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Spanish Pages [184] Year 2007
ARIANE MNOUCHKINE El arte del presente
Teatro francés contemporáneo I • Yo estaba en casa y esperaba que llegara la lluvia de Jean-Luc Lagarce • Cruzadas de Michel Azama Teatro francés contemporáneo II • Inventarios de Philippe Minyana • Una ganas de matar en la punta de la lengua de Xavier Durringer Teatro francés contemporáneo III • La vuelta al desierto de Bernard-Marie Koltès • Crónicas de días enteros, de noches enteras de Xavier Durringer Teatro francés contemporáneo IV • Nosotros lo héroes de Jean-Luc Lagarce • Combate de negro contra perros de Bernard-Marie Koltès Teatro francés contemporáneo V • Rostros • Tierra o La epopeya salvaje de Guénolé y Matteo de Hubert Colas Teatro francés contemporáneo VI • El libro de ejercicios para uso de actores de Patrick Pezin seguido de Un amuleto hecho de memoria de Eugenio Barba Teatro francés contemporáneo VII • Ariane Mnouchkine. El arte del presente Conversaciones con Fabienne Pascaud
ARIANE MNOUCHKINE Conversaciones con Fabienne Pascaud
El arte del presente
Traducción comentada del francés
Margarita Musto - Laura Pouso
Esta obra, publicada en el marco del Programa de Ayuda a la Publicación, ha recibido el apoyo del Ministerio de Relaciones Exteriores de Francia y del Servicio Cultural de la Embajada de Francia en Uruguay. Cet ouvrage, publié dans le cadre du Programme d’aide à la publication, bénéficie du soutien du Ministère des Affaires Etrangères et du Service Culturel de l’Ambassade de France en Uruguay.
Ilustración de carátula: Dick Effers, 1961 (fragmento) Foto de contratapa: Pascal Gely
Título original: Ariane Mnouchkine. Entretiens avec Fabienne Pascaud. L’art du présent © 2005, Éditions Plon
© 2007, Ediciones Trilce Durazno 1888 11200 Montevideo, Uruguay tel. y fax (5982) 412 7722 y 412 7662 [email protected] www.trilce.com.uy ISBN 978-9974-32-450-3
Contenido
Primer encuentro
EL
TEATRO, UN ARTE BRUJO ............................................................ 7
Segundo encuentro
COMIENZA LA
AVENTURA ................................................................. 17
Tercer encuentro
LOS
ORÍGENES ................................................................................ 28
Cuarto encuentro
EL
GRAN VIAJE ................................................................................ 35
Quinto encuentro
TRABAJANDO EN
EL ESPECTÁCULO ................................................. 43
Sexto encuentro
INFLUENCIAS .................................................................................... 53 Séptimo encuentro
HACER
CINE .................................................................................... 64
Octavo encuentro
SOLIDARIA ....................................................................................... 70 Noveno encuentro
AVIÑÓN,
LA CRISIS DE LOS TRABAJADORES INTERMITENTES
DEL ESPECTÁCULO ........................................................................... 82
Décimo encuentro
EL
PÚBLICO, UNA COMUNIDAD ESPIRITUAL ..................................... 90
Undécimo encuentro
1789, 1793, L’AGE D’OR,
ETCÉTERA ........................................... 97
Duodécimo encuentro
ESCRIBIR
LA
HISTORIA .................................................................. 106
Decimotercer encuentro
Y
EL
SOLEIL
SE PONE A HACER TRAGEDIA GRIEGA ...................... 118
Decimocuarto encuentro
DIOS
ESTÁ EN LOS DETALLES ....................................................... 127
Decimoquinto encuentro
EL SOLEIL
CUMPLE CUARENTA AÑOS ............................................ 136
Decimosexto encuentro
EL
MUNDO DE HOY ....................................................................... 147
CARTA
A
FABIENNE PASCAUD ...................................................... 153
POSTFACIO “Sólo el presente me importa. Vivo en el presente.” ................ 158
Pequeños textos para circunstancias ................................ 161 La libertad es como la piel de zapa .......................................... 163 Entrega de los premios Europa para el teatro ......................... 165 El Théâtre du Soleil en Israel ................................................... 166 Homenaje a Jeanne Laurent .................................................... 169 Manifiesto ............................................................................ 171
Frases de cabecera .................................................................. 173 Cronología ................................................................................. 176 Notas .......................................................................................... 179
Primer encuentro
EL TEATRO, UN ARTE BRUJO Cartoucherie, miércoles 21 de agosto de 2002, 19 horas Después de considerarlo durante semanas, Ariane Mnouchkine acepta finalmente, a principios de agosto, mi propuesta realizada en mayo: hacer un libro de entrevistas. Aunque me llamó por teléfono varias veces para advertirme que el libro no sería publicado si ella no se reconocía en él, porque ya en otra oportunidad, años atrás, no había autorizado la publicación de una biografía escrita por un autor por quien sentía, sin embargo, un gran respeto y mucho cariño. Juntas asumimos el riesgo. Sé que no tengo nada asegurado por anticipado. Ariane Mnouchkine volvió de sus vacaciones hace unos días. Empezaron los ensayos de su próximo espectáculo que todavía no tiene nombre. Fabienne Pascaud: ¿Por qué tanta reticencia frente a un libro de entrevistas? Ariane Mnouchkine: Es como si dejara establecido algo en forma definitiva, y no me considero en absoluto un ser definitivo. Pienso que uno nunca puede considerarse un ser definitivo, sobre todo haciendo teatro, porque es el arte de lo impermanente. Además, tengo miedo de decir cosas que ya fueron dichas cien veces y de mejor forma. En fin, una vez que la palabra queda escrita sobre papel pierde la entonación inquieta, llena de dudas que tuvo al ser pronunciada, se convierte rápidamente en algo demasiado afirmativo, pretencioso o arrogante. Después de cuarenta años, el único interés que tiene el camino que recorrí, acompañada por otros enamorados del teatro, es que logré vivir mi sueño. Pero lo que tengo para decir sobre eso son secretos de Polichinela. –¿Por qué? –Porque quienes vivieron este tipo de experiencia hace dos o tres siglos lo describieron mejor que yo. Lo único que tal vez me diferencie sea el interrogarme permanentemente. En las películas que se
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realizaron sobre el trabajo del Soleil, los momentos que me parecen más interesantes son aquellos en los que se nos ve buscando, durante mucho tiempo, sin encontrar. Eso es lo hermoso y emocionante. Cuando se nos ve, a los llamados artistas, cuando se nos ve encontrar, como si se hubiera realizado un milagro, nadie aprende nada. Cuando se nos ve no encontrando, transpirando, llorando, desesperándonos, se vuelve apasionante, estimulante, pedagógico. –¿Sin embargo después de cuarenta años tendrá la impresión de haber encontrado algunas cosas? –En cada espectáculo, al final terminamos encontrando algo. Pero… ¿lograremos encontrar la próxima vez? –¿Qué es lo singular de la aventura del Soleil? ¿La compañía, el elenco? –Soñar con una compañía, con un elenco estable es el abecé del teatro. Todos los que se acercan al teatro han sentido alguna vez ganas de tirar juntos de un mismo carro. Aunque en los años sesenta, cuando nosotros empezamos, los elencos estables tenían más bien mala prensa. Se decía que un actor se enterraba entrando a un elenco estable, que se convertía en un funcionario público. –¿Por qué hacer teatro con un elenco estable? –Para salir a la aventura, para atravesar océanos desconocidos. Para enfrentar tempestades australes, y descubrir islas salvadoras. Para estar en un barco que suelta amarras con cada espectáculo. Para tener amigos y amores en un mismo lugar, y al mismo tiempo, ser nómade. Para vivir y luchar por y con una familia que te protege y que a la vez te libera. Un universo encantado en un mundo que cada vez te desencanta más. –Vivir formando parte de un elenco, ¿no es también una forma de ocultarse? –No. Funciona como una barrera moral. Una barrera contra la traición, el abandono, el cinismo, la avaricia, la avidez. Contra el quietismo. Pero también contra la agitación. Es, por cierto, uno de los mejores antídotos contra la ambición. Todos esos defectos, nosotros los tenemos, en todo caso yo los tengo. Pero vivir formando parte de un elenco es como un ejercicio de ascetismo, de disciplina, es un aprendizaje permanente. Sobre los demás y sobre uno mismo. Un ejercicio de escucha. No se puede ser perezoso. Yo creo que habría podido ser muy perezosa. Si yo no estuviera a cargo de este navío que hace agua al menor descuido, que puede naufragar por cualquier maniobra fallida, que desde su interior puede explotar si no se lo mantiene puro; habría sido muy perezosa. Podría ser veleidosa… Hay tantas cosas que me interesan. “Ah, ¡voy a hacer
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eso! Ah sí, ¿ves?, ¡eso me interesa, lo voy a hacer! Voy a estudiar tal idioma, voy a…” Y no lo hago. ¿Cómo logré formar una compañía? Porque los demás no me permitieron no formarla. En los pocos momentos dolorosos en los que tuve ganas de abandonar, en los que me sentí profundamente herida, y pensé: “Bueno, basta, ¡ya es suficiente! Hasta acá llegué”, y estuve a punto de plantearlo, en esos momentos, hubo alguien… una o dos personas, que me miraron y en sus miradas leí: “Ni sueñes con abandonar ahora”. A nadie le cabe en la cabeza algo así. En la vida de un elenco, incluso cuando todo va bien, siempre hay alguien que se siente mal. Y hay que escucharlo, pero al mismo tiempo hay que evitar que imponga su estado de ánimo. A veces es una lastimadura sin importancia, pero otras es la peste. Hay que saber diferenciar las lastimaduras sin importancia de la peste. Cuando era más joven las confundía, tomaba una por otra. Sin embargo, una lastimadura se cura con una palabra pero a la peste, a la peste hay que cortarla de raíz. –¿Cuándo uno se da cuenta de que se trata de la peste? –Demasiado tarde en general. Pero… toco madera… siempre hemos sobrevivido. Porque por más que hayamos tenido gente apestosa, muy raramente hemos tenido canallas. En cuarenta años casi quinientas personas pasaron por el Théâtre du Soleil. Por lo menos cien pueden decir que formaron parte del núcleo vital del grupo. Y creo que ni con los dedos de una mano puedo llegar a contar los que han sido realmente porquerías. Incluso no eran canallas aquéllos con los que me enojé mucho. –¿Cuántas crisis? –Es curioso, a todo el mundo siempre le interesan las crisis del Soleil. Tuvimos tres. Tres grandes. Después de L’Age d’or,* después de los Shakespeare, y después de Les Atrides.** Siempre después de grandes éxitos. –¿Por qué se dan las crisis? –Si lo supiéramos, las evitaríamos. Por cosas que no supimos ver, o cosas que habríamos podido arreglar y no supimos cómo. ¡O que no supimos evitar! Hoy se evitarían algunas crisis porque aprendí. Pero, quién sabe, tal vez mientras estoy conversando en este momento, hay alguna preparándose y yo ni lo sospecho. En el Théâtre du Soleil trabajamos mucho, los sueldos son modestos, puede haber gente que esté harta. Tal vez alguien siente que estaría mejor en * N. de T.: La edad de oro. ** N. de T.: Los Atridas.
