El Nazismo. Preguntas clave
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P R E T É R I TA

El nazismo. Preguntas clave IAN KERSHAW (Ed.)

1. La Segunda República española y las izquierdas Francisco Márquez Hidalgo 2. Mario Onaindia (1948-2003) Fernando Molina Aparicio 3. Alejandro Magno Pierre Briant 4. El nazismo. Preguntas clave Ian Kershaw (Ed.)

4 IAN KERSHAW (Ed.)

Ninguna ideología ha suscitado tantos debates y controversias como el nazismo. Este libro propone un punto de vista original sobre los orígenes del Tercer Reich. ¿Cómo llegó Adolf Hitler al poder? ¿El gran capital apoyó a Hitler? ¿Explica la propaganda el éxito del nazismo? ¿Era Goebbels un genio? ¿Todos los alemanes eran nazis? ¿Estaba el antisemitismo en el centro del sistema? ¿Era el Führer un dictador absoluto? ¿Cumplió el Tercer Reich sus promesas sociales? ¿1938: el cambio? El lector encontrará en estas páginas las respuestas a todas estas preguntas a través de textos elaborados por grandes especialistas como Ian Kershaw, Philippe Burrin, Saul Friedländer, etc.

El nazismo. Preguntas clave

P R E T É R I TA

El nazismo Preguntas clave IAN KERSHAW (Ed.)

P R E T É R I TA

EDITORIAL BIBLIOTECA NUEVA COLECCIÓN PRETÉRITA www.bibliotecanueva.es

IAN KERSHAW

Ian Kershaw (Oldham, Lancashire, Inglaterra, 1943), historiador británico destacado por sus biografías de Adolf Hitler, recibió educación en el St Bede’s College, Manchester y las universidades de Liverpool y Oxford. Comenzó como medievalista, pero en la década de los 70 se volcó sobre el estudio de la historia alemana. Es catedrático de Historia Moderna en la Universidad de Sheffield y el discípulo más importante del historiador de la RFA Martin Broszat.

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ISBN 978-84-9940-482-0

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Traducción: Cristina Gutiérrez Iglesias

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grupo editorial siglo veintiuno siglo xxi editores, s. a. de c. v.

siglo xxi editores, s. a.

CERRO DEL AGUA, 248, ROMERO DE TERREROS,

GUATEMALA, 4824,

04310, MÉXICO, DF

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ALMAGRO, 38,

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28010, MADRID, ESPAÑA

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editorial anthropos / nariño, s. l. DIPUTACIÓ, 266,

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[Le nazisme en questions. 1933-1939. Español] EL NAZISMO : Preguntas clave / Ian Kershaw et al. ; traducción del francés por Cristina Gutiérrez Iglesias.- Madrid : Biblioteca Nueva, 2012. 1. Ideologías políticas 2. Historia de Europa 3. Derecho internacional I. Ian Kershaw II. Saul Friedländer III. Cristina Gutiérrez Iglesias 329 jpf 940 HBJD 341 LB

Diseño original de colección Carla López Bauer | mitaymita

Título original: Le nazisme en questions. 1933-1939

© Los autores, 2012 © Librairie Arthème Fayard, 2012 © Editorial Biblioteca Nueva, S. L. Madrid, 2012 Almagro, 38, 28010 Madrid www.bibliotecanueva.es [email protected] COLECCIÓN PRETÉRITA ISBN: 978-84-9940-483-7

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y sigs., Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos (www.cedro.org) vela por el respeto de los citados derechos.

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Índice -------------

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I.—¿CÓMO LLEGÓ HITLER AL PODER? -----------------------------------------

El irresistible ascenso de un cabo austríaco, Serge Berstein ----------------------------------------------------------------------Las SA: sus secuaces, Jacques Droz -----------------------------¿El gran capital apoyó a Hitler?, Henry Rousso ---------Y el monstruo empezó a fascinar, entrevista con Ian Kershaw ----------------------------------------------------------------II.—¿EXPLICA LA PROPAGANDA EL ÉXITO DEL NAZISMO? --------------------

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La escenificación de una ideología, Henri Burgelin ----¿Era Goebbels un genio?, Fabrice d’Almeida --------------

63 65 81

III.—¿TODOS LOS ALEMANES ERAN NAZIS?, Philippe Burrin -------------

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IV.—¿ESTABA EL ANTISEMITISMO EN EL CENTRO DEL SISTEMA? ------------ 101

¿Todo estaba ya escrito en Mein Kampf?, Saul Friedländer -------------------------------------------------------------------- 103 Un best seller de los años 30, Henry Rousso --------------- 113 La visión del mundo de Hitler, Philippe Burrin ---------- 119 V.—¿ERA EL FÜHRER UN DICTADOR ABSOLUTO? ----------------------------- 125

El Führer en el sistema nazi, Philippe Burrin ------------- 127 Las SS, ¿un pilar del régimen?, Marlis G. Steinert ------- 143 EL T ERCER R EICH SUS PROMESAS SOCIALES ?, Hans Mommsen -------------------------------------------------------------- 157

VI. —¿C UMPLIÓ

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Índice

VII.—¿1938: EL CAMBIO? --------------------------------------------------------- 169

1938: el año de Adolf Hitler, Philippe Burrin -------------- 171 La Noche de Cristal: relato de un pogromo, entrevista con Saul Friedländer ----------------------------------------------- 181 ¿Por qué las democracias no entendieron nada?, JeanPierre Azéma ---------------------------------------------------------- 187 N OTA

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SOBRE LOS AUTORES

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I ¿Cómo llegó Hitler al poder? ------------------

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El irresistible ascenso de un cabo austríaco Serge Berstein

El 30 de enero de 1933, una muchedumbre silenciosa se aglutina en las calles próximas a la cancillería de Berlín. Espera el final de las airadas discusiones que enfrentan, en torno al mariscal Hindenburg —presidente del Reich—, a los dirigentes nacionalistas von Papen y Hugenberg contra el jefe del partido nazi, Adolf Hitler. Lo que está en juego es la formación de un gobierno de coalición dirigido por este último, quien no acepta que sus rivales recorten sus atribuciones. Por una ventana del edificio cercano al Kaiserhof, donde se encuentran los dirigentes nazis, Ernst Röhm —jefe de la SA (Sturmabteilung, milicia armada de los nacional socialistas)— acecha ansiosamente la salida del Führer. Poco después del mediodía estallan los aplausos. Hitler sale de la cancillería, baja la escalinata de la entrada y se precipita hacia su coche. Es canciller del Reich alemán. Acaba de tener lugar el acto decisivo de una toma de poder. ¡Cuánto camino recorrido desde aquel día de septiembre de 1919 en el que el cabo austríaco, ofendido por la derrota del Reich y convertido en confidente del departamento político del ejército, se afilia al grupúsculo que constituye aún el «Partido Obrero Alemán» (DAP)! Toma rápidamente las riendas, lo dota con el periódico Völkischer Beobachter (El observador del pueblo), le proporciona una bandera, un programa compuesto por 25 puntos centrados en el racismo y reúne en torno a él a un pequeño núcleo de fieles, pero no consigue convertirlo

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en una auténtica fuerza política. Como quedará reflejado en noviembre de 1923 cuando, aprovechando los disturbios que agitan a Alemania, intenta un golpe de Estado en Múnich con el propósito de marchar sobre Berlín para expulsar al gobierno «rojo» del que forman parte los socialistas y establecer una dictadura nacional. Sin embargo, aunque se había cobijado tras el prestigioso general Ludendorff, mando del Estado Mayor alemán durante la guerra y al que confió la dirección de las tropas, Adolf Hitler fracasa. El ejército y la policía bávara requeridos por Karh, comisario general del Estado de Baviera, acaban por la fuerza con el «golpe de Estado de la Cervecería», en el que Hitler había conseguido, en un principio, obligar a los dirigentes bávaros a aceptar el gobierno que él proponía. Hitler y Ludendorff son detenidos y el jefe del Partido Nacional Socialista es condenado a cinco años de reclusión en la fortaleza de Landsberg. Salió liberado al cabo de nueve meses, los cuales aprovechó para escribir su Mein Kampf. De esta primera experiencia abortada, Hitler obtiene un indiscutible prestigio y se presenta como un patriota íntegro que ha sido víctima de la pusilanimidad de las autoridades bávaras. Ahora puede presumir de haber aumentado su número de seguidores y de haberse convertido en un personaje de la escena política. Durante las elecciones de mayo de 1924, el bloque «popular» (Völkisch) de los partidos racistas a los que se adhirió el partido nazi, obtiene 2 millones de votos y consigue 32 escaños, a pesar de que Hitler, entonces recluido e inelegible, puesto que es austríaco, haya manifestado intensamente sus reservas a propósito de esta participación en el juego electoral. No obstante, al comparar el fracaso del golpe de Estado de la Cervecería con el éxito que Mussolini —su modelo en esa época— obtuvo en Italia, en octubre de 1922, Hitler llega a la conclusión de que la toma del poder no debe realizarse mediante la fuerza, sino involucrando a los poderes establecidos. Desde su salida de la cárcel en diciembre de 1924, se dedicará a preparar esta estrategia. Sin embargo, la estabilización de la situación

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política alemana a partir del verano de 1924, el restablecimiento del equilibrio monetario y económico y la normalización de las relaciones que Alemania mantiene con los otros países del mundo, en definitiva, la vuelta de la prosperidad, sitúan a formaciones extremistas como el partido nazi en el punto más bajo. En las elecciones de diciembre de 1924, los nazis y sus aliados obtienen menos del 3 por 100 de los votos, y en las de mayo de 1928 descienden al 2,6 por 100. Al mismo tiempo, dicha marginalización libera a Hitler de la competencia de los líderes parlamentarios que le hacían sombra, empezando por el dirigente nazi de Berlín, Gregor Strasser. Desde este momento puede forjar el instrumento de su próxima victoria reorganizando el Partido Nacional Socialista Obrero Alemán, el NSDAP, nombre que sustituyó en agosto de 1920 por el de Partido Obrero Alemán (DAP), alejado de cualquier preocupación inmediata de poder. En el NSDAP, Hitler formula, ante todo, una ideología más conforme a sus opiniones personales que el programa de 25 puntos de 1920, obra colectiva cuyas secciones anticapitalistas reflejaban más las ideas del ingeniero Gottfried Feder que las suyas propias. Por el contrario, Mein Kampf es un libro confuso, denso, mal redactado, plagado de digresiones, desordenado e indigesto en el que se mezclan las ideas de Darwin, Gobineau y Houston Stewart Chamberlain. La obra es, en realidad, un programa de gobierno, lo que ningún lector podía sospechar cuando se publicó el libro, construido en torno a la teoría racista sobre la que Hitler basa su concepción del mundo, su Weltanschauung. Paralelamente, Hitler se dedica a la reorganización del partido nazi, que había sido reducido a veintisiete mil afiliados a su salida de la cárcel. Reorganización que fue llevada a cabo según un principio que él expondrá en 1936: «Hemos comprendido que no basta con derrocar el viejo Estado, sino que antes es necesario implantar un nuevo Estado que tendremos, por así decirlo, bajo la manga.»

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Hitler transforma el partido nazi a la vez en un partidoEstado y en un partido-sociedad, plasmando de esta manera, mucho antes de la toma del poder, su visión totalitaria. En la esfera política, la organización territorial del NSDAP (dividido en regiones, Gaue, que a su vez se dividen en distritos, Kreise) es un calco de las circunscripciones electorales del Reich, con la salvedad de que en la cumbre, dos organismos: el PO I (Organización política núm. 1, dirigida por Gregor Strasser) y el PO II (Organización política núm. 2) poseen, respectivamente, las funciones de minar el poder vigente y de conformar un auténtico shadow cabinet que cuente con secciones especializadas correspondientes a ministerios. En lo que se refiere a la esfera social, el partido nazi multiplica las organizaciones destinadas a encauzar a todos los grupos de población: jóvenes (Juventudes Hitlerianas, creadas en 1926 para jóvenes de entre quince y dieciocho años, Liga de los Escolares Nazis, etc.), mujeres (Liga de Jóvenes Alemanas, Liga de Mujeres Alemanas), grupos socioprofesionales (Liga de Estudiantes, grupos de abogados, juristas, médicos, profesores, funcionarios, periodistas, intelectuales, artistas, etc.). En 1929 Hitler ha conseguido consolidar su partido y lo ha convertido en el instrumento eficaz que deseaba. No obstante, en esa fecha, el NSDAP carece de una ideología sólida, ya que no supera los ciento setenta y ocho mil simpatizantes. La doble crisis, económica y política, que sufre Alemania a partir de esta fecha pone fin a la cruzada del desierto del NSDAP que dura desde el año 1924. La coyuntura contribuye a crear un partido de vocación totalitaria forjado por Adolf Hitler desde su salida de prisión. La larga espera por la toma del poder llega a su fin. La crisis alemana es una crisis de Estado antes que una crisis económica importada de América. No obstante, la conjunción de estos dos fenómenos alimenta el nazismo incipiente, lo cual favorece el desarrollo de una violencia en las calles con las SA como protagonistas. El origen de la crisis del Estado reside en

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la victoria de la izquierda en las elecciones de mayo de 1928, que conduce a la cancillería al socialista Hermann Müller. A pesar de su moderación, el gobierno de «gran coalición» agrupa a centristas, su presencia en el poder resulta insoportable para el entorno ultraconservador del presidente Hindenburg: su hijo Oskar, los generales Gröner y Schleicher, etc. La derecha alemana encuentra un arma que utilizar contra él en la firma del plan Young, en agosto de 1922, que regula el pago de las reparaciones debidas por la Alemania de Weimar a los aliados tras la Primera Guerra Mundial. Reducidas en un 17 por 100, estas reparaciones se pagarán en cincuenta y nueve plazos anuales, y Alemania se librará de todo control y de toda hipoteca. Las zonas ocupadas de Renania deberán evacuarse antes de junio de 1930. Esto representaba un gran éxito para el gobierno y para el ministro de Asuntos Exteriores, Stresemann, lo que no impidió que los nazis y los nacionalistas —contrarios al principio mismo de las reparaciones— iniciaran, durante el verano de 1929, una violenta campaña contra el plan Young y exigieran la convocatoria de referéndum a la población para anular el tratado. Con este propósito, Hugenberg, jefe del Partido Nacional Alemán —vinculado al mundo de los negocios— financia una serie de reuniones en las que Hitler es el principal orador. El proyecto de referéndum fracasará, pero Hitler adquiere en esta ocasión un público nacional. En este ambiente de tensión, Hindenburg declara la crisis del Estado en marzo de 1930. Sirviéndose de un pretexto de poca importancia, obliga al canciller Müller a dimitir y llama al poder a Heinrich Brüning, jefe de la fracción parlamentaria del Centro Católico (Zentrum), un conservador que forma un ministerio muy orientado hacia la derecha. Sin embargo, dicho gobierno, que no dispone de mayoría en el Reichstag (Parlamento), se encuentra en minoría desde julio de 1930. Brüning solicita al Presidente que disuelva el Reichstag, con la esperanza de que una nueva consulta electoral le proporcione la mayoría conservadora que anhela profundamente. En

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realidad, Brüning está jugando con fuego al proponer nuevas elecciones en un momento en que la crisis inunda Alemania. El contexto político favorece, en septiembre de 1930, el ascenso de los partidos extremistas, reacios a la República, nazis (6,5 millones de votos y 107 escaños) y comunistas (4,5 millones de votos y 77 escaños). Ante la imposibilidad de obtener la mayoría, Brüning se ve obligado a gobernar apoyándose en los poderes excepcionales que el artículo 48 de la Constitución confiere al Presidente del Reich, Hindenburg. El gobierno pasa de parlamentario a presidencial. A esta situación política se suma la coyuntura socioeconómica. Nacida de la retirada de los capitales americanos tras el crack de 1929, que provoca la quiebra del sistema bancario alemán, la crisis azota de lleno al país a partir de diciembre de 1930, lo que origina la caída de una producción fuertemente racionalizada y la quiebra de numerosas empresas. En diciembre de 1931, el número de desempleados totales alcanza los seis millones, a los que hay que añadir ocho millones más de parados parciales que perciben sueldos reducidos a la mitad. Para combatir la crisis, Brüning practica una política de deflación severa que hace que reine la austeridad, reduce la ayuda al desempleo y disminuye las prestaciones sociales. La miseria que conoce el país contribuye a la radicalización política. Nacionalistas y nazis constituyen, en octubre de 1931, en contra de la política de Brüning, el «Frente de Habsburgo», formado por los nacionalistas de la liga del «Casco de Acero» (Stahlhelm), las SA (milicias de Hitler), los grandes productores agrícolas, los dirigentes de las asociaciones de antiguos combatientes liderados por un ramillete de almirantes y de generales, hombres de negocios (entre ellos Schacht, presidente de la Reichsbank [Banco Central Alemán] de 1923 a 1930, que salvó el marco de la hiperinflación, y el patrón de la firma siderúrgica Thyssen), dos hijos del rey Guillermo II, etc. Esta coalición de extrema derecha participa, a su pesar, del juego de Hitler, cuya potencia electoral y parlamentaria lo sitúa

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desde ahora como un personaje de primer orden en la escena política nacional. Hitler se opone a la prórroga de los poderes del presidente Hindenburg (que habría necesitado dos tercios de los votos en el Reichstag, lo que suponía el acuerdo de los nazis) y en marzo de 1932 se presenta contra él a la presidencia del Reich. Aunque fracasa en la segunda vuelta, el 10 de abril de 1932, ha conseguido aglutinar en torno a su nombre 13,4 millones de votos, lo que duplica los sufragios obtenidos en 1930. Al aplastar a la derecha tradicional, el nazismo se posiciona entonces como candidato a la herencia de la República de Weimar. Desde ese momento, la hipoteca nazi, reforzada ahora por las elecciones a los Landtage (dietas de los Estados federados) de abril de 1932, en las que los nazis se sitúan al frente en todos los lugares, salvo en Baviera, se convierte en el problema primordial de los últimos gobiernos republicanos. Uno tras otro, los cancilleres van a fracasar. En primer lugar, Brüning, que intenta, en abril de 1932, disolver las milicias nazis SA y SS (Schutzstaffel, «escuadrón de protección»). Dividido entre las protestas generalizadas de los nazis y las del ejército, que ve en las SA un grupo militar camuflado, Brüning se ve obligado a retroceder. Abandonado por el mundo de los negocios y debilitado, se retira en mayo de 1932 bajo la presión del hijo del Presidente, Oskar von Hindenburg, el día en que pretende establecer un control de las subvenciones concedidas a los productores agrícolas del este. Hindenburg se ve forzado a gobernar con miembros de su entorno a falta de dirigentes de los grandes partidos a los que ha apartado sucesivamente. Los dos últimos cancilleres de la República de Weimar serán Franz von Papen y el general von Schleicher. Aristócratas, relacionados con los productores agrícolas y con medios industriales y amigos en el ejército, son hombres de demasiado poco peso como para ejercer una auténtica autoridad. Por otra parte, se encuentran paralizados por sus ambiciones encontradas.

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Papen intenta primero desarmar el Frente de Habsburgo dando garantías a los conservadores y tratando de dominar a los nazis. Para ello disuelve el Reichstag, levanta la prohibición de las SA, anuncia una reducción de las prestaciones sociales y un plan de ayuda a la gran industria; destituye, junto con el ejército, al gobierno socialista del Land de Prusia y obtiene en Lausana la anulación de las reparaciones. Pero las elecciones al Reichstag del 31 de julio de 1932 suponen un desastre para él. Los partidos que se oponen a su política (socialistas, Centro Católico, comunistas) se mantienen o progresan, mientras que la derecha tradicional, con la que él contaba, se desploma y los nazis registran un nuevo aumento (13 779 999 votos, es decir, 37,3 por 100 de los sufragios expresados, y 230 escaños). Además, Adolf Hitler hace saber que se niega a entrar en todo gobierno del que no sea canciller. La situación se vuelve insostenible. El país, sometido al terror de las SA, se encuentra en estado de guerra civil larvada. En el Reichstag, donde el nazi Hermann Göring ha sido elegido presidente, el canciller no dispone más que de unos cuarenta diputados. Para salir del atolladero y sin haber podido dominar al partido nazi, Papen lleva a cabo una nueva disolución con la esperanza de hacer retroceder a Hitler. Su cálculo no es completamente erróneo. En noviembre de 1932, los nazis pierden dos millones de votos y una treintena de escaños. Sin embargo, la derecha tradicional progresa lentamente, mientras que el avance del comunismo espanta al mundo de los negocios. No habiendo logrado dominar a los nazis ni destruirlos, Papen propone a Hindenburg modificar la Constitución con miras a crear un Estado fuerte pero, ante la negativa de este, dimitirá en noviembre de 1932. Schleicher, que sucede a Papen, intenta a su vez destruir al partido nazi separando a los políticos, como Gregor Strasser, al que espera integrar en el juego parlamentario y en las coaliciones, de los alborotadores. Sin embargo, la dimisión de Strasser

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del NSDAP no conlleva la escisión esperada. Finalmente, las veleidades sociales de Schleicher, que aspira a conciliar a socialistas y a sindicalistas, le hacen granjearse la hostilidad del mundo de los negocios y de los productores agrícolas. Además, tiene que lidiar con la vindicta de Papen, que no le perdona haberle vencido. La hora de Hitler ha llegado. Desde su éxito electoral de 1930, Hitler prepara metódicamente su llegada al poder. Sabe que no tiene nada que temer de una izquierda profundamente dividida, pues los socialistas detestan el comunismo y al Partido Comunista, según el análisis de la III Internacional, que considera, en la «táctica clase contra clase», que el adversario principal es la socialdemocracia y no el fascismo, último sobresalto de un capitalismo agonizante. Su poder parlamentario, los resultados electorales y la violencia que mantienen en las calles las SA, solo son para Hitler medios de presión. Desde 1923 está convencido de que las tres claves del poder son el ejército (la Reichswehr), el mundo de los negocios y el Presidente del Reich, por lo que concentra sus esfuerzos en estos tres frentes. Aunque comparten la idea de que es necesario eliminar el diktat (tratado impuesto) de Versalles y volver a hacer de Alemania una gran potencia militar, los nazis y el ejército están separados por los métodos y el origen social de sus miembros. El ejército, dirigido por aristócratas formados en las tradiciones de la Alemania de Guillermo I y Guillermo II, a finales del siglo XIX, desconfía de los alborotadores y de los demagogos nazis, que además han intentado infiltrarse en él. En 1930, Hitler va a levantar la hipoteca al declarar como testigo durante un juicio en Ulm, en el que se acusa a tres oficiales de haber pretendido formar grupos nazis en sus unidades. Hitler desmiente formalmente sus actos y rinde un solemne homenaje a la Reichswehr. Desde ese momento se acelera el acercamiento entre Hitler y los generales. Algunos de ellos, como es el caso del general Blomberg, que controla la región de Prusia oriental, le prometen su colaboración si llega a ser canciller.

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En lo que respecta a las cuestiones más importantes, Hitler, que habrá desaprobado durante mucho tiempo los artículos anticapitalistas de los 25 puntos de su programa de 1920, acepta la propiedad privada y rinde homenaje a los grandes capitanes alemanes de la industria. En plena crisis económica, vuelve a ofrecer garantías a estos empresarios excluyendo del partido en 1930 a Otto Strasser, hermano de Gregor, que había respaldado una huelga de mineros. Dos hombres permiten a Hitler introducirse en el mundo de los negocios: el banquero Schroeder —que se encarga del programa económico del partido y organiza en Düsseldorf, en enero de 1932, una reunión entre los dirigentes de la gran industria y Hitler, quien les ofrece garantías en cuanto a sus proyectos y les promete relanzar la economía mediante el rearme si llegara al poder—, y Schacht, quien toma en noviembre de 1932 la iniciativa de enviar una carta al presidente Hindenburg aconsejándole nombrar canciller a Hitler, carta que hizo firmar a todos los grandes nombres de la industria alemana. Finalmente, Hitler aprovechará una mediocre intriga urdida por Papen. Deseoso de vengarse de Schleicher, el canciller vencido se reúne con Hitler en Colonia el 4 de enero de 1933, proponiéndole formar un gobierno común en el que el jefe nazi sería canciller y él mismo vicecanciller. En los días siguientes pone de su parte a Hugenberg y a los hombres del «Casco de Acero» (SA). Ahora puede presumir ante Hugenberg de haber encontrado la solución que permitiría a la vez «dominar a Hitler» y obtener el apoyo de la Reichswehr. Es esta solución la que triunfa el 30 de enero de 1933, cuando el ministerio Hitler-Papen presta juramento ante el Presidente. Hitler ha llegado a la cancillería mediante las prácticas constitucionales que se utilizaban desde 1930, es decir, designado por el Presidente del Reich. Dieciocho meses más tarde, en agosto de 1934, habrá convertido en dictadura este ejercicio legal del poder. Y, sin embargo, durante algunas semanas, el jefe del partido nazi se muestra conciliador. Sus amigos son minoría en un

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gobierno en el que los conservadores tradicionales se llevan la mejor parte. Además de él mismo, los únicos nazis que poseen carteras son Göring, en el Ministerio del Aire, y el doctor Frick, en el Ministerio de Asuntos Interiores (los poderes propios de la policía seguían siendo competencia de los ministros del Interior de los länder). Es cierto que Göring se instaló en el Ministerio del Interior de Prusia, un Estado que representa las tres quintas partes del Reich. No obstante, Papen, que desconfiaba de él, se hizo nombrar comisario de Estado. Asimismo, Hitler cultiva con complacencia el mito de la «recuperación nacional» de la Alemania tradicional, principal argumento de los discursos de Hindenburg y de Papen. Multiplica también las profesiones de fe cristianas. Así, el 21 de marzo asiste a una ceremonia en la iglesia de la Guarnición de Potsdam —lugar de gran relevancia del militarismo prusiano— en compañía de Hindenburg y de varios generales vestidos de uniforme, diputados nazis con camisas pardas, miembros del Partido Nacional Alemán y miembros del Centro Católico. En presencia del Kronprinz (príncipe heredero), representante del Kaiser (al que se le había reservado un asiento vacío), el canciller vestido de chaqué se inclina ante el Presidente tras haber pronunciado un discurso en el que exalta la unión entre los «símbolos de nuestra antigua grandeza y de nuestra nueva potencia». Mientras tranquiliza con palabras e ilusiones a los aliados que necesita, realiza la acción concreta que le permite implantar una dictadura. Recién elegido, Hitler ha solicitado y obtenido de Hindenburg la disolución del Reichstag. Así, sirviéndose del abundante dinero que le ha facilitado el mundo de los negocios (Schacht acumuló de entrada tres millones de marcos de los industriales), el partido nazi realizará una campaña de propaganda masiva orquestada por Goebbels, que se asegura tener el control de la radio de Estado y multiplica las reuniones de masas. Para intimidar al adversario, Hermann Göring recurre a la policía prusiana en la que ha colocado como mandos a oficiales de las SA y SS, y que tienen por consigna atacar especialmente

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a los marxistas. Además, una policía auxiliar de cincuenta mil hombres reclutados en los entornos nazis prohíbe que se celebre en Prusia la más mínima reunión que no sea nazi. Hitler se sirve hábilmente de un acontecimiento muy oportuno para asentar su autoridad. Durante la noche del 27 de febrero, el Reichstag se incendia y es detenido un joven neerlandés encontrado en el edificio, llamado Van der Lubbe, que se declara comunista. Göring encarcela inmediatamente a los dirigentes del Partido Comunista, cuatro mil miembros permanentes y el búlgaro Dimitrov, secretario general del Komintern, presente en Alemania. Su juicio, celebrado en Leipzig tras las elecciones, les permite demostrar sin demasiado esfuerzo que son inocentes. Además, existen importantes sospechas que hacen pensar que el incendio es obra de los mismos nazis. Sin embargo, bajo el efecto de la emoción suscitada por el acontecimiento, Hindenburg acepta firmar el 28 de febrero el «decreto sobre la protección del pueblo y del Estado» que constituye la primera base legal de la dictadura nazi. Se suspenden las libertades individuales; el gobierno del Reich puede ejercer plenos poderes en los Länder si lo cree necesario; se castiga con pena de muerte la traición, el sabotaje o el envenenamiento, así como la alteración del orden público. Hitler ha conseguido obtener atribuciones excepcionales de la policía y, al mismo tiempo, hacer creíble su discurso sobre el complot comunista que amenazaba el país. En este contexto no hay por qué extrañarse de que las elecciones del 5 de marzo de 1933 resultaran ser un éxito para los nazis. Obtienen más de 17 millones de votos (lo que representa un 44 por 100 de los sufragios) y conquistan 288 escaños de 640. Sin embargo, aun contando con los nacionales alemanes (52 escaños), solo alcanzan la mayoría simple y no la mayoría cualificada, la de los dos tercios, que resulta indispensable para poder modificar la Constitución. Para alcanzarla, Hitler debe conseguir a los diputados del Centro Católico. En esta tarea, recibe la ayuda de la Santa Sede, con la que los nazis negocian

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un concordato que se acaba firmando en 1933 y que invita al Partido Católico a la flexibilidad. A cambio de la promesa (que nunca será cumplida) de suspender el decreto del 28 de febrero, los diputados del centro unen sus votos a los de los nazis y los nacionales alemanes para votar, el 23 de marzo de 1933, el Acta de Habilitación que otorga a Hitler plenos poderes. El gobierno puede desde este momento legislar durante cuatro años sin la colaboración del Reichstag. Las leyes que promulgue pueden no ser conformes a la Constitución y deben redactarse por el propio Hitler. Solo Otto Wels, jefe del grupo parlamentario socialista, tuvo el valor de protestar, a pesar de los violentos gritos de los diputados nazis y de las SA en los pasillos, contra un texto que convierte a Hitler en un dictador legal. Dueño del poder, ahora puede llevar a cabo en Alemania la «revolución nacionalsocialista». A esta revolución nacionalsocialista, los nazis la denominan Gleichschaltung, que se podría traducir por «sincronización» o mejor aún, «hacer entrar en vereda». En realidad, se trata de uniformar el Reich según el lema «Ein Volk, ein Reich, ein Führer» («Un pueblo, un imperio, un jefe»). La aplicación del Führerprinzip al Estado suponía el final de las estructuras federales. Hitler se desprende, por tanto, de los gobiernos locales de Baviera, Baden, Gutenberg y Sajonia, adonde destina comisarios de Estado nazis. El caso de Prusia, donde Papen ocupa este puesto, es más delicado. En abril de 1933, Hitler decide nombrar un Reichstatthalter (gobernador) en cada land, con el poder de investir o destituir a los gobiernos locales, nombrar o despedir a jueces y funcionarios. Consciente de que ha sido despojado de todo poder, Papen dimite. La ley sobre la reconstitución del Reich del 30 de enero de 1934 suprime las dietas de los länder, transfiere a este sus poderes soberanos y somete al gobierno del Reich los demás gobiernos locales. La supresión del Reichsrat (Senado que agrupa a los representantes de los Estados) el 14 de febrero de 1934 convierte a Alemania en un Estado unitario centralizado.

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Del mismo modo, la realización de un Estado uniforme implica la erradicación de partidos, sindicatos y grupúsculos que reflejen la diversidad del país. La supresión de los partidos ya está muy avanzada puesto que, desde febrero de 1933, el Partido Comunista permanece prohibido (sus bienes y propiedades son confiscadas en mayo). Profundamente dividido, y a pesar de las concesiones que algunos de sus dirigentes desearían hacer al nazismo, el Partido Socialdemócrata es disuelto el 22 de junio de 1933. Unos días más tarde, el Partido Nacional Alemán, cuyas oficinas han sido ocupadas por los nazis, claudica, como harán demócratas y populistas a finales de junio y principios de julio. El 4 de julio de 1933, el Centro Católico, empujado a la conciliación por el Vaticano, acepta desaparecer y será imitado al día siguiente por el Centro Bávaro. En este momento no queda ningún partido político en Alemania aparte del NSDAP. Una ley del 14 de julio de 1933 proclama a este último el único partido autorizado y declara que será objeto de sanción la reconstitución de los partidos disueltos. El 2 de mayo de 1933, las oficinas de los sindicatos, que también habían intentado continuar presentes en la política manteniendo su acción en el Estado nazi, son ocupadas por las SA y SS, que detienen a sus dirigentes. Todos los sindicatos se remplazan por un nuevo organismo corporativista, el Frente del Trabajo. La misma suerte corren las organizaciones paramilitares rivales de las del NSDAP. La «Bandera del Reich» socialista y el «Frente Rojo de los Combatientes», comunista, son disueltos, mientras que el «Casco de Acero» es incorporado a las SA el 1 de febrero de 1934, tras el arresto de un determinado número de sus dirigentes. Superados todos los obstáculos, el partido nazi encuentra vía libre para controlar al pueblo y al Estado. A partir de abril de 1933, comienza la implantación del totalitarismo. La «ley sobre la revalorización de la función pública» del 7 de abril de 1933 permite que todos los funcionarios sospechosos de poca convicción hacia el nazismo sean reemplazados por nazis. Joseph

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Goebbels, nombrado el 11 de marzo de 1933 ministro de Propaganda, instaura la concepción nazi de la cultura. A partir de mayo de dicho año, las obras de los autores socialistas, liberales, pacifistas e israelitas se queman en los autos de fe. En septiembre se funda la Cámara de Cultura del Reich, cuyas siete filiales controlan todas las facetas de la vida y del espíritu, y de las que hay que formar parte para poder ejercer una profesión cultural. La prensa, la radio y el cine se someten a un estricto control. Colocado en febrero de 1933 a la cabeza del Ministerio de la Ciencia, de la Enseñanza y del Arte, Bernhard Rust, antiguo maestro de escuela cesado en 1930 por inestabilidad mental, anuncia su intención de «liquidar la escuela como institución de acrobacias intelectuales». Los profesores deben unirse a la Liga Nacionalsocialista de la Enseñanza y realizar obligatoriamente prácticas en escuelas especializadas en las que reciben los rudimentos de la ideología nazi. Del mismo modo, las ligas nazis constituidas en todos los oficios desempeñaban el papel de auténticas cámaras profesionales. El sistema represivo fue implantado en Prusia a partir de principios de 1933 por Göring, que infiltró mediante las SA la policía del Estado y creó la Policía Secreta del Estado, la Gestapo. A partir de abril de 1934, los poderes de policía pasan a manos de Heinrich Himmler, jefe de las SS desde 1929, que controla la policía política de todos los länder. Por otra parte, para reeducar a los oponentes, se abren los primeros «campos de concentración», en Dachau y en Oranienburg-Sachsenhausen. Por último, el totalitarismo hitleriano desvela su especificidad mostrando ya qué destino dramático reserva a los quinientos mil judíos alemanes para los que comienza la exclusión de la nación. Las acciones aisladas emprendidas por las SA contra personas o bienes judíos son suplantadas rápidamente por medidas sistemáticas de persecución. El 1 de abril de 1933 el partido nazi decide el boicot generalizado de las tiendas judías, al que hay que renunciar rápidamente debido al sentimiento que provoca en el extranjero y a

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la dificultad de precisar lo que es una tienda judía. A partir del 7 de abril de 1933 se proclaman las leyes que expulsan a los judíos de la función pública, de las profesiones liberales, de las carreras universitarias, de la prensa, el teatro, la radio y el cine. Ciento cincuenta mil judíos abandonan Alemania; sin embargo, los demás se niegan a marcharse. Contra los obstinados empezará una persecución metódica cuya primera etapa será la proclamación, en 1935, de las leyes de Núremberg, que anuncian la «separación biológica», prohibiendo los matrimonios y las relaciones extraconyugales entre judíos y arios. El totalitarismo se consagra con la ley del 1 de diciembre de 1933, que declara al NSDAP «depositario de la noción alemana del Estado» e institucionaliza su papel de instrumento de dominación del nazismo sobre el Estado y sobre la sociedad alemana. De esta manera, a finales de 1933 se ha realizado la mayor parte de la Gleichschaltung. No obstante, en ese momento, Hitler no es aún amo absoluto de Alemania. Dueño del poder político, Adolf Hitler se enfrenta a diversas oposiciones internas a lo largo del año 1933 y principios del año 1934. La primera proviene de las filas de sus propios amigos, especialmente de las SA. Hace tiempo que Röhm y los dirigentes de la milicia nazi desean que se eliminen las estructuras tradicionales de la Reichswehr con el propósito de liderar un ejército alemán nazificado. Una pretensión que preocupa a los generales. Esta dificultad viene aparejada de un problema social: las SA, auténtico movimiento popular, se ha visto aumentada, desde el 30 de enero de 1933, por una masa de desempleados y de desplazados sociales que esperan que el poder nazi les garantice una escalada social a costa de las clases dirigentes tradicionales. En sus filas aparece el ideario «segunda revolución», que a veces ponen en práctica procediendo ellos mismos a expropiaciones. Sin embargo, este resurgimiento del nazismo populista y contestatario importuna a Hitler, puesto que amenaza con hacer-

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le perder las fuerzas que necesita para consolidar su poder, a saber, el ejército, el mundo de los negocios, la aristocracia y el presidente Hindenburg. Así pues, sin herir las susceptibilidades de Röhm y de las SA, Hitler se esfuerza por calmar el fervor de los partidarios de la «segunda revolución». Al mismo tiempo, debe hacer frente a las ambiciones de políticos que provienen de horizontes diversos. Pues, si bien el complot denunciado en junio de 1934 por Göring y Himmler, que -según se cree- unió Röhm a Schleicher y a Gregor Strasser, parece no haber existido más que en la imaginación de los delatores, no sucede lo mismo con la oposición conservadora. Su portavoz es Papen, que en un gran discurso pronunciado en Marburgo, en junio de 1934, se posiciona vigorosamente contra la evolución del régimen, contra sus abusos presentes y, sobre todo, contra la amenaza de una «segunda revolución». La relación de Papen con Hindenburg y con el ejército hace temer dichas denuncias: una desautorización del Presidente bastaría para arrastrar con él al ejército y pondría en entredicho el poder de Hitler. Sin duda, el plebiscito de noviembre de 1933, que ratifica la salida de Alemania de la Sociedad de Naciones, demostró que los alemanes, en su mayoría, apoyaban al Führer en esta cuestión (95 por 100 de los votantes aprueban su decisión) y en las elecciones al Reichstag, que le suceden y tienen lugar en un clima de terror, un 92 por 100 de entre ellos votan por la lista única presentada por los nazis. No obstante, Hitler no ignora que la aprobación popular tendría poco peso ante una ruptura con el Presidente y la clase dirigente. Es este análisis el que lo lleva a pasar a la acción, máxime cuando la situación urge precipitar los acontecimientos, puesto que Hindenburg, que tiene ya ochenta y siete años, está gravemente enfermo y Hitler quiere sucederle para convertirse ipso facto en jefe supremo de los ejércitos. Pero esta sucesión requiere el acuerdo de los dirigentes de la Reichswehr, quienes,

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en una consulta realizada en abril y mayo de 1934 por el Führer, le dan su aprobación con la condición de que este garantice el monopolio militar del ejército con respecto a las milicias del partido nazi y que reduzca los efectivos de las SA. En cambio, es precisamente ahora cuando Röhm intensifica su propaganda a favor de la «segunda revolución». Una visita a Hindenburg el 21 de junio termina por convencer a Hitler de que urge tomar una decisión. Además, Blomberg, que se encuentra presente, hace saber al canciller que las palabras de Papen en Marburgo reflejan efectivamente la opinión del Presidente. Una vez tomada la decisión, Hitler actúa con una brutalidad inaudita y, aprovechando una reunión de los mandos de las SA en Wiesssee, donde se encuentra Röhm, ordena su arresto el 30 de junio de 1934. La mayoría son ejecutados por las SS el mismo día en ese lugar o en Múnich, incluido Röhm, mientras que en Berlín, Göring y Himmler dirigen la represión. En total, se contabilizaron entre ciento cincuenta y doscientas ejecuciones. Además, Hitler aprovecha la situación para impresionar o atacar a todos los demás oponentes. Así pues, Schleicher, su ayudante Bredow y Gregor Strasser, fueron asesinados en sus casas. La oposición conservadora también se vio afectada: el jefe de la Acción Católica, Klausener, fue asesinado, así como los dos colaboradores más próximos de Papen, su secretario Bose y el periodista Jung, redactor del discurso de Marburgo, mientras que el propio Papen fue detenido en su propia casa. Esta masacre del 30 de junio, bautizada como «La Noche de los Cuchillos Largos» (con motivo del título de un himno de las SA: Afilaremos nuestros largos cuchillos), provoca en toda Europa un sentimiento de horror. Sentimiento que no comparten ni los conservadores alemanes ni los dirigentes del ejército, quienes solo quieren recordar de este acontecimiento la eliminación de las SA, que les satisface y alivia. El 2 de julio, Hindenburg felicita a Hitler y a Göring por su carácter decisivo, y Blomberg, ministro de la Reichswehr, manifiesta su reconocimiento en un orden del día en el ejército.

