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EL NUEVO CINE AMERICANO "Aproximación al cine americano de los años setenta desde una perspectiva de los géneros"
A. Weinrichter
Colección: Lee y Discute, n." 106 Colección «Lee y discute», núm. 106. Sociología y cultura Edita ZERO, S. A. Artasamina, 12. Bilbao Distribuidor exclusivo: ZYX, S. A. Lérida, 82. Madrld-20 Portada de I. Pérez Piño rry © A. Weinrichter © ZERO. 1979 Madrid, septiembre 1979 I.S.B.N.: 84-317-0515-9 Depósito legal: M-38648-1979 Imprime T. Sánchez - Huesca, 7, Madrid-20
INTRODUCCIÓN
Una situación bastante divertida, que nos ha pasado a todos, es la de equilibrios que ha tenido que hacer mucha gente para conciliar sus ideas políticas con el disfrute del cine americano. Problemas de la penetración cultural muy asimilada: cómo conciliar lo que uno cree con lo que a uno le gusta. Las soluciones a esta contradicción han sido extremas, desde renegar completamente del cine americano («yo no dejo mis cuartos al imperialismo yanqui», que decía un gallego amigo mío) y dedicarse a ver sólo cine «político» —por ejemplo, el italiano—, hasta los que dejan su conciencia crítica en casa cuando van a ver Superman. Lo más frecuente ha sido el no comerse el coco con todo esto: irse a ver La sangre del cóndor un poco por obligación, y ver también la última de Woody Allen sin excesiva mala conciencia. Este es sólo un episodio más del eterno problema con la cultura del militante. Hoy, que la pureza ideológica, la coherencia, se llevan bastante menos, resulta curioso que Bogart vuelve a reinar invicto, como el cine americano en general. Parecen lejanos los tiempos en que, de dos películas con el mismo tema —La femme de lean y Una mujer descasada, por ejemplo—, automáticamente se consideraba más honesta y «real» la que no era americana (preconcepción tan útil como la que piensa que «los clásicos están bien, pero son aburridos»). Está claro que el aspecto cinematográfico en sí, si una película es o no es buena, nunca tuvo nada que ver con los vaivenes en la apreciación del cine USA. No quiero decir con esto que haya que pasar de la ideología propia para poder degustarlo, cinismo éste que no comparto. Precisamente la más interesante literatura teórica que se ha escrito recientemente en revistas especializadas está prestando renovada atención al cine de Hollywood, incluso preferentemente films de Aparato que obras de autores personales, fijándose en el fenómeno de transmisión de ideología que lleva consigo. No se trata sola y exclusivamente de denunciar el imperialismo cultural, facilitado por el proceso de desarrollo industrial —que «priva a la gente de significados propios y hace que puedan ser explotados a través de los nuevos medios de comunicación»—; tanto o más interesa estudiar cómo se transmite esa ideología, y qué funciones desempeña en esa transmisión el concepto tradicional de argumento, por ejemplo. Hay que dejar claro, por otra parte, que el cine americano, hecho siempre con sujeción a las convenciones de los diversos géneros y a las expectativas de su público, ha demostrado desde siempre que puede producir films que propongan temas que trasciendan el interés local (a lo que por cierto ayuda la poderosa distribución de que gozan), y que en algunos/muchos —táchese lo que no interese— de sus films esa función puede compensar con mucho su penetracionismo cultural. Frente al cual, por cierto, se mantienen actitudes muy razonablemente desconfiadas, pero que llevan a extremos que no hacen más que complicar las cosas. Así, una película como Taxi driver, que narra brillantemente cómo se forma una conciencia «fascista» típicamente paranoide, y que lo logra precisamente por centrarse de forma casi obsesiva en el tal taxista, parecería tan reveladora o más que el estudio de clase que haría un director italiano( por ejemplo, Bertolucci en II Conformista). Sin embargo, la crítica (de izquierdas) de aquí ha denunciado en ella un supuesto carácter ultraderechista, quizás ha molestado la cercanía con que se nos ha hecho mirar al personaje (y desde el personaje), querrían verle más a distancia para encuadrarle mejor. Quizá se han «identificado» con el protagonista hasta no lograr separarlo de la película, lo que podríamos llamar un típico efecto Hitchcock (pero, ¿acaso es El hombre del cráneo rasurado un film paranoico? ¿O Deserto rosso una película frígida?). El cuidado con el que el director, Scorsese, ha subrayado su elección de narrar el film desde la perspectiva expresionista del cine negro (música, etc.) no parece que haya servido para que los señores se aclaren. Cabría preguntarse si el culpable del confusionismo que aun sigue rodeando a toda película americana es el comisario cultural que vela por nuestra salud ideológica. Este libro no pretende ser una coartada para disfrutar sin remordimientos del cine americano. A quien le haga falta eso... Tampoco es un libro que pretenda olvidar la significación ideológica de ese cine. Pero en último término a mí me interesa el cine, y en ese interés incluyo las formas que ha codificado esa ideología, los funcionamientos que ha puesto y pone en marcha. Pienso que razonamientos del tipo de «todo lo que se produce para un mercado de masas es inferior» o «los films de Hollywood no sitúan al hombre en su verdadero contexto social», aunque parcialmente ciertos, olvidan que la relación entre la
estructura comercial que ha creado y domina a Hollywood y el significado de los films que allí se producen es mucho más compleja que todo esto. Ninguna película es reducible a su ideología, lo que hay que mirar es cómo funciona esa ideología dentro del film, es decir, si se la exalta o se la contrarresta. Muchos films americanos que a primera vista forman parte de la ideología, mantienen en realidad una relación más que ambigua con ella. La ideología se subordina al texto (no se introduce en el film, no habla desde el film, éste se limita a presentarla), y, si bien no se destruye la ideología, sí se consigue destruir su reflejo en ese film concreto. Una vez entendido esto, hay que aprender a mirar el cine americano como un peculiar ejemplo de cultura popular. No mirar sólo lo superficial, lo obvio, que es lo que en muchos casos provoca el rechazo: se ve un galán perfectamente maquillado, con un traje impecable, que suelta cliché tras cliché al oído de una mujer igualmente objetualizada... y es fácil negarse en redondo a creer que en ningún momento se traten sentimientos auténticos, se duda de la posibilidad de articular ningún discurso válido con tales elementos «sanitizados». Pero no es el cine de Hollywood la única forma de arte que está fuertemente formalizada, hay que aprender a mirar a través de la iconografía. Como otras expresiones artísticas basadas en tipologías arquetípicas, convenciones (un arsenal limitado de posibles soluciones a cada planteamiento, a cada situación) y expectativas de la audiencia, el cine de Hollywood es especialmente susceptible de ser estudiado agrupándolo según las diferentes cristalizaciones a que ha dado lugar esa dinámica mítica, es decir, los géneros. Es éste el segundo obstáculo fundamental: un equivocado concepto literario de realismo ha hecho que tanto los viejos moguls, como los críticos e, incluso, gran parte del público prefiriesen las películas un tema «realista» y/o social a las producidas dentro de la estilización del cine de géneros. Y ello porque al tener las primeras un funcionamiento más aparente del efecto de realidad ( = se parecen más a algo actual o histórico), se pensaba entonces que reflejaban mejor esa realidad. Olvidando que lo que en rigor reflejaban era la refracción de una realidad a través de las formas de la ficción, exactamente igual que los films de género (pero en éstos esa refracción era explícita y por tanto no había jamás peligro de absorberla como real). El cine de géneros adquiere entonces una inusitada capacidad: la de reflejar la realidad de su país filtrada a través de unas convenciones creadas y conocidas por su audiencia. La fábula cuaja más que la ficción realista (?), se prefiere la parábola a la descripción; hay que añadir que además así se solventa el problema de las formas de representación (¿de qué manera el tratamiento dado a unos hechos «reales» les convierte en ficción?). No se trata pues de legitimar el cine popular con referencias a otras formas de expresión más «elevadas» (como los paralelismos que encontraba Robin Wood entre Hitchcock y Shakespeare): si la literatura o el teatro tienen su máximo valor cuando consiguen hacer metáforas acertadas —y ajustadas al medio de expresión— sobre la realidad, lo cierto es que los films de género constituyen ellos mismos la mejor metáfora de su país. Una metáfora, hay que insistir otra vez, bastante más rica de lo que creen los que piensan que el film de género sublima el individualismo reaccionario implícito en la mentalidad que está tras la creación de ese género. Y que sigue siendo rica aunque reconozcamos, por supuesto, que las constantes estructurales y las convenciones del género serán en muchos casos formaciones ideológicas —eso sí— fácilmente reconocibles como tales. El objetivo de este libro será el cambio que se ha producido en el cine americano en la década de los años setenta. Este cambio se intentará analizar desde la perspectiva de las transformaciones que han sufrido los géneros clásicos de Hollywood, perspectiva poco usual en lo publicado al respecto en España (siempre muy influenciado por la literatura teórica escrita en francés), que puede caracterizarse como en la corriente de un auteurismo diluido. Por ello dedico toda una primera parte a cuestiones de metodología, es decir, de formas de acercamiento al cine que aquí nos interesa. El género se suele usar aquí para describir superficialmente una película («es una comedia»), sin sospechar que, más que un rasgo de ambiente, el género ha llegado a constituir en cada caso una escritura con rasgos estilísticos tan poco intercambiables de un género a otro como si de diferentes lenguajes se tratase... Hay una relación muy estrecha entre la fotografía del cine negro, por ejemplo, y el universo urbano y capitalista que tal género contempla; es obvio que ese estilo de fotografía no sirve (no es que no sirva, es que es consecuencia directa de lo que mira) para reflejar la pureza ideológica de las grandes praderas del western... La extensa parte que he dedicado a metodología no debe interpretarse como un protagonismo personal, una pretensión de establecer «mi» postura crítica. Sólo he querido ofrecer, al lector no necesariamente especializado, una breve —e incompleta— introducción a algunos de los caminos que se han trazado en la teoría del cine americano. A costa de quitarle espacio al tema que da título al libro, pero me parecía más útil dar al menos unas coordenadas generales. Por supuesto, es imposible dar en treinta páginas una visión siquiera mediana de la perspectiva crítica que se centra en el género: no he tocado el origen o génesis de
los géneros (que suele provenir de modelos literarios —western— o teatrales —melodrama—), la contigüedad de un género con otro (cosa lógica, pues tampoco he caracterizado los diversos géneros clásicos), o los diferentes subgéneros y subgéneros mixtos. Los aspectos que he tratado no lo han sido exhaustivamente: donde cito los estudios sobre la puesta en escena, pongo como ejemplo un estudio sobre uno de sus componentes —la iluminación—. Por cierto que es éste un estudio válido exclusivamente para un momento de desarrollo muy homogéneo del cine negro, tan homogéneo incluso que cabría hablar de una puesta en escena específica del thriller de esa época; es ésta, por supuesto, una especifidad no generalizable a films anteriores (El halcón maltes) o posteriores (La noche se mueve): la característica estilística de cualquier género consiste, precisamente, en no tenerla, en ser tan modificable y adaptable como su iconografía. En el capítulo de agradecimientos, quiero citar en primer lugar a Pepe García Vázquez, que me dio todo el material que me hizo falta y más. A la revista Ozono, donde he venido publicando artículos que han entrado a formar parte del libro desde octubre de 1978. Y a Miguel Marías, a quien primero enseñé el original, con la idea de que lo prologase. Finalmente, Marías no lo haría («la base para la discusión se fue estrechando»), pero me devolvió el original anotado según una muy rigurosa lectura crítica, que por supuesto he utilizado para la versión final. El libro está dedicado a Clara. A. W.
LA POLITICA DE LOS AUTORES
El director y la plusvalía Si queremos hablar de cine americano se hace indispensable antes describir las condiciones en que fue «descubierto». Hablar de la postura que consistió en considerar al director como un verdadero autor, y no un tornillo en un sistema de producción en serie. Toda la forma en que hemos aprendido a mirar tal cine viene influida por esa nueva perspectiva. No se trata de contar la historia de Hollywood, sino de ubicar las coordenadas desde las que lo consideramos; y si hay que dar una coartada, sabemos desde Heisenberg que la mirada del observador modifica al objeto de su atención, hasta el punto que puede decirse que lo crea. En una actividad que consiste precisamente en mirar, la tentación de crear aquello que miramos es fuerte: uno de los defectos crónicos que toda historia crítica de las teorías cinematográficas descubriría, sería que éstas han sido siempre más normativas (esto debe ser) que descriptivas (esto es). Si la mirada es la culpable, si el método crea el objeto, nunca mejor dicho esto que respecto a la política de autores, pues por primera vez se trataba de mirar lo que no está (la ausencia «aparente» del director como creador último de una película), buscándolo en lo formal. La puesta en escena trasciende así la historia que se está contando. Esa trascendencia es la que explica, a mi juicio, la facilidad para los espejismos y las peticiones de principio a que tan proclives han sido los críticos que han tomado el auteurismo como norma... Según se cuenta, podemos situar el origen de la teoría auteurista (es bastante más acertado llamarlo política auteurista, como veremos) en un momento concreto: en enero de 1954 un crítico de cine llamado François Truffaut publica en una revista oscura de poca circulación llamada Cahiers du Cinema un artículo titulado Una cierta tendencia del cine francés. Este texto es uno de los hitos en el desarrollo teórico de lo que a partir de entonces se empezará a llamar la política de autores, que también se suele llamar auteurisme, y que es más un método arbitrario de acercarse al cine que una teoría. Aunque en el artículo Truffaut hablaba casi exclusivamente del cine de «qualité» francés (el cine bien hecho, pero vacío, del «realismo psicológico»), al que contraponía la obra de los auteurs como Renoir, Bresson, Ophüls o Tati, el nuevo ideario se convirtió pronto en el más formidable instrumento de rehabilitación de los directores comerciales del cine americano. En efecto, antes del auteurismo el cine de Hollywood era considerado (especialmente por los americanos) como un cine-mercancía, sin ningún interés artístico —y dentro del cual los pocos directores que podían realmente considerarse «autores» no encontraban más que dificultades para realizar su obra (así Orson Welles, Charles Chaplin o Erich von Stroheim). La gran novedad —el escándalo— del auterismo fue que empezó a reivindicar como verdaderos autores a una serie de realizadores que habían florecido dentro del Sistema de Hollywood, haciendo todas las concesiones que había que hacer. Y que, sin embargo, habían desarrollado una obra tan coherente, rigurosa y unitaria como cualquier selecto autor europeo. «Artesanos» como Hitchcock o Hawks pasaron a ser reconocidos —por los auteristas— artistas tan valiosos como Dreyer, Renoir y otros genios oficiales... Hoy esto nos parece normal, claro, pero en su momento éste fue el mérito exclusivo del auterismo (por no hablar de su labor respecto a directores «menores» como Nicholas Ray, Samuel Fuller o Josef von Sternberg). La política de los autores partía de una concepción de la creación artística que podemos calificar de romántica: la imagen del director de cine como el creador en solitario, el «artista» del que había que escrutar los mínimos matices. Como escribiría el mismo André Bazin (padre espiritual de los críticos auteuristas de Cahiers, revista que había fundado él mismo en 1951): «la política de autores consiste en... coger como standard de referencia de la creación artística el factor personal, y luego en asumir que ese factor continúa e incluso progresa de una película a la siguiente»; este programa fue frecuentemente incumplido por sus seguidores, ocupados en glorificar y buscar en todo film la belleza pura y la visión moral del director (ejemplos de este tipo de crítica como imaginación romántica se pueden consultar en algunos libros publicados en España recopilando críticas de esta época: Godard por Godard, Los films de mi vida, de Truffaut, y el llamado La política de los autores).
Lo primero que se nos ocurre es esto: ¿cómo conciliar dentro de esta concepción a directores que trabajaban bajo contrato y bajo el plan de hierro que imperó siempre en la producción hollywoodense? La respuesta consistía en estudiar su personalidad artística buscándola en los films que tenían que hacer como parte de su contrato, en ver como los subvertían y plegaban para cualquiera que fuese el punto de partida, acomodarlos a sus «obsesiones personales». Ver como cualquier género era siempre una expresión de su weltanschaung (hay que considerar la flexibilidad y verdadera libertad que permitía el narrar dentro de un lenguaje tan codificado como es el del género). La personalidad de un supuesto autor no se buscaba nunca desde la libertad de creación, que por supuesto no existía; pero es obligado pensar en la relativa libertad de autores inflexibles como Tati, Bresson o Dreyer, que a lo largo de los años han podido completar muy pocos films y muchas veces en penosas condiciones económicas. Lo que se rastreaba era la huella de esa visión personal expresada dentro de un molde, de un marco uniforme: las reglas del juego. Como en el psicoanálisis lacaniano, el autor/director era el ausente que estructura el texto desde su no presencia, texto que se define por los contornos que delimitan el hueco, que delimitan su ausencia. Fue Andrew Sarris (junto con Peter Bogdanovich y la revista Film Culture) quien introdujo el concepto de la política de los autores en Estados Unidos. Sarris tradujo politique des auteurs como auteur theory en el artículo introductorio que publicó en 1962 en la revista citada. El prólogo que escribió seis años después para su libro The American Cinema: Directors and Directions sigue siendo, que yo sepa, la mejor exposición de esta teoría. Interesa ahora citar algunos párrafos de ese prólogo (traducción mía): —El productor habitualmente se preocupaba más del argumento que del estilo visual. Los productores, como mucha gente, entendían los argumentos más en términos literarios que cinematográficos. Las llamadas películas «grandes» estaban más expuestas a interferencias de la oficina de producción, y por eso los films de géneros convencionales pueden ofrecernos hoy más sorpresas. El productor que sentía ambiciones culturales solía desdeñar los films de género, y no malgastaba a los prestigiosos guionistas que se traía del Este en semejantes empresas. La auteur theory valora la personalidad de un director precisamente por las barreras puestas a su expresión. Es como si unos pocos espíritus excepcionales se las hubieran arreglado para sortear la inercia de la «masa» de películas. La fascinación de estas películas de Hollywood reside en su funcionamiento bajo presión. En realidad, ningún artista es completamente libre, y el arte no necesariamente florece más cuando está menos constreñido. La libertad es en sí deseable, pero no es prescripción estética. —Sin embargo, el crítico auteurista no mira al cine en busca de experiencias artísticas completamente originales. El cine es a la vez una ventana y un espejo. La ventana se asoma al mundo real bien directamente (documentación) o indirectamente (adaptación). El espejo refleja lo que el director siente sobre lo que ve. El cine moderno tiende a oscurecer la ventana para aumentar la intensidad del reflejo. Podría pensarse que una teoría que se centrase en la personalidad del director debería apoyar un cine en el que su presencia fuera suprema, incuestionable. Paradójicamente, sin embargo, las personalidades de los directores modernos son a menudo más oscuras que las de los directores clásicos que estaban atenazados por todo tipo de maquinarias narrativas y dramáticas. El cine clásico era más funcional que el moderno: conocía a su audiencia y sus expectativas, pero muchas veces producía además un algo extra. Ese algo extra es lo que interesa a la teoría de los autores. Hasta aquí Sarris, que ha sido suficientemente claro: una serie de directores han producido consistentemente lo que se les pedía y «algo más», es decir, su aportación personal: el interés del auterismo se centra exclusivamente en esa especie de plusvalía artística, en esa visión personal que a veces se «colaba» a los productores (los malos de la película). La política de los autores es desde esta perspectiva la descubridora y capitalizadora de esa plusvalía, de ese trabajo extra que algunos directores se molestaban en pasar de contrabando. Esta situación puede recordar la segunda lectura que incluían determinados directores españoles en tiempos del franquismo, bajo la férrea y estúpida censura: alusiones y situaciones que normalmente no habrían «pasado», lo hacían disimuladas tras las estrategias narrativas. En muy parecida forma, durante mucho tiempo, las más acervas críticas al sistema americano se hicieron desde dentro siempre de las películas de género: basta recordar la imagen ridícula de los policías en todas las películas del cine cómico, desde la época del cine mudo hasta ahora, críticas que no habrían podido ser hechas directamente (es decir, en películas «realistas»). Sobre esta dinámica inversa volveremos después. Antes de seguir adelante quiero aclarar una cosa que puede inducir a error, respecto a la palabra autor. La política de los autores, que convertía la historia del cine americano en la «autobiografía» de una serie de directores, y que era un estallido de romanticismo en la imaginación estética de la crítica cinematográfica, iba a tener una simétrica continuación cuando algunos de los críticos que habían creado esa teoría empezaron a dirigir (Truffaut, Godard, Rohmer, Chabrol). El feroz individualismo de la teoría que habían
originado preparó el camino para el surgimiento del primer movimiento individualista de la historia del cine; a partir de entonces la nueva ola francesa pasó a ser sinónimo de cine personal, de cine de autor tal como se le entiende hoy. Las películas que hicieron entonces, películas de autor, son lo más diametralmente opuestas al concepto de auteur que ellos mismos habían acuñado: eran películas baratas y «pequeñas», con medios mucho más escasos y por eso mismo más controlables (al igual que las películas de género eran más controlables por el director que las películas de prestigio del estudio). Verdaderos films en libertad, films de un solo hombre: la revista Life publicó una foto de rodaje de A bout de souffle en la que se veía a Godard empujando con una mano una silla de ruedas a donde iba atado el cameraman y en la otra empuñando el guión que le iba leyendo/apuntando a la actriz mientras ella improvisaba sus movimientos y gestos... Del romanticismo teórico al romanticismo militante al hacer el cine. El rótulo DIRECTED BY, que hasta entonces había precedido al nombre del director, se vio sustituido por el de UN FILM DE, y esa palabra, de, explica toda la posesividad del director. En fin, la palabra autor se aplica a dos clases muy diferentes de realizadores. La plusvalía del crítico Antes de considerar el significado de la evolución que el auteurismo supuso para la teoría cinematográfica, vamos a ver algunas de sus deficiencias más importantes, que lo invalidan como una epistemología autónoma (aunque usándolo junto con otras perspectivas críticas sus resultados han sido inmejorables). La más importante, sin duda, es el absoluto desprecio del contexto social en que estaban hechos los films considerados por la política de autores, en casi todos los casos ese contexto era suplido por la visión moral del director ,que bastaba y sobraba para que sean válidos. Un método a-histórico, pues. Y, en palabras de John Hess, no sólo eso: «La politique des auteurs fue, de hecho, una coartada enunciada en términos estéticos para una tentativa —culturalmente conservadora, políticamente reaccionaria— de separar el estudio del cine del ámbito de la preocupación social y política en que las fuerzas progresivas de la Resistencia lo habían situado en los años de la posguerra» (Jump Cut, números 1 y 2). Otra constante del auteurismo sería su gran facilidad para recurrir a procedimientos terroristas para dejar bien sentado el status del supuesto autor. Irónicamente, lo que hizo en un principio que los críticos franceses se fijaran en estos directores de Hollywood fue su común característica de no comerse el coco, que llenaban estos film «simples» de vitalidad, una cierta «ingenuidad» ideológica, velocidad y de esa curiosa mezcla de sentimentalismo barato y orgullo de la tecnología americana... El auteurismo empezó a utilizar altos argumentos intelectuales para justificar el gusto por comercializar películas de acción, y a ver en ellas profundos significados. Se trataba de demostrar la solidez y contingencia del universo personal del supuesto autor haciendo frecuentes apelaciones en tono hiperbólico a referentes culturales de prestigio (obras de arte, filósofos...); esta continua búsqueda de una coartada cultural solía venir arropada con un lenguaje retórico a la vez polémico y defensivo, y que también servía para ocultar razonamientos confusos, pretensiones exageradas. En realidad, todo esto surtía un efecto contraproducente: en vez de legitimar al supuesto autor se producía la sensación de que el cine era un arte inferior, que estaba en perpetua necesidad de compararse y sacar paralelos con las artes «mayores», de adquirir la respetabilidad que le faltaba. Además, con todo esto se volvía a un terreno de trascendencia, que era contra lo que se había reaccionado en un principio. Porque, en efecto, se había partido de un desprecio sistemático a los directores americanos considerados serios (Fred Zinneman, por ejemplo) frente a directores de acción (Raoul Walsh, por ejemplo). Esto estaba justificado en muchas ocasiones, pero lo curioso es que los auteuristas no mostraban un especial aprecio por los escritores-directores (los que en principio eran autores idóneos), y es que, aunque éstos estaban bajo la presión del estudio como los demás, lo que sí hacían era escribir el material que dirigían. Es decir, en su caso no había contradicción (=tensión creativa) entre su «personalidad» y el material con el que trabajaban. Así, y aunque parezca mentira, guionistas-directores como Billy Wilder, Joseph Leo Mankiewicz e incluso John Huston sufrían todo tipo de regateos; en el caso de Wilder se decía que sus films se apoyaban demasiado en la palabra, en prejuicio del aspecto visual. He aquí un ejemplo de la arbitrariedad típica del auteurismo: se asocian estudios estilísticos minuciosos con juicios morales y jerarquías personales. El ejemplo más exagerado de esta arbitrariedad fue el llamado macmahonismo (por el cine MacMahon, de París), que era poca cosa más que un culto a la personalidad de Walsh, Lang (etapa americana), Losey y Preminger, una fascinación no disimulada por la violencia y expresiones del tipo de «Charlton Heston es un axioma del cine».
Pauline Kael escribió (Circles and Squares: Joys and Sarris) en 1963 en la revista Film Quarterly un furibundo ataque contra la teoría introducida por Andrew Sarris en ese país. Respecto a la competencia técnica elogiada por Sarris, Kael aduce que hay muchos artistas que sobrepasan o violan constantemente esa escritura de grado cero, ese acabado perfecto e impersonal, dictado por el estudio 1 , y cita la frase de Cocteau «La única técnica buena es la que se inventa uno». Respecto a la huella de la personalidad dejada por el autor en los films de género, Kael dice que la mofeta huele más que otros animales, pero que hasta qué punto eso la hace mejor. «Si X es un genio, todo lo que haga es la obra de un genio. Y lo que le hace genial es el élan de su alma artística: los que lo tienen nunca lo pierden y sus films tienen automáticamente una unidad orgánica.» Kael cita esta frase de Sarris: «si los directores no pueden ser separados de su medio histórico, la estética queda reducida a una rama de la etnografía». Me ahorro discusiones sobre tal premisa: separarle del contexto para concentrarse en detectar el élan... Donde más se sulfura la Kael es en el apartado del significado interior o la tensión artista-estudio superada. Para el auteurista, el artista no se expresa por la unidad de forma y contenido, el autor ideal es el que firma un contrato, dirige todo lo que le echan y se expresa introduciendo su «estilo» en las brechas de los argumentos. Así, cuando se habla del estilo abstracto de George Cukor no se refiere nunca a alguna idea que se encuentre en el film, sino a una técnica que no depende del contenido. Es en este sentido en el que, para Sarris, Cukor puede ser superior a Ingmar Bergman... Cabe decir, para terminar, que cuando se puede hablar por separado de estilo y contenido, es que la obra considerada no tiene ningún valor; ninguna gran obra de la historia del cine tiene un tema discernióle sólo por la forma y a pesar del fondo. Los auteuristas no se han fijado en el contenido total de un film, pues lo han considerado siempre como irrelevante a sus preocupaciones estético-morales, siempre han preferido buscar más en las brechas que en la expresión unitaria y orgánica de la película. Es una ironía basar una estética en un sistema de producción que es una espada de Damocles para los directores. Como resumen general podemos reseñar dos grandes vertientes generales por las que solía acabar discurriendo siempre el discurso de la política de los autores: —Ya hemos mencionado el culto a la personalidad: la noción de una personalidad creativa, de una fuerza poderosa y consistente, se invocaba para valorizar films menores o impersonales de los que eran considerados autores (tal designación podía ser arbitraria e incluir a gente como Jean Negulesco o Frank Tashlin, por misteriosos motivos). Estos films eran minuciosamente analizados, pues debían mostrar la huella indeleble en la puesta en escena..., mientras que se desvalorizaban obras muy notables, pero de paternidad no tan distinguida (como Casablanca, del «director de la casa» en los estudios Warners; en efecto, es difícil asegurar quién es el responsable exacto de que esta película sea una maravilla, en todo caso la parte del director Michael Curtiz no es precisamente la del «autor», probablemente lo más acertado sea considerar Casablanca como un feliz accidente de un sistema de producción funcionando al máximo, como una conjunción momentánea de diversos talentos convergentes). —La otra manifestación habitual del pensamiento auterista partía de la misma exacerbación romántica, y consistía en construir el «film ideal» del autor en cuestión, el film que quintaesencia todos sus temas y tratamientos típicos de forma coalescente y orgánica. Este film ideal evidentemente no existía como tal, pero todos los films reales del autor eran manifestaciones de aquél, aproximaciones más o menos perfectas —y estas películas reales se consideraban no en sí mismas, sino en cuanto se acercaban al modelo ideal. He aquí un ejemplo de crítica normativa, pues las películas preferidas y estudiadas por los auteristas eran las más típicas: un film era más interesante que otro si expresaba mejor el «tema» constante y predilecto de su autor. Un ejemplo, la cuestión de Howard Hawks y la mujer: Río Bravo expresaría mejor el universo masculino hawksiano que La fiera de mi niña, pues en tal universo moral la representación de la mujer es conflictiva al implicar una necesidad de afrontar la (traumática) presencia de la Mujer, de lo femenino. Así surgía la necesidad de reprimir el discurso femenino, es decir, en el caso de La fiera de mi niña, se trataba de masculinizar a Katherine Hepburn y convertirla en simple camarada. Por eso se consideraba la estructura de Río Bravo más «pura», pues en ella estaba la estructura hawksiana típica: los dos amigos y la mujer «por fuera» de ellos, alienada luego, neutralizada y reconocida como extraña. Evolución A pesar de estos graves defectos, que se pueden solventar utilizando el método auteurista en combinación con métodos contextúales, como veremos, la importancia de la política de autores es difícil de exagerar. No sólo porque como postura crítica ha producido mejores resultados que muchas de las 1
Habría que aclararle a Kael que precisamente los directores-autores se distinguen en violar las reglas del estudio, en acomodarlas a su universo personal.
