escritura de Muzilli trasluce “la interminable danza lúgubre a que están sometidas las personas del medio obrero” (77). Operaria de la industria textil y del plan-
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chado, fundó Tribuna Femenina y la costeó con su trabajo de costurera, aunque su tribuna era también callejera pues vendía su periódico en los bares de Avenida de Mayo, donde debatía con una audiencia masculina totalmente pasmada por su audacia. Cronista urbana y ensayista, su escritura reacciona a la inmediatez cotidiana en La Vanguardia, Humanidad Nueva, Fray Mocho, PBT, en el Primer Congreso Femenino Internacional de la República Argentina (PCFI, 1910) y el Primer Congreso Nacional del Niño (1913). Su escritura se enmarca alrededor de las leyes 4.661 (1905) –primera mención de la mujer en el mercado laboral– y 5.291 (1907), que reconocía dos nuevos agentes sociales en el mundo industrial: la mujer y el menor de edad. Sus ensayos tienen como trasfondo imaginarios y debates tumultuosamente intersectados a partir de dos congresos en 1910: uno, abocado a protegerlos de condiciones laborales depredadoras (Primer Congreso Femenino Internacional, PCFI); el otro, a vaticinar el Apocalipsis causado por el alejamiento de la obrera del modelo identitario maternalista (Primer Congreso Patriótico de Señoras, PCPS)1. Los imaginarios predominantes de la Argentina liberal intentaban estabilizar una identidad social aglutinante –especialmente orientada a los sectores populares– con la intervención del Estado en higiene social, medicina pública y laboral, educación pública y acceso a los medios de difusión. Entre 1889 y 1920, los sectores populares se caracterizaban por una profunda fragmentación dados los diversos orígenes étnico-culturales migratorios y por un polimorfismo político-social sin precedentes (socialismo, anarquismo, comunismo, ultra derecha, feminismo, gremialismo). Hacia 1928, en la Exposición de Artes e Industrias femeninas, Mercedes Dantas Laconte aseguraba que “la mujer había tocado con éxito todas las teorías […] con naturalidad y firmeza”: Desde la especulación filosófica a la consideración legal, desde la didáctica y la puericultura hasta la primorosa labor de lencería, todo se halla aquí expuesto en una comunión simpática, dando una idea concreta de la ductilidad, del poder de adaptación, de la inteligencia femenina, que pasa en vuelo sabio del caballete al telar, del gabinete de estudio al cuarto de lavado y planchado, y que con la misma habilidad anuda un lazo en la cabeza de sus hijos, o resuelve, sonriente, un teorema algebraico (Barrancos 2001: 105).
Barrancos señala que en la Exposición de Artes e Industrias Femeninas, objetos manuales aparecen yuxtapuestos con estéticos e intelectuales, resal-
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Por problemas de espacio dejaré de lado el análisis del Catolicismo Social y la contrarrevolución femenina nucleada en la revista Criterio (1928-1943).
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tando con ello los matices de un colectivo que, en las violentas transformaciones de la modernidad, ya no puede asimilarse al esencialismo de un solo modelo femenino: otras modalidades identitarias fragmentaban ya la unicidad representacional de los modelos tradicionales. Me parece importante resaltar, sin embargo, que no por poner en evidencia todo lo que el colectivo había crecido serían capaces los imaginarios sociales de girar con ductilidad desde los marcos abstractos de lo normativo hasta la imprevisible vida transicional del colectivo. La evidencia empírica de los archivos orgánicos debió ser sumamente difícil de elaborar por los imaginarios de la modernidad, en el marco de su voraz velocidad transformadora: éstos tendrían dificultad en girar hacia donde hiciera falta para incorporar un excedente que pondría en tan clara disputa los archivos. La relevancia de la escritura de Carolina Muzilli consiste en resaltar archivos en disputa al proponer que solo trabajando la organicidad de la vida cotidiana, y en base a las múltiples subjeciones (subjetividades) de los archivos orgánicos (“abrevar de la vida”), sería posible dar cuenta de ese excedente. La modernidad alteró todos los órdenes de la vida cotidiana dejando a su paso perplejidad, dolor y, sobre todo, excedente. El cuerpo grotesco de la ciudad es la supremacía de lo material: como desorden hiperbólico y abierto, desconoce el valor negativo de los desvíos porque deja ver los efectos de los desacomodos orgánicos y de las crisis de cotidianeidad. La ciudad transicional tiende a ser un cuerpo grotesco por la disparidad de experiencias en las que la cotidianidad entremezcla flujos y normativas en la vida pública-privada. Mazzoleni sostiene que el cuerpo es el primer espacio y la casa primigenia y, por consiguiente, constituye una experiencia cognitiva innegociable: “il corpo è, rispeto al linguaggio, un significante fluttuante, una zona di disordine semantico, qualcosa che si colloca come ‘al di sotto’ dei linguaggio” (1985: 19). Así, como primer organizador de mapas cognitivos orgánicos su excedente tiende a fragmentar discursos y representaciones, demostrando su insuficiencia. En cambio, la escena de Dantas Laconte congela la cotidianeidad: la mujer argentina volaba sin dificultad y con “vuelo sabio”, desde el caballete hasta “el cuarto de lavado y planchado”. No se alude a los talleres de la industria domiciliaria (sweat-shops) –cuya siniestra promiscuidad y depredación corporal no admitían imaginarios de vuelos fáciles. Tal vez Dantas Laconte puede hablar de vuelo, precisamente por eludir las profundas asimetrías de la cotidianeidad del colectivo femenino. Alude, en cambio, a “cuartos de lavado y planchado” y, con ello, sobrevuela la escena de la explotación capitalista, distanciando a la mujer en la domesticidad abstracta de la casa con respecto a las catorce o dieciséis horas de trabajo constante de pie, de las obreras de la industria del planchado. Como no puede
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abarcar en el vuelo a todo el colectivo, no resulta convincente su aliento de conciliación social, ni la “comunión simpática” de todo el colectivo. Habrá que ver si sus participantes pueden de igual modo y “con la misma habilidad [anudar] un lazo en la cabeza de sus hijos o [resolver], sonriente, un teorema algebraico”. El discurso predominante exacerbaría lo femenino, haciéndolo circular como un implícito incuestionado y universalista que desoiría los archivos de la vida cotidiana. El trabajo de los imaginarios intentaba conjurar la fluidez cotidiana: la inmigración, el descenso en el índice de la natalidad –levemente superior a los de Francia e Inglaterra– y la degeneración que, como preocupación eugenésica, ocupan la inquietud de debates médicos y políticos. Marcela Nari señala que las técnicas anticonceptivas, el alto índice de abortos y abandono de niños, así como los infanticidios y la prostitución, eran localizados por los imaginarios médicos en el sector proletario por pertenecer a lo más peligroso, misturado e incontrolable de la nación. Su contrapartida era una madre “virginal, higiénica, nodriza y amorosa”: para el modelo de la mujer moderna, el Estado reciclaba el amor maternal entremezclando “el catolicismo, el cientificismo, el romanticismo y el decadentismo” (1996: 157). Fuerza incontenible e impulso arrollador para la conservación de la especie, la madre debía tener “Un corazón que no se cansa de sufrir. Un alma que no deja ni un momento de querer”, pero, sobre todo, debía saber bien sus prioridades, “[a]quella que cuida a sus hijos antes que de sus paseos y diversiones”. El discurso de la pasión sexual –bajas pasiones– es cancelado por el de la arrolladora pasión maternal. Evidente el intento desexualizador: la única manera resguardada de pensar sus cuerpos era a partir de un modelo de maternidad ahistórico, universal y natural. La maternidad bien avenida era el único refugio –al menos al nivel de los imaginarios– en el marco de excepcionalidad cotidiana de fracturas, accidentes, sobresaltos y crisis; marco en el que, previsiblemente, también la sexualidad era conflictiva: “el terror al embarazo, la angustia con que se esperaba la menstruación mes tras mes contribuían escasamente al erotismo femenino en relaciones sexuales inseguras cuyo desenlace no dependía de las mujeres” (Nari 1996: 163). En cuanto al modelo de familia, las madres solteras obreras eran en su mayoría extranjeras, sin familia y sin trabajo a causa del hijo: maternidad ilegítima. El higienismo industrial alertaba sobre etiologías tecno-sociales, pero había más motivos para el espanto: trabajo femenino, desempleo masculino, suicidios, mortandad y suicidio infantil, malformaciones, patologías psiquiátricas, alcoholismo, mujeres solas, homosexualidad y otros desvíos sexuales, inmigración no deseada y anarquismo y las enfermedades venére-
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as despertaban la alarma eugenésica del Estado en plena construcción de la raza nacional. Médicas asociadas al Partido Socialista abrieron un espacio de visibilidad y participación política femenina con el Primer Congreso Femenino Internacional y con la revista mensual Unión y Labor (19091913), un lugar privilegiado para analizar las representaciones de género, familia y maternidad durante la transición al Estado moderno. Las puertas del puerto de Buenos Aires eran penetradas diariamente por miles de inmigrantes, y el espacio nacional podía leerse como un cuerpo receptor femenino amenazado por la promiscuidad del caos étnico y el incesante crecimiento urbano. Para regular la vida privada y el desplazamiento público de las mujeres, así como sus cuerpos y sexualidades, los imaginarios dominantes de la Nueva Nación resignificaron espacios eminentemente femeninos –el cuidado del hogar, la maternidad y la crianza–, como responsabilidades ciudadanas: por medio de la maternidad republicana, el Estado calculaba una alianza inesperada en la intimidad misma de los hogares. Ya desde mediados del siglo XIX, señala Francine Masiello, los padres fundadores de América habían dado forma a “una imagen de esposa y madre que se adaptaba perfectamente a sus proyectos de Estado” (1993: 27). Respecto a cómo abordaba el pensamiento de las médicas socialistas lo femenino y la maternidad, en el PCFI, la Dra. Elvira Gutiérrez Lorente viste la maternidad directamente con hábitos apostolares: el verdadero mal que amenaza con desorganizar y desmoralizar las sociedades modernas es “la carencia de madres” en el sentido augusto y tan sublime de la palabra y que encierra el porvenir de la nación […] ¡Madres! Debe ser la palabra santa del siglo XX: ¡Madres!, el grito de reacción de las sociedades que crujen bajo el peso del desorden y la inmoralidad […] el lazo de unión de las mujeres que sienten y comprenden su fecundo apostolado (Actas 1911: 184).
En el contrapunto de los dos congresos celebrados en 1910, con una semana de diferencia, ecos no demasiado diferentes surgirían del Primer Congreso Patriótico de Señoras organizado por el Catolicismo Social. La Prensa comenta una ponencia del PCPS de cara a las violentas tensiones epocales de la lucha de clase: “mal orientados los conflictos del trabajo y del capital hacia diferencias de clase, que no pueden perdurar bajo nuestro cielo tan claro y tan hermoso […] la intervención de la mujer argentina y de sus nobles sentimientos han de imponerse como la más eficaz garantía de pacificación social” (Barrancos 2002: 32). En 1902 fueron creados el Centro Socialista Femenino y la Unión Gremial Femenina, cuyos informes sobre condiciones laborales de la primera industrialización contribuyeron al proyecto de ley del diputado socialista Alfredo Palacios (Ley 5.291,
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1903) que reglamentaría el trabajo femenino e infantil. Fenia y Adela Chertkoff, Muzilli, Moreau de Justo y Begino participaron en ambas instituciones pero no así en Unión y Labor. A diferencia del movimiento anarquista que cuestionaba radicalmente “el lugar de la familia como institución, la monogamia y la reclusión de las mujeres en el hogar” (Halperin 2000: 119), en el número inaugural de Unión y Labor, Elsilia Majno sostiene en “Pro-infancia”: “no nos ocuparemos de la vida social ya demasiado anunciada por la prensa diaria. A la ‘obra social de progreso e instrucción’ de la mujer y del niño dedicaremos nuestras columnas”. En “La mujer y su influencia en los destinos humanos”, Matilde T. Flairoto explica que, en la nueva encrucijada, la mujer aporta los “componentes de la sociedad futura, llena de nobles aspiraciones” (citado en Halperín 2000: 121). Halperin resalta lo liberador y contestatario de la maternidad republicana “al plantear la domesticidad como un espacio de debate público y de participación y decisión femenina”. El maternalismo sería así una virtud pública participativa del progreso y resolutiva de los males sociales: médicos y madres bien avezadas intervenían para subsanar los desvíos sociales. La popular Caras y caretas aparece saturada de anuncios de madres amantísimas y orgullosas del confort y paz interior de sus hogares bien constituidos. Un anuncio de galletitas Bau (975, 1917) retrata a cinco niños a la hora de la merienda: la madre se acerca solícita a la mesa donde reposan tres fuentes rebosantes de galletas, pasteles y dulces. Los niños conversan animados y despreocupados. Otro anuncio (971, 1917) retrata a una niña a la hora de dormir en un dormitorio primorosamente decorado y de texturas mullidas, flanqueada por su oso de peluche, su muñeca y libros de cuentos infantiles: está orando en la calma, bajo el cobijo del interior de su casa. Imágenes que contribuirían a conjurar los desvíos de la ciudad grotesca y su atroz intemperie social, al mismo tiempo que descartarlos de la intencionalidad receptora de los imaginarios predominantes. Unión y Labor lo expresa cabalmente: el arte femenino en lograr esos hogares como abrazos pende de una maternidad –magisterio y práctica en la Ciencia de la Puericultura– como activismo civil y público en la construcción de la Nueva Nación. Ello sería enlace para presionar por derechos políticos y civiles como el sufragio femenino, aunque por el momento solo reclamarían el derecho a votar, no a ser votadas: “su lugar de ciudadanas consistía en formar y elegir a los mejores hombres para dirigir los destinos nacionales. Las mujeres eran la nación; los hombres el Estado” (Halperin 2000: 123). El reformismo educativo-científico de las socialistas higienistas asociadas a Unión y Labor apuntaba al futuro: Flairoto alude a “la sociedad futura”; de la institución italiana de las Case dei Bambini y del método
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pedagógico de María Montessori se reformaría la niñez peligrosa y otros defectos detectados en el cuerpo social. Flairoto señalaba: “en el seno de esta sociedad floreciente, la mujer toma participación activa en la organización social y su instinto de mujer, la lleva a la concepción generosa, haciendo que se dicten leyes humanas” (129, énfasis mío). El feminismo reformista de Unión y Labor daba forma al nuevo lugar social de la mujer: un lugar transicional instalado en un adentro-afuera de las estipulaciones de género, pues avalado por el discurso científico y el Estado en esta alianza de marcada división de género, mujeres, socialistas, ginecólogas y obstetras suavizaban el discurso científico con “las virtudes de la sensibilidad, la paciencia, la ternura” (128), espiritualizaban y feminizaban el Estado y paliaban males sociales. Era un nuevo espacio para la mujer entre el ámbito doméstico y el público, aunque el Estado patriarcal-liberal seguiría siendo masculino y otorgaría a la mujer la responsabilidad civil de velar por la educación y cuidado de la infancia. La feminista Herminia Brumana agrega más expectativas a los imaginarios de la omnipotencia femenina al atribuirle remedios, paliativos y curas de todo tipo. ¡Si todas las mujeres de los obreros más miserables, supieran brillar sus ojos de alegría, aún cuando estuvieran empapadas de lágrimas, y rieran graciosamente antes sus maridos y besaran con fervor aun cuando las monedas faltaran, y cantaran y leyeran y vivieran para su hombre! ¡Si todas las bocas de las mujeres jamás se mancharan con el reproche! ¡Si las voces fueran arrulladoras y los dedos, aún fatigados de trabajo tuvieran el entusiasmo de acariciar lentamente, suavemente, amorosamente, la cabeza rendida del hombre que regresa al trabajo malhumorado e inquieto! Entonces habría en el fondo de la copa de alcohol asida temblorosamente […] un cuajón de llanto y ese mismo en ese mismo fondo, un rostro de mujer (Brumana 1973: 65).
Igualmente aquí, habrá que preguntarse si las participantes del colectivo podían en efecto ajustarse a las presiones totalmente infundadas e insensibles de los imaginarios republicanos de la omnipotencia femenina: una cosa es el vuelo desapegado de los discursos y, otra, reírse con gracia –aun en llanto–, reprimir frustraciones, articular voces arrulladoras para calmar “la cabeza rendida” del obrero y, con ello, apaciguar la inquietud de una masculinidad debilitada, en profunda crisis. Los imaginarios identitarios de la mujer-madre-obrera omnipotente que ordena el caos social van superponiendo lo apropiado sobre lo verdadero: en la transición epocal, la normatividad social como control de interpretaciones y praxis sociales va borrando la organicidad social y sus asimetrías y alternativas. Unión y Labor sublima la maternidad republicana obliterando “la vida social”. Es
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notable la omisión de toda referencia al trabajo que no sea el silencioso pero cardinal de las madres en la escena del hogar. Dantas Laconte oscurece el dolor mientras que la escritura de Brumana lo condecora con una sublimación positiva. En esta amalgama de imaginarios, la obrera debía aplacar gestos desesperados y acariciar con los dedos del dolor artrítico la cabeza rendida del obrero: ser pura impostación. El cuerpo femenino aparecía así como un espacio intersectivo, construido por la modernidad como solidez inconmovible y convergencia de las expectativas del Estado liberal, la Iglesia Católica, los discursos de la masculinidad impotente y sus identidades débiles, e incluso el primer feminismo. En los nuevos mapas de la modernidad, a Muzilli no le interesa reafirmar la normatividad de lo apropiado sino hablar tajantemente de lo verdadero: de las paradojas reales que la ciudad grotesca no calla. A diferencia de Matilde Flairoto, esa sociedad no le parecería nada floreciente, como tampoco tendría paciencia en esperar tiempos futuros en los que las reformas del Estado ofrecerían alivio a marejadas y borrascas. Incluso la deja pasmada que alguien pueda llamar belle époque al despiadado tiempo que le tocó vivir. El trabajo de su escritura devuelve dramaticidad al costo social del trabajo y al dolor de los cuerpos del trabajo. En una fábrica de botellas con una temperatura elevadísima, al lado mismo de los hornos de cocimiento, he visto a decenas de niños trabajando semidesnudos –el calor y la miseria los obliga– y soplando con todas las fuerzas que sus pulmones dan. Jamás se podrán describir las muecas de estos infelices obligados a efectuar tal operación. ¡Tienen el cuello estirado y los carillos deformes de repetir la acción tantas veces!” (Armagno Cosentino 1984: 20).
En la ciudad transicional, la fragmentación y la simultaneidad urbana necesitaron restituir el sentido a través de discursos que la explicaran. Éste es el trabajo de los imaginarios en general y el objetivo de control en el caso de los archivos interpretantes: dar relieve a ciertos tramos de cotidianeidad, semantizando tanto la normalidad como la excepcionalidad a partir de la tensión de los constantes reajustes de sentido y reflexión de los agentes sociales, comunidades e instituciones: “la reflexividad es la competencia del actor social […] para objetivar el sentido de su estar y su actuar en el mundo” (Reguillo 1998: 198). En el ámbito privado, cada agente social evalúa la socialización de la experiencia cotidiana y decide si lo acertado es necesariamente lo verdadero (Ibíd.:113). Muzilli es una tenaz practicante de esta reflexividad. A diferencia de los imaginarios apaciguadores de Caras y caretas y Unión y Labor, en “El menor obrero”, presentado en el Primer Congreso Nacional del Niño, se aboca a una problemática totalmente fuera
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de los límites de los archivos interpretantes: el suicido infantil como consecuencia de la participación de menores en la industria. Estos suicidios merecen solo lacónicas crónicas policiales, pero Muzilli estremece de escalofrío al lector, interrogando: “¿Qué sombras [...] habrán cruzado por el alma de estos niños [...] para que adoptaran una resolución extrema? ¿Cuáles habrán sido las torturas físicas y morales a que se les ha sometido?” (1919: 115). ¡Qué lejos la inmensa soledad fatal de esta niñez con respecto a la cobija familiar de los anuncios de Caras y caretas! El aprendizaje escritural de la literatura y el periodismo naturalista nutre a esta cronista urbana para transformar su escritura en inscripción pública de lo que en los archivos interpretantes es innombrable, describir una fábrica que emplea a trescientos niños como “un tragadero de pobres vidas, ninguna de las cuales llegará a los veinte años” (Armagno Cosentino 1984: 20). Al abordar la ciudad grotesca, Muzilli intenta desestructurar la textura incuestionable que va adquiriendo el triunfalismo estatal del proyecto modernizador, el paternalismo-maternal del Catolicismo Social y las abstracciones de Unión y Labor, algunas de las hidden polemics del feminismo de Muzilli. Su escritura alarmada registra, en cada lugar, señales que no deben ser naturalizables y dibuja avezados mapas sensorio-culturales, desde la perspectiva de los cuerpos y poniendo a trabajar lazos de lateralidad con los sentidos del lector. “Aspectos del trabajo femenino” describe a las obreras de los lavaderos mecánicos: obligadas a trabajar las de la sección de lavado, en pisos húmedos en invierno, tiritando de frío, y en verano, haciéndoseles insoportable la atmósfera debido al vapor de agua que se desprenden de los cilindros, son frecuentemente azuzadas por los inspectores, recibiendo frecuentemente empellones y soportando una jornada de labor de 9 a 11 horas (1916: 7).
Y si allí enfatiza el acceso a mapas cognitivos por medio de un énfasis en los sensores térmicos y la tensión muscular en vigilancia por los suelos resbaladizos y vapores sofocantes a lo largo de once horas de trabajo, luego resaltará el peso muscular sobrellevado por el dolor de los cuerpos parturientes: “Mujeres que solo hacía dos días habían dado a luz [...] las encontré lavando en las bateas o moviendo el pedal de las máquinas. Mujeres en el estado más álgido de gravidez, faltándoles pocos días u horas acaso, efectuando los más pesados trabajos” (1919: 77). La cronista se pregunta si “están estas mujeres en condiciones de ejercer la maternidad”. Dos marcas son relevantes en el discurso sobre género alrededor de Unión y Labor: su alusión al colectivo de mujeres, desde una generalización sin matices de anclajes materiales, y su proyección hacia el futuro. Tal vez las escritoras
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de Unión y Labor tenían tiempo, Muzilli no. Al imaginario de la madre republicana, Muzilli le contrapone el del cuerpo grotesco y el de la madre obrera, con un incierto camino por delante. Su rastreo de las condiciones de vida de las obreras de Buenos Aires le permite evaluar el progreso de la modernidad, no desde la normalización estatal de lo acertado, sino desde una ética política que se hace cargo de las víctimas. Halperin y Acha (2000: 13) recuerdan la premisa de Charles Fourier (medir el progreso de una época según el grado de emancipación de la mujer) y de Walter Benjamin (medir el progreso de un proyecto a partir del horror de sus víctimas). Muzilli se suma a ambos, proponiendo “estrategias de acción para la vida” que deben emerger de la organicidad social: “Cuando las funciones del gobierno dejen de ser un juego de ajedrez electoral y haya verdadero espíritu de bien […] cuando un gobierno es incapaz de realizar la tarea de previsión que le incumbe, es la parte sana del pueblo la que debe suplantarlo” (1919: 18). Para ello invita a los estudiantes a formar legiones juveniles y consignar estadísticas sociales para gestar una acción legislativa eficaz, “estadísticas honradas sobre la miseria económica, física y moral […] utilizando las armas de la Ciencia y la Razón”. Les propone que “bajen valientemente al campo del trabajo y del dolor” (1919: 18). Para la Nueva Nación, Muzilli apela a la sociedad civil que sustituye la inoperancia del Estado para dar récord a un presente desesperante: no hay tiempo para detenerse a imaginar futuros reformados. La escritora interpela con impaciencia “el silencio del estado” (128) por su indolencia en actuar sobre la evidencia del horror: “día a día, perdida entre [noticias] policiales, las noticias por los suicidios, por la miseria y las muertes por inanición están proclamando a gritos que nuestras decantadas riquezas sólo son un oropel, necesario para aplacar el delirio de los que sienten manía de grandeza” (128129). En un “país productor de millones de hectolitros de trigo” y latifundios “con miles de cabezas de ganado”, la cronista subraya la complicidad indiferente de la vida cotidiana y la inercia del Estado: “una pobre mujer enloqueció por no poder procurar el sustento a sus seis hijos. Y a poco de suceder eso, la historia se repitió en otra madre de familia” (129). Luego advierte a sus lectores sobre el destino de “la documentación recogida por expertos, cuyas informaciones, cuando no se destruyen, se guardan bajo siete llaves en un intento de no desmejorar la fachada de un país, que pretendiendo ser granero del mundo, es impotente para eliminar la miseria” (Armagno Cosentino 1984: 51). A contrapelo del modelo maternalista de Unión y Labor, la escritura de Muzilli desuniversaliza la maternidad divina y la familia, historizando ambos. Los regordetes niños de Caras y caretas describen una infancia tan
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en abstracción como la maternidad transhistórica de Unión y Labor. Para desestabilizar estos imaginarios y archivos, Muzilli apela a asociaciones algo inesperadas: ligar la formación de la familia con la destrucción de la Gran Guerra y de la depredación capitalista: “las mujeres del pueblo no han de criar hijos para que sean ellos mutilados o muertos en los campos de batalla y para que sirvan de materia prima en una industria provechosa” (1919: 23). Tanto en cuanto a la guerra como a la explotación capitalista, Muzilli asevera: si las obreras “hubieran tenido la visión clara del horrible destino de sus hijos, tengo la plena seguridad de que se hubieran negado a crearlos” (24). Desmontar el discurso de una maternidad inexorable le permite historizar la empiricidad y contingencia de la familia transicional. “¿Existe hogar allí donde es menester romper los lazos más sagrados del cariño para enviar el hijo a la fábrica, al taller donde dejan girones de carne y de alma y de donde han de traer los míseros centavos que ayuden [...] a subvenir las necesidades apremiantes de la casa? (54). Vista desde abajo, la familia de Muzilli comienza a desmoronar el esencialismo de los deberes materno-civiles del feminismo reformista y su confianza en el Estado; de allí su adhesión a los modelos femeninos y familiares que la ciudad grotesca iría arrojando. Por ello, en “La maternidad no es delito”, elogia los hogares para madres solteras propuestos por Elvira Rawson de Dellepiane: “ese hogar donde hallarían seguro refugio a quienes se las acusa en el momento más santo de la vida” (Armagno Cosentino 1998: 35). Su proyecto escritural no disimula su sentido de urgencia: su audiencia no es el Estado, un constructo todavía incierto de cuya acción no había demasiada evidencia, excepto la problemática ambigüedad de su élite oligárquico-burguesa, latifundista-industrial, laica y rodeadas de obispos. Pienso que la verdadera audiencia de Muzilli es la sociedad civil y su meta más notoria, su profunda convicción de que la visualización del esfuerzo del trabajo y de la devastación sufrida por los cuerpos del trabajo terminarían sensibilizando al cuerpo social. Recorre toda la escritura un escalofrío alerta por comprender que cada minuto en que la regulación del trabajo tarda en ser implementada o se incumple, significa el avance irreversible de las nuevas tecnopatías y secuelas provocadas por la implacable aceleración de los ritmos productivos propulsados por el ideólogo-tecnócrata más prominente del desarrollo industrial capitalista de la hora, Frederic Taylor. La inclusión política y epistémica de las mujeres intelectuales en la historia social de América Latina es parte sustancial en la reconstrucción del conocimiento e imaginarios sociales. ¿Cuál es la propuesta epistémica de Muzilli al respecto? En principio, cuestionar los valores inculcados por la instrucción pública, pues la juventud que “se educa en nuestras escuelas,
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desprecia la alta misión del trabajo manual, trabajo vital en nuestro país a semiconstruir y ansía la borla doctoral y el sable militarista” (1919: 26-27). Y luego, al analizar la reforma de la escuela primaria, será crucial dar visibilidad a los elementos facilitadores de “la comprensión de los problemas que hacen tan difícil la existencia de los trabajadores” (Armagno Cosentino 1998: 48); “los mejores frutos se recogerán hablando, penetrando en el fondo de los innumerables marginados que vegetan en lugares inhóspitos donde fueron aislados por la fuerzas que llamamos civilizadoras” (49). Al mismo tiempo, y precisamente por “abrevar en la vida misma”, no se le escapa el profundo desfase entre el saber académico y los archivos orgánicos: “toda la ciencia académica es inadecuada para el momento y el lugar” (énfasis mío): considero que la enseñanza que imparte nuestra universidad son totalmente obsoletas. Toda la ciencia académica es inadecuada para el momento y el lugar. Está superada por los descubrimientos que día a día asombran al mundo […] las academias solventadas por el Estado viven atadas a proposiciones perimidas denunciadoras de la urgencia de un cambio total que haga posible investigaciones originales.[…]Ni los códigos, ni las leyes principistas menos las letras, las retortas, el microscopio y el compás […] las lucubraciones psicofilosóficas llegarán en hora para revelar el hondo sufrimiento que […] condena a toda una clase [...] a una servidumbre incalificable” (50; énfasis mío).
Gabriela de Coni explica con respecto a los obreros de fábricas y talleres domiciliarios de la industria textil: “Encorvadas, el hígado, el estómago, intestino encuéntrase comprimido, el aire no llega en la cantidad suficiente a los pulmones y la sangre no se encuentra, por consiguiente, oxigenada […] Ciertos autores atribuyen [a esta postura] la frecuencia de la tuberculosis de las costureras y el cáncer de los zapateros” (1903: 6). Mucho más del lado del capital hereditario degenerativo, los siniestros espacios habitacionales y laborales del primer proletariado porteño distaban de proveer “aire puro, buena alimentación, reposo, paseo por la campiña” (Armus 1996: 95) y eran asociados a los devastadores estragos de la tuberculosis. La Vanguardia (13 de diciembre de 1906) ya señalaba: “otro destino forzoso de la mujer obrera será el taller de costura o de modas, donde la tuberculosis hace más víctimas que en las fábricas”. La asociación entre el trabajo excesivo y la tuberculosis era profusa en publicaciones libertarias y gremiales, junto con un imaginario que resaltaba la inexorabilidad de la obrera en el seguro camino a la muerte. En el tango de Cátulo Castillo, “Camino del taller”, el camino al taller es el camino a la muerte:
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Pobre costurerita, ayer cuando pasaste Envuelta en una racha de tos seca y tenaz… Caminito al conchabo2, caminito a la muerte, Bajo el fardo de ropas que llevas a coser. ¡Quién sabe si otro día como éste podré verte pobre costurerita, camino del taller! (Gardel 2003: 264).
Igualmente, en “Residuo de fábrica” de Evaristo Carriego, dicho camino es de predestinación: “Van dos noches/ que no puede dormir, noches fatales/ en esa oscura pieza donde pasa/ sus más amargos días sin quejarse/El taller la enfermó […]” (1999: 92). Desde que en 1880 la bacteriología moderna declarara la tuberculosis como una enfermedad infecto-contagiosa, el Estado se preguntó qué hacer con el/la tuberculoso/a, cómo regular su presencia “en la sociedad, cómo estimar los riesgos potenciales que acompañan su libre circulación por la ciudad” (Armus 1996: 111). En imaginarios transicionales que a toda marcha necesitaban construir distancias proxémicas en la turbulenta cotidianeidad de la ciudad políglota, contacto, contagio y enfermedad eran consecutivos, y ello convenía muy bien para distanciar la socialidad en la ciudad impredecible: “El contagio estaba en todos lados: en la fábrica y el taller, en la vivienda y las fondas, en el tranvía y los cines, en los prostíbulos y el café, en las barracas del ejército y las escuelas” (112). En El estado de las clases obreras argentinas a comienzos del siglo, Juan Bialet Massé explicaba: “en un conventillo vi trabajar a una cigarrera en un período muy avanzado de la enfermedad: la pieza estaba sucia y la mujer más; le menudeaba la saliva en sus dedos y el polvo le hacía toser a cada rato” (1968: 54). El médico higienista no puede dejar de transparentar su pavor repugnado al contagio. Carolina Muzilli (1889-1917) murió de tuberculosis a los veintiocho años. Una enfermedad cuyo progreso fatal pudo detectar y seguir en su propio cuerpo, a causa de su conocimiento de los estragos de la misma sobre el primer proletariado industrial de Buenos Aires, en su capacidad de intelectual del socialismo obrero e investigadora de higiene industrial. Paradojas en cuenta, en Por la salud de la raza, Carolina consigna la enfermedad en todas partes, incluso hasta en las telefonistas del Estado, “las anémicas, las tuberculosas” (1919: 66). Con la comprensión de la urgencia de los tiempos y del fracaso de las instituciones estatales en llegar en hora y responder apropiada para el momento y el lugar, la escritura de Muzilli desnaturaliza el uso de los cuerpos femeninos en la gestación biológica-social y en la producción eco-
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Conchabo: del lunfardo, trabajo.
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nómica de la Nación Ideal. Y como “los cuerpos no existen fuera de la construcción cultural y social que les otorga un sentido y los inscribe en la diferencia sexual” (Halperin y Acha 2000: 23), la cronista también comprende que los cuerpos femeninos no sólo son maltratados por el capitalismo, sino también vestidos por un mercado obsesionado con seducir a su audiencia más reciente y complaciente: las mujeres. Los objetos de lujo, generalmente oro, platería y encajes [...] se ven libres de gravámenes mientras que el arroz, los porotos, el tejido de algodón, cuanto es necesario para la subsistencia de los humildes es sujeto a impuestos que gravitan sobre el costo de su compra […]. Las sedas que sirven para realzar la belleza de las damas linajudas están casi exentas de impuestos, mientras que los tejidos de algodón que sirven para el vestuario del pueblo que trabaja, tienen un 70% de recargo [...] el alimento, las herramientas y en general los artículos de primera necesidad del pueblo obrero, pagan al fisco cantidades extorsivas (Armagno Cosentino 1998: 42).
En vez del profuso ejercicio de tratar a la mujer desde una unidad de sentido indivisible, los escritos de Muzilli muestran los sitios de la escisión interna del colectivo femenino. Ello le permitirá visualizar las distancias de clase de esta demografía y advertir identidades históricas en corrimiento, como el agresivo reclutamiento cultural de las mujeres por parte de la cultura del consumo. La Vanguardia (24 y 31 de agosto de 1901) publica “Fábrica de sombreros”, conferencia de Gabriela Coni que describe: no solamente las mujeres y niños respiran el pelo que se desprenden de las pieles, sino que están expuestas (sic) a las intoxicaciones mercuriales y arsenicales; ponen los brazos en agua casi hirviendo y poco a poco, los desprendimientos ácidos producen la carie maxilar y la caída de los dientes. Padecen de coryza, debilidad muscular, y las numerosas transformaciones que deben sufrir las pieles antes de constituir el elegante sombrero que adornará la vidriera, son a cuál más peligrosas.
Muzilli ve diferencia allí donde Unión y Labor ve mancomunidades. Porque no todas las mujeres aparecen del lado del natural culto femenino al bien: Carolina arremete contra los talleres-escuelas del Catolicismo Social (“la codicia de la beneficencia”), pues las niñas obreras no escapan “a la imaginación de las damas ricas”, “víctimas indispensables para las cosas trascendentes”. Hermosas damas y elegantes niñas, con una sonrisa estudiada quizá cuántos días ante el espejo, invocan de los paseantes una “limosna” que ha de aliviar la
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situación de las obreras explotadas en los talleres de cuanto monasterio existe […]. Ellas, las damas ricas, consumiendo en fiestas y en la ociosidad cuanto producen sus protegidas, por así decirlo. Y no solo consumen sus salarios [de hambre] sino que estrujan y destruyen la vida de estas pobres obreras (1919: 59-60).
Explica Carolina que en una de las escuelas-talleres de la beneficencia católica, para el ajuar de la esposa de un magistrado “se empleó a muchas mujeres durante un año, pues cada una de ellas tenía un trozo de bordado, que resultó una verdadera filigrana [...]. Muchas de estas mujeres quedaron inutilizadas para el trabajo, por cuanto […] se debilitaron la vista” (Ibíd.: 61). Aquí y allá la escritora ve signos de la depredación taylorista, pero también señales del paulatino reclutamiento cultural del colectivo femenino –y su irreversible fractura– por parte de las estrategias de mercado: en la fabricación de flores, “una industria que parece haberse creado especialmente para la mujer”, “las flores más hermosas salen de las manos de las obreras, manos que bien podríamos llamar de hadas” (1969: 8). Carolina intersecta los imaginarios abstractizantes: las manos de las obreras no son manos de hadas. No todas las mujeres tienen delicadas manos; al menos no las proletarias sumidas en el trabajo manual irregulado. Igual sacude sin inocencia el vaporoso imaginario del modernismo literario y sus íconos pre-rafaelistas fetichizadores de lo femenino: velos de delicados tules, deslizantes sedas y coronas angelicales eran propagados por la industria de los sueños del consorcio entre el arte y la industrial textil, capaces de transformar a cada mujer, en el brevísimo paréntesis de la boda, en una súbita princesa. La escritora alude a tales imaginarios para asentar un golpe a su embeleso: la fabricación de esas lánguidas flores nupciales es de altísimo riesgo debido a la aspiración permanente de cera derretida por vía respiratoria y dermatológica. ¿Pensarán las felices desposadas que orlan su cabeza con la tradicional flor de azar, cuantas lágrimas, cuántos desvelos, cuánto mal encierran cada una de esas albas florecitas? […] ¿y piensan que la anemia, la tuberculosis han de pagar tributo a su felicidad haciendo presa de las pobres obreras que pasan el día modelando la simbólica flor? […]. Tales son las espinas de las bellas flores que adornan las frentes de las novias. Paradojas reales (Muzilli 1919: 59-60).
“¿Por qué ciertas subjetividades son asociadas a lo femenino?” (Armagno Cosentino 1998: 23), interroga Muzilli. Y ¿por qué el inventario cultural de lo femenino –y la naturaleza de lo femenino– aparece tan desvinculado emocionalmente de las letales pragmáticas productivas de los objetos del deseo –“las emanaciones de las pinturas tóxicas empleados para el colorido de las flores artificiales” (1916: 8) sufridas por las proletarias–? ¿Por qué lo
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privado no puede abarcar lo público? ¿Por qué una feminidad individualista y despegada de las cruentas realidades del cuerpo grotesco? Las proletarias se insertaron, en la primera industrialización, en oficios femeninos no especializados y asociados al ámbito doméstico: domésticas, lavanderas, planchadoras, cocineras, tejedoras, costureras, modistas, hilanderas, confección de ropa y accesorios de lujo para las grandes tiendas, sombrereras y guanteras. Muzilli induce a su audiencia a desandar el camino que bloquea la visión del costo social de sus trabajos: guantes dados vuelta que hacen imposible dejar de ver las “paradojas reales”. “Si las cosas tuvieran cerebro y por lo tanto les fuera dado pensar y si por casualidad la dama endosara en ese día alguna de las piezas del ajuar, de indignación y de ironía habrían de rajarse las sedas que tantas víctimas requirieran” (1919: 61). Los escritos de Muzilli ponen en evidencia notables diferencias y tensiones en la subjetividad totalizante del colectivo femenino; lejos de Dantas Laconte y su “comunión simpática”, leen la divisoria entre la productora del artículo de lujo y la consumidora, entre el fragor inclemente de las fábricas y el glamour de las grandes tiendas, entre la suavidad de las sedas y el roce fatal de sustancias mercuriales y sulfatos. Su escritura resaltará las tensiones en la población femenina y en la reconfiguración del género. Al desnudar contingencias sociales del cuerpo grotesco, contribuyó a rastrear muy tempranamente cómo la cultura de consumo iría produciendo brechas y escisiones. Por un lado, el mercado, con sus talismanes y objetos suntuarios de lujo; por otro, el costo social de la producción de tales objetos. Luego, con espectacular tentacularidad, la cultura del consumo mezclaría las aguas: la obrera sombrerera también desearía las piezas que manufacturaba y que veía encantadoramente emplazadas por el publicista de las revistas populares o por la pericia del artista vidriero en las grandes tiendas. Pero el deseo de que el cerebro de las cosas –los objetos de mercado– pueda retener la memoria del costo social de su proceso de manufacturación, permite a Muzilli forzar a su audiencia a devolver a la escena de la implosividad cotidiana manos entumecidas, columnas doblegadas y ojos extenuados. Su énfasis en el cuerpo aparece así como una estrategia de producción que asegura en sus lectores una lectura con el cuerpo donde no se pasan por alto los dolores musculares de posturas estáticas luego de once horas de trabajo, ni se evita aludir a su dificultad respiratoria. La escritura trabaja con el sufrimiento de los cuerpos del trabajo y con el cuerpo lector para que este pueda rehacer los mapas del dolor, también para advertir los gestos de la impostación. En “Aspectos del trabajo femenino”, Muzilli describe a las empleadas de comercio que deben internalizar en sus cuerpos la gestualidad del maniquí:
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Quien las observa detrás del mostrador, ataviadas con el clásico traje negro –librea que las distingue– con sus complicados peinados que hacen semejar esas cabecitas a torres de confitura […] creería que ellas son, en realidad, las obreras que están en mejores condiciones. Es que el lujo y la vanidad de las mismas las hace maniquíes que maneja el jefe de la sección correspondiente; y no hay cuidado de que una queja brote de sus labios cuando se las maltrata (1919: 67).
La “única preocupación, vano empeño de las empleadas” –explica Muzilli– es “hacerse la ilusión de que no son obreras”. La otra cara del lujo y la vanidad es el costo del trabajo: incumpliendo la ley 5.291, las vendedoras son obligadas a nueve o diez horas de trabajo de pie: las vendedoras de la sección confección se encargan de subir y bajar por las escaleras los pesados maniquíes. En una de las grandes tiendas, dos vendedoras bajaban uno de estos maniquíes; por el exceso de peso […] cayeron de mal modo lastimándose […] y haciendo pedazos el maniquí. La casa les descontó de su pobre sueldo 30 pesos mensuales, hasta tanto completaron la suma de 300 pesos adjudicado al maniquí (70-71).
Nacha Regules también “debía ir cargada con mercancías por las escaleras, pues no tenía derecho a usar el ascensor. Esa tarde bajaba con un maniquí” e igualmente rueda por las escaleras: “el gerente con el reloj en la mano la miraba. El maniquí en pedazos, era llevado por alguien” (Gálvez 1949: 140). Manuel Gálvez conoció a Carolina en La Vanguardia, periódico socialista fundado por el diputado Juan B. Justo, donde había publicado en folletín su primera novela y donde pidió la colaboración de Muzilli como eslabón de enlace entre la evidencia social y la escritura de Nacha Regules. Generada desde un saber eminentemente empírico, la escritura de Muzilli elude planteos eidéticos al pormenorizar la contingencia de la experiencia femenina sobre la base de un sistema de construcciones históricas de clase y género: así desestabilizaría las certezas de lo adecuado. Carolina irrumpió en la vida política argentina, en el PCFI, con su ponencia “El Divorcio”: allí afirmaría que sin divorcio, el matrimonio es una institución totalmente desventajosa (Actas 1911: 416), e imagino las caras de estupor provocadas por su frase, “es necesario dictar leyes que consoliden la familia, como el divorcio” (Por la salud 216). Pensando en la “dolce metá” y en el beneficio de la familia, propone la legislación del divorcio absoluto, divisoria de aguas incluso entre feministas: “Los espíritus timoratos al oír hablar de divorcio entreven desuniones” pero el divorcio es “el complemento necesario e imprescindible” (Actas 1911: 419). “Para mitigar el mal [adulterio, prostitución, violencia doméstica y opresión monogámica] solo un remedio es eficaz: el divorcio absoluto”.
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La tríada “mujer-obrera, mujer-madre, mujer-ama de casa” seguramente nutriría imaginarios desalentadores de los incipientes aires de libertad de las obreras: la heterogeneidad urbana necesitaba ser regulada por imaginarios de remisión a signos de estabilidad intocada, como la sólida significación social de la maternidad. La abstración esencialista de la maternidad incorrupta, la familia monogámica, biparental y para siempre, lo femenino, la participación acrítica de la mujer en el Estado, en la beneficencia y en el mercado serían intersectadas en los escritos de Muzilli con las realidades concretas de la incierta e implacable cotidianeidad de las obreras; de allí sus cuestionamientos antiesencialistas: “¿están estas mujeres en condiciones de ejercer la maternidad?”. Así, en la marcha, Estado, iglesia, mercado, naturalización de género y naturalización capitalista serían enfrentados a las evidencias de lo verdadero, aquella que la ciudad grotesca iba generando. En los imaginarios de la cultura popular, en especial el tango, las proletarias debían elegir vivir en el fango o en paupérrimos –pero decentes– conventillos, cargadas de hijos llorosos y maridos alcohólicos o/y desempleados. El tango tendría asegurado un lugar de pesadilla para las aventureras desafiantes y un sitial desexualizado y consagratorio para las verdaderas madres. Tan desexualizadas, que la figura maternal aparece ligada a la anciana, esa madre abnegada pero ya perdida, que inútilmente anhela en su naufragio el varón debilitado del tango. “La Viejecita”, de Evaristo Carriego, consolida imaginarios de resignación y fatalismo en la figura femenina. Doblegado el cuerpo –la cruz obliga– Lomo imposible que es de una espalda Desprecio y sobra de la fatiga Pasa la vieja, inconsolable [...] Un desperdicio del infortunio, La lamentable carne cansada del infortunio (1999: 84).
Carolina Muzilli inicia Por la salud de la raza con la palabra fatalidad: “un término por demás gastado y de aplicación infinita”, asegura. Reacciona contra el uso naturalizante reafirmado por el naturalismo, los folletines, el melodrama y la escritura para la resignación de Evaristo Carriego. La fatalidad como concepto arcaico debía ser reemplazado por “el concepto moderno, racional y científico del determinismo: todo obedece a causas, ya sea económicas o morales” (1919: 14). De allí, y para revertir las causas de los determinismos, la importancia de recabar estadísticas e informes para generar “estrategas de acción para la vida” (1919: 16). Manuel Gálvez recuerda la tertulia en la que vio entrar a Alfonsina Storni con su amiga Carolina, una “muchacha socialista de aspecto obrero que
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escribiría un valioso libro sobre el trabajo de las mujeres” (Gálvez 1962: 53). Las escrituras de Storni y Muzilli aparecen erizadas por el horror de lo irreparable: para ambas, el futuro quedaba atragantado en un presente desesperado y no había tiempo para esperas: había que llegar en hora, reaccionar apropiadamente para el momento y el lugar. Las muertes y suicidios de mujeres, niños y varones obreros golpeaban cada día. En su escritura, Alfonsina veía crecer la muerte cultivada en cada poema, y Carolina detectaba en su propio cuerpo los avances de una enfermedad que había aprendido a identificar en los tísicos de los conventillos, talleres y fábricas. Alfonsina y Carolina murieron a causa de los dos tipos de muerte más representativos de la época desgarrante que les tocó vivir: suicidio y tuberculosis. En su poema “A Carolina Muzilli”, Storni describe el ambiguo espacio en que se debatió la vida adulta de Carolina: por un lado, su invitación poderosa y pertinaz, “defended la vida”; por otro, el haber batallado por la vida siendo ya dominio de la muerte: “cazadora fúnebre/te siguió en silencio […]/te robó las carnes/te robó energías/te robó hasta el alma. ¡Ay amiga triste, eras elegida!”. El poema promete una reunión de las amigas: “de la tierra salen/rosas purpurinas/botones dorados […]/La tierra es un vaso/químico de vida […] /Debe devolverte/Hoy duermes […] respiras/Debe devolverte/Te aguardo, mi amiga [...]”. Enmarcada en el contexto de una intensa fluidez de posiciones e imaginarios transicionales y ambiguos, la lectura semiótica de Muzilli tuvo la lucidez de comprender que la severidad de los cambios epocales no podían comprenderse desde posiciones reproductoras: allí estaba la incandescencia indefectible de lo verdadero y de las subjetividades, y había que hacer público las desgarradas realidades de lo privado.
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RECALDE, Héctor (1989): Mujer, condiciones de vida, de trabajo y salud. 2 vols. Buenos Aires: CEDAL. — (1994): Vida popular y salud en Buenos Aires (1900-1930). 2 vols. Buenos Aires: CEDAL. REGUILLO, Rossana (1998): “La clandestina centralidad de la vida cotidiana”. En: Causas y Azares. Los Lenguajes de la Comunicación y la cultura en (la) Crisis 7: 98-110. STORNI, Alfonsina (1984): Obras escogidas. Poesía. Buenos Aires: Sociedad Editora Latinoamericana. Unión y Labor 1 (octubre, 1909).
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I. ¿Virilidad? ¿Afeminamiento? Es muy conocido el artículo escrito por Julio Jiménez Rueda para el periódico El Universal, aparecido en diciembre de 1924, sobre el “afeminamiento en la literatura mexicana”. Allí increpaba con estas palabras a los intelectuales de entonces: “hasta [...] el tipo de hombre que piensa ha degenerado. Ya no somos gallardos, altivos, toscos […] es que ahora suele encontrarse el éxito, más que en los puntos de la pluma, en las complicadas artes del tocador” (Schneider 1975: 162). Hemos de convenir en que se trata de una acusación grave, la de no reconocer o darle cabida en la escritura al “ambiente masculino de contiendas”, totalmente distintivo de la Revolución, en un momento en que aún resonaban en México los ecos de la contienda armada, reasumida poco tiempo después, en 1926, con la Guerra de los Cristeros. Cabe señalar que este furioso dictamen dirigido no solo a la producción intelectual sino a los cuerpos mismos de quienes la producían afecta de manera muy particular la recepción de varios de los textos contemporáneos o de los que, escritos después, habría de reunir primero Berta Camino de Gamboa y luego Antonio Castro Leal en cuatro volúmenes, bajo la etiqueta de Novela de la Revolución Mexicana en 1958, donde se incluye solo a una mujer: Nellie Campobello. Francisco Monterde contesta a Jiménez Rueda en los mismos términos: No seamos pesimistas; el tipo de intelectual, entre nosotros, siempre ha sido de corta estatura, salvo excepciones de fácil recordación, como la del maestro Sierra. […] Nuestros escritores nunca han sido “gallardos, altivos, toscos” [...] No fueron colosos de estatura ni les hizo falta. Es natural que el hombre que hace una vida de sacrificio –como es la del literato en nuestras latitudes, sin reposo de montaña, ni largos veraneos–, el hombre que vive respirando el aire pobre de las bibliotecas, alejado de los deportes, sea un hombre pequeño, un hombre débil, físicamente. No vamos a medir, por la estatura de un escritor, la talla de sus pensamientos (167).
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En la contestación de Monterde, además de otros problemas fundamentales, como la condición precaria en la que vivían los intelectuales mexicanos, la falta de editoriales, de librerías, de crítica y de medios de difusión, problemas aún vigentes en otra dimensión, se privilegia un tipo de personaje, específicamente a los señalados con el estereotipo de “ratas de biblioteca”, enclenques, desvaídos, polvorientos, o a los “exquisitos”, pertrechados en su “Torre de Marfil”, es decir, a los seguidores de los movimientos simbolista y modernista de fin de siglo donde podría incluirse a varios de los escritores porfirianos –algunos todavía vivos entonces–, en cierta medida devotos de esas “complicadas artes del tocador”, por tanto, despreciados como afeminados, y en la época en que se publicó el artículo, una alusión a los miembros del “Grupo sin Grupo”, luego conocidos como los Contemporáneos. Con lo que quedaban fuera de la clasificación hecha por Jiménez Rueda quienes participaron directamente en las luchas revolucionarias y que, a partir de Mariano Azuela, escribirían las obras que habrían de agruparse como pertenecientes a la “Novela de la Revolución”, aunque la mayor parte de sus textos no fuesen propiamente novelas, según las clasificaciones de época. Conviene subrayar dos hechos que ahora nos parecen de excesiva obviedad: con esta disputa se consagró a un escritor, Mariano Azuela y a su novela Los de abajo, y se sentaron las bases de una nueva forma de narrativa mexicana, cuyo tema fundamental sería el del movimiento armado y sus consecuencias. II. El cuerpo sexuado En la disputa sobre la virilidad o el afeminamiento de la literatura mexicana sobresale el problema del cuerpo sexuado, el cuerpo viril, el cuerpo femenino o el cuerpo afeminado. El cuerpo abierto, el cuerpo cerrado, o el cuerpo intacto o lacerado. En suma, “el cuerpo ofrecido”, como dice Nicole Loraux, “a las operaciones del pensamiento, a las construcciones fantasmáticas” (1989: 125). En una literatura que habla de situaciones extremas en las que los participantes están expuestos a la muerte y en donde ésta es el tema principal –casi único, podríamos decir–, la hombría es un elemento nodal. Y como bien sabemos, las mujeres carecen de esa cualidad por el hecho mismo de serlo, en tanto que los afeminados se colocan en una situación intermedia, contradictoria, anormal, y a la que se alude de manera indirecta en los textos, por ejemplo cuando se esboza la figura de Luis Cervantes en Los de abajo o la del capitancito federal a quien uno de los leones de San Pablo llama “señorita” en Vámonos con Pancho Villa de Rafael F. Muñoz y cuya
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notable muerte le hace recuperar con creces la virilidad, a los ojos de sus enemigos (y de los lectores). Cabría agregar que en la película que Fernando de Fuentes filmó sobre la novela en 1935, es Xavier Villaurrutia, el autor del guión, quien resalta ese episodio. En la batalla parecieran enfrentarse solamente dos categorías definitivas y tajantes de género, la de los hombres viriles y las de las mujeres cuya actividad sustantiva sería simplemente la de servidoras sexuales y domésticas. El afeminamiento (como entonces se le llamaba) estaría rodeado de una aureola de silencio y alusiones, a manera de eufemismo, en tanto que aparentemente la virilidad y la feminidad se presentarían como categorías indiscutibles. En este contexto sobresale la narrativa de Nellie Campobello, quizá elegida para figurar en la antología que publicó Castro Leal por su primera compiladora Berta Gamboa de Camino quien murió antes de concluirla. En un reciente Inventario de José Emilio Pacheco, aparecido en la revista Proceso, y que reitera algunas de las cosas que he dicho antes, se lee lo siguiente: Según Fernando Tola de Habich, el término “novela de la Revolución mexicana” no fue inventado hasta 1935. Es obra de doña Berta Gamboa, la crítica y esposa de León Felipe. Diez años antes y por hostilidad a los futuros Contemporáneos y a su opción sexual, se lamentaba la ausencia en México de “una literatura viril” y de una narrativa que hablara de lo que acababa de pasar. Francisco Monterde respondió que había ambas cosas y estaban en la ignorada novela de un médico de Nonoalco. Gracias a Monterde, el triunfo de Mariano Azuela y Los de abajo fue absoluto. En cerca de 80 años aún no se apaga (Pacheco 2003: 172-173).
III. Virtudes y defectos Las acepciones de la palabra “virtud” ocupan más de dos páginas en el Diccionario de Autoridades de 1737, término, debe subrayarse, que aún no aparece en el Tesoro de la lengua castellana de Sebastián de Covarrubias de 1611. En una de las acepciones que destaca el Diccionario de Autoridades, “virtud” significa fuerza, vigor o valor, o poder o potestad de obrar; y la palabra virilidad es entre otras cosas la actividad y potencia, y lo que pertenece y es propio del varón, así como la facultad y la fuerza de la edad varonil. En el Diccionario crítico etimológico castellano e hispano de Joan Corominas, la virtud se relaciona igualmente con la virilidad porque ambas son sinónimo de fortaleza de carácter, cualidades del héroe español por antonomasia, el Mío Cid, guerrero ejemplar. En el Diccionario de la Real Academia se asienta que “lo viril es lo perteneciente o relativo al varón y la vir-
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tud es la actividad y la fuerza de las cosas para producir o causar sus efectos o el poder y la potestad de obrar, la integridad de ánimo y bondad de vida”. Es importante añadir que la palabra “testigo” –y la Novela de la Revolución fue escrita principalmente por sus testigos– según Corominas deriva de la voz latina testículos y en el diccionario de Covarrubias se dice que “los testículos son los compañones y juntamente se llaman testigos”. A los testículos se les llama también verijas y las mujeres fuertes reciben el sobrenombre de virago, literalmente “mujer robusta”. Y en Cuba la virtud es el miembro viril. Muy interesante sería verificar el hecho de que la virilidad está conectada asimismo con la fragilidad puesto que la primera acepción que da al término “viril” el Diccionario de Autoridades lo subraya: “se trata de un vidrio muy claro y transparente, que se pone delante de algunas cosas, para reservarlas o defenderlas, dejándolas patentes a la vista”.
IV. El paradigma de la heroicidad Tanto para Azuela como para la mayoría de los escritores del período que va, grosso modo, de 1925 a 1945, el paradigma de lo heroico se cifra en Pancho Villa, el general por antonomasia, el más “bragado” de los revolucionarios mexicanos. Pacheco resume: “En México Pancho Villa perdió la guerra pero ganó la literatura” (2003: 73). Y sigue sucediendo así, en muchos de los libros recién escritos sobre ese período, el personaje central es el Centauro del Norte, baste citar el monumental estudio de Friedrich Katz sobre Villa, publicado en la editorial Era recientemente y las memorias que bajo el título de Pancho Villa. Retrato autobiográfico, 1894-1914 aparecieron bajo el sello conjunto de la UNAM y la editorial Taurus (Jáquez 2003: 6-13). Para Nellie Campobello, Villa es muchas veces simplemente “el general” y en ocasiones significativas alude a él con su nombre y apellido, en realidad el nombre de guerra que él mismo se había dado y el único que cuenta en la historia, porque como recalcaba Nellie en 1940 cuando publicó sus “Apuntes sobre la vida militar de Francisco Villa”: “aunque la leyenda recompuesta diga y afirme, antes de esa época [la insurrección de Madero en 1910] no existió Francisco Villa” (1960: 382). Y en el prólogo de ese mismo libro afirma: “Al acercarme a través de la historia a los hechos de armas de los grandes generales del mundo, encuentro situado a Francisco Villa como el único genio guerrero de su tiempo, uno de los más grandes de la historia; el mejor de América y después de Khengis (sic) Kan, el más grande guerrillero que ha existido” (377).
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Aunque en casi todos los textos de Cartucho, su obra más importante, aparecen soldados de bajo rango o los oficiales que militaron bajo las órdenes de Villa, y a veces sus enemigos, los carrancistas y hasta en alguna ocasión los orozquistas, en varios es también el protagonista. En el que intituló “La voz del general”, el encabezado se confunde con el texto. Vuelvo a repetirlo: La voz del general Metálica y desparramada. Sus gritos fuertes, claros, a veces parejos y vibrantes. Su voz se podía oír a gran distancia, sus pulmones parecían de acero.
Y el cuento finaliza con una de esas múltiples voces intercaladas que Nellie hace intervenir en su texto, una de las tantas que suelen romper a medias su anonimato para redondear la historia y definir al personaje, en este caso, aún un semidiós: Dice Severo que aquel hervidero de gente, al oír la voz de su jefe, se paró como un solo hombre, dejando todo abandonado, sin probar bocado; que corrieron derechos a sus caballos, y que en un abrir y cerrar de ojos ya nada más habían dejado la polvareda. Los villistas eran un solo hombre. La voz de Villa sabía unir a los pueblos. Un solo grito era bastante para formar su caballería. Así dijo Severo, reteniendo en sus oídos la voz del general Villa (2000: 134-135)
Y así termina a su vez la escritora esta magnífica relación sonora en ese breve cuento que se muerde la cola y retorna hacia su origen. La guerra, lo sabemos bien, la hacen (o la hacían) los hombres, aunque podemos pensar que hay muchas excepciones. Podríamos suponer que un hombre lo es de verdad si en su contextura física y moral no se filtran los resquicios de lo femenino, o por lo menos es a lo que aspiraría un crítico parecido a Julio Jiménez Rueda cuando acusa a los escritores de afeminamiento en una época en que todos los hombres hubieran debido demostrar que eran muy machos. La división entre los sexos ha de ser tajante, “hacer del sexo, no solamente un órgano que cumple con una función determinada, sino también un signo que indica las funciones que debe desempeñar en un sistema dado el individuo sexuado” (Loraux 1989: 9). Esta premisa parece sostener implícitamente el mundo revolucionario tal y como lo representan los novelistas del período. Bastaría, se supone, con señalar las diferencias y apuntalarlas resaltando el papel social que cada uno de los sexos juega dentro del sistema. Mantener tajantemente la separación tranquiliza, aunque puede verse que cierta perplejidad asoma en los autores cuando en su narra-
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ción surgen de repente personajes intermedios, difíciles de clasificar o cuya clasificación prefiere dejarse entre paréntesis, como claramente se deduce de los ejemplos arriba inscritos. Pero en el caso específico de Nellie Campobello es mucho más evidente que las cosas no son así de simples. Sigamos por eso con la imagen que en sus relatos ella construye de Pancho Villa.
V. Los hombres no lloran Pancho Villa, insisto, es todo un hombre y como dice el dicho “los hombres no lloran” o, por lo menos, no deberían llorar si se sigue al pie de la letra el estereotipo. A pesar de ser un héroe paradigmático tan fuerte y salvaje como Gengis Kan –y yo agregaría siguiendo al Diccionario de Autoridades, como Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador–, Pancho Villa suele llorar, insisto, a pesar de que sus ojos sean tan poderosos como su voz. Lo subrayaba Campobello en un relato suprimido de la segunda edición de Cartucho, intitulado simplemente “Villa”: “Cuando Villa estaba enfrente sólo se le podían ver los ojos, sus ojos tenían imán, se quedaba todo el mundo con los ojos de él clavados en el estómago” (2000: 42). Es más, Villa suele llorar, no una sino varias veces. Es flagrante este hecho en una fotografía famosa, archivada en la fototeca de Pachuca del INHA cuando el guerrillero llora la muerte de Madero, colocado en medio de dos señores barbados venerables y bien trajeados y extiende su pañuelo sostenido por una mano, emerge de un grueso suéter campesino para limpiarse las lágrimas y con ella se cubre casi enteramente el rostro. En otro de los relatos de Cartucho intitulado justamente “Las lágrimas del general Villa”, se narra uno de los peores momentos de la vida del guerrillero, cuando la mayor parte de sus hombres se ha rendido, retirado o pasado a las huestes carrancistas: Fue allí, el cuartel de Jesús, en la primera calle del Rayo. Lo vio mi tío, él se lo contó a Mamá y lo cuenta cada vez que quiere: Aquella vez reunió a todos los hombres de Pilar de Conchos. Estos se habían venido a esconder a Parral. Los concheños estaban temerosos y se miraban como despidiéndose de la vida. Los formaron en el zaguán del cuartel. Entró Villa y encarándose con ellos, les dijo: “¿Qué les ha hecho Pancho Villa a los concheños para que anden huyéndole? ¿Por qué le corren a Pancho Villa? ¿Por qué le hacen la guerra, si él nunca los ha atacado? ¿Qué temen de él? Aquí está Pancho Villa, acúsenme, pueden hacerlo, pues los juzgo hombres, los concheños son hombres completos”. [...] Todos quedaron azorados, pues no esperaban aquellas palabras. A Villa se le salieron las lágrimas y salió bajándose la forja hasta los ojos. Los concheños
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nada más se miraban sin salir de su asombro. Yo sé que mi tío también se admiró, por eso no olvida las palabras del general y tampoco se olvida de las lágrimas (2000: 136).
Lo narrado sucede en el cuartel de Jesús, en la calle Primera del Rayo, en Parral, un estado del norte de la República mexicana, localización fundamental en los relatos de Cartucho; se trata aquí de una ciudad verdadera, también paradigmática, un sitio localizado muy cerca de la Segunda del Rayo, calle donde se localiza la casa de la narradora, quien, muchas veces y desde el balcón de su casa, es testigo de vista o de oído de lo que pasa en esos tiempos revueltos, cual si la Revolución hubiese escogido su domicilio como teatro privilegiado de los acontecimientos: puede atestiguarse en varios de los relatos y también en el que nos ocupa en este caso específico. Por otra parte se advierte, como en la mayoría de los relatos, un tono arcaico y a la vez familiar; no es de extrañarse, la narrativa de Campobello está muy cerca de la tradición oral y hay que recordar, como dice Borges, que “la palabra escrita no era otra cosa que un sucedáneo de la palabra oral, en los tiempos antiguos, o en los que siguieron siéndolo”; en el relato oímos la voz de un pariente muy cercano de Nellie quien se lo cuenta a Mamá, personaje esencial de su narrativa, casi de la misma estatura heroica –para retomar los términos de la disputa que nos ocupa– que el general. Esa alternancia de voces escalonadas dentro de los cuentos de manera magistral –recuérdese: los relatos son volitivamente muy breves– permite captar no sólo la voz familiar emitida por la propia narradora o por los miembros de su familia, sino la de los pobladores de la ciudad donde vive, la de sus paisanos, además, la de los que pasan a menudo por esa calle, no solo las tropas del General y las de los carrancistas, sino también, como podemos verlo aquí y en otros cuentos, el propio Villa quien muchas veces juega el papel de pareja narrativa de la Madre en su función de Gran Padre. Los concheños se esconden de Villa. Villa los arenga pero su tono esta vez ya no es el militar, es el de un antiguo campesino, sabe que sus hombres deben reincorporarse a sus tierras, una vez acabada la revolución o el momento revolucionario que les ha tocado jugar junto al general, para retomar su estatuto primordial, el de labradores de la tierra: Nadie se atrevió a hablar, cuenta Nellie que le contó su Mamá a quién a su vez se lo había contado su tío. Digan muchachos, hablen, les decía Villa. Uno de ellos dijo que le habían dicho que el general estaba cambiado con ellos. Villa contestó: “Conchos, no tienen porque temerle a Villa, allí nunca me han hecho nada, por eso les doy esta oportunidad; vuélvanse a sus tierras, trabajen tranquilos. Ustedes son hombres
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que labran la tierra y son respetados por mí. Jamás le he hecho nada a Conchos, porque sé que allí se trabaja. Váyanse, no vuelvan a echarle balazos a Villa ni le tengan miedo, aunque les digan lo que sea. Pancho Villa respeta a los concheños porque son hombres y porque son labradores de la tierra” (Ibíd.: 136).
