El mejor de los libros de entretenimiento. Reflexiones sobre Los 9788417729646, 841772964X


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El mejor de los libros de entretenimiento. Reflexiones sobre Los
 9788417729646, 841772964X

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Juan Ramón Muñoz Sánchez «El mejor de los libros de entretenimiento»

UAH

Reflexiones sobre Los trabajos de Persiles y Sigismunda, historia septentrional, de Miguel de Cervantes

«El mejor de los libros de entretenimiento» Reflexiones sobre Los trabajos de Persiles y Sigismunda, historia septentrional, de Miguel de Cervantes

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Imagen de cubierta: (cc) Carta marina et Descriptio septemtrionalium terrarum ac mirabilium rerum in eis contentarum, diligentissime elaborata Anno Domini, 1539, Veneciis liberalitate Reverendissimi Domini Ieronimi Quirini.

Universidad de Alcalá • Servicio de Publicaciones Plaza de San Diego, s/n • 28801, Alcalá de Henares (España). Página web: www.uah.es © Juan Ramón Muñoz Sánchez © Servicio de Publicaciones de la Universidad de Alcalá, 2018 Instituto Universitario de Investigación “Miguel de Cervantes” I.S.B.N.: 978-84-17729-64-6

Impresión: Cimapress

Juan Ramón Muñoz Sánchez

«El mejor de los libros de entretenimiento» Reflexiones sobre Los trabajos de Persiles y Sigismunda, historia septentrional, de Miguel de Cervantes

SERVICIO DE PUBLICACIONES

INSTITUTO UNIVERSITARIO DE INVESTIGACIÓN MIGUEL DE CERVANTES

A Antonio Rey Hazas, por brindarme la posibilidad de estudiar a Cervantes.

Índice

Nota prelimiNar .................................................................................................... 11 iNtroduccióN ......................................................................................................... Reflexiones sobre Los trabajos de Persiles y Sigismunda, historia septentrional ... «Yo estoy… puesto a pique para dar a la estampa al gran Pirsiles» ................. «Libro que se atreve a competir con Heliodoro» ............................................... «El más malo o el mejor de los libros de entretenimiento» ................................

15 17 20 37 52

primera parte los trabajos de amor de periaNdro y auristela .......................................... 57 El libro I del Persiles ............................................................................................... 59 El libro II del Persiles .............................................................................................. 99 El libro III del Persiles ............................................................................................. 138 El libro IV del Persiles............................................................................................. 157 seguNda parte los episodios de Los trabajos de PersiLes y sigismunda ................................. 213 «Los vírgenes esposos del Persiles»: el episodio de Renato y Eusebia................... 221 La estructura del Persiles: el precepto de la variedad en la unidad .................. 222 El libro II del Persiles: un audaz experimento.................................................... 224 El episodio de Renato y Eusebia: forma y sentido ............................................. 229 Cierre .................................................................................................................. 243 El episodio de Feliciana de la Voz ........................................................................... 244 El episodio de Feliciana de la Voz: sentido, forma y relaciones intratextuales .. 246 Ortel Banedre, Luisa y Bartolomé: Análisis estructural y temático de un episodio del Persiles ...................................................................................... 277

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«EL MEJOR DE LOS LIBROS DE ENTRETENIMIENTO»

El episodio de Banedre como resultado del desarrollo y la evolución de la concepción cervantina de la novela de largo recorrido ............................ 279 El tema del matrimonio ...................................................................................... 282 El episodio de Banedre, Luisa y Bartolomé: sentido y forma ............................ 285 Conclusión .......................................................................................................... 311 Tradición e innovación en el episodio de Ruperta, la «bella matadora» del Persiles ............................................................................................................... 312 El principio poético de la variedad en la unidad en el Persiles: el episodio de Ruperta ........................................................................................ 313 El episodio de Ruperta: una morfología excepcional ........................................ 318 Las relaciones intertextuales del episodio de Ruperta ....................................... 320 Del amor a la venganza: la parte narrativa del episodio de Ruperta (III, xvi)... 321 De la venganza al amor: la parte activa del episodio de Ruperta (III, xvii) ..... 325 Tradición e innovación en el episodio de Ruperta: Conclusión ......................... 335 Análisis del episodio de Isabela Castrucho, la loca de Luca ................................... 338 Una aproximación al libro III de Los trabajos de Persiles y Sigismunda .......... 340 Análisis estructural y temático del episodio de Isabela Castrucho .................... 345 El anuncio de un nuevo episodio: el encuentro con el grupo de la dama de verde ............................................................................................ 348 Un alto en el camino en una posada de Luca: la extraña aventura de la bella endemoniada ...................................................................................................... 351 El último episodio de Cervantes ......................................................................... 367 bibliografía .......................................................................................................... 369 procedeNcia de los textos ................................................................................. 389 apéNdice ................................................................................................................. 391 La epístola III, 1 de los Rerum Familiarium Libri, de Francesco Petrarca. Presentación, texto latino y traducción .................................................................... 391 El libro III de los Rerum familiarium libri a vista de pájaro ............................. 392 La epístola III, 1, «Ad Thomam Messanensem, de Thile insula famosissima sed incerta, opiniones diversorum» .................................................................... 394 Ad Thomam Messanensem, de Thile insula famosissima sed incerta, opiniones diversorum.......................................................................................... 397 Para Tomás de Mesina, acerca de la muy celebrada pero desconocida isla de Thule: opiniones de diversas autoridades ..................................................... 402

Nota preliminar l mejor de los libros de entretenimiento»: Reflexiones sobre Los trabajos de Persiles y Sigismunda, historia septentrional, de Miguel de Cervantes es un proyecto concebido en dos tiempos. En 2002 forjamos el plan original, que había de consistir, por un lado, en un examen pormenorizado de la historia principal, el viaje de amor y aventuras de Periandro/Persiles y Auristela/Sigismunda desde la isla fabulosa de Tule hasta Roma, por el otro, en un análisis de los numerosos episodios que salpican y aderezan la trama medular, atendiendo tanto a su particular idiosincrasia, a su factura y a su desarrollo temático, como a las relaciones intratextuales que exhiben entre sí y con la fábula que los engloba y que les confiere su sentido cabal. Todo ello puesto además en relación con el conjunto de la producción literaria de Cervantes. En aquel momento, redactamos «Los episodios de Los trabajos de Persiles y Sigismunda», que dimos a conocer en el número VI (2003) de la revista Hesperia. Anuario de Filología Hispánica, aunque estaba destinado a ser el preámbulo de la parte centrada en los relatos de segundo grado, función que hoy cumple sesgadamente. Y asimismo el extenso ensayo «Los trabajos de amor de Periandro y Auristela», que culminamos en 2005 y que ha permanecido inédito hasta este momento. Seguidamente, realizamos la confección de tres de los cinco episodios que conforman la segunda parte: el de Renato y Eusebia, el de Ortel Banedre, Luisa y Bartolomé y el de Ruperta y Croriano. Por razones externas, el proyecto de un estudio monográfico sobre el Persiles y Sigismunda se interrumpió a finales de 2006 y, finalmente, se abortó. Ello comportó que pensáramos en la posibilidad de publicar en forma de artículos los análisis de los episodios llevados a término; los cuales, en efecto, tras una profunda reescritura, vieron la luz en diversas revistas especializadas entre 2007 y 2008. En 2014 volvimos sobre la denostada novela póstuma del autor del Quijote, con un estudio, «Reflexiones sobre Los trabajos de Persiles y Sigismunda, historia septentrional», en que, sobre la base de los testimonios que el propio Cervantes fue año a año desperdigando a propósito de la novela que estaba por rematar en los prólogos y las dedicatorias de los libros que publicó en cadena a partir de 1613, se examinaba la fecha de composición, se ponderaba la relación intertextual con la Historia etiópica de Heliodoro de Émesa y se intentaba

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esclarecer el significado del sintagma «libro de entretenimiento». A caballo entre 2015 y 2016 hemos elaborado el estudio de dos episodios más del Persiles, el de Feliciana de la Voz y el de Isabela Castrucho, el primero publicado en la revista Artifara, el segundo en Studia Aurea. La culminación de estos tres trabajos y la conmemoración del cuarto centenario de la Historia septentrional han sido el resorte que nos ha hecho retornar al viejo plan de configurar un libro sobre la novela póstuma de Cervantes, armado sobre los textos éditos y el inédito y distribuido conforme a la disposición original. Así, figura como introducción al conjunto «Reflexiones sobre Los trabajos de Persiles y Sigismunda, historia septentrional», que constituye además la base principal del título. La primera parte está copada por «Los trabajos de amor de Periandro y Auristela»; mientras que en la segunda se incluyen los estudios de los cinco episodios. Hemos adjuntado un apéndice con la erudita epístola que escribió Petrarca acerca de la isla de Tule, tanto en latín como traducida al castellano, por cuanto quizá contribuya a replantear el estatuto real de la isla (mítico-fantástica) y su emplazamiento (imaginario como punto más noroccidental de la geografía antigua y medieval). Habida cuenta de que los textos que conforman el libro se presentan tal cual fueron concebidos en su momento de redacción o de publicación, salvo ligeras modificaciones encaminadas primordialmente a unificar criterios tipográficos y de citación, esperamos que a través de su lectura se pueda colegir la evolución de nuestra interpretación acerca de una obra por la que sentimos una especial predilección. Cierto: no tenemos el más mínimo inconveniente en manifestar que, a nuestro modo de ver, la Historia septentrional es una novela fascinante. Escrita en plena madurez literaria y en simultaneidad con El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha, con la que ostenta numerosos paralelismos, Los trabajos de Persiles y Sigismunda es la composición más compleja morfológicamente hablando del corpus de Cervantes y la que lleva al cenit su estilo. Ello se advierte en la flexibilidad de su estructura y en la portentosa riqueza de elementos metanarrativos que atesora, en los diferentes planos del relato y en la pluralidad de narradores y puntos de vista, en la infidencia de la estancia enunciativa principal y en el distanciamiento y el control de la enunciación, en el uso del humor, la ironía, el juego y aun la parodia. A poner de relieve todos estos elementos del lenguaje y la comunicación literaria y a examinar con sutileza los distintos niveles compositivos hemos dedicado nuestro tiempo y esfuerzo. Y lo hemos hecho, sin prejuicio alguno, al margen de las lecturas alegóricas, metafóricas, simbólicas, ideológicas y culturalistas, que son las predominantes.

Nota prelimiNar

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*** Este libro, como reza el epígrafe, está dedicado a Antonio Rey Hazas y, con él, a Aldo Ruffinatto, por cuanto son las personas que, gracias a su magisterio, a su labor y a su amistad, más han influido en mi formación y en mi actividad investigadora. También, pese a que no tuve la oportunidad ni el privilegio de conocerlo personalmente, a Edward C. Riley, cuyas lecturas cervantinas, quizás las más significativas del siglo pasado, siguen siendo la luz y el sostén de mi trabajo.

Introducción

«Es war ein König in Thule, / Gar treu bis an das Grab» (‘Érase una vez en Tule, / un monarca modelo de leal amor’) J. W. Goethe, Der König in Thule

reflexioNes

sobre sePtentrionaL

Los

trabajos de

PersiLes

y

sigismunda,

historia

odo cuanto sabemos con certeza de Miguel de Cervantes (1547-1616) se reduce a un corpus documental compuesto por unos mil setecientos papeles entre, legajos, escrituras, minutas, registros, asientos, cuentas, actas, expedientes, protocolos, peticiones, notificaciones, poderes, informes, deposiciones, etcétera.1 La mayoría de los documentos propiamente cervantinos aluden a su cautiverio en Argel, a sus comisiones en Andalucía para la Hacienda Real, a su involucración en el Proceso Ezpeleta, a las contrariedades con su hija natural, Isabel de Saavedra, y sus dos yernos, Diego Sanz y Luis de Molina, y a sus continuos cambios de domicilio en Madrid durante los últimos ocho años de su vida. Arrojan poca luz o ninguna sobre la infancia, adolescencia y primera juventud del escritor, sobre los años que median entre el abandono definitivo

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1 Como se sabe, la labor de compilación de los documentos cervantinos comienza al calor de la redacción de sus primeras biografías, elaboradas durante el siglo XVIII y el principio del XIX a partir de la pionera Vida de Miguel de Cervantes Saavedra (1737), de Gregorio Mayans y Siscar. La mayor aportación documental se produjo, no obstante, a caballo entre los siglos XIX y XX por obra de Leopoldo Rius, Cristóbal Pérez Pastor, Pedro López Lanzas, Francisco Rodríguez Marín, Narciso Alonso Cortés y Emilio Cotarelo y Mori, que desembocó en la monumental Vida ejemplar y heroica de Miguel de Cervantes Saavedra de Astrana Marín (1948-1958). Hoy día, aparte de las espléndidas biografías de Canavaggio (1997), Blasco (2006), García López (2015), Gracia (2016) y Lucía Megías (2016a y 2016b), así como de otros estudios sobre episodios concretos de su singladura como –pongamos– los de Garcés (2005), Márquez Villanueva (2010), Marín Cepeda (2015) Salazar Rincón (2006) y Martín de Riquer (1989), destaca la labor de Sliwa (2005), que ha reunido un repertorio de mil setecientos tres Documentos de Miguel de Cervantes y de sus familiares. Recientemente, Cabello Núñez (2016), archivero de La Puebla de Cazalla (Sevilla), ha publicado catorce nuevos documentos, algunos de ellos inéditos, de Cervantes a propósito de su labor de comisario en Andalucía para la Hacienda Real entre 1592 y 1593, que lo sitúan en tal pueblo, hasta ahora ignorado, así como en Porcuna (Jaén), y en relación con el primer proveedor general en la Casa de Contratación de Sevilla de los galeotes de la Armada y de las Flotas de la Carrera de Indias, Cristóbal de Barros y Peralta, y con una importante empresaria, Magdalena Enríquez, casada con un tal Cristóbal Bermúdez, que trabajaba como bizcochera para la flota de Indias, era vecina y amiga del matrimonio formado por doña Mariana de Carvajal y Tomás Gutiérrez, el cómico y posadero cordobés amigo de Cervantes, y a la que el escritor había otorgado un poder autógrafo para cobrar sus honorarios, fechado el 8 de julio de 1593 en la ciudad hispalense. De este importante hallazgo documental se desprende que Cervantes cobraba un sustancioso emolumento por sus comisiones, unos cuatrocientos maravedís al día, lo que, en parte, explicaría el motivo por el cual dejó la carrera de dramaturgo que, entre 1580-1587, había emprendido en Madrid a su regreso del cautiverio, así como que abre nuevas vías de investigación sobre esta compleja etapa de su biografía que se extiende hasta 1600 y que él siempre silenció.

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de Sevilla en la primavera de 1599 y su asentamiento en Valladolid, la flamante capital de Felipe III, en 1604, sobre el término de su estancia vallisoletana y su regreso final a Madrid entre julio de 1605 y febrero de 1608, llevado a cabo casi con toda seguridad a partir del cambio de sede de la corte de una ciudad a otra en 1606, sobre su relación con los distintos lugares y personas que jalonan su periplo vital. Y, por supuesto, nada desvelan de su pensamiento, su ideología, su cultura, su intimidad. Al laconismo desesperante de los documentos conservados en archivos se suma la exigüidad de datos indirectos de que disponemos, apenas un par de cartas de Lope de Vega al duque de Sessa, la elogiosa mención en el relato XXV del Diálogo de los mártires de la Topografía e historia general de Argel (1612), publicada por Diego de Haedo pero quizá escrita por el docto eclesiástico portugués Antonio de Sosa, compañero de cautiverio de Cervantes en la ciudad norteafricana, y el hiriente prólogo al Segundo tomo del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (1614) del parapetado en Alonso Fernández de Avellaneda, si descontamos la Información de Argel (1580)2 y las deposiciones del Proceso Ezpeleta de los que procede la imagen del cautivo cordial y amable para con todos, el retrato del «hombre que escribe y trata negocios y por su buena habilidad tiene amigos» y la indecorosa situación de las mujeres de su casa; puesto que, de existir en mayor cantidad, nos permitirían contemplar a Cervantes reflejado en la retina del otro. Y, sobre todo, la irreparable pérdida de su epistolario, de sus papeles personales, de los apuntes, borradores, manuscritos y originales de imprenta de sus obras, de los libros que poseyó, los cuales nos abrirían un portillo al vislumbre no solo de la interioridad emocional e intelectual del hombre, sino también de la trastienda literaria del escritor. Ante esta pobreza contextual al especialista no le queda más remedio que tener que rastrear en la riqueza textual de su obra de imaginación, especialmente en los paratextos, el Viaje del Parnaso y aquellas ficciones que parecen revestirse de retazos de vida auténtica, lo que puede deducir tanto de su carácter y sus motivaciones personales como del proceso de composición de sus textos. El riesgo que semejante operación entraña, harto significativamente en lo que concierne al intento de aprehender el discurso de una vida en su completa y compleja totalidad, es diáfano, por cuanto comporta la eventualidad de atribuir al autor un talante o un pensamiento que le corresponde a un personaje de papel, hecho de palabras, surgido de la fantasía y modelado en función de determinadas coordinadas poéticas que no tienen por qué remitir a la realidad histórica; pero necesario si se obra con prudencia, circunspección y honradez. 2 Sobre la Información en Argel, véanse los estudios y las ediciones completa y demediada de Rosa Piras (2014) e Isabel Soler (2106). Sobre la relación de la Información y la Topografía, conviene tener en cuenta las importantes aportaciones de Scaramuzza Vidoni (2008), Ruffinatto (2015: 17-40) y Lucía Megías (2016: 212-238).

IntroduccIón

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Los trabajos de Persiles y Sigismunda (1617) es el texto del que Cervantes más información directa nos brindó: lo menciona en el prólogo al lector de las Novelas ejemplares (1613), en el Viaje del Parnaso (1614), en la dedicatoria al conde de Lemos de las Ochos comedias y ochos entremeses nuevos, nunca representados (1615) y en el prólogo al lector y en la dedicatoria al conde de Lemos de El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha (1615). Casi siempre se refiere a él para indicar su redacción, la inminencia de su conclusión y su posterior publicación. Se trata indudablemente de una calculada estrategia de marketing comercial; Cervantes, luego de la favorable acogida del Ingenioso hidalgo (1605) y de su regreso definitivo a Madrid, toma la decisión de convertirse en escritor profesional y, en consecuencia, de aprovechar al máximo los recursos que le ofrecen la imprenta material y el mercado editorial. Ello se transparenta, además, en la pericia con que el «hombre que escribe y trata de negocios» sitúa su texto en el seno de los «libros de entretenimiento», o sea: en esa disciplina, la poesía, a la que Aristóteles, en su Poética, había concedido un puesto de privilegio, justo entre la metafísica y la historia, como forma de conocimiento basada en una experiencia de goce estético; y que cierta tradición literaria, que se remonta a los relatos y diálogos de Luciano de Samósata, al Decamerón de Giovanni Boccaccio y al Orlando furioso de Ludovico Ariosto, y de la que Cervantes es conspicuo portavoz, vindicaba como un honesto deleite que halla su justificación, frente a otros tipos de discurso, en el tiempo del recreo y del esparcimiento. Y, concretamente, tras la estela de Heliodoro, el egregio representante de la novela griega de amor y aventuras, que la preceptiva del período había colocado casi a la par de Homero y Virgilio, al concebir su Historia etiópica como una vanguardista modalidad de épica, no histórica sino de ficción pura, no de acción colectiva sino particular, no heroica sino amorosa, no en verso sino en prosa; pero que, a la sazón, no solo estaba disfrutando de un momento dulce de ediciones y ventas en la traducción de Fernando de Mena, sino que recientemente había evidenciado el rendimiento que se podía obtener de su emulación con el importante éxito de El peregrino en su patria (1604) de Lope de Vega. De modo y manera que el Persiles y Sigismunda parece estar proyectado por ocasión, por competición y por experimentación, con el firme propósito de conseguir al alimón rendimiento económico y reputación literaria. Todos estos datos, de sobra conocidos por los estudiosos, así como otros que se pueden extraer del corpus cervantino, no han sido, en nuestra opinión, suficientemente valorados a la hora de analizar en profundidad algunas cuestiones esenciales del Persiles. En lo que sigue, por lo tanto, intentaremos, basándonos en ellos, establecer el momento de redacción del texto, ponderar la influencia de la Historia etiópica en la Historia septentrional, que nos permitirá abordar el problema de su unidad textual, y

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esclarecer el significado del sintagma «libro de entretenimiento», que ha sido objeto, por malentendidos, de polémica.

«Yo estoy… puesto a pique para dar a la estampa al gran Pirsiles» Antes de repasar las hipótesis más significativas a propósito de la génesis y de las distintas fases de composición del Persiles desde la edición de Schevill y Bonilla de 1914 hasta la suya propia, cuya primera impresión data de 1997, Carlos Romero (2004: 15) escribe: Por desgracia, no disponemos de un documento parecido a la carta dirigida por Cervantes el 17 de enero de 1582 a Antonio Eraso, secretario del rey, en que alude de manera explícita a la redacción de La Galatea.3 En espera de que un día –¿quién sabe?– aparezca un dato de equivalente importancia, la única base para nuestras especulaciones consiste en las alusiones a su obra hechas por el propio autor, en época, por otra parte, muy tardía.

Luego de citar y comentar las distintas menciones cervantinas al texto, concluye (p. 17): ¿Qué se puede deducir de cuanto precede? No mucho, con certeza. Las alusiones –todas, a más de tardías, imprecisas– se prestan a cualquier tipo de interpretación. En realidad, para poder hablar con cierto fundamento hay que basarse en otros indicios más unívocos y firmes.

Llama poderosamente la atención, pero es ilustrativo de lo que queremos decir, que a una única referencia al proceso de composición de La Galatea, igual de tardía –realizada solo un año y medio antes de su remate, aunque no se publicaría hasta 1585– e imprecisa, se le conceda el crédito probatorio que, en cambio, se les niega a los cinco testimonios que Cervantes consigna en los preliminares o el texto de los libros que año tras año va publicando entre 1613 y 1615 acerca del estado en que se encuentra la 3 En el documento, Carta de Miguel de Cervantes al señor Antonio de Eraso del Consejo de Indias, fechado el 17 de febrero de 1582, se lee, en efecto, que, mientras espera noticias acerca de su solicitud de un cargo en América, «me entretengo en criar a Galatea, que es el libro que dije a v.m. estaba componiendo; en estando algo crecida, irá a besar a v.m. las manos y a recibir la corrección y enmienda que yo no le habré sabido dar» (Sliwa, 2005: 550 [modernizamos la grafía y puntuamos]).

IntroduccIón

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redacción del libro que finalizará al mismo tiempo que su vida en abril de 1616.4 Hacerlo comportaría poner coto a la especulación, en no pocas ocasiones desmesurada,5 rehusar la supuesta dicotomía dispositiva, estética e ideológica del texto y aceptar la simultaneidad de la redacción del Ingenioso caballero y el Persiles. Isabel Lozano-Renieblas (1998: 19-37), al año siguiente de la primera edición de Romero, criticaba severamente la arbitrariedad y falta de cientificidad de las propuestas realizadas sobre las fechas del origen y las sucesivas etapas de elaboración del Persiles; unas, por la inconsistencia y el carácter meramente conjetural que supone esbozar una teoría sobre la composición del Persiles sustentada en la intertextualidad, en el hipotético empleo de modelos literarios por Cervantes; otras, por ampararse en la incongruente cronología interna de un texto que no respeta la periodización histórica; otras, por fin, por apoyarse en un procedimiento comparativo con otras obras cervantinas cuya datación es, cuando menos, igual de problemática. «El único método posible para fechar una obra –sentenciaba– es sin duda un método histórico que, por el momento, no está al alcance del investigador» (p. 37), por lo que se guardaba de emitir su propia solución al respecto. La reflexión crítica de Lozano-Renieblas sobre la inviabilidad de las soluciones adoptadas para fechar el Persiles ha servido, en parte, para devolver la estimación a las afirmaciones autoriales y, en parte, para ensayar otros acercamientos metodológicos a la cuestión.6 Máximo y Héctor Brioso (2002 y 2003), en los dos artículos en que han abordado la presencia de Heliodoro en el Persiles y Sigismunda en torno al empleo sistemático común del «poliglotismo implícito», han preconizado una redacción tardía del último texto cervantino, al tiempo que han discutido críticamente, singularmente en el segundo, algunas de las hipótesis defendidas por otros especialistas sobre una gestación temprana y una composición en varios tiempos de la obra. Jean-Marc Pelorson (2003: 12-15), que se limita a lo dicho por Cervantes a propósito de la redacción, defiende la «existencia de un “proyecto del Persiles”», que emanaría, de un modo vago, impreciso o muy general, del discurso que profiere el Canónigo de Toledo sobre el relato de aventuras ideal (Don Quijote, I, xlvii), por lo que no sería sino «el fruto de una larga meditación de más de diez años» (p. 14). Francisco Rico (2005: 164), al 4 Romero (2004: 23-29), efectivamente, los ignora absolutamente al proponer su propia tesis: los dos primeros libros habrían sido escritos por Cervantes entre 1597 y 1599, a continuación de leer, meditar y asimilar la Philosophía antigua poética, de Alonso López Pinciano, publicada en 1596 y que constituiría el terminus ante quem; los dos últimos, a partir de febrero o marzo de 1615. 5 Cfr. solo Harrison (1993). 6 Naturalmente, se siguen ofreciendo propuestas imposibles de justificar sobre la génesis del Persiles, como la «impresionista» de Zimic (2005: 18-21).

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evaluar la estadística del empleo cervantino de los alomorfos neutros a lo cual, más antiguo, y a lo que, más moderno, en el conjunto de su obra, sostiene que la Historia septentrional hubo de ser escrita en el «último lustro» de vida del autor, «no antes», y «en un solo período». El mismo procedimiento analítico ha seguido Rey Hazas (2008: 128), solo que con la presencia de los términos cristiano y católico, para arribar a la misma conclusión: «El Persiles entero es posterior al primer Quijote y no se ve sometido a otras detenciones que las obligadas por la redacción simultánea de las demás obras que Cervantes va componiendo a la vez durante los últimos años de su vida».

La variedad en la unidad como instrumento de datación del Persiles A nuestro entender, Los trabajos de Persiles y Sigismunda está, frente a La Galatea y El ingenioso hidalgo, en conformidad con las Novelas ejemplares y El ingenioso caballero en lo concerniente a la cuestión fundamental de la unidad en la variedad, habida cuenta de que la configuración de los tres textos es el resultado de la reflexión metacrítica que Cervantes realiza, sobre la arquitectura del Ingenioso hidalgo, a propósito de la vinculación que los episodios intercalados han de guardar con la fábula que les sirve de soporte estructural y a la forma en que se han de enlazar con ella. La racionalización de la reorientación morfológica que experimenta su prosa de imaginación la ofrece Cervantes (2007: 710 y 1069-1070) en los capítulos iii y xliv del Ingenioso caballero. En ellos, por boca de Sansón Carrasco y por «un modo de queja» que tuvo Cide Hamete Benengeli de sí mismo, se enjuicia la inserción de la «novela intitulada» El curioso impertinente y de la historia del capitán cautivo en el Ingenioso hidalgo, en base a su frágil unión con la diégesis, puesto «que están como separadas de la historia», a su excesiva extensión y al hecho de que el lector, llevado «de la atención que piden las hazañas de don Quijote y Sancho», no repare en «su gala y artificio». De resultas, Cervantes decide no volver a «injerir novelas sueltas ni pegadizas» en cuerpos mayores, sino darlas a conocer «por sí solas», libres de ataduras, en un volumen independiente que denominará Novelas ejemplares. Mientras que en sus textos de ficción en prosa de largo aliento solo interpolará «episodios que lo pareciesen, nacidos de los mesmos sucesos que la verdad ofrece, y aun estos, limitadamente y con solas las palabras que bastan a declararlos». Y, justamente, hace lo que dice: tanto en la segunda parte del Quijote como en la Historia septentrional ya no encontramos, como complemento diegético, metaficciones ni novelas yuxtapuestas, sino episodios novelescos coordinados, de extensión limitada, iniciados in medias o in extremas res y tendentes a presentar una equilibrada factura entre narración pretérita

IntroduccIón

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y acción presente, aunque no desaparecen del todo las narraciones en bloque siempre y cuando sean breves, al modo del episodio del cabrero Eugenio (Don Quijote, I, li), cuya inclusión, que Cervantes no cuestiona, forma parte de los «casos sucedidos al mismo don Quijote, que no podían dejar de escribirse». La diferencia entre un texto y otro estriba en que, mientras que en el Ingenioso caballero, aun cuando vuelva a incorporar un elevado número de narraciones adventicias, se inclina hacia la unidad, en el Persiles y Sigismunda apuesta por la variedad, la libertad creadora y la flexibilidad estructural que acarrea la conjugación experimental de la moderna épica amorosa en prosa con el relato breve.7 Ello no obstante, la crítica cervantina ha sólitamente observado una disparidad formal y de grado de solapamiento entre los episodios de los libros I y II del Persiles y los del libro III. Así, pongamos, González Rovira (1996: 240), en su importante monografía sobre La novela bizantina de la Edad de Oro, afirma que: La presencia… de numerosos relatos interpolados presenta algunas diferencias entre la primera [libros I-II] y la segunda parte [libros III-IV]. Si en la primera su número es reducido, pero la extensión de sus historias es bastante dilatada y con frecuentes interrupciones, en la segunda aumenta el número…, aunque se limita la extensión de las analepsis y se prefiere la presentación directa. Los cambios, sin duda, obedecen a las reflexiones cervantinas sobre la forma y la función de los episodios que le llevan a las transformaciones verificadas entre el Quijote de 1605 y el de 1615.

Martín Morán (2008: 184), que en líneas generales coincide con González Rovira, pese a que no se posiciona explícitamente en lo relativo a la supuesta contemporaneidad de los libros I-II del Persiles con el Ingenioso hidalgo y de los libros III-IV con el Ingenioso caballero, observa una mayor involucración de los personajes principales en la materia interpolada y una mejor trabazón de los relatos secundarios en la segunda parte del Persiles que en la primera: La técnica de las interpolaciones cambia radicalmente, entre la primera [libros I-II] y la segunda parte [III-IV]: en ambas, el narrador cede la palabra a los protagonistas de las historias secundarias, pero en la primera la materia narrativa interpolada queda confinada casi por entero en el pasado del relato secundario; en la segunda, la mayor parte de la materia narrativa se desarrolla, por lo general, ante los ojos de los personajes. El 7 Véase, además de los capítulos que conforman la segunda parte, Muñoz Sánchez (2013a: 222-232, 2013b: 191-197 y en prensa).

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resultado es que en la parte septentrional las historias secundarias se presentan como excursus de la principal; mientras que en la parte meridional están integradas en ella, con la implicación directa de Periandro y Auristela.

Baquero Escudero (2013: 148-195), en el primer estudio de conjunto publicado sobre La intercalación de historias en la narrativa de Cervantes, se alinea igualmente en la constitución de una distinción entre las secuencias narrativas laterales de los dos primeros libros y las de los dos últimos; pero sostiene justo lo contrario que Martín Morán en lo concerniente a la participación activa de los protagonistas centrales y a la integración de los episodios. Es en los dos primeros libros, a su modo de ver, donde se establece una relación de necesidad entre los niveles narrativos primario y secundario, basada en la incorporación de los personajes episódicos «a la trama primera, al compartir el mismo objetivo de los protagonistas: la huida de esos lugares que se yerguen como una seria amenaza sobre ellos» (pp. 171-172), a saber: la isla Bárbara, en el libro I, y la isla del rey Policarpo, en el II. Esta ligación desaparece en el libro III, que se caracteriza por presentar una «sucesión de historias secundarias cuya imbricación dentro de la trama primera resulta débil cuando no nula» (p. 192), como se echa de ver en que, «frente al papel activo que [los héroes] mantenían en las partes anteriores [libros I-II], no solo aparecen como testigos pasivos, sino que su presencia es incluso oscurecida por otros personajes, fundamentalmente Constanza y Antonio» el hijo (p. 191). Por otro lado, Baquero Escudero, en sintonía con Martín Morán, opina que los episodios del libro III son esencialmente de corte realista, lo que implica «otra suerte de variedad» que concede «ese carácter mixto a la novela» (p. 191). Conviene recordar, en este sentido y en primer término, que los episodios del Ingenioso hidalgo no manifiestan una confección unívoca sino plurívoca, por cuanto su contextura y modos de engarce registran un notable grado de diversidad, que oscila entre la suspensión de la diégesis para propiciar la intercalación de una metaficción o de una narración en bloque, como sucede con El curioso impertinente y con las historias de capitán cautivo y la pastora Leandra, hasta la diseminación intermitente y fragmentaria de la interpolación por un amplio número de capítulos, narrada por entregas y por diferentes narradores intradiegéticos y con varios encuentros y acciones vivas presentadas en el discurrir presente de la fábula, como ocurre con los episodios de Marcela, del oidor, don Luis y doña Clara y, particularmente, de Cardenio y Dorotea.8 Los episodios del Persiles, aunque ajustados a los criterios señalados en los pasajes metacríticos del Ingenioso caballero, desarrollan igualmente una amplia gama de 8

Cfr. Muñoz Sánchez (2000), Rey Hazas (2013) y Baquero Escudero (2013: 70-110).

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posibilidades de articulación técnica y de métodos de acoplamiento a la diégesis que impide su clasificación o discriminación categórica entre los de una parte y otra. Si dejamos al margen las tres secuencias narrativas adventicias que se insertan en el relato analéptico de Periandro (II, x-xx), es decir la de las dobles bodas de los pescadores (II, x y xii) –que, por cierto, manifiesta una imbricación perfecta con la narración medular, no solo por desarrollarse esencialmente en forma de acción viva, sino también por la capital implicación de Periandro y Auristela en su devenir–, la del rey Leopoldio de Danea (II, xiii) y la de la amazona Sulpicia (II, xiv), que son de tercer grado; los encuentros y convivencia con algunos personajes, como Rosamunda y Clodio (I, xiv) en el libro I, el autor de comedias (III, ii), la vieja peregrina (III, vi), la pastora de Villarreal (III, xii), el criado del duque de Nemurs y las tres damas francesas Félix Flora, Belarminia y Deleasir (III, xiii) y Soldino (III, xvii-xviii) en el libro III, y el compilador de la Flor de aforismos peregrinos (IV, i) y el poeta peregrino español (IV, iii y vi) en el IV; así como las aventuras de don Diego de Parraces (III, iv), el asalto morisco (III, xi) y el mesón de Perpiñán (III, xiii) del libro III, son catorce los episodios metadiegéticos o de segundo grado del Persiles: 1) el de Antonio y su familia (I, iv-vi; III, ix), 2) el de Rutilio (I, viii y ix), 3) el de Manuel de Sosa y Leonora (I, ix-x; III, i), 4) el de Transila, Ladislao y Mauricio (I, xii-xiii), 5) el de Taurisa y los dos capitanes (I, xvii y xx), 6) el de Renato y Eusebia (II, xviii, xix y xxi), 7) el de Feliciana de la Voz (III, ii-v), 8) el de Ortel Banedre, Luisa y Bartolomé, (III, vi-vii, xvi, xviii y xix; IV, i, v, vii y xiv), 9) el de Tozuelo y Clementa Cobeña (III, viii), 10) el de los falsos cautivos (III, x), 11) el de Ambrosia Agustina (III, xi y xii), 12) el de Claricia y Domicio (III, xiv-xv), 13) el de Ruperta y Croriano (III, xvi-xvii) y 14) el de Isabela Castrucho (III, xix y xx-xxi). Los cuales, a excepción del de Renato y Eusebia, que es el único del libro II, y de la parte final del de Ortel Banedre, Luisa y Bartolomé, que se desgrana en el libro IV, se reparten entre el libro I, cinco, y el libro III, ocho. Ello obedece a la estructura general del Persiles. Por un lado, al empleo del arte retórica del ordo artificialis, que comporta la distorsión lineal o natural de la historia principal, y que precisa, al mismo tiempo que la acción avanza hacia el desenlace, de analepsis completivas, hasta un total de seis, que palien el comienzo in medias res. En efecto, a contrapelo de los modelos épicos establecidos de la tradición grecolatina, singularmente de la Odisea (cantos IX-XII) y la Eneida (libros II-III), en el Persiles, como en la Historia etiópica (libros II-V y VI) y en El peregrino (libros III-IV) de Lope, la recuperación del pretérito de la trama medular no descansa en un único relato analéptico, sino en varios narrados en primera persona por distintos personajes; los cuales, además, no se despliegan concatenados temporalmente: son fragmentos discontinuos. Tres de las seis analepsis, las de Taurisa (I, ii), Arnaldo (I, xvi) y el capitán que envía Sinforosa

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en busca de Periandro (I, xxii), se distribuyen en puntos estratégicos –al principio, en medio y al final– del libro I; la más extensa, la de Periandro, se desgrana por entregas a lo largo de diez de los veintiún capítulos del libro II; la más sucinta, la de Auristela, no pasa de ser un fragmento del capítulo noveno del libro III; la sexta y última, la de Seráfido (IV, xii-xiii), enlaza, en perfecta y deliberada simetría, el origen de la trama con el desenlace. Ello explica la desproporción de relatos secundarios que se aprecia entre los libros I y III, y su radical remisión en el II; pero no su ausencia en el IV, que responde a otros criterios. Por el otro, la alternancia del viaje de la pareja protagonista y sus acompañantes con su detención en un espacio único: durante los libros I y III es cuando se sucede el viaje, ya por mar (libro I), ya por tierra (libro III), y cuando se produce, habida cuenta de la idoneidad de la estructura itinerante para propiciar la variedad, la sucesión de la narración medular con los episodios intercalados; mientras que en los libros II y IV la narración pivota, respectivamente, alrededor de la isla del rey Policarpo y de Roma, y se centra casi en exclusiva en la historia principal, si bien el libro II es más complejo morfológicamente hablando a consecuencia de la dilatada narración de Periandro y de la reanudación del viaje marino a partir del capítulo xvii, que arriba a la isla de las Ermitas, en donde ha lugar el relato secundario de Renato. De manera que, aparte del inicio y del desenlace, en los que se acumula una profusa serie de contingencias regida por el azar, así como del relato homodiegético de Periandro, se puede decir que los libros I y III son, conforme a la actividad dependiente del peregrinaje de los héroes, el marco de la peripecia, de las aventuras y de la variedad episódica, y los libros II y IV, por la dinámica de su estatismo, del escudriñamiento del deseo y la pasión amorosa, del análisis a la vez psicológico e íntimo de los personajes. Solo el episodio de Manuel de Sosa puede ser considerado una narración en bloque, aun cuando el remate de su caso acontece en Lisboa, al mostrar un ex presidario de la isla Bárbara a Periandro, Auristela y la familia de Antonio la capilla en que reza el epitafio del enamorado portugués que ordenó poner un su hermano y al informarles del óbito de Leonora quizá de pena «por el sentimiento del no pensado suceso» (Persiles, III, i, 437), y aun cuando guarda una vinculación temática indisputable con la resolución de la historia principal –y con la de La española inglesa–, en tanto en cuanto son dos originales reelaboraciones del motivo tradicional de la boda estorbada que, en último término, proviene de la Odisea de Homero (cfr. Muñoz Sánchez [2013a: 204206]). Es importante recalcar, por demás, que el relato autodiegético de Manuel –así como los de los otros episodios de los libros I-II– no es más extenso que algunos de los del libro III, como el de Feliciana de la Voz o el de Ortel Banedre. Solo los episodios de Tozuelo y los falsos cautivos, en el libro III, son preferentemente acciones en directo. Todos los demás tienden a exhibir, en mayor o menor medida, una relación armónica

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entre narración y acción, siendo los más complejos formalmente los de Antonio, Feliciana y Banedre. Avalle-Arce y Riley (1973: 74), comentando los relatos externos del Quijote, señalaban que «decir dónde acaba una historia no es más fácil que determinar dónde empieza»; que es exactamente lo que ocurre en los episodios de Antonio, Rutilio, Transila y Taurisa. El primero de ellos no da comienzo cuando el bárbaro español refiere su caso en la sobremesa de la frugal cena con que agasaja a sus huéspedes, antes bien en el instante en que su hijo «se llegó a Periandro y, en lengua castellana…, le dijo: –Sígueme, hermosa doncella, y di que hagan lo mismo las personas que contigo están, que yo os pondré en salvo, si los cielos me ayudan» (Persiles, I, iv, 157); después, con el encuentro con su padre, que les habla «en la misma lengua castellana» (I, iv, 157), y, por último, tanto con el descubrimiento de su hogar, la cueva a la que «servían de techo y de paredes las mismas peñas» (I, iv, 159), como con la presentación de Ricla y Constanza. Estos tres indicios conforman, cierto, el preámbulo del episodio, marcan el paulatino desplazamiento de la diégesis al relato metadiegético, al igual que la entrega al escuadrón de peregrinos, en mitad de la noche, de un niño y de objetos que identifican al donador, así como la llegada intempestiva «a la majada [de los boyeros] de una mujer llorando» y «medio vestida» (III, ii, 449), primero, y «de un tropel de hombres a caballo, preguntando por la mujer desmayada y por el caballero de la criatura» (III, ii, 451), después, configuran el de Feliciana de la Voz y marcan la transición de una región de la imaginación a la otra. La parte narrativa del episodio del español, que comprende los capítulos iv y v del libro I, no se desarrolla de seguida, sino en tres impulsos, fragmentada por la narración de base, para dar cuenta del fallecimiento de Cloelia, la aya de Auristela, y del regreso de Antonio el hijo, que viene de inspeccionar la isla. Los dos primeros impulsos están constituidos por el relato autodiegético de Antonio; en ellos refiere los sucesos biográficos que le han llevado desde el Quintanar de la Orden hasta la isla Bárbara y el encuentro con Ricla, que podría estar pergeñado sobre el de Ulises con Nausícaa en la marina de Feacia, en el canto VI de la Odisea. El tercer impulso, que detalla su historia de amor, lo rememora Ricla, produciéndose así un cambio de narrador y, por ende, de perspectiva. Esta misma variación formal se registra en el episodio de Transila, donde ella toma el relevo a Mauricio, su padre, en la narración de su caso, e igualmente en el de Ortel Banedre, Luisa y Bartolomé, en que cada actor cuenta una parte de la historia, respectivamente, en la vecindad de Talavera, en un mesón francés y en Roma. El desenlace, luego de que Antonio y su familia hayan ligado su itinerario al de la pareja protagonista, acaece, en forma de acción en el tiempo presente de la diégesis, a su paso, ya en el libro III, por el Quintanar, su localidad de origen, donde sobreviene la escena de reconocimiento con sus padres,

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calcada de la de Ulises con Laertes en el canto XXIV de la Odisea, y se le notifica la buena nueva de la resolución pacífica del altercado que ocasionó su partida y el deceso de su contendiente. El episodio de Rutilio tampoco empieza en el momento en que, por instigación de Antonio y «para entretener el tiempo» (I, vii, 184), relata el cuento de su vida en la isla despoblada. Lo hace cuando Periandro, Auristela y la familia del español, al día siguiente del incendio que ha asolado la isla Bárbara, ven venir hacia donde están una balsa de la isla mazmorra con veinte prisioneros a bordo y uno de ellos les explica que «el bárbaro que los sacó del calabozo escuro» les dijo «que la isla se abrasaba y que ya no tenían que temer por los bárbaros» (I, vi, 180); inmediatamente después, otro, a causa del asombro de Ricla por la inusitada piedad del bárbaro, aclara que les habló «en lengua italiana» (I, vi, 180); por fin, justo al disponer la partida, se presenta «un bárbaro gallardo, que, a grandes voces, en lengua toscana» (I, vi, 182), les pide clemencia, al cual, un tercer prisionero, identifica como su libertador. Esta misma técnica de allanar con antelación la irrupción definitiva de un episodio mediante la presentación tan sesgada como enigmática del protagonista por otros personajes en papel de meros informadores es la que informa, aunque naturalmente con variaciones, los preludios de las historias de Ambrosia Agustina (III, xi, 543-544) e Isabela Castrucho (III, xix, 605-607). No en balde, la morfología del episodio de Ambrosia Agustina, basada en un preliminar separado físicamente de en un relato intradiegético-homodiegético, es análoga a la del de Rutilio. Empero, el episodio del italiano, tras unir su periplo al de la pareja protagonista, manifiesta un doble desenlace, primero, al quedarse voluntariamente en la isla de las Ermitas (II, xxi), después, dado que en la obra de Cervantes el retiro del mundo es solamente un estado transitorio, lo vemos asistir en directo, extramuros de Roma, al desenlace de la trama medular (IV, xii-xiv). Con el de Transila acaece como con los del «bárbaro español» y el «bárbaro italiano». Ella, efectivamente, es la «bárbara intérprete» con quien negocia, en lengua polaca, Arnaldo la venta de Periandro travestido de doncella a los bárbaros (I, iii, 146-148). Solo que ahora Cervantes caracteriza al personaje en su progresiva presentación antes del arranque efectivo de su historia, destaca de él aquello que singulariza su caso. Así, al ser exhortado Periandro por Antonio el hijo para que le sigan en mitad de la cruenta batalla y el incendio devastador: No le respondió palabra Periandro, sino hizo que Auristela, Cloelia y la intérprete se animasen y le siguiesen… Los muchos años de Cloelia y los pocos de Auristela no permitían que al paso de su guía tendiesen el suyo; viendo lo cual el bárbaro, robusto y de

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fuerzas, asió de Cloelia y se la echó al hombro, y Periandro hizo lo mismo de Auristela; la intérprete, menos tierna, más animosa, con varonil brío los seguía (I, iv, 157).

Aunque se trata de una característica no menos representativa que específica del arte de Cervantes, que ensaya en repetidas ocasiones, desde diversos enfoques, llegando incluso a la inversión irónica –piénsese, por ejemplo, en Silerio como ermitaño arpista, en La Galatea, en Dorotea en plena metamorfosis de hombre a mujer, en el Ingenioso hidalgo, en doña Estefanía de Caicedo como una medio tapada, en El casamiento engañoso, o en don Diego de Miranda como el cuerdo caballero del verde gabán, en el Ingenioso caballero–; en el Persiles se complace en presentar elocuente y significativamente a Renato y Eusebia como dos eremitas ascetas dedicados a la vida contemplativa; a Ortel Banedre, caballero cayéndose de su montadura; a Ambrosia Agustina, desfallecida en un carro, disfrazada de varón, en un papel de mujer fuerte que le viene demasiado grande, a Ruperta, de colérica vengadora, o a Isabela Castrucho, de verde cubierta de un antifaz y, más tarde, como una loca o endemoniada. El episodio de Transila, por lo demás, presenta la singularidad de que comienza por el final, mediante el encuentro con Mauricio, su padre, y Ladislao, su marido, en Golandia, que precede a las narraciones explicativas que lo dilucidan. Sabremos, por la recopilación general del príncipe Arnaldo (IV, viii, 679), que su decurso culmina en Inglaterra, donde esperan cohabitar en pacífica convivencia y con más libertad de conciencia que en su tierra. Pero en lo substancial, su historia se completa con su concurrencia en tal isla septentrional. Así, in extremas res, se puede decir que comienzan los episodios de Manuel de Sosa, cuya vida dura lo que dura el cuento de su relato, y el de Claricia, «la mujer voladora», que principia con la muerte de Domicio, su marido, al caer de una torre abrazado a Periandro, tras haber sido enloquecido por los hechizos de la despechada Lorena. Este episodio del libro III manifiesta, por cierto, una disposición pareja al de la varonil Transila, habida cuenta de que una acción en el tiempo presente desemboca en una narración esclarecedora del caso; si bien, el de Transila es menos abrupto, más complejo y está mejor hilvanado al relato de base. Taurisa es un personaje excepcional; en tanto doncella de Auristela, pertenece a la trama primera, hasta el punto de que el relato explicativo que brinda en el barco de Arnaldo a Periandro (I, ii), cuya identidad desconoce por servir a Auristela solo a partir de que fuera adquirida por el príncipe de Dinamarca, no constituye sino la primera analepsis completiva de la acción principal. Todavía en calidad de asistenta de la heroína y, como tal, personaje primario, alude Arnaldo a ella cuando cuenta a Auristela que se ha visto obligado a entregársela a dos caballeros amigos, que en un navío iban a Irlanda, para que la trasladaran allá porque «iba muy mala y con poca seguridad de

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la vida» (I, xvii, 236). Sin embargo, cuando el barco de los amigos del príncipe arriba a la isla Nevada en que se hallan Mauricio, Antonio el hijo y las damas, entre ellas Auristela, tras el naufragio de la nave de Arnaldo y la separación del esquife y la barca, es ya un personaje episódico que protagoniza su propia historia: la del duelo de los dos capitanes que se disputan su favor y su amor (I, xx). Es lo mismo que sucede con Bartolomé el manchego, criado de Antonio el hijo y Constanza y portador del bagaje del escuadrón de peregrinos desde su salida del Quintanar, que se desvincula de su participación de la narración medular para incorporarse a la historia secundaria en curso de Luisa (III, xviii).9 La diferencia entre ellos es que, frente a la libre determinación del bagajero de escaparse con la moza talaverana, Taurisa se ve arrastrada a ser la protagonista de una historia sin su voluntad, es un personaje pasivo en razón de su maltrecha salud. Aparte de ellos, el único personaje de la obra de Cervantes que se desmarca de la fábula de que forma parte para desarrollar su historia particular es doña Rodríguez, la dueña de honor del palacio de los duques, en el Ingenioso caballero (cfr. Muñoz Sánchez, 2013a: 232-245); lo que sirve para reforzar la hipótesis de la redacción sincrónica de la segunda parte del Quijote y del Persiles. En cualquier caso, el episodio de Taurisa y los dos capitanes es, al igual que el de Tozuelo y el de los falsos cautivos, en el libro III, una acción mostrada en directo en el tiempo presente de la diégesis. Ahora bien, si entendemos la información que brinda Arnaldo a Auristela sobre cómo deja a Taurisa agonizante en manos de sus amigos como el preámbulo del episodio, presenta entonces una textura similar al de Isabela Castrucho: una nota informativa a modo de introito separada físicamente de una acción viva que alberga una breve relación explicativo-confesional. La factura del episodio de Renato y Eusebia, que cierra el libro II del Persiles, se refrenda grosso modo en otro del libro III: el de Ruperta. Una noticia en ambos casos supone la transición de la diégesis a la metadiégesis: la que un marinero expone a los personajes principales sobre la vida de los dos moradores de la isla de las Ermitas y la que cuenta Bartolomé a sus amos sobre una novedad maravillosa que abriga el mesón francés en que moran; la contemplación del escenario donde se desarrolla la acción: las ermitas y una lúgubre estancia, comporta la relación pormenorizada del caso por uno de los personajes del episodio: Renato y el enlutado criado de Ruperta; por fin, una acción presente: la llegada a la isla de Sinibaldo, el hermano de Renato, y el frustrado intento de asesinato de Croriano por Ruperta, oficia de desenlace. A ello hay que sumar que muchos de los componentes de los dos episodios provienen de la tradición caballeresca. Con todo, el de la «bella matadora» es una de las secuencias 9

Cfr. aquí, el capítulo III de la segunda parte, y Baquero Escudero (2013: 186).

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narrativas secundarias más revolucionarias y transgresoras de la producción literaria de Cervantes, dado que la parte activa se desarrolla, por primera y única vez en su obra, a espaldas de cualquier personaje, que no sean los actores mismos del episodio y el narrador principal.10 Como consecuencia de la reflexión que Cervantes efectúa sobre el episodio y su relación estructural con la narración de base a partir de la experiencia del Ingenioso hidalgo, la participación e implicación de los personajes principales en la materia interpolada deviene una cuestión fundamental a fin de potenciar la coherencia constructiva del discurso, de garantizar la cohesión de los niveles narrativos primario y secundario.11 Es discreto señalar que, en la acción en presente del Persiles, Cervantes configura, pese a la centralidad de Periandro y Auristela y a diferencia del Quijote, un personaje colectivo, cuyo guarismo está en continuo estado de fluctuación. Desde la isla Bárbara hasta el Quintanar de la Orden, el núcleo lo componen la pareja nórdica y la familia del español Antonio; a él se van adhiriendo y desligando personajes conforme entrecruzan y distancian sus destinos, caminos e intereses. Desde la localidad manchega hasta Roma, el cañamazo se reduce a Periandro, Auristela y los hijos del español y Ricla, Antonio y Constanza; si bien, a medida que se van aproximando a la meta de la novela, el escuadrón va incrementado su número, habida cuenta de que la ciudad eterna, en homología con el espacio pastoril comprendido entre las riberas del Tajo y del Henares de La Galatea, funciona como un centro aglutinador donde confluyen todos los vivires. Por consiguiente, la intervención de los personajes primarios en los relatos secundarios recae principalmente en Periandro y Auristela, en menor proporción en la familia de Antonio y ocasionalmente en otros personajes. Periandro y Auristela o uno de los dos son los receptores orales de todas las narraciones intradiegéticas episódicas, a excepción de la de Claricia, a la que prestan oído las tres damas francesas, porque Periandro y Antonio están malheridos a la sazón por su actuación en el caso de Domicio y en la liberación de Félix Flora de su raptor y Auristela y Constanza les están atendiendo. Su mediación o intromisión en la parte activa manifiesta, 10

Véanse aquí los capítulos I y IV de la segunda parte. En efecto, en el Ingenioso hidalgo el cura Pero Pérez y el barbero maese Nicolás reparten funciones con don Quijote y Sancho en la integración de los episodios en el cuerpo de la fábula, concretamente en el relato de Dorotea y en el entramado de historias que se desarrolla en la venta de Juan Palomeque. En el Ingenioso caballero, sin embargo, todo gira alrededor de la pareja protagonista (cfr. Riley, 2000: 126), aunque pierden protagonismo ante otros personajes en los episodios de Ricote y Ana Félix –el general de la galera capitana, el virrey de Cataluña y don Antonio Moreno– y de Claudia Jerónima –Roque Guinart– (cfr. Muñoz Sánchez, 2013a: 229). La actuación independiente del cura y del barbero, eliminada en la segunda parte, no ha lugar tampoco en el Persiles por cuanto Periandro y Auristela están siempre presentes, aunque sean puntualmente otros de los personajes que los acompañan los focalizados en atención a la conexión con un episodio en particular. 11

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en cambio, diversos grados de intensidad: 1) se quedan por completo al margen del desenlace de la historia de Ruperta; 2) son observadores o espectadores a distancia del trágico suceso de Taurisa –solo Auristela–, de la pendencia de Tozuelo y Clementa con sus progenitores y de la anécdota de los falsos cautivos; 3) aunque están presentes, quedan relegados a un segundo plano por la participación de otros personajes en los episodios de Rutilio –Ricla, en el preámbulo, y Antonio el padre, que es quien pide al italiano que cuente su historia–, de Renato –Arnaldo, que solicita al francés que relate su caso, y Sinibaldo, su hermano, que arriba con la noticia de su rehabilitación social tras la muerte de Libsomiro, su contrincante–, de Feliciana de la Voz –los boyeros, en la majada, y don Juan de Orellana y don Francisco de Pizarro, en Guadalupe–, de Ortel Banedre –Constanza, en el encuentro con Luisa en el mesón francés, y Ruperta y Croriano, en la liberación de Luisa y Bartolomé de la cárcel romana– y de Ambrosia Agustina –Constanza–; 4) su injerencia es significativa en los episodios de Antonio, Manuel, Transila e Isabela –solo Auristela–; 5) su participación es fundamental en la primera parte del episodio de Banedre y en el de Claricia y Domicio. Los episodios novelescos del Persiles, como los de los otros textos cervantinos de largo aliento y las Novelas ejemplares, asimilan, pese a su heterogeneidad genológica, el mundo de la novela breve, en que se consigna la realidad cotidiana, la vida en curso, la ambigüedad y relatividad de la verdad. Por ello, nos sorprende que pueda establecerse una rígida distinción entre los episodios de los libros I-II y los del libro III en función de su menor y mayor aproximación al realismo o de su mayor y menor gravedad y ejemplaridad ideológica. Aun más que el Quijote, el Persiles es una galería, una síntesis, de los géneros de su tiempo; al igual que en el resto de la obra de Cervantes, en la novela póstuma ningún episodio pertenece en puridad a un módulo específico, antes bien se deslizan de unos a otros, se contaminan unos de otros o se combinan unos con otros, singularmente los más elaborados; son, pues, de naturaleza híbrida. El episodio de Antonio entrevera elementos del drama de honor y las biografías de soldados –al modo del Discurso de mi vida de Alonso de Contreras y el Comentario del desengaño de sí mismo de Diego López de Estrada o de la ficticia de Rui Pérez de Viedma, inserta en el Ingenioso hidalgo, episodio con el que guarda una nítida relación intratextual– con el relato de amor y aventuras, todo ello traspasado por la evocación de la Odisea en el viaje épico de Antonio, en el encuentro con Ricla en la marina de la isla Bárbara y en la anagnórisis con su padres; a pesar del credo de Ricla, su matrimonio interracial e intercultural con Antonio –similar al del capitán cautivo y Zoraida, al de don Lope y Zahara o Zara, en Los baños de Argel, y al de Amurates y Catalina, en La gran sultana– no solo se oficia al modo pretridentino, sino que en el texto no se registra su sanción sacramental, como tampoco el bautismo ni la confirmación católica de ella

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y sus hijos.12 El de Rutilio exhibe rasgos picarescos, celestinescos y de la novella de mercaderes a la manera de Boccaccio, a quien Cervantes podría estar homenajeando; la andadura del maestro de danzar por el Persiles es, incluso después de haber abrazado la vida penitente en la isla de las Ermitas, un continuo vagar sin solución de continuidad, un camino sin retorno, como se echa de ver en el final en que todos retornan felices a sus hogares salvo él, Luisa y Bartolomé. El de Manuel de Sosa es un relato predominantemente cortesano-sentimental, anclado en el tiempo de las campañas africanas del rey de Portugal y abocado a la tragedia por la inicua traición de Leonora, que subvierte el desenlace habitual del tema odiseico de la boda estorbada. El de Transila recrea una costumbre exótica, el ius primae noctis, asociada con motivos de la epopeya clásica y culta italiana, como la caracterización viril de la protagonista y el talante adivino de Mauricio; ideológicamente apuesta, con tanta maestría como sutilidad, por la libertad de conciencia, frente a un catolicismo trenzado de superstición tradicional. El de Taurisa y los dos capitanes es un breve excurso trágico que versa sobre la fuerza todopoderosa del deseo como una vehemente pasión del ánimo que obnubila la razón, y sobre la sujeción de eros y tánatos; podría tener su origen en un paso de la novella decameroniana de Alatiel (II, 7). El de Renato y Eusebia es una ficción cortesano-caballeresca, pero despojada de su idealidad genética, que prescribe el triunfo de la justicia poética, para impregnarse de la incertidumbre de la vida y de su arbitrariedad moral. El de Feliciana de la Voz y Rosiano es un caso de honra prototípico tanto de la novela corta como del teatro del período, centrado en la contienda paternofilial sobre la 12 Escribe Márquez Villanueva (2010: 282): «no hay en toda la obra de Cervantes páginas más audaces que las dedicadas al robinsonismo ético-religioso del náufrago manchego Antonio el bárbaro, origen de una ejemplar familia en que, conforme a un erasmismo radical, florece en armonía con la naturaleza un ramillete de virtudes cristianas que nunca conocieron iglesias, sacramentos ni clero». Hay que tener en cuenta, no obstante, que el casamiento de Antonio y Ricla se celebra en un área geográfica en la que no tenía eficacia, por no haberse publicado allí, el decreto Tametsi, que regulaba el sacramento del matrimonio establecido por el Concilio de Trento, y tal vez en una data anterior a 1563; pero, una vez en suelo español y a comienzos del siglo XVII, lo cierto es que no lo regularizan o, por lo menos, no se declara en el texto. Lo que Cervantes tematiza es exclusivamente la unión natural de un hombre y una mujer al margen de más ritos y ceremonias que declararse esposos de palabra y sancionarlo con la cópula, la convivencia y la conformación de una familia. Este tipo de unión matrimonial –clandestino, secreto, «hecho a hurtadillas», por apretón de manos, etc.– es justamente el que impera en el Persiles, especialmente en el libro III, que se desarrolla en los países católicos del sur de Europa en la primeras décadas del seiscientos: así lo certifican las uniones de Feliciana de la Voz y Rosanio, Tozuelo y Clementa Cobeña, Ambrosia Agustín y Contarino de Arbolánchez, Ruperta y Croriano e Isabela Castrucho y Andrea Marulo; el único casamiento que a se ajusta a la normativa tridentina es el de Ortel Banedre y Luisa, en el cual el caballero polaco compra a golpe de oro indiano a la joven talaverana a sus padres, entrometiéndose y deshaciendo el que tenía concertado con Alonso, vecino suyo de una misma edad y condición social. En todo caso, véase la lectura ortodoxa que propone Garau (2013: 252-255) tanto del matrimonio de Antonio y Ricla como del credo de ella, así como las reflexiones de Martinengo (2015) sobre el tema del matrimonio en los últimos textos de Cervantes, singularmente en el Persiles. Por el contrario, ténganse en cuenta las reveladoras páginas de Scaramuzza Vidoni (1998: 115-184).

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elección del cónyuge y en el absurdo código del honor, no menos bárbaro llevado a sus últimas consecuencias que el ius primae noctis; en algunos puntos de su desarrollo se vincula intratextualmente con La señora Cornelia. El de Banedre, Luisa y Bartolomé amalgama elementos constitutivos de la novela picaresca, de la novella italiana y de la novela al modo cervantino de El celoso extremeño, con la que mantiene un evidente ligamen intratextual; remite irónicamente, en su estructura subyacente, a la fábula mítica del adulterio de Venus y Marte según la recrea Homero en el canto VIII de la Odisea, y aborda críticamente, en clave tragicómica, el tema del matrimonio cristiano derivado del Concilio de Trento. El de Tozuelo y Clementa Cobeña remeda un drama de honra de villanos en clave cómica, que vuelve sobre la controversia paternofilial de la elección del cónyuge, al tiempo que subscribe el matrimonio por apretón de manos «como lo manda la santa Iglesia nuestra madre» (III, viii, 509). El de los falsos cautivos ostenta elementos de los relatos de cautivos, de la novela picaresca y del entremés de alcaldes rústicos a la manera cervantina de La elección de los alcaldes de Daganzo, y, sin embargo, aborda con tanta gracia y hondura como ambigüedad moral cuestiones de poética y retórica referidas a la dialéctica de realidad y ficción, historia y literatura, y al poder de persuasión y la capacidad de fabulación del narrador para hacer pasar una mentira como verdad, por lo que, desde este enfoque y pese a las distancias, se asemeja al quijotesco retablo de maese Pedro y el mono adivino. El de Ambrosia Agustina remite al mundo de la novela cortesana y de la comedia de capa y espada de ambientación contemporánea. El de Claricia y Domicio presenta un caso de amor, envenenamiento y locura relacionado al parigual con la ficción caballeresca y la celestinesca, pero que alude al mito de Hércules y Deyanira, elaborado por Sófocles en Las Traquinias y por Ovidio en el libro IX de las Metamorfosis. El de Ruperta y Croriano es igualmente un estupendo pastiche intertextual constituido de elementos de diversa factura procedentes de la tradición grecolatina, los libros de caballerías, la épica heroica contemporánea y la novela picaresca;13 todo ello al servicio de demostrar con no menos ironía que humor que la cólera de la mujer sí tiene límite.14 El de Isabela 13 Cfr. Beltrami (2002), Blanco (2004: 24-28), Muñoz Sánchez (en prensa) y aquí, en el capítulo cuarto de la segunda parte. 14 Martín Morán (2004: 567-568) ha utilizado la sentencia de narrador primario del Persiles «la cólera de la mujer no tiene límite» (III, xvii, 590) para poner en entredicho «la emblemática tolerancia cervantina», ya que el narrador, ante «los grupos sociales que conforman el espacio de la alteridad interna de la cultura etnocéntrica» – los judíos, los moriscos y las mujeres que habitan en la parte del viaje que se desarrolla en los reinos hispánicos–, no puede aceptar su identidad, reproduciendo así «el punto de vista cristiano viejo del lector contemporáneo». Con ello Cervantes, independientemente de que tal sea su opinión sobre ello o no, construye un marco, ciertamente pragmático, «para la mejor recepción de su obra sobre la base de implicaciones ideológicas compartidas». Pues bien, el mismo Cervantes le desmiente porque al cabo la supuesta aseveración tan misógina como cristiano vieja

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Castrucho sigue el patrón de la comedia urbana contemporánea, la novella italiana y de los relatos cervantinos en que el ingenio traspone cuantas trabas sociales se interponen en la consecución de su objetivo, como, por ejemplo, el episodio de las bodas de Camacho del Ingenioso caballero. En definitiva, la técnica de las interpolaciones del Persiles no cambia radicalmente entre los dos primeros libros y el tercero por cuanto todos ellos, más allá de su especificidad individual y de las relaciones que los vinculan entre sí, se adecuan a los criterios metacríticos enunciados por Cervantes en el Ingenioso caballero. Ello, sumado a la estrategia publicitaria y comercial con que anuncia, no sin solemnidad, el proceso en marcha de composición y próxima aparición de su último texto, al cabo póstumo, permite inferir que solo pudo poner la pluma sobre el papel para enfrascarse en la redacción de la Historia septentrional tras la publicación del Ingenioso hidalgo.

Otras herramientas de datación: del travestismo masculino al de la pareja Hay otros indicios que coadyuvan a postular una redacción tardía del Persiles, como el doble travestismo de la pareja protagonista en el comienzo de la novela. Al contrario de la opinión de Isabel Lozano, pensamos que el método comparativo con otros textos cervantinos, que preferimos denominar intratextual, sirve para contextualizar la datación del texto al arrimo de los otros con los que se vincula; acabamos de esbozar la relación intratextual que manifiestan algunos episodios del Persiles con otros del Quijote y determinadas Novelas ejemplares, innegable es igualmente la vinculación de La española inglesa con la historia medular de la Historia septentrional incluso en su deuda común con Heliodoro y con Homero,15 la práctica del abrupto inicio in medias res de El amante liberal, Las dos doncellas y El casamiento engañoso sin apenas ofrecer las coordenadas referenciales mínimas de la narración y abocando queda refutada y subvertida por el comportamiento de Ruperta que evidencia que la cólera de la mujer sí tiene límite, de tal modo que «triunfó aquella noche la blanda paz desta dura guerra; volvióse el campo de batalla en tálamo de desposorio; nació la paz de la ira; de la muerte, la vida y, del disgusto, el contento» (III, XVII, 596-597). Y es que «Cervantes –como bien señala Blasco (2006: 102)– es un maestro en el arte de envolver, en afirmaciones consonantes con el pensamiento oficial, muy duras críticas contra la realidad del momento… Partiendo de los presupuestos del discurso oficial, Cervantes gusta enfrentar doctrina y experiencia, para desde esta última sacar a luz las miserias de la primera». Por lo que concierne a la posición ambigua que adoptan el autor y el narrador sobre los judíos y los moriscos, remitimos a Scaramuzza Vidoni (1998: 160-164) Pelorson (2003: 55), Güntert (2006: 139) y Márquez Villanueva (2010: 283-289). 15 Al clásico estudio de Lapesa (1967: 242-263), únanse las consideraciones de M. y H. Brioso (2003: 319321); sobre la deuda de ambos textos con la Odisea, cfr. Muñoz Sánchez (2013a: 204-206).

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al receptor tanto a la sorpresa como a la acción inmediata convierte a las tres novelitas en ensayos experimentales previos al del Persiles, y, naturalmente, se podrían esgrimir otras dado que la Historia septentrional no solo es el canto de cisne del autor, sino también una auténtica suma cervantina. Resulta que el travestismo masculino comparece, en la producción literaria de Cervantes, por primera vez en el Ingenioso hidalgo, cuando el cura y el barbero conciben la estratagema de transmutarse el primero en dama menesterosa y el segundo en su paje con el propósito de solicitar una demanda de auxilio a don Quijote que comporte su retorno a la innominada aldea manchega; empero, el proyecto se queda en ciernes por el encuentro con Dorotea, que fingirá ser, bajo la apariencia de la princesa Micomicona, una dama en apuros que viene en busca del favor del caballero andante. Habrá que esperar al Ingenioso caballero para que el travestismo masculino cobre cuerpo de mujer, primero, en el ambiente festivo y carnavalesco de dos de las burlas programadas por los duques y su séquito, a saber: la del desencanto de Dulcinea, en que el paje da realce y figura a la evanescente amada de don Quijote, y la de la condesa Trifaldi, cuyo contorno es el del guasón mayordomo; después, en dos de las historias secundarias: la de los hijos de don Diego de la Llana, en que el chiquillo se atavía con los vestidos de su hermana, y la de Ricote y Ana Félix, donde Gaspar Gregorio se ve obligado a engalanarse de mujer para salvaguardar su entereza ante el amor de lonh del rey de Argel. En La gran sultana sucede el de Lamberto, que es Zelinda, pretendida por Amurates y devuelta a su condición prístina por súbita transformación. Por fin, en Los trabajos de Persiles y Sigismunda contamos con los casos de Periandro y de Tozuelo.16 Si descontamos el conato de disfraz de Pero Pérez, todos los demás se aglutinan en los tres últimos textos publicados por Cervantes, todos compuestos con posterioridad al Ingenioso hidalgo, incluida La gran sultana que tiende a fecharse a partir de 1607-1608 (cfr. Gómez Canseco, 2010: 21-29). Podemos acotar aun un poco más: el doble travestismo de una pareja únicamente lo ensaya Cervantes en los episodios de los hijos de don Diego de la Llana y de Ricote, Ana Félix y Gaspar Gregorio, en el Ingenioso caballero, y en el tan deslumbrante como audaz 16 Cervantes, en algunos casos, denota la androginia o anfibología sexual de estos hombres vestidos de mujer, como el «desenfado varonil» y «la voz no muy adamada» del paje-Dulcinea (Don Quijote, II, xxxv, 1010), o la «voz antes basta y ronca que sutil y delicada» del mayordomo que hace de la condesa Trifaldi (II, xxxviii, 1026); en otros no, como sucede con el hijo de don Diego, Gaspar Gregorio y Tozuelo. En el de Lamberto y Periandro Cervantes recurre a la imagen de «los dos soles» y su hechizante resplandor: le recomienda Rustán a Lamberto-Zelinda: «muéstrale el vivo / varonil resplandor de tus dos soles» (La gran sultana, III, vv. 2571-2572, p. 352); por su lado, «levantóse en pie Periandro, descubrió el rostro, alzó los ojos al cielo, mostró dolerse de su ventura, estendió los rayos de sus dos soles a una y otra parte, que, encontrándose con los del bárbaro capitán, dieron con él en tierra» (I, iii, 148). Sobre el travestismo en Cervantes, véase Díez Fernández (2004: 143-171, esp. pp. 154-169).

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comienzo de su obra más querida, con el de Periandro, convertido en la más gallarda y hermosa doncella, y Auristela, en desdichado varón. Y el resultado vuelve a ser la paridad entre la continuación de las aventuras de don Quijote y Sancho y Los trabajos de Persiles y Sigismunda.

«Libro que se atreve a competir con Heliodoro» Tanto para el doble travestismo como para el cambio de sexo operado en el último suspiro por «Zelinda, que es Lamberto», Cervantes pudo tomar como falsilla la historia de Fiordispina, inserta en el Orlando furioso (canto XXV) de Ludovico Ariosto, en que los hermanos Bradamante y Ricciardeto intercambian sus vestidos y su identidad como hacen los hijos de don Diego de la Llana; mejor quizá que el relato de los hermanos Julio y Julieta, que Cristóbal de Villalón, emulando al Ariosto, incluye en el libro IX de El Crótalon, por su complicada difusión. El Orlando furioso (1532), que Cervantes tenía en la uña, constituye además el modelo estructural de escritura desatada que se experimenta en el Persiles, aun cuando en sus páginas (IV, vi) se rinda tributo explícito a la Gerusalemme liberata (1581) de Torquato Tasso. E. C. Riley (1997: 46) aseguraba que «Cervantes leía con avidez, y tal vez más que otros, sabía que la literatura era un océano de intertextualidad». Cualquier estudio sobre tal cuestión en el Persiles, por mínimo que sea, no vendrá sino a ratificar y a asentir el aserto del ilustre cervantista. El Orlando furioso es solo uno de los copiosos textos que Cervantes manejó, de los más variados asuntos y disciplinas, para la elaboración de su Historia septentrional.17 En lo estrictamente literario tienen una fundamental incidencia la Odisea de Homero y la Eneida de Virgilio, que se funden proporcionada y magistralmente en los compases finales del libro I y a lo largo del libro II, en la participación de Periandro en las fiestas lúdico-deportivas de la isla del rey Policarpo, en la estadía de los protagonistas y sus acompañantes en la susodicha isla y en la extensa relación del héroe de sus aventuras marinas, al mismo tiempo que constituyen, en especial el poema de Ulises, el referente intertextual de algunas de las secuencias narrativas de segundo grado y del desenlace de la historia medular. Igualmente, la novela grecolatina de la época imperial, sobre todo el Leucipa y Clitofonte de Aquiles Tacio, que Cervantes pudo tener en mente a la hora de configurar los compases iniciales de la historia principal –la 17 Sobre los modelos literarios del Persiles la bibliografía es amplísima; muy importantes son los estudios de Schevill (1906-1907a, 1906-1907b y 1908), Romero (1968; 2004: 46-51 y las notas al texto), Stegmann (1971), Forcione (1970b y 1972), Scaramuzza Vidoni (1998: 115-216), Lozano Renieblas (1998), Sacchetti (2001), Nerlich (2005), Alarcos Martínez (2014a y 2014b) y Blanco (2016).

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presencia de Auristela en Tule, el enamoramiento, el voto y la huida– así como en el empleo de la ironía y la distancia autorial sobre lo narrado, la introducción del realismo crítico desmitificador y tal vez la idea del cuadro que ordenan pintar los héroes sobre la parte septentrional de su viaje derivada de la écfrasis inicial del relato griego, y El asno de oro de Apuleyo, que bien pudo dejar su impronta en el diseño constructivo del libro III, además de en el episodio de Ruperta. Significativa parecer ser asimismo la presencia de los emuladores españoles de la novela griega de amor y aventuras que le precedieron, el Clareo y Florisea (1552) de Núñez de Reinoso, cuyos primeros diecinueve libros constituyen una traducción libre y muy remozada de los Amorosi ragionamenti (1546) de Ludovico Dolce, que a su vez es una traducción incompleta de la versión latina de la novela de Aquiles de Tacio realizada por A. Della Croce en 1544, aunque no se puede descartar que Reinoso conociera la traducción italiana completa de Aníbal de Coccio publicada en 1551, la Selva de aventuras (1565-1583) de Jerónimo de Contreras y, sobre todo, El peregrino en su patria (1604) de Lope de Vega, obra que le pudo servir de estímulo y con cuyo autor rivaliza. Es harto probable que Cervantes perfilara la etopeya de Auristela sobre la de Oriana, la amada de Amadís de Gaula, habida cuenta de que, como observara J. B. Avalle-Arce (1991: 78-79), «Oriana tiene una característica moral… que la distingue de la turbamulta de heroínas caballerescas, y ésta la constituyen sus celos de Amadís… Oriana es una vorágine en la que se entremezclan los raptos de pasión amorosa y las rachas de celos coléricos, una audaz combinación de opuestos que no tuvo imitadores inmediatos». Auristela, cierto, aunque entibia con su frialdad el ardor amoroso, refulge por sus prontos celosos, capaces aun de fraguar la borrasca y la tormenta posterior que provoca el naufragio del barco en donde viene en conocimiento del amor que despierta Periandro en la cándida Sinforosa, de postrarla en cama, de hacer de casamentera de su hermano amante en perjuicio de sus propios sentimientos y, ya en Roma, a causa del incidente con Hipólita, de abandonarle a favor de la vida conventual. Otros autores evocados, entre un larguísimo etcétera, son Horacio, Ovidio, Antonio Diógenes, Luciano, Garcilaso, Ercilla o Góngora. Sin embargo, ninguno alcanza la relevancia que adquiere Heliodoro, comenzando por el hecho de que la Historia etiópica de los amores de Teágenes y Cariclea es el único modelo imitado que Cervantes declara abiertamente en el conjunto de su producción artística, aparte del Viaggio di Parnaso (1582) de Cesare Caporali.18

18 Cierto es que Cervantes, en otras ocasiones, menciona implícitamente los textos que imita, como la penitencia de Amadís-Beltenebros y la furia de Orlando en la penitencia de don Quijote en Sierra Morena o la alusión a El asno de Oro en El coloquio de los perros.

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A propósito de la Historia etiópica de Heliodoro La Historia etiópica de Heliodoro de Émesa es el representante más tardío de un género, la novela griega de amor y aventuras, que afloró entre finales del siglo II y comienzos del siglo I a. de C., pues el texto más antiguo del que se tiene noticia, un fragmento de la novela de Nino y Semíramis, data aproximadamente del año 100 a. de C., se desarrolló en época imperial, alcanzado su madurez y esplendor en el siglo II, coincidiendo con el florecimiento cultural de Grecia que, desde Filóstrato, se conoce como la Segunda Sofística, y declinó hacia finales del siglo IV.19 Del género, que hubo de ser inmensamente popular, se conservan únicamente cinco textos completos: el Quéreas y Calírroe de Caritón de Afrodisias, que data probablemente del siglo I de nuestra era; las Efesíacas o Antía y Habrócomes de Jenofonte de Éfeso, de principios del siglo II; las Pastorales lésbicas o Dafnis y Cloe de Longo, de finales del siglo II; el Leucipa y Clitofonte de Aquiles Tacio, también de finales del siglo II, y el Teágenes y Cariclea de Heliodoro, de los siglos III o IV. A ellos cabe sumar un valioso conjunto de fragmentos papiráceos, que permiten precisar las directrices, la evolución y la cronología del género, así como los cumplidos resúmenes elaborados por Focio para su Biblioteca (s. IX), de entre los que destacan, aparte de los de las novelas de Aquiles Tacio y Heliodoro, los de las Maravillas increíbles de allende Tule de Antonio Diógenes y las Babilónicas de Jámblico. La Historia etiópica, por lo tanto, se sitúa en el período crepuscular del género, marcado por el barroquismo y la elegancia estilística, el primor dispositivo y una vuelta a la ortodoxia, tras las audaces innovaciones introducidas por Longo y Aquiles Tacio en lo amoroso, al tratarlo desde una perspectiva más natural, realista y sensual, y en lo formal, al eliminar –el primero– el viaje como componente estructural y al comenzar –el segundo– el relato in extremas res como un acontecimiento pasado digno de ser reactualizado en su totalidad y al enjuiciar con humor y ironía los tópica característicos del módulo. Quizá el mayor apego de Heliodoro a la convención del género estribe en la revitalización de la espiritualidad platónica, llevada a cabo por Plotino, que volvía a establecer la drástica separación de cuerpo y alma, de mundo sensible y mundo ideal, de modo que el amor se erige de nuevo en una vía de acceso a la divinidad, la cual se alcanza tras un proceso doloroso de purificación y perfeccionamiento. Teágenes y Cariclea, en efecto, son, frente a sus congéneres, bastante más comedidos en sus expansiones eróticas; su amor no solo está gobernando y templado por la razón, sino que la salvaguarda de su honestidad constituye el cimiento de su salud sentimental. 19

Sobre la novela de tipo griego, véase Muñoz Sánchez (2012: 328-358) y la bibliografía allí citada.

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Así, sus lances y aventuras son experimentadas como una suerte de heroica penitencia en que acrisolar y demostrar la calidad de su sentimiento. Al mismo tiempo, la castidad, consustancial al género, pero variable en su concepción y tratamiento de unas novelas a otras, adquiere una mayor densidad espiritual de marcado acento religioso.20 Pues, ciertamente, la novela de Heliodoro abriga una profunda intención moral, casi de propaganda religiosa, asociada, en sincretismo con el neoplatonismo, a los cultos de Apolo-Sol y Ártemis-Luna, que se verifica en que Teágenes y Cariclea ponen fin a su periplo convertidos en sus sacerdotes. Precisamente en esto reside una de las más significativas innovaciones del escritor sirio: en dotar de una finalidad y de un sentido trascendente a la peregrinación de los amantes, obra del destino. Heliodoro rectifica el itinerario circular de la novela de tipo griego –lo es solo para la heroína– por el trayecto lineal de la pareja con una meta fijada: Méroe, la capital de Etiopía y el lugar de origen de Cariclea. Este modelo estructural, casi con toda probabilidad, lo adopta de la Odisea de Homero, su principal intertexto, y quizá también de la Eneida, en tanto en cuanto el viaje de Eneas al Lacio está igualmente prefijado por la divinidad, Jove y el fatum y connotado de honda significación religiosa. Heliodoro persiste en la configuración morfológica de la novela como una historia principal sobre la que se insertan relatos novelescos menores, en función de entremeses episódicos que dan variedad a la trama y que permiten abrir las puertas de la narración a otros mundos posibles y a otros decorados ficcionales. En realidad, son solo dos los relatos paralelos a la narración de base, los de Cnemón y Calasiris, y ambos están estrechamente ligados a ella. El primero tiene por asunto el tema de rancio abolengo de la mujer de Putifar, con numerosas concomitancias con el Hipólito de Eurípides, y por marco la ciudad de Atenas, así como en el relato de la madrastra y su alnado inserto en el libro X de El asno de oro de Apuleyo; mientras que el segundo pivota sobre el amor incontrolado e irregular que suscita una hetaira de lujo, la bella Rodopis, en el sacerdote egipcio, cuya única victoria estriba en la huida, si bien tiene por complemento la de Tíamis, el noble capitán de los vaqueros que resulta ser su hijo, quien se ha visto obligado a rebajarse social y moralmente por la infamia de su hermano menor, Petosiris; de igual modo, el episodio de Cnemón tiene su línea gemela en la historia de Tisbe. Pero Heliodoro sobresale por su inusitado virtuosismo formal: la disposición de Conviene indicar que tanto Quéreas y Calírroe como Antía y Habrócomes son parejas matrimoniales; Calírroe, además, por mor de las circunstancias, se ve en la obligación de tener que desposarse de segundas nupcias con Dionisio; con todo, Antía y Habrócomes, como Teágenes y Cariclea, prefieren morir puros que manchar su amor. En los textos de Longo y Aquiles Tacio no solo se respira un ambiente amoroso más laxo, sino que se permite la cópula de Dafnis con Licenion y la de Clitofonte con Mélite, sin que empañe su franqueza sentimental para con Cloe y Leucipa, respectivamente. 20

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tales narraciones secundarias no acaece de corrido, como las de Antía y Habrócomes, o segmentada en dos bloques, como por ejemplo la de Calístenes y Calígona en el Leucipa, sino que se diseminan fragmentaria e intermitentemente a lo largo de varios libros, narradas por entregas y por diferentes personajes-narradores. Esta elasticidad estructural, enrevesadamente laberíntica, se complica todavía más por el empleo del ordo artificialis, que compromete a Heliodoro a ensayar distintos modos de engarce e imbricación a fin de atender a las historias laterales y de paliar el inicio in medias res de la trama con la inclusión de analepsis completivas, sin quebrar la cohesión armónica del conjunto. La extensa relación de Calasiris (libros II-V), que completa los vacíos de la narración nuclear, es de una efectividad poética sin precedentes –aun cuando sea deudora de las de Ulises y Eneas–, no tanto porque se desarrolle en varias secciones entrecortadas por lo que les sucede a Teágenes y Cariclea y por la anagnórisis del viejo sacerdote con la heroína en casa de Nausicles, cuanto porque alberga en su seno como relatos de tercer grado en desorden cronológico la narración oral de Caricles sobre la adquisición de Cariclea (libro II) y la narración escrita en caracteres etíopes por Persina en la cinta en donde revela el prodigioso nacimiento de la heroína, blanca de padres negros por haber sido concebida en presencia de una pintura de Andrómeda, y que le deja a su hija, junto con otros objetos identificadores, para que pueda ser reconocida (libro IV); y, sobre todo, por la relación que se genera entre el emisor y el receptor, primero entre Calasiris y Cnemón, después entre el protector de la pareja y un auditorio más amplio, que permite la programación de las reacciones del lector externo, a la par que consigna una considerable versatilidad de reacciones. Resulta que Cnemón no obra como un interlocutor pasivo que se limita a escuchar el cuento del sabio sacerdote, como los felices feacios o los púnicos de la corte cartaginés de Dido, antes bien la interrumpe constantemente para comentarla y para marcar la pauta al propio narrador, al modo en que lo hace, pero desde otros presupuestos poéticos y teóricos, Cipión con Berganza, en El coloquio de los perros, y el receptor múltiple, conforme a su diferente horizonte de expectativas, con Periandro en el libro II del Persiles. De tal forma que se alterna la narración con el diálogo, el cuento de lo que ha ocurrido con el poso de reflexión que conlleva, es decir de un ejercicio constante de narratividad y de metanarratividad, de poesía y de crítica. La narración de Calasiris, por otro lado, presenta una novedad respecto de los relatos analépticos de Ulises, Eneas y Clitofonte, cual es que él refiere al mismo tiempo su historia particular y la de Teágenes y Cariclea, por lo que asume entrelazadas las funciones de narrador autodiegético e intradiegético-homodiegético testigo. Calasiris, acostumbrado a interpretar la realidad y los signos con que los dioses advierten del futuro a los hombres, construye, además, un discurso de naturaleza híbrida, en el que la narración alterna con digresiones de tipo reflexivo, que

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comentan las diversas situaciones de la acción contada desde su perspectiva ideológica y su sabia presunción. Aparte de la narración de Calasiris hay otros relatos analépticos menores cuya función no es completar el inicio in medias res de la trama, sino ofrecer información sobre lo sucedido a la otra línea de la acción principal durante la separación de Teágenes y Cariclea, como el del comerciante de Quemis, amigo de Nausicles, que informa a este, Calasiris y Cnemón sobre el nuevo paradero del héroe tras una incursión del ejército comandado por Mitranes en el campamento de los vaqueros liderados por Tíamis, o el de la anciana de Besa que llora la muerte de su hijo y que cuenta a Calasiris y a Cariclea el enfrentamiento habido entre los vaqueros y las tropas de Mitranes y la ida, tras la victoria de aquellos, de Tíamis y Teágenes a Menfis (ambos en el libro VI, uno al comienzo y el otro al final). Por consiguiente, Heliodoro, que se escuda detrás de sus personajes, sigue a la letra la norma aristotélica del narrador épico. Una norma que, a través de su emulación, Cervantes también profesará en el Persiles y Sigismunda. La Historia etiópica está físicamente dividida en diez libros, obra del propio autor, que culmina cada uno, como hábil maestro de la intriga y del suspense que es, en un momento prominente de la acción, dejando suspendido y admirado al receptor. Resulta complicado aventurar una estructura de la novela que dé cumplida cuenta de su admirable diversidad y perfección, puesto que a las tramas secundarias y al inicio in medias res hay que añadir una tupida red de paralelismos, retardaciones, anticipaciones y entrelazamientos de temas y personajes. Empero, conforme al relato de Calasiris, los diez libros se pueden distribuir en dos partes equilibradas de cinco cada una. La primera, tras el no menos espectacular que sobrecogedor comienzo, que introduce de bruces al lector en la acción de la novela, y del episodio de los bandidos egipcios, que dispara las diferentes tramas que la conciertan, estaría justamente confeccionada por la analepsis del sacerdote egipcio en que se exponen detalladamente los antecedentes que enfilan a la escena inicial: el extraordinario nacimiento de Cariclea; su oculta crianza durante siete años por el sacerdote gimnosofista Sisimitres; su entrega a Caricles que, como hija adoptiva, la lleva consigo de Catrolupos a Delfos, donde oficia de sacerdotisa de Ártemis; su enamoramiento de Teágenes durante una festividad religiosa, el combate interno y la aegritudo amoris de los amantes y la subsiguiente huida maquinada por Calasiris; su viaje por mar desde Delfos hasta el delta del Nilo, previo paso y demora prolongada en la isla odiseica de Zacinto. La segunda, que precipita la narración hacia el desenlace, describe el viaje terrestre de Cariclea de Quemis, la aldea de Nausicles en donde tiene lugar la narración de Calasiris, hasta Méroe, pasando por Besa –la única ciudad no documentada históricamente–, Menfis, Siene y Filas, y progresa alrededor de varios episodios: los libros VI y VII comprenden el camino de Cariclea y Calasiris

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disfrazados de mendigos para celar su identidad y pasar desapercibidos hasta Menfis, en que halla resolución la trama secundaria del sacerdote y sus dos hijos y en donde se reencuentran, para no separarse más, Teágenes y Cariclea; el libro VIII se desarrolla en el palacio de Ársace, que pone a prueba la castidad y el amor de la pareja con su intemperante enardecimiento del héroe, con sus celos y con las artimañas de su criada, la hechicera Cíbele; el libro IX versa sobre el enfrentamiento bélico del sátrapa persa de Egipto y marido de Ársace, Oroóndates, y el rey de Etiopía y padre de Cariclea, Hidaspes, por el control de los yacimientos de piedras preciosas de la ciudad de Filas, que es la trama histórica que vertebra la novela, ya desde la entrega de la heroína a Caricles por Sisimitres durante la conmemoración de una embajada; en el libro X, con la llegada triunfante de Hidaspes a Méroe portando consigo a Teágenes y Cariclea, acaece la anagnórisis de la heroína con sus padres y el happy end. Las Etiópicas, pues, cumplen a raja tabla lo que el Pinciano (1998: 189) ponderaba en una fábula: que sea «una y varia, perturbadora y quietadora de los ánimos, y admirable y verisímil».

La presencia de la Historia etiópica en la Historia septentrional Con la disolución del Imperio romano, tras el destronamiento de Rómulo Augusto por Odoacro en el año 476, la novela de tipo griego dejó de ser un referente en sentido pleno en Europa occidental, aunque su desarrollo, influencia y remozamiento se prolongara en Bizancio y algunos de sus componentes estructurales subsistieran activos en relatos de aventuras medievales como el Libro de Apolonio, el Libro del caballero Zifar y Flores y Blancaflor (cfr. Lozano-Renieblas, 2003a). Empero, a partir del descubrimiento, por un soldado alemán, del manuscrito griego, en el saco a la biblioteca del rey Matías Corvino de Hungría, de la Historia etiópica en 1527 y de su editio princeps en Basilea en1534, a cargo de Opsopopeus, el texto de Heliodoro, junto con el Leucipa y Clitofonte de Aquiles Tacio y, en menor medida, las Pastorales lésbicas de Longo, devolvía la primacía al género, hasta el punto de erigirse en un modelo literario de referencia en el Renacimiento y, sobre todo, en el Barroco. En España lo sería para los humanistas, especialmente los erasmistas, dado que «esta novela les agrada por mil cualidades que faltan demasiado en la literatura caballeresca: verosimilitud, verdad psicológica, ingeniosidad de la composición, sustancia filosófica, respeto de la moral. Siguiendo esta línea, que parte de la crítica de los libros de caballerías para llegar al elogio de la novela bizantina, fue como se ejerció la influencia más profunda del erasmismo sobre la novela» (Bataillon, 1966: 622); para los preceptistas, con el Pinciano a la cabeza, «quienes al fin pueden disponer de un modelo clásico para analizar

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el funcionamiento de un género ignorado por la poética clásica como es la novela» (González Rovira, 1996: 45); para nuestros escritores, porque «influyó poderosamente en buena parte de los géneros narrativos hispánicos (novela pastoril, cortesana, de cautivos; incluso en la picaresca), como soporte estructural de numerosas narraciones; y, además, dio lugar a una reelaboración española que se conoce como novela bizantina o novela de aventuras» (Rey Hazas, 1982: 99); y para el público lector, por cuanto «estas novelas de amor virtuoso satisfacían los escrúpulos morales de los lectores a la vez que les atraía con su estructura compleja y su representación de la realidad más sobria, comparada con la fantasía y convencionalismo de la novela caballeresca, con el estatismo elegíaco de la novela pastoril. Sobre todo, después de la exaltación del Renacimiento, el hombre del siglo XVI gusta de admirar la tensión nacida de las pasiones que se doblegan ante la norma moral, social o religiosa» (Lida de Malkiel, 1966: 227). Ejemplo paradigmático, sobre los de Rabelais, Tasso, Barclay, Shakespeare, Racine, Lope, Quevedo, Calderón o Gracián, el de Cervantes, que paladeó la novela con tanta delectación como provecho. Desde el estudio pionero, y aun acreditado, de Rudolph Schevill (1906-1907a: 15; 1906-1907b) sobre la presencia de la Historia etiópica en la Historia septentrional hasta el reciente de Miguel Alarcos (2014a: 49-56), se viene insistiendo en que la influencia de Heliodoro es básica en la gestación del proyecto, en coalescencia con el discurso teórico del Tasso y el Pinciano sobre el poema heroico, fundamental en el libro I, importante en el II, pero en conformidad o en repliegue ante la ascendente preponderancia de la venerable Eneida de Virgilio, y escasa o nula en el III y el IV, en donde la experiencia cervantina del Quijote y las Novelas ejemplares, su variado y adensado conocimiento del mundo circundante en confrontación directa con el difuso y brumoso del semilegendario septentrión y el empuje de nuevos referentes, como El asno de Oro de Apuleyo y El peregrino en su patria de Lope, representantes de la novela de camino o de peregrinaje, la terminarían desbancando. Esta disminución progresiva de la incidencia de la Historia etiópica ha sido esgrimida como baluarte para propugnar la, al menos, doble redacción del Persiles,21 el cambio de cronotopo o de

21 Así, Romero (2004: 47) llega a proponer que «la ausencia casi absoluta de ecos heliodorianos… en la parte mediterránea del Persiles se comprende… recordando los años dejados pasar por Cervantes antes de volver seriamente a su materia»; cuando en realidad no es sino el 14 de julio de 1613, en que firma el prólogo a las Novelas ejemplares, el momento elegido por Cervantes para anunciar con desafío y provocación que el Persiles se atreve a competir con el Teágenes y Cariclea.

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tendencia narrativa que opera la novela en el tránsito del libro II al III22 y, consecuentemente, su falta de coherencia y unidad textual.23 Sin embargo, no es cierto. Cervantes dice a la altura del prólogo de las Novelas ejemplares –menos de tres años antes de ponerle el punto final– que el Persiles compite –esto es: imita, reelabora, diversifica y rectifica– con el texto de Heliodoro, y así lo hace, de manera que la presencia de la Historia etiópica en la Historia septentrional se mantiene constante de principio a fin. Aparte de las reminiscencias detectadas por la crítica24 y de las similitudes y convergencias que se pueden colegir de lo expuesto anteriormente acerca de la composición del Persiles y de la sucinta descripción del Teágenes y Cariclea, Cervantes emula el modelo temático-estructural conformado por el escritor sirio, que gira en torno al itinerario lineal de una pareja de amantes, dotada de una belleza extraordinaria y de una pureza sin mácula, con una meta prefigurada desde el comienzo, en la que convergen todos los hilos de la narración. Aunque en ambos casos la solución de ir de Delfos a Méroe y de Tule a Roma está adoptada por los personajes, Calasiris y la reina Eustoquia en concierto con su hijo Persiles, en la Historia etiópica está tutelada y encauzada por la divinidad con un fin predeterminado,25 mientras que en la Historia septentrional es una opción personal que no sobrepasa 22 Cfr. Deffis de Calvo (1999: 115-137, esp. p. 121 y ss.); Lozano-Renieblas (1998: 81-117). Aunque Isabel Lozano defiende la unidad orgánica de la novela en función del esfuerzo que hizo Cervantes, «desde el episodio de la isla Bárbara hasta el encuentro con Hipólita en Roma», «por vincular la historia contada al espacio» (p. 192). 23 Así, Martín Morán (2008: 188 y 189), siguiendo a Lozano-Renieblas, pero arribando a una solución contraria, comenta que «la huella de Heliodoro, patrón de la novela de aventuras, explícitamente señalada por el propio Cervantes, resulta evidente en muchos aspectos narrativos de la parte septentrional; pero parece inexistente en la meridional, para la que, si tuviéramos que buscarle una, convendría apuntar tal vez hacia El asno de oro, prototipo de la novela de peregrinación»; por ello, «la unidad estructural del Persiles, resulta, a decir poco, bastante problemática: cada una de sus partes responde a un modelo narrativo distinto: novela de pruebas, la primera; novela de peregrinación, la segunda». 24 A los trabajos de Schevill (1906-1907b), Romero (1968 y 2004), Stegmann (1971), Forcione (1970b y 1972), González Rovira (1996: 227-247) y Sacchetti (2001), deben agregarse los dos artículos de M. y H. Brioso Sánchez (2002: 92-93; 2003: 304-305), en los que detectan una influencia constante de Heliodoro en el Persiles a través del motivo del «plurilingüismo implícito»; igualmente el estudio de Pelorson (2003: esp. pp. 23-40; por cierto, en las pp. 42-48 aborda asimismo el tema de la comunicación lingüística en la novela); y el magnífico artículo de Mercedes Blanco (2004), sobre todo las páginas que dedica al análisis del uso cervantino de la figura retórica de la hipotiposis (pp. 30-36), que emula y reelabora de Heliodoro en el inicio in medias res, pero que proviene en última instancia de Homero. 25 Son numerosas las ocasiones en que se consigna en el texto, siendo las más importantes el sueño profético de Calasiris en que Apolo y Ártemis, que portan de la mano a Teágenes y Cariclea, le ordenan que una su destino al de la pareja y los conduzca más allá de Egipto (Teágenes y Cariclea, III, pp. 129-130) y la revelación final de Caricles: «Diciendo aquesto, quitándose [Hidaspes] su mitra y la de Persina, que traían en señal del sacerdocio, la suya la puso a Teágenes en la cabeza, y la de Persina, a Cariclea. Lo cual, visto por Caricles, se le vino a la memoria la respuesta del oráculo que le fue dada en Delfos, y halló que realmente se había cumplido lo que tanto tiempo había que por los dioses estaba revelado; que aquestos dos mancebos, después que huyesen de Delfos:

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el ámbito de lo estrictamente humano y político, de ahí que Periandro y Auristela no profesen en religión, sino que se insertan en el ciclo natural de la generación mediante la sanción del matrimonio cristiano a la manera pretridentina. Ello comporta la sustitución del destino como agente de la disposición del trayecto y de los lances y peripecias de la trama por la voluntad, el dictado de las circunstancias, las vicisitudes del viaje y el capricho del albur; o, dicho de otro modo, Periandro y Auristela son más libres que Teágenes y Cariclea, y así, por ejemplo, él puede hacerse corsario justiciero de los mares («hagámonos piratas, no codiciosos, como los demás, sino justicieros» [II, xii, 361]) y fabricarse su propia ventura y ella puede decidir y ratificar ir caminando de Lisboa a Roma, son, en su idealidad, más complejos psicológicamente, por lo que, aunque tenuemente, su itinerario a través de diferentes países y culturas comporta un aprendizaje, es la trayectoria de un desarrollo formativo, y están más sujetos a la imprevisibilidad de lo humano, como se manifiesta en el desenlace. Cervantes, como Helidoro, distribuye el viaje entre una travesía marítima y un recorrido terrestre, coligado cada uno a los accidentes que le son propios. En la Historia etiópica el trayecto marino, que acontece en el prestigioso mar Mediterráneo, cubre el periplo que media entre Delfos y el delta del Nilo y se divide en dos partes: por un lado, el plácido tránsito de la ilustre ciudad de la Fócida, sede del oráculo de Apolo, a la isla de Zacinto, vecina de la Ítaca de Ulises, en la cual pasan Calasiris, Teágenes y Cariclea la temporada invernal, no apta para la navegación, hospedados en casa de un lugareño llamado Tirreno, pero de la que tienen que huir subrepticiamente una noche, avisados por su anfitrión, de las asechanzas urdidas por el pirata Traquino, que pretende raptar a la heroína y hacerse con el botín de la nave fenicia en que vienen realizando el viaje. Por el otro, la agitada navegación de Zacinto al delta de Nilo, en donde se prodigan los peligros –una tormenta, la persecución de los piratas, el asalto a la nave, la disputa de los capitanes corsarios por Cariclea– que conducen a la dramática escena inicial de la novela. Pues, efectivamente, el viaje por mar pertenece por entero al pretérito de la narración principal, se confina a la parte final de la analepsis completiva del sacerdote egipcio (libro V). En el Persiles se traslada el emplazamiento del viaje marino a un océano Atlántico salpicado de islas que corresponden a una topografía real y a otra imaginaria pero verosímil o sancionada por la tradición mítica. No resulta sencillo dilucidar por qué Cervantes mudó las cálidas aguas meridionales del Mediterráneo por las gélidas del Atlántico norte, aunque parece subordinarse a tres motivos fundamentales: 1) el cambio paulatino de focalización política del Mediterráneo al “Lanzándose en el mar, donde vagando / serían llevados al ardiente suelo / que el excesivo sol tuesta y recuece. Y allí, por premio de su gran virtud, / serían sus rubias sienes coronadas / con blancas y reales diademas”» (X, p. 425).

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Atlántico operado en Europa tras el descubrimiento de América y la apertura de nuevas rutas comerciales, que tiene su punto álgido de inflexión en la batalla de Lepanto y en la disolución de la Santa Liga tras el fallecimiento de Pío V el 1.º de mayo de 1572 y el tratado de paz que firma Venecia por separado con el Imperio Turco el 4 de abril de 1573; 2) desde un punto de vista personal y literario, el Mediterráneo, para Cervantes, estaba ligado a su etapa militar y a su confinamiento en Argel; es, por ello, el escenario de todos sus relatos y dramas de cautivos, el marco en que aborda las relaciones hispano-turcas, cristiano-musulmanas; 3) desde una perspectiva funcional, el Atlántico no solo era el espacio apropiado para «mostrar con propiedad un desatino»; también para ubicar, en su dialéctica con los caminos meridionales, el replanteo del discurso irenista del humanismo renacentista en que se mueve la ideología amable y positiva de la Historia septentrional, un lazo de unión que, sustentado en la excelencia, la bonhomía, la amistosa concordia, la libertad de conciencia y de pensamiento y la relatividad de las cosas mundanas, sirve para conciliar a los pueblos de Europa, cifrado en el personaje colectivo internacional que protagoniza la novela. La detención de Calasiris, Teágenes y Cariclea en la isla de Zacinto conviene en el Persiles, aunque en contaminación o eclecticismo intertextual con la de Ulises en Esqueria y Eneas en Cartago, con la prolongada estadía de Periandro, Auristela y compañía en la isla de Policarpo, de la que igualmente han de salir en estampida al ser advertidos del peligro que se cierne sobre ellos por el amor senil del rey por la heroína y los aviesos consejos de la hechicera morisca Cenotia. Al igual que en la Historia etiópica, el final del itinerario marino retrotrae la línea de la narración al comienzo de la novela en la isla Bárbara, aunque no ha colmado del todo el vacío argumental dejado por el inicio in medias res de la trama, que aun precisará del relato analéptico de Seráfido, el ayo de Periandro, estratégicamente situado en el desenlace. Además, Cervantes ha potenciado considerablemente el viaje por mar y lo a él anexo, que no solo se ha desarrollado, parte, en el pretérito y, parte, en el presente de la narración, sino que manifiesta un ecuánime equilibrio estructural con el viaje por tierra. Y es que, en la Historia etiópica, toda la acción en tiempo presente de la novela se corresponde con el itinerario terrestre, el camino de Teágenes y Cariclea desde el delta del Nilo a Méroe. Por lo cual, llama poderosamente la atención que se haya podido asegurar que la novela de Heliodoro deja de ser operativa como referente intertextual en el viaje terrícola por el Mediodía europeo de Periandro y Auristela. Es verdad que las dos separaciones de los amantes en la Historia etiópica acaecen en suelo africano – una momentánea durante el incendio que asola la aldea de los vaqueros (libro II); otra, más dilatada, entre la aldea de los vaqueros y Menfis (libros V-VII)–. Mientras que las dos de Periandro y Auristela se suceden en los mares del Septentrión –la extensa, entre

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la isla de los pescadores y la isla Bárbara, que abarca la narración de Periandro, la del capitán enviado por Sinforosa y el comienzo de la novela; otra, más escueta, entre la separación del esquife y la barca tras el naufragio provocado del barco de Arnaldo y la isla de Policarpo (I, xix-II, i)–. Es verdad asimismo que la técnica empleada por Heliodoro para ofrecer puntualmente información sobre el paradero de Teágenes (los relatos del comerciante de Quemis y la madre de Besa, en el libro VI), Cervantes la desarrolla en el libro I y diversifica entre la explicación que brinda Taurisa a Periandro sobre la adquisición de Auristela por Arnaldo y la que profiere el capitán del barco enviado por Sinforosa a Auristela sobre la participación de Periandro en los juegos de la isla de Policarpo, que atienden a la primera separación. En sendos casos Heliodoro y, a su zaga, Cervantes utilizan a informadores que desconocen la relación que une a los personajes de los que hablan con los que les escuchan. Sin embargo, tanto Teágenes y Cariclea (V, 183) como Periandro y Auristela (III, iv, 457) constatan, en conversación íntima, que las contingencias de la tierra no son menores ni menos arriesgadas que las del mar; tanto Calasiris y Cariclea –aunque la astucia había sido propuesta por Teágenes– (VI, 236-238) como Periandro, Auristela y la familia de Antonio (III, ii, 440-441) deciden camuflar su verdadera identidad, cuando emprenden de una vez por todas el camino, disfrazados de mendigos y de peregrinos, llegándose a la conformidad de suplicar el sustento si fuere necesario, lo que, por supuesto, no harán nunca en ningún caso. Pero lo que hermana, sobre todo, el itinerario terrestre de las dos parejas es que, justo antes del desenlace, han de hacer frente a la prueba que en mayor riesgo pone su relación, el enamoramiento inmoderado de Ársace de Teágenes en Menfis (libros VII-VIII) y el de Hipólita de Periandro en Roma (IV, vi-xiv), que se entreveran además con la pureza virginal característica de Cariclea, que le impide demostrar la consumación de su matrimonio con Teágenes, y con los arrebatos celosos privativos de Auristela, que le impulsan a dejar a Periandro para abrigar la vida conventual. Ársace e Hipólita cuentan, para intentar llevar a término sus deshonestas pretensiones, con los servicios de una hechicera, Cíbele y Julia, que procurará envenenar a la heroína, y con un aliado, Aquémenes, camarero e hijo de Cíbele, y Pirro el calabrés, que se terminará volviendo en su contra. Ársace e Hipólita, no obstante, son personajes de diferente catadura y condición: la mujer del sátrapa Oroóndates se configura sola y exclusivamente como antagonista maniquea de Cariclea; Hipólita, por el contrario, tras un ejercicio de autognosis que le faculta discernir el amor genuino e inalterable de Periandro por Auristela, muda su propósito, y de tentadora se convierte en benefactora de la pareja. El desenlace, que en cada texto se ajusta a su idiosincrasia, a sus peculiaridades intrínsecas –el dispuesto por Heliodoro, dirigido cuan demiurgo por el destino, se desencadena minuciosamente; el de Cervantes, regido por los imperativos

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del presente y los imponderables del azar, es una acumulación de sucesos, peripecias y reencuentros–, presenta al menos una concomitancia significativa: las llegadas in extremis de Caricles, padre putativo de Cariclea, y de Magsimino, pretendiente de Sigismunda y hermano de Persiles; los cuales vienen a sancionar la resolución de cada caso. Cabe inferir, por otro lado, que Cervantes ha repartido el papel de Caricles entre Magsimino y Arnaldo, en la medida en que el padre griego de Cariclea y el príncipe de Dinamarca llegan a Méroe y a Roma describiendo el mismo camino que han realizado las dos parejas, por lo que su exposición oral (Historia etiópica, X, 420-422; Historia septentrional, IV, viii, 679-681) se constituye en una suerte de recapitulación de cada novela. La acción de la Historia etiópica comienza, pues, en el norte de Egipto; a continuación se traslada a la Grecia continental en que acaece la fase anterior al principio, y desde ahí el viaje por el Mediterráneo oriental hasta el delta del Nilo, con una escala en la isla jónica de Zacinto; después sigue el viaje por tierra de la aldea de Quemis a Menfis y de Menfis a Méroe, con paradas intermedias en Besa y en Siene y Filas, respectivamente. La ambientación geográfica del texto, que se amolda perfectamente al horizonte de expectativas del receptor de novelas de tipo griego, es siempre verosímil, está atestiguada históricamente, con la única excepción de Besa, y forma parte del mundo conocido en la época. Heliodoro realiza un esfuerzo enorme por establecer en todo momento una relación orgánica entre el espacio, el tiempo, que se sitúa alrededor del siglo V a. de C. en la época de dominación persa de Egipto, y la trama.26 La acción de la Historia septentrional comienza en la isla Bárbara situada en el Septentrión europeo; desde allí progresa por mar hasta la isla de Policarpo, con varias detenciones en islas menores; a continuación se retrotrae al vagabundeo errante de Periandro como corsario de los mares desde la isla de los pescadores hasta la isla Bárbara en busca de Auristela, al mismo tiempo que progresa en presente de la isla de Policarpo a la isla de las Ermitas y de ahí a Lisboa; en la capital de Portugal, el viaje por tierra reemplaza al viaje por mar, que avanza por España, Francia e Italia hasta Roma, donde se nos informa de que el principio de la trama tuvo lugar dos años atrás en las islas de Frislanda y Tule. La ambientación geográfica del texto, por consiguiente, se desenvuelve, al contrario que la de su predecesor, entre un espacio semilegendario y fantástico y otro tan histórico como real. El tiempo de la acción, sin embargo, como es habitual en la 26 Escribe al respecto Crespo Güemes (1979: 37): «Heliodoro manifiesta una intensa preocupación por describir el ambiente geográfico y una situación histórica fidedignos; sus informaciones, empero, son a menudo erróneas, o vagos e imprecisos reflejos de la fuente en la que se haya inspirado. Sin embargo, todo ello ha sido incorporado a la novela para cumplir una función precisa: no son meros apuntes de erudición…, sino medios eficaces para dar a la obra cierto tono realista».

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obra de Cervantes, incluida La Galatea, que acontece en tiempos del pastor Astraliano o don Juan de Austria y donde se rinde tributo a la memoria del pastor Meliso, que no es otro que Diego Hurtado de Mendoza, fallecido en 1575, se desarrolla en un pasado más o menos inmediato que comprende los reinados de Carlos V, Felipe II y Felipe III. A pesar de que tanto el Tasso como el Pinciano habían exaltado la habilidad del escritor sirio por trasladar la acción –desde su sentir– a un espacio remoto que le permitía cumplir con los requisitos de «la verisimilitud…, porque nadie podrá decir que en Ethiopía no hubo rey Hydaspes ni reina Persina» (Philosophía antigua poética, p. 345), Cervantes se apartó deliberadamente de él en la ambientación geográfica de su novela; pero no en la parte terrestre, que sigue, sino en la marina. Y lo hizo, pensamos, con el propósito de remontarse hasta el origen del género, de emular a la Odisea de Homero, en la que el realismo costumbrista de Ítaca y el epos heroico de los nóstoi se entreteje con el orbe fantástico de la fábula que domina el relato a la vuelta del cabo Malea. Ello es singularmente notorio tanto por la inquietante presencia de un mar pródigo de islas y peligros, como por la semejanza de las aventuras marinas de Ulises y Periandro, que ambos héroes, magos del verbo y la persuasión, relatan a un auditorio en el palacio real de una isla utópica: más allá de los diversos lances y múltiples escenarios, Ulises y Periandro lideran embarcaciones; van progresivamente perdiendo, por distintos motivos, a sus compañeros; solos, concluyen su periplo y su cuento, como náufragos en islas desconocidas donde serán retenidos, justo en el trance más problemático de su trayectoria, y así, a uno sollozando en la marina de la isla de Calipso frente al mar estéril y al otro saliendo de lo hondo de una mazmorra clamando al cielo su muerte, nos son presentados por los narradores de sus historias. Se podrá dibujar en el mapa la geografía septentrional del Persiles y el viaje de los héroes desde Tule hasta Lisboa, como así se ha hecho con la mediterránea de la Odisea y el trayecto de Ulises; mas el intento, por infructuoso, está condenado al fracaso: no hay, no existe la isla de las Ermitas, ni la Bárbara, ni la de nieve, ni la de los pescadores, ni la de Policarpo, ni, en puridad, siquiera Tule y Frislanda,27 del mismo modo que no hay, no existe la isla de las sirenas, ni la de Polifemo, ni la de Circe, ni la de Calipso, ni la de los feacios.28 Para el itinerario marino de la novela póstuma de Cervantes, en donde comanda el antojo del viento,29 vale el dictamen de Eratóstenes sobre el viaje del rey de Ítaca: «solo se 27

Sobre la isla fabulosa de Tule, remitimos a la epístola III, 1, de Petrarca, que comentamos y transcribimos en latín y traducida al español, en Apéndice. 28 Sobre las numerosas teorías acerca de los lugares geográficos de la peregrinación mediterránea de Ulises, remitimos a la reconstrucción elaborada por Armin y Hans-Helmut Wolf (1990). 29 Así, por ejemplo, cuenta Periandro: «Quise acercarme con mi barca a hablar con el capitán de los vencedores, pero, como mi ventura andaba siempre en los aires, uno de la tierra sopló y hizo apartar el navío» (II, xii, 360);

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podría encontrar dónde ha andado errante Odiseo cuando se encontrara el guarcionero que cosió el odre de los vientos [que le regala el dios Eolo]» (Apud. Estrabón, Geografía, t. I, I, 2, 15, p. 70). No debe descartarse, empero, que para la configuración del Septentrión Cervantes no se fundamentara en las Maravillas increíbles de allende Tule de Antonio Diógenes y, sobre todo, en los Relatos verídicos de Luciano de Samósata, que tan bien conocía. A nivel técnico-compositivo Cervantes no solo emuló el abrupto y desconcertante inicio in medias res de la Historia etiópica y su magnífica interrelación con la primera aventura –la de los vaqueros egipcios y la isla Bárbara–, la disposición fragmentaria y desordenada cronológicamente de la trama primaria, su suspensión y relegación para propiciar la inclusión de secuencias narrativas secundarias, sino también la inserción de digresiones argumentativas, didácticas, descriptivas, epidícticas, ideológicas, científicas, geográficas, etnográficas, etcétera. Se trata ciertamente de una convención, de un recurso de índole retórica atinente al ornato característico de la novela de tipo griego presente en todas y cada de una de sus manifestaciones; pero que Heliodoro llevó a sus últimas consecuencias de profusión y perfección, delegándolo principalmente en el narrador primario y en personajes revestidos de autoridad tales como el sacerdote egipcio Calasiris y el gimnosofista Sisimitres. En el Persiles las digresiones recaen igualmente en el narrador y en determinados personajes facultados por su condición, como los astrólogos judiciarios Mauricio y Soldino, por la materia de su profesión, como el satírico Clodio, la cortesana Rosamunda y la hechicera Cenotia, por la discreción y experiencia adquirida en el roce con el mundo, como Periandro y Auristela, y aun por la sabiduría natural, como Bartolomé el manchego.

un poco más adelante dice: «Ligera volaba mi nave por donde el viento quería llevarla, sin que se le opusiese a su camino la voluntad de ninguno de los que íbamos en ella, dejando todos en el albedrío de la fortuna nuestro viaje» (II, xiii, 366); un poco más adelante, dice de nuevo: «Ordené que luego nos volviésemos a nuestro navío con la pólvora y bastimentos que el rey [Leopoldio] partió con nosotros y, queriendo pasar a los dos prisioneros, ya sueltos y libres del pesado cepo, no dio lugar un recio viento que de improviso se levantó, de modo que apartó los dos navíos, sin dejar que otra vez se juntasen» (II, xiii, 371); un poco más adelante, vuelve a decir: «Desperté de sueño, como he dicho; tomé consejo con mis compañeros qué derrota tomaríamos y salió decretado que por donde el viento nos llevase» (II, xvi, 387). Mas no solo sucede en la narración de Periandro, el viento gobierna toda la geografía septentrional: una borrasca que se levanta repentina desliga los maderos de la balsa en la que transportan a Periandro en el comienzo de la novela (I, i, 131); un golpe inesperado de viento impide que las cuatro barcas en que se escapan Periandro, Auristela y compañía de la isla Bárbara se junten con el navío de Arnaldo: «Pero de todas estas [celosas sospechas] le aseguró el viento, que volvió en un instante el soplo, que daba de lleno y en popa a las velas, en contrario, de modo que, a vista suya y en un momento breve, dejó la nave derribar las velas de alto abajo y en otro instante casi inevitable las izaron y levantaron hasta las gavias, y la nave comenzó a correr en popa por el contrario rumbo que venía, alongándose de las barcas con toda priesa» (I, vii, 183).

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Ocurre, sin embargo, que Cervantes introduce un tipo de digresión, no del todo ausente en el texto de Heliodoro, cual es la discusión poética, centrada en aspectos puramente formales referidos a la naturaleza literaria de la novela, que la dota de una inusitada dimensión metanarrativa en el género, que la empareja con el Quijote y con el entramado novelesco de El casamiento engañoso y El coloquio de los perros, y que le permite cuestionar los resortes sobre los que se cimenta así como los principales aspectos de discusión de la preceptiva del período. Conforme a la evolución que experimenta la instancia enunciativa principal de un narrador extradiegético-heterodiegético neutro de tipo épico en el libro I, a un traductor editor ficticio de un relato histórico en el II y a un narrador ideológico, infidente e irónico en los libros III y IV (cfr. Forcione, 1970b: 257-301; y aquí, el capítulo cuarto de la segunda parte), el debate poético, que se concentra en los libros II y III, se traslada paulatinamente del enunciado a la enunciación. Es más complejo el libro II, por cuanto la irrupción de la instancia narradora del traductor que cuestiona irónicamente la legitimidad narrativa del autor se complementa con la labor crítica de Clodio a propósito de la verdad de la historia de la que forma parte y con la de la receptividad múltiple del relato de Periandro que pone en tela de juicio tanto la veracidad del narrador primopersonal como la estructura de su narración, al tiempo que trasvasa la veracidad del relato del autor al receptor. Pero es en el III donde se despliega en toda su magnitud mediante los continuos comentarios del narrador primario sobre la mezcla de personajes, estilos y registros; de la unidad en la variedad; de la invención o imaginación creadora del poeta; de la verosimilitud o poder de persuasión de la narración; de la distinción de poesía y historia, que sirve de estrategia para introducir lo asombroso en el espacio cotidiano y familiar del Mediodía europeo; de la relación de la poesía y la pintura… Y todo ello en pro de la libertad absoluta del poeta y de la defensa a ultranza de la literatura como un deleite que alimenta el espíritu.

«El más malo o el mejor de los libros de entretenimiento» Ignoramos cuándo leyó por vez primera Cervantes la Historia etiópica de Heliodoro y si lo hizo en alguna de las dos traducciones castellanas que se imprimieron en su época, la de «un secreto amigo de la patria», que se editó en Amberes en la oficina de Martín Nuncio en 1554 y que fue reeditada en Toledo por Francisco Guzmán en 1563 y en Salamanca por Pedro Lasso en 1581, y la de Fernando de Mena, publicada en Alcalá de Henares en la imprenta de Juan Gracián en 1587 –la misma en que, dos años antes, se había publicado La Galatea– y que se reeditó en Barcelona por Gerónimo

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Margarit en 1614, en Madrid en la casa de Alonso Martín en 1615 y en París en el taller de Pedro Le Mur en 1616; en la latina de Warschewiczki, que se publicó en Basilea en 1554, o en la italiana de Leonardo Ghini, que salió del taller veneciano de Gabriel Giolito de Ferrari en 1559. Pero lo cierto es que algunos de los tópica característicos de la novela griega de amor y aventuras comparecen harto tempranamente en su producción, pues son discernibles ya en El trato de Argel, en la historia de Aurelio y Silvia, y en La Galatea, en el episodio de Timbrio y Silerio; y desde ahí van experimentado un mayor acaparamiento hasta desembocar en Los trabajos de Persiles y Sigismunda, como se echa de ver en la historia de Rui Pérez de Viedma y Zoraida en el Ingenioso hidalgo, en la de Preciosa y Andrés en La gitanilla, en El amante liberal, en La española inglesa, en la historia de Margarita en El gallardo español, en la de don Fernando y Constanza en Los baños de Argel, en las de doña Catalina de Oviedo y Lamberto y Clara en La gran sultana y en la de Ana Félix y Gaspar Gregorio en el Ingenioso caballero. Es discreto señalar que muchos de los convencionalismos de la novela de tipo griego son igualmente característicos de otras tradiciones cultas y populares y que asimismo se difundieron a través de otros géneros literarios con los que Cervantes estaba familiarizado, como los romanzi y las novelle italianas, la tradición cuentística oriental o la novela pastoril española, por lo que pudo aprehenderlos y asimilarlos en cualquiera de ellos. Para la elaboración de su último texto, en todo caso, parece indudable que laboró con la versión indirecta de Fernando de Mena, conforme a algunos paralelismos estilísticos observables entre las dos obras; para su adscripción a los libros de entretenimiento, pudo sin embargo fundarse en la anónima traducción antuerpiense, habida cuenta de que porta como paratexto el tan relevante prólogo que redactara Jacques Amyot para su traslación francesa, directa del griego, en 1547.30 El helenista francés, en efecto, traductor de Longo y de Plutarco, basándose en las poéticas de Aristóteles y Horacio, efectúa, como ha destacado con perspicacia Mercedes Blanco (2004: 8-13), una apología del «artificio de la invención poética», cuyo fin principal no es otro que la delectación del ánimo en el tiempo del ocio como interludio del estudio y «la contemplación de las cosas de más importancia», que viene a coincidir en líneas generales con el prólogo al lector de las Novelas ejemplares. Es más, 30

El prólogo de Amyot fue editado como apéndice preliminar por López Estrada en su edición de la traducción de las Etiópicas de Fernando de Mena (pp. LXXVII-LXXXIII), por el cual citamos. Habida cuenta de que la presentación de Cariclea como amazona guerrera a cuyos pies yace Teágenes malherido, en el inicio de la Historia etiópica de Heliodoro, fue imitada por Cervantes en la presentación de Gelasia, también como amazona guerrera, que tiene postrado y de rodillas a Galercio en un severo trance, en La Galatea, conviene subrayar que, si no lo hizo en las traducciones latinas o italianas, hubo de basarse en la «un amigo de la patria».

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Amyot no solo pondera la «fabulosa Historia de las fortunas de Cariclea y Teágenes» como modelo textual que se ajusta a los preceptos principales del arte de la ficción, en contraposición de lo que sucede ordinariamente «en la mayor parte de los libros de esta suerte que han sido… escritos en nuestra lengua española» [sic], y destaca tanto su ejemplaridad ideológica («porque de todas aficiones ilícitas y deshonestas, él hace el fin desdichado; y, al contrario, de las buenas y honestas dichoso») como el comienzo in medias res, que «causa, de prima facie, una grande admiración a los lectores, y les engendra un apasionado deseo de oír y entender el comienzo», anticipándose así a las lecturas igualmente aristotélicas del Tasso y el Pinciano; también formula una pega que Cervantes corrige en el Persiles al devolver a Periandro el heroísmo de la épica clásica que se había diluido en el sentimentalismo pasivo de la pareja de la novela de tipo griego: Todavía no me quiero detener mucho a la encomendar, porque en fin es una fábula, a la cual aun falta, a mi juicio, una de las dos perfecciones para hacer una cosa hermosa: que es la grandeza, por causa que los cuentos, principalmente en la persona de Teágenes, al cual no hace ejecutar ningún memorable hecho de armas, no me parecen suficientemente ricos.

Aparte del prólogo de Amyot y, en general, de la preceptiva neoaristotélica, la reivindicación de la literatura en cuanto tal, de la licitud de la ficción como un honesto pasatiempo que suscita admiración y emoción estética en el receptor, proviene por lo menos de los Relatos verídicos (s. II) de Luciano, prosigue en la «Conclusione dell’autore» del Decamerón (c. 1351) de Boccaccio,31 en el proemio de Diego López de Cortegana –que sigue la edición comentada de Filippo Beroaldo– a su traducción de El asno de Oro (c. 1513) de Apuleyo,32 en el Orlando furioso de Ariosto, cuyo narrador no para de declarar la verdad de su mentira, en el prólogo del Baldo (1342),33 se ampara en el alegato del placer, el contento y la alegría como causas de la buena salud y de la vida del hombre que expone doña Oliva Sabuco de Nantes, pseudónimo del bachiller Miguel Sabuco y Álvarez, en la Nueva filosofía de la naturaleza del hombre (1587),34 y arriba al Libro de entretenimiento de la pícara Justina (1605) de Francisco López de Úbeda. 31 Sobre los textos de Luciano y Boccaccio, remitimos a Muñoz Sánchez (2013b: n. 40 de la p. 199 y pp. 181182). Véase también Blanco (2004: 10) y Güntert (2007: 224-225). 32 Cfr. Apuleyo (1988: Apéndice, 332b-333a) y Escobar Borrego (2001: 167-168). 33 Cfr. Baldo (2002: pp. 3-8) y véase Blecua (1971-1972: 149-154). 34 Cfr. Márquez Villanueva (2005: 66-73)

IntroduccIón

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Mercedes Blanco (2004), Agustín Redondo (2004: 67-74), Márquez Villanueva (2005: 23-73) y Javier Blasco (2006: 329-344), apoyándose en la alteración cultural ocasionada por el surgimiento de la poética neoaristotélica desde la segunda mitad del siglo XVI, en el cambio de atmósfera operado en la Corte española tras el fallecimiento de Felipe II y la justificación de la eutrapelia como ejercicio del otium, en el avance de la alfabetización de las clases medias y del libro impreso como artículo de consumo y en la gestación del lector privado, de la lectura en el apartamiento silencioso y concentrado del gabinete, han argüido algunas de las causas que propician el nuevo ámbito de proliferación de la literatura de entretenimiento y su reorientación artística. Sin embargo, parte de la crítica del Persiles, representada por Carlos Romero (2004: 58-59) y Michael Nerlich (2005: 68-88, passim), defensores a ultranza de una lectura alegórico-simbólica de la novela, pero de diferente signo, ha clamado contra su categorización y conceptualización como «libro de entretenimiento», a pesar de haber sido el mismo Cervantes quien le dio tal marbete, singularmente frente a la interpretación «estética», ajena a cualquier tipo de trascendentalismo, postulada por Isabel Lozano en su Cervantes y el mundo del «Persiles». No parecen haber distinguido ninguno de los tres que para Cervantes, según se colige de determinados pasajes del Quijote, del prólogo a las Novelas ejemplares y del Viaje del Parnaso, «libro de entretenimiento» es sinónimo de «literatura», es su forma de vindicar un estatuto privilegiado para la ficción, para la novela, en la vida del hombre como un pasatiempo, como una experiencia de placer estético, que esconde la más alta ambición intelectual, puesto que es al mismo tiempo una experiencia moral y cognoscitiva; una alternativa tan legítima como válida de conocimiento que indaga sobre el misterio del ser humano, su relación con la divinidad y su posición en la historia y en la sociedad desde la imaginación y la libertad. A tal propósito, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, historia septentrional constituyó su última apuesta, su postrera palabra.

Primera parte Los trabajos de amor de Periandro y Auristela

«por fin de estos trabajos se pone en la casa de la victoria una palma, con que fueron antiguamente coronados los que tuvieron valor de sufrimiento en las adversidades y ventura en los sucesos.» Alonso de Barros, Filosofía cortesana moralizada

el libro i del PersiLes

H

abida cuenta de que las ficciones en prosa de largo aliento de Cervantes se caracterizan, morfológicamente, por presentar una fábula o narración principal, que hace las veces de hilo conductor del relato, y una serie de episodios o secuencias narrativas externas, que se superponen y dependen de la narración medular, se hace necesaria una disposición fragmentaria en la que la acción central quede en suspenso momentáneamente y en repetidas ocasiones para facilitar la entrada de las interpolaciones, independientemente de que estén en el mismo plano de realidad que la fábula o de que se trate de metaficciones. En La Galatea, la historia principal –el triángulo amoroso de Elicio, Erastro y Galatea– inaugura la novela, para dar paso de seguida a la materia interpolada, que, prácticamente, hasta el final del libro V –de los seis de que se compone la obra–, es la que acapara la atención o focalización narrativa, o sea, la acción medular se ve relegada a un segundo plano durante buena parte del conjunto del relato; si bien, durante este espacio narrativo se efectúan varias menciones al estado en el que se encuentran tales amores, así como también se da cabida a algunos de los típicos componentes de las ficciones pastoriles, como reuniones, juegos, celebraciones, debates filográficos, representaciones, comparaciones dialécticas entre la corte y la aldea, etc. La Galatea, a contramano del modelo estructural fijado por La Diana de Jorge de Montemayor –deudor de la ficción caballeresca y de la novela de tipo griego–, exhibe la peculiaridad de que se desarrolla en un espacio único, el comprendido entre las riberas del Tajo y del Henares, aunque sumamente dinámico en su tratamiento, ya que los pastores y los cortesanos u hombres y mujeres de mundo que han ido a parar allí está en constante devenir entre la aldea, los campos, las tres fuentes y el Valle de los Cipreses. En El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, aunque Cervantes tiene muy presente el modelo estructural de su primera novela, ensaya y experimenta con otra fórmula narrativa, motivada en parte por el tipo de historia que la sustenta y que tanto depende, si bien con múltiples variaciones, de la habitual morfología itinerante de los libros de caballerías o, a gran escala, de la narraciones de aventuras, en la proporción en que las peripecias de don Quijote y Sancho se suceden, en su constante deambular, una tras otra como episodios en sarta; empero con una ligazón estructural evidente, basada en la relación causa-efecto, hay una evolución en el tratamiento de la realidad y en el modo de comprenderla y abordarla por el caballero manchego, quien no solo

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actúa, sino que también reflexiona y dice, piensa y habla. Ahora bien, después de este esquema mecánico y reiterativo de aventura más aventura, producto de los incidentes propios del viaje y del encuentro fortuito con todo tipo de personajes, Cervantes detiene el viaje del caballero en la venta de Juan Palomeque el Zurdo, que se corresponde con la habitual parada del caballero andante en un castillo, en las narraciones de aventuras desde la Odisea de Homero, del protagonista o los protagonistas en un palacio o corte, al mismo tiempo que suspende la narración principal para dar entrada a múltiples relatos intercalados, que la relegan a un segundo plano, aun cuando algunos de ellos se sitúen lejos de la estancia en la venta –como los de Marcela y Leandra y la presentación y el nudo de los de Cardenio y Dorotea–, en otro espacio deudor de la ficción caballeresca y de la cortesano-sentimental: la selva o floresta. Se puede decir, por consiguiente, que, a grandes rasgos, Cervantes, después de centrarse en la historia del hidalgo manchego, la suspende para aglutinar una serie de secuencias narrativas externas, antes de rematarla. Es así que, sobre el esquema de salida-viaje-estancia en Sierra Morena y detención en la venta-regreso, los episodios tienden, sorprendentemente, a concentrarse en el núcleo central. Por el contrario, en El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha, después de una profunda meditación sobre su propio quehacer narrativo, en concreto en lo tocante a la relación de necesidad entre los relatos de primer y segundo grado, opta por desvincular los episodios más independientes y extensos de la trama medular, en aras de su publicación por separado con el fin de que no se pase por alto su lección estética –de ahí las Novelas ejemplares– y de centrarse casi en exclusiva en las aventuras del caballero errante y su escudero, que parece ser que era lo que demandaba el público lector. No por ello, empero, deja de aderezarla con una serie de secuencias narrativas laterales; las cuales, no obstante, no solo están dispersadas, separadas unas de otras, a lo largo de la narración principal, lo que coadyuva notablemente a reforzar la sensación de cohesión, sino que están mejor ensambladas, en razón de que dependen en mayor grado de la trama medular, sobre todo por la implicación de sus dos héroes en ellas, de su breve y fragmentaria disposición, de la concatenación en su desarrollo de una parte narrativa y otra activa.35 Es de capital importancia esta nueva propuesta morfológica por cuanto le lleva Con su habitual finura crítica, Márquez Villanueva (2005: 237) da en el clavo: «Baste con anotar», arguye, «que en la segunda las cosas han de ser algo distintas. Para gran sorpresa suya, Cervantes ha visto que sus temores resultaron en gran parte vanos. Lejos de cansarse, su inmenso público lamentaba que don Quijote y Sancho se eclipsaran un momento del escenario y hasta había considerado inoportuna la presencia de novelas. Con lo que supone un fino refinamiento de su criterio inicial del episodio como una ficción a escala menor, la Parte segunda los amplía y complica, cuidando solo algo más su implicación en la línea general de su hilo conductor. Crea entonces aventuras de módulo más ambicioso y a hacer como que suprime o aminora el material episódico, que en realidad sigue estando allí, pero a un nivel mucho más refinado». 35

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a Cervantes a dar una definición de lo que entiende por episodio intercalado y a matizar las peculiaridades que lo diferencian de las novelas cortas. Así, en el esquema compositivo de la segunda parte, salida-viaje-estadía en el palacio de los Duques-viaje-parada en Barcelona-regreso, los episodios jalonan estratégicamente su progreso. En Los trabajos de Persiles y Sigismunda, que es, indiscutiblemente, su obra más compleja, Cervantes reproduce al mismo tiempo que diversifica su experiencia novelística anterior. La médula espinal de su novela póstuma está constituida, en el tiempo presente de la narración, de forma parecida a la del Ingenioso caballero, solo que el viaje no es circular sino lineal: viaje-detención en el palacio de Policarpo-viaje-estancia en Roma. Cada uno de los elementos, además, informa uno de los cuatro libros de que se compone, siendo el segundo el más enrevesado desde el punto de vista formal: libro I: viaje por mar, libro II: detención en el palacio del rey Policarpo más reanudación del viaje por mar, libro III: viaje por tierra; libro IV: estancia en Roma. Ciertamente se puede decir, como hemos comentado ya, que todos los episodios del Persiles responden a la definición dada en el capítulo xliv de la segunda parte del Quijote. Al contrario de lo que acaece en La Galatea y en el Ingenioso hidalgo, los episodios del Persiles únicamente sobrevienen durante el viaje, en el marco de la estructura itinerante, y no en derredor de un espacio aglutinador de historias; como en el Ingenioso caballero, van puntuando, en su sucesión, el curso de la acción del viaje, ora por mar, ora por tierra. La gran innovación técnico-compositiva del Persiles lo constituye, frente al inicio ab ovo del Quijote, el comienzo abrupto de la trama por el medio de los hechos –también La Galatea principia in medias res, mas, como de la prehistoria de los pastores solo interesa su pasado amoroso, este se palia inmediatamente en los primeros compases del libro y, a partir de ahí, la totalidad de la narración se desarrolla en estricto orden cronológico–. Como ha subrayado Isabel Lozano-Renieblas (1998: 93), amparada en el discurso del Canónigo de Toledo a propósito del libro de caballerías ideal (Don Quijote, I, xlvli), esta perturbación del ordo naturalis se dispone perfectamente por cuanto afecta por igual al curso de la acción, al tiempo y al espacio: En efecto, en una simetría perfecta de la técnica in medias res, el final de la exposición narrativa se corresponde con el principio de la novela, no solo desde el punto de vista argumental o temporal, sino también desde el geográfico: el Persiles comienza in medias res, in medium tempus… e in medium iter.

