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Spanish Pages [146] Year 2008
Hans-Georg Gadamer
El inicio de la sabiduría
HUNAB KU PROYECTO BAKTUN
Hans-Georg Gadamer El inicio de la sabiduría
PAIDÓS
Barcelona · Buenos Aires · México
Título original: Der Anfang des Wissens Publicado originalmente en alemán, en 1999, por Philipp Reclam jun. GmbH & Co., Stuttgart Edición revisada por el autor Traducción de Antonio Gómez Ramos
Cubierta de Mario Eskenazi
Libro publicado con ayuda de ínter Nationes, Bonn Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos
© J.C.B. Mohr (Paul Siebeck) «Introducción» [Einleitung] y «El concepto de naturaleza y la ciencia natural» [Der Naturbegriff und die Naturwissenschaft]: © 1999 Philipp Reclam jun. GmbH & Co. © 2001 de la traducción, Antonio Gómez Ramos © 2001 de todas las ediciones en castellano Ediciones Paidós Ibérica, S.A., Mariano Cubí, 92 - 08021 Barcelona y Editorial Paidós, SAICF, Defensa, 599 - Buenos Aires http://www.paidos.com ISBN: 84-493-1025-3 Depósito legal: B-7.007-2001 Impreso en Novagráfik, s. I. c/ Vivaldi, 5 - 08110 Monteada i Reixac (Barcelona) Impreso en España - Printed in Spain
sumario
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Introducción
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Sobre la transmisión de Heráclito
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Estudios heraclíteos
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El atomismo antiguo
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Platón y la cosmología presocrática
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La filosofía griega y el pensamiento moderno
133
El concepto de naturaleza y la ciencia natural
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Procedencia de los textos
Introducción
En 1988, impartí en Nápoles unas conferencias en italiano, que luego aparecieron con el título de L'inizio della filosofía occidentale, y que ahora, gracias al trabajo del profesor Vittorio de Cesare y del doctor Joachim Schulte, se han publicado en alemán con el título de Der Anfang der Philosophie.1 Todo el mundo cree saber que la historia de la filosofía empieza con Tales de Mileto, y se apela a Aristóteles (Metafísica A) para afirmar tal cosa. Desde la época del romanticismo alemán, y gracias a Schleiermacher y Hegel, se denomina «período presocrático» a estos inicios de la filosofía. Sabemos que lo que se nos ha transmitido de la época más temprana de la filosofía no es, en verdad, más que citas y fragmentos de textos. En mis conferencias de Nápoles quería mostrar que sólo es posible hacer hablar a esta tradición en ruinas de los presocráticos si se tienen constantemente a la vista los primeros textos filosóficos que se han conservado realmente, es decir, los diálogos platónicos y la inmensa masa de escritos de Aristóteles, el corpus aris1. Trad, cast: El inicio de la filosofía occidental, Barcelona, Paidós, 1999.
totelicum. Hay, desde luego, entre todos esos fragmentos transmitidos, una excepción, a saber, el gran texto coherente del comienzo del Poema de Parménides. Le debemos este texto a la fiel copia de un gran estudioso de la última generación, importante miembro de la Academia de Atenas, llamado Simplicio. Vivió poco antes de la disolución de la Academia fundada por Platón y nos dejó también unos excelentes comentarios, sobre todo a la Física de Aristóteles. Unos siglos más tarde, Atenas cayó ante un Islam en auge, con lo que también encontró su fin el Imperio romano de Oriente, Bizancio. No obstante, este célebre lugar del pensamiento griego llegaría a ser una importante causa del surgimiento del humanismo en Italia y el comienzo del Renacimiento. En verdad, el humanismo y, sobre todo, nuestra transmisión de la cultura griega, había tenido ya un primer comienzo en la Antigüedad, con el ascenso de Roma. Fue el entorno de los Escipiones el que, tras repeler exitosamente la amenaza púnica, le dio una nueva orientación a la sociedad romana al inaugurar una nueva educación de su juventud, según el modelo griego. Basta pensar en los estudios de Cicerón. Durante el Imperio, la cultura griega llegó a extenderse y consolidarse hasta tal punto que en la corte del emperador romano sólo se hablaba en griego. A este hecho le debemos también el pensador más genial de esta época «helenística»: Plotino. Sus discípulos administrarían luego con gran éxito esta herencia durante siglos en el Imperio romano, mientras éste siguió existiendo. A la posterior expansión de la Iglesia cristiana y la disciplina de trabajo de los monjes le hemos de agradecer el que la cultura griega se transmitiera hasta la época moderna. No ha dejado de ser un destino decisivo el hecho de que, por esta vía, del poema de Parménides sólo nos haya llegado su primera parte introductoria. En realidad, Simplicio se atiene en su copia del texto encontrado en Atenas al hecho fundamental de que Aristóteles, en su Física, sólo se interesara por este fragmento introductorio (el único conservado). Todo el texto estaba compuesto en hexámetros, la lengua poética clásica de Homero. Los versos
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introductorios de esta primera parte conservada muestran al pensador Parménides, a la vez, como un gran escritor que, por boca de una diosa, pronuncia y funda la verdad del ser y la plena nulidad de la nada. La parte no conservada del poema, mucho más extensa, trataba la cosmología y la astronomía de entonces, pero también, por lo que revelan algunos fragmentos sueltos, la experiencia del mundo que se le abre al ser humano. Es claro que se obedeció la orden de la diosa de rechazar la nulidad de la nada. Seguramente, esa parte representaba el cambio de los acontecimientos naturales, el maravilloso enigma del cambio del día y la noche, la aparición y el velamiento de las cosas. Cabe suponer que esta imagen del mundo que Parménides desarrollaba a continuación habría quedado superada por el progreso científico que llegó después, y por esa razón fue descuidada por Platón y Aristóteles. De modo que, por un significativo azar, mi librito sobre el inicio de la filosofía, basado en las conferencias italianas, se interrumpió justamente en este punto con Parménides, del mismo modo que todas las conferencias se interrumpen cuando se acaba el tiempo de que disponen. Ahora bien, había otro contemporáneo de Parménides del que no poseemos ningún texto coherente, pero sí una enorme riqueza de profundas citas que, durante la época helenística, se hallaban difundidas en forma de libro. Se trata de Heráclito, «el oscuro», tal como se le suele citar en la tradición. Durante siglos ha sido motivo de disputa en la investigación cuál era la relación entre estos dos grandes contemporáneos, Heráclito y Parménides. A mediados del siglo xix, los filólogos creían tener una respuesta a esta pregunta: el poema de Parménides re-
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presentaba la respuesta de éste a la teoría heraclitea de que «todo fluye», que él rechazaría críticamente. Todavía hoy, esta idea sigue determinando la disposición de las ediciones de los presocráticos. El libro que Karl Reinhardt publicó en 1916 vino a cambiar la situación. Ya no nos atrevemos a afirmar que hubiera relación alguna entre Heráclito y Parménides.
Heráclito procedía —según dice bien claro la tradición— de una familia aristocrática de Efeso, esto es, de una ciudad de la costa de Asia Menor, que justamente por aquella época se enfrentaba a la presión de la expansión persa, a la que acabaría por sucumbir. Es célebre justamente que Heráclito advertía a sus compatriotas de la amenaza de la invasión persa. La verdad es que estamos ante un punto de inflexión de la historia cultural de Occidente: nos encontramos en la llamada época colonial, en la que, entre otras regiones, los griegos colonizaban el sur de la península itálica, lo que confirió un marcado sello griego a Sicilia y las regiones costeras del Mediterráneo. En este contexto entra la refundación de Elea, donde vivía Parménides y donde, gracias a las enseñanzas recibidas por Jenófanes, se desarrolló una «escuela» que se llamó «eleática». Es claro que la expansión colonial de Grecia por todo el espacio mediterráneo y el que ésta se centrase en Sicilia y la Italia meridional se debe atribuir, sobre todo, a la creciente presión persa en el Egeo. Sólo después de la victoriosa defensa de la patria griega en las llamadas guerras médicas comenzó un nuevo florecimiento de la cultura espiritual, sobre todo en Atenas. Ya nos gustaría saber cómo se configuró la evolución espiritual de la cultura griega en su conjunto, entre el nuevo mundo colonial y la madre patria. De Heráclito no sabemos absolutamente nada al respecto. No deja de resultar extraño el modo en que la investigación consideró luego como algo obvio la cuestión de la relación entre los dos pensadores. Baste pensar que el poema de Parménides estaba escrito en hexámetros, mientras que el llamado libro de Heráclito, cuyo inicio exacto conocemos con toda precisión porque se da la casualidad de que Aristóteles lo cita, ofrece una plétora de profundas y artificiosas sentencias, una prosa completamente distinta. No se trata de fragmentos, sino de citas de una sabiduría de sentencias célebre y ampliamente difundida. Es muy difícil que tales sentencias constituyeran un texto en prosa coherente. Cabe sospechar, más bien, que la maestría del estilo, a cuyo atractivo
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tampoco podemos sustraernos hoy día, tiene un origen completamente distinto que la forma épica de Homero y Hesíodo. Resulta cuestionable que tenga algún sentido aislar por grupos temáticos las citas transmitidas y considerar todo como un texto en prosa que sólo entenderíamos fragmentariamente. Se ha de objetar a ello, sobre todo, que las colecciones de sentencias formaban parte de la escritura de la época, y que también permiten reconocer agrupaciones temáticas. En su ensayo «Heráclito entre tradición e ilustración»,2 Uvo Hölscher ha señalado correctamente que Heráclito depositó de hecho su manuscrito en el templo de Efeso y que él mismo nunca leyó públicamente su texto, como sí era habitual que lo hicieran otros autores. Seguramente, también es cierto que Heráclito no quería ser el fundador de una escuela. También en el estilo se percibe una especie de nueva retórica que está destinada ya a la lectura, y no al recitado, razón de más para que este estilo se prestase a ser citado. El libro que se conocía en la época estoica y, desde luego, la división en capítulos de la que se informa a finales del período helenístico, apenas puede atribuirse a Heráclito. Pero tanto Hölscher como Kahn3 están en el buen camino al sospechar que en la transmisión de Heráclito se trataba menos de una competencia con otros libros que de una nueva forma de literatura. El resultado de ambos me confirma en mi convicción de que Heráclito es mucho más joven que los eleatas Jenófanes y Parménides. En el fondo, Heráclito era también un ilustrado, claro que un pensador sin el teatro sofístico. Ambos autores tienen razón al ver lo que yo he defendido desde hace mucho: que la obra de Heráclito no forma parte de la serie de las cosmogonías y que no seguía a Hesíodo. 13
¿Le interesaba realmente la cosmogonía y no, más bien, toda la vida humana y política? Piénsese que Heráclito tiene ya un concepto nuevo de psyché y de lógos que los poetas no conocían todavía. Hasta tal punto es en todo un buscador de sí mismo. 2. En Antike und Abendland 31, 1985, págs. 1-24. 3. Charles Kahn, The Art and Thought of Heraclitus, Cambridge, 1979.
Es, además, muy significativo que, en los diálogos platónicos, se mencione y se cite a Heráclito con particular veneración, mientras que Aristóteles, por el contrario, aunque se muestra familiarizado con Heráclito, no parece encontrarle ningún interés. Es comprensible que la agudeza de la escritura de Heráclito no agradara al lógico que era Aristóteles. Esa forma de pensar con paradojas y contradicciones que caracteriza las sentencias de Heráclito no podía ser de gran ayuda para la Física de Aristóteles. Puede ilustrarse esto con un ejemplo particular: que la tradición cosmológica de la Escuela de Mileto se encontraba a gran distancia del pensamiento de Heráclito es algo que se puede ver con el concepto de alma, ψυχή. Para los milesios, el alma era el aliento, mientras que para Heráclito, el alma es el gran misterio de una inmensidad imposible de explorar, en la que se mueve el alma pensante. La forma del gnome, de la sentencia, está marcada por una actitud fundamental, no sólo en el caso de Heráclito, sino también en otros casos comparables. El que cita a Heráclito no tiene una cosmología en mente. Y cuando, más tarde, la triunfante doctrina de Empédocles sobre los cuatro elementos subyace al estilo de Aristóteles, no dejan de tenerse dificultades con el fuego. Ya Anaximandro, con su ingeniosa hipótesis de las estrellas como agujeros en el firmamento, había explicado la fuerza destructiva, consumidora e ¡limitada del fuego. Pero igual que el alma designa en Heráclito una nueva dimensión de interioridad, el fuego, después de Heráclito, estará allí donde haya calor, no sólo en el firmamento, sino en cualquier sitio donde haya calor vital. Tampoco deberían dejarse a un lado, tal como ha hecho la filología hasta ahora, los informes posteriores que afirman que el libro de Heráclito no tenía nada que ver con la naturaleza, sino más bien con la polis la política. Se puede ver con este ejemplo cómo en la formación de la tradición sobre los presocráticos la Física de Aristóteles se ha impuesto una y otra vez en la investigación. Habrá que preguntarse de qué modo ejercían, tanto Heráclito como Parménides, su función de transmisores de los inicios del fi-
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losofar griego. Para ello, preguntemos a la obra de ambos. El diálogo platónico Parménides ofrece una clara indicación. Es Zenón quien abre aquí el diálogo con el joven Sócrates y despeja con ello el camino a la fundamentación matemática de los pitagóricos. Se barrunta cómo al final se anuncia la teoría atómica, que sigue por sí misma aferrada a la nulidad de la nada y la inalterabilidad del ser, pues todos los fenómenos y efectos mueven a los átomos inalterables. El ser verdadero de Parménides, sobre el que le ha instruido la diosa, se confirma al final en la pluralidad de sus apariciones. Ni el nacer ni el perecer se hallan, en dicha teoría corpuscular, gravados con el antipensamiento de la nada. Más difícil parece la tosca tesis contraria, que se veía en Heráclito como la verdad propiamente dicha, de que todo cambia continuamente y que en esta corriente que fluye tiene su verdadero ser el único mundo que hay. Siempre es posible imaginarse que el misterio de la muerte y del nacimiento, que se sustrae a cualquier intento de pensamiento, confirma el ser verdadero de Parménides y de su diosa. Desde luego, al leer las sentencias no podemos seguir en cada caso al Oscuro, pero siempre se siente el profundo secreto de lo uno, del ser uno.
No es por casualidad que haga preceder la reflexión sobre el estilo de Heráclito de un trabajo sobre su transmisión. Se me antoja que ésta confirma de modo decisivo que los contrarios se pertenecen de modo indisoluble. Hipólito (siglo III d.C.), ante el poderío de la mismidad de lo diverso, aventura, debido a su procedencia cristiana, un atrevido anacronismo que debía servir para la comprensión del misterio de la Trinidad. Creo haber demostrado que Hipólito, para la aplicación a la Trinidad, partió de una verdad tan
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simple como ésta de Heráclito: que el padre que engendra a un hijo se hace a sí mismo, a la vez, padre. Todo esto son tentativas de pensamiento que se encuentran en la sabiduría dialéctica de sentencias. Se ofrecen una y otra vez como fórmulas para posibilidades particulares. Por eso, no se ha de encontrar tan sorprendente que haya incluido la teoría atómica. Lo nuevo y esencial es que es
la lengua misma la que muestra la unidad de los contrarios. Se percibe cómo el lógos ha abierto un nuevo dominio que no se deja representar en hexámetros. En el Parménides de Platón, se presenta a Zenón como alguien que, en verdad, no puede separarse del Uno en el que insiste Parménides. No de otro modo se ve la insistencia de Sócrates en el eidos, la idea, como si, por la exclusión de lo plural, lo uno del ser fuera a conservar su sentido sin lo plural. Las célebres paradojas de Zenón son el ejemplo clásico de este destino que se ha preparado a sí mismo. Es como una nueva indicación para reconocer y retener la unidad en lo que cambia. Ello hace de las sentencias heraclíteas una verdad de profundidades insondables. Es posible entender que el poder del lógos siempre haya concebido ya lo contradictorio como una unidad, esto es, que precisamente en la diferencia de especie del acontecer no sea el cambio, sino el ser que permanece lo que justifique la aplicación a Heráclito y una calificación de heraclíteo —tal como se pronuncia en el Teeteto de Platón y como enseña la verdad de las ideas en el Sofista. El final del volumen lo constituye una conferencia que pronuncié en la Academia dei Lincei, en Roma. Es tarea nuestra señalar una y otra vez que nuestra cultura científica le debe todo lo que sabe y puede al acompañamiento vigilante de la ilustración y que —en un gran arco que va desde el inicio de la filosofía— se le recuerde una y otra vez los límites que le han sido impuestos al saber y al poder de la humanidad. Es el arco que va desde la teoría atómica de Demócrito, pasando por Galileo, hasta las experiencias límite de nuestro saber y de su aplicación.
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Sobre la transmisión de Heráclito
No fue Hegel el único que se sintió atraído por la profundidad de Heráclito, persuadido como estaba de que en las sentencias de Heráclito no había ni un solo pensamiento que él no hubiera acogido en su lógica. El hecho es que las paradojas oraculares que se han transmitido de Heráclito poseen una fascinación sin igual. Variaciones de uno y el mismo pensamiento, del pensamiento de lo Uno y lo Mismo que en la diferencia, la tensión, la oposición (Gegensatzlichkeit), la sucesión y el cambio es lo único verdadero, el lógos de Heráclito aparece como la sentencia verdadera de lo que Hegel, al final de la tradición metafísica de Occidente, llamaba «lo especulativo». Allí donde se pone en movimiento el preguntar filosófico, se siente, desde entonces, la cercanía de Heráclito. Quien haya estado alguna vez de visita en la cabana de Heidegger en Todtnauberg se acordará de la sentencia grabada allí en una corteza de árbol, sobre el dintel de la puerta: τα δε πάντα οίακίζει κεραυνός: «Y todas las cosas las timonea el rayo» (fr. 64).1 Estas 1. Para la traducción de los fragmentos de Heráclito, seguimos la versión de Alberto Bernabé Pérez en De Tales a Demócrito. Fragmentos presocráticos, Madrid, Alianza, 1998, salvo cuando difiere mucho de la de Gadamer, o cuando no considera auténtico el frag-
palabras son ya ellas mismas como una sentencia oracular y una paradoja a la vez, pues, seguramente, lo que aquí se mienta no es la atribución que tiene el señor del cielo de tronar con sus decisiones sobre la tierra, sino lo subitáneo de la iluminación fulgurante, que hace que todo sea visible de golpe, pero de tal manera que lo oscuro lo vuelve a devorar enseguida. Así, al menos, debía de religar Heidegger su propio preguntar con la profundidad de Heráclito, pues, para él, la oscura misión de su pensar no era, como para Hegel, la omnipresencia del espíritu que se sabe a sí mismo, que une en sí la mismidad en el cambio y la unidad especulativa de los contrarios, sino justamente esa unidad indisoluble y dualidad de desvelamiento y ocultamiento, claridad y oscuridad, en la que se encuentra inserto el pensar humano. Arde su llama en el rayo que, desde luego, no representa al «fuego eterno», tal como creía Hipólito. Los que le debemos al impulso de Heidegger el propio movimiento en el que intentamos pensar, sucumbimos a la misma fascinación que Heráclito irradia, y en el mismo sentido. Las palabras de Heráclito, que requieren, como decía Sócrates, un buceador delio que las saque a la luz desde la oscura profundidad (Diog. Laert. II, 22), se hallan en una rara tensión con la reivindicación de sus palabras por los que llegaron después. En Platón todavía es donde más se siente algo de la concisión y agudeza de su pensar y de la penetración de sus sentencias, como cuando se dice en el Sofista (242a) que las musas jonias de Heráclito son más tensas que las sicilianas de Empédocles, y reconoce así en las palabras de Heráclito cómo están decretados lo uno y lo múltiple, la separación y la unión, que se plantean como tarea para la propia dialéctica platónica. Sin embargo, la tradición doxográfica que parte de Aristóteles retrointerpretó la doctrina de Heráclito en el contexto de los fímento. Gadamer se guía por la edición de Diels-Kranz, mientras que Bernabé Pérez lo hace por la de Marcovich, Heraclitus. Greek Text with a Short Commentary, Mérida Venezuela, 1967. Se ha consultado también la edición de García Calvo, Razón común. Edición crítica, ordenación, traducción y comentario de los restos del libro de Heráclito. Madrid, Lucina, 1985. (N. del t)
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sicos anteriores, citando muchos testimonios en el sentido de que también Heráclito confirmaba el gran orden de equilibrio de lo ente, tal como entendía la interpretación aristotélica de la physis el comienzo del pensamiento griego. Ahora bien, hay más de una sentencia transmitida bajo el nombre de Heráclito que se inserta dentro de la tradición moralista Cuadra muy mal con ello la cosmología del fuego que puede reconstruirse a partir de Aristóteles. Ya la Antigüedad tenía sus dudas de que el escrito de Heráclito tratase de la naturaleza y no, más bien, de la politeia.2 Pero sí parece haber sido una de sus distinciones el que se apelara a él como testigo desde los más diversos intereses. A ello se debe también, sin embargo, la peculiar dificultad que nos presenta la interpretación de Heráclito. Del lado técnico hermenéutico, es un verdadero ejemplo escolar de cuán difícil es obtener en tales textos un acceso unívoco a la interpretación y de que de nada hay que fiarse menos que de una cita sacada de su contexto. Así, como es sabido, la doctrina heraclitea del fuego maduró durante una larga historia efectiva, que conduce a través de la pneumatología estoica a las representaciones cristiano-escatológicas de la conflagración universal y del fuego del infierno. Todo eso ha quedado ya más que aclarado gracias, sobre todo, a Karl Reinhardt. Siguiendo el modelo de filólogos como él, se trata de volver a poner primero las citas de Heráclito con las que nos encontremos, y que suenan como si fuesen literales, en el contexto del autor que las cita, y a partir de los intereses de éste, averiguar el sentido que haya mentado. Sólo entonces podrá tener éxito un segundo paso que consiste en rastrear las dislocaciones, las fallas, las grietas y las incongruencias que se abren dentro de la cita de Heráclito y contra el sentido que mienta el autor que lo cita 19
Sería ésta una empresa sin esperanza si no tuviéramos numerosas sentencias de Heráclito que, claramente, justo por la incon2. El gramático Diodoro dice sin ambages: τα δε περί φύσεως εν παραδείγματος είδει keisqai (Diels 142,30). Las siglas empleadas a continuación (Diels, DK, VS) se refieren a la edición en tres tomos de Hermann Diels y Walther Kranz, Die Fragmente der Vorsokratiker, Berlín10,1961.
fundible peculiaridad de su dicción, nos han llegado literalmente. Su estilo era célebre. Parece que apenas tuvo modelos literarios. Donde mejor se encuentra una tensión y una precisión comparables de la expresión es en los cantos corales de la tragedia, a los que les gustaba la contraposición dialéctica como correspondencia poética a los pasos de danza del coro. Pero en Heráclito se trata, claramente, de una prosa gnómica, cuyo mayor misterio es la parquedad en las palabras. Quizá se pueda ver un cierto precedente de su estilo de pensar y hablar en las pocas palabras de Anaximandro que poseemos y que también a un Teofrasto le llamaron la atención por ser especialmente solemnes (Diels A 9). Tenemos que partir, en todo caso, de una pauta negativa: allí donde Heráclito habla de modo plano y comprensible —y a veces se testimonia de él que puede hacerlo—, apenas se estará expresando lo más propio de él, o al menos no será reconocible, pues apenas se puede poner en duda que algunas de las palabras citadas como suyas deben su provocadora trivialidad simplemente a la circunstancia de que no conocemos el contexto en el que presumiblemente obtenían toda su punta. ¿Es posible que Heráclito, que vivía a 30 millas de Mileto, haya defendido que el sol tiene el diámetro de un pie (fr. 3)? Se puede dejar en suspenso si otra sentencia transmitida (fr. 45) cuadra con esta trivialidad, de modo que tenga más punta, como ha intentado hacer Hermann Fuchs. Pero hay otra cosa. Una sentencia transmitida es en sí misma una armonía oculta, más fuerte que la manifiesta Por estas palabras hay que medirla. Todas estas consideraciones no tienen otro objeto que justificar por qué es metodológicamente lícito leer las citas de Heráclito en contra del sentido que le otorga el autor que lo cita, y reducirlas buscando una tensión de la forma que elimine la redacción del autor que lo cita. Esto se ha hecho ya con éxito en algunos casos, pero los conocedores de la transmisión como Karl Reinhardt han señalado reiteradamente que, con el modo impreciso de citar y aludir que era común a finales de la Antigüedad, más de una sentencia de Heráclito puede haber pasado desapercibida en las turbias mareas de los apologetas cristianos.
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Pero tanto más sorprendente resulta que incluso algunas sentencias transmitidas bajo el nombre de Heráclito no hayan atraído todavía la atención y el esfuerzo que forma parte de la tarea de aislar de ellas el pensamiento y el texto literal de Heráclito. Quisiera, entonces, dedicar este trabajo al intento de sacar de Hipólito un nuevo fragmento que, por ahora, está ausente en las colecciones. No es que haya sido siempre desconocido, pues una larga serie de citas de Heráclito que Hipólito reunió en el libro IX y que pone al servicio de sus intenciones apologéticas distingue de modo inequívoco todas las sentencias como presuntamente heraclíteas. En la introducción de esta colección de citas, que leemos en Diels como el fragmento 50, se enumera una serie de pares de contrarios a los que, luego, deberían corresponder claramente las citas correspondientes. Entre estos pares de contrarios se encuentra el de padre-hijo. Ya Diels considera que este fragmento del pasaje es un añadido cristiano. Pero como última cita de la serie encontramos de hecho una sentencia (supuestamente) de Heráclito que pronuncia la unidad de padre e hijo, esto es, una especie de precedente del dogma de la encarnación. Ότε
μεν
οΰν
μη
γ ε γ έ ν η τ ο ό πατήρ,δικαίως πατήρ προσηγόρευτο,ότε δε ηύδόκησεν γ έ ν ε σ ι ν ύ π ο μ ε ϊ ν α ι , γ ε ν ν ε θ ε ι ς ό υιός έ γ έ ν ε τ ο αυτός εαυτού, ούχ ετέρου. «En tanto en cuanto el padre no haya llegado a nacer, puede con justicia ser llamado padre. Pero cuando se rebajó a tomar en sí el nacer, fue engendrado el hijo, él mismo de sí mismo y no de alguien otro.» Esto es lo que, ' supuestamente, decía Heráclito el pagano, y enseñaba el hereje Noeto. Está claro que el sentido de esta frase es «cristiano», pero también que un giro como «cuando se rebajó a tomar en sí el na21
cer», incluso por el texto literal, es imposible que pertenezca a Heráclito. También la comprensión de la palabra «nacer»3 (werden) en este texto es claramente la de un platonismo cristiano. Es comprensible, pues, que las colecciones de citas de Heráclito no hayan 3. Traducimos werden, según el contexto, como «nacer», «engendrar» o «devenir». Téngase en cuenta que los vocablos griegos de que se trata son γ ε γ ε ν η τ ο , γ έ ν ε σ ι ν , έ γ ε ν ε τ ο .
considerado ésta. ¿Qué es lo heraclíteo aquí? Y, sin embargo, nuestro autor, al citar, parece estar muy seguro cuando dice: «Pues todo el mundo sabe que, según Heráclito, el padre y el hijo son lo mismo». ¿Por qué va a saberlo todo el mundo? Evidentemente, sólo gracias a la supuesta cita de Heráclito que sigue a continuación. ¿Es pura ficción o subyace aquí, como en la serie precedente de citas, una sentencia que es efectivamente heraclitea y que pronuncia esta unidad -seguro que en un sentido completamente diferente-? Yo creo que hay que sopesar esto muy en serio. ¿No debería ser posible quitar la capa de sedimentos cristianos y determinar la sentencia de Heráclito? Como siempre que nos encontramos con problemas hermenéuticos de este orden, hay que seguir las primeras evidencias esenciales que se nos presenten. Y en esta cita observo dos cosas que son como una modesta iluminación: el asunto problemático de las relaciones de padre e hijo y la extremada braquilogía del «hijo de sí mismo». Cuando, independientemente de la cuestión de si hay aquí algo cristiano o no, piensa uno lo que pueda significar en realidad la identidad del padre y del hijo, no se llega seguramente, tratándose de Heráclito, a la unidad de la familia y de la sangre, pues la unidad genealógica de padre e hijo, tal como subyace a la ética de modelos ejemplares y la educación aristocráticas, o la unidad política de una dinastía gobernante, cuyo dominio único no se restringe por la sucesión del hijo (es claro que Noeto lo entendía así), no es seguramente lo que mentaba ese gran individualista que era Heráclito, quien afirmaba oponerse con su doctrina a todos los demás hombres. Lo que sí pueda atribuirse con razón a su nombre tiene que haber sido algo inesperado. Ahora bien, a la relación de padre e hijo le corresponde de hecho una rara determinación recíproca. El padre sólo se hace padre cuando se hace padre de su hijo. ¿Podría esconderse algo así detrás de la cita de Hipólito? El uso de la palabra «nacer» (werderí) en la frase transmitida tiene unos rasgos inconfundiblemente platónicos. Pero, quizá, este uso platónico de la palabra se desarrolló a partir de un texto que
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estaba en un contexto de sentido completamente distinto y en el que γ ί ν ε σ θ α ι y γ ε ν ν ά σ θ α ι , nacer y ser engendrado, siguen siendo uno y lo mismo. También nosotros decimos que uno se hace (wird) padre, y así está en Hipólito en otro contexto, VI, 29: ίνα γ έ ν η τ α ι πατήρ. Pero que uno llegue a ser padre es, a la vez, consecuencia de sus propios actos. Lo que «llega a ser» (wird) aquí es, claramente, no sólo que el padre que engendra engendre al hijo (o γ ε ν ν ή σ α ς π α τ ή ρ en la lengua de Homero). Al engendrar al hijo, se engendra a sí mismo a la vez como padre. Esto aparece sorprendentemente en el texto, cuando lo reducimos a sus elementos: δικαίως πατήρ προσηγόρευτο... γεννηθείς, esto es: «Con razón puede decirse que un padre es engendrado», o también: «Con razón puede llamarse a uno padre, cuando ha llegado a serlo». Si éste fuera el núcleo de sentido de la frase, se comprendería también el pensamiento de la frase que viene después, que «Uno fue aquí engendrado por sí mismo, y no por otro» (como se añade a continuación, de modo aclaratorio). El padre que se hace padre asimismo es, por así decirlo, como su propio hijo. Y esto también está en el texto: ό υιός έ γ έ ν ε τ ο αύτδς εαυτού, esto es: «Hijo de sí mismo». Esta frase no sólo quiere decir que el ser padre y el ser hijo son dos cosas inseparables, tal como es natural en todos los conceptos de relación, sino que el llegar a ser padre y el llegar a ser hijo son lo mismo. Esto se corresponde muy bien con las, por lo demás conocidas, contraposiciones heraclíteas, detrás de las cuales debe pensarse la unidad del acontecer. Tiene también, me parece, toda la concisión del tono heraclíteo. Yo conjeturaría, pues, que el texto literal heraclíteo es: δικαίως πατήρ π ρ ο σ η γ ό ρ ε υ τ ο γ ε ν ν η θ ε ί ς υιός εαυτού: «Con razón se
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llama uno padre sólo cuando ha llegado a serlo (y no sólo vale que sea el progenitor); hijo de sí mismo (y no de otro)». Ambos paréntesis son meras explicaciones, el primero lo he introducido yo para destacar la paradoja de leer, en lugar de ό γ ε ν ν ή σ α ς πατήρ, el γεννηθείς que él declara; el segundo añadido se encuentra, con el mismo propósito, en el texto de Hipólito.