La voz del general se deja oír, ya no metálica y desparramada, sino conmovida, entrecortada, lacrimosa, permitiendo atisbar que su personalidad tiene muchas facetas, no únicamente la del militar salvaje, irredento, insaciable, varonil al extremo, del que nos hablan la novela de la revolución, la historia y también la leyenda en su inextricable relación, sino la del campesino sencillo para quien la labranza de la tierra es la actividad primordial, distintiva, antes y después de que se produjera la contienda armada, sobre todo cuando esta empieza a perder su sentido. Villa les perdona a sus hombres que quieran retornar a sus labores y castiga en cambio a quienes se le vuelven en contra o lo abandonan, después de la derrota de las tropas huertistas, justo cuando el grueso de los generales y soldados prefiere alinearse bajo el mando de Carranza, con lo que los villistas recobran su antiguo y despreciado perfil de “bandidos”. La figura heroica de Villa ha adquirido tal densidad que hasta él mismo cuando habla en su propio nombre se convierte en una abstracción: asume plenamente su estatuto de heroicidad. ¿Pues no nos aparece además, desdoblado, con su voz sencilla de campesino arengando a sus soldados para licenciarlos y a la vez con la voz del Personaje Histórico y Legendario en que las batallas lo han convertido? “¿Pues qué les ha hecho Pancho Villa?”, repite. Y con esa su capacidad cirquera y con muy escasas y exactas palabras, el habla popular compuesta de numerosas, distintas y sin embargo semejantes voces, es asumida por Campobello para construir, concentrándolo, el paradigma de un Héroe de la Revolución, un héroe que empieza a dejar de ser el Padre Universal y fulmina con su voz metálica y desparramada para asumir la voz compasiva, generosa, lastimera y emocionada de una Madre cuando llora, acaricia y protege a sus hijos. Villa, el Padre, se funde con la madre de Campobello, Mamá, inscrita siempre con mayúsculas en el texto; a pesar de que, como sabemos, “mamá” sería un nombre cotidiano, familiar, casero. En este caso ambos se vuelven los principios generadores de la narrativa.
VI. Antecedentes Como Pancho Villa, Nellie reconstruye su propia vida, cambia de nombre y altera a su antojo la fecha de su nacimiento y también, como su héroe,
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muere metafóricamente asesinada o borrada de la Historia o de su propia historia. Aunque ella decía que había nacido en 1909, existe un acta de bautismo que registra en 1900 el nacimiento de una niña cristianizada con el nombre de María Francisca Moya Luna, hija natural de Rafaela Luna Miranda, “Mamá”, vecina de Villa Ocampo, Durango, y de su sobrino Felipe de Jesús Moya, originario de Parral quien –dice Blanca Rodríguez, autora de uno de los libros más completos e importantes sobre nuestra autora, intitulado Nellie Campobello: Eros y violencia– “se desatendió de ellas y al paso de los años se adhirió a las huestes villistas como soldado, aunque Campobello difundió que había fallecido en calidad de general en la batalla de Ojinaga en 1914” (1998: 71-72). La madre, dice también Rodríguez, era probablemente de origen indígena, comanche por sus rasgos, diferentes a los de la etnia tarahumara, según se advierte en una fotografía que posee el investigador chihuahuense Felipe Segura Escalona, quien también descubrió el acta de nacimiento. Quizá hacia 1906 la familia se trasladara a Hidalgo del Parral, Chihuahua, para instalarse en la calle Segunda del Rayo, lugar casi sagrado desde donde la niña protagonista de gran parte de los relatos observa la violenta actividad que se desarrolla ante sus ojos. Y en esta ciudad, e intermitentemente en la de Chihuahua, transcurren la infancia o la adolescencia de nuestra autora. En 1911 nace la hermana menor, Soledad, que luego se llamaría Gloria y cuyo padre natural fue, quizá, Ernst Campbell Reed, médico o ingeniero norteamericano, alto empleado de alguna mina o empresa ferrocarrilera. Parece que la familia residió en Parral hasta 1918, uno de los peores años de la guerra. Jorge Aguilar Mora explica en su prólogo a Cartucho reeditado por la editorial Era en el año 2000 que: Para 1915 y en los años posteriores, la Revolución se había convertido en guerra civil, en una guerra regional y, peor aún, en una guerra local y hasta en una guerra familiar. Mexicanos contra mexicanos, chihuahuenses contra chihuahuenses, parralenses contra parralenses, hermanos contra hermanos. Y entre más personal, la guerra se fue volviendo, a su vez, más abstracta. Esta intensificación de la violencia en un sistema de círculos concéntricos era, en 1931, cuando apareció el libro, otro elemento insoportable para propios y ajenos en un momento en que los discursos políticos y culturales comenzaban, por un lado, a santificar (deformándola) a la revolución y, por otro, a satanizarla (ignorándola) como una catástrofe social inútil. En medio o al margen o simplemente fuera de lugar, quedaban los “bandidos” (28).
La violencia que Nellie parecía vivir con asiduidad y desparpajo acabó dispersando a la familia. En 1919 vendía boletos en el teatro de los héroes
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en Chihuahua y ese mismo año, en febrero nace su hijo José Raúl Moya, muerto a los dos años de bronconeumonía y llorado en Manos de mamá (publicada por primera vez en 1937) como si fuera su hermano. En 1923 muere la madre: “Mamá murió a los treinta y ocho años, en Chihuahua”, le cuenta la autora a Emmanuel Carballo. “Se llamaba Rafaela. Conservo la última ropa que usó. A mamá no le gustaba que la tocásemos; nos permitía, cuando mucho, que le adoráramos la mano con la punta de la nariz. La quise tanto que no he tenido tiempo de dedicarme al amor. Claro que he tenido pretendientes, pero estoy muy ocupada con mis recuerdos” (Carballo 1986: 411). En 1923 Francisca y Soledad se trasladaron a la Ciudad de México y cambiaron sus nombres: la segunda por Gloria y la primera por Nellie, nombre de una perrita que “tenía mamá. Yo deseaba que me dijesen Francisca. Mi primer libro, Yo, así lo firmé” (409). Lo había publicado en 1929 bajo el patrocinio del Dr. Atl, el gran pintor de paisajes. Con su hermano Mauro –el mudito– y un tío, quizá Campbell, el padre de Gloria, o un tal Morton, se instalaron en la capital e ingresaron, gracias a los oficios de los dos misteriosos americanos con quienes estaban ligadas, a los círculos de residentes norteamericanos de la ciudad; más tarde, Nellie se relacionó entonces fugazmente con Martín Luis Guzmán, quien posteriormente sería una figura fundamental tanto para su vida como para sus obras. En 1925, las hermanas iniciaron su importante carrera de bailarinas, campo donde ambas habrían de destacar y por la cual se relacionaron con grandes artistas e intelectuales, como José Clemente Orozco, Carlos Mérida, Agustín Lazo, Carlos Orozco Romero, Roberto Montenegro, José Gorostiza, Narciso Bassols, Carlos Chávez, entre otros. Por su parte, Nellie empezó a escribir y a colaborar esporádicamente en El Universal Gráfico, gracias al apoyo de Carlos González Peña y de Carlos Noriega Hope. Para finales de la década las hermanas ya habían castellanizado su apellido y emprendido un viaje a Europa rumbo a la Exposición de Sevilla, malogrado e interrumpido en La Habana, donde permanecieron varadas algunos meses y conocieron al escritor José Antonio Fernández de Castro quien les presentó al poeta Federico García Lorca y a Lanston Hugues, traductor al inglés de algunos de los primeros poemas de Nellie. Un accidente llevó a Fernández de Castro al hospital, donde lo visitaban las hermanas y para distraerlo, Nellie le leía sus relatos, como ella misma lo contó en el prólogo a la primera edición de Cartucho, publicado en 1931 por Ediciones Integrales, en Jalapa, gracias a la ayuda del poeta estridentista Germán List Arzubide, quien con los miembros de su grupo había acompañado al general Heriberto Jara a su aventura política en Jalapa:
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Así fue como cada tarde le llevaba mis fusilados escritos en una libreta verde. Los leía yo, sintiendo mi cara hecha perfiles salvajes. Vivía, vivía, vivía [...] Acostaba a mis fusilados en su libreta verde. Parecían cuentos. No son cuentos. Allá en el norte donde nosotras nacimos está la realidad florecida en la Segunda del Rayo. En el Cerro de la Mesa, de la Cruz, de las Borregas, de la Iguana y el gigante Cerro del Espía, allí donde han quedado frescas las pisadas y testereando entre las peñas las palabras de aquellos Hombres del Norte. Mis fusilados, dormidos en su libreta verde. Mis hombres muertos. Mis juguetes de la infancia (Rodríguez 1998: 79).
Nellie prosigue su carrera en el ballet como profesora y coreógrafa y en 1937 publica su libro Las manos de mamá, iniciado en 1934. Martín Luis Guzmán estuvo siempre muy cerca de Nellie, a partir del regreso de su exilio español en 1936, y en 1939 fundó con el editor español Rafael Giménez Siles Ediapsa y la Compañía General de Ediciones. En 1940 Campobello reeditó allí Cartucho, ampliado y corregido bajo la influencia de Martín Luis Guzmán, y también sus Apuntes sobre la vida militar de Francisco Villa, esbozo de lo que sería después, en escritura de Martín Luis pero con el material que Campobello le había proporcionado, las Memorias de Pancho Villa. Es interesante anotar que, como lo prueba en su libro Friedrich Katz, Guzmán le pagó durante mucho tiempo regalías a Nellie por ese material. Gloria, quien había mantenido durante largo tiempo con Orozco una relación sentimental, murió en 1968. Más tarde, en 1976, muere Martín Luis Guzmán. Como sabemos, sin conocer bien los pormenores, sus últimos años son un largo descenso a la clandestinidad; secuestrada por gentes de su entorno que la degradaron, y vendieron y lucraron con sus pertenencias: nunca se ha sabido exactamente en qué año ni cómo falleció.
VII. Cartucho Le explica Campobello a Carballo: –Cartucho se terminó de imprimir en Jalapa, el 13 de octubre de 1931. Lleva como subtítulo, Relatos de la lucha en el Norte de México. Fue uno de los libros publicados por Ediciones Integrales. Se reeditó en 1940. Lo escribí para vengar una injuria. Las novelas que por entonces se escribían, y que narran hechos guerreros, están repletas de mentiras contra los hombres de la revolución, principalmente contra Francisco Villa. Escribí en este libro lo que me consta del villismo, no lo que me han contado. –¿Cómo reaccionó la gente frente a esa obra?
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–“Tu libro debe ser muy bueno, porque lo tiene mi viejo en su buró”, me dijo la esposa de Calles, recién puesto a la venta Cartucho. López y Fuentes lo guarda en lugar preferente en su biblioteca (Carballo 1986: 417).
Campobello reprodujo sus visiones de infancia, dice. Por momentos me inclino a pensar que verdaderamente tenía siete años cuando presenció varias escenas relatadas en sus textos. Otras veces, me parece imposible, de acuerdo a las peripecias y circunstancias de su vida y su carrera, que haya podido nacer en 1909. Pero en realidad no importa. Lo que sí importa es que en Cartucho ha logrado que los cuentos adopten indiscutiblemente el punto de vista de una niña. Vuelve a decirle a Carballo: –A los cuatro años se me notaba impresa en el rostro la tragedia de la revolución. No me reía por nada del mundo. De pequeña, lucía plastas de pecas en la cara, me sudaba la nariz. –¿Cuál fue su ocupación más deleitosa durante la infancia? –En el Norte dos eran mis ocupaciones, montar a caballo y sufrir: los inviernos, la Revolución. Desde los seis años, corría por esos desiertos, por esas llanuras (1986: 410).
Al ser entrevistado poco antes de morir, el poeta List Arzubide le respondió a Blanca Rodríguez que no había corregido Cartucho antes de publicarlo: “No le agregué ni le recorté nada, salió tal cual, lo único que hice fue agrupárselo por tema”, y luego añadió: “Tenía todo el sabor de la niña que había escrito eso, yo era diez años más grande que ella” (1998: 157). Habría que hacer una labor policíaca muy intensa para saber la verdad. Atengámonos a la del texto. La primera edición tuvo un tiraje de mil ejemplares y fue ilustrada por el conocido grabador Leopoldo Méndez. Estaba dividida en tres partes, ordenadas por Lizt Arzubide: “Hombres del Norte” que constaba de siete relatos, “Fusilados”, con veintiuno y “Fuego” con cinco. En 1940, bajo la supervisión de Guzmán desapareció uno, el ya mencionado, intitulado “Villa”, y se agregaron veinticuatro más, es decir un total de cincuenta y seis relatos. Muchos de ellos con sustanciales modificaciones, todas analizadas minuciosamente por Blanca Rodríguez: El cotejo de las ediciones de 1931 y 1940 reveló que los treinta y tres relatos originales del primer Cartucho habían sufrido en mayoría cambios en su lenguaje, hecho que también se reflejó en la organización o estructura de los relatos y a veces en la eliminación de la subjetividad del narrador, en particular la autobiográfica; se borraron, además, sucesos o menciones histórico-políticas, fueran reales o no, y por último se eliminó algún motivo estético por cuestiones, supusimos, de índole moral (Ibíd.:159-160).
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Después de este preámbulo, necesario para lo que me interesa analizar, paso a revisar el relato que encabeza el libro y que originalmente se llamaba “El cartucho”, por el apodo de su protagonista. La edición de 1940 cambió su nombre y lo dejó escuetamente en el pronombre de tercera persona singular: “Él”. El texto empieza con estas palabras: “Cartucho no dijo su nombre”. Pancho Villa y Nellie Campobello tampoco decían su nombre: habían elegido otros, para ellos mucho más representativos. Esta mutación onomástica es característica: la vida de los personajes que generalmente solo existen para morir exige un nuevo bautismo, el del fuego. Estos hombres del norte –título de la primera sección del libro– son casi todos personajes de los que se nos ofrecen apenas algunos datos, los mínimos, suficientes sin embargo para entender su muerte y la visión que de ellos tuvo quien narra: una mujer que es o quiere ser una niña. Cartucho es presentado de manera anónima y negativa: “No sabía coser ni pegar botones”. Su relación con los habitantes de la casa –casi todas mujeres de diversas edades–, parece inferirse, es de pura domesticidad: Cartucho es asistido en sus necesidades más cotidianas y es el personaje que inaugura la lista de quienes llevarán la Revolución a la casa situada en la calle Segunda del Rayo de la ciudad de Parral, a justo título verdadera protagonista de muchos de los relatos, y a la que varias veces he aludido. Este dato es significativo: Campobello hace que la revolución se vuelva portátil y doméstica, una revolución que a pesar de su anormalidad –la guerra debería ser una anomalía y no una cotidianeidad– se convierte en rutina. Por algunos datos (su carácter juguetón y desvalido) sabemos que era muy joven: “Jugaba con Gloriecita y la paseaba a caballo”1. Joven pero no tanto como para no estar enamorado: “Un día cantó algo de amor. Su voz sonaba muy bonito. Le corrieron lágrimas por los cachetes. Dijo que él era un Cartucho por causa de una mujer”. Y sin embargo lo suficientemente joven para jugar con una niña como si fuera muñeca, como la propia Nellie que hace de los muertos sus juguetes. El tiempo del juego y el del amor coinciden con un momento de pausa, de espera: “Llegaron unos días en que se dijo que iban a llegar los carrancistas. Los villistas salían a comprar cigarros y llevaban el 30-30 abrazado”. Para Cartucho el juego sigue, sin importarle que pueda ser mortal, no para él, un joven destinado a la muerte, sino para la niña con la que juega:
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Gloriecita había nacido en 1911; es improbable que Cartucho hubiera podido llevarla en brazos: su primera aparición en la casa de la Segunda del Rayo sería hacia 1916 o 1917.
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“Una tarde la agarró en brazos. Se fue calle arriba. De pronto se oyeron balazos. Cartucho con Gloriecita en los brazos hacía fuego al Cerro de la Cruz desde la esquina de Don Manuel. Habían hecho varias descargas cuando se la quitaron. Después de esto el fuego se fue haciendo intenso. Cerraron las casas. Nadie supo de Cartucho” (Campobello 1960: 53). El texto sintetiza enormemente y apenas menciona lo necesario para que el lector pueda rellenar los huecos, un texto escrito con palabras y con silencios, con una puntuación certera, adecuada, semejante al impacto de una bala inserta en un cartucho. En efecto, el texto tiene una magnífica sonoridad, la sonoridad que suele tener la poesía: reproduce el sonido de las balas cuando se disparan. Las balas son también las protagonistas del relato, como puede verse a menudo en las narraciones revolucionarias, un ejemplo significativo sería el capítulo intitulado “La fiesta de las balas” de El águila y la serpiente de Martín Luis Guzmán, publicado en 1928: las balas no se limitan a tener un papel preponderante en este fragmento del texto, son el verdadero hilván textual. Las balas cosen al hombre, como las mujeres de la casa cosen los botones descosidos de las camisas del joven que pronto morirá y quien durante la tregua juega, aunque también suspire por el amor de la mujer por quien se ha metido en la contienda. No es casual entonces que Campobello haya escogido como apertura de su libro este texto y le haya dado ese nombre: quizá lo más evidente de la revolución son las balas y los cartuchos que se vacían y matan a la gente. La diferencia esencial entre los dos textos y la utilización de las balas está en la función social que separa a lo masculino de lo femenino. Cuando de verdad las balas suenan, las casas antes siempre abiertas para recibir a los soldados se cierran herméticamente. La narración adquiere otras dimensiones y empiezan a poblarla numerosas voces, aquí la de José Ruiz de Baeza, a la que le hace coro Mamá, cuya voz es más arcaica y solemne y le otorga una dimensión de sacralidad y destino ineludibles: “Los ojos exactos de un perro amarillo. Hablaba sintéticamente2. Pensaba con la Biblia en la punta del rifle” (Campobello 2000: 53).
VIII. La muerte erotizada Nellie Campobello [sintetiza Rodríguez] inaugura una forma de narrar y un contenido no abordados por la mujer hasta ese momento. Resquebrajaría el
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Como la propia Nellie, subrayo.
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monumento de la estética romántica a la mexicana, pues no incurre en patrones didácticos, ni moralizantes, ni críticos de las costumbres. Frente a la condición de limpidez social de las escritoras cristianas y las que educaban a las familias y a los ciudadanos, la literatura realista-naturalista de Campobello resulta fascinante porque, a semejanza de cuanto movilizaron las masas revolucionarias, la escritora desacralizó un concepto literario y una moral decimonónicos […] Fresca y desprejuiciada, Campobello en su actitud lírica ofrecía no algo más que los endulzados cuentos que publicaban las mujeres de la época en las páginas del hogar, sino un giro en semicírculo, para quedar ubicada, solitariamente, en oposición a aquella prosa (1998: 65).
Sería necesario analizar concienzudamente cada uno de los cuentos de Campobello en este espacio. Para finalizar, me limitaré a mencionar un cuento que sufrió, probablemente a manos de Guzmán, modificaciones muy significativas, aun moralistas, podríamos decir y que por lo tanto implican una censura. Se trata del relato intitulado “Mugre”. Sobresale lo erótico, un erotismo particular, describe sin tapujos lo que una niña resiente ante la muerte de un joven hermoso, aunque esa atracción se movilice y se transfiera a una muñeca o a una muchacha púber. José Díaz es joven, guapo, elegante, claro de tez. Hay, al verlo, un revuelo en la casa y en la calle, se subraya un tono de frivolidad, de moda: “De José se enamoraron las muchachas de la Segunda del Rayo. Cambiaba de traje todos los días, se paseaba en auto rojo” (Campobello 1960: 93). Se protege del sol para evitar oscurecerse: “Un día le contó a Toña que odiaba el sol, por su cara y sus manos [...]. Yo nunca hubiera casado a mi princesa –su muñeca Pitaflorida– con un hombre prieto” (93). Estética clasista que une al mismo tiempo la elegancia, la limpieza, el color de la piel, lo frívolo, el juego; enfrenta maniquea el blanco con el negro, a manera de escudo protector que pone entre paréntesis la guerra. Como en varios de sus textos, se produce de repente en el centro del relato una revolución: la tregua, el juego, la estética impoluta, el coqueteo amoroso se interrumpen cuando la guerra, siempre en acecho, reaparece, violenta el risueño panorama y condensa la cronología. Combaten como de costumbre villistas contra carrancistas. La posible muerte de uno de los hijos de Mamá, obliga a la madre, acompañada de su hija, a buscarlo entre los muertos, después del combate. Los cadáveres se hacinan según la colocación que los combatientes han ocupado durante la contienda. El lenguaje cambia radicalmente, de repente se torna escatológico y señala mediante un léxico cuidadosamente elegido las alteraciones producidas por la batalla: en definitiva, la muerte no presenta los contornos tan bellos o tan aseados –la blancura, por ejemplo– de la abstracción que pretende identificar a un héroe y lo asimila, según los ideales de los ateneístas
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(por ejemplo el mismo Guzmán), a un atleta griego. Al llegar a la plaza Juárez, la niña advierte “unos quemados debajo del kiosko, hechos chicharrón, negros, negros” (94): son soldados carrancistas. El sentimiento que los cuerpos hacinados, carbonizados, sucios le produce es de una profunda abyección, un asco ilimitado: las palabras y las imágenes escogidas realzan la impresión. Vimos a nuestra izquierda el cuartel valiente, estaba cacarizo de balas. La banqueta regada de muertos carrancistas. Se conocían por la ropa mugrosa, venían de la sierra y no se habían lavado en muchos meses. Nos fuimos por un callejoncito que sale al mesón del Águila, que olía a orines –es tan angosto que se hace triste a los pies–, pero al ver un bulto pegado a la pared corrimos; estaba boca abajo, el cabello revuelto, sucio, las manos anchas, morenas. Las uñas negras, tenía en la espalda doblado un sarape gris, se veía ahogado de mugre, se me arrugó el corazón. “En este callejón tan feo”, dije yo al verle la cara. Me quedé asustada, ¡José Díaz, el del carro rojo, el muchacho de las señoritas de la Segunda del Rayo, por el que Toña lloró! (94)
Es evidente: el sol ha dejado de brillar, los cuerpos se ennegrecen, se ensucian, se convierten en mugre, determinan la obscena realidad, no existe quizás ningún otro tipo de realidad en la guerra, durante cuyas treguas es posible jugar o dedicarse a la frivolidad, o al amor que para existir plenamente espera tiempos de paz. El supuesto racismo de una joven nacida en un territorio cuyos habitantes presentan ciertas características raciales –altura, complexión, fisonomía– distintas a las de los habitantes de otras zonas del territorio mexicano cuya ascendencia sería fundamentalmente indígena: la blancura no remitiría tan explícitamente a un racismo sino más bien a una estética del orden y la limpieza. El texto corregido es explícito en este sentido; el texto original lo era aún más: señalaba sin ambages la coexistencia, la proximidad de lo abyecto con lo erótico, el asco como componente posible de la sexualidad –su despertar–, en suma, la fascinación por lo obsceno. El texto original decía así: “En este callejón tan feo, dije yo, abriéndome de piernas para poder voltearlo y verle la cara, pura curiosidad para que no me siguiera en la noche. Me quedé quebrantada de susto. ¡José Díaz, el del carro rojo!”. Blanca Rodríguez concluye: “al erotismo impregnado de muerte y desaseo, que es un tema rector en la obra de Campobello, se le extirpa su realismo extremo” (1998: 185). Su posible censor y extraordinario escritor, Martín Luis Guzmán, ha eliminado quizá la frase subrayada. La figura de una jovencita abriendo las piernas, montada literalmente sobre el cadáver de un joven, alguna vez atractivo, es demasiado atrevida, violenta los estereotipos de un código
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social de comportamiento donde la división estricta entre lo femenino y lo masculino –la idea misma de la virilidad– pretende someterse a una legislación estricta que borre de raíz la profunda alteración sufrida a causa de la Revolución. Además, el quiebre de sentido tranquiliza, porque transfiere a una mujer joven el despertar sexual de la narradora, una niña. Dejo aquí estos apuntes: la belleza convulsiva de la obra de Nellie Campobello exige una más profunda y delicada atención.
Bibliografía CAMPOBELLO, Nellie (1960): “Apuntes sobre la vida militar de Francisco Villa”. En: Mis libros. México, D.F.: Compañía General de Ediciones. — (2000): Cartucho. Prólogo de Jorge Aguilar Mora. México, D.F.: Era. CARBALLO, Emmanuel (1986): Protagonistas de la literatura mexicana. México, D.F.: SEP. CASTRO LEAL, Antonio (sel. y prol.) (1960): La novela de la Revolución Mexicana. México, D.F.: SEP/Aguilar. JÁQUEZ, Antonio (2003): “Villa según Villa”. En: Proceso 1412 (23 noviembre), 6-13. KATZ, Friedrich (2001): Pancho Villa. México, D.F.: Era. LORAUX, Nicole (1989): Les expériences de Tiresias. Le féminin et l’homme grec. Paris: Gallimard. PACHECO, José Emilio (2003): “El águila y la serpiente. Ficción de la memoria y memoria de la ficción”. En: Proceso 1412 (noviembre): 72-73. RODRÍGUEZ, Blanca (1998): Nellie Campobello: Eros y violencia. México, D.F.: UNAM. SCHNEIDER, Luis Mario (1975): Ruptura y continuidad. La literatura mexicana en polémica. México, D.F.: FCE. VILLA, Pancho, Guadalupe VILLA, Rosa Helia VILLA DE MEBIUS y Manuel BAUCHE ALCALDE (2003): Pancho Villa: retrato autobiográfico, 1894-1914. México, D.F.: UNAM; Taurus.
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Para los curiosos de vidas (la expresión es de Borges), entre los que me cuento, las cuatro o cinco líneas de un aviso fúnebre son promesa infinita de narrativa. Recuerdo el interés que me proporcionaban de chica los avisos de La Nación, particularmente una categoría de difunto, ya poco frecuente a principios de los cincuenta, la de “Expedicionario del Desierto”, la cual comprendía a cuantos habían participado en las campañas de exterminio contra los habitantes indígenas del mal llamado desierto argentino, al sur y al oeste de Buenos Aires. Recuerdo que tampoco escaseaba la mención “Héroe del Desierto”, título con el que se había celebrado a Julio Argentino Roca, principal artífice del exterminio, y que los avisos necrológicos hacían extensivo a sus colaboradores. Desde luego quedaban pocos de estos héroes en la época de que hablo, lo cual volvía su mención en los avisos fúnebres tanto más importante para mi curiosidad infantil. Hasta creo recordar un suelto, ya no aviso fúnebre, que anunciaba: “Muere el último expedicionario del desierto”, aunque el recuerdo es, sin duda, apócrifo: ¿cómo sabría La Nación a ciencia cierta que había muerto el último, que no quedaba, absolutamente, ningún sobreviviente de estas campañas que el periodismo, la historia, Jorge Luis Borges1 y sin duda yo misma, en ese entonces, considerábamos innegablemente heroicas? Mucho se ha escrito sobre estas campañas y no me detendré en ellas. Quiero en cambio reflexionar sobre otro tipo de expediciones, paralelas a esas expediciones militares y de algún modo complementarias, expediciones cuyos protagonistas consideraron no menos patrióticas ni menos heroi-
1 “La conquista y colonización de estos reinos –cuatro fortines temerosos de barro prendidos en la costa y vigilados por el pendiente horizonte, arco disparador de malones– fueron de tan efímera operación que un abuelo mío, en 1872, pudo comandar la última batalla de importancia contra los indios, realizando, después de la mitad del siglo diecinueve, obra conquistadora del dieciséis” (Borges 1974: 107).
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cas que las campañas militares: me refiero a los viajes científicos, también concebidos como gestas al servicio de la nación. Hombres de ciencia más o menos improvisados, arqueólogos, botánicos, geógrafos, antropólogos y, en general, una combinación de varias de estas categorías, también viajan al sur, especialmente a la Patagonia, empeñados no tanto en alejar al indio empujando siempre más lejos la frontera de su presunta barbarie como en llevar al indio, como objeto de estudio o pieza de museo, de vuelta a la civilización. Uno de esos viajeros se destaca en el imaginario cultural argentino por adolecer, entre otras cosas, de una llamativa ausencia de nombre: me refiero, desde luego, al Perito Moreno. Notable en su no disimulada celebración de la pericia letrada, la apelación celebra no sólo a un individuo de quien pocos saben que se llamaba Francisco Pascasio sino, por extensión sinecdóquica, una localidad que ocupa un lugar privilegiado en el imaginario argentino. El monumental glaciar Perito Moreno, uno de los últimos del mundo todavía en expansión o “vivo”, como dicen, es símbolo de un inagotable sublime argentino en los confines más remotos de la nación. Institucionalmente hablando, en Latinoamérica, las ciencias del hombre, como se las llamó (me refiero a la antropología, arqueología y etnología), tardaron en constituirse como discursos fundadores de la nación, y la Argentina no es excepción. La historia era, desde luego, la disciplina principal y fue dentro de sus límites, siempre en litigio, que se forjaron las primeras colecciones. Me refiero a los múltiples “archivos”, “panteones”, “galerías” (son todos términos de la época) que se publican en el siglo XIX por toda América Latina dentro de la disciplina histórica, y que no son sino colecciones de retratos de héroes ilustres, piezas de un archivo cuya escritura atestigua a la vez que construye la nación. Paralelamente a estos esfuerzos historiográficos, las nuevas naciones, atentas al llamado de Andrés Bello, catalogan lo local, descubren o inventan taxonomías nacionales. Diccionarios, gramáticas, cartografías son también documentos pro patria. No es mi propósito aquí reflexionar sobre la formación de las diversas disciplinas ni la especificidad de sus discursos en el XIX, simplemente quiero recalcar el carácter experimental, acumulativo, de estos proyectos institucionales o proto-institucionales, su índole colectiva, en todos los sentidos del término. Porque los “panteones” históricos, no menos que los glosarios o los léxicos botánicos, también son colecciones de especímenes, destinados a significar tanto la riqueza simbólica de la nación como –en el caso de las colecciones formuladas por las ciencias naturales– su real promesa de bienes materiales. Dentro de este marco, el de la colección nacional, quiero reflexionar sobre Francisco Moreno a quien yo también, para simplificar y acaso porque me cueste no hacerlo, llamaré Perito Moreno.
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Entre los varios textos e informes que escribió me detendré en uno, Viaje a la Patagonia austral, relato exhaustivo de sus viajes al sur en el que, como bien señala Ernesto Grosman, Moreno estratégicamente trasciende el plano personal y privilegia el proyecto científico que anima el viaje (2003: 108). Agotado durante muchos años, el texto volvió a publicarse en 1997. En un intento poco sutil de dar nueva vigencia al autor y asegurar una lectura del libro según ciertas líneas ideológicas, la editorial Elefante Blanco provee un significativo resumen biográfico en la solapa así como una entusiasmada evaluación crítica. Informa al lector que Moreno fue un explorador precoz (tenía apenas veintiún años cuando hizo su primer viaje) y aguerrido; que experimentó “las imaginables dificultades que las precariedades debidas a la época y a la escasa ayuda oficial agregaron a la empresa”; que llevó a cabo sus viajes “impulsado por su espíritu investigador y por su afán de demostrar la viabilidad de habitar y civilizar los inmensos territorios patagónicos, por entonces desconocidos e inhabitados, y que ya despertaban la curiosidad y la codicia de más de una nación extranjera”; que en 1877 donó sus colecciones a la nación para crear un museo, que sería el Museo de Ciencias Naturales de La Plata, del que fue nombrado, en 1886, director vitalicio; que en 1897 se lo nombró perito en la cuestión de límites con Chile; que en 1912 llevó a cabo su último viaje al sur, para acompañar a Teodoro Roosevelt en su viaje a la región; que, finalmente, era “profundo conocedor de la cuestión indígena (disintiendo con la cruenta solución que por entonces se aplicaba), investigador reconocido en importantes cátedras de Europa” y que “un acendrado desinterés personal y un ejemplar patriotismo fueron la tónica de sus incansables viajes”. Acaso fuera provechoso ahondar en el oportunismo estratégico de esta reedición, publicada en 1997 cuando la Patagonia, una vez más, es objeto de “la curiosidad y la codicia” extranjeras. Me limitaré sin embargo a reflexionar, a partir del texto de Moreno, sobre la construcción del hombre de ciencia como héroe nacional, el viaje científico como deber patriótico, y la colección como principio del patrimonio nacional. Desde un principio, ciencia y patria están estrechamente ligadas en el texto de Moreno. Con asumida modestia, se autoconstruye como humilde científico. No llega, dice, a la altura de sus precursores, Humboldt y Darwin, frase que lo inscribe, como al descuido, en un linaje ya harto prestigioso. En cambio aporta a la empresa lo que esos precursores, por fuerza, no tenían, es decir su patriotismo: un patriotismo concebido a la vez como impulsiva emoción (“sentir” el territorio argentino) y como razonable deber (describir, reclamar y explotar ese territorio en nombre del progreso nacional). Así declara Moreno, ejemplificando esa narrativa de futuridad que
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caracteriza los relatos patagónicos, tan agudamente señalada por Gabriela Nouzeilles (1999): “Solo aspiro a que con esta narración mis compatriotas puedan formarse una idea de lo que encierra esta gran porción de la patria, siempre denigrada por los que se contentan con mirarla mentalmente desde las bibliotecas” (Moreno 1997a: 6). Y agrega al final del prólogo: “[D]esearía que [esta lectura] contribuyera a que algunos de mis compatriotas visiten las regiones que describo [...] haciendo votos para que los colores patrios que dejé solitarios en el punto más lejano que alcancé durante mi viaje, sean llevados más adelante por otros argentinos, en provecho de la patria y de la ciencia” (7). Como muchos autobiógrafos, empeñados en rastrear los orígenes de una vocación en los más insignificantes juegos infantiles (Sarmiento es buen ejemplo), Moreno se descubre coleccionista muy temprano. De adolescente, junto con su hermano y Eduardo Holmberg, primo suyo, Moreno compone “colecciones” de piedras, insectos, huesos de animales domésticos, artefactos indígenas, y con ellas forma un “museo”, muy admirado, nos dice, por sus mayores, entre ellos el sabio alemán Hermann Burmeister, radicado en la Argentina y mentor de Moreno. El momento de la revelación definitiva llega a los veinte años, con un singular obsequio: “En 1872, el envío de algunos objetos considerados de importancia por personas competentes, hecho por un amigo residente en Carmen de Patagones, me decidió a llevar a cabo mi primer viaje a la Patagonia” (10). Notablemente, Moreno no especifica la naturaleza de estos objetos, misteriosamente importantes, avalados por una autoridad anónima (“personas competentes”), que lo llevan a emprender su primer viaje. Pero la naturaleza de este material puede adivinarse por la descripción de lo que Moreno llama la “abundante cosecha” que resulta de ese primer viaje: “Corto fue el viaje, pero provechoso. Los paraderos y cementerios cuya existencia había revelado Strobel, me suministraron cráneos y objetos de piedra en número suficiente para poder formarme una ideal del interés que ofrecía el estudio del indígena patagónico” (11). La abundante cosecha del joven Moreno, hombre de ciencia y patria, consiste en artefactos y cráneos, piedras y huesos. Sin embargo la recolección de reliquias no satisface del todo a Moreno: No bastaba estudiar las generaciones extinguidas que el tiempo había sepultado en el litoral marítimo patagónico; era necesario compararlas con las tribus que las sucedieron en la posesión del territorio, y al efecto debía visitarlas en persona. Vivir con los indígenas en sus mismos reales y recoger allí los datos buscados vale mucho más que leer todas las relaciones de los cronistas, que generalmente no son abundantes en la verdad de lo que cuentan (15).
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Esta doble vocación de Moreno, arqueólogo y a la vez antropólogo, lleva a una mirada científica notablemente complicada, una mirada de la que podría decirse que ocurre simultáneamente en dos tiempos distintos. Por un lado, Moreno “cosecha” datos sobre indígenas contemporáneos (aun cuando, “sometidos a la autoridad nacional” (16), estén notablemente desprovistos de agencia), toma nota de sus costumbres (con mucho más detalle que, digamos, un Mansilla), observa sus ritos y llega a alabar sus cualidades: “en los centros civilizados generalmente no se conocen (o no se quieren admitir) los instintos generosos del indio [...] Su mayor deseo es aprender todo lo que, compatible con su carácter, pueda enseñarle el europeo, y si con su familia llega a conseguir algunas comodidades, no vuelve jamás a su vida nómada” (18). Moreno ve al indígena como potencial sujeto argentino. Sujeto menor, desde luego, ya que pertenece a “las especies más degradadas e inferiores” (12), pero sujeto al fin, cuyo modo de vida merece estudio y a quien atribuye una agencia limitada y una subalternidad futura: “El día que el tehuelche, así como las demás tribus de la pampa, conozcan nuestra civilización antes que nuestros vicios y sean tratados como nuestros semejantes, los tendremos trabajando en las estancias del Gallegos” (469). El uso del nosotros nacional, estatal más bien, y el sorpresivo final de frase que destina al tehuelche “civilizado” a una explotación benevolente, seriamente cuestionan cualquier noción de semejanza. Pero por otro lado, Moreno ve al indígena como objeto de estudio, preferentemente en pedazos, como espécimen o fragmento de una colección que le valdrá prestigio nacional y distinción de héroe civil. Mientras la primera actitud lleva a Moreno a contemplar al indio con curiosidad, como sujeto merecedor de estudio en un contexto vivo, la segunda lo lleva a contemplar al indio como curiosidad, es decir, como elemento inerte, aislado, pasible de estudio pero, sobre todo, pasible de ser exhibido. La confusión entre estos dos niveles puede observarse en la despreocupada sintaxis de Moreno que aúna lo antiguo y lo actual: “Las dos visitas al río Negro me dieron por cosecha ochenta antiguos cráneos de indígenas, más de quinientas puntas de flechas trabajadas en piedras, muchos otros objetos y algunos cráneos y utensilios actuales” (16). En ningún lugar es tan patente (ni tan patética) esa confusión como en el capítulo adecuadamente titulado “Restos humanos”: Cerca de la comisaría nacional está situado el cementerio de la colonia y en él había sido inhumado mi amigo Sam Slick, buen tehuelche, hijo del cacique Casimiro Biguá. Conocí a ese indio en mi viaje anterior a Santa Cruz [...] Nuestra llegada [...] fue un motivo de gozo para el buen Sam, por los regalos y los ponchos con que lo obsequiábamos [...] Su contento rayaba en entusiasmo cuan-
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do lo embarcábamos de vez en cuando en el bote, le dejábamos manejar el timón, y escuchar el tambor y el pífano del bergantín. Consintió en que hiciéramos su fotografía, pero de ninguna manera quiso que midiera su cuerpo y sobre todo su cabeza. No sé por qué rara preocupación hacía esto, pues más tarde, al volver a encontrarlo en Patagones, aun cuando continuamos siendo amigos, no me permitió acercarme a él mientras permanecía borracho, y un año después, cuando llegué a ese punto para emprender viaje a Nahuel Huapi, le propuse que me acompañara y rehusó diciendo que yo quería su cabeza. Su destino era ése. Días después de mi partida se dirigió a Chubut y allí fue muerto alevosamente por otros dos indios, en una noche de orgía. A mi llegada supe su desgracia, averigüé el paraje en que había sido inhumado y en una noche de luna exhumé su cadáver, cuyo esqueleto se conserva en el Museo Antropológico de Buenos Aires; sacrilegio cometido en provecho del estudio osteológico de los Tehuelches (105-106).
“Su destino era ese”: hoy amigo, mañana pieza de museo. Sam Slick, el buen indio risueño, aniñado, a quien el hombre blanco, divertido, permite jugar con el timón e impresiona con el tambor (el relato de Moreno abunda en lo que Borges llamaría más tarde “detalle patético”), Sam Slick se vuelve parte de la colección con la cual Moreno fundaría su museo. Añade Moreno que, del mismo modo, exhumó los cuerpos de Sapo, un jefe indio, y su mujer, que ya llevaban unos años enterrados. Esas exhumaciones adicionales le permiten una larga descripción de los ritos fúnebres de los tehuelches. El hecho de que junto al cuerpo de la mujer había sido enterrado un perrito faldero lo lleva a la siguiente declaración: “Hay algo de poético en lo que motiva el entierro de los perros junto con los restos de los que fueron sus dueños” (106). Y concluye: “Con estos objetos y los anteriores quedé satisfecho sobre este punto importante de mi viaje” (106; subrayado mío). La colección de Moreno, en cierto momento, no solo incluía restos de cuerpos indígenas dóciles sino que, como apunta Jens Andermann, había “una vitrina en dos pisos, con docenas de esqueletos indígenas, varios de ellos –se felicitaba Moreno– ‘de jefes de renombre’ caídos en las campañas militares” (2000: 4-5). La pieza antropológica es, a la vez, trofeo bélico. Y, para dar un nuevo ejemplo, esta vez a nivel institucional, de la ya mencionada confusión entre sujetos vivos y objetos de exhibición, implícita en la doble mirada de Moreno, la colección del museo no se limitaba a los especímenes muertos. Jefes indios, junto con sus familias, fueron llevados a Buenos Aires como cautivos, y luego “empleados” en el museo para realizar servicios diversos. Estos indios eran, a un tiempo, piezas de exhibición y fuentes vivas de información: así los caciques araucanos Foyel, Inacayal y Juan Conuel de quien se nos dice, sin asomo de ironía, “que llegó a desempeñarse como por-
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tero” (Teruggi 1994: 26). Cuando estos indios morían, en general tuberculosos, sus esqueletos descarnados pasaban a ser parte de la colección que hasta entonces habían cuidado. Hoy subalterno, mañana pieza de exhibición. ¿Cómo pasa la colección cosechada por el viajero a ser exhibición pública y nacional autorizada por el perito? Explica Moreno: “Fruto de mis tareas ha sido la colección que he formado y que he tenido la honra de donar a mi patria para fundar el Museo Antropológico y Arqueológico de Buenos Aires, del cual soy director y a cuyo desarrollo destinaré todos los años de mi vida” (13)2. En verdad, la relación entre las dos actividades, menos casual de lo que parece a primera vista, significaba una transacción cuyos efectos, tanto materiales como simbólicos, no eran nada desdeñables. Moreno dona su colección, punto de partida del museo, a cambio de un título de director vitalicio, asegurándose de este modo una posición de considerable prestigio en el establishment argentino. Al ceder una forma de control para acceder a otra, está trocando la fantasmagoría benjaminiana del interior, el refugio del coleccionista privado, por la fantasmagoría nacional del perito, una fantasmagoría que ese perito tiene la misión de compartir, didácticamente, con un público, dentro de un espacio ceremonial y comunitario, el “grandioso templo” (13), como Moreno llama al museo. Adicionalmente, el gobierno argentino recompensa a Moreno con miles de hectáreas en la Patagonia, en la región de los lagos, recompensa que Moreno devolverá a su vez al país para la creación del Parque Nacional. Si la gloria nacional es de suma importancia para el perito, la posesión material parece serlo menos. Entre sus papeles, encontrados después de su muerte, está la siguiente declaración: ¡Tengo sesenta y seis años y ni un centavo! [...] ¡Yo que he dado mil ochocientas leguas a mi patria y el Parque nacional, donde los hombres de mañana, reposando, adquieran nuevas fuerzas para servirla, no dejo a mis hijos ni un metro de tierra donde sepultar mis cenizas! Yo que he obtenido mil ochocientas leguas que se nos disputaban y que nadie en aquel tiempo pudo defender sino yo, y colocarlas bajo la soberanía argentina, no tengo donde se puedan guardar mis cenizas; una cajita de veinte centímetros por lado. Cenizas, que si ocupan tan poco espacio, esparcidas, acaso cubrirían todo lo que obtuve para mi patria, en una capa tenuísima, sí, pero visible para los ojos agradecidos (Moreno 1997b: 12).
2 Tal es la compenetración entre hombre y obra, que Moreno hace del museo su domicilio personal. “Reside en el mismo Museo, en la planta alta. El Museo es su sitio de trabajo y su hogar, y en él nacen sus hijos. […] Debió de ser una vida hogareña simple” (Teruggi 1994: 25).
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Llama la atención aquí la falta de cuerpo. Cenizas, anota el coleccionista de partes anatómicas, tan empeñado en coleccionar los huesos del otro; cenizas, en una época en que la cremación, en país católico, era más la excepción que la regla. ¿Repercute, aquí, el temor de Sam Slick, el temor de una exhumación sacrílega, “en provecho de la patria y de la ciencia”? En todo caso, Moreno lega cenizas: no polvo enamorado sino polvo patriótico. La declaración aúna las mil ochocientas leguas en disputa con Chile y falladas a favor de la Argentina, las tierras que el gobierno le otorga a Moreno y que él, a su vez, devuelve al país, y la tierra del propio cuerpo, sus cenizas. El legado compone, ya en su variante política (la frontera), social (el parque nacional), individual (las esparcidas cenizas del perito, milagrosamente aumentadas) un territorio único. Son posesiones que se “devuelven” a la patria porque son, y siempre han sido, patria. En el esquema de Moreno la ciencia asegura la construcción de la patria. Escribe que su museo “contendrá algún día la historia de los primeros pobladores de nuestro suelo, consignada en sus obras, asistida por sus mortales despojos. Allí sus descendientes podrán estudiar sus progresos” (1997a: 13). La ideologización a la que Moreno somete el término descendientes –porque sin duda sabe que, dada la eficacia de las campañas del desierto, no quedarán descendientes biológicos de aquellos primeros pobladores para contemplar los pedacitos de sus ancestros3– esa ideologización, digo, marca el paso de ciencia a patria. Dentro de ese mismo espíritu, es interesante notar que después del centenario, la colección anatómica del museo cambia de nombre, pasando a llamarse “Panteón de los Héroes Autóctonos” (Andermann 2000: 10). Hoy indio, mañana antepasado nacional4. Este panteón se mantuvo intacto hasta los años treinta, cuando se suspendió la exhibición de los restos reales, remplazándolos con mascarillas de cera y bustos de los guerreros indígenas. En 1973 (no deja de ser estremecedora la coincidencia temporal entre estos movimientos de restos humanos por parte del Estado con otros, aún más perversos, cometidos en los años setenta) se devolvieron las colecciones de huesos a grupos indígenas que reclamaban el derecho a darles sepultura adecuada. Las piezas reunidas por Moreno en el curso de sus varios viajes a la Patagonia son, podría decirse, piezas “naturales” que la pericia del colecciona-
3 Es elocuente el título del libro de Ramón Lista, publicado en 1894, Los indios tehuelches. Una raza que desaparece. 4 Para una reapropiación semejante del pasado indígena como “propio” en Estados Unidos, véase Huhndorf (2001).
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dor/perito transforma luego en piezas “nacionales”, incorporándolas al permanente y didáctico despliegue del museo. La fabricación de un pasado autóctono y sin mancha (repetidamente, y no por razones estrictamente “científicas”, indica Moreno su preferencia por el indígena “puro” y no mestizo) responde en parte a la amenaza de hibridez que trae consigo la inmigración europea, pero es también una manera de reclamar territorios en litigio. Porque a la vez que colecciona piezas autóctonas, Moreno, en sus viajes, marca el deslinde de la nación. Acumula otras piezas “naturales”: al explorar la Patagonia occidental, donde los límites con Chile están en permanente y acre disputa, se apropia de accidentes geográficos como se apropiaba de cráneos, en nombre de la patria y con celo casi religioso. Nuevo Adán, oficia lo que Patricia Seed (1995) acertadamente llama “ceremonias de posesión”, bautizando con nombre patriótico cuanto ve: “Llamo a este cerro ‘Monte Félix Frías’ en honor de mi venerable amigo el esclarecido patriota que defiende con tanto ardor la causa de los argentinos contra las temerarias pretensiones chilenas”, escribe (Moreno 1997a: 441). O bien: “Esta montaña se llamará en adelante cerro de Mayo” (444). O: “a nuestra derecha la arqueada falda de los montes que he llamado Buenos Aires, al pie del ramal del lago que precede a los inaccesibles Andes y al norte del pintoresco monte Avellaneda, que nombro así en honor del presidente de la República” (447). O, por fin, el fervoroso bautismo del Lago Argentino: ¡Mar interno, hijo del manto patrio que cubre la cordillera en la inmensa soledad, la naturaleza que te hizo no te dio nombre; la voluntad humana desde hoy te llamará Lago Argentino! Que mi bautismo te sea propicio; que no olvides quién te lo dice el día que el hombre reemplace al puma y al guanaco […] Recuerda los humildes soldados [sic] que en este momento pronuncian el nombre de la patria bautizándote con tus propias aguas (350).
El concepto de naturaleza aparece frecuentemente en estas ceremonias, como colaboradora del perito. Si la naturaleza no puede dar nombre, no es por ello un elemento indiferente al interés de la nación. En otro pasaje notable, Moreno hace que la naturaleza misma colabore en la toma de posesión, ratificando “naturalmente” la soberanía argentina: A la tarde emprendemos el regreso, después de dejar como signo de nuestro paso, clavada sobre un enorme fragmento de roca testigo mudo de la poderosa erosión de los hielos, y rodeada por verdes helechos y rojas fucsias, la bandera patria que nos ha acompañado durante toda la expedición y cuyos colores copian ahora la alfombra blanca de nieve recién caída y el celeste del hielo eterno que cubre desde la cumbre el inaccesible pico Mayo (447-448).
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Aquí, la naturaleza imita no solo el arte sino la nación. Luego de una extensa descripción de los Andes más australes, recalcando la agencia patriótica de esta naturaleza, concluye Moreno: “Estos son los límites que la naturaleza ha trazado entre los dos países. Las pretensiones chilenas no deben ir más allá de ellos y nosotros los argentinos no debemos tampoco consentirlo” (454). Como dirá más tarde, en la conclusión al Viaje a la Patagonia austral, los parajes patagónicos que ha explorado y a los que ha dado nombre han sido, a través de su intercesión –y doy al término su sentido más fuerte– “revelados a la geografía de la patria” (477). * * * * * Hasta aquí el viaje del perito patriota y sus epifanías nacionales. Pero ¿qué ocurre cuando el viajero, sediento de novedad, encuentra un espécimen que excede los límites de lo nacional? Quiero reflexionar sobre un relato de Carlos Octavio Bunge, publicado en 1908 en Viaje a través de la estirpe y otras narraciones. La alusión al positivismo es clara desde el título del volumen: el mismo Darwin aparece como personaje en uno de los relatos. El relato que me interesa, “La sirena”, narra una vez más un viaje al sur, realizado en dos etapas. Esta vez, sin embargo, se trata de un viajero insignificante, mediocre: no es hombre de ciencia, no parece particularmente patriótico, no pertenece tampoco a la aristocracia. Se trata de un comerciante argentino de origen italiano, Jerónimo Robbio, de la casa Robbio, Penarés y Cia., en viaje de vacaciones “para reponer las fuerzas físicas y morales gastadas durante el año en la lucha por la vida” (Bunge 1908: 95). Su primer viaje al sur lo lleva, modestamente, a Mar del Plata, donde una noche, luego de haber perdido todo su dinero en el casino, caminando desconsolado por la playa, oye una voz que toma por la de una sirena. Contra su voluntad vuelve la noche siguiente, nada mar afuera siguiendo la voz, casi se ahoga, y es rescatado, le dicen, por “una nadadora incógnita de poderosa belleza” que luego desaparece en el mar “como un pez” (100). Abrevio la anécdota. El comerciante por fin se enfrenta, cara a cara, con la sirena, y confiesa su decepción: “¿Era este monstruo, con su largo apéndice natatorio, con su coriácea piel de delfín, con su aspecto fiero y silvestre, el bello ideal de Sirena que forjara la fantasía humana y soñase yo en sueño de amor?” (102). Abortada la ilusión erótica, el protagonista, vuelto inmediatamente etnógrafo y periodista, procede a entrevistar sobre sus usos y costumbres a este sujeto que “culebrea con su larga cola pisciforme como una foca o un lobo marino” (102) y que sonríe “con horrible sonrisa de perro” (103). De hecho, es la sirena misma –subalterna avezada– quien sugiere (y maneja) el ejerci-
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cio periodístico: “¿Quieres hacerme lo que ustedes llaman [...] creo que un ‘reportaje’?” (103). En la conversación se entera Robbio de que las sirenas huyen de los hombres porque “nos horripila la idea de que algún día puedan pescarnos y exhibirnos vivas en sus jardines zoológicos, o bien en sus museos, disecadas y embalsamadas” (104). También de que las sirenas hablan español porque aprendieron la lengua de los primeros conquistadores españoles a quienes ofrecían moluscos. Por fin, se entera de que las sirenas pertenecen a una antigua raza, mucho más antigua que la humana, pero que desde que apareció el hombre “nuestra raza viene decayendo y degenerando. Tal vez se extinga muy pronto” (105). Terminada la entrevista, la sirena vuelve al mar y el comerciante a sus preocupaciones comerciales, “pues que no soy curioso ni naturalista” (108). No es ése el fin de la sirena ni del relato. Un segundo viaje de recreo y recuperación, a bordo de un barco inglés, lleva a Robbio esta vez sí a la Patagonia y específicamente a las Malvinas (entonces, como ahora, en disputa). Junto con él viaja un comerciante inglés, Mister George Phillips, “de la firma Phillips Brothers and Company, importante casa de importación y exportación establecida en Londres y Buenos Aires” (112). La sirena es avistada una vez más y esta vez se la captura. A bordo se vuelve objeto de contienda: el argentino y el inglés la reclaman en nombre de sus respectivos países, como pieza para la colección nacional. Ante la sugerencia de que se la parta salomónicamente, el argentino estalla: “No, mister Phillips. Es toda ella mía, y para mí es cuestión de patriotismo llevarla entera a que la estudien los técnicos de mi patria y atraiga allí las miradas del mundo todo” (119). Al determinarse que la sirena habla “en buen castellano” se acepta su pertenencia a la Argentina. La tercera y última sección del relato narra la problemática estadía de la sirena en Buenos Aires, la imposibilidad de hacerle lugar: Robbio la esconde en su garçonnière, como si fuera una amante, y a la vez busca un espacio institucional (zoológico, laboratorio) donde pueda ser estudiada y exhibida. Bunge por fin elige la salida fácil: la sirena, presa en una jaula secreta del zoológico, pide ser devuelta al mar para que los hombres puedan seguir soñando con su mito. El narrador acata su pedido y la ayuda a fugarse. He entrado en el detalle de este cuento, divertissement muy en el estilo de los relatos de sobremesa del modernismo, porque añade varias dimensiones a la reflexión sobre patrimonio nacional, colección científica y exhibiciones vivas que vengo haciendo. La entrevista con la sirena revela significativos puntos de contacto entre ella y los sujetos/objetos de la colección de Moreno. Como las sirenas, los tehuelches eran antiguos habitantes de la región y miembros de una raza debilitada por el contacto con el blanco; también como ellas aprendieron la lengua del conquistador español. Pero a diferencia del
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indio, a la sirena no se la puede pensar (como decía Moreno del tehuelche) “como nuestro semejante”, no se le puede enseñar a trabajar en las estancias de Río Gallegos, a barrer los pisos del museo, o a tejer por encargo muestras suplementarias para la colección nacional. La sirena, por su exceso mismo, no sirve, en todos los sentidos de la expresión. Es, sin lugar a dudas, excesiva, un monstruo inasimilable, imposible de ideologizar como “antepasado”. Y sin embargo así, como híbrido grotesco en femenino –la marca del género, propongo, resulta tan subversiva como la hibridez–, significa, podría decirse de manera antinatural, a la nación. El cuento de Bunge, protagonizado por un comerciante empeñado menos en estudiar (“no soy curioso ni naturalista”, 108) que en exhibir, marca ese momento en que la nación se procesa como producto de muestra y de exportación, se comodifica como novedad que se ofrece a “las miradas del mundo todo” (119). Ignoro si Bunge, tan empeñado en elaborar los discursos culturales y legales de la nación en otros registros, adivinaba los límites perversos que rozaba en este relato, si de algún modo sospechaba la fuerza desestabilizadora que el recurso a lo monstruoso y a lo femenino (y a los apetitos que despierta) proyecta, retrospectivamente, en los viajes patrióticos y las colecciones nacionales de, por ejemplo, un Moreno. Acaso el hecho de que su protagonista fuera, precisamente, comerciante y no perito o héroe, hábil para apropiarse de la sirena aunque no lo suficientemente sagaz para exhibirla como pieza de la colección nacional, apunte a cierta intuición en este sentido. Pero el narrador acaso sea más sabio de lo que aparenta. En un momento en que lo natural/nacional se captura y exhibe, tanto en la Argentina como en el resto del mundo, el protagonista de Bunge, al deslizarse de noche dentro del zoológico para liberar al monstruo antes de que sea estudiado, clasificado, exhibido para la nación y como nación, está llevando a cabo un saludable y precursor acto crítico. Libera lo que se busca fijar y domesticar como nacional; llama la atención sobre su naturaleza escurridiza, monstruosa e inclasificable; por fin revela la nacionalidad como artificio, como construcción fluida, tanto más estimulante cuando se la abandona a la deriva, cuando se la deja escapar.
Bibliografía ANDERMANN, Jens (2000): Mapas de poder. Una arqueología literaria del espacio argentino. Rosario: Beatriz Viterbo. — (1998): “Evidencias y ensueños: el gabinete del Dr. Moreno”. En: Filología 31/1-2: 57-66.
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1950 Yo tengo una imagen muy vívida de Gerchunoff. Lo recuerdo como si lo hubiera visto muchas veces. Lo quiero como si hubiera estado con él muchas veces aunque éstas fueron pocas. Y recuerdo el día de su muerte, cuando por primera vez tuve la convicción, la convicción triste desde luego, de que Buenos Aires no era el Buenos Aires de mi imagen. Ese Buenos Aires que llegaba de Palermo a la Recoleta, de la Recoleta a Constitución, un poco más hacia Barracas, y luego hacia el Oeste para concluir virtualmente en el Once. Sino que era una gran ciudad. Porque Gerchunoff, hombre de aspecto tan característico que era inolvidable, murió como ustedes recuerdan, bruscamente en la esquina de Sarmiento y San Martín, la manzana del diario La Nación. Y sin embargo no fue identificado sino esa noche por un detalle de sastrería de su ropa. Entonces yo albergaba, y sigo albergando, la sospecha de que la población de Buenos Aires será de unas doscientas o trescientas personas que siempre estamos encontrándonos en las calles. Que podemos hablar de caras conocidas, o, mejor dicho, que una cara desconocida nos llama la atención. Bueno comprobé tristemente que Buenos Aires era una gran ciudad y que un hombre como Gerchunoff, tan de Buenos Aires, con un rostro tan enérgicamente inolvidable como Gerchunoff no fue identificado sino al cabo de unas horas (citado en Cantor 1960: 15).
La cita, el recuerdo, se elabora en el lenguaje característico de Borges. Borges recuerda a Gerchunoff en Buenos Aires y, como en tantas ocasiones, recrea a Buenos Aires. Buenos Aires es el lugar de encuentro, aunque esos encuentros fueron pocos; el campo intelectual de Buenos Aires es el lugar donde el escritor canónico, central y patricio convive con el escritor inmigrante. La muerte de Gerchunoff es la ocasión para mostrar el crecimiento de la ciudad, o la sorpresa o desdén ante este crecimiento. La cita permite el encuentro de dos escritores que representan dos modos de hacer literatura, de hacer cultura y también de pensar en el mundo de la ciudad.
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A partir de la cita se podrían articular dos modos de pensar la relación intelectual-país-esfera pública. El país de Borges es el que identifica la biografía personal y familiar con la historia nacional. El de Gerchunoff es el que se construye a través de una literatura en la cual la llegada de los judíos a Argentina y su acceso a la ciudadanía debe naturalizarse, debe nutrirse de una narrativa que le dé sentido y que le permita significar. El escritor inmigrante debe también entrar en el mundo literario –hasta entonces metaforizado como una familia o basado en sistemas de relaciones familiares. Desde un lugar donde el parentesco y el pasado compartido no existe, se debe crear un puente para iniciar la nueva relación, la de los ciudadanos judío-argentinos y el país. En la cita, Borges declara a Gerchunoff “un hombre tan de Buenos Aires” cuyo cuerpo, sin embargo, no es inmediatamente identificable porque remite a otros cuerpos, cuyas caras desconocidas son foráneas en ese mundo fundacional de doscientas o trescientas personas como aún en 1950 Borges quiere pensar a Buenos Aires –en contra de toda realidad objetiva. O acaso Gerchunoff es, en este imaginario de la Buenos Aires de doscientas o trescientas personas, uno más de lo inmigrantes que recorren la ciudad y que habitan las franjas que Borges ya no reconoce, más allá de Palermo, más allá de Once, más allá de Barracas; zonas loteadas a principios de siglo y populosas al momento de la muerte de Gerchunoff. En ese sentido, que Gerchunoff sea identificado por un detalle de sastrería, un producto corporal, es sugerente porque de un cuerpo ilegible Gerchunoff se torna identificable gracias a aquello que en él hay de argentino: la ropa, el producto de consumo local, aquello que lo diferencia de su padre y abuelo judíos y religiosos, y lo argentiniza como hombre moderno habitante de una gran ciudad. La muerte de Gerchunoff es un momento propicio para comenzar una relectura de su actividad intelectual que ocupó toda la primera mitad del siglo XX. Gerchunoff es un modelo paradigmático del intelectual que debe negociar una identidad híbrida para moverse en la esfera intelectual y participar en los debates públicos. En este artículo sostengo que el uso de figuras femeninas en su obra canónica, Los gauchos judíos, le otorga al autor un lugar desde el cual articular esa voz híbrida –ubicándose alternativamente en el lugar subalterno y el hegemónico.
1889 La inmigración judía como fenómeno masivo surge en la Argentina como consecuencia de la constitución del Estado nacional en 1880. El año
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anterior había finalizado la Campaña del Desierto y se había logrado la circunscripción definitiva del territorio nacional y el desplazamiento y genocidio indígena. Con la unificación nacional cobró renovado impulso la inmigración europea que había sido impulsada por la Ley de Inmigración de 1876. En 1881 Julio Argentino Roca, el general líder de la Campaña del Desierto entonces presidente de la Argentina, nombró a José María Bustos agente en Europa para alentar la inmigración de los judíos de la zona de exclusión rusa que buscaban refugio en América, después de los sangrientos pogroms de la primavera europea de 1881. A pesar de la oposición abierta de sectores importantes de la opinión pública del país, los judíos del este de Europa recibieron la invitación a inmigrar, y con ella los privilegios jurídicos que la ley otorgaba. Este privilegio no fue otorgado a otros grupos que no eran percibidos como europeos (asiáticos, habitantes de países limítrofes e inmigrantes de países árabes incluyendo a los judíos sefardíes). Había ya judíos en Argentina antes de 1881: la primera organización judía en el país había sido fundada en 1862 y hay un registro de un casamiento judío en 1860. Sin embargo, la fecha que la comunidad judío-argentina decidió festejar para conmemorar su presencia en el país es 1889, o sea la llegada de la primera delegación de judíos del este de la zona de exclusión rumbo al litoral argentino y la fundación de Moisés Ville, primera colonia agrícola. Alberto Gerchunoff formó parte de la primera delegación que, con el apoyo del barón Hirsch, llegó al puerto de Buenos Aires en 1889. Tenía entonces seis años. Vivió primero en Moisés Ville y luego en Rajil hasta que a los trece años, después del asesinato de su padre en manos de un gaucho, se mudó a Buenos Aires con su madre y su hermano. Las experiencias de la vida en Moisés Ville y Rajil sirvieron como materia prima para sus viñetas sobre los habitantes judíos del campo argentino que Gerchunoff comenzó a publicar en el prestigioso diario La Nación en 1908 y que, por invitación de Leopoldo Lugones, recopiló en un libro que con el título emblemático de Los gauchos judíos y un entusiasta prólogo de Martiniano Leguizamón se publicó en celebración del centenario de la Revolución de Mayo en 1910.