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El 1 de agosto, víspera de la muerte de Hindenburg, el gabinete decide que las funciones de Presidente y de Canciller del Reich sean las mismas. Hitler se convierte en jefe de las Fuerzas Armadas. Este golpe de Estado «constitucional» es ratificado por los miembros conservadores del gabinete, del ejército, así como por los electores, de los que un 90 por 100 votan «sí» en el plebiscito del 19 de agosto de 1934 mediante el cual Hitler hace aprobar su dictadura. En un año y medio Hitler, que podía todavía ser considerado en enero de 1933 rehén de los conservadores, puesto que estos le habían permitido acceder al poder, logró instaurar en Alemania un régimen absoluto de dictadura personal y un sistema totalitario de organización de la población de temible eficacia. Hay que destacar el proceso de establecimiento del régimen nazi, sustentado permanentemente en bases legales (poder constitucional, plebiscitos, acuerdo del Presidente). Hitler nunca pierde de vista la necesidad de congraciarse con los grupos dirigentes y con las instituciones vigentes, pero la violencia siempre estará presente en sus actos, ya se trate de presión moral, coacción física o preparación mediante propaganda. Finalmente, la experiencia del período comprendido entre enero de 1933 y agosto de 1934 demuestra que la violencia y la agitación no son únicamente para los nazis instrumentos con los que conquistar el poder, sino medios permanentes de gobierno. Tras la sangrienta «Noche de los Cuchillos Largos» de ese verano de 1934, la dictadura nazi reina en Alemania y Europa comienza a aprender a vivir bajo la amenaza de este régimen infernal que se ha implantado en su centro.

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¿El Estado SS? Esto es lo que, sobre todo, ha captado la atención de los historiadores del hitlerismo. ¿No fue el cuerpo de las SS (Schutztafel — Servicio de Protección), desde que Adolf Hitler tomó el poder, el ejecutor fiel de las órdenes del Führer? Es este cuerpo el que se encargó de la dirección de la policía, de la vigilancia de los campos de trabajo y de exterminio y el que procedió durante la guerra al genocidio de las poblaciones conquistadas. Cuerpo privilegiado que se distinguía porque reclutaba a sus miembros en entornos burgueses de cultura y de fortuna, incluso en ambientes aristócratas; por las cualidades físicas que exigía; por su traje negro y el emblema de la calavera. Las SS representan en el régimen nacionalsocialista la eficacia de la tecnocracia, en contraste con las SA, que provienen de las clases sociales más modestas y menos acomodadas y que conservan una visión nostálgica del pasado. Además, el pueblo alemán vivía en esa época una cadena de desprecios, ya que el afiliado al partido despreciaba al alemán medio, las SA despreciaban al afiliado y las SS despreciaban a las SA. Y, sin embargo, eran las SA las que habían hecho posible que Hitler alcanzara el poder. Claro que no faltaban motivos de conflicto entre este y las SA. Cuando Hitler creó en 1921 las Secciones de Asalto destinadas a neutralizar al adversario en mítines públicos de Múnich, confió el mando al capitán Ernst Röhm —sorprendente mezcla de mercenario y de idealista— , que le aportó el apoyo de los cuerpos francos y le abrió el acceso

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a la vida política. No obstante, la voluntad de Röhm de convertir a las SA en un ejército clandestino, rival y complementario de la Reichswehr, condujo a Hitler, en primer lugar, a sustituirlo provisionalmente por Göring y, más tarde, a deshacerse de él en 1925. El sucesor de Röhm, Franz Pfeffer von Salomon, destacó que las SA debían obligatoriamente cumplir las directivas del partido, pero no pudo evitar que surgiera una oposición de carácter socialista. No obstante, el descontento de las milicias no se debía tanto a la ideología, que además era muy imprecisa, como a la constatación de que el partido ofrecía privilegios a los «bonzos» mientras que los que se dejaban la vida en los combates de calle recibían míseras recompensas. Esta contrariedad se cristalizó en torno al jefe de las SA en Berlín, Stennes, que se sublevó en dos ocasiones, en 1930 y en 1931, acusando a Adolf Hitler de haber abandonado la corriente revolucionaria del nacionalsocialismo y de haberse convertido en un componente de una coalición reaccionaria y de jugar al capitalismo. Insatisfecho con la administración de Pfeffer, Hitler, que sospechaba que este quería convertir a las SA en una organización rival del partido y tramar un alzamiento para usurpar el poder, se atribuyó a sí mismo la dirección suprema de las SA y tomó como jefe de Estado Mayor a Röhm, que había regresado de Bolivia, donde ejercía como instructor militar (enero de 1931). Röhm retomó la dirección de un movimiento en pleno ascenso, ya que contaba con ciento setenta mil hombres en diciembre de 1931, cuatrocientos setenta mil en el verano de 1932 y setecientos mil en el momento en que Hitler tomó el poder. En 1933, Röhm supo hacer de las SA una extraordinaria organización paramilitar —con estandartes que correspondían a antiguos regímenes imperiales— que realizaba maniobras de campo y poseía escuelas, y en la que decenas y, posteriormente, centenas de miles de jóvenes abocados al desempleo y a la desesperación, encontraron trabajo y una razón de vivir. El general Schleicher, ministro de la Guerra, percibió tanto potencial

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en este movimiento que pensó convertir a las SA, educados por oficiales del ejército regular, en una reserva de la Reichswehr. De momento, Adolf Hitler, que necesitaba a las SA como tropa de choque en los mítines electorales, dejaba hacer a Röhm su voluntad, aunque las prácticas homosexuales de su entorno habían ofendido a algunos elementos burgueses del partido. «La SA —afirmaba Hitler— era una formación de hombres destinados a servir un objetivo político y no una institución moral para las jovencitas del mundo. La vida privada solo puede tenerse en cuenta si contradice los principios esenciales de la ideología nacionalsocialista». El interés de la obra de P. Merkl es informarnos sobre los factores sociológicos que determinaron la conducta de las SA1. ¿Cuál era su proveniencia política? Una investigación realizada por el sociólogo norteamericano Theodore Abel sobre el caso de 581 nazis, de los cuales 337 habían sido miembros de las Secciones de Asalto o de las SS, demuestra que la mitad había pertenecido a cuerpos francos o a organizaciones nacionalistas tras la Primera Guerra Mundial y que se habían formado en un ambiente de violencia y de combate. Un gran número de ellos provenía también de organizaciones conservadoras, como la Stahlhelm, de la que se habían alejado por la altanería de los jefes y la ausencia de camaradería. Finalmente, una décima parte había luchado en la Reischsbanner socialista y, sobre todo, en el Partido Comunista. Cambiar la camisa roja por la parda era frecuente y sorprendía tanto como el pasar de una banda a otra en una gran ciudad. «Sostengo que entre los comunistas, especialmente entre los miembros de los antiguos combatientes rojos, hay muchos soldados excelentes», declarará más tarde Röhm. Es más, según algunos historiadores, algunas secciones de asalto merecerían llamarse Beefsteak-Stürme, «pardas por fuera, rojas por dentro».

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Peter H. Merkl, The Making or a Sormtrooper, Princeton University Press, 1980.

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¿De qué medio provienen? Con frecuencia su conducta se explica como una revuelta de las clases medias, amenazadas por la proletarización. Según el historiador norteamericano Lipset, el nazismo supo agrupar a la pequeña y mediana burguesía de religión protestante, principalmente, en las pequeñas ciudades, guiada por un sentimiento de animadversión hacia las grandes empresas. Tesis que W. S. Allen recoge en su libro Une petite ville nazie, 1930-1935 (Laffont, 1967) (Northeim en Baja Sajonia) que describe cómo el nacionalsocialismo se desarrolla en una sociedad preindustrial, amenazada por la crisis económica y cuyas preocupaciones se ven agravadas por el lenguaje marxista que siguen utilizando los socialdemócratas, que, sin embargo, se habían vuelto reformistas. Para matizar esta tesis, Merkl constata, por una parte, que numerosos hombres de izquierda como, por ejemplo, Thaelmann, pertenecían también a esta burguesía desplazada socialmente y, por otra, que las SA, lejos de representar una categoría social definida, lograron atraer a todas las clases sociales y, principalmente, al mundo obrero, ya se tratara de obreros de cuello azul o de cuello blanco (que constituían entre el 38 y el 21 por 100 del total). Lo que permite afirmar que «las SA sirvieron de instrumento de introducción en el proletariado», si bien es cierto que las categorías afectadas por la propaganda nazi no son las mismas que las que se mantienen fieles e inquebrantables a los dos partidos de izquierda. Para Merkl, no hay una explicación «monocausal» capaz de explicar el enorme desarrollo del cuerpo de las SA antes de 1933. Hay que destacar los factores psicológicos que pudieron condicionar al conjunto de la sociedad alemana: el choque de la derrota, la humillación del Tratado de Versalles, la lucha contra el separatismo renano en las primeras generaciones, la dinámica del movimiento, la ideología antisemita y la impotencia de la República para los más jóvenes. ¿Qué funciones se asignaban a las SA? Merkl diferencia tres: desfilar, luchar en las calles y hacer proselitismo. Bajo la Repú-

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blica de Weimar, las SA cumplían la doble función de impresionar a la población por la estricta regularidad de la columna durante la marcha, de los uniformes y de la disciplina, que contrastaba con los cortejos famélicos de los comunistas; y de hacer reinar en el país una atmósfera de parálisis y de terror, que alentaba a su vez la demanda incesante de una dictadura capaz de restablecer el orden. No obstante, el cuerpo de las SA no constituía en absoluto, como se ha pretendido hacernos creer, un bloque homogéneo. A un proletariado de militantes y de mandos inferiores, que realizaban incursiones y sufrían pérdidas sensibles, se contraponían las instancias de mando que llevaban, junto a Röhm, una vida fácil y de perversión, en la que se desarrollaron prácticas homosexuales y que no percibían el carisma de Adolf Hitler con la misma emoción que sus tropas. Por tanto, era evidente que, tras la toma de poder por Hitler, en enero de 1933, la situación de las SA plantearía problemas. Su número no habían cesado de aumentar, llegando a alcanzar cerca de tres millones de hombres, que participarían más tarde en los boicots antisemitas. Los actos de violencia que confesaban las SA preocupaban hasta al Estado Mayor de Röhm, que era consciente de que sus tropas se le escapan de las manos, pero se sentía obligado a satisfacer sus deseos con objeto de canalizar su ira y ponerla al servicio de las propias ambiciones personales. «La revolución que hemos hecho no es una revolución nacional —decía aún en abril de 1934— sino una revolución nacional socialista; incluso podemos subrayar la palabra socialista». Desde la toma del poder, las SA, que hablaban de una «segunda revolución», se sentían profundamente decepcionadas por no ver al régimen enfrentarse contra las fuerzas reaccionarias, ignorando que Hitler se había vuelto, desde hacía ya varios años, el servidor del mundo capitalista. No entendían que las grandes empresas judías que les habían sido presentadas como el origen de su miseria, fueran simplemente transferidas a los arios.

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A esto se sumaba el deseo de Röhm de convertir las SA en el gran ejército alemán, en la que se integraría la Reichswehr. De ahí que se produjeran constantes interferencias en las prerrogativas militares y que los milicianos tuvieran una actitud irrespetuosa hacia los oficiales. A raíz de esto, el conflicto era inevitable y, aunque nunca se había conspirado contra el Tercer Reich, Hitler, no sin antes tratar de llegar a un acuerdo, decidió deshacerse de Röhm y de los dirigentes de las SA. «La Noche de los Cuchillos Largos», el 30 de junio de 1934, acabó con el poder de esta organización, cuyas actividades se limitaron a partir de ese momento a funciones deportivas o cívicas. Y así se erigió el poder de las SS, que hasta entonces permanecía vinculada a las SA y cuyo líder, Himmler, había sido uno de los inspiradores y ejecutores de la eliminación de sus rivales. De esta forma, el Estado SS sucedía al Estado SA.

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Algunos hombres de negocios e industriales sentados en el banquillo del juicio de Núremberg bastaron para desacreditar a todas las élites económicas alemanas. ¿Acaso fueron todas culpables, tal como afirmó durante mucho tiempo una historiografía de inspiración marxista? Como suele suceder, con la distancia y los progresos de la investigación, la historia se ha despojado de los esquemas simplistas y ha invalidado los tópicos de origen marxista que dominaban los análisis realizados sobre esta cuestión. El capitalismo alemán conoció un gran desarrollo desde el reinado de Guillermo II, a finales del siglo XIX. La gran patronal representaba una potencia considerable en la sociedad alemana, que perduró después de 1933, pues el capital industrial y financiero constituía uno de los principales poderes de la «policracia» nazi, junto al partido, el ejército y la burocracia. Por «gran capital» entendemos, generalmente, los principales accionistas y dirigentes de las empresas industriales, comerciales y financieras más importantes. Entre ellas, 158 sociedades poseían un capital superior a 20 millones de Reichsmarks (RM) en 1927. Dichas empresas detentaban más del 46 por 100 del capital total de las sociedades anónimas, mientras que en número solo representaban el 1,3 por 100. Las más importantes y, por consiguiente, las más influyentes eran el trust químico de IG Farben; Siemens y Allgemeine Elektrizitäts-Gesellschaft (AEG), en el sector de la construcción

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eléctrica; las Acerías Reunidas (Vereinigte Stahlwerke), así como Krupp y Hoesch, los grandes trusts siderúrgicos; grandes bancos, como Deutsche Bank, Discontogesellschaft, Dresdner Bank, etc. La mayoría había alcanzado un nivel de concentración muy elevado, dando lugar a los Konzerne, grupos industriales de concentración vertical (IG Farben controlaba toda su cadena de producción química, desde la fuente de energía hasta el mostrador de venta), y los cárteles, de concentración horizontal (los acuerdos entre las diferentes sociedades del cártel del acero les permitían controlar cerca del 80 por 100 de la producción interna). Además de ser una potencia económica, la gran patronal constituía también una potencia política debido al poder de sus organizaciones profesionales. Tenía una doble vocación: por un lado, negociar con los sindicatos obreros (también muy influyentes, aunque divididos en varias tendencias) y, por otro, tratar cuestiones de política económica con el gobierno y la administración. Era, por tanto, lógico que todo partido que aspirara al poder intentara ganarse los favores de estos grupos de presión que tuvieron gran peso en el destino de la República de Weimar; o, por lo menos, no contarlos entre sus enemigos acérrimos. Sin embargo, el Partido Nacional Socialista Obrero Alemán (NSDAP) parecía estar lejos de conseguirlo. Dada su vocación «obrera», en sus inicios, el Partido Nacional Socialista Obrero Alemán no suscitaba el entusiasmo de los grandes industriales. El programa nazi en 25 puntos de 1920 pedía «la supresión de los ingresos no conseguidos por medio del trabajo y del esfuerzo, así como la liberación de la servidumbre capitalista», es decir, la impuesta por el interés (punto 11), la confiscación de los beneficios de guerra (punto 12), la nacionalización de los Konzerne (punto 13), la «participación» (sin más precisión) en los beneficios de las grandes empresas (punto 14), la entrega de grandes almacenes a la administración comunal y su alquiler a bajo precio a los pequeños comerciantes (punto 16), y una reforma agraria que contemplara expropiaciones a gran escala (punto 17).

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Finalmente, el último punto perfilaba un corporativismo básico, puesto que recogía la creación de «cámaras profesionales», correas de transmisión de un «fuerte poder central»1. Ni a la nacionalización de la economía ni a establecer un programa coherente, estas intenciones solo se dirigían a elementos tradicionales en el contexto de la crisis de principios de los años 20: los monopolios, los capitales especulativos y «apátridas», y los grandes propietarios agrícolas. A este programa anticapitalista del partido nazi se sumaban las ideas confusas de su jefe en materia económica y social. ¿Consideraba Adolf Hitler que la economía era «algo de importancia secundaria», como proclamó en un discurso en septiembre de 1922? Lo cierto es que en Mein Kampf no se hace mención a este tema, salvo para afirmar que un partido que estuviera dedicado por completo a la Weltanschauung y que se ocupara de problemas económicos correría el riesgo de desviar su energía de los asuntos políticos fundamentales. Sin embargo, una vez en el poder, Hitler se mostró a menudo interesado por las cuestiones relativas a la economía del rearme o de las materias primas y desempeñó un papel directo en la elaboración del Plan de Cuatro Años. No obstante, nunca fue un ferviente partidario de la propiedad privada y, por tanto, del sistema capitalista tradicional, y apoyó sin cesar la primacía de la política sobre la economía. ¿Pero, entonces, por qué el mundo de los negocios decidió apoyar a Hitler y a los nazis? Es cierto que, en la Alemania de los años 20, los capitalistas se desvincularon progresivamente de la República de Weimar debido a las concesiones y a las ventajas que concedía a la clase obrera, y que les resultaban cada vez más difíciles de soportar, sobre todo, en el contexto de la crisis política. Después se acercaron a Hitler y al partido nazi, ya que los partidos conCf. el texto completo en Martin Broszat, L’État hitlérien. L’origine et l’évolution des structures du Troisieme Reich, Fayard, 1985, págs. 573-576. 1

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servadores y nacionalistas tradicionales no respondían a sus aspiraciones. Este cambio de orientación, que se sitúa entre 1923 y 1933, se explica no solo por el intenso conflicto existente entre la burguesía y la clase obrera, sino también por las profundas divergencias de las clases dirigentes: conflictos entre los productores agrícolas y los industriales, cuya alianza tradicional, que databa de la Alemania imperial (Sammlung) se había roto tras la Primera Guerra Mundial; choque entre las industrias pesadas cartelizadas, de tendencia proteccionista, y las industrias de transformación, partidarias de una mayor integración en el mercado mundial; y por último, conflictos de naturaleza política y social sobre la necesidad de establecer acuerdos con los sindicatos obreros. No obstante, los archivos de la patronal alemana y del partido nazi desmienten tajantemente la tesis según la cual el gran capital aportó una ayuda progresiva e intensiva a Hitler antes de las elecciones de marzo de 1933, luego a fortiori, antes de su nominación al puesto de Canciller. Dichos archivos ponen en entredicho tres cuestiones fundamentales: la adhesión de los industriales al nazismo, la financiación del NSDAP con dinero de la patronal y la creación de un grupo de presión prohitleriano en los últimos años de la República de Weimar2. A partir de 1926, el partido nazi se lanzó a la conquista de una cierta respetabilidad. Por razones de estrategia política, Adolf Hitler puso entre paréntesis los 25 puntos, pues se dirigía cada vez más a un público compuesto por dirigentes económicos. Así ocurrió durante la primera reunión en Essen, el 18 de junio, seguida por tres más en 1926 y en 1927, así como en sus viajes «triunfales» en el Ruhr en otoño de 1931, y aún más durante la reunión en el club industrial de Dusseldorf, el 27 de enero de Cf. la obra fundamental de Henry A. Turner, German Big Business and the Rise of Hitler, New York-Oxford, Oxford University Press, 1985.

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1932. No obstante, el resultado de estas reuniones fue globalmente mediocre. Se produjeron acercamientos y adhesiones al NSDAP, pero pocas entre los grandes capitalistas y aún menos entre las personalidades que podían influir de manera notable, en especial, en el seno de las poderosas federaciones profesionales. Dichas adhesiones se realizaban siempre a título individual, pues las grandes organizaciones nunca tomaron posición públicamente a favor de Hitler antes del año 1933. Fritz Thyssen, fundador y principal accionista de las Acerías Reunidas, fue el más relevante de estos miembros. En enero de 1931 se unió al NSDAP por mediación de Göring, consecuencia lógica de sus posiciones ultranacionalistas. Además, había apoyado ya el golpe de Estado de Múnich3. Fue el único industrial de gran envergadura que se comprometió sin reticencias con Hitler. Otros capitalistas de menor importancia apoyaron al partido nazi, como es el caso de Emil Kirdof, industrial militarizado y reaccionario, apodado el «Bismarck del carbón», que se afilió al partido nazi en 1927, con ochenta años, y dimitió un año más tarde, escarmentado por las tesis anticapitalistas que seguían activas. Friedrich Flick, magnate del Rhur sin grandes escrúpulos, que repartía subsidios a todos los partidos, incluido al Partido Social Demócrata (SPD), entabló amistad en 1932 con Heinrich Himmler. Afiliado al NSDAP en 1937, formó parte de esos grandes industriales que llegaron a ser cómplices activos del Tercer Reich. La presencia de los banqueros Emil Geog von Stauss y Kurt von Schroeder no evidenciaba una adhesión masiva por parte Habiendo roto su vínculo con los nazis en 1939, se refugia en Suiza y después en Francia, donde será entregado a los alemanes por el Gobierno de Vichy. En un artículo publicado en Estados Unidos realiza una confesión pública (I paid Hitler, Nueva York, 1941) en la que afirma haber entregado a Hitler 100.000 marcos de oro durante el golpe de Estado del 9 de noviembre de 1923. H. A. Turner pone en duda esta afirmación, alegando pruebas, al igual que pone en duda el apoyo que Hugo Stinnes, otro magnate del Rhur, aportó al recién fundado NSDAP. 3

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de los medios financieros, sin embargo, fue por iniciativa de este último y en su mansión donde tuvo lugar el encuentro decisivo entre Adolf Hitler y Franz von Papen el 4 de enero de 1933, que tenía por objetivo crear un ministerio de coalición dirigido por Hitler. Este hecho explica el papel desmesurado que la historiografía clásica le atribuyó. Se observaron, en cambio, numerosas adhesiones de ejecutivos y de jefes de pequeñas y medianas empresas, que mostraban mucha más antipatía hacia la socialdemocracia y hacia los sindicatos obreros que los grandes hombres de negocios y, por consiguiente, eran más receptivos a los discursos antimarxistas de los nazis. Entre ellos se encontraban importantes dirigentes del Tercer Reich. Por ejemplo, Wilhelm Keppler, director de una pequeña empresa en Baden, afiliado en 1927, fundador del círculo que lleva su nombre y encargado de la propaganda en el mundo empresarial, llegó a ser en 1935 el asesor económico de Adolf Hitler. Albert Pietzsch, un pequeño empresario de Múnich, ocupó la presidencia de la Cámara económica nacional del Reich. Otto Wagner, que abandonó la dirección de una empresa de máquinas de coser para ser nombrado, en agosto de 1929, jefe del Estado Mayor de las SA, fue posteriormente ascendido a jefe de la sección económica del NSDAP. A esta lista hay que añadir a Walther Funk, editorialista económico en el periódico financiero Berliner Börser-Zeitung, que fue ministro de la Economía del Reich desde 1937 a 1945. No obstante, de todos esos nombres, incluido el de Fritz Thyssen, ninguno tenía influencia o credibilidad suficientes para atraer a los grandes empresarios a la órbita del partido nazi. La única excepción relevante es Hjalmar Schacht, que fue sin lugar a dudas el más prestigioso de los «compañeros de viaje». Este financiero «mago» de Weimar, responsable de la espectacular recuperación monetaria de 1924 tras la hiperinflación, se unió a Hitler en septiembre de 1930, tras haber dimitido como presidente de la Reichsbank.

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A pesar de estas afiliaciones y de la propaganda activa de Göring, Schacht, Thyssen o del círculo Keppler, el partido nazi nunca recibió contribuciones considerables del mundo de los negocios. Finalmente, la creación de un grupo de presión patronal pro nazi durante los últimos años de la República de Weimar, también se debe a la interpretación abusiva o a la simple y pura leyenda. En otoño de 1932, antes de las elecciones cruciales de noviembre, los nazis llevaron a cabo una violenta campaña anticapitalista, populista y proagraria que incitó a un gran número de grandes industriales, tales como Krupp, Albert Vögler, el director de las Acerías Reunidas, Siemens y muchos otros, a intervenir directamente contra ellos. Así, durante una reunión en Berlín el 19 de octubre de 1932, acordaron la unión de todas las fuerzas nacionalistas y conservadoras, excluyendo al NSDAP, y el apoyo al canciller von Papen. Según el historiador Henry A. Turner, esta política contribuyó a hacer retroceder a los nazis, lo que benefició relativamente a sus adversarios de derecha. Este autor desmonta un cliché que siempre se ha propagado en la literatura sobre el nazismo: la carta que Schacht envió al presidente Hindenburg justo después de las elecciones de noviembre de 1932, solicitando, en nombre de grandes dirigentes del mundo empresarial, el nombramiento de Hitler al puesto de Canciller. Henry A. Turner revela, por el contrario, que «ningún nombre del gran capitalismo industrial y financiero concedió su firma», salvo el mismo Schacht, Thyssen y el banquero von Schroeder, los tres conocidos desde hace mucho tiempo por su inclinación nazi4.

4 Numerosos autores franceses y de otros países siguen escribiendo que esta carta fue «firmada por los grandes nombres de la industria alemana», entre los que se encontraban Krupp, Siemens, Reusch, Bosch, etc. El error proviene de una confusión entre la carta propiamente dicha, de la que H. A. Turner cita los diecinueve firmantes reales, y un borrador encontrado entre los documentos de von Schroeder, en el que figuran una

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En total, los grandes empresarios y financieros mostraron una actitud pasiva ante el nombramiento de Hitler. Aunque había divergencias, la mayoría era partidaria de terminar con el sistema parlamentario y favorecer la llegada de un régimen presidencial de carácter más autoritario. Pero sus preferencias y su dinero se dirigían de buena gana a los partidos conservadores y nacionalistas. No debe menospreciarse su responsabilidad en el derrumbamiento de la República de Weimar, aunque todos los análisis recientes insisten en que los partidos políticos y los grupos sociales estaban debilitados ante el crecimiento del nazismo. En cambio, la percepción tradicional de este se encuentra alterada. El partido nazi, partido de masas, que contaba con la energía y la movilización de sus militantes, no necesitó el dinero del gran capital para acceder al poder. Luego, después de 1933, no le debió nada al mundo de los negocios. Durante los primeros años del régimen, los industriales se conformaron bastante bien con la nueva situación, hasta el punto de pactar una alianza tanto con el Estado y el partido como con el Ejército. Esta alianza se tradujo, en primer lugar, en el nombramiento de Schacht para el Ministerio de Economía, en el verano de 1934. A partir de 1933 había vuelto a ocupar la presidencia de la Reichsbank, puesto que conservó hasta enero de 1939. Del 21 de mayo de 1935 hasta octubre de 1936 fue también Plenipotenciario General de la Economía de Guerra. Aunque Schacht no consiguió adhesiones masivas antes de 1933, constituyó una garantía de seguridad para los empresarios que seguían desconfiando de los proyectos de los nazis. Esta alianza se tradujo posteriormente en apoyos importantes por parte de los grandes empresarios al partido nazi, que entonces eran minoría en el ministerio de coalición constituido el 30 de enero de 1933. El 20 de febrero Göring consiguió, por serie de nombres prestigiosos que se tenía previsto contactar, un documento utilizado en el Juicio de Núremberg.

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primera vez, obtener fondos sustanciales para las elecciones legislativas de marzo de 1933. El 23 de marzo, día del discurso de habilitación de Hitler en el Reichstag, tras una sesión acalorada, la poderosa Asociación de la Industria alemana proclamó su confianza en el nuevo gobierno, bajo la batuta de Gustav Krupp y las violentas presiones de Fritz Thyssen. En realidad, este cambio se debía más a intereses que a opiniones comunes. Hitler necesitaba a los grandes capitalistas para llevar a cabo su política de rearme e iniciar la lucha contra el desempleo, que expuso personalmente a los industriales el 29 de mayo de 1933. Estos contaban con el nuevo gobierno para garantizar la estabilidad económica y, sobre todo, la estabilidad social, que adoptó la forma de una reorganización de la clase obrera. Así pues, las primeras leyes promulgadas por el Estado nazi en el ámbito económico y social consolidaron las estructuras capitalistas existentes. En julio de 1933, las leyes sobre la cartelización y la concentración obligatoria ratificaron la potencia ya asentada del capital monopolista. Entre 1931 y 1938, el número de sociedades anónimas descendió de aproximadamente diez mil a un poco más de cinco mil, mientras que su capital social aumentó de 2,25 a 3,39 millones de Reichsmarks. La ley sobre «la preparación orgánica de la economía alemana», de febrero de 1934, reorganizaba la economía en torno a unas bases aparentemente nuevas. La ley reagrupaba, por una parte, los sectores y los ramos de actividad en siete Reichsgruppen y más de seiscientos Fachgruppen y Unterfachgruppen. Por otra parte, creaba una nueva red de organizaciones territoriales —la única innovación real— y una Cámara económica nacional del Reich. No obstante, contrariamente a las intenciones corporativistas de la tendencia de izquierda del partido, esta organización fue esencialmente «horizontal» y no «vertical». En lugar de integrar toda la cadena de producción, del obrero al patrón, de un mismo sector o de un mismo ramo, establecía una separación neta entre las esferas de dirección y el mundo del trabajo, lo que fortalecía aún más el poder de los monopolios.

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En virtud del Führerprinzip (principio del jefe), los grandes jefes de empresa veían su autoridad reforzaba, mientras que los trabajadores estaban afiliados a una organización única de tipo totalitario: el Frente de Trabajo (Deutsche Arbeit Front). Estas reformas se elaboraron con la voluntad explícita de mantener la estructura de las antiguas organizaciones patronales, y de desmantelar la de las antiguas organizaciones sindicales obreras. Dichas reformas aumentaron considerablemente la autonomía del ámbito económico, manteniéndola al mismo tiempo bajo el estricto control de los órganos del Estado nazi, y marcaban el abandono definitivo de las aspiraciones corporativistas, para inmenso alivio del mundo de los negocios5. Asimismo, durante este primer período, que va de 1933 a 1936, la alianza entre capitalistas y nazis se tradujo en contribuciones de carácter económico. La política de bloqueo de los sueldos acabó con la presión que las reivindicaciones obreras ejercían sobre las grandes empresas alemanas. Así, entre 1931 y 1938, la cuota de los sueldos en la renta nacional pasó de un 58 a un 52 por 100, mientras que la cuota de los beneficios aumentaba. Al mismo tiempo, disminuyeron las retenciones fiscales sobre los beneficios industriales. Si bien el gran capital alemán, al igual que el resto de las élites dirigentes, se vio obligado a someterse a la férula del Estado y a la de la política hitleriana, también obtuvo de ello considerables ventajas, especialmente, en los sectores que se beneficiaron de los encargos públicos en el marco del rearme. Sin embargo, fue esta misma política la que produciría las mismas reticencias de los empresarios. En contra de las ideas preconcebidas, la movilización económica de Alemania, que se aceleró en 1936 y 1937, fue relativa. En 1938, los gastos relacionados con el rearme ascendían a 5 Sobre esta cuestión, véase el análisis realizado a partir de 1942 por Franz Neumaan, Béhémoth. Structure et pratique du nacional-socialisme, 1933-1934. Payot, 1987, págs. 229 sq.

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menos del 10 por 100 del producto nacional bruto. Esta cifra, teniendo en cuenta las ambiciones estratégicas del Reich, fue consecuencia de varios factores. En primer lugar, los dirigentes nazis no podían aumentar indefinidamente el volumen del gasto público, que ya se había duplicado, entre 1936 y 1939, sin correr el riesgo de provocar una nueva inflación y, por consiguiente, la desestabilización social. En segundo lugar, la dificultad de conciliar los múltiples intereses que convergían dentro del complejo «industrial-militar» desembocó en la ineficacia y en la ausencia de una planificación real de la economía de guerra, y esto hasta el momento crucial de la Segunda Guerra Mundial, en 1942. Por último, el deseo de no amenazar la relativa prosperidad de la que gozaba de nuevo la población alemana, a quien no solo se le exigieron realmente sacrificios a partir de la fase llamada de «guerra total», es decir, a partir de 1942-1943, se reflejó en un interés por producir tanta mantequilla como cañones, en contra de una idea preconcebida muy extendida en esa época, sobre todo, en Francia. Estos condicionamientos y estas elecciones explican en gran medida la adopción de la estrategia denominada Blitzkrieg. Lejos de ser una mera táctica militar, una «guerra relámpago» que combinaba la aviación y los vehículos blindados, el Blitzkrieg constituía una auténtica elección política. Permitió durante la fase de preparación, entre 1936 y 1939, evitar la movilización económica general, que habría puesto en peligro la estabilidad del régimen. Solo algunos sectores industriales esenciales podían producir de manera intensiva: los sectores del acero, del carbón, de la aeronáutica y de la química. Sin embargo, esta política ocasionó grandes resistencias en el mundo industrial. Por una parte, reforzó las diferencias entre la industria pesada y la de transformación, ya que sufrieron una auténtica escasez de mano de obra. Posteriormente, dicha política, aplicada en un marco autárquico, que respondía más

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a imperativos ideológicos que económicos, daría lugar a numerosos contrasentidos. El cártel del acero rechazó en 1937 aumentar su capacidad de producción y, por consiguiente, respaldar el rearme. La obligación de utilizar hierro alemán, que contenía solo un 26 por 100 del metal en lugar de hierro sueco, que contenía un 46 por 100, aumentaba los costes de producción; es más, los precios de venta corrían el riesgo de desmoronarse, una vez terminara el rearme, debido a la superproducción. El sistema derivó, a veces, en aberraciones. Por ejemplo, Krupp vendía al extranjero armas de una calidad superior, pues estaban fabricadas con un mejor mineral que las que proporcionaba a la Wehrmacht. El IG Farben se lanzó, con reticencias, a la fabricación del caucho sintético (Buna), dados los elevados precios de coste, aprovechándose de la rivalidad entre Schacht, contrario a la política de autarquía y, por consiguiente, a los productos sintéticos, y los nazis Göring, Keppler y Funk. Este período estuvo, pues, marcado a la vez por la ruptura de algunos industriales y financieros con la política hitleriana y por la consolidación de las relaciones entre algunas grandes empresas privilegiadas y el nazismo, como lo ilustra el caso límite de IG Farben. Schacht abandonó sus responsabilidades en materia de economía de guerra en octubre de 1936 y en el verano de 1937 dimitió del ministerio de Economía. Por su parte, Hermann Göring tomó las riendas de la pletórica administración del Plan de Cuatro Años, cuyo papel no cesó de aumentar en importancia, y Funk fue nombrado ministro de Economía. Por último, Thyssen, muy resentido, acusó a Hitler de conducir el país al desastre, en 1939, antes de exiliarse. A estas deserciones voluntarias se sumaba la depuración de los grandes dirigentes de origen judío, que fueron apartados de los puestos de responsabilidad durante la «arianización» de la economía alemana en 1937. Al igual que Carl von Weinberg, vicepresidente del consejo de los antiguos de IG Farben, que sin embargo era un ferviente partidario del nacionalsocialismo, o el caso de

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grandes personajes, como Paul Reusch, que se pasaron más tarde a los círculos de la oposición conservadora. Dicho esto, la «arianización» fue, bajo la apariencia de ideología y a pesar de algunas absurdidades económicas, un medio eficaz de concentración y de eliminación de la competencia que benefició a grandes empresas, como la Dresdner Bank o a la omnipresente IG Farben6. Dicha evolución finalizó a lo largo de la guerra. Fue, principalmente, gracias a la explotación de los países ocupados, que algunos sectores y, sobre todo, algunas empresas, pudieron realmente sacar provecho de su complicidad con el Tercer Reich. Krupp utilizó, por ejemplo, la mano de obra de unos sesenta campos de concentración o de prisioneros de guerra. Por otro lado, en el conjunto de las fábricas de IG Farben, cerca de un 46 por 100 de la mano de obra era de origen extranjero, en 1944; en esa misma fecha, el porcentaje ascendía a 59 por 100 en las fábricas de Hermann Göring Werke. Bajo el régimen nazi, una parte del mundo de los negocios, por hostilidad hacia la República y porque algunos pensaban poder controlar a Hitler, a falta de otra solución conservadora, siguió al movimiento. Sin embargo la mayoría lo hicieron después de 1933 y solo una minoría llegó a ser cómplice activa del Tercer Reich después de 1936-1937. Por lo tanto, ya no es posible hoy día pretender que fue el sistema capitalista el que condujo Alemania al nazismo. El nazismo no constituyó El Dorado de los capitalistas, puesto que se basaba en el principio intangible de la primacía del político y que imponía su lógica de destrucción, incluso a las élites que lo habían apoyado. Si bien es cierto que, entre las clases sociales que pudieron obtener ventajas del sistema hitleriano, los industriales y los financieros que eligieron aliarse con los nazis no fueron los que peor parados salieron, pero a quién le sorprende.

