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Spanish Pages 170 Year 2021
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Andoni Alonso & Iñaki Arzoz
El desencanto del Progreso Para una crítica luddita de la tecnología
Para una crítica luddita de la tecnología
El desencanto del Progreso.
E
l luddismo histórico de comienzos del siglo XIX fue quizás la primera resistencia documentada ante el desarrollo tecnológico y el supuesto progreso de la humanidad. La introducción de las máquinas supuso una profunda disrupción para las vidas, el trabajo y la consideración social de los tejedores ingleses. Da la impresión que, lejos de haber encontrado una armonía entre tecnología y sociedad, se han repetido estas sacudidas sociales a lo largo de los dos siglos que nos separan de ellos. Aún más, parece que en el momento actual, con la amenaza del cambio climático, la destrucción del medio ambiente, la digitalización y la cibercultura opresiva, esta cuestión se está volviendo más urgente que nunca porque afecta directamente a la inmensa mayoría de los habitantes del planeta. Sin embargo, la crítica a la tecnología no puede realizarse de cualquier manera, no sirven las actitudes irracionales porque estas desacreditan las posiciones de aquellos que, por diversas razones, se oponen a este ciclo interminable de innovación. Por ello, este libro propone un luddismo ilustrado, y posibilista que sea capaz de entablar una discusión racional y una oposición ante determinadas formas de tecnología que se han convertido en una verdadera amenaza para el futuro. Para ello se exploran las claves de este desencanto del progreso; cómo ha cambiado el lenguaje, el mundo, la sociedad y el cuerpo tras estos años de supuesta mejora de la realidad gracias a la expansión tecnológica.
Iñaki Arzoz (Pamplona/Iruñea, 1966) Andoni Alonso (Vitoria/ Gasteiz, 1966). Respectivamente profesor de arte y ensayista y profesor de filosofía en la Universidad Complutense de Madrid. Han escrito y editado conjuntamente más de 10 libros sobre arte, ciencia y tecnología. Entre los más destacados: La nueva ciudad de Dios, Siruela, 2002, Carta al homo ciberneticus, Edaf, 2003, y La quinta columna digital, Gedisa, (Premio Epson de Ensayo sobre Ética y Tecnología, 2005). Llevan 20 años colaborando con el colectivo Cibergolem para desarrollar una teoría crítica sobre el ciberespacio y la sociedad digital.
Andoni Alonso & Iñaki Arzoz Presentación por Josep Maria Esquirol
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El desencanto del Progreso Para una crítica luddita de la tecnología
El desencanto del Progreso Para una crítica luddita de la tecnología Andoni Alonso & Iñaki Arzoz
Presentación Josep María Esquirol
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A Tomás Maldonado, in memoriam, maestro inolvidable y amigo querido
Agradecimientos
Un ensayo siempre debe mucho a los comentarios y a la atención, cuidado y tiempo de amigos. Se diga lo que se diga, estos trabajos consisten, de alguna manera, en una obra colectiva aunque, por comodida, los autores se identifiquen en individualidades. Por ello nos es necesario agradecer a David Alonso, Sergio D’Antonio, Adrián Almazán, Juanma Agulles, Vicente Sanfélix, Paco Martorell, Javier de la Cueva, Graciano G. Arnáiz, Julia Fernández, Juan Pavón, José Antonio Ullate y Jesús Flores de Lizaur por sus reflexiones, comentarios y, sobre todo, paciencia ante las inseguridades y vacilaciones que siempre asaltan a los autores de un ensayo. Y queremos agradecer especialmente a Josep María Esquirol su considerada lectura, introducción y ánimos. También a Mario Toboso quien comentó línea a línea este ensayo y se tomó un tiempo valioso que nos regaló generosamente. A todos ellos, como diría Jorge Luis Borges decimos que, en estas ocasiones, “somos gratamente los otros”.
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Índice
Presentación............................................................................................. 13 Josep María Esquirol
Introducción............................................................................................. 17 Proemio......................................................................................... 17 Capítulo I. Prontuario para un luddismo ilustrado reflexivo: impertinentes e intempestivos en el siglo XXI.......................... 33 I. Para una definición de luddismo...................................... 33 II. El neo-luddita contemporáneo......................................... 38 III. Luddismo violento............................................................. 41 IV. Luddismo religioso............................................................ 42 V. Luddismo artístico y espectacular..................................... 44 VI. Luddismo vergonzante...................................................... 45 VII. Luddismo del arrepentimiento......................................... 46 VIII. Luddismo reflexivo o ilustrado.......................................... 50 Capítulo II. Lenguaje. Lenguaje intempestivo para impertinentes o lenguaje impertinente para intempestivos.......................... 57 I. La polémica es la madre de todo....................................... 58 II. Omnia Sunt Verba.............................................................. 61 III. El desencanto intelectual de Internet............................... 64 IV. En un pasado no tan lejano............................................... 66 V. Historia de un desencanto................................................. 68 11
Índice VI. (Te) Vigilas para el Gran Hermano................................... 72 VII. Advertencia y profecía....................................................... 75 Capítulo III. Cuerpo. Obsolescencia, cansancio y transparencia del cuerpo en el siglo XXI......................................................... 77 I. El cuerpo obsoleto............................................................. 77 II. El cuerpo vergonzante....................................................... 79 III. El cuerpo cansado.............................................................. 81 IV. Un cuerpo para un trabajo menguante............................ 84 V. El cuerpo transparente...................................................... 88 VI. El cuerpo glorioso e inmortal............................................ 92 VII. El cuerpo Zombi................................................................. 94 VIII. Destino cyborg.................................................................... 96 IX. Cuidados por máquinas de gracia amorosa...................... 99 Capítulo V. Sociedad. Masa personalizada, sociedad democratizada...... 101 I. La personalización de la masa........................................... 101 II. Alabanza del individuo y desprecio de la masa................. 106 III. Utopías comunicacionales................................................. 108 IV. La era de la multitud sabia................................................. 113 V. Auge y declive de la tecnopolítica..................................... 120 VI. Praeter Internet.................................................................. 125 Capítulo IV. Mundo. Rediseño, Reconstrucción y Virtualización.............. 129 I. La virtualidad de las cosas.................................................. 129 II. Vida hackeada.................................................................... 135 III. Y vendrán lluvias suaves...................................................... 138 IV. La propiedad del mundo................................................... 140 V. El mapa es el territorio....................................................... 142 Coda: Para un luddismo reflexivo en el siglo XXI........................................ 147 Bibliografía............................................................................................... 161
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Presentación Al selecto y minoritario club de los grandes temas filosóficos ingresa muy de cuando en cuando un nuevo miembro. El último en hacerlo, durante el siglo XX, ha sido precisamente el de la técnica. La transformación tecnológica de la vida y del mundo se ha convertido en un interrogante que ha venido para quedarse. Conocí a Andoni Alonso y a Iñaki Arzoz hace ya más de dos décadas, y fue precisamente a raíz de proyectos y encuentros relativos a la filosofía de la tecnología. En ese momento ellos ya llevaban tiempo dedicándose a esta temática, y no han dejado de hacerlo. Los grandes interrogantes no te los planteas, sino que te atrapan y ya no te dejan. El libro que tengo el gusto de prologar es sobre todo muestra de una madurez; muestra de un largo camino, de reflexión, de muchas lecturas, de discusiones, de inquietud y también de indignación. Y la madurez, el saber maduro, es un bien muy escaso. El lector podrá comprobar con qué soltura se citan a multitud de autores, se describe el núcleo de cada una de las teorías, se citan anécdotas significativas y se maneja una cantidad ingente de información con total espontaneidad, así como de qué manera tan oportuna se ordena todo ello para dar pie a una articulación recapituladora amable tanto para el lego como para el que cuenta ya con mayor número de entradas en la columna de su haber. Dado que los grandes temas filosóficos están conectados —las aguas profundas se comunican—, una reflexión seria y rigurosa sobre la técnica lleva necesariamente a hablar del lenguaje, del cuerpo, del mundo, de la sociedad… La atención puesta en la transformación tecnológica se convierte en una oportunidad para repensarnos a nosotros mismos o para repensar el sentido de la historia. Con Andoni Alonso he cultivado una amistad; con Iñaki Arzoz nos hemos visto menos, pero la afinidad de los inicios se mantiene intacta. El ma13
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yor regalo que trae la amistad es la confianza. Y ésta, la confianza, facilita otras cosas: el auténtico diálogo, por ejemplo. En ese diálogo, uno participa sin hacer del querer tener razón el objetivo principal; uno participa dispuesto a escuchar y a avanzar junto con el otro. A medida que iba leyendo el libro, iba asintiendo. Comparto el diagnóstico de la situación, así como también el tipo de posición que se describe al final del libro, y que sería algo así como un quintacolumnismo resistente, o un posibilismo razonable. Sin duda, una parte de las energías de esta posición deben destinarse a la denuncia, no de la tecnología, sino de la ideología que representa lo que aquí se llama “tecnohermetismo” y “digitalismo”. Uno de los elementos de esta ideología consiste, por ejemplo, en empobrecer el lenguaje; un empobrecer que no se da en la estricta dimensión lingüística sino que tiene que ver con la erosión de la experiencia de la vida y con la cada vez mayor dificultad para encontrar sentido a la existencia. En efecto, la ideología hoy día imperante está llevando a un progresivo desuso de palabras “de siempre” y, como se explica en el libro, cambia “mentira” o “propaganda” por “postverdad”. ¿Terminaremos por perder palabras como “casa”, “conversación”, “paciencia”…? Paradójicamente, la mayoría de las veces, la supuesta innovación terminológica de este consumismo tecnológico no es más que retórica y verborrea evanescentes. Y forma parte del debilitamiento. Este dominio ideológico camuflado detrás de la tecnología —una de las virtudes de la ideología consiste en pasar desapercibida— promueve la evasión, es decir, que la gente no toque de pies en el suelo. Y esta evasión es de nuevo debilitamiento y masificación (plasticidad): no hay nada mejor para los fines de la dinámica consumista. La evasión va, sin embargo, junto a un creciente cansancio, disimulado también con más droga, evasión y distracción. La sociedad contemporánea no solo es acelerada sino también absorbente y desmedida. Cansancio, sí. Pero esta es solo una de las capas. Este cansancio procede, en efecto, de una aceleración a todas luces desproporcionada. Pero, ¿de dónde procede esta aceleración, este dinamismo frenético consumista? Según mi parecer, deriva de una total falta de confianza. O, con otras palabras, deriva de una pereza metafísica y nihilista. Una pereza que confiesa, en la más hondo, que nada tiene sentido. De modo que, tirando de este hilo, uno descubre que, detrás de la ideología del progreso y del futuro, se esconde en realidad un tremendo nihilismo. Futuro y progreso no son sino la propaganda —el envoltorio brillante— de tal ideología. Por eso es tan pertinente el título de este libro. Los autores han sabido ver que el progreso puede ser decadente. No puede ser que un cua14
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drado sea redondo, ni que el blanco sea el negro, pero sí puede ocurrir que el progreso sea decadente. No es una contradicción sino una paradoja. Estaría bien construir y cuidar del mundo y de la comunidad sin utilizar durante una temporada larga las palabras “innovación”, “progreso” y “futuro”. Los discursos que sin estas palabras no pudiesen sostenerse revelarían su carácter instrumental y propagandístico. La crítica ideológica tiene una parte de diagnóstico pero tiene también una parte imprescindible de la que extraer la energía tanto para el diagnóstico como para la propuesta alternativa. Ante todo dominio, hay que construir espacios de resistencia, que nada tienen que ver con la nostalgia ni con el romanticismo. La capacidad técnica es algo fundamental de la condición humana. Los espacios de resistencia consisten, al fin y al cabo, en actitudes, en formas de actuar y de vivir. Andoni Alonso e Iñaki Arzoz hablan de “posibilismo razonable”. Yo he hablado de proximidad y de filosofía de la proximidad. Y esto ya forma parte de este diálogo entre amigos. ¿Cómo y de qué modo podemos alimentarnos (intelectual, espiritual y socialmente) para este quintacolumnismo sereno y tenaz, este posibilismo razonable? Creo que no se trata de reivindicar la tradición humanista, y las cumbres de la cultura europea. No se trata de reivindicar en primera instancia la cultura de las letras. Como decía Epicteto, y tantos otros, lo más valioso no son los libros; ocurre que los buenos libros hablan de lo más valioso, y por eso son tan recomendables. Filosofía de la proximidad significa no atención al pasado, sino atención a la base, al fundamento, de nuestra vida y de nuestro mundo. “Resistencia básica”: un intento de volver una y otra vez a lo que nos sostiene. Desde ahí es posible continuar creando mundo y haciendo comunidad. Resulta que para poder ser crítico, hay primero que saber atender. No se llega a ser crítico empezando por ser crítico. Solo atendiendo a lo más básico —solo alimentándose de lo más valioso— puede uno llegar a la madurez crítica. El retorno a lo básico es lo único que puede devolvernos la confianza suficiente para continuar manteniendo el tipo. Y ¿qué es lo básico? Lo que ahora aquí simplemente puedo apuntar como intemperie, afectación y fraternidad. Sobre la naturaleza de estos espacios de resistencia es sobre lo que espero que el diálogo con Andoni Alonso y con Iñaki Arzoz continúe. Porque los verdaderos diálogos, igual que la amistad, comienzan, pero no terminan.
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Introducción PROEMIO La tesis de este libro se podría resumir así: en lo profundo de nuestro corazón todos hemos sido, somos o seremos ludditas1. Algo nos hace simpatizar con los destructores de máquinas de los inicios de la revolución industrial, porque aquella destrucción nos parece una forma de liberación respecto a la tiranía de las máquinas. Los de mayor edad tienen sobradas razones para rechazar un cambio que los lleva a experimentar el ostracismo en el nuevo mundo digital, los jóvenes sufren la opresión de ciertas tecnologías a semejanza del proletariado del siglo XIX respecto a las máquinas industriales y los de mediana edad se sienten obligados a reeducarse, a entrar en ese monstruo pedagógico llamado formación continua, no solo para progresar en su profesión, sino para lograr mantenerse en sus puestos de trabajo. La amenaza del espíritu emprendedor, de la autoadministración del cuerpo para su venta en el mercado, se extiende para todos y en todas partes. El luddismo debería ser por ello intergeneracional, interclasista, globalizado y universal, en tanto que el modelo occidental se ha acabado por exportar a todo el mundo. ¿Quién no se ha exasperado, irritado o vuelto ansioso con los aparatos y gadgets que nos rodean? ¿Quién no ha deseado alguna vez tirar por la ventana el portátil? ¿Quién no se ha sentido damnificado por los daños colaterales del desarrollo masivo de las telecomunicaciones y las llamadas redes sociales? Este libro se pregunta si algunos momentáneamente y de forma poco consciente, y otros deliberadamente y asumiendo las consecuencias, no se estarán uniendo ya a las filas del único rey que merece nuestro respeto: el rey Ludd. Este libro se desarrolla dentro del proyecto: “La mirada filosófica como mirada médica. Una contribución al ámbito de la salud mental”. IP: Josep Maria Esquirol (Universidad de Barcelona) Convocatoria: Proyectos I+D 2017 MINECO 1
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A nadie se le escapa que vivimos en un mundo complejo donde es fácil desorientarse. En el tumulto de hechos, noticias, informaciones, acontecimientos, sucesos, declaraciones y refutaciones emitidas a velocidades electrónicas, falta cada vez más espacio para la reflexión. En el aluvión de noticias, la tecnología, con sus promesas, hallazgos, hazañas y desastres, se ha vuelto omnipresente. La última cura milagrosa para el cáncer, las máquinas inteligentes que estarán, según nos dicen, al alcance de la próxima generación, las ciudades sostenibles e «inteligentes» (que sustituirán a esas otras lógicamente estúpidas e insostenibles que sufrimos en nuestros días), los robots capaces de realizar cualquier trabajo, desplazando a los trabajadores y poniéndoles fecha de caducidad… El tiempo se acelera de tal modo que casi todo termina siendo objeto de la obsolescencia programada, incluidos los seres humanos. La gloria del progreso exige también sus sacrificios humanos, y lo nuevo se abre camino a base de demoler lo viejo. Esta demolición, según nos dicen a diario, no debería causarnos pena o añoranza, sino que deberíamos celebrarla, ya que, de todos modos, se trata de una ley inexorable. Estamos, como diría Josep Esquirol, en la intemperie de las cosas, en un entorno que muchos ven con suspicacia, un entorno frío y despiadado cuyo ritmo se aleja cada vez más de lo humano. Ciertamente, para muchas personas, las condiciones de vida han sufrido algunas mejoras, y unos cuantos han experimentado un colosal aumento de sus niveles de consumo; a eso lo llamamos a menudo progreso. Y no hace falta negarlo para preguntarse si podría haber sido una mejora más compartida entre todas las capas sociales, es decir, si podría haber sido un progreso mejor. ¿Hemos mejorado éticamente? ¿Nuestra vida social es hoy más rica e interesante? ¿Y qué decir de las contrapartidas del desarrollo y el progreso tecnológico, del problema ecológico, la desaparición de especies, el calentamiento global, de lo que algunos han denominado el Antropoceno? Parece que el respeto por el entorno social y natural desaparece en medio de la opulencia de las máquinas. Por ello no podemos conceder carta blanca a los sueños utópicos del desarrollo tecnológico, ni aceptar esa supuesta ley del progreso que, de catástrofe en catástrofe, nos brindará un futuro emancipador. Perfectamente podría ocurrir que retrocediéramos en muchos aspectos y las evidencias de que esa regresión ya está en marcha se acumulan cada día. La historia nos enseña que tales retrocesos son posibles, y nunca tienen un aspecto agradable. La crisis de la naturaleza, del trabajo humano, de los llamados Estados de Bienestar, se viene analizando, desde hace años, como una señal inequívoca del futuro de incertidumbre y descomposición social que nos aguarda. Ser cautos, ser escépticos respecto a las bondades del desarrollo tecnológico y sus milagrosas soluciones a problemas que no son exclusivamente técnicos son virtudes 18
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muy poco comunes en la actualidad, y por ello muy necesarias. Convertirnos en ludditas reflexivos sería, por ello, la más razonable de las posiciones. Este libro parte del deseo de explorar cómo la tecnología encarna un poder y unos valores que debemos tener muy en cuenta. Paul Goodman decía que, en realidad, la tecnología debería ser una rama de la ética. Aunque esta afirmación pueda sorprender a algunos, no se trata de una boutade: la tecnología versa sobre el hacer y por tanto de lo deseable, de lo mejor y de lo bueno. Por tanto, sus errores, desviaciones y manipulaciones nos llevarán consecuentemente a formar parte de lo indeseable, lo malo y lo peor. La tecnología no es neutra, por mucho que un sentido común simplón se empeñe en repetirlo una y otra vez; la idea de la neutralidad de la tecnología es una trampa que hay que señalar, un mantra que hay que poner en duda desde el inicio. Esta es la labor que muchos filósofos han intentado llevar a cabo. Langdon Winner reclamaba la necesidad de una crítica de la tecnología parecida a la crítica artística y cultural. De nuevo, no se trata de una salida de tono o una excentricidad. Bien pensado, la tecnología forma parte de la cultura; son los seres humanos quienes la crean. Y esas creaciones, parecidas en cierto sentido a las de la pintura, la literatura o la música, podrían someterse también a consideraciones críticas. Somos conscientes de la sala de los horrores que la industria militar ha creado mediante su desarrollo técnico, y por ello resulta fácilmente aceptable una crítica negativa a sus artefactos destinados a causar muerte y destrucción en una escala cada vez mayor. Otras creaciones tecnológicas, sin embargo, requieren un examen más detallado y un sentido crítico más refinado. La maravilla de lo tecnológico nubla el juicio. También debemos tener en cuenta su desarrollo a través del paso del tiempo, porque tales obras crecen, mutan y se reproducen de formas sorprendentes incluso para sus propios creadores. Es cierto que no podemos anticiparlo todo (cada vez menos), pero ello no impide, a priori, tratar de pensar en las consecuencias del desarrollo de cualquier tecnología. Del mismo modo que un cuadro o una partitura pueden reflejar los valores, pongamos por caso, de la Iglesia o de la burguesía, los aparatos y sistemas también reflejan valores. Vivimos en una sociedad cada vez más individualista que deja el peso de las decisiones, acertadas o equivocadas, en los individuos aislados, y muchas de las tecnologías más recientes profundizan ese individualismo, además de servir para expropiar y mercadear con datos personales y aumentar el control sobre los sujetos. Este elogio del individualismo está pensado, en definitiva, para extender sin medida el peso de la responsabilidad y como contraparte la ausencia de todo cuidado hacia las comunidades y a los estados, pues solo importa el 19
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individualismo. Si tras las experiencias totalitarias del siglo XX arreciaron las críticas contra los Estados à la Orwell, qué podríamos decir hoy de los Estados à la Google o Facebook. El negro del estado es, en realidad, menos oscuro si se compara con el que rodea a las corporaciones. El culto desaforado al yo y a las supuestas opiniones propias que fomentan las redes sociales, contradice el sabio dicho inglés que recomienda no tomarse a uno mismo demasiado en serio. La supuesta explosión de expresividad y comunicación propiciada por las tecnologías, no puede ocultar la realidad: cada vez se escucha menos, se habla menos y se conversa menos, consecuentemente se conoce menos y se sabe menos. En cualquier caso, no vamos a abordar aquí las cuestiones psicológicas relacionadas con las tecnologías, tales como las adicciones y los diversos síndromes que parecen estar creando fundamentalmente en los más jóvenes. Existe un fondo explicativo más importante, y lo que nos debería importar son los motivos económicos, sociales, éticos y políticos desde los que realizar la crítica a la tecnología. No basta con tratar el síntoma, hay que ir a las causas; las recetas psicológicas sirven para sobrevivir en el entorno pero sin transformarlo. El lector tiene en su mano un humilde esfuerzo no para decir cosas nuevas sino para decir de nuevo cosas, como recomendaba Wittgenstein. En palabras de Baudelaire, se trata de aludir al semejante, al hermano, ante el desarrollo tecnológico, porque todos, de una manera u otra, nos hemos visto envueltos en él. Podría parecer arrogante pretender una crítica al conjunto de la tecnología desarrollada durante el siglo XXI. En todo caso, parecería más provechoso y humilde considerar tecnologías concretas o, si se prefiere, familias de tecnologías, como las tecnologías de la información, las biotecnologías, las nanotecnologías, las geoingenierías, las neurociencias, la inteligencia artificial y otras. Por lo general, se reprocha a quienes osan realizar una crítica del desarrollo tecnológico en su conjunto su desconocimiento de las peculiaridades de los diversos desarrollos tecnológicos acontecidos recientemente. Se suele reprochar, además, que dichas críticas partan por lo general de humanistas con escaso conocimiento técnico o que tienen poca relación con el mundo digital. Estos reproches dan por buena la tesis sostenida por C. P. Snow en su libro Las dos culturas, publicado en 1959. Según Snow, los humanistas son «ludditas innatos» —natural luddites— sin remisión. Las artes y las letras reúnen a esos tipos huraños, que no entienden de ciencia y que, a pesar de su ignorancia, gruñen y patalean en su contra a pesar del evidente beneficio que ha aportado al género humano. 20
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Se refugian en un rancio humanismo —palabra de significado confuso, si es que tiene alguno, y propia de filósofos resentidos—, y desde allí lanzan este tipo de generalizaciones vacuas sobre la ciencia y la tecnología. No es de extrañar, por tanto, que las críticas vengan de este grupo de intelectuales con un peso social cada vez más irrelevante. Este tipo de diatribas contra las humanidades ludditas se ha mantenido constante a lo largo del tiempo, pero hay muchos ejemplos contemporáneos que lo han vuelto a introducir en el debate sobre las tecnologías, como en el caso del cruzado científico Alan Sokal o el optimista Steven Pinker. Es cierto que en el campo de las humanidades se ha defendido a veces lo indefendible (aunque quizá no en mayor medida que en las denominadas ciencias «duras»), y a veces las críticas humanistas han adolecido de falta de fundamento, o de un conocimiento poco consistente de aquello que pretendían criticar. Pero de ahí se ha llegado a concluir que todo lo que se ha dicho desde el pensamiento humanístico sobre la tecnología no tiene valor alguno, que es mejor olvidar una tradición de siglos por su escaso significado en la actualidad. Además, nos dicen, han pasado muchos años desde las conferencias Redde, el ámbito donde Snow introdujo esta división entre las dos culturas, la científica y la humanista. En las últimas décadas, incluso, se han realizado intentos por constituir unas humanidades digitales, que incorporan ordenadores, programación y estudios transdisciplinares como fundamento de su actividad. No es posible hablar ya en estos términos excluyentes de humanidades o tecnología. Sin embargo, es posible encontrar buenos y variados argumentos que justifiquen una empresa como la de proponer una crítica general sobre la razón técnica en una época marcada por lo que algunos denominaron el imperativo tecnológico. Se ha señalado muchas veces que la convergencia de diversas tecnologías apunta hacia un único destino final: la informatización como sistema generalizado, capaz de unificar todo el conocimiento humano. Es muy difícil, si no imposible, encontrar cualquier ciencia o tecnología que se desarrolle al margen de los instrumentos que proporciona la informática, aunque el conocimiento de muchos de sus instrumentos por parte de aquellos que los utilizan sea casi nulo. La genética ha necesitado de los ordenadores para poder descifrar el genoma humano, y lo mismo pasa con la física, la química y cualquier otra ciencia. Desde la medicina a la meteorología pasando por la economía, la ingeniería aeroespacial o la física de partículas, el ordenador ocupa un lugar preponderante en cualquier laboratorio. ¿Es posible imaginar cualquier ciencia, disciplina o 21
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especialidad sin él? ¿Sería viable cualquier investigación sin una conexión a Internet? Los aparatos, sistemas y dispositivos tecnológicos que llenan la vida contemporánea caminan hermanados con una propaganda que invita inexcusablemente a aceptar, apoyar y reforzar la actitud racional y de progreso. El indudable progreso satura las discusiones públicas, todo se hace por él y para él, nadie se atreve a pedir una moratoria o una reflexión sobre la conveniencia de estos cambios. Parece que no es razonable siquiera imaginar críticas ante todo este despliegue tecnológico y a su discurso, pues es el único camino que se puede tomar. A pesar de tal diversidad tecnológica, el espacio social sigue siendo uno, el mundo también, igual que los seres humanos que emplean las tecnologías y son afectados por ellas. Y sí, se puede generalizar al menos en cuanto a las reacciones, las emociones y los dilemas éticos que han producido estos cambios tecnológicos. Sin embargo, este tipo de argumentos no son muy populares en la sociedad actual. Internet se ha convertido en la tecnología que explica a todas las demás, algo así como su paradigma. Esto es lo que Evgeni Morozov denomina como «internetcentrismo». Que algo pueda transformarse para luego ser administrado por la red es un hecho que se toma a la vez como síntoma de un mayor índice de progreso y como posibilidad de resolver multitud de problemas que quizá antes ni siquiera habían sido planteados. Es importante tener en cuenta la historia del desarrollo tecnológico, porque se tiende a asumir dos argumentos erróneos y al tiempo peligrosos. En primer lugar, acostumbrados como estamos a las nuevas versiones de casi todo, puede dar la impresión de que el aparato, el sistema o el dispositivo de hoy anula y cancela al precedente. La versión 2.0 borra de la historia a la 1.0. Ésta es una de las críticas fundamentales que Morozov ha realizado frente a un establishment tecnológico que ignora decididamente sus propios precedentes. La versión vieja, obsoleta, no merece una reflexión porque la nueva incorpora y mejora el pasado de forma completa. Lo antiguo ya no es capaz de hacer nada que no haga lo último, y es la novedad radical la que define en última instancia el estado de la cuestión. En segundo lugar, la falta de perspectiva histórica hace creer que las revoluciones tecnológicas caen, por decirlo así, del cielo, como una tromba repentina, sin aviso, sin ningún indicio previo o período de gestación. De este modo no hay lugar para recordar las posibles alternativas que no se tomaron en su momento; no hay caminos rechazados ni opciones distintas a lo que llega finalmente a existir, a lo que ha surgido, al parecer, de manera ineluctable. Esta visión determinista presenta el despliegue tecnológico como un proceso autónomo y decidido a priori; no hay nada que se pueda cambiar ni alternativas sobre las que decidir. Sin embargo, 22
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la historia —a la vista para quienes quieran asomarse a ella— muestra un panorama bastante diferente. Las numerosas incertidumbres, las elecciones y los caminos que no se siguieron, así como las negociaciones entre economía, sociedad, política y tecnología, son más numerosas de lo que nos cuenta la «versión oficial». Permiten ver cómo se eligen determinados valores en detrimento de otros. Esto vale también para el sistema tecnológico más nombrado e influyente que conforma el paradigma actual de progreso e invención: Internet. Desde luego, su aparición no fue el resultado instantáneo de la voluntad de unos cuantos ingenieros y científicos que optaron por su desarrollo de la noche a la mañana. Se suele fijar el nacimiento de Internet en un momento determinado: el 29 de octubre de 1969, a las 22:30, en la Universidad de CaliforniaLos Ángeles. Leonard Kleinrock, profesor y doctorando, envió desde su despacho de la UCLA un mensaje a la Universidad de Stanford por medio de la conexión entre dos ordenadores. Con este gesto, la educación superior mostraba su participación entusiasta en el desarrollo de las telecomunicaciones, previendo su enorme capacidad para potenciar la investigación. Algo que Vannevar Bush planteaba, ya en 1945, mientras dirigía, precisamente, la oficina de defensa ARPA, el lugar donde se crearía después la primera red informática. Hizo falta bastante tiempo, unos cincuenta años, para que la sociedad llegara a considerar la importancia de este desarrollo tecnológico. Pero, sin toda la historia previa de difusión y puesta en común del pensamiento científico, impulsado desde el siglo XVII, nada de esto hubiera ocurrido. Este es un hito que no solo se refiere a la arqueología del pasado de la ciencia sino también a una manera muy particular de practicarla, sin parangón en otras culturas. Un año después de Kleinrock, Vinton Cerf y Robert Khan diseñaron el TCP/IP, el protocolo que permite comunicar los ordenadores sin necesidad de una jerarquía —un centro de control único— y con la capacidad de añadir otros terminales indefinidamente. En aquel caso se eligió una modalidad de organización descentralizada y horizontal, que contrasta fuertemente con la actual tendencia monopolística que trata de concentrarlo todo en la ya famosa nube; lo que significa, desde un punto de vista histórico, retroceder varias décadas respecto a un desarrollo científico que buscaba cierto grado de autonomía. Las direcciones TCP/IP, aquellas que permitían identificar un ordenador conectado, cambiaban cada vez que se accedía a la red, pero hoy se han convertido en fijas con la fibra óptica y el ADSL. Ahora el control de las conexiones es mucho mayor que en sus inicios, la posibilidad del anonimato, de la autonomía y la descentralización se ha visto reducida de manera alarmante. 23
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En 1972, Ray Tomlinson inventó el primer programa de correo electrónico, una manera de comunicarse que casi ha superado los cincuenta años de existencia. Esto parecería inconcebible hoy, en una época en la que las aplicaciones aparecen y desaparecen a un ritmo vertiginoso. Gracias a su antecedente histórico, el correo postal estatal, la privacidad de las comunicaciones electrónicas se definió contando con la máxima de la inviolabilidad del correo; la analogía entre la carta como algo absolutamente privado y el mensaje electrónico es una prueba de cómo una tecnología anterior puede seguir teniendo una influencia importante sobre el presente. En 1979 ya existía Usenet, un punto de intercambio abierto de información, accesible a cualquier usuario, sobre una amplísima cantidad de temáticas, incluyendo el consabido porno. Usenet fue anterior a la propia World Wide Web y los primeros navegadores. En él se valoraba fundamentalmente el aspecto social de las redes, que consistía en poner en contacto a quienes tuvieran intereses comunes. Internet Relay Chat (IRC) se implantó en 1988, y ya contenía las características y la base de programación que permitió después la aparición de WhatsApp, Telegram o cualquier tipo de servicio de mensajería electrónica, incluida la que emplea Facebook. El resultado del desarrollo histórico de las tecnologías para el intercambio de información ha sido la historia de una paulatina sustitución de lo que era un programa de software libre, nacido hace casi un cuarto de siglo, por el monopolio de las grandes corporaciones que explotan hoy las redes sociales. Y este cambio no ha necesitado de grandes innovaciones tecnológicas, apenas se han introducido algunas modificaciones en el diseño y en la sencillez de su uso. Este listado podría continuar, pero simplemente se trata de recordar algo que la cultura tecnológica con frecuencia suele pasar por alto: los precedentes que constituyen la base del desarrollo de los sistemas actuales, y las alternativas desechadas en el curso del progreso tecnológico. Lo que apareció con anterioridad abrió bifurcaciones hacia las que se pudo dirigir el desarrollo tecnológico, pero la línea que seguir no está, en sus inicios, determinada, sino que es el resultado de decisiones humanas. Hoy en día, tras algunas décadas de este progreso, las invenciones precedentes siguen siendo necesarias, y sin ellas simplemente no existirían los aparatos, programas y toda la panoplia electrónica que conocemos en la actualidad. El caso de lo digital ejemplifica palmariamente el aserto de Joseph Schumpeter: las invenciones por sí solas no son valiosas, adquieren valor cuando modifican la sociedad a su alrededor, esto es, cuando se convierten en verdaderas innovaciones. Pero esto no ocurre como si se diese una traducción directa de lo técnico a lo social; las innovaciones modifican la invención misma, porque 24
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exploran nuevos usos, mientras que socialmente se demandan ciertos desarrollos y otros son rechazados. El desarrollo tecnológico producido entre 1960 y 1980 pasó más o menos desapercibido, aislado en los gabinetes de las universidades o en los centros militares de investigación, hasta su explosión durante los años noventa. De pronto, aparecía una economía informacional o nueva economía que sellaba la alianza entre la tecnología y un modelo económico de libre mercado. El cambio se ha acelerado en las últimas décadas, aunque algunos críticos han afirmado que la innovación real producida ha sido menor que en siglos anteriores. Su éxito ha impresionado tanto que, incluso hoy en día, algunos mantienen viejas etiquetas como «nuevas tecnologías de la información» para desarrollos que tuvieron su origen hace décadas. El interés por el cambio tecnológico podría medirse por la cascada de libros y artículos que comenzaron a llenar las estanterías de las librerías junto a los manuales de computación. Desde finales de los años ochenta hasta el siglo actual apareció una multitud de pensadores, tecnólogos, expertos, ingenieros, filósofos de la tecnología y futurólogos que trataron de adivinar la dirección de un caótico cambio que se estaba produciendo casi al instante, en tiempo real, como se suele decir en la jerga de la tecnología digital. En este in real time parece que todo lo que ocurre fuera del presente ni siquiera merece ocupar un lugar en la realidad. Pero se produjo un fenómeno muy peculiar; si era evidente y palmaria la revolución que significaba la red mundial de comunicaciones ¿por qué el futuro se habría de detener en ella? Si se pudo lograr tanto en un tiempo tan corto ¿qué otras sorpresas, revoluciones, cambios sísmicos aguardaban en el futuro más inmediato? El futuro se presentaba esplendoroso. Finalizada la Guerra Fría, y en un estado de confianza y esperanza generalizado en los bienes que estaban justo a la vuelta de la esquina, parecía que la solución a todos los problemas vendría de la mano de lo digital. Este entusiasmo contagió a muchos y se buscaron nuevos candidatos para la próxima revolución —todavía hoy sigue la búsqueda— como, por ejemplo, la genética, la nanotecnología o las neurociencias. Ninguna, de momento, reúne las características de la red, ni mucho menos. Internet rescató y amplificó la idea larvada de una utopía tecnológica completa, no solo en el ámbito de las telecomunicaciones. Esta promesa utópica sigue definiendo gran parte del pensamiento tecnológico actual. Por eso ha resultado tan difícil realizar la crítica —en el sentido más específico de la palabra— de las propuestas tecnológicas del siglo XXI. Pero el fervor y el entusiasmo, ese cielo esplendorosamente azul hacia el futuro, comenzó a cubrirse de nubarrones. El estado de ardiente 25
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beatitud de finales del siglo XX dio paso a la burbuja de las empresas por entonces llamadas puntocom. Su estallido supuso la pérdida de millones de dólares y euros para muchos pequeños accionistas, empresas e inversores de las ya por entonces llamadas start ups tecnológicas. El NASDAQ americano —el índice bursátil de las tecnológicas americanas— llegó a los 5.000 enteros en la cúspide de la fiebre por Internet. En 2001, tras el catastrófico correctivo financiero, regresó a los 1.300 puntos, es decir, a casi a una cuarta parte de su valor máximo. La dura realidad implicó una buena poda de las ambiciones y los vaticinios más optimistas, y tuvo lugar donde más duele: en el bolsillo de los inversores y los emprendedores. La casi desconocida película August (2008) retrató cómo los fondos buitres —encarnados en el film por un David Bowie excepcional— acabaron con esos sueños utópicos de los jovencitos techies. No se creó un mundo virtual, rival del mundo real, ni aparecieron máquinas más inteligentes que los seres humanos, ni fue posible descargar la conciencia en ordenadores para alcanzar la inmortalidad. Incluso si nos ceñimos a las expectativas más terrenales, la predicción de que los ordenadores y las redes cambiarían el mercado laboral —con la generalización del teletrabajo—, que el consumo se realizaría exclusivamente a través de la red, y que la tele-asistencia y la telemedicina sustituirían a médicos y especialistas, no se cumplieron. Al menos no en las optimistas fechas que entonces se manejaban. Ha costado mucho tiempo llegar a arbitrar modos de comprar habitualmente en la red, entenderse de una manera más o menos eficiente con el mundo burocrático estatal o encontrar «amigos» en las redes. La esperanza de vida crece lentamente, un siglo después de los espectaculares incrementos que tuvieron lugar desde mediados del siglo XX. Por otro lado, el mundo acumulaba cada vez más amenazas, expresadas en los atentados de las Torres Gemelas, el surgimiento de nuevos tipos de terrorismo, las guerras en Afganistán e Irak; todos estos sucesos demostraron que el pacífico y brillante sendero del progreso tenía sus sombras. Parecía que, tercamente, la historia sobrevivía en su modalidad más oscura. Y esa sensación de precariedad respecto al futuro se ha extendido hasta el presente. La crisis de 2007 mostró la fragilidad de un sector financiero que cada vez se ha hecho más incomprensible y opaco, más dependiente de máquinas y algoritmos. En realidad, la actual crisis y la del 2001, la segunda mucho más dura que la primera, están emparentadas porque las dos fueron crisis financieras, una modalidad de contradicción capitalista que se hizo muy popular desde entonces y causa aún pesadillas. En las dos, los fondos buitres sacaron una suculenta tajada de una economía devastada. Desde el punto de vista político tampoco se ha producido un escenario sereno, en 26
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el que las herramientas digitales hayan extendido la participación democrática. El populismo, palabra del año 2016 según Fundeu, es la nueva amenaza interna de las democracias que se añade a otras anteriores. Con la socialización generalizada de las redes se produjo un cambio inesperado. Por así decirlo, se abrieron nuevos horizontes respecto a los beneficios que se podían extraer de ellas, si se contaba con la colaboración masiva de los usuarios. Desde el punto de vista técnico significó dar más importancia a ciertas características, programas o espacios on-line que ya existían mucho antes, rescatándolos del cajón de las invenciones olvidadas. En realidad, el realismo histórico dicta que la web social no fue consecuencia de una innovación tecnológica profunda, creada en un laboratorio, sino más bien el resultado de la colaboración de millones de usuarios que se conectaron y aportaron el valor añadido necesario. Lo más innovador, entonces, fue la aparición de todo tipo de servicios vertidos o transformados en Internet, pero apenas diferentes de sus predecesores. La llamada Web 2.0 se definió como la versión social de las redes, el espacio abierto, participativo, colaborativo y democrático por excelencia, frente a una web 1.0 basada en entender las comunicaciones como un repositorio para consulta. Merece la pena señalar un detalle: esta numeración en 1.0, 2.0 y 3.0 —porque también hay una 3—, se creó en ese preciso momento, no antes. Se trató de una clasificación retrospectiva y prospectiva, porque al tiempo que reinterpretaba sus precedentes también señalaba el curso que debía seguir el desarrollo tecnológico. Las telecomunicaciones, lo digital, han contagiado la actitud de vivir en lo provisional, en los errores corregidos constantemente, en la serie interminable de versiones mejoradas, en los sucesivos X.0. Lo efímero y lo tentativo son las marcas de este progreso, y esta mentalidad se extiende cada vez más al conjunto de la sociedad. Y es, precisamente, en la red 3.0, la llamada red semántica, donde emerge la misteriosa idea de una inteligencia artificial que culminaría ese desarrollo. Pero es un error liquidar la web 1.0 como un momento provisional, como algo superado. En ella se produjo un hecho insólito, un corto verano de anarquía, cuyo exponente más importante fue el software libre y su correlativa cultura libre. En su creación se produjeron dos hechos sin precedentes tecnológicos. Primero, la colaboración de miles de personas —desarrolladores, revisores, documentalistas— que logró la hazaña de crear un sistema operativo —calculado en unos 5.000 millones de dólares— sin financiación de corporación o Estado alguno, simplemente gracias a una comunidad que creía en aquel proyecto. En segundo lugar, el interés esencial no fue crear un sistema técnicamente más perfecto que otros —aunque en muchos as27
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pectos lo fuese— sino promocionar un valor ético y político fundamental: la libertad de programadores y de usuarios. La propuesta del GNU/Linux puso sobre la mesa problemas que estaban siendo escamoteados como el copyright abusivo que los monopolios del software cobraban, y la sumisión y dependencia cuasi monopolística de los usuarios a tales corporaciones. Al software libre le siguieron seguidamente otras propuestas como las licencias libres aplicadas a los contenidos distribuidos por Internet o por otros medios. Se planteaba así una lucha contra las agencias de gestión de los derechos de autor que, en silencio, se lucraban —y se lucran— del trabajo de miles de creadores y usuarios anónimos con la complicidad de las legislaciones de cada país. Las nociones de apropiación y autogestión tecnológica nunca fueron mejor ejemplificadas, llegando en algunos casos a la convicción de que también otra tecnología era posible. El ocaso del software libre representó, por ello, una notable pérdida, no solo para los programadores sino para la inmensa mayoría de usuarios. El corto verano de la anarquía hacker acabó cuando se pusieron en evidencia las posibilidades económicas extractivas de Internet. El estallido de la burbuja de 2001 fue el inicio de un capitalismo big tech tan duro y depredador en muchos aspectos como el capitalismo industrial del siglo XIX. No obstante, es cierto que la web 2.0 supuso un cambio profundo, y tras casi una década de existencia no debería sorprender la aparición de cada vez más voces críticas sobre sus usos y formas de desarrollarse. Estas voces apenas se oían en los años noventa, porque la red era todavía poco relevante, de modo que ha habido que esperar hasta la segunda década del siglo actual para que comiencen a hacerse patentes los efectos de las decisiones que se tomaron en ese tiempo. Hables Gray, uno de los estudiosos más sutiles de Internet y la figura del ciborg, afirmaba que Internet era una tecnología de pasado militar —la antigua Arpanet—, presente anarquista —el brillante momento del software libre— y futuro empresarial —el precariado online que se generaliza hoy. Sin duda, la red social ha cumplido ese último momento empresarial de forma bastante coherente con el curso de la sociedad capitalista. Ahora se trata de extraer valor y recursos de los usuarios de múltiples formas, añadiendo abusivos derechos de autor y acuñando expresiones de dudosas referencias como «economía colaborativa». En algunos aspectos parece que estamos ante una vuelta al primer capitalismo industrial, despiadado y al margen de cualquier regulación. Vender datos sin conocimiento ni permiso, intermediar en servicios como el transporte, el alojamiento o la restauración en ré28
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gimen de exclusividad, refinar la publicidad, lograr monopolios en la vida real, burlar las leyes fiscales de los países donde se realizan las operaciones, se convierten en los objetivos de esta economía colaborativa. El usuario se convierte o bien en un consumidor-productor de datos o en un precario cuyo trabajo en el mundo real representa el nivel más bajo y peor pagado de las relaciones salariales, piezas fundamentales para que el sistema mal funcione. Lo más usual es que se convierta en las dos cosas al mismo tiempo. No todas las críticas a la tecnología que se han acumulado durante estos años son igualmente valiosas o alumbradoras, por supuesto. El debate requiere una finura de argumentación que posiblemente no esté de moda en la actualidad. Hace décadas, en 2004, dedicamos a la primera etapa de la así llamada revolución digital de la humanidad, un libro titulado La nueva ciudad de Dios, donde criticábamos el carácter tecno-hermético de un discurso tecnológico, que se extendía por el mundo intelectual del momento, y se presentaba como la respuesta definitiva a muchos de nuestros problemas y angustias. El tecno-hermetismo resultaba de la mezcla entre el pensamiento gnóstico y hermético con la alta tecnología, en la apropiación de mitos sobre el futuro –la singularidad—, el cuerpo —su inmortalidad—, la sociedad —la fundación de la Jerusalén celeste en la Tierra— y la utopía política, por ejemplo. En realidad se trataba de una corriente profunda de la cultura occidental, que estableció una relación muy peculiar entre la religión y la ciencia, y que se manifestó palmariamente por primera vez durante el siglo XVI. Pasado ya el tiempo después de aquel libro, nos hemos decidido a explorar al menos dos cosas: qué queda de ese debate tecno-hermético y cómo funciona la red social como nuevo modelo de organización online. Respecto a la primera cuestión, parece claro que la generación que lanzó estas ideas tecno-herméticas sigue viva y activa, aunque no con el mismo predicamento y ruido que tuvo en su momento álgido. Sin embargo, han seguido apareciendo, con un goteo casi constante, discursos que prometen la inmortalidad del cuerpo, el escatón, la conciencia universal reunida y cosas por el estilo, exactamente igual que hace veinte años. Cualquier anuncio de televisiones, ordenadores o electrodomésticos presume de incorporar inteligencia artificial a su producto. Así que hasta las televisiones tienen inteligencia artificial, y dentro de poco las aspiradoras y las cafeteras. El problema de fabricar seres pensantes está ya resuelto entonces, basta con devaluar el concepto para que se solucionen sus problemas teóricos. La inclusión del adjetivo «social» no ha servido para eliminar esta capa tecno-hermética, sino que se ha mezclado con ella en un nivel más 29
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profundo y menos visible. Se ha vuelto más sutil y los protagonistas de las redes como los dueños de Google o Facebook sueltan perlas tecno-herméticas con cierta frecuencia. Ese mercado libre de fricciones —la utopía capitalista— que anunciaba Bill Gates en los noventa, una pista de patinaje económico que trata de empujar fuera del hielo económico a Estados, sectores productivos completos y redes de protección social, también tiene un trasfondo semimístico. La utopía tecnológica, el alumbramiento de una nueva sociedad, mueve también grandes recursos empresariales. De modo que la utopía tecnológica puede llegar a justificar los desmanes en la economía como el precio que pagar por llegar al paraíso. El mundo no está hecho para corazones débiles, es su necesaria conclusión. Este libro quiere incitar a la reflexión, así como apelar a los diversos interlocutores en el debate sobre la crítica de la tecnología contemporánea. Por supuesto, lo digital, Internet, las comunicaciones por ordenador, los modelos informáticos y también la mística digitalista, tienen un peso mayor en nuestra reflexión que otras tecnologías, pero nuestra intención es que sirva como ejemplo para desentrañar cómo se entiende el cambio tecnológico en general. Hay que tratar de evitar que las críticas terminen extraviándose y deteniéndose en aspectos más bien superficiales. Lo digital se ha convertido en un atractor tan poderoso que casi imposibilita reflexionar más allá de sus metáforas y propuestas. Pero no se trata tampoco de un fenómeno nuevo pues apareció desde el comienzo de las discusiones sobre la tecnología en el siglo XX. Los candidatos para crear las utopías entonces fueron el telégrafo —fuente de la democracia—, la electricidad —empoderamiento de las masas—, la televisión —la cultura y educación accesible para todos…—; por tanto, se trata en gran parte de desmontar discursos antiguos, que han llegado a nuestra discusión actual de la mano de muchos tipos de voces, desde las de los pensadores clásicos hasta las de los divulgadores de hoy. Este debate sobre la tecnología no nació ayer, tiene una trayectoria que es muy útil conocer para ilustrar las diversas alternativas teóricas, los avisos, las críticas y las recomendaciones que se han ido desgranando durante el tiempo. Hacer oídos sordos a los debates históricos, y descubrir los problemas como si aparecieran de la noche a la mañana —una de las tendencias más fastidiosas de ciertos tecnólogos— sirve para confundir y enturbiar la reflexión. El comienzo necesariamente tiene que enfrentarse a una cuestión un tanto espinosa: en qué lugar se coloca uno cuando realiza la crítica de la tecnología contemporánea. Hemos elegido en primer lugar explorar las implicaciones del término luddita, por varias razones. En principio porque tradicionalmente se ha calificado como tal a todo crítico, sin importar demasiado los presupuestos y perspectivas teóricas de las que 30
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partiese la crítica. A Rachel Carson se la calificó como neoluddita en su tiempo, aunque luego se la rehabilitó. Maestros de la filosofía de la tecnología como Jacques Ellul, Ivan Illich, Langdon Winner, y pensadores contemporáneos como Evegeni Morozov, también han sido incluidos en esta categoría de ludditas reflexivos. Por otro lado es muy frecuente que los propios críticos traten de excusarse y rechazar la etiqueta de neo-luddita. Esta descalificación manejada sobre todo por los tecnólogos, sirve para desactivar el intento de una crítica. Pero también hemos considerado necesario aplicar y rastrear este neoluddismo en la práctica, comprobar qué valor analítico podría tener para la reflexión sobre la tecnología contemporánea. A este propósito obedecen los capítulos siguientes. Hemos elegido una estructura de cuatro capítulos en torno a conceptos clásicos: lenguaje, cuerpo, sociedad y mundo. En el primero, el lenguaje representa el terreno común de una sociedad que se dice hipercomunicada. El uso de la tecnología influye de manera determinante en cómo se modifican las lenguas, los idiomas y sus usos. No es nuestra intención profundizar demasiado en este aspecto, pero sí adelantar una hipótesis sencilla: el lenguaje, en la era tecnológica, se reduce a una mera herramienta de comunicación, con todas las consecuencias que esto conlleva. Su análisis permite así contemplar algunas de las contradicciones que el discurso tecnológico exhibe en la actualidad. El segundo capítulo pone en contacto tecnología y cuerpo. Éste fue un tópico largamente explorado durante los años noventa, con la teoría ciborg, la «nueva carne», y la utopía del androide, que ha llegado hasta el presente. Sin embargo, existe un cuerpo —llamémoslo real a falta de mejor palabra— que se obstina en obstaculizar el advenimiento de ese futuro. Ese cuerpo opaco y resistente se convierte en una fuente económica, el cuerpo del trabajo, obsoleto y cansado, al cual se le puede extraer riqueza económica. El cuerpo se sitúa en el mundo, un mundo cada vez más intervenido por la tecnología. A las viejas utopías del mundo virtual se le han añadido otras, como las proporcionadas por la biotecnología y la nanotecnología en nuestros días. El panorama también tiene sus sombras como la evidente crisis ecológica que se hace cada vez más profunda. Finalmente hay que explorar qué tipo de sociedad y qué política corresponde a este momento de capitalismo big-tech, como lo denomina Morozov. En este caso la utopía propuesta es la de una sociedad completamente democrática gracias a las telecomunicaciones y a la capacidad de participar en la res publica. Por supuesto, no se trata de agotar estas cuatro cuestiones, más bien se trata de ejemplificar algunas intuiciones, de cómo se transforman es31
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tos aspectos de lo humano en la realidad tecnológica. Un análisis más exhaustivo excedería la longitud de este libro, por lo que nos conformamos con apuntar una serie de sugerencias sobre algunas de las cuestiones más importantes que se debaten hoy en día. Cuando ha sido posible, hemos sugerido algunas medidas, acciones o actitudes para contrarrestar una invasión tecnológica que, en muchas ocasiones convierten nuestro mundo en un espacio más inhóspito que lo que solía ser. También nos vemos en la obligación de no seguir un enfoque determinista. No encontramos demasiado sentido a esta posición porque, si se asume una visión radicalmente crítica, el determinismo es un obstáculo antes que una solución; nada puede hacerse. O acaso se convierte en un lamento o en una complacencia para describir el apocalipsis que nos aguarda. Es posible que estemos a sus puertas, es posible que ya haya ocurrido y que realmente estemos viviendo en una era post-apocalíptica… Pero estos planteamientos se parecen mucho a las posturas solipsistas. Tal vez sean fortalezas imposibles de asaltar, de refutar. Pero también son muy fácilmente evitables, se quedan en el paisaje, pero realmente no sirven para nada.
