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Spanish Pages [190] Year 1989
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HOMBRE DE HOY ANTE JESÚS H NAZARET II/2 HISTORIA Y ACTUALIDAD Las cristologías en la espiritualidad
Juan Luis Segundo CRISTIANDAD
JUAN LUIS SEGUNDO
EL HOMBRE DE HOY ANTE JESÚS DE NAZARET lomo H/2
HISTORIA Y ACTUALIDAD Las cristologías en la
espiritualidad
EDICIONES CRISTIANDAD
CONTENIDO DE ESTE VOLUMEN
TERCERA PARTE
EL CRISTO
DE LOS EJERCICIOS
ESPIRITUALES
Introducción: Las cristologías en la espiritualidad Cap. I: Cap. I I : Cap. Cap. Cap. Cap. Cap.
III: IV: V: VI: VII:
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Jesús y Dios: aproximación al Concilio de Calcedonia ¿Vacío cristológico? Alabar, hacer reverencia y servir ¿Vacío cristológico? Volvernos indiferentes La cristología de la «Imitación» Desmitologización y espíritus Rey, reino, reinado Conclusión: Las tensiones de una cristología
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Anexo a la tercera parte: La cristología al encuentro de la historia
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CUARTA PARTE
LINEAS DE INTERPRETACIÓN
Con las debidas licencias © Copyright en EDICIONES CRISTIANDAD, S. L. Madrid 1982 ISBN: 84-7057-311-X (Obra completa) ISBN: 84-7057-314-4 (Tomo II/2) Depósito legal: M. 15.000.—1982 (Tomo II/2) Printed in Soain
ACTUALES DE JESÚS DE
NAZARET
Introducción: Un Jesús actual
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Cap. Cap. Cap. Cap. Cap.
821 855 895 935 959
I: II: III: IV: V:
Hacia un nuevo contexto Jesús desde lo primordial Lo primordial desde Jesús Jesús y la recapitulación del universo A modo de conclusión
TERCERA PARTE
EL CRISTO DE LOS EJERCICIOS ESPIRITUALES
INTRODUCCIÓN
LAS CRISTOLOGIAS
EN LA
ESPIRITUALIDAD
¿Qué sentido puede tener la aparente pretensión de llenar, en los pocos capítulos de esta tercera parte, los veinte siglos que nos separan del Nuevo Testamento con el estudio de una (sola) cristologia, la de los Ejercicios Espirituales de Ignacio de Loyola? ¿Qué podrá sacar el lector, cristiano o no, de acompañarnos en esta búsqueda? Advertimos desde el comienzo que, ya en principio, la relación entre fe e ideologías hacía imposible el establecimiento de una ciencia cuyo producto fuera precisamente una «cristología», es decir, un tratado que reuniese todos nuestros conocimientos sobre Jesús. Teniendo en cuenta que ni el Nuevo Testamento ni la misma absolutización que, por así decirlo, hará de Jesús la fórmula calcedonense (cf. infra, p. 675), deben desviarnos de esa convicción bien fundada. En efecto, Dios se revela como sentido último del hombre siempre de manera penúltima, es decir, a través de una existencia y un proyecto limitados, como fueron los de Jesús de Nazaret. Estos, históricamente hablando, no pueden ser últimos. La historia presentará continuamente nuevos desafíos a cualquier dirección humanizadora. Problemas inéditos obligarán a volver y a profundizar en el sentido ya descubierto, para volver a éste significativo y eficaz a la vez en el nuevo contexto. Es lo que hace ya Pablo con Jesús. En cuanto a la vida posterior de la Iglesia cristiana, ya hemos mencionado que, desde un punto de vista reflejo, la divinización de Jesús da origen a esos intentos de establecer una cristología, la más correcta y completa posible. Aparentemente de espaldas a los problemas que se viven. Estos, sin embargo, se abren paso de mil maneras sutiles. Y el cristiano, sumergido en la historia, aunque le pese, adapta, aunque no sea más que de manera inconsciente, y muchas veces a expensas de la teología profesada, su interpretación de Jesús a los problemas
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El Cristo de los Ejercicios Espirituales
con que se enfrenta. Tampoco, por supuesto, la teología misma queda inmune a las influencias y planteamientos culturales, pero, como es lógico, las conexiones son allí más sofisticadas y, por tanto, menos perceptibles. Nos parece conveniente, en coherencia con todo lo hecho y para recuperar el significado que puede tener Jesús de Nazaret para el hombre de hoy, analizar por lo menos una de esas cristologias encarnadas en la vida misma de los cristianos, en su espiritualidad. I ¿Por qué hablamos de «espiritualidad»? Esta palabra ha adquirido un sentido técnico, fundado en una especie de división del trabajo que hizo que las cristologías se situaran en dos planos muy diferentes, con comunicaciones no siempre claras entre ambos: el de la reflexión teológica por un lado y el del cristianismo vivido por otro. Es obvio que este último tiene un enorme abanico de posibilidades. Comprende desde las cristologías más personales, que llegan hasta nosotros porque fueron vividas por personajes descollantes, a través de la historia o de la literatura, hasta las más sistematizadas y practicadas en forma orgánica con multitud de personas y durante largo tiempo. Basten dos ejemplos, muy conocidos en la literatura española, para ilustrar esta diferencia. El primero, separado al menos un siglo de la obra estudiada en esta tercera parte, es el de un laico, Jorge Manrique, quien nos ha dejado, en las Coplas a la muerte de su padre (fecha aproximada: 1476), elementos cristológicos del más vivo interés. Interés que no reside, por supuesto, en una investigación especializada en exégesis o teología, sino en una síntesis en gran medida personal, pero que refleja asimismo el condicionamiento que ejerce sobre la cristología vivida en su época la lucha secular contra los moros en España. Algo tan impensado o impensable para los escritores neotestamentarios tuvo que ser incorporado —y sin fisuras aparentes, como en toda síntesis cultural lograda— a la cristología, es decir, a la interpretación del significado de Jesús de Nazaret hecha por alguien que guerreaba en su nombre. No se trata, claro está, de un caso único. Las cruzadas tienen a la vez su base y su consecuencia en una determinada cristología
Las cristologías en la espiritualidad
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que asume la lucha armada contra los enemigos de la fe. Si presentamos aquí, y sólo a título de ejemplo, a Jorge Manrique, es por la doble razón de que sus coplas constituyen un monumento de la literatura española conocido por cristianos y no cristianos, y porque reflejan una de las influencias —laica— que junto con la monástica de Tomás de Kempis, tendrán una influencia decisiva en el alma del creador de los Ejercicios Espirituales y aun en el contenido de éstos. Pues bien, según Jorge Manrique, su padre, el caballero que guerreó tanto contra los moros, está a punto de morir. La muerte, enviada por Dios, golpea a su puerta y lo alienta a someterse, en ese trance, a la voluntad divina, diciéndole que, después de la vida física que ha tenido y de la vida de fama que le espera, existe otra aún más importante: El vivir que es perdurable no se gana con estados mundanales, ni con vida deleitable donde moran los pecados infernales; mas los buenos religiosos gánanlo con oraciones y con lloros; los caballeros famosos, con trabajos y aflicciones contra moros. Y pues vos, claro varón, tanta sangre derramasteis de paganos, esperad el galardón que en este mundo ganasteis por las manos... (coplas 36-37). El caballero Manrique, modelo de equilibrio cristiano, tal como lo presenta su hijo, responde en términos que podríamos calificar, si cabe, de más sencillos y ortodoxos que los de la muerte. No gastemos tiempo ya en esta vida mezquina
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por tal modo, que mi voluntad está conforme con la divina para todo, y consiento en mi morir con voluntad placentera, clara y pura, que querer hombre vivir cuando Dios quiere que muera es locura, (copla 38).
La primera es que la cristología ha seguido su camino creador desde el Nuevo Testamento. Puede hacerse de ese camino, o de una cualquiera de sus etapas, una evaluación positiva o negativa, sobre todo desde el punto de vista de una estricta ortodoxia. Pero es ciertamente signo de vida la interacción innegable entre cultura y fe. La segunda es que estas formas, ya personales, ya culturales, de vivir la fe cristológica no se suelen preguntar, de un modo sistemático, por su grado de coherencia con la teología l. En cambio, cuando se estructuran de manera refleja dentro de la Iglesia formas o caminos pautados de vivir el cristianismo y de perfeccionarse en él, ocurre un fenómeno ambiguo al que muchas veces no se le presta la debida atención. Llamamos a esos intentos de sistematización «espiritualidades», de acuerdo a una costumbre ya aceptada en el lenguaje teológico. Se habla, así, de espiritualidad «franciscana» o «carmelitana», de la espiritualidad de la Acción católica o de la misma teología de la liberación2.
Pero lo de la ortodoxia lo decimos por la invocación que sigue a Jesucristo, con algo que recuerda vagamente, a través de los siglos, a Pablo y a los himnos a Cristo que Pablo, y tal vez Juan, citaron en sus escritos: Tú, que por nuestra maldad, tomaste forma servil y bajo nombre; tú, que a la divinidad juntaste cosa tan vil como el hombre; tú, que tan grandes tormentos sufriste sin resistencia en tu persona, no por mis merecimientos, mas por tu sola clemencia me perdona, (copla 39). Y de esta manera culmina el caballero su existencia y terminan las mismas coplas de su hijo señalando que aunque a la vida murió, dejónos harto consuelo su memoria, (copla 40). Este ejemplo no tiene, amén de sugerir el interés que debería mostrar la teología en investigar las relaciones reales, aunque muchas veces ocultas, que existen entre sus teorías y lo que de ellas pasa a la cultura y a la vida de las personas inmersas en ella, otro objetivo que dejar claras dos cosas.
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1 Aunque no seamos historiadores y no podamos asegurarlo con plena certeza, creemos que sería inútil buscar directamente en la teología, más o menos académica, de la época en que Manrique escribe sus coplas, restos de la afirmación de que la seguridad de la salvación pudiera estar en proporción con la sangre pagana derramada. Por otra parte, puede tratarse de una cierta exageración literaria: el poeta querría decir que la sangre derramada de paganos es un testimonio fehaciente de que el caballero Manrique se tomó en serio lo que, en su tiempo, se entendía que era la mejor defensa de la fe. De todos modos, las relaciones entre tal afirmación y la teología deben ser, sin duda, más sutiles y probablemente haya que buscarlas en una especie de identificación entre la universalidad de la Iglesia y el establecimiento del reino de Dios. Pero lo que aquí interesa señalar es que las certidumbres culturales {en lo religioso) se expresan, como aquí, de manera ingenua, sin preocuparse mucho de su adecuación a la teología que se enseña en las aulas. 2 Tal vez disguste a algún lector el término «espiritualidad» para designar las diversas concepciones de la fe vividas explícitamente dentro del cristianismo, y de un cristianismo práctico y cotidiano. Aun así, cualquier historia del cristianismo, por lo menos desde la Edad Media hasta aquí, tiene que reservar capítulos enteros a esas escuelas de vida cristiana, que se originaron, se sucedieron en su predominio y hasta se disputaron tal predominio durante siglos. El sentido o matiz peyorativo que lleva hoy consigo la palabra «espiritualidad», por lo menos en ciertos ambientes, viene de la oposición teórico-práctica que existió en la teología —y pasó a la vida— entre dos planos de realidad, uno de los cuales se llamó precisamente el «espiritual». En dicho plano, se debatían los problemas «sobrenaturales», «eternos», referentes a la redención y salvación del alma. Quedaba, más abajo, otro plano, el de lo temporal, considerado como «puramente natural» y re-
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El Cristo de los Ejercicios Espirituales
El fenómeno ambiguo a que nos referimos en lo que respecta a las espiritualidades es que a menudo parecen estar en secreta tensión entre dos polos. Por una parte, suelen tener como origen una de esas experiencias personales donde cultura y cristología se funden en algo vivo, de espaldas a (no precisamente contra) la enseñanza teórica o escolar de la teología. Por otra, para tener eficacia y ocupar un lugar reconocido en la Iglesia, no es raro que el fundador de la espiritualidad en cuestión o alguno de sus inmediatos seguidores trate de unir ambos polos. Es decir, verter la espiritualidad vivida en los moldes teológicos existentes y aceptados por los especialistas, cualquiera que sea el grado de «academicidad» adquirido por la teología de la época. Hasta puede darse una causa más gratuita: el cuidado personal del creador por expresarse teológicamente de manera adecuada, buscando para ello las categorías teológicas que tiene a mano. El resultado, en todo caso, es a menudo ambiguo. La experiencia inicial desborda los cauces de una teología —en este caso de una cristología— elaborada, por decirlo así, en un laboratorio. Se percibe un desnivel y, a veces, una cierta incoherencia entre una y otra. Y aquí tiene su lugar el segundo ejemplo, aunque toda esta tercera parte de nuestra obra nos provea de otro caso similar. La espiritualidad llamada «carmelitana» está fundada sobre todo en las experiencias místicas de san Juan de la Cruz y de santa Teresa. Pero, mientras que la segunda expone esas experiencias con la sencillez y frescura con que fueron vividas —aunque ello sea siempre relativo y las influencias culturales sean más sutiles de lo que se cree— en la obra de san Juan de la Cruz, se advierte ferente al orden de la creación, destinado a desaparecer con el fin de la historia. Cuando la teología reciente, apoyada por los más significativos pasajes del Vaticano II y, en especial, de la constitución Gaudium et spes, destruyó en teoría el principio de esa separación y mostró cómo la fe dirige la mente del hombre «hacia las soluciones más humanas» de los problemas históricos (GS 11), el esquema de los dos planos separados cayó. Y, con esa caída, la palabra «espiritual» o «espiritualidad» adquirió un matiz —injusto— de cosa preconciliar, de cristianismo vivido de espaldas a la historia. Sin embargo, los mismos teólogos de la liberación han abogado por la creación de una «espiritualidad» correspondiente, es decir, de un método que haga vital lo que teóricamente se admite. Cf., entre otros, a este respecto, G. Gutiérrez, op. cit., cap. X; Segundo Galilea, Teología de la liberación y nuevas exigencias cristianas, § III «Exigencias de una espiritualidad», en R. Gibellini, La nueva frontera de la teología en América Latina (Ed. Sigúeme, Salamanca 1977) pp. 168ss.
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el intento de hacerlas cuadrar con las categorías teológicas aceptadas en su época. Así, muchas de las afirmaciones contenidas sobre todo en la primera parte (purgativa o purificadora, como suele decirse) de la Subida al Monte Carmelo parecen estar basadas en una determinada teología (sobre la relación creador-creatura) si no completamente ajena a, por lo menos sobrepasada por, el mensaje de Jesús. El mismo R. Niebuhr, en su obra ya citada Naturaleza y destino del hombre, examina dos pasajes, uno de la Subida y otro del Cántico espiritual entre los muchos que podrían servir para exponer ese hecho extraño. El primero dice: «De manera que todo el ser de las criaturas, comparado con el infinto ser de Dios, nada es. Y, por tanto, el alma que en él (en el ser de las criaturas) pone su afición, delante de Dios también es nada, y menos que nada» 3. El segundo, comentando la vigesimonovena canción, dice así: «Donde es de notar que, en tanto que el alma no llega a este estado de unión de amor le conviene ejercitar el amor así en la vida activa como en la contemplativa. Pero, cuando ya llegase a él, no le es conveniente ocuparse en otras obras y ejercicios exteriores, que le puedan impedir un punto de aquella asistencia de amor en Dios, aunque sean de gran servicio de Dios...»4. Con razón comenta R. Niebuhr: «El cristianismo... tiene dificultad en preservar la concepción bíblica del amor, de tendencias místicas y racionalistas que llevan a interpretar ese amor de tal manera que se vuelve puramente un amor a Dios y ya no se relaciona con la hermandad y la comunidad en la historia» 5 . Lo que Niebuhr no percibe, a nuestro parecer, cuando atribuye este fallo, en el fondo cristológico, a tendencias «místicas y racionalistas» es que, de hecho, son exclusivamente culpables las últimas. En otras palabras, que cuando la mística carmelitana —para no hablar de otras— se expresa libremente, no separa de esa manera el amor de Dios del amor al hermano. Más aún, es increíble el desconcierto en que caemos cuando leemos tales afir3 4 5
Juan de la Cruz, Subida del Monte Carmelo, parte I, libro I, cap. IV. Id., Cántico espiritual, canción 29, anotación 2 (subrayado nuestro). Op. cit., II, p. 92. Similares observaciones podrían hacerse a propósito de la espiritualidad de la Imitatio Christi, especialmente tal como aparece en la conocida, divulgada y utilizada (hasta hoy) obra de Tomás de Kempis (cf. nuestra obra Gracia y condición humana [Ed. Lohlé, Buenos Aires 1969] pp. 129ss).
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maciones a la luz de lo que fue, concreta e históricamente, por ejemplo, la vida azarosa y profundamente humana de san Juan de la Cruz. Por todo ello nos interesa hacer aquí el estudio de una cristologia en una de esas llamadas «espiritualidades». Menos coherente quizá que las «cristologías» vividas por personajes históricos o literarios, una cristología hecha espiritualidad nos informa más sobre el camino que se ha seguido en la interpretación, especializada si se quiere, de Jesús de Nazaret.
II Falta introducir al lector en alguna de las características especiales de la cristología concreta que estudiaremos en esta parte. En cuanto al criterio que nos hizo escogerla entre otras mil posibles que han florecido en estos veinte siglos, muy poco hay que agregar a lo ya dicho en el párrafo anterior: creemos interesante y, casi diríamos, indispensable, por lo menos de acuerdo a la metodología propuesta desde el comienzo, estudiar una cristología encarnada en «espiritualidad». Y ello por las razones concretas establecidas en el párrafo anterior. Lo poco que queda por agregar en cuanto al criterio (además de admitir que nuestra elección se basa en gran parte en la razón —fortuita— de que conocemos más esta espiritualidad que otras) es que nuestro ejemplo en esta tercera parte es tanto más tentador, como objeto de investigaciones cristológicas, cuanto que los Ejercicios Espirituales de Ignacio de Loyola representan y posibilitan una cristología que ha resistido aparentemente la prueba de los siglos. Cuatro siglos y medio de teología han pasado —vanamente— sobre ellos, y el opúsculo de Ignacio de Loyola sigue brindando a muchos cristianos la más entrañable experiencia de Jesús de Nazaret que tendrán durante su vida entera. Ahora bien, si el Vaticano II —para no hablar más que de él— ha tenido tanto que decirnos, y tanto que decirnos de nuevo, inesperado y hasta escandaloso para quienes nada sabían o nada querían saber de posibles huecos o lagunas en la teología anterior, ¿pueden verosímilmente los Ejercicios Espirituales haberse librado de ese choque? El problema resulta tan obvio que muy pocos, a nuestro pa-
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recer, entre los partidarios y directores de Ejercicios Espirituales, se atreverían a negarlo. Pero hay dos salidas demasiado fáciles como para no tentar a la mayoría, sobre todo cuando, en la incertidumbre y la soledad de la moderna vida urbana, los Ejercicios, así como otras formas más superficiales y poco sanas de la vida espiritual cristiana, continúan teniendo clientes interesados. La primera escapatoria consiste, a nuestro juicio, en una confianza, más o menos iluminista, puesta en la vida y actividad del Espíritu en la Iglesia. Ello permite devolver el problema al teólogo, suponiendo que precisamente la función de éste es despejar el camino para que los Ejercicios sigan produciendo los mismos frutos que en el pasado. Así, si el director de Ejercicios ha oído hablar del problema que la teología protestante primero, y la católica después, tuvo que afrontar concerniente a la desmitologización del dogma —tan relacionado con todo el lenguaje de los Ejercicios sobre Dios—, pensará normalmente que es oficio del teólogo resolverlo para que los Ejercicios sigan imperturbablemente su camino. La segunda escapatoria es, a nuestra manera de ver, más compleja y requiere, por lo menos para el lector común y desprevenido, mayor explicación. Se ha discutido mucho sobre los procedimientos psicológicos que los Ejercicios ponen en práctica. Hasta se ha tejido una red misteriosa en torno a ellos. En realidad, tal vez sean la genial intuición de un amateur, para hacer vivir de manera extraordinariamente intensa, los grandes temas del cristianismo y, entre ellos, la cristología. Cualquiera que sea la opinión que se tenga, no es posible negar que en su época, y de acuerdo a los criterios usados entonces por la Iglesia, el impacto de los Ejercicios fue muy grande. Personalidades excepcionales fueron transformadas por ellos en cristianos cuya orientación tal vez podría discutirse hoy, pero que se distinguieron por la seriedad, profundidad y totalidad con que vivieron el cristianismo tal como se lo entedía en aquel tiempo. Sería inútil agregar que, si no en la misma medida, por causas complejas que es difícil e innecesario señalar, los Ejercicios siguen produciendo resultado. ¿Con qué criterios juzgar hoy tales resultados, especialmente en cuanto a la interpretación que se saca de ellos en relación con Jesús de Nazaret? No es fácil responder a esa pregunta sin hacer primero el análisis de la teología contenida en ellos. No es probable, ciertamente, que los procedimientos psicológicos puedan
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considerarse aislados de dicha teología, como una especie de guante que pudiera pasar de una mano a otra. Sin embargo, ésta es la escapatoria a que nos referimos. Reside en esperar que con la modificación teológica de algunas fórmulas aquí o allá a lo largo de los Ejercicios, éstos puedan seguir su camino trillado. Para entender esta tentativa es necesario comprender que, quienes dirigen Ejercicios, consideran que el valor de éstos estriba en gran parte en que ofrecen, junto con las verdades generales de la fe, un método preciso para hacerlas valer. Y esto es, como se comprenderá, muy importante para quien los dirige. Fuera de ese método, muy particularizado y detallado en los Ejercicios, muchos directores se sentirían perdidos. No sabrían cómo comunicar esas mismas verdades a personas no «ejercitantes», sino sólo personas... No se puede ponderar, en efecto, la importancia que ha tenido en la valoración práctica y generalizada de los Ejercicios Espirituales de Ignacio de Loyola, no tanto su teología explícita o implícita, cuanto el hecho de haber encarnado esa teología, y su finalidad renovadora, en un método inteligente y pormenorizado que no deja nada al azar. Con el libro de los Ejercicios en la mano —y con sus varios Directorios que comienzan con el mismo san Ignacio— no se necesitaba mucho para que aun personas poco creadoras se sintieran seguras del resultado y se lanzaran a la empresa de darlos. Ha influido asimismo en su valoración y práctica el hecho, culturalmente relevante, de que este método ha sido enseñado, ejercido y respaldado por una orden religiosa dedicada en gran parte a ponerlo por obra y cuyos miembros eran reclutados precisamente gracias a su práctica. Esa orden encuentra, además, su «carisma» en los Ejercicios Espirituales, es decir, la fuente pasada y la razón de ser actual de su existencia. ¿Acaso no residía precisamente en ellos el criterio que la diferenciaba de las demás órdenes y le daba un lugar especial y una singular utilidad dentro de la Iglesia? Pero ¿cómo pretender hacer hoy la misma evaluación si se discute el corazón mismo de ese método de contemplar, actuar y servir, es decir, la interpretación que explícita lo que significa Jesucristo para el hombre? ¿Qué quedaría de dicho carisma si, por ejemplo, hubiera que poner elementos importantes de la cristologia de los Ejercicios en oposición a los elementos crístológicos proclamados, dentro de su eclesiología, por el Vaticano II? Así puede comprobarse el hecho interesante de que algunos
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teólogos muy radicales, capaces de rechazar cristologías antiguas y modernas como inadecuadas o no bien fundadas, se vuelvan sorprendentemente acríticos, al pasar por alto, o al plantearse de manera frontal los problemas referentes al valor de la cristología que constituye el eje de los Ejercicios Espirituales de san Ignacio 6 . Sucede que lo que cualquiera encontraría perfectamente lógico, natural y hasta aburrido hacer con la cristología de un Orígenes, por ejemplo, se vuelve candente y peligroso, lleno de malentendidos, sospechas y reacciones, cuando se trata de Ignacio de Loyola. Decimos todo esto porque tal vez el lector, pensando en la época en que se elaboró la cristología que aflora en los Ejercicios, puede no percibir la complejidad que requiere tratar hoy de algo que, debida o indebidamente, permanece actual. A muchos cristianos, en efecto, les parecerá más iconoclasta, personal o institucionalmente, discutir la cristología de los Ejercicios Espirituales que, por ejemplo, la cristología joánica en el Nuevo Testamento. Nuestra tentativa en esta tercera parte encierra otra dificultad no pequeña. No ignoramos que los Ejercicios Espirituales de Ignacio de Loyola no escapan, como tampoco lo hacen otras espiritualidades, a una dificultad típica: lo esotérico de los términos con que se nombran o describen los diferentes pasos del proceso espiritual en cuestión. De ahí una pregunta práctica: ¿puede el lector no familiarizado con el vocabulario tan particular de los Ejercicios encontrar interés o provecho en la lectura de esta tercera parte? Fue necesario hacernos esta pregunta ante la imposibilidad obvia que teníamos de explicar cada uno de los términos usados, sobre todo en las alusiones a tal o cual parte de los Ejercicios. Estos términos o títulos, por familiares que se hayan vuelto a las personas que han tomado contacto con los Ejercicios Espirituales, son en sí mismos extraños. Sin embargo, nos pareció posible dar una respuesta afirmativa, en general, dentro de unos límites que es bueno aclarar para prevenir al lector. Por lo pronto, ya indicamos que las partes de esta obra son relativamente independientes. Quien omita la lectura de esta parte perdará sólo un ejemplo de las cristologías vividas entre el Nuevo 6 El ejemplo más claro, a nuestro parecer, lo hallamos en el capítulo XI, que Jon Sobrino consagra en su Cristología desde América Latina (esbozo), al tema «El Cristo de los ejercicios espirituales de san Ignacio» (op. cit., pp. 339ss).