últimas corrientes que han incorporado diversos «ismos» (procedentes de la lingüística, principalmente), sino porque en su momento de aparición supuso una verdadera ruptura epistemológica. La política de los autores dio un giro fundamental respecto al centro de atención del crítico: se pasa de fijarse en lo social y lo temático-argumental a fijarse en el aspecto formal, reflejo de la visión moral y sus constantes temáticas, a costa de casi todos los demás aspectos del film. Los teóricos del cine anteriores, que como ya hemos dicho no consideraban que hubiera posibilidades de desarrollar una carrera personal en Hollywood, trataban, sin embargo, en sus escritos con bastante frecuencia de la obra de los directores. Lo que ocurría es que se interesaban sobre todo por la forma en que el director trataba las cuestiones sociales, y siempre más en términos de argumento y tema que de estilo visual (en términos más literarios que cinematográficos, si queremos decirlo de una manera más cruda). El libro de Lewis Jacobs —excelente, por otra parte— publicado en España bajo el título de La azarosa historia del cine americano es un ejemplo representativo de este tipo de postura. Andrew Sarris llamaba a este tipo de escritores forest critics, es decir, críticos que miraban tanto al bosque (=Hollywood) que no veían los árboles, y ello no sólo por no fijarse en las personalidades discernibles, trabajando dentro de los estudios, sino sobre todo por ignorar lo formal. Escojamos otro párrafo de Sarris para ver en qué se distanciaba del anterior planteamiento sociologista la nueva corriente que centraba su interés en la puesta en escena: «—El arte del cine es el arte de una actitud, el estilo de una postura. No se trata tanto del qué cuanto del cómo. El qué es algún aspecto de la realidad restituido mecánicamente por la cámara. El cómo es lo que los críticos franceses llaman la puesta en escena. La crítica auteurista es una reacción contra la crítica sociologista que entronizó el qué frente al cómo. Pero sería también falaz entronizar el cómo sobre el qué: la clave de un estilo que tenga algún sentido es lo que unifique a ambos en una visión personal (...). Los mejores directores suelen tener suerte y controlar sus films al menos hasta el punto de que no haya gran disparidad entre el qué y el cómo. Es en los niveles más bajos donde encontramos talento gastado en cosas inapropiadas.» Sards se refiere en esta última frase a los directores que trabajan asiduamente dentro de los films de serie B, un cine que la crítica sociologista sólo consideraba en tanto que un género era un reflejo de un determinado momento social. Una cosa que no dice Sarris. y que es muy aleccionadora: uno de los motivos por el que los críticos franceses hacían tanto hincapié en el aspecto visual del cine americano es que ese cine lo veían en la Cinemateca Francesa, cuyo director, Henri Langlois tenía la bonita costumbre de no poner subtítulos en las copias de las películas que pasaba. La mitad de las veces el crítico que no dominaba el inglés se veía obligado a concentrarse en lo que se veía. Yo confieso haber visto películas francesas en esas condiciones y los resultados son fascinantes (aunque se corre el riesgo de sobrestimar películas mediocres; una cosa parecida cuenta Truffaut de Josef von Sternberg: habían visto tantas veces sus films sin entender los diálogos que cuando tuvieron acceso a ellos quedaron sorprendidos de su vulgaridad, ampliamente sobrepasada por la deslumbrante puesta en escena. Sternberg es un locus classicus en el auteurismo). El arte del cómo, el estilo: la gran aportación de esta política (aparte, claro, de reivindicar una serie de creadores considerados hasta entonces como artesanos —Hawks, Walsh— o truquistas (Hitchcock—) fue el énfasis en lo formal, en el análisis visual. Su importancia actual radica en que, temas sociales aparte, a partir de ellos aprendimos a pensar que el contenido del film viene dado más por el estilo que por el asunto. Hoy se admite que lo que da significado a un trozo cualquiera de film (lo que crea ese significado en gran parte) es la permutación de los distintos significantes, es decir, todos los elementos que caben en lo sonoro y lo visual. Dicho en términos de cinefórum: no cabe hablar ya de forma y de fondo, el fondo no existe como tal (argumento, diálogo, tema central...) si se le separa de la forma; la forma «es» el fondo. Así, Alan Lovell cita una frase de Roy Armes sobre Max Ophüls: «Para aquellos cuyo interés es puramente visual y cuyo ideal es una sinfonía abstracta de imágenes, Ophüls es uno de los grandes. Para los que exigen además de las imágenes la clase de profundidad moral y de penetración en lo humano que podemos obtener de una gran novela, Ophüls es sólo un maestro menor, un fabricante de films exquisitos, pero vacíos». Parece claro que Armes está creando y cayendo en una dicotomía falsa entre el contenido y el estilo, empezando por considerarlos separados e independientes. El análisis del contenido no viene a cuento, un film nunca versa directamente sobre el tema que figura en el argumento, o que se puede desprender de él. Analizar un contenido sólo es lícito si tal contenido se infiere del modo en que es representado. Si hemos de ser sinceros, hay que aclarar en seguida que aunque supuestamente el interés primordial confesado por los auteuristas era de tipo formal, en realidad, gran parte de las veces se interesaban sobre
todo por los temas caros a cada autor, cómo los repetía, cómo evolucionaban a lo largo de su obra y cómo los ponía en escena. Esto es natural, ya que les interesaba sobre todo la personalidad del director. No me refiero, por supuesto, a los temas en el sentido del examen social «temático» que hacían los críticos que hemos llamado sociologistas (trataba la película un tema serio y/o relevante, de interés humano, era suficientemente liberal). Como sabemos, los auteuris-tas eran bastante conservadores y no prestaban gran atención al entorno social del film, para ellos el único contexto era el mundo personal del autor. Los temas que les atraían eran los «motivos temáticos» que configuraban ese mundo personal, el leitmotiv moral que acababa emergiendo siempre en todas sus películas. Previsible era, además, que buscaran por ese camino, pues la cuestión del film ideal se basaba sobre todo en la repetición de una serie de temas (re)presentados de una forma orgánica. Así, se estudiaba el tema del perdedor en John Huston, el tema de la mujer y la ausencia de la Mujer en Howard Hawks, el tema de la aparicencia/realidad en Vincente Minelli, el tema del voyeurismo y de la «transferencia de culpa» en Hitchcock... Pero el cambio sustancial en la política de los autores (lo que la haría aspirar a convertirse en teoría) se produjo en 1969, y ello en dos frentes principales: en el anglosajón con la publicación de Signs and meaning in the cinema (libro fundamental de Peter Wollen que debería aún ser editado aquí) y en el francés con la famosa toma de postura de la revista auterista por excelencia, los Cahiers du cinema, a consecuencia del mayo del 68 2. El movimiento que suponen ambos es en el mismo sentido, y era además previsible: —Por un lado, el hincapié que se había hecho siempre en los aspectos formales y visuales sirvió de base para iniciar el estudio más riguroso de esos mismos films, apoyándose en la semiología, la ciencia de los signos, —idénticamente, el énfasis paralelo en los aspectos temáticos (el «núcleo de significados y motivos estructurantes») serviría de base para estudiar los films desde el estructuralismo. Por supuesto, el auterismo estructuralista que utiliza la semiología como aparato práctico de Wollen y Cahiers no se parece nada a la política de autores inicial. Ni al auteurismo que en los años setenta siguen practicando la revista Movie en Inglaterra o Sarris en USA (por cierto que Robin Wood, uno de los mejores críticos de esta tendencia acusa en su último libro Personal Views influencias de la nueva corriente, a la que también vilipendia con dureza). Se le puede encontrar en la revista inglesa Screen, en Cahiers hasta hace poco y en otras menos influyentes. Del análisis estilístico se ha pasado a negociar con sistemas, códigos y estructuras: algo se ha ganado y algo se ha perdido. Después de la euforia inicial, hoy no parece claro que se haya ganado mucho, aparte de las grandes pretensiones de rigor y cientificidad. Los interesados pueden consultar a su riesgo La Mirada, revista española. Si la primera característica del cambio es una mayor metodología en el análisis formal, la segunda podemos enunciarla diciendo que ese análisis de lo formal se ha ampliado también a lo contextual. Es decir, se ha visto la importancia de conciliar el estudio de cómo funciona el film con el análisis de lo que comunica. Este había sido el lado flaco del auteurismo, la parte que el contexto o entorno sociopolitico de un film juega en la organización de su puesta en escena. Si los auteuristas reaccionaron saludablemente contra el sociologismo en el análisis del cine de géneros, lo hicieron a costa de ignorar la historia social del film, que ahora se recuperaba. La explicación de este giro viene de una variable que ya se supone: mientras los auteristas clásicos se basaban en una cierta estética romántica, los nuevos estructuralistas se basan en un materialismo del texto y adoptan el marxismo como instrumento de análisis. Finalmente, de ambas corrientes surgiría el planteamiento de una nueva cuestión para la crítica cinematográfica, para mí de una importancia capital: el planteamiento por primera vez riguroso del problema del realismo en el cine clásico o convencional. Quizá había hecho falta la labor de zapa de Jean-Luc Godard en la década anterior (minando las convenciones de la gramática, el principio de auctoritas del lenguaje clásico) para empezar a plantearse que esas convenciones, así como las ausencias definidas por ellas, tenían un sentido ideológico. Por primera vez, el interés se centró más en ver el funcionamiento de las contradicciones y ausencias dentro del texto del film clásico que en la unidad que hasta entonces se había buscado. Se trataba de hacer un verdadero psicoanálisis del texto o discurso del film para ver cómo funcionaba en él el «concepto» de realismo que hacía aparecer unas cosas y no otras. El análisis que en 1970 publica Cahiers de Young Mr. Lincoln de John Ford sigue siendo modélico. Desde luego mirar el cine desde esta peculiar perspectiva psicoanalítica ha producido resultados más claros que los métodos más científicos de que hemos hablado antes (como dice Alan Lovell, al que se le reconocerá más autoridad que a mí, «el aparato analítico de Metz sugiere tras las aplicaciones que de él se 2
) Ver «Lenguaje e ideología en el cine», publicado en Cinema 2002 (marzo 1979).
han hecho que es un gran sistema de clasificación cuya aparente precisión enmascara su falta de poder analítico»). Me parece significativo que un crítico auteurista «clásico» como Robin Wood, que ha producido análisis definitivos sin necesidad de recurrir a más métodos que su muy cultivada «intuición», en sus últimos escritos ha considerado esta cuestión del realismo como fundamental, aplicándola al análisis del último Godard, así como a revisar sus ideas sobre el cine americano. Para terminar con esta introducción que no me esperaba fuera tan extensa, me parece de sumo interés anotar que correspondiendo con el desfallecimiento del ímpetu romántico en la concepción de la producción artística centrada en un único autor identificable con el director (desfallecimiento al que contribuyó la concepción materialista de que el producto artístico es idéntico al lenguaje en el sentido de que los individuos que intervienen en el proceso de «producirlo» son de poco interés), desde hace irnos años se ha venido investigando la parte que en ese proceso artístico —perdón, de producción— jugaban otros elementos distintos al director. Esta labor la ha desarrollado con especial vigor la revista americana Film Comment. Aunque probablemente el primer chispazo partió del affaire de Citizen Kane. A Pauline Kael, una de las más prestigiosas plimas en los USA, le encargaron escribir el prólogo al guión de Ciudadano Kane, que se iba a publicar en un lujoso libro. Como ya sabemos, Kael se había distinguido en atacar a los auteuristas —diatribas con Sarris, etc.— y entonces, incurriendo en lo que podemos llamar «abuso de confianza» escribió una introducción en la que a lo largo de cincuenta mil palabras intentaba demostrar que una gran película como Kane se debía en realidad al talento del guionista —Hermán Mankiewicz—, quien supuestamenet habría recibido una oferta de diez mil dólares de Orson Welles para retirar su nombre de los créditos. El hecho de haber elegido a Welles, una de las grandes reputaciones americanas, revelaba su propósito de acabar con la idea auteurista de centrarse en el director y de hacer ver que que Kane sería uno de esos «accidentes» de Hollywood. El hecho de que lo mejor de Kane no sea precisamente el guión, sino lo visual no debe importamos aquí, sino que este estallido puso sobre el tapete el negro tema de los guionistas de Hollywood. Los escritores han sido siempre la cabeza de turco del estudio: basta recordar los tiempos de la assembly Une, donde los escritores producían su trabajo según el mismo principio de la fabricación en serie. Cada uno tenía un tipo de situaciones y escenas en las las que estaba especializado, le tocaba siempre arreglar» un determinado tipo de diálogos, etc. Si bien este método puede valer para producir automóviles, la verdad es que justifica el proverbial odio —y envidia— que los guionistas han tenido hacia los directores, y el veneno que destilan las páginas de libros como Historias de Pat Hobby, de F. Scott Fitzgerald (especialmente el cuento en el que al estudio en que trabaja Pat como guionista llega el rutilante Welles, nada menos), o las que Raymond Chandler dedica a contar sus colaboraciones con Hitchcock. Hay que citar también el capítulo que el libro Here's lookin' at you kid (un recuento de los grandes tiempos del estudio de Jack Warner) dedica a los guionistas, un capítulo que es una verdadera novela negra. A pesar de esto hubo una serie de escritores que consiguieron desarrollar una cierta coherencia. Gracias a Richard Corliss, el Andrew Sarris del guionista, hoy podemos decirlo, al menos. Corliss ha publicado dos libros —Talking Pictures y The Hollywood screenwriters— donde con toda justicia ataca la noción auteurista de que los mejores directores de Hollywood siempre han «trascendido», o sea sobrepasado, la categoría del material con el que tenían que trabajar. Aquí material se entiende que es intercambiable con guión, pero Corliss hace ver que en muchos casos es el guión el que sostiene algunos filmes considerados clásicos, lo que le hace pasar a sostener una postura auteurista con el guionista-autor, y ya estamos en las mismas otra vez. Posteriormente la misma revista donde trabajaba Corliss, esto es, Film Comment, prosiguió su estudio de otros creadores del look de los filmes clásicos, en un intento de dar al César lo que es del César, es decir, de ponderar la exacta parte que tiene cada participante de un filme en ese aspecto visual. Film Comment ha dedicado excelentes números monográficos a los cameramen, los montadores y los art directors hollywoodenses.
LA POLITICA DE LOS GÉNEROS
Hay una forma de acercamiento natural al cine americano, y que podemos denominar la política de géneros, por simetría con el capítulo anterior aunque quizá no sea un término acertado. Forma que es la que más emplearé a lo largo del libro, a pesar de la extensión que he dedicado al auteurismo. No hay contradicción en esto: por un lado me parecía necesario como introducción obligada (máxime siendo éste un libro que no se pretende para el especializado cinefilo), ya que es el que produce mejores resultados en un primer momento, por otro lado la política de géneros es cronológicamente posterior, y en algunos sentidos es una reación, al auteurismo. Ambos conceptos interaccionan constantemente, aunque sean en principio opuestos; en realidad se puede decir que formarían dos ejes teóricos ortogonales entre sí. Si el auteurismo es longitudinal, el género es transversal: hay una tensión teórica entre ambos que refleja la tensión creativa que vimos antes entre las ideas personales del director y las imposiciones del estudio, entre lo que quiere y lo que tiene. Ahora podemos plantear esa tensión como la existente entre la visión personal y las convenciones del género concreto dentro de las cuales debe desenvolverse. Esta sujeción puede ser considerada —de hecho es lo que sugiere la historia— como una fuente de fuerza, de disciplina y a la vez como una constante posibilidad de subversión. Esta es, sin duda, la gran diferencia que ha existido siempre, narrativamente, entre los directores de Hollywood y los independientes. Poco hay publicado en España sobre los géneros como metodología crítica. Lo que aquí se escribe está siempre inspirado en la literatura crítica francesa. La política de géneros se ha desarrollado casi exclusivamente en el ámbito anglosajón, de mucha menor repercusión aquí. Aparte de ser más reciente y no haber tenido tiempo de formar focos de difusión concretos, como el auteurismo. Incluso hay que decir que no ha tenido aún la oportunidad de solucionar un problema básico en su epistemología: definir su objeto, postular el modelo teórico de «género cinematográfico» de una forma satisfactoria. Si a esto añado que no he podido conseguir dos libros que parecen fundamentales sobre el tema —el de Kaminsky y el de Grant—, todo ello hace que este capítulo sea, a la fuerza, más provisional que el anterior. Hay que empezar por distinguir dos cosas: —Que los géneros existen obviamente mucho antes que se pensase siquiera en una política o un modelo teórico para considerarlos. En este caso el método es menos culpable de «crear» su objeto: casi todos los géneros han completado uno o varios ciclos o han muerto antes de tal planteamiento. No ha habido expectativas críticas ante cada nueva obra, como en el caso de utilizar el modelo auteurista (se pensaba que el último film de X debía ser «así», debía ajustarse al modelo de film ideal de ese autor/director). Pero ya veremos que esto no ha evitado la proliferación de textos normativos sobre el cine de géneros. —De los géneros del cine se ha hablado mucho antes de ahora, de hecho por medio de los géneros es como fundamentalmente analizaban el cine de Hollywood los críticos pioneros que antes hemos llamado sociologistas (Lewis Jacobs, Robert Warshow y Otis Ferguson entre otros). Pero estos precursores hicieron de este procedimiento un método poco fértil, al fijarse casi exclusivamente en los «temas» o contenido social de los mismos. Por supuesto, su labor a este respecto no es desdeñable en absoluto: hoy sigue siendo tan vigente como entonces el considerar los films de los diversos géneros como un reflejo de la historia social de los Estados Unidos. Pero ¿por qué adoptar ahora este acercamiento tan engorroso, tan poco brillante que se dedica menos a escrutar a brillantes creadores que a reseñar uniformidades y generalidades dentro del grueso del cine comercial? Sobre todo, después de convencernos de la necesidad de saber mirar la aportación personal que el autor o autores pueden dar a una película de aspecto más o menos convencional. La respuesta es que debemos curarnos en salud de todos los espejismos que varios años de cultivar reflejos auteuristas pudieran provocar en nosotros, y esto aunque vayamos a tratar del nuevo cine americano, supuestamente más libre e independiente que el cine clásico de Hollywood. Un párrafo tomado de The shape of film history (de James Monaco), una breve historia del cine mundial, nos ayudará a introducirnos en el tema: «Los estudios funcionaban como eficientes factorías. Se adquirían los derechos de un libro, los guionistas se ponían a trabajar, remodelándolo para que pudiera ser filmado, mientras los departamentos de decorado y vestuario preparaban el aspecto visual físico de la película. Estos técnicos tenían un sueldo y un contrato, lo mismo que los actores y los directores. (...) Una vez que la filmación había concluido, el material «crudo» se llevaba al departamento de post-producción para ser montado, mezclado y doblado. Los ejecutivos del estudio tomaban todas las decisiones finales en esta etapa. A algunos de los directores
más prestigiosos se les permitía, a veces, intervenir, pero muy pocos de ellos podían seguir el proceso de «su» film desde su concepción a su estreno. El resultado de ese proceso en serie (asembly Une) resultó ser que cada estudio desarrolló un estilo específico que muchas veces se superimponía sobre el estilo menos relevante del director concreto de cada film (...). En este sistema de producción rígidamente organizado, a los participantes individuales (director, cámara, guionista, art designer...) les era muy difícil manifestarse por sí mismos. La gran masa de los films producidos no sólo tenían el estilo del estudio, sino una sorprendente uniformidad ideológico/intelectual. No existe ningún constraste entre un gran estudio y otro en lo que respecta a conciencia social y política. Los magnates de la edad dorada de Hollywood, siempre preocupados por el valor de cambio de los films que producían, preferían siempre y en toda ocasión hacer que sus films fueran como los demás, no diferentes. Como resultado, pocos de los miles de films producidos nos sorprenden como únicos. El estudio de Hollywood, del cine clásico americano ,deberá concentrarse en identificar los tipos y diseños generales, las convenciones y géneros a lo largo de muchos films, más que enfocar las cualidades de cada película concreta.» Aquí tenemos expuesto en toda su crudeza (es decir, referido estrictamente a las condiciones de producción) lo que con cierta dosis de cinismo podríamos llamar el «origen» de los géneros hollywoodenses: una rígida fabricación en serie, una producción uniformizada que para las cabezas pensantes bastaba para crear y mantener una audiencia constante. Dentro de este sistema sólo unos pocos, a saber: los que tenían normalmente buenos resultados en taquilla, pero que además eran directores-productores (Hitchcock, Ford, Hawks), pudieron desarrollar una huella personal de film a film. Cualquier otro director con un estilo personal, es decir, que no aceptase el principio de que la técnica buena es la que no se nota, ni de la puesta en escena transparente, ni otras convenciones del cine clásico estaba sometido a un constante esfuerzo para no naufragar en esa red de toques del estudio, estilo de las estrellas, imposiciones de los productores e idiosincrasias de los guionistas. En este contexto, la política de género aparece, por lo pronto, como un principio realista de acercamiento, pues, respecto al reparto de responsabilidades de que hablamos antes exige centrar nuestro interés en las condiciones de producción. A cesar lo que es del cesar, y el mismo Hitchcock, un director comercial por excelencia, tuvo que inventarse el truco del McGuffin para convencer a los hombres del dinero de que el argumento que les presentaba era digno de filmarse. Definición del género El problema de la política de los géneros es el de concretar su objeto. Según saben los epistemólogos, hasta entonces no se convertirá en lo suficientemente rigurosa como para constituirse en «ciencia» (es decir, por ahora podemos estar tranquilos de que no alcanzará las pretensiones de los lingüistas del cine). Esta dificultad por encuadrar el concepto angular ha dado lugar a una desviación típica: acercamientos más normativos que descriptivos, defecto del que pocas teorías cinematográficas se libran, quizá una excepción sea la fenomenología materialista de Noel Bürch (que en su excelente Praxis del Cine se limita a decir «el cine puede ser»). Una segunda dificultad que sobreviene si aceptamos buscar una descripción operativa del género es la facilidad para incurrir en tautología. Como parte de una reacción a que durante mucho tiempo se ha usado este concepto con gran ambigüedad para clasificar a lo crudo el cine americano, se corre el peligro de hacer una definición tan estricta y concreta que sea circular y no valga nada. Por ejemplo, la definición que da Alan Lovell del western. Este género sería una fusión de tres elementos: una estructura argumental derivada de la novela popular del siglo XIX (héroe, heroína, villano), un examen de la historia del Oeste basada en hechos más o menos reales y la estructura temática de «venganza». Esta definición tan reglada no sirve para explicar la evolución del género, a menos que admitamos que una vez fijado lo que podemos llamar el «canon» o modelo clásico, éste estará sometido a variaciones debidas, por un lado, a las expectativas del público (que son reflejo de los cambios sociales) y, por otro, a las variaciones que hagan los directores que trabajen en ese género (la citada tensión entre la visión personal y las convenciones del género). Analicemos esto más detenidamente. El problema principal es el concepto del modelo de western clásico (el problema del modelo como definición normativa), también André Bazin al hablar del western se refería al western clásico como una estructura básica que se convertiría en un superwestern al incorporar otros elementos, como por ejemplo la personalidad del director, o la nostalgia de la forma pura del género (en los últimos westerns de Ford), o cualquier lindeza que se le ocurriese al productor (por ejemplo,
Selznick quiso rehacer en Duelo al Sol su mayor éxito. Lo que el viento se llevó, limitándose a trasponer el Sur al Oeste, la saga al western y la plantación al rancho...). Está claro que este tipo de definición es tautológica, pues sólo vale para los films que se ajustan a ella: sus límites se ponen en evidencia si queremos considerar como westerns films como Easy Rider, por ejemplo. Respecto a la influencia de los cambios sociales, el caso más famoso y representativo es la transformación sufrida por el héroe del gángster film: este hombre era un gángster presentado como un hombre de acción que vovía peligrosamente y encarnado por un actor con el glamour de James Cagney, que aunque acababa muriendo contaba con todas las simpatías del público. Ante las presiones sufridas por parte sobre todo de la Legión of Decency y el FBI, esta primera etapa (1930-1933) dio paso a un nuevo ciclo, muy parecido al de los Gmen. Donde la única diferencia es que ahora el héroe de la ficción era el agente del FBI, aunque como residuo del ciclo anterior los gángsters seguían apareciendo bastante glamourizados»... Y respecto a las variaciones personales de los directores, parece obvio que éstas no serán debidas a los directores clásicos que conformaron el género —con excepciones como Ford—, sino especialmente a las nuevas generaciones de directores que adaptarán los elementos básicos del género a las nuevas necesidades (del público, pero sobre todo de su propia sensibilidad): así, el western clásico de Ford, Walsh o Vidor de los años treinta se desarrollará en una dirección mucho menos optimista y más sofisticada en los años cincuenta de la posguerra con la llegada de directores como Nicholas Ray, Samuel Fuller, Robert Aldrich o Budd Boetticher, que realizan westerns más personales que míticos. El giro final lo darán en los sesenta Arthur Penn y sobre todo Peckinpah3. Con lo cual parecemos volver a un punto de vista auterista, sin embargo no hay de qué extrañarse: esto no hace más que apoyar la idea de que el género, por el mismo hecho de nacer pensando en alimentar las expectativas del público ( y de taquilla), no podrá nunca llegar a ser explicable según el modelo abstracto y fijo, como muchos han intentado. Pero hay algo que se ha de tener muy claro también, si se quiere entender la cultura popular americana y es la constante tendencia de sus artistas a recurrir a formas tradicionales para expesar inquietudes pesonales e insertar sus renovaciones formales en ellas. Para tener una perspectiva eficaz, debemos pensar esa cultura en función de ciclos periódicos y de tipos (los personajes de género no son anecdóticos, no están «libres», sino que son portadores, por exigencias de las expectativas socíales y como resultado de su propia iconografía, de historia e ideología; o si se prefiere una formulación menos «política», son portadores de cargas intrínsecas de significado). Es esta formalización la que da riqueza y «raíces» a una cultura joven y sin largas tradiciones culturales: una estructura ya establecida de género es a form in need of a content, una forma susceptible de incorporar nuevos significados, es decir, abierta. El nuevo cine americano se ha servido en muchas ocasiones del cine de géneros para encuadrar formalmente en él sus discursos más o menos críticos, aunque inyectando renovaciones en esa estructura (aversión al argumento lineal, a la acción, etc.). Volviendo al problema del objeto de la política de géneros, quizá sea Andrew Tudor (en Theories of film, concretamente el capítulo «Genre and critical methodology») el que mejor ha expresado estas dificultades. Tudor rastrea dos grandes corrientes en el origen del uso del término género: por sus atributos o características y por sus intenciones (por ejemplo, el film de horror sería el que tiene intención de aterrorizar y está construido en función de tal efecto). Está claro que la segunda no nos lleva muy lejos. En cuanto al primer tipo, que sería la definición del western que hemos visto arriba, también hemos visto su carácter redundante: cualquier film que cumpla esos requisitos es un film de ese género, y sólo lo es si los cumple. Pero Tudor sugiere que podríamos fraccionar las categorías hasta el inifinito (melodramas de adulterio, westerns del ferrocarril, etc.), luego tampoco sirve de mucho. Además, existe el problema de definir un género a base de extraer unas características generales de una serie de films de los que sólo se podría decir de qué género son después de ese análisis y no antes. Si necesitamos un criterio para seleccionar los films, pero ese criterio es el que debería surgir de confrontar empíricamente los elementos comunes de esos mismos films, la única solución —a no ser que elijamos el criterio a priori— consiste en basarse en un consenso cultural sobre lo que conforma ese género: una película es de un género determinado cuando así lo piensa, así la recibe la audiencia a la que va destinada. Es decir, el género debe partir de las expectativas concretas de un público determinado en un momento determinado, público delante del cual está destinado a desarrollarse. Estas expectativas comunes son las que van conformando las convenciones del género, que únicamente se podrá definir en función de una serie de significados comunes para una cultura determinada. Fuera de esa cultura dice Tudor que esos significados variarán (por poner un ejemplo de escaso gusto, basta recordar lo que le pasó al western en los 3
) Miguel Marías me apunta que todo esto sólo es válido en términos muy generales: Vidor realizó westerns que tenían muy poco de clásicos y optimistas (Northwest Passage, Duel in the Sun, Billy the Kid), al igual que el Walsh de Pursned. Hay westerns míticos muy personales (Johnny Guitar, I shat Jesse James, Forty Guns), en los directores clásicos; y en los nuevos hay también ejemplos de westerns míticos (Major Dundee, The WiH Bunch, Pat Garret & Biüy the Kid, Little Big Man)...
años sesenta cuando pasó a producirse en España e Italia, aunque dudo que el spaghetti western pueda llamarse en rigor género). El interés de estudiar el cine de géneros pasa por reconocer que éste articula elementos personales del director, elementos estilísticos del género y elementos sociales o de expectativas de la audiencia. Por eso los films de género pueden llegar a ser una descripción, reflejo o crítica de los valores de la sociedad que los produce, y además pueden serlo en mayor medida que el film-de-autor auténticamente personal, pues este tipo de film «serio» tiende a contemplarse a sí mismo y a considerar sobre todo su status estético, los problemas de su estructura interna, etc. En consecuencia, el género no parece tanto producto de una clasificación teórica cuanto resultado de una serie de expectativas culturales: lo que cierta cultura espera ver reflejado. Por eso el musical de la Metro (MGM) de los años cincuenta —el que se asocia con el productor Arthur Freed y los directores Stanley Donen, Vincent Minnelli o Gene Kelly—, y que agrupa una serie de películas absolutamente inconfundibles, no es un verdadero género. Pues respondía mucho más a la influencia de la Metro y de Freed que a las expectativas del público (que en todo caso habrían sido creadas por el estudio, que ofrecía siempre su famoso look). Y ello a pesar de su serie específica de características, que lo diferenciaban en todo del musical Warner de los treinta: escenarios «naturalizados», superando el típico número-en-escena, inconfundible identidad iconográfica... 4. La uniformidad estilística, la homogeneidad no tienen nada que ver con el concepto básico de género: precisamente los géneros que sobreviven son los que tienen una gran flexibilidad para absorber todo tipo de cambios, la historia del género en el cine americano se puede escribir como la historia de sucesivos agotamientos de convenciones, de renovaciones y metamorfosis constantes. Quizá la constante básica del género sea precisamente carecer de una forma canónica, y que fijar un elemento del género como invariable sea la mejor forma de obstruirlo. Las conversaciones de un género están, pues, ligadas a un momento y un contexto social concretos. Si al pasar el tiempo, y pasada pues su vigencia social, esas convenciones se mantienen, se convierten en elementos fijos, lugares de paso obligado, clichés. El arte popular es convencional porque representa una cultura unificada (en el cine de Hollywood concretamente, por la uniformidad en el sistema de producción) en la que se aceptan una serie de sistemas gestuales, temáticos, de situaciones, de personajes, etc. Como veremos después, la existencia de los géneros en el cine americano —que llega hasta los años sesenta— implica esa cierta unidad en la cultura, que no podrá seguirse manteniendo después. ¿Qué pasa, en los momentos en que un género cambia, con esas convenciones? Es entonces cuando empieza la posibilidad de usar ese molde, esa estructura —a form in need of a contení— para hacer un discurso personal por parte del director. Pero es muy importante tener en cuenta que tal posibilidad pasa por el hecho de que la audiencia ya conoce y reconoce esas convenciones y sus variaciones, sabe los «significados» intrínsecos que conllevan unas y otras. El juego creativo de acoplar esas convenciones a una visión personal presupone la consciencia de las expectativas de la audiencia. Que quede claro que referirse al género como a un código conocido no significa usarlo simplemente como referente: esta codificación ahorra justificar lógica y psicológicamente la acción y los personajes, pues ambos elementos están implícitos en el género. Las convenciones del género han permitido desde siempre a los directores tocar temas dolorosos o confusos en demasía para ser abordados directamente, y en general se pueden formular analogías y comentarios sobre la realidad difícilmente abordables de otra manera por un cine comercial. Algunos ejemplos de este juego con las expectativas/ convenciones: la interesante serie de variaciones que Sam Peckinpah introdujo ya desde sus primeros westerns respecto a la fijación de ese género a una época (el principio de Ride the high country con los policías en moto, el coche que tiene el jefe Mapache en Grupo Salvaje, el coche que mata al protagonista de La balada de Cable Hogue...). Así también, los prejuicios sobre lo que «debe ser» (expectativas) un detective privado que Robert Altman pulveriza una por una en El largo adiós, y que es una razón por la que este film no ha gustado (en España, como era de esperar, menos que nadie a los críticos americanistas). Y, como ya hemos sugerido más arriba, el juego con las convenciones es una de las mayores potencialidades críticas del cine de géneros, al permitir el aprovechamiento de la dinámica inversa de lo real. Pirncipio que podemos enunciar diciendo que cuanto menos se parezca un film concreto a su referente «real», a la realidad de la que habla, más libertad tendrá para criticarla. La tradición americana a este respecto es riquísima, citemos respecto al tema de la caza de brujas llevada a cabo a principios de los cincuenta por el senador McCarthy, una comedia de Mankiewicz (People will talk, aquí llamada Murmullos en la ciudad), un western de Fred Zinneman (High Noon, Sólo 4
Sin embargo, sí era un género el ciclo de gángster films de los primeros años treinta que produjo la Warner: el público tenia expectativas que se correspondían estrechamente con el período social de la Depresión, la Ley Seca y los racketeers o bandas de «protección*». Y, como hemos visto, fue la presión «social» la que hizo morir este ciclo y nacer el de los agentes federales...
ante el peligro) y toda la serie de películas de diferentes géneros que dedicó Elia Kazan a «explicar» su actuación en este asunto; cualquiera de estos films trata el tema con tanta claridad como el reciente The Front, en el que Martin Ritt y otros partícipes en la película refieren directamente lo que les pasó a ellos. Otro ejemplo de signo opuesto es la serie de films de género que en los años cincuenta, es decir coincidiendo con el apogeo de la guerra fría, trataron en sus argumentos de fuerzas exteriores que acechaban al sueño americano. Film de horror, de aventuras, muchos de ciencia ficción (marciano-comunista) se explicaban en función de esta paranoia social. Quizá el mejor de la serie de ciencia ficción fuera Invasión of the body snatchers de Don Siegel, donde el miedo surgía de no saber quién era el enemigo, de no poder distinguirlo... Según el signo tienda a ser más motivado que arbitrario, según se parezca más el film a su referente, más recortado tendrá el presupuesto de lo decible, cuanto menos «realista» sea más libre estará de ofrecer una imagen fuerte. (En España, y por razones de censura, este mismo principio ha valido de mucho durante el franquismo, piénsese en La Caza, de Carlos Saura...). Esta libertad se cumple hasta la exasperación en los dibujos animados de la época dorada de Hollywood: ahí el realismo no existe —anything can happen in a cartoon—, y el universo rigusoramente formalizado y abstracto del Corre-caminos de Chuck Jones o el erotismo de la obra de Tex Avery no se explican de otra manera. La constitución de un género en una forma le hace convertirse a él mismo en referente. Esto se cumple en dos grandes tipos de películas: —Jugar con las expectativas que la audiencia conoce da lugar a las parodias que todos los géneros han hecho de sí mismos; sin un sentimiento claro de que el público conoce las convenciones no tendría sentido esperar que reconociera su puesta en solfa. En realidad, muchas de las situaciones clásicas del cine de Hollywood ya llevan en sí una fuerte carga autoparódica, como el final feliz, el bueno persigue al malo y le atrapa, el galán siente que una canción se aproxima y rompe a cantar, la tipificación del villano y los «detalles psicológicos» que le delatan, el amigo que se sacrifica, la mujer que se redime y/o muere, casi todas las situaciones del cine de terror, la escena de la «explicación» que parodia Hitchcock en muchos films... Adoptando una postura terrorista podríamos llegar a pensar que la forma más clara de estudiar las convenciones de un género es examinar las amplificadas en las parodias... La parodia, pues, no sería un nuevo género formado por aquellos films cuyo referente es el género que caricaturizan (si ya la definición de género puede ser redundante, ésta resulta cacofónica). Los films de este género no tienen por qué ser despreciables en absoluto, ahí está La carrera del siglo, de Blake Edwards, recopilación de toda la comedia y en donde Jack Lemmon hace una reencarnación absolutamente genial del vil coyote de la serie del Correcaminos. Ahí está también el número musical Girl Hunt, incluido en The Bandwagon, de Minnelli, una increíble condensación del universo del detective del cine negro, que utilizando todas las convenciones del género (la chica de doble filo que se arrastra literalmente de cabaret en cabaret...) las estiliza aún más reduciéndolas de iconográficas a coreográficas. —Hay otro tipo de films que son los que empiezan a aparecer una vez cumplido el ciclo de «validez» de un determinado género (es decir, una vez superada la correspondencia con esa serie de expectativas sociales que encuentran un marco formal en el género), son las obras de madurez y «decadencia», los epígonos que tienen como referente la historia del género, y que muchas veces son sus más altos representantes (por ejemplo, el cine negro se cierra, hasta ahora y salvando excepciones como The Killers, de Don Siegel, con Touch of Evil, 1958, de Orson Welles, que es a la vez uno de los dos o tres films más negros que se han hecho y una elegía del género). Estas obras pueden cuestionar desde dentro el sistema de valores de un determinado momento histórico, que quedaron reflejados en los tipos y las estructuras narrativas de un determinado género, codificándose como convenciones a lo largo de su evolución. Son obras que pueden empezar a cuestionar la ideología que inspiró a un género y su validez y vigencia misma, es decir, si ese marco formal y narrativo puede sobrevivir con valor expresivo sin ser sólo un reflejo del sistema de valores original, sin ser sólo y siempre vehículo de esa ideología. Con la madurez del género se empieza por perder la mitología propia, es decir, se examinarán críticamente los elementos míticos que hasta entonces se habían dado por sobreentendidos. Por ejemplo, el tema del racismo que está implícito en todo western se examinó en The Searchers, de John Ford (1956); este western revisionista prefiguraba también elementos de crítica al héroe central del género, John Wayne es aquí un solitario obsesivo, un neurótico. Las implicaciones de meter un personaje así en un western, el género afirmativo por excelencia, y no en un thriller donde sería normal, han hecho que el género no haya recuperado fácilmente su «pureza». 5 5
Por supuesto hay westerns posteriores con héroes «de una pieza» (ahí están Río Bravo, El dorado y Río Lobo, de ilawks, u otros films que Wayne rodó con Henry Hathaway, etc.). Pero estos westerns «a la antigua» remiten a otra cosa (nostalgia, refugio en tiempos pasados-y-mejores), aunque su funcionamiento sea el mismo que antes.