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Capítulo I Prontuario para un luddismo ilustrado reflexivo: impertinentes e intempestivos en el siglo XXI
Es más fácil fabricar personas que maquinaria. Y más valiosa la mercancía que una vida humana. Lord Byron Oda a los Tejedores
I.
PARA UNA DEFINICIÓN DE LUDDISMO
El primer luddita de la historia probablemente fuera el rey Salomón, que en el Eclesiastés escribió «nada nuevo hay bajo el sol». Así, la idea de innovación, tan cara para los defensores de la tecnología, quedaba reducida a, como apostilló Borges, solo olvido. Y si no hay innovación no hay progreso tecnológico, ni siquiera necesidad de esforzarse por cambiar las cosas. Pero aquel lamento más o menos melancólico cambió radicalmente de significado durante las revueltas inglesas de principios del siglo XIX. Es en ese momento histórico donde comienzan casi todos los ensayos y artículos dedicados al neo-luddismo, la supuesta versión actualizada de aquellas revueltas; seguiremos aquí esta tradición. En el Oxford Dictionary se encuentra, en su primera acepción, la siguiente definición del término «luddita», especialmente reveladora: «toda persona que se opone al cambio tecnológico o a sus modos». Hay pasar a la segunda acepción para poder enterarse de su origen histórico cuando alude a «cualquier miembro de las bandas de trabajadores ingleses que destruyeron maquinaria, especialmente de algodón o telares porque consideraban que amenazaban su trabajo (1811–16)». La 33
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primera acepción no puede ni quiere evitar el rechazo contemporáneo de la tecnología que supone el neo-luddismo, la segunda, la histórica, es simplemente una cuestión anecdótica o marginal. Dos cosas distintas, ciertamente, pero el diccionario sigue introduciendo otras definiciones entre las que destaca el siguiente uso, calificado como corriente o habitual: «una persona de mente estrecha que se opone al progreso». Cabría preguntar si tal estrechez de mente ocurre por oponerse al progreso o simplemente basta con la mera posesión de una mente estrecha para que, automáticamente, se produzca tal rechazo. O si, en el fondo, se alude a una incapacidad congénita; a una manifestación de debilidad mental, en definitiva. La palabra «luddita» pasó a formar parte de la lengua inglesa con una rapidez inusual, se recogió en el diccionario ya en 1811, es decir, en el mismo momento en que el movimiento luddita se encontraba en pleno apogeo. Corolario: no solo la policía, el ejército y los jueces combatieron a los ludditas, también la lengua se armó en su contra. El caso de la lengua es especialmente importante porque refleja la mentalidad de una sociedad, en este caso ante la tecnología. Sin embargo, el término, en castellano apenas es un insulto, porque hay que comenzar explicando qué significa «luddita», ya que no es una palabra en absoluto usual, como sucede en la lengua inglesa, y con frecuencia se confunde con la raíz lud que tiene que ver con el juego del latín ludus, como en «lúdico» o «ludópata». Se da además la paradoja de que, aunque en España se produjeron acciones ludditas, hubo que esperar hasta finales del siglo XX para que fuesen calificadas como tales. El retraso tecnológico español podría explicar en parte este hecho. Fue mucho más tarde, debido a la rápida incorporación al mundo globalizado de la economía española aparecieron durante los años noventa movimientos neo-ludditas en nuestro país. El origen de la palabra luddita parece remontarse a una leyenda popular sobre un tal Nedd Ludd, trabajador textil que, en 1779, destruyó enfurecido una máquina de tejer calcetines, treinta años antes de las revueltas inglesas en las Midlands. Al parecer, su novia Jenny pasaba todo el día esclavizada trabajando con aquella máquina, y el bueno de Nedd, al sentir que el artefacto le robaba la atención de su amada, decidió cortar por lo sano. La máquina entrometiéndose en las relaciones amorosas, un aspecto que en el futuro se volverá importante. La máquina se destruye por la mejor de las razones, por amor a Jenny, a las generaciones futuras o a la humanidad en su conjunto, dirán algunos neo-ludditas. Esta hazaña doméstica tuvo la virtud de convertirlo en un personaje de la tradición popular, un tipo expeditivo y furioso caracterizado por resolver los problemas 34
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a golpes. Por eso se solía decir en el registro coloquial de entonces: «¡No seas un Ludd!» o «¡Qué Ludd estás hecho!». El pensamiento luddita o, si se quiere, su filosofía de fondo, no existió en aquella época; fue posterior y se puede atribuir tanto al temor de los amantes del progreso y de las autoridades que velaban por el desarrollo de la industria como a la inspiración de los críticos de las autoridades, del progreso y del desarrollo tecnológico. En otras palabras, ni los participantes en las revueltas contra la maquinaria se pudieron llamar a sí mismos «ludditas» (ni siquiera pudieron defenderse cuando las autoridades sofocaron militarmente su rebelión), ni quienes defienden su legado hoy suelen escapar a la romantización de su gesta. Sí, fueron verdaderos trabajadores de los telares, en la Inglaterra de 1811 al 1816, quienes lucharon por mantener un sueldo digno con las estrategias que tenían más a mano. Pero la máquina per se no era su blanco específico, dice Jones, sino solo porque formaba parte de la riqueza de los patronos que podían atacar2. Así los industriales los tomarían en serio porque las máquinas eran muy caras, causaban daños irreparables en la producción y les podía llevar a la ruina definitiva. Definitivamente sí existió un movimiento popular que inventó mitologías y personajes ficticios como el Rey Ludd o su alter ego en el campo, el Capitán Swing, que cantó baladas en reuniones y bailes, celebró carnavales y burlas en las calles y a escondidas pegó pasquines con caricaturas, amenazas y proclamas. Se crearon hermandades secretas, igual que algunos grupos de anarquistas en la época. También tuvieron lugar algunos ataques con fusiles —pocos y no demasiado sangrientos—, pero sus efectos quedaron muy lejos de un verdadero levantamiento popular. Todo eso está recogido en un exhaustivo archivo fruto del minucioso celo de la policía inglesa del momento, un archivo que incluye todo tipo de documentos, desde carteles a cartas, pasquines, transcripción de canciones, folletos, recompensas, panfletos o sentencias judiciales. Los Archivos Nacionales ingleses han digitalizado las piezas más significativas para acceso de los interesados en esta reliquia histórica. En su conjunto ofrecen una hermosa secuencia del folklore obrero inglés del siglo XIX, de su resistencia y organización. Una historia de la cultura popular que interesó a historiadores como Eric Hosbawm, o Edward Palmer Thompson.
2 Como todo suceso histórico, hay diferentes interpretaciones en este punto. Van Daal, (La cólera de Ludd. Logroño (Pepitas de calabaza, 2015) afirma que hubo un deseo de parar la máquina, postura diferente a la de Jones, (Jones, Steven E. Against technology: From the Luddites to neo-Luddism. Routledge, 2013.)
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Pero no hubo una filosofía luddita desarrollada en aquel momento histórico; lo que podríamos llamar un pensamiento crítico sobre la tecnología tardó mucho más en emerger. Cuando el poeta Lord Byron defendió ante la Cámara de los Lores a los revoltosos de Nottingham y Lancashire, mezclaba, en su apología de los ludditas, su piedad para con los ajusticiados con el deseo de provocar y escandalizar a los biempensantes lores apoltronados en la Cámara Alta. Hay algo de su cosecha, de su propio interés, en la defensa de los ludditas. Igual que ocurre con las advertencias anti-maquínicas de otros escritores de la época como Wordsworth, Rushkin o Blake. Nicol Fox ha tratado de probar la sugerente hipótesis de que gran parte del romanticismo inglés estuvo embebido por una actitud secretamente luddita. Estos poetas, en cualquier caso, obedecían a una sensibilidad distinta a la de los amotinados contra las máquinas, una sensibilidad madurada con otras actitudes más refinadas y preocupaciones más generales sobre las relaciones entre el ser humano, el mundo y la naturaleza. En esto, Jones ha presentado un retrato definitivo: la romantización del luddismo tuvo más que ver con la creación de una mitología que con la historia real de lo que ocurrió durante las revueltas. Por ejemplo, Wordsworth sostenía que la naturaleza era la maestra para entender la vida, pero rechazaba que las masas invadieran la serena campiña británica como plagas de langosta. Los paisajes edificantes debían preservarse de los turistas domingueros, traídos por esas máquinas infernales llamadas ferrocarriles. Por eso se negó a que se extendieran las vías hasta Kendal y Windermere. En su opinión, entender el valor de la naturaleza exigía un esfuerzo, un verdadero deseo de saber que no existía en los picnics domingueros. Ciertamente hay un ligero elitismo en algunos de esos ludditas avant la lettre y en su deseo de vuelta a lo rural, a la vida simple del medievo à la Rushkin, a los paseos desocupados por el campo, a la contemplación y la lectura sosegada, al silencio. El pensamiento inmediatamente posterior a los acontecimientos de 1815 fue un luddismo romántico en su sentido estricto, donde se podría incluir a Blake. En él se encuentran todos aquellos que detestan el feísmo progresivo de la vida cotidiana, del Londres neblinoso e insano, de los trenes tiznando la campiña inglesa, de la vida subhumana que habita los suburbios de Manchester o Londres, y de la pobreza de un proletariado acosado por los vicios y las enfermedades. El déficit moral es fácilmente detectable en la sociedad que se tecnologiza porque existe un desequilibrio entre el desarrollo técnico y el social. El déficit estético de las sociedades industrializadas de la época corresponde más bien a una intuición, y cabría preguntarse si tal falta existe en igual grado en las sociedades actuales. Las revueltas ludditas, en su sentido estricto, como estrategia de negocia36
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ción de los sueldos, ya existía en Europa y se replicó durante décadas. Por ejemplo, en Alcoi, en 1821, o en Barcelona, en 1835, tuvieron lugar destrucciones de máquinas que podrían considerarse como tales. En Francia, Alemania o Bélgica la fiebre destructora de máquinas también se desató durante los años veinte del siglo XIX, y hay quien dice que en 1986 se produjo el último acto luddita inglés cuando los trabajadores de los periódicos de Wapping se negaron a la introducción de sistemas digitales en su trabajo. En resumidas cuentas, el luddismo fue un movimiento pre-sindical que inspiró a políticos, escritores, filósofos y artistas pero de forma indirecta y que ha instaurado el término «luddita» con una inevitable carga condenatoria para el hablante contemporáneo. Nadie deseará convertirse en un reaccionario contra el progreso. Tan peyorativo es que incluso que quienes critican con dureza la tecnología tratan de distanciarse del término y adoptar una postura razonable y hasta cierto punto conciliadora. Pero ciertamente la historia avanza y cabe la sospecha de que estos casi dos siglos de luddismo no se corresponden con una foto fija, con un cuadro acabado de lo que fue, es y será. La «invención de la tradición», en palabras de uno de los estudiosos del luddismo, ha fructificado en una corriente de pensamiento que sigue viva hoy en día. No es de extrañar: no solo la tecnología sino también el pensamiento tecnológico aparece por todas partes y ocupa un espacio cada vez mayor. ¿Hay un solo día donde la palabra tecnología no aparezca en algún sitio, en un discurso, anuncio, noticia o reflexión? Una breve intuición: proporcionalmente a esta inflación del discurso tecnológico así han aumentado también las voces críticas que, desde distintos ángulos, se enfrentan al relato oficial del progreso tecnológico. Pero doscientos años de luddismo, aunque sea mítico, llevan, cuando menos, a suponer que nos encontramos ante un término que agrupa una gran diversidad de discursos. No todas las motivaciones para enfrentarse al desarrollo tecnológico son iguales y, del mismo modo que respecto a otras corrientes históricas, hay que mantener el interrogante sobre quién y cómo es luddita. Seguramente, el pensador contrarrevolucionario francés Joseph de Maistre —defensor de un orden religioso católico— se podría considerar como un luddita, porque denunciaba que las máquinas provocaban la disolución de los valores morales de la sociedad. Desde su punto de vista, eran mejores las fuentes y los lavaderos públicos de los pueblos que el agua corriente en las casas porque los primeros favorecían el sentido de comunidad mientras que lo segundo fomentaba el individualismo. Poco tiene que ver esta postura con la de un asustado Bill Joy que ve el mundo amenazado por los nanorrobots. 37
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Por el contrario, y a pesar de elogiar el luddismo como primer movimiento obrero organizado, Marx y Engels criticaron unas acciones que, en lugar de tratar de transformar la sociedad, destruía los medios de producción. La máquina era, para los autores del Manifiesto Comunista, la historia en movimiento, un camino duro y sufrido pero capaz de crear un mundo mejor. Difícilmente podría ser uno marxista y luddita al mismo tiempo.
II.
EL NEO-LUDDITA CONTEMPORÁNEO
Ser neo-luddita en el siglo XXI es una tarea ingrata, porque la crítica se dirige a quienes no quieren escuchar, porque no quieren admitir todas las implicaciones de esa crítica respecto a su modo de vida. Exige adoptar el papel de intempestivo porque o bien se ha llegado demasiado tarde —no hay posibilidad de cambiar el estado de las cosas—, o bien se ha llegado demasiado pronto —el apocalipsis social y ecológico todavía no ha tenido lugar—. También implica asumir que le acusen a uno de impertinente, porque el mensaje crítico con la tecnología suena como una ofensa o un insulto. Ser un luddita contemporáneo requiere, finalmente, discernimiento y cuidado para eludir el ridículo y el desprecio olímpico que a menudo suscita en los creyentes de la fe tecnológica. Al mismo tiempo, la crítica debe evitar la tentación de tomar atajos para hacerse entender que pueden conducir fácilmente a una posición sentimental y ramplona. La intuición debe servir también para detectar dónde se encuentran realmente los problemas. Desde el punto de vista político, el luddismo no es patrimonio de una ideología concreta. En sus inicios, el luddismo no fue necesariamente de derechas ni tampoco de izquierdas. El neo-luddismo podría ser libertario, ecologista y antiglobalizador, tal como lo propone Steve E. Jones. Su definición da una interesante pista: no consiste en un pensamiento, o si se prefiere, en una ideología de contenido positivo. Más bien es una crítica, diversa y con muy distintas orientaciones, de un modo de pensar, el del progreso tecnológico, asumido sin demasiado detenimiento y que goza de una amplia adhesión en las sociedades contemporáneas. ¿Quién en su sano juicio estaría en contra del desarrollo tecnológico? ¿Quién puede ver en el progreso un mal antes que un bien? En cierto sentido, y retomando un viejo título de David Noble, el neo-luddismo realiza la necesaria crítica de la religión de la tecnología. 38
El desencanto del Progreso. Para una crítica luddita de la tecnología
Noble trató de demostrar cómo el pensamiento religioso cristiano fue terreno abonado para el desarrollo de una noción de la tecnología muy particular. La idea del hombre caído por el pecado, y sujeto a la necesidad de recobrar su verdadera humanidad, estaría en el núcleo del desarrollo tecnológico contemporáneo. La naturaleza, según afirma la doctrina, estaría a disposición del ser humano para que este pueda reconstruir el mundo y regresar al Edén del que fue expulsado. No obstante, no es del todo acertado unir progreso tecnológico y cristianismo. Hay ejemplos de resistencia religiosa ante lo tecnológico, como podría ser la divinización de la naturaleza que predicaba Francisco de Asís, o ciertas corrientes protestantes marginales como los Amish. Incluso es posible encontrar ejemplos de este rechazo a la tecnología en ciertas corrientes de un cristianismo primitivo que niegan que al ser humano le esté permitido transformar mediante la técnica el orden natural. Se podría afirmar que un luddita ilustrado es básicamente un agnóstico frente a los dogmas que se dan por buenos, o tal vez sería más adecuado decir que sería una especie de hereje frente a la doctrina del desarrollo tecnológico. El primero de los dogmas es el del progreso, que se ha venido formulando de muy distintas maneras. Por ejemplo, mediante la afirmación de que no importan los errores que se cometan hoy porque en el futuro todos los problemas tenderán a corregirse por sí solos. El dogma se afirma también señalando la ineluctabilidad del desarrollo tecnológico. Como ley histórica en la actualidad, que se realiza cada día, no tendría sentido ninguna oposición porque el progreso, se afirma, no se detiene, ni es posible dar marcha atrás. La convicción de que cualquier tiempo futuro será mejor evita tener que detenerse a pensar en las elecciones políticas y sociales. Aquí, la palabra más utilizada por el evangelio tecnológico es, por supuesto, innovación. Sorprendentemente, este uso masivo del término es relativamente nuevo: no tiene más de treinta años, si hacemos caso a Benôit Godin, quizá el estudioso que mejor ha investigado su historia. Se nos presenta la innovación como algo incuestionablemente bueno. Sin embargo, el gran clásico e inaugurador de su estudio, Schumpeter la definió como destrucción creativa. Parece como si hoy solo se fijara la atención en lo creativo, y no en el sustantivo, la destrucción infinitamente más importante desde el punto de vista social y político. Se ha innovado mucho, sin duda: nunca se han planteado tantas maneras de violar la intimidad, explotar a los trabajadores, y envenenar la biosfera, como gracias a la innovación tecnológica. Las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki fueron también innovaciones de primer orden. Los campos de exterminio nazis fueron un prodigio de la ingeniería innovadora de 39
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IG Farben y otras empresas asociadas; nunca se vio nada parecido. Por supuesto, y según reza el evangelio tecnológico, quienes rechazan la innovación son víctimas de un irracional temor al cambio, al futuro. Los herejes del dogma tecnológico son, para los defensores de la fe técnica, los miedosos, los anticuados, los obsoletos. La alabanza de la tecnología contemporánea se ha convertido en la religión de nuestro tiempo. No se trata tan solo de una manera de entender la economía, también extiende su influencia sobre el deber ser del cuerpo, el mundo, el lenguaje —se vencerá la maldición de Babel por fin—, la sociedad —se unificará la especie—, y el final de los tiempos —la singularidad—, en el cual asistiremos a la resurrección gloriosa de los cuerpos. Como toda religión se compone de una serie de textos, profetas, predicadores que atesoran las promesas de redención. Se augura el advenimiento de una mente colectiva, compuesta por todas la singularidades, el fin de los conflictos sociales, se asegura también la curación de todas las enfermedades, incluida la vejez, y la conquista de la inmortalidad universal; se anuncia la reconstrucción y reparación del medio ambiente y de los desastres causados por el industrialismo de etapas anteriores, la colonización de las estrellas, y cosas parecidas. Por ridículas que puedan parecer todas estas promesas en conjunto, muchas de ellas han sido anunciadas a bombo y platillo, aparentando una total confianza en su cumplimiento. La Universidad de la Singularidad financiada por Google, la propaganda de Facebook y otras redes sociales, célebres emprendedores como los propietarios de la empresa Tesla, todos predican este evangelio tecnológico a diario. Los centros de tecnología dura llevan más de veinte años inmersos en una intensa campaña para convencer, ilusionar y ganar adeptos. La iniciativa privada, las grandes corporaciones, serán quienes realicen tales hazañas, una vez se superen las trabas y obstáculos que han supuesto las regulaciones de algunos Estados, y se sofoquen aquellas incomprensibles e irracionales voces críticas de los herejes frente al progreso tecnológico. Los sacerdotes y profetas de la tecnología también lanzan sus anatemas y expresan sus temores. Francis Collins, el jefe Human Genome Project, hizo una interesante predicción llena de inquietud: «Para el 2030 aparecerán movimientos anti-tecnológicos poderosos en Estados Unidos y en el resto del mundo». Una perspectiva del futuro tecnológico no tan optimista. Pero se equivocaba en su predicción, porque esos movimientos ya están aquí, un par de décadas antes de lo que Collins esperaba. Pero no todas las respuestas ludditas son igualmente valiosas; las hay perfectamente inútiles o irreflexivas, violentas o puramente sentimentales. 40
El desencanto del Progreso. Para una crítica luddita de la tecnología
III.
LUDDISMO VIOLENTO
Una de las acusaciones contra el neoluddismo resalta su tendencia violenta, su posibilidad de convertirse en terrorismo. La imagen del Gran Enoch —la maza que sirvió para forjar máquinas y que sirve también para destruirlas— en su vuelo suspendido contra el telar es una de las míticas estampas contemporáneas más fácilmente reconocibles. Es cierto que ha existido una violencia de baja intensidad que se ha intentado justificar por el bien común de una sociedad más justa o por la imposibilidad de dialogar y llegar a acuerdos pacíficos con los artífices del cambio tecnológico. Pero por lo general el neo-luddismo no es violento. La destrucción de máquinas concretas no tiene demasiado sentido porque no se lograría con ello la paralización del progreso. En los años setenta Edward Abbey escribió La banda de la tenaza, una novela irónica de cuatro quijotes ecologistas empeñados en preservar un Oeste norteamericano virgen amenazado por la destrucción industrial. Los sabotajes se convierten, un poco por accidente, un poco por falta de reflexión, en la táctica ideal de esta banda luddita para oponerse a las compañías depredadoras del entorno natural. El éxito de la novela llevó a convertir el título monkeywrench —tenaza— en equivalente a ecosabotaje (monkeywrenching), y así pasó al argot ecologista. No hay que olvidar que Abbey trató con ironía y desmesura, con mucho humor, esta pelea entre economía y ecología, y que en absoluto pensó que pudiera ganarse si no era, precisamente, mediante la hipérbole y la sátira. Más tarde, durante los conflictos sucedidos en la Cumbre de la Organización Mundial del Comercio de Seattle, en los años noventa, nació el movimiento antiglobalización, que más tarde se extendió a todo el mundo. En su seno se desarrolló un cuestionamiento de la civilización industrial conocido como «primitivismo». Liderada por John Zerzan, esta corriente crítica con el progreso tecnológico propone un regreso a la naturaleza salvaje, en el que las sociedades humanas deberían abandonar toda herramienta, toda tecnología. En desarrollos posteriores, Zerzan ha llegado a cuestionar incluso la adopción de la agricultura o el mismo lenguaje como formas de dominación. Con una teorización abstrusa y fuentes cuestionables, el anarcoprimitivista Zerzan ha mezclado en muchos de sus textos datos antropológicos, paleontológicos y políticos para intentar demostrar que «el pasado del pasado» debería ser nuestro destino como humanidad. Zerzan no parece inquietarse por las derivaciones políticas de su doctrina, ni parece saber que quienes realmente intentaron esta vuelta hacia el pasado fueron, por 41
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ejemplo, los jemeres rojos camboyanos, con terribles consecuencias. (En la cúspide de su poder, cualquier signo de «progreso», como ejercer alguna profesión intelectual o llevar gafas, era suficiente para dictar una condena de muerte). A pesar de su endeblez teórica, compensada en su momento por el activismo antiglobalizador, el primitivismo tiene cierto predicamento entre algunos sectores neo-ludditas con escasos conocimientos. Este rechazo frontal de la tecnología no se diferencia prácticamente en nada del elogio desmedido y acrítico de la propia tecnología. Es igualmente un dogma simplificador de una cuestión llena de matices y complejidades. Pensar realmente que podamos volver a un escenario donde se generalicen las sociedades de cazadores-recolectores parece, en realidad, parte de un delirio. Pero si los adversarios del neo-luddismo tuvieran que elegir un icono negativo, una figura de ese irracionalismo anti tecnológico, esta sería sin duda la de Ted Kaczinsky, también conocido como Unabomber. La historia se ha contado recientemente en una serie de televisión, Manhunt, la caza del hombre. La historia oficial dice que, primeramente, este caso se incluyó en la categoría de «asesino en serie», pero dado su deseo de acabar con el progreso —una de las señales identitarias norteamericanas— pasó a ser considerado como «terrorista». Este paso recordaba mucho a la reacción inglesa del siglo XIX ante el luddismo original; se amenazaba no la vida de individuos concretos, tecnólogos y científicos, sino la propia noción de progreso técnico. En 1995 el FBI cedió ante el chantaje del terrorista y de pronto se hizo famoso cuando finalmente pudo publicar su Manifesto —titulado La sociedad industrial y su futuro— en el Washington Post, donde explicaba su rechazo al desarrollo tecnológico. El texto se ha vuelto un clásico del neo-luddismo, cuya lectura se ha convertido en un pecado que pocos se atreven a confesar en público. Curiosamente, en un arranque piadoso, el propio Ray Kurzweil, profeta del digitalismo, trató de convencer y convertir al mismo Unabomber —que sigue cumpliendo su condena a cadena perpetua en una cárcel de Colorado—, y explicarle que no hay marcha atrás en el desarrollo tecnológico, que la tecnología debe alcanzar su destino, en una curiosa interpretación heideggeriana del ser tecnológico. Aunque suponemos que no consiguió su objetivo.
IV.
LUDDISMO RELIGIOSO
Como toda religión, la religión de la tecnología entra necesariamente en competencia con otras religiones en su versiones fundamentalistas. 42
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El cruce de ataques y acusaciones entre determinadas propuestas tecnológicas y los dogmas indudables es previsible porque se juegan el patrimonio salvífico, la fe de sus seguidores. Esta estrategia tiene una ventaja, no hay que argumentar sino anatemizar. Algo hay en la tecnología que, para ciertos imaginarios la acerca a la magia, en este caso una magia negra destructora de la sociedad, tal como los hermanos Strugatsky exploran en su novela Qué difícil es ser dios. Pero la no aceptación del dogma del progreso por motivos religiosos es, a su vez, un camino allanado para acusar a ciertos integristas religiosos de ludditas. Las resistencias de los grupos ultraconservadores cristianos a determinadas técnicas médicas y de investigación biológica reciben esta etiqueta un tanto traída por los pelos. O al menos habría que matizar que se trata de un luddismo conservador y religioso, un fenómeno bastante marginal del luddismo del siglo XX. En este grupo se encuentran muy diversas sectas y grupos religiosos que han rechazado algunas tecnologías y procedimientos médicos. Una de las más conocidas son los testigos de Jehová y su rechazo a las transfusiones de sangre. Un procedimiento de más de cien años de antigüedad. La prohibición bíblica de «no comer sangre» interpreta así las transfusiones como una vulneración de tal mandato. Pero la biotecnología ha sufrido el ataque de muchos grupos diferentes de fundamentalistas como los relacionados a las células madre embrionarias porque suponen la destrucción de embriones o determinadas terapias génicas que constituyen violaciones de diversos preceptos religiosos. Basándose en creencias no demostradas y con el deseo de influir no solo en aquellos que las profesan sino en la sociedad en general, se trata de un luddismo completamente inútil y contraproducente. El rechazo a vacunas, trasplantes, terapias y transfusiones de forma irracional provoca más bien el rechazo y el ridículo generalizado entre quienes no comparten su modo de vida, esto es, la mayoría de la sociedad. Cuando se produjeron los atentados de las Torres Gemelas, el término volvió a aparecer, ligando la ignorancia y la barbarie de los fundamentalistas islámicos a un atentado realizado con una limitada preparación técnica. Por cierto, tras estos atentados, otra forma de resistencia neo-luddita, como los movimientos antiglobalización, prácticamente desaparecieron del mapa político. Existen también luddismos religiosos moderados como el de ciertos grupos Amish, quienes solamente admiten una tecnología que asegure la convivencia, el pacifismo y el trabajo en comunidad. Esta posición merece el respeto que la aceptación de lo razonablemente diverso exige. Una de sus ideas es precisamente rechazar las tecnologías que crean una suerte de individualismo contrario a su sentido comunitario. 43
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V.
LUDDISMO ARTÍSTICO Y ESPECTACULAR
En el cine y en las series de televisión se permite ser un neo-luddita civilizado y durante un lapso de tiempo limitado. Una vez terminado el espectáculo hay que volver a la realidad tecnológica. El asunto consiste en alimentar una sensación de temor ante los desastres tecnológicos, la invasión de la tecnología en la vida cotidiana, que finalmente se resuelve precisamente en eso, en una ficción inofensiva. O eso parece. Sorprende que la productora y revolucionaria empresa de la industria audiovisual online, Netflix, se haya tomado la molestia de recuperar y actualizar la distopía Farenheit 451 de Ray Bradbury. Qué haya podido llevar a una megacompañía audiovisual a recrear este clásico, llevado al cine magistralmente por Truffaut en 1966, merece una reflexión. La distopía Bradbury se desarrolla en una sociedad futura en la que la prohibición de la lectura se hace efectiva a través de un cuerpo encargado de detectar lectores y quemar libros, al considerar que leer conduce a plantearse preguntas transcendentes que les llevarán a la infelicidad, uno de los pecados contemporáneos. Pero en la época de Internet no se necesitan bomberos que quemen libros. Compañías como Netflix son hoy mucho más efectivas a la hora de crear un mundo de distracción total que impida cualquier tipo de reflexión crítica, cualquier pregunta trascendental. Es irónico así que quienes más contribuyen a la ausencia de lectores serios se preocupen de una manera un tanto hipócrita de esta situación contemporánea. Series presuntamente duras y críticas con la tecnología como Black Mirror se convierten así en espectáculo de culto para iniciados que, sin ser necesariamente ludditas, consideran que algo de razón hay en las sátiras demoledoras de la serie inglesa. Resulta sintomático, sin embargo, que ese temor tecnológico vuelto ficción sea comercial, sea vendible ante un público que en su mayoría se encuentra totalmente rendido al culto del teléfono móvil, Internet o la tablet. Pero precisamente la ficción tiene la ventaja de alejar los malos pensamientos y conjurar los temores. Poco a poco se integra así en el propio mercado lo que a priori sería su mayor enemigo: el miedo a la tecnología. Paradójicamente este miedo vende y no afecta a las ventas ni al consumo masivo de lo digital. La distopía se ve demasiado lejana o se supone que afecta a otros, no a uno mismo. El mundo hacker también tiene su lugar en una serie paranoide, Mr. Robot, donde se mezcla el activismo salvaje contra la tecnología capitalista combinado con el propio mundo esquizoide del protagonista. Esta crítica espectacularizada recupera sin complejos antiguos clásicos, como la serie Westworld, más o menos inspirada en Almas de Metal, película basada en el libro de Michael Crichton, y que éste dirigió personalmente. 44
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Westworld aborda uno de los temores más profundos de los trans-humanistas: la aparición de una especie humanoide, sintética, más inteligente, fuerte y bella que los seres humanos comunes y corrientes que terminaría por exterminar a los propios humanos. Esta espectacularización del luddismo sirve, como en otros ámbitos de la crítica social, para desactivar su potencial transformador. Simplemente se convierte en otro elemento aceptablemente desasosegante, que puede asimilarse fácilmente y rápidamente olvidarse. En el siglo XIX las obras literarias podían causar disturbios; en el siglo XXI los únicos que creen realmente que tal cosa pueda ocurrir son los políticos y los jueces que se afanan por censurar quienes «abusan» de las redes sociales.
VI.
LUDDISMO VERGONZANTE
Es muy frecuente escuchar a quienes critican la tecnología argüir que ellos no son ludditas. La prueba más fehaciente que suelen aportar es que ellos también emplean móviles, escriben con ordenadores, buscan datos, libros o artículos en internet, y conducen automóviles. A ello se podrían añadir otras muchas cosas como lavar ropa con lavadoras eléctricas, refrescarse con aire acondicionado, organizar sus viajes online, etc. Pero parece un tanto ridículo argumentar que uno no es luddita solo porque tiene un lavavajillas en casa. Sin embargo, habría que pensar por qué los ludditas confesos mantienen páginas web con sus documentos, libros, proclamas, o por qué emplean móviles y servicios de mensajería telefónica para organizar sus actos, o por qué también disfrutan del aire acondicionado. Ni siquiera un Zerzan puede evitar verse envuelto en una red de sistemas y aparatos que condicionan su vida. Para ser coherente, uno debería retirarse a los bosques, tras los pasos de Thoreau, como hizo Kaczynski, y desconectarse absolutamente de toda tecnología, incluida la electricidad y el agua corriente. Pero el mundo en el que se nace es el mundo que existe exteriormente y no está sujeto a elección. Se puede ser perfectamente luddita al tiempo que se vive en la sociedad moderna. De hecho no se puede vivir en otra sociedad. Criticar la forma en la que la tecnología afecta al modo de vida contemporáneo por medio de la propia tecnología no tiene nada de contradictorio o hipócrita. Se trata, pues, de un falso debate. Cuanto más densa es la tecnología y los dispositivos que rodean la vida cotidiana más probable será que se eleven las voces críticas. En un entorno de tecnología convivencial, como el que propuso Illich en los años setenta, sería difícil que apareciese un rechazo sostenido y argumentado contra la tecnología. Sólo cuando ésta se vuelve opaca, 45
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controladora, intrusiva y dañina aparece la crítica. No puede olvidarse que lo tecnológico es parte consustancial del ser humano. El luddismo ilustrado trata de revertir el diseño tecnológico por medio de usos alternativos. Cierto es que se ha abusado de nociones como apropiación tecnológica, empoderamiento y uso alternativo, y que muchas veces encubren una defensa a ultranza del desarrollo tecnológico. Seguramente Facebook considera que empodera a sus usuarios, y lo mismo WhatsApp, y otros. En cualquier caso, utilizar Internet y el móvil no son obstáculos para ser un neoluddita crítico. En definitiva, si para hacer la crítica del mundo tecnológico fuese imprescindible aislarse completamente del mismo, la crítica se haría impracticable. Curiosamente hay dos tipos grupos sociales que efectivamente pueden vivir desconectados. Los muy ricos no tienen que estar pendientes del móvil o del correo electrónico. Otros lo hacen por ellos. Y los muy pobres, que no pueden permitirse el coste económico de estar permanentemente conectados. Sin embargo, nada impide practicar una ascesis tecnológica, en palabras de Illich, una renuncia al uso excesivo en pos de una mayor introspección o vida interior. Esto es lo que significa, en definitiva, la palabra ascesis, que ha sido vaciada de contenido en la actualidad.
VII.
