El perdón, virtud política 9788476588680


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El perdón, virtud política
 9788476588680

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Eduardo Madina, Reyes Mate, Juan Mayorga, Miguel Rubio, José A. Zamora

El perdón, virtud política En torno a Primo Levi

PENSAMIENTO

CRÍTICO

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PENSAMIENTO

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UTÓPICO

EL PERDÓN, VIRTUD POLÍTICA

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PENSAMIENTO CRÍTICO / PENSAMIENTO UTÓPICO

170 Cátedra Santo Tomás

Religión y Cultura Proyecto Editorial dirigido por Reyes Mate, profesor de investigación IF / CSIC

Obras publicadas J. JIMÉNEZ LOZANO, F. MARTÍNEZ, R. MATE, J. MAYORGA Religión y tolerancia. En torno a Natán el Sabio de E. Lessing (2003) F. BÁRCENA, C. CHALIER, E. LÉVINAS, J. LOIS, J.M. MARDONES, J. MAYORGA La autoridad del sufrimiento. Silencio de Dios y preguntas del hombre (2005) J.M. ALMARZA, J. HERRERO, M. MACEIRAS, J. MAYORGA, V.S. SOLOVIEV La religión: ¿cuestiona o consuela? En torno a La leyenda de El Gran Inquisidor de F. Dostoievski (2006) Gustavo GUTIÉRREZ, Samuel RUIZ, Frei BETTO Reyes MATE (Ed.) Responsabilidad histórica. Preguntas del nuevo al viejo mundo (2007) E. MADINA, R. MATE, J. MAYORGA, M. RUBIO, J.A. ZAMORA El perdón, virtud política. En torno a Primo Levi (2008)

Con la colaboración de la Cátedra Santo Tomás y el patrocinio del Excmo. Ayuntamiento de Ávila

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Eduardo Madina, Reyes Mate, Juan Mayorga, Miguel Rubio, José Antonio Zamora

EL PERDÓN, VIRTUD POLÍTICA En torno a Primo Levi

-ANTI-IR◊P◊S 5

EL PERDÓN, virtud política : En torno a Primo Levi / Eduardo Madina, Reyes Mate, Juan Mayorga, Miguel Rubio, José Antonio Zamora. — Rubí (Barcelona) : Anthropos Editorial, 2008 143 p. ; 20 cm. — (Pensamiento Crítico / Pensamiento Utópico ; 170) ISBN 978-84-7658-868-0 1. Levi, Primo - Crítica e interpretación 2. Perdón - Aspectos éticos I. Madina, Eduardo II. Mate, Reyes III. Mayorga, Juan IV. Rubio, Miguel V. Zamora, José Antonio VI. Colección 177.74 850”19”Levi, Primo

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Primera edición: 2008 © Eduardo Madina Muñoz et alii, 2008 © Anthropos Editorial, 2008 Edita: Anthropos Editorial. Rubí (Barcelona) www.anthropos-editorial.com ISBN: 978-84-7658-868-0 Depósito legal: B. 14.584-2008 Diseño, realización y coordinación: Anthropos Editorial (Nariño, S.L.), Rubí. Tel.: 93 6972296 / Fax: 93 5872661 Impresión: Novagràfik. Vivaldi, 5. Montcada i Reixac Impreso en España - Printed in Spain Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida, ni en todo ni en parte, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia, o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

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PRESENTACIÓN

La Cátedra Santo Tomás en Ávila tenía ante sí, en éste su quinto año, un desafío poco común, a saber, pensar algo fundamental para la convivencia pero que aún no ha sido pensado. Se trata del perdón, un concepto religioso, eminentemente cristiano, pero —según entendían los organizadores del encuentro— también público, de interés para la vida en común. ¿Hemos conseguido aclarar algo? ¿se ha dado una respuesta satisfactoria a la pregunta del título? Lo primero que hay que decir es que el lugar en el que el perdón encuentra más riqueza, más matices y más hondura es en la reflexión teológica. La teología es el caladero privilegiado de este concepto y allí hay que ir si queremos entender de qué hablamos. El ponente del primer día, Miguel Rubio, nos hizo ver, con toda claridad, que el perdón cristiano tiene mucho alcance, pues incluye al enemigo y también al deudor. La doctrina cristiana exige perdonar no sólo al cercano sino también al extranjero y, sobre todo, al enemigo, es decir, al verdugo. También nos dice que lo perdonable no son sólo ofensas de palabra o de acción, sino también deudas materiales. El perdón cristiano, además de tener mucho alcance, es muy exigente: se nos perdona para que perdonemos o, como dice el ponente, el don se transforma en tarea. Hay todavía un tercer elemento que no debe pasarse por alto: la regeneración interior que acompaña el proceso del perdón es requisito indispensable para que la convivencia entre seres humanos cristalice en comunidad. Todo esto y más dice la teología cristiana. El problema es: ¿cómo se traduce eso en política? Sabemos por la historia que los con7

ceptos políticos empezaron siendo conceptos teológicos. Dicen los entendidos que la libertad, la igualdad y la fraternidad, mucho antes de que la Revolución Francesa los elevara a nuevos principios políticos, eran valores que circulaban por las venas del cristianismo. No hay, por tanto, razón para asustarse cuando nos preguntamos cómo valores cristianos se transforman en virtudes políticas. Ha ocurrido muchas veces para bien de la política. La respuesta a la última pregunta obliga a ser prudentes. Lo que hemos visto es que hay que hablar del perdón en política, aunque quizá no sepamos exactamente cómo. Pero hay que hablar, tal y como propone José Antonio Zamora, porque en la escena pública ha aparecido un actor que hasta ahora era invisible: las víctimas. Víctimas siempre ha habido, pero ahora son visibles y hay que contar con ellas. Hablar de víctimas es hablar de injusticias que no pueden ser olvidadas, de sociedades fracturadas por la violencia y empobrecidas por la ausencia de las víctimas y también de los verdugos. Uno de los peligros del perdón, señalaba J.A. Zamora, es traducirlo por impunidad u olvido. No se trata de eso sino de elaborar ese pasado doloroso, y hacerlo de tal forma que fecunde el presente. Se trata de liberarse del pasado y hacer posible una convivencia nueva. Para esa tarea hay que ajustar las cuentas a las tentaciones que acechan a una sociedad marcada por la violencia: la venganza, el olvido o el resentimiento. Lo que se deducía de esta intervención es que el perdón es una categoría límite, que desborda desde luego el campo de la política, pero que posibilita una mejora cualitativa de la democracia. La intervención que suscitó mayor interés era lógicamente la pronunciada por una víctima del terrorismo, Eduardo Madina, a quien una bomba le segó su pierna un 19 de febrero del año 2002. Con una madurez y templanza extraordinaria fue abordando las aristas principales del terrorismo etarra y de la significación de las víctimas. De su rica intervención quiero subrayar dos ideas. La primera se refiere al perdón: «no siento nada por los asesinos. Me son indiferentes». Daba a entender que no se planteaba el perdón para con ellos porque no tenían rostro, ni nombre, a pesar de sus caras conocidas y de sus nombres registrados en la sentencia que los condenó. Pero añadía, buscando tras una pausa fuerzas en su interior: «si un día ellos reconocen el daño que han hecho, el sufrimiento que han causado, yo estoy dispuesto a reconocer su sufrimiento». No dijo mucho más pero era bastan8

te. Estaba dando a entender que en el momento en que reconozcan la catadura moral de su acción, en ese momento adquieren un nombre, devienen seres humanos, y puede la víctima plantearse el proceso de convivencia. La otra idea tiene que ver con el espectáculo poco edificante de asociaciones de víctimas que se arrogan el derecho de decidir quién es víctima y quién no, según el color político. Las víctimas son importantes para todos porque son inocentes cualquiera que sea su color. Decía Madina que él, cuando veía una víctima, sentía el deseo de abrazarla, sin necesidad de saber más de ella. Pero «aquí, decía, hemos llegado a una situación en la que las víctimas hasta pueden producir desprecio si no son de las nuestras». Eso es muy grave, porque nuestra sociedad necesita la autoridad de las víctimas y su desprestigio remite a una enfermedad moral de esa misma sociedad. Este año se conmemoraba el vigésimo aniversario de la muerte de Primo Levi, una efeméride muy recordada en otros países europeos y que entre nosotros corría el riesgo de pasar inadvertida. A su memoria fue dedicada la velada teatral. Juan Mayorga anudó una serie de relatos, magistralmente recitados por un grupo de actores, dirigidos por Guillermo Heras. Por su pertinencia en torno al perdón, incluimos una entrevista a Jacques Derrida donde reflexiona sobre esta cuestión. De esta forma la V Cátedra Santo Tomás cumplió su tarea de proyectar luz sobre la condición humana, bebiendo en la reserva espiritual del cristianismo. P. MARCOS R. RUIZ O.P.

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PRIMO LEVI, EL TESTIGO. UNA SEMBLANZA EN EL XX ANIVERSARIO DE SU DESAPARICIÓN Reyes Mate

1. Primo Levi es el testigo Mientras estuvo en el Lager luchó no para sobrevivir sino para testimoniar. La experiencia del Lager cambió su vida. «Si yo no hubiese vivido el episodio de Auschwitz, probablemente nunca habría escrito».1 Después de la liberación del campo volvió es verdad a su oficio de químico, pero tomó la pluma y no para firmar proyectos industriales sino para llamar la atención sobre una «siniestra señal de peligro» que él conocía muy bien y a la que los demás podrían no dar importancia. Esa señal se llamaba Auschwitz. Concienzudo como él era, preparó su testimonio como mejor pudo en las duras condiciones del campo. Tomaba notas, con el riesgo de su vida, a sabiendas de que la memoria podía luego jugarle malas pasadas. Cuando dice en el prólogo a Si esto es un hombre que «ningún dato ha sido inventado» hay que creerle. A Levi no hay manera de cogerle en un renuncio. Todo lo que ocurrió en el campo fue tan extremo que a veces se exagera pensando que todo vale. Pero precisamente por eso, porque todo es tan extremo, hay que ser escrupuloso con la verdad. Si se testifica tiene que ser con la verdad por delante y sin concesiones. «Nunca estuve en Birkenau antes de 1965» (Levi, 1987, 201), dice para sorpresa de quienes falsamente identifican un campo de trabajo con uno de exterminio. ----

1. Primo Levi (1987), Si esto es un hombre, Muchnik, Barcelona, 210. Recomendable para un estudio sobre Primo Levi y problemas relacionados con la educación después de Auschwitz es J.F. Forges (2006), Educar contra Auschwitz, Anthropos Editorial, 197-223.

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Habla pensando en el lector y en el oyente. No abusa de recursos retóricos, dosifica la información que transmite y se pone a la altura del lector. «Para escribir este libro he usado el lenguaje mesurado y sobrio del testigo, no el lamentoso lenguaje de la víctima... creo en la razón y en la discusión como supremos instrumentos de progreso y por ello antepongo la justicia al odio» (Levi, 1987, 185). Para expresar el horror no recurre al dramatismo de un Jean Améry, por ejemplo. Prefiere ser sobrio y consigue ser más eficaz. Cuando registra la cobardía de los deportados, incapaces de quitarse la gorra en señal de respeto por quien va a morir gritando «compañeros, yo seré el último», escribe: «no nos hemos descubierto la cabeza más que cuando el alemán nos lo ha ordenado. [...] ya no quedan hombres fuertes entre nosotros. El último pende ahora sobre nuestras cabezas y para los demás pocos cabestros han bastado. Pueden venir los rusos: no nos encontrarán más que a los domados, a nosotros los acabados, dignos ahora de la muerte inerme que nos espera. Destruir al hombre es difícil, casi tanto como crearlo: no ha sido fácil, no ha sido breve, pero lo habéis conseguido alemanes. Hénos aquí dóciles bajo vuestras miradas: de nuestra parte nada tenéis que temer: ni actos de rebeldía, ni palabras de desafío, ni siquiera una mirada que juzgue» (Levi, 1987, 157). 2. Dimensión educativa del testimonio Levi da testimonio y reflexiona sobre lo que cuenta movido por una intencionalidad que no es meramente estética o literaria. No pretende hacer grandes revelaciones sino desentrañar el sentido de un acontecimiento que él interpreta «como una siniestra señal de peligro» (Levi, 1987, 9). Auschwitz no se consumió en el campo polaco sino que es una señal de peligro, de un peligro que amenaza a los contemporáneos del escritor, es decir, a nosotros. Hay en el escritor/testigo una intencionalidad educativa. Quiere hablarnos documentadamente del pasado para que nosotros aprendamos a descifrar el peligro que corremos. Ahora que España ha honrado por fin sus compromisos internacionales introduciendo en primaria y secundaria «la educación del holocausto», bien se puede decir que Levi satisface al 12

programa educativo más exigente. Tenemos en él al testigo que relata en Si esto es un hombre; al testigo que reflexiona, en Los hundidos y los salvados. Ahí están todos los temas que cabe plantearse en torno a Auschwitz. Sin olvidar al poeta que hace poesía teniendo presente el desafío de Adorno cuando se preguntaba si era posible la belleza del arte después del horror de Auschwitz. Levi se hace escritor por exigencia del testimonio. Entendió que su testimonio sólo podía cristalizar en memoria colectiva si mediaba la escuela. Visitaba centros docentes, buscaba la comunicación con los jóvenes porque era consciente de que él y su generación pronto abandonarían este mundo y era necesario que nuevas generaciones tomaran el relevo o mejor el testigo, como se dice en el lenguaje deportivo, para que hubiera memoria de las injusticias pasadas y por tanto siguiera viva la exigencia de justicia. Esa preocupación se hace patente en los retratos que hace Levi de los niños. Habla de Hurbinek y su sobrina Emilia, hija de Aldo Levi de Milán, desaparecida en la noche que llegó a Auschwitz. Levi está contando que sobrevivir es un asunto de suerte: Entraban en el campo los que el azar hacia bajar por un lado del convoy; los otros iban directamente a las cámaras de gas. Así murió la pequeña Emilia, de 3 años de edad, tan evidente era a los ojos de los alemanes la necesidad histórica de matar a los hijos de los judíos... era una niña curiosa, ambiciosa, alegre e inteligente a la cual, durante el viaje en el vagón atestado, su padre y su madre habían conseguido bañar en un cubo de zinc, en un agua tibia que el degenerado maquinista alemán había consentido en sacar de la locomotora que nos arrastraba a todos a la muerte [Levi, 1987, 21].

La pintora Sofía Gandarias, autora de una serie extraordinaria de cuadros sobre Primo Levi, se ha inspirado en la fotografía de la niña delante de una pared blanca para expresar poderosamente la inocencia de la víctima y su indefensión bajo símbolos del terror: la bota de la que mana sangre, el ojo nazi que convierte todo en campo, el reloj implacable que señala la hora de la muerte. Pero será la historia de Hurbinek, un niño de 3 años, los mismos que su sobrina Emilia, la que quede como ejemplo de la actitud pedagógica. Hurbinek es un niño huérfano, seguramente no judío (los niños judíos no eran admitidos en el Lager sino asesinados al llegar) sino gitano o polaco abandonado en aquel 13

infierno, sin nombre ni lenguaje, pero con el número de prisionero tatuado en su minúsculo antebrazo, enfermo y lisiado, sin haber conocido un árbol ni un lenguaje materno. «Nadie se había preocupado por enseñarle, pero la necesidad de la palabra brotaba con una fuerza explosiva», dice Levi.2 Nadie se había preocupado de introducirle en el mundo salvo Henek, un joven y robusto húngaro de 15 años que le arreglaba sus mantas, le llevaba de comer, le lavaba sin repugnancia y que le hablaba amorosamente su lengua, el húngaro. Al cabo de una semana entre ellos Hurbinek, reaccionando como ser humano al gesto humano del joven húngaro, dijo una palabra que en aquel Babel de lenguas nadie comprendió: masskló. Le faltó tiempo para hacerse comprender, sólo pudo balbucear su voluntad de comunicación. Hurbinek «murió en los primeros días de marzo de 1945, libre pero no rescatado. No quedó nada de él. Él da testimonio a través de mis palabras». Levi presta su voz a un ser abandonado, no para robarle la palabra, sino para hacerla elocuente: ese sonido indescifrable, masskló, señala el límite de nuestro lenguaje, incapaz de entender la hondura del sufrimiento que en él se esconde. Muchos han visto en este relato la quintaesencia de la educación: — un niño, Hurbinek, que aparece entre los humanos totalmente desvalido; — Henek, que no trata de engañar al niño como en La Vida es bella; — sino que le reconoce como sujeto, por eso le habla en su lengua, el húngaro, aunque Hurbinek no le entienda. Es igual: «la palabra que tú no comprendes —le viene a decir Henek a Hurbinek—, es por mi parte reconocimiento de la humanidad que la vida te ha negado»; — y Hurbinek termina por responder, aunque no se entienda lo que dice. No importa. Hay que aceptar el hecho de no entender la palabra del otro. Henek le da su dignidad al reconocerlo como sujeto y por esta misma razón no le dicta lo que debe responder.3 ----

2. P. Levi (1988), La tregua, Muchnik, Barcelona, 21-22. 3. Véase el comentario en J.F. Forges, 2006, 208.

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Si educar es querer hacer surgir una palabra en el otro que sea verdaderamente suya, yo no tengo por qué imponérsela de antemano. El recorrido pedagógico por los campos sólo tiene un objetivo político, es decir, de presente: «evitar la más pequeña humillación del niño más pequeño». Auschwitz es un proyecto demencial concebido por mentes enloquecidas, pero fue posible por la complicidad de muchas actitudes violentas. Contra ellas —contra el mito de la seguridad que genera actitudes de sometimiento al más fuerte, contra el prestigio educativo de la dureza y la indiferencia ante el sufrimiento, contra la manía de dar más importancia a las cosas que a las personas y contra las novatadas humillantes— se dirige esta evocación de la infancia asesinada en los campos de Auschwitz. 3. La definición del testimonio Definir es poner límites, es decir, acotar el ámbito de validez de su palabra. Levi señala dos: la palabra del superviviente limita, en primer lugar, con el silencio del musulmán. Primo Levi se presenta como testigo de la verdad. Estamos muy acostumbrados a que, en un juicio, sean citados testigos por parte de la acusación y de la defensa. Su testimonio es capital para establecer la verdad de los hechos. Esto que es tan habitual en derecho no lo es en filosofía ni tampoco en la ciencia. Para el científico o el filósofo una sentencia es tanto más verdadera cuanto más responda a los hechos y menos a los sentimientos o afectos de las personas. Cuando hablamos de verdad pensamos en objetividad, en distancia de los sujetos. Nada contamina tanto la exposición de la verdad de un hecho histórico como los testimonios o las memorias de las personas. Habrá tanto más verdad cuanto menos subjetividad aparezca. Por ahí no van las cosas según Primo Levi. Si queremos conocer la verdad de nuestro mundo o lo que sucedió en Auschwitz o en qué consiste una política verdadera o una ética basada en la razón o si queremos construir una teoría de la justicia, entonces tenemos que contar con algo tan subjetivo como los testimonios, es decir, con las experiencias de las personas. Levi reconoce una autoridad al testigo a la hora de enunciar la verdad en cualquier orden que sea. ¿De dónde le viene esa 15

autoridad? No desde luego de que sepa más, ni de que sea mejor, sino sencillamente de que ha experimentado el lado oculto de la realidad, ese lado al que hasta ahora nadie daba importancia porque pensábamos que era una parte natural, inevitable e ineludible de la realidad: el sufrimiento. Un historiador del arte, un arqueólogo puede contar maravillas sobre las pirámides de Egipto. Valorará su novedad, el genio que la creó, los logros en técnica y arte que supuso su creación, pero sólo quien acarreó las piedras y levantó los sillares y vio cómo morían de agotamiento los que allí trabajaban, sólo ese tendrá la llave de la verdad de las pirámides. El testigo de la verdad es el que apura el cáliz del sufrimiento. Ellos, los judíos, llamaban a quienes tocaban fondo y no volvían o volvían mudos, «musulmanes». Dice Levi: «los sobrevivientes somos una minoría anómala además de exigua: somos aquellos que por sus prevaricaciones o su habilidad no han tocado fondo. Quien lo ha hecho, quien ha visto a la Gorgona, no ha vuelto para contarlo, o ha vuelto mudo; son ellos los musulmanes, los verdaderos testigos, aquellos cuya declaración hubiera podido tener un significado general».4 Los sobrevivientes son los que han escrito y han hablado, aquellos, pues, mediante los cuales hemos sabido lo que ocurrió dentro, es decir, los que nos han dado los testimonios que conocemos. Pues bien, ellos no son los verdaderos testigos, pues por suerte, habilidad o astucia, se ahorraron apurar el cáliz del sufrimiento.5 Eso fue, sin embargo, lo que sí tuvieron que experimentar un tipo determinado de prisioneros, los llamados musulmanes. Ésos han visto a la Gorgona, figura mítica provista de una horrible cara femenina que provocaba la muerte en quien la miraba. Quien ha visto a la Gorgona no vuelve para contarlo. Ésos son los verdaderos testigos. ----

4. Primo Levi (1989), Los hundidos y los salvados, Muchnik Editores, Barcelona, 73. Traducción de Pilar Gómez Bedate. 5. Declaraciones de Paul Steinberg al diario El País, 2 de octubre de 1999. Steinberg es el duro «Henri», descrito por P. Levi en Si esto es un hombre, autor de Crónicas del mundo oscuro, Montesinos, Barcelona, 1999. Jean Améry se aplica con particular crudeza a desmitificar al superviviente: «En Auschwitz no nos hemos hecho más sabios... tampoco en el campo hemos llegado a ser más profundos... ni siquiera nos hemos hecho mejores, más humanos, más filantrópicos ni más maduros moralmente... Del campo salimos desnudos, expoliados, vacíos, desorientados —y tuvo que pasar mucho tiempo antes de que reaprendiéramos el lenguaje cotidiano de la libertad», Améry (2001), Más allá de la culpa y de la expiación, Pre-textos, Valencia, 79.

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El musulmán representa el último grado de deterioro físico y psíquico del ser humano. En los estudios realizados por Zdzislaw Ryn y Stanislaw Klodzinski sobre la evolución del prisionero hasta llegar a ese momento, distinguen una primera fase de adelgazamiento general, con astenia muscular y pérdida progresiva de energía, aunque sin daños psíquicos. Pero una vez que se ha perdido un tercio del peso el aspecto físico cambia radicalmente, visible en la cara y en la piel que queda a merced de cualquier infección. En ese momento el enfermo se hace indiferente a la vida y a la muerte.6 Llegados a ese punto de abandono «no poseía ya un resquicio de conciencia donde bien y mal, nobleza y vulgaridad, espiritualidad y no espiritualidad se pudieran confrontar. Era un cadáver ambulante, un haz de funciones físicas en su agonía».7 Un agotamiento del cuerpo que acarreaba la degradación moral, pues el prisionero alcanzaba un grado de sufrimiento allende el cual «pierden todo su sentido (no sólo) categorías como dignidad y respeto, sino incluso la propia idea de un límite ético».8 Primo Levi le define con su precisión y sobriedad habitual: «su vida es breve pero su número desmesurado; son ellos los müselmänner, los hundidos, los cimientos del campo; ellos, la masa anónima, continuamente renovada y siempre idéntica, de no-hombres que marchan y trabajan en silencio, apagada en ellos la llama divina, demasiado vacíos ya para sufrir verdaderamente. Se duda en llamarles vivos: se duda en llamar muerte a su muerte, ante la que no temen porque están demasiado cansados para comprenderla».9 Aceptaban su suerte porque todas sus fuerzas interiores estaban paralizadas o habían sido ya destruidas; indiferentes a la vida y a la muerte, como si el experimento de deshumanización no pudiera ir más lejos; despreciados por los verdugos a quienes su sola vista ofendía, evitados por los mismos prisioneros, pues ----

6. Citado por Philippe Mesnard y Claude Kahan (2001), Giorgio Agamben à l’épreuve d’Auschwitz, Editions Kime, París, 45. 7. J. Améry (2001), Más allá de la culpa y de la expiación, Pre-textos, Valencia, 63. Traducción de Enrique Ocaña. 8. G. Agamben (2000), Lo que queda de Auschwitz, Pre-textos, Valencia, 64. 9. P. Levi (1988), Si esto es un hombre, Muchnik, Barcelona, 96. Poco antes ha escrito en una nota al pie de página: «con el término Muselman, ignoro por qué razón, los veteranos del campo designaban a los débiles, los ineptos, los destinados a la selección», 94.

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veían en ellos su propio fatal destino, eran vivos murientes o muertos vivientes que habían traspasado la frontera de la dignidad y del respeto de sí; un desecho humano que quedaba fuera, según Jean Améry, de cualquier consideración ética o racional. Primo Levi considera al musulmán, es decir, a ese desecho humano, insensible a la vida y a la muerte, que va mansamente, por su propio pie, hasta las llamas del horno crematorio sin necesidad de cámara de gas, «testigo integral», un concepto harto paradójico. El «testigo integral» es el que realmente sabe pero no nos lo puede comunicar.10 Ésa es la gran paradoja del testimonio: quien ha apurado la experiencia del campo, no puede dar testimonio porque ha perdido la palabra al perder la vida o ha quedado mudo si aún vive. Levi es, pues, consciente de los límites de su testimonio. Él puede hablar del Auschwitz que tenía lugar en el campo de trabajo llamado Buna Monowitz donde gente como él, una fuerza cualificada de trabajo, penaban y morían de hambre, de agotamiento o de frío, pero con un mendrugo más de pan que era el límite fatal entre la vida y la muerte. Era un privilegiado, un «salvado», dicho en su jerga, pero eso no podía significar que tuviera que callarse. Tenía que dar testimonio de lo que vio y vivió procurando, eso sí, que su palabra no ocultara el silencio de los que no podían hablar. La discreción de Levi responde al convencimiento de que su palabra debe remitir al silencio del que no puede hablar, pero consciente de que una cosa es guardar silencio, algo que él no puede, y otra guardar al silencio, que es lo que él debe. Valen para él las palabras que dedica a otra testigo, Liana Millu: «el autor aparece rara vez en primer plano: una mirada penetrante, una conciencia admirablemente atenta registran y transcriben en un lenguaje siempre digno y mesurado esos acontecimientos que, sin embargo, rebasan toda medida humana».11 Levi pone un tope a la calidad de su testimonio. No puede desvelar toda la verdad, todo el horror vivido, porque ése es el secreto de los que han bajado al infierno y no han vuelto. Pero lo que dice es vital para comprender lo que allí ocurrió y también para hacer elocuente el silencio de los que no pueden hablar. ----

10. El relato quizá más sobrecogedor del musulmán lo ofrece Trudi Birger (2000), Ante el fuego. Una memoria del Holocausto, Aguilar, Madrid, 115. 11. Prólogo de Levi a Liana Millu (1993), La fumée de Birkenau, Le Cerf, París, 7-8.

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4. Segundo límite del testimonio: no podemos comprender pero debemos conocer Hay otro límite al conocimiento derivado no ya del comunicante sino del hecho mismo que se quiere comunicar. A él remite Levi con su habitual honestidad: «Quizá —dice— no se pueda comprender todo lo que sucedió, o no se deba comprender, porque comprender es casi justificar... En el odio nazi no hay racionalidad: es un odio que no está en nosotros, está fuera del hombre, es un fruto venenoso nacido del tronco funesto del fascismo, pero está fuera y más allá del propio fascismo. No podemos comprenderlo, pero podemos y debemos conocer (él dice comprender) dónde nace y estar en guardia. Si comprender es imposible, conocer es necesario, porque lo sucedido puede volver a suceder, las conciencias pueden ser seducidas y obnubiladas de nuevo: las nuestras también» (Levi, 1987, 208). No podemos comprenderlo porque eso sería como justificarlo, pero debemos conocerlo. ¿Qué está queriendo decir? Entiende por «comprender» aducir causas que expliquen adecuadamente lo ocurrido o, más exactamente, que la explicación que demos del proyecto nazi detecte una causa final capaz de convencernos de que para conseguir ese objetivo había que poner en marcha toda esa fábrica de muerte. Al hablar de «causa final» estamos hablando de una explicación racional y moral, como compete a la razón práctica, de ahí que Primo Levi estime que comprender es justificar. Pero, ¿qué racionalidad o moralidad puede haber en explicar el genocidio porque el pueblo judío era una raza inferior contaminante o que controlaban los hilos del poder en el mundo o que habían llenado la vida de exigencias morales excesivas? La incomprensividad del holocausto judío tiene que ver con su singularidad. Por supuesto que la humanidad ya había conocido muchos genocidios, pero ninguno es comparable por una razón: éste era, en la mente de los nazis, un proyecto de olvido. Nada debía quedar. Los cuerpos debían ser quemados, los huesos triturados y las cenizas aventadas en las corrientes de los ríos o transformadas en abonos de los campos. Ningún rastro físico del crimen para que la humanidad no pudiera recordar. Se buscaba el exterminio físico de un pueblo y también el exterminio moral, es decir, borrar de la conciencia de la humanidad la apor19

tación del pueblo judío a la cultura del mundo. En eso es único y por eso hubo que crear una figura jurídica nueva que de alguna manera se hiciera cargo de la inmensidad del crimen. Así entró en el moderno derecho «el crimen contra la humanidad». Pero que no podamos comprenderlo no significa que no podamos y debamos hablar de ello. Podemos conocer cómo ocurrió y sacar consecuencias muy ilustrativas «para un estudio sereno de algunos aspectos del alma humana» (Levi, 1987, 9). Hubo, efectivamente, sagaces «avisadores del fuego» que supieron leer en su tiempo la catástrofe que se avecinaba, pero ni siquiera ellos pudieron pensar lo que ocurrió. Lo que ocurrió fue impensado e impensable y cuando lo impensable ocurre se convierte en lo que da que pensar. Auschwitz es un laboratorio del mal y su importancia consiste en que ahí podemos descubrir aspectos del mal que actúan en otras muchas circunstancias pero disimuladamente. Auschwitz no rebaja la importancia de otros genocidios. Al contrario, pone de manifiesto toda su gravedad porque saca a la luz algo que siempre ha estado ahí y nunca le habíamos dado importancia: las víctimas. En Auschwitz las víctimas se hacen visibles y se convierten en piedra angular de la justicia humana y, por consiguiente, de una concepción moral de la política. 5. El significado de las víctimas El testigo es una víctima, de ahí la importancia de su palabra para adentrarnos en el significado de las víctimas. La última tregua de ETA ha llenado las calles de manifestaciones protagonizadas por víctimas. Es innegable que las víctimas se han hecho visibles. Cierto es, sin embargo, que esa presencia está llena de confusión: las víctimas del terror aparecen divididas por razones políticas; de víctimas se habla en las filas de los victimarios que, como es sabido, dominan el discurso victimista, si por ello entendemos la utilización política de supuestos agravios cometidos a antepasados más bien míticos. Para poner orden en este potente y confuso concepto de víctima, la referencia a Primo Levi puede ser esclarecedora. a) Hay víctimas y hay verdugos. Hay una tendencia, bien manifiesta en muchas comisiones de la verdad y de la reconcilia20

ción, a pasar página, invocando que todo el mundo tiene algo de qué arrepentirse o que qué hubiéramos hecho en sus circunstancias. Levi se rebela contra esa simplificación de los hechos. Por muy degradadas que hayan sido las víctimas; por más que aparentemente parezcan que son cómplices del crimen, unos son víctimas y otros verdugos. Para explicar su tesis Levi se adentra por esa zona oscura en la que se difuminan las diferencias entre víctimas y verdugos. Me refiero a sus análisis de la «zona gris», poblada por los judíos miembros de los Sonderkomandos, encargados de las labores más terribles del campo: preparar a los suyos para la muerte, conducirlos a las cámaras de gas, extraerles luego los dientes de oro, quemar sus cuerpos y tirar las cenizas. La conclusión de Levi es contundente: «no sé ni me interesa si en mis profundidades anida un asesino, pero sé que he sido una víctima inocente y que no he sido un asesino; sé que ha habido asesinos y no sólo en Alemania, [...] y que confundirlos con sus víctimas es una enfermedad moral» (Levi, 1987, 42). ¿Por qué una enfermedad moral? Porque el sufrimiento de la víctima es injusto mientras que el del verdugo no lo es. La víctima es inocente, por eso el daño que sufre es una injusticia. Confundir esos dos tipos de sufrimiento atenta a la esencia misma de la moral, por eso afirma que quien niegue esa diferencia es un enfermo mental. Éste es un punto capital con el que no transige Primo Levi, por eso conviene detenerse en él. A este fino observador no ha escapado el interés que tenían los verdugos por borrar la diferencia. El «hombre nuevo» al que aspiraba el hitlerismo tenía como precio la deshumanización, un precio que, según el testimonio de Himmler, ellos pagaban gustosamente. Como contrapartida exigían la deshumanización de la víctima y a ello se aplicaban con todas sus fuerzas. Levi ilustra esta estrategia nazi analizando un partido de fútbol entre SS y miembros de un Sonderkomando junto a los hornos crematorios de Auschwitz. John Huston estrenó en 1981 la película Evasión o victoria, interpretada por Sylvester Stallone, Michael Caine y el propio Pelé. La acción transcurre en el campo de concentración de Gensdorff. Un oficial nazi, entusiasta del fútbol, decide organizar un encuentro entre carceleros alemanes y prisioneros. Los prisioneros engatusan a los nazis, dejándose ganar en la primera parte para, durante el descanso, llevar a cabo la fuga prevista. Es una película. 21

Ese partido tuvo lugar de hecho en Auschwitz. Da fe de ello Primo Levi, en Hundidos y salvados,12 que se lo oyó contar a Miklos Nyiszli, un médico judío húngaro que trabajaba a las órdenes de Mengele. Fue un partido entre los SS que estaban de guardia en el crematorio y miembros de un Sonderkomando, encargados de las tareas más miserables. Por un momento olvidan su condición inhumana y se entregan a la pasión del juego, a la camadería de la competición, a las bromas y chanzas del lance, a cruzar apuestas de igual a igual con sus verdugos. Es un juego macabro, pues en esa pérdida momentánea de su condición de víctima ven los verdugos el momento de máximo triunfo. Dice Levi: «Nada semejante ha ocurrido nunca, ni habría sido concebible, con las demás categorías de prisioneros, pero con ellos, con “los cuervos del crematorio”, las SS podían cruzar las armas, de igual a igual o casi. Detrás de este armisticio podemos leer una risa satánica: está consumado, lo hemos conseguido, no sois ya la otra raza, la antirraza, el mayor enemigo del Reich Milenario; ya no sois el pueblo que rechaza a los ídolos. Os hemos abrazado, corrompido, arrastrado al polvo como nosotros. También vosotros como nosotros y como Caín, habéis matado a vuestro hermano. Venid, podemos jugar juntos», comenta Levi (1989, 48). Los nazis festejan que el abismo moral que debe separar a víctimas y verdugos se desvanezca de repente. Unos y otros parecen hermanados en la misma iniquidad. Ahora bien, si eso fuera así, si los nazis hubieran conseguido borrar la diferencia entre el mal y el bien, si las víctimas acabaran interiorizando el punto de vista del verdugo, entonces habría que despedir al hombre que hemos conocido, la política sería la ley del más fuerte y Hitler tendría razón. Camus vio bien el peligro de ese partido de fútbol: «cuando desaparece la idea de inocencia en el inocente mismo, se impone definitivamente el diktat de la violencia (la valeur de puissance) en un mundo desesperado».13 Esa partida, que según Agamben no ha terminado,14 no la podemos perder, pues lo que está en juego es la distinción entre ----

12. P. Levi (1989), Los hundidos y los salvados, Muchnik, Barcelona, 46. 13. A. Camus (1951), L’homme revolté, Gallimard, París, 22. 14. «Pero ese partido no ha acabado nunca, es como si todavía durase, sin haberse interrumpido nunca. Representa la cifra perfecta y eterna de la “zona

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víctimas y verdugos, entre mal y bien, es decir, está en juego la posibilidad de la ética. Es una partida difícil que vamos perdiendo porque seguimos pensando que podemos ser buenos mirando hacia otro lado sea hurgando en nuestra conciencia o respetando principios que nosotros mismos nos damos. Para ganar hay que cambiar de táctica: tenemos que tener en cuenta al otro o, como dice Levi, tenemos que responder a «si esto es un hombre». Si las víctimas están deshumanizadas, nosotros, espectadores lejanos, también. No hay más camino de humanización que hacernos cargo de la inhumanidad del otro. Eso significa que no todo el que sufre es víctima. Sufrieron los nazis una vez derrotados, pero «esos sufrimientos suyos no son suficientes para incluirlos entre las víctimas» (Levi, 1987, 43) porque no eran inocentes. Lo mismo cabe decir de los presos etarras o del sufrimiento de sus familiares: son sufrimientos derivados de una culpabilidad. Hay que tener mucho cuidado con la invocación del «sufrimiento plural» o la «equidistancia respecto a los sufrimientos» porque eso lleva a afirmar que todos los sufrimientos son iguales y, al final, que todos «somos víctimas», es decir, todos víctimas y verdugos. b) Para hacer justicia a las víctimas hay que tener en cuenta los pliegues del daño, es decir, las distintas injusticias que se concitan en la producción de víctimas. Para entender los pliegues del daño conviene tener en cuenta que los nazis no están interesados sólo en matar sino en expulsar antes al judío de la condición humana, en degradarle. Hay que distinguir entre el daño físico (muerte, tortura, hambre, trabajos agotadores, etc.) y otro daño que trasciende lo físico y alcanza a la dignidad y la ciudadanía, es decir, cuestiona la pertenencia a una comunidad política y a la condición humana. El daño físico inferido a la persona del deportado es el más visible porque es el primero que salta a la vista. Quisiera llamar la atención sobre el daño meta-físico. A él se refiere Jean Améry, «compañero de barraca» de Primo Levi: «con el primer golpe... cae lo que nosotros llamamos provisionalmente la confianza en el mundo... Aquel que ha sido sometido a la tortura es desde ----

gris”, que no entiende de tiempo y está en todas partes», en G. Agamben (2000), Lo que queda de Auschwitz, Pre-textos, 25.