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Cf. Raup Hilberg, La Destruction des Juifs d’Europe, Fayard, 1987, págs. 84 sq.

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«Y el monstruo empezó a fascinar» Entrevista con Ian Kershaw

L’Histoire.— ¿Cómo explicar el éxito del partido nazi y de Hitler entre 1932 y 1933? ¿Radicaba únicamente en la personalidad del jefe? Ian Kershaw.— Como en cualquier análisis de una dinámica política, hay que tener en cuenta los dos extremos de la cadena. Hitler y su partido, por un lado, y los electores, por otro. En resumen, se produce un encuentro coyuntural entre las aspiraciones al poder de una secta nacionalista y las aspiraciones al cambio de una parte de la población alemana. Desde principios de los años 20, Hitler está en posesión de lo que será su visión del mundo, que se organiza en torno a tres ejes: 1) una concepción de la historia como lucha entre las razas, 2) un antisemitismo implacable y 3) la convicción de que el futuro de Alemania depende de la conquista de «un espacio vital» a expensas de Rusia. Adolf Hitler, agitador demagogo de cervecería hasta mediados de los años 20, se ve a sí mismo más bien como el profeta que anuncia la llegada de un salvador de Alemania que como el propio redentor. Es en 1924, durante su arresto en la fortaleza de Landsberg, en la que se encuentra encerrado por haber organizado un golpe de Estado en Múnich, cuando comienza a pensar que es él, ese «gran hombre» cuya llegada anunciaba. Esto explica la estructuración acelerada de su movimiento en torno al culto al jefe.

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Segundo elemento clave del surgimiento del nacionalsocialismo en tanto que fenómeno de masas, el culto al jefe es conforme a una visión del mundo extendida en la opinión pública del país. Por decirlo a grandes rasgos, la historia «nacional» alemana aparece idealizada, puesto que su unificación ha sido tardía y parcial, lo que originó, sobre todo, en los entornos burgueses, una visión heroica de la política. Así, junto a nombres tales como Goethe o Beethoven, aparecen Federico el Grande o Bismarck. A partir de los años 20, incluso antes de que Hitler se diera a conocer, la idea de que Alemania necesitaba de nuevo un «gran hombre», una especie de guerrero, de predicador y de político, que librara al país de sus males y de sus divergencias y devolviera la grandeza al Reich, se extiende en los ambientes derechistas. L’H.— ¿Encarna Hitler repentinamente el ideal de los alemanes? I. K.— Los nacionalsocialistas toman las riendas en un contexto en el que el futuro de la democracia parlamentaria parece comprometido, pero en el que una dictadura nazi es con creces lo más improbable. La opinión pública se imagina más bien una forma de régimen autoritario que podría ser una dictadura militar. La llegada al poder de Hitler se debe más a un cúmulo de circunstancias fortuitas y a los errores de cálculo de los conservadores que a su acción personal. Con frecuencia se comete un error de perspectiva: el de interpretar los pocos meses de surgimiento del nacionalsocialismo, entre 1930 y 1932, basándose en lo que será el régimen nazi a partir de 1933-1934. En efecto, una vez Hitler en el poder, la propaganda del régimen, junto con la extraordinaria movilización de los medios radiofónicos y cinematográficos, y la difusión de millones de ejemplares de Mein Kampf, es decir, esta saturación y esta confiscación del espacio público para único beneficio de un hombre, pueden todavía hacer pensar que Hitler llegó al poder gracias a la

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magia de su oratoria y al poder de su prosa. La realidad, en cambio, es mucho más compleja. En 1932, de los trece millones de alemanes que votan a Hitler, muy pocos son los que se han acercado a él. El Hitler del que han oído hablar, sobre el que han leído artículos en la prensa o que han vislumbrado en mítines electorales o en concentraciones de masas, corresponde a una imagen prefabricada y escenificada por la propaganda del partido. A pesar de no disponer de encuestas de opinión, se puede suponer razonablemente que la mayoría de las personas que aportaron su voto al NSDAP lo hicieron impulsadas por motivaciones poco ideológicas: interés prosaico de un sustento prometido, consideraciones locales, fríos cálculos de intereses o el sentimiento de que Hitler no podía hacerlo peor que los demás y de que merecía una oportunidad. Todos estos elementos prevalecen sobre la fe en una ideología cuyos textos fundamentales muy pocos han leído, o sobre una adhesión a la «idea profética» que Hitler tenía de su misión. L’H.— ¿Dentro de la opinión pública, se pueden diferenciar grupos más receptivos que otros a la imagen del Führer? I. K.— Tanto en las ciudades pequeñas como en los pueblos, la gente vota a menudo a los nazis porque siguen el ejemplo de las grandes personalidades. Después de 1929-1930, numerosas organizaciones afiliadas al movimiento nazi, destinadas a organizar todas las clases de la población, establecen una relación entre el «gran designio» del nazismo y un amplio abanico de reivindicaciones categoriales y materiales específicas y prometen empleo para todos o satisfacer las aspiraciones diarias mediante la restauración de la potencia nacional. Durante mucho tiempo se ha defendido la tesis que afirma que el partido nazi fue un movimiento pequeñoburgués. Sin embargo, hoy día sabemos que su base social era mucho más amplia de lo que se pensaba. El partido superaba

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con creces los límites de una sola clase social tanto en su reclutamiento de afiliados como de electores. No obstante, en este doble reclutamiento se observan importantes desigualdades. Los católicos son los menos receptivos, al igual que los ambientes obreros, en los que reclutan prioritariamente los partidos socialdemócrata y comunista. Sin embargo, los análisis electorales realizados por Jürgen Falter han revelado que el NSDAP había invadido los electorados socialdemócrata y comunista en una proporción mucho mayor de la que se había imaginado1. Los principales bastiones electorales del nazismo se sitúan esencialmente en el norte y en el este —regiones protestantes— más que en el oeste y en el sur, donde la mayoría de la población era católica; en las zonas rurales y en las pequeñas ciudades más que en los grandes centros urbanos y, en las ciudades, en los suburbios pequeñoburgueses antes que en los barrios obreros desheredados. Artesanos, comerciantes, agricultores, cuellos blancos y funcionarios se encuentran sobrerrepresentados. Pero Hitler seduce a muy pocos desempleados. Y aunque el NSDAP, que cuenta en 1932 con ochocientos mil simpatizantes y cerca de quinientas mil SA —que no eran todos miembros del partido—, recluta a una población electoral más joven que todos los demás partidos, salvo el Partido Comunista, los miembros de las Juventudes Hitlerianas siguen sin soportar, en enero de 1933, que se los compare con los de los movimientos de juventud socialista, católica o burguesa. Dicho esto, una vez entra en contacto con Hitler tras tomar la decisión de votar, de asistir a los mítines públicos o de prestar una atención no ocasional sino sistemática a su propaganda, el elector se encuentra inevitablemente expuesto a

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Jürgen Falter, Hitlers Wälher, Múnich, 1991.

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lo que se conoce como la imagen «carismática» del jefe nazi, elemento clave de la dinámica del movimiento. L’H.— Usted explica el fenómeno nazi mediante el «carisma político» que ejerce el Führer sobre su entorno y el pueblo alemán. ¿Qué entiende por este término? I. K.— No creo que debamos estancarnos en el debate historiográfico que solo tiene en cuenta dos posiciones antagonistas. Ya sea desde un enfoque estrictamente biográfico, la omnipotencia diabólica de Hitler, que dice, ve y hace todo; ya sea desde al análisis estructuralista y de un régimen con centros de poder dispersos y rivales, la descripción del poder de Hitler como el de un «dictador débil» —para retomar el término de Hans Mommsen— frente a su burocracia todopoderosa2. Me parece que se debe sustituir dicho estancamiento historiográfico por una nueva visión, inspirada por Max Weber, la de un poder carismático. Por tanto, el objeto de historia ya no es Hitler como individuo, sino la posición excepcional que este ocupa. Una posición real, inmensa y que requiere una auténtica explicación, puesto que no tuvo punto de comparación con un individuo exento de virtudes. La autoridad carismática no es la autoridad tradicional, hereditaria o jerárquica ni es la autoridad legal de la burocracia; se basa en la percepción, constantemente renovada, que tienen las masas de una misión, de una grandeza particular y de un heroísmo supuestos del jefe. Esto explica la importancia de la ritualización del culto del jefe, cuando se produce el encuentro entre Hitler y la opinión pública. Los militantes del NSDAP están convencidos de que su jefe es el redentor de Alemania. Para convencer a su vez a los electores, multiplican —desde que Hitler Para entender este debate, véase Ian Kershaw, Qu’est-ce le nazisme? Problèmes et perspectivas d’interprétation, Gallimard, «Folio-Histoire», 1992, 1997, cap. IV, «Hitler: “maître du Reich” ou “dictateur faible”?».

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sale de la cárcel— los desfiles de sus tropas en las calles o los mítines políticos, cada vez más ritualizados. En estos desfiles, numerosas filas de militantes llevan las banderas alrededor de la tribuna, cantan y hacen el saludo hitleriano (obligatorio en el movimiento a partir de 1926). Goebbels, a partir de abril de 1930, concentra todos los poderes de propaganda, pudiendo decidir sobre los eslóganes y los temas de campaña, elegir los oradores y los lugares. Siempre mezcla los temas generales con las preocupaciones regionales o locales y muestra una defensa de los valores tradiciones de Alemania, conjugada con un simbolismo modernista. Antes de la segunda vuelta de la elección presidencial de 1932, fleta un avión para transportar al candidato de mitin en mitin, con el siguiente eslogan: «El Führer por encima de Alemania». L’H.— Pero, para que todo eso sea posible, Hitler tiene que ser un tribuno de gran envergadura. I. K.— Y lo es. Sabe crear el éxtasis entre sus oyentes. Adolf Hitler domina el fraseo y la rítmica. Empieza observando el silencio para provocar una tensión, después comienza su discurso con un tono dubitativo que cada vez se vuelve más armonioso hasta que estallan los primeros picados de frases entrecortadas, gritadas, seguidas por rallentandos calculados para subrayar un punto importante. Todo esto acompañado de un juego de manos que va aumentando a medida que el discurso se inflama. Sabemos que este juego fue inventado, junto con el juego de luces y la elección de las vestimentas, con motivo de los primeros grandes mítines de Weimar, en 1926, y de Núremberg, en 1927 y 1929. Todo viene, por tanto, rodado cuando tiene lugar el salto electoral, en septiembre de 1930. Pero la estrategia del partido, concentrada en el único culto del jefe, apuesta por el acceso al puesto de canciller. Como Hindenburg se lo deniega en el verano de 1932, se produce un reflujo de votos y

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un aumento de tensiones violentas entre corrientes rivales dentro del NSDAP, que será salvado de alguna manera por el acceso al poder en enero de 1933. Así pues, el concepto de «carisma» desplaza el proyector de las cualidades atribuidas al jefe hacia la percepción y la representación que tuvieron los que lo siguieron y lo impulsaron al poder, es decir, hacia la sociedad alemana. El carisma permite juzgar conjuntamente todas las características que las interpretaciones precedentes habían analizado de manera aislada. El poder de Hitler es resultado de la colaboración, de la tolerancia, de las falsas esperanzas o de la debilidad de todos aquellos que ocupaban un puesto de poder o de influencia en Alemania. Todos ellos extrapolaron sus expectativas o sus resentimientos a la persona de Hitler. El día 21 de febrero de 1934, un dirigente nazi de segundo orden, Werner Willikens, secretario de Estado en el Ministerio de Alimentación, comentaba: «Cada cual tiene el deber de servir al Führer esforzándose por anticipar sus deseos». Esto provocó una combinación sin precedentes de inestabilidad institucional y dinamismo extraordinario, que culminó en la autodestrucción, tras haber procedido al exterminio de más de cinco millones de judíos y de cíngaros en Europa. L’H: ¿Precisamente, en qué medida coincidió este antisemitismo central en el pensamiento y en el discurso de Hitler con las expectativas y la adhesión de los alemanes? I. K.— Del estudio que realicé sobre Baviera durante el Tercer Reich, concluyo que el antisemitismo es latente, más que activo, en el sentido de que no es el principal factor de adhesión del elector al nazismo. En definitiva, existe lo que yo llamo un «odio estático» hacia el judío altamente teñido de antijudaísmo cristiano. Esta estructura estable y tradicional de la identidad nacional discrimina a los que no son buenos alemanes y, de hecho, conduce a los alemanes a aceptar la

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política antisemita del régimen, y a las Iglesias de todas las confesiones a no denunciarla. Pero, insisto, las expectativas populares que impulsan a Hitler al poder se centran en la vuelta al orden y a la estabilidad política, económica y social. No son prioritariamente las de una comunidad nacional liberada de sus enemigos raciales. Este antisemitismo latente permite así entender, al mismo tiempo, que el régimen nazi no consiguió nunca enrolar, fuera del gran círculo de los miembros del partido, el «odio estático» hacia el judío, extendido en la opinión popular, para transformarlo en un «odio dinámico» que habría incitado a cada uno a realizar pogromos. Es más, en noviembre de 1938, tras la «Noche de Cristal», algunos bávaros manifestaron su repulsa y su cólera. Un pequeño grupo incluso manifestó su simpatía hacia los judíos, ya fueran amigos o anónimos. Pero también explica que los alemanes, que no hicieron de la «Solución final de la cuestión judía» una prioridad, dejaron por indiferencia que el régimen nazi se lanzara a esta tarea esencial para él. El resultado fue que todo un pueblo en guerra colaboró, al nivel burocrático de cada uno, con el exterminio de los judíos. L’H.— ¿Se desvinculó la opinión pública de Hitler a medida de que se presentaba su derrota y la destrucción del país? I. K.— Entenderá que el carácter totalitario del régimen y la supresión de toda posibilidad de expresión política libre, en el verano de 1933, hace que no sea posible hablar de «opinión pública». Lo que permanece es una opinión popular que creemos, gracias a los informes secretos de numerosos observadores y a los informes de la policía y de la Gestapo, que hasta mediados de la guerra siguió estando muy apegada a Hitler, a quien le atribuye la recuperación económica, la erradicación del «marxismo», la reconstrucción de una Alemania fuerte, etc. Dos informes deben, no obstante, captar la atención. El primero fue elaborado en mayo de 1942 por Wilhelm Knöchel,

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«Y el monstruo empezó a fascinar»

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miembro del comité central del Partido Comunista Alemán que se encontraba clandestinamente en Berlín: «Enfrentado a la aterradora perspectiva de una derrota militar, la gran mayoría de los alemanes desearían que Hitler saliera lo más rápido posible del gobierno. No obstante, consideran a Hitler como un mal menor…». Dos años después, el memorándum de Adam von Trott —destinado a los oficiales conservadores implicados en el atentado contra Hitler en julio de 1944— indica una gran pasividad de la clase obrera, y concluye que no hay esperanza alguna de que tras la liquidación del Führer «una revolución de abajo» apoye y legitime la «revolución de arriba». En julio de 1944, cuando estalla la bomba en el cuartel general de Hitler, una aplastante mayoría de alemanes desea el final de la guerra e incluso la caída del régimen. Sin embargo, la propia guerra, la exigencia por parte de los Aliados de una rendición sin condiciones y el temor que inspira la Unión Soviética, constituyen los factores que siguieron creando vínculos por defecto entre el régimen y la sociedad hasta el final.

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II ¿Explica la propaganda el éxito del nazismo? ------------------------------------

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Los nazis celebran la llegada de Adolf Hitler al poder, el 30 de enero de 1933, como la aurora de una era nueva y revolucionaria. El aparato de propaganda transforma el país hasta el punto de confundir a un gran número de contemporáneos sobre la verdadera naturaleza del régimen y sus apoyos sociales. La prensa, la radio y el cine se movilizan para convencer al mundo de que el entusiasta pueblo alemán sigue de cerca al guía que se ha procurado. Se celebran grandiosas ceremonias para demostrar que, en una época desgarrada por las luchas económicas y sociales, la Alemania de Hitler ha fundado la sociedad unanimista con la que muchos europeos sueñan entonces. Tras servir como instrumento principal durante la toma de poder, esta propaganda y el terror que la acompaña se convierten en el principal modo de gobernar de los nazis. En 1919, Hitler se descubre dones de tribuno y, al mismo tiempo, una vocación política. En ese momento es militar y encargado de infundir a sus camaradas una fe nacionalista que los aparte de la revolución socialista. Él mismo se forja una doctrina en materia de propaganda que se sustenta en numerosas lecturas, tales como Psicología de las masas de Gustave le Bon, publicada en 1895. La idea central de Hitler es simple: para dirigirse a las masas no hay necesidad de argumentar, basta con seducir e impresionar. Los discursos apasionados, el rechazo de toda discusión y la repetición de algunas cuestiones machacadas hasta la saciedad constituyen lo esencial de su arsenal propagandista, al igual que la utilización de efectos teatrales, carteles luminosos,

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un expresionismo excesivo o gestos simbólicos de los cuales el primero es el uso público de la fuerza. De esta manera, cuando las SA se ensañan con sus adversarios políticos, no lo hacen bajo el efecto de impulsos desencadenados, sino en aplicación de las instrucciones permanentes que les asignan. Tras su afiliación al minúsculo Partido Obrero Alemán de Anton Drexler, en septiembre de 1919, Adolf Hitler saca una ventaja considerable a los fundadores del movimiento gracias a su talento de orador. Sin embargo, el partido adopta, en febrero de 1920, un programa contra las ideas de Hitler que seguirá siendo el de los nazis hasta el final. A Hitler no le preocupa estar sujeto a un programa, pero sabe introducir en el programa del NSDAP promesas oportunas, tales como la abolición de los grandes almacenes en beneficio de los pequeños comerciantes, una profesión de fe a favor de la propiedad privada e incluso una alusión al «cristianismo positivo». Ya ha elegido a quién irá dirigida su propaganda: a las clases medias, mermadas por la crisis económica que atraviesa entonces Alemania. Por consiguiente, se opone a los elementos obreristas que dominan en un principio el partido, aunque todos los simpatizantes están de acuerdo con un nacionalista intransigente. El golpe de Estado fallido del 9 de noviembre de 1923, perpetrado en Múnich, convierte a Hitler en un hombre de dimensión nacional. Héroe de la Primera Guerra Mundial y antiguo jefe de Estado Mayor en Hindenburg, Ludendorff avala este golpe de fuerza. Sin embargo, al ser el principal inculpado en el juicio de febrero de 1924, Hitler se da a conocer como un auténtico líder de la extrema derecha en Alemania. Poco le importa, por tanto, que el partido permanezca momentáneamente disuelto, ya que solo trabaja para él mismo. Estando recluido, aprovecha los nueve meses pasados en la cárcel de Landsberg para redactar Mein Kampf y definir así su personaje político. Esta autobiografía, salpicada de consideraciones éticas, sociales y políticas, describe en efecto a un

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hombre de convicciones, cargado de indignaciones y de odios. Hitler compara su destino al del pueblo alemán, que como él ha sufrido la desgracia del desempleo y de la guerra, y su vocación de artista se enfrentó al conformismo social de una burguesía dominada por los judíos. En otras palabras, el complot del extranjero y de los judíos, sean socialistas o capitalistas, es el causante de las desgracias de su patria. Su conducta heroica durante la guerra, que le ha procurado algunas condecoraciones, aunque no llegó a ir más allá del grado de cabo, lo convierte en un alemán de pleno derecho, aunque naciera en Austria. Mein Kampf, publicado en millones de ejemplares y generosamente distribuido, fundará el culto a la personalidad de Hitler tras su llegada al poder. De hecho, el período que se sitúa inmediatamente después de la guerra, durante la crisis de 1920 y la posterior inflación galopante de 1923, proporciona un terreno propicio para la propaganda hitleriana. En cambio, a partir de 1924, la recuperación del orden económico y político resulta desastrosa para el futuro Führer. El partido, reconstituido bajo su dirección, se extiende, sin embargo, por toda Alemania y las SA reclutan suficiente personal para combatir a las milicias socialistas y comunistas. No obstante, hasta 1929, solo obtiene entre un 1 y un 6,5 por 100 de los votos en elecciones celebradas en los Länder y todavía menos en las elecciones nacionales. El NSDAP carece de representación suficiente como para poder acceder con frecuencia a la radio, las reuniones públicas atraen a pocos auditorios de convencidos y el periódico del partido, el Völkischer Beobachter, cuenta con pocos lectores. La violencia de la propaganda nazi suple la falta de efectivos. Abunda en ataques personales y calumniosos contra los hombres de Weimar, constantemente acusados de traicionar a Alemania para favorecer al extranjero o a los judíos. De esta forma, el canciller Gustav Stresemann, que firmó junto con el francés Aristide Briand los Tratados de Locarno en 1925, pasa por un «vendido» porque está casado con una judía. Se inventan todo

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tipo de rumores escandalosos con el objetivo de desacreditar a los dirigentes acusados de no ser verdaderos alemanes. Todo cambia a partir de la gran crisis que surge brutalmente a partir de finales de 1929. Hitler hace gala de olfato político centrando su propaganda en los tres grupos sociales que más sufren el desastre económico, a saber, los desempleados, los campesinos y las clases medias. En esta tarea le ayudan dos nuevos adeptos: el periodista Joseph Goebbels y el escritor Walter Darré, defensor del campesinado. En 1930, encargado de preparar las elecciones en el medio rural, Darré desempeña su misión con una sinceridad de la que la mayoría de los nazis carecen. Por fin ha encontrado un partido que acepte defender sus ideas agrarias que, sin embargo, distaban mucho de lo que había sido hasta entonces la ideología nazi. Así pues, el NSDAP, recurriendo a las cuestiones de la defensa de la propiedad agrícola, de la ayuda del Estado a la producción y del respaldo de los precios, consigue, en septiembre, el 18,2 por 100 de los votos. Esto lo convierte en un gran partido, susceptible de participar en el gobierno. Desde ahora Goebbels tiene libre acceso a la radio. De 1930 a 1932, los nazis intentan ganarse la confianza de todas las clases sociales alemanas. Los hermanos Strasser, militantes de la tendencia socialista del partido, se dirigen al mundo obrero mientras que Hitler y Göring frecuentan a los hombres de negocios, preocupados por adquirir una nueva respetabilidad. Aunque los principales actores de la propaganda son las SA, dirigidas por Röhm, un antiguo oficial, héroe de guerra y jefe de los cuerpos francos en Baviera en 1919-1920. Ante el aumento de la agitación obrera, estas tropas de choque sustituyen a la policía para restablecer el orden, aunque les suponga sangrientos enfrentamientos. Más que los carteles y los violentos discursos anticomunistas y antisocialistas, son la represión y la provocación las que imponen al NSDAP como el partido del orden y la muralla del Reich contra el comunismo. Las palabras antisocialistas de algunos nazis tienen poco peso en los medios obreros. En cambio, los conservadores, obnubi-

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lados por el peligro bolchevique, ofrecen sin dudarlo su dinero y sus votos al partido que, con el 37 por 100 de los sufragios, se coloca a la cabeza del país en julio de 1932. La conquista del poder por Hitler es, por tanto, resultado en gran medida del uso cínico que supo hacer de una propaganda fundada en el desprecio. Desprecio de sus camaradas políticos, cuyo programa abandona a su antojo y cuyas preocupaciones obreristas traiciona; desprecio de sus conciudadanos, a los que promete hoy una cosa y mañana otra, cambiando de estilo según el lugar, el momento y el público. En realidad, las únicas constantes de los discursos de Hitler son el antisemitismo y la xenofobia. La llegada de Hitler a la cancillería, el 30 de enero de 1933, no modifica su concepción de la propaganda, sino que aumenta los medios de que disponía hasta entonces y le proporciona nuevos objetivos como son investir al Führer de un poder absoluto y eliminar toda oposición. El terror juega un papel decisivo para este propósito. Se trata de destruir las organizaciones sociales que escapan al control del partido y del Estado y de hacer que los individuos acepten el nuevo régimen convenciéndolos de que es la única vía para vivir en la sociedad alemana. Auténtico inspirador de la propaganda, Adolf Hitler constituye también el centro de atención durante sus apariciones públicas, sus discursos e intervenciones transmitidos por la radio. La prensa y la actualidad cinematográfica alimentan un culto a la personalidad del que presta su talento de actor, cuidadosamente cultivado mediante un estudio de las poses que adoptará frente al público o frente a la cámara. El arquitecto Albert Speer es el director oficial de los grandes espectáculos durante los que el Führer galvaniza a su pueblo. Construye estadios gigantescos y orquesta los juegos de la muchedumbre, de sonidos y de luces. Para ello utiliza proyectores del ejército que crean bóvedas de rayos de luz a mil metros de altura sobre la tribuna desde la que su jefe arenga a las masas en uniforme.

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Incluso los espectadores extranjeros hostiles al régimen quedan impresionados por la magnificencia de dichas ceremonias, que manifiestan la comunión entre el pueblo y su Führer, lo que contrasta con las divisiones existentes en la época de Weimar. La principal manifestación, la Dieta Nacional del partido, se celebra en Núremberg. Las demás conmemoran los grandes momentos de la historia del NSDAP y rinden homenaje a los muertos, héroes de la guerra o del nazismo, que se sacrificaron por la regeneración de Alemania. Bien entrada la tarde, el discurso de Hitler desata el entusiasmo. Estas liturgias colosales transmiten a cada uno la sensación de que toda reflexión crítica lo alejaría de una comunión nacional exhibida con una trascendencia y una solemnidad nunca vistas, vivida en una tensión unánime y transmitida por la radio y por una prensa ilustrada de una calidad técnica excelente. Los discursos de Hitler pretenden provocar una tensión paroxística. No exponen ninguna política ni presentan ningún cometido importante, sino que se conforman con expresar la indignación para provocar que las masas reaccionen cuando se les planteen disyuntivas simplistas. «¿Deseáis la paz?», ruge Hitler. «¡Sí!», grita el público a pleno pulmón. Las palabras del Führer nunca presentan racionalmente una situación ni proponen un tema de sociedad, sino que siempre apelan a las pasiones que fundan la adhesión unánime. La difusión de la ideología nazi se le confía a Joseph Goebbels, que fue nombrado ministro de Información y de Propaganda en marzo de 1933. Este vasto ministerio comprende en realidad todo lo relacionado con la cultura. Después de realizar estudios de literatura alemana hasta obtener el doctorado, Goebbels escribió varias novelas que ningún editor quiso publicar. Posteriormente ejerció diversas actividades para ganarse el sustento y adquirió una determinada experiencia en el mundo del periodismo. Su encuentro con Hitler en abril de 1926 supone una auténtica conversión. Joseph Goebbels le será fiel a hasta que se suicide en el búnker de la Cancillería en mayo de 1945, al

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contrario que los demás dirigentes nazis. Goebbels posee un talento oratorio notable cuando habla por la radio, mientras que su pequeña estatura y su pie deforme no le favorecen en los mítines públicos. Además, destaca en todos los géneros: tono grave, llamada a los sentimientos, vehemente denuncia de los adversarios del régimen, violentos ataques de los «complots» capitalistas comunistas y judíos. Aficionado erudito al cine y director de grandes espectáculos políticos, pone todo su fervor al servicio de Hitler. Esta propaganda solo puede funcionar con la condición de privar a los alemanes de las fuentes de información y de las formas de expresión que los nazis no controlen. Para lograr este objetivo es preciso aislar al país del exterior y evitar toda difusión de opiniones heterodoxas, incluidas las que contienen antiguas publicaciones nazis o incluso hitlerianas si contradicen los objetivos de ese momento. La política económica del Reich, que limita de manera muy estricta las importaciones, permite retirar del mercado periódicos, películas y libros extranjeros. Solamente la radio traspasa las fronteras. No obstante, mientras duró el Tercer Reich, se prohibió la escucha de las radios extranjeras, presentada como un acto de sumisión al enemigo, es decir, a los judíos, acusados de inspirar un complot antialemán y de ejercer una influencia nefasta sobre los medios de comunicación. Denunciar a los oyentes de radios extranjeras, sobre los que pesan sanciones muy severas, se considera un acto de civismo. La instauración de una economía controlada permite, por otra parte, silenciar a la oposición interna. Se fijan cupos, sobre todo, para la distribución del papel; el Estado controla por completo la radio y la producción cinematográfica. A partir de 1933, las bibliotecas públicas se depuran de las obras catalogadas como subversivas, ya sea por su contenido, o porque los autores son judíos o reputados enemigos del Reich. Los autos de fe en los que se queman miles de libros reflejan la crueldad de los nazis. Por prudencia, buena parte de los alemanes esconden

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o destruyen los libros sospechosos que poseen. Las profesiones relacionadas con la edición pasan a estar bajo control del gobierno, quien crea una Cámara de escritores, una Cámara de periodistas y una Cámara de cineastas. Negarse a pertenecer a una de estas corporaciones, cuya tarjeta profesional puede retirarse en todo momento, equivale a verse sin trabajo. En tales condiciones, establecer una censura previa es inútil. Goebbels, preocupado por mantener cierta diversidad en el estilo y en la manera en que cada periódico se dirige a su público en los términos que le convienen, declara: «Que cada uno toque su instrumento siempre que toquen la misma música». Él y sus colaboradores se encargan de recibir a los periodistas a los que presentan la versión oficial de la actualidad. En virtud de una ley no escrita, luego completamente arbitraria, se castiga cualquier artículo heterodoxo. Basta con que un periodista sea acusado de traicionar los intereses de la patria, del pueblo alemán o de la raza aria para que sea encarcelado, con o sin juicio previo. Esto explica que la prensa se muestre dócil a partir de 1933. En los ámbitos literario y artístico, Goebbels intenta ampliar el grupo de adeptos al régimen, por lo que se propone, en particular, atraer a varios pintores expresionistas. Pero Hitler no está de acuerdo, ya sea por sus gustos personales, porque percibe el posible efecto subversivo e incontrolable del arte moderno, o bien porque quiere tranquilizar a una población que desconfía de las nuevas formas de expresión artística. El nazismo defiende valores sólidos, una moral tradicional y un arte que no ofenda a nadie, todo ello empleando técnicas modernas. El objetivo del arte nacionalsocialista es exaltar la grandeza del régimen mediante el gigantismo y la glorificación del heroísmo, y no mediante la investigación o la innovación. La literatura, el teatro, el cine y las bellas artes adquieren un especial esplendor durante la República de Weimar, durante la que existía un arte dominante inspirado por la protesta de la sociedad burguesa. Al igual que los escritores Thomas o Hein-

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rich Mann, el poeta Kurt Tucholsky, el cineasta Fritz Lang, el pintor Ernst Kirchner o el fundador del teatro moderno, Berltolt Brecht, un gran número de artistas abandonan Alemania a partir de 1933. Los que se quedan aceptan hacer las concesiones necesarias. Por ejemplo, dejan de producir o solo publican obras anodinas, como ocurre con el escritor de novelas Ernst Jünger o con los pintores Otto Dix y Emil Nolde. Eso cuando no ponen su pluma al servicio de régimen, como Hans Carossa. En 1936 tiene lugar la exposición del llamado «Arte degenerado» que pretende desvelar el horror del expresionismo, inspirado en el arte negro y representado a menudo por artistas judíos, pero esta exposición obtiene un éxito limitado. Por lo demás, rechazar el expresionismo no impide a los nazis adoptar sus técnicas, sobre todo, para los carteles, evocaciones sorprendentes y simplificadas de un mensaje violento. Un determinado número de literatos y de artistas exalta el régimen y sus valores, que son trabajo, familia, heroísmo y deporte. En realidad, el Tercer Reich no contaba demasiado con sus contribuciones, al ser estas de escaso interés. En cambio, la propaganda nazi insiste en el gusto de Hitler por el arte, así como en el carácter universal de su genio. En consecuencia, en 1936 se publica una selección de dibujos y acuarelas del Führer, obras mediocres y convencionales. Goebbels y Hitler, cinéfilos apasionados, están convencidos de que la gran pantalla es el instrumento ideal para adoctrinar a las masas. Además, controlar la producción es fácil dado su coste, que ya se concentra en las manos de cuatro empresas y se reduce al control de una sola en 1942. La Cámara Nacional de la Película impone una reglamentación extremadamente estricta en el aspecto financiero, así como en el de la producción y el empleo. Las actualidades semanales, proyectadas obligatoriamente en todas las salas de cine, revisten una importancia particular. Estos documentales constituyen uno de los medios de persuasión más eficaces, pues las imágenes, compuestas con frecuencia

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con mucho talento, son más poderosas que lo escrito o el discurso. También se cuida mucho la producción de películas de ficción, que glorifican la nación alemana y un pasado heroico (Federico el Grande, de Veit Harlan), la obediencia a los jefes (El triunfo de la voluntad, de Leni Riefensthal), las virtudes públicas y privadas (El Retorno, de Gustav Ucicky), la simplicidad de las costumbres y la difamación de los enemigos anglosajones, bolcheviques y judíos (El Presidente Krüger, de Hans Steinhoff, GPU, de Karl Ritter o El judío Süss, de Veit Harlan). Diseñados como elementos esenciales del decorado teatral propio del Tercer Reich, la escultura y la arquitectura ocupan un lugar muy importante en el arte de propaganda nazi. Aunque hubo numerosos proyectos, muy pocos se llevaron a cabo. Al menos el gigantesco estadio de Núremberg muestra el carácter grandioso de esos sueños pétreos. Albert Speer, arquitecto y amigo personal del Führer, pretende poder ejercer plenamente su talento creador bajo la dirección de Hitler, sin llegar a medir realmente el papel que juega en el establecimiento del totalitarismo, si nos atenemos a sus Memorias. Pese al culto de los valores tradicionales de la familia, del campesinado y del heroísmo militar, el nazismo pretende llevar a cabo una «revolución del pensamiento». A la cultura del siglo XIX, demasiado impregnada del ejemplo francés, el nazismo contrapone una cultura proveniente del pueblo germánico; un arte que todos entiendan y no solo una élite; un «lenguaje del sentimiento» en el que la propaganda, que permanece «invisible», debe cumplir su función. El cine es el vector privilegiado de esta cultura popular cuyo moralismo barato contrasta singularmente con el inmoralismo integral que muestra el partido. Pues, aunque el Tercer Reich proclama la grandeza y las virtudes de las familias, arranca a los hijos de ellas para alistarlos en las Juventudes Hitlerianas. Uno de los grandes temas de la propaganda nazi es la llegada de un hombre nuevo que viva según una ética libre de las aportaciones del racionalismo y del intelectualismo, así como