LUDDISMO DEL ARREPENTIMIENTO
En esta categoría podría incluirse una amplia gama de arrepentidos que en su momento participaron de manera entusiasta en el desarrollo de la tecnología. En ella podemos incluir a ingenieros, psicólogos, programadores o ejecutivos de compañías tecnológicas que un momento desertaron del bando tecnófilo. Las razones, en muchos casos, obedecen a motivos muy inmediatos, a una frustración o una alerta provocada por un hecho concreto. En estas reacciones «ludditas» no se trata tanto de ofrecer un análisis profundo de la sociedad tecnológica como de responder a una situación concreta. Hay reacciones de espanto como la que sufrió en 2001 Bill Joy, el fundador de Sun Microsystems, ante las perspectivas futuras de la inteligencia artificial o la nanotecnología. Joy llegó a una conclusión interesante: quizás no debamos hacer todo lo que podemos hacer con la tecnología porque se puede volver en nuestra contra. Asustado, publicó un artículo en Wired —esa suerte Hola tecnológico— con el amenazante título: «Por qué el futuro no nos necesita». En su escrito aparece una sección con el sorprendente título «El nuevo reto para el luddismo», en el cual glosa a Unabomber como alguien que, aunque 46
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mereciese ser condenando por sus acciones, podía tener razones fundadas para la publicación de su Manifiesto. El pensamiento de Joy, sin embargo, está colonizado por un determinismo tecnológico negativo; la tecnología se ha vuelto autónoma, no hay forma de tomar decisiones para seguir su rumbo, por tanto esperemos tranquilamente un final en el cual seremos superados por especies más competentes como los robots, que los propios humanos han de crear ineluctablemente. Dando esto por cierto, cualquier discusión, cualquier argumentación sobre el desarrollo tecnológico carece ya de todo interés. El problema de Joy es que no es lo suficientemente neo-luddita y, en el fondo, reverencia una tecnología tan poderosa que ni siquiera es humana. Es el reverso de otros tecno-herméticos como Hans Moravec o Marvin Minsky, que aceptan encantados la obsolescencia de la especie humana. Las filas de los arrepentidos crece a paso sostenido. Últimamente Facebook se ha convertido, inopinadamente, en una cantera de ludditas autocríticos. Por ejemplo, Antonio García Martínez, jefe de proyectos de Facebook en Silicon Valley, ha decidido seguir el camino de Kaczynski. Se ha retirado a los bosques del norte de Seattle para, armado con un fusil, protegerse del inevitable apocalipsis social que aguarda a la humanidad. De manera un tanto misteriosa dice haber «vislumbrado el mundo dentro de diez años», concluyendo que perderse en la espesura es la única posibilidad de supervivencia. La tecnología hará que escasee cada vez más el trabajo, pero habrá armas de sobra, por lo que será inevitable que nos veamos abocados a una revolución sangrienta. Antes de su retirada escribió Chaos Monkeys, una crítica demoledora de la filosofía oculta de las compañías digitales. El título hacía referencia a un programa informático diseñado para comportarse, precisamente, como una banda de monos caóticos dentro de un sistema digital, por ejemplo, dentro de un banco de datos. El diseño experimental del programa pretendería comprobar si el sistema es lo suficientemente robusto como para aguantar tal vandalismo. Según Martínez, el escenario para practicar este caos, esta especie de prueba de estrés sobre cualquier sistema, es la sociedad en su conjunto. Así es como se nos está sometiendo al vandalismo de Facebook —amistad—, Google —conocimiento—, Uber —transporte—, Tinder —relaciones amorosas— o Amazon —compras—. Si la prueba tiene éxito, entonces, se habrá conseguido la fortaleza necesaria para mejorar gracias a la tecnología. En definitiva, se trata de elevar la disrupción a su máxima potencia para lograr la mejora económica, con independencia de las consecuencias sociales que este caos genere. De nuevo resuenan aquí las advertencias de Unabomber: la sociedad y el individuo se ven obligados a adaptarse a las innovaciones tecnológicas y no al revés. 47
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Chamath Palihapitiya, alto ejecutivo de Facebook, es otra de las personalidades que se han pasado discretamente —un par de entrevistas y declaraciones en los medios— al otro bando: arrepintiéndose públicamente de haber creado una tecnología que destruye el tejido social, y prohibiendo a sus hijos acercarse a las redes sociales que él mismo ayudó a desarrollar. Palihapitiya da la razón a Cory Doctorow cuando afirma que los problemas asociados a la exposición en estos medios aparecerán dentro de veinte años, de manera similar a lo que sucedió con el tabaco. Y si uno examina históricamente la propaganda del tabaco se lleva grandes sorpresas. En los años sesenta era frecuente que la publicidad del tabaco incluyera doctores recomendando marcas de cigarrillos para poder respirar mejor, mejorar la digestión, evitar catarros o luchar contra el sobrepeso. Una publicidad completamente desregulada permitía cualquier exceso imaginable. La situación actual con las redes sociales puede ser similar. Algunos de los usuarios intensivos de las redes ya han sufrido en carne propia los efectos de esta sobreexposición o solarización de su persona de distintos modos. Se han quemado con tuits perdidos en el tiempo que manos interesadas recuperan y vuelven a poner en circulación, o se han visto envueltos en procesos judiciales por publicar opiniones, hacer chistes o realizar comentarios que, fuera del entorno digital, no tendrían la más mínima consecuencia. La aportación constante de datos personales, tal como se desarrollan las redes sociales, en plazos que pueden recorrer prácticamente desde la infancia hasta la madurez, tiene efectos impredecibles. La red no olvida nada, por mucho que se exija el borrado y la rectificación de los datos personales. La vieja noción del derecho al olvido, una ley que puso en marcha la Unión Europea, entra cada vez más en el limbo jurídico. Qué pasará en el futuro con toda esa multitud de datos: no se sabe. La privacidad sirve para protegerse, dicen, y su pérdida tiene como consecuencia la vulnerabilidad. Internet ha cambiado, dice el ingeniero Jaron Lanier —pionero de la realidad virtual—, pero para mal. Primeramente la innovación que se ha introducido no es gran cosa. Nada ha superado al TCP/IP, al correo electrónico, o al lenguaje http desarrollado por Tim Berners-Lee. Lo que se presenta como nuevo no es más que un refinamiento de la infraestructura tecnológica creada entre los años setenta y los noventa. Lo que ha cambiado ha sido simplemente para empeorar. Se ha convertido en una forma de sometimiento, de sueños delirantes donde se profetiza que la propia Internet se convertirá en un sujeto consciente, como mantiene el padre de Google, Larry Page. Pero no somos gadgets, clama Lanier, aunque las corporaciones se empeñen en convertirnos en ello. 48
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Pero hay más, la panoplia de males psicológicos y sus consecuencias sociales provocados por la tecnología se ha incrementado en los últimos años. Abismarse en las redes trae como consecuencia la progresiva desaparición de las relaciones sociales, por mucho que las corporaciones digan lo contrario. Éste es el punto de vista de Sherry Turkle, que ha denunciado cómo el deseo de tener robots sociales, desde el tamagotchi a las andreias de uso sexual cada vez más humanizadas, expresa nuestra creciente incapacidad para tratar con otros seres vivos. Nuestra soledad será de un nuevo tipo, estaremos solos pero rodeados de robots que parecen humanos. Ello conducirá a un efecto paradójico, señala Turkle: comenzaremos a tratar a los seres humanos como si fuesen robots. Así la soledad se duplicará, rodeada de humanos que parecen robots y de robots que parecen humanos. Pero sin necesidad de llegar a este escenario, que puede parecer un tanto fantástico, tal vez lejano en el tiempo, a Turkle le asusta que, en un nivel más cotidiano, prácticamente ya no existan conversaciones cara a cara. En su libro En defensa de la conversación profundiza en varios argumentos ludditas, al denunciar cómo las tecnologías reducen la capacidad de ser empáticos con otros, descubrir lo propiamente humano en los demás, de aprender a estar solos e incluso aburrirse. Es en esos momentos, dice la psicóloga, cuando se producen los momentos más creativos, momentos destruidos por tuits, mensajes de Whatsapp, avisos de Facebook y requerimientos de Skype. Sorprende que en los años noventa la misma Turkle se entusiasmara con los ordenadores y la posibilidad de experimentar con un segundo yo virtual en la red. En realidad sus libros Vida en la pantalla y El segundo yo eran una celebración sin amabages de la tecnología digital. Así que ha de concluirse que, estos años, han supuesto para ella una experiencia damascena y el paraíso virtual se ha llenado de amenazantes sombras. Algo parecido se puede decir de Nicholas Carr, un consultor de tecnologías de la comunicación y lo digital para el mundo empresarial. En su caso, la investigación psicológica adquiere un tono decididamente más apocalíptico. La red cambia la propia manera de pensar, pero para mal. Google nos vuelve inevitable e irremisiblemente estúpidos, dice, y ya no es posible leer un libro porque resulta demasiado linear. Cada vez que se recibe un correo o un mensaje, el cerebro del destinatario segrega dopamina, por lo que lo hace adicto a esta tecnología. Pero todo esto ocurre también cuando se apaga el ordenador; es la era de la superficialidad mental por culpa de una tecnología adictiva y disruptiva. En realidad, las críticas más o menos ludditas basadas en lo psicológico tienen un interés limitado. Primeramente se consideran los síntomas pero no las causas. Combatir estos síntomas con ciertas recetas de uso y contención deja de 49
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lado que su diseño, dictado por el interés económico, es la verdadera causa de su aspecto más destructivo. Y, además, frente a estas críticas centradas en las consecuencias personales del uso de las tecnologías, siempre se puede argumentar que estos daños psicológicos y sociales, como todos, dependen no tanto del sistema como de las capacidades de los individuos concretos.
VIII. LUDDISMO REFLEXIVO O ILUSTRADO La primera ley que sobre el luddismo se puede deducir se formula de esta manera: el neoluddismo ocupa un espacio intelectual directamente proporcional a la importancia que la tecnología tenga en un momento determinado. El pasado ha provisto de herramientas conceptuales ante un problema que adquiere una dimensión única en la historia. Si el gran tema del siglo XXI es lo digital y lo tecnológico, consecuentemente, el conjunto de voces críticas será mayor. Hay que insistir, la tecnología aparece en una sociedad concreta, con un contexto cultural y dentro de un sistema político particular; en su desarrollo se producen retroalimentaciones y modificaciones. Y por eso lo tecnológico no siempre ha ocupado el mismo espacio. Cuanta más tecnología haya más neoluddismo habrá, porque, como también se ha afirmado, se trata de una reacción, de marcar límites o guardar las proporciones —siguiendo la idea de Illich—, respecto a algo que existe y forma parte de la condición humana, y a lo cual no tiene sentido renunciar. En la Grecia clásica la tecnología no representaba un gran problema, en todo caso se trataba de una cuestión menor y circunscrita a las clases bajas, aquellas que tenían que ganarse el pan con el esfuerzo físico. Platón, en Gorgias, pone en boca de Calícles una afirmación sorprendente para los oídos actuales: la mecánica pertenece a las labores inferiores, a los más despreciables de los habitantes de la ciudad. El ingenio mecánico, tan apreciado hoy en día, no tenía valor entre los clásicos. La razón era bien sencilla: es la contemplación y no la acción la que compete a los verdaderos espíritus refinados. Por supuesto, solo unos pocos, una élite, podía permitirse tal placer. El nec-otium de la técnica robaba el tiempo para pensar en las cuestiones importantes de la ciudad o de la condición humana. Este menosprecio hacia lo técnico continuó vigente durante la Edad Media, y por ello se habla de artes liberales, aquellas apropiadas para los hombres libres. Pero la relación con lo técnico tampoco ha sido siempre negativa entre la filosofía y la técnica, por 50
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muy tentadora que resulte esta simplificación para los críticos como Snow o Sokal. En el siglo XII, Hugo de Saint Víctor consideraba que, para recuperar la condición humana caída tras el pecado original, las técnicas materiales eran necesarias. Raimon Llull, en el siglo XIII, propuso una máquina para razonar, y en fechas similares Roger Bacon adelantó que el conocimiento de la astronomía, la matemática y otras disciplinas tenía sentido solo si se aplicaba a la mejora de las condiciones de vida del ser humano. Por eso propuso una profunda reforma de las artes liberales en las universidades del momento. Y la lista crece según se acerca el siglo XVI y aparece la revolución científica. Ciertamente fue necesaria la separación entre la magia y la tecnología, para asegurar que el dominio racional de las fuerzas naturales se convertiría en una mejora de la condición humana. Es en este momento cuando se alumbraron gran parte de las utopías clásicas como las de Tomas Moro y Francis Bacon. Pero, precisamente, el aspecto mágico de la tecnología, por incomprendido, pudo llevar a una suerte de luddismo irracional, a un rechazo debido a la ignorancia de la verdadera esencia de la técnica. La acusación de ignorancia es la más elemental estrategia contra el luddismo y, lamentablemente, en algunos casos, es completamente cierta. Como lo es también para muchos expertos y tecnólogos, incapaces en muchos casos de separar magia y ciencia. Todavía a algunos les sorprende que el racional sir Isaac Newton fuera capaz de definir con matemática elegancia los movimientos de los planetas al tiempo que se dedicaba con fruición a estudios esotéricos y herméticos. Pensar que su mente se compartimentaba en dos esferas completamente separadas no tiene ningún valor explicativo. Pero según avanzó la historia y la secularización se completó, se comenzaron a revelar los aspectos más sombríos de la técnica. Tras la I Guerra Mundial, Max Weber afirmó, contemplando el desastre inédito que una contienda profundamente tecnológica había causado, que la ciencia y la tecnología no podrían dar la respuesta a las preguntas por los valores que se plantean los seres humanos. Una cosa es describir el mundo y otra muy distinta valorarlo. Seguramente hoy se entendería la postura de Weber como la de un luddita. También le ocurriría a Walter Benjamin quien, en su comentario sobre el Ángelus Novus del pintor Paul Klee, definía el progreso como las ruinas que el ángel ve a su espalda, casi hasta alcanzar el cielo, mientras el viento que ha causado esa ruina lo empuja hacia el futuro. Esta crítica tecnológica aparece en muchos pensadores desde el comienzo del siglo XX hasta hoy. Uno de los casos paradigmáticos es 51
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La pregunta por la técnica de Heiddeger, aunque mediante su estilo oscuro presenta el problema de forma ambigua: la técnica es el destino del ser humano y hay que recorrerlo hasta el final, aunque eso implique destrucción y dolor. En ese siglo tuvieron lugar dos guerras mundiales, el lanzamiento de dos bombas atómicas y la repetición constante de genocidios facilitados precisamente por una tecnología cada vez más poderosa y omnipresente. Así, se ha interpretado el ambiguo pensamiento de Heiddeger sobre la tecnología como un aviso melancólico de la desaparición de la esencia del ser. Pero las voces de alerta surgen desde muchos sitios diferentes; desde la conferencia Átomos para la paz, promulgada por el entonces presidente Dwight Eisenhower, al manifiesto Russell-Einstein para la prohibición del armamento nuclear en 1957. Este rechazo a las armas atómicas, sin embargo, trataba de introducir los usos pacíficos de la energía atómica, con todos los problemas que ha causado hasta hoy. Pero hay más, como el movimiento de científicos y humanistas conocido como Pugwash para poner límites a determinados programas que amenazan la seguridad nacional, el medio ambiente y el desarrollo económico de los países. En 1967 Lewis Mumford acuñó un término que todavía hoy tiene resonancia: la mega-máquina. En este mismo año Eisenhower —presidente de los Estados Unidos a punto de abandonar el gobierno—, señalaba un futuro peligroso: la alianza entre tecnología y poder militar o, en resumidas cuentas, el capitalismo del pentágono. Mumford trató de describir este momento histórico como una repetición, hasta cierto punto, de otros momentos, y se preguntó cómo se transforma el Estado y la sociedad cuando la industria y los poderes militares logran la fabricación de la bomba atómica. La burocracia, las estructuras sociales, el Estado y la industria tienen que transformarse radicalmente, adquirir unas dimensiones de control y organización sin precedentes. La construcción de los vastos canales de Mesopotamia o de las pirámides de Egipto llevaron a estructuras políticas y burocráticas similares. La megamáquina contemporánea suponía, para Mumford, un cambio fundamental en las relaciones entre sociedad y tecnología: es la sociedad la que debe plegarse a los dictados de la tecnología y no al contrario. Pero esto no ocurre de forma automática sino a través de un adoctrinamiento, un disciplinamiento de los individuos por parte de otras fuerzas como la economía y los Estados. Podría haberse elegido otro camino, podría haberse apostado por una tecnología liberadora, piensa Mumford, capaz de favorecer la independencia, el progreso moral y, al mismo tiempo, capaz de erradicar la avaricia o la competencia desmedida. Pero ninguno de estos valores está inscrito en el diseño de la bomba atómica ni en los intereses que explican su existencia. 52
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En los años sesenta aparecieron espacios para pensar un luddismo reflexivo, como el ecologismo o la crítica al desarrollismo. Pero fue la cuestión del armamento nuclear la que agrupó a estos movimientos bajo una misma bandera. El armamento nuclear proliferó durante casi cincuenta años en una delirante escalada de armas cada vez más destructivas, que en menos de cinco años había construido suficientes para asegurar la destrucción de toda la vida en la Tierra. La imaginación, como señalaba Gunther Anders, fue derrotada en Hiroshima y Nagasaki. Se puede imaginar matar a una persona, a diez, a cien, pero ¿cómo representar mentalmente evaporar a 50.000 en menos de un segundo? Perseverar en el desarrollo de esta posibilidad técnica de generar muerte no era solamente una decisión técnica sino política y militar. Por ello, y viendo el enorme peso que lo militar tiene en el desarrollo de las nuevas tecnologías, el pacifismo antimilitarista es, de alguna manera, luddita. Para poder avanzar en determinados proyectos militares como la construcción de misiles nucleares intercontinentales con cabezas múltiples como el Minuteman III, necesariamente tuvo que producirse un cambio en las mentalidades, dejar de pensar en las consecuencias que un trabajo técnico de este tipo podría tener, y refugiarse en razones como el prestigio, el beneficio o el patriotismo. Esta domesticación es precisamente la idea central del Unabomber Manifesto: la sociedad industrial necesita someter a los individuos a unos patrones penosos de comportamiento y del sentido de la vida. Y, en estas condiciones, no es de extrañar que se aventuren análisis de la sociedad digital en términos radicales como el de la megamáquina de Lewis Mumford. Cristopher May ha mostrado cómo se produce este disciplinamiento en la sociedad digital: se exige de sus miembros una atención constante, un cambio profundo en sus hábitos cotidianos, un olvido de otras formas de hacer. El reordenamiento de la sociedad en virtud de las necesidades de una estructura social que da por buena las ideas de libre mercado, crecimiento económico y seguridad. Es un problema de escala, como otros pensadores también habían puesto sobre la mesa —Leopold Korr e Ivan Illich, por ejemplo—. Los aparatos o los sistemas tecnológicos tienen política, esto es, encarnan valores, no existe tal cosa como la neutralidad de las herramientas. La ingenua idea de que los dispositivos son neutros antes de su empleo, una idea muy extendida pero poco fundamentada, implica dejar de lado el contexto social en el que se diseñan y se construyen. Esta reflexión de Langdon Winner no ha sido aún comprendida, y menos aún las consecuencias que se derivan de ella. Lo político es esencial para entender la tecnología, del mismo modo que la economía y la sociedad en las que se inserta. 53
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Estas formas de neoluddismo reflexivo ponen sobre la mesa problemas asociados con la tecnología que todavía hoy en día están lejos de resolverse. La cuestión medioambiental es una de las grandes preocupaciones, dicen, de gobiernos y organismos supranacionales. Consecuentemente, se le dedican incontables reuniones, congresos y acuerdos que, a la larga, no suelen tener resultados apreciables. Los conflictos entre una manera muy concreta de entender la economía y una tecnología puesta al servicio de dicha economía hacen que los resultados de las políticas medioambientales sean más bien magros. En realidad, el problema ecológico tiene un interés relativo para el neoluddismo reflexivo. La preservación de la naturaleza es condición necesaria para poder alcanzar un grado de convivencialidad entre nosotros. La razón suficiente es alcanzar la sociedad convivencial como proponía Illich, proporcional y decrecentista. Las primeras campañas antinucleares mostraron cómo fue posible movilizar al público para prevenir un futuro incierto y peligroso como el que podría generar una basura radioactiva imposible de eliminar. Tras los diversos accidentes acaecidos en diversas centrales parece que se ha llegado al convencimiento de que la energía nuclear, además de peligrosa, supone inversiones y externalidades mayores que el beneficio obtenido por su puesta en marcha. El principio de responsabilidad, al que apelaba Hans Jonas, señalaba precisamente la complementariedad entre lo humano y la naturaleza, pero es lo humano lo que necesita a la segunda para poder sobrevivir dignamente. Ser cautos con los desarrollos tecnológicos —el principio de precaución—, nos orienta hacia un pensamiento que tiene en cuenta a las generaciones futuras. Difícilmente se podría considerar a los antinucleares como ludditas “despreciables”. Han alertado y combatido muchos peligros medioambientales. Ciertamente entre ellos hay excepciones, James Lovelock otrora ecologista y padre de la teoría Gaia, se ha pasado a alabar a las bondades del uranio y sus desastres porque permiten que florezca de nuevo la vida salvaje a costa de la desaparición del ser humano. En definitiva, es en ese equilibro entre lo natural y lo humano donde es necesario insistir. El así llamado “ecocentrismo” –donde lo natural adquiere preponderancia por encima de los seres humanos- da una respuesta parcial y no reflexiona suficientemente sobre la articulación de los dos polos. El determinismo tecnológico tampoco puede formar parte de una concepción reflexiva del luddismo. Curiosamente tanto los mayores tecnófilos como muchos ludditas desesperados comparten la misma idea de que el progreso es imparable. Pero, si hacemos caso a los informes del Club de Roma, el progreso tecnológico se detendrá de una forma u otra si no nos tomamos en serio las consecuencias de la crisis medioambiental. Una 54
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manera de diluir la religión del progreso ha consistido en buscar sinónimos menos evidentes como el crecimiento o el desarrollo. Estos sinónimos no pueden pasar desapercibidos a una crítica neoluddita. A nadie le está permitido posicionarse contra el desarrollo y el crecimiento. Se consideran valores fuera cuestión. Sin embargo, desde hace algunos años, y con raíces en el pensamiento de Ivan Illich, se ha planteado con fuerza una alternativa decrecentista. El decrecentismo aboga justamente por lo contrario a los dogmas económicos en boga. Decrecer implica aceptar una exigencia que se ve cada vez más acuciante como una consideración a la propia condición humana. Renunciar a parte del consumo significaría, al mismo tiempo preservar el entorno y el bienestar humano. Por otra parte, también implicaría solucionar problemas colaterales como el desempleo, problema capital que también ha hecho correr ríos de tinta sobre el futuro amenazante. En similar espíritu crítico de la tecnología, se encuentra otro luddismo, el anti-espectacular, como por ejemplo el del colectivo Tiqqun, proveniente de los movimientos situacionistas de los años sesenta. Se podría decir que existe cierta resistencia al discurso triunfalista sobre la tecnología, tal como señala Graeber3. Las promesas anteriores al mítico 2000, donde los coches volarían, los reactores nucleares cabrían en un motor de coche, se extendería la vida sin límites o se alcanzaría la paz universal, no se han cumplido. Los viejos profetas como Toffler o Rifkin se han equivocado de cabo a rabo, pero parece que nadie recuerda ya tales predicciones. Ese luddismo que podríamos calificar de tácito es fruto también de una decepción ante un futuro mucho menos brillante del esperado. Pero es necesaria su transformación en una comprensión reflexiva, crítica, sobre la tecnología, lejos tanto de las recetas de terapeutas y predicadores como de los delirios de los antitecnólogos.
Graeber, David. En deuda: una historia alternativa de la economía. Grupo Planeta (GBS), 2012. 3
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Capítulo II Lenguaje Lenguaje intempestivo para impertinentes o lenguaje impertinente para intempestivos
“Las gentes a las que el lenguaje no les sirve para nada más que para comunicarse son las que hablan de un modo más ininteligible”. Karl Kraus Medias Verdades y Verdades a Medias
El lenguaje es comunicación, podríamos decir en una aproximación burda y muy general. Sobre su tipo, uso, pertinencia, calidad o cambio en lo digital, han surgido todo tipo de polémicas; si sus transformaciones son lícitas o ilícitas, respecto a sus capacidades y virtualidades, en definitiva, de los peligros y beneficios en esos cambios. El moralismo lingüístico ha reclamado su lugar en esta discusión; un moralismo que puede ser superficial en ocasiones pero que en otras parece abordar cuestiones importantes. A fin de cuentas con las palabras, como decía Austin, se hacen cosas y, las comunicaciones digitales son intercambio constante de códigos escritos, visuales o sonoros. En contra de ciertas creencias no demasiado fundamentadas, estos intercambios sí afectan al mundo y terminan provocando acciones. Influyen en el mundo exterior a la pantalla. La dificultad para apreciar tal influencia es que el flujo causal entre palabras y acciones se hace más difícil de seguir cuando las mediaciones de aparatos, sistemas y protocolos marcan una distancia. Tampoco existe una proporcionalidad entre las palabras y las cosas porque o bien disminuye el efecto o bien se aumenta exponencialmente; una simple acción como pulsar un botón basta para eliminar a una persona desde un dron. En realidad, las telecomunica57
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ciones tienen bastante más impacto del que se les atribuye; se calcula que globalmente consume ya unos 350 gigawatios anuales, el 5% del consumo eléctrico mundial, y va en aumento. Conectar un teléfono móvil o un ordenador, acceder a una red social o a cualquier otro sistema informático contribuye a este consumo creciente y a sus consiguientes emisiones de CO2. Así, ya se hace algo con el simple hecho de empezar a comunicarse. A pesar de ello, es necesaria la tarea de dilucidar con más precisión cómo se dan estas interrelaciones, porque ante los eslóganes tecnófilos de poco sirve oponer simplemente otros eslóganes tecnófobos. En realidad, las críticas más serias que trataron de encontrar un nervio común, general, al fenómeno del desarrollo tecnológico comenzaron a gestarse hace más de un siglo, y muchos de sus enunciados siguen siendo pertinentes. Para estos críticos no solo el contenido sino la forma ha tenido gran importancia y esta no es una elección gratuita. La manera de expresar sus críticas necesariamente debía encarnar el contenido. Este deseo contradice frontalmente la situación contemporánea; el lenguaje, el código, es simplemente una herramienta que se puede desechar o cambiar a gusto, según la oportunidad del momento y las necesidades concretas. Éste es precisamente uno de los efectos de la tecnificación en nuestros días y una de las razones para reclamar un luddismo reflexivo: el lenguaje nos define, nos hace ser quienes somos: pensamos en él y desde él, no con él. Del mismo modo que no tenemos un cuerpo sino que somos un cuerpo, la interiorización del lenguaje nos hace ser quienes somos. El lenguaje define estilos de vida, tanto buenos como malos. Nos presenta ante los demás en sociedad. El lenguaje piensa muchas veces en nosotros y deberíamos tener la humildad y la atención suficientes para tomar conciencia de ello. La opulencia lingüística de lo digital entraña peligros, y la vigilancia ante lo que se dice y cómo se dice se convierte en una tarea inexcusable. No se trata solamente de la corrección gramatical, se trata de algo más profundo, como Karl Kraus y George Orwell trataron de demostrar con su vida y su obra. Ambos señalaron la degradación del lenguaje por el efecto de las tecnologías, de las comunicación y la propaganda. Un efecto que ha cobrado mayor relevancia si cabe en la actualidad. Por ello es útil recordar las lecciones que se extrajeron hace tiempo.
I.
LA POLÉMICA ES LA MADRE DE TODO
En 2012, un momento donde aún Twitter no había mostrado todas sus posibilidades —no servía aún para gobernar, encarcelar, dimitir o de58
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mandar judicialmente—, tuvo lugar una ya casi olvidada polémica entre Shalman Rushdie, perseguido con una fatwa desde 1989, y Jonathan Franzen, ganador del National Book Award en 2001 y el escritor más rico de EE. UU. El casus belli, hasta cierto punto sencillo de resumir, fue la rendición de Rushdie ante Twitter. En un largo artículo de opinión, Franzen concluía lapidariamente: «Rushdie debería ser más listo como para sucumbir a Twitter». Dicho de forma sintética: debería haberse percatado de lo obvio que significa participar en lo trivial por excelencia de este siglo. Debería haber previsto cómo la escritura queda automáticamente degradada por el medio y cómo la esencia del oficio de escritor —seriedad y honestidad al menos con el lenguaje— cede ante la basura, se entierra en la facilona banalidad del ingenio, en lo fugaz y la procacidad del instante. Apenas fue un pequeño roce entre dos importantes literatos, pero otros como Margaret Atwood, Joyce Carol Oates, A. M. Homes, Nathan Englander y Gary Shteyngart cerraron filas en defensa de Rushdie, en una réplica igualmente publicada en Twitter, que no sabemos si leyó o le llegó por otros medios a Frazen. Decía así: «Querido Franzen, a todos nos gusta Twitter, disfruta de tu torre de marfil». Otros participantes, no tan notorios, no tan elegantes, desplegaron una panoplia de insultos aprovechando, como es habitual, el terreno abonado de las polémicas intranscendentes, pero no todos los trolls están a la altura de Oates o Atwood. En realidad Franzen pagó el precio de despreciar lo que representa indudablemente un triunfo «de los tiempos tecnológicos», esto es, la sabiduría aforística en 280 caracteres, la exuberancia informativa al alcance de todos, la frontera abierta del nuevo medio «sin terratenientes ni cercados». El juicio de Franzen era impertinente y no merecía más que una pronta y breve respuesta, modo Twitter. ¿Por qué argumentar cuando se puede desdeñar en 110 caracteres? La respuesta a Franzen podría haber sido incluso más breve: «Nosotras sí, tú no, ¡retrógrado!» (34 caracteres). En aquella época, el indignado escritor había caído seducido por Karl Kraus, un autor no demasiado popular hoy en día. Franzen dedicó un notable esfuerzo a traducir una antología de textos, una selección de artículos de Die Fackel (La Antorcha) escritos por Kraus. La Antorcha fue una empresa con mérito y abundante pedigrí intelectual; en su época, Kraus contó con una impresionante lista de colaboradores en su revista, como Altenberg, Kokoschka, Lasker-Schüler, Loos, Heinrich Mann, Schönberg, Strindberg, Trakl, Wedekind o Werfel, por ejemplo; lo más granado de la genialidad vienesa finisecular. A partir de 1911 fue Kraus quien la escribió, él solo, de cabo a rabo, porque se había convertido necesariamente en una aventura literaria solitaria, en una cruzada qui59
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jotesca que no admitía si quiera un Sancho Panza. Un ejemplo para esta época de miseria intelectual, y un digno maestro al que seguir. Desde luego, Kraus era un seductor, que poseía una curiosa e irresistible mezcla de personaje apocalíptico y satírico en los márgenes de la literatura. Su obra más conocida es una tragedia satírica que lleva por título Los últimos días de la humanidad. Más de 1.000 páginas de guion teatral que «habría de representarse en el futuro en un teatro en Marte». La Tierra sería incapaz de soportar toda la miseria porque fue el escenario donde se creó. Sin lugar a dudas, Kraus era un luddita culto y sensible, empeñado en combatir una de las plagas, en su opinión, más terribles de la humanidad: los medios de comunicación de masas. Uno de sus enemigos más directos fue el inventor y magnate del feuilleton, Moritz Benedikt, dueño del Neue Freie Presse, con poderosa influencia en los asuntos del Imperio. Según Kraus, Benedikt fue el vocero, el promotor de una guerra horrible como la I Guerra Mundial. Son los medios de comunicación modernos los que llevan a la brutalidad que desemboca en la carnicería, sentencia. Y aquí es donde se descubre el sentido de rescatar en el siglo XXI a Kraus. En estos tiempos similares al Apocalipsis Feliz austriaco, según Franzen, es necesario seguir al crítico vienés del periodismo, y combatir la actual superficialidad y mendacidad de la cultura norteamericana porque puede llevar a iguales desastres. La escritura es sagrada, la lectura requiere esfuerzo, duda y reflexión, dice un afamado Franzen, lejano al Kraus casi arruinado tras treinta años de duro trabajo. Franzen tal vez quiso tomar La Antorcha y, si se permite el tropo fácil, iluminar a sus conciudadanos perdidos en lo digital. Pero no es algo tan sencillo. El aspirante a moralista americano ha rechazado la etiqueta de luddita, quiere marcar distancias. Se excusa de manera un tanto pobre; usa ordenadores en su trabajo, preferentemente Windows antiguos —sencillos y austeros— porque son más krausianos que los Apple —con tanto adorno y diseño—. Su crítica está más allá de las simplezas ludditas. El argumento no es de los más aquilatados posibles y sí, Kraus era un luddita expreso y confeso, y para darse cuenta basta con leer someramente su obra, por ejemplo, sus aforismos más célebres. Por ejemplo: «El moderno fin del mundo tendrá lugar cuando la incapacidad de manejo por parte del hombre se ponga de manifiesto ante el perfeccionamiento de las máquinas. Los automóviles no consiguen que los conductores avancen». Visto el resultado de la polémica —Franzen años después anda colocando fotografías graciosas de pájaros en su cuenta de Twitter—, debería haber hecho más caso a Kraus y optar por cumplir uno de los aforismos más famosos: «aquél que tenga algo que decir, de un paso adelante y calle». Y también 60
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escuchar sus prevenciones, pues, para él, eran más peligrosos los elogiadores que no le entendían que quienes lo denostaban y ridiculizaban.
II.
OMNIA SUNT VERBA
«La realidad de los hechos empieza a estar podrida por el lenguaje. Esta época apesta a frase hecha». Es posible que el aforismo de Kraus nos despierte una suerte de dejá-vu. La situación no parece haber cambiado demasiado, si acaso su intensidad. Algunos tienen la impresión de que la pestilencia crece proporcionalmente a la nube electrónica. Por su parte el silencio resulta inusualmente inteligente entre tanto vocerío amplificado por comentarios de usuarios y clientes, opinadores asilvestrados de noticias digitales, trolls, influencers, youtubers, y demás fauna digital. El agudo crítico vienés probablemente se hubiera desesperado en medio de la avalancha de texto electrónico que circula en todo formato y dispositivo electrónico. No solo es un problema de cantidad sino también de la calidad de lo que se publica. Según la leyenda, Kraus se pasó toda una noche pensando dónde debería colocar una coma en un artículo. ¿Qué pensaría, entonces, de mensajes que no colocan el signo de interrogación o admiración al inicio? ¿Y de los manoseados emoticonos o la eliminación de letras para agilizar los mensajes cuasi instantáneos? ¿Y ante las brutales incorrecciones gramaticales como confundir imperativo con infinitivo, el verbo «haber» por «a ver» y otras por el estilo? ¿Qué tienen que ver esos mensajes cortos con sus aforismos pulidos y aquilatados hasta la perfección? En realidad entender la expresión como una simple herramienta de comunicación lleva a un vaciamiento del lenguaje, a su falta de cuidado y precisión, a una aniquilación del matiz, del estilo que define para bien o para mal a cada hablante, aquello que lo hace único. Aparece así la sorprendente y ridícula profesión del «comunicador», capaz de comunicar lo que sea, no importa qué. Kraus, el fustigador del periodismo, el perseguidor del recién nacido folletón ¿qué pensaría de las fake news y la postverdad? Qué útil serían sus dotes de sátira para ridiculizar estos excesos, para revelar una mentalidad cuya forma y contenido esconde una sensibilidad que roza lo trágico y lo cómico a la vez, un disparate risible y también peligroso al que nos acostumbran los gurús informacionales. Pero hasta la sátira más aguda y profunda, en muchas ocasiones, se queda por debajo de la simple presentación del satirizado. Las estupideces de sus 61
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declaraciones son suficientemente ridículas sin necesidad de retórica satírica que acentúe los aspectos cómicos. Kraus fue un apocalíptico, un demoledor ironista a la espera del eclipse de la civilización occidental, pero confiado en que el futuro quizás no fuera tan negro. Las máquinas, el progreso, los nuevos medios de comunicación serían los heraldos negros que envía el final de los tiempos e, igual que Casandra, muy pocos hicieron caso de sus profecías entonces, y tampoco hoy. Es fácil desdeñar a tales agoreros porque son tan impertinentes como intempestivos. Pero la comedia terminó en tragedia, años después, con el nazismo, cuando los periódicos publicaron el apoyo de Heidegger al Führer junto a los anuncios de zapatos. Un horror que dejó al autor vienés literalmente sin palabras, porque solo el silencio podía tener lugar ante semejante desastre, y no por su pretendido colaboracionismo como sostienen algunos. El idioma podrido por el totalitarismo nazi y estalinista se convirtió en un nefasto legado que ha llegado hasta nuestros días. El estómago de hierro del capitalismo digiere la distorsión del lenguaje totalitario para convertirlo en mercancía, en una forma nueva de explotación. Pero la seducción de Kraus también ha de tener un límite, tal como comenta Jacques Bouveresse; la fascinación puede llevar a interpretaciones y actitudes erróneas. Por ejemplo, es tentador encerrarse en la torre de marfil y despreciar olímpicamente la cháchara digital, pero hoy en día esto no pasaría de ser una pose. No pasó con Kraus, aunque dejara de publicar en periodos largos de su vida. En esos momentos creía que de nada servía y sus motivos fueron graves, bien diferentes, alejados de manierismos o frivolidades contemporáneas. Imitar su crítica también tiene su dificultad no solo porque emular su talento resulte prácticamente imposible, sino porque los disparos bien intencionados pueden no dar en el blanco buscado. Una verdadera crítica krausiana requeriría el mismo esfuerzo olímpico que aparece en Los últimos días de la humanidad o en cada uno de los números de Die Fackel redactados por él de principio a fin. También requeriría de un olfato único para el lenguaje que en esta época higienizante se ha perdido. Incluso la idea elemental que subyace a su pensamiento tiene algo de atractivo al tiempo que puede resultar dudosa en la actualidad: de todas las corrupciones, la más grave es precisamente la del lenguaje. Es verdad que a cualquier corrupción le antecede una justificación del tipo que sea, psicológica, moral, política o social. Así que primero debe existir una degradación lingüística para justificar el hecho, pues lo fundamental es precisamente la posibilitación del hecho. Primera premisa entonces; si el habla es correcta entonces no hay posibilidad de corrupción. Esto no tiene que ver con la forma adecuada gra62
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maticalmente de hablar, lo que se entiende en general por «corrección lingüística». Cualquier mentira o estupidez puede formularse en el más acabado de los modos gramaticales y hay miles de ejemplos. Una de las víctimas preferidas de Kraus, el insigne poeta Hugo von Hoffmansthal, es buen ejemplo de esta perfección estilística. Tiene que ver más bien en que el lenguaje es quien piensa en nosotros, tal como lo sostendría Wittgenstein, y que, precisamente, cuando lo tomamos como un simple instrumento para comunicar el lenguaje mismo acaba corrompiéndose. Hablar, escribir, dirá Kraus, parte de un silencio donde se ha de escuchar al lenguaje porque éste es el que piensa primeramente en nosotros. Y la acción de hablar también ha de estar precedida de la duda, de si la forma y el contenido están logrados, si realmente no hemos caído en una trampa, en un tópico o en una banalidad. Entender lo hablado y lo escrito requiere similar atención, incluida la duda de si es la interpretación correcta o hay otras. Cualquier lectura de las opiniones, dictámenes, tuits y todo tipo de mensajes digitales nos muestra en innumerables ocasiones la confianza pétrea en la opinión propia, la falta absoluta de duda. La capacidad de ver publicada cualquier estupidez y compartirla, en principio, con millones de personas, eleva el ego hasta alturas insospechadas, es el narcisismo potenciado tecnológicamente. La corrupción del lenguaje se hace patente en los oxímoron no intencionados, en los lugares comunes o frases hechas recurrentes, en multitud de falacias. A una de estas falacias, para consternación de teóricos y expertos en ciencias políticas y sociales se la ha denominado post-verdad; ha sido acuñada gracias a la simpleza del prefijo «post» que la dota de categoría pseudo-filosófica. Su cada vez más aclamado rango intelectual ha sido suficiente para ser declarada Palabra del Año 2016 y la Academia de la Lengua Española ya la ha incorporado a su Diccionario. Sorprende que las dos palabras elegidas en dos años sucesivos se muevan en el mismo campo semántico: son post-verdad o fake news. ¿Tan difícil es decir simplemente manipulación o mentira? En el 2017 los gobiernos y los medios se preocupan por la proliferación de fake news. Sorprende primeramente su expresión en inglés, como si importar el término le diera más dignidad que su simple traducción castellana más cercana, que podría ser «mentira» o «trola periodística», si se prefiere un registro más coloquial. Sesudos lingüistas proponen que sea esta expresión, tras dirimir su correcta traducción como «noticia falseada», la palabra del año 2017. La mentira adquiere así un rango académico de dudoso mérito pero de cada vez más abundante literatura analítica. Indagando en su significado más profundo podríamos preguntarnos: ¿no es toda noticia en parte una mentira? ¿Lo que se cuenta no 63
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es, lógicamente, distinto a lo sucedido realmente? En caso contrario aparece aquello que denunciaba Kraus: las noticias son las que crean el hecho y no al revés; el reportaje sustituye así a la realidad. De manera inadvertidamente brillante, Kellayne Conway, la consejera de Trump, acuñó así el término «hecho alternativo» —alternative fact— como forma de sustentar las falsedades demostrables; por ejemplo, la fotografía de una sala vacía considerada como llena en el momento de la toma de posesión de Trump. Por otro lado, el conjunto de noticias falsas ¿equivaldría a la posverdad? ¿Los académicos que emplean esta jerga de posverdad y noticias falseadas no contribuyen a normalizar la mentira en una categoría hasta cierto punto digna de atención? ¿En qué se diferencia de la propaganda que ha existido desde tiempos inmemoriales? Seguramente la única diferencia sea la capacidad de difusión, la rapidez con la que las tecnologías actuales permiten hacerlas llegar hasta los oyentes. Tan importante es la cuestión, desde el punto de vista político, que se dedican cuerpos policiales especializados, organismos de la Comunidad Europea, asociaciones de periodistas «serios» para tratar de neutralizar sus efectos. Las mentiras, las trolas y las manipulaciones —¡oh sorpresa!— tienen efectos en la sociedad y en la política. La falsedad se democratiza. Pero esto solo es una parte de la cuestión, hay más. Un razonamiento simple puede dar pistas; algunos periodistas mienten, por tanto, cuanto más periodistas haya, más mentirosos habrá. Y si todo el mundo es periodista entonces la mentira crecerá exponencialmente. ¿Y no era éste uno de los principales atractivos de las nuevas formas de informarse y comunicarse? Si se fomenta ad nauseam la personalización, la importancia del individuo y sus opiniones, se seguirá que la falta de objetividad será la norma y no la excepción. Ítem más, en un momento donde la concentración de las empresas de noticias alcanza niveles inéditos, cabría la posibilidad de que precisamente la democratización de la información pudiera romper ese monopolio. Pero el monopolio ahora se refuerza mediante los algoritmos que seleccionan la información, como los de Google. Aparentemente personalizan las búsquedas pero bajo una premisa bien discutible: ellos saben mejor que uno qué le interesa realmente.
III.
EL DESENCANTO INTELECTUAL DE INTERNET
Y entonces aparece el problema de la democratización, de la participación, de la comunidad. Nada más inútil que considerar Internet y las telecomunicaciones tan solo como el lugar por excelencia del adocenamiento y la 64
El desencanto del Progreso. Para una crítica luddita de la tecnología
falta de conocimiento. Los ejemplos de elitismo desdeñoso se encuentran por todas partes. «El drama de Internet es que ha promovido al tonto del pueblo al nivel de portador de la verdad», aseveraba Umberto Eco en una conferencia. Son los amateurs, según Andrew Keen, quienes van a liquidar cualquier forma económica, social y cultural respetable. Se vive en el narcicismo del cretino, proyectos como Wikipedia son el colmo de la superficialidad, las redes sociales generan soledad, Youtube es la transmisión en digital de la idiocia humana, etc. Quizás hayan sido los intelectuales franceses quienes han demostrado mayor beligerancia en contra de cualquier aspecto, sentido o uso de lo digital. Baudrillard y Virilio han cimentado una crítica a la tecnología que otros adláteres han cultivado con mayor o menor fortuna. Hay algo de mandarinato intelectual en esto porque es cierto que algunos de ellos se ven desposeídos de su aura de autoridad y han de competir en igualdad de condiciones y atención con una masa de opinadores y comentaristas desinformados. Las venerables instituciones, los repositorios del saber, las autoridades, son vejadas así en este club de la superficialidad contemporánea. Los intelectuales ya no son los salvadores de la cultura y la sociedad. No se trata de una élite de pensadores y artistas refinados que puedan iluminar el camino. De hecho hay pocos tan fácilmente comprables y vendibles, según Kraus, en este negocio de los medios de masas. Heidegger y Hugo von Hoffmansthal son dos buenos ejemplos del momento, de intelectuales entregados a la nueva causa del nazismo. Maestros de la lengua, sin embargo, la convirtieron en una sierva de los intereses del totalitarismo hitleriano. Por ello la crítica intelectual de las comunicaciones digitales adolece en ocasiones de esta misma impostura crítica. Ello no impide participar en los medios de comunicación de masas tradicionales como revistas, periódicos, radio o televisión. La ventaja es que, al ser unidireccionales, permiten sostener el reinado intelectual, que es preciso reconocer, ha sobrevivido al cambio tecnológico. Se es esclavo de la audiencia como en los nuevos medios se es esclavo de otras lógicas, pero con mayor control. Resulta interesante cómo durante un tiempo la Wikipedia fue blanco de todas las críticas, desde otras enciclopedias, como la Britannica, y desde académicos como Umberto Eco. Respecto a lo que concierne a las enciclopedias, seguramente todas envidiaban en secreto la popularidad de la Wikipedia, la mayoría desearía tener su influencia social. Aunque las críticas a la Wikipedia se presentasen como una defensa de la calidad del profesional frente a la cantidad de los amateurs, se trataba de un falso debate. Esta discusión obviaba algo evidente: Wikipedia es el resultado inesperado, sin precedentes, de un trabajo de colaboración como no había ocurrido nunca en este terreno. Y el resultado puede ser mejor o peor que cualquier otra enciclopedia. Cuando 65
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Diderot se hizo cargo de la célebre Encyclopèdie Française se enfrentó a entradas buenas, mediocres y rematadamente malas, y llegó a escribir al respecto: «uno encuentra un artículo propio de un escolar junto al trabajo de un maestro». Pensar que las entradas que ofrece esta Wikipedia son la última respuesta ante un problema es absurdo, pero lo sería igualmente si se tratara de la Britannica o de la Larousse. Por tanto, la cuestión no es per se la discusión entre profesionales, intelectuales y aficionados sino si este modelo se extiende a otras parcelas como, por ejemplo, se ha pretendido generalizar con lo que se ha venido en bautizar como «wikinomía». En este campo sí se producen abusos y usos interesados de términos como prosumidor, colaboración, pares o compartir. Muchos de estos proyectos «wikinómicos» son formas de extraer trabajo y esfuerzo de modo gratuito para el beneficio de empresas o individuos particulares. Son de nuevo las palabras las que revisten a los hechos de un disfraz que oculta lo que hay detrás y que, no más que la precarización, el trabajo gratuito y la explotación. Éste es el aspecto importante para una crítica luddita, y no la autorictas de estamentos sociales, figuras e instituciones que se han ido desprestigiando con el paso del tiempo. Esta no es una cuestión baladí porque una de las tácticas de la economía digital consiste en convencer del carácter participativo, de iguales, de comunidad para tratar de humanizar unos procesos de trabajo no remunerado muchas veces abusivos. Wikipedia, el movimiento del software libre y la cultura abierta fueron momentos de lucha, movimientos activistas que obedecían a una razón militante. Posiblemente han sido ya fagocitados por el cambio tecnológico actual, pero tuvieron su sentido y su dignidad en su momento.