Podemos aducir a favor de esta reconstrucción que, con ella, podría entenderse que los platónicos cristianos que eran Noeto o Hipólito, quienes, naturalmente, estaban familiarizados, no sólo con el concepto platónico de γένεσις, sino también con la dialéctica de los conceptos de relación, aprovecharan la concisa formulación de Heráclito como una anticipación de la unidad de padre e hijo. Es claro que el «monarquismo» de Noeto (si la reconstrucción que propongo es correcta) lo enlaza Hipólito con el υιός αυτός εαυτού y, por ende, con la ingeniosa paradoja de la unidad del hacerse padre y el hacerse hijo, con la que Heráclito impulsa su juego dialéctico. Por lo demás, y aparte de cualquier referencia a Heráclito, este modo de argumentación se encuentra transmitido en Hipólito y forma parte de la ambigua especulación trinitaria de los primeros Padres. En la gran cita de Simón VI,18, se dice que: φ α ν ε ί ς δε αύτω άπδ εαυτού, έ γ ε ν ε τ ό δεύτερος. Αλλ' ουδέ πατήρ εκλήθη πριν αυτήν α υ τ ό ν όνομάσαι πατέρα. Seguramente, nadie adivinaría que aquí está Heráclito. Pero en nuestro pasaje, no se trata de ninguna adivinanza. El texto se transmitió como si fuera de Heráclito, y lo único metodológicamente sano que se puede hacer es buscar su núcleo heraclíteo. En todo caso, el paralelo de Simón muestra cómo la reformulación de la frase hipotéticamente en el sentido del monarquismo de Noeto estaba, por así decirlo, en el aire. También la introducción al fragmento sobre el pólemos (pág. 53) parece aludir a esta paradoja. Allí, el padre de todo lo engendrado se llama en Hipólito: γ ε ν η τ ό ς άγένητος, κτίσις δημιουργός; el segundo giro se refiere a la Creación, el primero a la (mitad de la) Trinidad. Pero de la siguiente cita de Heráclito como tal no es posible en absoluto extraer el primer giro: ¡que uno se demuestre como padre y otro como hijo es algo que debe resultar de la guerra! Se ve, entonces, que es la identidad de padre e hijo lo que, por su postura dogmática, tiene Hipólito constantemente a la vista frente a Noeto, y así se ve uno indirectamente reconducido al trasfondo heraclíteo de la sentencia que hemos analizado. Debajo de la capa cristiana ha aparecido,
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desde luego, un color original completamente diferente: la unidad del engendrar y del ser engendrado. Se halla por completo en el estilo del discurso de Hipólito sobre las doctrinas de Heráclito. Hipólito quiere mostrar con Heráclito que Noeto se equivocaba al decir que la identidad de padre e hijo era cristiana. La cita, pues, tiene una motivación polémica. Pero precisamente por eso resulta difícil que sea una pura invención. Por otro lado, tampoco hay que extrañarse de la absoluta arbitrariedad de Hipólito, por medio de la cual (en mi reconstrucción) se estiliza a Heráclito hasta hacer de él un pseudocristiano y un hereje monarquiano. En el mismo texto de Hipólito se vuelve a encontrar otra capa cristiana, igual de palpable. El fragmento 63 refiere a la resurrección una sentencia que también se atribuye inequívocamente a Heráclito. La traducción de Diels-Kranz dice (si bien no deja de ser incierta, desde luego, en vista de cómo se ha transmitido): «Y ante él, que está allí, se alzan de nuevo y se tornan guardianes en vela de vivos y muertos». (En el mismo contexto sigue luego, como una referencia previa al juicio del mundo por el fuego, la hermosa sentencia: «Todo lo gobierna el rayo».) Tampoco en este fragmento 63 me parece muy difícil eliminar la capa cristiana. Un buen punto de partida para ello lo dio Karl Reinhardt al reconocer que la doctrina de la ekpyrosis era estoico-cristiana y desechar por ello una sentencia como el fragmento 66: «Todas las cosas las discernirá y someterá el fuego, a su llegada». Pero ante la sentencia de Heráclito citada más arriba en el fragmento 63, capituló. Quisiera hacer aquí un intento de interpretación transponiéndome al mundo de las representaciones heraclíteas. Tenemos testimonios suficientes para ello, como el fragmento 24 y 25, pero también el 29, que tienen
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por objeto la muerte del héroe en la batalla y la elevación del caído a la gloria y la memoria de los hombres. No se aceptará que Heráclito se está subordinando a los fines de una exhortación política. Antes bien, detrás de esto tiene que estar lo «sabio uno» que le da que pensar en el caso de la muerte del héroe y de la veneración de los héroes. Pienso que lo que le preocupa es lo subitáneo e impre-
decible en el cambio de las cosas: igual que la muerte en la batalla propicia la elevación y transfiguración del caído, y hace aparecer la muerte como una vida superior. Algo parecido se dice de la guerra, que a unos los «muestra» como dioses y a otros hombres. Semejante elevación (en el sentido más literal) me parece que, en nuestro texto, se halla en la palabra griega έπανίστασθαι, «alzarse». En un contexto semejante, que uno se haga guardián que vigila adquiere el significado de que el caído, como alguien que conserva lo justo, pone a la vista de todos los demás la virtud y la fama. Puede incluso que el giro «de vivos y muertos», que suena tan cristiano, tenga aquí un sentido originario auténtico: es para los supervivientes, así como para todos los muertos a los que no acompaña ninguna fama, para quienes se erigen estos modelos de valentía. El tono cristiano del viaje a los infiernos de Cristo y el reino sobre los vivos y los muertos podría haberse añadido, pues, posteriormente —tan posterior y, desde luego, tan desacertadamente como la equiparación que se hace en las líneas siguientes del rayo y el fuego eterno. Si alguien pretendiera más bien reconocer aquí—como Diels en el fragmento 63 y en el 26—, en cada detalle, el procedimiento de los cultos mistéricos, habla en contra de ello, en principio, el que Heráclito, desde su posición marginal, criticara claramente la práctica de tales cultos (¡fr. 5!). Que su lenguaje pueda recordar a los cultos mistéricos no hace falta discutirlo. Pero es palmario que él, que quería ser el único iniciado en el εν σοφόν, no podía equipararse por sí mismo con los iniciados de una comunidad de culto. La verdad es que hay testimonios inequívocos de que no acentuaba su posición marginal frente a las religiones con menos intensidad que frente a los llamados sabios. Ya se ha mencionado que la doctrina heraclitea del fuego -de modo semejante a la unidad de padre e hijo y la (supuesta) resurrección- encontró una resonancia cristiana, transmitida en este caso por medio de los estoicos. También aquí me parece posible retirar algunas capas de cristianismo, y habría que ser prudente al
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desechar por completo una sentencia citada como de Heráclito en esta serie de citas de Hipólito. Reinhardt ha hecho plausible que el propio Heráclito llamara al fuego φ ρ ό ν ι μ ο ν , es decir, «prudente». También en Heráclito suena que el fuego confluya con la claridad, la sequedad, la finura, la liviandad y, en definitiva, con el conocimiento. De este modo, hay que buscar el enlace que existe entre el fuego y las profundas palabras que Heráclito dice sobre la psyché. En todo caso, siempre habrá que sopesar hasta qué punto puede adivinarse un sentido originariamente heraclíteo detrás de las capas cristianas. La sentencia π ά ν τ α γ α ρ το πυρ έ π ε λ θ ό ν κρίνει και καταλήψεται («Todas las cosas las discernirá y someterá el fuego a su llegada») es de este tipo. Podría ser efectivamente una declaración racional de Heráclito si se tradujera κρίνειν no como «juzgar», sino como «discernir», y con ello sólo se quisiera decir que el fuego está en condiciones de atraparlo todo, para hacer arder lo que sea combustible y convertir a lo demás en brasas.4 Esto no sería una mala indicación del problema cosmológico de que el fuego tiene que ser un componente elemental del orden universal. Pensar el fuego que todo lo devora y a lo que nada se resiste como una parte de la existencia ordenada del universo es, claramente, un problema particular de la cosmología antigua. Todavía el pitagórico Timeo se ve conducido al sofisticado uso de una proporción doble para mantener separados el agua y el fuego en la clasificación de los elementos, de modo que el mundo φιλίαν έ σ χ ε ν (Tim. 32b). Es claro que, para Heráclito, lo característico del fuego reside en su poder inexorable, con el que puede atraparlo todo —y, sin embargo, «se enciende según medida y se 27
4. Así se explicaba el relato de Sexto Empírico la influencia de θείος λ ό γ ο ς en Heráclito: διάπυροι γ ί ν ο ν τ α ι φωριοΟετες δε σ β έ ν ν υ ν τ α ι ( V S A 16,130). Véase Emp. B 62, 2: κρινόμενον πυρ «El fuego que se discierne» (Diels) es allí también un fuego que da el impulso para la διακρίνεσqαι de las cosas (Met. A 4 985 a 24). No hay ningún sentido jurídico ni en κρίνειν ni en καταλαμβάνεσqαι. (Compárese también Hipassos [VS 8 A 11], donde, junto a πυρ y φυχή ό αριθμός como κριτικόν κοσμουργού aparece θεού όργανον.) En cambio, la frase no es un mal comentario al άπτεσqαι (fr. 26), que fascinaba a Heráclito como fenómeno y como metáfora, según muestro a continuación.
apaga según medida»—. No es posible un orden cosmológico si no se le ponen también límites al fuego —como en la trayectoria circular del sol. Pero ¿qué es lo que hace que el fuego, que todo lo consume, logre tener un valor expresivo tal que se lo puede oponer con tan provocativa decisión a las representaciones de equilibrio cosmológico que tenían los milesios (fr. 31)? Éstos enseñaban el tránsito entre aire, agua y tierra, esto es, el cambio de los estados de agregación, pero no incluyeron el fuego en este proceso de condensación (como sí lo hace el fr. 30). Por el contrario, puede verse el esfuerzo cosmológico que hace Anaximandro para enlazar el fuego del cielo, a pesar de su propagación destructora, que es suya propia, con un orden universal. Se inventa esa corona separadora con aberturas por las que brilla el fuego incandescente en la suave esfera de estrellas que calientan e iluminan (Diels A12). Heráclito, por el contrario, se atreve a distinguir precisamente el fuego, eternamente vivo, como lo Uno detrás de todos los fenómenos y tránsitos. Esto es, desde luego, menos cosmología que crítica de la misma. En su base está el interés de ver conjuntamente con el fuego a la psyché y el pensar. Esto puede ilustrarse de dos maneras. Por un lado, en la unidad heraclitea de fluir y detención, que encierra en sí la lámpara ardiendo (la lámpara de aceite) y su llama flameante tanto como la mismidad del alma que expulsa su vapor desde lo húmedo (fr. 12). Hasta su estado supremo: «Un hombre prende en la noche una luz para sí» (fr. 26).
De acuerdo con ello, las doctrinas del río y del alma parecen formar parte íntimamente la una de la otra. No voy a tratar aquí exhaustivamente el oscuro fragmento 26, sino sólo hacer notar que la reconstrucción estilística de la sentencia me sigue pareciendo bastante deficiente. No es probable que una sentencia tan verbosa sea de Heráclito. Por eso, creo que en ambos casos, el αποσβεσθείς όψεις es un añadido explicativo posterior, y cabe preguntarse si Heráclito no esperaba también que se malenten-
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diera muerte cuando decía vida.5 Pero hay otro aspecto de este contexto que hace comprensible la distinción «cosmológica» del fuego. Sin duda alguna, Heráclito veía (como Platón) que el fuego y el calor son en el fondo una y la misma cosa. Hay fuego en nosotros y en todo lo que tenga calor. Sólo en apariencia es la inflamación abierta del fuego —a los ojos del profano— algo completamente diferente. Así tiene que haber pensado Heráclito. Si esto es correcto, me parece que se ofrece una vía para hacer un poco más comprensible el doble rostro del fuego del calor y el fuego de la llama, por un lado, y de la vida y la conciencia, por otro; y, una vez más, de manera tal que se impone una referencia a Heráclito en un pasaje inesperado. Se trata de un pasaje del Cármides de Platón (168e y sigs.). Suena en él la pregunta por la autorreferencialidad del saber: «Oír y ver y además movimiento que se mueve... todo eso puede tener mucho de increíble, pero, quizá, para algunos no, si hace falta también un gran hombre para distinguir eso que tiene en sí mismo su dynamis». El contexto de esta sentencia apunta a la paradoja de un saber que no consiste en que sepa algo, sino en saberse a sí mismo. Por lo demás, la referencia se refiere siempre a otra cosa, por ejemplo, a lo mayor y lo menor (168c). Pero, ciertamente, ver y oír también tienen algo de referencia a sí mismos; como dice también Aristóteles, hay una percepción de la percepción (De an. Γ 2). Como nivel previo al saber del saber vienen muy bien seguramente estos dos ejemplos. Algo parecido ocurre con el automovimiento, que es el secreto de la vida, de la psyché. Así, de hecho, en el Fedro y en el libro 10 de las Leyes, Platón enseñaba esta autorreferencialidad de la psyché, esto es, del movimiento que se mueve a sí mismo, también esto un buen vínculo entre ver, oír y 29
saber. Pero en esta serie entre los sentidos y el automovimiento y, finalmente, el saber del saber, se encuentra, muy llamativamente, lo que yo había dejado fuera del texto: και θερμότης κάειν, «el calor que se inflama». Parece que se le concede aquí al calor una 5. De modo que incluso αποθανών sólo sería un añadido explicativo (como ya suponía Wilamowitz).
especie de automovimiento, una capacidad de encenderse a sí mismo. Lo que se describe con esto en cuanto fenómeno es bien claro: el repentino saltar de la llama que sale de un leño calentado. Esto se halla aquí entre el automovimiento de lo vivo y la autorreferencialidad del saber. Tampoco me parece que éste sea un lugar sin importancia. Lo asombroso de este fenómeno es que tenga lugar sin transición. Ocurre de pronto, todo se hace distinto de repente al encenderse la luz (fr. 26: άπτεσθαι), como en la aparición del rayo, como en la claridad del pensamiento que se enciende. No es, seguramente, un interés por el conocimiento de la naturaleza el que Heráclito tenía en el inflamarse —y seguramente, tampoco por las «transformaciones del fuego» (fr. 31)—: es la imposibilidad de concebir un tránsito sin mediación lo que le da que pensar y lo que da a pensar «lo Uno». La ausencia de transición en estas transiciones del sueño al despertar o de la vida a la muerte apunta, en definitiva, a la experiencia enigmática del pensar, que despierta de pronto y que luego vuelve a hundirse en lo oscuro. He puesto delante este ensayo sobre Heráclito para mostrar en un ejemplo concreto de qué modo tan difícil, y sorprendentemente rico en consecuencias, las huellas tardías del pensar heraclíteo han formado nuestra transmisión.
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Estudios heraclíteos
Heráclito sigue siendo un reto constante para todo el que piensa. Hombres como Hegel, Nietzsche y Heidegger lo han afrontado de los modos más diversos. Desde la perspectiva filológica se han realizado innumerables comentarios, pero sigue siendo cierto lo que ya valía para la Antigüedad: no deja de ser el oscuro. Falta una orientación fundamental fiable que permita captar esta figura que oscila entre la moral y la metafísica Sin embargo, me parece que hay dos puntos en los que no se ha reparado lo suficiente: el modo en que Platón se refiere a Heráclito y el estilo en el que Heráclito construye sus sentencias. Me permitirán que describa primero la significación filosófica que va unida a toda interpretación de Heráclito, para entrar luego en problemas hermenéuticos, a menudo de orden filológico. Lo que poseemos de Heráclito son exclusivamente citas de autores posteriores, comenzando por Platón, que atraviesan toda la Antigüedad tardía. Se trata, además, en Heráclito, de proposiciones en forma de sentencias que ya en la Antigüedad eran célebres por su oscuridad y profundidad. Parece que Sócrates dijo que lo que él había entendido de ellas era excelente; y confiaba en que lo mu-
cho que no había entendido también lo fuera. Hacía falta, desde luego, un buceador delio -un auténtico experto del buceo- para sacar a la luz el tesoro de las profundidades.' Pero hay todavía otra dificultad enorme que nos desconcierta en todo intento de comprender el pensar griego y. que también actúa en el caso de Heráclito. Se trata del efecto que todavía sigue teniendo el surgimiento de la ciencia moderna, cuyo acto pionero fue la física galileana, y que domina todos nuestros hábitos de, pensamiento. Desde entonces, el concepto de método es constitutivo de lo que pueda llamarse «ciencia». A ello va unido el que la filosofía de la Edad Moderna haya erigido su propia autofundamentación filosófica sobre el concepto de autoconciencia. Por regla general, se apela para este giro, que se inició con el desarrollo de las modernas ciencias naturales, a la célebre duda cartesiana. Se distingue en ésta el cogito ergo sum como la realidad indudable de quien piensa y duda, como el fundamento más seguro e inconmovible de toda certeza. Cierto que esto no era todavía filosofía de la reflexión en el sentido pleno de la palabra, fundada en el concepto de la subjetividad y a partir de la cual queda redefinido el sentido de objetividad. Pero desde que Kant recogió esta distinción cartesiana de la res cogitans en su demostración crítica de la filosofía trascendental y fundamentó la justificación de los conceptos del entendimiento en la síntesis de la apercepción, en el " hecho de que el «yo pienso» debe poder acompañar todas mis representaciones, el concepto de subjetividad se vio elevado a una posición central. Los sucesores de Kant, sobre todo Fichte, desarrollaron como programa la deducción de toda justificación de verdad, toda fundamentación de validez, a partir del principio de la autoconciencia. De este modo, el primado de la autoconciencia frente a la conciencia de algo se convirtió en el estigma del pensar 1. VS 22 A 4. Indico los números de los fragmentos en las citas de Heráclito en el texto según Diels/Kranz, Die Fragmente der Vorsokratiker (VS). [Edición española, Fragmentos presocráticos, Madrid, Gredos, 1984]. No obstante, se ha de cotejar siempre con I. Bywater (Heráclita Ephesii Reliquiae, Oxford, 1877) y Charles H. Kahn (The Art and Thought of Herac/itus, Cambridge, 1979).
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moderno. Incluso el ambicioso intento que emprendió Husserl de llevar efectivamente a cabo, por primera vez, la filosofía como ciencia estricta también se apoya sobre este suelo, del que sólo intentaron soltarse los audaces intentos de pensamiento de Heidegger y Wittgenstein. De hecho, el idealismo alemán había formulado en su día algo que caracteriza de modo filosóficamente adecuado la nueva posición del hombre en el mundo: la agresiva actitud de la ciencia moderna frente a la naturaleza que nos rodea. Como filosofía trascendental, la subjetividad ha ido acompañando la campaña triunfal de la ciencia moderna. Entretanto, la duda en la certeza de la autoconciencia hizo presa en el pensar moderno hasta quitarle el aliento. Nuestro siglo está profundamente determinado por ello. Comenzó con Nietzsche. El psicólogo que había en él, a la vista de la duda cartesiana, planteó la exigencia de que «Hay que dudar hasta el fondo». Esto se cumplió con una sacudida radical de la ingenua certeza de sí y condujo a dudas sobre las afirmaciones de la autoconciencia como las que encontramos en los diversos aspectos del historicismo, la crítica de las ideologías o el psicoanálisis. Desde entonces ha llegado a ser una tarea inevitable volver a pensar a fondo una y otra vez la problemática que reside, para la filosofía, en la posición central de la autoconciencia. En esta cuestión puede guiarnos la evidencia fenomenológica, que restableciera primero Franz Brentano y que a Aristóteles no se le había pasado por alto en su antropología (De anima, Γ) e incluso en su fundamentación de la «filosofía primera» sobre el nous que se piensa a sí mismo. Frente a la intencionalidad de la conciencia, que siempre es conciencia de algo, la reflexividad de la autoconciencia posee un carácter secundario. El primado de la autoconciencia sólo
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puede hacerse valer si se le reconoce una preeminencia absoluta al ideal de certeza, o mejor, al ideal de un cercioramiento metodológico de la validez real de la construcción matemática, según ésta constituye la esencia de la ciencia natural moderna desde Galileo. El Dios de la ontoteología aristotélica, por mucho que sea el primum movens y que, en tanto que constante actualidad de sí
mismo, sea el ente supremo, no tiene en modo alguno la función de fundamentar o asegurar el conocimiento humano. La estructura de la mismidad apunta a otras conexiones que ese fundamentum inconcusum en calidad del cual resiste la autoconciencia frente a todo escepticismo. Si hay algo que puede ser de ayuda a nuestro meditar moderno sobre el enigma de la autoconciencia, es seguramente el hecho de que los griegos no tenían una expresión para sujeto o subjetividad ni tampoco para la conciencia o el concepto de yo. Por más que, mirando abiertamente lo que se muestra, acogieran finalmente en su mirada el milagro del pensamiento mismo, nunca, ni siquiera Aristóteles, afirmaron que la autoconciencia tuviera una posición central. Para liberarse de esta perspectiva moderna, uno se ve devuelto a la dimensión histórica que conduce de Descartes a Agustín y de Agustín a Platón. Quisiera mostrar ahora que puede todavía continuarse más allá de Platón, a saber, hasta Heráclito. Una cuestión que se plantea es la de si se puede ver a Heráclito desde este contexto de problemas de la autoconciencia o si su pensamiento apunta más bien hacia otra vía para pensar la posición del hombre en el mundo. Heráclito goza de una fama particular. Se la debe no sólo a su proverbial oscuridad, ya mencionada, ni al uso que ya Platón hiciera de su nombre, ni tampoco en última instancia, a su presencia en Hegel, quien, al final de todo el camino de pensamiento de la metafísica occidental, dijo que no había ni una sola sentencia de Heráclito que él no pudiera acoger en su Lógica. Heráclito ejerció una atracción muy particular sobre el extremismo radical de Nietzsche y la intelección que tuvo Heidegger del final y el inicio de la metafísica. Quien haya estado alguna vez en la cabana de Heidegger en Todtnauberg, en la Selva Negra, habrá visto allí, grabada sobre una corteza encima de la puerta de entrada, la sentencia de Heráclito: «Todo lo gobierna el rayo»,2 una sentencia rara, honda y turbadora; y una manifiesta paradoja. En 2. Fr. 64: τα δε πάντα οίακίζει κεραυνός
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lugar de la mano tranquila que conduce al barco por las olas, aparece el rayo que salta de pronto y se apaga. Se puede intentar adivinar el sentido de esta sentencia, pero la interpretación que domina hasta hoy, consistente en ver en el rayo un atributo de la deidad que todo lo gobierna, no presta oído a lo paradójico, que en Heráclito siempre quiere que se le preste oído. La fascinación particular que parte de Heráclito va ligada, no en última instancia, a la estructura dialéctica y paradójica de tales sentencias. La tensión especulativa de su pensar le conduce una y otra vez a formulaciones extremadamente concisas. Todas ellas son como la frase del río que fluye eternamente, en el que no se puede entrar por segunda vez -y del que las almas se evaporan (fr. 12).3 Ahora bien, como investigadores modernos educados para la crítica histórica, no podemos, desde luego, dejarnos llevar de modo inmediato por una identificación ingenua con la fuerza declarativa de tales sentencias. Tenemos que concentrarnos en las condiciones en que se ha transmitido el texto en cada caso, pues esas condiciones nos permiten al acceso a los textos que leemos como fragmentos. Con el tiempo hemos llegado a saber muy bien qué son las citas, lo que puede hacerse con ellas y cómo puede abusarse de ellas, ocultando su sentido hasta que resulte imposible encontrarlo. Así, la investigación heraclitea es una tarea hermenéutica muy particular. Hay que preguntarse constantemente: ¿cómo descubrir y cómo quitar las capas superpuestas de comprensiones previas sugeridas por los autores que lo citan, y con qué medios podemos llegar a una comprensión de Heráclito y sus sentencias que sea históricamente adecuada, pero que no carezca de fuerza expresiva filosófica? 35
Pienso que debería concedérsele de antemano una cierta preeminencia a nuestro testigo más antiguo, Platón. Sus escritos son el primer texto filosófico que poseemos de modo completo. Todo lo anterior son fragmentos, esto es, citas o colecciones de citas de 3. Véase nota 14, más abajo. (N. del f.)
autores posteriores que, ciertamente, todavía conocían el «libro» de Heráclito, pero que lo sacaban a colación para sus propios fines. Naturalmente, esto es algo que Platón también hacía cuando instrumentaba su propio pensar con sus referencias a Heráclito, pero, aún así, no deja de ser nuestro testigo más antiguo. Ahora bien, los diálogos platónicos ofrecen una imagen de Heráclito peculiarmente ambigua. Por un lado, se usa en ellos a Heráclito como autor y símbolo de una visión del mundo que no sabe nada de la mismidad permanente de la esencia de las cosas, del eidos, sino que ve todo en transformación, fluyendo. En una conocida construcción del Teeteto, Platón calificó de heraclíteos a todos los pensadores anteriores, de Homero a Protágoras (con la única excepción de Parménides) (Teet. 152e). Para quien conozca el estilo platónico, esto significa que se ha estilizado aquí a Heráclito para hacer de él un tipo que no necesariamente coincide con lo que Platón mismo veía en Heráclito; y menos con lo que Heráclito haya dicho o querido decir efectivamente. ¡Pues no mete Platón aquí a gente en el saco de los heraclíteos! Heráclito se representa aquí como una especie de tipo ideal en contrario. Lo que se pone bajo su nombre debe señalar expresamente a la excepción que, a los ojos de Platón, representa el gran eléata como precursor de su propio pensamiento del eidos. Si consideramos las otras alusiones a Heráclito en la obra platónica, el asunto toma un aspecto completamente distinto. En un célebre pasaje del Sofista, donde tenemos que ver la raíz de todo nuestro conocimiento erudito de las doctrinas presocráticas (Sof. 242c y sigs.), se dice sobre los anteriores que unos habían enseñado que el ente verdadero es lo plural, asió del otro modo, mientras que otros, por el contrario, que es lo Uno, pero que las musas jonias y sicilianas habían considerado que era más prudente entretejer lo Uno y lo plural. No cabe duda de que con «musas jonias» se está refiriendo a Heráclito. De estas musas jonias que hablan por boca de Heráclito, se dice que habrían pensado con más agudeza que las sicilianas al enseñar, no sólo la sucesión de pluralidad
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y unidad, de períodos universales de dispersión y otros de reunificación en la unidad, tal como, a ojos de Platón, había hecho el poema de Empédocles. La tesis más aguda es la de la simultaneidad del dispersarse y el unificarse. Y a Heráclito se le atribuye que lo Uno y lo plural no son algo sucesivo, sino que son a la vez toda la verdad del ser. Sobre este punto, Platón le hace citar al extranjero de Elea una sentencia de Heráclito. Vuelve a aparecer otra vez en Platón, citada por el médico Erixímaco (Banq. 187a). La formulación exacta de la frase es incierta, como la mayoría de las citas griegas, pues pertenecía a la elegancia de la escritura no usar, en lo posible, citas literales, sino insertarlas en la propia argumentación; con lo que una de las principales dificultades que nos deparan los textos griegos es adivinar dónde empieza realmente una cita y hasta qué punto se trata de una adaptación al pensamiento del propio autor.4 La sentencia legitimada por Platón dice: διαφερόμενον άει συμφέρεται (Sof. 242e). A la que corresponde: το εν γαρ φησι διαφερόμενον αυτό αύτω συμφέρεσϋαι ώσπερ άρμονίαν τόξου τε καΐ λύρας (Simp. 187a; véase fr. 51 y fr. 8). Traducido: «Lo uno que diverge en sí mismo, converge siempre consigo mismo». Una formulación dialéctica sumamente paradójica. A Heráclito le gusta dar ejemplos para tales paradojas. Y así, en el Banquete continúa con «la armonía del arco y la lira». De modo parecido, «El ciceón se descompone si no lo agitan».5 Heráclito ilustraba su auténtica sabiduría, su σοφόν, con muchos ejemplos parecidos. El mismo giro que encontramos en el Sofista (242e) se pone en el Banquete (187 a) en boca del médico Erixímaco, y esto es significativo. Su falta de comprensión para la unidad especulativa de los opues37
tos es caricaturizada por el modo en que el médico realiza una arrogante crítica a Heráclito. El pasaje del Sofista muestra inequívocamente que el propio Platón entendía seguramente que Herá-
4. Los estoicos llamaban a esta adaptación συνοικειοϋν. 5. Fr. 125: και ό κυκεών διίσταται κινούμενος
dito no se refería, como Erixímaco, a la unidad como el resultado que se tiene finalmente (έπειτα ύστερον όμολογησάντων, Banq. 187b 1). Al contrario. Se trata precisamente de lo simultáneo (véase fr. 18: το άντίξουν ουμφέρον). Tenemos aquí, pues, un punto de partida seguro, confirmado además por numerosas variaciones de lo mismo. La cuestión es cómo reunimos nosotros el heraclitismo de las cosas que están en flujo constante y la tensa unidad dialéctica que se halla comprimida en tales sentencias. Partamos de los fenómenos que Heráclito tiene a la vista. Ahí está el río en el que todo fluye en cambio constante. Pero es el mismo río.6 También el río es, pues, en definitiva, un ejemplo de la unidad de los contrarios, de la que Heráclito habla en innumerables giros: guerra y paz, hambre y saciedad, mortales e inmortales, dioses y hombres, etc.; una plétora de contrarios extremos. De todo ello afirma él que son Uno. Lo que mejor enlaza con esto es el ejemplo del río como la unidad del curso fluvial y el desasosiego de su fluir. El misterioso problema que se muestra en todos estos contrarios es, claramente, que lo mismo, sin transición, se muestra como otra cosa. En todos estos ejemplos se muestra lo que los griegos llamaban la metabolé( μετά βολή), el cambio repentino. Lo que lo distingue es esta brusca subitaneidad. La experiencia del pensamiento que subyace aquí parece ser la de la esencial falta de fiabilidad de todo lo que se muestra ya de una manera, ya de otra. En el instante siguiente se puede volver a presentar de otro modo y ya no así. No cabe duda de que la intelección de la falta de fiabilidad de todas las cosas, que, sin duda, subyace ya al pensamiento eleático, inspiró también el pensamiento del eidos de Platón. La irónica artificialidad con que son introducidos los heraclíteos en el Teeteto habla en favor de que Platón sólo erigió la construcción contraria de un fluir universal, según creo yo, para darle perfil a su pensamiento del eidos. Quizá había encontrado ya en Cratilo o en
6. Platón, Crat. 402a: είη τον αυτόν...; y Heráclito, con un claro énfasis, fr. 12: ποταμοΐσχ τοϊσιν αύτοίσιν έμβαίνουσιν ετέρα και ετέρα ϋδατα έπιρρεΐ...
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otros heraclíteos «genuinos» la doctrina misma. Me parece que esto se desprende indirectamente del modo en que se introduce en el Teeteto el tema eleático. No sólo se señala anticipadamente, para despertar la tensión, al pensamiento eleático, y en particular al Sofista. De modo todavía más claro habla, me parece, la fundamentación de por qué Sócrates deja aquí de lado la doctrina de Parménides: «Porque, si no, aquello por lo que estamos de camino en nuestra conversación, la esencia del conocimiento, permanecería sin investigar»7 —como si el conocimiento fuera comprensible sin el pensar eleático—. Manifiestamente, ésta es precisamente la enseñanza que Teeteto tiene que extraer del diálogo con Sócrates y, por eso, al día siguiente, es el extranjero de Elea quien pasa a dirigir la conversación. Sólo en este diálogo sobre el Sofista aprendería Teeteto lo que es el conocimiento: no una evidencia inmediata, sino λόγος. Pero ¿es que hay que enseñarle a Heráclito algo así? La teoría procesual, que Sócrates desarrolla en el Teeteto a partir de la doctrina del fluir, tiene su pilar más firme en la sentencia heraclitea de las aguas siempre nuevas que fluyen en la misma corriente. Pero esto parece apuntar también a otro sitio completamente diferente: «También las almas despiden vapor desde lo húmedo» (fr. 12)8 -y cuyo lógos, precisamente, parece insondable (fr. 45)-. Parece que éste fue el profundo presentimiento de Heráclito, y esto es precisamente lo que atrae en particular el interés de la época moderna. Parece que está aquí implicada la estructura de la autoconciencia -y, en verdad que el lógos está pensado como principio del mundo— Hegel ante diem. Pero ¿cómo casa esto con el resto de la transmisión? Como es sabido, ésta se halla decisivamente marcada por Aristóteles. Él es 39 7. Teet. 184a 3 y sig..-κα'ι το μεγιστον,ού ένεκα 6 λόγος ώρμηται,έπιστήμης περί τί ποτ' εστίν άσκεπτον γένηταν 8. La autenticidad de esta frase final del fragmento 12 es discutida. Marcovich, por el que se guía la traducción de Bernabé Pérez, no la considera. Traducimos aquí de la versión alemana que da Gadamer. En García Calvo, corresponde al fragmento 108, την ψυχήν αΰστησιν ή άναθυμίασιν, que él traduce: «El ánima... desecamiento o evaporación». (N. del tí
la principal fuente para nuestro conocimiento de los presocráticos. En lo que se refiere a Heráclito, sin embargo, la cosa tiene muy mala pinta con Aristóteles. Nos cuenta éste que algunos afirman que Heráclito, claramente a causa de sus paradójicas formulaciones, no le daba validez al principio fundamental de todo conocimiento, el principio de no contradicción (Met Γ 3, 1005b 24). Mal recomendado estaba, pues, a los ojos de Aristóteles, si bien es claro que éste no se tomaba en serio esta afirmación polémica. Más peso tiene el hecho de que lo que a Aristóteles le interesaba sobre todo, la física, era extremadamente difícil de vincular con Heráclito. Esto dará aún mucho que pensar. La perspectiva que guía a Aristóteles, que él ve confirmada al examinar a los presocráticos, y que hace valer contra el pitagorismo de Platón, no es tanto la estructura ordenada del universo en números y proporciones como la constitución ontológica de la naturaleza (φύσις), consistente en moverse por sí misma: la intuición de la naturaleza del universo enseña que éste se sostiene a sí mismo, se mueve y se ordena, es equilibrio en sí mismo. Así, a sus ojos, la cosmología griega se desarrolla como la verdad que subyace a las cosmogonías de los pensadores más antiguos, apoyadas originalmente en lo religioso y luego, cada vez más, en observaciones científicas. El mundo no necesita de un Atlas que lo sostenga. Se sostiene a sí mismo y se sostiene a sí mismo en orden. (Así se afirma todavía en el Fedón, véase 99b-c.) Lo que sabemos de Heráclito no cuadra precisamente muy bien con eso. Que lo ente sea en el fondo fuego no es muy apropiado para hacer comprensible el orden estable del universo o la historia de su génesis. Es claro que al fuego que todo lo devora no hay nada que pueda impedirle hacer presa en todo. No iba a armonizarse con los otros elementos. El Timeo de Platón nos describe cómo, con ayuda del cálculo y de la teoría de las proporciones, en la ordenación del universo se mantienen artificialmente separados no sólo la tierra y el fuego, sino también, a través del aire, el agua y el fuego (Tim. 31 b y sigs.). Cuando Anaximandro,
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uno de los grandes investigadores jonios antes de Heráclito, explica, según se dice, el papel de los cuerpos celestes y su figura, parece encontrarse en grandes apuros. El sol, la luna (si es que no se sabe que la luz que tiene ésta es sólo prestada) y las estrellas son seguramente fuego. Pero ¿cómo puede el fuego tener una figura y un contorno tan claro e iluminar siempre del mismo modo? Anaximandro llega aquí a la idea de las aberturas, los tubos en la gran rueda del cielo, a través de los cuales el fuego, que brama detrás de ellos, aparece como un reposado iluminar. Así, al menos, nos lo cuenta la doxografía. Ahora bien, hay ciertamente otra vía para pensar el misterioso ser del fuego como principio cósmico, y es su presencia en todo lo que está caliente. Tiene algo de evidente que el origen de la vida depende del calor, y sólo hay que pensar en la doxografía sobre Anaximandro (12 A 30) para ilustrarlo. Pero con ello no está dada una interpretación material del fuego como elemento de las cosas. Los testimonios de ello no son precisamente favorables. Es cierto que Platón, en el Cratilo (413d), menciona la interpretación del fuego como «lo caliente mismo» (αυτό το ϋερμόν), aquello que tiene fuego dentro; pero lo hace en un contexto que no sólo es extremadamente lúdico, sino que no tiene nada que ver con perspectivas cosmogónicas. El Cratilo (413b 4, c1) alude más bien a la representación heraclitea del sol que se enciende siempre de nuevo (νέος εφ' ήμερη, fr. 6), o bien al sol que nunca se pone (το μη δΰνόν ποτέ, fr. 16). También la alusión al sol de Heráclito en la República (Rep. VI, 498a) documenta que esta doctrina de Heráclito era ciertamente conocida, pero no precisamente por ser cosmológicamente progresista. En otros pasajes en los que el fuego y 41
el calor aparecen en Platón casi como la misma cosa,9 no parece que nada suene en ellos a Heráclito. Aristóteles apenas menciona a Herácito en su introducción a la Física ni en la Metafísica. Simplicio (en Phys. 24,1 y sigs.) presenta una pura construcción que, 9. Por ejemplo, Fed 103d y sig.; Filebo 29b y sig.
manifiestamente, procede de Teofrasto, y él mismo ve muy bien que es desafortunada.10 Aunque supongamos al fuego en todo lo que está caliente, y con ello, en todo lo que está vivo, tal como podemos hacer basándonos en Platón," el problema cosmológico del fuego sigue siendo difícil. No se deja comprender como elemento, como parte componente. Aristóteles no sabe qué hacer con él. No es fácil ver, de hecho, cómo se puede querer construir una cosmología sobre la base del fenómeno originario del fuego. Pero, ¿es que ha planteado Heráclito una cosmología? Tenemos razones para dudar de ello. Hay, para empezar, una transmisión antigua a la que, en mi opinión, no se ha tomado suficientemente en serio. Es claro que la presión de Aristóteles y Teofrasto era tan fuerte que se acabó viendo en general a todos los presocráticos como cosmólogos. En la época de Cicerón, un estoico, Diodoro, que todavía conocía el escrito de Heráclito, nos transmite que ese escrito no trata para nada de la naturaleza, sino de la politeia, del Estado. Lo que en él se diga sobre la naturaleza es sólo a modo de ilustración paradigmática.'2 Hay que preguntarse, seguramente, si no será esto una reinterpretación moralista de corte estoico, como sin duda lo era el supuesto título («Guía precisa para la orientación en la vida»),'3 o si hay en ello algo verdadero. Si examinamos toda la masa de citas de Heráclito, encontramos, en todo caso, un gran número de sentencias claramente políticas y morales de gran fuerza apelativa. Se repite una y otra vez, por ejemplo, una amarga crítica a la ceguera política y la frivolidad de sus paisanos. Tenemos también otras sentencias que pertenecen en su totalidad a la dimensión político-moral. Los hechos 42 10. Dice (en Fis. 203, 24-25 Diels): και όέχεσβαι τα εναντία πυρ μενον ου πέφυκε. τούτου δε αίτιον το δραστικόν είναι μάλλον αυτό καϊ εϊδει άναλογείν, αλλ' ουχί ύλη. Ni el concepto aristotélico de la hy'le, ni el concepto empedócleo de elemento son compatibles con lo «activo» (το δραστικόν). 11. Por ejemplo. Filebo 29c o Timeo 79d. 12. VS 22 A 1 (DK 1142, 31): . . . (ός) ου (φησι) περί φύσεως είναι το σύγγραμμα, άλλα περί πολιτείας τα δε περί φύσεως εν παραδείγματος εϊδει κεϊσΟαι. 13. V S 2 2 A 1 (DKI 142,18): ακριβές ο ί ά κ ι σ μ α προς οτάΟμην βίου.