1910 Como han explicado Carlos Altamirano y Beatriz Sarlo (1980), la celebración del Centenario marca el momento en que el campo intelectual se independiza del mundo de lo político, y la literatura se profesionaliza. A este campo intelectual recientemente profesionalizado ingresa Gerchunoff al
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publicar Los gauchos judíos –con una visión diferente de la Argentina y sin fortuna propia. Poder vivir de la literatura es entonces un aliciente para el joven inmigrante, ya nacionalizado argentino, que se había transformado en el portavoz de una incipiente comunidad. El Centenario dio a un grupo de jóvenes escritores una estupenda ocasión para contar la historia de su país, planear el futuro y narrar el malestar frente a lo que vislumbraban como quiebres en el proyecto nacional. Los autores más importantes del momento –Manuel Gálvez, Leopoldo Lugones y Ricardo Rojas– rescatan en sus textos escritos en ocasión del festejo –El diario de Gabriel Quiroga de Gálvez (1910), El payador de Lugones (1910) y La restauración nacionalista de Rojas (1909)– lo ausente en la nueva nación. Sus textos recobran el pasado hispánico, revalorizan el espacio rural como esencia de lo nacional y condenan el cosmopolitismo de Buenos Aires. Participante a medias de esta generación, Gerchunoff incluye en Los gauchos judíos la idealización del espacio rural y el tono hispanófilo pero lo entremezcla con lo judío presentado como una tradición híbrida y multicultural. Su publicación en La Plata en abril de 1910 no solo coincide con la celebración del Centenario, sino también con el final de la fiesta judía de Pesaj, celebración de la liberación del pueblo judío de su esclavitud en Egipto. De hecho Gerchunoff entreteje ambas celebraciones e inaugura el libro con un epígrafe de la Hagadah, texto que se lee durante la fiesta judía. La Hagadah narra la esclavitud y el modo en que los judíos se liberaron de ella y pudieron emprender el regreso a la Tierra Prometida. A lo largo de Los gauchos judíos, las referencias a la Hagadah son numerosas y la celebración del aniversario de la Revolución de Mayo en las colonias coincide con la celebración de Pesaj. La narrativa establece entonces tres tiempos: 1. Un pasado ruso de opresión que es comparable a la esclavitud en Egipto. 2. Un presente híbrido que el texto inaugura y que recuerda la vida armónica entre judíos, árabes y cristianos en la España medieval. 3. Un futuro argentino donde se reemplaza Israel como la tierra prometida por Argentina. Para imaginar ese futuro argentino, Gerchunoff combina el modelo de deseo sexual como integración prevalente en la literatura de la época con modelos de deseo interracial que circulaban en Europa. El hilo conductor temático no es otro que el que articula gran parte de la literatura del siglo XIX en Argentina: la tensión erótica y la historia de amor. Como ha señalado
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Doris Sommer (1991), las novelas fundacionales latinoamericanas establecen un paralelo entre la creación de parejas heterosexuales estables basadas en el amor y la atracción sexual, y la consolidación de las naciones como comunidades imaginadas. La unidad nacional, la paz política son un requisito para la paz doméstica. Los gauchos judíos marca la entrada de lo judío y más concretamente de lo judío-argentino a la vida cultural argentina y a su canon literario. Al igual que sus compañeros de generación, Gerchunoff escribe sobre el campo cuando ya lo ha abandonado definitivamente y vive en Buenos Aires. En ese, sentido su obra no es diferente de la de sus contemporáneos Rojas y Gálvez, provincianos también que escribieron desde Buenos Aires. Lo particular del planteo de Gerchunoff es la elaboración de una manera de imaginar la presencia judía en Argentina en la que se integran lo argentino y lo judío. Esto se realiza a través de un desplazamiento entre género y raza cuando lo judío se conceptualizaba a principios del siglo XX como una raza diferente. El modo de explicar la diferencia es a través del género sexual en la creación de una saga colectiva donde lo judío cobra sentido dentro de una serie de historias de vida cotidiana que tienen lugar en el campo argentino y que remiten a otras historias literarias como la española y la ídish. Gerchunoff describe de manera diferente lo femenino y lo masculino utilizando estereotipos sobre el género que circulaban en ese momento tanto en Europa como en Argentina. Más allá de la explicación detallada de prácticas religiosas y culturales, más allá de la pormenorizada descripción de atuendos y gestos, el autor atribuye al judío como hombre lo retrógrado, aquello que se debe dejar atrás; y a la mujer judía lo dinámico, el futuro argentino. Las descripciones del género y de la raza se realizan simultáneamente, y cada una significa la diferencia de manera complementaria. Como sugiere Sander Gilman: When Jewish women are represented in the culture of the turn of the century, the qualities ascribed to the Jew and to the women seem to exist simultaneously, and yet they seem mutually exclusive, much like M. C. Escher’s merging and emerging images of fishes and birds: when we focus on the one, the other seems to vanish. It is clear that neither the qualities ascribed to “sexuality” nor those ascribed to “race” are primary in the construction of these images. Rather, qualities from each constructed category reinforce those ascribed to the Other (1998: 66). [Cuando las mujeres judías son representadas en la cultura del fin de siglo, las cualidades adjudicadas a lo judío y a las mujeres parecen existir simultáneamente y, sin embargo, parecen excluirse mutuamente, tal como las imágenes de
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los peces y los pájaros de M. C. Escher, que tanto se sumergen como emergen: cuando nos concentramos en uno, el otro parece evanecerse. Es claro que ninguna de las cualidades inherentes a la “sexualidad” o a la “raza” son esenciales en la construcción de estas imágenes. Por lo contrario, cualidades de cada una de las categorías construidas refuerzan aquéllas inherentes a la Otra (mi traducción)].
Numerosos autores han marcado el desplazamiento entre género y raza que se realiza en la Argentina decimonónica. Francine Masiello (1992), por ejemplo, muestra cómo los intelectuales de la generación del 37 usan el espacio de lo femenino para labrarse un lugar desde el cual elaborar una voz que participe en los debates y se contraponga a Rosas. La feminización otorga a los hombres autoridad para hablar desde lo privado, la imaginación y el cuerpo. Lo femenino está relacionado en la imaginación decimonónica con la blancura, lo europeo y la civilización. En Los gauchos judíos Gerchunoff pone en juego las definiciones de género. Siguiendo una convención de la época sobre los judíos, los hombres aparecen feminizados. Las mujeres son delineadas como deseables y blancas. La diferencia –sexual y étnica– se oculta y se revela como en un cuadro de M. C. Escher. Veamos un ejemplo del texto: Y junto al palenque, torcido como una vaina de algarrobo, Raquel ordeña a la vaca inmóvil. Está de rodillas y sus dedos aprietan las ubres magníficas que se exprimen en chorros de espuma. La aurora otoñal envuelve en su roja palidez al grupo y la moza deja ver, por la bata entreabierta, los senos redondos y duros que el sol de los fuertes veranos ha dorado como frutas. Cae la leche en el balde con una música suave que acorda con el resuello de la vaca y el respirar de Raquel. El pelo desciende en olas oscuras sobre su espalda, y su cuerpo se dibuja bajo el campesino percal, en la plenitud sabrosa que las caderas exaltan en el ritmo enérgico de sus líneas, en la forma de una rústica ánfora de barro. La claridad de la aurora ilumina su perfil por sobre el ancho lomo de la vaca. Sus ojos tienen el azul que tiembla en las pupilas de la Virgen y la nariz resume en el bronceado arremango, las gracias esenciales de la raza (Gerchunoff 1910: 13-14).
Así se presenta la bella y joven Raquel en una viñeta llamada sugerentemente “Leche fresca”. Las dos connotaciones de la leche fresca aparecen casi superpuestas: por un lado, la leche junto con la miel está asociada a Israel como tierra prometida, reemplazada en Los gauchos judíos por la Argentina. La sincronía y proximidad entre el cuerpo de la joven y la vaca sugieren que la producción de leche apetitosa –una realidad en la vaca– es una promesa que se encuentra en potencia en el cuerpo de Raquel. Un reco-
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rrido por los periódicos de 1910 y su oferta de nodrizas y de tónicos para fortalecer la leche materna es suficiente para observar cuán importante era ésta en el período. La duplicidad entre revelar y ocultar se presenta al final de la descripción en la cual Gerchunoff incluye, en la caracterización de la joven deseable, la marca de la diferencia: la nariz como una de las “gracias esenciales de la raza”. En la descripción de Raquel se observa claramente el paso de la joven deseada a la madre; es decir, se presenta un personaje que rompe con la dicotomía entre mujer deseada y mujer madre tomando atributos físicos que en la literatura decimonónica se le atribuyen a otras mujeres extranjeras (las cantantes de ópera, las actrices, por ejemplo), y uniéndola con la figura más venerada de la cultura occidental, la virgen. Si la nariz marca la diferencia, los ojos azules de Raquel remiten a la Virgen María, marcando su virtud pero también su similitud con la representación deseada de la mujer argentina, europea y blanca. La comparación del cuerpo de la mujer con un ánfora de barro es típica en sociedades agrarias y su coordinación física con la vaca la transforma en una figura básica del campo argentino, indivisible del animal que representa la riqueza del país por los mismos atributos que se sugieren en Raquel: su capacidad de apareamiento, su posibilidad de producir leche que nutra a robustos ciudadanos argentinos. El cuerpo es fundamental en el acceso a la ciudadanía. Gerchunoff entendía claramente que el premio, el acceso de los judíos ashkenazis a la categoría legal de inmigrantes y a los privilegios que ella acordaba se debía a que étnicamente fueran percibidos como europeos y blancos. Una vez llegados a la Argentina, los hombres debían despojarse de los trajes que los marcaban como diferentes, que eran despliegue de la diferencia, del eco visible de la marca escondida: la circuncisión. Las mujeres, a su vez, debían aparecer deseables y así encara Gerchunoff el diseño de sus protagonistas, un grupo de damiselas semi vestidas que cautivan al prologuista Martiniano Leguizamón: Así Raquel, Rebeca, Esther, Myriam y Ruth cautivan con su fuerte y sencilla belleza de flor agreste, y se hacen perdonar la volubilidad con que olvidan el severo precepto que les veda amar a los que no son de su raza, entregando las ternuras de su corazón al gauchito más bizarro del pago que las conquistó con las trovas gemidoras de una guitarra o con su garbo altivo de jinetes incomparables (xi).
Leguizamón prosigue describiendo un “crisol de amor” que causará la desaparición de los viejos rabinos y la creación de una raza nueva. Este subtexto de asimilación está presentado en el texto de Gerchunoff ambigua-
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mente en viñetas donde el deseo interracial siempre se muestra en el momento previo a la consumación, en el momento de la seducción y del corte con la ley; imagen emblemática de esto es la partida de Myriam con el gaucho Rogelio que también sucede, significativamente, durante Pesaj: Todos los colonos salieron de la sinagoga para presenciar algo horrible: Rogelio, en su brioso alazán, venía a todo correr con Myriam en ancas. Pasaron como viento, erguido el criollo como un conquistador y ella, suelta la cabellera, hizo un saludo con sus ojos en llama y cuando la gente volvió de su asombro, la pareja fugitiva era un punto en la distancia. En el camino, una vasta polvareda se elevaba en polvo de oro (1910: 53).
En Los gauchos judíos, Gerchunoff usa repetidamente el oro metafóricamente para marcar el corte entre la usura, tarea a lo que los judíos estaban restringidos en partes de Europa, y el trabajo en el campo que significa una vuelta a la vida agraria de los patriarcas bíblicos. El trigo es metaforizado como oro, por ejemplo, para deconstruir el estereotipo judío-usura y marcar la transición entre ser judío en el este de Europa y ser judío en la Argentina: Repites tus tareas bajo el cielo benévolo y tus manos atan las rubias gavillas cuando el sol incendia en llamas de oro ondulante, las olas de trigo sembrado por tus hermanos y bendecido por el ademán patriarcal de tu padre que ya no es, ni prestamista ni mártir, como en la provincia de Besarabia (14).
Esto se ve de nuevo en otra escena en la que se asocia el trigo con perlas: La rueda mayor giró y el grano empezó a derramarse como lluvia de perlas bajo la bíblica bendición del cielo iluminado de luz. Interpuso la mano sobre la cual el trigo caía en clara cascada, y así la tuvo mucho tiempo. A su lado, la mujer miraba con avidez y Dvorah miraba. –¿Veis, hijos míos? Este trigo es nuestro... Y sobre sus mejillas aradas por una larga miseria, corrieron dos lágrimas que cayeron junto con el grano en la primera bolsa de su cosecha (30-31).
Se observa en esta cita otra asociación frecuente en el libro: la fusión de lo físico con lo natural, la continuidad entre la vida cotidiana de los judíos y la vida del campo. Esto se manifiesta especialmente en la asociación con la naturaleza, de la cual las mujeres son parte. Ellas, tanto las jóvenes como las viejas, tienen una conexión directa con la naturaleza, parecen sentir y percibir los cambios de clima, se mueven de acuerdo con los cambios de temperatura y de atmósfera. Las mujeres mayores son las que cuidan el hogar,
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transmiten la tradición oral y cuentan las historias. Las mujeres jóvenes son también las que tienen el don del lenguaje. Raquel, por ejemplo, abandonará a su marido en plena boda para escaparse con un hombre con quien “se entendía”. Debemos recordar que uno de los temas más importantes del fin de siglo europeo, con respecto a los judíos, era el impacto de su emancipación en la vida cotidiana y en su identidad vis-à-vis con las nuevas identidades ciudadanas que iban adquiriendo. Según Gerchunoff, la identidad de los judíos argentinos se construía en contraste con su identidad previa como judíos del este de Europa no emancipados, es decir que en Argentina tendrían el lugar simbólico que tenían los judíos de los países de Europa occidental y de Estados Unidos. Ser ciudadano en un país moderno implica también tener el derecho a elegir a quién amar. Como ha afirmado Riv-Ellen Prell (1999), para el caso norteamericano en el cruce del Atlántico, el cambio de la vida en sociedades de shtetl a sociedades laicas y abiertas donde los judíos –recordemos que solo los hombres– son ciudadanos, es un cambio fundamental en la conceptualización de las relaciones de pareja y de amor. Se podría afirmar que la atracción del libro de Gerchunoff para el público lector de Buenos Aires –que en ese momento incluía a pocos judíos– era su sexualidad, una característica de la seducción típica, según Beatriz Sarlo (1985), de la novela de folletín. Gerchunoff recoge una preocupación importante de la literatura en ídish del momento – el tema del amor, de las relaciones amorosas, de la diferencia entre los matrimonios por amor y los matrimonios arreglados y por supuesto el horror frente al matrimonio mixto. América es vista por la literatura en ídish como un sitio de matrimonio por amor. La fuga de Raquel con Gabriel en la viñeta, llamada en homenaje a Cervantes “Las bodas de Camacho”, pone de manifiesto el lugar del lenguaje en el amor americano. Siguiendo prácticas del este de Europa, Raquel es prometida en matrimonio al hijo del rico del pueblo, un hombre a quien ella no ama. Nuevamente Gerchunoff no escatima los adjetivos en su descripción de la muchacha: “Alta, de cabellera rubia, tan densa y rubia que daba una sensación de humedad, y ojos tan azules que mareaban como el mar... Esbelto y fuerte era su cuerpo, cuyas enérgicas líneas diseñaba la corta pollera de zaraza y la bata que descubría el comienzo de sus senos macizos y móviles” (Gerchunoff 1910: 77). Si bien los padres de Raquel aceptaron la propuesta del rico Liske por su fortuna, Raquel ya había entregado su amor a Gabriel. Nuevamente, como en la fuga de Myriam, el amor aparece relacionado con el calendario judío: “Sabíase que Raquel y Gabriel se entendían desde meses atrás y Jacobo, conocedor de toda novedad, aseguraba haberles sorprendido besándose en vísperas del día del Gran Perdón, a la sombra de
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un paraíso...” (82). Es significativo que el peso de la relación entre Gabriel y Raquel esté puesto en el lenguaje. Liske, el novio oficial, “se enreda” al hablar, aun leyendo el texto de la ceremonia de su boda. Gabriel por su parte no solo habla sino que hasta canta vidalitas. El término “entenderse” –eufemismo de tener una relación– invoca el peso de la palabra en la relación amorosa. El castellano es la clave de la asimilación de los judíos a la sociedad argentina, y las mujeres aventajan ampliamente a los hombres en su dominio.
1936 Los gauchos judíos tuvo un enorme éxito editorial. En 1936 Gerchunoff reeditó el libro en una nueva versión que fue usada como base de futuras reediciones y de la mayor parte de la tarea crítica sobre la obra. Los numerosos cambios, sobre los cuales Edna Aizenberg ha escrito con elocuencia, se pueden resumir de la siguiente manera: 1. La narración pasa de la primera a la tercera persona. 2.Se agregan dos viñetas. 3. Se hacen cambios en las transliteraciones del hebreo y el ídish al español, y se modifican algunos términos. Aizenberg ha afirmado sobre la versión de 1910: What emerges is hardly a smoothly blended text with linguistic wrinkles ironed out by an agonistic writing, shaped and reshaped by an author who did not hide the tensions of plurilingualism. It has not been noted that in Gerchunoff’s hands fin-de-siècle philological cosmopolitanism was not the stuff of then fashionable idiomatic borrowings from Paris, or from a long–gone Greco–Roman antiquity; it was an existential struggle (2002: 72) [Lo que emerge es dificultosamente un texto fluido, cuyas arrugas lingüísticas se plancharon por la escritura agonística, moldeado y remoldeado por un autor que no escondió las tensiones del plurilingüismo. No se ha notado que en las manos de Gerchunoff el cosmopolitismo filológico del fin de siglo no era lo que constituía la moda de los préstamos idiomáticos de París, o de una lejana antigüedad grecoromana; era una lucha existencial. (Mi traducción)].
En este apartado me concentraré en el problema existencial del intelectual inmigrante que describe Aizenberg. Ya he explorado en este artículo cómo en Los gauchos judíos la versatilidad lingüística de las mujeres jóve-
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nes las transforma en las artífices de la integración de los judíos a la sociedad argentina. Gerchunoff articuló la relación entre lenguaje y ciudadanía con muchísima claridad en su autobiografía escrita a los treinta años (seis años después de Los gauchos judíos) y publicada póstumamente. En el fragmento siguiente, Gerchunoff describe sus sentimientos a los dieciséis años, como alumno del prestigioso Colegio Nacional de Buenos Aires: Mi pena era no ser igual a los demás, es decir no ser argentino. Expuse una vez mi caso al profesor de gramática, el cual lanzó una carcajada formidable y me abrazó con afecto. Es que yo tenía dieciséis años y me faltaban dos para naturalizarme. Al día siguiente me llamaron de la oficina del rector y el profesor, me metieron en un coche. –¿Adónde vamos? –pregunté tímidamente. –¡Pues hombre! –exclamó el rector– ¡a hacerlo argentino!... ¿Acaso no lo es en realidad? (1983: 61).
El lenguaje es lo que permite a Gerchunoff el ingreso a la cultura argentina a través de la educación en el Colegio Nacional y, por consiguiente, la posibilidad de ganarse el sustento con la palabra, y así abandonar el trabajo manual del que vivían los obreros israelitas a los que el joven estudiante daba clases para pagar sus estudios. La carta de ciudadanía representa no solo el ingreso a la nacionalidad (elaborado a través de ciertas triquiñuelas como es la violación de reglas, ya que lo que impedía que Gerchunoff sacara la carta de ciudadanía era su edad) sino también el ingreso al mundo intelectual de Buenos Aires y al reconocimiento de los letrados argentinos, como el rector, que ya lo consideran un “argentino en realidad”. El dominio del idioma le da el acceso a la ciudadanía, al idioma y al campo de significación. Años después, Gerchunoff sentirá la adquisición del castellano y el abandono del ídish como pérdida, como un abandono de otra tradición, lo que Derrida llamó anamnesis: “La ruptura con la tradición, el desarraigo, la inaccesibilidad de las historias, la amnesia, la indescifrabilidad, etcétera, todo esto desencadena la pulsión genealógica, el deseo del idioma, el movimiento compulsivo hacia la anamnesis, el amor destructor de la interdicción” (1997: 100) El desarraigo, el abandono de tradiciones, el conflicto se irán haciendo más evidentes en la escritura de Gerchunoff a medida que el surgimiento del fascismo en Europa lo aleje de sus compañeros de generación. Durante la década del treinta, con el crecimiento de la derecha en Argentina, el antisemitismo se extiende en el país y una nueva generación de escritores judíos como Rebeca Mactas y César Tiempo descreen del optimismo del Gerchunoff del centenario.
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En 1936, cuando Gerchunoff se ha transformado en un ferviente crítico del nazismo y cuando su identidad como judío lo aleja de la literatura en pos de la crítica social y política, el género sexual vuelve a aparecer en la nueva versión de Los gauchos judíos para articular la diferencia. Las dos viñetas agregadas a esta versión –“El doctor milagroso” y “El candelabro de plata”– presentan nuevamente un desarrollo de las diferentes percepciones de mujeres y hombres. Ambas historias funcionan independientemente y recogen tradiciones de la literatura ídish. Agregan, además, interesantes protagonistas femeninas maduras. “El doctor milagroso” presenta al doctor Yarcho, un médico judío formado en París considerado milagroso por judíos, gauchos. Yarcho se niega a mudarse a Buenos Aires o a Paraná, y se queda en las colonias donde puede combinar la vida en el campo con la práctica de la medicina. La identidad del médico es muy diferente a la de los judíos de la edición de 1910: ha vivido en París, habla con elegancia con funcionarios públicos y es amigo del gobernador. Con un consciente guiño al tono de la época, Gerchunoff describe de esta manera a Yarcho: [...] gastaba anteojos, de aros de oro, naturalmente empañados siempre de bruma y siempre torcidos sobre el puente de su flaca nariz, flaca y curva, pues diré, con permisible anacronismo, que el doctor Yarcho no era lo que llamamos hoy un ario. Al contrario. A pesar de haber hecho sus estudios en Rusia, de haberlos perfeccionado en París y leer los libros de Tolstoy, se veía su diminuta figura, los sábados a la mañana, en el umbral de la sinagoga, claro está que con el mismo chambergo y los mismos zapatos (1981: 159).
En la descripción de Yarcho, Gerchunoff usa las características estereotípicas del judío del Este de Europa: los anteojos con aros de oro, la nariz flaca y curva. La identidad de judío de Yarcho es presentada en términos negativos –“no era ario”. El término ario, asociado al racismo del 30, reemplaza los términos positivos usados en la versión de 1910 para describir a los colonos: judíos, hebreos, israelitas. Toda una serie de frases negativas definen a Yarcho: no recetaba medicamentos, no se mudaba a las grandes ciudades, no usaba ropa cara, no vestía como dandy. El subtexto por el cual a través de lo negativo se va delineando un personaje que representa lo más admirado de la combinación oximorónica gaucho-judío, abre una dimensión donde lo supuestamente positivo (vestirse como en París, recetar medicamentos, vivir en Buenos Aires) se socava. También hay una ruptura con el modelo de asimilación de 1910: Yarcho es un hombre preparado para vivir en una sociedad laica que sin embargo mantiene su identidad como judío:
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asiste a la sinagoga y reza. Un habitante de dos mundos, Yarcho es un hombre moderno que es admirado por todos: Años y años corridos, se evocaba su figura, se referían sus prodigios. El rabino sentenciaba: –Es un santo. Nunca vi un judío más hondamente judío. El comisario se rascaba su torva cicatriz y opinaba: –Era un gran gaucho. Las mujeres, las pobres mujeres, las hermosas mujeres, que entienden más de humanidad que el rabino y el comisario, susurraban: –¡Cómo sonreía, cómo sonreía! Y las pobres mujeres, las pobres mujeres, las hermosas mujeres, sonreían, sonreían, sonreían... (1981: 168-169).
Los puntos suspensivos concluyen el capítulo en las sonrisas de las mujeres que, en este capítulo, no son las damiselas deseables sino mujeres maduras que acuden al doctor Yarcho para tratamiento y consuelo: la mujer del matarife; Doña María, la jorobada; la madre de una muchacha que se deshonró al marcharse con un gaucho. En todos los casos, Yarcho consuela a las mujeres y soluciona sus problemas a través de un sutil juego con la ley –tanto la ley mosaica como la ley argentina. Por ejemplo, a una madre que llora porque su hija se marchó con un gaucho y no se casó con él, Yarcho le soluciona el problema: –¿Qué me quiere decir con eso de que no se casó? Se casó en Diamante. ¡Si yo fui testigo de su casamiento! Yo y Sandoval... ¿Lo conoce a Sandoval? Partida ya la madre, Yarcho se encaró a Guterman: –No te olvides: Sandoval y yo fuimos testigos del casamiento. Afortunadamente el muchacho del diablo murió en Uruguay y no podrá desmentirnos. Y Sandoval tampoco, porque no sabemos quién es... (1981: 168).
La ley, en una tradición que se inicia con el Martín Fierro puede manipularse, violarse, torcerse. Aquí Yarcho ofrece dar testimonio de una ceremonia inexistente que él mismo inventa. La flexibilidad de la ley y el contraste entre varias prácticas jurídicas: la ley del campo, la ley argentina, la ley mosaica, aparece también en “El candelabro de plata”, la última viñeta del libro que, como la anterior, concluye en puntos suspensivos. Estos puntos suspensivos dejan abierta la interpretación y también invitan a reflexionar sobre la ambigüedad que en las viñetas de 1936 reemplaza a las certezas del Centenario. La última viñeta, digna heredera de la literatura en ídish, presenta a Guedalí, un viejo colono judío del litoral argentino preparándose para sus ora-
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ciones sabatinas cuando ve una mano entrar a su casa a través de la ventana abierta para robar un candelabro de plata. El único intento de Guedalí de interceptar el robo es discursivo: le recuerda al ladrón (a quien no ve) que es sábado. La historia se la cuenta Guedalí a su exasperada esposa quien se enfurece ante lo que percibe como total pasividad de parte de su marido. En tono absolutamente coloquial argentino la esposa increpa: “–¿Y no estabas ahí, pedazo de...?” (1981: 173). La anécdota completa el libro y, aunque no da ningún tipo de conclusión, resume exitosamente dos temas que figuran con prominencia en Los gauchos judíos: la ley (y las leyes) y la comprensión. Guedalí y su esposa no se entienden y el meollo de la crisis hermenéutica de la pareja pasa por esta incomprensión. El desacuerdo entre la pareja resume sin embargo la preocupación que está en el centro de la posibilidad de los inmigrantes judíos de integrarse a la sociedad argentina. Guedalí y su esposa no se entienden y Guedalí no entiende las reglas de la vida en una sociedad secular. Dentro de la tradición judía su inacción significa respeto e historia. Desde la perspectiva de su esposa, su falta de reacción en términos concretos revela una falta de comprensión de su rol como hombre. Guedalí, que en la versión de 1910 era un maestro erudito, aparece en esta reedición feminizado e impotente. ¿O es quizá su inacción una treta de resistencia ante la asimilación?
1940 En 1940 Gerchunoff se niega a ser homenajeado por el diario La Nación al cumplirse treinta años de la publicación de Los gauchos judíos. El autor que, en términos de Bernardo Verbitsky, consiguió “la carta de ciudadanía para los judíos argentinos”, se alejó de este texto fundacional y se transformó en su primer crítico. Un renovado interés por el libro a fines del siglo XX y principios del XXI, evidenciado por varias nuevas traducciones, ilumina aspectos del texto en los que subyacen preocupaciones contemporáneas sobre lo que hoy llamamos multiculturalismo. Los gauchos judíos es un texto único en la historia de la literatura argentina en tanto y en cuanto crea un espacio simbólico para un grupo migratorio cuando este recién se estaba estableciendo como tal. El autor que inaugura este espacio se transforma en sinónimo de esta inmigración, padre fundacional de este grupo ya inseparable de la relación oximorónica gaucho-judío. Gerchunoff se va a dedicar a la negociación entre esta imagen de intelectual público argentino con la de intelectual judío. Esta tensión está presente en toda su obra y se mantendrá hasta el momento de su muerte con
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un muy fuerte énfasis durante los últimos años de su vida donde lo político –la denuncia del nazismo primero y la creación del estado de Israel después– va a ocupar gran parte de su tiempo y lo alejarán de la literatura (Senkman 1999). En ese sentido se ve el eje de la preocupación por la figura pública de Gerchunoff, cuál es el rol del intelectual público frente a los desarrollos sociales, cuándo se deja de hablar desde lo personal y se comienza a hablar desde lo colectivo. Los desafíos a los que se enfrentó Gerchunoff en la primera mitad del siglo XX son paradigmáticos de las problemáticas de los intelectuales ubicados en lo que Saúl Sosnowski (1987) ha llamado el “guión protector.” La función que Los gauchos judíos ha tenido no sólo en Argentina sino también en Latinoamérica como generadora de historias que se repiten, se desdicen, se cuentan, se literaturizan y se textualizan en el cine, la ficción, la narrativa, no hace más que confirmar la perdurabilidad de la problemática en la cual se ubica el texto de Gerchunoff: cómo conjugar múltiples identidades, cómo crear espacios donde se respete y se alimente la diferencia, cuál es el rol del género en la metaforización de la alteridad.
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LOS HECHIZOS DE EVA PERÓN: DEL CUERPO EMBALSAMADO AL CUERPO NÓMADA.
SANTA EVITA DE TOMÁS ELOY MARTÍNEZ ALICIA ORTEGA CAICEDO Universidad Andina Simón Bolívar
Santa Evita, novela de Tomás Eloy Martínez publicada en 1995, es un texto fagocitador que establece en su interior múltiples puntos de contacto y de cruce entre los discursos de la ficción, la historia, la política, la biografía, la sociología, el diario íntimo y la novela testimonial, el análisis cultural, la crónica periodística, el ensayo académico, el melodrama, el género fantástico, el policial, entre muchos otros. Martínez presenta como parte de su propuesta estética las fuentes y archivos de la historia que leemos: las entrevistas realizadas (la madre de Eva, el mayordomo de la casa presidencial, el peluquero, su director de cine, manicuristas, modistas, artistas, amigos, etc.), documentos históricos y periodísticos, cartas personales, escritos de Eva, partes médicos y militares; fragmentos y comentarios de noticieros, guiones de cine y textos literarios que ficcionalizaron el acontecimiento Eva Perón (Walsh, Onetti, Borges, Cortázar, Perlongher, Copi). Se trata de un conjunto de versiones que se reescriben, se complementan, se contradicen y desde donde Martínez construye un espacio ficcional y metadiscursivo en el cual emergen con enorme fuerza reiterativa y simbólica los avatares del cadáver de Eva Perón. La novela explora las tensiones sociales que produjo el cuerpo de Eva en tanto cadáver politizado. Tomás Eloy Martínez se propone entender la historia del país al descifrar el destino/enigma del cadáver: el cuerpo de Eva funciona en la novela como clave de la historia, se trata no solamente de un cuerpo/cadáver politizado, sino de un cuerpo cuya potencia resulta tan perturbadora, que se ha convertido en punto de convergencia del discurso político y del deseo sexual; un cuerpo cuya silueta se ha ido confundiendo con los pliegues del mapa nacional hasta desbordarlo. En suma, Santa Evita ficcionaliza las vicisitudes políticas y sociales ligadas al peronismo y a la configuración del mito Eva Perón en sus dos versiones: el mito letrado y el mito popular de Eva, afiliado este último a la cultura de masas. La novela trabaja una escritura volcada sobre las desmesuras de la historia en el esfuerzo no solamente por restituir la verdad, sino por encontrar el
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tono y las palabras adecuadas para narrar aquellos fragmentos de la historia nacional que parecen irreales e incluso irracionales. No es el cadáver de esa mujer [afirma el Coronel Moori Koenig en diálogo con el embalsamador] sino el destino de la Argentina. O las dos cosas, que a tanta gente le parecen una. Vaya a saber cómo el cuerpo muerto e inútil de Eva Duarte se ha ido confundiendo con el país. No para las personas como usted o como yo. Para los miserables, para los ignorantes, para los que están fuera de la historia. Ellos se dejarían matar por el cadáver (Martínez 1995: 34).
De fuentes históricas y literarias sabemos que en 1952, tras la muerte de Eva, su cuerpo fue embalsamado por orden de Perón y transportado luego al edificio de la CGT –Confederación General del Trabajo–, donde permaneció, para ser honrada y venerada, hasta el derrocamiento de Perón en 1955. Después del golpe el nuevo gobierno, la llamada “Revolución Libertadora”, decidió deshacerse del cuerpo embalsamado para evitar que fuera utilizado por los grupos armados peronistas como símbolo político. En diciembre de 1955 desapareció, al año siguiente fue trasladado a Italia, donde fue enterrado bajo el falso nombre de María Maggi de Magistris y devuelta años más tarde, en 1971, a Perón en España. En 1974 el cuerpo fue retirado de la tumba en Madrid y trasladado a Buenos Aires. Durante este lapso, José López Rega –quien organizara el aparato represivo de la derecha peronista– practicaba sobre el cadáver embalsamado sesiones de espiritismo, con el propósito de lograr la transmigración del espíritu de Eva al cuerpo de Isabel, la tercera esposa de Perón. Luego de dos años, en 1976, fue trasladado de la residencia presidencial al cementerio. El cuerpo de Eva demostraba tener una fuerza movilizadora tan grande y tan amenazante que fue necesario borrarlo y desaparecerlo. A los generales triunfantes ya no les inquietaba Perón. El dolor de cabeza que los desvelaba eran los despojos de “esa mujer”. [...] Muerta esa mujer es todavía más peligrosa que cuando estaba viva. El tirano lo sabía y por eso la dejó aquí, para que nos enferme a todos. En cualquier tugurio aparecen fotos de ella. Los ignorantes la veneran como a una santa. Creen que puede resucitar el día menos pensado y convertir a la Argentina en una dictadura de mendigos (Martínez 1995: 23 y 25).
Esta es la sentencia del provisional presidente de la república en la novela de Martínez, con la cual pone en evidencia la politización del cadáver de Eva Perón en una trilogía que hilvana simbólicamente cuerpo, poder y nación desde una agencia colectiva que reinscribe el cuerpo de Eva en el
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terreno de lo imaginario, las creencias y la mitificación. La apropiación simbólica del cuerpo muerto realizada por el pueblo es de tal magnitud, que la percepción de su peligrosidad obliga al poder a todas aquellas manipulaciones y traslados del cuerpo de Eva que lindan con el absurdo, lo irracional y la desmesura histórica. El relato de inmortalización de Eva, el mito de su resurrección y de su retorno, se inscribe también en el proceso de recuperación y politización que de la figura de Eva realizara la Nueva Izquierda como parte de su proyecto de transformación social, impulsado por los montoneros a comienzos de la década del setenta. Cuerpo, icono, mito al que se le han adjudicado múltiples y diversas significaciones en la apropiación que del significante “Eva” han realizado diferentes sectores sociales (“Si Eva viviera, sería montonera”, “Si Eva viviera, sería tortillera”, por ejemplo). Los estudios de Roland Barthes (1982) sobre mitologías destacan precisamente esta condición del mito como significante vacío, capaz de resignificarse y de ser apropiado de múltiples maneras, con diferentes escalas valorativas en un ejercicio de interpretación abierta, en el transcurso de sus avatares históricos y de su circulación en el entramado del tejido social. Las biografías y crónicas de Eva, las representaciones que de ella han hecho la literatura y el cine, los relatos de seguidores y detractores, de sus creyentes, amigos y familiares; políticos y analistas culturales ha recuperado los elementos que han nutrido al mito Eva Perón. Estos rasgos de la vida de Eva son recogidos y ordenados en Santa Evita: unos orígenes anónimos que la condujeron de la actuación en pequeños papeles hasta ocupar el trono como Benefactora de los Humildes y Jefa Espiritual de la Nación, su temprana muerte a los treinta y tres años, su debut como el Robin Hood de los años cuarenta, su papel como la amada de Perón, el aura de fetichismo que la rodeó en vida, los “relatos de sus dones”, entre otros. Sin embargo, más allá de todos estos elementos que ciertamente favorecieron el mito de Eva, son las apropiaciones que de ella hicieron los diferentes actores sociales las que potenciaron a Eva como icono cultural en la insólita dramatización de la modernidad latinoamericana. Es así que “cada quien construye el mito del cuerpo como quiere, lee el cuerpo de Evita con las declinaciones de su mirada” (Martínez 1995: 203). Martínez se afilia a la tradición del género no ficcional inaugurada por Rodolfo Walsh, aquella que textualiza precisamente la tensión entre historia y ficción, entre lo documental y lo imaginado, en el afán de narrar y denunciar crímenes políticos que, por haber sido mentalizados desde el poder institucional, permanecen como verdades históricamente impunes. El homenaje a Walsh se evidencia en el texto no solamente desde la perspectiva de su propia concepción estética, sino que la novela misma puede ser leída como
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una reescritura del cuento “Esa mujer”, escrito por Walsh y publicado en 1965, puesto que T. E. Martínez lo incluye, lo comenta, lo completa e incluso el mismo Walsh aparece en la novela como personaje documentado, así como también los personajes del cuento, la viuda y la hija del coronel. Este cuento –inscrito en el proceso ya mencionado de revalorización del peronismo por parte de la Nueva Izquierda– narra el diálogo entre un investigador/periodista (Walsh) y un coronel (Moori Koenig, aquel que secuestró el cadáver de Eva de la CGT e inicialmente estuvo a cargo de su desaparición). El periodista indaga el paradero del cadáver: “Yo busco una muerta, un lugar en el mapa. Aún no es una búsqueda, es apenas una fantasía” (163). El propósito de la entrevista fracasa. Sin embargo, las palabras del coronel evidencian la ausencia de un cadáver que ha sido erotizado: “Esa mujer estaba desnuda en el ataúd y parecía virgen [...] cuando la sacamos [...] se le tiró encima, ese gallego asqueroso. Estaba enamorado del cadáver, la tocaba, le manoseaba los pezones” (167). El relato se cierra con los delirantes gritos del coronel que reclaman la posesión del cadáver: “Es mía –dice el coronel–. Esa mujer es mía” (171). En el texto fundacional de Walsh están presente los elementos que más tarde incorpora Martínez a su novela: la recuperación literaria de Eva como cadáver, el poder emotivo que genera un cuerpo ausente sobre el cual se depositan fantasías y deseos en el cruce de un deseo político y un deseo sexual. Aparecen también los elementos irracionales de un cierto maleficio y desgracias que ocurrirían a quienes habrían osado manipular el cadáver, el tono delirante y la desmesura del coronel, la representación del cuerpo/cadáver como enigma a ser resuelto y de Eva como dueña de un poder fálico: “la enterré parada, como Facundo, porque era un macho” (1985: 170), afirma el coronel en el cuento de Walsh. En suma, se trata, según palabras de Kraniauskas, de un cuerpo transformado en “fetiche político” en tanto fuente de una producción simbólica que ha erotizado la política y, a la vez, ha politizado el deseo. Es un cuerpo en disputa que traza el enfrentamiento y la lucha por su posesión entre militares e intelectuales, entre enemigos y seguidores: se trata, en definitiva, del cadáver de una mujer con poder político. Eva ha sobrevenido históricamente en un icono tan poderoso que fue necesario desaparecerla aún después de muerta: adjudicar un destino al cadáver y poseerlo suponen estrategias de poder y de negociación. Un elemento importante en el cuento de Walsh, destacado por Ana María Amar Sánchez, es la configuración de Eva como una ausencia: un cuerpo desaparecido del que no hay un solo rastro de su intimidad. Eva no está expuesta en el cuento, no hay una narración de su privacidad, es apenas “esa mujer”: una mujer despojada de todo lo que no sean los términos del enfrentamiento político.
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Tomás Eloy Martínez configura en Santa Evita una Eva que es ficcionalizada también como cuerpo ausente: cuerpo robado y disputado. Sin embargo el cuerpo de Eva no es narrado como el lugar de la muerte, sino como enigma, como exceso, como promesa; como un cuerpo que aunque vaciado1 de vida ha sido rellenado de múltiples sentidos: sentidos profundamente movilizadores del cuerpo social y, por tanto, percibidos como peligrosos para los intereses del poder antiperonista, así como para las clases sociales que albergan temores y pesadillas ante los acechos de la barbarie, ante su permanente amenaza de invasión y toma de la ciudad2. Evita es el regreso a la horda, es el instinto antropófago de la especie, es la bestia iletrada que irrumpe, ciega, en la cristalería de la belleza (197). Ahora es un cuerpo demasiado grande, más grande que el país. Está demasiado lleno de cosas. Todos le hemos ido metiendo algo adentro: la mierda, el odio, las ganas de matarlo de nuevo. Y como dice el Coronel, hay gente que también le ha metido su llanto (154).
Un cuerpo que se ha llenado con los deseos, creencias, miedos, fantasías y leyendas de la colectividad. El cuerpo de Eva se ha convertido así en lugar desde donde se forja una memoria colectiva, los imaginarios de movilización social, la utopía de salvación y el milagro redentor. Eva no es concebida en la novela de Martínez como un personaje del que podamos conocer su intimidad, su manera de pensar y de actuar; la percibimos solo tangencialmente no tanto a partir de aquellos acontecimientos que remiten a su biografía mil veces contada en clave melodramática (la desdibujada provincianita que triunfa en la capital cuando encuentra a su príncipe después de mover sutiles hilos de seducción e interés personal, que alcanza la gloria y la fama
1 Podemos señalar varias instancias de vaciamiento del cuerpo de Eva: un vaciamiento de su interioridad para llegar el mayor icono del peronismo: “Yo no soy yo, dice. Soy lo que mi marido quiere que sea. Le permito que teja sus intrigas en mi nombre, yo le doy el mío. Era terrible, y nadie se daba cuenta” (112), dice Eva Perón durante el discurso en el que renuncia públicamente a la vicepresidencia de la República. Más tarde durante la enfermedad, según la ficcionalización de Martínez en Santa Evita, hubo que hacerle incluso un vaciamiento ginecológico. 2 Como por ejemplo el cuento de Borges “El simulacro” (El hacedor), que escenifica el velorio de Eva como una farsa política, una impostura: “Sin el temor a Perón, los laberintos y los espejos de Borges perderían una parte sustancial de su sentido”, dice T. E. Martínez en su novela. El cuento “Casa tomada”, de Cortázar, también ficcionaliza el temor a la invasión de la horda bárbara.
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como gratificación a los sacrificios de un pasado oscuro), sino más bien a partir de los que enlazan con la historia pública y nacional. Ciertamente lo melodramático está presente en la novela, pero aparece como archivo secundario, referido lateralmente para dar un cierto espesor biográfico que se propone destacar más bien el proceso de formación y permanente transformación del cuerpo de Eva: su representación iconográfica, su figura pública como artificio cultural que se inscribe en la historia argentina. Las entrevistas recogidas en la novela insisten en el proceso de transformación de adolescente desaliñada hasta su otoño de emperatriz, de pobre minita a gran diosa, de actriz de reparto a señora respetable. Varios hombres se disputan la autoría de Eva: el peluquero dice “Evita fue un producto mío. Yo la hice” (83). Su embalsamador, Pedro Ara, también afirma: “Soy, aunque Eva no quiera, su Miguel Ángel, su hacedor, el responsable de su vida eterna” (157). Las palabras de Perón –declaradas en una entrevista de 1970 con la revista Panorama, y publicada dos años más tarde– reproducen también esta misma idea de agencia masculina en la performatividad y modelación del cuerpo de Eva: “Eva Perón es un producto mío. Yo la preparé para que hiciera lo que hizo”. Todo este proceso da cuenta de un cuerpo en construcción, de la elaboración de un cuerpo como resultado de un trabajo progresivo, como un continuo hacerse; de una identidad forjada como parte de un proyecto en constante elaboración. En él coinciden la configuración de un cuerpo femenino politizado, de un fetiche y de un mito, allí donde confluyen género, cuerpo y poder. De “pobre cosita frágil” a diva, del cuerpo de una diva al cuerpo de una mujer con poder y en ejercicio público que integra en su propia representación el cuerpo simbólico de madre espiritual de la nación argentina, y más tarde el cuerpo de una santa, luminoso e inmortal, capaz de movilizar fuerzas revolucionarias y desestabilizadoras del orden social. La novela de Martínez recurre a “la gran metáfora fetichista” como uno de los múltiples lugares de enunciación en la novela. Baudrillard (1981) nos ha recordado que el término “fetiche” remite originalmente a fabricación, a un “hacer” que trabaja en el orden de los signos y las apariencias. Un hacer que en español se relaciona etimológicamente con afeite (como técnicas de embellecimiento) y con hechizo. De allí que, y siguiendo la lógica de Baudrillard, el sujeto quede atrapado en la fascinación que la apariencia del objeto fetichizado ejerce. Es el “hechizo” de Eva ante el cual sucumben las masas populares, los militares que persiguen y manipulan el cuerpo para desaparecerlo y es también el hechizo bajo el cual se reconoce el mismo Martínez en el ejercicio de su escritura: “Escribo en su regazo”, dice Martínez en la novela, “Evita, repetía, Evita, esperando que su nombre contuviera alguna revela-
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ción [...]. Recordé el tiempo en que anduve tras la sombra de su sombra, yo también en busca de su cuerpo perdido” (63-64). El fetiche apela a la fascinación de la forma, de un nombre que ha hiperbolizado los signos de su corporalidad, de un cuerpo asumido como signo, como significante vaciado y vuelto a llenar desde el hechizo, los afectos, el miedo y el dolor. “Es el cuerpo como artefacto lo que se vuelve objeto de deseo”, afirma Baudrillard. El cuerpo de Eva hilvana la historia y la novela como artefacto semiótico y autosuficiente, capaz de actuar bajo una extraña “lógica funeraria”. La constante transformación del cuerpo de Eva que la novela trabaja, insiste en la materialidad del cuerpo como algo construido y como resultado de ciertas prácticas de resonancias político-culturales. Como afirma Judith Butler a propósito del género en disputa y la construcción cultural de la sexualidad: “la ‘coherencia’ y la ‘continuidad’ de ‘la persona’ no son rasgos lógicos o analíticos de la calidad de persona sino, más bien, normas de inteligibilidad socialmente instituidas y mantenidas” (2001: 50). De este modo, es posible restituir la vinculación política entre las representaciones y modelamientos del cuerpo de Eva, en relación tanto a sus apropiaciones históricas en la articulación de los diferentes campos sociales de poder, como a la producción de sentidos que apelan al ubicuo lugar de la creencia, los imaginarios y los deseos. Siguiendo a Butler (1988), recordemos que la materialización y significación de los cuerpos es indisociable de las normas regulativas. Si el embalsamamiento de Eva puede ser leído como la hipérbole de una materialización corporal, la necesidad de su desaparición para ser enterrado y devuelto al ciclo natural apunta a otro momento: la delimitación de una desmesura simbólica de su corporalidad. Es un cuerpo que visibiliza las coyunturas de su inteligibilidad cultural: lecturas múltiples del cuerpo de Eva que, como veremos, persisten, proliferan y se multiplican más allá de los límites que las normas de regulación social de los sentidos son capaces de prever. La productividad de sentido del icono Eva Perón fija la articulación entre cuerpo y poder. Así, el coronel de la novela afirma: “El mapa del erotismo es el mapa del poder” (138). El cuerpo de Eva se inscribe en una figuración histórica de lo corporal que se resitúa en el discurso político (Cortés Rocca y Kohan 1998). Diversas etapas del hacerse de Eva son recuperadas y ficcionalizadas en la novela: ya mencionamos la transformación de tímida provinciana a diva del espectáculo; más tarde, durante el proceso de la enfermedad y agonía de Eva, será necesario esconder, disfrazar y simular el cuerpo enfermo para mostrarlo como cuerpo político aún vital. Así, por ejemplo, cuando Perón asume su segundo mandato, Eva, ya mortalmente enferma, recorre en un automóvil descubierto la distancia que separa su residencia del congreso:
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Le pusieron dos inyecciones, una para que no sufriera y otra para que mantuviera la lucidez. Le disolvieron las ojeras con bases claras y líneas de polvo. [...] le fabricaron a las apuradas un corsé de yeso y alambres para mantenerla erguida. Lo peor fue el tormento de las lencerías y las enaguas, porque hasta el roce de la seda le quemaba la piel. [...] aguantó a pie firme las asperezas del vestido, el casquito bordado con que le adornaron la cabeza para disimular su flacura, los zapatos cerrados de tacos altos y el abrigo de visón en el que cabían dos Evitas (38-39).
Estrategias de simulación que persiguen el borramiento de toda huella que aluda a la Eva real y biográfica (portadora de un cuerpo enfermo y debilitado), en el esfuerzo por fabricar y modelar un cuerpo vaciado de lo tangible humano para ser remodelado a la luz del mito y los requerimientos políticos. Ese proceso de inmortalización llegará a la cúspide durante el embalsamamiento, a través del cual Eva será exiliada del deterioro y de la historia, para devenir ella misma historia –su cuerpo dejará de estar instalado en la historia para ser él mismo recipiente de ella–, para ocupar otro destino: el destino de un mito transhistórico. De allí que el poder asuma la necesidad de desaparecerlo para encontrar al cuerpo de Eva un destino que la devuelva al ciclo de la historia natural: “Pero al embalsamarlo usted movió la historia de lugar. Dejó a la historia dentro. Quien tenga a la mujer, tiene al país en un puño, ¿se da cuenta? El gobierno no puede permitir que un cuerpo así ande a la deriva” (34). La novela se abre con la exposición del cuerpo moribundo de Eva: un cuerpo sin aliento, enfermo y dolorido, desollado y consumido por la enfermedad. En la novela conviven, durante la transformación de Eva en mito, un discurso escatológico (las atroces punzadas del vientre, la anemia, los informes del coronel sobre las hemorragias vaginales de Eva; los cuidados del fiel mayordomo que limpia sus orines, lágrimas y mocos, y más tarde los detalles del proceso de embalsamamiento) y uno hagiográfico que sigue el via crucis del cadáver: cuerpo enfermo y cuerpo embalsamado, portador de milagros para sus seguidores y desgracias para los enemigos. La novela también es prolija en la descripción del cuerpo embalsamado: Todo el cuerpo exhalaba un suave aroma de almendras y lavanda. El coronel no pudo apartar los ojos de las fotos que retrataban a una criatura etérea y marfilina, con una belleza que hacía olvidar todas las otras felicidades del universo (25). Estaba tan bien conservada que hasta se veía el dibujo de los vasos sanguíneos bajo el cutis de porcelana y un rosado indeleble en la aureola de los pezones (26).
La fabricación del cuerpo embalsamado, de un cuerpo bello y luminoso que parece respirar, indestructible y milagroso, supone una construcción y
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también una estetización; una permanente manipulación de los órganos de un cuerpo cuidado que deberá ser bañado en bálsamos, líquidos, parafinas y químicos; cubierto de pastas y tintes en la elaboración de una obra maestra narrada repetidamente, y que tiene como propósito final dar la sensación de vida a un cuerpo muerto: con la ayuda de fotografías el embalsamador ha transformado un cuerpo deteriorado en una estatua de belleza suprema. El relato escrito por Pedro Ara, el prominente médico español que en la historia real embalsamara el cuerpo de Eva, pone énfasis en la dimensión estética de su obra: describe su trabajo como técnica anatómica y como obra de arte, en el que es necesario enfrentar, a la vez, problemas técnicos y problemas estéticos, pues se trata de fijar una forma, una actitud o una expresión; en suma, de crear la ilusión de vida. “La preocupación estética es la dominante. A ella hay que supeditarlo todo”. Durante el trabajo de embalsamamiento las instancias de representación y mímesis se desordenan: si las fotos representaron en su momento a la Eva original, ahora el cuerpo deberá imitar el archivo fotográfico que sintetiza la gama de expresiones fisonómicas en un ir y venir entre el original y sus representaciones. La agencia del embalsamador añade el aura de estetización –y en la novela, de erotización también– a la trilogía ya mencionada: cuerpo femenino ahora cadáver estetizado/erotizado, poder y nación. “Evita era un sol líquido, la llama detenida de un volcán” (120). El cuerpo de Eva se caracteriza por excesos que, como sostiene David William Foster, tienen más bien que ver con patrones de sobreidentificación en el proceso de significar lo femenino y el poder femenino: si el cuerpo de la Eva-diva se caracterizó por el exceso de su glamour en el período de aprendizaje de una gramática del espectáculo, ahora el cadáver de Eva no solamente es diseñado como hipérbole de una belleza inmortal e icono cultural portador de excesos de significación, sino que ella misma se multiplica en copias que la imitan y aparentemente impedirían el robo de la original. Martínez narra en la novela –como ingrediente ficcional– que el embalsamador habría construido, cuando la caída de Perón se anunciaba como un hecho inminente, tres copias de Eva con la ayuda de un escultor. La inmortalización del cuerpo realizada a través de su embalsamamiento y la reducción de su figura a mera corporalidad, resulta altamente paradójica y de consecuencias imprevisibles para quienes estuvieron involucrados en el proceso. El cuerpo se va llenando de deseos, creencias, milagros, llanto; de una historia que inicia un proceso de signo contrario: si en el comienzo fue necesario simular vida en el cuerpo muerto, luego se hizo evidente la urgencia de restituirle su humanidad, pues había que demostrar que se trataba de un
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cadáver y que ese cuerpo era Eva y no su representación. Ara insiste en su historia en que el mayor problema al que se enfrentó luego de la caída de Perón fue probar la realidad e integridad del cuerpo de Eva para protegerlo de su destrucción y desmentir los rumores de una supuesta artificialidad del cadáver: “Nadie parecía creer que aquello fuera realmente lo que era” (195). Las innumerables radiografías tomadas por el médico demuestran la originalidad del cuerpo, que pasa así a constituir un importante e inevitable problema político. De allí la necesidad de “encontrarle un destino”, de esconderlo y enterrarlo para devolverlo al ciclo natural de descomposición y borramiento. Según el relato de Ara, el nuevo gobierno insiste en quemar todo el archivo documental y fotográfico relacionado con el caso Eva “como un paso hacia la destrucción del mito”. Frente a esto, Ara comenta: “Yo pienso que tal vez no sean los mitos los que no se puedan destruir quemando papeles y otra cosas” (213). “Es imposible revertir los tiempos” (303). El cuerpo inmortalizado y luego errante deviene en fuerza profundamente movilizadora: santa y madre espiritual cuya figura parece entreverse entre las nubes y las hojas de los árboles, portadora de una voz que inscribiría en la memoria colectiva la promesa de su retorno, muñeca funeraria, cadáver erotizado desde su capacidad para atraer sexualmente y obsesionar a quienes pretenden desaparecerlo: Un cuerpo. ¿Qué es un cuerpo?, diría después el coronel. ¿Puede llamarse cuerpo un cuerpo muerto de mujer? ¿Podía ese cuerpo ser llamado cuerpo? Las nalgas. El raro clítoris oblongo. No. Qué tentación el clítoris. No; debía refrenar la curiosidad (134).
En el contexto de la novela y de la historia, es necesario distinguir dos miradas radicalmente diferentes en relación a la percepción del cuerpo de Eva en el escenario político (como lo ha reconocido Martínez, cada quien construye el mito de Eva con las “declinaciones de su mirada”): la que la santifica y reclama como símbolo del destino del país, que remite a una estética de la seducción; la de los militares que la desaparecen, que remite a una estética de lo obsceno. La seducción, según Jean Baudrillard, desvía las cosas del mundo del valor para llevarlas al juego de las apariencias, a su intercambio simbólico. Lo obsceno, siguiendo a Baudrillard, surge cuando las cosas devienen demasiado reales, es decir cuando se las retira de su previa dimensión metafórica. El cuerpo de Eva seduce a las masas marginales que reclaman un sitio en la historia bajo el auspicio de promesas, regalos, encantos, milagros y, sobre todo, de una amplia apelación social e histórica, afectiva y táctil. Es bajo la seducción, y la movilización de los afectos, que
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se construye el mito de Eva, Eva-muñeca, Eva-Santa, Eva-madre espiritual. Ese mismo cuerpo, retirado brutalmente del juego metafórico, es instalado por el poder masculino-militar en una “escena obscena”. Baudrillard afirma que “La obscenidad tiende siempre a superarse: presentar un cuerpo desnudo ya puede ser brutalmente obsceno, presentarlo descarnado, desollado, esquelético todavía lo es más” (37). El cuerpo/cadáver de Eva es mutilado (le cortan un dedo y le perforan una oreja para identificarlo), meado, erotizado y humillado bajo la mirada y la manipulación de quienes lo desaparecen, militares que caen paulatinamente bajo el hechizo/maleficio de Evita. La lectura que ha hecho Gilles Deleuze sobre Spinoza nos ofrece una “teoría de las pasiones” que postula al cuerpo como paradigma conceptual, desde donde ensayo una lectura que se propone comprender las profundas significaciones y entramados sociales que impregnan la figura y el cadáver de Eva. Según la Ética que Spinoza elabora, desde la mirada de Deleuze, cuando un cuerpo se encuentra con otro es posible que los dos se compongan formando un todo más poderoso, o bien que uno de ellos descomponga al otro y destruya la cohesión de sus partes. Como resultado de tales encuentros los cuerpos se ven afectados y experimentan devenires (pasan de un estado a otro), pues estos reciben los efectos de tales relaciones. Cuando un cuerpo se encuentra con otro y se compone con él, experimenta alegría y aumenta su potencia; por el contrario, cuando el cuerpo se descompone, experimenta tristeza y su potencia disminuye. De tal modo que, en el entramado social, todo cuerpo se ve afectado permanentemente y nunca es el mismo. A la caída de Perón, el provisional presidente de la república afirma en la novela que el cuerpo de Eva se ha quedado para “enfermarnos a todos”. Eva es percibida como un cuerpo que amenaza con envenenar el cuerpo social, de allí la inminencia de su destrucción y la serie de “maleficios” que parece perseguir a todos los militares que manipulan el cadáver, el cuerpo inmóvil que los obsesiona y pervierte. El cuerpo de Eva es afectado por la “mirada obscena” del poder y reacciona, en clave fantástica, a través de los maleficios con los que intenta defenderse. Por el contrario, el escritor de la novela que leemos y el pueblo que ha hecho de ella un icono y un mito nacional, se ven positivamente afectados ante la seducción de Eva, se potencia lo que el poder percibe como amenaza social y sucumben todos ante los “hechizos” de Eva: velas y flores que persiguen las huellas del cadáver migrante, mandas, sacrificios, ofrendas y rezos. Quizás la ofrenda mayor sea, desde la lectura que hacemos, la escritura de Santa Evita, la novela que leemos. Podemos leer todas las transformaciones experimentadas por el cuerpo de Eva como un proceso de múltiples “convertires” que hicieron posible la configuración del mito/ícono Eva Perón.
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Cuando Perón es derrocado y el cadáver de Eva es raptado, se inicia la conversión del cuerpo de Eva en “cadáver nómada/ cuerpo errante”. El cadáver de Eva es sometido a un delirante y perpetuo desplazamiento que obedece a los miedos y ansiedades del nuevo poder militar: el cadáver es ocultado, en secreto, para evitar que caiga en manos de las fuerzas enemigas. Permanece oculto en un camión en diversas calles y puntos estratégicos de la ciudad, en un cine, en una bodega de depósitos militares, en una barranca, en una ambulancia errante, en el despacho de diferentes coroneles hasta que finalmente es enviado a Milán. A medida que el cuerpo errante (“la nómade”, “el paquete”), cuerpo rebelde que “no se deja enterrar”, se desplaza por los vericuetos de la ciudad se va consolidando el mito de Eva y, de manera simultánea, una suerte de realidad desmesurada, “lo fantástico político” que permea toda la novela. La novela registra con detalle periodístico las exageradas mandas, sacrificios y récords peronistas ofrendados al restablecimiento de Eva antes de su muerte; la fetichización de Eva y las colecciones de objetos besados y tocados por ella; la afición de los militares por las sectas, los criptogramas y las ciencias ocultas; las peripecias del cadáver; las flores y velas que aparecen misteriosamente alrededor del cadáver desplazado junto con volantes y amenazas anónimas del “Comando de la Venganza” que exige la devolución del cadáver, maleficios que parecen perseguir y castigar con la locura y la muerte a todos aquéllos que dispusieron del cadáver de Eva y que efectivamente, según el relato novelesco y en diálogo la historia y con el cuento de Walsh, llevan a los coronales involucrados en el rapto del cadáver a la cárcel, la locura, el alcohol, la destrucción física y emocional. Ellos habrían caído subyugados al “maleficio” de Eva, entregados a una hiperbólica pasión necrofílica por un cadáver no solamente raptado, sino incluso violado, humillado y sexualizado. El cuerpo, completamente desnudo, desnudo era azul, no de un azul que pueda explicarse con palabras sino transparente, de neón, un azul que no era de este mundo. Al lado de la caja había un banco de madera que solo podía servir para velar a la muerta. Había también manchas horribles, no sé qué porquerías, Dios me perdone, Eduardo había estado con el cadáver todas estas semanas (271).
Paralelamente a la errancia de Eva crece el entramado de relatos que hilvanan, en un contrapunteo mágico/fantástico el mito de Eva, su hagiografía: Poco a poco, Evita fue convirtiéndose en un relato que, antes de terminar, encendía otro. Dejó de ser lo que dijo y lo que hizo para ser lo que dicen que dijo y lo que dicen que hizo.
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Mientras su recuerdo se volvía cuerpo, y la gente desplegaba en ese cuerpo los pliegues de sus propios recuerdos, el cuerpo de Perón –cada vez más gordo, más desconcertado– se vaciaba de historia (21).
Así, Eva pasa por múltiples instancias de conversión: Eva-diva, Evamadre, Eva-santa, Eva-relato, Eva-mito, instancias que apelan a una memoria colectiva también corporalizada, pues “su recuerdo se volvía cuerpo”. Mientras el cuerpo de Perón se vacía de historia –como representación de una masculinidad disminuida– el cuerpo de Eva, vaciado de vida, se ha llenado de resonancias simbólicas e imaginarias que convocan a la memoria y a la acción colectiva en el plano emocional: es un cuerpo luminoso, milagroso, discursivo; erotizado y politizado; disputado y perseguido. Esta elaboración literaria de lo “fantástico/político” como rasgo definidor de la historia argentina parecería apuntar a un deseo, esta vez del escritor, de pensar la historia y la realidad latinoamericana (en este caso, en su modalidad argentina) como variante del realismo mágico o maravilloso. T. E. Martínez comenta en la novela que todo lo que el cuento de Walsh dice es verdadero: “pero había sido publicado como ficción y los lectores queríamos creer también que era ficción. Pensábamos que ningún desvarío podía tener cabida en la Argentina, que se vanagloriaba de ser cartesiana y europea” (304). La mirada de Martínez frente a la historia argentina problematiza la concepción de una historia “cartesiana” aparentemente ajena a los trajines del mito, lo fantástico, lo sobrenatural y la desmesura política; pues “cuando en este país una locura no puede ser explicada, se prefiere que no exista” (245). La propuesta de Martínez establece una contralectura del “país etéreo y espiritual”: “La súbita entrada en escena de Eva Duarte arruinaba el pastel de la Argentina culta. Esa mina barata, esa copera bastarda, esa mierdita [...] era el último pedo de la barbarie” (70). Valga destacar que es la incorporación de lo melodramático a la novela y la inscripción del mito Eva Perón en la cultura de masas, lo que la distingue de la estética mágico-maravillosa del boom latinoamericano, aunque se inscribe en ella desde una perspectiva original y enriquecedora. De múltiples maneras el texto dialoga también con la tradición de la novela del dictador y las desproporciones patológicas del poder. Sin embargo, la novela no parte del archivo mágico o maravilloso. Plantea una relectura de la historia argentina desde la vivencia biográfica y testimonial, desde el dolor, la pesadilla, el exilio, el desarraigo. T. E. Martínez escritor y personaje/investigador que narra la novela, escribe el texto desde un pueblo de los Estados Unidos donde “nadie, tal vez, sabe quien fue de veras” (204) y la historia que se conoce de Evita es la de la ópera, de artículos de Seleccio-
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nes del Reader’s Digest; versiones light y vaciadas de la fuerza de la historia y el dolor. Y sin embargo, no sé con cuál versión quedarme. ¿Por qué la historia tiene que ser un relato hecho por personas sensatas y no un desvarío de perdedores como el Coronel Cifuentes? [confidente de Moori Koenig e informante de T. E. Martínez] Si la historia es –como parece– otro de los géneros literarios, ¿por qué privarla de la imaginación, el desatino, la indelicadeza, la exageración y la derrota que son la materia prima sin la cual no se concibe la literatura? (146).
Precisamente estos elementos –imaginación, desatino, indelicadeza, exageración y derrota– son postulados, desde la escritura de Martínez, como ingredientes de la historia del mito/fetiche de Eva, de la historia argentina, de la historia y lo “fantástico/político” latinoamericano: Hablé con las figuras marginales y no con los ministros ni aduladores de su corte porque no eran como Ella: no podían verle el filo ni los bordes por los que Evita siempre había caminado. La narraban con frases demasiado bordadas. Lo que a mí me seducía, en cambio, eran sus márgenes, su oscuridad, lo que había en Evita de indecible (64).
¿Qué es lo indecible de Eva que el novelista se propone narrar? En esos márgenes del discurso y de la historia se asienta precisamente el cuerpo nómada, el cadáver errante de Eva Perón, Santa Evita. Unos márgenes donde la trayectoria del cuerpo ausente solo puede construir los relatos del mito, del fetiche, de la literatura, de los miedos y de la fantasía. Se trata precisamente de la indecibilidad de la Historia con mayúscula, la indecibilidad del cuerpo ausente que sólo puede ser narrado cuando se ha tornado luminoso en el relato de su propia mitificación: cuerpo recuperado, vaciado y vuelto a rellenar, recolocado en la historia, devuelto a la colectividad para ocupar una centralidad en el imaginario de la nación como poética de los seres míticos.
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Ese físico que, como decía mi familia, estaba destinado a carne de perdición, no existía […] Mi cuerpo empezó a redondearse, a tener eso que llaman encanto de mujer, solo hacia 1938, cuando ya cumplía los diecinueve. Creo que, como tantas otras cosas, mi cuerpo fue como una ocurrencia mía. Se me antojó tenerlo de una buena vez y lo tuve. Lo parí. Abel Posse, La pasión según Eva, 112
El peronismo logró su gran visibilidad política en la Argentina a partir de la inscripción del cuerpo de Eva Perón como la imagen privilegiada del régimen. En ese sentido, Mariano Plotkin (1993) sostiene que más que en una ideología, basó su gran eficacia simbólica en el profundo poder de identificación que logró en los sectores populares. El cuerpo de Eva entonces funcionó como un verdadero soporte visual de la propaganda del régimen1, un lugar privilegiado a partir del cual ejerció su hegemonía cultural. La historia visual del peronismo, impulsada por la intensa campaña publicitaria que durante los dos primeros gobiernos de Perón llevó a cabo la Subsecretaría de Informaciones, tuvo dos soportes principales. Por un lado, la extraor1
El régimen peronista implementó por primera vez en la Argentina un proyecto de difusión política amplio, monopólico y centralizado. En este sentido, la radio y la fotografía ocuparon un lugar central en el multimedia creado por el régimen. En 1947, Raúl Apold fue nombrado director de Difusión de la Subsecretaría de Informaciones. Hasta ese momento, la dirección había sido ocupada por Muñoz Aspiri, la misma persona que escribía los guiones para los radioteatros de Eva. Mil personas trabajaban en la Subsecretaría para Apold, cuya tarea principal era promocionar las actividades de Evita en la Fundación Eva Perón (véanse Dujovne Ortiz 1995, especialmente 74-5, 343-6 y 454, y Navarro 1981 336-51). Para el análisis de la propaganda en el gobierno de Perón, véanse Plotkin (1993), especialmente la parte II, y Sirvén (1984).