IV.
EN UN PASADO NO TAN LEJANO
Robert Musil dijo que, en el siglo XX, ante la imposibilidad de reconciliar el espíritu con el poder y el dinero, se había resuelto el dilema proponiendo que poder y dinero tienen también espíritu o, mejor aún, que precisamente poder y dinero son el espíritu. Esa identificación es la que permite que el presidente y fundador de Facebook recomiende urbi et orbe sus libros favoritos como una especie de guía espiritual. Estos se listan en un grupo de lectura, colgado en la red social, que el mismo Zuckerberg dirige. Todo aspirante a mandamás de las redes sociales deberá leerlos y anotarlos, reflexionar y tratar de averiguar qué ha visto en ellos el pope de la era digital para encontrar la llave del éxito y así poder emularlo; 66
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porque es posible que la lectura de ensayos, y no tuits, tenga que ver algo con el progreso intelectual. Y tampoco es que sean tantos títulos, no los diez canónicos, no los 100 imprescibdibles, sino algo razonable, solo 23. Pero entre todos ellos, y por razones fácilmente comprensibles, destaca uno: Orwell’s Revenge, de Peter Huber. Zuckerberg puede leer de forma indirecta a Orwell y felicitarse en secreto por su descubrimiento, sin apreciar la ironía de que el fundador de la red social más grande del mundo, formador de masas del siglo XXI, promocione el nombre de Orwell. En su libro, Huber ahuyenta los nubarrones distópicos que se puedan cernir sobre el mundo tecnológico, ya que la idea nuclear de su propuesta consiste en que la propia tecnología nos salvará de cualquier peligro de totalitarismos en el futuro. La diversidad de voces y el flujo de informaciones de muy variada procedencia, evitará la verdad monolítica, base imprescindible para cualquier dictadura. Cualquiera suficientemente informado, cualquier pensador coherente rechazaría escandalizado la idea de que Facebook pueda ser algo parecido a una versión contemporánea del Gran Hermano. Solo un reaccionario podría afirmar tal cosa. El libro de Huber es un pastiche entre ensayo y recreación literaria sobre la novela 1984, que solo sirve para tranquilizar la conciencia de los ejecutivos de la nueva economía, si es que la tienen. La génesis del libro también tiene su interés. El autor nos dice que procesó informáticamente toda la obra de Orwell a fin de hacerse con su vocabulario y modismos, es decir, su estilo, para que el resultado fuera lo bastante orwelliano. Toda la obra desmenuzada y pasada por el escáner para luego aplicar un tratamiento estadístico; desde Sin blanca en París y Londres a 1984 para encontrar frecuencias de adjetivaciones, construcciones sintácticas y estilemas. Hubiera sido interesante saber lo que un luddita como Orwell hubiera sentido ante esta operación de desmontaje y reensamblado de su obra. Huber defiende algo que ya se había repetido hasta la saciedad desde los años cincuenta: ésta novela política previene contra el último bastión del totalitarismo —el régimen comunista—, pero tras la caída del Muro de Berlín ya no hay de qué preocuparse. Algo similar decía Rupert Murdock, el magnate de los medios de masas, quien elogiaba el libro de Orwell como un cristal transparente que permitía ver los peligros del comunismo. No sorprende, por tanto, que Zuckerberg uno de los aspirantes a Gran Hermano mediático de la era digital alabe 1984 sin sonrojarse. Junto a él, decenas de think tanks conservadores, han pretendido apropiarse de la novela de Orwell como ariete contra el comunismo. Lo curioso es que los escándalos en los que se ha visto envuelto Facebook refutan la tesis de Huber y dan la razón a Orwell: el poder me67
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diático ha alcanzado niveles extraordinariamente preocupantes y la manipulación de las mentalidades es mayor que en cualquier otro momento histórico. Los sucesivos escándalos como el de las noticias falsas difundidas contra candidatos norteamericanos, el robo de datos de Cambridge Analytica, las continuas filtraciones de datos —se calcula que solo en un caso se han vulnerado la privacidad de más de 87 millones de usuarios—, salpican a una compañía que abandera la libertad de expresión, la palabra democrática y la comunidad mundial hacia la libertad y la tolerancia. El escándalo, sin embargo, es la forma contemporánea de ocultar cuestiones más transcendentes porque convierte lo frecuente en infrecuente y disminuye su importancia. Recordando de nuevo a Kraus, vivimos en una sociedad sin consecuencias. Tras el sensacionalismo de las noticias sobre el ataque a la democracia a través de las redes sociales, de las malvadas artimañas de los rusos, se suele olvidar que, en realidad, las filtraciones, los malos usos y las perversiones de las compañías digitales son, en realidad, la norma y no la excepción. En la resaca del miedo y la indignación se olvida que existen más de 200 aplicaciones diseñadas para el robo de datos que Facebook ha tenido que identificar y prohibir. Se propone así una escalada sin fin: se detectan malas prácticas que serán corregidas en un futuro, que se volverán a repetir y se volverán a tratar de eliminar una y otra vez. Otra de las paradojas modernas: cuanto más se menciona la ética y la deontología, más claramente se sospecha de la existencia de malas prácticas. Es un bucle: inmoralidad, petición de perdón, cambio de la política empresarial y vuelta a empezar con las inmoralidades. Entre tanto, el público olvida el escándalo de ayer en el mismo momento en el que se desata el de hoy. Eso, siempre y cuando el modelo de negocio no sea abiertamente el de las malas prácticas, la venta de datos ilegal o el voyeurismo y el espionaje generalizado. Entonces no hay nada que decir. Cuando en la bochornosa declaración ante el senado norteamericano Zuckerberg sufrió el bombardeo de preguntas y reproches ¿se sintió como si estuviese ante el Gran Hermano? Seguro que ni por un segundo pasó Winston Smith por su mente, aunque él mismo haya creado miles de ellos mediante Facebook.
V.
HISTORIA DE UN DESENCANTO
Orwell no tuvo suerte como escritor. Murió relativamente joven, a los 46 años, y sus dos libros más importantes, Rebelión en la Granja y 1984, 68
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los escribió al final de su vida. No disfrutó del éxito que la Guerra Fría le habría proporcionado y que quizás tampoco le hubiera complacido. Estos dos libros escritos al final de su vida tuvieron la dudosa fortuna de eclipsar gran parte de su obra porque el nervio que tocó no puede compararse con Sin blanca en París y Londres o Que no muera la aspidistra. Así que, para gran parte del público, el universo orwelliano se resume a estas dos fábulas o novelas políticas. La literatura secundaria sobre ellas es enorme y 1984 se convirtió de nuevo en uno de los libros más vendidos tras la victoria de Trump y las ocurrencias de su portavoz Conway sobre los hechos alternativos. Este libro ya forma parte de los clásicos, del canon que diría Harold Bloom y forma parte del imaginario social. El control visual de la ciudadanía, la ingeniería lingüística, la creación de jergas como la neolengua o el doblepensar son contribuciones que Orwell legó a la cultura del siglo XX. Igual que Kraus, Orwell fue un atento crítico a las deformaciones del lenguaje, básicamente porque, entre sus preocupaciones políticas se encontraba la decadencia de la lengua inglesa. «La decadencia de la lengua inglesa», sorprendente oír esto en un momento en que el bilingüismo se convierte en bandera educativa de los políticos, cuando el inglés ocupa el primer puesto en las lenguas mundiales. Pero Orwell señalaba que los males de la lengua conllevan ineluctablemente a la decadencia del pensamiento. Es la lengua la que permite pensar con corrección, la que nos sitúa en el mundo de una manera muy particular. El pensamiento es así hijo del lenguaje y por tanto el uso lingüístico descuidado, raquítico e incorrecto es el síntoma inadvertido de su debilidad. Las causas, para Orwell, eran evidentes: el cambio económico y social, con su efecto en los discursos políticos. En la Guerra Fría hubo una campaña para transformar a Orwell en el intelectual defensor de las libertades occidentales capitalistas. Incluso se fue más allá; se decidió que fuera el precursor del neoliberalismo y el individualismo economicista. Para esta operación propagandística del Occidente libre había que convertir un brigadista internacional en defensor del capitalismo, el libre comercio y la individualidad. No importa que Orwell siempre se declarara socialista, ciertamente no a la manera de los laboristas ingleses y mucho menos del comunismo estaliniano, pero sí como reformista de izquierdas que valoraba el sentido de lo comunitario. Siempre que tuvo ocasión denunció la hipocresía de la izquierda británica que sabía de las atrocidades estalinistas y aun así defendía el régimen soviético pero no por eso se convirtió en adalid del neoliberalismo. Mostró sin duda una compresión luddita de los tiempos en los que le tocó vivir. Del mismo modo que Kraus, concluyó que la idea 69
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de un progreso puramente material sin su paralelo progreso moral, llevaría indefectiblemente al desastre, al totalitarismo que se reflejaba en los cambios del lenguaje. Orwell, sin embargo, sucumbió a una tentación: poner remedio a esta enfermedad mediante una reforma científica del idioma. Si el idioma es depurado, sus estructuras lingüísticas saneadas y eliminados el ruido y la ambigüedad, entonces se convertiría en imposible la doblez y la mentira políticas. O al menos sería más evidente que con la lengua natural. Encontró en el proyecto del Basic English la propuesta de un idioma reducido a 600 nombres comunes, 150 adjetivos, 100 “operadores” en lugar de verbos y otras características simplificadoras. Orwell lo empleó en su época de locutor en India porque facilitaría su comprensión a los hablantes no ingleses. Su creador, el lingüista Charles K. Ogden lo diseñó como primer paso para que los extranjeros pudieran aprender el idioma al tiempo que les proporcionaría la capacidad mínima de desenvolverse en la vida cotidiana. Ante los ojos de Orwell tenía más virtudes importantes: la simplificación y reordenación del idioma podría ser un arma contra esa decadencia, contra su uso ambiguo, falaz o demagógico. De alguna manera se alcanzaría una utopía lingüística, esto es, un idioma en el cual no se pudiera mentir. Justamente y como contrapartida, se encontró con otra variedad lingüística, el cablese, también llamado telegramese o wirespeak, la jerga que los reporteros ingleses en el extranjero empleaban para economizar dinero cuando necesitaban enviar noticias por telegrama. Enviar cada palabra costaba 50 céntimos por lo que unir en una sola el máximo de significado se traducía en dinero. Prefijación y sufijación servían para modificar un sustantivo como, por ejemplo «omni» («omniwent» se traduciría por «todos fueron»). Aquí es la tecnología la que impone la necesidad de cambiar el uso idiomático por sus características. El cablese es el precedente de dos modalidades actuales de comunicación como son los sms y los whatsapp. La tecnología impone, en este caso, sus propias necesidades y la compresión de la señal propuesta por Shannon aparece como una solución para estas comunicaciones “rudimentarias”. Un mensaje enviado por un canal puede comprimirse hasta un límite para no perder inteligibilidad en el proceso. Un sms se puede comprimir de esta manera, restando caracteres como vocales en castellano, abreviando palabras o con el principio de rebus.4 La introducción y ex Se define el principio de rebus como emplear “una cosa por otra” y se utiliza, por ejemplo, en los acertijos con jeroglíficos. Un ejemplo clásico es “xk”, para indicar “porque”. 4
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pansión de emoticonos ayuda aún más a esta compresión. Una caricatura de un rostro con lágrimas o con una sonrisa, habrá de concluirse, equivale a una frase de al menos dos palabras: «estoy triste» o «estoy alegre». El ahorro no consiste en el número de palabras sino en la rapidez de la escritura, porque los emoticonos están insertados en los teclados virtuales y basta una sola pulsación frente a un mensaje textual que claramente exige más. Hay entonces dos cuestiones en juego: la rapidez va en detrimento de la atención y el propio cuidado del texto. Y además, por primera vez, la producción de palabras, símbolos, iconos o principios de rebus ha pasado de manos de lo popular a las empresas, pues son éstas las que deciden qué emoticonos se pueden incluir en los mensajes. Ya no dependen del ingenio vernáculo y la creatividad popular, sino que son fruto de una estandarización de mercado; porque, de momento, tampoco dependen de las agencias gubernamentales o del mundo de la burocracia. Justamente esta reducción de los significantes va en dirección contraria a lo que proponía Orwell porque estas “palabras” solo tienen significado para los iniciados en estas prácticas y sobresimplifican el contenido de forma radical. El significado se oscurece y el idioma se convierte en sí mismo en una limitación para pensar. La contracción o condensación de significados por medio de prefijos, sufijos o abreviaturas encontró su esplendor político en la jerga oficial soviética con centenares de ejemplos como «Komsomol» —Unión Comunista de la Juventud— o «Politburó» —Buró Político del Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética—. El lenguaje se entiende así como mera herramienta de transmisión de significados, se burocratiza y se vuelve superficial. El Basic English es el ejemplo de perfecta ingeniería lingüística para eliminar la ambigüedad del pensamiento. La concentración de significados y la violencia introducida en el idioma por medio de la combinación del cablese y las contracciones burocráticas destruyen no solo el significado sino la propia posibilidad de significado. Esto es lo que Orwell tuvo en mente cuando acuñó el término «neolengua» (newspeak) en 1984. La neolengua se convierte así en un instrumento ensamblado para una función muy concreta: la formación y no la información de la opinión pública. La jerga política ha existido siempre, y las diatribas intelectuales contra ella también. En los años ochenta Uwe Poerksen trató de demostrar la existencia de palabras «ameba», términos científicos que provenían de la lengua vernácula y que luego regresaban a la jerga política y académica pero con su significado oscurecido. «Desarrollo», «educación», «cultura», son ejemplos de términos cuyo significado se había visto oscurecido. En realidad 71
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esta nueva categoría da la razón a Orwell: términos pseudotécnicos, muchas veces prefijados, como sub-desarrollo; eufemísticos, como «países en vía de desarrollo»; oxímoron, como «banca ética» o «desarrollo sostenible» y otras similares, saturan los espacios mediáticos y, finalmente, el hablante común y corriente tiene que resolver sus «problemáticas», alabar la «economía colaborativa», sentirse parte de una «comunidad online»; tiene que ser «emprendedor»; la «participación» y la «transparencia» son exigibles en todo momento; esto o aquello no parece «sostenible». Una de las quejas más usuales respecto a la cultura digital es precisamente la reducción léxica, la preferencia por la imagen, el texto breve y la desconexión de los mensajes. Ello se traduce en una incapacidad creciente para la concentración y en el aumento de las dificultades para poder expresar un estilo propio que no sea el estandarizado por los medios de masas. Hay que insistir, este es un problema que viene de largo, y que fue señalado en las primeras críticas de la Escuela de Frankfurt, cuando Adorno realizó el análisis del oxímoron industria cultural, y las contradicciones que surgían al querer «acercar al pueblo a la cultura» o «popularizar la cultura». En su brillante análisis sobre la sociedad agotada, Sebastian Friedich5 ha realizado una tarea muy necesaria para comprender la ideología tecno-neoliberal que nos acecha. El problema no es solo las evidentes faltas de sentido del lenguaje, también que se revierten palabras, se desplazan sus significados o se producen contradicciones que ni siquiera se comprenden como tales. En realidad, toda ideología se materializa en un conjunto de palabras, en compartir unos significados por muy alejados que estén de la realidad cotidiana. El desplazamiento de significados ocurre en los lugares más insospechados: tomar un café se equipara hoy a llevarlo en la mano, en un vaso de cartón encerado como los de Starbucks, mientas se camina apresuradamente. Sentarse y conversar con un café implica pérdida de tiempo, inactividad y esto en el mundo de la comunicación instantánea es reprobable.
VI.
(TE) VIGILAS PARA EL GRAN HERMANO
El 22 de enero de 1984, la Superbowl americana inauguró una tradición que dura hasta hoy: presentar un anuncio comercial como parte Friedich, Sebastian La sociedad del rendimiento: Cómo el neoliberalismo impregna nuestras vidas, Katakrak, 2018. 5
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del espectáculo deportivo. El promotor de aquel año fue Apple, que presentó al público su Macintosh. El anuncio recreaba el ambiente opresivo de la novela 1984, esto es, un orwelliano mundo informático dominado por una inmensa pantalla. Los publicistas crearon un anuncio casi cinematográfico, con una estética muy elaborada, donde una pantalla gigantesca de baja definición lo dominaba todo, y centraba la atención de individuos vestidos con monos grises. La única fuente de color irrumpía de la atleta que lanza el martillo contra la pantalla. En noviembre del mismo año el director británico Michael Radford dirigió la segunda versión cinematográfica de 1984 —una primera versión se realizó en 1956, pero los herederos del autor la retiraron de circulación al poco tiempo— donde es evidente la influencia estética del anuncio de Apple. El Gran Hermano, según Apple, era, obviamente, su competidora IBM, con sus ordenadores gigantescos y sus prácticas comerciales monopolistas. Por entonces aún no se sabía que, en realidad, IBM estuvo más cerca del totalitarismo de lo que se podía suponer, a través de su colaboración con el nazismo. Gracias al trabajo de Edwin Black6 se supo que, desde el ascenso nazi al gobierno alemán hasta el final de la guerra, IBM proporcionó la tecnología para que los nazis pudieran realizar primero el censo de Alemania y encontrar la cantidad exacta de judíos que había en el país, para luego extender la investigación también a los países ocupados —Rumanía, Bulgaria, Checoslovaquia, Polonia— por medio de empresas subsidiarias. A pesar de los embargos impuestos por el gobierno norteamericano, aplicados a otras empresas, IBM fue libre de comerciar y vender tecnología a los alemanes. Paradójicamente, su presidente Thomas J. Watson era el encargado de multar a las empresas norteamericanas que suministraban a la Alemania nazi saltándose las prohibiciones gubernamentales; el zorro cuidaba el gallinero. Es verdad, IBM fue un instrumento de control y sirvió para una persecución que ni siquiera Orwell pudo imaginar. Con el anuncio de Apple, la moraleja estaba clara: la tecnología individualista nos liberará del totalitarismo de los Grandes Hermanos. Ironías de la vida, una de las compañías caracterizadas por un deseo de control absoluto sobre sus productos y consecuentemente de sus consumidores, desplegaba un marketing basado en esta referencia política y literaria en la lucha contra el totalitarismo. En realidad, Orwell se centró en uno de los aspectos más preocupantes de los regímenes totalitarios: la transparencia. Y lo cierto es que Black, Edwin IBM and the Holocaust. The Strategic Alliance Between Nazi Germany and Americas Most Powerful Corporation, Litde, Brown and Company, 2001. Londres. 6
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1984 pertenece a la familia de distopías en la que todos los ciudadanos son sospechosos de desviación política y por ello hay que someterlos a una exhaustiva vigilancia gubernamental7. La labor policial no acaba en el control externo sino que se extiende también al interno; hay que conocer la intimidad del sujeto, controlar su pensamiento. La policía del pensamiento debe acceder a las capas más profundas, es decir, exige una transparencia completa —el control del pensamiento con el doblepensar que garantiza la neolengua—, pero el control externo es necesario todavía si se quiere llegar con mayor profundidad al férreo control de los individuos. Más allá de si la anticipación tecnológica de Orwell fue certera o no, señaló una cuestión que se ha vuelto central en el momento presente y que ha generado una impresionante cantidad de reflexiones: nadie quiere una transparencia completa ante el Estado, pero ¿y la transparencia completa del Estado? Este discurso político ha calado entre la ciudadanía, la transparencia se ha convertido un bien apreciable y exigible. A la vigilancia gubernamental se le añade la vigilancia individual, ejemplificada por el exhibicionismo narcisista que caracteriza en gran medida las redes sociales. Tenemos derecho a saber y tenemos la obligación de mostrar. No una obligación legal sino, precisamente, social. En cuanto seres sociales tenemos derecho a saber lo máximo posible de quienes nos rodean. Y consecuentemente tenemos la obligación de ser transparentes ante los demás, a fin de que se sepa que no escondemos nada. Ésta es la propuesta de muchas de las redes sociales amparadas en el discurso altamente cuestionable de la participación, la comunidad, la credibilidad, la visibilidad, la amistad y otros valores claramente distorsionados. Tan brutal ha sido el saqueo y la exposición de datos privados que, aunque tarde, presionados por situaciones de indefensión, los gobiernos corren ahora a tratar de contener las innumerables filtraciones con nuevas armas legislativas. La opinión pública se entera de que, de vez en cuando, estas transgresiones suponen multas millonarias, pero que comparadas con el valor financiero de las empresas que cometen las infracciones, parece dudoso que afecten seriamente a su funcionamiento. El juego perverso es que la responsabilidad penal se diluye en la indefinición de sus consejos de administración, esto es, no hay culpables. En realidad nunca se ha sabido tanto de tantos, el problema es que solo unos pocos pueden acceder a esa información. Y no son precisamente Entre esas distopías cabe recordar Nosotros, del escritor ruso Evgenii Zamiatin y que Orwell reseñó elogiosamente en 1946 para The Tribune. 7
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los Estados quienes tienen actualmente las bases de datos más extensas. Ahora las corporaciones convierten la vigilancia en una nueva fuente de negocio. Cierto es que Orwell no previó que ahora el Gran Hermano tendría la forma de las grandes empresas que dominan lo digital. Y tienen que ser ahora los Estados y los gobiernos supranacionales quienes se presenten como árbitros frente a los desmanes de estas grandes empresas de la vigilancia y el control digital. No es de extrañar, porque la coacción para ceder datos personales no descansa hoy en leyes totalitarias, sino en un discurso distorsionado que se ha interiorizado durante años y que nos obliga a mostrarlo todo de nosotros. Las corporaciones digitales ya lo dicen a las claras: quien nada tiene que ocultar nada debe temer a mostrarlo todo.
VII.
ADVERTENCIA Y PROFECÍA
La advertencia sobre el efecto de las nuevas formas de comunicación en los individuos y sociedades vienen de lejos. De todas estas críticas hay un grupo, más o menos amplio, que de tan repetidas a lo largo de los dos últimos siglos, han demostrado su inanidad: no sirvieron en su momento ni sirven ahora. Sin embargo otras siguen reclamando nuestra atención, independientemente de cuándo hayan sido propuestas. Nada más actual que este texto de Kraus: «En estos tiempos la humanidad yace sin vida junto a unas obras cuya invención le ha costado tanta inteligencia que ya no le queda resto de ella para manejarlas. Hemos sido lo suficientemente complejos como para construir máquinas y somos demasiado primitivos para ponerlas en funcionamiento. Estamos implantando un sistema de comunicación a escala mundial sustentado en raquíticas líneas de pensamiento. De la terrible devastación producida por la prensa impresa aún no podemos ni formarnos una idea. Hemos inventado el avión, pero nuestra imaginación avanza a la velocidad de una diligencia. Automóviles, teléfonos y propagación masiva de la estupidez; ¿quién puede adivinar cómo estarán conformados los cerebros de la generación venidera?». Las críticas ludditas de Orwell o Kraus son hoy incluso más pertinentes que cuando las escribieron. Una mínima sensibilidad ante el lenguaje hace ver a las claras que gran parte de lo que se escribe, se publica y se transmite a través de las redes sociales debería provocar sonrojo. Justamente, la falta de ese pudor señala el progresivo embrutecimiento que estamos viviendo. Y tal embrutecimiento no es únicamente resulta75
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do de malas prácticas individuales. El diseño mismo de estas tecnologías alienta dicho embrutecimiento. El horror vacui, la necesidad de rellenar esa omnipresente pantalla lleva a la proliferación de banalidades, mentiras y exabruptos irreflexivos. Reflejos de una visión de lo político, del vivir y hablar en la polis, que se acercan a la barbarie.
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Capítulo III Cuerpo Obsolescencia, cansancio y transparencia del cuerpo en el siglo XXI
Soy un fue, y un será, y un es cansado. Francisco de Quevedo, ¡Ah de la vida!… Y hombres de repuesto para nosotros no los tienen en el almacén ¡Qué pena! (de un enfermo terminal) Gunther Anders, La obsolescencia del hombre
I.
EL CUERPO OBSOLETO
El cuerpo es el cruce de muchos vectores, no se trata solo de fisiología, aunque se reduzca a ella en muchas ocasiones. También la cultura, la economía, el simbolismo explican su realidad. Las tecnologías que tratan sobre él también son diversas y en el principio del siglo XXI se habló de una convergencia de la nanotecnología, la biología, lo informacional y lo cognitivo que se aunarían fundamentalmente en el cuerpo. Se empleó un feo acrónimo para ello: lo nano-bio-info-cogno. Como primer resultado de esta convergencia el cuerpo, en el siglo XXI, empezó a mostrarse como algo obsoleto, y esta obsolescencia se comenzó a hacer evidente a toda velocidad y para todos los seres humanos. Es esta una de las piedras angulares del ideal de progreso, y específicamente de toda una escuela filosófica que responde al nombre de transhumanismo: No hay por qué conformarse con lo que la naturaleza ofrece de serie, no hay que despreciar la posibilidad que el cambio tecnológico ha propiciado, el cuerpo es 77
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mejorable. En apoyo de tal aserto basta con una mínima inspección a la historia para comprobar cómo la vida se ha alargado gracias a la ayuda del conocimiento técnico y científico. Si son ciertos estos éxitos en la búsqueda de la longevidad, si ha habido logros incontestables, ¿por qué no prepararse para un futuro de mejora exponencial? ¿Dónde están los límites? ¿Por qué no esperar la ineludible epifanía de la Singularidad? Ése es el futuro más o menos cercano, dicen los apologistas de la inmortalidad; puede estar lastrado por un optimismo exagerado en ocasiones, por pequeñas dificultades imprevistas, pero el horizonte de la inmortalidad, según nos dicen, está al alcance de nuestras manos. En realidad esta es una vieja idea que se remonta al menos a sir Francis Bacon. La Naturaleza es una madrastra que desprecia y veja a sus criaturas. Gracias al talento y al esfuerzo racional será posible escapar de sus garras. Su utopía, Nueva Atlántida, dedicaba una parte importante al desarrollo de la ciencia y la tecnología —la Casa de los sabios— que lograse encontrar las herramientas para llevar a término esa liberación. Pero habría que añadir otras corrientes de pensamiento, que profundizaron en esta idea del cuerpo-máquina. Por ejemplo, es necesario un Descartes que articule radicalmente la dualidad cuerpo y alma. El cuerpo es una res extensa, una máquina, en definitiva, que nada tiene que ver con las capacidades racionales o, dicho de forma genérica, las espirituales. Más tarde, La Mettrie llegó a proponer, consecuentemente, toda una filosofía maquínica del cuerpo, que prescindía del «alma» por considerarla una hipótesis innecesaria. Esta actitud no ha desaparecido del imaginario intelectual europeo a pesar de que se han lanzado en todos estos años profundas críticas ante tal simplificación. No importan las sucesivas refutaciones y alternativas, de todo tipo, que han aparecido en los últimos quinientos años de filosofía. La simplificación del cuerpo como máquina compleja se ha convertido en el estándar oculto de gran parte de la tecnología contemporánea. Y lo cierto es que las máquinas las diseñan y construyen, tradicionalmente, los ingenieros. Así que, progresivamente, la ingenierización del cuerpo gana terreno. Los discursos de la mejora del cuerpo son una sofisticación de estas viejas ideas, su reformulación high-tech. Pero este cuerpo progresado debe ir hacia alguna parte, debe tener dirección. Y a pesar de sufrir la tiranía de la naturaleza, no deja de pertenecer a ella. Por eso, de alguna manera, el destino natural que heredamos debe abrir también un camino hacia la liberación. Algo debe existir ahí que permita transcender nuestros límites naturales, y la evolución —la naturaleza en movimiento— da la respuesta. Evolución y progreso son, por ello, los dos ejes correlacionados que permiten construir todo un nuevo modo de ver el 78
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cuerpo. Al poco tiempo de enunciar Darwin su teoría evolucionista, aparecieron versiones y expansiones hacia lo humano, el cuerpo y también a las máquinas. En 1863 —cuatro años después de la publicación de El origen de las especies—, Samuel Butler, en un artículo titulado Darwin entre las máquinas, se interrogaba sobre cuál sería el sucesor del ser humano en el planeta. No había que ir muy lejos para saberlo, según Butler, porque ya ese sucesor se encontraba ya a la vista de los seres humanos: las máquinas que él mismo creaba y que se multiplicaban como por ensalmo. Cada vez eran más sofisticadas, cada vez requerían más energía de los propios humanos, cada vez los esclavizaban más, los convertían en sus siervos y «ninguna mente verdaderamente filosófica podrá cuestionar este extremo», afirmaba Butler. Así que, si la supervivencia es el privilegio de los más aptos, las máquinas son nuestros rivales directos, y plantean un reto a la humanidad. Butler ve en ellas el ocaso de los seres humanos, y declara: «ha de proclamarse ya una guerra a muerte contra ellas. Todas las máquinas, no importa de qué tipo, han de ser destruidas por aquellos que deseen el bien de la especie. No se hagan excepciones, no se dé cuartel, volvamos a la condición primigenia de la raza». Butler se emparentaba aquí con ese luddismo un tanto ingenuo y poco reflexivo, que tiende a ver el desarrollo tecnológico como una fatalidad y que puede darse la vuelta para abrazar el destino evolutivo y reformularlo. Para continuar en este mundo evolutivo cuyo destino último es la máquina… conviértase el ser humano en una máquina. Este movimiento cumplirá tanto con la máxima racionalidad alcanzable como con la liberación de un destino que conlleva la aniquilación. Así que adelante con la mejora, la «aumentación» y la espiritualización maquínicas.
II.
EL CUERPO VERGONZANTE
Existe en todos los seres humanos una vergüenza ante el cuerpo que se deteriora, envejece, se cansa, sufre enfermedades. No está a la altura de la rapidez, confiabilidad y eficiencia de la máquina. Así se siente el rector de la Universidad de la Singularidad Ray Kurzweil, sometido a las fatigas de la carne con una diabetes de tipo 2 y un colesterol peligrosamente alto. Ahí surge esa vergüenza ante un cuerpo obtenido de la naturaleza pero que no está a la altura del cerebro. Kurzweil consume 250 píldoras diarias, que le han garantizado, según su propio diagnóstico, la capacidad de acercarse a la inmortalidad. Tras un prodigioso éxito, según cuenta, ha llegado a reducir la cantidad a 100 diarias. En estas 100 pastillas caben muchas sustancias, desde vitaminas, antioxidantes y testosterona, 79
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pasando por minerales y toda la panoplia de sustancias maravillosas que ha inventado la farmacopea y la nutrición contemporáneas. Pero esto es también una solución provisional. Si todo falla, queda el recurso de la criogenización. Espera pacientemente la llegada de esas nuevas tecnologías que sean capaces de producir un cuerpo humano 2.0. Por supuesto la nanotecnología —en este caso los nanobots— garantizarán una regeneración constante del cuerpo, de sus fallos y enfermedades. Este proyecto, como otros muchos relacionados con el transhumanismo, consiste en pedir antes que en diseñar programas viables. Por ejemplo, Kurzweil tiene prisa, a sus 70 años, y pide que los ingenieros pongan en marcha ya las nuevas terapias. Pero parece que su predicción de que a finales de 2030 ya existirán dichas terapias resulta un poco apresurada. Sin embargo, la sensación de vergüenza ante el cuerpo no se reduce a este tipo de tecnólogos alucinados con las posibilidades de evitar la muerte. Hay miles de avergonzados que rezan al dios de la tecnología para conseguir sus favores. Hay miles de afectados por esa vergüenza prometeica del siglo XX, según afirmaba Anders, uno de los ludditas más reflexivos y que centró su análisis en la relación del cuerpo con las máquinas. Tras décadas de repetir que el cuerpo humano es una máquina —en esta idea se ha basado el increíble progreso de los trasplantes de órganos— hay que reconocer que, en todo caso, sigue siendo una máquina chapucera. La ingeniería de su diseño es también chapucera porque se debe, dicen los biólogos, al azar mutagénico. No hay un plan, no hay una idea de eficiencia que guíe el diseño. Así, absorbe y emplea mal la energía, no es fiable, no tiene intercambiabilidad —es difícil encontrar repuestos— y sufre de una preocupante falta de especialización —un órgano puede realizar varias funciones a la vez—. Incluso desde el punto de vista puramente mecánico, a primera vista, se puede apreciar este hecho: la columna vertebral que sostiene la verticalidad es frágil, las rodillas que soportan el peso también, y muchos otros detalles nos hablan de un diseño torpe e ineficiente. Solo hay que agradecer a la evolución el desarrollo del cerebro humano, en la medida en que puede sobrepasar su propio destino evolutivo. Es decir, hay que esforzarse para conquistar la independencia frente a la corriente natural —la evolución—, para poder alcanzar el máximo potencial humano. El lema de Bacon y el temor de Butler ante la evolución de las máquinas están resumidos en esta idea: las máquinas desafían al cuerpo humano. Cuando se estropean se pueden arreglar simplemente intercambiando las piezas que no funcionan. Pero hay algo más inquie80
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tante: las máquinas, en principio, son «inmortales», pueden sobrevivirnos. Su ausencia de final es también espiritual, porque no se trata de su materialización concreta, en este o aquel teléfono u ordenador. Se trata de ideales que pueden encarnarse —llegar a la materialidad de las cosas y reencarnarse en sucesivas ocasiones—, cada vez más cercanos a la perfección. El ordenador desechado por antiguo se reencarna en uno mejor. El modelo nuevo expande las capacidades del anterior. No solo lo incorpora sino que lo amplía, y lo hace ser más que antes. Es decir, es más ordenador que antes. La reencarnación, así pues, queda demostrada. Pero queda vedada para los seres humanos, porque cada uno de ellos es único y no hay otros de recambio.
III.
EL CUERPO CANSADO
De la obsolescencia del cuerpo se sigue el cansancio generalizado. No puede competir con las máquinas y no puede detenerse un solo momento porque perdería el ritmo que se le exige. A pesar de todas las ayudas que aparecen a su alrededor como robots, máquinas, ordenadores, bases de datos y similares, el cuerpo sufre con intensidad inusitada el deber de no caer en la improductividad, en el desánimo y, lo peor de todo, en la inactividad. Para evitar esta caída se inventan miles de formas de autoayuda, pensamiento positivo, mindfulness, management del yo, en la búsqueda incansable de la felicidad. La felicidad ya no ocurre, como decían los filósofos griegos, más bien se trata de un lugar que hay que alcanzar, un proyecto basado en el cálculo y el esfuerzo. En ese viaje no importa que el diseño de la sociedad y la economía sea el que crea los escenarios donde los individuos se relacionan y que constituyen el primer obstáculo para esa felicidad. Es responsabilidad de cada cual combatir y triunfar en la adversidad, luchar contra todos los obstáculos que aparezcan, ser un ganador y no un perdedor. La responsabilidad lo invade todo: desde la salud física y mental al bienestar material, pasando por el trabajo, el consumo o, por ejemplo, el cuidado del medio ambiente. El individuo es el manager de sí mismo. La propia idea de salud se transforma y uno es responsable de ella. Ahora no es una suerte estar sano, no se disfruta de la salud; es una obligación. Se acabó gozar de salud, esta expresión caduca a toda velocidad; gozar significaría más bien la reacción ante un regalo, una suerte que a uno le cae. Se la intercambia por obligación, en su significado más estricto, de estar en estado saludable. Se convierte entonces en una cuestión moral. Toda una panoplia de dispositivos vienen a controlar y monitorizar el estado de salud de cada 81
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cual. Los diversos relojes «inteligentes», las aplicaciones de los móviles que pueden medir la presión arterial y el gasto energético diario, que pueden servir para entrenar y mejorar mediante el ejercicio físico nuestro nivel de salud, se dirigen a un control del cuerpo también inédito. Todos estos datos personales han de ser compartidos, han de estar al alcance de la industria sanitaria, seguros de vida incluidos. Y para ello se esgrimen dos razones. En primer lugar, todos esos datos de millones de personas servirán para encontrar el remedio para casi cualquier enfermedad. En segundo lugar, alguien que se mantenga saludable, que cuide su salud, debe tener el premio de rebajar el coste de sus seguros médicos. Son las elecciones individuales de hábitos de vida las que condicionan el acceso a ese estado saludable al que nos vemos obligados. El hábito dañino o perjudicial —tabaco, alcohol, sobrepeso, sedentarismo, drogas— compete a la responsabilidad individual, a las elecciones que uno toma y que terminará pagando. Así, el final del siglo XX ha alumbrado enfermedades y trastornos completamente inéditos como la vigorexia (técnicamente: disformia muscular), caracterizada por la adicción al deporte para mantenerse en buena forma física. Aún más, dopaje, el demonio del deporte se convierte sorprendentemente en casi un requisito para continuar la jornada laboral. Se consumen ciertas drogas para trabajar más y mejor, y después se toman tranquilizantes para volver a recuperar cierta capacidad de sueño y relajamiento, para poder recuperarse mínimamente y vuelta a empezar. Las drogas para trabajar sí son bienvenidas en el mundo laboral. A estos trastornos se añade a otros como la anorexia y la bulimia, inconcebibles en cualquier otro tiempo que no sea el nuestro. El cuerpo físico debe forzarse, debe mostrar un aspecto que refleje haber alcanzado el estado óptimo, la presencia física que se le exige. La fealdad es signo de derrota, los cuerpos fuera del canon denotan señal de incuria y falta de voluntad. Las mujeres son las que más sufren este constante bombardeo de imágenes que se difunden a todas horas, pero ahora la presión se cierne también sobre los hombres. El emprendedor debe estar en forma y ser agradable físicamente, independientemente de su género. La táctica para revertir esta presión, este disciplinamiento tiránico de lo físico, consiste en contraatacar con campañas publicitarias que reclamen cuerpos distintos, alejados del canon. Pero la absurda confianza de que se pueda neutralizar, por los mismos medios publicitarios, esta presión sobre el cuerpo, no llega a ocultar que la verdadera intención es simplemente ampliar la cota de mercado. La tendencia a la tristeza, la ansiedad, el pesimismo son también hábitos mentales que hay que rechazar. Poseer una salud adecuada es la 82
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condición necesaria para el éxito social y económico, por tanto se trata de un deber exigido a todo miembro útil de la sociedad. Para ello basta con seguir los dictados de la tecnología. En el extremo de esta tendencia, como señala Morozov, se encuentra el diseño informacional y médico de Singapur. Todos los habitantes de la isla, con una población cada vez más envejecida, deben someterse a periódicos controles médicos, porque su buena salud se ha convertido en razón de Estado. Hay que prolongar la edad en la que seguir trabajando, y para ello las condiciones físicas han de ser las mejores posibles. Esta situación demográfica se podría extender perfectamente a muchos otros países avanzados y, si el envejecimiento de la población es esgrimido como una de las causas de la debacle de las pensiones, entonces el control estatal sobre el envejecimiento terminará implantándose en muchos lugares. No se trata, por tanto, de una cuestión únicamente moral sino que también tiene su dimensión social y política. Por eso, decir con Illich, «¡Al diablo con la salud!», se convierte en un grito luddita que suena obsceno en la era del wellness. Este esfuerzo por estar saludable, por monitorizar los datos fisiológicos de cada cual, por perseverar en una actitud optimista y centrada en el objetivo de estar bien, produce un cansancio crónico del cuerpo. ¿Cómo se explica esta situación en un momento en que las ayudas mecánicas vuelven cada vez más obsoleto el esfuerzo humano? A pesar de que el luddismo es habitualmente rechazado como una oposición irracional a la tecnología, a menudo aparecen investigaciones que retratan el futuro amenazador de un mundo laboral dominado por máquinas y robots, donde el ser humano se volvería redundante. La era de la automatización, nos dicen, no ha hecho más que empezar. Si están empezando a circular automóviles sin conductores, habrán también trenes y aviones que lo hagan. La maquinización del campo comenzó hace ya dos siglos y no se ha detenido. Por tanto, cada vez se necesitarán menos trabajadores en esos sectores. Incluso se piensa que gran parte de la burocracia más elemental podría resolverse gracias a sistemas expertos. Y otras profesiones que requerían un entrenamiento sofisticado como la medicina —algunos afirman que los sistemas expertos son mejores realizando diagnósticos que los humanos—, o el sector financiero, donde la pericia humana no es rival para el poder de los algoritmos, podrían sustituirse por sistemas que hagan redundantes algunas de sus especialidades. El reto que se plantea entonces es qué lugar ocuparán en la sociedad aquellos seres humanos que se hayan vuelto obsoletos, redundantes e improductivos.
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IV.