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entonces incapaz de sentirse en casa en el mundo. El ultraje del aniquilamiento es imborrable... Haber visto a su prójimo volverse contra él engendra un sentimiento de horror para siempre incrustado en el hombre torturado» (Améry, 2001, 90). Ese daño es indeleble y eso podría explicar el suicidio de Jean Améry o del propio Levi. Pero antes de llegar ahí, ¿qué sentido podían tener las humillaciones y crueldades con gente que iba a morir? Antelme esboza la respuesta: «era necesario que fuéramos totalmente despreciables. Eso era vital para ellos... tenían que degradarnos».15 Y Levi avanza una primera razón: «antes de morir, la víctima debe ser degradada con el fin de que el asesino sienta menos el peso de su falta... es la única utilidad de la violencia inútil» (Levi, 1989, 108). Había que degradarlos para calmar la mala conciencia del verdugo. No es lo mismo matar a un insecto o a un ser humano reducido a esa condición, que a otro semejante a la apariencia que ellos tienen. Pero hay más. Lo que se busca con esa degradación es expulsar al deportado de la comunidad política y también de la condición humana. Podemos interpretar este atentado a la dignidad como una negación del carácter ciudadano de la víctima. Se le está diciendo que no forma parte de la comunidad política, que carece de la condición de ciudadano. Este doble daño (físico y meta-físico) conviene tenerlo muy presente a la hora de hablar de memoria de las víctimas. Si queremos que esa memoria sea algo más que recuerdo de lo que pasó, es decir, si entendemos la memoria de las víctimas como afirmación de una injusticia cometida, entonces hacer memoria es hacer justicia y eso significa reparar el daño personal y también reconocer su carácter ciudadano. Memoria es reparación de lo reparable y reconocimiento de su ser ciudadano. ¿Qué significa el reconocimiento de la ciudadanía a seres humanos declarados y tratados como in-humanos? Significa entender que no podemos pensar ya la política con exclusiones; que no podemos aceptar una lógica política que produzca víctimas. En una palabra, que no podemos hacer política con violencia, cualquiera que ésta sea. Cuando Levi dice que él quiere dar testimonio ante nosotros es para ayudarnos a detectar lo que hay de violencia larvada en nuestra lógica política. ----

15. R. Antelme (1957), L’espèce humaine, Gallimard, París, 105.

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Estas reflexiones deberían acabar con las simplezas que tanto abundan en el debate español sobre historia y memoria. El empeño de muchos en reducir la memoria a un asunto privado y sentimental, privando a la memoria de su valor político y cognitivo, se cae por su base en este preciso momento: la memoria no es recuerdo subjetivo de cómo este o aquel individuo vivió un acontecimiento, Auschwitz por ejemplo, sino la proyección de esa experiencia sobre el presente. Esa proyección quiere ser pública porque afecta a la «condición humana» o a los «peligros presentes», como dice Levi. Debería quedar claro de una vez que la «memoria histórica» no es la evocación de cómo le fue a cada cual en la Guerra Civil o en la posguerra, sino poner sobre la mesa de nuestra reflexión política una violencia pasada sobre cuyo olvido se ha construido el presente. Si queremos cancelar ese pasado, si queremos una política que no marche sobre nuevas víctimas tenemos que asumir como propia la responsabilidad histórica, el hacerles justicia. c) En esta reflexión sobre el significado de las víctimas hay un tercer factor que no debemos perder de vista: lo realmente significativo no son sus ideas ni sus creencias, ni siquiera su conducta, sino el hecho objetivo de padecer violencia siendo inocente. Levi es de un crudo realismo cuando reconoce que «los compañeros en desventura... salvo en casos excepcionales, no eran solidarios: se encontraba uno con incontables mónadas selladas, y entre ellas una lucha desesperada, oculta, continua» (Levi, 1987, 33). Y más adelante: «es ingenuo, absurdo e históricamente falso creer que un sistema infernal, como era el nacionalsocialismo, convierta en santos a sus víctimas; por el contrario, las degrada, las asimila a él, tanto más cuanto más vulnerables sean ellas, vacías, privadas de un esqueleto moral o político» (Levi, 1987, 35). «Los salvados de Auschwitz no eran los mejores, los predestinados al bien, los portadores de un mensaje; cuanto yo había visto y vivido me demostraba precisamente lo contrario. Preferentemente sobrevivían los peores, los egoístas, los violentos, los insensibles, los colaboradores de la “zona gris”, los espías. No era una regla segura... pero era una regla. Yo me sentía inocente, pero enrolado entre los salvados, y por lo mismo en busca permanente de una justificación, ante mí y ante los demás. Sobrevivían los peores, es decir, los más aptos; los mejores han muerto todos» (Levi, 1987, 71-72). 25

Pero eso no empece a su significación de víctimas: seres inocentes objetos de violencia. Esto es importante a la hora de hablar de justicia de las víctimas. No se debe confundir la «justicia de las víctimas» con la idea de que sean las víctimas las que decidan la política sobre el terrorismo, sino que la política que se haga tenga como centro de gravedad una política que se haga cargo de los daños que se ha hecho a las víctimas, es decir, una política que sea reparación, reconocimiento y reconciliación. 6. Dos cuestiones Quisiera detenerme un instante en dos cuestiones de la máxima actualidad: la relación entre justicia y memoria y la «suerte ética». a) Justicia y memoria. Primo Levi responde a unos jóvenes deseosos de hacer algo diciéndoles: «los jueces sois vosotros» (Levi, 1987, 185), un encargo extraño porque, ¿qué justicia puede impartir el lector? Sólo se me ocurre una explicación: sin testigo no hay constancia de la injusticia y, por tanto, sin testigos no hay justicia. Como la generación de testigos directos se está acabando y si queremos que haya constancia de las injusticias pasadas, es necesario que alguien recoja el testigo que los testigos dejarán el día que mueran. Eso es lo que pide Levi al lector: memoria de la injusticia como condición de la justicia. Pero ¿de qué justicia estamos hablando? No de una justicia divina porque eso implicaría considerar como asunto de la justicia devolver la vida a un asesinado. Estamos hablando de una justicia terrenal y, más exactamente, de una justicia política, es decir, de un modo justo de hacer política o, si se prefiere, de una política basada en la justicia. Para poder hablar de política justa la política tendría que empezar por hacerse memoria para hacer presente las injusticias pasadas. Esto es de la mayor importancia para una teoría política y no sólo para una ética con sentido de la responsabilidad histórica. Expliquemos bien este punto. Hacer presente y hacerse cargo de las injusticias cometidas por nuestros abuelos o a nuestros abuelos es una exigencia ética que parece compren26

sible si desplegamos el sentido de la solidaridad no sólo hacia adelante sino también hacia atrás. Pero es sobre todo capital para una comprensión moral de la política actual porque gracias a esa memoria podemos comprender sobre qué bases está construido nuestro presente: una historia sembrada de víctimas, decisiones violentas, lecturas triunfalistas de la historia, olvidos imperdonables y memorias manipuladas. Si queremos que la política actual, la que nosotros estamos haciendo, ni se base en la violencia ni la reproduzca, entonces tenemos que cambiar de lógica política, no podemos continuar la trayectoria recibida porque eso significa caminar sobre nuevas injusticias. El lector convertido en testigo, si quiere ser consecuente, tendrá que proclamar la vigencia de una injusticia pasada, proclamación que se substanciará en ese doble gesto de responsabilidad hacia el pasado y cambio de lógica presente. b) La «suerte ética». Los testimonios coinciden en señalar que sobrevivir físicamente era cuestión de suerte. Semprún: «Sobrevivir no era una cuestión de mérito, era una cuestión de suerte. O de mala suerte, según las opiniones de cada cual. Vivir dependía de cómo habían caído los dados, de nada más. Eso es lo que, por lo demás, significa la palabra “suerte”. Los dados me habían sido favorables, eso era todo».16 Lo mismo Levi: «entraban en el campo los que el azar hacía bajar por un lado del convoy; los otros iban a la cámara de gas» (Levi, 1987, 20-21). Pero Levi va más lejos. Para sobrevivir moralmente también hacía falta suerte.17 Dice Levi: «muchísimos han sido los caminos imaginados y seguidos por nosotros para no morir: tantos como son los caracteres humanos. Todos suponen una lucha extenuadora de cada uno contra todos, y muchos, una suma no pequeña de aberraciones y de compromisos. El sobrevivir sin haber renunciado a nada del mundo moral propio no ha sido concedido, si exceptuamos aquellos casos en los que la fortuna ha intervenido de una manera directa y poderosa, más que a ----

16. J. Semprún (1995), La escritura o la vida, Tusquets, Barcelona, 156. 17. Hay que agradecer al libro de J.M. González (2006), La diosa fortuna. Metamorfosis de una metáfora política, Machados Libros, Madrid, la atención al costado moral de la fortuna, particularmente pp. 468-493.

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poquísimos individuos superiores, de la madera de los mártires y de los santos» (Levi, 1987, 98-99). Esa suerte él la tuvo y se llamaba Lorenzo, el obrero italiano que durante 6 meses le proporcionó pan y sopa, sin nada a cambio: «Es a Lorenzo a quien le debo el estar todavía vivo a día de hoy, no tanto por su ayuda material como por haberme recordado constantemente con su presencia, con su manera tan simple y tan fácil de ser bueno, que existía todavía, fuera del nuestro, un mundo justo». Gracias a la bondad de Lorenzo «valía la pena conservarse vivo... Es a Lorenzo a quien le debo el no haber olvidado que yo era un hombre» (Levi, 1987, 129). ¿Qué significa exactamente eso de la «suerte moral»? ¿En qué sentido el encuentro con Lorenzo le salvó de la degradación moral? No desde luego porque el albañil Lorenzo fuera un maestro socrático que le obligara a un curso sobre virtudes a cambio del pan que recibía gratis. Para entenderlo recordemos que estamos hablando en y desde el Lager, un lugar del ultraje y de la degradación moral en el que la dignidad era posible sólo hasta un determinado momento de sufrimiento a partir del cual era impensable. Wiesel lo dice de una manera muy elocuente: «los santos son los que mueren antes del final».18 Esta situación obliga a cuestionar la idea tan asumida de que el fundamento de la ética moderna es la dignidad porque si en Auschwitz no hay dignidad o condenamos al deportado a la inmoralidad o nos lo pensamos de otra manera. Ese fundamento moral hay que desplazarlo más bien hacia la víctima degradada. Si nos fijamos bien lo que sale de la víctima es una pregunta, una vieja pregunta: «si esto es un hombre» que dice el poema que da título al libro de Levi; o «¿no son estos acaso hombres»? que decía Antón Montesinos a modo de protesta por el trato de los conquistadores españoles a los indios. Luc Nancy ha tematizado esta pregunta bajo el término ecceitas que toma su nombre de otro episodio en el que el sufrimiento de un inocente se convierte en interpelación: Ecce Homo.19 ----

18. Elie Wiesel (1961), Le Jour, Seuil, París, 57. Por supuesto que hubo excepciones: la amistad de Jean el Pikolo, de sus amigos franceses Charles y Arthur. Ha inmortalizado a su amigo Alberto y ha recordado al bueno de Lorenzo. Pero lo que domina, lo normal, es la eficacia de la tarea de deshumanización llevada a cabo por los nazis. 19. J.L. Nancy (1983), L’imperatif catégorique, Flammarion, París.

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La ecceitas muestra al hombre desprovisto de todos sus atributos, como puro objeto a disposición no de un sujeto sino de una orden. El contenido de la ecceitas sería un ahí, entendido como abandono, un espacio sin sujeto que puede tener dos destinos: a) ser ocupado por el poder que impone una orden o b) ser entendido como la condición histórica del ser humano, esa pobreza o desnudez que demanda acogida para su realización. La ecceitas sería una forma histórica o historizada de la alteridad levinasiana. La ética consistiría entonces en responder de esa inhumanidad que se nos pone delante. La actitud ética a la altura del campo consiste en hacerse cargo de la inhumanidad del otro. En esa responsabilidad humanitaria nos constituimos en sujetos morales. El talón de Aquiles de este planteamiento es que la ética derivada de la ecceitas nos afecta a nosotros, a los «prójimos», a los que estamos fuera del campo, no al de dentro. Por eso hay que preguntarse qué significa ser sujeto moral al caído, al deportado, a Levi. Porque hasta ahora sólo aparece —valga la paradoja— como sujeto de la inhumanidad. Quien vive la ignominia queda tocado en su humanidad, de ahí la inhumanidad en la que se encuentra. Es aquí donde aparece la «suerte moral». Levi salva su dignidad gracias al gesto humanitario de Lorenzo. Es Lorenzo el que le permite encontrarse con la humanidad, es decir, — que nuestro gesto de responsabilidad no sólo nos «beneficia» a nosotros, al constituirnos en sujetos morales; — sino también a la propia víctima a la que como en el caso de Levi con Lorenzo le reconcilia con la condición humana. Que Levi llame a esto «suerte» denota hasta qué punto la humanidad es algo extraño no sólo al interior del campo, sino al mundo exterior al campo. Si hubiera fuera del campo más gestos humanos como los de Lorenzo muchos más hubiera habido que hubieran salvado su dignidad de seres humanos. 7. El suicidio del sobreviviente «El ultraje del aniquilamiento es imborrable» había escrito Jean Améry. Aunque Levi no cesaba de decir, de acuerdo con 29

Améry, que la ofensa es incurable, él parecía curado, pero no era así: murió de una enfermedad contraída 43 años antes llamada Auschwitz. Como él decía, su vida antes y después de Auschwitz estaban «en blanco y negro», pero Auschwitz «en tecnicolor».20 Cayó por el hueco del ascensor en su casa de Turín un 11 de abril de 1987. Del suicidio había hablado él, como Kertesz, como Semprún. Decía que en el Lager pocos se suicidaban porque la inminencia constante de la muerte no deja tiempo «para concentrarse en la idea de la muerte». El morir era tan familiar que no había posibilidad de vivir la muerte. Para suicidarse hay que estar libre. En Los hundidos y los salvados habla del suicidio de Jean Améry y pasa deprisa diciendo que para éste como para cualquier otro suicidio «hay una multitud de explicaciones», pero comenta los suicidios fuera del Lager y habla del sentimiento de una falta cometida por sobrevivir. La vergüenza del sobreviviente que se incrusta en uno «como un gusano: no se la ve desde el exterior, pero carcome». Bruno Bettelheim, otro superviviente, señala que las ganas de vivir que se cultivan en el campo para dar testimonio «pierden esta razón de ser después de la liberación». ¿Que por qué? Puede ser que porque todo lo que tenían que decir está dicho. En unas conversaciones con Giovanne Tesio Levi «lamentaba ya no tener más que decir». Pero también porque «el espectáculo del sufrimiento y de la muerte de las personas se vuelve intolerable» (Bettelheim). Intolerable porque es la prueba de que su sufrimiento en el campo es inútil. La historia sigue con la misma lógica. De nada han servido sus testimonios. Al contrario, hasta ellos mismos han sido devorados por esa lógica implacable. Es terrible su reencuentro con Lorenzo: «bebía para salir del mundo. El mundo, él lo había visto, no le quería. Murió en el hospital en soledad. El que no era un deportado, murió del mal de los deportados».21 Sofía Gandarias cierra el conjunto de su obra sobre Levi con una pintura que le representa cubierto por una tela de araña, una pesadilla que atormentó efectivamente a Levi en sus últimos años. Es también una forma de llamar la atención sobre el olvido que amenaza a pasados peligrosos. Si eso ocurrie----

20. Myriam Anissimov, Primo Levi, 480. 21. Primo Levi, en el cuento «La vuelta de Lorenzo», en Lilith, 78-79.

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ra quedaríamos a merced del panóptico nazi que disputa a la mirada de Levi la iluminación del campo de visión. O vemos el mundo con los ojos del testigo o con los del verdugo. La tela de araña que ensombrece la mirada penetrante de Primo Levi es un aviso del olvido que amenaza incluso a nuestra forma de recordar.

Bibliografía AGAMBEN, G. (2000), Lo que queda de Auschwitz, Pre-textos, Valencia. AMÉRY, J. (2001), Más allá de la culpa y de la expiación, Pre-textos, Valencia. ANTELME, R. (1957), L’espèce humaine, Gallimard, París. FORGES, J.F. (2006), Educar contra Auschwitz, Anthropos Editorial, Barcelona. LEVI, P. (1987), Si esto es un hombre, Muchnik, Barcelona. — (1988), La tregua, Muchnik, Barcelona. — (1989), Los hundidos y los salvados, Muchnik, Barcelona. MILLU, L. (1993), La fumée de Birkenau, Le Cerf, París. NANCY, J.L. (1983), L’imperatif catégorique, Flammarion, París. NEZRI-DUFOUR, S. (2002), Primo Levi: una memoria ebraica del Novecento, Giuntina, Florencia. RASTIER, F. (2005), Ulises en Auschwitz. Primo Levi el sobreviviente, Reverso Ediciones, Barcelona. SEMPRÚN, J. (1995), La escritura o la vida, Tusquets, Barcelona. WIESEL, E. (1961), Le Jour, Seuil, París.

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ESCUCHAR SUS NOMBRES, DEFENDER NUESTRAS ALMAS Juan Mayorga

Ningún superviviente de un genocidio ha logrado como Levi ofrecernos un testimonio que no sólo es monumento para el duelo, sino también arma en el combate actual contra la injusticia. Levi ha conseguido salvar de esa segunda muerte que es el olvido a seres humanos cuya desgracia habría resultado, sin su esfuerzo de rememoración, engullida por el torbellino de la Historia. Sus testimonios están llenos de nombres propios, porque es necesario recordar a las víctimas una a una y por su nombre. Ya no pueden ser salvadas, pero pueden ser nombradas, deben ser nombradas. Levi consiguió recuperar para nosotros al niño Hurbinek, a su ejemplar maestro Henek y a otros muchos de los que nada sabríamos si él no se hubiese impuesto el deber moral de recordarlos. Esos nombres, vidas inocentes que la barbarie interrumpió, son tan importantes como las cifras a la hora de dar cuenta del descomunal crimen sucedido en Europa hace poco más de medio siglo, cuando millones de seres humanos fueron asesinados por ser judíos. Pero el testimonio de Levi debería conducirnos no sólo a la tristeza, sino también al compromiso contra cualquier forma actual de humillación del hombre por el hombre. Levi afirmó insistentemente que su experiencia en Auschwitz podía ser útil a otros hombres en el futuro. A nosotros, por ejemplo. Según Levi, por difícil y duro que sea, es necesario mirar de frente el abismo de maldad del Holocausto, porque —son sus palabras— «lo que ha sido posible perpetrar ayer puede ser posible que se intente mañana y puede afectarnos a nosotros mismos y a nuestros hijos». La memoria del Holocausto podría, cree Levi, «defender 33

nuestras almas en el caso de que volvieran a verse sometidas a otra prueba semejante». Y es que, a juicio de Levi, la industria de muerte organizada por los nazis no sólo fue posible por la infinita maldad de éstos, sino también por la debilidad del esqueleto moral y político de otros muchos, que con su indiferencia o su cobardía allanaron el camino a los verdugos. La palabra de Levi es, en fin, memoria capaz de hacernos más vigilantes y más resistentes frente a viejas y nuevas formas de barbarie. Esa palabra, puesta en voz aquí y ahora, debería convertir a quien la oiga en testigo de aquello que nunca ha de repetirse. Escuchar aquellos nombres debería ayudarnos a defender nuestras almas. A partir de una selección de textos propuesta por Reyes Mate, uno de sus mejores conocedores y comentadores, hemos construido una composición de testimonios y poemas de Levi. Le hemos dado el título Wstawaæ, la temida orden que escuchó Levi al amanecer en cada uno de sus días de cautiverio. Una palabra violenta y misteriosa, como misteriosa e incomparablemente violenta fue la cacería que sufrieron por su origen millones de hombres en una Europa que no supo defenderlos. No podemos devolver la voz a aquellos hombres; pero gracias a Levi podemos hacer que hoy resuene su silencio. Gracias a Levi podemos escuchar, más allá del lenguaje de la violencia y de la violencia del lenguaje, el clamoroso silencio de las víctimas. Wstawaæ fue presentada el 28 de mayo de 2007 en lectura dramatizada en el Convento de Santo Tomás de Ávila, bajo la dirección de Guillermo Heras, en las voces de Gerardo Malla, Israel Elejalde y Lucía Quintana, a quienes acompañó al piano Pedro Sarmiento.

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WSTAWAÆ* (Homenaje a Primo Levi)

1 Wstawaæ. Wstawaæ. ¡Wstawaæ!... Para los condenados a muerte la tradición prescribe un ceremonial austero, apto para poner en evidencia cómo toda pasión y toda cólera están apaciguadas ya, cómo el acto de justicia no representa sino un triste deber hacia la sociedad, tal que puede ser acompañado por compasión hacia la víctima de parte del mismo ajusticiador. Por ello se le evita al condenado cualquier preocupación exterior, se le concede la soledad y, si lo desea, todo consuelo espiritual; se procura, en resumen, que no sienta a su alrededor odio ni arbitrariedad sino la necesidad y la justicia y, junto con el castigo, el perdón. Pero a nosotros esto no se nos concedió, porque éramos demasiados, y había poco tiempo, y además ¿de qué teníamos que arrepentirnos y de qué ser perdonados? Cada uno se despidió de la vida del modo que le era más propio. Unos rezaron, otros bebieron desmesuradamente, otros se embriagaron con su última pasión nefanda. Pero las madres velaron para preparar con amoroso cuidado la comida para el viaje, y lavaron a los niños, e hicieron el equipaje, y al amanecer las alambradas espinosas estaban llenas de ropa interior infantil puesta a secar; y no se olvidaron de los pañales, los juguetes, las almohadas, ni de ninguna de las cien pequeñas cosas que cono----

* Los fragmentos en prosa pertenecen a Primo Levi, La trilogía de Auschwitz, El Aleph, Barcelona, 2005, traducción de Pilar Gómez Bedate (de Si esto es un hombre, pp. 33-40, 119-121, 162-165, 185-187; de Los hundidos y los salvados, pp. 513-515; de La tregua, pp. 251-253, 262-264). Los poemas son del libro A hora incierta (Selección de 7 poemas), de Primo Levi, Editorial Límite, Santander, 2003 (traducción de los versos: 2, José L. Reina Palazón; 4, 6 y 8, Jesús Pardo; 10 y 12, M.ªA. de la Iglesia).

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cen tan bien y de las que los niños tienen siempre necesidad. ¿No haríais igual vosotras? Si fuesen a mataros mañana con vuestro hijo, ¿no le daríais de comer hoy? En la barraca 6 A vivía el viejo Gattegno, con su mujer y sus numerosos hijos y los nietos y los yernos y sus industriosas nueras. Todos los hombres eran leñadores; venían de Trípoli, después de muchos y largos desplazamientos, y siempre se habían llevado consigo los instrumentos de su oficio, y la batería de cocina, y las filarmónicas y el violín para tocar y bailar después de la jornada de trabajo, porque eran gente alegre y piadosa. Sus mujeres fueron las primeras en despachar los preparativos del viaje, silenciosas y rápidas para que quedase tiempo para el duelo; y cuando todo estuvo preparado, el pan cocido, los hatos hechos, entonces se descalzaron, se soltaron los cabellos y pusieron en el suelo las velas fúnebres, y las encendieron siguiendo la costumbre de sus padres; y se sentaron en el suelo en corro para lamentarse, y durante toda la noche lloraron y rezaron. Muchos de nosotros nos paramos a su puerta y sentimos que descendía en nuestras almas, fresco en nosotros, el dolor antiguo del pueblo que no tiene tierra, el dolor sin esperanza del éxodo que se renueva cada siglo. El amanecer nos atacó a traición; como si el sol naciente se aliase con los hombres en el deseo de destruirnos. Los distintos sentimientos que nos agitaban, de aceptación consciente, de rebelión sin frenos, de abandono religioso, de miedo, de desesperación, desembocaban, después de la noche de insomnio, en una incontrolable locura colectiva. El tiempo de meditar, el tiempo de asumir las cosas se había terminado, y cualquier intento de razonar se disolvía en un tumulto sin vínculos del cual, dolorosos como tajos de una espada, emergían en relámpagos, tan cercanos todavía en el tiempo y el espacio, los buenos recuerdos de nuestras casas. Muchas cosas dijimos e hicimos entonces de las cuales es mejor que no quede el recuerdo. Con la absurda exactitud a que más adelante tendríamos que acostumbrarnos, los alemanes tocaron diana. Al terminar, Wieviel Stück?, preguntó el alférez; y el cabo saludó dando el taconazo, y le contestó que las «piezas» eran seiscientos cincuenta, y que todo estaba en orden; entonces nos cargaron en las camionetas y nos llevaron a la estación de Carpi. Allí nos 36

esperaba el tren y la escolta para el viaje. Allí recibimos los primeros golpes: y la cosa fue tan inesperada e insensata que no sentimos ningún dolor, ni en el cuerpo ni en el alma. Sólo un estupor profundo: ¿cómo es posible golpear sin cólera a un hombre? Los vagones eran doce, y nosotros seiscientos cincuenta; en mi vagón éramos sólo cuarenta y cinco, pero era un vagón pequeño. Aquí estaba, ante nuestros ojos, bajo nuestros pies, uno de los famosos trenes de guerra alemanes, los que no vuelven, aquellos de los cuales, temblando y siempre un poco incrédulos, habíamos oído hablar con tanta frecuencia. Exactamente así, punto por punto: vagones de mercancías, cerrados desde el exterior, y dentro hombres, mujeres, niños, comprimidos sin piedad, como mercancías en docenas, en un viaje hacia la nada, en un viaje hacia allá abajo, hacia el fondo. Esta vez, dentro íbamos nosotros. Todo el mundo descubre, tarde o temprano, que la felicidad perfecta no es posible, pero pocos hay que se detengan en la consideración opuesta de que lo mismo ocurre con la infelicidad perfecta. Los momentos que se oponen a la realización de uno y otro estado límite son de la misma naturaleza: se derivan de nuestra condición humana, que es enemiga de cualquier infinitud. Se opone a ello nuestro eternamente insuficiente conocimiento del futuro; y ello se llama, en un caso, esperanza y en el otro, incertidumbre del mañana. Se opone a ello la seguridad de la muerte, que pone límite a cualquier gozo, pero también a cualquier dolor. Se oponen a ello las inevitables preocupaciones materiales que, así como emponzoñan cualquier felicidad duradera, de la misma manera apartan nuestra atención continuamente de la desgracia que nos oprime y convierten en fragmentaria, y por lo mismo en soportable, su conciencia. Fueron las incomodidades, los golpes, el frío, la sed, lo que nos mantuvo a flote sobre una desesperación sin fondo, durante el viaje y después. No el deseo de vivir, ni una resignación consciente: porque son pocos los hombres capaces de ello y nosotros no éramos sino una muestra de la humanidad más común. Habían cerrado las puertas en seguida pero el tren no se puso en marcha hasta por la tarde. Nos habíamos enterado con alivio de nuestro destino. Auschwitz: un nombre carente de cualquier 37

significado entonces para nosotros pero que tenía que corresponder a un lugar de este mundo. Entre las cuarenta y cinco personas de mi vagón tan sólo cuatro han vuelto a ver su hogar; y fue con mucho el vagón más afortunado. Sufríamos de sed y de frío: a cada parada pedíamos agua a grandes voces, o por lo menos un puñado de nieve, pero en pocas ocasiones nos hicieron caso; los soldados de la escolta alejaban a quienes trataban de acercarse al convoy. Dos jóvenes madres, con sus hijos todavía colgados del pecho, gemían noche y día pidiendo agua. Menos terrible era para todos el hambre, el cansancio y el insomnio que la tensión y los nervios hacían menos penosos: pero las noches eran una pesadilla interminable. Pocos son los hombres que saben caminar a la muerte con dignidad, y muchas veces no aquellos de quienes lo esperaríamos. Pocos son los que saben callar y respetar el silencio ajeno. Nuestro sueño inquieto era interrumpido frecuentemente por riñas ruidosas y fútiles, por imprecaciones, patadas y puñetazos lanzados a ciegas para defenderse contra cualquier contacto molesto e inevitable. Entonces alguien encendía la lúgubre llama de una velita y ponía en evidencia, tendido en el suelo, un revoltijo oscuro, una masa humana confusa y continua, torpe y dolorosa, que se elevaba acá y allá en convulsiones imprevistas súbitamente sofocadas por el cansancio. Desde la mirilla, nombres conocidos y desconocidos de ciudades austriacas, Salzburgo, Viena; luego checas, al final, polacas. La noche del cuarto día el frío se hizo intenso: el tren recorría interminables pinares negros, subiendo de modo perceptible. Había nieve alta. Debía de ser una vía secundaria, las estaciones eran pequeñas y estaban casi desiertas. Nadie trataba ya, durante las paradas, de comunicarse con el mundo exterior: nos sentíamos ya «del otro lado». Hubo entonces una larga parada en campo abierto, después continuó la marcha con extrema lentitud, y el convoy se paró definitivamente, de noche cerrada, en mitad de una llanura oscura y silenciosa. Se veían, a los dos lados de la vía, filas de luces blancas y rojas que se perdían a lo lejos; pero nada de ese rumor confuso que anuncia de lejos los lugares habitados. A la luz mísera de la última vela, extinguido el ritmo de las ruedas, extinguido todo rumor humano, esperábamos que sucediese algo. 38

Junto a mí había ido durante todo el viaje, aprisionada como yo entre un cuerpo y otro, una mujer. Nos conocíamos hacía muchos años y la desgracia nos había golpeado a la vez pero poco sabíamos el uno del otro. Nos contamos entonces, en aquel momento decisivo, cosas que entre vivientes no se dicen. Nos despedimos, y fue breve; los dos al hacerlo, nos despedíamos de la vida. Ya no teníamos miedo. Nos soltaron de repente. Abrieron el portón con estrépito, la oscuridad resonó con órdenes extranjeras, con esos bárbaros ladridos de los alemanes cuando mandan, que parecen dar salida a una rabia secular. Vimos un vasto andén iluminado por reflectores. Un poco más allá, una fila de autocares. Luego, todo quedó de nuevo en silencio. Alguien tradujo: había que bajar con el equipaje, dejarlo junto al tren. Una decena de SS estaban a un lado, con aire indiferente, con las piernas abiertas. En determinado momento empezaron a andar entre nosotros y, en voz baja, con rostros de piedra, empezaron a interrogarnos rápidamente, uno a uno, en mal italiano. No interrogaban a todos, sólo a algunos. «¿Cuántos años? ¿Sano o enfermo?» y según la respuesta nos señalaban dos direcciones diferentes. Todo estaba silencioso como en un acuario, y como en algunas escenas de los sueños. Esperábamos algo más apocalíptico y aparecían unos simples guardias. Era desconcertante y desarmante. Hubo alguien que se atrevió a preguntar por las maletas: contestaron: «maletas después»; otro no quería separarse de su mujer: dijeron «después otra vez juntos»; muchas madres no querían separarse de sus hijos: dijeron «bien, bien, quedarse con hijo». Siempre con la tranquila seguridad de quien no hace más que su oficio de todos los días; pero Renzo se entretuvo un instante de más al despedirse de Francesca, que era su novia, y con un solo golpe en mitad de la cara lo tumbaron en tierra; era su oficio de cada día. En menos de 10 minutos todos los que éramos hombres útiles estuvimos reunidos en un grupo. Lo que fue de los demás, de las mujeres, de los niños, de los viejos, no pudimos saberlo ni entonces ni después: la noche se los tragó, pura y simplemente. Hoy sabemos que con aquella selección rápida y sumaria se había decidido de todos y cada uno de nosotros 39

si podía o no trabajar útilmente para el Reich; sabemos que en los campos de Buna-Monowitz y Birkenau no entraron, de nuestro convoy, más que noventa y siete hombres y veintinueve mujeres y que de todos los demás, que eran más de quinientos, ninguno estaba vivo dos días más tarde. Sabemos también que por tenue que fuese no siempre se siguió este sistema de discriminación entre útiles e improductivos y que más tarde se adoptó con frecuencia el sistema más simple de abrir los dos portones de los vagones, sin avisos ni instrucciones a los recién llegados. Entraban en el campo los que el azar hacía bajar por un lado del convoy; los otros iban a las cámaras de gas. Así murió Emilia, que tenía 3 años; ya que a los alemanes les parecía clara la necesidad histórica de mandar a la muerte a los niños de los judíos. Emilia, hija del ingeniero Aldo Levi de Milán, que era una niña curiosa, ambiciosa, alegre e inteligente a la cual, durante el viaje en el vagón atestado, su padre y su madre habían conseguido bañar en un cubo de zinc, en un agua tibia que el degenerado maquinista alemán había consentido en sacar de la locomotora que nos arrastraba a todos a la muerte. Desaparecieron así en un instante, a traición, nuestras mujeres, nuestros padres, nuestros hijos. Casi nadie pudo despedirse de ellos. Los vimos un poco de tiempo como una masa oscura en el otro extremo del andén, luego ya no vimos nada. Emergieron, en su lugar, a la luz de los faroles, dos pelotones de extraños individuos. Andaban en formación de tres en tres, con extraño paso embarazado, la cabeza inclinada hacia adelante y los brazos rígidos. Llevaban en la cabeza una gorra cómica e iban vestidos con un largo balandrán a rayas que aun de noche y de lejos se adivinaba sucio y desgarrado. Describieron un amplio círculo alrededor de nosotros, sin acercársenos y, en silencio, empezaron a afanarse con nuestros equipajes y a subir y a bajar de los vagones vacíos. Nosotros nos mirábamos sin decir palabra. Todo era incomprensible y loco, pero habíamos comprendido algo. Ésta era la metamorfosis que nos esperaba. Mañana mismo seríamos nosotros una cosa así.