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del liberalismo y del marxismo de origen judío. Ario puro, se trata de un hombre sencillo, que se conforma con los actos de valentía y de obediencia a sus jefes. Este modelo humano presentado en los movimientos de juventud brinda sus héroes a las películas nazis y a los artistas. La apología del deporte impone este superhombre a la sociedad, mientras que los éxitos internacionales de los atletas alemanes parecen confirmar el triunfo del nazismo. Los Juegos Olímpicos que se celebran en Berlín en el año 1936, en un inmenso estadio construido para dicho acontecimiento, marcan el apogeo del régimen. Una organización infalible y la mezcla de manifestaciones nazis y competiciones deportivas suponen una gran aportación para la propaganda. Una talentosa cineasta, Leni Riefenstahl, realiza una gran película sobre este acontecimiento Los dioses del estadio. Es la primera vez que una demostración deportiva permite tal explotación política. Antes de la guerra, Hitler también recurre a apelar al sacrifico para conseguir que la población acepte el aumento considerable de los gastos de armamento y la escasez de bienes de consumo. Durante la guerra, el esfuerzo militar requiere más sacrificios al pueblo alemán para garantizar la victoria final. Luego no se trata solamente de una renuncia legítima para poder esperar conseguir una sociedad mejor o un Reich que domine a Europa durante miles de años, sino de un sacrificio que encuentra justificación en sí mismo y de una virtud propia a la raza aria. Aunque esta llamada al sacrifico no hace mella en las antiguas generaciones, los jóvenes se muestran más receptivos, pues esperan, hasta el desmoronamiento completo del Reich, que Hitler encuentre un modo de invertir la situación. Aceptan morir con la convicción de que la muerte es la expresión más elevada de su vocación de alemanes. Junto a los mensajes destinados al colectivo de alemanes, existe una propaganda activa que tiene por objeto convencer a cada uno, particularmente, de que el Estado se preocupa por su destino. El mundo obrero, el más reacio al Tercer Reich, ha

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perdido toda posibilidad de reivindicación, de participación en la gestión de las empresas y de protesta. Si bien su renta media mejora, las condiciones de trabajo empeoran. Por ello, para convencer a los obreros de que el nazismo vela por su bienestar, se promociona, en primer lugar, la organización «Auxilio de invierno», que distribuye la sopa popular a los desempleados y es patrocinada por el partido; en segundo lugar, están las grandes obras, como la construcción de las primeras autovías, que contribuyen a reabsorber el paro. Por otro lado, las corporaciones que agrupan patronal y empleados bajo control del Estado resuelven supuestamente el problema del antagonismo de clases sociales. De este modo, la asociación la «Fuerza por la Alegría» establece cruceros por el mar del Norte donde los patrones y los obreros se codean ante las cámaras. El campesinado, que muestra una mejor disposición hacia el régimen, no es mejor tratado, aunque sea constantemente alabado por la propaganda nazi, que contraponiéndolo a la población urbana, lo erige como arquetipo del germanismo y de sus virtudes. ¿Cuál es el impacto directo que tiene la propaganda nazi sobre los alemanes? Todo indica que una gran proporción de la población conserva un sentido crítico agudo y que, aunque nadie se atreve a atacar en público a los dominantes, gran parte de la sociedad es consciente del carácter engañoso de sus palabras. El antídoto más extendido es la «historia verdadera» que ridiculiza esas palabras. Transmitida de boca en boca, susurra el rechazo de tragarse todo lo que cuentan los periódicos y la radio. Pero esto no significa que la propaganda sea ineficaz ante una juventud fanatizada por la Hitlerjugend (Juventudes Hitlerianas), por ejemplo. El aislamiento de Alemania en el mundo y el del individuo en la sociedad nazi no permiten distinguir la verdad de lo falso, y el bombardeo mediático surte su efecto. Alemania entera nunca manifiesta un real entusiasmo en ningún momento de los doce años de poder de Hitler y, desde

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este punto de vista, se puede considerar que la propaganda totalitaria fracasa. No obstante, tal no es el propósito del régimen. Para este, lo esencial es que los alemanes obedezcan y, salvo algunas excepciones, lo hacen hasta el final, es decir, hasta la masacre completamente en vano de cientos de miles de hombres, en un momento en el que la derrota es ineluctable. No cabe duda de que sin la propaganda, Adolf Hitler no habría conseguido un resultado similar que confirma por su absurdidad la eficacia de los métodos de Joseph Goebbels. La violencia es la herramienta por excelencia de la política extranjera nazi en la que la propaganda juega un papel no despreciable, aunque secundario. Ultranacionalista, el nacionalsocialismo no es un buen producto de exportación. Además, nunca cuenta con los medios, incluso en los países ocupados, de acabar con la sociedad tradicional, condición indispensable para que triunfe la propaganda. Fuera de los países ocupados, los márgenes de maniobra de la propaganda están extremadamente restringidos. Muy pocas personas se dejan seducir por los temas nazis y Hitler se confunde pensando que las minorías alemanas que viven en Estados Unidos impedirán que su país de adopción entre en guerra con su país de origen. Su ignorancia del mundo exterior no lo dispone a fomentar en él una acción ideológica eficaz. Vencidos o aliados, los países ocupados por el ejército del Reich son víctimas de una intensa propaganda destinada a hacer que el pueblo acepte la política de colaboración de sus dirigentes. En el momento en que controlan nuevos territorios, los nazis introducen su censura y controlan la prensa, la radio, así como la producción y la distribución cinematográficas. Reiteran el siguiente leitmotiv: la causa que Alemania defiende es la de Europa, amenazada por la plutocracia internacional, los judíos y el bolchevismo. La exaltación del héroe alemán confirma la idea de que las condiciones de paz que se le otorgarían al país serían más favorables si decide colaborar, sobre todo, económicamente. Al igual que en Alemania, esta propaganda va asociada a

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medidas de terror, que son especialmente crueles en Polonia y en la Rusia ocupada. Se encumbran las victorias nazis mientras que la resistencia local se asimila al terrorismo, principalmente perpetrado por comunistas y extranjeros. No obstante, a pesar de que estos países fueron incorporados al territorio económico del Reich y pese al apoyo aportado a los movimientos fascistas locales, la desintegración de la sociedad tradicional alemana no puede concluirse, ya que los dirigentes de los partidos y de los sindicatos disueltos, la Iglesia y los movimientos de juventud, ejercen una contrapropaganda. Por lo demás, la población se da cuenta enseguida de la contradicción que existe entre el discurso y la realidad que revelan la tiranía, la explotación económica y el desprecio de su pueblo y de sus dirigentes, aunque sean fascistas. Por otra parte, estos países nunca permanecen completamente aislados de la información proveniente de Londres, Suiza o Moscú, y en ningún lugar, salvo quizá en Finlandia y Rumania, se moviliza el sentimiento nacional por la causa de la Europa de Hitler. Ni la inflexible voluntad del Führer ni la superioridad intrínseca de la raza germánica se convierten en un credo. Los gobiernos que se asocian al Reich en la guerra se apresuran por acudir al adversario en cuanto se invade el territorio nacional. Ninguno fomenta increíbles esperanzas en las nuevas armas prometidas por la propaganda nazi y, sobre todo, ninguno desea que su país se hunda en el cataclismo final, cosa que Hitler sabe aún hacer creer a los alemanes. Lo que explica el éxito no son las técnicas modernas de la propaganda que, no obstante, los nazis habían perfeccionado mucho, sino la notable adaptación de sus temas a lo que una gran proporción de la población alemana desea oír en un momento de su historia. Es cierto que la influencia que ejerce el nazismo sobre la sociedad no se explica sin el uso de los medios de expresión contemporáneos. Pero esta influencia también se beneficia de circunstancias favorables como son el desarraigo de la población rural, la rápida urbanización del país y el de-

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sarrollo de los medios de transporte que había originado una sociedad de masas. Hitler logra bastante bien adaptar su acción publicitaria a las posibilidades que le ofrece dicha sociedad en la que el hombre, menguado por la Revolución Industrial, tenía sed de verdades sencillas y tranquilizadoras. A fuerza de supeditar todo a la apariencia y a la manipulación de las masas, el nazismo no creó nada duradero ni en Alemania ni en el exterior, pues carecía de contenido. El nazismo fue víctima de la propaganda que lo condujo al exceso, al crimen y a la catástrofe, puesto que solo existía a través de ella.

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¿Era Goebbels un genio? Fabrice d'Almeida

La extraña figura de Joseph Goebbels permanece como la del propagandista absoluto, una especie de mezcla de profeta y de publicista del que se dice que inventó él solo la imagen del Tercer Reich. Considerado como un maestro en el arte de la manipulación de las masas, entró en vida en el panteón oscuro de las almas condenadas de los dictadores. No obstante, al abrir los archivos del partido nazi e investigar las decisiones importantes que se tomaron en materia de comunicación durante el Tercer Reich, vemos que es preciso hacer una lectura mucho más matizada1. ¿Cuál era el verdadero poder de Goebbels? ¿De qué medios políticos y materiales disponía y cuál fue su parte personal de invención de la propaganda nazi? Por último, ¿qué papel desempeñó en la historia de las técnicas de influencia? Por decirlo de forma sencilla, Goebbels está lejos de haber inventado todo lo relacionado con la propaganda durante el nazismo. Hitler mismo es el primer responsable del partido nazi cuando en 1919 llega a ser uno de sus dirigentes. Su teoría de la propaganda encauza la de Goebbels y la condicionará en gran medida. El Führer decidió un símbolo para el NSDAP inspirado en un movimiento antisemita anterior a 1914, la cruz gamada; elige el color rojo de la bandera para situar a su partido del lado de los Las conclusiones presentadas en este capítulo se basan en un examen pormenorizado de los archivos conservados en el Bundersarchiv de Berlín. 1

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obreros y competir con los comunistas; diseña los uniformes de los distintos órganos del partido, como si se tratara de un grafista y compone incluso el texto y la imagen de los primeros carteles. Él es el inventor del simbolismo nacionalsocialista. Goebbels, en esa época, ni siquiera es aún miembro del NSDAP. En cierta manera, llegó tarde a la organización, puesto que toma contacto con ella en 1924, y ocupa un puesto en 1925, durante la refundación del partido. Se pierde, por tanto, los primeros años, tan importantes para crear la leyenda de la acción revolucionaria nazi. En Mein Kampf, que redacta en la cárcel tras el golpe de Estado de la Cervecería en Múnich, el 9 de noviembre de 1923, Hitler dedica dos capítulos a la definición de la propaganda y Joseph Goebbels solo retomará los principios directores, a saber, repetir un mensaje sencillo destinado al público más inculto; las acciones de propaganda son coordinadas por el jefe (Fürhrerprinzip); y finalmente, para conseguir la victoria, todo está permitido. Asimismo, Hitler explica que los actos ejercen una fuerte presión en la opinión pública. Visiblemente, la táctica de ocupar las calles, utilizada por Mussolini para acceder al poder, lo ha convencido de ello. Finalmente, el jefe del NSDAP sitúa la acción de la propaganda en el ámbito de las creencias y supone, por tanto, que dicha herramienta debe inscribirse en la perspectiva de una religión política, que tenga su liturgia, su culto, sus ceremonias, su calendario y su clero. Los propagandistas no son expertos sino poseedores de una chispa de verdad que difunden entre las masas incultas y aleladas. Deben despertar a Alemania como clama el eslogan: «Deutschland erwache!» (Alemania, ¡despierta!). A partir de 1926, cuando Hitler le confía la dirección de Berlín, Goebbels comienza a reproducir el estilo de los discursos del Führer, emplea un tono brusco y cortante, utiliza frases mordaces al estilo de los eslóganes e introduce el humor y la ironía para ganarse al público. En este sentido, es ciertamente el propagandista más acorde con su época: un tribuno eficaz y

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un hombre de pluma. De hecho, a partir de 1928 llena las salas y se convierte en un valor seguro a la hora de movilizar a las tropas del partido. El nuevo periódico que creó en julio de 1927, Der Angriff (El ataque), es su herramienta para condicionar en profundidad la opinión de los miembros del NSDAP. Hitler termina por nombrarlo delegado de propaganda del partido junto con Heinrich Himmler. Este puesto le permite acceder a nuevos recursos financieros y transformar Der Angriff en un diario, en octubre de 1930. Pero, sobre todo, Goebbels hereda el formidable trabajo de organización que Heinrich Himmler ha realizado. Desde 1926, Himmler es, en efecto, el responsable oficial de la propaganda del NSDAP. A partir de 1927, acumula esta función con la de jefe de la guardia pretoriana de Hitler: las SS. En lo que respecta a la propaganda, gestiona todo tipo de archivos y los jerarquiza: ¿es necesario prohibir el uso de los emblemas del partido en la publicidad? ¿Quién sería el mejor avalista para las SA? ¿Dónde encontrar financiación complementaria para la prensa? ¿Cómo organizar la agenda de campaña de la auténtica estrella en que se ha convertido Hitler (las entradas de pago de sus mítines llenan las arcas de las secciones y de las federaciones que demandan cada vez más, sobre todo, durante la campaña legislativa de 1928)? ¿Y cómo convencerlo cuando pierde entre tres y cinco kilos por actuación? Himmler hace propuestas a Hitler y deciden juntos una estrategia. Racionaliza la comunicación del partido. Con Himmler, la propaganda ya constituye un sector que atañe a todo lo que el partido realiza. En 1930, Goebbels no hace sino retomar las prácticas de Himmler, quien, tras haber secundado a Goebbels, se encuentra demasiado acaparado por las SS como para seguir ejerciendo simultáneamente los dos empleos. No obstante, Goebbels añade su parte de invención. En 1932, a la rigurosa organización de la campaña electoral ya elaborada por su predecesor, añade una dimensión simbólica: el Führer irá en avión a cincuenta

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ciudades. Es la operación «Hitler über Deutschland» (Hitler por encima de Alemania). Pese a estos grandes éxitos de comunicación, Joseph Goebbels queda excluido del primer gobierno que fue nombrado en enero de 1933 y del que Adolf Hitler es canciller. De modo que debe conformarse con realizar un trabajo de seducción de la alta sociedad berlinesa y con garantizar que se reconozca plenamente el nazismo en las esferas mundanas. Desde 1931, su esposa Magda, divorciada del adinerado banquero Günther Quandt, lo secunda con gran inteligencia en esta tarea. En marzo de 1933, el Gauleiter de Berlín obtiene su revancha, puesto que es nombrado ministro de la Propaganda y de la Educación popular, como recompensa por su abnegación en la campaña anticomunista tras el incendio del Reichstag2. En este puesto, se encuentra rodeado de elementos cercanos al Führer como Walther Funk, el antiguo responsable de la prensa del partido, ascendido posteriormente a secretario de Estado en su ministerio. El canciller sigue de cerca sus iniciativas. Se trata de pasar bajo régimen corporativo y controlar, mediante el Estado, todo lo que de cerca o de lejos tiene que ver con la circulación de las ideas, la representación o la información en Alemania. El método de Goebbels se mantiene fiel a las enseñanzas de Hitler, con el que colabora estrechamente a la hora de nombrar en cada sector pequeños grupos de hombres de confianza que, con devoción, llevarán a cabo la limpieza política y racial. De esta manera, a partir del otoño de 1933, se crearon diversas cámaras de la cultura, de las artes, del teatro, etc. Goebbels no tiene el campo libre para actuar, pues otro jerarca, Alfred Rosenberg, pretende conocer mejor lo que se necesita para fomentar la «idea nacionalsocialista». Los dos hombres polemizan a través de los periódicos y de denuncias respectiEl incendio del Reichstag, que tuvo lugar el 27-28 de febrero de 1933, ofrece al poder nazi la ocasión de detener a los dirigentes comunistas, acusados sin razón de ser los responsables.

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vas ante Hitler, que a menudo se niega a decidirse en favor de uno o de otro. Al final, la dimensión burocrática del ministerio de Propaganda predomina sobre los grupos de presión de Rosenberg. No obstante, este se impone como el doctrinario del nazismo con su libro El Mito del siglo XX (1930), que ejerce una influencia profunda. Göring también quiere su parte del sector cultural. Como ministro-presidente de Prusia, gestiona varios escenarios berlineses y tiene sus protegidos, como es el caso del amigo de su mujer, el actor y director Gustav Gründgens. Albert Speer, por su parte, obtiene de Adolf Hitler contratos de escenografía y de arquitectura relacionados con los grandes acontecimientos y con las operaciones de más prestigio. Robert Ley, el patrón de la organización de ocios, lleva a cabo sus propias campañas de promoción. En cuanto a Otto Dietrich, el jefe de prensa del NSDAP, íntimo amigo del Führer y alto responsable de las SS, no duda en robarle protagonismo en las declaraciones de guerra. Es él quien anuncia, en noviembre de 1941, que la campaña de Rusia está ganada. Joseph Goebbels ve así su territorio constantemente atacado. No obstante, algunas innovaciones le permiten ganar en audiencia y compensar las fluctuaciones de estima que Hitler le profesa. Primero, lanza la campaña para el «receptor popular» (Volksempfänger) que convertirá a Alemania en el segundo país de Europa (después de Reino Unido) mejor equipado en radiofonía en menos de cinco años. El objetivo es que todos los ciudadanos puedan oír los discursos del Führer y los suyos propios. Haciendo esto, Goebbels asegura una gran difusión de la información oficial. También desarrolla la televisión. A partir de 1935, este nuevo medio de comunicación acapara su máxima atención. Construye estudios, establece emisoras y contrata a técnicos. Se instalan televisores colectivos, en particular en los cuarteles y en las residencias de las SS, y algunos privilegiados adquieren algunos. Así, en vísperas de la guerra, hay cerca de mil aparatos en circulación. La pequeña pantalla se convierte en el canal favorito

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de Goebbels, que pronunciará discursos semanales a favor de la guerra y adquirirá una reputación de doctrinario. Más tarde reorganiza la información. Para ello, reactiva y amplía los servicios de censura a todos los soportes: prensa, cine, radio, carteles, libros… Incluso visiona personalmente las informaciones antes de ser retransmitidas y las moldea a su gusto, consultando al Führer y a Göring las ediciones más importantes. Su ministerio implanta un sistema de producción de reportajes transmitidos por radio, cine y prensa controlados por el Estado. En 1937, cuando incita a Alfred Hugenberg, el magnate de extrema derecha, a vender la UFA (su empresa de producción cinematográfica) al Estado, establece un monopolio de la información filmada. El ministerio de Propaganda paga bien. A partir de 1939, Goebbels se interesa por los sueldos de las estrellas de cine y apoya ciertas exoneraciones fiscales individuales. Para la película propagandística El judío Süss, autoriza superar todos los límites presupuestarios. Con estos gastos espera comprar a los líderes de opinión. Incluso ha creado una fundación tapadera de derecho privado para facilitar el pago y el cúmulo de sueldos, es decir, ganarse una clientela. Como ministro de Propaganda, organiza un gran número de acontecimientos de género y magnitud variables con miras a movilizar a la nación y, en especial, a las élites. Gran agitador, orquesta la campaña de propaganda para el boicot de las empresas judías, el 1 de abril de 1933. Por otra parte, el 10 de mayo del mismo año pronuncia el «Discurso de las llamas» preludio del auto de fe conducido por los estudiantes nacionalsocialistas. Durante el asesinato de Röhm, el 30 de junio de 1934 («la Noche de los Cuchillos Largos», que conlleva la eliminación de las SA), Joseph Goebbels coordina la campaña de prensa que acusa a Ernst Röhm de ser un traidor homosexual. Al cierre de los Juegos Olímpicos de Berlín en 1936, es el anfitrión de la fiesta de clausura que reúne a más de dos mil invitados de categoría. Al año siguiente organiza la exposición

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sobre «Arte degenerado» con el fin de combatir las tendencias pictóricas de la abstracción y del expresionismo. El 9 de noviembre de 1938 pronuncia ante la dirección del partido un discurso que desencadena «la Noche de Cristal», pogromo nacional que acarrea la ruina completa de muchos judíos alemanes y se cobra varios centenares de muertos. Durante la guerra, a pesar de estar excluido de las reuniones estratégicas y cuando se puede prever la derrota alemana, proclama el 18 de febrero de 1943, en el Palacio de los Deportes de Berlín, la entrada en la «Guerra Total». Su entusiasmo convence a los asistentes, que se vuelven a movilizar y se muestran dispuestos a cualquier sacrificio. El 20 de abril de 1945 Goebbels pronunciaba por la radio el discurso para el cumpleaños de Adolf Hitler, en el que anuncia la «Victoria Final» mientras pinta con letras negras en todos los muros de la capital el último eslogan: «Berlin bleibt deutsch» («Berlín sigue siendo alemán»). Unos días más tarde, la ciudad es invadida. Hitler se suicida el 30 de abril, Joseph Goebbels y su esposa Magda lo hacen el 1 de mayo, habiendo asesinado previamente a sus seis hijos. Su último acto propagandístico consistió en callar durante algunas horas la muerte del Führer. En conclusión, Goebbels siguió la evolución de su época. Sus innovaciones fueron modestas con respecto a lo que consiguió el poder de la propaganda alemana: lucha por la abnegación, conformismo social, una policía política activa e increíbles repartos de riquezas y de toda clase de bienes a aquellos que sustentaban la máquina. El mito de la grandeza del Tercer Reich existió para los que se beneficiaron de él. Solo la derrota hizo temblar las conciencias y levantó el velo de ilusiones mórbidas que, durante doce años, gobernó Alemania.

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Ya sea tachado de reaccionario o de revolucionario, el nazismo fue un fenómeno de masas. A lo largo del siglo precedente, Europa había visto movilizarse a muchas personas bajo la bandera de la libertad política, la igualdad social o la independencia nacional. En cambio, tras el primer conflicto mundial, primero Italia y, después Alemania, ofrece un espectáculo muy distinto: el de millones de personas que se unen a un hombre que proclama su deseo de instaurar una dictadura sobre las ruinas de la democracia. Es cierto que Adolf Hitler no fue impulsado al poder por el pueblo alemán en su mayoría. No obstante, nunca habría sido nombrado Canciller por Hindenburg sin los éxitos electorales que obtuvo y sin el peso de las masas afiliadas a su partido. Sus contemporáneos ya se preguntaron sobre la identidad de aquellos hombres y mujeres que inflan el movimiento pardo. Su convencimiento, rápidamente afincado, debía conocer una posteridad duradera. ¿Los nazis? Pequeños burgueses enfadados, víctimas de un auténtico «pánico»1 en esas clases medias que son considerados desde entonces como los precursores del populismo de extrema derecha. El nazismo era un «extremismo del centro»2, el modo de expresión política de las clases sociales en crisis. La citada expresión es del sociólogo Theodor Geiger. CF su artículo «Panik in Mittelstand», Die Arbeit 7, 1930, págs. 637-659. 2 Cf. Seymour M. Lipset, «Fascism — Left, Right and Center», Political Man. The Social Bases of Politics, Nueva York, Doubleday, 1960. 1

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Artesanos, comerciantes y granjeros, pero también empleados y funcionarios, estas son las categorías comprendidas entre la burguesía acaudalada y los obreros aliados, y expuestas a una amenaza de proletarización que la crisis económica agudizó más que nunca. Indignadas contra un Estado insensible a su destino e impotente ante la amenaza marxista, decepcionadas por las fuerzas conservadoras tradicionales, fueron, al fin y al cabo, presa fácil para un partido como el nazi, cuyo discurso coincidía con sus quejas y con sus resentimientos. Sin embargo, no hay que olvidar que el partido se negaba precisamente a considerarse portavoz exclusivo de las clases medias. La pretensión que mostraban con más frecuencia era la de reunir a todo el pueblo alemán; su objetivo era crear una Volksgemeinschaft, una comunidad nacional unida y homogénea, librada de los antagonismos de las clases que eran alimentados por el liberalismo y el marxismo. Se presentaba como una anticipación de dicha comunidad venidera proclamando que, en sus filas, el obrero se codeaba con el patrón, el profesor, el periodista, el funcionario, el artesano y el comerciante. Es cierto que el partido realizó esfuerzos persistentes para conseguir adeptos en todos los medios socioprofesionales para no ser un partido de intereses o el de una sola clase social. ¿Entonces, el NSDAP era un partido de clases medias, tal y como lo consideraban los observadores contemporáneos, o un partido del pueblo entero, tal y como pretendía Hitler? Los historiadores adoptaron durante mucho tiempo y sin reservas la primera posición. Sin embargo, a partir de los años 80 se produjo un cambio por la influencia de estudios que, con todo el rigor deseable, sacaron provecho de una base documental excepcionalmente fructífera. A diferencia del partido fascista italiano, el partido nazi participó en numerosas elecciones, cuyos resultados pueden someterse a las técnicas de análisis electoral. Además, sus archivos han sobrevivido, afortunadamente, junto con los expedientes de sus 8,5 millones de miembros. De los estudios realizados se deduce un balance que, sin llegar a

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contradecir las conclusiones comúnmente admitidas, las matiza considerablemente. El partido nazi, que era insignificante en 1928, ya que ese año obtiene el 2,6 por 100 de los sufragios expresados, conoce con la llegada de la crisis un progreso espectacular: un 18,3 en septiembre de 1930; 37,3 en julio de 1932 y 43,9 por 100 en marzo de 1933. Para pasar de 800.000 a 17,5 millones de votos, ha tenido que pescar excesivamente en el agua de la competencia, obteniendo un éxito desigual cada vez. Paralelamente a este auge se produce el tan conocido desmoronamiento de los partidos llamados «burgueses», las dos formaciones liberales del centro (DVP — Deutsche Volkpartei —, DDP — Deutsche Demokratische Partei) y el partido nacionalista de derecha (DNVP — Deutschenationale Volkpartei), cuyo porcentaje acumulado pasa del 27,8 por 100 en 1928 al 8,1 por 100 en julio de 1932. En cambio, el partido católico del Centro (Zentrum) muestra una destacable estabilidad, con un 15 por 100 de los votos. El partido social demócrata (SPD — Sozialdemokrastiche Partei Deutschlands) retrocede sensiblemente, del 30 en 1928 al 20 por 100 en noviembre de 1932, mientras que, al mismo tiempo, el voto comunista pasa del 10,6 al 16,9 por 100. La implantación nazi encuentra, por tanto, importantes frentes de resistencia en los medios obrero y católico, que constituyen dos subculturas con una identidad fuertemente marcada desde que Bismarck les prohibiera la socialdemocracia y persiguiendo a la Iglesia católica. Esta evolución global, recalcada y comentada por los contemporáneos, debe interpretarse con prudencia. Los votos de los 3,5 millones de jóvenes electores aparecidos entre 1928 y 1932 constituyen un factor indeterminado en la medida en que no es posible comprobar empíricamente si, como se afirma con frecuencia, benefició esencialmente al partido nazi. En cualquier caso, los movimientos del electorado fueron seguramente más complejos de lo que sugieren las apariencias. Según un estudio reciente, la mitad del aumento del resultado nazi entre 1928 y 1930 se debió solo a la adhesión de antiguos

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electores de los partidos conservadores; hay que añadir la aportación, en un 20 por 100, de los antiguos abstencionistas y también la de los tránsfugas del Partido Socialdemócrata, del Centro y del Partido Católico Bávaro (BVP) a razón de un 10 por 100 cada uno. En julio de 1932, uno de cada dos antiguos electores de los partidos burgueses aporta su voto al partido nazi, pero el SPD pierde probablemente, también en beneficio del partido nazi, uno de cada siete de sus electores de 19303. Por otra parte, si bien el partido nazi cala indiscutiblemente en el medio protestante, eso no quiere decir que solo los protestantes hayan votado por él. De una elección a otra se observa que el aislamiento católico tiende a atenuarse. En marzo de 1933, uno de cada dos electores vota a los nazis en las regiones protestantes, pero uno de cada tres hace lo mismo en las regiones católicas. Según la probabilidad, de los diecisiete millones de electores nazis de marzo de 1933, cuatro millones eran católicos. En lo que respecta al peso de las campañas, aunque es cierto que los nazis obtienen resultados más elevados en los pequeños municipios que en las grandes ciudades, la diferencia es modesta y no debería ocultar un hecho más importante, el que el partido nazi era el partido alemán que contaba con el electorado mejor distribuido entre todos los municipios, cualquiera que fuera su tamaño. Los datos disponibles sobre la composición de dicho electorado también invitan a alejarse de los juicios esquemáticos. Lejos de ser el resultado de una predestinación social, el voto nazi es resultado de un conjunto de factores, entre los cuales se encuentra el repertorio de temas propagandísticos, tensiones y tradiciones locales y, finalmente, las alternativas políticas existentes, que ocupan un lugar destacado. Así, su base social evolucionó a lo largo de los años, como lo demuestran diferentes estudios CF. Jürgen W. Falter, «Die Wähler der NSDAP 1928-1933: Sozialtruktur und parteipolitische Herkunft», Die nacional-sozialistische Machtergreifung, Wolfang Michalka (dir.), Paderborn, Schöningh, 1984, págs. 47-59.

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que se sirven del análisis electoral para entender la afinidad de tendencias de las diversas categorías socioprofesionales4. Hay una opinión común que el examen no comprueba. Los desempleados no fueron el origen del éxito nazi. Es más, el NSDAP obtiene sus peores resultados en las regiones con una alta tasa de desempleo, mientras que el Partido Comunista conoce un éxito indiscutible. Las antiguas clases medias, formadas por artesanos, comerciantes y campesinos constituyen, y no es extraño, el núcleo del electorado nazi. La correlación artesanos-comerciantes y voto nazi comienza en 1924 y se acentúa después de 1930. En cambio, la correlación campesinos y voto nazi es marginal en los años 20 y no se intensifica hasta la crisis, que permite a los nazis tomar el relevo de los partidos conservadores, que habían sido desacreditados por su impotencia. Del mismo modo, las personas que vivían del dinero generado por un pequeño capital, como es el caso de rentistas, jubilados o viudas de guerra, que habían sido las principales víctimas de la hiperinflación de los años 20, acogen con gusto, en especial durante las elecciones de 1932, a un partido que ha realizado una campaña a su favor. Las nuevas clases medias, empleados tanto del sector público como privado, también suministran al partido nazi un cuantioso contingente de electores que ha sido sobrevalorado, el de los empleados, aunque nada demuestra que se afiliara masivamente al partido de Hitler en los años 1931 y 1932. Por otro lado, el apoyo de los funcionarios pasó más bien desapercibido; un apoyo que los nazis adquirieron condenando la política gubernamental deflacionista y exaltando la tradición del servicio público autoritario de la época imperial. Al gozar de la seguridad del empleo, de un nivel de instrucción relativamente elevado y, sobre todo, de un prestigio social mucho más pronunciado que en otros países, los funcionarios establecen la Cf. Thomas childers, The Nazi Voter. The Social Foundations of Fascism in Germany, 1919-1933, Chapel Hill, The University of North Carolina Press, 1983.

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transición con las clases superiores, cuya contribución a la ola parda se ha mencionado en muy pocas ocasiones. Sin embargo, hoy día está comprobado que, al menos en las grandes ciudades, los nazis obtienen resultados superiores a la media en los barrios residenciales5. A propósito de esto, recordamos que la organización de los estudiantes nazis alcanza la mayoría en las elecciones universitarias desde principios de los años 30. En cuanto a los obreros, que eran constantemente cortejados, proporcionan un apoyo nada despreciable; no tanto los de la gran industria, que permanecieron en su mayoría afiliados a las organizaciones tradicionales de la clase obrera, como los de la pequeña empresa, especialmente de la producción artesanal. Es en este medio, que comprende un tercio de la clase obrera alemana, en el que los nazis encuentran un número sustancial de electores, sobre todo, a partir de 1932. Señalamos que esta fracción del electorado también parece haber sido particularmente inestable. Por lo que se cree que la pérdida de dos millones de votos que sufrieron los nazis entre la elección de julio y la de noviembre de 1932 se debió en gran medida a su deserción. En conjunto, aunque los obreros estaban claramente infrarrepresentados en el electorado nazi, en comparación con el peso que tenían en la sociedad alemana, cabe destacar que aportaron al partido de Adolf Hitler entre la tercera y la quinta parte de los votos. Este panorama no estaría completo si no se mencionara el electorado femenino, que nació con la Constitución de Weimar en 1919. Orientadas hacia los partidos conservadores, las mujeres ignoran a la extrema derecha durante los años 20. En cambio, a partir de 1930 tienden a votar cada vez más al partido nazi en la misma proporción que los hombres, lo que contribuye a acelerar el ascenso de Hitler. Este cambio se debe, en buena parte, a una propaganda que, bajo la prudente dirección Richard F. Hamilton, The Social Basis of European Fascist Movements, Detlef Mühlberger (dir.), Londres, Croom Heim, 1987.

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de Goebbels, eleva a primer plano un discurso tradicional cargado de referencias a los valores cristianos y pone en sordina el racismo y el antisemitismo, todo lo que ha procurado a los nazis una turbia reputación de neopaganismo. A partir de 1930, el partido nazi también experimentó un rápido crecimiento, pero en proporciones mucho menores. Sus simpatizantes pasan de setenta y nueve mil, a principios de 1929, a ciento treinta mil en septiembre de 1930, y a ochocientos cincuenta mil en enero de 1933. Tiene en común con los electores una gran inestabilidad: alrededor de un 40 por 100 de los inscritos de 1930 ya no forman parte del partido en el momento de la llegada al poder de Hitler. Además, muestran un carácter heterogéneo también muy pronunciado, sobre todo, en lo que se refiere a la compasión social, que varía sorprendentemente de una región a otra, e incluso entre localidades, lo que eluden las estadísticas a nivel nacional. Hoy día disponemos de una visión mucho más precisa de la estructura socioprofesional de los simpatizantes de Adolf Hitler6. Si examinamos el perfil de los nuevos afiliados, entre 1930 y 1932, vemos que las clases medias poseen una preponderancia numérica, formando un poco más de la mitad del contingente (un 54,9 por 100 con relación a un 42,6 por 100 en la población activa). Por orden de importancia de sobrerrepresentación, encontramos a comerciantes, campesinos, artesanos, pequeños funcionarios y empleados. En lo que respecta a los obreros o, más exactamente, a los trabajadores manuales asalariados, estos se encuentran infrarrepresentados (un 35,9 contra un 54,5 por 100). También en este caso, se trata más bien de obreros que residen en el campo o en pequeñas ciudades. A veces viven en el campo y trabajan en la ciudad. La élite (por orden de sobrerrepresentación, estudiantes, propietarios de empresas, profesionales liberales, altos funcionaCf. Michael Kater, The Nazi Party. A Social Profile of Members and Leaders, 1919-1945. Londres, Basil Blackwell, 1983; así como Detlef Mühlberger. 6

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rios y directores) ve aumentar su porcentaje a partir de 1930. Es obvio que, para un número considerable de los que poseen algo, Hitler aparece como una defensa del orden y de la propiedad, a pesar de las reservas que podían inspirarles; por otro lado, el carácter plebeyo del movimiento y algunos puntos de su programa. En 1932, la élite representa un 9,2 por 100 de los nuevos afiliados contra un 2,8 en la población activa. Observamos que esta sobrerrepresentación es mucho más importante que en el caso de las clases medias; sin embargo, nadie ha presentado jamás al partido nazi como un partido de la clase superior. En realidad, las clases medias no se encuentran sobrerrepresentadas de manera particularmente importante, y si bien suponen un poco más de la mitad de los efectivos, hay que tener en cuenta la otra pequeña mitad, donde los obreros tienen un peso sustancial. Es cierto que la situación es bastante distinta en lo que se refiere a los directivos del partido, entre los que, prácticamente, no se encuentra ningún obrero, mientras que los empleados y los funcionarios se reparten la mejor parte. No obstante, este fenómeno no es propio del partido nazi. El elemento obrero resulta tanto menos despreciable cuanto que tenemos en cuenta la composición de las filiales del NSDAP. Así pues, las Juventudes Hitlerianas (Hitlerjugend), que cuentan con cincuenta y cinco mil miembros en 1933, estaban compuestas por un 65-70 por 100 de obreros. Del mismo modo, las SA, que constituían la milicia del partido, estaba formada mayoritariamente por obreros. Las clases medias estaban escasamente representadas y las clases superiores prácticamente no lo estaban7. Lo que no es extraño, ya que las SA provenían en buena parte del desempleo y de la pobreza urbana. Era el refugio de los desamparados que encontraban una razón de ser en la vida de las bandas y las reyertas callejeras. No es sorprendente, pues, que se caracterice por dos CF. Conan Fischer, Stormtroopers. A Social, Economic and Ideological Analysis, 19291935. Londres, Allen and Unwin, 1983. 7

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aspectos que también son válidos para el partido: la masculinidad y la juventud. No había lugar para las mujeres en una milicia y, en el partido, representaban el 8 por 100 de sus integrantes entre 1930 y 1933. En lo que a la edad se refiere, el partido nazi, a diferencia probablemente de su electorado, presenta un perfil demográfico más joven que la población alemana. La edad media de los nuevos afiliados, entre 1925 y 1932, se sitúa en 31 años; lo que lo diferencia notablemente del SPD, por ejemplo, pero lo asemeja al Partido Comunista. Después de su acceso al poder, el movimiento nazi sufre nuevas transformaciones. Primero, durante los primeros meses del gobierno de Hitler, las solicitudes de adhesión afluyen tanto que se alcanza en mayo de 1933 el límite de 2,5 millones de afiliados, por lo que los nazis tienen que cerrar las inscripciones. Las listas fueron reabiertas dentro de unos límites en 1935-1936, sin restricciones durante el año 1937. Después, entre 1939 y 1942, en los intervalos, la entrada al partido se hizo mediante la Hitlerjugend. No se frenó el aumento de los efectivos, sino al contrario, puesto que el NSDAP contaba con cinco millones de miembros en 1939 y más de ocho en 1945, sin ni siquiera tomar en consideración los millones de las múltiples filiales. En este partido de masas, el porcentaje de mujeres aumenta ahora considerablemente. Entre los años 1942 y 1944 representaban el 35 por 100 del total. Al mismo tiempo, la composición social evoluciona en cierta medida. Entre los nuevos afiliados, aunque el porcentaje de las clases medias no cambia significativamente, el de los obreros aumenta hasta alcanzar el 42,6 por 100 entre los años 1942 y 1944. Correlativamente, el porcentaje de la élite disminuye de forma muy señalada. Así, mientras se impulsa en 1933 (de un 9,2 a un 12,2 por 100), después disminuye progresivamente (8 por 100 en 1937, 6,3 en 1939), y desciende de forma vertiginosa a 2,7 por 100 durante la segunda mitad de la guerra. Mientras que el apoyo de las clases superiores se debilita en

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proporción a las dificultades económicas y a los riesgos de catástrofe nacional que entraña la política del régimen, los obreros se muestran más patriotas aún que durante la Primera Guerra Mundial. En total, se trate de sus electores o de sus simpatizantes, el movimiento nazi presenta una composición a la vez más variable y menos limitada de lo que se afirma. Definirlo como un movimiento de las clases medias, no es solo no hacer justicia a la amplia variedad social que lo compone, sino también conceder una importancia excesiva al factor socioeconómico a la hora de explicar un fenómeno cuyos resortes son mucho más complejos. Al resentimiento social de artesanos y comerciantes amenazados por la producción masiva y los grandes almacenes, se añadió el resentimiento político de gran parte de la población, en especial de las élites, que miraban con nostalgia hacia una época imperial idealizada. No obstante, junto a las citadas disposiciones de larga duración, otras causas más inmediatas contribuyeron a aumentar la ola nazi, como la protesta emocional fruto de la inestabilidad de la posguerra y de la gran crisis, y por la desorientación de gran parte de las jóvenes generaciones, víctimas de rupturas sociales. Aunque no consiguió eliminar las divisiones tradicionales de la sociedad alemana, el partido nazi logró superarlas en gran medida y convertirse, al mismo tiempo, en el primer gran partido nacional después de la unificación. Una agrupación que, para desgracia de Alemania, no era sino el frente del rechazo, de la reacción, de la venganza y de la huida hacia adelante.