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otro lado, que tendría más reconocimiento, que recibiría más elogios, que podría llegar al teatro a las cuatro de la tarde en lugar de llegar a las ocho de la mañana. Entiendo absolutamente que tengan ganas de irse. Y además no existe crisis si uno sabe esperar el momento apropiado para irse, entre dos espectáculos, sin hacer daño al resto del elenco. En un caso así, la puerta no queda cerrada, no hay ruptura. Porque existe entre nosotros una especie de contrato moral: cuando nos comprometemos es por el tiempo que dura un espectáculo. Un año, dos años… Después volvemos a elegirnos. A veces no supe qué hacer frente a las lastimaduras sin importancia. A veces, mi predilección por algunos, mi pasión por trabajar con ellos, me impidió darme cuenta de que habían crecido y que tenían ganas de probar otras cosas. Y cuando por fin me daba cuenta, me resentía con ellos, por todas las cosas hermosas que habíamos logrado juntos. Ni qué decir de cuando mi admiración –casi enamoramiento– hacia algunos actores del elenco, hacía infeliz al resto. Después de Les Atrides pude aprender a aceptar las separaciones sin arruinar la relación. Cuando un actor termina su tarea y quiere irse, debo aceptarlo. Aunque me entristezca. –Es como un abandono. –Sí. ¡Me sentía “seducida y abandonada”! Hasta que un día leo los registros de Jean Dasté y su legendario elenco. El promedio de permanencia de los actores, incluso de los que fueron considerados pilares, ¡era de cuatro años! ¡No tengo por qué quejarme! Probablemente sea una de las que ha sido menos abandonada. Entonces me impuse no encariñarme. Nunca más. ¡Pero por favor! ¿Cómo se puede trabajar con actores sin encariñarse? Nos encariñamos con cualquier cosa en cualquier lado. Una crisis es eso. No se da cuando alguien a quien no queremos demasiado se va, ¡sino cuando se va aquel o aquella que preferimos! Eso es lo que duele. Más todavía cuando existe muy poca gente en el Soleil a quien yo no haya querido demasiado. Y cuando se iban actores o actrices de talento, que habían alcanzado un desarrollo gratificante, magnífico, lo vivía como un castigo de los dioses. El día en que se convertían en maestros y se sentían maduros como para trasmitir su arte, se iban. Por suerte, hoy, y desde hace siete años, diez años, diecisiete años, tenemos una generación numerosa que permanece para sembrar. Algunos de ellos tal vez se vayan de todas maneras, pero… más adelante. ¡Lo más tarde posible! –¿Y por qué se dan las crisis después de los grandes éxitos? –¿Seguimos con las crisis? ¡Que así sea! No es que cada éxito implique una crisis, sino que las crisis sobrevienen siempre des-
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pués de grandes éxitos. Los actores de pronto adquieren notoriedad, todos nuestros egos se sobredimensionan. Sienten ganas de tener un territorio propio. Pero, ¡fíjese en su insistencia! Me vuelve a preguntar sobre el asunto de las rupturas, de las partidas, cuando hay actores que se quedan en el Soleil durante diez, quince, veinte, treinta años. ¡Los nuevos son los que están desde hace ocho años! Además muchos se fueron para dedicarse a dirigir. Y a algunos les va muy bien. Por otro lado, muchas veces los críticos no distinguen a un actor del Soleil hasta que se va. Eso me cae muy mal. Nos hace mucho mal. Ustedes, los críticos, en el mejor de los casos escriben: “Los actores son magníficos”. ¡Pero nómbrenlos, por amor de Dios! ¡Digan quién es magnífico! Digan que René Patrignani y Philippe Léotard estaban magníficos en La cocina y en Sueño de una noche de verano. Que Jean-Claude Penchenat estaba magnífico en Sueño de una noche de verano, en 1789, en 1793 y en L’Age d’or. Que Philippe Caubère estaba magnífico en L’Age d’or. Que Mario Gonzales estaba magnífico en L’Age d’or. Que Philippe Hottier estaba magnífico en L’Age d’or, en Ricardo II, y en Enrique IV. Que Odile Cointepas estaba magnífica en Ricardo II y en Noche de reyes. Que Joséphine Derenne estaba magnífica en Les Clowns, en 1793, en L’Age d’or, en Molière, y en Mefisto. Que Georges Bigot estaba magnífico en Ricardo II, en Enrique IV, en L’Histoire terrible de Norodom Sihanouk, y en L’Indiade. Que Maurice Durozier estaba magnífico en Ricardo II, Enrique IV, en Sihanouk, en L’Indiade. Que John Arnold estaba magnífico en Ricardo II y Enrique IV. ¿Sigo? Que Andrés Pérez Araya estaba magnífico en Sihanouk, en L’Indiade. Que Simon Abkarian estaba magnífico en Sihanouk, L’ Indiade, Les Atrides. Que Catherine Schaub estaba magnífica en Les Atrides. Que Nirupama Nityanandan estaba magnífico en L’Indiade, Les Atrides, La ciudad perjura ,* Tartufo. Que Brontis Jodorowsky estaba magnífico en Tartufo.
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N. de T.: La Ville Parjure de Hélène Cixous, estrenada en Montevideo, con puesta en escena de Ismael da Fonseca en el Teatro Victoria (1999).