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Testamento y nosotros. Nada le impedirá entrar en la cuarta y última. Como tampoco impide el comprender esta tercera parte el hecho de que, en la segunda, hayamos escogido un solo ejemplo de las cristologías neotestamentarias: la de Pablo, y dentro del período central de su epistolario. En segundo lugar, lo esotérico del vocabulario de los Ejercicios Espirituales reside, como dijimos, sobre todo en los títulos que Ignacio de Loyola da a las diferentes meditaciones o contemplaciones que constituyen el mes completo requerido por los Ejercicios originales. En la misma medida —en que son títulos—, creemos que el lector podrá seguir nuestra investigación, ya que prácticamente no nos referiremos —por lo menos esa es nuestra intención— a dichos títulos sin exponer al mismo tiempo su contenido. La dificultad podrá estar más tarde en recordar tales contenidos cuando se aluda a ellos con el título. Creemos, sin embargo, que los contenidos mismos, a pesar del viejo, y a veces, estrafalario español de Ignacio (actualizado un tanto en gramática y, por supuesto, en ortografía) será perfectamente inteligible. En tercer lugar, el mismo opúsculo de los Ejercicios, con su numeración párrafo por párrafo (que seguimos en las referencias), le permitirá a un lector todavía más curioso hallar fácilmente el pasaje a que se alude bajo títulos tan poco inteligibles en sí mismos como Dos banderas, Tres binarios, Composición de lugar, etc. En cuarto lugar, convendría tener en cuenta que, de acuerdo a los datos que poseemos, el librito de los Ejercicios Espirituales fue escrito en dos etapas, aunque la mayor parte provenga de la primera. Esta responde a las experiencias que tuvo, en la pequeña ciudad de Manresa, el caballero recientemente «convertido» Ignacio de Loyola. Otra parte, inferior en volumen, y tal vez alguna refundición del (o retoques al) primer material, datan de la época de los estudios de teología que el mismo Ignacio, varios años después, realizará en la Sorbona de París. Tenemos así, en germen, los dos elementos, ya señalados, de una «espiritualidad»: la experiencia vivida por una parte y el puente por otra entre esa experiencia y la teología académica de la época. El que exista una coherencia total entre ambos elementos es, como hemos visto, casi siempre imposible. La experiencia es normalmente más rica que el cuadro teórico o intelectual que adopta y que la oprime. Examinaremos ese problema con algún detalle en el anexo que seguirá a esta tercera parte. *
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Las cristologías en la espiritualidad
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Pero nuestra reflexión sobre «Las cristologías en la espiritualidad», centrada sobre todo en los Ejercicios Espirituales de san Ignacio, no se entendería si no fuese precedida de un estudio de la fórmula cristológica de Calcedonia. En efecto, para bien o para mal, el concilio de Calcedonia es un hito en la historia de la cristologia. Su fórmula «Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre», aunque expresada en las categorías culturales y filosóficas de una época determinada, constituye un logro irrenunciable. A partir del siglo v, su normatividad ha sido constante. También lo fue para las diferentes espiritualidades que fueron surgiendo y, por supuesto, para la de los Ejercicios de san Ignacio. En ellos, las meditaciones sobre los misterios de la vida del Jesús histórico están presididas por una convicción profunda: ese Jesús es el Hijo de Dios, el Cristo. Calcedonia está, por tanto, presente en el librito de san Ignacio. En este sentido, el capítulo que sigue, centrado sobre todo en este concilio, no es algo ajeno a esta tercera parte. Más bien nos abre a la comprensión de todo lo que expondremos a continuación.
CAPITULO PRIMERO
APROXIMACIÓN
JESÚS Y DIOS: AL CONCILIO DE
CALCEDONIA
La creación de nuevas ——y diferentes— cristologías no se detiene con el fin de las obras que componen el Nuevo Testamento. Este, como vimos, no presenta, ni permite una única interpretación del significado de Jesús. En cada una de sus obras importantes aparece la tarea de hacer, o rehacer esa interpretación y de transmitirla en forma eficaz a un contexto de necesidades diferentes. Por más que el continuo recurrir a lo aparentemente fijo —a la Escritura, en este caso al Nuevo Testamento— haya frenado, en cierta medida, la audacia creadora de la comunidad cristiana, otras exigencias ineludibles, provenientes de la historia, obligaron a intentar captar de nuevo, con lógicos altibajos de mayor profundidad o superficialidad, lo que Jesús significaba para los hombres. Durante los cuatro primeros siglos que siguieron a la muerte de Cristo, más exactamente hasta los concilios de Nicea (325), Efeso (431) y Calcedonia (451), gran parte de esa creatividad cristológica estuvo dirigida a responder cabalmente a la pregunta que pusimos como título de este capítulo: Jesús de Nazaret ¿es Dios? Y, lo que puede parecemos hoy algo extraño, siendo la respuesta afirmativa, la pregunta anterior se desplazó a otra: ¿cómo? Así, en la medida en que en esta parte y en la siguiente de nuestra obra nos proponemos examinar cristologías posteriores a esas fechas, no podemos menos de ofrecer al lector una reseña de los intentos históricos realizados para responder a esas preguntas ! . Y, más aún que una reseña histórica, le debemos el tratar de comprender lo que significaron para las cristologías posteriores, hasta nuestros días, las respuestas que, de hecho, se dieron. 1 Esta reseña puede el lector encontrarla muy bien desarrollada en Christian Duquoc, op. cit., cap. VII, §§ II y III: «La interpretación eclesíal de la filiación de Cristo hasta el concilio de Calcedonia» y «La unidad personal de Cristo», pp. 250-272.
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El Cristo de los Ejercicios Espirituales
Esta obra no es un tratado de teología. No quiere serlo, por lo menos en el sentido corriente de la palabra. Su objetivo es, precisamente, rescatar la pregunta acerca del significado de Jesús para la existencia humana, de la disciplina que, durante muchos siglos, se apropió la tarea de interpretar a Jesús. Y de interpretarlo en beneficio (exclusivo) de los miembros de la religión cristiana o de las Iglesias correspondientes. Justamente la insistencia metodológica, tan propia de esta obra, fue considerada necesaria para devolver la pregunta por la significación de Jesús y la posible riqueza de su solución, a cualquier hombre. A cualquiera, por lo menos, que sea consciente de que, en la historia que nos precede, impactó en un momento dado la forma de encarar la existencia que mostró Jesús de Nazaret. Y que, aún hoy, esa forma, traducida, puede interesar y humanizar a quienes, por un malentendido cultural o por razones más profundas y meditadas, profesan no creer en Dios. Ahora bien: constituye un hecho histórico que, ya desde el Nuevo Testamento, muchas categorías formalmente religiosas fueron aplicadas a Jesús. En las dos partes de esta obra que preceden hemos tratado de mostrar que el significado humano de Jesús de Nazaret no estaba condicionado a aceptar los supuestos de esas categorías, por lo menos en la forma que tomaron en la actualidad. En ese sentido, seguimos hasta ahora fieles a la perspectiva propuesta por el título del libro citado de M. Machovec: queremos presentar, en una versión liberada lo más posible de esoterismos, un Jesús para ateos. No para ateos solamente, claro está, pero sí un Jesús que llegue, sin las barreras tradicionales de lenguaje y categorías, hasta el hombre que, rechazando la idea (tal vez deformada, cf. GS 19) de un Dios o, sin pensar en él, se preocupa por lo que hemos llamado su propia fe antropológica. Creemos que en las dos partes anteriores hemos sido lo más parcos posible en el uso de términos y argumentos específicamente religiosos. Ello fue posible debido a que, tanto al examinar al Jesús histórico como el pensamiento cristológico de Pablo, encontramos que postulaban para su interpretación claves —políticas o antropológicas— que debían ser comprensibles para cualquier tipo de hombre, religioso o no. Obvio resulta señalar, no obstante, que, aun así, no podíamos evitar en muchos lugares el contacto con la mentalidad, lenguaje y categorías sacrales propias de la cultura de la época y que no se imponen en la nuestra. Aunque no haya que confundir sacral (o
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religioso) y mítico, vale para lo primero algo de lo dicho para lo segundo: que no se trata de desecharlo —como si todo lo que se nos dijera en ese plano no poseyera contenido significativo alguno—, sino de interpretarlo comprendiendo lo que se nos dice con ese tipo de lenguaje. ¿Qué quiere decir, entonces, y precisamente en este lugar, la pregunta sobre la divinidad de Jesús de Nazaret? ¿Por qué hacerla? Es necesaria dentro de nuestro propósito, diferente del de una «teología»? ¿No aparecerá aquí por mera rutina, para romper esa metódica sobriedad con la que tratamos, hasta este momento, de mantener la búsqueda del significado de Jesús en el campo de la fe antropológica que orienta o podría orientar la vida de cualquier hombre? La respuesta global a tales preguntas es que, a medida que nuestro intento, en cierto aspecto anticristológico, pretende devolver al hombre de hoy la capacidad y el deseo de crear las cristologías —las interpretaciones de Jesús— que puedan enriquecer y hacer más madura su existencia, nuestra búsqueda ya no puede ceñirse ni siquiera a la multiplicidad de cristologías contenidas en el Nuevo Testamento 2 . Tiene que seguir a través de la historia mostrando cómo, a pesar de todas las tentativas de sistematizaciones definitivas, en los dos milenios que nos separan de Jesús las cristologías se han ido sucediendo en función de diferentes contextos históricos. Es cierto que también aquí nuestra propia limitación nos obligará a fijarnos en una cristología determinada, dejando de lado otras muchas que, con iguales o mayores derechos, hubieran podido acaparar nuestra atención. Pero, y éste es el núcleo de nuestra respuesta a las preguntas que acabamos de formular, a partir de cierta época —digamos grosso modo el siglo v— tendremos que contar con un hecho nuevo. Todas las nuevas cristologías se hicieron expresa y metódicamente la pregunta de si Jesucristo era Dios, 2 De las cuales, por simples y comprensibles limitaciones humanas, hemos escogido una sola, la de Pablo, para mostrar el proceso creador que lleva a éste desde los datos históricos referentes a Jesús a la interpretación del cambio significativo que introduce esa historia (con las experiencias pascuales anexas) en la existencia del hombre. Por cierto que nuestro intento metodológico hubiera quedado mucho mejor establecido y probado repitiendo el mismo proceso con las muchas otras cristologías neotestamentarias: la de cada uno de los sinópticos, la del autor de la carta a los Hebreos, la de Juan, etc.
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y respondieron, de manera igualmente expresa y metódica, afirmativamente. Si queremos, pues, entrar en contacto con lo que Machovec llama las «tradiciones espirituales» cristianas posbíblicas, será menester, para comprenderlas cabalmente, entender también lo que se quiso decir con esa pregunta y con su respuesta y cómo influyó en las sucesivas interpretaciones del significado de Jesús para la existencia humana durante siglos. Desde ahora, podemos establecer que la respuesta «teológica» a esa pregunta sobre Jesús debía influenciar de dos maneras apreciables la cuestión sobre su significado antropológico. De ello se sigue que no podemos privar al lector de datos importantes para comprender lo que sigue. La primera manera cómo las controversias cristológicas de los primeros siglos y su solución influyeron en la posterior comprensión de Jesús consistió en que, al dar una respuesta positiva, aunque compleja y sutil, a la pregunta sobre su divinidad, contribuyeron poderosamente a algo que sólo el futuro reveló como importante limitación: redujeron el interés por Jesús a quienes tuvieran un cierto abanico de creencias religiosas. Jesús pasó, en cierto modo, a un plano donde para comprender su significado era menester estar ya fundamentalmente de acuerdo en cuestiones como la existencia y naturaleza de Dios. Esta especie de monopolio, aceptado sin demasiado cuestionamiento por la cultura occidental contemporánea, es lo que obliga, por ejemplo, a Machovec a escribir un capítulo entero destinado a la intrigante cuestión de saber por qué un hombre que expresamente hace profesión de no creer en Dios puede interesarse vitalmente por Jesús de Nazaret. Esto constituirá el núcleo central de la cuestión que quisiéramos tratar en este capítulo: lo acertado o no de la apropiación de Jesús por lenguaje, categorías y disciplinas religiosas. La segunda manera en que la respuesta afirmativa a la pregunta sobre la divinidad de Jesús afectó a las cristologías posteriores será también, pero sólo teóricamente y en principio, objeto de este capítulo. Toda la tercera parte la discutirá de modo implícito en la práctica. Volviendo, pues, a la segunda manera, nos preguntamos si, al declarar Dios a Jesús, no se le quitaron rasgos humanos decisivos para hacer más hondo y relevante su significado para la existencia del hombre en general. En este capítulo veremos cómo se quiso evitar este extremo. El resto de la tercera parte mostrará si se evitó realmente.
I Se dirá, tal vez, que no hay por qué esperar varios siglos después de la muerte de Jesús para que la pregunta sobre su divinidad aparezca en el horizonte. Podríamos decir que ocupa ya un lugar decisivo en los primeros seguidores de Cristo que consignaron esa problemática por escrito desde el Nuevo Testamento. Pero hay que tener en cuenta dos precauciones ineludibles. I ^ primera, que esa pregunta juega un papel muy diferente antes y después de los sucesos pascuales, es decir, antes y después de las experiencias acerca de Jesús resucitado. La segunda, que la pregunta (y la respuesta) acerca de la divinidad de Jesús, teniendo en cuenta su resurrección, responde a intereses diferentes cuando se formula dentro de las perspectivas recogidas en el Nuevo Testamento (o inmediatamente después) y cuando se formula para establecer —de manera «digital»— la expresión dogmática que, a partir del siglo v, se considerará normativa para todo pensamiento cristológico ulterior. En ésta la metáfora ya no es interpretada como metáfora, sino despojada en la medida de lo posible de su carácter de metáfora para adquirir la precisión de un concepto abstracto y universal. Comencemos con la pregunta acerca del Jesús histórico, es decir, prepascual. Ya tratamos de mostrar que, de acuerdo con los hechos, Jesús no apela a la calidad de su persona o a sus especiales relaciones con Dios para interesar a sus contemporáneos y reclutar seguidores. Lo más históricamente fidedigno que sabemos sobre Jesús de Nazaret es que el centro de su vida y mensaje, así como la clave del destino que lo lleva lógicamente a la muerte, estuvo constituido por la cercanía del reino de Dios. Bastará recordar aquí, en esta misma línea, algunos datos ya ofrecidos al estudiar el tema del Jesús histórico de los sinópticos. En primer lugar, tenemos el llamado «secreto mesiánico», es decir, el rechazo por Jesús de toda identificación pública como Mesías (aunque no pueda impedir que sus hechos lo insinúen); esto sería incomprensible si hubiera querido apoyar su predicación en su propia relación con la divinidad. En segundo lugar, es clara su negativa a dar a su actitud taumatúrgica otra interpretación que la de la fuerza con que el reino de Dios se acerca. En tercer lugar, existe el hecho de que sus mismos seguidores declaran que le han seguido atraídos en gran parte por el poder que debía conferirles la realización de ese reino; esto no excluye una solidaridad básica
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con otros criterios más esenciales del proyecto de Jesús. Finalmente, están las duras polémicas sostenidas por Jesús con todos aquellos que quieren precisar primero cuáles son sus relaciones con Dios para decidir después si deben o no seguirle en las transformaciones que implica la instauración del reino. Todo esto debe llevarnos, lógicamente, a concluir algo de extrema importancia: Jesús, cualquiera que fuese su relación, consciente o inconsciente, con lo divino, consideraba decisiva la correcta sucesión de las preguntas que él mismo suscitaba con su mensaje y actuación. Antes de responder a la pregunta por sus efectivas relaciones con Dios había que comprender los valores implicados en su proyecto y decidirse por ellos. Es importante detenerse aquí. ¿Por qué esta prioridad de una pregunta sobre otra? ¿Por qué no mezclar o yuxtaponer ambas? La respuesta, a nuestro parecer, se basará en la diferencia de niveles lógicos de ambas preguntas. Gregory Bateson, en esas interesantísimas conversaciones con su hija, que él llama Metálogos 3, muestra la diferencia de nivel lógico que existe entre la pregunta que puede contestarse con una metáfora y la que versa sobre la propiedad significativa de la metáfora. Y usa un ejemplo tomado del ballet. Una de las bailarinas en Petrushka presenta la figura de un cisne. Es, metafóricamente, un cisne, una «especie de» cisne no real, sino figurativo, pero a su vez también es un ser humano, una «especie de» ser humano real caracterizado por representar, bailando, un cisne. Pues bien: en un cierto nivel lógico o de comprensión puedo preguntar: ¿qué es esa bailarina-tí tere? La respuesta será aquello a lo que apunta la metáfora: un cisne. Pero también, en otro nivel lógico o de comprensión, puedo preguntar: ¿qué es ese cisne metafórico, qué es esa bailarina en figura de cisne? La respuesta, mucho más compleja, apuntará a la función que un ser humano desempeña con respecto a los demás seres humanos cuando se identifica con una metáfora, cuando se vuelve metáfora viva. En otras palabras: pregunto algo así como qué es un ballet o qué es el arte. Sería perfectamente ocioso y un puro malentendido discutir cuál de las dos respuestas es la correcta. La diferencia de niveles hace que no constituyan una alternativa. Ahora bien: esta diferencia de niveles lógicos —o de tipos 3
Op. rít., pp. 59ss.
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lógicos, expresión que Bateson toma de Russell— hace que sea imposible contestar a la segunda pregunta sin diferenciarla antes de la primera y sin contestar antes a ésta. Sólo quien entiende lo particular —la metáfora ejecutada por la bailarina-cisne— puede comprender, dando un paso más, lo universal, es decir, la función (metafórica) del ballet para el hombre. De manera semejante, la comprensión de ese proyecto particular y concreto que es el reino de Dios debe ser distinguida de, y preceder a la comprensión de las relaciones de Jesús con la divinidad en general. En efecto, teniendo en cuenta los niveles lógicos, preguntar si Jesús es Dios supone en cualquier caso saber ya lo que entendemos por Dios. Pero ¿cómo saberlo sin tener en cuenta los proyectos que Jesús atribuye a Dios? En realidad, este no es un caso aislado. Ni siquiera en la Biblia, aun prescindiendo de los ejemplos veterotestamentarios citados como argumentos (del verdadero orden en las preguntas) por el mismo Jesús. En varios lugares de la Biblia encontraremos que dos tipos de preguntas de distinto nivel lógico se superponen sin confundirse. Así, por ejemplo, ante la perspectiva del exilio inminente, los profetas Jananías y Jeremías dan, de parte de Yahvé, una visión diferente y opuesta del futuro que aguarda a Israel. Pero luego la profecía cambia de nivel. Yahvé se dirige una vez más a Jeremías, pero esta vez el contenido de la inspiración profética no se refiere directamente al futuro de Israel, sino que sube de nivel lógico y apunta al criterio para discernir entre profecías que presentan futuros opuestos (cf. Jr 28). Es decir, que el mensaje profético se centra en la consistencia de la profecía misma. De profecía, se torna profecía sobre profecías. Difiere de la profecía anterior como un número de su cuadrado o como un particular del género que lo contiene 4 . La vida histórica de Jesús de Nazaret se aproxima todavía más al caso límite en que, de las dos preguntas, sólo una, la pri4 De hecho, en cualquiera de los profetas (y otros escritores) del Antiguo Testamento se pasa todavía a otro nivel lógico superior, que no representa ni siquiera lo que Jeremías dice que Yahvé señala sobre cómo diferenciar una profecía verdadera de una falsa. Ese otro nivel es el que posibilitó que se aceptara históricamente a Jeremías —y no a su contrincante, por ejemplo— como parte del libro o libros (Biblia es un plural) que contienen la revelación de Yahvé, esa tradición de aprender a aprender que, para existir, tiene que comenzar rechazando como irrelevantes o falsas muchas otras pretensiones de recibir revelaciones de Yahvé formuladas por personajes históricos de Israel.
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mera, aparece como decisiva . La distinción con respecto a la segunda no sólo está marcada, sino que, en la medida en que podemos distinguir al Jesús histórico de las cristologías de los sinópticos, hay una cierta exclusión, aunque provisoria, de la segunda pregunta. Esto nos lleva a considerar por un momento un caso único en la Biblia muy relacionado, a pesar de las apariencias, con el de Jesús en el aspecto antes aludido. Sobre todo si damos por cierta la interpretación que hemos hecho en clave política de la vida y mensaje de Jesús. El ejemplo a que nos referimos concierne a una pregunta que la teología, embarcada en el malentendido de confundir o mezclar niveles lógicos distintos, se ha visto forzada a dejar sin respuesta adecuada: ¿por qué figura en el canon de los libros considerados por Israel como revelación divina ese poema o poemas conocidos bajo el nombre de Cantar de los Cantares? 6. Tomemos al azar la introducción de la Biblia de Jerusalén a este libro y veamos cómo plantea y resuelve el problema. «Este libro, que no habla de Dios y que usa un lenguaje de amor apasionado, ha resultado chocante... No hay libro del Antiguo Testamento que haya recibido interpretaciones más dispares...» 7 . Es interesante señalar que entre las más antiguas de éstas (las de los Padres de la Iglesia), prevalecen las que suponen que el Cantar se refiere, en forma alegórica, a una realidad divina, como sería el amor de Yahvé a su «esposa» Israel. Esto daría a la obra 5 Parece cierto que, con ocasión de la crisis galilea, Jesús habría preguntado —dentro del círculo restringido de sus discípulos— acerca de la relación con Dios que la gente primero, y los discípulos después, le atribuían. Jesús no habría rechazado, en esas circunstancias muy precisas, su identificación con el Mesías. Pero ello, y más aún su presunta declaración mesiánica ante el sanedrín, queda reducida a un ámbito muy limitado y es inspirada por un contexto muy especial, amén de que la prioridad, aun así, recae sobre la proximidad del reino. Cabría añadir, además, que en público es el reino el que aparece siempre como central. Y su retraso habría sido lo que provoca, en la cruz, el grito desconcertado de Jesús ante esa especie de error de cálculo fundado, por cierto, en sus relaciones con la divinidad. 6 Cuando pretendemos que éste es un «caso único», nos referimos únicamente a la claridad con que plantea nuestro problema. Pero, en el mismo Nuevo Testamento, no es único en sus caracteres esenciales. Von Rad hace observaciones muy pertinentes en el mismo sentido a propósito de la historia de la sucesión de Salomón al trono de su padre David. Cf. «Los comienzos de la historiografía en el antiguo Israel», en G. von Rad, Estudios..., op. cit., pp. 141ss. 7 Op. cit., p. 865 (subrayado nuestro).