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IV ¿Estaba el antisemitismo en el centro del sistema? ----------------------------------------------

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Seis décadas nos han permitido acumular los detalles sobre el destino de los judíos de Europa durante la Segunda Guerra Mundial, pero nuestra comprensión de los hechos se enfrenta siempre a la misma opacidad. Siempre nos hacemos la misma pregunta: ¿cómo fue posible el exterminio de los judíos, qué explicación podemos dar en términos históricos? Ninguna explicación monocausal puede explicar el fenómeno estudiado. El exterminio de los judíos resulta de la convergencia, en una configuración única, de determinadas fuerzas identificables. En efecto, percibimos de entrada que, sin el control burocrático y las técnicas de dominación y de destrucción modernas, no podría haber existido la Solución Final; pero también observamos que el resurgimiento de mitos antiguos, de obsesiones que recuerdan los movimientos milenaristas y las visiones de combates apocalípticos, el temor de maleficios demoníacos y el horror de lo Impuro. En consecuencia, la acción de los nazis está ligada a la irrupción de obsesiones arcaicas elaboradas en términos ideológicos contemporáneos que se traducen en un exterminio masivo mediante los medios de dominación y de destrucción modernos. Nos encontramos, pues, sumergidos en la historia y, frente a la evolución del mundo contemporáneo, en términos que no excluyen el análisis, pero en un contexto único. De generación en generación el grupo mayoritario proyectó sobre los judíos algunos de sus temores. En la mayoría de los

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casos, dichos mecanismos de protección, de origen social y cultural, se desarrollaron de una manera relativamente benigna. Sin embargo, en una minoría, la actitud antijudía se convirtió en una válvula de escape para expresar trastornos emocionales profundos. En los períodos relativamente tranquilos, las obsesiones antisemitas extremas no adquieren demasiada importancia fuera de un grupo restringido; pero en tiempos de crisis social profunda, la regresión emocional de la que son presas las masas, al igual que la relajación de los mecanismos de control racional, abren un vasto campo de influencia a dicha minoría. Este es el telón de fondo sobre el que se propagó el antisemitismo extremo en la sociedad alemana tras la Gran Guerra y el terreno propicio para la eclosión de las obsesiones de Hitler. Sin embargo, este análisis general que, desde luego, aclara el contexto del aumento del antisemitismo nazi no define la forma específica de odio al judío y tampoco explica la posible relación entre patología y burocracia, es decir, entre las obsesiones antisemitas de un grupo dirigente y su expresión práctica en el amplio marco organizacional de la Solución Final. En el mito hitleriano del judío encontramos, a distintos niveles, los dos componentes fundamentales de toda mitología sobre el tema hebreo, al menos desde la Baja Edad Media: la fuerza maléfica y el ser impuro; dos elementos que parecen ir de la mano en la caracterización de grupos marginales entre las sociedades más diversas. En la obra de Hitler, estas características generales aparecen con una forma concreta en tres niveles distintos. Primeramente, una concepción casi metafísica del judío que lo erige en principio cósmico del Mal. Esta desviación manifiesta de tendencias religiosas extremas del antisemitismo se desprende claramente de las entrevistas de Hitler con Dietrich Eckart y en algunos pasajes de Mein Kampf («Si el judío gana, su corona será la corona mortuoria de toda la humanidad»). Es sobre todo a este nivel que Hitler integra los diversos relatos

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que guardan relación con la voluntad de los judíos de dominar el mundo: Los protocolos de los sabios de Sión. Este texto del antisemitismo moderno, de cuya autenticidad Adolf Hitler no tiene ni la más mínima duda, permite constatar y prever los perjuicios del «principio» judío del Mal en el ámbito político. También existen pruebas de esta acción universal de los judíos en el siguiente nivel, donde encontramos una versión extremista de la clásica teoría de las razas superiores. Pero ahora, a través de la polución racial, del internacionalismo, de la democracia, del marxismo y del pacifismo, aspiran a la dominación mundial. Por último —y este es tal vez el aspecto más importante del mito—, los nazis consideran al judío como un bacilo, un posible foco de infección fatal. Este planteamiento bacteriológico no debe confundirse con un enfoque puramente racial. Pues, esta imagen se observa, ante todo, en la actitud espontánea, pero también en las prácticas y los ritos de exterminio. Durante su discurso pronunciado el 4 de octubre de 1943, con motivo de una reunión de jefes militares SS, Heinrich Himmler habla de los rusos refiriéndose a un contexto racial y de los judíos en referencia a un contexto bacteriológico. Los rusos se asemejan a animales, pero los judíos son bacilos que hay que eliminar a cualquier precio y esto, precisa Himmler, de tal manera que aquellos que se involucren en esta tarea no se contagien: «No queremos, en el proceso de eliminación de un bacilo, ser contagiados, enfermar y morir». ¿Cómo la distinción entre los tres niveles del mito permite integrar la dimensión patológica en el contexto de la política de exterminio nazi y, más precisamente, establecer una relación entre la patología de un grupo restringido y la perfecta ejecución del propósito mortal de un pequeño grupo mediante la inmensa máquina burocrática? Sin duda, el carisma de Hitler contribuyó en gran medida a influenciar y a difundir sus fantasías antijudías. Pero, más aún, es la tendencia constante del nacionalsocialismo a eliminar cualquier distinción entre el

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ámbito del símbolo y el de la realidad la que facilita, por definición, que la fantasía invada la evaluación de la realidad. De este modo, el elemento microbiano en el mito nazi del judío fue el factor desencadenante de la irreductible necesidad de excluir primero la persona física y, luego, exterminarla. La ideología racial, adaptada a la mentalidad de la pequeña y de la mediana burguesía, sirvió de marco de referencia. Las directivas dadas al cuerpo de funcionarios encargados de aplicar los detalles de la Solución Final se racionalizaron según estos criterios. Sin embargo, esta ideología era demasiado imprecisa para poder desempeñar el papel de motor principal; solo puede haber servido como correa de transmisión entre una tendencia asesina de naturaleza patológica y la organización burocrática y técnica del exterminio. Dicha ideología se inscribía en una síntesis mucho más amplia cuyos componentes eran las corrientes neorrománticas y antiliberales, así como el antimarxismo. Por tanto, la ideología parece ser un vínculo entre la actitud antijudía de los nazis y el comportamiento de los testigos, es decir, de la sociedad occidental. El rechazo creciente de los valores legalistas y universalistas del liberalismo tradicional iba acompañado de una disposición cada vez mayor a anular la igualdad de derechos de los judíos. Cuando Rothmund, jefe de la policía suiza, en 1938 dio a los alemanes la idea de imprimir la letra J en el pasaporte de los judíos de Alemania y de Austria, sugería implícitamente suprimir los derechos legales de los judíos en el mundo occidental. Y fue precisamente Georges Bonnet, el ministro francés de Asuntos Exteriores quien, durante una entrevista con Ribbentrop a finales de 1938, mencionó la posibilidad de embarcar a miles de judíos para Madagascar… Al hablar de la actitud de la sociedad occidental para con los judíos, no hemos mencionado ni los actos de valentía y de bondad ni algunas protestas públicas ni las manifestaciones de solidaridad. En efecto, nuestra intención es plantear las princi-

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pales características de una tendencia general. En este sentido, parece ser que el comportamiento de una parte importante de la sociedad occidental para con los judíos estuvo relacionado con la misma crisis interna que motivó la actitud de estos grupos hacia el nazismo. Mientras que los judíos, que perdían su estatus legal, se estaban convirtiendo en outsiders en su relación con el mundo occidental, los nazis aparecían para muchos (sobre todo después de que ganaran la batalla contra la Unión Soviética) como auténticos poseedores de los valores occidentales: verdaderos insiders, aunque fueran enemigos mortales. Sin embargo, ayudar al primero contra el segundo requiere una gran motivación y, por esa única razón, los judíos no tenían posibilidad de que se les prestara ayuda antes de que, para muchos de ellos, fuera demasiado tarde. Tras haber formulado algunas hipótesis sobre el comportamiento de los exterminadores, el de los testigos y la relación entre ellos, nos concentraremos en las víctimas y nos plantearemos la cuestión de saber si algunas características del comportamiento de los judíos facilitaron el trabajo de los exterminadores o, por el contrario, se lo dificultaron. ¿La actitud de los judíos contribuyó mínimamente a la pasividad de los testigos? Hoy día sabemos que los judíos no eran conscientes de la amenaza que empezó a perfilarse a partir de los años 30. Podemos alegar que no existía ningún medio de prever el exacto desarrollo de un proceso único como ese. Aunque habría podido aparecer un sentido de la inminencia del peligro, desde la toma del poder por Hitler. Sin embargo, la mayoría no entendieron que la época de los cambios radicales había llegado. Un gran número de judíos alemanes, y de judíos europeos en general, se negaban a constatar el fracaso de la asimilación-simbiosis, la vanidad de sus esperanzas y de sus esfuerzos. Abandonar sus ilusiones los habría obligado a sacar las conclusiones más lamentables, no solo en el plano abstracto, sino en lo que se refiere a la verdadera naturaleza de su judaísmo y a la propia

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existencia física de los judíos en Europa. Esto incluso hubiera implicado decisiones que transformarían sus vidas cotidianas, conclusiones que muchas personas no se atrevían a sacar y que hubieran significado cortar con raíces consideradas como poderosas y reales y emprender un nuevo camino —desagradable para la mayoría—, el de la expatriación, fuera cual fuera su destino geográfico. Es más, los judíos se consideraban ya miembros de pleno derecho de la sociedad occidental y adoptaban sus criterios de percepción y de juicio. Muchos de ellos estaban íntimamente convencidos, al igual que algunos europeos, de que los nazis —miembros de la sociedad occidental—, después de todo, se «instalarían». Por todas estas razones, entre 1933 y 1938 la tasa de emigración de Alemania fue relativamente baja. Fuera cual fuera, el comportamiento social de los judíos contribuyó a reforzar las actitudes de rechazo y de pasividad de aquellos que iban a ser los espectadores de la catástrofe. Sabemos que los eslóganes antisemitas del siglo XIX fueron avivados por la fuerte implantación de los judíos en el auge y expansión del capitalismo moderno y conocemos las repercusiones que tuvieron dicha realidad y dichos eslóganes tras la Primera Guerra Mundial. Mencionemos, como ejemplo, un solo caso, el del papel de los judíos en la economía de guerra alemana. El problema comienza con el nombramiento, al principio del conflicto, de dos magnates judíos de la economía alemana, Walter Rathenau y Albert Ballin. El primero como director de la oficina para la distribución de materias primas y, el segundo como director de la oficina central de importaciones. Bajo la égida de estos dos organismos se forman numerosas empresas comerciales en las que trabajan un número considerable de judíos o dirigidas por ellos. A medida que se acrecentaban la miseria y la amargura tras la prolongación del conflicto, ejemplos de este tipo, aumentados por los rumores públicos, se incrustan en las mentes… Parece que el capitalismo judío explota al país en el momento de su mayor desgracia.

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Pero aún más importante sería el caso del judío revolucionario y detractor de los valores establecidos. Así, tanto en Alemania como en Austria, los críticos más acerbos de los valores más sagrados eran judíos, tal como Harden, Kraus, Tucholsky1. Estos críticos atacaban los valores culturalmente reconocidos y hasta el mal uso del idioma alemán… Nada podía haber infectado más las heridas de una sociedad profundamente dañada y presa del sentimiento de que sus tradiciones más preciadas se desintegraban brutalmente. Para evitar interpretaciones erróneas de nuestra tesis, aclararemos lo siguiente: hayan lo que hayan o no hecho los judíos, no habrían podido reducir el antisemitismo como tal ni oponerse al surgimiento de la forma mortífera que este adoptó en los nazis, bajo el efecto de una corriente demencial y de una desintegración social en aumento —dos factores completamente independientes de los judíos—. Sin embargo, no es improbable que la identificación de los judíos con la revolución mundial facilitara la repercusión de la propaganda nazi y consolidara la tendencia preexistente de la sociedad occidental de considerar a los judíos como elementos indeseables que hay que excluir —independientemente de lo que resulte de esta exclusión—. Pero una de las razones por las que una parte de la sociedad judía se implicó fervorosamente en la revolución es, parece ser, porque tras haber abandonado física y espiritualmente el gueto, no encontraron una sociedad no judía dispuesta a integrarlos y a aceptarlos tal como eran —aparte de otorgarles los plenos derechos como ciudadanos que les concedieron—. La dialéctica del antisemitismo es implacable En 1944, Hannah Arendt hablaba, a través de la «tradición paria», de la total extrañeza, de la soledad del judío. Arendt El escritor alemán Maximilian Karden (1861-1927) llevó a cabo una activa campaña de prensa contra la política del emperador Guillermo II. Su compatriota Kurt Tucholsky (1980-1935) publicó violentas críticas del chovinismo y del militarismo alemán. Por su parte, el austriaco Kark Kraus (1874-1936) juzgó la vida social, cultural y política de su país. 1

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citaba aquella frase de El Castillo, de Franz Kafka, en la que al héroe, símbolo del judío, le dicen: «Usted no pertenece al castillo, no es del pueblo, usted es un don nadie». Si tenemos en consideración ahora, en la configuración global de la historia, la relación del judío con esta sociedad occidental en la que ha intentado integrarse y de la que ha sido expulsado, una sociedad que lo dejó solo cuando más la necesitaba, entonces el simbolismo de El Castillo alberga un profundo significado que Hannah Arendt no menciona: el héroe de la novela, el judío, es un extranjero que cree que lo han autorizado a entrar en el sistema social representado por el castillo del pueblo. Claro que ha sido formalmente invitado (¿es esto siquiera cierto?), pero cuando el personaje intenta adaptarse al sistema, se percata de que nadie está dispuesto a aceptarlo. Después se hace revolucionario a su manera: intenta esquivar el sistema tradicional de la autoridad, expresa su indignación ante la injusticia tal y como ve que se practica y se pone de parte de los parias del sistema (la familia Barnabás). El esfuerzo revolucionario del héroe de El Castillo es ambiguo. Por lo que es, en este sentido, símbolo de la situación judía en la sociedad moderna. A su aspiración por el cambio radical se opone un intenso deseo de pertenecer a la sociedad tal y como es, a la comunidad mayoritaria. Cuanto más se esfuerza el héroe de la novela, el judío, por pertenecer a ella, más se le aísla y más segura es su caída. Podemos imaginar el término de su maldición y el veredicto final. Kafka nunca terminó la novela, pero contó a algunos de sus amigos el final que tenía pensado. Según el relato de Max Brod, el héroe cae cada vez más bajo. De repente, llega un mensaje proveniente del castillo: ha sido aceptado. Pero el mensaje llega demasiado tarde, pues el héroe está moribundo o ya muerto. Cuando, tras finalizar la guerra, la sociedad occidental abrió sus brazos a los judíos; y cuando, como reacción al descubrimiento de la magnitud de las masacres perpetradas por los na-

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zis, se apartó al menos temporalmente la tradición antisemita, fue dejada de lado, la mayoría de los judíos de Europa ya no podía integrarse en la nueva sociedad. La cuestión más difícil sigue sin tener respuesta, tal vez, para siempre; la pregunta fundamental para entender el pasado y prever el futuro es: ¿el castillo envió el mensaje porque se había reconocido la injusticia y el daño causado? ¿O bien el mensajero fue enviado porque el héroe había muerto, por fin?

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Un best seller de los años 30 Henry Rousso

Mein Kampf de Adolf Hitler, publicado en 1925 y 1926 en Alemania, solo obtuvo al principio un éxito relativo, pues en 1929 se vendieron menos de treinta y cinco mil ejemplares. Pero el ascenso de los nazis y la llegada de Adolf Hitler a la Cancillería, en enero de 1933, anuncian una carrera fulgurante. En total, se vendieron cerca de diez millones de ejemplares. En octubre de 1933 aparecen las primeras ediciones extranjeras. En Londres, Hurst y Blackett publican una versión abreviada, My Struggle. La misma semana, fue retomada en Estados Unidos por Houghton Mifflin Company con el título My Battle. La historia de esta versión y su repercusión en Inglaterra y en Estados Unidos han sido analizadas en Hitler's «Mein Kampf» in Britain and America, por James y Patience Barnes1. Centrado en las traducciones inglesas, plantea cuestiones pertinentes y válidas sin ninguna duda para todos los países, entre ellos Francia, que tuvieron que luchar contra la Alemania nazi. ¿Por qué haber esperado a 1933? En efecto, a partir de 1925, Ether Verlag, el editor de Múnich, contacta con editores de Londres y en Nueva York para vender los derechos de traducción. Sin éxito, pues el libro es demasiado largo —cerca de ochocientas páginas y dos volúmenes para las primeras ediciones— y de lectura «indigesta» y «siniestra». Con la llegada de la crisis, James J. Barnes y Patience P. Barnes, Hitler's «Mein Kampf» in Britain and America: A Publishing History, 1930-1939, Cambridge, Cambridge University Press, 1980. 1

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nadie se atreve a correr el riesgo de un fracaso comercial. En el extranjero, antes de 1930, no se toma en serio a Hitler. Todo cambia, evidentemente, en 1933. Pero, entonces, la segunda pregunta es: ¿por qué publicar una versión abreviada y no la obra en su integridad, quitándole así su carácter de documento original? A esto, J. y P. Barnes alegan, en primer lugar, una razón comercial. El editor inglés quiere darse prisa. E. T. S. Dugdale, el traductor, que incuba el proyecto desde hace algún tiempo, aporta una versión traducida de aproximadamente trescientas páginas. Él acepta, feliz de poder publicar el libro cuando Hitler aparece «todavía» en las portadas. Nadie puede afirmar si va a durar Otra razón, política esta vez, es que Hitler ha vetado toda publicación integral en el extranjero. En efecto, el jefe de banda ha dejado paso al jefe de Estado. Se expurgan las nuevas versiones, y la edición inglesa no es una excepción. Se somete a la aprobación de los nazis gracias al representante en Londres del Völkischer Beobachter. Los derechos de traducción se ceden con esta condición. La tercera pregunta es ¿cuál es el valor real de la traducción de Dugdale? El libro es sospechoso desde el momento de su publicación. La edición inglesa no menciona al traductor y no ofrece ninguna indicación sobre los cortes. Se cree que puede tratarse de una operación de propaganda. El periódico The Times publicó en julio de 1933 fragmentos de Mein Kampf. Se hacen comparaciones y se acusa a esta versión de estar truncada: «da una mala imagen del libro y de la increíble tosquedad intelectual de su autor», escribe, por ejemplo, Leonard Stein, al editor. Al analizar esta versión, J. y P. Barnes llegan a la conclusión de que el Führer parece un político menos fanático y más hábil. Las lagunas son importantes. En la versión original, Hitler especifica que la conquista del «espacio vital» se hará a expensas de Europa central y de la URSS. Una idea fundamental «olvidada» por Dugdale. Tal como está, el libro se vende tanto mejor cuanto más «aumenta el peligro», tal y como se aprecia en el cuadro:

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1934 1935 1936 1937 1938 1939

My Struggle (G.B.)

My Battle (EE.UU.)

4.700 3.000 3.600 24.200 53.700 —

5.500 600 800 2.600 3.500 10.000

En vísperas de la guerra se vendieron cien mil ejemplares en Inglaterra. En Estados Unidos se alcanzan aproximadamente las mismas cifras. Hay que esperar a 1939 para ver la publicación en Londres de un texto completo, publicado por el mismo editor pero, esta vez, traducido por James Murphy. Aunque este haya trabajado en Alemania, en el servicio de Goebbels, los nazis protestan. El editor alemán declara esta versión «ilegal». Pero los dejan hacer, y la guerra interrumpe un posible juicio. En agosto se agotaron treinta y dos mil ejemplares y, en total, J. Barnes calcula que se alcanzaron los doscientos mil. En Estados Unidos, dos versiones rivales totalizan trescientas mil ventas. ¿Y en Francia? «El enemigo mortal e implacable del pueblo alemán sigue siendo Francia» , escribe Hitler en Mein Kampf. En febrero de 1934, unos días después de las revueltas, Nouvelles Éditions Latines publica una versión integral de Mein Kampf, traducida por Gaudefroy-Demombynes y Calmette. En un breve prólogo, el editor destaca la necesidad vital para todo francés de conocer dicho libro. Añade que la publicación es ilegal en lo que se refiere a la propiedad literaria, puesto que Hitler no ha dado su permiso. «Creímos que era de interés nacional no respetar esta negativa». El autor, que reivindica toda la responsabilidad de esta publicación, se justifica apropiándose de una declaración del Dr. Frick, ministro del Interior del Reich: «El derecho es lo que sirve al pueblo alemán. La injusticia, lo que le perjudica». No obstante, Francia sigue siendo un Estado de derecho y tras la denuncia del editor alemán, una sentencia

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del Tribunal de Comercio ordena la destrucción de los cinco mil ejemplares editados. Incluso condena al editor francés a un franco simbólico por daños y perjuicios. Parece ser que no se publicó ninguna otra versión íntegra antes de 1939. En cambio, el lector francés puede elegir entre una veintena de ediciones abreviadas, tanto por la traducción como por las opiniones políticas que reflejan2. Singular paradoja: mientras que Mein Kampf está en el centro de la polémica sobre la Alemania nazi, pocas personas disponen del texto completo. Además del problema jurídico, parece que la explicación de esta laguna reside en la pregunta a la que nadie puede aportar una respuesta satisfactoria: ¿hay que leer al jefe fanático que habla de guerra en Mein Kampf, o al jefe de Estado que habla de paz en sus discursos? Incluso los comunistas se plantean la pregunta: «Estoy dispuesto yo mismo a hablar con Hitler [ ], si consiente retirar Mein Kampf y las amenazas insolentes que hace pesar sobre nuestro pueblo», declara Maurice Thorez en un discurso en septiembre de 19363. Incluso un testigo de primer orden, el embajador François Poncet, se mantiene moderado en sus apreciaciones. «El Führer ha evolucionado desde la época en que escribió Mein Kampf», dice desde Berlín al Ministerio de Asuntos Exteriores francés4. Interrogado por Fernand de Brinon el 16 de noviembre de 1933, el canciller alemán declara: «Un político se justifica no por palabras, sino por su comportamiento, por sus actos. La mejor forma para mí de justificar Mein Kampf con respecto a Francia es el hecho de que me comprometo con todas mis fuerzas a favor de un acuerdo franco-alemán»5. 2 Para recordar, podemos citar a Jacques Benoist-Méchin, Éclaircissements sur «Mein Kampf», le livre qui a changé la face du monde, A. Michel, 1939, o Hitler et sa doctrine, L’Ère nouvelle 1934. 3 L’Humanité, 4 de septiembre de 1936. 4 Citado por J. B. Duroselle, Les milieux gouvernementaux français en face du problème allemand en 1936, in La France et l’Allemagne, 1932-1936, CNRS, 1980. 5 Le Matin, 19 de noviembre de 1933.

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La mayoría de los políticos occidentales se encuentran así enfrentados a un problema complejo: ¿qué credibilidad conceder a una obra escrita por un político antes de su llegada al poder? La misma dificultad se presenta al otro lado del Canal de la Mancha. Según J. Barnes, el Ministerio de Asuntos Exteriores conoce Mein Kampf en detalle. Dos secretarios de Estado, Simon, en 1933, y Eden, en 1936, tomaron la iniciativa de difundir resúmenes, traducidos por ellos, en sus servicios. Sigue abierto el debate para saber si Chamberlain, primer ministro inglés, leyó «realmente» Mein Kampf… Parece que sí. Pero eso no le impide en absoluto confiar en Adolf Hitler y firmar los Acuerdos de Múnich en 1938. Es evidente el interés que suscitan estos análisis sobre la difusión de Mein Kampf. Pero persiste una cuestión: ¿qué habría aportado una «buena» interpretación de los escritos de Hitler a la diplomacia francesa o inglesa con respecto a Alemania —suponiendo que fuera posible en esa época— cuando, en el fondo, la política de los dos países tendía a priori más hacia una ceguera voluntaria que hacia una vigilancia exacerbada? Si bien, para el historiador, la cuestión sigue en suspenso, un hombre respondió a ella en 1940: «En 1933 un Presidente del Consejo francés habría debido decir (y yo lo habría dicho, si hubiera estado en su lugar); “Ese hombre que se ha convertido en Reichskanzler, es el que ha escrito Mein Kampf en el que dice tal y tal cosa. Ese hombre no puede ser tolerado en nuestras fronteras. O desaparece o marchamos contra Alemania”. Hubiera sido perfectamente lógico, pero renunciamos. Nos dejaron hacer, nos permitieron atravesar la zona de riesgos; habríamos podido evitar los escollos, y cuando habíamos llegado al final, y estábamos bien armados, mejor que ellos, comenzaron la guerra»6. Su nombre, Joseph Goebbels.

Declaración secreta del ministro del Reich, Dr. Goebbels, el 5 de abril de 1940. Véase La France et L’Allemagne, ob. cit., pág. 243.

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La visión del mundo de Hitler Philippe Burrin

¿La ideología de Hitler? Una visión del mundo centrada en la noción de la raza como fundamento de la vida de los pueblos y de la historia universal. Una concepción totalitaria de la lucha política y del objetivo de esta, la creación de un Estado racista. Por último, un programa bélico de política exterior que debe cumplir la «misión» del pueblo alemán. Para Adolf Hitler la naturaleza demuestra con hechos una ley fundamental, que también es válida para la sociedad humana. «Todo animal se apareja con otro de su misma especie. La abeja con la abeja, el pinzón con el pinzón, la cigüeña con la cigüeña» (283)1. Dentro de la especie humana, la raza aria ha creado lo más importante que ha existido. Desafortunadamente, a menudo ha pecado contra la ley de la naturaleza. «También la historia humana ofrece innumerables ejemplos de este orden, ya que demuestra con asombrosa claridad que toda mezcla de sangre aria con la de pueblos inferiores tuvo por resultado la ruina de la raza de cultura superior» (285). Otros casos de decadencia ponen en peligro el valor racial de este pueblo ario por excelencia que es el pueblo alemán, como son el materialismo desenfrenado, los daños ocasionados por las enfermedades venéreas y la transmisión de taras hereditarias. Por eso, solo preservando la pureza racial y reforzando su potencia demográfica será capaz el pueblo alemán de hacer frente a la lucha por la 1

Las citas han sido extraídas de Mein Kampf, Nouvelles Éditions Latines, 1934.

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vida, donde impera el «derecho de la victoria del mejor y del más fuerte» (288). Hitler encuentra una confirmación esencial de su visión del mundo en la existencia de los judíos, a los que acusa de ser la causa de todos los síntomas de decadencia aparecidos en Alemania. Los judíos forman una raza, no una comunidad religiosa, y si son tan peligrosos es porque se ponen de acuerdo para mantener la pureza de su sangre y debilitar las de los pueblos entre los que viven como parásitos. Los judíos, raza sin territorio propio, incapaces por sí mismos de fundar un Estado o de crear cualquier cosa, tienen por objetivo dominar el mundo. Después de asegurarse unas bases sólidas en Francia, Inglaterra y Estados Unidos, la emprendieron con Alemania, y decidieron someterla. Mediante la gran prensa y los medios de comunicación pudren las mentes y gracias a sus financieros internacionalizan la economía, mientras sus agitadores marxistas se dedican a enfrentar a unos alemanes contra otros. Para combatir la decadencia es necesario que exista un partido que tenga por misión la de ganarse al pueblo alemán y, en primer lugar, a las masas obreras engatusadas por el marxismo judío. El propósito del movimiento nazi es conquistar a la gran masa y «nacionalizarla» (333), haciéndole recuperar su conciencia alemana. Para ello, hay que emplear una propaganda adecuada. «La capacidad receptiva de la gran masa es sumamente limitada y no menos pequeña su facultad de comprensión; en cambio, es enorme su falta de memoria. Teniendo en cuenta estos antecedentes, toda propaganda eficaz debe concretarse solo en muy pocos puntos y saberlos explotar como apotegmas hasta que el último hijo del pueblo pueda formarse una idea de aquello que se persigue» (181-182). El movimiento nazi debe ser antidemocrático, naturalmente, tanto en su organización como en sus principios. «Cultivar la personalidad del héroe, conferirle sus derechos, es la condición esencial para la reconquista de las grandezas y del poder de nuestra raza» (344). Corresponde a ese hombre hacer que sus

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simpatizantes lo sigan hasta el final, cosa que solamente puede lograrse oponiendo al adversario una doctrina, más que un programa. «El futuro de un movimiento depende del fanatismo, y hasta de la intolerancia con que sus adeptos sostengan su causa, como la única justa, y la impongan frente a otros movimientos de índole semejante» (349). «Una ideología que irrumpe, tiene que ser intolerante y no podrá reducirse a jugar el papel de un simple “partido” junto a otros, sino que exigirá imperiosamente que se la reconozca como exclusiva y única, aparte de la transformación total del conjunto de la vida pública» (451). Estas concepciones solo atañen de manera secundaria a la economía. Salvo algunas palabras sobre la necesidad de la justicia social y de la cooperación de patrones y de obreros, Hitler no se explaya sobre estas cuestiones. «Ha entendido muy superficialmente y nada sabe de lo que nosotros llamamos una Ideología, aquel que cree que un Estado nacionalsocialista se distingue de otros Estados en el aspecto puramente social o, por efecto, de una mejor estructuración de su vida económica, es decir, por virtud de una distribución más equitativa entre riqueza y pobreza, o por el papel más influyente de la gran masa social en el proceso económico de la Nación o, por último, mediante salarios justos, que traten de anular un sistema de diferencias demasiado grandes. Quien así pensare, repito, se encontrará en un gran error y probará no tener la menor idea de lo que entendemos por una verdadera Concepción del Mundo. Todo aquello no ofrece la verdadera seguridad. Todo aquello no ofrece la verdadera seguridad de subsistencia ni, menos aún, de grandiosidad. Un pueblo que se aferrase a tales reformas, únicamente externas, no habrá logrado nada que le garantice una posición de vanguardia en el concierto de las naciones» (442). La única reforma válida es la que afecta a la raza: «Un Estado que en la época del envenenamiento de las razas se dedica a cultivar a sus mejores elementos raciales, tiene un día que hacerse señor del mundo» (686). El movimiento debe conquistar el poder para fundar un nuevo Estado que protegerá y desarrollará la fuerza racial del

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pueblo alemán para conseguir «ese bien supremo: una raza obtenida conforme a las reglas de la eugenesia» (403). «Apoyada en el Estado, la ideología racista logrará a la postre el advenimiento de una época mejor, en la cual los hombres se preocuparán menos de la selección de perros, caballos y gatos que de levantar el nivel racial del hombre mismo» (404). Para ello, el Estado «tiene que poner los más modernos recursos médicos al servicio de esta necesidad. Todo individuo notoriamente enfermo y efectivamente tarado y, como tal, susceptible de seguir transmitiendo por herencia sus defectos, debe ser declarado no apto para la procreación y sometido a tratamiento esterilizante» (402). Una vez purificado, el pueblo alemán recibirá del nuevo Estado una instrucción conforme a sus necesidades y a su misión. Su objetivo consistirá «en formar hombres físicamente sanos. En segundo plano está el desarrollo de las facultades mentales» (406). El objetivo es devolverle a los alemanes su confianza en sí mismos: «Toda la educación y la instrucción del joven deben estribar en la tarea de cimentar la convicción de que en ningún caso él es menos que otros. Mediante su vigor físico y su agilidad, debe recobrar la fe en la invencibilidad de su raza» (410). Del mismo modo, la enseñanza de la historia se supeditará a la necesidad del renacimiento nacional: «No se aprende Historia con la sola finalidad de enterarse de lo que una vez fue, sino para encontrar en ella una fuente de enseñanza necesaria al porvenir y a la conservación de la propia nacionalidad [ ] Por lo demás, es tarea de un Estado Racista velar porque al fin se llegue a escribir una Historia Universal donde el problema racial ocupe un lugar predominante» (420). La agrupación del pueblo en una comunidad nacional y la inculcación de la doctrina de la salvación nazi deben preparar la necesaria expansión, que se hará «mediante una espada victoriosa. Forjar esta espada es obra de la política interior del Gobierno de una Nación; garantizar ese proceso y buscar aliados es tarea que incumbe a la política exterior» (607). Estos aliados

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deberían ser Italia e Inglaterra; y los enemigos que hay que combatir, Francia y la Unión Soviética. «No debemos tener la más mínima duda de que el enemigo mortal, inexorable del pueblo alemán es y será siempre Francia» (616). Así pues, la nueva Alemania deberá reunir fuerzas «para una explicación definitiva» con Francia, lo que le permitirá conquistar y colonizar el este de Europa, con la retaguardia bien cubierta. Pues, «solo un espacio suficiente en esta tierra garantiza a un pueblo la libertad de la existencia». «¡Hoy somos, en Europa, ochenta millones de alemanes! Nuestra política solo será reconocida y aprobada cuando, antes de un siglo, doscientos cincuenta millones de alemanes vivan en este continente» (673). Hemos entendido que «bajo tales circunstancias, solo como potencia mundial podrá el pueblo alemán defender su futuro» (641). Y no podríamos resumir mejor los valores de Hitler que con esta última cita: «El mundo pertenece a los fuertes, que practican soluciones totales, no pertenece a los débiles, con sus medias medidas» (257).

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Cada mes de septiembre, desde 1933 hasta que estalló la guerra, el corazón de Alemania latía en Núremberg. Allí, en las puertas de la ciudad medieval, el nazismo triunfante celebraba su victoria y se enaltecía por las batallas venideras. En el centro de estas espectaculares ceremonias, un hombre celebraba la gran misa de la nueva Alemania ante simpatizantes venidos de todo el país. Al verlo en la tribuna, uniformado, dominando las columnas de soldados impecablemente ordenados y dispuestos a dispersarse con solo una señal, ¿quién habría dudado de que Alemania había recuperado su fuerza y su confianza con un jefe absoluto? ¿Un jefe que Alemania estaba dispuesta a seguir hasta el fin del mundo? Hitler era el dueño del país y la mayoría de los alemanes lo seguirían hasta el final de la derrota. ¿Por qué es extraño, entonces, que Núremberg se convirtiera en la manifestación que simboliza el régimen nazi? Para el gran público, pero también para la mayor parte de los historiadores, Hitler fue ese dictador absoluto que vemos en la pantalla, dueño de una organización abnegada y disciplinada. Ya entonces, es cierto, algunos opinaban de manera diferente y se negaban a reconocer en estos espectáculos algo más que el fruto de una propaganda capciosa. Los primeros escépticos eran los marxistas, cuya ideología cuestionaba fundamentalmente el papel de los «grandes hombres» en la historia. A su manera de ver, Hitler era una marioneta manejada por los

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grandes capitalistas y su régimen, una máquina para acumular beneficios por todos los medios, incluido el de esclavizar a Europa entera. La historiografía soviética ha perpetuado esta tesis hasta el final. Puesto que todo se explica por motivos económicos, fue preciso exterminar a los judíos para robarles sus bienes, sin exceptuar sus dientes de oro. Incomparablemente más fecundo, aunque también se fundamenta en el marxismo, fue el planteamiento de un exiliado alemán, Franz Neumann, cuya obra Behemoth, escrita a comienzos de la Segunda Guerra Mundial, presentaba un régimen de doble fondo. En la fachada, la ostentación fulgurante de un poder monolítico sometido a un jefe absoluto; de puertas para adentro, el ejercicio brutal y anárquico de la ley de la jungla repartido entre cuatro poderes: la burocracia estatal, el ejército, la industria y el partido nazi. Cada una de estas fuerzas dirigía y controlaba a la población gracias a las atribuciones considerables que poseía. Cada una en su campo emitía reglamentos, los hacía cumplir y disponía de un aparato judicial más o menos desarrollado para castigar a los que transgredían las leyes. Ejerciendo la función del Estado tradicional, existían cuatro Estados semiautónomos, enfrentados los unos a los otros en una despiadada lucha de poder. En medio de todo esto, ¿qué peso podía tener Hitler aunque gozara de una legitimidad carismática reconocida por todos? Para Neumann, su poder residía ante todo en la sanción que aplicaba a los acuerdos establecidos entre las fuerzas que litigaban fuera de las cámaras. Tras un largo eclipse, este planteamiento inspira, después de treinta años, a cierto número de historiadores (citemos primeramente a Martin Broszat y a Hans Mommsen), cuyos trabajos provocaron, durante los años 70 especialmente, un debate animado, por no decir apasionado. Es entonces cuando se aplica la etiqueta con la que se denominan desde entonces las dos corrientes historiográficas.