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Que Delphine Cottu, Eve Doë Bruce, Marie-Paule Ramo, Hélène Cinque y Carolina Pecheny estaban magníficas en Et soudain de nuits d’éveil Que Myriam Azencot estaba magnífica en L’Indiade, La ciudad perjura, Tartufo, Et soudain des nuits d’éveil, Tambours sur la digue. Digan que Juliana Carneiro da Cunha estaba magnífica en Les Atrides, La ciudad perjura, Tartufo, en Tambours sur la digue. Que Renata Ramos Maza estaba magnífica en La ciudad perjura, Et soudain des nuits d’éveil, y Tambours sur la digue. Que Sava Lolov estaba magnífico en Tambours sur la digue. Que Serge Nicolaï estaba magnífico en Tambours sur la digue. Que Duccio Bellugi-Vannuccini estaba magnífico en Et soudain des nuits d’éveil y en Tambours sur la digue. Digan, digan una vez y otra vez y otra vez que la música de JeanJacques Lemêtre es magnífica. ¡Nómbrenlos! No va a perjudicar en nada al elenco. Un elenco puede aceptar que haya primeros y segundos violines, que no todos tienen la misma responsabilidad artística. Tienen derecho al mismo salario, pero no siempre tienen necesariamente el mismo reconocimiento. –¿Cómo se hace para lograr que los demás acepten quién es primer violín…? –Eso se decide en escena. Además, si el primer violín no es un pizarrero él (ella) es querido (a) por todos porque predica con el ejemplo. Cuando dirijo un taller, sé que si no hay un actor o una actriz capaz de entender y aplicar frente a los otros lo que preconizo, puedo hablar quince días seguidos sin que pase nada. Aparte de Strehler, y también incluyéndolo, no creo para nada en los directores que marcan todo. Creo que un director solamente debe darle espacio al actor. Hacia dentro y hacia afuera. Barrer el yo, las mezquindades, los exhibicionismos, las exageraciones. Darle aire pero sin asfixiarlo. Crear el vacío, pero un vacío de matriz. Vacío sí, pero carnal, cálido, fecundo, mágico. Si frente a diez personas de talento, digo talentosas de verdad, no necesariamente experimentados, pero con capacidad de visión, de encarnación, de evocación, sobre todo de invocación, si frente a gente así, un director se pone a exhibir sesenta ideas por segundo, es un desperdicio, un embotellamiento. –¿Pero cómo se hace? –No sé cómo se hace. Yo busco. Pero hay que desconfiar de las buenas ideas del director. Hay que mirar. Y ver. El director propone una herramienta, porque no hay que dejar que los actores chapo-
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teen en lo psicológico. Y una vez que se les da esa herramienta que resulta eficaz para encontrar la metáfora general y las metáforas particulares del espectáculo, entonces: ¡pausa! Hay que dejar que leve la masa, que se produzca la fermentación. Y después “¡Ah! Cuidado, esto ya no nos sirve, nos fuimos de la fermentación al moho”. Pero sobre todo creemos en los actores y los actores creen. Sí, el tesoro de los actores es ese don de credulidad. Y yo creo que ése es también el tesoro del director. Y si no creo en los actores, aunque al principio tengan ese aire de… bananas, si todavía no soy capaz de distinguir la evidencia futura escondida entre la masa informe, entonces no puedo ayudarlos. Pero por el contrario, no quiero, no puedo creerles cuando mienten. –¿Cómo se sabe cuándo los actores mienten? –En principio, si conservan la infancia, la ingenuidad, los actores no mienten. Digo ingenuidad no estupidez. No confundirlas. Ingenuo es el que nace a cada instante. Los verdaderos actores viven el instante y no hacen trampas. A la larga, su actuación se vuelve tan transparente que es la vida misma. Después de todo, actuar no es hacer trampas. Parecería que hay un público para los tramposos, pero yo no formo parte de ese público. Trato de no elegir eso jamás. –La desconfianza hacia las ideas… –¿Las buenas ideas? ¡Aplastan todo, son pesadas! Una buena idea seduce media hora, después uno se da cuenta de que es como un mueble incongruente en medio del escenario, que está estorbando. Braque dijo: “Cuando empiezo a pintar tengo la sensación de que mi cuadro está del otro lado. Sólo que recubierto por un polvo blanco: la tela. Basta con desempolvarlo. Tengo un cepillito para sacar el azul, otro para el verde y otro el amarillo: mis pinceles. Cuando todo queda limpio, el cuadro está terminado”. También es como le dijo un niño a Brancusi: “¿Cómo sabías que había un caballo adentro de la piedra? Buscar un personaje con un actor es, en primer lugar, alimentar la esperanza de que el personaje esté en el actor, o que por lo menos exista en el actor el lugar para ese personaje. Y después dejarlo venir. Limpiar para que emerja. –Pero, tomemos como ejemplo el próximo espectáculo. Esas plataformas rodantes, o mejor dicho esos carros sobre los que están trabajando, ensayando los actores, ¿ya es una idea de puesta en escena? –No. Es una necesidad física casi inexplicable desde un punto de vista estrictamente dramatúrgico. Surgió desde la práctica, los pri-
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meros días. Les pedí a los actores que construyeran uno de esos camioncitos afganos para empezar los ensayos. En esos lugares la emigración siempre empieza por un camión. Y lo hicieron. Fabricaron el más teatral, el más afgano y el más verdadero de todos los camiones que se hayan visto jamás sobre un escenario. Empezamos con las primeras improvisaciones. Todo era verdadero y poético a la vez. Pero desde el momento en que un actor o una actriz ponía el pie en el suelo todo se volvía falso, aburrido y realista. Sin música. Entonces, hicimos entrar una casita (¡un tacho de basura, de los que tienen ruedas!) y la poesía y la verdad volvieron para desaparecer otra vez a partir del momento en que abandonábamos nuestras pequeñas parcelas de territorio y pisábamos el suelo. Rápidamente, a partir del tercer día, los carritos hicieron entrar a todos los personajes. Por lo tanto, no es una idea, es una herramienta, no es que yo llegué una mañana y les dije a los actores: ¡Van a hacer esto! No, se fue fermentando como la levadura, desde la masa. –¿Entonces qué es exactamente una idea de puesta en escena? –Copeau dice que es una manera de escaparse, de irse por la tangente. Demasiado a menudo es un a priori impuesto por un director inquieto y apurado, o demasiado narcisista. A veces, necesito pedir “muletas” prestadas. Pero a los actores les aviso: “Vamos a hacer esto de esta manera o de esta otra, pero porque es una ‘muleta’ mía, pero vamos a salir de esto lo más pronto posible”. Y nunca falla: la muleta nos ayuda en un momento, y después surge la Evidencia, entonces tiramos la muleta. La verdad es que se necesitan actores con mucho coraje para trabajar con un director que empieza por decirles: “No tengo la menor idea de cómo vamos a hacer”. Hay que ser muy aventurero y tener mucha confianza en mí. Y en ellos. –¿Y qué es ese poder de invocación del actor? –Es una palabra que yo usaba mucho cuando hicimos los Shakespeare, pensaba y decía: “Estamos resucitando hombres y mujeres que están acostados bajo lápidas de piedra, en condados ingleses que jamás hemos visitado, y debemos invocarlos. A través de Shakespeare están vivos”. En 1987, el gran poeta afgano Sayd Bahodine Majrouh* vino a ver L’ Indiade. Después del espectáculo me preguntó: “¿Pero usted
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Autor de El suicidio y el canto, poesía popular de las mujeres pashtunes (Gallimard) y Ego monstre (Phébus). Fue asesinado por los talibanes poco tiempo después en Peshawar, en febrero de 1988.
cómo sabía que Abdul Gafar Khan levantó en el aire a Nehru como si fuera un niño?”. De niño había ido a una fiesta donde Gafar Khan, que era un gigante, había saludado a Nehru levantándolo del piso y lanzándolo al aire como a un niñito. Se habían reído. Y nosotros no teníamos ni idea. ¿De dónde había surgido? Del trabajo en los ensayos, de la verdad de cada personaje, de la verdad de las relaciones entre ellos. De su diferencia corporal. Si eso no es invocar… También en L’Indiade hay una escena en la cual Nehru abofetea a dos ministros. Yo había indicado al actor: “Él entra, está furioso, ve a esos politiquillos locales corruptos, si pudiera hacer lo que siente, les pegaría”. Georges Bigot que interpretaba a Nehru, escucha esto, entra como un rayo y ¡paf!, les da unos cachetazos que me sorprenden hasta a mí. Lo dejamos. Después de una función, el embajador de India me dice: “¡Nehru nunca habría hecho una cosa así!”. Le contesto: “Pero, señor embajador, esto es teatro”. Traté de encontrar cualquier excusa. Dos días después me llama por teléfono: “Le conté a un amigo la escena de su obra y me dijo: ‘No te rías. ¿Ya te olvidaste de la paliza que le dio Nehru a uno que había dejado morir de hambre a toda una aldea?’”. Entonces, el teatro es un arte de invocación, los actores son grandes invocadores. Hacen levantar a los muertos, acercan los recuerdos más lejanos. Mucho rato antes de que empiece una función, ya en los camarines, dejan de llamarse por sus verdaderos nombres, se tratan de Majestad, si es el caso. –¿Y se lo creen ? –Sí. Así es como llegan a los confines del teatro. En Tartufo, Juliana Carneiro da Cunha, que hacía Dorina, y Myriam Azencot, que hacía la Señora Pernelle, jugaban mientras se maquillaban. Juliana de a poco se iba convirtiendo en Dorina, y cuando se terminaba de colocar el turbante, ya era Dorina. Entonces llamaba a Myriam: “¡Señora Pernelle, Señora Pernelle!”; ella se iba alterando cada vez más, todo le parecía detestable e indecente; a medida que se acercaba la hora de la función. Hubiera bastado con que alguien le dijera a Myriam: “¡Basta de bobadas, esta noche no te aguanto! ¡No tengo ganas de decirte Señora Pernelle, Myriam!”, para que ella fuera incapaz de actuar esa noche. O por lo menos, incapaz de disfrutar actuar esa noche. –¿Usted también hace esos juegos? –Por supuesto. Cuando los voy a saludar antes de la función les digo: Majestad, Querida Dorina o Monseñor. En el período de funciones de L’ Indiade, hablábamos en inglés con acento hindú. –¿Se ha sentido alguna vez poseída por un texto que esté dirigiendo?
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–Sí. Por Les Atrides. Por los Shakespeare. Es como un hechizo traducir y luego poner en escena Agamenón. Uno se encuentra cara a cara con uno mismo en cada momento. –¿En qué personajes? –¡En todos! Esquilo es el nacimiento del teatro. ¡Levantó la tapa y saltó la parte de adentro del ser humano, vísceras, alma, espíritu, lengua, globos oculares, tripas, todo! –¿También con los Shakespeare se sintió detrás de cada personaje? –No se puede montar un espectáculo que no hable un poco de uno, de sus horrores, de sus fantasmas, de sus deseos. –¿El teatro es un arte brujo? –Sí. ¡El teatro tiene la capacidad de contarlo todo! Somos nosotros que no siempre sabemos hacerlo.