Otro ejemplo de madurez del género son los últimos thrillers de Hitchcock en los cincuenta y primeros sesenta, donde Hitch lleva a su límite lógico muchas de sus convenciones: el principio de identificación, la planificación del punto de vista, las expectativas de la audiencia ante un movimiento de cámara, la composición «significativa» del plano... En films como North by Northwest (Con la muerte en los talones) o Psicosis consiguió demostrar que el llamado suspense es en realidad sentido del humor: Hitchcock se queda con el espectador usando de forma desarmante las convenciones que éste reconoce y acepta. Esto además convierte a Hitchcock sorprendentemente en el más distinguido precursor de Godard —después de Jean Renoir, claro— pues, al igual que él, piensa el cine mientras lo hace. Pero, a diferencia de Godard, inserta impecablemente esas reflexiones dentro de la narrativa, con lo cual se opera un procedimiento de sutura y no se nota nada (excepto el «hilo», Hitchcock siempre deja al aire algunos de los mecanismos que utiliza). Análisis formal y textual del género Una vez que hemos admitido la importancia de las expectativas sociales en la génesis, conformación y desarrollo de un género, una vez que éste ya está «establecido», parece interesante estudiar sus características. Aquí es muy importante recalcar la influencia que ha ejercido sobre el estudio del género en este sentido la metodología acuñada por la política de los autores. En efecto, como ya sabemos, primitivamente se miraba a los géneros desde una perspectiva normativa y sociologista, lo que no era más que un (exagerado) reconocimiento de la influencia que efectivamente actuaba sobre el cine popular, pero se descuidaba totalmente el análisis formal. No nos debe extrañar nada, pues, que el ejemplo del auteurismo basculase el interés en esa dirección. Si el auteurismo fue primero proclive a estudiar lo visual y la puesta en escena, si inmediatamente pasó a centrarse en lo temático «personal», y posteriormente se unió a otras ramas, enriqueciéndose, la metodología del género ha paseado por caminos semejantes. Pero claro, teniendo en cuenta que es un método «transversal», y no «longitudinal» como el auteurismo: así un determinado género se definirá por un repertorio de situaciones-clave comunes que recurrirán una y otra vez. Si el auteurismo se centra en cómo un director utiliza escenas de ese repertorio (por ejemplo, la escena del tiroteo en el western) el estudio del género se centrará en la unidad o la discrepancia temática, el común denominador estructural. La política de los géneros se ocupará de la iconografía y la puesta en escena de un género concreto (teniendo en cuenta que en absoluto son constantes ni fijas, pero ¿qué es lo que hace que determinada situación siga reapareciendo en distintas reencarnaciones más o menos reconocibles?), así como su repertorio de temas (que sí son más constantes: la violencia urbana en el cine negro, el juego de las apariencias en la comedia, el itinerario en el western). Se han hecho también aplicaciones del método estructuralista de Vladimir Propp al cine clásico de Hollywood, que al igual que los cuentos populares, es de una increíble uniformidad. Y recientemente han empezado a aparecer interesantísimos estudios «psicoanalíticos» sobre el realismo textual en los diferentes géneros. A continuación podemos dar un breve repaso, a título meramente ilustrativo, de algunas de las más fecundas aportaciones en este terreno. El análisis formal del cine de géneros se ha centrado en dos grandes apartados, el de la iconografía y el de puesta en escena. Iconografía.—Sí es cierto que en el cine la realidad de un personaje viene dada fundamentalmente por su apariencia (por eso muchas de las grandes películas de la historia del cine han ejercido cuidadosamente el miscasting o error de reparto, pues lo que se buscaba no era la verosimilitud dramática, sino otro tipo más profundo —en rigor, deberíamos decir más superficial— de verdad), en ninguna parte es esto más rigurosamente cierto que en los géneros clásicos. En la etapa clásica del género la caracterización de cada personaje es puramente iconográfica, los personajes habituales pasan a ser tipos perfectamente identificables, no hay forma de confundir a «la chica» con ninguna otra de las actrices, tan pronto como entra en campo sabemos que es «ella». Esto tiene una explicación parcial que se llama star system, pero la razón última es que Hollywood, en los géneros sobre todo, jamás hizo un cine ni remotamente realista, sus film eran míticos, dramas simbólicos (en el sentido de sígnicos) mucho más que psicológicos, lo cual me parece toda una virtud. Los personajes sufrían una estilización iconográfica que se correspondía con la estilización argumental y que les hacía funcionar como arquetipos. De aquí que el tono de Hollywood pueda ser calificado de realismo mítico, ya que cada tipificación era portadora de cargas específicas de significado (cargas que se podían subvertir en el juego con las expectativas de que hablamos más arriba) 6 6
Es significativo que todas las tentativas de hacer un cine más «verdadero» o realista han tratado de romper ese funcionamiento mítico y proponer tipos que no funcionen como tal visualmente (héroes vulgares, heroínas sosas, tiempos muertos...).
Así tenemos la iconografía del policía en el cine negro: grandes sombreros, voluminosas gabardinas, hablan poco y cuando lo hacen son cortantes, etc. O uno de los mejores inventos del cine americano, la mujer mala del thriller, the female of the species: su carácter (sensual, imprevisible, peligroso, agresivo, perverso, como sabiendo que está condenada a morir) viene definido en los mejores films totalmente por su aspecto, sus gestos y su encuadramiento en el plano. Su rol como tipo es funcional, no necesita ser explicado psicológicamente, viene definida como el «tormento del héroe» y ese es todo su contexto, tan fatal y necesario como ella misma o como el tipo de actriz que siempre la ha encarnado (Jane Greer, Lizabeth Scott son algunas de las más malas que recuerdo). La rigidez de esta composición visual en el plano es una extensión de su amenaza física. La iconografía no se refiere sólo a los personajes-tipo, sino a situaciones cuyo diseño es recurrente en uno y otro film: una figura camina sola por una calle oscura, un coche empieza suavemente a moverse... todos sabemos que ese hombre va a morir. También existe una iconografía fija en la presentación del medio habitual en que se desenvuelven los personajes de un determinado género; por ejemplo, en los thrillers la ciudad es una verdadera extensión expresionista de la violencia latente en ese universo moral. La ciudad se estiliza aún más de noche: por citar un ejemplo sobresaliente, baste recordar el inicio de Taxi Driver, donde Scorsese define el espacio físicamente aplastante de los bajos fondos de Nueva York como un espacio cerrado, opresivo, tanto como si lo hubiera construido en el estudio de la Columbia. Lo mismo puede decirse para lugares habituales como el cabaret en el cine negro, siempre representado según una codificación estricta. Y lo mismo, evidentemente, de los artilugios y objetos míticos usuales, como el arma, el coche, la ropa y demás que constituyen siempre una verdadera prolongación visual del personaje. Además de la de los personajes, en un sistema estrellado como Hollywood existe también una iconografía de los actores, de lo que los anglosajones llaman la persona cinematográfica de un determinado actor. Al ir ocupando siempre un mismo papel en la serie de films del género, se convierte él mismo en un tipo. En cada film de la serie irá «solidificando» su persona, es decir, su imagen habitual (prolongada por el aspecto y ropa habituales que lleve) hasta el punto de llegar a tener una iconografía propia, específica y reconocible. La repetición de los mismos papeles le hará cada vez más difícil separarse de esa persona: así Hitchcock jugó en Sospecha (Suspición, 1942) con la persona de Cary Grant, haciéndole aparecer a lo largo de toda la película como un presunto asesino, eso sí, tan encantador como siempre... Igualmente, Gary Cooper nunca podrá hacer de malo. El proceso opuesto sí se ha dado, sin embargo: Cagney, Bogart, Mitchum o Widmark son «duros» cuya persona ha llegado a resultar tan atractiva para el público que éste dejó de permitir que muriesen siempre, y por tanto han ido evolucionando hacia roles mucho más flexibles de lo habitual, ya que al no estar sujetos al halo del galán, del bueno o como se quiera llamar, han podido componer personajes mucho más ambiguos. Piénsese en el Rick de Casablanca. Este proceso de villanos a antihéroes (que han repetido después duros como Lee Marvin o Warren Oates) es interesante en cuanto su personaje no pierde la dureza, siguen siendo el hombre que se hace a sí mismo. En realidad, este proceso forma parte de la evolución de la iconografía del héroe: se trata de incluir las tensiones y violencia urbanas dentro de la tradicional placidez e inocencia virginal del héroe. En los años setenta se llega al abandono de toda tensión, la inocencia ya no existe en niguna parte si no es en el abandono de la realidad (ver el personaje de Kit en Malas Tierras). Puesta en escena.—El mejor análisis que conozco sobre la puesta en escena del género es un estudio del estilo visual del film negro clásico que apareció en Film Comment, en enero del año 1974. La consecuencia de este estudio es bastante reveladora: se puede considerar al cine negro como un movimiento o una escuela más que un verdadero género, dada su uniformidad. En el thriller hay un auténtico diseño interno de motivos visuales, un estilo específico que unifica films ya de por sí no muy diferentes. Además, y esto es fundamental, el universo moral inestable del cine negro se corresponde con la composición: las figuras están colocadas irregularmente en el plano, etc. El mundo turbio del bandolerismo urbano (marco mítico de la violencia implícita en la vida de ciudad) se corresponde con la absoluta opacidad de la puesta en escena, en contraste con la puesta en escena «transparente» de la comedia: el film negro es expresionista en cuanto esa mediación formal constante, esa opacidad le es esencial. Y si un film como The Big Sleep tiene una puesta en escena relativamente transparente, ello no impide que sea opaco narrativamente. Los estados característicos del film noir (desesperación, paranoia, claustrofobia, nihilismo) conforman una visión del mundo que no se expresa tanto a través de los diálogos elípticos y tensos, ni de los argumentos confusos e insolubles, sino en última instancia a través de ese estilo. Es esta constante mediación formal la que crea el universo moral y no al revés. Es importante entender que un género no se
diferencia de otro por la estructura argumental o la localización, eso sólo es la infraestructura que genera un estilo visual y temático propio que es el que definirá a ese género mejor que ninguna otra cosa. Así, y muy por encima: en el film noir la forma de iluminación no era la tradicional, se buscaba crear áreas de contraste y mucha sombra, no usando los típicos primeros planos difuminados, por ejemplo. Incluso en los films más baratos las escenas nocturnas están rodadas de noche. Para sus fines expresivos era muy importante la utilización de la profundidad de campo, a fin de no destacar a los actores de su medio, del que sólo son un aparte, y de resaltar los amenazadores objetos. Esto se podía conseguir de dos formas: haciendo entrar más luz en la lente o usando grandes angulares; es obvio que se prefiere la segunda forma, pues tiene la ventaja adicional de tener un efecto de distorsión. La puesta en escena parece a veces hecha para desorientar y molestar al espectador espacialmente, en justa correspondencia con la desorientación moral de los personajes. El equilibrio en la composición no se toma como norma, con lo que se mantiene la idea de inestabilidad presta a la ruptura. Los personajes aparecen enmarcados, aprisionados de mil maneras. Se evita usar al principio de una secuencia planos generales que expliquen la nueva escena. Además, se montan planos con gran contraste de angulación y tamaño de un plano a otro. Hay pocos movimientos de cámara, se prefiere cortar. En fin, los intentos del personaje de encontrar normalidad y seguridad son frustrados no tanto por su destino como por la peculiar puesta en escena, que es su verdadera némesis. La gran relatividad moral de este universo viene del constante trabajo de ruptura con la puesta en escena tradicional. Basta comparar este estilo omnipresente y mediador con el naturalismo épico del western (que se corresponde con la iconocidad mítica, la pureza de los caracteres, los libres y amplios movimientos de cámara, en fin la «pureza ideológica» de las grandes praderas)... En este sentido, la película Ciudadano Kane puede considerarse una especie de precedente estilístico (que no temático) del cine negro, en cuanto su aparición tras la década «hablada» de los años treinta (caracterizada la transparencia de la puesta en escena, exceptuando a Ford, Sternberg y otros) supuso la vuelta de la influencia de corrientes expresionistas. Basta pensar en la película que se suele citar como iniciadora del cine negro (El halcón maltés, del mismo año, 1941), que aún mantiene el estilo anterior, por lo que sería en todo caso iniciadora desde el punto de vista temático. Este carácter expresionista del ciclo central del film noir (1946-1953) puede hacer pensar más en un movimiento estilístico (super-impuesto al género de criminales de la década de los treinta) que en un verdadero género, pero estos problemas de categorización son quizá secundarios y, desde luego, no me van a impedir seguir disfrutando de Out of the past, Touch of evil, o The big sleep. Aunque el análisis temático de los géneros no es un campo inédito, lo que no abundan son las monografías dedicadas al estudio de las diferentes convenciones temáticas y su evolución. Existe un pasable estudio sobre la violencia en el thriller y las películas de acción, debido a Lawrence Alloway, que encuentra que el tema de la violencia es una constante «oculta» en la cultura popular americana, una de cuyas premisas básicas es que sólo un peligro inminente de algo violento puede hacer funcionar la mente humana a máxima intensidad. Una característica común del cine de acción es, en efecto, el valor motivacional de la violencia. Es esto lo que como veremos en el capítulo siguiente da a los films de género una estructura dinámica y afirmativa: el conflicto (sólo) se puede resolver por medio de la acción. A partir de 1946, algunas influencias se dejan sentir en esa concepción: escepticismo ante el final feliz (posguerra), el psicoanálisis que se impuso también tras la guerra y que supuso que el héroe podía tener recuerdos, insomnio y manías (a la vez que los villanos adquirían una anormalidad más documentada, una patología reconocible), así como el existen-cialismo (metáfora de la prisión-vida y condición humana) hizo que los perdedores aumentaran en complejidad y el héroe en vulnerabilidad (y la acción en brutalidad). Se rompe la dicotomía entre el bueno y el malo, en función del valor adaptativo que la violencia ha llegado a tener para sobrevivir. El texto del género.—La forma última de acercarse al género (en el doble sentido de que es la más reciente y la que más lejos llega) es la que inscribe un determinado film como un momento concreto de un discurso general (el del género), y a su vez considera este discurso como históricamente determinado. Aquí nos encontramos con el término inscripción que Cahiers empezó a aplicar en 1969: «los textos individuales forman parte y se inscriben en l'histoire textuelle, dentro del cual se producen, una lectura del texto concreto requiere pues examinar su relación dinámica con el texto general, y la relación del texto general con hechos históricos específicos». La inscripción en ese texto es la que determina y explica lo que no está en el film concreto, lo «otro» reprimido. Es muy importante resaltar que estas ausencias son estructurantes del texto concreto del que faltan (lo que se reprime está incluido en cómo se dice lo que se dice, y es necesario reprimirlo para constituir el texto visible). Estamos, pues, ante la misma formación que la de los sueños: esta forma de analizar el
«realismo» del texto clásico se puede llamar psicoanalítica (igual que éste se centra en lo que el paciente no dice y en cómo dice lo que dice, nos centraremos en lo que el film no representa y en sus modos de representación). Este método es especialmente adecuado para analizar no las películas «realistas«, sino, sobre todo, las películas de género, pues en ellas lo verosímil (así como la iconicidad o correspondencia entre signo y referente) está sujeto a las convenciones y leyes internas del género, por lo que las omisiones se hacen notar menos y la ideología se filtra mejor.7 Lo realmente interesante de este acercamiento al film clásico de género es ver cómo ese discurso histórico, esa plusvalía ideológica que se imponen a un film concreto toman forma y enmascaran después su funcionamiento. Toman forma, en una serie de elementos «intrínsecos» al género y se enmascaran, anulando la tensión y la contradicción, es decir, volviendo al discurso histórico que es el real significado del film, sea cual sea su significado concreto. Parece interesante mencionar algunos ejemplos de estos procesos: el modo de narración empleado, esencialmente afirmativo, y cuya linealidad apunta a un sentido explícito (al parar la narrativa en el the end, ese final explica y engloba retrospectivamente todo lo mostrado hasta llegar a él); si recorremos el film en sentido inverso encontramos escena a escena la misma teleología del final. El uso ideológico del azar en cientos de guiones, la resolución de conflictos sociales mediante la reducción a problemas personales que se resuelven por la acción en la forma habitual: el conflicto, previo al inicio real, exige y justifica la intervención, constituyéndose, pues, en el único contexto en que se engloba a los personajes —una acción que debe hacerse—. Como consecuencia, una desaparición de de la casualidad, los actos del héroe (es decir, del punto de vista que enuncia la ficción) están separados de las causas y efectos que rigen la realidad social de su entorno. Y también de la moral: el héroe no se explica, simplemente es. La contingencia, la relevancia de la acción disipan nuestras dudas ante los valores, los motivos, las ideologías en juego (como podemos ver en cualquier película que muestre «conflictos de disciplina»), de la misma manera que la plausibilidad y el desarrollo de los caracteres de los personajes imponen la identificación, que es la condición básica para que la absorción de ficción se convierta en absorción de ideología. En el proceso de identificación con los personajes está funcionando un factor más la cuestión de la perspectiva, del punto de vista y el texto. Mediante la planificación clásica, el autor real del film (director, productora) desaparece y se mira la realidad a través de la lógica del protagonista, al que por eso hemos llamado antes el que enuncia la ficción. En el género habría que añadir el funcionamiento de la tipología, que predetermina el destino de los personajes conflictivos para el discurso de la ideología: así, la mujer fatal y «culpable» que debe morir, o el personaje en disputa con el héroe, que se «sacrifica» para que se pueda llegar al final convencional, en realidad es sacrificado por la ideología para despejar el campo... En este sentido hay que considerar también convenciones como la del «indio bueno» o la del negro resignado: películas del género sureño —las sagas de la plantación, etc.— son el discurso de la familia blanca del Sur, por eso el mismo mecanismo ideológico está tras la aceptación complaciente del negro de su rol en la ficción y su masacre en la realidad. Finalmente, detrás de la pureza ideológica de las grandes praderas en el western clásico se esconde más bien la depuración (al menos hasta The Searchers). Sólo quizás el cine negro, en todo su morbidez, pudo ser el gran no a esta uniformidad, y ello usando en todo momento parecidos elementos «sanitizados» (todo el juego de star system que se trae The big sleep, todo el look de la Warners, todo lo de Hollywood que tiene, no consiguen que deje de ser fundamentalmente negra), pero combinándolos con otra óptica, como un collage de Josep Renau. Vamos a considerar dentro de esta lectura «psico-analítica» dos tipos de desplazamientos, dos tipos de ausencias, el de lo político y el de lo sexual. Pensemos por un momento en el ciclo de films-con-catástrofe que nos ha asolado desde 1970 (año de Aeropuerto) y que en el siguiente capítulo caracterizaremos detenidamente. No se trata tanto de ver qué «simboliza» el tiburón que ataca una idílica comunidad veraniega (el ello, evidentemente, lo que sin duda es también: en el momento que aparece el monstruito y se come a la chica al principio, la mujer desaparece del discurso de la película, es desplazada por una representación más concreta del ello) tanto como de preguntarse por qué es una película como la que despierta una reacción sociológica de pavor colectivo, es decir, la que evidencia una crisis de vale-una crisis de la tecnología. Por qué esto ocurre con Tiburón y no con otro film donde el esquema del cambio social (que en el texto de la película es lo que significa el ataque a la seguridad, al satus quo) venga expresado más claramente en términos de lucha de clases, por ejemplo. Por supuesto, esto no sería posible en los USA, ya que no aceptarían este planteamiento, por no hablar de las reglas de ficción por las que debe pasar necesariamente la exposición de todo problema. Entonces esta consciencia colectiva de crisis 7
) Para descargar un poco de estas afirmaciones un tanto retóricas —aunque bastante ciertas, me temo—, recordemos que esto mismo es lo que permite desde siempre fuertes criticas, que no se podrían hacer directamente.
no es tan extraño que se concrete en un tiburón (en los años cincuenta el peligro eran los marcianos): el peligro debe reconocerse como extraño y externo, y por supuesto inexplicable, incontrolable —pues el motivo profundo no se puede expresar, es el «trauma»—. El género catastrófico es un sueño colectivo en el que la saturación y el hastío que en un país subdesarrollado definirían una situación prerrevolucionaria, aparecen modificados y remodelados en el «inconsciente colectivo» (el filtraje de lo real a la ficción cuando hay que emplear las leyes narrativas del género) y emergen como monstruos proyectados hacia fuera de esa colectividad. Es fácil entender, pues, el ciclo siguiente, el de la redención por medio de la mística espacial (Guerra de las galaxias, Encuentros en la tercera fase, Superman, etc.), a problema mal planteado, soluciones marcianas, en toda la extensión de la palabra. Al hablar del desplazamiento de lo sexual se tiende en un principio a pensar en su represión directa, ejercida por los dispositivos de censura. Y en efecto esto explicaría la sistemática omisión de lo que el director yugoslavo Dusan Makaveiev llama la línea del vientre, es decir, la carnalidad total («sangre, menstruación, olor corporal, lágrimas, saliva, esperma y mierda»), de la que la sexualidad es con mucho la «excreción» más controlada. Basta pensar los miles y miles de road films que se han hecho, y sólo en Im lauf der zeit (En el curso del tiempo, de Wim Wenders) se ha visto que se pare el coche para que uno de los viajeros baje y cague; otros films que recuperan este factor, como Sweet Movie o Delicias Turcas han sido mal recibidos. Pero nos resultará a todos muy fácil convenir, volviendo a la sexualidad, que su represión ha tomado formas mucho más sutiles que el mecanismo de reprimir la genitalidad, que la convención «realista» que omite su factor más fisiológico. La vertiente de represión habitual, por cuanto estaba incluida y aceptada dentro de ese concepto mítico del cine clásico de géneros, es la que se escabulle tras las estrategias dramáticas, narrativas y de puesta en escena. Así, la represión de la sexualidad activa en la mujer tendrá un primer momento de censura: no se permite el desnudo, aunque sí se puede sugerir, y ya tenemos otra vez la ausencia estructurante, pues lo que no se puede representar —el cuerpo— es lo que constituye escenas enteras de bailes, duchas, peleas, seducciones (que sólo son construcciones en torno a esa ausencia obligada). Pero hay una operación menos directa, pero mucho más característica que prosigue ese mecanismo represor: la que explica el rol estructural que la mujer es obligada a aceptar en los films de género. En el film clásico el discurso de la mujer se suprime y se desplaza hacia la sexualidad, controlándola en los films que pertenecen a géneros «constructivos» (western, melodrama) y presentándola como un peli* gro para el discurso del hombre en los géneros destructivos (lo que justifica el matarla, literalmente en el caso de la vamp y la mujer del cine negro, o domándola en el caso de la comedia). Así, mientras por un lado el sexo no ha sido presentado directamente en el cine clásico (excepto en una presentación estilizada en musicales, films de aventuras exóticas y, por supeusto, en el film noir), el sexo como categoría es el que determina la tipología de los géneros: en el western no hay en general mujeres «malas», porque no existe el sexo, mientras que en el thriller las mujeres son malas, pues son sobre todo sexo. El que el funcionamiento de la sexualidad sea el que rija la representación de la mujer enmascara la verdadera estrategia de fondo: la represión de lo femenino, dejándolo definirse sólo por el papel sexual, que es el constructo que se forma alrededor de la no-presencia de lo femenino. Por supuesto esto es también válido para analizar el papel de la mujer «buena» en los géneros familiares, el papel de la novia, la madre, la esposa en los melodramas revelaría parecidos mecanismos en juego, pero centrados más en el control que en la represión. Rastrear el papel de la mujer en los films de género puede ser una actividad fascinante. El primer modelo realista de la liberación femenina —si nos olvidamos de las flappers— fue el que ofreció el ciclo de women films de los primeros años treinta (las temibles confession tales, cuyos films más representativos serían Susan Lennox, con Greta Garbo, The Blonde Venus, con Marlene Dietrich y los films de Constance Bennet —como se ve, se ofrecía un modelo muy vulgar de mujer—). La supuesta emancipación consistía en que las mujeres se independizaban a base de vender su cuerpo, encontrar alguien que las mantuviese (y que al final podía o no acabar casándose con ellas, es decir, redimirlas) etcétera. Una vez más la sexualidad suplanta a la feminidad. Joan Crawford y Barbara Stanwyck pulularon también por estas películas lacrimosas en las que el galán sólo al final se decidía a ofrecerles amor, dinero y respetabilidad, cuando ya se cansaban de ser objetos sexuales. Que sin embargo era la única manera de «liberarse», pues la mujer activa (aparte de algunas profesionales, tratadas casi siempre con evidente paternalismo, y siempre en profesiones muy típicas, como periodistas o compañeras de viaje) se define por su sexualidad. Y si eran demasiado «activas», debían sucumbir, pues no cabía la compensación final.
Y esto nos lleva al cine negro, quince años después; éste es en principio el género con más potencialidad progresista, en cuanto es el justo negativo del melodrama. 8 En efecto, éste se centra en la familia tradicional y en él el rol de la mujer es ser la base de esa familia: en ocasiones el meló surge al negarse ella a aceptar ese papel y desmelenarse, pues aquí la feminidad de la mujer es suplantada por su rol, es absorbida por la institución familiar. En el cine negro, en cambio, la familia no aparece por definición y la mujer está libre de esa atadura, es independiente. Pero ya sabemos que esa independencia sólo se puede «decir» por medio de lo sexual —ausentando lo femenino— y es entonces cuando esta tipificación la convierte en peligrosa, pues amenaza el discurso viril que fundamentalmente conforma el cine negro. Por tanto, el discurso femenino debe desaparecer absorbido por el masculino, ello significa que debe morir como mujer en la ficción. Pero, como ya podemos imaginar, antes de esa represión final el control de la sexualidad conflictiva, única forma de representarla, y causa de que tenga que morir debe efectuarse escena a escena, en la estructura dramática, y plano a plano, en la composición visual. Sobre este tema, que me parece fascinante, me alegré de encontrar un libro muy divertido que se centraba en la represión de la Mujer en la ficción del género, el libro se llama Women in film noir, es un estudio «psicoanalítico» de cómo la mujer ha sido desplazada y trae una selección de textos hecha por E. Ann Kaplan, que estudia cómo se produce esa operación en un género concreto, el negro. Según cuenta Kaplan en la introducción, las alteraciones en las convenciones de este género reflejan una lucha ideológica dentro del «patriarcado» (el texto histórico en que se inscribe el género, para entendernos) para controlar la sexualidad femenina y asimilar sus nuevas manifestaciones en pro de la liberación. Al contrario que en el western, donde las mujeres tienen roles fijados como madres o putas de buen corazón y están al fondo del plano y de la acción, la mujer es central al argumento del film noir, y es siempre un obstáculo en el camión o la búsqueda del varón —cuyo éxito dependerá de si consigue liberarse de las manipulaciones femeninas—. En algunas ocasiones el hombre no puede resistirlo, pero casi siempre el funcionamiento del film logra la restauración del orden a través de la puesta en evidencia y posterior destrucción de la mujer: «el film negro expresa alienación, la explica por los excesos de la sexualidad femenina y luego la castiga». El libro contiene un excelente análisis visual de varias escenas donde se ve cómo la mujer se escapa de «su» sitio, dominando al hombre dentro del plano, y siendo esta preponderancia visual un reflejo de la amenaza que representa merced a su poderosa sexualidad. Se analizan también los medios de que disponía la mujer frente a esta operación: así la capacidad de ciertas actrices de «resistir» al significado que su papel —su tipo— les otorgaba, gracias a su fuerte personalidad. En efecto, sea cual fuese el proceso humillante que recibiera su personaje en la ficción (o mejor, en el funcionamiento del metadiscurso, del texto del film), lo que se retiene de muchas de estas películas negras no es esa represión narrativa y visual, sino la fuerza de la imagen de la mujer, como una resistencia heroica que brilla fugazmente en medio de la represión «textual». Sea cual sea el final de Güda, lo que queda son sus escenas de baile, donde su «poder» se desata sobre la pantalla, inundándola. El impacto es tal que perdura a todos los arrastramientos que sufre: es lo que podríamos llamar resistencia a través del «carisma». Conclusión provisional Esbocemos breve y provisionalmente los resultados que se pueden esperar con la metodología del género, presentados en el mismo orden en que se han ido dando estas cuestiones en la teoría fílmica. — La política del género permite vincular el género, como ciclo que se desarrolla a lo largo de un cierto período de tiempo, con la historia real del país. Los films de género evolucionan conforme lo exige, más o menos directamente, la historia social del país: el género bélico {Objective Burma!, por ejemplo, uno de los films favoritos de Franco, que vimos en TV la noche que por fin la palmó) toma forma con la segunda guerra mundial; el género negro, con su ambiente inestable y «existencialista», en la inmediata posguerra. El género es un «consenso» social, depende y refleja muchas de las expectativas de la audiencia en un momento concreto. Así, podemos ligar los gángster films con la Depresión posterior al 29, o los musicales de los años 30 (los de Berkeley en la Warner, los de Astaire en la RKO) con el New Deal de Roosevelt. El género evoluciona con el país, por eso es interesante el disaster-film —la película-catástrofe—, pues es el 8
El reciente ciclo Max Aphüils en la Filmoteca me ha permitido ver The Reckless Moment (1949), un interesantísimo film donde entran en colisión el melodrama —género familiar por excelencia— y el film noir. El discurso negro es inevitablemente vencido por el familiar, pero la lucha se hace plano a plano desde la puesta en escena que ambienta los dos mundos, es decir, crea los dos discursos. La hija de una familia apacible (puesta en escena clara con contornos definidos) se enamora de un delincuente, un extraño (cuyo ambiente se define con una puesta en escena expresionista, privilegiando la amenaza, claroscuro, sombras profundas). La madre, después de reprimir la sexualidad de su hija, se las entiende con un chantajista, y se siente atraída por él —en ausencia del marido—, esta atracción «dictamina» que el villano debe morir, sacrificado al discurso familiar. El orden es restaurado, pero el final es uno de los más negros que recuerdo, especialmente por el hecho de estar ambientado de nuevo en el núcleo familiar, que sobrevive intacto sólo a costa de la supresión.
que más conspicuamente ha cultivado Hollywood en esta década. ¿Qué relación existe entre aviones siniestrados, rascacielos en llamas, pirañas y abejas desatadas, submarinos atorados, tiburones y exorcistas? Puede ser la que crea la publicidad o un complejo de culpa post-Watergate... —Otra posibilidad es vincular aspectos formales internos de un género con fenómenos externos a él. Así, la fotografía épica y del espacio abierto del western con la ética mítica, la pureza ideológica del universo moral que representa (mística de la frontera, individualismo, orden...). Así la puesta en escena cerrada, apretada, mediadora del cine negro, y convenciones como la «mujer mala» (en el western hasta las prostitutas tienen buen corazón), se pueden vincular con el contexto de inestabilidad moral de la posguerra y las relaciones humanas en la sociedad capitalista; en este sentido el ciclo de gangsters de los primeros treinta se parece más al western, al presentar personajes de una sola pieza, y remitiría al capitalismo salvaje y estraperlista que se dio en la Depresión. — En una red de convenciones y tipología como es el cine de género, y que le convierte en algo muy parecido a un sistema o código de signos, parecería muy indicado aplicar los métodos de la semiología e intentar un análisis estructural de los diversos géneros. Pero si el auteurismo se fijaba en las diferencias personales —el tratamiento que un director concreto daba a un tema común, a una convención— y su estructuralismo venía de estudiar los temas personales de cada autor y de cómo se insertaban en estructuras «ajenas», el método de la política de géneros se ocupará no de lo que difiere, sino de lo que es constante; de los elementos invariantes que Vladimir Propp llamó funciones cuando estudió el cuento de hadas ruso. El auteurismo es un método longitudinal mientras que el género es transversal: así, se estudiará la función estructural de la mujer en el film noir. Este método es fácil que provoque euforias, por ello es mejor pensar que antes de aplicar una medida a un film habrá que estar alerta a lo que esa medida mide, y en perjuicio de qué. —Una variante que pertenece tanto al auteurismo como al género es lo que hemos esbozado ya en el punto anterior: la fascinante línea de conjunción de ambos métodos de ambas miradas, que rechaza la clasificación unilateral por temática personal o de género, y se fija en el uso que determinados autores hacen del género y sus convenciones. —Finalmente, es posible hacer un análisis del texto del género, como el que hemos esbozado al final del apartado anterior. El camino que se suele seguir es estudiar primero la definición contextual de, por ejemplo, la mujer en el cine negro (es decir, cómo se la define por medio de la iconografía —postura, actitud, atuendo—, la «geografía» —aparece en cabarets, night clubs—, la puesta en escena —lugar que ocupa en el plano respecto al hombre, etc.—, el lugar que ocupa en la narración, etc..) y después intentar determinar de qué manera ese contexto viene explicado por el texto del género (esto es, el discurso de la mujer debe ser suprimido y desplazado, justificándose esto en términos diferentes para cada caso concreto). Para ello será muy revelador comparar este texto con el equivalente de algún otro género donde el contexto venga definido de manera muy diferente, incluso opuesta (por ejemplo, algún género «familiar» como el western o el melodrama).