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MI derecho de entrada en la colección de libros que se supone contienen la revelación divina. Las interpretaciones más modernas, en > umbio, toman, según la misma introducción, el Cantar en su (Ncntido natural». En tal caso su tema sería «religioso, ya que I )los ha bendecido el matrimonio» 8. En realidad es difícil fundar racionalmente una u otra de estas >los hipótesis que engloban la diversidad de respuestas posibles. La hipótesis de la alegoría raya en lo inverosímil por varias razones: lo concreto, frondoso y variado de descripciones y situaciones; el hecho de que un libro entero pueda ser una alegoría sin ¡ida diferencia entre el contenido amoroso del Cantar y todas Lis concepciones —siempre desiguales en su origen o en sus resultados— de la alianza o matrimonio entre Yahvé e Israel, etc. Una alegoría siempre es una llamada de atención que consiste, por lo común, en una cierta falta de realismo, con lo que se nota que apunta a algo distinto de lo que aparentemente expone. Aquí, por el contrario, el realismo es compacto y sin brechas. La segunda hipótesis, aun prescindiendo de la duda acerca de si el poema refleja precisamente la realidad del matrimonio, es débil por varias razones que atañen aún más a nuestro propósito. Supone, en efecto, que la bendición de Dios bastaría para volver «religioso» cualquier tema supuestamente profano o secular. Ahora bien, esa bendición divina no es patrimonio exclusivo del lazo matrimonial, sino que, de acuerdo con el Génesis, se extiende a la creación entera 10. Por ello, cualquier tema tendría derecho a ser considerado revelación divina, hable o no de Dios. Pero, entonces ' Ibíd. ' Cf., por ejemplo, Is 5,7. El mismo Von Rad hace notar en el artículo citado anteriormente cómo procedían autores bíblicos, varios siglos anteriores al del libro que analizamos, para unir acontecimientos aparentemente profanos con la revelación de un proyecto o de una evaluación divina (cf. Estudios..., op. cit., pp. 171ss). Este recurso falta totalmente aquí. Y no porque se haya perdido la costumbre de usarlo, como mostrará el libro de los Proverbios o, más tarde aún, el Eclesiástico. En ellos, sólo «se habla de Dios» ni la mayoría de los pasajes en que ello ocurre, para elevar al plano de lo sagrado una sabiduría profana adquirida por la experiencia del hombre y caracterizada, muchas veces, por un sorprendente y casi cínico pragmatismo. 10 Y a quien alegara que le fue retirada a causa de la falta original, habría que recordarle que fue retirada precisamente al matrimonio (cf. Gn 3, 16ss).
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el criterio para constituir una revelación divina tendría que extenderse desde un contenido temático particular —lo religioso, Dios— a una cualidad o genialidad del autor, mostrando en cualquier campo humano una dimensión más amplia o profunda de él que la acostumbrada. Pero si esto fuera así, ¿por qué no prescindir claramente de la razón, obviamente insatisfactoria, de que Dios haya bendecido el matrimonio? ¿Por qué no comenzar exactamente por el extremo opuesto, concluyendo que sólo conoce al Dios de Israel quien participa con él de la misma valoración de lo humano que el libro nos presenta? En el volumen primero hemos tratado de mostrar, mediante un análisis fenomenológico, que la fe, en cuanto dimensión antropológica necesaria y omnipresente, no se divide de forma radical en dos categorías, una religiosa y otra, por su contenido, laica o profana. Ese análisis mostraba, por el contrario —lo que coincide, por otra parte, con lo visto sobre la Biblia—, que el testimonio que fundamenta la fe es eficaz en la medida misma en que es humano; es decir, en cuanto puede mostrar un camino apto para la dicha o felicidad, y que Dios mismo no podía suscitar la fe de otra manera. Esto significa varias cosas que conviene puntualizar brevemente. En primer lugar, como sólo podemos otorgar nuestra fe a un testigo que nos ímpacte y ofrezca un camino hacia la felicidad, toda mezcla de caracteres divinos o sobrehumanos en ese testigo, lejos de dar fuerza a la fe, se la quita a corto o largo plazo. En otras palabras: todo condicionamiento de ese camino hacia la felicidad (que el testigo presenta) a características, poderes o cualidades que el hombre no pueda poseer destruye de raíz la fuerza del modelo o testimonio. No se apuesta la vida por un camino que de antemano se sabe excede las posibilidades del hombre. En segundo lugar, esto debería iluminar un aspecto importante del uso del lenguaje religioso. Cuando éste no es meramente ideológico, en el sentido ya mencionado de una técnica mágica para la realización de cualquier tipo de valores, le sirve al hombre para aludir al carácter trascendente de sus premisas ontológicas y epistemológicas, es decir, de ciertos valores y datos últimos que organizan el resto de su existencia. En este sentido, poca diferencia básica hay entre afirmar, por ejemplo, que en tal sistema social preferido se dará una convergencia perfecta entre las necesidades
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del mercado y el trabajo vocacional de cada hombre, sostener que nuil «mano invisible» se ocupará de esa convergencia o, finalmente, iilimiar que Dios no dejará que los que buscan su reino (y su jusiii-ia) carezcan de lo necesario. El contenido significativo de las dos iiliiinus expresiones no depende ni de que se investigue cómo una muño puede actuar de manera invisible ni de que se llegue a un ,K iii-rdo sobre la existencia metafísica de Dios y de su providencia. l',M¡i última cuestión pertenece a otro nivel lógico que se expresará normalmente en lenguaje «digital», mientras que el contenido significativo básico de la expresión depende del lenguaje «icónico», i I más adaptado a la transmisión de datos trascendentes, de acuerdo (OH la función antropológica que éstos tienen. El empleo para lo mismo del lenguaje digital, aunque a veces pueda ser necesario, tendrá el inconveniente de presentar como descripción objetiva y pasible de experimentación lo que objetivamente es inverificable, generando así a menudo una confusión de niveles lógicos. En tercer lugar, y como consecuencia de lo anterior, en los mitos donde figuran semidioses o encarnaciones divinas hay que distinguir dos funciones del personaje o, por mejor decir, del género literario que lo presenta. En lo que toca al contenido de una posible fe antropológica, lo divino (o suprahumano) del personaje no cuenta. Se le olvida o reduce a dimensiones humanas. Y es dentro de éstas donde se ve en él un testimonio del camino que el hombre podría seguir hacia la felicidad. Lo divino cumple otra 11 ilición. Por ello, la pura mezcla de características divinas y humanas es un óbice opuesto al valor testimonial del personaje. Un ejemplo significativo lo tenemos en la cultura griega con su intrincada mitología. Parece ser un hecho histórico suficientemente comprobado n que la Ilíada y la Odisea, transmitidas como base de la educación, fueron la fuente (testimonial) de los valores culImales griegos durante siglos. ¿Pero qué parte de esas obras, altamente mitológicas como las homéricas, cumplió esa función? No, por cierto, las aventuras allí narradas sobre el Olimpo de los dioses, sino las de los héroes. Más aún: cuando en algún caso, como el de Aquiles, se trata de un semidiós —prácticamente invulnerable—, el mismo autor se preocupa en gran medida de hacer olvidar sus prerrogativas divinas (le está vaticinada la muerte) para exaltar su valor «humano», valor o coraje que prácticamente no existirían, o serían inferiores a los de cualquier otro guerrero, si se 11
Cf. W. Jaeger, Paideia (trad. cast. FCE, México) 3 tomos.
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tuviera en cuenta su parte «divina», es decir, su casi total invulnerabilidad. En cuarto lugar, cabe, por tanto, preguntarse en qué puede consistir la función de esa «aportación» divina a la figura humana que, por su semejanza con nuestra condición, es la única capaz de encauzar una fe que puede dar sentido a nuestra existencia y estructurarla a. No es menester una investigación profunda para caer en la cuenta de que el vocabulario y los aspectos religiosos allí notados, más que formar una categoría especial de cualidades fundidas con las demás, atribuyen una dimensión de Absoluto a un testimonio en sí estrictamente humano. Este testimonio, para cumplir su función y por extraordinario que sea o se lo imagine, no puede superar las barreras de lo particular, propias de la historia y del carácter indispensable de una existencia capaz de fundamentar una fe, sea religiosa o no. En quinto lugar, y como consecuencia de lo anterior, la aparición del lenguaje religioso en una representación de fe es de otro orden lógico que el mensaje mismo, es lo que llamaríamos un metamensaje, esto es, un mensaje sobre el mensaje, sobre cómo comprenderlo, sobre el nivel (cognoscitivo y operativo a la vez) que alcanza esa fe. Como ya explicamos, la fe religiosa no consiste en trasladar nuestra apuesta existencial de un testigo humano a otro de naturaleza divina, como si ambos estuvieran en un mismo nivel y hasta se pudieran mezclar sus caracteres respectivos. Volvamos ahora, después de estas consideraciones, al caso Jesús de Nazaret. Ya indicamos cómo su predicación se mueve constantemente en un nivel lógico bien definido: las exigencias de ese proyecto histórico sobre el reino de Dios que está próximo. Según los sinópticos, sólo en una ocasión, en plena crisis ga12 Y nótese que calificamos de «aportación» ese aspecto divino de semidioses o dioses encarnados, en la medida misma en que su intervención no disminuye la significación humana del personaje. Porque, de ser así, acontecería lo que ocurrió con la misma educación griega (y en otros casos paralelos), es decir, que la fe antropológica dependerá más de los hombres que de los dioses. Una de las causas probables de la victoria de la religión judeocristiana sobre la grecorromana fue su carácter, digamos, «precalcedonense» (es decir, el rechazo de las mezclas divino-humanas) de las grandes figuras bíblicas. La relación con lo divino que tienen Abrahán, Moisés, David, Elias, Jeremías o Jesús de Nazaret no se mezcla con sus vidas para arrebatarles lo que poseen de profundamente trágicas y humanas y, por tanto, de reveladoras de Dios.
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lilea, franquea Jesús los límites del acostumbrado nivel lógico para entrar en otro superior: cuando pregunta en privado a sus discípulos quién dice la gente y quién dicen ellos que es él. Las respuestas que recibe a ambas preguntas apuntan ya a una relación privilegiada con Dios: Jesús sería un profeta o el Profeta, es decir, el Mesías, el agente último y definitivo de los planes de Dios (cf. Mt 16,13-20). Y también ante tales declaraciones ordena Jesús, inesperadamente, mantener oculta su identidad. Ya hemos tenido ocasión de ver cómo las experiencias pascuales desplazan la cuestión (histórica) sobre el reino a la cuestión (teológica) sobre la persona y cualidades divinas de Jesús. Aquí se realiza con toda claridad y sin ambigüedad alguna el cambio de nivel lógico a que aludíamos, lo cual no quiere decir que se haga de forma consciente ni sobre todo correctamente. Pero antes de evaluarlo tratemos brevemente de comprenderlo y captar sus principales implicaciones. Podríamos, en una palabra, decir que el mensaje de Jesús se convierte en mensaje sobre Jesús. Las experiencias pascuales, sucediendo a la sacudida de la cruz, responden, por lo menos en un primer momento si hemos de creer a Lucas en los Hechos, no a la pregunta de qué fe sobre el reino puede sobrevivir a la cruz, sino de si se ha tenido razón al confiar en Jesús. El paso de un nivel al otro es exactamente el mismo que apreciamos entre las dos profecías sucesivas de Jeremías. Los discípulos, testigos de la resurrección, señalan que se les abrió el sentido de las Escrituras, y precisamente en lo tocante al mesianismo de Jesús. En todo caso, y antes de examinar esa reinterpretación simultánea de la Escritura por un lado y del Jesús prepascual por otro, hay que decir que, a partir de la resurrección, el descubrimiento de las relaciones únicas entre Jesús y Dios se comprueba en todos los documentos neotestamentarios, aunque no explicitado en un lenguaje «digital», sino a través de expresiones «icónicas», predominantemente poéticas: Hijo de Dios (con poder), Mesías, Señor, Imagen, Figura, Palabra (o Verbo), Mediador, Pontífice, Primogénito, Alfa y Omega, Dios encarnado 13... Prescindamos por un momento de analizar lo que se quiere decir con tales títulos y lenguaje para atender a un punto ya indi13 Pronto aparecen, además, no sólo títulos o frases aisladas referentes a la relación entre Jesús y Dios, sino probables himnos o, en todo caso, pasajes poéticos enteros sobre ese tema. Los principales, como se sabe, son Flp 2, 6-11; Col 1,15-20; Ef 1,3-14; Jn 1,1-18, así como tal vez algunos fragmentos: 1 Tim 3,16; 6,15-16, etc.
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cado, pero que cobra aquí toda su importancia significativa. El paso inconsciente de un nivel lógico a otro es la fuente más común de los malentendidos que menoscaban la verdad y la riqueza de nuestro pensamiento y acción, por más que la confusión se haga a un nivel estimado superior, como el religioso. Pues bien: como ya hemos indicado frecuentemente, el paso del mensaje y proyecto del Jesús histórico a la glorificación de su persona como Mesías e Hijo de Dios no siempre fue equilibrado. Al confundirse los niveles, la primera cuestión fue casi borrada por la segunda. En esta línea invitamos al lector a hacer una comparación, ya sugerida anteriormente, entre dos pasajes del mismo Lucas. En el primero encontramos un resumen del mensaje de Jesús sobre el reino, al declarar en la sinagoga de Nazaret que la profecía de Is 61,1-2 se cumplía ese día. Esa es la versión lucana de otro resumen equivalente que nos presentan Marcos y Mateo sin alusión a Isaías y que ya conocemos: «El tiempo se ha cumplido y el reino de Dios está cerca; cambiad de mentalidad y creed en la buena noticia» (Me 1,15; cf. Mt 4,17). Pues bien: eí segundo pasaje, también de íos Hechos, relata que Pedro ante la muchedumbre, después de la venida del Espíritu en Pentecostés, afirma que tuvo lugar en Jesús la realización escatológica de las esperanzas mesiánicas, esta vez tal como las profetizaba Joel. Y luego continúa: «Israelitas, escuchad estas palabras: A Jesús nazareno, hombre a quien Dios acreditó entre vosotros con milagros, prodigios y señales que Dios hizo por su medio, como vosotros mismos sabéis, a éste, que fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios, vosotros lo matasteis clavándolo en la cruz por mano de los impíos; a éste, pues, Dios lo resucitó liberándolo de los dolores del Hades... de lo cual somos testigos... Sepa pues toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Cristo (Mesías) a este Jesús a quien vosotros habéis crucificado» (Hch 2,22-24.32.36). Más aún: ante esta declaración sobre Jesús —que no menciona la venida ni el porvenir del reino—, los oyentes preguntan qué deben hacer. Y Pedro responde: «Cambiad de mentalidad y que cada uno de vosotros se haga bautizar en el nombre de Jesucristo para remisión de vuestros pecados...» (Hch 2,37-38). El relato apunta al resultado de esta exhortación y predicación previa: «Los que acogieron su palabra (la de Pedro) fueron bautizados. Aquel día se les unieron unas tres mil almas» (Hch 2,41).
Hemos observado ya que en otras cristologías, particularmente en la de Pablo, nos hallamos ante una integración mucho más rica y equilibrada de las dos cuestiones sobre Jesús, aportando cada una elementos diferentes desde su respectivo nivel. Ahora, en cambio, estamos ante una mezcla inconsciente de ambos niveles. Intentemos, sin embargo, percibir de manera más cabal los efectos negativos de esa confusión de niveles, ya que la problemática sobre Jesús sufre aún hoy las consecuencias de tal malentendido. Dejemos de lado, por obvio y ya aludido, el olvido en que queda el proyecto de Jesús ante eí descubrimiento del carácter divino de su persona. La diferencia entre la predicación de Jesús y la de Pedro es patente. Pedro no llama ya a colaborar en la instauración del reino de Dios, sino a formar parte de la comunidad cuyo contenido central es el consenso sobre la íntima relación entre Jesús y Dios: «... que cada uno de vosotros se haga bautizar...». Pero lo explícito es todavía más interesante que lo que se omite. En efecto, no sólo no se relaciona con el reino el descubrimiento de que «Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús», sino que se vacía retrospectivamente la lucha de Jesús por el reino, atribuyendo su muerte, no al conflicto generado por este último, sino al «determinado designio y previo conocimiento de Dios» 14. Esta respuesta mezcla, efectivamente, dos designios (de diferente nivel lógico) en la vida real de Jesús: el que éste asume consciente y deliberadamente y el que Dios tiene sobre Jesús y sobre otros hombres, sean éstos conscientes o no de ello. Y entonces,
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14 Indicamos ya a propósito de Pablo, y a pesar de su equilibrio, cómo estamos tan acostumbrados a esta mutilación del testimonio histórico de Jesús que ni parpadeamos siquiera cuando leemos que «Cristo murió por nosotros» (Rom 5,8; cf. 5,6; 4,25; 13,25, etc.), sabiendo, como sabemos, que la historia nos informa que fue asesinado por sus adversarios político-religiosos y que sus últimas palabras en la cruz fueron: «¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?» (Me 15,34; Mt 27,46). Con razón comenta Duquoc a propósito de Rom 4,25 («fue entregado por nuestros pecados»): «Toda la dificultad de la teología de la cruz proviene de la oscuridad del vínculo entre el hecho documental y la proclamación de la fe apostólica: 'Murió por nuestros pecados'. Las teologías de la redención se han esforzado en aclarar este vínculo: el acontecimiento singular de la muerte de un hombre adquiere allí la calidad de un acontecimiento de alcance universal. Desgraciadamente, esas teologías desarraigan muchas veces el hecho documental de su contexto preciso y lo iluminan a base de conceptos teológicos a los que se les da, ocasionalmente, una forma histórica» (op. cit., p. 368).
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con toda lógica, se sacará la consecuencia de que el segundo designio es, si no el único verdadero, sí en último término el más válido y significativo. Ya hemos visto que ello, lejos de contribuir a la fe (antropológica) en Jesucristo, coloca su vida y mensaje en un plano ideológico (de instrumento mágico de salvación) o irrelevante para quienes buscan en él el significado que pueden dar a su existencia humana. Así lo dice con suma claridad la conclusión que sigue a la predicación de Pedro. Según ella, se unieron ese día a los acostumbrados seguidores del Jesús prepascual «unas tres mil almas». También aquí hay algo profundamente extraño. El Jesús histórico no parece haber reunido en torno a sí mucho más de cien discípulos, aun dando a esta palabra el contenido más amplio posible (cf. Hch 1,15). Lo más probable es que, cuando Hechos habla de esas tres mil personas que se les unieron el mismo día de Pentecostés, el sujeto correspondiente a ese «les» sea una comunidad no mucho mayor que los Doce, reconstruida después de la defección de Judas (cf. Hch 2,14). En todo caso poco importa la cifra exacta, de cualquier modo muy pequeña en relación a los tres mil nuevos adherentes. Sorprende a quien investiga sobre el Jesús histórico la dificultad de Jesús para formar a sus discípulos, mientras que ahora la mera predicación que identifica a Jesús con el Mesías introduce en la comunidad cristiana nada menos que a tres mil personas que se bautizan en un solo día. En efecto, hemos tenido ocasión de ver las tremendas exigencias que plantea Jesús a sus discípulos, las sombrías predicciones que les hace y las pruebas a que los somete. Y ello no por elitismo, sino por el simple hecho de que el reino es muy exigente y conflictivo y quienes cooperan a su llegada deben comprender y aceptar los riesgos de esa conflictividad. ¿Por qué, entonces, todo esto desaparece ahora? Todo hace pensar que la diferencia entre la predicación de Jesús y la pospascual de Pedro no es la que existe entre un mensaje y un metamensaje, como debería ocurrir cuando las experiencias pascuales iluminan de un modo nuevo las enseñanzas de Jesús. La diferencia procedería de una simple desaparición de los elementos más conflictivos del primer mensaje, al mezclarse con el segundo. No se trata ya de saber si los valores de las personas se ajustan, aunque sea inicialmente y poco a poco, a los del reino, sino de reconocer o no a Jesús como Mesías de Israel. Lo primero
podía exigir meses o años y manifestaciones concretas. Lo segundo es asunto de un minuto. Afirmar que Pablo es mucho más cauteloso y profundo ante la pregunta por las cualidades divinas de Jesús, quiere decir que, de alguna manera, se preocupa de mantener separados los dos lenguajes. Que, inconsciente o intuitivamente tal vez, percibe la diferencia entre el mensaje y el metamensaje, impidiendo así que el segundo, apareciendo como del mismo nivel que el primero, se imponga a éste borrando sus características más centrales. Es cierto que, como tuvimos ocasión de ver, parecería que también Pablo diluye, en parte, el espesor histórico y humano de Jesús al atribuir, como Pedro, su muerte a un designio divino relacionado con la redención de los pecados de la humanidad. Pero, por otro lado, también vimos que ese designio no le hace olvidar el conflicto histórico desatado por Jesús que fue la causa de su muerte, por más que desplace esa conflictividad de la clave política a la antropológica. Así, el designio divino no anula la importancia de la historia humana de Jesús, sino que arroja luz sobre ella desde otro nivel cognoscitivo. Aunque resulte aún prematuro, podemos decir ya que el gran valor de las soluciones dadas a las controversias cristológicas de los primeros siglos, especialmente a las formuladas en Calcedonia, consiste en el terco y sano esfuerzo, sin duda oscuramente consciente, por no permitir que una de las preguntas pertinentes acerca de Jesús se mezclara con la otra como perteneciendo a un mismo plano y compartiendo con ella el contenido significativo de Cristo. En otras palabras, se luchó durante siglos por mantener abierta la distinción de niveles lógicos acerca de Jesús y, con ella, la riqueza y originalidad de su testimonio antropológico.
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II Se dirá que, no obstante todas estas precauciones, el Nuevo Testamento afirma ya la divinidad de Jesús y que, con ello, nos vemos obligados, en su interpretación, a entrar en una esfera reservada a quienes poseen creencias religiosas. Es cierto que esa afirmación existe, aunque sin una precisión abstracta y «digital» de los conceptos. Estos permanecen, como dijimos antes, en un plano o género literario más bien poético.