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Segundo encuentro
COMIENZA LA AVENTURA Cartoucherie, miércoles 25 de setiembre de 2002, 8.30 horas Ambiente de colmena, de abejas estudiosas. Detrás de la gran puerta de madera que separa a la izquierda la administración, a la derecha la cocina y el comedor y al fondo el taller de escenografía, ya está cada uno en su puesto, sonrientes, amables, serviciales –cualidades que se mantendrán hasta el final de las entrevistas. Ariane, vestida con un pantalón amplio gris beige y un buzo celeste, discute algunos asuntos con un maquinista, habla sobre el almuerzo con los cocineros, pregunta sobre el resfrío de un actor que viene a tomarse un café. Está de buen humor, termina de tomar su té. Prefiere no saber de antemano sobre qué vamos a hablar. Fabienne Pascaud: ¿Cómo fue que encontró ese nombre, “Théâtre du Soleil”, hace ya cuarenta años? Ariane Mnouchkine: Estábamos allá en Ardeche, creo que en Largentiere, Jean-Claude Penchenat, Gérard Hardy, Philippe Léotard, Jean-Pierre Tailhade y algunos otros que finalmente no formaron parte del grupo de fundadores. Estábamos buscando algún nombre lindo. Toda la noche apretujados en un cuarto de hotel. Queríamos el más hermoso, el que más nos inspirara, que expresara lo que el teatro significaba para nosotros. “Vida”, “Fuego”, “Calor”, “Luz”, “Belleza”, “La humanidad”. Después de un rato alguien sugirió, creo que fui yo: “Le Soleil”.* Estuvimos discutiendo, algunos siguieron intentando encontrar algo mejor. Nadie pudo. En mayo de 1964, fundamos una cooperativa obrera de producción en la que todos sus miembros, del director al jefe de escenario, del actor a la modista, del escenógrafo al maquinista, estaban en un plano de igualdad y cobraban, mejor dicho, algún día cobrarían el mismo salario, los doce meses del año. Sentamos las bases del fun*
N. de T.: El sol.
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cionamiento colectivo. Y con fe en el futuro nos estábamos afirmando como profesionales. Aunque aún no era el caso. Aunque no dispusiéramos todavía de algo para pagarnos, y aunque la mayor parte de nosotros estaba obligado a trabajar afuera para ganarse la vida. Por cierto, durante mucho tiempo nos trataron de amateurs en nuestra profesión. Tanto, que terminamos por reivindicar esa condición. –¿Quiénes son los fundadores? –Jean-Claude Penchenat, Jean-Pierre Tailhade, Gérard Hardy, Philippe Léotard, Myrrha y Georges Donzenac, Françoise Tournafond y yo. ¡Y mi padre y su socio Georges Dancigers! Al principio cada uno aportaba su cuota parte. Creo que era el equivalente a novecientos francos, ciento cuarenta euros. –¿Qué teatro defendían en aquel momento? –Ni siquiera sabíamos lo que íbamos a hacer. No éramos ni brechtianos, ni nada, solamente estábamos juntos. Tuvimos la idea de montar Los pequeños burgueses de Gorki, con traducción de Adamov, porque después de todo era lo que éramos. Casi todos éramos pequeño burgueses, por lo tanto íbamos a montar eso, pensábamos que nos daría una lección. Tuvimos un éxito moderado en la Casa de Cultura de Montreuil, después pasamos al Théâtre Mouffetard. Ahí tuvimos también nuestros primeros críticos verdaderos. Gabriel Marcel y Claude Morand. Y la primera visita de dos inspectores de teatro del Ministerio de Cultura: Gaston Deherpe y Georges Lherminier. En esa época, ellos hacían un relevamiento de todo lo que se estaba dando en los barrios periféricos, en las salas municipales, parroquiales, las instituciones juveniles más alejadas. Veían todo. Ningún grupo juvenil prometedor se les escapaba. Si alguno hacía un trabajo, aunque fuera mínimo, tomaban un autobús, o el metro, y lloviera o tronara llegaban, no se sabe de dónde, y no solamente veían el trabajo sino que también se quedaban a hablar. Cuando no les gustaba lo que habían visto supongo que no debía ser muy agradable. Pero cuando les gustaba, te daban ánimo, te seguían, te llamaban por teléfono: “¿En qué andan? ¿Qué proyectos tienen?”. ¡Eran locos por el teatro! Gracias a ellos, nosotros, los jóvenes, los que recién empezábamos podíamos aspirar a una ayuda del ministerio. Siento por estas personas una enorme gratitud. Tuvimos la suerte de arrancar al principio de los sesenta, con esas hadas madrinas alrededor de la cuna ocupándose de nosotros. Enamorados del teatro que sólo querían una cosa: vernos nacer. Para los jóvenes de hoy es mucho más difícil.
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Por aquellos días tanta gente de este oficio te ofrecía una sonrisa, una palabra de aliento. Me acuerdo, por ejemplo, de la amabilidad de Gabriel Garrand que dirigía el Théâtre de la Commune de Aubervilliers. Yo era solamente una jovencita que iba a hablar con la gente: “Mire, quiero crear un grupo de teatro, ¿qué tengo que hacer?”. Me dio una entrevista larga y terminó haciéndome esta recomendación: “No se olvide de que en este oficio la soledad es la muerte”. Tenía razón. Después fuimos a ver a Sonia Debeauvais que trabajaba en el TNP* con Jean Vilar.1 Se quedó con nosotros hasta la noche explicándonos lo que eran las relaciones públicas, cómo había que hacer los afiches, la organización de boletería, etcétera. Y sobre todo contándonos sobre Vilar. Nunca se alejó de nosotros. En aquel momento había gente que se tomaba tiempo para ocuparse de los jóvenes, para educarnos, para darnos consejos esenciales sobre cómo abordar el continente teatral. Ahora, cuando los jóvenes actúan tienen que llamar por teléfono no sé cuántas veces a los programadores para que estos terminen por no venir a ver el espectáculo jamás. –¿Recuerda la puesta en escena de Los pequeños burgueses? –Ah, era simple. No teníamos dinero. La escenografía era unas cortinas de encaje –habíamos comprado macramé– un escritorio y una mesa Enrique II. Un saloncito pequeño burgués, tal como se le imaginaba en la época. Pero estaba bien actuada. Estoy segura de que ya, en aquel entonces, la actuación estaba bien. Y eso que, como ya dije, todavía nos considerábamos amateurs. –¿Y en cuanto a método de trabajo? –Para mí, al principio, la puesta en escena era la ubicación en el espacio. Hacía una maqueta, ¡y la ubicación en el espacio la hacía con soldaditos de plomo! Sin embargo, me daba cuenta de que no arreglaba los problemas diciéndole a un actor que se trasladara de derecha a izquierda, y ya en esa época cuando no sabía qué hacer, lo decía. Dos actores que habíamos contratado que eran mayores que nosotros –los únicos que cobraban– me discutían permanentemente. Recuerdo muy bien como Philippe Léotard salió rápidamente en mi defensa: –¿No están de acuerdo? ¿No les gusta? ¡Váyanse! Nunca más los vimos. Retomamos el trabajo. Pero sin ese gesto *
Sigla de Théâtre National Populaire (Teatro Nacional Popular).
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de lealtad de Philippe no sé si habría sido capaz de superar ese primer golpe. Los directores y los actores aprenden unos a través de los otros. Cuando un actor, incluso un actor amateur, alcanza un momento de verdad, es una deflagración que abre camino al director. Y viceversa. Cuando un director encuentra una indicación, una imagen, una visión que tenga la cualidad de inspirar al actor sin experiencia, lo hace avanzar. Se forman uno al otro. Salvo, aunque tampoco es tan así, en las grandes formas tradicionales donde existe un trabajo de transmisión con un maestro; un trabajo que lleva años y que nosotros recién abordamos mucho después. En aquel momento, se trataba solamente de ser simple y verdadero. Yo lo sabía. Pero no era ni simple ni fácil. Y todavía no lo es. –¿En esa época ya trabajaba en base a improvisaciones? –Sí. Habíamos transitado mucho por la improvisación. Cuando volví de mi largo viaje, seguí los cursos de Jacques Lecoq2 durante seis meses. Él me hizo comprender lo que había visto y sentido confusamente en Japón, en India, etcétera. Lecoq comprendía mejor que nadie para qué sirve un cuerpo. Antes de que él empezara a dar clases en Francia, muchos creían que las únicas herramientas de las que disponía un actor eran la memoria, la voz y las palabras. Gracias a él se entendió que el cuerpo era la herramienta primordial. Recién después de haber educado su cuerpo el actor podía nutrirse de palabras. Y esto, Lecoq te lo enseñaba apenas empezabas a trabajar con él, aunque fuera uno o dos trimestres. Todo lo que se estaba cocinando a fuego lento –sin él durante mucho tiempo no supe qué hacer con todo eso–, se aclaraba de golpe trabajando la máscara, el gesto. Lecoq me ayudó a unir todo eso: “Pero entonces, ¿es como en Japón, como en India?, –Pero sí claro, exactamente”. Me daba un tipo de explicación del texto. Yo ya conocía ese texto, lo recitaba de memoria, pero todavía no sabía qué quería decir. Lecoq disfrutaba dando clase y era disfrutable verlo enseñar. Nos hacía descubrir porque él mismo redescubría todo a cada momento. El teatro es el arte del presente. Era un gran pedagogo. –¿Por qué se quedó tan poco tiempo con él? –El Soleil fue más rápido de lo que había previsto. No tenía tiempo. Si hubiera querido ser actriz seguramente me habría quedado más tiempo. Pero quería dirigir. –Entonces, con ese bagaje, se lanzó a dirigir Los pequeños burgueses. –Sí, pero al mismo tiempo sin saber nada. Tuvimos la suerte loca de empezar antes de 1968. Nos queríamos mucho. Tenía confianza.