EL NUEVO CINE AMERICANO
El título de esta parte del libro —título con el que ha sido «colocado» a mi confiado editor— es bastante problemático. Indica, en efecto, la existencia de un movimiento nuevo y fuerte, fácilmente diferenciable del anterior cine, en este caso de las cenizas de Hollywood, con el cual supondría una ruptura. Cuando en realidad una de las características del último cine americano, tras el paréntesis más o menos real de los años sesenta, es una vuelta a algunas de las fórmulas tradicionales y una añoranza, no por matizada menos intensa, de la época dorada del cine americano. Desde la muy relativa libertad que algunos directores han logrado obtener, se sigue conservando como modelo el cine que se hacía cuando la sujeción era doble: a los todopoderosos estudios y a los diferentes géneros desde los que se «pensaban» los films; después de haber recibido la influencia europea en lo que se refiere al concepto de film de autor, se deconocen los resultados conseguidos en momentos en que no cabía pensar en tal cosa como un film individual. Ocurre que precisamente el concepto teórico de «nuevo cine» es un instrumento crítico propio de los años sesenta (y por lo que se está viendo respecto a otros movimientos, como por ejemplo el «nuevo cine» alemán, sólo válido para esa década). Es un concepto que presupone la ruptura con un rígido sistema industrial de producción, lo que daría paso a un cine más personal y verdadero. Este fue, o pareció ser, el caso de la nueva ola francesa, del /ree cinema inglés, del precario nuevo cine español y del nuevo cine de los países del Este. Todos ellos típicos movimientos de la década de los años sesenta, que desde luego tuvieron repercusión en la segunda mitad de la década y principio de la siguiente en el cine de Estados Unidos, pero esta repercusión no tiene que ver con el cine que aquí llamaremos «nuevo», pues éste es sobre todo explicable como función del deseo de los nuevos directores de ponerse a tono con un público acostumbrado a los modos de representación de Hollywood. Se trata en todo caso de ofrecer una alternativa «revisionista», nunca una ruptura —que el público no aceptaría, y no me refiero sólo al americano—, es decir, nunca renunciando a algunas características básicas, como el aspecto mítico, el intento de mantener los pocos géneros que hoy siguen vivos, el cine como espectáculo, etc. Teniendo siempre en cuenta que desde dentro la reacción al cine tradicional americano asume necesariamente tonos muy específicos. Si algunos directores jóvenes han realizado películas brillantes, ello ha sido trabajando en el cine comercial y ejerciendo el cine de géneros, es decir, no lo más parecido precisamente a un nuevo cine. Lo cual no quiere decir que no haya cambiado. Lo que está claro es que la década de los años sesenta es una de las peores épocas para Hollywood —que, como veremos, empieza a parecerse cada vez más a la televisión, mayormente para poder sobrevivir—, que empezó a perder pie en la pendiente que venía bajando desde los cincuenta. Mientras tanto, es la hora de Europa: Godard inventa, desarrolla y «mata» el cine a lo largo de ocho años de la evolución personal más bestial de la historia del cine, los italianos de la segunda generación pasaban brillantemente al poder (Pasolini, Bellochio, Bertolucci, Taviani), sin que esto significase que los más clásicos estuvieran inactivos (Fellini, Visconti, Antonioni y su maravillosa Deserto R OSSQ ), realizadores como Bergman (que entre Los comulgantes y Pasión sufre una prodigiosa renovación), Delvaux, Makaveiev, Forman, Jancso, Resnais y un largo etcétera hacen un cine nuevo, revolucionario e influyente. En los setenta, el panorama europeo se ha enfriado un poco, Godard se ha pasado al video; Bergman, Fellini, Truffaut y otros van decayendo; mueren Pasolini y Visconti; sólo el cine francés parece seguir vivo, pero congelado, aparte del advenimiento del «nuevo cine» alemán ayudado por la cadena ZDF de la TV alemana. El cine español empieza a ser reconocido dentro y fuera como una alternativa real, pero sigue sin calar. El cine americano, en cambio, sí ha cambiado, y mucho, respecto a su triste estado anterior. ¿Se debe esto, en parte al menos, a la influencia del cine europeo? La respuesta a esto pasa por recordar que Hollywood ha sido bastante hermético siempre, y que su aparente impermeabilidad a influencias exteriores sólo ha conocido una forma de superarse: la absorción. La subida de Hitler al poder incrementó la emigración de directores europeos a América que seguiría hasta la posguerra y que contribuiría a crear el «verdadero» cine americano que tanto nos gusta. Así Billy Wilder, Fritz Lang o el mismo Hitchcock, y muchos más, lo que contribuye a explicar, por ejemplo, el carácter expresionista del cine negro de la posguerra. Pero nada semejante se ha producido en estos últimos años, si exceptuamos la fuga de
directores ingleses que han ido pasando a Estados Unidos dejando morir el cine británico. Pero no son John Boorman, Karel Reisz, Peter Yates o el irritante John Schlesinger quienes propician hablar de nuevo cine. Es evidente que ha habido un cambio en el sistema de producción, cambio más aparente que real, pero que en todo caso ha permitido, por un lado, la consolidación de una serie de nuevos valores y, por otro, que directores más veteranos pudieran hacer films más personales. Por cierto que los nuevos directores jóvenes sí se parecen a sus colegas europeos en el sentido de que son más conscientes del lenguaje y el medio que utilizan, así como de la historia de éste. Esto es algo poco usual en un director americano, como, por ejemplo, que toda la obra de Brian de Palma pueda verse como una paráfrasis exagerada de Hitchcock. Como en Europa sucede con Godard, Wenders, Bertolucci y otros, llega a dirigir una generación de cinefilos, para los que el cine es parte de su vida. En esta parte intentaré describir los factores principales y algunas consecuencias de ese cambio. No pretendo hacer una serie de reseñas de los directores más cotizados (los «resultados» de este método pueden apreciarse en la serie que Dirigido Por... dedicó a este cine), sino que me limitaré al cambio en las condiciones de producción, y a la evolución sufrida en la estructura de los diversos géneros y en la narrativa. El sistema de producción Puestos a rebuscar se puede situar el principio de la muerte efectiva de Hollywood como industria centrada en las grandes productoras o estudios en el mes de marzo de 1956, cuando el productor Jack Warner vendió los derechos de todas las películas que su estudio —la Warner Brothers— había hecho en Burbank antes de 1949, derechos que pasaron a la cadena de TV de la United Artists. Esta «ocurrencia» no era más que el desenlace final de una enfermedad incurable que había empezado cuando entre 1949 y 1951 la TV empezó a llevarse la audiencia que las películas habían estado disfrutando sin competencia. Por seguir con el mismo ejemplo, debemos señalar que Warner hizo todo lo posible por destruir, dominar o controlar el efecto producido por su nuevo rival en el público. Los sucesivos síntomas de esta lucha pasan por intentarlo todo: contratar a un realizador con fama de «rojo» como era Elia Kazan en 1951, lanzar el sistema del cine tridimensional en 1953 probar el cinemascope cuando el 3D pasó rápidamente de moda, incluso hacer una estrella de James Dean en 1955. Pero el enemigo estaba dentro también: muchos de los mejores hombres con que contaban los estudios querían independizarse, y algunos lo lograron. A mediados de los cincuenta Hawks, Bogart, Huston, Kazan y Hitchcock habían ya formado sus propias compañías independientes (los tiempos del film artístico» y hecho en libertad parecían haber llegado...9 Incapaz de luchar también contra estas nuevas películas independientes, Warner se pasó de bando: después de reaccionar intentando ofrecer lo que la TV no tenía, Hollywood se dejó por una vez absorber por la competencia. Huelga decir que todos los grandes estudios le siguieron —como le habían seguido cuando introdujo el cine sonoro—, vendiendo su época dorada sin pensarlo dos veces. Los resultados de este error mayúsculo no se hicieron esperar. Las cadenas de TV habían encontrado una forma casi gratuita de rellenar horas y horas de programación con material de primerísima categoría, y empezaon a crecer. En 1959, ta Screen Gems —una compañía subsidiaria de la Columbia Pictures, creada para distribuir viejos films por la televisión— estaba teniendo más beneficios que el resto de la corporación. Además, por supuesto, los estudios empezaron a producir algunas series para el antiguo rival. También la Warner fue la que empezó, en la temporada de 1955, y para 1959 en Burbank se producía más televisión que cine. En la década de los sesenta la mayoría de las grandes productoras dependían ya de la TV para mantenerse a flote. Se produjo entonces un nuevo giro en la situación: hasta ese momento la ventaja real que le quedaba al cine respecto a la TV en cuanto a exhibición era el tiempo. Es decir, el período de explotación que debía transcurrir entre el estreno de un film y su pase por TV, que venía a ser de unos cinco años. Pero a finales de los sesenta ese período había ido disminuyendo tanto que la mayoría de los films que emitía la televisión no tenían ni un mínimo de dos años desde su estreno. ¿Qué competividad real podía ofrecer en estas condiciones una película-de-cine? Como veremos después esto además trajo como consecuencia que si en los cincuenta Hollywood había modelado la programación de TV, a partir de 9
Irónicamente, por esos mismos años, como recordaréis, unos «estúpidos» franceses hablaban de autor, puesta en escena, la cámara como narrador..., pero todo esto referido a los films producidos en los grandes estudios...
ahí la influencia «estética» de la TV sobre el aspecto de los films que produzca Hollywood irá en aumento.10 Pero se convendrá, por supuesto, en que Hollywood siempre ha sido algo más que una industria. Por eso su muerte definitiva como sistema mítico (es decir, el fin de su funcionamiento), su muerte más real en cuanto que es simbólica también, podemos centrarla en 1969-1970, cuando diferentes síntomas nos revelaron lo que quedaba de la fábrica de los sueños: — En 1969 se produce el éxito monstruoso (y rápidamente originador de secuelas) de la película Easy Rider, causado principalmente porque en ella se reconocía la existencia de un nuevo mercado, al que se dirigía hablando su idioma. Lo significativo de Easy Rider no es solamente que pusiera en auge un cierto cine contracultural, más «auténtico», y que favoreciera un aspecto independiente y menos glamorous de los films (aspecto que se perdería rápidamente, por cierto). No, sobre todo se trata de una renuncia: Easy Rider es, pese a las apariencias, un auténtico producto de Hollywood: sus autores, Dennis Hopper y Jack Nicholson, son dos actores secundarios que hasta ese momento habían trabajado extensamente con Roger Corman, esa institución del cine de géneros en estado puro. Ambos habían hecho con él algunos exploit film11 sobre la juventud, así como westerns y películas de horror. Pero era un Hollywood film que no lo parecía, y su éxito venía de ahí precisamente, de no parecerlo: la fábrica de sueños tenía que disfrazarse para acercarse a la audiencia, y aunque Easy Rider es un road movie (una película de la carretera, es decir, un western), tenía que modernizar esa estructura de género clásico con una envoltura actual. — El segundo síntoma es la otra cara del anterior: durante toda la década de los sesenta Hollywood sigue intentando las superproducciones, cada vez más grandes y cada vez más de espaldas a la realidad del país (los mayores se habían pasado a la TV, los jóvenes no querían seguir viendo marcianos en la pantalla). Para salvar ese impasse, para reinventarse esa audiencia todas las productoras buscaron sus últimos grandes éxitos e intentaron repetirlos en grande con mastodónticas inversiones en películas cada vez más alienígenas. Como los grandes éxitos se llamaban Mary Poppins (1964), My fair lady (1964) y Sonrisas y lágrimas (1965), detrás vinieron Camelot, Star!, Dr. Dolittle, Paint Your Wagon {La leyenda de la ciudad sin nombre) On a clear day you can see farever (Vuelve a mi lado), y Darling Lili. Resultado previsible: todas las compañías productoras se acabaron poniendo en los números rojos. Y como consecuencia, entre 1969 y 1970 se redujo el presupuesto de todos los films que se llegaban a producir a un máximo de cuatro millones de dólares (se capitalizaba así el éxito de Easy Rider y la nueva aceptación cuando no demanda de films de aspecto «barato»). Defintivamente en esos años Hollywood había perdido el contacto con el «poco» público que le quedaba (que era treinta millones de espectadores menor que en 1950). Las cifras son muy claras: en el año 1969, de los 72 films que se estaban produciendo, 43 se rodaban fuera del país, 13 a lo largo de él, y sólo 15 en Hollywood... — Finalmente, y no es quizá el síntoma menos significativo, en 1970 la Metro (MGM) se decide a subastar todas las propiedades , decorados, vestuarios que había venido utilizando a lo largo de cuarenta y cinco años de producción, conducta en la que fue seguida rápidamente por la 20th Century Fox. Esta última ocurrencia no indica sólo que estaban despistados, sino que ya no les importaba su propia imagen. Los grandes ejecutivos, los tycoons siempre han puesto por encima de todo el beneficio claro, pero antes del beneficio estaba la imagen. Del continuo conflicto entre estas dos «manías» nace la leyenda que siempre ha rodeado a los grandes productores. Cuando se ven obligados a prescindir incluso de esto, es que algo ha muerto en el reino de las apariencias. O bien es que este cerrar la tienda significa cambiar de negocio: se siguen haciendo películas, pero ya se trata sólo —y más que nunca— de inversiones con la mirada puesta en Wall Street, la sede del dinero en Nueva York. Si estos son los síntomas finales de la crisis, 12 hay otra serie de factores más sociológicos que económicos, que habían estado influyendo fuertemente toda la década y que acompañaron al colapso del sistema industrial:
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Esto significa que la gente ahora está acostumbrada a la televisión y espera reconocer ese «estilo» en las películas que va a ver al cine. Muchos films quedan mejor vistos en la pantalla de TV
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El exploitation film es una película honestamente sucia, que no recurre a ningún elemento de posible valor artístico que la redima de su (reconocido) aspecto mas venal de subcultura. Un ejemplo actual sería el porno «duros que no recurre a qualités fotográficas o a endebles argumentos para justificarse, pero en rigor el exploit es una serie «Z», es decir, una película producida a muy bajo costo, hecha sin pretensiones, y que acumula en su corta duración la mayor cantidad posible de acción (de todo tipo...), violencia, sexo y asaltos a la «dignidad» del espectador (enseñándole sin pudor lo que éste desea ver): su filosofía es que, si te dejan descansar un momento, te puedes dar cuenta de los pobres decorados, lo malos que son los actores y lo inverosímil del «argumento». Este género sub ■—muchas veces preferible a cultura media hecha sin nervio, La chica del adiós, o la alta cultura hecha con mala conciencia, como El cowboy de medianoche—l puede ser utilizado, por supuesto, con excelentes resultados, que suelen aunar la inteligencia y el descaro. Como, por ejemplo, la forma en que Jonathan Demme transforma una película llena de fantasías machistas (Coged Heat, La cárcel caliente) en un radical alegato feminista con incitaciones a la lucha armada; o la forma en que George A. Romero hace algo parecido con el tema del racismo en su saga de los muertos vivientes, cuya última entrega —Dawn of the dead, Zombi— se ha convertido en su país en objeto de culto. La «basura» artística puede no ser buena (?), pero a veces es más que significativa.
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Para no crear una falsa idea, diré que en seguida volvieron a las andadas: tras el éxito de El Padrino y Aeropuerto en 1970, las películas empezaron a «crecer» otra vez. Esperemos que el fracaso de algunas de las últimas les haga parar.
—La formación de nuevas líneas de interés en la audiencia, que incrementaron el foso entre Hollywood y su público, al no poder seguirle alimentando con los géneros habituales mientras intentaba paliar la crisis. —La relativa influencia de las nuevas olas europeas, agudizando la tradicional dicotomía que siempre se había expresado con la frase «el film europeo es arte, el americano es basura». Los críticos americanos que se hicieron muy prominentes en esta década de los sesenta (Pauline Kael, Stanley Kauffman, John Simón...) proponían constantemente como modelos los films de Truffaut, Fellini, Antonioni (Blow-up, especialmente) y Bergman, y, en consecuencia, defendían los films americanos hechos con mentalidad «europea», como Bonnie & Clyde. —La gradual desaparición de las formas de censura, que había venido siendo atacada por directores como Preminger o Wilder en sus películas, y que tuvo su primera gran convulsión final con The Pawnbroker (El prestamista, Sidney Lumet, 1964). Por primera vez, la MPAA dio un pase a una escena en que se veían los pechos de una mujer (eso sí, era meretriz y negra, para seguir ejerciendo el cristiano principio de compensación...). Un recuento detallado de todo esto viene en el libro de Alexander Walker El sacrificio del celuloide, aspectos del sexo en el cine. — Por fin, toda la energía social de los años sesenta; si bien llamarlos revolucionarios es un recurso periodístico, es cierto que hubo un problema aglutinante que fue Vietnam (que creó y unió una auténtica contracultura), así como hay que resaltar que Estados Unidos tuvo su mayo del 68 en Berkeley en el año 65, que tuvo grupos revolucionarios predecesores de la actual guerrilla urbana, como los Weathermen o los Black Panther, y que, en general, hubo un impulso fuerte de negación de todas las minorías que salieron de sus ghetos. Esta energía empezó a «sedimentar» al final de la década y, por tanto, a poder ser trasladada a las formas de expresión convencionales, no sólo las alternativas (así, para Diane Jacobs «lo que la venida del sonoro y el crash de la Bolsa del 1929 significaron para los treinta, Woodstock y luego Watergate —la consagración de una cultura y la degradación de la oficial— lo que significarían para los setenta»). Por supuesto, la contracultura no pasó a formar parte directa del cine comercial ni mucho menos, sino que sufriría todo tipo de intentos de absorción, en una serie de films que van desde los exploits (como por ejemplo, C. C. Rider, aquí traducida significativamente como La familia Mansori), hasta los films «políticos» como The trawberry statement, por no hablar de films inclasificables completamente como Billy Jack (Billy el defensor). Pero, si no pasó a formar parte de la cultura oficial, la nueva alternativa contribuyó a señalar el abismo cada vez más grande entre los ideales y la realidad americana —es decir, justamente el momento donde se imbrica el discurso de Hollywood—. La influencia que esto tendría en el cine de géneros es clara: el sueño individualista dentro de una sociedad que se aceptaba o no, pero era básicamente pura, se hizo insostenible. Ni siquiera el western, ese género anclado en un mundo mítico perpetuo, pudo seguir recurriendo a ese tiempo anterior, en donde los conflictos eran solubles y las alternativas eran simples (la acción era coherente siempre, pues de hecho era la única forma de resolver los conflictos). Se ha dicho que Sam Peckinpah ensucia el western (aunque ahí está el lirismo de Pat Garret & Billy the kid), pero ello sólo refleja la contaminación de la propia imagen social que ha sufrido la conciencia americana. Quizás sea esta una de las razones del éxito «sociológico» que ha tenido el ciclo de films-catástrofe, esa aceptación implícita del fin del individualismo activo como ideal lícito y pensable. En efecto, el cambio fundamental que se ha operado en este género respecto a anteriores modelos ha sido el sustituir el héroe central por una comunidad amenazada por un peligro siempre concreto, incontrolable y externo (conforme a los mecanismos de proyección que describíamos al final del capítulo anterior). Estas características del objeto amenazador son las que sirven para que esa comunidad —hasta entonces un poco «desperdigada»— se una para enfrentarse con él, lo que es justamente la situación inversa al momento histórico que allá están viviendo. Está claro que una vez más desde la ficción se proponen modelos, en este caso para salvar la sociedad tecnológica: el cine de desastre es una respuesta —en plan rearme moral, como antes decían algunos por aquí— a las dudas expresadas por la contracultura, por las minorías, por los desencantados, por los que quieren parar el carro. Por lo demás, el asunto está bastante claro: todo tipo de soluciones individualistas empiezan a aparecer como paranoicas. Por citar dos ejemplos en el contexto urbano, esa paranoia puede llevar a desconfiar del sistema y las instituciones desde la derecha (la ley es débil y es mejor que el ciudadano esté preparado para combatir tanto delincuente, como la serie de Harry el sucio y tantos otros westerns urbanos, de los que luego hablaré), o bien desde la izquierda (la norma está corrupta y es mejor intentar salir de ella: el policía que sufre una crisis de conciencia —Serpico, Sydney Lumet, 1972—, el agente del gobierno que empieza
a desconfiar de todo —The conversation, Coppola, 1974—, o el periodista que cree descubrir una magna conspiración —el último testigo (The Parallax view, Alan Pakula, 1974—). El «nuevo» Hollywood Convencidos de la coincidencia de la crisis alrededor de 1969-1970, conscientes de una necesidad asfixiante de cambio, vamos a ver en qué ha resultado éste. Las opiniones de los estudiosos varían al respecto: por ejemplo, Diane Jacobs ha dedicado un libro al tema que ha llamado reveladoramente Hollywood Renaissance; William Paul, en cambio, publicó un excelente estudio en la revista Film Comment, cuyo título es también explícito, Hollywood Harakiri. ¿De dónde viene tanta discrepancia, la que va del renacimiento al suicidio? Es una vez más un problema de mirada, de que el método utilizado para acercarse determina en gran medida los resultados. Diane Jacobs se basa en una optimista visión humanista y vagamente sociológica, y se centra en cinco directores brillantes. William Paul, en cambio, se limita a considerar el estado de la industria, y cómo este estado determina el tipo de películas que se producen, sin aceptar el cómodo concepto periodístico del «nuevo» cine, con lo que acaba concluyendo que «la nueva situación produce restricciones económicas más severas y opciones artísticas más limitadoras que las que existían en el viejo y malo Hollywood». En mi opinión, la cosa se parece más a lo que pinta W. Paul, aunque es cierto igualmente que se ha producido un cierto renacer en el cine comercial (sobre todo si lo comparamos con el de los años sesenta), debido a la conjunción de los factores que hemos reseñado más arriba, que han permitido el acceso de una serie de directores jóvenes e independientes. Gente como Michael Ritchie, Woody Alien, Terence Malick y otros no habrían tenido ninguna oportunidad antes. También es cierto que —si exceptuamos a Coppola, y quizás a Spielberg— ninguno de ellos ha mostrado especial habilidad en negociar con los estudios, y en conseguir realizar una obra personal dentro de la industria, como en los viejos días lograran, estando a sueldo, personalidades tan peculiares como Preston Sturges, por ejemplo. También hay que aclarar que este «nuevo estilo más personal» de hacer cine no aparece surgido de la nada, sino que sigue los pasos que marcaron algunos movimientos anteriores (debo aclarar rápidamente que el cine americano de los setenta no es en absoluto un movimiento homogéneo). Movimientos que habían pretendido de una forma u otra reaccionar contra lo que Hollywood significaba para el cine. Ahí está la llamada generación de la televisión, una serie de directores de la TV neoyorquina, que habían trabajado en la época gloriosa de los espacios dramáticos emitidos en directo. Como ya sabemos, a mediados de los cincuenta el concepto de TV cambió: se pasó de ese teatro filmado en directo a basar su programación en films producidos para la TV. Esto tuvo una consecuencia previsible: para el año 1957 casi todos los directores de prestigio estaban en California, haciendo sus primeros films para Hollywood. Arthur Penn (El zurdo, 1958), Robert Mulligan (Fear strikes out, 1957), Martin Ritt (A man in ten feet high, 1956), Frankenheimer (The young strangers, 1957), Sydney Lumet (Twelve Angry Men, 1957). Como se puede apreciar viendo estos films, los directores neoyorquinos traían a Hollywood una nueva concepción del realismo, conseguido a través de films baratos que rehuían la ostentación habitual, un cine más cotidiano que se pensaba en aquella época como más capacitado para expresar las cuestiones sociales. No tardarían en abandonar esa «coherencia» y, a la vista de los films que realizaron posteriormente, podemos añadir que afortunadamente. Al igual que los nuevos directores de los setenta, aprendieron a expresar esas mismas inquietudes utilizando las estructuras de género adaptadas a sus condiciones: Mulligan, el más personal, ha tenido dificultades para realizar películas, pero en general las que ha completado son magníficas; Ritt, bastante desconocido en España, ha hecho una serie de films sobre los problemas de la raza negra y, en mi opinión, es un director infravalorado aquí; Penn sigue con su lucidez implacable, cultivando los géneros desde una perspectiva consciente, como los directores de la nueva ola francesa a los que tanto admira, etc. Otro movimiento que podemos considerar como posible predecesor, aunque menos influyente, es la llamada Escuela de Nueva York (John Cassavettes, Frank Perry, Shirley Clarke...), que aportó un tono aún más cotidiano, utilizando técnicas de cine directo y mucho realismo social. Es decir, buscando un tono semidocumental que desafiase la ficción de Hollywood. Da la casualidad que Cassavettes hizo en 1959 la célebre Shadows, su primer film, que coincidió con el estallido en Francia de A bout de souffle. Este tipo de casualidades, de las que justifican a los críticos, hizo que Cassavettes fuera apodado el padre espiritual de la nueva ola americana. Su obra no ha llegado aquí, excepto Minnie & Moskovitz, bastante floja. Ha hecho incluso un thriller que me gustaría ver (The killing of a chínese bookie).
Antes de seguir, me gustaría señalar por qué no hablo de los directores underground, que ya habían trabajado a lo largo de los sesenta activamente, e incluso desde la posguerra. La razón es que están muy alejados del objeto del libro, el nuevo cine comercial que ha empezado a funcionar «dentro» del habitual, visto desde un aperspectiva de géneros. La escuela underground, también centrada en Nueva York, como todos los movimientos revisionistas que ha sufrido Hollywood (uno de los temas centrales de Annie Hall es esa rivalidad este-oeste entre los neoyorquinos y los californianos, precisamente), se presentó en su momento violentamente como una alternativa artística «pura» —influidos como estaban por las viejas vanguardias europeas sobre el rol del artista, etc.—. Se rechazaba la impecable técnica y el argumento como idea base para componer el film, para producir, según ellos, un cine más personal y vital. La verdad es que lo que yo he visto de ellos (Kenneth Anger al completo, y bastantes cosas de Andy Warhol con y sin Paul Morrisey, así como cosas de Markopoulos y algunos otros) va de lo insufrible a lo simplemente divertido (Women in revolt o Pleasure Dome), y que me perdone Joñas Mekas, el mesiánico portavoz del movimiento. Es un cine narcisista, muy cercano a la música, la pintura o la arquitectura, pero bastante mal hecho. Mucho más interesantes son un grupo inclasificable de directores que podemos llamar independientes, como Fred Wiseman, James Ivory, Jim McBride, Jon Jost, Emile de Antonio, Robert Kramer o Joan Micklin. Menos preocupados por el vanguardismo que por la política, el testimonio documental o el personal, o la relación de un film con su lenguaje, muy influidos por el nuevo cine europeo de los sesenta, se trata en todos los casos de autores desconocidos en España (excepto por los ciclos que les ha dedicado la Filmoteca), por lo que renuncio a hablar de ellos. Volvamos al nuevo Hollywood. Los estudios cinematográficos que aún quedan no han dejado de ocuparse de la parte económica y de distribución de las películas, aunque sí de la parte directamente productora. (Me refiero obviamente a los films que nos interesan aquí, est aclaro que Hollywood sigue produciendo, cada vez menos películas y más caras.) La ecuación de la libertad en el cine americano ha estado siempre condicionada a las relaciones del director o autor concreto de una película con el productor. Esta relación, siempre de dependencia, ha ido cambiando con el tiempo. En los viejos tiempos se podía afirmar que el mogul —el dueño del estudio— era el verdadero responsable de todas las películas tal y como salían de su casa productora. Gente como Jack Warner, Harry Cohn o David Selznick eran verdaderos autores en este sentido, y como tales se les debería considerar. A partir de 1932, el poder central «absoluto» pasó a delegar sus funciones en una serie de mandos intermedios o «supervisores», que como su nombre indica sin rubor, tenían por misión controlar y producir varios films simultáneamente. Trabajaban, como todos, a sueldo del estudio, pero tenían el poder de tomar las decisiones de corto y medio alcance, eran los más directos responsables del aspecto final de los films. Sin embargo, el estudio tenía una política muy clara: estos «autores» no eran conocidos, después de hacer su labor desaparecían, y casi siempre el director recibía el título de verdadero realizador, sean cuales fueran las presiones, influencias e imposiciones que hubiesen actuado sobre él desde la oficina central. Para hacerse una idea de lo que llegó a suponer este sistema de producir las películas, podemos citar una cifra bastante escalofriante: en 1927, en plena época del cine mudo (es decir, antes de la necesidad de controlar también a los guionistas), se produjeron 743 en los cinco grandes estudios, y todas ellas fueron supervisadas por 39 productores intermedios. Diez años después, en 1937, se produjeron 484 películas, de las cuales se encargaron 220 productores... La mayoría de estos productores se encargaban de producir los baratos films de género o de serie B, para hacer los cuales había bastante flexibilidad siempre que se ajustaran a las convenciones establecidas y a ciertas reglas de la casa. Algunos productores aprovecharían esta situación para desarrollar verdaderas carreras personales: así Val Lewton en el film de horror, Hal Wallis en el cine negro, Aaron Rosenberg en el western o Albert Bugsmith en el melodrama. Actualmente el productor funciona como un «independiente»: vende los films que ha conseguido producir a alguno de los grandes estudios (y en esta negociación se cifra gran parte de lo que vaya a ser la carrera comercial de la película), el cual se encargará de distribuirlos. Hay, pues, dos cambios sustanciales respecto a la situación habitual: los únicos beneficios vienen del rendimiento que tenga la película en taquilla por un lado, y por otro este tipo de funcionamiento impone ya una condición básica respecto al tipo de películas que al productor le pueda interesar hacer, es decir, exclusivamente las que pueda vender luego. Funciona a partir de aquí una variable bastante diferente: el productor está unido en sus intereses al director 13, en vez de la tradicional y proverbial oposición (de hecho, como hemos visto antes, a partir ya 13
) Esto es muy relativo, y hay un condicionamiento en dos momentos: siempre que al director no se le ocurra presentar un film invendible, o siempre que no intente realizar un guión con «potencial» de manera difícil. Esto explica la ausencia de experimentalismos en el nuevo cine o, como veremos, que éstos pasan por la narrativa y no contra ella...
del año 1955 muchos de los grandes directores habían empezado a formar sus propias compañías para producir sus películas). Paralelamente a este nuevo funcionamiento del sistema de producción tradicional, hay que anotar el auge de la producción alternativa. Tras el colapso financiero de 1969-1970, y tras el éxito en ese mismo año de Easy Rider (cuya significación en el nuevo cine no debe buscarse en cuanto que sacó a la luz la cultura «paralela», sino porque propició un nuevo concepto, más barato, en la producción de films), que demostró básicamente que una película barata podía ser muy rentable, se revitaliza grandemente la producción independiente. Una cifra bastante demostrativa es que en el año 1968 se realizan 19 producciones en estas condiciones, en el año 1972 se llega a las 107. Una serie de productoras independientes empiezan a funcionar, aunque la mayoría de muy corta vida, así la BBS (Easy Rider, Five Easy Pieces, A safe Place...), la American Zoetrope, de Ford Coppola, la Directors Company, de Friedkin-Coppola-Bogdanovich, y más recientemente la Lion's Gate Films, de Robert Altman (por medio de la cual Altman ha dado la alternativa a varios antiguos colaboradores, como Alan Rudolph, Robert Benton o Robert Young, con excelentes resultados). Si es cierto que el productor se ha acercado al director y «depende» más de él, es también cierto que el director, a cambio de esta relativa autonomía, ha perdido la seguridad económica que le proporcionaba el estudio. Al fin y al cabo, y aunque fluctuase mucho de un año a otro, la existencia de un público fiel y regular es lo que ha mantenido las finanzas de Hollywood durante cuarenta años, y es lo que explica también el atractivo de un sueldo fijo. Un director actualmente está capacitado, en principio, para hacer «cualquier» película y luego intentar que la compre una productora para distribuirla, una distinta cada vez si no quiere sentirse atado (es lo que mencionábamos antes del eterno sueño del director de Hollywood: emanciparse). Pero como ha dicho el propio Martin Scorsese, uno de los nuevos directores con más prestigio, no se puede en ocasiones dejar de añorar el que «con el estudio tenías un empleo, un contrato, películas que hacer y un buen sueldo». Estas condiciones de trabajo, en principio poco favorables para un artista», son las que explican que directores más o menos anónimos, más o menos personales, cuando se adaptaban bien a esta forma de producir las películas («borrando» su personalidad individual), podían de vez en cuando descolgarse con películas absolutamente inexplicables, maravillosas, solamente achacables a los famosos accidentes» del sistema de producción. 14 Además de la estabilidad económica, el trabajar en Hollywood suponía en cierto modo un seguro —Scorsese: «si hacías tres películas al año, no importaba que fracasases en dos, si la tercera era un éxito de taquilla»—. Esto explica evidentemente que directores que tenían resultados comerciales, como Hitchcock o Hawks, podían trabajar con bastante libertad. Pero se hace necesario añadir que en cualquier caso siempre era conveniente que la película exitosa hubiese sido la última: por poner un ejemplo reciente, el fenomenal rendimeinto que tuvo en la taquilla M.A.S.H. no impidió que la United Artists rechazara distribuir Nashville apenas cinco años después, sólo porque las películas que Altman había hecho entretanto no habían dado suficiente dinero (aparte de darle cierta reputación de director «difícil», lo que ha sido siempre tabú para la taquilla). En el «nuevo» Hollywood hay muchas cosas que siguen funcionando como en el viejo, y desde luego sigue siendo válida la feroz máxima de que un director es tan bueno como su última película. La nueva situación es la que explica la irregularidad, tanto productiva como creativa15, de muchos de estos nuevos directores: esta irregularidad no es más que una consecuencia de la presión que se ejerce también sobre las productoras por parte de las compañías exhibidoras, que prefieren siempre ir a lo seguro, reponiendo por decimoquinta vez algún film monstruo antes que ariesgarse a exhibir en sus cines un film poco capaz de rendir los mismos beneficios. La verdad es que hoy en día una productora, un estudio no tienen seguro que un film suyo vaya a ser estrenado (el origen de esto es una ley antitrust aprobada en 1948 por la que se prohibía que los grandes estudios pudiesen poseer cadenas de cines, es curioso que sea Estados Unidos el único país en que una ley de este tipo está en vigor). Así pues, un director americano tiene que encontrar productor, éste tiene que encontrar una distribuidora, y ésta pensar que al exhibidor le va a interesar ese film... la ley del embudo, vamos. Esta situación no es tan independiente ni tan nueva, y eso aunque reconozcamos que un director actual goza de 14
Es el caso de un director como Michael Curtiz, un director de origen húngaro que importó Hollywood en 1928, y que dirigió ¡cuarenta y cuatro películas entre 1930 y 1939, para descolgarse en 1942 con Casablanca, cuyo verdadero autor es el estudio Warner Bros., ayudado por un excelente guión de Howard Koch.