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2 Los que vivís seguros, en vuestras casas caldeadas, los que os encontráis, al volver por la tarde, la comida caliente y los rostros amigos: Considerad si es un hombre, quien trabaja en el fango quien no conoce la paz quien lucha por medio pan quien muere por un sí o uno no. Considerad si es una mujer, quien no tiene cabellos ni nombre ni fuerzas para recordarlo vacíos los ojos y frío el regazo como una rana de invierno. Pensad que esto ha sucedido: os encomiendo estas palabras. Grabadlas en vuestro corazón al estar en casa, al ir por la calle, al acostarse, al levantaros: repetídselas a vuestros hijos. O que vuestra casa se derrumbe, la enfermedad os imposibilite, y vuestros descendientes os vuelvan el rostro.

3 Wstawaæ. ¡Wstawaæ! En la historia y en la vida, parece a veces discernirse una ley feroz que reza: «a quien tiene, le será dado; a quien no tiene, le será quitado». En el Lager, donde el hombre está solo y la lucha por la vida se reduce a su mecanismo primordial, esta ley inicua está abiertamente en vigor, es reconocida por todos. Con los adaptados, con los individuos fuertes y astutos, los mismos jefes mantienen con gusto relaciones, a veces casi de camaradas, porque tal vez esperan obtener más tarde alguna utilidad. Pero a los «musulmanes»... Los «musulmanes»: con ese término, ignoro por qué razón, los veteranos del campo designaban 41

a los débiles, los ineptos, los destinados a la selección. A los «musulmanes», a los hombres que se desmoronaban, no vale la pena dirigirles la palabra, porque ya se sabe que se lamentarán y contarán lo que comían en su casa. Vale menos aún la pena hacerse amigo suyo, porque no tienen en el campo amistades ilustres, no comen nunca raciones extras y no conocen ningún modo de organizarse. Y, finalmente, se sabe que están aquí de paso y que dentro de unas semanas no quedará de ellos más que un puñado de cenizas en cualquier campo no lejano y, en un registro, un número de matrícula vencido. Aunque englobados y arrastrados sin descanso por la muchedumbre innumerable de sus semejantes, sufren y se arrastran en una opaca soledad íntima, y en soledad mueren o desaparecen, sin dejar rastros en la memoria de nadie. El resultado de este despiadado proceso de selección natural habría podido leerse en las estadísticas del movimiento de los Lager. En Auschwitz, en el año 1944, de los prisioneros judíos veteranos, pocos centenares sobrevivían. Ninguno de éstos era un preso normal. Quedaban solamente los médicos, los sastres, los zapateros remendones, los músicos, los cocineros, los jóvenes homosexuales atractivos, los amigos y paisanos de alguna autoridad del campo; además de individuos particularmente crueles, vigorosos e inhumanos, instalados (a consecuencia de la investidura por parte de los SS, que en tal selección demostraban tener un satánico conocimiento de la humanidad), y, en fin, los que, aun sin desempeñar funciones especiales, siempre habían logrado, gracias a su astucia y energía, organizarse con éxito, obteniendo así además de ventaja material y reputación, la indulgencia y la estima de los poderosos del campo. Quien no sabe convertirse en un Organisator, Kombinator, Prominent, termina pronto en «musulmán». Un tercer camino hay en la vida, donde es más bien la norma; no lo hay en el campo de concentración. Sucumbir es lo más sencillo: basta cumplir órdenes que se reciben, no comer más que la ración, atenerse a la disciplina del trabajo y del campo. La experiencia ha demostrado que, de este modo, sólo excepcionalmente se puede durar más de 3 meses. Todos los «musulmanes» que van al gas tienen la misma historia o, mejor dicho, no tienen historia; han seguido por la pendiente hasta el fondo, naturalmente, como en los arroyos que van a dar a la mar. Una vez en el campo, debido a su esencial incapacidad, 42

o por desgracia, o por culpa de cualquier incidente trivial, se han visto arrollados antes de haber podido adaptarse; han sido vencidos antes de empezar, no se ponen a aprender alemán y a discernir nada en el infernal enredo de leyes y de prohibiciones, sino cuando su cuerpo es una ruina, y nada podría salvarlos de la selección o de la muerte por agotamiento. Su vida es breve pero su número es desmesurado; son ellos, los hundidos, los cimientos del campo; ellos, la masa anónima, continuamente renovada y siempre idéntica, de no-hombres que marchan y trabajan en silencio, apagada en ellos la llama divina, demasiado vacíos para sufrir verdaderamente. Se duda en llamarlos vivos: se duda en llamar muerte a su muerte, ante la que no temen porque están demasiado cansados para comprenderla. Son los que pueblan mi memoria con su presencia sin rostro, y si pudiese encerrar a todo el mal de nuestro tiempo en una imagen, escogería esta imagen, que me resulta familiar: un hombre demacrado, con la cabeza inclinada y las espaldas encorvadas, en cuya cara y en cuyos ojos no se puede leer ni una huella de pensamiento.

4 Pies llagados y tierra maldita, larga fila en grises mañanas. Humea el caucho por mil chimeneas, nos espera un día como los demás. Terribles, al alba, las sirenas: «Vosotros, turbas de rostro apagado, sobre el horror monótono del fango nace otro día de dolor». Te veo en el corazón, compañero cansado, leo tus ojos, compañero doliente. Tienes en el pecho frío, hambre, nada. Roto llevas dentro tu último apoyo. Compañero gris, fuiste hombre fuerte, a tu lado caminaba una mujer. Compañero hueco, ya no tienes nombre, hombre desierto ya sin llanto, 43

tan pobre que ni mal te queda, tan cansado que ni espanto tienes, hombre gastado que fuiste fuerte: Si volviésemos a vernos, allá abajo, en el mundo subsolar, ¿con qué rostro nos miraríamos?

5 Nuestro jefe de bloque conoce su oficio. Se ha cerciorado de que todos hemos entrado, ha hecho cerrar la puerta con llave, ha dado a cada uno la ficha en que constan la matrícula, el nombre, la profesión, la edad y la nacionalidad, y ha dado orden de que todos se desnuden completamente quedándose sólo con el calzado. De este modo, desnudos y con la ficha en la mano, esperaremos a que la comisión llegue a nuestro barracón. Nosotros somos el barracón 48, pero no se puede prever si se empezará por la barraca 1 o por la 60. De todos modos, podemos estar tranquilos durante una hora por lo menos, y no hay motivo alguno para que no nos metamos bajo las mantas de literas para calentarnos. Ya dormitan muchos cuando un desencadenamiento de órdenes, de blasfemias y de golpes indica que la comisión está llegando. El jefe de bloque y sus ayudantes, a gritos y puñetazos, a partir del fondo del dormitorio, empujan hacia delante a la turba de desnudos asustados y los apiñan dentro del Tagesraum. El Tagesraum es un cuarto de siete metros por cuatro: cuando la caza ha terminado, dentro del Tagesraum está comprimida una masa humana caliente y compacta que invade y rellena perfectamente todos los rincones y ejerce en las paredes de madera una presión que las hace crujir. Ahora estamos todos en el Tagesraum y además de no haber tiempo, ni siquiera hay espacio para tener miedo. La sensación de la carne caliente que oprime por todo alrededor de uno es singular y no es desagradable. Hay que procurar tener la nariz en alto para encontrar aire, y no arrugar o perder la ficha que tenemos en la mano. El jefe de bloque ha cerrado la puerta del Tagesraum que da al dormitorio y ha abierto las otras dos que, del Tagesraum y del dormitorio, dan al exterior. Aquí, delante de las dos puer44

tas, está el árbitro de nuestro destino, que es un suboficial de las SS. Tiene a la derecha al jefe de bloque, a la izquierda al furriel del barracón. Cada uno de nosotros, saliendo desnudos del Tagesraum al frío aire de octubre, debe dar corriendo los pocos pasos que hay entre las puertas delante de los tres, entregar la ficha del SS y entrar por la puerta del dormitorio. El SS, en la fracción de segundo entre las dos pasadas sucesivas, con una mirada de frente y de espaldas, decide la suerte de cada uno y entrega a su vez la ficha del hombre que está a su derecha o al hombre que está a su izquierda, y esto es la vida o la muerte de cada uno de nosotros. En 3 o 4 minutos, un barracón de doscientos hombres está «terminado» y, durante la tarde, el campo entero de doce mil hombres. Yo, inmovilizado en la carnicería del Tagesraum, he sentido gradualmente disminuir la presión humana en torno a mí, y pronto me ha tocado el turno. Como todos, he pasado con paso enérgico y elástico, procurando llevar la cabeza alta, el pecho fuera y los músculos contraídos y marcados, Con el rabillo del ojo, he procurado ver a mi espalda y me ha parecido que mi ficha ha ido a la derecha. Conforme íbamos volviendo al dormitorio, podíamos vestirnos. Nadie conoce ahora con seguridad el propio destino, hay que saber primero con seguridad si las fichas condenadas son las pasadas a la derecha o a la izquierda. Ahora no es el caso de tener consideraciones los unos con los otros ni de tener escrúpulos supersticiosos. Todos se amontonan en torno a los más viejos, a los más desnutridos, a los más «musulmanes»; si sus fichas han ido a la izquierda, la izquierda es con toda seguridad el lado de los condenados. Antes de que la selección haya terminado, todos saben ya que la izquierda ha sido efectivamente la «schlechte Seite», el lado infausto. Hay, naturalmente, irregularidades: René, por ejemplo, tan joven y tan robusto, ha terminado en la izquierda: quizás porque tiene gafas, quizás porque anda un poco encorvado como los miopes, pero más probablemente por un simple descuido: René ha pasado delante de la comisión inmediatamente antes que yo, y podría haberse producido un cambio de fichas. Lo pienso, hablo con Alberto y convenimos en que la hipótesis es verosímil: no sé lo que pensaré mañana y después; hoy, la cosa no despierta en mí ninguna emoción precisa. 45

Del mismo modo, también ha debido de haber un error en el caso de Sattler, un macizo campesino transilvano que 20 días antes estaba en su casa; Sattler no entiende alemán, no ha comprendido nada de lo que ha sucedido y está en un rincón remendándose la camisa. ¿Debo ir a decirle que la camisa ya no va a servirle? No hay por qué asombrarse de estas equivocaciones: el examen es muy rápido y sumario y, por otra parte, para la administración del Lager, lo importante no es tanto que sean eliminados precisamente los inútiles, como que queden rápidamente libres los sitios de acuerdo con determinado tanto por ciento preestablecido. En nuestra barraca, la selección ha terminado, pero continúa en las otras, por lo que ahora estamos en clausura. Pero puesto que, mientras tanto, han llegado los bidones de potaje, el Blockältester decide proceder sin más a su distribución. A los seleccionados se les distribuirá una ración doble. No he sabido nunca si ésta sería una iniciativa absurdamente compasiva del Blockältester o una explícita disposición de los SS, pero de hecho, en el intervalo de 2 o 3 días (también a veces mucho más largo) entre la selección y la partida, las víctimas de MonowitzAuschwitz disfrutan de este privilegio. Ziegler presenta la escudilla, recibe la ración normal y se queda esperando. «¿Qué más quieres?», le pregunta el Blockältester: no le parece que a Ziegler le toque suplemento, lo aparta de un empujón, pero Ziegler vuelve e insiste humildemente: me han puesto de verdad a la izquierda, todos lo han visto, que vaya el Blockältester a consultar las fichas: tiene derecho a ración doble. Cuando la ha conseguido, se va tan tranquilo a la litera y empieza a comérsela. Ahora todos están raspando atentamente con la cuchara el fondo de la escudilla para sacar las últimas pizcas de potaje, y se forma un trasteo sonoro que quiere decir que la jornada ha terminado. Poco a poco, prevalece el silencio y entonces, desde mi litera que está en el tercer piso, se ve y se oye que el viejo Kuhn reza, en voz alta, con la gorra en la cabeza y oscilando el busto con violencia. Kuhn da gracias a Dios porque no ha sido elegido. Kuhn es un insensato. ¿No ve, en la litera de al lado, a Beppo el griego que tiene 20 años y pasado mañana irá al gas, y lo sabe, y está acostado y mira fijamente a la bombilla sin decir nada y 46

sin pensar en nada? ¿No sabe Kuhn que la próxima vez será la suya? ¿No comprende Kuhn que hoy ha sucedido una abominación que ninguna oración propiciatoria, ningún perdón, ninguna expiación de los culpables, nada, en fin, que esté en poder del hombre hacer, podrá remediar ya nunca? Si yo fuese Dios, escupiría al suelo la oración de Kuhn.

6 Soñábamos noches tremendas, sueños densos y fieros soñados en cuerpo y alma; volver; comer; contar. Hasta que, breve, quedo, sonaba la orden del alba: «Wstawaæ»: y en nuestro pecho el corazón se destrozaba. Ahora hemos vuelto a hallar la casa, nuestro vientre está ahíto, y hemos terminado de narrar. Es hora. No tardaremos en oír de nuevo La orden extranjera: «Wstawaæ».

7 Haber concebido y organizado los Comandos Especiales ha sido el delito más demoníaco del nacionalsocialismo. Detrás del aspecto pragmático (economizar hombres válidos, imponer a los demás las tareas más atroces) se ocultan otros más sutiles. Mediante esta institución se trataba de descargar en otros, y precisamente en las víctimas, el peso de la culpa, de manera que, para su consuelo, no les quedase ni siquiera la conciencia de saberse inocentes. No es ni fácil ni agradable sondear este abismo de maldad y, sin embargo, yo creo que debe hacerse, porque lo que ha sido posible perpetrar ayer puede ser posible que se intente hacer mañana y puede afectarnos a nosotros mismos y a nues47

tros hijos. Se siente la tentación de volver la cabeza y apartar el pensamiento: es una tentación a la que debemos resistir. En realidad, la existencia de los Comandos Especiales tenía un significado, contenía un mensaje: «Nosotros, el pueblo de los Señores, somos vuestros destructores, pero vosotros no sois mejores; si queremos, y lo queremos, somos capaces de destruir no sólo vuestros cuerpos sino también vuestras almas, tal como hemos destruido las nuestras». Miklos Nyiszli, médico húngaro, estuvo entre los poquísimos supervivientes del último Comando Especial de Auschwitz. Era un conocido anatomista y patólogo, experto en autopsias, y el médico-jefe de las SS de Birkenau, Mengele, se había asegurado sus servicios, le había concedido un trato de favor y lo consideraba casi como un colega. Nyiszli debía dedicarse especialmente al estudio de los gemelos: en realidad, Birkenau era el único sitio en el mundo en el que existía la posibilidad de examinar los cadáveres de gemelos muertos en el mismo momento. Además de ese cometido especial, al que (digámoslo entre comillas) no parece que se opusiese con gran determinación, Nyiszli era el médico que cuidaba del Comando, con el cual vivía en estrecho contacto. Pues bien, es él quien cuenta un hecho que me parece significativo. Las SS escogían cuidadosamente, en los Lager o en los trenes que llegaban, a los candidatos a los Comandos, y no dudaban en suprimir instantáneamente a quienes se negaban, o resultaban incapaces de cumplir con su misión. En relación con los miembros recién incorporados, éstos observaban el mismo comportamiento despreciativo y distante que acostumbraban a mostrar con todos los prisioneros, y con los judíos especialmente: se les había inculcado que se trataba de seres despreciables, enemigos de Alemania y por consiguiente indignos de vida; en el mayor de los casos podían ser obligados a trabajar hasta la muerte por agotamiento. Pero no trataban igual a los veteranos del Comando: en ellos veían, hasta cierto punto, a colegas suyos, tan inhumanos como ellos, atados al mismo carro, ligados por el mismo inmundo vínculo de la complicidad impuesta. Nyiszli cuenta que asistió, durante un descanso en el «trabajo», a un partido de fútbol entre las SS y los Comandos Especiales, es decir, entre una representación de las SS que estaban de guardia en el crematorio y una representación de los Comandos; al partido asistieron 48

otros militantes de las SS y el resto del Comando, haciendo apuestas, aplaudiendo, animando a los jugadores, como si en lugar de estar ante las puertas del infierno el partido se estuviese jugando en el campo de una aldea. Nada semejante ha ocurrido nunca, ni habría sido concebible, con las demás categorías de los prisioneros; pero con ellos, con los «cuervos del crematorio», las SS podía cruzar las armas, de igual a igual, o casi. Detrás de este armisticio podemos leer una risa satánica: está consumado, lo hemos conseguido, no sois ya la otra raza, la antirraza, el mayor enemigo del Reich Milenario; ya no sois el pueblo que rechaza a los ídolos. Os hemos abrazado, corrompido, arrastrado en el polvo con nosotros. También vosotros como nosotros y como Caín, habéis matado a vuestro hermano. Venid, podemos jugar juntos.

8 Corre libre el viento por nuestras llanuras, eterno late el mar contra nuestras costas. El hombre fecunda la tierra, la tierra le da flores y frutos: vive en trabajo y en júbilo, teme y espera, procrea dulces hijos. ... Y llegaste tú, precioso enemigo nuestro, tú, ser desierto, hombre enmarcado de muerte. ¿Qué dirás ahora, ante nuestro acuerdo? ¿Jurarás, acaso, por Dios? ¿Y, dime, por qué Dios? ¿Saltarás de alegría en tu sepulcro? ¿O te dolerás, como se duele el último hombre laborioso, cuya vida hizo el arte demasiado larga, ante su triste obra no rematada, por esos trece millones que aún viven? Oh hijo de la muerte, no te la deseamos. Ojalá vivas más que ningún otro hombre: Ojalá vivas insomne cinco millones de noches, y te visite cada noche el dolor de cuantos ven cerrárseles la puerta que les cortó el regreso, obscurecérseles todo en torno, henchírseles de muerte el aire.

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9 El mes pasado, uno de los crematorios de Birkenau ha sido hecho saltar por los aires. Ninguno de nosotros sabe (y tal vez no lo sepa nunca) cómo ha sido exactamente realizada la empresa: se habla del comando especial adscrito a las cámaras de gas y a los hornos. Lo que es cierto es que en Birkenau un centenar de hombres, de esclavos inermes y débiles como nosotros, han sacado de sí mismos la fuerza necesaria para actuar, para madurar los frutos de su odio. El hombre que va a morir hoy entre nosotros ha tomado parte de algún modo en la revuelta. Se dice que mantenía relaciones con los insurrectos de Birkenau, que ha llevado armas de nuestro campo, que estaba tramando un amotinamiento simultáneo también entre nosotros. Morirá hoy bajo nuestras miradas: y quizás los alemanes no comprendan que la muerte solitaria, la muerte de hombre que le ha sido reservada, le servirá de gloria y no de infamia. Cuando terminó el discurso del alemán, que nadie pudo entender, de nuevo se elevó la primera voz ronca: «Habt ihr verstanden?» («¿Lo habéis entendido?»). ¿Quién respondió «Jawohl»? Todos y ninguno: fue como si nuestra maldita resignación tomase cuerpo de por sí, se hiciese voz colectivamente por encima de nuestras cabezas. Pero todos oyeron el grito del moribundo, éste traspasó las gruesas y antiguas barreras de inercia y de sumisión, golpeó el centro vivo del hombre en cada uno de nosotros: —Kamaraden, ich bin der Letze! [«!Compañeros, yo soy el último!»]

Me gustaría poder contar que entre nosotros, rebaño abyecto, se hubiese levantado una voz, un murmullo, un signo de asentimiento. Pero no sucedió nada. Hemos continuado en pie, encorvados y grises, con la cabeza inclinada, y no nos hemos descubierto la cabeza más que cuando el alemán nos lo ha ordenado. El escotillón se ha abierto, el cuerpo se ha deslizado atrozmente; la banda ha vuelto a tocar, y nosotros, de nuevo formados en columna, hemos desfilado ante los últimos temblores del moribundo. 50

Al pie de la horca, los SS nos veían pasar con miradas indiferentes: su obra estaba realizada y bien realizada. Los rusos pueden venir ya: ya no quedan hombres fuertes entre nosotros, el último pende ahora sobre nuestras cabezas, y para los demás, pocos cabestros han bastado. Pueden venir los rusos: no nos encontrarán más que a los domados, a nosotros los acabados, dignos ahora de la muerte inerme que nos espera. Destruir al hombre es difícil, casi tanto como crearlo: no ha sido fácil, no ha sido breve, pero lo habéis conseguido, alemanes. Henos aquí dóciles bajo vuestras miradas: de nuestra parte nada tenéis que temer: ni actos de rebeldía, ni palabras de desafío, ni siquiera una mirada que juzgue. Alberto y yo hemos vuelto a la barraca y no hemos podido mirarnos a la cara. Aquel hombre debía de ser duro, debía de ser de un metal distinto del nuestro, si esta condición por la que nosotros hemos sido destrozados no ha podido plegarlo. Porque también nosotros estamos destrozados, vencidos: aunque hayamos sabido adaptarnos, aunque hayamos, al fin, aprendido a encontrar nuestra comida y a resistir el cansancio y el frío, aunque regresemos. Hemos puesto la menaschka en la litera, hemos hecho el reparto, hemos satisfecho la rabia cotidiana del hambre, y ahora nos oprime la vergüenza.

10 ¿Nos reconocéis? Somos las ovejas del gueto, esquiladas durante mil años, resignadas a la ofensa. Somos los sastres, los copistas y los cantores marchitos a la sombra de la Cruz. Ahora hemos aprendido a conocer los senderos del bosque, hemos aprendido a disparar, y apuntamos bien. Si no es así como debe hacerse, ¿qué hacer? Y si no es ahora, ¿cuándo entonces? Nuestros hermanos subieron al cielo, por los caminos de Sobibor y de Treblinka, y allí excavaron su tumba. Somos unos cuantos los que hemos sobrevivido 51

para honra de nuestro pueblo tragado, para vengarlo y dar testimonio. Si no me ocupo yo de mí mismo, ¿quién lo hará en mi lugar? Si no es así como debe hacerse, ¿qué hacer? Y si no es ahora, ¿cuándo entonces? Somos los hijos de David y los obstinados de Massada, cada uno de nosotros tiene en el bolsillo la piedra que se estrelló en la frente de Goliat. Hermanos, abandonemos la Europa de las tumbas: Marchemos juntos hacia la tierra donde seremos hombres entre los hombres. Si yo no me ocupo de mí, ¿quién lo hará en mi lugar?

11 Hasta entrada la noche se oían resonar gritos alegres e iracundos, llamadas, canciones. A pesar de ello mi atención, y la de mis vecinos de cama, pocas veces podía eludir la presencia obsesiva, la mortal fuerza de afirmación del que entre nosotros era el más pequeño e inerme, del más inocente: de un niño, Hurbinek. Hurbinek no era nadie, un hijo de la muerte, un hijo de Auschwitz. Parecía tener unos 3 años, nadie sabía de él, no sabía hablar y no tenía nombre: aquel curioso nombre de Hurbinek se lo habíamos dado nosotros, puede que hubiera sido una de las mujeres que había interpretado con aquellas sílabas alguno de los sonidos inarticulados que el pequeño emitía de vez en cuando. Estaba paralítico de medio cuerpo y tenía las piernas atrofiadas, delgadas como hilos; pero los ojos, perdidos en la cara triangular, asaeteaban atrozmente a los vivos, llenos de preguntas, de afirmaciones, del deseo de desencadenarse, de romper la tumba de su mutismo. La palabra que le faltaba y que nadie se había preocupado de enseñarle, la necesidad de la palabra, apremiaba desde su mirada con una urgencia explosiva: era una mirada salvaje y humana a la vez, una mirada madura que nos juzgaba y que ninguno de nosotros se atrevía a afrontar, de tan cargada como estaba de fuerza y de dolor. Ninguno, excepto Henek: era mi vecino de cama, un muchacho húngaro robusto y florido, de 15 años. Henek se pasaba junto a la cuna de Hurbinek la mitad del día. Era maternal más que 52

paternal: es bastante probable que, si aquella convivencia precaria que teníamos hubiese durado más de un mes, Henek hubiese enseñado a hablar a Hurbinek; seguro que mejor que las muchachas polacas, demasiado tiernas y demasiado vanas, que lo mareaban con caricias y besos pero que rehuían su intimidad. Henek, tranquilo y testarudo, se sentaba junto a la pequeña esfinge, inmune al triste poder que emanaba; le llevaba de comer, le arreglaba las mantas, lo limpiaba con hábiles manos que no sentían repugnancia; y le hablaba, naturalmente en húngaro, con voz lenta y paciente. Una semana más tarde, Henek anunció con seriedad, pero sin sombra de presunción, que Hurbinek «había dicho una palabra». ¿Qué palabra? No lo sabía, una palabra difícil, que no era húngara: algo parecido a «mass-klo», «matisklo». En la noche aguzamos el oído: era verdad, desde el rincón de Hurbinek nos llegaba de vez en cuando un sonido, una palabra. No siempre era exactamente igual, en realidad, pero era una palabra articulada con toda seguridad; o, mejor dicho, palabras articuladas ligeramente diferentes entre sí, variaciones experimentales en torno a un tema, a una raíz, tal vez a un nombre. Hurbinek siguió con sus experimentos obstinados mientras tuvo vida. En los días siguientes, todos los escuchamos en silencio, ansiosos por comprenderlo, entre nosotros había gente que hablaba todas las lenguas de Europa: pero la palabra de Hurbinek se quedó en el secreto. No, no era un mensaje, no era una revelación: puede que fuese su nombre, si alguna vez le había tocado uno en suerte; puede (según nuestras hipótesis) que quisiese decir «comer», o «pan»; o tal vez «carne» en bohemio, como sostenía con buenos argumentos uno de nosotros que conocía esa lengua. Hurbinek, que tenía 3 años y probablemente había nacido en Auschwitz, y nunca había visto un árbol; Hurbinek, que había luchado como un hombre, hasta el último suspiro, por conquistar su entrada en el mundo de los hombres, del cual un poder bestial lo había exiliado; Hurbinek, el sinnombre, cuyo minúsculo antebrazo había sido firmado con el tatuaje de Auschwitz; Hurbinek murió en los primeros días de marzo, libre pero no redimido. Nada queda de él: el testimonio e su existencia son estas palabras mías.

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12 Since then, atan uncertain tour. Desde entonces, a hora incierta, aquella pena retorna, y si no encuentra quien la escuche, el corazón se abrasa en el pecho. Vuelve a ver los rostros de sus compañeros lívidos al amanecer, grises del polvo de cemento, indistinguibles por la niebla, teñidos de muerte en los sueños inquietos: en la noche agitan las mandíbulas bajo la pesada lentitud de los sueños masticando un nabo que no existe. «Atrás, fuera de aquí, gente sumergida, iros. No he sepultado a nadie, no he usurpado el pan de nadie, nadie ha muerto en mi lugar. Nadie. Volved a vuestra niebla. No es culpa mía si vivo y respiro y como y bebo y duermo y estoy vestido».

13 La primera patrulla rusa avistó el campo hacia mediodía del 27 de enero de 1945. Charles y yo fuimos los primeros en divisarla. Eran cuatro soldados jóvenes a caballo, que avanzaban cautelosamente, metralleta en mano, a lo largo de la carretera que limitaba el campo. Cuando llegaron a las alambradas se pararon a mirar, intercambiando palabras breves y tímidas, y lanzando miradas llenas de extraño embarazo a los cadáveres descompuestos, a los barracones destruidos y a los pocos vivos que allí estábamos. Nos parecían asombrosamente corpóreos y reales, suspendidos sobre sus enormes caballos, entre el gris de la nieve y el gris del cielo, inmóviles bajo las oleadas de viento húmedo y amenazador del deshielo. No nos saludaban, no sonreían; parecían oprimidos, más aún que por la compasión, por una timidez confusa que les sellaba la 54

boca y les clavaba la mirada sobre aquel espectáculo funesto. Era la misma vergüenza que conocíamos tan bien, la que nos invadía después de las selecciones, y cada vez que teníamos que asistir o soportar un ultraje; la vergüenza que los alemanes no conocían, la que siente el justo ante la culpa cometida por otro. Así la hora de la libertad sonó para nosotros grave y difícil, y nos llenó el ánimo a la vez de gozo y de un doloroso sentimiento de pudor que nos movía a querer lavar nuestras conciencias y nuestras memorias de la suciedad que había en ellas; y de pena, porque sentíamos que aquello no podía suceder; que nunca ya podría suceder nada tan bueno y tan puro como para borrar nuestro pasado, y que las señales de las ofensas se quedarían en nosotros para siempre, en los recuerdos de quienes las vivieron, y en los lugares donde sucedieron, y en los relatos que haríamos de ellas. Pues —y éste es el terrible privilegio de nuestra generación y de mi pueblo— nadie ha podido comprender mejor la naturaleza incurable de la ofensa, que se extiende como una epidemia. Es una necedad pensar que la justicia humana pueda borrarla. Es una fuente de mal inagotable: destroza el alma y el cuerpo de los afectados, los apaga y los hace abyectos; reverdece en infamia sobre los opresores, se perpetúa en odio en los supervivientes, y pulula de mil maneras, contra la voluntad misma de todos, como sed de venganza, como quebrantamiento de la moral, como negación, como cansancio, como renuncia. Llegué a Turín el 19 de octubre, después de 35 días de viaje: la casa estaba en pie, toda mi familia viva, nadie me esperaba. Estaba hinchado, barbudo y lacerado, y me costó trabajo que me reconociesen. Encontré a mis amigos llenos de vida, el calor de la comida segura, el concreto trabajo cotidiano, la alegría liberadora de poder contar. Encontré una cama ancha y limpia, que por las noches (instante de terror) cedía blandamente a mi peso. Pero sólo después de muchos meses fue desapareciendo mi costumbre de andar con la mirada fija en el suelo, como buscando algo que comer y meterme en el bolsillo apresuradamente para cambiarlo por pan; y no ha dejado de visitarme, a intervalos unas veces espaciados y otras continuos, un sueño lleno de espanto. Es un sueño que está dentro de otro sueño, distinto en los detalles, idéntico en la sustancia. Estoy en la mesa con mi familia, o con mis amigos, o trabajando, o en una campiña verde; en un ambiente plácido y distendido, aparentemente lejos de toda 55

tensión y todo dolor; y sin embargo experimento una angustia sutil y profunda, la sensación definida de una amenaza que se aproxima. Y, efectivamente, al ir avanzando el sueño, poco a poco o brutalmente, cada vez de modo diferente, todo cae y se deshace a mi alrededor, el decorado, las paredes, la gente; y la angustia se hace más intensa y más precisa. Todo se ha vuelto un caos: estoy solo en el centro de una nada gris y turbia, y precisamente sé lo que ello quiere decir, y también sé que lo he sabido siempre: estoy otra vez en el Lager, y nada de lo que había fuera del Lager era verdad. El resto era una vacación breve, un engaño de los sentidos, un sueño: la familia, la naturaleza, las flores, la casa. Ahora este sueño interior al otro, el sueño de paz, se ha terminado, y en el sueño exterior, que prosigue gélido, oigo sonar una voz, muy conocida; una sola palabra, que no es imperiosa sino breve y dicha en voz baja. Es la orden del amanecer en Auschwitz, una palabra extranjera, temida y esperada: a levantarse, «Wstawaæ».

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EL PERDÓN Y SU DIMENSIÓN POLÍTICA José A. Zamora

El perdón no es una obligación, no es el olvido, no es una expresión de superioridad moral ni es una renuncia al derecho. El perdón es un acto liberador. Perdonar es ir más allá de la justicia.1

1. ¿Tiempos de arrepentimiento? ¿Tiempos de perdón? Los gestos de arrepentimiento o de solicitud de perdón se han convertido en uno de los ingredientes normales de la vida política contemporánea.2 Recordemos, por ejemplo, aquel gesto de impacto mundial que ha quedado grabado en la memoria política de Europa de un canciller alemán, Willy Brandt, arrodillándose ante el monumento del gueto de Varsovia el 7 de diciembre de 1970 para implorar perdón por los crímenes nazis durante la Segunda Guerra Mundial. Se trataba de un gesto con un claro trasfondo religioso, ponerse de rodillas, para implorar sin embargo un perdón que poseía una evidente dimensión política. El que lo pedía ostentaba la representación de un Estado y estaba personalmente libre de toda complicidad con los crímenes. El marco de ese gesto era una visita oficial de gran significación y el ámbito en el que se producía poseía un carácter público. Willy Brandt pedía perdón en nombre del pueblo alemán al pueblo polaco y al pueblo judío, pueblos a los que pertenecían millones de víctimas del terror nazi y del ejército invasor del Tercer Reich. ----

1. Testimonio de Carmen Hernández, viuda de Jesús M.ª Pedrosa, concejal del PP en Durango, asesinado por ETA el 4 de junio de 2000, recogido en La reconciliación. Más allá de la justicia, Barcelona, Cristianisme i Justícia, 2003, pp. 8 y ss. 2. Cf. Ph. Moreau Defarges, Arrepentimiento y reconciliación, Barcelona, Bellaterra, 1999.