Este tipo de comienzo Cervantes lo había ensayado con anterioridad en algunas de las novelas cortas que integran el volumen de las Ejemplares. La que más se asemeja

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al inicio del Persiles es El amante liberal, en tanto en cuanto se introduce al lector en su mundo imaginario a mitad de una acción en curso sin preámbulos de ningún tipo. Se registra igualmente en los dos magistrales experimentos pseudo picarescos que son Rinconete y Cortadillo y el preludio de El coloquio de los perros, El casamiento engañoso, así como en Las dos doncellas; si bien, en aquella y en esta el narrador ofrece unas mínimas coordenadas referenciales que sitúan la acción; mientras que la historia del alférez Campuzano, antes que in medias res, da comienzo in extremas res. Aunque solo concierna a las biografías de Preciosa y Constanza, también se podrían tener en consideración La gitanilla y La ilustre fregona. La técnica retórica con que inaugura Cervantes el Persiles ha sido relacionada con tres textos de la antigüedad grecolatina. E. C. Riley (1989: 285-286) vinculó los primeros compases de la novela póstuma del complutense, «más aun que con la Historia etiópica, con la historia de Ifigenia, que Aristóteles utilizó como ejemplo para ilustrar estos puntos».36 Isabel Lozano-Renieblas (1998: 92, n. 22) sostiene, por su lado, que Cervantes emula claramente a Heliodoro, en virtud de que en todas las novelas helenísticas, a excepción de las Etiópicas, el comienzo «supone una ruptura temporal con el resto de la obra, y del tiempo estático inicial se pasa al tiempo de la acción», mientras que «desde la primera página, Teágenes y Cariclea se encuentran en peligro, situación que no va a cesar hasta el final. Y lo mismo sucede con Auristela y Periandro», por lo que es «el comienzo de las Etiópicas, sobre el que está modelado el Persiles».37 Giuseppe Grilli (2004: 200 y 195, n. 62), en cambio, no solo percibe un matiz diferencial entre el comienzo de la novela de Heliodoro y la de Cervantes, que estriba en que en las Etiópicas «el incipit responde… a la localización del espacio y tiempo que acogen el relato», no así en Cervantes que, «al contrario, nos da primero el hecho desnudo y crudo con todo su dramatismo, y luego lo coloca en una localización más detallada», sino que, desde su perspectiva, la presentación de Periandro guarda un parecido enorme con la de Ulises en La Odisea cuando es descubierto por Nausica. También Mercedes Blanco (2004: 30-36; 35) ha puesto en relación el inicio del Persiles con el de los poemas de Homero, por que los dos autores se sirven de la técnica retórica de la hipotiposis, que consiste en poner las cosas sin más ni más delante de los ojos del lector. Así, «al comenzar su texto con una flagrante hipotiposis, Cervantes muestra que Lo mismo opina J. B. Avalle-Arce en la nota 17 de su ed. del Persiles, pp. 51-52, donde dice que «el tradicional comienzo in medias res de la novelística bizantina se halla imbricado aquí en un problema de teoría literaria, de abolengo aristotélico. Desde un comienzo, pues, la novela y su teoría funcionan tan al unísono que son inseparables» (p. 52). 37 De un mismo parecer se manifiesta Carlos García Gual (2005: 97): «de Heliodoro procede el tópico comienzo in medias res, que imita muy eficazmente el Persiles cervantino». 36

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no en vano se atreve a competir con Heliodoro, pero indica también que el signo bajo el cual se escribe el relato es el de la grandeza épica». A nuestro entender, Cervantes tiene como principal referente intertextual en el comienzo –como en todo el texto– del Persiles el Teágenes y Cariclea de Heliodoro, tanto por el inicio in medias res propiamente dicho en que se presenta en un severo trance a los protagonistas del relato, aunque invertidos los roles, cuanto por su vinculación directa con la primera aventura, la de la isla Bárbara y la de los vaqueros del delta del Nilo, respectivamente. Lo cual no significa que, en su propósito de «competir con Heliodoro», no pretenda superarlo, ir un paso más allá, en el empleo del «artificio griego» en el íncipit de su texto recurriendo a esa técnica tan homérica cuyo efecto de enargeia reside «en el hecho de no saber ni el quién, ni el qué, ni el cómo, ni el cuándo, ni el porqué», «de estar viendo [el lector] las cosas y no leyendo su descripción» (Blanco, 2004: 33). Es más, pensamos que Cervantes tenía asimismo en mente a la Odisea de Homero; pero no, como estima Grilli, el encuentro de Nausícaa con Ulises en las playas de Esqueria, sino la presentación del caudillo de Ítaca en el poema, que acontece justamente en el momento más aciago de su trayectoria heroica, solo, después de que haya perdido toda su flota y a todos sus compañeros, llorando anhelante por su patria, incapaz de revertir la situación en que se encuentra, en la marina de la isla de Calipso;38 la cual, no se olvide, podría constituir el principio prístino de la epopeya de Ulises, si ciertamente la «Telemaquia» (los cantos I-IV) fuera un añadido posterior. Y, en efecto, tal cual sucede con Periandro a la salida de la cueva en que «voces daba el bárbaro Corsicurvo» (Persiles, I, i, 127). Cervantes comienza la Historia septentrional, y, con ella, «los trabajos de amor de Periandro y Auristela, sirviéndose de la mixtura de los dos conceptos fundamentales que rigen el género, la «peripecia» y la «agnición», y haciendo gala de dos de los elementos más frecuentados, el cautiverio y la falsa muerte de la heroína, todo ello sobre el escenario fantástico y legendario de la isla Bárbara. La novela, efectivamente, se inaugura, en tan perfecto como arriesgado uso del ordo artificialis, por uno de los momentos más delicados y menos heroicos de su protagonista masculino, por cuanto, como prisionero, es sacado de una «mazmorra, antes sepultura que prisión de cuerpos vivos» (I, i, 127), con las manos fuertemente atadas, «vestido de lienzo basto, pero hermoso sobre todo encarecimiento» (I, i, 128). Es decir, se presenta al héroe,

38 «Llegado, pues, Mercurio el Argicida [a la isla de Calipso] /…/ no halló a Ulixes el prudente / en la cueva, que estaba en la ribera / de la mar, asentado en la arena, / como otras veces él estar solía, / con lágrimas, sospiros y dolores, / su ánimo y su vida consumiendo, / mirando el largo mar y derramando / lágrimas muy ardientes de sus ojos» (La Ulixea de Homero, V, vv. 146 y 155-162).

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en manifiesto peligro, haciendo especial énfasis en una de sus cualidades o atributos esenciales, la belleza física:39 Lo primero que hicieron los bárbaros fue requerir las esposas y cordeles con que a las espaldas traía ligadas las manos; luego le sacudieron los cabellos, que, como infinitos anillos de oro, la cabeza le cubrían;40 limpiáronle el rostro, que cubierto de polvo tenía, y descubrió una tan maravillosa hermosura que suspendió y enterneció los pechos de aquellos que para ser sus verdugos le llevaban (I, i, 128).

Aparte del posible simbolismo metafórico alegorizante que tal vez podría subyacer a la salida de Periandro de la cueva-mazmorra-sepultura,41 que no representa sino el punto intermedio y de inflexión de su no menos dilatado que fragoso peregrinaje en el instante más peliagudo, no es gratuito que se pondere y ensalce su extraordinaria belleza, pues será ella, con harta ironía y suma ambigüedad, la responsable de conmutar su desfavorable sino.42 39 Así lo había señalado Joaquín Casalduero (1975: 224) «La novela [de Cervantes] empezaba con la hermosura del hombre». 40 Los rizos de oro de Periandro, que sirven para cuestionar la hombría de Cornelio en El amante liberal y de Loaisa en El celoso extremeño, son igualmente la señal de la belleza de Ricaredo en La española inglesa, como queda de manifiesto en el desenlace de la novela ejemplar, cuando se presenta in extremis ante una Isabela a punto de tomar los hábitos, pues «habiéndosele caído un bonete azul redondo que en la cabeza traía descubrió una confusa madeja de cabellos de oro ensortijados» (p. 257). 41 «Sepultura convertida en cuna de la que el héroe nace para iniciar su larga peregrinación, saliendo de la oscuridad a la luz» (Egido, 1994: 213). Véase también, desde perspectivas hermenéuticas dispares, Baena (1996: 46-49) y Redondo (2004: 74-78). 42 En el comienzo de la Historia etiópica sucede justo lo contrario: Heliodoro presenta en primer término a Cariclea, y lo hace igualmente en el máximo esplendor de su belleza, pero como una enigmática y garbosa amazona tan digna del culto de Ártemis que parece su viva encarnación: «Vieron los [los bandidos del delta del Nilo] una doncella sentada sobre una peña, de tan rara y extremada hermosura, que en sola su vista daba muestra de ser alguna diosa. Y puesto caso que el miserable estado en que se hallaba, la hacía estar triste y llorosa, no dejaba por eso de parecerse en ella el valor y grandeza de ánimo de que era dotada. En la cabeza tenía la corona de verde laurel, y de sus espaldas colgaba una aljaba de saetas. Debajo del brazo izquierdo tenía arrimado su arco, dejando descuidadamente caer la mano. El cobdo del otro brazo tenía sobre el muslo derecho, y la mano, puesta en la mejilla, con que se sustentaba la hermosura de la cabeza. Los ojos hincados en tierra, mirando un hermoso mancebo que en el arena estaba tendido, lleno de muchas heridas» (Historia etiópica, trad. de F. de Mena, I, 14-15). No está quizás de más recordar que, al lado de Felismena, la heroína de La Diana de Montemayor, Cervantes emuló esta presentación de Cariclea en la de Gelasia, en La Galatea, incluso en el hecho de tener a sus pies a un mancebo en un severo aprieto: «Volvieron todos los ojos a la parte que la pastora señalaba, y vieron que al pie de un verde sauce estaba arrimada una pastora, vestida como cazadora ninfa, con una rica aljaba que al lado le pendía y un encorvado arco en las manos, con sus hermosos y rubios cabellos cogidos con una verde guirnalda. El pastor estaba ante ella de rodillas, con un cordel echado a la garganta y un cuchillo desenvainado en la derecha mano, y con la izquierda tenía asida a la pastora de un blanco cendal que encima de los vestidos traía» (La Galatea, IV, 267).

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Escoltado por cuatro bárbaros, Periandro es colocado, con las manos atadas, en una frágil balsa que ha de transportarlo de la isla-cárcel a otra en que tendrá lugar su sacrificio y con una amenazadora flecha apuntando directamente a su rostro. Pronto no percatamos de que todo depende de la fortuna y el azar o del cambio de suerte que propicia la peripecia o por el uso de la casualidad emprendedora de tipo griego,43 por cuanto una inesperada borrasca subviene a Periandro y provoca la fractura de la balsa en dos partes, separándole de sus cautivadores. Este mismo golpe salvador del viento, que gobierna a su antojo –como queda dicho– los dictados del viaje marino, ayudará prodigiosamente a escapar a Transila de los hermanos de su esposo y aun de él cuando estaban por poner en práctica la costumbre del ius primae noctis. Pero además, una vez en mar abierto, encamina la medio balsa directamente hacia un navío que por acaso se resguardaba allí de la tormenta. Al ser avistado, los del barco, echan un esquife al agua y van en su rescate, movidos por su singular hermosura. La salvación de Periandro no hace sino acentuar y recalcar su desdichado estado y adversa coyuntura, pues está incapacitado para valerse por sí mismo: Subió el mozo en brazos ajenos, y, no pudiendo tenerse en sus pies de puro flaco, porque había tres días que no había comido, y de puro molido y maltratado de las olas, dio consigo un gran golpe sobre la cubierta del navío (I, i, 132).

A pesar de su debilidad y del comedido proceder del capitán del barco, que posterga su curiosidad de saber del mozo hasta que se reponga de su fatiga, este no halla reposo por culpa de sus cuitas, así como por los suspiros y lamentos de una doncella que se queja amargamente de su mala fortuna; la cual, después de un tira y afloja entre quién de los dos ha de contar en primer lugar su caso, pasa a narrar el porqué de su congoja. Los paralelismos que se registran entre esta secuencia que protagonizan Periandro y Taurisa con la de Teodosia y su hermano don Rafael en la habitación de la venta de Castilblanco, en Las dos doncellas, parecen incuestionables. La narración intradiegética de Taurisa es la primera analepsis completiva de la historia medular del Persiles. Aunque no palia el inicio in medias res de la trama de la novela, sí pone en antecedentes, lo mismo a Periandro que al lector, a propósito de diversos sucesos relacionados con el periodo de separación de los dos amantes protagonistas, desde el rapto de Auristela en las dobles bodas de los pescadores hasta el momento presente. Taurisa, por lo pronto, revela que el capitán del navío no es otro que Arnaldo, el príncipe heredero de Dinamarca, quien se enamoró perdidamente de 43

Cfr. Lozano-Renieblas (1998: 61-63).

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una hermosísima joven, Auristela, la cual vino a su poder por «diferentes y extraños acontecimientos» (I, ii, 135). Con ella pretendió, y pretende, desposarse, contando con el beneplácito de su padre, el rey, a pesar de que ignora tanto su origen como su linaje; si no lo ha hecho ya es porque ella siempre se excusa «diciendo no ser posible romper un voto que tenía hecho de guardar virginidad toda su vida, y que no pensaba quebrarle de ninguna manera» (I, ii, 136). Arnaldo se halla precisamente en estos lares, los alrededores de la isla Bárbara, porque Auristela, estando un día en la marina danesa, fue raptada por unos corsarios; los responsables, a lo que cree, de haberla traído aquí, en razón de que sus bárbaros moradores, «gente indómita y cruel» (I, ii, 137), tienen una profecía, emitida por un antiguo hechicero, según la cual de entre ellos ha de nacer un rey que conquistará todo el orbe. Lo que llegará a acaecer cuando uno de ellos, sin inmutarse, se beba un brebaje hecho de los polvos de los corazones de cuantos hombres vayan a parar a sus manos y hayan sido sacrificados a tal fin. Este indómito bárbaro se tendrá que desposar con la mujer más bella del mundo, en la que engendrará a ese magnífico soberano. De resultas, Arnaldo ha decidido vender a Taurisa con el objetivo de que esta se informe si Auristela está en manos de los bárbaros y poder, así, liberarla como sea. De este modo se enhebra la salida de la mazmorra de Periandro con la profecía de la Isla. Acabada su relación, de manera aun harto recóndita para el lector, el turbado mancebo, del que todavía se desconoce todo, inquiere a la doncella si ella sabe si el tal «Arnaldo hubiese gozado de Auristela…, porque a él le parecía que tal vez las leyes del gusto humano tienen más fuerza que las de la religión» (I, ii, 140). A lo que Taurisa le responde que no, puesto que Auristela, por lo que ella sabe, parece estar enamorada de «un tal Periandro, que la había sacado de su patria, caballero generoso, dotado de todas las partes que le podrían hacer amable a todos aquellos que le conociesen» (I, ii, 140). Son varios los aspectos a tratar: en primer lugar, hemos de dejar constancia de lo que, a nuestro entender, representa una muestra de la maña de Cervantes como novelista, por cuanto, aun de forma críptica para el lector neófito de la obra, pergeña en rasguño, a través de las palabras de Taurisa, el boceto de la historia principal del Persiles, los amores de Periandro y Auristela, por los cuales se han visto obligados a abandonar su patria, o bien él la ha sacado a ella; lo demás, las continuas peripecias en las que se han visto y se verán envueltos, no constituyen sino la hojarasca del libro, pero también su sustancia, los trabajos que han de padecer para acrisolar su sentimiento en el roce permanente con diferentes modelos de sociedad. De modo que, ya desde el capítulo segundo, se le ofrecen al lector atento los rudimentos indispensables del relato para captar su interés y suscitar su complicidad. Por otro lado, hay que destacar que frente a la presentación directa del héroe, la de Auristela se efectúa in absentia, corre a cargo de

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un personaje del texto: Taurisa. En el horizonte de expectativas de un lector de novelas de amor y aventura de tipo griego del periodo, Auristela, que refulge desde el principio por su sobrehumana hermosura, por el manifiesto anhelo de mantener incólume su virginidad, señalado en el voto de castidad, y por el uso del engaño y de la mentira como manera de poner en salvaguarda su integridad, tanto más cuando Taurisa, como criada y confidente suya que fue, está al tanto de su relación con Periandro, tendría que ser el personaje femenino principal. Sin embargo, el comentario de Auristela puesto en boca de Taurisa de vivir célibe y honestamente toda su vida no es sino una suerte de prolepsis o anticipo de su polaridad sentimental, de su debate entre el suelo y el cielo que empezará a cobrar cuerpo en la isla del rey Policarpo y se materializará en Roma. No quisiéramos dejar de señalar, igualmente, que el rapto de Auristela en una playa de Dinamarca constituye un motivo frecuente en la producción literaria de Cervantes, que la recorre de principio a fin: tal vez el caso más alejado, aunque es también un hurto, sea el secuestro de Rosaura a manos de Artandro, en La Galatea; más concomitantes son los de Leonisa, en El amante liberal, y de Constanza, en Los baños de Argel, a consecuencia de que en los tres casos son siempre obra de piratas y el lugar es un espacio próximo a la costa; sin olvidar los apresamientos de Isabela, en La española inglesa, y de doña Catalina y Clara-Zaida, en La gran sultana. Que Periandro se entere del posible paradero de Auristela, cautiva entre bárbaros, tras un largo periodo de separación, a la par que de la existencia de un rival amoroso es ni más menos lo mismo que les sucede a Aurelio con relación a Silvia, en El trato de Argel, a Ricardo con Leonisa, en El amante liberal, y a don Fernando con Constanza, en Los baños de Argel; que, conforme al imperio de las leyes del gusto, ponga en duda de la entereza amorosa de Auristela, no solo incide, de un lado, en su talante humano, a diferencia, pongamos, de Teágenes, que nunca teme por la infidelidad de Cariclea, sino que, por otro, lo acerca a otros personajes cervantinos, como Timbrio, en La Galatea, Rui Pérez de Viedma, en el Ingenioso hidalgo, los cuales asimismo recelan de que sus amadas puedan ser desfloradas por los piratas que los asaltan en la mitad del mar. La conversación entre Taurisa y Periandro, aun innominado, se ve frustrada, aunque habiendo cumplido el papel asignado por el autor, por el requerimiento que los de la cubierta hacen de la doncella que fue de Auristela. Esto da pie a que Periandro reaccione y comience a cobrar cierta dignidad heroica. Antes, sin embargo, el príncipe Arnaldo le hará conocedor de «todos sus amores y sus intentos y aun le pidió consejo» (I, ii, 141). No es este, desde luego, un dato baladí, antes al contrario, pues a más de dar pie a Periandro a actuar, incide en el rasgo etopéyico más singular de Arnaldo como personaje: la falta de decisión. En efecto, la diferencia entre Periandro y Arnaldo, a pesar del comportamiento manifiestamente digno, virtuoso y, en todo momento, noble

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del príncipe de Dinamarca, es su capacidad para arrostrar los peligros. La prueba está en que, mientas que Arnaldo envía y sacrifica a Taurisa para saber si Auristela está en la isla Bárbara, Periandro opta por travestirse de mujer, despojarse momentáneamente de su virilidad, y ser él en persona el que acometa la empresa, el que averigüe el caso. Cierto es que también le apremia el hecho de que si Auristela está finalmente en manos de los bárbaros y es rescatada, recaerá en las de Arnaldo, el heredero de Dinamarca que, con la anuencia de su padre, pretende hacerla su reina. Para poner en práctica su intento, Periandro ha tenido que darse a conocer a Arnaldo –e indirectamente al lector– como el hermano de Auristela,44 haciendo uso, por tanto, como Auristela, de la mentira y el engaño. Es así como Cervantes, en el devenir del Persiles, podrá, no sin ambigüedad, bordear los límites de un incesto horizontal por cognación. La posibilidad del amor tabú, que sobrevuela a lo largo y ancho de la novela, ya quedó apuntada en los amores de Ricaredo e Isabela, en La española inglesa, por cuanto, aunque no lo son, fueron criados y educados como hermanos –en una tradición que cuenta entre sus antecedentes con la inolvidable novelita El Abencerraje y la hermosa Jarifa–, y de forma mucho más nítida en el enredo que sustenta la trama de los amos en la comedia La entretenida. Para gran sorpresa de los circunstantes, Periandro, vestido con los atuendos destinados a su hermana, «quedó al parecer la más gallarda y hermosa mujer que hasta entonces los ojos humanos habían visto, pues, si no era la hermosura de Auristela, ninguna otra podía igualársele. Los del navío quedaron admirados; Taurisa, atónita; el príncipe, confuso» (I, ii, 143). Es de notar que habitualmente los travestidos cervantinos, como las disfrazadas de varón, exhiben algún rasgo o peculiaridad que, en cierto modo, delata su condición prístina; así, la gallardía de Periandro metamorfoseado no es muy diferente del «vivo / varonil resplandor de los soles» (La gran sultana, vv. 2571-2572) de Lamberto que es Zelinda, en La gran sultana; del «desenfado varonil» y «voz no muy adamada» (Don Quijote, II, xxxv, 1010) del paje-Dulcinea y, un poco después, de la «voz antes basta y ronca que sutil y delicada» (Don Quijote, II, xxxviii, 1026) del mayordomo que se hace pasar por la condesa Trifaldi, ambos travestidos del Ingenioso caballero, que no hacen sino incidir en su anfibología sexual, en su andrógina forma; a diferencia, no obstante, del hijo de don Diego de la Llana –que, por cierto, también destaca, como Periandro y Ricaredo, por sus rubios y rizados cabellos– y de 44 La fingida hermandad de los protagonistas constituye otro de los tópicos de la novela griega y sus derivados; así, aparte de los protagonistas de Cervantes, fingen serlo Leucipa y Clitofonte, en la novela homónima de Aquiles Tacio, Teágenes y Cariclea, en la Historia etiópica de Heliodoro, Clareo y Florisea, en la refundición de Núñez de Reinoso, y Pánfilo y Nise, en El peregrino en su patria de Lope de Vega. Cervantes la utiliza, aunque desde un enfoque diferente, en La gitanilla.

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Gaspar Gregorio –otro caso muy distinto es del cura Pero Pérez trasmutado en dama menesterosa–, de los que nada se comenta al respecto, sobre todo del segundo que es, quizás, el más ambiguo en su figura, pues el primero hace su entrada en escena cuando ya se ha descubierto su verdadera identidad. No parece gratuito, por consiguiente, que Cervantes haya presentado a su héroe en un deplorable estado físico y anímico, que, aunque no merma en nada su espectacular belleza, sí le acentúa un tanto la feminidad de su porte, hasta el punto de hacerle parecer la mujer de mayor beldad del mundo cuando se disfraza de mujer. Por ahí, también, que tanta importancia se haya concedido a su hermosura desde su salida de la mazmorra. En efecto, si ya ha deslumbrado sobremanera a aquellos que saben que es un hombre travestido, luego de la operación de compra-venta con los bárbaros, estos, al ver el rostro angelical de Periandro, dan muestras de querer adorarlo –como así había hecho con Auristela los moradores de la isla de los pescadores–: Habíase echado sobre el rostro un delgado y transparente velo Periandro, por dar de improviso, como rayo, con la luz de sus ojos en los de aquellos bárbaros, que con grandísima atención le estaban mirando. Habló el gobernador con la bárbara, de que resultó que ella dijo a Arnaldo que su príncipe decía mandase alzar el velo a su doncella. Hízose así: levantóse en pie Periandro, descubrió el rostro, alzó los ojos al cielo, mostró dolerse de su ventura, estendió los rayos de sus dos soles a una y otra parte, que, encontrándose con los del bárbaro capitán, dieron con él en tierra. A lo menos, así lo dio a entender el hincarse de rodillas, como se hincó, adorando a su modo en la hermosa imagen que pensaba ser mujer (I, iii, 148).

La teatralidad que da a la escena Periandro, que tanto parecido guarda con aquel osado mirar directamente a los ojos del sultán de doña Catalina en La gran sultana, que no hace sino encender fulminantemente el amor de Amurates, se incrementa en la despedida de Arnaldo y compañía, en donde salen a relucir las lágrimas, que tan bien hacen en una mujer que acaba de ser vendida, pero que el narrador se ve en la obligación de matizar que a Periandro «no le nacían de corazón afeminado, sino de la consideración de los rigurosos trances que por él habían pasado» (I, iii, 148-149). Es decir, en todo momento, pese a que la ironía y la vaguedad son harto evidentes, intenta salvaguardar la masculinidad de su héroe, del mismo modo que antes había matizado que la debilidad física de Periandro se debía a que llevaba tres días sin ingerir alimento. Que Cervantes ha cuidado todos los pormenores de estos primeros compases iniciales del Persiles con suma maestría y tiento es una realidad incuestionable, que se refuerza aun más con la focalización o individualización de Bradamiro de entre los

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bárbaros, ese «menospreciador de toda ley, arrogante sobre la misma arrogancia y atrevido tanto como él mismo» (I, iv, 149). Se trata, en cierto sentido, de un personaje de corte nihilista, al modo del Carino de La Galatea o del Nacor de El gallardo español, aunque, frente al ánimo de venganza que mueve al instigador de la tragedia de Lisandro y Leonida y a la cobardía del pretendiente de Arlaxa, Bradamiro personifica la soberbia y fanfarronería. Este nada más ver a Periandro travestido, se ha prendado de él y le ha tachado por suyo creyéndole mujer. Es la primera equiparación de Periandro y Auristela en cuanto al deseo amoroso que despiertan en terceros se refiere, puesto que Bradamiro, en cierto modo, iguala las pretensiones de Arnaldo, aun cuando el comportamiento de uno y otro sean por completo divergentes; y es que así como el príncipe de Dinamarca va a propiciar el reencuentro de los dos amantes, así también Bradamiro provocará su salvación y huida.45 La ambigüedad de la escena es transparente, en cuanto que se bordea la homosexualidad o al menos se juega deliberadamente con ella.46 No es la primera vez que acontece algo similar en la obra de Cervantes, dado que el deseo homoerótico podría registrarse en algunas de las parejas cervantinas de «los dos amigos» ya desde la de Morandro y Leoncio, en la que se superpone el sentimiento de la amistad al del amor, en concreto desde la perspectiva de Leoncio, aunque sea más plausible en la relación de Anselmo y Lotario («notó Anselmo la remisión de Lotario, y formó dél quejas grandes, diciéndole que si él supiera que el casarse había de ser parte para no comunicalle como solía, que jamás lo hubiera hecho» [Don Quijote, I, xxxiii, 419]); de forma explícita es tratada la homosexualidad en los relatos cervantinos de cautiverio «como una alternativa normal y abierta de la preferencia heterosexual» (Johnson, 1990: 135) que se da entre los musulmanes. Son, en todo caso, dos las situaciones que guardan un enorme parecido con la de Periandro vestido de mujer y el deseo que suscita en Bradamiro, nos referimos, obviamente, a la escena en la que Lamberto disfrazado de Zelinda es elegido por Amurates como la doncella que ha de ser la madre de su heredero, en La gran sultana, y el amor de lonh que hace perder los vientos al rey de Argel por Gaspar Gregorio en el Quijote de 1615. En los tres casos se pone en peligro irónicamente la virginidad y la castidad de los amantes masculinos, aunque Lamberto ya la haya perdido, al vestirse ropajes femeniles, que no hacen sino mostrar a las claras las dificultades en lo concerniente Antonio Cruz Casado (1995: 63), excelente conocedor del género, ha subrayado que en la novela helenística «la pareja como unidad es objeto de la asechanza de diversos competidores… Este triángulo amoroso formado por la pareja y un competidor es el que hace avanzar la acción, formándose y deshaciéndose durante la huida». 46 «El sentimiento que despierta Periandro, aunque está vestido de mujer, en los varones de la isla, puede producir una impresión de sodomía», indicaba J. Casalduero (1975: 28). Y véase también De Armas Wilson (1991: 78-105). 45

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a la identidad sexual. Curiosamente, estas tres situaciones son la consecuencia directa de una acción heroica efectuada en nombre del amor: Lamberto se transforma en Zelinda para poder estar junto a su amada Clara, la cual forma parte, como cautiva, del harem del sultán de Constantinopla; Gaspar Gregorio se halla en tal tesitura tras haber decidido acompañar en su destierro a la morisca Ana Félix; y Periandro se ha travestido con el propósito de saber de su amada Auristela. Ahora bien, el tratamiento es diferente en cada caso, pues Lamberto como Zelinda es el que realmente se ve abocado a una escena de cama con su pretendiente, de la que sale bien parado gracias a su ingenio, el milagro súbito de la transexualidad o de las experiencias del sabio Tiresias, y a la actuación posterior de doña Catalina; Gaspar Gregorio salva el escollo merced al ardid de Ana Félix, que le hace creer al rey de Argel que en realidad no es sino una mujer disfrazada de hombre, con lo cual le trasviste para que haga así su presencia ante el monarca turco, comportando que pierda su interés sexual por él al considerarle una gentil dama, por lo que, de las tres, es la situación más abiertamente homosexual; Periandro, por su parte, no se verá en manifiesto peligro a consecuencia de la batalla que terminará con su pretendiente, y aun con la mayoría de los moradores de la isla Bárbara, no por ello su inversión de rol sexual rezuma menos ironía y ambivalencia. Como quiera que sea, lo cierto es que las tres suponen una dura prueba de amor, en que el amante está dispuesto incluso a despojarse de su propia identidad sexual. En los casos de Lamberto y Gaspar Gregorio, la inversión conlleva la pérdida de su papel como miembro fuerte de la pareja, un rol que, habitualmente, recae en el amante masculino, mientras que en el caso de Periandro el disfraz mujeril no termina por despojarle de su masculinidad y, por consiguiente, de lo que se espera de él como héroe, merced a lo cual Cervantes nos brindará una estupenda escena de mundo al revés. Se dan asimismo otras situaciones amorosas de evidentes tintes heroicos, en el conjunto de la obra de Cervantes, en que el amante masculino también se deja apresar para estar junto a su amada sin la necesidad de verse despojado de su identidad sexual, como es el caso, por ejemplo, de don Fernando de Andrada, quien, después de haber sido cautivada Constanza en la razia turca sobre su pueblo, se arroja al mar con el único objetivo de ser hecho preso, en Los baños de Argel. Por último, nos resta por comentar que, en estos compases iniciales, se acentúa aun más la inversión de papeles en la emulación que Cervantes realiza del inicio de la Historia etiópica, dado que en la novela de Heliodoro es Cariclea la que despierta admiración por su hermosura y la que enamora al líder de los vaqueros, Tíamis. Con Periandro estimado como la mujer más hermosa del mundo, el gobernador de los bárbaros insulanos decide poner en práctica la letra de la profecía, por lo cual ordena traer a uno de los presos varones de la isla-cárcel para sacrificarle y hacer

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con su corazón la pócima que habrá de beber uno de sus súbditos sin inmutarse. No obstante, no es necesario, puesto que cuando iban en busca de uno, avistan una balsa en donde viene, ahora no por casualidad, la guardiana de la mazmorra, que no es sino Cloelia, la aya de Auristela, acompañada de un delicado mancebo. La secuencia está sutilmente narrada en orden a levantar expectación y suspense del lector, ya que, a través de Periandro, cuyo punto de vista es el que la filtra y describe, se hace notar que el joven esconde un secreto: «no pudo verle el rostro de lleno en lleno, a causa de que tenía inclinada la cabeza y, como de industria, parecía que no dejaba verse de nadie» (I, iv, 152); a lo que se suma la turbación e indecisión de nuestro héroe al conocer que la guardiana de la prisión que conduce al desdichado joven es Cloelia. Es así como Cervantes, utilizando a Periandro en el papel de reflector, está preparando la primera anagnórisis de los protagonistas. La equívoca atmósfera creada por el escritor se incrementa todavía más por el contraste resultante entre la gallarda belleza de Periandro travestido y la fragilidad y postración que manifiesta el hermoso mancebo, «el cual, sin hablar palabra, como un manso cordero, esperaba el golpe que le había de quitar la vida» (I, iv, 152). Si Cervantes inaugura su texto póstumo mostrando al héroe en el punto más penoso de su peregrinatio amoris y envuelto en un halo de misterio, la presentación directa de Auristela no le va en zaga, pues ella es, efectivamente, el joven recién arribado. Disfrazado de varón y en evidente riesgo de perder la vida es el modo en que irrumpen es escena dos de las congéneres de nuestra heroína: Leocadia, en Las dos doncellas, y Ana Félix, en el Ingenioso caballero; así como después, en el mismo marco del Persiles, Ambrosia Agustina. La turbación, la lasitud, la indolencia y el dejarse morir de Auristela no hacen sino denotar su feminidad; es decir, la vestimenta masculina, al igual que la femenina en Periandro, no modifica su esencia, no le hace adoptar, como sí les ocurre a Dorotea, a Claudia Jerónima y a Ana Félix, un comportamiento típicamente masculino o viril de mujer fuerte.47 Será Cloelia la que indique a los bárbaros que se trata de una mujer y, por lo tanto, que no es hábil para obtener de ella los polvos de su corazón como reza la profecía: «mandó el capitán desatarle y dar libertad a las manos y luz a los ojos y, mirándole con atención, le pareció ver el más hermoso rostro de mujer que hubiese visto, y juzgó, aunque bárbaro, que, si no era el de Periandro, ninguno otro en el mundo podría igualársele» (I, iv, 153). Un aviso, pues, que, además de detener el sacrificio, desencadena la agnición («¡Oh, querida mitad de mi alma! ¡Oh, firme columna de mis esperanzas!…» [I, iv, 153]) y evidencia la audacia narrativa del autor 47 Pues, como ha recalcado J. Baena (1988: 133), Persiles y Sigismunda «cambiarán de traje a menudo, pero no de esencia».

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del Quijote, no solo por el punto de equilibrio que alcanzan los protagonistas él como mujer y ella como hombre en torno a la belleza, sino también por cuanto es la mujer, que no es sino Periandro, la que anima y da fuerzas al hombre, que no es sino Auristela, para seguir adelante. La emoción de ambos, explicitada en sus lágrimas, provoca la salida del laberinto en que se hallan, por cuanto el flechado de amor Bradamiro, haciendo uso de su osadía y soberbia, decide liberarlos y, como castigo, recibe otra saeta, pero no ya de Cupido, sino del gobernador de la isla, que le atraviesa la boca, «quitándole el movimiento de la lengua y sacándole el alma» (I, iv, 155). La muerte del bárbaro fanfarrón desencadena la guerra civil entre los moradores de la isla, así como su incendio, lo que de nuevo nos advierte de lo presente que está la novela de Heliodoro en estos compases primeros del Persiles. Atónitos, confusos y un poco perdidos, Periandro, Auristela, Cloelia y la joven traductora de los bárbaros, Transila, son salvados, pues «no se olvidó el cielo de socorrerles por tan extraña novedad que tuvieron por milagro» (I, iv, 156), por uno de los bárbaros que, para sorpresa de ellos (y del lector), habla en perfecto castellano. Así, por el medio del desastre ocasionado por la batalla de los bárbaros, huyen nuestros héroes, guiados por su bárbaro redentor; lo cual es aprovechado por Cervantes para dar una vuelta de tuerca a su tremenda audacia y riesgo literario: Los muchos años de Cloelia y los pocos de Auristela no permitían que al paso de su guía tendiesen el suyo; viendo lo cual el bárbaro, robusto y de fuerzas, asió de Cloelia y se la echó al hombro, y Periandro hizo lo mismo de Auristela; la intérprete, menos tierna, más animosa, con varonil brío los seguía (I, iv, 157).

Es, pues, la configuración de un admirable mundo al revés, en el que la mujer, Periandro travestido, porta a sus espaldas al hombre, Auristela disfrazada de varón. El broche de oro reside en esa otra mujer, Transila, que no precisa ataviarse con ropas de hombre para comportarse como tal, y así lo evidenciará con creces cuando disfrute de la posibilidad de hacer pública su historia, erigiéndose en un modelo a imitar y en claro paralelo con Auristela. Christian Andrés (1990: 116-117) ha afirmado que la isla Bárbara y su modelo social «es todo lo contrario de la España de Carlos V o de Felipe II: aquí impera la crueldad y la inestabilidad del reino, no existe la piedad ni la fraternidad ni la solidaridad, y en cuanto a las mujeres, solo son productos comerciales, objetos de trueque… La isla Bárbara es una anti-España, una anti-Europa, un modelo repulsivo para cualquier lector contemporáneo de Cervantes… La relación entre los insulares… y la pareja de peregrinos «hermanos” es obvia… el antagonismo es muy fuerte, ya que Periandro (Persiles) o Auristela (Sigismunda) corren el peligro de perder la vida o el

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honor». Ciertamente, por su condición de lugar fantástico y legendario la isla Bárbara se convierte en el espacio idóneo en que situar una sociedad primitiva, en que, por el contraste, ubicar a los protagonistas en manifiesto peligro al tener que hacer frente a una de las pruebas más extraordinarias y arriesgadas de las que jalonan su periplo por los mares y tierras de Europa, que comporta la pérdida de su identidad sexual y la exhibición por parte de Periandro de todo un manual de seducción femenina; en que comenzar la acción de la novela del modo más audaz, asombroso y aventurado desde un punto de vista literario, con la representación en parte de un mundo al revés o con «los trocados trajes: ella, en el de varón, y, él, en el de hembra, metamorfosis bien extraño» (III, ix, 524), y en que emular, no sin ironía que roza la parodia, el inicio de la Historia etiópica de Heliodoro. Empero, la isla Bárbara no es ni una «anti-España» ni una «anti-Europa», sino simplemente uno más de los diferentes modelos sociales por los que pasarán Periandro y Auristela en su peculiar camino de perfección sentimental y espiritual, cuya destrucción radica antes en la falta de moderación y dominio de sus moradores que en el ejercicio de sus costumbres y leyes. Unas costumbres y leyes que no son peores que las que imperan en el mundo católico y civilizado del mediodía europeo, donde las mujeres son igualmente objeto de transacción económica, como se corrobora, por ejemplo, en la historia de Luisa la talaverana, cuyos padres la venden literalmente a cambio de oro al caballero polaco Ortel Banedre; ni son más bárbaras que el código del honor, por cuyo cumplimiento el padre y los hermanos de Feliciana de la Voz están a punto de asesinar salvajemente tanto a su hija y hermana como a su nieto y sobrino; ni tampoco son más crueles que la traición que acaba con la vida de don Diego de Parraces o que el «miserable juego» (III, xiii, 566) de los dados en que los reos del rey de Francia se juegan su libertad o bogar el remo en las galeras de su majestad; ni más corruptos que la Santa Hermandad o que los guardias suizos, en la detención de Periandro, y la justicia, en la liberación de Luisa y Bartolomé, en Roma, «que, adonde interviene el favor y las dádivas, se allanan los riscos y se deshacen las dificultades» (IV, v, 656). Solo un aspecto del inicio queda en el aire, pendiente de resolución, que no es sino la explicación del porqué se presenta en la isla Bárbara Auristela vestida de hombre. En principio, este enigma es el mismo que acaece en el doble travestismo de los hijos de don Diego de la Llana, en la segunda parte Quijote, en razón de que sabemos, como en el caso de Periandro, cuáles son los motivos –el encerramiento y la curiosidad de ver mundo– que ha llevado a la joven a ponerse la ropa de su hermano, pero no, en cambio, como pasa con Auristela, por qué se acicala él con los vestidos de su hermana, pues nada se nos dice al respecto. Tendremos que esperar hasta el capítulo ix del libro III, en la casa de don Diego de Villaseñor, padre del español

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Antonio, momento elegido por Auristela para contar la relación de sus peripecias; una narración intradiegética, incluida en la voz autorial –con paso, sin previo aviso, a la manera cervantina, del estilo indirecto al directo–, que no es sino otra de las analepsis completivas –la quinta en el orden de aparición– del inicio in medias res del Persiles. En efecto, Auristela da cuenta, a la sazón, de cómo, toda vez que fue apresada por los corsarios en la marina de Dinamarca, junto con Cloelia, Selviana y Leoncia, se repartieron el botín entre ellos de tal forma que ella le tocó en suerte a uno de los más principales, a cuyo servicio entró. En cierto sentido, podemos decir que la situación no es muy distinta de la que sufre Dorotea cuando trabaja como criado para el ganadero serrano en la primera parte del Quijote; si bien, mientras que la avispada andaluza lo hace disfrazada de mancebo, hasta que, descubierta, se ve en la tesitura de tener que recurrir a la violencia, no para mantener su virginidad incólume, pues ya se la había robado el seductor de don Fernando, sino para repeler sus lascivos deseos, Auristela lo hace con el atuendo que le corresponde, fue su dueño quien «me vistió en hábitos de varón, temeroso que en los de mujer no me solicitase el viento»48 (III, ix, 524). Esto es, se invierte la situación, pero no solo en lo tocante al travestismo, sino, principalmente, en el trato que a cada heroína dispensa su amo. Es chocante, sin embrago, este buen proceder del pirata por cuanto no se aclara cuál es su interés real por Auristela, tanto más en ese mundo tan hostil que es el Persiles en el que los deseos asaltan y mueven a la práctica totalidad de sus personajes. Auristela se limita a contar que «muchos días anduve con él peregrinando por diversas partes y sirviéndole en todo aquello que a mi honestidad no ofendía» (III, ix, 524). Es más, ni siquiera parece que su tentativa sea vender a la princesa nórdica a los bárbaros, y por ahí que intente refrenar sus impulsos travistiéndola de varón, dado que «un día llegamos a la isla bárbara, donde de improviso fuimos presos de los bárbaros, y él quedó muerto en la refriega de mi prisión y yo fui traída a la cueva de los prisioneros» (III, ix, 524-525). Allí es donde, por el más puro azar narrativo, se encuentra con Cloelia, su aya, la cual la pone en conocimiento así de la profecía de los insulanos como de la sospecha de que Periandro estaba encarcelado en la sima, por lo que decide, en una acción tan heroica como la de su hermano-amante, y similar a la de Margarita, en El gallardo español, ofrecerse para ser sacrificada. Los habitantes de la isla Bárbara son, en cierto sentido, los antagonistas de Periandro y Auristela, y, desde el sentir de los demás personajes, prisioneros suyos la mayoría, están caracterizados como representantes de la barbarie a causa de su primitivismo 48 Avalle-Arce anota lo siguiente en su edición del texto: «El viento como seductor juega un papel principal en las leyendas de Bóreas, y llega hasta el romance de Lorca, Preciosa y el aire, que por cierto tiene un punto de partida cervantino» (n. 376 de la p. 341).

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social y moral. No obstante, como es bien sabido, una de las características de la literatura cervantina es reflejar todas las cuestiones que plantea, al menos, desde sus dos o más puntos de vista –piénsese, si no, en el episodio de la pastora Marcela, inserto en la primera parte del Quijote, cuya estructura es una concatenación de perspectivas enfrentadas a propósito del suicidio de Grisóstomo y de la responsabilidad que le compete a ella–. De modo que no todos los bárbaros se muestran crueles y despiadados; algunos de ellos pueden llegar a manifestar varios rasgos humanitarios que los aproximan al mito del buen salvaje, como, por ejemplo, el flechero que apunta al rostro de Periandro mientras lo transportan en la balsa de una isla a otra, que es capaz de sentir compasión por el prisionero, o el propio Bradamiro, que llega a enamorarse, aunque su sentimiento no se temple con la razón, de Periandro metamorfoseado, y de apiadarse tanto de él como del mancebo que resulta ser Auristela. Pero quien lo encarna paradigmáticamente es la bárbara Ricla, la esposa del español Antonio y la madre de Constanza y del joven bárbaro que ha conducido a la salvación a los hermanos-amantes, Cloelia y la aun innominada Transila. La familia del español Antonio, portadora de su propia historia episódica, se convierte en la compañera inseparable de viaje de Periandro y Auristela por lo que resta, que es básicamente todo, de la acción en el tiempo presente del Persiles, en concreto los dos hijos, Antonio y Constanza, por cuanto los padres detendrán su andadura a la altura de la patria chica del español, la población manchega del Quintanar de la Orden (III, ix). Es así que el cañamazo medular del Persiles en la sucesión cronológica de principio a fin está conformado sobre el motivo estructural del viaje que efectúan cuatro personajes nacidos en el septentrión europeo desde la isla Bárbara hasta Roma, agrupados en dos parejas de hermanos: los que fingen o aparentan serlo, Periandro y Auristela, y los que lo son, Antonio el hijo y Constanza. Después de su reencuentro, los amores de Periandro y Auristela pasan a un segundo plano narrativo en beneficio de la interpolación de una serie de relatos –el del español Antonio, el del italiano Rutilio, el del portugués Manuel de Sosa y el de Transila, nacida en una de las islas británicas–, que pautan el viaje por mar de isla en isla y que complementan y matizan su historia bien por contraste, bien por paralelo, a la par que sus relatores se van acoplando al grueso de protagonistas, hasta la reaparición del principal rival amoroso de nuestro héroe, Arnaldo, en el capítulo xv. No obstante su relegación textual, el misterio que circunda a las figuras de los dos amantes y la relación que los une está permanentemente en el candelero, lo que asegura su preeminencia narrativa.

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Conviene apuntar dos hechos: el primero de ellos, el fallecimiento de Cloelia (I,

v-vi), la aya de Auristela, que representa la primera muerte del libro.49 Aunque está en

premeditado contraste con la hecatombe de los bárbaros, parece que su causa no es otra que la de aligerar el texto con la retirada de un personaje que ya ha desempeñado la función que le había sido asignada por el autor. Un proceder este harto recurrente en la literatura de todos los tiempos, pero que es muy frecuentado, alternando con otras formas, por Heliodoro en la Historia etiópica, como, por ejemplo, el más que significativo óbito de Calasiris (libro VII), justo a continuación de que se produzca el reencuentro definitivo de Teágenes y Cariclea. Es evidente que la función de Calasiris en la novela del escritor sirio es fundamental, en contraposición a la desdibujada Cloelia, de la que tantas cosas quedan sin aclarar, lo cual no resta importancia a la similitud que se desprende del hecho de que les llegue su hora tras facilitar la reunión de los protagonistas. En claro paralelismo estructural, que coadyuva a la coherencia estructural interna del Persiles, el ayo de Periandro, Seráfido, hará su entrada narrativa en los compases finales del libro (IV, xii); otro personaje que desempeña una de las funciones con que Heliodoro había dotado a Calasiris: la de contar el origen de los protagonistas, su enamoramiento, el voto y la huida. El segundo, que está vinculado con la muerte de Cloelia, es la aparición diegética de dos objetos densamente cargados de connotaciones narrativas: nos referimos, obviamente, a la cruz de diamantes y a las dos perlas. De forma todavía críptica para el lector, Cloelia, antes de su fallecimiento, le entrega a Auristela las joyas: «Ves ahí, hija de mi alma, lo que tengo tuyo» (I, v, 171), que adquieren forma e identidad entremedias de las narraciones episódicas de Rutilio y Manuel de Sosa: «Diole Auristela a Periandro lo que Cloelia le había dado la noche que murió, que fueron dos pelotas de cera, que la una, como se vio, cubría una cruz de diamantes, tan rica, que no acertaron a estimarla, por no agraviar su valor, y, la otra, dos perlas redondas, asimismo de inestimable precio» (I, ix, 194). En las Etiópicas existen asimismo varios objetos que sirven para identificar a Cariclea como la hija de Hidaspes y Persina, así el anillo de pantarba, un collar de piedras preciosas y «la banda de tejido de seda bordada con caracteres gráficos locales, en la que se narra la historia de la muchacha» (Teágenes y Cariclea, II, 157), también se podría añadir el vestido de sacerdotisa de Artemis que luce en repetidas ocasiones la amante amada de Teágenes.50 Tales objetos cumplen varias funciones narrativas: la piedra de pantarba repele el fuego dispuesto por Ársace cuando la somete a la ordalía, mientras que el collar y la banda no son sino los propiciadores de la agnición final con sus padres, los reyes «La omnipresencia de la muerte» en el Persiles fue puesta de manifiesto por Avalle-Arce (1975: 62-63). Es posible que este vestido de Cariclea y su función dejaran huella en algún relato cervantino, como la vestimenta de Leonisa en El amante liberal o la de Isabela en La española inglesa. 49 50

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de Etiopía. Por el contrario, en el Persiles la cruz y las perlas no son «los elementos determinantes de una aparatosa escena de anagnórisis…, sino [que]… mediante su oportuna exhibición los protagonistas darán a entender… a los presentes que son personas “de alto estado”».51 Como anotara Joaquín Casalduero (1975: 60), la reaparición de Arnaldo sirve «para colocar a los personajes y la acción en una dirección nueva, volviendo a la actividad los hilos de la acción principal que se habían mantenido inactivos» por obra del viaje itinerante de isla en isla y de la sucesión de varios relatos episódicos. La llegada del príncipe de Dinamarca a Gotlandia había quedado más o menos anticipada desde la misma salida de nuestros héroes de la isla Bárbara (I, vii), pues, si en aquella ocasión Periandro y Auristela pudieron esquivar la presencia de Arnaldo, ya quedó apuntada la zozobra de la pareja, la de él a causa de los celos, la de ella por no ver juntos a sus dos pretendientes; pero igualmente por el hecho de que los dos amantes se concertasen en cómo actuar, que no consiste sino en confirmar «el fingido hermanazgo», puesto que así «Arnaldo estaría seguro (I, vii, 182-183). Es decir, después de su reencuentro y de sortear la dura prueba de la pérdida de su identidad sexual y de vislumbrar la muerte, queda prefigurado diegéticamente que el siguiente obstáculo al que han de hacer frente en su peregrinaje es soportar con estoicidad los requerimientos amorosos de otros, así como superar los celos, que inciden sobre la fidelidad amorosa de la pareja o, dicho de otro modo, vencer las tentaciones de la carne. Como es bien sabido, la casuística amorosa o el tratamiento del tema del amor varía de unos moldes genéricos a otros, en tanto que cada uno conlleva aneja una visión propia y particular del mundo. Así los libros de caballerías y las novelas sentimentales son solidarias de las teorías del amor cortés de raigambre medieval, aunque divergen en el hecho de que «la novela sentimental marca un desplazamiento del eje de atracción de la novela de caballerías: de la peripecia caballeresca al caso amoroso, de la acción al sentimiento… Hay un cambio de perspectiva, pero el mundo de la ficción sigue siendo el mismo» (Avalle-Arce, 1975b: 47). La imposición del ideario renacentista, con su vuelta a las teorías platónicas, emparentadas con el petrarquismo, trae consigo un nuevo concepto erótico, que viene no a sustituir al amor cortés, pero sí a dotarle de una savia nueva. La primera modalidad genérica en prosa que lo registra es la novela pastoril, en la que el amor, aunque no ha dejado de ser un sufrimiento agónico, un tormento psicológico, supera lo estrictamente humano, por cuanto gobernado por la razón y la virtud y centrado en la belleza espiritual del ser amado podía transcender hacia Dios (cfr. Parker, 1986: 127-129); aunque no deriva tanto en connotaciones de tipo religioso 51

Romero Muñoz, nota 5 del cap. ix del libro I, pp. 185-186, de su ed. del Persiles.

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cuanto de orden filosófico: escrutar la «natura d’amore». No obstante el cambio de concepto amoroso, como ha explicado Avalle-Arce (1975b: 47), entre la novela sentimental y la pastoril se registra «una evidente comunidad temática», a pesar de que en la primera «el amor está presentado dentro de la estructura de la sociedad, si bien en conflicto con ella», mientras que en la segunda «lo está en estado de naturaleza, previo a la formulación social». Pero no podemos olvidar que el concepto platónico del amor, puesto al día, en el siglo III, por la doctrina filosófica del panteísmo y del inmaterialismo de Plotino, en la que la belleza, en tanto en cuanto única realidad suprasensible presente en el mundo sensible, procura un medio de elevación del suelo al cielo, ya constituía la base de la novela griega clásica, sobre todo en los casos de Dafnis y Cloe de Longo y de la Historia etiópica de Heliodoro; y lo será también, a rebufo suyo, pero en sintonía con el neoplatonismo renacentista de Marsilio Ficino, León Hebreo y otros filógrafos, a la par que matizado por las corrientes ideológicas cristianas, de su derivación española. Sin embargo, en contraste con la novela pastoril, donde la virtud es algo consustancial a su mundo, en la novela de tipo griego el amor ha de superar, en su perfeccionamiento y acrisolamiento, una serie de obstáculos o pruebas, que inciden sobre la fidelidad y la castidad de la pareja protagonista, pudiendo alcanzar un marcado talante espiritual que culmina en el matrimonio. De este modo, la castidad, y ligada a ella la fidelidad, se convierte en un valor absoluto, especialmente la femenina. Por su parte, la novela cortesana, en cuanto heredera de la novela sentimental, circunscribe el hecho amoroso al social, pues está directamente relacionado con la honra y el matrimonio. Ahora bien, el espíritu contrarreformista arrostró «al humanismo idealista predominante al situar el ideal en el lugar al que pertenecía: el reino de lo espiritual, y al hacer hincapié en el mundo real, en la realidad de la naturaleza humana, y en los deberes sociales y las obligaciones morales» (Parker, 1986: 134), de tal forma que terminó por impregnar, de algún modo, a todos los géneros existentes. Sucede que el amor es uno de los temas esenciales y recurrentes de la producción literaria de Cervantes. Impregna la práctica totalidad de su obra, desde sus primeros ensayos dramáticos conservados, El trato de Argel y La Numancia, y su primer texto impreso, La Galatea, hasta su novela póstuma, Los trabajos de Persiles y Sigismunda. El eros es una potencia todopoderosa, un estupendo motor de acción que enciende los corazones y acciona la mayor parte de sus personajes, origina los conflictos y genera sus textos. Es un vehemente anhelo de búsqueda y de perfección individual que permite la fusión gozosa y espiritual con el otro, tanto como una irresistible e invencible fuerza destructora que conduce a todos los extremos y locuras, inclusive a la muerte. Es por ello uno de los motivos por los que el escritor puede reflejar y tratar la antítesis humana entre la fría razón y la pasión fogosa, el severo combate entre el dominio y los

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infinitos demonios que habitan y perturban el espíritu del hombre, la descripción, en fin, de la complejidad psicológica del alma humana y su problemático existir. La variada casuística sentimental de Cervantes oscila en notable grado de diversidad entre el más elevado ideal y el más bajo apetito concupiscente. Mas nunca sobrepasa los parámetros de lo estrictamente humano, por cuanto siempre se traspone al plano de la vida, donde las pasiones amorosas se ven dolorosamente afectadas por las normas sociales y morales de la época. De este modo, el furor erótico no sólo es clave para la descripción psicológica del personaje y su relación con la otredad, sino que, por ser el origen de conflictos sociales al estar vinculado a un tiempo concreto, un espacio definido y una mentalidad ideológica específica, es la vía que permite al escritor indagar en la situación del hombre en el mundo, que se proyecta en el modo en que la realidad interviene y se interpone entre el deseo del individuo y el logro de sus objetivos. Esta dimensión social y moral del amor se observa particularmente en su correspondencia con el honor, la situación marginal de la mujer y el matrimonio. Sólo al final de sus días, precisamente en Los trabajos de Persiles y Sigismunda, Cervantes enfrentará el amor humano con el amor divino, para decantarse por el amor honesto, sencillo, puro y limpio: ley natural que enlaza a los seres humanos. Cervantes es heredero de toda una tradición histórica y de sus metamorfosis que desde Homero hasta Ficino y sus divulgadores impregnan su época. Tal vez fuera la filografía ecléctica, aunque esencialmente platónica, de León Hebreo la que más influencia ejerció en su pensamiento, al lado de las doctrinas de Erasmo en lo religioso y en lo que concierne a su posición respecto del matrimonio, tema de singular resonancia en su obra, como habremos de ver, y de las teorías aristotélico-epicureístas y naturalistas, que postulaban la inserción del ser humano en la rueda de la vida y de la generación. Mas sin embargo, le infundió su propia visión, que es a la vez regresiva y progresiva, una vuelta hacia el pasado y hacia el futuro, en la que no hay una idea prefijada, una fórmula, un arquetipo, sino varios encarnados en sus distintos personajes, pues así es como se refleja la ambigüedad misma de la existencia. La prueba de amor a la que tienen que hacer frente Periandro y Auristela con la llegada de Artandro representa tanto una necesidad impuesta por el módulo al que se afilia la historia como una constante habitual en sus historias de amor más idealizadas, en las que el sentimiento amoroso es recíproco desde el principio, como así sucede, de una forma u otra, en los casos de Aurelio y Silvia, en El trato de Argel, de Timbrio y Nísida, en La Galatea, de Cardenio y Luscinda, Rui Pérez y Zoraida y don Luis y doña Clara, en el Ingenioso hidalgo, de Preciosa y don Juan, en La gitanilla, de Ricaredo e Isabela, en La española inglesa, de don Fernando de Andrada y Constanza y de don Lope y Zahara, en Los baños de Argel, de Dagoberto y Rosamira, en El laberinto de amor, de

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Basilio y Quiteria y de Ana Félix y Gaspar Gregorio, en El ingenioso caballero, de Antonio y Ricla, Renato y Eusebia, Feliciana y Rosanio, Ambrosia Agustina y Contarino de Arbolánchez e Isabela Castrucho y Andrea Marulo, en el Persiles y Sigismunda. A diferencia de lo que sucede en la Historia etiópica de Heliodoro, en la que los rivales amorosos de la pareja protagonista desempeñan la función actancial de meros antagonistas, en especial Ársace y Aquémenes –pues la función de Tíamis y de Oroóndates termina por ser otra muy diferente–, habida cuenta de que no presentan o simbolizan sino una caracterización negativa y maniquea de la pasión amorosa; en el Persiles son mucho más complejos y la calidad de su amor varía considerablemente de unos a otros, cuando no son más que un recurso para hacer variar el argumento, como es el caso del bárbaro Bradamiro, cuyo enamoramiento de Periandro travestido posibilitó la huida de los héroes de la isla Bárbara. Puede, pues, que Cervantes, tuviera en mente, dado que es muy probable que desconociera el Quéreas y Calírroe de Caritón de Afrodisias, en la caracterización de alguno de los pretendientes amorosos de Periandro y Auristela, a personajes como la Mélite del Leucipa y Clitofonte de Tacio o su trasunto, Isea, en la novela de Núñez de Reinoso, que son rivales bastante más complejos, puesto que su amor, aunque pueda ser entendido como un desvarío, resulta sincero y genuino: es mucho más que un simple e impetuoso deseo concupiscente. Parece que Cervantes comprendió que cuanto más digno sea el oponente más quilates cobra el sentimiento erótico de los amantes principales, al mismo tiempo que resulta más creíble o verosímil su virtuosismo ejemplar. A pesar de que la sombra de Magsimino, del que apenas sabremos nada hasta el final del texto, planea constantemente como una amenaza ya desde el principio sobre el amor de Periandro y Auristela, es Arnaldo indiscutiblemente el rival más tenaz, persistente y de mayor calidad. Su llegada a la isla de Gotlandia, punto de reunión de la comitiva protagonista, que funciona como una suerte, a pequeña escala, de la venta quijotesca de Juan Palomeque el Zurdo, y en clara anticipación del palacio del rey Policarpo y de Roma, así lo corrobora, pues, a más de turbar a Periandro y de inmovilizar a Auristela, en su conversación a solas con nuestro héroe le expone tanto la calidad de su amor como sus intenciones para con su fingida hermana, que convergen en el deseo de ser honestamente su esposo. La declaración de intenciones de Arnaldo es la segunda analepsis completiva del Persiles, tras la de Taurisa, si bien hemos de suponer que lo que cuenta ahora es más o menos lo mismo que le dijo a Periandro cuando la doncella de Auristela se preparaba para ser vendida a los bárbaros, y, ya que vuelve a centrarse en el periodo en el que la hermana-amante de nuestro héroe estuvo en su poder, no es sino lo mismo de lo que le informó Taurisa a Periandro en el interior de la nave, pero con una notable diferencia: hay un cambio de perspectiva, de punto de vista de los hechos. En efecto,

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tanto Taurisa como Arnaldo cuentan el mismo acontecimiento narrativo, pero cada uno desde su propio sentir y desde el conocimiento o la información que poseen. Así, en lo tocante al enamoramiento de Arnaldo, sus continuas demandas de matrimonio, el consentimiento de su padre y las sucesivas negativas de Auristela coinciden; sin embargo difieren en cuanto al tiempo que dicen que ha pasado Auristela en poder del príncipe, pues Taurisa sostenía que era un año, mientras que Arnaldo asegura que son «dos años que estuvo en poder del rey mi padre» (I, xvi, 231); e igualmente en lo concerniente a la excusa que pone Auristela para no aceptar la proposición matrimonial, pues, aunque en los dos casos se trata de un voto de castidad, Taurisa había dicho que era una decisión de por vida, Arnaldo, en cambio, comenta que la promesa de nuestra heroína se cumplirá cuando arribe a «la ciudad de Roma» y que mientras tanto «no podía disponer de su persona» (I, xvi, 231). Ahora bien, Taurisa adivinaba la causa que ignora por completo el príncipe danés, tal vez para la buena marcha de los amores de nuestra pareja protagonista, así como para la disposición de la materia narrativa: Auristela no aceptó las propuestas del príncipe porque previamente había entregado su amor «a un tal Periandro» (I, ii, 140). Es, por tanto, una prueba más de la madurez literaria alcanzada por Cervantes, su dominio absoluto en el arte narrativo. Constituye, desde luego, otro acierto que sea tan solo Taurisa, aparte de Cloelia, el personaje que, más que saber a ciencia cierta, intuya los amores de Periandro y Auristela, hasta la salida a la palestra, muy al final, de Seráfido, que tiene el encargo de desvelar el secreto mejor guardado de toda la novela. Esto, lógicamente, le permite a nuestro autor rodear a los dos fingidos hermanos de ese halo de misterio que tanto extraña a los que les conocen y tratan, los cuales no pueden dejar de sorprenderse ante alguna que otra de sus reacciones, más propias de una relación sentimental que fraternal, y de sospechar esto o aquello dependiendo de su buena o mala intención. Únicamente es el lector el que dispone de mayor información, en especial la que extrae de las escasas ocasiones en que Periandro y Auristela gozan de la posibilidad de comunicar sus asuntos a solas, y estas muy dosificadas y distanciadas unas de otras. Este hecho, que incide acerca del suspense de la trama, distancia al Persiles de las otras manifestaciones del género, ya sean los dos ejemplos clásicos conocidos en la época, el Leucipa y las Etiópicas, ya sean los españoles, el Clareo y Florisea de Reinoso, la Selva de aventuras de Contreras y El peregrino de Lope, por cuanto el origen de los protagonistas de cada una, su relación amorosa y su voto son sabidos o bien al principio de la trama –como en el Leucipa de Tacio, en el Clareo y en la Selva–, o bien hacia la mitad –como en las Etiópicas de Heliodoro y en El peregrino–. El amor que Arnaldo siente por Auristela es, en consecuencia, uno de los más idealizados de todo el Persiles, y aun de la obra de Cervantes, así como su intachable

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conducta para con ella, pues, en cierto sentido, no dista mucho del proceder de don Juan con Preciosa en La gitanilla y de Avendaño con Constanza en La ilustre fregona, en tanto que los tres aman incondicionalmente a mujeres que (supuestamente) están por debajo de su categoría social, una esclava, una gitana y una fregona, respectivamente, a las que no solo respetan, sino que se someten a su voluntad;52 si bien su suerte será harto distinta, pues Arnaldo finalmente no podrá ver cumplido su objetivo y habrá de conformase con contraer matrimonio con la hermana menor de Auristela. Asimismo, el hecho de que el príncipe de Dinamarca pierda los vientos por su esclava le empareja con Ricaredo, protagonista de La española inglesa y, sobre todo, con Amurates, el sultán de La gran sultana. El buen comportamiento de Arnaldo no se le escapa a Periandro, ya que parece «locura que dos miserables peregrinos, desterrados de su patria, no admitan luego luego el bien que se les ofrece” (I, xvi, 232). Pero lo justifica, siguiendo el plan diseñado con Auristela, arguyendo que «mi hermana y yo vamos, llevados del destino y de la elección, a la santa ciudad de Roma y, hasta vernos en ella, parece que no tenemos ser alguno ni libertad para usar de nuestro albedrío» (I, xvi, 232-233). Es decir, Periandro, como antes Auristela, se sirve del engaño y la mentira para atemperar los requerimientos amorosos del príncipe. Como se sabe de sobra, esta es una estratagema de la que se sirven habitualmente las parejas protagonistas de las novelas de tipo griego, para salir al paso y solucionar ciertos conflictos que obstaculizan su errabundo peregrinar amoroso,53 y que Cervantes ya había utilizado en aquellas historias que manifiestan una clara vinculación con tal región de la imaginación, tales como las de Aurelio y Silvia en El trato de Argel, Ricardo y Leonisa en El amante liberal y don Fernando de Andrada y Constanza en Los baños de Argel (cfr. Zimic, 1964). En nuestro caso, del mismo modo que hace Cariclea ante las pretensiones matrimoniales de Tíamis en las Etiópicas (libro I), lo cual no hace sino acentuar la inversión de papeles que se habíamos notado más arriba el inicio de las dos novelas, Periandro se sirve tanto del fingido hermanazgo como de la falsa promesa del matrimonio aplazado. Inclusive nuestro héroe emula a la protagonista del escritor sirio al entreverar, como por otra parte tan de moda estaba en el Siglo de Oro, la mentira con la verdad, dado que, sin entrar en más detalles, todo lo concerniente al voto y esa mixtura de determinación y albedrío que lo pone en práctica son por completo genuinas, como quedará evidenciado cuando Seráfido narre a Rutilio el origen de Periandro y Auristela (IV, xii). Es más, tanto en la obra 52 Cabe matizar que el sometimiento a la amada, bien lo sabe don Quijote, es una práctica de cortesía desde el tiempo de los trovadores. 53 Véase González Rovira (1996: 120-122), así como la explicación que ofrece a propósito de la utilización de este recurso por parte de nuestros héroes Casalduero (1975: 60).

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de Heliodoro como en la de Cervantes se consigue el efecto esperado, pues Tíamis y Arnaldo quedan convencidos por las razones argüidas por Cariclea y Periandro y se ofrecen, además, para acompañar en su peregrinación a las fingidos hermanos, si bien, a la postre, un suceso de tipo familiar –la resolución del sacerdocio de Tíamis, tras la llegada in extremis de Calasiris (libro VII), y la noticia que le da a Arnaldo Sinibaldo de la guerra que padece su padre y de los rumores que circulan sobre sus amoríos (II, xxi)– les impedirá cumplir la resolución adoptada, aunque el pertinaz Arnaldo, finalmente, se reunirá con Periandro y Auristela en las puertas de Roma, en donde su entereza sentimental se verá sometida a examen tanto por la rivalidad con el duque de Nemurs como por la enfermedad de Auristela, que dejará como único perfecto y leal amador. Hay que destacar, asimismo, que los temores de Auristela de que los celos turben a su hermano-amante no solo no se cumplen, sino que, «aunque le pesó a Periandro deste último ofrecimiento» (I, xvi, 234), se comporta con suma cortesía y discreción, al tiempo que acepta con nobleza y resignación la compañía de Arnaldo. En este sentido, Periandro es la viva encarnadura del Discreto de Baltasar Gracián. Y si antes Periandro fue capaz, como vimos, de despojarse por amor de su esencia, ahora hace gala de un «heroísmo interior que le otorga el temple indomable de su virtud estoica» (Vilanova, 1989: 383). Muy al contrario de como actuará Auristela al ser informada de la fascinación que suscita Periandro en la gentil Sinforosa. Ocurre que será precisamente en los momentos más extremos cuando la irracionalidad enajene a nuestra heroína hasta el punto de dejarse vencer por la impulsividad y de manifestar públicamente su casto y puro amor por Periandro, o sea los instantes en los que Cervantes crea disensión en la pareja protagonista, como ocurre por dos veces con los celos de Auristela, que la llevan a barajar la posibilidad de hacerse monja, y en los que nos brinda los únicos acercamientos amorosos entre ellos, como acaecerá cuando nuestra heroína crea muerto a Periandro, luego de caer de la cima de una torre abrazado con Domicio a poco de pisar suelo francés. Con la marcha de la comitiva de personajes de Gotlandia, que se ha engrosado con el murmurador maldiciente Clodio y con la cortesana concubina del rey Inglaterra, ambos por él desterrados, repartida entre los navíos de Mauricio y Arnaldo, rumbo a Inglaterra, lugar que, como ha visto Isabel Lozano (1998: 110), «permanece constante en el itinerario septentrional del Persiles», en tanto es el supuesto «umbral que da paso a la civilización» y «por esto los personajes tienen puestas todas sus esperanzas y anhelos en llegar a ella a toda costa», se continúa el viaje por mar. Lo cual es aprovechado por Cervantes, luego de dejar planteada la amenaza que comporta para el amor de la pareja protagonista la presencia e intenciones de Arnaldo, para mover los hilos

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de su narración en una nueva dirección, de tal forma que se equilibre el protagonismo narrativo de sus dos héroes. Una de las formas más habituales de crear tensión dramática en la novela de tipo griego o de estimular la intriga es mediante la utilización de recursos tales como los vaticinios, las predicciones, los sueños reveladores, los presentimientos, etc. En el Persiles, como se sabe, estos motivos estructuradores se vinculan con la astrología judiciaria, ciencia que profesan dos personajes de especial relevancia en el desarrollo de la trama: Mauricio y Soldino. Así, el primero, aun antes de partir de Gotlandia, ya advierte a sus compañeros de viaje –e indirectamente al lector– de que en su trayecto hacia Inglaterra tendrán que hacer frente a un peligro insoslayable que sobre ellos se cierne, que no parece ser sino «una traición mezclada y aun forjada del todo de deshonestos y lascivos deseos» (I, xviii, 238-239). Si el fulminante enamoramiento del bárbaro Bradamiro sirvió, en cierto modo, para reunir a Periandro y Auristela y propiciarles la posibilidad de huir, ahora, efectivamente, serán los que despiertan la princesa nórdica y Transila en dos de los marineros-soldados de Arnaldo los que ocasionen la segunda –y última– separación de la pareja. Puesto que, en su intento de gozar de ambas, han urdido un plan que consiste en hundir el navío. De este modo, la lascivia y los desmanes que provoca se tornan, al menos por ahora, en el fundamento que hace variar el rumbo de la materia narrativa del Persiles, o, expresado de otra manera, son los propiciadores de los obstáculos y peripecias externas de los dos amantes en su viaje de Tule a la ciudad eterna. Así, a consecuencia del naufragio premeditado, la comitiva protagonista que encabezan Periandro y Auristela se ve obligada a reagruparse en torno a la barca y el esquife del navío; en la primera entran Periandro, Arnaldo, Ladislao, Antonio el padre y Clodio, mientras que en el esquife lo hacen todas las mujeres –Auristela, Transila, Ricla, Constanza y Rosamunda–, Mauricio y Antonio el hijo. La llegada de la noche y el viento hacen el resto. Cervantes ce complace en el Persiles y Sigismunda de contrastar la angustia y desesperación de Periandro y Auristela con la de otras parejas de amantes, primordialmente episódicas, ante un hecho extremo, o sea, configura acciones o escenas duales, afines o refractarias, con el propósito de recrearse en el fingido hermanazgo de nuestros enamorados, como consecuencia de su secretismo amoroso, levantando sospechas y expectativas tanto en sus compañeros de camino como en el lector, y de potenciar el patetismo de su sufrimiento. Este juego de simetrías especulares parece apuntar hacia la ambigüedad e ironía del texto, por cuanto con el reflejo del comportamiento de las dos parejas se resalta lo que los hermanos-amantes no pueden decir o hacer, o se muestra lo que encubren. Se trata, por consiguiente, de un artificio de apariencias,

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acentuadamente barroco, entre lo que parece ser y lo que objetivamente es; mas también el modo en que Cervantes tensa al límite los parámetros de la novela de tipo griego al llevarlos a la frontera de la parodia. Ya lo comprobamos en aquella prodigiosa secuencia en la que el todavía innominado Antonio el hijo cargaba a sus espaldas a Cloelia, mientras que Periandro travestido de mujer hacia lo mismo con Auristela disfrazada de hombre (I, iv); lo veremos en otra no menos audaz en la que Auristela se abraza a un Periandro moribundo, mientras que Constanza hace lo propio con su hermano Antonio malherido (III, xiv). Y eso es lo que sucede ahora con la separación de la barca y el esquife y las reacciones anímicas que suscita: Llegóse en esto la noche, sin que la barca pudiese alcanzar al esquife, desde el cual daba voces Auristela llamando a su hermano Periandro, que la respondía, reiterando muchas veces su para él dulcísimo nombre. Transila y Ladislao hacían lo mismo y encontrábanse en los aires las voces de «¡Dulcísimo esposo mío!» y «¡Amada esposa mía!», donde se rompían sus disinios y se deshacían sus esperanzas con la imposibilidad de no poder juntarse, a causa que la noche (I, xix, 126).

Conviene señalar, por otra parte, que la separación de Periandro y Auristela está en función del magnífico diseño constructivo del Libro I, y aun de todo el Persiles. Pues si el libro se inaugura con la reencuentro de los dos amantes, se cierra con una nueva separación; si fue Periandro y su circunstancia vital lo que diegéticamente se focalizó en los primeros compases, será ahora Auristela y la suya lo que se registre en la narración; si Periandro, recién salvado de un peligro de muerte por el navío de Arnaldo, se enteró por boca de un tercero, Taurisa, de los sentimientos que su amada Auristela había estimulado en el príncipe de Dinamarca, será ahora nuestra heroína la que, recién salvada de un peligro de muerte por el bajel enviado por Sinforosa, se entere por boca de un tercero, el capitán corsario, de los amores que siente la princesa de la isla del rey Policarpo por su fingido hermano; si Periandro vaciló a propósito de la fidelidad de Auristela, lo mismo le tocará hacer a ella. Esta simétrica a la vez que inversa situación persigue, pues, equilibrar el papel de los héroes, habida cuenta de que, hasta la focalización narrativa de Auristela, ella se había mostrado como un personaje esencialmente pasivo frente a Periandro, que, en general, ante las circunstancias externas a las que tienen que hacer frente, adopta el rol de ser el miembro activo de la pareja, como por otra parte cabía esperar según el planteamiento patriarcal de los papeles o roles sexuales imperante en la época. Pero hay más; puesto que, merced a la relación intradiegética del capitán del barco enviado por Sinforosa, se van a dejar apuntalados los cimientos narrativos sobre los que se

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asentará buena para de la materia narrativa el Libro II del Persiles, así en la acción en tiempo presente como en lo referente al pretérito de la historia principal: los sucesos en la corte palatina del rey Policarpo y la dignificación épico-heroica del protagonista masculino. Después de la separación del personaje colectivo en dos grupos, que comporta asimismo la de los dos amantes, y después de los acontecimientos en la isla nevada, en donde los dos capitanes amigos del príncipe Arnaldo se disputan en un duelo a muerte el amor de la exánime Taurisa, ya en la nave que Sinforosa había enviado en pos de su amado Periandro, el capitán del barco, en un día de esos tres meses que dura su periplo de isla en isla, narra un cuento, a fin de amenizar «la estancia de sus pasajeros» (I, xxi, 264), que se convierte en la tercera analepsis completiva del Persiles, en tanto que se centra en parte del tiempo en que estuvieron separados por vez primera Periandro y Auristela. Así como las otras dos narraciones analépticas –las de Taurisa y Arnaldo– habían cubierto parte de las peripecias individuales de Auristela, la del capitán tendrá como protagonista a Periandro, aunque no recupere más que el tiempo que pasó en la isla del rey Policarpo, lo demás será actualizado por el propio héroe. La relación del capitán del navío presenta una morfología similar a la de Taurisa, en virtud de que hacen las veces de narradores-testigos, aunque, a la postre, se vean de alguna manera implicados en los acontecimientos que cuentan. Sus narraciones se pueden estructurar en dos partes: por un lado, brindan una información de tipo general, que tiene como fin situar los hechos en un marco específico –el reino de Dinamarca y la isla utópica de Policarpo–, para, por el otro, pasar de seguida a contar un suceso protagonizado por uno de los dos protagonistas principales; y lo hacen de forma sexista: Taurisa narra la estancia de Auristela en poder de Arnaldo, mientras que el capitán profiere la participación de Periandro en los juegos lúdico-deportivos que se celebran en la isla de Policarpo. Esta manera, recuérdese, había sido empleada por Cervantes en su primera obra publicada, La Galatea.54 Además, las dos narraciones analépticas han lugar en sendos barcos; tienen como receptores único al otro de los dos enamorados –la de Taurisa a Periandro y la del capitán a Auristela–, aunque en el caso del cuento del capitán, el número de paranarratarios es mayor, pues, al lado de Auristela, están sus compañeros de viaje, al punto de que él no focaliza el relato en ella, sino que lo efectúa el narrador principal del Persiles; cabe añadir que tanto Taurisa como el capitán ignoran completamente el vínculo que une a Auristela con Periandro. No cabe duda de la pericia compositiva de Cervantes, pues, más allá de 54 «En lugar de la nota femenina sostenida por Montemayor, Cervantes maneja [en La Galtea] un ritmo alterno», había señalado J. Casalduero (1973: 37).

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los paralelismos con los que construye su texto, confía a personajes secundarios la narración de algunos de los hechos más relevantes de las peripecias de sus héroes, nítidamente vinculados con la tradición de la novela de tipo griega, como lo son la defensa de la castidad de su heroína y su fidelidad amorosa –la narración de Taurisa– y la gallardía y apostura masculina de su héroe –la narración del capitán–. Cierto es que la participación de Periandro en los juegos olímpicos de la isla de Policarpo, aunque tienen su correlato en la Historia etiópica de Heliodoro (libro IV), parecen apuntar más bien a la épica clásica, representada tanto por la Odisea como por la Eneida.55 El motivo de ello reside quizá en que Cervantes quería adjudicar a su héroe un talante épico que la novela helenística había desechado, conforme a que, en el paso de la épica heroica a la amorosa, «el guerrero ha sido sustituido por un enamorado, blando en ocasiones, ajeno casi siempre a las armas…; entre sus cualidades se suele señalar su carácter apasionado y fiel, su entereza en las desdichas, alguna vez su astucia, también su belleza» (Cruz Casado, 1995: 63). Es este un aspecto, la presentación indirecta del personaje o de ciertas cualidades suyas, que el autor del Quijote utiliza con cierta reiteración, siendo los casos más notorios los de Preciosa, en La gitanilla, Constanza, en La ilustre fregona, y don Fernando de Saavedra, en El gallardo español, cuyo objetivo no es otro que «allanar un imposible». Por último, diremos que tanto Taurisa (I, xx) como el capitán del barco (cfr. II, iv, 297-298), toda vez que han desempeñado el papel encomendado por el autor, desaparecen de la narración tras sobrevenirles la muerte, así como sucedió con Cloelia. El capitán del barco da comienzo a su historia con la descripción del lugar y del régimen sociopolítico de la isla sita «junto a la de Hibernia» (I, xxii, 265); un lugar idealizado y, en clave humanista, utópico, en que los reyes son elegidos democráticamente luego de haber mostrado las virtudes que atesoran, no existe la ambición ni la codicia y donde campea la misericordia tanto como triunfa la justicia.56 El que rige los destinos de los insulanos no es otro que Policarpo, «varón insigne y famoso así en las armas como en las letras» (I, xxii, 266), acompañado solamente por su dos hijas, Policarpa y Sinforosa, debido a la muerte de su esposa, una viudez que será generadora de importantes consecuencias durante el libro II del Persiles. Para conmemorar el día en que eran electos, los monarcas celebraban fiestas, mandaban representar comedias y organizaban «los juegos que los gentiles llamaban Olímpicos» (I, xxii, 266) en un 55 Aunque son también una constante en la novela pastoril desde la Arcadia de Sannazaro (prosas 1ª, 5ª y 11ª), y así aparecen, aunque muy de pasada, en La Diana de Montemayor (libro I). 56 Avalle-Arce, en la nota 132 de la p. 150 de su ed. del Persiles, subrayaba que la descripción de la forma de gobierno de la isla del rey Policarpo «puede hacer las veces de la utopía política de Cervantes». Véase también Baena (1988: 135-136), Andrés (1990: 118) y Scaramuzza Vidoni (1998: 138-140).

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lugar dispuesto para ello junto al mar. Hay que destacar que estos juegos no son muy diferentes de los que solemnizan las fiestas pastoriles de la aldea de Teolinda en La Galatea (libro I), por cuanto, en ambos casos, se componen de cuatro pruebas: carreras, esgrima, lanzadores de barra y lucha libre. Unos juegos que forman, asimismo, parte de los festejos de los pueblos manchegos por donde pasan los gitanos de La gitanilla y que no distan mucho de las habilidades que posee Basilio, en el Ingenioso caballero. El enramado en que se celebran los juego, cuya principal función es proporcionar sombra, es similar en su concepción a los que levantan Daranio y Camacho para celebrar sus desposorios con Silveria y Quiteria, respectivamente, en La Galatea y en el Ingenioso caballero, si bien estos, en tanto que son un reflejo de la riqueza de los novios, están descritos pomposa y minuciosamente. A este tipo de festejos pertenecen también las celebraciones y las carreras de barcos del episodio de la isla de los pescadores, en el mismo Persiles. Da la impresión, pues, de que Cervantes está situando el mundo de la utopía en unos márgenes convergentes con los del mito pastoril –como así sucede en la Soledad primera de Góngora–; a fin de cuentas, tanto uno como otro se corresponden y son la manifestación del ideario renacentista. Sin embargo, y aun cuando ambas forman parte del acerbo común de las comarcas utópicas, en último termino, insistimos, late poderosamente la isla de Esqueria, hábitat de los felices feacios. Llevada a cabo la presentación general del lugar, su forma de gobierno y sus costumbres, el capitán corsario, pasando de lo general a lo particular, concretiza su cuento con la narración de «un día destos» (I, xxii, 266). Y, justo cuando todo está preparado para que comience la prueba deportiva de la carrera, «en este tiempo vieron venir por la mar un barco» impulsado por doce remeros, «gallardos mancebos, de dilatadas espaldas y pechos y de nervudos brazos» (I, xxii, 267). Los cuales, encallado el navío, se dirigieron sin más dilación, al enramado. De ellos, descuella uno por su sobresaliente belleza: El primero que se adelantó a hablar al rey fue el que servía de timonero, mancebo de poca edad, cuyas mejillas, desembarazadas y limpias, mostraban ser de nieve y grana, los cabellos, anillos de oro y cada una parte de las del rostro tan perfecta y, todas juntas, tan hermosas, que formaban un compuesto admirable. Luego la hermosa presencia del mozo arrebató la vista y aun los corazones de cuantos le miraron, y yo desde luego le quedé aficionadísimo (I, xxii, 267).

Como no podía ser de otra manera, este extraordinario joven, tras pedir licencia al rey, arrasa en cuantas pruebas participa, hasta arribar en alguna de ellas a la

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«monstruosidad» (I, xxii, 270), que acaso se deba a la hiperbolización del narrador;57 pero que está en sintonía con la que se da en el duelo entre el licenciado y Corchuelo, en la segunda parte del Quijote.58 Comentando este hecho, Martínez-Bonati (1995: 51) sostenía que «la imagen de este incidente nos sorprende por su exageración… Pero, precisamente, es, en su carácter de hipérbole, una señal anticipatoria con que Cervantes, de nuevo, prepara la transición de esfera imaginativa». Y, si en el caso del Quijote no constituía más que la antesala a la sobreabundancia pantagruélica de las bodas de Camacho, en el Persiles está en relación con los desmesurados celos de Auristela, más que por ver a su hermano-amante como vencedor absoluto de los juegos, por la afición que ha ido suscitando silenciosamente en Sinforosa, a medida que vencía en cada una de las pruebas. A pesar de que hasta el final del relato del capitán no nos enteramos de que el joven campeón es Periandro, la pormenorizada descripción de su belleza no puede sino retrotraernos a los primeros compases del Persiles y, por ello, advertirnos de su relación, de que aquella singular belleza masculina que abría el texto y esta son la misma. Sin embargo, cuán diferente resulta una de la otra; en la isla Bárbara se descubría a Periandro en el momento más comprometido de su trayectoria, mientras que en la isla de la utopía política comparece con «la energía, el arrojo, la decisión, la juventud, la musculatura del gladiador o del discóbolo» (Casalduero, 1975: 223), que le permite triunfar en los juegos; la antítesis es, por tanto, absoluta. De resultas, la característica que con más prodigalidad define a Periandro a partir de ahora será, en lugar de la hermosura, la gallardía. Antonio Cruz Casado (1995: 67) ha comentado que «parece como si Periandro fuese una etiqueta semitransparente que va llenándose de esencia 57

«Asió luego de una pesada barra que estaba hincada en el suelo, porque le dijeron que era el tirarla el cuarto certamen. Sompesola y, haciendo de señas a la gente que estaba delante para que le diesen lugar donde el tiro cupiese, tomando la barra por la una punta, sin volver el brazo atrás, la impelió con tanta fuerza que, pasando los límites de la marina, fue menester que el mar se los diese, en el cual bien adentro quedó sepultada la barra. Esta monstruosidad, notada por sus contrarios» (I, xxii, 270). Que Periandro alcance la cúspide de las pruebas atléticas con un lanzamiento es un indicio más de que Cervantes tenía en mente la Odisea de Homero, por cuanto Ulises, obligado a participar por los jóvenes feacios en los juegos, lanza el disco más lejos que nadie, propinándoles toda una lección: «Luego, sin desnudarse, se levanta / y toma con su mano fuerte el disco / mayor, más grueso y mucho más pesado / que no el que los feaces acostumbran / usar cuando entre sí le tiran solos. / Dándole al derredor algunas vueltas, / tan lejos le arrojó del fuerte brazo, / que dio un sonido tal la piedra cuando / salió que, de espantados, los feaces, / expertos en la mar y muy valientes, / a tierra se abajaron del estruendo / que la piedra llevó. La cual, salida / de aquella fuerte mano, así volaba / que pasó las señales de los tiros / que antes habían tirado los feaces» (Ulixea de Homero, VIII, vv. 341-355). 58 «Cansole [a Corchuelo el licenciado en el duelo de esgrima] de manera que de despecho, cólera y rabia asió la espada por la empuñadura, y arrojola por el aire con tanta fuerza, que uno de los labradores asistentes, que era escribano, que fue por ella, dio después por testimonio que la alongó de casi tres cuartos de legua» (Don Quijote, II, xix, 857).

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poco a poco, conforme se va haciendo el personaje por medio de los trabajos y peregrinaciones, y que desemboca en la recuperación de su identidad total, como hombre creyente, valiente y esforzado». Y, en efecto, algo de eso hay; si bien, la gallardía, el arrojo y la valentía de Periandro, o sea sus cualidades épicas, son anteriores al inicio del relato, preceden a su presentación tan poco honrosa; esto es, Periandro ha dejado patente su talante heroico, como lo evidenciará la narración de sus hazañas marítimas, antes de ser sacado débil, enjuto, sin fuerzas de la mazmorra-cárcel. Lo que sucede es que, en tanto que la dimensión épica del personaje se registra en algunas de las analepsis completivas del texto, da la sensación de que nuestro héroe, desde el momento en que es presentado al inicio de la obra, hasta que recupera su verdadera identidad, va cobrando dignidad; pero esto es así, no en lo tocante a su intrepidez y denuedo, sino a su dimensión moral y amorosa, pues la mayoría de la pruebas que a las que tiene que hacer frente en el presente narrativo del Persiles así lo corroboran, como la pérdida de su identidad sexual; el asentimiento, sin celos, de la rivalidad amorosa; soportar con entereza los prontos celosos de Auristela, su labor de casamentera y sus decisiones de profesar en religión; y demostrar que su amor es verdadero, en la medida en que se sustenta en la belleza no externa sino interna de su amada, que está «amartelado / del espíritu eterno, encarcelado / en el claustro mortal que le atesora» (Quevedo, Poesía amorosa (Erato, sección primera), soneto núm. 40, vv. 6-8). Es así que Periandro aúna «el ideal físico de gallardía y heroísmo con toda la suma de sabiduría, discreción y valores morales» (Orozco, 1992: 313), en una escala que va desde lo externo hacia lo interno, aunque sin olvidar que rasgos como la liberalidad los mostrará cuando se convierta en capitán corsario. De esto se colige, además, un aspecto que singulariza a Periandro entre sus congéneres, cual es su dualidad como personaje, su talante épico-heroico cuando está solo y su sumisión amorosa cuando es el complemento y el compañero de viaje de Auristela, que, de algún modo, lo acerca a los personajes masculinos de los libros de caballerías, como Lanzarote o Amadís, protagonistas de la aventura y dóciles en la empresa erótica. La victoria en los juegos de Periandro, por otra parte, guarda no pocas similitudes con la de Artidoro en los ejercicios pastoriles de la aldea de Teolinda y con las de don Juan / Andrés por cuantos pueblos manchegos pasa el muladar de los gitanos, al punto de que son tres variaciones de un mismo tema: la victoria de un foráneo en las competiciones lúdico-deportivas de un lugar. En el caso de La Galatea, la victoria de Artidoro acarrea el enamoramiento de la libre hasta la sazón de amor Teolinda; en el de La gitanilla, los triunfos de don Juan, como en el caso de Artidoro, sirven para que el fingido gitano levante todo tipo de pasiones entre las villanas, sin que se focalice narrativamente a ninguna, pues su verdadero propósito es la gradual seducción de su

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amada Preciosa, lo que es un dato diferencial con el pastor episódico, que carece de enamorada antes de participar en los juegos; por último, en el caso de Periandro se produce un cruce con las dos historias, pues, como Artidoro, su exhibición atlética comporta el enamoramiento de una oriunda, nada menos que la princesa Sinforosa, lo que sirve además, como en el caso de don Juan, para estimular a su amada, aunque de signo opuesto, pues a causa de ello Auristela sufre un desaforado ataque de celos. Son evidentes, asimismo, las correspondencias en los enamoramientos de Teolinda y Sinforosa, aunque, lógicamente, con las oportunas variantes, como que la pastora de La Galatea se hubiese enamorado del forastero antes de su participación en los juegos de su aldea, a diferencia de Sinforosa, que, habida cuenta la intempestiva arribada de Periandro, no ha gozado de tiempo para tratar con él, por lo que su seducción, que en el caso de Teolinda es confirmación, acontece a la par que se suceden sus triunfos, como no se le escapa al hábil escrutador que es el capitán-narrador: Los dejó [Periandro] a poco más de la mitad del camino, como si fueran estatuas inmovibles, con admiración de todos los circunstantes, especialmente a Sinforosa, que le seguía con la vista, así corriendo como estando quedo, porque la belleza y agilidad del mozo era bastante para llevar tras sí las voluntades, no solo los ojos de cuantos le miraban (I, xxii, 269).

A pesar de que la subyugada princesa le puede poner la guirnalda que le acredita como el vencedor de los juegos y le puede decir unas palabras, su trato con Periandro dista un abismo del que mantiene Teolinda con Artidoro, ya que su salida de la isla es tan rápida e intempestiva como su llegada. Este simple detalle es sumamente importante para el desarrollo posterior de la trama del Persiles, por cuanto Sinforosa, al no haber podido indagar, como sí hace Teolinda, si Periandro tiene o no enamorada y si la atracción es mutua, nada sabe, con lo que se convertirá en uno de los obstáculos que ha de superar la pareja protagonista en la consecución inmediata de sus objetivos. Por otro lado, el enamoramiento silencioso de Sinforosa, únicamente percibido por el capitán, es parecido al de Blanca, la hermana de Nísida, de Silerio, en La Galatea, cuando el amigo de Timbrio, disfrazado de truhán, se encarga de amenizar las veladas de la nobleza napolitana, ya que las dos se prendan de un hombre que, en principio, está muy por debajo de ellas en el escalafón social, aunque, a la postre, no sean sino dos nobles que esconden su identidad real. Un dato, este, que no se le escapa a Auristela: ¿Cómo? ¿Y es posible –dijo Auristela– que las grandes señoras, las hijas de los reyes, las levantadas sobre el trono de la fortuna, se han de humillar a dar indicios de que tienen

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los pensamientos en humildes sujetos colocados? Y siendo verdad, como lo es, que la grandeza y majestad no se aviene bien con el amor, antes son repugnantes entre sí el amor y la grandeza, hase de seguir que Sinforosa, reina hermosa y libre, no se había de cautivar de la primera vista de un no conocido mozo, cuyo estado no prometía ser grande el venir guiando un timón de una barca, con doce compañeros desnudos, como lo son todos los que gobiernan los remos (II, xxiii, 275).

Este reproche de Auristela, motivado por los celos, es el mismo que, más adelante, le harán a Arnaldo, como correlato de Sinforosa que es, tanto Carino (II, ii y iv) como Sinibaldo (II, xxi). Una reprimenda que, más allá del Persiles, aparece en La ilustre fregona, cuando Carriazo le afea a su amigo Avendaño que un noble de su condición esté enamorado de una fregona de mesón; un hecho que también escandaliza, aunque se lo calla, al paje-poeta, pues hasta que no conoce a fondo las virtudes de Preciosa, no deja de parecerle una locura que un caballero de linaje pierda el sentido por una gitana. En buena medida, todos estos reproches tienen como fin hacer creíble esa disparidad social en el amor; aunque, como dice Mauricio «en ningunas otras acciones de la naturaleza se veen mayores milagros ni más continuos que en las del amor… El amor junta los cetros con los cayados, la grandeza con la bajeza, hace posible lo imposible, iguala diferentes estados y viene a ser poderoso como la muerte» (II, xxiii, 275). A fin de cuentas, el poder igualador del amor es uno de los grandes temas de la literatura universal que a la sazón estaba de actualidad, como se echa de ver, por ejemplo, en el soneto de Tirso de Molina, «Quiere hacer un tapiz la industria humana», que recita Juan Vázquez en la primera parte de La santa Juana («Lo propio hace el amor [que el telar], que mezcla y teje / con la lana la seda, aunque más valga, / igualando al villano con el noble»). Auristela ha sido presentada desde el inicio del relato como la encarnación misma de la belleza, su sublimación, «es –como dijera Emilio Orozco (1992: 315)–59 la suprema Dulcinea»: Una principal doncella, a quien yo tuve por señora [le dice Taurisa a Periandro], a mi parecer de tanta hermosura que, entre las que hoy viven en el mundo, y entre aquellas que puede pintar en la imaginación el más agudo entendimiento, puede llevar la ventaja (I, ii, 135-136). 59 Escribe Giuseppe Grilli (2004: 204) que «en el Persiles aquello que en el Quijote viene a ser representado y sublimado en la fantasía de Dulcinea, personaje imaginado por la pareja don Quijote-Sancho, pero jamás representado por el narrador como objeto tangible, cobra su entera realidad gracias a la hermosura de Auristela».

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Una hermosura corporal que, naturalmente, es el reflejo de la espiritual; pues, efectivamente, Auristela es, como su Periandro, un dechado de bondades y virtudes.60 Que así sea es una necesidad perentoria del género al que pertenece el Persiles61, en función del ligamen platónico entre amor y belleza, sobre todo a consecuencia de la emulación cervantina de la novela de Heliodoro, en tanto que Cariclea es posiblemente la heroína clásica más glorificada en su concepción,62 al mismo tiempo que se corresponde con la progresiva divinización de la mujer, que desde el fino amor hasta el neoplatonismo renacentista, pasando por el dolce stil nuovo y la rectificación petrarquista, como la obra maestra de la creación y como forma de conocimiento que eleva al amante a las esencias puras, pues «la hermosura… es un lustre o un bien que mana de la bondad divina» (Castiglione, El cortesano, IV, 52, p. 509). Como ha señalado Alcalá Galán (1999: 126), en un excelente estudio, «para que el valor de estas mujeres se mantenga como inapreciable, es necesario establecer su intangibilidad y que funcionen como seres que atraen y que no pueden ser alcanzadas… Son centros de atención, de atracción, de deseo, y a ellas se encomiendan votos, promesas, acciones, méritos y sacrificios». Y, en efecto, Auristela, allí por donde pasa, suscita todo tipo de alabanzas, admiraciones y encomios, hasta ser solicitada y requebrada por reyes, como Policarpo, por príncipes, como Arnaldo, y por nobles de alta alcurnia, como el duque de Nemurs, aunque desconozcan su origen y posición social. Empero, su perfección espiritual, basada en una defensa a ultranza de su virginidad e integridad, la llevan a mantenerse distante, inasequible y fría, y en esto se asemeja bastante a las heroínas pastoriles de Cervantes, como Galatea y Florisa, como Gelasia y Marcela; a las que hay que sumar otros personajes cervantinos que, lejos de vivir en un ambiente estilizado, están en el centro de la vida social, como es el caso de Constanza, la fregona ilustre. Auristela, ni siquiera con aquel para quien está predestinada por la fuerza de las estrellas, su querido Periandro, se permite la más mínima frivolidad erótica, su concepción pura del amor es, si cabe, superior a la de Cariclea, a quien vemos enfermar de la aegritudo (libro III), ceñirse 60 «La identidad de Auristela equivale casi netamente a su belleza física, por otro lado, concebida como prueba de la bondad de su alma y de la superioridad en todo de su persona» (Alcalá Galán, 1999: 134). Recuérdese, además, aquella máxima que Castiglione pone en boca de Pietro Bembo: «Los feos comúnmente son malos y los hermosos buenos». Y añade: «Puédese muy bien decir que la hermosura es la cara del bien: graciosa, alegre, agradable y aparejada a que todos la deseen; y la fealdad, la cara del mal: escura, pesada, desabrida y triste. Y si queréis discurrir por todas las otras cosas y bien considerallas, hallaréis que siempre las que son buenas y provechosas alcanzan este don de hermosura» (El cortesano, IV, 58, p. 516). 61 Cfr. Cruz Casado (1995: 63-64). 62 Véase las interpretaciones alegórico-simbólicas que recibió el personaje femenino de Heliodoro en la temprana Edad Media en la intr. de E. Crespo Güemes (1979: 43-44) a su trad. del texto. Las cuales aun perduran, por supuesto, en los siglos XVI y XVII (cfr. López Estrada, 1954: XLIV-XLV).

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hasta el delirio y el abandono con la imagen anímica o el fantasma de Teágenes63 y aun abrazarse a él efusivamente tras su falsa muerte en la cueva de Tíamis,64 momentos, en especial estos dos últimos, que no dejan de manifestar un refinado erotismo.65 Solo en dos ocasiones Auristela muestra sus sentimientos para con Periandro en forma de roce cariñoso: una caricia (II, iv) y un beso (III, xiv).66 Dos instantes en que Cervantes somete a sus personajes a pruebas extremas, el primero es la consecuencia última de la superación de los celos por parte de Auristela, el segundo se corresponde con la creencia de ella de que su enamorado ha muerto. Nada más acontece entre estos castísimos amantes que viajan como hermanos fingidos. No obstante, Auristela no es pétrea, precisamente esas dos muestras amorosas nos permiten vislumbrar su veta humana, la sangre que circula por sus venas. De hecho, la protagonista del Persiles resulta ser –al contrario de sus pares– un conglomerado de virtudes sin tacha y de arrebatos celosos, una amante que, en su ejemplaridad, bordea la inverosimilitud, pero que desciende del cielo al suelo merced a la cólera de los celos. Esta dualidad de carácter, como dijimos, nos hace atisbar la posibilidad de que Auristela esté pergeñada en recuerdo de la pasional Oriana, lógicamente elidiendo el amor sensual que la hija del rey Lisuarte siente por Amadís. Los celos, como nadie ignora, constituyen una constante en la obra de Cervantes de principio a fin, ya sea como una prueba que han de vencer, merced a un ejercicio de reflexión y autognosis, los amantes para refinarse y alcanzar el ideal del puro amor, ya sea como una pasión que ofusca el entendimiento hasta la destrucción o la muerte, en los casos más extremos. Evidentemente, para Auristela, se convierten, antes de verse en la dramática coyuntura de elegir entre el amor humano y el divino, en el «trabajo» más arduo y tormentoso al que tiene que hacer frente, ligados, como están, con la 63

Cariclea, al saber que Gnemón va a casarse con Nausiclia, compara la buena suerte de ellos con la mala suya, pues no sabe siquiera si su Teágenes está vivo o muerto. De suerte que, sola en su aposento, departe con su amado ausente hasta que le sobreviene un paroxismo: «“Mas, si sois vivo, como es razón que lo estéis, veníos a reposar aquí conmigo, apareciéndome a lo menos entre sueños. Mas también os ruego que os refrenéis, mi Teágenes, y que reservéis y guardéis vuestra doncella hasta las legítimas bodas, sin que tengáis con ella ningún trato o familiaridad, ni aun en sueños. Veis aquí que os abrazo haciendo cuenta que os tengo presente y que me estáis mirando”. Y diciendo esto se arrojó boca abajo sobre el lecho abrazándole y apretándose con él, sollozando y gimiendo con grande agonía, hasta tanto que por el demasiado dolor le tomó un desvanecimiento o vahído de cabeza» (Heliodoro, Teágenes y Cariclea, trad. de F. de Mena, VI, 233-234). 64 «Esto es lo único que repetían incesantemente [Teágenes y Cariclea], hasta que por fin cayeron juntos al suelo, estrechamente abrazados, sin pronunciar palabra ya, como si estuvieran unidos en un solo ser» (Heliodoro, Historia etiópica, II, 119). 65 Recordemos que la segunda, a don Fernando, posible trasunto de Lope de Vega, le parecía que «más enciende que entretiene» (Lope de Vega, La Dorotea, p. 216). 66 Cfr. Roca Mussons (1999).

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competencia amorosa, pues Periandro suscita en las mujeres –y en hombres como el bárbaro Bradamiro– las mismas pasiones que ella en los hombres. Luego de la narración de su cuento, «las palabras del capitán han desencadenado la tempestad en el alma de Auristela» (Casalduero, 1975: 83), al extremo de merecer un apóstrofe del narrador neutro y contenido, de carácter épico, del Persiles,67 que adopta la forma de una advertencia directa a su protagonista: ¡Oh poderosa fuerza de los celos! ¡Oh enfermedad que te pegas al alma de tal manera que solo te despegas con la vida! ¡Oh hermosísima Auristela! ¡Detente, no te precipites a dar lugar en tu imaginación a esta rabiosa dolencia! Pero ¿quién podrá tener a raya los pensamientos, que suelen ser tan ligeros y sutiles que, como no tienen cuerpo, pasan las murallas, traspasan los pechos y veen lo más escondido del alma? (I, xxiii, 272).

Una intromisión autorial –que ya permite presagiar las significativas modificaciones que se producirán a partir del libro II en la instancia enunciativa, en la forma de transmisión del enunciado y en la reflexión acerca de los estatutos problemáticos del hecho literario– no muy diferente de la que efectúa el narrador externo de La gitanilla para advertir a Preciosa de que tenga cuidado de no despertar sospechas y celos en don Juan68 y de las que supondrán el triunfo del narrador discursivo69 en el libro III del Persiles, en especial aquellas que dedica al personaje de Ruperta, como tendremos ocasión de ver demoradamente. En otro apóstrofe anterior que tenía asimismo como temática los celos, el narrador neutro y contenido había sentenciando lo siguiente: «Quiero decir que los celos rompen toda seguridad y recato, aunque dél se armen los pechos enamorados” (I, ii, 143-144). Y, efectivamente, esa es la consecuencia inmediata que acarrea el síndrome en nuestra heroína al saber el enamoramiento de la gentil Sinforosa de Periandro: la indiscreción, que la conduce, en una enajenación, primero, a establecer un paralelismo, en el que se confunden los tiempos, entre Periandro y Ladislao, que descoloca completamente a Transila, en quien se mira como en un espejo: Véase A. K. Forcione (1970b: 258-263, en concreto p. 261). «(Mirad lo que habéis dicho, Preciosa, y lo que vais a decir, que esas no son alabanzas del paje sino lanzas que traspasan el corazón de Andrés, que las escucha. ¿Queréislo ver, niña? Pues volved los ojos y veréisle desmayado encima de la silla. Con un trasudor de muerte. No penséis, doncella, que os ama tan de burlas Andrés que no le hieran y sobresalten el menor de vuestros descuidos. Llegaos a él en hora buena, y decilde algunas palabras al oído que vayan derechas al corazón y le vuelvan de su desmayo. No, sino andaos a traer sonetos cada día en vuestra alabanza, y veréis cuál os le ponen)» (La gitanilla, Novelas ejemplares, p. 66). 69 Véase A. K. Forcione (1970b: 294 y ss.). 67 68

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Querida amiga mía, ruega al cielo que, sin haberse perdido tu esposo Ladislao, se pierda mi hermano Periandro. ¿No ves en la boca deste valeroso capitán, honrado como vencedor, coronado como valeroso, atento más a los favores de una doncella que a los cuidados que le debían dar los destierros y pasos desta su hermana? Ándase buscando palmas y trofeos por las tierras ajenas y déjase entre los riscos, y entre las peñas, y entre las montañas que suele levantar la mar alterada, a esta su hermana que, por su consejo y por su gusto, no hay peligro de muerte donde no se halle (I, xxiii, 272).

Después, a desvelarle buena parte de su secreto, dado que Transila no entiende a qué se deben los celos que Auristela padece por haber escuchado hablar bien de su hermano: —¡Ay, amiga! –respondió Auristela–. De tal manera estoy obligada a tener en perpetuo silencio una peregrinación que hago, que, hasta darle fin, aunque primero llegue el de la vida, soy forzada a guardarle. En sabiendo quién soy…, verás las disculpas de mis sobresaltos; sabiendo la causa de do nacen, verás castos pensamientos acometidos, pero no turbados; verás desdichas sin ser buscadas y laberintos que, por venturas no imaginadas, han tenido salida de sus enredos. ¿Ves cuán grande es el nudo del parentesco de un hermano? Pues sobre este tengo yo otro mayor con Periandro. ¿Ves ansimismo cuán propio es de los enamorados ser celosos? Pues con más propiedad tengo yo celos de mi hermano. Este capitán, amiga, ¿no exageró la hermosura de Sinforosa, y ella, al coronar las sienes de Periandro, no le miró? Sí, sin duda. Y mi hermano, ¿no es del valor y de la belleza que tú has visto? Pues ¿qué mucho que haya despertado en el pensamiento de Sinforosa alguno que le haga olvidar de su hermana (I, xxiii, 273).

No es, pues, casual que sea Transila y no otro personaje quien mantenga esta conversación con Auristela, dado que ella, como enamorada y como casada, es la única cualificada para entenderla de entre quienes les acompañan, puesto que nuestra heroína ve en su relación de amor y en el hecho de que también se haya visto abocada sin remedio a una nueva separación con su recién recuperado esposo Ladislao, un reflejo de su situación. Nos topamos de nuevo, por tanto, con que un acontecimiento importante en el devenir de los dos amantes escandinavos se duplica con la situación que vive otra pareja hasta conformar un juego de espejos, en su contraste, entre la apariencia y la esencia. Pero, al mismo tiempo, la pérdida momentánea del uso de la razón y del autodominio de Auristela no sea sino diegéticamente aprovechada, como venimos diciendo, para ir revelando a dosificadamente a cuenta gotas el secreto de su laberíntica peregrinación, el misterio que encierra sus identidades originales, en cuanto sugiere

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que mantiene una relación amorosa con Periandro. Con lo que, además, suscita una asombrosa situación ambigua, puesto que, como no llega a deshacer el fingido parentesco, se insinúa una relación incestuosa por cognación horizontal de primer grado de parentesco, al menos para los personajes que se mueven en el mismo nivel diegético de la enunciación. Y así se acredita en la contestación de Transila: —Advierte señora –respondió Transila–, que, todo cuanto el capitán ha contado sucedió antes de la prisión de la ínsula bárbara y que después acá os habéis visto y comunicado, donde habrás hallado que ni él tiene amor a nadie ni cuida de otra cosa que de darte gusto; y no creo yo que las fuerzas de los celos lleguen a tanto que alcancen a tenerlos una hermana de un hermano (I, xxiii, 273).

El arrebato celoso de Auristela, que ha provocado como consecuencia inmediata su imprudencia e indiscreción, comporta igualmente la inseguridad en lo tocante a la fidelidad de Periandro o, dicho de otro modo, se instala en su pecho la incertidumbre en forma de duda; un sentimiento que, de una forma u otra, no la abandonará ya hasta la resolución del conflicto amoroso que ha dado pie a su peregrinaje por tierras indómitas, aunque con algún importante intervalo de relativa calma. No en vano, con más prudencia de la que mostró con Transila, se informará del capitán «si los favores que Sinforosa había hecho a Periandro se estendieron a más que coronarle» (I, xxiii, 274). Como ya hemos dicho, estas suspicacias y perplejidades amorosas acuciaron asimismo a Periandro cuando fue puesto al día por Taurisa de las pretensiones sentimentales que perseguía Arnaldo para con Auristela. Si bien, el temple mostrado por Periandro y la seguridad en su amada, se torna en una turbulenta tempestad interna en Auristela y en una vacilación constante al enterarse de que la pasión de la hija del rey Policarpo no solo se ha incrementado con el recuerdo de los triunfos de nuestro héroe en los juegos, sino que ha dispuesto un navío para que vaya en su búsqueda. Todo ello redunda en la caracterización psicológica, por ínfima que sea, de Auristela, quien, como veremos en seguida, sin ser otra, ya no es la misma: cambia su forma de ser por el conflicto interno que la atormenta. J. B. Avalle-Arce (1975a: 326) señalaba que «la novelística bizantina… casi no conoce la navegación de bonanza», al punto de que la tormenta, con o sin naufragio, se convierte en uno de los elementos narrativos indispensables del género. Una de sus funciones, aparte de propiciar la separación de los amantes, es la de simbolizar «la mutabilidad que amenaza a la condición humana» (González Rovira, 1996: 138). Cierto, Cervantes hará uso de tales tópoi, mas sobre ellos, en clara emulación de su querido y admirado Virgilio, y de forma semejante a como sucede en King Lear de Shakespeare,

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confrontará la descripción de la tormenta con la agitada borrasca interna que padece Auristela por culpa de los celos. O sea, se produce «una adecuación formal» que armoniza «la violencia de los elementos con la tempestad de las pasiones» (Casalduero, 1975: 74); y, de paso, incide en la antiquísima relación inmanente de interdependencia que se registra entre el hombre y los elementos, no en balde Tirsi, el filósofo encubierto de pastor en La Galatea, había definido al ser humano como un «mundo abreviado» (IV, p. 253).

el libro ii del PersiLes El libro II del Persiles se inaugura, así, con la simpatía entre los celos de Auristela y las fuerzas desatadas de los elementos. Pero también, para desconcierto del lector, con la novedad de que todo este vendaval de dimensiones épicas, así como los trabajos de amor de Periandro y Auristela no son más que una traducción. Frente al clásico narrador omnisciente característico de la epopeya que había consignado la narración del libro I, comparece ahora otro de tipo digresivo, infidente e irónico que empieza por mofarse y desarticular la fiabilidad del primero, en razón de que, al igual que su heroína, cae preso en las redes de la incertidumbre y la imprecisión:70 Parece que el autor de esta historia sabía más de enamorado que de historiador, porque casi este primer capítulo de la entrada del segundo libro le gasta en una difinición de celos, ocasionados de los que mostró tener Auristela por lo que le contó el capitán del navío; pero en esta traducción (que lo es) se quita, por prolija y por cosa en muchas partes referida y ventilada, y se aviene a la verdad del caso (II, i, 279).71

A partir de aquí, el desdoblamiento del narrador y su disputa dialéctica se convierte en una parte tan primordial del relato como los avatares amorosos de los protagonistas, 70 Sobre las consecuencias que acarrea la aparición de este segundo narrador, remitimos de nuevo al clásico estudio de Forcione (1970b: 264 y ss.). Con todo, véase tanto la introducción como el capítulo cuatro de la segunda parte. 71 La intromisión en el texto de este segundo autor se corresponde con la del morisco aljamiado que traduce la Historia de don Quijote de la Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador arábigo, cuando, al arribar el caballero andante a la casa de don Diego de Miranda, elimina la descripción que de ella había realizado el autor: «Aquí pinta el autor todas las circunstancias de la casa de don Diego, pintándonos en ella lo que contiene una casa de un caballero labrador y rico; pero al traductor desta historia le pareció pasar estas y otras semejantes menudencias en silencio, porque no venían bien con el propósito principal de la historia, la cual tiene más su fuerza en la verdad que en las frías digresiones» (Don Quijote, II, xviii, 840).

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con lo que se dota a la narración de un carácter metaficcional, que parece apuntar irónicamente a los resortes, parámetros o principios que sustentan la novela de tipo griega, así como a rebajar o, cuando menos, a templar la dimensión ejemplar de la historia. Por lo pronto, tal es lo que se colige de la descripción de la tormenta, en la que se transparenta la humorada («atreviose el mar insolente a pasearse por cima de la cubierta del navío y aun a visitar las más altas gavias» [II, i, 281]) que subvierte el patetismo inherente de semejante tópico y lo aproxima a la desmitificadora parodia: ¡Adiós, castos pensamientos de Auristela! ¡Adiós, bien fundados disinios! Sosegaos, pasos, tan honrados como santos; no esperéis otros mausoleos ni otras pirámides ni agujas que las que ofrecen esas mal breadas tablas. Y vos, ¡oh Transila!, ejemplo claro de honestidad, en los brazos de vuestro discreto y anciano padre podréis celebrar las bodas, si no con vuestro esposo Ladislao, a lo menos con la esperanza, que ya os habrá conducido a mejor tálamo. Y tú, ¡oh Ricla!, cuyos deseos te llevaban a tu descanso, recoge en tus brazos a Antonio y a Constanza, tus hijos, y ponlos en la presencia del que agora te ha quitado la vida para mejorártela en el cielo (II, i, 281-282).

Tal es lo que sucede con el hundimiento del barco: Parece que el volcar de la nave volcó o, por mejor decir, turbó el juicio del autor desta historia, porque a este segundo capítulo le dio cuatro o cinco principios, casi como dudando qué fin en él tomaría. En fin, se resolvió diciendo que las dichas y las desdichas suelen andar juntas, que tal vez no hay medio que las divida… (II, ii, 282).

Antes, sin embargo, la tormenta y el peligro de muerte, que acarrea el anegamiento del navío, han comportado un relajamiento en el padecimiento de Auristela, por cuanto «uno de los efectos poderosos de la muerte es borrar de la memoria todas las cosas de la vida y, pues llega a hacer que no se sienta la pasión celosa, téngase por dicho que puede lo imposible» (II, i, 280). Aunque no se trate ciertamente más que de un lacónico descanso, pues Auristela, si pudiera, «quizá dijera que la fuerza de los celos es tan poderosa y sutil, que se entra y mezcla con el cuchillo de la misma muerte y va a buscar al alma enamorada en los últimos trances de la vida» (II, ii, 286). Sucede que el poder de los celos es semejante al de la muerte. De hecho, lo primero que sale de la boca de Auristela nada más ser portentosamente rescatada del naufragio del navío, que no por casualidad se ha producido en las playas de la isla que rige el electo rey Policarpo, es preguntar a su rescatador, que no es otro que el príncipe Arnaldo, si «está entre esta gente la bellísima Sinforosa» (II, ii, 286).

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El naufragio del navío y su asombrosa llegada a la isla del rey Policarpo guarda un diáfano paralelismo con los compases iniciales del libro I del Persiles, en orden a que en ambos casos acontece la anagnórisis de los amantes nórdicos, a cuál mas arriesgada literariamente desde el punto de vista de la verosimilitud. E. C. Riley (1989: 291) sostenía que «el Persiles se caracteriza por su empeño en racionalizarlo todo», ora sea mediante reflexiones que se ponen en boca del narrador o de su desdoblamiento en un autor ficticio o un traductor-editor a partir del libro II, ora sea mediante cavilaciones proferidas personalmente por los personajes, en especial por los más reputados, o en vivo diálogo con otros; las cuales tienen como propósito comentar un suceso prodigioso o extraordinario pero no imposible o improbable en la vida cotidiana. Pues bien, en el vuelco de la nave, sepultura para muchos cuerpos muertos, en su aproximación a la marina empujado por las olas y en el rescate de gente viva de su interior se realiza una importante discriminación entre los «milagros» y los «misterios» que concierne a la utilización de este precepto poético en lo sucesivo: Yo vi esto [la salida de gente viva de una nave volcada], y está escrito este caso en muchas historias españolas [le dice un anciano caballero al rey Policarpo], y aun podría ser viviesen agora las personas que segunda vez nacieron al mundo del vientre desta galera. Y, si aquí sucediese lo mismo, no se ha de tener por milagro, sino a misterio, que los milagros suceden fuera de orden de la naturaleza, y los misterios son aquellos que parecen milagros y no lo son, sino casos que acontecen varias veces (II, ii, 284-285).

El inicio del libro I se repite en el II en el hecho de que uno de los actores centrales –Periandro y Auristela, respectivamente– sale a la luz del interior de una cueva-mazmorra y del vientre de una embarcación en un momento asaz problemático, de desesperación y desquiciamiento, en su itinerario lo mismo que en su trayectoria vital. El libro I se repite en el II en que el cambio de signo de la peripecia, la casualidad emprendedora o la fortuna en forma de azar narrativo ligado a la divina providencia acarrea su agnición en una isla remota con una idiosincrasia y una forma de gobierno harto peculiares. Si entonces estaba en jaque su vida y embrollada su identidad, a la sazón, en un palacio cortesano, acaecerá la aventura del rey, en la que se pondrá a prueba su virtud y su integridad sentimental y en la que tendrán que enfrentarse con el soberano. En efecto, la arribada de un extranjero a una tierra lejana donde tiene que habérselas con un rey perverso y donde enamora a la princesa es un tópico frecuentísimo, que ya está presente en la Odisea, aunque Homero nos muestre su cara más amable, con la llegada de Ulises a la isla de los feacios, en cuyas playas se topa con la joven princesa Nausícaa, y que dejará su impronta tanto en El viaje de los Argonautas de Apolonio

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de Rodas, con las detenciones de Jasón en la isla de Lemnos, donde moran las mujeres que, por su propia mano, asesinaron a sus maridos y en donde tienen lugar sus amores con Hipsípila, y en Colcos, en donde se enfrenta con el rey Eetes al tiempo que enamora a su hija, la princesa Medea, como en la Eneida de Virgilio con la estadía del héroe troyano en la corte cartaginesa de la reina Dido y luego con su llegada al Lacio. También en los libros de caballerías medievales y renacentistas la corte desempeña un papel primordial, en la medida en que se convierte en el espacio de reunión de los personajes y es donde vive la amada, pero especialmente porque en él acaece el enfrentamiento entre la realeza y la caballería: es el lugar en que se pone a prueba la virtud y la entereza moral del caballero andante y donde este, para completar su configuración modélica, ha de saber desenvolverse como caballero fino y cortesano. Buena prueba de ello son, pongamos por caso, las estancias de Tirante y Amadís en la corte de Constantinopla y el enfrentamiento del segundo con su suegro, el rey Lisuarte, que Cervantes emulará magistralmente en el Ingenioso caballero con la parada de don Quijote en el palacio de los duques. La novela griega, deudora en no pocos aspectos de la tradición épica, sobre todo de la que deriva hacia los viajes y las aventuras, adaptará el lugar común a sus necesidades morfológicas, y así la detención de la pareja protagonista o, en su defecto, de unos de los dos en un palacio o corte extranjeros se convertirá en un motivo estructural habitual, por medio del cual se pondrá a prueba su tenaz fidelidad. Tal es lo que sucede en el Leucipa y Clitofonte de Aquiles Tacio, durante la estancia de los protagonistas en Éfeso (libro V-VIII), en que se produce su entrecruzamiento amoroso con el matrimonio de Mélite y Tersandro y en el que se ven forzados a emprender labores celestinescas en perjuicio propio. Y así también en la Historia etiópica de Heliodoro, cuando Teágenes y Cariclea detienen su andadura en el palacio de Menfis del sátrapa Oroóndates y su esposa Ársace, en el cual se desarrolla igualmente el cruce de parejas, si bien bastante más sinóptico en la línea que une al sátrapa de Egipto con la heroína. De este modo, tanto en la novela de Aquiles Tacio como en la Heliodoro, se contrasta el amor ideal y casto de los héroes con las encendidas pasiones de unos cónyuges adulterinos y mal avenidos, último reducto del amor furtivo en la Antigüedad; se enaltece su superioridad moral, máxime cuando ellos se encuentran en una situación de inferioridad social respecto de sus instigadores, que son sus amos. Esta preeminencia en el amor de los héroes de algún modo nivela su posición real de supeditación, hasta el punto de que sus dueños se hacen sus vasallos, pues, aunque buscan su mal, el del otro miembro de la relación, e incluso pretenden su muerte por celos, lo cierto es que presionan pero no fuerzan, dado que buscan el asentimiento y la correspondencia.

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Cervantes había imitado el motivo de la novela helenística en los dramas de cautivos, singularmente en El trato de Argel, con el entrecruzamiento de Aurelio y Silvia e Yzuf y Zahara y aun con la participación de la criada hechicera de Zahara, Fátima, y Los baños de Argel, con el de don Fernando de Andrada y Constanza y el Curalí y Halima, y, con variaciones significativas, en El gallardo español, con el de don Fernando de Saavedra y doña Margarita y Arlaxa y Alimuzel, y La gran sultana, con el de Amurates y Catalina y Lamberto/Zelinda y Clara/Zaida; en la novela ejemplar El amante liberal, con el de Ricardo/Mario y Leonisa y el Cadí de Nicosia y Halima, y, como veremos a continuación, en el libro II del Persiles, en el que se entrevera con el de la tradición épica. No en vano, casi más que los textos de Aquiles Tacio y Heliodoro, los referentes intertextuales más próximos en la estancia en la isla utópica lo son la Odisea y la Eneida. Tras el reencuentro de Periandro y Auristela en la marina de la isla del rey Policarpo y, en general, de los tripulantes del esquife, que venían en el navío aprestado por Sinforosa, con los de la barca, que, sin que se nos declare cómo, habían arribado con anterioridad, Cervantes, en el camino a palacio, nos obsequia con una nueva conversación privada entre los dos protagonistas, que gira alrededor de los temas del amor y la cortesía, de la ponderación de hermosuras y su encarecimiento hiperbólico y de las obligaciones contraídas. A pesar de que Auristela es consciente, tal y como le dijo el capitán del barco, que Sinforosa no pudo pasar a mayores con su hermano-amante, el hecho de que Periandro se encuentre en su presencia sin saber cómo ni cuándo ha llegado, incrementa los temores y las dudas que provienen de sus celos. Es por ello que habla con segundas intenciones con él a propósito de la belleza de Sinforosa («Por ventura, hermano, esta hermosísima doncella que aquí vea ¿es Sinforosa, la hija del rey Policarpo?»; «Muy cortés debe de ser…, por que es muy hermosa» [I, ii, 287]) y por lo que, no sin vanidad, se encumbra a sí misma, le recuerda lo que le adeuda y se le ofrece como nunca antes había hecho ni después hará: Si mis trabajos y mis desasosiegos, ¡oh hermano mío!, no turbaran la mía [hermosura], quizá creyera ser verdaderas las alabanzas que de ella dices; pero yo espero en los piadosos cielos que algún día ha de reducir a sosiego mi desasosiego y a bonanza mi tormenta, y, en este entretanto, con el encarecimiento que puedo, te suplico que no te quiten ni te borren de la memoria lo que me debes otras ajenas hermosuras ni otras obligaciones, que en la mía y en las mías podrás satisfacer el deseo y llenar el vacío de tu voluntad, si miras que juntando a la belleza, tal cual ella es, a la de mi alma, hallarás un compuesto de hermosura que te satisfaga (II, ii, 288).

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Es, pues, normal que Periandro se admire de estas palabras de Auristela, habida cuenta de que «jamás se atrevió a salir de los límites de la honestidad; …jamás le dijo palabra que no fuese digna de decirse a un hermano en público y en secreto» (II, ii, 288), y que la juzgue celosa. Sucede que estamos ante la primera prueba de orden interno que tienen que confrontar e intentar vadear: Auristela, a sus celos; Periandro, la perplejidad e inquietud ante la reacción de su amada, que parece no ser la que solía. Auspiciada en que, según la aserción de don Quijote, «el amor y la guerra son una misma cosa, y así como en la guerra es cosa lícita y acostumbrada usar de ardides y estratagemas para vencer al enemigo, así en las contiendas y competencias amorosas se tienen por buenos los embustes y las marañas que se hacen para conseguir el fin que se desea» (Don Quijote, II, xxi, 878), este proceder oblicuo de Auristela será la tónica de su comportamiento con Sinforosa y Periandro, llegando incluso a bordear los márgenes de la crueldad con ambos, en especial con su amado. Este modo inesperado de obrar de Auristela, que no hace sino ahondar en su condición humana, la empareja, en su enajenación, dentro del corpus cervantino, con la Leocadia de Las dos doncellas, la reina de Pedro de Urdemalas y la Claudia Jerónima del Ingenioso caballero; en su labor fría y calibrada con las pasiones de los demás, se acerca a la Rosaura de La Galatea, y aun a la pastora Torralba del cuentecillo que Sancho narra en la primera parte del Quijote; en el empleo de la astucia para conseguir sus propósitos sentimentales, a Leocadia, en La Galatea, que hurtar el amado a su hermana Teolinda, a Ricaredo, en el final de El amante liberal a fin de lograr el amor de Leonisa, a Dagoberto y Rosamira, en El laberinto de amor, a Basilio y Quiteria, en el Quijote de 1615, y a Isabela y Andrea, en el Persiles, para que triunfe su amor. Auristela, en efecto, ante la rivalidad amorosa de la cándida Sinforosa, se servirá, en primer término, de lo que está al corriente, que su adversaria ignora que conoce, y que es precisamente su enardecimiento de Periandro; para, en segundo lugar, por mor de las sospechas y recelos que alberga a propósito de la fidelidad de su hermano-amante, optar por poner a prueba su amor para con ella. Mientras tanto tendrá que hacer frente a la calentura que le provocan sus desmesurados celos, una enfermedad que irá remitiendo en la misma proporción en que Periandro le vaya certificando su absoluta, perdurable y excluyente devoción.72 Acogidos calurosamente por Policarpo, sus hijas y su séquito, Periandro, Auristela y demás miembros de la comitiva que partió de Gotlandia rumbo a las costas inglesas, con la sola excepción de Rosamunda, que se arrojó del barco del capitán de Sinforosa al mar tras el mal trago del desaire de Antonio el hijo, deciden pasar unos días en la 72

Véase, a este respecto, Aurora Egido (1994: 257-260).

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isla con el designio de planificar, con la mayor celeridad posible, la reanudación de su viaje. No obstante, varios acontecimientos de naturaleza diversa, aunque relacionados con el amor y su valencia, irán retrasando su salida. El primero de ellos es la enfermedad de amor de Auristela, incrementada por la buena acogida de que es objeto por parte de Sinforosa, quien distingue en ella la piedra de toque para conseguir sus objetivos eróticos con Periandro. Se trata, obviamente, de un hecho similar al acaecido entre el príncipe de Tule y el príncipe de Dinamarca en lo que concierne a los fines sentimentales de este para con Auristela. Es más, para salir al paso y atemperar los deseos de la airosa princesa, Auristela, como su hermano-amante, se verá abocada al uso del engaño y la mentira, consistente en la falsa promesa de matrimonio. Bien es verdad que, conforme a los múltiples enredos amorosos que se originarán en el palacio, en los que se verá envuelta la mayoría de los personajes, aunque siempre situados en el centro de la turbamulta los dos amantes peregrinos, los medios serán sumamente diferentes, así como el desenlace. De modo que la relación de Periandro y Auristela, en la corte del amor del rey Policarpo, será a un tiempo hostigada desde dentro, por los celos de ella, y desde fuera, por las pasiones y comentarios que suscitan en los demás. Ocurre que el libro segundo del Persiles supone una alteración considerable de los elementos compositivos de la novela con respecto al primero, puesto que, ahora, la narración se remansa y gira en torno a un espacio único, en el cual Cervantes mueve con suma habilidad a un elevado número de personajes y de intrigas amorosas entrelazadas. Esta variación estructural, del viaje incesante repleto de incidentes escalonados a la estancia en un espacio en que se desarrollan, simultáneamente, diferentes acontecimientos, es semejante a lo que se produce tanto en el dinámico trasiego de los libro IV y V de La Galatea como en las dos partes del Quijote, cuando el caballero y su escudero, tras el errante caminar, llegan por segunda vez a la venta de Juan Palomeque el Zurdo, en el Ingenioso hidalgo, y al castillo de los Duques, en el Ingenioso caballero. Ello comporta además la sustitución de la aventura, inherente al viaje, en beneficio de la introspección psicológica y análisis del amor, connatural al ambiente cortesano y sus obligados galanteos. Para dar buena cuenta de ello, Cervantes, conforme a que las diferentes intrigas se desarrollan a la par, diversifica la narración en múltiples secuencias concatenadas que no son sino fragmentarias conversaciones de personajes dos a dos.73 El primer núcleo gira en derredor de la cama en que convalece Auristela de los rigores de su aflicción, cuyo meollo lo constituye el conflicto amoroso que suscita la pasión de Sinforosa por Periandro. Así, se suceden las pláticas entre ella y su rival, primero, y con Periandro, después. Al mismo tiempo, en otra pieza, el maldiciente Clodio, en 73

Véase el excelente análisis realizado por Lozano-Renieblas (1998: 68 y ss.).

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conversación privada con Arnaldo, no solo cuestionará el amor ciego del príncipe por una dama cuyos origen y hacienda ignora, sino que también pondrá en discusión la credibilidad de Periandro y Auristela, su supuesta relación fraternal, como consecuencia del misterio que los rodea, en lo que parece ser una soterrada crítica, no exenta de ironía, a la base argumental y estructural que sustenta la novela de amor y aventuras de tipo griego en general y la del Persiles en particular, y lo hace en empleo de la sátira mordaz, el cinismo cáustico y la lúcida murmuración. En efecto, mientras que Auristela adolece del mal de amores ocasionado por los celos, Clodio intenta persuadir a Arnaldo para que recapacite sobre el estado en que se encuentra su situación, subrayándole lo extraño que resulta que una dama no acepte una proposición matrimonial tan ventajosa como la suya, siendo por otra parte su amor no menos honesto que comedido. No es este, empero, el único enigma; aun mayor es «ver una doncella vagabunda, llena de recato de encubrir su linaje, acompañada de un mozo que, como dice que lo es, podría no ser su hermano, de tierra en tierra, de isla en isla, sujeta a las inclemencias del cielo y a las borrascas de la tierra, que suelen ser peores que las del mar alborotado» (II, ii, 290). No cabe duda de que estas palabras esconden un duro ataque a la verosimilitud y el idealismo genético de la novela de tipo griego en lo tocante a la castidad sin mácula de la protagonista femenina, a la par que representan en cierto modo una suerte de prolepsis o anticipación del desenlace de la peregrinación de los héroes. Aunque la perspectiva es dispar, Cervantes, a través de uno de los narradores interpuestos del Quijote, ya había puesto en tela de juicio, con jovial humor, la entereza e integridad de los personajes femeninos que, «con toda su virginidad a cuestas», pueblan los caminos y encrucijadas de los libros de caballerías, hasta el punto de que alguna, tras sortear todos los peligros, «se fue tan entera a la sepultura como la madre que la había parido» (Don Quijote, I, ix, 114). No obstante, el Persiles, aunque en determinados momentos se aproxima, no es exactamente una parodia, y, aunque se ironice sobre ella, debido sobre todo a la filosofía de los puntos de vista que impera de tejas abajo, tanto su idealismo como su ejemplaridad se mantienen en pie, aunque solo sea por el buen proceder de sus héroes. Así se lo asegura, por lo menos, Arnaldo, cuando, tiempo después, tengan la oportunidad de reiniciar la conversación que había sido interrumpida por la intempestiva llegada de Periandro y la postración de Auristela; y es que, tras recriminarle Clodio que un príncipe ha de casarse no con la belleza sino con la virtud, habida cuenta de que «no es hermosa, / siéndolo, la mujer que no es virtuosa» (El laberinto de amor, vv. 706-707), el de Dinamarca le espeta que «Auristela es buena, Periandro es su hermano, y yo no quiero creer otra cosa, porque ella ha dicho que lo es, que, para mí, cualquier cosa que dijese ha de ser verdad» (II, iv, 299). En todo caso, Clodio es el encargado de insertar la duda en lo

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relativo a la veracidad de la palabra de los héroes, de ser, dentro del texto, el portavoz de los interrogantes que asaltan al lector externo a propósito de la identidad y la relación de la pareja protagonista. Más adelante, otros personajes se sumarán a su crítica racionalista cuando Periandro narre su hazañas.74 Como atinadamente ha visto Aurora Egido (1994: 258), «la lucha entre la comunicación y el silencio del enamorado aparece largamente debatida en los diálogos entre Auristela y Sinforosa». Y es que, una vez más, Cervantes, más allá del tópico de la retórica del silencio que, en último término, proviene del Hipólito de Eurípides, de la pasión culpable que embarga a Fedra por su hijastro y que vacila en publicar a la Nodriza y el Coro, recrea una secuencia dual en la que se enfrenta el sentir de la pareja protagonista con el de otros amantes, en este caso el de Auristela con el de Sinforosa. Sin embargo, como venimos diciendo, entre ellas se establece un matiz diferencial importante, dado que Auristela está al tanto de la pasión de la que la joven princesa, trasunto en cierto sentido de la Nausícaa de la Odisea de Homero, quiere hacerle partícipe, y en esto estriba parte de su saber hacer, del ardid que pone en juego. Sinforosa lucha entre mantener en silencio su amor y transmitirlo, desea hablar, aunque la vergüenza la cohíbe, y este debate entre decir o no decir es aprovechado por Auristela para ganarse su confianza y convencerle de que lo haga:75 No se te mueran, ¡oh apasionada señora!, las palabras en la boca; despide de ti por algún pequeño espacio la confusión y el empacho y hazme tu secretaria: que los males comunicados, si no alcanzan sanidad, alcanzan alivio (II, iii, 293).