15
Algunos casos de «irregularidad»: Bob Rafelson, que di rigió en 1970 Five Easy Pieces, uno de los films más significativos de la primera mitad de esta década, sólo consiguió completar dos films más. Monte Hellman, un director que como Rafelson había estado asociado con la BBS, hace también en 1970 Two-Lane Blacktop, uno de los mejores films de género de todo el nuevo cine, para luego sumirse en la inactividad (con algún escarceo en baratas coproducciones europeas). Terence Malick sólo ha rodado otro film desde su sensacional irrupción con Badianas en 1974...
ciertos privilegios si le comparamos con el margen de libertad de los estudios de la época dorada. Por ejemplo: gracias al éxito de El Graduado, Mike Nichols consiguió el derecho a tener decisión sobre la versión final de sus films (algo que un director no conocía desde que a Welles le dejaron hacer Ciudadano Kane). Después de Nichols, este privilegio lo han conseguido directores como Roy Hill, Altman, Coppola y Mazursky, pero lo cierto es que la cosa sigue igual en un aspecto: cuando hay dudas o surge un problema se masacra lo que haya que masacrar, como le ocurrió a Michael Ritchie con Prime Cut, lo que hizo que sus dos siguientes films (El Candidato y Smile) fuesen producidos de forma independiente. Claro que entre el extremo de la indigencia y el de la opulencia no hay más distancia que la de conseguir participar en un film con posibilidades de ser un bombazo en la taquilla, y pedir un porcentaje en los beneficios. Los cambios a que ha dado lugar esta posibilidad los enunció hace ya tiempo Billy Wilder: «Con los estudios hacíamos películas, no tratos; hoy nos pasamos el ochenta por ciento del tiempo regateando y el veinte por ciento filmando». Muchos no recuerdan sus principios cuando pueden conseguir millones con este método: un actor exigente como ha sido siempre Paul Newman no duda en interpretar un papel mínimo en un film como El coloso en llamas (The towering inferno, 1974)... A veces se intenta también conciliar esta tentación con la propia coherencia (Scorsese, que hizo su primera película por 35.000 %, se gastó casi el triple para rodar la primera escena, bastante prescindible, de Alicia ya no vive aquí, su primer film de «estudio»; así y todo hizo un film relativamente honesto), pero no todos son tan astutos. En general, cuando los nuevos directores quieren jugar con el juguete más caro del mundo las diferencias entre ellos y el Hollywood que sigue en activo se hacen imperceptibles, como revela el caso de George Lucas, que hizo un film menor de bastante encanto, en American Graffitti, para hacer luego un film tan chillón e irritante como La Guerra de las galaxias. El «viejo» Hollywood Con el título de este apartado sólo quiero referirme simétricamente al apartado anterior: si allí veíamos algunos rasgos del cambio hacia algo nuevo, aquí veremos la mentalidad de la producción y del público en vez de la de los nuevos directores. Es fácil reconocer que las condiciones de producción afectan a la forma de las películas, también afectan y por razones también de producción al hecho de que cierto tipo de films no llegan a hacerse jamás. 1. En la mentalidad de la gente que controla el medio, los que genéricamente podemos llamar «la producción» el factor más importante es el desarrollo de la mentalidad hit or flop, que se puede explicar en pocas palabras diciendo que Hollywood considera que sólo hay dos tipos de películas: las grandes y las demás. En consecuencia, se tiende a producir cada vez menos películas y cada vez películas más caras. Se va a por lo seguro, en perjuicio de todo tipo de proyectos «dudosos». Vamos a ver el origen de esta forma de pensar. En el Hollywood tradicional se sabía que la audiencia no era un todo uniforme: las diferentes demandas de los diferentes sectores de esa audiencia condujeron a que la producción se diversificase en los géneros clásicos. Las convenciones de los géneros cumplían entonces una doble función: por un lado, posibilitaban una mejor organización de la producción en bloques uniformes (parecidas, como hemos visto, a las cadenas de fabricación en serie, con perdón por la analogía mecánica...), y por otra parte garantizaban el cubrir esas diferentes expectativas de la audiencia. En el momento actual, el sentido de incertidumbre y la confusión que respiran muchos films americanos puede ser mirado tanto como reflejo de la confusión moral que han dejado tras de sí el Vietnam y el Watergate (lo que, sin duda, es cierto en directores conscientes como Arthur Penn o Robert Altman), como reflejo de la inestabilidad financiera del negocio del cine, que provoca respuestas que consisten en buscar soluciones en todo tipo de películas. Es menos desmoralización social que despiste de los negociantes, que ya no tienen la inversión tan clara. Una de las soluciones más obvias es buscar el film-monstruo de la temporada anterior, y tratar de repetir el éxito inundando el mercado con secuelas, concentrando la producción en films de ese tipo. Esto explicaría, si nos queremos poner cínicos, el nacimiento súbito de una serie de nuevos géneros, que morirían tan pronto como se buscase en una nueva mina de oro. El éxito de Easy Rider en 1969 originó que se produjeran a continuación docenas de road-füms, la mayoría de los cuales fueron grandes fracasos. El éxito de French Connection y Harry el sucio en 1971 hizo que por un tiempo el género imperante fuese el policíaco, en su variante que protagoniza el policía. El éxito de Aeropuerto y La aventura del Poseidón (en 1970 y 1972) iniciaría el nuevo género del film catastrófico, entendiendo lo de catastrófico en su doble sentido de argumento y de calidad.
Otra solución bastante obvia es mirar hacia atrás, a su pasado glorioso: esto ha dado lugar a una especie de género nuevo que podíamos llamar «films cuyo referente es el esplendor pasado de Hollywood», incluyendo en esto, por supuesto, los numerosos remakes de éxitos antiguos. Hay que aclarar que esta tentativa, esta especulación coincide con una nostalgia auténtica, de la que hablaremos luego, pero que se trata de cosas distintas, si bien difícilmente separables. Por un lado, hay un intento de recordar y/o refugiarse en un supuesto pasado mejor, refractado por un cine brillante y «mentiroso» (en cuanto mítico); por otro, hay un intento de capitalizar ese sentimiento nacional, y de suplir así la falta de ideas y motivaciones actuales. Como siempre en la historia de Hollywood, ambas cosas (un sentimiento nacional y su explotación o refracción mítica) son difíciles de distinguir dónde empieza una y acaba la otra. Algunos de los numerosos films en los que Hollywood intenta mirarse al espejo para descubrir el secreto de la eterna juventud son los siguientes: Como plaga de langosta (The day of the locust), Gable and Lombard (Los ídolos también se aman), W. C. Fíelas and me, Won Ton Ton (historia de un perro actor cuyo nombre recuerda un poco el de Rin Tin Tin), The black bird (una farsa basada en El Halcón Maltes), The last tycoon (El último magnate), Movie movie, Nickel odeon, Farawell, my lovely... Algunos remakes que se pueden citar son los que podemos distinguir como confesados (se confiesan nuevas versiones de viejas películas): el nuevo King-Kong, el nuevo Ha nacido una estrella, con Barbra Streisand, el nuevo The Big Sleep... Entre los no confesados, es decir, versiones no explícitas, están El Expreso de Chicago (Silver Streak), una vergonzosa puesta al día de North by Northwest (Con la muerte en los talones) y Obsession/Fascinación, una bastante más inteligente paráfrasis de Hitchcock (esta vez de Vértigo). Por cierto que está anunciado un remake de otro Hitchcock, concretamente de Notorious (Encadenados), uno de sus films más bestias... Pero el recurrir al último éxito o al viejo cine han sido soluciones de recambio (aunque bastante pertinaces, eso sí); después de probar con todos los géneros clásicos y sus posibles variaciones, Hollywood ha ido dándose cuenta de que el único género seguro es el que forman las «películas grandes». Que no es ni más ni menos que una puesta al día de lo que antes llamaban películas familiares (los grandes musicales de los años sesenta, por ejemplo, o los films épicos de romanos, y bíblicos, de los años cincuenta), películas espectaculares ya desde el momento de nacer, o antes, y que intentan atraer a todos los sectores de la audiencia. Si la diversificación de los géneros reconocía la diversidad de la audiencia, el género «grande», único género realmente específico de esta década, al proponerse como única alternativa —«la película de la que todos hablan, la película que todos deben ver»—, va dirigido a crear una audiencia-masa, homogénea y complaciente, cuyo único criterio es el del tamaño, heredero mal entendido de la espectacularidad. Y quién puede decir que no han conseguido crear ese tipo de público. El género grande ha sido frecuentemente el films de desastre colectivo, pero no sólo ese, pues ahí están La guerra de las galaxias, Encuentros en la tercera fase, Superman y otros films más o menos mesiánicos. Las consecuencias de todo esto han sido fulminantes: la política de cada estudio ahora es que tiene que producir un par de films-monstruo (blockbusters, en la jerga del medio) al año, si quiere sobrevivir. En efecto, si bien estos films pueden suponer unos beneficios sin paralelo en toda la historia del cine, también el riesgo de pérdidas es mucho mayor del habitual. Como, por otra parte, a lo largo de cada año hay bastantes películas «baratas» (de uno a dos millones de dólares) que resultan ser un fracaso irreversible, ante la duda la reacción de Hollywood ha tomado formas muy claras: cortar por lo sano los planes de producción de films nuevos, e intentar saturar el mercado con los films-monstruo. Los resultados han demostrado lo acertado de esta inversión: en 1975 los quince primeros films más taquilleras de la temporada habían rendido un total de 400 millones de dólares, mientras que los 64 films siguientes de la lista (todos los que habían rendido al menos dos millones de dólares de beneficio) sumaban un total de 300 millones. Así, pues, la postura actual de la industria es la de concentrarse cada vez más en invertir interés y dinero en esos quince primeros films, y olvidar casi por completo los films «pequeños» —y eso a pesar de que películas baratas como Rocky o Alguien voló sobre el nido del cuco hayan producido también beneficios muy grandes—. La lógica de estos nuevos «cineastas» es que, si un film puede producir 50 millones y otro sólo cinco, es pérdida de tiempo todo lo que dedique al segundo (y en esto de cineastas hay que incluir a los actores y directores que olvidan sus principios para trabajar a porcentaje de los beneficios en algún blockbuster que otro...) Esta es pues, en resumen, la génesis de la mentalidad binaria que viene aquejando a Hollywood, la lógica del hit or flop, del taquillazo o del fracaso: todos los films que no sean acontecimientos son por definición films pequeños para el productor, y asimismo el exhibidor tiende a despreciar todos los films que no tengan a priori madera de superéxito. ¿Que cómo se consigue que una película sea un acontecimiento, algo que haga salir a la gente de su casa con un buen motivo? Pues no es
ninguna novedad: invirtiendo mucho dinero en hacerlo, y tanto o más dinero en crear una necesidad de verlo, por medio de la publicidad. Así, con respecto a Star Wars, ¿quién no sabe antes de ir al cine lo que va a ver, cómo debe verla y lo que debe comentar después de ella? Un ejemplo inverso de modelo publicitario es el que se siguió con Encuentros en la tercera fase, ocultando sistemáticamente el objeto deseado —la aparición de los «marcianos»— en toda la publicidad previa, y repitiendo el esquema alevosamente en la película, que no es más que una larga y prolija espera de la traca final. La mentalidad que se quiere crear en el público es la de que bigger is better, o sea que se le quiere enseñar a pareciar lo grande como sinónimo de lo bueno. Lo cual viene a coincidir graciosamente con el aumento descabellado que ha sufrido el precio de las entradas: ¿qué mejor forma de justificarlo que volver a hacer del ir al cine un acontecimiento? El destino del cine comercial americano en este contexto aparece como necesariamente siniestro (no en cuanto a resultados económicos precisamente, sino en cuanto a interés que rebase el sociológico del gigantismo que afecta a tantas otras parcelas de la vida actual). La única esperanza que cabe es que se vuelva a repetir la situación de hace diez años, la crisis del 1969, aquel colapso que provocó una reducción drástica de todos los presupuestos (y la aparición de una serie de films de aspecto independiente, que pronto perderían; ¡la coincidencia de estos dos fenómenos provocó el mismo concepto de un nuevo cine americano!). Presupuesto que poco a poco se fueron inflando hasta llegar otra vez a la situación actual. El fracaso de algunos de los últimos blockbusters (como Hindenburg, Barry Lindon, Un puente lejano o King-Kong) podría hacer pensar en la posibilidad de un giro en la alta política de producción hollywoodense, aunque parece difícil, pues también es cierto que los éxitos de estos últimos años son más grandes que nunca. Lo que sí es cierto es que los mejores films de los primeros años setenta tenían ese aspecto más «moderno» o independiente cuya frescura no han podido mantener sus autores a lo largo de su evolución, por lo que hemos explicado arriba precisamente. Películas como Five Easy pieces, Two-lane Blacktop, Me Cabe & Ms Miller o Adam to 6 a. m. no habrían podido ser hechas algunos años después: no tenían madera de acontecimientos. Sus realizadores no han podido mantener su independencia o bien no han podido trabajar después. Respecto a los directores que han intentado sintonizar la onda de los estudios y a la vez mantener su idiosincrasia, han podido hacer sus películas, pero han perdido algo a cambio. Otros, como Coppola, han podido «comprar» su independencia: después de hacer dos films de éxito (los dos Padrinos) pudo rodar un film personal y «pequeño» a su entero gusto (La conversación). Paul Mazursky ha podido mantener su independencia gracias a que sus films resultan comerciales, quizá sea el que mejor se lo haga. Robert Altman, el talento más original e imprevisible del nuevo cine, sobrevive bien, pero a costa de grandes dificultades: Thieves like us y California Split resultaron sendos fracasos, lo que motivó que «tuviera» que hacer Nashville, un film «grande» y con muchos personajes, en la onda del film con desastre (aun así tuvo dificultades para poder vender el film). Nashville resultó un éxito, pero eso no impidió que el productor masacrara la versión europea de su siguiente film... 2. La otra gran influencia que opera sobre cómo se hacen las películas desde el punto de vista de la producción y del público es la televisión. Ya se ha visto más arriba que, desde el momento en que el cine se encontró con este competidor, se vio obligado a ofrecer algo diferente al espectador, algo que éste no pudiera ver en la pequeña pantalla. De ahí el cinemascope, que se inventó en los cincuenta, o el concepto de bigger is better, que se ha solidificado en los setenta. Y, curiosamente, si en los años cincuenta un atractivo que podía ofrecer Hollywood era una censura menos rígida que la que pesaba sobre la TV, actualmente este asunto funciona de un modo más bien inverso. Para los que hemos crecido en España acostumbrados al fenómeno de la doble versión (las películas que aquí se veían eran siempre menos que el original), puede resultar sorprendente saber que en Hollywood, puesto que los films se venden a la TV un año después de ser hechos, se practica también la doble versión: se rueda una versión más suave de todas las escenas que puedan resultar demasiado duras o fuertes para su pase en la pequeña pantalla (!!!!). Esto ha traído una consecuencia curiosa: hoy en Hollywood se diferencia claramente entre los films que se hacen para estrenarse en los cines y los films hechos para la TV (que no son los telefilms de serie, sino películas únicas que duran hora y media). El criterio, no hace falta decirlo, para diferenciarlas es el del tamaño, dinero y rapidez en ser rodadas. Esto ha originado un fenómeno de censura invertida que recuerda también lo que pasó en España en la época de la famosa apertura: si un guión no contiene suficiente sexo, violencia y/o lenguaje fuerte corre el riesgo de ser convertido rápidamente en un film-para-la-televisión... Y si lo tiene, debe ser continuamente, y no concentrado en dos o tres escenas rápidamente prescindibles... (un guionista contaba que la única forma de que el guión que quería vender no fuese a parar en un telefilme era terminar cada dos líneas de diálogo con una palabrota).
Aquí llegamos a un punto muy importante: por lo que hemos visto, la única diferencia, aparte del tamaño, entre un telefilme y una película parece ser no una cuestión de estilo, sino de contenido. O, por ponerlo de una manera más clara, ambos estilos no son disímiles. El público —no sólo el americano— ha crecido viendo la TV y eso a lo que está acostumbrado es lo que espera ver cuando va al cine: las películas han ido a la fuerza adquiriendo el estilo y el tono visual de la TV. La dependencia económica del Hollywood actual respecto a la TV ha producido una asimilación estética y estilística, que no tiene para nada en cuenta la evolución histórica del lenguaje cinematográfico. En mucho cine americano se usa hasta la exasperación el zoom, una técnica que rompe la tradición de la definición espacial en el cine americano, que había evolucionado desde los tiempos de la profundidad de campo usan otros dos factores de origen televisivo, que asimismo distorsionan el espacio: la lente de telefoto y el cambiar de foco dentro del plano. Sólo Robert Altman (un director procedente de la TV precisamente) ha sabido combinar el uso del zoom con el cinemascope y los movimientos de cámara de una forma nueva y que no destruya la composición del espacio tradicional (en este sentido su film El largo adiós es quizá de los más representativos de toda la década en cuanto su elegante y suave estilo incorpora sin ninguna estridencia el uso del zoom, para lograr uno de los films visualmente más bellos de todo el nuevo cine). Pero la influencia del peculiar lenguaje del medio televisivo es generalmente de carácter pernicioso, sobre todo en lo que se refiere a la aberrante forma de presentar a los personajes, que ya no son tipos, sino clichés vacíos con un repertorio muy limitado de frases y de reacciones ante cualquier situación. Otro de los estilemas más irritantes de los telefilmes ha ido también ganando terreno: películas como Buscando a Mr. Goodbar (que además es de un veterano director, Richard Brooks, lo que es por lo menos incongruente) hacen un paradigma del montaje agresivo y totalitario que parece que trata de encubrir la poca sustancia que tiene lo que estamos viendo. La guerra de las galaxias llega a extremos excesivos: con un montaje propio de spot publicitario bombardeándonos continuamente, creo que se puede jactar de ser la primera película «grande» que realmente no existe como tal: es un largo anuncio de sí misma, un trailer que se vende como si fuese la película entera... Por otra parte, y después de ver lo que el cine actual tiene de TV, vamos a ver lo que la TV tiene de Hollywood: de una manera general se puede decir que las películas de serie B —en las que se desarrolló el cine de géneros— han ido siendo relegadas a la producción televisiva, donde han adquirido variantes específicas del nuevo medio. Principalmente el pertenecer a una serie, lo que les da un grado aún mayor de formalización, que normalmente se traduce en esquematismo, al no intentarse nunca rellenar ese esqueleto estructural con la más mínima sustancia. Además, cada episodio carece de una entidad propia y discontinua, su único contexto es pertenecer a una serie, y este referente es uno de los más pobres con que ha contado jamás ningún cine de género. Recientemente la revista Movie —una de las sedes del auterismo— estableció una comparación relativamente estrecha entre el sistema de producción de la televisión actual y el funcionamiento del Hollywood basado en los grandes estudios. Es cierto en lo que respecta al modo de producción, así como en el hecho de trabajar con rapidez y sujetos a unos moldes muy estrechos (que en Hollywood eran los del género y aquí son los que exige la producción de una serie semanal). Es cierto también que, dentro de esos moldes, se puede uno mover con bastante flexibilidad formal (aunque en la TV las «reglas de la casa» son, en cuanto al estilo, muy uniformes), y que el trabajo de los directores y guionistas de telefilmes no ha contado con el apoyo y el estudio de la crítica, lo que favorecería encontrarse con sorpresas, como ocurrió con la política de los autores. Todo esto podría sugerir el intentar aplicar aquí las mismas premisas, pero la analogía se acaba cuando comparamos los resultados, es decir, las películas. La misma enunciación de la analogía es, para los que hemos mamado el cine americano, una herejía; y eso que habría que reconocer que la misma vulgaridad se filtra en un telefilme que en muchos films de género (una misma ideologización dinámica de la realidad y de la narrativa, destilada por las muy uniformes condiciones de producción en los dos sitios). A lo que sí debemos resignarnos es a la creciente e irreversible dificultad en poder separar los films «de» cine y los films «para» la TV. Hay que empezar por aceptar que, en muchos casos, no es hasta después de hechos cuando se decide su destino, esto es, su forma de exhibición. Películas rodadas originalmente para televisión se plantean como productos a distribuir y exhibir en las cadenas de cine, y viceversa (las primeras por ser espectaculares, las otras por no serlo lo suficiente). Así, la ABC-TV produjo a finales del 78 una «costosa televersión» de Star Wars, que llamaron Battlestar Galáctica, y que en Europa se ha estrenado en los cines, previa intensa publicidad que intentaba hacerla pasar como una secuela espacial más. El caso inverso suele ser más triste, pues demuestra que existe poca confianza en el futuro de la película en el mercado: es lo que ha ocurrido con la última película de Billy Wilder, nada menos, cuya
distribuidora en Estados Unidos —la película, Fedora, es de producción alemana— no ha llegado a un acuerdo con los productores; sin embargo, la cadena CBS de la TV ya ha tomado la iniciativa de comprarla para su pase en la pequeña pantalla... (Por fin, la película se ha estrenado, en junio de este año, con un éxito que ha sorprendido a la United Artists, la casa que por fin se decidió a distribuirla). La transformación de los géneros A partir de la fecha convencional que hemos elegido para empezar a hablar del nuevo cine, podemos preguntarnos si las nuevas condiciones han potenciado un giro en el interés de los directores. Veremos cómo, a pesar de estar más libres en lo que respecta a la elección del tipo de film a hacer, se sigue practicando el cine de géneros. Y ello no sólo en el cine comercial, que siempre busca referirse a una tradición (de taquilla) para fabricar sus productos, sino en los atuores más personales. Por un lado, es cierto que se reconoce que muchos de los géneros clásicos están exhaustos, pero se siguen ejerciendo: la razón última puede ser que, como siempre, se prefiere la metáfora a la descripción, la analogía más o menos crítica a la pintura directa. Hay en esto, indudablemente, una censura colectiva (lo que el americano medio está dispuesto a soportar que le digan) y una censura de lo que modernamente se llama Aparato Ideológico, pero hay también una preferencia por el «método mítico» de analizar la realidad americana. Esto último es algo que muchos críticos se niegan a ver, reduciendo toda película a su ideología y Hollywood a un Aparato significante inamovible. Ello parece aún más lícito cuando ese acercamiento mítico se realiza a temas históricos que rebasan el ámbito nacional, como por ejemplo la guerra de Vietnam, de la que ahora empezarán a llegarnos una serie de films. El caso es que muchos se pueden extrañar de que dado que las productoras no están ya interesadas en proseguir su política «segura» de cine de géneros, y dado que desde la segunda mitad de los años sesenta se empiezan a acusar fuertes influencias del nuevo cine que se produce en Europa, los nuevos directores se sigan restringiendo a ese cine de género, en vez de abordar proyectos más «ambiciosos». Esta extrañeza revela un absoluto desconocimiento de cómo funciona la cultura popular americana, de la que hay tanto falso experto por aquí; cultura a la que deberíamos estar acostumbrados ya, dado lo mucho que ocupa nuestro tiempo queramos o no. 16. Entre otras razones, porque es difícil escapar de ella. El problema de la originalidad es secundario para el cine americano. No solamente el género proporciona al director una tradición artística y de arraigo social a la que referirse —y que su público conoce—, sino que también le proporciona un molde en el cual puede introducir los temas contemporáneos y/o obsesiones personales que sean compatibles con los paradigmas del género. Además, por primera vez en la historia del cine americano accede a la dirección una generación que ha adquirido una cultura cinematográfica, que pasará a constituir una referencia constante, implícita o explícitamente, en todas sus películas (lo que les sitúa e nuna situación parecida a la que vivieron los directores europeos de los sesenta —diez años antes, pero perteneciendo a la misma generación «cinéfila»—, cuando experimentaron con algunos de los géneros clásicos de Hollywood). Esta referencia incluye las exploraciones que estos directores efectuarán en esos géneros, introduciendo en muchos casos preocupaciones narrativas y estructurales incompatibles con sus paradigmas. Los cineastas europeos, especialmente los de la nueva ola francesa (es decir, los que, como críticos, habían «descubierto» el cine de género), analizaron en sus films las estructuras del cine de género, enfocando casi siempre a un personaje central impotente y pasivo. Truffaut hizo Tirez sur le pianiste, un peculiar thriller, antes de dedicarse a combinar ese género con otros en films como La piel suave o La sirena del Mississipi. Chabrol se dedica a «redefinir» a Hitchcock en términos adaptados a la realidad social de su país, representada por una clase media que a partir de entonces se podrá caracterizar llamándola simplemente chabroliana. Godard explora el cine negro (Vivre sa vie, Le petit soldat), el gángster film (A bout de souffle), y el «musical» (Une femme est une femme), incluso el melodrama (Le mépris), haciendo en cada caso un film de género —más o menos— y un ensayo sobre el género —así, Belmondo no muere en A bout de souffle de una forma natural, sino como lo ha aprendido en el cine de gángster...—. Pero estos directores no estaban, en realidad, demasiado interesados en ejercer el género de manera convencional y, salvo excepciones, para hacer parábolas sobre su país: su referente era el cine, lo que les interesaba era lo que le ocurre al film de género cuando se intenta incluir en él el tema de su propia naturaleza (algo que los americanos tardaron mucho en hacer). Su influencia en Estados Unidos se 16
Algo parecido ocurre aquí con la apreciación de la música soul (Atlantic, Tamla, Sly, etc.) y de algunas de sus prolongaciones menos valiosas (sonido Philadelphia, disco, funky). Un tema clásico de tres minutos es un molde conocido y susceptible de toda una serie de variaciones. Esto es lo que no se entiende cuando se prefiere a Janis Joplin frente a Aretha o Gladys Knight, o cuando se admiran solos de guitarra de treinta minutos de un Alvin Lee frente a los de Steve Cropper o Robbie Robertson. Estos últimos buscan el tono, la nota perfecta, mucho más que la cantidad o la originalidad» (parecida disciplina se ejerce desde el género). Es una cuestión de producción, de adaptar viejas estructuras para que puedan seguir reflejando la realidad. Lo mismo vale para el blues y el rock and roll, que aquí sí han calado: en ambos el bréale de la guitarra se anticipa y tararea aunque sea la primera vez que oigamos ese tema concreto. Una película clásica de género es también tarareable...
empezó a notar, sobre todo, en la forma en que los géneros se vieron afectados respecto a su carácter más o menos tradicional (y, respecto a muchas convenciones, bastante conservador) en la forma de resolver las exigencias de una narrativa restringida —económica y estéticamente— a la producción de serie B. La primera señal de toda esta reacción fue, probablemente, Bonnie & Clyde, una película del año 1967 dirigida por Arthur Penn (y la primera película del nuevo cine en muchos aspectos), en donde se dislocaba uno de los presupuestos básicos del film de género —una sociedad ordenada y un individuo, el héroe, que subvertía ese orden—, al presentar de una forma particularmente estilizada a una pareja de gangsters Bonnie & Clyde, cuyo director confesó siempre haber estado muy influido por la nueva ola francesa, es el primer film de los setenta, como lo demostraría la comparación con otro film de ese mismo año (Point Blank/ A quemarropa, del director inglés importado John Boorman); éste último es un genuino film de los sesenta, esto es, el epígono de un género, el thriller (Point Blank es ni más ni menos que una estimable repetición de The Killers/Código del hampa, la fenomenal película con la que Don Siegel había puesto en 1964 el verdadero broche final al gángster film). En el breve repaso que haremos a los géneros vamos a distinguir entre dos áreas de interés: por un lado, los géneros surgidos por las exigencias de las productoras —y, consiguientemente, del gran público—, es decir, los géneros «sociológicamente significativos»; por otro lado, el tratamiento dado a algunos géneros clásicos, más o menos extintos, por los directores nuevos más personales. Los nuevos géneros comerciales provienen en gran parte, como hemos visto más arriba, del intento desesperado y bastante conseguido de las grandes compañías de reinventarse una audiencia, rebuscando para ello entre los éxitos del año anterior. Así ha surgido todo un género policíaco, con todas las variantes que se puedan dar al núcleo central de French Connection o de Harry el sucio (esta última ha engendrado una serie con este mismo personaje y actor, que lamento no poder comentar, pues la he evitado cuidadosamente), así también tenemos la variante película-policíaca-con-persecución, tras el éxito de Bullit. Después de Easy Rider, se producen una serie de películas del «camino» o road movies, así como películas con temas contraculturales (que se venden como tales), aderezados con buena música rock en todos los casos: aquí se incluirían desde la marciana serie de Tom Laughlin sobre su personaje de Billy Jack, hasta Panic in Needle Park y otras. Ya hemos mencionado otro género en ese mismo apartado anterior: el film nostálgico sobre el pasado de América reflejado en su cine clásico. También hay una floración de films sobre las Artes Marciales (Bruce Lee superstar), y un cierto cine pomo que se exhibe comercialmente fuera de los circuitos restringidos. Pero la verdad es que no me interesan nada la mayoría de estos films, ni creo que le interesen al lector, así que paso de ellos, aunque confieso que en el caso del porno tengo curiosidad por ver cosas de Russ Meyer o de Gerard Damiano, que por lo que sé son bastante inefables. Nos detendremos en algunas variantes significativas. — Hay todo un subgénero de películas que Robin Wood ha llamado male dúo films, es decir, películas centradas sobre una pareja de héroes masculinos y sus andanzas. El origen real de la serie es, sin duda, el éxito de films como Easy Rider, Midnight Cowboy y Dos hombres y un destino, todas ellas del año 1969. Y cómo su desarollo ha ocupado toda la década, ésta es una de las causas que explican el declive de las actrices en los setenta: hasta hace poco no «había» papeles para ellas. Algunas de las películas más representativas de la serie son M.A.S.H., S.P.Y.S. (un remake mal disimulado de la anterior, con los mismos actores), The sting (El golpe, un remake mal disimulado de Dos hombres y un destino, con los mismos actores), El espantapájaros (Scarecrow, un interesante film de Jerzy Schatzberg, con un final sorprendente), Harry y Walter van a Nueva York, Freebie and the Bean (Vaya par de polis, probable antecedente de la serie televisiva Starsky y Hutch), Busting (Manos sucias sobre la ciudad), Carnal Knowledge y The fortune (del mediocre Mike Nichols, que no logró en ningún momento aprovechar las posibilidades del buen guión de Jules Feiffer para Carnal Knowledge), Thunderbolt and Lightfoot (Un botín de 500.000 $, de Michael Cimino), así como algunas otras interesantes películas que no han llegado a estrenarse en España, como California Split, Bad Company o Two-Lane Blacktop. Wood, un crítico que hace poco salió a la luz como homosexual y que ha empezado a ejercer la crítica desde esa perspectiva, ve esta modalidad de películas como una reacción indirecta al movimiento de emancipación femenina que se estaba produciendo en esos mismos años. «Nos las arreglamos mejor sin vosotras», sería el revelador texto de este subgénero. El énfasis viene puesto en la camaradería entre los dos hombres, y hay que añadir que en muchos casos esto es extensible al juego entre los dos actores, que habitualmente repiten su papel17; esta relación se desarrolla a través de itinerarios (tanto físicos como morales). 17
Además de repetir el papel, mantienen su persona e incluso la relación con su pareja de un film a otro: Paul Newman-Robert Redford, Elliot Gould-Don Sutherland. Elliot Gould ha paseado la misma impávida caracterización por cinco de estos films...