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Pero, aun así, es cierto que dentro del Nuevo Testamento ya se atribuye a Jesús una cualidad divina. Si ello es así, parecería que no podemos escapar al hecho de que la fe en Jesús sólo es tal cuando quien se acerca a él está ya de acuerdo en que Dios existe y en lo que Dios es, y que percibe luego en Jesús, según ese conocimiento previo, las características propias de un testigo divino. En otros términos: estaríamos ante la alternativa de que frente a Jesús sólo cabe optar entre tener fe religiosa en él o carecer por completo de ella. Dicho de otra manera: no podemos ignorar que, aún antes de las fórmulas dogmáticas y sin llegar necesariamente a una mezcla indebida de niveles lógicos, la pregunta sobre la relación del testigo (antropológico) Jesús con Dios fue hecha y respondida. ¿Cuál era pues el sentido de esa pregunta y de su correspondiente respuesta afirmativa? Digamos, muy en general, apoyándonos en lo que sigue, que la fórmula «Jesús es Dios» expresa, grosso modo, la opinión global del Nuevo Testamento 15, así como la de las definiciones conciliares que siguen a las controversias cristológicas y culminan en Calcedonia. Pero el género literario de la afirmación es distinto en uno y otro caso. Mostremos esta diferencia importante en el uso del lenguaje mediante dos ejemplos, abstracto uno, concreto el otro. La fórmula A es igual a B puede ser un ejemplo de información. Pero no dice si la fuente de esa información reside en (el conocimiento de) el sujeto A o en (el conocimiento de) el predicado B. En otras palabras: todo dependerá de que yo conozca primero A o B. Si ya conozco A, conoceré B mediante la igualdad que la fórmula propone, y viceversa. No es el orden en que distribuyo las palabras en la frase (Jesús es Dios) lo que me indica cuál es el término conocido que pro-
yecta su luz sobre el otro. Esta constatación puede ser decisiva en nuestro caso, pero es aún incompleta. Supongamos que el predicado no pertenece al orden de la descripción, sino que se refiere al mundo de la fe (antropológica), es decir, al mundo de los valores que una persona tiene por haber optado entre diferentes caminos hacia la felicidad. Supongamos, entonces, que la afirmación es ahora: A es importante. Si no conozco previamente lo que es A, el predicado no me ayudará en lo más mínimo a describir su contenido, es decir, sus características objetivas. El predicado se referirá a un tercer elemento ausente de la frase, a un sujeto que evalúa a A. Pero no por dejarme en la ignorancia de lo que es en realidad A la frase carecerá de sentido. Me informará sobre el lugar que ocupa ese objeto designado, aunque desconocido, A, en el sistema de valores de un sujeto X. No hay que decir que el mecanismo del lenguaje permanece el mismo, aunque en vez de «importante» coloque «muy importante» o aun «absolutamente importante». En otras palabras: para entender cabalmente la afirmación debo conocer primero (por otros medios) el objeto A, para poder entender (gracias a la frase) por qué se predica de él que es importante y (siempre gracias a la frase) acceder al conocimiento de los valores de ese X para quien A es importante. Esto puede parecer al lector un galimatías en su forma descarnada, abstracta. Démosle, pues, carne concreta con un ejemplo práctico tomado de la Biblia. Se trata, en realidad, de un precedente de la polémica de Jesús con los fariseos acerca de las premisas que debían preceder a la interpretación de la revelación divina y en particular de la Ley. Premisas que, como vimos, sólo podían ser valores humanos previamente admitidos. Míguez Bonino, comentando a Jeremías, cita un pasaje del libro de G. J. Botterweck Conocer a Dios16: «En los escritos de los profetas preexílicos, así como en ciertas partes de la literatura
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15 Por supuesto, no se formula nunca así. Esto sería prácticamente imposible porque el griego de los documentos neotestamentarios comenzaría por obligarnos a distinguir, mediante el uso o no del artículo determinado, si lo que se atribuye como predicado a «Jesús» es ser el Dios (Yahvé, el Padre, etcétera) o ser Dios (divinidad, divino, etc.). En lo que sigue examinaremos, aunque brevemente, qué clase o grado de divinidad se atribuye a Jesús en el Nuevo Testamento. Lo que aquí nos interesa es una distinción de lenguaje ya no perceptible en nuestro «rudimentario» o «soperevolucionado» español, donde el nombre común dios (divinidad) se ha convertido en el nombre propio Dios (es decir, en una realidad esencialmente única).
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16 G. Johannes Botterweck, Gott erkennen (P. Hanstein Verlag, Bonn 1951) p. 45. Citado por José Míguez Bonino en Christians and Marxists (Hodder and Stoughton, Londres 1976) pp. 34-35. Desgraciadamente este libro de Míguez Bonino llegó a nuestras manos cuando ya estaba escrito el primer volumen de esta obra. Su extraordinaria claridad, información y buen juicio nos hubieran ahorrado mucha búsqueda, y al lector muchas oscuridades que aquí encontrará. Creemos ver, y que Míguez nos perdone si ello no es así, una convergencia fundamental entre ambas obras en cuanto a las líneas del planteamiento general.
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sapiencial, el conocimiento de Dios significa una forma religiosomoral de conducta del hombre con relación a Yahvé: conocer a Dios significa 'renunciar' al pecado y a la adoración de los ídolos, Volver' a Yahvé y 'buscarlo', 'depender' de él y 'temerlo'; significa "practicar el amor, la justicia y el derecho'. Quien conoce a Dios camina en sus sendas. Conocer a Dios es piedad activa». Míguez comenta certeramente: «Está bien dicho. Pero no es bastante. Refleja aún la fórmula 'ambas cosas' ('lo uno y lo otro') que nos gusta usar cuando no sabemos cómo integrar cosas que son una sola en la Biblia» 17. Que la Biblia, en efecto, considere como una sola cosa conocer a Dios y actuar de determinada manera aparece sobre todo en el conocido texto de Jeremías donde el profeta, dirigiéndose al rey Yoyaquim, compara la conducta de éste con la de su padre, el rey Josías, y dice de este último: «Juzgó la causa del pobre y del necesitado» (Jr 22,16). Y Míguez continúa: «Entonces, en una sorprendente expresión, pregunta el profeta: ¿no es esto (la manera de Josías de conducirse como rey, en oposición a la de Yoyaquim, su hijo) conocerme? Los exegetas, sorprendidos, comentan con frecuencia que esas acciones son 'la consecuencia de' o 'signos de' conocer a Dios. El texto nos confronta simplemente con la pregunta: ¿no es esto conocerme?» 18. Ahora bien: si tomamos en serio esa tradición bíblica (que, como veremos, perdura hasta el final del Nuevo Testamento: cf. 1 Jn 2,4.29; 3,1.6; 4,6-8.16), concluiremos que en una expresión como «Jesús es Dios», el término conocido que ilumina al otro es Jesús, su historia, su actuación. Practicando algo semejante se tendrá la única experiencia que puede constituir la información que pasa al otro término Dios. Efectivamente, es importante comprobar que, cuando oímos esa expresión u otra semejante, de manera espontánea colocamos la fuente de información en lo que parece ser el predicado, en Dios, y la oscuridad (es decir, la relación de Jesús con Dios es oscura) en Jesús. En otras palabras: creemos ya saber qué es Dios y entendemos la frase como una respuesta a la pregunta de si Jesús posee o no las características comprendidas en el concepto (genérico en el fondo) de Dios. 17 Ibíd., p. 35. Míguez, para designar esa tendencia a yuxtaponer elementos que la Biblia toma como una única actitud, habla de fórmula «bothand». 18 Ibíd., p. 32.
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Así funcionará el lenguaje, como tendremos ocasión de ver en el párrafo siguiente, en las controversias cristológicas previas al concilio de Calcedonia. Pero no es así como funciona en el Nuevo Testamento y, añadiríamos, en sus inmediatas cercanías 19. La consecuencia válida hasta este punto es que, si el concepto Dios debe estar en, cierto modo, vacío y si son las actitudes de Jesús las que le deben dar contenido, todo rechazo o aceptación de un determinado y lleno —por así decirlo— concepto de Dios no puede alegarse como condicionante de un rechazo ni de una aceptación de la afirmación Jesús es Dios. Sólo después de introducir las características concretas e históricas de Jesús en el concepto de Dios podrá tener lugar, lógicamente, el sí o el no. Se dirá, sin embargo, y con toda razón, que si el concepto «Dios» no tiene un mínimo de contenido propio, tampoco lo tendrá en cuanto información, y que el sí y el no respecto a ella carecerán de sentido, ya que la frase equivaldría entonces a una mera tautología: Jesús es Jesús. Y ya sabemos que una tautología idéntica no constituye información alguna. Por ello en los ejemplos abstractos hablamos de una frase donde el predicado sirve para transmitir una evaluación, para informar sobre un valor: A es importante. En ese caso, como veíamos, existe una doble comunicación: el sujeto denota (en código) lo que se evalúa y el predicado connota (también en código) el valor que se le atribuye. Esta es la primera parte de la comunicación. Pero como el valor, el deber-ser, no está en los objetos, no pertenece a su descripción objetiva, decíamos que la frase implica necesariamente un sujeto diferente tanto del sujeto gramatical como del predicado: la persona para la cual A es importante. Ahora bien, si es cierto lo que acabamos de ver sobre el típico lenguaje bíblico en estas materias, es decir, que existe una identificación entre obrar de acuerdo a una determinada jerarquía de valores y conocer a Dios, habrá que concluir que, en ese género 19 Podríamos exceptuar tal vez el primer versículo o, mejor dicho, la tercera afirmación del primer versículo del prólogo al cuarto Evangelio: «... Y la Palabra (o el Verbo) era Dios». Pero precisamente la identificación de esa Palabra con Jesús de Nazaret —el «nosotros hemos visto su gloria» del v. Í4— se realizará de acuerdo con el procedimiento bíblico indicado, es decir, en dirección inversa. En otras palabras, siguiendo el orden indicado en las referencias anteriores a 1 Jn; lo que tiene como consecuencia que la gloria divina se perciba en Jesús en aquello que manifestaría características en sí mismas menos divinas: en el lavatorio de los pies y en la crucifixión (cf. Jn 13,1.31-32; 17,1).
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de lenguaje, el concepto Dios, más que algo que cualquiera podría conocer en su esencia, y que, además, poseería e impondría ciertos juicios de valor20, es, en primer término por lo menos, el predicado que connota el carácter absoluto de un determinado valor asociado a una conducta igualmente determinada. Hagamos la prueba con la afirmación joánica que se presenta como consecuencia de la anterior (de que Jesús es Dios) y que nos dice que «Dios es amor» (1 Jn 4,8.16). La interpretación de esta extraña definición tiene una larga historia. Pero he aquí lo esencial de ella: si el concepto de Dios se da por conocido de antemano, y por algo cuyo contenido son ciertas características objetivas como perfección, inmutabilidad, autosuficiencia, simplicidad y felicidad infinitas; y, por otro lado, se da igualmente por conocido, en la experiencia de una existencia humana, lo que es el amor (ágape), el resultado será proclamar que la frase es engañosa, por no decir errónea. En efecto, los dos conceptos no pueden coincidir. El manido recurso de la exégesis será, entonces recortar el contenido sugerido por la experiencia humana para el sustantivo amor, hasta que parezca21 compatible con las características predeterminadas de la esencia de Dios. 20 Que un lenguaje así exista es indudable, como tendremos ocasión de constatar en el párrafo siguiente a propósito de las controversias cristológicas. Pero lo que aquí sostenemos es que no es ése el lenguaje que usa la Biblia. De acuerdo con lo que acabamos de ver, Míguez Bonino insiste con razón: «Dios no puede ser conocido o, mejor, no se deja conocer fuera de esa relación de alianza: desvela su 'nombre', se hace conocer cumpliendo sus promesas y juicios. Este es el significado de la bien conocida fórmula: 'Cuando ello... suceda, conoceréis'. Las relaciones que el hombre fantasea o crea con sus 'dioses' están vacías de realidad y poder: el verdadero Dios crea por sí mismo una relación y sólo puede ser conocido dentro de ella. No existe un conocimiento de Dios neutral, objetivo, no comprometido» (op. cit., p. 107). 21 Decimos «parezca» porque, cualquier acepción que se dé a la palabra «amor» aplicada al acto puro de la filosofía aristotélica, por ejemplo, se vuelve contradictoria. El mero hecho de que Dios ame «creando» un mundo es ya una contradicción con la simplicidad absoluta de Dios. En efecto, la contingencia del mundo y, por tanto, la libertad de Dios para crearlo, supone una distinción entre la esencia de Dios y su voluntad creadora, con lo que se daría por tierra con la simplicidad divina. Schubert M. Ogden, en su obra sobre La realidad de Dios, escribe con acierto: «Esto se hace evidente, por ejemplo, en la discusión teológica tradicional sobre la creación del mundo. Los teólogos nos dicen comúnmente que Dios creó el mundo libremente, como mundo contingente y no necesario que es, de acuerdo a nuestra expe-
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Pero, además de la contradicción que siempre subsistiría en ese tipo de lenguaje, donde, a propósito de los predicados humanos sobre Dios, valdría lo que dice (sin medir sus consecuencias lingüísticas) el concilio Lateranense IV: «entre el Creador y la creatura no se puede hablar de semejanza sin hablar al mismo tiempo de una desemejanza todavía mayor» (DS 432), el autor de la carta que estudiamos desautorizaría tal interpretación, y ello de modo radical. En efecto, contra la universalidad cognoscitiva que debería concederse al concepto Dios —abierta tanto a buenos como a malos e independiente de la conducta de cada uno— afirma que la búsqueda del sentido de la frase debe comenzar precisamente al revés: «quien no ama no conoció a Dios porque Dios es amor» (1 Jn 4,8). En otras palabras: quien no tiene la experiencia (terrestre) del amor (ágape) no puede formar el concepto correcto de Dios y emplearlo en una frase como Dios es amor o Jesús es Dios. El camino semántico es el inverso: de la experiencia saldrá el contenido que hay que dar al término Dios. Si, pues, la afirmación de que Jesús es Dios equivale a decir que Jesús, con los valores que están irónicamente representados en su vida, constituye el absoluto para mí, el lenguaje ganará algo en claridad y sentido. Detengámonos un instante en examinar esas ventajas, que son básicamente dos. Primera: este tipo de lenguaje explica que la fe depositada en Jesús interpreta el contenido de su vida como un absoluto. Todas las expresiones donde se afirma una ecuación o identidad entre Jesús y Dios dan testimonio de que la fe depositada en él se niega a buscar más allá de él. Entendámonos bien: ello no significa que no se busque nada después de encontrar a Jesús. El testimonio —humano— de Jesús es limitado. Los valores transmitidos a través de él están encarnados en una «ideología» que obligará, a cada instante, a repensarla y recrearla con la aparición de cada nuevo contexto. Pero, y esto es lo que queremos decir, hay una rienda. Esta afirmación se vuelve necesaria también porque ofrece la única contrucción (mental) realmente creíble del relato de la creación en la Escritura. Al mismo tiempo, los teólogos, por estar fijamente ligados a las estructuras de la metafísica clásica, nos dicen que el acto creador de Dios es uno con su propia esencia eterna, la cual es, bajo cualquier aspecto, necesaria y excluyeme de toda contingencia. De ahí que, si damos todo su peso a ambas afirmaciones, nos encontramos ante una desesperante contradicción: la creación totalmente necesaria de un mundo totalmente contingente» (op. cit., p. 17).
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apuesta existencial colocada definitiva y totalmente (mientras dure esa fe) en el significado de Jesús para la existencia humana. Cada crisis, fracaso, duda, no serán motivo para buscar otros testigos, sino ocasión para volver e interrogar al testigo identificado con aquel en quien depositó una confianza absoluta. La segunda ventaja de este lenguaje es que, además de ser fiel a los datos que nos presenta el Nuevo Testamento, confronta a todo ser humano, religioso o ateo, con la cuestión de Jesús. Ya que ese carácter absoluto que puede adquirir la fe (antropológica) en un testigo no depende de la aceptación previa de la existencia de un ser infinito con determinadas características (metafísicas). No obstante estas dos ventajas, algo falta a un lenguaje que identifica a Dios con el carácter absoluto que se da a la adhesión de una fe antropológica. Decir que Jesús es de importancia absoluta para mí, no coincide exactamente con el lenguaje usado en el Nuevo Testamento para pretender que es Dios, aunque, como acabamos de ver, sea la puerta que nos abre el camino a la interpretación básica de ese lenguaje. Sólo que, antes de pasar al análisis de es «algo más», conviene acentuar la importancia de la conclusión que cabamos de sacar. Por extraño que parezca, desde el Antiguo Testamento al Nuevo corre una línea que nos impide tomar el lenguaje «religioso», allí usado, como dependiente de un conocimiento o reconocimiento previo de Dios. Por el contrario, a determinado tipo de existencia o conducta humanas se lo llama «conocer a Dios», mientras que a otras, por más «religiosas» que sean, se las descalifica radicalmente en su posible pretensión de mantener —aun comportándose de un modo errado— un conocimiento correcto de Dios 2 .
72 En la misma medida en que esto es verdad a todo lo largo de la Biblia, habría que insistir en que el lenguaje religioso que estamos analizando apunta, más que a rechazar una posición atea, a rechazar cualquier tipo de «religión» que acuda a la aparente «objetividad» de lo religioso para deshumanizar al hombre. No fue Marx quien descubrió que la religión podía ser opio del pueblo. Sólo que, en ciertos pasajes de su obra o en ciertos períodos de su vida, Marx parece ser extrañamente «idealista» en su crítica «esencial» de la religión. En otras palabras, la Biblia apunta no al ateísmo, propiamente, sino a la idolatría y, de manera especial, a la que se expresa en términos de ortodoxia formal.
III Pero, como decíamos, hay algo más. No es sólo que, de acuerdo con la Biblia, haya tantos «dioses» cuantos sistemas de valores pueda establecer el hombre para estructurar su existencia activa. Y que sólo una de esas apuestas coincida con la que, en último término —escatológicamente, diríamos— se revelará como la válida y certera, la que había que mantener absolutamente, por encima de todos los fracasos, de todas las dudas, de todos los aparentes éxitos que la existencia ofrece. Si ello fuera así, si todo se redujera a adoptar —más o menos a ciegas— una determinada fe antropológica, la que saldría premiada en la lotería de la realidad, el hombre no tendría indicio ni criterio alguno para escogerla razonablemente. Sería un puro creer porque sí, un riesgo irrazonable, un «fideísmo» como ha sido calificado científicamente. Es aquí donde entran a jugar su papel decisivo los que llamamos datos trascendentes. Ya indicamos que la experiencia no le puede dar al hombre elementos ciertos sobre las últimas posibilidades de la realidad. Y, no obstante, éste precisa de esos elementos para estructurar en forma razonable su mundo de valores. Recojamos del párrafo anterior la conclusión de que Jesús re-, veló en su vida y mensaje («ideológicamente» limitados) que lo absoluto para él era el amor. Pero ¿cómo se comportó con él la realidad? De acuerdo con la historia —que Pablo universaliza convirtiéndola en dimensión antropológica—, el amor de Jesús se estrella con ciertos límites de lo real. Y estos límites son tanto más poderosos y aun victoriosos cuanto es más generoso, gratuito y profundo el amor de Jesús. Es decir, un amor que toma partido por los pobres y marginados de la sociedad establecida y protegida. ¿Cómo se puede, entonces, poner en ese testigo fracasado —casi podríamos decir «esencialmente» fracasado— una fe absoluta? La razón no será aquí lo decisivo —porque no estamos ya en el terreno de la ciencia y de lo umversalmente válido—, pero exige, no obstante, sus derechos y nos pide lógica. La lógica interna, única capaz de estructurar válida y eficazmente nuestra existencia en torno a ese conjunto de valores presentados por Jesús. Hemos indicado que, en este plano, la razón maneja igualmente datos, sólo que éstos son diferentes de los que constituyen el dominio de la ciencia, es decir, de los datos empíricos. Podríamos
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agregar que, entre esos datos relacionados con Jesús por un lado y los límites de la realidad por otro los hay prepascuales, como la próxima venida de ese reino destinado a hacer felices a los pobres y marginados de Israel, y los hay pospascuales o, mejor dicho, pascuales, como las experiencias que los discípulos tuvieron de la nueva vida gloriosa de Jesús pocos días después de su muerte (cf. supra, Anexo I). Ahora bien, ya hemos indicado que los datos trascendentes no surgen ni de la mera observación ni del hecho de establecer ciertos valores por encima de otros. Por eso, ni la simple contemplación de la secuencia de acontecimientos que marcan la vida de Jesús (incluyendo entre ellos las «apariciones» del resucitado), ni la sola atracción por el valor que domina su vida, el amor hasta la muerte, basta para conducir a una conclusión razonable de que estamos ante el dato trascendente por antonomasia: que Jesús es Dios o, si se prefiere, que la realidad última se nos manifestó en él. Jesús aparece históricamente como un mártir humano de una causa humana. Si sus discípulos «comprenden» que es más que eso, se debe a que están entroncados en una tradición constituida por un proceso histórico de aprendizaje (en segundo grado), donde crisis y búsquedas inacabables van descubriendo y ensamblando, del modo más lógico y coherente posible, datos trascendentes relativos a la existencia humana. Así, la misma resurrección de Jesús hubiera podido ser descartada como ilusión, o comprendida sólo como efecto mágico, si no hubiera estado precedida por una tradición basada en la idea de un compromiso creciente —alianza— de lo Absoluto con el hombre. Y eso hasta el punto de que quedara estrechamente ensamblada en esa serie de datos la exigencia que Pedro recuerda después de Pascua, para subrayar el carácter de «rehén absoluto» de Jesús: «No permitirás que tu santo a experimente la corrupción» (Hch 2,27; cf. Sal 16,10). Pero, a su vez, esta certidumbre inverificable empíricamente, este dato trascendente, procede de la crisis de otra concepción más 23
«No permitirás que tu amigo (o tu fiel) experimente la corrupción» sería la traducción más exacta del original hebreo; pero Pedro cita el texto de acuerdo con la traducción griega de los LXX. El hecho lingüístico es importante. Santidad, santo, en el lenguaje bíblico equivale a divinidad, divino. Ahora bien, a un amigo fiel de Dios que, en cierta medida, tiene lazos de amistad con lo Absoluto, sólo se le puede decir santo, es decir, divino, perteneciente de un modo íntimo a la esfera de lo Absoluto.
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superficial de la alianza del hombre con Dios, según la cual se suponía que este último tenía que hacer justicia al bien o mal obrar del hombre, dentro de los límites de la vida física de éste. Cuando la experiencia repetida y profundizada (Job, por ejemplo) del sufrimiento de los justos obliga (a algunos) a buscar más allá, surge el dato de una justicia que, de algún modo, debe enfrentarse con la muerte y vencerla. Sin todo ese trayecto, penoso y enriquecedor a la vez, sin todo ese adentrarse en las relaciones de lo Absoluto con la experiencia, Jesús no hubiera sido relacionado, como lo fue, con la divinidad ni identificado con ella. Pues bien, una vez encajada esta pieza esencial, muchas otras pertenecientes a la vida histórica de Jesús 24 se sitúan a un nivel semejante. Por ejemplo, su pretensión de superar la Ley y de dictar los presupuestos según los cuales debía ser comprendida constituye una de ellas. Resumiendo, los escritores del Nuevo Testamento están persuadidos de que a Jesús le corresponden, de alguna manera (que no aclaran en forma metafísica), atributos divinos 2S. Antes de pasar adelante, hagamos balance. Una fe así en Jesús es lo que hemos llamado fe religiosa. Pero este título no tenía por objeto ponerla fuera del alcance de quien, por cualquier motivo, se declarara arreligioso o ateo. La característica «religiosa» la atribuíamos a una fe antropológica que llega a un punto donde se adentra en un proceso de aprender a aprender, relativo a datos trascendentes, llegando a poner en los testigos de ese proceso una confianza absoluta. Una vez más, entonces, no consideramos que esta fe sea «religiosa» por el hecho de hablar de Dios, es decir, por emplear un concepto universal y metafísico de un ser trascendente. No es religiosa por su contenido, sino por alcanzar un grado o calidad de irreversibilidad en su adhesión que, en términos de lenguaje, crea 24 Así procede Pannenberg en Fundamentos de cristología. La primera parte de su obra versa sobre «El conocimiento de la divinidad de Jesús». Esta parte comienza con el cap. III, cuyo título es: «La resurrección de Jesús como fundamento de su unidad con Dios». A su vez, el primer párrafo de este capítulo está consagrado a discutir la cuestión del Jesús pre-pascual: «El rasgo proléptico en la pretensión de poder del Jesús pre-pascual» (op. cit., pp. 67ss). 25 El más claro en esto es Juan. No sólo en el prólogo, sino, dentro del cuarto Evangelio, en frases atribuidas al mismo Jesús, desde el «yo soy» (sin predicado), que es la forma bíblica con la que Yahvé se nombra a sí mismo, hasta afirmaciones como «yo soy el camino, la verdad, la vida».