Pero también observa, tras advertirle que sospecha que su mal no sea otro que de amor y que, si no es una pasión irregular o prohibida o «el disparaste de amar a un toro, ni en e que dio el que adoró a un plátano», en ella un reflejo de su propia tesitura, puesto que ama y tampoco puede pregonarlo a los cuatro vientos: Mujer soy como tú [le dice Auristela a Sinforosa]; mis deseos tengo y, hasta ahora, por honra del alma, no me han salido a la boca, que bien pudiera, como señales de la calentura; pero al fin habrán de romper por inconvenientes y por imposibles y, siquiera en mi testamento, procuraré que se sepa la causa de mi muerte (II, iii, 293-294).

Sobre el personaje de Clodio, véase Canavaggio (2014: 219-227). Romero Muñoz, en la nota 8 del cap. iii del libro II (p. 290), observa en esta escena un remedo de la captatio benevolentiae de Cariclea por parte de Calasiris, para que le comunique su pasión por Teágenes, en la Historia etiópica de Heliodoro. 74 75

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Hermanadas por la situación y convencida la benevolente Sinforosa, que solo precisaba de un ligero espaldarazo, le cuenta a Auristela lo que ella ya conocía por boca del capitán corsario. Salta a la vista, pues, que este hecho es análogo al que aconteció en la conversación que mantuvieron fuera del mesón de Gotlandia Arnaldo y Periandro. Es más, los razonamientos que exponen los dos rivales amorosos de los amantes peregrinos, así como sus pretensiones amorosas y la calidad de sus sentimientos, son básicamente los mismos. De manera que «el paralelo es perfecto, pues un príncipe y una princesa amenazan su sosiego. Todo está ya en el fiel de la balanza. La novela equilibra, así, su eje amoroso medular» (Rey Hazas y Sevilla Arroyo, 1999: XXIV). Lo que difiere, lo desemejante no es sino la reacción de los hermanos-amantes. La resignación estoica de Periandro contrasta, ciertamente, con los sentimientos encontrados de Auristela, que no hacen sino evidenciar su dual configuración, esa combinación de opuestos que conforma su carácter: su frío virtuosismo ejemplar y sus ardorosos celos. El primero de ellos, luego de un loable y juicioso ejercicio de ponderada reflexión, la lleva a apiadarse de la coyuntura de su contendiente, a entenderla perfectamente, pues ambas padecen del mismo mal: Teníale a Auristela de las manos Sinforosa, bañándoselas en lágrimas, en tanto que estas tiernas razones le decía; acompañábale en ellas Auristela, juzgando en sí misma cuáles y cuántos suelen ser los aprietos de un corazón enamorado; y, aunque se le representaba en Sinforosa una enemiga, la tenía lástima, que un generoso pecho no quiere vengarse cuando puede, cuanto más que Sinforosa no la había ofendido en cosa alguna que la obligase a venganza: su culpa era la suya; sus pensamientos, los mismos que ella tenía; su intención, la que a ella traía destinada; finalmente, no podía culparla, sin que ella primero no quedase convencida del mismo delito (II, iii, 296).

La ofuscación provocada por los celos, sin embargo, la empuja a querer saber a ciencia cierta hasta dónde había llegado Sinforosa con Periandro: Lo que procuró [Auristela] apurar fue si la había favorecido alguna vez [Periandro a Sinforosa], aunque fuese en cosas leves, o si, con la lengua o con los ojos, había descubierto su amorosa voluntad a su hermano (II, iii, 296-297).

Pese a que Sinforosa le dice que no, Auristela no se conforma, y, de una manera un tanto insana,76 le encarece a la inocente princesa, pues «¿es posible que él no ha dado 76

Zimic (1964: 385) ha observado, no sin razón, «un subyacente masoquismo».

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muestras de quererte?», que «procures tú hablarle, dándole ocasión para ello con algún honesto favor, que tal vez los impensados favores despiertan y encienden los más tibios y descuidados pechos» (II, iii, 162). Auristela, más que asumir labores celestinescas en perjuicio suyo, lo que pretende es probar, por culpa de los malditos celos, hasta dónde llega la fidelidad amorosa de Periandro. Pues, a diferencia de la Silvia de El trato de Argel, de la Leonisa de El amante liberal y de la Constanza de Los baños de Argel, ella no hace fingidamente de tercera en su contra, sino que alienta a Sinforosa para que seduzca a su hermano directamente; y lo hace, además, con insistencia, como queda de manifiesto en estas otras recomendaciones que le brinda a Sinforosa: «quiero que sosiegues [los pensamientos] hasta que se los descubras a mi hermano o hasta que yo tome a cargo tu remedio, que será luego que me descubras lo que con él te hubiere sucedido, que ni a ti te faltará lugar para hablarle ni a mí tampoco» (II, iv, 298). Este paradójico y enfermizo proceder de Auristela no es nuevo en la obra de Cervantes: cierta complacencia en mostrar a su amada en paños menores a un mujeriego como don Fernando es la que manifiesta Cardenio en la primera parte del Quijote. Aun más similitudes hay con el comportamiento de don Juan/Andrés Caballero cuando arriba al asentamiento de los gitanos el paje-poeta, por cuanto, a causa de un desmedido ataque de celos, haciéndose pasar por hermano de Preciosa, llega a ofrecérsela por esposa a cambio de saber si ha obtenido o espera obtener algún favor amoroso de ella. Tendrá que ser, además, la desenvuelta gitana la que, con su comedida conducta, le haga salir de la enajenación. E. C. Riley (2001: 49) señalaba que «el Anselmo de El curioso impertinente es solo el Carrizales de El celoso extremeño vuelto del revés: un caso de obsesión neurótica acerca de la virtud de la esposa que toma formas diametralmente opuestas». Resulta excesivo de todo punto concertar a estos dos personajes cervantinos con Auristela, pero es evidente que comparte con el primero el deseo malsano de querer experimentar con la virtud de su amado, así como los celos con el segundo. Lo que ocurre es que tanto los horizontes de expectativas de los mundos posibles como los móviles y las coyunturas son otros, y Periandro no solo reaccionará en defensa de su amor, sino que ella logrará atemperar sus celos y vencer así sus dudas; es más, aprenderá, y lo pondrá en práctica, «que solo se vence la pasión amorosa con huilla» (Don Quijote, I, xxxiv, 441), que solo es honesto y virtuoso «el enamorado que ama tiniendo la razón por fundamento» amor que es «guiado por elección de razón» (Castiglione, El cortesano, IV, 64, 524). Por otro lado, hay que dejar constancia de que la conversación de Auristela con Sinforosa guarda bastantes similitudes con la que mantienen, en Las dos doncellas, Teolinda y Leocadia en la venta de Igualada, ya que, como nuestra sagaz protagonista, la primera sonsaca a la segunda toda su historia, haciendo especial énfasis en lo tocante

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a los favores obtenidos de Marco Antonio, para terminar ofreciéndole toda su ayuda. Un hecho, este el de la conversación entre una amante con su rival amorosa, que se registra igualmente en los casos ya citados de Silvia con Zahara, en El trato, Leonisa con Halima, en El amante liberal, y Constanza con Halima, en Los baños. A pesar de que la situación planteada es harto diferente, Porcia, bajo la apariencia de Rutilio, se ve asimismo abocada a mediar en los amoríos de su amado Anastasio para con Rosamira en El laberinto de amor, remedando la historia de Felismena, de La Diana de Montemayor. Auristela prosigue adelante con su plan de probar la virtud de Periandro, gracias a la habilidad de Sinforosa para propiciar un encuentro a solas de los dos amantes. Stanislav Zimic (1964: 386) ha comentado que la hija de Policarpo «es quizás el personaje femenino más delicado que Cervantes concibió. Es una jovencita que se ruboriza solo oyendo mencionar el nombre de su amado, que está enamorada platónicamente, es sumamente tímida, benévola, suave, casi etérea».77 Su mal, como el de Arnaldo, se cifra en la confianza sin recelo que deposita en los fingidos hermanos, en especial en Auristela como medianera de sus deseos. Pero también en su poca capacidad de operar por sí misma, pues, a pesar de los consejos de su confidente, no se atreve a comunicar su amor directamente a Periandro, lo que termina por redundar en perjuicio suyo, como por otra parte suele ser lo habitual en la inmensa mayoría de las historias de amor cervantinas; si bien, ahora, se trata de una necesidad narrativa, por cuanto asegura la tensión argumental. Es esta la misma situación que acontece en las historias cervantinas de amores entrecruzados, con la diferencia de que el sentimiento puro y honesto de Sinforosa es el opuesto a la lascivia adúltera de Zahara, la griega Halima y la mora Halima. Del mismo modo, Auristela no se sirve de poder conversar a solas con Periandro para ratificar su amor y buscar una salida a su difícil tesitura, como sí hacen y emprenden tanto Aurelio y Silvia como don Fernando y Constanza, sino que invita a su amado a que tenga a bien desposarse con una princesa joven, garbosa, gentil discreta y enamorada como Sinforosa; un consejo que no dista mucho del que Leonisa le expresa a Ricardo de que aproveche el deseo de Halima para saborear las mieles del amor ferino. La diferencia de la propuesta entre lo que sucede en el Persiles y en El amante liberal está en consonancia con la calidad del amor de las demandantes: matrimonio y sexo, respectivamente. Ahora bien, si Leonisa anima a Ricardo a que satisfaga los deseos concupiscentes de Halima es porque aun no le ama, a pesar de los cambios observados en él, y no para probarle. En todo caso, la respuesta de los héroes

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«El amante celestinesco y los amores entrecruzados en algunas obras cervantinas», p. 386.

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será la misma: asombro y extrañeza que desemboca en una sonora negativa y en una ratificación de su fidelidad amorosa. Auristela acompaña la labor de casamentera de su amado, su prueba de la virtud de Periandro, con su resolución, tan fingida como el consejo, de terminar sus días al servicio de Dios en un convento: «mi intención [amorosa para contigo] no se muda, pero tiembla, y no querría que, entre temores y peligros, me saltease la muerte y así, pienso acabar la vida en religión, y querría que tú la acabases en buen estado» (II, iv, 301). Se trata de uno de los instantes más peliagudos de la relación amorosa de la pareja peregrina, causado por la insensatez, no exenta de crudeza, con que actúa la princesa heredera de Frislanda, pues «con más artificio que verdad, le puso [a Periandro] en aquel estado» (II, v, 303). Auristela, con todo, no es monstruo de perversidad, solo es víctima de una vorágine interna causada por los celos, que la hacen padecer un tormento amoroso y que la encaminan a intentar destruir tanto su propia felicidad como la de su enamorado: «Aquí dio fin Auristela a su razonamiento y principio a unas lágrimas que desdecían y borraban todo cuanto había dicho» (II, iv, 301). Estas lágrimas, que «declaran la humanidad de semejantes sentimientos» (Egido, 1994: 259), a la vez que «contradicen sus palabras, en un delicioso contrapunto» (Casalduero, 1975: 91) no hacen sino acentuar la amalgama de opuestos que configuran su figura. Y es que la prueba a la que somete a Periandro se entrevera con la renuncia amorosa en beneficio de una tercera y con alguna que otra incertidumbre en lo relativo a su felicidad futura que volverá a comparecer en los umbrales de Roma. No es, por tanto, casual que en este momento de intenso dramatismo, que sume a Periandro en la desesperación y provoca su desmayo, sea el elegido por Auristela para mostrar su ternura en forma de caricia:78 «Volvió Auristela la suya [su cabeza] y, viéndole desmayado, le puso la mano en el rostro y le enjugó las lágrimas, que, sin que él lo sintiese, hilo a hilo le bañaban las mejillas» (II, iv, 301). La conversación de Periandro y Auristela, que queda suspendida y postergada en su punto culminante, empero, cumple asimismo la función de iluminar parte del secreto que con no menos ahínco que diligencia esconden. Precisamente, lo que se desvela es lo que ha originado tanto celo, prudencia y discreción en los amantes nórdicos: «Fuera estamos de nuestra patria [le dice Auristela a Periandro en el razonamiento que precede a la noticia de su resolución]; tú, perseguido de tu hermano y, yo, de mi corta suerte; nuestro camino a Roma, cuanto más le procuramos, más se dificulta y alarga; mi intención no se muda, pero tiembla» (II, iv, 301). Aunque sin revelar la causa, se puede colegir que la peregrinación amorosa de Periandro y Auristela es una suerte de huida 78

Cfr. Roca Mussons (1999: 155-156).

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ocasionada por un problema de índole familiar, como por otra parte es habitual en el género, que guarda relación con su hermano. A pesar de que Auristela, su enfermedad y el lecho en que está postrada constituyen el eje medular en torno al cual se articula toda la narración de la primera parte de su estancia y de la comitiva de personajes que la acompañan en el palacio de Policarpo, las intrigas amorosas se suceden, se complican y se entrecruzan. Pues, a la pasión amorosa de Sinforosa por Periandro, que ha desencadenado la tormenta interna de Auristela y su prueba de amor, y a la conversación entre Clodio y Arnaldo, se le suman los vehementes deseos que acosan al rey Policarpo y el encumbrado propósito amorosa de Clodio. Mientras tanto Periandro se sume en un profundo, doloroso y solipsista debate intramuros, a fin de intentar hallar una salida a la controvertida situación anímica en que le ha puesto su hermana-amante. Es así que este palacio del amor en que deviene la corte del rey Policarpo consigna que la vida humana es pura tensión y que el deseo es radical en su insaciabilidad; y así en efecto lo subraya ideológicamente el narrador externo en un comentario que parece propio de Blaise Pascal: «Todos deseaban pero a ninguno se le cumplían sus deseos: condición de la naturaleza humana, que, puesto que Dios la crió perfecta, nosotros, por nuestra culpa, la hallamos siempre falta; la cual falta siempre ha de haber, mientras no dejemos de desear» (II, iv, 300). La técnica narrativa empleada por Cervantes para registrar todas estas pasiones que acontecen a la par es la misma –conversaciones dos a dos mostradas entrelazadamente–, pero con una ligera variante: «Todos tenían con quién comunicar sus pensamientos: Policarpo, con su hija, y, Clodio, con Rutilio; solo el suspenso Periandro los comunicaba consigo mismo» (II, vi, 311). El amor, como queda dicho, es la fuerza motriz de todo el entramado del Persiles y lo que origina cambios repentinos de actitud en los personajes. Prueba palmaria de ello es la enajenación mental de Auristela ocasionada por los celos. Pero la amada de Periandro no es la única. Así, el rey Policarpo, que hasta el momento había sido un hombre recto y virtuoso, al punto de haber merecido ser elegido monarca por su pueblo, se desvía del camino y, en su ancianidad, pierde el seso por el ardiente enardecimiento que suscita en él la belleza convaleciente de Auristela, tal y como se lo comunica a su hija Sinforosa. Lo más sorprendente del caso es que Policarpo es sobradamente consciente de ello: Después, ¡oh hija mía!, que me faltó tu madre, me acogí a la sombra de tus regalos, cubrime con tu amparo, goberneme por tus consejos y he guardado, como has visto, las leyes de la viudez con toda puntualidad y recato, tanto por el crédito de mi persona como por guardar la fe católica que profeso; pero después que han venido estos nuevos

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huéspedes a nuestra ciudad, se ha desconcertado el reloj de mi entendimiento, se ha turbado el curso de mi buena vida, y, finalmente, he caído desde la cumbre de mi presunción discreta hasta el abismo bajo de no sé qué deseos… Y, si quisieres que más haya, sea el decirte que muero por Auristela (II, v, 304-305).

Y aun así se deja vencer por la pasión. El nuevo rival de Periandro, al igual que Arnaldo, tiene como meta el matrimonio, incluso también aunque sea con una dama de una clase social inferior, que «las majestades, las grandezas altas, no las aniquilan los casamientos humildes, porque, en casándose, igualan consigo a sus mujeres; así que séase Auristela quien fuere, que, siendo mi esposa, será reina» (II, v, 306). No obstante, su amor, para Cervantes, está fuera del orden natural de las cosas, dada la enorme distancia que media entre los setenta años suyos y los diecisiete de Auristela. Se trata, efectivamente, de un nuevo caso de amor senil, similar a los de Carrizales, el vejete y Cañizares, aunque, a diferencia de los personajes de El celoso extremeño, El juez de los divorcios y El viejo celoso, Policarpo no llegará a celebrar sus nupcias, por mucho que las pinte a las mil maravillas en su inflamada imaginación.79 Sucede, además de su violación de los principios naturales, que el amor de Policarpo, como informará el narrador en otro juicio de índole ideológica, no pasa de ser un encubrimiento de su lujuria, por cuanto «los ímpetus amorosos que suelen parecer en los ancianos se cubren y disfrazan con la capa de la hipocresía, que no hay hipócrita, si no es conocido por tal, que dañe a nadie sino a sí mismo, y los viejos, con la sombra del matrimonio, disimulan sus depravados apetitos» (II, vii, 327). Por lo cual, así sucede siempre en el Persiles, es indicativo de que provocará cambios en el rumbo de la narración, como acaeció con el ímpetu del bárbaro Bradamiro y con los designios sicalípticos de los soldados-marineros de Arnaldo. Policarpo, como el viejo Carrizales –pero también como otros amantes más dignos, como son los casos, por ejemplo, de don Juan de Cárcamo y Avendaño–, piensa, según le hace saber a su hija Sinforosa, que logrará obtener lo que desea gracias a su posición social y su riqueza. Y, como el celoso extremeño, en lugar de comunicar sus intenciones directamente, que es lo que hicieron los otros, se servirá de terceros, a los que cebará con la recompensa. La diferencia está en que 79 A esto casos de amor senil cabe añadir el del anciano Arsindo con la joven Maurisa, en La Galatea, que están retratados harto más ambiguamente, por cuanto se balancean, en la apreciación de Lauso, entre una necedad impertinente y un milagro de amor: «Maurisa llegó a abrazar a Galatea, y el anciano Arsindo saludó a todos los pastores y abrazó a su amigo Lauso, el cual estaba con grande deseo de saber lo que Arsindo había hecho después que le dijeron que en seguimiento de Maurisa se había partido; y, viéndole agora volver con ella, luego comenzó a perder con él y con todo el crédito que sus blancas canas le habían adquirido; y aun le acabara de perder, si los que allí venían no supieran tan de experiencia adónde y a cuánto la fuerza del amor se extendía» (V, p. 333).

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Carrizales concierta su matrimonio con los padres de Leonora, a los que deslumbra el entendimiento con el oro traído de América, mientras que Policarpo confía su suerte a la labor celestinesca que encomienda a Sinforosa, a la que convence con la promesa de desposarla con quien más desea: Periandro. En todo caso, ni un anciano ni el otro tienen en cuenta la voluntad de sus amadas y dan por hecho que lograrán sus objetivos. Con la esperanza de conseguir el amor de Periandro, que no le deja comprender el error manifiesto de su padre, Sinforosa le va con el cuento a Auristela. De este modo, la nueva conversación entre las dos princesas es una inversión de la anterior, al menos en lo que toca a los papeles que desempeñan, pues «si antes Auristela había desempeñado el papel de tercera, ahora la reemplazará Sinforosa» (Lozano-Renieblas, 1998: 71). Parece que el saberse deseada de Policarpo es el estímulo que nuestra heroína necesitaba para encontrar el hilo de Ariadna en en el tenebroso laberinto de su enajenación, no solo porque sale del paso sirviéndose una vez más de la falsa promesa del matrimonio, sino también porque atisba el peligro que supone para ella y Periandro el propósito del rey Policarpo; y así, le dice a la cándida Sinforosa que haga llamar a su fingido hermano, «que quiero saber dél alegres nuevas que decirte y aconsejarme con él de lo que me conviene» (II, vi, 315). Entretanto, un desconcertado y caviloso Periandro, ignorante de la pasión de Policarpo, en la soledad e intimidad de su aposento,80 no se explica el cambio obrado en Auristela, a quien, en su transformación de identidad, hasta el punto de llegar a convertirse en su casamentera, desconoce. En su soliloquio, pasa revista a la situación en que le ha puesto su amada, para concluir que, «sin duda, Auristela está celosa» (II, vi, 312). Ello le conduce a prorrumpir un discurso, que es una declaración de amor, a la ausente Auristela, en que lleva a cabo una deliberación que comporta una discriminación entre el amor que nace por elección y el que lo hace por destino, para concluir que el segundo es, si no más genuino, sí más perdurable que el primero, en tanto en cuanto que no está sujeto a variaciones de ningún tipo, que es precisamente el que él siente y tiene a Auristela: Considera, señora, que el amor nace y se engendra en nuestros pechos o por elección o por destino: el que por destino, siempre está en su punto; el que por elección, puede crecer o menguar, según pueden menguar o crecer las causas que nos obligan y mueven a querernos. Y, siendo esta verdad tan verdad como lo es, hallo que mi amor no tiene términos que le encierre ni palabras que le declare; casi puedo decir que desde las mantillas 80 «El mundo interior surge precisamente en el silencio y solo allí urde la imaginación sus quimeras», ha comentado Egido (1994: 315) en el análisis que hace del soliloquio de Periandro.

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y fajas de mi niñez te quise bien, y aquí pongo yo la razón des destino; con la edad y con el uso de la razón fue creciendo en mí el conocimiento, y fueron creciendo en ti las partes que te hicieron amable. Vilas, contémplelas, conocilas, grabelas, en mi alma y de la tuya y la mía hice un compuesto tan uno y tan solo, que estoy por decir que tendrá mucho que hacer la muerte en dividirle (II, vi, 314-315).

Por eso, además, le advierte a su Auristela que «no me ofrezcas ajenas hermosuras, ni me convides con imperios ni monarquías» (II, vi, 313). El concepto de amor que esboza Periandro, determinado por influjo estelar o por la divina providencia y según el cual dos están hechos el uno para el otro por naturaleza, se corresponde justamente con el mito del hombre esférico que informa el discurso de Aristófanes, en el Banquete de Platón, habida cuenta de que postula que el amor es un deseo de completud, de búsqueda de la unidad primigenia perdida, de reunirse, fundirse y convertirse de dos seres unos solo (Platón, Banquete, 192e). Periandro, al mismo tiempo que diserta con Auristela sin Auristela a propósito del amor, revela (al lector) información acerca del misterio de sus identidades reales. En primer lugar, confirma que ellos no son sino los personajes que porta el título de la obra, Persiles y Sigismunda, aunque prudentemente reafirme aun en soledad el parentesco fingido: «¿Qué reinos ni qué riquezas me pueden a mí obligar a que deje a mi hermana Sigismunda, si no es dejando de ser yo Persiles?» (II, vi, 311), lo que, de algún modo, acentúa la confusión y ambigüedad en lo tocante a su relación, en ese juego entre la historia de amor y el tabú del incesto. Y es que, seguidamente, Periandro, como se observa en el fragmento extractado de su discurso que hemos citado, cuenta el proceso de su enamoramiento desde la niñez. Un proceso, sin embargo, que no se ajusta a lo que contará, en el final de la obra, en el camino de Roma a Nápoles, Seráfido a Rutilio. Puede que se trate de una hiperbolización, como sugiere Romero Muñoz en la anotación del pasaje (n. 4, pp. 312-313); puede, sin más, que se trate de dos informaciones contradictorias sobre un mismo hecho. En todo caso, el proceso de enamoramiento descrito por Periandro se cumplen a rajatabla en la historia de Ricaredo e Isabela, criados juntos desde la niñez en la casa de los padres de él, en La española inglesa: Todas estas gracias [de Isabela], adqueridas y puestas sobre la natural suya, poco a poco fueron encendiendo el pecho de Ricaredo, a quien ella, como a hijo de su señor, quería y servía. Al principio le salteó amor con un modo de agradarse y complacerse de ver la sin igual belleza de Isabel, y de considerar sus infinitas virtudes y gracias, amándola como si fuera su hermana, sin que sus deseos saliesen de los términos honrados y virtuosos.

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Pero como fue creciendo Isabel, que ya cuando Ricaredo ardía tenía doce años, aquella benevolencia primera y aquella complacencia y agrado de mirarla se volvió en ardentísimos deseos de gozarla y de poseerla: no porque aspirase a esto por otros medios que por los de ser su esposo, pues de la incomparable honestidad de Isabela… no se podía esperar otra cosa, ni aun él quisiera esperarla, aunque pudiera, porque la noble condición suya y la estimación en que a Isabela tenía no consentían que ningún mal pensamiento echase raíces en su alma (Novelas ejemplares, p. 219).

Por otro lado, el hecho de que Periandro haya revelado –sólo a los lectores de la novela– que sus verdaderos nombres no son con los que viajan, sino Persiles y Sigismunda, nos advierte de que han adoptado una identidad fingida, que se ve reforzada con el supuesto parentesco fraternal que los une. Es decir, los dos amantes, para protegerse de los peligros que conlleva su peregrinación, han ocultado tanto su verdadera identidad como el tipo de relación que los une. J. B. Avalle-Arce (1975a: 240) aseveraba que «en la tradición hebreo-cristiana el cambio de nombre de la persona refleja un cambio de horizonte: Jacob-Israel, Saulo de Tarso-San Pablo», y, aunque la variación onomástica apenas si tiene cabida en la novela griega clásica,81 es habitual, amén de en la prosa de tipo filosófico-religioso,82 con ese sentido, en la tradición literaria medieval, sobre todo en la ficción caballeresca,83 para pasar a invadir todos los géneros literarios en los siglos XVI y XVII, con especial relevancia en la prosa y el teatro. Como es bien conocido, la polionomasia es una característica esencial en la literatura de Cervantes, presente ya en La Galatea, desde el episodio de Timbrio y Silerio, en el que el segundo, al hacerse pasar por truhán, acompaña su cambio de identidad con una nueva designación nominal y pasa a llamarse Astor; desempeña un papel más que fundamental y de enormes proporciones poético-literarias en el Quijote,84 y sigue siendo importante tanto en las Novelas ejemplares85 como en sus Ocho comedias y ocho entremeses nuevos, nunca representados.86 En el Persiles, la polionomasia está reservada con exclusividad para los actores principales. Persiles y Sigismunda mudan sus nombres por Cfr. González Rovira (1996: 124). Cfr. solo el magnífico libro de fray Luis de León, De los nombres de Cristo (1587, versión definitiva). 83 Aunque de forma sumaria y aplicado al Amadís de Gaula, véase Cacho Blecua 2001: 144-146). 84 Cfr., por ejemplo, Avalle-Arce (1975a: 337-386, y 1976) y Riley (2001: 32-37). 85 Aunque no es desde luego el único, quizá el caso más relevante de las Novelas ejemplares no sea otro que la variación onomástica de Tomás Rodaja en El licenciado Vidriera. 86 Podemos decir que el cambio de nombre de Lugo a fray Cristóbal de la Cruz, que tan bien registra el viraje vital de rufián a santo del personaje, en El rufián dichoso, es probablemente el más significativo de su teatro. Sorprendentemente, Pedro de Urdemalas, que es el personaje más poliédrico del conjunto de su obra, no cambia nunca de nombre. 81 82

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los de Periandro y Auristela durante el tiempo que dura su peregrinación de Tule a Roma, o sea, desde su enamoramiento y posterior huida hasta el cumplimiento de su voto y su inmediatamente posterior matrimonio en las afueras de Roma, o, lo que es lo mismo, entre los dos puntos contiguos de una biografía en que sucede regularmente la acción de la novela de tipo griego y del Persiles, y que coincide con el periodo que va entre la pérdida del equilibrio inicial –el enamoramiento– hasta su restauración –el matrimonio–, tras un doloroso proceso, en nuestro caso, de acendramiento espiritual y acrisolamiento amoroso. Sin olvidar, como recuerda González Rovira (1996: 124), que otra función que desempeña la ocultación de la verdadera identidad merced a la utilización de nombres falsos es la de «despertar la intriga y la sorpresa en el lector». El momento elegido por Cervantes para, por boca de Periandro, desvelarnos los nombres verdaderos de los dos amantes no es, desde luego, casual, sino que responde a un plan perfectamente trazado, en tanto que, a más de avivar la intriga de la trama al ir revelando a cuenta gotas sus secretos y enigmas, acontece cuando la pareja se halla en uno de su instantes más crítico por obra del proceder de uno de ellos, cuando Periandro no reconoce a Auristela a causa de la perturbación emocional en que la han sumido los celos y por la que ha experimentado una pasajera transformación de identidad. Esto es: justo cuando, al no reconocerse, han de reafirmar su identidad y lo que les mueve: su amor. Por ahí, las palabras que escribe Periandro en el billete amoroso que iba a entregar a Auristela como contestación a la petición de esta de que se despose con Sinforosa: Perdóname que no admito el tuyo [consejo] por parecerme o que no me conoces o que te has olvidado de ti misma. Vuelve, señora, en ti y no te haga una vana presunción celosa salir de los límites de la gravedad y peso de tu raro entendimiento. Considera quién eres y no se te olvide de quién yo soy, y verás en ti el término del valor que puede desearse y en mí el amor y la firmeza que puede imaginarse87 (II, vi, 315).

87 Como viera E. C. Riley (2001: 44), «estos elegantes arabescos sentimentales aparecen en innumerables lugares» de la obra de Cervantes. Él citaba el caso de Mireno en La Galatea, que guarda cierto parecido con la situación de Periandro, en especial por la utilización del soliloquio. Quizás el otro caso más significativo es la conversación de Anselmo y Lotario en El curioso impertinente, cuando el primero le pide al segundo que seduzca a su mujer, y Lotario le dice: «Sin duda imagino, o que no me conoces, o que yo no te conozco. Pero no; que bien sé que eres Anselmo, y tú sabes que yo soy Lotario; el daño está en que yo pienso que no eres el Anselmo que solías, y tú debes de haber pensado que tampoco yo soy el Lotario que debía ser, porque las cosas que me has dicho, ni son de aquel Anselmo mi amigo, ni las que me pides se han de pedir a aquel Lotario que tú conoces» (Don Quijote, I, xxxiii, 423-424).

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Pero es que, además, esta perentoria autoafirmación de identidad de Periandro y Auristela se produce justo cuando el rey Policarpo deja de comportarse como debe de hacer un monarca que rige los destinos de su pueblo al caer preso en las redes de una vehemente pasión que le enajena la razón y, mucho más importante, cuando la lengua viperina del maldiciente Clodio, amén de incidir en la desidealización de la trama nuclear de la novela de tipo griego y, por ende, del Persiles, pone en entredicho su honorabilidad, al decirle a Rutilio: ¿Qué diremos desta Auristela y deste su hermano, mozos vagabundos, encubridores de su linaje, quizás por poner en duda si son o no principales? Que el que está ausente de su patria, donde nadie le conoce, bien puede darse los padres que quisiere y, con la discreción y artificio, parecer en sus costumbres que son hijos del sol y de la luna… ¿Quién puede ser este luchador, este esgrimidor, este corredor y saltador, este Ganimedes, este lindo, este aquí vendido, acullá comprado, este Argos de esta ternera de Auristela, que apenas nos la deja mirar por brújula, que ni sabemos ni hemos podido saber deste par, tan sin par en hermosura, de dónde vienen ni a dó van? Pero lo que más me fatiga de ellos es que, por los once cielos que dicen que hay, te juro, Rutilio, que no me puedo persuadir que sean hermanos y que, puesto que lo sean, no puedo juzgar bien de que ande tan junta esta hermandad por mares, por tierras, por desiertos, por campañas, por hospedajes y mesones. Lo que gastan sale de las alforjas, saquillos y repuestos, llenos de pedazos de oro, de las bárbaras Ricla y Constanza. Bien veo que aquella cruz de diamantes y aquellas dos perlas que trae Auristela valen un gran tesoro, pero no son prendas que se cambian ni truecan por menudo. Pues pensar que siempre han de hallar reyes que los hospeden y príncipes que los favorezcan es hablar en lo escusado (II, v, 308-309).

Más aun, pues la impertinente jactancia de Clodio no se extralimita a denunciar la extraña hermandad de Periandro y Auristela, antes bien le hace perder el tino, al extremo de creerse merecedor del amor de la princesa nórdica y de convencer a Rutilio de que haga lo mismo con Policarpa. Al igual que Sinforosa y el rey Policarpo, el insidioso hablador no se atreve a manifestar oral y directamente su amor, aunque no se encomiende a la labor de un intercesor, sino que, en perfecto paralelo contrastivo con Periandro, opta por redactar un billete a Auristela. De este modo, a través de las delirios que suscita Auristela, Cervantes conforma un ramillete de variantes en torno al tema del matrimonio.88 Así, frente al paradigma de la pareja protagonista, que aspira al matrimonio tras un periodo de casto noviazgo en 88

Véase Casalduero (1975: 95).

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el que se vigoriza y purifica un sentimiento que, salvo excepciones como la presente, siempre se gobierna por la razón, se sitúan los disparatados frenesíes de Policarpo y Clodio, que se sirven de tal institución moral y social con unos fines preconcebidos: encubrir su lujuria y su ansia de medro social, respectivamente. Y si Policarpo se coloca tras la estela, por su vulneración del orden natural, de Carrizales, Clodio, en su intento de obtener ventajas sociales merced al matrimonio, se empareja claramente con el torcido, avieso y, finalmente, engañado alférez Campuzano. Situados, pues, en el centro del laberinto de pasiones en que se ha transmutado el palacio de Policarpo, Periandro solicitado por Sinforosa Auristela pretendida por Arnaldo, Policarpo y Clodio, y ellos dos en plena crisis sentimental a causa de los celos, inseguridades, incertidumbres y resquemores de Auristela, ambos, ella en su azoramiento emocional y él en su perplejidad, atisban, llegan a comprender que la única salida posible es la huida. Así, en efecto, se desprende de la última conversación de Auristela con Sinforosa y se declara explícitamente en la epístola de Periandro: «Sigamos nuestro viaje, cumplamos nuestro voto y quédense aparte celos infructuosos y mal nacidas sospechas. La partida desta tierra solicitaré con toda diligencia y brevedad, porque me parece que, en salir della, saldré del infierno de mi tormento a la gloria de verte sin celos» (II, vi, 315-316). Que Cervantes gusta de la comunicación oral de los amantes, que sus sentimientos fluyan directamente, es un hecho tan constante como axiomático de su obra, aun cuando no falten las intercesiones de terceros con resultados óptimos, siempre que no se vulneren la liberad ni la voluntad de los amantes. Buena prueba de ello es la entrevista de Periandro y Auristela, en otra de las escasas oportunidades «de hablar a solas» (II, vii, 319) de que disponen a lo largo de la narración de su viaje; para la cual Periandro había antepuesto la comunicación escrita a la oral, aunque, en presencia de su amada, opte por dar rienda suelta a la lengua. Como no podía ser de otro modo, Periandro inicia su parlamento confirmándole a Auristela que en él no se ha operado ninguna mutación de identidad, que sigue siendo el mismo que emprendió con ella la peregrinación hacia Roma: «Señora, mírame bien, que yo soy Periandro, que fui el que fue Persiles, y soy el que tú quieras que sea Periandro» (II, vii, 320). Lo que significa que continúa manteniendo con resolución todo aquello que acordaron, entre ello, por supuesto, su amor, y así, se lo vuelve a exponer, en lo que constituye la primera declaración que acaece entre ellos: «Esta mía [alma], que respira por la tuya, te ofrezco de nuevo, no con mayores ventajas que aquellas con que te la ofrecí la vez primera que mis ojos te vieron, porque no hay cláusula que añadir a la obligación en que quedé de servirte el punto en mis potencias se imprimió el conocimiento de tuis virtudes» (II, vii, 320). Y la exhorta a que recupere su salud, a que vuelva a ser la Auristela de

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antes, la Sigismunda de quien perdida e inmarcesiblemente se enamoró, y reinicien su andadura, pues, «aunque Roma es el cielo de la tierra, no está en el cielo, y no habrá trabajos ni peligros que nos nieguen del todo el llegar a ella, puesto que los haya para dilatar el camino» (II, vii, 320). La combinación de contrarios que configuran la etopeya de Auristela resulta ratificada por el propio narrador: «En tanto que Periandro esto decía, le estaba mirando Auristela con ojos tiernos y con lágrimas de celos y compasión nacidas» (II, vii, 320). Sin embargo, la lealtad, la firmeza y la certificación amorosa de Periandro terminan por provocar la remisión de la enajenación que ha turbado su entendimiento: «Sin hacerme fuerza, dulce amado, te creo; confiada, te pido que con brevedad salgamos desta tierra, que, en otra, quizá convaleceré de la enfermedad celosa que en este lecho me tiene» (II, vii, 320). Es así como la rehabilitación de Auristela no representa el triunfo de Periandro, que sale victorioso de la rigurosa prueba a la que le ha sometido su amada. Ratificado su amor y fortalecido por la infausta situación, Periandro le recrimina a Auristela que se haya dejado vencer por unas sospechas infundadas. Si bien, conforme a que parece que el amor «no puede estar sin celos» (II, vii, 321) –una cuestión de discusión académica que volverá a aparecer a su paso por Milán–, la comprende; lo cual no es óbice para que le recomiende que, «de aquí adelante, me mires… con voluntad más llana y menos puntuosa» (II, vii, 321). Al mismo tiempo, habida cuenta de que ya está al tanto Periandro de las pretensiones de Policarpo para con Auristela y de que han acordado escapar del peligro que se cierne sobre ellos, le encarece que entretenga, mientras tanto idean el modo, las peticiones de padre e hija. Y eso precisamente es lo que pone en práctica Auristela en la siguiente ocasión en que tiene la oportunidad de platicar a solas con Sinforosa. Es esta coyuntura, tras haber superado su crisis sentimental, la que resulta pareja a la que se produce en los entrecruzamientos de Aurelio y Silvia con Yzuf y Zahara, en El trato de Argel, Ricardo y Leonisa con el cadí de Nicosia y Halima, en El amante liberal, y don Fernando y Constanza con el Curalí y Halima, Los baños de Argel, aunque «mucho más rica de situaciones, problemas y aciertos psicológicos, de valores genuinamente humanos», ya que «los sentimientos… de estos personajes enamorados se describen en una gama de extraordinaria lasitud», por cuanto «Cervantes ya no tuvo la paralizante preocupación de ajustar a los personajes al conflicto religioso-político entre Islam y Catolicismo» (Zimic, 1963: 387). Aurora Egido (1994: 260) señala que, toda vez que supera y se cura de su enfermedad, «la dolida Auristela se transformará en juiciosísima artera», porque el amor, su vivencia y experiencia convierte en maestros a los amantes. Y es que Auristela, libre ya el entendimiento, haciendo uso siempre de la falsa promesa de matrimonio, idea una artimaña en la que sutilmente se aprovecha de las pasiones que

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suscita tanto en Arnaldo como en Policarpo, ya que advierte a Sinforosa que antes de poder aceptar la proposición de su padre ha de defraudar las expectativas matrimoniales del príncipe de Dinamarca, para lo cual la mejor solución es continuar su peregrinación hacia Roma, apartarse de él y, «en nuestra libertad, fácil cosa será dar la vuelta a esta isla, donde, burlando sus esperanzas [las de Arnaldo], veamos el fin de las nuestras, yo casándome con tu padre, y mi hermano contigo» (II, vii, 324). No obstante, Sinforosa no las tiene todas consigo y le dice que estando en el reino de su padre, donde se pueden hacer fuertes, no cree que Arnaldo se atreva a interferir en sus resoluciones. Pero Auristela reacciona con prontitud y suma habilidad, y hace comprender a la ingenua princesa que no se «ha de irritar y despertar la cólera de Arnaldo, que, en fin, es rey poderoso (a lo menos, lo es más que tu padre) y los reyes burlados y engañados fácilmente se acomodan a vengarse» (II, vii, 325), con lo cual la anima a que ponga toda su diligencia en facilitarles la partida con la mayor celeridad posible, pues así «abreviarás nuestra vuelta» (II, vii, 325). De este modo, la benevolente Sinforosa, que confía ciegamente en Auristela, queda por completo engañada; así como también su padre, quien, alienada la razón, en su caída libre llega a convertirse en un personaje no menos necio que ridículo, aproximándose al arquetipo del viejo enamorado de la niña codificado por Boccaccio en el Decamerón, pues es incapaz de darse cuenta cabal de lo que ocurre y vanamente se ufana de que una chiquilla joven prefiera su mucha edad al brío de un gallardo príncipe como Arnaldo. No cabe duda, por lo tanto, del enorme parecido que se genera entre Policarpo y el cadí de Nicosia. La mejora de la salud Auristela no solo se reafirma, sino que trae consigo la reunión, en su aposento, de la comitiva de personajes que partió de Gotlandia, la cual, debido al intrincado cruce de pasiones, había permanecido oculta entre las bambalinas de la narración. El tema que abordan no es otro que acelerar lo antes posible la partida de la isla de Policarpo, en virtud del deseo general de todo de regresar a sus respectivos lugares o de continuar, en el caso de los «fingidos hermanos», su viaje a la ciudad eterna a fin de cumplir la promesa de su voto. Así, Mauricio, Arnaldo y Periandro, una vez sabidas las dificultades a las que van a tener que hacer frente a causa de los amores de Policarpo y su hija y después de las pertinentes consultas astrólogas del primero, se conciertan para poner el plan de fuga en marcha, que consiste en buscar y aderezar un navío que los lleve hasta Inglaterra; es decir, idean un proyecto que no es muy disparejo del que trazaron el renegado y Rui Pérez de Viedma para abandonar Argel y poner rumbo a las costas españolas, en El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, incluso en que en ambos casos su puesta de largo irá acompañada de imprevistos de última hora. Más allá de la obra literaria propiamente dicha, el proyecto pergeñado de huida viene a coincidir por lo abultado con dos de los intentos de fuga –el segundo y

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el cuarto– de Cervantes de su cautiverio en Argel, según se desgranan en las preguntas que conforman la Información de Argel. Aunque la concatenación o la ligazón estructural de unos hechos con otros es perfecta y, en consecuencia, se continúa el desarrollo de la trama argumental en el palacio de Policarpo, resulta evidente que, con el afianzamiento del amor de Periandro y Auristela y la superación de ella de su perturbación, se cierra un ciclo en la historia principal del Persiles: el de la dura prueba de los celos. Sin embargo, la obra póstuma de Cervantes presenta una armónica, equilibrada, ponderada y consistente morfología estructural basada en paralelismos constructivos, por lo que estos hechos aquí, en parte, solventados volverán a salir a la luz para oscurecer la felicidad de los héroes justo en la meta final de su camino. A pesar de la puesta en marcha del plan de fuga, una nueva enfermedad, asimismo ocasionada por los desmanes amorosos, impedirá la salida inmediata de la comitiva de personajes de la isla del rey Policarpo. En efecto, en el paso obligado de los héroes de la novela griega por una corte extranjera en la que han de sufrir los envites eróticos de sus moradores, no podía faltar la intervención de una maga o hechicera. Así, por ejemplo, en el Leucipa y Clitofonte de Aquiles Tacio será precisamente la heroína, bajo la apariencia fingida de Lucena, quien, al ser confundida por Mélite con una maga de Tesalia, desempeñe tal función. Por su parte, en la Historia etiópica de Heliodoro, al arribar Teágenes y Cariclea al palacio del sátrapa Oroóndates, Ársace, su mujer, contará con la ayuda y sabiduría de Cíbele, en su aspiración de seducir al joven. En el Persiles son varios los personajes duchos en los saberes de Zoroastro; a saber: la bruja-loba del episodio de Rutilio, la morisca Cenotia, la esclava de Lorena, «que estaba en opinión de maga» (III, xv, 579), en el episodio de Claricia y Domicio, y la judía Julia. De entre las cuales, la segunda y la cuarta son las que desempeñan una labor cortesana y las que influyen en menor o mayor proporción en los amores de nuestra pareja, en perfecto paralelismo constructivo, en tanto que Cenotia actúa en la parte septentrional, mientras que Julia lo hace en la parte meridional, en ambos casos se hace explícito el nombre de la hechicera… se indican claramente sus respectivas etnias (muy conocidas en la península), en las dos hay una historia amorosa que los hechizos buscan transformar, y, por último, en ambas se trata propiamente de hechicería y no de brujería. Pero el paralelismo se quiebra con la presentación exclusivamente negativa de Julia: su actuación obedece únicamente a una motivación crematística que se relaciona con la imagen tópica de la avaricia del judío. De hecho, Cenotia también menciona el dinero aunque con un valor opuesto: ella lo ofrece, mientras Julia actúa solo para recibirlo (Díez Fernández y Aguirre de Cárcer, 1992: 38).

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En el caso de la actuación de Cenotia, Cervantes introduce una variación importante con respecto a la utilización de la maga o hechicera en la tradición clásica, que, por el contrario, sí se cumple en el de Julia, y es que se mueve por cuestiones estrictamente personales, o sea, que sus servicios no son requeridos por la persona para la que trabaja y es confidente, el rey Policarpo, que encomendó, recordemos, la labor de rendir a Auristela en su nombre a su hija Sinforosa. Ocurre que Cenotia, que no había hecho aún acto de presencia en la narración, viene a sumarse a los personajes que caen presos en las redes del eros en la corte palatina de Policarpo. La morisca granadina, sin embargo, no ha perdido el norte por la belleza nórdica de nuestros héroes, sino por la bárbara de Antonio el hijo, a quien, sin necesidad de intermediarios, intenta seducir, luego de relatarle su peripecia biográfica, con el fulgor de su arte demoniaco y de su mucho oro acumulado. Se trata de una propuesta erótica liberal, pues no pasa de la mera complacencia sexual, no muy distinta de la que le hizo Rosamunda en la isla nevada ni de la que la Argüello y la Asturiana proponen a Carriazo y Avendaño en La ilustre fregona. La respuesta del bravo Antonio tampoco dista mucho de la que le dio a la compañera de destierro del maldiciente Clodio, cortesana del rey de Inglaterra, aunque ahora se muestra aún más agresivo, al punto de que, en lugar de articular palabra, arma el brazo, tensa el arco y apunta con una de las flechas que siempre le acompañan directamente al rostro de la hechicera, que se libra de la muerte por su rápido proceder, que casi viene a desmentir sus cincuenta años. Bien es cierto que Cenotia, a diferencia de Rosamunda, se ha intentado tomar la licencia de estrechar entre sus brazos al joven y casto bárbaro. Mas la saeta de Antonio no ha sido disparada en balde, ni muchos menos, y, aunque ha errado el blanco, encuentra su destino en la boca del maldiciente Clodio. Y es que en una obra en la que el secreto, y su misterio, la discreción y la prudencia, forman parte de su médula espinal, su vulneración, aunque no pase de una mera hipótesis, se paga con la muerte, es decir, «a través de Clodio se constata… el peligro de la lengua ingeniosa, pero falsa, que nunca guarda la llave del silencio» (Egido, 1994: 310). Además, la muerte de Clodio viene a ser, asimismo, el castigo merecido por la osadía de sentirse merecedor de los amores de Auristela. No es baladí, por otra parte, que Cenotia haya escapado con vida de la flecha que ha terminado con las murmuraciones de Clodio, pues ella se encargará, entre otras cosas, de continuar la labor emprendida por el inglés: la de instigadora. Antes, sin embargo, pondrá en práctica sus artes mágicas y levantará un hechizo que postra al hijo del español en cama. Una enfermedad que es la responsable, en primera instancia, de que la partida del grupo protagonista no se pueda poner en efecto. Y si antes la narración había girado en torno al lecho de Auristela, ahora hará lo propio en derredor del de Antonio, cabe el cual se reunirán todos los personajes. Resuelto el problema interno de Periandro y Auristela, suspendidos en

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un compás de espera los deseos de Policarpo y Sinforosa y borradas de un flechazo las constantes incitaciones de Clodio, las conversaciones fragmentarias dos a dos serán sustituidas por la narración de Periandro de sus hazañas marítimas y por las maquinaciones de Cenotia y Policarpo para impedir la salida de sus huéspedes de la isla. Periandro profiere sus aventuras a petición de Sinforosa, que holgaría «les contase algunos sucesos de su vida» (II, ix, 339), en especial aquellos que ocurrieron antes de su primera llegada a la isla. Pero por voluntad propia decide comenzar el relato de su historia, no por el principio, «porque éste no lo podía decir ni descubrir a nadie, hasta verse en Roma con Auristela, su hermana» (II, ix, 339), sino desde el punto en que arribaron a la isla de los pescadores, donde acaece el rapto de Auristela y, por consiguiente, la primera separación de los héroes, hasta su reencuentro en la isla Bárbara, después de una afanosa e infructuosa búsqueda por los mares septentrionales. Es decir, Periandro adopta deliberadamente el mismo recurso retórico, el «artificio griego» del ordo artificialis, que el narrador externo principal; de hecho, su cuento espejea el relato de primer grado en que se inserta y lo critica metanarrativamente, por medio de los comentarios que suscita en sus oyentes, en cuestiones tan relevantes como la proliferación de episodios interpolados, la narración laberíntica, el poder de persuasión y credibilidad del narrador o la mixtura del épos heroico con el relato de aventuras.89 Su narración constituye la cuarta analepsis completiva del Persiles, luego de las de Taurisa, Arnaldo y el capitán corsario; como ellas, desempeña precisamente la función estructural de paliar parte del discurso narrativo anterior al comienzo in medias res de la trama; aun siendo la más extensa (II, x-xx) y la más importante de cuantas acontecen en el texto, no completa el argumento del Persiles, de tal forma que se mantiene candente el secreto que rodea su figura y la de Auristela. En todo caso, representa el ejemplo paradigmático de las convenciones del género. En efecto, la narración primopersonal de Periandro no viene a ser, en último término, sino una exigencia estética típica del género épico, tanto en su vertiente heroica –como ocurre en la Odisea, cuando Ulises, en una situación narrativa similar, relata parte de su biografía, a solicitud del rey Alcínoo, en la isla de Esqueria, e igualmente en la Eneida, donde Eneas hace lo propio en la de Dido, a petición de la reina de Cartago– como en la amorosa en prosa –así lo hacen, por ejemplo, Clitofonte, en el Leucipa de Tacio, y Calasiris, primero a Cnemón y después a un receptor múltiple, en la Historia etiópica de Heliodoro–, que persiste en las derivaciones españolas del género anteriores al Persiles –Isea, en el Clareo y Florisea de Alonso Núñez de Reinoso, y Celio y Finea, en El peregrino en su patria de 89 Véase Zimic (1970: esp. pp. 54 y ss.); Forcione (1970a: 187-211, y 1972: 77-84); González Rovira (1996: 235-238); Lozano-Renieblas (1998: 143-161).

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Lope de Vega, hacen lo mismo–. Por otro lado, se relaciona con los numerosos relatos subordinados que salpican la trama del Persiles, en los que sus protagonistas, al entrecruzar sus vidas con las del grupo principal, cuentan su singladura o los episodios más significativos de ella, antes de proseguir su andadura o de integrase en él.90 Como señalara Antonio Prieto (1975: 193-216), en su Morfología de la novela, en el paso de la epopeya heroica a la amorosa en la literatura griega se produce un descenso apreciable en lo tocante a las cualidades del héroe, tanto porque comparte protagonismo con la heroína, quien en no pocas ocasiones se erige en la auténtica protagonista del relato, al punto de que el personaje masculino principal puede quedar reducido a ser un mero acompañante o su complemento necesario, cuanto porque se despoja casi por completo de su talante épico-heroico en beneficio exclusivamente del amoroso, perdiendo así la iniciativa personal, la voluntad de acción y la energía de imprimir a cada contexto su sello, su fuerza y su inteligencia, a favor de la pasividad y el dinamismo del azar. Lo cual redunda, como apreciara Mijail Bajtín (1989: 305), en que «los héroes de las diversas novelas griegas se parecen entre sí», a diferencia de los héroes de la epopeya y de los libros de caballerías que «están individualizados, y, son, a su vez, representativos». Cervantes, empero, quería recuperar para su protagonista, aun estando en perfecta equidad de prevalencia narrativa con la heroína, todo ese brillo y esplendor del héroe clásico, que aunara en su figura la valentía con la fidelidad amorosa, la sabiduría con la liberalidad, la cortesía con la discreción, la belleza con la gallardía, la temeridad con la generosidad, la rebeldía con la defensa de valores ético-cívicos, y para ello provoca que se convierta, no sin ambigüedad moral, en un «corsario justiciero», una suerte de don Quijote de los mares que enmienda entuertos, deshace agravios, protege doncellas, escombra navíos de piratas, roba lo robado y se erige en modelo de sus marineros. Mas no solo, puesto que, como advirtiera Alban K. Forcione, Periandro es también y por encima de todo un magnífico aedo, que, como Ulises, cuenta el cuento de sus viajes y padecimientos con una transparente conciencia estético-literaria, con un perfecto dominio de las artes poética y retórica; de modo que, si como relator de sus aventuras cuenta con la fiabilidad de su palabra, la única capaz de rememorarlas con la precisión de lo vivido, como poeta tiene la licencia de engalanarlas, estilizarlas, exagerarlas y aun inventarlas. Su relato, perfectamente trabado, se compone de un episodio inicial, el de las dobles bodas de los pescadores, el rapto de Auristela, Cloelia, Selviana y Leoncia y la conversión de los pescadores en piratas liderados por Periandro (II, x y xii); cinco aventuras o hazañas: el frustrado intento de suicidio de un marinero en alta mar (II, xiii), los encuentros marítimos con 90

Véase Pope (1974-1975) y Lozano-Renieblas (2002). Desde otro ángulo, también Egido (1994: 285-306).

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el rey Leopoldio de Danea (II, xiii) y con Sulpicia y su séquito de amazonas (II, xiv), el ataque y la écfrasis del pez náufrago (II, xv) y el sueño de la isla paradisíaca (II, xv); un episodio final, la llegada al mar glacial de la nave empujada por una vorágine o corriente de viento, su encallamiento en el mar helado, el encuentro con las huestes del rey Cratilo de Bituania, la agnición con Sulpicia y la domesticación del caballo salvaje del rey (II, xvi, xviii y xx); y un epílogo en que, tras su separación con los pescadores-marineros, Periandro naufraga en la isla Bárbara. Los temas fundamentales que lo vertebran y sobre los que se subordinan otros son la belleza divina de Auristela y su inmaculada castidad; el sentido de la justicia, la magnanimidad y la liberalidad de Periandro así como la demostración efectiva del absoluto dominio de sus pasiones. Como se puede colegir, el relato no se desarrolla de corrido, sino de forma fragmentaria o por entregas en varios impulsos narrativos acaecidos casi siempre a la caída de la tarde, ora en la estancia del palacio real asignada a Antonio el hijo, ora, tras la huida, en la isla de las ermitas; dos lugares que sirven para estructurar el relato externamente en dos partes y con los que guarda una estrecha vinculación temática. Desde una perspectiva interna el contenido se modula intencionadamente en torno asimismo a dos partes, delimitadas por un hiato temporal: los «dos meses» que menciona Periandro que estuvieron «por el mar sin que [los] sucediese cosa de consideración alguna», pese a que limpiaron el océano de hasta sesenta navíos de corsarios que esquilmaron como nuevos «Robin Hood», pues «no eran ladrones sino de ladrones, ni robaban sino lo robado» (II, xvi, 387), que separan el episodio inicial y las cinco aventuras del episodio y la coletilla finales. Las continuas suspensiones del relato obedecen a diversos factores, algunos atañidos a cuestiones de la narración principal, otros a detenciones del relator o a interrupciones del público presente, que fluctúa de un lugar a otro, para comentar lo contado. Ello es que a diferencia del amable, cortés y crédulo auditorio con el que han contado otros personajes narradores del Persiles, el que atiende a la historia de Periandro es notablemente más complejo, puesto que manifiesta una notable diversidad de actitudes receptivas, que responde a su horizonte de expectativas y que oscila desde la aquiescencia más entusiasta de las damas, sobre todo de la enamorada Sinforosa y de Transila, hasta la impaciencia del príncipe Arnaldo, quien, defraudado de no sacar nada en claro del origen de su amada Auristela, desea que Periandro acabe cuanto antes, y el rechazo incrédulo y racionalista tanto de Ladislao, al que le gustaría que aun estuviera entre ellos el maldiciente Clodio a fin de que pusiera en solfa los desmanes del orate, como, sobre todo, de Mauricio, representante de la crítica neoaristotélica –como lo es el Canónigo de Toledo en la primera parte del Quijote–, que no digiere con gusto que la variedad quebrante la unidad del discurso y que la verosimilitud no se adecue siempre a las leyes de la necesidad y la probabilidad. Empero, el comentario

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más agudo, como ha destacado Georges Güntert (2011: 40), en su análisis de las reacciones del receptor intradiegético del relato, lo constituye «el del italiano Rutilio», al ponderar los rodeos y eslabones con que Periandro engarza su peregrina historia, pues «siendo poeta, está dotado de la sensibilidad necesaria para experimentar emociones estéticas». A ellos se suma desde fuera de la diégesis el narrador externo, cuyos juicios desautorizan irónicamente la voz de Periandro en tanto en cuanto narrador de su propia historia, en una actitud de distancia que recuerda a la de Cide Hamete respecto del relato de don Quijote sobre su descenso a la Cueva de Montesinos. Se dramatiza, en fin, el enfrentamiento, en el seno de marco interlocutivo, del autor con su público en lo concerniente al hecho literario y a la verdad de la ficción, como asimismo acaece en el Quijote y en el entramado novelesco de El casamiento engañoso y El coloquio de los perros.91 De los episodios y aventuras, los que inciden sobre la historia de amor son el de la isla de los pescadores y la del sueño del Paraíso. El primero, como ya hemos mencionado, porque acontecen dos motivos frecuentes de la novela de tipo griego: el rapto de la heroína por piratas y, a consecuencia de ello, la separación de los amantes. Si bien, a estos dos, se le une un tercer aspecto: la belleza divina de Auristela. El segundo, porque la fantasía onírica de Periandro no hace más que ratificar otro aspecto caracterizador de la heroína: la castidad, a la par que funciona como una suerte de prolepsis narrativa del desenlace y una no menos audaz que delicada forma de declaración oblicua de amor delante de todo el auditorio, incluido el príncipe Arnaldo, que no solo no lo capta, antes bien anima a Periandro a que siga en derechura la narración de sus viajes «sin repetir sueños» (II, xv, 386) ni otro tipo de digresiones. Periandro exhorta a su público –y al lector– para que le contemple junto a su hermana Auristela y a Cloelia surcando los mares a bordo de un navío que más parece bajel corsario que barco de mercader. Fatigada Auristela de la navegación, al arribar cerca de la ribera de una isla, solicita permiso al capitán para solazarse en tierra firme. Durante el trayecto, el único marinero del navío que los acompaña y lleva les advierte del peligro que se cierne sobre ellos si no huyen, pues el capitán, seducido por la belleza de Auristela, «quería deshonrar a mi hermana y darme a mí la muerte» (II, x, 341). Una vez más, por consiguiente, la lascivia amenaza el amor de la pareja y es signo de cambios significativos en la trama. Pero ese destino inexorable, ese fatalismo, es el que les tiene reservado su portentosa belleza física, que va rindiendo voluntades por donde 91 Como ha estudiado satisfactoriamente A. K. Forcione en citado cap. VI de su libro Cervantes, Aristotle and the Persiles. Véase también J. González Rovira, La novela bizantina de la Edad de Oro, pp. 236-237; A. Rey y F. Sevilla, Introducción a su ed. del texto, pp. XXVIII-XXX; y, desde otra perspectiva, I. Lozano-Renieblas, Cervantes y el mundo del «Persiles», pp. 72-76.

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pasa, en especial la femenina como solio de la Belleza visible. Y precisamente de eso, de la belleza sobrehumana de la protagonista y de la tensión que se genera entre la belleza externa y la interna, la que es un deseo de hermosura frente a la que se percibe con los ojos del entendimiento, base del debate amoroso del neoplatonismo cristiano, es de lo que trata este episodio inicial. Nada más reunirse en la isla de Policarpo, hablando de hermosuras, Periandro le había advertido a una celosa Auristela que «con las cosas divinas… no se han de comparar las humanas; las hipérboles alabanzas, por más que lo sean, han de parar en puntos limitados. Decir que una mujer es más hermosa que un ángel es encarecimiento de cortesía, pero no de obligación» (II, ii, 288). No sabemos si Periandro emite este juicio negativo de considerar divina la belleza femenina como una crítica velada a esa tendencia en la novela helenística –y, por supuesto, del amor cortés y sus derivados que hacen de la dama la obra maestra de la creación–, en la que Cariclea es el ejemplo paradigmático, pero lo cierto es que, como fabulador de su propia historia, no duda en atribuir tal apelativo a la de Auristela, aunque más que él son los propios moradores de la isla los que así la califican cuando con ellos se topan: Levantose en pie mi hermana y, echándose sus hermosos cabellos a las espaldas, tomados por la frente con una cinta leonada o listón que le dio su ama, hizo de sí casi divina e improvisa muestra: que, como después supe, por tal la tuvieron todos los que en las barcas venían; los cuales, a voces, como dijo el marinero, que las entendía, decían: «¿Qué es esto? ¿Qué deidad es ésta que viene a visitarnos…?» (II, x, 341-342).

Esta reacción de los pescadores, todo hay que decirlo, está en cierto modo acorde con el interludio medio pastoril que supone el episodio de las bodas, cauce narrativo del Siglo de Oro en el que se inscriben estas tensiones y contrastes neoplatónicos, aunque no por ello deja de resultar similar a la de los bárbaros ante la belleza sin paragón de Periandro travestido. La aparición estelar de Auristela no solo detiene la inminente celebración de las nupcias dobles de una pareja de hermosos y otra de feos, sino que es tenida por los novios como una señal que envía la Providencia para enmendar el enredo sentimental en que están inmersos. Puesto que ambas parejas han sido obligadas a desposarse de esa manera, el bello con la bella y el malencarado con la malencarada, aun teniendo las inclinaciones trocadas, por decisión paterna. En efecto, gracias a la interrupción, uno de los novios, Carino, tiene la oportunidad de conversar con Periandro para explicarle que él no ama a su prometida, la hermosa Selviana, sino que adora a la fea Leoncia, aunque, en verdad, no le parece poco agraciada su elegida, sino todo lo contrario por cuanto, «a los ojos de mi alma, por las virtudes que en la de Leoncia descubro, ella es

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la más hermosa mujer del mundo» (II, x, 345), o sea, Carino ensalza, por encima de la belleza física, la espiritual; y lo mismo piensa que le ocurre a Solercio. Habiéndose certificado Auristela de que sienten lo idéntico Selviana y Leoncia, en el instante de la celebración del rito sacramental y ante todos los presentes, trueca las parejas a favor de sus gustos, sin que nadie, ni siquiera sus padres, ose ponerlo en entredicho; tanto más, todos lo confirman por creer «ser sobrenatural el entendimiento y belleza de mi hermana» (II, x, 347). No cabe duda de la íntima relación que se produce entre la narración medular y la materia interpolada, centrada en la cuestión de la belleza externa y de la interna, pues Auristela aúna en su persona las que se reparten entre Selviana y Leoncia. No obstante, la hermosura física de Auristela se tornará en disforme fealdad cuando, ya en Roma, opere en ella el hechizo de Julia, la esposa del judío Zabulón, momento en que Periandro, siguiendo el ejemplo de Carino, mantendrá intacto un sentimiento que, fundamentado en las muchas virtudes que atesora ella, se sustenta no más que con la belleza del alma cuando la física se ha deteriorado hasta la monstruosidad, porque la mira con los ojos del entendimiento. Como se sabe, fuera del Persiles, es esta una situación similar a la que acaece en la historia de Ricaredo e Isabela en La española inglesa. La vinculación entre los dos niveles narrativos, además, se registra en el contraste amoroso resultante entre el deseo lascivo del capitán corsario y el amor genuino tanto de las dos parejas de pescadores como de la protagonista, y así como el de estos últimos tiene por meta y paradero el matrimonio cristiano, el del primero, por el contrario, se detiene nomás que en el deleite que apetece la común naturaleza, y, como pasión desviada que es, engendra violencia y desorden. En efecto, en medio de la alegría y jovialidad por los desposorios, en medio de la celebraciones, irrumpen sorpresivamente los piratas, «los cuales, como hambrientos lobos,92 arremetieron al rebaño de las simples ovejas y se llevaron, si no en la boca, en los brazos, a mi hermana Auristela, a Cloelia, su ama, y a Selviana y Leoncia” (II, xii, 358). Es así como se produce el primer rapto de la heroína, que lleva aparejado la primera separación de los amantes. Ante la pasividad y el desconcierto de los pescadores por la afrenta del hurto y ante su incapacidad de actuación, Periandro asume el rol de héroe y se erige en el líder; en su discurso, les anima y exhorta a que muden la quietud de la redes por el desasosiego Aunque aquí sea solo metafórica o simbólica, Maurice Molho (1992: 26) observaba que «la mutación licantrópica produce lobos en el septentrión, y perros en tierra meridionales… El animal negativo es el lobo; el positivo, el perro. La negatividad del lobo es indisociable de su natural fiereza, propia de las partes septentrionales. La positividad del perro -que no es sino un lobo atenuado, casero- se marca por su fidelidad en servir al hombre, su lucidez canina, que tal vez procede en Cipión y Berganza de su humanidad oculta. ¿No proclama el Coloquio que el perro es más hombre que el hombre y que, en todo caso, no hay más lobo que el hombre?». 92

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de la guerra, con el objetivo de ir tras los corsarios y recuperar a sus amadas, pues «la baja fortuna jamás se enmendó con la ociosidad ni con la pereza; en los ánimos encogidos nunca tuvo lugar la buena dicha; nosotros mismos nos fabricamos nuestra ventura, y no hay alma que sea capaz de levantarse a su asiento» (II, xii, 360). Y así, convencidos por sus excelentes dotes oratorias es como Periandro y los pescadores se convierten en piratas, pero «no codiciosos, como lo son los demás, sino justicieros, como los seremos nosotros» (II, xii, 361); esto es: como caballeros andantes de los mares que por voluntad propia, abandonan la familia y el hogar y parten en busca de aventuras que acrecienten su fama y honra, con el buen propósito de enmendar entuertos y deshacer agravios, teniendo como referente los sufridos por sus amadas. Se puede decir, pues, que Periandro realiza, lleva a la práctica, el ideal de don Quijote, al convertirse en un moderno y nuevo Amadís, del mismo modo que Auristela es la encarnación de Dulcinea en aleación con Oriana; pero lo hace en un mundo que está cortado a su medida, en el que «no existe divergencias entre ellos» (Bajtín, 1989: 305), al revés de lo que le sucede al hidalgo manchego, que choca irremisiblemente con la circunstancial realidad prosaica de La Mancha. Es así como Cervantes, en todo caso, aproxima la peripecia de la épica amorosa a la aventura y las hazañas de la épica heroica y de los libros de caballerías, y lo hace dentro o, si se prefiere, sin salirse de los márgenes de la novela de tipo griego; es así como dota a su héroe de una dignificación y glorificación épicas que les es por completo ajena a sus epígonos clásicos y españoles.93 El parlamento que pronuncia Periandro a los pescadores es, por otra parte una muestra de reescritura interna, que no hace sino evidenciar un tema caro a Cervantes: cada uno fabrica su propia suerte. Un tema presente, como mínimo, desde La tragedia de Numancia, en que Leoncio, ante los infaustos augurios, afirmaba a su amigo Morandro aquello de que «al que es buen soldado / agüeros no le dan pena; / que pone la suerte buena / en el ánimo esforzado, / y esas vanas apariencias / nunca le turban el tino: / su brazo es su estrella y signo; / su valor, sus influencias» (vv. 915-922). Por fin, conviene dejar constancia de que la vida de corsario de Periandro, aunque él no represente a bandera alguna, le empareja con otros heroicos militares cervantinos, como el desafortunado Rui Pérez de Viedma en la primera parte del Quijote, el triunfal don Fernando de Sayavedra en El gallardo español y, muy especialmente, con el periplo de Ricaredo como soldado de Isabel I en La española inglesa, dado que en ambos casos la dignificación heroica les llega mientras se hallan separados forzosamente de sus amadas –Periandro por el rapto de los piratas, Ricaredo a petición insoslayable de su 93 Es por esto, entre otras razones, por lo que se ha podido decir que el Persiles es «una novela bizantina de ambiente contemporáneo y un libro de caballerías actualizado» (Riley, 1989: 94).

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reina–, quizá porque cuando están en su compañía, conforme a la idiosincrasia genérica que les es inherente, se dedican con exclusividad al amor; los dos, además, dejan el sello de su valentía y de su magnanimidad en el Atlántico norte, a diferencia de los otros dos militares citados, que guerrean en el Mediterráneo. Después del intento de suicidio fallido de uno de los marineros y de los encuentros marinos de Periandro y sus justicieros corsarios con el rey Leopoldio, al que ilumina a propósito del respeto a las inclinaciones amorosas, y de la amazona Sulpicia, a la que tratan con magnánima deferencia, liberalidad y cortesía, y justo a continuación de ser atacados por el pez náufrago, Periandro relata una aventura de rancio abolengo literario: la llegada a una isla paradisíaca, enfrente de cuyas riberas, tras tantas fatigas, se entregan, aun en el navío, blanda y suavemente al sueño.94 Periandro, en su narración, pone de manifiesto sus extraordinarias dotes de fabulador, no tanto, que también, por la altisonante descripción del paisaje edénico que se abre a su paso y de la procesión de figuras alegóricas que presencian, cuanto por la pericia narrativa con que manipula lo contado, pues no revela hasta el final que se trata, no de una experiencia vivencial real narrada sin solución de continuidad desde el reposo, sino de una visión onírica en la nave, que tantas reacciones y controversias suscita en su auditorio. Que no sea más que un sueño significa, según Isabel Lozano-Renieblas (1998: 156), que «Cervantes rinde un homenaje pero, al mismo tiempo, se ríe de los relatos fabulosos en busca de lo inencontrable. Sitúa la isla no en la luna o en una geografía pseudofantástica, como las novelas renacentistas, sino en la fantasía de Periandro», del mismo modo que la cueva de Montesinos solo está en el interior de la mente de don Quijote.95 Dado que los sueños son un recurso narrativo importante en las novelas griegas, especialmente utilizado con carácter profético o premonitorio,96 donde se indica a los héroes el destino que les espera, el de Periandro, en ese mismo camino, se reviste de anticipación narrativa 94 Véase Forcione (1970a: 212-245); Severa Baño (1990); De Armas Wilson (1991: 67 y ss.); Lozano-Renieblas (1998: 152 y ss.). 95 Pues como acertadamente ha indicado E. C. Riley (2001: 105), «Cervantes desplazó el mito y lo devolvió a su origen: la mente y la psique humanas». Véase también Ruffinatto (2014: 104-116). 96 Sobre las distintas clases de sueños y su función véase de forma sumaria A. Egido (1994: 137-178, esp. pp. 149-152). Cervantes alude en dos ocasiones en su obra a la naturaleza de los sueños y sus causas, en perfecta sintonía con las ideas de su tiempo. La primera de ellas en el inicio del capítulo VI del Viaje del Parnaso, donde dice: «De una de tres causas los ensueños / se causan o los sueños, que este nombre / les dan los que del bien hablar son dueños. / Primera, de las cosas que el hombre / trata más de ordinario; la segunda / quiere la medicina que se nombre / del humor que en nosotros más abunda; / toca en revelaciones la tercera, / que en nuestro bien más que las dos redunda» (VI, vv. 1-9). La segunda es en el mismo Persiles, donde el astrólogo judiciario Mauricio aduce lo siguiente: «las causas de donde suelen proceder los sueños, que, cuando no son revelaciones divinas o ilusiones del demonio, proceden o de los muchos manjares, que suben vapores al cerebro, con que turban el sentido común, o ya de aquello que el hombre trata más al día» (I, xviii, 249).

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del desenlace, pues le es revelado que arribarán felizmente a la alma ciudad de Roma, al mismo tiempo que se reitera la cualidad que los define esencialmente: la fidelidad amorosa, la castidad, que es lo que con más ahínco se les pone a prueba y de la que siempre salen victoriosos, gracias a su fortaleza y su constancia. Normal, pues, que la figura alegórica de la Sensualidad le recrimine a Periandro «el ser mi enemigo» (II, xv, 384) y que la de la Castidad adopte como forma la «figura de tu querida hermana Auristela» (II, xv, 385). Huelga decir que la narración del sueño de Periandro acontece en el palacio de Policarpo, o sea, la corte de amor del Persiles, en donde la integridad de los dos héroes es escrutada de continuo, y acaece a continuación de la formidable exhibición de Sulpicia a propósito de la entereza. Pero sobre todo, se cuenta después de que los dos amantes hayan limado sus asperezas sentimentales y, de nuevo, en plena armonía, se hayan reconfirmado en el cumplimiento de su voto, por lo que puede ser entendida como una declaración de amor en que Periandro le ratifica a Auristela su fidelidad e incondicionalidad. La visión onírica de Periandro se vincula directamente, al menos, con la de Lisandro en La Galatea, no solo porque los dos son los encargados de narrarlos, sino también porque en ambos casos el sueño tiene una función premonitoria, aunque de diferente signo, pues en el caso de Periandro, como acabamos de decir, la fantasía le pronostica un final feliz, mientras que en el de Lisandro, como él mismo se lamenta por no haberle interpretado en su momento, se le vaticina su tragedia en calve alegórica. No obstante, el sueño de Periandro adquiere una sobredimensión de teoría literaria que está ausente en el de Lisandro. Desde esta perspectiva, se relaciona tanto con el del alférez Campuzano como con el de don Quijote en la cueva de Montesinos,97 si bien, en el caso del primero no es más que una de varias hipótesis98 que se manejan y en el del segundo parece haber una clara disidencia entre los hechos y lo que piensa el caballero. Y es que, a diferencia de Periandro, Campuzano y don Quijote se afanan por demostrar a sus interlocutores que sus fantasías no son sino sucesos tan reales cuanto verdaderos. Pero, sea como fuere, en los tres casos se narran acontecimientos de naturaleza fantástica, para un auditorio más o menos especializado que los enjuicia críticamente y se cuestiona su veracidad. Las visiones de ensueño de Periandro y don Quijote se asemejan, por lo demás, en lo paradisíaco y en que cada cual proyecta la imagen que de su amada tienen grabada en su fantasía, pero mientras que el mundo de 97 Forcione (1970a: 217 y ss.) y Ruffinatto (2014: 104-116) han estudiado la íntima relación que hay entre el sueño de Periandro y el de don Quijote. 98 Sobre la posibilidad de que El coloquio de los perros no sea más que un sueño de Campuzano –puede ser también una fantasía imaginativa consciente: una novela, y un suceso real vuelto literatura–, y aun borgianamente, un sueño de los propios perros, véase Riley (2001: 239-255 y 255-276).

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Periandro no solo se mantiene firme, sino que sale reforzado, el de don Quijote refleja el comienzo del desmoronamiento de su ideal. Se puede decir, por otro lado, que se da una relación dos a dos entre las cuatro fantasías oníricas en torno al hecho de que las de Lisandro y Periandro versan sobre el futuro más o menos inmediato de los soñadores y las de Campuzano y don Quijote, en cambio, proyectan y reflejan su imagen presente y su estado de ánimo actual por hechos pasados. Hay otra visión onírica en la obra de Cervantes que se puede relacionar con el sueño de Periandro, y aun con los probables de Campuzano y don Quijote: nos referimos al sueño de Cervantes enmarcado dentro de la fantasía-viaje alegórico-sátira poética que es el Viaje del Parnaso.99 Se parecen, efectivamente, en que las dos quimeras sitas en las imaginaciones de Periandro y Cervantes se pueblan de figuras alegórico-simbólicas: la Sensualidad y la Castidad, a la que escoltan la Continencia y la Pudicicia, aparecen en el del primero; en el del segundo, una descomunal Vanagloria, inflamada e inflada por las palabras que al oído le vierten la Adulación y la Mentira.100 Pero también en su súbito modo de despertar, pues cuando Periandro quería «decir:…, fue tanto el ahínco que puse en decir esto, que rompí el sueño y la visión hermosa desapareció» (II, xv, 385), mientras que Cervantes, «esto escuché y, en escuchando aquesto, / dio un estampido tal la gloria vana / que dio a mi sueño fin dulce y molesto» (Viaje del Parnaso, VI, vv. 232-234). Al mismo tiempo que Periandro relata y poetiza sus distintas hazañas como capitán corsario, Cenotia maquina todo tipo de artimañas con el fin de impedir la partida de la isla del personaje colectivo principal. Continuando la labor emprendida por el malogrado Clodio con Arnaldo, lo primero que lleva a cabo la hechicera granadina es bajar de las nubes de su presunción a Policarpo y mostrarle con toda crudeza la realidad de su ardiente pasión, pues «las verdades que uno conoce de sí mismo no nos pueden engañar» (II, xi, 355). Y es que la morisca le hace comprender al rey que dejar marchar a Auristela comportará su pérdida, tanto más pudiendo escoger entre un joven como Arnaldo y un viejo como él, amén de que Periandro «podría ser no fuese su hermano» (II, xi, 355). No obstante la reprimenda, Policarpo no despertará del sueño del deseo que tiene enajenado su entendimiento, antes bien mudará su optimista confianza por la cólera de los celos; y del mismo modo que su fantasía le llevó a pintar en su imaginación el día de su boda con Auristela, por culpa, ahora, de «la rabia de la endemoniada enfermedad de los celos» (II, xi, 356), vislumbra a su amada, ya en brazos de Arnaldo, ya en los de Periandro. Sumido, pues, en una vorágine de insensatos celos, Policarpo 99 Véase, de entre los estudios de que ha sido objeto el Viaje del Parnaso, Rivers (1973: 135 y ss., 1993 y 1995); Canavaggio (2000: 73-83); Gracia (1990); Lokos (1991); Riley (1994); Márquez Villanueva (1995: 191240, y 2005: 99-125); Rey Hazas y Sevilla Arroyo (1997); Campana (1999); Gutiérrez (2001). 100 Sobre el significado que esconde el sueño cervantino con la Vanagloria, cfr. Gracia (1989) y Close (1993).

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se convertirá en un juguete en manos de Cenotia, como, mucho antes que él, lo fue Crisalvo en las de Carino, en el episodio de Lisandro y Leonida de La Galatea. Ahora bien, aun «viendo la Cenotia cuán sazonado le tenía, y cuán pronto para ejecutar todo aquello que más le quisiese aconsejar», (II, xi, 356), Policarpo, a diferencia del fratricida de La Galatea, muestra cierta dignidad, al menos en lo tocante al gobierno de su reino, pues, aunque solo sea por el temor que siente de disgustar y enemistarse con el príncipe Arnaldo, desestima el aviso de la hechicera morisca, a pesar de su perseverancia y coacción, de ajusticiar al joven Antonio por la muerte de Clodio. Con todo, Policarpo obra en función de sus propios intereses amorosos y no por dar un ejemplo de magnanimidad a su pueblo. No es casual, por consiguiente, el contraste que se genera entre su quehacer y el liberal y cortés de Periandro con el rey Leopoldio y con Sulpicia; como tampoco lo es, en un juego de contrarios típicamente barroco, que la llegada de nuestro héroe al helado mar Glacial coincida con el fuego abrasador que consume al inseguro aciano rey Policarpo, que le conduce a la necedad y temeridad de incendiar su propio palacio, con el objeto de retener, merced al sobresalto, a Auristela consigo y a Antonio el hijo para Cenotia. Quizá el plan se hubiera ajustado a su imaginación si su hija Policarpa, la única que no ha caído en la red de los arrebatos eróticos de palacio y, por lo tanto, la única que no ha perdido el juicio, «conmovida de lástima cristiana» (II, xvii, 392), no hubiera dado «noticia a Arnaldo y Policarpo de los disinios de su traidor y enamorado padre» (II, xvii, 392).101 No es Policarpa el primer personaje que se convierte en benefactor de los amantes escandinavos, como lo evidencia el marinero que los puso en conocimiento de las intenciones del capitán corsario con el que arribaron a la isla de los pescadores. Más ambigua es la ayuda que presta la amiga de doña Estefanía de Caicedo al alférez Campuzano, al contarle la verdad de las mentiras de su mujer, aunque no por ello deja de haber un poso común entre las tres actuaciones en tanto en cuanto traicionan, a favor de terceros, a personajes con los que están ligados, ya sea filialmente, como Policarpa con su padre, sentimentalmente, como la amiga innominada de doña Estefanía con esta, o profesionalmente, como el marinero con el capitán, y lo hacen siempre en pro de una causa justa –aunque la de la amiga de la mujer del alférez resulte un tanto resbaladiza o, como dice Edwin Williamson (1991: 189), «los hechos mismos se 101

El aviso de Policarpa, que precipita la huida de la isla de la comitiva de personajes que encabezan Periandro y Auristela, se corresponde con el de Tirreno, en la Historia etiópica de Heliodoro, que advierte a Calasiris, Teágenes y Cariclea del peligro que se cierne sobre ellos, habida cuenta las pretensiones que alberga el corsario Traquino, y les conmina a abandonar a la mayor celeridad y lo más discretamente posible la isla de Zacinto, en la que estaban morando a la espera de que se reanudase el periodo de navegación (cfr. Heliodoro, Amores de Teágenes y Cariclea, trad. de F. de Mena, V, 199-204).

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disuelven en las corrientes traicioneras de una realidad fluida y contradictoria»–. Más adelante, volverán a contar Periandro y Auristela con la inestimable colaboración de la morisca cristiana Rafala para evitar que su padre, aprovechando la razia turco-berberisca sobre el pueblo valenciano en el que se hallan, los haga sus esclavos cautivos. Es así que todo el plan diseñado por Cenotia y Policarpo se diluye y deviene en contra suya, pues, además de la traición de Policarpa y gracias a ella, su intento de raptar102 a Auristela y a Antonio el hijo mientras los demás eran conducidos directamente a un navío que no se detendría hasta llegar a «Inglaterra, o hasta otra parte más lejos de aquella isla» (II, xvii, 393), se trastoca y acaba precisamente por ser el vehículo que directamente posibilita la huida a los hermanos amantes y sus compañeros. Empero, Policarpo, ante la desesperación de ver cómo se desvanecen sus ilusiones, no se conforma solo con haber incendiado su palacio, sino que ordena a los soldados de su fortificación defensiva y a los de sus barcos que descarguen toda su artillería sobre el navío, provocando el pánico de sus súbditos, «que no sabían qué enemigos los asaltaban o qué intempestivos acontecimientos les asaltaban» (II, xvii, 393); todo ello en vano, por cuanto no podrá impedir la inevitable fuga. Una evasión que, aunque «amanecía en esto el alba», le sume en «la noche de la mayor tristeza que pudiera imaginarse» (II, xvii, 394) y que acarrea el lamentable planto de la triste Sinforosa, quien, luego de ser informada de su hermana de «huida de sus huéspedes», deviene «otra engañada y nueva Dido» (II, xvii, 394), que con el viento de sus amargos suspiros coadyuva a que su amado Periandro se aleje más deprisa de tan ingenuo como genuino amor.103 No es la desdichada princesa el primer personaje femenino de Cervantes que no obtiene su recompensa aun siendo un buen amador, pues, antes que ella, compuesta y sin novio se quedó Teolinda, quien tuvo que padecer los más crueles rigores del amor al ver 102

Recordemos que el rapto amoroso es uno de los recursos de los que, con cierta frecuencia, se sirven los amantes cervantinos, ya sea para su bien o para su mal, como lo demuestran, por ejemplo, Aurelio en El trato de Argel y Artandro en La Galatea. De hecho, don Quijote aprueba el hurto de la amada como solución, en la fábula caballeresca que pergeña para Sancho tras la aventura de los batanes y la toma del yelmo de Mambrino: «Vuelve [el caballero] a la corte, ve a su señora por donde suele, conciértase que la pida a su padre por mujer en pago de sus servicios. No se la quiere dar el padre porque no sabe quién es; pero, con todo esto, o robada, o de cualquier otra suerte que sea, la infanta viene a ser su esposa» (Don Quijote, I, xxi, 253). 103 Recuérdese que la instantánea de Dido ante la fuga de Eneas la contemplan don Quijote y Sancho estampada en un tosco tapiz en la venta en la que se defenderán con uñas y dientes de los impostores de Avellaneda ante don Álvaro de Tarfe: «estaba la historia de Dido y de Eneas, ella sobre una alta torre, como que hacía señas con una media sábana al fugitivo huésped, que por el mar, sobre una fragata o bergantín, se iba huyendo… La hermosa Dido mostraba verter lágrimas del tamaño de nueces por los ojos». Lo que le sirve de escusa a Sancho para, anticipando el futuro, decir que «yo apostaré… que antes de mucho tiempo no ha de haber bodegón, venta ni mesón, o tienda de barbero, donde no ande pintada la historia de nuestras hazañas» (Don Quijote, II, lxxi, 1309-1310).

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como su propia hermana, tras un avieso engaño, se convertía en la esposa de su amado Artidoro. Se cierra así la especial relación de reescritura que mantienen la historia de La Galatea con los amores de Sinforosa por Periandro. No obstante, hay otros amadores cervantinos que asimismo ven frustradas sus esperanzas amorosas a favor de otro, como Mireno y Darinto, en La Galatea, y Lauso y Corinto, en La Casa de los Celos, o que simplemente son desdeñados, como Galercio y Lenio, en La Galatea, Grisóstomo, en el Quijote de 1605, y don Antonio, en La entretenida, o que se tienen que conformar con aceptar a un tercero, como Silerio, igualmente en La Galatea, y Manfredo y Anastasio. en El laberinto de amor. Las causas son de muy diferente signo, pero por lo que respecta a Sinforosa, no solo responde a una necesidad argumental obvia por no ser más que uno de los pretendientes que jalonan el peregrinaje amoroso de Periandro y Auristela, sino también y sobre todo a causa de su silencio, de no comunicar directamente sus sentimientos con su amado, pues, como asegura el narrador digresivo e ideológico del Persiles, «las alabanzas que se dan a la persona amada halas de decir el amante como propias y no como que se dicen de persona ajena. No ha de enamorar el amante con las gracias de otro: suyas han de ser las que mostrare» (III, i, 430). Otro cantar muy distinto es el de su padre, el rey Policarpo. Isabel Lozano-Renieblas (1998: 144) comenta que por su inicial rectitud ejemplar Policarpo le recuerda al emperador de Constantinopla del Tirant lo Blanch. Si bien, dado su vertiginoso descenso moral, nos parece que guarda más concomitancias con el rey Lisuarte del Amadís de Gaula, aunque sus espectaculares caídas se deban a causas y motivaciones harto diferentes, y puede que la desintegración moral de Policarpo sea más comprensible y esté más justificada que la de Lisuarte como consecuencia de la intromisión del amor. Sea como fuere, lo cierto es que son dos reyes que se ganan sobradamente su descrédito, al punto de desencantar a sus súbditos, que acaban por rebelarse, aunque en el caso del Amadís, Montalvo, finalmente, acabe por reinstaurar la dignidad del padre de Oriana, lo que no efectúa Cervantes, que deja el camino libre para que le depongan de su cargo electo de soberano y pague así sus desmanes. Policarpo es, por consiguiente, una víctima más del poder corrompedor de ese viento pasional que arrebata los corazones de los personajes del Persiles cuando no se reviste más que de lascivia y no se templa con la razón; es quizá el caso más sorprendente porque él parte de una posición de suma gravedad tanto cívica como ética. Son varios los errores que comete y que peldaño a peldaño le hacen descender la escalera que le rebaja a su denigración: así, enamorarse de una joven en la vejez; dejarse arrastrar por una pasión que disfraza de honorabilidad, cuando en realidad no es más que un deseo concupiscente, aprovechándose de una institución de orden social y moral como el matrimonio, y no solo desentenderse de sus labores regias de gobierno, sino servirse de su posición de mando

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para sus fines personales, turbando el sosiego y la paz de sus conciudadanos. Con todo y con eso, su falta más grave no es sino la de intentar forzar la libertad de su amada al querer retenerla en contra de su voluntad. Y es que, como han apuntado Rey Hazas y Sevilla Arroyo (1999: XLVII), en el Persiles «los casos de amor desordenado contienden no solo con la moral dominante, sino también con la libertad, a la manera habitual de Cervantes»; de modo que los amantes que la respetan, independientemente del tipo de amor de que se trate, no son punidos ni escarmentados; en cambio, son duramente sancionados los que no la respetan. Policarpo se suma, pues, a la cohorte de personajes cervantinos que no más que miran al cumplimiento de sus propósitos eróticos, sin tener en consideración el pensamiento del objeto de su deseo; de los que cabe destacar, en función de las múltiples analogías que se pueden establecer entre ellos, a pesar de que los móviles son distintos, a Carrizales, pues prácticamente los errores que cometen son los mismos, y al cadí de Nicosia de El amante liberal, si bien Policarpo no está menos ridiculizado. Dentro del orbe del Persiles, cabe destacar al rey Leopoldio de Danea, en razón de que son dos reyes viudos que sufren pasiones seniles que ponen en peligro la estabilidad de sus reinos; pero difieren en que Leopoldio, finalmente y gracias al sabio consejo del prudente Periandro, acaba rectificando. Como pretendiente de Auristela, aparte de Periandro, es la antítesis de Arnaldo, cuyo amor nunca sobrepasa los límites que le impone nuestra heroína. La huida de Periandro y Auristela cierra su estancia en la isla del rey Policarpo, «hecha de simpatía y de hostilidad» (Andrés, 1990: 118), en perfecta sintonía con el viraje moral que experimenta su máximo representante, y, por consiguiente, no dista mucho de la de don Quijote y Sancho en el castillo de los duques, dado que se reviste de lo mismo. A estas cortes arriban los protagonistas del Persiles y del Ingenioso caballero para sufrir todo tipo de improperios y mezquinas e hipócritas envidias; tras un cálido y amistoso recibimiento, unos y otros se convierten en el centro donde van a parar todas las maquinaciones de sus moradores, amorosas las del palacio, burlescas las del castillo, saliendo, a la postre, más o menos bien parados de todas y, en cierto modo, dando su merecido a sus anfitriones, incluso tanto Periandro como don Quijote remedan, en su marcha, al fugitivo Eneas, o al menos de eso les acusan Sinforosa y Altisidora, respectivamente. Ahora bien, mientras que Periandro y Auristela, aunque atosigados, dominan siempre la situación, don Quijote y Sancho son juguetes en manos de los duques, en parte porque estos ya desde el principio albergaban torcidas, inicuas y secretas intenciones, que no paran sino en la destrucción total del caballero y su escudero, que distan mucho del buen proceder inicial de Policarpo para con sus huéspedes. La estampida de Periandro, Auristela y sus compañeros de viaje comporta la apertura de nuevos horizontes argumentales en el Persiles. Por lo pronto, tras el estatismo

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espacial, devuelve la narración a la inestabilidad del mar. Si bien, este típico cambio de orientación que acarrean los excesos, desmanes y atropellos de la lascivia no se culminará del todo hasta que la comitiva protagonista se divida en dos secciones, tras su fugaz paso por la última isla fantástica de la geografía septentrional de la novela, con su conveniente y correspondiente episodio intercalado, el de Renato y Eusebia, el único del libro II; la cual isla, en premeditado contraste con la del rey Policarpo y con la isla Bárbara, representa, en parte, «la utopía del retiro y de la negación del cuerpo» (Baena, 1988: 135), y, en parte, constituye un peculiar menosprecio de corte y alabanza de aldea. El contrapuesto camino que emprenderán los dos grupos resultantes, unos hacia Dinamarca, otros rumbo a los reinos de la Monarquía Hispánica, traerá consigo la separación de Arnaldo de Periandro y Auristela, o, lo que es lo mismo, que los dos amantes viajen desembarazados de pretendientes y rivales amorosos, de modo que puedan conocer de primera mano y sin importunaciones la Europa católica y civilizada del sur.

el libro iii del PersiLes El libro III del Persiles supone, como se sabe, una variación fundamental con respecto a los dos primeros, merced al cambio de ubicación espacio-temporal en el que se desenvuelve el peregrinar amoroso de Periandro y Auristela: el mundo entre real y semilegendario, fantástico o mítico del Septentrión europeo cede su lugar a la topografía familiar del espacio conocido del Mediodía. Portugal, España, Francia e Italia toman el relevo, por lo tanto, a la dispersa geografía insular, de suerte que el viaje terrestre sustituye y reemplaza al marino. El cambio espacial comporta un viraje estructural espectacular, así como de tono literario o de tendencia novelesca, pues como indicaba Edward C. Riley (1997: 57), «la parte septentrional y ahistórica corresponde al género romance y otros, más o menos poéticos, afines», mientras que «la parte meridional corresponde, en términos generales, a la novela contemporánea». Por consiguiente, Cervantes, como queda dicho, combina en el Persiles y Sigismunda el cronotopo de tipo griego (libros I-II) con el del camino (libros III-IV); es decir: la herencia clásica, proveniente de la épica de viajes y aventuras –la Odisea de Homero y los libros I-VI de la Eneida de Virgilio– y de la novela griega –principalmente del Leucipa y Clitofonte de Aquiles Tacio y de la Historia etiópica de Heliodoro, que fueron con seguridad los textos que pudo conocer de los cinco conservados–, entreverada con narraciones de viajes fantásticos, tratados geográficos, libros de viajes, mapas y otros relatos sobre el Septentrión –desde los Relatos verídicos de Luciano de Samosata hasta la Historia de

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gentibus septentrionalibus de Olao Magno, pasando, entre otros, por Virgilio, Estrabón, Diógenes Laercio, Pomponio Mela, Nicolás Zeno, Abraham Ortelio o Antonio de Torquemada–, por un lado, y, por el otro, la españolización del género que habían realizado Jerónimo de Contreras en su Selva de aventuras y, muy especialmente, Lope de Vega en El peregrino en su patria, la novela de camino a la manera tanto de El asno de oro de Apuleyo como de la novela picaresca española104, más la propia experiencia cervantina del Quijote y las Novelas ejemplares. Pero así y todo, conviene dejar claro que la Historia etiópica de Heliodoro, en su tiempo presente, es un viaje terrestre: el que enlaza el delta del Nilo con Méroe, la capital etíope; de modo que su presencia en la parte meridional del Persiles es tan efectiva como incuestionable. Por otro lado, la mixtura de distintos espacios vinculados a diversos géneros en un todo armónico y coherente Cervantes lo emula de la Odisea de Homero, en donde se aglutinan consecutivamente el orbe mítico-legendario de la prestigiosa épica heroica, el fantástico de la tradición popular y los cuentos maravillosos y el costumbrismo de Ítaca, y que constituye, en último término, el primer modelo del género al que se afilia su novela póstuma, su más remoto predecesor. Habida cuenta de que «es imposible deslindar al tiempo y el espacio del discurso que los refiere» (Deffis de Calvo, 1999: 122), la aventura cede ahora su puesto al encuentro; al mismo tiempo, como «la construcción del espacio ficcional tiene mayor dependencia del entorno real, debido a que las leyes de la verosimilitud son más severas y estrictas en el ámbito de lo conocido, desaparece el exotismo que proporciona lo desconocido para dar paso al tipismo» Lozano-Renieblas, 1998: 171). De hecho, Periandro, Auristela y la familia del español Antonio, nada más pisar suelo firme en la ciudad de Lisboa, optan, imitando el gesto de Calasiris y Cariclea en la novela de Heliodoro de disfrazarse de mendigos, por desechar sus exóticas vestimentas, para ponerse, en aras de pasar desapercibidos, el hábito de romero. Es discreto apuntar, con todo, que camuflarse con el hábito de peregrino con el propósito de viajar más seguro se repite con cierta frecuencia en la producción literaria de Cervantes: disfrazadas de peregrinas abandonan su casa napolitana Nísida y Blanca en La Galatea, para salir la búsqueda de sus amados; con hábitos de peregrina arriba al mesón del Sevillano la innominada madre de Constanza en La ilustre fregona, con el fin de ocultar su embarazo; de romeros y en peregrinación a Santiago abandonan Barcelona Teolinda, Marco Antonio, Leocadia y don Rafael en Las dos doncellas; con el atuendo 104 No en vano J. B. Avalle-Arce (1973b: 30-33) sostenía que la novela de tipo griego de Lope era, en cierto modo, una contrarréplica literaria a la novela picaresca, que a la sazón se encontraba en su punto culminante de difusión al socaire de la extraordinaria acogida de El Guzmán de Alfarache (1599, 1604), singularmente de su primera parte. Véase, también, Rey Hazas (1982: 103).

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peregrino ocultan su identidad Dagoberto y Rosamira en El laberinto de amor, y así poder asistir, sin ser reconocidos, al juicio de Dios en el que se dirime el honor de ella; la misma indumentaria con que arriban, a la casa madrileña de Marcela Almendárez, los impostores Cardenio y Torrente en La entretenida, con la ficticia intención, además, de ir en romería hasta Roma; con hábito de falso peregrino camina Ricote junto con otro cinco disfrazados de lo mismo cuando se topa con Sancho, a la salida de Barataria, en el Ingenioso caballero, pues «seguro estoy –le dice el morisco al exgobernador– que en este traje no habrá nadie que me conozca» (Don Quijote, II, liv, 1168). Este y no otro, una estratagema para no llamar la atención y pasar inadvertidos, es, pues, el motivo principal por el que Periandro, Auristela y sus acompañantes se visten de romeros; el cual, además, no les viene sino pintiparado para el cumplimiento de su voto: «fue parecer de Periandro que mudasen los trajes bárbaros en los de peregrino, porque la novedad de los que traían era la causa principal de ser tan seguidos (que ya parecían perseguidos) del vulgo; además que, para el viaje que ellos llevaban de Roma, ninguno le venía más a cuento» (III, i, 435-436). Ni que decir se tiene que sus expectativas se verán continuamente frustradas, como podrán comprobar al llegar a Badajoz. Si la decisión de mudar el vestido le corresponde en suerte a Periandro, Auristela decide «ir a pie», transitar desde Lisboa «hasta Roma desde la parte do llegase tierra firme» (III, ii, 440). La ruta que seguirán, frente al brumoso viaje oceánico de norte a sur desde el Polo Ártico y el mar de Noruega hasta Lisboa, imposible de dibujar con precisión y certidumbre en el mapa conforme a que muchos de los lugares mencionados carecen de referente real, se conformará con las recomendadas en los libros de viajes por la Península Ibérica y con la «via francigena» o el eje de la peregrinatio maior por Francia e Italia hasta llegar a la ciudad santa.105 Así, las islas atlánticas cederán su puesto a partir de ahora a los campos y ciudades que jalonan el trayecto, a las casas particulares y ventas o mesones en donde hacer un alto en el camino y a algún que otro centro de devoción cristiana. Como sucederá con la resolución de Periandro, la de Auristela solo se cumplirá a medias, puesto que, si bien es verdad que ya no se embarcarán nunca más, el viaje a pie lo reemplazarán por otro más cómodo a caballo tras unir su destino, ya en Francia, al de las damas francesas, Deleasir, Belarminia y Félix Flora, y, por supuesto, en ningún momento se verán en la tesitura de tener que «mendigar de puerta en puerta» (III, ii, 440). Que el camino por tierra sustituya al viaje por mar comporta, naturalmente, que las aventuras que le son anexas a este se vean suplantadas por las inherentes a aquel, 105 Cfr. Scaramuzza Vidoni (1998: 148-152) y Lozano-Renieblas (1998: 115-116). Nerlich (2005: 161) piensa que el itinerario que describe «el hermoso escuadrón de peregrinos» es sobre todo histórico, en tanto en cuanto se ajusta al de la España antigua y visigoda.

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comenzando por el encuentro con todo tipo de personajes, en la mayor parte de las ocasiones, portador cada uno de ellos de su propia historia. No en balde, el libro III del Persiles ha sido denominado como una especie de «Decamerón itinerante» (Babelon, 1947: 117), en el que la historia medular cede en buena medida su principalidad a los episodios intercalados. El libro III aporta aun otra nueva dimensión al Persiles, en la que se entrelazan el arte y la vida, por obra del cuadro que manda pintar Periandro, en el cual se registran la mayor parte de las aventuras septentrionales –a decir verdad, únicamente quedan fuera del lienzo las de Auristela luego de su rapto en las playas danesas y por eso se verá en la tesitura de tener que narrarlas en la patria chica del español Antonio–. De este modo, el acontecer de los dos primeros libros queda gráficamente compendiado en el cuadro y se incorpora como material de acarreo en los sucesivos, de una forma parecida a como el Ingenioso hidalgo entra a formar parte de la trama del Ingenioso caballero. Uno y otro hecho, aparte otras rentabilidades y posibilidades poéticas, no hacen sino cimentar la fama de los amantes peregrinos tanto como los del caballero y su escudero, los cuales, al saberse vistos y leídos, respectivamente, «adquieren una dimensión doble, de vida y arte, de presente y pasado» (Rey Hazas y Sevilla Arroyo, 1999: XXXIX); 106 si bien es cierto que, mientras que los don Quijote y Sancho de la segunda parte ya no son exactamente los mismos que los de la primera, lo cual es ocasión de múltiples entuertos y malentendidos, Periandro y Auristela siguen siendo idénticos a sí mismos; además, don Quijote y Sancho, a causa de la idiosincrasia de la imprenta, no ejercen ningún tipo de control sobre su fama porque no pueden controlar a los lectores del Quijote de 1605, todo lo contrario que Periandro y Auristela, que muestran y describen su lienzo cuando y a quien quieren. Pero esta nueva dimensión que, por mor de la simbiosis de raigambre clásica de pintura y literatura conforme al dictamen horaciano,107 por cuanto «la historia, la poesía y la pintura simbolizan entre sí y se parecen tanto que, cuando escribes historia, pintas y, cuando pintas, compones» (III, xiv, 372), adquieren Periandro y Auristela, que parecen revestirse tanto de vida auténtica como artística, estriba igual y complementariamente por el ensayo dramático que, a propósito de ellos y sus peripecias, desea escribir el poeta comediante de paso por Badajoz. Una pieza que no sabe a qué género pertenecerá por cuanto desconoce cómo acabará la peregrinación aun en curso de nuestros héroes:

106 107

Véase también García Galiano (1995-1997: 187-190). Cfr. A. Egido (1990: 164-197, esp. pp. 189-190; y 1994: 297 y ss.); y Brito Díaz (1997).

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Allí se vio él [el comediante] en el mayor [trabajo] que en su vida se había visto, por venirle a la imaginación un grandísimo deseo de componer de todos ellos [los trabajos pintados en el lienzo] una comedia, pero no acertaba en qué nombre: si la llamaría comedia, o tragedia, o tragicomedia; porque, si sabía el principio, ignoraba el medio y el fin, pues aun todavía iban corriendo las vidas de Periandro y Auristela, cuyos fines habían de poner nombre a lo que dellos se representase (III, ii, 443).

Salvando las distancias, este hecho es el mismo que arguye el proteico Ginés de Pasamonte, cuando, tras ser preguntado por don Quijote si ya tiene finalizado su libro La vida de Ginés de Pasamonte, responde: «¿cómo puede estar acabado…, si aun no está acabada mi vida? Lo que está escrito es desde mi nacimiento hasta el punto que esta última vez me han echado a galeras» (Don Quijote, I, xxii, 266). En ambos casos, en efecto, la vida en marcha de los protagonistas impide la culminación de la obra que da buena cuenta de sus sucesos. Sin embargo, la vacilación genérica que se plantea el poeta, pues no sabe si será una comedia, una tragedia o una tragicomedia, brilla por su ausencia en el caso del galeote, que no duda en afiliar la narración de su vida con la novela picaresca, bien que no servilmente, puesto que aun la pone en jaque. No se olvide, en todo caso y aunque no sea ya sino arena de otro costal, que el mismo Ginés, transmutado en Maese Pedro, terminará por dedicarse, no sin interés, al mundo de la farándula con su retablillo de figuras. A Periandro y Auristela, principalmente durante el trayecto por los reinos peninsulares de la Monarquía Hispánica, apenas les sucede nada relevante: desembarazados como caminan de pretendientes que les apremien y pongan a prueba su entereza y fidelidad, sus trabajos de amor se ven reducidos a la mínima expresión; quitando algún lance, como el malentendido en el asesinato a traición de don Diego de Parraces a manos de su pariente Sebastián de Soranzo (III, iv) o la razia turco-berberisca que les pilla en el pueblo valenciano de Rafala (III, xi), tampoco se ven envueltos en aventuras que pongan en jaque sus vidas. Son los episodios intercalados, que se suceden con profusión, los que acaparan la atención. A través de ellos, Cervantes pone en primer plano cuestiones de candente actualidad, referidas a la libertad de la mujer, la honra y el matrimonio, la corrupción de la justicia, el alojamiento obligado de los tercios en los pueblos, villas y lugares, las espinosas relaciones hispano-turcas o la expulsión de los moriscos. Conflictos que los amantes peregrinos, extranjeros en tierras extrañas, tienen oportunidad de presenciar de cerca y de los que pueden colegir que los males y pesares que acucian a los seres humanos se desencadenan, aun siendo diversos, igualmente en el sur que en el norte, lo mismo en los pueblos tenidos por bárbaros que en los supuestamente civilizados.

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Con todo y con eso, habida cuenta de las consecuencias que comportará con posterioridad en la narración, es discreto mencionar que con la llegada de los héroes a Lisboa da comienzo la cadena de retratos que de la sin par Auristela se irán pintando y encendiendo los corazones de cuantos los contemplan108 –no obstante, el primero de ellos, que es del último del que tenemos noticia, es la carta de presentación de Auristela a Magsimino–, ya que, el mismo pintor que plasma en el lienzo las aventuras de los dos hermanos ficticios, se encarga de retratarla a ella: En lo que más se aventajó el pintor famoso fue en el retrato de Auristela, en quien decían se había mostrado a saber pintar una hermosa figura, puesto que la dejaba agraviada, pues a la belleza de Auristela, si no era llevado de pensamiento divino, no había pincel humano que alcanzase (III, i, 439).

Aunque la utilización del retrato de una dama como su copia estaba muy en boga tanto en la realidad histórica como en la literatura de la época –piénsese, si no, en el intercambio de retratos en los conciertos matrimoniales reales, así como en la tradición poética en la que se inserta el soneto de Quevedo Si quien ha de pintaros a de veros–, Cervantes lo utiliza en contadas ocasiones. Aparte de los múltiples que circulan de Auristela, otros son el de la dama horriblemente espantosa que la perspicaz doña Estefanía muestra a su hijo en La fuerza de la sangre, con el objetivo de que, por contraste, Rodolfo no se oponga a su casamiento con la por él ultrajada Leonora, y el que de Marcela Almendárez envían a su primo indiano don Silvestre, para que se vaya familiarizando con la figura de su futura esposa, en La entretenida, que será el modo, como acabamos de adelantar, en que Magsimino conocerá a Auristela. Sintomático y anticipador de las desproporciones que se realizarán por la posesión de un retrato de Auristela lo constituye precisamente la muerte a espada por la espalda de don Diego de Parraces, cuyo tránsito acontece –como el asesinato de Carino por Lisandro ante Elicio y Erastro– delante de los príncipes nórdicos, la familia de Antonio y Feliciana de la Voz. Y ello porque, al mirar si porta algo que lo identifique, junto a un crucifijo, «allá entre el jubón y la camisa le hallaron, dentro de una caja de ébano ricamente labrada, un hermosísimo retrato de mujer, pintado en la lisa tabla, alrededor del cual, de menudísima y clara letra, vieron que traía escritos estos versos: “Yela, enciende, mira y habla. / ¡Milagros de la hermosura, / que tenga vuestra figura / tanta fuerza en una tabla”» (III, iv, 465). Del retrato y la leyenda deduce Periandro que la muerte del 108

y ss.).

Sobre las implicaciones de los retratos de Auristela véase el interesante artículo Alcalá Galán (1999: 130

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asesinado debe de haber sido por amores; si bien, a la postre, luego de ser apresados por la Santa Hermandad como los autores del crimen y de comparecer ante el corregidor de Cáceres, un mesonero y un papel del finado vienen a desvelar que el homicidio ha sido una felonía en razón no de una disputa amorosa, sino de algo más oscuro que no se esclarece del todo. Puede, no obstante, que este incidente que no pasa de conato de episodio represente una contrarréplica a las palabras de Auristela de que «ya podemos tender los pasos, seguros de naufragios, de tormentas y salteadores, porque, según la fama que, sobre todas las regiones del mundo, de pacífica y de santa tiene ganada España, bien nos podemos prometer seguro viaje» (III, iv, 459). En el palacio de Policarpo, a la no menos enamorada que engañada Sinforosa, Auristela le había dicho que «mi hermano Periandro es agradecido, como principal caballero, y es discreto, como andante peregrino: que el ver mucho y el leer mucho aviva los ingenios de los hombres» (II, vi, 314). Y justamente va a ser eso lo que en estas tierras españolas evidenciará Periandro: su prudencia, discreción y sabiduría –un poco similar a como se muestra don Quijote en el Ingenioso caballero en sus mejores momentos de cuerda lucidez e igualmente como Preciosa, que, cual si llevara al demonio en el cuerpo, todo lo sabe–. El ejemplo más conspicuo lo constituye el consejo a propósito del matrimonio y de cómo obrar ante la mujer casquivana que brinda a un turbado y cegado Ortel Banedre por la cólera de la venganza, quien no puede más que rendirse ante tal modelo del puer senex: «Tú, señor, has hablado sobre tus años. Tu discreción se adelanta a tus días y, la madurez de tu ingenio, a tu verde edad» (III, vii, 502). Y poco más les acaece. Cabe añadir el ejemplo que obtienen nuestros amantes de los numerosos episodios que jalonan su deambular por los reinos hispánicos. El caso más significativo es, probablemente, el que aprehenden de la historia de Feliciana, puesto que, ante el sufrimiento que le acarrea a la joven extremeña el matrimonio secreto consumado con Rosanio, Auristela exhorta a Periandro, a pesar de su comedimiento, su circunspección y su deseo templado por la razón, para que vigile su honra y ratifique su voto de que la respetará en todo momento, de que no se dejará rendir por el ímpetu y se propasará con ella: Bien es verdad que la suya no es caída de príncipes [la de Feliciana], pero es un caso que puede servir de ejemplo a las recogidas doncellas que le quisieren dar bueno de sus vidas. Todo esto me mueve a suplicarte, ¡oh, hermano!, mires por mi honra, que, desde el punto que salí del poder de mi padre y del de tu madre, la deposité en tus manos; y, aunque la esperiencia, con certidumbre grandísima, tiene acreditada tu bondad, ansí en la soledad de los desiertos como en la compañía de las ciudades, todavía temo que la mudanza de las horas no mude los que de suyo son fáciles pensamientos (III, iv, 458).

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La cosa cambia en cuanto Periandro, Auristela, Antonio el hijo y Constanza, ya en Francia, dejan atrás el Rosellón y arriban, por el Languedoc, a la Provenza. Lo cierto es que en su trayecto peninsular, aparte de los centros de devoción cristiana y alguna que otra noche que pasaron a la intemperie, la escuadra de peregrinos halló alojamiento, como casi siempre don Quijote y Sancho en la segunda parte del Quijote, en casas particulares –la del gobernador de Lisboa; la del Corregidor de Badajoz; las de don Francisco Pizarro y don Juan de Orellana en Trujillo; la de Diego de Villaseñor, el padre del español Antonio, en el Quintanar de la Orden; la del escribano de ese «lugar, no muy pequeño ni muy grande, de cuyo nombre no me acuerdo» (III, x, 527), en donde los falsos cautivos describen su cuadro; la del padre de Rafala y la iglesia del pueblo del reino de Valencia; y la de los amigos del hermano y del marido de Ambrosia Agustina en Barcelona–. Por el contrario, en el camino que media entre Perpiñán y Roma, las casas ceden su puesto a las ventas y mesones, que se van a convertir en los espacios propicios para la aventura, pues, como se encarga de comentar el narrador externo, es donde «siempre les solía acontecer maravillas» (IV, i, 630). A estos «hoteles de ínfima categoría» (Johnson, 1990: 127), Cervantes les saca un enorme rendimiento,109 y, efectivamente, es en un mesón donde reactiva la primacía narrativa de su pareja protagonista. El Persiles se diferencia de las otras novelas españolas del género que la preceden y aun de los modelos de la Antigüedad que tan importante difusión tuvieron en los siglos XVI y XVII en que en ese viaje que la vertebra, «que es a la vez una peregrinación amorosa, una peregrinación piadosa a la ciudad de Roma y una imagen de la vida humana» (Vilanova, 1989: 379) –al igual por cierto que ocurre en la Historia etiópica de Heliodoro–, a la pareja protagonista se le van sumando otros personajes, hasta conformar un nutrido grupo, que deviene en un personaje colectivo configurado por representantes de varios reinos europeos y de distintas sensibilidades religiosas, en el que campea sobre todo la virtud, la bonhomía y la discreción. Como hemos comentado, desde la isla Bárbara hasta Roma, o sea, toda la narración lineal de la novela, permanecen junto a los dos amantes los hermanos Antonio y Constanza. Empero, el grupo resultante nunca se reduce a ellos cuatro, pues los padres de los bárbaros les acompañan en todo momento, hasta que detienen su andadura en el Mucho tiempo después, Ramón Pérez de Ayala, en su excelente novela Belarmino y Apolonio (1921), pondrá en boca de don Amaranto de Fraile, ese estrafalario filósofo «que había profesado pertenecer a las casas de huéspedes, como a una orden religiosa, y hecho voto de pupilaje perpetuo», un sonado tributo a este espacio narrativo, por ser «la mejor universidad, el verdadero convento, el más cumplido liceo, el más poblado huerto Academo, y el más genuino trasunto del pórtico de Júpiter Liberador y del clásico mercado…, un libro abierto…, es enciclopedia de las ciencias, es summa, es biblia» (Pérez de Ayala, Belarmino y Apolonio, pp. 61-75, en concreto pp. 62, 63, 64 y 67). Normal que sea así, dado que el escritor asturiano, como Cervantes, se complace en utilizarlo con notable asiduidad. 109

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Quintanar de la Orden, donde toman como criado a Bartolomé el manchego, y, cuando este se escapa con la casquivana Luisa, ya se les han sumado las tres damas francesas y Croriano y Ruperta. A lo largo del trayecto septentrional, la comitiva se va engrosando con los personajes que se les van uniendo en cada isla, hasta conformar el escuadrón que arriba a la isla de Policarpo. Es en el final del libro II, tras la estancia en la isla de la Ermitas, donde el grupo se fragmenta en dos, por un lado el capitaneado por el príncipe Arnaldo y por el otro en el que viajan rumbo a Lisboa Periandro, Auristela y la familia de Antonio, que resulta ser el primigenio que partió de la isla Bárbara. Pues bien, con la llegada del hermoso escuadrón de peregrinos a territorio galo se recupera el ritmo de sumarse nuevos inquilinos al grupo del libro I; y así, de mesón en mesón, a Periandro, Auristela, Antonio el hijo y Constanza se les unen otros personajes que, como ellos, se encaminan, bien que por diferentes motivos, a la ciudad pontificia, que ejerce de centro aglutinador de vivires. De modo y manera que, a la par que los dos amantes vuelven a situarse en el primer plano de la narración, se enriquece el número del grupo protagonista. Y es que, nada más pisar el umbral de un mesón de la Provenza, los romeron «hallaron tres damas francesas de… estremada hermosura… Parecían señoras de gran estado, según el aparato con que se servían” (III, xiii, 567). Son Deleasir, Belarminia y Félix Flora, que están en el mesón de camino a «Roma a ganar el jubileo de este año» (III, xiii, 568). Además del perdón universal, las tres damas francesas quieren ganarse un marido. Resulta que el duque de Nemurs, que «es un caballero bizarro y muy discreto, pero muy amigo de su gusto» (III, xiii, 567), está buscando esposa a su voluntad con la que compartir su recién ganada herencia, aunque se vea obligado a tener que infringir las leyes reales. Para ello no se le ha ocurrido mejor método que mandar a sus criados a la caza y captura de la mujer más bella, «sin que reparen en hacienda, porque él se contenta con que la dote sea su calidad y su hermosura» (III, xiii, 568). Y, precisamente, un sirviente suyo, que es el que está informando a Periandro de todo esto, se halla en el mesón con el designio de que un pintor retrate a las tres damas, de modo que el duque pueda elegir de entre sus copias, que no directamente de ellas, la que más le convenga. La sed de hermosura que mueve al aristócrata francés está en consonancia, dentro del corpus cervantino, con la de Rodolfo en La fuerza de la sangre. El caballero toledano, frente a la pretensión (fingida) de su madre de que se despose con una mujer noble, rica y discreta, pero enormemente fea, arguye que «es conveniente y mejor que los padres den a sus hijos el estado de que más gustaren», y él solo, dice, «la hermosura busco, la belleza quiero, no con otra dote que con la de la honestidad y las buenas costumbres; que si esto trae mi esposa, yo serviré a Dios con gusto y daré buena vejez a mis padres» (Novelas ejemplares, pp. 318 y 319). A ellos se suma Amurates, el sultán

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de Constantinopla en La gran sultana, puesto que, como conoce de primera mano que «sabe igualar amor / el vos y la majestad», «que seas turca o seas cristiana, / a mí no me importa cosa; / esta belleza es mi esposa, / y es de hoy más la gran sultana» (Comedias y tragedias, vv. 714-715 y 728-731). Otro personaje que piensa como el duque de Nemurs, Rodolfo y Amurates es el viejo y celoso Carrizales, aunque a él mueva otra cosa distinta que la belleza: «los ricos [piensa el extremeño] no han de buscar en sus matrimonios hacienda, sino gusto» (El celoso extremeño, Novelas ejemplares, p. 331). Los intereses del duque de Nemurs se cruzan con los de los príncipes escandinavos desde el momento en que el sirviente del prócer francés ve a Auristela, a la que, conociendo la voluntad de su señor, solicita que sea asimismo retratada. Antes, sin embargo, precisa saber «si es casada…, cómo se llama y quiénes son sus padres” (III, xiii, 569). Periandro, siempre cauto y discreto, se ve abocado a emplear las armas apropiadas a estos menesteres: el silencio y la mentita. Por lo pronto, y pese a que se presenta como su hermano, oculta lo tocante a su origen; luego, recurso novedoso en él, no así en Auristela que ya lo había puesto en práctica con el príncipe Arnaldo, la escusa asegurando «que es tan libre y tan señora de su voluntad que no la rendirá a ningún príncipe de la tierra, porque dice la tiene rendida al cielo» (III, xiii, 569). Que Periandro ha aprendido a lo largo de su peregrinar que lo mejor ante el amor es poner tierra de por medio se certifica en su más pronta decisión de abandonar el mesón, para que el pintor del duque no retrate a su hermana-amante. Sin embargo, no puede huir de la funesta fortuna que persigue a los malhadados protagonistas de la novela de tipo griego: el pintor no necesita ya del concurso de su modelo, pues «de sola una vez que la ha visto, la tiene tan aprehendida en la imaginación, que la pintará a sus solas tan bien como si siempre la estuviera mirando” (III, xiii, 570). Notemos que la llegada de Periandro y Auristela a Francia concuerda con la arribada a Lisboa en la medida en que en las dos se retrata a Auristela, con la salvedad de que, mientras que el retrato lisboeta fue realizado a petición propia, el francés lo es por el gusto ajeno. Los dos, obvio es decirlo, terminan por encender pasiones; pero el involuntario, el no querido, naturalmente, engendrará consecuencias más importantes en la narración, por cuanto el duque, como don Silvestre en La entretenida y Magsimino en el propio Persiles, se enamorará irremisiblemente de la hermosura retratada. Y es que, como ha subrayado Mercedes Alcalá (1999: 129-130), en los libros III y IV del Persiles, el hecho de que la amada de Periandro sea «representada pictóricamente multitud de veces… encierra una de las claves del libro: la imagen pintada de Auristela, es decir, la interpretación plástica de su identidad, provocará más incidentes y peripecias que su propia persona, siendo así que sus propios retratos actuarán como sombras autónomas que la seguirán, adelantarán y acecharán continuamente a lo largo

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de su viaje». Otra variación significativa entre los retratos de Lisboa y de Francia es que el primero es pintado de cuerpo presente y el segundo merced a la imagen impresa en el recuerdo. Aunque Periandro se queje amargamente y maldiga «la rara habilidad del pintor» (III, xiii, 570), en una época en la que aun estaban plenamente vigentes en la literatura los postulados de la filosofía neoplatónica, no era nada del otro mundo que la sublime belleza imprimiera su huella en el alma de cuantos la contemplaban. Como sea, fuera de la obra de Cervantes, es en La celosa de sí misma (h. 1621) de Tirso de Molina donde la ilusión imaginada de la dama sobrepuja a la real, aun proviniendo el estímulo de ella, hasta límites y enredos insospechados. Aunque Periandro y Auristela, en la parte española del libro III, se han visto involucrados en varios de los episodios, concretamente en el de Feliciana de la Voz y en el de Ortel Banedre, no es sino hasta su llegada a Francia que intervienen activamente en asuntos ajenos de otros personajes, hasta el punto de jugarse la vida y resultar malheridos. Tal es lo que acaece en el episodio de Claricia, «la mujer voladora». Hacía mucho tiempo ya que Periandro no hacía gala de su arrojo y valentía, con lo cual Cervantes le conforma una situación acomodada a las necesidades del héroe, y qué mejor que una dama en apuros que implora ayuda, en uso de trasladar la típica demanda de socorro de los libros de caballerías al terreno de la novela de tipo griego, ante el peligro mortal en el que se encuentra su parentela por los devaneos de la locura de amor. La entrada en el orbe ficcional del Persiles de Claricia, la dama en apuros, no puede ser más admirable y arriesgada desde una perspectiva poética, en cuanto responde cabalmente al precepto cervantino de «mostrar con propiedad un desatino»: Apenas había alzado las manos [los peregrinos] para llevarlo a la boca [el repuesto del bagaje], cuando, alzando Bartolomé los ojos, dijo a grandes voces: –¡Apartaos, señores, que no se quién baja volando del cielo, y no será bien que no os coja debajo! Alzaron todos la vista y vieron bajar por el aire una figura que, antes que distinguiesen lo que era, ya estaba en el suelo junto casi a los pies de Periandro. La cual figura era de una mujer hermosísima que, habiendo sido arrojada desde lo alto de la torre, sirviéndole de campan y de alas sus mismos vestidos, la puso de pies y en el suelo sin daño alguno: cosa posible, sin ser milagro (III, xiv, 573).

A pesar de la justificación del narrador –que es la misma que puso en boca del innominado caballero anciano que presenció en Génova cómo rescataban cuerpos vivos de una navío volcado, semejante a lo que vuelve a presenciar con el que del mismo modo llega a la marina de la isla de Policarpo–, este es uno de los sucesos del Persiles que rayan la inverosimilitud, pero que, como «al historiador no le conviene más de decir la

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verdad, parézcalo o no lo parezca» (III, xviii, 601), y el Persiles, por supuesto, es una «historia» puntual y verdadera, no puede dejar de ser contado. Se trata, como queda dicho, de la estrategia que usa el autor para dar entrada en su novela a lo maravilloso y a lo extraordinario en lo cotidiano no bien que los héroes pisan suelo francés. En fin, sea como fuere, Periandro se presta rápido, como corresponde a su dignidad heroica, a socorrer a los hijos de la dama y «otras gentes flacas» que en la cima de la torre están a punto de ser arrojada por su enajenado marido. Como consecuencia de ello, nuestro héroe cae desde lo alto abrazado a Domicio, el marido de Claricia, que muere ipso facto, mientras que Periandro resulta gravemente herido, «que, como no tuvo vestidos anchos que le sustentasen, hizo el golpe su efecto» (III, xiv, 574). Sin embargo, Auristela le cree muerto: Auristela, que así le vio, creyendo indubitablemente que estaba muerto, se arrojó sobre él y, sin respeto alguno, puesta la boca con la suya, esperaba recoger en sí alguna reliquia, si del alma le hubiese quedado (III, xiv, 574).

Esta muestra de arrebatado afecto de Auristela,110 que podríamos denominar el «beso de la muerte», constituye la segunda y última expansión erótica que se da entre los hermanos amantes, antes del dichoso desenlace sancionado por el matrimonio cristiano. Nada que ver, desde luego, con el encendido encuentro de Teágenes y Cariclea, tras la falsa muerte de ella, en la cueva de los vaqueros, que narra Heliodoro en el libro V de la Historia etiópica y que, a más de hacer las delicias de Lope de Vega, bien puede ser, en último término, el referente intertextual del paso del Persiles. En cualquier caso, este «beso de la muerte» por el cual Auristela espera engullir las reliquias del alma de Periandro en su postrera exhalación vital está plenamente vinculado intratextualmente con otros dos que acontecen en la obra de Cervantes: el de Lisandro y Leonida, que culmina su trágica historia de amor, en La Galatea,111 y el de uno de los capitanes, el mortalmente herido, y la desahuciada Transila, en el Persiles.112 A ellos se puede agregar la muerte de Morandro en las faldas de Lira, tras conseguir arrebatar 110

Sobre toda esta secuencia narrativa, véase Roca Mussons (1999). «Y juntando más su boca con la mía –le cuenta Lisandro a Elicio–, habiendo cerrado los labios para darme el primero y último beso, al abrillos se le salió el alma y quedó muerta [Leonida] en mis brazos» (Cervantes, La Galatea, I, p. 50). 112 «Recibe, señora, esta mi alma, que envuelta en estos últimos alientos te envío; dales lugar en tu pecho, sin que pidas licencia a tu honestidad, pues el nombre de esposo a todo esto da licencia. La sangre de la herida bañó el rostro de la dama, la cual estaba tan sin sentido que no respondió palabra… El cual [capitán], puesta su boca con la de su tan caramente comprada esposa, envió su alma a los aires y dejó caer el cuerpo sobre la tierra» (I, xx, 258-259). 111

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para ella un pan a los romanos que, envuelto de sangre, no osará llegar a su boca «si no es para besar / esta sangre que te toca», en La tragedia de Numancia (Comedias y tragedias, vv. 1886-1887); y la de Vicente Torrellas en brazos de Claudia Jerónima al desposarse in extremis, en el Ingenioso caballero.113 Empero, entre estos besos y abrazos deletéreos y el de Auristela hay una diferencia fundamental: en nuestro caso no se trata más que de una nueva utilización del tópico de la falsa muerte. Mijail Bajtín (1989: 241-242) estipulaba que «todos los elementos de la novela [griega]…, tanto argumentales como descriptivos y retóricos, no son nuevos en modo alguno: han existido y se han desarrollado bien en otros géneros de la literatura antigua», por lo que se puede sostener que «la novela griega ha utilizado y refundido en su estructura casi todos los géneros de la literatura antigua». Y el de la falsa muerte, en sus diversos usos,114 es uno de esos elementos que provienen de otros géneros tanto de la tradición popular como de la culta y que asimismo se dará después en otros. Por eso Cervantes lo utiliza con harta frecuencia, y no solo en sus otros relatos derivados de la novela de tipo griego, ora con fines patéticos, ora con propósitos paródico-burlescos, cuando no se tratan sin más de un embeleco, una mentira, un ardid. Acaso los ejemplos más significativos no sean sino las fingidas muertes de Basilio y Altisidora en el Ingenioso caballero y la de Angélica la Bella que pone delante de los ojos de Reinaldos, en uso de sus artes mágicas, Malgesí, en La Casa de los Celos. Pero la que guarda sorprendentemente mayor parecido con esta de Periandro en el Persiles, si bien en clave jocosa, es la de don Quijote, tras su desafortunada aventura mariana en el ocaso de la primera parte de sus hazañas. Allí, después de confundir un paso de la Virgen con una hermosa doncella en apuros que era llevada contra su voluntad, tal y como denunciaban sus lágrimas y su triste semblante, se precipita, raudo, a rescatarla, obteniendo como recompensa una sonora tunda de palos de uno de los disciplinantes, que lo deja, como a Periandro la caída desde la torre, medio muerto. Al verlo Sancho, como Auristela, no hizo otra cosa que arrojarse sobre el cuerpo de su señor, haciendo sobre él el más doloroso y risueño llanto del mundo, creyendo que estaba muerto… —¡Oh flor de la caballería, que con solo un garrotazo acabaste la carrera de tus tan bien gastados años! 113

«Aprieta la mano y recíbeme de esposo –le dice el malherido Vicente a Claudia–, si quieres, que no tengo otra mayor satisfacción que darte del agravio que piensas que de mí has recibido. Apretole la mano Claudia, y apretósele a ella el corazón, de manera que sobre la sangre y el pecho de don Vicente se quedó desmayada, y a él le tomó un mortal parasismo… Volvió de su desmayo Claudia, pero no de su parasismo, porque se le acabó la vida» (Don Quijote, II, lx, 1224). 114 Véase González Rovira (1996: 127-128).

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¡Oh honra de tu linaje, honor y gloria de toda la Mancha, y aun de todo el mundo, el cual faltando tú de él, quedará lleno de malhechores, sin temor de ser castigados de sus malas fechorías! ¡Oh liberal sobre todos los Alejandros, pues por solo ocho meses se servicio me tenías dada la mejor ínsula que el mar ciñe y rodea! ¡Oh humilde con los soberbios y arrogante con los humildes, acometedor de peligros, sufridor de afrentas, enamorado sin causa, imitador de los buenos, azote de los malos, enemigo de los ruines, en fin, caballero andante, que es todo lo que decir se puede! (Don Quijote, I, lii, 649-650).115

La secuencia del Persiles, en lugar de estar focalizada desde la perspectiva de un personaje, está narrada desde la posición de omnisciencia del narrador, lo cual presupone que «el lector asumirá una distancia respecto a los personajes que le permitirá cierto deleite en el error ajeno» (González Rovira, 1996: 128). Lo que ocurre, sin embargo, es que el dramático sufrimiento de Auristela frente a un Periandro al que considera muerto no está en consonancia con la voz autorial, que, amén de la distancia, introduce la ironía o un tono burlón en más de una ocasión, rebajando considerablemente el esperado efecto patético, hasta bordear la parodia.116 Así, por ejemplo, se permite abandonar a su heroína mientras llora desconsoladamente, para que Claricia pueda narrar por extenso su caso a las tres damas francesas, haciendo uso de la técnica narrativa medieval del entrelazamiento o la alternancia narrativa, que nuestro autor asimiló sin duda de su masiva lectura de libros de caballerías y de la épica culta italiana, singularmente del Amadís de Gaula de Rodríguez de Montalvo y del Orlando furioso de Ariosto. Aunque en el Persiles prescinde del entrelazamiento en espacios diferentes en beneficio de la narración lineal, como así acaece al final del libro I, cuando se separan la barca de Periandro y el esquife de Auristela, quedando focalizado solo lo que le sucede al esquife y perdiéndose lo que acontece a la barca, ya había empleado la alternancia narrativa en un mismo espacio en las conversaciones dos a dos que se suceden en el palacio del rey Policarpo, en el libro II. Al margen del Persiles, Cervantes había utilizado este mismo modelo de entrelazamiento en los libros IV y V de La Galatea y en el campo de Agramante en que deviene la venta de Maritornes como consecuencia de la disputa por el baciyelmo y las albardas, la llegada de los criados de don Luis y de la Santa Hermandad, en el Ingenioso hidalgo; así como el entrelazamiento de espacios distintos a propósito de la separación de don Quijote y Sancho durante su estancia en el palacio de los Duques, en el Ingenioso caballero. 115 Otra falsa muerte de don Quijote, aun más jocosa que esta, es la que le sobreviene durante su primera estancia en la venta de Maritornes, cuando confunde a la asturiana con una alta princesa (I, XVI-XVII). 116 Cfr. Forcione (1970b: 293-298).

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En todo caso, la falsa muerte de Periandro halla su paralelo o se reduplica con la de Antonio el hijo. Y es que, al igual que pasaba con Periandro, hacía ya mucho que el hijo del bárbaro español no hacía uso de su justiciero arco. Resulta que, nada más caer al suelo Domicio y Periandro y en mitad de la aflicción, se aproxima un grupo de seis u ocho hombres armados a caballo que arremete contra las tres damas francesas, asimismo recién llegadas, con el fin de raptar a Félix Flora. Por la intempestiva llegada y la celeridad del rapto se vincula estrechamente con el de Rosaura a manos del caballero aragonés Artandro, en La Galatea. La diferencia radica en que la noble aldeana disfrazada de pastora se encuentra acompañada de pastores finos, incapacitados, aunque intentan detener a los agresores con sus hondas, para la lucha, muy al contrario de lo que le ocurre a Félix Flora, en cuya compañía se halla un consumado especialista en el tiro con arco, quien de un golpe certero mata al agresor, y, si bien salva a la dama, se gana un mamporro en la cabeza que lo deja, como a Periandro, gravemente malherido. «Visto lo cual por Constanza, dejó de ser estatua y corrió a socorrer a su hermano, que el parentesco calienta la sangre que suele helarse en la mayor amistad, y lo uno y lo otro son indicio y señales de demasiado amor» (III, xiv, 575). De modo que tenemos a dos muertos que los parecen pero que no lo están, Periandro y Antonio, y dos hermanas que les lloran amargamente, Auristela y Constanza. Esta reduplicación especular es aprovechada por Cervantes, como acostumbra, para comparar los efectos de la pareja protagonista con los de otra, pues la reacción de nuestra heroína difiere, como fingida hermana que es, de la de su compañera de viaje, a la que le une un parentesco verdadero con Antonio. En primer lugar, la reacción es similar Hasta aquí, de esta batalla, pocos golpes de espada hemos oído, pocos bélicos instrumentos han sonado, el sentimiento que por los muertos suelen hacer los vivos no ha salido no ha salido a romper los aires; las lenguas, en amargo silencio tienen depositadas sus quejas; solo algunos ayes entre roncos gemidos andan envueltos, especialmente en los pechos de las lastimadas Auristela y Constanza, cada cual abrazada con su hermano, sin poder aprovecharse, sin poder aprovecharse de las quejas con que se alivian los lastimados corazones (III, xiv, 576).