semánticos señalan en la misma dirección. La palabra phrónesis significa en el uso lingüístico griego «racionalidad práctica», y no significa tanto, pues, el uso teórico de la razón.14 Asi', hay toda una serie de indicios que aconsejan tomar en serio la expresión del estoico citado.'6 Hay que preguntarse si Heráclito era un rival de los cosmólogos jonios y no, más bien, uno de sus críticos —como, sin duda, lo fue también Parménides. ¿Cómo decidir en una cuestión así, cuando la transmisión no sólo lo abandona a uno, sino que parece poner todo su empeño en extraviarlo? No es el interés del meta-físico Aristóteles el único que conduce en esta dirección. También las interpretaciones moralistas que de la supuesta cosmología hicieron los estoicos y los padres de la Iglesia introducen algo chocante, la conflagración universal. Es concebible que esto fuera, para los padres de la Iglesia, el fuego del infierno. Podían afirmar que Heráclito ya sabía algo de esto. Comprendían así su doctrina del fuego. También sabían que los estoicos habían enseñado la conflagración universal, la έκπύρωσις En los teólogos cristianos, esa conflagración universal se convierte en juicio final. Pero ¿dice realmente la sentencia heraclitea a la que todo parece remontarse que todo acabará en las llamas del fuego? Es el fragmento 66: πάντα γαρ, φησί,τδ πυρ έπελβόν κρίνει και καταλήψεται, ¿Cuál es la traducción correcta? Por regla general, se entienden los dos verbos griegos como «juzgar» y «atrapar», o «tomar preso», «prender». Son palabras, de hecho, conocidas como expresiones jurídicas y que, en esa medida, se adaptan a la representación del juicio final. Así, también Hipólito cita la frase lleno de entusiasmo. Pero κρίνειν significa también «separar, discernir, 43 14. Así, Werner Jaeger (Die Theologie der frühen griechischen Denker, Stuttgart, 1953, pág. 121 y sigs, y la nota correspondiente [trad, cast La teología de los primeros filósofos griegos, México, FCE, 1995]) destacó de modo convincente que, a diferencia de Parménides, la palabra griega que Heráclito utiliza para pensar no es νοείν y νους sino φρονεϊν y φρόνησις 15. Es lo que hace Kahn, pág. 21, según hago notar. Estoy totalmente de acuerdo con él en que eso no significa que Heráclito sea concebible sin la cosmología jónica. Ésta se halla presente, pero de tal modo que la crítica a la πολυμαΟίη va dirigida a ella
distinguir». La frase, pues, puede muy bien significar que el fuego lo separa todo.16 Todo arde en la llama del fuego, hasta descomponerse en cenizas. Igualmente καταλαμβάνειν no significa siempre, ni mucho menos, «tomar preso», sino que significa en primer lugar, simplemente, «atrapar», «coger».17 Eso es de hecho el fuego, que puede ponerlo todo incandescente, de modo que incluso las piedras (las brasas del carbón) se hacen de fuego cuando arden en llamas -un bonito y gráfico ejemplo de que también la tierra «se vuelve fuego»—.18 De hecho, el magma de los volcanes es una buena ilustración de esto. La sentencia presentada para la έκπύρωσις podría entonces tener en Heráclito un significado completamente distinto del que se le suele atribuir. Pero ¿quién sabe? Que la frase tenga primero el sentido que hemos mostrado aquí -y que a lo sumo, debiera dejar sonar el segundo sentido «moral»- es algo que tendría que ser considerado. Naturalmente, es sólo una hipótesis que ninguna instancia autónoma puede presentar. En todo caso, hay también algunos indicios que apoyan esta interpretación, sobre todo en los juegos etimológicos del Cratilo (412d y sig.). Junto al helios y el nous de Anaxágoras se nombra el fuego, como «lo caliente mismo» que está en el fuego (413c 3), como algo que penetra todos los fenómenos y guarda relación con lo justo (lo δίκαιον). Esto es de hecho «heraclíteo» en el sentido del Cratilo, en tanto que lo que es más rápido y lo más fino (τάχιστον και λεπτότατον 412d 5) hace aparecer todo lo demás, por su velocidad relativa, como ente (ώστε χρήσϋαι ώσπερ έστώσι τοις άλλοις 412d 7) -exactamente del mismo modo que la teoría del movimiento interpreta el «ser» en el Teeteto (156c y sigs.)—. En todo caso, las bromas del Cratilo reflejan mejor que nada cómo lo 44 16. Así, en Empédocles se dice (VS 31 B 62): κρινόμενον πυρ. ¡Si esto fuera un uso insólito de κρίνειν, es una cita de Heráclito! 17. Nótese, en todo caso, que el verbo español «prender» mantiene los dos sentidos, y así los han aprovechado los traductores de Heráclito al castellano. (N. del t) 18. Bywater cita sobre el pasaje «Aetna», V.536: quod si quis lapidís mirator fusile robar, cogitet obscuri verissima dicta libelli, Heracliti, tui, nihil insuperable ab igni, omnia quo rerum naturae semina ¡acta.
justo, lo δίκαιον, se rellena de materia, por así decirlo, con fuego, que todo lo penetra.19 Podemos preguntarnos cómo seguir avanzando con la incertidumbre que nos asalta ante esta situación del sentido del texto transmitido. En mi opinión, no hay más que un acceso metodológico posible: el morfológico. Podemos trabajar la estructura de las frases que no ofrezcan duda de que sólo pueden pertenecer a Heráclito porque se parecen entre sí como los miembros de una familia. No pretendo afirmar con ello que, en cada caso individual, podamos distinguir con seguridad la imitación o la exégesis reinterpretativa frente a las palabras que son genuinamente de Heráclito. No hay un arquetipo de parecidos de familia por el que se puedan medir los parecidos (eso es lo que ha hecho la metáfora wittgensteiniana adecuada para criticar los prejuicios nominalistas). Tampoco dice nada en contra de una interpretación morfológica el hecho de que no ofrezca ningún criterio estricto. Allí donde tengamos una imitación, la estructura de pensamiento que se imita no debe quedar completamente desfigurada, y si es así, la imitación representa ya una indicación guía. Por ejemplo, siguiendo una reducción guiada morfológicamente, he recuperado un fragmento que faltaba hasta ahora en todas las recopilaciones, aunque se transmite expresamente como heraclíteo en un pasaje fiable, en la lista de las citas de Hipólito.20 Pero, según está puesto en Hipólito, se halla extrañado en sentido cristianotrinitario, hasta el punto de que se lo tenía por una simple falsificación. Pudo reconstruirse por la vía morfológica. El resultado era, entonces: «El padre es hijo de sí mismo». Ello quiere decir: si el padre engendra un hijo, se hace padre a sí mismo. Me parece 45
que ésta es una genuina sentencia heraclitea, en el conciso estilo de la paradoja que motivó a críticos posteriores a decir que era un melancólico y que sólo decía sus frases a medias. En todo 19. Véase Crat. 412d y sigs, y 413b y sigs, (βουλόμενοι άποπιμπλάναι με), la serie: ήλιος - πυρ - θερμόν - νους 20. Véase «Sobre la transmisión de Heráclito», en este volumen.
caso, para nosotros se trata de una indicación, una directiva: cuando aparezca algo conciso, concentrado, paradójico, estamos en Heráclito. Casa con ello el que uno de los medios técnicos que juegan un papel eminente en Heráclito corresponda al estilo de la paradoja: el juego de palabras. Un juego de palabras se basa en el cambio repentino de una dirección de comprensión y significado que ya se había tomado, para resultar otra completamente diferente. Hay un conocido ejemplo de ello en Heráclito: «Nombre del arco, vida, pero su hacer, muerte».21 Se basa en la homofonía de la palabra «bíos» para la vida y para el arco. Ya en la palabra está la unidad de los contrarios. Ésta es seguramente la razón por la que a Heráclito le gustan especialmente los juegos de palabras. Le permiten atrapar su propia verdad en el texto literal, y trastornar, por así decirlo, el trato simplificado e irreflexivo con el lenguaje. Otro ejemplo que juega así con las palabras para corroborar la verdad envuelta en ellas es el fragmento 114,22 en el que la homofonía de «común» (ξυνόν) y «los que razonan con sensatez» (ξύν νώ) forma el juego de palabras y se dice algo con ello. No sólo es la razón común a todos, sino que todo lo que es común se basa en la razón. Cualquier otra cosa puede ser irreconocible para nosotros. Sospecho, entonces, por las citas en Aristóteles23 y los juegos con έρως de Pausanias y Erixímaco en el Banquete —y sobre el trasfondo del modelo de Hesíodo (Op. 20 y sigs.)—, que Heráclito jugó de modo parecido con έρως y έρις con la vista puesta en la «disputa amorosa» a la que me parece que alude Aristóteles.24 Muchos investigadores, en particular Hermann Fraenkel, han mostrado que otros recursos técnicos señalan en la misma dirección, como la sentencia paradójica, el símil, la proporción y también 21. Fr. 48: τω ούν τόξω όνομα βίος έργον δε θάνατος 22. Fr. 114: ξΰν νώ λέγοντας ίσχυρίζεσύαι χρτ) τω ξύνω πάντων, οκωσπερ νόμώ πόλιςκαϊ πολύ ίσχυροτέρως... 23. ΕΝ Θ1,1155b 4; ΕΕ Η1,1235a 25. 24. ΕΝ Θ 1,1155b 6: πάντα κατ' έριν γίνεσΟαι. Véase Heráclito, fr. 80:... και γινόμενα πάντα κατ' έριν καϊ χρεών.
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la analogía asimétrica. Se trata, pues, de desvelar, a partir de lo morfológico, las paradójicas intelecciones de Heráclito. Empezaré con una conocida frase que me dará ocasión de exponer los peligros de las comprensiones previas que van implicadas en los modos de citar. La frase se halla transmitida, entre otros, en Plotino, lo que, a su vez, hace valiosa la interpretación. El platónico de la época imperial es alguien a quien ya se le habían abierto nuevas dimensiones de la interioridad. Resulta así obvio para nosotros que su comprensión del libro de Heráclito, que todavía conocía, tomara una dirección completamente distinta de la que podríamos suponer nosotros mismos para Heráclito, de la de los manuales, basados, en definitiva, en la tradición aristotélicoteofrástica y de la de los usuarios de esos manuales. La sentencia a la que me refiero es una de las más simples que se puedan pensar: «El camino arriba y abajo son uno y el mismo» (O también: «El camino de ida y de vuelta son uno y el mismo»).25 Ya en la Antigüedad se entendía esto de muchas maneras, desde la perspectiva de la cosmología de cuño aristotélico, viéndose en ello una descripción de la circulación de los elementos, de abajo arriba y de arriba abajo, del fuego celeste al agua, al aire, sino a la inversa, y de ahí a la tierra. Pero el texto, en Plotino y en otros sitios, no apunta para nada a esta conexión. Sólo cuando se lo vuelve a recibir posteriormente se interpreta cosmológicamente.26 En Plotino, es el tono vital de la trascendencia, el tono de los siglos del cristianismo primitivo, lo que determina ampliamente el horizonte de comprensión de un autor. Así entiende él la frase del alma que desciende al cuerpo, y de su regreso, el ascenso a lo Uno y lo verdadero. Tal es para Plotino el descenso y el ascenso 47
que Heráclito quería expresar. Desde luego, nadie seguirá hoy esta interpretación de la sentencia de Heráclito. Se está plenamente seguro de ello cuando se lee cómo Plotino celebra parti25. Fr. 60: οδός άνω κάτω μία και ώυτή. 26. Véase Bywater, pág. 28. Clemente también entiende asi el fr. 31. (Véase esta edición, pág. 71).
cularmente a Heráclito por habernos enseñado a explorar nuestra alma, nuestro verdadero sí-mismo. Sin embargo, las sentencias de Heráclito a las que Plotino se refiere en esta dirección siguen resultándonos seductoras. Leemos, por ejemplo: «Me he buscado a mí mismo».27 Para las biografías antiguas, esto significaba que no había tenido ningún maestro, sino que lo había encontrado todo él mismo. Para nosotros, suena como una anticipación de la interioridad cristiana, tal como se oye por primera vez en la pregunta socrática. O incluso, cuando leemos: «Límites al alma no conseguirás hallarle, sea cual fuere el camino que recorras. ¡Tan profunda es la razón que tiene».28 Vuelve a sonar a Sócrates, vuelve a sonar a Platón, esta anima naturaliter chrisliana, que reconocía en el interior del sarcófago del Sueno la verdadera belleza, y que apunta en general al futuro cristiano.29 Y, sin embargo, hay que desconfiar aquí de las sobrerresonancias de nuestra propia historia espiritual. En todo caso, en lo que respecta a nuestra sentencia «El camino arriba y abajo es uno y el mismo», es seguramente más correcto reconocer en ella una observación muy simple. Es el mismo camino el que tan difícil parece cuando se sube y tan fácil cuando se baja (o también: que parece tan largo a la ida y tan corto a la vuelta). Opino que es un sencillo ejemplo de cómo una y la misma cosa puede parecer totalmente diferente, incluso contrapuesta Se ha transmitido bajo el nombre de Heráclito todo un tipo de frases que dicen de modo parecido cómo algo puede cambiar completamente de aspecto. Es claro que la estructura de pensamiento y la estructura formal de las frases se corresponden. Lo que Herácito quiere decir es, claramente, que, en contra de nuestra propia experiencia, que distingue una cosa de otra, que enfrenta una cosa a otra, debemos ver que lo que pueda presentarse de modos tan diversos, oculta en sí mismo una identidad en la oposición. Heráclito 27. Fr. 101: έδιζησάμην έμεωυτόν. 28. Fr. 45: ψυχής πείρατα ίων ουκ αν έξεΰροιο, πάσαν έπιπορευόμενος οδού· ούτω βαΟύν λόγον έχει 2β. Simplicio 221d-222a: Alcibíades compara a Sócrates con una figura abriéndose de Sueno en cuyo interior se encuentran las imágenes de los dioses.
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mira a través de la falsa apariencia de las diferencias y las oposiciones y descubre en todas partes lo Uno. Ello no excluye necesariamente que en la sentencia sobre el camino hayan de sonar otras aplicaciones morales y apelativas que eran precisamente la intención propiamente dicha. Pero su lógoses uno. Él lo percibe en fenómenos tan diversos como el fluir de las cosas, el brusco cambio de fuego a agua, del dormir al despertar, y descubre el mismo enigma en todo, en la llama que se consume y apaga, en el movimiento que se inicia por sí mismo y cesa por sí mismo. En todas partes ve el milagro de la vida, el enigma de la vigilia y el misterio de la muerte. Se mostrará que éste es uno de los puntos en que Platón asume positivamente el pensamiento heraclíteo. En todo caso, el uso de la cita que hace Plotino enseña hasta qué punto la aplicación cosmológica de la sentencia no era para nada vinculante. A la inversa, la justificación de nuestra simple comprensión de la frase puede justificarse por la vía de Heráclito mismo, y por cierto, al principio del escrito.30 Nos ha llegado gracias a una feliz casualidad. Y es que Aristóteles hace sobre la primera frase del escrito de Heráclito la observación de que aquí estamos ante un problema de puntuación. «De esta razón, que existe siempre, resultan desconocedores los hombres.»31 Aristóteles se pregunta con qué va el «siempre». Tampoco los filólogos modernos se ponen de acuerdo sobre ello. ¿Existe siempre el lógos o son siempre desconocedores los hombres? Probablemente es éste un verdadero caso de eso que los gramáticos llaman από κοινού. Esta categoría, que en sí misma es toda una evasiva aburrida propia de maestros de escuela, recupera su vitalidad cuando se oye una frase así. Hay que recordar que Aristóteles ya era un lector (si bien un lector que leía 49
en voz alta). Este texto estaba seguramente destinado a ser recitado. Entonces, el que hablaba podía articular de tal modo que la palabra «siempre» irradiaba hacia los dos lados, tiñendo las pala30. Véase «Hegel und Heraklit·, en: H-G. Gadamer. Gesammelte Werke (en adelante GW), vol. 7, pág. 32 y sig. 31. Fr. 1:τοΟ δε λόγου τοϋδ' έόντος άε\ άξύνετοι γίνονται άνθρωποι...
bras vecinas.32 Pero si me fijo aquí en esta sentencia tantas veces tratada y que supera a las paradojas, es sólo para destacar una paradoja que, me parece, no ha recibido hasta ahora atención suficiente y que debía presentar una especie de línea conductora para la totalidad de la interpretación. Heráclito describe lo que él pretende del siguiente modo: κατά φύσιν διαρέων έκαστον και φράζων δκως έχει. Suena sumamente convencional, como un anuncio en el estilo de la abarcante ίστορίη. Heráclito promete «descomponerlo todo, según su naturaleza». Pero ¿qué aspecto tiene, en verdad, este descomponer? El lector del libro lo lee, el oyente del lógos lo escucha. No se trata justamente de distinguir, sino de, en todo lo distinto, percibir lo Uno: esto es un mensaje heraclíteo. Lo que los demás consideran diverso, como Hesíodo el día y la noche, es de hecho, y en verdad, uno y lo mismo. La enseñanza heraclitea se formula siempre de este modo: εν το σοφόν.33 Considero que ésta es la sentencia propia y originaria que Heráclito parece haber repetido muchas veces en su libro. De acuerdo con esta fórmula, εν το σοφόν, se puede seguir de modos diversos: «No quiere y quiere verse llamado con el nombre de Zeus» (fr. 32), o bien: «Prueba es de sensatez» (γνώμη, fr. 41). También en el fragmento 50 está de algún modo nuestra fórmula: «Lo sabio es reconocer que todas las cosas son una».34 32. No me parece posible, en cambio, como muchas veces se ha querido hacer valer, referir el «siempre» solamente al lógos en el sentido del «Lógos que es verdadero» (έών λόγος). Tal posibilidad queda prohibida por la posición de este όντος detrás del λόγου unitario monolítico. Aristóteles hizo bien en dejar sin decidir, cuando nada fuerza a tomar una decisión. El que él lo perciba como un problema parece ilustrar para nosotros el tránsito a una actitud lectora primaria, interesada en la puntuación como ayuda para la comprensión. En verdad, la puntuación es más pobre que la voz que suena, la cual, en el recitado salmódico, puede ser comprendida de modo doble. Análogamente Kahn (pág. 93 y sig.) «sólo que yo entiendo όντος αεί no como for ever true, sino ever present (y por ello true) —present, y sin embargo, ignored—*. No sólo para Heráclito vale lo que nos muestra Kahn en su meticuloso estudio sobre el significado de «ser», sino también que no es posible separarlo aquí presenty true, dichos del λόγος son una sola cosa, aunque siempre (αεί) permanezca ignorada 33. Véase fr. 41: είναι γαρ εν το σοφόν, έπίστασθαι γνώμην, ότεη κυβερνάται πάντα δια πάντων. Fr. 32: εν το σοφόν μοΰνον λέγεσΟαι ουκ έβέλει και έθέλει Ζηνός δνομα. 34. Fr. 50: ουκ εμού, αλλά του λόγου άκούσαντας όμολογείν σοφόν εστίν εν πάντα είναι.
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Se trata de un neutro muy elocuente, éste que aparece aquí como «lo sabio». La posesión del neutro representa uno de los rasgos geniales del griego que permitió la abstracción del pensar. Es algo que nos han enseñado a ver Reinhardt y Snell. Conocemos un uso semejante del neutro por la poesía alemana, sobre todo desde Goethe y Hólderlin, que usan «lo divino» o «lo que salva» en sus poemas. Cuando se encuentra algo así en un poema, no se lo comprende como un ente determinado.35 De un neutro semejante parte más bien una presencia ontológica que llena todo el espacio. «Lo inquietante» (das Unheimliche), como «lo que salva», «lo divino» o «lo sagrado», o lo que sea, es el presente más pleno sin que se nombre con ello un ente determinado. Así, tampoco «lo sabio» es algo que esté junto a otras cosas —está «separado» de todas las cosas (πάντων κεχωρισμένον, fr. 108)—. Frente a la apariencia de diferencias cambiantes es lo que propiamente es. Es claro que es así como Heráclito se refería al lógos, una verdad que habla desde todas las cosas y que, sin embargo, nadie quiere percibir. Me parece, en todo caso, que es una tarea hermenéutica comprender esta sentencia introductoria, no interpretarla de antemano a partir de las enseñanzas posteriores. El anuncio debe, más bien, despertar unas expectativas, y se apoya en el estilo de la ίστορίη -pero este anuncio quiebra constantemente las expectativas de un modo sumamente paradójico—.36 Por lo demás, el proemio no anuncia que el autor tenga una doctrina que sea mejor que las doctrinas de los otros. Heráclito es mucho más exigente. Su doctrina es mejor, dice, que todas las opiniones que los hombres puedan tener. Heráclito es tan radical como Parménides cuando, en el 51
35. Véase «Sokrates1 Frómmigkeit des Nichtwissens·, GW. 7, pág. 85 y sigs. 36. A. Mourelatos («Heraclitus and The Naive Metaphysics of Things», en Exégesis and Argument Festschrift für Gregory Vlastos, Assen, 1973, pág. 38 A 60) quiere escapar a la trivialidad en este texto entendiendo e! όκως έχει como el pregnante «mantener unidos» que es, de hecho, la sabiduría de Heráclito. En mi opinión, se opone a ello que estamos tratando de la primera frase del libro. Este anuncio no es todavía la doctrina Como anuncio de algo que, en verdad, se cumple en un sentido completamente diferente, me parece, en cambio, que la convencionalidad de esta frase es sumamente paradójica Así intentaré mostrarlo.
poema de éste, la diosa que le inicia habla de las opiniones de los mortales (fr. 1,30 y 6). Parece que hay que aceptar que no es éste un modo de llamar a sus colegas. Por desgracia, no se atiende con la misma seguridad a que estas opiniones (δόξαι) de los mortales aparecen siempre en plural, y no en el singular platónico.37 Me quedo, pues, con que el proemio no nos narra nada del contenido de la doctrina. Desde luego que ya en su comienzo hay un símil genuinamente heraclíteo que representa un primer indicio de lo que Heráclito quiere decir en conjunto. También aquí, el tema sigue siendo la oposición de lo uno que sabe y los muchos que no saben: «Pero a los demás hombres les pasa inadvertido cuanto hacen despiertos, igual que se olvidan de cuanto hacen dormidos».38 Está claro que con ello se está diciendo que no aprenden nada de todas sus experiencias.39 Eso es lo que distingue lo que hacemos cuando dormimos. Cuando despertamos, lo olvidamos. De las experiencias que tenemos en el sueño no llevamos nada a la realidad que vivimos. El hacer del que sueña no tiene consecuencias. El que se ha despertado a la vigilia del día no puede continuar el juego de su sueño ni incorporarlo a sus experiencias. Eso es lo que quiere decir la frase introductoria. Por eso, no se trata aquí de hasta qué punto se entendían los sueños en la vida antigua en función de su significado previo. Los hombres tienen experiencias sin volverse sabios, esto es, viven como si soñaran. Sus experiencias no tienen consecuencias. Y así, se dice, literalmente: άπείροισιν έοίκασιν 37. Para este pasaje del Parménides, véase mi estudio en GW, vol. 7, pág. 24 y sig.
38. Fr. 1: τους ... ανθρώπους λανθάνει όκόσα έγερβέντες ποιούσιν, οκωσπερ όκόσα εϋδοντες έπιλανϋάνονται. 39. La comprensión de la última frase por parte de Karl Reinhardt (Kosmos und Sympathie, Munich, 1926, pág. 195), y que Hólscher acepta (Uvo Hólscher, Anfángliches Fragen. Studien zur frühen grieschischen Philosophie, Gotinga, 1968, pág. 157) no me convence. Uno espera que se ilustre el άπείροισιν - πειρώμενοι que precede. (También Kahn, pág. 99.) La frase tiene una simetría muy bien ajustada. La sutileza de los paralelos entre λανθάνει y έπιλανβάνονται está en la variación: a pesar de su vigilia, los hombres viven en permanente olvido (λανθάνει), igual que olvidan luego (έπΟ sus sueños (lo que hacían dormidos) y no les prestan atención (έπιλανθάνονται). Encontramos la misma variación de paralelos en el fr. 21, donde se espera ένΰπνιον y se encuentra ύπνος toda una duración. Tampoco puedo seguir aquí a Bollack, porque descuida una evidencia clara con la que se alude al olvido de los sueños.
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πειρώμενοι: «Se asemejan a inexpertos teniendo como tienen experiencia». El inicio del libro proporciona así una pauta no sólo para captar la condensación del estilo de Heráclito, sino también para buscar lo Uno, lo «Sabio», detrás de las experiencias cotidianas. La metáfora de esta poderosa sentencia introductoria es suficientemente tensa. La incomprensión de los hombres frente a la verdad no debe aceptarse sin más como un hecho inevitable. Es posible despertar a alguien del sueño. En eso se basa la ira invocativa de esta primera sentencia. Pero es algo más; es, a la vez, una declaración que, por así decirlo, vuelve sobre sí misma. Es una verdadera paradoja lo que se anuncia aquí como la doctrina de Heráclito. Esta doctrina sigue el camino hacia el conocimiento y enseña a la vez el abismo que existe entre la verdad una y la incapacidad para aprender propia de los que se hallan enredados en la multiplicidad del delirar y del soñar humanos. El símil del despertar y el dormir no se usa sólo de modo apelativo, sino que pertenece también, a la vez, al contenido de la doctrina heraclitea. Por eso lo volvemos a encontrar (si bien ya no siempre según el tenor heraclíteo cuando aparece el uso de la palabra «cosmos» para «mundo»). El sueño es para Heráclito un símbolo de la falta general de inteligencia. Una sentencia como «Para los que están despiertos, el orden del mundo es uno y común, mientras que cada uno de los que duermen se vuelve hacia uno propio»40 también tiene aquí su sitio. En este sentido el fragmento 75 llama a los que duermen, por su sueño, έργάτας (artesano: constructor de todo un mundo propio).41 La mirada se dirige siempre a los hombres que se 53
comportan en la vigilia igual que cuando duermen. El fragmento 73 40. Fr. 89: τοις έγρηγορόσιν ένα και κοινόν κόσμον είναι, των δε κοιμωμένων έκαστον εις ίδιον άποστρέφεσύαι. 41. Fr. 75: τους καΟεύδοντας...έργάτας είναι... και συνεργούς των εν τω κοσμώ γινομένων. Aquí, Walter Brócker (Die Geschichte der Philosophie vor Sobrales, Francfort del Meno, 1965, pág. 35 y sig.), a mi juicio con razón, separaba el añadido estoico, και συνεργούς de la sentencia heraclitea citada por Marco Aurelio.
lo dice directamente: «No se debe hablar ni actuar como los que duermen».42 En todo caso, esta formulación es tan banal que hay que suponer, con Kirk,43 que Marco Aurelio formula aquí únicamente una quintaesencia moral a partir de la frase final del fragmento 1. Encontramos reiteradamente una proporción formada entre la vigilia y el sueño, por un lado, y la vida y el estar muerto, por el otro. Que las comparaciones, las analogías y las proporciones eran un medio arcaico del pensamiento es algo que ha mostrado, sobre todo, Hermann Fraenkel.44 El uso heraclíteo de este medio de pensamiento tiene, ciertamente, su peculiaridad. Podemos observar que Heráclito no construye sin más tales proporciones y símiles, sino que le gusta rellenarlas de modo paradójico, de modo que las sentencias alcancen una agudeza provocativa y parenética. De este modo, en el fragmento 21 no leemos, como sería de esperar, una correspondencia entre el dormir y los rostros de sueño, de un lado, y el estar despiertos y el mundo de la vigilia (vida) de otro. Antes bien, se dice, de modo provocativo y sorprendente: «Muerte [y no vida] es cuanto vemos despiertos; cuanto vemos dormidos, visiones reales».45 La sutileza de esta sorprendente proporción consiste en que el miembro final de la proporción se llama ύπνος y no ένύπνιον, «dormir», y no «sueño». Así, todo el estado del dormir en el que aparecen las visiones oníricas se atribuye al que duerme como aquello que él ve. La exactitud de esta sentencia templada con el martillo se hace así perfectamente clara. Los dos valores extremos los representan la muerte y el sueño, cuya correspondencia habla por sí misma. Lo provocativo de este símil consiste en que comienza de un modo sorprendente. En el primer miembro, lo que se adaptaría al proceso es vida y, sin embargo, se dice muerte. Lo visto en la vigilia como un 42. Fr. 73: ου δει ώσπερ καβεΰδοντας ποιεΐν καν λέγειν.. 43. G. S. Kirk, Heráclitos. The Cosmic Fragments, Cambridge, 1954, págs. 44 y sig. 44. Hermann Fraenkel, Wege und Formen frühgríechischen Denkens, Munich, 1955, pág. 258 y sigs. 45. Fr. 21: θάνατος εστίν όκόσα έγερΟέντες όρέομεν, όκόσα δε εΰδοντες ύπνος
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todo, con su vigilia aparente, se atribuye entonces no a la vitalidad, sino al estar muerto.46 El parecido de familia de las sentencias heraclíteas obliga a un análisis rítmico muy meticuloso del texto transmitido. He encontrado sobre ello unas observaciones muy finas en los comentarios de Charles Kahn. A veces, aun yendo en la misma dirección, me gustaría llegar todavía más lejos y, corrigiendo y condensando, producir las sentencias heraclíteas originales a partir de sentencias que no están forjadas del todo. Precisamente entre las sentencias mejor forjadas creo reconocer un verdadero parecido de familia. Así, para el análisis que hace Kahn de la estructura sonora del fragmento 25,47 me gustaría plantear la cuestión de si, en definitiva, no será prescindible el λαγχάνουσι («tocan»). Se debe quizá al antiguo modo de citar, en el que la vez se explicitaba. Puede que la sentencia dijera simplemente: μόροι μέζονες μέζονες μοϊραι (o bien: μέζονας μοίρας). ΕΙ claro juego de palabras habla por sí mismo y obliga a meditar. A la inversa, uno se siente seguro de haber encontrado el texto literal correcto cuanto una sentencia muestra unos miembros extremos claros, como el fragmento 21 en la correspondencia de θάνατος e ύπνος («muerte» y «sueño»). También el fragmento 2048 preséntateles miembros extremos con γενόμενοι y γενέσύαι. En el último caso me pregunto si, en una frase tan larga, la vinculación por medio de los valores extremos no se haría más efectiva ampliándola todavía más y confrontando μόρουςτ' έχεινοοη μόρους γενέσθαι Resulta evidente, en efecto, que el έθελουοι no puede separarse completamente de su objeto ζώειν. Se halla fijado por medio de τε-καΐ ¿Por qué iba Heráclito a aprovechar la doble gra55
vitación de las palabras solamente en la sentencia introductoria y no usar también su doble referencia? También aquí el éüéXouoise 46. Kahn, pág. 213, percibe seguramente la asimetría en la sentencia de Heráclito, pero, en mi opinión, busca en el pasaje equivocado. 47. Kahn, pág. 231 y sigs. 48. Fr. 20: γενόμενοι ζώΐΐν έθέλουσι μόρους τ' έχειν, μάλλον δε άναπαΰεοβαι, και παϊδας καταλείπουσι μόρους γενέσθαι.
desdobla por sí mismo al oírlo, igual que el «siempre» en el fragmento 1: γενόμενοι ζώειν έϋέλουσι μόρους τε έχειν καΐ [παϊδας καταλείπουσι] μόρους γενέσθαι. Éste es el estilo que creo reconocer y que confronta έχειν y γενέσθαι.49 Igualmente, me parece decisivo el fragmento que yo he reconstruido, πατήρ υιός εαυτού, y también algún otro. En el fragmento 21, sueño y dormir representan la ceguera (Verblendung), que consiste en no estar en condiciones de reconocer uno y lo mismo en todo lo múltiple que nos encontramos. Heráclito no se cansa de enseñar con innumerables variaciones la inseparabilidad de los contrarios, que significa su unidad. También la sentencia introductoria de la que hemos hablado más arriba tiene su lugar aquí. Si en ella se anuncia una pluralidad que atraviesan «las palabras y los hechos», tal como salen al encuentro de todos, entonces, en verdad, hay que tener a la vista precisamente lo Uno, que es lo único verdadero. La sentencia muestra que todos los hombres cometen por igual el error de considerar a los opuestos como entes separados, en lugar de reconocer la verdadera unidad. Ésta es la paradoja: él quiere descomponer este ser-uno, y éste es el lógos al que hay que escuchar. No se refiere únicamente a lo que todos saben, la sucesión, el necesario relevo de lo uno por lo otro, como del día y la noche, el verano y el invierno, la juventud y la vejez, sino, además, a ese entrelazamiento del que Platón habla en el Sofista y del que partíamos. La tensión de estas musas jonias consiste claramente en que es lo mismo, lo que converge consigo mismo en el divergir (fr. 51), como el ciceón, que se descompondría si no lo agitasen, o como el fragmento 10 con su συναδον - διαδον («consonante-disonante»), o el fragmento 8 con su άντίξουν- συμφέρον («a contrapelo-concordante»). En Aristóteles queda completamente claro cómo ha de entenderse esto: hace falta un tono alto y un tono bajo para que haya armonía.50 El divergir de los contrarios no es el re49. Para la anulación de μάλλον άναπαύεσβαι, véase Karl Reinhardt, en Hermes, 1942, pág. 4. 50. EE Η1,1235 a 25, EN θ 1,1155b 4. Véase, en este volumen, pág. 46.
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sultado de un proceso de έκκρισις como afirma Aristóteles de Anaximandro (VS 12 A 16) y como se halla probablemente tras la doctrina más profunda de los contrarios que la diosa le desvela a Parménides. Aristóteles no alcanza nunca a tener una comprensión especulativa de las contradictorias declaraciones de Heráclito.5' Llama verdaderamente la atención que, en un pasaje de la Física (A 4,187a 26 y sigs.), además de a Anaximandro, sólo mencione a Empédocles y Anaxágoras y, por cierto, con una distinción semejante a la de «periódico» y «una sola vez», entre quienes aceptan simultáneamente lo uno y lo múltiple. Aquí se habla de έκκρισις, sin mencionar a Heráclito, aunque lo habría hecho esperar el que se estuviera apoyando en el pasaje 242b del Sofista. Tampoco se nombra a Heráclito en la Metafísica (A 8, 989a 13), cuando Aristóteles sustituye el término medio entre el fuego y el aire, del que habla en la Física (187a 14), por el término medio entre el aire y el agua. En lugar de clasificar aquí la doctrina del fuego de Heráclito como un caso de έκκρισις y de insertarla en el principio de su teoría de los elementos, pasa por encima de él. Es claro que, a sus ojos, eso no era compatible con el texto heraclíteo. Así ha de juzgarse, en todo caso, si hay que darle crédito a la distinción platónica de las musas jonias de Heráclito y de las musas sicilianas de Empédocles. Pero hay toda una serie de sentencias indudablemente heraclíteas que apoyan esto: la imagen del río, la armonía en conexión del arco y la lira, la armonía como tal, el ciceón. En todos estos casos no se habla ya de una unidad basada en la mera sucesión temporal o basada en la mera subitaneidad del tránsito. (En todo caso, cuando lo que está a la vista es la subi57
taneidad del tránsito, se podrían subsumir los ejemplos sin la simultaneidad de la unidad especulativa de la sucesión temporal.) 51. Así lo muestra claramente Met. Γ 3,10056 23 y sigs,: «δυνατόν γαρ όντινοΰν ταύτόν ύπολαμβάνειν είναι και μη είναι, καθάπερ τίνες οϊονται λέγειν Ήράκλειτον. Así como: Γ 7, 1012a 24 y sigs.: έοικε δ' μεν Ήράκλειτον λόγος λέγων πάντα είναι και μη είναι, άπαντα αληθή ποιείν.
¿Y qué aspecto tienen, entonces, las declaraciones que son más fuertemente conceptuales? El fragmento 1052 conduce, ciertamente, al anterior estado de separación, pero mienta muy claramente la simultaneidad, ya que el συμφερόμενον-διαφερόμεvov platónico aparece en la serie. Del mismo modo, όλα και ούχ όλα puede entenderse únicamente como la inseparabilidad lógica del todo y de las partes, y lo mismo ocurre con la consonancia y la disonancia, asegurada por la analogía de la armonía (συνάδον διάδον). Ello establece otra vez el sentido del «Uno a partir de! todo», en el sentido en que habla Platón. Al examinar el anuncio de la serie de citas en Hipólito, fragmento 51,53 se puede dudar a veces de que ilustren una genuina unidad especulativa. En todo caso, mi análisis, que ya he citado más arriba, de la paradoja del padre y el hijo, fortalecía el valor expresivo de la serie de citas y, así, habrá que tomar lo Uno en sentido platónico allí donde Hipólito aduce explícitamente unos contrarios auténticos, como en el fragmento 67.54 En el caso del día y la noche, esto lo confirma la polémica con Hesíodo en el fragmento 57. También se asegura la muerte (θάνατος) y su oposición a la vida por medio del fragmento 76, que remite al fragmento 62.55 Por el contrario, otros enunciados parecen expresar únicamente el cambio como tal, y no la unidad especulativa que reside en el cambio. Esto vale para la continuación del fragmento 67,56 en el que los diferentes aspectos del dios o del fuego llegan a producirse por la mezcla de diferentes inciensos. En todo caso, también aquí está «el Dios» por lo Uno. El fragmento 52. Fr. 10 (= Ps. Arist, De mundo 5, 396b 20 y sig.): συνάψιες (ο bien, συλλάψιες) όλα και ούχ όλα, συμφερόμενον διαφερόμενον, συνάδον διαδονκαι εκ πάντων εν και εξ ενός πάντα. 53. Fr. 51: ου ξυνιάσιν δκως διαφερόμενον έωυτώ ουμφερεται· παλίντονος άρμονίη δκωσπερ τόξου και λΰρης 54. Fr. 67: ό θεός ήμερη εύφρόνη, χειμών θέρος πόλεμος ειρήνη, κόρος λιμός... «Dios en día-noche, invierno-verano, guerra-paz, sadedad-hambre.» 55. Fr. 62: αθάνατοι θνητοί, θνητοί αθάνατοι, ζώντες τον εκείνων θάνατον, τον δε εκείνων βίον τεΟνεώτες Para su interpretación, véase este volumen, pág. 65. 56. Fr. 67: (cont.) ...άλλοιοΰται δε δκωσπερ πυρ, οπόταν συμμιγή Φυώμασιν, ονομάζεται κα*1 ήδονήν εκάστου.