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dinaria profusión de fotografías que diariamente eran publicadas en periódicos oficialistas como Mundo Peronista, Democracia y La Causa Peronista, y la impresión de imágenes de Perón y Eva en los libros de lectura obligatorios que se impusieron en los sistemas de educación primaria y secundaria, además de la extraordinaria cantidad de pancartas y folletos que eran distribuidos en cada uno de los actos multitudinarios. Por otro lado, la propaganda del régimen se reforzaba con una agresiva campaña de difusión en los medios masivos como la radio (donde la voz de Eva aparecía a diario) y también en el cine, con las imágenes de la pareja presidencial que los noticieros de Sucesos argentinos repetían una y otra vez, antes de la proyección de las películas. Dujovne Ortiz (1995) relata en este sentido que Raúl Apold mandó fabricar en una ocasión miles de ceniceros, cajitas de fósforos, pañuelos, prendedores y agendas con los perfiles superpuestos de la pareja gobernante. El cuerpo, nos ha enseñado la teoría feminista, no es una naturaleza, y solo puede conocerse a partir de representaciones. Es decir, que no existe en un estado “normal” o “natural”, sino que es una realidad cambiante de una sociedad a otra. Las imágenes que lo definen y que le dan espesor, los sistemas que intentan conocerlo y desentrañar su naturaleza, los ritos y signos que lo ponen en escena socialmente varían extraordinariamente de una cultura a otra. En las sociedades tradicionales el cuerpo es el elemento que liga las energías colectivas, mientras los imaginarios de la modernidad lo piensan como un componente individual que marca precisamente el límite entre el individuo y el orden de lo social. Es allí donde el cuerpo se convierte en el continente del sujeto, trazando una frontera que delimita su separación con el mundo. En este sentido, las representaciones occidentales del cuerpo están marcadas por un dualismo subyacente, que separa, distingue, al sujeto de su corporalidad. El cuerpo, entonces, como construcción simbólica, es una ficción que está siempre inserta en una trama de sentido. Desde esta perspectiva, David Le Breton reconoce que éste es soporte de valores y que en tanto lugar de valores también es lugar de fantasías. De este modo metaforiza lo social, y lo social metaforiza el cuerpo. Le Breton recuerda un trabajo clásico de Mary Douglas que demuestra que el cuerpo es el modelo por excelencia de los sistemas finitos: Sus límites pueden representar las fronteras amenazadas o precarias. Como el cuerpo es una estructura compleja, las funciones de y las relaciones entre sus diversas partes pueden servir como símbolos de otras estructuras complejas. Es imposible interpretar correctamente los ritos que apelan a los excrementos, a la
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leche materna, a la saliva, etcétera, si se ignora que el cuerpo es un símbolo de la sociedad y que el cuerpo humano reproduce en pequeña escala los poderes y los peligros que se atribuyen a la estructura social (2002: 73).
Es desde esta perspectiva que podemos pensar al cuerpo de Eva Perón como “aurático”, en el sentido que le da Walter Benjamin: se inscribe en la esfera pública y metonímicamente se relaciona con el de la nación, produciendo una fuerte imbricación entre cuerpo y política. Me voy a referir en este trabajo a la construcción del cuerpo político de Eva Perón, entendiéndolo entonces como un espacio donde se inscriben una serie de luchas representacionales que atraviesan el orden de lo ideológico, del poder, pero también las definiciones sobre la identidad nacional. Quiero decir: en la construcción imaginaria del cuerpo de Eva Perón se define también el espacio de lo nacional, como fue entendido por el populismo. Decíamos párrafos atrás que el peronismo basó su eficacia simbólica en el fuertísimo nivel de identificación que los sectores populares encontraron en Eva Perón. Y en este proceso, el cuerpo de Eva ocupa un lugar central. “No sabemos lo que puede el cuerpo”, sostenía ya en el siglo XVII Baruch de Spinoza. Más de tres siglos después Gilles Deleuze reconoce que la declaración de ignorancia del filósofo judío-holandés era una verdadera provocación para la filosofía. Su tesis más célebre, conocida como “del paralelismo”, no solo niega cualquier relación de causalidad entre el espíritu y el cuerpo sino que prohíbe la primacía de uno de ellos sobre el otro, al afirmar que existe una sola sustancia para todos los atributos. Con esta afirmación Spinoza desbarata la empresa de la moral sostenida por Descartes en su Tratado de las pasiones, que planteaba el necesario dominio de estas por la conciencia. Por el contrario, plantea en su Ética: “lo que es acción en el alma es también necesariamente acción en el cuerpo, y lo que es pasión en el cuerpo es también necesariamente pasión en el alma. Ninguna primacía de una sobre la otra” (citado por Deleuze 2001: 28) Deleuze asegura que Spinoza reconoce antes que Nietzsche “todos los valores en cuyo nombre despreciamos la vida”, y en ese sentido propone su teoría de las afecciones. Éstas se presentan como potencia de acción pero también como potencia de pasión. No solo hay que distinguir entre acciones y pasiones sino entre dos tipos de pasiones: Lo propio de la pasión, de cualquier modo, consiste en satisfacer nuestro poder de afección a la vez que nos separa de nuestra potencia de acción, manteniéndonos separados de esa potencia. Pero cuando nos encontramos con un cuerpo exterior que no conviene al nuestro (es decir cuya relación no se compone con la nuestra), todo ocurre como si la potencia de ese cuerpo se opusiera a
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nuestra potencia operando una substracción, una fijación; se diría que nuestra potencia de acción ha quedado disminuida o impedida, y que las pasiones correspondientes son de tristeza. Por el contrario, cuando nos encontramos con un cuerpo que conviene a nuestra naturaleza y cuya relación se compone con la nuestra, se diría que su potencia se suma a la nuestra; nos afectan las pasiones de alegría, nuestra potencia de acción ha sido aumentada o auxiliada (38-39).
De esta manera, para Spinoza la ética es necesariamente una ética de la alegría mientras la pasión triste es propia de la impotencia. Deleuze reconoce que esto nada tiene que ver con una moral sino que el filósofo la concibe como una etología, es decir, como “una composición de velocidades y lentitudes, de poderes de afectar y de ser afectado con este plan de inmanencia”. Es así como un animal, un ser humano, una cosa, nunca pueden separarse de su relación con el mundo: se trata entonces de “socialidades y comunidades” (154). Si somos spinozistas, dice Deleuze, no necesitamos definir algo ni por su forma, ni por sus órganos o funciones, ni como sustancia o sujeto. Ya no hay diferencia alguna entre el concepto y la vida. Es a partir precisamente de su enorme capacidad para generar afecciones –o, en palabras de Kraniauskas (2000), para transformarse en objeto de afectos o deseo político– que nos proponemos interrogar el cuerpo de Eva Perón. A partir de la concepción de Baruch de Spinoza sobre la necesidad de definir a un animal o un hombre no por su forma ni tampoco como un sujeto sino por “los afectos de los que es capaz” (citado por Deleuze 2001: 151) vamos a preguntarnos por el exceso de significado que el ícono Eva Perón tiene en el imaginario argentino. Queremos entonces leer su cuerpo ritualizado y santificado en su capacidad de conexión con la comunidad, es decir en relación con lo social. Para ello, nos detendremos en dos momentos que consideramos privilegiados: la fabricación del cuerpo político de Eva en la Argentina de masas; y el cuerpo de Eva como lugar de la muerte, en sus dos instancias principales: cuerpo enfermo y cadáver. Para interrogar al cuerpo sano, viviente, de Eva, creo que es productivo recordar las tres instancias que plantea Juan José Sebreli en su ya clásico ensayo de interpretación Eva Perón, ¿aventurera o militante? de 1966. Allí, reconoce en su vida tres transformaciones. La primera la convierte de una frágil chica provinciana –esa “pobre infeliz analfabeta”, como la describe el escritor Ezequiel Martínez Estrada– en una actriz de radioteatro. La segunda metamorfosis, según Sebreli, le permite pasar a actuar como “la señora de Perón”, donde Eva no hace sino “adaptarse a la comedia social burguesa” (1971: 49) y de esta manera ocupar en la sociedad un lugar ya predeterminado por la normativa hegemónicas, como esposa del presidente. Pero a su
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regreso del viaje a Europa, en agosto de 1947, la señora de Perón se convierte finalmente en Evita, encuentra apoyo en el sector obrero organizado alrededor de la Confederación General del Trabajo (CGT) y sigue siendo resistida hasta el final de sus días por el ejército, su principal enemigo junto a la oligarquía vernácula. Éste es el momento del paso de “la señora” a la “compañera”. Sebreli registra, en su análisis de 1966, la autoría que tiene la propia Eva en esas transformaciones y la importancia que adquiere el trabajo consciente sobre su propio cuerpo2: Basta ver las fotografías: Eva Duarte, la actriz o María Eva Duarte de Perón, la “Señora”, ostentando la monótona originalidad de la moda, no hace sino obedecer a un ritual de clase, es el conducto inerte de una época, irremediablemente condenado a la decadencia y el anacronismo: la compañera Evita, en cambio, es responsable de su cuerpo y de su rostro únicos e insustituibles (Ibíd.: 68).
Beatriz Sarlo sostiene que el cuerpo de Eva se puede leer como un cuerpo doble, geminado (2003: 89-101). Eva lo dice en La razón de mi vida y también lo confirman sus biógrafos y algunos testimonios de quienes la conocieron como su modisto Paco Jamandreu3. Esta misma duplicidad a su
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Esta línea de análisis abierta por Sebreli (1971) tiene fundamentalmente dos desarrollos importantes en el trabajo crítico que sobre la figura de Eva se ha realizado en Argentina. De 1998 es el libro Imágenes de vida, relatos de muerte. Eva Perón: cuerpo y política, de Paola Cortés Rocca y Martín Kohan. Allí, en su primera parte, “Mostrar la vida”, los autores trabajan las transformaciones en la imagen de Eva a partir de fotografías, bajo el principio de que “su figura inicia el proceso de mediatización de lo público, en el que cuerpo y estilo se vuelven elementos significativos dentro de un programa político” (11). Beatriz Sarlo retoma la figura de Evita en La pasión y la excepción, de 2003, para interrogarla desde su lugar de excepcionalidad en la cultura argentina. Y en ese sentido, lee este desvío a partir de la centralidad que Eva le da a la ropa en la construcción de su imagen pública. Sarlo analiza también lo que para ella es el impactante “look ultramoderno” de Evita en muchas fotografías de la época y en relación a la moda de los años cuarenta y cincuenta en Argentina (17-114). 3 Según la biografía de Alicia Dujovne Ortiz, Evita decide comunicarse con Paco Jamandreu, atraída por la celebridad del joven modisto, cuando está ya al borde de convertirse en la señora de Perón, en 1944. De acuerdo a este relato, ya en ese momento Evita era consciente de su doble imagen: “Pero su pedido iba más allá de unos cuantos vestidos. Lo que deseaba era que él la ayudara a forjarse una doble imagen que correspondiera a su doble identidad: la de la actriz y la de una mujer política. La hija ilegítima de un estanciero y de una mujer de pueblo que siempre había soportado pasivamente su doble identidad, se disponía a representar de manera consciente los dos papeles, tornando activo y positivo lo que solo había sido hasta entonces un sufrimiento ciego” (1995: 138).
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vez se desdobla. Por un lado, Eva se autorrepresenta al lado de Perón, conformando una verdadera sociedad bipolar, una especie de síntesis entre el Estado y el pueblo. Ella misma reconoce que ha sido capturada por la Idea (la conciencia de clase, la necesidad de ayudar al pueblo) a partir del encuentro con Perón: Yo no era ni soy más que una humilde mujer... un gorrión en una inmensa bandada de gorriones... Y él [Perón] era y es el cóndor gigante que vuela alto y seguro entre las cumbres y cerca de Dios. Si no fuese por él, que descendió hasta mí y me enseñó a volar de otra manera, yo no hubiese sabido nunca lo que es un cóndor ni hubiese podido contemplar jamás la maravillosa y magnífica inmensidad de mi pueblo. Por eso, ni mi vida ni mi corazón me pertenecen y nada de todo lo que soy o tengo es mío. Todo lo que soy, todo lo que tengo, todo lo que pienso y todo lo que siento es de Perón (Perón 1951: 9-10; énfasis nuestro).
Por otra parte, algunos testimonios como el de su hermana Erminda y los de su confesor, el padre Benítez, y su modisto Paco Jamandreu la ven como una persona desdoblada: la muchacha buena y dulce que se probaba los vestidos con su modisto, la chiquilla que actuaba en los espectáculos escolares en el Junín de su infancia; y al mismo tiempo, la mujer férrea que conducía los mítines obreros, se peleaba con las damas de la clase alta y reclamaba un espacio de poder en el peronismo. Una Eva frágil, sostenida por su propia materialidad corporal (era muy delgada, comía muy poco, tenía la piel casi transparente) que se transformaba en una mujer de hierro en la escena política. Este doble juego a partir de lo frágil y lo férreo que conviven en su corporalidad, es analizado tanto por Beatriz Sarlo (2003: 90-95) como por Hugo Vezetti (1997) a partir de los principios de E. H. Kantorowicz de la “ficción mística”. Éste afirma en Los dos cuerpos del rey que los imaginarios de la monarquía se sostienen a partir de la idea de un doble cuerpo, de naturaleza diferente: uno “moral”, natural; el otro “político”, que nunca puede morir porque sostiene con su integridad la continuidad del absolutismo. Claude Lefort (1990), leyendo a Kantorowicz, sostiene que “la invención democrática” implica precisamente la liquidación de esa identidad mística del cuerpo político con el cuerpo del rey (identificación), para instituir de esta manera un “lugar vacío”, un poder indeterminado que es ejercido por sujetos que son definitivamente y nada más que humanos y mortales. Es decir, que para Lefort los regímenes democráticos son aquellos en que el poder no está consustanciado indisolublemente con el cuerpo de una persona, de allí eso de que la democracia es “un lugar vacío”.
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El régimen peronista llenó culturalmente ese vacío de la democracia con una doble personalización del poder: Perón como el líder conductor y Eva como “la guía espiritual” que permitía una identificación popular y afectiva inmediata. En este sentido, Sarlo considera que “el cuerpo de Eva da cuerpo a la sociedad de los peronistas (y también a esa otra sociedad, la de los opositores, que la odiaban hasta la muerte). Antes que una ideología, antes que un sistema de ideas, el peronismo fue una identificación” (2003: 92). Ahora bien, vamos a detenernos en su cuerpo natural. Y en la construcción de su cuerpo “sano”, vamos a seguir el itinerario trazado por Sebreli: la actriz, la señora de Perón, la compañera.
Bildungsroman á la criolla El viaje de Eva Perón desde su Junín natal a Buenos Aires, en 1935, puede ser leído en sintonía con los relatos de Manuel Puig. Pero a diferencia de Puig, su salida del infierno del “pueblo chico” no es una fuga: se realiza a partir de una vocación, la de ser actriz. Erminda Duarte se encargará en Mi hermana Evita de “legalizar” esta vocación, a la que ubica en la temprana infancia, en una época donde la actriz norteamericana Norma Shearer se había convertido en un fascinante modelo a imitar. En el libro –que está escrito como si fuera una conversación imaginaria entre las dos hermanas después de la muerte de Eva– Erminda recuerda el circo propio que se habían construido los hermanitos en el costado de la casa, donde Eva, de apenas unos pocos años, ya demostraba sus destrezas para la actuación, pero también su extrema “sensibilidad” hacia los humildes: Tu niñez contuvo toda la inquietud y la fantasía imaginables. Ya no te bastaban la rayuela, las escondidas, la banderita, la infaltable mancha: aprendiste a jugar a la billarda, y a hacer girar trompos, incansablemente. ¿Y cuando jugábamos a las estatuas? Lo hacíamos entre varias chicas –recuerdo que obligaste a todas a incorporar a nuestro grupo a una chica muy pobre con quienes casi todas se resistían a jugar. Se trataba de un juego sin duda teatral: una tomaba a otra de la mano y la hacía girar y después la lanzaba y la que se inmovilizaba en la posición más armoniosa, más bella –una estatua viva– era la ganadora. Y casi siempre la elección recaía en ti, auxiliada invariablemente por la espontaneidad y la gracia. Sin dudas, tenías ángel (1971: 36).
Buenos Aires entonces se convertirá en el escenario de su “consagración”, cumpliendo así el sueño de los personajes que años más tarde la propia Eva se encargará de protagonizar en la radio. Al igual que sus heroínas del éter
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–como Catalina la Grande, la emperatriz Carlota, Isabel de Inglaterra, Sarah Bernardt o Alejandra Feodorovna, última zarina de Rusia– Eva triunfa, pero la fama no le llegará por el reconocimiento en el medio artístico, por su consagración como gran estrella de la época, sino a partir del encuentro con los militares del golpe de Estado de 1943 y luego con Juan Domingo Perón. Desde este punto, se puede leer su vida como una verdadera novela de aprendizaje en el estilo cursi, una especie de Bildungsroman a la criolla, una “superación” de su pasado pobre y popular para inscribirse en el imaginario de la burguesía. O también pensar que el folletín es el género que modela la lectura de su vida como texto, en un escenario hegemonizado en ese entonces por la alta cultura argentina bajo el lema de la revista Sur: “Buen gusto, riqueza idiomática y erudición caracteriza al espíritu de la época”. Es asombrosa en este sentido la similitud que se puede hallar entre la vida de Evita y el argumento de la película La pródiga4, el único protagónico de su carrera artística. Rodado en 1945, el filme debía ser estrenado al año siguiente, pero en ese entremedio Perón ganó las elecciones presidenciales y se casó con Evita, por lo que la pareja decidió retirar la película de circulación, y recién pudo ser estrenada cuarenta años después. Resulta muy interesante cotejar las coincidencias entre el personaje que Eva encarna en la obra y su propia vida: una mujer de pasado tormentoso y promiscuo que se transforma en una especie de santa joven, hermosa y rica que, alejada ya de su mundo anterior, se dedica a la caridad en una aldea española decimonónica con auténticos valores morales de clase media. “La señora es buena como pan de trigo”, dice con devoción en La pródiga una vieja criada, y deja escapar varias veces a lo largo de la película la palabra “santa”. En la secuencia melodramática no falta el amor, a partir de la convivencia de la protagonista con un amante rico y poderoso. Sin embargo, la relación es censurada abiertamente por la iglesia y la comunidad, y la pródiga recibe la crítica de quienes no perdonan el desliz de una mujer “impura”. Cuando uno es espectador de la película, casi cincuenta años después de haber sido filmada, no puede dejar de sorprenderse por las simetrías. El argumento puede ser leído como un repaso de la trayectoria de la pro-
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En un reciente libro muy bien documentado sobre estos años de Eva Perón, El ajedrez de la gloria. Evita Duarte actriz, Noemí Castiñeiras consigna que Evita logró protagonizar por única vez una película en La pródiga de la misma manera en que unos meses antes había logrado su papel en La cabalgata del circo: “detrás de este rol estelar se habían tejido los mismos hilos que en La cabalgata: intereses empresariales, la posición que ocupara Perón, y, en el cruce, la mujer que estaba a su lado: Evita. Nada nuevo bajo el sol, pero el sol calentaba cada vez más fuerte” (2002: 177).
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pia Eva, incluyendo sus amores, su convivencia con Perón antes del matrimonio, su redención por medio del trabajo social con los humildes y, casi como una premonición, la muerte trágica de la protagonista sobre el final. Es en su etapa de actriz que Eva Duarte comienza a producir una serie de alteraciones en su cuerpo a partir del deseo de parecerse más al tipo de las estrellas de la época, cuyos nombres más rutilantes eran Libertad Lamarque y Hugo del Carril. En ese sentido, la actriz Pierina Dealessi (Castiñeiras 2002: 71) recuerda cuando en 1938, y mientras actuaban en una compañía de teatro por unos pocos pesos, Evita le pidió prestadas las medias para rellenarse el busto. Beatriz Sarlo se detiene en su libro largamente en el análisis de la moda de los años cuarenta y llega a la conclusión de que, más allá de sus esfuerzos de triunfo en el medio del espectáculo, Eva era una mala actriz y su “estilo” no coincidía con el de las estrellas consagradas5. Eva no tenía lo que la moda exigía como signo de belleza de la época. Ni grandes ojos, ni sonrisa según la norma, ni un cuerpo excepcional, ni buen gusto, ni poses que denotaran buenos modales, ni inocencia, ni ingenuidad, ni siquiera la impresión de ser demasiado joven, a pesar de que lo era (Sarlo 2003: 56). Al convertirse en la “señora de Perón”, e iniciar de esta manera su controvertido ingreso en la esfera pública, Eva necesitó maquillar de alguna manera su pasado, retocarlo. Tanto Marysa Navarro como Alicia Dujovne Ortiz constatan en sus biografías los procesos de reinscripción de su nombre y de su nacimiento, lo que produjo incluso el borramiento de algunos momentos fundamentales de su propia biografía. Con la adulteración de la partida de nacimiento (Dujovne Ortiz 1995: 213), por ejemplo, quien originalmente fue inscripta en el registro civil de Los Toldos como Eva Ibarguren, una hija natural, pasa entonces a obtener por fuerza propia el derecho de llamarse Eva Duarte. Además, y poco después de su casamiento con Perón, Raúl Apold, el subsecretario de Informaciones y encargado de la propaganda oficial, le aconseja cambiar su nombre por el de Eva Perón, sin el “de”, para permitir una más inmediata identificación por parte de los sectores populares. Pero este intento de borrar su “pasado plebeyo” llegó incluso más allá. Por ejemplo, cuando después de la muerte de Eva, en 1952, el gobierno peronista manda secuestrar todas las fotografías y películas que circulaban de su época como actriz. 5 El argumento de Sarlo es similar al de Marysa Navarro en su biografía de 1981. Sin embargo, con respecto a los juicios emitidos sobre las escasas condiciones artísticas de Eva, Navarro advierte que estos expresan el desprecio que durante mucho tiempo ciertos sectores de la cultura han tenido por la radio, similar al que hoy tienen por la televisión (79).
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De esta primera etapa como “la señora de Perón”, nos llegan imágenes de un cuerpo más redondeado. En las fotografías de la época aparece regordeta junto a Perón, con una apacible sonrisa de señora de clase media recién casada. Eva se deja fotografiar por los periodistas en su casa, con vestidos sencillos de aire inocente; desayunando con Perón en el comedor, tocando el piano frente a un retrato de su esposo militar6. Pero más allá de sus evidentes intentos por “adecentar” su imagen, su etapa como primera dama es escandalosa para las costumbres de la época. Ninguna esposa de presidente se había sometido hasta ese momento a la exposición pública de la que a las claras Evita disfrutaba mucho. Comienza entonces la construcción de su cuerpo de primera dama, a partir de la extrema importancia que le otorga a los vestidos, joyas y peinados. Se tiñe el pelo de rubio, y empieza a visitar las tres casas de alta costura de la época, frecuentadas hasta ese momento por las damas de la oligarquía porteña: Henriette, Paula Naletoff y Bernarda. Beatriz Sarlo argumenta que justamente esa diferencia glamurosa que Eva no había logrado consolidar como actriz finalmente la alcanza en otro escenario: la política. Después de su consagratorio viaje a Europa, en 1947, Eva se hace llevar a Buenos Aires diseños de Christian Dior que llegan directamente desde París. Los vestidos se trasladaban desde Europa en un maniquí y viajaban en las bodegas de los barcos o en compartimentos especiales de los aviones de Aerolíneas Argentinas (véase Saulquin 190: 118122). Es la época en que Evita descalificaba las mordaces críticas de sus opositores por el extraordinario gasto en ropas y joyas, al afirmar: “Yo quiero estar linda para mis grasitas”7. Susana Saulquin considera que en vez de lograr un estilo propio, en su afán por competir con la clase alta, Evita se apropió del de las grandes señoras de la sociedad al usar esos “verdaderos trajes de ceremonia” a los cuales se refiere en detalle Beatriz Sarlo. Saulquin ofrece un dato que da idea del nivel de gastos en el vestuario de la primera dama: un famoso vestido que Eva encargó a Christian Dior tenía una falda adornada con decenas de hojas bajo cada una de las cuales pendía un brillante de un quilate, que según Saulquin hoy costaría fácilmente medio millón de dólares. El propio Dior llegó a reconocer a la prensa que “la única
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Véase en Elia y Queiroz (1997) una completa y cuidada colección de fotografías que abarca todos los períodos de la vida de Eva. 7 Una militante de la rama femenina del partido peronista entrevistada por Susana Bianchi define de esta manera el gusto de Eva por la ropa: “La señora quería ver nuestra patria grande, sin necesidades. Sus alhajas, sus joyas, ella decía: ‘Todo esto es para los trabajadores’” (1988: 142).
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reina que había vestido era Eva Perón”. La ropa y las joyas entonces se convirtieron en verdadera razón de Estado. Todos los biógrafos coinciden en que la transformación política de Eva, su deseo de convertirse en algo más que una primera dama, surge a partir de su retorno del viaje a Europa. Y una vez más, su cambio coincide con una reconstrucción de su cuerpo. En este momento –que Sebreli bautiza como el de “Evita”– es cuando aparece el rodete en su peinado en reemplazo de los bucles y los trajes sastre, con los cuales es retratada una y otra vez en sus actividades sindicales, en el Partido Peronista Femenino y en la Fundación Eva Perón. En realidad, vestida con sus trajes sastre Eva parece más una directora de escuela que la dama glamurosa de sus primeros años como esposa de Perón.
El cuerpo como lugar de la muerte Al caer enferma de cáncer, los relatos que se construyen alrededor de Eva empiezan a enfatizar su desmesurada voluntad de lucha y de negación de la enfermedad. Una militante de la rama femenina del Partido Peronista lo sintetiza en pocas palabras: “ella podía haber tenido una operación y salvarse, pero ella dijo que no tenía tiempo que perder. Ella ahí dijo que tenía mucho que hacer antes de pensar en su salud” (Bianchi 1988: 149). El cáncer, tal como lo define su mitología, es la batalla contra un cuerpo que se ha rebelado, que deviene lo otro del sujeto y lo doblega. Es una invasión de células malignas que avanzan sobre distintos órganos del cuerpo (metástasis) hasta ocuparlo por completo. En este sentido, Susan Sontag afirma en Illness as Metaphor que lejos de revelar algo espiritual, la enfermedad confirma que el cuerpo es tan solo materia. La enfermedad entonces borra la distinción entre cuerpo y alma, y lo convierte en pura corporalidad. Sin embargo, la retórica oficialista desconoce este principio y en un primer momento se niega a hablar de la enfermedad para después utilizarla de soporte en la construcción del cuerpo santo de Eva. Ella misma se encarga en La razón de mi vida de decir que tiene “más salud de la que los médicos creen” (Perón 1951: 315). No nombrar la enfermedad responde evidentemente al deseo implícito de una representación del cuerpo como no expuesto a la corrupción y al deterioro que sí caracteriza al resto de los hombres. En este sentido es muy interesante la opinión de Susana Bianchi, que analiza las necesidades de las mujeres que son expresadas por el peronismo, a partir de una serie de entrevistas a integrantes de base de la rama femenina del partido peronista. Al sondear las representaciones que estas mujeres
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tenían de la enfermedad de Eva Perón, con quien habían trabajado codo a codo hasta sus últimos días, Bianchi descubre que las referencias al cáncer nunca son directas. En general, las mujeres hablan de la enfermedad sin nombrarla, “no solo por el tabú a una enfermedad símbolo de muerte, sino porque ésta se localiza en un lugar innombrable (el cuello del útero)” (1988: 143). De esta manera, el régimen peronista opone a los carteles que la oposición coloca en las calles con la leyenda “Viva el cáncer” la construcción de una imaginería hagiográfica que tiene su soporte en la semantización del cuerpo enfermo de Eva. El aparato de propaganda del régimen a través de la prensa y los medios de comunicación comienza a representarla como una santa. Una vez muerta, incluso, aparece toda una iconografía religiosa del personaje en estampas, medallones, oraciones dedicadas a Evita y relatos en que se hace alusión al contacto que ya muerta tuvo con Dios. Las constantes en torno a la descripción del cuerpo de Eva en las narrativas que tienden a su consagración como “santa” se agrupan principalmente bajo tres signos: el color de su piel (su transparencia)8, su relación con la comida y el borramiento explícito de su sexualidad. “Eva era un ser sobrenatural… No creo que haiga [sic] dos seres como ella”, argumenta una de las mujeres que trabajó a su lado en la rama femenina. Otras de ellas la califican como “una predestinada”, con “dotes de santa”. “Yo no sé si teníamos un Dios o el segundo Dios era Evita”, afirma la cuarta entrevistada (Bianchi 1988: 136). Esta imagen espiritualizada, descarnada, se construye a partir del rol de “madre nutricia” de los desposeídos, a quienes prodiga bienes a partir de la Fundación de Ayuda Eva Perón. En sintonía con el relato paternalista de lo que debe ser una madre para su familia, Eva administra los bienes necesarios para el bienestar de sus hijos, sin preocuparse del tiempo que les dedica ni del cansancio que esto genera. En este sentido es una madre proveedora, todopoderosa, que no encuentra ningún límite en lo que entrega a los pobres. Desde alimentos hasta vivienda y trabajo, todo está a su alcance9.
8 Las alusiones a la transparencia de la piel de Eva son redundantes, tanto en las novelas (La pasión según Eva de Abel Posse y Santa Evita de Tomás Eloy Martínez) como en los testimonios (Mi hermana Evita de Erminda Duarte) y los relatos que se pretenden científicos, como el del embalsamador Pedro Ara. 9 Eva-santa, sacrificada hasta el martirio por los pobres, madre de los desposeídos, virgen al servicio de los humildes. La narrativa oficial peronista sobre la Dama de la Esperanza puede ser entendida desde la etnología a partir del interesante análisis de Auyero. Su libro estudia el funcionamiento del clientelismo en una villa de emergencia porteña en la actualidad. Esta práctica era ya una relación política establecida por la pro-
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Podríamos entonces plantear que en el ejercicio exacerbado de esa maternidad simbólica y espiritual es donde Eva encuentra realmente la fuente de su poder. En el control de su cuerpo femenino se fundamenta su poder político. Un momento que ejemplifica con claridad esta idea del doble cuerpo, natural y político, es cuando Eva emite su voto para las elecciones que proclamarían presidente por segunda vez a Perón, el 11 de noviembre de 1951. Desde su cama en el hospital y con el rostro ya desencajado por la enfermedad, se deja fotografiar en el instante en que coloca el voto en la urna. Lo privado una vez más se hace público a partir de la difusión de su cuerpo agonizante en los medios de prensa de la época.
Los cadáveres no soportan ser nómadas Esa ficción mística del doble cuerpo del rey también puede ser leída en la inscripción que se realiza del cuerpo ya muerto de Eva. Se me ocurre que con respecto a esta instancia podemos separar dos momentos: el del embalsamamiento y el de la desaparición del cadáver. A partir del proceso de embalsamamiento al que se sometió el cadáver de Eva y de su canonización laica se realiza una operación que detiene los efectos naturales de la muerte. De esta manera, el régimen parece consolidar la idea de que la desaparición física del cuerpo de Eva podía producir el desmembramiento del cuerpo social, idea bastante común en los regímenes autoritarios como lo demostró la monumentalización y embalsamamiento, en 1924, de Vladimir Lenin en la Unión Soviética. Hugo Vezetti se refiere al sentido que adquiere aquí el cuerpo único del autócrata: su muerte no puede separarse del despedazamiento del cuerpo social y en este gesto lee los núcleos totalitarios del peronismo. Con el embalsamamiento de Eva el régimen peronista transgredió el orden natural, material, de la muerte, la posibilidad social de realizar el duelo, y permitir por lo tanto el olvido y el alivio del dolor. Sin embargo, después del golpe de Estado de 1955 la hegemonía peronista se convierte en
pia Eva Perón a partir de la Fundación y se sigue manteniendo hoy en día en el trabajo de las “manzaneras”, mujeres militantes peronistas que se encargan de la distribución de los alimentos en los barrios pobres. Según Auyero, al performar a Evita, las manzaneras reactualizan una tradición cultural y una narrativa pública que ya estaba presente en las estrategias discursivas desplegadas en La razón de mi vida: Eva-las mujeres peronistas son el pueblo, la resolución de los problemas de los pobres implica la realización de importantes sacrificios; las mujeres “nacen” para el trabajo social (Auyero 2000: 131-64).
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una contra-historia, y las cosas se complican aún más. A partir de allí comienza la “resistencia peronista” y el cuerpo de Eva, ya embalsamado, se transforma en un nuevo campo de batalla. Con el robo del cadáver y su itinerario alucinante, los anti-peronistas invisten también al cuerpo de Eva de un poder fantasmático, siniestro, en el sentido que le da Sigmund Freud de irrupción en el ámbito de lo familiar de algo anómalo10. La santidad del cuerpo de Eva, dice Hugo Vezetti (1997), se transforma asimismo en su condición demoníaca; y la “santa” convive entonces con la criatura infernal. Recordemos que la cultura occidental ha establecido todo tipo de interdicciones sobre los cadáveres. Sigmund Freud (1995) dirá en este sentido que estos son siniestros y que el mundo de la muerte no se puede transgredir impunemente. Por ello, “los cadáveres no soportan ser nómadas”, como afirma Tomás Eloy Martínez en Santa Evita (1995: 61). El robo y vejación del cadáver por parte de la oposición, por un lado, y las ceremonias esotéricas de José López Rega, por el otro –al intentar en 1971 que Isabel Perón recibiera el “alma” de Evita a partir de la transmigración– coinciden finalmente en un mismo punto. Ambos invisten a ese cuerpo con los poderes sobrenaturales que las creencias primitivas atribuyen a los muertos en el mundo de los vivos. En “El cadáver de la nación”, precisamente, Néstor Perlongher convierte a Evita en un zombi: El poder, sus botones de harmalina, no da para trepar (ya desgarrando) los pliegues o sayales de la santa, en lapa escayolada, momificada o muesca, des-garrando, a dos ojos cejijuntos, en balde mito, rito que te frustra, porque ella no se inmuta, desde lo alto de su nariz quebrada al salir (ser sacada) del
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En Lo siniestro, Freud reconoce que la irrupción de lo unheimlich supera los límites de lo angustiante en general e incluso de la ecuación siniestro-insólito. La teoría psicoanalítica afirma que todo afecto de un impulso emocional, cualquiera sea su naturaleza, es convertido por la represión en angustia. Se trata entonces de aquello que es familiar, confortable, por un lado, y de lo oculto, por el otro. Lo siniestro entonces no sería nada nuevo, sino más bien algo que siempre fue familiar a la vida psíquica y que solo se tornó extraño mediante el proceso de la represión. Las realizaciones de deseos, las fuerzas secretas, la omnipotencia del pensamiento, la animación de lo inanimado, las actitudes frente a la muerte, las repeticiones no intencionales y el complejo de castración, todo aquello en donde se inscribe lo siniestro implica para el maestro de Viena la emergencia de lo que ha sido reprimido.
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cajón, zombi escarlata, nylon Revlon, flecos kanekalón, uñas que la manicura, con un esmero de película, talla, tajea un corredor de alambres (1987: 177).
El pasado vuelve, sobre todo cuando no ha podido ser comprendido: es entonces cuando inevitablemente reaparece en su insistencia. La repetición de los relatos que escriben la escena del cuerpo muerto de Eva alegorizan de alguna manera los fantasmas de un país y de una cultura que, con sus treinta mil desaparecidos, aún no ha podido enterrar a sus muertos.
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“No hay más tiempo que de dar cuerda al reloj”. Selva Márquez “Dando vueltas”, El gallo que gira
La obra poética y narrativa de Selva Márquez puede leerse como un alegato contra los rigores del disciplinamiento ejercido por la ciudad sobre la vida pública y, sobre todo, privada de sus habitantes. Empero, su ciudad literaria no es identificada nominalmente con la que fue su escenario de vida, Montevideo, ni con ninguna otra real o ficticia1. Y esa tachadura no es la única en la configuración simbólica del espacio ciudadano omnipresente, como escenario o como tema, en este corpus. Tampoco es representado el topos urbano como unidad física de la civitas, ni comparece el proyecto civilizadorio de la urbe. Su polis no es impulsada por la utopía del progreso. Esa ciudad sin nombre propio ni mapa que la cartografíe, carece de proyecto a escala humana que la justifique y de una apropiación de pasado que la unifique en sus diversidades. Es literariamente anónima quizá como modo de dar a entender que cualquiera de las dos, tanto la histórica Montevideo, querellada a través de su representación fantasmática en la obra, como la ciudad que le duele al yo del texto en sus suburbios desamparados, en el hormigonado que lapida sus calles2 o en el trazado que las corta3, no son 1 Alejandro Paternain señalaba “la intensa piedad por las criaturas débiles, la infancia, los solitarios, los desamparados” en el marco de la “transfiguración poética de su entorno cotidiano” (1967: 21), y ya Carlos Martínez Moreno advertía que no ha sido necesario nombrar a la ciudad de Montevideo para expresarla (1971: 27). 2 “Si yo fuera la mano de dios/ levantaba en seguida el sudario/ que ha cubierto las flores doradas/ el sudario de asfalto. (...) Nadie sabe, ciudad que apuñalas/ que tus calles ya son cementerios!” (“Sudario”, Márquez 1936a: 19). 3 “Callecita de mi barrio/ que no lleva a ningún lado/ Cerrada está por dos cercos/ de un cabo y del otro cabo.” (“La calle cortada”, Márquez 1936a: 11).
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excepciones sino muestras representativas del género “ciudades”. Un moderno utopos travestido4 donde se desvanecen, sujetas al ritmo mecánico del “sueño del desarrollo” (Mattalia 1994: 521) las utopías de identidad. Esta interpretación, que desarrollaré en las próximas páginas, se apoya en primer término en el texto del poema aquí abordado, uno de cuyos versos he citado a modo de epígrafe. Desde un principio, el yo poético declara que la sujeción a una dinámica inercial, engañosa, es el uniforme eje ciego sobre el que rotan “las ciudades”: Las ciudades dan vuelta bajo un pie de granito teñido de azul por nuestros pobres ojos (“Dando vueltas”, Márquez 1941: 34).
El poema en sus contextos Se trata de una composición donde se concentran líneas de fuerza de su poética, representativa del “Montevideo de las revisiones y de las crisis que se abre en 1933” (Martínez Moreno 1971: 3) y, también, fruto de la “crisis formal e ideológica del arte en los años 30” (Peluffo Linari 1972: 103). El período en el cual “el reacomodamiento del capitalismo internacional en expansión voraz” cambió “el perfil de las portuarias Buenos Aires, Montevideo, Río de Janeiro, La Habana, fundamentalmente” y culminó la gestación “de la América Latina contradictoria y violenta, eruptiva y descompensada de hoy” (Mattalia 1994: 520). El poema entona una queja, admonitoria, contra la tiranía del tiempo ciudadano y su vacuo presente. Se trata de un vertiginoso circular en redondo. La primera imagen cancela toda ilusión dinámica o de progreso: las ciudades (análogamente a otros arquetipos de suplicio5), “dan vuelta”. Un “dar vuelta” que se advierte estéril, al ser dado “bajo un pie de granito”. De modo que solo pueden ser vueltas en torno a (“bajo”) un eje o pedestal (“pie”) inmóvil e inmovilizante. Comienza, pues, con la presentación de las ciudades sometidas a un yugo monolítico que no sólo pasa en principio inadverti-
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“La modernización fue el más vertiginoso y complejo baile de máscaras de la historia cultural del continente” (González Stephan 1994: 472). 5 Entre otros, es ilustrativo el mito de Sísifo: “se condenó a Sísifo al Tártaro, allí debía empujar una enorme piedra que, apenas llegada a la cima, rodaba hacia el valle, obligando a Sísifo a recomenzar [...] Para los griegos la ‘expresión trabajo de Sísifo’ era sinónimo de trabajo inútil (cfr. Homero, Ilíada, VI)”. (Sechi Mestica 1993: 245).
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do a los ojos6, sino que tampoco encaja en las lógicas modernizadoras: es absurdo aunque pase disimulado y además, por regresivo, es anacrónico. Apoyado en imágenes desrealizadoras y con ritmo crispado, el poema da la alarma contra la enajenación de la vida ciudadana y fustiga la naturalización del determinismo horario adscrito a las prácticas de la industrialización capitalista. Esta mirada coincide con una perspectiva literaria que, en toda la obra, desenmascara disimulados mecanismos de confinamiento naturalizados por las prácticas de la urbe. Un registro que no pasó inadvertido para Elvio Gandolfo: “aparentemente sencilla a primera vista, comunica con desusada transparencia experiencias y percepciones de difícil aprehensión, y el radical desorden o cambio que yace bajo las aparentes seguridades” (citado por Rein 1987: 55). Podría decirse incluso que su obra impugna tales “seguridades” y hasta se malquista con los ritmos consuetudinarios, en tanto unas y otros fijan preestablecidas, reductivas, posiciones de sujeto. Imponer “seguridades” permite naturalizar imposturas. Tal como denunciara Paul Valéry: “en el curso sin roces del mecanismo social, todo perfeccionamiento de dicho mecanismo pone fuera de juego ciertos modos de comportamiento, ciertos sentimientos y emociones” (citado por Benjamin 1991: 146). Una suerte de mimetismo alienado en el cual ya había fijado su atención Karl Marx: “en el trato con la máquina aprenden los obreros a coordinar ‘su propio movimiento al siempre uniforme de un autómata’” (147). Lo que esta mirada predica y el lugar de enunciación que determina pueden considerarse a la luz de su clima epocal en el cual las matrices no siempre resultan claramente discernibles, dada la tónica ecléctica del fin del período de entreguerras determinada por la “alquimia entre arte y política” (Peluffo Linari 1992: 21)7. Esta obra puede leerse como un Yo acuso uruguayo que diseña un lugar de enunciación y un receptor responsables de la historia (en una apertura de ángulo que abarca tanto la guerra europea como la historia de puertas adentro de la soltera). Ella apela al código fundante del contrato social en procura de un contrato de lectura que democratice o más exactamente, que ciudadanice la lectura en tanto toma de conciencia y de derechos simbólicos. Hay por lo tanto un trazo político de su escritura. Es reconocible a partir de la actitud interpelante del llamamiento ilustrada ya
6 Conviene recordar que el movimiento de la ciudad supuso, para Walter Benjamin, “un espectáculo al que la vista hubo de adaptarse” (1991: 145). 7 Por los mismos años tenían difusión mundial Tiempos modernos (1936) y El gran dictador (1940) de Charles Chaplin.
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en el primer texto del libro, “Alguien está llamando”: “[¡] Ayudadme a escuchar, que yo no puedo!” (Márquez 1941: 7). La poesía de la autora fue publicada entre 1936 y 1941, período coincidente con el proceso de reconfiguración del canon literario uruguayo cuya custodia pasaba en aquellos mismos años a la generación del 45, al tiempo que –precedida por la Guerra Civil española– se desencadenaba la Segunda Guerra Mundial. Su obra no fue tomada en consideración por la crítica hegemónica. A su invisibilidad habría contribuido la propia autora al cancelar, en la temprana fecha de 1941, sus ediciones en libro. Ese mismo año –y no deja de ser una coincidencia llamativa– vieron la luz simultáneamente a El gallo que gira otras dos obras referidas a Montevideo: La ciudad sin nombre de Joaquín Torres García –texto que registra la toma de la ciudad en tanto campo de investigación doctrinaria y programática, que venía procesando el Taller Torres García, desde mediados de la década anterior8– y Canto a Montevideo de Sara de Ibáñez. Selva Márquez (1899-1981) publicó tres libros de poesía (Viejo reloj de cuco, Dos, El gallo que gira), dos cuentos (“El daimón de la casa López” y “Carta para Sinda”) y el capítulo de una novela (Mañana es domingo) en Asir, a comienzos de los cincuenta; ya en 1969, el cuento “¿Quién es Dios?”, en El País y cuatro poemas antologados en 1971 (Ruffinelli 1971: 116-120). En 1982, Ediciones de la Banda Oriental editó, con prólogo de Aldo Cánepa, una selección póstuma de seis cuentos –El daimón de la casa López–, que incluye cuatro inéditos (“Boomerang”, “Palabras”, “Tiendita La buena suerte” y “Metamorfosis”). Tras cuatro décadas de ostracismo editorial se encontraron poemas inéditos, en general sin ordenar ni fechar, y un número mayor de relatos en desorden, inconclusos, que dificultaron la tarea del antólogo. (En el citado prólogo, éste asentó su protesta: “no fechaba sus trabajos; ignoraba el uso de la palabra ‘Fin’”, Cánepa 1982: 4). “¿Qué aporta Selva Márquez a nuestra lírica?” (21) se preguntaba Alejandro Paternain en 1967. Washington Benavides recuperó esta pregunta en 1989 (8) y, nuevamente, en 1993, destacando que “la poesía solidaria de Selva Márquez [...] releída en la década de los 90, resiste la inevitable comparación [...] resiste, vale” (Benavides 1993: 94). La opinión crítica más reciente es de Pablo Rocca. Éste reconoce, sumariamente, en la “ceñida producción lírica” de la poeta (Raviolo y Rocca 1997: 47), a la adelantada del
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“No un arte naturalista sino un arte férreamente vinculado a la ciudad: comentando [...] su vida, poniéndola de relieve, mostrándola y hasta como guiándola” (Torres García 1944: 217).
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“moderado y tardío surrealismo uruguayo” (Ibíd.: 19). Junto a la transcripción de un breve poema (“Velada”, Márquez 1941: 18), el autor agrega una sola frase en la que cita a W. Benavides: “la madura dicción poética de Selva Márquez había logrado ‘una casi imposible aleación de surrealismo y denuncia’” (Raviolo y Rocca 1997: 21). Ya a fines de los cincuenta Hugo Pedemonte había anotado: “Su obra, la menos sensual de la poesía femenina uruguaya, es sensible a la piedad y a la cólera” (1958: 176). Y había reconocido filiaciones literarias sugerentes: “La incidencia profética de sus poemas –advenimiento de redenciones sociales– no deja de hallarse como clima espiritual vinculada al estilo de Alexander Blok y, en cierto modo, a Vladimir Maiakovski”. Alrededor de una década después ya pueden confrontarse dos tendencias críticas: mientras el canon hegemónico la excluía, su obra era recuperada entre 1966 y 1967 por Domingo L. Bordoli, A. Paternain y Jorge Medina Vidal. Al mismo tiempo, en 1966, Emir Rodríguez Monegal no la incluía en Literatura uruguaya del medio siglo; y seis años después Ángel Rama la mencionaba al pasar en La generación crítica, al referirse a las influencias de la poesía extranjera en la generación “después del Centenario” y antes de “la gran transformación de la cultura” que operarían los entonces veinteañeros. Ocupa una sola línea en una serie enumerativa panorámica: “un juego similar de influencias aparece en los breves poemas epigráficos de Gallo que gira [sic] de Selva Márquez” (Rama 1972: 130). No ingresa al corpus canónico. Los críticos más prestigiosos devaluaron su obra, mientras otros la reivindicaron, interrogándose por su silencio. Éste, empero, no pudo ser revertido. La nota ya referida de Benavides, publicada en 1989, está fechada en 1981, poco tiempo antes de la muerte de la escritora. En ella se hace justicia a la difusión aunque reducida al grupo de sus amigos asimismo persistente, del valor de la obra mayormente fuera de circulación, por parte del poeta Juan Carlos Macedo, durante los años sombríos. Y se destaca el aporte de Paternain como el de “quien, de toda la crítica, […] mejor apuntó los valores de la obra lírica de Selva Márquez”. La nota es ratificación del reproche contra la desestimación –o desidia– de la crítica que había lanzado Paternain. Tras la muerte, y después de la publicación de El daimón de la casa López, la crítica renueva puntuales tentativas de revisión. Al prólogo de Cánepa y a las notas periodísticas del momento se suman Mercedes Rein, Luis Bravo y, nuevamente, Washington Benavides. Pero a pesar de ello, la obra –que no ha tenido reediciones– continúa siendo poco y mal leída; falta una revisión en totalidad. Mi trabajo trata de aportar –desde la perspectiva del tratamiento de la ciudad tal como se ofrece en el texto “Dando vueltas”– una lectura histórica y de género a la obra de la autora incluyendo su poesía inédita.
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Una poética de denuncia: círculos ciegos y dispositivos maquínicos Se podría identificar la poética en cuestión como denuncia de los mecanismos de exclusión –la obra los presenta como rotatorios e inerciales, simultáneamente de reclusión y expulsión– que ejerce la urbe moderna sobre los ciudadanos. En el poema “Dando vueltas” estos últimos son presentados como observadores de ojos cansados9 –heridos tal vez por los desengaños de la fe confiada a las apariencias–, con quienes la hablante se identifica: “nuestros pobres ojos”. En la “cárcel sin rejas” (“Mis marionetas”, Márquez 1936a: 33) de esta escritura diversas representaciones de la vida cotidiana modeladas por la autovigilancia, las rutinas y normas, el miedo, la represión del deseo, el silencio, la sordera funcional que acompaña a las políticas de silenciamiento de las diversidades son desenmascaradas. Desestabilizadas de su aislamiento y promovidas a las interacciones del coloquio (“Decir, decir no es nada/ y quién escucha!”10). Su obra diseña una posición de sujeto solidaria aunque dramáticamente solitaria, dadas las disociaciones, acaso roturas, del tejido social: “Mirándote a través de un harapo de noche / tiemblo entre mis palabras / como un sapo en un páramo” (“Invocación a la vieja”, Márquez 1941: 14). De allí, el proyecto recuperador de las pequeñas o grandes herencias genealógicas (“son muertos y están en mí”; “Calles”, Márquez 1936a: 51), así como de las estrategias contrahegemónicas –en este caso, los tropos– con que espiar/representar los mecanismos de poder que, atravesando las identidades fijas, se ejercen a través de ellas11. Al respecto, son paradigmáticas en la obra, dos configuraciones: el reloj, la veleta. Mi lectura intenta relevar signos recurrentes en la obra. En esta se representa la realidad como fragmento, resorte, recorte o casilla de dispositivos
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W. Benjamin cree que es posible ilustrar el esfuerzo perceptivo del ojo citadino con muestras de la pintura impresionista. Se apoya en la descripción “del tumulto de las manchas de color” en el cuadro de Monet Catedral de Chartres, cuyo efecto es “casi como un hormiguero de piedras” (1991: 145). 10 Inédito (s/f, s/t). Transcribo últimas estrofas: “Si me diera saltar a esta olvidada / ciudad de calaveras y pantanos / lodo caliente abajo y agua helada / mármol, granito en ángeles y vanos // gesto de eternidad pulida y alta / sobre la superficie mentirosa / y salir por la boca de la rosa // a decir la palabra que me falta / victoria, cumbre, vida en esta lucha / [¿]Decir, decir no es nada, y quién escucha?”. 11 “No hay más tiempo que de llenar la boca del horno / No hay más tiempo” (“Dando vueltas”, Márquez 1941: 34).
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maquínicos sistémicos, como juego de jaulas12. Desde el “viejo reloj” de péndulo, simulacro de casita del ave tiesa, asida al resorte que la retiene cautiva del tiempo isócrono –tiempo a través del cual el espacio doméstico es articulado como pieza clave en la construcción de la subjetividad colectiva–, desde ahí y hasta el arca que encierra “el daimón de la casa López”, pasando por El gallo que gira sobre el eje fijo de la veleta, o por “las ciudades [que] dan vuelta bajo un pie de granito”, el mundo simbólico de Selva Márquez anticipa las representaciones de Michel Foucault. Es decir, se anticipa a su concepto de una anatomía política del detalle cuyo procedimiento –“el tabicamiento y la verticalidad, la pirámide continua” (Foucault 2000: 222)– son introductores de separaciones tan estancas como sea posible para extraer de los cuerpos el máximo de tiempo y de fuerzas en la aplicación de una tecnología fina y calculada del sometimiento. El corpus literario que estamos abordando denuncia la divisoria entre espacio público y privado, calle e interior doméstico, dado que tales divisorias operan como dispositivos de control naturalizados ejercidos sobre construcciones de género sexual y estamento social. “La distinción público/privado actuó como un poderoso principio de exclusión que desempeñó un importante papel en la subordinación de las mujeres”, recuerda Chantal Mouffe (1999: 119). Hay desde el primer opus una mirada irónica arrojada sin piedad sobre los falsos esplendores y las encubiertas miserias del “dulce hogar”: “Las casas cubos de azúcar/ por dentro cubos de hiel” (“La mujer que mató”, Márquez 1936b: 9). Con idéntico gesto, en “Rito doméstico” (1941: 23) repasa con sarcasmo, subrayando el fraseo, los almidones de aquella mitología del salón familiar: “El amor:/ la flor bajo el daguerrotipo/ donde ampuloso miriñaque/ donde manos de lilas y el empaque/ de la levita tiesa ante el equipo/ asombroso del retratador”. Una letanía de polisílabos abundantes en consonantes oclusivas (p, t, k) refuerza el artificio del encierro en la pose (otro cautiverio), en contraste con los vértigos del mundo: “Bate la inmensa mar los farallones./ Ruge la fiera/ afuera. Parva domus en paz”13. 12
Gloso la expresión acuñada a propósito de El pozo por considerarla pertinente como metáfora de este otro mundo literario: “la ciudad, la pieza, el cuerpo: un juego de jaulas, cada una dentro de la anterior” (Martínez Moreno 1971: 39). 13 Siguiendo los planteos de Mouffe (1999: 119-126) podríamos subrayar que el anatema se dirige contra la construcción ideológica de lo privado, estamentado, hostil al espacio público, en este caso nocturno, que en el imaginario del “dulce hogar” sufre traspolación con la “barbarie”: “ruge la fiera afuera”. (La aliteración de la “f” refuerza el efecto de aproximación entre el “(a)fuera de casa” amenazador, y el “afuera” no civilizado, salvaje. Ambos, espacios de externidad subalternos a la hegemonía del poder burgués y su culto de lo privado.)
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Al igual que el cuadrante del reloj, la cuadrícula ciudadana y su maquinaria ordenadora ocultan lo que aprisionan. La escritura postula el poder político –crítico– de la palabra14: “Para saber las cosas que se ocultan/ detrás de rascacielos y de máquinas/ con un temblor de luces en la niebla” (“En la cocina ahumada”, Márquez 1941: 56).
Ciudad oclusa: ¿qué oculta? Quisiera introducir el tema del cautiverio identitario solapado por las construcciones hegemónicas, reconocible como isotopía del discurso tanto lírico como ficcional de la autora –gesto configurador de su escritura en distintos niveles–, a pesar de ser hasta hoy un punto no explorado por la crítica. Carlos Martínez Moreno se refiere a una Montevideo del 900 como “espacio de cautiverio sensitivo” (1971: 14), en tanto que Mabel Moraña alude a las “identidades cautivas” (2000: 823) en los años setenta en el Cono Sur como punto de inflexión de la crisis del proyecto modernizador. Ambas lecturas me sugirieron el título del presente trabajo. He de situar rápidamente los antecedentes del tema de la ciudad en la obra antes de detenerme en los aspectos que adopta específicamente en El gallo que gira. Dos textos pueden ser ilustrativos. El poema “Sudario” ya citado reúne en la última estrofa el motivo de la destrucción de las flores bajo el asfalto con el de los sueños del yo bajo el “sudario de las horas que pasan”: “Realidad de las horas que pasan/ también es sudario que cubre mis sueños”. En la imagen, el tópico clásico del tempus fugit no puede leerse disociado del alerta dado contra la naturalización del reloj, moderno dispositivo de control: chronos mecánico que “devora”15 el kairos humano, ese tiempo cargado de un sentido de “integración temporal”, de “significación atemporal” (Kermode 1983: 53), o tiempo psíquico. Un fluido tiempo imaginario en el que la literatura hace reapropiaciones y ampliaciones: “Mis marionetas tienen / las voces que aún no existen, o las que ya se han muerto!” (“Mis marionetas”, Márquez 1936a: 33). La denuncia contra la enajenación humana está tematizada también en un poema muy representativo de los escena-
14 Difícil tarea, ya que la lengua ciudadana también sufre desgastes: “Las palabras que dicen, son palabras melladas / por el continuo roce ciudadano” (“Fiesta”, Márquez 1936b: 35). 15 “Los mordiscos de las horas, devorando” (“Drama”, Márquez 1941: 52).
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rios entornales al universo ciudadano: la topografía del buque, símbolo arcaico de la travesía como tentativa y como posibilidad pero también símbolo fuertemente historizado para una comunidad trasplantada. En tal sentido “Mascarón de proa” (Márquez 1936a: 71) puede leerse como alegato antiutilitarista puesto que, desde el principio, la conjunción adversativa “mas” hace una advertencia: anuncia que la cariátide, destinada por el hombre (que manipuló materia y artefacto) a ser heraldo y mensajera de su sed de conocimiento (“él quiso que trajeras en tus ojos convexos algún nuevo paisaje que estaba más allá”), no servirá a esa finalidad, no saciará esa sed (“a tus oídos sordos/ a tus dos labios quietos.../ tu cuerpo estaba muerto, como tus ojos muertos”), porque es ya tan solo objeto. No puede actuar en sustitución de un sujeto, de una mirada selectiva, porque el sujeto es insustituible. (Las imágenes náuticas del mascarón, análogas en simbolismo a las del reloj de cuco y el gallo-veleta –tropos de la oclusión–, tienen una acentuada particularidad. Se apoyan en la inversión del procedimiento del oxímoron ya que en lugar de aproximar antónimos, ellas alejan u oponen sinonimias: buque y horizonte abierto se disocian. La mirada oblicua revela la oclusión disimulada con artificio por la máquina de navegar.) Ahora ahí está la cabeza avanzando en la proa entrando y emergiendo de las amargas olas. Parece que avanzara. Y en verdad está quieta Los hombres de la nave la mantienen sujeta y si anda la cabeza es que quieren los remos.
Árbol vivo o alma/cuerpo, el sujeto sujetado es degradado a eslabóncosa de una cadena instrumental, desnaturalizadora. Habemos así almas como tú, mascarón de la proa. Almas que fuimos árbol: hojas, sombras y trinos. Nos hacharon las manos que labran los destinos.
Las almas son parangonadas a objetos toda vez que se reconocen enajenadas a un rol instrumental. De esta suerte la imagen poética introduce la dialéctica sujeto-objeto y con ella abre la posibilidad también a una segunda lectura: el texto como alegato reivindicativo de la identidad individual y sus derechos naturales, entre ellos el de la búsqueda del propio destino. En las últimas estrofas la comparación distribuye los datos en dos campos: el de lo descrito, el avance de la embarcación percibido bajo la apariencia de avance
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autónomo de la proa y el de lo simbolizado por la imagen, esto es: la apariencia de movimiento autónomo que enmascara acciones gestionadas por disimulados mecanismos de transmisión (“parece que avanzara, y es que avanzan los remos”). La imagen de los remos no enfoca a los remeros porque no cuentan. Importa la representación del movimiento mecánico: el dispositivo de la máquina acuática de avance. Los remeros están borrados por la función del remo. Son fantasmas presos de estructuras maquínicas, falsas duplicaciones –neblinosas– de los seres vivos. Un desdoblamiento de este tópico es el motivo de los tripulantes/prisioneros16. En los años cuarenta, Max Horkheimer y Theodor W. Adorno teorizarán la operación consistente en la instrumentalización del mundo y sobre todo, de los otros, reducidos a objeto por parte de la racionalidad del poder. La denominarán “dialéctica de la Razón Instrumental”. El universo representacional de la autora aparece como intuición literaria de aquellas lúcidas especulaciones17.
El gallo muerto en la veleta El penúltimo texto del volumen El gallo que gira, “Si llegara la hora de pedir”, es, como sugiere su título, un poema de expresión de deseo. Condicionalmente, a través de sucesivas fórmulas aseverativo-afirmativas en la extensión de cinco estrofas, se expresa qué se desea. Pero en la sexta y última estrofa se invierte la construcción afirmativa: el yo se expresa por la negativa, proclama qué es lo que no desea: “¡No la rabiosa tarde rechinante./ Carreta enmohecida/ pasando cuatro ruedas por el lodo,/ bamboleante y siniestra,/ que se quedó rodando en mi recuerdo”. Sorpresivamente, en el último verso, la construcción analógica revela a través del término que ofi-
16 Es elocuente la analogía de imágenes: “Cuántos prisioneros se yerguen aullando/ en el fondo de inmundas sentinas” (“Una luz desde el fondo” Márquez 1941: 37); “Aullando en la sentina de mi barco, los presos,/gritan pidiendo auxilio, previniendo un naufragio” (inédito; s/t; s/f). 17 “Pero cuanto más se logra el proceso de autoconservación a través de la división del trabajo, tanto más exige dicho proceso la autoalienación de los individuos, que han de modelarse en cuerpo y alma según el aparato técnico. La subjetividad se ha volatilizado en la lógica de las reglas de juego [...] la razón misma se ha convertido en simple medio auxiliar del aparato económico omnicomprensivo. La razón sirve como instrumento universal, útil para la fabricación de todos los demás, rígidamente orientado a su función fatal como el trabajo exactamente calculado en la producción material, cuyo resultado para los hombres se sustrae a todo cálculo. Finalmente, se ha cumplido su vieja ambición de ser puro órgano de fines.” (Horkheimer y Adorno 2001: 83).
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cia como comparante del símil –“[¡]igual que el gallo muerto en la veleta!”– cómo se ha afectivizado por contexto y, por lo tanto, cómo se resemantiza la lectura del título del presente volumen. Esto nos interesa particularmente, como es obvio, porque aquí está comprendido el poema “Dando vueltas”. El poemario expone el tópico del movimiento giratorio u oscilante (círculo/rueda/[manecillas] péndulo) sobre un eje fijo (veleta/pie de granito/ [resorte] vástago) que, al exhibir el principio mecánico, evoca simbólicamente la sujeción del sujeto (yo/la virgen de cincuenta años/los niños de la calle/los hombres/nosotros/alguien) al dispositivo cosificador. Y con ello menta, paradójicamente, la inmovilidad existencial del sujeto sujetado18. De modo que las figuraciones de este universo simbólico se aproximarían al juego inteligente de la ironía, y deberían tematizarse a contrapelo. Estarían tensadas por el doble código –analogía e ironía– cifrado, según Octavio Paz19, en el universo de la modernidad. A título de inventario doy cuenta, no exhaustiva, de un posible repertorio tópico. Los dos primeros ejemplos pertenecen al segundo libro, Dos: “Al filo de medianoche/ golpeó la puerta el rapaz/ Temblaba de miedo. El padre/ caminaba sin cesar/ por la casa, como un péndulo/ tac! Tac!” (“Cuando vuelva”); “Y yo, atada a mi círculo / como una hora al tiempo” (“El hombre”). Los que transcribo a continuación pertenecen a El gallo que gira: “Giran los círculos de fósforo” (“Instante”); “El reloj de cuco / que rueda siempre alerta / en el comedor” (“De las cuatro esquinas. Norte”); “Damos vueltas en medio de un círculo endiablado” (“Salto”); “Y golpeaban los círculos cerrados / de los cielos” (“La mudanza”); “Que en el círculo hermético rueda.” (“Rueda”); “Donde corren en círculo los rieles / para el reloj de vagones vacíos” (“Paz”); “Que se quedó rodando en mi recuerdo / igual que el gallo muerto en la veleta” (“Si llegara la hora de pedir”). Si a esto le agregamos que Viejo reloj de cuco se subdivide en tres secciones –“Las horas de la ventana”, “Las horas de la estancia interior”, “Las horas del mundo”–; que la subdivisión de Dos es binaria –“Día”, “Noche”–, y, aun, que la subdivisión de El gallo que gira vuelve a ser triple –“Primera
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“Yo no soy/ yo, ni canto yo, ni existo/ más que como guarismo ya previsto/ en el coro, de números, el coro” (“Un canto de amor”, Ruffinelli 1971: 117). 19 “La poesía es una de las manifestaciones de la analogía; las rimas y aliteraciones, metáforas y metonimias no son sino modos de operación del pensamiento analógico [...] No obstante, hay un momento en que la correspondencia se rompe; hay una disonancia que se llama, en el poema: ironía” (Paz 1974: 84).
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vuelta”, “Segunda vuelta”, “Tercera vuelta”–, la semiosis numérica es evidente. El cuadrante o esfera del reloj subdividido por/con números representa el transcurso no fluido sino cautivo del tiempo ciudadano. Una poética que denuncie los dispositivos de vigilancia y control naturalizados en la sociedad moderna tendrá que simbolizar, con sagacidad artística, el cautiverio del tiempo –código numérico, movimiento de las agujas–, para poder inducir a un extrañamiento de mirada sobre lo cotidiano. En el Uruguay emergente de la modernización del Centenario, la propuesta de Selva Márquez invierte el lema sarmientino que los nuevos tiempos llevaban cuidadosamente guardado bajo el poncho: “barbarie o civilización”. O, al menos, lo convierte en un verdadero dilema. Por eso el simulacro –así se trate del recorte de hojalata sobre la cruz del tejado– motiva la mirada al sesgo, el distanciamiento. Del mismo modo que el vértigo, falaz, de las ciudades motiva la denuncia. Siendo la parte funcional al todo, en la máquina, el desmontaje de uno solo de sus artificios ayuda a poner al descubierto el sistema de falsificaciones que cada uno de ellos sostiene y encubre. Esta poética estatuye como principio de valor la deconstrucción del juego de las apariencias. Ello puede contribuir a explicar de variadas maneras la función del componente surrealista en su poesía.
Hacer volar los números El poema “Dando vueltas” está compuesto por veintitrés versos largos, mayoritariamente dodecasílabos o alejandrinos, aunque se encuentren un decasílabo y un endecasílabo. Solo hay tres heptasílabos: en la última de las diez estrofas, la más larga (siete versos) de las que lo componen. Siete de ellas son dísticos, dos de ellas son versos con autonomía estrófica, y la décima es de siete. En resumen: son siete estrofas, de dos versos; dos, de uno; uno, de siete. Es sugerente la secuencia numérica (resultante de la correlación métrica), y su efecto de circularidad. Creo que tal efecto merece subrayarse en un texto que lleva por título “Dando vueltas”, situado en la sección “Segunda vuelta” (de El gallo que gira), y cuyo último verso termina haciendo mención a los “números que vuelan”. Por lo demás, abundan las rimas asonantes y las repeticiones triples de vocablos (“[¡]Apurad!”; “sueña”; “enseguida”), así como de frases (“No hay más tiempo que de...”) y de versos enteros como el primero, que constituye el leit motiv. El poema se organiza en tres tiempos o vueltas. Lo transcribo a continuación ya que es de difícil consulta.
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Las ciudades dan vuelta bajo un pie de granito Teñido de azul por nuestros pobres ojos. No hay más tiempo que de llenar la boca del horno No hay más tiempo que de hacinar en las trojes! Apurad! Apurad! Apurad! Un niño llora y enseguida es un hombre! Esta es una semilla y enseguida es un bosque! Las ciudades dan vuelta bajo un pie de granito. Una silla encerrada sueña ciervos y piojos, sueña trinos y rayos, vientos y topos. El metal del anillo sueña fuegos en mares, abrazado a las aguas convertidas en aire. El papel de la carta sueña vientos salados, camisa pescadora que el tiempo hizo pedazos. No hay más tiempo que de dar cuerda al reloj y el polen, como un hombre, ya se multiplicó! Las ciudades dan vuelta como un kaleidoscopio bajo un pie de granito y girando, girando, nace del mármol una espiga de oro la sombra de una hilacha mañana es una estrella y enseguida, de un canto, nace una inmensa suma de números que vuelan!