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un Dios, un absoluto, confiando definitivamente a él toda la existencia. Sostenemos, por tanto —el ejemplo de Machovec es ilustrativo—, que, contrariamente a un lugar común profundamente anclado en nuestra cultura, un ateo puede tener este tipo de fe. A no ser que su ateísmo, más que un mero agnosticismo o actitud práctica, sea consecuencia de razones metafícicas que se opongan a alguno de los datos trascendentes proporcionados por esas tradiciones espirituales y, en este caso, a los implicados en el testimonio de Jesús interpretado desde el proceso bíblico entero. Un ejemplo de esta oposición sería la visión del universo como absurdo, es decir, sin sentido (Camus) o un tipo de materialismo mecanicista o determinista (marxismo oficial) que declarara ilusoria la libertad del hombre. Hecha esta puntualización, que ha de añadirse a las hechas en los párrafos anteriores, no es posible negar que algunos, por lo menos, de los escritores neotestamentaríos han sido conscientes de que, particularmente en el contexto griego, la divinidad de Jesús planteaba el problema de compaginar su historia concreta con el concepto metafísico más divulgado y purificado de Dios 2é . Y así comienza el problema que, durante siglos, hasta Calcedonia, será objeto de divisiones, polémicas y búsquedas filosóficas y lingüísticas en las comunidades cristianas. No podemos pasar por alto ese planteamiento. IV En la teología contemporánea existe casi un «dogma» respecto al concilio de Calcedonia que puso fin, durante siglos, a las principales controversias cristológicas entre cristianos. Pero, sorpresivamente, ese «dogma» no es el fijado por el concilio, sino, más bien, el de que la fórmula de Calcedonia está superada. 26 «De la crítica de los 'dioses' de la mitología griega que esos filósofos habían emprendido resultó una idea 'purificada' de 'la esencia de los dioses', una 'deidad' previa y superior a los dioses antropomórficos de su panteón. Esa esencia podía ser conocida mediante la especulación filosófica... Algunos de los primeros teólogos cristianos griegos sometieron al Dios de la Biblia al mismo proceso 'purificador'... Eso significa que Yahvé no fue aceptado en su identidad propia. Mediante la interpretación alegórica y la destilación filosófica, su temible concreción fue escondida tras una "esencia' eterna» (Míguez Bonino, op. cit., p. 39).
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Hablando muy en general, no habría en ello nada extraordinario si no parecieran concentrarse precisamente en dicha fórmula los principales ataques de la teología actual a las antiguas expresiones dogmáticas. En efecto, fórmulas que incorporan necesariamente elementos culturales y lingüísticos de una época deben, para seguir siendo vigentes, resignarse a cambios correlativos a los introducidos por el tiempo en esas mismas categorías culturales y lingüísticas. Es, además, un principio umversalmente reconocido en teología que la verdad de una fórmula antigua no canoniza ni retiene, por ello, como verdadera, la filosofía —o ideología—, que la posibilitó X1. Todo esto tiene que ser válido para la fórmula acuñada en Calcedonia y que grosso modo —ya que los términos griegos no corresponden con precisión a los nuestros— establecía que Jesús poseía dos naturalezas, una divina y otra humana, en una sola persona. Las dos naturalezas, perfectas y acabadas en sí mismas, hacían de él un hombre cabal sin dejar de ser al mismo tiempo perfecto Dios. La unidad personal hacía, sin embargo, que Jesús, a pesar de la dualidad de sus naturalezas, fuera una única persona, es decir, el Hijo de Dios, Dios también él como el Padre y el Espíritu. La definición conciliar añadía algo importante: que las dos naturalezas, la divina y la humana, así como no eran separables (como si se tratara de dos seres mantenidos accidentalmente unidos), tampoco se hallaban mezcladas en la unidad personal constituyendo una especie de semidiós28. 27 Históricamente, por ejemplo, la significación de los sacramentos cristianos adoptó, en sus fórmulas dogmáticas, la terminología (hylemórfica) de su época, distinguiendo en ellos una materia y una forma. De la misma manera como se distinguía en el hombre el principio material del formal, la materia corporal del alma espiritual. Como filosofía, el uso de ese esquema para la explicación de todo el universo empírico ha pasado. Ello no significa que las fórmulas sobre los sacramentos sean erradas, sino que tienen que ser vertidas en otros moldes para ser hoy directamente comprendidas, o bien pasar por una explicación de los antiguos moldes, explicitando que no se ha canonizado, con ellas, una determinada filosofía. 28 Ya hemos dicho desde el comienzo de esta obra que no pretendía ser un libro de teología. El lector interesado en hallar mayores precisiones en esa dirección hará bien en consultar manuales o investigaciones teológicas al respecto. Aquí intentamos únicamente proveer al lector común de elemen los básicos para que pueda comprender la clave de la evolución histórica que explica, en Occidente, la significación de Jesús de Nazaret y desemboca en nuestros días. En cuanto a la fórmula misma usada en Calcedonia, dice tex-
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Esta fórmula lleva, como decíamos, las huellas de su época. Sobre todo, tendremos ocasión de verlo, en los supuestos que le son inherentes en lo que se refiere al conocimiento de la naturaleza divina, donde es especialmente tributaria de la filosofía de la época. Pero los ataques de que ha sido objeto son, a nuestro parecer, desmedidos. Porque, con un gran esfuerzo, mantiene el equilibrio estrictamente necesario para pensar a Jesús como Dios sin borrar con ello los rasgos, el sentido y la relevancia de su historia de hombre. De su ser testigo para nosotros. Tiene, de esa manera, el mérito nada despreciable de mantener abierto el camino para la búsqueda ulterior e incesante del sentido antropológico de la vida y mensaje de Jesús, al no subordinar éste a la aceptación previa de una metafísica relativa a lo divino. Nos interesa reflexionar primero en esta decisiva aportación de Calcedonia, para señalar después cómo los presupuestos propios de su época dificultaron, en la práctica, ese camino que dejaba abierto en principio. 1) Tenemos que comprender que declarar Dios a Jesús de Nazaret no era una empresa fácil en términos de lenguaje. Tetualmente (aunque muchos de sus términos, por más simples que parezcan hoy, llevan la huella de ambigüedades acumuladas por esa discusión secular): «Siguiendo, pues, a los santos Padres, todos a una voz enseñamos que ha de confesarse a uno solo y el mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, el mismo perfecto en la divinidad y el mismo perfecto en la humanidad, Dios verdaderamente y el mismo verdaderamente hombre... consustancial con el Padre en cuanto a la divinidad, y el mismo consustancial con nosotros en cuanto a la humanidad... que se ha de reconocer a uno solo y el mismo Cristo Hijo Señor unigénito en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación, en modo alguno borrada la diferencia de naturalezas por causa de la unión... y concurriendo en una sola persona y en una sola hipóstasis, no partido o dividido en dos personas, sino uno solo y el mismo Hijo unigénito, Dios Verbo Señor Jesucristo...» (DS 148). Usamos la traducción castellana del Denzinger, El magisterio de la Iglesia (Herder, Barcelona 1955). Nótese que la traducción deja prácticamente sin traducir el término más ambiguo de todos: una hipóstasis. Esta palabra equivalía a nuestras palabras sustancia o subsistencia. De allí surgió el hablar de «unión hipostática» en cuanto a las dos naturalezas de Cristo. Sin duda ninguna, el término quería, de una manera u otra, especificar que Jesucristo, el Hijo de Dios, formaba un solo ente, y no una mera o pasajera yuxtaposición de dos naturalezas o sustancias más o menos completas. Por otra parte la profundidad (significativa) de esta unión aparece ya en las definiciones anteriores a Calcedonia que afirman unánimemente la permanencia de esa unión para siempre, aun después de realizada la redención (cf. DS 13, 54, 73, 86, etc.). Es a ello a lo que apunta la frase del Credo que dice: «Y su reino no tendrá fin».
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niendo en cuenta que el lenguaje es creado por el hombre y nunca puede sobrepasar este origen que le brinda significatividad, ¿qué se quería decir con esa fórmula, si es que algo se quería decir? ¿Cómo evitar, en esa expresión aparentemente fácil y clara, la contradicción o el uso grosero de «antropomorfismos» que llevaría fatalmente, después de haber pasado por el filtro de la reflexión, a la desaparición de los dioses del Olimpo grecorromano, autóctonos o importados? 29. En primer lugar, si bien se mira, la fórmula de Calcedonia implica que, no habiendo mezcla de naturalezas, no se pudo ver en Jesús nada que no fuese humano. No hay que confundir el «perfecto hombre» con un «hombre perfecto», es decir, con alguien que escapa a la limitada condición humana y permite así verificar empíricamente su condición divina. Cómo sea esta «naturaleza divina» de Jesús no se describe en la fórmula. Esta deja, en principio, dos puertas abiertas a ese acceso cognoscitivo: o se llega a ello por la vía filosófica (metafísica) o mediante la historia misma de Jesús, por humana que ésta sea, aunque entroncada, eso sí, en el proceso bíblico. En segundo lugar, si ya la distinción, sin mezcla, de las dos naturalezas oponía un cierto dique a la invasión indebida del pensamiento metafísico en el interior de la historia humana de Jesús, la unidad de la persona, y de la persona divina de éste, hacía aún más: implicaba un paso ulterior en la misma dirección. En efecto, se tocaba aquí, y de manera explícita, el problema del lenguaje. Apuntamos al fundamento de algo que se llamó la comunicación lingüística (communicatio idiomatum) entre Dios y el hombre en general, gracias al caso Jesús, establecida ya en el concilio de Efeso (DS 116). Jesús, perfecto hombre en cuanto a su natuM Es verdad que quienes aceptaron o aceptan aún la convergencia y compatibilidad entre la teología cristiana y los logros filosóficos griegos, los de un Platón o un Aristóteles, deben lógicamente juzgar excesivo, y aun «bárbaro», el precio que paga la fórmula calcedonense para zafarse de las dos grandes alternativas que la amenazan de contradicción. Sólo que hay que tener en cuenta que la misma dificultad existía ya antes del problema de Jesús entre el pensamiento griego —por más purificado que estuviera o en razón precisamente de esa purificación— y el bíblico con su concepción de un Dios que sólo manifiesta su esencia a través de sus gestas históricas por Israel. Ya hemos mencionado la dificultad de conciliar la idea filosófica griega de Dios con el hecho de la creación del universo (cf. supra, nota 21 a la p. 646). Será aún más difícil encajar el hecho de la encarnación con la idea de la inmutabilidad divina (cf. infra, nota 35 a la p. 660).
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raleza humana, había nacido, crecido, luchado, sufrido y muerto. Pero el sujeto lingüístico de todos esos verbos tenía que ser, en rigor, su persona. Y su persona era la del Hijo de Dios, Dios él mismo. Luego, en Jesús y por Jesús, había que decir, y con razón, que Dios mismo había nacido, crecido, luchado, sufrido y muerto. Es cierto que, como veremos, muchas veces en la historia del cristianismo ese camino idiomático será recorrido al revés y que sólo las exageraciones más obvias de esa tendencia —como, por ejemplo, trasladar a Jesús la supuesta impasibilidad o pura espiritualidad divinas— serán percibidas y condenadas. Sin embargo, no era ésa la dirección que permitía la communicatio idiomatum, es decir, esa unidad de lenguaje fundada en la unidad de la persona divina de Jesús 30 . En efecto, como dice la fórmula de Calcedonia, no se trata de que esa comunicación lingüística se haga mezclando las naturalezas. Lo único que queda lingüísticamente posibilitado es atribuir a —o, gramaticalmente, «predicar» de— la persona divina lo que apareció en la humanidad de Jesús. En otras palabras, se trata de un camino lingüístico que sólo se aplica en una dirección. Con esto, aunque no siempre se lo haya comprendido bien y aplicado en consecuencia, la comunidad cristiana se mantenía fiel a la enseñanza bíblica sobre el carácter «práctico» del conocer a Dios 31 . Sólo la valoración existencial concordante en grandes líneas con la de Jesús de Nazaret podía permitir saber cómo era Dios en realidad. En tercer lugar, cabe señalar aquí, aunque sólo sea de pasada, que este equilibrio lingüístico de la fórmula calcedonense tiene como consecuencia que —sin empobrecerse por ello ni reducirse en lo más mínimo— todo lenguaje teológico tenga que ser, al mismo tiempo y por la misma razón, antropológico. No por la desmedida audacia del hombre, sino por la inconmensurable auda30 De ahí que este dogma sobre el lenguaje haya sido declarado en el concilio de Efeso, más conocido aún por una de las preguntas particulares que se hacían en ese terreno: ¿debía María ser tenida como madre de Jesús, de la naturaleza humana del Hijo de Dios, o como Madre de Dios —Theotokos— de acuerdo con el simple argumento de que las madres no se dicen tales en relación con la naturaleza, sino con la persona de sus hijos? El concilio se decide por este argumento lingüístico, coherente con la «comunicación» de lenguajes a la que hemos hecho referencia y que era el tema global que el concilio debía decidir. 31 Cf. supra los pasajes citados de Míguez Bonino.
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cia de Dios 3Z . Porque Dios, en su existir mismo, hace posible y confirma tal tipo de lenguaje. De ahí la importancia, ya observada, que, tanto Jesús en los sinópticos como Pablo en sus grandes cartas, dan a esa actitud llamada fe (por Pablo), a esa audacia del hombre, que, sólo apostando por encima de todo a ciertos valores humanos, puede conocer a Dios y posee la premisa epistemológica necesaria para reconocer y acoger la revelación. Con más ortodoxia literal, pero con menos audacia, se pasa junto a Jesús, hoy como ayer, sin reconocer en él nada que lo relacione de un modo particularísimo con lo Absoluto. 2) ¿Dónde estaría, entonces, el supuesto fallo —o el carácter obsoleto— de la fórmula calcedonense? En realidad, como veremos de inmediato, las consecuencias negativas que se han seguido de Calcedonia y las dificultades que aún hoy se experimentan con ella proceden, a nuestro parecer, no de la fórmula misma, sino del olvido o desprecio de alguno de sus elementos. Como ya se ha dicho, se supone a menudo que tales problemas residirían en la «barbarie» de la expresión que quiere hacer compatible lo incompatible, y lo pretende con instrumentos lingüísticos demasiado primitivos cuando no ambiguos. Todo parece relativamente claro en ella hasta que se pregunta por algo más sutil, menos «cosista»: la conciencia real de Jesús. Dos naturalezas perfectas suponían, en la mentalidad de la época, dos centros o fuentes de operación —supósitos— diferentes. Cada 32 Cuando se lee desde esta perspectiva La esencia del cristianismo de L. Feuerbach no se tiene la impresión de estar ante un ataque. Aunque sea así, como es obvio, la intención del autor. Que la fe cristiana haya llevado al hombre a proyectar, de esa manera, su esencia ideal humana en el plano divino no constituye, a priori por lo menos, un argumento de su falsedad. Para el cristiano, esto constituye el resultado de un proceso de aprender a aprender con el que lo Absoluto mismo está comprometido. Lo que sí es cuestionable o inaceptable en la obra de Feuerbach, amén de ciertos aspectos de esa «proyección», es el concebirla como propia de un sujeto humano universal y abstracto. En otras palabras, la impronta hegeliana, criticada por Marx mismo, y que no permite ver no sólo que cada época tiene diferentes «proyecciones» humanistas, sino que cada hombre proyecta su propio Absoluto en relación con su contexto social. El cristianismo no es una especie de convergencia general de todas esas proyecciones, sino la presente y justificada en Jesús de Nazaret, a la que todas las cristologías tienen que volver para adecuarse.
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uno contaba con su conocimiento y voluntad propios. Pero la personalidad, para el hombre moderno, se ha desplazado hacia el polo de la conciencia de sí que tiene el hombre (y se supone igualmente en Dios), hacia el yo consciente que le permite colocarse como sujeto de sus propios actos en la sucesión temporal. Ahora bien, la conciencia forma parte del conocimiento, cuyo objeto abarca más que el autoconocimiento. De ello se seguiría que Jesús tuvo dos conciencias —dos conocimientos de sí mismo— diferentes, dos yo distintos. ¿En qué puede consistir, en ese caso, la unidad personal de que se nos habla? Más aún, si se admiten dos sujetos distintos (metafísica como gramaticalmente), se viene abajo, con toda lógica, la comunicación lingüística, consecuencia decisiva de la fórmula calcedonense. Es obvio que puede argüirse que todas las investigaciones humanas tratando de imaginar lo que puede haber ocurrido en el interior de ese ser único que es Jesús, perfecto Dios y perfecto hombre, serían, por causa de su objeto mismo y de su misterio, complicaciones ociosas. Y que sería preferible atenerse pura y simplemente a las puntualizaciones, más bien negativas, de la fórmula de Calcedonia. Pero queda mucho camino por recorrer, y muy prometedor, antes de que se pueda apelar al misterio con pleno derecho. Hay que hacer sobre todo dos puntualizaciones íntimamente ligadas que, si, por una parte, muestran ciertas limitaciones de los presupuestos filosóficos de la fórmula de Calcedonia, confirman, por otra, su acierto básico. Primera: hemos dicho que la fórmula calcedonense parecería haber dejado, en principio por lo menos, dos vías abiertas al conocimiento de qué podía ser esa «naturaleza divina», poseída por el Hijo de Dios, es decir, por la misma persona que asume —en términos de Manrique— la «forma servil» 33 de Jesús de Nazaret. Esas dos vías serían, o bien la filosófica (metafísica), que concibe una naturaleza correspondiente al ser infinito, o bien la histórica, según la cual, Jesús mismo mostraría, con su vida y mensaje, cómo era de hecho esa naturaleza. A primera vista, no obstante, la segunda vía quedaría cerrada por la declaración de que las dos naturalezas no se mezclan. En ese caso, cabría deducir que lo que se vio de humano en Jesús no diría nada sobre su naturaleza divina. Cf. infra, Jorge Manrique, copla 39, en la p. 614.
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Pero lo que en realidad ocurre es que, antes de Calcedonia (y aun después, como veremos en esta parte de nuestra obra), el concepto de «naturaleza», tomado de lo que permanece inalterable a través de los cambios que tienen lugar en los seres finitos (observables), es aplicado sin más trámites a Dios. Este, se supone que debe tener una naturaleza propia de la misma manera que una piedra, una cosa, un árbol o un hombre tienen la suya. No es un secreto el que la filosofía griega, de donde esto procede, fue siempre esencialista —y hasta «cosista»— tal vez por que comienza a caminar por lo que hoy llamaríamos los primeros intentos de las ciencias naturales. De ahí que le falten casi por completo puntos de vista sobre la persona y la libertad, por ejemplo, que filosofías posteriores han puesto de manifiesto. Un punto que es preciso tener muy en cuenta en nuestro problema es que la identidad entre la esencia y la naturaleza de un ente no es total al nivel de los seres finitos. O, por lo menos, no lo es al nivel de los hombres. Por eso, la libertad, que no es accesoria, sino esencial al hombre, consiste en que éste se da a sí mismo, parcialmente por lo menos, su propia naturaleza. Por supuesto que tiene límites que no podrá nunca o podrá muy difícilmente sobrepasar. Es importante señalar que, en la misma medida en que ascendemos por la cadena de perfección de los seres, cada vez sabemos menos de su existencia (histórica) por el hecho de tener clasificada su naturaleza. Los antiguos definieron al hombre como «animal racional». Ello permite, sin duda, sacar algunas conclusiones válidas sobre los límites que su actuación jamás podrá sobrepasar (por lo menos sin salir de su clasificación «natural»): nunca podrá la razón del hombre librarse de las características que le vienen de ser «animal», es decir, de poseer un cuerpo. Pero ¡qué poco sabemos de la existencia del hombre por la clasificación zoológica de su naturaleza! Así, si podemos decir de cierto tipo de mamíferos que no podrán volar es porque, siendo inferiores en perfección óntica, nunca podrán consciente y libremente modificar suficientemente su cuerpo o su etorno como para adaptarlo al vuelo. Pero ya no podemos deducir la misma cosa del hombre. Y la vaguedad en que queda, de este modo, la «naturaleza» humana —como indicio de lo que un hombre puede o no hacer— es precisamente efecto de su perfección, no de su contingencia y finitud. De ahí que se mezclen hasta cierto punto en Calcedonia las
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elaboraciones metafísicas de las dos grandes corrientes griegas, la platónica y la aristotélica (sobre todo la primera), coincidiendo en imaginar a Dios más bien como una «cosa» infinitamente perfecta que como un ser cabalmente libre, más libre sin comparación que el hombre para escoger lo que quiere ser. Así concebida, la «naturaleza divina» se vuelve una red de características negativas, en el sentido de cosas incompatibles con la noción que se tiene de Dios, tal como moverse («motor inmóvil»), cambiar, sufrir, relacionarse M, etc. La misma noción de «creación» del universo, sobre todo de un universo material, aparecía como contradictoria con la naturaleza divina. Había que recurrir a un demonio o semidiós, a un «demiurgo» para imaginarla, sin que se percibiera que la contradicción seguiría subsistiendo por poco que se quisiera investigar el origen óntico de tal creador-creado. Calcedonia salvaba aparentemente este escollo con la «comunicación lingüística» que permitía, gracias a la «naturaleza humana» de la persona del Hijo de Dios, decir de éste que había nacido, sufrido y muerto. Pero escondía el problema mismo de la encarnación. ¿Era ésta un cambio real en Dios, o era un mero antropomorfismo ilusorio? Lo primero parecía incompatible con la naturaleza divina; lo segundo con la comunicación lingüística que se pretendía establecer3S.