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Pero no es éste el único gesto de arrepentimiento o de solicitud de perdón con una clara dimensión política que se ha producido en los últimos tiempos. Desde la Segunda Guerra Mundial hemos asistido a repetidos gestos de este tipo por parte de diferentes gobiernos en relación con la Shoah y con otros genocidios.3 También en relación con el colonialismo se han multiplicado las demandas de arrepentimiento y de asunción de responsabilidades pasadas, respondidas con gestos más o menos tímidos de petición de perdón por parte de los representantes políticos de grandes potencias mundiales como EE.UU. o Francia.4 Asimismo en el contexto de las transiciones políticas (América Latina, antiguo bloque soviético, Sudáfrica, etc.) que han sucedido a períodos de dictaduras sangrientas o a conflictos marcados por la violencia y el terror, junto a cuestiones relacionadas con el esclarecimiento de la verdad histórica, el enjuiciamiento de los responsables de dicha violencia, la reparación a las víctimas y los cambios institucionales necesarios para superar el pasado traumático, se ha hecho presente igualmente la cuestión de la reconciliación y el perdón en su dimensión política.5 Por último, otro fenómeno respecto del cual adquiere creciente relevancia el debate sobre la pertinencia del perdón es el terrorismo.6 Ante semejante protagonismo de los gestos de petición o recomendación del perdón en contextos políticos y ante las dificultades aparentemente insalvables de su materialización efectiva, cabe sospechar que estamos ante la consolidación de una especie de nuevo ritual político de lo que algunos llaman «religión civil»7 o ----

3. Cf. D. Schaller et alii (eds.), Enteignet-vertrieben-ermordet. Beiträge zur Genozidforschung, Zurich, Chronos, 2004. 4. Cf. N. Vuckovi, «¿Quién exige reparaciones y por cuáles crímenes?», M. Ferro (dir.), El libro negro del colonialismo. Siglos XVI al XXI: del exterminio al arrepentimiento, Madrid, La Esfera de los Libros, 2005, pp. 915-946. 5. Cf. A. Barahona, P. Aguilar y C. González (eds.), Las políticas hacia el pasado. Juicios, depuraciones, perdón y olvido en las nuevas democracias, Madrid, Istmo, 2002; A. Rettberg (comp.), Entre el perdón y el paredón. Preguntas y dilemas de la justicia transicional, Bogotá, Universidad de los Andes, 2005; J. Elster, Rendición de cuentas. La justicia transicional en perspectiva histórica, Buenos Aires, Katz, 2006. 6. Cf. R. Mate, Justicia de las víctimas y reconciliación en el País Vasco, Madrid, Fundación Alternativas, 2006, pp. 36 y ss. 7. Cf. H. Lübbe, Ich entschuldige mich. Das neue politische Bußritual, Berlín, BvT, 2003.

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incluso ante un mero simulacro hipócrita que responde al cálculo de lo que otros denominan «geopolítica del perdón».8 En verdad no faltan razones para establecer cautelas. Junto a la proliferación del arrepentimiento público asistimos a una constante escenificación de la ceremonia de la autovictimación estratégica. De la mano del protagonismo político de las víctimas, del aumento de su autoridad moral, se produce una eclosión de autovictimación narcisista. Su exponente más señero es la inocencia proclamada del verdugo, es decir, la perversa estrategia de presentarse como víctima (potencial) para legitimar la agresión, lo que en la nueva jerga política se denomina «ataque preventivo». Los crímenes que se le imputan a la víctima poseen en realidad carácter programático, anuncian los que se van a perpetrar en su contra. ¿Qué credibilidad se puede atribuir entonces a los gestos de arrepentimiento respecto a crímenes del pasado de quienes utilizan la falsa autovictimación como legitimación de la agresión y la violencia actual? Pero no es ésta la única razón para sospechar de la proliferación de gestos de arrepentimiento y petición de perdón en relación con crímenes de carácter político. El arrepentimiento aparece en numerosos escenarios políticos identificado con la derrota: el vencedor por lo general no se arrepiente ni pide perdón. Y en caso de hacerlo, sólo si existe una gran distancia temporal respecto al objeto de arrepentimiento y al servicio de lavar su imagen internacional y reforzar la posición de liderazgo político con un perfil moral elevado. En ese caso el arrepentimiento actúa como un auténtico instrumento de poder. Mientras tanto, en relación con el presente más cercano, domina una cultura política que sacraliza el éxito y la victoria. El arrepentimiento o la petición de perdón son el estigma que identifica al perdedor. Ante los tribunales sólo se sientan los derrotados. Por eso nada resulta más nefasto que aparecer como arrepentido, ya que es una actitud incompatible con una verdadera posición de poder. ¿Podemos, pues, desvincular los gestos de supuesto arrepentimiento del contexto global de afirmación fáctica de la victoria como instancia última de legitimidad de la violencia política? ----

8. Cf. J. Derrida, «Le siècle et le pardon», entrevista de Michel Wieviorka en Le Monde des Débats, n.° 9, diciembre de 1999, traducido con el título «Política y perdón» en A. Chaparro Amaya (ed.), Cultura política y perdón, Bogotá, Universidad de Rosario, 2002, pp. 17-35, p. 19.

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Otras reservas tienen que ver con el trasfondo religioso y el carácter indefectiblemente personal del perdón. Estos rasgos lo harían incompatible con la secularización de la política moderna y su carácter público. Por eso no falta quien considera que el perdón debería seguir confinado en el ámbito de las tradiciones religiosas o la esfera estrictamente personal y no en el espacio político. No en vano parece indisociable de una cierta idea de redención, es decir, de reversibilidad de lo irreversible, inaceptable en el horizonte de inmanencia en que se sitúa la política, al menos desde la modernidad. Llevado a sus últimas consecuencias, el perdón exigiría creer en el restablecimiento de todo lo perdido y derrotado, en la reparación integral de lo destruido por el crimen en las víctimas y en los victimarios y en la sanación radical de los sujetos y de la historia, también de los verdugos, y esto supone la existencia de un poder transcendente con una capacidad ilimitada de amor, de reconciliar los contrarios —justicia y misericordia—, tal como postulan las grandes religiones.9 Ésta sería una de las razones por las que el medio de expresión privilegiado de esta creencia es de carácter narrativo y su valor simbólico se resiste a ser traducido al plano jurídico-político. Si esto es así, tal como sostienen los que niegan un valor político al perdón, habría que limitarse a atribuirle una capacidad inspiradora excepcional más que valor regulador del orden social. Además, en el ámbito religioso al que está vinculado, el perdón posee un carácter incondicional y gratuito, ¿cómo trasladar esos rasgos al ámbito de lo político caracterizado por la condicionalidad y la normatividad legal? ¿No nos abocaría de nuevo todo intento en esa dirección a la homología rota por la modernidad entre poder divino y poder del soberano, una homología que reintroduciría en el ámbito de la política secular el carácter irrestricto del poder del soberano reflejado en el derecho de gracia?10 Y si esto es inadmisible, ¿no habría que aceptar que la secularización de la política significó el fin del perdón político, que sólo ----

9. Cf. O. Lara Melo, «La cultura del perdón como factor de construcción social», A. Chaparro Amaya (ed.), Cultura política y perdón, op. cit., pp. 71 y ss. 10. Cf. las reflexiones sobre la relación entre perdón y poder soberano en relación con Colombia en A. Chaparro Amaya, «La función crítica del “perdón sin soberanía” en procesos de justicia transicional», A. Rettenberg (comp.), Entre el perdón y el paredón, op. cit., pp. 233-257.

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puede pervivir en formas residuales del poder de gracia atemperadas democráticamente?11 En resumen, constatamos una creciente utilización ritual de gestos de arrepentimiento y de solicitud de perdón en contextos políticos relacionados con transiciones políticas, crímenes contra la humanidad, terrorismo, colonialismo, etc. y al mismo tiempo percibimos que hay suficientes razones para ser cautelosos. Las reservas que se han formulado frente a dichos gestos son de peso y avisan de posibles escollos que hay que tener en cuenta a la hora de abordar la dimensión política del perdón. 2. Escenarios políticos del perdón: retos y dificultades Al preguntarnos por la dimensión política del perdón nos estamos situando en escenarios públicos y remitiendo a acontecimientos, procesos, situaciones y períodos históricos profundamente traumáticos. Los actores que intervienen en la comisión del crimen, perpetran violaciones de los derechos humanos, producen violencia o actúan delictivamente poseen un carácter político, ya se trate de aparatos e instituciones estatales o paraestatales o de grupos paramilitares, guerrilleros o terroristas. El perdón privado resulta completamente desproporcionado respecto a unos hechos que poseen una dimensión social y política evi----

11. Entre las figuras de derecho a las que nos referimos se encuentra el indulto (es individual, presupone la culpabilidad y la pena, no cancela la memoria —registro— del acto, lo tiene que pedir el condenado y la concesión es discrecional dadas unas condiciones), la amnistía (afecta a un grupo de personas, esas personas no tienen por qué ser conocidas, afecta a la faltas cometidas, es un acto legislativo del parlamento, pueden afectar a los delitos —borra las condenas que establezca la sentencia— o la pena —imposibilita cualquier procedimiento o levanta las condenas ya firmes—, se impone incluso contra la voluntad de sus beneficiarios y borra toda huella del delito), la prescripción (es una norma universal, anticipada, conserva la memoria de la falta, impide que sea perseguida judicialmente o que sea cumplida la pena, se excluyen las reparaciones, la víctima no tiene nada que decir, existe una excepción a esta norma universal en los crímenes contra la humanidad) y la rehabilitación (supone la recuperación de derechos perdidos por efectos de una pena y prescribe el olvido judicial de todas las consecuencias de la condena). Cf. Ch. Bourget, «Entre amnistía e imprescriptible», O. Abel (ed.), El perdón. Quebrar la deuda y el olvido, Madrid, Cátedra, 1992, pp. 43-60; J.I. Echano, «Perspectiva jurídico-penal del perdón», G. Bilbao et alii, El perdón en la vida pública, Bilbao, Univ. Deusto, 1999, 107-198.

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dente,12 pero también los instrumentos habituales de hacer justicia —establecer la responsabilidad individual, probar los delitos, señalar las penas proporcionadas y hacerlas cumplir y, en su caso, compensar a las víctimas— se ven desbordados por la magnitud de los crímenes o se enfrentan a enormes dificultades para solventarlos judicialmente. En cualquier caso los acontecimientos a los que nos referimos plantean unas exigencias que van más allá del ámbito judicial. «Mientas que los procedimientos judiciales modernos tienden a exigir una determinación de culpas individuales, los procesos sociales de expiación y perdón mezclan en formas muy complejas las culpas colectivas, los sujetos sociales construidos, la acción de entes de razón, y además crean una trama muchas veces inextricable entre perdón y reconocimiento de culpa social.»13 Pensemos por un momento en la forma más radical de violencia social, el genocidio. Por medio del exterminio genocida se pretende la liquidación física de los individuos por razón de su pertenencia a un grupo, sea éste real o arbitrariamente establecido, de modo que todos los miembros del mismo están automáticamente amenazados, sin que ninguna decisión por su parte los salve de esa amenaza. En el genocidio se lleva a cabo una masiva reducción de miembros de la especie humana a puros objetos carentes de humanidad, a meros objetos que se pueden liquidar y hacer desaparecer sin que su mirada remita a la pertenencia común a la especie y al imperativo moral de no indiferencia que la sella. Quizás ningún genocidio ha alcanzado las dimensiones de la Shoah. Su singularidad habría que buscarla no sólo en el número abrumador de víctimas o en los métodos burocráticos e industriales de aniquilación empleados, sino también en la decisión sin precedentes y respaldada con toda la autoridad de un Estado de eliminar completamente a un grupo humano, incluidos ancianos, mujeres y niños, a ser posible sin dejar resto, y de ----

12. Cf. el relato de ficción elaborado por Simon Wiesenthal en el que un soldado de las SS a punto de morir pide perdón por los crímenes nazis a un judío internado en un campo de exterminio, relato que Wiesenthal ofrece a un conjunto de autores para que emitan un juicio sobre el mismo (Los límites del perdón. Dilemas éticos y racionales de una decisión, Barcelona, Paidós, 2006). 13. J. Orlando Melo, «Perdón y procesos de reconciliación», A. Chaparro Amaya (ed.), Cultura política y perdón, op. cit., p. 157.

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liberar todos los medios estatales posibles para la ejecución de dicha decisión. ¿Cómo afrontar un hecho tan descomunal de violencia y horror? La justicia posbélica (juicios de Nuremberg) se centró en los altos dirigentes de la Alemania nazi (611 personas encausadas, de las cuales sólo 3 dirigentes mostraron arrepentimiento: Albert Speer, Hans Frank y Baldur von Schirach). Pero, ¿se podía dar por zanjada la cuestión con un reducido número de ejecuciones? ¿Qué decir de la responsabilidad de otros sectores sociales que con sus conductas individuales o grupales toleraron, sostuvieron o colaboraron con el exterminio? Tampoco el proceso de «desnazificación» resultó ser una respuesta adecuada a esa tupida red de complicidades. Se identificó a 100.000 antiguos nazis, de los que se juzgó a 6.487, se condenó a 6.197 por asesinato o por complicidad en él, pero sólo se impusieron 163 cadenas perpetuas. Está más que justificada la sospecha de que el proceso de desnazificación actuó como un mecanismo de exculpación del resto de la población, cuya «incapacidad para el duelo» pronto fue asociada al llamado milagro económico alemán. La formación de un tribunal internacional pudo parecer lo más adecuado al tipo de crímenes perpetrados y sus dimensiones, pero eso contribuyó a que se percibiera su actuación como la de una justicia organizada por los vencedores y, por tanto, ciega frente a sus propias complicidades, sus posibles actos criminales, sus propios excesos y, por lo tanto, incapaz de involucrar a la población alemana en la búsqueda de la verdad y en la asunción de responsabilidades.14 Además, la Soah quedó desdibujada en el conjunto del horror de los crímenes de la guerra. Las víctimas judías apenas alcanzaron a hacerse oír como tales víctimas. Las cosas no son mucho más fáciles cuando nos referimos a comunidades fracturadas por la violencia y la violación sistemática de los derechos humanos. En la mayoría de estos casos, tras la finalización de los conflictos armados o la transición de regímenes dictatoriales a democracias más o menos débiles, se han planteado exigencias similares de conocer el pasado en su integridad, de que el conjunto de la sociedad adquiera plena conciencia de los crímenes perpetrados, de impedir la impunidad ----

14. Cf. P. Reichel, Vergangenheitsbewältigung in Deutschland. Die Auseinandersetzung mit der NS-Diktatur von 1945 bis heute, Munich, C.H. Beck, 2001.

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de los verdugos y responsables del horror, de que las víctimas reciban el reconocimiento social y se admita públicamente el carácter injusto de la violencia padecida y, en algunos casos, de que se les compense materialmente por ello. La importancia de conocer la verdad de lo ocurrido responde a que muy frecuentemente el crimen va acompañado de prácticas de ocultación y olvido que aseguren su impunidad: desvalorizar o criminalizar la memoria, infundir miedo y obligar a olvidar para poder sobrevivir, ocultar los hechos y destruir las pruebas, escribir la historia desde la perspectiva de los victimarios, etc. Por eso, lo primero que reclaman las víctimas es que se sepa la verdad. No puede haber justicia sin conocimiento de la verdad. Es la primera rehabilitación de las víctimas, que se conozca lo que les ha sucedido. Las cosas no son como las cuentan los victimarios. Conocer los hechos en su integridad es el primer paso para posibilitar una recalificación moral de la injusticia sufrida y una revisión de los juicios morales sobre víctimas y victimarios. Tras conocer la verdad las víctimas reclaman el fin de la impunidad, que se haga justicia. Los victimarios han obtenido ventajas del crimen, han construido su presente sobre la injusticia cometida y pretenden asegurar un futuro que les permita seguir viviendo como si nada hubiese ocurrido. La condena de los hechos y de los responsables es imprescindible para asegurar la verdad del crimen. Sin esa condena la verdad desvelada queda a merced de negaciones interesadas o indiferencias relativizadoras. Pensar en una recomposición ética de la sociedad fracturada por la violencia, en una convivencia fundada en la igualdad y la justicia, en un orden que rompa con las tramas sociales del crimen, etc., es imposible sin tratamiento judicial. Sin él tampoco es posible pensar en una reintegración social de los victimarios. No menos importante que acabar con la impunidad es compensar a las víctimas. Un concepto de justicia que no sea meramente punitivo, que no esté centrado exclusivamente en el castigo de los victimarios, ha de acompañarse de medidas activas que ayuden a mejorar la situación de las víctimas. Éstas exigen salir de agujero social e histórico en el que han pretendido enterrarlas sus verdugos. Es necesario posibilitar su visibilidad y protagonismo social, crear las condiciones que hagan posible rehacer sus proyectos de vida. Sin esa rehabilitación de las víctimas es imposible reconciliar a las sociedades y construir ese futuro distinto 64

que resuena en el «nunca más» tantas veces repetido. Para construir un futuro común es necesario afirmar la centralidad de las víctimas, reconocer la importancia de lo que ha sido negado por la violencia y el crimen. Pero no se trata sólo de una rehabilitación de las personas que han sufrido el daño, además es necesario remover las causas estructurales y culturales de la violencia.15 Al servicio de estas exigencias hemos visto constituirse comisiones ad hoc en numerosos países, cuyos resultados han estado condicionados por múltiples factores característicos de las respectivas transiciones políticas y los equilibrios de poder entre las partes en litigio. En la mayoría de casos el trabajo de las «comisiones de la verdad» se ha producido en un contexto político en el que los antiguos victimarios y los grupos sociales beneficiarios o promotores de la violencia mantenían una importante capacidad de influencia y amenaza. A veces se trataba de transiciones más o menos pactadas en las que las fuerzas políticas que sustentaban las dictaduras pretendían asegurar su impunidad a cambio de una retirada parcial del poder o de unos cambios moderados del orden existente. Otras veces las partes enfrentadas y responsables de delitos y vulneraciones de los derechos humanos pactaban una mutua impunidad. No puede resultar extraño, pues, que muy raramente se hayan cumplido las recomendaciones de estas comisiones o que incluso hayan sido contrarrestadas por leyes, indultos o amnistías para los delitos y crímenes perpetrados.16 Consideración especial merece el caso de Sudáfrica, pues se pretendía que los objetivos señalados sirvieran a un proyecto de reconciliación en una sociedad que había sufrido un sistema de segregación racial criminal conocido como apartheid. Para ello ----

15. No habría que olvidar que las grandes matanzas modernas han sido organizadas gracias al juridicismo burocrático y han sido realizadas por personas corrientes y honestas. Como afirma P. Legendre, «la criminalidad burocrática apesta a honestidad» («Lo imperdonable», O. Abel [ed.], op. cit., p. 26). ¿Es posible enjuiciar a burocracias criminales? Está claro que la justicia y el perdón no pueden ser una vuelta a la normalidad, porque esa normalidad está comprometida con la violencia y el crimen de modo radical. Es preciso acabar con la neutralización moral de las burocracias y del entramado institucional de los Estados. 16. Cf. C. Martín Beristain, Justicia y reconciliación. El papel de la verdad y la justicia en la reconstrucción de sociedades fracturadas por la violencia, Bilbao, Hegoa, 2000, pp. 12 y ss.; W.A. Schabas, «Comisiones de la verdad y memoria», F. Gómez Isa (dir.), El derecho a la memoria, Irún, Alberdania, 2006, pp. 101-112.

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la Comisión de la Verdad y la Reconciliación estaba formada por varias subcomisiones. La subcomisión de derechos humanos se encargaba del esclarecimiento de las grandes violaciones de dichos derechos registrando los testimonios de las víctimas y sus familiares. A la subcomisión de amnistía le correspondía amnistiar los delitos de motivación política. Para ello era necesaria la presentación de una solicitud individual en un plazo fijado, que el delito cometido por el solicitante tuviese objetivos políticos y que el solicitante expusiese todos los datos relevantes sobre el mismo a la comisión. Esta declaración permitía suspender posibles procesos judiciales en marcha referidos a ese mismo delito, dado que el trabajo de la comisión no interfería, sino que complementaba la acción de la justicia ordinaria. Una tercera subcomisión tenía el encargo de recomendar medidas de rehabilitación y compensación de las víctimas. El núcleo del proceso en Sudáfrica era la relación víctimavictimario. La Comisión de la Verdad y la Reconciliación pretendía abrir un espacio público que permitiese a las víctimas expresar su dolor y narrar la injusticia sufrida, investigar lo que realmente ocurrió, desenmascarar a los victimarios y desautorizar social y moralmente sus actos y las justificaciones ideológicas que los fundamentaban e intentar la reconciliación entre víctimas y victimarios o, al menos, ofrecer la posibilidad de que ésta se produjese. La amnistía perdía de este modo su carácter automático y no se fundaba en el olvido del crimen. Al mismo tiempo el Estado no se atribuía la capacidad de conceder el perdón en nombre de las víctimas, ni tampoco hacía depender la amnistía del arrepentimiento del victimario, cuya autenticidad es en realidad incomprobable. Arrepentimiento y perdón permanecían actos incondicionales y gratuitos. Los procedimientos judiciales no se suspendían de modo universal y la amnistía quedaba sometida al esclarecimiento de la verdad de los hechos, al apoderamiento de las víctimas y la restitución social de su dignidad, así como a la petición pública de perdón por parte de los victimarios. La esfera política de la justicia penal y sus posibles excepciones reguladas legalmente y la esfera individual y social del arrepentimiento, el perdón y la reconciliación permanecían independientes y en tensión y, sin embargo, relacionadas entre sí. Para poder ofrecer una oportunidad no imponible a la reconciliación se establecían unas condiciones que permitían condicio66

nar la amnistía a la memoria y la verdad, así como hacer una condena pública sin consecuencias penales de las violaciones de los derechos humanos. Evidentemente, semejante planteamiento se enfrentaba a grandes dificultades.17 Una exposición sin recortes de la verdad permitía desvincular la amnistía del olvido, pero amenazaba la posibilidad de un perdón por parte de las víctimas, que se veían confrontadas de nuevo con la injusticia sufrida. Los victimarios estaban dispuestos a revelar tanta verdad como fuese necesaria para obtener la amnistía, pero no más, lo que en muchos casos generaba una gran insatisfacción en las víctimas, que no encontraban en los victimarios ni verdadero arrepentimiento ni deseo de ser perdonados. Tampoco un sistema de tan profunda injusticia estructural, de explotación y crimen, como era el apartheid permite formas inmediatas de restitución capaces no sólo de reparar los males del pasado, sino de abrir nuevas posibilidades de vida social fundadas en la libertad, la igualdad y la justicia. La pretensión de armonizar la labor de desvelar el crimen y de establecer un clima que favoreciese la manifestación libre de la verdad, por un lado, y la estrategia de jugar con la amenaza de castigo y la persuasión a través de la oferta de amnistía, por otro, resultaba en muchas ocasiones imposible. 3. ¿Por qué y para qué se apela al perdón? Una vez analizados algunos de los escenarios políticos en los que se plantea la cuestión del perdón y vistos los retos y exigencias que se articulan en torno a los procesos y acontecimientos que los definen, así como las dificultades para darles cumplimiento, queremos hacernos la pregunta de por qué y para qué se apela al perdón en estos contextos. No cabe duda de que en esa apelación intervienen en ocasiones razones de tipo estratégico. Sobre todo en los procesos de transición política la correlación de fuerzas impide hacer valer exigencias radicales de verdad, justicia y rehabilitación de las ----

17. Cf. las conclusiones del estudio empírico de las opiniones de las víctimas sobre el funcionamiento de la Comisión para la Verdad y la Reconciliación en R. Picker, «Las sesiones ante la comisión de la verdad y la reconciliación de Sudáfrica: perspectivas desde las víctimas», en F. Gómez Isa (dir.), op. cit., pp. 113-137.

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víctimas. La fragilidad del poder surgido de la transición política dificulta la aplicación rigurosa de una justicia punitiva. Los victimarios siguen teniendo poder y exigen «pasar página» para ceder parte de ese poder, para cesar en la violación de los derechos o para reconstruir la convivencia. El precio por la cesión del poder es el «perdón» en forma de olvido, que no es más que una forma de asegurar la impunidad. Otras veces es la falta de medios para investigar, juzgar e imponer castigo lo que lleva a la búsqueda de caminos alternativos. En ocasiones se trata de una cuestión de prudencia política. Los victimarios forman parte de la sociedad, quizás una parte numéricamente significativa. La sociedad no puede prescindir de sus capacidades y recursos si quiere evitar el colapso. Se hace necesario implicarlos en la construcción de un futuro compartido. Es entonces cuando se apela de forma instrumental a la reconciliación y al perdón. En realidad estaríamos ante una retórica política del perdón.18 Junto a estas razones estratégicas encontramos otras razones más profundas que también es preciso tener en cuenta. Los acontecimientos, los procesos, las situaciones y los períodos históricos objeto de consideración desbordan la posibilidad de tratamiento por medio de una justicia punitiva. Aunque esta justicia sea necesaria, no hay sistema judicial capaz de hacer frente a crímenes tan monstruosos y masivos. Y no es sólo una cuestión de disponibilidad de medios y de poder para aplicarlos, sino de adecuación de los medios a la realidad. ¿Cómo encontrar y aplicar un castigo proporcional? ¿Se puede restablecer de esa manera un equilibrio entre deuda y compensación? Es más, una justicia centrada en castigar al culpable concede un valor secundario a las víctimas, las relega a un papel de medio probatorio, de meros testigos de la culpabilidad de los victimarios, pero no de testigos del propio sufrimiento, de la verdadera dimensión del crimen, ----

18. «La retórica del perdón, en cuanto amalgama metafórica difícilmente historizable, se encarna como retórica de la reconciliación y de la fratría nacional. En esa lógica se inscriben los procesos de amnistía hacia perpetradores, victimarios y responsables, avenidos desde la exigencia de un supremo bien común: el patriotismo nacional enrocado en fundamentos de seguridad estatal» (A. Martínez de Bringas, «De la ausencia de recuerdos y otros olvidos intencionados. Una lectura política de los secuestros de la memoria», F. Gómez Isa [dir.], op. cit., p. 275). S. Lefranc pone el acento en la pluralidad de retóricas del perdón según los actores que participan en los procesos de justicia transicional (Políticas del perdón, Madrid, Cátedra 2004).

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de las exigencias de reparación y de la proyección de un futuro bajo un nuevo signo.19 Frente a esto está claro que no es posible abordar la cuestión del perdón sin colocar en el centro a las víctimas. Lo concedan o no, el perdón está reservado a ellas. El Estado podrá indultar, amnistiar o sancionar la prescripción, pero nunca podrá perdonar. En el perdón la víctima tiene la palabra, también para negarlo. Pero no sólo en relación con los victimarios y con las víctimas se hacen evidentes los límites de la justicia punitiva. Cuando nos enfrentamos a un genocidio, a los crímenes de una dictadura o al horror de una guerra fratricida no sólo tenemos que ver con una violencia directa (violación de derechos humanos, tortura, explotación salvaje, asesinatos sistemáticos, aniquilación masiva, etc.), sino también con una violencia estructural y una violencia cultural.20 No basta con castigar judicialmente o, en su caso, amnistiar a los responsables de la violencia directa. ¿Cómo abordar las complicidades, las omisiones, las indiferencias medrosas? ¿Cómo propiciar un proceso de transformación profunda que abraque también esa tupida red de complicidades? ¿De dónde nace la fuerza regeneradora capaz de producir una quiebra de las dinámicas de violencia y apertura a lo nuevo? ¿Cómo impedir la continuidad de la cultura (antisemitismo, racismo, clasismo) que hizo posible la violencia directa? ¿De qué manera puede incidir el castigo o el perdón en su superación? 4. Constelaciones del perdón No resulta fácil definir certeramente lo que significa perdonar. En una primera aproximación lo oponemos a castigar o vengarse o, lo que es lo mismo, lo asociamos con el acto de dar por cancelada una deuda, con decidir no reclamar restitución alguna de quien se ha hecho culpable. En cierto sentido, se trata de liberar el presente y el futuro de la carga que imponen los actos del pasado. Por eso el perdón concede al otro una posibilidad de integrar y superar libremente su pasado culpable, afirma la posibilidad que tiene ----

19. Sobre una justicia centrada en las víctimas, cf. R. Mate, Memoria de Auschwitz. Actualidad moral y política, Madrid, Trotta, 2003, pp. 241 y ss. 20. Cf. J. Galtung, Tras la violencia, 3R: reconstrucción, reconciliación, resolución. Afrontando los efectos visibles de la guerra y la violencia, Bilbao, Bazeak, 1998.

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el otro de comenzar de nuevo sin imponérsela. Quizás la definición más breve sea ruptura, interrupción liberadora, pues el perdón rompe el continuo del tiempo para inaugurar un tiempo nuevo, rompe el círculo diabólico de la violencia que engendra violencia, para dar una oportunidad a la superación de la violencia. No niega su existencia, pero pretende afirmar que la violencia del otro será la última. De esta manera el perdón rompe la lógica de la correspondencia, del intercambio, del justiprecio, para introducir una lógica de la sobreabundancia, del exceso del don: per-donar es dar en abundancia, dar de más. Así pues, una primera constelación en la que aparece el concepto del perdón es la que lo relaciona con la venganza como su aparente opuesto. Analizar los presupuestos y las consecuencias de la venganza quizás nos permita ex negativo hacernos cargo del sentido y el valor del perdón. Si atendemos a la lógica que preside la venganza, veremos que se trata de una lógica de reciprocidad. El acto violento o criminal implica un daño para la víctima. Este daño ha producido un desequilibrio y la responsabilidad es del agresor. La venganza pretende recomponer el equilibrio roto. Daño por daño, pero también culpabilidad por culpabilidad. El agresor recibe el mismo daño que ha producido y la víctima se hace culpable del mismo delito. Pero en realidad la venganza busca un equilibrio imposible. Nunca un daño es igual a otro daño. La singularidad de la víctima y del agresor impide la ecuación igualadora, pues de esa singularidad depende también la dimensión y el valor del daño. Sólo a fuerza de una abstracción injustificable es posible la equiparación de los daños. Y lo mismo ocurre con la culpabilidad. No hay dos crímenes iguales, no hay dos victimarios semejantes. Así pues, tampoco en el orden de la culpa encontramos posibilidad de equiparación. Es más, dado el carácter irreversible del daño (letal o no), ninguna venganza puede verdaderamente repararlo. Ningún daño revierte otro daño. No hay vuelta al estado anterior a la agresión. La nueva agresión o castigo no restablece ese estado, no recupera lo perdido ni en la víctima ni en el victimario. En el fondo la venganza se fundamenta en la creencia mítica en un orden o equilibrio misterioso que puede ser restablecido por la similitud de dos actos contrapuestos, pero la venganza nunca puede recuperar las posibilidades irrealizadas, aquello que hubiera sido posible y ha sido imposibilitado por la agresión o el 70

crimen. Y la venganza llama a una nueva venganza, a una cadena interminable de vendettas. Para evitar este encadenamiento infinito actúan los sistemas de venganza institucionalizada y sancionada por el derecho. Más allá de su posible carácter disuasorio, los sistemas penales son, entre otras cosas, sistemas de regulación y control de la venganza. El Estado se convierte en instancia mediadora entre víctima y victimario. La primera renuncia a la venganza directa y delega vicariamente en el Estado su derecho a ejercerla. Así el castigo proporcionado aparece despojado de elementos moralmente censurables. La víctima es descargada de la culpabilidad que genera la venganza directa. Ésta queda diluida en la institución desprovista de rasgos personales. Pero, ¿qué consecuencias tiene la introducción de una instancia mediadora «neutral» entre la víctima y el victimario en el castigo institucionalizado y regulado por el derecho? Parece evidente que hace improbable una confrontación directa entre ambos y hace mucho más difícil la experiencia de las consecuencias de la agresión sobre la víctima y su entorno, una comprensión cabal del mal causado capaz de propiciar el arrepentimiento en el victimario. Tampoco exige ni recomienda a la víctima el perdón. Sólo le pide que renuncie a la venganza personal y directa, que permita dar por cerrado el asunto desde el punto de vista de la sociedad. Pero esta forma de regulación institucionalizada deja muchas cuestiones abiertas. ¿Puede haber satisfacción de la víctima sólo con el castigo, sin arrepentimiento del victimario? Un sistema judicial que establece la distancia y elimina por medio de la tipificación la singularidad, ¿puede dar suficiente protagonismo a la víctima? ¿No queda convertida ésta en «un caso»? ¿No quedan impedidas por la mediación, además de la relación de venganza directa de la víctima sobre victimario, también otras posibles relaciones? ¿Garantiza realmente la venganza controlada la no repetición? Se conteste como se conteste a estas preguntas, es evidente que la venganza deja fuera los presupuestos del crimen o la violencia, las condiciones culturales o estructurales que los hicieron posibles. Es más que dudoso que la venganza directa o mediada por el aparato judicial sea capaz de ofrecer un nuevo comienzo. Con todo, aunque la venganza excluya al perdón, la renuncia a ella no lo exige. No son pocos los casos de víctimas dispuestas 71

a renunciar a la venganza, que sin embargo no pueden o no quieren perdonar. Tampoco el perdón personal excluye la aceptación de un castigo administrado por una instancia judicial. De modo que no existe una contraposición perfecta entre perdón y venganza. Perdonar es más que renunciar a la venganza. Otro concepto que parece asociado de una forma ciertamente ambigua al perdón es el concepto de olvido. En muchas ocasiones se consideran sinónimos. Ofrecer el perdón a otro es visto como una forma de hacer «borrón y cuenta nueva». Descargar al otro del peso de la culpa parece estar asociado a la disposición a olvidar lo que la generó. ¿Pero perdonar es olvidar? Quien ha olvidado no necesita ni puede perdonar. Para perdonar es preciso recordar la falta. Sin articular el daño, sin nombrarlo y considerarlo, es imposible negar su capacidad de determinar las relaciones entre víctima y victimario. La memoria está, pues, doblemente implicada. Pero la memoria a la que convoca el perdón no encadena el presente al pasado traumático. Es una memoria que recupera la perspectiva de la víctima para romper el poder del mal sobre el presente, cuyas consecuencias nadie sufre tanto como ella. No se trata, pues, de acumular pruebas para arrojarlas a la cara del culpable y para dar razones a la venganza. Se trata más bien de liberar al presente de las cadenas con que lo atenazan el daño y la culpa desde un pasado de injusticia. El dolor del daño, de lo perdido quizás irrecuperablemente, bajo la perspectiva del perdón se convierte en motivación para construir un presente y un futuro liberados. Así pues, olvidar no es, no puede ser perdonar. No menos complejas son las relaciones entre perdón y resentimiento.21 Si el olvido significa «pasar página», el resentimiento expresa la indignación y la imposibilidad de pasarla. ¿Es lo contrario del perdón? Ciertamente parece manifestar una incapacidad de romper el vínculo con el trauma vivido, un trauma situado más allá de la memoria, que no puede ser olvidado y por tanto tampoco recordado. Instalado en un eterno presente señala la imposibilidad de recuperar un pasado no presidido por él. El resentimiento es la expresión de ese encadenamiento. Pero, al mismo tiempo, revela la medida de la herida, las dimensiones del ----

21. Cf. C. de Gamboa, «La ética del perdón», A. Chaparro Amaya (ed.), Cultura política y perdón, op. cit., p. 135 y ss.

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sufrimiento padecido. En él se anuncia una resistencia irrenunciable a cualquier estrategia de frivolización del daño. En cierto modo impide que el perdón se convierta en un entregarse a la acción imparable del tiempo, en un abandonarse a la pereza ante el mal que alimenta la indiferencia frente al dolor de las víctimas. Aunque tendamos a condenar moralmente el odio, quizás el resentimiento del que hablamos nos invite a reconsiderar ese juicio. ¿No es el resentimiento un odio motivado moralmente? ¿No expresa el respeto de la víctima a sí misma? ¿No hace ver al victimario el carácter injusto de su acción? ¿No está justificado por la tendencia casi irrefrenable en todas las sociedades a abandonar a las víctimas al olvido? Un perdón que hiciese desaparecer la irreversibilidad del daño producido, que minimizase sus efectos o diluyese la responsabilidad del victimario, se convertiría en complicidad con la injusticia, imposibilitándose para ser partera de un nuevo comienzo. En este sentido puede entenderse la afirmación de C. Ozick: «El perdón es despiadado. Hace olvidar a la víctima. Empaña el significado del sufrimiento y de la muerte. Ahoga el pasado. Cultiva la sensibilidad del asesino al precio de la sensibilidad de la víctima».22 Por esta razón el perdón no puede ignorar la injusticia ni unificar a la víctima y al victimario en una comunidad indiferenciada de culpables: «puesto que todos somos pecadores todo debemos perdonarnos». El resentimiento avisa de los límites de una supuesta comunidad de destino entre ambos. El supuesto «nosotros» que los engloba carga con una herida, con una brecha, que ha de ser reconocida. Sin embargo, el resentimiento sólo permite una actitud de no venganza, no alcanza aquello a lo que apunta el perdón: a una nueva relación con el pasado irreversible para posibilitar un nuevo comienzo. Quizás ambos coinciden en querer hacer reversible lo irreversible: «No se me oculta —escribía Jean Améry, su defensor más convincente— que el resentimiento no sólo es un estado antinatural, sino también lógicamente contradictorio. Nos clava a la cruz de nuestro pasado destruido. Exige absurdamente que lo irreversible debe revertirse, que lo acontecido debe cancelarse».23 ----

22. C. Ozick, «Apuntes de una reflexión sobre Los límites del perdón», S. Wiesenthal, op. cit., p. 156. 23. J. Améry, Más allá de la culpa y la expiación. Tentativas de superación de una víctima de la violencia. Valencia, Pre-Textos, 2004, p. 149.