— Otra variante específica de esta década es el black film o cine del negro (nada que ver con el cine negro, si se me permite la gracia), un género realmente nuevo, pues, tras muchos años de acostumbrarse a ver negros en los anuncios y en papeles secundarios, la gran mayoría blanca parece que estaba dispuesta a sensibilizarse. Aunque en muchos casos es un cine de consumo interno, todo hay que decirlo. Este género incluye películas de pura explotación comercial de la negritud en un contexto de género, como la serie Shaft o Blacula (Drácula negro), por citar dos ejemplos llegados a España que he tenido la desdicha de ver. Pero también hay films que han abierto el camino para la inserción del discurso del negro en la ficción americana. Melvin van Peebles con su Sweetback's badass song (1970, un título realmente funky, no?) y Bill Gunn con Ganja and Hess, 1973, pasan por ser los directores más representativos, junto a obras como Cooley High o Uptown Saturday Night. Gordon Parks inició con Shaft, en 1970, el filón del género de acción con negros (no hay una forma más corta de decirlo), al que corresponden films como Superfly o Trouble Man, de los que lo mejor son, sin duda, las aportaciones de Isaac Hayes, Curtís Mayfield y Marvin Gaye a sus excelentes bandas sonoras. El discurso del negro ha sido también tratado con brillantez por directores de color blanco. Martin Ritt se ha convertido en un pequeño especialista (The Great white hope/La gran esperanza blanca, Conrack, Sounder), el primero de estos films es una excelente reflexión sobre la pérdida de raíces, de la identidad de raza, y tiene un final en Méjico que firmaría un Peckinpah. Y ahí está Mandingo, 1975, de Richard Fleischer (otro veterano que ha hecho una película que demuestra de lo que son capaces los «artesanos» cuando se les deja), que pasó un tanto desapercibida por aquí. Mandingo muestra el perfecto reverso de Lo que el viento se llevó, es decir, muestra la cara oculta, claramente racista, del mítico clásico de clásicos hollywoodense (exacerbación de los habituales cultivadores de la mitología sureña, como Frank Yerby, Frank Slaughter o la misma Margaret Mitchell): detrás de la resignación complaciente del negro en la ficción*' tradicional —«Pero señorita Scarlett, ay mi niña»— funciona el mismo mecanismo que produce el Ku Klux Klan. Lección que desaprovechará la serie de televisión Raíces, al mantener muchos de los elementos del discurso blanco plasmados en la saga plantacionaria. — El género más «representativo» es de las películas desastre, tipo El abismo, El coloso en llamas, Terremoto y otras lindezas. En un principio el único interés de la serie era ver la escalada de medios, publicidad y taquillaje que estos films iban consiguiendo (Star Wars ha recaudado por ahora 127 millones de dólares), después, su misma prolongación como ciclo ha permitido ver una serie de cosas. Una de las más claras es que ya no se trata de films sobre un personaje que enuncia la ficción (no son films con protagonista). En estas películas ese papel viene asumido por la colectividad que se enfrenta a un desastre (en el texto del género esto no es más que una forma de expresar míticamente la consciencia de una crisis en los modelos de vida, epitomizados por la tecnología). El nuevo énfasis refleja, por su puesto, la crisis del individualismo en la ficción cinematográfica: en el cine clásico el héroe era una fuerza activa que luchaba contra enemigos claros, siempre externos, y era la misma sociedad americana la que acababa absorbiendo todos esos esfuerzos (ella era el objetivo desde el principio). Actualmente, la sociedad más bien aplasta lo individual, que no tiene siquiera reductos para expresarse donde habitualmente lo había hecho: en la ficción. Por eso, los directores que, de una manera u otra, piensan «contra» el sistema tienen una marcada tendencia a reflejar en sus películas al outsider y al criminal. Y por eso las películas desastre, que son también películas de supervivencia, constituyen una especie de respuesta: es el sistema mismo el que se enfrenta a un peligro. Unos sacan individuos inadaptados para denunciar a la sociedad, mientras que ésta, por boca de sus ventrílocuos, responde que hay que unirse para hacer frente a... Pero las mismas estrategias que usan les delatan. No solamente por el definitivo hecho de concretar el peligro en un objeto externo18, y por tanto no controlable y no imputable al sistema americano (fuego, abejas, tiburones, siniestros...), lo que no es más que un mecanismo extroyectivo habitual. Sino porque es bastante irónico que, como se ha observado, la amenaza de destrucción se cierne en estos films sobre un completo muestrario de la sociedad neocapitalista de la que faltan los estudiantes y los obreros. Esta supresión (aparte de indicar directamente ¿por qué no están aquí sufriendo con nosotros?) es, además, una ausencia acusadora sobre las razones que tengan para no participar; y un reconocimiento implícito de que esas clases son las únicas que tienen potencial para el cambio social. El desastre es una transposición mítica (como siempre en Hollywood, aunque aquí quizá esto funciona de manera inconsciente) de la revolución, el cambio, la saturación o lo que se quiera llamar. Se trata de ver la capacidad de esa sociedad para sobrevivir como tal: a una escala distorsionada y grotesca, late en estos films una amenaza de desintegración y ruptura muy paralela a la que revelan los films individuales. Por otra parte, hay que 18
El mal se hace exterior al sistema, se saca la causa fuera y entonces se convierte en algo reducible, un objeto, es decir, un blanco. Al liquidarlo se reabsorbe la idea del mal, de la crisis del sistema, y tal idea deja de «existir».
considerar que es también la exhaución de los géneros con un personaje central la que explica la génesis de este género colectivo, y su aceptación popular. Estrechamente emparentada con la película desastre está la película grande, la que se presenta como un acontecimiento, creando así una serie de expectativas en el espectador. Pues bien, la película grande es una promesa que nunca llega a materializarse, que se va posponiendo hasta que, al acabar, viene la catarsis final, que cierra por detrás (como la publicidad abrió por delante) el gran hueco que hay en medio de este film grande y vacío. Esa catarsis, esa apoteosis con relajamiento, se constituye así en el broche de una operación de sutura que enmascara la inexistencia de la película. La película grande sólo es un anuncio de sí misma que ocupa el lugar del film que supuestamente hemos ido a ver, y que muchos juran haber visto. Pero es que se va a ver un acontecimiento, y el evento está en ir a ver la película que hay que ver, y en poder contar que ya la han visto. El hecho de verla pasa a ser un simple y aburrido trámite. Esto vale para cualquier film grande, pero en ninguno se ve esto más claramente que en La guerra de las galaxias (que aunque cite tanto no me parece el peor de ellos, sino el más significativo). Star Wars es más un films espectacular que de desastre, aunque también encontramos aquí la Bola, el Mal Puro que acecha Fuera. Su funcionamiento se centra en una doble operación de montaje: el enorme montaje publicitario que nos impulsa a ir al cine «a recuperar nuestra condición de aventureros», y, ya en el cine, un agobiante ejercicio de montaje que fragmenta todas las escenas supuestamente espectaculares. Este doble montaje se interpone entre nosotros y la supuesta película; es por eso que esta planificación totalitaria, este funcionamiento se puede calificar de ideológico: no nos deja ver, supongo que para que no nos demos cuenta de que no hay realmente nada que ver. — La más reciente floración en Hollywood ha sido la de un cierto cine «musical», bastante puesto al día, para satisfacer el inmenso mercado que efectivamente ha demostrado tener. La verdad es que tradicionalmente Hollywood ha tratado con mal disimulado desprecio y/o paternalismo a la «juventud», nunca considerándolos dignos de invertir mucho interés o dinero (a diferencia del público infantil, para el que se han hecho las típicas películas familiares, esperando atraer a toda la familia). Por otra parte, la imagen propuesta en la pantalla no ha mejorado mucho desde El Salvaje (The wild one, Laslo Benedek, 1953), donde Brando hacía de jefe de una pandilla motorizada: se ha insistido en mostrar a los jóvenes fuera de la familia como semidelincuentes. La otra cara de la moneda, la imagen positiva que se puede agrupar bajo el lema «es grande ser joven», no ha sido mucho mejor... La razón última de todo esto, aparte del hecho de que Hollywood nunca ha sabido cómo funciona exactamente la mentalidad de ese sector de su audiencia, ha ido unida siempre a una profunda desconfianza. La ideología que ha asomado por la pantalla ha sido siempre conservadora como mínimo, y la forma de presentar las alternativas vitales y de otros tipos ha sido ponerlas en ridículo frente a los valores tradicionales19. Pero últimamente, vista la fuerza con que ciertas posturas más o menos radicales se convertían en alternativas estables, se han puesto en marcha delicados procedimientos de absorción. A partir de una serie de momentos clave, como en el año 1955 con Elvis Presley y en el 1964 con los Beatles, se produce un fenómeno paralelo a esa estabilización de «modas radicales»: la industria del disco empieza a crecer y la música representa algo bastante más revulsivo que los sueños propuestos por el cine, que en esa década de los sesenta se dedicaba a rodar fastuosas versiones de los musicales de Broadway. Había una dicotomía clara entre Hollywood y su audiencia joven, y esto no podía ser aceptado, pues la música empezaba a ser una industria mayor que el cine (en los años setenta una nueva industria, la de discoteca, sobrepasaría a ambas, representando un volumen de cuatro billones de dólares). Un primer modo de salvar ese hiato fue el éxito, suficientemente explotado, de Easy Rider en 1969. Pero la solución definitiva fue el auge de la música de discoteca: en efecto, esta música no representa en absoluto lo mismo ideológicamente que el rock que la precedió. Y es así como por culpa de las vueltas que dan las cosas, un hábil golpe bajo ha permitido a Hollywood solucionar la doble contradicción. Por un lado, se absorbe el factor ideológico y, por otro, se explota el nuevo factor económico. En el momento de mayor auge del rollo discotequero (testimoniado y relanzado por Saturday night fever/Fiebre del sábado noche) se produce «casualmente» una avalancha de todas las grandes productoras, ávidas de recuperar un mercado que daban por perdido y que ha vuelto a ellas por mediación de la nueva industria «hermana». Hermandad de lo más estrecha: se venden films con música, que muchas veces es la que los financia, y después se vende la música de los films en un nuevo auge de la «banda sonora» (recordar a este respecto la canción de Tal como éramos, cantada por su protagonista Barbra Streisand, la de Rocky, Midnight Cowboy, Dos hombres y un destino, 19
Ya que este libro está escrito desde una perspectiva de género, recordemos a este respecto el ciclo de películas en las que un joven, al principio rebelde o escéptico, era «iniciado» en la vida como profesional por una figura-tipo como John Wayne o Spencer Tracy, y acababa siendo una orgullosa prolongación de él.
etc.). Y todo sale bastante redondo, pues si por un lado Hollywood ya no podría pretender seguir funcionando como una ideología activa, tampoco la nueva serie de films musicales, o mejor diríamos films discográficos, lleva una ideología propia. Se puede incluso, como de hecho ha pasado, extender el atractivo de estas películas a un público que hasta entonces había rechazado este tipo de música. La absorción también hace que la música y lo que significa sea menos estridente. Y así ocurrió que entre la primavera y el verano de 1978 todos los grandes estudios andaban como locos para acabar su producto antes que la competencia. Las carreras iban más o menos así: —La Paramount, que había sido la primera en dar el campanazo con Fiebre del sábado noche (por medio de la producción de Robert Stigwood, de la casa de discos RSO, que había producio antes Tommy y Jesucristo Superstar, dos de los más significativos éxitos de la serie de films-con-disco), se adelantó también a las demás productoras lanzando American hot wax, una pseudobiografía de Alan Freed, el famoso pincha-discos que inventó el nombre rock and roll. Poco después tenían ya dispuesto el lanzamiento de Grease otro vehículo para John Travolta y otra estrella teenager, la cantante australiana Olivia Newton-John. —La Universidad, una productora que siempre ha entendido a los chicos, se dedicó a los Beatles: invirtió tres millones de dólares en / wanna hold your hand, un film sobre la histeria de sus fans mayormente, producido en lo ejecutivo por Steven Spielberg; y doce millones en una versión de Sergeant Pepper's (sustituyendo a los Beatles por un pastel de nata: Peter Frampton y los resurrectos Bee Gees), película que no he visto, pero cuya banda sonora es bastante lamentable, a pesar de que se tomaran la molestia de contratar a George Martin para que mejorara (??) sus arreglos para el disco original. También ha producido FM (en España, Furia Musical...) que trata de un discjockey inmaculado que se pone en huelga para evitar tener que poner anuncios de reclutamiento del ejército... El productor ejecutivo para la Universal, Irving Azzoff (un tipo bastante listo, que produce a Steely Dan, los Eagles y Boz Scaggs, entre otros), mandó retirar su nombre de la película, despavorido, cuando vio lo que querían perpetrar. Los técnicos de Hollywood a veces van demasiado deprisa. —La Columbia se ha limitado a distribuir Trank God its Friday/Por fin ya es viernes, un curioso film producido por la Tamla Motown. También una biografía de un ídolo rockero: The Buddy Holly Story. —La United Artists ha distribuido The last Waltz/ El último vals, una excelente película de Martin Scorsese, un film crepuscular que, sin embargo, no es ni la mitad de ñoño que los demás, en la que se nos muestra a unos hombres cansados haciendo lo que mejor saben: tocar el rock. Esto será quizá el único film de todo este ciclo que quede como representativo, al igual que en los sesenta lo fueron Alice's Restaurant de Arthur Penn, Woodstock o Easy Rider. Aunque en los setenta ya no quedan demasiadas cosas que demostrar: Scorsese sólo ha querido hacer una metáfora de su generación por medio de la música de La Banda, el paso del tiempo y el vivir en la carretera no les ha hecho más sabios, pero sí más densos, como en los personajes de Peckinpah; en cada gesto y en cada canción hay una entidad de la que carecen el resto de los ídolos preadolescentes del tinglado. La UA ha producido también la versión fílmica del venerable Hair, dirigida por Milos Forman, siguiendo la política de exhumar las reliquias de los sesenta. —La Warner Brothers, últimamente gana más con los discos que con películas, así que no le ha hecho mucha falta apuntarse al carro y sólo ha producido Big Wednesday, una película sobre el surf, dirigida por John Milius, un excelente guionista pasado a director —Dillinger, El viento y el león—, aunque es un tipo bastante reaccionario. —La Fox distribuye la película de Bob Dylan, Renaldo y Clara, y una del grupo The Who, The kids are allright. También está detrás de un raro proyecto llamado The Rose, en la que Bette Midler encarnará a un personaje que según el productor es «una mezcla de Hendrix, Jim Morrison, Grace Slick y Janis Joplin». Se sigue hurgando con los ídolos de los sesenta, entre otras razones porque en los setenta no hay. En este ciclo «musical» lo que está claro es que se está queriendo capitalizar un nostalgismo descaradamente, un nostalgismo que no pasa por revivir algunas de las cuestiones que se pusieron sobre el tapete en la década anterior. La bestia del rock ha sido limada, domada y standarizada para uso de amplios públicos, sobre todo para las nuevas generaciones de adolescentes que pueden revivir en plástico lo que para otros había sido un revulsivo. Es toda la distancia que separa a Presley y su imagen de greaser, de chulo con brillantina y con una imagen sexual fuerte (además, no parecía muy blanco), de Travolta, una persona cinematográfica bastante más comestible y digerible. Esto no es muy extraño: al fin y al cabo Hollywood había hecho lo mismo con Presley en la serie de insulsos films que se le ofrecieron. El rock and roll debe volverse respetable si se quiere ampliar su público, y esto es algo que vale para el cine tanto como para la música hollywoodense se limita a hacer un fetiche del nacimiento del rock en los
cincuenta, perpetuando la ilusión de que esos años felices están fuera de la historia, un período amable e inconsciente, los buenos tiempos que vuelven otra vez... Un parecido sistema se aplica a los sesenta, presentando a los Beatles como simplemente divertidos, blandos y de una rebeldía juguetona. Por no hablar de FM y su torpe manera de mezclar una historia «radical» con música comercial. Vamos a centrarnos ahora en las posturas que adoptan los directores jóvenes más personales, los que nos interesan más, en principio, en este libro, aunque no sean, desde luego, los más significativos (en el sentido de repercusión comercial y social) dentro de la producción de su país, concretamente en sus relaciones con el cine de géneros. Está claro que si en los años sesenta se miraba a la renovadora Europa y se pensaba en la revolución y en el Problema (es decir, Vietnam), así como en la contracultura que se desarrolla con la floración del underground (Alice's Restaurant sería un ejemplo representativo), con el cambio de década se empieza a aplicar una mentalidad post-sesentas a la sociedad convencional americana en films como Five esay pieces, Adam at 6 a. m. (Adán a las seis de la madrugada), Save the tiger (Salvar al tigre). Sociedad de la que progresivamente van interesando más los marginados: Wanda, Espantapájaros, The rain people (Llueve sobre mi corazón), Fat City, Taxi driver, Harry & Tonto, por citar films de todo tipo, que se centran en diferentes clases de marginados. Junto a esta crisis de confianza en la sociedad actual, hay una mal disimulada nostalgia de tiempos en que no había tal disonancia entre individuo y sociedad. Los sesenta están demasiado cerca, las ilusiones traicionadas no están lo suficientemente lejos como para poder hablar de ellas (sólo ahora en 1979, se empiezan a poder hacer las primeras películas sobre Vietnam: The deer hunter, Appocalypse now, Corning home). Pero todas esas energías gastadas dan forma en la expresión artística a una gran negación del sueño americano. Una negación desencantada, por abstención 20 , indiferente; a diferencia de la década anterior, no se ofrecen alternativas, no caben radicalismos: en los setenta no se hacen ya films «significativos» (como A sangre fría, por ejemplo, un film anti-Hollywood que hizo Richard Brooks en 1967), y por eso quizá un director tan consciente como Arthur Penn se ha refugiado en los géneros para hacer sus amargos comentarios sobre la realidad americana. Se produce una gran mirada hacia atrás, al gran pasado de Hollywood, con cierta añoranza. Se olvidan las contradicciones, la mentalidad actual es menos congruente con los sesenta que la mitificación de tiempos anteriores (American graffitti, Last picture show). Por otra parte, y por primera vez en el cine americano, los nuevos directores han ido a escuelas de cine o incluso han ejercido de críticos; es decir, son conscientes del medio de expresión que utilizan y conocen su historia, que pueden utilizar como referente. Estos dos fatcores, nostalgia de un tiempo pasado más simple, y de su reflejo en el cine; y conciencia histórica del lenguaje que emplean, propiciarán nuevas relaciones con el cine clásico de géneros. Las posturas que se adoptan ocupan un variado espectro: —La parodia afectuosa, que no deja de traslucir un cierto echar de menos, como por ejemplo ha hecho Mel Brooks, que ha ido repasando el cine mudo, el cine de terror, el western y el cine de Hitchcock, con muy poca fortuna a excepción de El jovencito Frankenstein (gracias a una extraordinaria fotografía en blanco y negro y a que Brooks ha contado con actores de talento). —Otros realizadores utilizan técnicas de pastiche, así Brian de Palma cita en casi todas sus películas la escena de la ducha de Psicosis, y toda su obra está cargada de paráfrasis de temas hitchcockianos. De Palma llegó a trabajar con Bernard Herrmann, el músico de Hitchcock y uno de los genios indudables que han trabajado en Hollywood. Woody Alien gusta de intercalar parecidas «digresiones», como la fijación bogartiana que tiene su personaje en la excelente Play it again, Sam/Sueños de seductor ... Robert Altman presenta en El largo adiós a un portero que hace hilarantes imitaciones de antiguas estrellas, y en la escena de la muerte de Sterling Hayden cita literalmente la misma escena de A star is born (George Cukor, 1952), cuando James Masón se suicida en el mar. — Algunos optan por mirar al viejo Hollywood como a un intocable principio de auctoritas. Así, Peter Bogdanovich, un antiguo crítico, ha ido pasando revista al horror film, a la comedia screwball, a la comedia de la depresión y a la comedia musical, con decreciente fortuna. Bogdanovich, como cuando escribía en Esquire, se limita a un cotilleo afectuoso dirigido a nostálgicos acérrimos, utilizando como escudo una especie de auteurismo rosa para evitar hacer la crítica social del género que ha elegido, así como se niega a utilizar éste para reflejarmedianamente la realidad actual. Curiosamente, su única película no revivalista, la única fuera del género clásico, es la que mejor le salió (me refiero a Last Picture show). — Finalmente, un grupo de directores conscientes y sensibles, es decir, no sospechosos de escapismo precisamente, han optado por ejercer el cine de géneros como vehículo de una perspectiva personal, y han 20
La película de Chávarri E1 desencanto tiene bastantes equivalentes allí.
logrado excelentes resultados. Entre ellos están directores de la generación de la TV, como Arthur Penn, que realiza en Night Moves (La noche se mueve) un hermoso retrato de un hombre —un detective privado— que no entiende mucho de lo que pasa a su alrededor, lo cual es consecuencia de un doble propósito: por un lado, hacer un análisis de la vigencia actual del thriller —a través de su personaje central— para seguir siendo una metáfora de la realidad del país; por otro lado, Penn ha reflejado en esta confusión («Realmente no creo que se entienda lo que pasa en mi película, como no se entiende lo que pasa en este país... es una mala comedia, es un país tonto») sus sentimientos sobre una America post-Watergate. Robert Mulligan, en The nickel ride (El hombre clave) coge otro personaje central del género —un gángster— y nos lo muestra envejecido, perdiendo control, sin entender tampoco lo que pasa. Otros realizadores veteranos han hecho parecidas incursiones: Joseph Leo Mankievicz en Once there was a crooked man (El día de los tramposos), Don Siegel en Charley Varrick (La gran estafa)21... Respecto a los directores nuevos, han ejercido también (Altman en Thieves like us, De Palma en Sisters, Spielberg enSugarland express), pero lo más frecuente es que utilicen en sus películas el género como una variable, como un eje de cordenadas más o menos central. En films como Two-lane blacktop, de Monte Hellman, o Duel (El diablo sobre ruedas), de Steven Spielberg, se estiliza radicalmente el tema del itinerario, del camino: James Taylor en el primer film y Dennis Weaver en el segundo se ven obligados a «huir hacia adelante» sin saber de qué o por qué. La carretera es el único contexto, la encarnación fatal de la estructura dinámica —have gun, will travel— del género. Los personajes descubren que ya no hay nada que sepan hacer fuera de su ocupación mítica (por ejemplo, el vaquero Steve McQueen en Júnior Bonner), si, a pesar de todo, se mueven, descubren que están desfasados (The long goodbye, Night Moves) o que la acción ha dejado de ser suficiente, afirmativa, motivadora (Bring me the head of Alfredo García). Todo esto son referencias al papel actual (en la realidad y en la ficción narrativa) del personaje central del género. Terry Malick muestra en su excepcional película Badianas (Malas tierras) a un héroe que se define todo él como una referencia explícita a James Dean (dentro del film, como personaje, pero fuera también, como referencia que basta para explicar su comportamiento en la ficción), y después extrae todo contexto causal que explique por qué huye y mata, por qué se convierte en un rebelde sin causa. La explosión final de Robert de Niro en Taxi driver, un film que puede al principio pasar por neorrealista (si nos olvidamos de la música y del expresionismo de la puesta en escena), es una referencia a la imposibilidad explícita de realizarse por medio de la acción directa en un marco realista 22, cosa que sí es posible en otro género como el western de Peckinpah (hasta Grupo Salvaje, ya hemos dicho que Alfredo García anula esta vía, al actualizar la época en que transcurre). Si ya no hay causas, si ya no hay relevancia en su papel, el héroe debe inventárselo, cayendo entonces en una disociación de la realidad, en un existencialismo reaccionario, en un nihilismo violento. Tanto Badianas como Taxi driver no son thrillers «psicológicos», el thriller de los años setenta se explica por su referente (el género que utilizan como variable), así como por la obligatoriedad y la gratuidad actual de esa referencia. Hay que recordar que muchos de estos nuevos realizadores empezaron en la inmejorable escuela de Roger Corman, haciendo baratos films de serie-B: Coppola hace Dementia 13, Scorsese Boxear Bertha, y Bogdanovich Targets. Pero es que, además de este aprendizaje, los jóvenes directores reconocen que el género ha sido la forma de expresarse que mejor ha servido para exponer y/o atacar la mentalidad americana, siempre se ha preferido la analogía mítica a la descripción «realista». Y es en este mismo sentido como se utiliza el género también en esta década, como sublimación consciente del sueño americano. Aunque realmente, de lo que se es cada vez más consciente es del anacronismo de tal sueño: ya no se puede creer que siempre se está capacitado para dejar los valores oficiales, marcharse y formar una comunidad propia, diferente y mejor. Queda la noción de romper y marcharse, pero todos los films sobre la carretera coinciden en que no hay un dónde, se ha perdido el tono afirmativo del itinerario, la idea de encontrarse o de llegar a un sitio y construir una nueva vida. De todos los road films de esta década sólo hay uno que conserve esa fe en la terapéutica del viaje, Harry and Tonto, pero es un caso muy especial de viajero (un jubilado al que deshaucian), además, su director, Paul Mazursky es siempre muy optimista. Robert Warshow —uno de los críticos sociologistas de que hablábamos en la primera parte— escribió un famoso ensayo en 1954 en el que decía que el género del Oeste reflejaba cómo los americanos querrían verse. André Bazin también veía en el western un gran sí: este género, reducible a una historia 21
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Curiosamente Siegel había intentado antes en The Beguiled (El seductor) su primera película artística fuera del género, pero volvió en seguida a su «oficio» habitual.
Que la masacre final de Taxi driver no va por ahí lo demuestra el compararla con el también violento final de Mean Streets (una película mucho más realista, hecha con el estilo tosco y violento del cine directo americano, que cuadra muy bien con la violencia que puebla la película). Esa violencia transcurre dentro de la visión paranoica de Travis, cuya mente la exige (porque es un psicótico, pero también porque en ese momento la película cambia de nivel de ficción: él se convierte en un héroe de género). Scorsese subraya este carácter mítico de Taxi driver usando a lo largo de toda la película una música desorbitada, genial, subjetiva de Bernard Herrmann, que crea el color de los sueños de Travis (basta compararla con el uso de la banda sonora en Mean Streets, para ver la diferente enunciación de ambas).
seleccionada de la frontera americana, entronca sus raíces con la misma génesis de la nación, cuya historia exalta siempre directa o indirectamente. Durante la década de los treinta hubo un gran desarrollo del western épico, sin embargo, durante la guerra del 45 apenas se hicieron: no hacía falta, se hacían films bélicos que expresaban parecidas ideas de «exaltación nacional»; en el western de los años sesenta y setenta se practica cada vez menos la épica. En efecto, el proceso elegiaco que ya habían iniciado los últimos westerns de John Ford (ver The man who shot Liberty Valancé) se agudizaba con la entrada en escena de Sam Peckinpah, quien a lo largo de su obra cambia definitivamente el tono mítico del western, desde Grupo Salvaje a Alfredo García, en un doloroso proceso cuyos hitos intermedios son La balada de Cable Hogue, Júnior Bonner, Pat Garrett y Billy the kid. Peckinpah ha marcado el camino al western elegiaco que tanto se ha prodigado en estos años: The wild rovers (Dos hombres contra el Oeste, de Blake Edwards), Monty Walsh de William Fraker, McCabe and Mrs. Miller de Robert Altman... Peckinpah ha abierto también el camino a la utilización del género fuera del exhausto camino habitual: El día de los tramposos muestra que ni siquiera en aquellos tiempos se cumplía la honestidad que presupone el género en sus héroes, Mankievicz hace un western sucio23, cuyo paisaje moral está tan corrupto como el que mostrará Sergio Leone. Andy Warhol reduce en Lonesome Cowboys (1968) el western a un «objeto» referencial más, como antes había hecho con otros mitos de la cultura popular americana. Abraham Polonsky consigue rodar, tras varias décadas de silencio forzado, Tell them Willie Boy is here (El valle del fugitivo), un excelente alegato contra el racismo y otras cazas de brujas. Inversamente al western, el cine negro (o de gansters, o el thriller en general) es el gran no, es el despertar del sueño americano, sea recurriendo al realismo directo de la crónica periodística» o, mucho más frecuentemente, a un expresionismo24 que revela el sin sentido de sus personajes. Parece inútil añadir que es a este género al que vuelven sus ojos muchos de los nuevos directores. Respecto a las transformaciones que ha sufrido, es interesante comparar los tres thrillers más interesantes que ha dado esta década, que son además bastante similares en sus conclusiones respecto al género. Los films son The Nickel ride, The long goodbye y Night moves. En los tres se cuenta la historia de un héroe desfasado, como acabamos de decir más arriba: Penn y Mulligan nos muestran a un detective (Gene Hackman) y un gángster (Jason Miller bastante más joven y, sin embargo, sigue sin controlar ) que empiezan a no entender lo que ocurre a su alrededor. Tanto Hackman como Miller se ven confrontados con la juventud actual, y lo que ven no les gusta, son de otra generación (conservadurismo esencial a un género al fin y al cabo ligado a su época de origen, ver también a este respecto el personaje de Joe Don Baker en Charley Varrick o el hippy de Harry el sucio), y empiezan por no entender a la nueva. Este es el punto: el héroe del género ya no controla. Se podría pensar que esto es lógico, pues se trata de héroes viejos y cansados, pero no es solamente eso: el personaje de Marlowe que representa magníficamente Elliot Gould en The long goodbye/El largo adiós, es bastante más joven y, sin embargo, sigue sin controlar nada. Gould será joven, pero lleva un coche antiguo, un traje antiguo, fuma como en las películas antiguas y piensa según un código personal que le hace comportarse como un tonto. El no ha cambiado, pero su contexto sí: Altman le trasplanta al Los Angeles actual. La misoginia, la «dureza» de un Bogart aparecen como ridiculas cuando al lado del apartamento viven unas chicas que se pasan haciendo yoga desnudas todo el día. El desfase de Gould/Marlowe es total, cada vez que intenta hablar como requiere su papel de detective los gangsters le zurran, los policías le gritan. Es él el que se pone en evidencia, razón por la cual la película no ha gustado aquí: no se ajusta a las expectativas que se tienen (sobre todo los críticos) respecto al género y a su personaje. Marlowe (al que en la película llaman Marlboro, para más inri) se rije por esquemas anacrónicos, al igual que los otros dos. La vejez, física o moral, de estos héroes es reflejo de una misma causa, que es la vejez de un género exhausto, la fijación a un esquema moral pasado (individualismo, fair play, dureza), la necesaria arteriesclerosis de las formas narrativas cuando la acción ya no es relevante para solucionar los conflictos (Hackman descubre que el problema está dentro de él, Miller espera durante toda la película una amenaza que parece surgida de su paranoia, Gould se cree que ha arreglado el problema al acabar con su amigo Terry Lennox, que, sin embargo, le dice antes de morir «Tú siempre has sido así...). Penn subraya esto haciendo que en Night moves todos los personajes de la generación de Hackman estén relacionados 23
Como lo son Litle Big man (Pequeño gran hombre, Arthur Penn, 1970), The U f e and times o f Judge Roy Bean (El juez de ta horca, John Huston, 1972) o B u f f a l o Bill and the Indians (Roben AItman, 1976, film del que en España hemos visto sólo una parte).
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Expresionismo entendido en un sentido muy amplio, es decir, no el juego con la luz y el claroscuro, sino todo tipo de formalización: la cantidad de muertes inútiles en Badianas, el uso del cinemascope en The nickel ride, la estilización de Two-lane Blacktop, el color en Pretty poison...
con el cine, lo que abunda en la referencia a un género pasado. Y la muy difícil puesta al día del género para el momento actual de desencanto es reflejada genialmente por Mulligan al construir su film a partir de las sucesivas frustraciones de cada expectativa de acción de Miller: The nickel ride es una película en la que, literalmente, no «pasa» nada. Una frase que se pronuncia en Night moves —«los tiburones necesitan nadar siempre, porque no saben flotar si están parados»— parece el más adecuado epitafio para los protagonistas de un género de acción25, cuando la acción ya ni siquiera basta para situarse en un mundo que no se entiende (desde esa perspectiva dinámica). Penn es también el que quizás ha expresado mejor la necesidad de no intentar buscar solución a problemas contemporáneos dentro de la estructura de género: el plano final de Night moves muestra a Hackman, herido, dentro de una motora atascada que da vueltas monótonamente a toda velocidad, moviéndose, pero en círculo, sin llegar a ninguna parte... No hay solución. Por último, quiero añadir que los tres films subrayan esto desde la misma puesta en escena, como buenos thrillers que son. Hackman es constantemente enmarcado en la composición visual por medio de puertas y ventanas, así como por un montaje abrupto que disloca la composición del espacio; Miller se ve constantemente encerrado, aislado en una serie de primeros planos que le arrinconan en un extremo de la pantalla —un Cinemascope asfixiante, que le muestra acorralado en cada plano, reflejando lo mismo que sucede escena a escena—; finalmente, Altman utiliza un procedimiento opuesto para llegar a los mismos resultados: en vez de centrarse en Gould, la cámara divaga distraída, la pantalla en vez de ser un marco cerrado es una superficie abierta por donde Gould pasea su despiste también, aquí el cinemascope no cierra, sino que dentro de él Gould se pierde. Como en las obras clásicas del género negro, nuestros héroes no luchan tanto contra su destino cuanto contra una puesta en escena decididamente hostil... El caso de la comedia, el último de los géneros clásicos cuya transformación vamos a tratar, parece mucho más claro: se trata de un género extinto. En realidad se puede argüir que nunca llegó a recuperar los esplendores de la screwball comedy de los años treinta (McCarey, Capra, LaCava, Hawks, por no hablar de los Marx). La década de los setenta contempló su lenta disolución en comedias cada vez más «blandas» (Doris Day, etc.), y progresivamente los grandes directores clásicos empezaron a hacer comedias cada vez menos divertidas, cada vez más crepusculares —como veíamos antes respecto al western—, lo que Miguel Marías ha llamado falsas comedias. Basta pensar en películas como Vuelve a mi lado (On a clear day you can see forever, 1970, de Vincent Minelli), Dos en la carretera (Two for the road, 1966, Stanley Donen), The Honey pot (Mujeres en Venecia, 1967, Mankievicz), La vida privada de Sherlock Holmes (1970) y En bandeja de plata (1966) de Billy Wilder; el ejemplo más preclaro puede ser sin embargo La condesa de Hong-Kong (1966, de Charlie Chaplin), cuyo autor pertenece a otra tradición de comedia que había muerto mucho antes. Una serie de películas tristes que hacían pensar no ya que la comedia había cambiado, sino que ya no tenía razón de ser. Esta situación se ha prolongado toda la década de los setenta, salvo las tediosas aportaciones del tándem Neil Simon-Herbert Ross, pero hace poco tiempo han ocurrido una serie de condiciones que permiten prever en mi opinión un mínimo resurgir. Este «resurgir» ha producido hasta ahora películas como El cielo puede esperar (Heaven can wait, de Buck Henry y Warren Beatty, 1978), Semi-Tough (Michael Ritchie, 1977), La chica del adiós (The goodbye girl, Simon-Ross, 1978), Annie Hall (Woody Alien, 1977, una película impresionante). Lo que ha favorecido esta serie de films (así como La mujer descasada —An unmarried woman, Paul Mazursky, 1978—, que, aunque no lo parezca, usa en gran parte estructuras de comedia) pienso que es: — En primer lugar hay una vuelta a la ciudad, que ya no se presenta como un infierno del que hay que huir. Es muy importante comprender que la comedia clásica es el género urbano por excelencia (más aún que el thriller, que ha admitido variantes góticas y rurales): si en el cine negro la ciudad es una trampa expresionista que encierra a los personajes en un universo cerrado, en la comedia es un marco necesario, fuera del cual ninguna de sus reglas tiene sentido; si en el western el paisaje refleja/provoca los estados de ánimo de los personajes, en la comedia el paisaje urbano es también una prolongación del carácter y de las aspiraciones de los personajes (cf. el «desclasamiento» que propone Fiebre del sábado por la noche: subir de escala social equivale a irse a vivir a Manhattan). A lo largo de los años setenta la presentación fílmica de la ciudad se eludía( las películas han tendido a centrarse en personajes que estaban/vivían en la carretera, moviéndose), o bien se igualaba a una pesadilla (ver películas como Mean Streets, Taxi Driver, Looking for Mr. Goodbar, y muchas otras que han seguido los pasos de Midnight Cowboy). A esto hay que añadir la añoranza de la vida en las ciudades pequeñas que se desprendía de films tan significativos como The last picture show y American Graffitti. Pero últimamente a la ciudad le es permitido mostrar su otra 25
En un juego muy a la francesa, Penn hace decir a Hackman, el hombre de acción, que «ver una película de Rohmer es como ver crecer un árbol». No es Penn sino Hackman, el hombre que se equivoca, el que lo dice: aquí tenemos un tipo de cine (el género) hablando de otro (el europeo, en el que no «pasan» cosas).
cara: películas tan diferentes como Rocky, Saturday Night Fever —y otros «musicales»— Alicia ya no vive aquí o Superman presentan la posibilidad de «realizarse» en la ciudad. Tanto Una mujer descasada como Fiebre del sábado noche empiezan con vistas panorámicas del horizonte urbano, y ambas películas abundan en esto: el paseo lleno de ritmo que se marca el Travolta en una populosa calle, o la celebración bailética de Jill Clayburgh con la ciudad al fondo, tras los ventanales. Dentro de la comedia ésta revitalización del modo de vida en la ciudad es mucho más claro: se pasa del Neil Simón que mira con paranoia a la ciudad (The out-of-towners/Los encantos de la gran ciudad, The prisoner of second avenue/El prisionero de la Segunda Avenida, ambas de explícito título), al Neil Simón reconciliado con Nueva York de La chica del adiós y Paso decisivo. Annie Hall es la mejor película de Woody Alien porque es en esencia una película sobre la neoyorquinidad como una forma de vida, y ese es el verdadero mundo de Alien (no sus incursiones históricas y futuristas). Alien ha seguido por ese camino «introspectivo» en sus siguientes películas (Interior s y Manhattan, cuyo título lo dice todo), por lo que se le puede empezar a considerar ya como uno de los directores más interesantes de su país, más allá de su interés como personalidad. — En segundo lugar pondría un factor doble que se refiere a un elemento imprescindible de la comedia clásica, en rigor, su verdadero «objeto» temático: la mujer. Por un lado se ha producido la emergencia de una serie de jóvenes actrices capaces de aguantar su función de sujetar la estructura de la comedia; recordemos que a lo largo de los últimos diez años no había papeles para una actriz en el cine americano (todo el ciclo del male dúo film de que hablamos más arriba), y sólo ahora se la ha vuelto a admitir más allá de su función decorativa (que no pierde tampoco). Por otra parte, y esto es quizá la causa de lo primero, ya no se podía —tras los movimientos más o menos feministas de los sesenta, estabilizados como alternativa en los setenta— seguir proponiendo la imagen tópica de la mujer en la ficción: La mujer descasada, una película muy reveladora, no es la historia de un divorcio, sino de una emancipación, de un desclasamiento (no más dependencia como ama-de-casa). A falta de directoras feministas (una excepción es el éxito reciente de Girlfriends, de Claudia Weill), la mujer se emancipa en la ficción. Actrices como Jill Clayburg y Diane Keaton parecen abrir una mínima posibilidad para que la comedia pueda volver, pero de una forma más «realista», es decir, adaptada a una visión adulta de la mujer y no a su tradicional presentación como enemiga/presa, frente a la cual se usan en la comedia estrategias que en otros géneros se relegan a la puesta en escena. El mismo fin de la comedia refleja este cambio fundamental de su estructura: al final de Annie Hall la chica ya no se va con el chico, e incluso un reaccionario como Neil Simón «moderniza» su histérica fórmula habitual para proporcionar un adecuado final «abierto» a La chica del adiós. — Por último, hay un factor que afecta de manera básica a la estructura de la comedia: los límites efectivos de este género están contenidos «dentro» del lenguaje hablado. Las diferentes clases de comedia romántica son variaciones sobre la cuestión que nunca se llega a enunciar, la comedia gira sobre el acto sexual y su ausencia, pero esto no puede ser nunca dicho ni referido directamente: es una vez más la cuestión oculta (aún más en un género que se basa en la apariencia, como la comedia) que estructura desde su ausencia el contenido explícito. Tanto las comedias en las que se trata de recuperar un amor perdido (Historias de Filadelfia) como aquellas en que se trata de conseguir un amor nuevo (Sucedió una noche) se reducen a una pregunta, que es la distancia que separa el deseo sexual de su satisfacción: en el primer caso es ¿Cómo es que dejamos de follar?; en el segundo, ¿por qué no follamos? La comedia se acaba cuando se responde a esa pregunta, nunca enunciada, con la práctica: aquí hay una variada gama de eufemismos que indican que por fin los personajes han empezado a follar (el beso final, la boda final, «se marchan» juntos, etc). En el cine actual esa pregunta se puede enunciar (de hecho en Semi-tough es la heroína, Jill Clayburg, la que se lo pregunta al chico...), pero el poder enunciarla destruye automáticamente las formaciones del género, pues hunde el juego de lenguaje sobre el que se basa la comedia (la única referencia es siempre un desplazamiento de la cuestión a metáforas visuales, y verbales, mucho menos frecuentes). Por supuesto, el poder expresar algo no obliga a hacerlo, pero la sola posibilidad basta para alterar el equilibrio que dependía de la supresión de la pregunta fundamental. La solución parece consistir en una vuelta al romanticismo, pero «realista», es decir, aceptando que hoy se puede hacer esa pregunta. El gran éxito de El cielo puede esperar y La chica del adiós parece indicar el restablecimiento de la estabilidad sentimental como algo positivo (algo congruente con la nostalgia de esta década y la desilusión de los radicalismos), es decir, el resurgimiento de la vieja fórmula chico encuentra-pierde-recupera chica: las nuevas comedias «a la antigua», la «vuelta» al romanticismo, el hecho de que la pareja vuelva a «estar» de moda, etc.