Sin embargo, toda vez que se les despega la lengua, el contraste es manifiesto, pues la turbación momentánea que ocasiona la amarga tristeza de la muerte de un ser querido provoca que las palabras que emiten se revistan de genuina sinceridad, lejos, por consiguiente, de fingimientos ni de miramientos de ningún tipo. Lógicamente, las de Constanza, que nada cela, solo muestran el dolor fraternal; las de Auristela, en cambio, que ha venido secretando diligentemente la verdadera relación que le une

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con Periandro, la desmienten, al igual que cuando se separaron por el premeditado hundimiento del barco y, sobre todo, cuando los celos se adueñaron su ser, y así, dejan traslucir su verdadera relación y su verdadera identidad, o sea, aquello que silencian con tanta prudencia como discreción: Montes érades vos, pero monte humilde que, con las sombras de vuestra industria y de vuestra discreción, os encubríades a los ojos de la gente. Ventura íbades a buscar en la mía, pero la muerte ha atajado el caso, encaminando el mío a la sepultura. ¡Cuán cierta la tendrá la reina vuestra madre, cuando a sus oídos llegue vuestra no pensada muerte! ¡Ay de mí, otra vez sola, y en tierra ajena, bien así como vede yedra a quien ha faltado su verdadero arrimo! (III, xiv, 576-577).

Todavía más que el beso, que semeja, como los arriba citados, «un acto de antropofagia simbólica donde la muerte permite al amado ser vestido… con el hábito del amante» (Roca Mussons, 1999: 161) y que contrasta, por su ausencia, con la aproximación de Constanza a su hermano, son sus palabras las que despiertan la curiosidad de los circunstantes, por ese mencionar «de reina, montes y grandezas» (III, xiv, 577). La cosa se complica aun un poco por cuanto Periandro, que se siente moribundo, no quiere desaprovechar, un poco tiempo después cuando reposa en un lecho en la casa de Claricia, la que quizá es su última oportunidad de hablar a su amada Auristela y de expresa su última voluntad, en que compendia las razones de su peregrinación: «Hermana, yo muero en la fe católica cristiana y en la de quererte bien» (III, xv, 580). Periandro y Antonio, como no puede ser de otro modo, se repondrán, luego de un más que «prudente» mes postrados en cama, de sus graves heridas. Conviene subrayar que tanto la mención de Periandro al sirviente del duque de Nemurs de que su hermana ha optado por elegir a Dios entre sus muchos pretendientes como su falsa muerte no constituyen sino un transparente anticipo de la última prueba a la que tendrán que hacer frente en la alma ciudad de Roma; lo cual es indicativo del esmero con que Cervantes, sirviéndose de calculadas prolepsis, va allanando el camino al desenlace. Repuestos ya de las heridas, nuestras dos parejas de hermanos emprenden su camino, pero con dos notables alteraciones: la primera es que se les unen en su romería, como consecuencia de la valerosa acción de Antonio, las tres damas francesas, sinceramente agradecidas, sobre todo Félix Flora, que irá estrechando lazos sentimentales con el gallardo e indómito bárbaro. No sería, desde luego, el primer amor cervantino auspiciado por la gratitud de unos de los amantes para con el otro, pues ese bien pudiera haber sido el desenlace de los amores de Elicio y Galatea en la inexistente segunda parte de la pastoral cervantina y es el que empareja, en principio, a Rui Pérez y a

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Zoraida y a don Lope con Zahara. La segunda es que, dado el débil estado de Periandro y Antonio, «ordenaron las damas francesas que fuesen todos a caballo» (III, xv, 581), con lo cual abandonan el peregrinaje a pie. A estas dos permutas hay que unir el sorprendente error en que caen algunos personajes al identificar como españoles a los septentrionales peregrinos, con sus madejas de oro ensortijado sobre sus sienes, como así les sucedió a Deleasir, Belarminia y Félix Flora que se dirigieron a Auristela y Constanza «en lengua castellana, porque conocieron ser españolas las peregrinas» (III, xiii, 567), y como le acontecerá a la cortesana Hipólita en Roma y a su valentón Pirro el Calabrés. Y si, de paso, agregamos el nuevo cariz que ha tomado la verosimilitud y la focalización de la trama medular daremos cabal cuenta del giro experimentado por la narración a partir de la incursión de los romeros en el territorio galo. De otro mesón, siguiente parada en su camino hacia la ciudad pontificia, obtienen la compañía de los escoceses Croriano y Ruperta. Pero, lo que es más importante, salen ilesos, como de la isla Bárbara, del palacio de Policarpo y de la iglesia del pueblo valenciano, del incendio que irremediablemente lo consume y lo reduce a cenizas. Como en los otros casos, han salvado el pellejo gracias al aviso de un personaje que deviene su protector, pues ese «hombre, cuya larga barba más de ochenta años le daba de edad…, vestido ni como peregrino ni como religioso, puesto que lo uno y lo otro parecía; [que] traía la cabeza descubierta, rasa y calva en el medio, y, por los lados, luengas y blanquísimas canas le pendían; [y que] sustentaba el agobiado cuerpo sobre un retorcido cayado que de báculo le servía» (III, xviii, 598), semeja en su actuación a Antonio el hijo, Policarpa y Rafala, respectivamente.117 Se trata del sabio astrólogo y ermitaño Soldino.118 Como se sabe, el perspectivismo se integra en la médula de la concepción literaria de Cervantes e irradia casi todos sus órdenes. Uno de ellos es el de la presentación de los personajes, en tanto que, en múltiples ocasiones, estos se nos describen desde la diversidad de efectos que producen en otros, que desempeñan el papel de reflectores y que vienen a complementar, de darse, la imagen expuesta por el narrador. Quizá los casos más singulares sean los de don Quijote, dada la extrañeza que suscita su figura con cuantos se topa; Preciosa, que se nos va revelando en toda su magnitud a medida que los madrileños van destacando sus muchas cualidades y virtudes; que es lo mismo que sucede con Constanza, en La ilustre fregona; y, en menor grado, con Loaisa, que Sobre estos «cuatro telones de llamas», véase Casalduero (1975: 190-191). Véase Rosales (1985: I, 157-160). El poeta granadino ha estudiado el personaje de Soldino en relación con otros de la obra de Cervantes que optan, de una forma u otra, por evadirse de la realidad, como Silerio, Gelasia, don Quijote, Marcela, Cardenio, el licenciado Vidriera, el español Antonio, Renato y Eusebia (pp. 147-213). Véase, asimismo, Egido (1994: 344-345). 117 118

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es descrito al unísono por el corro de palomas encerradas por Carrizales en su «morada de los celos», si bien cada una resalta de su talle aquello que más le sorprende o llama la atención, incluido el silencio sonoro de la ingenua Leonora. En muchas ocasiones, estas presentaciones múltiples sirven tanto para despertar la admiración y la sorpresa del lector como para dotar de verosimilitud a los presentados. En el caso de Soldino, la descripción realizada por el narrador se complementa con la que de él efectúa la mesonera, que no solo hace hincapié en su vejez, sino también y sobre todo sirve para resaltar su fama y prestigio, sin olvidar el fascinante contraste estilístico que media entre la voz autorial y el gracejo del personaje: «Este montón de nieve y esta estatua de mármol blanco que se mueve que aquí veis, señores, es la del famoso Soldino, cuya fama no solo en Francia sino en todas partes de la tierra se encierra» (III, xviii, 598). El toque final le corresponde al propio Soldino, que, ante la reacción y palabras de la mesonera y el comentario de Croriano de que de seguro se trata de un mago o adivino, arguye que no es sino astrólogo judiciario, «cuya ciencia, si bien se sabe, casi enseña a adivinar» (III, xviii, 599). Sin embargo, antes de que el colega de Mauricio, el astrólogo judiciario de los dos primeros libros del Persiles, relate su vida, invitará al escuadrón de romeros a su ermita-cueva.119 Allí, en su paraíso personal, da buena cuenta de su ascético retiro del mundo, para dedicarse, en la soledad, al estudio de la ciencia y a la contemplación de la bóveda celeste; lo que le permite, entre otras cosas, pronosticar con ciertas garantías el futuro. Tan cerca como ya están nuestros héroes de la meta final de su trabajoso trayecto, Soldino no podía más que hacer referencia al destino feliz que les aguarda en Roma, a diferencia de las de Mauricio, que tan solo advertían de peligros inminentes y de forma un tanto imprecisa, lejos de la seguridad y rotundidad que muestra el español en su saber. De este modo, el desenlace venturoso de la historia de amor principal, se augura, en forma de anticipación narrativa, tanto de una forma mágica como científica, o, si se prefiere, tanto de una manera irracional como racional, por cuanto el saber científico del Renacimiento que encarna Soldino120 viene a complementar la profecía que la figura de la Castidad le dictó a Periandro en su visión onírica de la Isla Paradisiaca. Si bien, como le corresponde al sustituto de los magos y hechiceros, en su predicción cabe observar que la felicidad de la pareja no estará exenta, previamente, de ciertos peligros en los que se bordeará, sin llegar a ella, la muerte: «a ti, Periandro, te aseguro buen suceso en tu peregrinación: tu hermana Auristela no lo será presto, y no porque ha de perder la vida con brevedad» (III, xviii, 603). Es más que probable, por consiguiente, que Soldino se 119 Sobre la cueva de Soldino y la tradición literaria de que deriva, véase Forcione (1970b: 289-294), Percas de Ponseti (1975: II, 448-583), Egido (1994:179-222) y Scaramuzza Vidoni (1998: 140-148). 120 Cfr. Garin (1996) y Hurtado Torres (1984). Sobre su importancia en Cervantes y en el Persiles, véase Castro (1972: 94-104), Forcione (1970b: 290-291), Molho (1995) y Scaramuzza Vidoni (1998: 175-184).

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refiera de forma críptica al hechizo que ordenará Hipólita para acabar con la vida de una rival que le dejaría el camino expedito a Periandro. De ser así, como parece, Cervantes nos daría una muestra más de la magnífica arquitectura que sustenta su postrera novela. Para despejar toda duda y acentuarlo aun más si cabe, la rústica comida con que convida Soldino a sus invitados, así como sus horóscopos, no podrá sino hacerlos recordar la «de la isla Bárbara y de la de las Ermitas, donde quedó Rutilio y adonde ellos comieron de los ya sazonados, y ya no, frutos de los árboles; también se les vino a la memoria la profecía falsa de los isleños y las muchas de Mauricio, con las moriscas del jadraque» (III, xix, 604-605). Después de visitar la maravillosa ermita-cueva de Soldino y de recibir sus sabios consejos, el «hermoso escuadrón» se interna en territorio italiano. Antes de ser espectadores de excepción de la fingida demonomanía de la loca vestida de verde, Isabela Castrucho, en un espacioso mesón de la ciudad de Luca, a su paso por Milán, se enteran tanto de la existencia de la Academia de los Encumbrados como de que en el mismo día en que ellos están en la capital lombarda van a dirimir filosóficamente «si podía haber amor sin celos» (III, xix, 609). Es evidente que se trata de uno de los temas que más preocupó a Cervantes, habida cuenta la cantidad de veces que lo aborda literariamente y desde múltiples perspectivas, a lo largo de su obra. Lo más llamativo del pasaje es que no asistimos al debate, sino que de forma sumaria y desde su propia experiencia amorosa lo disputan los dos amantes, «así, la materia académica del amor y de los celos se inserta en la teoría y en la práctica de la obra» (Egido, 1994: 264). Periandro, que ha dado buena prueba de ello con su comedido y ejemplar proceder ante las pasiones que suscita su amada y rivales tan poderosos como el príncipe Arnaldo de Dinamarca, sostiene que «sí puede haber» amor sin celos (III, xix, 609). Auristela, por su parte, desvía la cuestión hacia la discriminación entre amar y querer bien. Parece lógico que ella hable con suma prudencia y quiera mostrarse prudente en lo relativo al amor, conforme a que, para su acompañante, no es sino una devota que camina junto a su hermano para acendrar y acrisolar, en «el cielo de la tierra», su catolicismo. Y de algún modo no le falta razón cuando afirma: «yo no sé qué es amor, aunque sé lo que es querer bien» (III, xix, 609), en razón de que Auristela parece no vivir sino para mantener incólume su castidad. En este sentido se asemeja poderosamente a Constanza, la protagonista de La ilustre fregona, al punto de que ambas, por mor de su virtud y honestidad, podrían encarnar el ideal más puro de la mujer en el conjunto de la obra de Cervantes. Sin embargo, Auristela, en determinados momentos, no solo demuestra que ama, sino también que «no puede haber amor sin celos». Así las cosas, la distinción que establece entre «querer bien» y «amar» no se corresponde sin con las dos caras de su peculiar naturaleza dual:

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—Querer bien –explica a Belarminia– puede ser sin causa vehemente que os mueva la voluntad, como se puede querer a una criada que os sirve o a una estatua o pintura que bien os parece o que mucho os agrada; y estas no dan celos ni lo pueden dar; pero aquello que dicen que se llama amor, que es una vehemente pasión del ánimo, como dicen, ya que no dé celos, puede dar temores que lleguen a quitar la vida, del cual temor a mí me parece que no puede estar libre el amor de ninguna manera (III, xix, 609-610)

el libro iv del PersiLes El libro IV de Los trabajos de Persiles y Sigismunda se singulariza, frente a los anteriores, por su brevedad,121 por su ritmo acelerado, por la precipitación del desenlace122 y por la significativa ausencia de secuencias narrativas externas. Todo ello, como es bien sabido, parece indicar que «la redacción del Persiles terminó con la vida del autor» (Avalle-Arce, 1972: 14). La disimilitud que se aprecia en la longitud del libro IV con relación a la de los otros tres, que son bastante homogéneos entre sí tanto en la extensión como en el número de capítulos, podría justamente responder a la incomparecencia de episodios intercalados. Aunque resulta imposible determinarlo con exactitud, cabe suponer que Cervantes, presintiendo el advenimiento de la muerte, se apresuró a concluir la historia principal y a dejar cerrada –salvo la tabla de capítulos y quizá una última revisión–, la composición del libro; entretanto no hubo de disponer de tiempo suficiente para complementar la trama con materiales ajenos, hasta hacer pareja la dimensión del libro cuarto a la de los otros tres. En todo caso, lo que es innegable es que remató, no obstante el apresuramiento –que puede deberse al vertiginoso dinamismo del azar, de las mudanzas de la fluctuación humana, que impera en el desenlace–, la línea argumental central. Es más, la estancia de Periandro y Auristela en Roma presenta nítidamente un desarrollo coherente de todos sus pormenores, que concurren y apuntan al final, al mismo tiempo que recoge y anuda, sin dejar cabos sueltos, todos los hilos que se habían ido desplegando a lo largo de los libros precedentes. Por consiguiente, el Persiles es, argumental y estructuralmente, un libro cabalmente rematado, sobre «el que se puede afirmar que el autor rara vez fue tan escrupuloso como ahora en la puesta a punto de su plan» (Romero Muñoz, 2004: 39). Dejando de lado su longitud, el libro IV guarda ciertos paralelismos morfológicos con el libro II: en ambos casos la narración pivota alrededor de la historia de Periandro 121 122

Véase Avalle-Arce (1972: 12-14). Véase Cruz Casado (1991).

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y Auristela y se desarrolla en un espacio único. Y, ciertamente, es en los libros II y IV donde la pareja protagonista ha de hacer frente inexorablemente a las pruebas123 más arduas e inclementes, tanto de índole externo –provocadas por rivales y pretendientes amorosos– como interno, centradas principalmente en asuntos eróticos, enredados con cuestiones vitales de orden material y espiritual –las dudas acerca del futuro, los prontos celosos de Auristela, su lid interna entre el amor divino y el humano–. Es por ello, por la necesidad de consignar el análisis introspectivo, que los libros II y IV se desarrollan en derredor de un espacio único, la isla de Policarpo y la ciudad de Roma; en especial en lugares privados o cerrados: el palacio-corte de Policarpo, de un lado, y la casa de Manasés en que se aloja el hermoso escuadrón, el sitio en que Auristela es adoctrinada por los canónigos penitenciarios, la casa de la cortesana Hipólita y la del gobernador, del otro; si bien, en Roma la calle desempeña un papel crucial. La ciudad124 como espacio narrativo es constitutiva del diálogo celestinesco, de la novela picaresca, la novela cortesana y la imbricación de ambas, de la sátira, la prosa festiva y el relato costumbrista, de la comedia, sobre todo la urbana de ambientación contemporánea, y los entremeses, así como de otros géneros poéticos y de prosa no ficcional. Será, por consiguiente, y en tanto que se fusionan diversos elementos procedentes de algunos de estos modelos literarios –el diálogo celestinesco a la manera de La lozana andaluza, la novela cortesana y la picaresca, singularmente–, el ámbito propicio para el surgimiento peripecia. Es discreto señalar que Cervantes, en el diseño constructivo de sus dos últimas creaciones en prosa de imaginación, El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha y Los trabajos de Persiles y Sigismunda, ubicó deliberadamente un espacio urbano como clímax del relato. De modo y manera que, en cierto sentido, Barcelona es a don Quijote y Sancho lo mismo que Roma a Periandro y Auristela: la culminación de sus aventuras y trabajos; después, de hecho, no resta más que el retorno a casa. Solo que la experiencia para unos y para otros es –aparentemente– de signo contrario. Mientras que Periandro y Auristela, tras el perfeccionamiento y acrisolamiento de su amor a través de múltiples pruebas y un dilatado viaje por mar y tierra, alcanzan la felicidad en Roma, bien que luego de superar dos severos trances que aproximan sus vidas al umbral de la muerte: Auristela, el hechizo de la judía Julia a expensas de Hipólita, que la postra, enferma, en cama y la convierte en un monstruo de fealdad, y Periandro, las graves heridas que le inflige torcidamente Pirro el Calabrés; don Quijote sufre, en la marina de la ciudad condal, el no pensado varapalo de la derrota que supone el fin de 123 Sobre la prueba como el elemento compositivo-organizativo principal de la novela de tipo griego y sobre su significado, véase Bajtín (1989: 257 y ss.). 124 Sobre la ciudad como espacio del Barroco, véase Maravall (2000: 226-267).

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su ensueño caballeresco, el cual, al cabo, le conduce, al vencerse a sí mismo, al desengañarse, de la locura a la cordura. En las calles de Barcelona y de Roma, don Quijote y Sancho y Periandro y Auristela resultan, por mor de su condición, personajes extraños, cándidamente ingenuos, ridículos los primeros, ajenos los segundos al mundo doloso, prostibulario y corrupto de la curia papal, que no pasan, por supuesto, desapercibidos: tanto revoltillo suscita la catadura de don Quijote como la belleza celestial de Auristela. Pero no todo les es adverso; y, así como el hidalgo manchego es recibido con honores en el puerto –las armas– y tiene la oportunidad de visitar una imprenta en pleno funcionamiento –las letras–, el príncipe segundón de Tule contempla, arrobado, el museo que alberga la lonja de Hipólita y la princesa de Frislanda ve cumplido su voto. Como sostuviera Joaquín Casalduero (1975: 197), «el primer capítulo del libro IV tiene tres partes diferentes». La primera no es sino el modo en que Cervantes engarza el final del libro III con el inicio del IV, que consiste en comentar el último acontecimiento del libro anterior: la breve discusión del escuadrón a propósito de la legitimidad de la acción de Isabela Castrucho para imponer su gusto y conseguir el marido por ella elegido. La segunda se refiere a la conversación privada que mantienen Periandro y Auristela acerca de su futuro en la vecindad de Roma, y que comporta la focalización definitiva de la historia principal. La tercera, que atiende al escuadrón de peregrinos en tanto personaje colectivo que viaje a Roma, lo constituye su participación en la Flor de aforismos peregrinos que está compendiando «el hombre curioso», en que cada cual minimiza su experiencia vital e individual. La cercanía de Roma, y por ello del cumplimiento de su voto, provoca que los fingidos hermanos traten y analicen su situación. Es una conversación crucial para el desenlace de la trama, pues hasta ahora Periandro y Auristela no han tenido más que una sola voz, salvo en la ocasión en que ella padeció el rigor de los celos que la empujó a convertirse en casamentera de su amante. Sin embargo, a partir de ahora cada uno entenderá y, en especial, sentirá el fin de su peregrinación de modo diferente, se individuarán. Para Periandro, más interesado en su unión con Auristela que en otra cosa, ha llegado el momento de recoger los frutos del amor largamente demorados por su incesante deambular: la espera y la impaciencia no le dejarán ya, en contraste con su antigua actitud sumisa, complaciente, virtuosa y casta. Auristela, por el contrario, no las tiene todas consigo, prevé que la llegada a Roma no resuelve definitivamente conflicto que precipitó su viaje, puesto que desposarse con Periandro no despeja de dudas y temores su futuro, sino que lo acentúa o agrava, en tanto que, a contrapelo de sus congéneres clásicos y españoles, no pueden regresar a su patria. Además, al calor del catolicismo, Auristela acendrará su devoción hasta el extremo de sopesar y elegir el enclaustramiento conventual. Por otro lado, como viene siendo habitual en las escasas

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ocasiones en que los dos amantes han tenido la posibilidad de hablar a solas, sus palabras sirven también para desvelar parte de su secreto. En efecto, Periandro le dice a Auristela: «ya los aires de Roma nos dan en el rostro; ya las esperanzas que nos sustentan bullen en las almas; ya ya hago cuenta que me veo en la dulce posesión de mi amada» (IV, i, 628), por lo que le pide que analice sus sentimientos con el fin de saber si mantiene la palabra dada: «Mira, señora, que será bien que des una vuelta a tus pensamientos y, escudriñando tu voluntad, mires si estás en la entereza primera, o si lo estarás después de haber cumplido tu voto» (IV, i, 628). Del mismo modo que ante la enajenación de Auristela y la celada que le tendió en el palacio de Policarpo, Periandro ratifica su incondicional amor sacando a relucir su identidad originaria: De mí te sé decir, ¡oh hermosa Sigismunda!, que este Periandro que aquí ves es el Persiles que en casa del rey, mi padre, viste; aquel, digo, que te dio palabra de ser tu esposo en los alcázares de su padre y te la cumplirá en los desiertos de Libia, si allí la contraria fortuna nos llevase (IV, i, 628).

Auristela, en primera instancia, se sorprende, «maravillada» como está «de que Periandro dudase de su fe» (IV, i, 628), y no hace sino refrendar su amor y confirmar su promesa: Sola una voluntad, ¡oh Persiles!, he tenido en toda mi vida, y esa habrá dos años que te la entregué, no forzada, sino de mi libre albedrío; la cual tan entera y firme está agora como el primer día que te hice della; la cual, si es posible que se aumente, se ha aumentado y crecido entre los muchos trabajos que hemos pasado (IV, i, 628).125

No obstante su aserción y sus garantías amorosas, Auristela vacila, titubea, manifiesta su inseguridad ante la vida que los espera toda vez que se desposen: Pero, dime: ¿qué haremos después que una misma coyunda nos ate y un mismo yugo oprima nuestros cuellos? Lejos nos hallamos de nuestras tierras, no conocidos de nadie Este fragmento del parlamento de Auristela ha sido destacado por Isabel Lozano-Renieblas (1998: 51) como prueba evidente del surgimiento en la novela de aventuras barroca, sobre todo en el Persiles, del tiempo interior, a diferencia de los modelos clásicos, en los que el amor no sufre modificación alguna entre el enamoramiento inicial y el matrimonio final: «El amor de Sigismunda hacia Persiles es el mismo pero, como expresa Sigismunda, ha salido fortalecido. Los acontecimientos que retardan el matrimonio ya no son un sin fin de pruebas que no dejan huella, sino que adquieren una incipiente significación temporal, aunque sea embrionaria». 125

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en las ajenas, sin arrimo que sustente la yedra de nuestras incomodidades. No digo esto porque me falte el ánimo de sufrir todas las del mundo, como esté contigo, sino dígolo porque cualquiera necesidad tuya me ha de quitar la vida. Hasta aquí, o poco más o menos de hasta aquí, padecía mi alma en sí sola, pero, de aquí adelante, padeceré en ella y en la tuya; aunque he dicho mal en partir estas dos almas, pues no son más que una (IV, i, 628-629).

Aunque el lector carece aun de datos suficientes para entender adecuadamente la incertidumbre y la pavura que asaltan a Auristela, no sucede lo mismo con Periandro, que conoce perfectamente a qué se está refiriendo su amada. Por ello, se muestra más optimista e intenta sosegarla, por cuanto, si bien «no es posible que ninguno fabrique su fortuna… desde el principio hasta el cabo», después de juntos, campos hay en la tierra que nos sustenten, y chozas que nos recojan, y hatos que nos encubran: que a gozarse dos almas que son una, como tú has dicho, no hay contentos con que igualarse, ni dorados techos que mejor nos alberguen. No faltará medio para que mi madre, la reina, sepa donde estamos, ni a ella le faltará industria para socorrernos; y, en tanto, esa cruz de diamantes que tienes y esas dos perlas inestimables comenzarán a darnos ayudas (IV, i, 629-630).

La explicación satisfactoria del pasaje la obtendremos cuando conozcamos la gestación de su amor merced a la analepsis completiva, sexta y última de la obra, que relata el ayo de Periandro, Seráfido, y que ha dado pie a una interpretación sumamente acertada de Lozano-Renieblas (1998: 77-78): No se trata de una preocupación retórica o aislada [la de Auristela], sino que esa inquietud reiterada por el día de después, que casi podríamos llamar desasosiego, se deriva del argumento mismo del Persiles y contribuye a forjar el principio de individuación de la heroína, caracterizada por una personalidad escindida. En las novelas griegas no hay lugar para esta preocupación, puesto que la novela se acaba cuando los amantes se reúnen. A su regreso, el premio por haber salido victoriosos de todas las pruebas es la vuelta a casa y la celebración de la boda. Sin embargo, Persiles y Sigismunda huyen, no porque los padres respectivos se opongan a su amor, como en las novelas griegas [también en las españolas, a excepción de la Selva de aventuras y del malentendido de El peregrino en su patria de Lope], sino, al contrario, porque Persiles, ayudado de su madre, ha huido con Auristela, prometida de su hermano, Magsimino. Los protagonistas saben que no pueden volver a casa como sus homólogos de género, y de ahí su inquietud.

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Como iremos viendo, la preocupación ante un futuro incierto que atribula a Auristela irá en incremento y se tornará en un factor coadyuvante en su decantación por la vida conventual, al sumarse a la extremada defensa de su pureza virginal y al asomarse al abismo de la muerte a causa de la pasión irregular que despierta Periandro en Hipólita. Otro aspecto singular que cabe destacar de la conversación de los héroes es la respuesta con que Periandro pretende atajar la zozobra de Auristela ante los interrogantes del porvenir, habida cuenta de que comporta una manifiesta ofensa al cumplimiento del principio poético del decoro, en virtud de lo poco heroico que resulta la solución de apoyarse, antes que en su propia capacidad de actuación, su denuedo y su coraje, en el auxilio de su madre o en la venta de las joyas de su amada. Scaramuzza Vidoni (1998: 208) sostiene que esta falta de determinación y valentía estriba en que «desde el comienzo Persiles / Periandro se halla en un estado de sumisión y dependencia de su madre». Y, en efecto, así resulta ser en el inicio cronológico de la historia; empero, después de haber protagonizado múltiples hazañas, algunas tan portentosas como la domesticación del caballo del rey Cratilo o tan arriesgadas como el intento de detención de Domicio, el marido de la mujer paracaidista, sorprende su falta de responsabilidad, arrojo e intrepidez para revertir los apremios que pueda deparar el futuro. En este libro IV Periandro se define como un personaje pasivo, sujeto a la voluntad de su amada y a los caprichos del azar, tan alejado del capitán corsario que fabrica, a su antojo, su propia fortuna cuanto próximo al cautivo que deslumbra por su belleza a la salida de una mazmorra. La configuración problemática, ambigua e irónica de Periandro como personaje, resultado de la tensión entre sus contrapuestos procederes, responde, como hemos apuntamos ya y como veremos más adelante, al intento de Cervantes de combinar las características etopéyicas del protagonista masculino de la novela de tipo griego, que se peculiariza por ser el complemento de la protagonista femenina, por su pasividad, su inacción y su incuria y por su talante llorón y gemebundo, con las del héroe clásico y el caballero andante. Y, naturalmente, se corresponde con la duplicidad de Auristela, que oscila entre su olímpica frialdad y sus prontos celosos. Así como también con la de don Quijote, loco a la vez que cuerdo, y la de Sancho, no más tonto que listo. En cualquier caso, la conversación de Periandro y Auristela pone sobre la mesa la necesidad de tener que resolver el conflicto principal de la novela para que su caso de amor arribe a buen puerto, aquel que precipitó su huida de la corte palatina de Tule disfrazada bajo el fingimiento de un viaje a Roma en cumplimiento de un voto. Como venimos viendo, Cervantes, desde que sus personajes protagonistas pisaron suelo francés, está enfilando, sutilmente, de propósito, todos los sucesos al desenlace.

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La tranquilidad y el sosiego con que han viajado Periandro y Auristela desde Lisboa hasta las cercanías de Roma, como consecuencia de la ausencia de pretendientes y rivales amorosos, se desvanece de la forma más sorprendente. Los diferentes lugares amenos situados en la parte meridional del Persiles han dejado de ser los espacios propicios para la paz y la calma, los remansos para la comunión con la naturaleza y la recreación de las horas de la siesta. Estos lugares estilizados y pseudo pastoriles se tornan ahora en el lugar propicio para la peripecia, la venganza y la violencia; bien es verdad que Cervantes había transgredido los cánones del mundo bucólico, ya en el comienzo de La Galatea, al mostrar el asesinato de Carino, fin de la novela trágica de Lisandro y Leonida, patentizando así «lo anti-pastoril que era su pastoril», seguramente porque «en la baraja de la Vida… el triunfo lo constituye la Muerte» (Avalle-Arce: 1996, XVIII y XIX). Sucede, pues, que a la vera de la ciudad eterna los amantes nórdicos y sus compañeros de viaje deciden detener su camino para solazarse en una intrincada y apacible floresta con el ánimo de guarecerse de los calores vespertinos. Nada más adentrarse en la espesura, «alzó acaso los ojos Auristela y vio pendiente de la rama de un verde sauce un retrato, del grandor de una cuartilla de papel, pintado en una tabla, no más del rostro de una hermosísima mujer; y, reparando un poco en él, conoció claramente ser su rostro el del retrato» (IV, ii, 637). Se trata de la primera de una serie de imágenes pictóricas suyas con que se topará en Roma y que tantos quebraderos de cabeza le ocasionarán. Ni ella ni Periandro caen en la cuenta de que el retrato sea el que pintó de memoria para el duque de Nemurs el artista que perseguía a la mujer más bella, con la cual espera desposarse el aristócrata francés. El retrato, empero, no es el único sobresalto que les asalta, por cuanto «a este mismo instante dijo Croriano que todas aquellas hierbas manaban sangre» (IV, ii, 637). Tanto la naturaleza quintaesenciada como la verdura salpicada por el humor nos retrotraen directamente a la dehesa extremeña donde perece, a causa de una infame traición, don Diego de Parraces. Se trata, con todo, de una imagen harto frecuente en literatura, especialmente en la ficción caballeresca y en la poesía épica.126. Un excelente ejemplo, que Cervantes seguramente paladeó con delectación, es el romance de Góngora, En un pastoral albergue, que remeda, como es bien sabido, el encuentro y los amores de Angélica la bella y el paje Medoro, cantados por Ariosto en el canto XIX del Orlando furioso de Ariosto –y bellísimamente recreados por el Aldana más sensual en el fragmento de su Medoro y Angélica que encontrara José Manuel Blecua–. Allí, en el admirable poema gongorino, en ese ambiente pastoril favorecedor del deleite erótico, 126 Sirvan, si no, como botón de muestra estos dos versos de la Eneida: «raptabatque uiri medacis uiscera Tullus/ per siluan, et sparsi rorabant sanguine uepres» («y Tulo las entrañas del embustero arrastraba / por el bosque, y sangre goteaban los abrojos empapados») (Virgilio, Eneida, VIII, 644-645).

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al malherido mancebo, «las venas con poca sangre, / los ojos con mucha noche, / lo halló en el campo aquella / vida y muerte de los hombres. / Del palafrén se derriba, / no porque al moro conoce, / sino por ver que la hierba / tanta sangre paga en flores» (en Alonso: 1994, 239).127 La hierba purpurada de la fronda, cual jardín de senderos que se bifurcan, se diverge en dos regueros que conducen a Periandro y a Auristela a toparse entre unos juncos, para su desconcierto, con el más pertinaz de sus rivales y hostigadores, el príncipe Arnaldo de Dinamarca, bañado en sangre, y a Croriano, cuyo pasmo no es menor, con su amigo, el duque de Nemurs, entre unos espesos árboles lleno igualmente de sangre. Uno y otro noble, ignorantes de los presentes y en estado semi inconsciente de desvanecimiento, se quejan acerbamente, aun de forma críptica, de su contendiente por la posesión de la tabla, convirtiendo en evidencia la hipótesis de que se hayan herido recíprocamente en duelo. Parece, pues, indudable la intromisión, sutilmente remozada, de la bucólica en el marco de la novela de tipo griego, en tanto en cuanto que al espacio campestre se le suma una de las constantes del género: la cuestión de amor; pero que se integra con evidente maestría en los avatares de los protagonistas. A renglón seguido de la focalización de la historia de amor de Periandro y Auristela retoñan de nuevo los pretendientes y, con ellos, el desasosiego y la excitación. Pero ahora, habida cuenta la rivalidad de los dos enamorados de Auristela, aparte de soportarlos con estoica resignación, han de vigilarlos solícitamente a fin de evitar que no vuelvan a enfrentarse. Porque el príncipe de Dinamarca y el duque de Nemurs son incapaces de trocar su competencia en una amistad cómplice, a la manera de Sireno y Silvano, en La Diana de Montemayor, o de Elicio y Erastro, en La Galatea; antes bien, no hacen sino confirmar la tesis de Quevedo de que Amor no admite compañía de competidor, ansí como el reinar, que informa el soneto No admite, no, Floralba, compañía, en cuyos versos finales se lee: «la soledad es paz y corona; / la compañía, sedición y guerra» (Quevedo, Poesía amorosa (Erato, sección primera), núm. 33). Ellos, en efecto, que no han venido disfrazados de pastores, sino de peregrinos, como conviene al ambiente de fingida romería en que ha devenido la acción del Persiles, sufren los rigores del amor con daño y con rabias de celos; y así, por un lado, «al oír Arnaldo el nombre del duque, se estremeció todo, y dio lugar a que los fríos celos se entrasen hasta el alma por las calientes venas, casi vacías de sangre», mientras que, por el otro, «casi esto mismo estaba diciendo el duque a Ruperta y Croriano» (IV, ii, 640 y 641). El odio mortal que se profesan se templa momentáneamente merced a que Periandro, en calidad de hermano de Auristela, se queda con el retrato 127 En el pasaje del Orlando furioso, antes de que irrumpa Angélica, Cloridano, al ver a Medoro exangüe, «del proprio sangue rosseggiar la sabbia / fra tante spade, e al fin venir si mira; / e tolto che si sente ogni potere, / si lascia a canto al suo Medor cadere» (XIX, estr. xv, 5-8).

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origen de la disputa «en su poder como en depósito» hasta «mejor coyuntura» (IV, ii, 641). Sosegados, pues, se dejan trasladar a sendos alojamientos, en donde serán curados y se repondrán de las heridas recibidas e infligidas. Mientras tanto, un paje del duque relata por extenso cómo se desencadenó la cruenta batalla. El duelo que dirime la cuestión de amor planteada por la posesión legítima del retrato de Auristela por parte de Arnaldo y el duque de Nemurs le resulta familiar al lector del Persiles, pues no puede sino recordarle al que enfrentó a los dos capitanes amigos del príncipe en la isla nevada para, el vencedor, hacerse poseedor del amor de una enferma terminal como Taurisa, la que en otro tiempo fue doncella de Auristela. Y es que ambas parejas de duelistas se enfrentan, en efecto, por la propiedad de una belleza sin contar en ningún momento ni con su voluntad ni con su beneplácito. Así sucede en la contienda de los capitanes, a causa de que Taurisa, impedida por su mortal afección, no puede tomar partido por ninguno de los dos, supuesto el caso de que quisiera hacerlo; así también en la pugna de los insignes aristócratas, que hunde sus raíces en la tradición cortesano-caballeresca, en razón de que dirimen sus fuerzas por una tabla pintada. En un caso y en otro la sangre mana a borbotones, hasta impregnar de rojo la pureza virginal de la blanca nieve y la pacífica verdura del locus amoenus. Cervantes subraya, en los dos casos, la sujeción de eros y tánatos y el desatino del amor que embarga los corazones y obnubila la razón. Si finalmente el príncipe y el duque, a diferencia de los capitanes, no fallecen en su desatinado propósito es por una mera necesidad del argumento, que prescribe que, frente a la calidad de su amor, tendrá que acrisolar Periandro el suyo, al tiempo que constituyen un obstáculo, una prueba más, que la pareja debe sortear para hacerse merecedora de la dicha final. Por lo pronto, su rivalidad amorosa trae consigo el resurgimiento del tema los celos en la trama medular del Persiles. Lo que, por un lado, viene a denotar el primer indicio de la superioridad afectiva de Periandro, puesto que, así como ha aceptado en todo momento con nobleza e integridad a sus adversarios, demostrando con ello que, ciertamente, puede haber amor sin celos, así también obra ahora. Mientras que, por el otro, viene a anticipar la curiosidad impertinente que acometerá una vez más a Auristela, en analogía o paralelismo constructivo con lo que había sucedido en la parte final del libro I, desde que el príncipe de Dinamarca arriba al puerto de Gotlandia, en cuyo mesón se aloja la comitiva encabezada por Periandro y Auristela, y, en el II, durante la primera parte de su estancia en el palacio del rey Policarpo. Los duelos, los desafíos y los juicios de Dios tienen una significativa presencia en la producción literaria de Cervantes, como le corresponde a su época, a pesar de las prohibiciones decretadas por el Concilio de Trento, en el canon XIX de la sesión XXV. Con ellos ocurre lo mismo que con las bodas secretas: tienen un enorme potencial

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literario. En el marco del Persiles, se registra el público y formal de Renato y Libsomiro. Fuera del Persiles, hallamos el de Timbrio y Pransiles, en La Galatea; el de don Quijote con el vizcaíno, en el Ingenioso hidalgo; el medio duelo entre Ricardo y Cornelio, en El amante liberal; el de Ricaredo y el conde Arnesto, en La española inglesa; el de los padres de Teodosia, Leocadia y Marco Antonio, en Las dos doncellas; el desigual entre el duque de Ferrara y Lorenzo Bentibolli y sus acompañantes, en La señora Cornelia; el frustrado de don Fernando con Alimuzel, en El gallardo español; el de Lugo con el Lobillo y el Ganchoso, en El rufián dichoso; el de Dagoberto, Manfredo y Anastasio, en El laberinto de amor; el del soldado y el sacristán Lorenzo Pasillas, en La guarda cuidadosa; los de don Quijote con el caballero de los Espejos, con Tosilos y con el caballero de la Blanca Luna, y el de el licenciado Corchuelo y el bachiller, en el Ingenioso caballero. Evidentemente, las variaciones que se aprecian entre ellos son abundantes; tienen que ver sobre todo con el tipo de enfrentamiento y su carácter, si bien la mayoría de las causas responden a cuestiones de amor o de honra, a falsas acusaciones y a demostraciones de valentía o de habilidad en el arte de la esgrima. Es importante señalar que en muchos los casos los duelos se frustran en el último momento; en otros, por el contrario, corre la sangre y se desencadena, ora el drama, ora la tragedia. Los del Quijote y el de La guarda cuidadosa no dejan de ser, por lo abultado, paródico-burlescos e incluso estrambóticos, en especial el del hidalgo manchego y el vizcaíno y el del entremés, conforme a las armas ofensivas y defensivas empleadas;128 los del Quijote, sin embargo, son siempre experimentados de tejas abajo desde diversas perspectivas por los combatientes, así como, si lo hay, por el público que lo presencia o asiste a él, y el final de don Quijote y el caballero de la Blanca Luna representa un acto de venganza en toda regla. Aun cuando algunos de ellos constituyen un motivo genérico afiliado al mundo de la caballería, como por ejemplo los del Quijote, el de El laberinto de amor y el de Renato y Libsomiro del Persiles, aun cuando su tratamiento sea serio, cómico o paródico, todos o casi todos comportan una severa crítica a tal forma de resolver los conflictos, en especial los relacionados con la honra, así como a la creencia de que la Divina Providencia favorece a los lidiadores justos. Cervantes parece preferir el uso de la razón, la autognosis, el dominio de sí y el ingenio; y por ahí que muchos de ellos ni siquiera lleguen a producirse. Con la ciudad eterna ante sus ojos, la caravana de romeros se topa con un peregrino que, por deshacer un vituperio que a Roma hizo un poeta satírico,129 en que se 128 Los duelos de las dos partes del Quijote han sido espléndidamente analizados por Bénédicte Torres (2002: 25-82). 129 El soneto fue estudiado y editado por Lara Garrido (1994). Romero Muñoz lo reproduce y comenta en el apéndice XXX de su ed. del Persiles, pp. 744-745.

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reflejaba su imagen más descarnada, ha compuesto, «como cristiano» (IV, iii, 645), un soneto en enaltecimiento de la religiosidad de la urbe. De este modo, aun antes de que Periandro y Auristela pongan los pies en sus calles, Cervantes nos muestra, no sin una clara intención argumental, las dos caras de Roma,130 por cuanto la prueba final del Persiles que ha de sortear la pareja versa, a un tiempo, sobre la tentación de la carne y sobre la tentación de la religión. Aunque no serán las únicas, pues entre las asechanzas libidinosas de Hipólita la Ferraresa y la decisión de Auristela de adoptar la vida conventual, se sitúa, en perfecta relación de causa-efecto con ambas, la superación de la belleza física a favor de la espiritual, o sea, el ideal amoroso del neoplatonismo de «contemplar aquella otra hermosura que se ve con los ojos del alma» (Castiglione, El cortesano, IV, 68, 529). Aparte de que la entrada de los romeros en la ciudad se produce justamente por las calles más representativas de la prostitución (la puerta del Pópulo, el arco de Portugal, la calle de Nuestra Señora del Pópulo, la calle de los Bancos, etc.), aparte de entablar contacto de inmediato con la población judía, que les consigue alojamiento y concertarán el encuentro de Periandro con Hipólita, lo que más se pondera a su llegada a Roma no es sino la belleza sobrehumana de Auristela, de la que comenta un poeta romano, parafraseando el Arte de amar de Ovidio:131 Yo apostaré que la diosa Venus, como en los tiempos pasados, vuelve a esta ciudad a ver las reliquias de su querido Eneas. Por Dios, que hace mal el señor gobernador de no mandar que se cubra el rostro desta movible imagen. ¿Quiere, por ventura, que los discretos se admiren, que los tiernos se deshagan y que los necios idolatren (IV, iii, 647).

De hecho, toda vez que se aposentan en la casa de Manasés, la fama de la belleza de Auristela se extiende rápidamente por toda la urbe, hasta el punto de que la gente, ávida de novedades y aguijoneada por la curiosidad, se planta delante de la casa e, inclusive, «llegó esto a tanto estremo, que desde la calle pedían a voces que se asomasen a las ventanas las damas y las peregrinas… Especialmente clamaban por Auristela» (IV, iv, 648). Esta situación, como queda dicho, resulta, en cierto modo, equivalente a la que padece don Quijote en las calles de Barcelona. Empero, dado que el reclamo es la belleza femenina, se asemeja más a la de Constanza en la posada toledana del Sevillano, en La ilustre fregona; tanto más si tenemos en cuenta que una y otra hacen caso omiso de los deseos que suscitan: sus preocupaciones se centran en otros menesteres 130 Véase Scaramuzza Vidoni (1998: 164-170); Lozano-Renieblas (1998: 184-188); y A. Rey y F. Sevilla (1999: LIII-LVII). 131 «La madre de Eneas se ha quedado a vivir en la ciudad de su hijo» (Ovidio, Arte de amar, p. 352).

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más virtuosos que la banalidad de las alabanzas que suscitan. No obstante, Auristela, a diferencia de Constanza, que no sale de su encierro, sí se dejará ver por las calles romanas, aunque no sea más que lo imprescindible para seguir los cursos de instrucción católica de los penitenciarios. Pese a todo, no le saldrá, de entre los moradores de la ciudad ningún pretendiente; aunque, a decir verdad, tampoco los necesita, puesto que ya cuenta con el príncipe Arnaldo y el duque de Nemurs que idolatran su hermosura y contiende por ella. Hemos venido diciendo a lo largo del análisis de los trabajos de amor de Periandro y Auristela que Cervantes se complace en enfrentar o reduplicar algunos de los acontecimientos que vivencian sus protagonistas con los de otras parejas, como la separación de la barca y el esquife, que dividió a Auristela y Transila de Periandro y Ladislao, respectivamente, o las falsas muertes de Periandro y Antonio el hijo y las subsiguientes reacciones de sus hermanas. Empero, se podría registrar un ligero desequilibrio en los papeles funcionales de los dos amantes, en tanto que Auristela, por separado, se había mirado, como en un espejo, en Transila, por culpa de los temores que los celos le habían infundido en su pecho tras la narración del capitán corsario enviado por Sinforosa, y de la que había resultado un sorprendente contraste entre la seguridad amorosa que evidenciaba la hija de Mauricio ante la ausencia de su marido y la reacción de ella por la de su hermano amante. La equidad en este aspecto se consuma en Roma, dado que es ahora Periandro el que puede observarse reflejado en otro personaje, por cuanto su impaciencia amorosa por desposarse con su fingida hermana es, efectivamente, la misma que embarga al príncipe Arnaldo: «Auristela […], pues ya está en Roma, adonde ella ha librado mis esperanzas, se tú, ¡oh hermano mío!, parte para que me las cumpla” (IV, iv, 650). Es más, los celos desempeñan también aquí un importante papel, solo que es el príncipe, como antes su reverenciada, quien padece la dolencia a causa del duque de Nemurs, por cuya presencia y rivalidad el grupo de peregrinos ha visto perturbada su avenencia. La reduplicación se refuerza aun más después de la catequización de nuestros héroes, dado que «con otros ojos se miraron de allí adelante Auristela y Periandro; a lo menos, con otros ojos miraba Periandro a Auristela, pareciéndole que ya ella había cumplido el voto que la trajo a Roma, y que podía, libre y desembarazadamente, recibirle por esposo» (IV, vi, 658).132 El adoctrinamiento católico de la pareja protagonista, de algún modo, acentúa sus discrepancias y diferentes expectativas, puesto que la pretensión de Periandro de 132 «Ante las enseñanzas romanas, Persiles no manifiesta sino cortés indiferencia y deseos de casarse de una vez por todas» (Blanco, 1995: 632).

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consumar su amor bajo la égida del matrimonio choca vigorosamente tanto con la honestidad sin mácula de Auristela, incrementada más si cabe luego de la catequesis, como con sus dudas y recelos ante el futuro que se le abre si se desposa con él: Testaba mirando si por alguna parte le descubría el cielo alguna luz que le mostrase lo que había de hacer después de casada, porque pensar volver a su tierra lo tenía por temeridad y por disparate, a causa de que el hermano de Periandro, que la tenía destinada para ser su esposa, quizá, viendo burladas sus esperanzas, tomaría en ella y en su hermano Periandro venganza de su agravio. Estos pensamientos y temores la traían algo flaca y algo pensativa (IV, vi, 659).

Esto quiere decir, por otra parte, que el cumplimiento del voto de Auristela no culmina el texto, o, dicho de otro modo, el componente religioso de la obra, aun siendo sumamente importante, no es el determinante;133 antes, al contrario, es el que propicia el desenlace, en tanto que todavía queda pendiente de resolución lo que motivó el peregrinaje. No en vano, estos resquemores de Auristela precisamente lo que anuncian son su inminencia, allanan el camino de la aparición directa de Magsimino y, con él, la resolución del conflicto, si de lejos cuando nuestra heroína le proponía a Periandro que asegurase su futuro aceptando a Sinforosa por esposa, de forma más persistente a medida que la novela toca a su fin. Antes, sin embargo, tendrán que superar su última tentación. El desenlace de la trama medular del Persiles guarda relación con un significativo número de historias cervantinas, como iremos viendo, aunque quizá las más próximas sean la de Preciosa y Andrés de La gitanilla, la de Ricaredo e Isabela de La española inglesa, la de Constanza y Avendaño de La ilustre fregona y la de Manuel de Sosa Coitiño y Leonor Pereira. Más allá de los paralelismos que hemos trazado entre Auristela y Constanza, sucede que, desde una perspectiva estructural, presentan la peculiaridad 133 De todos modos, cabe preguntarse, con Scaramuzza Vidoni (1998: 131 y 133), de qué les sirve la catequesis de los penitenciarios a Periandro y Auristela, conforme a su constante ejercicio de la virtus, basado en la templanza, la prudencia y la discreción, y a su perfección moral y espiritual: «El hecho de no tener un conocimiento preciso de los dogmas no les impide comportarse desde el principio de una manera presentada como extremadamente virtuosa. Podemos incluso preguntarnos qué reciben, en materia de cristianismo, los dos protagonistas en Roma que antes no tuvieran. En definitiva se trata de puntualizaciones bastante escolásticas sobre algunos dogmas de fe y sacramentos, sin que se toque sustancialmente la moral (sobre todo en lo que tiene que ver con la castidad y la fidelidad), los dos aparecen como perfectos desde el principio». Tanto más cuando «surge la impresión de que para Cervantes, en la práctica, la calificación de cristiano e incluso de católico, más allá de las manifestaciones formales de ortodoxia que de vez en cuando él introduce, está ligada no tanto al encuadramiento eclesiástico-institucional, como a una especie de comunidad ideal basada en los principios morales fundamentales de la humanidad».

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de que confluyen en el desenlace el principio y el final de la historia –en La ilustre fregona al menos en lo que concierne a la biografía de Constanza–. Este aspecto, en tanto en cuanto constituye una de las similitudes que exhiben La gitanilla y La ilustre fregona, comporta que la novela de Preciosa se empareje igualmente en este sentido con el Persiles. Si bien no es el único ni el más relevante, habida cuenta de que uno de los acontecimientos que precipita el desenlace de La gitanilla es la falsa acusación que sobre Andrés/don Juan formula la Carducha, luego de prendarse de él, declararle su amor y recibir su negativa. Se trata ciertamente de lo mismo que le ocurre a Periandro con Hipólita. En los dos casos, de hecho, la falsa denuncia prospera, en parte, merced al atuendo que visten ellos, el de gitano Andrés y el de romero Periandro, que es un disfraz que cela su verdadera identidad; además, por culpa de los amores de la mesonera y la cortesana, los dos terminan por verse envueltos en violentas reyertas que resultan trágicas para sus opositores; y al final, cuando se destapa todo, ni la Carducha ni Hipólita reciben ningún castigo, ya que se arrepienten públicamente de la acusación. En cuanto a las historias de Ricaredo e Isabela y de Manuel de Sosa y Leonor, como se sabe, la relación que establecen con la de Periandro y Auristela gira en torno a la disyuntiva de las heroínas entre el amor divino y el humano. Entre La española inglesa y la trama medular del Persiles las correlaciones son más numerosas, como la pérdida momentánea de la salud y la belleza de Isabela y Auristela a causa de sendos hechizos, la reacción de Ricaredo y Periandro ante ello y otros pormenores atenidos al modo en que surge el amor de ambas parejas y sus consecuencias inmediatas. Cervantes, en estos momentos finales del Persiles, tiene que anudar todos los hilos de la trama, y lo hace con suma maestría, lo resuelve con un perfecto dominio de los recursos narrativos: el momento en que la belleza de Auristela arriba a la cúspide de su fama, idolatrada tanto por la voz común de Roma como por sus pretendientes, los cuales no cesan de disputársela irónicamente a lo largo del libro IV, ya que solo les cabe la alternativa, y ni siquiera finalmente, de poseerla retratada, copiada en una tabla; al fin y al cabo, como quedará evidenciado, su atracción, aunque exista una diferencia de grado ente el duque y el príncipe, no sobrepasa lo que en la tradición neoplatónica se entendía por afecto sensitivo y querer –aunque sea querer bien–, frente al amor genuino de Periandro, y que Cervantes cifra en el dictamen: «la hermosura, en parte, ciega y, en parte, alumbra: tras la que ciega corre el gusto; tras la que alumbra, el pensar en la enmienda» (IV, vii, 667);134 ese momento lo entrelaza con el deseo concupiscente 134 Tal distinción entre querer y amar, entre la hermosura corporal y la belleza del alma, ya había sido establecida en la lección que le brinda Elicio a Erastro: «—No me podrás negar –le dice Erastro a Elicio– que a no ser Galatea tan hermosa, no fuera tan deseada, y a no ser tan deseada, no fuera tanta nuestra pena, pues toda ella nace del deseo. —No te lo puedo yo negar, Erastro –respondió Elicio–, que todo cualquier dolor y pesadumbre

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que engendra Periandro en Hipólita, quien será precisamente la responsable de hacer descender de la perfección a la monstruosidad la belleza física de Auristela y, de forma indirecta, librarla de los pretendientes, dejando a Periandro como el único y verdadero amante. Pero es que el hechizo que enferma a Auristela no es sino lo que la empuja definitivamente, tras meditar sobre la condición mortal del ser humano, la cogitatio mortis, a decantarse por tomar los hábitos y profesar en religión. El rechazo de su amor ocasiona que Periandro, consternado, abandone Roma y se deje arrastrar por el desánimo. Y, a partir de ahí, opera el azar o la fortuna o la variedad y mudanzas de la inestabilidad de la vida, pero hilvanada con la libertad y volición de los personajes. Así, el desamparo conduce a Periandro a toparse, en el camino a Nápoles, con su ayo, quien le señala, indirectamente a través de su conversación con Rutilio, de que Magsimino, su hermano y mayor rival, viene en pos de él y de Auristela, de que se aproxima a Roma gravemente enfermo. Lo que le lleva a dar la vuelta y anunciar la mala nueva a Auristela, con la que se topa en las inmediaciones de Roma, porque ella también, consciente del daño que le había ocasionado su resolución, había partido en su búsqueda, acompañada de Antonio y Constanza. Con los dos amantes frente a frente, se precipitan los acontecimientos: la traición de Pirro, la llegada de Magsimino y la boda, celebrada extramuros de la ciudad eterna y fuera de la iglesia, sancionada por el súbito viraje que experimenta el hermano de Periandro, que usurpa el papel de los ministros no nazca de la privación y falta de aquello que deseamos; mas juntamente con esto te quiero decir que ha perdido conmigo mucho la calidad del amor con que yo pensé que a Galatea querías; porque si solamente la quieres por ser hermosa, muy poco tiene que agradecerte, pues no habrá ningún hombre, por rústico que sea, que la mire que no la desee, porque la belleza, dondequiera que está, trae consigo el hacer desear. Así que, a este simple deseo, por ser tan natural, ningún premio se le debe… Y, puesto caso que la hermosura y la belleza sea una principal parte para atraernos a desearla y procurar gozarla, el que fuere verdadero enamorado no ha de tener tal gozo por último fin suyo, sino que, aunque la belleza le acarree este deseo, la ha de querer solamente por ser buena, sin que otro algún interese le mueva. Y este se puede llamar… perfecto y verdadero amor…, cuando no se quiere más de por ser bueno lo que se ama, sin haber error de entendimiento» (La Galatea, III, 171-172). Recuérdese que, en este mismo texto, un poco más adelante, tendrá lugar el debate filográfico entre Lenio y Tirsi en contra y a favor del amor, respectivamente (La Galatea, IV, 238-262); el cual, como es bien sabido, se apoya, literalmente en determinados pasajes, en tratados neoplatónicos tan representativos como Gli Asolani de Pietro Bembo, compuestos entre 1595 y 1597 y publicados por primera vez en Venecia en 1505, el Libro de natura d’amore (1525) de Mario Equicola, discípulo de Marsilio Ficino, que fue pergeñado hacia 1495 y publicado también en Venecia en 1525, y los Dialoghi d’amore de León Hebreo, redactados a caballo entre los siglos XV y XVI y estampados en Roma en 1535. A ellos, naturalmente, hay que añadir el De amore (1594) de Ficino y el libro IV de Il cortegiano de Castiglione, cuya redacción final data de 1518, mientras que su editio princeps se produjo en Venecia en 1528. Sobre la doctrina erótica de Platón es preciso acudir directamente a El banquete y el Fedro, en concreto al mito del hombre esférico que esboza Aristófanes y a las enseñanzas de Diotima de Mantinea que constituyen el discurso de Sócrates, por un lado, y por el otro, a la palinodia de Sócrates; la evolución del amor platónico hasta el Siglo de Oro ha sido ejemplarmente estudiada por Serés (1996); De Armas Wilson (1991) ha destacado la importancia que desempeña en el Persiles, en especial el mito del andrógino, y véase también Scaramuzza Vidoni (1998: 185-216)

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de Dios, y corroborada por la sangre de nuestro héroe. O sea, en los capítulos finales del Persiles Cervantes anuda todos los hilos de una trama que se conduce tanto por la concatenación de los hechos, basados en el principio de causa-efecto, como por la intervención del azar narrativo. Mientras que Auristela, informada ya de los dogmas tridentinos por los presbíteros penitenciarios, no deja de encontrarse consigo misma pintada sobre la tela, ahora en «un retrato entero de pies a cabeza de una mujer que tenía una corona en la cabeza, aunque partida por medio la corona, y, a los pies, un mundo, sobre el cual estaba puesta” (IV, vi, 659), que vende un comerciante en la famosa «Via dei Banchi Vecchi», el príncipe Arnaldo y el duque de Nemurs no cesan en su porfía desmedida de hacerse con la imagen. Cada flamante retrato de Auristela, este al parecer copiado sobre otro pintado en Francia, acarrea un nuevo enfrentamiento de sus dos postulantes; si el pequeño que ordenó pintar el duque provocó que desenvainaran sus estoques; este de cuerpo entero y de significado metafórico, que abran sus bolsas y despilfarren desatinadamente sus riquezas, con la que esperan poder comprar tanto el cuadro como el amor de nuestra heroína, ya que «cada uno esperaba que había de ser en su favor [la elección], pues al ofrecimiento de un reino y al de un estado tan rico como el del duque bien se podía pensar que había de titubear cualquier firmeza» (IV, v, 651). Y si por culpa del que mandó pintar el aristócrata francés acabaron por herirse, por este terminarán con sus huesos en la cárcel, al ser apresados por el gobernador de la ciudad. Los romanos, en cambio, ante la belleza pintada y el original, prefieren el original, a fin de cuentas ellos, que no dan crédito ante compra tan disparatada, no tienen turbado el raciocinio por los celos, y, en su curiosidad, no dejan de atosigar a Auristela. Hay que decir que la sabrosa disputa del príncipe y el duque por la adquisición del cuadro, en tanto que enfrenta a dos rivales amorosos de una dama de la que ignoran que está enamorada de un tercero, y en la que sacan a relucir una condición social que no se corresponde con su atuendo, se asemeja a la que mantienen los duques Manfredo y Anastasio, en El laberinto de amor, cuando el primero, vestido de estudiante, intenta defenderse de la acusación del padre del segundo, que va disfrazado de labrador, de haber hurtado de su casa a su hija; ambos, como sabemos, están enamorados de Rosamira, que tiene puestos sus sentidos y pensamientos en Dagoberto. No está de más recordar, sin embargo, que es harto habitual, en el conjunto de la obra de Cervantes y en conformidad con el ideario de su época, que aquellos nobles que, sea por la cuestión que sea, rebajan su condición social y se disfrazan para ocultar su verdadera identidad, al verse envueltos en algún altercado siempre sacan a relucir su condición prístina, desencadenándose así una manifiesta discrepancia –y mucha confusión– entre lo que aparentan ser y lo que son realmente. Piénsese, por ejemplo, en el caso que hemos citado de don Juan de

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Cárcamo/Andrés Caballero, en La gitanilla, o en el del joven don Luis, en el Ingenioso hidalgo, o en el de Carriazo, en La ilustre fregona, o, cómica e invertidamente, en el de Rincón y Cortado, en el comienzo de Rinconete y Cortadillo. Es más, asimismo le acaecerá al propio Periandro cuando sea acusado de ladrón por Hipólita, por el hecho de que un peregrino porte consigo una joya de altísimo valor que disuena con lo que aparenta ser. Periandro, en todo caso, era sobradamente consciente de los problemas que le podría ocasionar tener una alhaja tan estimada, porque, en la conversación que mantuvo a solas con Auristela en los umbrales de Roma, le había dicho que «esa cruz de diamantes que tienes y esas dos perlas inestimables comenzarán a darnos ayudas; sino que temo que, al deshacernos dellas, se ha de deshacer nuestra máquina, porque ¿cómo se ha de creer que prendas de tanto valor se encubran debajo de una esclavina?» (IV, i, 630). Huelga decir que se trata de una muestra más de la habilidad con que Cervantes hilvana los entresijos de su texto. La belleza de Auristela, sus retratos, la disputa de los aristócratas y sus acompañantes tienen más que expectantes a los ciudadanos romanos, que no paran de preguntarse «quién fuesen los peregrinos» (IV, vi, 662). Su notoriedad no acarrea, como arriba comentamos, nuevos rivales amorosos para Periandro; pero sí, en cambio, para ella, puesto que, así como «la naturaleza había hecho iguales y formado en una misma turquesa a él y a Auristela» (IV, vi, 666), así también se tienen que equiparar no solo los deseos que suscitan, sino también y sobre todo la honestidad y el modo con que los arrostran. Según Lozano-Renieblas (1998: 184), «la anécdota del encuentro con una prostituta está ya en las Etiópicas de Heliodoro (libro II). Calasiris se lamenta ante Cnemón de que su vida sea un continuo vagar debido a las tentaciones en que incurrió con la cortesana Rodopis», solo que Cervantes tiene cuidado de readaptar este requisito al espacio en el cual se desarrolla, en razón de que «la nueva prueba amorosa que han de superar los amantes forma parte de la imagen misma de Roma».135 Y, efectivamente, a renglón seguido de la catequesis, comparece la rica y culta Hipólita. Empero, tanto el prendamiento de la «dama cortesana» (IV, vii, 666) como las artimañas que pone en juego para rendir a Periandro remiten, a nuestro modo de ver, en derechura al episodio de Ársace, a su enamoramiento y a los recursos que emplea para doblegar la voluntad de Teágenes, en la novela de Heliodoro (libros VII y VIII). Hipólita y Ársace, en efecto, intentan atraerse a Periandro y a Teágenes mediante una exhibición de sus riquezas y de 135 Joaquín Casalduero (1975: 211) señalaba al respecto que «las prostitutas abundan en la obra cervantina». Cruz Casado (1992: 92) comenta, por su parte, que «el intento de seducción de Periandro por parte de Hipólita… remite en su desarrollo a modelos clásicos, como el bíblico de José y la mujer de Putifar o el del jardín de Falerina»; si bien, no dejan de ser referencias citadas por Cervantes en el propio texto del Persiles (IV, vii, 671, el jardín de Falerina, y 672, la «nueva egipcia», mujer de Putifar).

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su hermosura; ante el desdén y la sospecha de que las que dicen ser sus hermanas bien podrían ser sus amantes, no muestran la más mínima conmiseración, antes bien, resentidas, embargadas por la ira, encargan a dos hechiceras, la judía Julia, mujer de Zabulón, y Cíbele, que las envenenen y asesinen para que les dejen el camino expedito; lanzan las dos sendas difamaciones delatoras, si bien, mientras que Hipólita denuncia a Periandro, Ársace acusa a Cariclea. Ambas cuentan además con un aliado para el logro de sus deshonestas pretensiones, Pirro el calabrés y el camarero Aquémenes, hijo de Cíbele. Su atosigamiento se convierte, indudablemente, en la más dura prueba en el peregrinaje de las dos parejas de amantes, la postrera en su accidentado camino al matrimonio. Como resultado, Hipólita y Ársace terminan por sucumbir ante el fidedigno y la castidad sin mácula de los jóvenes. Hipólita, sin embargo, no se reduce, en cuanto personaje, a ser la antagonista de la heroína, tal como le sucede a Ársace con relación a Cariclea; Hipólita, tras un ejercicio de autognosis que le permite comprender que el sentimiento de Periandro para con Auristela es inalterable, muda su propósito, y de tentadora deviene benefactora de la pareja. Aparte de la estancia de Teágenes y Cariclea en el palacio de Ársace, Cervantes, para pergeñar el personaje de Hipólita, su riqueza, su espectacular galería de arte, sus relaciones con las más altas instancias del poder, hubo de tener en consideración la gran tradición de las cortesanas romanas, tanto de la Roma clásica, de las que cita a «la antigua Flora» (IV, vii, 666), como, sobre todo, de la moderna, como, por ejemplo, aquellas mujeres libres de formidable formación intelectual y gran riqueza, «Quintia meretix», la Spagnola o Agnola del Moro, que consolaban el celibato del polémico clérigo humanista Giovanni Della Casa.136 La relación intertextual de esta secuencia narrativa del Persiles se complementa con la intratextual, por cuanto las similitudes que se dan entre los amores de Hipólita y los de la Carducha, en La gitanilla, son, como hemos visto ya, tan incuestionables como significativos. Lo cierto es que la historia de amor de la novela que inaugura las Ejemplares guarda bastantes concomitancias en general con la medular del Persiles: Periandro, como Andrés, se enamora de una mujer que no le corresponde; ellas, Auristela y Preciosa, aunque tengan talantes contrapuestos, son dos defensoras a ultranza tanto de la honestidad como de la castidad, por mucho que una comporte la otra; las dos imponen una especie de noviazgo en el que sus amadores han de comportarse como si fueran hermanos que dura dos años; aunque se inviertan los papeles, los celos turban el sosiego de las dos parejas en sus viajes respectivos; en dos ciudades, o en sus proximidades, dan comienzo las sucesiones de peripecias que conducen directamente al feliz desenlace, entre las que brilla con luz propia la falsa acusación de una 136

Sobre la vida del autor del Galateo, véase Santosuosso (1978).

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pretendiente de los amantes masculinos. Tampoco es mucho si tenemos en cuenta la deuda que manifiesta La gitanilla con la novela de tipo griego.137 Otro eslabón de la cadena es la acusación mentirosa que recae sobre don Quijote por culpa de tres tocadores y unas ligas que dice Altisidora que le han sido sustraídas, «junto con sus tiernas entrañas de enamorada» (Márquez Villanueva, 1995: 3216). En este caso no es más que una parodia de la denuncia falaz, por lo que se trata, en cierto sentido, del envés de las de la Carducha e Hipólita; no obstante ello, Altisidora es a don Quijote lo que Hipólita a Periandro: su más importante seductora y tentadora, como veremos enseguida. Antes hemos aun de mencionar la falsa acusación, que origina todo el conflicto, de El laberinto de amor, así como la que difunde, en el mismo Persiles, Libsomiro a propósito de la honra de Eusebia; denuncias que están claramente emparentadas entre sí en oposición a las otras tres, conforme a que, aunque la del ensayo dramático no sea sino la estratagema que idean Dagoberto y Rosamira para hacer triunfar su amor, una y otra no dejan de ser dos acusaciones que ponen en entredicho la honra de dos damas que se ha de dirimir mediante la celebración pública de un juicio de Dios. Hipólita se ha embelesado de Periandro al verle pasear por la calle «su bizarría, su gentileza» y su supuesta españolidad, «de cuya condición se prometía dádivas imposibles y concertados gustos» (IV, vii, 667); que es asimismo lo que estima la Carducha de Andrés Caballero al saber que es un gitano. Ahora bien, las armas de la Ferraresa, como experta en los asuntos de la seducción y el sexo, son bastante más sibilinas que las que emplea la mesonera de La gitanilla, aunque en el fondo se limiten a una demostración de su belleza y de su riqueza, aderezadas ambas con una franca declaración de intenciones. Mucho más aviesas son las de Altisidora, pues su objetivo no apunta tanto a la incitación sexual cuanto a burlarse del caballero manchego e intentar aniquilar su amor puro e cerebral para con Dulcinea. Y es que Hipólita, «en riquezas podía competir con la antigua Flora y, en cortesía, con la misma buena crianza. No era posible que fuese estimada en poco de quien la conocía, porque con la hermosura encantaba, con la riqueza se hacía estimar y, con la cortesía, si así se puede decir, se hacía adorar» (IV, vii, 666-667). No cabe duda de que se trata, como lo es Altisidora de don Quijote, de la más digna y poderosa enemiga de la castidad de Periandro, mucho más peligrosa de lo que fue Sinforosa; así también, harto correlativamente, más imponente y demostrativa será su victoria. A diferencia de lo que les sucede a don Juan/Andrés y a don Quijote, 137 Como ha analizado García del Campo (1991: 612-615). Es más, aunque los elementos estructurales que conforman la biografía de Preciosa muestran numerosas deudas literarias y están sólidamente arraigados en la tradición popular, en el fondo podría registrarse una influencia muy remozada de los que sustentan la de Cariclea en la Historia etiópica, al punto de que el mesón de la Carducha bien podría ser el trasunto del palacio de Ársace, y, tal vez, el estadio intermedio entra esa secuencia de la novela de Heliodoro y la del Persiles.

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Periandro no está hospedado en el mismo lugar que su tentadora, por lo que Hipólita necesita, amén de su absoluto dominio en el arte de la seducción, de los servicios de un intercesor, y qué mejor que los diligentes del ambiguo Zabulón. Y, en efecto, es el judío quien lleva a Periandro ante «una de las más hermosas mujeres de Roma y aun de Italia», con el designio de constatar si «la curiosidad hace tropezar y caer de ojos al más honesto recato» (IV, vi, 665 y 666). Es en la magnífica mansión de la Ferraresa donde comparece Pirro el Calabrés, el rufián que esquilma tanto la hacienda como la tranquilidad de Hipólita. Que una cortesana de lujo como la Ferraresa, con su cultura y su patrimonio, así como con las relaciones que mantiene con las más altas instancias del poder de Roma, tenga la necesidad de mantener trato con un proxeneta bravucón de la catadura de Pirro es una concesión de Cervantes a una tradición literaria por la que sentía una gran admiración: la de La Celestina de Fernando de Rojas. Este tipo de personaje nace en nuestras letras, en efecto, con Centurio, el bravucón de Areúsa en la tragicomedia, que es el que define las características que lo tipifican, de las que cabe destacar especialmente su codicia, su cobardía y su fingida valentía. Cervantes lo utiliza en Rinconete y Cortadillo con las figuras del Repolido, el Chiquiznaque y el Maniferro, construye sobre él un entremés, El rufián viudo, y lo dignifica hasta hacerle santo en El rufián dichoso. Pirro el Calabrés es, de todo ellos, el que más se asemeja a Centurio, del mismo modo que el que más se aleja es Lugo. Es falso, pávido, facineroso, timorato de enfrentarse a un español, celoso y el encargado de intentar asesinar alevosamente al protagonista, pues a pesar de todo es un «hombre acuchillador» (IV, vii, 667). La presencia de Pirro en estos compases finales del Persiles no constituirá la única referencia que vincule a Roma con el orbe ficcional de La Celestina y, claro está, con el de La lozana andaluza, aunque no es del todo seguro que Cervantes conociera la obra de Francisco Delicado, y aun de la Segunda Celestina de Feliciano de Silva, donde, además de Centurio y Crito, sobresale el rufián Pandulfo.138 En fin, con la cortesana y el peregrino por fin solos, Hipólita «se llegó a Periandro y, sin desenfado y con donaire, lo primero que hizo fue echarle los brazos al cuello» (IV, vii, 669). Esto es, a diferencia de la Carducha y de Altisidora, la Ferraresa primero actúa ante de decir. Sin embargo, la reacción de Periandro no dista mucho de las de don Juan y don Quijote, pues sale inmediatamente en defensa tanto de su castidad y fidelidad amorosas como de lo que simboliza y representa su hábito de romero; lo que ocurre es que aun desconoce cuál es el propósito exacto por el que ha sido llamado y 138 Márquez Villanueva (1973: 55, 63 y 57), que analizó los posibles ecos de la progenie de La Celestina en la obra de Cervantes, detectó cierta influencia de la relación de Pandulfo y su manceba Palana como «una curiosa anticipación de las maravillosas escenas del patio de Monipodio».

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llevado en presencia de la bella Hipólita; y, habida cuenta de su ingenuidad en tales menesteres, no ha alcanzado a comprender todavía que se trata de una de esas «damas que suelen llamar del vicio» (IV, vii, 667), por lo que más que rechazar taxativamente lo que hacen es marcar las distancias, no da una contestación tan categórica como la del amante de Preciosa, sino que, en adelante, se muestra cauto, como don Quijote, del que se distancia en tanto que el caballero manchego, aunque muestre tener un «corazón de mármol», unas «entrañas de bronce» y un «alma de argamasa» (Don Quijote, II, lviii, 1199), ante los reiterados requiebros de la hábil doncella de la duquesa, no deja de mostrarse ciertamente complacido y algo vanidoso de despertar tales pasiones. Hipólita, que lee perfectamente la situación, entiende que Periandro es peregrino «ansí… en el alma como en el cuerpo» (IV, vii, 669), por lo que, en consecuencia, varía su táctica y lo conduce al interior de la casa, a una estancia en la que le podrá deslumbrar con sus objetos artísticos, su espléndida colección de pinturas clásicas y renacentistas, sus pájaros exóticos y su opulencia. Cansado de tanto deleite y amedrentado ante lo que pudiera obrar la tentación de la carne que representa la cortesana, Periandro opta una vez más por la huida, «y se saliera, si Hipólita no se lo estorbara, de manera que le fue forzoso mostrar con las manos ásperas palabras algo descorteses» (IV, vii, 672). La Carducha no ha lugar de llegar a tales extremos con don Juan/Andrés, y, como se sabe, la encerrona de la Ferraresa se trueca en Don Quijote en esa maravillosa visita nocturna que le dispensa al caballero andante la dueña de honor del palacio antes de su inminente partida del castillo ducal, rumbo a su innominada aldea manchega (II, lxx). Es durante la huida cuando sale a relucir la cruz de diamantes de Auristela que lleva Periandro al cuello y que Hipólita ha podido vislumbrar al desabrigarle la esclavina de un tirón en su intento de impedirle la salida. La Ferraresa, a diferencia de la Carducha y de Altisidora, que tienen más tiempo para trazar sus estratagemas, muestra tener una excelente rapidez de reflejos y, desde la ventana de su casa y a grito pelado, tilda a Periandro de ladrón. La facha medio descompuesta y su atavío de peregrino, como el atuendo gitano de don Juan/Andrés, suscita en la justicia, que por acaso rondaba la casa de la cortesana, menos credibilidad que la denuncia de Hipólita. Sin embargo, nuestro héroe cuida de envalentonarse con los guardias suizos, de modo semejante a como hiciera don Juan/Andrés con el bizarro soldado sobrino del alcalde, y utiliza la palabra para excusarse, como don Quijote ante el duque; si bien, lo que le salva momentáneamente es la oferta de dinero que les hace, además de hablarles la lengua tudesca; y así «no hicieron caso de Hipólita» y «llevaron a Periandro delante del gobernador» (IV, vii, 673). Al ver frustradas sus esperanzas, Hipólita, en esto se desmarca de la Carducha, que, cometida su fechoría, desaparece de la narración, se arrepiente del trato dispensado y decide encaminarse a la casa del gobernador de Roma para

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exculpar a su pretendido, «echando la culpa al amor, que por mil disparates descubre y manifiesta sus deseos y hace mal a quien a bien quiere» (IV, vii, 674). Un argumento parejo expone don Quijote («esta doncella habla, como ella dice, como enamorada» [Don Quijote, II, lviii, 1193]) para no tener en cuenta la acusación falaz de Altisidora. En esto difieren algo el hidalgo manchego y Periandro, quien, para mostrar ante el gobernador su inocencia, no duda en pedir a Hipólita que haga una descripción minuciosa de la cruz de diamantes. No hace falta, sin embargo, pues la cortesana asume toda su responsabilidad de inmediato, al igual que Altisidora ante el duque –que hace las veces de juez, como aquí el gobernador, pero aviesamente–, al darse cuenta de que las ligas «las tengo puestas, y he caído en el descuido del que yendo sobre el asno, le buscaba» (Don Quijote, II, lviii, 1193). Lo que diferencia el proceder de la cortesana del de la doncella, a excepción del cariz distinto de cada falsa denuncia, es que la primera aprovecha la asunción de su culpa para pronunciar una declaración amorosa que aun no se había producido de palabra: «Con decir que estoy enamorada, ciega y loca, quedará este peregrino disculpado y yo esperando la pena que el señor gobernador quisiere darme por mi amoroso delito» (IV, vii, 675). También la Carducha, como dijimos, finalmente se arrepiente en público de su mentira. De este modo, Periandro, como don Juan/Andrés y don Quijote, vence la tentación de la carne y muestra su firmeza como fiel y leal amador, su entereza sin lacra ni doblez. Resulta cuanto menos curioso el papel que asigna finalmente Cervantes a la cruz de diamantes de Auristela, dado que, al no pasar de ser un indicio de la calidad y el estatus real de su poseedor, la desvincula por completo de su habitual función de objeto propiciador de la anagnórisis, tal y como ocurre, pongamos por caso, en La gitanilla, en La ilustre fregona y en Pedro de Urdemalas en lo concerniente a la historia de Belica. Constituye, por tanto, otra novedad que introduce el Persiles con respecto a las constantes genéricas de la novela de tipo griego, según se registra en la Historia etiópica de Heliodoro. No está demás comentar, por último, que el conflicto generado por el cuadro de Auristela se resuelve con la libertad de los dos contendientes y con el retrato en posesión del gobernador de Roma, con lo que la hermosura de la princesa escandinava se convierte en una de las joyas artísticas de la ciudad eterna. No es del todo baladí que así sea, pues mientras su belleza queda inmortalizada por los pinceles para gracia de los visitantes de Roma, su imagen real sufrirá los más fatales rigores de la pasión desordenada. En efecto, la frustración provocada por el desdén amoroso de Periandro conduce a Hipólita «a urdir una oscura venganza» (Egido, 1994: 269). Son exclusivamente los personajes insidiosos y ladinos del Persiles los que sospechan que la hermandad de Periandro y Auristela podría no ser más que el modo de encubrir una relación de amor; son los únicos que desconfían o dudan de la sinceridad

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de los protagonistas –al menos en este aspecto, pues la veracidad o la verosimilitud de la palabra de Periandro fue críticamente enjuiciada durante la narración de sus hazañas marinas por parte de su auditorio, señaladamente por Mauricio en cuanto portavoz no tanto de la teoría de la historia cuento de la de la poesía–. Así como Clodio no dejó de sorprenderse de la resistencia tenaz de Auristela a ser reina de Dinamarca, así también Hipólita, que ya ha dado muestras de tener un ingenio vivaz, deduce que la férrea castidad de Periandro acaso estribe en que tiene el alma rendida a la que dice ser su hermana. Ahora que está al tanto o intuye que tiene una rival, sabe, como Altisidora con Dulcinea, que ha de entrar en pugna con ella para lograr sus objetivos. Y, mientras que la doncella de la duquesa idea como venganza al vencimiento de don Quijote su destrucción moral al fingirse muerta de amores,139 Hipólita discurre asesinar a Auristela. Cierto: la cortesana estima que «faltando la hermosura, causa primera de adonde el amor nace, falta también el mismo amor», con lo cual, «quitándole a Auristela», quizá «viniese [Periandro] a reducirse a tener más blandos pensamientos» (IV, viii, 677) para con ella. Hipólita, pues, como el duque de Nemurs y el Rodolfo de La fuerza de la sangre, es una adoradora de la belleza corporal o externa, y, por ende, piensa, siempre desde una óptica filográfica neoplatónica, que Periandro quiere a Auristela pero no la ama. Y, efectivamente, su lógica erótica resultará verdadera; aunque no será el amor de Periandro sino el del duque el que lo constate. Como quiera que sea, lo realmente significativo es que esta discriminación amorosa deviene capital en el desenlace del Persiles, al extremo de ser la clave de su bóveda. Para aniquilar la hermosura de Auristela, Hipólita decide valerse de los maleficios de la hechicería. Es este el otro aspecto de la Roma del Persiles que recuerda el mundo de La Celestina; si bien, mientras que el inolvidable personaje de Rojas utiliza la philocaptio, Julia, la mujer de Zabulón, a quien la cortesana ha confiado su encargo, se sirve del aojamiento; esto es, la primera realiza un conjuro de amor y la segunda de odio,140 Cfr. Márquez Villanueva (1995: 207 y ss.). «Los efectos que provoca el hechizo de Auristela corresponde a un maleficio o un hechizo de odio… Estos síntomas se parecen un poco a los que ofrecen los aojados» (Cruz Casado, 1992: 98). Hay otro tipo de aojamiento, no de odio, sino de amor, basado en la doctrina de la reminiscencia, de la belleza, del alma y del amor de Platón, que conduce a los enamorados a la aegritudo o mal de amores, como la que padecen Teágenes y Cariclea en el relámpago de su amor –que la misma que sufre Periandro al prendarse de Auristela, según revelará Seráfido a Rutilio–, que describe Calasiris en los siguientes términos: «Me baso en lo siguiente –dice Calasiris a Caricles, padre putativo de Cariclea–: el aire ambiental que nos rodea penetra a través de los ojos, los orificios de la nariz, el aliento y los demás conductos en nuestro interior hasta lo más profundo y nos impregna también de todas sus cualidades exteriores. Según sea el carácter hace nacer en la intimidad de los que lo reciben esos mismos sentimientos que el aire ha deslizado en su interior; de esta suerte, cuando alguien contempla lo bello con envidia, el aire circundante se carga de esa cualidad hostil, y el hálito que procede de esa persona se difunde, lleno de acidez, y entra en el vecino. Al ser una materia muy sutil, invade casi todos los huesos y las propias médulas; así 139 140

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que no se corresponden sino con lo que a cada una le ha sido solicitado: Calixto, el amor de Melibea, Hipólita, la enfermedad mortal de Auristela. Cervantes emplea, con cierta asiduidad en su obra, los maleficios de brujas y hechiceras, tanto de forma seria como burlescamente. Si descontamos La Casa de los Celos, es, como dijimos, en el Persiles donde su presencia es más notable, conforme, probablemente, a que la magia y la hechicería constituyen un valioso recurso en la novela de tipo griego; igualmente, en otros modos narrativos como la épica clásica y la culta de los siglos XVI y XVII, la ficción caballeresca, los libros de pastores, la progenie celestinesca y la picaresca femenina. La vez primera que Cervantes recrea literariamente este motivo lo constituye, posiblemente, El trato de Argel, en donde Fátima, la criada de Zahara, invoca al Demonio con el propósito de que le preste su ayuda para combatir tanto la resistencia amorosa de Aurelio como sus escrúpulos morales a la hora de aceptar las proposiciones ilícitas de una mujer de religión musulmana. En este ensayo teatral ya se consigna lo que será la posición habitual de Cervantes ante la magia, pues, como le dice el Demonio a Fátima, «todos tus aparejos son en vano, / porque un pecho cristiano, que se arrima / a Cristo, en poco estima hechicerías» (vv. 1486-1488). No está de más recordar que la intriga de los amores de Aurelio y Silvia de El trato de Argel guarda numerosas concomitancias con los parámetros morfológicos de la novela de tipo griego. Aproximadamente por las mismas fechas, vuelve a utilizar la magia en La tragedia de Numancia merced a las artes de Marquino, la máxima autoridad religiosa de los arévacos, y, aunque sus predicciones se cumplen a rajatabla, el escéptico Leoncio le recuerda a Morandro que «al que es buen soldado / agüeros no le dan pena; / que pone la suerte buena / en el ánimo esforzado, / y esas vanas apariencias / nunca le turban el tino: / su brazo es su estrella y signo; / su valor, sus influencias» (vv. 915-922). Al igual que en El trato de Argel, en La Numancia el género tiene mucho que ver, no solo porque se trate de una tragedia neosenequista de ambientación pagana, sino también por las deudas que exhibe con la épica clásica y aun con la novela helenística.141 Con todo, La es como la envidia constituye realmente para muchos una enfermedad, cuyo nombre específico es el de aojo… Y como prueba de lo que te digo, basta con referirme en concreto a la génesis de los enamoramientos: éstos, en efecto, se producen en principio únicamente por la vista, cuya función es clavar en las almas mediante los ojos los sentimientos que, por decirlo de algún modo, vuelan por el viento como saetas. Es muy sencilla la explicación para esto, porque de todos nuestros órganos y sentidos el de la vista es el más móvil y caliente, y, por tanto, el más apto para recibir las emanaciones que afluyen. Gracias, pues, a su carácter, como de fuego, la vista es lo que mejor atrae a los enamoramientos, cuando pasan delante de ella» (Heliodoro, Etiópicas, III, 179-180). 141 Así, en el acto de necromancia de Marquino por el que convoca el cuerpo de un muerto que le revela el trágico desenlace que aguarda a los numantinos, aparte de otros ejemplos tan significativos como el de Tiresias con Layo, en el Edipo de Séneca, o el de la maga Ericto con un soldado, en la Farsalia de Lucano, Cervantes

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tragedia de Numancia constituye por derecho propio, como ha recalcado certeramente González Maestro (2001: 123), una de las primeras manifestaciones dramáticas en las que se «aproxima las formas de expresión de lo trágico al mundo terrenal que pisan los seres humanos». Como se sabe, Cervantes, por el contrario, elimina todo vestigio sobrenatural en su pastoril, con la sola excepción de la aparición de la musa Calíope, y aun ha dotado el obligado motivo del canto mitológico de índole panegírica de un marco lo más verosímil posible; no en vano famosa es su acusación de que los casos de amor de La Diana de Montemayor se resolviesen gracias a la magia blanca de la sabia Felicia. Ni en el Ingenioso hidalgo ni en el Ingenioso caballero halla cabida la magia, si no es en la mente adulterada de lecturas caballerescas de don Quijote o como burla que otros gastan al caballero y su escudero. Aun así, al galeote acusado de alcahuete y hechicero, el hidalgo manchego, a quien hostigan incesantemente los malignos encantadores, no argumenta sino exactamente lo mismo que el Demonio de El trato: Aunque bien sé [hechicero] que no hay hechizos en el mundo que puedan mover y forzar la voluntad, como algunos simples piensan; que es libre nuestro albedrío, y no hay yerba ni encanto que le fuerce. Lo que suelen hacer algunas mujercillas simples y algunos embusteros bellacos es algunas misturas y venenos, con que vuelven locos a los hombres, dando a entender que tienen fuerza para hacer querer bien, siendo, como digo, cosa imposible forzar la voluntad (Don Quijote, I, xxii, 263).

En tres de las Novelas ejemplares sale a relucir el tema de la hechicería, a saber: La española inglesa, El licenciado Vidriera y El coloquio de los perros. En la primera de ellas, la madre del conde Arnesto le proporciona a Isabela una conserva aliñada con tósigo que, como resultado, la deja tan horripilantemente fea como quedará Auristela por el aojo de Julia. Más que el envenenamiento, lo mágico aquí son esos «polvos de unicornio, con otros muchos antídotos que los grandes príncipes suelen tener prevenidos para semejantes necesidades»; aun así, estos remedios no hubieran sido del todo eficaces sin la mediación divina, pues «con ellos, y con el ayuda de Dios, quedó Isabela con vida» (Novelas ejemplares, p. 246). Los polvos de unicornio, además de formar parte de la creencia popular, son un constituyente asaz típico de los libros de caballerías, región de la imaginación con la que guarda algún que otro punto de contacto La española inglesa.142 En El licenciado Vidriera, de forma semejante, «la dama de todo pudo tener en consideración el de madre del soldado muerto cuyo cuerpo resucita para preguntarle por su otro hijo y que contemplan, espantados, Calasiris y Cariclea, en los compases finales del libro VI de las Etiópicas de Heliodoro. 142 Cfr. Zimic (1996: 142-162).

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rumbo y manejo», contando con el consejo de una morisca, le da a Tomás un membrillo hechizado que termina por volverle loco, pero no precisamente de amor, cual ella pretendía. Una vez más, aunque ahora por boca del narrador extradiegético-heterodiegético, se cuestiona el poder de estas prácticas, «como si hubiese en el mundo hierbas, encantos, ni palabras, suficientes a forzar el libre albedrío» (Novelas ejemplares, p. 276). La mescolanza de prostitución y hechicería y el ambiente urbano, como ocurre en la Roma del Persiles, vincula El licenciado Vidriera con el orbe celestinesco, y nos recuerda lo mucho que tiene en común la novela ejemplar con la novela póstuma, en especial, amén de por estos aspectos, por el hecho de que la trama se cimenta en ambas sobre el esquema estructural del viaje, que no es sino un peregrinaje de iniciación y conocimiento de la vida y, en el caso del Persiles, del amor, pues «las luengas peregrinaciones hacen a los hombres discretos» (Novelas ejemplares, p. 269). Por su parte, en El coloquio de los perros es donde más ampliamente se trata el mundo de la brujería y de la hechicería, no solo por la presencia de la Cañizares, sino muy especialmente por la de la Camacha, emparentada con «las Eritos, las Circes, las Medeas» (Novelas ejemplares, p. 591) y la Pánfila de El asno de oro, así como con Celestina. Según la Cañizares, es la Camacha la que, por despecho, convirtió a los hijos de la Montiela en perros, gracias a su conocimiento de la eutrapelia, «ciencia… que hace parecer una cosa por otra» (Novelas ejemplares, p. 592); lo más significativo, sin embargo, es el discurso con que explica a Berganza que todo esto lo permite Dios por nuestros pecados, que sin su permisión yo he visto por experiencia que no puede ofender el diablo a una hormiga…; por lo cual podrás venir a entender, cuando seas hombre, que todas las desgracias que vienen a las gentes, a los reinos, a las ciudades y a los pueblos; las muertes repentinas, los naufragios, las caídas, en fin, todos los males que llaman de daño vienen de la mano del Altísimo y de su voluntad permitente; y los daños y males que llaman de culpa, vienen por causa de nosotros mismos (Novelas ejemplares, p. 598).

De este modo, se conjuga la superioridad de la voluntad de Dios, su control, con la responsabilidad de los hombres, que no es sino exactamente lo mismo que expresa el narrador externo del Persiles en lo tocante a la hechicería de la judía Julia,143 lo cual 143 «Hízolo así la judía [templar el hechizo a petición de Hipólita], como si estuviera en su mano la salud o la enfermedad ajena, o como si no dependieran todos los males que llaman de pena de la voluntad de Dios, como no dependen los males que llaman de culpa; pero Dios, obligándole (si así se puede decir) por nuestros mismos pecados, para castigo dellos permite que pueda quitar la salud ajena esta que llaman hechicería, con que lo hacen las hechiceras» (IV, x, 689).

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está en plena consonancia con el conjunto de la novela, habida cuenta de que el Persiles parece sustentarse entre el disponer del cielo y el libre actuar de los personajes. Aunque de forma tangencial, interesada y falaz, las hierbas o las supersticiones se cuelan en otras tres novelas de las Ejemplares: así, el ungüento somnífero con el que untan a Carrizales, en El celoso extremeño, para que dormite mientras que Loaisa lleva cabo su intento de robar la joya que guarda en su cárcel-casa-convento; aunque irónicamente no obre según lo estipulado y el viejo celoso recuerda a tiempo de ver cómo su mujer y su amante duermen tras un combate amoroso que no terminó en adulterio. Así también, las eficaces palabras que Preciosa recita al oído de don Juan, en La gitanilla, y la oración que Avendaño le da por escrito a Constanza para paliar el dolor de muelas en La ilustre fregona. En cuanto al teatro cervantino se refiere, la magia inunda la trama caballeresca de La Casa de los Celos, pieza emparentada con el fantástico mundo de la épica culta italiana, en concreto con los romanzi de Boiardo y Ariosto; su práctica queda reducida paródicamente a los saberes zoroastros del ingenioso y tracista estudiante Carraolano en La cueva de Salamanca. Por fin, en el Persiles, comparece, en primer lugar, la bruja voladora de Rutilio, transformada en loba, que divide a los personajes en cuanto si en verdad existe la licantropía –que a la sazón era una creencia común– o no; si bien, Mauricio, el astrólogo judiciario y sabio racionalista de los dos primeros libros, dice, incluso refutando a Plinio, que «todo esto se ha de tener por mentira y, si algo hay, pasa en la imaginación y no realmente» (I, xviii, 245). No obstante, el vuelo de Rutilio ahí queda, así como su extraña salida de la prisión. Cenotia repite casi punto por punto las palabras de la Cañizares, ya que los hechizos y encantamientos si algo alcanzan tal vez de los que pretenden, es no en virtud de sus simplicidades, sino porque Dios lo permite, para mayor condenación suya, que el demonio las engañe… Puesto que en mudar voluntades, sacarlas de su quicio, como esto es ir contra el libre albedrío, no hay ciencia que lo pueda, ni virtud de yerbas que lo alcancen (II, viii, 331 y 332).

Lorena, guiada por una esclava suya, envía a Domicio, por despecho, unas camisas hechizadas que le turban el sentido hasta volverle loco, aunque no un loco lúcido como Vidriera, sino violento. En fin, vemos que la mayoría de los maleficios son de odio –La española inglesa, El coloquio de los perros, y los de la morisca Cenotia, la esclava de Lorena y la judía Julia, en el Persiles–; tan solo dos de amor –El trato de Argel y El licenciado Vidriera–; y el resto no son más que burlas quijotescas y entremesiles; al margen quedan

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los rituales de Marquino y Malgesí, que pertenecen a otro orden de cosas. Aunque muchos de ellos obran hasta la locura, la enfermedad o la muerte, ninguno termina por forzar la voluntad del hechizado, pues lo impide el libre albedrío o el pensamiento humanista y racionalista de Cervantes. Siempre se termina por reconocer, además, la voluntad divina en la permisión, llegándose, incluso, en El coloquio de los perros y en el Persiles, a hacerse una nítida distinción teológica entre los males de daño o pena y los males de culpa. En todos los casos da la sensación, como advirtiera tantos años ha Américo Castro (1972: 94-104), que Cervantes aborda la cuestión desde una perspectiva estrictamente literaria; eso, cuando no lo desmonta irónica o burlescamente. Su uso se adecua perfectamente a las creencias de la época, tal y como se registran en las misceláneas de Pero Mexía y Antonio de Torquemada o en los tratados reprobatorios de Pedro Ciruelo, fray Martín de Castañega y Juan de Horozco.144 En tanto que el hechizo de Julia comienza a hacer efecto, Periandro relata a Auristela y a sus compañeros de viaje su encontronazo con Hipólita. Con ello no hace sino reavivar los resquemores en el pecho de su hermana-amante, del mismo modo que acaeció con los amores de Sinforosa, pues «las musarañas de los celos, aunque no sea más de una y sea más pequeña que un mosquito, el miedo la representa en el pensamiento de un amante mayor que el monte Olimpo» (IV, viii, 678). Sin embargo, Auristela, que ha asimilado la reprimenda que le hizo su amado hermano en el palacio de Policarpo, en esta ocasión prefiere perder la vida que «formar una queja de la fee de Periandro» (IV, viii, 678), y a punto estará de hacerlo,145 aunque en este trance la enfermedad no le sobrevendrá por su culpa. Otro asunto media entre el maleficio y su efecto. Se trata de la recapitulación final, previa a la consumación del desenlace, que efectúa Arnaldo, por cuanto, en su extraño viaje desde Dinamarca hasta Roma tras la estela de Periandro y Auristela, ha pasado punto por punto por los mismos lugares que ellos desde que desembarcaron en Lisboa y visitado a casi todos los personajes con los trabaron conocimiento en su andadura por los territorios meridionales de Europa; los cuales hallan el término definitivo de sus peripecias en el relato oral del príncipe. Se trata, obviamente, de un recurso habitual en el género, que persigue desembrollar el enmarañado argumento; mas el recuento de Arnaldo desempeña aun otra función, que recuerda en cierta manera a lo que les Véase Garrote Pérez (1981); Hurtado Torres (1984); Cruz Casado (1992); Díez Fernández y Aguirre de Cárcer (1992); Molho (1992 y 1995); Andrés (1995-1997); y Scaramuzza Vidoni (1998: 175-184). 145 Sobre la enfermedad de Auristela escribía lo siguiente J. Casalduero (1975: 213): «Cae enferma porque comienza a actuar el hechizo, pero recordemos inmediatamente que Auristela enfermó también en el palacio de Policarpo. Allí igualmente tuvo celos (de Sinforosa) y los tuvo también sin motivo. Este hechizo parece ser una imagen de los celos». 144

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sucede a don Quijote y Sancho en el Ingenioso caballero a raíz de su creciente nombradía tras la publicación del Ingenioso hidalgo y que ha sido perspicazmente destacada por Rey Hazas y Sevilla Arroyo (1999: XXXVII): «lo más significativo del caso no es el cierre de la extensa novela ni la necesidad de anudar su hilo coherentemente, sino que Arnaldo es también el encargado de confirmar la fama que van dejando Auristela y Periandro allá por donde pasan, lo que les da una dimensión pública que cimenta su verosimilitud, su historicidad relativa». Como se ha destacado en múltiples ocasiones, la enfermedad de Auristela es semejante a la de Isabela en La española inglesa, en tanto en cuanto consiste en una gradual pérdida de la belleza física, no solo hasta transmudarse en la más horrible fealdad, sino también a precipitarlas a las lindes de la muerte. En ambos casos representa la prueba suprema que instituye a los amantes masculinos, Ricaredo y Periandro, como los más perfectos amadores, conforme a los preceptos de la filosofía neoplatónica, pues atienden a lo esencial: no tanto a la belleza corporal, que también, cuanto a la hermosura espiritual, la que no envejece, antes se incrementa, con el paso de los años y que solamente es contemplable con los ojos del alma. Pero aquí se terminan los paralelismos, y Cervantes, ahora, ensaya otras posibilidades o se introduce por otros derroteros. Para empezar, en La española inglesa, la fealdad de Isabela no enfría la ardiente y colérica pasión del conde Arnesto, que todavía intentará asesinar a traición a Ricaredo en las proximidades de Roma, camino de Florencia, como sí acontece en el Persiles con el apetito del duque de Nemurs y los amores del príncipe Arnaldo por Auristela, que convierten a Periandro en el campeón del amor, ya que «solo Periandro era el solo, solo el firme, solo el enamorado» (IV, ix, 686). No obstante, entre la reacción de los tres se establece una distinción de grado, que sitúa al duque en el escalafón inferior, a Periandro en el superior, quedando el príncipe en una posición intermedia. Normal que el aristócrata francés haga mutis por el foro a las primeras de cambio, poniendo como excusa precisamente aquello que quería excusar: aceptar la decisión de terceros en su matrimonio («mi madre me llama –le dice a Auristela en su despedida–; tiéneme prevenida esposa; obedecerla quiero» [IV, ix, 686]), puesto que a él únicamente le interesa la belleza corporal de la mujer: «como el amor que tenía en el pecho se había engendrado en la hermosura de Auristela, así como la tal hermosura iba faltando en ella iba en él faltando el amo» (IV, ix, 685). Diferentes son las dudas de Arnaldo, en tanto que había hecho de la pertinacia, la generosidad y la perseverancia sus baluartes amorosos. Dudas muy razonables, habida cuenta de que «amar las cosas feas parece cosa sobrenatural y digna de tenerse por milagro» (IV, ix, 686). El príncipe se debate entre emular al duque e irse con él o ser fiel a su amor y quedarse al lado de Periandro, y, como al fin y al cabo, «alguna diferencia hay de un

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duque a un rey» (IV, ii, 640), opta, en definitiva, por mantenerse en sus trece, «con determinación de aguardar a que el tiempo mejorase los sucesos» (IV, ix, 687). Pero estas vacilaciones del ánimo, aun cuando finalmente permanezca junto a los dos hermanos, le ponen en desventaja, como amador, con relación a Periandro, siempre fiel y consecuente como un clavo, que permanece inamovible allí donde fue clavado por el disponer del cielo y de su libre voluntad, a la postre atento para sobrepasar la belleza externa y alcanzar la interna. Es así como la monstruosidad en que ha degenerado la belleza de Auristela, merced al hechizo de Julia, ordenado como venganza por Hipólita, justo en el instante en el que su hermosura era más celebrada que nunca, sirve para despejar el camino de rivales y para evidenciar transparentemente cuánto es merecedor de su amor Periandro, que ha ido sorteando una a una todas las trabas que se le han ido poniendo en el dilatado y arduo camino que conduce al matrimonio cristiano. Así y todo, la fealdad de Auristela no comporta que Periandro sobrepase los límites autoimpuestos y se decida a besar, como hace Ricaredo con Isabela en un precioso y emotivo gesto,146 su demacrado rostro. Bien es verdad que la pareja de La española inglesa no se ve rodeada de continuo por otros personajes, ni tampoco tiene que celar un amor que es de dominio público y, por consiguiente, salvar las apariencias. La magna demostración afectiva del beso se palia, no obstante, con la solidaridad amorosa que muestra Periandro para con su hermana, pues «la pena que él sentía de la enfermedad de Auristela era tanta que causaba en él el mismo efecto que en Auristela, y así se iba enflaqueciendo, que comenzaron todos a dudar de la vida suya como de la de Auristela» (IV, x, 688). Tanto el beso de Ricaredo como la enfermedad, por analogía amorosa, de Periandro sugieren la ratificación plena o absoluta de su amor en los trances más rigurosos, la apoteosis acontecerá con el matrimonio; sin embargo, las consecuencias son dispares en los dos textos. En el caso de La española inglesa, el beso marca la separación, por dos años, de los amantes, dado que los padres de Ricaredo reinician los contactos matrimoniales con la escocesa Clisterna, con lo cual se ve obligado a ausentarse para contrarrestarla, y el pretexto, como el que idea la reina Eustoquia con el fin de ayudar a su hijo Periandro, no es más que ir en romería a Roma a acendrar su catolicismo; pero también porque Isabela regresa, aun bajo los efectos de la enfermedad, a Sevilla, acompañada de sus padres. En el Persiles, la enfermedad de Periandro supone la demostración efectiva para Hipólita de la imposibilidad de conseguir su 146 «Quedó suspensa Isabel con las razones de Ricaredo, y sus padres atónitos y pasmados. Ella no supo qué decir, ni hacer otra cosa que besar muchas veces la mano de Ricaredo y decirle, con voz mezclada con lágrimas, que ella le aceptaba por suyo y se entregaba por su esclava. Besola Ricaredo en el feo rostro, no habiendo tenido jamás atrevimiento de llegarse a él cuando hermoso» (La española inglesa, en Novelas ejemplares, p. 248).

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amor, al tiempo que precipita la resolución de Auristela de terminar sus días dedicada al servicio de Dios en un convento. En efecto, si al principio Hipólita imaginaba estar cerca de la victoria al comprobar las consecuencias del hechizo, pronto se convence de lo contrario, de que el triunfo, de nuevo, le corresponde a Periandro, por cuanto se rebela frente a la acción demoníaca, según lo atestigua su enfermedad, al igual que antes lo hizo con la tentación del deseo.147 La reacción de la cortesana en ambos lances resulta similar: acepta con dignidad la derrota y asume su responsabilidad; aun cuando en este segundo caso le vaya la vida en ello, «pues, habiendo visto…, que muriéndose Auristela, moría también Periandro, acudió a la judía a pedirle que templase el rigor de los hechizos que consumían a Auristela, o los quitase del todo, que no quería ella ser inventora de quitar con un golpe solo tres vidas, pues, muriendo Auristela, moría Periandro y, muriendo Periandro, ella también quedaría sin vida» (IV, x, 689). Esto es, cae presa en su propia celada, como tantas veces acontece en la obra del escritor complutense; sirvan de botón de muestra los casos de Rosaura en La Galatea, Anselmo en El curioso impertinente, Carrizales en El celoso extremeño y Campuzano en El casamiento engañoso. No es en esto en lo que divergen los comportamientos vengativos de Altisidora, que igualmente es víctima de su ardid, e Hipólita, sino en el modo de encararlo, pues, mientras que la doncella de la duquesa no se resiste a aceptar la victoria moral de don Quijote, antes bien, llena de rabia y cólera, le expone la cruda verdad de su fechoría con el fin de desengañarle;148 Hipólita, en cambio, se admira y enamora aun más de Periandro, al comprobar la perseverancia sentimental de su pretendido y al constatar la calidad sin parangón de su amor por Auristela. Tanto es así que, cual Erastro ante el amor de Elicio por Galatea, intenta subvenir en todo lo que esté en su mano a la pareja a fin de que conquisten su añorada y merecida felicidad, como así lo certificarán tanto la donación de su riqueza como su reacción ante la traición de Pirro. Al contemplar la muerte cara a cara, Auristela, que no tenía ni tiene nada claro su futuro con Periandro, «quiso abrir y preparar la salida a su alma por la carrera de los sacramentos, bien como ya instruida en la verdad católica; y así, haciendo las diligencias 147 «En Roma los peregrinos deben superar distintos peligros: Periandro se enfrenta primero a los encantos de la cortesana, que vence, y luego a la intensificación a través de la hechicería judaica, que también acaba en triunfo. Los dos obstáculos, que están unidos a través de un vínculo explícito, parecen revestir dos enemigos del católico: la carne y el demonio» (Díez Hernández y Aguirre de Cárcer,1992: 54). 148 «¡Vive el Señor, don bacallao, alma de almirez, cuesco de dátil, más terco y duro que villano rogado cuando tiene la suya sobre el hito, que si arremeto a vos, que os tengo de sacar los ojos! ¿Pensáis por ventura, don vencido y don molido a palos, que yo me he muerto por vos? Todo lo que habéis visto esta noche ha sido fingido; que no soy yo mujer que por semejantes camellos había de dejar que me doliese un negro de la uña, cuanto más morirme» (Don Quijote, II, lxx,1302).

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necesarias, con la mayor devoción que pudo dio muestras de sus buenos pensamientos, acreditó la integridad de sus costumbres, dio señales de haber aprendido bien lo que en Roma le había enseñado y, resignándose en las manos de Dios, sosegó su espíritu y puso en olvido reinos, regalos y grandezas” (IV, x, 689). De aquí a adoptar la resolución de profesar en un convento tan solo media el restablecimiento de su maltrecha salud. Su sanidad consiste en lo mismo que la de Isabela: la recuperación de su belleza; pero, de nuevo, difieren los modos. Como ya sabemos, los polvos de unicornio y demás antídotos que le dan los médicos de Isabel I, sumados a la intervención divina, evitan la muerte de Isabela; la participación en esto de su envenenadora se limita no más que a revelar el tóxico utilizado; el resto, su salud, acaece en Sevilla y corre –harto sorprendentemente– parejas con el enriquecimiento de su padre, que, como ella con su belleza, habiendo partido de la riqueza, se vio sumido en la pobreza y el cautiverio. Auristela, por el contrario, es remediada por la misma que la enfermó: la judía Julia, siempre a petición de Hipólita, y lo hace con los mismos medios, la hechicería, de tal modo que su mejoría no se relaciona con la bonanza económica sino con el arrepentimiento y el amor. Superadas todas las pruebas de índole humano, ya estén motivadas por ellos mismos o por terceros, desde el despojamiento de la identidad hasta la tentación de la carne, y aun las de las artes mágicas, como la farmacopea de Julia, Periandro aun tiene que hacer frente a las espirituales, puesto que le resta vérselas con Dios: su último y más peliagudo trabajo es la ferviente inclinación religiosa de Auristela. Se trata de una decisión, la de profesar en religión, sumamente ponderada y madurada, pues viene de lejos, ya que se manifestó por vez primera durante su estancia en el palacio de Policarpo, luego igualmente de un periodo de convalecencia, y está en consonancia con el profundo sentido religioso de que hace gala Auristela en todo momento, así como por el férreo mantenimiento de su pureza virginal. Es decir, la llamada espiritual de Auristela es una consecuencia lógica derivada del desarrollo mismo de los acontecimientos argumentales, que se ve reforzada y sancionada por la catequesis de los clérigos penitenciarios, que representan conspicuamente la ideología contrarreformista imperante. Aunque la vertebración armónica del sentimiento amoroso y el anhelo de perfección moral o espiritual constituye un motivo habitual en la novela helenística, principalmente en Antía y Habrócomes de Jenofonte de Éfeso, Dafnis y Cloe de Longo y Teágenes y Cariclea de Heliodoro, así como en su derivación hispana, singularmente en El peregrino en su patria de Lope de Vega, la decisión de Auristela de profesar en religión, si descontamos la primera versión de La selva de aventuras de Jerónimo de Contreras, constituye una novedad que, de producirse, abortaría el final feliz, bien con la reunión de los esposos, bien con la celebración de las bodas, característico del

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género. La razón, a nuestro modo de ver, debe buscarse con más propiedad en la dimensión que alcanza la regulación del matrimonio, como contrato de índole social y como sacramento, tanto para la Reforma como para la Contrarreforma, emparentada con la cuestión del celibato y la virginidad, en la que Cervantes tercia, de principio a fin de su producción literaria, a favor de los postulados del humanismo cristiano, en sintonía con Juan Luis Vives y, sobre todo, con Erasmo de Rotterdam. Erasmo, en tratados como el Encomium matrimonii (1518) y la Institutio matrimonii christiani (1526) y en un ciclo de cinco (Proci et puellae, Virgo ΜΙΣΟΓΑΜΟΣ, Virgo poenitens, Coniugium y Adolescentis et scorti) de la colección de los Colloquia (1518-1533) que se publicó en 1523, revoluciona el candente problema del casamiento al declararlo preferible y aun superior al estado célibe y la castidad virginal, así como al replantear su función desde una perspectiva social, moral y pedagógica. Ello, en conjunto, se inscribe en el imaginario erasmiano de una sociedad cristiana fundada sobre la no distinción entre el clero y los laicos, en el supuesto de que para ser un buen cristiano no es necesario profesar en religión, pues lo mismo vale la vida civil sin necesidad de apartarse y vivir contra natura; tanto más cuando ni en el Antiguo Testamento ni en los Evangelios se predica tal cosa, antes al contrario: se pontifica el matrimonio por Dios, en el Génesis, en la creación del hombre y la mujer y, tras el diluvio universal, con la orden que da a Noé de que él, su mujer y sus hijos fructifiquen y se multipliquen, y también por Jesús, que lo sacraliza y sacramenta al considerarlo la unión más perfecta entre una hombre y una mujer, pues hace de dos cuerpos una sola carme. Fuera de estos tratados y coloquios, el ideal del caballero laico cristiano halla su formulación más acabada en El Enquiridion (1503 y, revisado, 1518), signada justamente en la célebre sentencia de la conclusión, «monachatus non est pietas», que el arcediano de Alcor, Alonso Fernández de Madrid, parafraseó del siguiente modo en su traducción: «Yo te digo, hermano, que lo principal de la religión verdadera, que es la christiana, no consiste en meterse a frayle, pues sabes que el hábito, como dizen, no haze al monje» (Erasmo, El Enquiridion, pp. 409-411). Así, en el opúsculo juvenil Encomium matrimonii, Erasmo exhorta al joven inglés Lord Mountjoy, que acaba de rechazar a «una joven de la más alta alcurnia, de hermosura singular, de moralidad sin tacha, profundamente enamorada de ti, y con una dote como para ser envidiada» (Apología del matrimonio, p. 428), a que recapacite, aparándose en la palabra de Dios («¿Qué estado puede haber más honesto que el matrimonio que honró el mismo Cristo?» [p. 429]), en la naturaleza humana, puesto que no se conoce pueblo que no conciba el matrimonio como la forma más comúnmente practicada de encauzar el amor y la sensualidad, en las fábulas mitológicas como la de Orfeo, y en la necesidad humana de la procrear descendencia y de conforma una familia, basada

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en la amistad y el entendimiento, que es al mismo tiempo el núcleo fundamental de la vida social: «¿Qué cosa hay más sabrosa y dulce que la convivencia con una mujer con la cual está unido íntimamente, no solo por los lazos del afecto, sino por una mutua y estrechísima comunión espiritual?» (p. 437). Por eso, que practiquen el celibato aquellos que pueden ser maridos, pero no pueden ser padres, o aquellos otros cuya pobreza no les proporciona lo suficiente para la crianza de sus hijos, o aquellos cuya sangre se puede propagar, por obra ajena, o que sea de tal condición, que reporte mayores ventajas a la República su extinción que su propagación, o, finalmente, aquellos a quienes una señalada merced del Cielo los exima de la suerte común de los mortales y los destine a una misión especial, impuesta por divino llamamiento; mas yo he de decir que es extremada la rareza de las almas tan ricamente favorecidas (p. 442).

Pero solo ellos porque «¿Qué hay más aborrecible que el hombre que, como si hubiera nacido exclusivamente para sí para sí vive, para sí acarrea, para sí gasta y a nadie ama y de nadie es amado?» (p. 438). Por los mismos derroteros que en este tratadito, trascurre la conversación entre Eubulus y Catarina durante una «deambulatione», en Virgo ΜΙΣΟΓΑΜΟΣ. Ella se encuentra apesadumbrada porque, pasado el plazo que se habían impuesto, sus padres, que desean que se despose, hacen oídos sordos a su anhelado propósito de profesar en religión y mantener incólume su virginidad. Él intenta hacerla comprender que la vida conventual, al estar sujeta a una regla, es una esclavitud que porta consigo la pérdida de la libertad individual, familiar y social, siendo además como es que uno ya profesa en Cristo cuando se bautiza, siendo además como es que «Paulus contra docet, ut qui liber vocatus sit, ne velit fieri servus, sed potius operam det, ut fiat liber» (Colloquia, p. 364). Así pues, «quae est igitur ista nova religio, quae facit irritum, quod et naturae lex sanxit et vetus lex docuit et Evangelica lex comprobavit et Apostolica doctrina confirmavit? Istuc decretum non est a Deo prodium, sed in monachorum senatu repertum» (p. 366). En el Colloquio llamado Proci et Virginis, Erasmo, al hilo del delicioso galanteo de Pánfilo para con María, a la que pretende convencer para que contraiga nupcias con él, vuelve a plantear la discusión sobre la principalidad de la virginidad o del matrimonio, y lo hace recurriendo en parte a la tradición neoplatónica. Pánfilo, en efecto, tras contender dialécticamente con María a propósito de la muerte de amor por cuanto su alma lo custodia su amada, le dice: «yo, señora, desseo amor perpetuo, verdadero e propio, no fingido, vano ni loco; muger ando a buscar, no amiga» (Coloquios familiares, p. 211). Y aunque de ella, que es la elegida, está al tanto de su linaje y de su buena

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crianza («y tengo yo en más ser bien acostumbrada que bien nacida; mucho más precio nobleza de costumbres que de linaje» [p. 212]), la conoce desde la niñez y tienen una misma edad, condición, estado y dignidad, y les une una estrecha amistad, la ama sobre todo y primariamente «por la mucha bondad que de ti conozco» (p. 211). Porque, ciertamente, «veo tu ánima con la mía» (p. 213), de modo que «no tengo en tanto este tu florido e adornado tabernáculo, quanto es el huésped que dentro mora» (p. 212). Es ahora cuando sale a relucir el quid de la conversación, que no es otro que «el estado de la virginidad, tesoro precioso del cual no se puede hacer mejor uso que perderlo» (Bataillon, 1966: 288-289): María. —Verdad es; pero entre tanto, para alcançar esso, necesario es quese pierda el don de la virginidad. Pánfilo. —Es assí; mas dime, ¿si tú tuviesses un rico vergel, lleno de preciados árboles e frutíferos, dessearías que todos sus frutos se pasassen en flor; o que, cayda esta, los vieses cargados de fruta madura y sazonada? […] María. —Hablemos a vezes, no lo quieras decir tú todo. ¿Quál te parece más linda cosa de ver: una rosa fresca en su rosal, o verla después cortada e marchita entre las manos. Pánfilo. —Yo por mejor tengo que una rosa se marchite entre las manos, que no que se envejezca en el rosal; porque allí claro está que se tiene que podrir; y desta manera pienso que el vino quando está bueno se deve bever antes que se haga vinagre. Aunque, hablando verdad, no luego como la donzella se casa pierde su virtud; que yo he visto muchas antes de su casamiento estar amarillas, flacas e cuasi éticas, e después que se casan las he visto lindas y hermosas. María. —Puede ser; mas, en opinión de todos, muy favorable es la virginidad. Pánfilo. —Yo confiesso que una donzella virgen es una preciosa joya; mas, ¿qué monstruo puede ser mayor que una virgen vieja? Si tu madre no uviera perdido aquella flor, no te alavaras tú de essa que tienes… María. —Verdad es, pero siempre he oydo dezir que la castidad es muy aceta a Dios. Pánfilo. –Y aun por esso desseo yo casarme con una casta donzella, para bivir en castidad con ella toda la vida. Yo por fe tengo, señora, que en este casamiento más ha de ser el ayuntamiento de las ánimas que de los cuerpos y de essa manera aprovecharemos en Jesucristo, aprovecharemos a nuestra república. ¡O quánta diferencia avrá de esto a la virginidad! (pp. 213-214).149 149 En este último fragmento, en el original latino, reza ‘engendremos hijos para la República, engendremos hijos para Cristo’: «Et ideo castam puellam mihi cupio nubere, ut cum illa caste vivam. Magis erit animorum

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Erasmo sabía que el matrimonio era solo el punto de llegada, por lo que el bienestar marital dependía no solo de la equidad de los cónyuges en todos los órdenes, sino también de su talante, su buen hacer y su respeto al otro. Pues bien, sobre los sinsabores de la vida de pareja y de cómo revertirlos, habida cuenta de que el divorcio no ha lugar: «lo estableció assí Jesu Cristo» (Coloquios familiares, p. 73), versa el Colloquio llamado Matrimonio (Coniugium), en que dialogan la bien casada Olalla y la malmaridada Xantipe. No sabemos con exactitud el grado de conocimiento que Cervantes tenía de la obra del humanista holandés, si es que tenía alguno, pero las afinidades saltan poderosamente a la vista: la regulación del sexo o el uso de los placeres y el amor en el seno del matrimonio; la inserción de los amantes en el ciclo natural de la generación; el matrimonio entendido más en su dimensión social que moral; la paridad de los contrayentes; las desavenencias conyugales; la imposibilidad, aunque se contemple, del divorcio. Aunque también hay diferencias notables: para Cervantes el matrimonio es antes que nada una unión natural, libre y voluntaria que termina por sancionarse socialmente; en la disputa entre los padres y los hijos en relación con la elección del cónyuge, se postula regularmente, si no hay acuerdo, a favor de los hijos; y aboga por la autodeterminación de la mujer. Cervantes, además, aborda el tema del matrimonio desde una perspectiva estrictamente literaria, nunca filosófica, doctrinal ni dogmáticamente, y desde todos los puntos de vista posibles. No sabemos si tuvo la oportunidad de consultar algunos de los textos aquí citados en su latín prístino o, cuando menos, los romanceados.150 Lo cierto es que todos ellos, estuvieran en la lengua que estuviesen, fueron prohibidos en quam corporum coniugium. Gignemus rei publicae, gignemus Christo. Quantulum aberit hoc matrimonium a virginitate?» (Colloquia, p. 342). 150 Como estudiara admirablemente Marcel Bataillon (1966: 281-282, n. 10, y 286-309), el Encomium matrimonii fue parafraseado y readaptado por el bachiller Juan de Molina en su Sermón en loor del matrimonio, que publicó en 1528 junto con una reimpresión del Enquiridion en castellano. Los Coloquios, por su lado, tuvieron una difusión harto más compleja: al parecer en 1526 corría manuscrita en Burgos una selección obra de Alonso de Virués, que habría de terminar pasando por los tórculos. Antes, sin embargo, Diego Morejón publicaría, en 1527, en Medina del Campo, el Coniugium o Uxor Mempsigamos, que sería reproducido después por el impresor Juan Joffre, bajo el título de Colloquio de Erasmo intitulado Institución del matrimonio, en 1528. Exento, en un librillo impreso de 1528, circuló igualmente el Diálogo del pretendiente y la doncella (Proci et Virginis), trasladado por el protonotario Luis Mexía. Otros Tres coloquios habían visto la luz asimismo en 1528. Todo, pues, presagiaba una colectánea mayor, y así sucedió, por dos vías distintas, en 1529: Alonso de Virués estampaba la suya, compuesta por ochos coloquios de hechura propia (entre ellos una versión nueva del Coniugium: el Colloquio llamado Matrimonio), más el Proci et Virginis de Mexía y otros dos anónimos, hasta sumar once. La misma cantidad que salía de las prensas sevillanas de Cromberger, entre los cuales los traducidos por Virués y los Tres coloquios. En 1530, en Zaragoza por Coci, se reeditan los Coloquios de Cromberger, con un texto añadido más. Esta edición con doce Coloquios tendría dos reediciones más, una en 1530 y otra en 1532, siempre en Toledo, por Cosme Damián.

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1559 lo mismo en el Índice romano de Paulo IV que en el español de Valdés. Su impía lección, en lo tocante a la preferencia de la virginidad o el connubio, sería contestada por la Contrarreforma, aun cuando el matrimonio saldría muy reforzado del Concilio de Trento, recuperando la posición de los padres de la Iglesia –la de Gregorio de Nisa en su De virginitate; la de Agustín de Hipona, que había redactado un opúsculo sobre las bondades del matrimonio, De bono coniugali, aunque ubicándolo en un estadio inmediatamente inferior al celibato y la virginidad; o la de san Jerónimo, quien, en palabras de Erasmo, «tanto y tanto la admira y enaltece [la virginidad]…, que poco le falta para que no redunde en desdoro y ultraje del matrimonio» (Apología del matrimonio, p. 436)–. Luis de León, en La perfecta casada, se haría eco de ello, aun cuando, como san Agustín, pondere la necesidad del matrimonio, ensalce su carácter sacramental y proclame su santidad: «El estado del matrimonio», dice en la dedicatoria a doña María Valera Osorio, en grado y perfección, es menor que el de los continentes y vírgenes» (p. 76). Cervantes, pues, en el desenlace del Persiles, pone en primer plano la cuestión y la resuelve como Erasmo. La decisión de Auristela, en tanto que responde al deseo de su voluntad libre, pero condicionada por las circunstancias y auspiciada por la catequesis recibida, se relaciona con las la Leonora, en El celoso extremeño, la de Claudia Jerónima, en el Ingenioso caballero, y la de Leonor Pereira, en el Persiles. En especial, con la de la dama portuguesa, habida cuenta de que la resolución de Claudia Jerónima radica en haber asesinado, por un arrebato injustificado de celos, a su amado Vicente Torrellas; mientras que la decisión de la joven Leonora, que también se produce tras el fallecimiento de su esposo, aunque las circunstancias no pueden ser más dispares, es un acto de afianzamiento personal, autodeterminación y desobediencia o rebeldía, que contraviene la última voluntad del viejo Carrizales, quien, aun moribundo, le encarece que se case con Loaisa, sin respetar su voluntad y sin preguntarle siquiera si es lo quiere o no quiere hacer. De modo y manera que son las resoluciones de Leonor Pereira y Auristela las más ligadas entre sí, y no es, desde luego, por casualidad.151 Entre sus dos casos se cuelan, por un lado, la historia de Ricaredo e Isabela de La española inglesa, que mantiene una nítida relación intratextual con ambas, a la par que constituye una variación de la disyuntiva entre el matrimonio y el convento, relacionada con los motivos tradicionales del marido ausente y la boda estorbada; por el otro, la repentina decisión de la bárbara Constanza, al fallecer el conde su marido, en el Persiles.

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Véase Hutton (1981).

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Avalle-Arce (1975a: 83-84, n. 9) observaba que «hay que relacionar la historia del portugués enamorado con la de Ricaredo e Isabela en La española inglesa. Las circunstancias son las mismas: el amante (Ricaredo-Manuel) se ve forzado a separarse de su amada (Isabel-Leonora), pero se establece un plazo de espera de dos años antes de que la amada pueda tomar otra decisión. El día que se cumple el plazo, la mujer, por diversos motivos, está a punto de tomar el velo, cuando reaparece el amante. Isabela se decide por el amor humano. Leonora por el divino». Conviene matizar que Isabela solo opta por la vida conventual luego de ser informada de la falsa muerte de su amado Ricaredo y, aun así, espera hasta el último segundo del plazo estipulado para tomar los hábitos; de tal modo que, cuando arriba a Sevilla el noble inglés, no vacila lo más mínimo en desposarse con él: «¡Detente, Isabela, detente –le dice Ricaredo en el preciso momento en que iba a celebrarse la ceremonia de su entrada en el convento de Santa Paula–, que mientras yo fuere vivo no puedes ser tú religiosa!»… Isabela… abrazándose con el cautivo, le dijo: «Vos, sin duda, señor mío, sois aquel que solo podrá impedir mi cristiana determinación; vos, señor, sois sin duda la mitad de mi alma, pues sois mi verdadero esposo; estampado os tengo en mi memoria y guardado en mi alma. Las nuevas que de vuestra muerte me escribió mi señora y vuestra madre, ya que no me quitaron la vida, me hicieron escoger la de la religión, que en este punto quería entrar a vivir en ella. Mas pues Dios con tan justo impedimento muestra querer otra cosa, ni podemos ni conviene que por mí se impida» (Novelas ejemplares, pp. 256-257).

De ello se desprende que el dilema entre las bodas mística y humana es por completo inexistente: se trata de un recurso dramático para crear emoción, tensión y expectación, relacionado, como decimos, con el motivo folclórico de la boda estorbada.152 Por el contrario, en la historia del portugués, en la que los amantes nunca se dicen esta boca 152 Tal motivo folclórico se puede resumir así: dos cónyuges, que se ven obligados a separarse, se ponen un plazo de tiempo de espera antes de tomar una resolución; pasado el cual, el que se queda, creyendo que el otro ha muerto, decide casarse de nuevo; entonces, justo cuando se está celebrando la ceremonia, el otro irrumpe para impedirlo. El motivo informa la trama de la Odisea de Homero; la noche 385 de las Mil y una noches y otros cuentos de compilaciones orientales; numerosas baladas y canciones de distintas zonas de Europa, entre ellas España, pues se conserva en romances como La condesita y El conde Dirlos, que tuvo una amplísima difusión en el siglo XVI; también en la cuentística medieval tanto religiosa como profana, como el milagro 47 de los Miracoli della Madonna de Duccio di Gano; y, por supuesto, una novela del Decamerón, la novena de la décima jornada: la de micer Torello. Del cuento del Decamerón podría derivar una comedia de Lope, Viuda, casada y doncella, y una de las Novelas a Marcia Leonarda, La prudente venganza, y asimismo El pintor de su deshonra de Calderón. Cervantes se muestra sumamente original porque muda a los cónyuges por novios, la expectativa de segundas nupcias por el convento y, sobre todo, en que el pretendiente rival de Ricaredo, el nuevo esposo con el que está

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es mía,153 la decisión de profesar la tenía tomada Leonor aun antes de que, de forma significativa, el padre de ella y Manuel resolvieran su futuro sin consultarle su parecer: —Yo, señor –le dice Leonora a Manuel–, soy casada y en ninguna manera, siendo mi esposo vivo, puedo casarme con otro. Yo no os dejo por ningún hombre de la tierra, sino por uno del cielo, que es Jesucristo, Dios y hombre verdadero: él es mi esposo; a él le di la palabra primero que a vos; a él sin engaño y de toda voluntad, y a vos con disimulación y sin firmeza alguna. (I, x, 204).

Es decir, del mismo modo que Manuel no tiene en cuenta la voluntad de su amada al seguir el proceso habitual de petición de mano estipulado en la época, Leonor juega vilmente con los sentimientos de su amado, al que nunca saca de su error sino en el momento culminante. Por consiguiente, aquí tampoco se genera conflicto alguno entre las dos opciones, pues Leonora siempre tuvo clara la determinación de retirarse a un monasterio y consagrar a Dios su virginidad. Aparte de esto, las dos historias difieren, de manera harto significativa, en el desenlace: feliz, la novela ejemplar; trágica, la del Persiles, pues, a la muerte de amores de Manuel, le sigue la de Leonora a los pocos días de saber el fin de su amante, probablemente «por el sentimiento del no pensado suceso» (III, i, 437). Normal, pues, que, habiendo ensayado dos posturas enfrentadas, y para completar el asunto, Cervantes opte por situar la decisión de Auristela en una posición intermedia, en la que el debate es tan real como sincero. Auristela, a lo largo de su viaje, ha aprendido, lo cual incide, aunque de forma pálida, en el proceso de interiorización de la experiencia, que «nuestras almas… siempre están en continuo movimiento y no pueden parar sino en Dios, como en su centro.154 a punto de enlazarse Isabela, es nada menos que Dios. El mismo motivo, solo que desde otro ángulo, vertebra el episodio de Manuel de Sosa y Leonora y aun la trama medular del Persiles. 153 Antes de partir a luchar a Berbería con su rey, Manuel va a despedirse de los padres de Leonor y a reiterar y a que le confirmen el compromiso nupcial, y, al quedarse solo con su amada, es incapaz de decirle una sola palabra: «Hablé a su padre, hícele que me volviese a dar la palabra de la espera de los dos años; túvome lástima, porque era discreto, y consistió que me despidiese de su mujer y de su hija Leonor, la cual en compañía de su madre, salió a verme a la sala, y salieron con ella la honestidad, la gallardía el silencio. Pasmeme cuando de vi cerca de mí tanta hermosura; quise hablar y anudóseme la voz en la garganta y pegóseme al paladar la lengua y ni supe ni pude hacer otra cosa que callar y dar con mi silencio indicio de mi turbación… Ni la hermosa Leonora, ni su madre me dijeron palabras, ni yo pude, como he dicho, decir alguna» (I, x, 200-201). 154 En última instancia, esta máxima proviene de la filosofía erótica de Platón, de la unión metafísica del alma amante con el Bien, que se expone tanto en el Banquete (201d-212c) como, sobre todo, en el Fedro (244a-257b). San Agustín la hace suya y la cristianiza en la famosa invocación a Dios de La confesiones: «inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en ti» (I, 1, 116). Recorre asimismo la obra de Petrarca, como en el comienzo del libro I del De vita solitaria: «Credo ego generosum animum, preter Deum ubi finis est noster, preter seispsum et archanas curas suas» (en Prose, p. 296). Pero la mobilis et inquieta mens del hombre en busca de su realidad

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En esta vida, los deseos son infinitos, y unos se encadenan con otros, y se eslabonan, y van formando una cadena que tal vez llega al cielo y tal se sume en el infierno» (IV, x, 690). Esto es, que, si bien la Providencia dispone, es el hombre, merced a la utilización de su libre albedrío, el que tiene en su mano la salvación o la perdición de su alma.155 Y última informaba asimismo la filosofía moral de Séneca: «Dios está cerca de ti, contigo, está dentro de ti», le revelaba a Lucilio, «una fuerza divina ha bajado hasta ahí», un «alma noble y sagrada, enviada acá abajo con el fin de que conociésemos más de cerca las cosas divinas, convive, sin duda, con nosotros, mas queda adherida a su origen; está pendiente de ese lugar, hacia él se orienta y dirige su esfuerzo» (Epístolas morales a Lucilio, XLI, 1 y 5, pp. 257 y 258); iluminando otra vasta parcela de la tradición, ya ostensible en Petrarca. Directamente del fundador de la Academia se convierte en un leitmotiv del neoplatonismo renacentista; así, por ejemplo, según Ficino, los hombres, en la creación, fueron adornados con dos luces, una natural, para la contemplación de la materia, y otra infusa, para la contemplación de lo inteligible; pero dado que los hombres son las almas (homo solus est animus), no los cuerpos, sujetos al cambio y a la corrupción, estas, al estar prisioneras en ellos, así como porque la Providencia ha decretado ut anima sui ipsius, se olvidan de la luz infusa para usar no más que la natural; solo la educación, la razón y el fulgor de la naturaleza les estimularán, y tal estímulo es el verdadero amor, a que remonten el vuelo, porque eso sí, «el alma, desde el mismo momento de su nacimiento de Dios, por un instinto natural se vuelve a Dios» (De amore, Discurso IV, pp. 65-81). Tanto la rueda del amor, presente en la concepción amorosa de los maestros cristianos medievales y en la lírica del dolce stil novo, como la metafísica de la luz, símbolo clave en la Teoría de la ideas de Platón desde el punto y hora en que Sócrates, en la República (508b), traza la analogía del Bien y el Sol, así como del neoplatonismo (piénsese en el Cusano o en el himno solar de Copérnico,) son ampliamente desarrollados por Ficino: así, recordando a Jeroteo y Dionisio Aeropagita, dice que el «Amor es un círculo bueno que gira eternamente de bien a bien (Amor circulus est bonus a bono in bonum perpetuo reuolutus); de la luz, pues que calienta todo y a todo se extiende (cuncta fouens atque ipse ferens super omni sese). En cuanto es acto de todas las cosas y fortifica, se llama bueno. En tanto vivifica, alivia y seduce, bello. En tanto atrae a las tres potencias cognoscitivas del alma, la mente, la vista y el oído a los objetos que se deben conocer, belleza. Y en tanto que estando dentro de la fuerza cognoscitiva, la aplica a lo conocido, verdad. Finalmente, como bien, crea, rige y completa. Como bello, ilumina e infunde gracia» (De amore, II, II, pp. 23-25). León Hebreo, en sus Dialoghi d’Amore, profundizará e intelectualizará este flujo, símbolo del amor y la armonía universales; que también comparece en Il cortegiano de Castiglione. Cervantes la repite hasta en tres ocasiones más el Persiles, referidas al amor: «bien sé –dice Auristela a Sinforosa– que nuestras almas están siempre en continuo movimiento, sin que puedan dejar de estar atentas a querer bien a algún sujeto, a quien las estrellas las inclinan, que no se ha de decir que las fuerzan» (II, ii, 293); y «en tu busca vengo –le dice Arnaldo a Auristela–, porque, si no es parando en ti, que eres mi centro, no tendrá sosiego el alma mía (IV, ii, 639); y al inquieto movimiento de la mente del ser humano: «como están nuestras almas siempre en continuo movimiento, y no pueden parar ni sosegar sino en su centro, que es Dios, para quien fueron criadas, no es maravilla, que nuestros pensamientos se muden, que este se torne, aquel se deje, uno se prosiga y otro se olvide, y el que más cerca anduviere de su sosiego, este será el mejor, cuando no se mezcle con error de entendimiento. Esto se ha dicho en disculpa de la ligereza que mostró Arnaldo en dejar en un punto el deseo que tanto tiempo había mostrado de servir a Auristela (III, i, 429). Aun antes del Persiles, lo había puesto en boca de Tirsi, en su discurso en pro del amor, en La Galatea: «es propia naturaleza del ánima nuestra estar contino en perpetuo movimiento y deseo, por no poder ella parar sino en Dios, como en su propio centro» (IV, 253-254). Cervantes, por lo tanto, la suele emplear indistintamente para referirse al amor humano y al amor divino; Auristela, en este paso, se alinea con la escatología cristiana que le han inculcado los penitenciarios vaticanos. 155 Para González Rovira (1996: 245), a nuestro entender de forma acertada pero unida la mobilis et inquieta mens del hombre, es en esta existencia de causas y efectos que se eslabonan donde reside «el verdadero

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como la vía más rápida para acceder a Dios es ofrecerle la virginidad y dedicarle en exclusiva la vida, según reza la ideología contrarreformista más ortodoxa que le ha sido inculcada en su catequesis, le pide a Periandro, en una nueva y decisiva conversación a solas, que le devuelva la palabra dada de ser su esposa: Querría agora, si fuese posible, irme al cielo, sin rodeos, sin sobresaltos y sin cuidados, y esto no podrá ser si tú no me dejas la parte que yo misma te he dado, que es la palabra y la voluntad de ser tu esposa. Déjame, señor, la palabra, que yo procuraré dejar la voluntad, aunque sea por fuerza, que, para alcanzar tan gran bien como es el cielo, todo cuanto hay en la tierra se ha de dejar, hasta los padres y los esposos. Yo no te quiero dejar por otro; por quien te dejo es por Dios (IV, x, 691-692).156

Es evidente que la actitud de Auristela para con Periandro, tan personal como legítima, es sumamente cruel, en función del compromiso adquirido y del sinfín de pruebas que han tenido que superar hasta arribar a la ciudad pontificia. No obstante, no llega a los extremos de la dama portuguesa, aunque, en tanto que cuenta con ese precedente, debería ser sobradamente consciente de las funestas consecuencias que podría acarrear su resolución; tampoco su íntima plática con Periandro alcanza la dimensión solemne y estética de la escena en que Leonora, en el altar, entre músicas e inciensos, le comunica a Manuel su decisión de profesar y le convierte en testigo de excepción del ritual de religioso. Ahora bien, aunque el patetismo es similar en ambas escenas, la confianza y la familiaridad que se dispensan Periandro y Auristela dota a la conversación de una profundidad psicológica y una densidad dramática que brilla por su ausencia en la historia intercalada. La sorpresa y el pasmo de Manuel se mudan en esos gestos de desesperanza y en ese elocuente silencio de Periandro que –en precioso detalle del autor– observa Auristela: significado del Persiles. No hace falta forzar interpretaciones alegóricas cuando el propio autor, en boca de sus personajes, nos ofrece una visión de la existencia humana como una concatenación de causas». 156 No se debe descartar la posibilidad de que Cervantes tuviera en consideración, para la elaboración de este momento culminante, el capítulo III de El libro de la vida (1588), en que Teresa de Cepeda cuenta el proceso, luego de un proceloso debate, de su decisión de meterse a monja, tras su paso por el monasterio abulense de Santa María de Gracia y trabar conocimiento con la monja María Briceño. Cuenta la santa que esta maestra de novicias y seglares «comenzome a contar como ella había venido a ser monja con solo leer lo que dice el Evangelio: “Muchos son los llamados y pocos los escogidos”. Decíame el premio que daba el Señor a los que todos lo dejaban por Él». Un poco más adelante, profiere que, luego de diversas vicisitudes, se enzarzó en un debate interno que resolvió tres meses después: «En esta batalla estuve tres meses, forzándome a mí misma con esta razón: que los trabajos y pena de ser monja no podía ser mayor que la del purgatorio, y que yo había bien merecido el infierno; que no era mucho estar lo que viviese como en purgatorio, y que después me iría derecha al cielo, que este era mi deseo» (El libro de la vida, III, 14 y 16).