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Perdón y resentimiento sienten la herida de la irreversibilidad del mal cometido. Pero mientras que el perdón cree en la posibilidad de un nuevo comienzo, el resentimiento no. Las posibilidades de un futuro liberado de la carga de la culpa aparecen bloqueadas. Quizás no sea cierta la convicción de Améry de que quien perdona «acepta con resignación los acontecimientos tal y como acontecieron», pero sin resentimiento ciertamente el perdón menaza con sucumbir a la presión que la sociedad ejerce para pasar página, prolongando en realidad el destino fatal que ya han experimentado las víctimas. Otra constelación que merece la pena considerar es la que forman el perdón y la comprensión. Comprender es ya disculpar, «entenderlo todo lleva a perdonarlo todo». ¿Es perdonar comprender? ¿No fracasan todos los intentos de comprensión frente a las formas radicales de mal? Los crímenes contra la humanidad representan un exceso de mal imposible de comprender. Por eso, el perdón no es una búsqueda de comprensión exculpatoria del crimen. Buscar explicaciones, componer marcos aclaratorios, desarrollar encadenamientos lógicos, todo esto puede ser necesario y productivo, pero puede hacernos perder de vista el carácter de acontecimiento irreductible de ese mal radical. El perdón no se basa en las condiciones eximentes de responsabilidad, en los elementos atenuantes del delito o en apelaciones a la condición humana universal como condición pecadora. Para los crímenes contra la humanidad no hay excusa que valga. ¿Pero significa esto que no hay perdón? En realidad el perdón no necesita minimizar el mal ni la culpa para justificarse. La lógica exculpatoria más bien tiende a hacer innecesario el perdón. Aniquilar la culpa exige reconocerla como tal. Sólo así es posible impedir que determine la vida de la víctima y del victimario. Pero el perdón no es justificación del mal o la injusticia. Por último, veamos qué relación puede tener el perdón con la reparación. Hemos visto cómo el trauma del pasado condiciona, habita, asedia nuestro presente. La reparación tiene que ver con ese pasado roto, con posibilidades violentamente frustradas, con ausencias forzosas que condicionan nuestro presente. Las consecuencias de la violencia y el crimen no sólo pesan sobre las víctimas, también sobre el conjunto de la sociedad. Reparar significa desagraviar, resarcir, enmendar, pero también restablecer, regenerar, recrear, restituir las fuerzas. El perdón no depende de la repara74

ción, ni está supeditado a ella, pero apunta a un futuro regenerado, que es inimaginable sin dicha reparación. El perdón expresa por parte de la víctima el ofrecimiento de una posibilidad real de nuevo comienzo, expresa el deseo de liberar las energías necesarias para construir lo nuevo, de rescatar al victimario del lastre de su culpa para que pueda intentar un nuevo comienzo. No se trata de negar la irreversibilidad del crimen, sino de encontrar una manera de combatirla. «La posible redención —escribe H. Arendt— del predicamento de irreversibilidad —de ser incapaz de deshacer lo hecho aunque no se supiera, ni pudiera saberse, lo que se estaba haciendo— es la facultad de perdonar».24 Reconocemos en estas palabras el mismo impulso que a J. Améry lleva al resentimiento. Pero resulta difícil traducir ese impulso moral a un lenguaje político. W. Benjamin trabajó incansablemente para dar una dimensión política a un concepto de rememoración que no diese por clausurado el pasado. Sus Tesis sobre el concepto de historia son un testimonio impresionante de esfuerzo intelectual por pensar contra la irreversibilidad del tiempo. Lo primero que quizás sea necesario comprender para explicarse este empeño es que esa irreversibilidad a quien por encima de todo deja sin futuro es a las víctimas. Sanciona el crimen y confirma al perpetrador. La paradoja del perdón es que puede ser interpretado como una exculpación del criminal, como exoneración del culpable. Por eso, la rememoración benjaminiana que quiere mantener abierto el pasado irredento pone sus ojos sobre todo en las injusticias sufridas por las víctimas, en las posibilidades que su aniquilación ha frustrado, en las exigencias que emanan de una justicia todavía pendiente. Pero el perdón, como hemos visto, no es olvido, no es justificación, no es mera renuncia a la venganza y mucho menos una sanción del crimen. Es una forma de rememoración del pasado que, liberándolo del peso de la culpa y del lastre de mal que lo atenaza, pretende hacer posible un presente y un futuro que sean algo más que mera prolongación y perpetuación de ese pasado injusto. No se trata de hacer de la necesidad virtud, ni de una especie de identificación con el agresor. Ya hemos visto que no hay verdadero perdón sin negación de la injusticia. Más bien se trata de una especie de poder temperado, del poder de los desposeídos de poder, que intenta interrumpir el curso de una violencia ----

24. H. Arendt, La condición humana, Barcelona, Paidós, 2005, p. 256.

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que se reproduce ininterrumpidamente. En este sentido, el perdón podría ser una de las formas en las que las víctimas luchan contra la irreversibilidad del curso histórico que es una dimensión esencial de su victimación. 5. Límites del perdón-límites de la política De nada sirve pensar el perdón como hemos hecho hasta aquí sin enfrentarse a su límite: lo imperdonable. ¿Existen actos humanos que no tienen perdón? Unos de los límites se pone de manifiesto en relación con el sujeto del perdón o, quizás más propiamente, con su ausencia. Si sólo la víctima puede perdonar, el asesinato es imperdonable. El asesinato es irreparable porque arrebata a la víctima la posibilidad misma de perdonar. ¿Quién puede arrogarse la capacidad de perdonar «en nombre de» la víctima? Dado que el perdón es inexigible, que es un acto gratuito de quien sufre la ofensa o el daño, hemos de considerar que el perdón es intransferible. Los allegados o el grupo social afectado podrán perdonar el daño que ellos han sufrido por la pérdida de la víctima, pero hay un perdón que ya no podrá ser dado, el que sólo ella podía conceder. Vladimir Jankélévitch habla en este contexto de culpas imperdonables, los crímenes contra la humanidad, porque son crímenes contra la humanidad del hombre, contra lo que hace del hombre un hombre: la capacidad de perdonar, el poder reconciliador del perdón.25 El asesino cancela la posibilidad de su perdón al eliminar a quien únicamente podría perdonarlo. Pero no sólo si la víctima no puede perdonar, también si no quiere perdonar, aquí se acaba todo. El Estado y sus representantes no pueden administrar el perdón, no pueden atribuirse la representación de las víctimas. El perdón se dilucida en la relación entre víctimas y victimarios, al Estado sólo le cabe administrar la repercusión pública del perdón. Otro de los límites del perdón es el que señala H. Arendt. Sólo se puede perdonar aquello que se puede castigar.26 Si el crimen ----

25. V. Jankélévitch, L’imprescriptible. Pardoner? Dans l’honneur et la dignité. París, Seuil, 1986, p. 22. 26. H. Arendt, op. cit., p. 260.

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masivo representa un exceso de mal tan extraordinario que es imposible encontrar un castigo a su medida (Shoah), el perdón se vuelve también imposible. Excede la medida de lo humano. Sin embargo, la paradoja que señala Derrida es que realmente sólo tiene sentido perdonar lo imperdonable: «Uno no puede o no debería perdonar, no hay perdón, si no existe lo imperdonable. Eso es tanto como decir que el perdón debe anunciarse como lo imposible mismo. No puede ser posible más que al hacer lo imposible».27 El perdón en sentido auténtico sería una acción límite en los límites, posibilidad de lo imposible. Una especie de locura revolucionaria que quiebra el curso de lo normal y normalizable. ¿Tiene el perdón a pesar de todo algún efecto sobre la política y el orden jurídico? Si la lógica que opera en la política real es fundamentalmente de carácter estratégico-instrumental, someter el perdón a dicha lógica lo contamina de hipocresía, de cálculo, de simulacro, etc. Por esa razón Derrida apuesta por un concepto de perdón puro, sustraído a toda funcionalidad, sea ésta noble o despreciable. Un perdón no condicionado por el reconocimiento de la culpa, no dependiente del arrepentimiento, no necesariamente reclamado por el culpable, incondicional y gratuito, no sujeto a ningún tipo de intercambio, que no busca alcanzar ningún objetivo más allá de sí.28 En otro plano se situaría el perdón condicional, proporcionado al reconocimiento de la falta, que supone el arrepentimiento y que busca la transformación del culpable. Un perdón inscrito en procesos de reconciliación volcados hacia objetivos comprensibles: romper el círculo diabólico de la violencia, construir la paz, regenerar las relaciones sociales, restablecer la «normalidad». El primero es un concepto de perdón absoluto que no niega la existencia de lo irreparable o lo inexpiable. Al contrario, ése es el ámbito donde sólo el perdón absoluto puede actuar. Por eso ----

27. J. Derrida, «Política y perdón», op. cit., p. 20. cf. También A. Abecassis, «El acto de memoria», O. Abel (ed.), op. cit., p. 142. 28. Puede reconocerse en este planteamiento la obra de V. Jankélévitch, El perdón, Barcelona, Seix Barral, 1999. Jankélévitch funda la completa desvinculación del perdón respecto a la política en tres de sus características: 1) es un acontecimiento situado en el tiempo, su acontecer no responde a ningún determinismo ni a imposición alguna; 2) pertenece al marco estrictamente interpersonal y no puede situarse en una esfera colectiva o transcendental, por eso la víctima es insustituible; 3) es un fin en sí mismo, posee un carácter de finalidad en sí totalizante.

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dicho perdón no puede fundar ninguna política ni tampoco un orden jurídico.29 La política y el derecho tienen que arbitrar fórmulas capaces de equilibrar un doble objetivo: impedir la impunidad y el socavamiento del Estado de Derecho y permitir que una comunidad sobreviva a los desgarramientos y los traumas. Su ámbito es el de la soberanía y la representación. Pero, según Derrida, no debe existir confusión entre el orden del perdón y el orden de la política. Aunque precisamente aquello que hace irreconciliables el orden del perdón puro e incondicional y el orden del perdón condicional, es lo que al mismo tiempo los convierte para él en indisociables. Estaríamos ante una determinación negativa de la política por el perdón incondicional. Éste plantearía una exigencia incondicional y sin embargo comprometida con la historia concreta. Derrida apenas aclara cómo se realiza esa determinación negativa y radicalizadora. Un perdón tan puro e incondicionado se parece a una irrupción escatológica, un kairós carente de vínculos y continuidades con el devenir histórico en el que sigue rigiendo la lógica estratégica y la ley del intercambio. Esto amenaza no sólo con dejar la historia concreta abandonada a su suerte, sino con igualar todas las mediaciones, porque todas contaminan e instrumentalizan lo absoluto. La única función política de un perdón absoluto más allá de la política consistiría en visualizar negativamente la lógica del intercambio y de la justicia como venganza controlada, mostrar a contrario el hechizo mítico de la violencia, etc. De ese modo estaría reclamando una superación de la lógica del intercambio y la equivalencia y lo haría por medio de una lógica completamente distinta e irreconciliable con ella, la lógica del don, de la sobreabundancia, del exceso loco del perdón. Ésta permitiría reconocer que, aunque el castigo siga jugando un papel fundamental como mensaje de la sociedad a los perpetradores, carece de fuerza regeneradora: no da origen a lo nuevo, a la ausencia tanto de violencia como de venganza. Derrida, en su afán de liberar el perdón de toda instrumentalización corruptora, de toda supeditación a intereses particulares o circunstanciales, quizás termina desposeyéndolo de dimensiones fundamentales que no necesariamente lo degradan. No existe acción humana desposeída de finalidad y la existencia de ----

29. P. Ricoeur, Lo justo, Barcelona, Caparrós, 1995, p. 195 y ss.

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la misma no imprime a priori a la acción un carácter meramente instrumental. El perdón puede ser solicitado desde el arrepentimiento o no ser solicitado. También puede ser concedido, se haya solicitado o no. Pero el perdón tiene que ver con la necesidad de reconocer el daño, de devolver a la víctima un papel protagónico, de recuperar unas posibilidades de encuentro rotas por el mal perpetrado, de posibilitar una superación de la lógica de la venganza, de despojarse del resentimiento paralizador y atenazador de la víctima. Un perdón, por muy incondicional y absoluto que se quiera, desprovisto de todo vínculo con estas finalidades, ¿sería todavía un perdón humano? Quizás sería importante también diferenciar las diversas articulaciones del perdón y su relación mutua. Existe un perdón que sólo pueden conceder las víctimas, que se sitúa en la relación directa entre ellas y sus victimarios y es intransferible a cualquier instancia mediadora, pero que resulta indispensable para dar sentido y autenticidad al resto de articulaciones del perdón. Existen formas de atenuación del castigo, de indulto y amnistía, que están a disposición del Estado, pero que no deben ser simplemente objeto de chalaneo político o expresión de presiones y condicionamientos estratégicos y que, por tanto, bajo determinadas condiciones, pueden estar en consonancia con un sentir expresado por las víctimas. Existe, por fin, una forma de perdón que otorga la sociedad —no sólo el Estado o los representantes políticos— quebrada por la violencia y el crimen, que decide tras un proceso de debate, de memoria de la experiencia del mal, de auténtica escucha de las víctimas y de comprobación del arrepentimiento de los victimarios, de desentrañamiento y transformación de las complicidades y continuidades de las condiciones estructurales y culturales de la violencia, poner en marcha un proceso de reconciliación, que es al mismo tiempo un proceso de radicalización democrática. P. Ricoeur habla de las influencias del perdón sobre la justicia recogidas en todas las manifestaciones de compasión y de benevolencia en el interior mismo de la administración de justicia,30 pero quizás la dimensión política del perdón trataría de invocar una justicia más allá del derecho que tuviese un efecto radical. Sin dejarse arrollar por la urgencia de «apagar» el conflicto y empezar ----

30. P. Ricoeur, ibíd.

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la reingeniería social del post-conflicto, el perdón apunta en su dimensión política a una democracia no confinada en la representación y los (des)equilibrios de poder. «En esa cota de imposibilidad, en esa apuesta más alta, donde el perdón incondicional se impulsa por la idea de una justicia sustraída al vaivén interminable de la venganza, es posible intuir una sociedad que pueda ponerse al día consigo misma, esto es, una sociedad donde los individuos son capaces —tienen el poder— de reconocer sus muertos, de elaborar sus duelos, de incidir en todo lo que de injusticia, desajuste, desequilibrio, tiende a perpetuarse por la vía de la fuerza, el engaño o la costumbre.»31 Por esta razón, el perdón en su dimensión política no puede desvincularse de una reflexión y de un debate públicos responsables y a fondo sobre las causas de los conflictos, de las violencias, del crimen y del terror. La violencia, el terror y el crimen políticos poseen una conexión profunda e intensa con el sistema económico que genera desigualdad y refuerza la dominación, con culturas que reproducen el clasismo, el sexismo, la xenofobia o el culto a la fuerza, con una tendencia casi ancestral a invisibilizar a las víctimas y a hacerlas irrelevantes para la construcción de comunidad social y política. En relación con estos supuestos, la «impunidad» es mucho más que el hecho de que los perpetradores se libren de la condena judicial. Ésta va de la mano habitualmente de la prolongación de las dinámicas sociales, económicas, políticas y culturales involucradas en la violencia y el crimen. Un perdón político que no afectase a esas dinámicas sólo sería una figura retórica o una fórmula vacía al servicio de los intereses en conflicto o de sus pactos transitorios. Pero cuando despliega su carácter omniabarcante y radical el perdón posee una dimensión utópica que apunta a un encuentro real y todavía improbable de revolución y reconciliación.

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31. A. Chaparro Amaya, «Ética y pragmática del ser enemigo», en A. Chaparro Amaya (ed.), Cultura política y perdón, op. cit., p. 240.

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PERDONAR AL ESTILO Y EN EL NOMBRE DE JESÚS. SENTIDO CRISTIANO DEL PERDÓN Miguel Rubio

Introducción. El marco de consideración Como introducción a esta reflexión sobre el sentido cristiano del perdón, me parece oportuno enmarcar primero el tema en su genuino contexto teológico. Apunto, pues, el siguiente esquema de contextualización, sin detenerme en su desarrollo: 1. Puente de conexión temática • Pecado/ofensa. Constituye el punto de partida. El perdón supone un estado previo de «negatividad». • Conversión. El perdón en sentido cristiano acontece dentro de un proceso global de conversión hacia la positividad humano-cristiana. • Perdón. Siempre parte de Dios, el único que puede perdonar con efecto real. 2. Sentido de la conversión • En su sentido fuerte y radical: como opción radical de seguimiento de Jesús. En cuanto tal, la conversión se entiende total (de todo el ser y quehacer de la persona) y para toda la vida, aunque pueda haber desfallecimientos, altibajos, deficiencias... • En su sentido dúctil de reconciliación —como fase particularizada del proceso global y permanente—, de cara a superar esos desfallecimientos. En cuanto tal, la reconciliación sí que supone momentos reiterados, sucesivos acercamientos de puesta a punto, reajuste...

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3. Sentido del perdón Recalamos con ello en el centro neurálgico de nuestro tema, que quisiera explorar según estos tres enfoques: • El perdón como gesto de regeneración humano-cristiana. • El perdón como acontecimiento de salvación en la Iglesia. • El perdón como fiesta y celebración. Por limitaciones de tiempo, me limitaré a explanar el sentido del perdón desde el primer enfoque, apuntando luego esquemáticamente algunas pautas sobre el tratamiento de los otros dos. I. Perdón/reconciliación. Significado del gesto regenerador 1) Modulaciones antropológico-teológicas del perdón 1. Lo humano y lo cristiano del gesto de perdonar «Perdonar» es en sí un gesto, que debe su grandeza al universo de valores cristianos. Por supuesto, también existe el perdón meramente humano sin connotaciones cristianas, ni siquiera religiosas. Pero el perdón no es un «fruto espontáneo» de la naturaleza humana. La reacción natural, que «instintivamente» brota en la persona como reacción automática a la ofensa recibida, apunta más bien a la «venganza», o el deseo de revancha..., en cualquier caso, a la necedad imperiosa de restablecer el equilibrio descompensado por la acción ofensiva del ofensor contra el ofendido. El perdón meramente humano presenta, por lo general, una de estas dos caras: a) Perdón como estrategia de conveniencia. Responde a un cálculo medido, acuerdo o cavilación, por los que quien perdona se promete un bien mayor —o, en determinados casos, un mal menor—, que el que le sobrevendría de seguir su impulso natural de reivindicación. Se produce, pues, como prolongación del impulso primario natural, pero trasformando en benéfica su inicial tendencia punitiva. b) Perdón como conquista humanista. Procede del convencimiento humanista de que con el perdón las personas generan más calidad humana que con la venganza. Quien perdona se dig82

nifica más a sí mismo que quien cede al impulso de revancha, a la vez que introduce en la sociedad —en el mundo de relaciones sociales— modales que desactivan el círculo vicioso de la violencia y propician la pacificación. Y es justo reconocer que tal adquisición humanista encuentra su origen en la herencia más específicamente evangélica. 2. Expresiones y gestos de la conversión cristiana En la estela de Jesús de Nazaret —de sus frecuentes gestos y palabras—, la praxis y la reflexión teológica cristianas han ido profundizando a lo largo de su historia toda la constelación de expresiones, experiencias psicológico-religiosas, actitudes humanas y dimensiones personales que acompasan el rico proceso de conversión y, dentro de ella, el gesto concreto del perdón. He aquí, de manera panorámica, un esbozo de esa constelación. 1) De la semántica a la experiencia del perdón: De la semántica Conversión Penitencia Confesión Reconciliación

a la experiencia

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Proceso Praxis/actitud Celebración Praxis/actitud/celebración

• Conversión. Proceso de retorno a la autenticidad cristiana y de regeneración. • Penitencia. Expresión habitual para denominar al sacramento del perdón. Con sus inexorables connotaciones semánticas e incluso sinónimas a conceptos como «pena», «expiación», «castigo», «corrección», «mortificación», etc., representa sin duda la designación menos adecuada de este sacramento y que más ha contribuido últimamente a su desprestigio popular. • Confesión. Fidelidad testimonial de vida y sacramento del perdón. • Reconciliación. Proceso de reajuste y reconversión de actitudes, que opera el perdón o conduce a él. 83

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Expresiones

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Experiencia (descripción)

Dimensiones

Conversión

Proceso: Pasos: 1. Dios/gracia 2. Hombre/arrepentimiento 3. Dios/perdón Dinamismo de gradualidad

Religiosa Moral Eclesial Sacramental

Penitencia

Praxis humana, actualizada en: Actos de expiación Hechos de expiación Actitud de expiación

Humana, personal: Psicológica Social Penal Ritual/litúrgica

Testimonio de fe Celebración de la fe:* 3

Confesión

4

Reconciliación

Ÿ Rito y ritualizaciones Ÿ Sacramentos (personal/comunitario) [no sólo la «confesión» sacramental] Actos/momentos concretos, progresivos: Reajuste de actitudes Reequilibrio de personalidad Enderezamiento de formas de vida

Eclesial Pastoral Sacramental Religiosa Moral Eclesial Sacramental

* Se trata primariamente de la celebración cristiana del «sacramento de la penitencia» [aunque no sólo de este sacramento], como fiesta del perdón (cf. parábola del «hijo pródigo»: Lc 15, 11-32). Se trata también, por lo mismo, de la reconducción radical de una praxis cuya realización se ha visto revestida con frecuencia a lo largo de la historia de aspectos deformados y anti-evangélicos (sensación de «tortura psicológica», «minuciosidad», «agobio de cumplimiento de requisitos», «invalidación sacramental» ante su incumplimiento...). Volveré posteriormente sobre este aspecto.

2) De la negatividad del pecado (amartía/amartia) al proceso regenerador de la conversión (metánoia/metanoia). Quiero servirme, igualmente, del cuadro panorámico de la página anterior para sintetizar el conjunto de expresiones, dimensiones, actitudes, gestos... de la experiencia de conversión, tanto a nivel personal como a nivel eclesial/sacramental: 2) Perdón/reconciliación como terapia de regeneración Al hablar ahora de «terapia» no quiero referirme a ninguna técnica específica de las ciencias psicológica o psiquiátrica. El terreno en que deseo moverme es, más bien, el de las coordenadas teológico-antropológicas y sociológicas del Evangelio, desde las que encuentra explicación toda la experiencia cristiana. Obviamente, también las experiencias del pecado y su perdón. El tratamiento evangélico de esas experiencias resulta a todas luces «terapéutico»: consigue que la persona se desprenda de sus zonas despersonalizadas y llegue a ser cada vez más persona en sintonía con el plan de Dios. Me propongo ahora recorrer brevemente los pasos que escalonan el modo de proceder de Jesús y el trasfondo de su acción.1 1. La dinámica terapéutica del Evangelio Podemos articularla en estos tres momentos: Primer momento. «Sólo Dios puede perdonar» (Mc 2, 7 y par.): La experiencia cristiana de «sentirse perdonado». Explica el trasfondo, sobre el que acontece la acción de Jesús: Él realiza acciones que sólo competen a Dios. Tener misericordia es lo propio de Dios, su prerrogativa inconfundible. Dios se revela como tal precisamente en aquello que le distingue del modo de ser de los hombres. Dios ejerce su presencia entre los hombres perdonando. Tanto en el judaísmo como en el cristianismo primitivo, la experiencia de fe en Dios aparece estrechamente vinculada a la experiencia de perdón. Dos textos de la Iglesia pri----

1. Retomo para ello reflexiones ya expuestas con anterioridad: cf. M. Rubio, La fuerza regeneradora del perdón, PS, Madrid, 1987, 38 y ss.

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mitiva nos proporcionan al respecto una información elocuente: la curación del paralítico (Lc 5, 17-26 y par.) y la tradición de la oración del Padrenuestro (Lc 11, 1-4; Mt 6, 9-15). La experiencia cristiana del perdón es, ante todo, experiencia de un acontecimiento de misericordia. Sentirse perdonado significa pasar de la experiencia de culpa a la experiencia de don. Segundo momento. «Tus pecados quedan perdonados» (Mc 2, 5; Lc 5, 20; Mt 9, 2): Jesús, terapeuta del perdón. En Jesús acontece la misericordia amorosa de Dios. De acuerdo con el dato revelado aludido, Dios es siempre protagonista del perdón. Pero sucede algo insólito: afirmando con rotundidad este dato, el NT no duda en presentar a Jesús como al gran perdonador, como al terapeuta del perdón. El cuadro de referencias a que se remite la dinámica terapéutica cristiana, que se centra en Jesús y recibe de Él su orientación apunta principalmente a estos indicadores: 1) Jesús asume el protagonismo perdonador de Dios. En Jesús se presencializa toda la misericordia de Dios. El NT representa una aportación impresionante de rasgos sobre su persona y su significado. Al final, la última clave de su relevancia viene a resumirse en esta constatación: incluso en algo tan privativo de Dios como es el perdonar, Jesús hace las veces de Dios. La tradición cristiana no duda en consignar una y otra vez que Jesús personaliza y hace presente esta prerrogativa divina. Ya he reseñado cómo constata el escándalo del judaísmo cuando Jesús declara al paralítico: «tus pecados te son perdonados» (Mc 2, 5 y par.). No se trata de una pretensión aislada, sino de un gesto reiterado. Por ejemplo: en el caso de Leví (Lc 5, 32), de Zaqueo (Lc 19, 10) o, de manera especial e intencionadamente ostensiva, en el caso de la mujer pecadora (Lc 7, 36-50). 2) Jesús está en posesión, como hombre, de una personalidad absolutamente coherente y sin fisuras. Más allá de su relevancia religiosa —o precisamente desde ella—, los testimonios primitivos cristianos que nos permiten el acceso a su personalidad humana dejan entrever una serie de rasgos de incomparable grandeza. Se trata de un hombre que se embarca en su destino humano hasta las últimas consecuencias, consciente y cordialmente, sin animosidad, sin claudicaciones, practicando y enseñando a otros a practicar la lección más difícil: pasar haciendo el bien y perdonar. 3) Jesús pone en práctica los resortes de personalización. Se ha llevado a cabo el intento de re-leer la acción de Jesús, su peculiar 86

manera de tratar a los hombres y a sus problemas, desde la perspectiva expresa de la psicoterapia.2 Los resultados a los que Hanna Wolff llega desde el campo de su especialidad evidencian en Jesús al «médico» que en cada caso concreto se ocupa y preocupa de la persona en totalidad, descendiendo hasta su misma interioridad —hasta su «corazón»—, pero sin quedarse sólo en el alma, en la psique, sino curando también su cuerpo —su hambre, su ceguera, su lepra... Era elocuente y convencía a su interlocutor, no sólo con su palabra sino con su trato y su acción. «Él mismo era la terapia que proporcionaba».3 Más importante incluso que la posibilidad de identificar a Jesús con la imagen ideal de terapeuta según un cliché determinado, resulta la posibilidad de detectar una serie de constantes en su práctica. Tal como consignan los testimonios de las comunidades cristianas primitivas, la dinámica terapéutica con la que Él opera se caracterizaría así: • Perdonando, desencadena en la persona el proceso de conversión. En el proceso de personalización se inicia y lleva a cabo la misma conversión. La experiencia del perdón es una experiencia revulsiva. Cuando Jesús perdona no se limita a ejercer un acto externo de condonación. La persona que vive la experiencia del perdón se introduce en el proceso de reajuste que supone la conversión. Ello significa que la experiencia de «sentirse perdonado» deviene revulsiva. Es decir: • Perdonando, moviliza todos los ámbitos de la persona. Cuando Jesús perdona, estimula todos los resortes de la persona a los que ha alcanzado el pecado y ahora alcanza el perdón: conciencia y sentimientos, mente y corazón, la esfera de las intencionalidades y el mundo de las proyecciones prácticas. • Perdonando, abre la interioridad a la alteridad. Cuando Jesús perdona, dinamiza al hombre de tal modo que le impulsa a salir de sí mismo. La conversión comienza por la interioridad de la persona; pero en vez de dejarla enclaustrada, la proyecta hacia fuera. Reconstruye el mundo de la subjetividad; pero en vez de clausurarla sobre sí misma, la abre a los demás, a la acción, al compromiso. ----

2. Cf. al respecto: H. Wolf, Jesus als Psychtherapeut. Jesus Menschenbehandlung als Modell moderner Psychotherapie, Stturgart, 19858. 3. Ibíd., 12.

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• Perdonando, reestructura el universo relacional. Cuando Jesús perdona, el proceso de conversión que revulsiona a la persona conlleva especialmente una recomposición de toda la red interrelacional en que ésta se realiza: consigo misma, con los demás, con el mundo y con Dios. Jesús apuesta por una nueva lógica interrelacional. El horizonte de apreciaciones en que él se mueve desbarata los presupuestos de la lógica interhumana habitual. En este sentido, su modo de proceder resulta muchas veces desconcertante. Y es que la lógica que regula normalmente las relaciones interhumanas se rige por la ley del más fuerte o, en el mejor de los casos, por la ley de la reciprocidad, de la equivalencia, como norma de justicia. Jesús, en cambio, se guía por su lógica de Dios. Con ello pone de relieve que su modo de ser justo —como el de Dios— consiste en la misericordia. Esta praxis se evidencia palmariamente en la contundente réplica de la ley del talión (Ex 21, 23 y ss.; Lv 24, 18 y ss.; Dt 19, 21), que nos ha transmitido la tradición Q (Mt 5, 39 y ss.; cf. Lc 6, 29 y ss.). Jesús apuesta por una lógica de superabundancia, la lógica propia de Dios. En ella, los móviles de la reacción instintiva quedan desbancados; hasta los mismos principios de comportamiento dictados a impulsos de la razón se ven desbordados. A la vindicación oponen el perdón; a la reclamación de derechos, la postura de reconciliación más allá de cualquier frontera. Tercer momento. «Ve y haz tú lo mismo» (Lc 10, 37): La experiencia cristiana de practicar el perdón. La dinámica terapéutica que se desprende del Evangelio encuentra su última etapa en la proyección activa. Restablecer el propio equilibrio exigía: 1) la experiencia pasiva del perdón: saberse y sentirse perdonado. El proceso de reajuste requería necesariamente: 2) re-afirmarse y re-crearse desde la experiencia del perdón: a través de la mediación de Jesús el perdón nos conduce a la personalización. Esta doble experiencia posibilita e impele a: 3) la experiencia activa; hay que salir de sí mismo y dar el salto de la experiencia de ser perdonado a la experiencia de «perdonar». Al don sigue la tarea. Ajustándome al esquema evangélico, reseño los hitos que acompañan esta fase conclusiva de la dinámica terapéutica (enseguida ampliaré este apunte como apuesta programática cristiana del perdón). 88

• Perdonar al estilo y en nombre de Jesús. La novedad cristiana de quien se siente perdonado se traduce en la modalidad que adquiere el propio comportamiento de cara a los demás. Por el hecho de ser perdonado, el cristiano deviene de manera más viva «imagen y semejanza de Dios»; también de manera activa, es decir: atreviéndose a perdonar en nombre de Jesús —desde su impulso, con su eficiencia— y como Él lo hizo —sin restricciones, con todas las consecuencias. • Perdonar como condición para obtener perdón. Recibir perdón supone disponibilidad para aceptarlo, supone la restauración del equilibrio interior de la personalidad que ha superado las fisuras de su mundo relacional. Supone, por lo mismo, no sólo la disponibilidad para recibir perdón, sino también para otorgarlo y repartirlo (cf. Lc 11, 4; Mt 6, 12). En el restablecimiento de tal equilibrio suele residir, de hecho, la mayor dificultad terapéutica —a veces insalvable desde las potencialidades meramente humanas—; pero aquí es donde entra en función aquella otra potencialidad estrictamente cristiana que consiste en la pulsión desde Dios y que la primera carta de Juan acierta a formular con inapelable profundidad: «si nos acusa nuestro corazón, Dios es más grande que nuestro corazón, y Él lo sabe todo» (1 Jn 3, 20). Cuando la mismidad de la persona está tan cuarteada que se hace imposible encontrar de nuevo la coherencia, Dios está por encima de la limitación humana y, como tal, es capaz de introducirla en la misericordia y hacerla misericordiosa. • Perdonar como fundamento de una nueva personalidad. Sentirse perdonado y estar dispuesto a perdonar posibilita la aceptación de sí mismo como se es y con todo lo que se es —sin excluir la experiencia de la propia fragilidad e incluso las experiencias de caída. Reconciliado consigo mismo, el hombre puede reconciliar, puede dar y recibir perdón, puede aceptar al otro como es y con todo lo que es. Ello quiere decir: el «hombre nuevo» está en condiciones de «renovar», de propulsar la nueva creación en sí y en los demás, a nivel meramente grupal o incluso a una escala supragrupal. • Perdonar como posibilidad de transformación político-social. Evidentemente, tal pretensión no debe ser malinterpretada, en el sentido de una intrusión sacralizadora y aberrante 89

en el orden de las actividades políticas. Sugiere, más bien, aquella dimensión no privatizada ni privatizable del perdón que reviste un alcance social y que, por lo mismo, conlleva modificaciones comportamentales de repercusión en la praxis político-social (cf. Lc 19, 10). Pero cabe, incluso, una explicitación más socializadora —no sólo desprivatizadora— de la praxis del perdón: la del proyecto utópico cristiano de transformación de la sociedad, tal como se sigue de un planteamiento de la convivencia socio-política guiada por el ethos del perdón, al que luego me referiré. 2. Del don (recibir perdón) a la tarea (perdonar). ¿Qué significa «perdonar al estilo y en el nombre de Jesús»? El esbozo terapéutico de Jesús, según el cual el perdón deviene acontecimiento de regeneración (liberación/salvación...), toma cuerpo pronto en la praxis cristiana. Al perdón recibido ha de responder el cristiano aprendiendo a perdonar: también él ha de ser «gratuito» con los demás al estilo de Jesús, también ha de perdonar. Es decir: la gratuidad de Dios se hace expansiva; el don se convierte en tarea. En el fondo se trata de traducir la experiencia prioritariamente pasiva del «ser perdonado» a la experiencia primordialmente activa de la «praxis del perdón». Esta nueva experiencia del perdón como tarea constituye la virtud cristiana del perdón. Ya he abundado suficientemente en el significado del perdón como terapia que reconstruye a la persona en cuanto tal. Quisiera insistir algo más en su proyección social. Concretamente en estos niveles, particularmente significativos: • La virtud cristiana del perdón en la Iglesia primitiva. • El amor al enemigo como forma suprema de perdón. • Un proyecto utópico de transformación de la sociedad desde la praxis del amor y del perdón. 1) La virtud cristiana del perdón en la Iglesia primitiva4 Ésta puede ser desdoblada en dos niveles complementarios de realización: a) el nivel personal: el don recibido se hace tarea ----