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Por un lado, los intencionalistas, para quienes la historia del Tercer Reich es en sustancia la del espectacular ascenso de un jefe absoluto con un programa preciso que se propone realizar metódicamente, programa cuya prioridad es conquistar el espacio vital y «alejar» a los judíos. Por el otro, los funcionalistas, que se niegan a reducir la historia del Tercer Reich a un hombre que aplica un programa previamente establecido, y que recalcan la naturaleza dispersa o incluso caótica de un sistema de poder difícilmente controlable, incluso para el propio Hitler. La investigación histórica muestra otros ejemplos de estos movimientos de péndulo y es cierto que hoy día los historiadores hacen referencia más fácilmente a las contradicciones del régimen nazi y a los límites del poder de Hitler que a la impecable escenografía de Núremberg, convertida en el emblema falaz de una realidad diametralmente opuesta. En cualquier caso, el Tercer Reich era un régimen singular, pues caben los análisis más opuestos: ¿el aparente poder absoluto de un Führer-guía oculta la realidad de un poder que, como un caballo desbocado, escapaba a todas las riendas? Sin embargo los intencionalistas parecen tener ventaja. ¿Qué otro dirigente poseyó nunca tantos poderes como Hitler? ¿A qué otro líder se le reconoció un poder tan inmenso? Por supuesto, esto no ocurrió en unos días y tuvo que recorrerse mucho camino desde el momento en que Hitler comenzó a dirigir un gobierno en el que se encontraba en minoría. Basándose en los plenos poderes otorgados por el Reichstag y aprovechando con gran habilidad la presión de su partido y la pusilanimidad de sus aliados conservadores, les saca rápidamente ventaja y hace caer una a una las plazas fuertes que, en la sociedad, se oponían a que su partido se expandiera. Control de todas las asociaciones y organizaciones de la vida política y social, instauración del partido único y centralización del Reich por la eliminación de los poderes de los länder. Todo esto se produjo, en enero de 1933, a un ritmo difícilmente imaginable.

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El cambio decisivo tiene lugar a partir de 1934, después de la muerte de Hindenburg, cuando Adolf Hitler añade a su función de Canciller la de Presidente del Reich, convirtiéndose así en el jefe supremo de las Fuerzas Armadas. Poco tiempo antes, una frondosa SA ha sido brutalmente decapitada, de modo que tanto en el partido como en el Estado nada amenaza ya su hegemonía, ni siquiera en la lejanía. Además, los éxitos que obtiene comienzan a protegerlo de nuevas turbulencias. En el interior, arranque de la economía gracias a un rearme masivo que hace que el desempleo se derrita como la nieve al sol. En el exterior, una política de hechos consumados que libera a Alemania de las trabas del Tratado de Versalles. Esto es lo que consolida el régimen y consagra la popularidad de su jefe. En el gobierno, tras la dimisión de Hugenberg y de Papen en 1933-1934, los últimos representantes de las fuerzas conservadoras serán eliminados en 1937-1938: el ministro de Economía Schacht, el «mago» que supo financiar la recuperación económica pero que gruñe ante las consecuencias de un rearme masivo; el ministro de Asuntos Exteriores Neurath y el de la Defensa, Blomberg, reacios a una política expansionista que ya estaba a la orden del día. Ribbentrop sustituirá al primero, mientras que el mismo Hitler tomará el cargo del segundo. En diciembre de 1941, después de que Brauchitsch dimita, añadirá a sus cargos el de comandante en jefe del ejército de tierra. Asume todos los poderes: el ejecutivo, el legislativo y el judicial, y los acumula en su persona, anulando así un desarrollo constitucional secular. Y no es para volver a una monarquía absoluta que, comparada con el absolutismo, parece muy pálida. Pues, además de jefe de Estado, Adolf Hitler es también jefe de un partido único que se ha propuesto lanzar sobre la población las redes de sus organizaciones e inculcarle el nuevo evangelio nacional. Tampoco es para reconciliarse con la tradición de la tiranía como en la Antigüedad ni para imitar algún despotismo oriental. Pues Hitler dice también ser el Führer, el guía de la nación alemana. En agosto de 1934 adop-

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ta el nombramiento oficial de Führer y canciller del Reich, indicando de este modo que la función estatal, constitucionalmente establecida, debe remplazarse por una nueva fuente de legitimidad, que algunos juristas complacientes comienzan inmediatamente a teorizar. El Führer es la encarnación de la voluntad objetiva de su pueblo. Solo él es capaz de decidir su destino; por consiguiente, su autoridad es «libre, independiente, exclusiva e ilimitada» y su voluntad, fuente de todo derecho1. Esto podría quedarse en florituras de juristas, pero resulta que a los poderes formales que hemos mencionado se añade otro poder, informal y formidable: el poder de la opinión. La popularidad de Hitler es un hecho demostrado. Una popularidad que crece con los éxitos del régimen y que los reveses de la guerra solo mermarán lenta y parcialmente. Una popularidad que raya la adoración religiosa y la confianza mística, y que le es reservada a él solo: el gobierno y, sobre todo, el partido acumulan un descontento casi general. Poco importa que dicha popularidad se alimente de los motivos más diversos, de las expectativas más opuestas, que nada tenga que ver con las ambiciones y los preceptos de aquel en quien depositan su confianza2. En la misma medida, Hitler goza de una libertad de acción de la que sacará provecho. ¿Qué decir entonces de aquellas fuerzas puestas de relieve por Franz Neumann? En realidad, lejos de constituir centros de poder autónomos, resultaron ser dóciles instrumentos de la política hitleriana. El partido nunca representó una fuerza independiente de la voluntad de su jefe. Incluso el jefe de las SA, Röhm, se cuidó mucho de cuestionar la autoridad de Hitler; al contrario, al reclamar una segunda ola revolucionaria, decía 1 Cf. E. R. Hubert, Verfassungsrecht des Grossdeutschen Reiches Hamburg, 1939, pág. 230. 2 CF. M. Steinert, Hitler’s War and the Germans. Public Mood and Attitude Turing the Second World War, Athens, Ohio University Press, 1977; I. Kershaw, The «Hitler’s Myth», Image and Reality in the Third Reich, Oxford University Press, 1987.

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ser el más fiel intérprete de sus designios. La burocracia estática, por su parte, realiza su trabajo con una abnegación que no flaquea, y no vemos que alguna vez se haya interpuesto a la realización de las grandes empresas del régimen, incluida la Solución Final. En lo que respecta a la gran industria, aunque salió ganando con el rearme, y después con la explotación de la Europa ocupada, lo pagó con una pérdida de influencia creciente en la política del régimen; invitada a recuperar su parte del botín, ya no tenía ni voz ni voto. Por último, el ejército, que prestó juramento a Adolf Hitler en agosto de 1934, pasó cada vez más bajo su control directo. Algunos oficiales superiores entraron en disidencia y tramaron complots. Uno de ellos salió a la luz en julio de 1944. Pero, en general, Hitler no tuvo que esforzarse apenas por imponer su autoridad. La decisión de lanzar la ofensiva contra Francia tras la campaña de Polonia se tomó a pesar de las reticencias de los jefes militares. Y en el clima de euforia creado por las victorias de 1940, la Wehrmacht iba a dejarse arrastrar a avalar, e incluso a respaldar, la política criminal del régimen con respecto a las poblaciones de Europa oriental, especialmente judías. Sería absurdo por ello, y los intencionalistas no lo hacen de ningún modo, afirmar que el poder de Hitler no tenía límites. Todas estas fuerzas conservaron una influencia y una importancia fundamental, y está claro que, para el mismo Hitler, persistió permanentemente el riesgo, si no de un cambio radical, al menos sí de ruptura con algunos sectores del régimen o algunas clases de la población. El Führer estaba obsesionado con el desencuentro que se produjo entre el frente y la población en los años 1917 y 1918, preocupándose constantemente por aliviar los costes que la guerra ocasionaba a la población alemana, trasladándolos a los pueblos ocupados sobre todo. Del mismo modo, evitó el uso de la fuerza con la Iglesia, que, a pesar de su sumisión, conservaba un peso considerable. Cuando el partido, que ansiaba destruir a rivales odiados, lanzó

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en 1941 una nueva campaña de persecución, Hitler la frenó para no alterar el esfuerzo bélico. En verano de ese mismo año se enfrentó a la oposición creciente que manifestaban determinados prelados con respecto al exterminio de los enfermos mentales, lo que lo condujo a finalizar dicho proyecto (la actitud de la Iglesia en cuanto a esta cuestión hace que sea más sorprendente que se mantuvieran en silencio cuando los judíos fueron deportados unos meses más tarde). En definitiva, hasta el final, Hitler tuvo que evaluar sus posibilidades de acción y favorecer a algunas fuerzas sobre las que ejercía un control parcial, por no decir superficial. Aunque no deja de ser cierto que, según el juicio de los intencionalistas, era capaz de dirigir su régimen con una libertad de acción sin precedentes. Y es precisamente esto lo que justifica que se hable de dicho régimen como de una monocracia, como de un único poder. Sin duda, replican los funcionalistas, Hitler poseía amplios poderes, incluso más amplios que los que poseían los demás presidentes en el pasado. Pero esto no basta para convertirlo en un dictador que gobernaba de manera omnipotente. Los funcionalistas reconocen aquí el surco abierto por Neumann, pero lo retoman dándole un sentido ligeramente distinto. Así pues, para Martin Broszat, su jefe de filas, lo que limita el poder de Adolf Hitler no es principalmente la influencia de algunas fuerzas sociopolíticas. Hitler es más prisionero del modo de funcionamiento de su régimen que de la industria o del ejército. Pues aunque su poder ha aumentado de manera impresionante, ha sido a costa de una increíble desorganización y descomposición del orden estatal. Entre los conservadores que habían apoyado el movimiento nazi o que se habían unido a él, muchos deseaban restaurar el Estado prusiano autoritario, que era un Estado libre de la influencia caótica de los partidos y que funcionaba de manera racional y unitaria. Adolf Hitler no se olvidó de alentar estas aspiraciones pero, una vez en el trono, se comportó de manera

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que debía producir resultados diametralmente opuestos. Sin duda, un observador que conociera el funcionamiento del partido nazi podría haberlo previsto, pues lo que se producía no era más que la transposición al Estado del estilo de dirección que se había aplicado primero al partido. Hitler nunca había manifestado un interés por la organización ni por la administración. Antiguas costumbres de bohemio lo apartaban del estudio de los expedientes y de la gestión de los asuntos del partido. Solo intervenía cuando un asunto le parecía urgente o grave y dejaba decidir a los responsables que había designado. Solía delegar el poder en función de los problemas que se iban presentando y de los hombres a los que quería ascender. La consecuencia era que las nuevas competencias coincidían con las que ya habían sido anteriormente distribuidas, lo que provocaba incesantes conflictos y acarreaba rivalidades permanentes entre tenientes ávidos de obtener de su jefe más confianza, y por tanto, más poder. Estas tendencias centrífugas eran contrarias, naturalmente, a toda gestión racional y centralizada del partido. En la sede de Múnich no había una dirección colegial, e incluso la coordinación del trabajo entre los Reichsleiter, responsables de los distintos servicios nacionales (organización, propaganda, tesorería, etc.), era una ardua tarea. Asimismo, entre estos y los dirigentes regionales, los Gauleiter, se producían continuas tiranteces debido a la ausencia de una jerarquía claramente establecida y tanto los primeros como los segundos tenían derecho a recurrir a Hitler en caso de conflicto. Todo giraba en torno a un Führer omnipresente en la mente de sus tenientes y, al mismo tiempo, alejado de la gestión diaria; la relación personal que existía entre él y cada uno de ellos bastaba para sostener el conjunto. Las mismas causas producirían los mismos efectos una vez conquistado el poder, y la víctima fue el Estado, cuya unidad administrativa se desintegraría progresivamente. El gobierno, en tanto que órgano colegial, perdió rápidamente todo significado, y a partir de 1938 ni siquiera se

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reunió. Los ministros pasaron a ser simples órganos de ejecución de la voluntad del Führer, pero, dado que dicha voluntad se expresaba con frecuencia en términos muy generales y ya no existía ningún órgano de coordinación, cada uno tendió a llevar una política autónoma legislando en su ámbito de competencia y a esforzarse por defender y promover sus intereses contra los de los demás. Esto era necesario en vista de que surgían, paralelamente, al margen del Estado nuevos órganos administrativos. Como en el pasado, Hitler hacía cumplir las nuevas misiones que juzgaba importantes creando organizaciones ad hoc cuyos responsables solo respondían de su actividad ante él. A partir de 1933, el nombramiento de Todt como «inspector general de carreteras alemanas» inaugura esta práctica de los poderes estatales especiales. Otros poderes vinieron después, como los otorgados al jefe del Servicio de Trabajo y al jefe de la Juventud del Reich; pero el más importante fue el poder de encargado del Plan de Cuatro Años, asignado a Göring en 1936 para organizar la economía de guerra. Los beneficiarios de estos poderes especiales iban a dotarse de sus propios aparatos administrativos e intentar ampliarlos en seguida. Los ministerios vigentes ya habían pagado las consecuencias del surgimiento de estos nuevos rivales, ya que habían tenido que ceder algunas de las competencias que poseían hasta ese momento. Sin embargo, el apetito de los recién llegados se agudizó aún más. Como resultado, aumentaron increíblemente las rivalidades y los conflictos, por lo que coordinar la acción estatal se volvió aún más difícil. Después del comienzo de la guerra, nuevos centros de poder entraron en liza, y por primera vez se iba a romper la unidad territorial de la administración estatal. Los territorios anexionados al Reich, tales como Polonia occidental y Alsacia-Lorena fueron confiados por Hitler a los Gauleiter, que tenían por misión nazificar la población alemana y germanizar el terreno expulsando a los no alemanes. Dichos Gauleiter, decididos a hacer

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de su nuevo pedazo del Reich auténticas satrapías y ansiosos por cumplir su mandato, rehusaron a que los departamentos de su administración recibieran órdenes directas de los ministerios correspondientes en Berlín; solo ellos debían decidir lo que se aplicaría en su territorio. Algunos, como el responsable del Warthegau (parte occidental de la Polonia anexionada), incluso introdujeron medidas que contravenían el derecho aplicado al resto del país. Así pues, se promulgó un derecho penal particular que preveía sanciones más severas para los no alemanes (polacos y judíos), y una legislación especial vigente que reducía los derechos de la Iglesia. La política que aplicaban en los nuevos territorios anunciaba aquella que, tras la victoria, debería aplicarse en todo el Reich. La administración, fisurada e individualizada, se encontraba, además, expuesta a los ataques del partido nazi que desde la conquista del poder conocía un enorme crecimiento burocrático y se esforzaba por controlar y suplantar a un Estado que consideraba bastión del conservadurismo. Formalmente, sus competencias eran bastante restringidas. Rudolf Hess, el suplente de Adolf Hitler a la cabeza del partido, era ministro sin cartera y tenía derecho a participar en la elaboración de la legislación, así como en el nombramiento de los altos funcionarios. Obviamente, la relación entre el partido y el Estado no se limitaba a esto. Por su pretensión de organizar y dirigir la nación, el partido se sentía llamado a intervenir de manera incesante en todas las acciones del Estado, situándolo en una posición defensiva incómoda. El partido se esforzaba, sobre todo, por arrebatarle competencias en las que tenía el monopolio hasta entonces. El caso más significativo fue la creación de las Waffen-SS, que representaban junto a la Wehrmacht el núcleo del futuro ejército nazi. ¿Pero se debe hablar del partido nazi como de un bloque? Se trataba más bien, como en el pasado, de la combinación precaria de varias organizaciones cuyas tendencias autónomas recibieron un nuevo impulso después de 1933. Hess se encontraba

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oficialmente a la cabeza de un aparato de imponentes dimensiones: más de veinticinco mil empleados en 1935, de los cuales mil seiscientos solo en la dirección central en Múnich3. Todavía había que transformar esta autoridad nominal en poder efectivo, pero tenía frente a él a hombres que poseían sólidas bases de poder y no reconocían la autoridad de Hitler. Por esta razón, a Rudolf Hess le costó mucho establecer siquiera un modus vivendi con Robert Ley, responsable nacional de la organización del partido y jefe del Frente de Trabajo, que abarcaba a la mayoría de la población activa (veintitrés millones de personas en 1938) mediante una gigantesca burocracia (cuarenta mil funcionarios)4. Más difícil aún era manejar a los dirigentes nazis que habían encontrado su lugar, que se habían aposentado en el gobierno y acumulaban responsabilidades en el Estado y en el partido, como era el caso de Goebbels, a la vez responsable nacional de la propaganda del partido, Gauleiter de Berlín y ministro de Propaganda; o de Darré, responsable nacional de partido para asuntos agrícolas y ministro de Agricultura; y también de Himmler, jefe de las SS, nombrado en 1936 jefe de la policía alemana, y quien esperaba emanciparse tanto del Estado como del partido y convertirse en el dirigente de un aparato excepcional al servicio exclusivo de Hitler. Estas consecuencias hicieron que el régimen tomara la apariencia de una jungla organizacional, de una maraña institucional que excluye cualquier organigrama. Como era característico del régimen, nunca se realizó ningún intento de planificación. Se crearon nuevos órganos, nuevos poderes conferidos sin que los antiguos fueran suprimidos o todos racionalizados. Aquí reconocemos el comportamiento que Adolf Hitler había manifestado ya con respecto a su partido. Y, de hecho, una vez transcurrido el período 3 Cf. H. U. Thamer, Veerführung und Gewalt. Deutschland 1933-1945, Berlín, Siedler. 1986, pág. 357. 4 Ibid., pág. 349.

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de los debates en el que se obligó a realizar un trabajo constante, retomó sus hábitos de bohemio, pasando las noches conversando con su entorno y residiendo a menudo fuera de Berlín. Durante la guerra, se recluyó en bunkers al este y se dedicó a dirigir la guerra y a delegar en Göring los asuntos gubernamentales. El papel que desempeñaba su entorno se volvió decisivo con la distancia geográfica. Controlar el acceso al Führer y transmitir sus directivas supusieron a partir de ese momento un poder del que Bormann, sucesor de Hess tras la «fuga» de este a Inglaterra, supo sacar el mejor provecho5. En general, el régimen que describen los historiadores funcionalistas aparece fragmentado en múltiples aparatos rivales. Y esta fragmentación lleva lógicamente aparejada una creciente compartimentación. La propia información se ha convertido en un elemento clave y, al mismo tiempo, en un medio de poder. Como su diario indica, Goebbels no se enteró de la Solución Final hasta marzo de 1942, tres meses después de que fuera convocada la Conferencia de Wannsee a la que había sido invitado. En lo que a Hitler respecta, dirige pero no gobierna. Por ello, visto desde el ángulo de su funcionamiento, el Tercer Reich merece, según los funcionalistas, la apelación de «policracia», un conglomerado de poderes rivales. ¿Cómo explicar semejante evolución? Los intencionalistas no ignoran la jungla administrativa del régimen, pero lo ven como un fenómeno secundario, después de todo, que no entorpecía el poder de decisión supremo de Hitler, al contrario, lo favorecía. Para ellos, el Führer dividía para reinar y atizaba las rivalidades entre sus tenientes a sabiendas. Por su parte, los funcionalistas reconocen sin dificultad el puesto central de Hitler, ya que todos los responsables nazis 5 Con la esperanza de firmar la paz con Inglaterra y de concentrar la lucha contra el comunismo, Rudolf Hess voló a Escocia en junio de 1941. Arrestado por los ingleses, fue detenido como prisionero de guerra y luego condenado a cadena perpetua en el juicio de Núremberg, en 1946. Se cree que sufría trastornos mentales que podrían explicar esta aventura.

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aceptaban como legítima su dominación. Pero se niegan a deducir que haya ejercido por ello un poder soberano amoldando el régimen a su antojo y fijando objetivos que alcanzar. Para ellos, su autoridad era más simbólica que real. Más que establecer la política del régimen, el Führer sancionaba. Y la política no era en el fondo sino una sucesión de medidas improvisadas y cada vez más radicales, engendradas por la dinámica arcaica del sistema. Este es un punto de vista que ha sido tajantemente refutado por los historiadores, y que es, en efecto, discutible, pues se basa en dos tesis poco convincentes. 1. La primera afirma que el desarrollo policrático del régimen, lejos de ser consecuencia de una práctica maquiavélica, era el resultado de un estilo de dirección que, de alguna manera, condenaba a Hitler a la inacción. Fundamentalmente preocupado por salvaguardar su prestigio y mantener su popularidad, debía mantenerse a distancia, no tomar partido en los conflictos y dejar que las cosas se arreglaran solas. Por tanto, solo podía asistir impotente al desencadenamiento de las rivalidades entre sus tenientes y al consecuente desmembramiento institucional. 2. La segunda tesis afirma que su ideología era de carácter visionario, sin ningún contacto con la realidad y, por ello, era incapaz de ofrecer un programa de acción. Su acción se limitaba a emitir eslóganes de naturaleza general, pues era el único modo de movilizar al pueblo alemán sin perjudicar ningún interés concreto. Sin embargo, al ser emitidos por el Führer, estos eslóganes se convertían en un arma para paladines ávidos de obtener sus favores y que los transformarían en realidad al término de un proceso de demagogia constante. ¿Estaba Hitler tan alejado de los asuntos como dicen los funcionalistas? Es cierto que manifestaba poco interés por algunos

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aspectos y que muchas decisiones que se tomaron bajo el Tercer Reich fueron el resultado, con frecuencia, errático de feroces negociaciones entre ministerios y organizaciones del partido más que la expresión de su voluntad. Pero, por otro lado, es verdad que dominaba la política militar mucho antes de convertirse durante la guerra en un comandante en jefe omnipresente, y que conducía en exclusiva la política exterior, por lo que decidía sobre la paz o sobre la guerra. En cuanto a la política antijudía, la seguía con gran atención, sin omitir los detalles. Aunque sus intervenciones durante los primeros años del régimen eran de carácter esporádico, fijaban la dirección general en la que debían avanzar los que debían tratar con este asunto. ¿Cómo dudar de que su ideología haya sido constante y consecuente? Definirla como una simple suma de negaciones y de rechazos (antisemitismo, anticomunismo, antiliberalismo, etc.) equivale a ignorar la doctrina racista que hacía que fuera coherente y daba directivas muy concretas para pasar a la acción. ¿Sería una casualidad? El papel de Adolf Hitler en la política del régimen es tanto más directo y evidente cuanto más se acerca el asunto en cuestión a sus convicciones. Él fue quien impuso a los aliados conservadores recientes la ley del 14 de julio de 1933, que disponía la esterilización de las personas que padecían enfermedades hereditarias; también fue él quien tomó la iniciativa de redactar las famosas leyes de Núremberg, que prohíben las relaciones sexuales entre judíos y alemanes; fue él quien ordenó el exterminio de los enfermos mentales, de la intelligentsia polaca y los mandos del Estado soviético; y finalmente, fue él quien concibió y puso en marcha la Solución Final. Aunque subsistan incertidumbres sobre las circunstancias precisas que están detrás de esta última decisión, podemos razonablemente sostener que en esto fue un actor irreemplazable. Pues, si hubiera muerto en la primavera de 1941, seguramente ninguno de sus tenientes, incluido Himmler, habría tomado tal decisión.

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En realidad, la ideología no solo constituye una clave esencial para entender la trayectoria del régimen, sino también contribuye a explicar su desarrollo arcaico. Considerándolo como el efecto de un cálculo maquiavélico, los intencionalistas aportan una explicación meramente utilitarista a un fenómeno que está relacionado con dos disposiciones ideológicas cruciales. Por una parte, Hitler era un darwinista social convencido; en la lucha por la vida, gana el más fuerte y solo así las sociedades mejoran. Los innumerables conflictos que enfrentaban a sus subordinados solo podían parecerle una escuela de selección necesaria y beneficiosa, los toleraba de buena gana sabiendo que las cuestiones que suscitaban dichos conflictos estaban alejadas de sus grandes centros de interés. Por otra parte, la manera en que concebía las relaciones con sus tenientes era consecuencia lógica de su actitud con respecto al Estado. Su desconfianza hacia la administración y su odio por los juristas, ampliamente documentados, resultaban de una aversión profunda por un tipo de relaciones humanas mediatizadas por la ley, que es por naturaleza fría, impersonal y general. Su ideal era el vínculo personal fundado en la fidelidad y en la confianza, y entendemos que la fijación jurídica de las competencias, que habría permitido limitar los efectos centrífugos del sistema, estaba fuera de su marco de pensamiento, que era antitético. Profundizando más, ese rechazo a las instituciones, a las que acusaba de paralizar artificialmente el «movimiento de la vida», y la preferencia de la relación de hombre a hombre sobre la relación racional-jurídica, traducen un rechazo a la civilización moderna, de la que el Estado es una manifestación evidente. Hitler se mostraba así heredero fiel de una de las tendencias más antiguas del nacionalismo alemán, que veía en el Estado una fuerza fría y mecánica que obstaculizaba el brote de un auténtico sentimiento de comunidad nacional. Si bien es fácil demostrar que en muchos aspectos, sobre todo, en política exterior, Hitler retomaba, exacerbándolas, aspiraciones ya presentes

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en los círculos que dirigían la Alemania imperial, su actitud hacia el Estado representaba, sin embargo, una ruptura integral con la tradición prusiano-alemana. Con todo, nos abstendremos de concluir que el nazismo se reduce al hitlerismo y el funcionamiento del régimen a la encarnación pura y dura de una ideología. Pocas cosas habrían sido posibles sin la contribución, por mínima que fuera, de individuos incluso no conscientes de lo que hacían y dejaban hacer; por no hablar de la política de debilidad de Francia y Gran Bretaña, que alentó a Alemania en los años 30. Lo que no deja de ser cierto es que Hitler fue el responsable de las grandes orientaciones y de las grandes decisiones que otorgaron al Tercer Reich su figura histórica.

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Todavía hoy basta con pronunciar los nombres de Himmler o de Heydrich para evocar todo el horror del nazismo. No es casualidad que estos dos oficiales del Tercer Reich pertenecieran a las SS, uno de los pilares del régimen hitleriano hasta el punto que se dijo de e que constituían un «Estado dentro del Estado», ya que las SS encarnaban perfectamente la concepción nazi del partido ideológico, al mismo tiempo que la estrategia revolucionaria del Führer en la que esta era el instrumento por excelencia. Vinculada desde el principio a la persona de Adolf Hitler, realizó una fusión extrema entre las misiones estatales y partidistas hasta despojar al aparato tradicional del Estado de la mayoría de sus prerrogativas. Los orígenes de las SS se remontan a 1923, cuando Adolf Hitler, entonces jefe de un partido de extrema derecha que solo tiene alcance en Baviera, funda una guardia pretoriana para garantizar su seguridad personal. Esta recibe en 1925 su nombre definitivo: Schutzstaffel — SS (Escuadrón de protección). Pero, desde el principio, se distinguen por su uniforme: una gorra de esquí negra adornada con un alfiler de plata con una calavera, corbata negra sobre camisa parda, y un anorak, sustituido más tarde por una chaqueta negra. Sus miembros son escogidos cuidadosamente basándose en criterios físicos y psicológicos. Muy pronto, estos grupos de élite de aproximadamente diez hombres cada uno aparecen en todas las ciudades alemanes, al margen de la organización del partido.

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En julio de 1926, durante el día del partido en Weimar, Adolf Hitler confía a las SS el encargo de conservar la famosa «Bandera de la Sangre», la que precedió el 9 de noviembre de 1923 a la marcha de los nazis en la Feldherrnhalle de Múnich —monumento a los muertos erigido entre 1841 y 1844, según el modelo de la Logia de los Lanzi en Florencia—, tras un intento de fuerza, el «golpe de Estado de la Cervecería». Esto es un gran honor para las SA (Sturmabteilung: tropa de asalto), fundada en 1921 por un capitán de la Reichswehr (el ejército imperial) llamado Ernst Röhm para combatir a los rivales del partido nazi en la calle o en las reyertas que se producen durante los mítines políticos. Principalmente compuesta, al principio, por antiguos soldados y por miembros de los cuerpos francos —esas unidades de voluntarios creadas después de 1919 y que luchaban contra la subversión comunista tanto fuera como dentro del Reich—, las SA atrae rápidamente a cada vez más jóvenes y obreros, lo que le confiere un perfil social muy diferente del perfil del partido. Bajo el efecto de la crisis económica de 1929, el comportamiento de las SA no tarda en radicalizarse y aumentan las tensiones entre sus miembros y los funcionarios del NSDAP. En 1930 estalla un auténtico conflicto. Las SA de Berlín se sublevan contra su Gauleiter (jefe regional), Joseph Goebbels. Para reprimir el motín, se requerirá la ayuda de las SS de Berlín y el mismo Hitler deberá intervenir para poner orden. Pero la presión revolucionaria de estos mercenarios —desplazados sociales, víctimas de la crisis y enemigos acérrimos del capitalismo— no decae por ello. Para contener esta presión, Hitler se esfuerza por someter a las SA a una disciplina más estricta y las mantiene bajo una vigilancia constante. La misión de la vigilancia incumbe a las SS. Misión que, además, conviene perfectamente al nuevo jefe (Reichsführer-SS), Heinrich Himmler, que fue nombrado el 6 de enero de 1929, proveniente de una familia católica de la burguesía media muniquesa. Sin embargo, controlar de cerca a las SA no basta para garantizar que se mantenga tranquila. Hay que asignarle pues un nuevo

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objetivo con el fin de canalizar la sed de acción. De ahí la idea de otorgarle un papel militar, idea que apreciaba mucho su padre espiritual, el capitán Ernst Röhm. Cuando este retoma el mando de la organización en 1931, actúa en dicho sentido, sin que se le haya hecho ninguna promesa firme en cuanto a la forma que podría adoptar más tarde esta organización en calidad de fuerza armada. Bajo la influencia de Röhm y la de la crisis económica —los desempleados inflan sus filas— las SA se desarrollan de manera impresionante: su personal alcanza los setecientos mil hombres en el otoño de 1932. Himmler no se priva de explotar los numerosos conflictos que enfrentan a las tropas de asalto con el partido para denigrarlas y presumir de la disciplina de sus cincuenta mil SS. De hecho, las SS se organizan entonces de un modo militar, recuperando la idea de la guardia pretoriana que presidió su creación. En consecuencia, en Múnich, 120 hombres cuidadosamente escogidos forman la Leibstandarte Adolf Hitler, dirigida por Sepp Dietrich, un antiguo aprendiz de carnicero y nazi desde el principio. En otras ciudades se crean comandos semejantes para que realicen tareas casi policiales y siembren el terror en la población. Se convertirán en el regimiento de centuriones o comandos políticos, bases de la tropa de reserva que dará lugar posteriormente a las SS armadas (Waffen-SS). Junto a las SS general (Allgemeine-SS) y las SS armadas aparece un servicio especialmente encargado de la seguridad, el Sicherheitsdienst (SD, Servicio de Seguridad). Ya existían servicios secretos en distintas organizaciones del NSDAP y de las SA. Y es en 1931 cuando Hitler solicita a Himmler que organice un servicio idéntico en las SS. Mientras está ocupado en esta tarea, Heinrich Himmler conoce por casualidad a Reinhard Heydrich, un oficial de marina despedido por haber infringido el código de honor, y le pide rápidamente que esboce un plan para un servicio secreto de las SS, destinado a depurar el NSDAP de saboteadores y de agentes infiltrados. Heydrich obedece, para

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satisfacción de Himmler, que posteriormente le otorgará grados cada vez más elevados hasta llegar a Oberführer (general). Heydrich toma posesión del cargo el 1 de octubre de 1931 para fundar dicho servicio secreto. Con este objetivo, establece un inmenso archivo. En realidad, no solo hace todo lo necesario por vigilar a los adversarios del partido, sino que espera hacer de las SS la policía del futuro Tercer Reich, una policía capaz de controlar cada sector de la sociedad. Esta ambición coincide perfectamente con las ideas de Himmler, y es gracias a la cooperación de ambos hombres que surgen los instrumentos de la estrategia revolucionaria nazi: la Gestapo (Geheime Staatspolizei: policía de Estado) y los servicios especializados de las SS. En 1931, Hermann Göring, comisario de aviación en el primer gobierno dirigido por Adolf Hitler y responsable del Ministerio de Asuntos Interiores de Prusia, funda la Gestapo a partir de la antigua policía política prusiana y la confía a Rudolf Diels. En efecto la policía política estaba oficialmente prohibida a nivel federal durante la República de Weimar, pero cada Estado federal (Land) poseía una. Es el 26 de abril de 1933 cuando la Gestapo —fue un funcionario de correos el que transformó su nombre en Gestapo—, instalada poco después en Berlín en el número 8 de la calle Prinz-Albercht-Strasse, es oficialmente creada. Paralelamente, el Reichsführer-SS Heinrich Himmler y Reinhard Heydrich se apoderan poco a poco de las policías políticas de los otros Länder. Preocupados por no provocar la oposición de los altos dignatarios del partido, y con arreglo al concepto hitleriano de «revolución legal» —es decir, la revolución nazi efectuada en el marco de las leyes vigentes o promulgadas para la ocasión—, utilizarán las instituciones de la República de Weimar para asegurar el poder de las SS. De este modo, a partir del invierno 1933-1934 Himmler se convierte en el jefe de las policías políticas de casi todos los länder. En abril de 1934, Rudolf Diels es destituido y le sucede Himmler. El 17 de junio de 1936, las Gestapos de los Estados

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federados dejan de depender de las administraciones locales y Heinrich Himmler es nombrado jefe de la nueva policía alemana, a nivel federal, manteniendo su cargo de Reichsführer de las SS. Esta integración de la policía funda en realidad el futuro imperio de las SS, cuya infraestructura termina de completarse el 1 de septiembre de 1939, cuando el SD y la policía de seguridad son reagrupadas en una misma Oficina Central de Seguridad del Reich, la Reichssicherheitshauptamt (RSHA). El auténtico auge de estas SS, que terminó siendo omnipresente, comenzó con la decapitación de las SA, que mantenían una agitación revolucionaria permanente y amenazaba con desestabilizar las estructuras políticas implantadas desde enero de 1933. Se habían granjeado enemigos por todas partes: en las filas del partido, donde dirigentes tan importantes como Göring o Goebbels no ocultaban su hostilidad hacia dicha organización; en la Reichswehr, que desconfiaba de las ambiciones de la organización nazi, deseosa de ser el ejército del nuevo Estado y entre los representantes conservadores del gobierno. Una coalición de estos enemigos consiguió convencer a Hitler de que las SA gestaban un complot contra él. Así, durante la «Noche de los Cuchillos Largos», del 29 al 30 de junio de 1934, la Leibstandarte SS, que contaba con la complicidad de las fuerzas armadas, eliminó a las SA. Después de esta fecha, las SS adquieren una importancia creciente dentro del régimen hitleriano. Usurpa nuevas funciones y penetra en otros sectores de la vida pública y privada. No obstante, el número de afiliados permanece restringido con objeto de que conserve un carácter de cuerpo de élite. De esta manera, el número de integrantes se mantiene relativamente constante —doscientos nueve mil a finales de 1933 y doscientos treinta mil a finales de 1938—. En cambio, su composición social se modifica. Antes de 1933, las SS estaban formadas por antiguos soldados de los cuerpos francos, intelectuales y veteranos nazis de la pequeña burguesía. Solamente una décima parte de estos antiguos miembros consigue mantenerse ante

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la afluencia que se produce en el momento de la llegada de Hitler a la Cancillería. El primer grupo de los recién llegados proviene de la aristocracia, que suministra a partir de entonces un porcentaje considerable de oficiales. El segundo grupo está compuesto por miembros de la mediana burguesía, sobre todo, por intelectuales que gozan de una formación universitaria. Personifican el tipo de tecnócrata de la nueva élite. Junto a estos grupos, encontramos a un gran número de jóvenes economistas y de «directivos». En último lugar, se recluta a antiguos oficiales burgueses de la Reichswehr, pero también a hijos de campesinos. Himmler logra incluso incorporar asociaciones enteras, como la de los jinetes de las regiones tradicionales de cría de caballos o la del Kyffhäuserbund, un grupo de antiguos soldados neomonárquicos. Crea el título de «dirigente de honor», que se concede a altos funcionarios, a sabios y a diplomáticos sin que tengan que realizar un servicio efectivo en la organización nazi. Funda también el Círculo de Amigos del Reichsführer-SS, que reúne a hombres de negocios dispuestos a respaldar económicamente a las SS. El edificio SS está construido de tal manera que presenta una sólida jerarquía de servicios especializados. En un discurso en 1937 sobre la naturaleza y la misión de las SS y de la policía, Himmler menciona los cinco pilares sobre los que reposa su organización. Se trata, en primer lugar, de las SS general, cuyos miembros ejercen una profesión civil, pero practican regularmente ejercicios deportivos y militares. Por su parte, las SS armadas están destinadas a luchar contra el bolchevismo, tanto en el exterior como en el interior del Reich. Las «tropas de la cabeza de la muerte» aportan el personal de vigilancia a los campos de concentración. El Servicio de Seguridad abarca la Gestapo, la Policía del Orden y los Servicios Secretos del partido y del Estado. Por último, la Oficina para la Raza y la Colonización debe garantizar la pureza racial del pueblo alemán,