UN CUERPO PARA UN TRABAJO MENGUANTE
Se da la paradoja de que —en medio de una de las crisis de desempleo más grandes desde la primera revolución industrial— aquellos individuos que tienen un empleo a tiempo completo ven aumentar año tras año las horas que tienen que dedicar a él. En las profesiones que tienen que ver con lo digital, la frontera entre tiempo libre y tiempo laboral se vuelve cada vez más tenue y no se sabe dónde empieza uno y acaba el otro. El día se compone de unidades de tiempo que se venden a través de la red, en una variante del teletrabajo que ya ni siquiera tiene por qué estar localizado en el hogar; basta con tener un móvil. Tanto el ordenador como el teléfono móvil se han convertido para muchos en la nueva cadena de montaje a la que están esclavizados. Han de estar atentos a las informaciones que reciben y las que deben enviar. Los mensajes electrónicos no tienen horario, pueden llegar a cualquier hora del día o de la noche, y se exige, cada vez más, que las contestaciones se produzcan «en tiempo real». Por ello, el negocio, nec otium, la negación del ocio, pierde así su significado restringido para abarcar por entero ese espacio menguante del otium. Las cifras sorprenden: para las generaciones nacidas alrededor de 1935, las horas anuales trabajadas se cuantificaban en torno a 70.000. En 1972, en el punto culminante de la economía keynesiana, el promedio bajó hasta las 40.000 horas anuales. En la actualidad, se calcula que aproximadamente la cifra ha crecido hasta llegar a las 100.000 para ese sector de la economía informacional que ha descrito el luddita operaísta Berardi Bifo8. Las conquistas sindicales en torno a la reducción de la jornada laboral se han estrellado contra las exigencias de la economía informacional. La tecnología sirve para aumentar la productividad, reza el dogma del desarrollo tecnológico. Sin embargo, ello debería implicar que el esfuerzo necesario para ganar un salario se viese también reducido. De acuerdo con el US Bureau of Labor Statistics, comparado con la productividad de los años cincuenta, bastarían en la actualidad con 11 horas semanales para conseguir el salario capaz de satisfacer el consumo individual. En otras palabras, la productividad ha aumentado lo suficiente como para asegurar una reducción notable del tiempo de trabajo. Pero lo que ha ocurrido es todo lo contrario. Durante el período de acumulación fordista bastaba con un salario principal para mantener a una familia; ahora es muy difícil que, incluso con varios salarios, sea suficiente. Franco Berardi (Bifo), La fabrica de la infelicidad. Nuevas formas de trabajo y ´ movimiento global, Madrid, Traficantes de Sueños, 2003. 8
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El siglo XXI ha inventado otra categoría: el precariado. Entre otras características, la precariedad supone una total disponibilidad de los trabajadores, no permite ponerse enfermo o tener un accidente, no permite «desconectar» del mundo del trabajo. Tampoco permite la negociación de las horas dedicadas, ni admite la separación entre vida personal y vida laboral. Las grandes compañías de servicios que operan bajo el eufemismo de la “economía colaborativa” están forzando a aceptar un aumento del tiempo de trabajo y unas condiciones laborales cada vez más cercanas a la esclavitud. La alta especialización de corporaciones digitales como Uber, Airbnb o Amazon requiere tanto de ingenieros y trabajadores de cuello blanco como de precarios no especializados que completen las tareas menos cualificadas. La compra on-line de un libro o de la cena requiere finalmente que alguien transporte la mercancía a su destino. Un trabajo no especializado, un trabajo que apenas requiere saber montar en bicicleta o tener un carnet de conducir; un trabajo que para las grandes plataformas digitales no hay que molestarse en pagar adecuadamente, porque basta con subcontratarlo. Ahorrar los costes en ese segmento del negocio se convierte en la fuente de riqueza fundamental. Hay lugar entonces para la creación de empleo en el último escalón de la economía digital; empleo basura destinado a aquellos que no sean capaces de adaptarse a los nuevos tiempos y que, a pesar de su sobrecualificación, no encontrarán otro lugar que el desempeño de labores subalternas, realizadas a cambio de salarios que apenas les permitirán sobrevivir ni tener cierta confianza en el futuro, ni sentir que su trabajo es algo digno o valioso para la sociedad. La nueva forma de abrirse hueco en el mundo del trabajo exige una mayor autoexplotación. Ahora hay que ser emprendedor, activar los propios recursos para poder crear una empresa donde el trabajador, el directivo y el gerente de recursos humanos, en muchas ocasiones, es el mismo individuo. A la tarea de buscar el lugar del mercado se le añade la carga de vigilarse uno mismo, negarse las vacaciones y los momentos de ocio, como haría cualquier gerente despótico. Uno se convierte así en su propio jefe insoportable. No hay posibilidad de queja, ni de huelga, ni de negociación colectiva ante la tiranía de uno mismo. A cambio, se dice, uno puede triunfar en la vida, convertirse en un gran empresario y conquistar un lugar en el panteón de los elegidos. Las historias del self-made man se vuelven a poner en circulación. Aparecen ejemplos de estos grandes hombres como Bill Gates o Steve Jobs. La empresa del garaje, el salto en el vacío económico, la lucha contra las convenciones empresariales, tienen su recompensa; basta con ser audaz, optimista y seguro en uno mismo. No importa que incluso economistas no marxistas, 85
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como Piketty, demuestren que son las rentas acumuladas por herencia aquellas que más retorno obtienen. Estas rentas son inmunes a los vaivenes económicos, no importa si se cae en una crisis. Su retorno siempre es superior. La banca siempre gana. Basta con observar el alto índice de fracaso que se produce en las llamadas start ups, un término empresarial que goza de un desconcertante prestigio. Los millones de diseñadores de aplicaciones, de páginas webs y programadores no tienen prácticamente ninguna posibilidad de convertirse en el nuevo Steve Jobs. Más aún, la burbuja informática de las empresas punto.com ha hecho a los inversores muchísimo más cautos, las posibilidades para conseguir financiación se reducen, el poder y el dinero se concentran en menos manos, a lo que se añade una masiva externalización: India es capaz de satisfacer las necesidades de trabajo informático de los países desarrollados, y por un coste mucho menor. El nuevo contexto laboral requiere un self-management no solo del estado físico sino también del psíquico. Las nuevas reglas de juego del capitalismo tecnológico conducen inevitablemente a la ansiedad y a la depresión. Se vive en la intemperie, como señala Josep Esquirol, y cada día puede ser fatal para cualquier emprendedor sujeto a los vaivenes de la economía globalizada. La tarea hercúlea de ser optimista a toda costa, basada en último término en la idea de la conquista la felicidad, finalmente pasa factura. Se afirma que en Japón más de dos tercios de sus habitantes sufren algún tipo de depresión. La farmacopea viene en ayuda de esta epidemia de enfermedades mentales y síndromes que impiden tanto la excelencia en el trabajo como el disfrute de la felicidad. Las patentes sobre medicamentos con fines psiquiátricos copan los primeros puestos. Su uso masivo permite olvidarse de la vergüenza y del fracaso por ser incapaces de vivir y luchar sin su ayuda. La química, escribe la poeta Wislawa Szymborska, es el único diablo que está dispuesto a comprar el alma, porque otro diablo no queda. Se alzan voces críticas contra esta táctica de luchar contra el síntoma pero no contra la causa que lo provoca. Si fuera al revés, si la cuestión fuera reformar una sociedad que crea ansiedades y depresiones, se pondrían en cuestión demasiadas cosas. Y entonces surgen millares de terapias alternativas, que entran en pugna, cada vez más, con los tratamientos científicos. Herederas de la New Age de los setenta, las síntesis de pensamiento oriental se multiplican, junto a hábitos alimenticios saludables, mindfulness, y cosas por el estilo. En realidad, la conexión entre New Age y alta tecnología ocurrió desde el principio, ya en los años 70, en las comunas hippies del Oeste norteamericano. Tal como retrata Fred Turner, es en ese momento cuan86
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do aparece un utopismo que mezcla ecologismo, autosuficiencia económica y tecnología. Es entonces cuando comienza a fraguarse una alianza entre tecnología, psicología y religión. Las tecnologías de la comunicaciones se transforman también en una farmacopea psicológica, en una apertura de la mente, en un sentirse acogido en la comunidad, en la cantera de amigos que afianza la cada vez más endeble red de amparo social de tipo tradicional. Esta psicologización es altamente problemática porque se convierte en una cháchara que poco tiene que ver con la realidad de la psique humana, por mucho que se la aderece con sorprendentes hallazgos de la neurociencia. Cuando menos es discutible la visión del ser humano que puede ser tratado conductualmente sin mayores objeciones. Tampoco la visión determinista de ciertos neurocientíficos ayuda gran cosa, a no ser para resignarse a la derrota de aquellos que no alcancen la felicidad: el problema está en sus conexiones neuronales, simplemente. Recompensas y castigos, especialmente gratificaciones inmediatas, es lo que se propone en la cultura digital. Es una vuelta tan ramplona a los preceptos de Skinner que resulta desoladora. Esta extensión de una psicología de andar por casa tiene también su fundamento en una economía donde el sujeto se concibe como una mónada egoísta y un decisor racional, en la cual el altruismo es una quimera que solo sirve para lograr la descarga de dopamina que buscan los adictos. La tecnología despliega entonces su potencia para facilitar el self-managment. Estamos en la era del “yo cuantificado” —Quantified Self, o QS—, en la que cada vez más aspectos de la vida se someten a una estricta monitorización. Desde el aire que se respira al deseo sexual, pasando por la tensión arterial; de los estados anímicos al ritmo cardíaco, casi todo puede recogerse mediante un medidor en forma de aplicación para el móvil, un reloj inteligente o un chip implantado. Pero los datos médicos no agotan todo el arsenal posible; también se puede medir la huella ecológica individual, los trayectos habituales, el uso diario de las redes sociales o los patrones de gasto, todo a través de unos sensores que cada cual lleva consigo a todas partes y en todo momento. En la futura Internet de las cosas ni siquiera será necesarios portarlos individualmente porque el planeta entero se encontrará plagado de sensores de todo tipo. Esa masa de datos debería servir para cumplir el viejo adagio clásico nosce te ipsum -inscrito en el templo de Apolo en Delfos- de una manera que ningún filósofo de la Grecia clásica hubiese podido imaginar. Fue en 1999, en la revista Wired, donde se propuso tal idea por primera vez sin atender a las cuestiones que se encuentran detrás como la privacidad, la seguridad, la legalidad… La más obvia, sin duda, es reducir la indi87
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vidualidad a un conjunto masivo de datos que pueda administrarse con un algoritmo específico; lo cualitativo, la especificidad del yo tan predicada en este siglo, se convierte en algo puramente cuantitativo. ¿Qué propósito tiene saber tanto sobre uno mismo? Sencillo: ser capaz de una autoadministración más eficiente. Más eficiente para tener éxito, ser feliz —existen medidores de la felicidad y del éxito—, consumir más, ganar más dinero, triunfar socialmente y todas las bondades que depara una mayor eficiencia del yo. El otro aspecto de la cuestión es que, finalmente, la responsabilidad de ese bienestar no se encuentra en nuestras relaciones sociales, en las condiciones de vida colectivas, sino simple y llanamente, en la buena o mala autoadministración de los recursos individuales de cada cual. Los datos están ahí, y de ellos se puede deducir cual será el comportamiento razonable, el que mayor rentabilidad nos depare. Quien no los siga es culpable y no merece ser ayudado. Friedrich ha señalado las consecuencias de esta obligación de estar siempre en forma, siempre preparados, siempre felices en la sociedad del rendimiento. Es una plaga que afecta por doquier a los miembros de las sociedades liberales contemporáneas.
V.
EL CUERPO TRANSPARENTE
Los datos médicos circulan a toda velocidad. Es el propio usuario de las aplicaciones quien alimenta continuamente esta enorme base de datos. Pero también los historiales almacenados en hospitales que terminan en manos de grandes compañías. Ha sido una práctica habitual que ciertas empresas informáticas ofrezcan gratis a los hospitales la posibilidad de actualizar y mejorar las bases de datos de los pacientes. Gratis, claro, si a cambio se permitía el acceso a estos datos por parte de terceros. Una de estas empresas, holandesa, anticipa incluso 6.000 euros por practicar la autopsia de quienes tienen infartos de corazón en circunstancias excepcionales: hay un número de pacientes que se salen de lo previsible; ni fuman, ni beben, ni tienen hábitos nocivos y sin embargo sufren accidentes cardiacos. A aquellos que sobreviven la compañía les ofrece también la misma cantidad de dinero a cambio de que donen sus cuerpos para estudiar qué pudo producir el ataque, por qué son singulares. La esperanza, como siempre, se basa en conocer mejor la enfermedad incluso en su excepcionalidad. Los datos también se manejan para construir una economía llamada de cola larga, la localización de los pocos consumidores interesados en lo extraño o inusual, con la expectativa de obtener una también una larga cola de beneficios. 88
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El cuerpo intenta volverse transparente en la actividad sensorial más intensa posible, en el tacto, en la sexualidad. Ésta también es una frontera que se vuelve fuente de apropiación monetaria. Las redes informáticas desdibujan las fronteras entre erotismo, pornografía y prostitución. La participación, el narcisismo del ego, la soledad y las prácticas expropiatorias de las empresas on-line hacen de la sexualidad su línea de negocio, una consecuencia del abuso lingüístico. Wittgenstein decía que la pregunta correcta no es por qué la sexualidad resulta misteriosa, sino más bien cómo no podría serlo. En realidad, la transparencia completa del cuerpo es una quimera. Si algo lo define, más bien, sería la opacidad ante nuestras preguntas y deseos. El cuerpo individual no es pensable para el individuo. Y hay siempre algo misterioso en el sexo, por muy desvelado o explícito que se quiera presentar. Ahí está la raíz de lo erótico, el misterio que se toca pero no se resuelve, esa veladura, ese más allá que nadie puede alcanzar. Siempre hay sombras, perspectivas incompletas de lo que se tiene delante. Para convertir en mercancía la sexualidad es necesario estandarizar de alguna manera lo diverso y lo oculto, simplificar la variedad. Las redes sociales de contactos entienden que cuanto más sencillo, más colorido y más fácil sea el producto, este adquirirá mayor demanda. Ese misterio de lo erótico se sustituye por una carta o menú al gusto del consumidor. Se personaliza, y las categorías se multiplican exponencialmente. No basta con la orientación sexual ni las preferencias más o menos estándar. Ahora se incluyen otras como el gusto por las mascotas, el tipo de alimentación, la tendencia política, etc. Sin embargo, este detallado panel de preferencias no parece garantizar un éxito duradero de este tipo de relaciones. La tendencia es, al contrario, la de una reducción radical de la duración de las parejas. Ante la menor dificultad, la menor discrepancia, la relación se acaba. Y ni siquiera el momento del final tiene por qué ser dramático. Basta un mensaje de WhatsApp, o cualquier otra aplicación de mensajería instantánea, para acabar con una relación. También es el tiempo del emprendedor y del precario en la industria del sexo. Lo que se pone en circulación es lo más elemental de uno mismo: el cuerpo físico. Éste se ofrece en filmaciones, webcams y clips que pueden colgarse en una página web, por lo general de acceso gratuito. Ni siquiera se necesita la socialización vergonzante y clandestina de un cine X. El cuerpo físico se convierte en el último recurso con el que comerciar, a fin de labrarse un dudoso porvenir. La industria del porno norteamericano, por ejemplo, supone hoy un jugoso trozo del pastel de su PIB; se estima que solo en 2006 ingresó 97.000 89
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millones de dólares. La deslocalización, siendo precisamente España uno de los lugares elegidos para eludir legislaciones y tributaciones, ha transformado también la propia industria. Se dice, siguiendo la metáfora del software, que ha aparecido una industria del porno 2.0. Las redes sociales se han convertido en un poderoso canal de reclutamiento donde decenas de miles de chicas norteamericanas –generalmente con pocos estudios y nacidas en las áreas rurales- acuden cada año a California con la intención de convertirse en estrellas del porno. Para ello crean previamente su portafolio o book, a través de las redes sociales, especialmente en Twitter porque no censura este tipo de contenidos; practican así una exhibición amateur para ganar seguidores. Su número se ha de entender como un valor añadido, una comprobación de su popularidad que sirve después para negociar el caché con los productores. Las estadísticas son devastadoras. La mayoría de las jóvenes que acceden a esta industria no pasan más de un mes en esta actividad. Si el triunfo no es inmediato, las exigencias cada vez mayores para poder continuar a flote en el negocio, la caída en actuaciones cada vez más denigrantes, hacen que la mayoría de ellas abandone en poco tiempo. La metáfora adecuada es la de una inmensa picadora de carne joven. La frontera entre prostitución tradicional y porno se desdibuja. La competencia es tan feroz que el porno también sirve para proveer el negocio creciente de la prostitución, es una de las canteras para encontrar candidatas entre aquellas más necesitadas, que no hayan sido capaces de encontrar un hueco en la industria. Uno de estos caladeros de chicas jóvenes son las webcams donde un público individualizado paga por determinadas acciones. El límite es la imaginación y el dinero. En realidad la pornografía ha sido tradicionalmente un sector precario, esclavizante, pero que ahora ahonda todavía más esa precarización y esclavización a través de las herramientas digitales. Con la estrategia del “acceso gratuito”, con la popularización del sexo pretendidamente amateur, ya no hay lugar para grandes producciones, y cada cual se vuelve un empresario o empresaria del sexo propio. Lo amateur, lo común, mostrar lo que supuestamente cualquiera practica –desde los vecinos a los compañeros de trabajo- implica también, según los más optimistas, un triunfo de la desinhibición individual, y una supuesta democratización en la representación del sexo. Sin embargo, la apología del porno auto producido obvia que, como cualquier representación, ha de organizar y escoger lo que se va a exhibir, seleccionar, añadir y eliminar necesariamente otros aspectos de la sexualidad. A esto se añade el abuso del término amateur, ya que en muchos casos los actores y actrices supuestamente aficionados acaban haciendo del porno su forma de vida. Ahora la mayor parte de estas producciones obedecen también a la lógica de un menú, 90
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como en muchas de las elecciones que se realizan en las redes. Se establecen una lista de categorías cada vez mayor que el pornófilo selecciona según su gusto. El profundo aburrimiento, la necesidad de novedades que genera la industria es lo que lleva a una renovación constante para nutrir esa personalización de la pornografía en la era tecnológica En este porno 2.0. el cuerpo deja de ser un cuerpo en sentido estricto. Más bien se compone de un conjunto de atributos, una disección anatómica que entra en el juego de una sexualidad personalizada. Si lo erótico, se ha dicho, consiste en sacar a la luz lo oculto, acercarse a lo misterioso que hay en el otro, en este escenario se produce una auténtica solarización, se prescinde de toda sombra, todo relieve, toda resistencia que suponga un obstáculo a la realización del deseo debe ser eliminada. Ni siquiera la mirada de respeto hacia el otro queda indemne en la sociedad de la transparencia total. Y esta solarización termina por quemar al individuo observado. La transparencia física supone una erosión constante que reduce a meros fragmentos la compleja personalidad de cada ser humano. No queda lugar para lo invisible o lo sugerido, el consumidor reclama verlo todo sin ninguna traba. La disección en partes supone la pérdida de la propia identidad. El cuerpo es entregado a una gimnasia agotadora, más cercana a la extenuación constante que a cualquier tipo de erótica. Entre las víctimas de esta industria se repite una justificación que también se encuentra a menudo en el ejercicio de la prostitución: yo no soy mi cuerpo. Se disocia así entre el cuerpo y el yo porque es la única estrategia que parece funcionar, al menos en el corto plazo, para poder sobrevivir. Solo así se puede soportar la continua solarización y el esfuerzo agotador de la representación sexual constante. El porno 3.0 avanza la idea de que el cuerpo asociado a una persona desaparezca pues no es necesario; basta con algo lo más parecido posible a un cuerpo femenino, a su aspecto y textura. Se trata de conseguir el viejo mito de la andreia —el robot femenino destinado a complacer a los hombres— inaugurado por el mito de Pigmalión y que continúa con la Eva futura de Villiers de l’Isle-Adam, la María de Metrópolis o las muñecas sexuales que se venden por Internet en la actualidad. Pilar Pedraza9 ha mostrado la persistente continuidad del mito, desde el citado Pigmalión hasta las replicantes para usos sexuales en la sociedad contemporánea. Imagínese así un cuerpo femenino para uso exclusivamente sexual, sin limitaciones morales porque el objeto es precisamente eso: un objeto, no Pedraza, Pilar. Máquinas de amar: secretos del cuerpo artificial. Vol. 103. Valdemar, 1998. 9
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un sujeto con atributos morales. El anhelo de realizar el deseo sin sufrir ningún tipo de consecuencia, a través de la tecnología, se ha visto revitalizado en nuestros días. Inadvertidamente quizás, y a partir de este uso mercantil del cuerpo, se ha propuesto también la posibilidad de la maternidad subrogada o, dicho en términos estrictos y perfectamente adecuados: los «vientres de alquiler». Se trata de otra forma de mercantilizar las capacidades biológicas de las mujeres con el dudoso pretexto del derecho a la maternidad o paternidad de aquellos que no pueden tener descendencia. La tecnología sirve así para abrir otro campo de negocio sin importar las consecuencias que tenga sobre las relaciones sociales. La mercantilización del vientre de las mujeres se disfraza a veces con un falso altruismo, pero en otras ocasiones simplemente se reclama como un negocio más, un negocio de oferta de servicios donde la «portadora» ve reducidos sus derechos a la mínima expresión, y convierte su cuerpo en mero receptáculo para la gestación de una vida por encargo. Las críticas feministas a la industria del sexo, al porno 2.0 y a los vientres de alquiler podrían formar parte también de una crítica luddita reflexiva, al señalar el potencial destructor que la tecnología, aliada con la economía, tiene sobre las relaciones entre los sexos y las desigualdades de género.
VI.
EL CUERPO GLORIOSO E INMORTAL
Una de las formas más ingenuas, persistentes y tradicionales de autoengaño con el que los seres humanos se han tratado de liberar de la tiranía de su propio cuerpo, ha sido la promesa de la eterna juventud, la utopía de una inmortalidad pletórica. Esta inmortalidad juvenil requiere un cuerpo glorioso, no la despreciable y falible estructura de carbono en la que consiste el cuerpo del ser humano. La religión la utilizó antaño como consuelo y promesa en la resurrección, como manera de concitar adeptos. Siempre han existido descreídos en la tradición filosófica occidental, como los estoicos y los epicúreos. Luego la Ilustración denunció el engaño como manera de subyugar a incautos, y las teorías materialistas posteriores trataron de dinamitar sus fundamentos por su peligrosidad social. El poder sobre la vida futura, sobre su esperanza o su expectativa, representa un gran poder. El mito de la inmortalidad ha sabido adaptarse y traducir su promesa a los nuevos tiempos tecnológicos. No se trata ya de esperar la resurrección de los muertos en el Día del Juicio Final, sino de conseguir un cuerpo 2.0., liberado de la ignominiosa naturaleza. La criogenización ofrece desde los años noventa 92
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la posibilidad de hibernar el cuerpo hasta que la ciencia sea capaz de dos cosas; encontrar la cura contra la enfermedad que ha llevado a la muerte del sujeto y, al tiempo, reanimar dicho cuerpo. A finales del siglo XX, Frank Tipler10 pergueñó toda una teoría física sobre la resurrección de los cuerpos en la que el universo era descrito como un gran programa informático que se estaba iniciando. Los individuos eran partes de la librería informática del sistema que, una vez completado, volverían a la vida en un cuerpo glorioso. A principios del 2000 se especuló con la aplicación de la telomerasa para regenerar las células indefinidamente. Otras opciones más osadas proponen reproducir el cerebro en un mapa electrónico para poder descargarlo en la red o en un robot autónomo. Google ha anunciado que en relativamente poco tiempo, gracias a su gigantesca capacidad de computación, se conseguirá desterrar casi todas las enfermedades, incluidas las degenerativas y las asociadas con la edad, por muy aventurado que suene todavía decir algo así. Estas declaraciones triunfalistas toman su fuerza de una mezcla de realidad y fantasía. Es evidente que el desarrollo médico ha sido espectacular. Han desaparecido enfermedades que en el pasado suponían la muerte de muchos como, por ejemplo, la viruela. La tasa de supervivencia ante el cáncer –una de las enfermedades más temidas- ha aumentado vertiginosamente, tan solo comparándola con la de dos décadas anteriores. Gracias al trabajo de centenares de miles de investigadores, médicos, biólogos y especialistas en la salud, estos logros generan un optimismo perfectamente comprensible pero a partir de aquí se extiende un entusiasmo injustificado. ¿Por qué tiene que haber límites para esta conquista de la salud?, ¿por qué no derrotar a la muerte de manera definitiva? Aquí se produce un salto cualitativo que no se sigue necesariamente de los hechos constatados. Podría ocurrir perfectamente que se llegara a un límite. Más o menos se ha acordado que la máxima esperanza de vida para un ser humano son 120 años. Claro es que un ser humano está definido por el hecho de ser mortal, se dice en una amplia tradición de pensamiento humano. Solamente por lo que compete a Occidente, se encuentra por ejemplo que la filosofía helenista puso la clave de la acción humana en su carácter finito. Filósofos como Schopenhauer, Nietzsche o Heidegger, entre otros, trataron, con mayor o menor fortuna, de definir precisamente al ser humano como ser para la muerte. Desde el punto de vista social, quizás lo más democrático que existe es el reparto de la estupidez y la muerte. Las dos terminan afectando a todos los seres humanos, sin distinción, y no hay manera de es Tipler, Frank J. La física de la inmortalidad: cosmología contemporánea, Dios y la resurrección de los muertos. Vol. 840. Alianza Editorial, 1996. 10
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capar a ese destino. Si existiera la posibilidad de escapar, si quiera fuese teórica, el ser humano dejaría de serlo, simplemente, sería otra cosa. El significado de sus acciones se transformaría, su lugar en el mundo también. Y tal posibilidad, independientemente de ser buena o mala, deseable o no, significaría, en un sentido fuerte, que lo humano desaparecería. Entonces, ciertamente, aparecería otro ser que algunos han llamado post-humano. El post-humanismo entiende que posiblemente nuestra idea de lo humano exige una reinterpretación a la luz de la tecnología. Y es diferente a otras corrientes como el extropianismo o el transhumanismo, cuyo discurso está plagado de promesas hacia un futuro esplendoroso que se da por hecho, que ocurrirá se quiera o no. El transhumanismo entiende que las relaciones intelectuales y culturales no se pueden reducir ya a una cuestión natural, pero su respuesta ante esta situación es altamente insatisfactoria. Es cierto que se ha producido una emancipación notable que coloca al ser humano ante disyuntivas cruciales que ha de sopesar cuidadosamente. Lo natural ha de redefinirse al igual que lo artificial porque ambos términos están articulados entre sí. No basta con enunciar un futuro determinista, como propone el posthumanismo, y creer que por sí solo el desarrollo tecnológico conducirá al futuro brillante de la inmortalidad. Esta tesis transhumanista, sostenida por Ray Kurzweil, Marvin Minsky y Hans Moravec, escamotea la existencia de muchos otros factores como el social, el económico o el cultural. Elude la discusión de cómo se llegará allí, elude contestar si esos cambios pueden revertirse, si hay un solo camino tecnológico o existen varias opciones entre las cuales podremos elegir. Evita detallar qué tipo de sociedad existirá, aparte de ofrecer unas breves pinceladas de felicidad generalizada, fin del trabajo e infinito tiempo libre disponible para todos. La llegada a ese estadio se convierte así en la nueva parusía que hemos de aguardar.
VII.
EL CUERPO ZOMBI
El cambio de siglo y especialmente la crisis de 2007 dio un extraordinario impulso a un mito que poblaba el imaginario social desde los años 70: el zombi. En la primera década del siglo XXI, en esta categoría, se incluían no solo a individuos malamente resucitados sino que, siguiendo la estela de la viralización, el contagio se extendió al lenguaje sobre las máquinas y también entidades bancarias y ordenadores. Ordenadores casi muertos amenazaban el equilibrio de Internet, bancos tambaleantes, sedientos de vida ajena, podrían devorar el sistema financiero global. Por tanto, era necesario encontrar la vacuna o destruir uno por uno a los miembros de esa 94
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legión silenciosa, agazapada a la espera de convertir a toda la humanidad en zombis. Este mito quizá sea el único creado en los tiempos modernos, la mayor contribución al horror hecha por la posmodernidad. No forma parte de la familia tradicional a la que pertenecen vampiros u hombres lobos, demonios o entidades malignas que, desde el comienzo de los tiempos, luchan contra el bien y la luz. No hay lugar para lo sobrenatural, se trata de una aberración bien química –los primeros zombis de Haití- o bien vírica, proveniente de alguna trapacería científica o del espacio exterior. Su comportamiento también se somete a pautas hasta cierto punto controlables pero igualmente peligrosas. No hay lugar, en definitiva, para el misterio o lo milagroso. Y es lo audiovisual el medio preferido para mostrar y explorar el universo zombi. Una de las series icónicas de 2010 emitiendo, fue The Walking Dead, estrenada en el momento álgido de la crisis financiera. El terror del zombi explica también la sensación de inseguridad constante en la que se vive en el siglo XXI. Cabría preguntarse si se ha intentado convertir a los desahuciados de sus viviendas, los afectados por los productos financieros, los eternos precarios, los pensionistas o parados de larga duración que no pueden pagar la calefacción o la electricidad, en las imaginadas legiones de zombis cuyas filas nadie quiere engrosar. Constituyen la advertencia neoliberal de qué ocurre si uno se deja vencer por el pesimismo o descuida su salud. Por ello hay una advertencia detrás de todo ello, una admonición desde arriba. O se es emprendedor o uno terminará convirtiéndose en zombi. El riesgo económico puede convertir a un individuo sano en un zombi social. Aquí el territorio zombi se puede entender como el ámbito de la exclusión o la marginación. Pero el zombi es un símbolo ambivalente, tiene otras lecturas igualmente relevantes y sirve tanto para elevar el temor ante la marginación como para definir a los individuos en la sociedad de consumo. Como todo elemento de la cultura pop también es una metáfora de la sociedad y del individuo conformado por la sociedad que lleva constantemente a la compra compulsiva. El matrimonio Comaroff11 explica cómo, en realidad, el zombi es la metáfora por excelencia para la sociedad de consumo actual. Los individuos se definen por los objetos que poseen, o mejor dicho, por lo que consumen y no por lo que producen. Anticipando a los Comaroff, el padre de la moderna cinematografía zombi, George A. Romero, situó el núcleo de la acción de su segunda entrega zombi en un centro comercial. Los zombis rodean ese centro porque, de Comaroff, Jean, and John L. Comaroff. “Alien-nation: zombies, immigrants, and millennial capitalism.” The South Atlantic Quarterly 101.4 (2002): 779-805. 11
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alguna manera, no son capaces de alejarse de un lugar al que siempre han acudido de manera habitual. El zombi es el consumidor perfecto para el momento neoliberal de la economía. Se reduce a una especie de hambre voraz, de bulimia imparable que ha de ser constantemente satisfecha para poder neutralizar, hasta cierto punto, su apetito. Su peligro además se fundamenta en la multiplicación, en la masa aullante que se desparrama por el paisaje urbano. La masa zombi puede convertirse en un problema político si invade el espacio público, cosa que no ocurre con la masa de consumidores. Estos zombies se activan y ocupan plazas, ejercen la resistencia pacífica ante la política depredadora de bancos y compañías, como ocurrió en las diversas versiones del 15M u Occupy Wall Street. Pero el zombi consumidor es el sueño de toda multinacional, representado por las colas nocturnas ante las puertas de las tiendas para comprar el último producto de Apple. La cola de cuerpos tirados en la acera, en sacos de dormir, alienta la impresión del triunfo empresarial. Estos cuerpos, dominados por el único deseo de adquirir el último gadget son en esencia zombis; solo les anima un propósito: consumir, no el bienestar, el descanso o la paz. El zombi político podría ser otra imagen relevante en nuestros días. La zombificación ocurre en la pantalla del móvil, en el aislamiento solipsista de esas 5 pulgadas de horizonte. La actividad consiste básicamente en contestar mensajes y actualizar las redes sociales mientras se espera con ansiedad una respuesta. Muchas de estas respuestas se convierten en manidos emoticonos, redirecciones de mensajes a las que se denomina «compartir», o simplemente monosílabos. La actividad cerebral, como la de los zombis de las películas y novelas, se reduce a una pura reacción, una señal que básicamente consiste en decir: estoy aquí, estoy conectado, vedme, os veo. El síndrome de «temer perderse algo» —fear of missing out— es el virus que anima a esa conexión constante para saber dónde se sitúa uno mismo en el espacio digital. Es entonces el miedo y no el placer lo que lleva a la absorción digital.
VIII. DESTINO CYBORG El trans-humanismo defiende que el destino de la especie humana es la hibridación entre el organismo y la máquina. A eso se le ha denominado un ciborg, pero en un sentido muy concreto. El concepto del ciborg es tremendamente ambiguo, como muestra la amplia literatura que ha generado. En realidad, se corre el peligro de que siendo muy amplia su extensión carezca de intensión, de intensidad, esto es, que cuanto más 96
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abarque menos signifique. En 1998, un ingeniero inglés, Kevin Warwik, se autoproclamó el primer ciborg de la historia. Lo cierto es que el proceso no fue excesivamente complicado; se implantó un chip en el brazo que le permitía interactuar con los ordenadores y el equipo de su laboratorio en Reading. El relato que hizo de su historia se centraba, como no, en la vergüenza y la impotencia que suponía para un ingeniero tener ese cuerpo natural y la audacia que se requiere para cambiar el propio destino biológico. Ahora aquel implante de un chip suena trivial. En los años que siguieron a la gesta de Warwick se han desarrollado muchos implantes de este tipo, desde los que sirven para hacer pagos a los que se utilizan para geo-localizar niños o poder habilitar algún grado visión a personas ciegas. Cada cierto tiempo hay un anuncio que recuerda las enormes posibilidades que esta tecnología integrada aportará en el futuro. Sin embargo solo los especialistas recuerdan que esta palabra tuvo su origen en los años 60 en las especulaciones de dos científicos, Manfred Clynes y Nathan S. Kline12, que propusieron rediseñar el cuerpo humano para adaptarlo al espacio. En la aventura espacial, lo que produce más problemas técnicos y económicos es precisamente el cuerpo de los astronautas. El cuerpo de carbono no resiste bien las aceleraciones, necesita oxígeno, temperaturas adecuadas y un habitáculo que le proteja de las radiaciones exteriores. Así que la estrategia se centró en rediseñar el cuerpo humano en lugar de adaptar el entorno, es decir la nave en la que viajaban los astronautas. Las fantasías de los dos científicos idearon seres con alas parecidas a murciélagos, pulmones artificiales, cámaras empotradas en vez de ojos… Seguramente se encontrarían pocos voluntarios dispuestos a experimentar estas modificaciones corporales con resultados estéticos tan dudosos. El arte encontró un terreno abonado en este campo. En los años noventa apareció toda una corriente estética que desafiaba los cánones de belleza tradicionales del cuerpo y exploraba la posibilidad de su expansión o rediseño. Stelarc o Marcel Li Antúnez propusieron una hibridación del organismo basada en el arte. Igual que la ciencia ficción, las artes plásticas podían realizar propuestas arriesgadas e imaginativas sin caer en los conflictos morales derivados de su aplicación. El cine del siglo XX también exploró las distopías de lo que vino a etiquetarse como «nueva carne». Cronenberg o las hermanas Wachowsky han sido los heraldos de esta nueva carne, por ejemplo. Las propuestas artísticas son precisamente eso,
Clynes, Manfred E., and Nathan S. Kline. “Cyborgs and space.” The cyborghandbook (1995): 29-34. 12
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abrir posibilidades, estimular la imaginación, no solo a favor, sino también en contra. En realidad, el ciborg —entendiéndolo como el híbrido entre organismo e implantes artificiales— ya era una realidad antes de la aventura de Warwik y en un sentido mucho más práctico y humilde que la propuesta de Clynes y Kline. Lo que ellos proponen se asemeja más al Frankenstein de Mary Shelley que a otra cosa. En la literatura y el cine la amenaza ciborg se retrata como un monstruo que se rebela contra los humanos. Sin embargo, un marcapasos, un sistema de interacción informática a través de implantes cerebrales, la inserción de lentes intraoculares o dispositivos de audición son ejemplos de estas interacciones positivas. Tomás Maldonado bautizaba como «hombre prostético» a este ciborg, y consideraba que era más antiguo que lo que algunos tecnólogos estaban dispuestos a reconocer. La historia de la humanidad implica una progresiva artificialización, un enriquecimiento continuado de los instrumentos que facilitan, mejoran y salvan los obstáculos que nos encontramos en la realidad. Está inscrito en la historia de la humanidad, independientemente de lo sofisticados que sean los desarrollos actuales. Y ciertamente se han producido resultados espectaculares. Hay toda una disciplina nueva llamada biomecatrónica que ha desarrollado muchas clases de prótesis uniendo lo biológico con la mecánica y la electrónica. En un sentido extendido también se puede sostener que los sistemas de energía, agua o alcantarillado son prótesis técnicas externas que permiten la supervivencia de millones de seres humanos que dependen completamente de tales sistemas. También se ha entendido el lenguaje como una prótesis fundamental, una forma de acercarse y apropiarse de la realidad. La tecnología incrementa enormemente el número de individuos capaces de sobrevivir en un mismo lugar, como las sucede en las megalópolis del siglo XXI. El ciborg, en definitiva, señala la relación entre humano y máquina en un sentido muy concreto: la extensión y potenciación de sus capacidades. Éste es el sentido de la herramienta y ésta ha sido la tradición histórica en cuanto a la tecnología. Por tanto, afirmar que estamos en una era ciborg requiere una clarificación ulterior. El feminismo y los estudios culturales han tomado la noción para incluirla en las prácticas y contextos del siglo XXI. El divorcio y posterior integración de lo natural y lo artificial plantean cuestiones realmente importantes, como la relación de lo biológico con lo natural, para la perspectiva de género. El motto de Haraway —prefiero ser un ciborg que una diosa— señala la necesidad de disolver polarizaciones rígidas y también falsas entre lo natural y lo artificial, lo masculino y lo femenino, lo social y lo individual. Entonces se establece 98
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una nueva dimensión que ya no es simplemente tecnológica; el ciborg tiene, sobre todo, un carácter político y social. No consiste en aguardar pasivos a un desarrollo tecnológico que nos de todas las respuestas sino en una redefinición de lo humano.
IX.
CUIDADOS POR MÁQUINAS DE GRACIA AMOROSA
Las máquinas definitivamente rodean a Darwin. Pero no evolucionan por sí solas, necesitan del ingenio y del hacer humanos. El hombre prostético de Maldonado es un hecho que no se puede ni se debe revertir. Son evidentes los logros médicos en muchos sentidos, desde las prótesis para recuperarse de enfermedades y accidentes hasta los dispositivos para examinar mejor la realidad. El destino ciborg nace mucho antes que la tecnología contemporánea. Pero también es cierto que el optimismo a ultranza de muchos tecnófilos oculta problemas importantes. El cuerpo actual es un cuerpo cansado en medio de toda la tecnología que lo rodea y lo permea. Es un cuerpo obligado a una lucha por la felicidad y por encontrar un lugar en la sociedad —un trabajo asalariado— que se le niega en muchos casos. Es un cuerpo mercadeado, solarizado y troceado en las webs de la industria del sexo. Un cuerpo caduco a la espera de un sustituto, un robot o androide de funciones sexuales que resuelva de una vez por todas las cada vez más complicadas relaciones entre géneros. Es un cuerpo obsoleto, administrable, frágil y, según afirman los trans-humanistas, manifiestamente mejorable. Que debe declarar la independencia de la naturaleza, y el derecho a rediseñar y apropiarse de un destino hasta ahora dictado por las leyes del envejecimiento y la mortalidad. Por otro lado, también es un cuerpo en expansión que, gracias a las tecnologías de la comunicación, desborda el aquí y el ahora. Es un cuerpo que ha de someterse a las mejoras genéticas, convertido en un parque humano, en palabras de Sloterdijk. En realidad, todas estas posibilidades hay que entenderlas como elecciones que se realizan dentro de un contexto social, económico y político. El problema no consiste entonces en convertirse en un ciborg sino en el tipo de ciborg apropiado para la sociedad y la convivencia. En este sentido no es independiente de otros ámbitos sociales como la economía en el que se desarrolla. Frente a la alta tecnología y en convivencia con ella se vive un progresivo abuso del cuerpo, bien en los trabajos no especializados, bien en la industria del sexo. El contexto económico, aliado con la tecnología, ha inventado formas muy poderosas de explotación, una explotación del cuerpo que tiene sus antecedentes, por ejemplo, en 99
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la taylorización del trabajo, en las cadenas de montaje. La perspectiva feminista ha aportado valiosas sugerencias: igual que la prostética sirve para un mejoramiento de las condiciones vitales, es posible encontrar una mejora política y de género por medio de la noción de ciborg. Igor Sádaba13 señala acertadamente que la cuestión consiste en trasladar los análisis académicos a la realidad cotidiana. Entre la pesadilla de cuerpos humanos modificados para que rindan más en el trabajo y el deseo legítimo de reconstrucciones y prótesis para facilitar la vida cotidiana hay un abismo. El ciborg —el destino de los seres humanos— deberá ser luddita y no meramente receptor de tecnologías que, a diferencia de las prótesis adecuadas, hagan de su vida algo miserable; en definitiva, no puede ser transhumanista, ni permanecer a la espera del escatón y de la inmortalidad prometida por la tecnología digitalista. No puede serlo porque entonces su tiempo jamás se realizará.
Rodríguez, Igor Sádaba. Cyborg: sueños y pesadillas de las tecnologías. Grupo Planeta Spain, 2010. 13
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Capítulo V Sociedad Masa personalizada, sociedad democratizada
La diferencia radica en que hoy todo puede ser fotografiado. Ninguna miseria puede ocultarse, todas son públicas Elías Canneti
I.