4. Nuevamente retomo reflexiones de M. Rubio, La fuerza regeneradora del perdón, 54 y ss.

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hacia el interior de la persona creyente, que se configura al modo de ser de Dios en Cristo; siendo misericordioso, el cristiano deviene nueva criatura a imagen y semejanza de Dios, que es misericordia; en este sentido, el cristiano —la Iglesia— deviene testigo del perdón y lugar vivo de la actualización de la misericordia. b) El nivel socio-político: el don recibido se hace, además, tarea hacia las demás personas; la novedad interior se dinamiza hacia fuera y configura, a su vez, la modalidad del comportamiento de cara a los otros; en este sentido, el cristiano —la Iglesia— deviene servidor de la reconciliación, signo viviente y eficiente del perdonar al estilo y en nombre de Jesús. La experiencia-praxis del perdón como tarea ocupa un lugar muy significativo en la fisonomía de las diferentes comunidades cristianas primitivas. Baste, para ilustrarlo, el testimonio de Mt 18, en que se explicita un esquema comportamental comunitario sobre el común denominador de la virtud cristiana del perdón. Como punto de partida se invoca el logion de Jesús sobre la necesidad de la conversión (v. 3); se acentúa a continuación con inusitada drasticidad la gravedad del pecado —sobre todo si éste revierte contra los débiles y pequeños— (vv. 6-11) para dar paso luego a la reafirmación de la misericordia y solicitud del Padre (vv. 12-14). Sobre este trasfondo se establecen: a) las tres reglas de corrección fraterna (vv. 15-18), pero sobre todo b) el principio del perdón sin límites (vv. 21-22), c) la necesidad ineludible de reconciliación (vv. 23-35). 2) El amor al enemigo como forma suprema de perdón Amar al enemigo representa, sin lugar a dudas, una manifestación límite de este modo de perdonar al estilo de Jesús. Representa, por lo mismo, uno de los campos de aplicación más idóneos para medir el alcance y significado de las potencialidades de la virtud cristiana del perdón. Explicitamos algunas de estas potencialidades: La praxis del amor como respuesta a quienes nos son adversos (Mt 5, 43-47). Mt 5, 44 y ss. recoge de la tradición escrita Q esta praxis extrema de amor, corroborada además en una serie de textos de la misma fuente. Según ella, Jesús desdice la tendencia de rencor al enemigo y sobrepasa el precepto mismo de amor al prójimo de Lv 19, 18. Afirma: «Pero yo os digo: amad a vuestros enemigos y rezad por vuestros perseguidores...». Esta exigencia 91

tiene como contenido la culminación de todo un programa en el modo de relación con el otro (cf. Mt 7, 7 y ss.: la comprensión; Mt 7, 7 y ss.: la regla de oro), que incluye los casos conflictivos; confirma la lógica de superabundancia instaurada por Jesús; reestructura hasta la misma escala de valores en el orden antropológico, ético y social. Los cristianos optan por un estilo de vida que se caracteriza por la no violencia (Mt 5, 39 y ss.). Siguiendo el mensaje de Jesús, su praxis de amor se orienta directa y positivamente hacia aquellos que los rechazan. Desde la experiencia negativa concreta de hostilidad y persecución con que son tratados responden con amor a estos enemigos concretos, con lo que el significado del perdón no queda difuminado en un enunciado abstracto ni reducido a circunstancias excepcionales y casi imposibles de la existencia; se erige más bien en el «denominador común, la clave de toda la conducta y del mensaje de los seguidores de Jesús».5 La experiencia de Dios como Padre (Mt 5, 48), al que le es propio practicar la misericordia, está en el fondo y da sentido a esta praxis cristiana, que como tal constituye una réplica: como el Padre, también el cristiano quiere la salvación para todos, incluso para los malos, los injustos, los enemigos. La praxis del amor como condonación de deudas (Lc 6, 2736). El contexto que encuadra la presentación del amor a los enemigos en Lc no refleja ya la situación histórica de Jesús. Presupone, más bien, una comunidad cristiana posterior integrada por gentes provenientes del judaísmo y del paganismo; cristianos, en su mayoría, «de buena posición», económicamente desahogados y moralmente bien reputados. Precisamente por esto no son bien vistos, sino maldecidos y hasta «odiados» por la minoría de los socialmente «de humilde condición», económicamente menesterosos, moralmente poco estimados (se entiende: por el grupo mayoritario). El amor a los enemigos adquiere en este contexto resonancias muy específicas. Oímos: «A vosotros que me escucháis os digo: amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian...» (Lc 6, 27 y ss.). Pero el enunciado general se hace ex----

5. H. Wolf, op. cit., 119. «A nuestro juicio, este programa de existencia que se traza el grupo de los mensajeros de Jesús no tiene parangón dentro de la sociología en general ni de la sociología de la religión en particular»: ibíd., 125.

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hortación concreta con un sentido modificado y un alcance diferente respecto a Mt 5, 44 y ss. Los destinatarios de Lc son cristianos bien situados, pudientes, selectos. Los «enemigos» aquí son hermanos en la fe, cristianos que por su condición económica, social y moral resultan objeto de enemistad. Es decir: «enemigo» significa aquí «deudor» (que por lo mismo es considerado carente de estima social y de aprecio moral), con lo que el factor económico cobra importancia decisiva, hasta el extremo de condicionar e incluir los factores social y moral. Consiguientemente, mientras en Mt la praxis del amor a los enemigos equivale a la aceptación de todos, incluso de nuestros adversarios, en Lc equivale a hacer el bien, a practicar la beneficencia, sin esperar recompensa ni homologación justa. La interpretación teológica de Lc (los retoques que aplica al texto recibido de la tradición Q) nos introducen en una ética social de «buenas obras» que insta a practicar el perdón de manera socialmente activa y concreta. Perdonar se corresponde con hacer el bien, y hacer el bien se traduce en prestar a todo riesgo sin reclamar la devolución de lo prestado (v. 34 y ss.), en condonar deudas (vv. 29b-30); el donante perdona renunciando a su derecho legítimo de cobrar o reclamar lo prestado. La lógica de la superabundancia no deja otra opción al cálculo de beneficios que la incalculable recompensa de Dios (v. 35). Se retorna así al pensamiento clave: perdonar, como exigencia del seguimiento de Jesús, comporta siempre en el cristiano una manera de conformación con Dios, cuya expresión de ser es la misericordia (v. 36). 3) Un proyecto utópico: la transformación de la sociedad desde la praxis del perdón Cabe un paso más en la praxis de la virtud cristiana del perdón: en cristiano, perdonar entraña un proyecto social. Si siempre es importante afirmar el carácter social de lo cristiano, ello vale especialmente para la praxis del perdón, tan expuesta al riesgo de la privatización. Desde la sociología del movimiento de Jesús, y eludiendo tanto el confinamiento en la esfera privada como el triunfalismo de cualquier forma de mesianismo político, podemos colegir una especie de proyecto utópico cristiano de transformación de la sociedad a partir de los supuestos de la práctica del perdón. A este resultado se llega desde un planteamiento global, que dife93

rencia notoriamente el movimiento de Jesús de otros movimientos renovadores de su tiempo. El planteamiento. Mientras esenios y militantes de la resistencia fomentan el odio al extranjero ocupante, el movimiento de Jesús formula la exigencia insoslayable de la propia conversión (Lc 13, 3 y ss.); frente a la propuesta de sublevación contra el enemigo opresor, el movimiento de Jesús apela fundamentalmente a la renovación interior como forma más eficaz de liberación y descalifica todo conato de violencia. Entre las manifestaciones de este ethos pacifista podemos anotar, por ejemplo: a) al grupo más cercano a Jesús tienen acceso incluso un publicano, recaudador de impuestos, y un zelota, miembro de la resistencia (Mc 2, 13 y ss.; Mt 10, 3; Lc 6, 15); b) se critica duramente el asesinato de Zacarías, perpetrado por la resistencia (Mt 23, 35); c) miembros de las tropas extranjeras son acogidos con benevolencia, estimados con admiración, tratados con deferencia (Mt 8, 5 y ss.; Hch 10, 1 y ss.); d) se prohíbe no sólo la conducta agresiva, sino la defensa contra la agresión (Mt 5, 39 y ss.); no sólo los actos externos, sino incluso la ira interior (Mt 5, 21 y ss.). El resultado. La virtud cristiana del perdón constituye uno de los componentes primarios de ética política en el cristianismo primitivo. El ethos que se desprende de su praxis sobrepasa los límites de lo meramente individual o particular para incidir en la configuración de la sociedad. Nos hallamos ante un ethos social que, lejos de regirse por la confrontación violenta y dar vigencia a la ley del más fuerte, subraya la necesaria disponibilidad para el perdón y la reconciliación, la superación de toda frontera de prejuicios, el vencimiento de la conducta agresiva y de las tensiones sociales. Es más, por el perdón los impulsos de agresión quedan trastocados en la forma suprema de misericordia, que se llama amor al enemigo; la necesidad de afirmarse a sí mismo frente al otro, incluso mediante el uso de la fuerza violenta, se transmuta en aquella praxis de autolibertad capaz de aceptar al otro, incluso a costa de sí mismo. Ha surgido un irenismo capaz de transformar los grupos sociales desde una praxis, que sólo encuentra explicación en la motivación cristiana de principios como perdón y reconciliación frente a odio y revancha, amor frente a reivindicación, tolerancia frente a intransigencia. Indudablemente, el vuelco existencial y social que implica este paso de la agresión y el 94

miedo que la determina al perdón y la libertad que lo acompaña no es explicable por mecanismos inherentes a la naturaleza humana. Nos movemos, de nuevo, en el marco de referencias ya explicitadas: una lógica de superabundancia respaldada por la acción de Dios que, como en otros campos del comportamiento humano-cristiano, también aquí es decisiva para hacer posible lo imposible (Mc 10, 27). II. Perdón/reconciliación como acontecimiento de salvación en la Iglesia 1) La experiencia del perdón como acontecimiento compartido Sería injusto afirmar que la Iglesia de nuestro tiempo ha relegado o desatendido la conciencia o la experiencia/praxis de la virtud cristiana del perdón. Importantes documentos del Vaticano II, de Pablo VI y Juan Pablo II, así como la vida cristiana en incontables gestos y signos, testifican lo contrario. Con todo, sí que se puede sostener que desde hace tiempo en la Iglesia se ha afianzado más una práctica pastoral orientada al cumplimiento del rito penitencial de la confesión sacramental que la actitud de disponibilidad y apertura para el perdón y la reconciliación. Se hace, pues, teológica y pastoralmente necesario despertar esta disponibilidad para el perdón, ya que ella constituye el supuesto que posibilita y sobre el que se fundamenta el rito sacramental como una expresión y actualización particularizada del perdón. Sin detenerme en su desarrollo, quiero esquematizar en forma de tesis algunas afirmaciones básicas sobre el significado eclesial-comunitario del perdón. 1. La Iglesia, lugar de perdón y reconciliación. Consecuente con la lógica de superabundancia de Jesús, la Iglesia —su discípula y continuadora— está llamada a proclamar y trasmitir la fuerza regeneradora del perdón entre los hombres y los pueblos. Perdonar pertenece, pues, a la misión originaria de la Iglesia. En ella el creyente se sabe perdonado y da testimonio profético de perdón. La virtud cristiana del perdón tiene, por lo mismo, un ámbito de actualización irrenunciablemente eclesial: el don y la tarea de reconciliación eclesial prolongan entre los hombres de 95

todos los tiempos el modo de actuar de Dios que se manifiesta como misericordia. 2. En cristiano, todo lo importante comienza y termina en comunión. Nace a la fe desde una experiencia de comunión eclesial. Se renueva en la fe haciendo suyas las potencialidades comunitarias del perdón «recibido»/«repartido». 3. Perdón/reconciliación e Iglesia/comunidad se llaman mutuamente. El cristiano se reconcilia con Dios reconciliándose con los hermanos, integrándose en la Iglesia como comunidad de conversión/reconciliación. Participa, así, en el movimiento de salvación de Dios. 4. Experiencia «comunitaria» y experiencia «personalizada» del perdón. Que el perdón constituya primariamente un gesto compartido de salvación dentro de la Iglesia, no implica que la persona y lo personal queden diluidos: se prima el gesto comunitario del perdón, pero éste sólo es auténtico desde la experiencia personalizada y particularizada del mismo (que nada tiene que ver con experiencia «privatizada» o «individualista», como asunto privado que sólo concierne a mí y Dios). 5. Miembros de una Iglesia en tensión. Este significado eclesial del perdón se entiende a partir de la pertenencia del creyente a una Iglesia en tensión, sujeto a la vez de vicios y virtudes. La Iglesia en tensión, sobre la que recae el peso de la reconciliación, es una Iglesia en estado de contestación: a) contesta su propia instalación y extrañamiento, su desvirtuamiento. b) Contesta, asimismo, cualquier truncamiento, alienación o mediatización del hombre, víctima del juego de intereses políticos, ideológicos o económicos. c) Contesta, finalmente, su constante tentación de triunfalismo: sujeto de vicios y virtudes, la Iglesia sólo cede a la grandeza del realismo; por él se sabe y se acepta a la vez como protagonista y antagonista en el acontecimiento de la salvación, el mayor aliado de Dios en la causa del bien y su enemigo más peligroso dentro de sus mismas filas. 2) Conversión: el camino cristiano del perdón La Iglesia como «pueblo de Dios» y «comunidad de los seguidores de Jesús» sólo puede subsistir —obviamente, guiada y sostenida por el Espíritu— desde este horizonte irrenunciable de rea96

lismo. Éste la impulsa constantemente a la conversión como único camino para mantenerse en fidelidad a la genuinidad evangélica. 1. Realismo/optimismo antropológico cristiano. La afirmación y la práctica de la conversión dentro de la Iglesia pone de relieve el formidable «realismo optimista» del Evangelio, así como la confianza de Jesús en la persona humana, en sus posibilidades de cambio y mejora. Realistamente admite la labilidad humana, su fragilidad y flaqueza. Optimistamente le convence de que nada en el hombre es fatal ni está definitivamente perdido. El camino de conversión y la seguridad del perdón entrelazan realismo y optimismo y los articulan en un proceso de regeneración existencial. 2. La Iglesia muerta de todo cristiano vivo. La Iglesia que somos se reconoce en y aspira a la Iglesia que anhelamos ser. Quisiera ilustrar con una fábula ocurrente el significado de una Iglesia tensional entre lo que realmente es y lo que está llamada a ser:

La muerte de la Iglesia de Yonderton6 Sucedió no hace mucho tiempo en Inglaterra. En las páginas del periódico local del pueblo en que acontece nuestra historia apareció un día la siguiente esquela mortuoria: Con la expresión del más profundo sentimiento y de común acuerdo con mi comunidad parroquial hago saber la muerte de la Iglesia de Yonderton. El funeral tendrá lugar el próximo domingo a las 11 de la mañana. Herbert Wrigth, párroco de Yonderton Tal anuncio suscitó animadas discusiones que sobrepasaron incluso las fronteras del ámbito local. La semana fue pasando. Los comentarios, en vez de ceder, se fueron avivando. Llegó el domingo. A las 10:30, el templo estaba completamente abarrotado hasta los últimos rincones. A las 11 en punto subió al púlpito el reverendo Wrigth. —«Queridos amigos —comenzó diciendo: ustedes me testimonian con su presencia que están absolutamente convencidos del hecho de la muerte de nuestra Iglesia y que, además, tampoco tienen esperanza alguna de su posible revivificación. No obstante, quisiera someter su convencimiento a una última prueba. Por favor, les ruego que vayan pasando uno tras otro junto al féretro que hemos colocado en la nave ----

6. Cf. Die Kirche zu Yonderton ist tot: Zur Pastoral der geistlichen Berufe, n.º 11 (1973), 32 (ed. por E. Spath, Friburgo).

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central y vean, por última vez, al difunto. Seguidamente vayan abandonando el templo por la puerta del lado izquierdo». Los ojos de todos los asistentes se fijaron de golpe en la voluminosa mancha negra que formaba el féretro situado delante del altar, mientras el reverendo Wright concluía escuetamente: —«Después de esto celebraré yo solo el funeral. Pero si alguno de ustedes cambia entre tanto de opinión, entonces, por favor, que vuelva a entrar por la puerta del lado derecho. En ese caso, en vez de celebrar el funeral, celebraría una misa de acción de gracias». Dicho esto, descendió del púlpito, se acercó al féretro y descubrió la parte superior del ataúd para que todos pudiesen ver el interior. Poco a poco se fue formando una larga procesión a la que terminaron por unirse todos los asistentes. Mientras la larga cola en la que me encontraba se iba aproximando al féretro, tuve tiempo suficiente para reflexionar: ¿qué o quién será propiamente la Iglesia? ¿Quién puede yacer ahí en el ataúd? De pronto me di cuenta de que la puerta del lado derecho del templo estaba abierta y de que apresuradamente entraban por ella los mismos fieles que poco antes habían salido por la puerta de la izquierda... En estos momentos me hallaba yo precisamente ante el féretro. Involuntariamente cerré los ojos antes de mirar al interior... Al abrirlos antes de retirarme pude contemplar mi propio rostro en el espejo depositado en el fondo.

No sería procedente aquí quedarse en la superficie anecdótica de la ocurrente maniobra del párroco Wrigth. El contenido parabólico de esta historia irreal nos confronta con un espejo real, en el que nuestro propio rostro eclesial se hace interrogación y obtiene respuesta. III. La generación cristiana sacramental como celebración y fiesta del perdón En contra del temor y los recelos que el sacramento del perdón suscita en muchos cristianos —con el consiguiente alejamiento del «confesionario» y el desprestigio del «sacramento de la penitencia»—, las coordenadas en que se mueven los textos evangélicos sobre el perdón invitan, más bien, a hacer de él una celebración y una fiesta. He aquí un escueto apunte sobre el tratamiento teológico de este sacramento como celebración y fiesta del perdón.

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1) Del complejo al redescubrimiento 1. La «regeneración» de la reflexión y pastoral sacramentales. Se impone, en primer lugar, revisar y hasta «regenerar» el tratamiento teológico y la praxis pastoral tradicionales de este sacramento, a la luz del paradigma esbozado por Jesús a través de sus gestos de perdón, sus parábolas de misericordia, su talante acogedor. • Hay que descargar al sacramento de «lastres» innecesarios, como pueden ser: — Su «judicialización» (la sobrecarga del carácter de juicio, que domina la comprensión y el ritual). — Los vestigios de «tortura psicológica» en el trato con el penitente (declaración/interrogatorio sobre detalles: número, veces, circunstancias...). • Hay que sortear deformaciones y extremismos, como puede ser: — La polarización entre moral «sin pecado» ↔ moral «de pecado». — Frente a esa polarización, el equilibrio entre dos extremos invita, más bien, a formular y llevar a la práctica una «teología/moral del hombre redimido». 2. La crisis actual del «sacramento de la penitencia» como cauce institucionalizado del perdón. El perdón/la reconciliación sacramental constituye indiscutiblemente un «atributo» de la Iglesia. Pero la renovación teológico-moral actual tiene que despejar del sacramento ciertos espejismos de magia soterrada y reforzar una línea de pastoralidad abierta y coherente: • Hay que despejar el espejismo mágico de que: a) el rito sacramental opera automáticamente el perdón; así como la creencia práctica de que: b) sólo puede obtenerse realmente el perdón mediante la absolución sacramental. El perdón «activo» —don recibido de Dios— es instantáneamente efectivo. Es decir: Dios no necesita tiempos para perdonar, aunque a veces la experiencia reconfortante de liberación, que habitualmente acompaña al don sacramental, pueda requerir el acompasamiento algo más lento del acoplamiento psicológico al acontecimiento salvador. El perdón «pasivo» —la respuesta humana de reajuste comportamental—, sucede dentro de un proceso de conversión/ 99

reconciliación más lento y pausado (con altibajos, reincidencias, retrocesos...), que requiere paciencia y constancia. • Hay que dar cauce a una pastoralidad que: a) sin desdeñar el gesto sacramental y sus potencialidades, reconozca y trasmita que Dios no necesita de cauces preestablecidos ni fijos para ejercer misericordia; b) su acción no violenta la naturaleza humana, sino que se acompasa a sus ritmos y condicionamientos; c) consiguientemente, el principio de gradualidad ha de adquirir decidida presencia y plena vigencia en la tarea regeneradora del perdonar. 3. La propuesta del hombre redimido. La concepción cristiana del «perdón de los pecados» entraña una visión altamente positiva y consoladora, que podríamos sintetizar en estos postulados: • La verdad antropológica cristiana de fondo: optimismo humanista. El hombre es capaz de cambiar a mejor. • La verdad teológica cristiana de fondo: optimismo de la salvación. Dios está de parte de los hombres y su última palabra sobre ellos se llama misericordia y amor. • Los accesorios beneficiosos del sacramento. Conscientes de que lo esencial del sacramento —perdonar— es obra de Dios y no requiere en sí otros aditamentos, no es bueno sobrevalorar —o, inversamente, menospreciar— ciertos complementos antropológicos y psicológicos, que suelen acompañar el ejercicio sacramental del perdón: ambiente de desahogo → planificación de futuro (causeling) → diálogo entre penitente y confesor (diálogo, no imposición; ayuda, no avasallamiento; orientación, no paternalismo/infantilismo espiritual).

2) Celebrar la alegría del retorno Los textos evangélicos sobre el perdón —particularmente las parábolas— recalcan en todo momento el clima de comprensión, cordialidad, alegría... Valga como muestra el paradigma de la parábola del Padre misericordioso y el hijo pródigo (Lc 15, 11-32): 1. Perdón como reencuentro con Dios y lo mejor de sí mismo. El reencuentro del hijo (pródigo) con Dios Padre/Madre. 100

2. Perdón como retorno a la casa del Padre. El acercamiento al recinto amoroso y seguro de acogida y felicidad. 3. El perdón como celebración y fiesta. «Se pusieron a celebrar la fiesta». 4. «El sacramento de la alegría» (B. Häring).

Conclusión: realismo y entusiasmo del perdón Desde la perspectiva del perdón y la reconciliación, el cuadro de la Iglesia en realista claroscuro también puede generar entusiasmo («endiosamiento», en su etimología griega). No sólo porque el perdón nos «devuelve» la «gracia» (nos hace partícipes de Dios»); también porque nos «contagia sus maneras» (amor, misericordia, alegría, felicidad...) de comportamiento para con los demás. De suerte que la verdadera actitud creyente ante la Iglesia que somos sólo puede traducirse como cántico de fe, amor y esperanza hacia ella.7 1. La Iglesia «reconciliadora»: una tarea irrenunciable • La Iglesia, lugar de perdón y reconciliación. A pesar de las incomodidades y reajustes que comporta el ser un creyente idealista, a pesar de la necesidad irremediable que impone el realismo de aceptar «también» el otro rostro oscuro de la Iglesia, ha de profesarse y confesarse un credo entusiasmado sobre la Iglesia reconciliadora. • «Profesión de fe» sobre la Iglesia reconciliadora. Hay que seguir creyendo hoy en la Iglesia: — de rostro conciliante y reconciliador; — como don de Dios en Cristo, camino que hace hermanos repartiendo perdón; — como amiga de Dios y de todos los que buscan; — como amiga de los hombres y estímulo de solidaridad; — como lugar de encuentro sin fronteras de tiempo, raza, cultura, color político, clase o profesión.

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7. Tomado de: M. Rubio, La fuerza regeneradora del perdón, PS, Madrid, 1987, 77, 84-85, 88-89.

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2. La Iglesia «reconciliable»: una exigencia apremiante • La Iglesia, objeto de perdón y reconciliación. Una imagen realista de la Iglesia deroga y desautoriza toda pretensión triunfalista de perfeccionismo. Pero la contemplación realista, que descubre sus indigencias y desgarros reconciliables, no reniega de ella ni abjura de su amor. Al contrario: sólo desde el realismo es posible el amor. Más aún: sólo la lealtad crítica garantiza la autenticidad del amor. • Declaración de amor a la Iglesia reconciliable. A pesar del dolor que inflige la historia infiel de la Iglesia —que, por lo demás no es cotejable con el gozo con que gratifica la historia de su fidelidad—, — hay que declararle amor a la Iglesia; — hay que estar dispuestos a «ser hijo de una Iglesia cuestionada»; — hay que salirle al encuentro con lo mejor de nosotros mismos; — hay que reconciliar todo lo reconciliable de la Iglesia con el don de nuestro más reconciliador corazón. Francisco de Asís lo entendió así. Como en otras tantas cosas, también en ello supo compaginar el radicalismo de la exigencia cristiana con la comprensión ilimitada. «En el diálogo entre la jerarquía romana y Francisco —resume J.A. Merino en una bella página— se enfrentaban dos mundos, dos actitudes y dos comportamientos muy distintos [...]. Asistimos a un encuentro entre institución garantizada y carisma sospechoso, entre el orden establecido y la novedad del Evangelio inédito, entre la defensa de una ortodoxia y la vivencia de una ortopraxis. A pesar de todo, Francisco no quiso entrar en conflicto dialéctico con la jerarquía porque sabía muy bien que el mensaje y la radicalidad del Evangelio sólo tienen fuerza convincente en la práctica, en la vida vivida, no en la proclamada y defendida [...]. Francisco no pudo entrar en conflicto verbal y argumental con la jerarquía eclesiástica porque su campo de acción y su fuerza no se centraban tanto en la ortodoxia cuanto en la ortopraxis [...]. Francisco no fue un profeta frustrado, ni un demagogo propio de la época, ni un heterodoxo de conveniencia, ni un clásico disidente. No gritó contra nadie ni exigió nada a nadie, no quiso reformar ni a la Iglesia ni a los cristianos. Quiso reformarse a sí mismo y a los voluntarios que se le unían [...]. Jamás fue un cristiano amarga102

do y un aguafiestas inoportuno [...]. Francisco era demasiado humano y genial para no darse cuenta de que la Iglesia es débil y que incluso la jerarquía está compuesta de personas limitadas a las que hay que comprender y ayudar, pero de las que no se puede desertar y mucho menos detestar. Era demasiado sencillo y humilde para poder convertirse en un hereje intransigente y francotirador».8 3. La Iglesia «reconciliada»: una utopía practicable • La Iglesia, icono de perdón y reconciliación. A pesar de las voces que propalan desaparición e irrelevancia, a pesar de los síntomas que evidencian fisuras y carcomas en ese icono viejo de veinte siglos de historia, otros signos testifican autenticidad vigorizada; otras gestas gritan vida joven y vigencia redoblada; las rupturas señalan a los odres viejos que ceden y se abandonan a la pujanza del vino nuevo. • «Proclamación de esperanza» en la Iglesia reconciliada. Hay que proclamar la esperanza. No desde los tejados de un triunfalismo resbaladizo, sino desde el dolor de parto, desde la fe hecha raíces, desde la experiencia de amor acrisolado... Hay que proclamar la esperanza en una Iglesia reconciliada: — sierva de Dios y servidora de los hombres; — llaga de Jesús y cobijo de débiles y fuertes; — hija del Espíritu y hermana de los pobres; — testigo de la verdad sin costuras y mártir de la novedad del Reino; — libre de sí y liberadora; — profeta de la paz; — canto dolido de solidaridad; — horizonte abierto de los «nuevos cielos»; — secreto, cumplimiento y amén de la «Novia ataviada del Cordero».

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8. J.A. Merino, Humanismo franciscano, Madrid, 1982, 176-177.

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REFLEXIONES SIN IRA DE UNA VÍCTIMA Eduardo Madina

Quisiera, en primer lugar, comenzar señalando que es un placer para mí haber sido invitado a participar en este foro y poder estar con todos vosotros en una tarde como ésta. Hacerlo, además, acompañado por el profesor Reyes Mate convierte este día en un día especial para mí. Muchas gracias por haber pensado que pueden ser interesantes para los organizadores y todos ustedes, mis reflexiones en voz alta sobre el difícil asunto del terrorismo en el País Vasco, sobre lo que la violencia política de ETA produce y sobre las víctimas del terrorismo. El tema a tratar me obliga siempre a un complejo juego de difícil combinación porque para algunas partes del análisis de la realidad vasca, soy consciente de que es mejor que me evite y procure objetivar el punto de vista y para otras, no encuentro nada mejor que meterme dentro de mí, hasta el fondo de algunas de mis experiencias vividas en conexión con las cosas que allí suceden para tener más elementos, elementos vividos, con los que construir mi percepción. Con todo, considero que la complejidad de lo que Mario Onaindía denominaba «el laberinto vasco», invita rápido a pensar que para adentrarse en él, lo mejor con lo que podemos contar es con una brújula de certezas para evitar perdernos. La realidad de las cosas en Euskadi sugiere prudencia y suele verse mejor si nos acercamos a ella con una mínima intención racional. Es decir, que la cabeza suele ser una aliada más útil que el corazón —por muy cargado de emociones humanas y positivas que esté— y la racionalización un ejercicio altamente aconsejable. Ya existen demasiados comentarios pasionales —en muchas 105

ocasiones de bajas pasiones— como para seguir recargando una realidad ya de por sí en sobrepeso de pasiones y sentimientos. Así, creo que desde una aproximación racional, la realidad histórica vasca permite utilizar instrumentos marxistas de interpretación histórica —dialéctica— para captar el origen de eso que se ha denominado «el conflicto vasco». El proceso de industrialización vivido en las últimas décadas del siglo XIX, principalmente en la provincia de Vizcaya, provocó variaciones en la realidad existente en ese territorio hasta esas fechas. La aparición de una nueva forma económica que transformó el principal sistema productivo, las connotaciones de transformación del modelo de organización social que acarreó, la llegada de miles de nuevas personas que emigraron a Euskadi para trabajar en la industria y las ideas que trajeron, la modernidad, en fin, provocaron la construcción de un muro conceptual de carácter defensivo por parte de quienes, ya desde allí, no aceptaban todo lo nuevo que llegaba «de fuera». Ese muro defensivo se conoce hoy con el nombre de nacionalismo. Surgido para proteger lo tradicionalmente vasco frente a las nuevas y modernas formas de ser y estar, buscaba, en realidad, evitar la pérdida del control de la propiedad de la tierra y de la cultura vasca. Nacido para evitar compartir lo que había con quienes venían de fuera, se terminó convirtiendo, en el universo conceptual en el que ubicar, en el caso vasco, las interpretaciones románticas de la realidad humana. En un lado, el romanticismo y los sentimientos de pertenencia a la tierra vasca, la idea de Dios, el miedo a la pérdida de la identidad propia. En el otro, la modernidad y la ciencia, la razón, el ser humano que ya se piensa sin necesidad de Dios, la emigración y el mestizaje. En esa dualidad, en el choque en un mismo territorio de esas dos combinaciones, están los orígenes de lo que se conoce como el conflicto vasco; un choque de identidades, un choque de perspectivas, el rozamiento producido por la no aceptación de la modernidad por parte de una sociedad que vivía en patrones pre-modernos y que tenía miedo a perderlos. Sobre ese esquema, la sociedad vasca ha caminado hasta nuestros días manteniendo todavía vivos algunos de los desajustes producidos por aquella tensión histórica. El pulso que libra, todavía hoy, el nacionalismo por el mantenimiento del monopolio de interpretación de «lo realmente vas106

co» es producto de una inercia histórica con sus orígenes en todo lo recorrido desde entonces hasta ahora. En ese contexto histórico, la violencia terrorista de ETA no deja de inscribirse en el lado dormido de la razón; un monstruo aparecido en el año 1959 en los espacios de la sociedad vasca en los que la razón estaba dormida; en los lugares que aparecen cuando las cosas no se piensan sino que sólo se sienten. De los tributos rendidos al Dios de la patria vasca nació ETA; de la adoración al Dios de la tierra, del culto a la raza, de la incapacidad de aceptar la modernidad, el mestizaje, la perspectiva de una sociedad plural enriquecida por elementos nuevos, de la ausencia de voluntad por aceptar los cambios. En el fondo, de la incapacidad de aceptar los principios de mutabilidad y contingencia histórica inherentes al propio desarrollo humano a lo largo del tiempo. ETA es uno de los productos que con mayor intensidad llega hasta nuestros días desde algún agujero negro de nuestra propia historia. Lo que ETA hace se llama violencia y se apellida política, es pura violencia política. En el marco democrático de libre y aceptada contingencia política e ideológica en el que actualmente vive la sociedad vasca y la no aceptación de la misma por parte de ETA, su persistencia en la metodología de la violencia, remite pronto a pensar que la banda terrorista insiste en su tentativa de imposición de su propio modelo político. Sabemos que la organización terrorista tiene un modelo de sociedad. Está en sus escritos, en sus comunicados, está expresado por ella misma de diferentes formas a lo largo de sus casi 50 años de historia. Sabemos, por lo tanto, que es una forma particular de interpretar la realidad y de tener un modelo político ideal. Y sabemos, y aquí está lo que lo convierte en inaceptable, que pretende imponer ese modelo a la totalidad de la sociedad vasca por la vía de la violencia, asesinando a todo aquel que no lo comparte, a todo aquel que no lo apoya, a todo aquel que ETA considera que no tiene sitio en ese modelo de país por el que mata, en esa especie de anticiudad en la que sólo tienen sitio aquellos que los terroristas consideran con derecho a vivir en ella. Así, nos encontramos ante una perspectiva particular de interpretación de la realidad que pretende ser elevada a categoría de total por parte de un grupo humano que se sirve de la violen107

cia para conseguirlo. En la definición exacta del totalitarismo de nuestros días hay un sitio de honor para ETA; la organización terrorista como instrumento del que algunos se sirven para imponer su propio modelo político al resto. En ese sentido, el sistema democrático —por perfecto o imperfecto que éste nos resulte—, es lo que se encuentra en el punto de mira de la banda terrorista. Y con él, nuestra integridad, nuestras libertades —por suficientes o insuficientes que éstas nos resulten—, nuestros derechos y obligaciones de ciudadanía y la forma libre de vida que cada uno de nosotros haya elegido para sí mismo. Contra ese intento totalitario es contra lo que algunos vascos se movilizan. De ese intento totalitario es de lo que algunos vascos huyen. De esa amenaza es de la que algunos vascos tienen miedo y por la tragedia que produce es por lo que algunos vascos sienten indiferencia. ETA produce diversas —muy diversas— reacciones en el interior de la sociedad vasca. Se podría decir que hasta en eso somos plurales. Hay quien nunca ha sentido que ETA le diga nada y quien no ha hecho otra cosa que sentirse interpelado por ella, hay quien no ha parado de llorar con lo que ETA produce y hay quien no ha parado de reír. Hay quienes han colocado su propia vida al servicio de una permanente lucha moral y política contra ETA y quienes han esquivado el compromiso con el discurso del miedo, del «no va conmigo» o del «no serviría de nada». Hay quien mira a ETA como producto de un esquema político previo y quien considera que, por el contrario, el esquema político actual es, en el fondo, producto de la existencia de ETA. Hay de todo en el escaparate vasco del terrorismo. Y probablemente no podría ser de otra manera en el complejo mapa de calles por las que hemos tenido que movernos los vascos, con una organización terrorista entre nosotros que ha provocado reacciones de todo tipo y ha enseñado lo mejor y lo peor de nosotros mismos. Las cimas más altas de la épica humana se pueden visitar hoy en algún pequeño pueblo guipuzcoano, los más bajos fondos de la cobardía estarán también por allí, las más elevadas y las más bajas expresiones de nuestra propia humanidad comparten territorio en ese extraño laboratorio vasco donde tantas cosas se ponen a prueba y tantas conclusiones se sacan. 108