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¡Tanta confianza! Cuando lo pienso… No ocultaba que no sabía. Tal vez esa fue nuestra fuerza. Todos sabíamos que nadie sabía nada. Era el secreto mejor compartido. De a poco fuimos comprendiendo, aprendiendo, sin dejar de decirnos: “¡Está aprendido pero no adquirido!”. Y todavía nos lo seguimos diciendo. –¿Por qué esa fecha tope, Mayo del 68? –Porque si hubiera sido en ese momento a lo mejor habríamos fundado el Théâtre du Soleil por ideología, mientras que así lo hicimos por compromiso idealista. Siempre nos dicen: “Ustedes nacieron alrededor de Mayo del 68”. Y siempre respondo: “¡No, no, nacimos antes!”. Volví a tener la certeza escuchando hace poco un programa en la radio France-Culture* sobre los primeros coordinadores de las Casas de cultura y de la juventud después de la guerra. Escuché aquellas viejas voces juveniles, el entusiasmo con el que contaban sus primeros intentos de llevar público al teatro. Esos hombres y mujeres creían en lo que estaban haciendo, hicieron lo que creían que tenían que hacer y nunca renegaron de lo que habían realizado. Nosotros surgimos de todo eso, de ese espíritu de posguerra, de toda esa gente que pensaba en la paz después de la victoria. Que creían que una vez salidos del infierno íbamos a convertirnos en la sociedad más fraterna, más culta, más solidaria, más justa. Y algunos lo intentaron durante toda la vida, y en parte lo lograron. Y aunque en mis inicios fui demasiado tonta, demasiado joven, demasiado arrogante como para comprender que venía de ellos, escuchándolos ese día, se me hizo evidente. ¡Claro, por supuesto! Fueron esos pioneros los que dieron lugar a nuestro nacimiento. Pero ese idealismo fue rápidamente calificado de obsceno por ideólogos de cualquier tipo. Por suerte, jamás compartimos ese prejuicio desdeñoso. Lo que, sin embargo, no nos impidió decir una cantidad de estupideces en aquel momento… –¿En qué momento? –¡Siempre! Antes, durante, después… –¿Qué estupideces? –Muchas, ya no me acuerdo. Ni quiero acordarme. Me daría vergüenza. Pero sé, que a diferencia de algunos, nunca fuimos sectarios. No nos afiliamos a nada, no teníamos ningún carné. Hubiéramos podido convertirnos en izquierdistas. No lo hicimos. Incluso si
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El origen de las Casas de la cultura y de la juventud, 24 de marzo de 2004, de 10 a 11 horas, en el programa La nueva fábrica de la historia.
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estuvimos a punto de hacerlo. Nos alcanzó con ser de izquierda, honestamente de izquierda. –¿Ni siquiera la tentación de afiliarse al Partido Comunista, jamás? –No, nadie afiliado a nada. Pero hubiéramos podido convertirnos en maoístas. Por suerte, los maoístas vinieron un día al teatro a hacer una “intervención”. Así que no nos convertimos al maoísmo. ¡Si eran así en París, lo que serían en Pekín! –¿Cuándo fueron? –Estábamos haciendo L’Age d’or en 1975. Un grupo de intervención cultural llamado “Foudre”,* derivado de un grupúsculo dirigido por Alain Badiou que funcionaba en aquellos días. Termina la función y empiezan a gritar que el espectáculo no representaba al pueblo, a la clase obrera, etcétera. Pero justamente ese día había venido de Sochaux, creo, un autobús entero con obreros de una empresa. No siempre pasa, hay que decir la verdad, pero ese día… mala suerte para Mao… había cincuenta y cinco obreros en la sala. Obreros de verdad. Posiblemente de la CGT . Y de golpe, nosotros ya no tuvimos que hacer nada. Asistimos al match nada más, extasiados, se podrá imaginar. Explotó todo, la vanidad, la pedantería, el virtuosismo argumentador. Pero si no hubieran estado presentes aquellos obreros ahí en la sala, obreros auténticos de Sochaux, algunos de nosotros podríamos habernos integrado al maoísmo. En el fondo, toda esa época fue una seguidilla de errores evitados por un pelo. –Después de Los pequeños burgueses, en 1965, cuando el grupo aprende a trabajar junto, empieza a trabajar en El capitán Fracasse, sobre la novela de Téophile Gautier. –Una de las novelas de culto de mi infancia. Y probablemente una de las razones por las que me dediqué al teatro. Philippe Léotard escribió una adaptación muy alegre. Pero qué fracaso fue. Siempre se recuerda muy bien el primer fracaso. Fue en el Théâtre Récamier. En el Théâtre Récamier no funcionaba nada. Y nosotros tal vez pecamos de vanidad. Repusimos Fracasse en ese teatro tan grande cuando había sido estrenada en la casa de la juventud y la cultura de la calle Louis Lumière, en Montreuil (le debemos muchísimo a esa casa de la juventud y al director de aquel entonces a quien siempre olvidábamos devolver las llaves). Hay que reconocer que el espectáculo era extremadamente torpe, infantil, de principiantes, con influencias circenses y de comedia musical. Tenía canciones. *
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N. de T.: Rayo.
También tenía partes en verso. Para resumir, no vino nadie. Nuestras primeras deudas. A mí me gustaba el espectáculo. No reniego de él. Por otro lado, nunca reniego de nada que haya hecho. –¿A pesar del fracaso se mantuvo como directora de la compañía? –¿Cómo? Pero si echaran a todos los directores al primer fracaso no existirían más compañías. Y además, cuando el director dirige contra la opinión de los demás y se ve sancionado por el fracaso, entonces sí, se complica. Pero cuando todo el mundo puso la mejor voluntad, aunque el trabajo no salga perfecto, pero hubo entrega sincera y se pasó bien, entonces no se quebranta nada. Además, los elencos se ven más sacudidos por un éxito que por un fracaso. En Fracasse nos sentíamos geniales e incomprendidos, nada más. El único que nos apoyó en aquel momento fue Gilles Sandier, pero sin ninguna duda tendríamos que haber trabajado con más seriedad. –¿Qué era trabajar con seriedad? –Inmediatamente después con La cocina, en 1967, nos pusimos a trabajar con lo que yo llamo seriedad, es decir hasta el agotamiento. Como la mayoría de nosotros teníamos que trabajar durante el día para vivir, nos encontrábamos a las siete de la tarde, y trabajábamos hasta la una o dos de la mañana, ya que los que tenían que ir a trabajar a la oficina al día siguiente, tenían que dormir. –¿Cómo descubrió el texto de Arnold Wesker? –Por Martine Franck. Un día me dijo: “En Londres están dando una obra realmente interesante, estrenada por un teatro chico y que va muy bien”. La leí y me pareció extraordinaria. La acción transcurría en la cocina de un gran restaurante antes, durante y después del toque de queda. Jamás me imaginé que Wesker, que venía de tener un éxito impresionante en Inglaterra, nos fuera a dar la obra. Nosotros le escribimos una carta del tipo: “No somos nadie, ya habrá recibido decenas de pedidos para hacer su obra, pero, bueno, si por esas cosas, le da la locura o la fantasía de entregarla a un grupo de jóvenes, le prometemos que vamos a pelear con todas nuestras fuerzas para defenderla”. Increíble, nos la dio. Y Philippe Léotard y yo la adaptamos. –¿Cómo era en esa época? –¿Philippe? Encantador, con muchos talentos, lleno de posibilidades, seductor, gracioso, tan gracioso. Era uno de mis tres o cuatro mejores amigos. De lo que pasó después no tengo ganas de hablar. No le rindo culto al artista maldito y lamento de todo corazón que alguna gente, ya sean amigos o los medios, lo hayan alentado a perder el rumbo.
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–Y La cocina fue un éxito. Además en un lugar mágico, el Cirque Montmartre,* ex Cirque Medrano, hoy demolido en la calle des Martyres. –No recuerdo quién tuvo la idea de hacerlo ahí. Tal vez JeanClaude Penchenat. Hay ideas magníficas que surgen del hecho de que te saquen de todos lados. –Y el espacio mismo del circo lleva a una escenografía más creativa… –No. Para Sueño de una noche de verano, que fue el espectáculo siguiente, fue así, pero no para La cocina . En este caso, se mantuvo muy frontal. Lo demás está todo en la obra. Wesker nos dio la fórmula: en esta cocina nada de carne real, nada de masa de crepes, todo debe ser mimado. Los actores hicieron un trabajo extraordinario. Algunos espectadores nos decían: “Es increíble. Cuando llegamos a casa, y nos pusimos a hablar del espectáculo, recién nos dimos cuenta de que ustedes no usaron nada real para la comida en escena, sólo tenían los utensilios”. La obra es absolutamente sorprendente también por las unidades de tiempo, de acción, de lugar, y el uso de la mímica. Bastaba con obedecerla. –¿Cuántos actores trabajaron en La cocina ? –Ya éramos veinticinco. Y ya había actores de todas las nacionalidades, porque la obra lo pedía. Por lo tanto un éxito de público. Y cobramos por primera vez. Quiero decir, cobramos dinero. Creo que es a partir de ahí que empiezo a tener no solamente ganas, sino también la ambición de hacer teatro de verdad, gran teatro. La cocina nos había obligado a todos a encontrar una forma, una metáfora física. Limpiar un lenguado que no existe es teatro. Captar la desesperación a partir de la manera que baten huevos es teatral. Empecé a amar con pasión el teatro. El arte del teatro, no solamente la aventura teatral. –¿No había surgido ese sentimiento en los otros espectáculos? –No totalmente. A partir de La cocina abandoné mis soldados de plomo, mi maqueta. Se unen en mí dos ideas: la que me hago del teatro ideal con la de la vida ideal de la compañía. Me doy cuenta de
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Cirque Montmartre. Construido por Gustave Eiffel eb 1874 en el número 63 del boulevard Rochechouart. Dirigido por Fernando el payaso y luego por los Medrano hasta 1963. Comprado en ese año por la familia Bouglione que lo bautiza Cirque Montmartre. A pesar de haber sido declarado monumento patrimonial es destruido en pleno verano. En 1973 la familia vende el terreno para un proyecto inmobiliario.