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¿Qué inclinas la cabeza, hermano? ¿A qué pones esos ojos en el suelo? ¿Desagrádante estas razones? ¿Parécente descaminados mis deseos? Dímelo, respóndeme; por lo menos, sepa yo tu voluntad; quizá templaré la mía y buscaré alguna salida a tu gusto que en algo con el mío se conforme (IV, x, 692).

Derrotado, desolado y mudo de dolor, «porque imaginó que Auristela le aborrecía, porque aquel mudar de vida no era sino porque a él se le acabara la suya, pues bien sabía que, en dejando ella de ser su esposa, él no tenía para que vivir en el mundo» (IV, x, 692), Periandro se marcha de Roma, como Manuel de Lisboa, con la muerte en los talones. Sus reacciones difieren diáfanamente del decidido proceder de Ricaredo, que, justo en el momento en el que Isabela iba a profesar, se lo impide («¡Detente, Isabela, detente!; que mientras yo fuese vivo no puedes tú ser religiosa»), pese a que su rival, como en el caso de sus congéneres, es Dios. La claudicación de Periandro es similar, en su concepción, a la de Silerio, en la novelita de «los dos amigos» inserta en La Galatea, cuando, «cansado ya y desengañado de las cosas deste mundo» (III, 161) a causa de su fatal olvido en el duelo de Timbrio que provoca el paroxismo de Nísida, se hace ermitaño, y aun más a la de Cardenio, en el Quijote de 1605, tras observar escondido en un tapiz el sí quiero que su amada Luscinda pronuncia en sus esponsales con don Fernando. Los dos forman parte de la larga nómina de amantes desdichados que pululan por los distintos mundos posibles regiones que ofrecía la prosa de imaginación áurea de corte idealista, como la ficción caballeresca, la pastoril y la cortesano-sentimental. Acaso los ejemplos más significativos, de entre los muchos que se podrían traer a colación, sean los de Arnalte, en Arnalte y Lucenda (1491), y Leriano, en Cárcel de amor (1492), ambas de Diego de san Pedro, Grimalte, en Grimalte y Gradissa (¿1495?) de Juan de Flores, Amadís de Gaula, cuando, desdeñado por una celosa Oriana, suspende su vida activa de caballero andante para retirarse a hacer penitencia en la ínsula de la Peña Pobre y llorar su excéntrico e inmoderado dolor hasta la muerte, y Luzmán, al que, como a Periandro, le rechazan a favor de la vida conventual, como queda dicho, en la primera versión de La selva de aventuras de Jerónimo de Contreras, por cuanto todos ellos eligen la penosa vía del destierro amoroso como consecuencia de un amor frustrado. De este modo, Periandro y Auristela, que habían mostrado tener en todo momento un mismo parecer y una sola voluntad, llegados a la meta de su peregrinación y cumplido el propósito moral –el voto– de su viaje, rompen la armonía, dejan de ser uno solo de dos. Auristela, en efecto, quebranta la promesa matrimonial dada porque ha llegado a la conclusión, después de un afanoso camino de perfección, de las incertidumbres del futuro y de la inculcación de la doctrina contrarreformista por los penitenciarios

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vaticanos, de que el centro del alma humana no es sino Dios y el camino más rápido y seguro para retornar a él es la vida religiosa del convento. Empero, aun habrá de desengañarse y percatarse de que el servicio a Dios se puede igualmente hacer en la vida civil y en el seno del matrimonio, que además es la manera que mejor se amolda a la naturaleza humana y la que permite integrarse en el ciclo de la generación. El apartamiento del mundo como opción libre de vida al que conducen los muchos trabajos es una constante del Persiles. El más parecido al de Auristela, como ya hemos mencionado, es el de la portuguesa Leonor. Otros retiros espirituales y de conocimiento son los de Antonio y Ricla, Renato y Eusebia, Rutilio y Soldino: la vida de ermitaño en contraposición a la conventual, aun cuando sea vivida en pareja. La soledad y el aislamiento como vía de perfección, el rechazo del mundo y de sus anhelos íntimos es, no obstante, una alternativa que eligen no pocos personajes cervantinos157. En La Galatea se registran, en marcado contraste, los de Gelasia y Silerio, pues la manifestación de libertad frente al amor de la pastora conduce a la misma soledad que el desengaño amoroso del cortesano peregrino, si bien la primera elección es un proyecto de vida mientras que la segunda es un proyecto de muerte. En la primera parte del Quijote Cervantes insiste con esta misma dualidad, que encarnan Marcela y Cardenio, aunque la dosis de idealismo se reduce notablemente, pues el retiro de la pastora fingida acontece en un marco aldeano de contornos ligeramente más realistas, mientras que el desengaño amoroso de Cardenio no es la consecuencia directa de un admirable ejemplo de amor y amistad como el de Silerio, sino del engaño y la traición, ni su marco es el estilizado ámbito pastoril, sino la farragosa Sierra Morena, ni la locura de amor se expresa mediante la melancolía sonora del arpa, sino con los arrebatos de violencia que le asisten. En las Novelas ejemplares, el desengaño del mundo conduce al retiro cristiano a los perros Cipión y Berganza. Por fin, en el teatro cervantino, nos encontramos con el de Lugo, el protagonista de El rufián dichoso, quien entiende que su salvación se encuentra en el apartamiento santo del monasterio. Lo más significativo, no obstante, es que, si dejamos de lado el caso de Lugo, que muere en olor de santidad en la comunidad religiosa de México, de Soldino, que vive consagrado al estudio en su cueva, y de Gelasia y Marcela, que prefieren pasar sus días en la amenidad de los campos, todos los demás se reintegran, solucionado su conflicto, feliz, suelta y voluntariamente, en la sociedad. La conversación a solas de los dos amantes, como las anteriores, lleva inherente el desvelo de parte del secreto de su identidad. Auristela, en su disertación, confirma al lector algo que ya sospechaba: su origen real, y nos informa pálidamente de la causa 157

Véase Luis Rosales, Cervantes y la libertad, vol. I, pp. 246-255.

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que motivó su enamoramiento: «heredera soy de un reino y ya tú sabes la causa por que mi querida madre me envió en casa de los reyes tus padres, por asegurarme de la grande guerra de que se temía; desta venida se causó el de venirme yo contigo, tan sujeta a tu voluntad que no he salido della un punto» (IV, x, 691). La maestría narrativa de Cervantes hilvana los instantes más dramáticos de la pareja con el descubrimiento de algún dato de su enigmático misterio, de tal modo que al mismo tiempo que sus héroes deambulan en busca de la felicidad por un mundo hostil y latoso que depura su alma, lleva al lector de la mano suspendido y admirado hasta la última página. Pues estos datos dispersos aquí y allá desvelan y cubren a un tiempo, en tanto que son insuficientes para reconstruir cabalmente una historia tan complicada como fragmentaria. La emoción y la angustia del lector ante el sufrimiento de los amantes se entrevera así con su ardiente deseo de recomponer de una vez por todas el rompecabezas que se ha dispuesto ante él. En lo que resta, por consiguiente, acaecen simultáneamente el principio y el final. A pesar de su decisión, Auristela no es fría, desapasionada ni impasible, como lo han evidenciado sus continuos arrebatos celosos y el dolor ante la falsa muerte de Periandro. Ella conoce mejor que nadie el amor que le profesa su hermano-amante y lo que le debe, como bellamente se lo indica justo antes de comunicarle su decisión, aunque silencie el sentimiento de amor: «tú has sido mi padre; tú, mi hermano; tú, mi sobra; tú, mi amparo y, finalmente, tú mi ángel de guarda y, tú, mi enseñador y mi maestro» (IV, x, 691). Después, ante el silencio la postración y la congoja de Periandro por el rechazo, no puede dejar de sentirse dolorosamente afligida, hasta el punto de que su marcha la sume en un torbellino de dudas que reabre su debate interno entre el convento y el matrimonio. Del mismo modo que en las ocasiones anteriores, la crisis de Auristela no es privada, sino que cuenta con dos espectadores de excepción: los hermanos Antonio y Constanza. Entre ellos y su desvelamiento, Auristela recobra el seso dormido y la cordura. En la medida en que Antonio y Constanza ayudan a Auristela a recuperar el entendimiento y comprender mejor la relación que la une con Periandro, la secuencia es análoga a la que se desencadena en casa de Diego de Villaseñor tras la muerte del conde, marido reciente de Constanza. Entonces, nada más fallecer su esposo, Constanza, sin recapacitar, emite un voto de ser monja; ante lo cual Auristela le hace entrar en razón: —Sedlo, y no lo hagáis –replicó Auristela–, que las obras de servir a Dios no han de ser precipitadas, ni que parezcan que las mueven acidentes, y este de la muerte de vuestro esposo quizá os hará prometer lo que después o no podréis o no querréis cumplir. Dejad en las manos de Dios y en las vuestras voluntad, que así vuestra discreción como la de

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vuestros padres y hermano os sabrá aconsejar y encaminar en lo que mejor os estuviere (III, ix, 523).

Ahora, Auristela, que, al salir Periandro de la habitación, «acababa de despertar como de un sueño» (IV, xi, 693) y mientras parece reafirmarse en su devota resolución, es inquirida primero por Constanza a propósito del tipo de relación que la enlaza con Periandro. Su respuesta es una oblicua declaración de amor, en la que expresa todo lo que no ha sido capaz de verbalizar a Periandro: —No sé, hermana –dijo Auristela–, lo que me he dicho, ni sé si Periandro es mi hermano o si no; lo que te sabré decir es que es mi alma, por lo menos: por él vivo, por él respiro, por él me muevo y por él me sustento, conteniéndome, con todo esto, en los términos de la razón, sin dar lugar a ningún vario pensamiento ni a no guardar todo honesto decoro, bien así como le debe guardar una mujer principal s un tan principal hermano (IV, xi, 694).

Antonio, por su parte, erigido en portavoz del lector dentro del texto, le demanda que les diga de una vez por todas quiénes son («dinos ya quién es [Periandro], y quién eres, si es que puedes decillo» [IIV, xi, 695]), así como la índole de su vínculo, la cual, si es de amor, no se van a escandalizar luego de tan largo periplo como el que han recorrido juntos, la cantidad de casos que han conocido y de los que han aprendido y de saber que el suyo no podría ser sino un amor limpio, honesto, virtuoso como quienes ha puesto la mira en gozarse «con las potencias del alma» (IV, xi, 695). Y Auristela cuenta, ofrece todas las claves que inmediatamente después serán enhebradas en un discurso articulado por Seráfido, el ayo de Periandro. Dice así: Hijo de rey es [él]; hija y heredera de un reino soy; por la sangre, somos iguales; por el estado, alguna ventaja le hago; por la voluntad, ninguna; y, con todo esto, nuestras intenciones se responden y nuestros deseos con honestísimo efeto se están mirando; sola la ventura es la que turba y confunde nuestras intenciones y la que por fuerza hace que esperemos en ella (IV, xi, 696).

Aquí Auristela, ciertamente, ha dado un vuelco a su determinación, de modo que ya ni el conflicto sin resolver con Magsimino, ni la cogitatio mortis, ni la catequesis serán un impedimento: «Y, porque el nudo que lleva a la garganta Periandro me aprieta la mía, no os quiero decir más por agora, señores, sino suplicaros me ayudéis a buscalle» (IV, xi, 696). Para cerrar el círculo que conecta la escena en la casa del Quintanar con

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la de Roma, le concierne a Constanza devolverle la lección exhortatoria que de ella recibió: —Levanta, pues –dijo Constanza–, y vamos a buscalle, que los lazos con que amor liga a los amantes no los deja alejar de lo que bien quieren. Ven, que presto le hallaremos, presto le verás y más presto llegarás a tu contento. Si quieres tener un poco los escrúpulos que te rodean, dales la mano y dala de esposa a Periandro, que, igualándolo contigo, pondrás silencio a cualquier murmuración (IV, xi, 696).

Periandro, que en estos compases finales se asimila, en su papel así de leal amador como de sufridor de los rigores de la pasión erótica, a los protagonistas de la novela sentimental, decide, en su viaje, tras salir de Roma, a ninguna parte, pasar la noche en una floresta en la que se combinan las características más acusadas del género pastoril: «Sollozando estaba Periandro, en compañía del manso arroyuelo y de la clara luz de la noche; hacíanle los árboles compañía y un aire blando y fresco le enjugaba las lágrimas; llevábale la imaginación Auristela» (IV, xii, 697). Este interludio pseudopastoril que abre Cervantes no es más que el marco en el que se va a desvelar definitivamente el secreto de la novela, el espacio en el que Seráfido, el ayo de nuestro héroe, le cuente a Rutilio la historia que motiva los trabajos de Persiles y Sigismunda. Un interludio bucólico que se refuerza aun más por cuanto Periandro desempeña una de las funciones típicas de los pastores: la de espía de vidas ajenas. Así, al ver interrumpidas sus cuitas amorosas por el murmullo de unas voces, se acerca a los hablantes y, escondido entre los árboles, afina el oído y escucha una conversación de la que él y Auristela son los protagonistas. Periandro se convierte así en el vehículo de su historia, pues le presta al lector sus oídos para que descubra, al mismo tiempo que él, el misterio de su origen y de su peregrinación. De este modo se realiza el efecto de aproximar al máximo el personaje con el lector, a que el segundo se solidarice plenamente con el primero, a que se establezca una empatía perfecta entre ambos, lo que redunda en un mejor conseguimiento del movere tanto como del suspense. Si Cervantes utiliza a Periandro como intermediario entre el relato de Seráfido, dirigido a un receptor interno como Rutilio y al lector, es, aparte de lo dicho, para que ambos descubran a un tiempo el último peligro que se cierne sobre él y Auristela: la próxima llegada a Roma de Magsimino. De este modo, personaje y lector caminarán indisolublemente unidos en lo que resta de novela.158 158 Es preciso destacar Cervantes había utilizado esta técnica de entremezclar un relato intradiegético con información nueva que concierne a otro personaje con anterioridad. Así, por ejemplo, en la relación que de su vida cuenta Dorotea al cura, el barbero y Cardenio, donde salen a colación algunos datos de vital importancia de la

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La conversación de Seráfido y Rutilio manifiesta una evidente relación de reescritura con la que mantienen Roberto y Salec en el inicio de La gran sultana, pues su función primordial es la misma: la de actualizar –para el lector o el espectador– en el presente narrativo las historias de Persiles y Sigismunda y de Lamberto y Clara, respectivamente, a la vez que palian sus comienzos in medias res. Esta contingencia general va acompañada de otras particulares: tanto Seráfido como Roberto son los tutores de Persiles y de Lamberto; ambos se hallan en Roma y en Constantinopla, precisamente, en busca de sus educandos, los cuales se vieron en la tesitura de tener que abandonar sus patrias por cuestiones amorosas en las que ellos se vieron involucrados directamente. La figura del ayo de Margarita, Vozmediano, de El gallardo español, guarda algunos puntos de contacto con las de Seráfido y Roberto, al menos en lo concerniente a su participación en la historia de amor de su protegida; las diferencias estriban en que la historia de Margarita es una búsqueda amorosa, no la certificación tras un largo proceso de depuración al caminar junto a la persona amada como en los casos de Persiles y Lamberto. Aun así, Vozmediano y Seráfido comparten la tarea de salvaguardar a sus tutelados de la actuación o los intereses de sus hermanos mayores, a Margarita de don Juan y a Persiles de Magsimino. Por último, hay que resaltar que son tres historias que se ajustan, en diferentes grados y en distintas dosis de idealización, a los parámetros de la novela de tipo griego. Seráfido inicia su relato a Rutilio, un personaje que conoce sobre el terreno la geografía nórdica, indicando el lugar de procedencia de los protagonistas: Tule es la patria de Persiles y Frislanda, la de Sigismunda.159 Se trata de islas que estaban ubicadas, desde la Antigüedad clásica, en el margen postrero del mundo conocido del Septentrión historia de este último que le permiten abrigar esperanzas en su particular caso de amor; o en Las dos doncellas, donde Teodosia, primero, le cuenta su caso amoroso a su hermano don Rafael, y Leocadia, después, sin saber que se lo está contando a su rival, le narra el suyo a Teodosia. Por otro lado, escuchar en labios ajenos tu misma historia es lo que le sucede a Pánfilo, el protagonista de El peregrino en su patria (libro III) de Lope de Vega, solo que a diferencia de Periandro, que obra como espía de una conversación, Pánfilo es el receptor directo del relato de Celio. 159 Aunque se trata de lugares mítico-legendarios, especialmente Tule, que representa en el ideario del mundo antiguo el lugar más noroccidental de la Tierra, la crítica del Persiles ha intentado, siguiendo las precisiones de Seráfido, identificarlos con espacios históricos y, en consecuencia, ubicarlos en el mapa. Véanse, por ejemplo, los esfuerzos de Lozano-Renieblas (1998: 92-98) y la bibliografía que cita, así como la contrarréplica de Romero Muñoz (2004: 751-756, apéndice XXXVII). A modo de curiosidad, queremos recordar que Francesco Petrarca redactó de vuelta de un fructífero viaje por el norte de Europa (en París copió un manuscrito con las elegías de Propercio y en Lieja halló la célebre oratio de Cicerón, Pro Archia) una erudita carta que enderezó a su amigo Tommaso Calorio en atención a la ubicación de la famosa isla, uno de los «confines del mundo terrestre» y en la que cita las opiniones más contrastadas sobre ella, numerosos datos y noticias geográficas: la familiar III, 1. Como estamos convencidos de que Cervantes pensaba sobre Tule lo mismo que Petrarca, cuya epístola ignoramos si conocía o no, la editamos en Apéndice en latín y traducida al castellano.

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europeo, cuyo referente, antes que histórico o real, pertenece a la tradición mítico-literaria, con el que Cervantes quería proporcionar un origen legendario y exótico a sus actores principales, que le sirve en parte para explicar el peregrinaje de purgación y acendramiento espiritual que emprenden al centro del catolicismo. A renglón seguido, el ayo de Periandro desvela el linaje de los protagonistas: Persiles es el hijo segundón de la reina Eustoquia, el hermano menor de Magsimino, que acaba de suceder a su padre en el reino. Como preceptor de nuestro héroe que es, Seráfido pinta a las mil maravillas el retrato de Persiles, pero lo más importante es que destaca el profundo amor que siente por él su madre, lo que explica su comportamiento posterior. Sigismunda, por su parte, es la primogénita de la reina Eusebia y, en consecuencia, su heredera. Como no podía ser de otro modo, Seráfido destaca su sin igual hermosura. Para ser protegida de una guerra inminente, la reina de Frislanda confió a la madre de Persiles el cuidado de su hija, aunque según conjetura el instructor el motivo real no era sino provocar que Magsimino se enamorara de ella y la desposase. Y, en efecto, así sucedió, pero no porque pudieran tratarse de forma directa, ya que a la sazón Magsimino se hallaba fuera de Tule, sino porque su madre le envió un retrato de Sigismunda que consiguió el resultado esperado.160 De esta manera, la imagen pictórica de nuestra heroína obra del mismo modo en Magsimino que en el duque de Nemurs, pues en ambos casos se convierte en el transmisor de su irresistible belleza, capaz de seducir de igual forma que su presencia física, y si el amor del duque supone una traba más para nuestros héroes en su camino al matrimonio, el de Magsimino constituye el origen mismo del conflicto. Cervantes se había servido del enamoramiento que suscita el retrato de la heroína, a más de en estas ocasiones, en La entretenida, donde don Silvestre de Almendárez, el primo indiano de don Antonio, acepta desposarse con Marcela sin haberla visto sino a través de un cuadro que le fue enviado al Perú. Curiosamente los tres devendrán en amores frustrados, pero por motivos bien diferentes, aunque en el fondo quizá lo que late es que el retrato es un mero transductor fetichista de la belleza física, incapaz de reflejar lo que se esconde detrás; así quedó demostrado, al menos, en el caso del galán francés. A estas tres ocasiones hay que sumar, aunque el propósito no es sino el opuesto, el retrato de una mujer fea que doña Estefanía entrega a su hijo Rodolfo en La fuerza de la sangre, para que, ante la contemplación viva de Leocadia, elija a esta por esposa y pueda, así, subsanar el atropello cometido. Persiles, que a diferencia de ellos ha trabado conocimiento real con la persona, nada más enterarse de que su hermano ha demandado que le guarden a Sigismunda como consorte, empieza a padecer 160 También «Pánfilo, que por fama y un retrato ya estaba enamorado de Nise» (Lope de Vega, El peregrino en su patria, III, p. 248).

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los males de la aegritudo amoris hasta la desesperación. Por saber que Sigismunda no estaba reservada para él, Persiles se obstina en silenciar su amor y, consecuentemente, su dolencia, que ni siquiera los médicos aciertan a diagnosticar. Empero, las continuas solicitudes de su madre terminan por operar su efecto y, finalmente, confiesa «cómo él moría por Sigismunda» (IV, xii, 702). La reina Eustoquia, ante el pertinaz sufrimiento de su hijo menor, decide auxiliarle, aunque ello redunde en perjuicio de Magsimino tanto como de la palabra dada; es decir, vulnera los principios sociales «a favor de lo que busca y desea el cuerpo» (El Saffar, 1989: 59c), favorece el amor del segundón ante los derechos del primogénito. Asume, pues, el papel de mediadora de amores o emprende labores celestinescas, de tal forma que convence a Sigismunda de lo que ganaría aceptando el amor de Persiles, conforme a las múltiples virtudes que atesora, al mismo tiempo que vitupera a Magsimino, «a quien la aspereza de sus costumbres en algún modo le hacían aborrecible» (IV, xii, 702). No cabe duda de lo sorprendente que resulta el proceder de Eustoquia en su papel de madre, solo equiparable al de doña Estefanía en La fuerza de la sangre, en tanto que se hace responsable de la felicidad de su vástago, y al de Catalina, la madre de Ricaredo, en La española inglesa, pues, como Eustoquia, rompe la palabra dada de desposar a su hijo con Clisterna a fin de atender a su amor por Isabela, a la que, como la reina de Tule con Sigismunda, guarda en su casa. Sin embargo, ni doña Estefanía ni Catalina se ven, como Eustoquia, en la tesitura de tener que elegir entre sus vástagos, de tener que ser cruel y egoísta con uno para mirar por el bien del otro. Esto es así, entre otros factores, porque en la obra de Cervantes solo se da en otra ocasión el hecho de que dos hermanos se conviertan en rivales por una cuestión de amor: nos referimos a la historia de Teodosia y Leonarda, en La Galatea, lo que ocurre es que en este caso no interceden los padres, ya que no transciende hasta ellos la rivalidad, sino que todo acontece entre ellas. De alguna manera, en función de ello, la figura de Sigismunda, presa entre dos fuegos, tiende a parecerse a la de Artidoro: los dos terminarán por elegir al amante que, en principio, no estaba destinado para ellos, y siempre después de caer en la red de un ardid, pues no olvidemos que Eustoquia envilece a Magsimino, a la vez que extrema las bondades de Persiles, mientras que Leonarda traiciona a su hermana Teolinda al desposarse con Artidoro usurpando su identidad. Ante la intercesión de Eustoquia, Sigismunda termina por decantarse a favor de Persiles, siempre y cuando se respete su honestidad, que es lo único que de verdad le importa. Es decir, la historia principal del Persiles no se origina por un relámpago recíproco de amor, como es norma en el género, tal y como lo atestiguan Quéreas y Calírroe, en la novela homónima de Caritón de Afrodisias, Antía y Habrócomes, en las Efesíacas de Jenofonte, Dafnis y Cloe, en las Pastorales lésbicas de Longo, y Teágenes

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y Cariclea, en las Etiópicas de Heliodoro, mientras que, en el Leucipa y Clitofonte de Aquiles Tacio, antes de la correspondencia, haya un proceso de seducción por parte del amante masculino, que es lo mismo que sucede en El peregrino en su patria de Lope de Vega e igualmente, aunque muy desdibujado, en el Clareo y Florisea de Núñez de Reinoso. Tanto el recato como la tibia, por no decir fría, complacencia amorosa de Sigismunda hallan su paralelo, como ya hemos mencionado, en los comportamientos de otras heroínas cervantinas, tales como Preciosa y, sobre todo, Constanza, en diáfano contraste con la actitud pasional de sus respectivos amantes. En nuestro caso responde a una evidente intención estética, por cuanto caracteriza a los dos amantes tanto como al doble sentido, amoroso y espiritual, de su peregrinación, aunque el voto no pase de ser una mera estratagema. No obstante, la pasión, como venimos diciendo, no es del todo ajena a Sigismunda, como lo certifican sus arrebatos celosos y los acercamientos amorosos para con su Persiles en los instantes más peliagudos, que no solo la confieren corporeidad y humanidad, sino que cumplen también la función de justificar su debate entre la vida célibe del convento y el matrimonio. Tampoco Persiles es plano en su caracterización, pues a la fusión de opuestos entre el perfecto amador sumiso a la voluntad de su amada y el atlético caballero andante de los mares, se suman su discreción y prudencia, que lo convierten en un diestro consejero y, cuando procede, en un hábil farsante o embustero, así como su eminente dominio de la palabra, su excelencia como poeta oral. La aceptación del amor de Persiles por parte de Sigismunda, luego de la mediación de Eustoquia, constituye el conflicto de la novela y el motivo fundamental de su dilatado viaje, habida cuenta de que, por infringir la palabra dada a Magsimino y transgredir las normas sociales de la primogenitura, se ven abocados a la huida y al destierro. Como excusa o pretexto de su marcha ante Magsimino, conciben la idea de viajar a Roma con el fin de conocer de primera mano la ortodoxia católica, «que en aquellas partes setentrionales andaba algo de quiebra» (IV, xii, 703). Es esta la misma artimaña, como comentamos, de que se sirve Ricaredo para no aceptar por esposa a Clisterna, toda vez que sus padres reanudan las conversaciones matrimoniales con la familia de la escocesa al enfermar gravemente Isabela. El templado amor de Auristela requiere de Persiles la garantía de que no se violará su decoro y que no se ultrajará su honestidad durante el peregrinaje hasta la Ciudad Eterna. Se consuma así el voto de castidad inherente a la novela de tipo griego. A partir de ahí principian los trabajos de Persiles y Sigismunda bajo la apariencia fingida de los hermanos Periandro y Auristela. En estos compases iniciales de la historia principal del Persiles de han señalado las influencias inter e intratextuales del Leucipa y Clitofonte de Aquiles Tacio, bien directamente, bien a través de la refundición de Núñez de Reinoso, y de La española

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inglesa.161 Cabe añadir la Historia etiópica de Heliodoro, solo que con los roles sexuales invertidos: del mismo modo que son Teágenes y Auristela los foráneos; son Cariclea y Periandro los que enferman de amor hasta el delirio, debido a su obstinación por guardar en secreto su prendamiento, aunque, merced a la tarea que emprenden Calasiris y Eustoquia, terminan por confesarlo, por violar los compromisos adquiridos y por verse obligados a peregrinar errantemente por el mundo, pero con una meta bien definida: Méroe y Roma, respectivamente. Y también un pequeño detalle del entramado episódico de Cardenio, Luscinda, don Fernando y Dorotea, inserto en el Ingenioso hidalgo; Casalduero (1975: 227) redujo el argumento de la trama medular del Persiles a la «historia de un segundón que con la protección materna logra suplantar al primogénito», y un segundón es asimismo don Fernando lo que, de alguna manera, condiciona su conducta, tal y como le ocurre a Periandro. Hasta aquí llega la narración de Seráfido en lo que concierne a las circunstancias que propiciaron el viaje peregrino de Persiles y Sigismunda o, lo que es lo mismo, a la actualización del pretérito de la historia que completa el inicio in medias res de la trama argumental. Lo que resta da buena cuenta de la situación presente, que explica el motivo por que el ayo de Persiles se encuentra en las proximidades de Roma. Resulta que, solventadas las refriegas que ponían en peligro su reinado y la estabilidad de Tule, Magsimino, tras dos años de ausencia, que se corresponden con la duración completa del texto, regresa a su hogar y se entera de la marcha a Roma de su prometida. Consciente de los peligros que acechan al mundo, el hermano de Persiles decide partir en su busca para encontrase con ellos en la curia pontificia y cumplir su designio de desposar a Sigismunda. Advertido Seráfido de las intenciones de Magsimino por Eustoquia, parte inmediatamente con objeto de avisar del peligro que se cierne sobre ellos, que es inmediato, en tanto que el hermano de Persiles, después de un largo trayecto, está próximo de arribar a su destino, aunque «queda enfermo, porque le ha cogido esto que llaman mutación, que le tiene a punto de muerte» (IV, xii, 704). Enterado indirectamente de la llegada de su hermano y sin darse a conocer, Persiles desanda lo andado y retorna a Roma para comunicar a Sigismunda la llegada de su hermano e idear el modo de afrontar el peligro. El itinerario que ha recorrido Seráfido en su viaje difiere del elegido por Magsimino, pues, al contrario del de Persiles y Sigismunda, que se ha dividido entre el mar y la tierra firme, el del rey de Tule ha sido solo por mar, hasta desembarcar en Nápoles. Seráfido, que ha sido el responsable de desvelar el gran secreto del texto, desempeña igualmente la labor de mitificar el espacio de la novela o de estilizarlo hasta la 161

Cfr. Zimic (1964 y 1974-1975) y Lapesa (1967: 258-259).

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idealización literaria, por cuanto une a la terminología clásica que designa el territorio original de Persiles, los nombres con que la antigüedad bautizó a los distintos lugares que jalonan la ruta meridional de Magsimino. Así, denomina estrecho hercúleo al de Gibraltar, Tinacria a Sicilia y Parténope a Nápoles. De este modo, el espacio legendario del Septentrión y el mundo conocido del Mediodía europeos se homologan en el desenlace como una topografía de resonancias mitológicas. Al mismo tiempo, dado que el periplo terrestre de Seráfido es el mismo que han seguido Persiles y Sigismunda, primero, y el príncipe Arnaldo, después, ha podido hacerse eco, como el pertinaz amante danés de nuestra heroína, de la fama de la belleza y de la discreción de los amantes nórdicos, que garantizará su entrada per saecula saeculorum en el ámbito del mito y la leyenda. El desenlace del Persiles acontece en las afueras de Roma. Persiles se topa con Sigismunda y la comitiva de personajes que la secundan, al que se han unido Hipólita y Pirro, su rufián, a la altura de la basílica de San Pablo Extramuros. La felicidad del encuentro queda turbada tanto por las noticias que porta Periandro como por la felonía criminal de Pirro, que, viendo peligrar su hacienda ante las generosas ofertas de Hipólita, hiere a nuestro héroe. Se trata del tópico recurso de la falsa muerte que Cervantes ya había utilizado anteriormente. Ahora ya no sirve para crear tensión dramática ni desvelar parte del misterio que rodea a Persiles y Sigismunda, pero sí para certificar su unión simbólicamente rubricada con la sangre que mana de las heridas: Abrió los brazos Seráfido, soltole Rutilio, calientes ya en su derramada sangre, y cayó Periandro en los de Auristela; la cual, faltándole la voz a la garganta, el aliento a los suspiros y las lágrimas a los ojos, se le cayó la cabeza sobre el pecho y los brazos a una y otra parte (IV, xiii, 709).

Y así es como los sorprende Magsimino. El cual, con la muerte acechándole, solo puede corroborar y sancionar lo que el disponer de las estrellas y la voluntad libre habían unido en indisoluble nudo: Aprieta, ¡oh hermano!, estos párpados y ciérrame estos ojos en perpetuo sueño, y con esotra mano aprieta la de Sigismunda, y séllala con el sí que quiero que le des de esposo, y sean testigos de este casamiento la sangre que estás derramando y los amigos que te rodean. El reino de tus padres te queda; el de Sigismunda heredas; procura tener salud y góceslos años infinitos (IV, xiv, 711).

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De este modo, Magsimino, que en su comportamiento último se asemeja al moribundo Carrizales al pedir a su joven esposa que se case con Loaisa, no hace sino reincorporar a los dos amantes, ya esposos, a la vida social de la que se habían desgajado tras su enamoramiento, solucionar su problemático conflicto, cerrando el periplo vital y argumental del Persiles, en el que el matrimonio cristiano, pero no según la regulación contrarreformista dispuesta en el Concilio de Trento, sino extramuros de Roma, fuera de la iglesia, «en mitad de la campaña rasa» (IV, xiv, 711), usurpando Magsimino –como en otras ocasiones ha realizado Auristela– el lugar del sacerdote y por simple apretón de manos, es la culminación a la perfección amorosa, espiritual y personal adquirida luego de la superación de incontables trabajos. La felicidad de Persiles y Sigismunda deviene en una apoteosis matrimonial por cuanto al suyo se unen los de sus acompañantes. El príncipe Arnaldo, que ha visto frustradas sus esperanzas de desposarse con Sigismunda, termina por aceptar a Eusebia, la hermana menor de nuestra heroína, que comparece en el último momento para cuadrar la situación, a la manera de Blanca con Silerio en el episodio novelesco de La Galatea, de Avendaño, Constanza, don Pedro, el hijo del Corregidor, y la hermana de Avendaño, en La ilustre fregona, y de Teodosia, Marco Antonio, Leocadia y don Rafael en Las dos doncellas. No obstante, las dobles bodas, ya deriven de amores cruzados o paralelos, concluyen un importante número de historias cervantinas, como lo corroboran los entrelazamientos amorosos de Cardenio, Luscinda, Dorotea y don Fernando en la primera parte del Quijote y Carino, Leoncia, Solercio y Selviana en el Persiles y los finales de El amante liberal, El gallardo español, Los baños de Argel y La gran sultana. Junto a Persiles, Sigismunda y Arnaldo consiguen la dicha matrimonial Antonio y Félix Flora, Croriano y Ruperta, Bartolomé y Luisa y Constanza y el conde hermano de su primer esposo. Como ha destacado González Rovira (1996: 239), este cierre de la novela con la celebración de bodas múltiples es un motivo que Cervantes emula de El peregrino en su patria de Lope de Vega. Desde antiguo, la literatura fue concebida como un viaje, una odisea con la que «comienza el movimiento, la acción narrativa» (Prieto, 1975: 192). Dos son los tipos de viajes, uno es el que empieza con la epopeya de aires novelescos de Homero, en la que la grandeza épica se desplaza hacia las aventuras que derivan de un incesante deambular por tierras extrañas y mares lejanos y que estaba concebida como un retorno a la patria y al hogar con una identidad reafirmada, tras superar todos los obstáculos y todas las dificultades halladas en el camino. El otro viaje es el que corresponde a los tiempos modernos, no solo porque la andadura externa se desplace hacia un viaje al interior de sí mismo, sino también porque se concibe la posibilidad de un viaje sin retorno, del caminar siempre hacia adelante en una fuga sin fin a ninguna parte, que ya

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no reafirma la personalidad del héroe sino que la escinde y la disgrega, pues está sujeta a un constante estado de crisis y de mutación. El primer modelo, el del viajero en busca de su destino y en lucha con la adversidad, en tanto que es un peregrinar de ida y vuelta, tiende a la estructura circular; el segundo, el del hombre perdido y sin rumbo fijo en un mundo caótico, dado que es un recorrido sin fin, suele acomodarse a la linealidad. La novela de aventuras griega, deudora de la Odisea de Homero, introduce como motivo del viaje el amor, pues este dura lo que media entre el enamoramiento de la pareja protagonista y la celebración del matrimonio; es decir, la peregrinación vital homérica deriva en la peregrinación amorosa en la novela helenística,162 que es al mismo tiempo, habida cuenta de que «atañe solamente a la juventud del hombre», una «peregrinación como aprendizaje y experiencia de los trabajos del mundo y de la vida» (Vilanova, 1989: 350). Este viaje de formación y perfección amorosa y vital mantiene, sin embargo, la estructura circular: los héroes parten de su hogar tras su enamoramiento en busca de una felicidad que la norma social, habitualmente encarnada en la figura paterna y en su derecho a elegir el cónyuge de sus vástagos, los intereses de terceros o la fortuna les niegan, es decir, son empujados a vivir errantemente en un mundo gobernado por los imponderables del azar y el destino, que les llevarán de un sitio a otro y donde se verán envueltos en una espiral de asechanzas sin fin en el que su amor se pone de continuo a prueba, hasta que, en una espectacular escena de reconocimiento, se solventa la trama con un final feliz marcado por el regreso a la patria. De este modo, la causa y la solución del conflicto suelen acontecer en el mismo lugar. Aunque este modelo estructural de la novela helenística se preserva en los textos conservados, está sujeto, sin embargo, a las fluctuaciones personales que introduce cada autor, siendo Longo y Heliodoro los que más se alejan de la norma. Tanto Caritón de Afrodisias como Jenofonte de Éfeso, a diferencia de lo que harán después Aquiles Tacio, Longo y Heliodoro, inician sus relatos con las celebraciones de las bodas de sus parejas protagonistas, las cuales se verán obligadas a peregrinar por el mundo por la intercesión de terceros y por el azar respectivamente; es decir, el matrimonio no es el final feliz sino el punto de partida,163 lo que acaece en el desenlace es el reencuentro de los esposos tras una larga separación que dura la mayor parte del texto. Aquiles Tacio, 162 Como «novela romántica» designa Carlos García Gual a la novela griega en su fundamental libro Los orígenes de la novela. 163 Esto se debe, como bien viera Carlos García Gual (1991: 100), a que «la casi totalidad de ejemplos de amor sentimental en la literatura antigua, donde hay más de afectación que de pasión, se dan entre esposos; como es natural, puesto que los jóvenes de sexo distinto apenas llegaban a verse antes de la boda, y una institución como el noviazgo era desconocida en el mundo antiguo, época en las que las bodas las pactaban las familias por razones de orden social».

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PRIMERA PARTE: LOS TRABAJOS DE AMOR DE PERIANDRO Y AURISTELA

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por su parte, introduce una variación formal sumamente importante, y es que su novela no está contada por un narrador omnisciente en tercera persona sino por Clitofonte, que hace las veces de narrador en primera persona y personaje principal, pero mantiene la estructura circular del viaje, que esta vez sí es el segmento temporal que media entre el enamoramiento y el matrimonio, y la separación constante de la pareja. Longo, por su parte, se desmarca completamente de la morfología habitual de la novela helenística en la medida en que reduce el viaje y las peripecias que derivan de él a la mínima expresión, de modo que la situación argumental es sustancialmente estática y centrada en el proceso amoroso y su descripción psicológica, hasta el punto de que está más vinculada con el bucolismo que con la novela de aventuras, como ya se resalta en uno de los títulos con los que se la designa: Las pastorales lésbicas. Heliodoro, por último, revoluciona la estructura de la novela de aventuras griega al no contar el relato de forma natural sino fragmentaria, pues de él procede el abrupto comienzo in medias res que, tiempo después, imitarán Lope de Vega, en El peregrino, y Cervantes, en el Persiles. Esto le permite, a diferencia de los escritores anteriores, potenciar al máximo el suspense del lector, que, desconcertado al principio por desconocer el pretérito de la trama, se alinea después con los dos héroes, pues vive sus peripecias en conformidad y en simpatía con ellos. Al mismo tiempo, introduce un sesgo diferenciador con sus antecesores en lo que concierne al peregrinar amoroso y aventurero de los protagonistas en el sentido en que ya no es un viaje de ida y vuelta sino lineal, por cuanto se inicia en Delfos y concluye en Méroe, la capital del reino de Etiopía, que es la meta anhelada, el destino final de los héroes. Ahora bien, como ha destacado Antonio Cruz Casado (1991: 723), la estructura circular se mantiene en tanto en cuanto que la novela no es más que un regreso al hogar de Cariclea. Esto es, las Etiópicas presenta una estructura circular en lo que concierne a la biografía de la heroína, que es la máxima protagonista, pero no en cuanto a la historia de amor se refiere o, en su defecto, al periplo de Teágenes. Además, Heliodoro, como Longo, reduce bastante el tiempo que se mantienen separados los amantes. Los escritores españoles anteriores a Cervantes de alguna manera mantienen la estructura circular en sus relatos (cfr. Cruz Casado, 1991: 724). Así, los amores de Clareo y Florisea concluyen con la vuelta al hogar, aunque la peregrinación de Isea y sus desdichas prosigan en la novela de Reinoso; de igual forma ocurre tanto en las dos versiones de La selva de aventuras de Contreras como en El peregrino de Lope. Como venimos diciendo, Cervantes emula técnica y estructuralmente a Heliodoro, pero no de forma sumisa, sino intentando revitalizar y ensanchar las fronteras de un género narrativo clásico al adecuarlo tanto a sus intereses personales como al concepto literario que se tenía en su tiempo, así como al tamizarlo con la ironía y, a ratos, con

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la parodia. La compleja disposición estructural del Persiles, una vez recompuesta su fragmentariedad, resulta perfectamente lineal. A diferencia del estatismo espacial de La Galatea y de la estructura circular de las tres salidas de don Quijote, el peregrinaje de Persiles y Sigismunda halla su meta no en el retorno al hogar, sino en la ciudad de Roma, donde se resuelve su problemática y se celebran sus esponsales. Esto se debe, como vimos, a que los amantes nórdicos no podían regresar a su lugar de origen, cumplidos sus votos en la curia papal, porque su conflicto, vulnerar los derechos matrimoniales adquiridos por Magsimino, seguía sin resolverse. La única alternativa posible era continuar una fuga sin fin, que Auristela había intentado abortar con su decisión de sustraerse del mundo y de sus trivialidades en el retiro del monasterio y de ofrecer, haciendo por segunda vez de casamentera de su amante, a su hermana Eusebia como esposa a Periandro. No, nuestros héroes no tenían la posibilidad de rehacer el camino andado para resolver su problema en Tule, sino que tendrá que ser el propio Magsimino el que se desplace en su búsqueda. Su muerte providencial, que imprime un tono tragicómico al final de la novela, en el que se ofrecen a un tiempo las dos caras de los acontecimientos humanos, y su actuación de última hora son los que evitarán que los héroes continúen una huida que hubiese hecho de ellos dos eternos desarraigados, como le ocurre a Pablos en el Buscón de Quevedo. Roma, lugar al que van a parar todos los caminos, tenía que ser el lugar en el que encontrasen la paz y el sosiego merecidos después de haberse enfrentado tanta paciencia como heroísmo a todas las adversidades e insidas del mundo y de haberse vencido en la lucha contra sí mismos. Es, por lo tanto, «el término no solo del camino sino de la novela misma» (Egido, 2005: 43). Aunque Cervantes siguió prometiendo la publicación de nuevas obras en la extraordinaria epístola dedicatoria al conde de Lemos que precede al texto, lo cierto es que Los trabajos de Persiles y Sigismunda, historia septentrional constituye su última palabra sobre la literatura, se erige en su testamento literario. Así lo manifiesta su denodada lucha contra el tiempo y la muerte que le impidieron dar la última lima al texto; así lo certifica el prólogo al lector, quizá la página más brillante de Cervantes, sin duda la más emotiva, en que se despide juguetona y alegremente del mundo, de los amigos, de las gracias y de los donaires. Pero el Persiles y Sigismunda, su obra más querida, no es solo su canto de cisne, sino también, conforme a las múltiples referencias que exhibe con el resto de su producción, una auténtica suma cervantina.

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Segunda parte Los episodios de Los trabajos de Persiles y Sigismunda

«La fábula debe de ser: una y varia» Alonso López Pinciano, Philosophía antigua poética

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na vez que Cervantes empieza a saborear, por fin, las mieles del éxito, tras la formidable acogida de la publicación de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha (1605), que le abre definitivamente todas las puertas de las imprentas madrileñas, no se precipita ni se obnubila, sino que, con sumo tiento y destreza, idea una tupida red de anticipaciones de todos los proyectos literarios que tiene en mente realizar. De este modo, él mismo se convierte en el mejor publicista de sus futuras creaciones. No en vano, en el siguiente texto que publica, las Novelas ejemplares (1613), Cervantes, en el prólogo al lector, menciona tres de sus próximos libros: Los trabajos de Persiles y Sigismunda, la segunda parte del Quijote y las Semanas del jardín –aunque este último nunca llegaría a ver la luz, debido, sin lugar a dudas, a la muerte que le sobrevendría tres años después–;164 en el Viaje del Parnaso (1614) vuelve a citar Los trabajos de Persiles y Sigismunda165 y en la Adjunta al Parnaso dice tener seis comedias y seis entremeses listos para dar a la imprenta;166 precisamente, en sus Ocho comedias y ocho entremeses nuevos, nunca representados (1615) promete la segunda parte del Quijote, otra vez Los trabajos de Persiles y Sigismunda, las Semanas del jardín y la segunda parte de La Galatea –que tampoco llegará a publicarse–;167 en la Segunda parte del Quijote (1615) insiste, hasta en dos ocasiones, con Los trabajos de Persiles y Sigismunda y vuelve a mencionar la Segunda parte de La Galatea;168 por último, en Los trabajos de Persiles y Sigismunda (1617), que fue publicado póstumamente por su viuda, doña Catalina de Salazar, Cervantes, «puesto ya un pie en el estribo», aun promete

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164 «Tras ellas, si la vida no me deja, te ofrezco los Trabajos de Persiles…; y primero verás, y con brevedad, dilatadas las hazañas de don Quijote y donaires de Sancho Panza, y luego las Semanas del jardín» (Cervantes, Novelas ejemplares, pp. 19-20). 165 «Yo estoy, cual decir suelen, puesto a pique / para dar a la estampa al gran Persiles, / con que mi nombre y mis obras multiplique» (Cervantes, Viaje del Parnaso y poesías sueltas, IV, vv. 46-48). 166 «PaNcracio. ¿Y agora tiene vuesa merced algunas [comedias]? miguel. Seis tengo, con otros seis entremeses… Yo pienso darlas a la estampa, para que se vea de espacio lo que pasa apriesa y se disimula o no se entiende, cuando las representan; y las comedias tienen sus razones y tiempos, como los cantares» (Cervantes, Viaje del Parnaso y poesías sueltas, p. 135). 167 «Don Quijote de la Mancha queda calzadas las espuelas en su segunda parte… Luego irá el gran Persiles, y luego Las semanas del jardín, y luego la segunda parte de La Galatea, si tanta carga pueden llevar mis ancianos hombros» (Cervantes, Comedias y tragedias, pp. 15-16). 168 En el Prólogo al lector dice: «Olvidáseme de decirte que esperes el Persiles, que ya estoy acabando, y la segunda parte de La Galatea». Mientras que en la Dedicatoria al conde de Lemos le ofrece «los Trabajos de Persiles y Sigismunda, libro al quien daré fin dentro de cuatro meses» (Cervantes, Don Quijote de la Mancha, II, pp. 682 y 684).

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las Semanas del jardín, la segunda parte de La Galatea y un texto nuevo, el Bernardo –que, como los otros dos, no le dio tiempo a terminar y, quizás, siquiera a empezar–.169 Ahora bien, si nos fijamos detenidamente en los futuros textos que promete desde la publicación de su volumen de novelas cortas, hay uno que se repite constantemente: Los trabajos de Persiles y Sigismunda. Pero no se limita exclusivamente a promocionarlo, sino que, antes de llevarlo a la imprenta, Cervantes lo enjuicia tan favorablemente, que nos recuerda a la rotundidad con que valora las Novelas ejemplares en el Prólogo que las antecede: Y con esto me despido, ofreciendo a Vuestra Excelencia los Trabajos de Persiles y Sigismunda, libro a quien daré fin dentro de cuatro meses, Deo volente; el cual ha de ser o el más malo, o el mejor que en nuestra lengua se haya compuesto, quiero decir de los de entretenimiento; y digo que me arrepiento de haber dicho el más malo, porque, según la opinión de mis amigos, ha de llegar al estremo de bondad posible (Cervantes, Don Quiote de la Mancha, II, p. 684).

En efecto, el Persiles, para Cervantes, era su mejor libro, aquel por el que más cariño había demostrado y por el cual él pensaba que sería recordado no como «el regocijo de las musas, ni ninguno de las demás baratijas» (Persiles y Sigismunda, p. 121), sino como un escritor serio y de calidad, ya que, como afirma E. C. Riley (1989: 294), «el Persiles es su obra más estudiada, aquella para la cual hizo más indagaciones y lecturas»; de forma parecida a lo que había pretendido Lope de Vega con el Peregrino en su patria (1604). Por ello, no es de extrañar que Cervantes, la primera vez que lo cita, diga que «se atreve a competir con Heliodoro, si ya por atrevido no sale con las manos en la cabeza» (Novelas ejemplares, 19-20). En definitiva, con las distintas alusiones que Cervantes efectúa en su obra sobre Los trabajos de Persiles y Sigismunda antes de que esta viera la luz no sólo pretendía promocionarla y darla a conocer, sino que, al «competir con Heliodoro», pretendía demostrar su valía como escritor, no exenta de cierta arrogancia, como consecuencia de la seguridad que le había proporcionado el clamoroso éxito de su primer Quijote y la publicación de las Novelas ejemplares, así como al saberse el mejor prosista de su época. Pero, lo más importante para nuestro propósito, es que, al relacionar su novela con Heliodoro, nos estaba revelando el género al que pertenecía su obra póstuma: a 169 «Todavía me quedan en el alma ciertas reliquias y asomos de Las semanas del jardín y del famoso Bernardo. Si, a dicha, por buena ventura mía (que ya no sería ventura, sino milagro), me diese el cielo vida, las verá y, con ellas, fin de La Galatea, de quien se está aficionando Vuestra Excelencia» (Cervantes, Persiles y Sigismunda, pp. 117-118).

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la novela de amor y aventuras de tipo griego, a la que emula en competición así en su forma como en su fondo. Pero la novela de Heliodoro no es el único texto crucial para la conformación del Persiles, existe otro fundamental que le otorga la base teórica: la Philosophía antigua poética de Alonso López Pinciano (1596), principalmente, porque el tratadista español, siguiendo los pasos de los preceptistas italianos, asegura que el Teágenes y Cariclea de Heliodoro es poesía en prosa: «he caído en la cuenta que la Historia de Etiopía es un poema muy loado, mas en prosa» (Philosophía antigua poética, III, 116), que pertenece al mismo género que las grandes epopeyas: «La Historia de Heliodoro épica es» (V, 213), sobre lo cual insiste: Los Amores de Theágenes y Cariclea de Heliodoro y los de Leucipo y Clitofonte de Achile Estacio son tan épica como la Ilíada y la Eneida; y todos esos libros de caballerías, cual los cuatro dichos poemas no tienen, digo, diferencia esencial que los distinga, ni tampoco esencialmente se diferencia uno de otro por las condiciones individuales (XI, 461).170

Además, El Pinciano, que no duda en catalogar «la Historia de Heliodoro» como uno «de los poemas mejores que ha habido en el mundo» (VIII, 345), alaba sobremanera la artística e ingeniosa manera de enlazar los hechos que exhibe Heliodoro, esto es, la sabia disposición estructural de la materia narrativa: «atando va siempre y nunca jamás suelta hasta el fin… “Don del sol” es Heliodoro; y en esto del añudar y soltar nadie le hizo ventaja y en lo demás casi nadie: hablo de la fábula» (V, 213). Al tiempo que afirma que «la fábula debe ser: una y varia, perturbadora y quietadora de los ánimos, admirable y verrisímil» (V, 189). Es indudable que estas apreciaciones del Pinciano calaron hondo en Cervantes, como se demuestra en el tan traído y llevado discurso del Canónigo de Toledo del Ingenioso hidalgo, cuando indica «que la épica también puede escrebirse en prosa como en verso» (Don Quijote, I, xlvii, 608). Y, en general, en los escritores españoles del siglo XVII; no en vano, Gracián llega a las mismas conclusiones que el tratadista y que el autor del Persiles en su Agudeza y arte de ingenio (1648).171 170

«No es posible entender la génesis de la novela amorosa de aventuras, ni la concepción del Persiles de Cervantes, sin tener en cuenta esta valoración de epopeya en prosa que el Tasso, y después el Pinciano, otorgan a la novela humanística barroca del Persiles» (Vilanova, 1989: 359, véase también la p. 374). Véase, además, Riley (1989: 87-99) y Stegmann (1971: 288-295). 171 «Merecen el primer grado, y aun agrado, entre las ingeniosas invenciones las graves epopeyas. Composición sublime por la mayor parte, que en los hechos, sucesos, y aventuras de un supuesto, los menos verdaderos,

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Por consiguiente, Cervantes, con el Persiles, estaba tratando de encumbrar un género, la prosa de ficción, al igualarle con la poesía épica, dado que, «un libro como el Persiles se hallaba precisamente en la corriente de las ideas literarias avanzadas de la época y en la vanguardia de la moda literaria» (Riley: 1989: 93). Por lo que no es de extrañar que Cervantes se sintiera tan orgulloso de su novela póstuma, ya que, para él, había creado la novela ideal, aquella que, siendo una epopeya en prosa, respondía a tres principios fundamentales: unidad en la variedad, verosimilitud y ejemplaridad. De este modo, basándonos en el principio de la unidad en la variedad, el Persiles se compone o se conforma, como el resto de novelas de tipo griego (cfr. Muñoz Sánchez, 2012: 282-308), sobre dos niveles narrativos distintos que, a pesar de estar vinculados entre sí, queda uno supeditado al otro: la fábula o trama argumental central, que es la que presenta, principalmente, los rasgos característicos del género, esto es: la historia de los amores de Periandro/Persiles y Auristela/Sigismunda y su viaje o peregrinaje desde Tule hasta Roma; y las distintas tramas secundarias o episodios intercalados que se superponen a la acción principal, es decir: el relato o la historia de algunos de los personajes que se topan en su camino los protagonistas principales. La fábula o trama central es la de los hechos que ocurren en el presente de la narración y cuyo relato recae sobre un narrador primario de carácter extradiegético en tercera persona –narrador principal–; sin embargo, a pesar de su omnisciencia –que sólo atañe a los sucesos del presente narrativo–, su visión de tales hechos aparece condicionada en algunas ocasiones por la visión de ciertos personajes, principalmente por Periandro y Auristela, que son los auténticos conductores del hilo narrativo, aunque también por otros, como por ejemplo Mauricio y Soldino. Lógicamente, hay que tener en cuenta que, como consecuencia del inicio in medias res que presenta el Persiles, existe una parte de la narración medular que pertenece al pretérito; pues bien, ésta se rescata mediante analepsis completivas que quedan fuera de los dominios del narrador principal, por lo que recaen sobre ciertos personajes, que se convierten, así, en narradores secundarios de carácter intradiegético en primera persona, que son Seráfido –que cuenta los orígenes, el enamoramiento, el voto y la huida de Persiles y Sigismunda–; Periandro –que relata su llegada con Auristela y Cloelia a la isla de los pescadores, el rapto de Auristela y sus aventuras como pirata justiciero de los mares septentrionales–; Auristela –que da buena cuenta de sus aventuras por separado–; Taurisa –que cuenta y los más fingidos y tal vez todos, va ideando los de todos los mortales. Forja un espejo común y fabrica una testa de desengaños. Tal fue siempre la agradable Ulisiada de Homero, que en el más astuto de los griegos, y sus acontecimientos, pinta al vivo la peregrinación de nuestra vida por entre las Cilas y Caribdis, Circes, cíclopes y sirenas de los vicios… Otras son amorosas, así Heliodoro, en los trágicos sucesos de Theagenes y Clariquea, describe elegantemente la tiranía del amor profano y sus violencias» II, lvi, 199).

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parte de las aventuras de Auristela durante el tiempo que la sirvió en calidad de doncella–; Arnaldo –que cuenta la compra de Auristela, su enamoramiento, su pretensión de desposarse con ella contando con el beneplácito de su padre y el posterior rapto por parte de unos piratas–; el capitán de la nave que envía Sinforosa en busca de Periandro –que profiere los triunfos de Periandro en los juegos y festejos de la Isla del rey Policarpo por su proclamación electa como monarca– y Sinforosa –que le cuenta a Auristela la llegada de Periandro a la isla y su enamoramiento de él–. Los episodios intercalados son los hechos sucedidos en el pasado, que no atañen directamente a la narración principal, y que se actualizan en el presente mediante la narración, más o menos extensa y en primera persona, de un personaje que desempeña las funciones de un narrador intradiegético o paranarrador. Evidentemente, los receptores o paranarratarios de tales narraciones son los personajes centrales y aquellos que se les hayan acoplado a lo largo de su viaje. Estos personajes-narradores, al contar su biografía o parte de su prehistoria amplían el tiempo y el espacio de la diégesis de tipo griego que protagonizan Periandro y Auristela. No obstante, los episodios, para que puedan ser relatados como historias o sucesos verdaderos, han de iniciarse, ora in medias res, ora in extremas res; los que se inicien in medias res albergan la posibilidad de proyectarse hacia el futuro más o menos inmediato de los acontecimientos de la narración medular, por lo que una parte se desarrollará en forma de acción en el propio discurrir del viaje de Periandro y Auristela. De modo que, al poder ocurrir una parte de ellos en el tiempo presente de la peripecia medular, se produce una imbricación, una alineación o una contaminación de los dos niveles narrativos, por lo que estas acciones recaerán bajo los dominios del narrador principal. Por lo tanto, los episodios se caracterizan por presentar una factura mixta: A) Los acontecimientos que se relaten desde el pretérito hacia el presente corresponderán a narradores-personajes, situados en el interior de la diégesis a los que el narrador primario ha cedido su función enunciativa, haciéndose por entero responsables de los hechos narrados o transmitiendo su versión personal del mundo ficcional que habitan y desde el que hablan. En función de su grado de relación con el relato metadiegético que profieren, pueden ser que ser de tres tipos: 1) si el personaje-narrador relata su propia historia o parte de ella será un narrador intradiegético-homodiegético puro o autodiegético; 2) si el personaje-narrador es un actor secundario de lo que cuenta será un narrador intradiegético-homodiegético que fluctúa entre simple, cuando habla de sí, y testigo, cuando habla de los demás; 3) si el personaje-narrador se limita a contar únicamente lo que ha visto, sin tener un conocimiento exhaustivo de las motivaciones y de las acciones de los personajes sobre los que narra, será un narrador intradiegético-homodiegético testigo o informador. B) Los acontecimientos de los episodios que se desgranen en forma de acción en el tiempo

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presente de la narración principal corresponderán a la enunciación del narrador básico o principal. Otra diferencia fundamental entre la trama principal o el relato de primer grado y los episodios intercalados o los relatos de segundo grado reside en que todo lo que concierne a la primera de ellas se corresponde sustancial o preponderantemente con el mundo posible de la novela de tipo griego, por lo que no hay que confundir las analepsis completivas de la trama principal con las que forman parte de los episodios; mientras que las interpolaciones metadiegéticas habitualmente pertenecen o pueden pertenecer a géneros narrativos distintos. Así, las novelas de amor y aventuras, ya desde las griegas,172 pero, especialmente, desde las españolas,173 presentan un andamiaje, el viaje por múltiples escenarios, que sirve de soporte estructural para la interpolación de episodios o novelas que pertenecen a otras regiones de la imaginación. No obstante, la materia interpolada en torno a la fábula no se reduce exclusivamente a los episodios tanto en el Persiles como en el resto de las novelas de amor y aventuras de tipo griego, sino que encontramos otros elementos de orden narrativo que cortan y complementan el hilo argumental en forma de digresiones, que oscilan desde descripciones de cuadros, objetos artísticos, monumentos, animales exóticos, fenómenos extraordinarios y curiosos y paisajes, hasta comentarios ideológicos y metaficcionales. La mayoría de estas digresiones corren a cargo del narrador del texto, que a partir del libro II empieza a cobrar una especial relevancia hasta convertirse en uno de los grandes protagonistas del texto en los libros III y IV; pero también recaen sobre otros personajes. En definitiva, atendiendo a estos requisitos estamos en condiciones de decir que los episodios que se intercalan sobre la trama principal de Los trabajos de Persiles y Sigismunda, si dejamos de lado los tres que inserta Periandro en su extenso relato analéptico –el de las dobles bodas de los pescadores (II, x y xii), el del rey Leopoldio de Danea (II, xiii) y el de la amazona Sulpicia (II, xiv)–, son catorce. A saber: 1) el de Antonio y su familia (I, iv-vi; III, ix); 2) el del italiano Rutilio (I, viii y ix); 3) el de los portugueses Manuel de Sosa y Leonora Pereira (I, ix-x; III, i): 4) el de Transila, 172 Así, por ejemplo, en el Leucipa y Clitofonte de Tacio, al lado de la trama principal, se insertan los episodios de Clinias y Caricles, Calístenes y Calígona y la del egipcio Melenao. Mientras que en el Teágenes y Cariclea de Heliodoro se engarzan, sobre la historia principal, las de Cnemón y Calasiris. 173 No en vano, en el Clareo y Florisea de Reinoso se interpolan las historias de Narcisiana y Altayes, Casiano, Falanges y Belisenda. En su Selva de aventuras, Contreras, además de los numerosos relatos que intercala, introduce representaciones eclógicas y alegóricas y debates amorosos. Lope, tras los pasos de Contreras, intercala en su Peregrino varias historias secundarias, numerosos poemas y cuatro autos sacramentales, que cierran los cuatro primeros libros, al mismo tiempo que son los depositarios de la lección cristiana contrarreformista del texto.

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Ladislao y Mauricio (I, xii-xiii); 5) el de Taurisa y los dos capitanes (I, xvii y xx); 6) el de Renato y Eusebia (II, xviii, xix y xxi); 7) el de Feliciana de la Voz y Rosanio (III, II-V); 8) el de Ortel Banedre, Luisa la talaverana y Bartolomé el manchego, (III, vi-vii, xvi, xviii y xix; IV, i, v, vii y xiv); 9) el de Tozuelo y Clementa Cobeña (III, viii); 10) el de los falsos cautivos (III, x); 11) el de Ambrosia Agustina y Contarino de Arbolánchez (III, xi y xii); 12) el de Claricia y Domicio (III, xiv-xv); 13) el de Ruperta y Croriano (III, xvi-xvii); y 14) el de Isabela Castrucho y Andrea Marulo (III, xix y xx-xxi). A continuación, ofrecemos el análisis detallado de cinco de ellos –el de Renato y Eusebia, el de Feliciana de la Voz, el de Ortel Banedre, Luisa y Bartolomé, el de Ruperta y Croriano y el de Isabel Castrucho–; a través de los cuales esperamos que se puede calibrar en su justa medida la admirable lección estético-literaria que atesoran, similar a la de las mejores narraciones de Cervantes.

«los vírgeNes esposos del PersiLes»: el episodio de reNato y eusebia El Persiles (1617) es un libro excelente.174 Es un universo en total madurez que acaso se resiente tan solo por la falta de una última revisión. Es la cima, junto con 174 Los trabajos de Persiles y Sigismunda es, posiblemente, el texto más controvertido de la producción literaria de Cervantes. Situado en la corriente vanguardista de la prosa de ficción europea del siglo XVII, que había hallado en la Historia etiópica de Heliodoro, al ser considerada como una variante de la épica heroica, solo que amorosa y en prosa, el modelo clásico a emular, el Persiles contribuye a la conformación de la novela moderna desde el género de la novela barroca de amor y aventuras. Obtuvo un éxito inmediato de ventas, con un total de siete ediciones en el mismo año, 1617, en que salió listo de las prensas. Una notoriedad que se mantuvo intacta, con algún que otro altibajo, durante el siglo XVIII, no solo porque alcanzó otras siete ediciones, sino sobre todo porque se le rindió un caluroso homenaje, hasta el punto de que el primer biógrafo de Cervantes, don Gregorio de Mayans y Siscar, lo ubicó al lado del Quijote, e incluso llegó sostener que le era superior en la invención (cfr. Rey Hazas y Muñoz Sánchez, 2006: 46-48, 177-178 y 192-197). Fue con el advenimiento, ya en el siglo XIX, de la estética realista y de la crítica positivista cuando el Persiles cayó en desgracia. Censurado y postergado casi hasta el olvido, no pasó de ser entendido como un ensueño inverosímil y romántico de su autor en las postrimerías de su vida. Ha sido el siglo XX, en su segunda mitad, no sin reservas y luego de la crisis del realismo y el auge de la prosa de ficción idealista, el que lentamente ha vuelto a situar el Persiles en el lugar que se merece, gracias a una proliferación de estudios críticos y ediciones modernas: Casalduero (1975), Vilanova (1989: 326-409), Forcione (1970b y 1972), Avalle-Arce (1973 y 1975a: 58 y ss.). Wilson (1991), Harrison (1993), Williamsen (1994), Molho (1994), Baena (1996), Scaramuzza Vidoni (1998: 115-216) Lozano-Renieblas (1998), Sacchetti (2001), Pelorson (2003), Sánchez (2003), Villar Lecumberri (2004), Nerlich (2005), Zimic (2005), Armstrong-Roche (2009), Alarcos García (2014a y 2014b). Quisiéramos dejar constancia, para cerrar este sumario repaso, del hecho de que para algunos de los escritores más relevantes de la literatura española actual el Persiles es, dicho con suma cautela, la mejor obra de Cervantes, como son los casos del poeta catalán Pere Gimferrer (Véase El Cultural del periódico El Mundo, 25-11-2004, pp. 8-11, esp. p. 10) y del novelista madrileño Javier Marías (así lo manifiesta en su novela Tu rostro mañana 1. Fiebre y lanza, pp. 422-423).

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la segunda parte del Quijote, solo que desde una perspectiva creadora diferente, del estilo cervantino, del uso de la expresión verbal o del discurso en una determinada organización de conjunto. Es decir, si entendemos el estilo como una manera de pensar, de ver el mundo, de formar una obra, entonces ya no atañe en exclusividad al léxico o la sintaxis o a procedimientos estilísticos, sino que es también el modo en el que se disponen y despliegan tanto en la superficie lineal del texto como en sus más cavernosas profundidades las diferentes categorías sintácticas y estrategias narrativas que lo conforman.175 Y es en este sentido en el que el estilo del Persiles, y por ello el Persiles mismo, es igual de fascinante que de soberbio.

La estructura del Persiles: el precepto de la variedad en la unidad En su postrera obra el genial alcalaíno fundió armoniosamente la épica clásica, que se había puesto de moda con la exhumación y difusión de la tan celebrada prosa épica amorosa del elegante Heliodoro,176 con la tradición de la novela corta, sirviendo la primera de hilo conductor y haciendo las veces de soporte estructural de la segunda.177 De modo que en la línea argumental central, a contrapelo de lo que había hecho en el Quijote, donde todo se resuelve a un nivel meramente humano, aun persiste la visión de la vida como una totalidad densamente cargada de sentido inmanente, puesto que hay una cierta comprensión entre los héroes y la divinidad, solo que esta relación transcendental, que es la que propicia de la acción heroica, está cristianizada o se adecua a los valores del cristianismo que permite, en su humanismo, una importante libertad de actuación al héroe, en el sentido en el que Dios dispone y el hombre actúa.178 En el punto y hora en que el texto se reviste con los ropajes de un género elevado como la épica cobra una dimensión ejemplar, cuyos pilares no son otros que valores cristianos tales como la virtud, la caridad, el sufrimiento estoico de los trabajos, el perdón de las ofensas, la castidad, la fidelidad amorosa y el dominio de las pasiones. Por su parte, 175 «Una telaraña, una pauta a la vez sensorial y lógica, una trama elegante y fecunda: eso es el estilo, ese es el fundamento del arte de escribir», según opinaba Robert Louis Stevenson (Apud Molina Foix, 2006: n. 7, p. 14). Véase, además, Eco (2005: 171-188). 176 Sobre la novela española de amor y aventuras, véase Carilla (1966), Teijeiro Fuentes (1987), Baquero Escudero (1990), González Rovira (1996), García Gual (2005). 177 Véase García Galiano (1995-1997), y aquí la Introducción y los capítulos de esta segunda parte. 178 «Cervantes se ha propuesto allí [en el Persiles] el arduo problema de mostrar cómo podría también legitimarse a la altura de su arte la idea de un verdadero roman o libro de entretenimiento cristiano» (Márquez Villanueva, 2005: 40). Sobre la ideología moral del Persiles remitimos a los estudios de Scaramuzza Vidoni (1998: 115-184), Nerlich (2005) y Lozano-Renieblas (2008).

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las novelas cortas, interpoladas en forma de episodios verdaderos y en diferentes grados de solapamiento, pertenecen a las distintas modalidades que ofrecía la prosa de ficción áurea, por lo que se ajustan a sus características respectivas, mas participando, en estrecha relación temática, con la peripecia medular, ora en perfecto paralelo, ora en marcado contraste. De modo que se representa, desde un discurso polifónico, el universo todo, lo uno y su contrario, así como los niveles intermedios. La disposición de la trama remeda un laberinto, en perfecta sintonía con el torbellino de pasiones encendidas que lo pueblan, no solo por la profusión de episodios que interrumpen de continuo el desarrollo de la acción central, retrasando su resolución, sino también y sobre todo por el empleo del arte retórica del ordo artificialis, que provoca la distorsión cronológica, natural o lineal de la historia, por lo que precisa, a la par que camina hacia el desenlace, de distintas analepsis completivas que palien el comienzo in medias res, las cuales, además, no se presentan concatenadas temporalmente, sino que son fragmentos discontinuos. Le toca al lector, en consecuencia, encajar las diferentes piezas para desenmarañar la historia o fábula, o sea, interpretar los indicios temporales y espaciales, la lógica de las acciones, el trayecto vital de los protagonistas; vincular la trama medular con los episodios; recomponer el orden cronológico de los acontecimientos y notar y apreciar las relaciones sutiles, las delicadas armonías, las simetrías especulares, que van hilvanando unas partes con otras hasta conformar un todo organizado y cohesionado.179 Pero aun hay más; el genio artístico de Cervantes no podía encapsularse en los preceptos y las normas de la razón poética sin someterlos a la ironía, el humor y el distanciamiento, que si no los parodian, al menos los ponen en duda o, en su defecto, los rebajan y los templan;180 y todo ese sentido ejemplar y heroico termina por aproximarse a lo humano, en el que el hombre es hijo de sus obras, y su triunfo no consiste sino en vencerse a sí mismo e integrarse en el ciclo de la vida. Pues al fin y al cabo, como sostenía Thomas Mann (2004: 80), «en el reino de lo humano, el conquistador más bravo y cumplido ha sido siempre el humor», y qué mejor ejemplo que Cervantes, que se despide del mundo, en su obra más seria, del modo más bello y sobrecogedor, y con un admirable sentido del humor: «¡Adiós, gracias; adiós, donaires; adiós, regocijados amigos; que yo me voy muriendo, y deseando veros presto contentos en la otra Cfr. Muñoz Sánchez (2003). «Cervantes se distancia de Heliodoro modernizando el género. Para Cervantes, superar el modelo lleva implícito el respeto por el género, pero, al mismo tiempo, al modernizarlo, lo dilata hasta irritar sus leyes sin llegar a quebrantarlas. La proliferación de relatos orales, las técnicas anticipatorias o el distanciamiento respecto a sus personajes son muestras inequívocas de una actitud irónica. Por eso el Persiles es una estilización pero, a pesar de la distancia o la ironía, no llega a ser una parodia» (Lozano- Renieblas, 1998: 16). Véase también Forcione (1970b: 257-301), Williamsen (1994), González Maestro (2003) y Ruffinatto (2014: 221-225). 179 180

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vida!» (Persiles y Sigismunda, p. 123). Por lo tanto, en el resultado, en el sentido último, parece que confluyen el Quijote y el Persiles, aunque cada uno en su propia ley. En lo que sigue, pues, nos hemos impuesto la tarea de mostrar y constatar este hecho, que el Persiles es un claro ejemplo del dominio absoluto del arte de narrar cervantino en todos los órdenes, desde la disposición general de la trama hasta lo incidental o anecdótico, al calor del análisis del libro II, cifrado en el episodio de Renato y Eusebia. Alrededor de este asunto central, sin embargo, tejeremos no pocas vainicas temáticas que evidencian la renovación radical que emprende Cervantes de la tradición literaria, al reemplazarla por una realidad atomizada, que le fuerza a regir su arte por el motivo de la variación o de la reescritura.

El libro II del Persiles: un audaz experimento La madurez literaria de Cervantes, decimos, y su enorme capacidad narrativa hallan su máxima expresión, en el Persiles, en el libro II. Constructiva y morfológicamente es el más complejo de la novela, por cuanto Cervantes simultanea concatenadamente dos narraciones: una, la que prosigue linealmente la acción en tiempo presente de la novela, que gira en derredor de la estancia de la comitiva de personajes que encabezan Periandro y Auristela en la isla del rey Policarpo; otra, la extensa relación del héroe sobre sus peripecias marinas, que no solo sirve para recuperar parte de la prehistoria de la trama, sino que, desde una perspectiva metanarrativa, enjuicia críticamente los resortes de la novela griega de amor y aventuras.181 La primera recae sobre un narrador primario de carácter extradiegético, el mismo que gobierna todo el entramado de la novela en su acción presente, y que permite tanto la entrada de los relatos adventicios como de la analepsis completivas, pero que, en su notoria evolución a lo largo del texto, se diferencia del narrador del libro I en que la omnisciencia neutra que caracterizaba a este deviene ahora en la de un narrador-editor que, con una calculada infidencia autorial que potencia una multiplicidad de niveles de significado, interviene arbitrariamente con todo tipo de digresiones y comentarios sobre la acción contada, incluso para desmentirla.182 La segunda recae sobre un personaje, Periandro, en funciones de narrador intradiegético-homodiegético puro o paranarrador, que cuenta a un granado número de receptores o paranarratarios, que representan, apoyándose en la recursividad del lenguaje, a los lectores dentro del texto, tanto sus propias aventuras como las 181 182

Véase Forcione (1970b: 187 y ss.), Zimic (1970) y El Saffar (1980). Cfr. solo Avalle-Arce (2006: 133-216).

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de otros personajes con los que se topa en su deambular marinero por los húmedos y fríos caminos de las aguas septentrionales. Los dos planos narrativos, sin embargo, están inspirados en las dos modalidades de la épica antigua, la heroica y en verso y su degradación, la amorosa y en prosa. La detención de los héroes en un palacio o corte es un motivo habitual de la novela helenística, cuyo máximo exponente en el momento de redacción del Persiles lo constituía la Historia etiópica de Heliodoro, pero que proviene, en última instancia, de la épica arcaica de Homero, cifrado en los nuevos aires novelescos que adopta la Odisea, y de ahí, a la épica culta, como se registra en El viaje de los Argonautas de Apolonio de Rodas y en la Eneida de Virgilio. De hecho, la estadía de los héroes en los dominios de Policarpo remeda situaciones de la estancia, en la novela de Heliodoro, de Teágenes y Cariclea en el palacio de Ársace en Menfis (libros VII y VIII) y de la de Leucipa y Clitofonte en el de Mélite y Tersandro en Éfeso, en la novela homónima de Aquiles Tacio (libros V-VIII), en especial respecto al cruce de parejas183 y por la intermediación de una hechicera o maga. Mas por encima de estas parece estar pergeñada por la de Eneas en la corte cartaginesa de la reina Dido, en la Eneida (cantos I-IV), como se declara explícitamente en el texto. Si bien no podemos olvidar que en los triunfos deportivos de Periandro en la isla de Policarpo y en el enamoramiento de Sinforosa resuenan ecos de la Odisea, cuando Ulises es recibido y agasajado en la corte de Feacia (cantos V-XII, especialmente V-VII). De todos modos, no se debe ni se puede despreciar la posible influencia de la literatura caballeresca, máxime cuando este módulo narrativo se inserta hasta la médula tanto en la reflexión como en la concepción que Cervantes efectúa sobre la prosa de ficción; pues de alguna manera se refleja en el Persiles, hasta el punto de que el gran cervantista Edward C. Riley (1989: 94) aseguraba que es «una novela bizantina de ambiente contemporáneo y un libro de caballerías actualizado». La corte,184 en los libros de caballerías, desempeña un papel fundamental como espacio de reunión de personajes y lugar en el que habitualmente vive la amada; pero es, además, donde acaece el enfrentamiento entre el rey y el caballero, donde se pone a prueba la virtud, la fidelidad y la entereza moral del héroe y donde este, para completar su configuración modélica, ha de saber desenvolverse a las mil maravillas como caballero fino y cortesano. Buena prueba de ello lo son las estancias de Tirante y Amadís en la corte de Constantinopla y la de don Quijote en el palacio de los duques. Lo más significativo del caso es que, de un modo u otro, tanto en la épica como en los libros de caballerías, la parada del héroe –o los héroes, en la novela griega– en un palacio o 183 184

Véase Zimic (1964 y 1974-1975). Véase Amezcua (1973), Cacho Blecua (1979) y Márquez Villanueva (1995: 299-340 y 2005: 235-267).

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corte es generadora siempre de conflictos y suscita un enorme interés sentimental. De resultas, la estancia de Periandro y Auristela en el palacio del rey Policarpo se centra casi exclusivamente en el deseo erótico, merced a una maraña de intrigas amorosas en las que se ven envueltos la gran mayoría de los personajes que habitan la corte y que terminan por converger en ellos. Una galería de casos amorosos, en fin, en la que se expresan las más de sus manifestaciones posibles, desde la mesura hasta la locura, y en las que todos sufren y desean y esperan: Estas revoluciones, trazas y máquinas amorosas andaban en el palacio de Policarpo y en los pechos de los confusos amantes: Auristela, celosa; Sinforosa, enamorada; Periandro, turbado y, Arnaldo, pertinaz; Mauricio, haciendo disinios de volver a su patria contra la voluntad de Transila, que no quería volver a la presencia de gente tan enemiga del buen decoro como la de su tierra; Ladislao, su esposo, no osaba ni quería contradecirla; Antonio el padre moría por verse con sus hijos y mujer en España y, Rutilio, en Italia, su patria. Todos deseaban, pero a ninguno se le cumplían sus deseos: condición de la naturaleza humana (Cervantes, Persiles y Sigismunda, II, iv, 300).

Un conflicto de múltiples ramificaciones del que solo salen airosos aquellos que son capaces de domeñar sus pasiones, de templar el deseo con la razón. Carlos García Gual (1991: 125), en su importante estudio sobre la novela helenística de amor y aventuras, señalaba que «hay solo tres condiciones básicas para ser héroe o heroína de novela griega: juventud, excepcional belleza, y fidelidad tenaz al amor». Y, efectivamente, sobre estos tres pilares esenciales están pergeñados Periandro y Auristela. Sucede, sin embargo, que Cervantes, en esta su épica en prosa, quería que su campeón del trabajado combate amoroso refulgiese asimismo en el fragor de la batalla y la aventura, que fuese tan enamorado como valiente, que participase, en suma, de la grandeza de Ulises y Eneas, de Amadís y de Tirante. Para ello, separa a los dos amantes, de tal forma que la ausencia de la heroína y su búsqueda le permitan al héroe convertirse en el nuevo caballero andante del mar que busca acrecentar su fama como intrépido, esforzado, comedido, liberal, generoso, caritativo y aun temerario, pues, como sostiene don Quijote, «así como es más fácil venir el pródigo a ser liberal que el avaro, así es más fácil dar el temerario en verdadero valiente que no el cobarde subir a la verdadera valentía» (Cervantes, Don Quijote de la Mancha, II, xvii, 838). Ahora bien, sus peripecias como capitán corsario185 carecen del soporte del narrador 185 Son un total de siete: dos episodios al principio y al final y cinco aventuras o hazañas intermedias. A saber: el de la isla de los pescadores (II, x-xii) y el del mar glacial, el encuentro con Cratilo y la domesticación de su caballo (II, xvi, xviii y xx); y el frustrado intento de suicidio de un marinero (II, xiii), los encuentros con el rey

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extradiegético, puesto que están narradas en primera persona por él mismo, de manera que aquel no respalda su relato, ni siquiera garantiza su veracidad. A fin de cuentas, Ulises y Eneas no solo eran héroes en el sentido recto del término, sino que además eran excelentes oradores, magos de la palabra, reyes del verbo, hasta el punto de suspender y admirar a sus interlocutores, por lo que, y en función de ello, nuestro héroe se configura como un magnífico poeta épico, capaz de relatar sus viajes haciendo gala de una conciencia estética tal, que demuestra sobradamente su pericia en las artes poética y retórica. Su relato semeja más al de Ulises que al de Eneas, aun cuando su palabra seduzca a Sinforosa tanto como la del héroe troyano a Dido, pues carece del hondo patetismo trágico con que reviste el fundador de Roma la destrucción de Troya, para derivar hacia los diversos tonos y múltiples escenarios del cuento de viajes y aventuras del de Ítaca. De modo que su historia está repleta de incidentes varios, de lances extraordinarios, de lugares exóticos, de motivos casi fantásticos, que bordean constantemente la inverosimilitud. Aunque como relator de sus aventuras cuenta con la fiabilidad de su palabra, la única capaz de rememorarlas con la precisión de lo vivido, como poeta tiene la licencia de engalanarlas con metáforas, de estilizarlas, de exagerarlas y aun de inventarlas. Y así es como lo entienden los receptores de su larga narración cuyos comentarios atienden más al valor estético del relato que a otra cosa, es decir, lo enjuician crítica y metanarrativamente, desde la adecuación o no de las interpolaciones hasta su verosimilitud, desde la aquiescencia hasta el desacuerdo.186 El profesor García Gual (2004: 16-18), comentando la narración de Ulises en la Odisea (cantos IX-XII), subraya cómo los feacios, encabezados por Alcínoo, elogian sin paliativos la técnica oratoria del héroe y su sinceridad, o, lo que es lo mismo, que la valoración ajena del relato corresponde con la imagen heroica del narrador-personaje, de manera que no se osa poner en duda la veracidad de su palabra, aun cuando Ulises sea un consumado especialista en el arte del engaño y la mentira. Lo cual, continúa García Gual (2004: 18), no significa que el lector externo deba ser tan ingenuo como el rey de Feacia y sus príncipes y, por lo tanto, pueda plantearse «una inquietante cuestión: ¿cuándo cuenta la verdad y cuándo miente Odiseo?». En el Persiles, por el contrario, los receptores del relato de Periandro sí que se hacen esa incómoda pregunta, que no solo incide en que el nuevo héroe haya de ganarse la confianza y el respeto de su público, sino que también denota que los valores épicos, y por ello la visión del mundo que conllevan, han cambiado.187 Esto se debe, además, al modo en el que concibe Cervantes el criteLeopoldio de Danea (II, xiii) y con Sulpicia y se séquito de Amazonas (II, xiv), el ataque del pez náufrago (II, xv) y el sueño de la isla paradisíaca (II, xv). 186 Véase González Rovira (1996:235-238), Lozano-Renieblas (1998: 72-76) y Ruffinatto (2014: 202-220). 187 Cfr. Lozano-Renieblas (2002: 122-123).

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rio de la verosimilitud, el cual, más allá del uso de ciertas claves poéticas, redunda en la interacción emisor-receptor, narrador-narratario, pues, como afirmaba E. C. Riley (1989: 283), «en ningún aspecto como en éste [el de la verosimilitud] llega a basar Cervantes con más claridad su idea de la literatura como comunicación». Por otro lado, el relato de Periandro, como el de Ulises y el de Eneas, cumple la función de completar parte del argumento de la novela. Desde esta perspectiva no es sino un recurso más de la novela griega, pues es habitual que los personajes verbalicen sus aventuras para un auditorio, como la paradigmática narración de Calasiris a Cnemón y a más personajes en la Historia etiópica de Heliodoro (libros II-V). Estos dos planos narrativos que conforman el libro II mantienen un severo combate dialógico que sobrepasa los niveles puramente morfológicos. Es decir, más allá de la forma en que se expresan, la narración en tiempo presente y la relación de Periandro se relacionan entre sí tanto como se complementan y sirven de contraste la una de la otra. Nunca antes los dos componentes esenciales de la novela helenística, el amor y las aventuras, se habían dividido en secuencias narrativas diferenciadas y simultaneadas concatenadamente, de tal forma que a una, la narración en tiempo presente, le correspondiese el tema del amor, en tanto que la otra, el relato homodiegético, se centrase en las aventuras. Lógicamente cada asunto precisa de un espacio específico en el que desarrollarse, y qué mejor que el ambiente cortesano, con sus obligados galanteos y sus usos amorosos, para propiciar el escudriñamiento de la pasión erótica188 y el mar para que, con sus muchos peligros, surja la peripecia. Y de un tempo narrativo diferente: el estático y contemplativo para el amor, de forma que el interés redunde en la introspección psicológica; el dinámico y vertiginoso para la aventura, en el que se reflejen las virtudes heroico-cristianas del protagonista. Frente a la maraña de intrigas amorosas de la corte, que precisan, para su exposición, de la técnica del entrelazamiento,189 se sitúa la sucesión, a modo de episodios en sarta –pero perfectamente trabados–, de las aventuras. Frente al realismo psicológico, las fantasías del viajero. Mas no solo acontece una oposición contrastiva, sino que entre los dos planos narrativos se establece una relación de interdependencia estructural, pues el segundo de ellos deriva tanto como es propiciado por el primero, y temática, pues los temas de uno se reflejan o hallan una imagen especular en el otro, sobre todo lo que concierne a los asuntos sentimentales,

188 Dice a este respecto Octavio Paz (1985: 135): «El código de la cortesía está íntimamente ligado al código de la galantería; ambos son tentativas para regular, en el espacio cerrado del palacio, el juego de las pasiones». 189 Sobre esta técnica narrativa medieval característica de los libros de caballerías debe consultarse el excelente estudio de Cacho Blecua (1986); y, también, Avalle-Arce (1990: 147 y ss.). Sobre su utilización en el palacio del rey Policarpo, véase Baquero Escudero (2004 y 2013: 158-168), y aquí, en el capítulo III.

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que versan sobre las desviaciones irracionales del amor, la autognosis como guía para resolver los conflictos y el control racional del deseo.190 Pero es que la pericia técnica de Cervantes es tal que hace confluir los dos planos narrativos, justo al final del libro II, en un tercero: el episodio de Renato y Eusebia, en el que con genial maestría se añudan los tres en torno a un tema: el del amor contenido o la castidad como método de purificación del deseo.191

El episodio de Renato y Eusebia: forma y sentido El episodio de Renato y Eusebia, que comprende los capítulos xxviii, xix y xxi del libro II, exhibe una morfología bastante sencilla, pero de una rentabilidad estética prodigiosa. En su mayor parte se trata de una relación intradiegética en la que un personaje, Renato, cuenta su desafortunado caso de amor y honra y su vida contemplativa al lado de Eusebia. Este bloque narrativo, sin embargo, se rodea de una mínima acción en el tiempo presente que sirve para marcar la atenuada irrupción del episodio y la presentación elocuente de los protagonistas, así como para propiciar su desenlace. Esto es, el episodio se compone de una noticia, la que ofrecen los marineros a Periandro y compañía sobre la peregrina vida de los ermitaños franceses, que suscita el interés y la curiosidad por conocerlos, de un encuentro, el del grupo protagonista con Renato y Eusebia, de la narración de la historia y de la llegada de Sinibaldo, el hermano de Renato, que porta la buena nueva que lo concluye. Mas esta simplicidad compositiva se complica por la disposición del episodio sobre la trama de la novela, ya que se entrelaza con el fin de la narración de Periandro y con la acción principal, hasta el punto de que un personaje episódico de segundo orden, como es Sinibaldo, no solo anuncia el regreso a casa del ejemplar matrimonio francés, sino que, por sus noticias, acarrea que Artandro abandone momentáneamente sus intereses afectivos por Auristela a favor de sus obligaciones y deberes como príncipe heredero de Dinamarca y, de alguna manera, que el Persiles se sustraiga del ámbito del mito y el romance para adentrarse en los ásperos caminos de la historia y la novela contemporánea.

190 Huelga decir que la conformación de dos planos narrativos simultaneados concatenadamente vincula el libro II del Persiles con la segunda parte del Quijote, cuando el caballero y el escudero se separan para vivir cada uno su propia mentira, la de la corte, don Quijote; la del gobierno, Sancho. Curiosamente, esta duplicación narrativa, como la del Persiles, se genera cuando los protagonistas se detienen en un palacio, el de los duques. 191 Véase Casalduero (1975: 129-137) y Baena (1990).

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Los liminares del episodio: un encuentro cargado de resonancias Aun en plena fuga del laberinto de pasiones en que se han visto envueltos los héroes de la novela en la isla del rey Policarpo y rumbo a Inglaterra, que devuelve la narración al piélago, las aguas dormidas y unas nubes bajas anunciadoras de tormenta vienen a turbar el sosiego de los embarcados. Solo momentáneamente, pues la proximidad de una isla, «que se llamaba de las Ermitas» (II, xvii, 396), promete cobijo seguro mientras arrecie la borrasca, tanto para el barco como para sus moradores. De este modo, además, la comitiva de personajes podrá conocer de primera mano a los famosos ermitaños que la habitan, «cuya historia de los dos era la más peregrina que se hubiese visto» (II, xvii, 396). Obligados por la necesidad y el deseo, unos cuantos del grupo, entre los que se cuentan los héroes principales, desembarcan a tierra firme con el fin de pasar allí la noche. Las islas que jalonan la travesía septentrional del Persiles están repletas de historias que ayudan a amenizar, con el encanto del verbo, las incomodidades del viaje y los rigores del hospedaje. Así, en la Bárbara narró su periplo vital el español Antonio; en otra fría y montañosa hizo lo propio el italiano Rutilio; en una de nieve el portugués Manuel de Sosa relató su trágica experiencia amorosa; en Golandia se actualizó la heroica singladura de Transila; en otra nevada tiene lugar, tras proferir su caso, el cuerpo a cuerpo de los dos capitanes a propósito de ganarse el favor amoroso de la desahuciada Taurisa; en la de Policarpo, por fin, Periandro daba principio al prolijo cuento de sus aventuras como corsario de los mares. Todas estas historias tienen como denominador común que responden, respecto al modo en que son interpoladas, al antiguo expediente técnico de sobremesa y alivio de caminantes. La de las Ermitas, obviamente, no podía ser menos, y como a Periandro aun le restan peripecias por contar antes de dar por concluido su extenso relato, lo reanuda en el mismo punto en que lo dejó, para dar buena cuenta de su encuentro con el ejército de los esquiadores, el apresamiento suyo y del escuadrón que capitanea, su conducción por las mares helados y el cordial recibimiento que les brinda el rey Cratilo de Bituania, sobre todo después de que Sulpicia, su sobrina, reconozca en Periandro a «ese mancebo» en quien «tiene su asiento la suma cortesía y su albergue la misma liberalidad» (II, xviii, 402-403). La feliz acogida, sin embargo, se ve relegada a un segundo plano por el rumor que levanta entre la muchedumbre presente un hermoso caballo del rey, el cual le trae por la calle de la amargura por su bravura y su colérica furia, pues no consiente que nadie, ni siquiera él, lo monte. Con el auditorio subyugado por las excelencias narrativas de Periandro y cuando este se dispone a contar la

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increíble aventura del caballo, la isla reclama su atención para dar a conocer la historia que recoge en su interior. Sabemos que Cervantes gusta sobremanera de cuidar al mínimo detalle la presentación de sus personajes, no solo porque con ello suscita la máxima expectación y sorpresa en los circunstantes y el lector, sino también porque la forma en la que acaece se reviste de significado, denota parte de la caracterización del personaje –o los personajes– y del estado en que se encuentra. Una de las más célebres, por la plasticidad y ambigüedad que rezuma, es la de Dorotea vestida de hermoso galán que desnuda su pie y lo baña cuidadosamente en las aguas cristalinas de una fuente en mitad de Sierra Morena, para sabroso deleite del cura, el barbero y Cardenio, en el Ingenioso hidalgo; o la del alférez Campuzano, amarillo y flaco y apoyándose en su espada cual si fuera un bastón para caminar, a la salida del hospital de la Resurrección, en El casamiento engañoso, luego de curarse unas bubas. Puede, sin embargo, que la más audaz y arriesgada de todas, por su vaguedad semántica, no sea otra que la presentación, en el tan enfático como frenético amanecer «de repente» del Persiles, de Periandro y Auristela, ambos travestidos y en peligro de muerte, soportando como pueden la cadena de trabajos que la fortuna y el albur les ponen en su camino a la dicha. Pero la más portentosa lo constituye la de don Quijote por su relevancia en la historia de la literatura, al convertirse, por capricho de su frenesí y de su voluntad, en caballero andante, de modo que a contrapelo de los héroes de la épica clásica, de la caballeresca y aun de los de la picaresca, para ser lo que quiere ser, no tenga sino que abjurar de lo que es, y así poder hacer, de su vida, literatura, o sea convertirse en su sueño. Pues bien, la de Renato y Eusebia es tan elocuente como la de todos estos personajes: «A la escasa luz de la luna, que, cubierta de nubes, no dejaba verse, vieron que hacia ellos venían dos bultos, que no pudieran diferenciar lo que eran» (II, xviii, 404). Pues, efectivamente, aquellos que han decidido arrebujarse con la manta de la vida silenciosa y solitaria, lejos del mundo civilizado y en paz consigo mismo no pueden ser sino eso: dos sombras en la oscuridad nocturna. Es decir, nadie; por cuanto han despojado de todo cuanto hace al hombre un ser social, se han desnudado de todo oropel para adentrarse en la rutina esencial de las cosas mínimas y el olvido. Lo primero que advierte el grupo, luego del misterio provocado por la llegada a deshora de los moradores de la isla, es la voz de la benevolencia que quiere no más que servirlos y acogerlos con la sencillez de sus medios. De manera que Renato y Eusebia, hechas las presentaciones, se erigen en los guías del grupo y conducen a Periandro y compañía hasta una cima en la que se levantan «dos ermitas, más cómodas para pasar la vida en su pobreza que para alegrar la vista con su rico adorno» (II, xviii, 405). Cervantes, como consumado experto en el uso de la voz narrativa, en determinados

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pasajes de sus obras en prosa combina con maestría y precisión la posición de omnisciencia olímpica del narrador con la de equiscencia, que iguala su conocimiento con el de los personajes, humaniza en su saber, y así aproxima la posición del lector a la del personaje, al que suspende y admira.192 Para realizar esta operación, en algunas ocasiones, el narrador utiliza a los personajes en la función de reflectores, en cuanto que se sirve de sus ojos para describir el ambiente. O sea, el narrador ve lo que ven sus personajes.193 Este cambio de punto de enfoque es el que acontece en el episodio de Renato y Eusebia, en razón de que describe el narrador no es sino aquello que escudriñan los ojos del grupo: Vieron dos ermitas… Entraron dentro y, en la que parecía algo mayor, hallaron luces, que de dos lámparas procedían, con que podían distinguir los ojos lo que dentro estaba, que era…; notaron los pobres vestidos [de los dos ermitaños], la edad, que tocaba en los márgenes de la vejez, la hermosura de Eusebia, donde todavía resplandecían las muestras de que haber sido rara en todo estremo… Corrió el tiempo como suele; voló la noche, y amaneció el día claro y sereno… y salieron a ver desde aquella cumbre la amenidad de la pequeña isla… (II, xviii, 405-47).

Dos parecen ser las funciones principales que derivan del cambio de perspectiva: por un lado, la descripción del lugar como una suerte de paraíso terrenal194 o de locus amoenus ligado a la vida retirada, de Renato y Eusebia como dos figuras engrandecidas por su carestía y su trato afable y de su vida simple y virtuosa dedicada al contacto 192 Es importante subrayar, por otro lado, que la écfrasis era ya un componente retórico importante en la épica antigua –piénsese, por ejemplo, en la descripción que de los principales héroes argivos efectúa Helena a petición de Príamo, en la Ilíada (canto III), donde Homero sigue la estrategia de servirse del personaje en función de reflector, y, sobre todo, en la descripción del escudo de Aquiles (canto XVIII)–, que, sin embargo, alcanzará su cenit en las letras antiguas con los poetas alejandrinos y sus seguidores romanos, los neotéricos o los poetae novi, cuyo ejemplo más ilustre es la écfrasis de la historia de Ariadna del poema 64 de Catulo; con Virgilio, otro especialista en la utilización del punto de vista narrativo, principalmente en la Eneida, y con los novelistas, especialmente los de la Segunda Sofística, pues no de otro modo Longo y Aquiles Tacio siguen el precepto horaciano del ut pictura poesis al inaugurar sus textos con sendas écfrasis de cuadros, en los que se consigna el argumento o parte de él. Cervantes, aparte del uso que hace de la descriptio en el episodio, se servirá ampliamente de ella en el Persiles, de forma notoria por medio del cuadro que manda pintar Periandro en Lisboa de sus aventuras atlánticas (Véase Brito García, 1997 y Rey Hazas y Sevilla Arroyo, 1999: XXXVIII-XLI). 193 El caso más sobresaliente en la combinación de perspectivas es el de Rinconete y Cortadillo, novela en la que se pasa de un narrador omnisciente neutro, que muestra el encuentro y las correrías de los dos pícaros, a otro equisciente, que describe el patio de Monipodio a través del filtro visual de los dos mozuelos, que pasan de actuar a ser espectadores de excepción. Pero donde mayor rendimiento literario se obtiene y la complicación llega a límites insospechados es en el Quijote (cfr. Riley, 2000: 183-194). 194 Cfr. Casalduero (1975: 131) y Forcione (1972: 72-77).

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con la naturaleza y a la contemplación divina. Por otro, y en perfecta sintonía con la anterior, propiciar, desde la óptica de unos personajes que recién llegaron de la bulliciosa, voluptuosa y engañosa vida de palacio, un menosprecio de corte y alabanza de aldea.195 La situación creada no dista mucho de la que acontece en La Galatea, cuando unos cortesanos, Timbrio, Nísida, Blanca y Darinto, arriban a las riberas del Tajo y, tras notar la quieta y saludable vida de los pastores, entonan, desde su perspectiva mundana, un himno de aldea. Ocurre, sin embargo, que en el Persiles Cervantes va un paso más allá en la complicación narrativa del tópico bucólico, pues, además del contraste creado entre la vida cortesana de la isla de Policarpo y la retirada de la isla de las Ermitas, se genera otro entre el brillo fastuoso y asombroso de la narración de Periandro con la sencillez pura del modo de vida agreste de los ermitaños. Aquí la fatuidad del viajero, su exotismo y sus peripecias se reducen a la vida cotidiana, anodina y regalada de la isla. Más aun, pues la equiparación contrastiva entre los dos modos de vida se registra asimismo en la propia historia de los castos amantes, y es uno de sus temas principales.

La narración de Renato: literatura y vida En efecto, después de una humilde y frugal comida, similar a la que la familia del español Antonio brindó a los amantes nórdicos y Cloelia y prolepsis de la que ofrecerá Soldino en su cueva al escuadrón de peregrinos, Renato, a petición del príncipe Arnaldo, cuenta su historia. Al comenzar el relato de sus peripecias en los mares helados, Periandro aseguraba a su auditorio «ser dulcísima cosa contar en tranquilidad la tormenta» (II, xviii, 397), Renato, en cambio, advierte de que «eso no podré decir de los míos, pues no los cuento fuera de la borrasca, sino en mitad de la tormenta» (II, xix, 408). De modo que la historia del francés, a diferencia de la extensa del héroe principal, está aun en curso, a la espera de resolverse en el tiempo presente de la novela, o, lo que es lo mismo, empieza por el medio de los hechos, por lo que su circunstancia actual como ermitaño no es definitiva, sino un modo de vida transitorio, una especie de paréntesis vital lejos del medio social al que pertenece. La estructura del Persiles, como se sabe, descansa sobre el viaje que Periandro y Auristela efectúan, obligados por las circunstancias, desde Tule hasta Roma. Un largo periplo por un mundo caótico repleto de accidentes, violencias variadas y trabajos que 195 Así, por ejemplo, Aurora Egido (1994: 340), afirma que «la pureza de la vida ermitaña se confirma aquí como emulación de la vida palaciega, llena de vicios y engaños…, un canto de aldea que remite a la negación de lo cortesano».

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se divide en dos: por un lado, el que se desarrolla de sur a norte por los fríos mares septentrionales de Europa; por otro, el que transcurre de oeste a este por los polvorientos caminos meridionales que conducen de Lisboa a Roma. A cada zona le corresponde un tipo de viaje específico: por mar y por tierra, respectivamente; un tipo de aventura; un criterio dispar de verosimilitud, y aun de tendencia narrativa, que aproxima el viaje por mar a géneros tan prestigiosos como la épica clásica, la novela griega de amor, el mito y la leyenda, mientras que el terrestre se aviene principalmente a los parámetros de la novela de peregrinaje de ambientación contemporánea y al realismo costumbrista. Esto es, Cervantes opera con un doble concepto de cronotopo: el del mar, asimilable al de la novela griega, y el del camino.196 Pero esta separación de mundos no es total, sino que se interfieren y se interrelacionan continuamente, merced a una urdimbre narrativa hilvanada de simetrías, paralelismos y de tráfico de personajes de un orbe al otro.197 Pues bien, la de Renato es una de las vidas que comporta la entrada del sur en el norte europeo, junto con las del español Antonio, el italiano Rutilio y el portugués Manuel de Sosa. Todas ellas, aparte de marcar los territorios nacionales por los que transcurre el itinerario meridional de la novela, tienen en común que sus protagonistas, arrastrados por sus errores y sus fracasos, arriban al Septentrión, en cuyas islas hallan la ocasión de expiar sus culpas tras un doloroso proceso de autognosis, para después, como sujetos renovados, emprender el camino de regreso a casa, con la sola excepción del enamorado portugués, que termina, muerto de amor, sepultado en sus frías nieves. Es decir, describen un camino de ida y vuelta, una odisea en la que el retorno, a pesar de las dificultades y de los obstáculos hallados, supone el logro de un conocimiento que reafirma una personalidad. Un esquema compositivo vital que hunde sus raíces en la Odisea de Homero y que repite, asimismo, el de la novela de tipo griego y aun el del Persiles. Lógicamente, entre unas historias y otras se registran variaciones significativas que las individualizan del conjunto, pero no por ello dejan de mostrar un esquema morfológico parecido y una vinculante unidad de sentido sintáctico y semántico. La narración intradiegética de Renato tiene como objetivo la exposición de los motivos que le han conducido a él y a Eusebia a estar donde están y a vivir como viven. De su pasado, pues, selecciona solamente aquellos incidentes que son estrictamente necesarios para comprender la situación a la que ha llegado, aquellas vivencias que constituyen los hitos fundamentales de su andadura vital. Ello implica, entre otras cosas, que Renato es, simultáneamente, protagonista y narrador de su cuento, lo cual le confiere una incuestionable dualidad como personaje. Mas sin embargo, 196 Véase Bajtín (1989: 237-409), Scaramuzza Vidoni (1998: 117-120), Lozano-Renieblas (1998) y Deffis de Calvo (1999). Desde un enfoque más tradicional, véase Riley (1997). 197 Véase Romero (2004: 36-41) y Rey Hazas y Sevilla Arroyo (1999: XX-XLV).

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es significativo subrayar que, frente a lo que le sucede a Periandro con la recepción de su relato, su palabra no será sometida a examen ni puesta en entredicho por sus interlocutores. El francés Renato es un perfecto caballero cortesano. Hijo de padres nobles y ricos, recibió una educación esmerada y acorde con su estado. Comedido en el trato y discreto en lo que respecta a los asuntos del corazón, se enamora de una camarera de la reina, Eusebia, a quien no osa declarar su amor más que con los ojos, acaso porque los enamoramientos se producen en principio por mediación de la vista, cuya función no es otra que la de incrustar los sentimientos en las almas, según reza el platonismo dominante de la época. Ella, como cabe esperar de una dama honesta y virtuosa, no cae presa en la red amorosa de sus miradas ni le hace caso alguno, de modo que «ni con sus ojos ni con su lengua me dio a entender que me entendía» (II, xix, 408). Pero el secretismo de su encendimiento no es tal, que la demasiada curiosidad y la mucha malicia que se respira en el ambiente cortesano de palacio no se hagan eco de él. Y así, otro caballero, Libsomiro, sabedor de los sentimientos de Renato, y envidioso de ellos, le va con el cuento al rey de Francia de que entre Eusebia y nuestro narrador ha surgido un amor ilícito que lo deshonra y ofende.198 El rey, alborotado, le manda llamar para que se explique y Renato no hace sino advertir la mentira y salir en favor de la honra de la camarera de la reina. Por lo que el conflicto habrá de resolverse mediante la celebración de un juicio de Dios. La falsa acusación es un motivo más que corriente en la narrativa, literaria o folclórica, de todos los tiempos, que se incorpora rápidamente al repertorio de la novela helenística de amor y aventuras como uno de los trabajos a los que debe enfrentarse la pareja protagonista para acrisolar su amor. Consecuencia de la calumnia es que los amantes sufran vejaciones, condenas, maleficios, castigos, prisiones, celos, deshonras. Buena prueba de ello es la acusación de adulterio que Tersandro hace recaer sobre Clitofonte (libros VI) y de impureza sobre Leucipa (libro VII), en la novela de Aquiles Tacio; así como la de Ársace, en la Historia etiópica de Heliodoro, de que Cariclea ha envenenado a una de sus criadas, la hechicera y celestina Cíbele (libro VIII) y, antes, la de Deméneta, que acusa falazmente a su hijastro Cnemón de pretender relaciones eróticas con ella ante su padre (libro I), que responde al tema de la hija de Putifar, cuyo paradigma, en la Antigüedad, era la historia de Fedra, en el Hipólito de Eurípides. 198 Libsomiro, por tanto, oficia el papel de los lausengiers o maldicientes, que eran, en la tradición del amor cortés, de la que es ampliamente deudor el episodio del Persiles, aquellos espías del amor de los amantes que intentaban conocer su intimidad y estaban dispuestos a calumniarles, por envidia, por celos o por cualquier otro pretexto desestabilizador, con el objetivo de frustrar su relación. Andret, Ganelón, Godoine y Denoalen, los barones felones de la leyenda medieval de Tristán e Iseo, son probablemente los ejemplos más preclaros.

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Pero es en el ambiente cortesano caballeresco medieval, del que surgen los libros de caballerías y la novela sentimental, en el que se reproduce hasta la lujuria, bajo un esquema reiterativo, aunque varíe en este o en aquel aspecto, que consiste en que una dama principal es víctima de una calumnia sobre su reputación que, con harta frecuencia, provoca su encarcelamiento, dado que no puede probar su inocencia. El conflicto de honra se ve abocado para su resolución a un duelo de armas entre el acusador y el caballero que salga en su defensa. La victoria decidirá su culpabilidad o su inocencia. Casos arquetípicos de denuncia mentirosa son: la que Mador de la Puerta emite contra la reina Ginebra en La muerte del rey Arturo (c. 1230) y la historia de Ginebra y Ariodante (cantos IV y V) del Orlando furioso (1532, edición definitiva) de Ariosto. Diferente es la estratagema que urde la Viuda Reposada, en Tirante el Blanco (1511, la traducción castellana) de Joanot Martorell, para hacer creer a Tirante que su amada Carmesina mantiene relaciones deshonestas con un hortelano (capítulos 284-287).199 Cervantes utiliza este tópico literario en varias ocasiones y siempre desde una perspectiva y un alcance diversificados, pues como es corriente en su obra la vida triunfa sobre la teoría. Conviene saber, en La gitanilla, donde la Carducha acusa de ladrón a Andrés, suscitando la prisión del gitano fingido y propiciando el rápido desenlace de la historia; en El laberinto de amor, cuya enrevesada trama se erige sobre la falsa denuncia: Dagoberto, enamorado de Rosamira, y confabulado con ella, para impedir que se celebre el casamiento concertado de ella con Manfredo, le acusa de deshonesta y remite la solución del caso a un juicio de Dios; en la segunda parte del Quijote, Altisidora levanta testimonio al caballero andante por culpa de unos tocadores y unas ligas; en el Persiles, por fin, la cortesana Hipólita denuncia a Periandro de ladrón, consiguiendo su inmediata detención. Habida cuenta de que los rasgos de la acusación falaz están muy generalizados, resulta casi imposible discernir las fuentes precisas con las que trabaja Cervantes. Pero no así su clasificación, en tanto que las acusaciones de ladrón que profieren, como consecuencia de la humillación vengativa de la mujer rechazada, la Carducha, Altisidora e Hipólita semejan entre sí tanto como el falso testimonio que levantan Dagoberto y Libsomiro sobre la honra de Rosamira y Eusebia, respectivamente. Pues, en efecto, El laberinto de amor y el episodio de Renato plantean un conflicto de honra entendida como reputación, que únicamente puede resolverse mediante un duelo de armas. Mientras que las falsas denuncias de la Carducha e Hipólita podrían devenir de la novela griega, dado que son variaciones del tema bíblico de la mujer de Putifar, las de Dagoberto y Libsomiro se adscriben a la tradición caballeresca. El caso de Altisidora es diferente, ya que se trata de una parodia de la acusación mentirosa, 199

Véase Canavaggio (1977: 110-115).

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que si apunta más al orbe caballeresco es por la condición de caballero aventurero de don Quijote. El juicio de Dios tendrá que celebrarse en «una de las ciudades libres de Alemania» (II, xix, 409) y no en París, como consecuencia de la negativa del rey de darles campo seguro, puesto que los duelos públicos fueron prohibidos por decreto por la iglesia católica durante la sesión XXV del Concilio de Trento. Allí tiene lugar el desafío según rezan las formas de la caballeresca, vigiladas por los padrinos y jueces de campo, que aseguran la igualdad en armas, no más que escudo y espada, y la partición del sol en el campo de batalla. Renato se presenta tan confiado por tener la verdad de su lado como arrogante y soberbio Libsomiro. Como bien comenta James R. Stamm (1981: 343), «Cervantes trabaja siempre dentro de los moldes tradicionales y establecidos, si bien en sentido sumamente original». Ello es que nuestro autor da una solución inesperada al conflicto, al no triunfar la verdad y el bien, sino la mentira y el mal, a contrapelo de lo que sucedía ordinariamente en los libros de caballerías, así como en las ordalías de la novela de tipo griego. Renato, a pesar de haber puesto la esperanza en Dios y en su buen hacer, es derrotado por Libsomiro, de modo que la deshonra de Eusebia queda confirmada. Este giro insólito bien podría interpretarse como una denuncia a este ritual, en el que un aspecto tan grave como la puesta en entredicho de la honorabilidad de una dama hubiera de resolverse al arbitrio de las armas y no con la búsqueda y el perseguimiento de la verdad, ya que la confirmación de la culpa comportaba la muerte física de la mujer, o cuanto menos su defunción pública, que la invalidaba para cualquier acto social en vida. Cierto es que también está en consonancia con los aires nuevos que respira la literatura de ficción en su aproximación a la incertidumbre de la vida, donde no siempre triunfa la justicia y donde la artificiosidad huera del arquetipo se mide por el rasero de la realidad; así como con el advenimiento de la pérdida de la confianza y la fe en los valores universales, trivializados, relativizados y subjetivados por el acomodo de una nueva ideología, la de la filosofía de los puntos de vista y el escepticismo, que interpreta el mundo de otro modo, y que inaugura la modernidad. Sea como sea, sucede que Renato, derrotado y «en poder del quebranto y de la confusión» (II, xix, 410), vacila en un mar de cuitas, sufre un profundo ataque de melancolía y vergüenza, hasta el punto de hacérsele imposible la vida en la corte, ya que adivina su deshonra en todo aquello que observa y escucha. Y así, arrastrado por estos delirantes extravíos de la razón, opta por abandonar su patria y encaminarse a un lugar donde no se tenga la mala nueva de su infamia. Su caso, como dijimos, no dista mucho de los de Antonio, Rutilio y Manuel, pero la decisión del francés es más extrema, pues deriva del hondo y agitado proceso psicológico en que le sume su deshonra. Se trata, en fin, de una elección premeditada y no de un capricho de la fortuna, como lo

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corroboran los preparativos del viaje. Renato, antes de marchar, cede toda su hacienda a su hermano y, después, acompañado de sus criados, parte en busca de un lugar que se acomode a la nueva vida que ha decidido llevar, hasta que se topa con esta isla despoblada desde la que rememora su bella historia. En ella, luego de levantar una ermita, despide a su servicio, pero con la condición de que vengan cada año para traerle sustento y, en caso de haber fallecido, para que entierren sus huesos. Solo y sepultado en el silencio de su rincón, Renato halla la dicha que disculpa su fracaso y se felicita por haber abandonado la vertiginosa vida en sociedad de la corte. Es decir, entona una epifanía en alabanza de la vida retirada del tráfago del mundanal ruido: ¡Oh soledad, alegre compañía de tristes! ¡Oh silencio, voz agradable a los oídos, donde llegas, sin que la adulación ni la lisonja te acompañen! ¡Oh, qué cosas dijera, señores, en alabanza de la santa soledad y del sabroso silencio! (II, xix, 412).

No cabe dudar, desde luego, de la sinceridad de las palabras de Renato, pero el elogio del aislamiento en contraposición al bullicioso mundo de la ciudad no es una elección de vida en y por sí misma, sino que es la consecuencia de un conflicto ignominioso: su incapacidad de haber sabido demostrar con las armas la limpieza de Eusebia y el falso testimonio de Libsomiro. De modo que, cuando se resuelva la situación por el arrepentimiento de este y recupere tanto la honorabilidad como la hacienda perdidas, no dudará lo más mínimo en regresar al mundo del engaño, la apariencia y el galanteo. Será, lógicamente, la recompensa merecida por haber resuelto felizmente su caso ante Dios y ante los hombres. Mas también se trata de otra rectificación, la del tópico enfrentamiento aldea-corte, ahora desde la perspectiva del sentir de una nueva época, la del Barroco, que se singulariza, en función de sus características morales, políticas, económicas, sociales y culturales, por ser predominantemente urbano.200 En efecto, después de que los escritores clásicos celebraran las ventajas de la vida retirada sobre las de la ciudad, cifradas en el Beatus ille de Horacio, el tópico literario filosófico tuvo un resurgir apoteósico durante el Renacimiento, en el sentido en que se adecuó perfectamente a su pensamiento, a su sensibilidad y a sus distintas modalidades genéricas, como lo atestiguan el famoso Menosprecio de Corte y alabanza de Aldea (1539) de fray Antonio de Guevara o la no menos conocida oda I de fray Luis de León, La vida retirada, pero sobre todo la novela pastoril, en cuanto que conlleva implícitamente el elogio de la aldea. Sin embargo, a medida que se aproxima el ocaso del siglo XVI, el lugar común tiende a atenuar la distancia entre campo y ciudad, hasta la equidad, 200

Véase Maravall (2000: 226-267) y Muñoz Sánchez (2014).

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o a relativizarla desde el vivir circunstancial, como lo ejemplifica nuestro caso. Lo echamos de ver, además, en La Galatea, donde el cortesano Darinto, después de haber alabado la excelencias del modo de vida pastoril, se mantiene apegado a su condición urbana cuando padece el revés amoroso de Blanca,201 y en la comedia de Lope de Vega, El villano en su rincón (1617), en la que el campesino Juan Labrador, aislado en sus dominios rurales, se verá obligado por el rey a visitar y a vivir en la corte, de modo que se cohonestan los dos pareceres. En el Persiles se reviste de otro significado más, que apunta a su lección última, en la medida en que es la aceptación de la vida social, así como la inserción en el ciclo de la vida, la que se preconiza y defiende sobre cualquier tipo de apartamiento. Antes del regreso, sin embargo, la existencia solitaria de Renato se verá felizmente truncada por la llegada inesperada de Eusebia al transcurrir el primer año de estancia en la isla de las Ermitas. Y es que el episodio no solo pivota sobre un caso de honra, sino también sobre la fuerza del amor que arrastra a los corazones en busca de la persona amada.202 Eusebia, por lo tanto, pertenece a ese elenco de personajes femeninos de Cervantes que abandonan casa y hacienda y ponen en entredicho su honra para salir al encuentro de su amante, o sea, se convierte en una peregrina de amor: a fin de cuentas, «hacer uno solo de dos y sanar la naturaleza humana» es la base amorosa de la obra.203 Pero Eusebia ni ha sido burlada ni ha sufrido un encierro que oprima su libertad, ni siquiera ansía la unión con Renato, sino que viene a ser su compañera de fatigas por una culpa que no han cometido: «Eusebia […], agradecida a mis deseos y condolida de mi infamia, quiso, ya que no en la culpa, serme compañera en la pena» (II, xix, 412). De este modo, en el destierro, libres del protocolo social, Renato y Eusebia pueden vivir, en su vergel, su particular historia de amor, pues celebrarán sus desposorios al modo pretridentino, sin más ritos ni ceremonias que darse las manos ante los ojos de Dios.204 Sin embargo, no saborearán las mieles del matrimonio, sino que, frenando sus impulsos, se mantendrán puros. Son, como felizmente los designara Luis Rosales 1960: I, p. 224), «los vírgenes esposos del Persiles». Y aun de la obra de Cervantes, pues no hay correspondencia alguna con ningún otro caso de amor, dada la extremoVéase Avalle-Arce (1975b: 244-245) y Muñoz Sánchez (2003b) Cfr. Egido (1994: 341). 203 Sobre este aspecto de la filosofía platónica del amor, derivado del mito del hombre esférico del Banquete (189c-193e), y su evolución histórica, véase el excelente estudio de Serés (1996). Véase también Muñoz Sánchez (2012: 99-183) y aquí el capítulo V. Sobre el tema en el Persiles, De Armas Wilson (1991) y Scaramuzza Vidoni (1998: 185-216). 204 Sobre el matrimonio en el Persiles, véase Nerlich (571-576) y aquí la introducción y el capítulo III. 201 202

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sidad de su castidad y del dominio absoluto de sus pasiones, «ambos –como sostiene Aurora Egido (1994: 342)– componen la nueva pareja edénica en una isla paradisíaca donde lavan culpas ajenas, superando los estragos de una deshonra ficticia». Su historia de amor contenido, por tanto, se erige en baluarte de una perfección moral y espiritual de sentido neoplatónico, en función de las numerosas afinidades que guarda con ella: el culto a la belleza física, en tanto que el amor nace de la vista de un cuerpo hermoso, las escalas del amor, que va en grados de lo físico a lo espiritual, el elogio a la castidad, como práctica de purificación, y la visión del amor como vía para llegar a Dios. Pero leamos las hermosas palabras de Renato: Recebíla como ella esperaba que yo la recibiese, y la soledad y la hermosura, que habían de encender nuestros comenzados deseos, hicieron el efeto contrario, merced al cielo y a la honestidad suya. Dímonos las manos de legítimos esposos, enterramos el fuego en la nieve y, en paz y en amor, como dos estatuas movibles, ha que vivimos en este lugar casi diez años…, dormimos aparte, comemos juntos, menospreciamos la tierra y, confiados en la misericordia de Dios, esperamos la vida eterna (II, xix, 412).

Se trata, en fin, de una historia de amor resignado y virtuoso que sirve de refuerzo de la de Periandro y Auristela, pero al mismo tiempo de contraste, pues la pureza virginal y la confianza ciega en la divina Providencia de los nobles franceses se desarrolla en la soledad de la isla, mientras que la de los amantes nórdicos se acrisola en el roce continuo con las distintas formas de sociedad que hallan en su laberíntica peregrinación por el mundo. Y así es como lo entiende Periandro, en cuanto que, nada más finalizar su cuento Renato, interrumpe el debate que había suscitado la vida retirada de los ermitaños franceses, para narrar la increíble aventura del caballo de Cratilo,205 en la que ejemplifica cómo se pueden domar la pasiones y el instinto en el tráfago de la vida activa. Es decir, opone el modo de vida contemplativo y fácil de Renato al suyo propio. El caballo desenfrenado como símbolo de los sentidos no domeñados por la razón, sobre todo en la juventud, es, desde el excepcional mito de la biga alada del Fedro (246a-256e, sobre todo 254c y ss) de Platón, un motivo filosófico literario común y, por ello, más que frecuente. Sírvanos como botón de muestra estas significativas palabras de Alonso de Barros en el Elogio que dedica a la Primera parte de Guzmán de Alfarache (1599) de Mateo Alemán:

205

Cfr. Forcione /1979: 245-254).

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Dándonos a entender [Mateo Alemán] con demostraciones más infalibles el conocido peligro en que están los hijos que en la primera edad se crían sin la obediencia y la dotrina de sus padres, pues entran en la carrera de la juventud en el desenfrenado caballo de su irracional y no domado apetito, que le lleva y despeña por uno y mil inconvenientes (Mateo Alemán, Guzmán de Alfarache, p. 19).

Sin olvidar que, ya en tierras meridionales, el impulsivo polaco Ortel Banedre hará su entrada en el Persiles cayéndose, harto significativamente, de su caballo. El caso es que Cratilo se encuentra desasosegado porque es incapaz de domesticar su hermoso y fiero caballo; y Periandro, que no quiere sino agradar al rey de Bituania y demostrar con los hechos las amables palabras de Sulpicia, decide acometer la hazaña. De modo que se monta a lomos del indómito caballo, lo conduce hasta el borde de un precipicio y lo hace saltar por los aires al mar helado, dándose un duro golpe, que no acaba con la vida de nuestro héroe narrador gracias a la poderosa fuerza del equino, que se mantiene en pie tras la caída. Periandro, sin embargo, más temerario que valiente, vuelve a montarlo y a conducirlo otra vez hasta el despeñadero, pero sin conseguir que el caballo vuele de nuevo, pues esta vez refrena su ímpetu y se clava en el borde del acantilado. Lo más relevante, empero, es que el salvaje equino «cubrióse luego de un sudor de pies a cabeza, tan lleno de miedo, que le volvió de león en cordero y de animal indomable en generoso caballo, de manera que los muchachos se atrevieron a manosearle» (II, xx, 416). El heroísmo de Periandro es, por lo tanto, el mismo que el de Renato, pues los dos han aprendido a dominar sus sentimientos y a conducirse por la fría razón, si bien por caminos opuestos, este en la soledad, aquel en la sociedad, o, dicho de otro modo, la analepsis completiva del actor masculino principal de la novela y el episodio de los ermitaños franceses convergen, en este punto, en el tema sobre el que versan, alternando en la disposición en la fábula y además desde perspectivas narrativas dipares.

La llegada de Sinibaldo: el regreso a la sociedad y el encuentro con la historia Luego de la narración de la aventura del caballo de Cratilo, Periandro pone fin al cuento de sus aventuras como corsario enlazando su historia con el principio de la novela. Si bien aun resta por saber su origen y el de Auristela, así como el conflicto que los puso en camino, amén de los trabajos sufridos por la heroína en solitario, que no osa tomar el relevo de su hermano amante por no cansar al paciente auditorio, «ni,

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aunque quisiera, tuviera lugar para hacerlo, porque se lo estorbara una nave que vieron venir por alta mar, encaminada a la isla, con todas las velas tendidas» (II, xxi, 420). Se trata, naturalmente, de la visita anual que reciben Renato y Eusebia. Esta, a diferencia de las anteriores, trae consigo la sorpresa de Sinibaldo, el hermano del ermitaño francés, que viene con las alforjas repletas de noticias. En efecto, hechos los saludos pertinentes y sin dilación, Sinibaldo se dirige a los castos esposos para informales de la muerte de Libsomiro y de su arrepentimiento de última hora, en el que «confesó la culpa en que había caído de haberos acusado falsamente» (II, xxi, 421). Sin embargo, su contrición no se detuvo ahí, sino que no paró mientes hasta que su caso no quedara como instrumento público para el futuro.206 Lo más importante, de todos modos, es que predispone al rey de Francia a que, al saber la buena nueva, rehabilite la desahuciada honra de los ermitaños y mande buscarlos para recompensarlos con magnanimidad. Para que no haya lugar al equívoco, el primero en dar el parabién a la ejemplar pareja, el príncipe Arnaldo, hace hincapié en el tema central del episodio, que no es sino el de la honra entendida como reputación: «La honra, perdida y vuelta a cobrar con estremo, no tiene bien alguno la tierra que se iguale» (II, xxi, 421). Eso sí, desde la mirada crítica de Cervantes, que nos habla del absurdo de la honra pública, capaz de marginar en vida a las personas, cuando lo esencial, como evidencian a las mil maravillas Renato y Eusebia, es ser firme en la privada. Los dos primeros libros del Persiles se desarrollan, como hemos dicho, en el espacio desconocido y semilegendario del Septentrión europeo, en el que la concretización histórica se difumina en la leyenda y el mito, aunque los mares y las islas en los que se desarrolla la acción se adecuen perfectamente a los conocimientos que de ellos se tenía en la época. La Historia no más que tiene cabida en los diversos episodios intercalados que protagonizan personajes meridionales, como las campañas militares de Carlos V en Alemania, en las que participa el español Antonio, o las del rey de Portugal en el norte de África, que cuenta el portugués Manuel de Sosa. Datos históricos que, sin embargo, no tienen ninguna repercusión en el devenir de la historia principal, en cuanto que no afectan ni intervienen en su desarrollo. La Historia también se inmiscuye en el episodio de Renato, tal la mención de que el rey de Francia no les diera campo de batalla a él y a Libsomiro en suelo francés. Pero mucho más significativas son las noticias que sobre la política europea cuenta Sinibaldo. Informa de la muerte del emperador en 206 Conviene señalar que el arrepentimiento de última hora es una constante en la obra de Cervantes, como así lo atestiguan el de Anselmo en El curioso impertinente, el del viejo Carrizales en El celoso extremeño, el del mayordomo de la madre de Constanza en La ilustre fregona, el de Alonso Quijano en el Quijote. El de Libsomiro, en la medida en que propicia y dispara el desenlace, se asemeja al del mayordomo.

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el apartamiento de Yuste, de las guerras de Transilvania, del imperio Turco y de la ardua situación en la que se encuentra el reino de Dinamarca por culpa de la ausencia del príncipe heredero, cuya causa, según se rumorea, no es otra que la pasión desenfrenada que siente por una esclava suya. La Historia, esta vez, sí que repercute en la trama, puesto que suscita que Arnaldo postergue sus intereses sentimentales para con Auristela a fin de desempeñar sus obligaciones como heredero de Dinamarca, o, lo que es lo mismo, que los protagonistas principales puedan continuar su viaje a Roma desembarazados de pretendientes amorosos. Pero estos datos históricos también determinan de alguna manera lo que sigue, en la medida en que se sitúan en el margen fronterizo que separa la parte septentrional del Persiles de la meridional, que se regirá por el cronotopo del camino, que aproxima la fábula a los parámetros de la novela contemporánea. La buena nueva que trae Sinibaldo a Renato y Eusebia y la mala razón que cuenta a Arnaldo provoca que el grupo conformado se fragmente en tres, según el rumbo que marcan los intereses particulares de cada uno. Rutilio, impresionado por la vida retirada de los franceses, opta por emular su ejemplo y se queda en la isla al cuidado de las ermitas; Renato, Eusebia y Sinibaldo se marchan a Francia, llevando consigo a Arnaldo, Mauricio, Transila y Ladislao; mientras que Periandro, Auristela y la familia de Antonio ponen rumbo a Lisboa.

Cierre En definitiva, esperamos haber tenido la facultad suficiente como para mostrar la magistral pericia con la que Cervantes dispone la materia narrativa del libro II del Persiles, su dominio total y absoluto del arte narrativo, por el que el episodio de Renato y Eusebia no solo es la secuencia narrativa en la que convergen las dos tramas paralelas que conforman el relato primario, sino que se convierte, merced a una tupida red de relaciones sintácticas y semánticas, en el engarce que cohesiona su composición toda en una armónica y equilibrada unidad, al mismo tiempo que allana el camino por el que continuará la acción ya en el libro III.

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el episodio de feliciaNa de la voz Periandro, Auristela y la familia del español Antonio arriban a Lisboa, procedentes de la isla de las Ermitas, tras una plácida travesía marítima: Las naves… iban rompiendo… no claros cristales, sino azules. Mostrábase el mar colchado, porque el viento, tratándole con respeto, no se atrevía a tocarle a más de la superficie y la nave suavemente le besaba los labios y se dejaba resbalar por él con tanta ligereza que apenas parecía que le tocaba. Desta suerte, y con las misma tranquilidad y sosiego, navegaron diez y siete días, sin ser necesario subir, ni bajar, ni llegar a templar las velas… (Cervantes, Persiles y Sigismunda, III, i, 430-431).

El viaje, que Cervantes emula en su forma y en su fondo del último que realiza Ulises, durmiente, en el mar, en una embarcación de los felices feacios que lo porta de Esqueria a Ítaca, o sea: del orbe de la fábula al de la comedia de costumbres –aunque todo envuelto en el prestigioso halo de la épica– (Odisea, XIII, 70-95), sirve de gozne entre el mundo del Septentrión, desarrollado en un espacio geográfico entre fantástico, legendario e histórico –mas siempre verosímil–, y el del Mediodía, que se despliega en una topografía tan histórica y realista como pintoresca y familiar. Se establece, de resultas, una acusada disparidad de tono y estilo entre lo que sucede en las gélidas aguas invernales del norte con lo que acontece en las polvorientas veredas estivales del sur. Pues el norte, por desconocido y ajeno, da cabida a lo mítico, a lo fabuloso, a lo exótico; en el sur, por el contrario, por conocido y acreditado, no halla cobijo sino lo tradicional, lo típico y lo extraordinario en lo común. De modo que la parte septentrional apunta a la prosa de imaginación idealista y a la poesía heroica, mientras que la meridional se aproxima a la novela ‘realista’ de ambientación contemporánea y al costumbrismo. Ello comporta que haya asimismo un cambio de referentes literarios: de la Odisea, la Eneida, los Relatos verídicos de Luciano y otros textos clásicos y coetáneos a la novela de camino y de peregrinaje, como El asno de oro de Apuleyo y El peregrino en su patria de Lope, a la visión de Roma perfilada por la Lozana andaluza de Francisco Delicado y el Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán, así como a la propia experiencia cervantina del Quijote y las Novelas ejemplares. Esta separación de mundos y de deudas, sin embargo, se cohonesta por el motivo estructural del viaje, que vertebra todo el relato, por la unidad de fin y de sentido del Persiles, por la dialéctica sistemática que se genera entre el norte y el sur, basada en un nutrido número de paralelismos, simetrías y tráfico de personajes de un orbe al otro, y por la presencia permanente de la Historia etiópica de Helidoro como modelo.