En ese laberinto de calles estrechas, con sus soportales para que algunos se escondan, con quiebros para que algunos otros se relaten a sí mismos de forma soportable, con lugares para armarse de valor, hay ya unos cuantos sitios que llevan el nombre de las personas que pagaron el precio más alto por haber sido considerados por ETA como población sin sitio en los esquemas particulares de los terroristas. Podríamos definir así a las víctimas del terrorismo, la población sobrante en el sueño totalitario por el que ETA mata. La gente que no tenía sitio y que ha sido exterminada —ex terminus—, colocada más allá de los límites, de los límites donde empieza y acaba el esquema de país que ETA tiene. Se diría que la forma en la que una persona se convierte en víctima del terrorismo es un proceso largo en el caso vasco. En primer lugar, alguien deja de ser considerado sólo un ciudadano —eso es lo que somos en un sistema democrático— y empieza a ser definido por algunos —autoerigidos en tribunal— con diferentes apelativos que le diferencian; pueden ser de carácter nacional —español—, relacionados con su actividad profesional —juez, periodista, abogado— o de carácter más rebuscado —un colaboracionista, un chivato, un opresor. Las posibilidades caen en el lado de los que ETA entiende que son un obstáculo o una amenaza a la implantación de su proyecto particular. Según ha ido pasando el tiempo, ETA ha conseguido crear un cierto clima propicio a la indiferencia social —«algo habrá hecho», «quién le mandaría meterse en política»— y niveles considerables de indiferencia política en algunas aguas profundas de cierto nacionalismo donde está extendida la opinión de que las personas amenazadas por ETA dejarían de estarlo si se resolviera de forma definitiva «el conflicto vasco». Finalmente, en más de 800 casos la cadena de señalización, diferenciación e indiferencia ha terminado consumándose produciendo una nueva víctima mortal del terrorismo. Lo ha hecho también en casi 10.000 heridos y en decenas de miles de personas afectadas de forma indirecta por el terrorismo. Las luchas de delimitación que algunos libran en sus propias cabezas, sus ansias de pureza nacional, sus anhelos de diferenciación, su querencia permanente a imponer a todos su propio modelo particular, su incapacidad de convivir y aceptar al otro, 109

en conclusión, su miedo humano y su modelo fascista, ha terminado fabricando niveles brutales de dolor acumulado y provocando una herida que, en la actualidad tiene dentro —de forma consciente o inconsciente— la propia sociedad vasca y que ha venido para quedarse. Tratar de comprender las raíces profundas de la actualidad vasca sin comprender antes su realidad violenta y lo que ésta ha producido es una tarea imposible. No hay posibilidad de relato completo sobre lo que somos si no pasamos por la historia de la violencia y sus víctimas. Sin pasar por ese agujero por el que se ha desintegrado nuestro esquema de valores colectivos, vertebradotes de algo, por imperfecto que sea, no es posible entender casi nada de lo que hoy pasa en Euskadi. Precisamente por eso, toda esa tragedia es nuestra, desgarradoramente nuestra. Y no podemos evitarla, olvidarla o hacer como que no la vemos. Somos lo que somos porque tenemos eso dentro, y de nada serviría hacer como que no está. Convendría, por lo tanto, ser conscientes de la importancia que tiene ya que no hay posibilidad de fuga, no hay salida, no hay escapatoria. Sólo siendo conscientes de que todo eso está, podremos pensar algún día en la posibilidad de cerrar las heridas para el futuro. No sé si existe posibilidad de perdón, de reconciliación, de superación definitiva de todo lo sucedido. Me da por pensar que estamos demasiado lejos todavía de las posibilidades de reconciliarnos. Creo que, a día de hoy, estamos todavía en el tiempo de la reivindicación de la convivencia. Reivindicar la convivencia como elemento clave de oposición al proyecto que ETA propone, reivindicar la convivencia para defender con ello la pluralidad que la sociedad vasca tiene dentro y decir que no a la tentativa uniformizadora de ETA. Reivindicar la convivencia para, en el fondo, defender los derechos de ciudadanía que nos permiten vivir nuestra vida de forma libre respetando al que tiene modelos distintos a los nuestros y luchar con ello contra la amenaza democrática que el terrorismo supone. Reivindicar la convivencia porque, en el fondo, no tenemos nada mejor con lo que luchar contra el fascismo terrorista, porque en ella está todo nuestro mensaje, porque dentro de ella hay espacio para todas las formas de vida, porque es universalista y ése es el mejor antídoto contra la homogeneidad totalitaria de ETA. 110

Y soñar con que algún día será posible alcanzarla. Y pensar que llegará algún día, en Euskadi, en el que ya nadie matará a nadie considerado como extraño porque ya no habrá sitio para los tribunales particulares en los que, en la actualidad, se juzga clandestinamente la vida de algunos. Y que ese día será posible que convivamos en las mismas calles y en los mismos lugares en los que en otras ocasiones nos odiamos. No sé si será posible algún día la reconciliación plena y el perdón. No sé si todas las víctimas podrán reconciliarse y perdonar a sus verdugos. En mi caso particular, me siento feliz por haber evitado odiar desde una perspectiva personal a quienes me quisieron ex terminus. Y creo que, así, he conseguido ponerme a salvo de lo que me propusieron. No teniendo nada que ver con ellos y habiendo rechazado el juego al que me invitaron, me siento algo feliz. En materia de perdón, me declaro un tanto agnóstico. Ni afirmo ni niego. Tampoco sé muy bien la utilidad del mismo —en la perspectiva de un caso particular—, ni sé si será solicitado o si sabría darlo. Sólo sé que para un planteamiento siquiera inicial, debería tener cara y ojos el verdugo en cuestión, después debería provocarme, producirme, sugerirme algo —esto no lo he conseguido nunca— y no sólo indiferencia. Quizá algún día, los verdugos debieran hacer un ejercicio público de reconocimiento del daño causado, quizá después deberían trasladarlo una por una a las víctimas del terrorismo y abdicar, con ello, de todo lo hecho. Quizá así... algún día, sea posible la convivencia en Euskadi como primer paso para metas más elevadas de vertebración política y sentimental. El problema reside en que, normalmente, una sociedad alcanza sus metas más elevadas cuando cuida su memoria y procura un conocimiento profundo de todo lo que ha vivido. Cuando interioriza el patrimonio de dolor acumulado a lo largo de su propia historia y lo pone al servicio de sus propias zonas de seguridad, de sus certidumbres democráticas, de sus principios inspiradores, de su relato honrado y sincero consigo misma, está en condiciones de avanzar hacia cualquier sitio y de soñar con cualquier meta. Y no sé si, en la actualidad, el conjunto de la sociedad vasca está por la labor de ser sincera consigo misma. 111

En cualquier caso, de cara al futuro, será importante la memoria, la justicia y la esperanza. No habrá nada digno sin todo eso. Tres instrumentos de humanización de los que la sociedad vasca tiene todavía un cierto déficit pero que marcan un camino interesante que recorrer hacia el futuro. Muchas gracias.

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EL PERDÓN* Jacques Derrida

—Su seminario en la Escuela de Estudios Avanzados de las Ciencias Sociales de París trata sobre la cuestión del perdón. ¿Hasta dónde se puede perdonar? ¿Es todo perdonable? ¿Puede el perdón ser colectivo, es decir, político e histórico? —En principio, no hay límite para el perdón; no hay medida, ni moderación, ni «¿hasta dónde?». Siempre y cuando se llegue, por supuesto, a un acuerdo sobre un sentido «propio» de esa palabra. Ahora bien, ¿qué es lo que llamamos «perdón»? ¿Qué es lo que requiere «perdón»? O, más bien, ¿quién? ¿Quién requiere, quién reclama perdón? Resulta tan difícil medir el perdón como evaluar hoy en día la magnitud de semejantes cuestiones. Por varias razones que sitúo inmediatamente. 1) Resulta difícil evaluar la magnitud de una cuestión semejante, en primer lugar porque demasiado a menudo, sobre todo en los debates políticos que, hoy en día, reactivan y desplazan esa noción, a lo largo y a lo ancho del mundo, se mantiene el equívoco. Con frecuencia se confunde, a veces con toda intención, el perdón con un gran número de conceptos cercanos: la disculpa, el pesar, la amnistía, la prescripción, etc., otras tantas significaciones, algunas de las cuales competen al derecho, al derecho penal, respecto al cual el perdón debería ser, en principio, heterogéneo e irreductible. 2) Por enigmático que siga siendo, en su sentido estricto, el concepto de perdón, resulta que la escena, la figura, el lenguaje ----

* Entrevista de Michel Wieviorka a Jacques Derrida publicada en Le Monde des Débats (diciembre de 1999). Traducida por Cristina de Peretti y (†) Francisco Javier Vidarte, apareció en la revista Letra Internacional, 67 (verano de 2000), pp. 63-75.

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que intentamos aplicarle pertenecen a una herencia religiosa (digamos abrahámica, para agrupar en ella el judaísmo, los cristianismos y las religiones islámicas). Ahora bien, por compleja y diferenciada, por conflictiva incluso que sea, dicha tradición es singular y, al mismo tiempo, está en vías de universalización, debido precisamente a lo que cierto teatro del perdón pone en marcha o a lo que saca a la luz. 3) Por eso la magnitud misma del perdón tiende a borrarse en el transcurso de esa mundialización y, con ella, toda medida, todo límite conceptual. En todas las escenas de arrepentimiento, de confesión, de perdón o de disculpa, que proliferan en la escena geopolítica desde la última guerra y con aún más celeridad desde hace varios años, vemos que quienes piden «perdón» no son sólo unos cuantos individuos sino comunidades enteras, corporaciones profesionales, representantes de las jerarquías eclesiásticas, soberanos y jefes de Estado. Lo hacen con un lenguaje abrahámico que no es (en el caso, por ejemplo, de Japón o de Corea) el de la religión dominante de su sociedad pero que ya se ha convertido, por eso mismo, en el idioma universal del derecho, de la política, de la economía o de la diplomacia: es a la vez agente y síntoma de esa internacionalización. La proliferación de esas escenas de arrepentimiento y de «perdón» solicitado significa sin duda, entre otras cosas, una urgencia universal de la memoria: hay que volverse hacia el pasado. Y ese acto de memoria, de auto-acusación, de «contrición», de comparecencia, a la vez hay que llevarlo más allá de la instancia jurídica y de la instancia del Estado-nación. Cabe preguntarse, pues, qué ocurre a ese nivel. Las pistas son numerosas. Una de ellas nos vuelve a conducir una y otra vez a una serie de acontecimientos extraordinarios, aquellos que, antes y durante la segunda guerra mundial, han hecho posible o, en todo caso, han «autorizado», con el Tribunal de Nuremberg, la implantación internacional de un concepto jurídico como el de «crimen contra la humanidad». Se dio ahí un acontecimiento cuya envergadura todavía resulta difícil de interpretar. A pesar de que algunas expresiones como «crimen contra la humanidad» circulen ahora en el lenguaje corriente. Dicho acontecimiento, por su parte, fue producido y autorizado por una comunidad internacional en una fecha y de una manera determinada de su historia, la cual se entremezcla pero no se confunde con la histo114

ria de una reafirmación de los derechos del hombre, de una nueva Declaración de los Derechos del Hombre. Esa especie de mutación ha estructurado el espacio teatral en el que se desarrolla —sinceramente o no— el gran perdón, la gran escena de arrepentimiento de la que nos ocupamos. A menudo posee, por su misma teatralidad, los rasgos de una gran convulsión. ¿Nos atreveríamos a decir que esa convulsión a veces también se parece a una frenética compulsión? No, pues responde asimismo, afortunadamente, a un «buen» movimiento. Pero si, en ocasiones, nos inclinamos a ver que ahí se esboza, como mínimo, un trance colectivo, ello se debe a que el simulacro, el ritual automático, la hipocresía, el cálculo o el remedo con frecuencia forman parte de ello y participan, cual parásitos, en esa ceremonia de la culpabilidad. Ahí tenemos a toda una humanidad sacudida por un movimiento que querría ser unánime, ahí tenemos a un género humano con la pretensión de acusarse de pronto, pública y espectacularmente, de todos los crímenes cometidos en efecto por él mismo contra sí mismo, «contra la humanidad». Porque si empezásemos a acusarnos, pidiendo perdón, de todos los crímenes del pasado contra la humanidad, no habría ni un solo inocente en la tierra —ni, por consiguiente, nadie que pudiera adoptar la posición de juez o de árbitro. Todos nosotros somos los herederos, como poco de personas o de acontecimientos marcados de forma esencial, interior, imborrable, por crímenes contra la humanidad. A veces esos acontecimientos, esos asesinatos masivos, organizados, crueles, que pueden haber sido revoluciones, grandes revoluciones canónicas y «legítimas», fueron los mismos que hicieron posible la emergencia y, por consiguiente, el progreso de conceptos como los de los derechos del hombre o crimen contra la humanidad. Ahora bien, esa convulsión da la impresión de convertirse hoy en día en una especie de conversión. Una conversión de hecho y con tendencia a tornarse universal: está en vías de mundialización. Porque si, como creo, el concepto de crimen contra la humanidad es el cargo principal de esa auto-acusación, de ese arrepentimiento y de ese perdón solicitado; si, por otra parte, una sacralización de lo humano es lo único que puede, en último término, justificar dicho concepto (nada es peor, dentro de esa lógica, que un crimen contra la humanidad del hombre y contra 115

los derechos del hombre); si ese carácter sagrado encuentra la fuente principal, si no la única, de su sentido en la memoria abrahámica de las religiones del Libro y en una interpretación judía, pero sobre todo cristiana, del «prójimo» o del «semejante»; si, por consiguiente, el crimen contra la humanidad es un crimen contra lo más sagrado del ser vivo y, por lo tanto, ya contra lo divino que hay en el hombre, en Dios-hecho-hombre o el hombre-hecho-Dios-por-Dios (la muerte del hombre y la muerte de Dios vendrían a significar aquí un mismo crimen), entonces la «mundialización» del perdón recuerda a una inmensa escena de confesión y, por ende, a una convulsión-conversión-confesión virtualmente cristiana, a un proceso de cristianización que ya no necesita de la Iglesia cristiana. Y que, a veces, pero eso no cambia las cosas, puede adoptar aires de ateísmo, de humanismo o de secularización triunfante: la humanidad entera estaría dispuesta a acusarse de crimen contra la humanidad. A acusarse ella misma, a dar testimonio de sí misma contra sí misma, es decir, a acusarse ella misma como si fuera otra; uno mismo como si fuera otro. Tanto si lo vemos como un inmenso progreso, como una mutación histórica, y/o como un concepto todavía oscuro en sus límites, frágil en sus fundamentos (y puede verse como a la vez una cosa y la otra, como me inclino a hacer), no podemos negar este hecho: el concepto de «crimen contra la humanidad» permanece en el horizonte de toda la geopolítica del perdón, proporcionándole su discurso y su legitimación. Tomemos el sobrecogedor ejemplo de la Comisión Verdad y Reconciliación de Sudáfrica. Resulta único a pesar de sus analogías, sólo analogías, con algunos precedentes suramericanos, en Chile sobre todo. Pues bien, lo que a dicha Comisión le ha otorgado su justificación última, su legitimidad declarada es la definición del Apartheid (realizada por la comunidad internacional en su representación de la ONU) como «crimen contra la humanidad». Se podrían dar otros ejemplos, son muy abundantes y todos ellos remiten a esa referencia como garantía. Si, como sugería hace un momento, semejante lenguaje atraviesa y acumula dentro de sí algunas tradiciones importantes (la cultura «abrahámica» y la de un humanismo filosófico, más concretamente, la de un cosmopolitismo nacido, a su vez, de un injerto de estoicismo y de cristianismo paulino), ¿por qué se 116

impone hoy éste a unas culturas que no son, en su origen, ni europeas ni «bíblicas»? Me refiero a esas escenas en donde un primer ministro japonés «pidió perdón» a los coreanos y a los chinos por los crímenes pasados. Cierto es que presentó sus heartfelt apologies en su propio nombre, sin comprometer de entrada al emperador al frente del Estado, pero un primer ministro siempre tiene más peso que una persona particular. Recientemente ha habido al respecto negociaciones auténticas, esta vez oficiales y tensas, entre el gobierno japonés y el gobierno de Corea del Sur. Se discutió sobre reparaciones y sobre una reorientación político-económica. Dichas negociaciones perseguían, como suele ser, una reconciliación (nacional o internacional) que propiciase una normalización. El lenguaje del perdón, al servicio de metas determinadas, era cualquier cosa menos puro y desinteresado. Como siempre ocurre en el terreno político. Me arriesgaré, pues, a decir lo siguiente: siempre que el perdón está al servicio de una meta, por noble o espiritual que ésta sea (indulto o redención, reconciliación, salvación), siempre que tiende a restablecer una normalidad (social, nacional, política, psicológica) mediante un trabajo del duelo, mediante alguna terapia o ecología de la memoria, entonces el «perdón» no es puro —ni su concepto tampoco. El perdón no es, no debería ser ni normal, ni normativo, ni normalizador. Debería resultar excepcional y extraordinario, un ensayo de lo imposible: como si interrumpiese el curso normal de la temporalidad histórica. Habría que interrogar, por lo tanto, desde este punto de vista, lo que llamamos la mundialización y lo que, en otro lugar, propongo denominar la mundialatinización —para hacernos cargo del efecto de cristinanidad romana que sobredetermina hoy todo el lenguaje del derecho, de la política e, incluso, la interpretación del así llamado «retorno de lo religioso». Ningún supuesto desencanto, ninguna secularización vienen a interrumpirla. Todo lo contrario. Me gustaría tratar de acercarme, sin perder de vista estas cuestiones, a las preguntas que me hace: «¿Hasta dónde se puede perdonar?», «¿todo es perdonable?», y «¿hay un perdón colectivo, político e histórico?». A la hora de abordar el concepto mismo de perdón, la lógica y el sentido común coinciden por una vez con la paradoja: es preciso, en mi opinión, partir del hecho de que sí, lo imperdonable existe. ¿Acaso no es, en rigor, lo 117

único que hay que perdonar? ¿Lo único que requiere perdón? Si no estuviésemos dispuestos a perdonar más que lo que parece perdonable, lo que la Iglesia llama «pecado venial», entonces la idea misma de perdón desaparecería. Si algo hay que perdonar sería lo que, en lenguaje religioso, se denomina pecado mortal, lo peor, el crimen o el daño imperdonable. De ahí la aporía que podemos describir en su más escueta e implacable formalidad, sin piedad: el perdón solo perdona lo imperdonable. No se puede o no se debería perdonar, no hay perdón, si es que lo hay, sino allí donde se da lo imperdonable. Que es lo mismo que decir que el perdón debe anunciarse como lo imposible mismo. El perdón no puede ser posible más que haciendo lo imposible. Puesto que, en este siglo, no sólo se han cometido —lo cual quizá no sea en sí mismo tan novedoso— crímenes monstruosos (por lo tanto, «imperdonables»), sino que una «conciencia universal», mejor informada que nunca, los ha tornado visibles, los ha dado a conocer y los ha recordado, nombrado y archivado; puesto que dichos crímenes a la vez crueles y masivos parecen escapar, o puesto que se ha intentado hacer que escapasen, por lo excesivos, a la medida de toda justicia humana, la petición de perdón no podía por menos (¡debido, por lo tanto, a lo imperdonable mismo!) que reactivarse, motivarse una vez más y acelerarse. Entre los textos que hemos releído en el seminario al que aludía, estaban concretamente los de Jankélévitch. Con ocasión de la ley de 1964 que decretó en Francia la imprescriptibilidad de los crímenes contra la humanidad, se abrió un debate. Jankélévitch tomó parte en él de una forma legítimamente apasionada. Aprovecho, de paso, para señalar que el concepto jurídico de lo imprescriptible no es en modo alguno equivalente al concepto no jurídico de lo imperdonable. Se puede mantener la imprescriptibilidad de un crimen, no poner límite al plazo de una inculpación o de una posible persecución por la ley, a la vez que se perdona al culpable. Por el contrario, se puede absolver o suspender un juicio y, no obstante, negar el perdón. Por lo demás, la singularidad del concepto de imprescriptibilidad (por oposición a la «prescripción», que tiene equivalentes en otros derechos occidentales, por ejemplo en el americano) tal vez se deba a que introduce también, lo mismo que el perdón o que lo imperdonable, una especie de eternidad o de trascendencia, de supra o de extra-temporalidad, el horizonte apocalíptico de un juicio final: 118

en el derecho más allá del derecho, en la historia más allá de la historia. Pero tendríamos que volver sobre este punto fundamental y difícil. Ahora bien, en unos escritos a los que no podré hacer justicia durante una entrevista y, concretamente, en un polémico texto titulado, precisamente, «Lo imprescriptible», Jankélévitch afirma que ni siquiera cabría plantearse la posibilidad de perdonar los crímenes contra la humanidad, contra la humanidad del hombre; no contra unos «enemigos», contra unos adversarios (políticos, religiosos, ideológicos) sino contra lo que hace que un hombre sea un hombre —es decir, contra el mismo poder de perdonar. De modo análogo, Hegel, gran pensador del «perdón» y de la «reconciliación», decía que se puede perdonar todo menos el crimen contra el espíritu, a saber, contra el poder reconciliador del perdón. Refiriéndose, obviamente, a la Shoah, Jankélévitch insistía sobre todo en otro argumento, para él decisivo: la posibilidad de perdonar es tanto más implanteable, en este caso, cuanto que los criminales no han pedido perdón. No han reconocido su culpa, ni han manifestado ningún arrepentimiento. Eso es al menos lo que sostiene, tal vez un poco precipitadamente, Jankélévitch. Ahora bien, yo me inclinaría a poner en duda esa lógica condicional del intercambio, ese presupuesto tan extendido según el cual no cabría ni plantearse el perdón si no es a condición de que éste se pida, en el transcurso de una escena de arrepentimiento que dé testimonio, a la vez, de la conciencia de la culpa, de la transformación del culpable y del compromiso, por lo menos implícito, de hacer todo lo posible para evitar la vuelta del mal. Hay ahí una transacción económica que simultáneamente confirma y contradice la tradición abrahámica de la que hablamos. Lo que me importa en el fondo es analizar la tensión, en el seno de la herencia, entre por una parte la idea, que también es una exigencia, del perdón incondicional, otorgado graciosamente, infinito, an-económico, concedido al culpable en tanto que culpable, sin contrapartida, incluso a quien no se arrepiente o no pide perdón; y, por otra parte, tal como atestiguan un gran número de textos, a través de muchas dificultades y sibaritismos semánticos, un perdón condicional, proporcionado al reconocimiento de la culpa, al arrepentimiento y a la transformación del pecador que entonces solicita, explícitamente, el perdón. Y que a partir de entonces ya no es, de pies a cabeza, el culpable sino que 119

ya es otro, y mejor que el culpable. En esa medida, y con esa condición, ya no es al culpable en cuanto tal a quien se perdona. Una de las cuestiones indisociables de ésta, y que no me interesa menos, concierne entonces a la esencia de la herencia. ¿Qué es heredar cuando la herencia comporta una exhortación a la vez doble y contradictoria? ¿Un imperativo que, por lo tanto, hay que reorientar, que interpretar de forma activa, que ejercer, pero en la oscuridad, como si tuviésemos entonces, sin norma ni criterio preestablecidos, que reinventar la memoria? A pesar de mi simpatía y admiración hacia Jankélévitch, y aunque comprendo lo que inspira la cólera del justo, me resulta difícil seguirle. Por ejemplo, cuando multiplica los improperios contra la buena conciencia de «el alemán» o cuando echa pestes contra el milagro económico del marco y contra la próspera obscenidad de la buena conciencia pero, sobre todo, cuando justifica el rechazo a perdonar porque constata, o, más bien, alega la falta de arrepentimiento. En resumidas cuentas, dice: «Si hubiesen empezado por pedir perdón arrepentidos, hubiésemos podido plantearnos concedérselo, pero ése no fue el caso». Me resulta tanto más difícil seguirle cuanto que en lo que él mismo llama un «libro de filosofía», El perdón, publicado con anterioridad, Jankélévitch se había mostrado más receptivo a la idea de un perdón absoluto. Reivindicaba entonces una inspiración judía y, sobre todo, cristiana. Hablaba incluso de un imperativo de amor y de una «ética hiperbólica»; de una ética, pues, que iría más allá de las leyes, de las normas o de una obligación. Ética más allá de la ética: ése es quizás el lugar inencontrable del perdón. Sin embargo, incluso en ese momento, y la contradicción sigue por lo tanto en pie, Jankélévitch no llegaba hasta el punto de admitir un perdón incondicional y que, por consiguiente, se concedería incluso a quien no lo pide. El núcleo del argumento, en Lo imprescriptible, y en la parte del libro titulada «¿Perdonar?», es que la singularidad de la Shoah alcanza las dimensiones de lo inexpiable. Ahora bien, para lo inexpiable no habría perdón posible, según Jankélévitch, ni siquiera un perdón que tuviera un sentido, que diese sentido. Porque, finalmente, el axioma común o dominante de la tradición, y en mi opinión el más problemático, es que el perdón debe tener algún sentido. Y ese sentido debería determinarse con fundamento en una salvación, reconciliación, redención, expiación e incluso —diría— un 120

sacrificio. Para Jankélévitch, desde el momento en que ya no se puede castigar al criminal con un «castigo proporcional a su crimen» y que, por lo tanto, el «castigo se torna casi irrelevante», tenemos que vérnoslas con «lo inexpiable» —él dice también «lo irreparable» (palabra que Chirac utilizó en su famosa declaración sobre los crímenes contra los judíos durante el régimen de Vichy: «Ese día, Francia realizaba lo irreparable»). A partir de lo inexpiable o de lo irreparable, Jankélévitch llega a la conclusión de lo imperdonable. Y, según él, no se perdona lo imperdonable. Ese encadenamiento no me parece tan evidente. Por la razón que he dicho (¿qué sería un perdón que no perdonase más que lo perdonable?) y porque esa lógica sigue implicando que el perdón no es sino el correlato de un juicio y la contrapartida de un castigo posibles, de una expiación posible, algo «expiable». Y es que, entonces, Jankélévitch parece dar por descontadas dos cosas (lo mismo que Arendt, por ejemplo, en La condición del hombre moderno): 1) el perdón debe seguir siendo una posibilidad humana —insisto en estas dos palabras y, sobre todo, en ese rasgo antropológico que lo decide todo (porque siempre se tratará, en el fondo, de saber si el perdón es o no una posibilidad, incluso una facultad y, por lo tanto, un «yo puedo» soberano, y un poder humano o no); y 2) esa posibilidad humana es el correlato de la posibilidad de castigar —no de vengarse, por supuesto, que es otra cosa, algo a lo que el perdón resulta todavía más ajeno—, sino de castigar de acuerdo con la ley. «El castigo, dice Arendt, tiene algo en común con el perdón y es que trata de poner término a una cosa que, sin una intervención, podría continuar indefinidamente. Resulta, pues, muy significativo; es un elemento estructural del campo de las cuestiones humanas [énfasis mío] el hecho de que los hombres sean incapaces de perdonar lo que no pueden castigar, y que sean incapaces de castigar lo que aparece como algo imperdonable». En Lo imprescriptible, pues, que no en El perdón, Jankélévitch se instala en ese intercambio, en esa simetría entre castigar y perdonar: el perdón ya no tendría sentido allí donde el crimen se ha vuelto, como la Shoah, «inexpiable», «irreparable», desproporcionado a toda medida humana. «El perdón ha muerto en los campos de la muerte», afirma. Sí. A menos que sólo se torne posible a partir del momento en que parece imposible. Su historia comenzaría, por el contrario, con lo imperdonable. 121

No es en nombre de un purismo ético o espiritual por lo que insisto en esa contradicción en el seno de la herencia y en la necesidad de mantener la referencia a un perdón incondicional y an-económico, más allá del intercambio e, incluso, del horizonte de una redención o de una reconciliación. (En un fragmento de dos páginas —sobrecogedor, breve y enigmático—, Benjamin habla, por su parte, a propósito del Juicio final, de un perdón divino «sin reconciliación», Vergebung sin Versöhnung.) Si digo: «Te perdono a condición de que, pidiendo perdón, hayas cambiado y ya no seas el mismo», ¿acaso estoy perdonando?, ¿qué es lo que perdono?, ¿y a quién?, ¿qué y a quién?, ¿algo o a alguien? Primera ambigüedad sintáctica, por lo demás, que ya debería retenernos un buen rato. Entre la pregunta «¿a quién?» y la pregunta «¿qué?». ¿Se perdona algo, un crimen, una culpa, un daño, es decir, un acto o un momento que no agotan a la persona incriminada, la cual, en último término, no se confunde con el culpable que resulta, por consiguiente, irreductible a ella? O bien, ¿se perdona a alguien, totalmente, no marcando ya, entonces, el límite entre el daño, el momento de la culpa y, por otro lado, la persona a la que se considera responsable o culpable? Y, en este último caso (pregunta «¿a quién?»), ¿se pide perdón a la víctima o a algún testigo absoluto, a Dios, por ejemplo a ese Dios que ordenó que perdonásemos al otro (hombre) para merecer a nuestra vez ser perdonados? (La Iglesia de Francia ha pedido perdón a Dios, no se ha arrepentido directamente ni sólo ante los hombres, o ante las víctimas, por ejemplo la comunidad judía, a la que sólo ha puesto por testigo, aunque públicamente, bien es verdad, del perdón que, en verdad, le ha pedido a Dios, etc.) Tengo que dejar abiertas estas cuestiones tan descomunales. Imaginemos, pues, que perdono a condición de que el culpable se arrepienta, se enmiende, pida perdón y, por lo tanto, se transforme gracias a un nuevo compromiso y que, a partir de ahí, ya no sea del todo el mismo que aquel que era culpable. En ese caso, ¿se puede seguir hablando de perdón? Resultaría demasiado fácil, por ambos lados: se perdonaría a otro, a alguien distinto del propio culpable. Para que haya perdón, ¿acaso no es preciso, por el contrario, perdonar tanto la culpa como al culpable en cuanto tales, allí donde la una y el otro siguen siendo (tan irreversiblemente como el mal) el mal mismo, siendo capaces todavía de repetirse, imperdonablemente, sin trans122

formación, sin mejora, sin arrepentimiento, ni promesa? ¿Acaso no hay que mantener que un perdón digno de ese nombre, si es que alguna vez se da, debe perdonar lo imperdonable, y ello sin ninguna condición? ¿Y que esa incondicionalidad también está inscrita, lo mismo que su contrario, a saber, la condición del arrepentimiento, en «nuestra» herencia? ¿Incluso en el caso de que esa pureza radical pueda parecer excesiva, hiperbólica, una locura? Porque si digo, tal y como lo pienso, que el perdón es una locura, y que debe seguir siendo una locura de lo imposible, no es en modo alguno para excluirlo o descalificarlo. Tal vez sea la única cosa que, igual que una revolución acontece, y sorprende el curso normal de la historia, de la política y del derecho. Porque eso quiere decir que resulta heterogéneo al orden de lo político o de lo jurídico tal y como los entendemos normalmente. Nunca se podrá, en el sentido normal de las palabras, fundamentar una política o un derecho sobre el perdón. En todas las escenas geopolíticas de las que hablábamos, se abusa con mucha frecuencia de la palabra «perdón». Porque siempre se trata de negociaciones más o menos confesadas, de transacciones calculadas, de condiciones y, como diría Kant, de imperativos hipotéticos. Estos tratos, ciertamente, pueden parecer respetables. Por ejemplo, en nombre de la «reconciliación nacional», expresión a la que De Gaulle, Pompidou y Mitterand recurrieron, todos ellos, cuando consideraron que tenían que asumir la responsabilidad de borrar las deudas y los crímenes del pasado, durante la Ocupación o durante la guerra de Argelia. En Francia, los máximos responsables políticos han mantenido siempre el mismo discurso: hay que proceder a la reconciliación mediante la amnistía y reconstruir así la unidad nacional. Se trata de un Leitmotiv de la retórica de todos los jefes de Estado y primeros ministros franceses desde la Segunda Guerra Mundial, sin excepción. Literalmente, fue el discurso de aquellos que, tras el primer momento de depuración, decidieron la gran amnistía de 1951 para los crímenes cometidos durante la Ocupación. Una noche, en unas imágenes de archivo, oí decir a Cavaillet —lo cito de memoria— que, siendo entonces parlamentario, había votado la ley de amnistía de 1951 porque era preciso, decía, «saber olvidar»; tanto más cuanto que en ese momento, Cavaillet insistía en ello machaconamente, se consideraba que hacer frente al peligro comunista resultaba lo más urgente. Había que hacer 123

que regresasen a la comunidad nacional todos los anticomunistas que, habiendo sido colaboradores unos años atrás, corrían el peligro de hallarse excluidos del terreno político debido a una ley demasiado severa y a una depuración demasiado poco olvidadiza. Rehacer la unidad nacional quería decir volver a echar mano de todas las fuerzas disponibles en una lucha que continuaba, esta vez en tiempos de paz o de guerra así llamada fría. Siempre hay un cálculo estratégico y político en el gesto generoso de quien ofrece la reconciliación o la amnistía, y es preciso que integremos siempre dicho cálculo en nuestros análisis. «Reconciliación nacional» fueron también, ya lo he dicho, las palabras explícitas de De Gaulle cuando volvió por primera vez a Vichy, donde pronunció un famoso discurso sobre la unidad y la unicidad de Francia; fueron literalmente las palabras de Pompidou, que habló asimismo, en una célebre conferencia de prensa, de «reconciliación nacional» y de división superada cuando indultó a Touvier; han sido, a su vez, las palabras de Mitterand cuando ha mantenido, en varias ocasiones, que él era el garante de la unidad nacional y, muy concretamente, cuando se negó a declarar la culpabilidad de Francia durante Vichy (que calificó, como se sabe, de poder no legítimo o no representativo del que se adueñó una minoría de extremistas, cuando sabemos que la cosa es más complicada y no sólo desde un punto de vista formal y legal). Por el contrario, cuando el cuerpo de la nación puede soportar sin riesgo una división de menor cuantía o ver incluso su unidad reforzada por una serie de procesos, de archivos que vuelven a abrirse, de «reactivación de la memoria», entonces otros cálculos dictan que se atienda más rigurosa y públicamente a lo que se denomina el «deber de la memoria». Por lo tanto, siempre se trata, como en Sudáfrica (pero la analogía, aunque es real, se detiene ahí, por descontado), de colocar la unidad del cuerpo nacional que hay que salvar o curar (heilen, heal) por encima de cualquier imperativo de verdad o de justicia. Antes incluso de que se inscribiese la palabra reconciliación en el preámbulo de la nueva Constitución sudafricana que hablaba de «curar las divisiones del pasado» (heal the divisions of the past), antes del Acta de promoción de la unidad nacional y de reconciliación (1995), Mandela había hablado de reconciliación nacional. Siempre se trata de la misma preocupación: conseguir que la nación sobreviva a sus discordias, que los traumas 124