que todavía estamos muy lejos de lo que quisiera ver en el teatro, es decir, algo sublime. Y que seguiríamos estando lejos mucho tiempo. –¿Es para acercarse a lo sublime que se pone a trabajar sobre Sueño de una noche de verano de Shakespeare? –Surgió de una charla con Jean-Claude Penchenat. Me preguntaba qué íbamos a hacer después. “Ah, si estuviéramos preparados haríamos un Shakespeare. Me encantaría hacer Sueño de una noche de verano. Pero todavía no estamos suficientemente preparados. Algún día, tal vez… –Para qué vas a esperar, me dijo él, dentro de diez años vas a seguir diciendo que no estás preparada. Entonces es lo mismo hacerla ahora. Siempre podrás dirigirla otra vez cuando estés más preparada.” –¿Por qué Sueño de una noche de verano? –Pocas obras teatrales son tan eróticas y exploran tanto el inconsciente enamorado. Les Atrides, tal vez. En otro género. Volvería a dirigirla con gusto. –¿Por qué? –Pienso que a pesar de algunos errores debidos a la juventud fue uno de nuestros espectáculos más bellos. Pero la estrenamos en febrero del 68 en el Cirque Montmartre. Llegó Mayo del 68. Huelga. Y no retomamos en junio por la huelga general. Así que la hicimos muy poco tiempo. Roberto Moscoso había creado y realizado un decorado magnífico: la pista era ligeramente inclinada y los árboles del bosque, esculpidos sobre planchas simples, estaban colgados… caían del cielo como totems, los apartaban con los brazos, se movían. Creo que siempre voy a añorar esos árboles. Parecía que los actores realmente estuvieran en un bosque, entre lo vegetal y lo animal. Había unas lunas detrás, muchas lunas que se iluminaban, a veces al mismo tiempo. ¡Y el piso! Un día pasé delante de la tienda de un vendedor de cuero de cabra y vi expuestos tres cueros rojizos y negros. Pensé: “Parece musgo. Es esto lo que necesitamos”. Y eso fue lo que hicimos. Toda la pista estaba cubierta de cuero de cabra. Nos recuerdo a Roberto y a mí, pasamos tres noches solos en el circo colocando los cueros en el piso para lograr un suelo boscoso de un tono castaño mágico mientras oíamos bramar a los elefantes, bufar a las fieras. Esa tierra, esa espuma, ese manto animal… Y Philippe Léotard en Bottom, Serge Coursan en el León, Claude Merlin en Lecointe, Gérard Hardy en la Pared, Gerald Denisot en la Luna, Jean-Claude Penchenat en Tisbe. Rara vez, rara vez ví un público riéndose tanto. Era una delicia. René Patrignani era el Puck
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que soñaba. Que todos los directores del mundo podían llegar a soñar. –¿Hoy lamenta haber tenido que parar el espectáculo por causa de Mayo del 68? ¿Qué piensa hoy en retrospectiva de aquel momento? –Me encantaron muchas cosas de Mayo del 68, pero no me cambió nada Mayo del 68. En primer lugar porque el Soleil ya existía, nosotros sabíamos bien lo que era un colectivo. Y además porque inmediatamente pude percibir el apetito de poder de algunos de aquellos que querían tirar abajo el poder. Y que hoy pudieron satisfacer ese apetito en los medios o en la esfera política. Si quiere saberlo no ocupé el Odéon. Pero iba regularmente a ver lo que estaba pasando. –¿Cómo lo vivió la compañía? –Completamente desnorteada. Con las arcas vacías. El contrato con el Cirque Montmartre se nos terminaba y no teníamos idea de adónde ir. No teníamos más lugar para ensayar, para trabajar, para hacer funciones. Desde el punto de vista político evidentemente nos cuestionábamos mucho. Los sindicatos nos pedían y hacíamos funciones de La cocina en las fábricas Citroën, Renault y en la Snecma durante la huelga. Pero ¿y después? ¿Qué iba a pasar con nosotros después? Un hombre muy valiente –responsable de cultura en Dijon– me ofrece hacer una animación en Saline d’Arc-et-Senans durante el verano, yo fui directamente y le pedí que instalara a la compañía desde el 15 de julio al 15 de setiembre. Acepta. Encuentra camas en el hospital, frazadas en el cuartel. Y de pronto, allí estamos, en ese lugar soñado, entre esas piedras: la Salina de Nicolas Ledoux, contemporánea de Molière. En esa época estaba muy desgastada, pero todavía se mantenía tal cual fue creada. Pocos años después cayó sobre ella una restauración imbécil y devastadora. Esos dos meses en aquel lugar tan exultante serían decisivos para nosotros y para nuestra evolución. –¿Por qué? –En Arc-et-Senans, el Théâtre du Soleil aprendió no solamente a vivir en comunidad concretamente: se turnaban los roles para atender la cocina, el sustento compartido, participación en los gastos según los medios de cada uno, sino también una cierta disciplina, la constancia. En la mañana hacíamos ejercicios físicos, y después durante el resto del día trabajábamos sobre improvisaciones. Incluso algunas noches mostrábamos esas improvisaciones a los habitantes del lugar. Sobre todo, seguimos reflexionando juntos sobre el
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sentido que debíamos darle a nuestra actividad teatral. ¿Podíamos esperar que cumpliera un rol político? ¿Debía cumplir ese rol? La respuesta fue sí, por supuesto, pero cuidándonos de no ser manipulados ni por los hechos, ni por la retórica evasiva de los políticos, ni por opiniones oportunistas, ni por ningún partido político, incluso afín. Allá nació poco a poco en cada uno de nosotros la convicción de que el “gran teatro” siempre es histórico, que tiene el deber de recordarnos que estamos nadando en un río que se llama Historia, y que somos todos partículas de ese río, brigada fluvial, constructores de diques. No teorizamos demasiado en el Soleil. Nuestro deseo de comprender juntos, de analizar juntos el rol del teatro en la sociedad es acompañado siempre por la práctica. Entonces aquel verano tomamos la decisión de convertirnos en un elenco estable, fueran cuales fueran las dificultades. A cada uno se destinaría el mismo salario, y el nuevo espectáculo sería una creación colectiva. Para muchos de nosotros, la toma de conciencia política nació a partir de aquella experiencia en Saline. También nació la voluntad de crear un lenguaje escénico nuevo y personajes de teatro accesibles para la mayor cantidad de público posible. Allá trabajamos a partir de un ejercicio sobre el tema de la Mandrágora mágica que tenía el poder de convertir a cada uno en lo que quisiera. Esas improvisaciones individuales dieron nacimiento a un bosquejo, a una especie de texto destinado a reemplazar a la obra tradicional. De todo eso nació Les Clowns.
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Tercer encuentro
LOS ORÍGENES Cartoucherie, lunes 28 de octubre de 2002, 20.30 horas Los ensayos están a pleno. Pero Ariane Mnouchkine mantiene el misterio, no quiere decir nada del espectáculo. Sin embargo, parece encantada por las improvisaciones realizadas ese día, que como siempre fueron filmadas en video. Su asistente Charles-Henri Bradier –calmo, joven e impenetrable– provisto de un cuaderno lleno de anotaciones escritas con una letra muy fina, se acerca a ella un momento para hacer en voz baja una selección extractada de las mejores secuencias del día; de las que serán conservadas, de las que serán visionadas otra vez para avanzar. Ariane Mnouchkine con una sonrisa amistosa me invita a compartir la comida exquisita, exótica y perfumada preparada para el elenco por Nissay Ly y ThatVou Ly en una mesa de la cocina. Fabienne Pascaud: ¿Ha sido determinante en su vida el ser hija de un importante productor de cine –Alexandre Mnouchkine– que produjo tanto a Cocteau como a Philippe de Broca, Alain Cavalier, Alain Resnais o Claude Miller? Ariane Mnouchkine: Lo determinante fue su amor por mí. En todo momento, durante toda mi existencia, de lo único de lo que estuve segura es de que mi padre me amaba. Y eso me dio mucha fuerza. Nunca fue demasiado duro conmigo. O lo fue muy poco. Siempre orgulloso, feliz por lo que yo hacía, aunque, por supuesto, se preocupaba mucho. Las noches de estreno, por ejemplo, pasaba por el Soleil, pero como estaba más asustado que yo ni se atrevía a entrar en la sala. –¿Y su madre, June Hannen? –Era inglesa, hija de un diplomático hermoso como un dios, Nicholas Hannen, que muy pronto se arruinó, abandonó a la mujer y a los hijos para convertirse en actor, entró en el Old Vic e hizo Enrique V con Lawrence Olivier. Mi tía materna también era actriz. En su juventud mi madre estudiaba en Francia y vivía en una pen-
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sión enfrente a la casa de mis abuelos. Era bellísima. Cuentan que fue mi abuela quien la descubrió para su hijo. –¿Quiénes fueron sus abuelos paternos? –Judíos rusos que llegaron a Francia en 1925. Mi padre nació en 1908 en San Petersburgo. Lamentablemente nunca me habló mucho de esa parte de su vida, también me anunció tarde mis orígenes judíos. Me acuerdo solamente de que él estuvo escondido durante la guerra –yo nací en 1939 en Boulogne-Billancourt– y de que fuimos refugiados en Caudéran, cerca de Bordeaux, donde trabajó en varios oficios. Me acuerdo de haberlo visto llorando cuando leyó a mi madre una carta que mis abuelos confinados en Drancy lograron enviarle antes de ser deportados. Ellos que nunca habían querido llevar la estrella amarilla, alojaron a una niña que sí la llevaba. Terminaron siendo denunciados por la portera. Un día, mucho tiempo después, le pedí a mi padre que me hablara de esa carta. Había una frase sobre todo que le había provocado el llanto: “Si hoy nos vieras estarías orgulloso de nosotros…”. Yo era muy chiquita, y no entendía casi nada. Los bombardeos para mí eran como fuegos artificiales terribles, magníficos; los íbamos a ver al jardín porque mis padres nunca quisieron bajar al sótano. ¡Preferían que los mataran al aire libre! –¿Cuál fue su reacción cuando descubrió su origen judío? –Me sorprendí de que no me lo hubieran dicho antes. Yo fui educada de una manera muy liberal en esas cosas. Nunca se hablaba de religión en casa, pero, sin embargo, cuando era niña, mi madre me hizo aprender una pequeña oración. Me acuerdo de que de niña, totalmente ignorante de mis raíces, tenía muchas ganas de ir a misa. Por el ritual. Pero en el fondo estoy muy contenta de no haber sido educada en una familia tradicionalista. Puede llegar a ser tan “aislante”, tan “encerrado”, mientras que así todo lo que más me gusta en la vida es abierto. Cuando me enteré de que mi padre era judío, más o menos a los veinte años, le pregunté: “¿Qué pasó, me lo ocultaste o qué?”. Me contestó: “No, es que no me pareció importante”. ¿No era importante? ¿Qué había creído yo? ¿Por qué habían deportado a mis abuelos? Siempre había creído que era por ser rusos. Yo era una antirracista virulenta, una ardiente anti antisemita en la escuela, o con mis amigos, sin saber que yo misma era medio judía. El único problema ahora es que evidentemente me siento judía cuando un judío hace algo malo o cuando le hacen algo malo a un judío. Es decir, casi siempre. –Entonces se siente desgarrada.