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88,57 cuya lectura es bastante incierta, hace hincapié sin duda en el cambio, en la sucesión, pero ésta se describe también como inversión de golpe (μεταπεσόντα). Precisamente en los enunciados de Heráclito, todo cambio implica una simultaneidad. Me parece que esto también vale para la cosmología del fragmento 31, del que hablaremos más tarde. El divergir de los contrarios manifiesta en todas partes, por ende, la esencia unitaria de las cosas y su ser verdadero. No son la una sin la otra, ya sea porque necesariamente se siguen una a la otra, ya sea porque suenan conjuntamente a la vez y constituyen la unidad de la estructura melódica. En todo caso, hay que llegar al conocimiento de que lo otro siempre está ya ahí. La mejor prueba de ello es precisamente que lo contrario irrumpe de pronto y sin mediación. Lo que es cambia por completo de golpe su aspecto y surge lo contrario. Ello demuestra que ya estaba ahí previamente. Así, creo yo, quiere afirmar Heráclito en el fondo lo mismo de todo lo que es, el ser uno de lo diverso, y ésa es la razón por la que nombra a lo uno «separado de todo». Los contrarios, a los que nombra expresamente, se hallan claramente bajo el punto de vista de la selección por el que, aparentemente, se excluyen del todo mutuamente aquellos que, sin embargo, se dejan reconocer como lo uno y lo mismo. Entre estos contrarios de los que habla el fragmento 67, parecen de una evidencia particularmente clara la carencia y la saciedad. Independientemente de todas las aplicaciones e interpretaciones cosmológicas, todos nosotros conocemos esta experiencia. Lo atractivo de la comida presupone el hambre o el apetito, y desaparece con sorprendente subitaneidad cuando se está saciado. La 59
oposición entre guerra y paz es igual de evidente. Lo que sea lo uno es el total no ser de lo otro. El estallido de la guerra es una transformación completa de todo. También la vigilia y el sueño for57. Fr. 88: τούτο τ' ένι ζών και τεΟνηκός και έγρηγορός και καθεϋδον κα'ι νέον και γηραιόν τάδε γαρ μεταπεσόντα εκείνα εστί κάκεΐνα πάλιν μεταπεσόντα ταύτα.
man parte de esta serie. Lo que tanto sorprende en las oposiciones de vigilia y sueño es también la subitaneidad con que un estado general se convierte en otro. Quien cae o se hunde en el sueño parece que es completamente otro y, sin embargo, es el mismo, como se muestra al despertarse. Hasta aquí, parecían fáciles de entender las oposiciones que seguían el modelo de vigilia y sueño (fr. 88).
Ahora bien, entre las oposiciones del fragmento 88 aparecen también «vivo y muerto», así como «viejo y joven». ¿Qué puede significar aquí la alternancia del cambio repentino? Para viejo y joven puede explicarse todavía, hasta cierto punto, como cambio de perspectiva, en la medida en que la experiencia humana inmediata nos confirma que «viejo» y «joven» son algo muy relativo. Uno puede ser joven de pronto, y ello no significa únicamente que se sienta rejuvenecido. Produce de hecho el efecto de ser más joven. Del mismo modo, puede parecer muy viejo de repente. De este modo, acertaría completamente la fórmula platónica de que es lo mismo lo que es a la vez lo uno y lo otro. Ambas cosas están en él. Sólo cambia el aspecto de lo ente. Por lo demás, también en el Parménides platónico (141 a y sig., 152 a y sig.) nos encontramos los juegos dialécticos de «joven y viejo» en la serie de las relaciones. La mayor dificultad que tenemos para comprender estos testimonios la representan la oposición de vida y muerte. Ciertamente, ha de tener un significado el que esta oposición no se encuentre en Heráclito como algo particular, sino que aparezca en una larga serie de pares de contrarios semejantes. Ello nos recuerda que la posición de la muerte y la comprensión que ésta conlleva es algo muy inusual y extraordinario dentro del entorno cultural cristiano al que pertenecemos. Y esta extraordinaria posición sigue teniendo efecto hoy día, por mucho que se haya debilitado el transfondo religioso en el mundo moderno y la fe pascual, esto es, por mucho que la superación de la muerte por la resurrección tenga cada vez menos presencia en la conciencia cultural general. Aunque, en cuanto creyentes, no se tome ya la muerte en toda su irrevocabi-
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lidad e inconcebible terror a la luz del hecho redentor de la pasión vicaria de la crucifixión de Jesús, ni a la luz, en general, del mensaje cristiano, no resulta fácil ser lo bastante conscientes de la particular posición de la muerte en nuestra cultura europea y su historia espiritual; tampoco cuando se mira a los testimonios de Heráclito. Puede verse esto como un ejemplo clásico de lo que, en el contexto de la hermenéutica, he llamado «conciencia de la historia efectiva». Llevamos dentro una acuñación previa tan profundamente insertada que nos obstaculiza la comprensión de otras culturas y mundos históricos. Para llegar a una comprensión mejor, hay que intentar hacerse consciente de la propia acuñación previa. Esto es bastante difícil en el caso de Heráclito, porque la influencia de finales de la Antigüedad y principios del cristianismo en la transmisión de Heráclito, sobre todo en los casos de Hipólito y Clemente, es la que ha producido en nosotros esa acuñación previa y, en esa medida, nos extravía. Por otro lado, tenemos que seguir siendo conscientes de esa acuñación previa nuestra, aunque tengamos que guardarnos de llevar a cabo identificaciones precipitadas. Naturalmente, aparecen dificultades todavía mayores cuando se trata de entornos culturales y tradiciones totalmente diferentes. Baste pensar en la deformación de los Vedanta por el kantiano Schopenhauer. Ahora bien, en todas partes, la meditación humana le ha atribuido un significado preeminente a la experiencia de la muerte. Ciertamente, esto vale también para la religión popular griega, para la representación del Hades, para el río de olvido que separa a los muertos de los vivos, como relatan los epos homéricos. Asimismo,
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el drama divino que Esquilo llevó al escenario en su reinterpretación del mito de Prometeo muestra que la muerte es como una cuestión vital para la humanidad. En el fondo, todas las religiones son respuestas al enigma de la muerte, ya tenga lugar esa respuesta en cultos funerarios, en el culto a los ancestros o en otras formas de creencia en el alma o en la inmortalidad. Asimismo, la
imagen del Hades no deja de ser una respuesta al enigma incomprensible de la muerte. Algunos mitos, unidos a los nombres de Orfeo y Eurídice, o Alcestes, o, en cierto sentido, también a la figura del Sísifo cumpliendo su condena, parecen debilitar la irrevocabilidad de la muerte. Pero lo que estos mitos relatan es también, precisamente, cómo llega a fracasar esta superación de la muerte. Ciertamente, la religión popular griega, con su representación del Hades y de la isla de los bienaventurados, tiene en mente la presencia duradera de los que han fallecido, y en la Nekya, incluso la reencarnación. Y sin embargo, todavía hoy nos conmueve la acongojante tristeza de los monumentos funerarios griegos. El propio Platón hace hablar en el Fedón al niño que hay en el hombre, y cuyo miedo a la muerte no se puede acallar nunca del todo. Sin embargo, en Heráclito se trata de algo distinto, del cambio repentino de la muerte en vida, que correspondería al cambio repentino de la vida en muerte. No hay nada parecido en la fe en el Hades. Podría pensarse, seguramente, en la fe órfica y pitagórica en la transmigración de las almas y en la reencarnación de las almas de los difuntos en nuevos destinos vitales, lo que haría comprensible una especie de relación de intercambio de vida y muerte. Pero, en definitiva, eso depende exclusivamente de si el nuevo reencarnado llega a tener algún recuerdo de su vida anterior. Para los iniciados, esto puede prometérseles en un culto semejante, pero una superación de la muerte, tal como se pone en la fe cristiana en la muerte y resurrección de Jesucristo, no tiene correspondencia alguna en tales movimientos religiosos, ni en Homero ni en la Grecia posterior. En general, hay que entender el culto griego a los muertos, igual que el de otras religiones, como un modo de aferrarse a la vida. La particularidad de la religión cristiana consiste en que lo terrible de la muerte no se debilita por ella, sino que queda completamente asumido en la fe en la resurrección como redención de la muerte por medio de la pasión vicaria de Jesús. «Cristo es mi vida, y la muerte mi ganancia.» En esta medida, el mundo precristiano y, por tanto, también, el mundo griego, tiene un límite insuperable en
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el cristianismo, como describió Novalis, por ejemplo, en sus Himnos a la noche. Uno se hace consciente de cuán otra es la experiencia cristiana de la muerte, determinada por la fe, al acercarse a Platón, cuando se lee la primera prueba de la inmortalidad del alma,58 que su Fedón pone en boca de Sócrates (70d y sigs.). Resulta difícil de comprender para el lector moderno que del ciclo universal de la vida en la naturaleza se haya de poder deducir el equilibrio de muerte y vida, de morir y retornar. El ritmo de la vida en la naturaleza parece simplemente inadecuado para la historia del alma del ser humano. También Platón lo interpreta así en el Fedón cuando Cebes asiente sólo con vacilaciones al cambio de muerte y vida (φαίνεται 71 e). Y lo que acaba ya de desconcertarnos es que de esta demostración del Fedón haya de seguirse que las almas de los difuntos no sólo hayan de seguir existiendo (είναι 72e), sino que, como se dice en el texto, que los buenos que han muerto vayan a tener una existencia mejor que los malos (72e). Deducir eso es tan absurdo que la filología moderna ha tachado este añadido como falso, aunque el texto se nos haya transmitido de modo unitario. De hecho, ¿cómo ha de entenderse que esto deba seguirse del ritmo de la vida en la naturaleza? Se entiende entonces mucho mejor que en el Fedón venga a continuación otra prueba, en la cual se añade a la periodicidad de la vida en la naturaleza el conocido argumento socrático de la anamnesis. Pero también aquí se pregunta uno cómo debe esta prueba complementar a la primera. Pues, en el primer argumento, el alma es algo totalmente diferente del alma que recuerda. En todo caso, puede pensarse aquí en Platón, sobre todo en la conversación de Sócrates con los dos pita63
góricos, en el horizonte global, que sirve de mediador de la transmigración de las almas, y que también suena en Platón. Pero es decisivo tener claro que todo esto no tiene nada que ver con Heráclito. 58. Véase mi estudio sobre las pruebas de la inmortalidad en el Fedón platónico, GW, vol. 6, págs. 187-200.
En Heráclito no puede hablarse para nada de transmigración, mientras que el espacio anímico de los griegos común a la vida en la naturaleza y los seres pensantes puede reconocerse en Platón. Por el contrario, Heráclito apunta con sus atrevidos pares de contrarios a la paradoja del cambio repentino. El pensamiento de Herácito es, pues, mucho más radical. No hay en él, como puede parecer en Platón, un ente determinado, el alma, que se conserva como lo inalterable a través de modos cambiantes de manifestarse y en sus cambios de estancia en el cuerpo o en el Hades. En este punto puede sernos de ayuda recordar una breve y significativa escena en el Fedón platónico (103a). En ella, un desconocido -y en verdad esto se indica con un énfasis extraordinario— interrumpe (103a) la argumentación socrática, que acaba de introducir la exclusión de los contrarios de la vida y la muerte como prueba de la inmortalidad del alma. El desconocido recuerda que precisamente el tránsito de la una a la otra, de los opuestos entre sí, se había afirmado en un pasaje anterior del diálogo (en 70d y sig.). Sócrates aprovecha la ocasión para aclararle también a su amigo Cebes que el pensamiento de los opuestos tiene aquí otro sentido cuando se piensan los opuestos como tales y se los tiene a la vista en su exclusión mutua, como cuando se dice de una cosa cualquiera, de un πράγμα, el alma, por ejemplo, que algo se mueve de un contrario a otro. En verdad, esto presupone lo pensado puramente, la oposición como tal, su ser idea. Significa que se diferencia a los contrarios de aquello en lo que aparecen. En Aristóteles, esto se llamará más adelante lo ύποκείμενον, de lo que todavía no era en absoluto consciente el pensamiento temprano de los opuestos en los jonios o en los pitagóricos. Platón ilustra esto más tarde como un defecto de los anteriores a él, introduciendo expresamente en el Filebo (23d, 26d) el tercer género, el de lo medido (además de la medida). Recordar a Platón puede ayudarnos, sin embargo, a adivinar cuál es la pregunta de Heráclito propiamente dicha. Ni el análisis aristotélico de la movilidad de la naturaleza, ni menos aún las re-
presentaciones mediadas por Homero, Hesíodo, el culto a los héroes o la fe mistérica corresponden a las verdaderas intenciones de Heráclito. Para él, se trata de la paradoja del cambio repentino y, con ello, del ser uno del ser. ¿Qué es la vida y qué es la muerte, qué es el surgir y qué es el apagarse de la vida? Éste es el enigma sobre el que medita Heráclito. Él busca lo uno en todas las oposiciones, y encuentra en lo Uno lo opuesto, en el fuego la llama, en el lógos el alma, en lo Uno lo sabio (εν το σοφόν). Platón retratará al gran Parménides mostrándole con audaces juegos a un desconcertado joven Sócrates que lo Uno está en todo y que también las ideas, incluso las opuestas, se entreverán unas con otras y son Uno. Así puede Platón asumir a Heráclito. Llego, pues, a la conclusión: no hay que referirse a modos particulares de representación. Para la tesis de la identidad, se trata de algo diferente, de la subitaneidad con la que se transforma la visión de las cosas. En verdad, esto nos pone ante los ojos la oposición entre muerte y vida. Hay que interpretar toda su doctrina mirando hacia este punto. Cualquier debilitamiento de la oposición, como la que se da entre vida y muerte, por ejemplo, estaría en contradicción con todo el tenor de la doctrina de los opuestos. El pensamiento es mucho más radical. No es un ser determinado, el alma, por caso, lo que reside en todo lo que tiene vida, como algo inalterable que estuviera detrás de la visión que va cambiando. Es el secreto de la naturaleza del ser mismo, lo Uno sabio, lo verdaderamente divino, lo que todavía se manifiesta en el brusco cambio de vida y muerte. Incluso la muerte es como una inversión repentina en la aparición del ser. De modo que habría que intentar seguir una vez más el pro-
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grama del proemio y reconocer en experiencias ya conocidas la verdad que todavía no se ha advertido. Cuando en el fragmento 62 se habla de que los dioses «viven nuestra muerte», ello podría significar que su ser sólo llega a resultar por nuestra muerte. Su ser se articula como lo que es, en vista de nuestra finitud (y, seguramente, no porque se comporten como espectadores, según opi-
naba Fink).59 Consiguientemente, podría comprenderse que en la vida vivimos su muerte, es decir, que los inmortales no resultan para nosotros como lo que son mientras la certeza y la seguridad de la vida nos sigan teniendo en vilo. La verdad sería, una vez más, que ambos aspectos, en virtud de su variabilidad, demuestran su nulidad y confirman lo Uno, lo único sabio, como lo verdadero. Sale así a la luz la identidad de las numerosas declaraciones sobre el aspecto cambiante de las cosas cuya interpretación no es discutible. Se dice, por ejemplo: «Los asnos preferirían los desperdicios al oro» (fr. 9). O bien: «Mar: agua la más pura y la más impura: para los peces, potable y salvadora; para los hombres, impotable y moral» (fr. 61). O bien: «El mono más bello es feo en comparación con el género humano» (fr. 82). O bien: «El más sabio de los hombres se comporta como un mono en comparación con los dioses» (fr. 83). Incluso frases como el fragmento 84a y 84b, «su reposo es cambiar» o «Fatiga es trabajar para los otros y estar a ellos sometido» deberían liberarse de todas las insatisfactorias aplicaciones míticas como las que emprende Plotino. No merecen ninguna fe. Él mismo dice expresamente: άμελήσας σαφή ήμΐν πονήσαι τον λόγον.60 Todo esto son correspondencias negativas hacia la identidad de lo diverso y permiten reconocer lo idéntico en la diversidad. De modo semejante pueden interpretarse también los fragmentos 24, 25 y 27. Difícilmente pueden querer expresar ninguna doctrina especial heraclitea acerca de los muertos y de su destino futuro, ni menos aún una sabiduría mistérica que estuviera cerrada para los no iniciados y que Heráclito quisiera comunicar en verdad a todos los que están iniciados como él. Más bien se trata aquí también de algo que está ahí abierto, conocido para todos, pero que nadie reconoce en su verdadero significado. Un ejemplo que todos conocen es el ensalzamiento del caído en la guerra, «en el 59. Véase Martin Heidegger/Eugen Fink, HeraklH Francfort del Meno, 1970, pág. 158 y sig. 60. Enn. IV 8 [61 1,15-16.
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campo del honor» (άρτμφάτους, fr. 24). Es como alguien que se transformara de súbito. Todos le honran, todos le ven de otro modo, ejemplar, transfigurado. Ésta es la intelección de Heráclito y no dice nada de una participación en el culto a los héroes. Para él sería, a lo sumo, un ejemplo dotado cúlticamente de la subitaneidad de semejante inversión. Análogamente, no podría haber en el fragmento 27 un anuncio más o menos misterioso de inesperadas experiencias del más allá Más bien se habrá querido decir que los hombres, después de su muerte, están ahí de un modo tan diferente, tan elevado, como no se habría tenido por posible durante su vida.61 La misma experiencia del mundo de los hombres parece pronunciarla el fragmento 18: «Si uno no espera, no encontrará tampoco lo inesperado».62 Es gracias a la esperanza que lo que aparece, precisamente porque era imprevisible y parecía inalcanzable, pudo presentarse de un modo totalmente diferente a lo que se esperaba. Entonces puede haber una sorpresa, podría haber un cumplimiento. Sólo al que tiene esperanza se le puede enviar lo inesperado. Que semejante interpretación pueda acertar con el sentido de las declaraciones heraclíteas respecto al cambio de aspecto es algo que confirma también, por ejemplo, el fragmento 53. Se dice en él expresamente, acerca de la guerra, padre de todas las cosas, «que a unos los designa como dioses, a otros como hombres». El poder y la impotencia del hombre salen a la luz. De unos resulta que son siervos cobardes, de otros, que son verdaderamente libres.63 Una vez más, esto significa que lo que hay oculto en cada uno sale ahora fuera. La guerra, el dios verdadero, no sólo subyace a las oposiciones más extremas, sino que desata ella misma el 67
cambio de aspecto. Es lo que hay de común en toda controversia, el lógos propiamente dicho detrás de los diferentes, en los que se 61. Fr. 27: όνβρώπους μένει άποϋανόντας άσσο ουκ έλπονται ουδέ δοκέουσιν. 62. Fr. 18: εάν μη έλπηται, άνέλπιστον ουκ έζευρήσει. 63. Fr. 53: Πόλεμος πάντων μεν πατήρ εστί, πάντων δε βασιλεύς και τους μεν θεούς έδειξε τούτ δε ανθρώπους τους μεν δούλους έποίησε τους δε ελευθέρους
muestran las cosas como apariencia. Así lo dice el fragmento 80, que la guerra es, de hecho, lo común a todos, a lo que nadie puede sustraerse y que corresponde a todos por partes iguales.64 Por eso puede decir Heráclito: «Dike», que distribuye a todos por igual, y «Eris», la lucha, son uno (και δίκην και εριν, me gustaría leer a mí). La comunidad de lo justo y la comunidad de la disputa lo abarca todo. Lo que es común a todos es, en verdad, uno y lo mismo. Con ello se corresponde la continuación que Diels había establecido correctamente.65 De este modo, también los inmortales son una particularización que no puede ser sin los mortales (fr. 62). Manifiestamente, Heráclito no se refiere con los inmortales al dios del fragmento 67, al Uno en la multiplicidad de sus manifestaciones. Parece, más bien, como si Heráclito, con un audaz pensamiento ilustrado, anticipando a Platón, pusiera al mundo tradicional de los dioses en una relación de intercambio con la experiencia humana del mundo. Igual que la guerra revela el poder y la impotencia de los seres humanos, también el poder de los dioses resulta en el fracaso de los hombres, y su impotencia en el bienestar propio. Casi todavía más paradójico es que la inmortalidad que alcanza el caído le llegue precisamente por medio de la muerte. A partir de aquí, quisiera plantear la cuestión general de si no se referirán todas las sentencias sobre la gloria y la inmortalidad, como los fragmentos 24, 25 y quizá incluso el 27, a la transformación de los muertos. También el fragmento 29 me parece una confirmación: «Los nobles eligen lo Uno, en lugar de todo lo demás». Ello debe querer decir que su nobleza la constituye precisamente el que en su vida siguen precisamente a aquello que, según Heráclito, es lo uno verdadero. Bien puede ser que algunas de estas in68 64. Fr. 80: είδέναι δε χρή τον πόλεμον έόντα ξυνόν, και δίκην έριν... 65. Kahn ha mostrado de un modo muy bonito cómo supera Heráclito la enunciación de Homero y Arquíloco sobre la guerra. Oye muy correctamente cómo suena a la sentencia introductoria, en cambio, no veo ese tono en la sentencia de Anaximandro, que hemos llegado a conocer por causalidad. A diferencia de Anaximandro, Dike no aparece en juego como poder que castiga, sino como la disputa en cuanto lo común (ξυνόν). Eso es lo que una y otra vez desconocen los ignorantes (άπείροισιν).
terpretaciones continúen siendo cuestionables en los detalles, y que, en cualquier caso, algunos sonidos aludan a representaciones religiosas convencionales; el intento, antaño aceptado de modo universal, de hacer de Heráclito un intérprete lógico de la sabiduría mistérica a causa de su tono místico, fracasa en que Heráclito plantea la pretensión de pensar lo Uno, y le exige así sabiduría no a los iniciados, sino a todos los hombres. ¿Cómo cuadra todo esto con la cosmología del fuego? Para esta cuestión, no sólo hay que tener a la vista el estilo de Heráclito y la caracterización que hace Platón de nuestro pensador, sino que también hay que tener en cuenta las referencias polémicas a las doctrinas milésicas. Ciertamente, la pretensión de una ilustración paradójica que plantea el proemio estaba referida siempre al comportamiento de los hombres en su totalidad. Pero parecería que el asunto toma aquí un giro particular. También esta nueva ciencia tendrá que someterse, consecuentemente, a una especie de ilustración. Si hasta ahora seguíamos la indicación universal del proemio y no presuponíamos nada que no enseñara la experiencia cotidiana a los hombres y que, en verdad, no enseña, tenemos que preguntarnos ahora cómo critica y adapta Heráclito a sus propias intelecciones la nueva ilustración en su conjunto que no sólo difundían los milesios, sino también los pitagóricos y hombres como Jenófanes. Ello no significa abandonar nuestro principio fundamental, pues no son conocimientos especiales lo que él convierte en tema suyo, sino el nuevo modo de ver el mundo: λόγω, pensando. El proceso meteorológico está abierto a todas las observaciones. También tendrá que preguntarse todo el mundo en qué medida la desmitologización de la imagen mítica del mundo y la recepción del 69
esquema cosmogónico hace inevitables cuestiones tales como la del inicio o la de si tales procesos de cosmogénesis pueden ponerse en marcha una y otra vez y en todas partes. La teoría corpuscular posterior y, desde luego, la teoría atomista, asilo han pensado, y han pensado, en el fondo, de modo comprensible para cada conciencia pensante. Quiero decir, pues, que Heráclito no debe ser
visto como un continuador de la cosmogonía jónica, ni ser reducido a ella. Hace a menudo observaciones y aplicaciones demasiado ingenuas para eso, lo que indica que las referencias a asuntos cosmológicos tenían para él un significado secundario. Cuando Heráclito se refiere al conocimiento cosmogónico de sus vecinos milesios, no parece que su intención sea entrar en competencia con los grandes investigadores y descubridores de Mileto. No pretende, para nada, haber producido una nueva ciencia del todo, sino sacar a la luz la verdad oculta en lo que se aparece a todos, o es por lo demás conocido. Esto se desprendía ya de la sentencia introductoria, que juega precisamente con la paradoja de una verdad visible para todos que, sin embargo, permanece siempre ignorada. Así, ya por esta razón, no llegaríamos muy lejos con la interpretación de la cosmología del fuego como una «cosmogonía». Los atormentados intentos de los doxógrafos posteriores para encajar las sentencias transmitidas de Heráclito en el esquema cosmológico, o incluso en la doctrina de los elementos introducida por Empédocles y elaborada por Platón y Aristóteles, no animan precisamente demasiado. Se trata de unas pocas sentencias cosmológicas que presentan una figura sumamente paradójica. Está el fragmento 30,66 que parece ser único en toda la transmisión temprana del pensar cosmológico. No creo que pueda verse en él una remisión a la cosmogonía jónica, como se ha intentado hacer recientemente, como si los jonios hubieran intentado con sus cosmogonías otra cosa que decir precisamente que ningún dios y ningún hombre ha organizado este orden del universo. La sentencia de Heráclito suena más bien, en su primera parte, como una referencia positiva a la física jonia. Pero hay algo más en esta sentencia que suena de inmediato heraclitea, y es el énfasis en que este orden es el mismo para todos (o para todas las cosas). Si esta parte del texto es auténtica, ββ. Fr. 30: κόσμον ιόνδε, τον αυτόν απάντων, ούτε τις θεών ούτε ανθρώπων έποίησεν, αλλ' ην άεϊ και εστίν κα'ι έστα; πυρ άείζωον, όπτόμενον μέτρο κα; άποσβεννϋμενον μέτρα.
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permite pensar en las declaraciones admonitorias sobre la sinrazón de los hombres, que se construyen como sonámbulos cada uno para sí su propio mundo (fr. 89). Lo esencial de la sentencia es, claramente, que la expectativa de un orden cosmológico inalterable tiene que ser atribuida al más inestable de todos los elementos, al fuego. Al que vive eternamente, y esto significa, al fuego que nunca descansa, se le carga con lo que, por lo demás, cumplía desde sí el gran equilibrio de la visión cosmológica de Anaximandro, a saber, mantener la medida, o volverla siempre a restablecer. Esta medida se describe aquí como el encenderse y apagarse del fuego —un raro enfrentamiento de lo ordenado según medida y lo explosivamente súbito—. Y eso que es manifiesto que el encenderse y apagarse simbolizan precisamente lo subitáneo, en lo que se inspiraba la visión cósmica de Heráclito. Y sin embargo, es igualmente poco dudoso que Heráclito presupone asimismo la adecuación a medida de todo acontecer y sólo quiere reinterpretarla. En esta medida, no se trata de disolver la supuesta cosmología en mero simbolismo. Se trata, más bien, de descubrir en Heráclito una nueva respuesta a la experiencia del ser del todo. Esto es lo que me parece que mienta el enigma propuesto en el fragmento 30. Si nos dirigimos ahora al otro texto de Clemente, apenas puede dudarse de que la conclusión, esto es, el fragmento 31,67 enlaza directamente con nuestra sentencia («las transformaciones del fuego...»). Pero, entonces, este giro, «πυρός τροπαί» podría tener el mismo tono paradójico, imposible de pasar por alto, que hace aparecer a la primera sentencia como una paradoja. Todo son golpes del fuego que no cesa. No se trata, pues, del sonoro acontecer de compensación en el que todos los contrarios pagan un castigo 71
y una penitencia por su predominio. Por supuesto, podrían estar sonando aquí también los solsticios de la trayectoria solar, en la medida en que todo cambio —tam-
67. Fr. 31: πυρός τροπαί πρώτον θάλασσα, Οαλάσσς δε το μεν ήμισυ γη, το δε ήμισυ πρηστήρ...
bien el de la trayectoria del sol durante el año— y toda inversión tienen en sí algo de súbito, como va implícito en la expresión griega τροπαύ Pero el contexto de la sentencia previa sigue siendo determinante. Por ello, hay que entender el proceso desde ella: ¿qué ocurre en el encenderse y el apagarse? Kahn ha notado correctamente que a continuación falta la atmósfera, el aire,68 esto es, lo que para la sabiduría cósmica jonia era clara y justamente lo esencial y ofrecía un fundamento para la intuición (Tales, Anaxímenes). Me parece que también tiene razón en que se menciona para el fuego a su opuesto más extremo, el mar, como su otro. Los océanos se enfrentan al fuego celestial como su rival más extremo. Lo «siempre vivo» (άείζωον, fr. 30) va unido claramente al encenderse y apagarse de la llama. Esto ha de darnos el hilo conductor de la interpretación. Incluso si nos mantenemos alejados de todas las distinciones posteriores de fuego y luz y calor, que quizá se acerquen ya a la diferencia entre lo sensible y lo espiritual, y la superen, se hace ya claro por la sentencia de arriba que el fuego no es un elemento visible, sino, por el contrario, lo que continuamente se transforma frente a toda consistencia. Ésa es precisamente su vitalidad: que es, sin embargo, Uno —como todo lo vivo—. También el fuego se enciende según medida y se apaga según medida -como, por ejemplo, el ritmo vital del despertar y el sueño. Así pues, el fuego representa la estructura universal de todo ser. Donde mejor se explica esto es en el fragmento 90:69 «Canje del fuego son todas las cosas, y de todas las cosas, el fuego», se dice al comparar el fuego y el oro. Y análogamente al fragmento 88: «Pero todo se torna cada vez, igual que el fuego, salta como la llama y vuelve a apagarse. El fuego se torna también cuando se mezcla con los inciensos» (fr. 67).70 68. Kahn, pág. 139 y sigs. 69. Fr. 90: πυρός τε ανταμοιβή τα πάντα και πυρ απάντων όκωσπερ χρυοοϋ χρήματα και χρημάτων χρυσός. 70. El texto en cursiva aparece en el original alemán de Gadamer, no aparece, sin embargo, en las ediciones de los fragmentos de Heráclito. (N. del Q
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El acento está siempre en lo Uno, que es lo verdadero y lo sabio, detrás de todas las supuestas diferencias, ya sean éstas los opuestos y su transformación de uno en otro, o la relatividad y la inversión de los aspectos. Lo cambiante es ello mismo lo Uno. Así se explica muy fácilmente, creo, el testimonio cosmológico sobre las transformaciones, los τροποά Quizá no signifique aquí «solsticio», sino, efectivamente, «transformaciones». No se trata de si es fuego, sino, a la inversa, de que el fuego subyace a todo lo que se transforma -como el sol- ¡Y las intercalaciones de Clemente entienden aquí al lógos y a Dios!71 De este modo, que se introduzcan las transformaciones con el mar (πρώτον ϋάλασσα) sólo me parece comprensible si no se ve en ello una primera transformación del fuego en agua, sino, simplemente, una declaración sobre el inicio, tal como había acertado a darla la cosmología jonia. En esta medida, no es tan falsa la explicación que aduce Clemente cuando recurre a σπέρμα της διακοσμήσεως. También en lo que sigue del proceso, el fuego mismo no aparece como una fase. Sólo cuando nos decidimos a interpretar el fragmento de este modo, creo, puede hacerse por primera vez comprensible el proceso. Es claro que lo único que se dice es que el fuego subyace, y no que el fuego se transforme en tierra y, así, resulte la tierra a medias, o que la mitad del fuego se vuelva viento, cuando asciende una corriente de aire cálido. No se dice, pues, que la mitad del mar se haga tierra y la mitad se haga viento cálido, sino que al secarse la tierra (por así decirlo, «a medias»), surge el viento cálido. Es ésta una experiencia que todos conocemos. Cuando la tierra se abrasa de calor, sigue haciendo más fresco junto al mar. Cuadra muy bien con esto el proceso transmitido de que, al fi73
nal, vuelve a inundarlo todo, tal como era al inicio. Cuando Clemente quiere interpretar esta retrotransformación como έκπυρωσις yi.Clem., Strom. V, 14,104,4: δυνάμει γαρ λέγει, ότι πυρ Οπό του διοικούντος λόγου και θεού τα σύμπαντα δν' αέρος τρέπεται εις ύγρόν το ως σπέρμα της ,διακοσμήσεως δ καλεί θάλασσαν, 'κ δε τούτου αύθις γίνεται γη κα'ι ουρανός και τα εμπεριεχόμενα, όπως δε πάλιν αναλαμβάνεται κα'ι έκπυρούται, σαφώς δια τούτων δήλοι.
hemos de comprobar que en el texto no pone nada sobre ello. El texto dice únicamente que el mar vuelve a inundarlo todo al final. ¿Ha de creerse que Clemente veía realmente que en el texto ponía que todo vuelve a ser fuego al final? Tenemos demasiada confianza en la palabra de este padre de la Iglesia cuando creemos que hay aquí una laguna en el texto porque Clemente diga: σαφώς δια τούτων δηλοϊ. Lo único que, en el texto heraclíteo, podría apuntar en esta dirección sería la άναθυμίασις la desecación. En este punto, la doxografía nos cuenta auténticas fantasías. Hay nubes claras y oscuras por encima del mar y la tierra. A partir de las nubes claras se llenan las lámparas de las estrellas. Por medio de este proceso se explicaría la diferencia entre el día y la noche, incluso los eclipses de sol. Todo esto es bastante turbio. Es claro que la fuente de Diógenes no encontraba aquí representaciones claras. Parece más bien que la άναϋυμίασις ha sido el único fundamento real para estas forzadas construcciones. En todo caso, esto no tienen nada que ver con la supuesta conflagración universal, la ekpyrosis. Es claro que Clemente no podía sacar nada del texto para su interpretación, pues si pudiera, lo habría hecho. Como mejor se describe la intuición que subyace al texto en su totalidad es con el concepto que introduce Simplicio de lo δρατικόν (lo «activo»)72 —una especie de respuesta global de la física aristotélica a los jonios—. Lo primero que puede apuntar en esta dirección es la movilidad eterna. La encontramos tanto en el fuego incesante como en el incesante mar originario. Resulta comprensible que, a partir de aquí, la emergencia de la tierra aparezca como «muerte». Frente a la vida incesante del océano, la tierra firme es algo muerto. Así, me parece que Heráclito, con su doctrina del fuego, pregunta, por así decirlo, por detrás de la cosmogonía jonia Lo que ésta describe no son las transformaciones del agua (Tales) o del aire (Anaxímenes), sino las del fuego. Esto se dice con un énfasis provocativo, por así decirlo, en este texto transmitido. 72. Véase, en este volumen, pág. 42 nota 10.