La lógica de Calcedonia hubiera sido mejor salvaguardada en su pureza y radicalidad, de haber tenido a mano instrumentos filosóficos que permitieran dar su sentido ontológico cabal a la libertad, es decir, a la flexibilidad creciente que debe introducirse en el concepto de naturaleza, a la posibilidad de darse la naturaleza que se desea, a medida que ascendemos en la escala de los seres, y situar así la plenitud de esta característica en lo divino. Segunda puntualización: la naturaleza divina que Jesús, el Hijo de Dios, posee personalmente (al igual que la humana) es algo que no surge de una consideración metafísica, sino de la historia, como se ve en la Biblia. Se intentó hasta nuestros días, en las épocas de vigencia de la filosofía griega, dar una interpretación metafísica a la respuesta de Yahvé a Moisés en el Éxodo, cuando éste le pregunta por su nombre. Usando un juego de sonidos más que de palabras, el Elohísta presenta a Yahvé respondiendo: «Yo soy el que soy» (Ex 3,14). Con ello daría a conocer Yahvé que su esencia consiste en existir, necesariamente, sin límite ni medida. Estudios más profundos y recientes llevan a la mayoría de los exegetas a otra interpretación, mucho más de acuerdo con el pensamiento hebreo. Y más verosímil, aun en la misma traducción castellana. Para poner un ejemplo entre mil, citemos la nota correspondiente de la Biblia de Jerusalén: «... Este nombre, así comprendido, no define a Dios, pero podrá evocar para Israel toda la gesta divina de la liberación del pueblo elegido, con los atributos divinos de bondad, fidelidad, poder, que esta gesta supone...» 36 . En otras palabras, en primer lugar la respuesta, como deja ver el contexto, es una evasiva o, si se prefiere, una negativa. «Soy el que soy» equivale a «no te lo diré». Pero, en segundo lugar, se remite, para el conocimiento de Yahvé a lo que verán que él es para ese pueblo en la historia. Yahvé siempre se mostrará, así, en la revelación bíblica, no como el Ser, sino como un hombre, sólo que más bueno, más sabio, más rico en sus proyectos y rela-
34 Es interesante y paradójico señalar que la religión hebrea tuvo siempre que defenderse ante la filosofía griega de sus «antropomorfismos» en la concepción de Dios. Sin advertir tal vez que, so pretexto de perfección y pureza, la concepción griega de lo divino no llegaba siquiera al nivel de las semejanzas humanas, y pensaba a Dios en términos sólo de cosas. Véase, como ejemplo, la imposibilidad, reconocida por santo Tomás, que tiene Dios creador de relacionarse con sus creaturas: «Así, no hay en Dios relación real con las creaturas. Por el contrario, hay en las creaturas una relación real con Dios, porque las creaturas están sometidas al orden divino y en su naturaleza está el depender de Dios» (S. Th., I, q. 28, a.l ad 3), de donde deduce que la paternidad de Dios no es una relación real, sino sólo mental. 35 Es inaudito cómo la mera división de los tratados en la enseñanza de la teología permite pasar por alto los problemas más radicales. El tratado sobre Dios afirma su absoluta inmutabilidad, es decir, su incompatibilidad esencial con todo cambio (interno, por lo menos). El tratado sobre la encarnación comienza con la divinidad de Jesús y sus dos naturalezas. Pero precisamente la «carne» (o naturaleza humana) que figura en el término encarnación es el predicado del verbo ser o, más exactamente, llegar-a-ser, cuyo sujeto es nada menos que Dios el Verbo. «El Verbo llega a ser carne» (Jn 1, 14). ¿Implica esto un cambio en Dios, o nada ha cambiado? Significativamente, la pregunta no aparece cuando se trata de Dios en la Suma teológica
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de santo Tomás, por ejemplo. Este, que comienza cada cuestión con las objeciones, no alude ni a la creación ni mucho menos a la encarnación cuando trata de la inmutabilidad de Dios. Sin embargo, ambos términos, pero especialmente el segundo, aluden a un cambio, dado que encarnación es un tipo de cambio. Si se dice que Dios no cambió al encarnarse, ello quiere decir, en buen castellano, que la encarnación nunca tuvo lugar. 36 Op. cit., p. 65.
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ciones que los hombres. Es decir, como un proyecto que va por delante del hombre y le muestra el camino de su humanización. Y decimos «como un hombre» porque aparece, en efecto, viviendo con los hombres las aventuras de éstos. Está históricamente comprometido (como no lo podía hacer la «naturaleza divina» concebida por los griegos). La historia —por lo menos la de Israel en el Antiguo Testamento— es su historia. En ella se alegra, se entristece, se encoleriza, se empeña, se ata a los hombres con alianzas. Y si alguien pretende que todo eso no es más que lenguaje poético, tiene razón, por supuesto. Pero, ¡atención! El lenguaje de la metafísica que presenta a Dios como «motor inmóvil» no es más que mala poesía al fin y al cabo. Es poesía falsa. Falsa por presentar como lenguaje descriptivo lo que no lo es, y falsa también por no guardar las leyes elementales del lenguaje lógico. Precisamente ahí reside un fallo —tal vez el único— de la fórmula calcedonense. Es un fallo quizá inevitable en su contexto: olvidar que, por necesario que sea para el mundo del sentido el lenguaje digital y lógico, hay elementos en ese mundo que sólo un lenguaje icónico —y no cualquiera— puede posibilitar. El lenguaje de las dos naturalezas es, por cierto, correcto. Pero incapaz de expresar cierto tipo de experiencias humanas, las únicas que pueden introducirnos en la significación «divina» de Jesús de Nazaret. Pensemos, como ejemplo, en ese tipo de aventura que implica vivir una doble «naturaleza cultural», como son los fenómenos llamados de aculturación. Por supuesto, percibiremos diferencias muy grandes con el caso que estudiamos. No sólo porque una cultura constituye sólo en cierta manera y en cierta medida una «naturaleza», sino porque aun la más fluida y umversalmente sensible de las culturas será siempre limitada, fija, estática en proporciones considerables. Por eso justamente se la reconocerá como cultura. Aun así, sabemos que la aculturación auténtica y eficaz se realiza no por mezcla —lo que siempre resultará contraproducente—, sino por una aparente supresión o cesación de la primera cultura para adquirir la segunda. Pero, a su vez, la segunda es asumida, captada y comprendida por la persona que ha vivido la primera, obligando a esta última a explotar y salir fuera de sus límites rutinarios. Aquí se da uno de esos pasos del mapa al territorio, una de
esas violaciones de la «debida» separación de niveles lógicos, que produce precisamente una dificultad —presente en Calcedonia para usar hasta el final de manera coherente el lenguaje digital propio de la lógica. Ahora bien, ya el Nuevo Testamento nos indica, sobre todo en dos ocasiones de gran nivel creador, que la revelación ocurrida en Cristo consiste, para Dios, en asumir la naturaleza humana, en hacer la aventura de la vida del hombre. Y sin trampas, lealmente. Sólo que esa «naturaleza divina» que persiste —sin mezcla— en Jesús está a disposición total de la libertad divina empeñada en la aventura. No es un límite, como lo era la cultura anterior en el ejemplo precedente. No es otra en el sentido de tener elementos ajenos a la existencia asumida. No consiste en lo que no es humano en Jesús, sino justamente en su modo de ser humano37. Una ocasión en la que el Nuevo Testamento se asoma al planteamiento decisivo (aunque no la primera en el tiempo) aparece en el prólogo del cuarto Evangelio. Después de establecer que el Verbo (o Palabra) de Dios es Dios, es decir, posee una naturaleza divina, el prólogo lo presenta bajo la metáfora de la Luz «que iba viniendo a este mundo» (Jn 1,9) —según la versión o puntuación más probable— hasta que se despoja de sus atributos divinos y se vuelve hombre (Jn 1,14). Podrá parecer extraño que digamos que se despoja de sus atributos divinos, pero aparece claramente en el otro texto —paulino— donde se habla de la kenosis o vaciamiento. Aquí existe también una razón clara para hablar así. Clara, por lo menos, para quien lee el prólogo en su lengua original. El griego tiene, en efecto, dos verbos correspondientes a lo que en castellano llámanos «ser»: el verbo que corresponde al ser propio de Dios y el verbo que corresponde al ser propio de la creatura. Si quisiéramos, forzadamente, introducir esa diferencia en castellano, diríamos que el primero seguiría traduciéndose por «ser», mientras
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57 Esta formulación nos parece que resume la dirección más acertada que mlopta, frente a este problema, John A. T. Robinson en su conocida obra Sincero para con Dios (trad. cast. Ed. Ariel, Barcelona 1967) cf. pp. 111-136. lín cambio nos parece que Robinson confunde las funciones del lenguaje ¡iónico y las del digital cuando rechaza todo lenguaje que hable de un Dios «fuera». Fuera es una metáfora necesaria para evitar un tecnicismo romo «ínwcendencia» (que quiere decir lo mismo). Y trascendencia, aunque pueda ser extendida de manera burda e incorrecta, es la única manera de expresar que algo nos obliga, que somos responsables ante alguien o, si se prefiere, el «ser-deudor» de que habla Heidegger.
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que deberíamos traducir el segundo por algo así como «llegar a ser» (más bien que por «devenir»). Pues bien, siguiendo la lógica más estricta, al Verbo le corresponde siempre el verbo ser (cf. vv. 1.2.4.9.10), así como a las cosas creadas el verbo llegar a ser (cf. vv. 3.6.10.12.13). La gramática da un salto: el lenguaje de la crea tura entra, en cierto modo, en la esencia de Dios. La verdadera traducción de «el Verbo se hizo carne» —que ya, por el significado de esta última palabra, habría que traducir mejor por «se hizo ereatura (humana)»— es, exactamente, «el Verbo llegó a ser creatura (humana)» 3S. Ahí está por qué decíamos que el Verbo se despojaba de sus atributos divinos. Por si esto fuera poco, el lenguaje poético del prólogo añade la frase que explica la condición humana así asumida: «... y puso su tienda entre nosotros» (v. 14). Entre los verbos que significan «habitar», el autor del prólogo elige el más indicativo de la condición contingente y transitoria del hombre: la tienda del nómada, no la casa estable del habitante de pueblos o ciudades. En otras palabras, la esencia divina que nos es revelada, nos lo es en la historia, frente a la contingencia y a la muerte. Esto está explicitado además en el resto del v. 14, del prólogo, donde se afirma: « . . . y nosotros hemos visto su gloria...», es decir, su divinidad. Y si preguntamos cómo o dónde la vieron, tenemos una respuesta que nos exime de buscar en cualquier manifestación o señal del cielo, ni siquiera en la propia resurrección. En efecto, se trata de la gloria —sea la del Padre, sea la correspondiente al Hijo que la reproduce— en todo caso del que es «lleno de gracia y de verdad» (v. 14). Son éstas las dos grandes cualidades humanas —bondad y fidelidad a las promesas— que caracterizan, al mismo tiempo y por el mismo proceso, el ideal del hombre y la continua respuesta de Dios en todo el Antiguo Testamento. Este es el verdadero nombre que Moisés buscaba (cf. Ex 34,6). Por otra parte, leyendo el resto del cuarto Evangelio nos confirmamos en nuestra opinión de que el proceder humano de Jesús, no lo suprahumano en él, es lo que hace ver su gloria o, lo que es lo mismo, reconocer su divinidad. Es cierto que, en sí
mismo, no es un método exegéticamente aconsejable el pretender resolver los problemas planteados por el prólogo recurriendo al resto del evangelio, dada su probable independencia mutua. Sobre todo si el prólogo es un himno comparable a los dos que, en Filipenses y Colosenses, parece citar Pablo en el segundo texto que analizaremos más tarde en esta misma dirección. Pero en este punto coinciden de forma tan evidente el prólogo y el resto del cuarto Evangelio, que nos posibilita fundamentar aún más nuestro argumento. En dos ocasiones claras habla el Evangelio de Juan de esa «glorificación» —o manifestación visible de la «gloria» de Jesús— como realizada antes de la muerte y, por tanto, de la resurrección39. La segunda, la más solemne (cf. Jn 13,1), tiene lugar después de algo tan humano y, al parecer, tan poco «divino» como la acción de Jesús de lavar los pies de sus discípulos antes de cenar con ellos por última vez (cf. Jn 13,31). A esto habría que agregar un dato teológico de gran importancia para Juan. Cuando, un poco después, en esa misma ocasión, Felipe pide a Jesús que les muestre al Padre, y que eso les basta, aquél responde o la teología de Juan le hace responder: «Quien me ve a mí está viendo al Padre; ¿cómo dices tú: 'muéstranos al Padre?» (Jn 14,8-9). Como quien dice: nada hay por conocer en el Padre acerca de la divinidad que no esté ya presente, que no se muestre, a través de lo que hay de humano en mí. La historia a la que ellos asisten muestra todo lo que se puede mostrar del Padre y de su gloria. Pero es tal vez Pablo, más aún que Juan, quien se adentra en ese planteamiento de la coexistencia de dos naturalezas en Jesús, aunque, como es lógico, no utilice tales términos. Esto se aprecia
38 Otra razón gramatical importante para hablar de «cambio» en la encarnación, es el uso del aoristo. Este no designa algo permanente, sino un hecho que ha tenido lugar en un determinado pasado.
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" Poco importa aquí que constate y con razón que, a diferencia de los sinópticos, todo el evangelio de Juan es, en cierto sentido (más acusado), |>os-pascual. Lo que sí interesa es que, aun después de Pascua, se atribuye la manifestación de la «gloria» divina de Jesús a los atributos más humanos —no a los sobrehumanos— de éste, tal como aparecieron antes de la resurrección. Aunque el lavatorio de los pies de los discípulos, como todo lo que rodea la ceremonia de la cena, constituya para Juan una especie de pasión «hablada», por la que Jesús quiere hacer captar a sus discípulos el sentido de la pasión «muda» que va a tener lugar de inmediato, es imporiunte señalar que ese lavatorio de los pies, en cuanto signo, no va más allá del sentido de la pasión. No comprende en sí mismo, en su contenido significativo, la resurrección.
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sobre todo en la tercera etapa de sus cartas, las del cautiverio, y citando, al parecer, himnos ya existentes referidos a Cristo. Podríamos decir, si no fuera un anacronismo, que la expresión cristológica de la carta a los Colosenses que llama a Jesús «imagen (visible) del Dios invisible» (Col 1,15) resume lo que acabamos de ver en Juan *". Pero cabría preguntar: ¿cómo puede la naturaleza humana de Jesús ser imagen cabal de la naturaleza divina del Hijo, sin perder sus características humanas? ¿No será lo divino precisamente aquello que supera lo que se ve de humano en Jesús, lo que difiere de lo humano? La respuesta de Pablo es, inesperadamente, increíblemente, la contraria. En efecto, en la carta a los Filipenses hallamos esta afirmación, también en un himno a Cristo: «El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a la divinidad41, sino que se vació a sí mismo tomando la condición de siervo, llegando a ser semejante a los hombres...» (Flp 2,6-7). Es importante señalar (además de lo significativo del uso del verbo «llegar a ser» del que ya hemos hablado) que la palabra traducida aquí por «condición» es, más exactamente, forma (morfé). Por supuesto, la significación normal de esta palabra puede ir desde «forma» o «apariencia» hasta «condición» o «naturaleza». Pero el contexto de Pablo apoya la traducción empleada, ya que el ser siervo no es sólo el aspecto que adopta Cristo, sino su condición histórica real. Debemos entender por lo mismo, y con mayor razón, que «forma», aplicada al ser de Dios no puede significar otra cosa que su naturaleza. Y no por cierto su «apariencia» o «aspecto», dada su declarada «invísibilidad». Sólo que Pablo, más prudente tal vez que Calcedonia en su lenguaje, no quiere emplear un término que designa corrientemente elementos fijos e inmutables. Por eso el término «condición» se acerca más, en nuestro lenguaje moderno, al sentido que él quiere darle a la palabra forma. Hecha esta puntualización, ¿qué quiere decir Pablo —o el 40 Sobre todo cuando se tiene en cuenta la afirmación siguiente, contenida en el mismo himno que Pablo (de acuerdo con la mayoría de los exegetas) cita: «Dios tuvo a bien hacer residir en él toda su plenitud» (Col 1,19). 41 La traducción usual «semejante a Dios» puede engañar en la medida en que el griego original, según haga o no llevar a Dios el artículo determinado, designa al Padre o a la divinidad. Ver, por ejemplo, en el prólogo de Juan, la diferencia que se insinúa en el primer versículo: «...el Verbo estaba con el Dios, y el Verbo era Dios» (Jn 1,1).
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himno que cita— a través de su lenguaje poético? Para entenderlo habría que llevar a una radicalidad extrema la experiencia, ya mencionada como ejemplo en este párrafo, de una «aculturación». No hecha por curiosidad, claro está, sino por amor. Imaginemos, por ridículo que pueda parecer —al fin y al cubo es mediante un proceso paralelo como se llegó a la expresión dd himno que cita Pablo— a un zoólogo apasionado que, sin truco ¡ilf.imo, quiere llegar a vivir la existencia de una hormiga. Imaginémoslo con poderes mágicos, pero coherente en el uso de ellos ion respecto a su intención original. ¿Qué podría o qué debería Imccr? En primer lugar, de nada le serviría convertirse en una hormiga más y dejar para siempre de ser hombre. Con ello no haría otra cosa sino repetir en la misma forma esa existencia enigmática que nata de hacer suya. La experiencia se perdería junto con el sujeto experimentador. En segundo lugar, de nada le serviría tampoco anular o abandonar su naturaleza humana, pues es desde ella, con su determinado mundo de valores, desde donde adquiere sentido la experiencia y desde donde la existencia de la hormiga, sin dejar de sor tal, puede ser trascendida y elevada. En tercer lugar, la naturaleza humana tendría, no obstante, i|uc ser vaciada de todas aquellas características y condiciones incompatibles con una existencia de hormiga. Imaginemos, una vez más, que nuestra libertad, o la del zoólogo, es, en este punto, total. Que la «forma» de existir, la que puede ser descrita como dato inherente al ser hombre, puede ser vaciada, para dejar subsistir sólo lo que la libertad quiere ser, en términos de valores. Lo que NC traslada, entonces, a la existencia en forma de hormiga no son las características fijas del saber, del sentir, del actuar, las «naturales», sino lo que constituye el ser más verdadero y original42. Para no alejarnos de la temática y del vocabulario bíblicos, digamos que el hombre trasladaría a la existencia de la hormiga su " En este ejemplo, más bien de ciencia-ficción, claro está que la fijeza propia de la naturaleza humana haría que quien hace la experiencia apareciera como no siendo —por lo menos mientras dura ella— plenamente hombre. Pero recordemos que la «naturaleza», cuando de Dios se trata, no des t í n esa limitación estable, sino la totalidad del ser puesta a disposición de la libertad divina. Cualquier forma de ser compatible con lo que esa liberlad haya decidido ser —en el plano de los valores «bondad y fidelidad», y ni el darse una determinada «forma» real— es capaz de ser llamada cabalmente «naturaleza divina» en toda su plenitud de tal.
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bondad y su fidelidad y se vaciaría del resto «humano» en cuanto opuesto a una auténtica existencia de hormiga. Alguien puede pretender que todo esto no constituye más que una locura imaginativa. Pero ¿qué otra cosa es el proceso bíblico que nos muestra a un Dios caminando en esta dirección al ofrecerse a la comprensión humana? Si Calcedonia no incorpora estos elementos importantes, más imaginativos, de Juan y de Pablo en su fórmula cristológica, se debe a que, como dijimos, es inconscientemente tributario de una filosofía que pretende conocer la naturaleza divina eterna e inmutable. Y sólo está dispuesta a transigir o corregir lo que en ella aparezca directamente contradictorio con lo manifestado en Jesús. No tiene instrumentos mentales de recambio, tal vez por su empeño en salir de lo que juzga meramente poético y, por tanto, no bastante puro y metafísico. * * * Resumiendo, podemos decir que Calcedonia, para hablar de la divinidad de Jesús, introdujo, sin duda a falta de otro mejor, un concepto —el de «naturaleza divina»— que daría la impresión, sobre todo en el transcurso del tiempo, de haber canonizado una filosofía (metafísica) incompatible con elementos básicos de la fórmula misma. Y con su más ajustado y equilibrado resultado, es decir, la «comunicación lingüística» que se obtiene, en Jesús, entre la historia y las dimensiones del hombre por una parte y el modo de expresarse sobre lo divino por otra. De esta manera, y no tanto a favor como en contra de lo más decisivo de la fórmula calcedonense, cristologías posteriores harán una lectura ahistórica de Jesús de Nazaret. La «naturaleza divina» cobrará así su precio: el cristianismo aparecerá más como una religión entre otras que como el proyecto histórico de introducir el reino de Dios en las estructuras de este mundo. Pero, a nuestro parecer, en lugar de declarar obsoleta la fórmula, un planteamiento de los problemas cristológicos mostrará, por 43 Cf. supra el texto de la Biblia de Jerusalén (nota a la p. 661). Allí se nos habla de «bondad, fidelidad y poder». En realidad, la Biblia usa como atributos esenciales de Dios comúnmente los dos primeros términos, que apuntan a valores. El tercero no contiene en sí mismo valor alguno, sino la posibilidad o capacidad, propia de quien posee toda la plenitud del ser, de realizar esos valores en la forma que estime útil.
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el contrario, que estamos aún muy lejos de haber comprendido (y, sobre todo, puesto en práctica teológicamente) toda su riqueza y radicalidad. Riqueza y radicalidad que, sin duda, permanecen tiiista cierto punto implícitas, es decir, no cabalmente percibidas en su época, pero que muchas cristologías de hoy tampoco perciben. Sobre todo en un punto que nos interesa especialmente rei alear: si lo que hemos dicho es cierto, Calcedonia enfrenta a Jesús no tanto con el ateísmo cuanto con la idolatría. ¿Por qué decimos eso? ¿Será para congraciarnos con determinado tipo de lectores? (¡roemos que no, aunque nadie pueda estar seguro de los resortes unís básicos que lo mueven. Nos parece que Calcedonia no piensa en el ateísmo por la razón histórica obvia de que el ateísmo no era un fenómeno social de la (•poca; pero hay algo más. Calcedonia no declara Dios a Jesús. Kilo ya había sido realizado siglos atrás y aparece en los mismos escritos neotestamentarios. Lo que Calcedonia agrega de más orifjinul es que el proceso de la «divinización» de Jesús no consistió en establecer primero la existencia y las características de un mundo divino, para luego introducir en él a Jesús de Nazaret. Si así hubiera sido, la primera y principal barrera que habría encontrado el proceso hubiera sido la negativa del hombre a admitir la existencia de ese mundo divino previo. Kl proceso propuesto (y coronado) por Calcedonia es el inverso: le.siís, en su historia humana limitada, interpretado desde una tradición secular en busca del significado de la existencia del hombre, nos muestra lo Absoluto, la realidad última, el dato trascendente por excelencia. Y, en la misma medida, se opone, antes que nada, ii cualquier absolutización de valores que no sean aquellos maniIestados por Jesús en su historia humana. Así, el objetivo está puesto en la absolutización de lo falso, es decir, en la idolatría. Se dirá tal vez que el ateísmo, por su negación de cualquier iniscendencia, se opone de forma genérica a este dato, no por ser tul o cual históricamente —no por representar tal o cual tipo de Viilorcs— sino por suponerlo y admitirlo como situado más allá di- lo empírico y verificable. Si ésa fuera la significación primaria, antropológica, del ateísmo, tendríamos que estar de acuerdo en que constituye una baiicru infranqueable para poder interesarse por el Jesús que prenriitu Calcedonia. Pero contra ese malentendido hemos tratado de iiniiliziir anteriormente la estructura significativa del hombre, moslimido que toda existencia humana está estructurada por datos
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trascendentes. De donde partía una llamada a revisar la afirmación que muchas veces se tiene erróneamente por obvia: que no se acepta a Dios porque trasciende la experiencia humana **. Y una invitación a preguntarse si no se negará a Dios más bien por ver en él la sanción de tal o cual existencia humana. En este sentido, las páginas que siguen en esta obra pueden seguir interesando por igual a ateos y cristianos.
CAPITULO II
ALABAR,
¿VACIO CRISTOLOGICO? HACER REVERENCIA Y SERVIR
1
I
44 Es lo que pretendería Camus en El mito de Sísifo: «Es que sobrepasa, me dicen, la medida humana: es necesario, por tanto, que sea sobrehumano. Pero ese 'por tanto' está de más. Ya no hay aquí certeza lógica. Ya no hay tampoco probabilidad experimental. Todo lo que puedo decir es que, en efecto, ello sobrepasa mi medida. Si no extraigo de ello una negación, por lo menos no quiero fundar nada sobre lo incomprensible. Quiero saber si puedo vivir con lo que sé y sólo con ello...» (op. cit., pp. 59-60, subrayado nuestro). Pero si lo que se sabe (experimentalmente) son sólo hechos, el mundo del sentido con el que se estructuran los valores para actuar permanecerá cerrado. Y, apenas se abre éste, aparecen los que hemos llamado «datos trascendentes», los que sobrepasan la medida de cada hombre.