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–Es una palabra demasiado importante. Diría furiosa, más bien, cuando veo la locura de la derecha y de los colonos israelíes frente a los palestinos y viceversa. Y lo que esto provoca aquí, en las escuelas, en los colegios. Hasta ahora nunca me había parecido necesario recordar que mi padre era judío, que yo soy medio judía. Ahora lo hago a menudo. Por ejemplo, en los debates con los estudiantes de liceo. –¿Y la parte inglesa por el lado de su madre? –Me fascinaban las historias que mi madre me contaba cuando era chica: esas leyendas llenas de hadas, donde se mantiene esa relación maravillosa, animista, con la naturaleza, como una especie de cultura chamánica. Los druidas están presentes, los caballeros de la Mesa redonda. Yo creo que mi madre creía en las hadas. A pesar de la guerra mis primeros años de vida fueron muy felices. –¿Y la infancia? –Cuando volvimos a París con mi padre, en 1947, empecé a acompañarlo a los rodajes. Me acuerdo particularmente de la filmación de El águila de dos cabezas, de Jean Cocteau. Tenía ocho años. Estaba fascinada con la última escena, ésa en la que Edwige Feuillère cae como una reina, cuan larga es, de espalda, en la escalera, y muere. La atmósfera era tan excitante, tan alegre. ¡Todo me parecía tan brillante! –¿Cómo era su padre? –Fuerte e ingenuo a la vez. Siempre muy afectuoso con la gente que quería, y atento con todo el mundo en el trabajo. Y gracioso. Muy gracioso. Con ese acento ruso formidable que nunca perdió. La gente lo quería y lo respetaba. Tenía una energía titánica. Estaba presente en cada jornada de rodaje, no faltaba a ninguna, siempre era el primero en llegar al plató y el último en irse. Se ocupaba de todo, estaba informado de todo. Desde el vestuario hasta el decorado pasando por la cocina o la limpieza del plató. Amaba al cine de verdad. Y no solamente el dinero que da el cine. –¿Un obsesivo del trabajo de quien heredó la energía? –Haberlo visto trabajar seguramente me sirvió de ejemplo. Incluso habiendo tenido muchas peleas con él. Incluso habiéndolo acusado por la elección demasiado comercial de algunas películas. Me decía, un poco herido: “Pero las películas que no te gustan son las que sin embargo te han dado de comer”. Mi padre era un verdadero emigrado ruso: mezcla de locura y total conformismo. Pero lo divertía tanto hacer esas películas de aventuras, ir hasta el Himalaya.
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Hoy pienso que mis reproches eran insustanciales. Discutíamos sobre todo porque nos queríamos mucho. En 1981, me anunció con orgullo que iba a votar a Mitterrand. Era la primera vez: “Lo hago para darte el gusto. Porque estoy seguro de que va a ser catastrófico. Pero lo voy a hacer para darte el gusto. Murió en 1993. Unos diez años antes de su muerte, después de su primera aneurisma dejamos de discutir; me daba miedo que nuestras discusiones siempre tan apasionadas fueran peligrosas para su salud, pero creo que los dos extrañábamos aquellas épocas en que terminábamos las peleas con un chiste, o con él recordándome que yo estaba loca. –¿En cuál de sus rodajes participó más? –En el de Fanfan la Tulipe, de Christian-Jaque, con Gérard Philipe, en 1951. Salíamos de casa a las 5 de la mañana, ayudaba a bañar los caballos, me metía en todo, opinaba sobre todo, la verdad es que molestaba bastante, me rezongaban. Pero estaba fascinada, era como estar en un barco en el medio del océano. Me maravillaba más el trabajo de los técnicos, el de los dobles –que eran en realidad los que “hacían”– que el de los actores que, para mí, vivían en una especie de Olimpo entre los dioses. Y yo no tenía ningunas ganas de vivir en el Olimpo. La verdadera aventura estaba en la técnica, y yo me sentía mucho más cerca de esos artesanos que eran quienes realizaban el milagro, que lo hacían posible. Me encantaba ayudar a instalar los travelling, a empujar un camión en el barro, a preparar las escenas de riesgo de los dobles, montar a caballo. –¿Entonces todo ese ambiente le dio ganas de hacer cine, de hacer teatro? –Fue mucho antes de que quisiera hacer teatro. Pero ya sabía que no quería trabajar en el medio cinematográfico, aunque adoraba el cine. –¿Por qué ese rechazo? –Ese universo brillante, tan seguro de sí mismo, tan convencido de su superioridad, me daba terror. Sentía que podía llegar a perderme en un lugar así. De hecho, estaba buscando mi isla. No quería nada con el mundo tal como era. Quería un lugar donde el mundo fuera distinto, donde pudiera transformarse. En ese momento, por suerte, conocí al poeta Henri Bachau. Era profesor, y cuando mis padres se divorciaron pusieron a mi hermana en su colegio. Él vio algo en mí que nadie había visto, se interesó por mí. Tuvimos una gran amistad. Se dio cuenta hasta qué punto estaba mal conmigo misma en aquel momento, y posiblemente fue él quien me salvó impidiendo que me tirara por la pendiente de la rebelión esté-
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ril: “Muy bien, ¿te parece que hay que cambiar el mundo? ¡Bueno, a cambiarlo!”. –¿Se psicoanalizó con él? Porque también es psicoanalista. –No, después se hizo psicoanalista. Pero sin duda me empujó al análisis; me hice un psicoanálisis, bastante salvaje por cierto, cuando tenía alrededor de dieciocho o diecinueve años con una mujer extraordinaria, Blanche Jouve, una señora mayor que había conocido a Freud, que había trabajado con Charcot, y que era una psicoanalista completamente diferente a los psicoanalistas. Fue para mí una época de reconquistas. –¿Y cuándo toma la decisión de hacer teatro? –Después de haber terminado el bachillerato, me fui a Inglaterra para hacer un año en Oxford. Y allá existía una enorme actividad teatral amateur. Jóvenes estudiantes hacían sus primeras armas en la dirección; John Mac Grath o Ken Loach que estaban terminando los estudios ese año. Así me convertí en asistente de tres espectáculos, uno era Coriolano, de Shakespeare, dirigido por Anthony Page, el otro era Bloomsday, de James Joyce, dirigido por John Mac Grath, y un espectáculo pequeño dirigido por Ken Loach en el que actué. Y fue entonces que una noche de lluvia muy inglesa, subiéndome a un autobús después de un ensayo de Coriolano, en el que aparecía como figurante, sentí como un flechazo. Como cuando uno se enamora. “Ya está, es esto. Esto es mi vida, pensé, este juego de equipo, subirse todos juntos a un barco que parte, lejos, muy lejos, a descubrir una tierra legendaria y virgen.” Una verdadera revelación. Quería vivir eso siempre, todos los días, hasta que me muriera. ¡Cuando pienso en la suerte que tuve de haber tenido esa certeza tan pronto! Después tuve tantas dudas sobre tantas cosas, pero nunca más tuve dudas sobre la vocación. Nunca. Esa corazonada de aquella noche la sigo sintiendo día tras día. –¿Nunca tuvo dudas? ¿Nunca se arrepintió, por ejemplo, de no haber hecho cine? –Ya había transitado lo suficiente como para saber que para hacer cine hay que conseguir mucho dinero, no alcanza con un grupo de amigos que trabajen juntos. Y además yo quería compañeros, quería poder elegir a mis compañeros y no tener que entrar en un sistema. –¿No le gusta la soledad? –Hay soledad y soledad. La buena y la mala. Si alguna vez tuve la impresión de estar sola fue por debilidad o por vanidad. Cuando estoy demasiado obsesionada por un proyecto, demasiado preocu-