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Basta con que pensemos que θάλασσα era en esta época casi un nombre colectivo para lo fluido, lo que fluye y corre, lo que no descansa (δ καλεί θάλασσαν, dice Clemente), para que toda la teoría del río se enlace aquí sin forzar nada. A partir de aquí hay que dar un último paso. Es, desde luego, una cuestión difícil la de cómo se enlaza el aspecto cósmico de la teoría del fuego —por muy metafóricamente que se la entienda— con las declaraciones heraclíteas sobre el alma. También hay que señalar que el testimonio fundamental de la teoría del río lo cita por Eusebio únicamente en referencia a la ψυχή, que será αισθητική άναθυμίασις (fr. 12). La interpretación estoica de que la teoría del flujo enlaza con la teoría del alma merced a la propia teoría del pneuma parece una base demasiado incierta. Preferiría, por ello, partir aquí de textos en los que se expresan observaciones inmediatas que permiten encajar la teoría del fuego de Heráclito en un contexto que entra claramente por sí mismo en lo psíquico. Desde luego, un resultado de nuestro escepticismo frente al esquema cosmológico de la doxografía ha sido siempre que el fuego, para Heráclito, debe hacer comprender menos la experiencia del mundo y describir cómo una cosa deviene a partir de otra. Se trata más bien del enigma propiamente dicho del pensar, que reside en el fuego. El surgimiento del fuego, al igual que su apagarse, son, «ontológicamente», igual de enigmáticos. ¿De dónde viene y a dónde va? Puede que, al apagarse, se hunda visiblemente, en las brasas y las cenizas, pero ¿de dónde viene? ¿Qué es ese encenderse súbito de la llama? Creo que Heráclito no buscaba tanto una explicación de ello cuanto reconocía todo el misterio del άείζωον. Colocar el fuego como un elemento al lado de los otros es una
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paradoja absurda. El fuego es la vitalidad misma, que se manifiesta como un automovimiento sin calma. El auténtico enigma del ser no es cómo se conserva un orden igual de todo en el cambio del acontecer, sino que este ser mismo del cambio tenga lugar. Heráclito reconoció esto como lo uno en todos los opuestos, la unidad de lo tenso en opuestos. Esto confirma la inequívoca de-
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claración de Platón con la que separa las «tensas musas jonias» de las «sicilianas». Describe a la vez la ley estructural de aquellas sentencias que, en virtud de su parecido de familia, quisiéramos atribuir a Heráclito. La «sabiduría una» de Heráclito no es cómo pasa lo Uno a lo Otro, sino que también sin tránsito sea ya lo otro. Sin transición, súbitamente, como el rayo; le viene a uno a la mente el enigmático ε ξ α ί φ ν η ς del Parménides de Platón (1b6d),ra que no encontraba verdadero lugar en las antítesis eleáticas, igual que el μεταπεσόντα (fr. 88). La expresión espacial de tal alteridad sin transición es el entrar en contacto, prender (άπτεσθαι) —palabra clave del profundo fragmento 26—: «Un hombre en la noche prende para sí una luz, apagada su vista, y, vivo como está, entra en contacto con el muerto al dormir. Despierto, entra en contacto con el durmiente».74 La sentencia plantea muchos enigmas. Que entre los dos significados de άπτειν, «encender» y «tocar» existe una estrecha relación semántica es algo que sabe todo el que ha encendido alguna vez las velas del árbol de Navidad. Si se sostiene muy poco tiempo la vela que prende, no se enciende. «Encender» significa «tocar». La cuestión es, desde luego, en qué medida se entrelazan aquí los dos significados —en todo caso, si lo hacen tanto que no puede hablarse de un juego de palabras, aunque el medio/voz media άπτεται no se utiliza, en general, de modo transitivo. En todo caso, lo transmitido por Clemente da una clara indicación. Se trata de la correspondencia entre muerte y sueño. Habla de la άπόστασις της ψυχής que sería mayor en la muerte que en el sueño. A partir de aquí, resulta fácil comprender: «Vivo, entra en contacto con el muerto. Despierto entra en contacto con el durmiente». ¿Había Heráclito de añadir εϋδων («dormido como está») como una clave para los malos adivinadores de acertijos? Sin este 73. Véase «Der platonische "Parménides" und seine Nachwirkung», en GW, vol. 7, pág. 322 X sigs. 74. Fr. 26: άνθρωπος εν εΰφράνη φάος άπτεται έαυτω [αποθανών] αποσβεσθείς όψεις- ζών δε άπτεται τεθνεώτος εϋδων [αποσβεσθείς όψεις), έγρηγορώς άπτεται εύδοντος
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añadido, el estilo de las polaridades sería perfecto y la solución suficientemente fácil —partiendo de la última palabra—. Es fácil de comprender. Vigilia y sueño, vida y muerte, se tocan de modo inmediato. Despertar es una μεταβολή, por aplicar un concepto que no puedo encontrar todavía en Platón, aunque era muy usual en el lenguaje ordinario, por ejemplo, para el tiempo atmosférico. No hay ninguna transición entre dormir y despertar. O se está «ahí» o no se está «ahí», por ejemplo, se está consciente. Los fenómenos que Heráclito tiene aquí a la vista son opuestos «totales», que demuestran ser lo Uno precisamente por la subitaneidad del cambio de lo uno en lo otro. El que está despierto y el que duerme son uno y el mismo, aquel que «está con vida». Pero cuando duerme es otro; de un modo enigmático, no está «ahí», es como un muerto, y de quien duerme muy profundamente decimos que duerme «como un muerto». Hay algo misterioso en la subitaneidad de este cambio, cuando el que se duerme, de golpe, «ya no está». Esto también vale para el comienzo del «sueño de la muerte», aunque éste sea un cambio definitivo. Hasta aquí, me parece que este texto, abreviado epigramáticamente, no sólo suena a Heráclito, sino que es digno de él. Es algo que cualquiera puede observar en cualquier momento sin pensar nada por ello (άπείροισιν έοίκασι πειρώμενοι), en la vigilia y el sueño, concibe el lo Uno sabio (εν το σοφόν) de la muerte y la vida. Pero, ¿qué quiere decir la primera frase del fragmento (άνθρωπος άπτεται...)? Ciertamente, que el hombre «domine» el fuego y se dé luz a sí mismo es una antiquísima experiencia de la humanidad, plasmada en el mito de Prometeo. Cierto es también que el encenderse o prender tiene algo de milagroso. También se entiende 77
que el encenderse de las velas o de la lámpara de aceite demuestre la identidad de lo que hace arder y de lo que arde, de tal manera que todo es fuego. Pero ¿es eso todo una correspondencia entre el apagarse y encenderse naturales con el sueño y la vigilia, la vida y la muerte y el «arte» del uso del fuego? Clemente cita todo a causa del des-
pertarse y el despertar, y desde su fe cristiana, estaba mirando a la resurrección, la promesa cristiana. Para ello, era preciso remodelar algo la sentencia de Heráclito, que claramente se había citado de modo auténtico, de manera que la sentencia άνθρωπος εν εύφρόνη φάος άπτεται έαυτω, o bien había que entenderla en sentido estoico, o bien, con el auxilio de la introducción por Clemente de αποθανών, se desplazara hacia una referencia cristiana. Ello le permitía al autor cristiano no sólo reconocer en εύφρόνη (el «benévolo») una especie de testimonio semántico de la participación en la φρόνησις (la «prudencia»), sino, directamente, una especie de testimonio semántico de la fe en la resurrección. Pero ¿cómo se enlazaba el proceso en el propio Heráclito, la analogía de vida y muerte, sueño y vigilia, con la primera sentencia? Que el hombre prenda una luz por la noche apunta a un uso muy particular del fuego: «dar luz». Esto no corresponde a la situación del durmiente. Me parece que es también erróneo referir una declaración universal como ésta sobre «el hombre» a la vida onírica, tal como suponen muchos intérpretes con respecto al αποσβεσθείς όψεις como si domináramos nuestros sueños igual que el fuego que encendemos, en cuyo caso sería incomprensible el énfasis del «sí mismo» (έαυτω). Es cierto que Heráclito contrapone muchas veces el mundo onírico y el mundo de la locura al mundo común del día y de la razón. Pero en el caso de que haya que mantener efectivamente el añadido αποσβεσθείς όψεις -que sin duda apunta, por el contraste semántico con «apagarse», al «encenderse»-, dicho añadido ha de tener una agudeza particular. Los ojos apagados —si es que eso es lo que ponía efectivamente en la sentencia de Heráclito- le dan a la noche necesariamente un sentido metafórico. Gracias a la luz que nos encendemos, no soñamos por la noche, sino que podemos ver. ¡Eso es lo que hacemos cuando el hombre se despierta! La particularidad real del «hombre» no es el soñar, sino el abrirse de esta luz interior que llamamos «pensamiento» o «conciencia» (véase, por ejemplo, el
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fragmento 116).75 Da igual que el añadido αποσβεσθείς όψεις sea heraclíteo o haya sido añadido por un buen adivinador de los enigmas heraclíteos como una ayuda para la solución: acierta con el sentido.76 Encontramos así, a partir de aquí, un respaldo inesperado para pensar conjuntamente el inflamarse, el automovimiento y el «alma». Fuera lo que fuera la ψυχή en el pensamiento griego temprano, la serie de declaraciones sobre el «alma» que hace Heráclito nos obliga a no ver sólo en la ψυχή ese algo que vivifica, que se evade con el último suspiro. Es imposible no escuchar los tonos socrático-platónicos, si bien Pitágoras y el camino de la anamnesis, que redime de la rueda de los nacimientos, pueden haber jugado también aquí. Partamos de que lo que aquí se mienta no es la luz del sueño, sino la claridad que llamamos «conciencia» —y desde luego que lo es, como el despertarse repentino del sueño, un «volver-en-sí» (¡έαυτώ!)-. Sólo entonces alcanza el lógos heraclíteo toda su fuerza expresiva: el πυρ φρόνιμον que se inflama cuando vuelve «en sí» (algunos necesitan un buen rato para despertarse) no es aislamiento, cuando uno sale de la noche, sino el camino para participar en el día común y el mundo común. Se adquiere en el φρονεΐν y en el λόγος, y no se lo tiene, desde luego, en el delirio. De este modo, toda la doctrina de Heráclito se enlaza con la profundidad de estas analogías y proporciones en las que el fuego y el alma, el agua y la muerte están entretejidos de un modo tan peculiar; y sin embargo, a la vez, estas declaraciones rompen los límites de este entretejimiento, adoptando un carácter admonitorio y exhortando al conocimiento. 79
Ciertamente, algunas de estas exhortaciones no parecen corresponder a los criterios morfológicos del auténtico estilo heraclí75. Fr. 116: άνθρώποισι πάσι μέτεστι γινώσκειν έωυτοϋς καΐ σωφρονείν. 76. Hólscher (Anfánglisches Fragen, págs. 156-160) considera el asunto del mismo modo, pero, a mi juicio, sigue tomando esta «Física del alma» demasiado literalmente —pero no con la suficiente literalidad, cuando elimina de άπτειν el sentido literal de «tocar», imprescindible en la sentencia introductoria.
teo del que he partido. Pero, ¿no se debe ello, quizá, a un modo de citar con tendencia a trivializar? Daré un ejemplo con el que, en dos pasos, se puede quitar ese estrato de trivialidad. Es el fragmento 46: την τε οϊησιν ίεράν νόσον έλεγε και την όρασιν ψεΰδεσύαι: «Al figurarse lo llamaba epilepsia, y a la vista engañosa». Hoy día se reconoce que hay que desprender la declaración sobre la οϊησις del contexto epistemológico en el que aparece aquí. Hay que devolverle a la palabra su sentido moral original, que no tiene nada que ver con la δόξα de Platón.77 No me parece que haga falta demostrar que el uso epistemológico de la palabra en Platón (Fedón, 92a, Fedro 244c) no es, de ningún modo, el originario (véase Eur., fr. 643). En cambio, el significado pragmático de οϊομαι «prever, presentir» hace natural comprender en Homero, οϊησις como «delirio», delirante seguridad en sí mismo, como un optimismo ciego. A partir de aquí resulta que el objeto preferido de la delirante seguridad en sí mismo es el propio yo. Así, οϊησις se entiende como apreciación de sí mismo. ¿Quiere Heráclito realmente hacer el glacial chiste de la epilepsia cuando compara οϊησις con ella? Precisamente cuando se tiene presente la expresión «epilepsia», que ha llegado a ser un término técnico, la enfermedad sagrada, no hay que darle mucha importancia al caer como tal. La «enfermedad sagrada» de la epilepsia contiene más bien la connotación de que, frente a ella, son precisos el temor y el cuidado del que la padece. Robar o hacer algún tipo de daño al que haya sufrido un ataque suyo sería un sacrilegio. Ahora bien, creo que Heráclito quiere decir aquí algo importante. El momento del temor y del cuidado se atribuye también a la opinión que todos los hombres tienen de sí mismos. Hay un mo80 77. Así, en el fragmento 131 encontramos la palabra en el sentido que cabía esperar aquí: (έλεγε την) οϊησιν προκοπής έγκοπήν —por lo demás, en el más puro estilo gnómico—. También se halla atestiguada como «antigua» en: Joh. Damasc, Sacra par. 693e (véase Rodolfo Mondolfo, Leonardo Taran, Eraclito. Testimoníame e Imitazioni, Florencia, 1972, pág. 221 y sig.); también, por ejemplo, en Eurípides, fr. 270: δόκησις análogamente a Heráclito, fr. 17: όοκέουσι Naturalmente, esto no documenta el uso léxico de οϊησις (y Corp. Hipp. IX, 230, Littré tampoco es un verdadero testimonio).
mentó de delirio, de ciego cuidado de sí mismo, en todo hombre. Se le puede llamar una enfermedad. Ir más allá de ella por medio de la razón y la autocrítica, con ayuda de la razón común a todos, conduciría a una apreciación correcta y sana de sí mismo. Desde luego, esta «enfermedad» —en la medida en que lo sea— requiere un cierto cuidado. Nadie puede soportar el no tener una opinión de sí mismo (por modesta que sea). Joseph Conrad describió en su Lord Jim la tragedia vital de un joven que, abrumado por la culpa, pierde completamente esta opinión de sí mismo. La paradoja de la sentencia no quiere proclamar únicamente, desde luego, el cuidado de las ilusiones sobre sí mismo. Pero Heráclito ve correctamente el poder de las ilusiones que cada uno tiene sobre sí mismo, igual que ve correctamente que el destino humano no está troquelado por la guía de un daimon, sino por la guía que uno lleve de su propia vida (ethos). Esto también lo dice el fragmento 119: ήθος άνϋρώπω δαίμων. ¿No debía poner ambas cosas en el texto de Herácito, la desgracia de la locura y el mandamiento del cuidado? Puede que pusiera (fr. 43 y, enlazando con él, fr. 46): ϋβριν χρή σβεννυναι μάλλον ή πυρκαϊήν την δε οϊησιν ίεράν νόσον έλεγε... Quizá sea así. Como muchas otras cosas, correspondería sin duda a la profunda mirada del psicólogo que era Heráclito. Es innegable que su estilo de pensamiento está mucho más cerca de la agudeza y concisión de la sabiduría sentencial gnómica que de la ciencia jónica. La confrontación crítica con ésta, expresada en la teoría del fuego, produce sorprendentes declaraciones sobre la psychéy su lógos. Que el fóoOsdel alma «se multiplique a sí mismo»78 tiene que ser visto —en mi opinión— conjuntamente con todas las 81
afirmaciones que distinguen a una unidad oculta detrás de los opuestos como lo «Uno Sabio». No hay que presuponer aquí, al estilo poscartesiano, la diferenciación «sustancial» de lo exterior y lo interior; hay que reconocer la más simple de las observaciones: 78. Fr. 115: ψυχής εστί λόγος εαυτόν αϋξων.
que ψυχή es vida y que lo vivo, a diferencia de todo, es suma, que llega a ser más porque algo se añade, «se» multiplica, «se» despliega, «se» mueve y al final «se» busca. Este «se», que se halla en toda «inversión» de uno y lo mismo, lo contrapone Heráclito al pensar milesio de los opuestos. El encender-se del fuego, el mover-se de lo vivo, el «volver-en-sí del que se despierta y el pensar-se del pensar son manifestaciones del lógos uno que siempre es». Es al misterioso «se» al que se dirige toda la profundidad de Heráclito. De un modo inimitable, sostiene el centro único, que se le ha perdido a la reflexividad de la autoconciencia en el pensamiento moderno: άπτεται έαυτω. ¿Es lo que se enciende «para sí mismo»? ¿O se inflama «por sí mismo», como la brasa en la chimenea? No saber esto es lo «Uno Sabio». Se comprende, a partir de aquí, cómo la pregunta platónica por lo uno y lo múltiple podía reconocerse en las musas «tensas» de la Jonia. La visión de Heráclito, según parece, miraba conjuntamente la vitalidad, la conciencia y el ser. Precisamente, este cometido de pensar junto lo que está separado de este modo era lo que se proponía Platón. El Fedón relata muy plásticamente esa historia que comienza con el principio natural del «alma», que la vida no puede ser sin cerrarse en un ciclo. Por eso, la naturaleza, con un retorno rítmico, renueva la vida una y otra vez, de modo que no haya muerte para ella. Pero esto es sólo un aspecto de la vida y el alma. Está también la vida, para la que la muerte es algo porque un hombre es otra cosa que un eslabón en la cadena de la vida que rueda rítmicamente. La vida tiene memoria, de tal modo que se hace más al «experimentar», «se» crece al recorrer el ciclo de la vida Tal es el argumento de pensamiento en el Fedón. Sócrates le muestra a sus amigos cómo el principio de la vida y este otro principio del «pensar» y de la «anamnesis» son uno y, asimismo, igual de inseparables que el devenir y el ser. (Anaxágoras supo unir ambas cosas.) El mismo conocimiento lo encarna el mito del Fedro del ascenso del alma y su caída. En este diálogo, ese verdadero maestro del discurso poético y de la ironía especulativa, en el que Platón
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estiliza e inspira a su Sócrates, hace consciente a su amigo, que había seguido a la ligera el virtuosismo retórico, de que Eros es otra cosa que ese cálculo de ganancia y disfrute que Lisias presentaba en su discurso. Pero antes de que la corriente de la imaginación mítica inicie su fascinante carrera, Sócrates anticipa, como una prueba: «Toda alma es inmortal». Y: «Todo lo que es alma se ocupa de lo inanimado».79 ¡Véase cómo el alma se transforma de pronto en principio del automovimiento! La historia que luego se relata cuenta que este principio que gobierna todo el universo y gracias al cual mantiene su orden el cielo tiene su lugar también en el alma del individuo y, por cierto, en la unidad de «amar» y «aprender». En la medida en que «aprender» es recuerdo de lo verdadero, «anamnesis», todo participa de lo verdadero. Es claro que éste es el gran conocimiento que Platón señala aquí-y lo llama άπόδειξις (245c 4)—. El automovimiento es un verdadero milagro. Mientras que cualquier otro movimiento es movido por algo y sólo permanece en movimiento mientras es movido, lo vivo, que tiene alma, se mueve por su propio impulso y está en movimiento mientras esté con vida. Esto tiene su propia evidencia. Esta evidencia es suficientemente fuerte para derivar de ella todavía una prueba de la inmortalidad del alma. El mundo, esta gran estructura de orden de movimientos astrales y terrestres, no se deja asociar de ningún modo con el pensamiento del reposo. De ello concluye Sócrates que aquello que es la causa de semejante automovimiento tiene que existir siempre: el alma. Parece como si Platón cumpliera aquí una expectativa que, como se dice en el Cármides (169a), sólo pudiera cumplir «un hombre muy sabio», a saber, mostrar que hay una δύναμις que va hacia sí misma y no hacia otra cosa.80 Se 83
mostraría entonces como el buceador delio que saca algo precioso a la luz desde las profundidades de Heráclito. 79. Fedro, 245c 5: ψυχή πάσο αθάνατος. Fedro, 246b 6: ψυχή πάσα παντός επιμελείται του άψυχου. 80. Sobre esto, véase mi estudio «Vorgestalten der Reflexión», en GW, vol. 6, págs. 116128.
De este modo, Platón interpreta el ser del hombre en el gran marco del acontecer cósmico, mientras que une los dos aspectos del automovimiento y del lógos en la metáfora mítica. Aristóteles intentó llevar a cabo esta unificación en su propia conceptualización (κίνησις, νόησις, ενέργεια),81 y le siguió Hegel, el gran aristotélico de la Edad Moderna. Pero ¿no tenía Heidegger también razón cuando, preguntando por detrás de la metafísica, descubre a Heráclito, en el que todo juega todavía entremezclado? ¿No podría haber descubierto también la dialéctica de Platón, en la que se sigue jugando el juego de este pensamiento?
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81. Sin embargo, también él se refiere a Heráclito: De an. A 2, 405a 25-28: τδ δε κινοϋμενον κινουμένω γινώσχεσθαι Pero también en 405a 5 se mienta a Heráclito (τισι πυρ).
El atomismo antiguo
En los tiempos de la desenfrenada carrera triunfal de la moderna Ilustración científico-natural, la relación de la investigación científica con su propia historia era de una peculiar indiferencia. Dicha investigación veía su propia historia exclusivamente bajo la idea directriz de su propio progreso, lo cual significaba que cada estado presente de la investigación contenía en sí todo lo que se hubiera alcanzado de conocimiento positivo en la historia de esa ciencia. De este modo, un estado de la investigación que perteneciera ya a la historia sólo merecía que se le prestase atención desde el secundario interés de la historia de la ciencia Para la propia ciencia natural, no dejaba de ser una empresa en sí misma indiferente el examinar la imagen científica del mundo en otros tiempos que aún no tuvieran ésta o aquella idea y estuvieran, por tanto, atrapados en unos errores ya superados. Podía ciertamente ocurrir que la investigación de historia de la ciencia diera ocasionalmente un impulso a la investigación del momento presente, en la medida en que volviera a arrojar alguna luz interesante para ese momento sobre unos problemas que hubieran ocupado a una época pasada de la investigación. Pero tales casos no sólo eran extremadamente ra-
ros, sino que tampoco podían realmente empujar los intereses de la investigación histórica, pues, por principio, se sostenía que el estado presente de la ciencia había conservado todos los problemas que su objeto le hubiera presentado alguna vez a ésta. Si acaso el trabajo de investigación volvía a plantear alguna tarea, se trataba únicamente de un casual olvido de los científicos. Sin embargo, no cabe duda de que las restricciones que los descubrimientos de la física más reciente han puesto a la mecánica clásica han provocado un cierto relajamiento de estas condiciones. La necesidad de renunciar a los fundamentos, aparentemente tan seguros, de la física clásica en el ámbito de la física atómica favorece la posibilidad de colocar el origen de esta ciencia clásica bajo otro punto de vista que el del progreso alcanzado; pero favorece, también, en principio, la posibilidad de ver igualmente la física moderna como un fenómeno históricamente determinado, cuyo significado espiritual y de cosmovisión no se define únicamente por la pura obtención de conocimiento. Sin embargo, la investigación misma, que parece haber ayudado de tal modo a la consideración histórica de la física clásica, está muy lejos de haber extraído tales consecuencias para sí misma. Antes bien, ve en sus nuevos logros una activación obvia de su propia ley de la vida: superar los errores por medio la investigación científica y conservar solamente las verdades. Con lo que le reconoce a la mecánica clásica su vieja e indiscutida validez dentro de sus propios límites, y cree que con la renuncia al espacio euclídeo y a la idea de una determinación causal absoluta, junto con la prueba de la imposibilidad de dar una visión intuitiva del modelo atómico, no ha refutado tanto la ciencia newtoniana cuanto la interpretación de ésta por el apríorismo filosófico de la intuición. De hecho, la coherencia de esta autointerpretación positivista se confirma con la coherencia del progreso de la investigación desde la mecánica clásica a la nueva física. Sería confundir la situación ver en este desarrollo posterior de la ciencia natural un mero extravío. El significado de este desarrollo revolucionario de la física más reciente está preci-
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sámente en que revela la ley de su vida y obliga de ese modo a la conciencia filosófica a asumir con todo su peso la cuestión del sentido ontológico de este conocimiento de la naturaleza, de sus presupuestos espirituales y de sus pretensiones. En la renuncia de principio a lo intuitivo, renuncia que parecía hacerse inevitable no en la práctica de la investigación física, pero sien la interpretación teórica de sus resultados globales, culminaba una matematización de la naturaleza cuyos orígenes se hallan en los siglos en los que la ciencia natural moderna se constituyó como el factor que determinaba esencialmente la cultura moderna. Así que, por supuesto, no es ahora el interés de la investigación de la naturaleza lo que motiva el interés por su historia. La investigación como tal se desprendería sin escrúpulos de lo intuitivo del ámbito de la astronomía y de los fenómenos atómicos que ella investiga, si no se viera con ello forzada a conceder que este nuevo conocimiento no puede transformar de ningún otro modo la imagen natural del mundo que parte de la intuición. Ciertamente, también la ciencia newtoniana tuvo que renunciar a amplias zonas de fenómenos de la naturaleza que permanecían reservadas a un procedimiento de consideración de la naturaleza que era esencialmente descriptivo porque sobrepasaban las posibilidades de una explicación mecánico-causal. Pero sí que significó, desde luego, una transformación efectiva de la imagen natural del mundo bajo la forma intuitiva de la mecánica causal, que alcanzaba su expresión vital más poderosa en la existencia de la técnica. Su sentido espiritual y su significado para el conjunto de la vida de la humanidad eran por sí mismos obvios para cada presente. El nuevo giro, en cambio, conduce a consecuencias conceptuales que desgarran este contexto 87
tan obvio. Reproducirlo de nuevo es algo que difícilmente le toca hacer, ni menos conseguir, a una «filosofía empírica».1 De este modo, no es casualidad que haya aparecido un interés histórico por su propio origen y que este interés tenga lugar dentro de su propia do1. Véase la revista Erkenntnis, y a la vez, Annalen der Philosophie (1930 y sigs.) (y el movimiento de la «unity of science», extendido ya por todo el mundo).
nación de sentido y se base en el fundamento vital de sí misma como ciencia. Nadie podrá decir hoy si esta tarea de su donación de sentido no contribuirá también a determinar las líneas por las que se mueva el progreso de la investigación. Como es sabido, los comienzos de la ciencia natural moderna están determinados por la productiva adopción y prolongación de pensamientos antiguos, gracias a los cuales se destruyeron los fundamentos de la imagen de la naturaleza dominante, la imagen aristotélico-escolástica. Entre estos pensamientos antiguos ocupa un lugar especialmente destacado la idea de átomo. Su renacimiento resulta de la conjunción de los intereses de la investigación pertinente y del enfrentamiento crítico con la imagen cristiana del mundo y la ciencia de la «Escuela». La fuente fundamental del atomismo antiguo, el poema pedagógico de Lucrecio sobre la naturaleza de las cosas, anatematizado a causa de su ateísmo, fue uno de los libros más influyentes de la época. Poseemos una presentación, minuciosa y de amplias miras, del significado del atomismo antiguo para el surgimiento de la ciencia moderna en la gran obra de Kurd Lasswitz Geschichte der Atomistik(Historia del atomismo).2 Falta en esta presentación, sin embargo, una consideración y una valoración del atomismo antiguo mismo, y no es casualidad que sea así. La filosofía de la moderna ciencia natural, de la que tomó Lasswitz los hilos conductores sistemáticos para su investigación histórica, le ponía a ésta un límite temporal. Sólo presenta la filosofía de la naturaleza de la Antigüedad en la medida en que tiene algún efecto sobre la incipiente Edad Moderna El tacto historiográfico de este historiador filosófico de la teoría atomista se acredita en que se mantiene dentro de los límites que le plantea la idea directriz de un progreso con los medios conceptuales de la investigación científiconatural. De hecho, la imagen que la investigación histórica más reciente nos da del atomismo antiguo está determinada del modo más instructivo en que considera indiscutible la validez del ideal científico 2. Reimpresión en la Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 2 vols, Darmstadt, 1963.
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propio de la ciencia natural moderna. Ello se expresa en una curiosa inseguridad acerca de su valor histórico, lo cual, a su vez, lleva a la correspondiente inseguridad sobre lo que efectivamente era la doctrina del atomismo antiguo. Como es sabido, no poseemos ninguna exposición completa original del atomismo antiguo que proceda de la época en que floreció científicamente (los siglos ν y iv a.C.), sino sólo de la época del epicureismo helenístico, un tiempo de menos vigor científico. Las potencias contrarias al atomismo antiguo, vencedoras en la filosofía de la naturaleza de Aristóteles, determinan hasta tal punto la propia doctrina de la filosofía epicúrea de la naturaleza, que desfiguran en puntos esenciales su imagen del atomismo originario de Demócrito y Epicuro,3 de modo que sólo podemos reconocer en ella una fuente, no especialmente buena, para la reconstrucción del atomismo antiguo. Por eso, más fiables que estos partidarios algo fragmentados resultan ser los adversarios aristotélicos y sus comentaristas de finales de la Antigüedad. Pero, precisamente en este punto, la mirada histórica se hallaba sometida a la prevención de que estos adversarios antiguos del atomismo eran a la vez los grandes adversarios, ya superados, de la incipiente investigación moderna de la naturaleza Así que la investigación histórica moderna, empujada por esta enemistad común con Aristóteles, ha puesto al atomismo antiguo en la misma línea que la ciencia natural moderna y se ha inclinado muchas veces a reconstruir, a partir de los escasos informes antiguos que tenemos, un sistema de explicación de la naturaleza que contuviera ya los principios fundamentales de la investigación científica moderna. A partir de aquí, a la consideración histórica se le planteó la cuestión inversa: ¿por qué esta actitud de la física antigua, que tan pre89
ñada estaba de futuro, quedó por debajo de la física aristotélica durante dos mil años? Y cuando no se quería utilizar la evasiva de que
3. Pienso sobre todo en la teoría de la caída de los átomos, la cual, apoyada por la autoridad de Zeller, burló durante mucho tiempo a la investigación y que aclaró A. Goedeckmeyer. Véase Goedeckmeyer, Epikurs Verháltnis zu Demokrit, Strassburg (Diss.), 1897.
el espíritu antiguo estaba demasiado cansado para desarrollar a partir de este inicio del atomismo antiguo la física moderna, entonces se buscaban los defectos internos de este inicio. Pero esto, a su vez, ocurría de tal manera que se medía el atomismo antiguo según el patrón de los progresos que la Edad Moderna había realizado a partir de unos fundamentos aparentemente iguales. Así, se consideraba que la imposibilidad histórica de una prolongación del atomismo antiguo estaba en los fallos que tenía para poder llevarse a cabo, como la carencia de una mecánica de choques. O se confiaba tanto en la autoridad de Aristóteles que, en el estado del conocimiento natural de entonces, se le reconocía a su física la preferencia por delante de la física atomista, ya que ésta sólo podría tener futuro una vez que se desarrollaran los métodos físico-matemáticos de la Edad Moderna. De este modo, la apreciación del atomismo antiguo oscilaba entre los extremos opuestos de una admiración sin reservas hacia su modernidad premonitoria y el resuelto menosprecio de su peso científico y filosófico. Esta oscilación en la valoración correspondía a la concepción y reconstrucción de la doctrina misma. Es fácil sospechar que ninguno de los dos extremos acierta con el verdadero estado de cosas. Pero sólo podrá arbitrarse efectivamente esta disputa desde un suelo nuevo que sustituya por otra la pauta común con la que se ha medido todo hasta ahora. Mas esta pauta común es la idea de la ciencia natural moderna, ante la que este atomismo o existe o fracasa. Si se la construye de modo que existe, la filosofía de Aristóteles es un extravío escolástico; si se la deja en el estado de su conocimiento fáctico de la naturaleza, de modo que fracasa, entonces la filosofía de Aristóteles es la posición, por supuesto superada, pero relativamente superior, confirmada por el veredicto del éxito histórico. Ahora bien, en el momento en que se está dispuesto a dirigir la mirada a la unicidad histórica y a los presupuestos espirituales de la física matemática de la Edad Moderna, será preciso sustraerse a la pauta que esa física ofrece para valorar el atomismo antiguo, y hacerse una imagen de esa «ciencia natural» antigua a partir de lo que era en el conjunto de la filosofía de
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la naturaleza en Grecia, y en tanto que un todo de interpretación de la naturaleza y de la existencia. El atomismo antiguo no es una hipótesis de investigación de la ciencia físico-matemática, que tuviera que probarse por la explicación exacta de la realidad empírica, y que sólo pudiera reivindicar su validez en la medida en que fuera imprescindible para esta explicación y para la interpretación de los datos experimentales. Antes bien, es un esbozo fundamental de la realidad verdadera, surgido de la pregunta filosófica por el ser de la realidad efectiva4 Tiene su lugar, pues, en el contexto del alba de la filosofía griega, que intentaba pensar el concepto de naturaleza. La imagen mitológica del mundo, que entendía los fenómenos de la naturaleza y el destino de los hombres desde el decreto y la poderosa intervención de los dioses que gobiernan, comenzó a palidecer con el primer pensamiento sobre estos fenómenos. Resulta sumamente significativo que a Tales, a quien se tiene por el primer filósofo, se le atribuya la frase de «Todo está lleno de dioses», es decir, en la naturaleza misma están las fuerzas que determinan lo que pasa en ella y la existencia de los hombres en la naturaleza Cuando el atomismo de Demócrito reinterpretó esta frase (según parece) en la fórmula de un «ateísmo horrible», explicando que todo estaba lleno de aquella última realidad invisible de un enjambre de átomos,5 no hacía más que llevar hasta el final, de modo consecuente, aquel pensamiento de la naturaleza. De Tales a Demócrito, los «sabios» buscan la respuesta a la pregunta por lo que la naturaleza sea: ¿qué es lo que permanece en este flujo incesante del acontecer y del pasar, otorgándole reglas, orden y la confianza del retorno? Ninguna de las respuestas que dieron los «físicos» a esta pregunta es una tesis «física» en el sentido de la ciencia natural moderna. 91
Cuando suponían uno o varios elementos y unas fuerzas que actuaban dentro o fuera de ellos, que formaban a partir de ellos las figuras
4. Por supuesto, esto vale para ciertas formas del atomismo posterior. Véase Lasswitz, vol. 1, pág. 401 y sigs, un hecho muy significativo para ilustrar los presupuestos metafísicos de la ciencia natural moderna 5. Véase Diels, Fragmente der Vorsokratiker, cap. 55 A 74,78 (citado en lo sucesivo como VS).
del mundo, lo que les guiaba era una intuición del ser verdadero de la realidad, y se servían del conocimiento «científico-natural» del que habían partido con unas generalizaciones analógicas peculiarmente libres. Hay que prestar atención a esto cuando se plantea la pregunta por la esencia y la intención del atomismo. Existe, ciertamente, una enorme diferencia entre aquellas antiguas teorías de la materia que creían interpretar la multiplicidad de los fenómenos por la condensación y la rarefacción de una materia originaria y la teoría «científica» del atomismo, que fue la primera en hacer explicables los fenómenos de condensación y rarefacción. Sin embargo, habrá que mostrar que también el atomismo estaba dirigido por una interpretación global originaria del ser y no por la mera aspiración a reforzar con una interpretación racional aquellas doctrinas semimíticas de la materia elaboradas por los filósofos jonios. Desde luego, lo que parece otorgarle una ventaja particular al atomismo antiguo dentro de la especulación griega acerca de la naturaleza es la radicalidad con la que atribuye todo el mundo de las cualidades simplemente a la forma y movimiento de los átomos. Que esta teoría parezca una anticipación premonitoria de la teoría cinética de los gases es lo que la hace interesante a los científicos de hoy. Pero también el historiador ha de ver en ella la cumbre y culminación de la ilustración griega, pues superaba en simplicidad y racionalidad a todas las teorías corpusculares de su época. Aunque en la teoría de los elementos de Empédocles -sobre todo en su explicación de la percepción sensorial por los «poros» y «efluvios»- y en el atomismo cualitativo de Anaxágoras puede reconocerse una proximidad con la imagen atomista del mundo,6 se echa en falta en ellos la férrea coherencia con la que el atomismo expulsa de las realidades primarias del ser a todas las diferencias cualitativas, y del concepto de orden natural a todas las fuerzas espirituales. Así, las imágenes del mundo que proponen un Empédocles o un Anaxágoras son menos un paso previo e intermedio haβ. Véase Walther Kranz, «Empedokles und die Atomistik», en Hermes, 1917.