En un proceso programado de espiritualidad, a veces el primer dato cristológico que salta a la vista lo constituyen los problemas que se solucionan sin ayuda —por lo menos visible— de la cristología. Por eso mismo, constituye un dato llamativo que en los Ejercicios el destino del hombre y de su existencia en el mundo sea decidido en el Principio y Fundamento sin relación aparente con la cristología. Antes, sin embargo, de investigar el sentido —cristológico— de esta visible ausencia señalemos otras no menos claras, que pueden aportar datos interesantes a nuestra investigación. Después del Principio y Fundamento, toda la primera semana, dedicada a la meditación del pecado, transcurre sin referencia explícita a ningún dato cristológico. Más tarde veremos si el coloquio del primer ejercicio constituye una verdadera excepción. Pero, aun dando a ese coloquio una importancia más grande que la que tiene en el espacio dedicado a los ejercicios de la primera semana, sorprende la diferencia entre ésta y las tres siguientes, donde Cristo ocupa un lugar continuo y central. También es importante señalar que, en esta rápida visión, sorprende volver a encontrar, al final de los Ejercicios, que han ido siguiendo los pasos de la vida, muerte y resurrección de Cristo, ' Citamos los textos de Ignacio de Loyola —modificando a veces levemente su gramática o vocabulario cuando así lo exigen razones de claridad —según las Obras completas (B. A. C , Madrid 1963) edición manual en un solo tomo (en adelante citada como OC). Los números que van entre paréntesis corresponden a la ya clásica enumeración, párrafo por párrafo, del texto ), como se trata de algo tan peligroso y el hombre está tan mal liulinndo, Jesús viene a «ayudar» (146), mostrando en su vida, v t'N|i(T¡iilincnte en su pasión, cómo hay que orientar las prefereni liin puní luieer no sólo posible, sino probable ese mismo cumplimiento de la ley, venciendo las «redes y cadenas» (142) con que lo» enemigos del hombre se valen de ellas para, desordenándolas, llnvrti'lti* Ihmímente al quebrantamiento mismo de la ley, es decir, H Ion «vli ION» opuestos a los mandamientos. I,ti irNHii'ección constituye el testimonio vivo de la victoria en t'l |ii'CN lo que se sigue de «haberme seguido en los trabajos»
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La lectura desde arriba altera, además, la proporción de los acontecimientos. Hasta el momento de su pasión, Jesús tiene, sin duda, una vida difícil, pero no particularmente si se piensa en la inmensa mayoría de sus contemporáneos. Es ayudado económicamente en su ministerio'. Lejos de recibir continuamente afrentas y vituperios, recibe con frecuencia admiración, agradecimiento y una adhesión tal que alarma a las autoridades y las lleva al asesinato. ¿Por qué no se ha leído todo esto? Porque se «proyectan» los acontecimientos en la imagen final de Dios muerto en cruz. No interesa por qué llega históricamente Jesús a la cruz. Siendo Dios, quienes lo llevan a la cruz son simples instrumentos. Dios
«MIIIIHII, Adnotationes
(La Haya 1971) p. 7.
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(93, 95). La unión con Cristo resucitado no es concebida como un elemento del proyecto redentor (como lo hace Pablo en Rom 4, 25), sino como lo que sigue al juicio. La unión con ese Cristo triunfante es, pues, un elemento importante de la preferencia que lleva la imitación hacia el Cristo de la cruz. La cristología convierte así la indiferencia en preferencia. La antropología de los ejercicios se acomoda, por tanto, a las condiciones concretas —y desequilibradas— en las que tiene lugar la prueba del hombre s . Y, como ya dijimos, no es extraño que la cristología tenga esta función, ya que, tratándose de una cristología desde arriba, la idea previa de la divinidad y de lo que a ella corresponde influye poderosamente en la lectura misma de los evangelios y en las contemplaciones que los toman como base. No olvidemos, con todo, que la preferencia de que aquí se habla, por más determinada que esté por la cristología, está todavía subordinada a un criterio superior (que hemos dejado entre paréntesis en los textos citados en este capítulo) y que podríamos resumir con la formulación del rey temporal: «sólo que sea vuestro mayor servicio y alabanza» (98; cf. 147, 155, 167, 179-181). De este criterio superior nos ocuparemos en el capítulo siguiente.
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De ahí el sugerente título general de los Ejercicios: «Ejercicios espirituales para vencer a sí mismo y ordenar su vida sin determinarse por afección alguna que desordenada sea» (21).
CAPITULO V
DESMITOLOGIZACION
Y
ESPÍRITUS
I Aunque no constituya un problema específicamente cristológico, el uso de un lenguaje mítico para referirse a las intervenciones de Dios en la historia, ha sido planteado de manera especial en relación con la revelación y actuación de Dios en Jesucristo. Y aunque el hecho pueda tener algo de accidental, no cabe duda de que toda cristología desde arriba, es decir, donde la idea de la divinidad está presente desde el primer momento, no puede huir de ese planteamiento. Y ya hemos visto que ése era el caso de los Kjetcídos. Espirituales. Podemos decir, resumiendo la problemática de R. Bultmann, que se da mito o lenguaje mítico cada vez que a) una experiencia interna o subjetiva de un encuentro con lo absoluto se coloca fuera como un hecho acaecido en el mundo de lo objetivo; b) hablando de una causalidad sobrenatural que opera como y entre las demás causas naturales de los fenómenos; c) produciendo así una doble historia: la profana, donde no parecen actuar sino estas últimas, y una historia «sagrada», donde se tienen en cuenta y narran las interrupciones de la historia profana provocadas por intervenciones de la causalidad sobrenatural. Un milagro narrado como tal y, por supuesto, acontecimientos ionio los de la encarnación o resurrección, entran de lleno en cada una de las tres categorías de lo «mítico». Y, como en esto, los r.jcrcicios Espirituales siguen fielmente, y sin sospecha alguna, las narraciones evangélicas —aunque se haya hecho notar que éstas non más sobrias en lo mítico que muchos otros documentos religiosos—, es fácil colegir que los inconvenientes y problemas del lenguaje mítico regirán también para los Ejercicios. Y ¿cuáles son esos problemas e inconvenientes? El más obvio, , il que se ha hecho alusión con más frecuencia, es uno de carácter i|iologético: el hombre moderno, educado en una mentalidad y un
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Desmitologización y espíritus
lenguaje científicos, no puede aceptar tales «mitos». Es impermeable a ellos. Lee los evangelios como los cristianos leemos la litada. En una palabra, no puede concebir a un Dios que intervenga en el mundo de esa manera. En realidad, se podrían agregar razones teológicas más centrales, por así decir. Ese tipo de intervenciones, mal o bien llamadas «míticas», supone que Dios actúa, de vez en cuando, para modificar, cuando así lo cree conveniente, el curso y la influencia de las causas naturales y humanas. Tal vez no se ha pensado en algunas consecuencias de esa suposición. Una, y no poco importante, es hacer a Dios responsable, por acción u omisión, de todo cuanto ocurre en el mundo, con toda la dosis de inhumanidad que ello supone. Otra es que no se ve la necesidad, sugerida por Jesús, de rogar a Dios que se haga su voluntad «así en la tierra como en el cielo», si es verdad que Dios no tiene o no se ha impuesto limitación alguna en ejercer tal voluntad mediante intervenciones directas de su poder. Y si lo hace alguna vez, ¿por qué no siempre? Por supuesto, no nos es posible analizar los argumentos de Bultmann, el teólogo cuyo nombre ha quedado ligado a la solución «desmitologizadora», aunque, de hecho, varios otros vayan mucho más allá que él en esta materia. Con todo, fue él quien presentó primero el problema de manera más clara y sistemática. Conviene señalar, sin embargo, que la palabra «desmitologización» es engañosa, pues Bultmann no propone desembarazarse sin más de toda narración «mítica». Lo que propone es interpretarla. Y, para ello, volver a poner en el interior, en lo «existencial», lo que el mito proyectó al exterior, al reino de los objetos y acontecimientos objetivos. Así el hecho, si no el acontecimiento, conserva su valor decisivo y aun teológico. En cuanto a esto, tal vez sea posible decir que los Ejercicios Espirituales salen aparentemente bastante bien librados de la prueba de la desmitologización, por lo menos en cuanto a Cristo se refiere. Es posible que esto sea propio de toda espiritualidad, en oposición a las cristologías teológicas, ya que estas últimas se ven obligadas a explicitar qué entienden exactamente por tales intervenciones divinas en la historia. Es característico, en cambio, de una espiritualidad el interpretar siempre los acontecimientos «sagrados» en términos existenciales, cualquiera que sea la opinión que se tenga sobre si ocurrieron o no en realidad tal como se los narra.
De cualquier forma, se puede decir que Jesús es interpretado siempre existencialmente (por más que no quepa duda de que Ignacio aceptaba, como todos los cristianos de su tiempo, la exterioridad de las intervenciones divinas del Antiguo y del Nuevo Testamento). Lo que en realidad le interesa, está expresado en la finalidad de cada contemplación: «sacar algún provecho» por medio de una «reflexión en mí mismo» (114 y passim). Pero ¿será esta reflexión —sobre mí mismo— de los acontecimientos que medito, la reflexión existencial a la que Bultmann se refiere? Porque, efectivamente, la desmitologización que éste propone no consiste en cualquier reflexión que se haga sobre la propia existencia acerca de una supuesta intervención divina en el mundo objetivo. Bultmann sostiene, y con razón, que existe un círculo hermenéutica en mi manera de acercarme a los hechos de Dios e interpretarlos. Es obvio que si todos ellos no deben referirse a acontecimientos externos, sino a lo que Dios le dice a mi existencia, mis posibilidades de escuchar y entender el mensaje divino, de «sacar algún provecho» de él «reflictiendo en mí mismo», variarán según lo que podríamos llamar mi nivel de comprensión existeniial. El círculo de la interpretación (círculo hermenéutico) estará c-ii que un mejor nivel en la reflexión sobre mi existencia y sus condicionantes me permitirá captar cosas de la palabra de Dios que una vida inauténtica y superficial pasaría por alto. Y quien escucha mejor la palabra de Dios y sus exigencias ahonda aún más esc nivel existencial y se prepara así a escuchar más profundamente ni Dios que le habla. Y así sucesivamente. Bultmann propone, además, un camino concreto para autentificar nuestra reflexión existencial y prepararnos así a escuchar mejor y entender más hondamente la palabra que Dios nos dirige, cttundo interpretamos supuestos acontecimientos míticos. Ese camino, como se sabe, es un análisis hecho por Heidegger en su conoi iiln obra El ser y el tiempo de las diferencias entre una existencia iiiiuiiéntica y una auténtica. Prescindamos del problema de si Bultmann entiende bien n un ¡i 1 leidegger. Este tiene una intención ontológica que Bultmann ilrsoifia pretendiendo que si no buscamos en Heidegger los reNIIIindos de un análisis existenciario, sino existencial (de acuerdo n ln terminología adoptada por el traductor castellano), hallaremos • •ii /;'/ ser y el tiempo un análisis metódico muy útil para ahondar v perfeccionar nuestro nivel de comprensión existencial. Ten-
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dríamos en él, hasta cierto punto, una especie de camino espiritual, de «ejercicios», para llegar o acercarnos a una existencia auténtica y, de acuerdo con Bultmann, entender, de la mejor manera posible, lo que Dios nos quiere decir a través de los acontecimientos de la vida de Cristo. Hay que conceder que, si se descarta la diferencia de épocas y temáticas, son notables las semejanzas o el paralelismo con los criterios que Ignacio propone en los Ejercicios para acercarse a la contemplación de Cristo. En efecto, que los Ejercicios se presenten ya como apuntando a la autenticidad lo prueba su mismo título general: «Ejercicios espirituales para... ordenar su vida sin determinarse por afección alguna que desordenada sea» (21). En las anotaciones iniciales se nos habla, además, de quiénes podrán y de quiénes no podrán hacer los Ejercicios Espirituales en su plenitud. Si buscamos la clave de estas exigencias, podríamos decir que la condición decisiva tiene mucho que ver con la verdad que posee o debe poseer el ejercitante para enfrentarse con la verdad que le saldrá al encuentro en los Ejercicios. Es decir, con el círculo hermenéutico. Esa capacidad para la verdad tiene algo que ver con la capacidad intelectual (cf. 18)), pero mucho más con una convergencia y coherencia del hombre entero, algo que en términos modernos llamaríamos también «autenticidad». Baste recordar algunas de esas condiciones. Debe estar «desembarazado», es decir, con la capacidad de concentrarse en lo esencial «no teniendo el entendimiento partido en muchas cosas, mas poniendo todo el cuidado en una sola» (20). Debe, además, entrar en ese encuentro con la verdad interior de un «grande ánimo y liberalidad», ofreciendo «todo su querer y libertad» (5). Más aún, se supone que este querer y esta libertad son reales y no imaginarios, capaces de transformar las cosas. Por eso no se deben dar los Ejercicios completos a algunos «de poco sujeto o de poca capacidad natural, de quien no se espera mucho fruto» (18). Cuando de estas condiciones generales —bastante exigentes, por cierto— pasamos a una particularización mayor, vemos más claro todavía el retrato del ejercitante en la mente de Ignacio: un hombre capaz de pensar, juzgar y actuar con todas las fuerzas de su ser convergiendo hacia un solo punto, el encuentro con la verdad donde debe decidirse su destino.
Así, deberá estar solo y, para ello, «apartarse hombre de muchos amigos y conocidos, y asimismo de muchos negocios» (20) y, por otra parte, comunicar todo lo que en su interior ocurre, «las varias agitaciones y pensamientos que los varios espíritus le traen» a quien lo dirige en este decisivo encuentro (17). Tendrá que evitar toda curiosidad, no sólo mundana, sino aun acerca de las etapas del proceso mismo que va siguiendo, «de manera que así trabaje en la primera [semana] para alcanzar la cosa que busca, como si en la segunda ninguna buena esperase hallar» (11; cf. 127). La autenticidad debe llenarlo todo, como se ve asimismo en las adiciones. Por lo pronto, llenar los minutos todos. «Después de acostado, ya que me quiera dormir, por espacio de un avemaria pensar en la hora que me tengo que levantar y a qué, resumiendo el ejercicio que tengo que hacer» (73). «Cuando me despertare, no dando lugar a unos pensamientos ni a otros, advertir luego a lo que voy a contemplar» (74). Se le exige durante el día tener pensamientos en consonancia con los sentimientos que surgen, lógicamente, de la contemplación (cf. 78), acomodar la luz (cf. 79), la postura corporal (cf. 76), la comida (cf. 83, 130) y todo el contexto material que lo rodea (cf. 130). En una palabra: es toda una existencia humana que sale al encuentro de una palabra y se prepara para comprenderla, profundizarla, sentirla, asimilarla y realizarla al máximo. Expresamente hemos omitido, en esta preparación existencial para la autenticidad, el conocimiento discrecional del sentido que lii'iien las diversas mociones, tristes y alegres, agitadas o quietas, que pasan por el espíritu. Ellas constituirán precisamente el tema del párrafo siguiente.
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II Llegados aquí, recapitulemos ciertos elementos que tendremos tpie estudiar ahora unidos. De los capítulos anteriores surgía la incógnita de un último (Tilcrio para elegir, por encima del cristológico: la imitación de leNi'is. En otras palabras, el primer criterio que destruía la indiIcrencia era la ley, primero en materia grave (primera manera de humildad) y luego en materia leve (segunda manera). Después de rule «vacío cristológico», como lo llamé, aparecía un segundo crileiio, éste sí relacionado con Jesús y con una cristología desde
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arriba centrada en su imitación y particularmente en la de sus sufrimientos (tercera manera). Pero, inesperadamente, la indiferencia reaparecía en cierto modo porque no se podía dar por descontado que esa imitación real y concreta fuera el mayor servicio de su divina majestad. ¿Cuál puede ser ese tercero y último criterio? O, mejor aún, ¿cómo encontrarlo y ponerlo en práctica al elegir? Acabamos de ver en este capítulo la enorme importancia que Ignacio da a una totalidad integrada del hombre, a una disponibilidad afectiva y efectiva, a una autenticidad existencial. Es significativo que Ignacio ordene no pasar de la primera semana con aquellos que no reúnan esas condiciones que podríamos llamar hermenéuticas o interpretativas, ya que de interpretar se trata, y de interpretar la palabra que le va a ser dirigida como criterio último al ejercitante. Podríamos resumir esto con la nota dada de palabra por san Ignacio: «Si algunos no parecen llevar disposición de ánimo tal que se pueda esperar de ellos mucho fruto, bastará dar los ejercicios de la primera semana y dejarlos con esta sed hasta que dieren prendas para esperar mayor provecho» ' (cf. 18). Cabe preguntar por qué tal limitación. ¿Qué hay después de la primera semana que haga a los Ejercicios impropios para las clases de personas que Ignacio desecha? Dos hipótesis se presentan: el elemento cristológico o bien ese misterioso criterio superior para elegir. Nuestra hipótesis es, por supuesto, la segunda. No piensa sin duda Ignacio que las contemplaciones sobre la vída de Cristo y sus sufrimientos puedan ser superfluas y menos aún perjudiciales para nadie. Lo que ocurre es que los Ejercicios en la mente de Ignacio no constituyen sólo ni principalmente una manera de conocer a Cristo e imitarlo. Esas contemplaciones —con su correspondiente intención imitativa— están encuadradas en un «modo de hacer elección» y enderezadas a ello. Por eso, cuando se le dice al director que con ciertas clases de personas no pase de la primera semana, se le advierte: «no proceder adelante en materias de elección...» (18). Se puede concluir aquí que el descubrimiento o discernimiento
de ese tercer criterio para elegir, que pasa por encima del directamente cristológico, es muy delicado y exige la autenticidad más completa posible en el ejercitante. Así unimos en una las dos hipótesis que hemos estado estudiando: el saber si Dios me quiere o no para la más estrecha imitación de Jesús y un mayor servicio de su divina majestad, va a depender de que yo oiga su voz, su llamada, su «vocación», a través de mis experiencias interiores mientras voy reflexionando sobre la materia de los Ejercicios. A este respecto es interesante que lo primero en que acierta Ignacio, cuando la materia de los Ejercicios no suscita tales movimientos internos, es a controlar los criterios de autenticidad de que hemos hablado en el párrafo anterior: «El que da los ejercicios, cuando siente que al que se ejercita no le vienen algunas mociones espirituales en su alma, así como consolaciones o desolaciones, ni es agitado de varios espíritus, mucho le debe interrogar acerca (de) los ejercicios, si los hace, a sus tiempos destinados, y cómo; asimismo de la adiciones, si con diligencia las hace pidiendo (cuenta) particularmente de cada cosa de éstas» (6) 2 . En realidad, estamos aquí frente a un punto esencial de la teología de los Ejercicios: la absoluta confianza de Ignacio en que, cuando el hombre pone su existencia entera en seguir, día tras día y semana tras semana, el desarrollo de los dos criterios anteriores, la palabra de Dios se hará oír proporcionando los elementos del tercer criterio, el mayor servicio y alabanza de su divina majestad. Esto aparece aún más explícitamente cuando se le exige al director que no manipule, por así decirlo, la materia de los Ejercicios. Sólo de esta manera se podrá confiar en que es Dios quien, a través de las mociones interiores, hace aparecer el criterio final que no es genérico como los anteriores, sino personal para cada ejercitante. Esto ya aparece cuando se le dice al director que «debe narrar fielmente la historia de tal contemplación o meditación, discurriendo solamente por los puntos con breve o sumaria declaración; porque la persona que contempla, tomando el fundamento verdadero de la historia discurriendo y raciocinando por sí mismo y hallando alguna cosa que haga un poco más declarar 2
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OC, p. 285. Ignacio admite una excepción cuando no se puede de ninguna manera dejar las ocupaciones habituales, pensando sin duda en personajes de Estado o de la Iglesia (cf. 19).
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Si todas se hallan en orden, se sugiere introducir algún cambio en comer, dormir, etc., y «como Dios nuestro Señor en infinito conoce mejor nuestra natura, muchas veces en las tales mudanzas da a sentir a cada uno lo que /c conviene» (89).