El título del poema es derivación del verbo conjugado en presente del primer verso y juega, dándole una vuelta a aquel, con la polisemia de la expresión apoyada en el gerundio: denota acción continuada de recorrer en círculos, pero también connota el deambular sin rumbo fijo. La figura del círculo y el movimiento de circularidad, o elipsoidal, tematizan no solo la poesía sino también la obra en prosa de la autora. Dos cuentos pueden servir de muestra: “Boomerang” y “Vueltas de rueda”20. En contraste, otro movi-
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Versión inédita del cuento “Metamorfosis” (Cánepa 1982: 6).
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miento, el de zigzag, se registra en “Velada”21. Allí, la retratista de una ciudad cuyos habitantes ofician como guardianes cautivos de la norma y sus máscaras, rasga el velo del acto de escribir y lo enseña en su desvelada, íntima, finalidad: significa dar voz a una comunidad imaginada de voces cautivas que roen impacientes el umbral de la enunciación, que lo vencen y logran escapar atravesando las mallas de la escritura. El poema textualiza la tentativa de rescatar la memoria de los antepasados, dictada por el saber inconsciente, por la herencia cultural. Son voces-otras que desbaratan, y reorganizan dinámicamente con su irrupción, el cursus reglado del verbo ciudadano. En este caso, el libre juego de las voces fugadas del doble cautiverio (la muerte y la desmemoria), remitiría a la poética postulada: la recuperación de las genealogías –lo que Abril Trigo denomina memorias culturales22–, en una suerte de “jugada” reconfiguradora de la identidad en la ciudadanía. La primera imagen de “Dando vueltas” es desrealizadora: no solo asocia realidades tan alejadas como “ciudades” y “pie” sino que además altera las relaciones lógicas entre los términos sintácticos al emplear una preposición incongruente –“bajo”– como introductora del grupo sintáctico nominal “un pie de granito”, en lugar de la que sería más previsible. (En este caso –suponiendo el movimiento adscrito a un eje de rotación– correspondería “sobre”.) “Pie” es una referencia polisémica y ambigua. Según la escuela freudiana constituye un símbolo fálico. Cirlot lo registra como “sombrío símbolo funerario” (1978: 362) aunque también –en la acepción de pedestal o “pilar”– le corresponden “cabalísticamente, las cualidades de firmeza y esplendor” (364) en tanto “eje del mundo”. Por simbolismo de las formas connotaría el Axis Mundi o centro del universo: pilar áureo, árbol de hierro o pilar celeste que une el microcosmos con el macrocosmos. Una vez más la lectura a contrapelo, casi inevitablemente, está sesgada por la ironía. El primer dístico constituye una unidad: el segundo verso abre la posibilidad de interpretación del primero, así como del texto que inaugura. Este segundo verso (“teñido de azul por nuestros pobres ojos”) constituye un adjetivo frase del grupo sintáctico nominal “un pie de granito”. Introduce la idea de ilusión engañosa en el doble plano de imagen visual y representa21
“Los que han venido a mi velada/ ciegos de sol, de sal, tristes, de espaldas/ me muerden los nudillos/ y corren en zig-zag por mis palabras” (Márquez 1941: 18). 22 “Las memorias culturales son la sustancia de que estamos hechos [...] ponen en escena la diaria representación de la identidad y los residuos, muchas veces reprimidos, de otras memorias subalternas cuya irrupción intermitente e intersticial desestabiliza la homogeneidad instrumental de la memoria histórica” (Trigo 2002: 89).
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ción simbólica. Si para los pitagóricos la definición del tiempo como “esfera que lo abraza todo”, es decir como esfera celeste, sugiere desde cierto punto de vista la idea de perfección universal, el tiempo-reloj de la ciudad moderna desmiente la ilusión clásica. Aunque coincida con ella en un aspecto, al identificar tiempo con “orden mensurable del movimiento” (Abbagnano 1966: 1135). Pero dramática, e incongruente, resulta la incompatibilidad de ese tiempo/cepo ciudadano, con concepciones filosóficas contemporáneas adecuadas a la teoría de la relatividad de Einstein, como la del existencialismo heideggeriano23. Así, el sintagma “bajo un pie de granito” apareja la noción de sometimiento. Bajo la presión aludida, por alegórica o desrealizadora que se juzgue la imagen, el movimiento mentado solo puede concebirse como un remedo de acción. A pesar de que el cansancio de los ojos –y el pensamiento– derrotados, tiña de azul ilusorio la visión. En los tres versos siguientes –un dístico y un verso-estrofa– se actualiza la fugacidad del presente citadino. Se trata de un penoso presente de acciones dependientes. Son textualizadas como alarmada protesta que el ritmo repetitivo enfatiza. No hay más tiempo que de llenar la boca del horno No hay más tiempo que de hacinar en las trojes!
Y se refuerza con la secuencia de tres imperativos: Apurad! Apurad! Apurad!
Resulta evidente que el efecto acelerador del ritmo ciudadano transmuta la percepción de los tempos naturales. El adverbio “enseguida”, reiterado en los versos del dístico siguiente, debe leerse como consigna que apremia a la percepción urgente del mundo y, como consecuencia, desvirtúa cualquier otra posibilidad, morosa, de mirada. Los siguientes tres dísticos, enmarcados por el leit motiv (en su primera reaparición) y por la tercera y última reaparición de la frase “No hay más tiempo...”, a la que podría considerarse también un estribillo, ilustran el efecto desnaturalizador de la opresión utilitarista sobre la materia primordial que los objetos retienen cautiva. El texto espía el encierro de la madera en la “silla
23 “Heidegger ha interpretado el tiempo en términos de posibilidad o de proyección: el tiempo es originariamente el advenir (Zukunft)” (Abbagnano 1966: 1135); “El tiempo es reconducido no ya a una estructura necesaria, como el orden causal, sino a la estructura misma de la posibilidad” (1139).
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encerrada”, del metal en “el anillo”, del papel “en la carta”. El yo lírico proyecta su rebeldía en la materia inerte a la que el soplo de la imagen infunde latencia imaginaria, pulsiones oníricas, el soñar con la libertad de movimientos –ese horizonte de deseo inmanente a la obra. Esta secuencia enumerativa minimalista supone una inversión no solo repentina sino también violenta de la escala global de apertura. Del plano gigantista de “las ciudades” se pasa a la ínfima singularidad de “una silla encerrada”, a la microfísica del “metal del [es uno solo] anillo”, y al papel de “la [una sola] carta”. La nueva colocación de mirada performa el deseo de libertad de movimiento el cual se percibe como fuerza motriz de la escritura. Si el ritmo ciudadano inhibe la percepción natural de lo que de la naturaleza persiste en la cultura, la palabra poética al desautomatizar el discurso permutando por ejemplo las categorías de los referentes, busca desregular esa percepción condicionada y empobrecida, hacer fallar los mecanismos de control del imaginario dispuestos en/por las ciudades. Este pasaje confirma el dictamen de André Breton respecto a “que cuanto más alejadas sean entre sí las realidades puestas en relación por la imagen” más eficaz será el efecto de extrañamiento. Es posible hace una hipótesis interpretativa de “la casi imposible aleación de surrealismo y denuncia” (Raviolo y Rocca 1997: 21) que con acierto se ha atribuido a su obra. El fragmento en el que me he detenido no sólo textualiza el vertiginoso deseo, proyectivo, de libertad del yo enunciante, sino que también puede leerse como relato: la rebelión hiperestésica de la materia inerte sería la inversión simbólica de la cosificación anestesiante infligida sobre cuerpos y almas en la ciudad. En principio, se trata de una eventualidad latente en todas las configuraciones míticas, en las cuales el sacrificio es promotor de salvación. Estamos ante la propiedad de bigeminación del símbolo. Pero la representación tiene su espesor semiótico: se subleva la materia primordial ya que la sujeción es tan desnaturalizadora, tan caótica, que opera justo al revés provocando el despertar del deseo, racionalmente imposible, en la materia. De modo que, por ser el modelo disciplinador violentamente inmovilizador, conviene la enumeración surrealista toda vez que ella facilita la textualización de esa violencia inmóvil –oximorónica– a través del libre asociacionismo de las representaciones. El empleo de este procedimiento sugiere, entonces, una lectura compleja: la sujeción ciudadana de la naturaleza es metódicamente irracional y, por extremo de irracionalidad, provoca lo racionalmente imprevisible: el despertar deseante de la materia bruta. Creo que la “casi imposible aleación de surrealismo y denuncia”, que antes cité, puede ser iluminada por la presente interpretación. El cierre de esta segunda vuelta o tiempo del poema está dado por el dístico ya transcrito en el cual recrudece la angustiada percepción del tiempo.
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Se observa la recurrencia de la expresión formularia de alarma y advertencia, pero en este caso referida al tiempo de dar cuerda al reloj, objetoemblema de la modernidad. Toda máquina es subsidiaria del reloj y podría considerarse a cada una de ellas como un reloj particularizado. Lewis Mumford afirma que “se hubiera podido llegar a la modernidad sin carbón, hierro ni vapor, pero no sin ayuda del reloj” (citado por Díaz 1991: 243). Es sugerente que el primer poema de la sección específicamente urbana (“Cuadros parisinos”) de la primera obra poética de la modernidad (Las flores del mal) se titule, justamente, “El reloj”24. La comparación del polen –destinado por la naturaleza a la dispersión– con la multiplicación indiferenciada del hombre, sugiere la masificación y pérdida de individualidad. Quizá también la anomia social. En este caso habría un irónico contraste subyacente entre la dinámica social, ciega, y las leyes previsoras del determinismo natural. Sería una nueva inversión, o vuelta, dada por la lógica. No es absurdo que el polen se disperse, lo que es absurdo es que el hombre se multiplique (y disperse), como si fuera polen. El poema culmina con los siete versos de la última estrofa, iniciada con el leit motiv al cual se le introduce una variante (se le da una vuelta) al intercalar nexo y término comparativo: “como un kaleidoscopio”. La evocación del juguete, connotativo de goce o embeleso visual, reinserta el tema de la ilusión óptica que ya estaba presente desde el comienzo del texto con la frase “teñido de azul”. Sin embargo, aquí viene vinculado a la inducción de una posibilidad taumatúrgica inmanente al movimiento, por más prefijado que sea su ciclo. El gerundio repetido en el tercer verso –“y girando, girando”– introduce una serie enumerativa predicada a recurrencia por el verbo nacer: “nace... una espiga”, “de un canto,/ nace”. Con reticencia y ambigüedad, el poema logra una clausura abierta a la recepción lectora. Si bien la surrealidad de las imágenes continúa oficiando la denuncia de la desnaturalización que, a punto de partida del engranaje ciudadano, puede adquirir dimensiones virtualmente cósmicas, esa misma técnica visionaria que impone la estética –y la ética, vitalistas, del surrealismo25– produce significados opuestos al código de énfasis profético, otra opción disponible en
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“Cada instante te devora un bocado de la delicia / destinada a cada hombre por toda su estación // Tres mil seiscientas veces por hora, el Segundo / susurra: Acuérdate! –Rápido con su voz / De insecto” (Baudelaire 1968: 94; la traducción es mía). 25 “Los surrealistas defienden una concepción sagrada de la vida en oposición a la sordidez en que está sumida la existencia del hombre actual. Oponen la libertad del mundo anímico vital a los esquemas rígidos, estandarizados de la razón” (Pellegrini 1961: 16).
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el archivo de configuraciones manejado por la autora según observó Pedemonte, ya citado. A la hora del cierre del poema el logro consiste en no cerrar sino en abrir el campo de significaciones posibles, tanto a través de las connotaciones propuestas por la selección léxica como por la sintaxis de esquema binario, inductor de la idea de duplicación y por eso mismo también de lucha, el cual opera a modo de “la doble luz” ambigua aconsejada por Antonio Machado al poeta26. Pero también es abierto el campo de significaciones, sobre todo, por el cambio radical de la silueta estrófica que, a nivel de una semiosis viso-verbal del texto, parece indicar la ejecución de una vuelta suelta del eje de las regularidades, de una vuelta que vuela, para glosar el último, sugerente, vocablo de la composición. Es hora de recordar que uno de los contextos del poema, el título del poemario, resulta recuperado según esta lectura en su inquietante y por eso, rica, ambigüedad. El gallo, que participa del simbolismo general del animal alado: espiritualidad y poder de sublimación (ya que se identifica con el alma frecuentemente en todos los folclores y, en la alquimia, representa las fuerzas en actividad) es también nuncio del día, mensajero de la jornada, una suerte de mediador arquetípico. Si bien el gallo epónimo del libro es silueta que gira sobre el eje de hierro, su fantasma –es decir, el movimiento transformador– sobrevuela al cierre de este poema. Así como para los alquimistas la posición del ave determinaría su sentido, también para la voz textual las representaciones son modificadas por la posición del ojo, como fue advertido desde el segundo verso. Es decir, las formas, y con ellas su semiosis, son modificadas por el punto de vista. De modo que este poema sobre las ciudades, en el contexto de este libro sobre el gallo-guardián cautivo, también tematiza la necesidad de producción de significados e incita a interpretar desde las técnicas polifocales de la vanguardia. Estos últimos versos sugieren la posibilidad de leer no solo con los ojos abiertos sino también, me permito la metáfora, con las alas abiertas a las tensiones del universo textual. Invitan a leer las representaciones de la ciudad oclusa y sus circuitos inerciales en la página abierta de la ambigüedad poética: aquello que escapa al orden previsto –cuyo paradigma es la escala numérica, la esfera del reloj– es lo imprevisto, el accidente. La circularidad maquínica tiene un talón de Aquiles: una mínima falla liberaría su energía inercial. Y junto a esta, es de imaginarse, se dispararía el acumulado monto de energía deseante reprimida. Estos últimos versos del poema invitan a leer las posibilidades vibrantes del deseo, las clarinadas de la imaginación en
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“Da doble luz a tu verso/ para leído de frente/ y al sesgo” (Machado 1949: 242).
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movimiento: hechos volar (echados a volar) los números, rota la máquina/jaula del tiempo cautivo, las horas libres ya no serán vacuas, ni se irán volando.
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Vestido con un traje blanco al estilo de la costa caribeña colombiana, Gabriel García Márquez concluyó su discurso de aceptación del Premio Nobel sugiriendo una posible relectura del apocalíptico final de su gran novela, relectura que implicaba una segunda oportunidad, un nuevo principio que desafiaba las restricciones lineales de la historia: Ante esta realidad sobrecogedora que a través de todo el tiempo humano debió de parecer una utopía, los inventores de fábulas que todo lo creemos, nos sentimos con el derecho de creer que todavía no es demasiado tarde para emprender la creación de la utopía contraria. Una nueva y arrasadora utopía de la vida, donde nadie pueda decidir por otros hasta la forma de morir, donde de veras sea cierto el amor y sea posible la felicidad, y donde las estirpes condenadas a cien años de soledad tengan por fin y para siempre una segunda oportunidad sobre la tierra.
Esta “utopía contraria” a la que se refiere García Márquez reescribe la última oración de su novela quizás hasta el punto de disipar la ansiedad de aniquilación de las “razas condenadas a cien años de soledad [que] no tuvieron una segunda oportunidad sobre la tierra” (García Márquez 1975: 360). ¿Podríamos interpretar el final de los Buendía y su confusa historia como una condición previa para la apertura de una nueva temporalidad, anunciando quizás una era de resoluciones, así como la euforia de un nuevo comienzo? He aquí una tensión ambivalente que atraviesa la escritura del llamado boom, anclado entre una sensación de llegada y comienzo y una melancólica conciencia de los fracasos de la construcción nacional. La coda de la gran novela de García Márquez y la de su discurso de aceptación del Premio Nobel, tan diferentes en sus respectivas concepciones de principios y finales, resulta esencial para la historia literaria de América Latina como se ve en el caso de la construcción del boom. Lo que este artículo examinará son las maneras a través de las cuales este momento particular de la historia cultural latinoamericana entró en la escena como voluntad de originalidad y comienzo, otorgándose a sí mismo una base indispensable
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al reinventar su genealogía, al anular su afiliación con la tradición existente, y reclamar un lugar propio dentro del campo transnacional en un mundo percibido como descentrado pero dispuesto a recibir la vibrante contribución de las letras hispanoamericanas. Por cierto, ésta es una característica de la modernidad, la cual, como señala Paul de Man, “convive en la estructura de un deseo por borrar todo lo precedente, con la esperanza de arribar al fin a un punto de origen que marcaría, a su vez, un nuevo comienzo” (1983: 148; mi traducción). Esta tachadura del origen y erección del mismo como nuevo principio, resulta ser la característica definitoria de la densa relación entre la literatura latinoamericana de la década de los sesenta y su historia y tradición correspondientes. Aunque esto bien pudiera ser interpretado como un episodio más del largo conflicto entre Antiguos y Modernos, la convergencia de factores culturales, políticos y socio-económicos de los años sesenta convierten al boom en un momento único y de particular relieve en la historia cultural contemporánea. El impulso para olvidar el poder fertilizador de la tradición va acompañado por la proclamación de éste como origen. Esto opera dentro una tensión entre el poder del presente como posibilidad de constituirse en un nuevo origen y la radical imposibilidad de borrar por completo del pasado. H. Blumenberg nos recuerda que aunque percibimos por un lado una ruptura radical con la tradición, “la realidad de la historia jamás puede emprender un comienzo totalmente nuevo”, de manera que la tradición, aunque devaluada, no podrá ser abolida” (1985: 116). El boom es a la vez un movimiento parricida y adánico; su preocupación por los comienzos, sin embargo, revela una conflictiva relación con esa historia de la cual emerge: es una escritura que tiende a regresar a sus orígenes al mismo tiempo que afirma destruirlos1. A nivel epistemológico, un principio de diferenciación resulta esencial para intentar una intervención dentro de cualquier campo cultural; el boom parecía sentir la necesidad de lanzarse adelante por medio de una radicalización de ese mismo principio hasta llegar al origen. La literatura que produjo es revisionista: implica una meditación sobre los orígenes, aunque, al edificar su propia historia literaria, quisiera anular a sus propios precursores. Examinemos, pues, las condiciones que posibilitan la disyuntiva entre el compromiso con el lastre histórico en la escritura que agrupamos bajo la pro-
1 Nietzsche articuló esta imposibilidad de la siguiente manera: “Pues somos inevitablemente el resultado de generaciones anteriores y de esta forma el resultado de sus errores, sus pasiones, sus aberraciones, e incluso sus crímenes; no es del todo posible liberarnos de esta cadena” (citado en De Man 1983: 149).
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blemática categoría del boom, y la negación de esa misma historia. Mi meta principal es llevar a cabo una meditación sobre la producción literaria latinoamericana en un período muy productivo de su historia; período en el cual el compromiso moderno de la escritura consistía en un acto de fe, así como en un acto de voluntad. ¿Qué fue, entonces, aquello que hizo posible este momento para los escritores que agrupó, y cómo es que la red de relaciones entre cultura, sociedad y experiencia organizan soluciones imaginarias para las distintas contradicciones que se presentan? ¿Cómo es posible aceptar una genealogía si los principios de filiación y afiliación fueron tan problemáticos? ¿Qué deliberadas omisiones o reajustes resultaría productivos examinar aquí? En otras palabras, ¿cómo pudiera una lectura como la nuestra, localizada en el siglo XXI, recuperar las huellas de lo que en su momento fue dejado de lado? Una de las características principales del boom es su peculiar preocupación por el concepto de pertenencia, notable en su empeño por reajustar una y otra vez su exclusiva lista de membresía. Con excepción de algunos nombres canónicos: Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, y Julio Cortázar, quiénes pertenecen también a “la lista” no está aún claramente esclarecido. Alrededor de este núcleo, hay una constelación variable de nombres, ordenados de acuerdo a distintas temporalidades y cualidades literarias. Podemos nombrar algunos precursores: Borges, por ejemplo, se incorpora al boom tras un acto de recuperación; lo mismo podría decirse sobre Rulfo, Lezama Lima y Carpentier. Las tensiones sobre quiénes pertenecen o no a la lista surgen del imaginario social en este particular periodo de crecimiento y celebración, cuando el acto de exclusión es tan importante como el de inclusión. El hecho de “pertenecer” atribuye a estos autores un cierto estrellato en el preciso momento en que, irónicamente, el discurso crítico europeo proclama la muerte del autor. En 1968, Barthes había afirmado que “la escritura es ese espacio neutral, compuesto, oblicuo en el que nuestro sujeto [el autor] se desvanece, la negatividad en donde toda identidad se pierde, comenzando por la misma identidad de la forma de la escritura”; sin embargo, como él mismo reconoce, el autor es también “el epítome y culminación de la ideología capitalista” (1977: 142-143). En la década de los sesenta, el escritor del boom consigue, por primera vez, alcanzar un extenso número de lectores; consigue, además, un estrellato surgido de una combinación de estrategias mercantiles capitalistas y de un retorno a formas tradicionales que establecieron una mejor conexión con el público2.
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Debo expresar aquí mi desacuerdo con las ideas generalmente perceptivas de Idelber Avelar. En el capitulo “Oedipus in Post-Auratic Times” (1999: 22-38), Avelar afirma
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¿Cómo se manejó el concepto de autoría en este escenario inestable? ¿Qué modos de filiación y afiliación se invocaron en la redacción de historias literarias? A pesar de sus sonoras connotaciones, el boom no ocurrió, fue construido, edificado por medio de prácticas discursivas y materiales. Asimismo, varios de sus autores resultaron ser importantes elementos y agentes para esta construcción, ya que al mismo tiempo que publicaban sus propias ficciones, escribían sobre ellos mismos como autores propios del boom3. Una de las aproximaciones a la cuestión de la afiliación consistió en optar por un mundo descentralizado en el cual la orfandad constituyese una condición universal. Carlos Fuentes realizó justamente eso en su libro La nueva novela hispanoamericana (1969). Deshaciéndose de las ataduras del regionalismo literario, Fuentes detectó un malestar universal –“alienación” era la palabra clave de ese tiempo– que afectaba a Moravia tanto como a Sontag, Calvino, Burroughs, y algunos novelistas hispanoamericanos. Liberados de las trabas del regionalismo, e inclusive de la pesada historia continental, escritores como Fuentes, García Márquez o Cortázar podían emprender un oficio que encontraba sus raíces en el mito, el lenguaje y la estructura.
que la venta de libros hizo posible la autonomía financiera para los autores del boom. Esto significó, según él, el prescindir del patrocinio estatal y enfoque hacia lo estético como esfera social separada: mientras que la pérdida del aura concomitante es lamentada, lo estético reemplaza a lo político. Es difícil aceptar la noción de que sólo en los sesenta se pone fin al patrocinio estatal. De hecho, dicho patrocinio resultó, en la historia de la literatura hispanoamericana, elusivo en el mejor de los casos: excepto para aquellos escritores que ocuparon puestos oficiales –muchas veces temporales– en el gobierno o en instituciones educativas, aun en el siglo XIX la preocupación por ganarse la vida constituyó una preocupación constante. Un vistazo hacia los muchos artículos de Domingo F. Sarmiento, escritos alrededor de 1840, sobre la importancia de comprar el periódico y de mantener en pie a la “frágil” prensa, revelaría el grado en que el oficio de escritor significaba encarar una inseguridad financiera. Los “modernistas” de finales del siglo XIX supieron bien lo que significó el carecer del patrocinio estatal, como se puede ver en “El Rey Burgués” o “El velo de la Reina Mab” de Rubén Darío. Además, la relación entre lo estético y lo político en la escritura del boom, como intentaré demostrar, no es una de substitución o estetización de la política. Es un sistema complejo en el que la lógica de la substitución no se emplea: al contrario, entrevemos un gran esfuerzo por encarar las grandes cuestiones políticas y desplegar al mismo tiempo complejas técnicas narrativas, intentando operar un rescate auto-conciente de lo político por medio de un virtuosismo técnico y de técnicas narrativas. Sus narrativas tampoco poseen un enfoque totalmente urbano: son tan vastas sus visiones que producen escenarios que incluyen tanto la ciudad como el campo. 3 Para más información acerca de la categoría del autor en la novela latinoamericana de este tiempo, véase el ya clásico ensayo de Jean Franco (1981).
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Hubo aquí una nivelación de diferencias, un acortamiento de distancias entre el latinoamericano y las culturas metropolitanas, vistos entonces como habitantes de un “presente cultural compartido”. Inspirándose en el discurso filosófico estructuralista que ganaba popularidad en los años sesenta, Fuentes construye un aparato crítico de considerable erudición, con diagramas estructurales y referencias a pensadores de la estatura de Claude Lévi-Strauss y Paul Ricoeur, que le permite hacer afirmaciones como la siguiente: Los latinoamericanos –diría ampliando un acierto de Octavio Paz– son hoy contemporáneos de todos los hombres. Y pueden, contradictoria, justa y hasta trágicamente, ser universales escribiendo con el lenguaje de los hombres de Perú, Argentina o México. Porque, vencida la universalidad ficticia de ciertas razas, ciertas clases, ciertas banderas, ciertas naciones, el escritor y el hombre advierten su común generación de las estructuras universales del lenguaje (1968: 32).
Mediante un discurso crítico textual, Fuentes radicaliza el menosprecio del regionalismo y otras formas estridentes de hispanoamericanismos, construyendo un mundo descentralizado de escritores que operan dentro de las esferas del lenguaje, el mito y la estructura. Su estudio se lee como si perteneciera al mundo de lo escritural, despojado de ansiedades y lealtades personales: Fuentes realiza esta afirmación desplegando la gama de sus lecturas y su íntimo conocimiento de la novela europea y norteamericana. Siguiendo una trayectoria diferente, la Historia personal del boom de José Donoso revela una sutil conciencia de los fluctuantes ritmos de éxito y fracaso precipitados por las nuevas condiciones materiales de la escritura de los años sesenta. Donoso localiza a los novelistas del boom dentro de las condiciones cambiantes del mundo de las letras, y construye una genealogía profundamente latinoamericana, aun en su deseo de evadir a los precursores establecidos. Dominando la paternidad literaria y moldeando un sentimiento personal de “pertenecer” a un grupo que se veía a sí mismo como radicalmente distinto a sus precursores, Donoso construye su propio relato de la empresa novelística denominada el boom4. En su contemporaneidad con los fenómenos que discute, ofrece interesantes datos acerca de las fuerzas que moldearon al “movimiento”, del poder de éstas para articular el campo literario y sus transformaciones, así como de los procesos internos a dicha
4 Publicada por primera vez en 1972 por Anagrama, en Barcelona, la Historia personal del boom fue expandida en 1987 por dos apéndices importantes: I, “El boom doméstico” de Maria Pilar Donoso, y II “Diez años después” del propio Donoso. He consultado la edición de 1998 de Alfaguara, publicada en Chile.
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empresa colectiva. He aquí un libro merecedor de un análisis más complejo del que hasta hoy se le ha otorgado5. La Historia de Donoso plantea las tensiones de pertenencia y afiliación que aparecen ante el impulso de deshacerse de lo anterior y aclarar el camino para lo que se proclama como enteramente nuevo. El título escogido pudiera remontarse a la canónica Historia personal de la literatura chilena de Alone, pero es más bien una invocación que subraya distancia y ruptura: queda ausente el reconocimiento del factor humano de Hernán Díaz Arrieta (“vemos ante todo seres humanos, concretos, que nacen, viven y mueren”, asegura Alone)6. El primer párrafo del libro de Donoso, erizado de ansiedad, atribuye el nacimiento del boom a sentimientos de histeria, envidia y paranoia, al mismo tiempo que lo califica de un “extraordinario periodo de auge en la década recién pasada” de la literatura hispanoamericana. Contribuyendo a la turbulencia del comienzo, Donoso afirma que la extraordinaria producción del boom habita un espacio hasta ahora desierto, afirmación que produce el efecto de abolir la historia literaria precedente. El libro de Donoso abunda en imágenes de orfandad y parricidio instaladas en un discurso de estirpe y genealogía. El grupo con el cual el “nosotros” de Donoso se identifica repudia a sus “debilitados padres” (1998: 22), mas poco después debe enfrentar las consecuencias de dicha abjuración: el hallarse sin hogar, sin tradición. La Historia personal revela las ansiedades que acompañan al desmantelamiento de la tradición en nombre de lo moderno: no sólo “aterrarse ante la fragilidad de las pasajeras certezas literarias”, sino además el “riesgo de la muerte” (1998: 23). Atrapado entre el ansia de escapar y la amenaza de verse sin hogar, el relato personal de Donoso dramatiza las ansiedades de libertad y del “pertenecer” que pudieran acompañar a dichos gestos de des-afiliación. En las mismas palabras de Donoso, la “sensibilidad huérfana” de los novelistas del boom rechazó las aspiraciones de críticos y árbitros del gusto por imponerles “padres literarios” cuyo peso estatuario se negaban a cargar. En una sintomática justificación del deseo de matar a sus predecesores, Donoso imputa a aquellos críticos que les adjudicaban el pernicioso destino de coleccionistas de museos:
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Los más importantes artículos dedicados a la Historia Personal del boom son los de Cortínez (1996); Herrero-Olaizola (2000) y Joset (1982). 6 Véase la Historia personal de la literatura chilena (Desde Don Alonso de Ercilla hasta Pablo Neruda) de Alone. La primera página incluye una “Nota sobre el título” que clarifica la opción por la palabra “personal”. Existe en esta Nota, además, una denegación: “Otros en la historia ven las masas, las corrientes, los imponderables sociológicos; nosotros vemos ante todo, seres humanos…”
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Ellos [los criollistas, regionalistas y costumbristas], con sus lupas de entomólogos, fueron catalogando la flora y la fauna, las razas y los dichos inconfundiblemente nuestros, y una novela era considerada buena si reproducía con fidelidad esos mundos autóctonos, aquello que específicamente nos diferenciaba –nos separaba– de otras regiones y de otros países del continente: una especie de machismo chauvinista a toda prueba (Donoso 1998: 25).
Esa diferencia es evitada en el movimiento de alejarse de lo autóctono favoreciendo el empuje de lo internacional. En otro fragmento, las herencias literarias nacionales son descritas como “jaulas”, como si los jóvenes novelistas estuvieran sujetos a la deshumanización por el abrazo mortal y exotizante de la tradición. No es de sorprenderse, entonces, que los novelistas procuraran romper esas jaulas, afirmar su originalidad, y proclamar su orfandad, gesto que equivalió a proclamar la muerte del Padre. Los jóvenes escritores adquieren libertad para escoger progenitores extranjeros (Kafka, Faulkner, Joyce, Woolf, Mann), y en especial, para dar la espalda a su herencia hispánica, repitiendo el gesto de los ardores post-independentistas del siglo XIX. La evasión se quería total: de la tradición, de la región y de la nación. No puede sorprendernos que la flamante libertad conseguida produjera ansiedades concurrentes, como veremos más adelante. El “boom de marras” descrito por Donoso permitió la destrucción de aquella jaula: evadir estos obstáculos significó, no obstante, la ausencia de un suelo firme en donde ubicarse. De ahí que esos jóvenes beligerantes que pasarían a integrar el boom tuvieran que constituirse a sí mismos como grupo. Y he aquí donde la inflexión genérica ejerce su influencia, como lo hizo en otros círculos literarios, clubes, y ateneos anteriores, mediante relaciones de poder masculinas que articulan tensiones de rivalidad y fraternidad, competencia y amistad. Los lazos de masculinidad que percibo en los intercambios y relaciones descritas por Donoso en su Historia personal del boom merecen atención, ya que formaron parte de la construcción del mismo movimiento literario, así como de la trama de algunas de las novelas del mismo periodo. Podríamos, inclusive, argumentar que los autores examinados (Carlos Fuentes, Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, Julio Cortázar, por mencionar algunas figuras centrales aparte del mismo Donoso) establecieron relaciones sociales en torno a las ficciones dominantes del orden patriarcal. Al estudiar el género y la sexualidad en relación con el más amplio orden social, me referiré a algunas de las maneras en las cuales el período manejó la permisiva apertura mencionada antes y las ansiedades derivadas de estas nuevas condiciones de producción cultural.
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La inquietud surgida a consecuencia de esa orfandad proclamada se hace presente en los primeros capítulos de la Historia personal. Donoso se atreve a conjeturar que el boom posiblemente no existe, salvo como producto de histeria, envidia y paranoia (1998: 11); que pudiera, en efecto, ser producto de aquellas personas que dudan de su existencia. La noción del boom cobra poco a poco cuerpo; hacia el final del cuarto capítulo, Donoso inclusive emplea el término boom para designar el fenómeno en cuestión. Creo que esto coincide con la narrativa de la formación de grupo que traza al mismo tiempo que se desenvuelve su escritura, y con el surgimiento de nuevos lazos, unidos todos por el deseo de rechazar formas literarias previas, a la vez que se comprometen a otras nuevas. El mismo proceso nos habla del origen y la disolución de la hermandad masculina en cuestión, y de las formas de energías libidinales que unificaban al grupo. Lo que el novelista Donoso nos ofrece al principio de su Historia personal es típico del intelectual solitario, aislado en una jungla cultural repleta de peligros, de los cuales no pocos son fantasmáticos: La verdad es que fueron estos detractores, aterrados ante el peligro de verse excluidos o de comprobar que su país no poseía nombres dignos de figurar en la lista de honor, los que lanzaron una sábana sobre el fantasma de su miedo, y cubriéndolo definieron su forma fluctuante y espantosa (Donoso 1998: 15).
Al tiempo que descubre aquel fantasma, Donoso explica las razones del nacimiento del grupo, la amistad de la cual dependía para la cooperación artística, la validación hecha posible gracias a publicistas y traductores, así como las ventas de los libros y la expectativa del éxito. Su historia personal repite la codificación trazada por el lento camino transnacional seguido por la novela latinoamericana de su tiempo. Comienza con la producción artesanal y la distribución de libros (ambas basadas en la solidaridad de parientes y amigos); pasa por la mediación de los “chasquis” (así los llama Donoso, evocando a los mensajeros precolombinos que distribuían el correo a pie) para facilitar el intercambio de libros desde un país a otro, y llega hasta el presente de la propia narración, cuando ya existe un grupo reconocible. Como en la mayoría de los ateneos y cenáculos literarios, el boom representó un grupo estrictamente masculino, ofreciendo a sus miembros un abrazo falocéntrico hecho posible gracias a sentimientos de identificación, afecto y rivalidad. Se leían y consagraban unos a otros, inscribiéndose a sí mismos dentro de sus propias novelas (como lo hicieron, por ejemplo, García Márquez y Cortázar), y mientras el movimiento perduró, se consideraron amigos. El proclamar su amistad, sin embargo, no
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fue lo suficiente para ahuyentar las ansiedades ligadas al sentimiento de “pertenecer”: existen rastros de profunda inseguridad dentro de la Historia personal. Hay dos escenas importantes donde se describe la formación de lazos que ayudaron a constituir al boom como grupo: el Congreso de Concepción de 1962 y una fiesta en casa de Carlos Fuentes y Rita Mercado, en San Ángel en 1970. En ambos casos, Donoso anota un sentimiento de comienzo y consolidación en la reunión de aquellos escritores, aunque afirma que hay quienes desdeñan los congresos y mesas redondas. Al igual que Carlos Barral en sus memorias, Donoso recuerda el brillo de las fiestas asociadas con las reuniones del grupo literario: Todo fue muy internacional y moderno –con intérpretes simultáneos y todo– una especie de gran carnaval de intelectuales, con picnics, baños de mar, exposiciones, flirts y comidas (1998: 46).
El profundo impacto que el Congreso tuvo en Donoso surgió en gran parte de la impresión que Carlos Fuentes le causó. Hay páginas inspiradas en el maravillado descubrimiento de La región más transparente, como un diario de lectura que incluye sus reacciones más intimas en respuesta a las impresionantes maniobras narrativas de Fuentes. La personalidad del mexicano, su elegancia y apariencia, son los atributos que lo convierten en ejemplo a seguir para Donoso. Preso de una admiración deslumbrada, casi infantil, Donoso describe sus emociones antes de conocerlo, y la humilde manera en que se le acercó en el aeropuerto tras su llegada a Chile, armándose de coraje para pedir su autógrafo. Como en los sueños, aquí se materializa el deseo: curiosamente, Fuentes reconoce a Donoso antes que éste reconozca a Fuentes, refiriéndose a él por su apodo, “Pepe”, y recordándole el hecho de que asistieron juntos a la misma escuela inglesa. La coda “Nos hicimos amigos” (1998: 59) acompaña a esta pequeña escena de anagnórisis gratificante. El retrato que Donoso dibuja de Fuentes es notable ya que revela una admiración absoluta por su apariencia, elegancia y personalidad cosmopolitas. Exagerando deliberadamente, Donoso afirma: Hablaba inglés y francés a la perfección. Había leído todas las novelas– incluso a Henry James, cuyo nombre todavía no había sonado en las soledades de América del Sur, y visto todos los cuadros, todas las películas en todas las capitales del mundo. No tenía la enojosa arrogancia de pretender ser un sencillo hijo del pueblo… sino que asumía con desenfado su papel de individuo y de intelectual, uniendo lo político con lo social y lo estético, y siendo, además, un elegante y un refinado que no temía parecerlo (1998: 59).
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Donoso opta por una retórica hiperbólica: su exageración revela las ansiedades provocadas por el deslumbrante estilo personal e intelectual de Fuentes. Como Luis/Fidel en “Reunión” (Todos los fuegos el fuego) de Cortázar, el Fuentes de Donoso se presenta como líder; en vez de conducir una hermandad de jóvenes revolucionarios, Fuentes controla las energías y aspiraciones de Donoso y otros escritores durante el comienzo del boom. El mismo Fuentes asumió su papel con seriedad, ofreciendo consejos, conexiones y respaldo: presentó a Donoso a su agente de Nueva York, y consiguió que Alfred Knopf (“la editorial gringa más importante”) tradujera y publicara Coronación. En un tributo ambivalente al liderazgo de Fuentes, Donoso concluye este capitulo reconociendo la ayuda e inspiración que aportó a su escritura: Carlos Fuentes ha sido uno de los factores precipitantes del boom; para bien o para mal, su nombre anda unido tanto con su realidad como con la leyenda de su mafia y su farándula (1998: 64).
Es imposible no notar el grado en que el “aura” de Fuentes infunde la Historia personal del boom con su estilo y savoir faire cosmopolita. Para Donoso, el aura de Fuentes benefició a todos los miembros del grupo: insiste en que Fuentes encarnó el triunfo, la fama, y el poder asociados con el boom (“esa fama, ese poder, aun ese ‘lujo’ cosmopolita que desde las encerradas capitales latinoamericanas parecía imposible obtener; y que todavía les queda pegado a los escritores del boom; 1998: 67). Es la gran fiesta que Fuentes y la actriz Rita Macedo patrocinan en su casa de San Ángel el evento que marca un comienzo más para el boom (así como su presencia en el Congreso de Concepción lo había hecho en los capítulos 2 y 3): Fuentes es aquí presentado como un líder que posee la experiencia editorial y el estilo cultural necesitados en aquel momento. La importancia de las cualidades de liderazgo atribuidas a Carlos Fuentes es subrayada por el hecho de que al boom lo integran sólo hombres. Las amistades nacidas entre ellos son de corta vida; coinciden con los años iniciales de éxito, y son subsecuentemente amenazadas por la envidia y los impulsos competitivos. No es de sorprender que Donoso escoja fiestas como puntos de partida y término: el final es asociado con una fiesta en Barcelona, en la casa de Luis Goytisolo, en vísperas de año nuevo (1970-1971). Cinco años se identifican con el nacimiento y la defunción del movimiento, y la “pandilla masculina” de Donoso (1998: 84) es regulada por la psicología de grupo tal como la entendió Freud. En efecto, el grupo de hombres que integró este movimiento originó también lazos de solidaridad e intereses
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comunes que permitieron la desviación de sentimientos de hostilidad y envidia durante el tiempo en que las amistades perduraron. Por la forma en que Donoso relata la historia, entendemos que el grupo se formó gracias al impulso común por alcanzar un público internacional de lectores, por ayudarse entre sí a romper las ataduras nacionales y las normas literarias tradicionales. Fuentes, como líder, provee –de acuerdo, al menos, con Donoso– un lazo común, un modelo de éxito y tutelaje generoso. La naturaleza genérica de la identificación nos lleva a reflexionar sobre la cuestión de la masculinidad y la formación de grupo en la emergencia y consolidación de movimientos literarios. En el texto de Donoso vemos las correspondencias entre la emergencia de un movimiento y la construcción de una historia literaria idiosincrásica compuesta por uno de sus miembros. Desde este punto de vista, creo que las observaciones de Donoso revelan las atracciones y ansiedades masculinas del grupo, así como las relaciones que se establecen con la mujer y el papel de ésta en la profesión literaria. La Historia personal del boom es, reconocidamente, un libro menor; sin embargo, resulta importante, en tanto nos revela el decisivo rol desempeñado por la psicología de grupo y las asociaciones genéricas en la república de las letras. De acuerdo con la historia literaria de Donoso, los novelistas que aquí consideramos llegaron a reunirse gracias a una común lucha en contra de la asfixiante atmósfera cultural y material de su tiempo. Pero detectamos también sentimientos de ambivalencia, rivalidad e incluso competitividad agresiva. El grupo tiene un principio y un fin; la historia es narrada desde el punto de vista del final, después de la ya mencionada fiesta de año nuevo en casa de Luis Goytisolo, en Barcelona. Si aceptamos la versión propuesta por Donoso, podríamos interpretarla como una evaluación sumamente escéptica de los criterios de valor que rigen la literatura. En cuanto a las amistades que precipitaron la formación del grupo, éstas resultan claramente precarias: Donoso asegura que “la amistad entre los novelistas hispanoamericanos de hoy es bastante relativa, y en algunos casos inexistente, llegando a veces a la franca hostilidad” (1998: 76). El reconocimiento de las obras literarias de sus compañeros tiende a ser poco generoso, con la notable excepción de Carlos Fuentes y su novela La región más transparente. Sobre Julio Cortázar, Donoso apunta que “el fracaso de público y de crítica de Rayuela en Francia y en Italia ha sido una de las grandes calamidades para sus admiradores en castellano” (1998: 69), y que su reputación internacional se debe en realidad a la fama de Blow-Up. Detrás del “envoltorio de relumbrón vanguardista”, Donoso ve en Cortázar una mente cartesiana apoyada en posturas juguetonas. El éxito que le dio La ciudad y los perros a Vargas Llosa está fuertemente relacionado con la fanfarria de su llamativa presentación
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(“…con gran tralalá su nombre –y de paso el de la Editorial Seix Barral– se hizo popular en todo el mundo de habla castellana”, 1998: 70). Sobre Cien años de soledad, Donoso nos dice que la revista Time la considera una novela más mencionada que leída. Las amistades que los unen, como hemos visto, no sólo son “relativas”, sino también factibles gracias a lo que se obtiene más allá de las fronteras nacionales, de manera que a los novelistas se les perdona la envidia de sus camaradas. El libro concluye con una reflexión sobre la precariedad del grupo: Donoso no sólo diagnostica la crisis del boom, sino que también discierne un cierto agotamiento y una desorientación en los paradigmas críticos, víctimas de sus propios excesos: […] es la crisis producida por […] la pérdida de orden y de líneas directrices, con lo que todo se ha transformado, finalmente, al entrar en la década del setenta, en una aglomeración indiscriminada donde es muy difícil percibir los valores y juzgar (1998: 133).
Este ritmo inestable entre identificación y rechazo que marca las memorias de Donoso corre el riesgo de alienar al lector, quien pudiera no estar preparado para saltar de un tono deslumbrado y chismoso a otro de profunda desilusión ante los mecanismos fugaces de consagración. La edición de 1983 de la Historia personal de Donoso viene acompañada de dos apéndices reveladores, los cuales, como suele suceder con prefacios y posdatas, enmarcan a la nueva edición y ofrecen una nueva mirada para leer el original de 1972. Uno de ellos es del propio Donoso; el otro –que comentaremos más abajo– es de su esposa, María Pilar Donoso. El de éste lleva por título “Diez años después”, y posee un tono de nostalgia por tiempos perdidos. Diez años más tarde, el boom se había establecido en el canon literario, aunque las amistades habían sido relegadas al pasado. La voz del autor tiene un dejo ocasional de nostalgia –como cuando admite cierta añoranza por el “Gabo de Barcelona” anterior al premio Nobel–, pero el tono dominante no es la identificación, sino la agresión contenida. Esta segunda mirada es sin duda de naturaleza crítica: ni el mismo Carlos Fuentes queda incólume. En esta segunda evaluación, Fuentes sigue siendo brillante, pero los ardores de la admiración se han enfriado: ahora es también “el más frío, el más calculador, el menos sagaz” (1998: 223). Lo que aún permanece indiscutible es el poder de las amistades durante el comienzo del boom, considerado “un breve momento germinativo y fraterno de cohesión”. Hay mucho que aprender de esta frase, mucho acerca del poder engendrador de las amistades literarias, del rol de estas en la ascensión y caída de movimientos literarios, de las complejidades de la formación de un
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canon, y de las afiliaciones genéricas. Donoso ubica al boom en una dinámica social de grupo (inclusive propone una comparación con el Bloomsbury Group), pero también insiste en que la producción de obras literarias debe ser estudiada como un proceso “misterioso”, que está ligado a diversas fuerzas inestables como “la vida diaria, las relaciones familiares, el entorno social de un momento, una comida en un restaurante, un paseo en auto…” (1998: 218). Mucho más revelador, a mi parecer, es el segundo suplemento, el apéndice que lleva por título “El boom doméstico”, escrito por María Pilar, esposa de Donoso. La naturaleza suplementaria de la mujer no es sólo discernible en la ubicación post-textual de su escritura “doméstica,” sino también en su posición metonímica como mujer dentro del propio boom. Como ella, toda mujer es excluida de esta falocrática hermandad, ya que el sistema genérico dictaba la ley de la domesticidad femenina. Si la Historia personal de su esposo está enmarcada por el principio y final de un movimiento, la posición final de Maria Pilar Donoso es anticipada por un truco narrativo en la novela El jardín de al lado (1981), la cual marca un punto decisivo en la Ley del Género de la escritura, y advierte el ascenso de la escritora femenina en el post-boom de la década de los ochenta. En la novela, la ansiedad de lo masculino se desvía del campo de lazos masculinos hacia el poder castrante de la mujer. Pero empecemos con el evocador “boom doméstico” agregado a las ediciones posteriores de la Historia personal del boom. La devota solicitud expresada en la crónica personal de esta mujer evoca los factores “misteriosos” que contribuyeron a la geminación de la escritura mencionada por su esposo en su propio apéndice. La comida, la ropa, la calefacción, los niños, las amistades, las reuniones ocupan el papel central en este texto modesto y conversacional. La voz narrativa es radicalmente distinta a la del marido, como si se ajustara a la ficción dominante que regula la distribución de los roles genéricos. Los relatos domésticos de Maria Pilar Donoso son ancilares: se agregan en los años ochenta, después del Premio Nobel de García Márquez en 1982, cuando el boom “ya no es boom”, como ella misma lo describe. Pero, al mismo tiempo, el estrellato de los escritores establecidos garantiza un público de lectores interesado en los detalles personales y las petites histoires que nos ofrece. Como la crónica de Donoso, la de María Pilar es un texto de memorias, una evocación nostálgica de experiencias juveniles caracterizadas por amistades y penurias compartidas. Ambos textos fijan un principio y un final para el boom, ahora enmarcado en la distancia que el tiempo ofrece, y establecido firmemente dentro del canon. Sin duda, la lectura de “El boom doméstico” confirma la noción de que un movimiento literario tiende a sobrevivir las camaraderías masculinas que fortale-
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cen su nacimiento, ya que es difícil que el balance entre la competencia homosocial y la comunión entre un grupo de hombres –sociedades íntimas y rivales– perdure más allá de las etapas tempranas en las que la solidaridad del grupo logra romper el yugo de la tradición. El relato de Maria Pilar Donoso sobre la pérdida de lazos adquiere al final un tono nostálgico: Se han diluido las relaciones y comunicaciones, ya no llegan periódicas cartas de Fuentes con las últimas noticias de los quehaceres y aconteceres del grupo, del boom. El boom que ya no es boom, no es grupo ni acción conjunta, ni reuniones de amigos. Son señores maduros que escriben sus propios libros y leen los ajenos individualmente, cada uno en su estudio de países distintos (Donoso 1998: 202).
Sin embargo, acepta que la separación coincide con la adquisición de un puesto definitivo para el boom en la historia de la literatura universal. La escritura de esta mujer es importante en su diseño de los habitus literarios de un mundo controlado por los mitos hegemónicos de masculinidad. La dualidad entre la mujer como reproductora y el hombre como productor es enfatizada por el hecho de que estos nacientes escritores trabajaban en el espacio doméstico, de manera que la repartición de labores resulta aún más notable. En la esfera tradicional invocada por el pueblo rural y patriarcal de Aragón en que residen los Donoso, un clásico tableau español descrito en la primera página del apéndice, se marca el tono de lo que sigue: Generalmente una lámpara colgada del techo ilumina el grupo y es clásica la estampa invernal española de la mujer con su cesta de costura, el hombre leyendo el diario y los niños haciendo tareas escolares alrededor de la mesa, acogidos por el calor del brasero oculto bajo un grueso mantel… (1998: 140).
En el hogar de los Donoso, el hombre que lee el periódico sería el hombre que escribe las novelas (en 1971 se trataba de las Tres novelitas burguesas), pero al “hombre leyendo el diario” nos lo imaginaríamos trabajando en los campos durante el día, no escribiendo en casa. La separación de esferas se vuelve, por lo tanto, evidente cuando, unas páginas más adelante, María Pilar narra su retorno a casa en una fría noche de invierno, cargando varios trozos de leña para calentar la casa. Le molesta ver a un rico editor que descarga lujosos y nuevos sistemas de calefacción para su casa de fin de semana; sin embargo, lo que el lector debe notar es que en un sistema caracterizado por divisiones genéricas marcadas, como el de los Donoso, la tarea de transportar leña – y cargas pesadas en general – se le asigna usualmente al hombre. Claramente, la voz narrativa femenina ha internalizado los roles
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asignados por esta curiosa inflexión literaria de la ley del patriarcado, de manera que no se puede concebir a sí misma fuera de este sistema sobredeterminado de interacciones diarias. En La domination masculine, Pierre Bourdieu nos recuerda que existen límites en cuanto a las posibilidades cognitivas que la dominación le impone al dominado: El poder simbólico no se puede ejercer sin la contribución de quienes lo padecen porque son quienes lo construyen como tal. Pero, sin limitarse a esta constatación […] es necesario […] dar cuenta de la construcción del mundo y de sus poderes. Y tomar en cuenta que esta construcción práctica, lejos de ser el acto intelectual consciente, libre y deliberado de un sujeto aislado, es en sí misma el efecto de un poder inscripto en el cuerpo de los dominados a través de esquemas de percepción y de disposiciones (a admirar, respetar, amar, etc.) que representan manifestaciones simbólicas del poder (Bourdieu 1998: 46).
Es, en efecto, difícil leer “El boom doméstico” sin reconocer una anticuada estructura patriarcal que aun en sociedades tradicionales había empezado a cuestionarse en aquella época. María Pilar Donoso asume su papel de madre, esposa y mujer, preocupada no sólo por el bienestar de su hija Pilarcita, y por el de los hijos de las otras familias del boom (“el mini-boom, como alguien lo apodó”, 1998: 154), sino también centrada en la vida pueblerina, los festivales catalanes, el confort hogareño y las amistades. En este relato queda claro que los jóvenes novelistas buscaban reconocimiento, fama e incluso gloria, escribiendo cada uno sus novelas y discutiendo entre ellos dentro de una comunidad de intercambios inestables que requería de alianzas con los otros hombres del grupo. Se mencionan largas y hasta acaloradas discusiones literarias, muchas veces descritas utilizando el léxico de la lucha libre: “se trenzaban en discusiones literarias que terminaban siempre en Flaubert”. Las mujeres quedaban excluidas, y en algunos casos, con un matiz abiertamente derogatorio, como en aquella ocasión en la que García Márquez, “el Gabo”, afirmaba que detestaba a las mujeres intelectuales, o cuando Mario Vargas Llosa advierte a la narradora, no del todo en broma: Otro día Mario me interpeló, medio en broma pero también medio en serio, diciéndome que yo iba a ser causante de la ruina de su matrimonio. Intrigada y algo inquieta, a pesar de que creía que tenía la conciencia tranquila, le pregunté por qué. Me contestó que porque estaba “instigando” a Patricia a que tomara clases de italiano conmigo (1998: 166).
La autoridad masculina queda reforzada por la separación impuesta a la mujer, que, además, es acatada. La amenaza de lo femenino se mantiene a
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distancia por interdicciones en la esfera artística, la cual, de hecho, resulta híper-masculinizada. La presencia de las esposas confirma el “aura” de los autores, ya que ellas cuidan del lugar donde ellos trabajan. La escritura de la mujer se convierte en mero instrumento, empleado para ahorrarle al hombre hasta la preocupación por las provisiones alimenticias. La siguiente anécdota –no sin cierta ironía– confirma el papel doméstico que se le otorga a la escritura de la mujer dentro de este mundo de esferas separadas. Tiene lugar en Las Font dels Ocellets, restaurante catalán donde se acostumbraba que cada cliente escribiera sobre una hoja de papel su elección del menú. Un acalorado debate sobre el affair Padilla los demoró. Finalmente, el mismo dueño, notificado por un frustrado maître, se presentó con una pregunta perentoria: “¿Alguno de ustedes sabe escribir…?” (1998: 149). Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Carlos Franqui (el poeta cubano que acababa de desertar) y José Donoso se quedaron callados, “entre inseguros y divertidos”. La respuesta afirmativa de “la Gaba” (“Yo, yo sé…”) los sacó del apuro, escribiendo la lista y confirmando así el lugar de la escritura femenina. Una vez servida la cena, el ritual masculino de disputa intelectual continuó, impulsado ahora por una discusión acalorada entre Vargas Llosa y Franqui sobre Cuba. En otras ocasiones, la camaradería y la competencia se ejercitan por medio de la mediación benigna de juguetes infantiles, como cuando Vargas Llosa y Cortázar “se trenzaron en una competencia extraordinaria” de carros a control remoto: “Lucharon enconadamente, entusiasmados por ganar una carrera de autitos de control remoto sacados de la bolsa de regalos de Álvaro y Gonzalo, que, cansados, se habían ido a dormir acompañados de Pilarcita” (1998: 158). Podemos discernir una invertida simetría en la administración de la autoridad marital y textual de “El boom doméstico” que acompaña a la Historia personal, por un lado, y, por el otro, el capítulo final de El jardín de al lado, publicado en los años posteriores al boom, en 1981. Podría ser un elemento indicativo del fin del dominio exclusivamente masculino de la república de las letras (como veremos). Podríamos también pensar que la novela representa la ejecución artística de una escena masoquista que involucra aquello que Deleuze ha denominado la “madre oral”7. El jardín de al lado justifica su importancia como novela de luto melancólico por un mundo perdido: ofrece una reconstrucción invertida de la representación del boom en la Historia personal del boom. De hecho, me atrevería a afirmar que las mismas categorías narrativas y humanas operan en la historia literaria y en el mundo
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Véase su libro Masochism: An Interpretation of Coldness and Cruelty.
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ficticio de la novela, como si Donoso las hubiera trasladado, transformándolas, de una en otra. Lo que en el primer libro es descubrimiento, expansión, festejo y camaradería masculina (sublimando la envidia pero dejando intacta la ansiedad), es reconfigurado en la novela como clausura, exilio, depresión y alienación. El espacio, por supuesto, sigue siendo factor de dislocación: el encierro de la Historia personal dentro de la región y la nación se invierte cuando Julio, Gloria y sus amigos desorientados son excluidos de la polis nacional, prohibiéndoseles el regreso. En este sentido, podría verse como una ostentación masoquista que procura una cierta autoridad. En El jardín de al lado la treta de la narración parece sugerir que el papel interesante y valorado del escritor masculino despojado de su poder es aquel de víctima de sus propias crisis. Julio Méndez se ve atrapado entre mujeres cuyos poderes amenazan a la autoridad fálica. Nuria Monclús (sin duda basada en la agente literaria catalana Carmen Balcells) tiene este tipo de poder en la novela: crítica severa que ni aprueba ni publica, conlleva la amenaza del castigo matriarcal. Por su parte, Gloria, la esposa, y su amiga Katy comparten lazos de identificación y solidaridad que hacen a Julio sentirse marginado. Julio merece el adjetivo “rimbauldiano”, acuñado para describir a Bijou: su dispersión parece ser una exploración implacable del abismo. La auto-compasión marca la construcción de este personaje: irradia una negatividad hostil hacia el orden social y exhibe su malestar e insuficiencia, otorgando prioridad al dolor sobre el placer. Pero la misma artimaña que sorprende al lector al final, cuando el dominio de la escritura es transferido a la mujer (modesta traductora hasta este punto), bien pudiera ser un ejemplo de lo que Barbara Johnson llama una de esas “estructuras oficiales de autocompasión que mantienen al orden patriarcal en su sitio” (1998: 153). Lo que resulta relevante para el boom en El jardín de al lado es su reconfiguración de la Historia personal…: notamos el movimiento de un sentimiento de ansiedad emergente a uno de melancolía y declive. La extraordinaria convergencia de factores que hicieron al boom posible se disipó en los años setenta, con la transfiguración negativa del escenario político. El mismo mundo catalán descrito por Maria Pilar Serrano en sus petites histoires domésticas ha cambiado de valor, con tantos chilenos y argentinos exiliados a la deriva. La España de El jardín de al lado es un espacio de reclusión para aquéllos que no pueden regresar a casa. Las dictaduras del Cono Sur controlan la trama de la novela como la ficción dominante que regula su lógica. La temporalidad también tiene que ver con la psicología de grupo: como observó Freud, la regulación de la identificación y agresión dentro de un grupo obedece a un equilibrio inestable. Lo que en la historia personal anterior era una tensión entre el deseo de inclusión y la ansiosa envidia de un joven
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grupo de escritores talentosos, se ficcionaliza en El jardín de al lado como una alienada agresión que circula entre un grupo de hombres mayores y desencantados. De hecho, la voz narrativa parece un eco de aquellos no muy generosos críticos ya mencionados al principio de la Historia personal: Quiero comenzar estas notas aventurando la opinión de que si la novela hispanoamericana de la década del sesenta ha llegado a tener esa debatible existencia unitaria conocida como el boom, se debe más que nada a aquellos que se han dedicado a negarlo; y que el boom, real o ficticio, valioso o negligible, pero sobre todo confundido con ese inverosímil carnaval que le han anexado, es una creación de la histeria, de la envidia y de la paranoia… (11).
Julio Méndez pudiera haber escrito este pasaje: su auto-denigración masoquista es asociada con la pérdida de la comunidad nacional, pero además, y con angustia equivalente, al grupo de escritores que habían configurado su “mafia”, como llamaría de nuevo al boom en El jardín de al lado (31). Entre la envidia y el anhelo de pertenecer a algo, Julio Méndez termina paralizado por la impotencia, por una estética del pesimismo. Critica al boom como “esa literatura de consumo, que ha encumbrado a falsos dioses como García Márquez, Marcelo Chiriboga y Carlos Fuentes” (13). Su gloria pasajera sólo ha dejado atrás “el olor a pólvora y azufre que dejaron los cohetes del boom después de estallar y apagarse” (31). Aunque estas ásperas observaciones provienen de la fijación melancólica de la voz narrativa de Julio Méndez, hay un desvío inestable de los “yo” en los dos libros en cuestión: en la historia personal y en la narración en primera persona, Donoso produce dos “yo” fugitivos enfrentados especularmente en un registro ficticio y otro referencial. Estos representan las ansiedades de la paternidad literaria producidas por las siempre cambiantes condiciones de la autoría. Que dichas ansiedades estén inextricablemente ligadas a la identidad genérica y a una crisis de masculinidad se hace evidente en la maniobra final que le otorga a Gloria el dominio textual. Sagaces estudios han trazado el juego de substitución que opera el cambio de una autoría masculina a una femenina y que abre el camino a la sorprendente revelación del capitulo sexto8. Centraré mis comentarios en la dislocación fálica sobre la cual la 8
Numerosos artículos han sido escritos sobre esta admirable novela. Mencionaré solo aquellos que considero más relevantes: Gutiérrez Mouat, R. “Aesthetics, Ethics and Politics in Donoso’s El jardín de al lado”; Montero, O. “El jardín de al lado: la escritura y el fracaso del éxito; Barraza Jara, E. “Las dos escrituras en El jardín de al lado, de José Donoso”; González, F. “The Androgynous Narrator in José Donoso’s El jardín de al lado”; Lemogodeuc, J-M. “Las máscaras y las marcas de la autobiografía. La cuestión
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lógica narrativa de El jardín de al lado está fundada, y en cómo ésta puede ayudarnos a pensar en la economía de papeles genéricos que regula el triunfo y la caída de los movimientos literarios. Oscar Montero y Rosemary Geisdorfe Feal han comentado lúcidamente las capas de substituciones veladas que operan en la novela. Feal señala la naturaleza cambiante de los “yo” narrativos: Siguiendo las funciones modernas de la primera persona, el “yo” masculino alberga un latente “ella” que gradualmente trastorna al “yo” inestable y lo subordina a la tercera persona, “él.” El filtro narrativo es, de esta manera, un tipo de velo que esconde la horrorosa y desnuda realidad de la autora femenina en el centro de la obra (1988: 400).
Resalta además que la novela en sí es “un estudio del engaño que concierne de igual manera a personajes y lectores” (1988: 401), y en efecto pareciera que por momentos la novela ha logrado engañar inclusive a algunos críticos que han aceptado el papel autorial de Gloria, intentando releerlo desde el capítulo uno hasta el cinco. Este impulso hacia la significación, sin embargo, busca cerrar un hueco que debe permanecer abierto, ya que mientras en el mundo novelístico Gloria, la narradora, pareciera suplantar a Julio, el hecho sigue siendo que a nivel de la jerarquía de representaciones, Gloria sigue estando bajo el control del autor implícito. A pesar de este juego de encubrimientos, el capítulo seis es un tipo de deus ex machina autorial (donosiano), que provee un importante cierre, una sorpresa deslumbrante, y, además, logra encarar astutamente algunos de los cambios ocurridos en la república de las letras hispánicas en la última parte de la década de los setenta, cuando el dominio del boom encaraba los diversos desafíos planteados por escritoras cuyos libros reconfiguraban el ambiente editorial de la década de los ochenta9.
del narrador en El jardín de al lado de José Donoso” y “La problemática de la representación del exilio en El jardín de al lado de José Donoso”; Kerr, L. “Authority in Play: José Donoso’s El jardín de al lado”; García Castro, R. “Epistemología del Closet de José Donoso (1921-1996) en Conjeturas sobre la memoria de mi tribu (1996), El jardín de al lado (1981) y ‘Santelices’”; Meléndez, P. “Writing and Reading the Palimpsest: Donoso’s El jardín de al lado”; Geisdorfer Leal, R. “Veiled Portraits: Donoso’s Interartistic Dialogue in El jardín de al lado”; Kadir, D. “Next Door: Writing Elsewhere”; Echeverría, L. N. “El exilio en El jardín de al lado de Donoso”; Millington, M. I. “Out of Chile: Writing in Exile/Exile in Writing-Jose Donoso’s El jardín de al lado”. 9 Éstos son los años en los que los nombres de Allende, Valenzuela, Poniatowska, Peri Rossi, Traba, Ferré, entre otros, conseguían un público propio.
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La novela, por lo tanto, expresaría la crisis de la masculinidad ante la competencia desde dos frentes: el uno, interesado por la ansiedad de la competencia exclusivamente masculina, y por otro lado, el advenimiento de mujeres castrantes (Nuria, Gloria, Katy, quizás su propia madre agonizante). Entre ambas ansiedades está el espacio de una potencial implosión. Bijou y la figura velada de Tánger operan en ese temeroso espacio que se asocia tanto con el homoerotismo como con el impulso tanático. Julio insiste en la naturaleza dual de la atracción: sus cuerpos jóvenes lo atraen y a la vez le ofrecen la posibilidad de una disolución del ser y un escape del sentimiento de derrota: Envidia: quiero ser ese hombre, meterme dentro de su piel enfermiza y de su hambre para así no tener esperanza de nada ni temer nada, eliminar sobre todo este temor al mandato de la historia de mi ser y mi cultura, que es el de confesar [...] la complejidad de mi derrota: jardín perdido, […] justificación de mi existencia, raíces dolorosas en otro hemisferio, abandono del proyecto colectivo (239).
Las relaciones de género transmiten los rasgos esenciales de la crisis autorial que marca el principio y final del boom. Donoso ya había explorado sus inestabilidades en El lugar sin limites (1967), trazando el impulso desenfrenado de La Manuela por seducir a Pancho, personaje agresivo e hipermasculino a quien logra cautivar en la escena climática del baile en el burdel10. En El jardín… la disolución de Julio es generalizada, pero se expresa con mayor profundidad por medio de la crisis de conceptos normativos de identidad sexual. De hecho, el poder de la novela surge, en mi opinión, de su capacidad por sugerir el espectro de la discontinuidad que se yergue ante trastornos personales y sociales que llegan a cuestionar “las prácticas reguladoras que generan identidades coherentes por medio de un sistema de normas genéricas coherentes” (Butler 1990: 7). Invoco aquí a Judith Butler, quien nos recuerda los efectos políticos de las prácticas de deseo que no 10
Resulta revelador un cuaderno que Donoso redactó mientras escribía El lugar sin límites, el cual ofrece una perspectiva íntima de las tribulaciones del propio Donoso, muy a la Julio Méndez. Aparte de mantener un diario sobre los temores cotidianos del valor de sus esfuerzos y la amenaza de la parálisis imaginativa, Donoso especula sobre la naturaleza del deseo de La Manuela por “torcer” a Pancho, “demostrando que no es tan hombre como cree”. Inclusive Pancho, en las contemplaciones de nuestro autor, se ve tentado. Leemos en la página 107 del cuaderno: “Fascinación de Pancho al sentir que esta fascinado con un hombre, sexualmente hablando. Danger y compulsión y asco”. Como el resto de los escritos de Donoso, este cuaderno puede ser consultado en la Universidad de Iowa.