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cía las teorías de Leucipo y Demócrito que variantes más nebulosas de juegos propios de la voluntad ilustradora de la época. Con su cercanía a la teoría atomista no hacen sino aumentar la audacia de ésta, que se proponía explicar a partir de un único supuesto fundamental todas las formas de los sucesos en la naturaleza: el surgir y perecer de los seres, su crecimiento y desaparición, las alteraciones cualitativas y los cambios de lugar.7 Cuando se observa esta racionalidad del atomismo antiguo, no faltan ganas, de hecho, de confirmarle a la ciencia natural moderna su derecho a invocarlo como su precedente. Pero habrá que preguntarse si no se infringe de este modo la ley vital del pensamiento griego del mundo, y si algo extraño, aunque lleno de un futuro lejano, no está preanunciando el final de la comprensión griega de la existencia. Las reflexiones que siguen pretenden mostrar que, de hecho, es esto lo que ocurre, y que precisamente ahí está el motivo de la derrota de este atomismo antiguo. La interpretación del mundo desde una mecánica atomista entra en una tensión interna con la concepción específicamente griega del orden de la naturaleza, que también opera en él, y esa tensión paraliza esa mecánica, dejándola al borde del escepticismo. Sólo la alienación de los presupuestos de la ontología griega en los comienzos de la Edad Moderna le abre a la idea de átomo su marcha triunfal hacia la ciencia matemática de la naturaleza El paso decisivo que dieron Leucipo y Demócrito fue una ruptura radical con la intuición natural y con el concepto filosófico de cuerpo: la aceptación del vacío como un momento estructural interno del mundo de los cuerpos. Aceptar el espacio vacío fuera de todo el mundo de los cuerpos es, claramente, algo muy natural, e igual de intuitivo y natural es (aunque los filósofos no hayan podido 93
pensar esta intuición) que cuando un cuerpo cambia de lugar tiene que haber un espacio vacío como sitio por el que moverse. Pero de ningún modo natural, además de contradecir todas las concepciones filosóficas anteriores del ser corporal, era la teoría democrítea 7. Véase Arist, De gen. et corr. A 2.
de que lo corporal mismo comprendía una acumulación de partículas indivisibles impuesta por el espacio vacío. Ciertamente, esta aceptación del vacío podía hacer efectivamente comprensibles los fenómenos: cambio de lugar, condensación, rarefacción, crecimiento, etc. Pero cómo podía ser el vacío un ente, e incluso algo que forma siempre y necesariamente parte del ser de las cosas corporales, era algo muy difícil de pensar con los medios que ofrecía el concepto griego de ser formulado en la filosofía de Parménides. La historia de la ciencia moderna confirma que eran las resistencias arraigadas en el concepto de sustancia de la ontología griega las que se oponían a la aceptación del vacío. Sólo la producción de un vacío macroscópico por el experimento de Torricelli abrió el camino que habían mantenido bloqueado las objeciones antiguas contra la existencia del vacío, o bien lo habían admitido únicamente, y con vacilaciones, para espacios vacíos microscópicos (como, por ejemplo, Galileo en sus discursos). De hecho, la tesis atomista de que el vacío puede existir exactamente igual que lo lleno no se ha pensado todavía hoy en todas sus consecuencias ontológicas. El modo de ser de un esbozo matemático, tal como lo presenta el espacio vacío, era también un problema ontológico sin adarar en la filosofía moderna de la naturaleza, por mucho que la física matemática estuviera habituada a calcular sin complejos con el ser del spat/um absolutum antes de que, arrastrada por la investigación más reciente, se viera obligada a plantear unos datos fundamentales (Grundgegebenheiteri) de naturaleza matemática pero, ontológicamente, totalmente indeterminados. ¿Cuáles son, pues, las premisas fundamentales sobre las que se construía la imagen del mundo del atomismo antiguo? La respuesta a esta pregunta nos muestra con toda claridad hasta qué punto el atomismo antiguo seguía estando determinado por la ontología que se acuñaba en la idea de sustancia Con su aceptación del vacío, no avanza en dirección hacia la abstracción matemática, sino que socava la realidad de la experiencia sensible con un
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mundo verdadero de cosas y procesos que poseen una intuitividad propia, la cual se sustrae a nuestra observación. Al igual que todos los filósofos griegos de la naturaleza, los atomistas presentaban su imagen del mundo en la forma de una cosmogonía.8 El inicio de la formación del mundo no dice absolutamente nada sobre la fuerza motora que la produce. En el universo hay vacío y lleno. Este vacío no tiene límites en el espacio ni en el tiempo. La formación del mundo tiene lugar cuando muchos corpúsculos de múltiples formas se separan de lo infinito, una reserva sin límites, por así decirlo, de todo devenir del mundo, y se mueven entrando en el gran vacío. Al chocar y apelmazarse, producen un torbellino en vibración, el cual, aventándolo, junta lo igual con lo igual, haciendo hundirse hacia el centro a los montones más grandes que se han apelmazado, y expulsando los átomos más ligeros y sutiles, que se disipan en el gran vacío, hasta que se forma una bola que se envuelve, como si fuera una piel, de una especie de red de átomos engarzados: comienzo de un sistema cósmico dentro del cual los átomos más pesados se apelmazan para formar la tierra; los más sutiles, los cuerpos celestes, etc. De esta descripción cosmogónica resulta, para el ser de las cosas mismas, que lo que se muestra como la unidad de una cosa con su figura es sólo una apariencia. En verdad, cada unidad son muchas cosas, y una multitud no puede nunca convertirse en algo efectivamente uno, igual que lo que es efectivamente uno, la unidad indivisible de los átomos, nunca puede convertirse en muchos. Todo lo ente es una mezcla de lleno y vacío, pero esto significa que el vacío, en tanto que es lo que mantiene todo separado, es la «causa» propiamente dicha de las unidades con figura que aparecen, pues 95
sólo lo que se mantiene separado, un enjambre de átomos en el vacío, puede acoplarse para dar la unidad de una figura. Ahora bien, el proceso de este acoplamiento obedece a leyes puramente mecáni8. Le debemos la explicación de la cosmogonía atomista a J. Hammer-Jensen (Archiv für Geschichte der Philosophie 23, 1910) y a Eva Sachs (Philologische Untersuchungen 24, 1917). Véase VS 54 A 1.
cas. La constante movilidad de las partículas las pone en contacto. El que, en virtud de este contacto, sigan estando juntas cuando no vuelven a salir despedidas y separarse, tal como enseña la intuición de los cuerpos «sólidos» —al contrario del movimiento incesante que muestra la intuición de los átomos-, obliga a aceptar una nueva premisa: que las partículas se diferencian por su figura y su tamaño. Así pueden engarzarse unas en otras. Los átomos lisos y pequeños pueden escaparse más fácilmente de quedar enganchados en estos coágulos, pero el apelmazamiento de los átomos enganchados entre sí retendrá siempre consigo átomos lisos, y sobre todo, nunca se elimina del todo el vacío entre las partículas. El cuerpo con masa es como una montaña de tipos de imprenta, sólo que, como los átomos son tan diminutos, se tiene la impresión de algo «sólido».9 E igual que la aparición de las cosas como unidades puede explicarse a partir de estas sencillísimas premisas del vacío y del tamaño y la forma de los diferentes átomos, resultan también todas las propiedades de estas cosas que aparecen a partir de la forma, situación y posición de estos átomos; y todos los cambios que aparecen en estas propiedades resultan de la mera recolocación de los mismos. Así, el color resulta simplemente a partir de la reordenación de los átomos, la gravedad de los cuerpos por la acumulación de átomos. No cabe duda de que esta teoría significa un modo consecuente y mecánico de explicación de los sucesos en la naturaleza en el ámbito atómico. Sin grandes dificultades, pueden leerse en estas descripciones las leyes fundamentales de la mecánica, como una teoría de choques, de la atracción entre las masas, la ley de causalidad, el principio de conservación de la materia, la conservación de la energía, acción y reacción, la ley de la entropía, etc.10 Pero ya veremos que no es por azar que Demócrito no llegara a formular estos principios de una mecánica. Tampoco puede discutirse que 9. Véase sobre todo VS 55 A 37,38. 10. L. Lowenheim, Die Wissenschaft Demoknts und ihr Einfluss auf die moderna Natuwissenschaft Berlín, 1914, lleva esto a cabo con una coherencia rayana en el absurdo.
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a esta teoría universal de la mecánica atómica elaborada por Demócrito se le han asociado, en toda la línea del conocimiento de la naturaleza de entonces, fecundas explicaciones mecánicas. Hay muchas y elocuentes anécdotas y toda una plétora de prometedores títulos de libros que testimonian el impulso investigador de Demócrito en busca de las causas mecánicas de todos los fenómenos. Al parecer, decía que prefería encontrar una única prueba causal para todo antes que llegar al trono de Persia (VS, fr, 118). Y se convierte en investigador precisamente porque rechaza la explicación de que un fenómeno ocurra por casualidad. Si se sabe mirar con la suficiente agudeza, siempre es posible encontrar una causación vinculante." La fuerza triunfal del concepto mecánico de causalidad, aliada con una reducción desconsiderada de todos los datos cualitativos al mundo verdadero de las figuras del átomo, hacen de la ciencia democrítea, según parece, un genuino modelo de la ciencia natural de la Edad Moderna. Pero este resultado nos obliga a meditar. Un filósofo griego que haya vivido anticipadamente el ethos y el método de la ciencia moderna requiere, todavía más que la propia ciencia natural misma, una respuesta a la pregunta de qué significaba para él esta investigación y este impulso cognoscitivo en el conjunto de su cosmovisión filosófica, pues el juicio de la historia, que durante dos mil años le concedió la victoria a los adversarios de este atomismo, no puede demostrar nada a este respecto. Es correcto, seguramente, que la audaz concepción de esta teoría atómica carecía de los recursos para ser llevada a cabo en los detalles de la investigación: esta interpretación mecánica global no tenía ningún conocimiento exacto de la mecánica de choques, carecía por completo de un experi97
mento cuantitativo, carecía sobre todo de una matemática que hubiera madurado hasta las alturas abstractas de sus premisas fundamentales. Pero lo decisivo es que, sin embargo, reivindicara su validez, por lo que todas estas constataciones, que desde el punto
11. Véase Arist, Fis, B 4.
de vista de la ciencia natural moderna significan otras tantas imposibilidades de esta física atómica, degradándola a una especie de fantasía raramente llena de acertados barruntos, obligan a poner en primer plano la cuestión de sus motivos filosóficos fundamentales. Nos aproximaremos poco a poco a esa cuestión, siguiendo estas constataciones: 1. ¿Cómo demuestran los atomistas la existencia del átomo? La intuición que los guía es que lo propiamente ente no puede nunca no ser, o sea, que persiste sin alteraciones ni cambios. Pero esto significa que tiene que haber algo que queda sin afectar por la visible descomposición de todos los seres de la naturaleza. El argumento que Aristóteles aduce como fundamentación decisiva de la idea de átomo12 suena muy «matemático»: más exactamente, refuta la exigencia matemática, que viene dada por el argumento del continuo, de una divisibilidad por principio ilimitada, apelando a la naturaleza de lo corporal. La divisibilidad se basa en el vacío; de otro modo, sería una destrucción de la sustancia. Por ello, la divisibilidad ilimitada hace que todo lo corporal perezca en lo incorporal de un vacío puntual y sin extensión. Ello quiere decir que el ser de lo corporal no sería otra cosa que vacío. Pero lo corporal es, en verdad, lo lleno, aquello en lo que no hay ningún vacío, el átomo de figura indestructible. La idea de átomo, pues, es un postulado ontológico y se revela como un intento de unificar el pensamiento del ser de la teoría eleática de la unidad y las exigencias de la experiencia de la naturaleza, al reconocer el verdadero ser de los fenómenos en la multiplicidad de pequeñas unidades invisibles.13 2. La indivisibilidad de los átomos es, pues, una exigencia físico-ontológica, no matemática. Los átomos son indivisibles porque son sólidos, es decir, están libres de vacío. No es su diminuto tamaño lo que los hace indivisibles. No son unos pseudopuntos matemáticos. Tienen diferentes tamaños, podría ser incluso que hu12. Arist. De gen. et corr., A 2, 315b y sigs. 13. Véase VS 54 A 8 y nota 11.
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biera átomos tan grandes como el mundo14 -lo único que lo excluye es la experiencia de que no han aparecido efectivamente—. Es una pregunta muy discutida si a este atomismo físico le habría correspondido un atomismo «matemático» (una construcción del continuo del espacio vacío a partir de «puntos» extensos). El único testimonio que podría hablar en favor de ello es el conocido problema de la descomposición de los conos con cortes paralelos, que se ha interpretado incluso como un barrunto del principio infinitesimal.15 Pero, para Demócrito, esto es un problema exclusivamente «físico», esto es, también aquí podría ser —como en toda su matemática— que Demócrito siguiera apegado al modelo físico, poniendo en juego su verdadera estructura atomista contra la exigencia intuitiva del continuo. También este conocimiento «genuino» que Demócrito contrapone al conocimiento sensible «no genuino», el conocimiento «del entendimiento», era un conocimiento físico, y no matemático ideal.16 3. Los atomistas consideraban ilimitado el número de átomos, a causa de la ilimitada multiplicidad de los fenómenos que deben explicarse por ellos. Este principio abre el acceso a las fuerzas fundamentales de la concepción del mundo relativa a esta interpretación de la naturaleza. Los átomos son innumerables. Aristóteles dice incluso: «En cierto modo, los atomistas, igual que los pitagóricos, convirtieron todo en número» (VS 54 A 15), y de hecho, cada ente es una pluralidad de átomos, esto es, un número. Pero ni este ser número es el ser de las cosas, ni podemos contar ni conocer estos números, pues el simple añadido o la reordenación de un único átomo
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14. Véase VS 55 A 47, 43; Arist, De gen. et con., 326 A 28. 15. VS 55 B 155 y la anotación de Diels. 16. Es falso, pues, en el fondo, hablar de una matemática atomista, pero igualmente equivocado hacerlo de una genuina matemática del continuo. Simplicio, en Física 82,1, no tiene ningún valor como fuente. El conflicto de su atomismo con la matemática, introducido por Aristóteles contra Demócrito, viene a confirmar que Demócrito no conoció para nada una genuina matemática que acompañara a su física (véase por ej. VS, fr. 11). La objeción de Aristóteles transfiere el atomismo al nivel de problemas de la posterior matemática noética, y se refiere, por ejemplo, a la doctrina de las «líneas indivisibles» de Platón y Jenófanes. Está en lo correcto Erich Frank, Plato und die sogenannten Pythagoreer, Halle, 1923, pág. 54. Véase sobre todo VS 55 B 11.
puede cambiar de modo decisivo toda la figura atómica en su aspecto exterior.17 El conocimiento genuino que penetra por detrás de la apariencia sensible reconoce, pues, seguramente, que no hay ningún azar, sino que todo tiene sus razones; pero él mismo no reconoce, en verdad, estas razones. Su logro es, más bien, únicamente, transmitir a la observación de los fenómenos el infatigable impulso de la investigación verdadera de las causas, impulso que reside en que todo ocurre según un orden, todo ocurre de «por sí», dominado por la misma necesidad mecánica. Lo que podemos reconocer de la naturaleza es siempre, por supuesto, sólo el tosco contexto de las conexiones causales que saltan a la vista, no el verdadero mecanismo de los átomos, que representa los procesos verdaderos.18 4. Por sí mismos, pues, obedeciendo a la compulsión de un movimiento en el que ya están desde siempre, los átomos se acoplan para formar la efímera unidad de las figuras corporales. E igual que las figuras de este mundo se están formando constantemente a partir de los impulsos de los átomos, se están formando también otros mundos, siguiendo las mismas leyes. No sabemos nada de ellos, ciertamente, y no podemos saber nada, pero, haberlos, haylos. Nada nos autoriza a pensar que este mundo nuestro que conocemos haya surgido de otro fundamento que el mecanismo sin sentido del acontecer atómico. Pero este mecanismo ha de conducir en todas partes a la formación de mundos en los que los átomos se acumulan. Es claro que semejante interpretación del mundo tiene que entrar en una durísima tensión con la experiencia natural del mundo como un cosmos
17. Véase VS 54 A 9. 18. No hay ningún testimonio que demuestre que Demócrito supusiera nunca una mezcla numérica determinada de átomos de clases diferentes —como sí sabemos que hizo Empédocles—. Cuando Aristóteles lo menciona como el primero, junto a Empédocles y antes de él, en haber tocado la definición de las cosas por esencias, el ejemplo del calor demuestra lo que ello quiere decir (Met 1076b 20). El fenómeno del calor se atribuye siempre a la misma esencia verdadera, los átomos de fuego lisos y esféricos, esto es; a diferencias en la figura, y no en la cantidad de átomos. Allí donde las proporciones de la combinación de átomos de diferente figura han de explicar un fenómeno —como la de los colores mezclados—, no se nombra ninguna proporción numérica. La constitución «aritmética» del ser corporal, consistente en ser una Suma de átomos, no fundaba, pues, aritmética alguna.
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dotado de sentido y ordenado según un fin.19 Con el patrón de esta comprensión natural del mundo se representa el gobierno de la necesidad como gobierno del azar. La figura del cosmos y el cosmos de las figuras que llenan el mundo, precisamente porque descansan únicamente sobre una necesidad mecánica, no son otra cosa que un (feliz) azar.20 Fue la filosofía ática la que extrajo esta consecuencia filosófica de la explicación atomista del mundo, demostrando su perversión como cosmovisión y su insuficiencia fáctica. La «naturaleza» que conocemos es un orden animado dotado de sentido y no un azar que resulte de una compulsión ciega (Platón, Leyes, X).21 Es más:22 la explicación de la naturaleza construida sobre los principios fundamentales del atomismo no deja de ver en el padre, por ejemplo, la causa del hijo, esto es, de reconocer a la «naturaleza» como activa en este orden de la reproducción. Sólo del suceso, más lejano, de la formación del mundo, en el que se produce el orden celeste, y de los procesos de la naturaleza inanimada afirman los atomistas que surgen por sí mismos («automáticamente»). El mayor logro de la filosofía aristotélica de la naturaleza fue demostrar las deficiencias internas de la interpretación atomista de la naturaleza y encontrar su expresión ontológica en la vecindad del «por sí mismo» y del azar. En el pensamiento atomista de la naturaleza reside una deformación de la imagen natural del mundo orientada por las figuras de las cosas y los seres, y con ello, un vaciamiento de sentido de todo acontecer. La necesidad que todo lo domina, y según la cual todo sucede, actúa como la causa sin sentido de una acción final que, sin embargo, siesta dotada de sentido: el orden de la naturaleza Pero entonces no es un poder originario de la naturaleza Lo que surge y sucede con re101
ís. Véase el significativo juego de palabras de Platón en el Timeo 55c, donde Platón declara que la doctrina de ios muchos mundos «infinitos» es una especulación «infinita» (άπειρος). 20. Para esta conexión interna de mecanismo, adecuación a fines y azar, Véase sobre todo Kant, Crítica del juicio, § 61. 21. Véase las composiciones φύσις και τύχη, Prot, 323c; Leyes, 889a 5 y: κατά τύχην εξ ανάγκης Leyes, 889c 1; en cambio, Platón: ψυχή ... διαφερόντως φύσει, Leyes, 892 c. 22. Véase Arist, Física B 4 = VS 55 A 69.
gularidad no es obra del azar, pues lo azaroso es lo que hace aparición en contra de las reglas y del efecto final esperado. De este modo, el concepto de «por sí mismo», que en Demócrito es la expresión exclusiva de una necesidad forzosa, el carácter de una causa excepcional frente a la regularidad viva de la naturaleza, esto es, el carácter de lo que lleva ciegamente a un éxito que, por lo demás, suelen producir la ley viva de la naturaleza o la intención consciente. Puede que esto no sea una definición con sentido para una investigación de la naturaleza que siga consecuentemente una metodología mecanicista, pero es la consecuencia que se extrae de la interpretación atomista de la naturaleza, que nunca ha renunciado realmente a orientarse según el orden que se experimenta en el cosmos. 5. La línea en la que se articulan el transmundo verdadero de los átomos y el mundo de la experiencia natural está en la percepción sensorial. En la interpretación atomista de la percepción sensible se muestra cómo la aceptación de los átomos fundamenta la realidad efectiva de la apariencia de las unidades de figura y de las diferencias cualitativas. Se encuentra aquí la doctrina de las cualidades primarias y secundarias, tan decisiva para la filosofía moderna y su posición respecto a las ciencias naturales. La premisa fundamental de que la única realidad son los átomos y su movimiento a través del vacío hace que todo el contenido de la percepción sensible sea únicamente una apariencia Pero esta apariencia es, a la vez, lo verdadero tal como se muestra La subjetividad de las sensaciones tiene su verdadero fundamento en el ser verdadero de la realidad, en los átomos. En la multitud innumerable de los átomos que componen un fenómeno corporal se encuentran realmente todas las figuras atómicas que conducen a las diferentes sensaciones variables y subjetivas. El mismo vino sabe dulce para uno y ácido para otro porque uno es efectivamente receptivo y permeable a estas figuras de átomo, el otro a aquéllas. Así pues, el conocimiento puro nos permite aceptar, en todos los datos sensoriales aparentes, la realidad única de los átomos y el vacío. Por supuesto que determinamos el tamaño, la figura y la situación de los átomos al volver a transferir a éstos, por analogía, las pro-
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piedades mecánicas de las cosas, que conocemos por nuestra experiencia sensible. Y toda investigación propiamente dicha de las causas en el ámbito del conocimiento natural se pone enjuego, definitivamente, dentro de lo que más toscamente llama la atención en las figuras que aparecen de las cosas. Por eso, Demócrito podía completar su restricción crítica de la verdad de la percepción sensorial por la anticrítica de los sentidos a la acción de la razón: «Tú, pobre razón, ¿recibes los testimonios de nosotros y con ellos quieres vencernos? Tu triunfo es tu caída».23 El escepticismo de finales de la Antigüedad no andaba, pues, tan desencaminado cuando, con palabras como: «Que no podemos conocer cómo está hecha en verdad cada cosa»,24 encontraban que los sentidos y la razón están afectados del mismo modo. Y por esta resignación escéptica de la ciencia democrítea de los átomos comprendemos que Aristóteles no comete ninguna estupidez cuando una vez,25 frente a la interpretación atomista de los cambios en la naturaleza, invoca a la experiencia sensible, la cual ve que un todo cambia como todo. Pues, por supuesto, los procesos de reordenación de los átomos con los que Demócrito explica los cambios deben ser invisibles. Pero Aristóteles tiene toda la razón: la descripción interpretativa de los procesos naturales mismos, tal como los experimentamos, para empezar, con nuestros sentidos, nos propone otras formas completas de concebir lo que sucede. Frente a la suposición de los átomos y su figuración aritmética sumativa, esas formas representan la verdadera metafísica de la naturaleza, pues el ser primario de la realidad no son unas partículas aisladas y recíprocamente indiferentes que se acoplan y reordenan, sino las figuras. Y estas figuras no salen del cubo de los dados del azar. Ellas —y no las «figuras atómicas originarias»— 103
son la unidad que regula los procesos que nos queremos explicar. 6. Desde la perspectiva del conocimiento de la moderna física mecanicista, que restringe consciente y metodológicamente el con23. VS 55 b 125. 24. VS 55 B 10; véase fr. 6-9. 25. Arist, De gen. et con. A 9 327 a 15 y sigs.
cepto de naturaleza a lo se/Meen el sentido matemático de la palabra, y que por ello sabe que todo progreso en un conocimiento preciso se paga con la creciente pauperización de lo que hace la naturaleza objeto de conocimiento, Demócrito alcanza, desde luego, el honorable rango de un ancestro temprano, y la visión del mundo de Aristóteles, completa y unitaria, aparece como un dogmatismo paralizante de la intuición. Quien, por el contrario, mira hacia las fuerzas de cosmovisión que están operando aquí y allá, reconoce en la visión del mundo aristotélica el magnífico intento de conjurar por medio de una nueva formación de la verdad más antigua la ilustración que Demócrito llevó a cabo hasta el extremo de disolver todas las fuerzas que produjeran una vinculación y formaran figuras. Un vistazo a los fragmentos éticos de Demócrito (a los que, por supuesto, habría que limpiar de algún añadido posterior) confirmaría que hemos enlazado correctamente los fundamentos de concepción del mundo de su vigorosa energía investigadora con el pensamiento fundamental de su teoría atómica El horizonte abarcante del sentido común griego, tal como lo intentaron restablecer más tarde Platón y Aristóteles, ya demasiado tarde, había dejado de ser la certeza que sostenía a este espíritu férreo. 7. La fuerza contraria que actúa en la visión del mundo de Aristóteles es de origen platónico. No es ningún sinsentido el que se haya calificado toda la obra literaria de Platón como un único y gran diálogo con Demócrito, y no le falta un profundo valor simbólico a la anécdota antigua según la cual Platón quiso quemar los escritos democríteos, y si no lo hizo fue porque hubiera sido inútil, pues, de todos modos, ya estaban demasiado difundidos. Pero ¿no fue el propio Platón —junto a Demócrito, y con no menos influencia histórica— creador de una teoría atomista de la materia y los elementos? ¿No está justamente su grandeza inimitable en que él mismo abarcó esta verdad de la Edad Moderna? De hecho, la ciencia moderna no puede reconocer en Platón menos que en Demócrito algunas anticipaciones fundamentales de sus propios descubrimientos.26 26. Esto lo ha expuesto Eva Sachs (Philologische Untersuchungen 24, 1917), sobre todo, pág. 221 y sig. Véase Kurt Hildebrandt, Platón, Berlín, 1933, pág. 380 y sig.
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Nos llevaría muy lejos mostrar con detalle el profundo instinto que guiaba a la investigación de la filosofía antigua de la naturaleza, que se mide con el patrón de la ciencia, cuando, a pesar de todo, no veía en Platón, sino en Demócrito, el verdadero predecesor antiguo de la ciencia natural. La transformación que experimenta la idea democrítea del átomo en el mito del Timeo podría poner de manifiesto lo que confiesa de sí misma la ciencia mecanicista de la Edad Moderna cuando se siente más profundamente ligada al atomismo de Demócrito que al platónico. Las últimas unidades elementales de Platón, a partir de las cuales piensa él que está construida la materia del mundo -y sólo esta materia, no el orden del mundo mismoson los triángulos. Pero el triángulo es la figura más sencilla en la que se puede dividir a las figuras espaciales matemáticas. La aceptación de la indivisibilidad de estos últimos átomos triangulares se basa en una indivisibilidad eidét/ca, pues la indivisibilidad es la esencia del triángulo en el sentido de que a partir de él no resulta, por división, ninguna otra figura simple. Los átomos de Platón no son realidades últimas que resisten a la descomposición de las figuras que aparecen y a la destrucción de todas las unidades formales, sino que son las formas originarias de lo corporal mismo. Y no son figuras casuales las que surgen de su composición, sino los «cuerpos platónicos» regulares. Los triángulos atómicos no son la realidad última de una posible escisión de lo corporal, sino los ladrillos originarios de todo lo regular. Lo que alcanzan no es una disolución de todas las figuras visibles, sino la articulación intuitiva de la regularidad de todo lo extenso. Por eso no existe el vacío en el mundo atómico de Platón. La mecánica de la estructura atómica tiene el carácter de una síntesis matemática, y no de un suceso que ocurra sin reglas y 105
compulsivamente. En esta transformación radical del concepto democríteo de átomo puede medirse la energía activa en Platón, que vuelve a colocar la ilustración de la ciencia griega bajo la ley vital de la interpretación helena de la existencia Lo que para Demócrito debía explicar la verdadera realidad natural, la ciega necesidad del inextricable acontecer atómico, encuentra en la creación mítica del mun-
do del Timeo, por una doble transformación, un derecho restringido. Que el mundo sea, es el hecho de la construcción de acuerdo con una matemática divina. Que en este mundo haya algo imperfecto y sin reglas, que los sucesos terrenales carezcan de la perfección pura de la estructura cósmica -eso es el poder de la compulsión ciega de la materialidad, que se configura a partir de los átomos- Pero incluso esta configuración atomista de la materia permite reconocer un preformación matemática. También en lo incognoscible gobierna la ley de la figura y el número. Igual que la matemática que ordena completamente estas proporciones visibles de los cuerpos del mundo, esta matemática de la materia tampoco es el resultado de una investigación que mida y calcule. Encaja en el plan fundamental según el cual se describe el mundo. Y si en este plan tiene la existencia humana su lugar decidido, la ley del mundo fundamenta, a la vez, la ley de la realidad humana de una comunidad estatal. Se convierte en un orden que contrapone a todas las fuerzas disolventes de un extenuante espíritu estatal la resistencia de una nueva dignidad cósmica. Se confirman así, por la contraimagen de esta fundamentación mística del mundo y del Estado, nuestros conocimientos sobre los motivos filosóficos del atomismo antiguo. Haría falta una presentación por sí sola para mostrar cómo, sobre la base de esta idea platónica del mundo, Aristóteles se convirtió no sólo en crítico del atomismo de Demócrito, sino también del de Platón. Se reconocería entonces que esta crítica, decisiva durante dos milenios, permaneció fiel a la interpretación platónica de la naturaleza, pero no a su pasión por el Estado, que le impelían a vincular, en lugar de expulsar, las fuerzas efectivas de peligros hostiles. Cuando la investigación histórica moderna, bajo los preceptos de la certeza de sí, propia de la idea moderna de ciencia, pasa de largo ante los pensamientos de la naturaleza platónico-aristotélicos para ver en Demócrito al precursor de la ciencia moderna, no sólo comete un erraren lo que se refiere al conocimiento histórico: al no cuestionar la validez del patrón de la moderna ciencia natural, se revelaba una renuncia a la filosofía en el sentido más alto.
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Platón y la cosmología presocrática
«Las condiciones en las que se nos ha transmitido el conocimiento sobre Sócrates son tales que el historiador pierde cualquier esperanza de llegar a algún resultado fiable»: con esta constatación abría Helmut Kuhn en 1934 el epílogo1 que justificaba su presentación de Sócrates y se refería a continuación al concepto de historia originaria desarrollado por Franz Overbeck, para fundamentar que él no intentaba reconstruir el Sócrates histórico a partir de los dispersos testimonios de una transmisión múltiple, sino investigar su efecto sobre Platón y el surgimiento de la metafísica occidental para llegar, no a su contingencia historiográfica (historiscH), sino a su realidad histórica (geschichtlich). Cuánto se transformó la tarea del conocimiento en el caso particular de Sócrates puede justificarse, como he intentado mostrar en otro lugar,2 por su significación general y de principio. Pero, sin duda, esto vale para esa clase de realidades que 1. Helmut Kuhn, Sokrates, Munich, 1960, pág. 129. Mi recensión de esta obra en Deutsche LHeraturzeitung 57 (1936), págs. 96-100 (reimpresa en GW, vol. 5, págs. 322326) da una idea de cuánto me impresionó hace decenios el pensamiento metodológico fundamental del libro de Kuhn. 2. Wahrheit und Methode, Tubinga, 1960 (6 W, 1) (trad, cast: Verdad y método, Salamanca, Sigúeme, 1977), pág. 284 y sigs.
caen bajo la categoría del «inicio» y que sólo llegan a definirse a partir de las consecuencias y de su final. Así, la frase de Kuhn citada más arriba puede aplicarse sin modificación alguna, sobre todo, al comienzo de la filosofía occidental en los primeros griegos. Lo que fueron estos primeros pensadores, de los que conocemos por su nombre a Tales, Anaximandro y Anaxímenes, no sólo no puede reconstruirse a partir de la transmisión más antigua o más reciente: la imagen de la investigación y de sus progresos tiene en lo esencial el aspecto de que las supuestas certezas se desmoronan una y otra vez, y crece la medida de lo incierto. Y aunque, procedentes de un tiempo ligeramente posterior, poseamos un trozo considerable del poema de Parménides y una serie de sentencias de Heráclito, inconfundiblemente originales, también estas mismas «fuentes» se escapan en una descorazonadora y oscura incertidumbre, como sabe cualquier entendido sobre el problema de Pitágoras o el de los órficos. Y si a lo largo del siglo ν se va abriendo lentamente una luz en esta oscuridad, y tenemos ya una silueta fiable de Empédocles, Anaxágdras o Demócrito, estamos, sin embargo, por lo que se refiere a la transmisión presocrática, en la misma situación que vale para el problema de Sócrates: Platón, con sus diálogos, y Aristóteles, con sus escritos para clase, que marcan para nosotros el inicio de la transmisión literaria de la filosofía griega, impregnaron y formaron de tal modo la transmisión accesible de los presocráticos que, a la altura de la crítica histórica y con sus medios, apenas tenemos perspectivas de vislumbrar con certeza otra cosa que la imagen histórica acuñada por Platón y, sobre todo, por Aristóteles. Apenas resulta posible aislar lo que a partir de aquí sea transmisión por completo libre de influencias -quizá podría nombrarse aquí en primer lugar el gran extracto del poema de Parménides, pero incluso esta copia, que Simplicio nos proporcionó con fidelidad, es una selección y, como toda selección, tan influyente como sometida a influencias. Sería errado, sin embargo -también en este punto-, creer que tenemos que moderar nuestras pretensiones y que no hay ningún otro camino abierto a la investigación. También aquí existe la posi-
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bilidad de deducir el causante a partir del efecto, esto es, del modo en que Platón y Aristóteles reflejan, explícitamente o no, la tradición presocrática para aprender algo de lo que fueron estos primeros pensadores. Claro que, por supuesto, no puede evitarse un primer conocimiento crítico: a saber, que no sólo hemos de negarle crédito a la tradición aristotélica que subyace a Teofrasto y los doxógrafos, sino también a esa interpretación que domina todo el pensamiento historiográfico y filológico de la modernidad -a pesar de todo el antihegelianismo de la escuela histórica— y a la que me gustaría llamar interpretatio hegeliana. Es cierto que su presupuesto obvio no es, como en Hegel, la comprensión total de la historia a partir de su «lógica» interna -pero es igualmente cierto de ella que cada uno de los pensadores y sus doctrinas están relacionados entre ellos, que mutuamente se «adelantan», se critican, combaten, de modo que una conexión comprensible lógicamente ordena el diálogo de la transmisión. Quizá la verdad general sea que allí donde sólo se puede llegar a tener una transmisión a partir de los testimonios de los que vinieron después, como en el caso de los presocráticos, no esté dado este presupuesto. No sabemos, por ejemplo, si Parménides conoció a Heráclito; no sabemos cómo era la «escuela» milesia, ni si la diadoché que se nos ha transmitido es otra cosa que una combinación posterior. No sabemos quién fue Pitágoras en realidad. Y sobre todo: tanto la posición platónica como la aristotélica respecto a los pensadores anteriores apenas prestan atención a la ordenación temporal, y clasifica por puntos de vista sistemáticos. Sobrestimaríamos nuestras posibilidades de conocimiento si quisiéramos reconstruir un decurso histórico con esta situación de la 109
transmisión, e intentáramos, como se hace a menudo, distinguir y derivar a los pensadores y sus doctrinas unos de otros. Me parece que la tarea que se plantea es la inversa, como lo confirman las más recientes investigaciones en este ámbito: sólo los motivos y problemas comunes que unen a todos prometen un acceso a estos inicios que acierte con su realidad efectiva.
A esta tarea se aviene sobre todo el modo en que Platón veía a sus «predecesores», pues él los veía a todos como una unidad —con la única excepción de los eleatas—, y los bautizaba con un único nombre, llamándolos los «heraclíteos».3 Es palmario que esta forma de concebir la transmisión es una formación antitética, que su motivo propiamente dicho es la aceptación positiva del pensamiento eleático del ser por la doctrina de las ideas. Así, la historia efectiva del pensamiento eleático será siempre un acceso esencial a la doctrina eleática, y Platón está en la cumbre de la misma.4 En cambio, las cosas son mucho más desfavorables en lo que se refiere a los jonios, que precisamente por la antítesis eleática en la que los coloca Platón, se funden con Heráclito y los que vienen después. Si, a la inversa, quisiera uno, en el caso de los jonios, apoyarse en Aristóteles, que relegaba a la filosofía eleática por haber cuestionado la κίνησις, y que valoraba positivamente la «filosofía natural» jonia, se estaría entonces ignorando cuánto antipitagorismo y antiplatonismo opera en esta prehistoria aristotélica de su meta-física (que, en lo esencial, es física). Como correctamente estudiara Helmut Kuhn en su libro sobre Sócrates, ocurre que éste representa, por su efecto sobre Platón, el origen de la metafísica, aunque la «física» es en Platón una cosa curiosa. Pero, precisamente, lo que hace de Platón un testigo incomparable de lo que fueron los inicios de la filosofía es que llegó a su propia doctrina apartándose socráticamente de esta tradición más antigua, o mejor dicho, en una respuesta consciente a esta tradición. Comprender su filosofía como respuesta significa alcanzar la pregunta que se planteaba con el inicio temprano del filosofar griego. No hay una posibilidad hermenéutica más densa y más inmediata que la que se inaugura aquí: no se trata de la credibilidad de los testimonios, sino de la propia posibilidad del pensamiento platónico. ¿Qué 3. Teeteto, 179d. 4. Véase mi trabajo «Zur Vorgeschichte der Metaphysik·, en Anteile. Martin Heidegger zum 60. Geburtstag, Francfort, 1950, págs. 51 -80 (GW, 6, págs. 9-29).
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eran los presocráticos -en particular, qué eran los jonios- para que Platón pudiera oponerles su Sócrates de este modo? Si empezamos por aquí, el Timeo pasa a ocupar un lugar central. Está compuesto de muchos estratos que se remontan muy lejos hacia atrás, porque así se lo requiere su propia tarea, y declaran algo sobre los presocráticos de modo más inmediato que las miradas retrospectivas, sin duda muy elocuentes, hacia los primeros filósofos, que nos encontramos en el Fedón, en el Teeteto o en el Sofista, y cuyas informaciones no podemos de ningún modo desatender.5 Por su propia existencia y estilo, el Timeo, no es sólo, tal como se ha interpretado, un gran diálogo con Demócrito;6 sino que por lo que él mismo es, ofrece un acceso histórico a toda el alba del pensamiento temprano. Como es sabido, Aristóteles, cuando hace referencia en su Metafísica a los diálogos platónicos, tiene presente, sobre todo, el Timeo. Y pese a toda la crítica que le hace: que es un conjunto de «metáforas vacías» con las que Platón interpretaba la participación de los fenómenos en las ideas —metáforas vacías procedentes del ámbito de la techné para algo que no se basa en la techné-, él mismo, en su teoría de las cuatro causas, sigue también el modelo de la techné para captar conceptualmente lo que es un φύσει όν. El Timeo no es ciertamente «la física platónica» a la que siguiera y correspondiera la «física» aristotélica El Timeo es un mito, una historia cuya credibilidad y cuya verdad no pretende ser la del lógos. Pero, como en todo mito platónico, tampoco es ésta una fabulación ajena al lógos y al saber, sino una proyección imaginativa desde lo sabido en el lógos. Qué sea el eidos, cómo, fuera del ámbito de lo producible, el ser inteligible del eidos ha de determinar lo 111
visible, es lo que intenta decir Patón en la ficción del producir. De hecho, parece que era una cuestión discutida entre los platónicos si la fabricatio muñe//que se relata en el Timeo quiere de5. Fedón, 96a y sigs.; Teeteto, 152 y sigs, 180c y sigs.; Sofista, 242c y sigs. 6. Véase Erich Frank, Plato und die sogenannten Pythagoreer, Halle, 1923, pág. 118 y sigs.
cir realmente cómo ha llegado a ser el mundo o si ha de interpretarse como una construcción matemática impulsada por motivos pedagógicos.7 El propio Aristóteles alude a ello y Proclo informa del asunto con más detalle. Lo que nos inclina una y otra vez a no interpretar literalmente que hay una producción del mundo es la doctrina del Timeo de que el orden así estructurado va a ser eterno. La argumentación aristotélica contra la idea de engendrar algo eterno es tan natural y encuentra correspondencias tan convincentes en Platón mismo que no queda más remedio que recurrir al carácter mítico de la narración del Timeo. Desde luego, lo mítico propiamente dicho de esta audaz e inaudita historia es que este mundo haya sido fabricado; y no que haya nacido. Que entre los antiguos dominaban las representaciones de que el mundo había llegado a ser es algo que no sólo se presupone con suficiente claridad en la polémica aristotélica, sino que también está, por ejemplo, en la presentación crítico-irónica de las narraciones genealógicas de cuentos que encontramos en el Sofista,8 No cabe, pues, ninguna duda de que nuestros informes sobre las doctrinas «cosmogónicas» de los jonios, especialmente de Anaximandro, contienen en sí algo correcto. Sin embargo, una mirada al Timeo instruye suficientemente acerca del sentido de estas cosmogonías, pues todas culminan en la derivación del orden cósmico existente que se mantiene por medio de una compensación automática —mientras que la producción artificial del orden cósmico por el demiurgo del Timeo narra el orden surgido como una configuración sólida de las armonías matemáticas en una realidad que no está libre de resistencias-. No cabe duda de que la cosmogonía de los primeros pensadores sólo estaba ahí por la cosmogonía misma. Se dirá, por supuesto, que toda cosmogonía se relata por mor de la cosmogonía misma. Está en la esencia de las cosas que la his-
7. Véase Plutarco, Moralia, De fato, 568c. La importancia de esta fiable tradición estriba en que las «desmitologizaciones» de algunos pasajes como Sofista, 243ab no llevaban a error, de modo que tampoco tomaban eso en serio. 8. Sofista, 242c y sigs.