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La parte meridional del Persiles, en especial la que se desarrolla en los reinos hispanos, se adecua, en su construcción, al entorno real, «debido a que las leyes de la verosimilitud son muchos más severas y estrictas en el ámbito de lo conocido», por lo que «se tiende hacia una fusión indisoluble entre el espacio y la historia» (Lozano, 1998: 171). Para conseguir el efecto de verismo o de ilusión realista, Cervantes se sirve, ciertamente, de unas estrategias narrativas similares a las ejercitadas en el Quijote y en las Novelas ejemplares, sobre todo en La gitanilla, El celoso extremeño, La ilustre fregona, Las dos doncellas, El casamiento engañoso y El coloquio de los perros. Así Periandro, Auristela y sus acompañantes se topan, en España, con la vida cotidiana de la época: la de las ventas, las casas particulares, los caminos y algunos, muy pocos, centros de devoción cristiana –nomás que los monasterios de Belén y Guadalupe; muy de pasada, el de Nuestra Señora de la Esperanza de Ocaña y, de lejos, el de Montserrat–. Ello no significa que Cervantes no se haga eco de las controversias sociomorales de la época, dimanadas del Concilio de Trento, que se cifran en los numerosos casos de matrimonios clandestinos, «hechos a hurtadillas» (III, viii, 508), que se registran: los de Feliciana y Rosanio, Tozuelo y Clementa Cobeña, Ambrosia Agustina y Contarino de Arbolánchez, Ruperta y Croriano e Isabela Castrucho y Andrea Marulo; los cuales contravienen tanto la letra de la norma como el rito sacramental establecido por el decreto Tametsi.207 Se encuentran, en los lugares por donde pasan, con personajes que, aun siendo literarios, son perfectamente verosímiles: pastores, boyeros, comediantes, venteras, cuadrilleros de la Santa Hermandad, soldados, peregrinos, moriscos y, sobre todo, hidalgos y nobles; pero los hay también que son históricos, como el arráez morisco Dragut, don Sancho de Leyva, don Juan de Orellana y don Francisco de Pizarro. Se tropiezan con la realidad histórica del momento: las relaciones entre el Imperio español y el turco, la dolorosa situación de los cautivos españoles en Argel, la expulsión de los moriscos, las Indias portuguesas, el alojamiento obligado de los ejércitos en los pueblos, la situación de la mujer, etc.208 El libro III del Persiles, además, pretende, como el Quijote, pasar por un historia puntual y verdadera, consecuencia directa de la labor emprendida por un narrador editor que interrumpe la diégesis de continuo para dar entrada a digresiones de índole metaficcional que versan tanto sobre la acción contada como sobre las leyes que la rigen, sobre todo aquellas que ahondan en la diferencia entre historia y poesía (léanse si no las que encabezan los capítulos x, xiv y xvi). Sucede, empero, que Periandro y Auristela, frente a los personajes del Quijote y de las Novelas ejemplares, que protagonizan su propia historia, no son sino espectadores de excepción de vidas ajenas, en las que se ven poco 207 Cfr. Sacchetti (2001: 74-75), Nerlich (2005: 571-585) y Muñoz Sánchez (2009: 1106-1200; 2012: 159-165). 208 Sobre la «España del Persiles» es fundamental el estudio de Canavaggio (2014: 235-251).

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o nada involucrados; pero de las que extraen una importante lección, que redunda en su perfeccionamiento ético, y un aprendizaje, que les proporciona un mejor conocimiento del mundo, en tanto en cuanto disciernen que los males del hombre –antropológicos, políticos, sociales, morales– son los mismos en el norte que en el sur.209 Sea como fuere, lo cierto es que, como sostienen Rey Hazas y Sevilla Arroyo (1999: XXXII), a falta de aventuras, «la construcción narrativa [del libro III] vuelve a esquemas quinientistas, pues durante el viaje se suceden los episodios interpolados de uno en uno, con lo que el camino se convierte en el marco para la inserción de novelas cortas, en función de episodios que lo jalonan, sin más trascendencia». La historia de Feliciana de la Voz y Rosanio responde cabalmente a estos criterios poéticos. Ello no obstante, ha sido objeto de exégesis ora esotéricas que adivinan en su sentido un valor trascendente, simbólico y marcadamente cristiano,210 ora alegóricas,211 ora historicistas,212 al tiempo que se la ha puesto en relación con otras historias cervantinas desde presupuestos hermenéuticos distintos.213 En lo que sigue nos proponemos, al hilo de la disección de su peculiar anatomía, situar el episodio en el marco de la obra de Cervantes, ya que pensamos que así se comprende mejor su sentido.

El episodio de Feliciana de la Voz: sentido, forma y relaciones intratextuales La historia de los amantes extremeños presenta una morfología compleja, efecto de su fragmentaria disposición sobre la trama, que comprende parte de los capítulos ii, iii, iv y v, y de su imbricación con ella; que recuerda el modo en el que se intercalan otros episodios del Persiles, tales como el de la isla de los pescadores o el de Renato y Eusebia, y de otras obras de Cervantes, como el de Rosaura, Galercio y Artandro, en La Galatea, los la de la pastora Marcela y don Luis y Clara de Viedma en el Ingenioso hidalgo o el de las bodas de Camacho en el Ingenioso caballero. Como la mayor parte de los episodios verdaderos de los textos de largo recorrido de Cervantes, en el de Feliciana se entreveran ponderadamente la acción y la narración: el preámbulo del episodio lo configura una cadena de incidentes, tan fortuitos como sorprendentes, en el 209 Cfr. Scaramuzza Vidoni (1998: 115: 184), Pelorson (2003: 49-58), Redondo (2004: 91), Armstrong-Roche (2009: 33-110), Canavaggio (2014: 250-251) y Ghia (2015). 210 Cfr. Casalduero (1975: 142-154), Forcione (1972: 123-128), Wilson (1991: 200-222), Egido (1998), Deffis de Calvo (1999: 83-85) y Zimic (2005: 120-126). 211 Cfr. Nerlich (2005: 585-632). 212 Cfr. Osuna (1974) y Lozano (1998: 176-184). 213 Cfr. El Saffar (1984: 151-154), Teijeiro (2001) y Sacchetti (2001: 169-171).

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tiempo presente de la fábula, que comportan el paulatino desplazamiento de la diégesis a la metadiégesis, de una región de la imaginación a la otra; sigue a continuación el relato autodiegético de uno de los protagonistas principales, Feliciana, que sirve para articular la serie de sucesos sobrevenidos en el seno de la historia de un caso particular; y, por último, tras la inserción momentánea de Feliciana en la comitiva de Periandro y Auristela, acaece el desenlace, que se representa en forma de acción en el plano básico de los acontecimientos generales.

Prolegómenos: una cadena de incidentes en una noche oscura Camino de Guadalupe, luego de su estancia en Badajoz, a los amantes nórdicos y la familia del español Antonio les sobreviene la noche en mitad de un monte arbolado, lejos de cualquier poblado. Auspiciados por una climatología benigna y por el resplandor de una lumbre («aun a pesar de las tinieblas bella, / aun a pesar de las estrellas clara») que fulgura en el horizonte, deciden pasarla, por deseo expreso de Auristela –y quizá en recuerdo del innominado peregrino de las Soledades (I, vv. 52-89) de Góngora–, en «unas majadas de pastores boyeros» (III, ii, 447-448). La nocturnidad es ampliamente utilizada por Cervantes desde La Galatea hasta el Persiles, así con valor positivo como negativo («¡Cuántas veces te me has engalanado, / clara y amiga noche! ¡Cuántas, llena / de escuridad y espanto, la serena / mansedumbre del cielo me has turbado!»), como cuando no pasa de ser un mero detalle ambiental. Simplificando mucho, podemos decir que la noche, iluminada por la blanca luna o sumida en la más tenebrosa lobreguez, serena o tumultuosa, desempeña las siguientes funciones: habida cuenta de que la noche y el amor están inextricablemente unidos en la tradición literaria, culta y popular, de todos los tiempos, constituye el marco idóneo para el júbilo erótico, el cómplice perfecto de los corazones en amor inflamados, el día para los enamorados, si acarrea un acontecimiento venturoso o si se está en presencia del ser amado («La noche amiga… / las luminarias del Olimpo enciende, / con quien se ha regalado amante tierno»; «¡oh noche amable más que el alborada!»); es, en cambio, la más tenebrosa negrura para el desdichado. Así, la soledad y el silencio nocturnos es lo que anhela el amante que desea pregonar a los cuatro vientos sus amorosas imaginaciones, en especial en el ámbito pastoril, como sucede de continuo en La Galatea, aunque al cabo no se terminen por alcanzar nunca el sosiego y la comunión con los elementos; y lo mismo ansía una y otra vez don Quijote. La noche es el momento que aguarda el amante para rondar a su ídolo, como pone en práctica don Fernando en su propósito de seducir a Dorotea, o la socarrona Altisidora con el caballero manchego, en

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el Quijote de 1615, o Loaisa con el corro de palomas y Leonora en El celoso extremeño, o los muchos que celebran la belleza sobrehumana de Constanza cabe el mesón del Sevillano en La ilustre fregona, o, simplemente, allí donde se aloje la amada cuando se camina tras su estela, como le ocurre al joven don Luis con doña Clara, en el Ingenioso hidalgo. La noche es igualmente la propiciadora de la unión carnal de los enamorados, la que junta amado con amada, como la que gozan Ruperta y Croriano en un mesón francés del Persiles, o como la que habían concertado pasar, más prosaicamente, Maritornes y el arriero, que un don Quijote molido frustra pensando que ella es «la fermosa y alta» princesa del castillo en que se aloja, que no le visita sino para «yacer con él una buena pieza» (Don Quijote, I, xvi, 190 y 189). Las profundidades de la noche no solo encienden los corazones de amor; son también la llave que abre la puerta a las más recónditas galerías del alma: así, Teodosia hace, ignorante, confidente a su hermano don Rafael de sus más reservadas noticias en una fría noche de diciembre, lo mismo que hará luego con ella Leocadia, revelándole a su rival su amor, en Las dos doncellas; la hora de las brujas es la preferida por doña Rodríguez, la estrafalaria dueña de honor del palacio de los duques, para irrumpir en la estancia de don Quijote, hacerle una demanda de socorro a propósito del honor de su hija y, de paso, informarle de los arcanos de sus señores los duques, en el Ingenioso caballero. Las noches, desde antiguo, se llenan de las embriagadoras palabras de los magos del verbo, de los conocedores de los misterios insondables del lenguaje, como Ulises, Eneas, Scherezade, Cipolla, es, en fin, el momento de los contadores de cuentos. Es decir: el marco adecuado para intercalar episodios, como las historias nocturnas que cuentan Lisandro a Elicio y Silerio, primero, y Timbrio, después, a Erastro y compañía, en La Galatea; el cabrero Pedro a don Quijote y Sancho, Rui Pérez de Viedma al amplio auditorio que se aloja en la venta de Juan Palomeque el Zurdo y doña Clara a Dorotea, en el Ingenioso hidalgo; Cornelia a don Juan y don Antonio, en La señora Cornelia; el español Antonio, el italiano Rutilio, el portugués Manuel de Sosa, el propio Periandro en varias tandas y el francés Renato a los héroes del Persiles y sus acompañantes. Pero la noche, por su oscuridad, embrolla las cosas, oculta los engaños y favorece la traición, el embeleco, la maquinación, la mentira, la cruel osadía, la venganza, la violación, el asesinato, la muerte.214 Así, en una espantosa noche de tormenta, anunciadora de funestos presagios, la dicha Así la describe Lope de Vega en un famoso soneto de Rimas humanas (1609) que se titula A la noche (CXXXVII): «Noche, fabricadora de embelecos, / loca, imaginativa, quimerista, / que muestras al que en ti su bien conquista / los montes llanos y los mares secos; / habitadora de celebros huecos, / mecánica, filósofa, alquimista, / encubridora vil, lince sin vista, / espantadiza de tus mismos ecos: / la sombra, el miedo, el mal se te atribuya, / solícita, poeta, enferma, fría, / manos del bravo y pies del fugitivo. / Que vele o duerma, media vida es tuya: / si velo, te lo pago con el día, / y si duermo, no siento lo que vivo» (Obras poéticas, p. 105). 214

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de Lisandro y Leonida deviene tragedia por la intermediación del despiadado Carino, en La Galatea; las horas sin sol son las elegidas por los turco-berberiscos para asaltar los pueblos del Mediterráneo español y cometer todo tipo de ultrajes, como se describe en el episodio de Timbrio y Silerio en La Galatea, en el comienzo de Los baños de Argel o en el pueblo de Rafala en el Persiles; mientras domina el orbe la viuda del día es cuando Vicente de la Roca desprecia, tras haberla engañado y robado, a Leandra, dejándola desnuda en una cueva, en la primera parte del Quijote, o cuando Rosaura, transformando la ira en venganza, decide matar a Croriano, el hijo del asesino de su esposo, en el Persiles; en una noche estival Rodolfo, al vislumbrar la hermosura de Leocadia y la poca defensa que la acompaña, la rapta y la viola en La fuerza de la sangre. Las horas nocturnas pueden ser tan esperadas como felices si acarrean un bien inesperado, como el reencuentro de los dos amigos Timbrio y Silerio, en La Galatea; pero también las elegidas para huir, como la fuga de Rui Pérez y Zoraida de Argel, en el Ingenioso hidalgo, y la de Periandro, Auristela y compañía de la isla del rey Policarpo, en el Persiles. La noche alberga también lo inexplicable, lo inaudito, lo mágico, lo sobrenatural; es el ámbito propicio para que acontezca la aparición de la ninfa Calíope en La Galatea, o la del sabio Merlín en La casa de los celos y, en clave paródica y acompañado del Diablo, de otros magos caballerescos y de Dulcinea encantada, en el Ingenioso caballero; para la resurrección de Altisidora, también en el Quijote de 1615; para que Cipión y Berganza puedan hablar y razonar como humanos a la vera de la cama del febril Campuzano y para que el segundo asista a las unturas de la Cañizares, en El coloquio de los perros; para que Rutilio, gracias a las artes nigrománticas de una hechicera, pueda escapar de la cárcel y huir volando en un manto desde Siena hasta Noruega, donde, una vez aterrizado, su libertadora se metamorfosea en lobo, en el Persiles. Allí, «propio albergue de la noche, / del horror y las tinieblas» (Cervantes, «Romance a una cueva muy escura», Viaje del Parnaso y poesías sueltas, núm. 22, vv. 7-8), es donde está ubicada la alegórica morada de los celos. La noche es, por fin, el marco idóneo para el surgimiento de la sorpresa, de la peripecia, de lo inesperado, en cuya oscuridad, silencio y quietud cualquier ruido es un peligro que infunde miedo y pavor, como en la famosa aventura quijotesca de los batanes, o donde cualquier bulto se hace sospechoso, como la aparición de Renato y Eusebia en el Persiles, o donde se confunden, adrede, las identidades, como protagoniza don Juan de Gamboa cuando le pregunta una voz queda si es Fabio y él contesta, «¡como si tuviese más letras un no que un sí!», sí, recibiendo como obsequio un envoltorio que prestamente rompe a llorar y dispara los acontecimientos de la trama de La señora Cornelia.

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Pues bien, la noche extremeña que les sobreviene a los romeros del Persiles pertenece a este último tipo, en tanto en cuanto acarrea una serie de misteriosos sucesos que marcan los preliminares de la historia de Feliciana de la Voz y Rosanio. De modo que al escuadrón de peregrinos «las tinieblas de la noche y un ruido que sintieron les detuvo el paso… Llegó en esto un hombre a caballo, cuyo rostro no vieron» (III, ii, 448), y que, tras mantener una breve conversación con ellos sobre la caridad y la cortesía y sobre su nacionalidad, les obsequia con una cadena de oro y una prenda de valor inestimable, que en seguida prorrumpe en llantos, y que, según les ruega, han de entregar a dos conocidos caballeros de Trujillo, llamados don Juan de Orellana y don Francisco de Pizarro, dado que ellos saben cómo enfrentar el caso. Pero, tan pronto como ha llegado el inesperado donador, se marcha, no sin antes disculparse por la celeridad de su despedida, que sus enemigos le van pisando los talones, y pedirles que no le denuncien. «Y adiós quedad, no puedo detenerme, que, puesto que el miedo pone espuelas, más agudas las pone la honra. Y, arrimando las que traía al caballo, se apartó como un rayo de ellos; pero, casi al mismo punto, volvió el caballero y dijo: –No está bautizado» (III, ii, 449). Los viajeros, como cabe suponer por lo inesperado del acontecimiento, se quedan estupefactos: Veis aquí a nuestros peregrinos: a Ricla, con la criatura en los brazos; a Periandro, con la cadena al cuello; a Antonio el mozo, sin dejar de tener flechado el arco y, al padre, en postura de desenvainar el estoque que de bordón le servía; y a Auristela, confusa y atónita del estraño suceso y, a todos juntos, admirados del estraño acontecimiento (III, ii, 449).

El parecido con el comienzo de la historia de La señora Cornelia es incuestionable, además de por el lance de la entrega del envoltorio que solloza, el cual determina la dirección posterior de los acontecimientos de la trama (cfr. Teijeiro, 2001: 165-166), y por la perspectiva de aquiescencia narrativa que adopta el narrador con los personajes, que no sirve sino para crearles expectación y misterio y, a un tiempo, suspender y admirar al lector, por el hecho de que, como bien señala Teijeiro (2001: 197), «todo se resume para Cervantes en una suerte de idealismo que domina su obra y que convierte la “cortesía” en la virtud principal en la que se funda el altruismo y la solidaridad entre los hombres». Lo mismo cabe decir respecto de la prehistoria de Belica, en Pedro de Urdemalas, ya que la falsa y hermosa gitana fue entregada por su madre, tras el parto, a un desconocido, Marcelo, con idéntico misterio y secreto, si bien lo que se ofrece ya no es un bulto sino un cesto que contiene el bebé, el cual está asimismo sin bautizar, unas cuantas joyas y las instrucciones a seguir en adelante. Aunque la semejanza es

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menor, se registran igualmente ciertas concomitancias entre nuestro caso y la historia de Constanza, en La ilustre fregona, puesto que su innominada madre también se la delega a un desconocido, esta vez el mesonero de la posada del Sevillano, nada más nacer, amparada justamente en la bonhomía ajena, y al que, pasados unos días, le retribuye con una cadena de oro y un pergamino envuelto que habrán de servir de objetos identificadores de la criatura a su debido tiempo. Sucede, sin embargo, que estas prodigiosas concesiones de niños se desarrollan de manera dispar según los casos: en la historia de Feliciana y en La señora Cornelia no son los bebés los protagonistas sino sus madres, que se ven envueltas en lances de honor por haberse desposado en secreto, bien contraviniendo las disposiciones familiares, bien sin contar con su beneplácito, y por haber consumado el matrimonio; mientras que tanto en La ilustre fregona como en la historia de Belica de Pedro de Urdemalas lo que se refiere es la vida de las niñas, las cuales descubren, después de haber sido criadas humildemente, que son nobles. Auristela, que desde la llegada a Lisboa ha asumido el mando del viaje, opta por continuar su andadura hasta el hato de los boyeros, donde podrán poner a buen recaudo al recién nacido y pasar la noche. Pero nada más arribar y antes de mediar palabra con los pastores, llegó a la majada una mujer llorando, triste, pero no reciamente, porque mostraba en sus gemidos que se esforzaba en no dejar salir la voz del pecho. Venía medio desnuda, pero las ropas que la cubrían eran de rica y principal persona. La lumbre y luz de las hogueras, a pesar de la diligencia que ella hacía para encubrirse el rostro, la descubrieron, y vieron ser tan hermosa como niña y tan niña como hermosa (III, ii, 449).

Como nadie ignora, Cervantes cuida sobremanera todos los detalles que conciernen a la presentación de los personajes que pone en escena, de modo que sean más que elocuentes por sí mismos, es decir, denotan tanto su caracterización como el estado en el que se encuentra. Quisiéramos destacar ahora el claroscuro del cuadro, la nota pictórica que utiliza Cervantes con tanta frecuencia como con diversidad de enfoques. El caso más similar al de Feliciana lo constituye el encuentro nocturno en las calles de Bolonia entre una sombra vestida de mujer que gime y don Antonio de Isunza, que acontece en La señora Cornelia. A pesar de la oscuridad nocturna, se registra una notable diferencia de luz, ya que el caballero español no puede ver la cara de Cornelia hasta que no llegan a su posada, antes solo ha escuchado una voz femenina que le demanda socorro; pero una vez allí, como Feliciana, destaca por su incomparable belleza y su juventud, atributos que puede contemplar luego de sobrevenirle un desmayo, que es igual de significativo que el medio vestir de la noble extremeña y su miedo; a

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fin de cuentas son dos recién paridas que huyen, pero que reaccionan, ante un suceso análogo, de diferente modo. También en las tinieblas de la noche, pero en medio de un camino, se topa Lisandro con su amada Leonida herida de muerte, en La Galatea. Esta vez la densa oscuridad impide cualquier visión, por lo que es solo lo que se escucha lo que reclama la atención del viandante, que no son sino las afligidas quejas de la moribunda, que guían su camino y allanan la trágica anagnórisis. Es decir, a Leonida se la conoce por lo que dice, mientras que Feliciana no habla, reprime la salida de la voz de su pecho, su símbolo, puesto que por ella podría ser reconocida, como ocurrirá efectivamente cuando cante la creación del mundo en el monasterio de Guadalupe. Otro ejemplo, ligeramente parecido al de Lisandro con Leonida, aunque venturoso, es el encuentro de Silerio con Timbrio, Nísida y Blanca, también en La Galatea. Ahora la noche es iluminada por el resplandor de la clara luna, con el que se juega a sabiendas, habida cuenta de que el caballero jerezano y las damas napolitanas ocultan su rostro de los rayos lunares para que no puedan ser reconocidos visualmente, sino solamente mediante su voz. Feliciana no habla pero se la ve; a Cornelia no se la distingue pero dice, aunque no sea conocida; Leonida no es percibida sino por sus cuitas porque lo impide la oscuridad lóbrega de la noche; Timbrio, Nísida y Blanca se ocultan de la luz, para darse a conocer por el sonido de su dicción. Si los eventos del episodio de Feliciana y de La señora Cornelia no forman parte sino de los preliminares que disparan los acontecimientos de la trama, los de las dos historias intercaladas de La Galatea originan el desenlace. En realidad, los claroscuros cervantinos cumplen, en su mayor parte, especialmente aquellos que acontecen bajo techo, el propósito de encarecer la belleza de unos personajes que rápidamente encienden los corazones de cuantos les miran, por lo que semánticamente difieren del episodio de Feliciana, no tanto porque no se alabe la hermosura de la joven extremeña, que también, cuanto porque su cometido es otro distinto que el de enamorar, pues lo que se persigue es, sobre crear tensión dramática y misterio, suscitar compasión, como lo atestigua la actuación desinteresada y caritativa del anciano boyero. Así, en una noche y a la luz de una vela, después de haberle enaltecido verbalmente su belleza, Cardenio exhibe a Luscinda a don Fernando, consiguiendo que el donjuán andaluz se quede prendido de su enamorada, en el Ingenioso hidalgo. En la cena trampa que doña Estefanía pergeña para su hijo Rodolfo, en La fuerza de la sangre, hace su aparición Leocadia vestida para la ocasión y acompañada por dos doncellas, que la alumbran con la luz de las velas que irradian dos candeleros de plata, y cuyo resultado no es otro que el enamoramiento fulminante del pisaverde, que, sin saberlo, se desposa con la mujer a la que había violado siete años atrás. A través de un agujero y con el eunuco Luis iluminándole de arriba hacia abajo es como observa el corro de palomas que Carrizales tiene encerrado en su casa al virote Loaisa

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en El celoso extremeño, de modo que quedan maravilladas de su donaire y compostura, máxime cuando solo pueden compararle con la imagen de su viejo amo. Después de una larga espera y ya con la noche caída sobre las calles de Toledo, es cuando Avendaño tiene la oportunidad de contemplar a Constanza, y la ve irradiada por la claridad de una vela que ella misma porta, quedando atónito y embelesado de su angelical hermosura, en La ilustre fregona. Por fin, en la oscuridad de la noche, solo quebrantada por la luz que emite una linterna de cera, Ruperta, la «bella matadora» del Persiles, se dispone a cumplir su venganza de sangre cuando descubre la deslumbrante belleza del hijo del asesino de su esposo, Croriano, «y, en un instante, no le escogió para víctima del cruel sacrificio, sino para holocausto santo de su gusto» (III, xvii, 594). El modo en que arriba Feliciana a la majada posibilita, pues, que los pastores le inquieran si la persigue alguien o si precisa cualquier atención. A lo que ella responde que la entierren bajo tierra; «quiero decir, que me encubráis de modo que no me halle quien me buscare. Lo segundo, que me deis algún sustento, porque desmayos me van acabando la vida» (III, ii, 450). Dicho y hecho, uno de los pastores, el más anciano, con suma diligencia la esconde en el hueco del tronco de una encina, que enmascara con pieles de ovejas, y le proporciona unas sopas de leche de alimento. Una vez que se ha puesto a buen recaudo a la desgreñada joven, Ricla, que es quien se ha hecho cargo del niño entregado en semejantes circunstancias y la única del escuadrón de peregrinos que ha sido madre, deduce congruentemente que Feliciana, «sin duda, debía de ser la madre de la criatura» (III, ii, 450). Mas, por el momento, atiende antes a la salud del niño que a sus lógicas conjeturas, por lo que reclama para el recién nacido la misma caridad que el boyero ha empleado con la muchacha. Y así, sin más dilación, manda el anciano que lo lleven al aprisco de las cabras «y hiciese de modo cómo de alguna de ellas tomase el pecho» (III, ii, 451). Lo cual significa, desde un punto de vista técnico-compositivo, que Cervantes ha dejado el camino expedito para que acontezca la tercera irrupción, ya no tan inesperada, de personajes; tras el padre con el hijo y los objetos identificadores y tras la madre, los perseguidores: Llegaron a la majada un tropel de hombres a caballo, preguntando por la mujer desmayada y por el caballero de la criatura; pero, como no les dieron nuevas ni noticias de lo que pedían, pasaron con estraña priesa adelante, de que no poco se alegraron sus remediadores (III, ii, 451).

Esta cadena de encuentros sorprendentes y perturbadoras apariciones, que no son sino cabos sueltos o fragmentos de fábula que proporcionan los datos mínimos sobre

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los que fundamentar una historia y el deseo por conocerla es similar a lo que acontece en La señora Cornelia. Pues, además de la entrega del niño a don Juan y del encuentro de don Antonio con Cornelia, el primero de los españoles se ve envuelto en una refriega entre un caballero y un nutrido grupo que le persigue. En ambos casos, como anota Teijeiro (2001: 168), «el lector exige una explicación, desea que se le aclare la verdad de este complicado rompecabezas de personajes y situaciones anómalas». Un entramado de pistas que remite asimismo al modo en el que se desencadena el episodio de Cardenio, en el Ingenioso hidalgo, donde el caballero andante y su escudereo descubren, primero, una maleta que contiene dineros, ropa de calidad y un librillo de memorias con algunas poesías; luego, avistan a un hombre maltratado y medio salvaje saltando de risco en risco y, por último, otean una mula muerta; indicios, todos, que aseguran la inminencia de una historia desde la acción principal (cfr. Riley, 2001: 121123). E igualmente, ya en el seno del Persiles, al episodio de Antonio, cuyo comienzo no acaece cuando el bárbaro español refiere su caso en la sobremesa de la frugal cena con que agasaja a sus huéspedes, sino en el instante en que su hijo, en mitad del fragor de la isla Bárbara, «se llegó a Periandro y, en lengua castellana…, le dijo: —Sígueme, hermosa doncella, y di que hagan lo mismo las personas que contigo están, que yo os pondré en salvo, si los cielos me ayudan» (Persiles, I, iv, 157); después, con el encuentro con su padre, que les habla «en la misma lengua castellana» (I, iv, 157), y, por fin, tanto con el descubrimiento de su hogar, la cueva a la que «servían de techo y de paredes las mismas peñas» (I, iv, 159), como con la presentación de Ricla y Constanza. Edward C. Riley (1997: 60 y 58-59) constataba el hecho de que «más que cualquier otra obra suya [de Cervantes], el Persiles parece pedir una lectura metafórica por encima de una lectura literal», quizá porque, «por no ser el lado idealizador del Persiles muy del gusto de los lectores de hoy, hay la tendencia a rechazar la lectura literal a favor de otras más esotéricas», quizá porque «el género del romance, con sus contrastes polarizados y su relativa exención de las limitaciones empíricas, tiende a engendrar la alegoría». Buena prueba de ello es el episodio de Feliciana de la Voz, pues más allá de una interpretación anecdótica a ras de texto, que ya de por sí es sumamente transgresora, y pese a su acusado ‘realismo’, se ha analizado y entendido en clave simbólica, en función del hallazgo de alusiones que remitirían tanto a la mitología grecolatina como a la bíblico-cristiana, en especial al mito de Mirra según se recrea en las Metamorfosis (X, 298-502) de Ovidio (cfr. Forcione, 1972: 128; Nerlich, 2005: 609-612), al de Eva, la mujer caída (Casalduero, 1975: 150-152; Nerlich, 2005: 614-616 y 623-626), y al de la Virgen María, madre y redentora de la humanidad (Forcione, 1972: 88-89; Egido, 1998), cuando no a una combinación conjugada de los tres, de modo que se reestructuraría el concepto mitológico de la maternidad desde la perspectiva de la época (cfr.

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Wilson, 2001: 203; Scaramuzza Vidoni, 1998: 154-157), o desde su dimensión a la vez cósmica y natural (Nerlich, 2005: 609-632). En todos los casos, en fin, se considera al episodio, sobre todo por el canto de Feliciana a la creación del mundo y a la Virgen, como el centro neurálgico de la novela. Estas lecturas en las que se hallan correspondencias entre los hechos empíricos o anecdóticos comprobables y la interpretación trascendente del mito tienen la virtud de sugerir la posibilidad de que el Persiles contenga varios niveles semánticos, una polisemia de significados que oscilan desde el literal al metafórico; pero que, en su extremosidad, desvirtúan en no pocas ocasiones el texto o lo fuerzan en grado sumo, lo que al cabo redunda en la simplificación del pensamiento (filosófico y literario) de Cervantes y su estructuración estética, máxime cuando «sus esquemas conceptuales se proyectan a través de una expresión deliberadamente ambigua», por lo que «la técnica más depurada no puede reconstruirlos si no es en amplios márgenes de riesgo extrapolador» (Márquez Villanueva, 1995: 76-77). El hecho es que «preñada estaba la encina» (III, iii, 451), dado que su interior alberga a una mujer que es perseguida por haber sido madre. Es evidente, por lo tanto, que el episodio de Feliciana, entre otros aspectos, versa sobre la maternidad. Un tema caro a Cervantes como mínimo desde las patéticas escenas de la madre y sus hijos en La tragedia de Numancia, no solo porque en la mayoría de las historias que terminan con la unión de los amantes se menciona asimismo su descendencia, o sea, su inserción en el ciclo natural de la vida y la generación, sino también porque son varias las ocasiones en que se describen partos, casi siempre en circunstancias insólitas o poco normales, y porque las madres –cuando comparecen– desempeñan, por lo regular, un papel positivo, como el de doña Estefanía en La fuerza de la sangre o, mismamente, el de la reina Eustoquia de Tule, madre de Periandro, en el Persiles. Como altamente positiva es la actuación de los pastores, encarnada en el solícito obrar del anciano boyero, que, generosa y desinteresadamente, prestan ayuda a Feliciana, sin buscar otra recompensa que la que proporciona el ejercicio de la virtud misma. No en balde, «ninguna cosa le pudo turbar para que dejase de acudir a proveer lo que fuese necesario al recibimiento de sus huéspedes. La criatura tomó los pechos de la cabra; la encerrada, el rústico sustento y, los peregrinos, el nuevo y agradable hospedaje… El anciano pastor visitaba a menudo el árbol, no preguntaba nada al depósito que tenía, sino solamente por su salud» (III, iii, 451-452). Este altruismo no es privativo del episodio de Feliciana, antes bien recorre la producción literaria de Cervantes, en su vertiente más amable y optimista, de principio a fin; si bien, deviene un valor fundamental en el Persiles –piénsese, por caso, en las rústicas cenas con que agasajan a sus huéspedes la familia del español Antonio, tras el incendio que asola la isla Bárbara, Renato y Eusebia, en la isla de las Ermitas, y Soldino, en su cueva del sur

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de la dulce Francia–. Dicho esto, conviene señalar que se trata de un motivo épico de rancio abolengo, relacionado con el retrato universal de la hospitalidad, que en última instancia proviene de la Odisea; nos referimos al recibimiento de un héroe, un prócer o un personaje de calidad por un humilde, que en la epopeya de Homero se singulariza en la acogida que le dispensa el cabrero Eumeo a Odiseo, disfrazado de mendigo, en el canto XIV. Otros eximios ejemplos lo constituyen, en la Antigüedad clásica, el recibimiento de Teseo por la vieja Écale, en el epilio homónimo de Calímaco, o el episodio de Filemón y Baucis en las Metamorfosis (VIII, vv. 611-724) de Ovidio; y, más modernamente, el fugaz paso de Mandricardo y Doralice por unos «pastorali alloggiamenti», en donde «il guardian cortese degli armenti / onorò il cavalliero e la donzella», en el Orlando furioso (XIV, estr. 61-63) de Ariosto, o el más demorado de Angélica la bella y Medoro «en un pastoral albergue» donde mora un «cortese pastore» «con la moglie e coi figli», que les obsequian sus cuidados, y en donde «piú d’un mese poi stêro a diletto / i duo tranquilli amanti a ricrearsi», igualmente en el Orlando (XIX, estr. 16-40), en un paso que imitaría harto venturosamente Góngora en un romance de 1602, el episodio de la fuga de Erminia y su acogimiento por un matrimonio de clementes ancianos, en la Gerusalemme liberata (canto VII) de Torcuato Tasso, o el que le ofrecen los pastores y la familia del pescador al peregrino de Góngora en la Soledad primera y en la Segunda, respectivamente. En el conjunto de la obra de Cervantes, tal vez el caso más similar al descrito en el episodio de Feliciana, que al mismo tiempo constituye una versión, si no paródica, sí irónica, del topos, es el agreste cobijo que le brindan a don Quijote y Sancho los cabreros del pueblo de Marcela, a los que endereza su célebre discurso sobre la Edad de Oro, en el Ingenioso hidalgo.215 Sea como fuere, lo cierto es que la historia ha de proseguir su andadura y de una de esas visitas a la encina preñada, el anciano boyero trae la nueva de que los perseguidores de Feliciana no son sino su padre y sus hermanos. De modo que parece incuestionable la unión de las distintas partes en torno a un caso de honra. Mas habrá que esperar la llegada de un nuevo día para que se eslabone la cadena de fragmentos diseminados y lo menudillo de la historia se desgrane, puesto que Auristela ha sugerido, a pesar del enorme deseo por conocer el relato, que no se moleste, por esta noche, el necesario descanso de la fugitiva. Este hecho, el de retrasar al máximo la narración pormenorizada de una historia, no es nuevo para el lector del Persiles, pues lo mismo ocurrió en el episodio de Manuel de Sosa, quien no cuenta su peripecia sentimental en la mitad del mar, sino luego de haber arribado a una isla, de haber acondicionado el alojamiento y 215 Para más información sobre este motivo épico, en especial sobre su tratamiento por Tasso y Góngora, cfr. Blanco (2012: 189-227).

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de haber satisfecho las necesidades vitales, es decir, en el momento preciso en que se reúnen las condiciones mínimas para alimentar el espíritu con la seducción de la palabra, en conformidad con el motivo tradicional de sobremesa; y en el de Renato y Eusebia, ya que el caballero francés no dará las explicaciones oportunas sobre su caso hasta la mañana siguiente de su encuentro nocturno con el grupo de viajeros que encabezan Periandro y Auristela. Pero el ejemplo más significativo es el de la propia trama medular, pues no será hasta el mismo desenlace cuando se reconstruya cabalmente la historia de los amantes escandinavos, cuando se desvele su gran misterio: su origen y las causas de su viaje; si bien, el motivo que se baraja en este caso, sobre el del suspense, es el de la competición literaria con la Historia etiópica de Heliodoro en lo relativo a la complicación morfológica de la trama argumental, que hubo de satisfacer a Cervantes al anudar o hacer converger en el mismo punto el principio y el final. La retención narrativa, no obstante, sobrepasa ampliamente los límites del Persiles, habida cuenta de que Cervantes gusta servirse de ella con reiterada frecuencia, para desesperación de los narratarios y aun de los lectores. Un buen ejemplo es la comezón que muestra don Quijote tras encontrarse con el mozo que porta las lanzas y las alabardas para el enfrentamiento bélico de los pueblos de los alcaldes rebuznadores; el cual, dado que no puede detenerse en mitad del camino, le emplaza en la venta de Maese Pedro y a la noche para ponerle al corriente de todo, llegando incluso el caballero una vez allí a ayudarle a dar de comer a las bestias, en la segunda parte del Quijote. Y qué decir de la parsimonia y demora con que la condesa Trifaldi principia su sorprendente petición de ayuda a don Quijote en el palacio de los duques, o la manera en que relata Sancho el cuento de la pastora Torralba, o, sobre todo, de la forma en que se interrumpe el fiero combate entre el caballero aventurero y el bravo vizcaíno, que tanta pesadumbre ocasiona al segundo narrador de la curiosa historia de don Quijote de la Mancha. Mientras llega el alba y antes de descansar un rato, ni los boyeros ni los peregrinos pierden el tiempo, sino que tratan de ir solventando algunos de los pormenores del caso, como poner a buen recaudo al bebé, al que llevarán a la mañana siguiente a una hermana del anciano pastor, junto con la cadena, para que lo cuide. Hay que señalar que este suele ser el destino de los recién nacidos en circunstancias ignominiosas desde la perspectiva social de entonces. Luisico, el fruto de la agresión sexual de Rodolfo, es criado durante cuatro años en una aldea próxima a la ciudad imperial, en La fuerza de la sangre; lo mismo le sucede a Constanza, también nacida de una violación, solo que su permanencia en una villa vecina de Toledo dura dos años, en La ilustre fregona; o a Belica, que prontamente es despojada de sus ricas prendas y criada como una gitana, en Pedro de Urdemalas. Y eso sin contar los casos en que los bebés son robados a poco de nacer o en su más tierna infancia, como les acaece a Preciosa e Isabela, en

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La gitanilla y en La española inglesa, respectivamente, o los que son desgajados de su familia para ser vendidos como esclavos cautivos, como Juanico y Francisquito, en Los baños de Argel, y doña Catalina de Oviedo, en La gran sultana.

El relato de Feliciana, o la defensa de libertad amorosa de la mujer Llegado el día y puestos centinelas por los cuatro costados de la majada por si volviesen por allí los perseguidores, sacan a la fugitiva del hueco de la encina «para que le diese el aire, y para saber de ella lo que deseaban» (III, iii, 452). Feliciana cuenta por fin su caso guiada por la cortesía que debe a sus protectores, aun cuando «tengo de descubrir faltas que me han de hacer perder el crédito de honrada» (III, iii, 453). Se trata de un formulismo que utilizan algunas de las mujeres de Cervantes que se han entregado en secreto a sus amantes cuando se hallan en la misma tesitura que Feliciana de tener que contar su historia a extraños. Casi punto por punto la repiten Dorotea al cura, el barbero y Cardenio, en el Ingenioso hidalgo, Teodosia a un desconocido, que resulta ser su hermano don Rafael, en Las dos doncellas, y Cornelia a don Juan y a don Antonio, en La señora Cornelia. Habida cuenta de que la relación intradiegética de la joven extremeña tiene como función principal exponer los motivos que le han llevado a ser una fugitiva, no va a contar su biografía por extenso, más allá de los datos necesarios que la ubiquen en el mundo, sino que centrará su cuento en los pormenores de su peripecia sentimental. Se puede decir de forma sumaria que es uno de los dos modelos de relatos homodiegéticos que utiliza Cervantes en los episodios verdaderos de sus obras de largo aliento y, en general, en las ocasiones en las que un personaje ha de contar brevemente su caso particular; el otro es el relato autobiográfico completo, es decir, que no se centra en exclusiva en un hecho, en un solo segmento de la vida del personaje. Así, desde este punto de vista, la narración de Feliciana es similar a la de Manuel de Sosa o a la del alférez Campuzano respecto de su matrimonio, en El casamiento engañoso, por citar no más que un par de ejemplos, y se opone, en consecuencia, a la de Ortel Banedre, dentro del Persiles, o a la de Rui Pérez de Viedma, de la primera parte del Quijote. Por otro lado, es discreto observar que su relato, en relación con la trama principal, cumple, dentro del corpus establecido por Genette (1998: 6465), la función explicativa. Es así como les declara que su nombre es Feliciana de la Voz y que es natural de una villa adyacente al hato, de padres nobles y medianamente ricos. Desde pequeña ha sido alabada por su hermosura, por lo que es normal que se vea envuelta en un triángulo amoroso. En efecto, ella se enamora de un joven lugareño, mayorazgo de un hidalgo

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sumamente rico; pero su padre y sus hermanos, pues, como tantas heroínas cervantinas y, en general, protagonistas de casos de honor en la novela y el teatro áureos, «madre no la tengo» (III, iii, 454), habían optado por formalizar relaciones con el hijo de un caballero no tan rico pero sí más noble; el primero se llama Rosanio; el segundo, Luis Antonio. Se puede conjeturar, por consiguiente, que nos la habemos con uno de esos lances de amor de múltiples ramificaciones que Cervantes se complace en recrear de continuo en su obra, que giran en torno al crudo debate entre la libertad de elección de los jóvenes y la obediencia a los padre en lo concerniente al casamiento, y que apuntan al parigual a la situación de la mujer en la época y a la dimensión social de las disposiciones matrimoniales establecidas por el Concilio Trento, que restablecía el control familiar. Las historias de Lisandro y Leonida, Elicio y Galatea y Mireno y Silveria versan sobre tal cuestión, pero desde posturas dispares y aun enfrentadas, en La Galatea; la de Aurelio y Silvia en El trato de Argel; las de Marcela y Grisóstomo, Cardenio y Luscinda, don Luis y doña Clara y Leandra y Vicente de la Roca, en el Ingenioso hidalgo; la de Ricaredo e Isabela, en La española inglesa; la de Cornelia y el duque de Ferrara, en La señora Cornelia; la de Margarita y don Fernando de Saavedra, en El gallardo español; las de Amurates y Catalina y Lamberto y Clara, en La gran sultana; las de Dagoberto y Rosamira, Julia y Manfredo y Porcia y Anastasio, en El laberinto de amor; la de Clemente y Clemencia, en Pedro de Urdemalas; las de Basilio y Quiteria y Claudia Jerónima y Vicente Torrellas, en el Ingenioso caballero; las de Carino, Leoncia, Solercio y Selviana, Tozuelo y Clementa Cobeña, Ortel Banedre y Luisa, Ambrosia Agustina y Contarino de Arbolánchez e Isabela Castrucho y Andrea Marulo, en el Persiles. Pero Feliciana, guiada por su libre voluntad, hace oídos sordos a los deseos de su padre y de sus hermanos, de modo que, a hurto de ellos, «me di por esposa al rico» (III, iii, 453), saboreando en tantas ocasiones las mieles del matrimonio que «destas juntas y destos hurtos se me acortó el vestido» (III, iii, 454). La rebeldía de Feliciana ante las normas patriarcales de la sociedad es un rasgo que permite estrechar aun más el cerco con respecto a estas historias mencionadas, puesto que atender a su complacencia antes que a la de sus progenitores es lo que procuran o llevan a cabo Galatea, Silvia, Cornelia, Margarita, Catalina, Rosamira, Clemencia, Quiteria, Clementa Cobeña e Isabela Castrucho. La nómina de matrimonios clandestinos de la obra de Cervantes es, por supuesto, más numerosa, pues no siempre interceden los padres en las historias de amor o, si lo hacen, es justo al final, cuando no les queda más remedio que sancionar con su asentimiento la elección amorosa de sus hijos. La importante cantidad de casos y la variedad que se registra entre unos y otros parecen confirmar el aserto de Américo Castro (1972: 376, n. 74) de que «a Cervantes le encanta este amor libre y espontáneo,

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sin fórmulas legales ni religiosas». Y, efectivamente, el episodio de Feliciana poco o nada tiene que ver con la reparación de una caída; ella cimenta su elección sobre los derechos de una moral estrictamente natural, al margen de cualquier formulación moral o social, en la que se reconoce el amor y el sexo como conquistas del espíritu que conducen a la maternidad, al triunfo de la vida en la generación, puesto que al quedarse en cinta expresa nítidamente que «creció mi infamia, si es que se puede llamar infamia la conversación de los desposados amantes» (III, iii, 454). Es decir, la noble extremeña, basada en la ley natural, no solo pugna por imponer su gusto, sino que se muestra en conformidad consigo misma tanto en su amor como en haberse entregado al hombre al que se siente naturalmente atraída y con el que quiere compartir su destino.216 No es la primera mujer en la obra de Cervantes en hacerlo, ni la última, pues antes o después que ella, si bien en circunstancias diferentes o cambiantes, lo han hecho Rosaura, en La Galatea, Dorotea, en el Ingenioso hidalgo, Teodosia, en Las dos doncellas, Cornelia, en la novela homónima, Catalina y Clara, en La gran sultana, la hija de la dueña doña Rodríguez, en el Ingenioso caballero, y Ricla, en el Persiles, en donde lo harán igualmente Clementa Cobeña, Ruperta e Isabela Castrucho. La satisfacción del deseo o del apetito sexual por parte de estos personajes femeninos, que de alguna manera aluden a la autodeterminación de la mujer,217 deriva siempre en una peripecia en la que se dirime una cuestión de honra pública, en sus dos vertientes o modalidades. Pues, por un lado, están aquellas historias –Dorotea, Teodosia, la hija de la dueña– en las que han sido burladas por su amante bajo la promesa de matrimonio, celebrado por apretón de manos a la forma pretridentina y en alguna ocasión certificado además con la firma de un documento o la entrega de una joya; por lo que, tras el escarnio, optan, agraviadas, por salir en busca de su amado hasta que les sean reconocidos y restituidos los derechos adquiridos –Dorotea, Teodosia– o denuncian el caso públicamente –la hija de la dueña–, aunque al cabo no se logre beneficio alguno. Por otro, aquellas –las de Cornelia, Catalina, Clara, Ricla, Clementa Cobeña, Ruperta e Isabela Castrucho, con las que se hermana la de Feliciana– en las que el amor es no menos sincero que recíproco, solo que o no se aviene con las aspiraciones 216 La sublimación de esta ley natural que fundamenta la unión de un hombre y una mujer se registra, en la obra de Cervantes, en el final de Las dos doncellas, cuando don Rafael le propone a Leocadia que le dé el sí de esposa «a vista destos estrellados cielos que nos cubren, y deste sosegado mar que nos escucha, y destas bañadas arenas que nos sustentan» (Novelas ejemplares, p. 474). 217 Recuérdese el parecer de Rinaldo de Montalbán cuando es informado por el abad y los monjes de un monasterio sobre el caso de Ginebra, la hija del rey Escocia, y la ley que la inculpa: «S’un medesimo ardor, s’un disir pare / inchina e sforza l’uno e l’altro sesso / a quel suave fin d’amor, che pare / all’ignorante vulgo un grave eccesso; / perché si de’ punir donna o biasmare, / che con uno o piú d’uno abbia commesso / quel che l’uom fa con quante n’ha appetito, / e lodato ne va, non che impunito?» (Ariosto, Orlando furioso, IV, estr. 66, p. 93).

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matrimoniales de la familia –Cornelia, Catalina, Isabela–, o se desvela públicamente la infamia por culpa de un embarazo –Clemente Cobeña–, o, simplemente, no acarrea ningún problema –Ricla, Ruperta–, y, de hacerlo, no apunta a la deshonra pública sino a otro tipo de enredo –Clara–; en todos los casos, empero, la única forma posible de reparación lo constituye la aceptación y el reconocimiento públicos del matrimonio clandestino. O sea, el desenlace es siempre el mismo –salvo en la historia de Rosaura, que queda sin resolución definitiva en el texto, y en la de la hija de la dueña, que termina sus días en un convento–: el matrimonio; probablemente porque, como sostenía El Saffar (1989: 59c) y habremos de ver, a contrapelo de su época, «en Cervantes faltan matanzas de honor».218 Estrechamente vinculados con estos casos están los de Leocadia, en La fuerza de la sangre, y la madre de Constanza, en La ilustre fregona, en tanto que son violadas brutal e impunemente por dos caballeros de la alta nobleza, «que ahora no derrama sangre infiel en los campos de batalla, sino solo la de seres indefensos a quienes atropella» (Márquez Villanueva, 1995: 69), y de resultas quedan tan ultrajadas como embarazadas, hasta el punto de que en el caso de La fuerza de la sangre, la hidalga toledana se ve abocada a casarse con su violador para no quedarse al margen del cuerpo social. Es conveniente subrayar que las únicas relaciones sexuales que terminan en embarazo son las de aquellos personajes que, o bien se unen por amor recíproco, o bien las que son producto de una agresión sexual, pues curiosamente los personajes femeninos que resultan burlados por sus amantes no se quedan en cinta o, por lo menos, no se menciona en el texto. Pero, de igual modo, no todas las preñadas dan a luz en el devenir de su historia, como sucede en los casos de doña Catalina de Oviedo, de Clara/Zaida y de Clementa Cobeña. Feliciana, pues, se queda embarazada. Mientras que, por su lado, su padre y sus hermanos, sin consultarle ni tener en consideración su opinión, deciden desposarla con Luis Antonio, justo en los días en los que ella sale de cuentas. Intentar definir el ideal cervantino del matrimonio es harto complejo conforme a su fluidez; puesto que si, por un lado, parece erigirse en defensor de esa libre unión de los amantes de la que hacía mención Américo Castro, cuya doctrina, paradójicamente, es anterior tanto a la Reforma como a la Contrarreforma, por otro, parece alinearse con la reorientación propuesta por los humanistas, principalmente por Erasmo y Luis Vives, en tanto asunto crucial de la nueva organización burguesa y urbana de la familia, en el que no solo sería conveniente combinar el gusto de los hijos con el consejo de los padres, sino también que hubiera paridad social entre los contrayentes. La vinculación de Cervantes 218 Aspecto que ya había sido destacado por Américo Castro (1972: 365), al comentar que en la obra de Cervantes «se pasa sobre la ofensa y se rechaza la venganza».

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con el matrimonio cristiano fue la tesis defendida por Marcel Bataillon, conforme a que, desde su punto de vista –que compartimos–, Cervantes lo consideraba «más como hecho social que como sacramento» (Bataillon, 1964: 241). En cualquier caso, Cervantes no redactó ningún tratado al respecto, ni siquiera algo parecido a los Coloquios matrimoniales de Pedro de Luján, sino textos literarios en los que se enfrenta la cuestión desde una multiplicidad de casos particulares tan relativos y circunstanciales cuanto problemáticos. En el de Feliciana, como hemos comentado, impera el carácter más tradicional de su concepción, el de la vieja ley, pero no solo por la libre decisión de la protagonista de contraer de palabra las bodas con Rosanio y de refrendarlo con la cópula, sino igualmente por el modo de actuar de su padre y sus hermanos. En la producción literaria de Cervantes apenas se registran matrimonios entre miembros de distintos estamentos o clases sociales, fuera de los de don Fernando y Dorotea, Ricaredo e Isabela, el duque de Ferrara y la señora Cornelia y Amurates y Catalina, en que siempre el cónyuge femenino es el de menor categoría social, lo que conviene con el sentir de la época; por cuanto, en los casos excepcionales de don Juan/Andrés y Preciosa y de Avendaño y Constanza, acaba por equilibrarse el abismo social inicial al descubrirse el origen noble de ellas. Por otro lado, cuando se impone la autoridad paterna en las bodas, se trata, regularmente, como señalaba Márquez Villanueva (1975: 70), de «los más fríos materialismos sociales»; es decir, de matrimonios ventajosos en los que se pretende una alianza con la alta nobleza o provecho económico. Así, el padre de Silveria impone a su hija que se despose con el rico Daranio en lugar de con Mireno, en La Galatea; el de Luscinda incumple sin el más mínimo empacho el escrupuloso código social que había impuesto a Cardenio, así como el acuerdo alcanzado con él, en cuanto baraja la posibilidad de unir a su hija Luscinda con un grade de España, aunque sea un segundón, como don Fernando, en el Ingenioso hidalgo; los padres de la joven Leonora la venden literalmente cebados por el oro al viejo Carrizales, en El celoso extremeño; los de Quiteria, siguiendo el parecer de los de Silveria, optan por Camacho el rico en perjuicio del ingenioso pero pobre Basilio, en el Ingenioso caballero; y el de Luisa la talaverana obra exactamente igual que los de Leonora ante el oro de otro indiano: el del polaco Ortel Banedre, en el Persiles. En el caso de Feliciana se registra una leve diferencia de rango social entre el que ella elige por esposo y el que deciden su padre y hermanos, en tanto que Rosanio, como hidalgo, es ligeramente inferior a Luis Antonio, que es caballero. Habida cuenta de que para ser noble «era necesario poseer, simultáneamente, no solo un estatuto jurídico privilegiado, sino también un cierto nivel económico (capaz de sostener una vida acorde con dicho privilegio) y un reconocimiento social (unido a los dos anteriores y dependiente de su función en la sociedad)» (Rey Hazas, 1996: 142), apenas hay, empero, diferencia entre Rosanio y Luis

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Antonio, puesto que al primero, su riqueza, trato y virtudes, «le hacían ser caballero en la opinión de las gentes» (III, iii, 453). Ahora bien, el hecho de que el padre y los hermanos de la joven extremeña desprecien a Rosanio y prefieran a Luis Antonio, además de un abuso de autoridad que estaba legalmente admitido y era recomendado por los tratados de educación femenina de la época, como, pongamos, La perfecta casada de fray Luis de León, revela su escrupulosidad y conciencia de clase, así como su filiación al viejo código sociomoral, que se hará aun más patente en la desproporcionada e inicua reacción con que actuarán al conocer la infamia cometida por Feliciana. Tanto más cuanto que su arcaico celo clasista da la espalda a los preceptos conciliares de Trento, a saber, la publicación de amonestaciones y la presencia de un religioso, cuando deciden casar expeditivamente a Feliciana con Luis Antonio mediante una ceremonia profana, puesto que carece de misa (cfr. Molho, 1994: 64), tal y como la describe la joven a su auditorio: En este tiempo, sin hacerme sabidora, concertaron mi padre y hermanos de casarme con el mozo noble, con tanto deseo de efetuarlo que anoche le trajeron a casa, acompañado de dos cercanos parientes suyos, con propósito que luego luego nos diésemos las manos (III, iii, 454).

La unión natural de Feliciana con Rosanio, basada en la libertad de amor y en el derecho a elegir su destino nupcial, precisa, para llegar a feliz término, la superación de todos los obstáculos que se interpongan en su camino,219 la cual al cabo no hace sino confirmar el vínculo natural que les une. Y, si ya han conseguido burlar los primeros designios paternos, ahora tendrán que sortear la decisión del padre y los hermanos de desposarla «luego luego» con Luis Antonio. Se trata, pues, del motivo que precipita vertiginosamente los acontecimientos hasta el desenlace, y que, como primera consecuencia, acarrea el sorprendente parto de Feliciana, muerta de miedo y en un callejón sin salida: «¡Ay, amiga, que me muero, que se me acaba la vida!» Y, diciendo esto y dando un gran suspiro, arrojé una criatura en el suelo, cuyo nunca visto caso suspendió a mi doncella, y a mí me cegó el discurso de manera que, sin saber qué hacer, estuve esperando a que mi padre o mis hermanos entrasen y, en lugar de sacarme a desposar, me sacasen a la sepultura (III, iii, 455). 219 «El caso singular de Feliciana de la Voz ofrece… la fuerza del amor que salta barreras y triunfa por encima de cualquier obstáculo» (Egido, 1994: 262).

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El parto de Feliciana, «justo en el momento más inoportuno», como bien ha comentado Teijeiro (2001: 170), es similar en su modo al de Cornelia, que da a luz a un hermoso niño de improviso, al sentir rondar en su casa al garante de su honra, su hermano Lorenzo, cuando se disponía a huir con su amante y esposo secreto, el duque de Ferrara, en La señora Cornelia. Igual de asombroso, aunque se dé en una circunstancia distinta, es el alumbramiento de Constanza, en La ilustre fregona, puesto que su madre, en romería a Guadalupe para ocultar su embarazo y detenida en el mesón del Sevillano en Toledo aquejada por los primeros dolores del parto, «parió una niña, la más hermosa que mis ojos hasta entonces habían visto… Ni la madre se quejó en el parto ni la hija nació llorando; en todos había sosiego y silencio maravilloso, y tal cual convenía para el secreto de aquel extraño caso» (Cervantes, Novelas ejemplares, p. 428). Luis, el hijo de Leocadia, el fruto de la violación de Rodolfo, nace también «con el mismo recato y secreto» (Cervantes, La fuerza de la sangre, p. 312). Por el contrario, el parto de la duquesa Félix Alba y el probable de Isabela Castrucho,220 en Pedro de Urdemalas y el Persiles, respectivamente, se eluden harto sibilinamente. Estos prodigiosos nacimientos, productos del amor o de un ultraje sexual, aluden al misterio de la maternidad, a la vida que se abre camino aun en las situaciones más adversas. De resultas, los niños nacidos son siempre hermosísimos y desempeñarán una función capital en el desarrollo o en el desenlace de los acontecimientos, pues en torno a ellos se reinstaurará la armonía perdida, sobre todo en las historias de Cornelia y de Feliciana de la Voz, o se solventarán los desafueros cometidos, como sucede en el caso de Leocadia. Diferentes son las historias de La ilustre fregona y de Pedro de Urdemalas, por cuanto lo tematizado diegéticamente no son las relaciones paterno-filiales sobre el matrimonio, sino la historia de los hijos una vez que han llegado a la juventud. En todo caso, si hablamos de partos, no podemos olvidar el más portentoso de la obra de Cervantes, que no es otro que el de los perros Cipión y Berganza, según se lo relata la Cañizares al segundo de los canes, en El coloquio de los perros: «estando tu madre preñada y llegándose la hora del parto, fue su comadre la Camacha, la cual recibió en sus manos lo que tu madre parió, y mostróle que había parido dos perritos» (Cervantes, Novelas ejemplares, p. 593). Se trata, como en la mayor parte de los casos anteriores, de un alumbramiento encubierto, si bien es cierto que más por el fruto del embarazo que por el intento de ocultarlo por una cuestión de honra entendida como reputación. La conflictiva situación que se genera con el parto precipitado la describe Feliciana perfectamente, evidenciando un excelente dominio de la técnica retórica de la acumulación y del movimiento vertiginoso: 220

Sobre la ambigüedad del de Isabela Castrucho, cfr. Molho (1994: 54) y aquí el cap. V.

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Considerad, señores, el apretado peligro en que me vi anoche: el desposado, en la sala, esperándome, y el adúltero (si así se puede decir), en un jardín de mi casa, atendiéndome para hablarme, ignorante del estrecho en que yo estaba y de la venida de Luis Antonio; yo, sin sentido, por el no esperado suceso; mi doncella, turbada, con la criatura en los brazos; mi padre y hermanos, dándome priesa que saliese a los desdichados desposorios (III, iii, 455).

Se trata del uso de una estrategia técnica en la que Cervantes descuella como nadie y con la que supera ampliamente la linealidad narrativa que presidía buena parte de la prosa de ficción anterior. Su momento culminante lo constituye el nuevo campo de Agramante en que deviene la venta de Maritornes con la disputa sobre de la auténtica condición de la bacía y a propósito de las albardas, así como con la llegada de los criados de don Luis, en el capítulo xlv del Ingenioso hidalgo. Pero que había sido utilizado igualmente en el propio episodio de Feliciana para mostrar la turbación provocada en los peregrinos por la llegada intempestiva de Rosanio con el niño en las tinieblas de la noche. Feliciana deja su azoramiento ante los requerimientos de su padre de que salga de cualquier forma a recibir a Luis Antonio, justo el momento en que el neonato, que ha sido entregado por la doncella a Rosanio, comienza a llorar. Y es que su padre, observando el semblante de su hija y escuchando el gimoteo del bebé, comprende y reacciona instintivamente según las convenciones de su clase y de su época, que proclaman que la mancha del honor únicamente se lava con la sangre de quien la ha cometido, por lo que saca la espada para acabar con el griterío de su deshonra. Feliciana sale, pues, a la sazón de su ofuscación, la despabilan «el resplandor del cuchillo», «el miedo» y el temor a perder la vida (III, iii, 456); y, en cuanto su progenitor le da la espalda en pos del rastro del sollozo del bebé, huye de su casa y corre despavorida hasta dar con la majada de los pastores. «La doctrina cervantina del honor –como sabemos desde el estudio fundamental de Américo Castro (1972: 355-369)– descansa sobre precedentes de alta significación en el Renacimiento» que apuntan a la dignificación del hombre, en la medida en que no es entendida sino como un atributo de la virtud, de manera que «no pende de circunstancias externas (fama, opinión, galardones), sino de la intimidad de la virtud individual». Su formulación más acabada en el seno de la obra de Cervantes –y en la que se sustenta el análisis de Castro– la expresa el padre de Leocadia, con el designio de reconfortarla y de exculparla de la brutal violación de que ha sido víctima, en La fuerza de la sangre: «La verdadera deshonra está en el pecado, y la verdadera honra en la virtud» (Novelas ejemplares, p. 311). A ello se suma un racionalismo ético de corte

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aristotélico, basado en la doctrina del justo medio, un pragmatismo cívico, derivado de su propia experiencia mundana, y un talante no menos comprensivo que humanitario. Por ahí que Cervantes reaccione continuamente contra los atropellos que se comenten por el concepto del honor, especialmente cuando se extralimita a su faceta pública de reputación, que era la imperante en el ideario tradicional de la época,221 como subraya don Fernando, en Los comendadores de Córdoba de Lope de Vega: «honra es aquella que consiste en otro; / ningún hombre es honrado por sí mismo, / que del otro recibe la honra un hombre. / Ser virtuoso hombre y tener méritos / no es ser honrado, pero dar las causas / para que los que trata le den honra» (vv. 2368-2373), y la abordaba con mayor frecuencia en la literatura, sobre todo en la novela y el teatro, pues, como sostenía el mismo Lope, «los casos de honra son mejores / porque mueven con fuerza a toda gente» (Arte nuevo de hacer comedias, vv. 327-328). La mujer, carente del poder de agraviar, es, sin embargo, sobre quien recaen con mayor ferocidad los ultrajes cometidos en nombre de la ley del honor, en especial los que atañen a su comportamiento desviado en los asuntos del amor, cifrados en la pérdida de la virginidad prematrimonial y en el adulterio; es decir, cuando violenta las convenciones sociales de la honra y transgrede las únicas virtudes que le son propias: la obediencia y la castidad. En tales casos, el garante del honor (el padre, los hermanos varones, otros familiares o el marido) está obligado, por las exigencias del código, a castigar impunemente la infamia cometida. De modo que en el episodio de Feliciana se produce un choque brutal entre la ley natural en que se funda la joven y la sociedad patriarcal y señorial que representan su padre y hermanos y la doctrina del honor por la que se rigen en tanto que nobles. De ahí que el padre de la extremeña rebelde intente de inmediato y sin mediar palabras lavar su honor vertiendo la sangre de su nieto y de su hija. Feliciana es, por lo tanto, un héroe problemático en la medida en que infringe la norma social e intenta erigirse en un personaje independiente y autónomo; si bien es cierto que se trata de una ley tan absurda como criminal, sobre todo cuando no es más que un imperativo social que no se nivela con la razón. El código del honor que defienden el padre y los hermanos de Feliciana, representantes del orden social establecido, no dista mucho, en consecuencia, de la bárbara costumbre del ius primae noctis que gobierna las relaciones maritales de la isla de donde es originaria otra defensora a ultranza de la libertad individual de la mujer en el Persiles, Transila. De modo y manera que el norte y el sur europeos manifiestan conductas sociales igual de desordenadas que de destructoras, por lo que el deslinde entre la barbarie y la civilización es tan magro, que apenas existe. En el episodio de Feliciana, esta violencia devastadora o la denuncia de la sociedad 221

Cfr. Salazar Rincón, 1986: 228-287.

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que la suscita se refleja, además de en la conducta criminal del padre, en el miedo y el terror de la joven. El mismo que padece Teodosia ante su hermano don Rafael en Las dos doncellas, Cornelia en la novela ejemplar a la que da nombre y no muy distinto del de Auristela cuando es informada por Periandro de que Magsimino está a punto de arribar a Roma. Se trata, en consecuencia, de un fino detalle de psicologismo que ahonda en la herida sangrante de una realidad cruel auspiciada por la norma social y la moral religiosa. Una vez que Feliciana concluye el relato de su aventura sentimental, Periandro le informa del encuentro nocturno con el caballero, así como de la entrega del bebé y de la cadena de oro. La joven extremeña, al igual que había hecho antes Ricla, anuda los hilos y se pregunta si no serán el donador Rosanio y el niño su hijo, al que quizá reconozca por las mantillas o por el vínculo maternal, o sea, por los objetos identificadores y la fuerza de la sangre, los dos componentes esenciales de la anagnórisis. Una secuencia narrativa que por el momento tendrá que esperar, pues la criatura, como habían decidido en asamblea los pastores y los peregrinos, ha sido llevada a una aldea cercana en la que vive la hermana del anciano boyero, quien se encargará de su cuidado.

El desenlace del episodio, o el triunfo de la razón sobre la sinrazón del código del honor Las funciones que desempeñan los episodios intercalados en el Persiles son muy variadas, tanto desde una perspectiva metapoética, en la que se reflexiona teórica y prácticamente sobre la variedad en la unidad o sobre la disposición de los materiales que conforman la fábula, como temática, en la que se relacionan las dos narraciones, la subordinada y la principal, ya sea por semejanza o por contraste. Pues bien, la relajación narrativa del episodio que supone la espera de la llegada del niño propicia la desviación de la narración hacia la historia principal, de modo que técnicamente el episodio se dispone de forma fragmentaria, lo que refuerza la ilusión de unidad. Pero es que además lo que acontece en la acción principal tras la suspensión del relato secundario es una conversación privada entre Auristela y Periandro motivada por el contraste que se genera entre Feliciana y ella en lo que respecta a la castidad, es decir, se establece una vinculación temática entre las dos narraciones; más aun, pues el episodio ejerce una función persuasiva sobre la historia medular, en la medida en que afecta a su desarrollo, por cuanto Auristela, al reflexionar sobre la unión de Feliciana y Rosanio, extrae sus propias conclusiones, que estriban sobre el mantenimiento de su honra y la actitud de vigilancia que ha de tener Periandro, así como que «los trabajos

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y los peligros no solamente tienen jurisdicción en el mar, sino en toda la tierra» (III, iv, 457). Esta estrategia narrativa basada en la dialéctica entre el relato primario y el secundario está ya presente en La Galatea, donde los pastores aprehenden o extraen una lección de vida de los episodios que les permite dar el salto desde la estilización poética hasta la realidad circunstancial (cfr. Muñoz Sánchez, 2003c); en el Ingenioso hidalgo, pues la loca penitencia de Cardenio en Sierra Morena estimula la imitación literaria de don Quijote, del mismo modo que la lectura de El curioso impertinente afecta al desenlace del entrelazado narrativo de Cardenio y Dorotea; y en el Ingenioso caballero, como lo corroboran los encuentros de don Quijote con don Diego de Miranda y con el bandolero Roque Guinart. La escena de reconocimiento paterno-filial, aunque sumamente arraigada en la tradición literaria de todos los tiempos en sus variedades popular y culta, podría derivar de la novela griega de amor y aventuras, sobre todo de la Historia etiópica (s. III o IV) de Heliodoro, en cuyo libro final la protagonista femenina, Cariclea, es reconocida por sus padres, singularmente por la reina Persina, que siente la llamada de la sangre, corroborada por las señales físicas identificadoras y por otros objetos que cumplen la misma función, y de Apolonio de Tiro (s. III), en donde Tarsia, tras ser entregada por su padre, el rey Apolonio, al matrimonio amigo de Estranguilio y Dionisia para que cuiden de ella, es reconocida tiempo después al relatar con detalle las numerosas desgracias que le han perseguido. Tanto un texto como otro podrían ser los modelos seguidos por nuestro autor222 en lo que respecta a la historia de Preciosa en La gitanilla, primera ocasión, al menos en el orden secuencial de aparición de los textos cervantinos, dados los numerosos problemas que existen para fechar tanto las novelas que integran las Ejemplares como los ensayos dramáticos de Ocho comedias y ocho entremeses, en la que Cervantes aborda el motivo de la agnición entre padres e hijos. Pues, aunque la historia de Preciosa guarda numerosos puntos de contacto con la de Tarsia (a través de la de Tarsiana), lo cierto es que su reconocimiento es más parecido al de Cariclea, en tanto que se desencadena por el vínculo maternal y por las señales corporales inequívocas, corroboradas por el relato de un tercero, Sisimitres y la vieja gitana. Sobre la historia de Preciosa está pergeñada la de Belica en Pedro de Urdemalas, pero variando numerosos 222 Cervantes leyó las Etiópicas posiblemente en la traducción de Fernando de Mena (1587), aunque es probable que conociera también la versión antuerpiense (1554) de «un secreto amigo de la patria»; Apolonio de Tiro, que se difundió a través del Libro de Apolonio (s. XIII), una de las obras españolas medievales más representativas del mester de clerecía, y del capítulo 153 del vulgärtext establecido por H. Oesterley del Gesta Romanorum (el ms. más antiguo conservado data de 1342), Cervantes pudo conocerlo por el incunable zaragozano que vertió al castellano la versión del Gesta, o, con más visos de factibilidad, por la Patraña XI de El Patrañuelo (1567) del librero valenciano Joan de Timoneda

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aspectos, sobre todo los que conciernen a la caracterización etopéyica de las dos gitanillas. Belica, al contrario de Preciosa, ya no puede ser reconocida tiempo después por su madre, la duquesa Félix Alba, en función de su pronta muerte, por lo que la escena de reconocimiento queda reducida a la conversación que mantienen la reina, tía de la gitana noble, y Marcelo, el único sabedor de su historia, al socaire de unas joyas que le fueron entregadas a la niña y que posee ahora la reina. Consecuentemente, en este caso no se produce la llamada de la sangre, pero sí la señal física identificadora, habida cuenta de que, tras conocer la historia por boca de Marcelo, la reina distingue la cara de su hermano en el rostro de la joven: «con eso, y con el semblante, / que al de mi hermano parece, / ya veo que se me ofrece / una sobrina delante» (Cervantes, Pedro de Urdemalas, en Comedias y tragedias, vv. 2559-2562). Semejante a la de Preciosa es la anagnórisis de Isabela y sus padres en La española inglesa, cuando, en presencia de la reina Isabel I, la madre de la española siente la llamada de la sangre, que confirman primero la voz y luego un lunar negro que Isabela tiene detrás de la oreja derecha. Situado a medio camino entre los reconocimientos de Preciosa y Belica, pero más similar a este último, está el de Constanza en La ilustre fregona, por cuanto la hermanastra de Carriazo tampoco puede ser reconocida por su madre, que murió tiempo ha; mas la identifica su padre, no por la fuerza de la sangre, sino por dos objetos externos, medio papel y media cadena, que le han sido entregados por el mayordomo de la mujer a la que violó y que concuerdan con los que guardia el custodio de la joven, el dueño del mesón del Sevillano, que es, además, el encargado, como Marcelo, de revelar la secreta historia de la joven. En la misma línea que las historias de Constanza y Belica se halla la sorprendente de Berganza en El coloquio de los perros, pues el interlocutor de Cipión es reconocido por la Cañizares, debido al color barcino de su pelo y a su inteligencia casi humana, como el hijo natural de su fallecida compañera de profesión, la Montiela, que fue transformado en can, junto con su hermano, nada más nacer, por la Camacha. Todas estas prodigiosas secuencias de agnición, algunas de ellas sumamente conmovedoras, tienen como denominador común que suponen, para bien o para mal, la dignificación o el encumbramiento social del personaje reconocido. Esto mismo, de algún modo, acontece también en La fuerza de la sangre, ya que el reconocimiento de Luisico por su abuelo, que advierte el rostro de su hijo en el niño atropellado por un caballo, sirve para devolverle el puesto social que le corresponde por nacimiento; mas su función principal no es esta, antes bien la anagnórisis se convierte en el vehículo por el cual Leocadia, la madre del niño, podrá ser desagraviada del ultraje que sufrió. Conviene señalar que el padre de la criatura, el violador Rodolfo, no reconoce a su hijo, a pesar de que es su viva imagen, cuando está frente a él, pues sus sentidos corporales únicamente atienden a la satisfacción erótica. Lo que si hará el duque de Ferrara, en La señora Cornelia, con

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el suyo, acaso porque su hijo no es sino el producto de su amor para con Cornelia y no el fruto de un deseo concupiscente llevado a la práctica mediante una agresión. No obstante, la escena de anagnórisis más sobresaliente de esta novela ejemplar es aquella en que los caballeros españoles don Juan y don Antonio le entregan el hijo a su protegida Cornelia, habiéndole quitado primero las ricas mantillas que lo cubrían, esto es, habiéndole despojado de los objetos identificadores por los que podría ser conocido. De resultas, Cornelia no reconoce a la criatura, despistada como está por las envolturas, por lo que el vínculo materno-filial no llega a ser suficiente; sin embargo, la noble boloñesa nos obsequia con una de las escenas maternales más sobrecogedoras de la obra de Cervantes al intentar amamantarlo sin conseguirlo «porque las recién paridas no pueden dar el pecho» (Cervantes, La señora Cornelia, en Novelas ejemplares p. 492). Solo después, cuando le muden el ropaje, Cornelia lo reconocerá; será la primera de las recuperaciones que la conducirán a la dicha final. Con esta variante en la que la madre es incapaz de reconocer a su hijo Cervantes da un giro insólito a la típica secuencia de la agnición, insuflando al tópico un aliento de vitalidad. Bien es verdad que Cornelia, a diferencia de las madres de Preciosa e Isabela, no ha tenido la oportunidad, obligada por las circunstancias especiales del parto, de ver nunca a su hijo, y de alguna manera, los recién paridos poco se diferencian entre sí, pero no por ello resulta menos sorprendente la escena fallida de reconocimiento. Este mismo hecho, aun cuando las leyes de la probabilidad y de la necesidad parecían augurarlo, se registra en la historia de Feliciana aun más taxativamente: Feliciana no solo no identifica al niño por no reconocer las mantillas como propiedad suya y por no obrar la llamada de la sangre, sino que siquiera la presencia del recién nacido despierta en ella la ternura maternal que había mostrado Cornelia al querer dar de mamar a la que le habían entregado: Llevarónsela, miróla y remiróla, quitóle las fajas, pero en ninguna cosa pudo conocer ser la que había parido, ni aun (lo que es más de considerar) el natural cariño no le movía los pensamientos a reconocer el niño –que era varón el recién nacido (III, iv, 459-460).

Conforme a ello, se puede aventurar que el reconocimiento de los niños perdidos en la obra de Cervantes presenta dos variantes fundamentales: las que se producen cuando los niños han alcanzado la juventud –Preciosa, Belica, Isabela, Constanza, Berganza– y las de los recién nacidos –los hijos de Cornelia y Feliciana–, quedando como puente de engarce entre ambas la de Luisico, en La fuerza de la sangre. Lo más llamativo es que en la primera, merced a la señales corporales y externas identificadoras y al vínculo afectivo materno-filial, se produce el reconocimiento; mientras que en la segunda no, por falta de indicios externos y porque no obra la llamada de la

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sangre. En los casos de la primera variante son los niños, en la juventud, los protagonistas; por el contrario, en los de la segunda variante, los personajes principales son las madres. En las historias de Preciosa, Belica y Constanza la anagnórisis, y con ella la recuperación de la familia y de la posición social primigenia, acontece en el desenlace; son, por lo tanto, el premio con que se recompensa a estos niños desarraigados, sobre todo en el caso de Belica, en tanto en cuanto consigue lo que anhelaba su desmesurada ambición: una situación de privilegio. Más ambiguos son los casos de Preciosa y Constanza, pues cabe preguntarse cómo será la vida de la gitana libre encorsetada en las normas sociales de la nobleza, y asimismo cómo será la de la incólume fregona con un padre noble pero violador no arrepentido de su madre, que ve se obligada por obediencia paterna a desposarse con un hombre, Avendaño, al que no ama, solo porque es un matrimonio favorable a los intereses de ambas familias. Situadas en el corazón de las historias se hallan las escenas de reconocimiento de Isabela, Berganza y Luisico, que son de tratamiento y alcance harto dispar, especialmente la de Berganza, que está claramente revestida de ribetes paródicos,223 y, en menor medida, la de Luisico, que incide en la realidad social de la época, en la que una mujer violada, para poder reintegrarse plenamente en la sociedad, había de guardar silencio absoluto sobre su ofensa y casarse con su ofensor, puesto que la de Isabela es la única que parece ajustarse a la convención. Los casos de Cornelia y Feliciana, por su lado, igualmente situadas en el medio de los hechos, no hay agnición. En definitiva, Cervantes practica al mismo tiempo que lo somete a escrutinio crítico uno de los principios básicos de la literatura hasta su momento, la anagnórisis, pues «carece, en su mecánica materialidad, de ninguna significación activa bajo la compleja sutileza de aquella nueva realidad literaria» (Márquez Villanueva, 2005: 81) que él está ensayando. No se trata de un ejemplo aislado, sino de una práctica habitual por parte de nuestro escritor, en la medida en que se sirve frecuentemente de los motivos tradicionales de la literatura para desarticular su huera artificiosidad y dotarlos de un significado nuevo al medirlos por el rasero de una realidad que atiende, en su problematicidad, a la inagotable variedad de los comportamientos humanos y en la que ya no opera la justicia poética, sino los imponderables del azar. Si bien se mira, evocar la tradición para rectificarla corresponde al esfuerzo más importante de Cervantes, que así proyecta su voluntad de renovación y experimentación del hecho literario, de abrir nuevos caminos artísticos. El no reconocimiento de su hijo por parte de Feliciana, marcado como anticlímax que deja en suspenso la trama del episodio, conlleva un cambio de signo en la peripecia 223 Como sucede con el reconocimiento de don Quijote por la princesa Micomicona merced a «un lunar pardo con ciertos cabellos a manera de cerdas» que ha de tener «en el lado derecho, debajo del hombro izquierdo, o por allí junto» (Cervantes, Don Quijote, I, xxx, 388).

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que devuelve la primacía narrativa a la historia principal. Bien que de forma progresiva, puesto que antes de dar por concluida su estancia en la majada de los pastores y emprender de nuevo el camino hacia su meta, la ciudad de Roma, los peregrinos resuelven, con el anciano boyero, que la hermana de este, acompañada de dos pastores, lleve el niño a Trujillo y se lo entregue a cualquiera de los dos caballeros, don Juan y don Francisco, que mencionó el donador. Ellos les seguirán de lejos, pues primeramente quieren visitar el monasterio de Guadalupe. Es en ese momento cuando Feliciana les pregunta a los peregrinos si la aceptan como compañera de viaje hasta la capital italiana, más que nada «por volver las espaldas a la tierra donde quedaba enterrada su honra» (III, iv, 461). Auristela, siempre «compasiva y deseosa de sacar a Feliciana de entre los sobresaltos y miedos que la perseguían» (III, iv, 461-462), acepta de inmediato. Es decir, más que una suspensión del episodio, lo que se produce es una imbricación de los relatos primario y secundario, que nuestro autor ya había puesto en práctica en la primera parte Quijote, cuando Cardenio y Dorotea unen su destino al del caballero, el escudero, el cura y el barbero, y también en el libro I del Persiles, en ese suma y sigue de personajes episódicos que van engrosando la lista de acompañantes de Periandro y Auristela, desde que los amantes nórdicos y la familia del español Antonio deciden aunar esfuerzos y viajar juntos. El único inconveniente para ponerse en camino es el estado físico de Feliciana, como ella misma advierte; mas el anciano boyero reacciona, puede que un poco insensiblemente, no solo arguyendo que no hay diferencia alguna entre el parto de una mujer y el de una res, sino que a buen seguro que «cuando Eva parió el primer hijo, que no se echó en el lecho, ni se guardó del aire, ni usó de los melindres que agora se usan en los partos» (III, iv, 462). Se trata, sin duda, de una nota que sirve para dar verosimilitud a la escena, aunque las recién paridas de Cervantes no son nada remilgosas, pues sus alumbramientos, siempre acaecidos en circunstancias peregrinas, les obligan a no tener miramientos por su salud. Pero también ha dado pie a que se establezca una correspondencia simbólico-alegórica entre Feliciana y el mito cristiano de Eva, la primera mujer y, consecuentemente, la primera madre. Sin embargo, a nuestro entender tal correlación es de todo punto gratuita: Feliciana no representa a la mujer caída, al menos no desde su propio sentir conforme a que sus tratos amorosos con Rosanio no son sino con el «que yo quise coger por esposo» (III, iii, 456) y su historia no es sino uno más de los muchos casos de honra de ambientación contemporánea que abundan en la literatura del periodo. Antes de hacerse al camino, por fin, solo resta una cuestión por dirimir, que no es sino la que respecta al sobrenombre de Feliciana. En efecto, Auristela, intrigada, le pregunta a la noble extremeña «qué misterio tiene el llamarse de la Voz, si ya no es el

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de su apellido» (III, iv, 462). A lo que responde Feliciana que así la llaman «cuantos me han oído cantar», por cuanto aseguran «que tengo la mejor voz del mundo» (III, iv, 462), como les corroborará cuando tengan la oportunidad de escucharla. Frente a la visión más tradicional, que observa que la voz de Feliciana, representada por su himno a la creación del mundo y a la Virgen, no sería sino el modo de expiar sus culpas mediante la elevación neoplatónica de su cántico (cfr. Egido, 1994b: 311; 1998: 19-20), los estudios psicoanalíticos de Ruiz Jurado (1999: 148-149) y Diana de Armas Wilson (2001: 202-204) entienden que el apelativo hace referencia a la transgresión de la norma patriarcal tanto como a la liberación sexual de la mujer. Puede que tengan razón, dado que Feliciana habla y expone sin pudor su caso, de la necesidad de perseguir, elegir y conquistar la felicidad en el amor, entendida como la unión natural de un hombre con una mujer; pero es lo que ya habían hecho, sin tal apelativo, Dorotea, en el Ingenioso hidalgo, Teodosia, en Las dos doncellas, y Ricla, en el Persiles, y lo que harán Clementa Cobeña e Isabela Castrucho más adelante. Sea como fuere, lo cierto es que la atención narrativa que adquiere el sobrenombre de Feliciana, máxime después del fallido reconocimiento de su hijo, apunta al desenlace del episodio, funciona como prolepsis narrativa que advierte de que lo por venir girará en torno a su don. En efecto: toda vez que reanudan la marcha y se encaminan a Guadalupe y después de la peripecia de don Diego de Parraces, que trata, como el episodio, del enlace trágico de eros y tánatos, del nexo primordial entre la sangre y el amor o la sexualidad, pero en marcado contraste,224 la voz de Feliciana vuelve a focalizarse, pues estaban los peregrinos «deseando que sucediese ocasión donde se cumpliese el deseo que tenían de oír cantar a Feliciana. La cual sí cantará, pues no hay dolor que no se mitigue con el tiempo o se acabe con acabar la vida» (III, iv, 470). Esta indicación metatextual del narrador viene además acompañada del encuentro con la hermana del anciano boyero, quien les informa de que acaba de dejar al niño en manos de los dos caballeros trujillenses, «los cuales habían conjeturado no poder ser de otro aquella criatura sino de su amigo Rosanio» (III, iv, 470). Cervantes está, pues, anudando los hilos de su historia, que hallarán su centro en la villa cacereña; está, pues, allanando el desenlace del episodio. 224 Es discreto apuntar que la relación de eros y tánatos, más allá del episodio de Feliciana y del breve conato de historia de don Diego de Parraces, es una constante que recorre el Persiles de principio a fin, tanto en la historia principal como en los episodios intercalados, como lo atestiguan el duelo a muerte de los capitanes que se disputan el amor de una moribunda Taurisa (I, xx); el encuentro en las frías aguas septentrionales de Periandro hecho capitán corsario con el grupo de amazonas guerreras que preside Sulpicia (II, xiv); la venganza amorosa que Ruperta pretende ejecutar en Croriano (III, xvii); el duelo fetichista en las proximidades de Roma del duque de Nemurs y del príncipe Arnaldo por uno de los retratos de Auristela (IV, ii); así como la resolución del conflicto de la narración principal extramuros de Roma y fuera de la iglesia de San Pablo, donde la sangre vertida de Periandro sirve de testigo de su boda con Auristela, auspiciada y celebrada por Magsimino justo antes de expirar (IV, xiv).

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Una de las estrategias narrativas más seguidas por Cervantes, de la que obtiene un sorprendente rendimiento, es, como ya sabemos, el cambio de perspectiva del narrador, sobre todo cuando pasa de una posición de omnisciencia a otra de aquiescencia, por la que se sitúa en el mismo plano de conocimiento que sus personajes, de los que se sirve en función de reflectores; esto es, describe lo que ello ven. De esta manera la voz del narrador se neutraliza en su objetivación, se distancia de los hechos y son los personajes los que se implican ideológicamente, o dicho en otras palabras, les cede la responsabilidad de lo narrado.225 Un claro ejemplo de lo que decimos es la écfrasis del monasterio de Guadalupe: Apenas hubieron puesto los pies los devotos peregrinos en… Guadalupe… vieron el grande y suntuoso monasterio… Entraron en su templo y, donde pensaron hallar por sus paredes, pendientes por adorno, las púrpuras de Tiro, los damascos de Siria, los brocados de Milán, hallaron en lugar suyo muletas que dejaron los cojos, ojos de cera que dejaron los ciegos, brazos que colgaron los mancos, mortajas de que se desnudaron los muertos, todos después de haber caído en el suelo de las miserias… De tal manera hizo aprehensión estos milagrosos adornos en los corazones de los devotos peregrinos, que volvieron los ojos a todas las partes del templo y les parecía ver venir por el aire volando los cautivos, envueltos en sus cadenas, a colgarlas de las santas murallas y, a los enfermos, arrastrar las muletas y, a los muertos, mortajas, buscando lugar donde ponerlas, porque ya en el sacro templo no cabían: tan grande es la suma que las paredes ocupan (III, v, 471-472).

La verdad es que esta extremosidad barroca, este furor, este horror al vacío con la que se pinta tan vivamente el monasterio de Guadalupe suspende, asombra y sobrecoge por igual a los peregrinos que al lector. La escena es asaz ambigua y resbaladiza,226 por cuanto la imagen del monasterio, en marcado contraste con la austera sobriedad minimalista de las ermitas de Renato y Eusebia, es alucinante o así lo sienten estos personajes nacidos en el norte de Europa no acostumbrados a ver semejante espectáculo de abigarrados exvotos; y, desde luego, poco concuerda con el cristianismo esencial de Cervantes, en el que prima una religiosidad más natural y espiritualizada 225

Véase sobre esta técnica híbrida de entreverar distintas perspectivas narrativas, aunque ceñida al Quijote, Riley (1990: 183-194). Véase, además, Lozano (1998: 172-176), Márquez Villanueva (2005: 44-45) y Muñoz Sánchez (2012: 210-211). 226 Frente a la habitual lectura de la escena como exaltación contrarreformista por parte de la crítica, véase Mercedes Blanco (1995: 632-633), que no duda en denominarla «visión de pesadilla grotesca», y Nerlich (2005: 592-594).

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que la contrarreformista. Solo Feliciana, habituada al aparato efectista y fastuoso de la religión católica, al rito y la ceremonia, pero no a sus preceptos dogmáticos y sacramentales, como de sobra evidencia su disputable actitud, entra en éxtasis y, «sin mover los labios…, soltó la voz a los vientos y levantó el corazón al cielo, y cantó unos versos que ella sabía de memoria…, con que suspendió los sentidos de cuantos la escuchaban, y acreditó las alabanzas que ella misma de su voz había dicho» (III, v, 473). El canto de Feliciana, lo mismo que el parto y que el no reconocimiento de su hijo, desvía el curso de los acontecimientos y propicia el desenlace, marcado por una acumulación de eventos casuales y casi simultáneos. Pues no había cantado más que cuatro estancias cuando entran en el monasterio dos hombres, «a quien la devoción y la costumbre puso luego de rodillas» (III, v, 473), los cuales, al escuchar la armoniosa voz, la identifican con la de su hija y su hermana: «O aquella voz es de algún ángel de los confirmados en gracia o es de mi hija Feliciana de la Voz. ¿Quién lo duda? –respondió el otro–. Ella es, y la que no será, si no yerra el golpe éste mi brazo» (III, v, 302). Es decir, la voz de la extremeña, focalizada narrativamente desde la partida de la comitiva de peregrinos de la majada de los pastores, es la señal identificadora por la que, ahora sí, se desencadena la agnición. El padre y el hermano, nobles de aldea y, por ello, representantes del orden social y moral, sin más miramientos, y en el seno de un santuario cristiano, arremeten contra la joven. Sobre todo el hermano, que desea asesinarla allí mismo; el padre, más respetuoso con el lugar sagrado que, por tradición secular, garantizaba cobijo y protección a los delincuentes, sofrena el ímpetu vengativo de su vástago y lo convence para cumplir su atroz propósito fuera del santuario, fuera de la iglesia.227 En efecto, ambos dos, «que parecían más verdugos que hermano y padre» (III, v, 474), prenden a la joven y la obligan a salir a la calle. Su acción no pasa desapercibida y raudamente, en torno a ellos, se reúne un tropel de gente, entre los que se encuentran los miembros de la justicia. Los cuales no habían sino impedido el crimen cuando irrumpe un tropel de hombres a caballo, de los que destacan los conocidos por todos don Juan de Orellana y don Francisco de Pizarro y un tercero que traía el rostro velado. No hay milagro mariano –nada semejante se declara en el texto–,228 sino un pleito civil en la plaza delante de la justicia y del pueblo de Guadalupe, extramuros del monasterio, en donde el embozado y los famosos caballeros de Trujillo exponen el caso y 227 «Nótese que el padre detiene la daga del hijo, solo porque el templo no le parece lugar apropiado para “castigos”, y no porque lo haya inspirado un mensaje de bondad, caridad y perdón» (Zimic, 2005: 125). 228 «Desde las más altas cotas poéticas, se ha bajado al terreno de una tragedia particular resuelta sin sangre, como si se tratase de un ‘milagro’ mariano que restituyera el orden social sin quebrantos», opina, por ejemplo, Egido (1998: 20).

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hacen recapacitar y entrar en razón al padre y al hermano de Feliciana. Como la joven, Rosanio defiende ante los representantes del orden social la libertad de amar: «En mí, en mí debéis, señores, tomar la enmienda del pecado de Feliciana, vuestra hija, si es tan grande que merezca muerte el casarse una doncella contra la voluntad de sus padres. Feliciana es mi esposa, y yo soy Rosanio» (III, v, 475). Pero además arguye su condición de noble, garantizada por su sangre y sustentada por su riqueza, que le hacen ser igual que Luis Antonio, el otro candidato. Y, por fin, humildemente, poniendo por excusa la poderosa fuerza del amor y por haberse visto obligado a actuar por estar en desventaja ante Luis Antonio, pide perdón por haberse desposado en secreto. Don Francisco de Pizarro, por su parte, habla a don Pedro Tenorio, padre de Feliciana, para hacerle comprender que asesinar a su hija no sería sino fabricar su propia ofensa, pues la culpa de los esposos es excusable, dado que el uno no desmerece en nada al otro, y además se quieren. Lo mismo hace don Juan de Orellana con don Sancho, el hermano presente, pues obrar dominado, no por la razón, sino por la cólera no puede conducir a buen puerto, máxime cuando «vuestra hermana supo escoger buen marido» (III, v, 476) y le ha hecho tío de «un sobrino…, que no le podéis negar si no os negáis a vos mismo, tanto es lo que os parece» (III, v, 476). Reprimida la ira asesina por el sentido común y relativizada la culpa de los jóvenes de no haber pedido permiso para desposarse, el padre y el hermano de Feliciana no pueden sino reconocer el matrimonio secreto ya consumado y dar el parabién a la pareja, felices, por demás, por haberles hecho abuelo y tío de un niño precioso. La actuación de los dos caballeros trujillenses, que deja en un segundo plano a Periandro, Auristela y la familia del español Antonio en el desenlace y que, por ende, afecta a la vinculación que se establece entre la fábula y la materia interpolada, es un aspecto que Cervantes había abordado con anterioridad y ensayado desde diversas perspectivas, en los episodios de textos precedentes. Así, en el de Marcela, el caballero Vivaldo, un personaje fugaz de la trama principal, usurpa la principalidad a don Quijote, durante el sepelio de Grisóstomo, al erigirse en la voz cantante que discute con Ambrosio a propósito de su elogio fúnebre y del destino de los papeles de su amigo, así como acerca del contenido de la Canción desesperada, que repercute en importantes pormenores del caso, cuya resolución, con la entrada en el proscenio de la pastora, desemboca, como la historia de Feliciana, en un proceso judicial, aunque sin solución de continuidad. La aparición del cura y el barbero, siempre en la primera parte del Quijote, comporta igualmente la relegación del caballero y el escudero en el episodio entrelazado de Cardenio y Dorotea, siendo muy importante la intervención del cura en el desenlace, para convencer a don Fernando de que acepte la realidad del caso; además, él lee y enjuicia críticamente El curioso impertinente. Dorotea, por un lado, en calidad

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de receptora y consejera de doña Clara, y don Fernando, por el otro, que tercia a favor de don Luis, se tornan decisivos en el episodio del oidor. Lo mismo sucede con Roque Guinart en la historia de Claudia Jerónima y con el general de las galeras, el virrey y don Antonio Moreno en la de Ana Félix y Gaspar Gregorio, en el Ingenioso caballero. El triunfo de la voluntad individual, de la libertad en el amor y del sentido común gobernado por la razón comportan que Feliciana, finalmente, no acompañe a los peregrinos en su viaje a Roma. Se trata, en consecuencia, de uno de esos personajes que entran a escena y, resuelto su caso, desaparecen sin dejar más rastro que el recuerdo. Un recuerdo que se hará presente de continuo en el camino por tierras españolas, francesas e italianas de los amantes escandinavos, pues está repleto de historias novelescas que discurren sobre casos semejantes, puesto que, como afirma con gracia Clementa Cobeña, «ni yo he sido la primera ni seré la postrera que haya tropezado y caído en estos barrancos».

ortel baNedre, luisa y bartolomé: aNálisis estructural y temático de uN episodio del PersiLes El último texto impreso de Cervantes, Los trabajos de Persiles y Sigismunda, que vio la luz póstumamente en 1617, pasa por ser el más controvertido de su producción artística, debido a su naturaleza genérica, a la complejidad estructural que presenta y a su sentido último.229 Aspectos que se muestran íntimamente relacionados entre sí, en cuanto que Cervantes, con el Persiles, quiso ponerse a la cabeza de la vanguardia literaria de su época (que había visto en la recién exhumada Historia Etiópica [s. III o IV] de Heliodoro, tanto desde una perspectiva teórica como práctica, una nueva modalidad de épica, solo que amorosa, en prosa, de ficción pura y de acción particular) y sentar así las bases de la novela ideal: aquella que fuera perfecta en su forma y ejemplar 229 La bibliografía sobre el Persiles se ha visto sumamente enriquecida en los últimos años a causa de su mayor difusión por medio de ediciones y de una mejor comprensión por parte de sus estudiosos. Una buena puesta al día de los estudios críticos del texto hasta la década de los 70 del siglo pasado se puede ver en Osuna (1968), seguida de las más actuales de Montero Reguera (1995: 166-172) y Bouzy (2003: 289-319). Aparte de estos estudios, son muy importantes las valoraciones críticas sobe las lecturas del Persiles de Lozano-Renieblas (1998: 11-18 y 2003b: 9-20). Véase igualmente la completa bibliografía que sobre el texto brindan Romero Muñoz (2004: 81-101), así como las que aportan Lozano-Renieblas (1998: 193-214) y Nerlich (2005: 711-729). Tal efervescencia crítica ha obtenido como recompensa que la Asociación de Cervantistas le haya dedicado al Persiles la casi totalidad de su V Congreso Internacional, titulado Peregrinamente peregrinos, celebrado en Lisboa en 2003, y cuyas actas han visto la luz en 2004, y el monográfico de Lectures d’une œuvre, coordinado por Jean Pierre Sánchez (2003).

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en su contenido. Para ello, como observó perspicazmente Edward C. Riley (1997),230 Cervantes no se conformó con emular, adaptándola a su tiempo, la técnica narrativa y la composición de la novela griega de la segunda sofística, sino que con el Persiles efectuó un experimento literario, consistente en combinar esta novedosa variante de la epopeya con su género preferido: la novela corta, pero bajo la forma de episodio;231 si bien, sin desbordar los márgenes genéricos de la primera. De modo que la estructura narrativa del Persiles232 descansa sobre dos niveles narrativos diferentes: por un lado, la historia principal, esto es, el viaje de amor y aventuras que emprenden, obligados por las circunstancias, Periandro y Auristela desde Tule hasta Roma; y por otro, los episodios intercalados, o sea, la actualización de las numerosas historias de algunos de los muchos personajes que se topan los protagonistas en su constante deambular por los mares y tierras de Europa, y que pertenecen a las distintas modalidades genéricas que ofrecía la prosa de ficción áurea, por lo que se ajustan a sus características respectivas. Mas la disposición de la trama se complica todavía más por el empleo del arte retórica del ordo artificialis, que propicia la distorsión cronológica, natural o lineal de la historia, y que precisa, para paliar el inicio in medias res de la trama, de distintas analepsis completivas, puestas en boca de varios personajes, las cuales, además y para mayor dificultad, no se dan concatenadas temporalmente, sino que son fragmentos discontinuos. Para conseguir tamaña demostración de fuerza y pericia narrativa sin quebrar la cohesión formal de unas partes con otras, Cervantes hubo de ensayar una amplia gama de modos de engarce o de solapamiento. No obstante, la unidad de fin y de sentido no se consigue únicamente mediante el sutil hilvanado estructural de los relatos primario y secundario, sino que precisa además de la configuración de una tupida red de relaciones temáticas que vinculen a unos episodios con otros y a estos con la trama primera, ya sea por paralelo o por oposición. Por lo que, en consecuencia, la unidad vendría dada por la suma de todas las vidas puesta en escena sobre el hilo conductor de los amores de Periandro y Auristela. A tenor de lo dicho, se puede aventurar que esta combinación genérica obedece, además de por la incansable labor de experimentación de nuevas formas por parte del autor, al hecho de que la historia principal se ajusta a los patrones genéricos de la épica en prosa, que, en función de sus características y propiedades, se mueve en el ámbito Véase, desde otra perspectiva, el excelente artículo de García Galiano (1995-1997). Sobre la diferencia entre novela corta y episodio novelesco en Cervantes, cfr. Rey Hazas (1995: 173-179), Riley (1998: CXXXVII-CXXXVIII), Blasco (2001) y Muñoz Sánchez (en prensa). 232 Sobre la estructura del Persiles, véase Casalduero (1975), Avalle-Arce (1972 y 1973), Forcione (1970b y 1972), Wilson (1991), Harrison (1993), Romero Muñoz (2004), Rey Hazas y Sevilla Arroyo (1999), Deffis de Calvo (1999), Lozano-Renieblas (1998), Sacchetti (2001), Muñoz Sánchez (2003a y aquí el capítulo introductorio). 230 231

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del heroísmo ejemplar y el ideal, donde los personajes ofician decorosamente en su categoría: son lo que deben ser, aun cuando manifiesten una ligera evolución psicológica suscitada por el padecimiento amoroso. Para abrir este mundo poético e hierático, contrapesarlo, aproximarlo a la realidad cotidiana y hacerlo más creíble, Cervantes recurre a una profusa intercalación de episodios, en los que se muestra con detalle la complejidad de la existencia del hombre merced a unos personajes demasiado humanos. De tal suerte que se da cabida al universo todo, a lo uno y su contrario, desde un discurso polifónico en el que «lo universal queda diluido, o si se quiere, perdido entre la variedad de lo particular» (Blecua, 2006: 360). Posiblemente el ejemplo más ilustrativo de lo que decimos no sea otro que la historia adventicia del caballero polaco Ortel Banedre, Luisa la talaverana y Bartolomé el manchego, debido tanto a la peculiar disposición narrativa con la que se interpola en la fábula como por el tema que lo informa. De modo que, en lo que sigue, realizamos un estudio completo del episodio, en el que se examinan las diferentes estrategias narrativas con las que Cervantes lo anuda a la narración de base, al mismo tiempo que se escudriña su sentido y su relación con la historia de Periandro y Auristela, siguiendo siempre el hilo de su desarrollo argumental. Antes, sin embargo, de abordar nuestro análisis, quisiéramos, en primer lugar, trazar someramente la evolución que manifiesta Cervantes en lo que respecta a su concepción del discurso narrativo de largo aliento y a la disposición de sus componentes, por cuanto, sumado a lo ya dicho sobre la morfología del Persiles, nos ofrece la clave del porqué de la estructura del episodio; y, en segundo lugar, trazar brevemente las coordenadas del tema que conforma la esencia de la historia subordinada, que no es otro que el matrimonio, y su tratamiento en el Persiles.

El episodio de Banedre como resultado del desarrollo y la evolución de la concepción cervantina de la novela de largo recorrido Una de las características más sobresaliente del quehacer literario de Cervantes es su constante preocupación por la elaboración del discurso narrativo, sobre todo aquello que atiende a la disposición de los materiales que componen la fábula o a su estructuración. Más que ningún otro escritor de su tiempo, el autor del Quijote reflexionó y experimentó en todos sus textos narrativos sobre la función de los episodios y la relación que han de guardar estos con la fábula que les sirve de soporte estructural, con el objetivo de hallar la fórmula que concuerde con el principio aristotélico de la variedad en la unidad, centro del debate de los preceptistas italianos y españoles de la época, con

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el Tasso y El Pinciano a la cabeza.233 Desde una perspectiva morfológica, este hecho se manifiesta con creces en su obra con la multiplicidad y variedad de modos de engarce que Cervantes ensaya en la intercalación de los episodios, que varían desde la suspensión de la fábula para dar entrada a la inserción en bloque de una historia lateral, hasta la disposición fragmentaria de la misma, en la que se compaginan narración y acción. Ejemplos de uno y otro tipo de intercalaciones se registran ya en el sutil experimento que es La Galatea, puesto que el episodio de Lisandro y Leonida no es sino una inserción en bloque «levemente unida a la narración de base por un cordón umbilical» (Sabor de Cortázar, 1971: 237); mientras que los de Teolinda y Leonarda, Timbrio y Silerio y Rosaura y Grisaldo se insertan in medias res, de forma fragmentaria y por entregas, de modo que el desenlace se representa en el plano básico de los acontecimientos generales. Este modelo estructural persiste aun en la conformación de la primera parte del Quijote, ya que al primer modelo responden los episodios del capitán cautivo y del cabrero Eugenio y al segundo los de Marcela, Cardenio y Dorotea y don Luis y doña Clara; mas Cervantes va un paso más allá en lo que respecta a la autonomía del episodio con respecto de la fábula al intercalar El curioso impertinente, no ya como una historia verdadera en la que al menos un personaje se mueve en el mismo ámbito de realidad que los de la trama medular, sino como una metaficción, como una novela independiente que es leída en voz alta por el cura a un auditorio. De resultas, es el Quijote de 1605 su texto más multiforme morfológicamente hablando, el que presenta la estructura más abierta. Pero es también sobre el texto que con mayor profundidad medita y reflexiona y el que le da las claves de sus futuras creaciones, que orienta en una doble dirección: por un lado la independencia total y absoluta de la novela corta y por otra su erradicación de la narración extensa para conseguir una mayor cohesión de la materia narrativa. Así, libres de ataduras estructurales o de una fábula que las englobe se presentan las Novelas ejemplares, si exceptuamos la intercalación de El coloquio de los perros en El casamiento engañoso, siempre y cuando no se vean sino como dos episodios diferentes de la vida del alférez Campuzano, es decir, como una sola novela dividida en dos partes. Mientras que en la segunda parte del Quijote y en el Persiles efectivamente se eliminan las novelas sueltas y aquellos episodios sustancialmente narrativos que, por su extensión, quiebran en exceso la fábula, como el de Lisandro en La Galatea y en especial el del capitán cautivo en el Quijote de 1605, aunque no elimina del todo la inserción en bloque siempre y cuando sea breve, como era el caso de la de Leandra. De modo que el problema que plantea y soluciona Cervantes no estriba tanto 233 Véase Riley (1989: 187-208), Urrutia (1979), Martínez-Bonati (1995), Close (1999, 2007a: 161-186 y 2007b), Zimic (2005), Garrido Domínguez (2007), Baquero Escudero (2013) y Muñoz Sánchez (en prensa).

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en si es pertinente o no la intercalación de episodios adventicios sobre una fábula como en el modo en el que se engarzan o se imbrican,234 y la forma más adecuada es la de la disposición fragmentaria o por entregas, en la que alterna la narración con la acción. El caso más extremo que responde a este principio compositivo y el más audaz lo hallamos en el Persiles con el episodio del caballero polaco Ortel Banedre, Luisa la talaverana y Bartolomé el manchego, puesto que su disposición se disemina por un amplio número de capítulos de los libros tercero y cuarto, a saber: por los capítulos vi, vii, xvi, xviii y xix del libro III y el i, el v, el viii y el xiv del libro IV. Por lo que aparece y desaparece de la diégesis casi del mismo modo que el escudero Guadiana transformado por Merlín en río, el cual cuando llegó a la superficie de la tierra y vio el sol del otro cielo, fue tanto el pesar que sintió de ver que os dejaba, que se sumergió en las entrañas de la tierra; pero, como no es posible dejar de acudir a su natural corriente, de cuando en cuando sale y se muestra donde el sol y las gentes le vean. (Cervantes, Don Quijote de la Mancha, II, xxiii, 895-896)

Esta disposición intermitente del episodio no ha pasado desapercibida para los exégetas de Los trabajos de Persiles y Sigismunda. Así, Antonio Rey y Florencio Sevilla (1999: XXXVIII-XLI) han llegado a la conclusión de que esta historia termina por convertirse en una suerte de narración paralela pero degradada de la de Periandro y Auristela, siguiendo la fórmula que había impuesto Lope de Vega en el teatro. De manera que los amores sublimados de los príncipes nórdicos hallan su contrapeso en la historia de amor bajo de los criados, a partir del momento en que Luisa y Bartolomé unen su destino. Este aspecto coadyuva «a dar a esta segunda parte [libros III y IV del Persiles] un aire completamente distinto al de la primera [libros I y II], nuevo, mucho más comediesco y realista, en definitiva, pero que implica un remozamiento genérico 234 Desde la épica homérica hasta la novela del XIX, la narración en prosa se estructura, al menos, en torno a dos niveles narrativos: la fábula y las digresiones narrativas, entre las que se cuentan los episodios novelescos. Y, lógicamente, Cervantes no es una excepción, sino todo lo contrario. Un ejemplo tan gráfico como ilustrativo sobre este modelo morfológico es el que ofrece Laurence Sterne cuando escribía lo siguiente: «Si el narrador pudiera dirigir su historia como el mulero dirige su mula –todo seguido- de Roma a Loreto, por ejemplo, sin tener que volver la cabeza a uno y otro lado, podría aventurarse a predecir la hora en que rendiría viaje. Pero en la realidad esto resulta imposible. En este caso al menos lo es, pues si el hombre de alguna sensibilidad se desvía cincuenta veces de la línea recta para tomar, sin poder evitarlo, este o aquel andurrial según camina, se tropieza con visiones y perspectivas que de continuo solicitan su atención, sin que pueda negarse a mirarlas. Así pues, se ve precisado a preocuparse de: –Comparar relatos. –Recoger anécdotas. –Interpretar anotaciones. –Tramar historias. –Interpretar anotaciones. –Tamizar consejas. –Invocar personajes. –Hacer panegíricos para propiciar que se le abra tal puerta. –Hacer pasquines para esto o lo otro…» (Vida y opiniones del caballero Tristram Shandy, pp. 94-95).

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radical del sustrato básico de la novela bizantina, omnipresente en la primera parte» (Rey Hazas y Sevilla Arroyo, 1999: XL-XLI). De hecho, el mismo Lope de Vega, en su intento de aclimatar la novela griega de amor y aventuras al territorio hispánico y a la ideología contrarreformista con El peregrino en su patria (1604), había estructurado la trama en torno a una doble historia amorosa, la de Pánfilo y Nise, que hace las veces de principal, y la de Celio y Finea, que le sirve de contrapunto y de complemento. Se trata, como atinadamente ha visto González Rovira (1996: 210 y 220),235 de «un recurso dramático» que hace del Peregrino «una novela bizantina protagonizada por personajes de comedia». De resultas, se confirma que una de las funciones básicas del episodio no sería otra que la temática, a consecuencia de la relación de contraste que se genera entre los relatos principal y subordinado, reforzada además por esa disposición fragmentaria e intermitente que le hace aparecer y desaparecer al episodio de la fábula. Máxime cuando, a modo de quiebro metafictivo, tan del gusto cervantino, se justifica la incursión del episodio desde tal perspectiva en la propia diégesis textual: Contad, señor [le ruega Periandro a Ortel Banedre], lo que quisiéredes, y con las menudencias que quisiéredes, que muchas veces el contarlas suele acrecentar la gravedad al cuento, que no parece mal estar en la mesa de un banquete, junto a un faisán bien aderezado, un plato de fresca, verde y sabrosa ensalada (III, vii, 497).

Al mismo tiempo que se acredita la variedad de registros o los niveles de escritura. Factor decisivo, este, en la conformación de la novela moderna y con el que Cervantes juega a sabiendas, pues, de acuerdo con Francisco Márquez Villanueva (2005: 3334), es él «quien acepta en toda su plenitud el desafío de desenvolverse en una gama virtualmente ilimitada de niveles, lo cual le lleva al abandono de toda técnica rígida y predeterminada…, como base previa de todo elemento o situación novelística».

El tema del matrimonio Empero, el episodio de Ortel Banedre, Luisa y Bartolomé, como ya hemos comentado, no se singulariza solamente por su particular forma de ensamblaje, sino también por su contenido temático.

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Véase, además, Lara Garrido (1997: 401-470).

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En efecto, el episodio de Ortel Banedre y Luisa es la última historia matrimonial de la obra de Cervantes.236 Como en todos los casos anteriores, el escritor no solo indaga en los pormenores que conducen al connubio y que, de alguna manera, determinan la posterior vida conyugal, sino que precisamente se detiene en describir la vida de la pareja, a fin de demostrar que la celebración del matrimonio no es solo el punto de llegada, sino también y sobre todo el comienzo de una nueva experiencia que dependerá del comportamiento de los contrayentes y de su compatibilidad en todos los órdenes para que resulte una aventura dichosa o una catástrofe, que puede llegar incluso a la tragedia. Es decir, para Cervantes el matrimonio es, antes que una solución, un problema de envergadura. Como enérgicamente ha sostenido Francisco Márquez Villanueva (2005: 54),237 el matrimonio «es un tema poco menos que obsesivo para la novelística cervantina». El origen de esta preocupación parece estribar en el replanteo que del matrimonio cristiano efectúa Erasmo de Rotterdam, tanto como de las disposiciones resultantes del Concilio de Trento (1545-1563), por las que se prohíben los casamientos secretos y en las que se formulan las reglas para llevarlo a la práctica, consistentes en la publicación de tres proclamas, la presencia de testigos y la obligada intermediación de un clérigo. De manera que se restaura el control familiar y la autoridad del padre en los asuntos matrimoniales, su dimensión social, y la presencia necesaria de la Iglesia católica, su dimensión religiosa o moral. Curiosamente, Cervantes no describe nunca en las historias matrimoniales la celebración religiosa del sacramento, siempre queda entre bambalinas, y el de Banedre y Luisa no es una excepción. La única ocasión en se llega hasta el altar, más allá de este tipo de historias, es en la de los portugueses Manuel de Sosa y Leonora del Persiles, solo que la escena no culmina en boda, sino que lo que se oficia es la toma de los hábitos por parte de Leonora, su renuncia a la vida social a favor de la monacal que acaba con la de su amante y con la suya propia. Esto de puertas hacia dentro; fuera de la 236 Entendemos por historia matrimonial aquellos relatos en los que Cervantes sitúa el matrimonio no al final como remate y como premio al amor de una pareja, sino al principio, de modo que lo que en lo que se centra y lo que recrea es la vida conyugal. Relatos de este tipo son El curioso impertinente, El celoso extremeño, El casamiento engañoso, la historia de una dama y su marido de El rufián dichoso, la del rey y la reina de Pedro de Urdemalas, El juez de los divorcios, La cueva de Salamanca, El viejo celoso y el episodio de Transila y Ladislao del Persiles (cfr. Muñoz Sánchez, 2009: 1106-1240). 237 Sobre la cuestión del matrimonio en la obra cervantina y la posición ideológica que adopta el escritor existe una copiosa y contrastada bibliografía, de la que destacamos los siguientes estudios: Castro (1972: 376-378), Bataillon (1964), Piluso (1967), Descouzis (1969), Moreno Báez (1973), Márquez Villanueva (1975: 63-73), Casalduero (1980: 30-36), Forcione (1982: 93-223), Nerlich (2005: 571-585), Muñoz Sánchez (2012: 159-165) y Martinengo (2015).

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iglesia se ofician hasta tres casamientos: el de Daranio y Silveria en La Galatea, el de Camacho y Quiteria en la segunda parte del Quijote y los de Carino, Leoncia, Solercio y Selviana en el Persiles. Ahora bien, las bodas de La Galatea tampoco se registran en la diégesis textual, dado que se celebran mientras que Elicio dialoga con el desdichado Mireno sobre la cruda realidad que le espera como desdeñado, y son, como sostenía Joaquín Casalduero (1973: 40), «bodas sin historia» porque suponen «el triunfo del oro sobre el amor». Las otras dos no pueden ser más transgresoras ideológicamente tanto desde una perspectiva social como religiosa. Puesto que las del Quijote de 1615 acaban con el engaño de Basilio, con el triunfo del ingenio que le permite desposarse con Quiteria delante de Camacho el rico y de la familia de ella; se asiste, en fin, a la victoria del matrimonio basado en la libre voluntad de los contrayentes, en contra del poder del padre. Las otras, las del Persiles, lo son mucho más aun, por cuanto Auristela, cuando se estaba oficiando el sacramento, usurpa el papel del sacerdote y contraviniendo los designios paternos efectúa el trueque de las parejas arguyendo, harto significativamente: «Esto quiere el cielo» (II, x, 347). Por lo tanto, podemos conjeturar que a Cervantes le interesaba poco o nada la católica ceremonia, su interés se centraba más bien en la circunstancia social del matrimonio.238 En el marco del Persiles, el tema del matrimonio, que es de capital importancia, se desbroza, como en el resto de la obra de Cervantes, desde múltiples perspectivas. En principio, lo más significativo es que tiene un tratamiento diferente en la acción central que en la materia interpolada. Pues, efectivamente, mientras que en la historia medular, cifrada en el caso de Periandro y Auristela, el matrimonio no es sino el premio con que se recompensa los muchos trabajos que han tenido que sortear los enamorados en su largo y farragoso viaje de perfeccionamiento espiritual, el remate feliz que supone el triunfo del amor honesto y virtuoso; en las narraciones subordinadas se presenta desde varios enfoques, que, no obstante, se pueden reducir a dos, según la relación de paralelo o de contrapunto que contraigan con la situación vivida por los héroes: 1-si el matrimonio se celebra cuando el amor entre los contrayentes es recíproco y tienen una sincera y genuina voluntad de vida marital, obra, en consecuencia, como contraste positivo que realza el de los príncipes escandinavos; mas conviene matizar que sin perder por ello la individualidad específica de cada caso, que es única en su particularidad, en No en vano, Bataillon (1964: 241) sostenía que Cervantes siente el matrimonio «más como un hecho social que como sacramento». Más radical se muestra Nerlich al sostener que «en realidad, a Cervantes… le horrorizaba el ritual tridentino, como demuestra toda su obra» (2005: n. 3, p. 573). Scaramuzza Vidoni (1998: 133-134), comentando la religiosidad del Persiles en general, advierte «una tendencia de Cervantes a un cristianismo poco ritual, centrado en algunos valores humanos esenciales y poco interesado en el aparato exterior, el clericalismo, las sutilezas dogmáticas y los milagros». 238

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cuanto que el matrimonio es encarado desde presupuestos diferentes en cada historia. A esta primera modalidad pertenece la mayor parte de los episodios que se centran en asuntos amorosos, como los de Antonio y Ricla; Transila y Ladislao; Carino, Leoncia, Solercio y Selviana; Renato y Eusebia; Feliciana de la Voz y Rosanio; Clementa Cobeña y Tozuelo; Ambrosia Agustina y Contarino de Arbolánchez; Ruperta y Croriano e Isabela Castrucho y Andrea Marulo. Si exceptuamos las bodas de Antonio y Ricla, que tienen lugar en un marco geográfico primitivo no civilizado y en el que no llegaron las disposiciones del decreto Tametsi: la isla Bárbara, en todos los demás casos el matrimonio adquiere una dimensión social, por cuanto se enfrenta la voluntad de los contrayentes con la autoridad paterna (Carino, Leoncia, Solercio y Selviana; Feliciana y Rosanio; Clementa y Tozuelo; Isabela y Andrea), con la norma social imperante, ya esté consignada en una costumbre (el ius primae noctis en la historia de Transila y Ladislao) o representada por un personaje (Bernardino Agustín en la de Ambrosia y Contarino y el anciano escudero en la de Ruperta y Croriano), o con un tercero que intenta frustrarla (Libsomiro en la historia de Renato y Eusebia). Aparte de los matrimonios de Transila y Ladislao, de Carino y Leoncia y Solercio y Selviana y de Isabela y Andrea, que se dan el sí quiero públicamente, todos los demás son casamientos secretos al modo pretridentino, y pueden quedar sellados y sancionados con la cópula (Antonio y Ricla, Feliciana y Rosanio, Clementa y Tozuelo, Ruperta y Croriano) o no (Renato y Eusebia, Ambrosia y Contarino). La mayor parte de estos casos pone de manifiesto, pues, que para Cervantes el matrimonio no precisa de ceremonia civil ni religiosa si se reúnen estos requisitos entre los esposos, el apretón de manos es suficiente. 2-Pero si el casamiento se oficia en ausencia de algunas de estas condiciones y mediante motivaciones oportunistas, engaños, falsas esperanzas o coacciones, se torna en ejemplo negativo del principal. A esta segunda clase responde un solo caso: el de Ortel Banedre y Luisa, como veremos pormenorizadamente en el análisis que sigue.

El episodio de Banedre, Luisa y Bartolomé: sentido y forma A pesar de la complejidad morfológica que presenta, el episodio de Ortel Banedre, Luisa y Bartolomé se puede estructurar en torno a tres momentos. Por un lado, los capítulos vi y vii del libro III, en los que acontece el encuentro fortuito del caballero polaco con el escuadrón de peregrinos, a los que relata extensamente su peripecia biográfica, que gira en torno a dos acontecimientos principales de su vida, siendo uno de ellos, el más importante, su matrimonio con Luisa. Por otro, los capítulos xvi, xviii y xix del libro III, en tanto que ahora el personaje focalizado narrativamente, luego de

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otro encuentro marcado por el azar, es Luisa, quien no solo confirma ser la esposa del caballero polaco, sino que además cuenta los acontecimientos que le han sobrevenido desde el fin del cuento de Banedre. Este segundo impulso episódico es más complejo que el primero por cuanto la narración se entrevera con la acción: así, una vez que Luisa se integra en la comitiva de romeros que encabezan Periandro y Auristela, seduce a Bartolomé, el bagajero, y se escapa con él. Por último, los capítulos i, v, viii y xiv del libro IV, en los que acaece, ya en la ciudad de Roma, meta de la novela, el desenlace. Como en las dos partes anteriores, un encuentro supone la irrupción del episodio, solo que esta vez no es casual, sino provocado o buscado; hay también un relato que actualiza los hechos pasados del episodio, mas ya no es oral, como los dos anteriores, sino epistolar, y el personaje narrador es el tercero en discordia, Bartolomé el manchego. De modo que el episodio se compone de tres encuentros de signo dispar y de tres narraciones intradiegéticas a cargo de tres personajes-narradores diferentes; a lo que hay que sumar que cada parte se desarrolla en un espacio geográfico distinto: España, Francia e Italia, respectivamente.

La narración de Ortel Banedre: una historia matrimonial Como atinadamente ha analizado Isabel Lozano-Renieblas (1998: 64), la construcción de la trama que se desarrolla por los países meridionales del Persiles pivota «alrededor del motivo del encuentro»; lo que supone de continuo, para dar entrada a numerosos episodios, la «interrupción en la narración del viaje para reanudarla posteriormente». En efecto, luego de su paso por tierras extremeñas y de su implicación en la aventura episódica de Feliciana de la Voz y Rosanio, Periandro, Auristela y la familia del español Antonio, disfrazados con el atuendo de peregrinos, prosiguen su viaje por las tierras de España camino de Roma, previo paso por el Quintanar de la Orden. A la altura de Talavera de la Reina, se topan con un personaje singular y ambiguo donde los haya: la vieja peregrina,239 que a la sazón se encuentra descansado en un verde y fresco prado. Convidados por la amenidad de sitio y por la extraña figura, la comitiva de romeros (en este sentido son igual de escudriñadores de vidas ajenas que los pastores de La Galatea y, sobre todo, que los protagonistas del Quijote), le preguntan a la vieja peregrina su razón de ser. Ella, sin demora, pasa a referirles su vida de viajera ambulante y ociosa, que le hace ir de romería en romería.

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Sobre la supuesta dimensión simbólica de este personaje, véase Nerlich (2005: 289-318).

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En estas están cuando, de improviso, «vieron venir un hombre a caballo, que, llegando a igualar con ellos, al quitarles el sombrero para saludarles y hacerles cortesía, habiendo puesto la cabalgadura, como después pareció, la mano en un hoyo, dio consigo y con su dueño al través una gran caída» (III, vi, 488). Ya se sabe que Cervantes, como indiscutible maestro del detalle que es, mima la presentación de sus personajes, pues en ella denota parte de su carácter. La tradición literaria constata que cuando un personaje irrumpe en escena cayendo de una montadura significa, entre otros aspectos, que la falta de dominio es uno de sus rasgos etopéyicos, que el apetito le hace las veces a la razón.240 Y, en efecto, este, como veremos, es uno de los temas principales de la historia matrimonial. Un asunto que, en el Persiles, halla su punto más álgido en el entrelazado que se produce entre el fin de la larga narración de Periandro y el episodio de Renato y Eusebia, en el crepúsculo del libro II. Para que no quepa la menor duda, el caído caballero, luego de haber sido diligentemente socorrido, y sin que nadie se lo pida, haciendo así trizas todas las normas retórico-narrativas sobre la intercalación de relatos homodiegéticos,241 cuenta su vida: Quizá, señores peregrinos, ha permitido la suerte que yo haya caído en este llano, para poder levantarme de los riscos donde la imaginación me tiene puesta el alma. Yo, señores, aunque no queráis saberlo, quiero que sepáis que soy… (III, vi, 489).

Tanto la violencia de la caída como el ímpetu con que Banedre pasa a relatar su historia, sin contar previamente con el beneplácito de su auditorio, inciden en su carácter entusiasta e impetuoso. No en vano, en el momento de su llegada, se encuentra en plena turbulencia interna, prisionero en la celda de sus pensamientos, sumido en el corazón de sus tinieblas. Aurora Egido (1994: 288 y 294), no sin razón, ha subrayado que «el Persiles es una constate variación sobre el ejercicio de la memoria y sus funciones en el arte de novelar», y que uno de sus atributos consiste en que «la memoria es… selectiva», por lo que «el narrador debe… omitir todo aquello que no es de sustancia para su objetivo». Es decir, que cuando un personaje se ve en la tesitura de tener que relatar su peripecia biográfica no cuenta sino los hitos que, desde su perspectiva, jalonan su vivir, las aventuras que estima necesarias para valorar su estado presente. Pues bien, el caballero polaco estructura su cuento en torno a dos acontecimientos que considera principales, 240 Sirva como botón de muestra la caída de don Fadrique a poco del comienzo de Peribáñez y el Comendador de Ocaña de Lope de Vega. 241 Cfr. Nerlich (2005: 331-335).

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aunque solo uno de ellos es el que trae en el pensamiento, a saber: el asesinato en Lisboa del hijo de doña Guiomar de Sosa242 y su matrimonio en Talavera con Luisa.243 Antes, sin embargo, de relatar la primera peripecia, Ortel Banedre se presenta como un caballero, polaco de nación. A diferencia de la de los personajes meridionales que acaparan los episodios de la zona septentrional del Persiles, que viajan movidos por la necesidad, la presencia en el sur de Europa de Ortel Banedre responde a un deseo de conocer tierras, por lo que de niño se vino para España, aprendió la lengua y, luego de haber servido a varios señores, dirigió sus pasos a la ciudad de Lisboa. Podemos deducir, en consecuencia, que se trata de uno de los muchos personajes viajeros que pululan por la obra de Cervantes, que se lanzan a los caminos en pos de adquirir conocimiento y experiencia en el roce con el mundo. Pero Ortel Banedre es además un buscavidas, como queda patente en la mención de su servicio a varios amos. Es en la ciudad de Lisboa donde padece el primer revés que le depara la fortuna y que le hace variar el rumbo de su vida. Una noche, nada más arribar a la gran urbe lusa y mientras camina por sus rúas, tropieza, más bien colisiona, con un embozado portugués que le empuja. Agraviado, saca la espada, se bate con él en duelo y, de resultas, lo mata. Verdad es que Banedre se siente vejado por el empellón del portugués, al que se conoce por su insolencia, pero su virulenta reacción («Despertó el agravio la cólera, remití mi venganza a la espada» [III, vi, 490]) denota su carácter impulsivo y belicoso, así como la falta de moderación y templanza suficientes como para reflexionar lúcida y fríamente en situaciones límite. Despavorido, huye hasta toparse con la puerta abierta de una casa, donde se cuela en busca de refugio. En una de las estancias, se encuentra con una señora a la que, tras una breve y rápida conversación, demanda auxilio. Ella, auspiciada en la más pura filantropía, le promete cuanta ayuda esté en su mano y, con diligente celeridad, le esconde en el hueco que vela un tapiz. Desde allí observa y escucha cómo un criado porta la mala nueva de que han matado al hijo de la señora, don Duarte, en una refriega y de que su matador ha sido visto entrando en la casa. A renglón seguido, traen al muerto, sobre el que doña Guiomar, su madre, presa de la ira, clama venganza. Justo en ese instante se persona en la casa la justicia y, cuando el polaco esperaba ser descubierto por doña Guiomar, esta, como le había prometido, le salva y exculpa:

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Sobre su relación intertextual con la novella sexta de la sexta década de Gli Ecatommiti de Giraldi Cinthio, véase el fino análisis de Ruffinatto (2015: 226-241). 243 En este sentido, el relato de su vida es similar, por ejemplo, a los de Rui Pérez Viedma, Carrizales, Campuzano o el español Antonio, pues todos ellos articulan su discurso sobre dos aspectos cruciales: su vida militar y Zoraida, el primero; su marcha a América y Leonora, el segundo; su matrimonio con doña Estefanía y el coloquio de los perros, el tercero, y el encontronazo con el hidalgo de su pueblo y Ricla, el cuarto.

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Si ese tal hombre ha entrado en esta casa, no, a lo menos, en esta estancia; por allá lo pueden buscar, aunque plegue a Dios que no le hallen, porque mal se remedia una muerte con otra, y más cuando las injurias no proceden de malicia (III, vi, 492-493).

Pero no se conforma ni se detiene ahí, sino que, una vez ida la justicia, le facilita la huida y aun le da dinero. Huelga decir, por tanto, que nos la habemos con una asombrosa historia de perdón, basada en la magnanimidad y en el respeto a la palabra dada de doña Guiomar, en su «nunca visto ánimo cristiano y admirable proceder» (III, vi, 494). Una de las varias que se registran en el Persiles, sobre todo en los libros II y III, y que no apuntan sino al amplio humanismo cristiano en que se mueve la ideología de Cervantes, en su faceta más amable y positiva. Doña Guiomar, pues, le brinda toda una lección de dominio y gobierno de las pasiones más irracionales, de altruismo y generosidad a Ortel Banedre, «porque –como ella misma expresa– mal se remedia una muerte con otra» y porque «quiero que se oponga mi palabra a mi venganza» (III, vi, 493). Una lección que el caballero polaco no aprenderá, no hará suya, no meditará, y su no interiorización le conducirá, en parte, a la tragedia. Con todo, de forma inmediata, sí acarrea un viraje importante en el periplo vital de Banedre, pues determina su viaje a las Indias portuguesas, donde se enrola, como soldado, en el ejército, y, tras pasar quince años, regresa rico de experiencias, que se guarda en el magín, y de dineros.244 Ya en suelo español, Ortel Banedre decide visitar las ciudades más importantes antes de retornar a su Polonia natal, sobre todo Madrid, «donde estaba recién venida la corte del gran Felipe Tercero» (III, vi, 495). Pero de camino, se detiene en un mesón vecino de Talavera de la Reina, «que no me sirvió de mesón, sino de sepultura» (III, vi, 495). Es así como Ortel Banedre efectúa una llamada de atención sobre sus paranarratarios, y, basándose en la recursividad del lenguaje, sobre el lector, para indicarles que va a contar el otro hito fundamental de su biografía: su matrimonio con Luisa, aquel por el que tiene el alma desgarrada por los demonios. De hecho, a renglón seguido, Ortel, haciendo uso de sus habilidades en el arte retórica, introduce una apelación al público por la cual indica el cambio de tema o de centro de atención de su relato, tanto 244

La biografía del Ortel Banedre, a nuestro parecer, exhibe numerosos puntos de contacto con la de Felipo Carrizales, el protagonista masculino de El celoso extremeño, en tanto que los dos dedican su juventud al conocimiento del mundo, para después poner rumbo a las Américas y regresar a España cargados de experiencias y de dineros. No obstante, las correspondencias entre estos dos personajes no se agotan con lo dicho, sino que se acentúan aun más, puesto que las circunstancias que rodean sus historias matrimoniales no son sino dos variaciones sobre un mismo tema, de tal forma que podemos decir que presentan una particular relación intratextual o de reescritura. Sobre este aspecto fundamental de la poética cervantina, véase Rey Hazas (1995, 1999 y 2005: 251-293), Canavaggio (2000: 147-164 y 2005), Muñoz Sánchez (2001, 2009 y 2012: 15-31) y Ruffinatto (2015: 159-183).