vayan desapareciendo con el trabajo de duelo y que el Estadonación no se vea embargado por la parálisis. Pero incluso allí donde cabría justificarlo, ese imperativo «ecológico» de la salud social y política no tiene nada que ver con el «perdón», del que se habla entonces con mucha ligereza. El perdón no depende, ni debería depender nunca, de una terapia de la reconciliación. Volvamos al notable ejemplo de Sudáfrica. Estando todavía en la cárcel, Mandela consideró que debía asumir él mismo la decisión de negociar el principio de un procedimiento de amnistía. En primer lugar, para permitir la vuelta de los exiliados del Congreso Nacional Africano. Y con vistas a una reconciliación nacional sin la cual el país hubiese quedado asolado por la venganza. Pero, al igual que el indulto, el sobreseimiento e, incluso, la «gracia» (excepción jurídico-política de la que volveremos a hablar), la amnistía no significa el perdón. Cuando Desmond Tutu fue nombrado presidente de la Comisión Verdad y Reconciliación, cristianizó el lenguaje de una institución destinada a tratar únicamente crímenes «políticos» (enorme problema que renuncio a abordar aquí, lo mismo que renuncio a analizar la compleja estructura de la susodicha Comisión, en sus relaciones con las otras instancias jurídicas y con los procedimientos penales que debían seguir su curso). Con tanta buena voluntad como confusión, creo yo, Tutu, arzobispo anglicano, introduce el vocabulario del arrepentimiento y del perdón. Esto es algo que le ha reprochado, entre otras cosas, la parte nocristiana de la comunidad negra. Sin hablar de los tremendos riesgos de traducción a los que sólo puedo aludir aquí pero que, al igual que el recurso al propio lenguaje, atañen también al segundo punto de su pregunta: ¿es la escena del perdón un cara a cara personal, o bien reclama alguna mediación institucional? (Y el propio lenguaje, la lengua, es aquí una primera institución mediadora.) En principio, pues, por seguir siempre una vertiente de la tradición abrahámica, el perdón debe implicar a dos singularidades: el culpable (el perpetrator, como se dice en Sudáfrica) y la víctima. En cuanto interviene un tercero, se puede seguir hablando de amnistía, de reconciliación, de reparación, etc. Pero, con toda seguridad, ya no se puede hablar de perdón en sentido estricto. El estatuto de la Comisión Verdad y Reconciliación es muy ambiguo al respecto, como lo son los discursos de Tutu, quien oscila entre una lógica del «perdón» que ni castiga ni 125

repara (la llama «restauradora») y una lógica judicial de la amnistía. Habría que analizar con detenimiento la equívoca inestabilidad de todas estas autointerpretaciones. Debido a una confusión entre el orden del perdón y el orden de la justicia, pero asimismo abusando de su heterogeneidad, así como del hecho de que el tiempo del perdón escapa a la marcha de la justicia, siempre cabe, por lo demás, remedar la escena del perdón «inmediato» y casi automático para escapar a la justicia. La posibilidad de ese cálculo permanece siempre abierta y se podrían poner muchos ejemplos. Y contra-ejemplos. Así, Tutu cuenta que un día una mujer de color fue a declarar ante la Comisión. A su marido lo habían asesinado unos policías sanguinarios. Ella habla en su lengua, una de las once lenguas oficialmente reconocidas por la Constitución. Tutu la interpreta y la traduce más o menos así, a idioma cristiano (anglo-anglicano): «Una comisión o un gobierno no puede perdonar. Sólo yo, llegado el caso, podría hacerlo. And I am not ready to forgive. Y no estoy dispuesta a perdonar —o para el perdón». Es una afirmación muy difícil de entender. Esa mujer víctima, esa mujer de una víctima quería recordar seguramente que el cuerpo anónimo del Estado o de una institución pública no puede perdonar. No tiene ni el derecho ni el poder de hacerlo; ni, por lo demás, tendría tampoco ningún sentido que lo hiciese. El representante del Estado puede juzgar pero el perdón, justamente, no tiene nada que ver con el juicio. Ni siquiera con el espacio público o político. Aunque fuera «justo», el perdón sería justo con una justicia que nada tiene que ver con la justicia judicial, con el derecho. Para ello hay tribunales de justicia y dichos tribunales no perdonan nunca, en el sentido estricto de la palabra. Esa mujer tal vez quería sugerir otra cosa más: si hay alguien idóneo para conceder el perdón, ese alguien sólo es la víctima y no una institución que actúa como un tercero. Porque, por otra parte, aunque esa mujer también sea una víctima, no obstante, la víctima absoluta, por así decirlo, sigue siendo su marido muerto. Sólo el muerto hubiera podido plantearse, legítimamente, la posibilidad del perdón. La superviviente no estaba dispuesta a sustituir, extralimitándose, al muerto. Experiencia descomunal y dolorosa del superviviente: ¿quién tendría derecho a perdonar en nombre de las víctimas desaparecidas? Éstas, en cierto modo, están siempre ausentes. Desaparecidas por esencia, nunca están 126

totalmente presentes, en el momento del perdón solicitado, como aquellas que fueron en el momento del crimen; su desaparición unas veces consiste sólo en la ausencia de su cuerpo otras, incluso, con frecuencia, en su muerte. Esta tragedia, que siempre se debe a la singularidad de la víctima, se puede ver multiplicada por las colectividades de innumerables existencias singulares que denominamos «masas». Vuelvo un momento sobre el equívoco de la tradición. Por un lado, el perdón (concedido por Dios o inspirado por la prescripción divina) tiene que ser un don concedido graciosamente, sin contraprestaciones ni condiciones, por otra, requiere, como condición mínima, el arrepentimiento y la transformación del pecador. ¿Qué consecuencia hay que sacar de esta tensión? Por lo menos la siguiente, que no simplifica las cosas: aunque nuestra idea del perdón se desmorona en cuanto se la priva de su polo de referencia absoluto, a saber, de su pureza incondicional, dicha idea, no obstante, sigue siendo inseparable de aquello que le resulta heterogéneo, esto es, el orden de las condiciones, el arrepentimiento, la transformación, otras tantas cosas que le permiten inscribirse en la historia, el derecho, la política y la existencia misma. Estos dos polos, lo incondicional y lo condicional, son totalmente heterogéneos y deben permanecer irreductibles el uno al otro. Sin embargo, son indisociables: si queremos, y es preciso que así sea, que el perdón se torne efectivo, concreto, histórico, si queremos que ocurra, que tenga lugar y cambie las cosas, es preciso que su pureza se hipoteque en una serie de condiciones de todo tipo (psico-sociológicas, políticas, etc.). Las decisiones y las responsabilidades han de tomarse precisamente entre ambos polos irreconciliables pero indisociables. Ahora bien, a pesar de todas las confusiones que reducen el perdón a la amnistía o a la amnesia, al indulto o a la prescripción, al trabajo del duelo o a cualquier terapia política de reconciliación, en una palabra, a cualquier ecología histórica, no habría que olvidar nunca que todo esto se refiere a una determinada idea del perdón puro e incondicional, sin la cual ese discurso no tendría sentido. Lo que complica la cuestión del «sentido» es también lo siguiente, como señalé hace un momento: para tener sentido propio, el perdón puro e incondicional no debe tener ningún «sentido», ninguna meta, ninguna inteligibilidad siquiera. Es una locura de lo imposible. Habría que rastrear la consecuencia de esta paradoja o de esta aporía. 127

Lo que se denomina el derecho de gracia constituye un ejemplo de esto; es a la vez ejemplo entre otros y modelo ejemplar. Porque si es cierto que el perdón debería ser heterogéneo al orden jurídico-político, judicial o penal, si es cierto que cada vez, en cada ocasión, debería resultar una excepción absoluta, entonces en cierto modo hay una excepción a esa ley de excepción y en Occidente se trata precisamente de esa tradición teológica que concede al soberano un derecho extraordinario. Porque el derecho de gracia forma parte, como su nombre indica, del orden del derecho pero de un derecho que inscribe en las leyes un poder por encima de las leyes. El monarca absoluto por derecho divino puede indultar a un criminal, es decir, poner en práctica, en nombre del Estado, un perdón que transcienda y neutralice al derecho. Derecho por encima del derecho. Al igual que ocurre con la idea misma de soberanía, la herencia republicana se ha reapropiado de ese derecho de gracia. En los Estados modernos de tipo democrático, como Francia, parece como si se hubiese secularizado (si este término tuviese sentido fuera de la tradición religiosa que mantiene al tiempo que pretende sustraerse a ella). En otros, como Estados Unidos, la secularización no es siquiera un simulacro, puesto que el presidente y los gobernadores que detentan el derecho de gracia (pardon, clemency) prestan juramento sobre la Biblia, mantienen discursos oficiales de tipo religioso e invocan el nombre o la bendición de Dios cada vez que se dirigen a la nación. Lo que cuenta en esta excepción absoluta que es el derecho de gracia es que la excepción del derecho, la excepción al derecho se sitúa en la cima o en el fundamento de lo jurídico-político. En el cuerpo del soberano, ésta encarna aquello que fundamenta, sostiene o erige en lo más alto, junto con la unidad de la nación, la garantía de la Constitución, las condiciones y el ejercicio del derecho. Como siempre sucede, el principio trascendental de un sistema no pertenece al sistema. Es ajeno a él, como una excepción. Sin poner en duda el principio de ese derecho de gracia, el más «elevado» que pueda haber, el más noble pero también el más «resbaladizo» y el más equívoco, el más peligroso, el más arbitrario, Kant recuerda lo estrictamente que habría que limitarlo para que no dé lugar a las peores injusticias: que el soberano no pueda indultar sino allí donde el crimen le atañe personalmente (y atañe, pues, en su cuerpo, a la garantía misma del derecho, del Estado de 128

derecho y del Estado). Lo mismo que ocurre en la lógica hegeliana de la que hablábamos hace un momento, lo único imperdonable es el crimen contra aquello que confiere el poder de perdonar, el crimen contra el perdón, en resumidas cuentas —el espíritu, según Hegel, y lo que denomina «el espíritu del cristianismo». Pero es precisamente aquello que es imperdonable, y sólo aquello, lo que el soberano tiene aún derecho a perdonar, y únicamente cuando atañe al «cuerpo del rey», en su función soberana a través del otro «cuerpo del rey», que aquí es el «mismo», el cuerpo de carne y hueso, singular y empírico. Fuera de esa excepción absoluta, en todos los demás casos, en todas partes en donde los daños conciernen a los propios sujetos, es decir, casi siempre, el derecho de gracia no puede ejercerse sino injustamente. De hecho, sabemos que siempre se ejerce condicionalmente, en función de una interpretación o de un cálculo, por parte del soberano, en lo que respecta a aquello que hace que un interés particular (el suyo propio, o el de los suyos, o el de una parte de la sociedad) interfiera con el interés del Estado. Un ejemplo reciente de esto lo habría dado Clinton —que nunca ha sido muy dado a indultar a nadie y que es un partidario bastante beligerante de la pena de muerte. Ahora bien, haciendo uso de su right to pardon, acaba de indultar a unos portorriqueños encarcelados desde hace tiempo por terrorismo. Los republicanos no han dejado de poner en tela de juicio ese privilegio absoluto del ejecutivo, acusando al presidente de haber querido ayudar de ese modo a Hillary Clinton en su próxima campaña electoral en Nueva York donde, como sabemos, hay muchos portorriqueños. En el caso excepcional y ejemplar del derecho de gracia, allí donde aquello que excede lo jurídico-político se inscribe, para fundamentarlo, en el derecho constitucional, hay y no hay ese mano a mano o ese cara a cara personal del que hablábamos, y del que cabe pensar que viene exigido, en efecto, por la esencia misma del perdón. Incluso allí donde debería no implicar sino a singularidades absolutas no puede manifestarse, en cierto modo, sin apelar a un tercero, a la institución, a la socialidad, a la herencia transgeneracional, al superviviente en general; y, ante todo, a esa instancia universalizante que es el lenguaje. ¿Puede haber una escena de perdón sin un lenguaje compartido? Esta acción de compartir no se refiere sólo a una lengua 129

nacional o a un idioma, sino a un acuerdo sobre el sentido de las palabras, sus connotaciones, la retórica, aquello a lo que apunta una referencia. Ésta es otra forma de la misma aporía: cuando la víctima y el culpable no comparten ningún lenguaje, cuando nada común ni universal les permite entenderse, el perdón parece carecer de sentido, y tenemos que vérnoslas con lo imperdonable absoluto, con esa imposibilidad de perdonar de la que, no obstante, decíamos hace un momento que era, paradójicamente, el elemento mismo de todo perdón. Para perdonar es preciso, por un lado, entenderse sobre la naturaleza de la culpa, saber quién es culpable de qué daño contra quién, etc. Cosa ya muy improbable. Imagínese lo mucho que una «lógica del inconsciente» podría perturbar ese «saber» y todos los esquemas cuya «verdad», no obstante, detenta. Imagínese también lo que ocurriría cuando esa misma perturbación hiciera que todo se tambalease, cuando viniese a repercutir en el «trabajo del duelo», en la «terapia» de la que hablábamos, en el derecho y en la política. Porque si el perdón puro no puede, si no debe presentarse como tal, ni exhibirse en el teatro de la conciencia sin negarse, al mismo tiempo, a sí mismo, sin mentir ni reafirmar una soberanía, entonces ¿cómo saber qué es el perdón, si tiene lugar alguna vez, y quién perdona a quién, o qué a quién? Ya que, por otro lado, si es preciso, como decíamos hace un momento, entenderse sobre la naturaleza de la culpa, saber en conciencia quién es culpable de qué daño contra quién, si eso resulta ya muy improbable, lo contrario también es verdad. Al mismo tiempo es preciso, en efecto, que la alteridad, la no-identificación, incluso la incomprensión resulten irreductibles. Por consiguiente, el perdón es una locura y debe hundirse si se quiere, aunque lúcidamente, en la noche de lo ininteligible. Se puede llamar a esto el inconsciente o la no-conciencia. En cuanto la víctima «comprende» al criminal, en cuanto hay un intercambio y aquélla habla y se entiende con éste, ha comenzado la reconciliación y, con ella, ese perdonar corriente que es cualquier cosa menos perdón. Aunque yo le diga «no te perdono» a alguien que me pide perdón, pero al que comprendo y que me comprende, en ese momento ha comenzado un proceso de reconciliación, ha intervenido un tercero. Sin embargo, el perdón puro se ha acabado.

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—Para que haya crimen, de un modo u otro también tiene que haber, antes del crimen, algo que forme parte del lenguaje compartido, del conocimiento, de la relación, del vínculo que el crimen ha roto. En las situaciones más terribles que pueda haber, la de África, o la de la antigua Yugoslavia, ¿no se trata precisamente de una barbarie de proximidad, en donde el crimen se ha tejido entre personas que se conocían, que se trataban? Si hay perdón, ¿acaso no implica éste lo imposible: estar en otra cosa que la situación, antes del crimen, a la vez que se comprende la situación anterior? —En lo que denomina la «situación anterior» podía haber, en efecto, todo tipo de proximidades: lenguaje, vecindad, familiaridad, incluso familia. Pero, para que surja el mal, el «mal radical» y quizá peor aún el mal imperdonable, el único que hace surgir la cuestión del perdón, es preciso que, en lo más íntimo de esa intimidad, un odio absoluto venga a interrumpir la paz. Esa hostilidad destructiva no puede apuntar más que a aquello que Lévinas denomina el «rostro» del otro, el otro semejante, el prójimo más próximo, el bosnio y el serbio, por ejemplo, dentro del mismo barrio, de la misma casa, a veces de la misma familia. ¿Debe entonces el perdón saturar el abismo? ¿Debe, acaso, suturar la herida con un proceso de reconciliación? O bien, ¿debe dar lugar a otra paz, sin olvido, sin amnistía, fusión o confusión? Evidentemente, nadie con un mínimo de decencia se atrevería, a poner objeción alguna al imperativo de la reconciliación. Más vale poner término a los crímenes y a las discordias. Pero, una vez más, creo que hay que distinguir entre el perdón y ese proceso de reconciliación, esa recuperación de una salud o de una «normalidad», por necesarias y deseables que puedan parecer a través de las amnesias, el «trabajo del duelo», etc. El perdón con una meta determinada no es perdón, es únicamente una estrategia política o una economía psico-terapéutica. Hoy en día en Argelia, a pesar del infinito dolor de las víctimas y del daño irreparable que sufrirán para siempre, se puede pensar, en efecto, que la supervivencia del país, de la sociedad y del Estado pasa por el proceso de reconciliación anunciado. Desde ese punto de vista, se puede «comprender» que en una votación se haya aprobado la política que prometía Buteflika. Pero creo que resulta inapropiado el término «perdón» pronunciado en esa ocasión, concretamente por el jefe del Estado argelino. Lo considero injusto tanto por respeto hacia las víctimas de unos crímenes 131

atroces (ningún jefe de Estado tiene el derecho de perdonar en su lugar) como por respeto hacia el sentido de esa palabra, hacia la incondicionalidad no negociable, an-económica, apolítica y no estratégica que prescribe. Pero, una vez más, ese respeto hacia la palabra o el concepto no traduce sólo un purismo semántico o filosófico. Todo tipo de «políticas» inconfesables, todo tipo de ardides estratégicos pueden cobijarse abusivamente tras una «retórica» o una «comedia» del perdón para quemar la etapa del derecho. En política, cuando se trata de analizar, de juzgar, incluso de oponerse en la práctica a esos abusos, la exactitud de conceptos es imprescindible, incluso allí donde tiene en cuenta, cargando con ellas y declarándolas, una serie de paradojas o de aporías. Ésta es, una vez más, la condición de la responsabilidad. —¿Se encuentra, entonces, permanentemente escindido entre una visión ética «hiperbólica» del perdón, el perdón puro, y la realidad de una sociedad que se afana en unos procesos pragmáticos de reconciliación? —Sí, me encuentro «escindido». Pero sin poder, ni querer, ni deber resolver la escisión. Ambos polos, ciertamente, son irreductibles el uno al otro, pero siguen siendo indisociables. Para influir en la «política» o en lo que acaba de llamar los «procesos pragmáticos», para cambiar el derecho (que se encuentra, pues, atrapado entre ambos polos, el «ideal» y el «empírico» —y lo que aquí importa es esa mediación universalizante entre ambos, esa historia del derecho, la posibilidad de ese progreso del derecho—), es preciso referirse a lo que acaba de denominar «visión ética “hiperbólica” del perdón». Aunque yo no esté seguro de los términos «visión» o «ética» en este caso, digamos que sólo esa exigencia inflexible puede orientar una historia de las leyes, una evolución del derecho. Sólo ella puede inspirar, aquí y ahora, en medio de la urgencia, sin demora, la respuesta y las responsabilidades. Volvamos a la cuestión de los derechos del hombre, al concepto de crimen contra la humanidad, pero también a la soberanía. Ahora más que nunca estos tres motivos están ligados en el espacio público y en el discurso político. Aunque con frecuencia una determinada noción de la soberanía esté positivamente asociada con el derecho de la persona, con el derecho a la autodeterminación, con el ideal de emancipación, en realidad con la idea 132

misma de libertad, con el principio de los derechos del hombre, a menudo —en nombre de los derechos del hombre y con el fin de castigar o de prevenir crímenes contra la humanidad— se llega a limitar o, al menos, a considerar la posibilidad de limitar, mediante intervenciones internacionales, la soberanía de algunos Estados-naciones. Pero sólo de algunos de ellos, y no de otros. Tenemos ejemplos recientes: las intervenciones en Kosovo o en Timor oriental, por lo demás muy distintas en lo que se refiere a su naturaleza y a su propósito. (El caso de la guerra del Golfo es mucho más complicado: hoy se limita la soberanía de Irak, pero después de haber pretendido defender, contra éste, la soberanía de un pequeño Estado —y, de paso, algunos otros intereses—; pero dejemos ese tema.) Estemos siempre atentos, como recuerda tan lúcidamente Hannah Arendt, al hecho de que esa limitación de la soberanía no se impone nunca sino allí donde es «posible» (física, militar, económicamente), es decir, siempre son los Estados poderosos los que la imponen a unos Estados pequeños, relativamente débiles. Los primeros protegen celosamente su propia soberanía limitando la de los demás. Tienen también un peso determinante en las decisiones de las instituciones internacionales. Es este un orden y un «estado de hecho» que puede o bien consolidarse al servicio de los «poderosos» o bien, por el contrario, dislocarse poco a poco, entrar en crisis, amenazado por algunos conceptos (es decir, por acontecimientos esencialmente históricos y transformables) como los de los nuevos «derechos del hombre» o de «crimen contra la humanidad», por convenciones sobre el genocidio, la tortura o el terrorismo. Entre ambas hipótesis, todo depende de la política que pone en práctica esos conceptos. A pesar de sus raíces y de sus fundamentos intemporales, dichos conceptos son jovencísimos, al menos en tanto que dispositivos del derecho internacional. Y cuando en 1964 —hace nada— Francia consideró oportuno decidir que los crímenes contra la humanidad no prescribirían (decisión que ha hecho posibles todos los procesos que conocemos, incluso el de Papon), recurrió implícitamente a una especie de más allá del derecho dentro del derecho. Lo imprescriptible como noción jurídica, no es, ciertamente, lo imperdonable. Ya hemos visto por qué. Pero lo imprescriptible, vuelvo sobre ello, apunta hacia el orden trascendente de lo 133

incondicional, del perdón y de lo imperdonable, hacia una especie de an-historicidad, incluso de eternidad y de Juicio Final que desborda la historia y el tiempo finito del derecho: para siempre, «eternamente», en todas partes y siempre, un crimen contra la humanidad será susceptible de ser juzgado y nunca se borrará su archivo judicial. Por consiguiente, una determinada idea del perdón y de lo imperdonable, de un cierto más allá del derecho (de cualquier determinación histórica del derecho), es la que inspira a los legisladores y a los parlamentarios, a aquellos que fabrican el derecho cuando, por ejemplo, decretaron en Francia la imprescriptibilidad de los crímenes contra la humanidad o, de un modo más general, cuando transforman el derecho internacional y crean tribunales universales. Esto demuestra muy bien que, pese a su apariencia teórica, especulativa, purista, abstracta, cualquier reflexión sobre una exigencia incondicional se encuentra de antemano inscrita, toda ella, en una historia concreta. Y puede estimular una serie de procesos de transformación política jurídica, pero, en realidad, sin límite alguno. Dicho esto y puesto que me recuerda hasta qué punto me encuentro «escindido» ante estas dificultades, al parecer, irresolubles, me inclinaría por dos tipos de respuesta. Por una parte, existe, tiene que existir, hay que aceptarlo, lo «irresoluble». En política y más allá. Cuando los datos de un problema o de una tarea no parecen ser infinitamente contradictorios, colocándome así ante la aporía de un doble imperativo, entonces sé de antemano lo que debo hacer, creo saberlo. Dicho saber rige y programa la acción: ya está hecho, ya no hay que tomar ninguna decisión ni asumir ninguna responsabilidad. Un cierto no saber debe, por el contrario, dejarme desarmado ante lo que tengo que hacer para obligarme a hacerlo, para que me sienta libremente obligado y forzado a responder de ello. Entonces y sólo entonces, tengo que responder de esa transacción entre dos imperativos contradictorios e igualmente justificados. No es que sea necesario no saber. Al contrario, hay que saber lo más posible y lo mejor posible, pero entre el saber más amplio, el más refinado, el más necesario, y la decisión responsable, hay un abismo, y éste tiene que seguir estando ahí. Volvemos a encontrar aquí la distinción entre los dos órdenes (indisociables aunque heterogéneos) que nos preocupa desde el principio. 134

Por otra parte, si denominamos «política» aquello a lo que se refería al hablar de «procesos pragmáticos de reconciliación» entonces, y sin dejar de tomarme muy en serio esas urgencias políticas, creo asimismo que no estamos definidos totalmente por lo político y, menos aún, por la ciudadanía, por la pertenencia estatutaria a un Estado-nación. ¿Acaso no se debe aceptar que, en el corazón o en la razón, sobre todo cuando se trata del «perdón», ocurre algo que excede a cualquier institución, a cualquier poder, a cualquier instancia jurídico-política? Podemos imaginar que alguien, víctima de lo peor ella misma, o los suyos, o su generación o la anterior, exija que se haga justicia, que los criminales comparezcan, que sean juzgados y condenados por un Tribunal —y que, sin embargo, dentro de su corazón, perdone. —¿Y al revés? —Al revés también, por descontado. Podemos imaginar, y aceptar, que alguien no perdone jamás, ni siquiera después de un procedimiento de indulto o de amnistía. El secreto de dicha experiencia sigue ahí. Debe permanecer intacto, inaccesible al derecho, a la política, incluso a la moral: absoluto. Pero yo convertiría este principio trans-político en un principio político, en una regla o una toma de posición política: hay que respetar también en política el secreto: aquello que excede a lo político o aquello que ya no depende de lo jurídico. Esto es lo que yo denominaría la «democracia por venir». En el mal radical del que hablamos y, por consiguiente, en el enigma del perdón de lo imperdonable, hay una especie de «locura» que lo jurídico-político no logra alcanzar, y menos aún apropiarse. Imagínese una víctima del terrorismo, una persona cuyos hijos han sido degollados o deportados, u otra cuya familia ha muerto en un horno crematorio. Tanto si dice «perdono» como si dice «no perdono» no estoy seguro de comprender, incluso estoy seguro de no comprender y, en cualquier caso, no tengo nada que decir. Esa zona de la experiencia permanece inaccesible y tengo que respetar su secreto. Lo que queda por hacer después, pública, política, jurídicamente, sigue siendo igual de difícil. Volvamos al ejemplo de Argelia. Comprendo, incluso comparto, el deseo de quienes dicen: «Hay que conseguir la paz, es preciso que este país sobreviva, basta ya de crímenes monstruosos, hay que hacer lo que sea para 135

que esto se termine y si para ello es preciso obrar con astucia mentirosa o confusa [como cuando Buteflika dice: «Vamos a liberar a los prisioneros políticos que no tienen las manos manchadas de sangre»], pues bienvenida sea esa retórica abusiva»; no habrá sido la primera en la historia reciente, menos reciente y sobre todo colonial de este país. Comprendo, pues, esa «lógica» pero también comprendo la lógica opuesta que rechaza tajantemente y por principio esa útil mistificación. Ése es, precisamente, el momento de mayor dificultad, la ley de la transacción responsable. Las responsabilidades que hay que tomar son diferentes según las situaciones y según los momentos. En la Francia de hoy no habría que hacer, en mi opinión, lo que están a punto de hacer en Argelia. La sociedad francesa actual puede permitirse sacar a la luz, con un rigor inflexible, todos los crímenes del pasado (incluidos aquellos que vuelven a conducir a Argelia, y eso todavía no se ha hecho), puede juzgarlos y no dejar que la memoria se duerma. Hay situaciones en las que, por el contrario, es preciso si no adormecer la memoria (eso no habría que hacerlo jamás, si fuera posible), sí al menos fingir que en la escena pública se renuncia a sacar todas las consecuencias de ello. Nunca estamos seguros de que la elección que hacemos es justa, nunca lo sabemos, nunca lo sabremos en términos de lo que se denomina saber. El porvenir no nos lo dirá tampoco puesto que él, a su vez, habrá quedado determinado por dicha elección. Ahí es donde hay que calibrar en cada momento las responsabilidades según las situaciones concretas, es decir, en aquellas que no admiten demora, que no nos dan tiempo para una deliberación infinita. La respuesta no puede ser la misma en Argelia hoy, ayer o mañana y en la Francia de 1945, de 1968-1970, o del año 2000. Es más que difícil, es infinitamente angustioso. Es la oscuridad más absoluta. Pero reconocer esas diferencias «contextuales» es algo muy distinto a una renuncia empirista, relativista o pragmatista. Precisamente porque la dificultad surge en nombre y a causa de principios incondicionales y, por lo tanto, irreductibles a esas facilidades (empiristas, relativistas o pragmatistas). En cualquier caso, no reduciría la terrible cuestión del «perdón» a esos «procesos» en los que de antemano se halla involucrado, por complejos e inevitables que éstos sean.

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—Lo que sigue siendo complejo es esa circulación entre lo político y la ética hiperbólica. Pocas naciones escapan al hecho, tal vez fundador, que ha habido crímenes, violencia, una violencia fundadora, por hablar como René Girard, y el perdón acaba resultando muy cómodo para justificar a posteriori la historia de la nación. —Todos los Estados-nación nacen y se fundan en la violencia. Creo que esta verdad es irrefutable. Sin exhibir siquiera al respecto espectáculos atroces, basta con subrayar una ley estructural: el momento fundador, el momento instaurador es anterior a la ley o a la legitimidad que establece. Está, pues, fuera de la ley y por eso mismo es violento. Pero se podría ilustrar (¡menuda palabra!) esa verdad abstracta con documentos terroríficos, procedentes de la historia de todos los Estados, de los más viejos y de los más jóvenes. Antes de las formas modernas de lo que se denomina en sentido estricto «colonialismo», todos los Estados (me atrevería incluso a decir, sin jugar demasiado con la palabra y con la etimología, todas las culturas) tienen su origen en una agresión de tipo colonial. Esa violencia fundadora no sólo está olvidada, sino que la fundación sirve para ocultarla; tiende, por esencia, a organizar la amnesia, a veces mediante la celebración y la sublimación de algunos grandes comienzos. Ahora bien, lo que hoy en día resulta singular e inédito es el proyecto de hacer que comparezcan unos Estados o, por lo menos, unos jefes de Estado en cuanto tales (Pinochet), e incluso jefes de Estado en ejercicio (Milosevic), ante instancias universales. Sólo se trata de proyectos o de hipótesis, pero esa posibilidad basta para anunciar una mutación: constituye por sí misma un acontecimiento de primera magnitud. La soberanía del Estado, la inmunidad de un jefe de Estado ya no son, en principio, por derecho, intocables. Por supuesto, numerosos equívocos seguirán existiendo durante mucho tiempo y habrá que estar tanto más atentos ante ellos. Estamos lejos de pasar a la acción y de poner esos proyectos en funcionamiento, porque el derecho internacional depende todavía demasiado de Estados-naciones soberanos y poderosos. Además, cuando se pasa a la acción en nombre de los derechos universales del hombre o en contra de los «crímenes contra la humanidad», se hace con frecuencia de forma interesada, habida cuenta de las estrategias complejas y a veces contradictorias de unos Estados no sólo celosos de su propia soberanía sino 137

dominantes en la escena internacional, impacientes por intervenir aquí antes que allí o antes de hacerlo allí, etc., y que excluyen, por descontado, cualquier intervención dentro de sus propias fronteras. De ahí, por ejemplo, la hostilidad de China hacia cualquier ingerencia de este tipo en Asia, en Timor —ya que eso podría provocar un efecto dominó en el Tibet—; o también la reticencia de Estados Unidos, incluso de Francia, pero asimismo de algunos países así llamados «del Sur», ante las competencias universales que se le han prometido al Tribunal Penal Internacional. Volvemos una y otra vez a historia de la soberanía. Y puesto que hablamos del perdón, lo que hace que el «te perdono» resulte a veces insoportable u odioso, incluso obsceno, es la afirmación de la soberanía. Con frecuencia ésta va dirigida de arriba hacia abajo, reafirma su propia libertad o se otorga el poder de perdonar, tanto en cuanto víctima como en nombre de la víctima. Ahora bien, también hay que pensar en una victimización absoluta, aquella que priva a la víctima de la vida, o del derecho a la palabra, o de esa libertad, de esa fuerza y de ese poder que autorizan, que permiten acceder a la posición del «te perdono». Allí, lo imperdonable consistiría en privar a la víctima de ese derecho a la palabra, a la palabra misma, a la posibilidad de cualquier manifestación, de cualquier testimonio. La víctima sería entonces víctima, por añadidura, al verse despojada de la posibilidad mínima, elemental de plantearse virtualmente perdonar lo imperdonable. Ese crimen absoluto no se plasma sólo en la modalidad del asesinato. Nos encontramos, pues, ante una dificultad enorme. Cada vez que se ejerce efectivamente el perdón, éste parece implicar algún poder soberano. Puede ser el poder soberano de un alma noble y fuerte, pero también el poder de un Estado que dispone de una legitimidad indiscutida, de la potestad necesaria para organizar un proceso, un juicio o, si se tercia otorgar el indulto, la amnistía o el perdón. Si, como pretenden Jankélévitch y Arendt (he mencionado mis reservas al respecto), no se perdona sino allí donde se podría juzgar y castigar y, por consiguiente, evaluar, entonces la disposición, la constitución de una instancia que juzgue implica un poder, una fuerza, una soberanía. Ya conoce usted el argumento «revisionista»: el tribunal de Nuremberg fue un invento de los vencedores, permanecía a su disposi138

ción tanto para establecer el derecho, juzgar y condenar como para declarar inocente. Aquello con lo que sueño, aquello que intento pensar como la «pureza» de un perdón digno de ese nombre, sería un perdón sin poder: incondicional pero sin soberanía. La tarea más difícil, a la vez necesaria y aparentemente imposible, consistiría pues en disociar incondicionalidad y soberanía. ¿Llegará a hacerse esto algún día? Desde luego, no se hará de un día para otro. Pero dado que la hipótesis de esta tarea aún sin forma concreta se anuncia ya, si bien como sueño del pensamiento, quizá esta locura no lo sea tanto.

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AUTORES

EDUARDO MADINA Profesor de Historia en la Universidad Carlos III, Madrid, y diputado socialista en el Congreso REYES MATE Filósofo. Investigador del Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid JUAN MAYORGA Profesor de Historia del Pensamiento y de Dramaturgia en la Real Escuela Superior de Arte Dramático, Madrid MIGUEL RUBIO Teólogo. Profesor en el Instituto de Ciencias Morales, Madrid JOSÉ ANTONIO ZAMORA Filósofo. Investigador del Instituto de Filosofía del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid JACQUES DERRIDA Filósofo

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ÍNDICE

Presentación, por P. Marcos R. Ruiz .........................................

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Primo Levi, el testigo. Una semblanza en el XX aniversario de su desaparición, por Reyes Mate .....................................

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Escuchar sus nombres, defender nuestras almas, por Juan Mayorga ................................................................. Wstawaæ (Homenaje a Primo Levi) .....................................

33 35

El perdón y su dimensión política, por José A. Zamora ...........

57

Perdonar al estilo y en el nombre de Jesús. Sentido cristiano del perdón, por Miguel Rubio ..............................................

81

Reflexiones sin ira de una víctima, por Eduardo Madina ........

105

El perdón (entrevista), por Jacques Derrida .............................

113

Autores ......................................................................................

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