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loria narrada del mundo sea la historia de lo que es ahora -en todo su imponente orden y regularidad-. También las cosmogonías religiosas —de los órficos, los babilonios, los egipcios— tenían este sentido. Sin embargo, constituye una diferencia esencial si una narración cosmogónica informa desde el comienzo de muchas cosas milagrosas, de un huevo, del eros o de la noche —modelos intuitivos del milagro de la generación-, o si dichas narraciones, determinadas y dominadas por la intuición de un final completo, explican el devenir de este mundo a partir de las mismas fuerzas y procesos que las dominan y constituyen visiblemente. Uvo Hólscher, que investigó las influencias de los mitos orientales,9 resalta con razón que ya Hesíodo no relata intuitivamente nada del estado originario, a diferencia de las historias orientales del origen. «Lo que ocupa al poeta no es cómo empezó el mundo, sino cómo está organizado» (pág. 401). Con ello, me parece, y bajo un análisis más agudo de su sentido, no se anula para nada la vieja cuestión de si la cosmología o la cosmogonía están al comienzo del filosofar griego, y precisamente el Timeo muestra cuán desviado está este planteamiento. Valga un ejemplo: cuando una y otra vez, en los informes sobre Anaximandro, chocamos con la contradicción de que, por un lado, se enseñe la imagen del ápeiron como «inicio» desde el que se separan todos los opuestos, y por otro, el magnífico orden de compensación en el que están dominados y atados los contrarios (de modo que ni con la mejor voluntad del mundo puede dejar de dársele la razón a Aristóteles cuando éste pregunta para qué hace falta una reserva ilimitada del devenir del mundo, cuando un mundo tan equilibrado en sus opuestos —o la serie de tales mundos re113
levándose unos a otros— puede estar constituido por una y la misma medida), me parece que esta contradicción, que todavía hoy deja desamparada a la interpretación, vista lógicamente, no es muy
9. Hermes 81 (1-953) pág. 257 y sigs., 385 y sigs, reimpreso en Uvo Hólscher Anfángliches Fragen. Studien zur frühen gnechischen Philosophie, Gotinga, 1968.
diferente de la «eternidad devenida» que se describe en el Timeo. La cuestión de la disolución del mundo, cuya ordenada constitución estaba seguramente en el centro de su doctrina, sigue siendo algo oscuro para Anaximandro. ¿Es que había realmente una disolución? ¿O es como en el Timeo? ¿Y no hay que ver entonces de otro modo la transmisión de los «muchos mundos»? ¿No hay que reexaminar toda la cuestión, inspirados otra vez por el Timeo? La doctrina de la pluralidad de los «mundos», de cuyos informes no hay duda, queda referida en general, de un modo tan fatalmente contradictorio, a una sucesión en el tiempo porque la simultaneidad se considera un exceso monstruoso frente a toda experiencia e intuición, y que sólo se podía esperar del atomismo de finales del siglo v.10 Examinemos, empero, esta doctrina por lo que se expone en el Timeo." Aparece aquí un rechazo explícito de la doctrina de los mundos plurales, más aún de los innumerables (άπειροι) κόσμοι, o ουρανοί, y por cierto con una argumentación que ofrece algunas dificultades. Es claro que el esquema platónico de la copia según un modelo (κατά το παράδειγμα δεδημιουγρημένος3ΐ3 2) no lo tiene tan fácil como Aristóteles para mostrar la «unicidad» del mundo. Aristóteles podía apoyarse en la consunción de toda materia, mientras que Platón tiene que demostrar primero de otro modo la unicidad de nuestro mundo (Tim., 33a). Su argumentación a partir de la copia del modelo de ser vivo perfectísimo, que abarca todo lo vivo (παντεχές ζωον 31 b 1) está llena de problemas. No se habla todavía nada de la materia Antes bien, Platón pretende demostrar la unicidad de nuestro mundo a partir únicamente de ideas, esto es, de relaciones esenciales. La unicidad del modelo, la idea de un ser vivo que abarque a todos los seres vivos, se deriva de 10. Geoffrey Kirk, en Kirk/J. E. Raven, The presocratic Philosophers, Cambridge, 1957 (Los filósofos presocráticos, Madrid, Gredos, 1978), pág.121 y sigs. Charles Kahn, Anaximander and the Origins of Greek Cosmology, Nueva York, 1960, pág. 46 y sigs. Véase, sin embargo, Jula Kerchensteiner, Kosmos, Munich, 1962, que defiende con razón ia impecable transmisión doxográfica, pág. 38 y sigs. 11. Timeo, 31 a y sig.
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modo lógico a partir de la idea del prototipo, del modo conocido en que un segundo prototipo haría necesario el regreso a un tercero que abarcara a los dos. Esto puede parecer evidente. Pero tanto más difícil resulta que la copia tenga que ser sólo una. No en vano forma parte precisamente de la estructura esencial del copiar y de la imitación el que a partir de un prototipo sean posibles muchas imitaciones. ¿Qué ha de significar realmente una semejanza κατά την μόνωσιν (b 2)? O mejor: si la fabricación del mundo visible con vistas a un único prototipo debe hacer posible responder la cuestión de los muchos mundos, ¿no hay que concluir de ello que para Platón no parecía posible responder esta pregunta sin su historia mítica del demiurgo? ¿Y no estaría refiriéndose aquí realmente a Leucipo y Demócrito, a los que nunca menciona por su nombre? ¿Cuál es entonces el rendimiento, para este argumento, del modelo de la techné utilizado aquí? Éste: sólo en la perspectiva del todo se piensa realmente la idea del todo, de lo abarcante como la unidad que lo es todo. Esto corresponde perfectamente al modo en que, en el Fedón, se demuestra la introducción de la hipótesis segura del eidos con el ejemplo del dos —y subrayo: del dos—, que no «surge» de la composición ni de la división, sino que es la unidad del dos. Si es cierto, como H. Boeder12 hace creíble que lo sea, que los primeros jonios llamaban al todo por el que preguntaban τα πάντα, entonces, ya la denominación expresa la insuficiente comprensión de la unidad que estaba ligada a la representación de lo omniabarcante. Que la representación del ápeiron como la extensión ilimitada del ser, que no permite nunca llegar a un final (y en este sentido espacial, cualquiera entenderá las palabras de Anaxi115
mandro, que no intenta defender una tesis previamente concebida), deja inexpresada precisamente la representación del uno, el todo, es algo evidente.
12. Heribert Boeder, Grund und Gegenwart ais Frageziel der frühgriechischen Philosophie, La Haya, 1962, pág. 23 y sig.
Así, el testimonio del Timeo parece anunciar una falta de principio de los φυσικοί, y ello desde el inicio: Jenófanes y Parménides, desde luego, no forman parte de esta serie, pero ello se corresponde con que Platón viera en los eleatas a los precursores de su doctrina de las ideas, y testimonian con ello de modo indirecto la intuición que seguían los primeros jonios: la representación del «por sí mismo», que distingue la emergencia y la existencia de nuestro mundo. Puede que esto no tenga el sentido radical que corresponde a la cosmogonía atomista. Pero, ¿no resulta la representación de lo ilimitado como el arché, del estado de ser que precede a toda cosmogonía, que es como una reserva inagotable, muy cercana a la representación de muchos mundos que «se desprenden» de él, y aunque de modo sucesivo, sí de tal modo que cada uno de ellos, como estructura que se mantiene, tenía consistencia y existía así simultáneamente a los otros? ¿Sería eso realmente imposible? ¿No es necesario, antes bien, que se quiera pensar conjuntamente la doctrina de lo ilimitado con la doctrina de la compensación de los opuestos? ¿No fue también un audaz e inaudito pensamiento el que aventuró Anaximandro cuando pensó la «divinidad» del ser ilimitado en lugar de la divinidad de los dioses homéricos o hesiódicos? Se añade a esto un motivo central del pensamiento más temprano y que hay que desvelar otra vez desde Platón: explicar de modo natural la situación de la Tierra en el centro del universo sin recurrir a la figura mitológica de Atlas. En Platón, esto resulta en que él se distancia críticamente de los primeros pensadores, que suponían un nuevo atlas en la figura de torbellinos o cojines de aire para la situación de la Tierra y en que él mismo quiere dar su explicación, sin necesidad de todo eso, a partir de la idea de bien: Fedón 99c. Pero cómo se imagina eso lo dice clarísimamente el mito del Fedón (108e): la όμοιότης del cielo, su ισορροπία, basta para que la Tierra permanezca en el centro sin inclinarse. Ésta vuelve a ser una descripción medio mítica, en la que resuena menos una relación de equilibrio que un ideal geométrico de simetría
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de tintes pitagóricos. Pero justamente esto resulta iluminador, pues algo parecido leemos más tarde en Aristóteles como testimonio de Anaximandro: lo que tiene su asiento en el centro, quedará en su puesto a causa del όμοιότης (VS A 26). Por supuesto que apenas puede seguirse este testimonio de Aristóteles, como, sorprendentemente, sostiene Kahn,'3 y menos aún con vistas a la autoridad de Hipólito, quien argumenta de modo totalmente geométrico. En definitiva, semejante «teleología geométrica» sólo se compadece seguramente, como en el pasaje del Fedón, con una representación esférica de la Tierra. Pero, en el caso de Anaximandro, tenemos el inequívoco testimonio de que le atribuía a la Tierra la forma de una columna cortada, como el propio Hipólito informa por la doxografía (VS A 25). O lo uno o lo otro. En lugar de sentido geométrico, pues, habrá que buscar otro sentido originario en la tesis del όμοιότης que Aristóteles pretende haber encontrado en Anaximandro. Pero esto sólo podía ser una especie de imagen de equilibrio del tipo que Platón critica como invento de un nuevo Atlas; por ejemplo, en los cojines de aire, como en Anaximandro (A 20). Que esto era un motivo originario de la cosmología jonia es algo en lo que creo vislumbrar, de hecho, una segunda prueba en Tales -aparte de la columna sesgada de Anaximandro-. Lo único que sabemos con certeza de Tales es que ya le ha dado la vuelta a su doctrina del agua y otras, de tal modo que la Tierra flota sobre el agua como un leño (VS A 14). Podemos otorgarle autenticidad a este informe porque Aristóteles lo critica: como si no siguiera siendo el mismo problema el de averiguar cómo es que el agua, que sostiene (¡όχοΰντος!) a la Tierra, permanece en su sitio sin venirse abajo. Lo que aquí se nos testi117
monia es, claramente, aquella όμοιότης en la que Aristóteles se basa para separar a los jonios de los teólogos; es una observación a la que Tales señalaba como a una «demostración»: la madera flota sobre el agua, de modo que el agua, en cierto modo, empuja 13. Kahn, Anaximander and the Origins ofGreek Cosmology, pág. 76 y sigs.
siempre hacia arriba. Lo que llamamos «desplazamiento hidráulico» es pensado claramente como un fenómeno de equilibrio maravillosamente natural: no es una όμοιότης de distancias geométricas iguales, pero sí una ισορροπία —como también dice efectivamente el Fedón—, una άντέρεσις, como se dice en la doxografía para Anaxímenes, Anaxágoras y Demócrito (A 20). Anaxímenes, según parece, utilizaba para sus cojines de aire una apode/xis no menos ingeniosa: el agua en la clepsidra. De esto modo, por detrás de la crítica y de la teología pitagórica de Platón atrapamos algo de un motivo cosmológico permanente que opera en los jonios. En su propia argumentación mítica, Platón deja traslucir a partir de la simetría algo de los antiguos cuando habla de ισορροπία. En verdad, su propia cosmología teológico-eidética exige una argumentación puramente geométrica: en lugar de un nuevo Atlas, había que pensar el mantener-se-a-sí-mismo del todo. El pensamiento metodológico fundamental que nos guía es, como muestran estos ejemplos, que la respuesta platónica permite precisamente reconstruir de este modo la pregunta que representa el pensamiento presocrático de que no tiene todavía a su disposición el aparato conceptual adecuado que, a partir de Aristóteles, determina todos nuestros testimonios. Bajo el mismo punto de vista metodológico resulta también muy elocuente lo que Platón lleva a cabo, oponiéndose explícitamente a la tradición presocrática del concepto de psyché. La marcha escalonada de las argumentaciones que presenta el Fedón platónico culmina en la prueba de la inmortalidad por el eidos de la vida. Es la intelección universal de los órdenes eidéticos lo que establece el paralelo entre la incompatibilidad de psyché y muerte, de un lado, y la incompatibilidad de calor y nieve, de otro. Una argumentación curiosa. Ciertamente, el orden ontológico al que pertenece el alma se había desarrollado por la esencia del ser matemático, pero al final, «alma» quiere decir aquello que también buscaban los antiguos, sin poder pensarlo realmente, a saber, la «naturaleza» de las cosas. Lo describe Sócrates en la conocida expectativa y decepción que le pro-
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dujo el escrito de Anaxágoras. Ya aquí se hace visible la idea de bien como lo que determina, en última instancia, todo verdadero conocer. Sin esta idea del bien -y esto incluye: sin alma- no es posible pensar la idea de physis. Esto es lo que le proporciona a la psyché su posición central en el pensamiento platónico. Es la esencia propiamente dicha de la naturaleza, tal como se presenta, en particular, en el libro X de las Leyes. No puede llamarse naturaleza al ciego verse forzadas a juntarse de las cosas, sino a la constitución de las mismas, orientada hacia el bien: psychéy technéestán en lugar de lo mismo (892b 7). En esta concisión extrema se podrá reconocer la contraposición frente al concepto atomista de naturaleza de Leucipo y Demócrito. Pero también aquí, una vez más, la concisión extrema del pensamiento de la naturaleza como lo «por sí mismo» es un testimonio histórico-efectivo indirecto de lo que los antiguos llamaban, sin poder pensarlo verdaderamente: el orden, la constancia y regularidad del todo del ser. El modelo de techné introducido por Platón hace esto visible. A esto se añade una segunda cosa. Sin duda alguna, enfrentarse con esa doctrina universal del movimiento que ofrece el Teeteto no es un testimonio inmediato del pensamiento antiguo de los llamados heraclíteos. Antes bien, esta doctrina universal del movimiento está construida desde el concepto platónico de eidos y desde el concepto de alma que viene dado con él. Platón empuja el pensamiento más antiguo hacia una consecuencia radical que incluso a él le quedaba muy lejos. Donde más claro se refleja esto, quizá, según nos ha enseñado, sobre todo, Hermann Langerbeck,14 es en el modo en que el alma se distingue de los sentidos, los cuales, por su parte, forman parte del todo de movimiento que perciben. El alma conoce por 119
medio de ellos, es decir, es diferente de ellos y está abierta a la dimensión ontológica que es la única en la que se da todo lo verdaderamente ente. Sólo aquí gana el concepto de nous y de noesis su ar-
14. Hermann Langerbeck, «ΔΟΧΙΣ ΗΠΡΥΣΜΗ Studien zu Demokrits Ethik und Erkenntnislehre», en: Neue philologische Untersuchungen 10(1935).
ticulación específica. Mienta ahora el conocimiento de lo verdaderamente ente, lo que se separa de lo captado en la aisthesis, lo que no es propiamente ente, sino que siempre es de otro modo. Podemos deducir de ello —y esto es seguramente uno de los conocimientos más importantes sobre los presocráticos a los que podemos llegar desde Platón— que no había para nada una contraposición esencial de aisthesis y noesis, igual que no existía un concepto unívoco de psyché en sentido platónico. Para la doctrina ontológica de Parménides, esto no es menos importante que para la conexión de alma y fuego que aparece en Heráclito.15 Pero, con nuestro hilo conductor metodológico, juegan un papel muy particular los llamados «diálogos eleáticos». Tanto el Sofista como el Parménides le dan una posición superior a los de Elea, aunque no tanto porque pongan en juego el concepto de ser de los eleatas contra el heraclitismo universal, cuanto, más bien, porque los eleatas van en estos diálogos más allá de sí mismos. Hay una nueva dimensión del lógos, la socrático-platónica, que se revela con los medios de los eleatas. Sin embargo, esto condiciona una transformación de la doctrina eleática que, a su vez, permite extraer conclusiones retrospectivas sobre la doctrina original. Puede constatarse, para empezar, que el enfrentamiento con la doctrina del ser de Parménides, tal como ocurre en el conjunto de los diálogos platónicos, desplaza el acento del on al hen. Pero, de este modo, el rechazo eléata de lo múltiple se transforma en la aceptación dialéctica de lo múltiple y, con ello, en el concepto del ser y de lo Uno, pues lo Uno es siempre lo Uno de lo múltiple. Mas así se hace por fin efectivamente visible la esencia del lógos, pues es la esencia del lógos ser en el modo de lo Uno no poner simplemente y únicamente lo por él puesto y dicho, sino que declara algo desde él y lo hace así múltiple: lo separa de lo múltiple mentando, sin embargo, lo Uno.
15. Véase mis trabajos posteriores sobre Heráclito en este volumen, págs. 31-84 y GW 7 («Hegel und Heraklit», págs. 32-42).
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Exactamente lo mismo ocurriría con el concepto del todo. También éste es un concepto que, como el concepto de lo Uno, se halla implicado en la doctrina parmenídea y que sin embargo, no llega a desplegarse como tal en todo su significado. Este despliegue sólo lo realiza la dialéctica platónica, es decir, es ésta la que pone al descubierto la dialéctica interna esencial que enlaza el concepto del todo con el concepto de las partes.16 La argumentación del Sofista, que analiza dialécticamente el concepto de todo y el concepto de uno, refleja en negativo cómo el todo uno del ser parmenídeo aún se mantiene en la intuición y no deja caer ninguna luz propia sobre toda la dimensión de onoma, lógos y sus implicaciones dialécticas. Cuán poco la dimensión del lógos que se revelaba con ello era consciente de lo distinta que era del pensamiento anterior se muestra muy claramente en la estructura del Sofista. Los conceptos vinculantes que lo sostienen todo, que constituyen al lógos como lógos, el ser y el no ser, la identidad y la alteridad, cuyo entretejimiento mutuo es lo único que hace posible al lógos, se hallan junto a otros dos conceptos genéricos de índole y procedencia muy distinta: el movimiento y el reposo. Ciertamente, también estos conceptos se ofrecen aquí al análisis de la estructura del lógos, en la medida en que sólo puede ser objeto de conocimiento algo que sea inalterable, que esté en reposo; y el conocimiento, por su parte, no es posible sin que se abran diferencias en el ser, esto es, sin que tengan lugar la alteración o el movimiento. Bastante trabajoso es, en este modo de la oposición heraclíteo-eleática que Platón construyó, llegar a formalizaciones de los momentos estructurales del lógos—y bastante instructivo para nosotros en la medida 121
en que a partir de ello puede concluirse retrospectivamente cómo los fenómenos del lógos, del conocimiento, del alma estaban todavía, en el conjunto del pensar antiguo, indiferenciados de lo ente,
16. Sofista 244d y sigs. También debe considerarse platónica la aporía -¿de la enseñanza oral?- que presenta Aristóteles, Física, A 2, 185b 11 -16. Véase, sobre todo, Filebo 14de.
esto es, de aquello que lo constituía como lo conocido del ser—. Pero eso significa que la oposición de physís y psychéy, por ende, tanto el concepto de physis como el de psyché, sólo pueden llegar a alcanzarse desde el planteamiento platónico. Si ahora miramos la discusión explícita del pensamiento antiguo que emprende el extranjero de Elea en el Sofista de Platón, y la imagen histórica que puede captarse en ese diálogo de los presocráticos pueden hacerse dos observaciones sorprendentes. Una es que aquí encontramos por primera vez el tratamiento de la historia de la filosofía que había llegado a hacerse dominante por medio de Aristóteles y el peripatos. La imagen histórica de los peripatéticos que define la doxografía encuentra una acuñación previa decisiva en el Sofista, cuando el extranjero pregunta por lo originariamente ente de tal modo que cuenta y enumera cuánto y qué se ha aceptado como originariamente ente (Sof. 242c-243b). Es éste un planteamiento que nos es familiar por Aristóteles y que aparece, en particular, de un modo que aún habrá que discutir, en el primer libro de la Física. La coincidencia existente aquí entre Aristóteles y el esquema del Sofista permite hacer incluso probable, en mi opinión, que el Sofista copie un argumento conocido por la enseñanza platónica, aunque ahora con tintes irónicos.17 Lo segundo que se hace visible precisamente por la descripción del Sofista concierne a nuestro viejo problema del ser y el devenir, la cosmogonía y la cosmología. Lo que el extranjero de Elea objeta con irónico respeto ante los fantasiosos autores de genealogías es que estos ingeniosos narradores de nacimientos y nupcias eran demasiado buenos para procurarse la menor comprensión por parte de los de hoy. Lo que propiamente pueda querer decir el ser que haya llegado a ser de esta manera no lo dijeron nunca. Testimonio indirecto, me parece, de que todas estas historias del devenir, el engendrar y el emerger del ser, al servirse de los 17. La ironía del giro ήμΐν ώλιγώρησαν, Sofista, 243a 6, vuelve a aparecer literalmente en Aristóteles, Met B 4,1000a 10, usada contra los teólogos. ¿Es una cita del Sofista o de Platón?
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esquemas teogónicos, no quería otra cosa, ciertamente, que hacer comprensible el ser mismo —y que, sin embargo, precisamente por eso hicieron que siguiera siendo incomprensible. Parece, pues, una completa disyunción representada por los conceptos de reposo y movimiento, y el extranjero pregunta -como en el colmo de la perplejidad- cómo debe mostrarse el ser mismo fuera de estos dos polos (Sof., 250d). No cabe duda de que es a esta perplejidad respecto al ser a la que se refiere Heidegger en Ser y tiempo. Pero, por supuesto, «Ser» no se refiere aquí a esa dimensión de la aletheia cuyo ocultamiento constituye, de acuerdo con Heidegger, la esencia de la metafísica -«ser» quiere decir más bien todo lo que es- que ha de estar o en reposo o en movimiento —y señala a todo aquello de lo que decimos que es, esto es, al ser que se encuentra en el lógos que no se deja captar en la oposición de calma y movimiento. También aquí podrá decirse que la transformación del concepto eleático del ser siguiendo el hilo conductor del lógos no se ha impulsado todavía hasta un aparato conceptual que sea adecuado para ella. La pluralidad que ha llegado al ser y hace posible el pluralismo de las ideas se basa por principio en el reconocimiento del no ser en el ser, pero este no-ser oscila en Platón entre la categoría formal del ser-otro y la categoría no formal de la alteración, vale decir, del movimiento. Mas éste es precisamente el punto en el que Aristóteles, por primera vez, rompe la barrera eleática del ser hasta disolverla plenamente. Él interpreta el no ser en el ámbito de las determinaciones de contenido de lo ente como «ser por posibilidad», o bien, como la falta de aquello que constituye al ser pleno, esto es, el «todavía-no» del eidos. 123
Se muestra aquí el paso decisivo que da Aristóteles más allá de las pitagorizaciones del Timeo. Reconoce que el orden de la naturaleza no está adecuadamente determinado si se piensa en él la imagen de un cosmos inteligible dentro de algo indeterminado restrictivamente (la antigua pareja de opuestos del peras y ápeiron de los pitagóricos). Lo que Aristóteles ve es, antes bien, que la oposi-
ción del no-ser-todavía y el pleno presente del eidos no es la oposición abstracta de lo indeterminado y su determinación, sino que el propio todavía-no pertenece a la esfera del eidos y representa, en tanto que esteresis, un «aspecto» (Anblick) propio que presenta lo ente, y que ese aspecto contribuye también a constituir el ser propiamente dicho de la naturaleza. El modelo de techné se transforma, entonces, de modo característico, en la medida en que, a diferencia de la techné, el producto ya listo no es lo propiamente ente, «en sí», como listo para el uso, sino lo que se encuentra en estado de salir a la luz. Es naturaleza en cada una de sus fases. La naturaleza, incluso si se la puede definir como producirse-a-símisma, no es realmente techné. No es como el artista que a partir de cualquier material -«apropiado», claro está- puede producir a su antojo esto o aquello. También aquí vale que la materia «no es todavía» la obra, pero este «todavía-no» es diferente del «todavía no» de las cosas naturales que van progresando hasta la madurez o cumplen el espacio de juego de su movimiento «natural». El modo que tiene Platón de pensar el ser desde la techné no puede cumplir esto plenamente. No es que la naturaleza «real» enturbie del ser verdadero, como tiene que avenirse a suponer la figuración de estructuras inteligibles en un medio resistente: es el ser de las cosas mismas, tal como son desde su origen. Se reproduce así en Aristóteles el sentido de la arché, de inicio y origen, que domina el alba del pensamiento, en tanto que Aristóteles se distancia del modelo de la techné de la fábula platónica. Sin embargo, retiene la forma de concebir desde la techné y fuerza así dentro del alba del pensamiento temprano el concepto de hy'le, que es absolutamente inadecuado para este pensamiento. 124
La filosofía griega y el pensamiento moderno
La filosofía griega y el pensamiento moderno: he aquí un tema que la filosofía alemana se ha planteado desde siempre. Se ha hablado directamente de la grecomanía del filosofar alemán, y es seguro que la expresión no es válida solamente para Heidegger o la escuela neokantiana de Marburgo. También lo es para el gran movimiento del idealismo alemán, el cual, inspirado por Kant, por Fichte, Schelling y Hegel, emprendió un retorno inmediato a los impulsos de pensamiento de la dialéctica platónica y aristotélica. No obstante, esta confrontación constituye, de modo particular, un reto para el pensamiento moderno en un doble sentido. Por un lado, no debería olvidarse nunca que filosofía griega no se refiere a filosofía en ese sentido estricto que hoy día asociamos con la palabra. «Filosofía» mentaba todo lo que tuviera interés teórico y, por ello científico, y no hay duda de que fueron los griegos quienes, con su propio pensar, dieron paso a una decisión que tuvo consecuencias para la historia universal y decidieron el camino de la civilización moderna creando la ciencia. Lo que distingue a Occidente, a Europa, al llamado «mundo occidental» de las grandes culturas hieráticas de los países asiáticos es, precisamente, esta irrupción del
querer saber que va asociado a la filosofía griega, la matemática griega, la medicina griega y toda su curiosidad teórica. De modo que la confrontación del pensamiento moderno con el pensamiento griego es para todos nosotros una especie de encuentro con nosotros mismos. En este pensamiento, el encontrarse en casa del hombre en el mundo, la correspondencia interna entre el volverse de casa (heimischwerderi) y el hacerse uno mismo de la casa (sich-heimischmacherí) que distingue al artesano, al experto, al creador de nuevas configuraciones y formas, al technites, al hombre que domina una técnica, significa, a la vez, encontrar un sitio propio. Para ello, es menester encontrar el espacio libre que le abre la configuración en medio de una naturaleza previamente dada, una totalidad del mundo ordenada ella misma en formas y configuraciones. Así, en el alba griega, la filosofía es un hacerse cargo por el pensamiento de la enorme situación de expósito del hombre en el ahí, en esa delgada apertura de un espacio de libertad que el todo ordenado del ciclo natural le permite al querer y el poder humanos. Pero precisamente de esta situación de expósito se hace consciente el pensar,y es lo que le lleva a plantear preguntas tan tremendas como: ¿qué había en el inicio? ¿Qué significa el que algo sea? ¿Qué significa que no haya nada? ¿Significa algo nada? Plantear estas cuestiones es el comienzo de la filosofía griega, y sus respuestas fundamentales son: physis, ser-ahí-desde-sí, en el orden del todo, y lógos, intelección e inteligibilidad de este todo, incluido el lógos de la destreza humana. Pero, de este modo, la imagen griega de la filosofía se halla en las antípodas de la ciencia moderna, y no sólo como la precursora que abrió el camino a la capacidad y dominio teóricos. Es de la confrontación entre el mundo comprensible y el mundo dominable de lo que nos hacemos conscientes en el pensamiento griego. Ésta fue la gran irrupción que comenzó en el siglo xvn con la creación de la mecánica galileana, la reflexión de la nueva voluntad y el nuevo camino de conocimiento por los grandes investigadores y pensadores de esa centuria. El mundo se convierte ahora en objeto
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de una investigación metodológica por el planteamiento de la moderna ciencia experimental, concebida matemáticamente y que trabaja abstrayendo y aislando. Si se quiere dar una fórmula para esta novedad, puede decirse que se trataba de una renuncia ai antropomorfismo de la consideración griega del mundo. Por magníficamente simple y convincente que fuera la física de la tradición aristotélica, que nos cuenta que el fuego va hacia arriba porque es su naturaleza querer estar arriba y que la piedra cae hacia abajo porque está en su sitio cuando está abajo -esta interpretación articulada desde el hombre y su comprensión de sí mismo era, como sabemos, y no puede ocultársele a nadie que pertenezca a nuestro mundo moderno, un cubrimiento antropomórfico de la posibilidad de acceso al mundo y de dominar el mundo por medio del conocimiento. Si a la ciencia moderna no le mueve algún interés cualquiera que seguir, sino la técnica, la forma, el hacer, cambiar, construir por medio de su propio modo de acceso al mundo, entonces, la herencia de la antigua filosofía sigue existiendo: en el hecho manifiesto de que queremos considerar nuestro mundo como un mundo comprensible y no dominable, y nos sentimos forzados a considerarlo así. Al contrario que el constructivismo de la ciencia moderna, que sólo considera conocido y comprendido lo que puede reproducir, el concepto griego de ciencia está caracterizado por la physis, por el horizonte de la existencia, que se muestra desde síy regulada en sí misma, del orden de las cosas. La pregunta que se plantea por la confrontación del pensamiento moderno con esta herencia griega es, entonces, hasta qué punto la herencia antigua ofrece una verdad que se nos mantiene oculta bajo las particulares condiciones de conocimiento de la Edad Moderna. 127
Si hay una palabra que nos muestre la diferencia que aquí se manifiesta, es la palabra «objeto». En los extranjerismos «objeto» y «objetividad»1 nos parece que es un presupuesto obvio del con1. Las palabras Objekty Objektivitát, de origen latino, suenan evidentemente como extranjeras al oído alemán, a diferencia de Gegenstand, formada a imagenjteja palabra latina. (N. del t)
cepto epistemológico el que conocemos «objetos», es decir, que, en el modo de un conocimiento objetivo, los llevamos a conocimiento en su propio ser. La cuestión que nos plantea la tradición y la herencia antiguas es la de hasta qué punto hay una frontera para esta empresa de objetivación. ¿No hay una ¡nobjetualidad de principio que, con una necesidad interna a la cosa, se sustrae al acceso de la ciencia moderna? Quisiera intentar ilustrar con algunas pruebas que, de hecho, el legado actual y permanente del pensamiento griego es ser consciente de las fronteras de la objetivación. Me parece que el ejemplo que nos puede guiar en este tema es la experiencia del cuerpo. Lo que llamamos «cuerpo» no es, desde luego, la res extensa de la definición cartesiana de corpus. El modo de manifestarse el cuerpo no es la mera extensión matemática. Se sustrae de modo esencial a la objetivación, pues, ¿cómo sale la corporalidad al encuentro del ser humano? ¿No lo hace en su estar enfrente y, por ende, en su posible objetividad, cuando es una función perturbada? Se hace notar como la perturbación de verse entregado a la propia vitalidad, en la enfermedad, el malestar, etc. El conflicto que se plantea entonces entre la experiencia natural del cuerpo, ese misterioso proceso por el que uno no percibe que se encuentra bien y sano, y el esfuerzo de dominar el malestar por medio de la objetivación, es un conflicto que experimenta todo el que se ve alguna vez en la situación del objeto, en la situación del paciente tratado con medios técnicos. La comprensión que nuestra medicina moderna tiene de sí misma se expresa cuando se quieren hacer dominables con los medios de la ciencia moderna las perturbaciones, las rebeliones de la corporalidad contra la objetivación. En verdad, el concepto de «objetividad» y el de «objeto» son tan extraños para la comprensión inmediata por la que el hombre se intenta hacer un hogar en el mundo que los griegos no tenían ningún concepto para ella, lo que ya es muy significativo. Apenas podían hablar de una «cosa». La palabra griega que solían usar en este ámbito era la palabra, no del todo extraña para nosotros,
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pragma, es decir, aquello con lo que se está enredado en la práctica de la vida, lo que no se opone y se enfrenta, pues, como algo a superar, sino aquello en lo que nos movemos y con lo que tenemos que ver. Ésta es la orientación que ha quedado marginada en el dominio moderno del mundo, estructurado por la ciencia, y en la técnica fundada sobre ella. Un segundo ejemplo -y tomo aquí uno particularmente provocativo- es la libertad del ser humano. También ella tiene esa estructura que califico de inobjetualidad esencial. Cierto es que esto no se ha olvidado nunca del todo, y el mayor pensador que haya habido de la idea de la libertad —me refiero a Kant— desarrolló con toda conciencia, frente a la orientación fundamental de la ciencia moderna y de su conocimiento teórico, precisamente la idea de que la libertad no puede captarse ni demostrarse con las posibilidades teóricas de conocimiento. La libertad no es un factum de la naturaleza, sino que, como él lo formulaba en una provocativa paradoja, es un factum de la razón, algo que tenemos que pensar porque no podemos comprendernos en absoluto si no nos pensamos como libres. La libertad es el factum de la razón. Sin embargo, en el ámbito de la acción humana no sólo existe este caso límite de toda objetividad. Creo que los griegos estaban en lo cierto cuando ponían, junto al factum de la razón, el estar socialmente formados, el ethos. Ethos es el nombre que Aristóteles encontró para ello. La posibilidad de la elección consciente y de la decisión libre está soportada siempre por algo que ya somos desde siempre -y no somos «objeto» para nosotros mismos-. Me parece que uno de los grandes legados del pensamiento griego para nuestro pensar es que la ética griega, basada en este funda129
mento de la vida vivida realmente, le dejaba un amplio espacio a un fenómeno que apenas existe en la Edad Moderna como tema de reflexión filosófica; me refiero al tema de la amistad, de la philía. Es ésta una palabra que ha llegado a tener para nosotros una resonancia conceptual tan estrecha que tendremos primero que ampliarla para saber qué es lo que se quería decir con ella. Quizá sea
suficiente con acordarse de la célebre expresión pitagórica: «Los amigos lo tienen todo en común». En la reflexión filosófica, la libertad es un título para la solidaridad. Pero la solidaridad es una forma de experiencia del mundo y de la realidad social que no se puede tener, que no se puede planificar por un apoderamiento objetivador, ni tampoco se puede producir por medio de instituciones artificiales. Pues, por el contrario, la amistad precede a todo posible valer y obrar de las instituciones, de los órdenes económicos y jurídicos, las costumbres sociales; los sostiene y los hace posibles. El jurista no es el último en saber esto. Me parece que éste es el aspecto de verdad que, en este caso, el pensamiento griego vuelve a tener preparado para el pensamiento moderno. Y luego, un tercer fenómeno, conectado con esto: me refiero al papel que juega la autoconciencia en el pensamiento moderno. Como es sabido, el auténtico eje del pensar moderno es que la autoconciencia posee el primado metodológico. Para nosotros, el conocimiento metodológico es un proceso autoconsciente que ejecuta cada paso bajo su autocontrol. Así, desde Descartes, la autoconciencia es el punto en el que la filosofía se hace, por así decirlo, con su última evidencia y le proporciona a la certeza de la ciencia su última legitimación. Pero ¿no tenían razón los griegos cuando veían que la autoconciencia es un fenómeno secundario frente a la entrega y apertura al mundo que llamamos conciencia, conocimiento, apertura a la experiencia? ¿No nos ha enseñado precisamente el desarrollo moderno de la ciencia a abrigar algunas dudas respecto a las afirmaciones de la autoconciencia? Nietzsche decía, frente a aquella duda radical de la fundamentación cartesiana del conocimiento, que hay que dudar hasta el fondo. Freud nos enseñó cuántas máscaras de las tendencias vitales se esconden en la autoconciencia. La crítica social y la crítica de las ideologías nos han mostrado cuántas certezas de la autoconciencia consideradas obvias e incuestionables no son sino reflejos de otros intereses y realidades. En breve: que la autoconciencia posea el primado incuestionado que le atribuye el pensamiento de la Edad
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Moderna es algo que puede, con justicia, ser puesto en duda. También aquí me parece que el pensamiento griego, en el magnífico autoolvido con el que piensa el propio poder pensar, la propia experiencia del mundo como el gran ojo abierto del espíritu, ofrece una aportación principal para limitar las ilusiones del autoconocimiento. A partir de aquí, observemos un último ejemplo, que va más lejos y que precisamente ha pasado a primer plano en la discusión de la filosofía contemporánea, y al que, como los anteriores, sólo con coerción y violencia es posible retener desde el concepto de objetividad y de objetivación: me refiero al fenómeno del lenguaje. El lenguaje es, me parece, uno de los fenómenos más contundentes de inobjetualidad, en la medida en que un autoolvido esencial caracteriza al carácter de ejecución del hablar. Hay siempre una deformación técnica cuando la tematización moderna del lenguaje ve en éste un instrumentarlo, un sistema de signos, un arsenal de recursos comunicativos, como si estos instrumentos o medios de hablar, palabras y expresiones, estuvieran preparados en una especie de reserva y sólo hubiera que aplicarlos a algo con lo que uno se encuentra. Aquí, la contraimagen griega es de una evidencia avasalladora. Los griegos ni siquiera tenían una palabra para decir lenguaje. Sólo tenían una palabra para la lengua como órgano que produce sonidos —glotía— y una palabra para lo que se comunica en el lenguaje: lógos. Con lógos tenemos a la vista exactamente eso a lo que el autoolvido interno del lenguaje se refiere de modo esencial, el mundo mismo evocado por el hablar, elevado a la presencia, puesto en la disponibilidad y en la participación comunicativa. En el hablar sobre las cosas, las cosas existen ahí; en el hablar 131
unos con otros se estructura el mundo y la experiencia del mundo que tiene el hombre, no en una objetivación que, frente a la transmisión comunicativa de las intelecciones de uno a las intelecciones de otro, invoca la objetividad y quiere ser un saber para todo el mundo. La articulación de la experiencia del mundo en el lógos, el hablar unos con otros, la sedimentación comunicativa de nuestra
experiencia del mundo, que lo abarca todo lo que podemos intercambiar unos con otros, forman una forma del saber que, junto al gran monólogo de las ciencias modernas y su creciente acopio de potencial de experiencia, representa todavía la otra parte de la verdad. El tema de la confrontación de la idea moderna de ciencia con el pensamiento de la filosofía griega posee, pues, una duradera actualidad. Pues se trata de informar, en el sentido etimológico, los grandiosos resultados y logros técnicos de la ciencia empírica moderna dentro de la conciencia social y la experiencia vital del individuo y del grupo. Sin embargo, esta información no sucede, en definitiva, por los métodos de la ciencia moderna y su camino de autocontrol permanente. Se ejecuta en la praxis de la vida social misma. Tiene que recoger siempre en su responsabilidad lo que se halla dispuesto en el poder del ser humano, y ha de defender los límites impuestos a la razón humana, y a los que ésta se opone con su propio poder y temeridad. No hace falta demostrar que, en este sentido, también para el ser humano de nuestros días, el mundo comprensible, el mundo en el que se es de casa, sigue siendo la última instancia, por más que la industria y la técnica modernas se extiendan por todo el globo.