LA PERSONALIZACIÓN DE LA MASA
El siglo XXI es el siglo del «yo», de la celebración del ego. Compañías como Youtube, Myspace o News.Me recuerdan de forma incluso apelativa el reinado del yo, el protagonista de las más demandadas aplicaciones, sitios y servicios on-line. Nunca se ha promocionado la individualidad de manera tan persistente. Ya no solo la élite, los excelentes, o quienes sobresalen merecen la atención pública. Lo digital se diseña para tener en cuenta las opiniones, para demandar participación, para que el visitante de la página web, de la red social o del periódico digital diga algo, deje algún indicio de actividad o al menos de su presencia. Si no tiene nada que decir basta con que, inadvertidamente o no, deje algún rastro en forma de dato. Estos datos, dicen, servirán para conocerle mejor, para poder ofrecerle productos y servicios según su perfil y sus necesidades de forma más eficiente. Ahorrar tiempo y esfuerzo, éste es el mantra o, mejor dicho, el cebo. La personalización (customizing) es uno de los «valores en alza» que reflejan el ensalzamiento del individuo especial que cada uno es. En el consumo se manifiesta a las claras este yo: se rehúye de lo seriado, del producto estandarizado nacido de la cadena de montaje, de la monotonía en los objetos y de las experiencias comunes. A cambio se busca la experiencia irrepetible. 101
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El reinado de lo único se abre para el disfrute de todo el mundo, por muy contradictorio que parezca. Lo selecto, lo que realmente tiene buen gusto, no tiene que ser dictado desde arriba, desde los diseñadores profesionales o los expertos; nadie sabe mejor que uno mismo qué le conviene o qué le gusta. La diversificación reina por doquier, lo interesante se encuentra no en lo mismo sino en la diferencia. Por tanto, para satisfacer a la masa de los consumidores, ésta ha de fragmentarse, dividirse hasta encontrar al individuo particular, único. Precisamente la tecnología es la que permite encontrar a este individuo oculto entre los tiránicos números grandes. La capacidad de análisis computacional se convierte en la única vía para alcanzar este detalle singularizado que es el individuo. No solo se trata de una proeza técnica sino que tiene un indudable valor económico. Las teorías de la «cola larga» animan a las empresas a alargar la variedad de productos, incluyendo lo más raro y exótico. No importa la escasez de la demanda porque, a pesar de que la mayoría no los comprará, en los extremos de la tabla aparece un goteo mínimo pero continuado de compradores deseosos de singularidades. El gurú de esta teoría, Chris Anderson, popularizó a principios del siglo XXI el nuevo paradigma económico: vender más variedad de productos —distintos y en menores cantidades— a más consumidores diferenciados, casi únicos, compensa los balances. Ahí se encuentra el éxito de compañías como Amazon; se reducen los costes de almacenamiento y distribución y se distribuyen todo tipo de objetos y servicios porque, a la larga, cualquier producto tiene un posible comprador por muy raro o infrecuente que sea. O, si no se puede satisfacer una demanda concreta, siempre se le puede informar y animar a optar por otras posibilidades similares que la sustituyan. Ésta no es una idea especialmente nueva. Los casi ya olvidados y tradicionales catálogos de venta por correo planteaban un comercio de estas características; siempre había un comprador para el artículo más estrafalario. En realidad estos catálogos que llegaban por correo y que aún se exhiben en los asientos de los aviones comerciales suponían una entretenida lectura sobre teratología consumista. La informática eleva de manera exponencial esta estrategia de comercio porque cada cliente se convierte en un receptor vulnerable a sugerencias completamente personalizadas. No son baladíes porque precisamente todas ellas son las que definen y limitan su gusto ante las posibilidades supuestamente infinitas del conjunto de elecciones posibles. En palabras de Chris Anderson14, se inaugura el Anderson, Chris. The long tail: Why the future of business is selling less of more. Hachette Books, 2006. 14
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paraíso del consumo, la cornucopia infinita de bienes y servicios posibles con apenas dos limitaciones: lo que es legal —y ni siquiera eso gracias a los sitios ocultos de la web profunda— y el dinero disponible para gastar. Por lo demás es posible comprarlo prácticamente todo. La masa ha dejado de ser un conjunto amorfo de consumidores, dicen, para convertirse en un detallado, casi atómico, mercado de individualidades y singularidades que obligan al mercado a refinar su oferta constantemente. El dinamismo mercantil se acelera. ¡La era del consumo de lo igual ha quedado obsoleta, adiós a la alienante sociedad de los iguales! Ya no hay modelos arquetípicos como el matrimonio joven equipado con lavadora, lavaplatos, aire acondicionado, coche y casa adosada que los individuos particulares luchaban por reproducir en el pasado. El modelo único desaparece y, a cambio, surgen múltiples modelos de consumo, casi uno por cada consumidor. ¿No es esto una liberación hasta hace poco inimaginable? ¿No es la realización de la utopía de los deseos personales? Tal cornucopia promete todo tipo de riquezas; una opulencia que ni emperadores, reyes, sátrapas o sultanes pudieron siquiera soñar. El consumidor del siglo XXI posee más objetos y servicios que los reyes de Francia en el siglo XVII, aunque su utilidad no sea equiparable. Muchos podrían asentir ante esta apología del consumismo tecnológico. Es sencillo desterrar las advertencias elaboradas por malignos críticos, enemigos acérrimos del paraíso tecnológico, que acumulan inusitados argumentos en contra de la felicidad consumista. Sin embargo, la estandarización no ha muerto, más bien está por todas partes. Apenas hay tres sistemas operativos para casi el 90% del parque informático. Los teléfonos móviles se reducen casi exclusivamente a dos sistemas operativos también. Sin la estandarización de chips, enchufes, motores, cables, etc., no podrían formarse los conglomerados industriales. Los medios de comunicación de masas han sufrido una concentración sin precedentes —cinco grandes grupos generan el 80% de las noticias mundiales—. Las redes sociales se funden consecuentemente en monopolios cada vez mayores, anexionan más y más parcelas digitales como Facebook con WhatsApp o Google con Youtube. La era monopolística digital está a punto de alcanzar su plenitud, a pesar de los numerosos avisos en su contra, incluidas la alertas de los economistas más ortodoxos. Además, el sentido común dicta que el éxito de la globalización reside precisamente en encontrar estándares extendidos por todo el globo para que los costes decrezcan por cada unidad, para que fabricar dos millones de unidades del mismo producto se vuelva rentable. La estrategia enunciada por Ford para los automóviles sigue teniendo plena vigencia: la fabricación en serie consigue abaratar los precios hasta un ni103
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vel irrisorio. Algunos han llegado a afirmar incluso que la personalización apenas va más allá de un mero cambio cosmético. Manuel Castells15 consideraba que el contenedor tradicional, que no ha cambiado en los últimos treinta años, el mismo en Ámsterdam que en Hong Kong, ha sido una de las primeras grandes innovaciones globalizadoras. El ISO 668, la norma internacional que define sus medidas, fue un logro para el comercio mundial y la inmensa mayoría del transporte de mercancías La personalización es el proyecto de extender los deseos, que no las necesidades, de cada uno, se trata de una estrategia de marketing no de una verdadera personalización de las necesidades. En contrapartida, aparentemente, se debería exigir un cambio profundo en la mentalidad del consumidor; éste ha de conocerse lo suficientemente bien para saber qué quiere realmente, qué está buscando, qué satisfará sus deseos. No hay lugar para la pasividad, hay que esforzarse en buscar. Pero, al mismo tiempo, tampoco hay que esforzarse demasiado. Las compañías están deseosas de saber para satisfacer. Precisamente así se explica el esfuerzo constante de las corporaciones para informar al consumidor de lo que realmente quiere. ¿Cómo saberlo en ese infinito mar de mercancías y servicios? En realidad se pueden simplificar bastante las cosas: en resumidas cuentas todos quieren un Iphone, aunque algunos todavía no lo sepan. Al rescate viene una nueva modalidad científica llamada neuromarketing, traducida expresivamente al castellano como neuromercadeo. La misma idea acerca de que la vigilancia científica de emociones y deseos —a través de la medición de la actividad cerebral, sudoración o ritmo cardíaco— pueda ser un recurso mercadotécnico más, indica el grado de delirio al que se ha llegado en la búsqueda de un margen de ganancia. De nada sirve la historia siniestra de la manipulación y los experimentos psicológicos en individuos maltratados desde el propio nacimiento de la psicología. De nada sirve el marketing originario como profesionalización de la mentira y la estafa. Ahora se vuelve más preciso el arsenal de herramientas para poder encontrar las emociones que se pueden transforman en dinero; directamente apelamos a la fisiología. No hay lugar para el sonrojo ni el pudor cuando se trata de la búsqueda del beneficio. Pero hay más que decir. La personalización ha llegado hasta la definición del poder político en las democracias representativas. Son los electores quienes deciden. Por tanto, la solución para la crisis de representatividad será personalizar la política. Convertir lo político en la lucha de marcas. Castells, Manuel. La era de la información: economía, sociedad y cultura. Vol. 3. siglo XXI, 2004. 15
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La fidelidad a una marca, resultado de la personalización, podría extenderse también a los partidos. Para ello se requiere una simplificación a fin de que las propiedades que se asignan a la marca sean claras y fácilmente comprensibles, expresiones de un estilo de entender lo político. En realidad personalizar la política implica, ni más ni menos, convertirla en otro modo de consumismo. Se es vegano, ecologista, feminista, multicultural, animalista, antirracista, postcolonialista… Todo ello como propiedades o características que no revelan una organicidad en su conjunto. Además, uno se puede adherir a algunas características y dejar de lado otras, tal es la base de la personalización. Incluso si ningún partido representara las convicciones más particulares o extravagantes, ya está la red para reunir a quienes comparten los mismos desvaríos. Se pueden encontrar pseudo-partidos on-line de prácticamente cualquier ocurrencia, por muy descalabradas que parezcan. A su vez, el discurso político oficial se atomiza en ingredientes que el consumidor puede elegir a su gusto, semejante a los ingredientes de una pizza. ¿No son precisamente las mismas elecciones de compra la forma más básica, elemental, de votación? Esta idea un tanto sorprendente se ha venido repitiendo de manera insistente en los últimos años y adquiere ya la naturaleza de verdad incontestable. Consumir, dicen los expertos, es más que consumir un producto o un servicio, implica dar la confianza a ciertas prácticas empresariales que, en definitiva, venden estilos de vida, aunque no se caiga en la cuenta. Incluso existen alternativas para una conciencia planetaria del consumo justo, para el consumidor informado que lee despacio las etiquetas y se preocupa por el potencial devastador del consumismo occidental. En definitiva, ser consumidor significa ser votante, y viceversa. Las fronteras entre consumo y política se desdibujan en este planteamiento y para ello basta con ver la propaganda de las redes sociales: participativas, igualitarias, comunitarias… Se convierten en expresión del máximo espíritu democrático. Para explicar todo esto se ha organizado todo un vocabulario nuevo; se habla de una post-política que corresponde a una post-democracia que aborrece de ideología alguna porque se encuentra en un momento de post-ideología. La posmodernidad se ha convertido, en gran parte, en una enorme estrategia de mercadotecnia armada ahora con el neuromercadeo. Y también sufre del mismo mal de la homogeneización. En realidad, estas tácticas políticas se sustentan en iguales principios, válidos para todos. Los elementos claves, sorprendentemente, son compartidos por los principales partidos por lo que, en aspectos esenciales como la economía, apenas hay diferencias. Es el discurso —la etiqueta— la que señala la diferencia, no el producto en sí mismo, no sus resultados, perfectamente previsibles. 105
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II. ALABANZA DEL INDIVIDUO Y DESPRECIO DE LA MASA El tránsito de la figura del individuo comienza con la aparición de la masa a principios del siglo XX y culmina con la multitud del XXI. Esta última encarna la existencia de una nueva forma de hacer política conocida como tecnopolítica que, aparentemente, la diferencia de todo lo anterior. En el transcurso de esta evolución algo ha cambiado y algo ha permanecido, como diría Aristóteles. El comienzo, sin embargo, resulta un tanto oscuro, lo que contrasta abiertamente por el dorado panorama que se ofrece en la actualidad. En resumen, en el principio, hay un desprecio a la masa en el siglo XIX, a lo que se percibe como igual o indiferenciado y, en la actualidad, se ha interiorizado tal rechazo porque el deseo de diferenciarse pasa a ser una de las mercancías más vendidas. Por su parte exige un considerable esfuerzo individual; hay que expresarse para ser uno o una misma, hay que hacer todo lo posible por ser diferente, por participar de una manera única. Entre tanto ruido y tanto selfie y tanto tuit, es necesario lograr esa diferencia y que los demás, cuantos más mejor, la reconozcan. La masa no está de moda pero, sin embargo, la multitud (o las multitudes) sí, porque ésta es una forma amable de domesticar la bestialidad de la masa, aunque sea una cuestión meramente nominal. La densidad y pluralidad de las multitudes son aceptables pero no la de la chusma, el gentío y populacho, definitivamente, despreciables. El programa de la personalización trata así de redimir una cuestión clasista aparecida en el siglo XIX; la masa se compone de clases consideradas inferiores, la «muchedumbre ruidosa y violenta», perdida en el reino confuso de la opinión amorfa. Éste es el diagnóstico y el miedo arrastrados por la intelectualidad desde finales del siglo XIX hasta bien entrado el siglo XX. El miedo latente a una auténtica rebelión de la masa todavía está presente en el imaginario de la élite. Los primeros sociólogos y psicólogos comprendieron que algo estaba cambiando en el pueblo, algo que no se parecía en nada a lo tradicional. La masa es moderna, industrial y víctima de los medios de comunicación, es un sujeto político que entra en liza en el ámbito político de forma atropellada y confusa. Para algunos coetáneos había una química extraña en la masa, en la muchedumbre, en el avance ilustrado de la ciencia y la tecnología que implicaba un retroceso en la cultura y el mundo del espíritu. Eso dicen, por ejemplo, Freud o Gabriel Tarde. Wordsworth quiere que los paseos de la naturaleza sirvan de ejemplo y restauración del alma, pero odia el ferrocarril que transporta tanto visitante; la masa destruye el solaz. El ferrocarril, el automóvil y después el avión conseguirán extender las ma106
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sas por todo el orbe, en un proceso que continúa durante siglo XXI pero a una escala antes inimaginable. Al tradicionalmente denostado turismo se le adhiere ahora el bajo coste, que lo pone al alcance de la multitud. En su inicio, las masas no tienen un perfil definido, poseen una monstruosidad de tipo genérico, su orientación política es superficial, no tienen vida interior. Incapaces de subjetivación política, presentan una gran resistencia para el desarrollo de la vida interior, de la vida del espíritu. Creen ilusoriamente ser capaces de tomar las riendas de su destino y actuar. Tal presunción se deriva de su falta de capacidad para someterse a la rectitud o disciplina de las normas o, dicho de otro modo, de una arrogancia que le impide reconocer superioridad en todo lo que les sea ajeno. La cultura técnica, fruto de una tarea realizada durante siglos por la ciencia, la experimentación y las artes se ve devaluada, dice Ortega16: se trivializa. La incapacidad moral de las masas se manifiesta en la reducción de la ciencia y la tecnología a un enajenamiento lúdico, y en su concepción restringida a la mera razón instrumental, destinada a satisfacer las necesidades inmediatas y superficiales propias de un hombre-medio u hombre-masa. El desarrollo económico, la innovación tecnológica y el avance del conocimiento científico son los factores que se crean en torno a esa figura antropológica inédita: un ser humano satisfecho consigo mismo para el que no hay más que derechos sociales sin sus correspondientes deberes. Aunque parezca contradictorio, dice Ortega, el hombre-tipo puede encontrarse también en el propio científico encerrado en su experticia, satisfecho en sus limitados horizontes. Es un ser primitivo para quien todo está completo, para quien el progreso técnico adquiere una capa de naturalización que no despierta la menor curiosidad intelectual. Ya no nace del asombro ante la pasmosa habilidad técnica que se desplegó durante el siglo XX, y que, según dicen, está a punto de desaparecer en el XXI. De ahí la necesidad de ese noble grito del liberalismo que quiere garantizar el orden social, otorgando la dirección correcta de las masas alienadas a una élite virtuosa. Son los intelectuales los que deben conducir a las masas por medio de su distinción y su ejemplo. Este pensamiento elitista se emparenta con cierto luddismo intelectual temeroso del embrutecimiento que propicia la civilización técnica; da valor al esfuerzo loable para mejorar las condiciones humanas que han realizado la ciencia y la tecnología, pero constata que esa mejora no tiene en absoluto un paralelo en el progreso Ortega y Gasset, José. “Meditación de la técnica y otros ensayos sobre ciencia y filosofía.” Obras de José Ortega y Gasset 21 (1982). 16
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moral generalizado como pretendía el humanismo. Más bien al contrario, dirá Sloterdijk;17 el caso más terrible de un movimiento de masas en el siglo XX, el nazismo, hizo triunfar la figura del Führer, que encarnaba todos y cada uno de los defectos del individuo-masa orteguiano. En definitiva, los intelectuales no saben qué hacer con las masas. Algunos se preguntan si el descrédito de las élites, constante desde el siglo XIX, no llevará a una rebelión contra la vida del espíritu; esto es, a la ausencia de ejemplaridad, a la pérdida de formas de vida que puedan imitarse. La respuesta al problema de las masas, en nuestros días, vendrá de la mano de las corporaciones digitales. No hay de qué preocuparse, nos dicen los más optimistas.
III.
UTOPÍAS COMUNICACIONALES
La desesperanza intelectual ante la masa tuvo sus excepciones en aquellos que pretendieron reformarla, transformar las circunstancias de su formación para alcanzar una utopía comunicativa. En 1924, John Dewey18 trató de reencauzar la idea de una sociedad de masas elevándola a la categoría de público. En realidad, las tecnologías de su época, como la electricidad o el vapor, eran capaces de crear una sociedad —la Gran Sociedad—, pero no una Gran Comunidad, que son dos cosas muy diferentes. La primera se compone de un agregado de individuos aislados y sometidos a procesos y decisiones fuera de su control. La segunda, la base para una democracia, requiere una identificación con valores compartidos y el diálogo constante sobre las cuestiones políticas fundamentales. El objetivo debería ser entonces crear esta Gran Comunidad donde los individuos compartiesen valores que condujesen, finalmente, a la toma de decisiones sobre los hechos que ocurren a su alrededor pero que no pueden controlar. El desarrollo tecnológico no garantiza en absoluto que los individuos sean capaces de crear tal comunidad, que tendría los rasgos de una entidad política supra-individual. Más bien al contrario, la economía basada en el desarrollo tecnológico funciona como un elemento destructor de los lazos comunitarios. Dewey era perfectamente consciente de que el desarrollo tecnológico había cambiado radicalmente las reglas del juego político. Las estructuras sociales que nos rodean —el transporte, el comercio, la seguridad— se han convertido en entidades cuasi autónomas que afectan al individuo pero cuyo control Sloterdijk, Peter. “El desprecio de las masas.” Revista Santander 1 (2006). Dewey, John, and Melvin L. Rogers. The public and its problems: An essay in political inquiry. Penn State Press, 2012. 17 18
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y diseño le son completamente ajenos. El poder que organiza la sociedad está cada vez más alejado del individuo común y corriente, y las decisiones que le afectan más profundamente debe adoptarlas de forma indirecta. La esperanza para lograr una reforma de la sociedad de masas fue depositada entonces en la comunicación, en los medios de comunicación de masas que, empleados correctamente, serían capaces de transformar la situación. Se podría rescatar el ideal de un público que compartiría comunitariamente sus problemas, que abordaría las cuestiones que le afectan directamente en virtud de unos valores compartidos. El público, instruido y consciente de sus problemas, sería capaz de formar parte del debate sobre la cuestión social, ejerciendo una democracia deliberativa. Para que esto fuera posible, la información que circulase debería ser completa, relevante y útil para la toma de decisiones. Así que los medios de comunicación deberían reformarse y dirigirse a un objetivo independiente del gusto y las preferencias de las masas. Como se ve, tal pretensión reformadora a través de los medios de comunicación tiene poco que ver con la tendencia actual de filtrar las noticias según algoritmos predictivos para que cada cual consuma aquellos contenidos que le satisfacen. No se trataba, en la concepción de Dewey, de averiguar los gustos del consumidor, sino de presentarle al gran público la res publica, tanto si le gustaba como si no. El problema es que la industria de la comunicación también impone sus propias necesidades. Lo hace, de hecho, toda industria y, si realmente sirviera para reforzar la democracia, ocurriría o bien como forma de vender un producto o bien como algo secundario, no intencional. Al poco de aparecer el libro de Dewey, Walter Lippmann criticaba que, en realidad, la existencia de un público capaz de definir la política en las cada vez más complejas sociedades modernas era, simple y llanamente, una quimera. Lo que existía en el fondo era más bien una «fabricación del consenso» por parte de líderes y expertos que después se trasladaría a los futuros votantes como formación de masas y no como información neutra. Lippmann no era un manipulador ni un tecnócrata, simplemente subrayaba algo evidente; no existen ciudadanos que sepan de todos los temas políticos. La sociedad como conjunto de individuos atomizados, sin señas políticas en común que los unan, constituye un peligro porque no puede existir una democracia participativa. Este debate de los años treinta del siglo pasado continúa vivo, y en la actualidad factores nuevos, como la introducción de más tecnologías de la información y redes sociales, lo complican en lugar de aclararlo. No es de extrañar que la idea de una utopía comunicacional se haya repetido desde posiciones muy distintas como la de Habermas, de la Escuela de Frankfurt, o la de Arendt, quienes contemplaron las dificultades para 109
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mantener un público capaz de tomar un papel relevante y activo en la política. Habermas19 alertaba de cómo los intereses económicos y políticos interfieren y distorsionan el espacio del debate público. Arendt20 señaló cómo la invasión de lo social —las cosas de la sociedad industrial— destruían lo comunitario. Los temores de Dewey, Lipmann, Habermas y Arendt no se han disipado. La complejidad de lo social, lo económico y lo político ha crecido en lugar de disminuir; ¿quién puede realmente tener una idea general de cómo funciona el mundo contemporáneo? ¿Qué político o dirigente es capaz de tener una comprensión cabal de las fuerzas que afectan a lo público? Es muy difícil escapar a un determinismo en lo económico, lo tecnológico y lo político, esferas que además se retroalimentan. Por tanto, por mucha información y formación que se posea, da la impresión de que la capacidad de intervención, basada en lo que realmente se sabe, resulta, a la postre, muy reducida. El exceso de información genera ruido, la multiplicación de los medios paraliza. La idea de una revolución política informacional, strictu sensu, se desvanece en el aire. Todas estas objeciones son todavía pertinentes, pero fueron parcialmente olvidadas en un mundo que caminaba hacia el fin de la historia y donde la comunicación parecía haber logrado una definitiva y clamorosa victoria sobre los totalitarismos. La caída del muro de Berlín se produjo —eso decían— gracias al triunfo de la radio y la televisión porque habían movilizado a un público desnutrido de información verdadera. Una vez supieron qué ocurría realmente al otro lado del muro se sacudieron el yugo totalitario. Una vez que se accede a la verdad no queda más posibilidad que la movilización del público y el cambio radical de la estructura política. Cuestión de causa y efecto. En realidad y, tal como ha mostrado Morozov21, detrás de esta supuesta liberación a través de la información se encontraba una sofisticada guerra propagandística contra los países comunistas comenzada por radio en 1950, a través de Radio Free Europe y Radio Liberty, los proyectos para llevar la «verdad» detrás del Telón de Acero. Esta estrategia ha tenido una gran influencia en acontecimientos posteriores, no se ha olvidado y se ha reciclado. Desde el punto de vista político, también significaba el triunfo del pensamiento conservador. Así que, de algún modo, fue una prueba de cómo la capacidad tecnológica puede transformar lo político. Por eso se conjeturó el fin de la historia, hipótesis que se tomó como cierta al menos hasta principios 19 Habermas, Jürgen. “Teoría de la acción comunicativa (t. I),(en español).” (1981). 20 Arendt, Hannah. La vida del espíritu. No. 128.2 A7. Barcelona: Paidós, 2002. 21 Morozov, Evgeny. El desengaño de internet. Vol. 228. Grupo Planeta (GBS), 2012.
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del siglo XXI. Pero lo técnico dio otra vuelta de tuerca que llevó la sorpresa a los pensadores sobre lo público y lo político. La importancia de Internet pasó desapercibida unos años hasta que en 2001 comenzaron a escribirse los primeros libros y artículos sobre su impacto en la política. El primero que tuvo una especial relevancia fue el de Sunstein22. El título ya indicaba un significativo lapsus: República.com. Como se sabe, la terminación .com hace referencia a las empresas y no a lo político o lo público. El título parececía sugerir que el sector privado fuese capaz de solucionar el problema político, cosa que más tarde se ha afirmado sin un ápice de duda. Las críticas de Dewey y Habermas resonaban en el estudio de Sunstein: hay un problema considerable con el público que ya no es sólo de desafección o desconfianza; ahora aparece un nuevo elemento: la fragmentación. Pero no es algo que hubiera pasado desapercibido anteriormente. Definir lo público resulta extraordinariamente difícil porque, como se ha dicho innumerables veces, la complejidad de la sociedad actual no permite una noción clara al respecto. Por tanto, necesariamente, la visión de las cosas es fragmentaria. Otra cuestión que Sunstein consideraba importante era el espacio público físico. En realidad, también se trata de un aspecto que tanto Dewey como Habermas habían tenido en cuenta. La relación cara a cara, la comunidad de interesados o concernidos, requiere su materialización en la plaza o en la calle. El encuentro físico implica la condición necesaria para crear lo público, dirá Dewey. Sunstein alertaba de que lo público, como toda realidad, muestra tanto lo que agrada ver como lo que no. Muestra la diversidad necesaria para hacerse con una idea de la realidad. El cambio del foro en la nueva urbe ha sido espectacular y parecería que el urbanismo, la tecnología y la economía se han aliado durante décadas para eliminar ese espacio abierto para lo público. Las plazas duras, las zonas residenciales y los bulevares están pensados para evacuar a la multitud antes que para reunir a los habitantes de la ciudad. Supuestamente, las comunicaciones vendrían a salvar este obstáculo que se ha ido creando durante años. Pero aquí surge de nuevo el problema de la personalización, que consiste en elegir sólo aquellas noticias que se quieren leer y confirman los propios juicios (filtrando las que no interesan o refutan nuestras opiniones). Los medios de comunicación personalizados evitan así la discrepancia en medio de esa diversidad necesaria para lo político. Repasando la historia reciente, el primero que se tomó en serio la potencia de las redes fue Howard Dean, aspirante a candidato demócra Sunstein, Cass R. República. com: Internet, democracia y libertad. Vol. 101. Grupo Planeta (GBS), 2003. 22
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ta para las elecciones norteamericanas de 2004. Dean, gobernador de Vermont, no se encontraba en absoluto entre los candidatos con posibilidades reales en las primarias, pues no lograba un apoyo serio de las estructuras tradicionales del partido demócrata. Sin embargo decidió aplicar un cambio radical en la manera de llevar una campaña política, apoyándose en la capacidad de Internet para movilizar apoyos. Se trataba de crear un público nuevo, competente tecnológicamente hablando, innovador y joven. Con ayuda de un experto en redes sociales, John Trippi, comenzó una campaña virtual a través de Moveon.org, una página web cuyo objetivo consistía, precisamente, en revitalizar la democracia a través de campañas específicas, como forma de definir objetivos políticos que las instituciones y partidos oficiales tienden a soslayar. Trippi enlazó también con MeetUp.com, una página web sobre temas tan distintos como la cocina vegana, la política o el entrenamiento para maratones. Una de sus peculiaridades era que no acababa en el espacio on-line, sino que también celebraba encuentros entre los integrantes de estos foros cada cierto tiempo. Dean mismo se convirtió en asunto sobre el cual reunirse para debatir y, en consecuencia, se convocaron varios eventos con la etiqueta DeanMeetup. En tales eventos sus propuestas políticas se discutieron entre los donantes, y Dean consiguió lo que parecía imposible, lanzar una campaña para recaudar dinero on-line de enorme éxito. Posiblemente se tratase del primer caso de crowdfunding documentado. El éxito fue espectacular. De ser un aspirante prácticamente desconocido, de los que más bien actúan como comparsa, se convirtió en un serio candidato con fondos suficientes. Más aún, en vez de depender de unos pocos donantes importantes, grupos de presión o lobbies, las donaciones fueron relativamente modestas pero de muchos individuos. He aquí la fuerza de la multitud en marcha. También era novedosa la forma de estimular las donaciones, que competía con el sector oficial. Si los candidatos tradicionales organizaban cenas donde el precio del cubierto servía de donación —125 asistentes a 2.000 dólares el cubierto, 250.000 dólares en total—, se animaba a sus seguidores que superaran on line esa cifra y demostrar así su compromiso. Al tiempo, todo un ejército de bloggers se alió para escribir y comentar sobre los atractivos de las medidas políticas propuestas por Dean, en un momento en que los Bush sumergían a la democracia norteamericana en una de sus épocas más oscuras. En muchos sentidos se puede decir que Dean no sólo fue alguien que compitió contra el establishment demócrata sino que fue el candidato de Internet. Un candidato que opuso el poder de los muchos contra los pocos privilegiados apoyados por los grandes poderes tradicionales. Dean 112
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abanderaba así una democracia revitalizada gracias a Internet, el heraldo del futuro, representante de una forma de entender la política acorde con el siglo XXI. Sus votantes también representaban otra realidad distinta de la Norteamérica profunda: cultos, vegetarianos y políticamente correctos. Sin embargo, el resultado final fue bastante decepcionante. En la carrera de las primarias, de los cuatro candidatos presentados, acabó en tercer lugar, perdiendo frente a Kerry, un político de raza, senador demócrata y con amplia experiencia internacional. El choque entre la política virtual y la real resonó en la política norteamericana y señaló la diferencia entre la utopía digital y la realpolitik. Sin embargo, se aprendió una valiosa lección; Barak Obama tomó buena nota de las ventajas de hibridar lo real y lo digital en política, y dirigió según estas enseñanzas su campaña en 2008. Los republicanos denominaron a Obama, bastante desconocido por entonces, como un «Dean 2.0», vaticinándole un fracaso asegurado. Sin embargo, empleando los recursos digitales, pero también las visitas físicas a domicilios y las reuniones, Obama venció a un rival como McCain, con muchos más apoyos financieros. He aquí el breve resumen de una historia que luego se repetiría, del cambio radical de la nueva generación tecnológica hasta la negociación con la vieja política. No basta con el cambio tecnológico revolucionario, éste ha de ser domesticado y asimilado. Y esa asimilación siempre es peligrosa.
IV.
LA ERA DE LA MULTITUD SABIA
El problema de cómo reunir a aquellos que persiguen un fin común apareció ya con los pioneros del desarrollo de las telecomunicaciones contemporáneas. Las telecomunicaciones permiten reunir a quienes tengan los mismos intereses y fines sin importar la distancia. La propuesta resulta muy conveniente en un momento donde la globalización campa a sus anchas y se extiende por todo el mundo. Sin embargo, adquirió su mayor relevancia al inicio del siglo XXI y hasta se creó un neologismo para reflejar esta novedad: enjambramiento (swarming). Fue entonces cuando se desplegó en todo su esplendor la utopía comunicacional tecnológica. Expertos, tecnólogos y emprendedores anunciaron una revolución del conocimiento y la sociabilidad humanas. La utopía se basaba en una vieja idea aristotélica: la reunión de diversos individuos en un debate permite llegar a mejores conclusiones por la riqueza en la diversidad de posiciones. Los expertos y líderes se beneficiarían de los fragmentos de sabiduría que otros aportaran. Esta afirmación parece de sentido común. 113
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La diversidad y el acuerdo entre distintos garantizan evitar los sesgos reduccionistas. Ciertamente, la diversidad es buena, pero tiene dos límites claros: la escala y la implicación. En cualquier debate importa que sea posible la participación de quienes se encuentran en un espacio y que se haga de acuerdo con una serie de normas, esto es, con el deseo no simplemente de expresar opiniones sino de colaborar en aras de un objetivo común, más allá de lo individual. La participación digital, sin embargo, no suele tener en cuenta ninguna de estas dos mínimas premisas para la participación política. En cualquier caso, y prescindiendo de sutilezas, muchos comentadores tecnológicos se lanzaron a definir, alabar y proponer la multitud digital como una fuente de riqueza sapiencial, culmen de la sociabilidad y respuesta para todo. Se hablaba así de inteligencia colectiva, de multitudes sabias (smart), de la mente global y cosas parecidas. Todo ello como el resultado inesperado y revolucionario del despliegue tecnológico, el acceso a una etapa completamente nueva para la humanidad en su conjunto, un paso más hacia la Singularidad. Nadie podría haber previsto esta revolución. Pero, entre tanto, no se tuvo en cuenta la deriva consumista y empresarial de lo digital; la personalización, la concentración en el individuo antes que en el grupo o la clase social, se desarrollaría en contra de esta utopía comunicativa, dirían los clásicos de la opinión pública. No se tuvo en cuenta en definitiva la propia historia de Internet que, de ser un ámbito más o menos difuso y anárquico, se convertiría, finalmente, en un poderoso agente económico. Para que haya beneficios es necesaria la estructura, el orden y el control. Lo demás son excesos adolescentes que la edad cura. La formalización, estructuración y demás rasgos burocráticos se vendieron entonces como la manera de hacer más eficiente un sistema tecnológico de gran potencial. Para convertirse en una verdadera economía informacional la red debía tener las mismas características de todo negocio capitalista. La primera ingenuidad fue pensar que ese corto verano de anarquía digital duraría eternamente. El futuro puramente empresarial de Internet tenía que llegar. Junto a este entusiasmo surgieron otras reivindicaciones de la multitud desde el punto de vista político, como contrapeso, y con un análisis, en principio, más sofisticado. En un libro ya clásico, Imperio, Negri y Hardt23 propusieron una nueva forma de entender la política en el siglo XXI. La globalización se caracterizaba, según los autores, por una tensión entre «imperio» y «multitud». Negri y Hardt trataron de explicar cómo cambian Hardt, Michael, and Antonio Negri. Empire. Harvard University Press, 2001.
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las reglas del juego en una época en la cual la producción, el comercio, las telecomunicaciones y el capital se extienden por todo el planeta y lo reorganizan. Ya no hay Estados o capitanes de la industria que traten de dominar el asunto. Tampoco existe un centro o metrópoli del imperio localizado en un lugar concreto. Son ahora las grandes corporaciones transnacionales, pertenecientes a centenares de miles de accionistas, las que aspiran a ese control. A diferencia de los imperios tradicionales, éste se expande por todo el orbe y consiste en un disciplinamiento de todos los aspectos de la vida social, lo que Foucault llamaba «biopolítica», ahora elevada a su máxima potencia. La multitud, por su parte, consiste en la suma de individualidades que se agrupan en una colectividad respetuosa de la diferencia y la unicidad. La multitud tiene su riqueza precisamente en esa diversidad que es la que el Imperio trata de homogeneizar o uniformizar para poder controlarla. Las tecnologías de la información juegan un importante papel en dicha uniformización porque son las que permiten la existencia de una red mundial para las transacciones, la circulación de la información, así como el control y la vigilancia de una cantidad de población inimaginable en cualquier momento histórico pasado. Sin embargo, hay tácticas micropolíticas, en congruencia con Michael de Certeau24, que pueden subvertir esta tendencia, prácticas que ocurren dentro de esa multitud. Un ejemplo, quizás, de multitud en marcha podría ser el caso del software libre y la licencia pública general (GPL) que administra legalmente sus resultados. El GNU/Linux contó con miles de personas que contribuyeron en mayor o menor medida a escribir todo un sistema operativo, una hazaña impensable hasta entonces. En el imaginario hacker se acepta la existencia de comunidades basadas no en las clases o en la autoridad sino en la capacidad de aportar a esa comunidad. Por tanto admitiría, en términos negrinianos, la inclusión de los individuos en su singularidad. Se rescató entonces una noción de Marx que tuvo gran predicamento en la época, el general intellect. Paolo Virno25, otro operaísta, lo rescató en los años noventa como respuesta a la economía informacional que se estaba planteando desde una perspectiva neoliberal. En resumidas cuentas, es el conjunto de conocimientos, lenguaje y símbolos sociales el que realmente importa en la economía capitalista. El trabajo en sí —la tarea concreta en una cadena de montaje, el capital 24 De Certeau, Michel. La invención de lo cotidiano: artes de hacer. I. Vol. 1. Universidad Iberoamericana, 1996. 25 Virno, Paolo, and Adriana Gómez. Gramática de la multitud: para un análisis de las formas de vida contemporáneas. Ediciones Colihue SRL, 2003.
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y la plusvalía— tiene una importancia secundaria en el capitalismo. Son esos conocimientos los que sirven para mejorar e innovar en la producción, y el triunfo capitalista consiste en saber sacar rendimiento de esos saberes sociales. Esto es fácilmente transmutable a la tecnología actual y a la noción de multitud. La multitud posee muchos saberes dispersos que pueden confluir en crear máquinas, procedimientos, servicios nuevos. El caso mencionado del software libre ilustra perfectamente este fenómeno. Por eso no es de extrañar que otros pensadores como McKenzie Wark llamen a los hackers a transformar la sociedad. Es el llamado «cognitariado» el que debe tomar las riendas de la lucha de clases. Así el Manifiesto Hacker, de Mckencie Warck, pretendía suceder al Manifiesto Comunista, su actualización en la época high tech. Por otra parte, en el planteamiento de Negri se percibe cierta esperanza en cambiar el orden de las cosas porque hay situaciones que escapan a este control omnímodo del capitalismo. No existe un momento de resolución definitiva sino esta constante lucha micro-política. La tesis de Imperio ha recibido muchas críticas pero al tiempo resucitó —bien entendido entre sectores de una nueva izquierda— una propuesta política proveniente del autonomismo italiano de los años setenta. Ciertamente, como corriente de pensamiento minoritario, ocupada también de otras cuestiones adyacentes como los comunales, cercana a movimientos alternativos de la tecnología como el software y la cultura libres, adquirió presencia en algunos movimientos alternativos. Aunque su estilo de exposición, la dependencia en ocasiones dogmática de los textos sagrados marxistas, no permitía su difusión amplia; se trataba de una hermenéutica realmente dura. Sin embargo, a finales de la primera década del siglo XXI, ocurrieron ciertos acontecimientos que recuperaron de una manera más amplia sus propuestas. La crisis económica del verano de 2007 provocó la estupefacción en una sociedad occidental, acostumbrada a una relativa tranquilidad, a una prosperidad que parecía no iba a acabar nunca. De pronto la tecnología informática se mostraba aliada de uno de los mayores fraudes cometidos en la historia de la humanidad. La economía financiera se había apoyado durante años en un sistema informático que ocultaba una estafa generalizada. La crisis económica hizo aparecer las nuevas masas, o si prefiere, multitudes reales que ocuparon plazas y calles. Ya no era una cuestión de teóricos y expertos: estaban ahí, en Puerta del Sol o en Wall Street, en Occidente y, antes, en la histórica primavera árabe, que se extendió desde Túnez al resto de los países árabes. Las multitudes salieron a la calle y ocuparon el espacio público. Las plazas, el lugar simbólico de la reunión del foro público, 116
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volvieron a recuperar su valor político. Pero como los tiempos son otros, la tecnología también ha de adaptarse a esta movilización. Vuelve a renacer el espíritu hacker libertario donde parece que todo es posible, que la información para actuar estará disponible para todo aquel que quiera saber. El escrutinio al poder y la capacidad de desmontar las mentiras de los medios de comunicación de masas están a mano, y los propios manifestantes se han apoderado de las tecnologías. La idea de un espacio de discusión real, cara a cara, con intervinientes de toda procedencia, parecía dar por cumplida la aspiración deweyana de un público implicado en la toma de decisiones. La tecnología también serviría de altavoz para extender el debate. Tan importante es el papel de la tecnología que, como nos recuerda Morozov, en EE.UU., se llamó a la primavera árabe la «revolución de Twitter». El propio presidente Obama pidió a esta red social que mantuviera abiertas las comunicaciones porque eran esenciales para la democracia en Egipto; estaban colaborando en hacer avanzar la historia de la humanidad. Nunca tantos lograron tanto dependiendo tan sólo de una compañía; nada más ni nada menos que democratizar los países más improbablemente democráticos del mundo. Quizás el movimiento político más ligado a Internet, nacido del desencanto de la política tradicional de partidos, sea el Movimento 5 Estelle, iniciado en Italia por el cómico Beppe Grillo. Harto de la corrupción de la época al principio del siglo XXI, este cómico utilizó su programa para movilizar a los desencantados de la democracia parlamentaria italiana. De ahí su famoso VD —«Día Vaffanculo»— literalmente, con guiños, por otra parte, al V de Vendetta, la película asociada a los diversos movimientos Occupy, y sobre todo al grupo de activismo digital Anonymous. A partir de esa iniciativa se fundó una suerte de partido experimental basado en cinco grandes cuestiones: el agua pública, la conectividad a la red, el medio ambiente, los transportes y el desarrollo, entre las cuales, justamente, las telecomunicaciones eran la base de su funcionamiento. En palabras de Grillo: «Internet es nuestra única defensa»26, y por ello el partido articulaba sus votaciones por Youtube y se compartían las quejas y las críticas a través de Twitter y Facebook. Las propuestas de este partido han sido tildadas de populismo, un populismo de izquierdas, ligeramente xenófobo y euroescéptico, con propuestas como la renta básica para todos los italianos mezclada con políticas restrictivas sobre las migraciones, a pesar de la evidente caída de la natalidad en el país. Su tendencia a la izquierda, sin embargo, no ha impedido que prestara su apoyo a la dere Grillo, Beppe. Tutte le battaglie di Beppe Grillo: www. beppegrillo. it. BeppeGrillo. it, 2007.
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cha extrema de la Liga Norte, con la cual se ha coaligado para formar un llamado gobierno de cambio. En realidad es el único movimiento superviviente de la época de la tecnopolítica que ha conseguido formar parte de un gobierno occidental. La pregunta que todos los analistas políticos plantean es si este partido terminará convirtiéndose en un híbrido entre movimiento popular conectado y partido político tradicional, una vez que asuma las responsabilidades que ahora le corresponden. También cabe preguntarse si esto no es un experimento, la vanguardia de lo que a partir de ahora será lo político. Y en algunos aspectos, en este populismo de izquierdas digital hay signos desalentadores como la lucha en contra de las vacunaciones. Los argumentos en su contra carecen del mínimo fundamento científico y pueden convertirse en un peligro para la salud pública. En esa lucha absurda ya se han producido 3.500 casos de sarampión27 frente a los 125 de España, donde afortunadamente todavía reina un mayor sentido común sanitario. El éxito de la tecnopolítica, en perspectiva, ha sido más bien magro. Las plazas se han desocupado, los países árabes o bien continúan bajo una dictadura peor que la anterior o bien se encuentran, como en Siria, en medio de guerras devastadoras. Las opiniones desinformadas, los hechos falsos y los bulos que corren constantemente en Internet se han convertido en moneda común. Este aspecto siniestro de la desinformación se asigna principalmente a Rusia y a otros países ex comunistas como Bulgaria. El experimento italiano está por ver hacia dónde se dirige, pero hay razones para sospechar que terminará asimilando las formas tradicionales de hacer política y, así, el sueño de la democracia participativa y la pluralidad de todo tipo de opiniones acabe en el cubo de la basura tecnológica. No debería sorprender demasiado. El primer país liberado de la dictadura gracias a la información, Rusia, no puede presumir de haber logrado una democracia donde se respeten los derechos humanos, y ahora se ha convertido en la primera potencia de la desinformación y los ciberataques. El impulso tecnológico-democratizador ha perdido, indudablemente, aliento. Se ha quedado corto en su lucha por la utopía democrática. Más aún, ahora es el momento de ver y calibrar hasta qué punto lo digital se convierte en uno de los instrumentos más importantes para el control de la población y el ascenso de nuevos autoritarismos. Los Estados, subsumidos en la ola globalizadora comunicacional, contestan precisamente con las mismas armas que los revolucionarios. Con Vid. https://elpais.com/sociedad/2019/01/21/actualidad/1548096955_857203.html
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una sutil diferencia pero de gran peso: la respuesta estatal no se queda en trolear las redes sociales. Más bien consiste en represiones violentas en las calles, arrestos, condenas y en algunos casos torturas. Lo digital invade lo físico, no se queda en un conjunto más o menos desagradable de intercambio de mensajes. La geolocalización permite al gobierno de Irán saber quién se está manifestando o al menos situarlo en el lugar de las algaradas. Como respuesta, el gobierno manda un tuit personalizado avisando al usuario de que está incumpliendo las leyes y que debe abandonar el lugar, so pena de ser arrestado por terrorista. Son también los Estados quienes alientan guerras de desinformación en las redes, quienes combaten a opositores y a otros Estados con el uso masivo de las redes sociales, trufadas de falsedades. Son los Estados quienes convierten en cómplices a las grandes compañías digitales para sus propios intereses políticos, tanto de forma involuntaria como premiando su colaboración entusiasta. Casi no se recuerda ya que Yahoo fue acusado de colaborar con la represión china en 2007, proporcionando datos de los disidentes. Pero, en realidad, llovía sobre mojado. Google tradicionalmente se ha caracterizado por una doble moral respecto a su presencia en China y su complicidad con el gobierno chino ha llevado a la cárcel a varios disidentes, por no hablar de la censura que acepta emplear en el país. La maquinaria propagandística del actual gobierno estadounidense en las redes es sensacional. El gobierno twitter de Trump elevó la estupidez y la grosería electrónica a niveles que ningún troll específicamente entrenado podría llegar a imaginar. En definitiva, pensar que no habría reacción por parte de los Estados y que no emplearían de una manera especialmente eficaz lo digital era una ingenuidad muy peligrosa. Se olvida un principio básico del desarrollo tecnológico: las batallas por hacer la tecnología más humana, por «empoderarse», son constantes y progresivas. No hay una batalla final. A la pureza del software libre le siguió el código abierto, una forma de convertir en dinero la propuesta de Stallman y otros. A la movilización por medio de las redes sociales siguió su control y, como consecuencia, la mayor vigilancia que se ha visto en la historia de la humanidad. Por otra parte, también la historia real forma parte de este movimiento, no sólo la virtual. El supuesto fin de la crisis económica ha convertido en pasado al movimiento Occupy. Algo ha ocurrido que ha desactivado la atención pública del problema. En 2011 se proclamaba que había un 1% que poseía la mayor parte de la riqueza, y que el 99% restante se debía conformar con una proporción menor, y en la actualidad esa situación no ha cambiado gran cosa, si no ha empeorado, pues los procesos de pauperización se extienden ahora dentro de los países más desarrollados. 119
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V.