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más cuanto que incide sobre el asunto a tratar; es decir, utiliza, entreveradas, fórmulas de transición y de presentación o deíctica: «¡Oh fuerzas poderosas de amor (de amor, digo, inconsiderado, presuroso, y lascivo, y mal intencionado), y con cuánta facilidad atropellas disinios buenos, intentos castos, proposiciones discretas!» (III, vi, 495). Como se sabe, el Persiles es un libro que se estructura en dos mitades, aun cuando manifiesta una clara unidad de fin y de sentido: por un lado, el viaje por mar de norte a sur, el que se desarrolla en las frías aguas septentrionales del continente europeo; por el otro, el viaje por tierra de oeste a este, el que acontece por los calurosos caminos meridionales. El periplo marino está salpicado de numerosas islas, que lo jalonan, y cada una de ellas contiene su propia historia, que se rescata siempre en forma de relato homodiegético; el recorrido terrestre, lógicamente, se adecua a los condicionantes espaciales, de modo que las islas son sustituidas por casas particulares, mesones y algunos –pocos– centros de devoción cristiana. Pues bien, la venta, el mesón o la posada, en tanto que lugar de paso y de reunión de personajes, se convierten en el espacio lúdico idóneo para el surgimiento de la peripecia y, por su condición libre en que todas las inversiones y transgresiones son posibles, también para el del amor. Buena prueba de ello, aparte del nuestro, son los mesones en los que se desarrollan las historias de Ruperta y Croriano y de Isabela Castrucho y Andrea Marulo. Joaquín Casalduero (1975: 158) observaba que «para este episodio de la moza de Talavera, Cervantes está pensando en sus dos novelas ejemplares: El celoso extremeño, La ilustre fregona. En estas dos novelas se había dado forma artística a la confrontación de la coerción y de la libertad como fundamento de la virtud. El encierro había sido la sepultura del honor del celoso extremeño; en cambio, la libertad del mesón era el lugar donde florecía la virtud de la ilustre fregona… La manera de expresarse del polaco ya nos muestra la antítesis establecida por Cervantes: mesón-sepultura». Y, efectivamente, esa dualidad antitética se registra en la historia de Banedre entre los personajes de Luisa, la moza libre, y Martina, la moza encerrada. Al elegir a Luisa, el polaco se distancia de Carrizales, o, dicho de otro modo, es este el motivo que hace variar una historia respecto de la otra, aunque el proceder de ellos sea similar. Nada más entrar en el mesón de Talavera, Ortel se topa de bruces con Luisa, de la que se enamora fulminantemente, de modo parecido a como le sucede a otro hombre sumamente experimentado, Carrizales, cuando ve a la niña Leonora asomada a una ventana. Sin embargo, el polaco no solamente se deleita con la presencia de la joven, que ya no lo es tanto, sino que presencia una escena de amor bajo, en la que la mesonera, a modo de juego sentimental no muy distante del que se da en el patio de Monipodio entre la Cariharta y el Repolido, en Rinconete y Cortadillo, es acoceada por Alonso, su futuro esposo. No es necesario insistir en la forma en la que presenta

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Cervantes a sus personajes, pero quizá sea conveniente constatar una vez más cómo con dos brochazos caracteriza a Luisa, personaje liviano, juguetón, alegre y vivo. Sin embargo, Banedre no para en mientes, y raudamente inquiere información sobre la talaverana a otra moza, Martina. Se trata de otro de los recursos poéticos que Cervantes utilizará con bastante frecuencia en los muchos episodios que complementan la trama del libro III: la de un personaje en función de informante de vidas ajenas. Así, lo mismo que Martina harán, por ejemplo, el mílite que presenta a Ambrosia Agustina disfrazada de soldado, el anciano escudero de Ruperta, que cuenta la historia de la bella viuda escocesa, la mesonera que describe con suma gracia al famoso Soldino, o el caminante que informa sobre la dama de verde, Isabela Castrucho. De resultas, el personaje de Luisa es presentado in absentia, primero por la escena que describe Banedre en su relato, luego, a modo de caja china, por lo que de ella cuenta la otra mesonera: son dos perspectivas diferentes, anudadas en el relato del polaco, que nos brindan un retrato de la joven, pintado desde el sentir de cada uno. Banedre, que mira a Luisa con los ojos de la concupiscencia, solo ve lo que quiere ver: la fresca y lozana hermosura de la talaverana; Martina, en cambio, apunta a la psicología de Luisa, en marcado contraste consigo misma. En efecto, el polaco cuenta que Luisa «venía en cuerpo y en trenzado, vestida de paño, pero limpísima, y, al pasar junto a mí, me pareció que olía a un prado lleno de flores por el mes de mayo, cuyo olor en mis sentidos dejó atrás las aromas de Arabia» (III, vi, 496). Martina, luego de haber informado a Banedre de que la moza no está todavía casada, pero que lo estará en breve porque sus padres y los de Alonso tienen concertado el matrimonio, no repara ya en el retrato físico de Luisa, antes bien fija su atención en su carácter: «es algo atrevidilla y algún tanto libre y descompuesta» (III, vi, 496). Su comentario no esconde un juicio de valor negativo sobre la honestidad de Luisa, hecho desde el punto de vista que le ofrece su vida, que, aunque queda en rasguño, sabemos que la ha pasado encerrada, porque su madre «fue persona que no me dejó ver la calle ni aun por un agujero, cuanto más, salir al umbral de la puerta» (III, vi, 496). De modo que Martina, frente a la libertad con la que vive Luisa, se hace portavoz de la ideología de la época en lo que respecta a la educación de la mujer, cifrado en tratados como La perfecta casada (1583) de fray Luis de León, que aconsejaban su encerramiento como medida cautelar para salvaguardar su honra, y de la que Cervantes era contrario, pues advierte continuamente en su obra de lo poco eficaces que son estas medidas preventivas («Madre, la mi madre, / guardas me ponéis, / que si yo no me guardo, / no me guardaréis» [Cervantes, El celoso extremeño, Novelas ejemplares, 357]), que tan solo servían para añadir el aliciente de lo prohibido al deseo natural del amor y a la curiosidad de ver mundo. De hecho, aunque el contraste entre Luisa y Martina es evidente, cabe preguntarse, como el propio Banedre le demanda

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a su informante: «¿cómo de la estrecheza de ese noviciado vino [Martina] a hacer profesión en la anchura de un mesón?» (III, vi, 497). A lo que Martina responde que «hay mucho que decir en eso… Y aun yo tuviera que decir de estas menudencias, si el tiempo lo pidiera o el dolor que traigo en el alma lo permitiera» (III, vi, 497). Martina, en consecuencia, se opone radicalmente al modo de vida de Luisa, pero, sin embargo, esconde en su alma un agrio dolor que no osa verbalizar, hacer discurso, y que no es sino el motivo que la ha conducido a servir de mesonera. Tenía razón, entonces, Casalduero: la posada de Talavera alberga en su interior a la mujer libre, Luisa, que tiene su propia historia, y la encerrada, Martina, que también la tiene, pero solo como una posibilidad sugerida que no se desarrolla. Pero Banedre no hace caso de las advertencias de Martina sobre el talante de la joven, no se detiene a analizar la situación con la fría razón, sino que actúa bajo la calentura de la pasión: Fui y vine una y muchas veces aquella noche a pensar en el donaire, en la gracia y en la desenvoltura de la sin par, a mi parecer, ni sé si la llamé vecina moza o conocida de mi huéspeda. Hice mil disignios, fabriqué mil torres de viento; caséme, tuve hijos y di dos higas al qué dirán y, finalmente, me resolví de dejar el primer intento de mi jornada y quedarme en Talavera, casado con la diosa Venus, que no menos hermosa me pareció la muchacha, aunque acoceada por le mozo del mesonero. Pasóse aquella noche, tomé el pulso a mi gusto y halléle tal, que, en no casarme, con ella, en poco espacio de tiempo había de perder, perdiendo el gusto, la vida, que ya había depositado en los ojos de mi labradora (III, vi, 498-499).

No hacer caso de Martina no es, empero, su mayor disparate, sino el que procede de su arrobamiento, que le ciega y que, de nuevo, incide en su falta de dominio y en su carácter impulsivo y poco reflexivo. Una y otra vez Cervantes trata, aunque siempre desde presupuestos distintos o desde perspectivas creadoras diferentes, el combate que se libera en el alma de sus personajes entre la realidad objetiva y la que no es sino un producto de su imaginación, de sus creencias, de su fantasía, de sus sueños. Se complace en mostrar a sus personajes ante situaciones límite en las que han de efectuar una elección o adoptar una determinación. Estos, mediante sus monólogos, escudriñan la situación en la que se hallan y deciden después de razonar. Lo que significa que, en primera instancia, la pasión o la turbación no aniquila del todo la capacidad de enfrentar el hecho con voluntad reflexiva y lúcida. En unos casos, vence la fría razón, siendo quizás el ejemplo más significativo Dorotea, la rica labradora del Quijote de 1605, sobre todo ante el callejón sin salida en que la pone don Fernando en su cuarto. Pero en otros la

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pasión influye con más fuerza en la decisión que la razón, por lo que el ejercicio de doloroso autorreflexión al que se someten estos personajes no garantiza una elección feliz, sino todo lo contrario, ya que terminan por suplantar la realidad objetiva por la imaginada o deseada. El amor, los celos y el desdén suelen ser las causas que originan estas controvertidas situaciones; y, en este sentido, el caso más célebre es el del viejo y celoso Carrizales.245 Pues bien, es con estos últimos con los que se alinea Ortel Banedre, puesto que su encendido y vehemente deseo ejerce más poder que su entendimiento. Sabemos, desde por lo menos El pensamiento de Cervantes (1925) de Américo Castro (1972: 135 y 131), que el autor del Quijote «no conoce límites para la libertad de quienes mutuamente se aman», y que en «ni un solo momento olvida… ese dogma del amor libremente correspondido; sus mujeres están protegidas por los más violentos rayos de su pluma contra quienes se empeñan en forzarles la voluntad». Y este es el máximo error de Banedre en la consecución de su matrimonio, puesto que para conseguir su objetivo se entromete en la relación de Luisa y Alonso, al pedírsela al padre de ella por esposa. Pero no solo, pues lo que hace, como Carrizales con Leonora, es comprar literalmente a la talaverana: Atropellando todo tipo de inconvenientes, determiné de hablar a su padre, pidiéndosela por mujer. Enseñéle mis perlas, manisfestéle mis dineros, díjele alabanzas de mi ingenio y de mi industria, no solo para conservarlos, sino para aumentarlos y, con estas razones y con el alarde que le había hecho de mis bienes, vino más blando que un guante a condecender con mi deseo, y más cuando vio que yo no reparaba en dote (III, vii, 499).

Si nefasto es el proceder de Banedre, lo mismo cabe decir de la actuación del padre de Luisa, que se ciega con el fulgor del oro del polaco, de forma similar a como les acontece a los padres de Leonora en El celoso extremeño. Pero también a los de Silveria en La Galatea, a los de Luscinda en la primera parte del Quijote y a los de Quiteria en la Segunda. Son casos todos en los que Cervantes arremete contra la dimensión social del matrimonio postridentino, por el que se restauraba, como hemos dicho, el control de la familia y de la autoridad paterna, en la medida en que esta puede derivar en una tiranía, en un abuso de poder que no responde sino al «imperio de los más fríos materialismos sociales» (Márquez Villanueva, 1975: 70). El resultado no puede ser otro, lógicamente, que el fracaso más estrepitoso. En efecto, a poco de celebrarse la ceremonia, Luisa, despechada, huye con Alonso, habiéndole 245 Las perturbaciones, empero, pueden estar ocasionadas por otros estímulos, como la literatura o, más bien, la no diferenciación entre la realidad y la ficción, siendo, qué duda cabe, don Quijote el caso más célebre y más extremo.

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sustraído primero a su marido una importante cantidad de dinero y dejándole «burlado y arrepentido, y dando ocasión al pueblo a que de su inconstancia y bellaquería en corrillos hablasen» (III, vii, 499). Son más bien pocas las ocasiones en las que una historia matrimonial de Cervantes desemboca en el adulterio, pues al lado del de Luisa solo se sitúan el de Camila en El curioso impertinente, el de Leonarda en La cueva de Salamanca y el de doña Lorenza en El viejo celoso; si bien a punto de cometerlo están las amas moras de cristianos de las comedias de cautivos El trato y Los baños de Argel, de Halima en El amante liberal, la niña Leonora de El celoso extremeño y la dama de El rufián dichoso, aunque no pasan del intento. Se trata, en consecuencia, de una transgresión del matrimonio, pero, si exceptuamos el caso de La cueva de Salamanca, no es menos cierto que es el resultado de un pésimo obrar del cónyuge masculino, que de alguna manera es responsable del mismo: a fin de cuentas Camila era una esposa perfecta hasta que Anselmo decide poner a prueba su virtud; y qué decir de doña Lorenza, casada con un viejo que rezuma celos por los cuatro costados y que la enclaustra en una casa hecha a la medida de su aberración. El adulterio de Luisa, pues, se cohonesta con los errores de Banedre, que no ha atendido a las palabras de Martina, obcecado, como lo estaba, por su deseo de poseer para sí a la talaverana; que no ha tenido en cuenta la libertad ni la voluntad de la joven, habiéndose entrometido y malogrado además la relación de esta con Alonso, igual en edad y en condición social; que ha comprado, auspiciado en la disparidad económica que se da entre él y la familia de su amada, a la joven mesonera, por lo que ha devenido un matrimonio a la fuerza. Una vez más, si hacemos caso de lo que dice Francisco Márquez Villanueva (1975: 70), para Cervantes «las tragedias del matrimonio no se originan de los arrojos pasionales de la juventud, sino, por el contrario, del cálculo, egoísmos, apetitos y manías de hombres (siempre hombres)». De hecho, Banedre consigue hacer de Luisa y de Alonso, con su intromisión, dos criminales. Dado el contexto geográfico en el que se desarrolla la historia de Ortel Banedre, la villa de Talavera de la Reina, y dado que en la construcción del viaje terrestre de los protagonistas del Persiles por los países mediterráneos se produce una relación orgánica entre espacio e historia, es decir, se vincula la historia con el lugar en el que acontece (cfr. Lozano-Renieblas, 1998: 124), no solo no parece excesivamente aventurado establecer una correspondencia entre el personaje de Luisa y su circunstancia real o anecdótica y el mito de Venus, sino que, debido a ciertas alusiones, es lo que demanda el texto.246 Pues, efectivamente, el escuadrón de peregrinos bordea la ciudad castellana justo cuando conmemora «la gran fiesta de la Monda, que trae su origen de 246

Véase De Armas (1993).

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muchos años antes que Cristo naciese, reducida por los cristianos a tan buen punto y término que, si entonces se celebraba en honra de la diosa Venus por la gentilidad,247 ahora se celebra en honra y alabanza de la Virgen de las vírgenes» (III, vi, 483-484). Esta información extradiegética sobre los festejos paganos de Talavera es confirmada y corroborada de seguida, desde la diegésis textual, por el personaje estrafalario y solitario de la vieja peregrina. Por último, es el propio caballero polaco quien establece la referencia simbólica con el mito, al pintar en su imaginación su boda con la diosa Venus, «que no menos hermosa me pareció la muchacha» (III, vii, 498). De modo que el caso particular de Ortel Banedre y Luisa se proyecta sobre la tradición mítica del matrimonio de Venus con Vulcano y el adulterio de ella con Marte.248 Debido a las múltiples correspondencias que se pueden hallar, parece que Cervantes toma como referencia del mito grecorromano la recreación que efectúa Homero en La Odisea (canto VIII). Recordemos que, por boca de Demódoco, cuenta el patriarca de la literatura occidental los amores ilícitos de Venus con Marte, la venganza de Vulcano, la petición de justicia de este a los dioses y la intervención de Neptuno convenciéndole de que deje libres a los adúlteros. La transformación operada por Cervantes en su texto, lógicamente, no solo se adecua a sus intereses estético-ideológicos, sino también a su época. Banedre, «aterrado y consumido» (III, vii, 499), no puede vengarse del agravio sufrido por Luisa y Alonso hasta que no es informado, como Vulcano por Hermes, de que los adúlteros están presos en la cárcel en Madrid, donde se le espera para «que vaya a ponerles la demanda y a seguir mi justicia» (III, vii, 499). Encolerizado por la situación ominosa, el polaco, como Vulcano, clama venganza, pero como hijo de su tiempo que es no quiere sino lavar la felonía con la sangre de los tramposos infieles. Y ahí, a Madrid, es donde dirigía sus pasos cuando se topó con Periandro, Auristela, la familia del español Antonio y la vieja peregrina, y es a donde desea encaminarse para desagraviar el ultraje, una vez que ha puesto fin al relato de su caso. Mas Periandro le detiene y le hace reflexionar, le brinda toda una lección de sabiduría. Le hace ver lo inútil que resultan sus pretensiones vengativas, pues lo único que va a conseguir es que la dimensión pública de su deshonra sobrepase las reducidas lindes de Talavera. Pero mucho más importante son sus informaciones sobre lo que es el matrimonio cristiano. En efecto, Periandro le explica a Banedre que, a diferencia de otros tipos de matrimonios que no son sino un modo de concierto, «en la religión católica, el casamiento es 247 En realidad, se celebraban en honor de la diosa Citerea, sino de Ceres (véase Carlos Romero, nota 2 del cap. vi del libro III de su edic. del Persiles, p. 484). 248 Esta posible reminiscencia mítica, tratada irónicamente, puede ser concebida como un rasgo más de unión entre las historias de Banedre y Carrizales, dado que, entre otros, en El celoso extremeño se alude al mismo mito (Véase Dunn [1973]).

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sacramento que solo se desata con la muerte o con otras cosas más duras que la misma muerte, las cuales pueden escusar la cohabitación de los dos casados, pero no deshacer el nudo con que ligados fueron» (III, vii, 501), por lo que le anima, no a que perdone a Luisa, sino a que la abandone a su suerte, la repudie. Sin embargo, la actuación del héroe de la novela como prudente y discreto consejero no acaba ahí, sino que muestra la solidez de sus principios éticos y morales al advertir al colérico caballero polaco lo que este ya debería saber, dado su affaire lisboeta («mal se remedia una muerte con otra»): que «las venganzas castigan, pero no quitan las culpas […]. Y, finalmente, quiero que consideréis que vais a hacer un pecado mortal en quitarles las vidas» (III, vii, 501 y 502). Convencido por Periandro, como Vulcano por Neptuno, Banedre, finalmente, decide dejar a su suerte a Luisa con el intento de regresar a su patria. Es de esta manera como se concluye esta parte primera de la historia. Es decir, parece que Cervantes usa el mito recreado por Homero como sustrato de su historia, realizando una adecuación de sus características de modo similar a como ha obrado la Iglesia con el paganismo, puesto que si sobre la base pagana del culto a Venus, las fiestas de las Mondas se conmemoran ahora en loor de la Virgen, el adulterio cometido por la diosa del amor se muestra en este tiempo bajo las coordenadas del cristianismo, en las que el matrimonio es un sacramento. Mas la humorada cervantina esconde bajo cuerda una crítica que no puede ser más severa, pues en realidad el matrimonio de Ortel y Luisa no se ajusta para nada a los preceptos religiosos que apunta Periandro, o, al menos, en el texto no se los menciona, sino que, al contrario, lo que se muestra es la operación de compra-venta por la cual el polaco adquiere, por la fuerza del oro y la autoridad paterna, a Luisa como esposa. Lo mismo, en consecuencia, cabe pensar de la decisión de Banedre, que no responde sino a su carácter extremo y sin dominio, ya que el paso de esa venganza en la que tenían que tener cuidado «hasta los mosquitos del aire» (III, vii, 499) y sobre la que los ruegos, dádivas ni demás baratijas iban a tener efecto alguno, a terminar abandonando sin castigo a su mujer no puede ser tomada en serio. De hecho, no veremos a Banedre regresar a su patria, sino que nos lo encontraremos en Roma tras los pasos de Luisa. Luego de la despedida de Ortel Banedre con la determinación de renegar de Luisa y de regresar a Polonia, la historia queda suspendida y ya no volverá a aparecer hasta que el escuadrón de peregrinos se adentre en suelo francés. Durante este trayecto lo más significativo es que el grupo de protagonistas ve alterada su composición. Pues, efectivamente, a su paso por el Quintanar de la Orden, la patria chica del español Antonio, este y su mujer, Ricla, deciden poner fin a su viaje; no así sus hijos, cuyo propósito no es otro que acompañar a Periandro y Auristela, dada la afición que les han cobrado, a la ciudad de Roma. Como compensación, sin embargo, llevan consigo a

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un criado de la casa, Bartolomé el manchego, para que porte el bagaje. Esto supone la incorporación de un nuevo personaje a la trama medular del Persiles. Cabe decir que se trata de un personaje secundario que, en principio, carece de historia propia, por lo que su función se limita a estar al servicio de la narración principal. Mas cuando los viajeros vuelvan a cruzarse con los personajes de la historia matrimonial, el bagajero se desvinculará de la trama medular y de su función primera para desarrollar su propia historia al incorporarse al episodio como amante de Luisa. Este hecho, el que un personaje de la trama principal de un texto se individualice y salga de ella para conformar una historia independiente, no es un aspecto novedoso en la obra de Cervantes, pues lo mismo sucede con doña Rodríguez, la dueña de honor del palacio de los duques, en la segunda parte del Quijote (cfr. Muñoz Sánchez, 2013a: 232-245). No obstante, el caso de Bartolomé es diferente y único, en la medida en la que él, a diferencia de la dueña, carece de pasado, no tiene una historia particular que tenga que ser referida y resuelta en el plano básico de los acontecimientos generales, sino que se suma, como partícipe activo, a una historia adventicia ya en curso. Es, en consecuencia, una ligazón entre relatos primario y secundario que nunca antes Cervantes había puesto en práctica.

Entre burlas y veras: Luisa la talaverana en Francia Que el Persiles es un desafío literario es un aspecto que no cabe poner en duda desde el punto y hora que su autor decide competir con el texto que hacía las delicias de los preceptistas, los moralistas, los escritores y el público lector de la época, la Historia etiópica de Heliodoro. Pero Cervantes no se limita a imitar a su modelo; su intención, con toda deliberación, fue superarlo, y a fe que lo consiguió, no solo porque modernizó el género e inauguró nuevas vías de experimentación, sino porque, sirviéndose del humor, de la ironía y, en menor grado, de la parodia, pone en solfa los parámetros del género, así como los principales aspectos de discusión de la preceptiva de la época, tales como la unidad y la variedad, la invención, la verosimilitud, la legitimidad de la narrativa y la distinción entre poesía e historia, y lo hace en aras de la libertad absoluta del poeta y de la defensa a ultranza de la literatura como un deleite y un goce que alimenta el espíritu. Lo cual no impide, desde luego, que la literatura no pueda ser entendida como una entidad de conocimiento, sino todo lo contrario, puesto que se convierte en una alternativa de saber en el sentido en que indaga sobre la situación del hombre en la historia y en la sociedad. El centro del debate crítico sobre la poética del Persiles ha girado fundamentalmente en torno a dos aspectos, íntimamente ligados entre sí, conviene saber, la forma en

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que se estructura la narración o el principio de la variedad en la unidad, y el poder de persuasión con el que se cuenta y expresa la historia o el criterio de la verosimilitud. Parece que en el Persiles, como en la bilogía El casamiento engañoso-El coloquio de los perros, todo apunta precisamente hacia la exploración de los dominios de la verosimilitud, tensando sus límites al máximo al dar cabida a lo asombroso, lo excepcional y lo maravilloso, o, dicho de otro modo, señalando cómo se «puede / mostrar con propiedad un desatino» (Cervantes, Viaje del Parnaso, IV, vv. 26-27). Para ello Cervantes establece una dialéctica entre el mundo desconocido y el conocido, de tal forma que la lejanía espacial le permite, por ignoto, dar entrada a lo maravilloso, casi siempre por boca de los personajes; mientras que la proximidad temporal se ajusta a los estrictos parámetros del concepto del mimesis realista, centrada singularmente en mostrar lo extraordinario de lo cotidiano. Sin embargo, una vez que los protagonistas se adentran en Francia, cambia la estrategia que opera sobre el criterio de la verosimilitud, puesto que ahora se insiste en que la realidad a veces supera a la ficción, pero que como la labor del narrador es la de un historiador fiel y puntual, ha de contar todo en pro de la verdad,249 y así se hace. Tales estrategias prueban que para Cervantes la verosimilitud es un principio de orden interno y no externo, puesto que no depende de su comparación con la realidad externa del texto, sino que estriba íntegramente en las normas internas de la propia obra, como la ironía, el distanciamiento, la gradación, el perspectivismo, etc. Buena prueba de ello es el fragmento que abre el capítulo xvi: Cosas y casos suceden en el mundo que, si la imaginación, antes de suceder, pudiera hacer que así sucedieran, no acertara a trazarlos y, así, muchos, por la raridad con que acontecen, pasan plaza de apócrifos y no son tenidos por tan verdaderos como lo son. Y, así, es menester que les ayuden juramentos o, a lo menos, el buen crédito de quien los cuenta; aunque yo digo que mejor sería no contarlos, según aconsejan aquellos antiguos versos castellanos: Las cosas de admiración no las digas ni las cuentes, que no saben todas gentes cómo son (III, xvi, 583).

Se podría pensar que la digresión metafictiva del narrador va en contra precisamente de uno de los pilares básicos en los que se asienta la poética de Cervantes, 249 El problema de la verdad, estrechamente ligado al de la variedad y la ejemplaridad, es clave en la teoría y la praxis poética de Cervantes, como ha destacado E. C. Riley (1973: 310 y ss.).

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la admiración, pero tal afirmación, escrita a modo de sentencia, queda por completo desmentida por el contexto que la circunscribe, puesto que lo que se ha contado antes es nada más y nada menos que el vuelo de la mujer paracaidista y lo que le sigue es el sorprendente e increíble encuentro del grupo de peregrinos con Luisa la talaverana en un mesón francés:250 La primera persona con quien encontró Constanza [en el mesón] fue con una moza de gentil parecer, de hasta veinte y dos años, vestida a la española limpia y aseadamente; la cual, llegándose a Constanza, le dijo en lengua castellana: —¡Bendito sea Dios, que veo gente, si no de mi tierra, a lo menos de mi nación, España! ¡Bendito sea Dios, digo otra vez, que oiré decir «vuesa merced», y no «señoría», hasta los mozos de cocina! —Desa manera –respondió Constanza–, vos, señora, española debéis de ser. —¡Y cómo si lo soy –respondió ella–! Y aun de la mejor tierra de Castilla. —¿De cuál? –replicó Constanza. —De Talavera de la Reina –respondió ella. Apenas hubo dicho esto, cuando a Constanza le vinieron barruntos que debía ser la esposa de Ortel Banedre el polaco, que, por adúltera, quedaba presa en Madrid (III, xvi, 584).

Si bien, lo admirable no es la concurrencia en sí misma, sino el modo en el que se desencadena esta suerte de anagnórisis entre los personajes centrales y el episódico, toda ella revestida de humor e ironía y toda repleta de dardos envenenados que apuntan a la capacidad de adivinación, sea del signo que sea, aun cuando las astrologías desempeñan un papel harto relevante en el Persiles. En efecto, tras el reconocimiento de Luisa por Constanza, la hermana de Antonio conduce a la talaverana ante la presencia de sus compañeros de viaje, a los que exhorta para que vean cómo es capaz de adivinar el pasado de la moza: Si yo os dijere cosas pasadas, que no hubiesen llegado ni pudiesen llegar a mi noticia, ¿qué diríades? ¿Queréislo ver? Esta buena hija que tenemos delante es de Talavera de la Reina, que se casó con un estranjero polaco, que se llamaba, si mal no me acuerdo, Ortel Banedre, a quien ella ofendió con alguna desenvoltura con un mozo de mesón que vivía 250 Este hecho, sin embargo, no es nuevo en la producción literaria de Cervantes: que la práctica de la narración invierta un juicio aseverativo emitido con anterioridad es algo que ocurre en el comienzo de La gitanilla y en el capítulo xvii del libro III del Persiles, donde se cuenta la historia de Ruperta, como veremos en el capítulo siguiente.

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frontero de su casa; la cual, llevada de sus ligeros pensamientos y en los brazos de sus pocos años, se salió de casa de sus padres con el referido mozo y fue presa en Madrid con el adúltero, donde debe de haber pasado muchos trabajos, así en la prisión como en el haber llegado hasta aquí (III, xvi, 585).

A pesar de la distancia que cabe observar entre la segunda parte del Quijote y el Persiles, estos dos textos redactados casi a la par guardan no pocas concomitancias en múltiples aspectos, tanto temáticos como morfológicos. Uno de ellos es el papel de demiurgo adivinador que se otorga Constanza, que no dista mucho, aunque la circunstancia y el alcance son otros, del de Maese Pedro, alias Ginés de Pasamonte, y su mono adivinador, cuando en otra venta vuelve a cruzarse en el devenir vital de don Quijote y Sancho. Si aquí el tema giraba sobre la verdad y la mentira y sobre las apariencias, en nuestro caso, aparte de garantizar la veracidad de lo narrado por Banedre, sirve como excusa para que Luisa relate su peripecia personal, para que anude su relato con el de su esposo y dé buena cuenta de los sucesos que le han acaecido desde que estuvo presa hasta el momento actual. Y, efectivamente, lo primero que hace Luisa es hacerse cruces de la sapiencia adivinatoria de Constanza, para, acto seguido, confirmar que «yo, señora, soy esa adúltera, soy esa presa y soy la condenada a destierro de diez años, porque no tuve parte que me siguiese» (III, xvi, 585). Una de las características de los personajes femeninos del Persiles es la enorme capacidad sintética con la que narran sus historias. Frente a los personajes masculinos, que son prolijos en su verborrea discursiva, los femeninos van a lo esencial, su economía verbal es en verdad encomiable. Así, Ricla narra de un plumazo su relación amorosa con Antonio, luego de haber referido este extensamente su peripecia biográfica; Transila se deja sin contar no pocas cosas de su vida errabunda, a diferencia de su padre, Mauricio, que es el que se detiene en los pormenores del caso; Auristela, que no cuenta sus aventuras en solitario después de que acabe Periandro la narración de las suyas por no cansar al auditorio de la isla de las ermitas, cuando lo hace, en casa de Diego de Villaseñor, es tan concisa como directa. Lo mismo sucede con Luisa en relación con Banedre, pues ella reduce al mínimo los datos de su mísera y áspera vida: que en la actualidad está amancebada con un soldado español que le lleva de aquí para allá, «comiendo el pan con dolor y pasando la vida que por momentos me hace desear la muerte» (III, xvi, 585); y que Alonso murió en la cárcel, donde la socorrió este de ahora, «que no sé en qué número ponga» (III, xvi, 585). Aun cuando el contexto en que acontece el encuentro con la talaverana tiene un marcado acento de broma, la relación que hace de su vida no puede ser más triste,

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desgraciada y desoladora. Una vez más Cervantes presenta lo trágico a través de lo cómico. Luisa es víctima, es el producto resultante del abuso de poder cifrado en el matrimonio, en la medida en que ha sido obligada por la autoridad paterna a casarse por la fuerza con un hombre que la compra a golpe de oro, justo en el momento en el que estaba a punto de desposarse con otro con el que compartía la afición, la edad y el estado social. Como consecuencia de la intromisión de Banedre y la actuación codiciosa del padre, Luisa se ve abocada a la vida marginal de la criminalidad y la prostitución. Cabe matizar que ella es también responsable, dado su carácter casquivano, la huida de su casa y el abandono de su marido. No sabemos cómo hubiera resultado su matrimonio con Alonso de haberse producido, puesto que Cervantes no considera tal posibilidad narrativa; lo que nos muestra, sin embargo, es el casamiento que la une con Ortel Banedre, que no es sino el conflicto medular de su existencia, el que condiciona su actuación posterior como personaje del Persiles. Un conflicto en el que se dirimía su futuro, pero en el que Luisa no pudo mediar, pues fue dejada de lado por su pretendiente y su padre, y ante el que se rebela. De manera que seguir tras los pasos de las compañías de soldados era básicamente el único camino que le restaba a una mujer de su condición social, luego de haber estado presa por adulterio y de haber sido desterrada, y, por lo tanto, desprovista de la oportunidad de poder ejercer el amancebamiento o la prostitución en otro lugar como la corte o un mesón.251 Pero lo más dramático es que a ella no se le escapa el ruinoso estado en el que se encuentra, sino todo lo contrario, es plenamente consciente de él, y por eso ruega a los héroes del Persiles que la auxilien: Por quien Dios es, señores, pues sois españoles, pues sois cristianos y pues sois principales, según lo da a entender vuestra presencia, que me saquéis del poder deste español, que será como sacarme de las garras de los leones (III, xvi, 585-586).

Periandro y Auristela, como cabe esperar de ellos, deciden ayudar a Luisa al aceptarla en su grupo, pero eso sí, exhortándola para que de aquí en adelante mude su proceder e intente ser buena. La incorporación de Luisa al hermoso escuadrón de peregrinos acarrea que por vez primera desde su presentación indirecta a través del relato de Ortel Banedre pueda obrar según el dictamen de su libre voluntad. Pues, efectivamente, la moza de Talavera, como ya hemos mencionado, fue obligada por el poder que representan el dinero del polaco y la autoridad paterna a celebrar las nupcias con el primero; para, después, 251 Sobre la desdichada situación de las prostitutas en la España de la época y su puesta en relación con la obra de Cervantes, véase Salazar Rincón (1986: 186-187).

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ya en la prisión de Madrid, venderse o acomodarse por la necesidad con el soldado español que la maltrata y que la lleva a rebufo de su compañía a Italia. Ahora, por fin, tiene la posibilidad de cambiar su mísera existencia itinerante y de hombre en hombre o de proseguir con su vida descarriada y moralmente perniciosa: la una o la otra serán ya su elección.252 «La moza arrepentida de Talavera» (III, xviii, 599) opta por la segunda, pues nada más concluir su relato conoce a Bartolomé, que viene a invitar a sus amos a ver el espectáculo siniestro de la cuadra en la que se aloja la bella Ruperta y poder contemplar en secreto sus juramentos vengativos e iracundos. De este modo el episodio de la viuda escocesa trunca la progresión de la historia de la talaverana en el plano básico de los acontecimientos generales. Sin embargo, la moza castellana, en el ínterin, no pierde el tiempo, sino que lo aprovecha para seducir al bagajero, puesto que, nada más concluir el estético episodio de Ruperta y mientras el fuego, anunciado por el sabio eremita Soldino, asola el mesón francés, en la huida, la vemos aparecer sujeta «al cinto de Bartolomé y, él, del cabestro de su bagaje» (III, xviii, 599) y desaparecer con él, aprovechando la confusión reinante, al no ser invitados por el astrólogo judiciario a entrar en sus dominios: Viéndose, pues, Bartolomé y la de Talavera no ser de los escogidos ni llamados de Soldino, o ya de despecho, o ya llevados de su ligera condición, se concertaron los dos, viendo ser tan para en uno, de dejar Bartolomé a sus amos, y la moza, a sus arrepentimientos y, así, aliviaron el bagaje de dos hábitos de peregrinos y, la moza a caballo y el galán a pie, dieron cantonada, ella, a sus compasivas señoras y, él, a sus honrados dueños, llevando la intención de ir también a Roma, como iban todos (III, xviii, 600).

Es a partir de este momento cuando Bartolomé se desvincula de su participación de la narración medular para conformar su propia historia al lado de Luisa. Una trama de amor, en consecuencia, que camina en paralelo de la de Periandro y Auristela, y que sirve no solo de contrapunto rebajado de esta, sino que, desde una perspectiva poética, coadyuva a dar un tono más realista a la fábula, propicia «un cambio genérico que adapta la novela bizantina al mundo… de la picaresca» (Rey Hazas y Sevilla Arroyo, 1999: XXXIII). No obstante, a diferencia de la historia de los amantes nórdicos que, 252 Esta suerte es la misma que corre el personaje de Leonora en El celoso extremeño, aunque se deba más a un proceso de evolución psicológica que a otra cosa. Leonora, como Luisa, es casada a la fuerza con el viejo Carrizales, siéndole usurpados sus derechos individuales, que no tienen en cuenta ni sus padres ni su esposo ni sus criadas, pero llegado el caso y cuando nadie lo espera mostrará que tiene carácter y obrará según el dictado de su voluntad.

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finalmente, alcanzarán la dicha y la merecida vuelta a casa, el viaje de los mozos españoles será un camino sin retorno, una fuga sin fin. Soldino,253 en su labor profética, será el encargado de anunciar al escuadrón peregrino de la huida de Bartolomé y Luisa con el bagaje, así como de advertir, en un papel de informante similar al de Martina, que el carácter de la moza talaverana «es más del suelo que del cielo y quiere seguir su inclinación, a despecho y a pesar de vuestros consejos» (III, xviii, 604). La confirmación de Luisa como un personaje alocado y jovial, apegado a los placeres y las miserias más terrenales, al límite de la marginalidad o al margen de la sociedad, de la que se vio escindida, luego del abuso de poder de que fue objeto y por su determinación de soliviantarse de una situación que no había elegido, será la tónica dominante en cada reaparición del episodio, ya sea por boca de Bartolomé, quien a pesar de todo se verá permanentemente arrastrado por la pasión más vehemente sin límite ni reparo, o por la palabra escrita en forma de aforismo o de carta. De hecho, tras abandonar la cueva de Soldino y siempre camino de Roma siguiendo el itinerario indicado por el sabio astrólogo, el hermoso escuadrón se topa con Bartolomé, que viene en su busca para devolverles el bagaje, del que tan solo han sustraído dos trajes de peregrinos, uno el que lleva él, «y el otro queda haciendo romera a la ramera de Talavera» (III, xix, 608); pero también para hacerles sabedores a sus amos de su resolución de seguir tras los pasos de Luisa, «porque no siento fuerzas que se opongan a las que hace el gusto con los que poco saben» (III, xix, 608). Periandro y compañía intentan persuadir al manchego para que reniegue de su propósito, pero «todo fue, como dicen, dar voces al viento y predicar en desierto» (III, xix, 608). Máxime cuando sabemos que en el Persiles la pasión amorosa en una fuerza todopoderosa que arrastra a los personajes y los lleva a cometer todo tipo de extremos y locuras, es, a fin de cuentas, el motivo mismo que pone en marcha la novela al originar el largo viaje de los amantes nórdicos,254 pero mostrado en una variada gama de casos de notable oscilación que va del más virtuoso, aquel que está templado por la razón, hasta el más sensitivo, el que no mira más que a la satisfacción del apetito sexual; de modo que la consecución de la dicha depende del buen uso y del talante de los enamorados. El amor de Bartolomé no dista mucho, en su abrasamiento, del padecido por Ortel Banedre, solo que ahora es una elección de Luisa y antes fue una imposición. Antonio el hijo, en su papel de castigador y ante lo que estima como una presunción insolente, pretende infligir con sus flechas un severo correctivo a su criado cuando este da la espalda al grupo para reunirse con su amada, mas es disuadido por Feliz Flora al hacerle comprender que 253 Sobre la figura de Soldino, véase Nerlich (2005: 472-500), quien defiende que encarna al erudito extremeño Benito Arias Montano. 254 Véase Egido (1994: 251-284).

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Bartolomé «harta mala ventura lleva en ir a poder y a sujetarse al yugo de una mujer loca» (III, xix, 608). Que su amor por Luisa parece ser la condena del manchego queda confirmado en la siguiente ocasión en que los viajeros peregrinos tienen noticia de la pareja. Esta ya no será de viva voz, como en todos los casos anteriores, sino que se transmitirá mediante la comunicación a distancia de la escritura.

La sustitución de la oralidad por la escritura en el desenlace: la carta de Bartolomé Una de las características fundamentales en el desarrollo y la evolución de la prosa narrativa desde comienzos del Quinientos hasta la época de Cervantes es la paulatina suplantación de la técnica compositiva medieval del entrelazamiento,255 según la cual el hilo narrativo no progresa en orden lineal, sino que se entrelazan las secuencias narrativas que protagonizan diversos personajes, en espacios diferentes y en tiempos simultáneos, saltando, con o sin previo aviso, de una a otra; por otra que persigue el orden y la unidad, por lo que se centra en referir los avatares de uno o varios personajes en estricto orden cronológico, a pesar de que la trama pueda empezar ab ovo o por el medio o el final de los hechos. De modo que cuando acaecen diversos sucesos a un tiempo, lo que se hace es que se registra uno, el principal, en la diégesis en tiempo presente y los otros se rescatan en forma de narración homodiegética puesta en boca de personajes. Podría ser este uno de los motivos por los que en el Renacimiento la morfología de los textos narrativos se conforma en torno a una trama principal sobre la que se suspenden otras en forma de episodios. Como venimos diciendo, Cervantes se sirve principalmente de esta última, por lo que la variedad es consecuencia de la inserción de historias secundarias que se subordinan a una que hace las veces de principal y de soporte estructural de las otras. No por ello, sin embargo, deja de utilizar en determinadas ocasiones la técnica del entrelazamiento, sobre todo cuando en torno a un mismo espacio se desarrollan un elevado número de intrigas, tal y como sucede en los libros IV y V de La Galatea, en la venta de Maritornes cuando se convierte en un nuevo campo de Agramante, en la primera parte del Quijote, y durante la estancia de Periandro y Auristela y sus acompañantes en la isla del rey Policarpo, en el libro II del Persiles. Solo en una ocasión se sirve del entrelazado para contar los sucesos simultáneos que les acontecen a personajes diferentes en espacios distintos, a saber, durante la separación de don Quijote y Sancho en los terrenos ducales, en la segunda parte del 255

Véase el excelente estudio de Cacho Blecua (1986: 235-271).

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Quijote. Por el contrario, lo evita cuidadosamente en el Persiles, aun cuando Periandro y Auristela estén por algún tiempo separados el uno del otro; el complutense opta o bien por la recuperación de las aventuras individuales en forma de relato intradiegético puro, o bien por registrar solamente los avatares de uno de ellos (como sucede en los compases finales del libro I). De modo que el hecho de que la historia sentimental de Luisa y Bartolomé se erija en una trama paralela de la principal no conlleva que, para su exposición, Cervantes recurra al entrelazamiento, sino que consigna en el presente narrativo el viaje de Periandro y Auristela y puntualmente, aquí y allá, va registrando los acontecimientos que les ocurren a la talaverana y el bagajero. Lo sorprendente del caso es que en el muestrario sustituye la oralidad, que suele ser el modo en el que se recuperan los hechos acaecidos simultáneamente, por la escritura. En efecto, ya en tierras italianas, el escuadrón se topa con el curioso poeta español que está compilando la Flor de aforismos peregrinos, ese libro en el que sintetizan su vivir los principales personajes del Persiles, entre los que se cuentan Bartolomé y Luisa, pues ellos, antes que Periandro y compañía, también han entrado en conocimiento con el escritor. El manchego ha cifrado su andadura por la novela con la sentencia de que «no hay carga más pesada que la mujer liviana» (IV, i, 632), aun cuando siga obcecado en su amor. Mientras que Luisa, que desde la graciosa anagnórisis con Constanza, se debate entre la virtud y el vicio, no deja para la posteridad de la letra impresa sino eso mismo: «más quiero ser mala con la esperanza de ser buena, que buena con propósito de ser mala» (IV, i, 632), es decir, que sigue más apegada al suelo que al cielo. De todos modos, tanto uno como otro, al menos de palabra, albergan el propósito de conseguir una alternativa vital menos descarriada. Y así es como lo interpretan los que fueron sus amos, sobre todo en lo que se refiere a Bartolomé, dado que su aforismo «les dio que pensar… que le debía pesar ya la [carga] que llevaba en la moza de Talavera» (IV, ii, 636). En esta ocasión, sin embargo, Cervantes conjuga aun en mixtura la información que proporciona un personaje oralmente, el poeta –recurso que en la historia de Luisa deviene fundamental–, con lo que ellos dejan por escrito, o mejor dicho, dictan para que otros viertan la tinta en el papel. El paso definitivo en la sustitución de la palabra hablada por la escrita acaece en la ciudad de Roma, la meta del viaje de los amantes nórdicos, no la de Luisa y Bartolomé. En efecto, un día por la mañana se persona un mensajero en la casa en la que se alojan los peregrinos con una carta para Antonio el hijo. Ella no es sino la relación por escrito del desenlace de la historia de Luisa y de sus compañeros o amantes: Banedre, el soldado y Bartolomé.

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La carta256 como elemento de orden narrativo, aunque usado ya en la antigüedad grecolatina, cobra un interés inusitado a lo largo del siglo XVI, hasta el punto de que se convierte en una novedosa variedad genérica, bien como molde o recurso axial en el que verter una trama, como sucede en el Lazarillo de Tormes,257 bien como módulo independiente: las colecciones de letras verídicas, como las Epístolas censoras (1540) de Pedro de la Rhúa, de cartas apócrifas, como las celebérrimas Epístolas familiares (1539-1541) de fray Antonio de Guevara,258 o novelas epistolares, como el Proceso de cartas de amores (1548) de Juan de Segura.259 Pero lo más significativo del caso es que coadyuva, y cómo, a la conformación de la novela moderna, por cuanto «la mera apariencia epistolar equivalía a una presunción de historicidad, de realidad» (Rico, 1992: 75*), es decir, conformaba «una fórmula de ficción esencial y deliberadamente seudohistórica» (Márquez Villanueva, 1973: 197), puesto que en ellas «venían también el ambiente contemporáneo, la perspectiva cotidiana, el tono familiar», de tal forma que en la paso de las verídicas a las falsas «todo fluía como si fuera verdad, por más que uno estuviera convencido de que no lo era» (Rico, 1992: 76* y 77*). Cervantes apenas participa de esta apoteosis epistolar, que tiene en el medio siglo del Quinientos su máxima difusión, ya que no construye ninguno de sus textos bajo este patrón morfológico, sino que, a lo sumo, lo que hace es entreverar de cuando en cuando en sus narraciones alguna que otra carta o billete, especialmente cuando la historia en cuestión se aviene con las normas de la novela sentimental. En el Persiles, sin contar la de Bartolomé, son tres las cartas que se recogen en la narración, las de Periandro a Auristela, Rutilio a Policarpa y Clodio a Auristela, todas ellas concentradas en el palacio del rey Policarpo y todas ellas amorosas. Curiosamente, solo la de Clodio llega a su destinatario, puesto que Rutilio en un acceso de lucidez racional romperá la suya y Periandro finalmente suplantará la palabra escrita por la hablada. La de Bartolomé es completamente diferente a estas otras; su contenido no solo es informativo, sino que se trata de una petición de auxilio y de merced. Su tono es decoroso, por cuanto refleja la condición social del escribiente, más bien dictante, como lo atestiguan su estilo llano y jocoso, su léxico y el uso continuo de refranes. Por el mundo que refleja, se aproxima bastante al orbe de la picaresca y del hampa rufianesco, que en la Roma del Persiles cobra una importancia decisiva. De hecho, la carta de Bartolomé, escrita desde la cárcel, manifiesta no pocos puntos de contacto con las Véase F. Rico (1992: 65*-77*). Recuérdese que como una «epístola hablada» define Claudio Guillén el Lazarillo (1957: 268). 258 Sobe De la Rhúa y Guevara, remitimos a Márquez Villanueva (1973: 187-194). 259 Afirma Antonio Rey Hazas (1982: 72) que el Proceso de catas de amores es «la primera novela totalmente epistolar de nuestra literatura». 256 257

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epístolas de jaques que se habían puesto de moda a principios del siglo XVII, al calor de las famosas jácaras de Quevedo sobre Escarramán y la Méndez. Moda a la que se había sumado Cervantes con el entremés de El rufián viudo, y también Mateo Alemán con la misiva que envía la esclava a un Guzmán encarcelado y condenado a galeras, en la novela homónima (parte II, libro iii, capítulo 7).260 La relación escritural de Bartolomé, lógicamente, es una forma de comunicación a distancia, en tanto que se actualiza mediante un acto de lectura: la que realizan Antonio el hijo y Periandro. Se trata de una variación formal no ensayada nunca antes por Cervantes en lo que concierne a la materia interpolada con que complementa sus narraciones de largo aliento, pues la mayor parte de las misivas se relatan de viva voz y mediante un poderoso ejercicio memorístico, si exceptuamos la que encuentra don Quijote en el libro de memorias de Cardenio, solo que en este caso, a diferencia de la de Bartolomé, los personajes implicados en el proceso comunicativo se desconocen. Los únicos episodios que se actualizan por un acto de lectura son El curioso impertinente, magnífico ejemplo de lectura voceada para un auditorio: el que se reúne en la venta de Juan Palomeque el Zurdo, y El coloquio de los perros, leído por medio de ese refinado juego burgués de la intimidad que es el diálogo silencioso con el texto por el licenciado Peralta. Las diferencias entre estas dos novelas y la carta de Bartolomé son más que obvias, máxime cuando son ficciones para sus lectores, mientras que la carta pasa por ser un retazo de vida auténtica y real, pero, con todo, no son sino un indicio más de literatura dentro de la literatura. Sea como fuere, lo cierto es que Bartolomé y Luisa han dado con sus huesos en la cárcel y el cómo es lo que explica la carta-relación intradiegética. Resulta que la pareja de bajas credenciales, a poco de arribar a la anhelada meta del Persiles, que parece funcionar como centro magnético al que van a parar todas las vidas, se topa con el soldado que sacó a Luisa de la trena madrileña, el cual, viéndose agraviado en su fuero interno, no pretende sino lavar su deshonra con el uso de la violencia, pero su propósito se vuelve en contra suya y finalmente perece a manos del bagajero. Sin embargo, no es este el único homicidio de la pareja, sino que Luisa hace lo mismo con su esposo Banedre, que por acaso o sin él se hallaba también en Roma: 260

La carta de la esclava a Guzmán, que no es sino un «intermezzo ridículo», pero que se erige, sin embargo, en el «único oasis en el inmenso yermo del Guzmán de Alfarache», bien podría ser uno de los varios capítulos de intertextualidades que se dan entre Alemán y Cervantes, pues el primero podría haber tenido al segundo como modelo para la redacción de una carta que a su vez podría ser la fuente de la de Bartolomé, como sostiene Márquez Villanueva (1995: 282-293; las citas pertenecen a la p. 285). En cambio, Antonio Rey Hazas (2002: 180) duda de la posibilidad de que la carta de la esclava fuera un reflejo del quehacer literario cervantino en la obra de Mateo Alemán. Sobre la relación de Cervantes con Mateo Alemán y con la picaresca en general, véase Muñoz Sánchez (2013c).

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Estando en la fuga de esta pendencia, llegó otro peregrino que, por el mismo estilo, comenzó a tomarme la medida de las espaldas. Dice la moza que conoció que el que me apaleaba era un su marido, de nación polaco, con quien se había casado en Talavera y, temiéndose que, en acabando conmigo, había de comenzar por ella, porque le tenía agraviado, no hizo más de echar mano a un cuchillo, de dos que traía consigo siempre en la vaina, y, llegándose a él, bonitamente se le clavó por los riñones, haciéndole tales heridas que no tuvieran necesidad de maestro (IV, v, 652-653).

No cabe dudar de la habilidad con la que Cervantes transgrede las normas sociales de la honra y de su uso estipulado en la literatura, por cuanto lo lógico y corriente, luego del adulterio de Luisa, hubiera sido la venganza asesina de su marido, y, sin embargo, lo que sucede es lo contrario. La razón de esta inversión puede residir en lo que Américo Castro (1972: 123-142; la cita es de la p. 132) definió como la muerte post errorem, «tanto más cuanto que ya aparecía bastante castigado Banedre con la fuga de la moza y la pérdida de sus dineros. Juzgó, empero, necesario [Cervantes] encerrar el episodio dentro de líneas aun más inexorables». Y, en efecto, el severo castigo que recibe el polaco parece estribar en el cúmulo de errores y abusos que rodean y con los que se consuma su matrimonio con la moza, principalmente el de la vulneración de uno de los principios sagrados de Cervantes que consiste en el respecto absoluto a la libertad del otro, y que el polaco ni tiene en cuenta ni sigue, pues como bien dicen Rey Hazas y Sevilla Arroyo (1999: XLIX), en la obra del alcalaíno «el amor puede oscilar hasta extremos…, pero no forzar, ni violentar la independencia de nadie». Además, el fallecimiento de Banedre, tanto menos el del soldado, sirve para allanar el camino amoroso de Luisa y Bartolomé, el único que ella eligió libremente y según el dictado de su voluntad, puesto que «la muerte del polaco puso en libertad a Luisa» (IV, viii, 679).261 De resultas del doble homicidio, la criminal pareja no solo fue apresada y conducida a la cárcel, sino que está a la espera de su ahorcamiento. Y aquí, más que en la relación de los hechos, es donde se halla el porqué de la carta, que no es otro que una petición de socorro. No sin irónico desgarro, Bartolomé, que sabe que los jueces y funcionarios romanos son igual de corruptos que los de España, esto es, que dictaminan sus sentencias según de donde provenga el brillo del oro,262 ruega misericordia a 261

La muerte de Banedre, aunque acaecida de forma diferente, cobra un alcance similar a las de Carrizales y Anselmo, con las que se relaciona. Los tres son maridos que juegan con la voluntad de sus esposas; los tres son burlados de pensamiento o de obra; a los tres se les niega la venganza, ya porque reconocen su culpa, ya porque son convencidos; y los tres perecen como castigo poético de sus despropósitos. 262 Estas corruptas analogías entre el sistema judicial español y el romano que sirven para subrayar las similitudes existentes entre ellos, a pesar de sus diferencias, no es nuevo en la obra de Cervantes, puesto que ya había

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Constanza, a Periandro y a Auristela para que interfieran con sus gracias y dádivas a su favor, si no para librarles de la horca, a lo menos para que su ajusticiamiento, como quiere Luisa, tenga lugar en su tierra, «donde no faltaría algún pariente que de compasión le cerrase los ojos» (IV, v, 654). Como cabía esperar, puesto que es norma casi fija de los paranarratarios cervantinos, lo primero que hacen los lectores intradiegéticos es admirar la calidad literaria de la carta, para, de seguida, afligirse por el desgraciado y trágico contenido y ponerse manos a la obra. Son Croriano y Ruperta, que desde su juntamiento viajan con los héroes, los que se hacen cargo del asunto, en función de las buenas relaciones que tienen establecidas en Roma. De modo que «en seis días ya estaban en la calle Bartolomé y la Talaverana: que, adonde interviene el favor y las dádivas, se allanan los riscos y se deshacen las dificultades» (IV, v, 656). No podía ser de otro modo. Pues, efectivamente, entre otros aspectos, la peripecia vital de Luisa está íntimamente vinculada al poder del dinero y la corrupción que genera, que se cifra en los abusos de poder. No hemos parado de repetir cómo su matrimonio con el polaco no fue más que una operación de compra-venta. Y si el oro es el responsable último de su posterior vida en la marginalidad y la criminalidad, es asimismo el que le devuelve la libertad.263 Es obvio, por lo tanto, que Cervantes dispara un carcaj de dardos envenenados contra estos abusos específicos de la vida social de su tiempo; de aquella que, viciada y pervertida, se había despojado de los valores éticos y morales a favor del dinero, encarnada primero en la autoridad paterna y luego en el quehacer de la justicia romana. La historia de Luisa, en su realismo cotidiano y en el mundo sin valores que representa, semeja pues una visión no muy distinta de la de la picaresca: su vida, de alguna manera, es la historia de un fracaso, la vida de una mujer vencida por el mundo que, víctima de un matrimonio forzoso y de las necesidades y culpable por su liviano talante, ha renunciado a todo con tal de salir a buen puerto. Mas, sin embargo, la ironía y el espíritu sin horizontes de Cervantes no tienen límite, y la salvación de la joven depende de los mismos que la pervierten, aparte, claro está, de que Luisa no es un ser sometido a proceso, sino que es un personaje presentado amable aun a sabiendas de su maltrecha vida y al que se le concede la esperanza de subsistir libremente con el premio del amor y del matrimonio, pero el que se fundamenta en la libertad y en la paridad de los contrayentes y no en el forzoso y el que vulnera las leyes naturales. sido utilizado, por lo menos, en El amante liberal, donde se efectúa un juego de correspondencias especulares similar entre el funcionamiento de los imperios Español y Turco (cfr. D. y L. Cardillac, Carriere y Subirats, 1980). 263 Otra heroína de Cervantes curiosamente ligada al oro es Isabela, la protagonista de La española inglesa, por cuanto los principales hitos de su singladura están relacionados con la pérdida o la ganancia de poder adquisitivo de sus padres.

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Pues, efectivamente, una vez muerto Banedre y habiendo recuperado la libertad, Luisa y Bartolomé participan de esa ley cervantina según la cual el matrimonio es «el remate de los amores dichosos… El amor de dos jóvenes acaba por triunfar: ha vencido los obstáculos que le oponían la familia, la sociedad o el destino» (Bataillon, 1964: 253): Aquella noche la fue la primera vez que Bartolomé y la Talaverana fueron a visitar a sus señores, no libres, aunque ya lo estaban de la cárcel, sino atados con más duros grillos, que eran los del matrimonio, pues se habían casado (IV, viii, 679).

De hecho, el narrador del Persiles, en el momento de cerrar la novela, no se olvida de mencionar a la moza castellana y el bagajero manchego, que, de alguna manera, se suman a esa apoteosis matrimonial y de dicha con que todo se resuelve. Bien es cierto que su destino es diferente al de las otras parejas que se conforman al final del libro: estas pueden regresar a sus casas y a la sociedad de la que se habían desgajado con plenas garantías, su andadura por el Persiles es un viaje de ida y vuelta, del que se regresa con una identidad reafirmada, tras la superación y el triunfo de cuantas trabas lo han obstaculizado; mientras que el de Luisa y Bartolomé es un camino sin retorno, un viaje sin fin, una fuga permanente hacia ningún sitio, en el que se camina hacia un futuro brumoso, repleto de dudas y de intrigas, pero incierto: «Bartolomé el manchego y la castellana Luisa se fueron a Nápoles, donde se dice que acabaron mal, porque no vivieron bien» (IV, xiv, 713). Banedre, Martina, Soldino, Bartolomé, Feliz Flora, el poeta castellano, el portador de la carta, todos ellos, siempre desde su visión y conocimiento de los hechos, han juzgado negativamente a Luisa; es más, incluso ella, consciente de sí misma y siguiendo el precedente abierto por doña Estefanía de Caicedo, la protagonista femenina de El casamiento engañoso, no ha escondido ni su pasado ni su presente de mujer pecadora. Solo el narrador, que «es el personaje más importante de todas las novelas (sin ninguna excepción), y del que, en cierta forma, dependen todos los demás» (Vargas Llosa, 2006: 1322), es el único que se ha mantenido neutral e impasible y no ha emitido ninguna sentencia sobre la conducta y el carácter de la joven. Ni siquiera esa frase última en la que se deja entrever un posible final funesto para la pareja es suya, puesto que no está garantiza por su omnisciencia de los hechos, sino que se escuda en ese se dice que. Como es fácil suponer, este hecho no nos habla sino del perspectivismo del episodio, de la filosofía de los puntos de vista que lo sustenta, de la relatividad individual y de la atomización de la realidad. De este modo el episodio sobrepasa las lindes de los apriorismos, los dogmas y los prejuicios, posibilitando que el personaje pueda realizar por

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cuenta propia su proyecto vital según el dictado de su voluntad. Pues, como sabiamente afirmaba Márquez Villanueva (1995: 76), «lo que a Cervantes le interesaba era la dimensión humana y relativa de los problemas, y no las soluciones de orden doctrinal, con las que nadie ha podido hacer buenas novelas». Le corresponde, en consecuencia, al lector la tarea de juzgar por sí mismo, de implicarse, como han hecho los personajes, y emitir su propio veredicto. Cervantes ha conformado una historia, la de Luisa, que lejos de moverse en un plano ideal, como la de los protagonistas del Persiles, lo hace en el terreno de la vida, en el que la moral y el vicio quedan subsumidos por la relatividad de los hechos y encuadrados en un mundo depravado e inmoral que tiene como única ley la del dinero. Luisa no es más que el producto del abuso de poder que la conduce a la vida de la marginalidad, la prostitución y la criminalidad y también de su temperamento veleidoso; mas su respuesta, sin embargo, es amable, vital y repleta de esperanza,264 y si finalmente acaba mal o no, es una responsabilidad suya basada en el libre ejercicio de su voluntad.

Conclusión En definitiva, el episodio de Ortel Banedre, Luisa y Bartolomé es una respuesta más de Cervantes a propósito de un tema que le obsesiona y que recorre su obra de cabo a rabo: el del matrimonio cristiano. Para que no haya lugar al equívoco, el autor del Quijote encuadra la historia entre dos casamientos, el que acontece al principio y el que la cierra. El primero es un fracaso estrepitoso y trágico a causa de la grave transgresión que comete el marido, en razón de que fuerza la voluntad de su mujer al comprarla literalmente, además de por ser un matrimonio desigual en todos los órdenes, que conduce a Luisa al adulterio y a Banedre a la muerte. El segundo, basado en el deseo libre y recíproco de unión de los dos contrayentes y en la paridad y la aquiescencia,265 presenta, no obstante, un desenlace nebuloso por el que el escritor nos advierte de que la felicidad de la vida conyugal depende del buen gobierno de la pareja y de su virtuosismo. Tanto uno como otro, por consiguiente, se oponen y contrastan a los casamientos felices que cierran el texto, sobre todo al de Periandro y Auristela ya como Una interpretación diferente de la historia puede verse en Nerlich (2005: 343-346). Desde esta perspectiva, el episodio de Luisa se distancia del final de El celoso extremeño, puesto que en la novela ejemplar Leonora desprecia la oferta matrimonial de Loaisa, ya que no es sino una imposición más de su marido, que quiere seguir gobernando su destino incluso después de su muerte; su elección libre es el convento. Luisa, en cambio, está demasiado apegada al suelo y en consecuencia opta por la incorporación al ciclo de la vida que supone el matrimonio, y no a su renuncia. 264 265

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Persiles y Sigismunda, puesto que ellos, en su accidentado viaje, han limado todas sus asperezas, han sabido controlar sus pasiones y han hecho del amor y la virtud la base de su unión. Y de ahí deriva la justificación temática de la interpolación en el seno de la novela; ampliamente reforzada además por esa disposición intermitente del episodio que le permite mantener una dialéctica constante con la acción principal y garantizar la cohesión unitaria del conjunto. Pero el episodio es también la constatación fáctica de la maestría de Cervantes en el arte literario, sobre todo en lo que concierne a la disposición diegética de los distintos materiales que la conforman y al uso de una prodigiosa gama de estrategias narrativas, así como de su incansable labor de experimentación, que le lleva a introducir una fresca y sabrosa ensalada de vida cotidiana al lado de a un plato de faisanes bien aderezados y estilizados.

tradicióN e iNNovacióN eN el episodio de ruperta, la «bella matadora» del PersiLes «La maestría de Cervantes sobre el arte de narrar –según afirma Francisco Márquez Villanueva (2005: 268)– es total y absoluta. Su dominio es tan completo en el terreno de lo que empezara por llamarse dispositio, después plan y ahora estructura como en el de lo incidental o episódico, en clímax descendiente que llega a la página, el párrafo, la frase y el vocablo». La constatación fáctica de que el gran cervantista sevillano tiene sobrada razón se podría encontrar en multitud de pasajes de la obra del escritor complutense, como es el caso, por ejemplo, de la historia de Ruperta del Persiles (III, xvi-xvii). Pues, efectivamente, el episodio novelesco de la viuda escocesa constituye estética y plásticamente uno de sus relatos más logrados, no solo por su elaborada y sutil red de referencias simbólicas e intertextuales que mantiene con la tradición literaria anterior y con el resto de su producción artística,266 sino sobre todo por la audacia experimental que manifiesta su irónica disposición narrativa, tanto en lo que concierne a su estructura interna como en lo que respecta a su imbricación con la narración de base que le sirve de marco.267 A lo que hay que sumar la osadía y la naturaleza de su tema.268 Y eso es lo que nos proponemos demostrar en lo que sigue.

266 Sobre las fuentes del episodio y su utilización en la elaboración de la historia, véase Beltrami (2002), Blanco (2004: 24-28) y Rull (2004). Desde otro ángulo, Muñoz Sánchez (en prensa). 267 Véase Blecua (2006: 341-361). 268 Véase Nerlich (2005: 576-577).

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El principio poético de la variedad en la unidad en el Persiles: el episodio de Ruperta Antes, sin embargo, conviene hacer un poco de historia. El género épico-narrativo, desde el modelo de los poemas homéricos hasta la novela decimonónica, que se declara, no sin matices que poner,269 unirregionalista en la narración de un suceso o que requiere de una lectura corrida, se construye bajo una paradójica máxima, cual es la aristotélica de la variedad en la unidad. Un axioma poético por el que se permite, y aun se hace necesaria, la entrada de toda una serie de digresiones narrativas sobre una historia o fábula que hace las veces de hilo conductor, con el fin de propiciar el deleite y el placer del receptor con la presencia de una miscelánea de acciones y personajes, a la par que se suministra grandiosidad y ornato a la historia con la variedad, mas nunca hasta quebrar la cohesión interna del conjunto a causa de la monstruosa desproporción.270 Le corresponde al escritor, en consecuencia, la labor de conciliar los principios opuestos de semejante precepto con la búsqueda y el perseguimiento de la fórmula estructural idónea que armonice lo vario en lo uno. Para ello habrá de tener en cuenta una serie de principios, tales como que el episodio encaje perfectamente por su modo de engarce y por su relación temática con la trama medular, que esté en una evidente situación de supeditación respecto de la fábula y que su inclusión no vulnere la ley de la necesidad y la probabilidad o, dicho de otro modo, que no rebase los severos límites de la verosimilitud.271 Debido al auge que experimenta la preceptiva poética en la Italia del Renacimiento, orientada en la revisitación, interpretación, comentarios y discusiones a propósito de la Poética de Aristóteles, la cuestión de la unidad artística se convirtió, en el filo de los siglos XVI y XVII, en el centro del debate, entre otros aspectos cruciales e íntimamente emparentados, referidos a la legitimidad del arte poética, la relación y distinción entre la historia y la poesía, la suplantación del viejo romance por el renovado concepto de épica en prosa y la libertad del poeta. Un debate que afectó poderosamente a la 269 No en vano, Herman Melville pone en boca del narrador de su excelente novela Billy Budd las siguientes palabras: «En este asunto de escribir, aunque uno debería seguir por el camino principal, algunos desvíos laterales tienen un atractivo difícil de resistir. Voy a vagar por uno de esos caminos. Si el lector me hace compañía, me alegraré. Al menos, nos podemos permitir ese placer que se dice, perseverantemente, que hay en pecar, pues esta digresión será un pecado literario» (Melville, Billy Budd, p. 225). 270 Ya Platón, en el Fedro (264c) había dicho, por boca de Sócrates, «que todo discurso debe estar compuesto como un organismo vivo, de forma que no sea acéfalo, ni le falten los pies, sino que tenga medio y extremos, y que al escribirlo, se combinen las partes entre sí y con el todo». 271 Véase Aristóteles, Poética, cap. VII-XIV (sobre todo VII-VIII) y XVII, pp. 152-179 (152-157) y 187-191. Sobre la vigencia de la Poética de Aristóteles en la actualidad, véase U. Eco (2005: 247-265).

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literatura española tanto en la teoría272 como en la práctica. De modo que la mayor parte de nuestros escritores conformaron sus textos, independientemente de la modalidad genérica a la que se adscribiesen,273 en derredor de dos niveles narrativos, uno primario y otro secundario, a saber: la trama principal y los episodios intercalados. Cervantes, desde luego, no fue una excepción y sus narraciones de largo recorrido, sancionado como lo estaba por la tradición y por su propia época, se ajustan a este axioma formal. Pero, sin embargo, sí fue el que con mayor hondura y preocupación reflexionó y experimentó sobre la función de los episodios y la relación que estos han de guardar con la fábula,274 hasta desembarazarse de la teoría neoaristotélica o, en su defecto, de adecuarla a las condiciones que le dictaba su admirable libertad creadora sin horizontes.275 Después de La Galatea, égloga en prosa centrada en la teoría y la praxis amorosa de signo neoplatónico, pero que, desde una perspectiva morfológica, resulta ser una 272 Como así lo atestiguan la Philosophía antigua poética (1596) de Alonso López el Pinciano, El cisne de Apolo (1602) de Luis Alfonso de Carvallo y las Tablas poéticas (1617) de Francisco Cascales. 273 En efecto, los libros de caballerías, por esencia episódicos, a partir del Amadís de Grecia (1530) de Feliciano de Silva, en el que se desarrollan los amores pastoriles de Darinel y Silvia, suspenden la narración de las aventuras para dar entrada a historias de naturaleza distinta, llegando al caso extremo del Baldo (1542) en el que se entremezclan, con el romance paródico-burlesco de la trama, episodios de signo realista, como los de Cíngar y Falqueto. Un hecho, este, que ya había ensayado con anterioridad el propio Feliciano de Silva con La segunda Celestina (1534), solo que invirtiendo el sentido, pues es la trama realista la que, en premeditado contraste, alberga el relato pastoril de Filinides. Con esta naturaleza mixta nace la novela pastoril española de la mano de La Diana (1559) de Jorge de Montemayor, que, en su edición de 1561, a los episodios coordinados de Selvagia, Felismena y Belisa, une otro pero por yuxtaposición: la versión pastoril del Abencerraje. Lo mismo ocurre con la adaptación española de la novela griega que, auspiciada por su referente clásico, adereza la acción principal con episodios habitualmente pertenecientes a otras regiones de la imaginación o mundos posibles, como así lo atestigua su primera manifestación: el Clareo y Florisea (1552) de Alonso Núñez de Reinoso. La épica española, surgida al calor de la épica culta italiana y de las traducciones de la Odisea (1550-1556) y la Eneida (1555), se sirve asimismo, como era uso obligado, de la variedad, y tanto, por ejemplo, la Araucana (1569-1589) de Alonso de Ercilla como la Primera parte de la Angélica (1586) de Luis Barahona de Soto lo confirman. Es más, incluso la novela picaresca que, en su origen había nacido como novela corta y centrada en la exposición de un caso único con el Lazarillo (1554), introduce episodios novelescos, entre otros muchos tipos de digresiones narrativas, cuando alcanza carta de ciudadanía con el Guzmán de Alfarache (1599-1604) de Mateo Alemán y sus continuadores, en especial el Guzmán apócrifo (1602) de Juan Martí y La pícara Justina (1605) de López de Úbeda; como también la novela morisca (que recorre exactamente el mismo itinerario histórico-genérico que la picaresca) cuando pasa de ser una novela breve, el Abencerraje, a una de larga extensión, Las guerras civiles de Granada (15951617) de Ginés Pérez de Hita, ramifica su estructura con un elevado número de episodios sobre un tronco común. Lo mismo cabe decir de la novela cortesana, excelente ejemplo son los Cigarrales de Toledo (1621) de Tirso de Molina, que se convierte en una miscelánea de elementos de diversa factura en derredor de un eje unificador; y de la única novela que intenta emular y rectificar adrede la gran novela cervantina, el Quijote espurio (1614) de Avellaneda. Decir, por último, que las colecciones de cuentos, las misceláneas, los diálogos y otros tipos de prosa narrativa se surten de la misma estrategia morfológica. Véase Muñoz Sánchez (2016). 274 Véase Riley (1989: 187-20, y 1973). 275 Véase Forcione (1970a y 1970b).

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novela de novelas en la que los episodios cobran mayor relieve que la narración de base,276 es el Quijote de 1605 su obra más abierta y desintegradora estructuralmente hablando.277 Esto es así sobre todo por la inclusión de El curioso impertinente como una metaficción, y no ya, por tanto, como un suceso verdadero, puesto en boca de uno o varios personajes que se mueven en el mismo ámbito de realidad que los actores centrales. Mas es el recapacitar sobre este aspecto, bien sea por una motivación externa, interna o por ambas a la vez, el que orienta y determina el modelo estructural a seguir en sus futuras creaciones narrativas. Las claves del giro experimentado, como se sabe, se recogen, a modo de comentarios metaficcionales, en la diégesis de la segunda parte del Quijote (caps. iii y xliv). En ellos se pone en entredicho la inclusión de algunos de los episodios de la primera parte, tales como El curioso impertinente y la historia del capitán cautivo, a causa de su frágil unión estructural con la fábula, a su demasiada extensión y a la posibilidad de que el lector, ansioso de las aventuras del loco caballero y su escudero, los pasen por alto, no reparando en su grandeza literaria. La consecuencia inmediata no es otra que la eliminación radical de las novelas sueltas y pegadizas de las narraciones extensas y su publicación por separado. Pues, efectivamente, ese es el motivo por el que las Novelas ejemplares nacen como una colectánea de relatos independientes, sin vinculación formal en la estructura superficial del texto, excepción hecha de la bilogía El casamiento engañoso-El coloquio de los perros.278 Mientras que tanto en el Quijote de 1615 como en el Persiles no se registran ya, como complemento de la fábula, episodios yuxtapuestos, sino coordinados, a menor escala, más sutiles, iniciados in medias o in extremas res y en los que se entrevera la narración con la acción. Solo que en la continuación de su obra más inmortal el complutense cierra filas en torno a sus personajes principales, que era lo que le demandaba el público lector, esto es: a favor de la unidad, aun cuando vuelva a incorporar un elevado número de historias adventicias.279 Mientras que en su texto póstumo, seguramente que por el género al que pertenece tanto como por el intento experimental de combinar la nueva épica en prosa con la novela corta, interrumpe de continuo la narración principal para insertar un sinfín de tramas secundarias; su estructura, de resultas, es más flexible y maleable.280 A tenor de lo dicho, se puede conjeturar que Cervantes no concibe la narración extensa sin que deje de estar aderezada y amenizada por episodios que enriquezcan Véase Sabor de Cortázar (1971) y Muñoz Sánchez (2003c). Véase Orozco Díaz (1992: 129-149 y 211-251), Sabor de Cortázar (1987: 36-44) y Muñoz Sánchez (2000). 278 Véase Blasco (2001) y Muñoz Sánchez (2003d). 279 Véase Riley (2000: 116-129) y Muñoz Sánchez (2013a). Y, desde otro enfoque, Close (1999). 280 Véase García Galiano (1995-1997), Riley (1997) y Muñoz Sánchez (2003). 276 277

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la fábula con la variedad que conllevan, sino que su preocupación máxima estriba en cómo han de encajar estos en la narración sin que rompan la unidad formal y su verdad. Esto le lleva, de hecho, a definir lo que él entiende por episodio novelesco y a diferenciarlo de la novela corta. La solución adoptada en Los trabajos de Persiles y Sigismunda, la de mezclar la épica en prosa con la novela corta sobre la base estructural de la primera, parece indicar, sin embargo, que el esfuerzo compositivo de atenerse lo más posible a una acción única no le satisface del todo, máxime cuando se siente tan atraído por la escritura desatada del romance y por su capacidad para admitir lo fabuloso y lo maravilloso. No cabe duda de que el motivo principal no es otro que la diferencia de género que se aprecia entre la segunda parte del Quijote y el Persiles, y de la que Cervantes era sobradamente consciente.281 Sin embargo, es bastante probable que esto se deba también a las limitaciones que le ofrece el viejo romance, transformado por la preceptiva neoaristotélica, al calor de la novela griega de amor y aventuras, en una nueva modalidad de épica, solo que amorosa y en prosa. Puesto que por sus características y propiedades es incapaz de remitir a la historia cotidiana y de dotar, por consiguiente, de voz a la realidad circunstancial: su terreno, el de la epopeya, es el de la abstracción, el absoluto, el ideal y el heroísmo ejemplar, donde dioses, héroes, reyes y demás personajes ofician en su categoría o se ajustan al decoro, pero nunca obran como individuos. De modo que para abrir este mundo hierático y poético de lo que debe ser, recurre a la profusa intercalación de episodios novelescos que asimilan el mundo de la novela breve, en la que, aun en sus manifestaciones más próximas a los moldes idealistas, se consigna y refleja la realidad cotidiana, la vida en curso y la relatividad de la verdad. Empero, no pretende enfrentar esos dos mundos poéticos disímiles y contrapuestos, sino ponerlos a dialogar, para, fundidos en armonía, dar cabida al universo todo desde un discurso polifónico y abierto, en el que «lo universal queda diluido, o si se quiere, perdido entre la variedad de lo particular» (Blecua, 2006: 360). Es decir, los episodios contrapesan, nivelan y hacen verosímil el mundo monológico de la épica amorosa; introducen en él la ambigüedad y lo arrastran hacia la realidad problemática de la existencia, donde las cosas no son, sino parecen. Y esto a pesar de que la narración medular del Persiles presenta un marcado grado de desplazamiento de lo romancesco a lo novelesco, cuando el viaje marino por el Septentrión europeo es reemplazado por el viaje terrestre por los caminos del Mediodía, o si se prefiere, al hecho de que Cervantes trabaje con un doble concepto de cronotopo: el de la novela griega y el del camino, respectivamente. De modo que al final se llega a un punto en el que convergen el Quijote y el Persiles, 281

Sobre la consciencia genérica de Cervantes, véase Riley (2001: 185-202) Blecua (2006: 327-340).

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pues, siempre desde el orbe de la ficción, los dos textos admiten sin paliativos el brutal choque entre la vida y la literatura. Pero partiendo de presupuestos poéticos diferentes: el Quijote, al menos en la segunda parte, desde la unidad, el Persiles, por el contrario, desde la variedad; el Quijote desde la libertad creadora absoluta,282 el Persiles, al menos en primera instancia, bajo la égida de la preceptiva neoaristotélica; el Quijote desde el ámbito de la novela realista contemporánea, el Persiles desde la épica en prosa del elegante Heliodoro.283 Ambos libros, además, terminan por confluir, cada uno en su propia ley, en dos aspectos cruciales de la novelística cervantina, como lo son la voluntad de querer ser de los personajes (más matizada, desde luego, en el Persiles, pero no por ello inexistente) y de que el hombre es hijo de sus obras y dueño de su destino.284 La buscada y premeditada elasticidad estructural del Persiles, complicada y enrevesadamente laberíntica, no solo por la elevada cantidad de episodios que interrumpen de continuo el discurrir de la acción central, sino también por el empleo del ordo artificialis, le obliga a Cervantes, para garantizar la unión de unas partes con otras, a ensayar mil modos de engarce y de imbricación, tanto en lo que concierne a las historia laterales como a las analepsis completivas que palian el comienzo in medias res de la trama. Unas técnicas narrativas que, en gradación de notable diversidad, oscilan desde la suspensión de la narración para dar entrada a un episodio de corte esencialmente narrativo, como el del caballero portugués Manuel de Sosa Coitiño, que, no obstante su débil lazo estructural, manifiesta una soterrada y sutil red de conexiones temáticas con la narración principal, hasta la diseminación intermitente y fragmentaria de la interpolación por un amplio número de capítulos, narrada por entregas y por diferentes personajes-narradores y con varios encuentros y acciones vivas presentadas en el discurrir presente de la novela, como es el caso del episodio del polaco Ortel Banedre, Luisa la talaverana y Bartolomé el manchego, el cual termina por convertirse en una suerte de trama paralela pero degrada y envilecida de la central. A medio camino entre estos dos polos se sitúa el episodio de Ruperta y Croriano, debido a la ponderada mixtura que muestra entre narración y acción.

Véase Rey Hazas (2005: 203-277). «El Persiles representa un esfuerzo de claro orden experimental, acometido bajo el aliento de una completa madurez, y donde el arte narrativo del Quijote continúa alentando en la peripecia si bien no tanto en la composición. Coinciden ambas obras en ser novelas del camino, solo que esta vez es una peregrinación no en busca de aventuras, sino de la luz de una ortodoxia lo mismo de la fe que de los sentimientos» (Márquez Villanueva, 2005: 40-41). Véase, además, Lozano-Renieblas (1998). 284 Véase González Rovira (1996: 244-245). 282 283

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El episodio de Ruperta: una morfología excepcional Su morfología parece no presentar, en principio, ningún aspecto que no hubiera sido ensayado de antemano por Cervantes. El episodio se abre a la altura del capítulo xvi del libro III mediante la noticia que cuenta Bartolomé el manchego a sus amos acerca de una novedad maravillosa. Se trata del elemento que sirve de transición entre la suspensión del relato primario y la irrupción del secundario. Utilizar una noticia como marca diegética para introducir un episodio es un aspecto que el autor de las Novelas ejemplares había ensayado con anterioridad, y desde enfoques distintos, en el episodio de Marcela en la primera parte del Quijote (caps. xii-xiv); en el de Camacho, Basilio y Quiteria en la Segunda (caps. xix-xxii) y en el de Renato y Eusebia en el mismo Persiles (II, xvii-xix y xxi). La desilusión que se llevan los protagonistas por ver reducida la asombrosa maravilla anunciada a un aposento todo cubierto de luto suscita que un personaje, el criado enlutado de Ruperta, les emplace para más tarde y, lo que es más importante, les cuente la trágica historia de su señora para ponerles en conocimiento de los antecedentes. Esto es, a la noticia le sigue una relación intradiegética, que pone definitivamente en marcha el episodio. Es lo mismo que ocurre en los casos citados. El relator, aun siendo un personaje episódico, no es el actor principal de su cuento, sino un personaje secundario que presencia los sucesos, por lo que su función es la de un narrador testigo; la misma, aunque con matices, que desempeñan el cabrero Pedro en la historia de Marcela y el estudiante en las bodas de Camacho; diferente es lo que sucede en el caso de los ermitaños franceses, puesto que el relator es al mismo tiempo el protagonista. Después, ya en el capítulo xvii, se presentan el nudo y el desenlace en forma de acción en el presente de la novela, como asimismo sucede en los otros episodios. De modo que la historia se compone de una noticia, una narración intradiegética que actualiza la historia del pretérito al presente y una acción mostrada en el plano básico de los acontecimientos principales, todo ello acontecido en un mismo impulso narrativo. Nada nuevo, aparentemente. Pero solo en apariencia. Puesto que una vez que profundicemos en la parte activa del episodio podremos comprobar que se trata de un ensayo experimental y revolucionario en lo que a la técnica de interpolar historias se refiere. En efecto, si exceptuamos los episodios metaficcionales de los textos en prosa de Cervantes, tales como El curioso impertinente y El coloquio de los perros, que no son entendidos sino como ficciones literarias por los personajes que se mueven en el nivel narrativo primario de las narraciones que los albergan, todos los demás son aventuras verdaderas, aunque pertenezcan a diferentes modalidades genéricas que la narración principal, puesto que al menos uno de los personajes del episodio interacciona con

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los que pertenecen a la acción medular. De tal forma que, aun cuando se reduzca a la mínima expresión, una parte del episodio se desarrolla en forma de acción viva en el presente de la diegésis, fluctuando desde un encuentro motivado por el más puro azar narrativo, hasta la presentación directa de algunos de los acontecimientos del episodio, que habitualmente suelen corresponder con el desenlace. Una acción que por norma se muestra delante de uno o varios de los personajes conectados no más que a la trama primaria. Es más, debido a la reflexión que efectúa Cervantes sobre el episodio y su relación estructural con la fábula, estima imprescindible que los actores principales se impliquen o participen más en ellos, de manera notoria en la parte activa y como receptores orales de los relatos, para así acentuar y reforzar la mayor cohesión de la materia narrativa. Máxima que se cumple a rajatabla en la segunda parte del Quijote, pues como sabiamente sostuviera Edward C. Riley (2000: 126), «en esta ocasión los héroes se ven envueltos en ellas [las historias secundarias] hasta límites sin precedentes. No me refiero únicamente a su presencia como público o espectadores, sino también a su constante intervención u ofrecimiento de intervenir en los problemas que surgen». Lo mismo sucede en el Persiles, ya que la actuación de Periandro y Auristela y la de sus dos acompañantes, los hermanos Antonio y Constanza, resulta fundamental en buena parte de los episodios; bien es verdad que en distintos grados de participación a lo largo del texto. Una involucración que experimenta un notable giro en cuanto pisan suelo francés, habida cuenta de que se ven envueltos humana y activamente en los episodios, aun a riesgo de jugarse la vida, como le sucede a Periandro en el episodio de Claricia (II, xiv-xv), la mujer voladora. Pues bien, en este contexto, la luctuosa historia de la bella Ruperta es un oasis, una isla solitaria en el agitado piélago que son Los trabajos de Persiles y Sigismunda, y del resto de la producción narrativa de Cervantes. Sucede que, por primera y única vez, se muestra el desenlace en forma de acción de un episodio a espaldas de cualquier personaje, principal o episódico, que no sean los actores protagonistas del relato: Ruperta y Croriano; pero eso sí, acompañados por el narrador externo. La razón de semejante desproporción reside en la naturaleza misma de la historia que, dado su tema, la súbita transformación de la ira y la venganza en el perdón y el goce físico de los cuerpos, requiere la mayor privacidad en su exposición. Qué duda cabe. Mas también, y puede que principalmente, por la interferencia del narrador en el desarrollo y desenlace de la historia, que eclipsa y usurpa, vulnerando los principios poéticos de la épica, el papel que les estaba reservado a los héroes de su novela en las interpolaciones. Y por lo que pretende demostrar: que la dimensión humana y relativa de los problemas sobrenada las rigideces apriorísticas y doctrinales, sean del tipo que sean, incluidas, por supuesto, las literarias, en el sentido de ver qué ocurre cuando la literatura se traspone al plano de la vida; y que la teoría y la conceptualización abstracta

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son fulminadas por la realidad particular de los casos concretos. La historia de Ruperta y Croriano es, por consiguiente, la narración de un caso circunstanciado que supone la excepción que invierte la regla, hasta llegar a desmentirla. Pero desde el orbe ficticio de la literatura, que «no es espejo de la realidad, sino escenario abierto a la interpretación» (Blasco: 2001: XXXIII).

Las relaciones intertextuales del episodio de Ruperta La cultura de Cervantes, que era sobremanera «aficionado a leer, aunque sean los papeles rotos de las calles» (Cervantes, Don Quijote de la Mancha, I, ix, 115-116) es verdaderamente extraordinaria. Así lo verifican a cada paso sus escritos, que remiten a un vasto, complejo y variado universo de libros,285 y la inmensa mayoría de sus personajes, que ávidos siempre de ficción muestran una desaforada pasión por la palabra oral y la escrita, hasta llegar al extremo de que algunos de ellos, los más «adictos a la lectura» (Gilman, 1993: 16),286 las convierten en el eje que determina su existencia, de forma singularmente notoria los que pueblan ese libro de libros que es el Quijote.287 El saber literario de Cervantes alcanza a todos los géneros, con especial atención a la literatura española, italiana, grecolatina y a la Biblia, así como a los grandes tratados de preceptiva poética. De modo que este frenesí lector y su constante experimentación literaria, no solo le convierten intencionadamente en el primer historiador de la literatura española,288 sino que, al tener más que claro «que la literatura es un océano de intertextualidad» (Riley, 1997: 46), le llevan a fundamentar sus textos sobre este principio poético moderno, pero según su conveniencia y libertad creadoras. Sin olvidar que las obras de Cervantes mantienen entre sí una permanente y fecunda dialéctica, sustentada y regida por el principio de la reescritura o intratextualidad. La historia de Ruperta y Croriano no es desde luego una excepción.289 Antes bien, explícita o implícitamente alude a un amplio ramillete de textos provenientes de la tradición clásica, a través del mito de Cupido y Psique, según la fascinante reelaboración que Apuleyo incluye en su Asno de oro (1513, la traducción castellana de Diego López de Cortegana), y de los libros de caballerías, concretamente del Amadís de Gaula Puede verse un bosquejo de las lecturas de Cervantes en Bataillon (1973) y Close (1998). El mismo Gilman (1993: 20), un poco más adelante, trae a colación una cita de Susan Sontag, quien describe el Quijote como «la primera y más importante epopeya acerca de la adicción». 287 Véase Castro (2002). 288 Cfr. Blecua (2006: 327-340). 289 Pues, como dice Blecua (2006: 354), los «procesos creadores [de Cervantes] rara vez son simples». 285 286

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(1508) y de Las sergas de Esplandián290 (1510), ambos de Rodríguez de Montalvo. Cabe añadir a la lista una anécdota novelesca que cuenta Guzmán de Alfarache (II, ii, 8, 562-565) con el fin de ilustrar que «la venganza … nace de ánimo flaco, mujeril, a quien solamente compete», por lo que «diré aquí un caso de una mujer que mostró bien serlo» (Alemán, Guzmán de Alfarache, II, ii, 8, 562). Y es que este breve episodio del Guzmán muestra no pocas concordancias con la historia de Ruperta, en tanto que ambas son viudas, ambas sufren un vil atropello por un rechazo amoroso y ambas planean una sanguinaria venganza por honor que consiste en asesinar con arma blanca a su ofensor mientras duerme desprevenido. Solo que en el caso de Mateo Alemán la sentencia es corroborada por el ejemplo; justo lo contrario de lo que acontece en la historia de Cervantes. Estas contingencias, pero sobre todo las disparidades, convierten a estos dos episodios en un capítulo más de la confrontación vital y literaria de Mateo Alemán y Cervantes, de su concepción dispar del mundo y de sus distintos, y aun opuestos, planteamientos estéticos,291 que, no obstante, les llevan a conformar conjuntamente la gran novela barroca española y a sentar los pilares de la novela moderna.292 Esta serie de fuentes o de referencias intertextuales de la historia de Ruperta y Croriano ha de ser completada con los múltiples vínculos intratextuales o referencias reescriturales que manifiesta con el resto de la producción literaria de Cervantes, y por las cuales el conjunto de su obra se concibe como un todo orgánico y coherente, en el que los diferentes textos, sin perder su individualidad, remiten unos a otros constantemente.

Del amor a la venganza: la parte narrativa del episodio de Ruperta (III, xvi) El hecho es que el hermoso escuadrón de peregrinos que encabezan Periandro y Auristela, luego de abandonar la casa de Claricia con el rumbo puesto a la anhelada Roma, detienen su camino en un mesón donde pasar la noche a resguardo.293 Nada más entrar, Constanza se topa por sorpresa con Luisa la talaverana, en lo que es una suerte Véase Lida de Malkiel (1956). Véase Muñoz Sánchez (2013c) y la bibliografía allí citada. 292 Cfr. Cross (2005). 293 La venta, el mesón o la posada desempeña un papel crucial en la novelística cervantina. Como espacio literario se reviste de varias funciones, cuales son: la de núcleo aglutinador, en tanto que lugar de paso, de personajes de naturaleza literaria y social varia; de esparcimiento y burla; de libertad y de marcado erotismo sexual. Se trata, por ende, de «un espacio lúdico en que todas las inversiones y transgresiones son posibles» en el plano ideológico, pero también de audacia experimental y de enfrentamiento y parodia de los distintos modelos genéricos en lo literario (la cita es de Redondo, 2005: 151. Sobre las ventas y mesones del Persiles, véase Scaramuzza Vidoni, 1998: 157-160, y, de forma general, el extraordinario estudio de Oleza, 2007). 290 291

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de paródica e irónica anagnórisis. Pero el fortuito encuentro con la esposa adúltera del caballero polaco Ortel Banedre no es el único acontecimiento que depara este mesón de la dulce Francia, puesto que a él ha arribado una maravilla digna de contarse, aun a riesgo de infligir el principio poético de la verosimilitud. En efecto, luego de concluir la escena de reconocimiento, entra en escena Bartolomé el manchego que es el encargado de traer la noticia y el que invita a sus amos a que vengan a admirar «la más estraña visión que habéis visto en vuestra vida» (III, xvi, 586). Debido a la vehemencia y al espanto expresados por el criado, los peregrinos, aguijoneados por la curiosidad, se dejan conducir hasta «un aposento todo cubierto de luto, cuya lóbrega escuridad no les dejó ver particularmente lo que en él había» (III, xvi, 586). De manera que el desencanto que se llevan es fenomenal, pero no baladí desde una perspectiva formal: a «escuras» se quedarán del remate de la historia, del que solo tendrán noticia a posteriori. La desilusión de los expectantes viajeros intenta atajarla, sin embargo, «un hombre anciano, todo asimismo cubierto de luto» (III, xvi, 586), al emplazarles hasta dentro de dos horas para ver en acción a su señora Ruperta, «cuya vista os dará ocasión de que os admiréis, así de su condición como de su hermosura» (III, xvi, 587). Mas Periandro, que ha protagonizado de primera mano y presenciado no pocos portentosos prodigios, no se deja seducir con tanta facilidad, pues un luctuoso cuarto «no es maravilla alguna» (III, xvi, 587). Al viejo escudero, pues, no le queda más remedio que referir los pormenores del caso. Se trata más bien de una breve descripción narrativa de los acontecimientos más sobresalientes que explican cabalmente la situación de luto actual. No narra, por ende, la vida de su señora Ruperta al completo, sino que selecciona y rememora aquellas vivencias que exponen los datos del conflicto de una manera objetiva y clara,294 sin adentrarse en detalles psicológicos, que, por otra parte, desconoce, dada su posición de testigo presencial de los hechos. No en vano el escudero muestra tener un sobrado conocimiento de las leyes de la primera persona narrativa, que su discurso no solo no vulnera, antes bien los respeta escrupulosamente. Así lo atestiguan esas palabras suyas de que «a todo esto me hallé yo presente; oí las palabras y vi con mis ojos y tenté con las manos la herida» (III, xvi, 588). El anciano escudero construye un discurso de naturaleza híbrido, en el que la narración alterna con digresiones de tipo reflexivo, que comentan las diversas situaciones de la acción contada desde su perspectiva ideológica (como la relativa a la edad ideal que han de tener el hombre y la mujer a la hora de contraer matrimonio). Conviene destacar que el posicionamiento del criado de Ruperta, muy apegado a la tradición, desempeña un 294 Para Alberto Blecua (2006: 346), que analiza el episodio desde el punto de vista del arte retórica, el escudero «relata a los peregrinos la narratio del caso de acuerdo con las normas que exigían los tratados retóricos: claridad y brevedad».

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papel funcional importante en la economía global de la historia, pues la visión del mundo que representa, y que en primera instancia se corresponde con la de su señora, chocará frontalmente con la de Ruperta toda vez que ella dé una solución inesperada al conflicto, al transformar la honrosa venganza en deleite sexual. La disparidad de mundos y modos, el antiguo y el moderno, apunta tanto al cambio de mentalidad ideológica como a los usos nuevos en la literatura. Pues, efectivamente, los elementos originarios que componen el relato son una falsilla de los libros de caballerías, con todo su orbe ficcional a cuestas, pero que no podrán seguir operando en el desenlace porque nada pueden decir ante la incertidumbre de la vida y la modernidad literaria. De hecho, al concluir el episodio, Ruperta y Croriano se sumarán al grupo peregrino en su viaje a Roma, mientras que al anciano escudero únicamente le restará la desaparición, y con él la de la mentalidad y la literatura de otros tiempos. Cuenta el escudero que su señora Ruperta fue la esposa del conde Lamberto de Escocia y que su viudez se debe precisamente a su matrimonio. Pero no por culpa de un casamiento erróneo o por desavenencias conyugales, como suele ser frecuente en aquellas historias cervantinas que indagan sobre el tema (piénsese en El curioso impertinente, El celoso extremeño, El casamiento engañoso, El juez de los divorcios o El viejo celoso), sino a causa de la intermediación de un tercero, el caballero Claudino Rubicón, «a quien las riquezas y el linaje hicieron soberbio y, la condición, algo enamorado» (III, xvi, 587). Y es que resulta que este caballero, viudo, maduro (de ahí la indicación del escudero de la edad idónea que ha de darse entre los esposos) y padre de un hijo de veinte de otra condición distinta que la suya, fue pretendiente de la hermosa y joven Ruperta.295 Ella, sin embargo, rechazó, por consejo de sus padres, la propuesta de Rubicón, para atender a la del conde Lamberto, quedando aquel, a su entender, deshonrado y menospreciado y, por su actuación posterior, deseoso de venganza. En efecto, un día que iban a solazarse los desposados a un castillo suyo con sus criados se toparon a mitad de camino con Claudino Rubicón, de cuya vista a este se le renovó su pesar y su ira, Y, de la ira, el deseo de hacer pesar a mi señora; y, como las venganzas de los que bien se han querido sobrepujan a las ofensas hechas, Rubicón, despechado, impaciente y atrevido, desenvainando la espada, corrió al conde mi señor, que estaba inocente deste caso, sin que tuviese lugar de prevenirse del daño que no temía, y, envainándosela en el pecho, dijo: «Tú me pagarás lo que no me debes; y, si esta es crueldad, mayor la usó tu 295 Guzmán se muestra esquivo y ambiguo en la descripción del pretendiente rechazado por la viuda, pues se reduce a que «demás de no tener tanta calidad, tenía otros achaques para no ser admitido» (II, ii, 8, 563).

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esposa conmigo, pues no una vez sola, sino cien mil, me quitan la vida sus desdenes» (III, xvi, 588).

El cruento asesinato de Rubicón que refiere el escudero no es sino una anticipación de lo que el narrador externo y Ruperta querrán confirmar después desde el discurso y la acción presente: que la ira engendra la venganza. Solo que la «bella matadora», a diferencia del colérico noble escocés, saldrá por peteneras cuando observe con detención la belleza del hijo de su ofensor. De tal modo que entre la parte contada y la mostrada en directo se establece una simétrica relación temática basada en la figura retórica del quiasmo: si en la primera parte el amor de Rubicón termina en venganza; en la segunda, la venganza de Ruperta se torna en amor.296 Si de desproporcionada se puede calificar la venganza de Claudino Rubicón, de insólita se puede tachar la reacción de Ruperta. Pues, según refiere el escudero, adoptó la determinación de cortar la cabeza de su interfecto esposo, y cuando quedó «descarnada y en solamente los huesos» (III, xvi, 589), la mandó colocar en una caja de plata, acompañada de otras dos reliquias: la camisa ensangrentada del finado y la espada asesina del homicida. Y sobre los dolorosos vestigios hace juramento 296 Por otro lado, y en función de que uno de nuestros objetivos es observar las relaciones que teje la historia de Ruperta con el resto de la producción literaria de Cervantes, conviene destacar que la situación aquí planteada, mas con las variantes oportunas que hacen único a cada caso, es repetida por el escritor con cierta frecuencia, sobre todo en aquellas historias que más o menos son de ascendencia caballeresca, como el episodio de Rosaura, Grisaldo y Artandro de La Galatea, la historia de Isabela, Ricaredo y el conde Arnesto de La española inglesa y la de Eusebia, Renato y Libsomiro del Persiles. En todos los casos se conforma un triángulo amoroso compuesto por una mujer y dos pretendientes y rivales amorosos, que desemboca en la venganza del rechazado, solo o con ayuda, y que tiene como objetivo la frustración de la relación amorosa de los otros. El cuento de Guzmán, por su parte, se adecua a un marco genérico diferente del caballeresco, como lo es el cortesano, puesto que se desarrolla en un ambiente eminentemente urbano, pero que sin embargo participa del tono amargo, pesimista y despiadado en el que se desenvuelven las correrías y las moralejas del pícaro, y apunta en última instancia, al igual que la historia de Ruperta, a la de Cárite, Tlepólemo y Trasilo, inserta en El asno de oro de Apuleyo (libros VII-VIII; aunque Cárite entra a escena en el libro IV, raptada por los bandoleros, al punto de que es la receptora oral o paranarrataria del cuento de Cupido y Psique). No obstante, presenta el mismo esquema conceptual: una mujer, dos pretendientes. Solo que cambia la anécdota, pues la protagonista, a diferencia de Ruperta, es a causa de su viudedad y por salvaguardar su honra de las habladurías por lo que busca casarse y no vengarse en principio, teniendo tales dos pretendientes, uno querido y otro aborrecido. Mas «viendo el segundo su esperanza perdida y rematada, su pretensión sin remedio, que ya se casaba la señora, tomó una traza luciferina» (II, ii, 8, 563), cual es personarse cada mañana en casa de su amada con el propósito, sin que ella lo sepa, de que dé la sensación que acaba de salir de allí habiendo pasado la noche y gozado la dama. Y, efectivamente, así es como lo entiende la gente, que rápidamente extiende la noticia de que la viuda ha mudado de intención y finalmente se ha decantado, aun estando ya todo concertado con el primero, con el segundo. De tal forma que, cuando el elegido entra en conocimiento de la situación, hace la desbandada y, echando pestes de la condición veleidosa de la mujer, se mete a monje, dejando expedito el camino a su contrario. Y es por haber caído en esta perversa estratagema por lo que la innominada señora decide vengarse cruel y fríamente de su ofensor.

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de vengar la muerte de mi esposo con mi poder y con mi industria… Y, en tanto que no llegue a efeto este mi justo si no cristiano deseo, juro que mi vestido será negro, mis aposentos lóbregos, mis manteles tristes y mi compañía la misma soledad. A la mesa estarán presentes estas reliquias, que me atormenten el alma: esta cabeza, que me diga, sin lengua, que vengue su agravio… (III, xvi, 589).

Tanto las reliquias, en especial la calavera encerrada en la caja de plata, como el juramento de Ruperta remiten una vez más, como sostenía M.ª Rosa Lida de Malkiel (1956: 151), a la más pura tradición caballeresca, que es la que predomina en el episodio. Máxime cuando la enojada escocesa, en el papel de dama menesterosa, decide ir a Roma para efectuar una petición de socorro a los príncipes italianos contra el matador.297 Motivo por el que se encuentra hospedada en el mismo mesón que los peregrinos.298 Tras esto, y con una nueva invitación para observar la actuación de Ruperta, concluye su cuento el enlutado escudero. Esto es, se cierra la parte narrativa del episodio, para dejar paso a la activa, acontecida ya en el plano básico de los sucesos generales, en el capítulo siguiente: el XVII.299

De la venganza al amor: la parte activa del episodio de Ruperta (III, xvii) Como se sabe, el narrador es el ente ficcional más importante de toda novela, en cuanto que, situado a medio camino entre la ficción contada y el lector, es el que dispone el enunciado narrativo o discurso; el que elige la perspectiva, la distancia y la voz y el que manipula las diferentes categorías sintácticas (acciones, personajes, espacio y tiempo) en un orden preciso y concreto: de él depende, en consecuencia, el poder de persuasión del texto.300 El del Persiles se presenta no como un personaje estable, sino cambiante en su identidad, en la consistencia de la organización, en su enjuiciamiento de los hechos y, muy especialmente, en su posición respecto de la instancia enunciaSobre estos aspectos, véase Marín Pina (1998) y Carrasco Urgoiti (2001: 16-22). Conviene dejar constancia del hecho de que Ruperta, por su papel de dama en apuros y por la demanda de socorro, se empareja con Dorotea cuando Micomicona, con la condesa Trifaldi, con la dueña Rodríguez y con Claudia Jerónima, personajes, todos, del Quijote. Si bien, como es norma habitual, cada caso manifiesta su especificidad, al mismo tiempo que responde a una intención poética diferente. 299 La parte activa del episodio ha sido perspicazmente analizada por Alberto Blecua (2006: 346-361) como un caso judicial desde los postulados clásicos y modernos del ars dicendi; y por Enrique Rull (2004: 937-943) en clave estructuralista, pero haciendo hincapié en su dimensión cinematográfica. 300 Véase Bobes Naves (1998: 197-246). 297 298

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tiva. Situado fuera de la diégesis, se revela como un narrador primario de carácter extradiegético; omnisciente en lo que atañe a los sucesos del presente narrativo, aunque su punto de vista está condicionado en no pocas ocasiones por el de algunos de los personajes a los que cede la palabra. Su conocimiento de los hechos es intencionadamente incompleto, pues, para potenciar la admiración y el suspense del lector, oculta parte de la información de la trama. Se muestra neutro e impasible sobre lo narrado; si bien en alguna que otra ocasión se permite salir de la ficción para pronunciarse sobre hechos no directamente relacionados con la narración e intervenir sobre ella, ora sea para introducir una digresión o para involucrarse ideológicamente. Vale decir, por lo tanto, que en primer lugar se corresponde con el canon clásico del narrador épico. Pero a medida que se desarrolla la trama, sobre todo con el paso del libro I al II, se transforma en un autor ficticio que extralimita sus funciones en la organización del relato, en su posición respecto de lo narrado y en sus juicios sobre la acción contada. En virtud de lo cual, incrementa considerablemente su control y distancia sobre los hechos; se convierte en el demiurgo absoluto del relato, hasta el punto de otorgarse la mayor de las libertades, como introducir digresiones que desmienten lo contado. Adopta el cariz de un narrador infidente,301 discursivo, fingidor y burlón, que hace añicos la preceptiva neoaristotélica, y del que conviene no fiarse. De resultas, el Persiles, como el Quijote, se convierte en una metanovela, puesto que por un lado se consignan los trabajos de los protagonistas y las historias de otros personajes: la narración de la historia, y por otro su proceso de comunicación, en el que se atiende a la composición, creación, reconstrucción y transmisión de la trama por parte del narrador. De modo que podemos decir que el Persiles se compone de dos canales supraestructurales: uno esencialmente narrativo, conformado por el nivel primario (la trama medular) y el secundario (las historias laterales), y otro metanarrativo (los comentarios del narrador). Máxime cuando, en el libro III, la mayor parte de las digresiones del narrador externo versan sobre aspectos puramente formales que se concentran en la naturaleza literaria de la novela.302 Esta insólita y fascinante transformación del narrador se refleja, y cómo, en la narración en directo de la historia de Ruperta. De entrada, la parte activa comienza con un excurso doctrinal del narrador externo, cuyo contenido no es otro que una sentencia aseverativa, sancionada por la tradición clásica, sobre la relación causa efecto que se genera entre la ira y la venganza: «La ira, según se dice, es una revolución de la sangre que está cerca del corazón, la cual se altera en el pecho con la vista del objeto que 301 Véase, ahora, el espléndido libro de Avalle-Arce (2006), en especial los dos capítulos dedicados a Cervantes (VI-VII, 133-216). 302 Véase el excelente análisis que realiza sobre el narrador del Persiles Forcione (1970b: 257-301).

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agravia y tal vez con la memoria; tiene por último fin y paradero suyo la venganza» (III, xvii, 590).303 Podemos decir, en consecuencia, que esta parte del episodio, la mostrada, no responde sino al esquema didáctico medieval de sentencia-ejemplo, que se ajusta perfectamente a los condicionantes originarios de la historia; y según el cual, a la enunciación inicial de un concepto moral (la sentencia), le sigue el desarrollo explicativo y la ejemplificación de un caso concreto (el ejemplo), por lo que se pasa de la definición a lo definido, de lo universal a lo particular. Pero en nuestro caso todo envuelto en la más fina ironía y el humor más travieso, que delatan la inversión de valores tanto como la parodia. De seguida, el narrador efectúa una matización importante que respecta a los hechos de la trama del episodio, y que desmiente o viene a completar la información dada por el escudero de Ruperta, al mismo tiempo que reafirma su control sobre la historia. Tal es que la bella escocesa no podrá lavar su ultrajada honra con la sangre de Claudino Rubicón, puesto que ha fallecido en el ínterin, sino que tendrá que hacerlo sobre su vástago, porque eso sí: Ruperta «dilataba su cólera por todos sus descendientes, sin querer dejar, si pudiera, vivo ninguno de ellos: que la cólera de la mujer no tiene límite» (III, xvii, 590). La posición ideológica de manifiesta misoginia que adopta el narrador se acomoda, no obstante, aparte de con el pensamiento de su época, con la de Ruperta, en tanto su determinación de hacer lo que la tradición social y literaria demandaba de ella: que vengue su honor, para, así, hacer bueno aquello de que «la cólera de la mujer no tiene límite».304 Dicho de otro modo, se produce una perfecta adecuación entre el discurso del narrador y los hechos de la viuda escocesa, pero que, hasta su fusión final, será una aproximación progresiva. Sin olvidarse de su labor comunicativa para con el lector, cuenta el narrador cómo los peregrinos, llegada la hora acordada, espían a Ruperta sin que ella lo sepa. Son «como los espectadores de un proceso» (Blecua, 2006: 349) que da a la escena «una 303 La descripción de la ira como furor brevis, que tanta importancia ha tenido en la parte narrativa y tendrá en la activa, es un lugar común difundido por la tradición (Véase Egido, 1994: 263-264). Aparte de la anécdota de Alemán que lo ilustra y que podría servir de intertexto de la de Cervantes, el escritor sevillano, por boca de su pícaro, lo trae a colación aquí y allá, dado que la venganza es uno de los temas fundamentales del libro. Sirvan como botón de muestra estas palabras de Guzmán: «Entonces experimenté cómo no embriaga tanto el vino al hombre cuanto el primero movimiento de la ira, pues ciega el entendimiento sin dejarle luz de razón» (I, ii, 9, 239-240), o aquellas otras: «Desta desconfianza nació ira; de la ira deseo de venganza» (I, iii, 7, 303). 304 «Líbrenos Dios de venganzas de mujeres agraviadas, que siempre suelen ser tales cuales aquí vemos esta presente» (II, ii, 8, 564), advierte el pícaro Guzmán en una reflexión sobre la anécdota novelesca que está contando.

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cierta dimensión cinematográfica» (Rull, 2004: 938), o más bien de teatro dentro del teatro, en el que se conforman tres planos diferenciados de profundidad: la presentación y representación de Ruperta; el espionaje de los peregrinos como receptores visuales inmediatos de la secuencia y, por último, el lector, que ve lo que estos miran. El narrador se sitúa, pues, entre los peregrinos y el lector, parte de una posición distanciada de la acción de Ruperta. Se trata de una estrategia narrativa habitual en Cervantes, cuyo paradigma podría ser la descripción del patio de Monipodio en Rinconete y Cortadillo, que consiste en utilizar a los personajes en el papel de reflectores305 que filtran los acontecimientos. Sin embargo, desde el punto y hora que la ira aviva la cólera y se adueña por completo de Ruperta, el narrador desprecia la función asignada a sus personajes, con el propósito de referir la escena directamente con la propiedad, la grandilocuencia, la hipérbole y el patetismo necesarios: Todas estas insignias dolorosas despertaron su ira, la cual no tenía necesidad que nadie la despertase, porque nunca dormía. Levantóse en pie y, puesta la mano derecha sobre la cabeza del marido, comenzó a hacer y a revalidar el voto y juramento que dijo el enlutado escudero. Llovían lágrimas de sus ojos, bastantes a bañar las reliquias de su pasión; arrancaba suspiros del pecho, que condensaban el aire cerca y lejos; añadía al ordinario juramento razones que la agravaban y tal vez parecía que arrojaba por los ojos, no lágrimas, sino fuego, y por la boca, no suspiros, sino humo: tan sujeta la tenía su pasión y el deseo de vengarse. ¿Veisla llorar? ¿Veisla suspirar? ¿Veisla no estar en sí? ¿Veisla blandir la espada matadora? ¿Veisla besar la camisa ensangrentada y que rompe las palabras con sollozos? Pues esperad no más de hasta la mañana y veréis cosas que os den sujeto para hablar en ellas mil siglos, si tantos tuviésedes de vida (III, xvii, 591).

Conviene recordar que la entrañable armonía que se genera entre autor y actor, a pesar de su exageración, era la única autorizada para garantizar la unidad artística y doctrinal del modelo sentencia-ejemplo, en tanto que necesitaba estar gobernado por una sola visión: la que va de la definición a lo definido, la que teje unitariamente la teoría con el relato ejemplar. De modo que se comprende mejor ahora por qué el narrador desecha la narración interpuesta o focalizada a través de los espectadores, que le abría las puertas del perspectivismo crítico y le aseguraba la distancia artística sobre la narración del caso. La excusa para expulsarlos de la diegésis no es otra que la decisión de Ruperta de encerrarse sola en su cuarto, para calibrar y madurar la noticia 305

Véase Bobes Naves (1998: 244).

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que otro enlutado criado suyo le trae, de que Coriano, el hijo de su ofensor, acaba de arribar al mesón para pasar en él la noche. Por lo tanto, las exhortaciones introducidas directamente por el narrador mediante indicadores deícticos no se dirigen ya a los espectadores, sino al lector externo, al que anima e invita, como habían hecho primero Bartolomé y luego el anciano escudero con los peregrinos, a que prosiga con su lectura si quiere deleitarse con maravillas. Se trata, lógicamente, de una captación de benevolencia; mas en ella se trasluce también su omnisciencia sobre los hechos, en cuanto hace uso de la prolepsis narrativa para anticipar, aun revestido de misterio, el desenlace. Pero es también una llamada de atención al lector, puesto que semejante demostración de poder, de control y de omnisciencia, reforzada aun más por la matización efectuada sobre la muerte de Rubicón, viene seguida de una calculada infidencia narrativa, por la cual el narrador dice no saber «cómo se supo que había hablado a solas [Ruperta] estas o otras semejantes razones» (III, xvii, 592),306 que son las que transcribe a continuación. El quid de la cuestión se halla en el juego que el narrador ha establecido a lo largo del libro III de que no es tal, de que su labor no es la de un poeta que narra una fábula, sino la de un historiador fiel y puntual que ha de atenerse a la verdad escrupulosa de los hechos. Y de ahí los remilgos que manifiesta ahora, ya que si es un historiador y no un poeta no puede saber lo que dijo Ruperta cuando se queda sola. Parece claro que no es más que un fingimiento, pues el Persiles no solo es ficción, sino que ha sido presentado desde el principio como un libro de entretenimiento.307 Ruperta, a solas y llegada la hora de la verdad, se enzarza en una guerra civil, en un convulso torbellino de cavilaciones, dudas, tribulaciones, pensamientos, ideas y preguntas retóricas en las que encontrar una salida que sancione lo que pretende.308 Ya antes, en el juramento que había intercalado el viejo escudero en su homodiégeis, la hermosa viuda había mostrado saber que su deseo de venganza no era un sentimiento cristiano, pero que el papel que representaba social y literariamente y el punto de honra se lo imponían. Y esta es la misma justificación que halla ahora, la de formar parte del 306 La crítica a la omnisciencia del narrador que aquí se expone es la misma que expresa Sancho a don Quijote cuando le viene con la buena nueva de que «andaba ya en libros la historia de vuestra merced, con nombre de El Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha; y dice que me mientan a mí en ella con mi mismo nombre de Sancho Panza, y a la señora Dulcinea del Toboso, con otras cosas que pasamos nosotros a solas, que me hice cruces de espantado cómo las pudo saber el historiador que las escribió» (II, ii, 704). 307 Es evidente que la forzada situación traída por el narrador es paralela a la labor de cronista de Cide Hamete Benengeli. Véase Forcione (1970b: 287-289). Sobre Cide Hamete, véase el excelente análisis de Martín Morán (1990: 107-197). 308 Como ha señalado Aurora Egido, «el mundo interior surge precisamente en el silencio y solo allí urde la imaginación sus quimeras» (1994: 315).

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olimpo de las mujeres vengadoras: «Alcance yo renombre de vengadora, y venga lo que viniere» (III, xvii, 592). De manera que Ruperta, vuelta sobre sí misma, se infunde valor y reafirma la voluntad de querer desquitarse de su contrario y de aprobar con éxito que «la cólera de la mujer no tiene límite», salvaguardando así la integridad de su honra social. Con todo, el monólogo de Ruperta incide sobre un hecho que es de capital importancia en el desarrollo ulterior de los acontecimientos, cual es que su carácter no está revestido de una contextura heroica noble e inflexible, como el de los personajes que intenta emular, sino más bien lo contrario. En efecto, su caracterización etopéyica, cifrada en sus dudas y vacilaciones, evidencia que es un personaje demasiado humano. Ruperta no obra inmediatamente obcecada por el movimiento impetuoso de su venganza, sino que escudriña con voluntad de análisis su angustiosa situación y decide después de la reflexión, dejando abierta la puerta a un cambio de opinión en el curso de la acción. De este modo, la conducción de la trama, que, con gran dinamismo, suprime la situación anterior por medio de la situación nueva, está marcada por la psique de Ruperta y condicionada por ella. Le corresponde al narrador, en su función narrativa, contar con insuperable primor la estrategia vengativa ideada por la escocesa, que consiste, tras de haber sobornado a un criado de Croriano para que le facilite la entrada en su aposento, en asesinarlo con arma blanca mientras duerme. Para ello se equipa con «un agudo cuchillo» y «una lanterna de cera».309 Que en los textos de Cervantes nada sobra es un hecho ampliamente constatado, por lo que la mención que realiza el narrador de lo que estima el criado de Croriano, que «no pensó sino que hacía un gran servicio a su amo, llevándole al lecho una tan hermosa mujer como Ruperta» (III, xvii, 592-593) no puede ser gratuita; tanto más cuanto que deviene una visión profética (u otra prolepsis narrativa), que mira igualmente al desenlace. Pero esta es mucho más concreta que el ambiguo anuncio del narrador de las maravillas que aun restaban por relatarse, ya que tanto podían apuntar a la posible tragedia que se cernía sobre el hijo de Rubicón, como a la comedia amorosa en que todo se resuelve finalmente. 309

Como hemos dicho, la forma de vengarse de Ruperta concuerda en lo básico con la de la dama del relato de Guzmán, solo que cambia la hojarasca que la cubre, pues en el caso de la novela de Mateo Alemán, la artimaña vengativa que idea la señora se fundamenta sobre la aceptación de la proposición matrimonial que le había hecho su agraviador, de modo que a solas con él pueda transformar el tálamo en sepultura. Cervantes, sin embargo, elegirá el camino opuesto. Por lo demás, los objetos con los que pretende llevar a cabo su cruel venganza Ruperta, la linterna de cera y el agudo cuchillo, se circunscriben a la tradición del cuento de Cupido y Psique, en el momento en que Psique, instigada por sus hermanas, vulnera la prohibición de Cupido de verlo con el propósito de matarlo si fuera una fiera (cfr. Muñoz Sánchez, en prensa).

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El narrador, sin embargo, prosigue la adecuación de su palabra con la actuación del personaje, y así, una vez que Ruperta se esconde en el aposento a esperar la llegada de Croriano, cambia la perspectiva y adopta otra vez la función ideológica, para introducir nuevos juicios de valor sobre el caso que confirman la misógina idea seminal de partida: «¿Qué no hace una mujer enojada? ¿Qué montes de dificultades no atropella en sus disignios? ¿Qué inormes crueldades no le parecen blandas y pacíficas?» (III, xvii, 593). Pero no resulta creíble; su configuración, como en el caso de Ruperta, no está en consonancia con la dimensión seria y patética que sería necesaria, sino que prevalece su espíritu socarrón y burlón, que no encubre la humorada. Parece, por consiguiente, que los dardos envenenados del carcaj de Cervantes tienen por blanco las digresiones doctrinarias y los sermones con que se aderezaba la materia narrativa de las narraciones cortas y largas de la época, cuyo paradigma no era otro que el magnífico Guzmán de Alfarache, con esa su mixtura de consejos y consejas (que, no olvidemos, podría estar latiendo por debajo de la historia de Ruperta), como si en ellos se compendiese la verdad con mayúsculas; lo mismo que a los apriorismos y los estereotipos. Narrador y personaje llegan al cenit de su idilio en el clímax de la historia. Recuperando su función narrativa, el narrador recrea con todo lujo de detalles la escena del crimen: la llegada de Croriano y cómo se duerme casi al instante por lo molido que estaba del fatigoso viaje; la situación expectante de Ruperta, que, escondida y «sepultada en maravilloso silencio» (III, xvii, 593), busca cerciorarse de que su víctima duerme por la dilatación de su respiración; su subsiguiente aproximarse, «sin santiguarse ni invocar ninguna deidad» (III, xvii, 593), a la cama y cómo enciende la linterna para llevar a cabo el homicidio. Así, parada frente al lecho y en claroscuro, suspende el relato el narrador para introducir un apóstrofe heroico, por el que infundir ánimo a su heroína y mediante el cual funde en perfecta armonía su voz con la de Ruperta: «¡Ea, bella matadora, dulce enojada, verdugo agradable, ejecuta tu ira, satisface tu enojo, borra y quita del mundo tu agravio, que delante tienes en quien puedes hacerlo!» (III, xvii, 594). La sabiduría narrativa de Cervantes es fabulosa. La retención narrativa del cuadro así lo ejemplifica: justo en el momento en el que se alcanza la perfecta correspondencia del narrador con la coyuntura del personaje, expresada en el apóstrofe heroico, se introduce la advertencia que propicia el divorcio, la individuación del personaje y la inversión de la sentencia con el ejemplo: «Pero mira, ¡oh hermosa Ruperta!, si quieres, que no mires a ese hermoso Cupido que vas a descubrir, que se deshará en un punto toda la máquina de tus pensamientos» (III, xvii, 594).

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Pero Ruperta no le hace caso, sino que sigue su parecer, se individualiza, y mira y remira a Croriano, que transformado en un nuevo Cupido, le hace mudar súbitamente de propósito, puesto que con la vista se percibe la gracia y la belleza de la cosas y se engendra, de flechazo, el amor: «Vio que la belleza de Croriano, como hace el sol a la niebla, ahuyentaba las sombras de la muerte que quería darle y, en un instante, no le escogió para víctima del cruel sacrificio, sino para holocausto santo de su gusto» (III, xvii, 594).310 La extraordinaria inversión del apriorismo, que no solo no ha sido confirmado y ejemplificado con la experiencia concreta y particular del caso, sino que ha resultado desmentido y, por ello, puesto en solfa, pues la cólera de la mujer sí tiene límite, reforzado además con el divorcio de última hora de narrador y personaje, se completa con la desaparición de la voz narrativa a favor de la de Ruperta y con la cesación de su función ideológica hasta la culminación del caso. Su juego ahora consiste en arrebujarse en su labor narrativa y ser un fiel e impasible transmisor de la aventura amorosa de su personaje, que tendrá que resolver su caso, frente a frente, con la parte afectada: Croriano. Por consiguiente, liberación del narrador y liberación del personaje, que, en la asunción de su destino, puede emprender su propio proyecto vital. La brusca metamorfosis operada por Ruperta a causa del deseo inesperado de poseer la belleza, aunque venía sugerida por el conocimiento de lo poco cristiano que es la venganza y por la duda cuando le llega la hora de convertir el dicho en hecho, precisa desde su perspectiva íntima de una justificación racional, que también halla sostén, como no podía ser de otro modo, en el ámbito de la literatura:311 —¡Ay –dijo entre sí–, generoso mancebo, y cuán mejor eres tú para ser mi esposo que para ser objeto de mi venganza! ¿Qué culpa tienes tú de la que cometió tu padre, y qué pena se ha de dar a quien no tiene culpa? Gózate, gózate, joven ilustre, y quédese en mi pecho mi venganza y mi crueldad encerrada, que, cuando se sepa, mejor nombre me dará el ser piadosa que vengativa (III, xvii, 594-595).

310 «Una noche, después de haber cenado, que se fue a dormir el marido, ella entró en el aposento y, sentada cerca de él, aguardó que se durmiese y, viéndolo traspuesto con la fuerza del sueño primero, lo puso en el último de la vida, porque, sacando de la manga un bien afilado cuchillo, lo degolló, dejándolo en la cama muerto» (II, ii, 8, 565). Así concluye el relato que le sirve a Guzmán para ejemplificar que la venganza es propia de ánimos mujeriles, que la cólera de la mujer agraviada no tiene límite. Esto es, se consuma la venganza. Y aquí reside la gran diferencia: frente a Mateo Alemán, «Cervantes nos parece de otro planeta…» (F. Rico, 1999: 21). 311 «Disipados los humores tenebrosos de la ira, la razón sale al camino para plantear el status de la causa: ¿acaso era culpable Croriano? No, por cierto. Ruperta concluye su razonamiento dialéctico con un nuevo argumento libresco: pasará al catálogo de las mujeres ilustres en el apartado de la piadosas» (Blecua, 2006: 354).

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Dice bien Enrique Rull (2004: 943) cuando afirma que los dos soliloquios de Ruperta «están estratégicamente situados para acompañar a dos decisiones fundamentales, que son las que realmente vertebran el relato en dos partes opuestas: la venganza y el perdón». Dos temas que jalonan el Persiles de cabo a rabo, sobre todo en los libros II y III, y que están en perfecta sintonía con el cristianismo humanista e intelectualizado, basado en la libertad de conciencia, el esencialismo espiritual, la bonhomía y el uso de la razón y el sentido común, que rige la ideología amable, positiva y optimista de la novela. Esto es, el paso extremo que da Ruperta de la venganza a la conmiseración no hace sino justificar la interpolación del episodio en el seno del Persiles, en función de la relación temática que establece con el relato primario y con una buena porción de los secundarios, tales como el del rey Leopoldio de Danea (II, xiii); el de Feliciana de la Voz (III, ii-v); el de Ortel Banedre (III, vi-vii); el del conde marido de la bárbara Constanza (III, ix) y el de Ambrosia Agustina (III, xii). Puesto que en todas estas secuencias narrativas se opera la misma transformación de la venganza a la piedad y la exculpación, pero desde diferentes presupuestos. Cuenta, entonces, el narrador que Ruperta, arrepentida de su intención, vierte sin querer, y a causa de la fascinación ejercida por la hechizadora belleza del joven Croriano, la cera de la linterna sobre su pecho, provocando que este se despierte. La escena que resulta remeda situaciones típicas de la comedia y el entremés, en las que la oscuridad, la confusión y el alboroto campan a sus anchas: «Hallóse a escuras; quiso Ruperta salirse de la estancia y no acertó; por donde dio voces Croriano, tomó su espada y saltó del lecho, y, andando por el aposento, topó con Ruperta» (III, xvii, 595). Ruperta, turbada por la difícil situación en que se encuentra, demanda clemencia a Croriano, haciéndole sabedor que poco ha había tenido en un quite su vida. Lo hace en el preciso instante en que el confuso laberinto halla su hilo de Ariadna con la llegada de los criados del joven, y con ellos la luz, por cuyo resplandor «vio Croriano y conoció a la bellísima viuda, como quien vee a la resplandeciente luna de nubes blancas rodeada» (III, xvii, 595). Empero, la perplejidad del joven, motivada por la rápida escena de reconocimiento, crece. Máxime cuando cae en la cuenta de que el motivo de que Ruperta esté en su cuarto, así lo confirma el cuchillo, no es otro que el de querer vengar la ofensa cometida por su padre. Su desorientación, sin embargo, no aniquila su capacidad de respuesta, sino que prontamente reacciona para exculparse del vil atropello cometido por su progenitor, del que él, como ya había concluido Ruperta en la reflexión que justificaba su brusco cambio de planes, no es responsable, tanto más cuanto que «los muertos no pueden dar satisfacción de los agravios que dejan hechos» (III, xvii, 595). Para demostrar la sinceridad de sus palabras, Croriano se ofrece a sí mismo como esposo, en compensación por los daños causados, pues él también ha sido

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súbitamente flechado. Pero antes, pues aun no las tiene todas consigo, quiere confirmar con la experiencia empírica que Ruperta no es un fantasma, sino una mujer de carne y hueso: «Pero dejadme primero honestamente tocaros, que quiero ver si sois fantasma que aquí ha venido, o a matarme, o a engañarme, o a mejorar mi suerte» (III, xvii, 595). Bien sabía Cervantes que en el elemento humorístico y festivo residía buena parte de la esencia de la revolución en el género épico-narrativo, en su ambiguo, polifacético y ambivalente modo de dar cuenta de la complejidad humana y de su época, así como de todas sus contradicciones.312 Sea como fuere, lo importante es que Ruperta se explica, realiza una exposición de los pormenores del caso, «con el característico estilo asindético del veni, vidi, vinci» (Blecua, 2006: 356), a fin de convencer a Croriano de que «yo no quiero más venganzas ni más memorias de agravios; vive en paz, que yo quiero ser la primera que haga mercedes por ofensas, si ya lo son el perdonarte la culpa que no tienes» (III, xvii, 596). A lo que replica Croriano, de nuevo, con la oferta matrimonial, pero siempre y cuando no sea un fantasma: «Dame esos brazos –respondió Ruperta– y verás, señor, cómo este mi cuerpo no es fantástico y que el alma que en él te entrego es sencilla, pura y verdadera» (III, xvii, 596). De modo que el goce físico de los cuerpos, muy lejos de las normas tridentinas del matrimonio, sella su casamiento y permite que el narrador del Persiles emita un comentario ideológico sobre la acción contada, que confirma el triunfo del amor sobre la muerte, y que viene a ratificar que la tesis expuesta por él mismo al comienzo de la parte activa del episodio no era falsa solo porque la experiencia haya demostrado lo contrario, sino también porque el modelo narrativo en el que se sustentaba, el esquema sentencia-ejemplo, dada su artificialidad apriorística, no puede dar cuenta de la relatividad de la vida y la imprevisibilidad del ser humano.313 Solo en el modelo irónico, libre, abierto, sin horizontes y lejos de los encasillamientos genéricos propuesto por el autor tienen cabida la inversión, el triunfo de lo particular y nominal sobre lo universal, la ambigüedad y la multiplicidad de niveles de significado: «Triunfó aquella noche la blanda paz desta dura guerra; volvióse el campo de la batalla en tálamo de desposo312 «La Moira erasmiana lleva en su centro una implícita teoría del humor (humor, “locura”) que supone el nacimiento o entrada en juego de un factor decisivo para toda la modernidad literaria como corazón de ésta. Involucraba igualmente la comicidad del carnaval bakthiniano y hacía del bufón una figura cristiana, emblemática del nuevo valor ahora investido en la risa y el esparcimiento saludable del ánimo» (Márquez Villanueva, 2005: 52-53,). «En el reino de lo humano, el conquistador más bravo y cumplido ha sido el humor siempre» (Thomas Mann, 2004: 80). 313 Es lo mismo que sucede con el principio de La gitanilla, pues a la sentencia: «parece que los gitanos y gitanas solamente nacieron en el mundo para ser ladrones» (Cervantes, Novelas ejemplares, p. 31) le sigue el ejemplo de Preciosa, la gitana que no roba.

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rio; nació la paz de la ira; de la muerte, la vida y, del disgusto, el contento» (III, xvii, 596-597). Puesto que es el único que admite la vida en curso, la incorporación de la biografía,314 la dimensión humana del personaje, que ya no actúa movido por resortes externos, sino conforme a sus motivaciones íntimas y según la situación presente. De ahí que el nudo y el desenlace del episodio se muestre en directo y no mediante una narración que rememore el pasado, puesto que es el presente el que permite la mutación del carácter de los personajes y la sorpresa.

Tradición e innovación en el episodio de Ruperta: Conclusión La tradición heredada a la que remite la parte activa del episodio no es otra que la típica visita nocturna que hace la dama al caballero andante en los libros de caballerías. En primera instancia, Cervantes podría haber utilizado como fuente directa el encuentro de Carmela y Esplandián, bajo el seudónimo del Caballero Negro, recreado por Garci Rodríguez de Montalvo en Las sergas de Esplandián, capítulo XIII. Pues, como observa Enrique Rull (2004: 937), «esta escena coincide en puntos muy importantes con el relato de Ruperta: así, el motivo de la venganza, el de la espada, y el de la súbita admiración por la belleza del joven, que determina su amor y perdón». Pero se registra una diferencia de bulto: el perdón no deriva en una escena de cama, ya que Esplandián no despierta durante la secuencia y, aunque Carmela se enamora incondicionalmente de él, su amor no sobrepasa la mera complacencia de ser su amiga y consejera. Hay que decir, por otro lado, que la transformación es mucho más extrema en el caso de Ruperta que en el de Carmela, puesto que la ira y el deseo de venganza de la escocesa venían de lejos y le tocaba más de cerca, y, cuando entra en el cuarto, ya sabía que en él iba a reposar el cuerpo de Croriano. Cervantes, para completar la escena y mudar la venganza mortal en deleite carnal, recurrió a la aventura amorosa en la que una doncella ligera de ropa y con el deseo a flor de piel se persona, en la oscuridad de la noche, en la alcoba del caballero. La que le sirve de plantilla no es sino la misma que toma como modelo el género: el celebérrimo encuentro nocturno de la infanta Helisena y el rey Perión, descrita en el «comiença la obra» y el capítulo I del primer libro del Amadís de Gaula.315 Como se sabe, este tipo de escenas, que tanta polvareda levantaron entre los moralistas y detractores de los libros de caballerías, tenían como objetivo la igualación heroica entre el caballero y la dama: a él le estaba reservado mostrar su temple y valen314 315

Véase Bajtín, 1989: 462 y ss. Véase, además, lo que comenta al respecto Blecua (2006: 355).

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tía en el ejercicio de las armas, a ella en el amor; de ahí que la iniciativa en los asuntos del corazón le correspondiese a ella.316 En el caso de Ruperta, la esencia de la escena es otra, a pesar de que el tono erótico le estaba sancionado precisamente por su asimilación genética con la caballeresca. Se trata, por consiguiente, de un reactualización del tópico, ajustada a los propósitos de la historia y a las intenciones del autor.317 El sutil entramado de intertextualidades, se completa con la referencia a la fábula de Cupido y Psique, intercalado de un tirón en calidad de relato dentro del relato en los libros IVVI del Asno de oro de Apuleyo,318 ya que el contemplar el rostro a la luz de una vela y el despertar del varón por la cera vertida en su pecho, ante el embelesamiento de la dama, coinciden. Pero el homenaje al mito supone también su rectificación. Mientras que en la fábula clásica el goce sexual se interrumpe con la luz y, tras la prohibición de Cupido por la curiosidad de Psique, se transforma en un tortuoso camino de perfección que conduce al amor verdadero; en el relato de Ruperta, el amor iluminado no es otro que el que se sella con el goce físico de los cuerpos. Ley natural que enlaza matrimo316

«El protagonista del libro de caballerías tiene, en la mayor parte de los casos, una intensa vida afectiva, y su vulnerabilidad emocional corre parejas con su inmensa fortaleza física» (Carrasco Urgoiti, 2001: 18). 317 La parte activa del episodio de Ruperta y Croriano forma parte asimismo del entramado de historias cervantinas que son una falsilla de la visita nocturna de los libros de caballerías, pergeñadas sobre el modelo de la de Helisena al cuarto de Perión del Amadís. Se trata, en fin, de una variante. Las más alejadas son los fragmentos caballerescos que inventa don Quijote: el del Caballero de la Sierpe (I, xxi) y el del Caballero del Lago (I, l), dado que son los más próximos al canon. Pues, efectivamente, don Quijote sabe, como experto en libros de caballerías, que la llegada de un caballero andante a un castillo, palacio o corte, acarrea, entre otras circunstancias, la irrupción del amor, el prendamiento de una doncella y la consiguiente entrevista en la cámara del héroe. Sin embargo, lo que conoce solo desde la ficción, se mudará en una prueba real que pondrá en jaque su entereza y su fidelidad. Como se sabe, la primera visita de una doncella que le toca padecer no es otra que la de Maritornes (I, xvi). Se trata de una parodia feroz de la visita de Helisena a Perión, que con la historia de Ruperta semeja el espacio: la venta, la nocturnidad, el hecho de que la visitante entra en el aposento con una intención determinada que resulta lo contrario, el revoltillo, el desconcierto y los espectros. Pero no es Maritornes la que hace peligrar la fidelidad absoluta de don Quijote, sino Altisidora, la aviesa doncella del palacio de los duques. La tentadora por excelencia del hidalgo manchego acometerá el asedio amoroso en varias fases, cuya culminación no es otra que la visita nocturna. Las concomitancias con el caso de Ruperta de nuevo giran en torno a la nocturnidad y al fracaso de la intención inicial que escondía el personaje femenino: ni Altisidora seduce a don Quijote, ni Ruperta asesina a Croriano; pero también en que ambas, más acusado en el caso de la doncella de la duquesa, representan un papel libresco: Altisidora, el de la doncella que pondrá a prueba la integridad moral y física del caballero; Ruperta, el de la cruel vengadora. Antes de la visita nocturna de Altisidora a la estancia de don Quijote y mientras dura el asedio, el caballero es interrumpido en mitad de la noche por doña Rodríguez, la dueña de honor del palacio de los duques (II, xlviii). Se trata de una de las secuencias narrativas más brillantes e hilarantes de Cervantes, a causa de la sorpresa, los malentendidos, las castas previsiones que adoptan los dos cincuentones, los fantasmas y la opereta bufa final. El hecho es que doña Rodríguez no viene a tentar al caballero, sino a pedirle una merced, una demanda de socorro. Las concomitancias con el caso de Ruperta, por consiguiente, estriban en la nocturnidad, en la incongruencia, en las tocas que visten las dos féminas, en los espectros y en el pandemónium en que deviene la escena. 318 Véase Muñoz Sánchez, en prensa.