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“siguen” los senderos normativos de sexo o género. El descenso de Julio a las calles de Tánger al final del capítulo cinco, en busca de Bijou o del muchacho al que se había sentido atraído anteriormente, representa esta crisis precisamente en términos de problemas genéricos. Ciertamente, el final de los años setenta abarca un período de crisis. El mundo se tornó más oscuro, ya que en los setenta se vislumbra el fin del periodo de expansión económica que había enmarcado las dos décadas anteriores a 1973. El declive económico significó el final del boom de consumo que había comenzado en la década de los cincuenta, y esto repercutió en la diseminación de la producción cultural. El ambiente político de mediados de los setenta se ensombreció con las dictaduras represivas de Uruguay, Argentina, Brasil, Chile, y Paraguay, las cuales, como apuntamos arriba, no sólo cancelaron la libertad de expresión y el flujo de ideas, sino también las condiciones de posibilidad de la escritura y la lectura. Las casas editoriales fueron particularmente afectadas por las circunstancias económicas cambiantes. En este sentido, el boom económico del período posterior a la Segunda Guerra Mundial agotaba sus fuerzas, debilitado además por el incremento de los precios del petróleo. El boom debía encarar su momento post-volcánico en otro sentido también: en el del ciclo biológico de la existencia. La erupción juvenil del boom entraba en su periodo otoñal: para el final de la década de los setenta aquellos jóvenes ansiosos por experimentar y desmantelar las “jaulas” de la nacionalidad y la tradición se habían acomodado dentro de sus reputaciones literarias establecidas. Si Julio Méndez le otorga voz a las ansiedades del declive, podríamos sugerir que el Donoso del apéndice de 1987 expresa la melancolía de la pérdida: esa pérdida que llega con la edad, y que El jardín de al lado elabora y explora con una mirada implacablemente lúcida.
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SÓLO LOS ELEFANTES ENCUENTRAN MANDRÁGORA DE ARMONÍA SOMERS DIANNA C. NIEBYLSKI University of Kentucky
[Aunque] podríamos llamarlo un límite, lo abyecto es ante todo una ambigüedad. Esto se debe a que, mientras lo abyecto [nos] separa de algo que nos reclama, no libera totalmente al sujeto de aquello que lo amenaza; al contrario, lo abyecto es lo que lo mantiene [al sujeto] en un estado de inseguridad perpetua. Julia Kristeva, Pouvoirs de l’horreur
Pre-texto Pero lo más extraño era tenerse a sí misma tan lejos, en una espectacular versión de la entropía en que todo ser armónico de antaño había estallado (Somers 1986: 31).
Sólo los elefantes encuentran mandrágora (1986), la última novela de la escritora uruguaya Armonía Somers, se abre con una meditación sobre el tiempo, el topos más ubicuo de la modernidad occidental. De inmediato, sin embargo, lo que promete ser una reflexión sobre lo que fue la gran preocupación de la física, la metafísica y la ficción del temprano siglo XX se transforma en una serie de observaciones, a la vez íntimas y antropológicas, sobre el tiempo como organismo patológico. Párrafos más tarde, la imagen de un tiempo que se ha coagulado en el cuarto de hospital en que se encuentra la narradora, nos revela la audacia y la originalidad con que Somers contrapone al discurso y a la iconografía (fa)logocéntrica de las vanguardias la visión de un tiempo feminoide, lechoso y decididamente posmoderno. Ni cubista ni astillado, el tiempo discontinuo y mutante en que transcurre esta novela no es un mecanismo descompuesto sino un organismo abyecto pero
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cíclico1. La novela no deja nunca de comunicar esta sospecha, o quizás realización, de que la posmodernidad vivida desde una organicidad “femenina” es una realidad sustentada por la experiencia de lo abyecto más que por la ambición o necesidad deconstruccionista. Desde el comienzo, Sólo los elefantes manifiesta una ambición germinal y diseminatoria desmedida, adoptando una iconografía mitad herbórea y mitad bioquímica aun antes de que la protagonista se identifique a sí misma por su estrambótico nombre de “Sembrando Flores Irigoitia de Médicis”2. Como en un tríptico de Bosch con toques de Dalí, secreciones y excrecencias corporales de distinta índole (sangre, linfa, saliva, leche materna, semen, excremento, órganos sueltos, semillas y la presencia constante de lo ovular en múltiples manifestaciones) sirven de puntos de referencia dentro de las historias intercaladas o superimpuestas que se leen o relatan en el cuarto de la protagonista enferma. Lo abyecto es, por lo tanto, el caldo de cultivo del que surgen las alucinantes historias que se cruzan y entrecruzan sin aspirar nunca ni a una concordancia ni a una deconstrucción eliminatoria. Elia Geoffrey Kantaris, el crítico que con más éxito ha indagado en la estructura psicoanalítica de Sólo los elefantes, ha utilizado los términos “linforrea,” y “logorrea” para referirse a la diseminación aparentemente incontenible de vocablos, ideas y alusiones3. El primer término contiene una referencia directa al fluido linfático que la protagonista produce en exceso a causa de su rara enfermedad. La precisión del segundo reside en hacer notar la íntima conexión entre la realidad patológica delicuescente del cuerpo de la protagonista (y de otros cuerpos en las novelas) y el modo en que la novela se estructura alrededor de una hemorroide continua de historias paralelas o superimpuestas. La audacia posmoderna de la novela reside en mostrar cómo por debajo, o por detrás de los grandes esquemas epistemológicos clásicos, modernos o vanguardistas hay siempre un cuerpo abyecto –o mejor dicho, una multitud de cuerpos abyectos. Nueve de diez veces –apuesta la novela– este cuerpo abyecto es un cuerpo de mujer. Se trata, por lo tanto, de
1 No creo, sin embargo, que Somers tenga en mente el tiempo “reproductivo” femenino que Julia Kristeva opone al tiempo lineal de la historia, en parte porque el tiempo de esta novela no excluye las catástrofes históricas. Pienso desarrollar más mis reflexiones sobre este aspecto de la novela en otra ocasión. 2 En el hospital, la protagonista pasa a ser conocida simplemente como “El Caso”. Su madre, ante el hecho consumado del nombre escogido por el padre en certificado de bautizo, decide llamarla Fiorella. 3 Ver el capítulo “Armonía Somers: Disseminating Psicoanálisis”, en Kantaris (1995).
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oponer a la física y a la metafísica de la historia, de la medicina y de los cánones occidentales androcéntricos una bioquímica feminoide destinada a confundirlo todo –cuerpos, generaciones, clases, ideologías y epistemologías– con la esperanza de que la confusión ponga en evidencia la insuficiencia del orden simbólico hegemónico (clásico o moderno). La novela no propone soluciones ni alternativas: ambiciona solo a una visión desenfrenada de intersubjetividades (orgánicas, inorgánicas e intermedias), mediada por lenguajes, discursos, y géneros sexuados: un “todo narrativo sin solución”, según la editora intradiegética4. Por su desmesura, la ambición de la novela es monstruosa. La novela también lo es. Fácilmente la más filosóficamente instruida de los escritores hispanoamericanos de fines del siglo XX, Somers optó por la escritura de lo abyecto como su modus operandi, y lo hizo con plena conciencia de sus consecuencias, a través de toda su producción narrativa. Es solo en su última novela, sin embargo, donde el lector logra apreciar hasta dónde puede llegar la potencialidad discursiva de lo abyecto como práctica revisionista. El hecho de que esta novela, más que ninguna otra obra de la misma autora, presente enorme dificultades para cualquier lector explica, en parte, la falta de atención crítica que ha recibido. No deja de ser notable, de hecho, que ni siquiera los contemporáneos más perspicaces y más próximos a la autora supieron apreciar la verdadera novedad de su obra. Al malentender la intertextualidad abyecta de su temprana novela El derrumbamiento, su compatriota Mario Benedetti acusó a la autora de haber sido víctima de “una mala digestión de lecturas”. Aunque más consciente de las influencias surrealistas sobre la obra de Somers, Ángel Rama tampoco supo apreciar lo realmente “otro” detrás de lo que él consideró como lo “insólito, ajeno, desconcertante, [y] repulsivo” en la obra de esta autora5. A pesar de captar bien las confluencias entre la obra de la autora y de otros “raros” del Cono Sur en las décadas de los cuarenta y cincuenta, Rama no fue capaz de intuir lo que había de verdaderamente original detrás de “la fascinación del horror” de su contemporánea y también compatriota. Leyendo estos artículos casi medio siglo más tarde, el lector tiene la impresión de que los escritores de su generación no estaban preparados para algo que se salía de cualquier experimento narrativo practicado hasta entonces en las letras hispanoamericanas. 4 En un intento inicial de buscar lo “diferenciador y distintivo” del discurso de esta novela, Rómulo Cosse se refiere a ella como “posiblemente la más compleja que ha producido la literatura uruguaya” (1990: 209). 5 Ver “Raros y malditos en la literatura uruguaya”. Rama vuelve a expresar la misma opinión en el prólogo a la antología Cien años de raros (1966: 11).
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Sin duda la escritura de lo abyecto que practicó Somers desde un comienzo tuvo el mismo efecto distanciador en críticos que en lectores. Tal señala Kristeva en su conocidísimo estudio sobre lo abyecto, citado al comienzo de este ensayo: la intromisión de lo abyecto en el espacio discursivo tiene el efecto de convertirlo en una práctica híbrida, orgánica e inorgánica a la vez y, por lo tanto, ambigua y difícil de catalogar6. Como estrategia discursiva de resistencia, la escritura de lo abyecto de Sólo los elefantes no busca desmantelar o de(con)struir como sí busca confundir, contaminar, contagiar. Inevitablemente, esta discursividad sustentada en el lenguaje como órgano de una corporalidad abyecta tiende a una entropía generalizada, y es esta entropía generalizada lo que posibilita una visión inesperada y totalmente novedosa de lo que puede ser el proyecto narrativo concebido desde una conciencia posmoderna, cuando esa conciencia se transplanta en un espacio siempre intermedio y siempre mediado (por el género sexuado y las particularidades de un idioma, una o más culturas, una o más historias). Resulta convincente ver en dicho proyecto un acto (¿final?) de reivindicación de la autora ante una modernidad que decidió, en su mayor parte, ignorar o menospreciar a quien fue sin duda una de las más formidables figuras literarias del boom hispanoamericano.
Historial patológico Y en adelante una historia vertiginosa de días y de noches pegadas entre sí y allá en el centro del remolino, y una muestra de pleura saliendo en la punta de un taladro para saber qué tal ahí, y un pedazo de hígado, y vías digestivas, trague, trague esta pasta [...] gusto a pared. Trague igualmente (Somers 1986: 26).
Desde junio de 1992 hasta enero de 1993, la conocida plástica y performance artist norteamericana Hanna Wilke decidió convertir su propia batalla contra el cáncer de mamas, que terminó con su vida, en obra de arte y estudio visual de su quimioterapia al mismo tiempo. El escalofriante resultado fue una serie de fotografías en blanco y negro en la que la artista, con la
6 En su proyecto desmantelador, la deconstrucción post-estructuralista retiene rasgos de su génesis falogocéntrica. Al buscar demostrar el fallo o la falta dentro del sistema o discurso en cuestión, la deconstrucción insiste en marcar o señalar diferencias (aun cuando estas se difieran o posterguen). Como práctica meta-teórica, la deconstrucción es necesariamente inorgánica.
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ayuda de su cámara, registró el avance de la enfermedad y sus estragos en su propio cuerpo. La crítica de arte Jo Anna Isaak considera que las fotografías auto-biográficas de Wilke son quizás el más claro ejemplo de lo que Freud denominó el “triunfo del narcisismo” sobre las circunstancias (1996: 223). Similarmente inspirada en la grave enfermedad de la que fue víctima la propia Somers, la novela Sólo los elefantes podría ser interpretada como un ejercicio de exhibicionismo patológico narcisista, solo que a diferencia de las fotografías de Wilke –donde la obra es a la vez testimonio mordaz y ejercicio catártico para los testigos que sobreviven a la artista– la novela de Somers toma la realidad biográfica de la enfermedad de la autora como punto de partida hacia un proyecto incalculablemente más amplio y más híbrido que el de Wilke. Imposible de reducirse a un solo relato, o incluso a dos o tres relatos superimpuestos, la trayectoria general de la novela puede resumirse del siguiente modo: una mujer mayor pero de indeterminada edad sufre una grave y repentina obstrucción pulmonar, es hospitalizada y luego diagnosticada como víctima de una rara enfermedad denominada quilotórax7. El síntoma más notable de esta enfermedad es la producción excesiva de linfa, o flujo linfático, el cual debe ser extraído a diario del cuerpo del paciente para evitar que se derrame y deposite en el espacio pleural, ubicado entre la cavidad del pecho y los pulmones. Con el propósito de extraer este exceso de linfa, la protagonista es sometida durante un período indeterminado a una toracentesis diaria, tratamiento mediante el cual una aguja es inyectada por la espalda e insertada en el espacio pleural con el fin de vaciar el exceso de linfa producido por el paciente. Tanto la enfermedad como los tratamientos a los que es sujeta la protagonista corresponden en gran medida a un episodio en la historia médica de la autora, pocos años antes su muerte. Una diferencia radical entre las patologías testimoniales de Wilke y de Somers consiste en el hecho de que en Sólo los elefantes, tanto la enferme7
El quilotórax es una rara enfermedad que causa la producción excesiva de fluido linfático, el cual se va depositando en la cavidad pleural ubicada entre el pecho y los pulmones, obstruyendo la función de este último. El pseudoquilotórax, enfermedad relacionada, es causada por una infección inflamatoria crónica, tal como la tuberculosis, por ejemplo. Los tratamientos comunes incluyen la toracentesis, método en extremo doloroso que consiste en inyectar una aguja por la espalda de la paciente y adentrarla al espacio pleural a fin de evacuar el fluido linfático que se ha ido acumulando. Otro método consiste en insertar un tubo directamente dentro del espacio pleural de la paciente con el mismo objetivo. La cirugía a la que es sujeta la protagonista de la novela es evidentemente un procedimiento arriesgado pero practicado en casos en que los tratamientos anteriores no dan resultados.
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dad como los maquiavélicos tratamientos a que es expuesta la autora le sirven de pretexto para inventar un personaje lleno de humores ácidos. Al transformar la enfermedad que la va llenando de secreciones infecciosas en una especie de virus metafórico que la conecta no solo con su madre sino, a través de ella, con otras generaciones de lectores y escritores, Somers da en el blanco de un marco y una estructura novelística mucho más amplios y ambiciosos que los que había adoptado en sus incursiones narrativas anteriores. El resultado es un pretexto discursivo lo suficientemente variable y versátil como para que la autora pueda dar rienda suelta tanto a su imaginación desbordada como a su amplísima formación lingüística, filosófica, narrativa y epistemológica. La venganza de la mujer, Armonía Somers, contra la enfermedad que casi le quitó la vida, consiste no solo en imaginar una protagonista que, como ella, sobrevive los errores y las predicciones de sus médicos, sino también en saber usar el tiempo “muerto” de su larga convalecencia para ir “expectorando” las historias que pondrán en evidencia la red de premisas falsas e hipótesis a medio hacer que cimientan tanto el método científico en que se basan los cirujanos y especialistas que buscan controlar las secreciones de su cuerpo, como las suposiciones y premisas epistemológicas y culturales que le negaron a la escritora la atención merecida cuando gozaba de mejor salud. Es hecho conocido que el corpus narrativo de Armonía Somers gira en torno a la sexualidad femenina y a las ansiedades socio-culturales que dicha sexualidad desata dentro de un espacio y una cultura particular. En muchos de sus relatos la perspectiva desde la cual se narra es la de un personaje masculino. Casi sin excepción, dicho personaje experimenta una reacción entre repulsiva y obsesiva (una abyección, sin ir más lejos) hacia lo que percibe como la excesiva porosidad, o la insuficiente continencia del cuerpo y de la sexualidad femeninos. En Sólo los elefantes, por el contrario, la presencia y las excrecencias del cuerpo femenino –adulto, enfermo, infeccioso, supurante– no sólo se exploran desde la perspectiva de la misma mujer sino que esta falta de límites o porosidad de la corporalidad femenina se presenta no ya como defecto ontológico sino como una ventaja epistemológica. Es en gran parte la porosidad del cuerpo de la protagonista y de otras mujeres que aparecen en los relatos de esta historia lo que les permite pensarse a sí mismas y actuar como agentes de contaminación y contagio. Según Julia Kristeva, la delicuescencia del cuerpo femenino convierte a la mujer en un sujeto abyecto y por lo tanto predispuesto para la subversión, al menos la subversión de lo categóricamente delimitado o demarcado. De allí provienen, según Kristeva, los poderes “horroríficos” adscritos a las secreciones femeninas, especialmente la sangre menstrual y la leche mater-
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na. El cuerpo incapaz de contener sus propios flujos es un cuerpo capaz de violar los límites de otros cuerpos. La incontinencia corporal lleva al contagio, y el contagio a las epidemias. Sólo los elefantes explora al máximo este poder de contagio y contaminación del cuerpo femenino tanto como una posibilidad literal como metafórica. El quilotórax de la protagonista produce secreciones infecciosas. Pero las expectorancias simbólicas que la protagonista lanza (ab-yecta) por doquier representan un peligro mucho más sustancial, ya que podrían terminar infectando un sinfín de esquemas pre-establecidos a nivel discursivo, familiar, social y político.
Lo abyecto como la negación de la trascendencia Lo que aquello que se llevaban fuere ya no me pertenecería jamás. Luego del laboratorio entraría en la red subterránea, se iría viajando por la ciudad sin lunas de allá abajo poblada por la siniestra flora de la polución interminable. Y a eso quedaría reducido todo: la esencia, la existencia, pero principalmente el ser ahí como alguien muy oscuro y muy claro había llamado al ser en el mundo (Somers 1986: 26)8.
Desde la década de los setenta y bajo la influencia de varios feminismos –franceses y norteamericanos principalmente–, varias escritoras hispanoamericanas de importancia han explorado el discurso de lo abyecto como instrumento de resistencia o de subversión. Como he discutido en mayor detalle en otra ocasión, en la mujer el exceso corporal, sexual u hormonal es considerado, ipso facto, como signo o señal de trasgresión (véase Niebylski 2004: capítulos II y V). El cuerpo femenino que excede los límites impuestos por la higiene, la moral, el buen gusto o la moda es un cuerpo proscrito tanto por la medicina como por la ética. Lo que distingue el discurso de la corporeidad delicuescente en Sólo los elefantes de otros intentos de subversión por vías del cuerpo femenino abyecto es en gran parte el poder casi ilimitado de infiltración que dicha abyección alcanza. Nada queda a salvo de lo abyecto femenino en la novela de Somers –ni siquiera el discurso anarquista del padre de la protagonista, corroído por las hojas silvestres que la niña Fiorella guarda en la biblioteca de su padre.
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Lo que se “llevan” es el fluido linfático que extraen de su cuerpo. El “alguien muy oscuro y muy claro” es una referencia a Martin Heidegger, cuya noción de “Dasein” la protagonista traduce aquí como “el ser ahí”.
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Concebida y dramatizada como la antítesis de lo trascendental, o del trascendentalismo abstracto, la subjetividad abyecta rige no sólo todo momento de la historia de la protagonista sino también de su prehistoria –a través de la dieta de claras de huevo a la que debe doblegarse su madre. Al mismo tiempo, la desintegración gradual pero inevitable del cuerpo es imaginada por la protagonista como un viaje sin regreso a las cloacas de la ciudad, sin ningún Dante capaz de convertir lo grotesco en sublime. En el pasaje a continuación, la protagonista observa cómo su propia linfa se va acumulando sin pena ni gloria en un frasco al lado de su cama, imaginando luego el viaje final de dicha linfa (antes parte de su propia cavidad pleural) por las cloacas de la ciudad. La visión alucinada que lleva a la protagonista a imaginar su propia secreción linfática como viajera impávida e impura entre otras tantas secreciones contaminadas, puede ser interpretada como una contrarrespuesta posmoderna en femenino a la ilusión de la trascendencia. Como su protagonista, Somers es incapaz de imaginar una realidad no anclada en la materialidad de lo orgánico, aun cuando lo orgánico se descompone en una alcantarilla en la que desemboca todo el humor negro, o grisáceo, de la urbe: [...] y por variar el vaciamiento directamente al frasco [...] Y agregado a ello el desenlace, su lanzamiento a la red cloacal sin puntos ni comas la carrera desenfrenada bajo las avenidas, las plazas y los museos, los prostíbulos y los templos, los presidios y las escuelas de bellas artes, las casas de los enemigos y la del Ejército de Salvación y todos consigo debajo una displicente acuanauta sobre aquellos deslizadores, donde los únicos congéneres eran unos tipos ansiosos evadidos de un penal con los que ella alcanzaría a dialogar gorgoteando en su existencia coloidea (Somers 1986: 27).
Es como si al buscar una física de lo abyecto la novela llegara a un paso de desentrañar su metafísica, si no fuera que el prefijo “meta” en “metafísica” remitiría inevitablemente a un nivel de abstracción que resultaría incompatible con la naturaleza híbrida (y contaminada) de la abyección. El diálogo que la protagonista imagina entre sus secreciones linfáticas y las otras con que termina mezclándose (al final del pasaje citado) tiene que ver con la negación de la existencia de Dios –una de las varias formas de trascendencia de que reniega la novela. Más interesante me parece notar el modo en que la abyección, aun en sus formas más degradadas y deformes, contribuye a la continuación del diálogo aun cuando lo único que queda de la conciencia corporal es mero flujo. Digno de notar es también el hecho de que en esta ocasión, como en tantas otras en la novela, no se trata de eliminar a los contrincantes o dialogantes sino de saber hacerse oír sobre sus
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rumores y “humores”. La indeterminación e inseguridad que caracteriza todo estado de abyección presenta un reto constante hacia el monologismo o la jerarquía fonológica –en las cañerías cloacales ninguna de las voces parece tener más autoridad que otra. Es más, al insistir en defender la abyección como el único estado realmente auténtico, tanto los personajes femeninos como los personajes masculinos rechazados o marginados optan por la marginalización antes que aceptar el orden monológico que la sociedad quiere imponerles como precio de entrada a la normalidad. A nivel estructural y narrativo, el rechazo del monologismo en Sólo los elefantes implica la práctica de una polifonía casi siempre discorde y casi siempre más cacofónica. La intertextualidad como contagio y contaminación genealógica Yo sé lo que quiero, mi madre hablaba de las novelas de un tal Pérez Estrich como quien citase la Biblia o el Talmud. Ella había tenido que leérselas siendo niña a una vieja maníaca que se las conocía de memoria y no perdonaba capítulos salteados. Ahí debe radicar también la causa de esta dolencia. Mucho antes de yo nacer, aquel desgraciado oficio se la habrá hecho contraer, aunque levemente, y luego yo la recibiría en pleno por pura perversidad de la genética (Somers 1986: 12).
En el plano narrativo, el estado abyecto por el que opta la protagonista tiene el efecto de borrar toda línea divisoria entre historia (documental) y ficción, pero también la historia archivada y la memoria individual o colectiva. La novela que la protagonista pide que le lean en el pasaje citado es una novela medio romántica, medio gótica, y del todo didáctica, de fines del siglo XIX. Titulada El manuscrito de una madre, parece haber sido la última novela que su madre había tenido que leerle a otra madre (Abigail), esta última loca de pena por la pérdida de su primogénito y abandonada por los otros dos hijos a quienes él había por su parte rechazado. Lo que media entre la lectura y la enfermedad de la protagonista, y las historias que recuerda o recrea (sobre sus padres y otras figuras relacionadas con la vida de sus padres), es un texto decimonónico paradigmático, una de esas novelas ejemplares escritas con el preciso fin de guiar a las mujeres jóvenes hacia la buena conducta, y de iluminar a sus consortes en la elección de una joven discreta y apropiada. A pesar del título, El manuscrito de una madre es una historia narrada por un padre, ya casi anciano, a su hijo en edad de escoger novia y futura esposa. Presentada por el padre intradiegético, la historia debe de funcionar como una admonición preventiva. La hija de la lectora
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obligada, sin embargo, dedicará gran parte de su estadía en el hospital a contaminar la lectura de dicho texto sin cambiar los detalles del drama. De este modo, la novela del siglo XIX se convierte en uno de los instrumentos de continuidad genealógica entre madre e hija9. Según lo que se puede reconstruir a través de ciertos pasajes citados verbatum y otros resumidos sin demasiada exégesis, El manuscrito de una madre relata la historia de la bella y obstinada Margarita, mujer de agallas que sabe lo que quiere y que, para conseguirlo, engaña a varios de los hombres que se enamoran de ella. Engaña, entre otros, al conde que sobrevive para narrar su historia. Como ocurre en tantas otras novelas de esta época, la “madre” del título brilla por su ausencia. Lo que da cabida a la historia –o inspira al conde a usar su biografía como ejemplo que su hijo debe evitar a toda costa– es el cráneo de la difunta Margarita, souvenir que el conde conserva y emplea como cenicero y encendedor a la vez. Al describir la relación entre la novela decimonónica y su re-escritura por Somers, Cosse acierta al notar que en la lectura irreverente de la protagonista el romance histórico se convierte en parodia (1990: 215). En la versión de la protagonista, el didacticismo de El manuscrito de una madre se convierte en un relato picaresco en el que una mujer logra la fama, la fortuna y el amor a través de su astucia y su rapidez para desaparecer llevándose las joyas cuando es necesario. Al eliminar todo comentario didáctico de la descripción, la protagonista es capaz de condensar la acción y la temática de la novela romántica a su núcleo ideológico. Lo que reluce ahora es la intención autorial detrás de tantos giros costumbristas y advertencias exclamatorias. El gran temor que late detrás de la fascinación del autor decimonónico por su bella protagonista es el gran temor de casi todo hombre de su época: el peligro que representa para el orden social burgués una mujer joven, bella, inteligente y sin escrúpulos. En Révolution du langage poétique, Kristeva define la intertextualidad como la “trasposición de uno (o de varios) sistemas de signos, a otro” (1984: 59-60)10. La función de ciertas formas de intertextualidad, explica Kristeva,
9 Por otra parte, como indica el pasaje citado anteriormente, madre e hija están ligadas por la condición orgánica de la abyección mucho antes de que la lectura las reúna una vez más. Aunque la hipótesis es poco científica, es evidente que la falta de proteína en la dieta de la madre es de algún modo responsable de su tuberculosis, y predispone a la hija al quilotórax del que ahora es víctima. 10 La traducción es mía. Imposible apreciar a fondo la discusión de Kristeva sobre el poder contestatario de la intertextualidad sin tener en cuenta su visión de la intertextualidad como parte de la evolución discursiva del sujeto.
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es desestabilizar o desacreditar o descalificar el orden simbólico (patriarcal) al cuestionar, invertir o parodiar la autoridad del texto fundacional originario. Detrás de la transposición cómico-paródica de un género promulgado en el mundo hispano casi exclusivamente por los hombres que escribieron dichas novelas, se esconde el deseo de la protagonista de apropiarse de El manuscrito de una madre como novela en la que se impone la ley del padre y transformarla en un pretexto para reestablecer el contacto con su madre, la que fuera una vez lectora obligada y mal pagada. Mientras que en la novela de Pérez Estrich las mujeres son objetos de intercambios dramáticos entre hombres, en su interpretación o “traducción” por Fiorella los signos de exclamación del melodrama se convierten en oportunidades para el cinismo o la ironía cómica. Es a través del cinismo crítico de la hija, ahora lectora libre de expresar sus opiniones, que la novela ante la cual debió doblegarse la madre-niña es reducida a objeto de una carcajada que le niega al narrador y al autor de la novela cualquier derecho de autoridad. A este nivel, esta red intertextual se convierte también en un hilo conductor (¿un cordón umbilical?) a través del cual la exégesis satírica de la hija rescata a la madre del silencio; silencio que solo le permitió escuchar y repetir (ser portavoz de) voces masculinas.
La botánica como entrenamiento subversivo Qué mala hierba habré comido, quizá la raíz de la contraria sería lo bueno. Pero se contuvo a tiempo, no iba a descubrir así como así sus historias herborísticas. Y además ¿quién le traería remedios de esa clase desde un mundo perdido donde las pequeñas flores amarillas de la contrahierba habrían quedado dentro de algún libro, y qué libro sería? (Somers 1986: 36-37).
Habiendo establecido la condición de lo abyecto como el único marco narrativo lo suficientemente poroso como para reconstruir su(s) historia(s), la novela ilustra hasta qué punto reconstruir una historia (junto con las historias de esa historia) significa reconstruir creencias, recetas, hechizos o chismes apenas escuchados y, por supuesto, alusiones a múltiples libros leídos o comentados. De esta manera, la intertextualidad desordenada que la novela practica como una forma más de contaminación y contagio tiene el efecto de borrar o confundir los límites entre lo privado y lo público, entre la historia íntima y la historia política, entre lo orgánico de la vida cotidiana y lo inorgánico de los códigos heredados.
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A veces la intertextualidad se practica de modo inesperado, y por ello tanto más alusivo. Uno de los primeros recuerdos infantiles de la protagonista la remite a la Fiorella enferma en una tarde en que su padre, Pedro Irigoitia, buscando un libro de Schopenhauer (para demostrarle a su mujer y a su hija que la estupidez es en ellas crónica e incurable), se encuentra con que el pasaje que buscaba –el mismo en el que Schopenhauer considera que las mujeres son animales con cabellos largos e ideas cortas– ha sido contaminado, horadado y borrado por la hoja de una planta que Fiorella decidió guardar justo entre esas páginas de ese preciso libro. Irónico a la vez que reivindicatorio, la costumbre que la niña adquiere desde muy joven de utilizar la biblioteca de su padre para guardar otras hojas (más frescas, más vitales si se quiere), es en primer lugar una forma (inconsciente, sin duda) de vengarse del nombre demasiado florido con que la bautizó su padre. Por otra parte, la costumbre de la hija de insertar muestras de la botánica local entre las páginas “universales” de la filosofía política de su padre señala desde muy temprano su predisposición a la abyección. Hay además otra venganza en esta forma, más híbrida que de costumbre, de intertextualidad. Antes de aparecer su padre, el antiguo pretendiente de Mariana había sido un joven amable y paciente llamado Esculapio, cuya pasión por la botánica quizá compitiera con su amor demasiado pasivo hacia Mariana. Presintiendo a temprana edad que el padre nunca haría feliz a su madre (resulta ser bígamo, con una familia oficial y llena de hijos varones en Buenos Aires), se desquita contra él insertando la presencia del ex pretendiente como un virus corrosivo dentro de sus libros más valiosos. Si la niña ya era experta en cruzar hojas de diversa índole a temprana edad, la mujer que se desquita de sus médicos y enfermeras recreando su historia de la historia a su manera, se ha convertido en una verdadera experta en experimentos híbridos. La descripción de sus cuadernos (en los que escribe furiosamente y luego esconde en el cajón de su mesa de noche) demuestra que para la protagonista la reconstrucción de la historia que la justifique, o justifique a aquellos que la engendraron, se funda en alguna rara hipótesis alquímica (otra abyección) más que en ningún sistema de coordinantes: En sus Cuadernos Sembrando Flores intentó la cruza de tres cepas alternadas: los libros de Pedro Irigoitia con los de Esculapio; los de Esculapio con los de Abigail; los de Abigail con los de Pedro. Los resultados serían exclusividades de su farmacopea, si se tiene en cuenta que los libros de Pedro sobrevivientes de la catástrofe fueron utilizados como herbarios desde la Casa de la Colina (Nota de V. Von Sch.) (Somers 1986: 73).
Cuando se considera la novela en su totalidad, el verdadero reto para cualquier lector reside en identificar suficientes alusiones como para no per-
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der el magnetismo fascinante de esta polifonía intertextual que aspira a entrelazar tantos discursos y contradiscursos, hechizos y contra-hechizos. Leer la novela significa estar expuesto a un bombardeo constante de referencias no solo a obras canónicas de la literatura, el arte, la filosofía, la teología, la psicología, la botánica, y otras tantas disciplinas, sino también a otros intertextos mucho más oscuros, como las historias relacionadas con la mandrágora. En lugar de los discursos de Freud sobre la paranoia, aparecen los cuadernos del mismo Daniel Paul Schreber; en lugar de los discursos de Freud sobre la sexualidad está el episodio de “limpiar el aljibe”, que luego se ata a otro soliloquio psicoanalítico en el capítulo en que la joven Fiorella relata su interpretación de la violación de otra niña, que ella presencia. Una red de comentarios sobre la filosofía existencial del siglo XX resulta luego basarse en ciertos pasajes de El ser y el tiempo, la “verdadera” novela de cabecera de la protagonista, como se nos anuncia al final. A Miguel Hernández hay que reconocerlo a través de la breve referencia a Orihuela, a Bosch y a Durero a través de ciertas escenas en cuadros particulares Hay que poder reconocer en la historia de la mandrágora la posible influencia de ciertas novelas nacionalistas alemanas del temprano siglo XX, y en las anécdotas políticas de Pedro Irigoitia ciertas huelgas del movimiento anarquista en Buenos Aires durante la década del veinte. A esto hay que sumar las igualmente magistrales alusiones a supersticiones regionales, recetas locales, catálogos de hierbas medicinales y así hasta no terminar. El resultado de esta práctica intertextual excesiva, y hasta “descarada”, podría remitirnos simplemente al gusto por la intertextualidad alusiva como hazaña intelectual del escritor, hazaña al estilo de la novela modernista continental o de la del boom hispanoamericano. Pero se trata de otra cosa, como ya he indicado. No solo de desordenar la inevitable invasión de influencias globales hegemónicas contrastándolas con los saberes locales (las supersticiones, las creencias, las leyendas, etc.). Sobre la híbrida mezcla de lo global hegemónico con lo local desvalorizado, la práctica de una escritura abyecta proyecta la posibilidad de imaginar otras coordenadas miméticas y otras combinaciones dramáticas (para la intimidad o para la vida pública) de las ya conocidas, aunque esto resulte, en un comienzo, pura alucinación.
Somers a sus contemporáneos del boom: “Supuro, sangro, infecto, envejezco... ergo sum” Impulsada por la necesidad de evadirse de sus dolorosísimos tratamientos, del absurdo de sus encuentros con especialistas médicos, o por el
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momentáneo bienestar proveniente de los calmantes, la protagonista pasa buena parte de su tiempo tomando apuntes sobre todo y todos en un cuaderno que mantiene siempre a su alcance. Descrito como al descuido como “esa especie de Cuaderno de Bitácora donde ella anotó todo lo que pudo”, la alusión a Cortázar contiene, en mi opinión, una de las claves más sorprendentes y reveladoras de la intertextualidad entre esta novela y la producción y diseminación de los escritores más conocidos y reconocidos del boom hispanoamericano. Mientras que el término “cuaderno de bitácora” se refiere, obviamente, al tipo de diario usado por los navegantes en general, el empleo de las mayúsculas en el pasaje citado hace inevitable la conexión con Cortázar, específicamente con su Rayuela. Conociendo el hecho de que Somers fue lectora incansable de diarios y cartas de famosos, resulta imposible no sospechar que habría leído, y con gran interés, la edición que Ana María Barrenechea publicó en Buenos Aires de los Cuadernos de Bitácora de Cortázar. Publicados en 1983, poco después de la muerte de Cortázar y solo tres años antes de que Somers terminara Sólo los elefantes, las notas que Cortázar tomó sobre la trayectoria escritural de Rayuela en sus “cuadernos de bitácora” contienen detalles fascinantes sobre la composición de dicha novela. Entre las muchas dificultades y encrucijadas discutidas por Cortázar en estas notas se encuentran comentarios sobre la dificultad que tuvo para decidirse por el capítulo que llegaría a ser el comienzo de la novela. Los lectores aficionados recordarán que el autor de Rayuela había pensado comenzar su novela con el famoso episodio del tablón-puente entre las torres de apartamentos en la segunda parte de la novela. Menos probable es que ni siquiera los aficionados a la “Cortazariana” sepan que el escritor había pensado también en comenzar la novela con una escena en que una mujer que agoniza en un hospital (indudablemente Pola, quien muere de un cáncer de mamas en la novela) pasa sus últimas horas de semi conciencia conectada por tubos y agujas a diversos equipos médicos ya inservibles para ella. Como todo lector de Rayuela sabe, sin embargo, dicho capítulo no solo no abrió la novela sino que no aparece. Estoy convencida de que la referencia a los “Cuadernos de Bitácora” en Sólo los elefantes no tiene nada de aleatoria. Al contrario, me atrevo a afirmar que al referirse al “Cuaderno de Bitácora” de su propia protagonista, como modo de alusión a Cortázar y a Rayuela, Somers en esta novela envía una especie de respuesta telegráfica no solo a Cortázar sino a los demás representantes (internacionales) del boom. Tanto uno como otros decidieron excluir de sus novelas y cuentos los cuerpos de aquellas mujeres que no eran ni “magas” ni “talismanes” para filósofos o revolucionarios alienados
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como Horacio, o tantos otros11. Resulta irresistible, por lo tanto, especular que de la misma manera en que la protagonista de Sólo los elefantes reescribe o re-imagina la novela romántica decimonónica, Somers re-escribe también la novela experimental y enciclopédica del boom, y lo hace no vaciándola de su intertextualidad global, multilingüe e interdisciplinaria ni de sus audacias vanguardistas, sino cambiándole el enfoque o perspectiva autorial. Donde antes había un ojo masculino cosmopolita, ojo de hombre de vuelta de todas, ahora hay un ojo de mujer madura, conocedora de todo y sin embargo dispuesta aún al encuentro con lo inesperado12. Al reemplazar la visión intelectual, mayormente inorgánica, y en general misógina del narrador masculino alienado (con frecuencia joven o relativamente joven) con la bilis amarga pero enérgica de un cuerpo de mujer madura, Sólo los elefantes propone no la contracara, pero sí el suplemento que le faltaba a la narrativa del boom hispanoamericano. La mega-novela de Somers hace notar de este modo (es decir, a través de la abyección y no de la deconstrucción logocéntrica, como ya he notado) la perspectiva que los escritores del boom habían eliminado sistemáticamente: la de la mujer de “cierta” edad. Al asignarle el papel protagónico a una mujer que cae dentro de esta categoría, al dejar abierta la posibilidad de que esta mujer de cierta edad pueda inclusive ni siquiera ser madre, al dejar claramente dramatizado el hecho de que el cuerpo de esta mujer no es, y quizás nunca fue, el cuerpo idealizado de las fantasías de jóvenes púberes, Somers nos hace ver, página tras densa página, cuánto perdió la novela del boom al excluirla (tanto a ella como autora como a sus protagonistas) –y cuánto queda por recuperar aún.
11 Me refiero aquí a la Maga y a Talita de Cortázar, pero incluyo en esta categoría a casi todas las mujeres dignas de haber conseguido un rol estelar en las novelas más conocidas del boom. 12 Una discusión más extensa de cómo la novela de Somers funciona como suplemento contestatario a la novela del boom hispanoamericano notaría otros paralelos significativos. Una tríada posible, por ejemplo, establecería importantes paralelos y contrastes entre Somers, las novelas de Donoso (especialmente El obsceno pájaro de la noche) y varias novelas tempranas de Carlos Fuentes, inclusive La muerte de Artemio Cruz. En una sección del capítulo sobre esta novela en mi libro Humoring Resistance, discuto también las similitudes entre Sólo los elefantes y Abbadón el exterminador de Ernesto Sábato, pero lo hago como parte de una discusión sobre la presencia de los monstruos y vampiros en la novela de Somers, aspecto que me es imposible discutir aquí por falta de espacio.
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Bibliografía COSSE, Rómulo (1990): “De La mujer desnuda a Sólo los elefantes encuentran mandrágora o el monstruoso esplendor del relato”. En: Armonía Somers, papeles críticos. Cuarenta años de literatura. Montevideo: Librería Linardi y Risso, 197-224. ISAAK, Jo Anna (1996): Feminism and Contemporary Art. The Revolutionary Power of Women’s Laughter. London/New York: Routledge. Kantaris, Elia Geoffrey (1995): The Subversive Psyche. Contemporary Women’s Narrative from Argentina and Uruguay. Oxford: Clarendon Press. KRISTEVA, Julia (1980): Pouvoirs de l’horreur. Essai sur l’abjection. Paris: Seuil. — (1984): Revolution in Poetic Language. Trans. Margaret Waller. With an introduction by Leon S. Roudiez. New York: Columbia UP. NIEBYLSKI, Dianna (2004): Humoring Resistance: Laughter and the Excessive Body in Latin American Women’s Fiction. Albany: State University of New York Press. RAMA, Ángel (ed.) (1966): Cien años de raros. Montevideo: Arca. SOMERS, Armonía (1986): Sólo los elefantes encuentran mandrágora. Buenos Aires: Legasa.
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Hace un par de años, arrastrada por un hijo dogmáticamente anticarnívoro, entré en un pequeño comedor vegetariano en una calle apartada de la ciudad del Cuzco*. Era un lugar sumamente sencillo donde se servía una cena rica, casera y barata a una clientela peruana, principalmente masculina. Notamos que las paredes del lugar estaban decoradas con dibujos de estrellas, soles y platillos voladores, detalle que nos pareció original y divertido. Al poco rato de sentarnos nos dimos cuenta de que la clientela estaba pegada a un televisor donde se pasaba no la programación nacional sino una serie de videos, la mayoría extranjeros, sobre las visitas de extraterrestres que se habían comprobado en la historia de la tierra. El comedor era el proyecto de una secta de la revelación divina llamada Alfa y Omega, cuyos símbolos centrales son el Cordero de Dios y el platillo volador (ver figura 1). La doctrina de la secta se origina en mensajes telepáticos comunicados por “un divino padre solar (extraterrestre) procedente de los lejanos soles Alfa y Omega de la galaxia Trino del macrocosmo o reino de los cielos” (Divina Revelación 2001). Estas “doctrinas para el tercer milenio” están conservadas en cuatro mil rollos de textos que explican “el origen, causa y destino de todas las cosas conocidas y desconocidas”, según el panfleto que compré en el restaurante. (“¿Ya ingresaste?”, me preguntó el encargado al vendérmelo. “Todavía no”, le dije.) Como otros movimientos espirituales y neo-cristianos de la actualidad, Alfa y Omega pone énfasis no en la creencia y la fe, sino en el conocimiento y el entendimiento. Como muchos, es fuertemente anti-materialista. En los escritos de Alfa y Omega el capitalismo aparece como “la extraña ley del oro”. Se anuncia un nuevo “reinado de la verdad, la justicia, y la igualdad con cielo nuevo, tierra nueva y conocimiento nuevo”. Las máquinas * El presente trabajo fue presentado en el panel sobre “Intelectuales, Género y Estado”, en la reunión de la Latin American Studies Association, Dallas, marzo de 2003. Escrito durante los meses de febrero y marzo de 2003, representa un esfuerzo para ver más allá del drama espeluznante de la invasión estadounidense de Iraq. Agradezco a María Rosa Olivera-Williams la oportunidad de participar en este panel.
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significadoras de la secta son ricamente variadas. Los panfletos a la venta en la sucursal cuzqueña describían un cálculo moral de la virtud del individuo por medio de puntajes de luz y de oscuridad, obtenidos del cálculo de moléculas que tienen los cuerpos de las personas que uno ayuda o perjudica. La adopción de niños, por ejemplo, merece muchos puntos de luz. Por otra parte, la Gran Televisión Solar en algún momento futuro exhibirá cada uno de los pecados del mundo entero “en presencia de toda la humanidad”. Se trata de una visión global y planetaria: el elemento extraterrestre tiene la función, según parece, de integrar la categoría de lo terrestre en términos planetarios. Alfa y Omega, fundada por un peruano autodidacta originario de la provincia andina de Ancash, es una de las numerosas y flamantes organizaciones filosófico-cosmológico-religiosas que surgen hoy en día en el contexto del neoliberalismo expansionista y predatorio voraz. Muchos de estos grupos diseminan paradigmas de significación que por un lado rechazan el materialismo y la narrativa fracasada del desarrollo, y por otro lado articulan un imaginario planetarizado. Tales formaciones, según la hipótesis que se propone aquí, responden a unos aspectos sistemáticamente descontrolados y contradictorios del proyecto neoliberal, en particular al siguiente: en la medida en que el neoliberalismo polariza el mundo económicamente, al concentrar el poder adquisitivo en un número cada vez más reducido de individuos, produce inmensas zonas de exclusión donde las personas son, y saben que son, superfluas al orden global de producción y consumo. Subrayo el hecho del saber. A lo largo y ancho del planeta existen vastos sectores de la humanidad que viven con la conciencia de saberse redundantes e innecesarios para un orden económico y planetario que conocen bien. La gente se sabe expulsada de las narrativas que ofrece el nuevo orden mundial para un futuro colectivo o individual. Más todavía, no tienen la menor esperanza de poder entrar nunca en ellas. Esta experiencia ha sido acompañada por una pauperización material, una devastación ecológica y una destrucción de sistemas de vida sin antecedentes en la historia humana. Para un número cada día mayor de jóvenes, la mera posibilidad de fundar un hogar ya está fuera de alcance. La novelista chilena Diamela Eltit contempla esta realidad en su reciente novela Mano de obra (2002) protagonizada por un grupo de jóvenes empleados de un supermercado. Eltit evoca sin piedad la desesperación, la explotación sin escrúpulos, las obscenidades de exceso y escasez, la deshumanización de la sociedad regida por un capitalismo desenfrenado. La racionalidad como principio opuesto al caos se convierte en broma; los esfuerzos por parte de los personajes para crear arreglos de convivencia
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ajustados a su situación de explotados se disuelven en crueldad, aislamiento y quiebre psicológico. La vulnerabilidad económica impone niveles de sumisión que incapacitan a los personajes, volviéndolos impotentes para generar alternativas. Al final, expulsados hasta de la explotación, los protagonistas terminan reafirmando el poder mágico del autoritarismo blanco y masculino. Las zonas de exclusión se extienden a grandes partes de las Américas1, y en ellas las identidades frecuentemente dejan de organizarse alrededor del trabajo asalariado, del consumo o de las proyecciones personales como serían el ascenso material o social. La vida tiene que llevarse y valorizarse de otra manera. Se generan prácticas vitales, valores, modos de integración social y de formación de sujetos, saberes y sabidurías, placeres, significados, esperanzas y formas de trascendencia relativamente independientes de las ideologías del mercado. Es decir, entonces, que el sistema neoliberal crea vastos dramas humanos que el mismo sistema no tiene la capacidad de entender, ni siquiera de percibir. Los expulsados y casi expulsados del mercado caen de su mapa, aunque en números incontados no dejan de existir y de armar sus vidas. Estos dramas de expulsión y exclusión implican una escala de sufrimiento humano sin antecedentes. También dan origen a saberes, sujetos y epistemologías no adaptados al mercado y no necesariamente funcionales para el capitalismo. No extraña en este contexto que el fundador de Alfa y Omega se autodesigne como “futurólogo”. Las zonas de exclusión enfrentan una constante crisis de “futuridad”. Las narrativas de la modernización y el progreso ya no corresponden a nada, y por dictados de las agencias mundiales los sistemas educativos se disuelven o se instrumentalizan2. En los aparatos educativos el pensamiento especulativo, filosófico y cívico queda marginalizado, tanto como los saberes crítico-analítico-históricos que permiten al sujeto ubicarse ética e históricamente. Los documentos de Alfa y Omega, por contraste, ponen mucho énfasis en los “Pensamientos filosóficos”: “La sabiduría es un don divino: cultivarla y perfeccionarla es nuestro deber”. “Un hombre ignorante es un muerto caminante”.
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América Latina ha sido la región del mundo donde más se acrecentó la desigualdad y la miseria durante las últimas dos décadas. Casi todos los latinoamericanos han experimentado una caída dramática de su nivel de vida. 2 América Latina presencia, a la vez, una erosión devastadora de las universidades públicas y un crecimiento rápido de “universidades” privadas, cuya misión educativa es instrumental y tecnocrática.
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“Un público ilustrado en el conocimiento de dios jamás será engañado”. “Un intelectual de mala conciencia hace más daño que cien ignorantes”.
Los nuevos cultos religiosos, tanto como la proliferada literatura de autoayuda, cuya despolitización tanto desespera a los intelectuales, atestiguan la formación de sujetos y saberes en espacios donde el humanismo ilustrado y la interpelación cívica ya no llegan o nunca llegaron. En algunos aspectos estos nuevos saberes y formas de subjetividad son funcionales para el capitalismo –se cita con frecuencia su capacidad de racionalizar la autoexplotación, por ejemplo. Pero en otros aspectos los nuevos saberes constituyen maneras de ser y de vivir independientes de los dictados del mercado. Subrayo: no es mi intención ni idealizar, ni trivializar, ni homogeneizar estas formaciones, sino reconocer que están allí, y que surgen de una contradicción, un vacío semántico, que la reestructuración neoliberal genera y no resuelve3. La gestión de nuevos saberes en las zonas de exclusión, creadas por la reestructuración neoliberal, hace eco con un curioso tropo textual que empezó a aparecer en la narrativa literaria latinoamericana durante los años noventa. Se trata de imágenes alegóricas de sistemas epistemológicos que el protagonista reconoce, pero que es incapaz de descifrar. En Los vigilantes (1994) de Diamela Eltit, por ejemplo, el hijo obsesivo e inadaptado de la narradora pasa el día armando estructuras con un juego de vasijas. La narradora reconoce que sus diseños son bellos y cargados de significado, pero le son indescifrables: Los juegos que realiza tu hijo me resultan cada vez más impenetrables y no comprendo ya qué lugar ocupan los objetos y qué relación guardan con su cuerpo. Las vasijas están rigurosamente dispuestas en el centro de su cuarto formando una figura de la cual no entiendo su principio ni menos su final (76).
El narrador de Salón de belleza (1994), del peruano-mexicano Mario Bellatín, adorna su espacio de trabajo con unas grandes peceras dentro de las cuales se articulan órdenes sociales paralelos al orden humano, pero incomprensibles al narrador, sobre todo en sus formas de violencia voraz. 3 Sigo aquí el pensamiento de las teóricas de economía política J. K. Gibson-Graham, co-autoras de The End of Capitalism (1996). Según Gibson-Graham, la analista debe hacer un esfuerzo consciente para estar atenta a la presencia, dentro del capitalismo, de formas de ser y de pensar no regidos por las leyes del capital, o no funcionales para el capitalismo. Para ellas, cederle un monopolio interpretativo al capitalismo es resignarse a la desesperación frente a una explicación del mundo excesivamente coherente. Los y las intelectuales, según las autoras, no solo describimos el mundo sino que lo creamos por medio de las representaciones que construimos e insertamos en él.
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Sugerencias semejantes abundan, en forma ironizada, en la obra del argentino César Aira. En La villa (2000), por ejemplo, una villa miseria en las afueras de Buenos Aires aparece como un orden espacial, social, semiótico y económico coherente y autorregulado, pero indescifrable para los protagonistas de clase media. Estas formaciones alegorizadas, rasgo notable de la narrativa de los años noventa (Pratt 2000: 91-106), ejemplifican lo que Maturana y Varela denominan la autopoiesis, es decir “el proceso generativo por el cual todo lo que vive realiza su modo de ser” (1980: 22).
¿Un imaginario planetario? ¿Habrá un vínculo entre estas imágenes literarias de saberes nuevos y los nuevos saberes cósmicos como los rollos telepáticos de Alfa y Omega? Se trata en un caso de elementos extraterrestres y descifrables, y en el otro de elementos terrestres e indescifrables. Según mi hipótesis, son reflejos complementarios de la etapa actual de la larga y reconocida crisis epistemológica que desde hace varias décadas ya plantea la necesidad de una revolución de saberes que supere los límites del humanismo secular occidental moderno. Como tantos han señalado, uno de los límites más peligrosos del humanismo occidental han sido las estructuras de otredad sin las cuales la modernidad queda imperceptible a sí misma. ¿Cómo superar a nivel epistemológico y político las diferencias excluyentes que fundamentan los privilegios y las desigualdades? Sobre todo cuando el poder se concentra en manos privilegiadas, cuyos privilegios les son irreconocibles como tales, ¿cómo avanzar hacia algo que la pensadora caribeña Sylvia Wynter (1984) ha llamado “lo global humano”, “a new semantic charter” (un nuevo tratado semántico)? Los esfuerzos han sido múltiples y constantes, y para nada restringidos a la academia. Los movimientos sociales e identitarios que tanto desconcertaron a las izquierdas en los ochenta surgieron a base de las exclusiones institucionalizadas, y frente a la falta de voluntad por parte de las izquierdas para corregirlas. Los denominados nuevos movimientos sociales produjeron sus propios saberes y sus propios agentes sociales, intelectuales, culturales, críticos, artísticos y políticos. Atacaron las desigualdades convirtiendo las diferencias en motores de autopoiesis apuntando hacia una convivencia igualitaria. Estos saberes nuevos fueron, y siguen siendo, herejías que buscan convertirse en ortodoxias (véase Bourdieu 1977). El caso paradigmático y protagónico ha sido el feminismo trasnacional, proyecto en vía permanente de desarrollo (véase Mohanty 2003). El protagonismo político de los grupos indígenas en América Latina es un caso más reciente.
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Desde otros lugares, sin embargo, esta autopoiesis desde las exclusiones se denuncia rotundamente como fragmentador, egoísta y parroquial. La única manera de salir adelante, dicen ciertos críticos, es dejando atrás las heridas del pasado que nos dividen y reencontrándonos todos bajo el signo del humanismo ilustrado occidental. En un ensayo reciente, por ejemplo, el intelectual progresista estadounidense Tomás de Zengotita arguye que “la única base para una ideología coherente capaz de unir las fuerzas progresistas en esta hora crítica” es el terreno constituido por los valores del humanismo ilustrado (2003: 37). Según De Zengotita, para rehacer el mundo el principio fundamental a sostener es: una identificación con la humanidad en su totalidad y con cada ser humano. En su forma secular, esa identificación está arraigada en los ideales del humanismo ilustrado, ideales articulados por Locke, Rousseau y Kant, y puestos en juego históricamente en el Bill of Rights y la Declaración de los Derechos del Hombre (36).
Hay que estar abiertos, insiste el autor, a la posibilidad de que “the modern western tradition has a genuine claim –a superior claim– on the allegiance of humanity after all” (después de todo la tradición moderna occidental hace una demanda genuina, una demanda superior, a la lealtad de los seres humanos). El consejo final es que los lectores dejen de leer a Foucault y echen mano a Voltaire. Cito a De Zengotita no como voz idiosincrática sino como representante de una corriente vociferante en el debate actual. En su rechazo generalizado a las llamadas “políticas de la identidad”, las izquierdas coinciden con las derechas. Por atractiva y convincente que pueda parecer una reautorización de la ilustración occidental (o una vuelta desde Foucault hacia Voltaire), es fácil anticipar la respuesta de los grupos históricamente excluidos. Para los pocos representantes que han logrado tener voz en el debate, la llamada a acceder a una des-racialización del proyecto democratizante, o a una neutralización de los parámetros de género y sexualidad es sencillamente inaceptable4. Llevaría directamente a la pérdida de los pocos espacios tenuemente conquistados. ¿Cómo salir del impasse? Creo que este conflicto, que se intensifica en el momento actual, está malformado por dos malentendidos. El primero de ellos tiene que ver con la historicidad de los conflictos sobre identidades. Los llamados grupos de identidad que supuestamente fragmentan la lucha
4
Agradezco al Dr. Fred Moten, de la Universidad de California en Irvine, su claridad sobre este punto en el congreso sobre Critical Cosmopolitanisms, Irvine, California, marzo de 2003.
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por el bien común no surgen de la nada, sino de su exclusión sistemática de ese bien común. Para los impacientes como De Zengotita se trata de exclusiones ocurridas en el pasado que ya han sido corregidas en el presente. Pero no es así. Al contrario, el pasado importa porque las exclusiones siguen vigentes en el presente, sobre todo en las esferas políticas. Los movimientos identitarios contemporáneos aparecen no antes sino después de largos esfuerzos para ganar la inclusión, sobre todo el acceso al proceso político. Pensemos en la trayectoria del zapatismo, por ejemplo. El movimiento apareció solo después de largos esfuerzos para conseguir reconocimiento y voz. La exclusión y el rechazo continuos en el presente explican el desinterés de las minorías en la invitación a sumarse a una renovada narrativa “arraigada en los ideales del humanismo ilustrado”. El segundo malentendido radica en el monopolio del pensamiento occidental ilustrado. Reautorizar a la ilustración occidental como única alternativa para todos supone un error epistemológico y empírico, o tal vez más bien etnográfico. Cuando se afirman los valores ilustrados occidentales como única vía para todos, casi siempre se le concede a occidente un monopolio sobre esos valores, como si no hubieran existido nunca en ningún otro momento del gran panorama humano. Pero, ¿a quién se le ocurre argüir que la razón se inventó una sola vez y en Francia? ¿O que la ciudad es un invento europeo, o moderno? La idea del bien común no es propiedad única de la ilustración; más bien, la idea del bien común ha sido un bien común de los grupos humanos desde la Prehistoria. No se trata de una propuesta universalista, sin embargo. Simplemente afirmo que la idea del bien común tiene más de una sola narrativa de origen. Pensando en términos sencillamente etnográficos, es fácil reconocer que el occidente nunca ha tenido un monopolio sobre la avaricia, el terror, la esclavitud, la explotación, el autoritarismo, el heterosexismo, la violencia religiosa, los valores patriarcales, la jerarquía, la injusticia. De forma exactamente igual, tampoco ha tenido un monopolio sobre la racionalidad, el saber empírico, los valores de igualdad, libertad, justicia, los conceptos de lo humano, de la ley, de la responsabilidad de los fuertes hacia los débiles, del derecho de todos a la seguridad y el bienestar. En términos sencillamente etnográficos e históricos, no cabe duda de que tales elementos tienen existencias y genealogías múltiples a través del panorama de las sociedades humanas. En el debate académico es convencional tratarlos como rasgos exclusivos de la ilustración occidental5. Es
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En un pequeño paréntesis, De Zengotita admite la posibilidad de genealogías múltiples para los principios de la ilustración: dice “(there may be other sources for
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difícil no ver en este error epistemológico y ético un paralelo del monopolismo económico capitalista6. El insistente excepcionalismo de la narrativa de la ilustración la descalifica como base de consenso para todos. No se pueden neutralizar las diferencias para entrar en un palacio de etnocentrismo, androcentrismo y colonialidad obstinada. Ya pasamos por allí. La salida es otra. Una vez desconstruido el monopolio occidental sobre los valores, las ideas y los conocimientos, aparece la alternativa propuesta por Wynter y otros, y cuya lógica se ha ido aclarando a través de las últimas décadas: sumir la narrativa de la ilustración occidental en otra más amplia, planetaria. Esta narrativa reconocería la ilustración como parte de un legado humano compartido antes y después del siglo XVIII, inventado y reinventado continuamente en muchos tiempos y lugares. Los valores que promueve pueden ser reconocidos y afirmados desde muchos espacios, sin subsumirse necesariamente a la épica de occidente con sus vastas contradicciones imperiales. No se trata de una propuesta idealista, ni de una reafirmación ingenua de la intrínseca bondad humana, ni de una inversión de la polaridad civilización-barbarie, ni de una re-homogeneización de la especie humana. Se trata simplemente de indagar qué realidades y qué posibilidades aparecen cuando se quiebra el monopolio mal fundado y se reconoce la posibilidad de movilizar los puntos de intersección que existen entre las múltiples y distintas sociedades e historias humanas. Son preguntas que la revolución cibernética y la acelerada movilidad geográfica vuelven más que pertinentes. Tomemos un ejemplo del escenario global actual: las luchas contra la privatización del agua. En todos los contextos donde se propone privatizar el agua, se defiende el principio del agua como un bien común de todos. La fuerza de este principio radica justamente en el hecho de que tiene no una sola genealogía, sino muchas. Se ha originado infinitas veces a través de la historia y la geografía de los grupos humanos. En el escenario global actual la idea del agua como un bien común representa un punto de intersección de múltiples genealogías, que tienen la capacidad de resonar, reconocerse y reforzarse entre sí.
these principles)” (2003: 37), pero opta por dejar la observación encerrada entre paréntesis. 6 Aunque la etnografía es capaz de revelar el error, ha sido incapaz de corregirlo, porque el gesto de fundación de su propio régimen de conocimiento fue la negación de equivalencia entre los saberes del conocedor y los saberes del conocido. Gesto transparentemente contradictorio, ya que la posibilidad del trabajo etnográfico, como la de la traducción e interpretación lingüística, depende plenamente de las equivalencias. La práctica etnográfica está en proceso de rehacerse a la luz de este reconocimiento.
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Como sugiere este ejemplo, un “imaginario planetario” requiere un concepto de lo humano que está más allá de la ilustración y del capitalismo. Tal concepto parecerá herético a la luz de las categorías que casi todos los académicos tenemos instaladas en el cerebro: el concepto de lo humano, sabemos, es un invento del humanismo. Repito, entonces, la pregunta anterior: ¿a quién se le ocurre que la posibilidad de “una identificación con la humanidad en su totalidad y con cada ser humano” se haya inventado una sola vez en la historia de la especie? No es para nada imprescindible ser occidental u occidentalizado para pensar en la humanidad o en lo humano en términos totales, universales, globales o planetarios. Este simple hecho se vuelve en este momento profundamente consecuente. La idea, ruda y torpe, de un imaginario planetario pertenece seguramente a la creciente galería de conceptos, objetos, saberes y sujetos que nacen, aparecen o se inventan por medio de este conjunto de cambios que se reúnen bajo el término “globalización”. Poco a poco van tomando forma procesos planetarios, inaugurando una nueva etapa cuyos contornos todavía no se fijan. Los impactos sociales y ecológicos de las últimas tres décadas de neoliberalismo imperial marcan el comienzo de algo, pero no el fin. Son demasiados los desequilibrios para que produzcan una obra perdurable. Los objetos globales proliferan y manifiestan una frenética variedad: los virus (biológicos y cibernéticos), las religiones, la televisión satelital, el feminismo trasnacional, la maquiladora y el movimiento anti-maquiladora, la ecología, las músicas, los vampiros, la camiseta, los mercados de órganos y de niños, el fútbol, el tráfico de drogas, las comunidades migratorias. Los métodos para descubrir y conocer estos objetos están en proceso de invención. Cuando el presidente francés Jacques Chirac habló en 2003 de “une réponse planétaire” al SIDA, hablaba desde una posición de sujeto sólo recientemente normalizada. El 15 de febrero de 2003 se presenció el nacimiento de un nuevo objeto global en la manifestación planetaria contra la invasión de Iraq. ¿Se trató de una serie de manifestaciones en distintos lugares, o de una sola manifestación de forma nodal? Me parece que la segunda, facilitada por el cada vez más asequible Internet, el teléfono celular, y la Gran Televisión Solar. En los últimos diez años una serie de instituciones a nivel planetario ha empezado a generar tensiones y contrapesos frente al momentum arrasador del capitalismo desenfrenado. La Cumbre Mundial sobre el Racismo en Sudáfrica siguió a una serie de Cumbres Mundiales de Pueblos Indígenas. En respuesta a la Cumbre Económico Mundial de Davos, se organizó la Cumbre Social Mundial Porto Alegre, seguida por la Cumbre Mundial del Agua en Kyoto. Recordemos otra vez el papel protagónico del feminismo trasnacional que desde la Década de la Mujer en los setenta ha protagoniza-
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do y desarrollado este tipo de deliberación global. El Banco Mundial ahora tiene que compartir espacio con la recién nacida Corte Mundial. En las semanas previas a la invasión a Iraq, los Estados Unidos enfrentaron una nueva y poderosa opinión pública trasnacional. Pero sería erróneo imaginar una gran reconfiguración binaria de buenos y malos. Se trata de formaciones multifacéticas y multipolares, un cuadro dinámico que paso a paso va tomando forma, fascinante por su carácter improvisado y sin antecedentes. Sobra decir que se trata no solo de objetos planetarios sino también de sujetos y formas de deseo. Consideremos por ejemplo las siguientes líneas de una de las decenas de miles de mensajes anti-guerra que proliferaron en las semanas anteriores a la invasión de Iraq: No a la guerra. Porque este planeta, esta humanidad, necesita voces y argumentos que luchen por la paz, por unir a todos los pueblos en una sola causa común por erradicar definitivamente las injusticias, el hambre, las enfermedades, porque todo ello es el origen de mucho odio, de mucha violencia, y una de las fuentes de alimentación del terrorismo.
La cita (no le vaya a sorprender al lector) es del sitio web de Alfa y Omega , con sede en el barrio de Lince, Lima, Perú. Lo notable es que el texto igual podría haberse originado en la sierra Lacandona, en un pueblo en Tíbet, en una casa sitiada de Bagdad, en un banco en Londres. Este mensaje interpela a un sujeto planetario por medio de un discurso secular, terrestre, futurista. En medio de un escenario histórico desesperante, la posibilidad de este tipo de identificación desde cualquier espacio geográfico, social, económico o étnico, parece uno de los pocos motivos alentadores.
Bibliografía AIRA, César (2001): La villa. Buenos Aires: Emecé. BELLATÍN, Mario (1995): Salón de belleza. México, D.F.: Tusquets. BOURDIEU, Pierre (1977): Outline of a Theory of Practice. Trans. Richard Nice. New York: Cambridge UP. DIVINA REVELACIÓN, ALFA Y OMEGA, DIVINAS LEYES (2001): El matrimonio, la familia, la educación y la moral [panfleto]. Lima. ELTIT, Diamela (2002): Mano de obra. Santiago de Chile: Seix Barral. — (1994): Los vigilantes. Santiago de Chile: Sudamericana. GIBSON-GRAHAM, J. K. (1996): The End of Capitalism (As We Knew It): A Feminist Critique of Political Economy. Cambridge; Oxford: Blackwell.