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prever y llevar a cabo la colonización de nuevos territorios por representantes de la «raza germánica». Después de 1939, un sexto pilar viene a completar dicha estructura: la Oficina Central de Administración y de Economía (Wirtschafts-und Verwaltungshauptamt), dirigida por Oswald Pohl, responsable de las empresas económicas de las SS, así como de la gestión de los campos de concentración y de su mano de obra. La compleja organización de las SS se sustenta en un proyecto político con una dimensión a la altura de las ambiciones del Tercer Reich. Por tanto, la primera misión del cuerpo de élite de Himmler es encarnar la ideología nacionalsocialista y representar y educar al «nuevo hombre». En principio, es el NSDAP el que debía haber asumido este papel. Pero, debido a los imperativos de la competición electoral en los últimos años de la República de Weimar, se vio obligado a abandonar su carácter elitista y a concentrar a las masas. Es Heinrich Himmler el que se encarga de convertir a las SS en una especie de «Orden» en la que la expresión de las concepciones atávicas se mezcla curiosamente con el uso de los medios técnicos más modernos, en la que el perfeccionamiento burocrático va acompañado del empleo de la violencia y del terror. Hitler le confirió el lema: «Tu honor es la fidelidad», en 1930, cuando reprimió la revuelta de las SA en Berlín. Sin embargo, esta «fidelidad» no se aplica ni a un ideal ni a las instituciones, sino a la única persona de Hitler. La sumisión de las SS al Führer es tanto más total cuanto que este pretende ser la encarnación de la nación alemana y de sus valores. La ideología de las SS reside en un marco de referencia «biológica». Se funda en la convicción de la superioridad de la raza germana. Esta superioridad ilustra el concepto darwinista social de la lucha incesante de la especie, de la victoria del fuerte sobre el débil, concepto que conduce implícitamente a la idea de un expansionismo sin límites. Además, el mito agrorromántico de un pueblo que carece de «espacio vital» (Lebensraum) legitima este imperialismo. Ahora bien, en la ideología nazi, el espacio

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europeo se encuentra limitado por un lado, por un Occidente decadente y, por el otro, por un Oriente repleto de promesas. Así pues, la expansión del Tercer Reich solo puede realizarse por el este. Encontramos esta tesis hitleriana en el famoso Drang nach Osten (Impulso hacia el este), vinculada al recuerdo de la Orden de los caballeros teutónicos del siglo XII. Finalmente, esta ideología está revestida de un carácter seudorreligioso, pues se presenta como una especie de contraorden frente el cristianismo, que Himmler asemeja a «la peste más grande que se ha generado en Alemania y en la historia». El Reichsführer-SS desea crear una moral diametralmente opuesta a los valores cristianos de caridad, misericordia, amor al prójimo y humildad. Esto no significa que sea partidario del ateísmo, sino que predica un teísmo (Gottgläubigkeit). Esta creencia en la existencia de un Dios presenta también una ventaja técnica, ya que le permite conseguir un público en clases sociales que una ideología materialista habría ahuyentado. Por otro lado, esta ideología convierte a Hitler en el enviado de la Providencia cuya voluntad trasciende la de los hombres y cuyas órdenes son, por tanto, aceptadas más fácilmente, aunque entren en contradicción con todas las normas éticas tradicionales. En la ideología nazi, dentro de la que la ideología de las SS es solo una variante, el ser humano está condicionado por su pertenencia a una «comunidad de pueblos» (Volksgemeinschaft), es decir, a un conjunto racial y cultural. Se reduce a un simple eslabón en una cadena infinita de ascendientes y descendientes, una partícula en un eterno proceso natural. Dentro de este ciclo, la muerte es un hecho banal y la calavera de su insignia simboliza la facultad de dar y aceptar la muerte. El cambio, el código de conducta de los hombres de Himmler se inspira en la antigua tradición militar y en los valores de los medios conservadores —obediencia, camaradería, sentido del deber, integridad y honor personal—. Por consiguiente, un SS puede ser severamente castigado por mentir o robar, mientras que el asesinato de cientos de personas durante una «misión

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histórica» le hará ganarse una condecoración. Estos hombres «hechos a medida» se educan en escuelas especiales de SS Junker o en escuelas para la educación política nacional (Napola). Himmler cultiva el elitismo de las SS en antiguos castillos o fortalezas en las que se reúnen, según un ritual inspirado en el de los jesuitas, con la diferencia de que en lugar de invocar el ejemplo de Cristo se invoca el de los dioses germánicos. Más allá de la ideología que encarna, las SS tienen asignada la misión de proteger al Führer y a su régimen de los enemigos. Los nuevos dueños de la policía dan una definición extensiva de lo que son enemigos: «Es enemigo del Estado toda persona que se opone conscientemente al pueblo, al partido, a sus fundamentos ideológicos así como a sus acciones políticas». Esta visión dicotómica del mundo se refleja una vez más en un texto de enero de 1939: «En política solo hay dos posibilidades […] Quien no esté a favor de Alemania, sino contra ella, no es de los nuestros y será eliminado». Aunque al principio las SS ejercieron la represión contra los adversarios políticos e ideológicos inmediatos del nazismo (comunistas, socialdemócratas y judíos), su concepción de la seguridad absoluta les condujo a ampliar su campo de acción. Desde ese momento, deja de conformarse con detener y castigar a los que considera malhechores. Lleva a cabo una represión preventiva hasta la perversión contra un enemigo ideológico abstracto, contra el mal absoluto que encarna el «judío». Una vez eliminados los adversarios políticos y el NSDAP declarado partido único, el 4 de julio de 1933 la Gestapo la emprende con la Iglesia, con los anticonformistas o con los que simplemente están descontentos, mientras que la SD se propone expulsar a los judíos y a otros «parásitos». Por último, el servicio secreto del RSHA (III), dirigido por Otto Ohlendorf a partir de 1939, realiza informes mensuales sobre la situación interna del Reich que recogen las reacciones de la opinión pública a propósito del régimen. Durante la guerra estos informes serán diarios.

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No obstante, para Himmler, Heydrich y muchos otros, no se trata solamente de asegurar las bases políticas, sociopsicológicas y económicas del poder. Quieren que los servicios de seguridad, así como la policía, tengan un papel fundamental en el nuevo orden nacional socialista. La burocracia SS del terror también encarna la voluntad de una «revolución permanente» que debe destruir el antiguo orden y construir instituciones nuevas. En efecto, la ambición de las SS aspira a transformar completamente la sociedad y a crear un gran imperio germánico. Para cumplir sus propósitos, la organización de Himmler necesita la guerra; solo la guerra instaura un estado de emergencia permanente, intensifica el sistema de represión, de vigilancia, y permite sustituir a las antiguas élites políticas económicas y militares por los nuevos hombres que forma la Orden Negra: los soldados políticos. También es la guerra la que aumenta la importancia de la Waffen-SS. A principios de 1935, esta cuenta con siete mil hombres, alrededor de veintitrés mil en 1939 y casi seiscientos mil en 1944. Muchos han sido reclutados fuera de Alemania y desde 1943 este ejército «multinacional» ha dejado se ser una élite. Debido a las pérdidas humanas que sufre al ser enviada a los frentes más mortales, la Waffen-SS se ve obligada a disminuir la severidad de sus criterios de admisión y su cohesión interna se resiente, al igual que la de todo el imperio SS. En el exterior, la guerra permite al Tercer Reich encontrar los recursos económicos y la mano de obra que le falta. También le garantiza poder reclutar nuevas fuerzas «germánicas». Esta política de explotación brutal de los territorios sometidos se implanta desde el Anschluss de Austria en 1938 y el «desmembramiento» de Checoslovaquia en 1939, pero no se aplica por completo hasta el comienzo de la Segunda Guerra Mundial: primero en Polonia, en cierta medida en Francia y, sobre todo, en la Unión Soviética. Es imposible mencionar aquí todos los crímenes que cometieron las SS entre 1939 y 1945. Además, las palabras no bastan

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para describirlos. En Polonia, sus grupos y comandos especiales son responsables de la organización del genocidio judío, de la eliminación de las élites intelectuales, así como desplazamientos de la población a consecuencia de la —germanización— del país. Dichos comandos, móviles en un principio y posteriormente estacionarios, están especializados en los actos de «liquidación» y de represalias. Son ellos los que masacran a toda la población masculina del pueblo checo de Lídice en junio de 1942 tras el asesinato de Reinhard Heydrich, o los que destruyen Oradour-surGlane en Francia, el 10 de junio de 1944. Son también las SS las encargadas de la gestión de los campos de concentración y de la organización de la política exterior del Tercer Reich. Por su ideología, sus métodos y el funcionamiento de sus distintos servicios, las SS son un ejemplo del sistema nazi. Crea continuamente nuevos servicios, como en una partenogénesis, duplica o se introduce en las antiguas estructuras. Se integra en la «policracia» característica del Tercer Reich, donde cada institución trata de mantener, consolidar o ampliar su poder. Las SS están en el centro de esta lucha. Es una organización del NSDAP y al mismo tiempo compite con él, ya que aspira a cumplir sola la voluntad del Führer. El Reichsführer-SS Himmler cuenta entonces con numerosos enemigos acérrimos en las filas del partido, tales como Martin Bormann, jefe de la cancillería del Führer y su secretario personal; Joseph Goebbels, el poderoso ministro de Propaganda, Gauleiter de Berlín y comisario para la Defensa del Reich; Alfred Rosenberg, jefe de la Oficina de Relaciones Exteriores del partido nazi y, a partir de 1941, ministro de los Territorios Ocupados del Este; Fritz Sauckel, plenipotenciario para las cuestiones de mano de obra, y Joachim von Ribbentrop, ministro de Asuntos Exteriores y, a partir de 1940, general SS. Asimismo, casi todos los Gauleiter, sobre todo, los que ocupan los puestos de comisarios del Reich en los territorios ocupados, se oponen a Himmler. Sin embargo, las SS consiguen obtener una posición de fuerza en dos sectores decisivos. Por una parte, en la policía, que

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controla completamente, sobre todo después de que Himmler sea nombrado ministro del Interior en 1943. Por otra, en el aparato militar, gracias al desarrollo de la SS-armada y al nombramiento de Himmler como líder de las tropas de reserva de la Wehrmacht (Ejército de tierra), tras el atentado contra Hitler de julio de 1944. El Reichsführer-SS ha cumplido prácticamente para las SS la ambición que tenía Röhm para las SA: convertirlas en el ejército del nuevo Estado. Por último, las SS se apoderan masivamente del ámbito económico. La organización de Oswald Pohl controla cuatro grandes actividades: administración e intendencia de las tropas SS, los campos de concentración y de trabajo, las construcciones de la policía y de las SS, y la dirección de las empresas SS. Al final de la guerra, la organización de Himmler dispone de más de cuarenta empresas, que constan a su vez de más de ciento cincuenta fabricas. Las SS fabrican materiales de construcción, productos de consumo, textiles, cuero, e invierte en diferentes empresas forestales, agrícolas o de explotación de canteras. Utilizando la reserva de mano de obra que proporciona los campos de concentración para hacer funcionar las fábricas SS, Oswald Pohl consigue convertir su servicio en una de las claves de la vida económica alemana. Sin embargo, no le atañe todo lo relacionado con la producción de guerra propiamente dicha. Esta última es competencia de la Wehrmacht, pero también depende de Hermann Göring, que controló el destino del Plan de los Cuatro Años, lanzado en 1936, y es jefe de la Luftwaffe (Ejército del aire). También está dirigida por la organización de Ernst Todt, nombrado ministro de Armamento y Municiones en 1940. Por último, a partir de 1942, Albert Speer la reorganiza vigorosamente y toma su dirección. El arquitecto del Führer será hasta el final del Tercer Reich uno de los más poderosos rivales del Reichsführer-SS. Sus continuas incursiones en un gran número de sectores del sistema nazi convirtieron a las SS en una especie de «Estado dentro del Estado». Pero, al igual que el régimen nacionalso-

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cialista entero, la organización de Himmler ofrece a pequeña escala la imagen de una proliferación de oficinas y de despachos que acarrea una fragmentación del poder, así como rivalidades constantes. Él mismo consigue a duras penas mantener la cohesión de su imperio. Y, del mismo modo que el sistema nazi se hunde tras la muerte de Hitler, el Estado SS desaparece después de que el Führer expulse a Himmler del partido por haber contactado con los Aliados occidentales para negociar una paz separada. El último presidente del Reich, el almirante Dönitz, no utilizará a Himmler ni sus servicios. Después de la capitulación sin condiciones de Alemania, y del suicidio de Reichsführer-SS, el 23 de mayo de 1945, solo quedarán ruinas y un recuerdo oprimente del Tercer Reich y de su Orden Negra.

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El hundimiento del «Reich milenario» el 8 de mayo de 1945, día de la capitulación, marcó el inevitable final de un sinfín de ilusiones y promesas incumplidas, ya que la confrontación entre esperanzas y realidades políticas nunca fue tan violenta como bajo el Tercer Reich. Todo intento de reescribir la historia a partir del postulado según el cual el régimen habría podido sobrevivir a la guerra, es absolutamente erróneo. En efecto, el Tercer Reich no solo demostró su incapacidad de cumplir los compromisos, incluso de manera puntual, sino que, impulsado por su propia necesidad interna, se lanzó en una radicalización acumulativa de los objetivos y de los medios de su política. Esta huida hacia delante anula los éxitos parciales que había obtenido, tales como la conquista de la hegemonía en Europa central o el restablecimiento de la estabilidad económica. El desajuste entre los objetivos iniciales, presentados por la propaganda nazi, y los efectos concretos de la política nacionalsocialista quedó especialmente patente en la política económica y social. En materia de rentabilidad y de mano de obra, la agricultura se convirtió en la oveja negra de la economía nacionalsocialista. Gracias a la «batalla» agrícola, al aumento de la utilización de abono y a la restricción de las importaciones de productos alimentarios, la producción se incrementó, pero los beneficios no aumentaron en la misma proporción. Se acrecentó el endeudamiento de los campesinos y el retraso de la racionalización persistió.

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En comparación con la situación que existía durante la República de Weimar, los resultados de la colonización agraria siguieron siendo decisorios. La política económica nacionalsocialista no consiguió frenar el éxodo rural. Al contrario, la mecanización forzada provocó un despido excesivo de mano de obra, por lo que la actividad agrícola solo pudo mantenerse recurriendo a voluntarios para las siegas y, durante la guerra, utilizando a los presos rusos. El sueño de colonización agraria masiva elucubrado por Alfred Rosenberg en su Ministerio del Este, y la misión atribuida a los equipos de colonos implantada por Himmler, no tenían en cuenta ni la falta de hombres ni las circunstancias que se oponían a toda vuelta a una estructura económica preindustrial. La política de Hitler tuvo un efecto igualmente contradictorio en la artesanía y en las pequeñas y medianas empresas. La escasez de materias primas y de divisas afectó, en primer lugar, a las industrias de transformación que utilizaban productos importados. La propaganda oficial convertía al artesano independiente en el modelo social del alemán en el trabajo. Sin embargo, las empresas artesanales sacaron muy poco provecho de la política de rearme, que derivó inevitablemente en que los contratos públicos otorgados se concentraron en manos de algunas grandes empresas de la industria pesada. Por otro lado, las restricciones efectivas impuestas al consumo mediante la reducción del poder adquisitivo y el bloqueo de los sueldos impidieron cualquier despegue económico de la artesanía y de la pequeña industria. Tras la vuelta al pleno empleo en 1936, la escasez de mano de obra benefició plenamente a las clases medias y artesanales, hasta el momento en que la guerra condujo a cerrar fábricas y a redistribuciones de mano de obra en beneficio de la gran industria. En vez de reducir la tendencia a acumular capital, la guerra aceleró el movimiento general de concentración iniciado antes de la Primera Guerra Mundial a expensas de las clases medias.

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En el sector de los servicios públicos, el régimen nazi tampoco tuvo en cuenta las esperanzas que suscitó la propaganda anterior a 1933. Con la ley del 7 de abril de dicho año, relativa a la reconstitución de una función pública de profesión, el gobierno del Reich procedió abiertamente a la nivelación de la función pública y cada vez recurrió más a personas ajenas a ella. No obstante, las medidas de depuración no contribuyeron en absoluto a la mejora de la posición social e institucional de los funcionarios. Las reducciones salariales introducidas por el gobierno de Brüning en 1932 se mantuvieron y los agentes de los servicios públicos fueron suplantados por los miembros del partido y no volvieron a integrar el papel de apoyo exclusivo del Estado que reivindicaban. Las instancias inferiores del NSDAP se lamentaban de su falta de influencia en el aparato estatal, pero los funcionarios tuvieron a menudo la impresión de ser «cenicientas» condenadas a realizar tareas repulsivas en un ambiente de indiferencia general. Si bien los mandos de rango elevado se habían quejado de un relativo desplazamiento social durante la República de Weimar, después de 1933 se enfrentaron aún más a la intrusión de extranjeros. Debido a que pertenecían al NSDAP o a la SS, estos últimos eran nombrados para puestos superiores, saltándose todas las reglas de ascenso. Además, los funcionarios tuvieron que soportar la escasez de personal y la ausencia de relevo a causa de la guerra, así como el empeoramiento de sus condiciones laborales. En los años de crisis económica, la propaganda nacionalsocialista había prometido que el régimen nazi establecería un nuevo equilibrio social y aboliría la oposición de clases. Es inútil precisar más hasta qué punto la destrucción de los sindicatos y su sustitución por el Frente de Trabajo, en mayo de 1933, privaron a los obreros de instancias representativas dignas de ese nombre, frente a patrones que ascendían a «führer» de un equipo de personal, en virtud del vocabulario del nuevo régimen. Los consejos de administración de las empresas implantados por el Frente de Trabajo, que comportaban a representantes del personal, nunca

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obtuvieron la confianza de los empleados. La NSBO (Organización Nacional Socialista de Empleados), que defendía unos objetivos más claramente sindicales, pasó a un segundo plano y la responsabilidad de fijar pagas y salarios fue confiada a los responsables de la administración del trabajo, que actuaban como representantes del Ministerio de Economía. Las subidas de sueldos se reprimieron con medidas de bloqueo, pero no pudieron evitarse completamente debido a la construcción de la Línea Sigfrido y a la escasez, cada vez mayor, de mano de obra. No obstante, el sueldo de los obreros se degradó notablemente en la medida en que solo algunos sectores se beneficiaron del boom económico. El NSDAP también se había comprometido a instaurar un orden social más justo. Para ello limitó los dividendos y el reparto de beneficios. Sin embargo, el régimen se ciñó a esta medida formal y renunció a modificar de manera más profunda el sistema económico capitalista, aunque sometió la economía de empresa a un control estatal intensificado, en nombre del rearme y de la economía militar. Las celebraciones del 1 de mayo, en las que patrones y empleados desfilaban juntos, pretendían ser la expresión de la abolición de la oposición capital-trabajo. La terminología del régimen contribuía a alimentar esta ficción: todos los alemanes se unían desde ese momento al servicio de la «Comunidad del pueblo» (Volksgemeinschaft). Ahora bien, fueron los empleados los que pagaron las consecuencias de un sistema económico regido por las necesidades de la guerra, aunque la introducción de la cartilla laboral y las innumerables formas de trabajo no consiguieron reducir por completo la movilidad de estos. La elaboración de nuevas convenciones colectivas, con la participación del DINTA (Deutsches Institut für Technische Arbeitsschulung, Instituto de investigación sobre el trabajo), bajo la autoridad del Frente de Trabajo, así como el endurecimiento de la disciplina interna de los establecimientos y del deber del trabajo —en caso de necesidad, se recurría a los servicios de la Gestapo contra los trabajadores gandules o recalcitrantes para los que se crearon especialmente

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campos de educación—, contribuyeron en gran medida a la degradación de la condición de los empleados. No obstante, la mayor parte de los gastos de la sangrienta política de guerra en el sector de la producción la sufragaron las diversas categorías de trabajadores forzados, presos de guerra y detenidos de los campos de concentración, que trabajaban en condiciones inhumanas y que acabó alcanzando la cifra de ocho millones. Esto, añadido a la explotación económica exacerbada de los territorios ocupados del este, así como la requisición de los ahorros de Europa occidental, permitió a la población alemana no tener que sufrir todo el peso de la guerra y, sobre todo, no tener que movilizar completamente a la mano de obra femenina. La vocación de la Seguridad Social, cuyo control recayó cada vez más en el Frente de Trabajo, cambió radicalmente: en vez de restringir la explotación de los trabajadores y de garantizar su salud y su ingreso, se convirtió en un instrumento destinado a garantizar la productividad del individuo. Así, disminuidos sociales, ancianos y enfermos fueron desplazados al grupo de los asociales y, finalmente, incluidos en parte en el programa de eutanasia. Desapareció la política social tradicional. Los empleados alemanes fueron sometidos a un imperativo productivista teñido de biologismo, destinado a movilizar toda la energía al servicio del régimen. En lo que respecta a los otros grupos sometidos a una discriminación social o religiosa, fueron excluidos del sistema de protección al que antes podían acceder. El Tercer Reich nunca materializó la utopía social predominantemente agraria de los ideólogos nacionalsocialistas como Alfred Rosenberg. Durante los últimos años de su existencia parecía, al contrario, un vasto campo de trabajo jerarquizado en distintos niveles. Bajo la presión de los ataques aéreos, tendió también a separar a los trabajadores de sus familias, que eran evacuadas a regiones menos afectadas por los bombardeos, pese a la oposición de los obreros que intentaban, por todos los medios, encontrarse con los suyos. En contradicción con los compromisos adquiridos, la duración del trabajo no cesó de aumentar durante la guerra,

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hasta el momento en que todo incremento suplementario se enfrentó a la oposición de los trabajadores. Tras el período de desempleo masivo, ocasionado por la crisis de 1929, la vuelta al pleno empleo hacia 1935 representó un éxito psicológico y factual del régimen nazi. No fue hasta más tarde cuando los trabajadores experimentaron reducciones reptantes, directas e indirectas, del nivel de vida. A lo largo de la guerra, el consumo privado se redujo finalmente acerca de un tercio. La disponibilidad de vivienda, ropa y bienes industriales de uso corriente disminuyó constantemente y a partir de 1944 las industrias de bienes de consumo trabajaron en exclusiva para la Wehrmacht. La fracción superior de las clases medias se vio relativamente menos afectada por esta evolución que la masa de obreros. La nivelación de las desigualdades sociales, tema recurrente en la propaganda oficial, en los doce años que duró el régimen, solo se tradujo en un empobrecimiento que padecieron especialmente las víctimas de los bombardeos y los refugiados, dado que era imposible sustituir los objetos de necesidad común y que una indemnización financiera no significaba mucho en tales circunstancias. Por tanto, no hubo revolución social durante el Tercer Reich, tampoco se produjo la renovación completa de las élites, aunque la represión que afectó a entramados enteros de los medios dirigentes tras el atentado fallido contra Hitler, el 20 de julio de 1944, hizo una gran selección. La élite ascendente del nacionalsocialismo se integró en las élites tradicionales, salvo algunos grupos fanáticos que, gracias al respaldo ideológico que les aportó Hitler, lograron ejercer una influencia desmesurada. Subjetivamente, las tensiones entre clases se redujeron un poco, en la medida en que el sistema permitió el ascenso social. En efecto, la escasez de mano de obra como consecuencia del rearme se volvió endémica durante la guerra, dada la necesidad de movilizar a una parte cada vez mayor de la población. Para los obreros de las industrias de rearme, el uso creciente de trabajadores extranjeros y de presos de guerra soviéticos, previsto para paliar esta escasez, se tradujo en un ascenso social: el personal

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alemán permanente era en general destinado a puestos de control y de vigilancia en las empresas más grandes. En numerosos sectores, el régimen nazi supuso un El Dorado para los tecnócratas en vías de ascenso social. El ejemplo que mejor ilustra este fenómeno es el del arquitecto Albert Speer, ascendido a ministro de Armamento. Paradójicamente, el diletanstismo y el antiintelectualismo, característicos del régimen, no excluían que incitara una cierta forma de profesionalismo. En los ámbitos militar, médico, técnico y jurídico, se estimula la iniciativa individual, a condición de que se respeten las grandes líneas políticas del régimen. La explotación inimaginable de los detenidos de los campos de concentración por innumerables grupos industriales, al igual que la eficacia desmesurada de la justicia militar, demuestran que el Tercer Reich supo ganarse los leales servicios de algunas profesiones. Ante el ascenso de estos grupos, la antigua clase media, que había esperado que Hitler restaurara sus privilegios sociales, se encontró en un callejón sin salida. Así pues, el régimen nazi aceleró una reclasificación que ya había comenzado anteriormente, sin que por ello se alteraran por completo las jerarquías sociales. La movilidad, que aumentó a causa de la guerra, contribuyó indirectamente a modernizar la sociedad y acabó con los grupos sociales aislados tradicionales. Pero el régimen resultó ser totalmente incapaz de dar un sentido positivo a este cambio que estaba produciendo, pues las promesas que habían permitido imponerse a Hitler y a su entorno siguieron siendo pura ficción. En efecto, las categorías que apoyaban al régimen se enriquecieron de forma desmesurada. Estas cedieron a una corrupción sin límites y destruyeron, además de las bases institucionales del aparato de Estado que habían apropiado, las reglas de ascenso de la Administración pública. En resumen, el régimen no dejó de alejarse de aquella Volksgemeinschaft que ansiaba profundamente. El corolario del «reino de los bonzos», que la población denunció con tanta amargura,

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era la corrupción. Gracias a la corrupción, los «faisanes del partido» se beneficiaron de un mercado negro en pleno desarrollo y llevaron una vida dorada insoportable en relación con las restricciones materiales que se le imponían a la mayoría de la población. El sistema nazi sobrevivió haciendo que los pueblos vencidos soportaran el peso de la guerra y de la agresión. De esta forma redujo el descontento de la población alemana; un descontento que Hitler quería evitar a toda costa, pues tenía todavía presente en su mente el recuerdo de la revolución de noviembre de 1918, provocada precisamente por un pueblo agotado, a finales de la Gran Guerra. Cumplir las promesas sociales del Tercer Reich, formuladas especialmente en el programa Kraft durch Freude («La fuerza por la alegría») del Frente de Trabajo, suponía que la economía alemana no careciera de divisas ni de materias primas. Sin embargo, la abundancia de estos recursos era incompatible con llevar a cabo una guerra. La producción del Volkswagen, pensado en un principio como un automóvil popular para el mercado civil, ilustra esta contradicción. Ante la penuria de carburante y la atribución de una parte cada vez mayor de recursos a la economía de guerra, el sueño de Ferdinand Porsche de una motorización general de la población alemana solo podía ser, al menos temporalmente, una utopía. En lugar del equilibrio social prometido, del aumento del nivel de vida, de la consolidación de la clase media, de la ralentización de la urbanización y del refuerzo de las estructuras agrarias, la sociedad fue progresivamente entregada al Moloch de una economía de guerra relativamente mal coordinada e ineficaz, en la que triunfaban tendencias completamente opuestas. Los grandes sueños de la ideología nazi, a saber, la familia campesina, la vida en el lugar de nacimiento, la reducción de la mujer a su papel de madre, el idilio campesino y aldeano, no tenían casi nada que ver con la realidad del Tercer Reich. Este evolucionó poco a poco hacia una sociedad industrial en

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su forma más pura y perversa: la destrucción del individuo mediante el trabajo. El Volksgenosse (el ciudadano), y no solo el esclavo venido del este o del oeste, miembro de una de las innumerables categorías de trabajadores forzados, solo valía en función de la capacidad que poseía de poner su fuerza de trabajo al servicio de la nación. La política social y su variante biológica, la eutanasia, se utilizaron exclusivamente para intensificar la producción, y no la humanización. El darwinismo social o, dicho de otro modo, la lucha de todos contra todos resume bien la realidad social del Tercer Reich que las imágenes románticas transmitidas por la propaganda nazi no consiguieron camuflar.

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Desde que llegara al poder en enero de 1933, Hitler había multiplicado los hechos consumados, pero nunca había llegado tan lejos como en el año 1938, en el que la Alemania nazi estuvo constantemente en el punto de mira de la actualidad. En marzo, Austria es anexionada de forma fulgurante. En septiembre, durante la Conferencia de Múnich, el Reich consigue la anexión de una gran parte de Checoslovaquia y la región de los Sudetes, una vez más, sin derramar una sola gota de sangre. En noviembre, la violencia que se desencadena contra los judíos del Reich en la siniestra «Noche de Cristal» suscita la conmoción en el mundo entero. A diferencia de las jugadas anteriores, de las que la más importante había sido la remilitarización de Renania en marzo de 1936, las de 1938 tienen lugar tras una pausa de cerca de dos años y marcan el paso a la ofensiva fuera de las fronteras alemanas; una ofensiva en la que la intimidación y la amenaza se emplean sin reservas. Se acabaron los peones movidos sin avisar, pero precedidos inmediatamente de estridentes protestas de paz. En el año 1938, Hitler habla alto y fuerte, amenaza con el puño, golpea la mesa, sobre todo, durante el congreso del partido nazi en Núremberg, en septiembre, donde reclama el desmembramiento de Checoslovaquia, hablando de hacer la guerra. El régimen nazi se radicaliza o, mejor dicho, se realiza: apenas dotado de una potencia militar, muestra el fondo destructor de su naturaleza, mediante su afición por el riesgo y su culto a la fuerza bruta.

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Hitler había anunciado, en petit comité a finales del año anterior, que llegaba la hora de la expansión. El 5 de noviembre de 1937 había reunido en la Cancillería al ministro de Asuntos Exteriores von Neurath, y a los altos responsables militares del Reich: al ministro de Guerra, von Blomberg, así como a los jefes de los tres ejércitos, von Fritsch, del ejército de Tierra; Göring, de Aire y Raeder, de la Marina. Sus palabras, recogidas en el famoso protocolo Hossbach, por el nombre de su ayudante militar, habían sido muy claras1. Hitler había comenzado la conferencia pidiendo que se considerara su punto de vista como su «testamento», en caso de una desaparición repentina. Posteriormente había justificado largo y tendido la necesidad de una expansión territorial rechazando cualquier otra solución, ya fuera la autarquía dentro de las fronteras existentes o el fortalecimiento del país mediante la ampliación de su participación en el comercio internacional. «Solo la violencia puede aportar una solución al problema alemán —había recalcado— y la violencia comporta riesgos». La expansión no podía esperar indefinidamente, debía realizarse, como muy tarde, en 1943-1945, salvo que se perdiera el margen de superioridad que Alemania adquiría sobre sus adversarios a causa de su precoz rearme. Sin embargo, Hitler tenía pensado pasar a la acción en un futuro más cercano y evocó las dos hipótesis que lo harían posible. La primera era una crisis interna en Francia que obstaculizaría su capacidad de actuar en el exterior. La segunda, el estallido de un conflicto en el Mediterráneo entre Francia e Italia, debido a la intervención de esta última en la Guerra Civil Española. En ambos casos, para apoderarse de Austria y Checoslovaquia, se debía aprovechar la parálisis del ejército francés, que Hitler consideraba, obviamente, como el único obstáculo militar para sus proyectos.

Los Archivos secretos de la Wilhemstrasse. T. I, De Neurath a Ribbentrop (septiembre de 1937- septiembre de 1938), Plon, 1950, doc. 1. págs. 1-12. 1

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Esto comportaba riesgos —había afirmado Hitler— pero le parecían riesgos limitados. Una operación contra los dos países vecinos, si se lanzaba por sorpresa y, sobre todo, si se llevaba a cabo eficazmente, no debería provocar la intervención armada de Francia, la URSS o Polonia. A la primera, además, la disuadiría de responder la probable falta de apoyo de Inglaterra. En efecto, Hitler consideraba: «Inglaterra, según todas las apariencias, y probablemente también Francia, ya han borrado secretamente a Checoslovaquia de sus libros, y se han hecho a la idea de que ese asunto sería resuelto por Alemania». El acta de la reunión solo transmite de manera sucinta las reacciones de los demás participantes. Las reticencias de la mayoría de ellos, con excepción de Göring, tampoco se deducen de manera clara, ya que les parecía muy escasa la probabilidad de que uno de los escenarios mencionados por Hitler se realizara en poco tiempo. Y, sobre todo, se asustan por los riesgos que el Führer está dispuesto a correr; en primer lugar, el de un conflicto con Francia e Inglaterra, cuando el ejército alemán estaba poco equipado, mal dirigido y mal entrenado. La diferencia de método entre Hitler y sus consejeros quedaba aquí patente. ¿Contaba seriamente el Führer con un conflicto próximo entre Francia e Italia? En cualquier caso, estaba convencido de que franceses e ingleses no le declararían la guerra por Austria y Checoslovaquia y, seguro de esta idea, que se revelaría cierta, estaba dispuesto a aprovechar la primera ocasión que se le presentara. Pero, antes de eso, y esta es la conclusión que sacó de dicha reunión, debía quitar de en medio a los reticentes y eliminar a esos conservadores con los que cargaba como una cruz desde principios de su régimen. Hitler había llegado a la Cancillería en 1933 como líder de un gobierno de coalición en el que los nazis eran minoría frente a conservadores muy determinados a utilizarlos para liquidar la República de Weimar e instaurar un régimen autoritario tradicional. Las cosas ocurrieron de otro modo gracias a la habilidad de Hitler y al poder de su movimiento, que se convirtió

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en la única fuerza política del país una vez que los partidos de izquierda fueron eliminados y los de derecha claudicaron. Para él, apartar del gobierno a los principales jefes de filas conservadores, empezando por von Papen y Hugenberg2, fue entonces un juego de niños. La alianza con las élites tradicionales del país siguió siendo indispensable durante los años siguientes. Hitler se cuidó de ser amable con ellas, especialmente cediéndoles un lugar importante en el gobierno y en la alta administración. En 1934, durante la sangrienta «Noche de los Cuchillos Largos», sacrificó para ellos a Röhm y a los dirigentes de las SA, que reclamaban ejercer el control del ejército naciente. Pero, al mismo tiempo, les envió una señal inequívoca haciendo asesinar durante esa misma noche a algunas de sus figuras emblemáticas, sobre todo, al general Kurt von Schleicher, su antecesor en la Cancillería. Se prefigura otra depuración, infinitamente más sangrienta, la que iban a sufrir los conservadores vinculados directa o indirectamente al intento de asesinato de julio de 1944. Comparada con esta, la depuración que Hitler llevó a cabo a finales de 1937 y principios de 1938 fue a la vez limitada y pacífica, aunque marcó una etapa importante en la instauración de su poder absoluto. La serie de éxitos externos e internos que había situado la relación de fuerzas a su favor, también había mostrado cada vez más nítidamente la separación de caminos. Aunque estaban de acuerdo sobre la reconstitución de la potencia alemana y el restablecimiento de una preponderancia en Europa, los conservadores dejaban traslucir sus preocupaciones en cuanto al tiempo de dicha política y, sobre todo, sobre los riesgos que entraña. Qué ocurrirá, entonces, cuando se trate de conquistar el «espacio vital» del pueblo alemán en Europa oriental, dada la cadena de guerras que necesitaría. 2 Fritz von Papen, Canciller en 1932, había facilitado el ascenso de Hitler al poder. Hugenberg era jefe de los Cascos de Acero, principal liga paramilitar de derecha de la época.