Vieja narrativa, nuevo realismo Ya hemos visto el callejón a que han ido llegando los géneros clásicos americanos, el western, el cine negro y la comedia (no he tocado el melodrama porque es, con mucho, el más difícil de estudiar y no me sentía capaz de decir nada nuevo). Sin embargo, existe una posible recuperación de esas estructuras de género, que consiste en actualizarlas. Al fin y al cabo los géneros no han sido nunca estáticos, y hacer un canon de determinada fase pasada de su desarrollo sería inútil (por ejemplo, ya no se puede sacar a una vampiresa fatal en un policíaco, es interesante recordar la variación sobre la iconografía de la «mujer mala» que propone Altman en El largo adiós). Así se puede subrayar el desfase del héroe del género en un contexto actual: no se puede entender Bring me the head of Alfredo García (Peckinpah, 1974) sin ver la diferencia que se nos propone entre los nuevos villanos —sofisticados, urbanos, pulidos, tecnócratas— y un héroe que sigue viviendo en el México idealizado del primer Peckinpah. O bien, como ya vimos, el hecho de que el Marlowe de Elliot Gould es el único personaje que mantiene la iconografía del detective en toda la película —traje oscuro, corbata, fumar continuamente...— 26. Hay dos películas de decisiva importancia en este actualizarse del género y tal es su inflencia que han contribuido a crear un género nuevo, «fundido» de ambas. Una es Bonnie & Clyde, una recreación mítica de una pareja de gangsters, película que, como confesó el mismo Arthur Penn, «les reflejaba como ellos querrían verse». Se trata pues de una historia de gángster contada desde una perspectiva de western, mítica e idealizada. La otra película es Easy Rider, la primera de una larga serie de road movies, y que es esencialmente una actualización bastante sentimental de la estructura de los clásicos films de la frontera (cuando su director vino a presentarla a la Filmoteca declaró que su film era, por supuesto, un western). La variante aquí es que la meta final del viaje es irrelevante, es el viaje lo que cuenta. De Bonnie & Clyde ha surgido lo que alguien llamó género de la paranoia pastoril, o sea la historia de una pareja que huye de un mundo cerrado normalmente urbano y en su itinerario se convierten (se ven a sí mismos) en criminales míticos; películas como Tres asesinos (Three killers, Kessler, 1971), Thieves like us (Altman, 1914), Loca evasión (Sugarland express, Steve Spielberg, 1974), o Malas Tierras (Badianas, Terence Malick, 1974). De Easy Rider han surgido las películas del camino descontextualizadas, como Two-lane blacktop (Monte Hellman, 1970), El diablo sobre ruedas (Duel, Spielberg, 1972) o Espantapájaros (Scarecrow, Jerry Schatzberg, 1973). En el primer caso son films de pareja, no así en el segundo, pero esta distinción no lleva a ninguna parte; ambas corrientes configuran un género mixto que se puede definir así: rechazando la sociedad establecida, pero sin tener alternativas «constructivas» que oponer, la inclinación lógica de estos directores es hacia el proscrito, el marginado, el criminal, que se constituye en una metáfora viviente de lo que anda mal en la sociedad convencional. Parejas criminales en el camino. El moderno criminal (antaño un personaje de iconografía esencialmente urbana) se mueve mucho, como los jinetes del Oeste. Y si el gángster antiguo viajaba solo, el nuevo va con chica. Pienso que la razón de esto último estriba en que, al no poder ofrecer ya las dos versiones sublimadas del sueño americano (la buena, el western, y la mala, el thriller) de una manera separada, pues tal sueño ya no existe, ocurre que ambas caras de la moneda se van confundiendo, ambos géneros se van fundiendo. Porque además, como ya hemos visto, no parecen poder subsistir por sí solos. Por eso el criminal viaja y el western se hace urbano (con lo que la ideología de este último género se pone en evidencia). Pero lo que ocurre con los films del camino es que el mismo concepto del viaje como itinerario (otro residuo del género) ya no es tan válido, si hacemos la excepción de un film como Harry & Tonto27. Ya no existe motivación, el destino final del viaje es irrelevante, y por eso el road film se estiliza hasta los extremos que presenta Hellman en Two-lane blacktop. En el género clásico el viaje era el famoso itinerario moral, tanto si era de escapada como de búsqueda; ahora no es ninguna de las dos cosas, sino un puro reflejo de la estructura del género, el único rol que su héroe sabe jugar (¿el único tipo de film que el cine americano sabe hacer?). Sobre este personaje flota la sensación de lo inútil, la lucidez de que el movimiento ya no sirve. Le falta el impulso, además de la meta; el itinerario es hoy casi un truco narrativo para que el personaje, y por tanto la película, se muevan. Esto se puede apreciar incluso en films que no son de género, films con más funcionamiento del «efecto de realidad»: los personajes que se presentan acusan siempre una insatisfacción, una comezón que les impide establecerse (así, el Jack Nicholson de Mi vida es mi vida/ Vive easy pieces, el Michael Douglas de Adán a las seis de la madrugada/Adam at 6 a. m., 26
) Dos películas de Don Siegel muestran una interesante metamorfosis recíproca de la iconografía de sus dos géneros respectivos: el Clint Eastwood de Dirty Harry, 1971, es un vaquero en la ciudad; el Walter Matthau de La gran estafa (Charley Varrick, 1973) es un personaje irónico, esencialmente urbano, casi de comedia, que se mueve en el campo abierto... 27 Es este un film muy interesante en cuanto es una mezcla de diversos géneros bastante bien ensamblados: primera parte de cine directo (influencia de Cassavettes, la generación de la TV, importancia del diálogo —cada personaje cuenta su vida—), se convierte luego en un drama «realista» y, de repente, pasa a ser un road movie que narra sin sentimentalismo como Harry reproduce la hégira de sus ancestros (y de géneros ancestrales) hacia el Oeste, la soleada California. El final abierto supera, sin embargo, el concepto de dirección de las películas clásicas de itinerario.
e incluso un personaje tan straighí como Jack Lemmon de Salvad al tigre/Save the tiger). Los sesenta no han pasado en balde... al menos en los primeros años de la siguiente década, pues en la segunda mitad de la década se vuelven a desatar las fantasías de la ficción (de igual manera que el aspecto independiente de los films de la primera parte de la década ha dado paso a las películas infladas actuales). Es decir, en un molde narrativo clásico se insertan personajes que se mueven según las contradicciones actuales. Esto crea una segunda línea de tensión (entre una estructura dinámica y unos personajes bloqueados), que se añade a la tensión existente entre la personalidad del director que decide ejercer el género es una decisión consciente, a caballo entre el homenaje y la idiosincrasia propia). Parece superfluo añadir que el carácter decididamente fascinante de muchas películas americanas recientes es resultado de los conflictos que se originan en esta doble confluencia de intereses, en este continuo entrecruzarse de opuestos. Los temas del cine clásico son ahora puntos de referencia, y si esos temas se conservan, la actitud ante ellos es muy diferente. La repetición de lo que una vez fueron gestos (aunque el cine clásico era totalmente iconográfico, este sistema de señales remitía a una representación de la realidad congruente con su momento actual) constituye esos gestos en signos que ya no pueden indicar nada, que han perdido su sistema de referencias. A menos que se intente, siendo siempre conscientes de su significado histórico, utilizarlos renovando su valor metafórico. Así tenemos que mientras directores muy autocríticos como Arthur Penn, o muy autoconscientes como Robert Altman, han producido muy interesantes resultados desde las formas populares del film de género (muy distinto de su «obra» más personal —Mickey One, Images, Tres Mujeres—, generalmente menos interesante), directores mucho menos intelectuales y que han ejercido desde siempre el cine de géneros, como Don Siegel y Robert Aldrich, se han ido volviendo cada vez más irónicos respecto a las convenciones del género, como si cada vez les costase más trabajo creérselas. Siegel incluso intentó en 1970 una experiencia «artística», fuera del género de acción (El seductor, The beguiled), pero volvió enseguida a él. En 1973 hizo La gran estafa —Charley Varrick—, un excelente thriller donde nos presenta a un veterano atracador que decide volver a dar un golpe (un tema «transparente» sobre su propio ejercicio del género). Pero progresivamente fue haciendo con más desgana sus films posteriores (The black windmill, 1974; The shootist, 1976; Telephon, 1977), que a su deterioro estilístico han añadido un deterioro ideológico, acabando por dar la razón a los que quieran ver en su Dirty Harry (Harry el sucio, 1971) el origen de la serie de street westerns que nos han asolado después —y esto me parece muy triste, pues en su tiempo me batí por esta película, desde las páginas de Cine en 7 días—. Por su parte, Aldrich ha realizado una serie de películas increíbles, donde usa el género para hacer alegorías sociales que podemos calificar de salvajes. Una de ellas es El emperador del Norte (Emperor of the North, 1973) que basta comparar con otra de tema análogo, como Espantapájaros, para ver su peculiar concepto del orden. Aún más reveladora es Rompehuesos (The longest yard o The mean machine, 1974, según versiones), a la que Robin Wood ha calificado como «lo más cercano que puede llegar a ser el cine comercial americano de ser genuinamente revolucionario... toques fascistas: la gente está indefensa sin su líder». Tan interesante como su mezcla ideológica —Aldrich pasa de toda tradición cultural— me parece su mezcla de géneros, cuyas convenciones alterna y altera constantemente. ¿Cómo afecta este estado de cosas a los dos apartados en los que más se fija el espectador medio, esto es, guión e interpretación? Para responder tenemos que dar un pequeño rodeo, pues antes conviene preguntarse qué repercusión ha tenido en los nuevos directores americanos el terrible giro (que en su momento parecía irreversible) que pegó un cierto cine europeo durante los años sesenta. Las conquistas que entonces se hicieron sobre la narrativa del cine convencional de ficción llevaron a rechazar los «encadenamientos autoritarios y unívocos de la puesta en escena clásica». A saber: muerte de cierta concepción del cine como espectáculo, muerte del cine que depende del teatro en cuanto a argumento y actores, muerte de la linealidad, nacimiento del cine de la improvisación, del cine de la desdramatización (tiempos muertos de Antonioni, por ejemplo), de un nuevo realismo que desembocaría en una cierta creencia de la imagen pura y en la importancia del tono frente al estilo. Sin olvidar la otra corriente «cerrada» de un cine riguroso que se conforma según rígidas reglas, hacia un realismo premeditado e indirecto, un cine de montaje frente al anterior cine del plano. O la concepción poética del cine pasoliniano, frente al supuesto prosaísmo de Rohmer... ¿Cómo ha influido todo esto en el cine americano? Pues bien poco, la verdad —aunque hay que apresurarse a decir que tampoco se nota mucho en el cine comercial europeo, los autores más coherentes se han alejado mucho del público (Godard, por ejemplo), a diferencia de lo que ocurría en los sesenta, una década en la que convergieron muchos movimientos en el público también. Pasaron los tiempos en que se proclamaba con euforia la abolición de la gramática tradicional del cine, y es preciso reconocer (sin que con esto quiera demostrar nada) que el cine joven americano ha sabido evolucionar muy bien... por otros caminos. Hay, por supuesto, influencias muy
palpables, así Arthur Penn reconoce una gran influencia de la nueva ola en su sentido de la discontinuidad narrativa (ver el montaje de Night moves), su película Bonnie & Clyde es tan consciente de sí misma como cualquier film de Godard, y Alice's restaurant es un perfecto ejemplo de film sin argumento. De todos es sabido —y discutido— el ilimitado aprecio que Woody Allen siente por Ingmar Bergman, y que le ha llevado a hacer una película tan aparentemente bergmaniana como Interiores (aunque Annie Hall me parece un perfecto ejemplo de Striptease moral, una película que recuerda los films que hizo Bergman al final de los sesenta, como Pasión). Robert Altman tiene influencias claras de Dusan Makaveiev en Brewster McCloudJ Volar es para los pájaros, de Bergman y Antonioni en Tres mujeres; y su puesta en escena abierta se puede considerar heredera de la de Jean Renoir (con perdón): posee también un cierto impresionismo y una actitud abierta (que en ocasiones degenera en paternalista) con sus personajes. Los ejemplos son interminables: Paul Mazursky resuelve una escena de La mujer descasada con un brillante efecto «inspirado» en el uso que Bertolucci hizo de la música de Gato Barbieri en el Tango, por no hablar de su Alex in wonderland, un verdadero remake de Otto e mezzo de Fellini. Martin Scorsese evoca más de una vez a Robert Bresson en Taxi driver (conexión explicable por el guionista, Paul Schräder)... Pero el cine americano ha evolucionado siguiendo un camino mucho más complejo que la mera referencia, muchas veces anecdótica, a prestigiosos directores europeos. Se puede resumir el sentido de esta evolución diciendo que apunta hacia un nuevo concepto del realismo, entendido este término en la doble vertiente de un nuevo sentido del compromiso y de un no dejarse fascinar por la realidad que muestran. Y todo ello manteniendo la constante intuición de lo físico, de la acción y de la emoción (así como su don para el espectáculo). Quizá realismo no sea en absoluto la palabra más clara para explicar esta actitud, que en rigor es una reacción ante una causa única, pero cuyas posturas difieren bastante entre sí. Ocurre que en los nuevos directores, al ser mucho más conscientes del medio en el que trabajan, sienten una fuerte oposición al sistema de representación tradicional de Hollywood (que por otra parte añoran, por supuesto), lo que les lleva a una lucidez más o menos consciente frente a lo que supone esa forma de «realidad» ficcionada llamada realismo dramático. Siempre se ha concebido el cine clásico como una proyección exagerada de la realidad, sus argumentos debían ser Bigger than lije (lo que aquí llamábamos una «película fuerte») y los extremos de distorsión a que llegaban se toleraban merced a un fuerte mecanismo de proyección que se pedía al espectador: éste se «identificaba» con los personajes, con lo que anulaba en sí mismo la visión crítica y quedaba preparado para absorber la ficción y la ideología contenida dentro de ella. La reacción de los nuevos directores frente a esto ha sido muy variada: hay posturas que se concentran en retratar personajes vulgares, de los que nunca han tenido interés para la ficción, buscando recuperar para el cine comercial la textura de lo cotidiano. Ahí tenemos el personaje que Barbara Loden se hace interpretar en su película Wanda (1970, es éste un film que influyó poderosamente en que su marido, Elia Kazan, hiciera su siguiente película —Los visitantes— siguiendo las técnicas del cine independiente, en 16 mm., etc.), ahí está la serie de películas de John Cassavettes, así como el Scorsese de Mean Streets y Taxi driver (perfecta fusión de lo vulgar y lo espectacular, de igual manera que su puesta en escena funde milagrosamente el expresionismo del cine negro con el esencialismo de Bresson); el John Huston de Fat City o el Ford Coppola de The conversation, etc. Otros directores rechazan completamente esa «prosa» realista, y optan por estilizar aún más la textura del género, en vez de cotidianizarla: así la excepcional Badianas de Terence Malick, verdadera piedra preciosa/film objeto opaco a todo referente realista, así la visión existencialista de la carretera como espacio cerrado en Two-lane Blacktop de Monte Hellman. Otros directores, en fin, vuelven a utilizar el realismo iconográfico como medio para su expresión personal; pero se trata en gran medida (salvo gente como John Milius, en Dillinger o El viento y el león) de cuestionar la ideología que subyace en las concepciones realistas que en realidad vienen heredadas del género, y su validez misma como narración (es decir, si puede sobrevivir sin ser sólo vehículo de esa ideología). Incluso los realizadores que usan un acercamiento más convencional (como Coppola o Mazursky), es decir, más dependiente del drama, manejan emociones más auténticas, muy alejadas de los clichés del melodrama clásico de Hollywood. El cine de Altman forma, una vez más, un caso aparte, definido por el montaje de diversos niveles de sonido directo, por los diálogos no estructurados y por una apariencia de improvisación en la puesta en escena, que acaban dando un tono jazzístico a sus películas: sobre un «tema» dado, el argumento del que se parte, se ofrecen variaciones, con una muy loable falta de «concentración». Respecto a Nashville, este método se aplica a 16 personajes, 16 líneas de ficción convergiendo y separándose constantemente, con desarmante fluidez, en una feliz conjunción que repetirá con menos éxito en Un día de boda.
La otra gran reacción frente a la forma tradicional de ficción es, sin duda, la aversión al argumento, prefigurada al final de los sesenta en películas como Faces (John Cassavettes, 1968), 2001, una odisea del espacio, El restaurante de Alicia... Se les ha achacado a los nuevos directores el no saber contar historias, el ser incapaces de mantener el ritmo narrativo y continuo: la obsesión de los tiempos muertos que siente Casavettes (no es el único: en películas como The nickel ride o Tres mujeres no pasa prácticamente nada), los argumentos a trozos de Brian de Palma (cuya sensibilidad «hitchcockiana» construye sus películas a base de golpes de efecto, verdaderos epígonos de Psicosis), la discontinua narrativa a saltos de Arthur Penn, la forma aparentemente amorfa en que avanzan las películas de Altman, etc. Se achaca todo esto a una excesiva preocupación por el estilo, más que por lo que se cuenta, en franco contraste con el viejo Hollywood, la forma «artesanal» de contar. Reconociendo lo que de verdad pueda haber en ello (aunque de todas formas aquí interviene también la inflencia que el hábito de hacer y ver televisión ha provocado en directores y espectadores, con el estilo desmadejado e informe que ello acarrea), hay que decir que la cosa no está tan clara: la eficacia en contar una historia viene de creer en ella, así como de pensar que lo que hay que hacer es contar una historia. Los nuevos realizadores no parecen creer mucho en (las) historias y son cada vez más capaces de pensarlas como algo continuo, lineal, que avanza y progresa, y que al moverse resuelve las contradicciones planteadas. Sin embargo, los autores americanos no pueden prescindir de la historia como los europeos: tienen siempre que basarse en la narrativa que su público reconoce y exige, basada necesariamente en soportes dramáticos. El público americano no va a aceptar la puesta en guardia contra los resortes de la ficción que en Europa practican Jacques Rivette, Alain Tanner o el tramposo de Buñuel. Y el público manda allí. Es por ello que la línea por la que puede progresar el cine americano no es la conceptual, no pasa por la abstracción (aparte de que esto tampoco se les da muy bien a los directores americanos, en general), sino que pasa por tratar de poner en evidencia la temática aceptada, subvertir sus motifs, desmontar o reinyectar, en suma, los elementos del género. Pero sin abandonar nunca demasiado el soporte dramático, la estructura esencialmente narrativa. ¿Qué resulta de esa confluencia de intereses? El público orientado hacia el argumento, los directores hacia la inactividad o la irrelevancia de la acción. Pues resulta un lógico sometimiento al marco narrativo, pero dentro del cual las condiciones las ponen ellos. Si la estructura dramática del género es, como la ha bautizado Thomas Elsaesser, esencialmente afirmativa, es decir, el personaje sabe lo que busca y tras recorrer un itinerario lo obtiene o no, el problema fundamental entonces es cómo introducir en ese molde narrativo —engendrado por una ideología que todo lo resuelve por la acción— a una serie de personajes sin motivación, sin ningún conflicto «concreto» que el movimiento pueda resolver. Meter el guijarro beckettiano en ese esquema dinámico. No parece ninguna coincidencia, me parece a mí, que el mismísimo Hollywood de siempre ofrezca síntomas de esta contradicción. Basta observar la muy significativa floración de los nuevos street westerns o westerns urbanos, que constituyen el perfecto reverso ideológico del ciclo de criminales nómadas de que hablábamos más arriba. Propuestos por la faceta más conservadora de la mentalidad americana, estos superhombres de la ciudad aparecen poseídos por una especie de furia vengadora, que oculta un resentimiento por la excesiva blandura de la ley (el individualismo del género siempre se ha opuesto a las instituciones y aquí se revela una de las más claras raíces del origen de esta forma de pensar), y que provoca un ansia de destrucción pro ley-y-orden, es decir, moral y justificada. Ejemplos de esto son los films de Clint Eastwood basados en su personaje de Harry el sucio, los insoportables films de Charles Bronson, y películas como Pisando fuerte (Walkingttall, Phil Karlson) o Vigilante forcé (de George Armitage). Son estos films de vigilantes, de verdaderos somatenes, de civiles airados que se toman la justicia por su mano. Films que aquí suelen llamarse fascistas, y no andamos muy descaminados, pues cuando una cierta moral mítica proviniente del western se trasplanta a la ciudad y se aplica a la actual «corrupción urbana», el resultado ideológico de esta operación es un chorro continuo de sangre, como cualquier telefilme de policías puede demostrar. Martin Scorsese hizo en Taxi driver un impresionante análisis de la gestión de esta mentalidad purificadora (y en España más de un invidente denunció su película como fascista, siguiendo el infantil razonamiento, supongo, de que el director se identificaba con el protagonista, como al invidente mismo le había pasado, acostumbrado al funcionamiento habitual del cine americano, ¿o más bien de sus reacciones a éste?) Acabamos de ver la otra cara de lo que ocurre cuando personajes que en rigor no tienen motivación (es decir, razón de ser en una ficción afirmativa) se siguen introduciendo en esquemas dinámicos. Pero sigamos con los directores que nos interesan: es obvio que la exploración de la estructura del género pasa por la exploración de la función de los personajes en las nuevas condiciones. Si se recurre al cine de
géneros mitad por nostalgia y mitad por exigencias del público, el género que luego les ata al comprobar la rigidez de sus convenciones; y así deben, sin embargo, seguir trabajando dentro de él, vamos a ver los efectos que esto produce en el sujeto central de esa narrativa, la figura del héroe. Ante un falso «naturalismo» dinámico impuesto, la salida del autor consciente es expresar su pesimismo personal ante la validez de los posibles cambios qué puedan provenir de la acción (de igual manera que ese pesimismo se puede expresar más directamnte en films con más efecto de realidad, como El último testigo o La conversación); dentro de un marco narrativo restringido sólo cabe un final catártico. El precio que el director hace pagar por la obligación que tiene de jugar dentro de ese marco es demostrar que dentro de él no hay salida posible que no sea la destructiva (cf. el ejemplo muy claro de los tres thrillers que comparábamos antes). Una conclusión que personalmente suscribo es que esa solución violenta es una metáfora más o menos involuntaria de la necesidad de destruir ese marco narrativo. Si a los personajes les empuja la narrativa a moverse, la única forma de dar sentido a ese movimiento es la violencia; al destruir y destruirse, impulsados no tanto por su situación personal, sino por su rol en la ficción, están destruyendo también toda otra posibilidad de adquirir un sentido dentro de ese marco narrativo. Es decir, el sentido mismo de la narrativa queda en cuestión. Este es uno de los temas recurrentes en la obra de Sam Peckinpah, quien siempre ha ejercido el género más afirmativo —el western— y que desde su primera época ha ido constatando la cada vez mayor dificultad de mantener vigente la moral individualista y binaria (have gun will travel, y ante cada conflicto sólo dos posibilidades: matarlos o echarlos) del universo mítico del Oeste. Hay una distancia abismal entre el tono épico de Mayor Dundee (1964) y el ambiente sucio en el que deben luchar los héroes de The killer élite o Bring me the head of Alfredo García (1974), asimismo un film situado más cerca del universo mítico, más puro; como Pat Garret & Billy the Kid tiene un tono profundamente elegiaco, es un Oeste mitificado por el recuerdo y la añoranza, no sólo por su propia iconografía; igual ocurre con The bailad of Cable Hogue. ¿Qué es lo que ha pasado? En estos western, en los que sus temas se deben ir adaptando a escenarios contemporáneos, el pasado no puede ser recapturado: la idea central que persigue a Peckinpah es la pérdida de un tiempo cronológico y moral, en el que el individuo podía tomar posturas claras y diferenciadas. La violencia de películas como Grupo Salvaje (1969) expresa la rabia impotente ante la imposibilidad de hacer que un disparo cuente (que un movimiento tenga sentido en sí mismo y provea de una motivación al personaje que no saben seguir peleando; en Júnior Bonner, el vaquero que interpreta Steve McQueen sólo sabe seguir montando. Traedme la cabeza de Alfredo García es especialmente reveladora, en cuanto muestra cómo los compromisos, los acomodos, las concesiones necesarias para la vida en la ciudad han invadido el mucho más simple mundo del pasado rural en que se mueve el western: como ha escrito Pauline Kael, en esta película Peckinpah se ha dado cuenta de que está mucho más cerca del villano que encarna Gig Young (cosmopolita, mercenario, sin moral) que del personaje de Warren Oates (un héroe sin ninguna épica que le alimente, un luchador inmotivado) 28. Alfredo García, esto es, Oates, muestra con su conducta que Peckinpah, al igual que sus personajes, no sabe acabar sus películas sin satisfacer sus fantasías de venganza, sin que el final sea la catarsis de la violencia. Ni los personajes saben hacer otra cosa ni hay otra cosa que se pueda hacer dentro del género. Basta notar que las películas optimistas respecto a la acción son precisamente las que menos sujetas están a la restricción narrativa del género: Alicia ya no vive aquí, California Split, los films de Paul Mazursky... No están «obligados» a terminar mal tampoco los directores que se pueden permitir experimentar con las reglas de la ficción, como el Altman de Nashville, que cuestiona el mismo concepto de final en un film que podía haber seguido durante horas (la película detiene su mecanismo ambiguamente en el momento «significativo» en que se produce un asesinato a lo Kennedy, al que el pueblo «responde» cantando unidos). Fuera del género el pesimismo no es obligatorio, entre otras razones porque no es necesario acabar con un final que explicite las cuestiones planteadas a lo largo de la narración. Pero la teología es central a la estructura del género, luego la cuestión es preguntarse si dentro de éste, el nuevo cine sabrá encontrar fórmulas narrativas libres de la escenificación y resolución' obligada de conflictos que ya no son congruentes. El uso de la violencia acabará por ser inútil si lo que se quiere con ella es compensar la sensación de pérdida de la relevancia personal, de su carácter central y necesario a la estructura narrativa. Warren Oates, como Burt Reynolds en Rompehuesos o Gene Hackman en Night Moves, no tienen otro contexto para su conducta que no sea el ser «de género», y es lógico que la falta de motivación se traduzca en lo gratuito, que la acción se convierta en violencia. 28
Peckinpah dice siempre que es «una buena prostituta que va adonde le mandan», refiriéndose a sus relaciones con los productores. Este complejo de mercenario es falso, como prostituta no es muy bueno; no hay más que ver las películas que hace por encargo, como ha huida. Pero mucho ha tenido que ceder para poder seguir haciendo sus películas y ello ha acabado por envenenar definitivamente sus relaciones con la industria y con su posición como creador personal. Sus películas se centran cada vez más en fantasías de venganza contra sofisticados asesinos a sueldo (el western contra la corrupción urbana, pero también, y quizá sobre todo, una nada oculta metáfora de los ejecutivos de Hollywood que le han ido convirtiendo ¿muy a su pesar? en maldito).
Si la condición de la narrativa de género impuesta es el fracaso, entonces quizá el aparente pesimismo del cine americano de los setenta es tanto expresión personal de sus realizadores como consecuencia directa de esa imposición. Los que estén libres de las reglas de la ficción pueden eludir tanto la catarsis como otra variante que significa, en realidad, lo mismo: el happy end falso o cínico, que tanto se prodiga. Pueden eludir el mismo hecho de tener que poner un final, como hablamos antes respecto a Altman, un final como única salida de esa narrativa ordenada linealmente que debe progresar. La postura de algunos de estos directores no es una alternativa al modelo narrativo afirmativo, sino un arreglo, un revisionismo de la contradicción que surge al emplear un lenguaje que tiene implícito un posibilismo a priori: siempre se puede hacer algo, este posibilismo es localizable en el mismo impulso narrativo de su estructura narrativa. Y no es tan fácil evitar esto (a menos que se renuncie a la narración, al argumento, como consiguen The nickel ride, Two-lane blacktop, California Split y otras películas en las que prácticamente no pasa nada). Los personajes están desfasados, pero la misma estructura dinámica no puede evitar mitificarlos. Leonard Cohén tiene una novela cuyo título es un buen nombre para ellos: Beautiful losers, y, en efecto, estos personajes son unos hermosos vencidos. Al obviar la causa y las circunstancias históricas de la narración (causalismo y contexto están contenidos y explicitados por la pertenencia al género) se obtiene una estilización de esa irrelevancia, una justificación existencial de esa desesperanza, lo que Elsaesser se refiere cuando habla del pathos del fracaso, la atracción de perder. Algunos films No ofrezco aquí, ni mucho menos, «todos» los films de valor producidos durante esta década, ni tampoco los más importantes. Sólo, exclusivamente, aquellos que reflejan (o provocaron) las transformaciones habidas en los principales géneros clásicos. Films debidos, en general, a directores nuevos y a la evolución personal de otros más veteranos. La selección está también condicionada por lo que se ha podido ver aquí (más lo poco que he visto fuera). 1967 Bonnie & Clyde —Arthur Penn—. Killers three (Tres asesinos) —Bruce Kessler—. 1968 Pretty poison (Un maravilloso veneno) —Noel Black—. 1969 Easy Rider —Dennis Hopper—. M. A. S. H. —Robert Altman—. The rain people (Llueve sobre mi corazón —Francis F. Coppola—. The wild bunch (Grupo savaje) —Sam Peckinpah—. Take the money and run (Toma el dinero y corre) —Woody Allen—. Honeymoon killers (Asesinos de la luna de miel) —William Kastle—. 1970 Five easy pieces (Mi vida es mi vida) —Bob Rafelson—. Puzzle of a downfall child (Confesiones de una modelo) —Jerzy Schatzberg—. The ballad of Cable Hogue —Sam Peckinpah—. Wanda —Barbara Loden—. Brewster McCloud (Volar es para los pájaros) —Robert Altman—. 1971 Two-Lane Blacktop —Monte Hellman—. Klute —Alan J. Pakula—. Fat City —John Huston—. The panic in Needle Park —Jerzy Schatzberg—. Me Cabe and Mrs. Miller (Los vividores) —Robert Altman—. Dirty Harry (Harry el sucio) —Don Siegel—. The Grissom gang (La banda de los Grissom) —Robert Aldrich—. Harold & Maude —Hal Ashby—. 1972 Junior Bonner —Sam Peckinpah—. Duel (El diablo sobre ruedas) —Steven Spielberg—. Dirty Little Billy (Billy el asqueroso) —Stan Dragoti—. 1973 The long goodbye (El largo adiós) —Robert Altman—. Charley Varrick (La gran estafa) —Don Siegel—. American Graffitti —George Lucas—. Emperor of the North Pole (El emperador del Norte) —Robert Aldrich—. The last detail (El último deber) —Hal Ashby—. Scarecrow (Espantapájaros) —Jerzy Schatzberg—. Pat Garret & Billy the Kid —Sam Peckinpah—. Dillinger —John Milius—.