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o sentir la historia, quier por la raciocinación propia, quier sea en cuanto el entendimiento es ilucidado por la virtud divina, es de más gusto y fruto espiritual...» (2). Pero la observación al director se vuelve decisiva cuando se trata de no manipular la voluntad del ejercitante, ya que allí sólo debe aceptarse como criterio último el segundo de los indicados en la anotación que acabamos de transcribir: «El que da los ejercicios no debe mover al que los recibe más a pobreza ni a promesa [voto] que a sus contrarios, ni a un estado o modo de vida que a otro... En los tales ejercicios espirituales más conveniente y mucho mejor es, buscando la divina voluntad, que el mismo Creador y Señor se comunique a su alma devota... De manera que el que los da... deje inmediatamente obrar al Creador con la creatura y a la creatura con su Creador y Señor» (15). Detengámonos en este punto esencial de la teología de los Ejercicios (del que va a depender el criterio final de la elección) y planteemos claramente el problema. El lenguaje que aquí se usa es claramente «mítico», según los criterios de la definición establecida en el párrafo anterior. Muy a menudo, en el calor espiritual de los mismos Ejercicios, no se presta demasiada atención al carácter exacto del lenguaje que se está empleando acerca de Dios. Todo es espiritual y divino en cierto modo, y un lenguaje concorde con ese clima parecerá oportuno y natural. Algo de ello pasa también cuando se discute sobre Ejercicios. Además, las fórmulas originales de Ignacio tienen, por lo menos en castellano, un sabor inédito que nos hace olvidar en parte su contenido literal. Porque, en efecto, su contenido literal plantea aquí —como en otros lugares similares que luego estudiaremos— un problema teológico serio y en relación con la cristología. ¿Pensamos literalmente que tal o cual consolación o desolación constituyen una comunicación directa y personal de Dios o de Satanás al ejercitante, de la misma manera que muchas personas atribuyen la duración y la abundancia de una lluvia a una intervención o voluntad específica de Dios? ¿O la atribuímos a causas psicológicas, como atribuimos la lluvia a las meteorológicas? Antes de poder discutir a fondo el problema, debemos dejar claros ciertos elementos de su planteamiento. El primero es que, por más que Ignacio sea, para su época, un observador no mediocre de leyes psicológicas, no puede caber
duda razonable de que su propia respuesta sería un rotundo sí a la primera pregunta. Las frases que hemos citado son claras y elocuentes, y las reglas comúnmente llamadas «para discernir espíritus» (313-336) presentan el mismo tipo inequívoco de lenguaje. Pero no es sólo cuestión de lenguaje. Demasiados elementos más centrales aún apuntan a lo mismo, como se verá en el curso de la discusión. No podemos detenernos aquí en ellos. En cierto modo no todos interesan a nuestro propósito, que no es histórico, sino teológico y relativo al presente. Pero hay uno que importa en este sentido, y es que el tercer criterio no podría ser el decisivo y final si no fuera seguro. Ignacio, al establecerlo por encima de los demás, lo denomina siempre, de una manera o de otra, el mayor servicio de Dios. Es lógico, pues, suponer que Dios manifieste cuál es ese servicio y que se lo manifieste a cada uno de los hombres que se lo pregunten desde una autenticidad como la que los Ejercicios requieren, ya que, a partir del criterio general de la imitación de Cristo, el problema se torna individual: dónde Dios y su servicio me quieren en esa imitación. Aquí es donde no podemos evitar un cierto anacronismo. Si suponemos que los signos dados por las mociones internas no provienen «inmediatamente» de Dios o del enemigo, sino que han de ser interpretados y mediados por las distintas corrientes de psicología profunda que existen y compiten hoy, podemos pensar que Ignacio rechazaría semejante reducción de su criterio como totalmente ajena a su intención y aun a su fe. La segunda aclaración, ya insinuada en esta primera, es que quien se inclina por la segunda alternativa y responde con un sí a la segunda pregunta, no por eso renuncia a interpretar las consolaciones y desolaciones como criterio, y aun como criterio proveniente de Dios. El criterio, aunque desmitologizado, subsiste. Sólo que, al no ser considerado ya como una directa manifestación do la voluntad de Dios sobre el hombre, y al haber pasado la psicología (desde el tiempo de Ignacio) del dominio de la mera inunción al de las ciencias (humanas), también el criterio de las mociones internas deberá ser interpretado por aquéllas. Pero el problema principal para esta segunda posición no es imito que el signo no es ya «del cielo», sino «de los tiempos», para usar el lenguaje del evangelio, y, por tanto, no seguro. La cuestión no consiste tanto en la incapacidad manifiesta de las ciencias humanas para dar respuestas categóricas, sino en la im-
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posibilidad de relacionar sus criterios con el «mayor servicio y alabanza de Dios nuestro Señor». Estas dos aclaraciones previas nos llevan a una conclusión provisional, pero de gran importancia: tenemos que ser honestos con nosotros mismos y con el ejercitante en este punto. Estamos usando un lenguaje «mítico» que se acomoda a la atmósfera global de los Ejercicios. El ejercitante podría, entusiasmado con los descubrimientos que realiza en esta poderosa introversión, que tal vez practica por primera vez, olvidar lo peculiar del lenguaje con que se le habla. Y despertar luego en la vida secular interrogándose sobre la coherencia de los criterios usados en los Ejercicios con los que emplea en los demás campos de la existencia. Aunque no podamos discutir aquí el problema global de la desmitologización, tratemos de internarnos en el problema teológico que nos plantea esa comunicación directa del Creador con la creatura en la experiencia de mociones interiores, como son principalmente la consolación y la desolación. Ya hemos indicado algunos de los inconvenientes que se siguen de atribuir a Dios una causalidad intencional en los acontecimientos humanos. Digamos que la teología hoy se resiste a reconocer tales intervenciones —que no diferirían sustancialmente de lo que llamamos milagros— a no ser que argumentos muy serios puedan obligarla a ello. Veamos si esos argumentos existen aquí. Nuestro examen equivale a comprobar una hipótesis muy tentadora en el caso de Ignacio. Ya dijimos que él daba por sentado las comunicaciones inmediatas del Creador con la creatura, por lo menos dentro de los Ejercicios. No podía ser de otra manera en su época. Toda comunicación mística —el siglo de Ignacio fue un siglo de místicos— era en ese tiempo considerada como una intervención divina inmediata tan evidente como la supuesta en los milagros de Cristo de acuerdo con los evangelios, sólo que ese milagro se realizaba en el interior de la persona. Parece muy claro que Ignacio creía posible considerar místicas las experiencias interiores que tenían lugar dentro del espíritu del ejercitante, con las condiciones que hemos indicado. Es típico signo de ello una observación omitida al citar la decimoquinta anotación: «Dado que fuera de los Ejercicios lícita y meritoriamente podemos mover a todas personas... para elegir continencia, virginidad, religión [vida religiosa] y toda manera de perfección evangélica, tamen [con todo] en los tales ejercicios espirituales más conveniente y mucho mejor es... que el mismo Creador
y Señor se comunique a su alma devota... De manera que el que los da... deje inmediatamente obrar al Creador con la creatura y a la creatura con su Creador y Señor» (15). Esta distinción en el «mover» fuera y dentro de los Ejercicios expresa con claridad que, si fuera de ellos obran las causas naturales y sus criterios correspondientes, dentro obran causas sobrenaturales que es necesario respetar como un criterio superior que ya no está en las manos del director de Ejercicios. Por supuesto, la alusión a fenómenos místicos no elimina, ni mucho menos, el problema de la «desmitologización» del lenguaje, aunque muy pocos teólogos especialistas en espiritualidad se hayan preocupado, que sepamos, de dilucidar la cuestión 3 . En realidad, uno de los méritos de Ignacio, aunque no haya atacado este problema que es posterior a su época, es su cautela, fuera de esa observación general que acabamos de consignar, para dar por sentado que las mociones interiores del ejercitante constituyan comunicaciones inmediatas de Dios. Este es un dato de gran importancia. En efecto, existen tres «tiempos» para hacer elección. De ellos, el último lo hemos comentado ya al hablar de los criterios estudiados hasta aquí, y corresponde a lo que Ignacio llama «tiempo tranquilo» (177ss). No parece que ninguno de los dos modos de hacer elección en este tiempo tranquilo puedan llamarse, de acuerdo con lo visto, una «comunicación inmediata» del Creador a la creatura. Una razón suplementaria para pensar así es que «raciocinando», según las reglas que los Ejercicios dan para este tiempo, el último criterio para elegir, más allá de la mayor semejanza con Cristo, aparece aún como vago e indeterminado (cf. 181). Y prueba de eso es que se indica allí que «hecha ya la tal elección o deliberación, debe ir la persona que tal ha hecho, con mucha diligencia, a la oración
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3 No se nos escapa que, estrictamente hablando, el problema comúnmente conocido como desmitologización no recae sobre el lenguaje místico, es decir, sobre la descripción (siempre analógica o metafórica) de los fenómenos divinos interiores al alma humana o subjetivos (cf. supra, p, 719). Pero desde que tales fenómenos son tomados como «revelación» de criterios para una ilición concreta que tendrá lugar en el exterior, el criterio aducido para esa ilición habrá de ser «mítico». Y eso es lo que acontece precisamente en los Kjc-rdcios. La explicación de la elección hecha invoca una comunicación inmediata de la voluntad de Dios, estrictamente similar a la explicación evangélica para la huida de José, con María y el niño, a Egipto (Mt 2,13.19).
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delante de Dios nuestro Señor y ofrecerle la tal elección para que su divina majestad la quiera recibir y confirmar, siendo su mayor servicio y alabanza» (183; cf. 188). Parece como que Ignacio no se resignara a que la elección termine con el solo «raciocinar» del ejercitante. Espera todavía la comunicación inmediata del Creador a la creatura como último criterio, y si ella no ha tenido lugar en el tiempo tranquilo del raciocinio, espera que después, en la oración, la comunicación tenga lugar en forma de confirmación, es decir, con mociones espirituales que aseguren la procedencia divina y el criterio decisivo de la elección. Por oposición a este tercer tiempo tranquilo, el primero es el que podríamos llamar el de la «vocación milagro»: «cuando Dios nuestro Señor así mueve y atrae la voluntad, que sin dudar ni poder dudar, la tal alma devota sigue a lo que es mostrado; así como san Pablo y san Mateo lo hicieron en seguir a Cristo nuestro Señor» (175). Con este «primer tiempo» Ignacio parece que quiere respetar la libertad de Dios —de llamar como y cuando quiere milagrosamente a una persona— más bien que señalar un probable o lógico resultado del proceso de los Ejercicios. Los mismos ejemplos que pone sugieren lo extraordinario, el «milagro» —no preparado—, y ante el cual todos los criterios buscados a lo largo de los Ejercicios deben inclinar la cabeza. Nos animaríamos a decir que toda la vida y el estilo de Ignacio muestran una decidida inclinación por los «milagros preparados» o «ayudados»... Más aún: dos observaciones adicionales de Ignacio prueban que no está demasiado dispuesto a admitir tal modo de elección a menos que no quepa duda de ella y de lo irresistible y sobrenatural de su fuerza. En las anotaciones se le advierte al director que «si ve al que los recibe que anda consolado y con mucho hervor, debe prevenir que no haga promesa ni voto alguno inconsiderado y precipitado» (14), en otras palabras, que no haga elección pretendiendo o creyendo hallarse en el primer tiempo de ella. La segunda observación lleva consigo un sentido teológico más profundo. Prácticamente, el único criterio seguro —que no requiere examen del director, en sí mismo— de que el Creador se comunica real e inmediatamente con su creatura es, para Ignacio, el «dar consolación al alma sin causa precedente; porque es propio del Creador entrar, salir, hacer moción en ella... Digo sin causa,
sin ningún previo sentimiento o conocimiento de algún objeto, por el cual venga la tal consolación mediante sus actos de entendimiento y voluntad» (330). No discutiremos aquí el contenido «mítico» obvio —coherente con todo lo anterior— de este supuesto ni sus posibilidades de convencer a la psicología profunda de esa supuesta «falta de causa precedente». Nos interesa señalar que, aunque «cuando la consolación es sin causa, dado que en ella no haya engaño por ser de solo Dios nuestro Señor como está dicho» (336), se la podría confundir con el «primer tiempo» de elección, en realidad ello no puede ser así si se analiza bien. En efecto, «elegir» significa tener ante la mente (entendimiento y voluntad) la opción posible, y cualquier consolación que de ello brote será, en la definición de Ignacio, con causa y, por tanto, no decisiva. Además, Ignacio previene cuidadosamente de un posible error. Después de una consolación sin causa precedente y, por lo mismo, seguramente divina puede presentarse la opción en cuestión y tomarse la anterior consolación sin causa como criterio de que ése es el camino que se debe tomar, sin caer en la cuenta de que la fuente del criterio seguro ya ha pasado. Por eso el ejercitante «debe con mucha vigilancia y atención mirar y discernir el propio tiempo de la tal actual consolación del siguiente en que el alma queda caliente y favorecida con el favor y reliquias de la consolación pasada...» (336). En efecto, este fervor, que ya no es signo seguro de la voluntad de Dios comunicada inmediatamente, tampoco puede serlo de una elección según «el primer tiempo», sino que aquí ya intervienen «conceptos y juicios» y el alma «forma diversos propósitos y pareceres, qué no son dados inmediatamente de Dios nuestro Señor, y por tanto han menester ser muy bien examinados antes que se les dé entero crédito» (336). Ignacio muestra de esta manera cómo sería peligroso confundir ese «primer tiempo» de la elección con situaciones parecidas que pueden surgir en el decurso de los Ejercicios. Todo indica i|uc se ve este «primer tiempo» como algo extraordinario y raro v, más aún, no especialmente relacionado con la estrategia espiritual que los Ejercicios proponen y manejan. Queda, por tanto, el «segundo tiempo» como el indudablemente preferido por Ignacio y considerado por él, además, como el resultado mismo del método espiritual que propone, ya que
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los otros dos, como se ha visto, no tienen una relación intrínseca con los Ejercicios Espirituales 4 . El segundo es «cuando se toma asaz claridad y conocimiento por experiencia de consolaciones y desolaciones y por experiencia de discreción de varios espíritus» (176). La primera observación que cabe hacer aquí es que la palabra central y repetida —experiencia— denota al mismo tiempo un cierto tiempo de experimentación y el haber aprendido en él a discernir, es decir, cómo guiarse. Es interesante señalar, con respecto a lo primero, que Ignacio, aunque indica cómo ir preparando la elección durante la segunda semana, no fija tiempo preciso para hacerla. Es como si dijera: no se haga antes de prepararse para ella con los binarios y maneras de humildad. Las reglas para hacerla se colocan, sin indicación concreta de tiempo, al final de la segunda semana, de modo que el ejercicio que sigue (a tales reglas) es el primero de la tercera semana. Después de señalar, como hemos visto, que hay tres tiempos para ella, se dan los dos modos de hacer elección en tiempo tranquilo, de los cuales sólo el primero se parece a una meditación (por contener seis puntos), aunque sin la oración preparatoria y los preámbulos que Ignacio indica, siempre que se trata de un ejercicio con orden y tiempo determinado. La consecuencia que se saca de ello es que la elección puede cubrir un tiempo —de experimentos— bastante ilimitado de los Ejercicios, desde que se consideraron las tres maneras de humildad hasta el fin de la tercera semana 5 . El ejercitante que ha entrado con gran «liberalidad» en los Ejercicios para decidir de alguna manera su forma de vida y aun su destino, antes de llegar a la tercera semana ha tenido ocasión de aprender, con ayuda del director, cómo discernir las mociones
que pasan por su alma. Después de meditar las tres maneras de humildad, se supone que esa experiencia, ayudada por el director, puede aplicarse ya a descubrir el criterio final para decidir dónde lo quiere Dios a su servicio. Y allí es precisamente donde se supone que las mociones interiores, interpretadas debidamente, deben ser entendidas como una comunicación inmediata del Creador a la creatura acerca de lo que quiere concreta y personalmente de ella. Para «en alguna manera sentir y conocer las varias mociones que en el alma se causan» (313) son las reglas que figuran al final de los Ejercicios.
4 «Era éste el modo preferido por san Ignacio y usado frecuentemente por él en su vida. El ejemplo más típico es la elección que hizo para ver si las sacristías de las casas profesas tenían que tener renta o no. Los sentimientos y aun visiones tenidas en esta ocasión constan en su famoso diario espiritual... Su uso exige no poca experiencia en el camino del espíritu y mucha luz y prudencia en el director» OC, p. 233 (cf. infra, anexo, p. 771). 5 Esto último es sólo una presunción sacada no sólo de la práctica común de Ignacio y sus compañeros, sino de la concepción ya señalada de que la cuarta semana debe corresponder de alguna manera á la vida unitiva (cf. 10) y, por tanto, a lo más, a una «confirmación» de la elección, mientras que el lugar apropiado para hacer ésta es, sin duda, la etapa de la vía iluminativa, que cubre la segunda y tercera semana.
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III Queda fuera de nuestro propósito cristológico comentar esas reglas de manera pormenorizada. El lector recordará, en cambio, que el problema central de este capítulo consistía en explicarnos la relación entre el último criterio de elección por una parte y, por otra, el lenguaje «mítico» con que se habla de una comunicación inmediata, concreta y personal de Dios, con mociones interiores, a fin de establecer tal criterio y permitirle al ejercitante elegir de acuerdo con él. Pues bien, cuanto más avanzamos en el análisis, vemos cada vez menos el papel que desempeña esa supuesta comunicación inmediata de Dios. Más aún, cada vez que hablamos de ella, tenemos que forzar el lenguaje para no hablar de una comunicación inmediata mediante (!) consolaciones y desolaciones. En realidad, son estas mediaciones las que van a darnos el criterio, pero, curiosamente, no lo dan nunca como procedente de Dios, sino a través de una prudente interpretación codificada en sus fundamentos por Ignacio, hecha suya por el director y convertida en experiencia de discernimiento en el mismo ejercitante. En otras palabras, la intervención casi milagrosa de Dios para establecer el último criterio desaparece, o por lo menos no se descubre ni su necesidad ni su funcionamiento. El mismo término experiencia «mística» parece quedarle grande. Y, por encima de todo, se abre camino como instancia decisiva una notable prudencia psicológica (en Ignacio, en el director, en el ejercitante) para descubrir cuál es el mejor servicio de Dios que puede esperarse de
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un sujeto que, en condiciones de gran autenticidad, siente así mientras contempla su vida a la luz de la de Cristo. Ya veremos en el capítulo siguiente cómo esto, que podría parecer una exageración «mítica» o «mística» de Ignacio, nos proporciona un dato cristológico decisivo, tal vez el más positivo de todos los contenidos de una u otra manera en los Ejercicios. Pero aquí nos interesa lo que por el momento puede parecer una crítica a sus pretensiones. Desde este punto de vista, lo primero que nos sorprende es que, invariablemente, al definir lo que es consolación, Ignacio incluye en ella su carácter de criterio positivo de comunicación divina: «llamo consolación cuando en el alma se causa alguna moción interior, con la cual viene el alma en inflamarse en amor de su Creador y Señor, y consiguientemente cuando ninguna cosa creada sobre el haz de la tierra puede amar en sí, sino en el Creador de todas ellas. Asimismo cuando lanza lágrimas motiva a amor de su Señor, ahora sea por el dolor de sus pecados o de la pasión de Cristo nuestro Señor, o de otras cosas derechamente ordenadas en su servicio y alabanza; finalmente llamo consolación todo aumento de esperanza, fe y caridad y toda alegría interna que llama y atrae a las cosas celestiales y a la propia salud de su alma, aquietándola y pacificándola en su Creador y Señor» (316) 6. La larga cita tiene una explicación accidental, y es la de recordar al lector la teología de la prueba patente en esta pequeña repetición parafraseada del Principio y Fundamento. Pero la cita es importante sobre todo porque, en pura lógica, haría inútil toda «discreción» frente a mociones en las que tales características pudieran reconocerse. Una vez más, vemos cómo Ignacio retrocede a un terreno mucho más ambiguo, donde el criterio ha de pasar por la prudencia (psicológica) del director. En efecto, se recordará que la consolación sin causa precedente era manifestación inequívoca del buen espíritu, o sea, de Dios. Ahora bien, «con causa puede consolar al alma asi el buen ángel como el malo, por contrarios fines» (331). ¿En qué queda, pues, en cuanto criterio, la definición citada anteriormente? Aparentemente en nada. Y digo aparentemente, porque la prudencia (psicológica) del director y la experiencia (psi-
cológica) creciente del ejercitante en estas lides del espíritu reconocerán si la consolación concreta que se tiene se acerca o no a aquella definición valorativa. Pero aunque la lógica quede a salvo así, lo que se convierte en criterio es lo que hemos puesto tres veces entre paréntesis en los dos párrafos anteriores: la psicología. Las reglas para discernir «espíritus» son, efectivamente, un pequeño manual de psicología aplicada, intuitiva, claro está, pero brillante para su época y por haber sido elaborada desde la experiencia. El lector puede recorrer una por una esas reglas, y observará en cada una de ellas que su evidente razón de ser es psicológica. En otras palabras, con ellas aprendemos a conocer si una consolación concreta entra o no en la definición positiva que Ignacio da de ella, reconociendo los mecanismos psicológicos y, por medio de ellos, a qué nos lleva dicha consolación. Lo mismo vale de la desolación. Esto no tiene, por supuesto, nada de malo. Lo único que indica es que no existe tal criterio teológico por encima de los dos que hemos estudiado. Dios no le comunica inmediatamente al alma cuál es el servicio y alabanza que espera de ella. El conocimiento psicológico, durante esa especie de esgrima interior que son los Ejercicios, le dice a cada «caballero» hasta dónde puede llevar su ofrecimiento, cuál es el mejor servicio que Dios puede esperar de él y, por tanto, su auténtica vocación. Enseñándole a conocerse a sí mismo y las posibilidades espirituales latentes en él, le dice hasta dónde puede llevar la imitación de Cristo o, mejor dicho, hasta dónde una imitación mayor es compatible con el mayor servicio y alabanza de la divina majestad. La temática de la desmitologización nos ha servido, antes que nada, para reconocer una vez más la teología y la cristología (como existencia y como vacío) que hemos encontrado desde el principio. Pero creemos también que nos ha permitido ver con mayor claridad que los Ejercicios están tendiendo a algo más, a un criterio último que Ignacio tal vez encontró en su vida, pero que, dentro de la teología de su época, no pudo plasmar en fórmula coherente dentro de los Ejercicios: el criterio objetivo del «mayor '.crvicio de Dios nuestro Señor».
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6 Cf. en el directorio autógrafo el cap. I, n.° 11 (OC, p. 279), cap. III, n." 18 (ibíd., p. 281). Cf. también en los mismos Ejercicios 324 y 329.
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CAPITULO VI
REY, REINO,
REINADO
En los anteriores capítulos debe de haber quedado clara la existencia de cierta ambigüedad, siempre sobre un punto similar, aunque la hayamos encontrado siguiendo diversas pistas. Parecería, por ejemplo, que el «servicio» no cabe enteramente, aunque en pura lógica debería caber, en la concepción de una prueba. Parecería que la «indiferencia», relacionada, como es obvio, con la libertad subjetiva para elegir, debería adherirse al —y perderse con— último criterio de esa prueba en la que el hombre se encuentra; pero queda, sin embargo, como pendiente de un criterio abstracto, aun después de haber considerado el ejemplo de Cristo, a la espera de un criterio ulterior y misterioso: si Dios lo quiere o no en tal imitación. Parece que este último criterio debería consistir en una comunicación inmediata de Dios a la creatura indiciíndole el servicio particular y personal que de ella espera; pero esc criterio, «desmitologizado» en los mismos Ejercicios, se parece demasiado, salvando las diferencias de época, a un test vocaritmal hecho con ayuda de experiencias interpretadas por la psicología. Dicho con otras palabras: hallamos en cada capítulo cabos miel tos relacionados entre sí de manera bastante estrecha y que upimtan a una cristología más desarrollada que la estudiada en el oipítulo tercero. Para desarrollar esa cristología y unir esos cabos tenemos los ilos extremos cristológicos posibles (el de arriba y el de abajo, my,úi\ la terminología ya usada). Por un lado, se nos ha dicho que NI ilo conocíamos al Padre y su amor a través del testimonio vivo del I lijo. Por otro, una cristología desde abajo empezaría con la misma temática con que empezó su ministerio público en Galilea JCNÚS de Nazaret: el reino de Dios está a la puerta. Si tomamos cuidadosamente cualquiera de esos dos extremos
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Hey, reino, reinado
y caminamos hacia el otro, hallaremos una cristología más rica, más profunda y tal vez más apropiada a la intención misma de los Ejercicios que la que se expresa en la teología del hombre a prueba ante la ley y ayudado por el ejemplo de Cristo, Dios encarnado. Ensayemos brevemente los dos caminos o, mejor dicho, el mismo camino desde ambos extremos. Empecemos por el primero. Dios es amor, dice san Juan resumiendo la experiencia que ha tenido con Jesús de Nazaret. Renunciemos, como exige el autor de la primera carta, a medir el amor por nuestros presupuestos sobre la esencia de Dios y tratemos, a la inversa, de conocer a Dios a partir de nuestra experiencia de lo que es amor (1 Jn 4,8). Es imposible concebir el amor si quien ama permanece «indiferente» a las decisiones y al destino de la persona amada. Tiene que ser «diferente» para Dios que el hombre decida amar u odiar a su hermano, por ejemplo. Esa «diferencia» la comprendemos al ver que da su vida para que el amor sea una posibilidad real, una «vida» en nuestra existencia dotada de libertad (1 Jn 3,15-16; 4,9-10). Pero hemos de ir más allá. Amor es confiar algo propio, profundamente decisivo para nosotros, a la libertad de la persona amada. De lo contrario, la tomaríamos con un simple objeto. Y notemos algo más: tal amor no puede ser puramente individual, ya que los seres humanos nos vemos afectados en nuestra existencia y en nuestras decisiones por factores que están fuera de nosotros y que son también seres humanos con las estructuras sociales que nos relacionan con ellos. Pues bien, si no podemos amar sin confiar algo decisivo de nosotros, es obvio que no podemos amar realmente a alguien sin tener con ese alguien un proyecto común, algo que, tanto para él como para nosotros, sea de importancia. Como ningún proyecto, como acabamos de ver, puede ser meramente individual, que Dios sea amor significa que hace al hombre colaborador indispensable, creador decisivo de un proyecto de suma importancia, tanto para Dios como para el hombre '.
Que tal proyecto pueda existir y, de hecho exista, lo prueba, por ejemplo, el criterio del juicio de Dios a las naciones (Mt 25, 31ss): todo lo que se hace al más pequeño de los hermanos afecta de manera inmediata al Dios que lo ama sin barreras de egoísmo alguno. De repente, el que Dios sea amor —resultado de la cristología— ha dejado atrás la concepción de la existencia del hombre como prueba. Y nos ha dejado frente a un proyecto común —humano y divino— que se desarrolla en la historia real de las necesidades del hombre. Si tomamos ahora el otro extremo, vemos aparecer en Galilea un hombre común cuyo único interés ante sus contemporáneos consiste en anunciar que «ha llegado el tiempo» de que Dios ponga por obra su proyecto, es decir, su reino. Y ello (cualquiera que sea la opinión que se tenga de su proximidad escatológica) significa notables cambios en la realidad, tal como aquella época la conocía. Kn efecto, lo primero que sabemos por él es que el reino consumirá la felicidad de los pobres —está dirigido a ellos, a cambiar su injusto destino— y la desgracia de los ricos, cuyo proyecto ya se ha realizado con las satisfacciones y ventajas obtenidas en la realidad actual que va a ser destruida (Le 6,20-26). Con vistas ¡i ese proyecto, Jesús de Nazaret llama a los Doce para que estén ion él y para enviarlos a predicar, con palabras y hechos, la noticia conflictiva de la llegada del reino (Me 3,14; Mt 10,7). Lo histórico del proyecto aparece sobre todo en dos elementos puestos de manifiesto por la exégesis. El estudio de la redacción