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El concepto de naturaleza y la ciencia natural
Este tema concierne de manera particular a un investigador u e eligió el mundo antiguo como uno de sus campos de investigación más importantes; y concierne a nuestro presente, la era de la ciencia y del dominio de la revolución industrial. A la vez, da pie a la duda de principio de si la ciencia griega es ciencia en el mismo sentido en que lo son las modernas ciencias de la naturaleza. Ciertamente, hemos aprendido a ver el camino de la investigación en la ciencia moderna como un tema histórico e incluso, desde Thomas Kuhn, a hablar de revoluciones en la ciencia, en lugar de mero progreso. El célebre libro citado, La estructura de las revoluciones científicas, era introducido por su autor con la sorprendente motivación de que la física aristotélica le había parecido un conjunto tan evidente que la ciencia moderna, con todas sus revoluciones, representaba una única gran revolución frente a la ciencia aristotélica. Por eso me atrevo a preguntar: ¿son ciencia las dos en el mismo sentido? ¿Qué es ciencia aquí y qué es ciencia allí? ¿Hay dos frentes de la misma ciencia, y puede haber una confrontación? La pregunta se impone con doble urgencia desde que ya no podemos limitar nuestra cuestión con el horizonte europeo, en el
que Europa reconocía y cuidaba su propia herencia griega. La ciencia moderna es hoy una realidad planetaria. Partió, ciertamente, de Europa, pero no debe olvidarse hoy su influjo en las formas de vida de otros entornos culturales. El legado griego, cuya sucesión asumiera Europa con su cultura científica, se encuentra puesto en el mundo moderno ante confrontaciones totalmente nuevas desde que culturas que son mucho más antiguas que la europea empiezan a vivir con los éxitos y las consecuencias de la ciencia moderna. De modo que nuestra cuestión no va a depender sólo de una confrontación que se remonta a la historia europea y su giro moderno. Antes bien, no podemos pasar por alto que en el trasfondo de esta cuestión se halla la confrontación de nuestro propio mundo y su herencia cristiana con ámbitos culturales de fuera de Europa, pertenecientes a otras tradiciones religiosas, con las que empezamos a convivir. Por supuesto, es éste un tema mucho más amplio, en el que incluso se pone a prueba la misión ecuménica del mensaje cristiano. Tanto más importante sigue siendo preguntarse por el origen de la ciencia moderna y sus comienzos griegos. En aquel entonces no existía Europa. Y esa pequeña Grecia, cuyo legado cultural llevamos con nosotros, era al principio solamente una figura marginal, vecina de culturas tan grandes como las de Egipto, Persia y Babilonia. Sólo en nuestro siglo ha llegado a entrar en el campo de visión del hombre europeo el alba pregriega en toda su extensión y su riqueza de cultura y tradiciones. Hemos ganado con ello un conocimiento muy esencial que concierne al inicio de la filosofía en Grecia. Sabemos mucho, entretanto, de la matemática y de la astronomía egipcias, y no menos de la matemática babilonia; y en lo que se refiere a la astronomía, las huellas de las más antiguas observaciones de estrellas ya en tiempos indeterminados se hallan dispersas por todo el planeta. Bajo este último punto de vista nos vemos incluso remitidos más allá de toda tradición lingüística. ¿Significa esto que la ciencia es así de antigua, o hemos de preguntarnos si no tiene la ciencia un sentido particular para no-
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sotros, del cual se ha podido hacer, en definitiva, un destino europeo, quizá incluso un destino de la humanidad? Además, no se trata únicamente de los inicios de la ciencia. Pues es, a la vez, el concepto de filosofía el que se halla hermanado con los inicios de la ciencia griega. Apenas podrá nombrarse un indicio mayor de la novedad de esta pregunta por un inicio de Europa que el significado del alfabeto, cuyo surgimiento y desarrollo posterior se encuentra íntimamente conectado con los inicios griegos. En este ámbito, nos encontramos todavía al principio de la meditación. No se trata aquí únicamente de la tradición escrita, que ha ampliado nuestro horizonte desde que se descifró la escritura cuneiforme. Se trata, sobre todo, de la rápida recepción y desarrollo del alfabeto, que inaugura la transmisión literaria de la cultura griega. Nos vemos, pues, remitidos primero a la cuestión de cómo hayan pensado los propios griegos sobre los inicios; y si hay algo que ilumina su propia situación es, desde luego, la célebre respuesta que se dice que Solón recibió en Egipto cuando quiso informarse allí de los inicios, procedencia y pasado de esa cultura. Según Platón, le dijeron: «Vosotros, los griegos, sois siempre unos niños», tan desprevenidos, tan desconocedores, tan inadaptados a los siglos y milenios que se pierden en la oscuridad del pasado. Preguntemos al maestro de los que saben, que es Aristóteles. Él atribuye el inicio de la filosofía a la cultura de Mileto. Es, por supuesto, algo completamente incierto si el primero que, según Aristóteles, practicó allí la filosofía legó un texto de su pensamiento fijado por escrito. Al menos, sabemos aproximadamente cuándo tomó impulso la cultura de Mileto, de qué manera está conectada con la época colonial en la que toda la cultura mediterránea y sus 135
riberas se fueron poblando de colonias griegas y nuevas fundaciones. Si pedimos ahora consejo a Aristóteles, nos las veremos enseguida con una prolongada cadena de transmisión, que llega muy lejos. Es, sobre todo, la propia física aristotélica y sus comentarios los que forma ampliamente los fundamentos de nuestro saber sobre los inicios de la filosofía. Está fuera de toda duda que la fijación
por escrito de la transmisión épica, esto es, Homero y Hesíodo, cae ya en la época de la escritura. Las repercusiones de la lengua homérica y las repercusiones de las narraciones cosmogónicas de Hesíodo contribuyeron incuestionablemente a determinar la creciente cultura urbana de la época colonial griega. A partir de entonces, Aristóteles y la fuerza de su pensamiento que, unida a él, formó escuela e hizo historia, siguen siendo no sólo la fuente de nuestro saber, sino que significan también la tutela de nuestro pensamiento. Ciertamente, Aristóteles separó explícitamente a los primeros «teólogos» del primero de los filósofos, Tales de Mileto. Pero Aristóteles se había dotado de los conceptos bajo los cuales comprendió los primeros inicios de la ciencia y la filosofía. Así, cualquiera cree saber sin más que, según Tales, al principio era el agua, a partir de la cual se desarrollaron los otros elementos, tierra, aire y el calor que ilumina. Para explicar todo esto, Aristóteles introdujo el concepto de materia, hy'le. Desde luego, esto es cualquier cosa menos un esquema adecuado de la primera filosofía de Occidente. Que Tales se hallaba rodeado de leyendas es algo que no podía faltar, con toda las distinciones que le otorgó Aristóteles, y nunca sabremos cuánto de todo esto está puesto a posterior/. Cómo encontrar el camino desde el primer inicio del universo con al agua hasta el todo es algo sobre lo que apenas encontraremos una pista para Tales en los informes aristotélicos. Lo más que suena es una observación originaria que remite a la tesis del agua, y es que el agua sostiene a la Tierra. Puede que haya aquí una genuina observación de que el agua significa el mar originario que sostiene la tierra firme. Sostiene justamente todo lo que no es demasiado pesado, de modo que puede flotar sobre ella. La viga de madera que flota en el agua me parece una primera pista del enigma del equilibrio que se intenta restablecer una y otra vez. Por mucho que se empuje la viga hacia abajo, ésta vuelve a subir. Explico esto solamente para encontrar un posible entronque con la preeminencia del agua en el texto de Aristóteles, sin poner en juego el concepto
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posterior de materia y la teoría de las causas de Aristóteles, que queda todavía muy lejos. Se comprende también de suyo que Tales, por lo demás, como uno de los grandes sabios de Grecia, fuera distinguido en la tradición con las más diversas cualidades y méritos. Una anécdota de sentido todavía polémico casa muy bien en el mundo de aquella virtualidad inicial. Es la historia que cuenta que Tales se cayó a un pozo seco y que una mujer tracia le ayudó a salir. La historia tiene pies y cabeza cuando se supone que Tales se introdujo en el pozo seco para observar las estrellas desde allí. Sin duda alguna, éste era el medio de observación astronómica más preciso que era posible entonces. Los pozos hacían en aquel tiempo de telescopios. Sabemos, en todo caso, que el cielo había sido observado por todas partes, en las más diversas regiones de la Tierra. Pero hay otro punto en el que tenemos que tomar en serio los antiguos informes sobre Tales, a saber, los que se refieren a sus conocimientos matemáticos. Está claro, en cualquier caso, que en este campo era alguien que estaba aprendiendo: de los egipcios, la agrimensura; de los babilonios, los casos hacía mucho tiempo registrados de eclipses de sol y de luna. De modo que aquí podemos anotar, cuando menos, un resultado seguro, y es que, frente a la matemática egipcia y del Cercano Oriente, con Tales, el concepto de prueba, el concepto de ciencia, alcanzó por primera vez una distinción decisiva. La ciencia sólo es saber verdadero cuando éste puede ser demostrado. No hace aquí al caso hasta qué punto se hubieran cumplido ya entonces estas exigencias lógicas. Pero parece algo asegurado que ni el saber superior de los egipcios ni el de los babilonios se interesaron nunca por algo así como la de137
mostrabilidad de las constataciones matemáticas. A ellos les importaba únicamente la aplicación práctica. Parece que, en este punto, en Mileto se registra por primera vez un carácter científico. La ciencia no consiste únicamente en el saber, sino, justamente también, en necesidades lógicas tales como las conocemos en el ámbito de la matemática.
Mucho más es lo que sabemos sobre el otro gran pensador de Mileto: Anaxímenes. De él se nos ha transmitido incluso una sentencia escrita, objeto, desde Teofrasto, de innumerables interpretaciones. Es la célebre sentencia sobre el nacer y el perecer, que todas las cosas se dan mutuamente justa retribución según el orden del tiempo. La sentencia se hizo extremadamente popular en escritores como Schopenhauer y Nietzsche. Como en el texto transmitido faltaba el «mutuamente», podía entenderse la sentencia como si lo individual, que se ha hecho individuo, hubiera de penar por su individuación con su caída y regreso al infinito. Desde que se restableció el texto original con el «mutuamente», la sentencia no nos suena ya como la crisis romántica de la Ilustración y del nihilismo en ascenso, sino como la verdadera esencia de la naturaleza. Todo vuelve a restablecerse una y otra vez en el retorno regulado del día y la noche, o del verano y el invierno. Se anticipa aquí por primera vez el sonido de lo que, seguramente, quisiéramos llamar «naturaleza», porque existe aquí un equilibrio que vuelve a restablecerse. Nos llevaría muy lejos ocuparnos ahora de toda la doxografía que existe sobre Anaximandro. Una sola cosa que podemos decir con certeza, y es que Anaximandro enseñó tanto la cosmogonía como la cosmología sin prescindir del paradigma de la Teogonia de Hesíodo y, como ha mostrado U. Hólscher, según el modelo oriental. Naturalmente que hay que evitar el usual malentendido de que entre el agua de Tales y el aire de Anaxímenes, el ápeiron, lo ilimitado o infinito hubiera significado una forma superior de abstracción de la sustancia sensible. ¡Ello nos muestra tan sólo qué inadecuado es el concepto aristotélico de hylé para la Escuela Milesia! Pero, en todo caso, el hecho de que aquí se haya desarrollado una cosmología en todos sus detalles nos acerca al punto en que los problemas filosóficos del origen y el orden del mundo se convierten en un reto para el pensar. Éste es el nuevo paso que acometió la filosofía eleática y su crítica a modos de representación tales como el surgir y el perecer.
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Aquí, por fin, pisamos suelo firme, en la medida en que la diligencia de Simplicio, uno de los grandes eruditos de la Atenas bizantina antes de la disolución de la Academia, copió y comentó largos pasajes del poema de Parménides. De todo el pensamiento anterior al aristotélico y el moderno, es éste el más antiguo que se nos ha transmitido y que sea reconocible en sus grandes rasgos. La verdad es que, en todo caso, se trata sólo de un fragmento. Pero no deja de ser la introducción, conservada casi por completo, a la gran concepción de Parménides. Lo que venía después era, sobre todo, el desarrollo de una física para los mortales, recomendada a éstos por la diosa. De esta física sólo nos han quedado fragmentos. En todo caso, hay que liberarse de la apariencia de que lo importante fuera únicamente el primer fragmento conservado y que pudiéramos reconstruir a partir de ahí toda la doctrina de Parménides. Puede denominarse lógica u ontología a esta introducción al poema, e imaginarse quizá la continuación como una especie de cosmología. Pero de lo que se trata es justamente de eso que la diosa pone en boca de los mortales, y por lo que se diferencia de los otros grandes pensadores que habían desarrollado por entonces su nueva imagen del mundo. A partir de aquí se hace efectivamente claro cuál era la gran visión de Parménides, que «la diosa» puso en su boca, pues aquí no se habla únicamente de la sabiduría divina, que desecha todo no-ser como un sinsentido, esto es, no sólo de la crítica al nacer y el perecer, y de la inconmovible presencia de la esfera bien redonda del ser. Antes bien, se habla con ligero desprecio y no sin ironía crítica de la única forma posible de imaginarse lo múltiple, a saber, de la contraposición del día y la noche, lo claro y lo oscuro, que constituyen la multiplicidad de los fe139
nómenos. ¡Y sin que haya que imaginarse por ello un ser o un noser en transformación! Es la mera diferencia entre la claridad del día y la oscuridad de la noche en la que las cosas aparecen de otro modo. Con ello casa perfectamente la sentencia aislada de Parménides, al que Aristóteles cita y que se nos ha transmitido como el fragmento 16: «Y, según como sea en cada caso la mezcla de
sus miembros errabundos, será el entendimiento de que a los hombres se dotó. Pues lo mismo es lo que piensa la naturaleza de los miembros en los hombres en todos y cada uno: lo que percibimos o pensamos, es el "más"». No quisiera sacar unas consecuencias precipitadas, o inferir correcciones que resulten de la lectura exacta del tránsito en Parménides a la física de los mortales en Parménides tal como se presenta en la introducción —y que es lo único que se nos ha conservado- Pero, en todo caso, tenemos que poner los acentos en otro sitio del que lo ponían Platón y Aristóteles; y hacerlo de tal modo que la doctrina no contradiga directamente la referencia platónica al pensar eleático de la introducción al poema, ni menos, tampoco, la inferencia aristotélica de la posterior teoría corpuscular. Platón lleva entonces al absurdo la doctrina de la unidad del poema en el desarrollo de su dialéctica, como muestra el diálogo Parménides, y Aristóteles ve en la «mezcla» el aspecto válido en el que Parménides, Anaxágoras y Demócrito señalan en la dirección correcta. Diferenciarse es separar-se. Ahora bien, sin duda, también está el constante crecimiento de las matemáticas, cuyos inicios encontrábamos en Tales y que, sin duda alguna, Anaximandro había introducido en su cosmogonía y su cosmología. Más difícil resulta la pregunta de cómo se relaciona la transmisión pitagórica con esta ciencia incipiente de la naturaleza. Es éste un tema tan complejo que tenemos que darnos por satisfechos con el resultado que, por la postura de Platón, permite reconocer una pista muy clara. La doctrina pitagórica de los números parte de que la armonía que, en las proporciones de números enteros, depende de la longitud de las cuerdas, da testimonio del rango ontológico de los números en la teoría pitagórica. No cabe duda de que, precisamente aquí, Platón da un nuevo paso cuando, con su concepto de idea, supera la identificación simple de número y ser y se aventura a dar el paso más allá de las verdades matemáticas, el paso a la idealidad del lógos y a la dialéctica, sin volverse por ello un sofista. Siempre queda el número, con el
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que Platón distingue al ser de la idea frente a toda pluralidad fenoménica. Pero tampoco la teoría platónica de las ideas ya desarrollada ve ninguna necesidad, por así decirlo, de discutir cómo participan realmente del ser de las ideas las cosas naturales en su individualidad y multiplicidad. La participación de lo individual en la idea no es, en absoluto, la verdadera participación en la que alcanza su dimensión la dialéctica platónica de lo uno y lo múltiple. Esto ocurre más bien en la relación de las ideas entre sí y es, por tanto, lo que Platón tiene a la vista cuando habla del lógos. La diferenciación del ser matemático respecto al ser de las ideas es, pues, imposible de conciliar con semejante identificación pitagórica y fue, seguramente, el genio del Teeteto el que vino en auxilio de Platón, brindándoles los vigorosos progresos de la matemática de entonces, incluso de la estereométria. Ambas son «matemática pura», que es por lo que aboga Platón. No hay que asombrarse, entonces, de que en los profundos juegos míticos del Timeo se presente con toda claridad un puro saber matemático, con la ayuda del cual Platón le concede incluso cierta nobleza a la teoría atómica. Es ésta, sin duda, la forma más radical de teoría corpuscular. Era Demócrito quien la enseñaba, pero Platón no menciona nunca su nombre. En el Timeo, todo tiene figura matemática y todo se construye sobre la idealidad del ser matemático de los llamados cuerpos platónicos. Sin embargo, la teoría atómica es tratada sin contemplaciones como un conocimiento natural. Los triángulos se superponen unos sobre otros hasta formar un paquete, ganando así una corporalidad natural. Naturalmente, esto forma parte del ingenioso juego en el que se interpenetran por todas partes la precisión científica y la ingenui141
dad infantil. No puede olvidarse, pues, la posición clave del Timeo, como se hizo en la Edad Moderna, a causa del éxito científico, en favor de Demócrito, cuando la física de la ciencia moderna impuso triunfalmente la teoría atómica. El atomismo de Demócrito era cualquier cosa menos matemático, como ya muestra claramente el concepto
de vacío. Y no es, por tanto, ninguna sorpresa que precisamente las cabezas más productivas de la moderna física cuántica se apoyaran preferentemente en el Timeo. La verdad es que la moderna , ciencia de la naturaleza que se llama física es algo completamente distinto del concepto de physis de la doctrina de la escuela aristotélica. Tanto más cuanto que en ésta apenas puede hablarse de un uso de la matemática en el modo en que la moderna ciencia de la naturaleza ha convertido a ésta en su fundamento. Kant lo dijo muy claramente: la naturaleza no es más que «materia sometida a leyes», y con ello quedaba correctamente calificada la figura completa de la física newtoniana. La verdad es que no fue el Timeo de Platón, sino la física aristotélica la que dominó toda la Antigüedad tardía hasta que irrumpió la Edad Moderna, y si se impuso realmente un concepto de naturaleza fue porque la física aristotélica abarca la movilidad de todo lo natural. Es fiel al modelo de la vida empírica humana el que también el ciclo de la naturaleza esté pensado según el comportamiento humano, que también se mueve desde síy hacia donde quiere ir: el fuego hacia arriba a las estrellas, la piedra que cae hacia abajo, hacia la tierra. La época dominada por Aristóteles produjo progresos científicos en múltiples direcciones en tiempos del helenismo. Había una compleja astronomía, que se había hecho necesaria para, componiendo los movimientos circulares, ordenar a los astros errantes, los planetas, en los sistemas astronómicos cíclicos de la Antigüedad. Consecuentemente, a los cometas no se los consideraba estrellas, sino meteoros. Es claro que, de este modo, había algo de evidente en una uniformidad entre la experiencia diaria de la vida y la ciencia de la naturaleza, de modo que incluso con el Renacimiento, esto es, con la nueva acogida del mundo de cultura griego, la incipiente investigación de la naturaleza no pudo desprenderse del todo, ni en la astronomía ni en ninguna otra ciencia, de la uniformidad de esta imagen aristotélica del mundo. En general, se cree que la Edad Moderna y su ciencia dieron un paso decisivo con el giro copernicano. El canónigo de Thorn era,
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ciertamente, un buen humanista y una cabeza inteligente, y adoptó la revolucionaria idea de que no es el Sol quien da vueltas alrededor de la Tierra, sino la Tierra alrededor del Sol. El engaño de los sentidos lo documentaba Copérnico de un modo muy bello con citas de Virgilio. Pero la descripción misma de los movimientos de los astros seguía estando para él dentro del viejo marco de la astronomía antigua. Cuando la Iglesia, por consideración a la historia de la Creación, se opuso a la revolucionaria idea de Copérnico, no iba desencaminado del todo Osiander al explicar y defender el movimiento heliocéntrico como una inofensiva inversión matemática. La imagen astronómica del mundo realmente nueva sólo se encauzó con Kepler, y en ningún caso comenzó por las espectaculares y gigantescas dimensiones del mundo astronómico. La revolución propiamente dicha empezó más bien con la mecánica de Galileo. Ésta podía parecerle al principio también a la Iglesia una diferencia completamente inocente; hasta que Galileo, en el Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo, tomó partido públicamente por la imagen copernicana del mundo. En verdad, la audacia de Galileo consistió en afirmar que todo lo que cae lo hace según las mismas leyes, y caería con la misma velocidad si no existiera la resistencia del aire. La prodigiosa potencia intelectual de Galileo pudo imaginarse la caída libre «en la mente» (mente perceptió) de tal manera que la caída no dependiese de aquello de lo que estuviera hecho el cuerpo que cae. En el vacío, un disco de plomo no cae más deprisa que una pluma. ¡Eso era imposible de confirmar experimentalmente en la época! La auténtica y nueva audacia de ese pensar matemáticamente constructivo que llamamos «ciencia moderna» consistía precisamente en distanciarse de lo que aparecía a la vista. La matemática cambió así su sentido funcional propiamente dicho. Ahora servía a la descripción de los valores de medida con las que resultaba la cooperación constructiva de los datos, de tiempo, espacio y aceleración. Éstas son las leyes de la caída libre, completamente independientes del peso del cuerpo que cae. La abstracción matemática resultó ser,
entonces, el procedimiento que había de acreditarse cada vez más en el dominio de las fuerzas de la naturaleza Una primera culminación la alcanzó Newton, quien superó la herencia antigua, a saber, la separación total del mundo celeste y del mundo sublunar. Sólo a partir de Newton hubo una única ciencia para el cielo y la tierra. En la Antigüedad, se consideraba que la matemática era la ciencia propiamente dicha, en la medida en que «la ciencia» no era propiamente ciencia de la naturaleza y no estaba para nada supeditada a la experiencia. Sólo en el helenismo tardío tuvo la escuela aristotélica una influencia creciente en muchas disciplinas del saber. La filosofía misma perdió su validez general y se fue concentrando cada vez más, como un Sócrates inmortal, en la filosofía práctica. Baste pensar en la Stoa y en la influencia de Epicuro. Sólo con el neoplatonismo tardío y su repercusión en los padres de la Iglesia, y bajo la inspiración, en parte, de la física aristotélica transmitida por los árabes, la filosofía friega fue puesta al servicio de la teología cristiana. Esto es lo que llamamos Escolástica y lo que en la época del Renacimiento, del humanismo y de la Reforma preparó la aparición de la nueva ciencia, sobre todo de la jurisprudencia y de la medicina. El progreso de la ciencia natural moderna tenía por entonces menos lugar en las universidades. Los auténticos investigadores no se encontraban en estas escuelas dominadas por la Escolástica. Ni siquiera Leibniz, que fue quien abordó la tarea, tan rica en consecuencias, de reunir la filosofía griega y la ciencia de la Edad Moderna. Puede entenderse, entonces, que en esta época de la Ilustración, en estas circunstancias, cuando la ciencia moderna iniciaba su campaña triunfal, se hicieran muy pronto perceptibles los límites de la nueva ciencia. Ya en el siglo de Descartes, Pascal hablaba de dos formas del espíritu, del esprit de geometría y e\ espritde finesse. En la conciencia científica de la época, la Geometría tenía claramente la preeminencia. El propio jardín «geométrico» del siglo xvm no fue relevado hasta más tarde por el «jardín inglés», más cercano a la naturaleza. Y así, bajo el progreso técnico de las ciencias, la filosofía
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de la naturaleza se vio progresivamente expulsada de la conciencia filosófica. Esto sigue siendo así todavía hoy, y se hace muy palpable por el modo en que se llama a la ciencia en otras lenguas. La palabra alemana para ciencia, Wissenschaft, hace doscientos años, no era todavía la unívoca expresión que es hoy para referirse a la nueva ciencia. De algo que se sabía porque uno se había enterado de ello podía decirse: «Sí, tengo ciencia de ello» (Ja, ich habe Wissenschaft davorí). En cambio, en el mundo anglosajón, la palabra «science» sólo puede aplicarse a la ciencia natural, y nada más. Lo que en alemán llamamos «ciencias del espíritu» (Geisteswissenschafteri) se llama en otros sitios humanities, y en Francia, letíres. La verdad es que se trata de penosos sucedáneos que, a diferencia el concepto alemán de ciencias del espíritu, reconocen la posición de monopolio de las ciencias de la naturaleza Pues ocurría que era el concepto de método el que convertía a la ciencia en ciencia, como aparece en el título del célebre escrito de Descartes Discours de la méthode. Este nuevo concepto de ciencia encontró su coronación en Newton, con el título de Philosophiae naturalis principia mathematica. No era, en verdad, «filosofía» en el sentido que nosotros le damos, sino una física extendida a todo el sistema solar. Encontró su justificación filosófica en la Crítica de la razón pura de Kant que «machacó» con su crítica la «metafísica dogmática». Pero, para el propio Kant, no era ésta la parte decisiva de su filosofía Consistía ésta, antes bien, en una refundamentación de la metafísica, pero sobre un nuevo suelo, el postulado de la libertad. Sin embargo, en la historia del siglo xix, la reasunción del kantismo sólo tuvo en consideración la Crítica de la razón pura. Ello le otorgó a ésta una posición de preferencia que hizo que 145
la filosofía moral de Kant apenas recibiera atención fuera de Alemania, y siga encontrándose hoy día con prejuicios infundados. Lo mismo vale para el idealismo alemán en su conjunto. En la terna de Fichte, Schelling y Hegel, se dedicó, en la estela de Leibniz y Kant, todo un sistema omniabarcante de filosofía, bajo el título que Hegel eligió, Enciclopedia de las ciencias filosóficas, a la tarea
de abarcar la totalidad de las ciencias. Schelling ya había reincorporado la filosofía de la naturaleza, como prueba física del idealismo trascendental, a la filosofía, y Hegel le siguió en este empeño. A pesar de ello, la filosofía de la naturaleza fue olvidada rápidamente (quizá demasiado rápidamente) a lo largo del siglo xix, bajo el impulso de la investigación científica. En todo caso, la época de la ciencia de la naturaleza o de la historia no fue una época para la filosofía. Resulta bastante significativo que, en la época poshegeliana, la conocida distinción entre ciencias de la naturaleza y ciencias del espíritu se convirtiera en un tema recurrente, y que, como «teoría del conocimiento», quisiera fundamentar a las ciencias filosóficamente. Con ello he llegado al punto en el que la pregunta por la confrontación de ciencia de la Antigüedad y ciencia de la Edad Moderna se vuelve ya cuestionable como tal pregunta. Pues se trata de dos conceptos de ciencia muy diferentes, en los que no creo que se pueda verificar una distinción conceptual en lo que toca al concepto de naturaleza. Las ciencias de la naturaleza, tal y como se han desarrollado, no conocen propiamente ningún concepto de naturaleza, debido, simplemente, al concepto de método de la cientificidad moderna, concepto que hace cuestionable la aplicación a la diferencia entre ciencias de la naturaleza y ciencias del espíritu. Hasta aquí, mi exposición del trasfondo antiguo de la idea europea de ciencia, por medio de la cual ha llegado la cultura universal de Europa a dominar el globo entero. Se ha intentado proclamar una y otra vez la unidad de la ciencia frente a estas diferencias, también para la situación actual del problema al que está dedicada nuestra discusión. Si se considera solamente el estado de la física moderna, reconocemos sin duda en ella la herencia antigua, consistente sobre todo en el desarrollo de la matemática. Por otro lado, sin embargo, el concepto mismo de naturaleza apenas ha sido un tema como tal en las ciencias. El que la crítica de Rousseau a la Ilustración y su orgullo racionalista fuera oída en toda
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Europa se considera, más bien, un episodio de la historia cultural centroeuropea. El romanticismo alemán se convirtió en el núcleo a partir del cual recibieron las ciencias del espíritu su acuñación más específica. En Hólderlin encontramos este verso: «La naturaleza ha despertado ahora con la violencia de las armas». Apenas se habrá vuelto a oír algo asía mediados de nuestro siglo. Sólo el nuevo florecimiento de la tecnocracia y de la burocracia que la acompaña ha llevado, como reacción a la revolución industrial, a retomar el concepto de naturaleza, que todos conocemos con el eslogan ecológico de «protección de la naturaleza». La principal disciplina de las ciencias de la naturaleza, a la cual nunca podremos eliminar de la situación científica, sigue siendo, en nuestro siglo, la física, la teoría de la relatividad y la mecánica cuántica. Los problemas límite de la ciencia cuantitativa eliminaron en ella, con su exhaustiva formulación matemática de la física, los últimos restos de intuitividad. Lo que aparece ahora en lugar del concepto filosófico de naturaleza filosofía son ecuaciones de simetría. Nuestra tarea será discutir si la situación de las ciencias de la naturaleza de hoy, bajo sus nuevos acentos, puede producir una nueva confrontación con la herencia antigua de la ciencia. Hasta cierto punto, podría esperarse hoy algo así de la bioquímica, que ha puesto en el centro de la investigación problemas que asociamos al concepto de physis, de naturaleza viva que crece. Pero podría ser que tanto en la desacreditada filosofía de la naturaleza como en el recuerdo del concepto antiguo de physis se hicieran visibles nuevos horizontes de problemas, de modo que tendremos algo que aprender. Lo que no se puede esperar, desde luego, es que por englobar la dimensión temporal y la evolución del universo
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vaya a disminuir la oposición entre ciencia de.la naturaleza y ciencia del espíritu. Ocurre lo contrario. Desde que sabemos cada vez más, con un interés nuevo, de la historia del universo y de process y real/ty, nos hacemos conscientes, con claridad nueva, de la plena alteridad del mundo de saber perteneciente al mundo de la vida, erigido sobre la memoria, el recuerdo y la transmisión, y con ello,
de las llamadas ciencias del espíritu. En ellas vuelve a hacerse vivo una y otra vez el legado religioso y filosófico de nuestra cultura occidental. Pero, en un cierto sentido, no debería considerarse esta alteridad de las ciencias del espíritu como una contraposición directa a las ciencias de la naturaleza. En las ciencias del espíritu no se trata de sueños románticos. No debería olvidarse que es la naturaleza misma las que nos ha conducido a la fuerza hacia la cultura. Y por ello sigue siendo válido que no podemos sobrevivir sin la cultura
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Procedencia de los textos
Introducción: Fue escrita para esta edición. «Sobre la transmisión de Heráclito» (1974). Impreso por primera vez en: Sein und Geschichtlichkeit. Festschrift für Karl-Heinz Volkmánn-Schluck, Francfort del Meno, 1974, págs. 3-14. Reimpreso en: Hans-Georg Gadamer, Gesammelte Werke, vol. 6: Griechische Philosophie II, Tubinga, 1985, págs. 232-241. Con el título: «Del inicio en Heráclito». © 1985 J. C. B. Mohr (Paul Siebeck), Tubinga. «Estudios heraclíteos» (1990). Conferencia leída por primera vez en la Academia de las ciencias de Heidelberg el 11 de febrero de 1984. Impreso en Hans-Georg Gadamer, Gesammelte Werke, vol 7: Griechische Philosophie III. Plato im Dialog, Tubinga, 1991, págs. 43-82. © 1991 J. C. B. Mohr (Paul Siebeck), Tubinga. «El atomismo antiguo» (1935). Primera impresión en Zeitschrift für die gesamte Naturwissenschaft, 1 (1935-1936), págs. 81-95.
Reimpreso en: Hans-Georg Gadamer: Gesammelte Werke, vol. 5: Griechische Philosophie I. Tubinga, 1985, págs. 263-279. © 1985 J. C. B. Mohr (Paul Siebeck), Tubinga. «Platón y la cosmología presocrática» (1964). Primera impresión en Epimeleia. Festschrift für Helmut Kuhn. Munich 1964, págs. 127-142. Reimpreso en Hans-Georg Gadamer, Gesammelte Werke, vol. 6, págs. 58-70. Con el título de «Plato und die Vorsokratiker». © 1985 J. C. B. Mohr (Paul Siebeck), Tubinga. «La filosofía griega y el pensamiento moderno» (1978). Primera impresión en: Festschrift fürFranz Wieackerzum 70. Geburtstag. O. Berends (comp.) (etalia). Gotinga 1978, págs. 361-365. Reimpreso en: Gesammelte Werke, vol. 6, págs. 3-8. Con el título de «Plato und die Vorsokratiker». © 1985 J. C. B. Mohr (Paul Siebeck), Tubinga. «El concepto de naturaleza y la ciencia natural», en el Co/loquim philosophicum. Annali del Dipartimento di Filosofía 1 (19947 95), págs. 9-22. Con el título: «Der Natur Begriff bei den Griechen und in der modernen Physik», © 1994,1998 Hans-Georg Gadamer. Los textos fueron revisados por el autor para la edición alemana.
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