AUGE Y DECLIVE DE LA TECNOPOLÍTICA
La tecnopolítica tiene una larga historia y gran parte del desarrollo informático está ligado a ella. Cuando en 1890 Hollerith tomó parte en el concurso del censo de Estados Unidos, mostró a las claras cómo la tecnología debía servirse de la política y viceversa. Por primera vez el Estado norteamericano tenía una idea más correcta de su población, sus creencias religiosas, estatus civil y otros datos por el estilo. Los sucesivos censos requirieron máquinas más complejas y veloces, hasta que IBM tomó el mando del asunto. También los censos sirvieron a los nazis para identificar a los judíos europeos ocultos durante la Segunda Guerra Mundial. Desde entonces, la burocracia que controla a los ciudadanos de cada país ha ido creciendo constantemente y sin límite. Los censos, estadísticas, prospecciones y modelos son moneda habitual en las organizaciones estatales desde tiempos remotos. Se dice que ahora mismo la política ha sido transformada radicalmente por la tecnología, por una tecnología que no ha sido diseñada para este fin pero que ha tenido este efecto secundario. Se pueden encontrar antecedentes especialmente ilustrativos. En 1970, el Estado chileno se embarcó en una aventura tecnológica tan ambiciosa como desconocida. Allende y sus expertos creyeron que el uso del télex y el tratamiento masivo de datos serviría para traer la democracia, la justicia y la tolerancia, al tiempo que garantizaría la riqueza y el bienestar a los chilenos. El proyecto Cybersin trató de crear el primer Estado cibernético del mundo, distinto a los modelos soviéticos y norteamericanos. Para Beer y Flores, dos ingenieros y expertos en cibernética bajo el mando de Allende, se trataba de crear un socialismo democrático, una revolución pacífica que alterase las estructuras económicas y sociales sin violencia. Por eso el sistema no debía ser completamente centralizado como en el caso de la URSS, ni tampoco elaborado por el sector privado, como en el caso de EE.UU. La economía, por su parte, se entendía como un medio para alcanzar la democracia y no un fin en sí misma. Un paso obligado para alcanzar el objetivo del socialismo democrático fue la nacionalización de empresas y sectores productivos para someterlos a este tratamiento cibernético. Pero el proyecto fracasó antes de ponerse en marcha en su totalidad a causa del golpe de Estado de Pinochet. Sus implementaciones parciales sí tuvieron cierto éxito, pues permitieron controlar dos huelgas que amenazaron la estabilidad del gobierno. Las comunicaciones permitieron a Allende y su equipo saber qué, cómo y cuándo estaba ocurriendo entre los trabajadores que se levantaron contra el gobierno que supuestamente los protegía y a 120
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favor de aquellos que los explotaban. Esta primera aventura cibernética chilena es un precedente de la actual tecnopolítica, una propuesta que podría resultar especialmente atractiva. Para empezar no se trató de emplear una tecnología realmente avanzada sino lo que ya se había desarrollado en otros países. La innovación fue puramente social porque Chile no representaba la vanguardia de las tecnologías de la información, pero un uso imaginativo generó una propuesta que pudo llegar a ser consistente. Igualmente, la participación de grupos amplios de ciudadanos debería evitar convertir este proyecto en una pesadilla totalitaria, un gran hermano orwelliano. El sistema cibernético siempre mantiene dos direcciones; desde fuera del sistema hacia su interior y viceversa. Desde la perspectiva política significa que tanto los directores del proyecto como sus participantes pueden modificar el propio sistema. Por tanto no es ni piramidal ni desde las bases sino que las dos perspectivas interactúan al mismo tiempo. Pero su fracaso, debido a diversas causas, debiera servir de aviso acerca de cómo la confianza ciega ante lo tecnológico puede llevar al desastre. La compatibilidad entre diseño tecnológico y valor político se reveló extraordinariamente difícil de realizar. Cómo materializar en un sistema tecnológico la justicia o la equidad, cómo convertir el diseño de las herramientas en expresiones de valores. Una cosa es lo que un ingeniero entiende por valor y otra muy distinta lo que entienden los diferentes agentes sociales. Además, la realidad impone su propia lógica de forma aplastante: el sabotaje norteamericano a la política de Allende, las fluctuaciones en el precio de las materias primas, las reacciones temerosas de los ciudadanos, llevaron al país al colapso y, finalmente, al golpe militar. Así que, a pesar del ingenio empleado en crear algo nuevo capaz de modificar lo viejo, la realidad se impuso de forma desoladora sobre el gobierno cibernético de Allende. El estado cibernético chileno, la campaña digital de Dean, el general intellect, las plazas ocupadas, las revoluciones twitter, todo ello ha llevado al convencimiento de que es posible una transformación política gracias a la tecnología. En una época de descrédito de la democracia representativa, lastrada por los intereses ocultos de los grupos económicos de presión, las redes sociales se proponen como la última solución para la decadencia de lo político. ¿Qué si no? ¿Cómo controlar esos efectos mediados de los que hablaba Dewey si no es gracias a las máquinas? ¿Cómo crear públicos si el espacio físico es, en muchos casos, completamente hostil a la mera idea de reunión pública? ¿Cómo reunirse si el control policial, las videocámaras fijas y móviles, las geolocalizaciones y otros sistemas alertan en tiempo real de lo que ocurre en la calle? Las redes sociales son, supuestamente, 121
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la última esperanza porque reducen la complejidad para que esta pueda ser entendida y gestionada. La potencia de recoger datos, cruzarlos y sacar conclusiones alcanza dimensiones épicas. Y es este poder el que podría garantizar el conocimiento necesario para salvarnos de las manipulaciones. Entonces sería cuestión de encontrar la aplicación perfecta para que, su solo uso, convierta en demócratas a los ciudadanos que la usen. Quizás sea conveniente colocarla en Apple Store o en Google Play Store para que pueda descargarse y, pasado el tiempo, nominar a estas compañías para el Premio Nobel de la Paz. En cualquier caso, para formar parte de la tecnopolítica, toda aplicación necesita ser capaz de, al menos, dos cosas a un tiempo: la transparencia y la inteligibilidad de la cascada de datos e informaciones de interés político. Dicho así resulta ridículo, por supuesto. Pero esta postura, risible por extrema, es compartida secretamente por muchos tecnólogos. La distopía de Eggers —en su novela El Círculo— disecciona de forma implacable las secretas ambiciones de los dueños de las redes sociales. No necesariamente nos encontramos ante un ejercicio supremo de manipulación. A veces hacen bueno el dicho de André Gide: el infierno está empedrado de buenas intenciones. Las compañías animan a los activistas para que empleen las redes como canal de actividad. Al tiempo, sostienen ideas contradictorias. Por ejemplo, los directivos de Google sostienen que si uno no hace nada malo, no tiene nada que ocultar. Por tanto, el corolario derivado necesariamente reza que no deberían temer al escrutinio estatal. Esto es hacer caso omiso a la realidad política del mundo porque, en determinados casos, contravenir los mandatos del gobierno significa luchar a favor de la democracia. Justamente, el secreto y la clandestinidad han operado en ocasiones en favor de la justicia y la libertad. Por muy globales que sean las redes, locamente existen profundas brechas políticas. Desde el punto de vista activista también se parte, en ocasiones, de un error conceptual. Que las redes sociales sean accesibles no implica que su naturaleza también sea pública. El acceso y el contenido que se publica en ellas están sujetos a las reglas que impone cada compañía. Y las normas cambian según sus intereses. La propiedad de los datos no está en manos de los usuarios y se venden para intereses desconocidos por sus legítimos propietarios. La conciencia de esta situación llevó a crear software específico para redes sociales independientes como n-1, pero lo que fue una magnífica propuesta no ha sido aprovechado en toda su extensión. El grupo Lorea, encargado de implementar esta red se anticipó a movimientos alarmantes como la absorción de WhatsApp —la mensajería electrónica más habitual— por parte de Facebook, lo que supone concentrar la información de cada usuario de forma preocupante. 122
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Esto señalaría cierta dejadez y conformismo por parte de muchos activistas que se conforman con las soluciones ofrecidas por las corporaciones, por muy paradójico y contradictorio que esto pueda parecer. Lo que se creía al principio como una implicación política fuerte ha dado lugar a un progresivo desinflamiento del activismo bien patente años después a la irrupción de la tecnopolítica. Se produce un efecto souflée: lo que sube muy deprisa tiende a bajar a la misma velocidad. La estrategia de fundar un partido nuevo con una importante base tecnológica, como fue el Partido X tras el 15-M, demasiado elitista, no sirvió para poder encauzar este movimiento popular. La tecnología por sí sola no es capaz de resolver un problema que se basa no sólo en soluciones técnicas sino en todo un contexto social y en una cultura muy determinada. La era post-política, el momento de final de la historia que predicaba Fukuyama, donde se vacía de contenido y responsabilidad al público ante lo común, parece desvanecerse. La ya vieja acusación ante la desafección política vuelve a ponerse en circulación de nuevo e incluso se imaginan recetas y soluciones digitales para contrarrestarla. Por esto se ha llegado a plantear hasta la gamificación —una de las palabras fetiche para la educación en la era digital— de la política, esto es, una representación en forma de juego de las cuestiones políticas para que sirva de «aprendizaje entretenido». La pregunta obvia ante esta gamificación es qué se debe aprender para lograr ciudadanos responsables, para transformar realmente esta multitud de Negri, este general intellect de Virno y otros, en un público real como pedían Dewey o Habermas. Y aquí se encuentra otro problema para el cual lo digital no tiene respuesta: la solución técnica. Se trata de establecer una forma de ver el mundo, un posicionamiento distinto al imperante para que exista al menos una dialéctica entre los dos. Frente a una forma de ver la post-política, la ideología de la no ideología que señala Zizek, debería existir un pensamiento con propuestas alternativas creíbles y capaces de movilizar su público. En definitiva, se trata de articular un pensamiento alternativo de izquierdas. Ésta es la queja de muchos autores y la aparentemente interminable búsqueda de los teóricos progresistas. Consiste en pensar algo diferente al modelo económico y social que neoliberales y conservadores han construido a lo largo de casi treinta años. En la situación actual, da la impresión que el viejo chiste político de los años noventa sigue teniendo validez: «la derecha se ha apoderado del mundo, la izquierda se ha apoderado… del departamento de Inglés». Aquí también la tecnología conduce a ilusiones un tanto simplistas pero rutinariamente dadas por buenas, sin verdadera crítica. Siendo el producto del futuro, de lo nuevo, parecería que su espíritu está más cerca 123
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del cambio, de todo tipo de cambio. Además, serían las generaciones más jóvenes las que comprenden mejor sus virtualidades, sus capacidades y su uso para la transformación social porque son ellas justamente las encargadas de cambiar el «futuro». Se produce así un maridaje extraño y muy discutible entre juventud, tecnología y cambio que debería confluir finalmente en lo político. Las fuerzas conservadoras mostrarían así un flanco abierto en esta situación. Ítem más, siendo tradicionalmente el pensamiento de izquierdas más libre y abierto que el conservador, también la posibilidad de aprovechar este constante intercambio de símbolos y discursos se daría espontáneamente de forma exitosa. El progresismo, en principio, debería funcionar mejor en un contexto de innovación que el conservadurismo; se siente más cómodo con la vanguardia. Pero este planteamiento es, en el fondo, erróneo porque no tiene en cuenta otros factores. Primeramente no se tiene en cuenta el segmento de las nuevas generaciones que no tienen problema alguno en compatibilizar cambio e innovación con posiciones conservadoras o neoliberales. En segundo lugar, hay que insistir en el poderoso discurso neoliberal sobre la innovación que se ha producido durante décadas. En resumen, es lo neoliberal precisamente la esencia de la actual perspectiva sobre la innovación, incluida la tecnológica. Esto es así porque, frente a una sociedad comunista, lastrada por la burocracia y el estatalismo, las sociedades neoliberales se presentan como «dinámicas y creativas». Ponen en marcha las capacidades de individuos muy distintos, con posiciones diferentes, siendo, finalmente, el mercado —un ente abstracto— lo que decide qué sobrevive, en un limpio escenario neo-darwiniano (abusando de la teoría del insigne biólogo que probablemente despreciaría esta extrapolación de su obra). Pero la cuestión no consiste en enfrentar una disputa tan elemental entre viejo y nuevo, juventud y ancianidad. Ninguno de estos valores parece que tenga, de por sí, importantes cualidades políticas superiores al otro. Se puede ser joven y perfectamente conservador y hábil con las tecnologías. Se puede ser mayor y comprender la tecnología de una manera profunda al tiempo que progresista. Y estas categorías admiten una amplia combinatoria. Pero hay que reconocer que el discurso neoliberal es de todo menos improvisado o chapucero. Hay detrás una máquina ideológica bien engrasada que actúa eficientemente en los medios de comunicación, que sabe perfectamente cómo modificar la opinión del público. Se ha dotado de filosofías y pensamientos bien desarrollados, por ejemplo; se ha apropiado de la posmodernidad —de cierta versión adulterada de la posmodernidad— mejor que la izquierda, mejor que cierto progresismo. 124
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Por ejemplo, la noción de que todo es interpretación, llevada a la política, tiene consecuencias devastadoras y ha sido ampliamente defendida desde el bando neoliberal. Ya no hay discusión sobre hechos, no hay por qué sentirse interpelado por interpretaciones contrarias. Simplemente indican la diversidad natural de las interpretaciones. Ésta es la acertada tesis de Jodi Dean y algo parecido resuena en el pragmatismo político de Rorty. Nadie se siente aludido, todo es un continuo interpretativo bajo la sorprendente «regla democrática» de que todo vale lo mismo. Los hechos que se someten a escrutinio no tienen por qué ser debatidos, simplemente, como dice Conway, son alternativos. Queda lejana la frase del senador Mohiyan de «tener derecho a la opinión propia pero no a los hechos propios». Los hechos, en esta versión tan poco sofisticada pero de sentido común, son los que son, independientemente de lo que nos guste o nos disguste. Pero si el aserto se universaliza, entonces todas las posiciones, actitudes y respuestas valen igual, es decir, valen cero. De nuevo se trata de una personalización a ultranza de la política, porque no hay una exigencia exterior, un límite a la interpretación. Y esta es una cuestión que debe tratarse en serio cuando se habla de tecnopolítica.
VI.
PRAETER INTERNET
La actitud correcta es entender que las tecnologías empleadas para el consenso y la acción política no son neutras. Obedecen a una serie de intereses económicos y políticos muy marcados. Secundariamente surgen posibilidades que son importantes para apropiárselas. Nada nuevo que no sepan los verdaderos activistas en la tecnopolítica porque su lucha durante muchos años ha sido esa y sus dificultades las mismas. Son conscientes del problema del público que se arrastra desde los años veinte del siglo pasado, son conscientes de que, con cada desarrollo tecnológico de las comunicaciones, el problema se ha ahondado. Pero queda lugar para cambios como los propuestos por De la Cueva y que denomina acciones micro-políticas. En esa micro-política tiene sentido el activismo en la red, no en asaltar los cielos y repetir la Revolución de Octubre. Resulta muy poco probable este futuro. Más bien se trata de una tarea laboriosa de resistencia, de investigación sobre una información que se ofrece, en principio, en bruto y que requiere implicación, esfuerzo y constancia. La política no se puede gamificar sin convertirla en una trivialidad. En muchos aspectos es dura y exigente, como se puede comprobar de manera cotidiana. No hay resultados que se puedan conocer de antemano. Por tanto hay varios 125
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principios elementales que hay que mantener en mente. Primeramente la humildad ante los logros que se pueden conseguir. Por muy tenaz que se sea, las fuerzas en lo político tienen un alcance limitado. Otra cosa es que la suma de esas particularidades pueda alcanzar algo notable. Se han cambiado legislaciones gracias a la suma de estos pequeños esfuerzos activistas y se puede seguir haciendo en el futuro. La vieja reivindicación de la semana laboral de cuarenta horas, la lucha por la equiparación entre hombres y mujeres comenzada en el siglo XIX, la propia noción de servicio público, de pensiones, sanidad y educación no aparecen como las borrascas o anticiclones, no son fenómenos que surgen por la sola fuerza de la naturaleza o de la historia. Representan luchas continuadas desde hace mucho tiempo. Y nadie puede garantizar que se mantengan en un futuro más o menos cercano. También parece necesario, como mantiene Rorty, recuperar un posicionamiento del pensamiento progresista que sea capaz de movilizar al público. El pensamiento neoliberal ya está de sobra consolidado y activo. Ha sabido resistir varias crisis y resistencias sociales a lo largo de los últimos años y ha sido tan poderoso que ha conseguido dejar sin discurso a otras alternativas políticas de la izquierda. Este discurso progresista daría contenido a un canal de comunicación como las redes sociales. Entonces éstas se convertirían de nuevo en lo que deben ser: una herramienta, no un fin en sí mismas. Rorty afirma que ha descuidado durante mucho tiempo el espíritu pragmático de un pensamiento de izquierdas que se ha centrado no en los problemas cotidianos sino en las minorías. Este momento tal vez ha pasado. Se han conseguido muchos logros en cuanto al respeto por tales minorías pero tal vez este esfuerzo tenga que dirigirse a luchar en los dos frentes —en lo real y lo virtual— o bien entender que las dos están imbricadas. Pero la idea de que el capitalismo es la única forma realmente viable de organizar la economía y la sociedad permanece intacta para muchos. La reciente crisis puso en cuestión, por ejemplo, el asolamiento de las privatizaciones. La reacción por parte de la izquierda oficial llegó mucho más tarde que las movilizaciones sociales. Las conceptualizaciones marxistas, aquellas que todavía se presentan como alternativa al neoliberalismo, apenas alcanzan a una minoría y es patente el descrédito que han sufrido desde finales del siglo XX hasta hoy. Nadie puede proponer seriamente volver a un estalinismo o maoísmo, por muy populares que estas doctrinas fueran en los años setenta, precisamente fuera de Rusia y China, en Europa y Estados Unidos. El utopismo de la ignorancia no puede ocultar el baño de sangre.
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La humildad también consiste en reconocer los límites del conocimiento individual, por mucho que haya una promoción constante del narcisismo en las redes, por muy satisfecho que se sienta uno al publicar una tontería en Twitter y que media docena le aplauda la gracia. Además, es necesaria una implicación constante y vencer en muchas ocasiones el desánimo. La política como profesión, a pesar de la falsa apariencia que se extiende en la sociedad, es una tarea ingrata. Alguien decía que necesariamente la política ha de ser mediocre, mediocre en el sentido de que ha de alcanzar acuerdos medios entre muchas partes, entre muchas formas de ver la misma cuestión. Probablemente a los miembros electos de las asambleas griegas no les complacía especialmente participar de interminables debates, negociaciones y votaciones. Quizás el hecho de ser un deber justificaba ese tiempo empleado. En términos actuales, la civilidad actual no debiera acabarse simplemente en votar o expresar opiniones ajenas en las redes. Es curiosa esa llamada a la participación de las redes al tiempo que la desafección política crece por momentos. Es curioso que en la época de más facilidad para conocer y saber se produzca un ascenso de las posiciones políticas más retrógradas, como los extremismos de derechas o lo que se ha venido en etiquetar como populismo. Por tanto, la ayuda tecnológica, la transparencia informacional, la consulta directa con los ciudadanos, las herramientas para democratizar los partidos y demás estrategias tienen un alcance limitado. Esto lleva a luchar contra esa voluntad de convertir la política en una suerte de Amazon para satisfacer a los consumidores o esperar a encontrar lo algorítmicamente o neuro-científicamente correcto en política.
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Capítulo IV Mundo Rediseño, Reconstrucción y Virtualización
¿Por qué nos inquieta que el mapa esté incluido en el mapa y las mil y una noches en el libro de Las Mil y una Noches? ¿Por qué nos inquieta que Don Quijote sea lector del Quijote, y Hamlet espectador de Hamlet? Creo haber dado con la causa: tales inversiones sugieren que si los caracteres de una ficción pueden ser lectores o espectadores, nosotros, sus lectores o espectadores, podemos ser ficticios. Jorge Luis Borges. Magias parciales del Quijote
I.
LA VIRTUALIDAD DE LAS COSAS
El horizonte desde el que se contempla el mundo tiene por lo general una apertura de entre 4´5 y 5´5 pulgadas, esto es, la amplitud usual de las pantallas de los móviles. En esa mínima perspectiva se producen las interacciones, conversaciones, reivindicaciones y acciones de cada vez más individuos. Tal reducción no parece molestar a sus usuarios habituales, al contrario, cada vez pasan más tiempo con la mirada fija en la pantalla. Preocupada por esta tendencia, Sherry Turkle28, otrora fan de los ordenadores y la realidad virtual pero actualmente luddita desencantada, quiere recuperar la conversación, una conversación interrumpida constantemente por los avisos y pitidos de los móviles omnipresentes. La atención necesaria para ver el mundo y a los otros, como ha dicho Josep Turkle, Sherry, and Juan Eloy Roca. En defensa de la conversación: el poder de la conversación en la era digital. Ático de los libros, 2017. 28
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Esquirol, desaparece deslumbrada por la luminiscencia de la pantalla. Nicholas Carr, otro luddita desencantado, lamenta el poder de distracción que tiene la vida on-line, cómo esta produce ansiedad y hace perder el contacto con las cosas, el mundo, y nos hace caer constantemente en las maliciosas trampas diseñadas ex profeso para nosotros. Las propuestas de realidad aumentada como la de Google —las Google Glass— se enfrentan a la oposición de aquellos que consideran que la compañía vulnera la intimidad, no sólo de los usuarios de los dispositivos sino de aquellos que podrían ser grabados por ellas sin su consentimiento. Miles de artículos científicos, escritos mayoritariamente por psicólogos, alertan de la aparición de diversos síndromes como la angustia de estar siempre conectado, siempre interactuando con alguien o con algo, siempre haciendo varias cosas a la vez como leer, chatear, escuchar música y seguir una serie, en una multitarea que no termina nunca. Es la angustia o ansiedad por no perderse nada, por vivir en tiempo real. Es la tecnología per se la que provoca este síndrome, su mera existencia y uso, sin ella tales problemas no existirían, nos dicen los arrepentidos. Nada que decir del disciplinamiento y el temor que propicia nuestra cultura, y que lleva esos malos usos de la tecnología, nada que decir de los intereses ocultos. La conexión mediada, el acceso al mundo real se ve obstaculizado, filtrado, distorsionado, tergiversado, manipulado por una virtualidad que lo envuelve todo. Por lo general estas críticas pertenecen a un luddismo ingenuo, asustado, que no toma en consideración las causas sino sólo los síntomas. De hecho, el problema no se encuentra en los ordenadores, pantallas, dispositivos de realidad virtual o gafas de realidad aumentada. Se encuentra, precisamente, en cómo se entiende lo virtual y en cómo se usa. Un cuadro, propone Tomás Maldonado, es también un dispositivo de realidad virtual. El San Jerónimo de Messina, rodeado por el león, el pavo real y demás animales, nos sumerge en un espacio tridimensional cuando, en su materialidad, sólo tiene dos. La novela más famosa de la historia presenta a un hidalgo que vive en un mundo virtual compuesto de miles de novelas de caballería. Cualquier lector ávido ha experimentado una forma de inmersión en lo virtual que muy pocas máquinas son capaces de ofrecer. En definitiva, lo virtual ha acompañado a la humanidad desde el principio de los tiempos, desde que se ha contado un sueño, por ejemplo. El problema es otro, se trata de encontrar qué se ha perdido o cómo se ha transformado lo virtual en la sociedad contemporánea. Dicho sea de paso, la importancia de lo virtual en la psique y el conocimiento ha sido una cuestión ampliamente debatida en la historia del pensamiento. Por ejemplo, la filosofía analítica ha realizado considerables esfuerzos para entender qué 130
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es una ficción —Arthur C. Danto29—, o cómo se pueden crear mundos alternativos —Nelson Goodman30—, e historiadores como Ernest Gombrich31 han intentado definir qué es el mero hecho de representar. Cómo se convierte una superficie bidimensional —piénsese en cualquier cuadro más o menos realista— en una ilusión tridimensional es un enigma complejo que implica asuntos matemáticos —geometría—, psicológicos —entender el sentido de la vista—, artísticos —toda una panoplia de retóricas visuales—, y también cuestiones lingüísticas y de interpretación. Toda esta riqueza teórica y de reflexión desaparece cuando se transforma el problema en una cuestión ingenieril o informática. Se afirma que la realidad es algo externo, y que la tecnología es capaz de recrearla. El test para probar su validez, parafraseando a Turing, debería demostrar, simplemente, si un dispositivo es capaz de confundir los sentidos, si sabe o no distinguir sensorialmente entre una imagen virtual o una real. Se trata de saber si la realidad mediada por la tecnología, en palabras de Jean Baudrillard, se puede convertir en una hiperrealidad, tan convincente que ni siquiera requiere de un referente externo. Sin embargo, siguiendo una tradición filosófica clásica, lo que existe a nuestro alrededor no sólo son hechos sino también ficciones. Ficción proviene de fingere, moldear, dar forma. La mente finge constantemente sobre lo que se denomina como «realidad» pues busca un orden y un sentido que probablemente no exista pero que permite orientarse, mejor o peor, en el mundo. Se fingen novelas, melodías, mapas, cuadros, imágenes, películas y entornos de realidad virtual. Esta elaboración es la que permite entender precisamente lo que aparece de forma distante y muchas veces inaprensible, es decir la realidad misma en toda su complejidad. En definitiva, el mapa no podrá ser el territorio y aunque Sherlock Holmes tiene más importancia para muchos que un individuo común y corriente, tampoco existe fuera de esa ficción. Es este fingir el que aparece también en el oxímoron oculto de realidad virtual y en sus variantes como realidad aumentada, realidad sintética y demás. Pero también existe un límite para la ficción. Un adagio popular afirma que «la realidad supera la ficción». Algo sucede cuando ese fingere se topa con lo inesperado, con la sorpresa y la contradicción que surgen de lo real. Quizás esa sea la diferencia más notable con la realidad virtual: en ésta no cabe sorpresa, nada puede superar o contradecir lo que ocurre se Danto, Arthur C. Qué es el arte. Grupo Planeta (GBS), 2013. Goodman, Nelson. Maneras de hacer mundos. Vol. 30. Antonio Machado Libros, 2015. 31 Gombrich, Ernst H. “Arte e ilusión.” Barcelona, Gustavo Gili, 1979. 29
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gún sus patrones. La realidad tiene siempre esa característica, para bien o para mal, de sorprendernos. Los primeros dispositivos de realidad inmersiva mediados por ordenador aparecieron en los años 70. Un ingeniero informático, Ivan Sutherland, tuvo la idea de mejorar los interfaces de los ordenadores por medio de la tridimensionalidad en 1968, aunque algunos consideran que el verdadero pionero fue Morton Heilig que propuso algo similar en 1960. Tanto Sutherland como Heilig intentaron encontrar un interfaz que volviera más natural la interacción con los ordenadores. Se trataba de explorar una característica del diseño tecnológico que tuvo después gran predicamento: convertir en amigables las máquinas. Se trataba de antropomorfizar los dispositivos digitales. En los años noventa, con el despliegue de Internet, otros como Jaron Lanier o Myron Krueger retomaron la idea, y pretendieron reformular y potenciar estas posibilidades. Inmediatamente proliferaron todo tipo de propuestas e hipótesis. Incluso se articuló un discurso filosófico en apoyo de esta tecnología. Por ejemplo, Michael Heym32 situaba los antecedentes de la realidad virtual nada más y nada menos que en Duns Scoto. La «virtualitas» escotista equivalía al verdadero ser. Otras posturas más salvajes proponían la Realidad Virtual como el paraíso sexual en el siglo XXI, tal como predicaba Howard Rheingold, marido de Sherry Turkle. Las amenazas de un mundo traducido en bits fueron también la base argumental de una de las películas geek por excelencia, The Matrix. Sin embargo, durante los años siguientes, poco a poco, la realidad virtual se evaporó de la palestra pública. Cierto es que determinados desarrollos en medicina y en el sector militar tuvieron bastante éxito y hoy en día se ha convertido en una herramienta habitual. La realidad virtual en estos entornos no es completamente inmersiva y tiene la finalidad de ayudar con operaciones técnicas muy concretas, como el diseño de moléculas o los vuelos simulados. Inaccesibles al desaliento, los expertos y tecnólogos comenzaron a rearmar su discurso teórico para legitimar esta utopía digital. La multiplicación terminológica es un síntoma de este deseo de llegar más lejos, de alcanzar la última representación de la realidad, una representación que, como en el caso de los mapas de Borges, no sólo no se distinga del territorio representado sino que permita huir de la trivialidad o fealdad de lo cotidiano. Realidad virtual, realidad aumentada, realidad mezclada y realidad sintética son los términos acuñados para estas tecnologías Heym, Michael, The Metaphysics of Virtual Reality, Oxford, Oxford University Press, 1993. 32
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que, probablemente, no sobrevivirán demasiado tiempo en la jerga tecnocentrista del siglo XXI. Pero señalan también algo muy interesante: si tiene nombre ya tiene posibilidad de existir. Además, nombrar lo nuevo requiere también de palabras nuevas, hay que olvidarse de todo lo anterior porque distrae la vista del horizonte verdadero. Esta es la esencia del marketing lingüístico de estos tiempos. Como en el caso de la inteligencia artificial, a la fanfarria representacionista-utopista de los años noventa le ha seguido una campaña más discreta. Frente a la inmersión total, la idea de un mundo completamente virtualizado, se propuso una tecnología más humilde llamada «realidad aumentada». En este caso no es necesaria la inmersión algo alucinada en una tridimensionalidad informática, basta con superponer a las imágenes del mundo real notas y avisos virtuales. El diseño hereda la tecnología militar de los visores instalados en cazas, submarinos y tanques donde los pilotos ven indicadores sobre posibles blancos, posición, velocidad y trayectoria. Los simuladores militares y las indicaciones sobreañadidas en parabrisas y cabinas han sido utilizados desde los años noventa. En 2010 comenzaron a producirse programas de realidad aumentada para teléfonos móviles. Al mismo tiempo, Google comenzó a desarrollar un nuevo interfaz llamado «gafas google» que permitiría, entre otras cosas, el acceso a las funcionalidades de los móviles que serían directamente proyectadas en las gafas mediante órdenes de voz. Se evitaría así tener que desviar la vista de lo que se ve a lo que aparece «aumentado» en el móvil. Se trataría de una semi-inmersión en la realidad. Sin embargo, la reacción de los posibles consumidores sorprendió a los magnates de Google; el éxito fue más bien pobre por dos razones muy distintas. En primer lugar, el precio, unos 1.000 dólares, desanimaba mucho a los compradores. La segunda razón es más interesante; la posibilidad de grabar lo que se veía y subirlo casi instantáneamente a la red suponía un ataque sin precedentes a la intimidad de los demás. ¿Quién querría entablar conversación con alguien que llevara puestas las «gafas google» y pudiese registrar multitud de información sobre nosotros? Resulta paradójico que la invasión de la privacidad por parte de individuos comunes y corrientes sí es tenida muy en cuenta, pero no tanto cuando son las grandes corporaciones o el Estado quienes lo hacen cotidianamente. Los usuarios se convierten, ellos mismos, en cámaras de video-vigilancia, ahorrando así mucho trabajo a las grandes organizaciones. Ahora, otras compañías han comprado el proyecto de Google que tratan de vender con una etiqueta perfectamente aséptica y tranquilizadora: las gafas de realidad aumentada servirán para usos meramente profesionales, no para usos amateurs difícilmente controlables. 133
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Además, se colocará un piloto de aviso cuando el dispositivo esté en modo de grabación. Pero si las gafas google no han tenido éxito, los militares sí que se han interesado y mucho por dotar de estos sistemas no sólo a la aviación sino también a la infantería. Lo que en un principio podría pensarse que es una mejora para la estrategia militar se ha convertido, sin embargo, en una dificultad más. La cantidad de información que aparece en los dispositivos, así como la que llega de los mandos estratégicos es tan grande que, como dice un general, equivale a intentar beber de una manguera con el agua a toda presión. El exceso de información puede paralizar la toma de decisiones, y en el campo militar esto puede ser fatal. Los otros grandes inversores que se han interesado por la realidad aumentada son, por supuesto, las compañías que comercializan juegos digitales. En un abrir y cerrar de ojos apareció y desapareció Pokemon go, una combinación de realidad aumentada y juego de móvil que llevó a obtener un beneficio de 1.000 millones de dólares a la empresa que lo lanzó en apenas un año. Durante un tiempo las noticias se hicieron eco de las excentricidades de los jugadores, pues algunos incluso perdieron la vida intentando cazar los avatares en lugares tan inverosímiles como puentes o autopistas. Las cifras actuales de inversión en estos sistemas es de aproximadamente 1.100 millones de dólares en desarrollos de todo tipo, incluyendo los militares y los relacionados con los videojuegos. Pero la carrera no termina aquí. Puestos a pedir, se puede exigir aún más. Dentro del espíritu participativo y personalizador de la red, ¿por qué no pedir una realidad virtual que se adapte a las necesidades y gustos de cada usuario? La conexión tendría lugar directamente en el cerebro, sin necesidad de incómodos visores, guantes, cableados, gafas o móviles. Y el algoritmo —la palabra clave del siglo XXI— predeciría, sin necesidad de órdenes explícitas, lo que el usuario quiere ver o experimentar. Por supuesto, esto es tan sólo un deseo, no una realidad, ni siquiera un proyecto viable. Todo esto se resume en una idea seminal que también se aplica al cuerpo: la realidad ya no es el escenario donde se experimenta, se vive y se piensa. Es un límite impuesto por una naturaleza torpe que se empeña en martirizar a los humanos constriñéndolos en opresivos límites. El empeño de empresas como Google es, por tanto, mejorar lo que existe, que la representación del mundo se convierta en algo mejor que el mundo mismo. Zuckerberg piensa algo por el estilo, y con su habitual estilo pseudo tech-zen sentencia que «si uno no es capaz de pensar en algo mejor que la realidad es que en el fondo no está pensando con suficiente intensidad». El mundo es limitado, dice, así que hay que romper los límites. Cabría recurrir 134
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de nuevo a la etimología y para señalar que, en realidad, límite es la traducción latina para un término griego con amplias resonancias semánticas: «horizonte». El horizonte se define como límite, el lugar donde la tierra se une con el cielo. El horizonte es lo que da sentido y contexto a las cosas, y es lo que marca la temporalidad y la acción humana. De modo que el genio de las redes sociales quiere construir un mundo sin horizontes, signifique lo que signifique eso. Defendiéndose de las acusaciones de que la realidad virtual aislará todavía más a sus usuarios de lo que ya, de hecho, lo están gracias a las redes sociales, la respuesta de Zuckerberg es que permitirá compartir aún más, crear un mayor sentido de comunidad, y comunicar todavía con más personas. No es más que la típica propaganda de Facebook, aplicada a una tecnología concreta como la realidad virtual. Y es que de eso se trata, de lanzar un nuevo dispositivo creado por la marca —Oculus Go— para un nuevo servicio. A Zuckerberg se le ocurrió publicitarlo en Puerto Rico, justo después de que el país hubiese sido devastado por un huracán. Los portorriqueños pudieron contemplar cómo una caricatura infográfica del amo de Facebook explicaba que la compañía se gastaría 1,5 millones de dólares en ayudarles. Y, de paso, les introducía a una nueva característica de la red social que podrían disfrutar alegremente después de desescombrar el país. Al poco tiempo, Zuckerberg tuvo que pedir disculpas porque quizá no se había entendido bien de qué forma la realidad virtual podría eliminar los límites que imponía la realidad en aquel lugar y en ese preciso momento.
II.
VIDA HACKEADA
En la filosofía tradicional se separaba el mundo en tres reinos distintos: animal, vegetal y mineral. Como si de un programa completo se tratara, hoy diferentes tecnologías tratan de reconstruir esos dominios a imagen y semejanza del ser humano. Grosso modo, lo animal y vegetal, en definitiva la vida, tienen que ver con el ámbito de la biología sintética mientras que lo mineral formaría parte de la nanotecnología. Sin embargo, se ha ido más allá; el clima, amenazado de cambio catastrófico, también es susceptible de reconstrucción y recreación. El mundo de los objetos se conecta con el internet de las cosas, y cuando todo falla siempre quedará la reconstrucción virtual de la realidad. Lo virtual se opone así lo real, pero hay otra oposición importante: lo artificial frente a lo natural. Esta distinción ha sido sometida a crítica en los últimos treinta años, y no es irrelevante que diversas tecnologías hayan sido capaces de crear híbridos y seres sintéticos. Clonaciones, híbridos, quimeras, proto-células hacen que el significado de 135
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qué es lo natural o la vida se vuelva cada vez más problemático. Así, la biología sintética puede considerarse como un ejemplo de la capacidad de creación humana. Pero lo que es una actividad científica, con sus avances y sus dificultades, se ha transformado, para el imaginario tecnófilo, en el tópico de «convertir a los seres humanos en dioses». Y, por supuesto, tenía que llegar la versión «hackeadora» de la naturaleza, una ciencia de laboratorio capaz de camuflar un virus informático dentro de una cadena de ADN y que sirvió para contagiar a un ordenador secuenciador. Las polémicas se multiplican a cada paso, desde el fundamentalismo religioso que ve la manipulación genética de células madre como una amenaza a la obra de Dios, al ecologismo radical que ve en ella otro ataque a la diversidad de las especies con el fin de mercantilizar la vida. En realidad, la biotecnología ha mantenido durante muchos años un intenso debate ético en torno a los efectos no deseados de su actividad, tanto en seres vivos en general como en los seres humanos en particular. En 1975 fueron los propios genetistas quienes promovieron una conferencia en Asilomar para investigar una futura tecnología —el ADN recombinante—, y tratar de establecer guías éticas para la acción futura de los investigadores con la ayuda de juristas y pensadores, no sólo científicos. Este tipo de ADN permite combinar genes de especies diferentes y obtener híbridos, por lo que parece necesario que, en algunos casos, se atienda a un principio de precaución ante los daños que se puedan causar. Asilomar fue un momento determinante que dice mucho de la profesión científica; se encontró necesario establecer autónomamente un código de conducta que, por ejemplo, prohibía clonar organismos letales para el ser humano. También señaló un momento histórico muy concreto: la era postnuclear y la Guerra Fría. Por tanto, los científicos y tecnólogos fueron, en gran medida, conscientes de las consecuencias que podrían tener sus actos; eran ludditas reflexivos, conscientes de los límites que dicta el principio de precaución. Sin embargo, con el entusiasmo de la red y la digitalización todo principio de precaución desapareció. Hágase la bioingeniería y la biología sintética participativas, no importan las prevenciones que durante estos más de treinta y cinco años han mantenido científicos, legisladores y pensadores de la técnica. Se produce así una llamada al «hazlo tú mismo» (Do It Yourself). En realidad el biohacking trata de traducir al campo de la biología los mismos procesos que se inventaron con el software libre. No se necesita una corporación como Microsoft para poder crear un sistema operativo solvente si se cuenta con una red, una comunidad amplia y cualificada. Cuando ordenadores y comunicaciones bajan de precio se presenta el escenario para poner en marcha esta empresa. Ahora se pueden 136
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comprar kits de bioingeniería a precios muy asequibles. Se estima que con 1.000 euros se puede equipar el salón de casa con los aparatos suficientes para secuenciar genomas, hacer un test de paternidad y cosas así. Abrir la genética para los ciudadanos, que el conocimiento circule, que no sean las universidades, los grandes centros de investigación o la iniciativa privada quienes controlen y decidan qué, cuándo y para qué se investiga en genética. La libertad del software libre llevada a la bioingeniería. Se han dado casos de auténticas barbaridades en nombre de este movimiento. Aaron Traywik, un biohacker, se inyectó a sí mismo una terapia génica para eliminar el herpes. Dos días después murió. Otro, Tristan Roberts, probó una vacuna contra el SIDA que él mismo había elaborado a partir de algunos hallazgos provisionales de la investigación oficial. El resultado terapéutico fue que su carga vírica se duplicó tras su tratamiento, es decir, consiguió agravar su enfermedad. Estos casos han transcendido porque se han espectacularizado, pues ambos, como buenos aficionados a las redes sociales, transmitieron en directo su hazaña a través de Youtube. Sin embargo, esta forma de estupidez difícilmente podría darse en el movimiento del software libre porque dependía de una verdadera comunidad. Había un proyecto común que, de hecho, no existe en este terreno. Habría que saber hasta qué punto la estupidez o la pura maldad podrían liberar en el medio ambiente algo que realmente se convierta en nocivo para el conjunto de la sociedad. De hecho se pide, por parte del FBI por ejemplo, un control sobre estos grupos de biohacking porque pueden terminar produciendo armas biológicas. La cultura del «hazlo tú mismo» ya ha fabricado pistolas y armas automáticas con impresoras 3D. Al poco de aparecer estas máquinas capaces de imprimir objetos, en la red circulaban ya los planos para el proyecto Liberator, una pistola de plástico que cualquiera podía fabricar en su casa. Cabría preguntarse si el mismo ejemplo no se pueda trasladar a la bioingeniería casera. Hay dos matices que hacer aquí. En primer lugar, conseguir crear de forma doméstica un agente biológico realmente peligroso requeriría poseer un equipamiento muy caro. En segundo lugar, el biohacking no produce ciencia nueva, nuevo conocimiento, sino que utiliza la ciencia ya consolidada. Así que más bien podría entenderse como una especie de «bricolaje» tecnológico, poco capaz de producir ciencia en sentido estricto. Es posible que entre los participantes del biohaking existan personas perfectamente conscientes de lo que están haciendo, y que asumen el principio hipocrático de no causar daño. Pero también se encuentran otros —los autodenominados biopunks— que sostienen que el principio de precaución es una forma de paternalismo social y científico del que hay que prescindir porque es un modo de opresión. En nombre de la huma137
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nidad, reclaman una libertad total para perseguir el conocimiento, sin importar las consecuencias. Salta así por los aires un principio común a todo derecho: que no todo lo que puede hacerse debe hacerse. En 2010 se produjo uno de estos acontecimientos que recuerdan el dicho de Gide —el infierno está empedrado de buenas intenciones—. Se trataba entonces del proyecto Bioluminiscencia. Consistía en modificar genéticamente plantas y árboles para que pudieran brillar en la oscuridad. Su utilidad consistía en emplearlas en las calles de las ciudades para ahorrar electricidad y, por tanto, reducir las emisiones de carbono. El proyecto se financiaría por crowdfounding en la plataforma Kickstarter y cada contribuyente recibiría en compensación semillas de estas plantas y árboles para que las pudiera plantar en su localidad. Ello implicaba extender por todo Estados Unidos y otras partes del planeta estas plantas. Sin embargo, y para sorpresa de los promotores de la campaña —que por cierto alcanzó relativamente pronto la financiación requerida— pronto arreciaron duras críticas contra el proyecto. Según algunos, este experimento liberaría organismos modificados genéticamente a lo largo del país, en climas diferentes, con floras y faunas distintas, sin tener ni idea de los efectos, de las hibridaciones o consecuencias nocivas, para otras especies como los insectos o los pájaros. Además, quien apadrinaba el proyecto era una compañía privada —Cambrian Genomics— que, en el estilo típico de los emprendedores de nuestros días, proponía «democratizar», «hacer participativa», la genética. Asilomar y sus protocolos de contención, sus prevenciones y códigos éticos, formaban parte del pasado, no eran más que paternalismo viejo y obsoleto del que había que deshacerse.
III.
Y VENDRÁN LLUVIAS SUAVES
No sólo el hacking se produce en los organismos vivos, también en la misma fisicidad del planeta. Nos encontramos en una nueva era geológica que algunos han llamado Antropoceno. El planteamiento es relativamente sencillo: la principal causa de los cambios geológicos que sufre el planeta hoy es la acción del ser humano. Paul Crutzen, Nobel de química en 1995, dijo durante una conferencia que la humanidad ya no habita en el Holoceno sino que, por derecho propio, ha establecido su propia era, una era de catástrofe, por cierto. Por primera vez en la historia natural el plástico se hibrida con la piedra y se asienta para crear estratos totalmente inéditos, mixturas de roca que en un futuro se comprimirán y, si 138
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todavía quedan geólogos, podrán señalar la franja diferente que señalará el cenit de la era del progreso. La acción industrial ha supuesto asimismo un cambio en la atmósfera donde los gases de efecto invernadero operan sobre la superficie de la Tierra. Las especies desaparecen en una masiva extinción casi sin precedentes. Los huracanes, las sequías extremas, la subida del nivel de los océanos y la radiación solar supondrán el desplazamiento de millones de personas en periodos muy cortos. Crutzen encontró así la inspiración para inaugurar una nueva era a partir de la desesperación. El Antropoceno, así presentado, tiene de todo menos belleza, retrata un apocalipsis ecológico seguido de un desastre mundial al que Hollywood saca partido de vez en cuando. Tal como es de desesperada la situación, así de arriesgada es la propuesta para revertir sus consecuencias: la creación de una nueva disciplina llamada geoingeniería. Seis años después de acuñar su término para la nueva era geológica, Crutzen escribió un artículo que, para los no iniciados en la materia, podría pasar por un texto académico abstruso: «El reforzamiento del albedo con inyecciones de sulfuro: ¿una contribución para resolver un dilema político?». En este documento se encuentra una noción también inédita en la historia de la humanidad: la necesidad de alterar consciente y deliberadamente la atmósfera del planeta para revertir el calentamiento global y las emisiones de CO2. Esta acción consistiría en introducir partículas de sulfuro en las capas altas de la atmósfera para que reflejen parte de los rayos del sol. La idea partió dela observación de un hecho natural: la erupción del volcán Pinatubo en 1991, cuando éste cubrió la atmósfera de cenizas sulfurosas y las temperaturas descendieron 0,5º C. Se trataba entonces de refinar este efecto natural y extenderlo, por supuesto, a escala mundial; resolver los problemas del calentamiento global no podía hacerse con intervenciones tímidas o parciales. Esta primera posibilidad de intervenir en las dinámicas planetarias abrió las puertas para otras de igual escala, como sembrar las profundidades marinas de limaduras de hierro capaces de absorber el CO2, proceso también conocido como fertilización del océano. Se ha propuesto también colocar en el espacio espejos que reflecten el 1% de la luz solar para reequilibrar la temperatura de la Tierra. Abusando del término, otra vez, se ha descrito a esta disciplina como el hackeo del clima terrestre. Curiosamente, la geoingeniería trata de dar respuesta al problema ecológico que representa el cambio climático provocado por el avance de la industria; pero, al mismo tiempo, permite pensar en la posibilidad de generar toda una industria dedicada precisamente a modificar las condiciones de vida en el planeta. 139
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Parte de este complejo industrial ha negado por activa y por pasiva la existencia de algo así como el Antropoceno o, de forma más simple, que el cambio climático se deba a causas humanas. Se han pagado estudios para refutar las conclusiones de la comunidad científica y negar las evidencias. Sin embargo, otro sector de esa industria entiende que puede encontrarse ante una oportunidad de negocio fantástica frente la emergencia ecológica derivada del cambio climático. Así, ciertos sectores de la industria y el movimiento ecologista han comenzado a transitar un extraño camino de confluencia. Ha pasado antes; el padre de la teoría Gaia, James Lovelock, ha defendido que la energía nuclear es la única alternativa para el problema de las emisiones de carbono. La actividad de la geoingeniería se justifica por la urgencia, porque se trataría de la última apuesta, de un todo o nada por el clima. Las empresas están ya reclamando parte del pastel económico que prometen estas tecnologías, pues los gobiernos, al haber externalizado el grueso del I+D, son incapaces de crear consorcios suficientemente poderosos para lograr soluciones a corto plazo. En 1981, antes de toda esta discusión, Dieter Eisfeld33 retrataba de forma magnífica en su novela especulativa El Genio lo qué podría ocurrir con el viejo deseo de controlar el clima. Todo acaba en desastre, naturalmente.
IV.
LA PROPIEDAD DEL MUNDO
La nanotecnología es otra de las candidatas para convertirse en la nueva revolución del siglo XXI. Y tiene la ventaja de crear objetos tangibles. Manejar la escala «nano» supone prácticamente encontrar el punto ínfimo desde donde reconstruir el mundo en toda su variedad, nos dicen. Se descubren nuevos materiales como el grafeno, llamado también «el material de Dios», capaz de revolucionarlo absolutamente todo, pues sus aplicaciones son, según sus entusiastas, ilimitadas. Sin embargo, a día de hoy, después de otorgar el premio Nobel de física a sus creadores en 2010, apenas existen productos de grafeno en el mercado. En realidad, las primeras propuestas de explorar las nano-tecnologías aparecieron en 1920, pero se tardó mucho en encontrar posibles aplicaciones. Su presencia ha pasado desapercibida hasta hace relativamente poco, pero se sabe que algunas nano-partículas existen en la atmósfera debido al uso de combustibles fósiles y que causan enfermedades graves. Las nano-par Eisfeld, Dieter, El genio, Seix Barral, 1987.