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VÍRGENES EN FUGA: PASIÓN Y ESCRITURA EN TIEMPOS DE GLOBALIZACIÓN MARÍA ROSA OLIVERA-WILLIAMS University of Notre Dame
Sujetos superfluos Supuestamente en el siglo V de la era cristiana, un impresionante grupo de mujeres emprendió un viaje sin precedentes desde la antigua Cornwallis hasta Roma despertando la imaginación de escritores, artistas y soñadores a través de épocas y lenguas diferentes. El viaje de Úrsula y sus acompañantes se convirtió en leyenda. Una leyenda que puso en movimiento cuestiones de género, de límites y superaciones, de temores y deseos, de ruptura y orden, de Estado y colectividad, hasta llegar al encuentro de las sensibilidades de los siglos XX y XXI, o sea, de los resabios de la sensibilidad moderna con la sensibilidad fragmentada por los cambios avasalladores de la globalización. El viaje de Úrsula y sus once mil vírgenes de acuerdo al relato de María Negroni, como se verá, articula desde un género híbrido entre narrativa y poesía la condición humana en momentos en los que la humanidad parece haberse vuelto superflua. Enrique Dussel finaliza su ensayo “Más allá del eurocentrismo: el sistema mundial y los límites de la modernidad” afirmando que “la globalización de los sistemas mundiales alcanza un límite con la exterioridad de la alteridad del Otro, un locus de ‘resistencia’ desde cuya afirmación se inicia el proceso de negar la negación de liberación” (1998: 21). Dussel pone énfasis en la posibilidad de un futuro que, por un lado, contrarreste los efectos pauperizantes de la economía de mercado neoliberal para vastos sectores del planeta, entre los que se incluye América Latina y, por otro, ponga fin al eurocentrismo del siglo XVIII francés con respecto al conocimiento. La exteriorización y articulación del conocimiento de aquellos que están del otro lado de los centros de poder, no solo estaría cuestionando la hegemonía de esos centros con respecto a la producción de saberes, sino también descentrando el orden del conocimiento. Legitimarían otras perspectivas al asestar nuevos golpes al concepto universalista del saber heredado de la Ilustración al historizarlo (Deleuze 1988: 116). Contra una “globalización enferma”,
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que busca unificar y no unir, como indica Jesús Martín-Barbero, la resistencia de grupos marginados por “el etnocentrismo civilizatorio” contribuye a fabricar “una universalidad descentrada capaz de impulsar el movimiento emancipador sin imponer como requisito su propia civilización” (1999: 35). En el presente, las diferencias entre los que tienen y los que no tienen han alcanzado proporciones sin precedentes. Latinoamérica es un continente diezmado por las crisis económicas de las últimas décadas. La miseria convierte a la humanidad en algo superfluo. Los avances de la tecnología han quedado ensombrecidos por la tecnologización de los individuos, que los reduce a simples instrumentos al servicio de la máquina global. En el Cono Sur, las antiguas grandes ciudades de la modernización y centros de la cultura letrada, Buenos Aires, Montevideo y Santiago, muestran las heridas de la economía de mercado neoliberal: niños mendigos, familias durmiendo en las calles céntricas, “recicladores”, un número sin precedente de vendedores irregulares o callejeros, y un frenesí de violencia que borra el aura civilizada de antaño. Como agudamente observa Jean Franco, las dictaduras militares de los setenta y ochenta, última manifestación de la Guerra Fría, “dejaron una herencia devastadora”, modelando la democracia que las relevó como “complemento y apoyo de la transición a la economía de mercado”1. Así, se pasó de la violencia estatal de regímenes autoritarios a la violencia de la economía neoliberal. Violentamente todo y todos se tecnologizan y mercantilizan y la literatura no es una excepción. El boom del realismo mágico masculino de la década del sesenta fue reemplazado a partir de la década del ochenta por el boom de la narrativa femenina lite, que elabora desde diferentes perspectivas y estilos “la experiencia femenina”. No hay, por supuesto, nada malo en el cambio genérico del estrellato editorial o bestsellerismo, ni en que nombres como los de Isabel Allende, Laura Esquivel, Ángeles Mastretta, entre otros, sean reconocidos como las voces de la literatura latinoamericana contemporánea en otras lenguas y culturas2. El problema radica en que el mercado 1
Agencia para el Desarrollo Internacional, “The Democratic Initiative”, citado por Franco (2003: 338). 2 Diamela Eltit escribe al respecto, “Este nuevo boom de mujeres latinoamericanas [cuyas ficciones entran en diálogo con el actual sistema], a mi juicio no aspira a remodelar las estéticas literarias, sino más bien a reordenar y readecuar lo femenino conservando los trazados del relato tradicional. Centrado en el modelo amoroso, este nuevo boom parece el único capaz de generar una lectura masiva sobre sus materiales y conseguir así una fuerte inscripción en el mercado. Sin embargo, más allá de esta doble ganancia, que no es de índole literaria sino que sociológica: hacer de lo femenino el centro privilegiado de la narración y además disputarle a lo masculino un lugar en el mercado, el punto críti-
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global le imponga a la ficción latinoamericana femenina reducirse al tema amoroso y presentar en muchos casos la Historia como telón inocuo. “Si la técnica se convierte en la forma global de producción”, como señala Habermas, “define entonces a toda una cultura, y proyecta una totalidad histórica, un mundo” (1986: 65). El concepto de tiempo tal como lo concebía la historia deja de tener funcionalidad en el presente. Por eso cuando las mujeres que tematizan las diferencias sexuales y de género en ficciones que se insertan con comodidad en los sistemas abiertos por la globalización y los encuadran en cuidadosas cronologías históricas, subrayan el “desvanecimiento del sentimiento histórico” de la actualidad (Nora, citado por Martín-Barbero 1999: 36), “la experiencia femenina” se vuelve un corsé muy apretado impuesto por el mercado editorial global. Estas ficciones, al no cuestionar ni subvertir el esquema del relato tradicional, terminan estereotipando, e inclusive exotizando lo femenino. Como indica Diamela Eltit, parecería que “la inserción social que alcanzan estos discursos está destinada a su propia reproducción” (2000: 38). De esta manera, las aperturas que ofrece la traducción literaria, lo que para Jean Franco contribuye a que se abandone el provincianismo de que pecaba la literatura latinoamericana (Franco 2003: 339), quedan seriamente limitadas con las expectativas generadas por el mercado con respecto a la geografía y género sexual. La poeta, ensayista y novelista argentina, María Negroni articula esta situación de desigualdades en el campo estético en Ciudad gótica. Allí subraya que: En el plano literario, […] los escritores “latinos” están condenados a un deber ser implícito y férreo. Algo así como un arquetipo platónico, vertido en el molde de un mandato explícitamente político o exótico o folklórico. Aquí se acaba la lista […] Me temo que mientras persistan los síntomas que he descrito, pocas expectativas pueden cifrarse allí. Al menos, hasta que América Latina gane lo único que no se le concede: el derecho a participar de igual a igual, en la discusión estética (1994: 29-32).
Negroni ha estado participando activamente en la discusión estética desde los lugares marginales a los que han sido empujadas la ficción no lite, la poesía, la literatura que experimenta con el lenguaje, y la crítica literaria en su juego de posiciones dentro del contexto de los estudios culturales cuyo diseño se forjó en la academia estadounidense. Desde Buenos Aires, tanto
co y teórico consistiría en seguir manteniendo la pregunta en torno al lenguaje y sus fronteras” (2000: 39-40; énfasis mío). Asimismo, ver los ya canónicos ensayos de Jean Franco, “From Romance to Refractory Aesthetic” y “Going Public. Reinhabiting the Private”.
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Feminaria, la principal revista de critica literaria y de estudios de género, fundada y dirigida por Lea Fletcher, como el suplemento feminista del periódico Página/12, LAS/12, dirigido por María Moreno, una de las feministas más agudas e irreverentes de Latinoamérica, y desde Nueva York, los salones de clase universitarios o los congresos le han servido a María Negroni de foro para luchar por el derecho de participación democrática en la discusión estética entre el centro y la periferia, entre el Norte y el Sur. Si bien estos espacios son marginales –estamos en el tiempo en que no existe un centro estatal para la promoción de la cultura y mucho menos de la literatura– no carecen de poder político. Así, los reclamos estéticos y de género de Negroni se unen a los de otras mujeres escritoras y/o críticas latinoamericanas y latinoamericanistas, tales como Tununa Mercado, Diamela Eltit, Jean Franco, Nelly Richard, Margo Glantz, Diana Belessi, Cristina Peri Rossi, Beatriz Sarlo y Francine Masiello, para nombrar a una de las críticas norteamericanas que más ha insistido en el poder político de las propuestas estéticas de las escritoras conosureñas3. El mapa de la literatura latinoamericana se vuelve un archipiélago y las ficciones escritas por mujeres constituyen las islas más interesantes. Una de estas islas en el mar virtual de imposiciones de estilos y subjetividades emanadas de la maquinaria del mercado es la primera novela de Negroni, El sueño de Úrsula (1998)4. En ella, Negroni cuestiona las construcciones de género y sexualidad y propone otras construcciones para lo femenino, que se podrían calificar como molestas, en un marco de pérdidas y abandono, así como de deseos de recuperar una identidad afectiva en una cultura fragmentada y muchas veces alienante. En un tiempo en que se ha perdido “el sentimiento histórico”, la leyenda ofrece la posibilidad de hallar un origen en un relato que fue sedimentando y alejando su génesis factual. Negroni recurre a la leyenda y no a la hagiografía, cuyo peso histórico y biográfico es superior, para crear el espacio de las mujeres y darles un lugar en el mundo5. Las vírgenes legendarias de la novela son cuerpos femeninos
3
Ver “Gender Traffic on the North/South Horizon” (Masiello 2001: 107-139). Diamela Eltit observa que: “estamos bajo los efectos de una arrasante maquinaria de producción de subjetividades en las cuales se cursan sensaciones, emociones, discursos, certezas, estilos. Se trata de entender que esta es una maquinaria burguesa: excluyente, clasista y racista”. Contra este mal sugiere propuestas tensas y deliberadamente periféricas (2000: 40). 5 Uso los términos “espacio” y “lugar” de acuerdo a la conceptualización hecha en el trabajo pionero de Michel de Certau, L’invention du quotidien (1980: 208). Para este autor, el espacio se define por el entrecruzamiento de vectores de dirección o de veloci4
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que revisan críticamente el cuerpo social y proponen nuevos “sujetos”, porque como se preguntaba Gilles Deleuze, “¿no hallan los cambios en el capitalismo un inesperado enfrentamiento con la lenta emergencia de un nuevo ser como centro de resistencia? Cada vez que hay un cambio social, ¿no existe un movimiento de reconversión subjetiva, con sus ambigüedades pero también con su potencial?” (1988: 115). Lo que este ensayo examina son las maneras en que Negroni en El sueño de Úrsula utiliza el lenguaje como motor de cambio y cómo los sujetos femeninos que se crean por medio del lenguaje resisten “la maquinaria burguesa de producción de subjetividades” (Eltit 2000: 40). El sujeto mujer que surge de esta novela, como mostraré más adelante, se constituye en plataforma filosófica desde la cual se puede pensar en una emancipación futura6.
Cuerpos en fuga/cuerpos irreverentes de escritura La novela se basa en una de las leyendas más populares de la Edad Media: el viaje y martirio de Santa Úrsula y sus acompañantes, las once mil vírgenes de Colonia. La popularidad de esta leyenda se constata en sus numerosas y contradictorias versiones. Negroni recurre a dos fuentes principales, aunque deja constancia en el propio texto de muchas otras. Una, la versión que aparece en la Legenda Aurea, de Jacobus de Voragine, colección del siglo XIII de las vidas de santos, escrita originalmente en latín y traducida innumerables veces a la mayoría de las lenguas europeas7. Dos, la pintura del veneciano Vittore Carpaccio de la historia de Úrsula inspirada
dad, y por lo tanto como algo producido por operaciones y movimiento. Mientras “lugar” es el ámbito de apropiación de prácticas ya sean del habitar o transitar. 6 Slavoj Zizek en dos importantes ensayos, The Sublime Object of Ideology y El espinoso sujeto, se refiere respectivamente a los efectos del lenguaje en la formación de una visión política y a las posibilidades políticas para una emancipación auténtica en el concepto filosófico de sujeto. En el último de los libros mencionados advierte: “La tentación que hay que evitar es la fácil conclusión posmoderna de que no tenemos ninguna identidad sociosimbólica fundamental fijada, sino que vamos a la deriva, más o menos libremente, entre una multitud inconsistente de sí mismos, cada uno de los cuales representa un aspecto parcial de nuestra personalidad, sin que ningún agente unificador asegure la consistencia final de ese pandemonium. La hipótesis del Otro implica que todas estas diferentes identificaciones parciales no tienen el mismo status simbólico: hay un nivel en el cual comienza a intervenir la eficacia simbólica, un nivel que determina mi posición sociosimbólica” (2001: 350). 7 Consulté la traducción inglesa: Jacobus de Voragine (1993: 256-260).
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asimismo en la Legenda Aurea, y en los frescos de Tommaso da Modena en la capilla de Santa Margarita en Treviso (Valcanover 1989: 5). Las pinturas de Carpaccio fueron comisionadas por la confraternidad de Santa Úrsula entre 1490 y 1495. En la novela ambas fuentes quedan explícitamente reconocidas: “Solo dos cosas, por milagro, se salvaron de la destrucción en manos de esos escépticos: el hermoso libro de Jacobus y los cuadros deslumbrantes del veneciano” (Negroni 1998: 244). La leyenda cuenta el martirio de las vírgenes de Colonia, cuyo número (once u once mil) ha sido tema de controversia a lo largo de siglos. Úrsula era la hija de un rey cristiano de Britannia, llamado Notus o Maurus. La hermosura y virtud de la joven despertaron la atención del poderoso y rico rey de Anglia, quien la eligió para esposa de su único hijo, Aetherius. Úrsula se convierte en objeto de los intereses de Estado. El bienestar de Britannia depende de la joven. Sin embargo, por razones religiosas esta transacción matrimonial no es ética para Maurus. El rey católico no puede permitir que su hija se case con un príncipe pagano. Pero negarse al pedido de un monarca poderoso significaba un desastre político y económico. Úrsula ofrece la solución al conflicto. Movida por la inspiración divina le pide a su padre que acepte la propuesta matrimonial del rey de Anglia siempre que se cumplan las siguientes condiciones: el rey de Anglia y su propio padre debían darle diez compañeras vírgenes, cuidadosamente escogidas. Úrsula y cada una de sus compañeras debían recibir mil vírgenes a su servicio; a cada una de ellas se les daría una nave con todas las provisiones para emprender un viaje que les permitiría por un período de tres años dedicarse a los ejercicios de la virginidad y, finalmente, el príncipe de Anglia debía bautizarse y recibir instrucción cristiana. Las condiciones eran tan difíciles que le aseguraban a Úrsula y a su padre salir airosos del compromiso de matrimonio. Jacobus subraya que estas condiciones le permitirían a Úrsula y a sus vírgenes entregarse al servicio de Dios. Pese a lo que se esperaba, Aetherius acepta la propuesta e insiste en que su padre también lo haga. Se reclutan vírgenes. Se construyen naves, y de acuerdo a la Legenda Aurea, parten un día de buen viento hacía el puerto de Thyel en la Galia, y de allí a Colonia. En Colonia un ángel le anuncia a Úrsula que debe viajar a Roma y que de regreso a esta ciudad, ella y su compañía recibirán la corona del martirio. Lo indicado por el ángel se cumple, pero no solo las vírgenes se convierten en mártires sino también un séquito de importantes personalidades, desde el Papa de Britannia, Ciriaco, al prometido de Úrsula, Aetherius y un grupo de altas figuras eclesiásticas. Jacobus concluye que la historia de Úrsula ocurrió en el año 452 d.C, cuando los hunos y los godos luchaban por el poder.
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La leyenda está preñada de posibilidades, pero la más importante y la que desarrolla Negroni en su novela es la propuesta de cómo contar esta historia que no importa tanto por su argumento y personajes, sino por el deseo de encontrar significado en la vida. La manera en que Negroni recrea la leyenda, quebrando la secuencia temporal, haciéndola resonar en el presente, sin convertirla en alegoría, capta el sentido de la vida y de la existencia humana. Úrsula deja de ser un cuerpo traducido por los intereses eclesiásticos y estatales de distintas épocas, y es convertida por Negroni en acción. El cuerpo estático de la virgen del martirio pasa a un segundo lugar, importando el cuerpo de Úrsula, la soñadora. Es un cuerpo que hace posible tanto el relato del viaje de miles de mujeres como la emergencia de nuevas subjetividades. Todo esto relaciona la novela con el concepto filosófico de la existencia humana que propone Hannah Arendt en The Human Condition (La condición humana). Para Arendt, la vida solo tiene sentido por “el carácter revelatorio de la acción así como por la habilidad de producir relatos y de hacerse histórica, lo que juntos forman la fuente de donde surge el sentido que ilumina la existencia humana” (1958: 97). La revelación y el relato permiten anclar en el espacio y en el tiempo la experiencia/existencia humana. El relato sirve de resistencia a la tecnologización del individuo, impidiendo que la humanidad se vuelva superflua. El filósofo esloveno Slavoj Zizek, revisando la reflexión hegeliana sobre el lenguaje en Las metástasis del goce, indica que el significado de la palabra “MÁS ALLÁ de sí debe ser ‘aplanado’, debe perder su contenido positivo, de manera que lo único que permanezca sea la negatividad vacía que ‘es’ el sujeto” (2003: 78; énfasis en el original)8. La negatividad vacía del sujeto hace posible que su quehacer y su vida se vuelvan históricos y abren una nueva identidad en el futuro9. Cuando Negroni cuenta como sueño y poesía la acción subversiva de Úrsula, esa “treta del débil” que salvaría a su padre y al Estado, “aplana” en el sentido zizekiano el significado del nombre “Úrsula”. En otras palabras, Negroni desalegoriza la leyenda medieval.
8 Zizek explica la negatividad del sujeto como el sacrificio de Cristo. Para él: “la reducción de la palabra al puro devenir [el significado de un nombre puede residir solamente en el hecho de que sigue y/o dispara otros nombres] no es la autodestrucción de la palabra frente a su significado, sino la muerte de este significado mismo, como sucede con Cristo, cuya muerte en la Cruz no es la muerte del Dios terreno representativo, sino la muerte del Dios del Más Allá de Sí Mismo” (2003: 78). 9 Zizek ya había reflexionado sobre el valor referencial del lenguaje y sus posibilidades políticas en su libro de 1982, The Sublime Object of Ideology. Sobre el lenguaje y lo real, véase también Butler 1993.
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Destruye el contenido positivo de los otros relatos orales, escritos o pictóricos de Úrsula, la virgen de Colonia, la santa mártir, y la crea como sujeto, como negatividad que permite “iluminar la existencia humana”. Contar poéticamente el viaje de Úrsula crea grandes intersticios entre el lenguaje y nuestro concepto de lo real, lo que le permite a Negroni rescatar una historia de mujeres negada por los relatos oficiales y proyectar ese aliento colectivo (de más de once mil vírgenes) al futuro. Negroni lee los intersticios del relato pictórico de Carpaccio sobre la leyenda de Santa Úrsula. La prolija y hermosa pintura del veneciano, compuesta por nueve cuadros, coloca a Úrsula en los lugares fijos destinados a la mujer por el poder patriarcal. Desde su propia historia y proyecto político, Carpaccio identifica Venecia con el reino de Britannia. Le interesa representar una Britannia/Venecia próspera y segura. El cuadro es rico en colores y detalles. En este marco, Úrsula se transforma en un precioso objeto que debe servir a los intereses del Estado. Desde la llegada de los mensajeros de Anglia a Cornwales, se negocia a Úrsula. La mano del poder masculino no abandona a la virgen en ningún momento y el príncipe Aetherius, su prometido, acompaña a las jóvenes mujeres en el viaje a la ciudad santa. El actuar de Úrsula es una mera extensión del deseo de Dios, como padre todopoderoso, por el bien del Estado. Lo religioso y lo estatal, así como lo espiritual y lo político se igualan en la pintura de Carpaccio. El noveno y último cuadro narra el funeral de la santa. La distribución geométrica de las imágenes que tienen como centro el cuerpo de Úrsula parecería representar una vuelta al orden social. La mujer inmóvil y sublimada asegura ese orden. Para Carpaccio la historia, en este caso la leyenda, explica y legitima su presente. En 1865 el cardenal Wiseman, en una investigación que pretendía probar la veracidad de la historia de Santa Úrsula, comenta que las condiciones impuestas por Úrsula a su prometido, especialmente el llevar a sus compañeras a Anglia como esposas de sus guerreros (variación de la historia), después del período dedicado a “los ejercicios de la virginidad”, postergó por seiscientos años la invasión de los Normandos a Inglaterra (Wiseman 1920: 8). A lo largo de los siglos la audacia de la princesa de Britannia se interpretó según los cánones patriarcales. El movimiento sin precedente de Úrsula –viaje de una comunidad inimaginada de mujeres– se paralizó con la flecha del martirio. Contra esta representación estática de Úrsula, Negroni, en su novela, le da vida y la pone en viaje o en fuga de la cárcel del Estado y de los discursos masculinos. Es un viaje en el lenguaje porque para conocerse hay que nombrar. Es un viaje que rompe con la secuencia temporal porque para nombrar el deseo de conocerse conociendo a los otros, y para nombrar la pasión de la entrega y el miedo a la subordinación se necesita del tiempo
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poético. Úrsula y sus acompañantes, como dice la misma Negroni, deben “navegar por los arrecifes y bancos de arena de todas las variedades del poder masculino” (Negroni 1998: 67). La novela está escrita en poesía. No es una narrativa lírica, sino que la sintaxis y el ritmo pertenecen a la poesía. Isabel de Shonau, personaje anacrónico y futura escritora del relato, dice: “La rosa solo existe para buscarla y el peregrinaje para fraguar un diálogo en movimiento” (Negroni 1998: 245). Negroni encuentra más allá del excesivo orden típico de la pintura renacentista el caos de otras narraciones. No debe sorprendernos que estas sean de mujeres. El sueño de Úrsula comienza con un diálogo entre Úrsula e Isabel de Shonau en Basel. Se trata de un diálogo anacrónico y virtual porque ocurre en el sueño. Úrsula sueña su viaje multitudinario y posterior martirio e Isabel, como Penélope, lo escribe10. Isabel era una monja benedictina del siglo XII que, a partir de 1152, experimentó visiones y éxtasis de todo tipo, y plasmó lo visto sobre planchas de cera. Asimismo y siguiendo el consejo del abate Hildelin, Isabel narró sus visiones a su hermano Egbert, también monje de Schönau, quien ordenó, en algunos casos corrigió y finalmente publicó el material bajo el nombre de Isabel. La revelación del martirio de Santa Úrsula y sus compañeras forma parte de De Obitu Elisabeth (véase Beard 1996). La versión de Isabel sobre las vírgenes es la más desacreditada por todos aquellos que se embarcaron en la búsqueda de la veracidad histórica de los eventos. Sin embargo, para Negroni es precisamente la voz de Isabel, la narradora en trance, la que interesa, no solo porque su versión se convirtió en los cimientos para las futuras leyendas de Úrsula, sino porque ella está libre de contar fuera de los registros del tiempo y de los requisitos de la Historia. Isabel, en la novela, dice: “Yo contaré tu historia algún día, Úrsula. Yo volveré a nacer y contaré tu historia, los caminos azarosos de tu alma” (Negroni 1998: 11). Esta libertad no quiere decir que Isabel desconozca las normas científicas ni el conocimiento organizado –se señalan detalladamente las lecturas y estudios de Isabel en las ciencias de la época–, sino que cruza las fronteras del conocimiento oficial para llegar a un conocimiento más profundo que en la novela se identifica como el encuentro con el “Oculto en su Ciudad Perfecta” (11).
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La lectura del diálogo anacrónico y onírico entre Úrsula e Isabel como diálogo virtual se inspira en la interpretación de Michel Serres de la Odisea. Para Serres la Odisea fue el primer relato sobre un navegante virtual. Cuenta “el deambular y los naufragios de un marino osado y astuto con el que su mujer se reunía en los sueños, día y noche, tejiendo y destejiendo en su telar el atlas que Ulises trazaba” (Atlas, 14; citado por Martín-Barbero 1999: 31).
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Más todavía, Isabel como futura narradora de la historia de Úrsula, y protagonista anacrónica de la misma, permite el guiño cómplice de Negroni, quien señala una tradición de escritura de mujeres que continúa en un borroso desconocimiento. Hacia el final de la novela, Isabel le comunica a Úrsula que su historia no será creída; que para muchos, ella nunca vivió. El diálogo entre ambas es irónico: ¿A quién se le podía ocurrir un viaje de mujeres solas en un tiempo en que el mundo era un catálogo de riesgos? ¿Desde cuándo escribían, sin ir más lejos, las mujeres? La interrumpí abruptamente –Pero Eadburh de Thanet escribió en oro las Epístolas de Pedro en el monasterio de Barking. Y Roswitha de Gandersheim el hermoso poema épico de la Gesta Ottonis. Y Herrad de Landsberg y Judith de Northumbria y Margarita de Escocia que huyó de los normandos. E Hilda de Whitby la maestra de Caedmon todas ellas… (243).
Isabel, la futura escriba, hace posible por medio de otro salto cronológico la presencia “encarnada”11 de Negroni como heredera de una larga tradición de escritura de mujeres. Ella es el futuro de una identidad que no tenía lugar, que estaba negada en los discursos normativos del pasado. En estas relaciones virtuales que mueven el tiempo hacia el pasado y el futuro se crea un espacio para el saber de las mujeres. La tradición escrituraria femenina llega hasta la época contemporánea por dos caminos. Uno, Isabel de Schönau, quien escribirá la historia de Úrsula “para entender algo de [sí] misma y así colaborar con el sueño de dios” (236), permite que María Negroni hable junto con ella. Dos, por medio a una referencia intratextual a la novela de Cristina Peri Rossi La nave de los locos (1984). En la novela de la uruguaya, el gran tapiz medieval de la creación contextualizaba el peregrinaje del protagonista, en su búsqueda de la respuesta al enigma de las injusticias políticas y sexuales de su tiempo. En El sueño de Úrsula, “el gran tapiz del mundo” es creado por la visionaria Isabel de Schönau. En el presente de Negroni el peregrinaje de la luz para narrar identidades que están afuera de diseños preestablecidos, como sería el tapiz de la creación, es posible por medio de una ficción que no trata de completar un esquema fragmentado (Peri Rossi 1984), sino que propone nuevos esquemas. Del tapiz de Isabel: “nacían los barcos y las flores y los mares y el verano […] Por un
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Uso el término en el sentido de Hannah Arendt, o sea como sujeto político. Volveré sobre este concepto más adelante. Véase Kristeva 2001: 56.
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instante yo la vi en la torre más alta de Schönau y en el lugar del corazón había un laúd. Y de sus cuerdas suavemente ella tiraba trenzando la forma de algún pájaro que de inmediato echábase a volar y eso era la vida. El hilo imaginario de una tejedora que sueña con las manos” (Negroni 1998: 217). En la novela de Peri Rossi, el tapiz es una metáfora de la armonía universal, preestablecida, aunque la descubra creándola quien mira y admira la obra: En el tapiz, como en ciertos cuadros, se podría vivir, si se tuviera la suficiente perseverancia. Todo en él está dispuesto para que el hombre se sienta en perfecta armonía, consustanciado, integrado al universo, rodeado de criaturas fantásticas y reales: pájaros con cola de pez y perros alados, leones con caparazón de tortuga y serpientes con cara de lobo; ángeles que pescan con aparejos y vientos contenidos en odres hinchados; todo en el tapiz, responde a la intención de que el hombre que mira –espejo del hombre representado con hilos de colores– participe en la creación, al mismo nivel que el buey de cabeza de loro y la espada de la cual nacen hojas lanceoladas y para que sin salirse de los límites de la tela, esté en el centro mismo de la creación, no por ello alejado de los bordes o extremos (Peri Rossi 1984: 20).
El viaje de Úrsula y sus acompañantes, así como el viaje en el lenguaje de Isabel de Shonau, Eadburh de Thanet, Roswitha de Gandersheim, Herrad de Lansberg, Judith de Northumbria, Margarita de Escocia, Hilda de Whitby, la propia María Negroni y tantas otras de tiempos y geografías diferentes, no es un viaje de iniciación que después de sorteados los obstáculos conocidos conduce a un lugar preexistente, donde es posible lo fantástico y lo real: “el buey de cabeza de loro” y el hombre que es “espejo del hombre representado con hilos de colores”. Por el contrario, es un viaje que abre nuevas maneras de pensar y pensarse. Es un viaje de subjetividades. Junto a los nuevos sujetos surge la Historia excluida, historia que no se podría articular siguiendo un desarrollo lineal. El anacronismo de la presencia de Isabel de Schönau con Úrsula hace que la iluminación de la Historia no se rija cronológicamente. El siglo VI se empalma con el XII, el XIII, el XV, el XIX, y ciertamente el final del XX. Cuando Isabel explica a Úrsula cómo los discursos oficiales negarán la historia de las vírgenes su relato evoca historias traumáticas, entre las que se encuentran las dictaduras militares del Cono Sur: cientos de cabezas exhumadas de mujeres, y la alienación del lenguaje, lo que señala una de las características de la cultura y la sociedad del espectáculo: Habrá quienes digan que nunca viviste, que la historia fue un invento para hacer dinero con tu nombre, una obra de propaganda, hábil para instigar la vene-
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ración y los peregrinajes. Porque sabrás que mas de 370 cabezas exhumadas se transportarán al monasterio de Aldenberg y eso, sin contar los envíos a St. Trond, Lüneberg, Clarivaux, París y Limbourg. También se me acusará de trastornada y se dirá que los obispos querían hacer pasar mis frases inconexas por visiones que, por lo demás, estaban llenas de anacronismos: las naves, la indumentaria, los nombres en latín, la descripción de las ciudades, la geografía política de Anglia y el modo de pensar de las gentes, todo completamente falso (Negroni 1998: 243).
Deleuze dice que para pensar problematizando, lo que permite la luz del conocimiento, hay que “ver” y “hablar”. Pero pensar se lleva a cabo en el intersticio entre el ver y el hablar: “En cada ocasión [el pensar] inventa los engranajes, disparando una flecha desde una base al blanco de la otra, creando un haz de luz en medio de las palabras, o emitiendo un grito en medio de lo invisible” (1988: 116). Es precisamente este pensar desde las posibilidades de la estética, lo que se lleva a cabo en El sueño de Úrsula. El viaje de la luz hacia “la ciudad luz”, Roma, prueba que el conocimiento universal y centrado en una institución, representada por el Papa y el Vaticano, no es más que “hacinamiento”, la representación del “majestuoso fracaso de la vida” (Negroni 1998: 232), una ilusión que no consigue enmascarar la miseria humana12. La verdadera “luz” surge de las palabras. La identidad femenina en la novela actúa el núcleo esencial del pensamiento filosófico y político de Hannah Arendt. El sueño de Úrsula articula la diferencia entre ¿quiénes somos? y ¿qué somos? Para Arendt, como explica Julia Kristeva –y es importante esta intervención de Kristeva– el “quién” “es hipotéticamente peligroso, y dependiente en la esperanza más que basado en una improbable pretensión de su existencia […] los actos revelatorios y las palabras de ‘quien’ [están anclados] en la pluralidad del mundo” (2001: 55). El “quién” se vuelve político porque está encarnado en el mundo, mientras que el “qué somos” queda reducido a apariencias sociales y atributos biológicos. El “quién” debe emerger de esas apariencias sociales y atributos biológicos. “Quién es el ser que está escondido, pero escondido más de la persona que de la multitud, o más bien de la temporalidad de la memoria de otros. ‘Quién’ como ‘la vida de alguien’ aparece en verdad como esencia, pero de una manera particular: una ‘esencia’ que está actualizada en el tiempo de la pluralidad que es específico a otros” (Kristeva 2001: 57). En la novela de Negroni, la bús-
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El Papa Ciriaco, cuando es tocado por la alteridad de las vírgenes y abandona Roma, la cuna de Occidente, en busca de otra forma de conocimiento, es borrado del Acta apostólica.
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queda de la identidad de Isabel, así como la de la misma autora y la del resto de las mujeres, pone en marcha esos encuentros con los otros. Úrsula le pregunta a Isabel: “–¿Qué ven las mujeres a través de mí? […] No la plegaria masculina dice esos cantos violentos contra las armadas satánicas, sino la plegaria que consiste en oír. Tu procesión interminable, Úrsula, hacia el fin de la noche y del miedo. Esas mujeres te siguen […] En espera del desconocimiento mayor: la revelación de lo que fuimos, antes de la memoria” (Negroni 1998: 10). Úrsula se descubre en sus acompañantes. Las vírgenes, como los emblemas de sus navíos, son signos a decodificar en “el tiempo de la pluralidad que es específica de los otros”. Primero se presentan con sus atributos biológicos y apariencias sociales. Son hermosas, soberbias, exiliadas, violadas, traicionadas, poetas, artistas, amantes, frías, abandonadas, despechadas, escandalosas, sabias y huérfanas. Pero en “el viaje hacia la luz”, movidas por la esperanza de una revelación, ven y escuchan a las otras, descubriéndose. La luz que ilumina al “quién” ocurre en el momento liminal, cuando Úrsula toma conciencia de su mortalidad. Cuando espera con pasión mística la flecha de Atila, que replica la ansiedad de recibir a Dios en el sacramento de la comunión en Roma, y esta ansiedad mística solo se nombra por el deseo erótico de recibir a Aetherius, el extranjero exiliado. Esa espera no se puede medir en tiempo cronológico y reclama una narración. La espera de Úrsula es la vida de la conciencia y de la reflexión que se articula por medio de un relato en tono y ritmo de poesía. Isabel de Shonau escribirá la historia de Úrsula para conocerse a ella misma. María Negroni al escribir El sueño de Úrsula, antes de que se convierta en el cuerpo estático de la mártir traspasada por la flecha de Atila, crea un cuerpo femenino con movimiento y capacidad de cambios. Desde el presente de la globalización donde los individuos se serializan y se vuelven superfluos, como bien lo demuestran las dos últimas novelas de Diamela Eltit, Los trabajadores de la muerte (1998) y Mano de obra (2002), la versión de Negroni de la leyenda de Úrsula se opone a la negación del pensamiento crítico de la escritora argentina por medio de una realización estética, poema dramático o novela/poema, y hace “ver” el “quién” de las mujeres contemporáneas y el de ella misma en las muchas mujeres que pueblan el libro. El anacronismo virtual desde la primera página de la novela erradica la barrera entre pasado/presente/futuro: “Los hombres creerán que viven el último viaje y su sentido de la verdad será errático y precario [le dice Isabel a Úrsula]. Todo, como ves, prácticamente igual a ahora” (Negroni 1998: 10). El “quién de Úrsula” toma cuerpo narrativo en un futuro, que es el presente de Negroni. Asimismo, Julia Kristeva narra en Life Is a Narrative el “quién” de Hannah Arendt, el que se descubre en la lectura actualizada de
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Kristeva de los textos de la filósofa judía, y al hacerlo comienza a pensar su propia identidad política “encarnada” en el diálogo textual y narrado. Debemos recordar aquí que para Arendt el “quién” es “el logro moderno de la herencia cristiana de la encarnación” (Kristeva 2001: 56). Si el “quién” está en el mundo, si se “encarna” en los otros, debería ser inevitablemente político. Así, el sujeto político de Kristeva surge, en su interpretación de Arendt, en actuar y re-actualizar las ideas de su antecesora. El sueño de Úrsula finaliza con un conocimiento que confirma lo general y lo particular, los miedos y el coraje, el arrojo y la obediencia, la palabra y el silencio, el viaje y la permanencia del sujeto mujer. Ottilia, Isegault, Senia, Cordula, Saturnia, Saulae, Sambatia, Marion, Isabel, Pinnosa, Bríctola, y Marthen, las vírgenes en fuga hacia la Ciudad de la Luz, Roma, y hacia su propia muerte, son diferentes y únicas como los logos de sus barcos y, asimismo son fragmentos del sujeto mujer Úrsula que solo surge como futuro. Úrsula, ante la inminencia de la muerte, dice: Ahora lo sé. No había que elegir […] El dios y la magnífica ausencia del dios. Hablar de la noche clara. Hablar del sueño de tiempo que la muerte arroja al río del olvido en una noche así. La vida. Las palabras como piedras. Estamos llegando a la ciudad del ángel. Y yo que me encierro en una jaula de luz como si buscara una verdad. Novia del río y de la muerte. Aturdida de amor. Pura intocada. Abro las puertas de mi corazón y oigo el rumor de lo que vendrá (Negroni 1998: 253-254).
Ante la maquinaria burguesa y globalizante de subjetividades, Negroni opone un sujeto mujer, que si creemos a Zizek, “es el sujeto par excellence” (2003: 187), como rechazo apasionado a la comercialización y espectacularización de las diferencias del género sexual. Contra la condición superflua de un gran número de los habitantes del planeta, El sueño de Úrsula pone énfasis en la muerte como límite de la vida humana. Finalmente, la transparencia y espesura de la poesía sirven de barrera lingüística a la fácil traductibilidad a la que el mercado condena a la literatura de mujeres. El viaje/fuga de las vírgenes de Colonia traza una nueva posibilidad de estar en la casa de la cultura. Al final de la novela, Úrsula le pregunta a Pinnosa, la más aguda de sus acompañantes: “¿Adónde vamos? ¿Qué significa todo?” Y Pinnosa contesta, “Nos dirigimos a casa … siempre hemos ido a casa” (Negroni 1998: 252).
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VORAGINE, Jacobus de (1993): The Golden Legend: Readings on the Saints. 2 vols. Trans. Williams Granger Ryan. Princeton: Princeton University Press, 2: 256-260. WISEMAN, Nicholas Patrick (1920): The True Story of the Great St. Ursula. The Catholic World, [1865]. ZIZEK, Slavoj (1992): The Sublime Object of Ideology. London: Verso, [1982]. — (2001): El espinoso sujeto. El centro ausente de la ontología política. Trad. Jorge Piatigorsky. Buenos Aires: Paidós. — (2003): Las metástasis del goce. Seis ensayos sobre la mujer y la causalidad. Trad. Patricia Wilson. Buenos Aires: Paidós.
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EL MERCADO DE LAS CONFESIONES. LO PÚBLICO Y LO PRIVADO EN LOS TESTIMONIOS DE MÓNICA MADARIAGA, GLADYS MARÍN Y CLARA SZCZARANSKI NELLY RICHARD Revista de Crítica Cultural
Actualmente, biografías, autobiografías y testimonios gozan de un creciente éxito editorial, entregando a la voracidad de su mercado de lectores múltiples retazos de historias privadas de las figuras públicas. Varias consideraciones teóricas han sido ya elaboradas para explicar el predominio de estos géneros de lo presencial y lo vivencial –memorias, confesiones, diarios íntimos, historias de vida, correspondencias, etc.– que reconfiguran la subjetividad en la esfera discursiva contemporánea desde el pequeño detalle de la aventura biográfica: “la crisis de los grandes relatos legitimantes, la pérdida de certezas y fundamentos (de la ciencia, la filosofía, el arte, la política), el decisivo descentramiento del sujeto y, coextensivamente, la valorización de los ‘microrrelatos’, el desplazamiento del punto de vista omnisciente y ordenador en beneficio de la pluralidad de voces; etc..”1 tendrían por consecuencia la proliferación horizontal de estos relatos en primera persona que diversifican los ejes de la conciencia y la identidad, haciéndolos pasar por el trayecto de vida de un sujeto localizado y corporizado. Efectivamente, el actual protagonismo de las narrativas biográficas y su redimensionamiento de lo personal y lo singular, de lo particular-individual, exalta una multiplicidad expresiva de pequeñas hablas fragmentarias que habían sido marginadas de las macronarrativas históricas y sociales por el universalismo trascendente del sujeto moderno. Pero, más allá de esta ambientación teórica posmoderna que ha renovado el canon de la sociología, la antropología, la historia y la literatura contemporáneas con su deconstrucción de las totalidades monumentales, esta celebración mercantil
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Remito al preciso trabajo de Arfuch en el que la autora investiga las múltiples formas que va tomando esta pasión por las historias de vida en el universo mediático contemporáneo (2002: 18).
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del yo da también cuenta del neo-individualismo capitalista que comercializa la instantaneidad del fragmento mediante las técnicas periodísticas de captación de lo humano “en vivo y en directo”. Pese a la ofensiva post-estructuralista y el giro anti-metafísico de la deconstrucción literaria que se dedicaron a combatir teóricamente el humanismo del sujeto y su representación, el mercado de lo biográfico aplaude hoy el desinhibido retorno del yo con su espectacularización de lo íntimo que recorre invasivamente lo social, transfigurando el límite entre secreto y divulgación. Este nuevo mercado de lo confesional del que participan biografías, autobiografías y testimonios de personajes públicos, se vale del compulsivo voyeurismo social para someter la interioridad no confesada del sujeto a la extroversión mediática. El mundo de la política también se deja tentar por estos juegos de simulaciones y disimulos entre lo privado y lo público, sobre todo, cuando lo femenino es la pantalla que atrae la curiosidad del mercado hacia los trasfondos del poder para editorializar sus secretos. La editorial chilena Don Bosco ha abierto recientemente una serie de testimonios que se propone “reunir a personajes del ámbito nacional que han destacado en sus respectivas esferas de acción, gracias a lo cual gozan hoy de un reconocido prestigio en amplios sectores de la ciudadanía” para que relaten, como actores y testigos, sucesos relevantes de la vida pública chilena. En la lista de los testimonios publicados, figuran tres mujeres de máxima relevancia pública: Mónica Madariaga (ex ministra de Justicia del gobierno de Pinochet), Gladys Marín (presidenta del Partido Comunista) y Clara Szczaranski (presidenta del Consejo de Defensa del Estado). Tratándose de tres mujeres que han transitado por las más altas esferas –masculinas– del poder político, sus testimonios autobiográficos se prestan a ser revisados desde el punto de vista de las relaciones que se traman entre género y poder bajo el signo de la “mujer pública”.
Los fraudes del “género” M. Madariaga ha desplegado su trayectoria pública en el campo de la justicia y del derecho. Ella nos habla, en su testimonio, de la fuerza vocacional de su elección por “la especialidad del derecho público administrativo”, por ser –dice ella– “centro y eje del quehacer del Estado y de sus organismos públicos” (2002: 17). Intervenir en los asuntos de Estado desde la juridicidad como instrumento normativo, es parte de lo que la ex ministra de Pinochet describe como su “misión superior”.
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Sabemos que “desde el derecho se instituye la política (organización del poder), se establecen los mecanismos de control y vigilancia y el sistema de legimitidades que opera en una sociedad” (Fries y Matus 1999: 11). Sabemos, también, que las leyes civiles son instrumentos al servicio de una asignación patriarcal de los espacios de ciudadanía que manipuló la división entre lo privado y lo público, entre subjetividad y poder, para excluir a lo femenino del mundo del reconocimiento social y confinarlo en la invisibilidad de la esfera doméstica. Las tareas de administración del derecho estatal configuran, entonces, un campo de relevancia para detectar cómo se inserta el signo “mujer” en los andamiajes del poder2. En el caso de Madariaga, la identificación con la ley es total y esta identificación sublimada con la ley pasa por la denegación de lo femenino como seña de la diferencia sexual. A comienzos de su relato, ella invoca el carácter “fuerte y dominante” de su madre, Laurita, quien le arrancó la promesa “de no casarse mientras ella viviese” (2002: 111). Desde ya, después de que su madre quedara viuda, ambas viven juntas en un simulacro de matrimonio en que Madariaga sale a buscar el sustento en el mundo profesional –hace de “hombre”, de jefe de hogar– mientras Laurita (como “mujer”) atiende la casa y la economía doméstica. Hay un capítulo del libro en el que celebra, vanidosamente, los resultados de una encuesta realizada en 1983 por el diario El Mercurio que pide votar por “cinco chilenos ‘ejemplares’”. M. Madariaga se muestra orgullosa de figurar “como la única exponente femenina del grupo”: “cuatro hombres y una mujer, todos solteros, sin hijos”, todos “personajes célibes” (140-141), dice en este capítulo titulado “Cinco chilenos ‘ejemplares’ y la reivindicación de la soltería”. Su complacencia en la enumeración de las cualidades –asociadas a lo masculino– que le fueron atribuidas por algunos de los entrevistados (“eficiencia”, “profesionalismo”, “inteligencia”, “vocación de servicio público”, “fortaleza”, “capacidad de organización”) testimonia de los rasgos fálico-narcisistas que, según el psicoanálisis, caracteriza a las mujeres dominantes e impositivas, motivadas por un afán de competitividad y ambición masculinas, cuyo ideal de perfección no admite flaquezas. En el caso de Madariaga, la impositividad de la ley corrobora este afán de dominación que sella el pacto entre supremacía masculina y absolutismo del poder con el que se mimetiza en el marco totalitario del sistema represivo de la dictadura. La fijación libidinal que la ata al poder la lleva a hacerse Uno con la ley, repri-
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Recordemos que “A la mujer [...] no le compete hacer la ley”, que es por ello que Creonte mató a Antígona: “Mientras yo viva, no será una mujer quien haga la ley” (Amorós 1990: 32).
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miendo toda pulsión de heterogeneidad y diferencia (sobre todo sexual) que atente contra el fundamentalismo trascendente de su misión de orden. La identificación viril de Madariaga con la normatividad abstracta de la ley, su renuncia a la particularidad sexuada de lo femenino, fueron condición para que ella pudiera ejercer el poder público sin atentar contra la programación de los roles sociales y sexuales impuesta por la dictadura militar. Recordemos que el gobierno de Pinochet llamó al contingente femenino nacional a sacrificarse por el bien supremo de la nación, apelando a la vocación de esposa y madre de las mujeres chilenas. La mística nacionalista del régimen militar quiso defender los valores de la patria cifrando, en lo familiar y lo materno, su emblemática del sacrificio y de la abnegación femenina. Para no contradecir públicamente el discurso consagratorio de lo materno-familiar que imponía el régimen militar, Madariaga tuvo que exaltar su condición de “soltera y sin hijo” y masculinizarse así bajo la imagen del “personaje célibe”. Solo esta masculinización del género podía autorizar el desempeño público de una mujer en el ejercicio viril del poder militarista. Primero como asesora jurídica de la Presidencia de la República y luego como ministra de Justicia durante la dictadura, Madariaga no solo entró en la competencia –masculina– por la conquista del mando y de las jefaturas sino que hizo gala de la concentración de poderes que ella ejercía. No tiene el menor escrúpulo, en su relato, en confesar el carácter anticonstitucional de varias de las instancias jurídicas que le tocó dictar: Asumí con Pinochet la tarea de obtener de la Contraloría su apoyo para poner en marcha la administración pública, donde todavía se cobijaban cientos de francotiradores no solo de armas, sino de ideologías trasnochadas, causantes del caos y del desgobierno que eran quienes habían llevado al país a repudiarlos y a apoyar, mayoritariamente, el movimiento militar. Y fue así como, gracias al contralor Humeres, sacamos más de 300 funcionarios a la calle [...] Redactamos juntos, ese día, un oficio dándole al organismo fiscalizador atribuciones ejecutivas para proceder en consecuencia. Es la gracia de las dictaduras: pueden hacer lo que les está vedado a las democracias, es decir, arreglar los problemas de la burocracia y del Estado así, sin mirar la cara de cientos de señores parlamentarios, presidentes de partidos políticos, galerías electorales, etc. (29).
Realzar su talento para confeccionar decretos y leyes que fortalecerán la normatividad represiva del régimen militar es una nueva demostración del carácter fálico-narcisista de esta Ministra de Justicia que buscó acaparar el poder total de dictaminar, soberanamente, la legalidad del Estado. Al referirse al mundo del poder público, Madariaga afirma que solo debe regir la “meritocracia”, es decir, el reconocimiento –supuestamente impar-
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cial– de la neutralidad técnica de las competencias profesionales como único criterio de valor personal. La impersonalidad de estas reglas tecnocráticas está obviamente hecha para reforzar la imagen desexualizadora del yo que ella homologa a lo masculino, en su identificación mimética –y fanática– con el poder de la ley. Esta sublimación masculina del poder en exhibicionista representación que guía su trayecto de vida se encuentra interrumpida, de repente, por un fugaz auto-reconocerse en la esencia de la mujer. Madariaga se escuda tras una convención de lo femenino que le permite alegar desconocimiento en el caso de violaciones a los derechos humanos sucedidos durante el período de su mayor cercanía al régimen militar: “De cuerpos arrojados al mar. En fin, de situaciones que, honestamente, creo que ningún civil, colaborador del Gobierno en niveles ministeriales, tuvo jamás ocasión alguna de conocer. Menos una mujer ministra, que por su sola naturaleza femenina era desde luego una persona poco confiable para los agentes de la seguridad nacional” (184). Aquí, el oportunista recurso a “la naturaleza femenina” sirve de camuflaje para fingir el no saber como justificación para no decir; un no-saber/no-decir que desmiente cínicamente la “búsqueda de la Verdad absoluta” (16), que dice perseguir la autora y que traiciona la leyenda editorial de la contratapa del libro que nos dice que “testimoniar es dar fe de un hecho sobre el que se ha tenido conocimiento cierto”. La emergencia del testimonio, como género confesional, suele estar ligada –sobre todo en contextos de violencia y trauma históricos– a la defensa ética de una verdad en primera persona generalmente hablada por la víctima. El testimonio busca despertar una toma de conciencia solidaria en torno a la negatividad residual de un traumático índice de realidad que había sido previamente negado por la Historia. Aquí nada de esto ocurre. No solo las declaraciones de Madariaga no revelan ninguna verdad secreta de la historia (de la dictadura), que sin embargo le tocó protagonizar, sino que su relato sigue guardando el secreto de los horrores con los que ella convivió como testigo político. El testimonio de Madariaga sigue publicitando la misma versión pública-oficial tras la cual la historia del régimen militar ha siempre ocultado sus crímenes. Doble fraude editorial, entonces, si confrontamos el relato de Madariaga con las expectativas del “género”, tanto sexual como discursivo: ni lo femenino (denegado en su corporeidad por la trascendencia impersonal de lo masculino) cumple con la promesa de confidenciar una intimidad subjetiva, ni se revelan los secretos ocultos de una historia antes no contada. Solo la promiscuidad de valores y la degradación semántica que cultiva el libre mercado editorial hacen posible que se disfrace de “testimonio” este “anti-testimonio” titulado La verdad y la honestidad se pagan
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caro. El abuso de confianza cometido por este relato fraudulento que se burla doblemente del testimonio como género de lo “auténtico”, se logra sustituyendo la revelación de la prueba histórica por la máscara kitsch de la “honestidad personal” y sus anecdotismos de la impostura.
Lo político es lo no-personal El testimonio de Mónica Madariaga se inicia y concluye con un mismo tiempo de la narración, inscrito en la coyuntura del presente desde donde ella retrocede hacia el pasado, sin que en ningún momento el relato testimonie de la experiencia de la memoria que separa lo ya acontecido de su posterior recreación en palabras. La historia que cuenta el testimonio se muestra insensible al nudo biográfico-existencial de ciertos enlaces del recuerdo capaces de adentrarse en los recovecos de la memoria. La neutralización seca de un relato que expulsa los sentimientos produce, en el testimonio de Madariaga, una obturación de la memoria como proceso de recreación subjetiva. Por el contrario, el testimonio de Gladys Marín se abre con un capítulo subtitulado “A partir del recuerdo”, cuya “escena de origen” carga el relato de un primer valor de rememoración afectiva. La “escena de origen” es un viaje a Lonquimay, localidad del sur de Chile, durante las vacaciones del 2002 (período en que está ya en curso la redacción del testimonio) que le permite a la autora ir y venir en el recuerdo. Su peregrinación de la memoria evoca tanto la década de los setenta (las excursiones en grupo de los jóvenes comunistas que debatían entonces sus sueños de revolución) como el año 82 cuando, en Bariloche, Marín, que había vuelto clandestinamente a Chile, se reencuentra por primera vez con sus hijos después de diez años de separación. Lonquimay como “escena de origen” marca la escisión que divide, nostálgicamente, el testimonio de Marín entre “los tiempos plenos de amor, de esperanza, de realidad y sueños” del ayer (2002: 18) y el hoy mezquino de una transición democrática que la autora considera vaciada de ideales y pasiones históricas3. Lonquimay es también el operador simbólico que, al
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Volver después de veintinueve años a Lonquimay le da la oportunidad a Marín de anotar los cambios ocurridos en el país: “Mucho ha cambiado en Lonquimay. De gente de ayer abierta, alegre, sin temor, de puertas sin cerrojo ni candados, hoy nos encontramos con silencios, con negación de identidades políticas. Y a los que ayer murieron por sus ideas, a muchos de ellos les quieren negar el hecho de que perdieron la vida por ser socialistas, comunistas, miristas, mapuchistas, radicales, allendistas, etc... Pero todo es culpa de este tiempo oscuro, de esta transición que los ha negado tres veces” (38).
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marcar reencuentros y separaciones, insinúa una tensión entre vida familiar y militancia política: “Del modo como se ha desarrollado mi vida, con mi compañero y mis hijos fueron más los años de separación que de encuentro” (157), comenta al narrar la escena en la que se acerca a sus hijos, después de tantos años de no verlos debido al exilio y la clandestinidad, preguntándose –dolorosamente, culposamente– “cuál era Rodrigo, cuál era Álvaro” (139). La “escena de origen” de Lonquimay deja entrever, aunque sea de pasada, una disociación entre los registros “mujer” (madre) y “política” (militante, dirigente), mientras que el resto del testimonio silencia cualquier conflicto entre género y poder. Las vivencias personales que anota Marín en su testimonio están, en rigor, subordinadas a la tarea mayor de “recuperar la memoria histórica” de Chile (186). La narración subjetiva que construye la voz del testimonio se resiste al yo-personal: “Solo puedo hablar en plural” (29), dice ella; o bien: “Me cuesta hablar de mí misma” (31). Levantando la bandera del yo-colectivo, la voz testimoniante se subsume en el pueblo como metasignificado fusional que le da a su testimonio grandeza épica. Es como si la introspección subjetiva de un yo demasiado personal amenazara con traicionar la mítica popular que le hace dedicar su testimonio a “los trabajadores de todos los oficios y categorías; a los más humildes, olvidados y discriminados”. Recordemos que, en su nacimiento, la construcción literaria del gesto autobiográfico inflexiona la conciencia del individualismo burgués4 y, por lo mismo, se hace parte de la división que traza dicha conciencia entre lo exterior (historia, sociedad, poder, ciudadanía) e interior (privacidad doméstica, intimidad subjetiva). Es como si el deseo de Marín de rebasar su yo en la colectividad del “nosotros” histórico-social, quisiera borrar las connotaciones –burguesas– del testimonio como escritura de lo privado. Gladys Marín solo se atreve a decir “yo” adosada al fundamento comunitario del pueblo, sostenida por la epopeya colectiva del “nosotros” y por la verticalidad jerár-
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“La aparición de un ‘yo’ como garante de una biografía es un hecho que se remonta apenas a poco más de dos siglos, indisociable del afianzamiento del capitalismo y del mundo burgués. En efecto, es en el siglo XVIII –y según cierto consenso, a partir de Las confesiones de Rousseau– cuando comienza a delinearse nítidamente la especificidad de los géneros literarios autobiográficos, en la tensión entre la indagación del mundo privado, a la luz de la incipiente conciencia histórica moderna –vivida como inquietud de la temporalidad–, y su relación con el nuevo espacio de lo social. Así, confesiones, autobiografías, memorias, diarios íntimos, correspondencias, trazarían, más allá de su valor literario intrínseco, el afianzamiento del individualismo como uno de los rasgos típicos de Occidente” (Arfuch 2002: 33-34).
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quica del partido5 que conjuran, ambos, la tentación individualista del repliegue autobiográfico. Marín ha ocupado varios cargos directivos en el Partido Comunista, cuyo órgano político está rígidamente marcado por valores de disciplina y obediencia partidarias. Curiosamente, nada nos dice el testimonio sobre eventuales conflictos entre “ser mujer” y ocupar un cargo de máximo poder en el interior de un partido tan disciplinariamente masculino. A la hora de dedicarle varias páginas del libro al balance programático de las transformaciones societales a las que adhiere la dirigente comunista, tampoco se hace mayormente presente la cuestión del género. Solo señala lateralmente que, junto al tema de los pueblos originarios, de las minorías étnicas y sexuales, el tema de la mujer debería hacerse parte de un “caminar con la diversidad” que amplíe la red de luchas solidarias del partido. Así como el yo autobiográfico de la voz subjetiva (el yo-personal) se subsume en la enunciación general de un “nosotros” popular, los temas del género y de la diferencia sexual se disuelven en la problemática de la diversidad, sin que se le otorgue al eje masculino/femenino ninguna prioridad simbólico-cultural. El tema del género solo obtiene legitimidad política de su incorporación al conjunto de luchas contra la discriminación, como un frente de acción entre otros que incluye a las organizaciones de mujeres en la dinámica de los movimientos sociales. La notoria dificultad manifestada por Marín, mujer y dirigente de izquierda, para reconocerle a la problemática del género sexual su fuerza de transgresión simbólico-cultural, se inscribe desde ya en la historia de las tensiones que experimentaron las relaciones entre feminismo y marxismo. El feminismo ha debatido largamente sobre cómo la reducción marxista de lo económico a las solas relaciones de producción dejó fuera de consideración el mundo (femenino) de las relaciones de reproducción (maternidad, familia, hogar), invisibilizando así aquellos mecanismos de poder que se escapan del registro puramente economicista de la explotación y la dominación sociales. Fue la elaboración crítica del concepto de “género” la que permitió cuestionar la separación entre lo público y lo privado como una separación tributaria de la jerarquización masculina que se adueñó de la noción de ciudadanía universal, y la que permitió también extender la analítica del poder a las infinitas cadenas de subyugación que atraviesan los
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En otro contexto dice lo siguiente: “Digo ‘el’ Partido, pero me siento muy dentro aunque nosotros tenemos esas manías en las formas de expresar que, por ejemplo, nos hacen hablar de ‘nosotros’ y nunca decir ‘yo’” (Gladys Marín 2002: 32).
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microescenarios de las prácticas cotidianas. Desde el género, la crítica feminista fue capaz de corregir los defectos del análisis marxista tradicional anudando subjetividad y poder; explorando los modos en que la identidad se trama a partir de relaciones sociales pero, también, de pulsiones y fantasías inconscientes, de construcciones imaginarias, de maniobras simbólicas y expresivas, que no hablan el mismo idioma que la explotación económica y la dominación sociales. Para ser escuchado como portador universal de una lección histórica y nacional, el testimonio de Marín debe renunciar a la corporalidad sexual y a la biografía del género. Su discurso proviene del marxismo revolucionario de los setenta, en donde “el cuerpo de las mujeres [...] debía hacerse idéntico al de los hombres, en nombre de la construcción de un porvenir colectivo igualitario” que les pedía “persuadir y persuadirse de que su femenino es intrascendente” (Eltit 2000: 65-66). El ocultamiento del “yo” tras el “nosotros” de la enunciación colectiva, la subordinación de lo “privado” (como laberinto oculto del deseo y de la fantasía individuales) al registro socializante de lo “público”, la necesidad de “ir más allá de una misma” para trascender lo subjetivo en la voz histórica del pueblo o en la dogmática del partido, llevan este testimonio de Marín a dejar sin efecto la revolución teórica del feminismo según la cual “lo personal es (también) político”. Un testimonio como este nos recuerda, por último, que el acceso físico de las mujeres a los aparatos de poder central no garantiza, en sí mismo, que estas mujeres vayan a defender los intereses específicos de su posición genérica. Nos enseña, también, que la tesis de lo neutro-general como universalismo trascendente de la representación popular que defiende una cierta izquierda incluyendo sus dirigentes mujeres, frustra la posibilidad crítica de conmover la simbólica del poder desde un pensamiento de la(s) diferencia(s) que debe necesariamente atender cuestiones de subjetividad y enunciación.
Los rituales femeninos de lo oculto Mientras que para Madariaga el derecho era centro y eje de una pasión declamativa por la “cosa pública”, Clara Szczaranski confiesa en su testimonio “una falta de vocación general y especial por la profesión de abogado” que “sigue sin variaciones” (2002: 31), pese a su actual figuración en el cargo de presidenta del Consejo de Defensa del Estado. “Mi disgusto ante la práctica del Derecho” o bien “No congenio con los amantes de los artículos de código” (41) son las frases, deslizadas en su testimonio, que hablan de
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una primera fisura en la representación de su yo público, de un descalce entre rol e identificación, entre norma y subjetividad, en el que se aloja un femenino hecho de pliegues y sombras. A diferencia de la voz fuerte del yo omnipotente de Madariaga y del yo heroico de Marín, la voz tenue del testimonio de Szczaranski retrata una subjetividad frágil e insegura. El recuerdo de que “me parecía que era [...] más fea que toda mi familia, siempre postergada en pro de mi hermano” (27) o bien que “yo no me gustaba para nada” (36), recrean la sensación de desvalorización del yo que marca una identidad vulnerable. Seguramente, el recurso a la ley que garantiza el orden le sirve de amparo a este yo trizado de Szczaranski. Ya que “la jurisdicción representa esta función estabilizadora y tranquilizante de la ley” (Kristeva 1977a: 502; la traducción es mía), la ley opera como marco de sujeción y contención de esta subjetividad resquebrajada que necesita fortalecerse en el rígido edificio del control jurídico. El motivo de la depresión (“soy depresiva endógena”, Szczaranski 2002: 22), que atraviesa repetidas veces el relato evoca el naufragio psíquico y las intermitentes caídas del sujeto en el sin sentido. ¿Cómo no asignarle un valor emblemático al hecho de que Szczaranski –una figura máximamente representativa de la transición chilena6– se autorretrate bajo el sello melancólico del duelo y de la pérdida, concordando así con la tonalidad afectiva de una postdictadura que padece ella misma la falta de energías y pasiones vitales? La tristeza contagia su aire fantasmal al relato de Szczaranski que entra en correspondencia de tono con el estado de ánimo de una transición que se ha caracterizado por la desintensificación de la lucha histórica y el vaciamiento del sentido, el repliegue de las fuerzas deseantes y el desencanto del “post” que arrastra la crisis utópica. La muerte de su hija Catalina, con cuya escena de duelo se abre el testimonio, más el retraimiento depresivo que la afecta a su vuelta a Chile después del exilio (“Pasados más o menos siete años desde que me reinstalé con los dos pies en Chile, volvió la depresión sorda. Habían sido años de silencio absoluto, de vacío y de falta de caminos”, 134), son claves melancólicas que parecerían confirmar que “marcado por la pérdida de objeto, el pensamiento en la postdictadura piensa desde la depresión, o incluso piensa antes que nada la depresión misma [...]. En la postdictadura, el pensamiento es sufriente más que celebratorio” (Morerias 1993: 26). Algo de esto nos dice también la decisión que llevó
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Así lo confirma su total adhesión a las figuras de los presidentes Frei y Lagos, su convicción de que la ponderación de la “democracia de los acuerdos” es la mejor fórmula de reconciliación social.
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Szczaranski a modificar la línea gráfica de las portadas a color de la serie editorial en la que publica su testimonio: “He pedido que la portada de este libro no lleve mi rostro ni que sea a todo color, como la editorial quería, según las características gráficas de la serie titulada Testimonios. Solicité poner la misma foto en blanco y negro que aparece en la página web del Consejo, con el abrigo de todos los días” (Szczaranski 2002: 223). Pese a que la autora dice haber elegido, para su autopresentación, una imagen “profesional” de sí misma (una imagen “neutra” destinada a hacer prevalecer lo “público” sobre lo “privado”), lo que llama la atención es el aura melancólico de este retrato subjetivo entre brumas y lejanías; una imagen “triste y en la niebla” (37). El yo melancólico que acusa reiteradamente la tristeza de la pérdida y la sorda amenaza de desintegración subjetiva; ese yo confuso y difuso del testimonio se refugia en una dimensión de lo femenino convencionalmente ligada al misterio y la belleza, a la sacralidad y lo estético, a la “sacralidad de lo estético” (70). Tanto la creación estética como la espiritualidad religiosa aparecen, en distintas zonas del relato de Szczaranski , exaltando la potencialidad de evocación-invocación de lo simbólico que idealiza y trasciende, que sublima lo real transfigurándolo. Lo estético y lo religioso –la poesía y la mística– señalan el anverso (femenino) del contrato social y jurídico en el que descansan las instituciones del Estado de cuyo dispositivo (masculino) Szczaranski participa competentemente. El juego de la escritura (“Me gusta jugar, y cuando escribo, juego. ¿Y qué?”, 233) va por ese lado esquivo de lo simbólico y lo imaginario, de lo metafórico y lo alegórico: de esta “fluida indeterminación de las cosas” (85) que huye –entre sueños y fantasías– del discurso reglamentario de la ley7. La travesía subjetiva que formula el testimonio de Szczaranski evoca una y otra vez la fuerza del misterio que rodea lo informulable, lo innombrable, lo irrepresentable: lo que se sustrae a la razón explicativa y se hunde en profundidades ocultas cuyo secreto remite a lo onírico y lo intuitivo: “Sí creo en lo mágico, en el misterio del infinito y del eterno” (100). La exaltación de la espiritualidad y de la belleza se hace en la clave “femenina” de una búsqueda de señales y destellos que desborden la racionalidad del concepto, la lógica abstracta y las verdades objetivas, las ideologías y también la pragmática del orden social. Abundan en el relato las significaciones ocul-
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C. Szczaranski es la única que hace referencia a la mediación escritural del testimonio: nos dice que, pese al ofrecimiento que le hizo la editorial de “toda la colaboración material posible, incluidos editores y escritores”, lo rechazó porque le “gusta escribir”.