J. W. Coop —Cliff Robertson—. Sisters (Hermanas) —Brian De Palma—. 1974 Badladns (Malas Tierras) —Terrence Malick—. The nickel Ride (El hombre clave) —Robert Mulligan—. The longest Yard (Rompehuesos) —Robert Aldrich—. Phantom of the Paradise (El fantasma del Paraíso) —Brian de Palma—. Thieves like us —Robert Altman—. California Split —Robert Altman—. Bring me the head of Alfredo Garcia —Sam Peckinpah—. Harry and Tonto —Paul Mazursky—. The conversation (La conversación) —Francis F. Coppola—. Sugarland express (Loca evasión) —Steven Spielberg—. Young Frankenstein (El jovencito Frankenstein) —Mel Broooks—. Chinatow —Roman Polanski—. The parallax view (El último testigo) —Alan J. Pakula—. Dark Star —John Carpenter—. Caged Heat (La cárcel caliente) —Jonathan Demme—. 1975 Smile —Michael Ritchie—. Night Moves (La noche se mueve) —Arthur Perm—. Obsession (Fascinación) —Brian de Palma—. Shampoo —Hal Ashby—. Nashville —Robert Altman—. Bang the drum slowly —John Hancock—. The last american hero —Lamont Johnson—. Farewell, my lovely (Adiós, muñeca) —Dick Richards—. The killer elite (Aristócratas del crimen) —Sam Peckinpah—. Hustle (Destino fatal) —Robert Aldrich—. Jaws (Tiburón) —Steven Spielberg—. 1976 Islands in the stream (La isla del adiós) —Franklin Schaffner—. Taxi driver —Martin Scorsese—. Buffalo Bill and the Indians —Robert Altman—. The killing of a Chinese bookie —John Cassavettes—. Carrie —Brian de Palma—. The sunshine Boys —Herbert Ross—. Welcome to L. A. —Alan Rudolph—. Stay Hungry —Bob Rafelson—. 1977 Annie Hall —Woody Allen—. New York, New York —Martin Scorsese—. Mickey and Nicky —Elaine May—. The late show —Robert Benton—. Blue Collar —Paul Schrader—. Twilight last's gleaming (¡Alerta, missiles!) —Robert Aldrich—. Dawn of the dead (Zombi) —George A. Romero—. China 9, Liberty 37 (Clayton Drumm) —Monte Hellman—. 1978 An unmarried woman (Una mujer descasada) —Paul Mazursky—. Heaven can wait (El cielo puede esperar) —B. Henry y W. Beatty—. Days of heaven (Los días del cielo) —Terrence Malick—. The deer hunter (El cazador) —Michael Cimino—.
UNA DISCRETA VIOLACIÓN: LOS SÍNTOMAS
Vaya por delante que este capítulo parece, desde luego, escrito en ese tono romántico tan propio de la política de los autores y que denunciábamos en la primera parte del libro: esa tendencia literaria a superponer bellos films imaginarios sobre películas reales bastante menos interesantes, que coincidirían con aquellos superfilms sólo gracias al hecho de ser miradas a través de un prisma crítico exaltado y decididamente refractario. Lo que aquí se propone es quizá audaz, pero los hechos «coinciden», dejémosles hablar. El contexto en el que nos situamos es el de la mutua interrelación entre el cine europeo y el americano, supuestos diferentes y tomados en sentido arquetípico: cine europeo «personal» y el cine de los géneros clásicos hollywoodenses. Es obvio que algún grado de influencia mutua existe. En el segundo capítulo hemos visto la influencia que en el nuevo cine americano de que hablamos han tenido algunas de las fundamentales rupturas producidas en los diversos cines nacionales europeos durante la década de los sesenta, en especial la «nueva» utilización consciente de los géneros, tomando sus convenciones como referente. La influencia americana es mucho más difusa y empezó mucho antes (generaciones enteras de europeos han crecido con el cine de Hollywood): cualquiera de los nuevos directores europeos ha visto desde su infancia miles de películas americanas, máxime si tenemos en cuenta que gran parte de ellos han sido cinefilos o críticos, y han absorbido con ellas toda una cierta visión del mundo y de cómo debía ser el cine. Como dice un personaje de una película de Wenders: «los americanos nos han colonizado el inconsciente». Ante una determinada situación reaccionamos según modelos que provienen de toda esa deformación peliculera, de esa educación sentimental, tanto más efectiva cuanto no la hemos vivido como tal educación... Es, pues, muy normal que cuando estos hombres empiecen a hacer películas incluyan en ellas todo tipo de alusiones a ese cine, que es una parte importante de su vida, y de la nuestra (tanto es así que muchas veces esas alusiones se nos escapan, no las vemos como cinematográficas, pues ya han pasado a estar en la calle: cuando en una película española se dice que tal personaje lleva una rebeca nadie piensa en un soterrado homenaje a Hitchcock...). Pero algunos de estos directores han hecho algo más. Sin pretender renegar totalmente de ello —sería como perder parte de la infancia— han pasado a ajustar cuentas pendientes con esa colonización americana, y lo han hecho en sus películas. Lo que vamos a ver ahora pues son algunos síntomas de esta reacción. Puede chocar el que hable de películas europeas en un libro sobre el cine americano, pero es también importante hablar de nuestra postura como receptores ante todo ese cine. Y es de eso de lo que tratan los films que vamos a citar, pues suponen una recapitulación de la herencia de Hollywood a la que debemos enfrentarnos, y porque su tema es el cine americano de géneros, sobre el que constituyen una reflexión. Y finalmente porque algunas de las mejores nuevas películas americanas —como The long goodbye, Badianas, Night Moves— se parecen mucho más a estos films europeos que al núcleo de la producción cinematográfica de su país, en cuanto son también reflexiones sobre el significado actual de ejercer el film de género. Voy a detenerme, pues, en dos films concretos, estrenados hace poco en España (aunque uno data de 1966, pero no importa, pues su autor siempre ha ido muy por delante de su tiempo), uno de los cuales superó el año en cartel y el otro duró una semana (la razón es muy simple: el primero además de ser una reflexión, parece una película hecha a la americana y por tanto ha funcionado como tal; el otro no se parece ni por el forro). En estos dos films el referente es el género negro, además de ser ambos films negros —aunque de una forma demasiado consciente como para ser considerados sólo como tales— que tienen una curiosa peculiaridad: en ambos, y de forma apenas metafórica, el lugar del «villano» viene ocupado por la ideología implícita en los esquemas narrativos del cine de géneros norteamericanos, así como por su más eficiente mecanismo de transmisión, el argumento de ficción, que ambos desmantelan. Estas dos películas son Made in USA (Jean-Luc Godard, 1966) y El amigo americano (Win Wenders, 1977). Conviene aclarar el diferente significado que tienen en la carrera de sus autores, y ello por simétricas razones; para Wenders el hacer su primera película convencional de «acción» 29 ha supuesto un gran éxito de taquilla y el principio de una etapa americana —se le ha propuesto hacer, financiada por 29
En una película que dura dos horas hay apenas tres escenas de acción: la del Metro, la del tren y el tiroteo final en la ambulancia (y la primera es una escena totalmente muda que dura un cuarto de hora). Es un film de acción tan movido como The nickel ride, es decir, nada.
Coppola, la biografía de Dashiell Hemmett, un clásico de los hará boiled, o sea de la base literaria del cine negro—. Para Godard, su film, donde hacía una escabechina sobre un argumento de escasa novedad (amparado en la tradicional «oscuridad» de las historias del género negro, y tomando como modelo The Big Sleep), supuso su postrer coqueteo con la iconografía norteamericana —hasta ese momento presente en casi todas sus películas—, un nada ceremonioso gesto de despedida antes de embarcarse en la fase «didáctica» previa a su vietnamización. El amigo americano Hagamos un breve repaso a una figura que recorre algunas películas claves europeas desde hace tiempo: la figura del americano «exiliado». Le encontramos en About de souffle (Godard, 1959), El último tango en París (Bertolucci, 1973) y también en El amigo americano. En la primera película se trata de una estudiante americana, Patricia (Jean Seberg) que vende el Herald Tribune por las calles de París y que acaba denunciando a su amante (un «gángster» con una fijación bogartiana, encarnado por Belmondo). En la segunda es Paul (Marión Brando), un hombre de vuelta de todo que, antes de matarse, decide darse un plazo seduciendo a una chica, a la que fascina lo mal que la trata; Paul acaba queriéndola, es decir, rompe las reglas que él mismo había puesto y ella entonces le mata (que es lo que él buscaba oscuramente). En la última película es Tom Ripley (Dennis Hopper), un supuesto mafioso con problemas de identidad que involucra en sus batallitas a un artesano alemán que se siente morir. Lo primero que llamará la atención a los que hayan visto las tres películas y no se les haya ocurrido comparar a los tres personajes, es la evolución en la forma de ir presentando al americano, obviamente. (Por cierto, que esta comparación la han hecho sus autores en estos mismos films: Bertolucci siempre con su fijación por Godard nos muestra a un americano que enseña a María Schneider a decir que no le conoce —y esto es lo que ella repite mecánicamente después de matarle—. Pero éstas son las mismas palabras que dice Patricia ante el cuerpo de Belmondo, después que la policía, avisada por ella, lo haya matado. A su vez Wenders mete dos «citas» directas al Tango cuando Jonathan va a París, precisamente cuando empieza a disfrutar su papel «americano» de pistolero). Esta evolución empieza ya en la cada vez mayor significatividad de los actores elegidos para el personaje: Jean Seberg es una «actriz americana», a la que Godard llamó por haber visto en un film de Otto Preminger; Marión Brando no es sino «el» actor americano por excelencia, quizá el único qus podía haber hecho el papel fluctuando constantemente entre su personalidad real y su persona cinematográfica (la crisis de su personaje refleja también la crisis de una forma de actuar —el método— y la consciencia de toda la carga que representa ser una estrella americana); finalmente, Dennis Hopper no es sólo actor, sino también director, y precisamente todo un símbolo marchito del supuesto nuevo cine más independiente que surgió tras el éxito monstruoso de su Easy Rider. La evolución es en un mismo sentido siempre, el que va de la inocencia perversa de Jean Seberg a la perversidad culpable de Brando y Hopper. Esta diferencia no es debida solamente a la mentalidad americanista del primer Godard, sino más bien a la historia transcurrida en esos años que median de su película a las otras dos (los años de Vietnam, del 65 en Berkeley, del 68 en París, del Watergate). Son los años del definitivo desenmascaramieto, desde dentro y desde fuera, de un cierto american way o f Ufe (y de su reflejo, hasta entonces aceptado, en películas y otras formas de expresión, pero sobre todo películas). La figura del americano no puede entonces seguir siendo inocente, ni él se lo creería ni nosotros podríamos aceptarlo. Y aunque en muchos casos y en muchos sentidos lo sigue siendo, es fácil comprender que la sensibilidad europea debe imaginársele culpable si quiere sentir alguna simpatía por él. Es este contexto el que explica (y, dada la abstracción que caracteriza a El amigo americano, es también la única referencia sobre su comportamiento) que Tom Ripley sea un personaje desintegrado, vagamente culpable de la corrupción que produce (como si, a pesar de ser un personaje de ficción, se sintiese atormentado por toda esa penetración cultural, por esa violación irreversible). Parece razonable pensar que esta visión del americano consciente de su exacto peso específico en el proceso de alienación fascinada que siente cualquier europeo ante los modelos de la mejor ficción norteamericana no podía haberse hecho desde los propios Estados Unidos. Es un problema de perspectiva y desde allí puede ser difícil ver los resultados de esa violación (que, me apresuro a añadir, ha sido completamente gustosa y querida). Además, esta visión es la que los europeos quisieran verdadera: un seductor que se sabe culpable. La verdad es que muchos americanos que admiramos siguen salvajamente ajenos a este respecto. Los intelectuales y artistas con mala conciencia son un invento europeo, por eso al proyectar esa imagen en un personaje americano nos inventamos una especie de vitalista compungido, cuya seguridad personal se
resquebraja —y esto deseamos/ tememos que refleje la desintegración de su cultura—. Hollywood nunca ha propuesto modelos de intelectual (a lo sumo se limitaba a caracterizarlos fumando siempre en pipa con expresión pensativa), y por eso nos resulta más fácil referirnos a un tipo más común como es el del aventurero viejo. Pero es lo mismo, estaremos de acuerdo que, vitalista o intelectual, tanto Tom Ripley como nosotros odiamos la subcultura mecanizada del americano medio que merced a su distribución omnipresente absorbe todas las culturas locales, todo el desprecio que puede llegar a condensar la palabra yanqui. Si miramos El amigo americano desapasionadamente, notaremos desde el principio una sensación de desplazamiento, una dislocación que no se debe —aunque al principio lo parezca— a rodar un thriller en una ciudad como Hamburgo, tan distinta de Los Angeles, ni tampoco a lo que hemos mencionado antes de que en realidad no tiene mucha acción. Tampoco hay por qué achacárselo a la autora de la novela que Wenders ha tomado como base, Patricia Highsmith: a partir de otra novela suya con unas premisas bastante parecidas, hizo Alfred Hitchcock en 1951 una película tan americana como Extraños en un tren (también en ella un atractivo malvado «seduce» a otro para que mate a alguien por él). En mi opinión esa sensación proviene de que Wenders ha hecho un minucioso proceso de abstracción, de estilización dramática (ya hemos visto que de acción también tiene poco). ¿Cómo? Pues depilando todos los posibles indicios de motivación en sus personajes. La novela original de Highsmith —Los juegos de Ripley— nos presenta a un Ripley amoral, un asesino casado con una sofisticada modelo, que utiliza a Jonathan para matar a unos gángsters rivales, «ofreciéndole» dinero que éste necesita, pues cree que va a morir, y quiere dejar protegida a su mujer, a la que adora... En la película Ripley es un ser fascinante, un poco «inconsciente» de sus juegos (aunque enseguida le remuerde la conciencia) y que vive sólo. Por eso, como ha dicho Wenders, la manera en que utiliza a Jonathan, y la forma en que éste participa, tiene mucho de homosexual. Esto además viene subrayado por el hecho de que a Jonathan no se le ve particularmente enamorado de su mujer, ni apretado por la pobreza, ni interesado por saber si en realidad se está muriendo. A partir de cierto momento lo que le interesa a Jonathan es montarse la película en la que él hace de gángster (ver la escena de su habitación del hotel al llegar a París, su primera acción en el Metro). La película queda así fundamentalmente como la historia de la relación entre un encantador y un seducido (lo que el primero tiene y al segundo le fascina es algo ambiguo, el atractivo de una manera de «vivir peligrosamente», una atracción similar a la que sentía von Aschenbach por el Tadzio como encarnación de la «belleza vital» en Muerte en Veneciá). Un thriller abstracto pues, en el sentido de que el único contexto dramático es moral, es decir, la relación de complicidad y poder que se establece entre ambos. Pero la finalidad última de diluir el contexto «geográfico» se comprenderá mejor si se piensa que esa estructura relativamente abstracta corresponde así con más facilidad, sujeta más libremente una especie de segundo film contenido dentro del que acabamos de esbozar argumentalmente. Este segundo film, el que «no se ve», tiene un argumento todavía más interesante y un significado bastante demoledor (que se corresponde irónicamente con el éxito que ha tenido la película, gracias a su aspecto «americano»). Por lo que ha declarado Win Wenders, su intención al hacer El amigo americano era de doble filo: rendir una especie de homenaje y a la vez tener un ajuste de cuentas con el cine clásico norteamericano, concretado en el género preferido siempre por la inteligencia europea, el cine negro. Ese cine de Hollywood, ese amigo americano de nuestra infancia cinéfila, que como dice Kamikaze en Im Lauf der zeit (En el curso del tiempo, una película anterior de Wenders), nos tiene colonizado el inconsciente, o comido el coco, como se diría por aquí. Es un amigo «de toda la vida», de cuya fascinación nos cuesta tanto desprendernos como espectadores como a Jonathan le cuesta en el film desprenderse del encanto de sirena de Ripley. Por cierto, y siguiendo la analogía, a Jonathan el «soltarse» le cuesta la vida, a nosotros ¿nos costaría el que nos dejase de gustar el cine? Convendréis en que esto es precisamente lo que pasa en muchas ocasiones, porque para demasiada gente que se dice amante del cine, el cine es Hollywood y sus prolongaciones. Se entiende pues que el título de la película se refiere indistintamente a los dos films que hay en ella contenidos, incluso su significado es un cruce: vengan a ver esta película porque no es como las que he hecho antes, está hecha como las que hacen —hacían— los americanos. Vamos a ver el segundo film, el funcionamiento de cuyo «argumento» es muy paralelo al del film visible. Wenders ha elegido a tres realizadores americanos (Nicholas Ray, el pintor muerto en vida, Samuel Fuller, un director «clásico», es un gángster rival de Dennis Hopper, un director del nuevo cine; es decir, Wenders los ha hecho interpretar papeles escasamente enmascarados de su postura en la vida real como directores, en la tradición más bien
ilustre de Sunset Boulevard/El crepúsculo de los dioses, donde Billy Wilder había hecho lo propio con Gloria Swanson, Von Stroheim, Cecil B. de Mille y Buster Keaton), y a esos tres realizadores les ha hecho criminales. No se trata de que el personaje del villano sea «simbólicamente» de nacionalidad norteamericana, no: esos directores hacen de criminales, porque son los autores de películas que nos fascinan, ellos están ahí como presuntos culpables de nuestro encantamiento con el cine americano 30. Las referencias a su personalidad real son constantes: el parche en el ojo de Ray, el pintor «muerto» (que es lo que es para la industria) que sigue trabajando en falsificar su propia obra; el último plano de El amigo americano en el que se le ve paseando solo, cuando acaba todo, es una cita al último plano de Rebelde sin causa (un film que hizo en 1955), donde aparecía también al final de toda la tragedia. Fuller hace de gángster, el papel de su vida, según se cuenta en sus rodajes en vez de decir acción dispara con un revólver... Las referencias, si se estudian con cuidado, son mucho más complejas: el primer hombre que tiene que matar Jonathan a instancias de Ripley está interpretado por Daniel Schmid, un director europeo «difícil» (cf. La Paloma, por ejemplo), lo cual literalmente quiere recir que el cine de Hollywood aniquila otras formas de hacer el cine; de la misma forma la rivalidad entre dos generaciones, dos formas de entender el cine de géneros (aunque la verdad es que Fuller siempre ha sido un francotirador, y en el fondo no es tan distinto). Finalmente la figura de Tom Ripley, el personaje central de la película, es la que está mejor caracterizada: es el gángster encantador disfrazado de vaquero —es decir, sintetiza el western y el thriller, los dos géneros que mejor representan un pasado glorioso—, es el amigo americano, la encarnación arquetípica (iconográfica, como en el género clásico) de una forma de «vida» americana» que tenemos infiltrada en lo más profundo a través del cine. La casa en la que vive aislado está llena de los juguetes que han efectuado la gran seducción: la máquina de Coca-Cola, la máquina jukebox (de discos), la mesa de billar americano... Wenders se permite alguna pasada que otra: la primera vez que vemos a Ripley en esa casa está tumbado sobre una colcha de satén rojo, con un mono de color carne, es decir, desnudo, y exactamente en la misma postura de Marilyn Monroe desnuda en el famoso calendario. Pero sobre todo, Ripley es la figura del individualista, el «marginado» que se las arregla solo, el survivor: la viva imagen propuesta por el género del hombre sin raíces, es decir, la imagen heredera del héroe tradicional. Con sólo aparecer, Ripley convierte la película en una aventura: baste recordar la impresionante escena del tren, tan distinta a la anterior del Metro, donde Ripley se convierte abiertamente en cómplice de Jonathan, y que es una de las escenas más emocionantes —más hitchcockianas también— que se han hecho en muchos años. Pero las cosas han cambiado incluso en el coto reservado y paradisíaco de la ficción, la influencia del amigo americano se revela perniciosa, la oportunidad de jugar a «cambiar el destino» por medio de la acción (el valor motivacional de la violencia de que hablábamos, una de las premisas básicas del cine de géneros) acaba con la corrupción y la muerte de Jonathan, el seducido. En el contexto actual, el individualismo a contracorriente, la moral afirmativa de la acción se revelan como incongruentes, y esto incluso vale para el aislamiento de Ripley: su casa es un entorno existencialista que enmarca la pérdida de identidad del aventurero, una gran mansión vacía donde Ripley pregunta a su grabadora, donde Ripley se entretiene haciéndose fotos a sí mismo sobre la mesa del billar, en otra escena espeluznante. ¿Cómo reacciona Jonathan? ¿Cuál es la reacción del seducido? Pues se deja llevar. Su primera reacción al ver a Ripley en la subasta de obras de arte falsificadas {¿una alusión al sistema de mercado de Hollywood?) es clara y contundente: «Ya le conozco» —Ripley trafica con cuadros, recordemos—; es decir, su postura ante la corrupción cultural es firme. Pero cuando se le ofrece dinero por jugar a estar dentro de una película americana, cambia: en el viaje de Jonathan a París Wenders hace dos alusiones directas al personaje de Brando en el Tango. Jonathan pasa por debajo del carril elevado del Metro y grita, preparado para morir, como Brando al principio; y después Jonathan pega el chicle como Brando al morir, está dispuesto a jugársela. Los significados analógicos son aquí múltiples, pero el más claro es que le encanta representar su papel de american in Paris, le está gustando su aventura peliculera, sin saberlo aún se ha empezado a dejar seducir por los juegos que le monta Ripley (pero Wenders, y el espectador, si lo saben, y de ahí las citas, aquí tenemos un ejemplo claro de consciencia del género, aquí el héroe ya no enuncia la ficción). La relación encantador-seducido es compleja, y esa ambigüedad es la que da a la película —a las dos películas— su fuerza, pues ni Ripley es un villano bidimensional ni Jonathan una simple víctima. Más bien Jonathan le sigue con divertida complacencia, con una inercia oscura que busca la muerte, mitad inconsciente, mitad fascinadamente. Wenders dice que Jonathan le recuerda el personaje de Dirk Bogarde en Muerte en Venecia, como ya hemos mencionado: von Aschenbach representa esa misma tradición europea de vulnerabilidad ante lo vital que le atrae y le mata —conviene recordar que 30
Irónicamente, o quizá Wenders lo ha querido asi, los tres han sido especialmente machacados como «autores» y están en paro desde hace mucho tiempo.
Jonathan tiene una enfermedad de la sangre, una enfermedad de «tradición», vieja y distinguida, propia de una civilización en decadencia—. Ni uno ni otro actuarán por dinero, ni por un sentido lúdico, la compleja complicidad que se establece entre ellos (y que le cuesta la vida a Jonathan, cuando consigue liberarse, algo que no figuraba en el libro de Highsmith) convierte a El amigo americano en una obra maestra auténtica, que sabe implicar admirablemente una relación de fuerza en una relación moral. La reacción de Wenders ante el cine americano es admirablemente serena: la corrupción de Jonathan es la corrupción de la cultura americana, pero las cosas nunca son tan sencillas. Una muestra de la grandeza de Wenders es que esta metáfora doble nunca es esquemática: ni Ripley es sólo un «símbolo» abstracto, ni la relación con Jonathan tiene un tono moralista y maniqueo31. Hay una última cuestión relativa al idioma. El amigo americano es una película trilingüe (Wenders se indignó cuando se intentó hacer un aversión hablada sólo en alemán), y la diferencia de idiomas es tan significativa como en Le Mépris, por poner un ejemplo que también se refiere a la corrupción americana. El idioma universal es el inglés, es la lengua en la que se juega, igual que el idioma del cine ha sido el idioma de los géneros hollywoodenses o el de la música el de las canciones pop 32. La diferencia de idiomas hace necesario un intérprete y aquí es donde Wenders cierra el círculo y riza el rizo de su «segunda» película. El intermediario entre Jonathan y Ripley, el hombre que hace la oferta del dinero de parte de Ripley —y que acabará muerto también— es un francés, y el actor que lo interpreta es Gerard Blain, un antiguo crítico de cine convertido luego en director... Un francés que en la película habla inglés muy mal, pero que no se puede entender con Jonathan ni en francés ni en alemán, es el portavoz de la intriga americana. Pero si recordamos el capítulo que dedicamos a la política de los autores, vemos que el cine americano como «concepto» es una creación de los críticos de cine agrupados en Cahiers, que luego pasaron a directores. Ellos fueron los que efectuaron la transmisión, la oferta; el personaje de Blain es, pues, el auteurismo hecho carne, exactamente de la misma forma que en El último tango Bertolucci hizo interpretar a Jean Pierre Leaud el papel de la nouvelle vague... En buena ley, ese personaje de Blain debía haberlo interpretado Truffaut, que fue el que lo empezó todo con su renombrado artículo en 1954. Ello suturaría la complicada red de referencias y cruces que propone El amigo americano. (Incluso pienso propalar el rumor de que Wenders llegó a proponérselo a Truffaut, pero éste no pudo aceptar...) Made in US A La segunda película/reacción que vamos a examinar es también muy rigurosa en su relación referencial con el cine americano, aunque poca gente habrá tenido oportunidad de verla, dado su fugaz paso por la cartelera (debido, como ya dije, a que ésta no parece una película al estilo americano). Su repercusión crítica no ha sido tampoco excesiva, se la ha definido como un Godard menor, una continuación descuidada de Pierrot le fou, etc. Si A bout de soujfle, la ópera prima de Jean Luc Godard, estaba dedicada a la Monogram Pictures —una productora de modestas películas de género— y esa dedicatoria era un desafío y una declaración de principios ya conocidos, Made in US A apenas ocho años después está dedicada a dos de sus cineastas amados, Nick Ray y Samuel Fuller33 , pero ahora se trata de una despedida. Made in US A ocupa un lugar especial dentro de la obra de este terrorista suizo (paradoja que debe encantar a Alain Tanner), un momento que ahora podemos considerar con perspectiva. La película fue hecha como un rápido favor a Georges de Bauregard, amigo de Godard y productor de cinco de sus films, que se encontraba en un aprieto financiero. Una película de encargo, pues, pero libre de imposiciones. Partiendo de un guión prescindible, y basándose más en la estructura de «agresión» de The big sleep34, con la necesidad de hacerla rápidamente aunque como quisiera, sin sentir la tensión de tener que ofrecer «la última obra» de Godard, éste se encontró trabajando en muy parecidas condiciones que los directores
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Aquí encontramos, en múltiple resonancia, otra de las mejores premisas del cine del género negro: hacer a la figura que encarna el mal muy atractiva, como recomendaba el maestro, Hitchcock.
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Que Wenders usa mucho en sus películas, y aquí en El amigo americano de una forma feroz: cuando su mujer viene a reclamarle a Ripley que le devuelva su marido, éste le responde que debe conducir, Jonathan entonces rompe a cantar suavemente «baby you can drive my car»...
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Que aparecen en El amigo americano como gángster... Este capítulo me está quedando muy simétrico.
Habría que contar ahora la archifamosa anécdota de que ni el autor de la novela base (Chandler), ni el director de la película (Hawks), ni, por supuesto, el detective (Bogart/Marlowe) tienen la menor idea de quién mata a uno de los numerosos cadáveres que van apareciendo a lo largo del film...
americanos de serie B a los que tanto había admirado: pudo sentirse desafiado a producir grace under pressure haciendo un oscuro thriller. El rodaje fue simultáneo a los preparativos para Deux ou trois choses que je sais d'elle, que se presentaba como la «nueva» película de Godard, donde éste se separaba ya irreversiblemente de las películas de ficción. Al no ser Made in USA, pues, una declaración, se encontró libre para experimentar —aún más— y solucionar algunas cuestiones que tenía pendientes, antes de pasar a la nueva etapa. Así pues, el contexto del film es una especie de acotación final a la etapa anterior: aprovechando la ocasión que se le ofrece, es el momento de ver la última vez que Godard se las entiende con la ficción. Es el ajuste de cuentas con el argumento de género, el fin de la fascinación ameri' cana. A partir de ahora, sus personajes no volverán a llevar gabardina, sombrero de ala y revólver, en la tradición bogartiana de Jean Paul Belmondo (A bout de souffle), Michel Piccoli (Le Mepris), o Eddie Constantine (Alphaville)35. Es el final de la escapada, el primer punto álgido del desencanto de un autor inicialmente obsesionado por el cine americano, que fue sin embargo cuestionando progresivamente la ideología implícita en sus temas, y que acabó rompiendo tanto estética como éticamente con todas sus formas de expresión. Y, por extensión —y quizá principalmente—, esto significa la ruptura también con el argumento de ficción. O, por utilizar una frase que podría pasar perfectamente por apócrita de Godard, romper con el cine que se apoya en la historia para hacer un cine que se centra en la Historia. No parece en absoluto casual que el film en que se produce esta ruptura se llame Made in USA. ¿Cómo la cumple? Si examinamos lo que Godard hace en esta película, aunque sería más apropiado decir lo que le hace a esta película, encontramos toda una mediación formal que no es nueva en él, aunque aquí está exacerbada: si Godard siempre piensa un film a la vez que lo hace, en Made in USA está pensando en voz alta. Composición visual desaforada, rayando en el arte pop; tratamiento orgánico de la banda sonora; un llevar al límite las «posibilidades» del sistema del punto de vista, es decir, usando un montaje nada funcional; una interacción, o mejor disputa, constante entre la banda sonora y la imagen, hasta tal extremo que aquí podemos decir rigurosamente que la lectura del film es el resultado de la resta de ambas. Por fin, es la última vez que el estilo godardiano es discontinuo, después de esta atomización (que después incorporará al interior del plano gracias al video, en Número Deux, 1975) en adelante utilizará preferentemente el plano secuencia y los célebres barridos con los que pretenderá abolir el placer burgués de mirar el cine, así como la representación burguesa del espacio. Pero esta estructura de la desorientación en que consiste Made in US A no es en absoluto una novedad. Lo que sí lo es que el formidable aparato diseccionador de Godard centra ahora su beligerancia en la función asignada al argumento, la última expresión que se cuestiona, y la que se cuestiona peor, de cierta concepción del cine como representación de la realidad. Por esto, Made in US A puede parecer también un ajuste de cuentas con el espectador... Godard utiliza una excusa (The big Sleep, Kiss me deadly, incluso la novela en que se basa el guión), y también utiliza una historia llena de intercalaciones poéticas, políticas y alusivas al cine americano (sólo que aquí, como en la novela Rayuela, son las digresiones las que estructuran el texto). Pero nunca ha habido tal separación entre «argumento» y discurso: estamos muy errados si suponemos que el «tema» viene de coger un momento del discurso de la ideología americana para romperlo desde dentro, haciendo que esa ideología ocupe el lugar del villano —algo así haría en Vento dell'este, tres años más tarde, pero ya fuera de la narración: la había «liquidado» en este ajuste de cuentas a la americana entre él y el argumento de ficción. No, en Made in US A el argumento ya no funciona estructurando el film: nos encontramos ante una historia rota, triturada, de la que se pierden y retoman atisbos, según una rítmica y unas variaciones impuestas por el discurso real, nunca por la narrativa. Este discurso —los pasos finales para abolir el marco de la ficción lineal— tiene una estructura necesariamente discontinua, condición esencial para no subordinarse, no dejar hablar al discurso del argumento lineal. Esto tiene obviamente un efecto desorientador, en cuanto, como diría Noel Burch, el argumento aquí es un eje lateral, un andamio de los que se requieren para construir una casa, y que al terminarla se quita. La obra terminada aquí no es el argumento, éste sólo ha servido para apoyar su construcción, lo que pasa es que Godard deja el andamio puesto (Hichcock tendría algo que decir al respecto). Pero si pensamos que se nos está intentando contar algo, notaremos que nos quitan el suelo bajo los pies. 35
Esto es un ejemplo de consciencia implícita de las convenciones del género (consciencia explícita serían los remakes que hizo Hawks de sus «Ríos»), que supongo que inspiraría a Peter Falk para componer su personaje de Calumbo. Otro ejemplo de consciencia implícita es el comportamiento de la pareja de A bou» de s o u f f l e : mientras el personaje de Jean Seberg no sabe que está en un film y nunca se percata del potencial del papel que está representando, el personaje de Belmondo hace lo posible por morir en la tradición heroica que ha aprendido en los gángster füms, y corre esperando que la cámara trace tras él un hermoso travelling.
Lo que he separado laboriosamente en el análisis no se presenta separado en la película. Es cierto que la «mediación» formal hace incomprensible el argumentó pues lo sobrepasa, pero también lo es que Godard ha elegido un tipo de historia y un tipo de género que admite o exije la oscuridad y la fragmentación (que admite o exige, pues, una estructura de encuesta o de collage). Y si la ideología refracta los hechos que decide mostrar en el discurso de ficción, aquí Godard se cubre las espaldas: en efecto, ha encontrado una coartada a esa ininteligibilidad al modelar su historia sobre affaires como el de Ben Barka o el de Kennedy (como dice el director Arthur Penn sobre parecida dificultad de entender su película Night Moves, «tampoco se entiende el argumento de Watergate»), la confusión en el argumento de ficción no es más que un reflejo —y un síntoma— de la oscuridad del mundo moderno, simplemente ya no se entiende lo que pasa. Este existencialismo realista es el contexto en que Godard arropa su film: la historia lineal del siglo XIX no puede seguir siendo consistente y acabada, su confusión actual reproduce la versión oficial «discontinua» de la realidad. Por otra parte, el astuto autor se permite colocar un falso final y un epílogo bastante impresionantes como si aquí no hubiera pasado nada.
FUENTES Andrew Sarris, The american cinema, 1968. Bill Nichols, Movies and methods, 1976 (apartado «Genre criticism*). Colin McArthur, Underworld US A Leo Braudy, The world in a frame, 1976. E Ann Kaplan, Women in film noir, 1978. Lawrence Alloway, Violent America: the movies 1946-1964, 1969. Andrew Tudor, Theories o f film, 1973. Paul Schrader, The film noir, FILM COMMENT, 1972. John Baxter, Hollywood in the sixties, 1972. Diane Jacobs, Hollywood Renaissance, 1977. Robin Wood, Smart-ass & Cutie-pie, MOVIE 21. James Monaco, How to read a film, 1977. Thomas Elsaesser, The pathos of failure, MONOGRAM 6. Crhistian Metz, Ensayos sobre la significación en el cine, 1968. William Paul, Hollywood Harakiri, FILM COMMENT, March/April, 1977. ÌNDICE
INTRODUCCIÓN LA POLÍTICA DE LOS AUTORES El director y la plusvalía La plusvalía del crítico Evolución LA POLÍTICA DE LOS GÉNEROS Sobre la definición del género Análisis formal y textual Conclusión provisional EL NUEVO CINE AMERICANO El sistema de producción El «nuevo» Hollywood El «viejo» Hollywood La transformación de los géneros Vieja narrativa, nuevo realismo Algunos films UNA DISCRETA VIOLACIÓN: LOS SÍNTOMAS. El amigo americano Made in USA FUENTES