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tículas de carbono se respiran, se digieren o se adhieren a la piel y se incrustan profundamente en el cuerpo y, al tiempo, atraen otras partículas especialmente dañinas. En 1989, IBM fue capaz de «escribir» con átomos el logo de la compañía gracias a un microscopio de efecto túnel inventado ocho años antes. En los treinta años siguientes se han desarrollado más de 3.000 productos; casi todos ellos se han derivado de las investigaciones de una disciplina conocida como física de los materiales. Al reducir la escala de los materiales, la primera sorpresa con la que se encuentran los creadores es que sus propiedades cambian radicalmente. Magnetismo, catalizadores, conductancia y otras cualidades similares se multiplican o se reducen respecto a su escala macro. Las aplicaciones de estos descubrimientos se extienden desde las cremas bronceadoras a las zapatillas de deporte o las placas solares. Por otro lado, alarmistas como Bill Joy tienen pesadillas con ejércitos de nano-robots replicantes que, imparables, devorarán el mundo. Los autómatas auto-replicantes teorizados por von Neumann se dedicarían a roer la materia del universo para reproducirse. Este ejército de termitas robóticas se extendería por el universo y el desastre vaticinado por los seguidores del Antropoceno se quedaría corto comparado con lo que la actividad humana podría hacer con el universo. Pero todo esto también es parte de la propaganda tecnológica, y desvía la atención de otra cuestión como la alta contaminación y las enfermedades que los nano-compuestos pueden provocar. Se sospecha, por ejemplo, que el nano-oro es uno de los materiales cancerígenos más peligrosos que se conocen. También los militares se han vuelto fervientes creyentes de las posibilidades de esta tecnología. De hecho parece ser —la noticia esta vez parece que es cierta— que Rusia ha sido capaz de fabricar una bomba con explosivo de nano-aluminio estableciendo un nuevo récord de potencia explosiva no nuclear para este siglo. Ha vencido a la «madre de todas las bombas» norteamericana, alcanzando cuatro veces más capacidad de destrucción. Los rusos la denominan «El padre de todas las bombas». Esto cambia las reglas del juego de la guerra y del terrorismo porque la producción de este tipo de artefactos —con una potencia equivalente a una pequeña bomba nuclear— no requiere de instalaciones tan costosas y visibles como las nucleares. Esto haría mucho más difícil controlar el arsenal mundial de nano-bombas. Armaduras, balas, chalecos y otros equipamientos ya están a la espera de su conversión a lo nano. Por supuesto el estamento militar será el primer agente de desarrollo de esta tecnología, muy por delante de otras aplicaciones «secundarias» para la sociedad civil como la salud. 141
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Por otro lado, lo que sí se reproduce peligrosamente y ha creado una guerra sin precedentes no ha sido la nanotecnología en sí, sino la batalla por sus patentes. El primer asunto serio que se debe considerar es que los expertos no se ponen de acuerdo en una definición clara y precisa de qué es nanotecnológico, y habrá que suponer que sus propios intereses científicos y comerciales no les nublan el juicio. Por tanto, es posible que la definición precisa de nanotecnología termine en manos de jueces y abogados. Algunos han intentado patentar así la Tabla de Elementos Periódicos de Mendeleyev. Sin embargo, aunque el nano-hierro tenga propiedades distintas al hierro es, al fin y al cabo, hierro, un elemento químico común y corriente. La carrera por patentar cuanto antes los frutos de la investigación se parece a la estampida que se produjo en California en el siglo XIX para encontrar oro. En la actual carrera desenfrenada no compiten sólo empresas sino también universidades y centros de investigación públicos atraídos por las inmensas riquezas que se reservan para los más ágiles y rápidos. Compartir y difundir el conocimiento dejó de ser hace tiempo un valor relevante para la investigación tecno-científica. Desde hace años, las cuestiones legales se contemplan en las partidas presupuestarias de investigación, porque ciertos litigios pueden traducirse, a la larga, en una fuente de ingresos. La idea de fondo es que quizás entre esas patentes se encuentre aquella que sirva como fundamento para todos o gran parte de los futuros descubrimientos. Es una lotería, ciertamente, en manos de las oficinas de patentes, y especialmente de la norteamericana que tiene un inmenso peso legal en todo el mundo. Sin embargo, ésta se encuentra prácticamente paralizada por el ingente trabajo. Las solicitudes se cuentan por millones, mientras que la inversión en recursos públicos para esta agencia se ha visto recortada en los últimos años.
V.
EL MAPA ES EL TERRITORIO
Desde hace años se ha propuesto conectar todos los objetos a la red, no sólo los ordenadores y los móviles o los diversos sensores. Desde el frigorífico a las zapatillas de deporte, pasando por las máquinas de una fábrica, el dron que lanza un misil contra un terrorista, el coche autónomo, las mascotas, las existencias de los almacenes y todo lo que se pueda imaginar, estarán sujetos a la interconexión a través de la red. Si cada objeto, o incluso cada ser vivo, pudiera tener su transmisor conectado a la red, el adagio bíblico de dar nombre a las cosas para dominarlas alcanzaría un nivel inédito. Nombrar es un acto de poder sobre las cosas. El despliegue de la telefonía móvil 5G es 142
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el comienzo de esta superconexión. Los cálculos predicen que para 2020 se habrán conectado unos 20.000 millones de dispositivos, tres veces más que los habitantes de este mundo. Pero no se trata sólo de poner nombres sino también de saber qué hace y cómo se comporta cada entidad y cómo se conecta con otras. Cada una de estas conexiones manda datos que son tratados con algoritmos a fin de dotarlos de significado para comprender su comportamiento o su dinámica. La promesa tecnológica oculta el detalle de lo que podría ocurrir en un mundo donde las interconexiones se multiplicasen en semejante grado. Una de las propuestas consiste en un altavoz conectado a la red que, gracias a tales algoritmos, sea capaz de predecir los gustos musicales del consumidor. Para ello envía regularmente los hábitos de escucha del usuario, es decir, además de emitir dispone de un micrófono que, colateralmente, puede recoger las conversaciones y enviarlas a un servidor de la compañía que proporciona el servicio. El cine solía mostrar cómo las agencias de inteligencia se tenían que esforzar por colocar discretamente aparatos de escucha. Y también cómo se evitaba ser espiado poniendo música a todo volumen o abriéndo los grifos para impedir la escucha de agencias como la KGB o la CIA. Ahora es el propio usuario el que coloca voluntariamente los aparatos de escucha y son las compañías las que pueden aprovecharse de ello. Se repite incesantemente que el principal problema para el internet de las cosas lo representa el hacker malicioso capaz de cambiar los menús de las máquinas de bicicletas municipales por escenas porno, como ocurrió en Madrid. Este ejército en la sombra, dedicado a realizar el mal por el mal no tiene, evidentemente, ninguna conexión con los Estados o las grandes compañías privadas, que ejercen el espionaje en una escala inédita. Son simplemente delincuentes. Todos los casos de vulneración de la intimidad perpetrados desde las propias empresas digitales tratan así de hacerse pasar por accidentes, grietas en su arquitectura de seguridad que se solucionarán pronto. En realidad, la idea de conectar cuantos más objetos mejor y darles la correspondiente identificación podría generar dificultades para asignar un código a toda la basura generada en las sociedades contemporáneas. Habría que saber si se podría llevar un registro de todos esos objetos tecnológicos desechados por una política de obsolescencia que se queda muy atrás en la mirada de industriales, políticos, legisladores y consumidores. Sería ilustrativo llevar la cuenta del número de móviles que una persona de nivel económico medio compra a lo largo de su vida. La cifra crecería de manera desproporcionada si se le añadieran ordenadores, electrodomésticos, latas, productos orgánicos, ropa, coches, tablets, muebles y todo aquello que tiene la etiqueta genérica de low cost. A pesar de las constan143
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tes campañas de reciclaje, la situación es cada vez más desalentadora. De acuerdo con la Agencia de Protección del Medio Ambiente norteamericana, en 1960 se producían 88 millones de toneladas de residuos anuales. Cincuenta años después 258,5 toneladas anuales. Cada persona producía entonces unos 2,68 toneladas anuales y en la actualidad llega a 4,44, esto es, más del doble para una población mucho mayor que en 1950. Los esfuerzos por reciclar se convierten en algo cada vez más parecido a la tarea de Sísifo. Además, existen residuos que no se pueden reciclar de ninguna manera, como es el caso de los residuos radioactivos. Los barcos hundidos en el mar antes del 6 de agosto de 1945 —día de la primera explosión nuclear de la historia— son los únicos restos de acero que no están contaminados por la radioactividad generada a partir de las explosiones nucleares del siglo pasado. Y este es, precisamente, el acero adecuado para construir medidores fiables de radioactividad como los contadores Geiger, los sensores fotónicos o todo tipo de instrumental médico para medir la radioactividad acumulada en el cuerpo humano. Habría que reciclar el acero de los barcos hundidos en la batalla de Jutlandia para poder medir la contaminación presente. Los chatarreros violan los viejos santuarios de las batallas del pasado para mantener activa la guerra del presente. En cualquier caso, si el consumo es índice de riqueza y de crecimiento económico, la batalla por el reciclaje está perdida de antemano. Aunque se aumente anualmente en, pongamos, un 5 % de materias reutilizadas, si el consumo crece mundialmente un 10 %, el problema se agudizará. Cuando se proponen medidas contra la obsolescencia programada o para limitar el consumo, por lo general, se llega fácilmente a un acuerdo meramente teórico pero que en absoluto se traduce en la práctica. No sólo se trata de preservar el medio ambiente con estas medidas, también de conseguir una sociedad más habitable para todos. Como respuesta se propone el desarrollo sostenible, un interesante oxímoron que se extiende por todas partes porque la «sostenibilidad» afecta a todas las facetas humanas; desde la producción de bienes y mercancías hasta las relaciones personales o los modelos de negocio. En definitiva, quizás con el internet de las cosas se consiga un detallado inventario de toda la basura que se crea, que invade cada vez más espacio en el horizonte del mundo y que es obra del ser humano. ¿Se despertará con ello una mayor conciencia ecológica? Hay quienes no reciclan porque ven en ello una forma extra de cargar sobre los consumidores más peso y menos recompensa. En algunas modalidades son los consumidores quienes tienen que clasificar la basura, colocarla en el receptáculo adecuado y pagar más dinero por los nuevos contenedores para recoger la basura. Las empresas recolectoras y recicladoras obtienen 144
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de forma gratuita —el plástico, los envases de vidrio y el papel— el fruto del esfuerzo de los consumidores. Sin embargo, sirve para aliviar la conciencia de un ecologismo blando transversal, no demasiado exigente con las acciones individuales. ¿Quién no se declara preocupado por el medio ambiente en el siglo XXI? ¿No vivimos en la era del cambio climático, en el Antropoceno devastador? El cobro de las bolsas de plástico —una suerte de disuasión no demasiado severa— tampoco sirve para aliviar demasiado un problema que crece por miles de toneladas cada año. Las viejas argumentaciones sobre el consumo responsable que se han elaborado durante décadas tienen plena vigencia hoy en día, pero no se han tomado en cuenta. Nadie quiere pagar las externalidades asociadas al consumo. El paradigma económico en el que nos encontramos inmersos sostiene que hay que crecer siempre, aumentar el consumo, y esta es la contradicción inherente a propuestas como las del desarrollo sostenible, el reciclaje o la economía circular. El mundo tiene límites, y existe un punto de no retorno en el consumo y el desechado de las materias primas. El mundo ilimitado que presenta lo digital es, por tanto, una peligrosa quimera, a pesar de lo que digan todos los Zuckerberg y los Harari34 de nuestro tiempo. Esta idea de los límites ha llevado a teorizar sobre diversos modelos de decrecimiento. En realidad, la discusión se plantea en términos de si este decrecer ocurrirá de forma abrupta y catastrófica o bien se pueden planear diversas estrategias para suavizar una inevitable caída. Pero es importante también ver el decrecimiento desde otra perspectiva no necesariamente catastrofista o apocalíptica: tener menos para ser más. El adagio de Erich Fromm de los años sesenta, ser o tener, reaparece en el siglo XXI como una cuestión tanto de supervivencia como de bienestar en el mundo, de tener un hogar y no un almacén junto al vertedero. Como diría otro luddita reflexivo: sobrevivir no requiere ni de libertad ni de autonomía. Hasta cierto punto sobrevivir es una tarea sencilla pero vivir es una cosa bien diferente, pues la buena vida requiere pensar, decidir y elegir. Vivir en un mundo efímero saturado de cosas no permite que los cuerpos dejen huellas sobre él, decía Illich, porque las huellas humanas deberían ser algo más que montañas ingentes de detritos. También la invasión de las cosas amenaza la vida íntima, como denunciaba Hanna Arendt. Los millares de objetos que rodean la cotidianidad terminan por anegarla en la banalidad.
Harari, Yuval Noah. Homo Deus: breve historia del mañana. Debate, 2016.
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Coda: Para un luddismo reflexivo en el siglo XXI
Es momento ya de una breve recapitulación, un resumen de las principales tesis mantenidas a lo largo del libro. En primer lugar, hay que definir qué es lo que hemos denominado como luddismo reflexivo: aquella crítica que entiende la necesidad de negociar inteligentemente con la tecnología del momento presente. No es posible volver atrás, a pesar de las delirantes profecías de Zerzan; tampoco es posible ni sensato intentar emprender una campaña de violencia directa contra los responsables del progreso tecnológico —como intentó Kaczynski—; de nada sirve refugiarse en la espesura del bosque, al menos como solución para una inmensa mayoría. Al establishment le resulta muy sencillo ridiculizar este tipo de luddismo irreflexivo, y muchas veces con razón. Pero aquí nos referimos a un luddismo que tiene tras de sí una larga tradición de más de ciento cincuenta años, y cuyas propuestas en muchos casos todavía hoy tienen validez. Desde los primeros críticos literarios de la tecnología hasta los académicos-activistas englobados bajo la etiqueta de estudios de Ciencia, Tecnología y Sociedad (CTS), se ha recorrido un largo camino que no podemos olvidar. No hay duda de que la crítica a la tecnología ha adquirido un mayor impulso en los últimos años; basta con ver los cada vez más frecuentes libros que critican, con mayor o menor calado, el presente tecnológico. La capacidad disruptora de las nuevas tecnologías ha causado temores de muy diversa índole; desde el grave problema medioambiental al control creciente de las grandes corporaciones, pasando por el temor a la destrucción de puestos de trabajo o la desaparición de la privacidad. Estos temores crecen como consecuencia de un desarrollo tecnológico sin precedentes, en una época única en cuanto a innovación y progreso materiales. Pero los problemas a los que nos enfrentaremos en el futuro no se reducen a la tecnología por sí 147
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sola; afirmar lo contrario sería recaer en el determinismo. Un error que tanto tecnófobos como tecnófilos suelen cometer, con una diferencia: los primeros otorgan un valor ominoso a este determinismo, mientras los segundos lo celebran. Las opciones de tomar otro rumbo han existido, existen y existirán, por muy difíciles que sean de vislumbrar. De lo contrario, no tendría ningún sentido escribir una crítica a la tecnología, a no ser que se tratara de un lamento por el inevitable final de los tiempos. Es indudable que lo apocalíptico tiene su encanto, pero muchas veces deja intactos los problemas más relevantes. En una época muy diferente a la actual, en 1965, Umberto Eco publicó un libro ampliamente citado, Apocalípticos e Integrados en la cultura de masas, en el cual se distanciaba de dos posturas extremas sobre un problema muy acuciante en aquella época: qué representaba la cultura pop y de los medios de comunicación de masas frente al orden cultural tradicional. La solución, de acuerdo con Eco, era aceptar que esta cultura necesariamente existe y ha de existir, pero al tiempo ser capaces de organizar una crítica interna a sus productos, a sus logros, para sustraerla tanto como se pueda de los poderes económicos —léase conglomerados empresariales de los medios de masas— y hacerla capaz de generar valores culturales que sean relevantes. Se trataría de una resistencia en gran medida quintacolumnista, un posibilismo razonable. La equidistancia, sin embargo, le duró poco. Eco se hartó de insultar a los nativos digitales en los últimos años de su vida; consideraba que Internet reclutaba «legiones de idiotas» y hacía que filósofos de bar rivalizasen con premios Nobel en cuanto a su posibilidad de hablar y difundir sus opiniones. Quizás la capacidad de los nuevos medios digitales acabaron por sobrepasar al semiólogo, quizás la vuelta de tuerca de una sociedad cada vez más absorta en esta tecnología le llevó a convertirse inadvertidamente en un apocalíptico, en contra precisamente de su posición inicial. Sin embargo, su propuesta de 1965 no carece del todo de interés en la actualidad. La situación ha escalado varios órdenes de magnitud y la crítica se ha vuelto más complicada que en aquellos años. Los poderes económicos han alcanzado un nivel completamente inédito y al tiempo se ha desarrollado una ideología que trata de reclutar a la población para que interioricen las verdades de la nueva era. La tecnología es esencialmente, dicho de forma somera, un producto cultural y como tal está permeado de elementos sociales, políticos y económicos. No se puede prescindir de ella porque es connatural al ser humano, como lo es la política, la sociedad y la economía. Otra cosa muy distinta es olvidar todo intento de crítica o ponderación de su desarrollo, y asumirla como una fatalidad, un destino ineludible. Encontrar las interacciones en148
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tre sociedad, política, economía y tecnología se convierte, por ello, en un preámbulo necesario para comprender qué lugar juega la idea de progreso en nuestras sociedades. La crítica debe contar con esta complejidad, no basta con eslóganes o con juicios desabridos en contra de la tecnología, o con declaraciones ingenuamente optimistas sobre la trascendencia tecnológica final que resolverá todos los problemas sociales. La discusión sobre el progreso no es nueva, lleva siglos desarrollándose. Recuérdese cómo la discusión entre Rousseau y Voltaire, tras el terremoto de Lisboa, sentó las bases para la polémica sobre si la humanidad progresaba o no; polémica que no ha cesado de reproducirse desde entonces. Un millón de ejemplares vendidos del ensayo Homo Deus. Breve historia del porvenir, permitió a Yuval Noah Harari, en 2016, resucitar por completo el mito tecnohermético sin matices, directamente en la tradición de Moravec o Tipler, aunque con más sofisticación argumental. Un millón de ejemplares para un libro de aproximadamente mil páginas resulta insólito para una época con una capacidad de atención profundamente disminuida, pero su contenido ha despertado viejos temas en un contexto nuevo. No hay que preocuparse demasiado, según Harari, de las pequeñas dificultades que aparecen en el camino hacia la utopía del siglo XXI, tales como el cambio climático, el progresivo desmantelamiento del Estado del Bienestar, la desaparición masiva de especies o la concentración sin precedentes de la riqueza en cada vez menos manos. El destino final del ser humano reside en convertirse en dios, en un homo deus, gracias a la tecnología. Con razón se ha tildado a este libro como un nuevo género de autoayuda peculiar, pensado para aliviar las preocupaciones sobre un futuro que, a pesar de todos los parabienes de los teóricos, parece amenazador. La sociedad del espectáculo exorciza con las distopías esos temores, precisamente, convierte en placer el desasosiego ampliamente compartido en la sociedad. En el siglo XXI, en 2018, el psicólogo Steven Pinker35 ha tratado de convencernos, con otro grueso libro —sorprendente en la era de Twitter que hagan falta tantas páginas para exponer una idea tan simple—, de que el mundo ha sido, es y será mejor. La obra se convirtió en un best-seller, que Bill Gates consideró como el mejor libro que había leído nunca. También esta opinión es el mejor reclamo publicitario que nunca soñara Pinker. Es hora de simplificar las cosas, propone Pinker, basta con utilizar una serie de medidores estadísticos para saber si realmente la humanidad ha avanzado. No es sensato dudar de logros que se han conseguido en los Pinker, Steven, En defensa de la Ilustración: Por la razón, la ciencia, el humanismo y el progreso. Paidós, 2018. 35
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últimos siglos, cierto, pero pasar de ahí al optimismo por numerología hay un abismo difícilmente salvable. Cabría objetar que la estadística no da un buen retrato del futuro, cabría cuestionar que, si no existen leyes históricas clara e indudablemente demostrables, estos asertos, a pesar de la pretendida cientificidad de Pinker, son bastante endebles. Además el pensador toma la perspectiva aérea para observar esos grandes procesos, donde los individuos concretos no tienen importancia, actitud común entre muchos intelectuales. En una época donde el optimismo es un deber antes que una tendencia, resulta aún más difícil contradecir el espíritu interiorizado de la época. Bien examinado, el optimismo no tiene por qué obedecer a razón alguna sino tan sólo a una predisposición psíquica como lo son el deseo de orden, la resistencia ante la rutina y otras similares. Convertirlo en un valor en sí mismo entraña peligros para esta «sociedad del cansancio» de la que habla Byung-Chul Han36. No añade nada de racionalidad a los argumentos, más bien lo contrario. Lo importante no es el optimismo o el pesimismo sino la verdad de las afirmaciones que uno hace. Pensar que una predisposición anímica puede cambiar la naturaleza de los hechos o el futuro de la sociedad es un inmejorable ejemplo de narcisismo extremo. La noción de progreso es en sí misma harto problemática desde el punto de vista filosófico. El progreso no posee la estructura epistémica de la gravedad o de los enlaces bioquímicos; más bien se trata de un híbrido entre lo que ocurre y lo que se desea que ocurra. Y muchas veces tiene el atractivo de las profecías autocumplidas: si se piensa que existe, entonces existirá. En realidad, desde otras disciplinas se ha puesto en cuestión esa confianza religiosa en el progreso. Alguien propone un experimento mental sencillo: imagínese que la tecnología doméstica retrocede cuarenta años. Un apartamento sería prácticamente idéntico a uno actual: poseería agua corriente, calefacción, sanitarios, aire acondicionado, teléfono. No tendría una conexión remota, no al menos una con la velocidad actual, porque las primeras conexiones informáticas, como se ha señalado antes, ya funcionaban —con lentitud por supuesto— a finales de los 70. Pero si la fecha se pospone 100 años atrás las cosas cambian sustancialmente. Las viviendas normales y corrientes serían espantosas para la sensibilidad corporal de este siglo. No habría intimidad en el baño, la higiene sería costosísima, el frío horrible en invierno y el calor insoportable en verano, las enfermedades infecciosas camparían por sus fueros… pensar en un Han, Byung-Chul. La sociedad del cansancio: Segunda edición ampliada. Herder Editorial, 2017. 36
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escenario tan poco alentador es un buen indicador de hasta qué punto la innovación pudo ser importante durante un tiempo, y más tarde haberse desacelerado notablemente, al menos en lo que a los hogares concierne. Otros como Piketty han puesto su punto de mira en la concentración de capitales y han concluido que la riqueza se acumula casi exclusivamente en las fortunas históricas y que los ricos por emprendimiento, léase Bill Gates, Jeff Bezos o Steve Jobs, son una rara excepción. La crisis de 2007 reveló de forma abrupta el progresivo empobrecimiento de la denominada «clase media» a la que se le repite insistentemente que ha vivido por encima de sus posibilidades, es decir, que se administra mal. Frente al estado del bienestar —welfare— habría que imponer, según los ideólogos del nuevo orden tecnológico, el Estado del trabajar, el workfare. El economista George J. Gordon37 indica que las nuevas tecnologías han logrado un verdadero aumento de la productividad, pero la inmensa mayoría de esa riqueza no ha llegado al grueso de la población. La revolución tecnológica puede haber contribuido, así, al empobrecimiento de la inmensa mayoría. Por primera vez en décadas se ha instalado la convicción de que los tiempos futuros no van mejorar las condiciones de las generaciones más jóvenes, más bien al contrario, empeorarán. Es sencillo aceptar que el cambio y la mejora de las condiciones de vida obedece a fluctuaciones, que se particularizan en ciertos sectores, tanto en su mejora como en su empeoramiento. La tecnología, por lo tanto, no actúa como la gran reparadora de los problemas concretos, pues éstos siguen dependiendo de decisiones políticas, económicas y sociales. Gordon también señala una cuestión que parece de sentido común: actualmente no tiene demasiado sentido crear ordenadores personales más potentes porque el mercado no los demanda. Así que la utopía de crear inteligencia artificial con mayor velocidad de procesamiento puede quedar fuera de las perspectivas empresariales. Es el mercado entonces, igual que ocurre con la investigación sobre determinadas enfermedades raras —no rentables a no ser que los Estados se comprometan a financiarla—, el que dirige el proceso tecnológico en este caso. Un dogma subordinado al progreso es el de la innovación; podría decirse que este progreso más o menos etéreo en sus formulaciones se encarna en las innovaciones concretas, etiquetas que se colocan a nuevos aparatos, aplicaciones y dispositivos que aparecen en el paisaje tecnológico. Se tiende a presentar siempre los aspectos positivos de la innovación en vez de asumir, como otrora hiciera Schumpeter, en el carácter también destructivo de toda Gordon, Robert J. The rise and fall of American growth: The US standard of living since the civil war. Vol. 70. Princeton University Press, 2017. 37
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innovación. Las transformaciones causadas por el ser humano siempre han ocurrido, de forma más o menos discreta, más o menos notoria. Pero la idea de que la innovación es buena en sí misma y que hay que exigir la máxima implicación a los agentes sociales para lograrla sólo se ha generalizado en los últimos treinta años. Tal como señala Benôit Godin38, sólo en esas décadas el término ha adquirido las características inflacionarias de una de esas «palabras ameba» que señalaba Uwe Poerksen, que identifican casi cualquier cosa. Ir en contra de cierta innovación como horizonte social no significa necesariamente adoptar una postura conservadora ni desear retroceder en el tiempo. Quién es lo suficientemente arriesgado o salvaje para enfrentarse a un concepto de innovación que ha devenido en dogma, se comporta necesariamente como un verdadero innovador. El problema, sin embargo, es más profundo que una mera discusión lingüística. La innovación, adoptada sin reflexión, se convierte en la obligación de buscar desesperadamente lo nuevo y destruir sin contemplaciones lo antiguo, independientemente de sus propiedades y posibles beneficios. Sería por tanto innovador acabar con un Estado que regule las reglas de juego en los mercados y permitir ese «capitalismo sin fricciones» que reclamaba Bill Gates. Sería innovador que las instituciones financieras desaparecieran tragadas por otras modalidades económicas como la criptomoneda. Sería innovador que fueran las corporaciones digitales las que se encargaran de monitorizar y perseguir los delitos que cometen los individuos, como parece desear Zuckerberg; un servicio más de Facebook, en definitiva, y no demasiado complicado de implementar. Posiblemente estas propuestas resultan incómodas para la mayoría, pero se han puesto encima de la mesa, se han enunciado con seriedad. En realidad, la innovación técnica que se ha producido en los últimos años ha tenido dos niveles; uno, discreto y valioso, en algunos campos como la medicina, la agricultura y similares, y un segundo nivel, en gran medida aterrador: una nueva manera de entender los negocios y el beneficio, basado sobre todo en la colaboración inconsciente de masas de individuos. La riqueza acumulada por la economía digital se ha conseguido a base de empeorar las condiciones laborales, evadir impuestos y extraer recursos de la sociedad en general, algo nada innovador, en el fondo, y bastante fiel a los preceptos clásicos del capitalismo industrial. Sus resultados, sin embargo, sí han deparado una innovación notable: la práctica destrucción del tejido social. Esta destrucción, a tenor de las diversas informaciones que se difunden intencionada o inadvertidamente, se celebra en los centros de innovación más importantes como el Godin, Benoît. “Innovation: the History of a Category.” Project on the intellectual history of innovation working paper 1 (2008): 1-67. 38
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mítico Silicon Valley. La destrucción es buena porque genera nuevas oportunidades, nuevos negocios, más productividad, más crecimiento, no importa lo que se lleve por delante. El poder de transformar puede resultar tan tentador o más que el político porque, entre otras cosas, no tiene la atadura a un mínimo sentido de lo público. Uno de los síntomas de este deseo de destruir para volver a crear se encuentra en el desprecio de la historia y la tradición del pensamiento y en la arrogancia de creer que el mundo entero nace aquí y ahora con este nuevo dispositivo o esta nueva aplicación. La crítica ha de capturar las ideas centrales desde la cultura en la que se ponen en marcha. Es claro que el momento económico actual en Occidente, etiquetado como neoliberal, es un compendio no sólo de ideas económicas sino también sociales y políticas. Ello afecta también a la producción tecnológica porque ésta resuelve problemas que se le plantean en la actualidad. Con gran perspicacia, Ortega y Gasset señaló que la tecnología es producto de un estilo de vida, de toda una cultura. Si tomamos en serio este aserto, se aclaran muchas cosas, porque históricamente han existido diferentes estilos de vida que han producido diferentes tecnologías. Sin embargo, se nos dice, en un mundo global sólo cabe un estilo de vida, lo demás se arrincona como folklore o como reserva turística. La colonización de las mentalidades se convierte así en algo muy peligroso porque impide pensar en otros modos de ser. No es de extrañar que los movimientos antiglobalización de finales del siglo XX reclamaran como lema otro mundo es posible. Hay miles de ejemplos de esta colonización del imaginario social; por ejemplo, la convicción de que la autonomía y las libertades individuales son el objetivo más importante para nuestra era. Esta libertad lleva a preconizar la completa responsabilidad del individuo respecto a sus condiciones de vida, porque es él quien maneja sus «capacidades» y «potencialidades» de manera más o menos eficiente. La convivencia social sucumbe ante la actitud contemporánea de la autoadministración del yo, el self management, que se predica constantemente en nuestra sociedad. No debe sorprender, por tanto, que los individuos se conviertan en la fuente de datos por medio de estos dispositivos, porque se trata precisamente de eso, de tener la suficiente información para que nadie pueda escaparse a una tarea que se convierte en moral. Es obligatorio cuidarse, llevar un régimen de salud determinado, huir de los malos hábitos, buscar el equilibrio psíquico, disfrutar de la felicidad, ser activo o pro-activo —signifique este prefijo lo que signifique—, encontrar las propias recetas para la salud, etc. La tecnología se orienta entonces a dotar de aparatos y dispositivos que puedan lograr tal objetivo. Hay un nicho de mercado, una «necesidad nueva», y una muy poderosa industria entra en el ciclo de innovación y producción. 153
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Pero los dispositivos no son neutros en absoluto. Todos los medidores y sensores se convierten no sólo en información recabada sino en sofisticados aparatos de vigilancia. En Singapur, recoge Morozov39, ya se ha establecido así: la salud individual concierne al Estado para que este evite cargar con la atención de los enfermos; si se puede prevenir la enfermedad, si puede atajarse y el individuo no actúa es una ofensa estatal. Ir al médico se convierte en una obligación ciudadana cuya violación puede ser sancionada con una multa. Todo el mundo tiene la obligación patriótica de estar sano para producir. La salud es una mercancía, un recurso en el que hay que invertir, evitando su devaluación, y para ello hay mil dispositivos con los que monitorizar a los empleados, en la misma estela de control que los antiguos relojes de fichar pero esta vez en un nivel mucho más profundo. Otra cuestión que no debe olvidarse es la diferenciación entre un mundo real y uno virtual. Cuanto más radicalmente se acepte esta división menos entenderemos el mundo en el que nos movemos. Lo que ocurre en el llamado mundo virtual, afecta al real y viceversa. Lo virtual es tan sólo una extensión de lo «real», no un mundo nuevo, ni un planeta independiente. El empobrecimiento de las relaciones humanas por lo virtual, tema tratado abundantemente por psicólogos y terapeutas, podría ser el ejemplo más recurrente. Cuanto más se crea en la existencia de un mundo separado más espacio se genera para el tecnohermetismo y las fábulas del digitalismo, para la virtualización, en el sentido más negativo de la palabra, de la vida social. Lo digital se puede convertir entonces en el escape ante un mundo feo que ni siquiera merece la pena tratar de cambiar. Ésta también es una idea ampliamente explotada por la ciencia ficción. En la tecnopolítica esto se manifiesta de forma significativa; la ilusión de cambiar el mundo con un click de ratón esconde precisamente la incapacidad de actuar y la abrumadora desorientación respecto a la realidad política. El vocerío de las redes es una táctica muy peligrosa porque convierte cualquier posicionamiento u opinión en igualmente válidos. Pensar que sólo desde la pantalla se pueden cambiar los rumbos políticos es una ilusión alimentada constantemente por las corporaciones digitales y tiene su origen en algo tan banal como Facebook e Instagram. Se confunde entonces la condición necesaria —la tecnología— con la razón suficiente, el cambio real.
Morozov, Evgeny. Capitalismo big tech:¿welfare o neofeudalismo digital? Enclave de Libros, 2018. 39
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El discurso pro-tecnológico se mueve en el mundo de las promesas, de las realizaciones de un futuro utópico. La cultura de masas proporciona el lema definitivo para esto: quiero creer. En esa creencia se desarrolla lo que llamamos tecnohermetismo y digitalismo, ese conjunto de esperanzas difícilmente justificables como la inmortalidad o la unión de la humanidad en un proyecto político único. Se producen así al menos dos efectos negativos. La labor discreta de ciertos protagonistas del desarrollo tecnológico queda oscurecida por un discurso grandilocuente y megalómano, en el deseo de ocupar social y culturalmente un lugar predominante y hegemónico; aunque no todos los que forman parte del sistema sociotécnico comparten estas visiones escatológicas. En segundo lugar, se produce una paradójica coexistencia entre un discurso salvador de la humanidad que se materializa en prácticas económicas completamente depredadoras. Se santifica el beneficio económico como la prueba definitiva de la verdad, bondad y pertinencia de las acciones muchas veces reprobables de las compañías. En una suerte de esquizofrenia, ciertos gurús y capitanes de empresas digitales creen sinceramente que hacen un favor a la humanidad en su conjunto con su labor de extracción del beneficio social. Los detalles concretos como la precarización, el saqueo de la intimidad y el control cada vez más férreo de los individuos son efectos indeseados que desaparecerán por sí solos. Cuando se compara a Steve Jobs con Leonardo da Vinci se va por este derrotero hagiográfico. El genio que contribuye a la cultura de forma decisiva se transmuta en el siglo XXI en el geek con capacidades comerciales notables y cierto gusto en el diseño pero cuya contribución a la cultura es bastante pobre. La alta tecnología, la informatización de todos los aspectos de la vida económica y política, convive con la precarización. Los edificios ultratecnológicos, abarrotados de dispositivos domóticos de última generación y respetuosos con el medio ambiente, son una cara de la moneda, el aspecto higiénico y atractivo en los grandes centros financieros como Wall Street o la City londinense. Los centros fabriles tóxicos, las verdaderas «fábricas de explotación» —sweatshops— son la otra cara de la moneda, y ambas son fundamentales para que se desarrolle la cultura de lo barato, el «low cost». La precarización hace que los precarios dependan cada vez más de esta modalidad de lo barato y su consumo obliga, como efecto necesario, a que haya todavía más paro. Comprar en Amazon es un buen ejemplo de esta espiral de pobreza que se extiende no sólo a sus trabajadores sino al tejido social de las ciudades. El poder político no reacciona o, si lo hace, es tarde y mal, ante estas situaciones que minan constante e imparablemente su propia 155
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financiación. Ahora el viejo ideal de consumo responsable se vuelve más necesario que nunca para desentrañar las mentiras de la tecnología aplicada a la economía. Desarrollar una sensibilidad ante las trampas tecnológicas requiere un olfato a la altura de las circunstancias, algo nada fácil. Sin embargo, y como precaución básica, se puede establecer una sana desconfianza ante la innovación, especialmente en el mundo digital. Ello no se debe a que exista un espíritu especialmente perverso en ingenieros y diseñadores. La razón se encuentra en otra parte: todo espacio económico nuevo, sin regular, sirve para que la falta de regulaciones justifique las prácticas más abusivas. Sólo cuando suenan las alertas, cuando se protesta de forma organizada, se instituyen legislaciones para controlar estos desmanes. En cierto sentido el capitalismo digital se parece al primer capitalismo, retratado por Marx y Dickens, como una fuerza explotadora sin barreras y con el apoyo del Estado. Gracias a la constante protesta de los trabajadores la jornada laboral se redujo a cuarenta horas semanales, se establecieron las vacaciones pagadas y se aseguró con mayor o menor protección la jubilación de los mayores. Da la impresión de que la tendencia consiste precisamente en dinamitar todas estas conquistas sociales. A diferencia de otros momentos históricos, el peligro a la larga parece mayor porque el peso de los Estados se torna cada vez menor y su capacidad legisladora y ejecutiva también. No se trata de definir el futuro, a diferencia de los creyentes religiosos del progreso, los ludditas saben que estas situaciones no están prefijadas y podrían revertirse. David Noble40 siempre mantenía esta idea en sus demoledoras críticas del diseño industrial de Estados Unidos. En su opinión, era posible movilizar las fuerzas que pusieron coto al capitalismo depredador de finales del siglo XIX; si se hizo antes se puede repetir, sencillamente. Por tanto, existe la posibilidad del cambio y un luddita reflexivo lo ha de tener en cuenta para evitar la tentación apocalíptica. Dos son las actitudes que podrían ayudar a encontrar un nuevo camino respecto de los dictados oficiales de corporaciones y gurús. En primer lugar, debería instaurarse una sospecha generalizada sobre las nuevas invitaciones que aparecen en el entorno tecnológico. La refinada publicidad quiere persuadir al público de que todo va a ser mejor si es nuevo. Este lema, obviamente viciado, no ha sido en absoluto demostrado. Más bien, y contra los Pinker y Harari presentes y futuros, se trata de una pro Noble, David F., y Laura Trafí Prats. La religión de la tecnología: la divinidad del hombre y el espíritu de invención. Paidós, 1999. 40
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fecía autocumplida. Si se consigue convencer a la cantidad suficiente de individuos acabará por cumplirse. La sospecha debe llevar a interrogarse sobre qué es lo que cambia, qué desaparece y qué nace con cada novedad tecnológica, cómo afecta a los propios modos de desenvolverse y actuar, qué se pierde con el cambio, y sólo entonces decidir si merece la pena entrar en el juego o no. Contemplar su aspecto destructivo, como señala Echeverría. También debe existir la posibilidad de renunciar a una tecnología ya implantada porque se perciben con claridad los efectos perniciosos de los dispositivos o aplicaciones concretos. La cornucopia digital está diseñada precisamente para no pensar en nada de esto, para que se pueda descargar en un instante, aunque no se necesite y no se use nunca. La segunda actitud ligada directamente a ésta debería ser la ascesis tecnológica. En una sociedad de la opulencia esto suena especialmente estridente porque precisamente la facilidad y el bajo precio de la tecnología incita justamente a lo contrario. Sin embargo, no todos los bienes son reproducibles indefinidamente, ni a coste prácticamente cero. El tiempo, la sustancia de la que están hechos los seres humanos, tampoco crece indefinidamente. Es más, con el actual ciclo de trabajo y consumo da la impresión de que, a pesar del aumento de la esperanza de vida, en otro sentido se reduce o degrada dramáticamente. Pero hay otras cuestiones más evidentes. Los ordenadores y la utilería tecnológica producen residuos por todas partes. En este país se afirma que el móvil se sustituye con más rapidez que el cepillo de dientes. El consumo de energía para mantenerlos en marcha también crece exponencialmente. El equilibrio ha de encontrarse entre la defensa de un medio ambiente y la supervivencia de la sociedad que lo habita, los dos polos de la vida humana. Cuando se proponen tecnologías convivenciales como las de Illich se señala un límite a este desarrollo sin control, se establece una proporción entre los medios y los fines. Pasado determinado nivel, perdida la proporción, los supuestos efectos beneficiosos de la tecnología se transforman en todo lo contrario, en una suerte de iatrogénesis, un daño provocado por aquello que venía a solucionarlo todo. El tiempo que se ahorra con las aplicaciones, mensajes electrónicos, móviles y ordenadores termina consumiendo más tiempo operando con ellos; la absorción ante las pantallas hace sospechar esto. Las teorías decrecentistas señalan precisamente la necesidad de reordenar el orden de prioridades vitales. Dicho de modo esquemático: quizás sea más inteligente renunciar a parte del consumo y del trabajo a cambio de tener más tiempo para uno mismo y para los demás. Estas posturas han de encarnarse también en un comunalismo tecnológico, no sólo como actitudes individuales. El movimiento del sof157
Andoni Alonso & Iñaki Arzoz
tware libre sigue apareciendo como la mejor plasmación del luddismo reflexivo, una prueba de que si fue posible puede volver a serlo. Fue una comunidad la que consideró necesario reapropiarse de un tipo de tecnología —el software— a fin de dar una respuesta distinta ante el programa político, económico y social que se presentaba como indudable y determinante. La libertad, eje central del discurso de esta comunidad, señalaba así que otro software era posible, no sólo como una versión o tipo, sino en el sentido completo de libre. El software libre fue así no sólo una producción inédita de tecnología —participada por miles de contribuidores— sino también un movimiento activista. Su expansión al terreno de la producción cultural, el movimiento por la cultura libre, ha marcado un antes y un después en la historia cultural. Durante más de dos décadas ha sufrido el ataque de las corporaciones hasta que finalmente se ha visto absorbido por su versión más ligera y menos comprometida: el código abierto. Sin embargo la lección está ahí; es necesario crear una comunidad en sentido real, comprometida con una tarea y no como las que promociona Facebook, pues son necesarios el activismo y la educación social en la tecnología. El movimiento por la cultura libre reclamó, con escasa fortuna lamentablemente, un compromiso de la esfera política. Pero que no se haya logrado todavía no anula la necesidad de influir en las políticas públicas sobre la tecnología de nuestra sociedad. Para finalizar esta serie de ideas básicas para un luddismo reflexivo es necesario hablar sobre las cuestiones de género. El desarrollo económico y técnico, se sabe, ha estado dominado especialmente por los hombres y el papel de las mujeres —un papel importante en muchos casos— ha pasado desapercibido. Sin embargo ha existido un amplio discurso CTS sobre el papel de las mujeres en este terreno que no se puede obviar. La conocida como «segunda ola del feminismo» emprendió una notable tarea de análisis sobre el papel de las mujeres en la ciencia y la epistemología —Sandra Harding, o Evelyn Fox Keller41, entre ellas—, realizando importantes contribuciones para entender mejor la dinámica de la tecnociencia. El tecnofeminismo ha incidido en que las tecnologías existentes a nuestro alrededor no están exentas de valores, o, dicho de otro modo, no existe una neutralidad que se decante por el bien o el mal sólo en su uso. En su diseño ya se incorporan valores, especialmente de género y, por tanto, tienen una evidente dimensión política. Estas contribuciones rompen los monopolios discursivos de una manera extraor Harding, Sandra. Ciencia y feminismo. Ediciones Morata, 1997. Keller, Evelyn Fox, and Helen E. Longino. “Feminism and science.” (1996). 41
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dinariamente fecunda y deben jugar un papel importante en el luddismo reflexivo. En primer lugar se ha puesto en tela de juicio la revenida idea de que la tecnología es cosa de hombres. Quien considere que esto no tiene demasiada sustancia recuérdese, por ejemplo, el «antifeminismo militante» de George Gilder, un tecnólogo radical y perfectamente conservador, que defendía la exclusión de las mujeres de este ámbito, no fuesen a desequilibrar el santo estado patriarcal-tecnológico. Y se podrían añadir muchos casos más; James Altizer, un ingeniero informático de Silicon Valley afirmaba, en 2018, que hay un complot feminista en la tierra prometida de la tecnología para someter a los hombres a la dictadura feminista; una dictadura poco evidente en su programa político, por cierto, pero que para el tecnólogo tiene claras consecuencias: se ha ido demasiado lejos en los procesos de igualdad y prueba de ello es que las generaciones más jóvenes de tecnólogos varones se están sumando a la protesta feminista y por la diversidad. Cada cierto tiempo, y de forma regular, aparecen teorías para demostrar la desigualdad entre géneros y la crítica absurda sobre las capacidades de las mujeres cuando se dedican a la ciencia y la tecnología. Éste es el caso del programador despedido de Google en 2017, James Damore, por sostener teorías como que las mujeres no están tan dotadas biológicamente como los hombres para la ingeniería. El concepto de que la ingeniería y las ciencias es «cosa de hombres» tardará en morir a pesar de que las estadísticas ya señalan que el número de doctoras actualmente es superior al de doctores. Las teorías de Donna Haraway sobre el ciborg42, los estudios de Sadie Plant43 sobre el papel de las mujeres en la informática junto a las críticas al tiempo acelerado tecnológicamente de Judy Wajcman44, entre otras, permite encontrar una forma de discurso tecnológico completamente diferente al tecno-entusiasmo que recorre la sociedad actual. Su concepción es más cautelosa y pragmática, algo completamente necesario contra la exaltación tecnocientífica presente en muchos de los discursos actuales. Con una versión más centrada en lo político y en lo social —las relaciones de género, en definitiva— se abren propuestas teóricas que podrían suponer una revolución silenciosa contra un modelo opresivo no sólo para las mujeres sino también para la mayoría de los hombres.
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