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tas, el culto secreto de lo iniciático, las fórmulas oraculares, los esoterismos8. Más acá y más allá de la regulatoriedad del orden jurídico-social que rige los quehaceres diurnos, la palabra en fuga de la poesía y la religión se despliega en la noche de los ritos y el misterio, en los presagios y las revelaciones, en el ocultismo y el hermetismo de significaciones escondidas. Por la vía del lenguaje indirecto, tentada por lo oblicuo (“el bisel del espejo”), la “sacralidad de lo estético” ofrece una selva enmarañada de palabras figuradas que tratan de escaparse de lo unívoco y disciplinador de la sentencia jurídica9. Al explicitar su concepción de la tarea que le incumbe como presidenta del Consejo de Defensa del Estado en su principal lucha contra el crimen organizado, el lavado de dinero y los tráficos ilícitos, reaparece el tema de la fuerza de lo invisible, el desafío de revelar lo oculto: de develar las tramas y urdimbres del secreto. Según, Szczaranski, “la democracia [...] requiere perfeccionamientos acordes con los actuales modos de lesionarla, económicos, políticos y financieros, cada vez más sofisticados e invisibles, cada vez más ocultos en construcciones jurídicas y contables” (91); razón por la cual, frente al crimen relevante, “se vuelve absolutamente necesario penetrar los secretos bancarios” (125). Su desafío –como presidenta “mujer” del Consejo de Defensa del Estado– consistirá en descifrar “el entramado que pasa usualmente inadvertido para los ciudadanos” (154). La tarea –jurídica– de capturar lo invisible para defender al Estado de los peligros ocultos se asocia, implícitamente, con la vocación de descifradora de señales que, según Szczaranski, caracteriza a la mujer. En efecto, desde su “rol tradicional” (un rol “confinado dentro de los muros domésticos –salvo notorias excepciones– lejos de la circulación de la vía social y política”, 46), la mujer ha aprendido, a través del “lenguaje del cuerpo”, a “adivinar” y “recomponer
8 La búsqueda de espiritualidad que delinea la exploración de una “vida interior” tal como se expresa en este testimonio, tiene como desenlace la unión de Szczaranski con el sacerdote Renato Hevia, ex director de la revista Mensaje que fue expulsado de la Compañía de Jesús luego de contraer matrimonio con ella. No es indiferente que la mención pudorosa a esta unión se refiera a la intervención pendiente del Vaticano, como “una institución que ama profundamente la reserva”, en este mundo de señales escondidas. 9 Es como si la búsqueda esotérica del Testimonio de esta mujer jurista que también escribe poemas ilustrara –en su división entre lo diurno (razón de Estado) y lo nocturno (secretos e inspiración)– esta cita de J. Kristeva: “Cuando hablaba de la ley, Hegel distinguía entre la ley humana (la de los hombres, de los gobiernos y del orden ético) y la ley divina (la de las mujeres, de las familias, con el culto de los muertes y de la religión). De cierta manera, existía por el lado del hombre la ley diurna y del lado de la mujer, el derecho de la sombra” (1977b: 5; la traducción es mía).
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fragmentos de información”10. Junto con tomar la precaución de dejar en claro que ella “no es feminista” (191), Szczaranski se entrega a una simbolización de lo femenino que proyecta a la mujer como aquella que sabe leer “mensajes tácitos y una multitud de signos y señales que exceden la expresión verbal y el análisis lógico lineal” (46). Al prolongar, en sus quehaceres como funcionaria de Estado, un aprendizaje iniciado en el recinto familiar y doméstico, Szczaranski lleva lo femenino a transitar desde lo privado hacia lo público, sin tener que romper con la imagen convencional de la mujer ligada a lo sensible, lo intuitivo, lo prelógico y lo sobre-racional. Gracias a sus habilidades sensoriales y perceptivas, la mujer es desde siempre depositaria y guardiana del enigma, y es esta función mitológica la que Szczaranski traslada al escenario político del Estado. A propósito de los “misterios de lo oculto” que celebra este testimonio de la presidenta del Consejo de Defensa del Estado, hace falta recordar que el éxito editorial de los géneros biográficos –bajo el artificio comercial de un femenino sentimental– sirve, entre otras cosas, para ocultar la relación entre “la creciente visibilidad de lo íntimo/privado” y la “invisibilidad de los intereses privados” (Arfuch 2002: 27) que, por detrás de las blandas confesiones de las mujeres, administran férreamente lo social y lo político. En el anverso de su consigna de la transparencia, las democracias mediáticas especulan incesantemente con esta distinción –manipulada por ellas– entre falsos secretos (la exteriorización de lo privado, estimulada por el mercado publicitario de lo biográfico) y secretos verdaderos (la privatización de lo público que esconde los secretos y chantajes de los poderes fácticos). Lo femenino testimonial sirve de pretexto para distraer la atención del público hacia las confesiones íntimas, mientras los verdaderos secretos de Estado siguen oficialmente inconfesados. 10 Szczaranski cita el fragmento de una ponencia que presentó en un encuentro patrocinado por el BID, en 1999: “[...] parece ser que la mujer tiene mayor sensibilidad, no por ser mejor, sino por historia. [...] Puede que ello se vincule a su tradicional condición aislada, confinada dentro de los muros domésticos –salvo notorias excepciones– lejos de la circulación de la vida social y política [...]. Aprendió, también, en su rol tradicional, a descifrar el lenguaje tácito de los niños que no hablan, a leer el lenguaje del cuerpo, del llanto. Sin duda, todo ello ha sido un acondicionamiento perceptivo lento, como el de los ciegos que desarrollan paulatinamente el oído y el olfato. Puede que no sea más que lo que algunos definen como intuición, o sentido práctico, o sensibilidad, todos adjetivos con los que muchos se refieren al actuar de la mujer. Tal vez, por contrapartida, en quienes siempre han deambulado por el exterior, entre adultos y competidores, utilizando la comunicación racional y explícita como vía formal de entenderse con extraños, se ha ido olvidando la lectura de los signos” (46).
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Estos tres testimonios de mujeres con alta figuración política representan tres posturas contrarias en lo político: el antimarxismo radical y el ferviente pinochetismo de Mónica Madariaga, la izquierda comunista de Gladys Marín y la moderación centrista de Clara Szczaranski (“Amarilla la piel tártaroeslava, amarilla el alma socialdemócrata”, 52). Este mismo corpus articulado en secuencia editorial es un reflejo de la historia chilena, ya que exhibe la polarización ideológica de los extremos (M. Madariaga, G. Marín) junto a la búsqueda de equilibrios (C. Szczaranski) con que la transición trató de conjurar los opuestos. Desde ya, frente a los puntos de vista antagónicos que expresan estos relatos de vida conflictivamente inscritos en la reciente historia política chilena, la editorial solo atina en decir que la serie Testimonios constituye “una tribuna abierta sin distingos para propiciar el encuentro de los chilenos en torno a la verdad expresada responsablemente por sus propios autores”. Es como si la editorial Don Bosco –una editorial jesuita, de inspiración religiosa– quisiera así convocar a la reconciliación, juntando pacíficamente las verdades históricamente divergentes de estos tres relatos sin querer discriminar entre sus respectivos montajes y operaciones. Solo que estos tres libros que hacen chocar entre sí verdades morales y dogmas ideológicos de signo contrario bajo la misma convención de lo femenino-confesional, caen en la masa acrítica, irreflexiva, del consumo que los larga a la banalidad del mercado: un mercado que, precisamente, recicla “sin distingos” la variedad de las ofertas, ya que su pluralismo relativista consiste en in-diferenciar las diferencias y las tomas de posición. Sin saberlo, esta editorial de inspiración religiosa contribuye a disolver el peso ético de las contradicciones históricas en los flujos amorales del consumo de novedades que excita la curiosidad en torno a los secretos del poder y del género.
Bibliografía AMORÓS, Cecilia (1990): Mujer, participación, cultura política y Estado. Buenos Aires: De la Flor. ARFUCH, Leonor (2002): El espacio biográfico; dilemas de la subjetividad contemporánea. Buenos Aires: FCE. ELTIT, Diamela (2000): Emergencias. Santiago de Chile: Planeta. FRIES, Lorena y Verónica MATUS (1999): El derecho. Trama y conjura patriarcal. Santiago de Chile: Lom. KRISTEVA, Julia (1977a): Polyloque. Paris: Editions du Seuil. — (1977b): “Un nouveau type d’intellectuel”. En: Tel Quel 74: 3-8. MADARIAGA, Mónica (2002): La verdad y la honestidad se pagan caro. Santiago de Chile: Edebé.
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MARÍN, Gladis (2002): La vida es hoy. Santiago de Chile: Ebedé. — (1996): “Gladys Marín: un retrato”. En: Revista de Crítica Cultural 13: 28-33. MOREIRAS, Alberto (1993): “Postdictadura y reforma del pensamiento”. En: Revista de Crítica Cultural 7: 26-35. SZCZARANSKI, Clara (2002): Testimonios: el bisel del espejo: mi ventana. Santiago de Chile: Ebedé.
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Nada escapa al neoliberalismo. El arte y la literatura no están excluidos. Están incluidos. Diamela Eltit1
El “sí” de Ricardo Piglia, pronunciado en el desierto, y el hijo y la madre de Diamela Eltit aullando como perros al borde mismo de la ciudad al final de su novela Los vigilantes, son situaciones límite. Desde cada una, la perspectiva no es el capitalismo triunfante, sino la reducida posibilidad de recuperación tras el catastrófico desastre que había barrido muchas de las suposiciones que configuraron la rebelión y la oposición al mundo dado2. El desierto y la luna son figuras de un espacio desaparecido fuera del orden existente, que había sido el lugar de la imaginación utópica. Lo que muchos describen como el fin de la utopía es una forma suave de describir lo que se ha vivido en buena parte de América Latina como traumas históricos, tras los cuales la política y la cultura han resultado irrevocablemente afectadas (Laclau 1990). Pero cada nación ha entrado en esta fase de manera diferente: en El Salvador y en Guatemala, después de una represión y una guerra civil que mató a miles; en Colombia, la sociedad civil continúa coexistiendo con la guerra civil; en Perú, la campaña contra los guerrilleros de Sendero Luminoso favoreció el autoritarismo del régimen de Fujimori; en los países del Cono Sur –Argentina, Brasil, Chile y Uruguay– los gobiernos militares de los años setenta y principios de los ochenta dejaron una herencia devastadora cuando finalmente traspasaron la antorcha gubernamental a una democracia que es “complemento y apoyo de la transi-
* Este artículo forma parte del libro Decadencia y caída de la ciudad letrada (Debate, 2003) y se reproduce aquí por cortesía de Random House Mondadori, S.A., según la traducción de Héctor Silva. © Jean Franco. 1 Entrevista con Diamela Eltit. El mensajero (Santiago de Chile, 16 de julio 2000). 2 Esto se refiere al final de la novela de Diamela Eltit Los vigilantes.
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ción a la economía de mercado”3. Dada la “creciente fusión de los intereses culturales, políticos y financieros” que, como escribe Román de la Campa, “están en estrecha correlación con los conceptos posmodernos en el terreno cultural y con el neoliberalismo en la esfera política” (1999: 149), el arte, la música y la edición de libros están cada vez más influidos por la demanda del mercado, lo cual, a su vez, ha alterado radicalmente la cultura literaria. El Estado-nación neoliberal no solo tiene más que ganar exportando telenovelas que promoviendo la literatura, sino que el mercado, lejos de ser libre, determina sus propias exclusiones. Aunque en la mayoría de los países de América Latina existe aún un apoyo estatal a los artistas plásticos y a los escritores, en forma de premios, distinciones y subsidios, la empresa privada interviene ahora como principal patrocinadora. Uno de los más lucrativos premios literarios es el otorgado por la editorial Planeta, y con frecuencia se adjudica a novelas que tienen un público asegurado (véase García Canclini 1995). Esta clase de patrocinio empresarial es una forma de selectividad represiva, puesto que ciertos tipos de literatura y de artes plásticas son considerados demasiado marginales para llegar al gran público, y no hay suficientes editores y galerías para servir de contrapeso. Actualmente, la cultura es abrumadoramente el ámbito del entretenimiento y de actividades de ocio que a su vez generan una crítica lite4, que jamás cuestiona la doxa. Lo lite invade la novela y la poesía lo mismo que la música popular, en tanto que la disidencia política puede expresarse más directa y enérgicamente en la música rock y en el rap que en las artes plásticas, aun cuando la industria de la música esté completamente comercializada. A medida que el patrocinio estatal se debilita o desaparece y el empresarial asume su lugar; el enemigo del esfuerzo artístico ya no es un Estado abiertamente represivo, sino los efectos estandarizadores de la comercialización y el mercado, que han llevado eficazmente a la poesía y la ficción vanguardista a los márgenes de la cultura, al refugio de las pequeñas revistas y publicaciones artesanales, y en el momento actual a la particularidad de las web sites. Aún existen, empero, bolsas de disidencia vanguardista y bohemia, aunque van desapareciendo con rapidez. Y lo que cuenta como literatura ha cambiado, pues ya no está confinado a categorías que separan 3 Agencia para el Desarrollo Internacional, “The Democratic Initiative”, citado en Robinson (2000: 45). 4 Forma coloquial de escribir light, que en su acepción más corriente, usada con respecto a alimentos, alude a un contenido en calorías menor que el de otros productos de su clase. En el caso presente, significa “de poca importancia, no serio o profundo”.
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la ficción de la realidad. Los “híbridos” de ficción y “vida real”, de historia real e historia inventada, de literatura de viajero y novela, desdibujan fronteras. Hay posibilidades y restricciones nuevas. Se puede argüir que el acceso a la literatura y cuentos latinoamericanos contemporáneos toma por escenario al mundo y se desarrollan en Europa, África o Asia (véase Mildos 1999). Mientras que en los viejos tiempos la cultura fluía desde París, Londres y Nueva York hacia Latinoamérica, ahora es un tráfico de doble sentido en un mundo que no tiene un único centro cultural. La traducción, que fue siempre una vía para salir del provincianismo, es reconocida ahora como la emancipación y una “apertura hacia versiones alternativas de la universalidad forjadas desde la propia tarea de la traducción” (Butler 2000a: 179; véase también Spivak 1995: Epílogo). Esta clase de traducción se enfrenta al mercado internacional que demanda una fácil traducibilidad, que por supuesto constituye otra forma de discriminación y selección. Aquí resurge con fuerza la cuestión del valor, especialmente cuando los escritores cortejan a un público internacional basado en el carácter latino de su obra. Como agua para chocolate de Laura Esquivel es un interesante ejemplo de literatura lite, dado que da cobijo a la idea de rebelión y ofrece una representación de México que no es patriarcal, sino de dominio por parte de las mujeres. Tanto la novela como la película basada en ella cuestionan una tradición ya obsoleta, representada por la madre represora que es la cabeza de familia, aunque es evidente que los valores que representa (la absurda tradición de no permitir que se case una de las hijas) pertenecen al pasado remoto. La novela evoca una tradición que ya ha muerto (si alguna vez existió) con objeto de refrendar un orden nuevo señalado por la reconciliación del Norte y el Sur a través del matrimonio del buen doctor John y Esperanza, hija de Rosario. De paso, es interesante destacar que Como agua para chocolate puede clasificarse como una película “de comidas”, de las cuales hay un creciente número de ejemplos (El festín de Babette y Chocolat, por citar dos obvios). Estas películas dan una significación alegórica al comer, como forma idealizada de consumo que une a las comunidades. En Como agua para chocolate el alimento es remedio y veneno, y separa la digestión débil de la robusta. La novela es una versión más sofisticada del lado consumista del espectro literario, donde encontramos las novelas semanales y las novelas rosa (García Canclini 1995) con su estructura invariable y su final feliz. Es interesante el hecho de que la mayoría del público mexicano disfrutó precisamente con esos aspectos de la película que acabo de criticar, por ejemplo las arcaicas costumbres que suscitaban un placer nostálgico, aunque eso no demuestra mucho, aparte de la ineficacia de la doxa.
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Las novelas recientes de Isabel Allende sugieren un ajuste más complejo al mercando internacional y a la presencia de un público latino en Estados Unidos, aunque sus implacables cronologías indiquen una anulación del impacto histórico. Frente a esta clase de traducibilidad, Gayatri Chakravorty Spivak ha resaltado la importancia del alfabetismo cultural y de la traducción responsable, especialmente cuando “la democracia se vuelve la ley válida en el caso de la traducción desde el Tercer Mundo” (1993: 190). En los estudios académicos de la literatura existe una ruptura de los antiguos criterios de evaluación y de las antes claras divisiones entre arte culto y arte popular, entre “lo que resistía el paso del tiempo” y lo que era efímero. Las nuevas formas de regionalización (estudios sobre el Cono Sur, estudios andinos, estudios caribeños) han redibujado el mapa literario siguiendo las líneas geopolíticas que están reemplazando a las categorías nacionales. Los estudios culturales que no están sujetos a los criterios de evaluación de los estudios literarios tradicionales han contribuido, desde su base institucional en Estados Unidos, a la homogeneidad global, al tiempo que ignoran “la significativa densidad y la materialidad operativa de sus correspondientes contextos enunciativos” (Richard, inédito). Paradójicamente, es en el ámbito académico, y particularmente en el ámbito académico estadounidense, donde los estudios latinoamericanos utilizan considerablemente más recursos que en la propia Latinoamérica, donde el arte experimental y la ficción literaria difícil encuentran todavía lectores (Richard 1998). La crítica argentina Beatriz Sarlo y el escritor brasileño Silviano Santiago tienen respuestas diferentes a esta crisis del valor. En Escenas de la vida posmoderna, Sarlo observa los efectos de la industria de la cultura sobre la política, el arte y la vida intelectual, y afirma que las funciones cerebrales que entran en juego cuando cambiamos los canales, vemos video-clips y solucionamos el tipo de problemas que plantean los video-juegos son diferentes; y contrasta esto con la participación intelectual requerida por la lectura. Fustigando el “neopopulismo cultural” de muchos críticos que celebran el relativismo del gusto y la desaparición del valor artístico, recuerda a sus lectores que fueron las vanguardias las que produjeron lo mejor de la cultura del siglo XX (1998: 197). “Todo es cultura”, escribe. Pero hay algo en la experiencia del arte que le convierte en un momento de intensidad semántica y formal diferente a la producida por las prácticas culturales, el deporte o el continuum televisivo. Con objeto de restaurar el sesgo crítico y la provechosa disidencia en las artes, propone más mecenazgo estatal y el cultivo de una crítica cultural “que pueda librarse del doble encierro de la celebración neopopulista y de los prejuicios elitistas que socavan la posibilidad de articular una perspectiva democrática”. Si bien su análisis de las nue-
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vas tecnologías no difiere del de muchos otros críticos, sus remedios no son más convincentes, porque las prácticas pasadas no son necesariamente modelos viables. Como dice un crítico: si en el pasado la comunicación se organizaba fundamentalmente por medio del lenguaje y las instituciones de producción ideológica y literario/artística, hoy en día, al disponer de la producción industrial, la comunicación se reproduce por medio de esquemas tecnológicos específicos (de reproducción del conocimiento, del pensamiento, de la imagen, del sonido y del lenguaje) y a través de formas de organización y “gerencia”, que son las portadoras de un nuevo modo de producción (Lazzarato 1996: 143).
Si es así, parece que lo indicado es algo más que la lectura en profundidad. En contraste con Sarlo, Silviano Santiago sostiene que, en un país como Brasil, la capacitación para leer y escribir es inútil, y que sería más eficaz darle a la gente clases para mejorar su capacidad de recepción de la televisión y el video: [La lectura] debería entenderse como una actividad que trasciende la experiencia del saber, transmitida por escritura fonética. En una sociedad de masas del capitalismo periférico como Brasil, deberíamos buscar los medios de mejorar la interpretación del espectáculo de las imágenes por el ciudadano corriente. Esto implica que la producción de significados deje de ser un monopolio de minorías restringidas que están, en condiciones de desigualdad, mejor preparadas y en consecuencia más desarrolladas. Con ese cambio, desaparece la singular o autoritaria interpretación efectuada por el grupo que legitima (tradicionalmente, críticos o expertos profesionales). El significado en la producción simbólica y / o cultural se hace plural e inalcanzable en su pluralidad (Santiago 1999: 201).
Esta recomendación reafirma la función pedagógica del intelectual y amplía a los medios el concepto de lectura crítica. Pero no tiene en cuenta la naturaleza gravemente empobrecida de los propios medios, un empobrecimiento que responde exclusivamente a los índices de audiencia.
La diferencia En las sociedades contemporáneas, la cultura es siempre política, o tal vez la política sea cada vez más cultural a medida que las sociedades utilizan y presentan la diferencia étnica –como recursos de mercado. Desde luego, en política el papel de intérprete siempre ha sido asumido por líderes
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carismáticos. El ex presidente Fujimori, de Perú, usaba un golpe de kárate de su invención para atraer la atención. El presidente de México, Vicente Fox, lleva botas de vaquero y un gran sombrero para reforzar su imagen de macho rural. ¿En qué circunstancias se vuelve, pues, transgresora una interpretación de la identidad? La muy difundida teoría de la performance de Judith Butler pone énfasis en las identidades sexuales y de género construidas que la performatividad autorreflexiva trae a un primer plano. En “Subversive Bodily Acts” (Actos corporales subversivos), capítulo final de su libro Gender Trouble (Problemas genéricos), Butler propone “un conjunto de prácticas paródicas basadas en una teoría performativa de los actos de género que altera las categorías del cuerpo, el sexo, el género y la sexualidad, y ocasionan su resignificación y proliferación subversiva más allá del marco binario” (1998: 138). Tomando el caso del travestismo, que “juega con la distinción entre la anatomía del ejecutante y el género que está siendo representado”, sostiene que “imitando el género, el travestismo revela implícitamente la naturaleza imitativa del propio género, así como su carácter contingente”, y con ello priva a la “cultura hegemónica y a sus críticos del derecho a unas identidades de género naturalizadas o esencialistas”. En un debate con Slavoj Zizek y Ernesto Laclau, Butler explora aún más las dificultades de reclamar al mismo tiempo particularidad y universalismo (2000b). En Latinoamérica, sin embargo, el ejercicio transformativo del género tuvo lugar bajo circunstancias especialmente trágicas y en una drástica situación de división. El más conocido es el ejemplo de las Madres de Plaza de Mayo, en Argentina, que durante y después de la dictadura hacían todos los jueves una ronda en la Plaza de Mayo, exhibiendo las fotos de sus hijos desaparecidos. Ellas transformaron la maternidad en un nuevo tipo de acción política que alteró sus tradicionales asociaciones con lo doméstico y subordinado. El epíteto “loca” aplicado a dichas mujeres por los militares dio la medida de su transgresión de la definición oficial de maternidad y familia. El hecho de que las madres reinscribieran a las mujeres en el texto social es en sí una precisa ilustración de lo que Deleuze y Guattari quieren decir con la expresión “líneas de fuga”. Pero las madres se han dividido posteriormente en dos grupos, uno de los cuales, bajo el liderazgo de Hebe Bonafini, se inclina más por una línea dura, oponiéndose a lo que consideran una negociación fácil, de modo que el concepto “madre” ya no puede movilizar a todas las que antes agrupaba en torno a las mismas demandas. En otro conocido ejemplo de representación transformativa, el movimiento zapatista en Chiapas puso en escena la identidad étnica cuando, al asumir
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los municipios en enero de 1994, habló en las lenguas indígenas de la región. Ambos grupos hacían uso de las categorías de diferencia tradicionales (madres, indios), al tiempo que cambiaban sutilmente sus atributos. Las madres salieron del hogar y ocuparon un espacio público en una época en que este había sido vaciado de actividad pública, y fueron capaces de conectar su lucha con las organizaciones internacionales de derechos humanos, aunque conservando al tiempo su singularidad. Los grupos indígenas y los ex guerrilleros transformaron la imagen sumisa y apegada a la tradición del indio y ahora formulan exigencias en nombre de la sociedad civil (Womack 1999). Las máscaras son importantes en la cultura mexicana. Hasta el año 2000, el candidato a la presidencia era “destapado” justo antes de la campaña de unas elecciones que el gobierno siempre ganaba. Pero los pasamontañas que llevan los líderes zapatistas y el subcomandante Marcos, que no es indígena, tuvieron por objeto asegurar el anonimato a los varones y las mujeres representantes del grupo, para evitar el riesgo de que fueran identificados y el peligro del culto a la personalidad. Ellos, por su parte, acusaron al neoliberalismo de imponer a las masas las máscaras del anonimato y el individualismo (véase Marcos 1998). Superbarrio, un activista que actúa en nombre de las agrupaciones vecinales en Ciudad de México, es un ejemplo más de enmascaramiento y representación políticamente efectivos. Se disfrazaba de luchador vestido de Superman, adoptando así un doble disfraz, como héroe de cómic y como luchador. Pero mientras que Superbarrio era un personaje local, los zapatistas han reivindicado ser algo más: el representar y hacer universal la esperanza utópica de un México multicultural y radicalmente democrático desde la particularidad de la Chiapas indígena. La ideología de los movimientos feministas, de gays y lesbianas, indígenas y afroamericanos en los años ochenta y primeros noventa se basaba en la historia de pasadas exclusiones, y su subsiguiente emergencia en la escena cultural y política señaló un período de extraordinaria creatividad literaria y artística, así como de movimientos de base centrados en la mujer. En su libro Journeys Through the Labyrinth (Viajes a través del laberinto), Gerald Martin pronostica que “apenas cabe dudar de que la gran época de la escritura de mujeres está aún por llegar” (1989: 24). Las manifestaciones de indígenas en 1992, al cumplirse el quinto centenario del “descubrimiento” de América, fueron asimismo un ensayo para la esfera pública de la exclusión histórica de los indígenas, pero dejaron a la vista las culturas multilingües de las Américas, desestabilizando la idea misma de español o latinoamericano. Durante la misma década, los movimientos de gays y lesbianas osaron manifestarse abiertamente. Pero la gran apertura democrática para
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las mujeres, los gays, los travestidos y las identidades étnicas también ocurrió en un momento en que la diferencia se volvió comercializable. Políticamente, el feminismo quedó dividido entre quienes optaron por trabajar en las instituciones existentes, incluidas las oficiales, y quienes querían conservar la autonomía (Masiello 2001). Aunque todavía existen causas comunes entre las feministas –por ejemplo, el derecho al aborto–, para ellas ha tardado en producirse un cambio político sustancial, como ha ocurrido para los activistas gays e indígenas. En rigor, en muchos países de Latinoamérica una de las características del neoliberalismo ha sido su capacidad para iniciar el cambio económico limitando al mismo tiempo las demandas populares en el ámbito político. De ahí la paradoja de que haya un creciente número de intelectuales mujeres, gays e indígenas que están lidiando con el mismo viejo problema de la violencia, de la limitación de sus derechos de reproducción, la desigualdad y el abuso. Raquel Olea escribe que en el Chile posterior a la dictadura, el feminismo “como movimiento social y ámbito de negociación ha perdido el poder subversivo que antes le permitió exponer ante la atención pública los temas y necesidades de las mujeres” (2000: 5360). Habiendo divisiones entre las feministas, entre los activistas gays y entre los indígenas, pues la institucionalización opera en contra de los elementos más radicales. No obstante, han sido los travestidos como cuerpo quienes han venido a representar un poderoso centro de resistencia, por constituir una indicación visible de la imposición arbitraria de categorías de género. En Buenos Aires, el travestido Lohana rompió su documento de identidad frente a las oficinas gubernamentales después de que le dijeran que se vistiese como hombre para que su fotografía resultara aceptable para las autoridades. En una entrevista, explicó: Somos la prueba viviente de que se puede ser alguien distinto a un hombre o una mujer, que se puede ser travestido, por ejemplo. De modo que los que construimos al travestido somos los que hemos nacido con determinados genitales y nos atribuyen un sexo, un género y nos socializan, y después decimos: “esto no va conmigo, lo que yo quiero es construir mi identidad, autoconstruir mi identidad en un género diferente.5
La acción de Lohana atacó a la clasificación estatal por género y a la heterosexualidad obligatoria, demostrando que los individuos, y no el Estado ni la Iglesia, eran ahora los privilegiados árbitros de la identidad. Pero si 5
Entrevista de Irina Mendieta a Lohana, inédita.
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bien dejó a la vista el borde deshilachado del poder estatal, la actitud de Lohana reflejó en su voluntarismo la ideología de la libre elección. Se trata de un peligro del cual el travestido Pedro Lemebel es perfectamente consciente. Él se encara con el exclusionismo del pasado y el inclusionismo del presente. Así, su manifiesto “Hablo por mi diferencia”, leído en una reunión izquierdista en Santiago, es un reproche a los viejos izquierdistas que no habían comprendido que su machismo los había igualado con la reacción. La hombría del militante puede que no sea superior a la “hombría” de los gays y travestidos que diariamente afrontan la burla y la agresión en las calles de la ciudad, argumentaba Lemebel. Al mismo tiempo, hacía hincapié en los nuevos problemas planteados por el Estado neoliberal, como por ejemplo la referencia simplista a la bisexualidad en la vestimenta y el comportamiento de intérpretes de música rock como Michael Jackson, al comercializar una versión de la diferencia de género que despolitiza su potencial refractario6. No obstante, la fase celebratoria de la diferencia gay y travestida terminó abruptamente con la crisis del sida, que le puso también un nuevo rostro a la globalización. Los travestidos nómadas de la novela de Severo Sarduy Cobra, publicada en 1972, son reemplazados en Pájaros de la playa por tropos de confinamiento, hospitalizaciones con su letanía de intentos de curación y medicinas. Las crónicas de Lemebel de las andanzas de gays en busca de sexo en La esquina es mi corazón, publicada en 1995, fueron seguidas por sus crónicas sobre la crisis del sida, Loco afán. La de Mario Bellatín, irónicamente llamada Salón de belleza, en la que el salón es un hospital y el protagonista cuida de sus pacientes y sus peces tropicales, es una melancólica coda a la liberación. La epidemia y la muerte ahora se revelan también como globales.
¿Qué queda de la literatura? No existen temas tabú en el campo editorial y no es mucho lo que realmente importa. Ricardo Piglia afirma que actualmente Borges tendría dificultad en encontrar un editor para sus Ficciones y que ahora es el mercado o la cultura de masas quien establece las normas sobre lo que se publica (DíazQuiñonez y Piglia 2000). La minoría crítica, aquellos que ven las compleji-
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Las lesbianas han reclamado a su vez un papel privilegiado en el desafío a las categorías de género. Véase Mogrovejo (2000).
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dades más allá de las fórmulas expresivas, está obligada a las formas artesanales de edición, a las sesiones de lectura (que devuelven la oralidad a la literatura) o a las reuniones académicas, por más que lo académico ya no sea necesariamente un refugio para la creatividad, dividido por las mismas fuerzas y la misma demanda de espectáculo que el resto de la sociedad. Giorgio Agamben escribe que la sociedad del espectáculo no solo apunta a la expropiación de la actividad productiva, sino también, y sobre todo, a la alienación del propio lenguaje, de la naturaleza lingüística comunicativa del ser humano, de ese logos en el cual Heráclito identifica lo Común. La forma extrema de la expropiación de lo Común es el espectáculo, en otras palabras, la política en la que vivimos (2001: 70-77). Pero la poesía, posiblemente el más marginado de los géneros, está directamente en contacto con el lenguaje; dadas las nuevas formas de oralidad hechas posible por la radio, la televisión y los teléfonos móviles, y las nuevas formas de alfabetismo que posibilita Internet, está necesariamente vinculada con su alienación. En un importante libro sobre la poesía moderna latinoamericana, William Rowe sugiere que algunos poetas “utilizan el poema como forma de pensar”, aunque con eso no quiere decir que debieran recurrir a pensamientos preexistentes. Afirma que “si estamos hablando de la poesía como capacidad para ese grado de transformación, como opuesta a una experiencia ordinaria o conformista, entonces el lenguaje con el que trabaja no será una jerga especializada, que conserve su sentido cerrándose al flujo incesante del hablar” (2000: 16-17). El hecho de que el subtítulo del libro de Rowe sea History and the Inner Life (La historia y la vida interior) puede parecer sorprendente teniendo en cuenta el vaciamiento de la personalidad en el posmodernismo. Pero aquí “vida interior” significa percepción despojada de todo apoyo de la doxa. Consecuentemente, con referencia a Parra escribe: Lo ordinario, esa poderosa fuerza de modelado social, empieza a desaparecer porque no hay nada que entender, nada a lo que encontrar sentido, otras posibilidades quedan abiertas. Estas no son fáciles de nombrar, porque surgen dentro y contra ese cotidiano uso social del lenguaje. Parra nos brinda el lenguaje de todos los días, pero sin el pegamento ideológico, religioso y sentimental que hace que se mantenga junto y rellene cualquier espacio que haya.
Muchos de los poetas estudiados por Rowe –entre ellos, Nicanor Parra, Gonzalo Rojas, Jorge Eduardo Eielson y Carmen Ollé– pertenecen a una generación que vivió el derrumbe de la creencia en la utopía y en la Literatura con “L” mayúscula, un derrumbe de cuyas diversas etapas se ha tratado
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en mi libro, Decadencia y caída de la ciudad letrada. Rowe considera vinculados a cada uno de los poetas por su rechazo de las garantías y por su conciencia del colapso de las estructuras de la credibilidad7. “El que algo tenga sentido requiere concordancia entre la retórica y la creencia. Es decir, que el lenguaje de la convicción necesita ser respaldado por la seguridad de la creencia; de otro modo la voz de la autoridad se burla de sí misma y las estructuras de la credulidad se derrumban por falta de cualquier discurso capaz de sustentarlas”. La noción de “vida interior” de Rowe adquiere fuerza en estas circunstancias siempre que no se la perciba como refugio o protección, ni como gesto de una avant-garde, sino más bien como un rechazo de la construida red de lo social. De ahí que, escribiendo sobre la poetisa Carmen Ollé, afirme que “lo necesario es crear un lugar entre el ruido y el símbolo, es decir entre lo informe y una tradición que aprisiona”. En los términos de Rowe, no tiene sentido hablar de efectividad, popularidad o accesibilidad al mercado. Los poetas que él examina están representando una especie de éxodo interior, aunque no está claro si eso anticipa la formación de un tipo diferente de colectividad o constituye un apartamiento de lo social. Si es esto último, su ascesis estaría peligrosamente cerca de la doctrina libertaria (Rowe 2000, Masiello 2001). A lo largo de los últimos cuarenta años y, sobre todo, del abandono de “la ciudad letrada”, numerosas versiones de utopía han naufragado. Sin embargo, algo vive aún entre los escombros, aunque solo sea la fuerza de voluntad. Y, después de todo, los movimientos son ahora planetarios.
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La lista no es excluyente y al final del libro Rowe consigna los nombres de muchos otros poetas que pudieron haber sido incluidos.
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Hace ya más de treinta años, Elaine Showalter se refirió a la estrategia por la cual la crítica, al estudiar en grupo la obra producida por mujeres, asume el dato del género como un rasgo definitorio, capaz de conferir continuidad y coherencia a textos disímiles en cuanto a su temática y orientación estético-ideológica. Según Showalter: Las escritoras no deberían ser estudiadas como un grupo diferenciado sobre la base de que escriben de modo parecido, o aún de que despliegan similitudes estilísticas claramente femeninas. Sin embargo, las mujeres tienen una historia especial, susceptible de análisis, la cual incluye consideraciones tan complejas como la economía de su relación con el mercado literario, los efectos de los cambios sociales y políticos sobre su condición de individuos, y las implicancias de los estereotipos existentes sobre la mujer escritora y las restricciones de su autonomía artística (citado en Moi 1985: 50; mi traducción).
La observación apunta a dos preocupaciones fundamentales. La primera se vincula a los peligros que conlleva la acotación genérica que, al convertir en absoluto uno de los elementos que confluyen en el complejo proceso creativo, relega ciertas formas de producción simbólica a un espacio separado y autosuficiente dentro del campo cultural. En segundo lugar, la cita de Showalter sugiere también que a pesar de los riesgos de reductivismo y totalización asociados con el procedimiento mencionado, la especificidad de las condiciones materiales de producción cultural –que influyen decisivamente sobre las mujeres en su calidad de sujetos productores y en las formas de (auto) representación que éstas adoptan– no puede soslayarse en el proceso interpretativo. A pesar de los cambios que se han registrado en las últimas décadas tanto a nivel disciplinario como ideológico, el debate crítico en torno a estos problemas continúa. En gran medida, la relación entre “crítica feminista” y “ginocrítica”, que Showalter planteara en los años setenta, sigue marcando
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el mapa de los estudios de género. Sin embargo, es necesario también reconocer que paralelamente a esas continuidades, la crítica ha diversificado sus agendas y metodologías para alcanzar nuevas dimensiones de la relación sexualidad/sociedad/representación, que se encuentra en la base de este campo de estudio, y para hacerse cargo de los cambios que se registran a nivel de las prácticas sociales vinculadas a la sexualidad, al erotismo, y al performance del género. Muchos de los binarismos deconstruidos por la crítica feminista desde la segunda mitad del siglo XX se encuentran ya, en gran medida, superados. Otras fronteras se abren al estudio de las políticas sexuales en el intento por problematizar posiciones de sujeto que desafían la polarización tradicional dominación masculina/subordinación femenina y los campos semánticos que a ésta se asocian. Se trata de analizar, más bien, las líneas de fuerza que se mueven en el interior mismo de esas construcciones ideológico-discursivas, para evitar así esencialismos, homogeneizaciones y enfoques maniqueos que simplifican en exceso el conocimiento de las interacciones sociales. Todas estas transformaciones y aperturas no soslayan el hecho de que, a veces bajo otras apariencias, la opresión de género, en sus formas más arcaicas y recalcitrantes, está lejos de haber sido erradicada de los dominios domésticos y públicos, en distintos contextos culturales. Por esta razón, la relación de la mujer-escritora con la institucionalidad cultural y su cambiante ubicación dentro de los imaginarios colectivos continúa siendo objeto de exploración y análisis. Pero, como se ha dicho, los contextos teóricos varían. Desde las últimas décadas del siglo XX, nuevas orientaciones vinculadas a los estudios sobre modernidad/postmodernidad, teoría poscolonial y globalización ayudan a repensar a nueva luz aspectos directamente vinculados a la producción literaria, particularmente a la que realizan sectores específicos –como el de las mujeres– en sociedades periféricas. Problemas relacionados con el surgimiento y transformación de subjetividades colectivas y con la articulación de éstas ya sea a la tradición estético-humanística o a nuevas formas de conocimiento y representación, no pueden ser abordados al margen de las transformaciones que se constatan en el nivel de las comunicaciones, o dejando de lado la modificación de los espacios urbanos, los procesos de migración, la mundialización económicofinanciera y el surgimiento de formas nuevas de movilización social que evaden los canales tradicionales de mediación política. No puede desconocerse, asimismo, la crisis de legitimación que atraviesan las humanidades, ni la des-centralización del discurso letrado como espacio consagrado y autolegitimado de poder representacional. Los nuevos escenarios de acción social y cultural activan sujetos y agendas que ya no se definen, necesariamente, a partir de los protocolos político-ideológicos de la modernidad, sino
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que apuntan a un horizonte fragmentado y vertiginoso que es necesario rearticular de cara al desafío de los nuevos tiempos. En un mundo atravesado por los dictámenes variables del mercado, las diásporas constantes, las redefiniciones identitarias y la mutación de los espacios de interacción social (cultura nacional, familia, educación, mercado), las subjetividades se convierten en espacios de lucha y de negociación permanente. Constituyendo parte integral de estos cambiantes panoramas, la literatura escrita por mujeres continúa desafiando a la crítica y a la teoría literaria y cultural a distintos niveles. Por un lado, constituye una mirada otra sobre los escenarios nacionales y transnacionales de América Latina, con la capacidad de des(en)cubrir, por su misma localización oblicua y des-centrada, procesos subterráneos que afectan a la articulación de espacios públicos y privados, políticos e ideológicos, afectivos y éticos. Por otro lado, activa una posicionalidad generalmente resistente y beligerante con respecto a tradiciones, políticas culturales, discursos oficiales, compartimentaciones disciplinarias, etc. que aún proponen la universalidad de valores y la organización patriarcal, jerárquica y centralizada, como requisitos indispensables para la creación de consenso, el avance de una modernidad globalizada y la conquista del orden social. Finalmente, la literatura de mujeres expone procesos de subjetivación en los que los niveles de experiencia, afectividad, intelección, memoria, impactados por una historia de marginación y de relegamiento social, intersectan a los discursos dominantes, interrumpiendo su direccionalidad y desestabilizando su hegemonía.1 Es bien sabido que no toda literatura escrita por mujeres es obligatoriamente “femenina” ni necesariamente feminista, de la misma manera que –al menos a mi juicio– no todo feminismo es necesariamente progresista y revolucionario, sobre todo cuando no se articula a programas mayores de cambio político y social y a modificaciones profundas en la tecnologías de construcción del yo y de (auto) reconocimiento social. Sin embargo, en cualquier caso, el estudio de las formas de simbolización y representación que emergen de sujetos marcados por la experiencia de la marginalidad de género, la subordinación doméstica, el retaceo de la visibilidad pública, la estereotipificación cultural, la desventaja profesional, etc., me parece productivo e inaplazable, como parte de un proceso más vasto de emancipación social y expansión epistémica.
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Sobre la precariedad de las identidades de género y sobre las controversias existentes en torno a las relaciones entre género, raza y clase en América Latina ver, por ejemplo, los estudios incluidos en Elizabeth Dore 1997.
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Aceptando los riesgos que acompañan a este tipo de proyectos, este libro ha optado por recorrer la ruta abierta por la producción de escritoras latinoamericanas y por la crítica que las mujeres vienen elaborando sobre esa literatura desde distintos espacios académicos. Al estudio de la escritura de mujeres se ha sumado también el análisis de experiencias y prácticas sociales que han contribuido a moldear las relaciones sociales y los imaginarios de género en América Latina a través de los siglos. En los trabajos que aquí se ofrecen al lector, nos ha interesado sobre todo observar la superposición de la perspectiva crítica de mujeres sobre la producción de escritoras o que elaboran universos ficticios ya de alguna manera consagrados como parte del contra-canon literario latinoamericano, o sobre prácticas concretas –políticas, sociales– que han marcado la historia cultural latinoamericana. Esta confluencia crítico-creativa entrega una mirada comprometida y múltiple sobre la percepción que la mujer latinoamericana tiene de lo social y sobre las formas que asume su apropiación simbólica. En la producción de las escritoras aquí analizadas –o en los personajes femeninos que forman parte del corpus literario estudiado en este libro– se combinan, en distintos grados y medidas, posiciones de marginalidad y subalternización: no sólo las ocupadas por la mujer –intelectual o no– en sociedades dependientes, sino también las que corresponden a América Latina como espacio periférico de producción, diseminación y consumo cultural. Sujetos productores, personajes representados y espacios de producción cultural registran a la vez, entonces, las marcas significativas del des-centramiento, la exclusión y la alternatividad. Los estudios aquí reunidos analizan prácticas culturales y textos literarios narrativos o poéticos, en los que las dinámicas genéricas se combinan con abordajes múltiples a la historia cultural y política de América Latina. Ha sido interesante notar cómo a pesar de la heterogeneidad de temas y de enfoques crítico-teóricos, los artículos que componen este libro convergen en torno a varios ejes: 1. Bases para una teoría del cuerpo (político) En distintos contextos culturales, dentro del amplio campo de problemas que vinculan los niveles de formación de identidades y políticas de género, los estudios aquí reunidos analizan el impacto social de los discursos oficiales, que distribuyen entre virilidad y feminidad las alternativas posibles de la subjetividad colectiva. Tratando de superar ese dualismo, la crítica actual se ha enfocado más bien en los intercambios y transformaciones de esos campos semánticos, y en las prácticas sociales que desestabilizan tal
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polarización. En las últimas décadas, los estudios sobre homoerotismo, transexualidad y travestismo, así como los que se enfocan en los cambios que registran los conceptos de masculinidad y feminidad a través de las épocas han contribuido a relativizar esas nociones y a afirmar, en su lugar, la importancia de aproximaciones contingentes e historizadas que impiden perpetuar el resabio ontológico de esas dicotomías. Desde el no ser sino llegar a ser mujer de Simone de Beauvoir hasta el performance del género de Judith Butler, atravesando una larguísima serie de teorías y debates acerca de la construcción de subjetividad y sus relaciones con el poder, se ha entendido que los roles atribuidos a hombres y mujeres (y la oposición entre ambos) constituyen formas de control y de autoritarismo social que refuerzan privilegios de clase, raza y género entronizados en la cultura occidental desde hace siglos. Al menos en algunas de las tendencias que se registran en la crítica más actual, la comprensión de la cuestión del género ha derivado hacia una teoría del cuerpo (político) que ha permitido vincular desde nuevas perspectivas los procesos identitarios de la mujer y sus procesos representacionales a las interacciones que componen la sociedad total. Así, se analizan prioritariamente las conexiones entre la corporalidad femenina como lugar simbólico de la alteridad y como espacio de representación alegórica, y el cuerpo de la nación, como asiento territorial desde el que se gesta y administra el sujeto moderno. Refiriéndose al lenguaje masculino de la fraternidad y la ciudadanía, Mary Louise Pratt ya observaba en un artículo de 1990 la cualidad androcéntrica de los discursos que definen el nacionalismo moderno. Los rasgos principales de la nación descrita por Benedict Anderson (el ser limitada, soberana y fraternal) encarnan metonímicamente en la figura del ciudadano-soldado, que representa el ideal heroico a partir del cual se imagina a la nación-Estado como un espacio masculino excluyente. La posición de la mujer es definida y legislada desde el comienzo de la vida republicana como precaria, inestable, dependiente. Los cuerpos de las mujeres, incluidas en la construcción retórica de lo nacional como madres de la patria dan lugar, según Pratt, a muchas formas de intervención, penetración y apropiación, a manos de la “fraternidad horizontal” de los ciudadanos (1990: 51). El contrato social preconizado por el pensamiento ilustrado se refuerza en el contrato sexual que organiza la vida nacional desde los atributos dominantes de la hermandad viril2. Así, el status quo se consolida a partir del binarismo de
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“La postmodernidad denuncia que los contractualismos del liberalismo clásico originan un sujeto político ahistórico y masculino que garantiza con su libre consentimien-
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géneros y de la heterosexualidad compulsiva. Desde la perspectiva patriarcal, sujeto y varón –humanidad y masculinidad– son considerados sinónimos, equivalencia que se vuelve esencial en la organización del orden social y en la monopolización del saber y el poder occidentales desde la época colonial hasta nuestros días. Los procesos de subjetivación regidos por el principio del poder masculino son así parte orgánica de la racionalidad política y del concepto moderno de gobernabilidad. Varios de los estudios incluidos en este libro abundan sobre la relación nación/sujeto, y sobre el modo en que, a partir del género, las nociones de identidad social y diferencia, manipuladas desde arriba (desde las instituciones del Estado, desde la educación, la ley, la ciencia, etc.) se construyen como parte del repertorio canónico de la modernidad. Para Cristina Iglesia, en el siglo XIX, la escritura travestida y multivocal del fraile Francisco de Paula Castañeda representa una articulación otra dentro del incipiente mercado cultural de la Argentina de los años 20. Al remedar voces femeninas desde la plataforma periodística, la escritura del franciscano redefine los límites entre espacio público y privado, político/ doméstico, masculino/femenino, crítica/ficción. Así, su escritura travestida subvierte los componentes de lo social antes de que la sociedad los domestique y encauce dentro de los compartimientos estancos de la modernidad nacionalista. Margo Glantz, a su vez, reflexiona sobre las representaciones del cuerpo sexuado en el México post-revolucionario, donde la ficcionalización de Pancho Villa realizada por Nellie Campobello entrega una interpretación alternativa del nacionalismo viril, nutriendo la historia nacional con elementos que sólo una visión desde afuera de los espacios hegemónicos (políticos, de género) podía incorporar. El mito de la virilidad se filtra también, como analiza Diana Sorensen, en la construcción misma del boom, “movimiento parricida y adánico”, que destruye y reinventa los orígenes desde la primacía de una masculinidad escrituraria volcada hacia el espacio de lo público, lo político, lo canónico. En sus márgenes, el “boom doméstico” expone otras aristas de esa “hermandad falocrática”, de sus habitus y su modus operandi. Para el caso argentino, Mónica Szurmuck analiza también el modo en que la ficción explora los espacios de identidad/alteridad en la obra de to ser gobernado, y de ese modo se instaura la legitimidad del Contrato Social que reduce a las mujeres según el Contrato Sexual, en palabras de Carol Pateman, al espacio doméstico…” (Femenías 2000: 67). Para otra aplicación del concepto de Pateman a la relación entre contrato social y contrato sexual, ver Pratt (2002).
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Alberto Gerchunoff, que descompone el mito de la homogeneidad nacional proponiendo en su lugar escenarios hibridizados donde género y raza se combinan redefiniendo el concepto y la práctica de la ciudadanía. En todos estos casos el espacio hegemónico de la masculinidad, asociado al poder político, económico y cultural, se encuentra desafiado por interacciones que rebasan sus límites y sus principios de legitimación. Lo social se manifiesta como mucho más fluido, cambiante y dinámico que los moldes creados para impulsar la utopía de la unificación y la homogeneización cultural, y para perpetuar las estructuras de dominación que nacen con la nación moderna. Pero el cuerpo político no existe en abstracción sino apoyado en los cuerpos reales que se someten al disciplinamiento de las rutinas y conductas sociales. La cotidianeidad tiene un cariz orgánico no sólo por los modelos normativos y la distribución de roles que organizan la esfera pública y la privada, sino porque las bio-políticas que la atraviesan impactan prioritariamente el cuerpo individual como asiento primero de la productividad y la reproducción. El estudio de Adriana Bergero sobre Carolina Muzilli analiza, a partir de los cuerpos del trabajo (leyes laborales, apartamiento de la mujer del modelo identitario maternalista) nuevos paradigmas de lo femenino que se asocian al valor excedente de la modernidad y a la refuncionalización del papel del intelectual en Argentina a comienzos del siglo XX. Advierte, entonces, el desarrollo y representación del cuerpo grotesco de la ciudad como “supremacía de lo material: como desorden hiperbólico y abierto” donde la explotación y el cambio vertiginoso de estructuras sociales desgarra lo privado dando lugar al surgimiento de nuevas formas de sensibilidad. Cuerpo nacional (social, colectivo) y cuerpo femenino (individual, pero también simbólico) se asocian, así, tanto en el nivel de la materialidad político-económica como en el alegórico. No por casualidad varios estudios en este libro aluden al cuerpo abyecto, como representación de marginalidad, hibridación y límite. Nora Domínguez, por ejemplo, explora el rostro de la madre –la deleuziana “máquina de rostridad” en su funcionamiento genérico– como frontera del conocimiento y desafío a la representación. ¿Cómo narrar la catástrofe colectiva e individual? ¿Cómo contar la pérdida? La novela de Jorge Barón Biza funciona como pre-texto para el planteamiento de un drama social que se concentra en el rostro desfigurado de la madre para hablar de otras cosas, movilizar otros sujetos, plantear otras agendas, todos ellos vinculados a la noción de lo irrepresentable, a la problemática relación entre realidad y lenguaje, cuerpo humano y cuerpo político, patria y mujer. También en relación con la Argentina, los trabajos de Alicia Ortega y Susana Rosano analizan las alternativas que rodearon las sucesivas apropia-
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ciones de que fue objeto el cuerpo real y simbólico, santificado y escatológico de Eva Perón, explorando su proyección aurática y afantasmada sobre los imaginarios nacionales, y sus sucesivas recuperaciones como lugar del deseo, de la utopía y de la muerte en los imaginarios nacionales. Ortega resume en una cita de Santa Evita el compendio de significaciones, el exceso y la fascinación provocados por el cuerpo femenino y político de Eva: “Evita es el regreso a la horda, es el instinto antropófago de la especie, es la bestia iletrada que irrumpe, ciega, en la cristalería de la belleza”. El poder del Estado se subvierte y reencarna como sensualidad instintiva; el cuerpo político sucumbe y se alimenta del cuerpo real, que a su vez se entrega, en una especie de rito sacrificial, al hambre colectiva de una nación que canibaliza a la mujer pública. El aura de Eva se nutre de los mitos y ritos de la modernidad de la que surge y a la cual interpela y transforma de modo radical, a partir de la inserción del género en los espacios resguardados del poder masculino. El poder de la abyección como mecanismo resignificador y como límite de lo representable reaparece en el estudio de Dianna Niebylski dedicado a Sólo los elefantes encuentran mandrágora, de Armonía Somers. Para Niebylski, lo abyecto es, como enseña Julia Kristeva, más que una frontera o un borde, una condición ambigua, que lejos de liberar al sujeto lo mantiene en una situación de constante indefinición y precariedad. Por así decirlo, la abyección le otorga al sujeto un modo de ser provisional, encabalgado entre varias naturalezas y diversos estados intermedios, todos ellos en esencia impuros, múltiples, incompletos. Para Niebylski –como para las demás autoras que utilizan esa categoría en los estudios incluidos en este libro– la representación de lo abyecto constituye una estrategia de resistencia por contaminación, una intervención de los imaginarios (fa)logocéntricos de la modernidad eurocentrista y patriarcal, una práctica polifónica o, quizá, sobre todo, “cacofónica,” que introduce un ruido en la máquina significante de la racionalidad ilustrada y en los imaginarios nacionales. En otra torsión del vínculo entre nacionalismo y corporalidad, Sylvia Molloy explora en contrapunto la diseminación de los restos de Perito Moreno en el territorio patrio, y el simbolismo del híbrido grotesco de “La sirena” en el cuento de Carlos Octavio Bunge. En ambos casos, el cuerpo es un significante polisémico que remite a los valores asignados a la noción de lo nacional como lugar de pertenencia y asiento identitario. En el primer caso, las cenizas del científico esparcidas sobre la Patagonia exponen paradigmáticamente el vínculo conocimiento/virilidad/territorio; en el segundo caso, la imagen icónica de la mujer-pez remite a la naturaleza inapresable de las identidades y la escurridiza condición de lo femenino representado como alteridad y exceso.
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En todos estos casos, cuerpo y territorio, género y nación, se presentan a través de articulaciones que violentan la continuidad asumida entre patria, conocimiento y poder masculino. La monstruosidad, la representación escatológica o mitificadora, la deshumanización, el grotesco, la enajenación, el travestismo, operan como dispositivos des-naturalizantes, que intentan llamar la atención sobre modos alternativos de conocer y de representar. Funcionan, así, como interruptores de los discursos oficiales; imponen un lenguaje de imágenes, una retórica de signos ya no sólo lingüísticos sino también visuales, preformativos, discursivos en un sentido amplio, que desafía el gran relato nacionalista interrogando acerca de sus límites, de sus niveles de tolerancia y de sus estrategias de legitimación. De esta manera, la literatura y las prácticas vinculadas a la representación de la mujer son percibidas en la crítica que reúne este volumen como lugares problemáticos en el mejor sentido de la palabra: como espacios que lejos de la fácil armonización que encubre los antagonismos reales, proponen la visualización de posicionamientos encontrados que se conectan con zonas de experiencia y de conocimiento diversas y con frecuencia enfrentadas en la lucha por el poder representacional.
2. Lo que cabe en la voz y lo que el silencio calla. Género y lenguaje Desde Sor Juana sabemos que la alternativa decir/callar generalmente asociada con la escritura de mujeres es por demás engañosa, ya que hay formas de pronunciamiento que están presentes aún en ausencia de la palabra, y lenguajes que no alcanzan a contener la pluralidad de significaciones que el silencio –como “treta del débil” (Ludmer 1985)– trasmite, a veces, a la perfección. También sabemos que conocimiento y comunicación no siempre se articulan en una alianza productiva, sino que pueden estar interferidos por los mecanismos de la (auto) censura o por la clausura de espacios de socialización. Es interesante notar la insistencia con que el tema del silencio se reitera en los textos literarios y críticos que convoca este libro. El no sabe/no dice parece una etiqueta que se adhiere a la constitución del discurso femenino, de una u otra manera, en todas las épocas. Teresa Porzecanski lo analiza en relación con el mito de un matriarcado extinguido asociado al uso de la palabra, en una alianza discurso/poder que se prolonga, con variantes, a través de las épocas. A la pérdida del poder corresponde la marginación del saber. Subalternización y secreto también se relacionan íntimamente en las relaciones de género. El “estilo femenino” –el “feminolecto” de que habla Porzecanski– apunta a lo indirecto, reticente, discreto, dubitativo, banal. De ahí que la exclu-
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sión de la mujer se vincule de manera tan estrecha a cuestiones lingüísticas, ya que es justamente en la esfera del lenguaje –en los tránsitos sígnicos que expresan y negocian formas diversas de conocer y de representar la realidad– que se expresan la disidencia, la subversión de códigos, la transgresión de límites o, en su defecto, la conformidad, el mimetismo, la complicidad. En su estudio sobre Antígona, Judith Butler entra en estas zonas de insurgencia del género y sus “relaciones peligrosas” y con frecuencia equívocas con el poder y la comunidad. En su opinión, Antígona –sujeto post-edípico, ícono del valor desafiante y sacrificial del discurso de la mujer–, ocupa más que usa una lengua que nunca termina por pertenecerle del todo. Su discurso funciona entonces, revulsivamente, como un quiasmo que interrumpe el vocabulario de las normas políticas3. En su performance del género, en su apropiación de la lengua, Antígona desafía el afuera constitutivo sobre el que el poder se define por medio del autoritarismo y la exclusión. Pero Butler también se pregunta por los límites de ese proyecto y por las posibilidades de que la beligerancia ideológica o genérica resulte co-optada por el aparato dominante y sus retóricas de legitimación. Ese movimiento paradójico de rechazo y asimilación que es inherente a la apropiación del lenguaje y la retórica hegemónicos plantea una de las principales tensiones que atraviesan la cuestión del género y los procesos de representación del sujeto mujer en distintos contextos históricos y en diversos registros disciplinarios. Varios de los estudios incluidos en este libro se acercan a esta disyuntiva, y a la relación problemática entre el discurso de la mujer, sus relaciones con la comunidad y el poder político-cultural que la organiza. Nelly Richard analiza el mercado creado por el testimonialismo y las narrativas biográfico-confesionales, que inscriben lo particular-individual en el espacio público. Richard advierte contra la “espectacularización de lo íntimo” y contra la tentación de atribuir a cualquier narrativa testimonial un valor necesariamente contracultural y antihegemónico. El no saber/no decir asociado a la marginalidad de género adquiere, entonces, distinto signo según el proyecto político al que se asocie el discurso de la mujer, que no por ser tal es automáticamente emancipador o denunciatorio. Pero, ¿qué sucede cuando el intercambio sígnico compromete, además, códigos múltiples, culturas dominantes y dominadas, sujetos hibridizados a
3 “She speaks within the language or entitlement from which she is excluded, participating in the language of the claim with which no final identification is possible […] And to the extent that she occupies the language that can never belong to her, she functions as a chiasm within the vocabulary of political norms” (Butler 2000: 82).
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consecuencia de procesos de reterritorialización, biculturalismo, etc.? Doris Sommer analiza la relación entre la formación de subjetividades y el uso del lenguaje teniendo en cuenta las dimensiones socio-culturales del bilingüismo. Éste opera como una migración constante entre sistemas de signos y como un desafío al monopolio lingüístico que se ejerce desde las culturas dominantes en distintos contextos. La alternancia de códigos lingüísticos como experiencia queer, de ajenidad y extrañamiento, muestra la falta de pertenencia total a una cultura, el excedente de aquello que –como lo femenino– no cabe en el uno que supone la identidad moderna, sino que compromete aspectos múltiples que se conjugan a nivel subjetivo: implica suplemento, fisura, máscara, resignificación. El elemento lingüístico y retórico –saber decir, no decir lo que se sabe, etc.– implica no sólo la vivencia y experiencia del habla y la escritura. Conlleva también actos dramáticos, preformativos, donde el silencio, la polifonía, y las formas inestables que resultan de los cambios de código lingüístico van dejando al descubierto nuevas posiciones de sujeto que traen aparejadas formas cognoscitivas diferenciadas provenientes de diversas zonas de experiencia social.
3. Modernidades, globalización, género y poder Finalmente, los trabajos que reúne este libro ofrecen una reflexión colectiva, en diversos registros, sobre las modificaciones de la función intelectual (representacional, interpretativa) en sociedades impactadas por la transformación modernizadora y más recientemente por la impronta de la globalidad. En relación con el problema del género, el tema de la exclusión ocupa buena parte de los estudios aquí presentados. La marginación de la escritora como figura representativa de un contra-imaginario –un contra-canon– que fisura los protocolos de la cultura nacional, como analizan Elzbieta Sklodowska, Tatiana Oroño y María Rosa Olivera-Williams, introduce una zona de conflicto y ruptura en la organicidad de la cultura. Los fenómenos de invisibilización de autoras como Dulce María Loynaz, en Cuba, o de la uruguaya Selva Márquez, por ejemplo, demuestran a un tiempo la impenetrabilidad relativa del espacio intelectual y las estrategias que resultan de la necesidad de sobrellevar y superar los límites de la hegemonía cultural ejercida a partir de sistemas vinculados al patriarcalismo cultural y político. Los temas de cuerpo y lenguaje, analizados antes, se articulan en el mito que sirve de base a El sueño de Úrsula de María Negroni, analizado por Olivera-Williams, donde también se anudan leyenda clásica y modernidad, para hacer de la
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mujer el locus alegórico desde el cual repensar proyectos emancipatorios e incluyentes. La dialéctica entre enclaustramiento y transgresión a que se refiere Elzbieta Sklodowska en relación con la escritora cubana se registra también en los demás textos tratados en los artículos que reúne El salto de Minerva. Es aludida, por ejemplo, en la noción de “cautiverio identitario” de que habla Tatiana Oroño al contraponer disciplinamiento e intimidad, espacios públicos y recinto doméstico, tiempo cautivo y deseo liberador en ocasión de su estudio sobre la escritura de Selva Márquez. Pero en general esa dialéctica de cerramiento y transgresión, borradura y re-inscripción caracteriza toda la historia de subalternización de la mujer, y su búsqueda constante de aperturas y participación en todos los niveles de la vida civil. Como demuestran los trabajos aludidos, la categoría de sujeto, cultural y teóricamente articulada al surgimiento y avance de la modernidad, se va modificando históricamente, y con ella los imaginarios en los que sectores sociales relegados por las culturas dominantes han logrado permanecer y desarrollarse, empujando los límites de los sistemas imperantes hasta asegurar espacios cada vez más amplios de expresión cultural y acción social. Los fenómenos de globalización a los que se refieren Mary Louise Pratt y Jean Franco, y a los que aludo en mi propio trabajo, hablan ya no sólo de zonas de exclusión sino también de dinámicas de expansión tanto de las categorías que dieron asiento en la modernidad a los procesos identitarios (nociones de territorialidad, lengua materna, ciudadanía, etc.) como de los posicionamientos epistemológicos mismos desde los que se piensa la experiencia social y sus formas de representación simbólica. Si la globalidad expande e interconecta espacios económicos y culturales en sentido amplio, también es cierto que reconfigura la concepción y prácticas de la hegemonía, creando nuevas formas de marginación que requieren formas actualizadas de conocimiento y acción. Cuando Jean Franco se refiere a los traumas históricos que atraviesan a América Latina llama la atención sobre fracturas que han marcado a fuego la percepción, la imaginación y la memoria cultural de sociedades que deben aprender nuevas formas de inserción en un mundo globalizado. En éste, dramas locales vinculados a la desigualdad social, el autoritarismo político y el intervencionismo transnacional coexisten con las dinámicas de integración global, y que requieren respuestas que al mismo tiempo abarquen y superen la visión regional. Mary Louise Pratt habla de “imaginarios planetarios” que exploran nuevas formas de conocimiento para llegar a entender y contrarrestar el carácter superfluo que se asigna a sectores sociales no articulados al orden global de producción y consumo. Mi propio trabajo sugiere la necesidad de re-politizar el pensamiento crítico, haciendo de la cuestión del género uno de los ejes a partir de los cuales
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pueda elaborarse en los tiempos que corren un “nosotros” inclusivo capaz de dialogar horizontalmente con otras agendas y agentes de cambio tanto a nivel local como transnacional. La especificidad que se reclama en el tratamiento de la cuestión del género no deriva, entonces, de la búsqueda de una sustancia subjetiva peculiar, privativa de la condición de mujer. Se refiere, más bien, al reconocimiento de formas diferenciadas de experiencia social que han condicionado, en gran medida, la articulación cultural de la mujer en sus distintos espacios de actuación, desde los usos del lenguaje hasta la apropiación de tradiciones, archivos culturales y estrategias representacionales que marcan el acceso y consumo de lo simbólico. Los estudios de género no deberían tender, entonces, al reforzamiento de las nociones de feminidad o masculinidad, ni siquiera a su flexibilización relativa, con miras a adaptarlas a las necesidades de los nuevos tiempos, sino más bien encaminarse a la superación de sus limitaciones restrictivas y esencializantes, recordando que se trata de constructos que derivan de la organización patriarcal de la sociedad y del conocimiento, no de cualidades estables y auto-legitimadas. En esta dirección, este libro no intenta, entonces, impulsar una sola metodología o marcar una agenda específica para los estudios de género, ni sugerir o estimular conclusiones generales. Se propone, más bien, poner a dialogar prácticas y escrituras, teorías y críticas de distintos contextos culturales y plantear preguntas contingentes, específicas, provisionales, que permitan rescatar la particularidad de las posiciones de producción y de lectura de textos que remiten, a su vez, a realidades diferenciadas, cambiantes y plurales.
Bibliografía BUTLER, Judith (1990): Gender Trouble. Feminism and the Subversion of Identity. London/New York: Routledge. — (2000): Antigone’s Claim. Kinship Between Life and Death. New York: Columbia UP. DORE, Elizabeth (ed.) (1997): Gender Politics in Latin America, New York: Monthly Review Press. FEMENÍAS, María Luisa (2000): Sobre sujeto y género. Lecturas feministas desde Beauvoir a Butler. Buenos Aires: Catálogos. LUDMER, Josefina (1985): “Las tretas del débil”. En: Patricia Elena González y Eliana Ortega (eds.), La sartén por el mango. Encuentro de escritoras latinoamericanas. Río Piedras: Ediciones Huracán, 47-54. MOI, Toril (1985): Sexual Textual Politics: Feminist Literary Theory. London/New York: Routledge.
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PATEMAN, Carol (1985): El contrato sexual. Barcelona: Anthropos. PRATT, Mary Louise (1990): “Women, Literature, and National Brotherwood”. En: Emilie Bergmann, Janet Greenberg, Gwen Kirkpatrick et al., Women, Culture, and Politics in Latin America. Seminar on Feminism and Culture in Latin America. Berkeley/Los Angeles: University of California Press, 48-73. — (2002): “Tres incendios y dos mujeres extraviadas: el imaginario novelístico frente al nuevo contrato social”. En: Mabel Moraña (ed.), Espacio urbano, comunicación y violencia en América Latina. Pittsburgh: IILI, Serie Tres Ríos, 91-105.