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La primera expulsión fue la de Hjalmar Schacht, excluido en noviembre de 1937 de su puesto de ministro de Economía y, más tarde, en enero de 1939, de su otro cargo, el de presidente de la Reichsbank. Schacht, el mago de la economía, había jugado un papel muy valioso haciendo salir a Alemania de la crisis económica. Sin embargo, las divergencias no tardaron en aparecer y en extenderse a medida que el rearme iba ocupando un lugar central en la vida económica del país. A partir de 1936, el ministro deseaba frenarlo para estabilizar la moneda y mantener la capacidad exportadora de Alemania en el mercado mundial. Hitler pensaba, al contrario, impulsarlo tanto como fuera posible, aunque ello supusiera conseguir las materias primas necesarias a costes prohivitivos. Una estrategia que, como Schacht había captado, debía rápidamente conducir a una política exterior agresiva. En enero y en febrero de 1938, varios participantes de la reunión del mes de noviembre anterior fueron expulsados uno a uno. Al ministro de Asuntos Exteriores, Konstantin von Neurath, se le envió a una «jubilación dorada» y fue sustituido por un seguidor de Hitler, Joachim von Ribbentrop, el hombre de las misiones extraoficiales en el extranjero y embajador de Londres desde 1936. Aprovechando un delito contra las buenas costumbres, Hitler se deshizo del ministro de Guerra, el general von Blomberg, cuya función retomó, así como de von Fritsch, el comandante en jefe del ejército de Tierra, al que sustituyó por von Brauchitsch. Asimismo, colocó a un hombre de gran lealtad, Keitel, a la cabeza de una nueva estructura, el alto mando de las Fuerzas Armadas, que debía controlar a los tres ejércitos. La agitación que estos cambios podían suscitar en el ejército se apaciguó con el éxito del Anschluss. Además, los militares insistieron en manifestar que estaban de acuerdo con el régimen introduciendo el saludo hitleriano en el ejército. Otra señal de que las expulsiones representan un cambio es que la colegialidad gubernamental dejó de respetarse en la misma época. Es cierto que las reuniones del Consejo de mi-

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nistros se espaciaban desde hacía algún tiempo, pero durante todo el año 1938 solo se celebró una reunión, y fue la última. Los ministros y los dirigentes del partido trabajaban cada vez más por su lado, cada uno en el feudo que se había forjado. De esta forma, Hitler se imponía más que nunca como árbitro y como instancia de último recurso cuando las disputas entre sus subordinados no podían ser solucionadas por ellos. Si se añade a eso que guardaba bajo su control directo los asuntos exteriores, las cuestiones militares y la persecución antisemita, su libertad de acción y su poder resaltan aún más; una libertad y un poder que los conservadores apenas podían limitar, si no era recurriendo a los métodos extremos del complot y del golpe de Estado. Algunos militares del entorno del general Beck, el jefe de Estado Mayor del ejército, opuesto a una operación contra Checoslovaquia —que dimitió por esta razón en el verano de 1938— comenzaban a pensar en estos métodos. Pero mientras el éxito coronara las iniciativas de Hitler, era poco probable que las élites alemanas, incluido este núcleo de oponentes, pasaran a la acción. Es verdad que la posición de Hitler parecía desde entonces inamovible, flotando como estaba en las nubes de su popularidad. La progresiva reducción del paro y la vuelta al pleno empleo, la recuperación de la potencia alemana en la escena internacional, la desviación del descontento de la población hacia los dirigentes del partido nazi y los miembros del gobierno y la apariencia de estabilización legal que las leyes de Núremberg concedían a la persecución antisemita, todos estos hechos contribuían a otorgar a Hitler un prestigio inconmensurable. Está claro que los oponentes no habían desaparecido pero, al igual que ocurría con los disidentes y los anticonformistas, la Gestapo los había atomizado e intimidado lo suficiente para que dejaran de representar un peligro. El régimen, que conservaba su ambición de controlar totalmente a la población y llevaba a cabo desde entonces una lucha soterrada contra la Iglesia, se sentía más asentado, como lo demuestra la curva de detenidos

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en los campos de concentración. El punto más bajo de su historia (cerca de siete mil quinientos detenidos) se alcanzó en los años 1936 y 1937. Una vez provisto de sus adeptos, Hitler solo tenía que esperar el momento oportuno. Sabía que el contexto le era favorable. Tenía buenas razones para pensar que podía arriesgar y ganar. La remilitarización de Renania en 1936 le había permitido emprender la construcción de un frente defensivo de fortificaciones —la Línea Sigfrido— que dificultaría a los franceses ir a socorrer a sus aliados del este, empezando por los checoslovacos. En efecto, esta línea los situaba en la tesitura de quedarse en el balcón o de adentrarse en una guerra larga, para la que necesitarían el apoyo de los ingleses. Pero estos, preocupados por adaptar medios limitados y compromisos por toda la superficie del planeta, se mostraban poco inclinados a oponerse por la fuerza a una revisión de las fronteras en Europa central. Además, Hitler podía contar con la comprensión de la Italia fascista, a la que la guerra de Etiopía y, sobre todo, la guerra de España lo habían acercado. Quedaban Polonia, neutralizada por el pacto de no agresión que había concluido en 1934; la URSS, vinculada por un tratado de defensa con Checoslovaquia, pero debilitada por las purgas de Stalin, y que no iba a arriesgarse a frenar sola el paso de la expansión alemana y, por último, Estados Unidos —una potencia lejana, alejada aún por un sólido aislamiento que a Roosevelt le costaba mucho romper. Se había decidido a atacar Austria y Checoslovaquia para garantizar un éxito con el menor riesgo posible. No era cuestión revisar el tratado de Versalles porque estos jóvenes países habían formado parte del Imperio Austrohúngaro antes de 1914, y no del alemán. Esta revisión, que suscitaba el fervor de tantos alemanes y que Hitler solo había invocado con el fin de camuflar objetivos más amplios, hubiera supuesto dirigir los golpes hacia Bélgica (para recuperar Eupen-Malmedy), Francia (Alsacia y Lorena) y Polonia (el famoso «pasillo»). Pero esto hubiera significado provocar la formación de una gran coalición, mientras

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que la absorción de Austria y Checoslovaquia solo lesionaría intereses más dispersos y menos importantes, sin contar con que la idea de reunir a los alemanes en un único Estado proporcionaría un arma muy útil para neutralizar la opinión pública. Naturalmente, esta referencia a la autodeterminación de los pueblos no era más que una excusa, puesto que Hitler pretendía aplastar a Checoslovaquia entera desde el principio. Sus motivos eran ante todo estratégicos y económicos: eliminar el factor militar checo, que no era nada despreciable, y apropiarse de los recursos que Alemania tanto necesitaba. A propósito de esto, el Führer había aportado una idea, en la reunión del 5 de noviembre de 1937, de los métodos que prefería y que emplearía un poco más tarde en Europa oriental. Estos dos países —había declarado— podrían alimentar a cinco o seis millones de hombres, y había añadido: «Con la condición de que recurramos a una emigración forzada de dos millones de habitantes en Checoslovaquia y de un millón en Austria». La ocasión de resolver el caso de Austria se presentó pronto. En 1934, el partido nazi austriaco había intentado usurpar el poder mediante un golpe de Estado durante el cual el canciller Dollfuss había sido asesinado. Mussolini había subido, entonces, sus tropas a Brenner para notificar que se opondría a una anexión. Después de consumirse de impaciencia, Hitler constataba que Italia giraba en su dirección y que la potencia ascendente de Alemania, sin contar con la presión de sus seguidores en la misma Austria, le volvía a dar el poder de decisión. El 12 de febrero de 1938, en una entrevista con el canciller Schuschnigg —que se había resignado a ponerse de su lado— sometió a este a un torrente de amenazas y de ultimatums, mientras altos responsables militares alemanes servían de adorno para imprimir seriedad a la situación e inmediatamente después de la entrevista se realizaron maniobras militares a lo largo de la frontera austriaca. Hitler exigió el nombramiento de uno de sus secuaces, SyssInquart, como líder de los órganos de seguridad austriacos, y

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Schuschnigg obedeció. Pero, temiendo un conflicto, creyó encontrar una salida organizando por sorpresa un plebiscito sobre la independencia de Austria. Hitler no le dejó tiempo de vencerlo con sus propias armas y exigió su dimisión, que obtuvo la noche del 11 de marzo. Al día siguiente, el Führer enviaba a sus tropas a Austria, donde fueron acogidas con júbilo. El 10 de abril, consultados en un plebiscito, alemanes y austriacos aprobaban con un 99 por 100 de los votos la unión de ambos países. En Checoslovaquia o, más exactamente, en la región de los Sudetes, Hitler también contaba con seguidores agrupados en el partido nazi de Konrad Henlein. Incitado por el éxito del Anschluss, les dio la orden de endurecer las peticiones de autonomía dirigidas a Praga. Paralelamente, Hitler los apoyaba en público, acompañando sus palabras, una vez más, de llamativas maniobras militares. Inglaterra, preocupada por impedir una agresión alemana contra Checoslovaquia, que podría hacer que Francia se lanzara a defender a su aliada, arrastrando así a la propia Inglaterra a una guerra que no comprometía sus intereses vitales, intervino entonces para propiciar una cesión amistosa de la región de los Sudetes. Una solución que ratificaría tras las repercusiones que ya conocemos y la ayuda de Mussolini, la famosa conferencia de Múnich. Hitler había ganado su apuesta. Después de un año de tensiones extremas, había agregado a Alemania —sin disparar un solo tiro— Austria, con sus siete millones de habitantes, y la región de los Sudetes, donde residían 2,8 millones de alemanes y ochocientos mil checos. Ahora Hitler dispone de un suplemento considerable para el rearme, y en algunos aspectos significativos, de mano de obra cualificada, capacidades productivas y reservas de materias primas, oro y divisas. Finalmente, había destruido el potencial militar de Checoslovaquia, asestado un duro golpe a la credibilidad de la alianza francesa y aumentado la desconfianza de Stalin hacia las dos potencias occidentales. Pero no por ello estaba satisfecho, puesto que había intentado destruir Checoslovaquia, y tenía que conformarse con arreba-

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tarle una parte de su territorio. Había querido imponer su ley a un pequeño país y había necesitado pasar por una conferencia internacional en la que no tuvo más opción que aceptar que las nuevas fronteras del Estado checoslovaco fueran protegidas por las potencias signatarias de los Acuerdos de Múnich. Una promesa que tiró a la basura algunos meses más tarde, en marzo de 1939, cuando despedazó sin encontrar la más mínima oposición lo que quedaba de Checoslovaquia, antes de lanzar contra Polonia, en septiembre, la operación que desencadenaría posteriormente la Segunda Guerra Mundial. El culto a la fuerza que se refleja en Hitler en sus reacciones durante la conferencia de Múnich y, de manera más general, en toda su política a lo largo del año 1938, se aprecia más claramente todavía en la creciente brutalidad de su régimen. Tanto en Austria como en la región de los Sudetes, inmediatamente después de producirse la anexión, la Gestapo se cebó con sus oponentes, que eran, en primer lugar, la izquierda marxista, cuyos militantes fueron por miles a llenar los nuevos campos de concentración, tales como el siniestro campo de Mauthausen. Los judíos fueron especialmente los que sufrieron de lleno la violencia intensificada de los nazis. Las humillaciones que padecieron en las calles de Viena, las presiones que se ejercieron sobre ellos para que emigraran, y poco después el expolio de sus bienes en todo el Reich, fueron aumentando hasta encontrar el punto culminante en su expeditiva expulsión de la región de los Sudetes y, posteriormente, en la expulsión de quince a veinte mil judíos de nacionalidad polaca que residían en el Reich, y en la explosión de odio de la «Noche de Cristal».

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La Noche de Cristal: relato de un pogromo Entrevista con Saul Friedländer

L’Histoire.— La noche del 9 al 10 de noviembre de 1938 ha quedado en la historia como la «Noche de Cristal». ¿Puede explicarnos con todo lujo de detalles lo que pasó en ese momento? Saul Friedländer.— El 7 de noviembre, un joven judío polaco que vivía en París, Herschel Grynszpan, deseoso de protestar contra el destino reservado a los judíos polacos —entre ellos sus propios padres—, que habían sido brutalmente expulsados de Polonia, compra un revólver, se presenta en la embajada de Alemania y es enviado a la oficina del primer secretario, Ernst vom Rath. El joven le dispara, hiriéndole demuerte. Vom Rath vivirá aún dos días más, hasta el día 9. Todos los 9 de noviembre, los veteranos del partido nazi se reunían en Múnich para conmemorar el alzamiento fallido que se produjo en la mencionada fecha; Hitler siempre estaba presente en esas reuniones. Luego, el 9 por la tarde, vom Rath muere en París. Adolf Hitler se entera por la noche en Múnich. Después tiene lugar una conversación entre él y Joseph Goebbels. Sabemos hoy, por un fragmento del diario de Goebbels que fue encontrado en la antigua Unión Soviética y publicado recientemente, que Hitler le ordenó en ese momento poner en marcha el mecanismo de un pogromo a escala nacional. Una vez que el Führer se hubo marchado, Goebbels pronunció un breve discurso ante los jerarcas del partido anun-

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ciando que vom Rath había muerto. Utiliza una fórmula ambigua pero perfectamente comprendida por los asistentes: cuando se manifieste la ira popular, la policía no deberá intervenir para impedir que se exprese. Lo que significa que la violencia tiene que desencadenarse y nada debe detenerla. Después da unas instrucciones muy precisas: hay que incendiar las sinagogas y destruir las tiendas judías. L’H.— ¿Se trató, desde el principio hasta el final, de crímenes cometidos por las SS? S. F.— Era algo completamente organizado y perpetrado por SA, SS, miembros de las Juventudes Hitlerianas y por el Frente de Trabajo, pero todos habían recibido la orden de presentarse de civil para dar la impresión de que eran alemanes «corrientes». L’H.— Volvamos a la noche del 9. ¿Qué pasó una vez dadas las órdenes? S. F.— Los hechos se producen de la siguiente manera: toda la vieja guardia que estaba presente en Múnich —eran todos Gauleiter (jefes regionales) o altos miembros del partido— se precipita hacia los teléfonos para informar a sus tropas de lo que se acababa de decidir. Y la máquina se pone a funcionar. Esto se produce en todos los lugares del mismo modo: las unidades de SS y de SA se presentan en puntos de concentración desde donde se dirigen a los barrios judíos. Tomemos un ejemplo preciso, el de la ciudad de Innsbruck. Austria había sido anexionada a Alemania mediante el Anschluss en marzo de 1938. Todavía quedan algunas familias judías en ella, aunque a los judíos de provincia se les dio la orden de reunirse en Viena si no podían emigrar. Pequeños grupos de SS van de una dirección a otra y ejecutan a los responsables de la comunidad, mientras otros saquean las tiendas judías y queman las sinagogas. A Richard Berger, el más alto dignatario de la comunidad, lo sacan de la cama y se lo llevan en coche, en pijama; le dicen que se encaminan a la sede de la Gestapo, pero él se da cuenta de que no han

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tomado la dirección correcta. El coche se detiene en la orilla del Inn y tiran su cuerpo sin vida al río tras dispararle y golpearle con la culata del revólver. ¿Cuáles fueron exactamente las instrucciones? ¿Se les dio la orden de disparar? Sin duda, de forma implícita. Cuando a Goebbels le informan oficialmente de la primera muerte, la de un judío de nacionalidad polaca, responde que no va a hacer un mundo de eso por un judío polaco. Lo que indica a los que le rodean que se puede continuar haciendo eso. Rápidamente se produce un centenar de muertos. Hubo asesinatos, y también suicidios. Posteriormente se detiene y envía a campos de concentración a cerca de treinta mil hombres, lo que aumenta, evidentemente, el balance. L’H.— ¿Cuál fue la actitud de la población ante estas exacciones y estos asesinatos? ¿Cómo reaccionaron los alemanes «corrientes»? S. F.— Seguramente hubo personas que aprovecharon el desorden para saquear. Pero la población en su conjunto no participó en lo que estaba ocurriendo. Podemos más bien decir que manifestó cierta reticencia. En Leipzig, donde tiran a los judíos a un pequeño río que cruza la ciudad, y donde se pide a los curiosos que les escupan y que les peguen, las personas allí presentes se alejan, pero cuando empiezan sus protestas, las SA y SS reaccionan con brutalidad. En general, la población parece tener miedo. No obstante, hay que matizar. Algunas personas opinan que lo que hacen los nazis no es suficiente. En Berlín se ha escuchado a obreras decir que era una pena que los judíos no estuviesen encerrados en las sinagogas cuando las quemaron. En otros sitios, en Hamburgo, por ejemplo, donde los judíos estaban integrados y se celebraban numerosos matrimonios mixtos, la población se desentiende de la violencia. En realidad, lo que parece haber impresionado a las personas son los daños materiales. ¿Cómo resumir todo esto? Como una mezcla de vergüenza, de pasividad,

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de reticencia hacia el desorden y la violencia gratuita. No es necesariamente simpatía por las víctimas. L’H.— ¿Y cómo reaccionaron los propios judíos ante esta implantación progresiva de un sistema de exclusión? S. F.— Los judíos, por extraño que parezca hoy día —hay que tener cuidado con no interpretar la historia a contracorriente— no se apresuran a emigrar: en 1933 solo treinta y siete mil de los quinientos veinticinco mil abandonan Alemania. La población del país era de aproximadamente sesenta millones de personas. Al año siguiente, huyen un poco más de veinte mil, y así cada año hasta 1938. «La Noche de Cristal» supone un cambio desde este punto de vista. Sin embargo, cuando estalla la guerra, en 1939, quedan todavía doscientos mil en el antiguo Reich (es decir, Alemania sin Austria). Algunas personas exclaman: «Pero bueno, ¿no veían aquellos judíos alemanes o austriacos o checos lo que les iba a ocurrir?» Pues no, no podían prever lo que nadie preveía. Además, emigrar era algo extraordinariamente difícil. Por lo que se dijeron que tal vez sería mejor quedarse e intentar aguantar. En este contexto, «La Noche de Cristal» supone verdaderamente una ruptura. Luego cundió el pánico. L’H.— Para concluir, ¿cómo interpreta lo que sucedió durante la noche del 9 al 10 de noviembre? Usted ha empleado el término de «pogromo». ¿Para usted, esta terrible persecución proviene una vez más de una tradición «clásica» de la violencia antijudía? ¿O bien los nazis elaboraron algo «nuevo», que anunciaría la Solución Final? S. F.— Hablo de «pogromo», en primer lugar, porque «Noche de Cristal» es el término que eligieron los mismos nazis para calificar el acontecimiento. En segundo lugar, porque se trata, efectivamente, de una violencia súbita y casi inmediatamente interrumpida. Y en esto se parece a los pogromos clásicos de la Rusia zarista, que también eran

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alentados por las autoridades. Es con diferencia el mismo esquema: violencia organizada contra los bienes, contra los lugares de reunión culturales, simbólicos, etc., y masacres. Pero no tiene aún nada que ver con una política de exterminio. En 1938 no se podía prever lo que ocurriría a partir de 1942. Lo que parecía evidente es que el nazismo había aumentado la brutalidad hacia los judíos y que el objetivo era eliminarlos de Alemania. Era el resultado de todas las persecuciones anteriores, con una violencia creciente, pero una violencia que todavía tenía sus propios límites.

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Finalizando una semana de tensión extrema (los franceses, el 24 de septiembre de 1938, llaman a setecientos cincuenta y tres mil reservistas y la Royal Navy se pone en Estado de alerta poco después), los Acuerdos de Múnich se firman el 30 de septiembre a la una de la mañana. Sabemos que Hitler obtuvo lo que había exigido, salvo algunas variantes: la anexión en diez días de los territorios checos en los que la mitad de la población hablaba alemán (esto equivale a más del tercio de Bohemia-Moravia), sin tener que proteger las fronteras del país, que quedaba de esta forma desmembrado. La clase política y las democracias liberales que habían dejado despedazar Checoslovaquia habían pensado que el mantenimiento de la paz era preferible a todo lo demás. Menos de un año más tarde, cuando franceses, ingleses y alemanes se calzaban de nuevo las botas, el Reich estaba en una posición mucho mejor. ¿Habría sido preferible frenar a Hitler en septiembre de 1938, aunque hubiera costado una guerra? Hoy día la respuesta cae por su propio peso, de tan desastrosas que fueron las consecuencias de Múnich para las democracias liberales, especialmente porque reforzó el poder carismático de Hitler. ¿Pero habría sido posible? La respuesta es incómoda, ya que los historiadores no suelen razonar con hipotéticos «si». Es indudablemente más fácil preguntarse primero si Hitler estaba dispuesto a hacer frente a un conflicto que corría el

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riesgo de extenderse a toda Europa. Es una teoría verosímil. No excluía la posibilidad de destrozar la Europa de Versalles sin derramar una sola gota de sangre, pero aceptaba perfectamente los riesgos de la guerra que forjaría a un hombre nuevo. En cualquier caso, si nos remitimos al protocolo Hossbach —por el nombre de su ayudante de campo, que redactó el acta de la reunión celebrada el 5 de noviembre de 1937 entre Hitler y los altos responsables de la Wehrmacht—, el Führer proclamaba querer compensar las insuficiencias de la economía de la Alemania nazi gracias a la ocupación, por la fuerza armada si fuera necesario, de un espacio vital indispensable en el que se encontraban Checoslovaquia, Austria e incluso Polonia y Ucrania. Sin duda, buena parte de los generales se opusieron subrayando las dificultades que tendría que afrontar la Wehrmacht, pues el rearme intensivo llevaba vigente solo desde de las primeras semanas de enero de 1938, la Kriegsmarine estaba en plena reorganización, la Luftwaffe no poseía bombarderos estratégicos de largo alcance, el «Muro del Oeste» (la línea Sigfrido) solo ofrecía una resistencia mediocre, etc. Pero Hitler desechó estas objeciones e increpó a los oponentes ¡Y de qué manera! Tratándolos de derrotistas y de incapaces. Estaba decidido a abrir una brecha en las líneas checas que daban paso a la Mitteleuropa, a «aplastar por la fuerza de las armas» un país que simbolizaba él solo el odiado tratado de Versalles. Por otro lado, es difícil decir cuánto tiempo habría podido aguantar el ejército checo en caso de que la Conferencia de Múnich hubiera fracasado. Como conocemos la sucesión de acontecimientos y lo que iba a ser la cabalgada triunfante de la Wehrmacht en Polonia, en 1939 y después durante la campaña de Francia en 1940, estaríamos tentados de afirmar que las fuerzas del Reich habrían vencido con los ojos cerrados. Sin embargo, podemos tener dudas. Cabe destacar, en efecto, que la estrategia del Blitzkrieg («guerra relámpago») nunca había sido programada, que el 80 por 100 de las fuerzas alemanas no

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estaban motorizadas en esa época y, por último, que Hitler y sus generales vacilaban sobre la implantación del «Plan Verde» de invasión de Checoslovaquia. Sin embargo, los checos eran vulnerables, pues tenían que defender una frontera de 4.000 kilómetros desde el Anschluss, 2.000 solo con el Reich (Francia, por su parte, solo tenía que montar guardia en sus 2.000 kilómetros de fronteras terrestres, entre los que había 400 kilómetros con Alemania). El país estaba rodeado por cuatro naciones enemigas (entre ellas, Polonia, dirigida por el coronel Beck, que detestaba al presidente de la República checa Benes. Este pretendía obtener dinero de una discrepancia territorial polaca y checa). De los cuatro vecinos que tenía, solo Rumanía mantenía una relación cordial con Praga. Aunque no debía menospreciarse el valor del ejército checo, con casi un millón de hombres, 200.000 de ellos eran de lengua y cultura alemanas. Añadamos a esto que, aunque los carros de combate checos eran de gran calidad, la Wehrmacht, por su parte, podía sacar casi cinco veces más (2.100 contra 418); ese desequilibrio se percibía en los aviones de combate (1.230 contra 600). En definitiva, podemos suponer que los checos habrían vendido muy cara su piel. Sin embargo, parece verosímil que solos no habrían podido plantar cara a los alemanes durante más de tres o cuatro meses. Por eso necesitaban contar tanto con apoyo militar como diplomático. Antes de proceder a analizar las responsabilidades de franceses e ingleses en la capitulación de Múnich, digamos algunas palabras sobre la URSS, que había declarado en 1935 que defendería la integridad de Checoslovaquia, pero con la condición de que se cumpliera previamente el tratado de ayuda y de asistencia franco-checoslovaco. La Unión Soviética, por cierto, no permaneció completamente inerte, sino que ejerció especialmente presiones diplomáticas sobre Polonia. Sin embargo, cuestionaba cada vez más la fiabilidad de las democracias liberales, cuando ella misma no tenía ninguna frontera común con Checoslovaquia. Ahora bien, si Rumanía

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estaba dispuesta a tolerar que aviones de guerra soviéticos sobrevolaran su espacio aéreo, Polonia rechazaba el paso del más mínimo elemento del Ejército Rojo por su territorio. Eran claramente los franceses y los ingleses los que poseían las mejores cartas. Sin embargo, su relativa falta de preparación militar daba que pensar. Destaquemos, en primer lugar, que París y, a fortiori, Londres desde 1936 no habían sentido la necesidad de promover encuentros entre oficiales del Estado Mayor a mayor nivel: es en abril de 1938 cuando se retomaron las negociaciones, sin demasiada convicción, por parte de los británicos. Si bien los ingleses se habían preocupado por modernizar su flota y en menor medida su aviación, solo podían enviar al territorio dos divisiones. Por tanto, en caso de enfrentamiento con el Reich, habría que ganar tiempo. En cuanto a los franceses, por su parte, se creía que poseían el mejor ejército del mundo; pero después de 1937 se había dejado sacar ventaja en la aviación (el plan V, que iba a acelerar la producción, se lanzó apenas en abril de 1938). En especial, el rearme alemán y la remilitarización de Renania destacaban la contradicción que existía entonces entre la diplomacia y la estrategia francesas: cómo prestar auxilio a naciones que supuestamente tienen que ofrecer alianzas de cerco, mientras que, cada vez más, bajo la influencia de los «grandes jefes», Petain y después Weygand, la defensa del «frente continuo e inviolable» seguía siendo el alfa y la omega de la defensa francesa. Aunque a priori no se habían excluido algunas fases de una guerra de movimientos, se suponía que debían limitarse a las llanuras flamencas (cuando Bélgica había rechazado desde 1936 todo acuerdo previo en caso de tensión) y prohibirse en Renania (aunque la Línea Sigfrido era más vulnerable de lo que afirmaban los generales franceses). La cuestión importante es que el antiguo combatiente Daladier estaba convencido de que era imposible auxiliar a los checos al principio. Los «apaciguadores» ingleses, con Neville Chamberlain a la cabeza, habían instrumentalizado con fines políticos la vulnera-

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bilidad relativa de las fuerzas militares de las democracias liberales. La política de «apaciguamiento», es decir, de conciliación con respecto a Alemania, fue una política constante del ministerio de Asuntos Exteriores desde el Tratado de Versalles: Churchill, por ejemplo, no la desautorizó antes del Anschluss. Esta política se tradujo, sobre todo, en el acuerdo naval germano-británico del 18 de junio de 1935 y, en la misma medida, en la aceptación de la remilitarización de Renania; en esa época parecía necesario privilegiar el Imperio sobre el Continente, en todo caso en relación con Europa central, que solo presentaba un interés mediocre para los británicos. Chamberlain iba a reforzar esta estrategia político-diplomática, al considerar que, aunque Hitler era un advenedizo, una Alemania fuerte tenía la ventaja de servir de barrera a la invasión de las hordas bolcheviques. La Francia de Daladier, que la mayor parte del tiempo no estaba al corriente de los acontecimientos, se dejó guiar por su «institutriz inglesa» (la expresión es del historiador François Bédarida). El primer reflejo de París hubiera sido defender Praga; pero su adhesión a la política de «apaciguamiento» la hará traicionar a su aliado checo. Daladier, atormentado, terminó pensando que había que conseguir el respiro necesario para fortalecer el ejército francés y permitirle así enfrentarse a la guerra. Por esta razón, les hizo el juego a los «apaciguadores» galos, a los que el ministro de Asuntos Exteriores Georges Bonnet, por convicción propia y, sobre todo, por oportunismo, tal vez, iba a encarnar. Daladier alegaba que aceptar el riesgo de un nuevo conflicto mundial sería un suicidio geopolítico: había que salvar los muebles y apartarse lo antes posible de las alianzas por conveniencia. Precisemos que la opinión pública se decantaba por no apoyar militarmente a Checoslovaquia, e incluso abandonarla a corto plazo. En Francia, los «belicistas» (denominación perversa que le otorgaron los enemigos) tenían que superar el miedo casi biológico a un nuevo conflicto europeo, tan anclado permanecía el recuerdo de la Gran Guerra. Es inútil recordar el alivio visceral

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de haber evitado una nueva carnicería que afectó, sin embargo, a aquellos que solo serían muniqueses un día o una semana. Añadamos que pudo pesar el temor de encontrarse en el campo de los comunistas, cuya adhesión a la política de defensa nacional, en 1935, era demasiado reciente para no parecer sospechosa. Así pues nos explicamos que, incluso aunque eran menos numerosos de lo que se dice, los pacifistas hayan ejercido una presión eficaz. Volvamos brevemente a su tipología, pues generalmente distinguimos entre ellos tres familias. En primer lugar, los pacifistas integrales, o casi integrales, para los que la Gran Guerra debía seguir para siempre «la der des ders» (la última de las últimas); entre ellos se encuentran intelectuales como Alain o Giono, a los que se une un cierto número de sindicalistas. En segundo lugar, los pacifistas de convicción, que reivindicaban con agrado un análisis marxista, los sindicalistas, una vez más, y una parte considerable de la SFIO (Sección Francesa de la Internacional Obrera) dirigidos por Paul Faure, que se negaban categóricamente a entrar en la espiral que había provocado el desencadenamiento de la guerra de 1914. A estos últimos se unen, a partir de entonces, distintos tipos de «neopacifistas» que seguían siendo nacionalistas y militaristas, pero alentados por consideraciones geoestratégicas e ideológicas entre las que el antibolchevismo constituía el núcleo duro y pensaban que toda guerra a favor de los checos y contra la Alemania nazi sería ideológica, manipulada por Moscú y por los judíos y que culminaría o en una derrota de Francia o en la devastación de Alemania, lo que supondría el hundimiento de los sistemas autoritarios, que eran la principal barrera contra la bolchevización de Europa. Ya el diario L’Action française, apóstol del nacionalismo integral, había declarado durante la remilitarización de Renania por el «enemigo hereditario»: «¡La guerra, bajo ningún concepto!» Casi todos estos pacifistas de ocasión convinieron en salvar los muebles de Europa central, y al mismo tiempo, replegarse a la Línea Maginot y del Imperio, y esforzarse por iniciar las negociaciones con la Italia de Mus-

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solini. De cualquier manera, se negaban a salir del coto privado para acudir a auxiliar a los checos. No solo la ultraderecha sino también los neorradicales y los grandes batallones de los partidos de la derecha tradicional compartían esa opinión. Las mentes más lúcidas, aunque en el momento habían cedido al cobarde alivio de ver la paz a salvo, convinieron sin embargo rápidamente en que los frutos de Múnich eran tales que habría sido mejor correr el riesgo de una guerra, puesto que las consecuencias de la retirada de Múnich fueron tanto más desastrosas cuanto que sobrevinieron después de la parálisis que manifestaron las dos democracias liberales durante la remilitarización de Renania, y después, durante el Anschluss. En solo unas semanas se desmoronaban no solo el prestigio sino la credibilidad de Gran Bretaña y aún más la de Francia. ¿Cómo podría ser de otro modo, cuando Francia había abandonado a un aliado con el que había firmado un tratado en su debida forma? Sin duda la tesis del respiro necesario (formalizada después), que debía permitir, evitando más que afrontando, ganar tiempo, perfeccionar el rearme y preparar una guerra inevitable, no está por ello desprovista de fundamento; las democracias iban a acelerar su programa militar, sobre todo el Reino Unido, aumentando notablemente la producción de su aviación de guerra, lo que les salvaría durante la Batalla de Inglaterra. Pero triunfa el aspecto negativo, y con diferencia, máxime cuando la Wehrmacht iba también a perfeccionar su maquinaria bélica, aprovechando lo que habían deducido del examen de las fortificaciones checas, que se habían inspirado en la Línea Maginot y habían debido entregarse intactas. Añadamos que tras la jugada de Praga, el ejército alemán se hacía con tanques de muy buena calidad (un pánzer de cada siete, al menos, era de origen checo) que lanzarían contra los franceses en mayo de 1940. Todos los embajadores galos de servicio destacaron que el prestigio francés en el extranjero había recibido un duro golpe. La influencia política y económica de París, y subsidiariamente de Londres, se desmoronaba en Europa central y oriental. En

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Budapest, pero también en Sofía, Bucarest, e incluso en Praga, se empezó a cortejar a Berlín, y en todo caso se evitó ofender al Reich. Bélgica, por su parte, se volvió muy puntillosa en su neutralidad y prohibió toda concertación de orden militar con sus vecinos, en caso de invasión alemana. En cuanto a la URSS, que es cierto había decidido desde el otoño de 1937 adoptar una posición neutral en los conflictos que opusieran al Reich nazi contra las democracias liberales, la capitulación de Múnich reconfortaba su convicción de que Gran Bretaña y Francia no eran fiables; Moscú prestó atención a la satisfacción manifestaba por numerosos dirigentes británicos ante la idea que la URSS, una de las ausentes de Múnich, era de hecho la otra gran vencida. Stalin y su ministro de Asuntos Exteriores Molotov lo recordarán los días decisivos de agosto de 1939. El Führer veía su poder considerablemente reforzado tras esta retirada. Ganaba en todos los frentes; se le atribuía el final feliz del suspense guerrero, y era presentado como el hombre de la paz, mientras seguía siendo el personaje carismático que exaltaba el nacionalismo de una mayoría de alemanes que seguían indignados por la humillación de 1919. Asimismo, él tenía el reconocimiento de los responsables del ejército que, hasta entonces, habían conservado su autonomía con relación al régimen y consideraban que tenían derecho a zanjar de manera definitiva la decisión de la paz y de la guerra: los altos dignatarios de la Wehrmacht fueron amordazados e incluso reprimidos durante todo el tiempo que duró la crisis en la que triunfaron las «intuiciones» del Führer, desde ese momento consagrado como jefe de pleno derecho del ejército. La última cuestión que cabe mencionar: la declaración de guerra, en septiembre de 1939, sigue la misma línea de la retirada de Múnich. ¿Por qué? Porque en el verano de 1939 Hitler está convencido de que las dos democracias liberales no querrán morir por Dantzig cuando no supieron defender Praga a su debido tiempo. En pocas palabras, el mundo iba a pagar muy caro el triunfo muniqués del Führer.

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FABRICE D’ALMEIDA es profesor en la Universidad Panthéon-Assas. Autor, en particular, de La Vie mondaine sous le nazisme (Perrin, 2006). Su artículo fue publicado con el título «¿Era un genio de la propaganda?» en L’Histoire, núm. 312 (septiembre de 2006). JEAN PIERRE AZÉMA es profesor emérito en el Instituto de Estudios Políticos de París. Es autor de La France des années noires (nueva edición, Seuil, 2000) y de 1940, l'année noire: de la débandade au trauma (Fayard, 2010). Su artículo fue publicado con el título de «¿Se le podía resistir a Hitler?» en L’Histoire, núm. 218 (febrero de 1998). SERGE BERSTEIN es profesor emérito en el Instituto de Estudios Políticos de París y autor de Histoire du XX siècle (junto a Pierre Milza, 4 tomos, Hatier, 1994-2010) y de Histoire du gaullisme (Perrin, 2002). Su artículo fue publicado con el título de «El irresistible ascenso de Adolf Hitler» en Les Collections de L’Histoire, núm. 18 (enero de 2003). HENRI BURGELIN impartió Historia en la Sorbona y en el Instituto de Estudios Políticos de París. Es el autor, en particular, de la Société allemande de 1871 à 1968 (Arthaud, 1969). Su artículo fue publicado con el título de «El éxito de la propaganda nazi» en L’Histoire núm. 104 (octubre de 1987).

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PHILIPPE BURRIN es director del Instituto de Altos Estudios Internacionales y del Desarrollo de Ginebra. Autor de Fascisme, nazisme, autoritarisme (Seuil, 2000) y de Ressentiment en apocalypse. Essai sur l'antisémitisme nazi (Seuil, 2004). Sus artículos fueron publicados con los títulos de «La visión del mundo de Hitler» en l’Histoire, núm. 118 (enero de 1989); «1938: el año de Adolf Hitler» en l’Histoire, núm. 218 (febrero de 1998), «¿Eran todos los alemanes nazis?» y «¿Era el Führer un dictador absoluto?» en Les Collections de L’Histoire, núm. 18 (enero de 2003) SAUL FRIEDLÄNDER es especialista de la Shoah. En particular, ha publicado L’Allemagne nazie et les Juifs (Le Grand Livre du mois, 2008) y Pie XII et le III Reich (Seuil 2010). Su artículo, titulado «Hitler y los judíos», y su entrevista «La Noche de Cristal: relato de un pogromo», fueron publicados en Les Collections de L’Histoire, núm. 3 (octubre de 1998). IAN KERSHAW es uno de los grandes especialistas mundiales del nazismo y autor en particular de una monumental biografía de Hitler (Flammarion, 2008). Su entrevista fue publicada con el título «¿Alemania soñaba con un gran hombre?» en Les Collections de L’Histoire, núm. 18 (enero de 2003). HANS MOMMSEN, historiador alemán especialista en la República de Weimar y de la Alemania nazi. Contribuyó a la obra sobre Hannah Arendt. Eichmann in Jerusalem (Neuauflage, 1986) y dirigió Herrschaftsalltag im Dritten Reich. Studien und Texte (Düsseldorf, 1998). Su artículo fue publicado con el título «Promesas y realizaciones sociales del Tercer Reich» en L’Histoire, núm. 118 (enero de 1989). HENRY ROUSSON es director de investigación en el CNRS (Instituto de Historia del Tiempo Presente). En particular, ha publicado Le Syndrome de Vichy, 1944-1948 (2ª ed., Seuil,

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1990) y Vichy: l'évènement, la mémoire, l'histoire (Gallimard, 2001). Sus artículos fueron publicados con los títulos «¿El gran capital apoyó a Hitler?» en Les Collections de L’Histoire, núm. 18 (enero de 2003) y «Mein Kampf, el best seller de los años treinta» en L’Histoire, núm. 29 (diciembre de 1980). MARLIS G. STEINERT (fallecida en 2006) era profesora en la Universidad de Heidelberg (UHEI). Escribió l’Allemagne nationaliste, 1933-1945 (Richelieu, 1972) y sobre Les Origines de la Seconde Guerre mondiale (PUF, 1974). Su artículo fue publicado con el título «La Orden Negra de la SS» en L’Histoire, núm. 118 (enero de 1989).

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