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nialmente a los amantes según la ideología humanista del autor, que desprecia tanto las fórmulas legales como las religiosas.319 Aceptación del cuerpo y de la vida, que no es sino una de las lecciones esenciales que encierra este soberbio libro que es el Persiles, y que es la que tendrá que aprehender la heroína, Auristela, en su debate entre el amor divino y el humano. Cabe decir, pues, que evocar la tradición (la clásica y la popular de los libros de caballerías), para rectificarla corresponde al esfuerzo más auténtico de Cervantes, que así proyecta su voluntad de renovación sobre el futuro.320 En efecto, Edward C. Riley (2001: 188-191) ha explicado convincentemente que la novela moderna nace en el seno del romance, es un desplazamiento realista de este motivado por su divorcio con la actualidad contemporánea, al estar instalado en un pasado remoto y atemporal; un procedimiento de función correctiva del romance que incluye la parodia. Y, efectivamente, esa es la empresa acometida por Cervantes en el episodio de la bella Ruperta. Ha diseñado una historia de clara ascendencia caballeresca, aunque toma también motivos de la tradición clásica, y la ha moldeado bajo la forma de un episodio verdadero, escindido en dos partes diferenciadas: una esencialmente narrativa y otra mostrada en directo, en la que la segunda responde al modelo didáctico medieval de sentencia-ejemplo, que seguía vivo en la literatura doctrinal de la época y que había sido renovado magistralmente desde la autobiografía ficticia por Mateo Alemán, en el Guzmán de Alfarache. De manera que la narración en directo de los acontecimientos no camina seguida y sin rupturas, sino que aquí y allá el narrador externo la suspende para dar entrada a sentencias, lucubraciones teóricas y apóstrofes. La fusión de estos elementos, sin embargo, no es más que el punto de partida, pues Cervantes los lleva al límite al trasponerlos, desde la artificialidad huera del ideal y el apriorismo, al plano de la vida y el problemático existir. Para realizar esta operación recurre a la infidencia del narrador, el carácter humano del personaje, la parodia, la burla y la ironía. El resultado no es otro que la liquidación de tales elementos, su renovación y superación en un molde nuevo que, andando el tiempo, ha dado en llamarse novela moderna. El episodio de Ruperta, en definitiva, no solo se erige sobre la tradición literaria anterior para superarla, sino que mantiene una fecunda dialéctica, basada en la reescritura o intratextualidad, con el resto de la producción literaria de Cervantes y, a menor «Estas prescripciones eran… por Cervantes… infringidas como filósofo, porque el matrimonio pretridentino era para él el ayuntamiento de un hombre y una mujer que amorosamente se disponían a vivir juntos, forma de nupcias que prefería» (Américo Castro, 1972: 312, n. 57). 320 Cervantes se convierte en «historiador de la literatura, para incluirse en ella y que los futuros historiadores conociéramos con exactitud su lugar en la serie literaria y cómo había sido capaz de superar a sus modelos en ejemplar competencia» (Blecua, 2006: 340). 319

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escala, con el Persiles, donde halla su ubicación y su justificación. Pero sobre todo es, en sí mismo, una joya literaria que encierra todo el potencial artístico y la incansable labor de experimentación del escritor, su apertura de miras y su ambigüedad liberadora, pues, de acuerdo con Alberto Blecua (2006: 360-361): En este episodio puede verse un microcosmos del universo cervantino… Era, ese desarrollo trágico, lo esperado en el género. Pero Cervantes, maestro de la suspensión y del análisis de las pasiones –de personajes y lectores–, da, de improviso, una solución inesperada: los afectos patéticos se transforman, por fuerza del amor, en suaves y cómicos. De las tinieblas a la luz. El episodio se cierra como una comedia, como un cuento, con bodas y regocijos de criados. Sí, se celebra el triunfo del individuo sobre el género, de la libertad sobre la coacción social –la honra en este caso–, de la risa al llanto, del amor contra el odio, de la vida sobre la muerte. Este episodio está escrito, ¡quién lo iba a decir!, en los últimos días de vida de Cervantes… Pero no hay en él nostalgia ni melancolía… admirable ser humano.

aNálisis del episodio de isabela castrucho, la loca de luca Los trabajos de Persiles y Sigismunda, historia septentrional (Madrid, 1617) se conforma alrededor de dos elementos que determinan su tema y su composición: el amor y las aventuras viajeras. En efecto, la historia de los virtuosos amantes Periandro y Auristela no es sino la búsqueda de una ortodoxia de los sentimientos, con una fuerte tonalidad moral de trasfondo de corte neoplatónico, luego de haberse originado un conflicto que es el responsable de poner en marcha la acción de la novela. Periandro se enamora de Auristela, y su amor, por las circunstancias en la que se genera –ella está destinada a ser la esposa de su hermano mayor, el príncipe Magsimino de Tule–, les obliga, instigados por su madre, la reina Eustoquia, que, al favorecer al segundón, obra en flagrante perjuicio de su primogénito, a emprender un viaje que es al mismo tiempo una huida, disfrazado de un «voto de venir a Roma a enterarse ella de la fe católica, que en aquellas partes setentrionales andaba un poco en quiebra, jurándole primero Persiles que en ninguna manera iría en dicho ni en hecho contra su honestidad» (Cervantes, Persiles y Sigismunda, IV, xii, 703). Durante el trayecto, a causa de su portentosa belleza y de los múltiples vaivenes de la fortuna, así como a veces de sus propios procederes –como los prontos celosos de Auristela–, se ven envueltos en un laberinto de aventuras y peligros que pone en jaque sus vidas lo mismo que su amor, y del que salen triunfadores gracias a su tenacidad y fidelidad amorosas, a su carácter

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paciente y sufriente, al uso de la mentira, el engaño y el disfraz y a su confianza en la Divina Providencia. Pero que no son sino los necesarios trabajos que han de padecer para acrisolarse y hacerse acreedores de la dicha y la felicidad final que sella su unión. De modo que su proceloso viaje deviene una peregrinación de perfección amorosa y espiritual en permanente roce con el mundo, con diferentes modelos sociales y con numerosos casos de amor de naturaleza dispar. El viaje de Periandro y Auristela, como se sabe, comprende el agitado y dilatado itinerario que separa la isla semilegendaria de Tule de la ciudad de Roma, el cual se desarrolla de norte a sur por los gélidos mares septentrionales del continente europeo, repletos de islas, en su mayoría, fantásticas e incidentes varios, y de oeste a este por los polvorientos caminos meridionales de los países latinos, con sus ciudades y villas, sus ventas y mesones, sus casas y centros de devoción, su realidad ambiental y circunstancial a cuestas. El camino por tan vasto mapa se corresponde con el intento de Cervantes de conformar la novela total, aquella que, simultáneamente, atendiera a la relación del género humano con la divinidad y explorara el problemático existir de los hombres en la historia, en la sociedad y consigo mismo. Para conseguir tamaño propósito, el autor se vio en la obligación de tener que completar la trama que vertebra la novela con la interpolación de una galería de episodios que diera cuenta de aquello que es territorio vedado en la acción medular. Siempre fiel a la tradición, Cervantes encontró la sanción de este modelo estructural en la antigüedad grecolatina así como en la teoría y en la práctica literaria de su tiempo; pero siempre nuevo y original, fue un paso más allá por la cantidad de relatos que incorpora, lo que no respondía sino al intento experimental de combinar el vanguardista concepto de épica en prosa, renovado al calor de la exhumación y difusión de la novela helenística signada en la Historia etiópica de Heliodoro, con la novela corta. De tal suerte que en el Persiles, aun más que en Don Quijote de la Mancha, confluyen todos los géneros narrativos del periodo, al tiempo que se entreveran diferentes estilos, registros, niveles de escritura y personajes, pero perspicazmente combinados y armonizados en tanto que se produce una ponderada adecuación de fondo y forma. Empero, el Persiles no es únicamente la narración de una historia que aspira a cifrar en sus páginas el universo todo, sino también una reflexión sobre la literatura, sobre el estatuto ficcional de la propia obra, por lo que resulta ser, como Don Quijote y el entramado novelesco de El casamiento engañoso y El coloquio de los perros, una metanovela. Pues, efectivamente, al lado de la materia narrativa, y como complemento diegético y juego literario, se introducen comentarios y lucubraciones teóricas que inciden sobre la acción contada, ya para justificarla, ya para, no sin ironía, ponerla en

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solfa. Como cabía esperar, el precepto (neo)aristotélico de la variedad en la unidad suscita no pocas intervenciones directas del narrador externo en forma de reflexiones metanarrativas, que, sin embargo, se pueden condensar en una sola: Las peregrinaciones largas siempre traen consigo diversos acontecimientos y, como la diversidad se compone de cosas diferentes, es forzoso que los casos lo sean. Bien nos lo muestra esta historia, cuyos acontecimientos nos cortan su hilo, poniéndonos en duda dónde será bien anudarle; porque no todas las cosas que suceden son buenas para contadas y podrían pasar sin serlo y sin quedar menoscabada la historia. Acciones hay que, por grandes, deben callarse y otras que, por bajas, no deben decirse, puesto que es excelencia de la historia que cualquiera cosa que en ella se escriba puede pasar, al sabor de la verdad que trae consigo; lo que no tiene la fábula, a quien conviene guisar sus acciones con tanta puntualidad y gusto, y con tanta verisimilitud, que, a despecho y a pesar de la mentira, forme una verdadera armonía (III, x, 526-527).

Una aproximación al libro III de Los trabajos de Persiles y Sigismunda El libro III del Persiles321 comprende la práctica totalidad del viaje terrestre de los héroes de la novela, pues comienza con la llegada de Periandro, Auristela y la familia del español Antonio a Lisboa y concluye en la ciudad italiana de Luca, muy cerca de Roma, la meta de la peregrinación. El camino por una geografía reconocible y familiar, frente a la parte septentrional, supone la práctica desaparición de las aventuras vinculadas al espacio marino, imaginario y ajeno: ya no hay tormentas, naufragios, raptos, añejas profecías, crueles sacrificios, terribles experiencias que amenazan la vida, piratas, bárbaros salvajes, etc.; aunque los héroes se verán envueltos en situaciones apremiantes y no faltarán las falsas muertes, ya no volverán a separarse. Su tránsito es, por consiguiente, mucho más reposado y tranquilo, máxime cuando viajan desembarazados de pretendientes amorosos que turben su sosiego, entereza y fidelidad amorosa.322 Signo de ese viraje es el cambio de indumentaria de los héroes, que abandonarán sus exóticas vestimentas originarias por el hábito de peregrinos, cuyo motivo principal 321 Véase, por ejemplo, Romero Muñoz (2004: 37-42), Lozano-Renieblas (1998: 111-117, 121-124 y 171188), Deffis de Calvo (1999: 82-96), Rey Hazas y Sevilla Arroyo (1999: XX-XLV), Baquero Escudero (2013: 173-195), Canavaggio (2014: 235-251) y aquí los capítulos II, III y IV de la segunda parte. 322 Así, comenta Aurora Egido (1994: 262): «el amor de Periandro y Auristela apenas si cuenta en su paso por Portugal y España, sino los sucesos que acontecen en su peregrinar».

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no es otro que el intento de pasar inadvertidos en su trayecto hacia Roma. Es preciso matizar que el entorno identificable lo es para el escritor, que ve coartada su libertad ficcional, e igualmente para el lector; no en cambio para los protagonistas, todos ellos nacidos en el norte de Europa, excepción hecha del español Antonio. De manera que su viaje deviene una especie de recorrido turístico,323 si bien muy especial en razón de que, más que pasar por las grandes urbes del presente contemporáneo, lo que realizan es un viaje a través de la historia romano-visigoda de la zona,324 que, ya en Francia e Italia, se desarrolla por la «vía francigena» o peregrinatio maior,325 de conocimiento y aprendizaje. Este hecho, unido a la disminución considerable de las peripecias, acarrea que Periandro y compañía mantengan cierta distancia ante lo que observan, que su papel en no pocas ocasiones no sea más que el de espectadores de un mundo que desconocen y están descubriendo y asimilando o identificando con lo leído en libros.326 Por otro lado, frente al zigzagueante y nebuloso viaje por las aguas del Atlántico norte del libro I y al estatismo de los libros II y IV, que se desarrollan en su práctica totalidad en derredor de un espacio único: la isla del rey Policarpo y Roma, respectivamente, el itinerario terrestre del libro III presenta un esquema completamente lineal: el del camino. El cual, conforme a la idoneidad de la estructura itinerante, facilita tanto los encuentros causales como la diversidad social,327 e igualmente las detenciones en 323 De hecho, Lozano-Renieblas (1998: 115) indica que el itinerario meridional equivale a «lo que hoy llamaríamos rutas turísticas…, todos los lugares están ordenados en el camino de acuerdo con el referente real y siguiendo las recomendaciones de las guías». 324 Nerlich (2005: 161) señala que «el mapa que Cervantes pone ante nuestros ojos no es de la España de Felipe III, sino el mapa histórico de la España antigua y visigoda, por ejemplo, el que publicó Abraham Ortelius, aleccionado por Arias Montano, en 1586… El camino que toman los viajeros llegados del septentrión corresponde a la vía romana que lleva de Lisboa a Narbona, pasando por Toledo, Valencia, Barcelona (y Perpiñán, que todavía no se llamaba así)». 325 Scaramuzza Vidoni (1998: 148-149) señalaba que la ruta meridional de Lisboa a Roma es deudora de «la llamada literatura odepórica»; un viaje que se desarrolla «en la península ibérica a lo largo de caminos bien definidos, y después en Francia e Italia, en el eje de la peregrinatio maior, la “vía francigena” que llegaba hasta Roma y después proseguía siempre por tierra hasta Bari, donde los peregrinos se embarcaban a Jerusalén». 326 Así, a causa de que «las lecciones de libros muchas veces hacen más cierta esperiencia de las cosas que no las tienen los mismos que las han visto, a causa de que el que lee con atención repara una y muchas veces en lo que va leyendo, y el que mira sin ella no repara en nada, y, con esto, excede la lección a la vista» (III, viii, 505), Periandro realiza, al paso por el Tajo y Toledo, el elogio del río y de la ciudad, cantados por el «jamás alabado como se debe poeta Garcilaso de la Vega» (III, viii, 504), antes que un español, vecino del Quintanar, como Antonio el padre. 327 Recuérdese que Bajtín (1989: 394) argumentaba que «el “camino” es el lugar de preferencia de los encuentros causales. En el camino…, en el mismo punto espacial y temporal, se intersectan los caminos de gente de todo tipo: de representantes de todos lo niveles y estratos sociales, de todas las religiones, de todas las nacionalidades, de todas las edades… Aquí se combinan, de una manera original, las series espaciales y temporales de los destinos y vidas humanos, complicándose y concertándose por las distancias sociales, que en este caso están superadas…

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determinadas poblaciones, en ventas, mesones o posadas, en casas particulares y en algún que otro templo. De modo que la ausencia de aventuras y el papel de espectadores ante un mundo ajeno de los héroes se suple, merced al esquema lineal del camino, con la variedad episódica, con el incesante surgimiento de episodios narrativos, que, de algún modo, refieren y reflejan la circunstancia social y ambiental del lugar en el cual se desarrollan. Es conveniente señalar, empero, que no todas las paradas engendran historias laterales, puesto que algunas no son sino el recibimiento y el agasajo que se dispensa al escuadrón de peregrinos «peregrinos», como sucede, pongamos, durante la permanencia de los héroes en la casa del Corregidor de Badajoz (III, ii). Hay que tener en consideración, además, que las sucesivas escalas del viaje en casas, ventas o poblaciones desempeñan el propósito de ir sembrando la fama de los protagonistas, de la que se hará eco el príncipe Arnaldo cuando recorra punto por punto el mismo itinerario, a la par que ir allanando futuros acontecimientos que se desgranarán en el libro IV, como lo concerniente al retrato de Auristela que pinta de memoria el acechador de bellezas del duque de Nemurs (III, xiii). Con todo, la mayor parte de los altos y de los encuentros principian una historia particular,328 si exceptuamos la detención del grupo en el Quintanar de la Orden en casa de Diego de Villaseñor (III, ix), en donde se culmina, con la vuelta a casa, el episodio del español Antonio; así como cuando se combinan los dos elementos, de forma que los relatos subordinados comienzan con un encuentro en el camino y prosiguen, de seguida o más tarde, con la detención de los héroes en un espacio concreto.329 La composición del libro III se suele distribuir en dos secciones delimitadas geográficamente:330 por un lado, la parte del camino que transcurre en los reinos peninsulares (III, i-xii); por otro, la que se desarrolla en territorio francés e italiano (III, xiii-xxi). Como motivos se aducen que los peregrinos se limitan a ser los espectadores de excepción de las historias que se desencadenan en la Monarquía Hispánica, mientras que se implican hasta la médula en las de las comarcas franco-italianas; que a su paso por España el grupo de peregrinos no se modifica, justo lo contrario de lo que sucede en Francia, en donde el escuadrón se va engrosando con la incorporación de nuevos perEl camino es especialmente adecuado para la presentación de un acontecimiento dirigido por la casualidad… Así se hace claro el importante papel temático del camino en la historia de la novela». 328 Como sucede en los episodios de Mari Cobeña y Tozuelo (III, viii), de los falsos cautivos (III, x), de Rafala (III, xi), del mesón de Perpiñán (III, xiii), de Claricia y Domicio (III, xiv-xv) y de Ruperta y Croriano (III, xvi-xvii). 329 Así, en los episodios de Feliciana de la Voz y Rosiano (III, ii-v), de Ortel Banedre y Luisa (III, vi-vii, xvi, xviii-xix), de Ambrosia Agustina (III, xi y xiii) y de Isabela Castrucho (III, xix y xx-xxi). 330 Véase, por ejemplo, Romero (2004: 38-40), Lozano-Renieblas (1998: 114-117) y Rey Hazas y Sevilla Arroyo (1999: XXX-XXXVI).

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sonajes; que el tono marcadamente realista o costumbrista de los sucesos acecidos en suelo español se muda, nada más adentrarse en el país galo, por otro que tensa al límite el principio de la verosimilitud; que si desde Lisboa hasta Perpiñán el grupo camina a pie, a partir de Francia, en concreto desde la casa de Claricia, lo harán a caballo. Pese a que esta compartimentación resulta muy sugerente, principalmente por el notable viraje que experimenta la narración con el paso del suelo español al francés, en relación sobre todo con el tipo de verosimilitud que opera en cada territorio, así como porque el conflicto medular empieza a recuperar cierta primacía narrativa, en lo demás cabe poner no pocas objeciones. Por lo pronto, el escuadrón de romeros sí sufre alteraciones en su conformación durante el trayecto por la península Ibérica, por cuanto Antonio el padre y Ricla detienen su andadura en el Quintanar, en donde, a las dos parejas de hermanos, la fingida de Periandro y Auristela y la verdadera de Antonio el hijo y Constanza, se les une Bartolomé el manchego al cuidado del bagaje, quien después protagonizará su propia historia al lado de Luisa la talaverana. Y lo mismo sucede en lo concerniente a la actuación y vinculación de los héroes en las diversas historias. Es verdad que la implicación de los peregrinos varía de unos sucesos y episodios a otros, pero no que se registre una nítida demarcación en su comportamiento entre España y Francia-Italia. Ellos son los depositarios del hijo y de las joyas de Rosanio y aceptan a Feliciana de la Voz como compañera de peregrinaje, aunque sean los pastores de la majada y los dos caballeros trujillenses los que humana y activamente se impliquen en el caso de amor de los jóvenes extremeños; se ven envueltos, sin querer, en la muerte de don Diego de Parraces en una floresta extremeña; Periandro aconseja ilustradamente a Ortel Banedre a propósito del matrimonio cristiano para que no castigue, sino que perdone a Luisa por el adulterio perpetrado; el episodio de los falsos cautivos es más eficaz con la presencia de los peregrinos, habida cuenta de que su cabal significación se halla precisamente en el contraste de sus respectivos lienzos, uno apócrifo y otro verdadero, es decir: en la confrontación, desde el ámbito de la pintura y en satisfacción del lema horaciano del ut pictura poiesis, de la poesía y la historia, de la ficción y la vida; se pone en peligro su integridad en la razia turco-berberisca del episodio de Rafala; ya en Francia, Periandro por un lado y Antonio el hijo por otro salvan a los vástagos de Claricia y a Feliz Flora, respectivamente, poniendo en peligro su vida; Constanza, en cuanto tesorera del grupo, muestra su caridad con el preso que resultará ser Ambrosia Agustina, lo mismo que con la familia del pobre que se juega la libertad a cambio de la manutención de sus hijos y su mujer en el mesón de Perpiñán, mientras que, como adivina, reconoce a Luisa la talaverana, a la que aceptan en su grupo en una posada francesa; Auristela, Constanza, Ruperta y Feliz Flora, por fin, ayudan en lo que pueden a Isabela Castrucho para que su historia de amor arribe a buen puerto. Su participación

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en los distintos episodios y sucesos, si bien en distintos grados, se da, por consiguiente, igual en España que en Francia e Italia. Es más, en las dos únicas historias en las que su intervención se reduce exclusivamente a la de meros concurrentes de excepción son en la de Mari Cobeña y Tozuelo, acaecida en La Sagra de Toledo, y en la de Ruperta y Croriano, que ha lugar en un mesón de la dulce Francia, solo que se extrema en el caso de los escoceses puesto que ni siquiera ofician como espectadores en el desenlace. Quizá no esté de más recordar que la participación de los héroes principales de la novela y sus dos acompañantes, los hermanos Antonio y Constanza, en los episodios no es menos activa en el libro III que en los anteriores; no constituye justamente un factor distintivo, ya que hay casos en los que su labor no sobrepasa la de ser meros receptores orales de biografías ajenas.331 La morfología del libro III es la más elástica, excéntrica, abierta y variada de Los trabajos de Persiles y Sigismunda, a causa tanto de la proliferación de secuencias narrativas laterales como de la inusitada carencia de relieve diegético de la historia principal. Ello se debe a que, como reconocía el Pinciano en el progreso del nudo y el desenlace narrativos, «parece imposible en obras largas ir siempre apretando sin quebrar» (Philosophía antigua poética, p. 213). Mas igualmente a la intención del autor de querer referir y reflejar críticamente, a la manera del Quijote y de las Novelas ejemplares, la situación histórico-social de la Monarquía Hispánica. De modo que, a través de los episodios, encara y pasa revista a los problemas contemporáneos más acuciantes, desde el matrimonio cristiano, la honra social y la situación de la mujer, hasta el alojamiento obligado de los tercios en los pueblos, villas y lugares, las delicadas relaciones hispano-turcas y la expulsión de los moriscos; poniéndolos ante los ojos de los amantes nórdicos, los cuales pueden constatar de primera mano que los males y pesares de los hombres en los modelos sociales tenidos por bárbaros no son desemejantes de los de los reinos peninsulares y, por extensión, de los civilizados y católicos países del mediodía europeo. No de otro modo, la «alma ciudad de Roma» a la que arribarán fulgirá antes por ser el reino de la corrupción, la prostitución, la superstición y la vanidad que el cielo de la tierra.332 No obstante lo dicho, la cohesión de la materia narrativa del libro III se mantiene gracias a la rica variedad de modos de engarce que ensaya el escritor a la hora de integrar las distintas secuencias narrativas secundarias y a la vinculación temática que mantienen tanto entre sí como con respecto a la trama primera. Dos son los temas 331 Como sucede en los episodios de Rutilio (I, viii-ix), Manuel de Sosa (I, x), Sulpicia (II, xiv) y Renato y Eusebia (II, xix-xxi). 332 Véase, desde diversas perspectivas, Pelorson (2003: 49-58), Redondo (2004: 91), Armstrong-Roche (2009, 2011 y 2016), Canavaggio (2014: 250-251) y Ghia (2015).

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que se repiten con mayor frecuencia: el perdón de las ofensas y el amor. El primero es observable en el episodio de Feliciana, en el de Ortel Banedre, en el incidente que acaba con la vida del conde marido de Constanza, en el de Ambrosia Agustina y en el de Ruperta. El segundo, aparte de mostrar sus varias caras, se ramifica en una multiplicidad de subtemas relacionados, como el matrimonio, la libertad de los hijos a la hora de escoger cónyuge, la aceptación del cuerpo y el sexo, la inserción de los amantes en el ciclo de la vida, la autodeterminación de la mujer, etc., los cuales de un modo u otro afecta a la mayoría de las historias. Un ejemplo que ilustra lo dicho lo constituye el episodio de Isabela Castrucho y Andrea Marulo. Pues, efectivamente, su historia de amor, como veremos detalladamente, no se engarza en la trama primera sino siguiendo el principio compositivo expuesto bajo las leyes que operan en el viaje terrestre por el Mediodía europeo (un encuentro y un alto en el camino); su justificación viene dada por vinculación temática, a través del diálogo que mantiene tanto con la historia principal como con parte de la materia narrativa interpolada. Sin embargo, más allá del Persiles, el episodio novelesco manifiesta una tupida red de nexos intratextuales con el resto de la producción literaria de Cervantes, como veremos a continuación.

Análisis estructural y temático del episodio de Isabela Castrucho El episodio de Isabela Castrucho y Andrea Marulo se articula en torno a dos impulsos narrativos, que, segmentados por el relato de primer grado, y conforme a su índole dispar, lo estructuran en dos partes nítidamente diferenciadas. El primero, acaecido en el capítulo xix, es una acción mostrada en el presente narrativo de la novela, cuya construcción gira alrededor del motivo de un encuentro en el camino: el de un grupo de ocho personas a caballo y un rezagado con el escuadrón de peregrinos a la salida de la cueva de Soldino; su función no es otra que la de principiar la historia con la presentación no menos sesgada que enigmática así de la protagonista como del conflicto. El segundo, que comprende los capítulos xx y xxi, tiene lugar poco tiempo después en un espacio diferente; su irrupción en la fábula se debe a la interrupción del viaje de los peregrinos en su marcha hacia Roma por la llegada a uno de los lugares y de las edificaciones que lo jalonan: la posada de Luca. Representa la parte principal del episodio por cuanto es donde alcanza su desarrollo narrativo completo. Su morfología, habida cuenta de la mixtura que exhibe de narración y acción, es bastante más compleja que la primera; si bien prepondera la presentación viva de los acontecimientos sobre los contados, la combinación de los dos elementos sirve para delimitar la trama de esta

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segunda parte en dos, que se avienen con los capítulos xx y xxi. Aunque el capítulo xx es principalmente una acción mostrada, se recurre, debido a la distorsión cronológica de la secuencia episódica, que da comienzo in medias res por el nudo de la historia, al proceso activador de la memoria333 para exponer los antecedentes del caso mediante la relación homodiegética-intradiegética explicativa de un personaje, Isabela; el xxi, por su parte, es la prosecución del nudo y el desenlace representados en el plano básico de los acontecimientos generales. Después, ya en el capítulo i del libro IV, se registra una muletilla final en que los personajes principales comentan, sin enjuiciarlo, el episodio. La disposición fragmentaria de la secuencia episódica en dos impulsos narrativos, como hemos comentado, es recurrente a lo largo del libro III. Pero es con el episodio de Ambrosia Agustina (xi y xii) con el que más paralelismos guarda: en ambos casos la historia se inicia con el misterioso encuentro en el camino de los amantes nórdicos y sus acompañantes con la protagonista (Ambrosia, Isabela), sobre la cual ofrece un testimonio incompleto y recóndito un informador (el soldado a caballo y uno de los arcabuceros, el rezagado); continúa tiempo después con su llegada a una población (Barcelona, Luca) y su detención en ella en un espacio concreto (la casa de Ambrosia, la posada de Luca). Por supuesto que entre ambos episodios hay diferencias importantes, en especial en lo que respecta al desarrollo de la historia, ya que es más enrevesada la acción de Luca que la de Barcelona, la cual básicamente se reduce al relato primopersonal de Ambrosia Agustina, dado que al arribar a las playas de la ciudad condal su caso ya está concluido, de modo que la parte final da comienzo in extremas res, al contrario que la de Isabela que lo hace in medias res. El mismo esquema de inserción exhibe el episodio del italiano Rutilio (I, vi y viii-ix), en virtud de que su historia se divide, primero, en su presentación indirecta por varios prisioneros de la isla mazmorra y, después, en el cuento de su vida contando por el mismo, a instancias del español Antonio, en el marco de la isla despoblada. Este modelo de articulación estructural de un relato subordinado en la fábula ya había sido ensayado por Cervantes, en sus líneas mayores, con anterioridad. El primer ejemplo lo constituye el episodio trágico de Lisandro y Leonida de La Galatea (libro I), pues se compone igualmente de una acción mostrada en la diégesis que se suspende para ser continuada por extenso un poco después; solo que cambian los elementos, pues no irrumpe en la trama pastoril mediante un encuentro como en los casos de Ambrosia e Isabela, sino con una acción que se corresponde con el desenlace de la historia: la muerte a cuchillo de Carino por Lisandro, presenciada por los pastores Elicio y Erastro; luego, sucede la relación homodiegética-intradiegética de 333 Sobre este aspecto en el Persiles, véase Aurora Egido (1994: 285-306) y, desde otro ángulo, LozanoRenieblas (2002).

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Lisandro para explicar las circunstancias de su caso a Elicio, tras encontrarse en una floresta a mitad de la noche. La forma de la segunda parte del episodio de Lisandro es la misma que la de Ambrosia Agustina, puesto que prácticamente ambas son de naturaleza narrativa. En El ingenioso caballero don Quijote de la Mancha se registran dos casos de parecido acoplamiento técnico. El primero de ellos es el episodio de los alcaldes rebuznadores (xxiv, xxv y xxvii). Como se recordará, el relato subordinado empieza igual que los de Ambrosia e Isabela: un encuentro en el camino de los héroes principales con uno o varios de los personajes episódicos (en este caso, el cruce de don Quijote y Sancho con el joven que porta las lanzas y las alabardas); continúa con la detención de los héroes en un espacio único (aquí con la llegada a la venta de Maese Pedro), donde se cuenta la historia, los antecedentes del caso. La diferencia está en que el desenlace de este episodio quijotesco está separado narrativamente del relato homodiegético. Esto es, el episodio se dispone en tres impulsos narrativos diferentes delimitados por la trama medular. Con todo, el esquema resultante es muy parecido al de la historia de Isabela: encuentro-narración intradiegética-acción. El segundo de ellos es el episodio del morisco Ricote y su hija Ana Félix (liv, lxiii y lxv). De vuelta de su aventura del gobierno de la Ínsula Barataria al castillo de los duques, Sancho se topa en el camino con un grupo de falsos peregrinos, siendo reconocido por uno, que resulta ser Ricote, el tendero morisco de su aldea, con el que habla afectuosamente, intercambian informaciones a propósito de sus singladuras y, luego, se despiden. Esto es, se repite el motivo del encuentro, pero ahora la diferencia radica en que, a causa del conocimiento y familiaridad de los encontrados, se trata de un proceso de agnición. Tiempo después, cuando don Quijote y Sancho son recibidos con los más altos honores y homenajeados en el puerto de Barcelona por los próceres de la ciudad, el episodio prosigue con la llegada intempestiva de Ana Félix en un bajel turco en el que, disfrazada de varón, oficia de arráez; la bella morisca cuenta las particularidades de su caso, al tiempo que se reencuentra con Ricote, su padre, que, por puro azar narrativo, se halla a la sazón en tal lugar. De modo y manera que al encuentro de Ricote y Ana Félix le sigue, con la llegada y estancia de los personajes principales a una población, una narración homodiegética. Lo que ocurre es que, como en el episodio de los alcaldes rebuznadores, el desenlace acaece en otro golpe narrativo distinto y separado por la acción primera. Pero en lo básico presenta el mismo esquema que el episodio de Isabela y Andrea. Todos estos ejemplos, en definitiva, responden al mismo patrón morfológico de engarce y desarrollo de un episodio sobre la fábula que le sirve de marco, solo que Cervantes hace variar la forma de unos casos a otros, experimenta con distintas posibilidades combinatorias que inciden en la particularidad de cada uno dentro del conjunto. No repite; se reescribe.

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El anuncio de un nuevo episodio: el encuentro con el grupo de la dama de verde A punto de abandonar la prodigiosa cueva de Soldino para encaminarse a Roma por el derrotero que les ha indicado el sabio astrólogo español,334 el hermoso escuadrón de peregrinos se topa con un grupo de personas, del que sobresale, por su atavío, una dama: Estando en esto, vieron venir por el camino y pasar por delante dellos hasta ocho personas a caballo, entre las cuales iba una mujer sentada en un rico sillón y sobre su mula, vestida de camino, toda de verde, hasta el sombrero, que con ricas y varias plumas azotaba el aire, con un antifaz, asimismo verde, cubierto el rostro (III, xix, 605-606).

Dado que se trata de una acción directa, la presentación del grupo y de la dama de verde le corresponde al narrador extradiegético-heterodiegético del Persiles; mas no la efectúa desde una posición de omnisciencia, sino que se acerca a sus personajes principales, se pone a su mismo nivel de conocimiento de los hechos o parte de una posición de aquiescencia para describir la escena. La utilización de este recurso por parte del narrador sirve para crear y potenciar expectación y suspense en los personajes lo mismo que en lector, en tanto que la información que se brinda es la misma que tienen los personajes principales de la novela, y podemos adelantar que esta será la tónica de todo el episodio. De hecho, para la presentación del encuentro, el narrador utiliza a los personajes en la función narrativa de reflectores («estando en esto, vieron»). Es discreto señalar que esta perspectiva narrativa o modo de decir del narrador es la que prevalece a lo largo de todo el libro III del Persiles. Así, pongamos por caso, los puntos de vista del narrador, de los personajes y del lector están estrechamente ligados en los prolegómenos del episodio de Feliciana de la Voz, con esos encuentros misteriosos y llegadas intempestivas en las tinieblas de la noche; y lo mismo sucede en la historia de Ruperta, cuando la bellísima viuda escocesa, en la soledad de la cámara en que se aloja en un mesón de la dulce Francia, es observada por los peregrinos repetir y renovar el juramento de venganza ante la calavera de la cabeza de su esposo en la caja de plata en que la porta, la espada con que fue asesinado y la camisa con la sangre aun no enjuta de él. Pero la utilización de los héroes en la función de reflectores de lo narrado se registra también en otros hechos, como en la descripción de las ermitas en las que viven, 334 Nerlich (2005: 472-500) opina que, en la figura de Soldino, Cervantes rinde un caluroso homenaje al humanista extremeño Benito Arias Montano. Sin embargo, desde nuestro punto de vista, Soldino es deudor del venerable anciano que, en la Gerusalemme liberata (1581) de Torquato Tasso –a quien se rinde tributo en el Persiles–, informa a los paladines cristianos Carlos y Ubaldo cómo liberar a Rinaldo de la isla jardín de las delicias de la maga sarracena Armida (canto XIV).

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apartados del mundo, los franceses Renato y Eusebia, en el libro II. Lejos del Persiles, esta técnica deviene fundamental en las dos partes del Quijote –recuérdense los preliminares del episodio de Cardenio en que don Quijote y Sancho descubren, primero, un cojín y una maleta con cuatro camisas de delgada Holanda, otras cosas de lienzo, un pañizuelo con cien escudos de oro y un librillo de memoria ricamente guarnecido, después, a un hombre desnudo, desgreñado y descalzo saltando de risco en risco y de mata en mata, y, por fin, una mula muerta caída en un arroyo– y en la mayoría de las Novelas ejemplares, tales como Rinconete y Cortadillo, Las dos doncellas, La señora Cornelia y la bilogía El casamiento engañoso-El coloquio de los perros. Tampoco falta en La Galatea, sobre todo en el principio de las historias intercaladas, como sucede en el asesinato de Carino a manos de Lisandro que presencian Elicio y Erastro o en la boda secreta de Rosaura y Grisaldo que espían Galatea, Florisa y Teolinda. Además de para crear tensión dramática y suspensión en el lector, la postura de aquiescencia del narrador, por la que humaniza su saber, y la utilización de los personajes en calidad de reflectores de los hechos narrados, aunque no siempre, cumple el propósito de mostrar una acción incierta que necesita ser interpretada tanto a nivel diegético por los personajes implicados como fuera del texto por parte del lector, al modo –avant la lettre– de las novelas policíacas y detectivescas. Ello nos sirve para enlazar con el otro aspecto fundamental de la descripción narrativa del encuentro: la dama vestida de verde. En la tradición folclórica y literaria el color verde se asocia con el amor, el erotismo, la sensualidad, la fertilidad y la esperanza. Pero en la obra de Cervantes, que se complace sobremanera de servirse del color verde, adquiere, aparte de esas,335 otra dimensión o se carga de una simbología distinta. Helena Percas de Ponseti (1975: II, 386-395, p. 394), que dedica unas páginas al análisis funcional del verde en el Quijote, llega a la conclusión de que simboliza «la profunda autodecepción del hombre cuando se aparta de lo propio o natural». Francisco Márquez Villanueva (1975: 147-227 y 1995: 23-57), en dos estudios fundamentales, asocia el color verde con la locura, la estulticia y la bufonería, aspectos esenciales en la conformación de la literatura moderna, donde el entretenimiento y la risa cobran valor estético. En nuestro caso es indudable que el verde representa tanto al amor, sin excluir el sexo, y la esperanza como a la locura, emparentada con el engaño y el fingimiento. Si bien, no debe olvidarse que en la época los vestidos de camino eran justamente de colores vivos y llamativos. Lo más extraordinario del encuentro, en función de la inaudita curiosidad que experimentan todos los personajes cervantinos por los sucesos, las cosas y las personas 335 De hecho, D. de Armas Wilson (1991: 223-247), en su estudio del episodio, entiende que el verde, en Isabel, simboliza la fertilidad.

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desconocidas, es que los peregrinos no medien palabra con los hombres a caballo y la dama de verde: «Pasaron por delante dellos y, con bajar las cabezas, sin hablar palabra alguna, los saludaron y pasaron de largo; los del camino tampoco hablaron palabra y al mismo modo les saludaron» (III, xix, 606). Sin embargo, todo se resuelve porque uno de los acompañantes del grupo de la dama, que se había quedado rezagado, enlaza con nuestro escuadrón de romeros, a los que solicita un poco de agua. Es ahora cuando el grupo principal inquiere información sobre «qué gente era la que iba allí delante, y qué dama la de lo verde» (III, xix, 606). Conviene destacar que el rol de informador o el papel de personaje informante en los episodios del libro III del Persiles es de uso frecuente. Martina informa a Ortel Banedre acerca de Luisa y su circunstancia; el soldado a caballo y uno de los seis arcabuceros a pie son los que cuentan lo que saben a propósito del prisionero del carro que es Ambrosia Agustina; es la joven morisca Rafala la que advierte a los peregrinos de las intenciones reales de su tío; la singladura de Ruperta la refiere su anciano escudero; Soldino es el encargado de señalar a los peregrinos que Luisa y Bartolomé se han escapado juntos, así como de indicarles otras informaciones relevantes que afectan al desenlace de la historia principal. Se trata de otra estrategia narrativa que Cervantes venía ensayando desde La Galatea, como lo corrobora el papel diegético que desempeña la joven Maurisa, encargada de exponer diversos sucesos de los episodios de Teolinda y Leonarda y de Rosaura y Grisaldo. En el Ingenioso hidalgo, el papel de informador lo encarnan el cabrero Pedro, en la secuencia episódica de Marcela, y el innominado de Sierra Morena que relaciona las pistas diseminadas de la maleta, el salvaje desgreñado y la mula muerta y las articula en un discurso en que relata a don Quijote y Sancho lo que sabe a cuenta del «Roto de la Mala Figura» desde su arribada a Sierra Morena, en el episodio de Cardenio. En el Ingenioso caballero, tal función la desempeñan el estudiante que profiere la historia de Basilio, Quiteria y Camacho, y el joven del pueblo de los alcaldes rebuznadores. El grado de información que ofrecen estos personajes es sumamente variable; oscila desde lo superficial y lo básico o elemental hasta conocer los pormenores de los hechos de primera mano al haberlos presenciado como testigos. En la mayoría de los casos, la información que brindan estos personajes, amén de para presentar las distintas historias o para revelar nuevos datos sobre el curso de su desarrollo, sirve para mostrar cada caso desde distintas perspectivas o puntos de vista, que ora se concatenan complementariamente, ora entran en confrontación dialéctica. El informante de la historia de Isabela Castrucho, habida cuenta de que la ignora en su conjunto, de que desconoce los pormenores del caso, apunta únicamente la razón de ser del tío y de la sobrina, así como el motivo por el que estima que ella camina tal cual va:

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El que allí va delante es el señor Alejandro Castrucho, gentilhombre capuano y uno de los ricos varones no solo de Capua, sino de todo el reino de Nápoles. La dama es su sobrina, la señora Isabela Castrucho, que nació en España, donde deja enterrado a su padre, por cuya muerte su tío la lleva a casar a Capua, y, a lo que yo creo, no muy contenta (III, xix, 606).

El anciano escudero de Ruperta, representante y valedor de las férreas normas sociales clasistas establecidas, no entiende que una mujer pueda ir descontenta al matrimonio, pues no es otro el motivo de su existencia que «enterarse con la mitad que le falta, que es su marido» (III, xix, 606). Sin embargo, el informante, que no está al tanto de las motivaciones internas de los personajes de los que habla y no comprende «esas filosofías» de las que trata el escudero, se limita a repetir lo que ha podido constatar desde que viaja con el grupo: que la joven «va triste» (III, xix, 606). Aun cuando la información deparada no es mucha, en los preliminares del episodio, como es norma en la obra de Cervantes, se consignan en síntesis sus temas más importantes: el deseo de completud, de integridad, tras su hallazgo, de la mitad perdida, emparentado, naturalmente, con la filosofía platónica del eros expuesta en el Banquete, singularmente en el discurso de Aristófanes a propósito del mito del hombre esférico, y en el Fedro, y con su interpretación y puesta al día por los grandes tratados filográficos del Renacimiento,336 y la decisión de la elección del cónyuge que enfrenta a los padres o familiares tutores y a los hijos o tutorados, que apunta a la dimensión social del sacramento del matrimonio regulado por el Decreto Tametsi, así como a la emancipación de la mujer. Tras la pesquisa manifestada por el rezagado, el episodio queda suspendido a favor de la trama primera, que es la que se focaliza en la narración.

Un alto en el camino en una posada de Luca: la extraña aventura de la bella endemoniada Con la arribada del escuadrón de peregrinos a la ciudad italiana de Luca, el narrador externo del Persiles, que a lo largo del libro III entra y sale de la narración a su antojo, introduce un comentario por el cual advierte directamente al lector de que «aquí aconteció a nuestros pasajeros una de las más estrañas aventuras que se han contado en todo 336 Sobre el eros platónico, véase Muñoz Sánchez (2012: 99-183); sobre su desarrollo histórico desde la Antigüedad hasta el Siglo de Oro, Serés (1996); sobre su influencia determinante en el episodio de Isabel y a lo largo del Persiles, De Armas Wilson (1991: 223-247).

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el discurso deste libro» (III, xix, 611). La intromisión, susceptible de ser interpretada como una captación de benevolencia, es ambigua en su manifestación por cuanto, antes que anunciar la prosecución del episodio, parece alertar sobre un hecho que les sucederá a los protagonistas de la novela; es decir, efectúa una llamada de atención sobre el lector, pero sin revelarle el misterio. En todo caso, es indubitable que es el narrador externo el responsable de marcar la transición entre los relatos del primer y segundo grado, entre la diégesis y la metadiégesis. Es conveniente subrayar, empero, que, a pesar de que la mayor parte de la historia es una acción mostrada en directo que recae, en consecuencia, bajo su dominio, se mantendrá neutro, objetivo e impasible; se limitará sin más a sus funciones narrativa y rectora, en tanto montador de secuencias y organizador del discurso, pero mediatizadas por la visión y el grado de conocimiento que tendrán los personajes principales que se involucren en la trama episódica. De tal modo que estos, en función de espectadores de excepción de las acciones más que de reflectores de lo narrado, se convierten en los receptores implícitos y en guías del lector externo, dotando al relato de una visualidad tal, que le confiere cierta dramatización dinámica de teatro dentro del teatro;337 que, lógicamente, persigue mantener intacto el interés del lector externo y provocar que se implique activamente en lo narrado, así como para que se dé cuenta y sepa apreciar los cambios de efecto, las estrategias narrativas puestas en juego, la habilidad y el ingenio del escribidor. Que los actores principales de la novela y el lector van a ir de la mano se confirma nada más llegar los primeros a una de las posadas de Luca, puesto que, «al entrar, vio la señora Ruperta que salía un médico (que tal le pareció en el traje), diciendo a la huéspeda de la casa (que también le pareció no podía ser otra)» (III, xx, 611) que no puede determinar con seguridad si la señora que se hospeda está endemoniada o loca o ambas cosas a la vez. Con su peculiar juego de ambigüedades y de inversiones dialécticas, Cervantes establece un indicio que vincula el encuentro que tuvieron los peregrinos con los hombres a caballo que escoltaban a la dama y esta señora endemoniada o loca, ya que la relación entre la vestimenta verde de aquella, tan minuciosamente descrita, y la locura de esta es evidente, conforme a que «el verde es la indumentaria emblemática del loco» (Márquez Villanueva, 1995: 36). Solo que la locura de Isabela no es más que fingimiento, una ingeniosa impostura con la que poder conducir sus amores a buen término, vadeando, en su camino, cuantos obstáculos se interpongan en

337 Sobre este aspecto ha llamado la atención Stanislav Zimic (2005: 179-185) en el análisis que efectúa del episodio de Isabela Castrucho; al punto de que en el Apéndice II transforma el episodio en una pieza dramática intitulada Entremés de la amante endemoniada (pp. 215-228).

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su consecución.338 Además de ser, no sin ironía, el símbolo o la metáfora de la pasión que la embarga, calificada como tal por la filosofía platónica. Por si no fuera suficiente, en las palabras del médico se cuela otro indicio más, cual es la relación de parentesco que une a la endemoniada o loca con un tío suyo: «con todo eso, tengo esperanza de su salud, si es que su tío no se da priesa en partirse» (III, xx, 611). No obstante, estos nexos narrativos que enlazan una parte del episodio con la otra se les escapan a los peregrinos, que se enzarzan en una conversación con la ventera sobre si conviene o no detenerse en una posada en que se aloja una endemoniada. Por supuesto que la posadera les anima para que pasen y vean un espectáculo incomparable en cien leguas a la redonda, y, si no, «vénganse conmigo… y verán lo que verán y dirán lo que yo digo» (III, xx, 612). Cualquiera recelaría de que la ventera está al tanto de la bufonada y el embeleco de Isabela. En fin, guiados por ella, entran en un cuarto donde vieron echada en un lecho dorado a una hermosísima muchacha, de edad, al parecer, de diez y seis o diez y siete años. Tenía los brazos aspados y atados con unas vendas a los balaustres de la cabecera del lecho, como que le querían estorbar el moverlos a ninguna parte; dos mujeres, que debían de servirla de enfermeras, andaban buscándole las piernas para atárselas también (III, xx, 612).

La segunda presentación de Isabela, en una situación harto diferente, no es tampoco motivo suficiente para que los peregrinos hilen una con otra y caigan en la cuenta de que se trata de la misma mujer, puede que a causa de que en la primera ocasión la loca de Luca llevaba el rostro velado por un «antifaz, asimismo verde».339 Michael Nerlich (2005: 525), en el sugerente análisis que realiza del episodio de Isabela, advierte de que «de este ‘escuadrón’ no vemos, en cuanto llegan al ‘mesón’, más que a las damas, mientras que los hombres son invisibles aunque –de acuerdo 338 Así lo señala Aurora Egido (1991: 266): «conviene situar… el episodio en la tradición literaria de la locura simulada con fines amorosos». 339 Cervantes, como hemos repetido en otros lugares y como sucede ahora con la de Isabela, se complace en presentar a sus personajes en situaciones efectistas que denotan a un tiempo su caracterización etopéyica y el estado en el que se encuentran. Piénsese, por ejemplo, en la que hemos mencionado de Cardenio como el «Roto de la Mala Figura»; o en la de su compañera de fatigas, Dorotea, transmudándose, ante los ojos fascinados del cura y el barbero, de bellísimo galán a tierna doncella cabe el remanso de una fuente en Sierra Morena; o en la de los canes Cipión y Berganza haciéndose cruces por hablar y razonar como seres humanos, en El coloquio de los perros; o en la de Claudia Jerónima, en tropel encima de un caballo, vestida de mancebo a lo bandolero con dagas y espadas doradas, con dos pistolas a cada lado y empuñando una escopeta pequeña, en la segunda parte del Quijote; o en la de Luisa la talaverana, acoceada por Alonso, tras haber entrado en un mesón limpia y aseada cual nueva Venus oliendo a un pardo lleno de flores en el mes de mayo, haberse acercado a él y haberle dicho alguna picardía al oído, en el Persiles.

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con la lógica– deben estar allí». Ello se debe al ensalzamiento de lo femenino, a que el episodio de Isabela versa sobre «la lucha por la autodeterminación de la mujer».340 Y efectivamente son solo los personajes femeninos del escuadrón, y no todos, los que observan las locuras demoniacas de Isabela y a los que esta apela y dirige sus palabras, no inocentes, sino densamente cargadas de segundas intenciones, aunque aun crípticas, pero que inciden en ese juego tan cervantino de mezclar las burlas con las veras, lo fingido con lo verdadero, el parecer con el ser: ¡Figuras del cielo, ángeles de carne! Sin duda, creo que venís a darme salud, porque de tan hermosa presencia y de tan cristiana visita no se puede esperar otra cosa. Por lo que debéis a ser quien sois, que sois mucho, que mandéis que me desaten; que con cuatro o cinco bocados que me dé en el brazo, quedaré harta y no me haré más mal, porque no estoy tan loca como parezco, ni el que me atormenta es tan cruel que dejará que me muerda (III, xx, 612).

Es ahora, una vez que Isabela pide que la dejen a solas con las recién llegadas, cuando su tío –cuyo papel en esta historia es semejante al que desempeña el escudero enlutado en la de Ruperta: ser el representante de los valores tradiciones de la sociedad patriarcal– confirma que su sobrina no es otra que «la gentil dama de lo verde que, al salir de la cueva del sabio español, habían visto pasar por el camino, que el criado que se quedó atrás les dijo que se llamaba Isabela Castrucha y que se iba a casar al reino de Nápoles» (III, xx, 612-613). Precisada la conexión entre los dos puntos discontinuos en que se desarrolla la historia, solo falta saber la causa del conflicto que tiene postrada en cama a la dama de verde para que se reúnan los requisitos mínimos que permitan la recuperación de su pasado y disparen la historia. Antes de exponer su caso realiza Isabela una demostración de fuerza de su demonomanía: Sentose Isabela como pudo en el lecho y, dando muestras de que quería hablar de propósito, rompió la voz con un tan grande suspiro, que pareció que con él se le arrancaba el alma; el fin del cual fue tenderse otra vez en el lecho y quedar desmayada, con señales tan de muerte, que obligó a los circunstantes a dar voces pidiendo un poco de agua para bañar el rostro de Isabela (III, xx, 613).

340 Sobre el papel fundamental que cumple lo femenino en el Persiles, aparte del estudio citado de Diana de Armas (1991), véase Scaramuzza Vidoni (1998: 185-216).

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Una de las características fundamentales de la producción literaria de Cervantes, especialmente a partir de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, lo constituye la deliberada ambigüedad creadora que todo lo envuelve; la cual, unida a los cambios de efecto, la ironía y la infidencia autorial, comporta no pocas controversias críticas, si bien es la responsable de que su obra permanezca viva y sea siempre actual. ¿Simula Isabela estar bajo la posesión del demonio? ¿O, como afirma Michael Nerlich (2005: 529-534), siguiendo la estela interpretativa abierta por Maurice Molho (1994: 53-54), tiene en realidad el demonio dentro, que no sería sino el fruto de su unión carnal con Andrea Marulo? ¿Es este desmayo que le sobreviene fingido o se trata de la inminencia del parto? Resulta difícil llegar a una solución definitiva –y quizá sea innecesario hacerlo habida cuenta de que transita en el filo del «todo puede ser»–. Lo que parece innegable es que esta escena es igual de sutil, oblicua y resbaladiza que aquella de El curioso impertinente en que la adúltera Camila representa para su marido escondido el papel de esposa virtuosa, hasta el punto de que, para asombro de los que estaban al tanto del simulacro, se hiere así misma, creándoles la incertidumbre de si obra astuta o sinceramente. El artificio, el engaño, la simulación, el teatro, la comedia, la farsa, la burla, el embeleco, el ingenio, la destreza, de todos modos, no son sino las armas de las que se valen los personajes cervantinos que intentan sobreponer su voluntad y su libertad a la coerción de la sociedad, sea del signo que sea; son los instrumentos que demuestran que su verdadera fuerza moral reside en el uso de la inteligencia y el ingenio y los que les proporcionan el triunfo sobre el cálculo, el interés y la norma. Sucede, sin embargo, que el desmayo de Isabela propicia la entrada de su tío, «llevando una cruz en la mano y, en la otra, un hisopo de agua bendita» (III, xx, 613), objetos religiosos indispensables para combatir las posesiones demoniacas u oficiar los exorcismos,341 que, junto con la presencia de los dos sacerdotes, no pueden sino retrotraernos al que el ama y la sobrina de don Quijote piden al cura y al barbero que hagan de la biblioteca de su señor y su tío.342 Objetos y presencias que la endemoniada desecha y desprecia, pues nada pueden hacer, solo la llegada de Andrea Marulo, hijo de un caballero de Luca llamado Juan Bautista Marulo, y su voluntad le sacarán de su enajenación. Por lo tanto, una vez que se han trabado las dos partes del episodio, la del camino con la que transcurre en la posada de Luca, y que se han despejado todas las incógnitas, que Isabela es llevada por su tío a Capua a desposarse contra su voluntad, que a la altura de Luca le sobreviene la posesión demoniaca que la postra en cama y que solamente 341 342

Véase Hasbrouck (1992). Sobre este celebérrimo pasaje quijotesco y su relación con el Santo Oficio, véase Gilman (1993: 146 y ss.).

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la arribada de un joven lucano estudiante en Salamanca, Andrea Marulo, y su voluntad podrán sacarla de su enajenación, se hace necesaria la relación intradiegética que hile y organice el conjunto, que recomponga organizadamente las piezas fragmentarias de tan sutil rompecabezas. En efecto, nada más quedarse a solas por segunda vez con Auristela, Constanza, Ruperta y Feliz Flora, Isabela cuenta su caso. Como la mayor parte de los personajes que se ven en la tesitura de tener que rendir cuentas de su peripecia biográfica, «la bella endemoniada» principia su relato ab ovo: Yo, señoras, soy la infelice Isabela Castrucha, cuyos padres me dieron nobleza; la fortuna, hacienda y, los cielos, algún tanto de hermosura. Nacieron mis padres en Capua, pero engendráronme en España, donde nací y me crié en casa de este mi tío que aquí está, que en la corte del emperador la tenía (III, xx, 614).

Una vez establecidas las coordenadas fundamentales que la ubican en el mundo y en la sociedad, Isabela, como cualquier relator en primera persona, selecciona las vivencias que estima inexcusables para valorar su estado presente. De manera que centra la exposición de su caso en torno a un aspecto único: su enamoramiento de Andrea Marulo. Esto es, no cuenta toda su vida, como era (y es) norma en los libros de memorias y en novelas autobiográficas al modo del Libro de la vida de santa Teresa y del Lazarillo de Tormes y su progenie, sino una pequeña parte de ella, aunque sea la más importante. Este hecho, lógicamente, se adecua perfectamente a la situación de urgencia en la que se genera. Isabela, que busca la complicidad y ayuda de las peregrinas, no puede demorarse en otros detalles más que en los esenciales para que comprendan (y con ellas el lector) su situación presente («¡Válame Dios, y para qué tomo yo tan de atrás la corriente de mis desventuras!» [III, xx, 615]). Este modelo de relación intradiegética pura, evidentemente, no es nuevo en la obra de Cervantes, dado que la de Isabela se inserta en el último episodio interpolado de Cervantes, por lo que remite a un corpus granado de historias con la que formalmente se empareja: así, la narración de Rosaura a Galatea y Florisa en La Galatea; la de doña Clara de Viedma a Dorotea en la primera parte del Quijote; la de Teodosia a su hermano don Rafael y la de Leocadia a Teodoro que es Teodosia en Las dos doncellas; la de Cornelia a los caballeros vascos don Juan y don Antonio en La señora Cornelia; la de la hija de don Diego de la Llana a Sancho, el escribano y el mayordomo, y la de Ana Félix al general de las galeras y demás, en el Quijote de 1615; la de Sulpicia a Periandro y sus marineros, la de Feliciana a los peregrinos y los pastores, la de Ambrosia Agustina a Constanza, Auristela, Periandro y Antonio y la de Claricia a las tres damas francesas en el Persiles.

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No faltan tampoco este tipo de narraciones en primera persona en el teatro cervantino, como lo corroboran la de Margarita a Arlaxa en El gallardo español; la de la dama a Lugo en El rufián dichoso; y la de Camilo que es Julia a Manfredo en El laberinto de amor. Dentro del corpus, la narración de Isabela está más estrechamente ligada a las de doña Clara, Cornelia y Feliciana que a las demás, en virtud de que son relatos de índole explicativa de sus respectivos casos de amor aun en curso, a la par que constituyen una petición de ayuda a sus interlocutores. Prosigue su cuento Isabela haciendo hincapié en un aspecto que sus acompañantes ya sabían por la información prestada por el rezagado: que es huérfana y que quedó bajo la tutela de su tío. Como se sabe, la orfandad, ya sea parcial –generalmente la de madre, por cuanto la autoridad familiar recaía en el padre– o total, es un aspecto habitual en la literatura áurea, sobre todo en la comedia nueva y en la novela corta, como generador de conflictos. En la obra de Cervantes, los casos más próximos al de Isabela son los de la pastora Marcela, en el Ingenioso hidalgo, el de la señora Cornelia, en la novela homónima, el de Margarita, en El gallardo español, y el de Ambrosia Agustina, en el Persiles, pues todas ellas son huérfanas cuyo patrimonio y cuidado se deja a cargo de un familiar más o menos próximo: un tío o un hermano, y todas, por ello, se ven abocadas a tener que reafirmar su voluntad y libertad a la hora de elegir cónyuge frente a las aspiraciones de su tutor. Los casos de Marcela e Isabela son los más afines entre sí, al punto de mantener una particular relación de reescritura por la que se ofrecen dos variaciones de una misma circunstancia: las dos son huérfanas de padre y madre, las dos son ricas herederas y jóvenes extraordinariamente hermosas, las dos quedan bajo la protección de un tío; pero, mientras que el de la pastora tiene en consideración el parecer de su sobrina en lo tocante a la elección de esposo, «sin tener ojo a la ganancia y granjería que le ofrecía el tener la hacienda de la moza dilatando su casamiento» (Don Quijote de la Mancha, I, xii, 142),343 el de la loca de Luca pretende desposarla por imposición con un primo suyo, «hombre no de mi gusto ni de mi condición», para que «la hacienda se quedase en casa» (III, xx, 615). El hecho es que la dama de verde se enamora ardorosamente de un joven caballero recién llegado a la corte, al que «miré en la iglesia de tal modo, que en casa no podía estar sin mirarle, porque quedó su presencia tan impresa en mi alma, que no la podía apartar de mi memoria» (III, xx, 615). Ni que decir se tiene que la terminología que emplea Isabela para anotar la impresión o la huella psíquica que deja la contemplación 343 Recuérdese que este tipo de situación es una de las que cita y comenta Guzmán en su misógina diatriba contra el mal hacer de las mujeres en lo que respecta al matrimonio: «Otras lo hacen, que no tienen padres, por salir de las manos de sus tutores, creyendo que con ellos están vendidas y robadas» (Mateo Alemán, Guzmán de Alfarache, II, iii, 3, 647).

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de la belleza deriva en último término de la doctrina de Paltón, del flujo de la pasión erótica expuesta por Sócrates en la palinodia del Fedro, divulgada, después, por el neoplatonismo, por Ficino, León Hebreo, Pietro Bembo o Castiglione, y trivializada y manoseada por la lírica amatoria y otros géneros de entonces; en Cervantes, como es norma, siempre lejos de la abstracción teórica, se incardina en el acontecer particular de un caso concreto. El entusiasmo que subyuga a Isabela da pronto paso a la resolución de adoptar la iniciativa, haciendo buena aquella pregunta que se recoge y se contesta en El laberinto de amor: «Di, ¿no puede acontecer, / sin admiración que asombre, / que una mujer busque a un hombre, / como un hombre a una mujer?» (II, 1146-1149). Isabela no es, desde luego, la primera mujer cervantina en enamorarse antes que el hombre, como tampoco lo es en pretender ganarse la voluntad del que, sin tener conocimiento de ello, la ha rendido. Del mismo metal son, pongamos por caso, Teolinda en La Galatea, Leocadia en Las dos doncellas, Margarita en El gallardo español, Julia y Porcia en El laberinto de amor, Sinforosa y Ruperta en el Persiles; si bien, Isabela, por su carácter decidido y despachado, por su rebosante vitalidad, destreza, alegría, desparpajo e ingenio, por las indagaciones que realiza sobre su amado –las que no hicieron el alférez Campuzano y Estefanía de Caicedo del otro en El casamiento engañoso–, se asemeja a la gitanilla Preciosa. A ello hay que sumar el espacio urbano, la Villa y Corte, en que se desenvuelven; es más, las referencias de Isabela a misivas, entrevistas y conversaciones de amor en iglesias y centros de devoción, a miradas tan ocultas como parleras, no remiten sino al universo de la comedia urbana de ambientación contemporánea, que, en la obra de Cervantes, perdida La confusa, representa La entretenida. Como quiera que sea, Isabela, emulando el ejemplo de sus antecesoras, busca y encuentra la manera de poner en ejecución su deseo: Finalmente, no me faltaron medios para entender quién él era, y la calidad de su persona, y qué hacía en la corte, o dónde iba; y lo que saqué en limpio fue que se llamaba Andrea Marulo, hijo de Juan Bautista Marulo, caballero desta ciudad, más noble que rico, que iba a estudiar a Salamanca. En seis días que allí estuvo tuve orden de escribirle quién yo era, y la mucha hacienda que tenía, y que de mi hermosura se podía certificar viéndome en la iglesia (III, xx, 615).

Isabela apremia a Andrea para que se conozcan y no desperdicie la ocasión que se le ofrece, habida cuenta de que su tío pretende desposarla con un primo suyo de Capua. Como se sabe, el 11 de noviembre de 1563 se aprobó, durante la sesión XXIV del Concilio de Trento (1545-1563), el Decreto Tametsi, la disposición conciliar que prohibía los matrimonios secretos o clandestinos, al reglamentar la forma de su celebración del

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matrimonio según un rito que prescribía la presencia de un clérigo y de tres testigos, luego de la publicación de otras tantas proclamas; lo que significaba la restauración de la autoridad familiar en las bodas, su dimensión social, y la presencia necesaria de la iglesia, en cuanto institución moral a la par que civil, en la vida cotidiana de las gentes. Pese a ello, los matrimonios clandestinos siguieron practicándose y siendo válidos si eran sexualmente sancionados. Cervantes recrea en numerosas ocasiones y desde diversos enfoques el conflicto entre el amor franco de dos jóvenes y las pretensiones conyugales de los padres o familiares, o sea la dialéctica entre la naturaleza y la cultura o la norma. Las historias más significativas para nuestro caso son las siguientes: la del duque de Ferrara y Cornelia en La señora Cornelia; la de Dagoberto y Rosamira en El laberinto de amor; la de Clemente y Clemencia en Pedro de Urdemalas; la de Basilio y Quiteria en el Ingenioso caballero; el entrelazado de Carino, Leoncia, Solercio y Selviana, y la de Feliciana de la Voz y Rosanio en el Persiles. Sucede que en todas ellas los padres o la autoridad familiar competente conciertan los matrimonios de sus vástagos sin conocer sus sentimientos y al margen de su voluntad; mientras que los hijos, a sus espaldas, se las ingenian como pueden para imponer su gusto. Con todo, se pueden establecer dos grupos: por un lado, las historias en que el amor de los jóvenes se ratifica mediante la conmemoración de un casamiento por apretón de manos, seguido de su consumación (duque de Ferrara y Cornelia, Feliciana y Rosanio); por otro, aquellas en que se impone el deseo de los hijos a las intenciones de los padres, merced a ardides y engaños que, in extremis, impiden el casamiento de uno de los dos con un tercero, ora sea por sí solos (Dagoberto y Rosamira, Basilio y Quiteria), ora sea gracias a la labor de un intercesor (Pedro de Urdemalas en la de Clemente y Clemencia, Auristela en la de Carino y Leoncia y Solercio y Selviana). Tal clasificación no es baladí, en tanto en cuanto que los amores de Isabela y Andrea, conforme a su ambigüedad, pueden pertenecer a los dos grupos: no solo pueden haberse desposado en secreto, sino también haberlo certificado con el amplexo e, incluso, haberse quedado ella, como Cornelia y Feliciana, en cinta; mientras que el triunfo de su amor se obrará, como en los casos de Dagoberto y Rosamira y Basilio y Quiteria, gracias al embeleco ideado por Isabela, el cual será revalidado por Auristela, como don Quijote y ella misma habían hecho en los casos de Basilio y Quiteria y de las dos parejas de pescadores. De modo que Isabela y Andrea se ven no una, sino en varias ocasiones, mientras que él permanece en la corte, antes de partir a Salamanca. De estas entrevistas resulta la confirmación de su amor y su reciprocidad, por lo que, hasta su resolución, tendrán que sortear los obstáculos que se lo impiden. En efecto, el mismo día que Andrea se encamina a Salamanca, Alejandro Castrucho le anuncia a su sobrina que se prepare para partir de inmediato a Italia, donde se hará

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efectivo el concertado matrimonio con su primo. Isabela, rápida de pensamiento, escribe a Andrea para ponerle al tanto de la mala nueva y para explicarle la treta que ha ideado, consistente en detenerse a la altura de Luca a la espera de su llegada, fingiéndose endemoniada. Concluye su relato Isabela: Yo, por mi parte, he hecho lo que he podido: una legión de demonios tengo en el cuerpo, que lo mismo es tener una onza de amor en el alma, cuando la esperanza desde lejos le anda haciendo cocos. Esta es, señoras mías, mi historia; esta, mi locura; esta, mi enfermedad. Mis amorosos pensamientos son los demonios que me atormentan (III, xx, 616-617).

Comenta Aurora Egido (1994: 265) que «la singular historia constituye un bonito revés a las teorías demonológicas sobre la magia que enredaban desde antiguo la cuestión amorosa y que habían servido de punto de discusión sobre la influencia del demonio y la posesión diabólica por tales causas». A nuestro modo de ver, sin embargo, la demonología amorosa del episodio apunta, no sin ironía, a la filografía platónica, tanto a la del Banquete, entreverando el mito del hombre esférico de Aristófanes en que el amor se concibe como el anhelo de encontrar la mitad perdida, la búsqueda de la unidad del ser, «llegar a ser uno solo de dos» (Platón, Banquete, 192e), con el de Diotima-Sócrates, en que el eros, el hijo de Poros (el Recurso) y de Penía (la Pobreza), se postula como un demonio o daimón, un ser de naturaleza intermedia que comunica el suelo con el cielo, el hombre con la divinidad; como a la del Fedro, en donde el amor se discierne como una locura, una posesión, un delirio, una manía, de inspiración divina, «que dijimos ser –recuerda Sócrates a Fedro– la más excelsa», «y al partícipe de esta manía, al amante de los bellos, se le llama enamorado» (Platón, Fedro, 265b y 249e). Así, ante una nueva demostración de Isabela, glosa el narrador: «porque se vea quién es el amor, pues hace parecer endemoniados a los amantes» (III, xxi, 617), y, ya al final, Auristela, en papel de sacerdotisa, al tender la mano Andrea a Isabel, pontificará: «bien se la puede dar, que para en uno son» (III, xxi, 623). El fin de la narración de Isabela cierra el capítulo xx y da paso al xxi, el cual, como queda dicho, es una acción mostrada en directo en el presente de la novela. El devenir de la trama del episodio, a pesar de la distorsión cronológica provocada por el inicio in medias res, se dispone, pues, según el patrón clásico, de presentación, nudo y desenlace. De modo que lo que acontece en el capítulo xxi se corresponde con el desarrollo del nudo –la conversación de Isabela con Juan Bautista Marulo– y el desenlace –la llegada de Andrea–. Tanto la parte anterior del episodio como, sobre todo, la de este capítulo xxi presentan situaciones harto similares a las de un planteamiento dramático, no

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solo por la planificación y puesta en escena de la secuencia en torno a la cama donde se halla recostada y atada Isabela así como por la continua entrada y salida de personajes de la estancia, sino especialmente por el magistral manejo de la palabra hablada por parte de Cervantes, del diálogo o dialogismo, siempre abierto, ambiguo, equívoco, original, polifónico e inacabado. Acaso no resulte excesiva esta contingencia sabiéndose, como se sabe, que existen afinidades de bulto entre la novela corta y la práctica teatral; no en vano Avellaneda denominó a las Ejemplares «comedias en prosa» (Segundo tomo del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, p. 8), Lope de Vega, metido a novelliere, llegó a la conclusión de que «tienen las novelas los mismos preceptos que las comedias» (Novelas a Marcia Leonarda, p. 183),344 y los investigadores modernos no han parado de observar, tanto en algunos de los relatos de la colectánea cervantina como en varios de los episodios del Quijote, la novelización de ensayos dramáticos o la utilización de técnicas dramáticas en su elaboración.345 Mas la posibilidad de que existan elementos o rasgos que denotan una raigambre dramática no significa que su utilización y su función no estén puestos al servicio de una determinada estrategia narrativa, sino todo lo contrario. Por lo pronto, el capítulo xxi se abre con un comentario ideológico del narrador sobre la acción contada que sirve no menos para reafirmar su control sobre la diégesis que para marcar el inciso que delimita lo acontecido con lo que resta por suceder en relación con la posición de los personajes principales del Persiles respecto de la historia episódica (e, igualmente, la del lector): Priesa se daba la hermosa Isabela Castrucha a revalidar su demonio, y priesa se daban las cuatro, ya sus amigas, a fortalecer su enfermedad, afirmando con todas las razones que podían de que verdaderamente era el demonio el que hablaba en su cuerpo: porque se vea quién es el amor, que hace parecer endemoniado a los amantes (III, xxi, 411).

Pues, efectivamente, si al principio las bellas peregrinas (y el lector) ocupaban la posición de espectadoras de una escena enigmática a tenor de su desconocimiento de los móviles de los personajes episódicos, toda vez que, por solidaridad femenina, se han involucrado en la historia y están al tanto de los pormenores, su posición experimenta un giro copernicano: ahora ellas (y el lector) se hallan en una posición de privilegio, tal, que les permite compartir y deleitarse, admirarse y emocionarse Véase Muñoz Sánchez (2011, 2013d y 2013e). Véase, por ejemplo, Close (1981), Gilman (1993: 154-182), Martín Morán (1990: 89-100), Montero Reguera (2003), Ynduráin (1966). Para el caso que nos ocupa, como hemos citado ya, es fundamental Zimic (2005: 179-185 y 215-228). 344 345

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estéticamente de la pericia e donaire de Isabela (y del escritor) en el diseño de una treta en que se suspenden los límites entre la realidad y el fingimiento, entre las burlas y las veras, y en donde campan a sus anchas la anfibología y los cambios de efecto. No por casualidad, el narrador efectúa una llamada de atención al lector externo para que no se le pase el juego de la literatura desapercibido y para que se haga su cómplice, lo mismo que las cuatro heroínas –Auristela, Félix Flora, Ruperta y Constanza–, de Isabela: «Con éstas fue ensartando otras razones equívocas, conviene a saber, de dos sentidos, que de una manera las entendían sus secretarias y de otra los circunstantes: Ellas las interpretaban verdaderamente y, los demás, como desconcertados disparates» (III, xxi, 618).346 Pero solo para advertirle que, como ellas, tendrá que interpretar derechamente lo que ocurre, leer entrelíneas y tomar partido libremente. Hecha la piña de las cinco damas, lógica si tenemos en cuenta que «lo que viene a continuación es la batalla de una joven, Isabela Castrucho, contra la necedad social de la época» (Nerlich, 2005: 527), empieza el baile de entradas y salidas de personajes en el aposento. Los primeros en pasar son el médico y el padre de su amado, Juan Bautista Marulo. El doctor, dado que ya ha tratado con la enferma, es quien oficia de presentador, encareciendo la belleza de la endemoniada y la esperanza que tiene depositada en la arribada de Andrea, por cuanto su presencia coincidirá con el preciso instante en que el demonio abandone el cuerpo de Isabela. Resulta difícil discernir, por lo resbaladizo del contexto, el grado de conocimiento y de implicación que tiene el médico en el ardid de Isabela, si es uno de los burlados y engañados, como los sacerdotes y el tío, o si está al tanto del fingimiento, e, inclusive, de si la loca de Luca está o no embarazada. En todo caso, hechas las presentaciones, ocurre que Juan Bautista Marulo e Isabela se enzarzan en una conversación de doble filo, que es al mismo tiempo una suerte de relación intradiegética en virtud de la cual la noble hispano-italiana, según le va preguntando el padre de Andrea, le va poniendo al tanto de la relación que guarda con su hijo. Es en este diálogo, sabroso y oblicuo al parigual, donde la loca de Luca muestra toda su ingeniosidad y picardía para aludir a los muchos galanes pisaverdes que pululan por la corte a la búsqueda y captura de la mujer más hermosa, cuyas razones y acciones hacen tanto mal a la república, entre los que se cuenta el hijo de su interlocutor, que es «más hermoso que santo y menos estudiante que galán» (III, xxi, 618). Quizá no sea indiscreto recordar que los peregrinos, reducidos por aquel entonces a los amantes nórdicos y la familia del español Antonio, no detuvieron su andadura en Madrid auspiciados por el consejo de la vieja y estrafalaria peregrina de que «andaban 346 Recuérdese que Lope de Vega, en el Arte nuevo de hacer comedias en este tiempo (1609), aseguraba que «siempre el hablar equívoco ha tenido / y aquella incertidumbre anfibológica / gran lugar en el vulgo, porque piensa / que él solo entiende lo que el otro dice» (vv. 323-326).

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en la corte ciertos pequeños que tenían fama de ser hijos de grandes, que, aunque pájaros noveles, se abatían al señuelo de cualquiera mujer hermosa, de cualquier calidad que fuese: que el amor antojadizo no busca calidades, sino hermosura» (III, viii, 510). Esto es, Isabela –que parece tener un ducho conocimiento de la comedia de capa y espada, de ambiente urbano, repleta de galanteos, intrigas y enredos amorosos, en las que impera el ingenio y la traza, donde el amor y el interés son las fuerzas dominantes, y a la que ella parece emular a fin de conseguir sus propósitos– alude a un universo literario, cual es el de los caballeros galanes, que de nuevo remite al universo cervantino de La entretenida347 y al de tantas historias en las que se perfila a un joven noble tan enamoradizo como antojadizo de los «que agora se usan», a quienes «antes les crujen los damascos, los brocados y otras ricas telas de que se visten, que la malla con que se arman» (Cervantes, Don Quijote, II, i, 693), al modo del don Fernando del Ingenioso hidalgo, del Rodolfo de La fuerza de la sangre, del Loaisa de El celoso extremeño, del hijo de los Duques del Ingenioso caballero. Puesto que, como el lector y sus secretarias saben, Isabela miente, no en su relación con Andrea, que efectivamente es un especie de «putativo Ganimedes» o de «contrahecho Adonis» (III, xxi, 621), sino en el modo de producirse, habida cuenta de que fue ella quien hizo de pisaverde, de «mancebito cuellierguido» (Cervantes, Viaje del Parnaso, VIII, 433) atropellando el alma del estudiante de Luca. La sagaz hispano-italiana, aprovechando la pregunta de Juan Bautista de dónde conoció a su hijo, vuelve a servirse de su saber teatral de la comedia urbana madrileña, en la que, además de en sus calles, paseos y jardines, la acción transcurría en los pueblos vecinos, con especial atención a los situados en el derrotero que unía Toledo con la Corte (como se cifra en el título la comedia de Tirso de Molina, Desde Toledo a Madrid [1626]), para indicarle que le conoció en Illescas. Pero también a su conocimiento de la literatura popular y el folclore, pues al pueblo toledano une la festividad de san Juan. Isabela, cierto, le dice a Juan Bautista Marulo que conoció a su hijo Andrea tal día en tal lugar. Tanto un referente como el otro remiten al amor: «Illescas [porque] es uno de los pueblos frecuentados por los comediógrafos del Siglo de Oro para situar los enredos amorosos de sus comedias», mientras que el día de San Juan, «dentro de una dimensión simbólico-folclórica, porque es el día más propicio para conocerse los enamorados» (Lozano-Renieblas, 1998: 55 y 56-67). Un nítido ejemplo de ello lo constituye la historia de Clemente y Clemencia en Pedro de Urdemalas, con la que tantas afinidades ostenta nuestro episodio, en especial porque se desarrolla justo en el 347 En donde, en efecto, comenta el lacayo Ocaña, ante las quejas del padre de Marcela Osorio, que ha siso seducida por don Ambrosio: «¡Que aquestos pisaverdes, / aquestos tiquimiquis / de encrespados copetes, / se anden a pescar bobas con embustes…!» (Cervantes, La entretenida, III, vv. 2835-2838).

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momento en que se conmemora la noche mágica del solsticio de verano. Pero Isabela, con su tono desenfadado y sesgado, no alude únicamente al lugar y al día del amor, sino también a otros elementos simbólicos, como coger guindas, de tradición erótica íntimamente relacionados con el deseo, la carnalidad y la cópula. De modo que Isabela, de manera críptica, podría estar revelando que su relación con Andrea ha llegado muy lejos,348 en marcado contraste con lo que había contado a sus cuatro confidentes. ¿Habla Isabela como fingida endemoniada o está diciendo la verdad? Difícil –tal vez innecesario– pronunciarse. Sin embargo, parece evidente que le está indicando al padre de Andrea que el matrimonio con su hijo es inexcusable. Cierra esta escena el mismo personaje que la había comenzado: el médico, quien entiende perfectamente la oblicuidad de Isabela: «Todo lo sabes, malino –dijo el médico–; bien parece que eres viejo» (III, xxi, 620). Su dictamen enlaza con el comentario ideológico del narrador externo al principio del capítulo sobre el efecto demoníaco que provoca el amor en los amantes. Un inciso narrativo efectuado por el narrador extradiegético, en su función rectora, sirve para marcar el tránsito de una secuencia escénica a otra, marcada por la arribada de nuevos personajes («estando en esto, que no parece sino que el mismo Satanás lo ordenaba, entró…» [III, xxi, 620]). Se trata de la entrada en escena de Alejandro Castrucho para anunciarle a su sobrina la noticia de la llegada de Andrea Marulo a Luca y a la posada, previo paso por su casa, donde ha sido puesto al tanto de todo. El tío, representante de los valores de la sociedad señorial y patriarcal dominante, es, en consecuencia, el más sabrosamente engañado; buena prueba de ello es la felicidad que muestra con el joven cuya llegada será su ruina. Andrea, por su parte, «que era discreto y estaba prevenido, por las cartas que Isabela le envió a Salamanca, de lo que había de hacer si la alcanzaba en Luca» (III, xxi, 621), sigue la humorada de su amada y se presenta tan locamente endemoniado como ella, pues a fin de cuentas se aman los dos. «Sabiduría y locura o posesión demoníaca se confunden en este caso», comenta Aurora Egido (1994: 266), pues efectivamente Isabela y Andrea muestran tener una extraordinaria complicidad, marcada por la experiencia amorosa adquirida, y estar familiarizados con la doctrina erótica de Platón, que reconducen a la unión matrimonial y la inserción en el ciclo de la vida: —¿No lo ha de estar [loco] –dijo Isabela–, si me vee a mí? ¿No soy yo, por ventura, el centro donde reposan sus pensamientos? ¿No soy yo el blanco donde asestan sus deseos? 348 Que es lo que dio pie a Maurice Molho (1994: 54) para sostener que Isabela y Andrea habían saboreado las mieles del amor y, de resultas, ella se había quedado embarazada.

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—Sí, por cierto –dijo Andrea–; sí, que vos sois señora de mi voluntad, descanso de mi trabajo y vida de mi muerte. Dadme la mano de ser mi esposa, señora mía, y sacadme de esa esclavitud en que me veo a la libertad de verme debajo de vuestro yugo; dadme la mano, digo otra vez, bien mío, y alzadme de la humildad de ser Andrea Marulo a la alteza de ser esposo de Isabela Castrucho. Vayan de aquí fuera los demonios que quisieren estorbar tan sabroso nudo, y no procuren los hombres apartar lo que Dios junta. —Tú dices bien, señor Andrea –respondió Isabela–, y, sin que aquí intervengan trazas, máquinas ni embelecos, dame esa mano de esposo y recíbeme por tuya (III, xxi, 622).

Triunfo del amor, triunfo del deseo, triunfo del ingenio, triunfo de la inteligencia, triunfo de la libertad sobre la coerción social, triunfo del gusto de los hijos sobre la autoridad familiar en lo relativo a la elección del cónyuge, que Isabela y Andrea proclaman con orgullo, porque el «amor» solo puede «ser voluntario, y no forzoso» (Cervantes, La Galatea, III, 199). Triunfo de Isabela, «que es sin duda alguna una mujer, ayudada por otras cuatro mujeres, que, abiertamente, quiere decidir sobre su propio cuerpo y sobre su propia existencia social» (Nerlich, 2005: 536), al punto de que «la única historia de toda la novela en que puede decirse que un personaje consigue lo que quiere gracias a su esfuerzo personal directo es la de la muy astuta y poco ejemplar Isabela Castrucho» (Pelorson, 2003: 83). El parecido que guarda su caso con las historias de Dagoberto y Rosamira y de Basilio y Quiteria es incuestionable, pues ambas parejas idean una estratagema (la falsa acusación, el suicidio) que impide el casamiento de la amada con el elegido por el padre en su presencia. Tres casos, por consiguiente, en que, sirviéndose de la astucia y el artificio, se consiguen transgredir ideológicamente las normas civil y religiosa del matrimonio dimanadas del Concilio de Trento. A ellas cabe añadir el matrimonio de Clemente y Clemencia, consumado asimismo mediante una treta, pergeñada por el proteico protagonista de la comedia, quien, además, convence al padre de ella, el alcalde Martín Crespo, con las siguientes palabras: Nuestro amo, habéis de saber que es merced particular la que el cielo quiere hacer cuando se dispone a dar al hombre buena mujer; y corre el mismo partido ella, si le da marido que sea en todo varón,

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afable de condición, más que arrojado, sufrido. De Clemencia y de Clemente se hará una junta dichosa, que os alegre y os contente, y quien lleve vuestra honrosa estirpe de gente en gente, y esta noche de San Juan las bodas se celebrarán con el suyo y vuestro gusto. (Cervantes, Pedro de Urdemalas, I, vv. 470-487)

Esta fórmula es básicamente la misma que pone por justificación don Quijote en las bodas de Camacho: «Quiteria era de Basilio y Basilio de Quiteria, por justa y favorable disposición de los cielos» (Cervantes, Don Quijote, II, xxi, 878), y también el duque de Novara para aceptar la unión de su hija Rosamira con Dagoberto: «Si esto permite el cielo y lo consiente / ¿qué puedo yo hacer? Ello está hecho; / gócela en paz» (Cervantes, El laberinto de amor, III, 2875-2877). Aun más: es la que defiende Auristela, delante del cura que iba a oficiar los esponsales y de los padres, para trocar las dos parejas de pescadores: «Esto es lo que quiere el cielo… Esto, señores –prosiguió mi hermana [cuenta Periandro]–, es, como ya he dicho, ordenación del cielo, y gusto no accidental, sino propio destos venturosos desposados, como lo muestra la alegría de sus rostros y el sí que pronuncian sus lenguas» (II, x, 347). El círculo lo cierra, de nuevo, Auristela, pues –como hemos citado ya– cuando se dan la mano Isabela y Andrea vuelve a emitir la sentencia, pero esta vez sin disposición del cielo, no más que remitiendo al axioma del discurso de Aristófanes en el Banquete: «Bien se la puede dar [la mano], que para en uno son» (III, xxi, 623). Estas cinco historias, en definitiva, demuestran, como aseveraba don Quijote, «que el amor y la guerra son una misma cosa, y así como en la guerra es cosa lícita y acostumbrada usar de ardides y estratagemas para vencer al enemigo, así en las contiendas y competencias amorosas se tienen por buenos los embustes y marañas que se hacen para conseguir el fin que se desea, como no sean en menoscabo y deshonra de la cosa amada» (Don Quijote, II, xxi, 878). No obstante, se pueden estrechar aun más los vínculos entre las historias de Basilio y Quiteria y de Isabela y Andrea, puesto que su primer enlace se confirma con un segundo, luego de advertir el engaño, y en presencia de sacerdotes que certifican la validez del matrimonio.

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El final festivo de la historia, preparado por la industria de Isabela, por la participación de Andrea y por la presencia de Auristela, Constanza, Félix Flora y Ruperta, deviene tragicómico por el súbito fallecimiento de Alejandro Castrucho ante la ignominia sufrida. Se trata, de algún modo, de una anticipación del final de la novela, por cuanto las bodas de Periandro y Auristela vendrán a coincidir con los funerales de Magsimino, el hermano mayor de él y prometido de ella. De hecho, independientemente de que hayan cogido o no los frutos del amor y de que el hermano de Andrea que aparece en el último momento para bautizarse sea o no el hijo de la pareja, la historia de Isabela y Andrea oficia de contraste realzador de la de Periandro y Auristela, ejemplifica en paralelo la de los protagonistas de la novela.

El último episodio de Cervantes Ignoramos la fecha en que Cervantes compuso el relato de la dama de verde, aunque los nexos que establece con otras obras suyas parece encaminarlo al periodo final de su carrera, ni si fue pensado como un texto independiente, adaptado para su inserción y acoplado después en el Persiles, o si fue redactado ad hoc para formar parte de la novela desde el principio. En cualquier caso, es el último episodio intercalado del conjunto de su prosa narrativa, y su lección estética no refleja sino el espíritu tan jovial como burlón, no menos inteligente que irónico de un autor dueño absoluto de los resortes de su arte, al que es innegable que le complace sobremanera mostrar el amor libre y natural de dos jóvenes y la autodeterminación de la mujer.

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virgilio, Opera I. Bucolica et Georgica, ed. Otto Ribbeck, Leipzig, Georg Olms Verlagsbuchhandlung Hildesheim, 1966. virgilio, Bucólicas. Geórgicas. Apéndice Virgiliano, Intr. general de J. L. Vidal, trad. y notas de Tomás de la Ascensión Recio García, Madrid, Gredos, 2008. virgilio, Eneida, ed. bilingüe de Rafael Fontán, Madrid, Alianza, 1990. wilsoN, Diana de Armas, Allegories of Love. Cervantes’s «Persiles and Sigismunda», Princeton, Princeton University Press, 1991. williamseN, Amy, Co(s)mic Chaos: Exploring «Los trabajos de Persiles y Sigismunda», Newark, Delaware, Juan de la Cuesta, 1994. williamsoN, Edwin, «El juego de la verdad en El casamiento engañoso y El coloquio de los perros», en Actas del II Coloquio Internacional de la Asociación de Cervantistas, Barcelona, Anthropos, 1991, pp. 183-199. wolf, Armin y Hans-Helmut, Die wirkliche Reise des Odysseus, Zur Rekonstruktion des homerischen Weltbildes, Múnich, Langen Müller, 1990. yNduráiN, Domingo, «Rinconete y Cortadillo. De entremés a novela», Boletín de la Real Academia Española, XLVI (1966), pp. 321-333. zimic, Stanislav, «El amante celestino y los amores entrecruzados en algunas obras cervantinas», Boletín de la Biblioteca Menéndez Pelayo, XL (1964), pp. 361-387. zimic, Stanislav, «El Persiles como crítica de la novela bizantina», Acta Neophilologica, III (1970), pp. 49-64. zimic, Stanislav, «Leucipe y Clitofonte y Clareo y Florisea en el Persiles de Cervantes», Anales Cervantinos, XIII-XIV (1974-1975), pp. 37-58. zimic, Stanislav, Las «Novelas ejemplares» de Cervantes, Madrid, Siglo XXI, 1996. zimic, Stanislav, Cuentos y episodios del «Persiles», Pontevedra, Mirabel, 2005.

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Procedencia de los textos

i.

«Reflexiones sobre Los trabajos de Persiles y Sigismunda, historia setentrional», Anales Cervantinos, XLVII (2015), pp. 249-288. ii. «“Los vírgenes esposos del Persiles”: el episodio de Renato y Eusebia», Anales Cervantinos XL (2008), pp. 205-228. iii. «El episodio de Feliciana de la Voz (Persiles, III, 2-5) en el conjunto de la obra de Cervantes», Artifara, 15 (2015), pp. 157-183. iv. «Ortel Banedre, Luisa y Bartolomé: análisis estructural y temático de un episodio del Persiles», Criticón, 99 (2007), pp. 125-158. v. «Tradición e innovación en el episodio de Ruperta, la “bella matadora” del Persiles», Revista de Filología Española, LXXXVII (2007), pp. 103-130. vi. «“No me acabo de desengañar si esta doncella está loca o endemoniada”: Análisis del episodio de la dama de verde, Isabela Catrucho (Persiles, III, xix y xx-xxi)», Studia Aurea, 11 (2017), pp. 429-459.

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Apéndice la epístola iii, 1 de los rerum FamiLiarium Libri, petrarca. preseNtacióN, texto latiNo y traduccióN

de

fraNcesco

Francesco Petrarca (1304-1374), padre del humanismo, conformó a lo largo de su vida, si dejamos al margen las Epistolae metricae (1361) y las Sine nomine (1359), dos grandes colecciones epistolares en prosa latina, los Rerum familiarium libri, compuestos por trescientas cincuenta cartas distribuidas en veinticuatro libros, cuya compilación y redacción comenzó entre 1349 y 1351, con la carta dedicatoria a Ludwig van Kempen, y se dilató hasta 1366, y los Rerum senilium libri, constituidos por ciento veinticinco cartas repartidas en diecisiete libros –Petrarca tenía planeado un libro más, el dieciocho, destinado a albergar una sola epístola: la Posteritati–, que proyectó en 1356, inició en 1361, con la letra dedicatoria a su amigo Francesco Nelli, y que le llevó prácticamente hasta el final de sus días. La idea de configurar los epistolarios en prosa latina y en sermo cotidianus le sobrevino a Petrarca tras el hallazgo en 1345, en la catedral de Verona, de los epistolarios de Cicerón, en tanto en cuanto le brindaron la pauta de cómo disponer una autobiografía ideal, de carácter filosófico-moral, configurada a retazos. En efecto, Petrarca conocía buena parte de los discursos de Cicerón, de sus tratados de oratoria y de sus opúsculos filosóficos, pero ninguno de estos géneros, ni siquiera los tratados de filosofía escritos en forma de diálogo, aun cuando él, Cicerón, se incluyera alguna que otra vez entre los personajes históricos que los protagonizan, aun cuando fueran obras sumamente personales, aun cuando buscara consuelo en ellos, tenían al hombre como protagonista, sino al político, al retórico y al filósofo. Las epístolas encontradas, en cambio, reflejaban con tanta naturalidad y sinceridad como gracilidad y espontaneidad su intimidad, lo que le pasaba por dentro: eran la forma «privada» de la subjetividad. A través de la lectura de las distintas colecciones de cartas de Cicerón, Petrarca, pues, pudo colegir quién era el hombre que se encontraba detrás del filósofo, del orador y del abogado romano, de sus dudas, ambiciones, contradicciones, ambigüedades, bajezas, deseos, amaños, tribulaciones, anhelos…, de su íntima personalidad. Solo que a diferencia

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del escritor romano, Petrarca se guardará muy mucho de que, en sus epistolarios, su imagen privada sea divergente de la pública y de la ideal que quiere ofrecer de sí a su tiempo y a la posteridad. En virtud de lo cual, el cantor de Laura no sólo reescribirá la correspondencia ya escrita a fin de que esté en armonía con sus pretensiones actuales, sino que se verá obligado inclusive a tener que redactar cartas sobre aquellos momentos de su pasado que en su día no se vertieron al papel. Un ejercicio, por consiguiente, de introspección, de indagación y búsqueda en la memoria, y también de creación, de pura invención artística. En consecuencia, muchas de sus Familiares –la Seniles responden todas a tal criterio– están reelaboradas desde el sentir presente, otras retocadas en función del cuidado de su retrato, y las hay que son, sin más, ficticias. Pero todas, sin embargo, son de un mismo parecer y dictamen, en cuanto concurren así en la intención como en el sentido, que no es otro que la conformación de una identidad personal reconocible y atractiva que, en su evolución de la división y de la dispersión al diálogo interior y a la coherencia, sea digna de trocarse en enseñanza de validez universal como médico de almas y pedagogo de la virtud: el filósofo moral; lo cual implica la concepción de la filosofía como forma de vivir, o lo que es lo mismo: la identidad de vida y obra, de palabra y acto. Lo significativo de ello es que semejante labor incide en la instauración de la autobiografía, la vida en el tiempo, la contemplación de sí, como tema cardinal de su obra. Una autoficción fragmentada por la que además se permite el erudito pasar revista a cualquier tema, ya sea público o privado; un espacio individual, personal, íntimo, subjetivo, en el que el autor pueda dar y rendir cuenta del mundo en que vive. Es decir: modelar la figura de un hombre universal que, sin renunciar a la moral cristiana, integrara las virtudes cívicas, éticas, políticas y filosóficas de la antigüedad grecorromana, y cuya práctica intelectual comprendiera y aunara varias disciplinas por la que ofrecer un modelo de conducta y una enseñanza práctica, fruto del estudio y de la experiencia, para el vivir cotidiano y la relación entre los hombres.349

El libro III de los Rerum familiarium libri a vista de pájaro El libro III de las Familiares, compuesto por veintidós cartas, brilla con luz propia en el conjunto del epistolario por varios motivos: por lo pronto, comprende un periodo de tiempo bastante extenso de la vida de Petrarca, cerca de quince años, desde 1333, en que se pueden fechar las cuatro primeras epístolas (las de Tule y las de la victoria en San Cesáreo de los Colonna sobre los Orsini) hasta 1347-1348, en que se datan 349

Cfr. Muñoz Sánchez (2012: 360-455).

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las cinco últimas (en la III, 18, enviada a Giovanni dell’Incisa, se mencionan por vez primera los epistolarios de Cicerón, hallados por el humanista, como queda dicho, en Verona en 1346, y las III, 19-22, enderezadas a Angelo di Pietro Stefano Tosetti, «Lelio», que versan sobre la demanda de Petrarca al papa de dos beneficios canónicos en la catedral de Parma en 1347). Este arco temporal contrasta con los libros precedentes, que habían abordado la época estudiantil del autor en Bolonia, libro I, y su asentamiento en Aviñón bajo el patronazgo de los Colonna, libro II, el cual se cierra con el descubrimiento de Vaucluse, su «Helicón transalpino», en 1337; así como con los que le sucederán. Este libro constituye, pues, como una suerte de corredor que comunica la vida juvenil del poeta con la coronación en el Capitolio de Roma en 1342. En paralelo al extenso periodo vital que recorre el libro se halla el elevado número de cartas que lo conforman, hasta veintidós, el mayor de los epistolarios, incluyendo las Seniles; aunque, por contrapartida, la dimensión de las cartas es menor que en otros, como en los dos precedentes; en cualquier caso, los libros IV y V presentan diecinueve cada uno. De las veintidós cartas, solo siete tienen fecha, siempre sin año, y lugar (Aviñón o Vaucluse); seis están dirigidas anónimamente a un amigo (III, 5, 6, 8, 10, 14 y 15), mientras que de las nominadas, dos son a desconocidos (III, 9, a Mateo de Padua; III, 12, a Marco de Génova), los demás son Tommaso Caloiro (III, 1-2, las últimas que le enviará Petrarca), Stefano Colonna il Giovane (III, 3-4), Paganino de Bizzozzero (III, 7 y 16-17), Guido Gonzaga (III, 11), Giovanni Colonna (III, 13), Giovanni dell’Incisa (III, 18) y Angello di Pietro «Lelio» (III, 19-22). La ausencia de nombres o de desconocidos y de fechas es indicadora de que muchas de las cartas son ficticias o escritas tiempo después de cuando supuestamente lo fueron. Petrarca aborda una gran cantidad de temas a lo largo del libro III, al punto de que el número de cartas-ensayo es bastante mayor que el de epístolas biográficas. De estas, las únicas que están razonablemente escritas al socaire de un suceso son las cuatro enviadas a «Lelio». Bien es verdad que las dos dirigidas a Stefano Colonna il Giovane (III, 3-4) representan la faceta laudatoria del humanista a la familia que le protege bajo su mecenazgo; así como las enviadas a Paganino de Bizzozzero constituyen una suerte de antesala de su futuro vínculo con los Visconti de Milán. Fundamentales son las III, 1-2, por cuanto Petrarca aborda, en blanco y negro, la dimensión del viaje: el de conocimiento (III, 1) y el encaminado a la obtención de bienes materiales (III, 2), cuando lo verdaderamente relevante, en ambos casos, no es sino el viaje hacia la virtud y el conocimiento propio (lo cual las enlaza con la II, 9, al tiempo que anticipan la IV, 1); de hecho, la isla de Tule, por el desconocimiento del lugar de su ubicación geográfica exacto, podría ser una suerte de símbolo de la vida (cfr. Antognini, 2008: 136-137). Es asimismo de capital trascendencia la epístola III, 18, en la cual Petrarca

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declara su incondicional bibliofilia, así como la existencia de una red internacional de contactos intelectuales, de tráfico de libros y de intercambio cultural. Harto interesante es la epístola III, 11, enviada a Guido Gonzaga, señor de Mantua, en razón de que Petrarca se equipara con Virgilio y Horacio en tanto en cuanto los tres, siendo humildes de nacimiento, han conseguido codearse con los grandes próceres nobiliarios gracias a su dedicación a las letras; lo cual es una especie de anticipación del libro IV, dedicado a su coronación como poeta laureado en el Capitolio de Roma. Primordial para la ética cívica que instaura el humanismo es la carta III, 12, enviada a Marco de Génova, puesto que, en ella, sostiene Petrarca que se puede servir a Dios igual en la vida civil y laica que en la retirada del convento; tema de amplísimas resonancias que tendrá quizá en Erasmo a su más conspicuo defensor. Por lo demás, la III, 5, trata sobre la vida solitaria; la III, 6, acerca del sumo bien; la III, 7 y la III, 12, a propósito de la monarquía como forma óptima de gobierno; la III, 8, sobre la astrología; la III, 9, acerca de la embriaguez; la III, 10, sobre el miedo a la muerte; etc.

La epístola III, 1, «Ad Thomam Messanensem, de Thile insula famosissima sed incerta, opiniones diversorum» La carta que inaugura el libro III de los Rerum familiarium libri es una de las más eruditas que escribió Petrarca, en cuanto que aborda con tanta suficiencia como talento la cuestión de la legendaria isla de Tule, confín noroccidental del mundo conocido. La epístola está enviada a Tommaso Caloiro, a quien ya había dirigido la I, 2, sobre la fama y a quien endereza también la III, 2. Por su temática, enlaza con las cartas I, 4-5, en las que contaba a Giovanni Colonna, su destinatario, su viaje por la Europa septentrional, que le llevó a París (donde copió un manuscrito con las Elegías de Propercio), Gante, Lieja (donde descubrió el Pro Archia de Cicerón), Aquisgrán, Colonia, las Ardenas y Lyon; Petrarca, de hecho, señala que la carta está escrita y enviada desde las playas británicas situadas en el Mar del Norte.350 La epístola carece de data, pero en atención a la conformación de su autobiografía ideal debe situarse en el verano de 1333; lo que comporta un paso atrás cronológico con relación al fin del libro anterior, el II, que se situaba en marzo de 1337 y cuya epístola inicial databa del 25 de febrero de 1338. En cualquier caso, como han demostrado Giuseppe Billanovich (1995: 350 Sobre el viaje de Petrarca al norte de Europa en 1333, cfr. Foresti (1977: 50-63); Dotti (2004: 30); Pacca (2004: 23-28); y Ariani (1999: 33) donde concluye que «Petrarca qui “inventa” la figura, tipica del secolo successivo, dell’umanista sempre in viaggio alla ricerca di testi perduti, accanito collezionista di libri, che divengono per lui il tesoro piú caro e gelosamente difeso».

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49-50) y Vinicio Pacca (2003: 592-594), la carta es ficticia: está escrita a la altura de 1352.351 Más allá de pronunciarse sobre un tema de perenne actualidad desde que Piteas de Marsella describiera por primera vez la isla Tule, persigue y postula el viraje de la erudición banal en cuestiones externas al conocimiento verdadero de uno mismo; de manera que está en sintonía con el Secretum meum, la célebre epístola de la subida al Mont Ventoux (Fam. IV, 1) y el De sui ipsius et multorum ignorantia. La epístola consta de quince parágrafos, cuya sabia distribución marca el tránsito de la sabiduría baladí (1-13: la búsqueda de la isla de Tule) a la auténtica (14-15: el conocimiento propio), pues, efectivamente, los parágrafos 1-13 sirven para demostrar cómo la isla de Tule es un afán imposible de conocimiento por cuanto los más grandes geógrafos de la Antigüedad y sus continuadores medievales no solo no han sido capaces de situarla en un punto fijo, es que se contradicen entre sí. Parágrafos 1-3: Introducción y planteamiento del problema. Petrarca comienza su lettera respondiendo a su amigo Tommaso que es quien le plantea oportunamente el problema de la isla de Tule, habida cuenta de que se halla de viaje en los mares del Norte (1). Tule, según la tradición –por el momento solo la literaria: Virgilio, Séneca y Boecio–, es el confín noroccidental del mundo (2). La isla está a la sazón de actualidad a causa de los nuevos descubrimientos oceánicos, las expediciones y la literatura surgida al respecto, en que se han descrito las islas Británicas, Hibernia (Irlanda) y las Orcadas, en el límite noroccidental, y las Islas Afortunadas (Las Canarias), en el suroccidental; sin embargo, el conocimiento de Tule se escapa, quizá porque, como reza el dicho, le sucede lo mismo que a los hombre insignes, que son más conocidos en el extranjero que en su patria (3). Parágrafos 4-6. En efecto, Petrarca inquirió información a propósito de la isla a uno de los más grandes eruditos británicos, el docto Richard Augerville de Bury (1287-1345), autor de la Philobiblon, una suerte de apología del libro y de la bibliofilia, canciller del rey Eduardo III, nombrado obispo de Durham en 1333, sin que supiera responderle nada cabal, por estar en esa coyuntura, no en su Britania natal cerca de su biblioteca, sino en una embajada en la Sede Apostólica. Parágrafos 7-8: Giraldo Cambrensis (o Gerald de Barri) y su tratado De mirabilibus Hybernie. Aunque no pudo recabar información alguna a través de su conocido británico, Petrarca encontró el libro del historiador galés Giraldo Cambrensis (11471223), Topografía Hibérnica, una descripción de Irlanda, sus moradores y sus alrededores, en cuyo capítulo XVII aborda la cuestión de Tule basándose en un puñado 351 Por el contrario, Martinelli (1977: 424) piensa que es contemporánea de los sucesos que en ella se relatan. De un mismo parecer es, aunque retrasa su redacción primitiva a 1337, Lo Parco (1911).

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de autoridades clásicas, de las que conjetura que es la isla más alejada, allí donde en verano no hay noche ni en invierno día; pero que él, conforme a lo que sabe, no conoce en la zona ninguna que tenga tal nombre ni tales características, por lo que concluye que no existe o que es fabulosa. Parágrafos 9-13. Después de mencionar a Gerald de Gales, Petrarca comenta a Tommaso que no dispone de libros en el lugar en que se halla, como tampoco de conversación en latín con nadie, de manera que no le queda más remedio que, en adelante, hablar de memoria, la cual, no obstante, es, a causa de la continua meditación sobre ellos, tan vívida como si tuviera los textos sottocchio (9). Menciona, así, a Plinio el Viejo (10), a Servio (11), a Paulo Orosio y, sobre todo, a Pomponio Mela (12-13), para concluir, conforme al inaudito desacuerdo entre ellos, que la isla, le parece, está aun más oculta que la verdad. Parágrafos 14-15. De consiguiente, mejor que dedicar el intelecto a cosas banales e infructuosas, centrarlo en el conocimiento de uno mismo, en nuestros límites. Ignoramos si Cervantes pudo tener acceso a la epístola de Petrarca, pero, aun cuando lo más probable es que no la consultara, viene a coincidir con el cantor de Laura, a nuestro modo de ver, en que la isla de Tule «será famosa, pero fabulosa», más conocida por los hombres de letras que por los habitantes noroccidentales de Europa. El texto latino de la carta III, 1, que transcribimos a continuación lo hemos tomado de la edición de Ugo Dotti de las Epístolas familiares (2004-2009: I, pp. 310-321). La traducción al castellano, la primera –que sepamos– que se hace de la epístola de Petrarca, ha corrido a cargo de nuestro caro amigo Antonio Luque Castro, así como la del extenso fragmento del tratado de Giraldi Cambrensis y de las dos citas de la Historia natural de Plinio. Por ello, queremos agradecerle su disposición y colaboración.

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Ad Thomam Messanensem, de Thile insula famosissima sed incerta, opiniones diversorum [1] Perambulanti veterum confinia, accessu quidem aspera sed amena cum perveneris, creber scrupulus ingenii pede calcandus est. Hoc sane, quem tu tibi nuper iniectum scribis, ego iampridem premor, queroque itidem quanam mundi parte Thile sit insula.352 Quaero, sed, ut verum fatear, nec certo indice nec ad rem ducentibus coniecturis, aut ipsam aut ullam inveniendi spem invenio. Et hec tibi quidem, ex ipsis britannici occeani litoribus, propinquior –ut fama est– ipsi quam vestigamus insule, scribo; profecto unde, vel antiquo literarum studio vel nova ac solicita locorum indagine, certius aliquid scribere posse debueram. [2] Ultimam quippe terrarum esse, non ambigitur: hoc Virgilius canit, hoc Seneca, hoc secutus utrumque Boetius, hoc omnis denique scriptorum cohors.353 Illud quoque satis inter multos convenit, in occiduo tractu sitam, quam longissime ab ortu solis et a meridie recessisse. Ceterum nobis, in occidente positis, stimulos addidit ipsa vicinitas; si ad orientem sita esset, forte non magis Thilem quam Thoprobanen curaturis. [3] Cum vero Britanniam et Hibernen cuntasque Orchades in occidentali occeano ad aquilonem, inque eodem Fortunatas insulas ad austrum, partim visu partim assiduo commeantium testimonio non aliter pene quam ipsam Italiam aut Gallias nosceremus, circumspicere mirari352 En la familiar XI, 8, epístola remitida al duque de Venecia, Andrea Dandolo, con el fin de animarle a poner fin a las hostilidades que enfrentaban a su república con Génova, concluía Petrarca que con la paz «sic navigantibus occeanus et Euxini maris ostia patebunt nullusque regum aut populorum nisi venerabundus occurret; sic tirium litus et armenium, sic formidatos, olim Cilicum sinus et Rhodon quondam pelagi potentem, sic sicanios montes et maris monstra trinacrii, sic infames antiquis et novis latrociniis Baleares, sic denique Fortunatas Insulas Orchadasque famosamque sed incognitam Thilen et omnem australem atque yperboream plagam securus vester nauta transiliet» (Petrarca, Le Familiari, t. III, XI, 1, pp. 1546-1548). 353 Los tres autores califican siempre a Tule de última: «Au deus immensi vernias maris ac tua nautae / numina sola colant, tibi seruiat ultima Thyle» (Virgilio, Opera. Vol. I. Bucolica et Georgica, p. 64 [Georgica I, vv. 29-30]), «o si te presentas como dios del mar inmenso y adorando solamente los marineros tu deidad, a ti te sirva la más remota de las tierras, Tule» (Virgilio, Geórgicas, p. 64). «Venient annis / saecula seris, quibus Oceanus / vincula rerum laxet et ingens / pateat tellus Thethysque novos / detegat orbes nec sit terris / ultima Thule» (Séneca, Medea, vv. 374-379), «Al final de los tiempos vendrán años / en que el Océano rompa las cadenas del universo / y se extienda inmerso el orbe, / y Tetis descubra nuevos mundos / y no sea Tule la más alejada de las tierras» (Séneca, Medea, vv. 375-379). «Qui se volet esse potentem, / Animos domet ille feroces / Nec victa libidine colla / Foedis summittat habenis. / Etenim licet Indica longe / Tellus tua iura tremescat / Et serviat ultima Thyle, / Tamen atras pellere curas / Miserasque fugare querelas / Non posse potentia non est» (Boecio, Consolatio philosophiae, III, poema 5, p. 112), «Quien desee ser poderoso / que domine el desenfreno de sus instintos / y no se someta a vergonzosas cadenas / el cuello vencido por las pasiones; / aunque la lejana tierra de la India / tiemble bajo tus leyes, / y el fin del mundo, Tule, te obedezca, / si no puedes expulsar las negras preocupaciones / y liberarte de los desgraciados lamentos, no tienes ningún poder» (Boecio, La consolación de la filosofía, III, poema 5, pp. 197-198).

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que cepimus aliquantoque scrupulosius inquirere sicubi undis emergeret celebrata hec omnium literis insula, quam in nostro occeano et antiquorum locavit autoritas et nunc etiam orientalium populorum ac totius orbis confirmat opinio. Quid multa? Evenit huic quod sepe claris viris accidit, ut ubique sint quam in patria notiores. Percontare occidentis accolas: indocti ipsum insule nomen ignorant; literatis utique clarum nomen insule est, insula vero non minus ignota quam vulgo. [4] Michi quidem de hac re cum Ricardo, quondam Anglorum regis cancellario, sermo non otiosus fuit; viro ardentis ingenii nec litterarum inscio, et qui, ut in Britannia genitus atque educatus abditarumque rerum ab adolescentia [sic] supra fidem curiosus, talibus presertim questiunculis enodandis aptissimus videretur. [5] Ille autem, seu quia sic speraret, seu quia puderet ignorantiam fateri –qui mos hodie multorum est, qui non intelligunt quanta modestiae laus est homini nato nec nosse omnia valenti, profiteri ingenue se nescire quod nesciat– seu forte, quod non suspicor, quia huius michi archani notitiam invideret, respondit certe se dubietati mee satisfacturum, sed non prius quam ad libros suos, quorum nemo copiosior fuit, in patriam revertisset. [6] Erat enim, dum in amicitiam eius incidi, tractandis domini sui negotiis apud Sedem Apostolicam peregrinus; ea scilicet tempestate, qua inter prefatum dominum suum et Francorum regem prima diuturni belli semina pullulabant, que cruentam messem postea protulere; necdum repositae falces aut clausa sunt horrea. Sed dum promissor ille meus abiisset, sive nichil inveniens, sive noviter iniuncti pontificalis officii gravi munere distractus, quamvis sepe literis interpellatus, expectationi mee non aliter quam obstinato silentio satisfecit. Ita michi Thile amicitia britannica nichil notior facta est. [7] Post annos vero venit in manus meas libellus De mirabilibus Hybernie, a Giraldo quodam, aulico Henrici secundi regis Anglorum, licet tenui rerum filo, non rudi tamen verborum arte contextus; quem ne totum bibliothece nostre foribus excluderem, brevis quedam ipsius particula promeruit, ubi de hac eadem insula nostre similis et operosa dubitatio inserta erat; itaque similitudo una ingenii michi totius operis commedavit auctorem. [8] Aliquot ibi scriptorum sententias attingit, quod insularum occeani, quae circa Britanniam que ve inter Arthon et occasum sunt, extrema sit Thile; ubi estivo nulla nox, brumali contra solstitio nulla dies; ultra quam pigrum atque concretum iaceat mare. Ad hec Solinum et Ysidorum [sic] testes citat; ignotam tamen nichilominus occidenti insulam, nullamque huius vel naturae vel nominis illic esse confirmat; ideoque, coniecturam sequens, aut famosam sed fabulosam insulam existimat; aut infinito ab aliis spatio secretam, nusquamque alibi quam in intimis borealis occeani secessibus requirendam; cuius sententie astipulatorem [sic] facit Orosium. Poterat et Claudianum, ubi «Yperboreo [sic] damnatam sidere Thilem» ait. Hoc tamen omisso, rem agit, et ad hunc fere modum ille disputat. Tu testes quos inducit, examina

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quam sibi constent, et quanta sit dictis fides intelliges.354 [9] Ego enim nunc a libris 354

«Mirum de Tyle, quae inter occidentales ultima fertur insulas, quod apud orientales tam nomine quam natura sit famosissima; cum occidentalibus sit prorsus incognita. Virgilius Augusto, «Tibi serviat ultima Tyle» [Geórgicas I, v. 30; en realidad: «ac tua nautae / numina sola colant: tibi serviat ultima Thule»]. Solinus, inter multas quae circa Britanniam sunt insulas, Tyle ultima esse commemorat. In qua aestivo solstitio dicit noctem nullam; brumali vero perinde die nullum. Ultra Tilen vero pigrum et concretum mare tam Solinus quam Ysidorus esse commemorat. Tylen quoque ultimam oceani insulam. Ysidorus inter Septentrionem et occidentalem plagam ultra Britanniam sitam esse describit; a sole nomen habentem, quia in ea aestivum solstitium sol faciat, et nullus ultra eam dies sit [Cayo Julio Solino, Collectanea rerum memorabilium, 22, 9; san Isidoro, Etimologías, XIV 6, 4]. Sed adeo occidentalibus incognita est haec insula, ut nullam occidentalium, vel etiam Septentrionalium insularum, nedum naturam vel etiam nomen hoc habere constet. In remotissimis tamen Arctoae regionis partibus, sol regirans a Cancro aliquot noctium tempore iuxta limbum terrae, supra horizontem tamen, continue ab incolis circueundo videtur. Eodem quoque a Capricorni sidere revertente, quasi sub opacis Antarctici poli finibus totidem dierum spatio desiderati luminis splendor evanescit. Aut ergo Tyle fabulosa non minus quam famosa est insula; aut in ultimis et extremis Borealis oceani secessibus, longe sub arctico polo requiratur. Unde et Horosius, certius aliis de incertis loquens, Tylen dicit «per infinitum a ceteris separatam, circium versum medio sitam oceano, vix paucis notam haberi» [Paulo Orosio, Historias, I 2, 79]. Augustinus tamen, xxiº. libro De civitate Dei, dicit Tylen, «Indiae insulam, eo praeferri ceteris terris, quod omnis arbor quae in ea gignitur nunquam nudatur tegmine foliorum» [San Agustín, La ciudad de Dios, XXI 5]. Unde et in India esse videtur. Sed aequivocatio te non decipiat; quam in obliquo reperies, et non in recto. Illa enim Tylis, haec Tyle vocatur. Unde et Ysidorus: «Tylis insula est Indiae, foliis omni tempore virens» [Etimologías, XIV, 6, 13]. Iterum et Solinus; «Tylis insula Indiae est; et affert palmas, oleam creat, vineis abundant; terrarum omnes miraculo sola vincit, quod quaecunque in ea arbor nascitur, nunquam caret folio» [Solino, Collectanea rerum memorabilium, 52, 49]. (Giraldi Cambrensis, Opera, vol. V, Distinctio II, cap. xvii: «De Tyle, occidentali insula; quae apud orientales est famosissima, cum occidentalibus sit prorsus incognita»). «Lo sorprendente de Thule, que de las islas occidentales se tiene por la más remota, es que entre los habitantes de Oriente sea conocidísima, tanto por su nombre como por su naturaleza, cuando para los de Occidente es completamente desconocida. Virgilio le canta a Augusto: «Que te asista Thule, la última» [Geórgica, I, v. 30]. Solino menciona que, entre las muchas islas que están cerca de Britania, Thule es la más remota. En ella –dice– durante el solsticio de verano no existe noche alguna; por otro lado, durante el de invierno y de manera semejante, no hay día alguno. Pero el hecho de que, pasada Thule, lo que hay es mar calmo y helado, lo mencionan tanto Solino como Isidoro, así como que Thule es la última isla del océano. Isidoro da cuenta en sus escritos de que, situada entre el Septentrión y la zona occidental del cielo, es ya más allá de Britania donde queda esta isla que recibe su nombre del Sol, pues en ella consuma su solsticio veraniego y, una vez pasada, no hay día alguno [Solino, Collectanea rerum memorabilium, 22: 9; San Isidoro, Etymologiae, XIV, 6: 4]. Pero para los habitantes de Occidente es desconocida hasta el punto de que ninguna isla de las occidentales, pero tampoco de las septentrionales, consta que tenga, ya no tal naturaleza, sino siquiera este nombre. Por otro lado, a los habitantes de la parte más remota de la Región Ártica les parece que el Sol traza un movimiento circular continuo, pues repite su giro desde la constelación del Cáncer, durante cierta cantidad de noches y por el flanco de la tierra, aunque sobre el horizonte. Además, cuando vuelve desde la estrella de Capricornio, es como si el esplendor de su luz, que se echa en falta durante la misma cantidad de días, se desvaneciese en los sombríos confines del Polo Antártico. Así pues, o Thule es una isla no menos fabulosa que famosa, o hay que buscarla en los recesos más remotos y extremos de la parte norte del océano; muy lejos, por el Polo Norte. De ahí que también Orosio, que habla con cierta seguridad de otras cosas inseguras, dice que Thule, «indefinidamente separada de las demás, y ubicada en medio del océano hacia el viento Cierzo [sc. el Noroeste], se tiene por conocida apenas entre unos pocos» [Historia, I 2: 79]. Por su parte, San Agustín dice en el libro vigésimo primero de De civitate Dei que Thule, «isla de la India, por lo que se destaca frente a las otras tierras es por el hecho de que todo árbol que nace en ella nunca se ve desnudo de la cobertura de sus hojas» [San Agustín, De civitate Dei, XXI, 5], y según esto

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omnibus quam longissime absum, et id unum in hac peregrinatione molestissimum experior: domo egressus, nullum latine lingue murmur audio; domum regressus, comites libros cum quibus loqui sum solitus, non habeo; omne michi colloquium cum memoria mea est. Hec igitur ex tempore et ex memoria tibi scribo, ita ut de quibus illam hesitantem video, silentio potius quam calamo committenda crediderim; multa sane non aliter quam si sub oculis libri essent, memini, que frequens horum cogitatio michi altius atque tenacious impressit. [10] Plinium ille Secundum forte non legerat, quo nemo certius rem expressit; quam vere diffinire non ausim, cum illud semper occurrat: «quid ita omnibus habeatur incognita insula tam vicina, tam celebris?» Sed dicam quid ipse Plinius Secundus, secundo Naturalis Historie libro, senserit: Thilem esse insulam sex dierum navigatione in septentrionem a Britannia distantem, ubi semestrem estivum diem ac paris spatii brumalem noctem esse coniectat, et violento, quantum sibi videtur, rationis argumento et preterea nescio quo Phocea alias Pithia masiliensi teste utitur.355 Que si vera sunt, quantulum hinc abest Thile ipsa quam querimus, cuius apud Indos –ut auguror– fama ingens, apud nos notitia nulla est! [11] Servius quidem, etsi grammaticus melior quam vel cosmographus vel poeta, sequens tamen priorum vestigia super illum Virgilii locum «tibi serviat ultima Thile», sic ait: «Thile insula est occeani inter septentrionalem et occidentalem plagam, ultra Britanniam, Hyberniam, Orchadas». Vides ut unum fere signum omnes aspiciant, ut inter septentrionem et occasum, ac non procul a Britannia, vario sermone conveniant, ubi si corpore convenissent, re cogente mutassent forte sententiam. [12] Duo longius abscedunt a ceterorum dictis, sed an ad verum propius accedant an propter distantiam non ita manu, ut aiunt, mendacium prendi possit, incertum est; horum alter Orosius est, cuius supra mentio est habita, alter vero Pomponius Mela, nobilis cosmographus, parece que está en la India. Pero que no te engañe el uso del mismo nombre, en el que repararás al sesgo y no directamente [puede estar refiriéndose al trazo de las letras]. Pues esa se llama Tylis; esta que nos ocupa, Thule. Por eso también Isidoro dice: «Tylis es isla de la India, en todo momento verde por sus hojas» [Etymologiae, XIV, 6: 13]. Y también Solino: «Tylis es isla de la India. Y da palmeras, cría olivo, abunda en viñas. A todas las de la tierra se impone sola por un prodigio: que cualquier árbol que nace en ella nunca se ve privado de hojas [Solino, Collectanea rerum memorabilium, 52, 49]) (Giraldi Cambrensis, Opera, vol. V, Distinctio II, cap. xvii: «De Tyle, occidentali insula; quae apud orientales est famosissima, cum occidentalibus sit prorsus incognita»). (trad. de Antonio Luque Castro). 355 «Quod fieri in insula Thyle Pytheas Massilliensis scribit, sex dierum nauigatione in septentrionem a Britannia distante» (Plinio, Histoire Naturelle, II, 187, p. 82). «Lo que Pitias el Marsellés escribe que sucede en la isla de Thule, que se encuentra de Britania a seis días de navegación hacia el Norte». Pero también en vol. IV, 104: «Ultima omnium quae memoratur Thyle, in qua solstitio nullas esse noctes indicavimus, Cancri signum sole transeunte, nullosque contra per brumam dies. Hoc quidam senis mensibus continuis fieri arbitrantur». «La última de todas que menciona es Thule, en la cual hemos indicado que durante el solsticio de verano no hay noches en absoluto, al cruzar el Sol el signo de Cáncer y que, por el contrario, en el solsticio brumal no hay días en absoluto. Esto, algunos piensan que sucede cada seis meses sin interrupción». (trad. de Antonio Luque Castro).

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quem Plinius, in multis sequi solitus, hic neglexisse visus est. [13] Is enim toto anno unum solis ortum verno, unumque autumnali equinoctio occasum, atque ita una die dumtaxat unaque nocte distinctum anni spatium yperboreis [sic] populis assignat; primis in litore asiatico super Aquilonem Ripheosque montes habitantibus, omnium –siquid sibi credimus– mortalium innocentissimis felicissimisque; Thilen autem inter occeani insulas Belgarum litoribus appositam testatur, noctes ibi breves, hieme quidem fuscas, estate lucidas, solstitio nullas.356 En quanta discordia! ut michi quidem nichilo videatur occultior insula ipsa quam veritas. [14] Sed bene habet, quia quod laboriose querimus, impune nescimus. Lateat ad aquilonem Thile, lateat ad austrum Nili caput; modo non lateat in medio consistens virtus et huius vite brevis semita, per quam magna pars hominum palpitando titubandoque proficiscitur ad incertum finem ambiguo calle festinans. [15] Ne ergo nimis magnam operam impendamus in inquisitione loci, quem forsan inventum cupide linqueremus, claudenda iam epystola et tempus curis melioribus impendendum est. Hec sunt que de hoc ambiguo tibi nunc ex ipsa, ut ita dixerim, inquisitionis area excutere potui; reliquas a doctioribus exige. Michi quidem si hec nature latibula rimari et abdita nosse negatum fuerit, me ipsum nosse sufficiet; hic oculos aperiam, hic figam intuitum. Orabo Eum qui me fecit, ut se michi meque simul ostendat et, quod votum Sapientis est, notum michi faciat finem meum. Vale.

356 «Thyle Belcarum litori adposita est, Grais et nostris celebrata carminibus. In ea, quod ibi sol longe occasurus exsurgit, breves utique noctes sunt, sed per hiemem sicut aliubi obscurae, aestate lucidae, quod per id tempus iam se altius evehens, quamquam ipse non cernatur vicino tamen splendore proxima inlustrat, per slsotitium vero nullae, quod tum iam manifestior non fulgorem modo sed sui quoque partem máxima ostentat» (Pomponius Mela, De chorographia, III, 47). «Thule está enfrente de las costas de los belgas, celebrada de las poesías griegas y nuestras; son cortas en ella las noches, porque el sol se le pone muy tarde, mas el inuierno obscuras como en otras partes. En el estío claras, porque en tal tiempo leuantándose ya más alto, aunque él no se parezca, alumbra todo lo que está cerca con la vezindad de su resplandor; pero en el solsticio no hay nada de noche, porque entonces, ya más patente, no solo muestra descubierta su luz y resplandor, sino grande parte también de su misma rueda» (Pomponio Mela, Geographía, III, v, 17-18, fols.76r-v).

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Para Tomás de Mesina, acerca de la muy celebrada pero desconocida isla de Thule: opiniones de diversas autoridades [1] Quien deambula por los dominios de los antiguos –de difícil acceso, sí, pero gratos–, aun habiendo conseguido llegar a ellos, debe pisar sobre sus frecuentes escollos con el pie del ingenio. La verdad es que a mí me apremia desde hace ya tiempo lo que hace poco te has propuesto tú, según me escribes: de igual manera ando yo buscando en qué parte del mundo puede estar la isla de Thule. La busco. Pero, si he de confesar la verdad, ni por indicios ciertos ni por conjeturas relativas al asunto encuentro ni la misma isla ni esperanza alguna de encontrarla. Y lo cierto es que esto te lo escribo desde las mismas costas del océano Británico, muy cerca –según se dice– de la misma isla cuyo rastro andamos buscando. Desde donde, a decir verdad, debería poder escribir algo con más certeza, ya fuera por mi antigua dedicación a las letras o por una nueva y esmerada indagación sobre aquellos parajes. [2] Pues lo que no se duda es que se trata de la más extrema de las tierras. Así lo canta Virgilio [Geórg., I 30], así Séneca [Medea, 378-9]; así, siguiendo a ambos, Boecio [Con. Ph., 3 5 poesía 7]. Así, en suma, toda una cohorte de escritores. En lo que también están de acuerdo muchos es en que, ubicada en algún tramo occidental, se encuentra en la mayor lejanía de la salida del sol y del Mediodía. Por lo demás, esta misma cercanía nuestra es lo que más nos estimula, en Occidente como estamos y cuando, si estuviera situada hacia el Oriente, acaso no nos cuidaríamos de Thule más que de Toprobán. [3] Pero, como en la zona del océano occidental que mira al Norte conocíamos (y casi no de otra forma que Italia y que las Galias) Britania, Hibernia y todas las Orcadas; y, así mismo, en el mismo mar pero hacia el Sur, las Islas Afortunadas –en parte por haberlas visto, y en parte por los frecuentes testimonios de quienes van y vienen–, hemos comenzado a investigar, a hacernos preguntas y a inquirir con algo más de cuidado en qué lugar podía emerger, de entre las olas, esta isla, que aparece en las cartas de todos y que la autoridad de los antiguos ubicó en nuestro océano; y que, también actualmente, sitúan en el mismo sitio la opinión de los pueblos orientales y la del orbe entero. ¿Para qué detenerse en esto último? A esta isla le pasa lo que frecuentemente ocurre a los hombres insignes: que son más conocidos en cualquier sitio que en su patria. Pregunta a los habitantes de Occidente, cuya falta de instrucción ignora el mismo nombre de la isla. En cualquier caso, para los hombres letrados lo conocido es el nombre de la isla; pero la isla en sí no les es menos desconocida que al común de las gentes. [4] Lo cierto es que sobre este asunto tuve una conversación, nada fútil, con un canciller del rey de los anglos, Ricardo [de Bury]. Hombre de encendido ingenio, no desconocedor de las letras y que, por haberse criado y educado en Britania (y por

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haberse interesado, desde su adolescencia y más allá de lo creíble, en asuntos recónditos) parecía especialmente a propósito para resolver pequeñas cuestiones como esta. [5] Sin embargo, bien porque ya se lo esperase, bien porque le diese vergüenza confesar su ignorancia –costumbre esta que hoy lo es de muchos, que no comprenden el elogio tan grande que supone, para la modestia de quien ha nacido hombre y no es capaz de saberlo todo, el reconocer con ingenuidad que no sabe lo que no sabe–; o bien porque quizá (que no lo creo) me envidiaba el conocimiento de este misterio, me respondió que por supuesto satisfaría mi duda, pero no antes de haber vuelto a su tierra, a sus libros, de los cuales no ha habido nadie que haya andado más provisto. [6] Y es que, para cuando yo vine a dar en su amistad, él estaba de viaje en la Sede Apostólica, ocupándose de los negocios de su señor y, por supuesto, en la época en que andaban esparciéndose las primeras semillas de una prolongada guerra entre el segundo y el rey de los francos, guerra que después ha traído una cruenta mies. Y todavía no se han dejado las hoces ni se han cerrado los graneros. Pero mientras estuvo fuera, sea por no encontrar nada, o porque le apremiase la gravosa labor del deber pontifical recién contraído, y a pesar de que le he interpelado frecuentemente por carta, aquel que me hizo la promesa no ha satisfecho mi expectación sino con un obstinado silencio. Así es que Thule no me ha llegado a ser, para nada, más conocida por mi amigo británico. [7] Pero años después vino a mis manos un librillo, De mirabilibus Hyberniae [De las maravillas de Hibernia, cap. 17: «De Tyle occidentali insula»], escrito por un tal Giraldo [Cambrensis], cortesano del rey de los anglos Enrique II; un obra tejida con un hilo argumental tenue, pero también con una técnica expresiva en absoluto gruesa. Que yo no lo excluyese por completo de nuestra biblioteca lo ha merecido una pequeña parte donde se incluía una laboriosa conjetura, parecida a la nuestra, sobre esta misma isla. Así es que esta sola semejanza de carácter me ha encomendado al autor de la obra entera. [8] En ese pasaje se ocupa del parecer de algunos escritores de que, entre las islas del océano que se encuentran alrededor de Britania o entre el Norte y el ocaso, la más alejada es Thule donde, en el solsticio de verano, no existe noche alguna; en el solsticio de invierno, por el contrario, ningún día: más allá de ella solo se extiende el mar, calmo y helado. Para dar testimonios de ello apela a Solino [Coll., 22 9] e Isidoro [Etym., 14 6 4], y también confirma que esta isla no deja de ser desconocida en el ámbito occidental, y que allí no hay ninguna con esta naturaleza o nombre. Y así, siguiendo una conjetura, considera que esta isla será famosa, pero fabulosa; o bien que, separada de otras por un espacio indeterminado, no hay que buscarla en otro sitio sino en lo más recóndito e íntimo del norte del océano. Señala a Orosio [Hist., 1 2 79] como proponente de este parecer. Y podría señalar también a Claudiano cuando este dice aquello de «Yperboreo damnatam sidere Thilem» [«Thule, condenada por la estrella

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«EL MEJOR DE LOS LIBROS DE ENTRETENIMIENTO»

hiperbórea», In. Ruf., 2 240]. No obstante, se ocupa del asunto obviando al último, y es más o menos así como el autor diserta. Las autoridades que él propone, valora tú en qué medida ofrecen consistencia para él y repararás en cuánta fiabilidad tienen sus palabras. [9] Porque yo en estos momentos me encuentro alejado de cualquier libro, y es lo único que llevo fatal en este viaje: salgo de casa y no escucho ni un murmullo en latín. Vuelvo, y no tengo por compañeros a los libros con que suelo charlar: toda mi conversación es con mi memoria. Así que esto te lo estoy escribiendo conforme a ella y al momento, por lo que he acabado creyendo que las cosas en que la veo dudar habría que encomendarlas mejor al silencio que a la pluma. Lo cierto es que muchas las recuerdo no de manera diferente a como si hubiese libros bajo mis ojos: la frecuente reflexión sobre ellas las ha grabado en mí con mayor profundidad y viveza. [10] Acaso aquel no había leído a Plinio el Viejo: nadie expresó con más acierto que él una cosa de la que yo no me atrevería a dar una definición más veraz, según se me viene a la cabeza eso de «Así que, ¿por qué todos dan esta isla por desconocida, si es que está tan cerca y es tan célebre?». Pero diré lo que también Plinio el Viejo anota en su segundo libro de la Naturalis Historia [2 77 187]: que Thule es una isla que se encuentra de Britania a seis días de navegación rumbo al Norte, donde el autor presupone un día veraniego de seis meses y una noche invernal de igual duración. Y se vale –en la medida en que a él le parece– de un forzado argumento de cálculo, además de la autoridad de no sé qué marsellés, Foceas (también llamado Pitias). Si estas cosas son verdaderas, la Thule que buscamos, y cuya fama entre los indios va a ser –a lo que me estoy barruntando– enorme, y de la que entre nosotros en cambio no hay conocimiento alguno… ¡nos queda pero que muy cerquita! [11] Aunque mejor gramático que cosmógrafo o poeta, lo cierto es que Servio, quien por su parte sigue los vestigios de los primeros a partir de aquel pasaje de Virgilio de «tibi serviat ultima Thile» [«Que Thule, la más remota, te guarde»], dice así: «Thule es una isla del océano entre la zona septentrional y la occidental, más allá de Britania, Hibernia y las Orcadas» [In Geórg., I 30]. Ya estás viendo que todos se fijan prácticamente en un solo indicio, de manera que, aunque lo expresan diferentemente, convienen entre el septentrión y el ocaso, y no lejos de Britania. Donde, si hubiesen venido en persona, y obligados por la realidad, acaso habrían cambiado de parecer. [12] Hay dos que se apartan mucho de las palabras de los demás, pero no está claro si se acercan más a la verdad o si, dada la distancia, no puede cogerse el error por la mano, que suele decirse. Uno de ellos es Orosio, del que se ha hecho mención arriba. En cuanto al otro, es Pomponio Mela [Chorog., 3 47], noble cosmógrafo a quien Plinio, que acostumbra a seguirlo en muchos puntos, parece no haberle hecho caso en este. [13] Pues el autor

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confiere, en todo el año, un solo amanecer (en primavera) y un solo ocaso (en el equinoccio otoñal y, con ello, un intervalo anual que solo se diferencia con un día y con una noche), a los pueblos hiperbóreos, los primeros habitantes de la costa asiática más allá del Aquilón y los montes Rifeos y –si le damos algún crédito– los más inocentes y felices entre todos los mortales. Pero por otro lado testimonia que Thule se encuentra entre las islas del océano, en las costas de los belgas. Y que las noches allí son breves; en invierno oscuras, sí; en verano, luminosas y, con el solsticio, inexistentes. ¡Ya estás viendo qué desacuerdo! Como que a mí, desde luego, no me parece que la misma isla esté menos oculta que la verdad. [14] Pero bien está; puesto que investigamos con denuedo, ignoramos sin culpa. Quede Thule escondida por el Norte, por el Sur quede escondido el nacimiento del Nilo, con tal de que no quede escondida, cuando se encuentra delante de nosotros, la virtud. Ni la corta senda de esta vida, por la que avanza una gran parte de los hombres, a tientas y entre titubeos, mientras se precipita a su incierto límite por un camino ambiguo. [15] No pongamos, pues, tanto denuedo en la investigación de un lugar que, quizá de buena gana, dejaríamos tras averiguarlo: hay que acabar la carta ya, y emplear el tiempo en preocupaciones más importantes. Estas son las cosas que, por el momento, he podido entresacarte de este incierto estado de la cuestión y, tal y como te he dicho, de mi área de investigación. Las demás cosas, exígeselas a hombres más doctos. En verdad que a mí, si se me negase entrever los entresijos de esta naturaleza y conocer lo escondido, me bastará con conocerme a mí mismo. En ello abriré mis ojos, en ello clavaré la vista. Rogaré a Aquel que me hizo que me muestre a un tiempo su ser y el mío, y aquello que desea el Sabio: que me haga conocer mi propio límite. Cuídate.

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