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pada, me olvido de que somos muchos para defenderlo. Amor, tengo mucho a mi alrededor. Si quedo sola, cuando quedo sola, es porque me lo merezco. –Entonces, en 1958 volvía de Inglaterra… –Me pongo a estudiar algo de psicología en la Sorbona, tomo algunas clases, pero me aburren terriblemente. En 1959 participo en la fundación de la Asociación Teatral de Estudiantes de París, junto a Martine Franck, Pierre Skira, y otros. Pedimos un salón para ensayar en la Sorbona. Y ocurre el primer milagro, se anotan en la ATEP la mayor parte de los futuros fundadores del Soleil, JeanClaude Penchenat, Philippe Léotard, Jean-Pierre Tailhade, Gérard Hardy, Myrrha Donzenac… ¡Por fin tenía la sensación de haber encontrado la punta de la madeja! No sabíamos nada. No le teníamos miedo a nada. Nuestro objetivo era ofrecer a los estudiantes una formación teatral y montar espectáculos.Nos convertimos un poco en los rivales del Théâtre Antique de la Sorbona. En ese momento me dedico a las tareas administrativas, no cuento nada sobre mi experiencia en Oxford ni le digo a nadie que tengo ganas de dirigir. De todas formas, le tengo que decir a mi padre que había dejado los estudios. Él me mantenía, me tenía confianza, no se volvía loco con esas cosas… o por lo menos no lo demostraba. –¿Y cómo nace su primer espectáculo? –Henri Bachau había escrito una obra, Gengis Khan. Y acepta dárnosla. Y yo la dirijo. Me había quedado fascinada en el Théâtre des Nations3 con la Opera de Pekín, y ya en ese momento me inspiro un poco en el teatro chino. No sabía nada de nada en aquella época. ¡Trataba de ser meticulosa y organizada, nada más! El vestuario estaba confeccionado con mantas militares otorgadas gratuitamente por la asistencia pública. ¡Nos parábamos en medio de la calle Soufflot los sábados o los domingos para probar las banderas al viento! ¡Los pocos autos que pasaban por ahí tenían que desviarse! El espectáculo se dio durante diez días en las Arènes de Lutèce en junio de 1961. Pero a pesar de una muy buena crítica (la única) de Henri Rabine publicada en La Croix, nuestro público estaba compuesto sobre todo de vagabundos, que parecían apreciar el espectáculo. Me acuerdo que Jean Paulhan pasó a saludar a Henri Bachau. –¿Qué ambiente había en la compañía? –Amistoso, alegre, desordenado, muy emotivo. Nos reíamos o llorábamos todo el tiempo. A partir de ese momento empezamos a soñar con la posibilidad de fundar una compañía profesional. Pero no
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antes de que cada uno hubiera terminado con lo que tenía que hacer, estudios, servicio militar, porque queríamos que el compromiso individual fuera total. Nos dimos dos años hasta estar disponibles. Yo tenía un gran sueño desde la infancia: China. Para mí representaba el reino de la belleza, de la aventura, del misterio. El asunto era reunir el dinero necesario, entonces participé en el guión de El hombre de Río para mi padre, y me fui. Sin saber hasta qué punto iba a ser un viaje iniciático. –Su infancia había estado alimentada por narraciones de viajes, ¿no? –Sí. Mi tía Galina, la hermana tan querida de mi padre, me contó muchas veces la historia de un larguísimo vagabundeo en tren, de casi dos años, que mi padre y ella habían hecho de niños, durante la Revolución… Fue ese famoso tren bolchevique que atravesaba Siberia y que cayó en manos del ejército blanco. Una noche se detiene. Estaba nevando. Las luces de las fogatas de los soldados checos adentro del tren se reflejaban sobre todo el paisaje. De pronto deslizándose sobre el hielo aparece un cortejo de trineos. Soldados de rostros asiáticos sentados uno frente a otro, arropados en espléndidas capas doradas. Desde el tren todo el mundo los mira pasar. Sólo se oye el ruido de las pequeñas pezuñas de los caballitos sobre la nieve. Y de a poco mi padre y su hermanita empiezan a darse cuenta de que están todos muertos. ¡Congelados! Un batallón entero. Habían intentado protegerse, mal que bien, con los hábitos sacerdotales de un convento que venían de saquear, y se congelaron durante la noche. Pero los caballitos no paraban de correr. Hasta la muerte. Mi padre está en la ventana. Yo pienso que esa visión quedó grabada en él, y después en mí, para siempre. La Revolución. La guerra. El Apocalipsis. El misterio de esos rostros asiáticos. ¿Por qué asiáticos?
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Cuarto encuentro
EL GRAN VIAJE Cartoucherie, viernes 29 de noviembre de 2002, 8.45 horas Rico olor a café caliente. Primera hora de una mañana gris y fría. Entro rápidamente a la cocina; reparo por primera vez en la bandera azul, blanca y roja que ondea en el frente del edificio. Ya se están preparando baterías de cacerolas para el almuerzo. Todo el mundo al pie del cañón. Algunos durmieron ahí. Al lado, en el comedorcantina con enormes bancos largos, y largas mesas de madera –el ritual de la comida es esencial en el Soleil– un grupo de actores bien abrigados miran atentamente libros de fotos, observan con detenimiento algunos rostros, algunas siluetas, buscan detalles, hablan en voz baja sobre lo que ven. Afinan una y otra vez el trabajo sobre sus personajes, sobre el maquillaje. Ariane Mnouchkine, con el cabello alborotado, se acerca, les habla en voz baja, da algunas indicaciones. Me ve. Me pide que la espere un poco. Con seguridad, ella también durmió aquí para trabajar hasta más tarde y poder retomar más temprano, como hace a menudo. Ariane Mnouchkine: Quedamos en que había ganado algo de dinero participando en la escritura de un guión de cine producido por mi padre, El hombre de Río, de Philippe de Broca, con Jean-Paul Belmondo. Fue en 1963. Yo sabía que si no me iba en ese momento, nunca más tendría tiempo, nunca más ese tiempo. Iba a ser un viaje de seis meses. Duró casi quince. Primero tomé el barco de Marsella a Yokohama. Mi barco se llamaba El Camboya, de la compañía Messagerie maritimes. Quería ir a China pero no me habían dado la visa. Pensé, no importa, empiezo por Japón, y ahí solicito mi visa para China. Me quedé cinco meses y medio en Japón; volví a pedir la visa que me fue denegada. No importa, la pido en Hong Kong. Pedía la visa en cada país y me la negaban. Di la vuelta alrededor del país sin poder llegar. En esa época iba muy poca gente a China, y cuando lo hacía era en excursiones que costaban caras. Yo no tenía el dinero suficiente y de todas maneras no quería una ex-
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cursión. Pretendía viajar por China como viajaba por cualquier otro lado. –¿Entonces no fue a China? –No. Y probablemente no vaya nunca. Le hago el boicot a China. Por la ocupación del Tíbet. Sí, ya sé, es ridículo, pero es así. Sin embargo a Taiwan voy. Todas las veces que puedo. Me gusta tanto la gente de ahí. –¿Por qué estaba tan fascinada con China? –Ir a China quería decir partir hacia a una China interior. Tenía necesidad de una ruptura. Necesitaba remontar el curso del tiempo, del río, del espacio, salir a la aventura para buscarme, para encontrarme, para ir más allá. Pero pienso que todo eso, ya en ese momento, quería decir ir hacia el teatro. –¿Y qué hizo durante esos cinco meses en Japón? –Empecé dando clases de inglés. Sabía que era el único lugar donde podría trabajar y ganar un poco de dinero para seguir el viaje. Allí también conocí grandes momentos de soledad. Había resuelto hacer todo el periplo sola. La verdad es que había quedado en encontrarme en algunas etapas del viaje con una gran amiga, Martine Franck, que todavía no era fotógrafa y estaba viajando con sus padres. Yo no tenía la sensación de estar haciendo un viaje de estudios, más bien sentía que se trataba de un viaje como los mochileros hacían en aquella época. No tenía idea de lo que me esperaba. Iba a ver tanto pueblitos como grandes ciudades, tantos monumentos o templos como lagos sagrados o gente. O nada. Iba a existir. Lejos. –¿Cómo se “encontró” con el teatro? –Antes de llegar a Yokohama, el barco hizo una escala de una noche en Kobé; y yo tenía entendido que esa ciudad tenía un teatro nô4 muy importante. Con dos o tres jóvenes que venían a bordo, bajamos a tierra y nos fuimos a ver una representación de teatro nô que se hacía –todavía se hace– iluminada únicamente con la luz de unas fogatas enormes que me parecieron altas como casas, dispuestas en cada rincón. Yo, como muchos otros espectadores, me subí a un árbol para ver. No había sillas, nada. ¿Qué era todo aquello? ¿Qué nô era exactamente el que estaba viendo? Soy incapaz de contestar esa pregunta. Pero para mí fue un milagro. Tuve la impresión de descubrir no sólo el teatro, sino el mundo antiguo. Un mundo despojado, radical. De a poco me fue atrayendo, conquistando, convenciendo, la simplicidad de algunos lugares, de algunos objetos. En Japón jamás hay “demasiado”. Incluso se podría decir que eso es lo que lo identi-
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fica, la firma de Japón, un arte sin “demasiado”. Más tarde en Tokio, en una sala apenas un poco más grande que nuestro comedor, vi a un actor joven, desconocido, del barrio de Asakusa que era, en aquella época, maldito por ser un barrio de placeres. Ese actor, que no dejó su nombre a la posteridad, representaba toda una batalla con nada. Sólo un gran tambor y sus ojos. Yo lo miraba y entendía todo. No había barrera de lenguaje. La Epopeya estaba ahí, miserable y universal. Ése era el teatro que yo quería. Le debo mucho a ese desconocido actor japonés. No sé cómo se llama pero en mi último viaje a Tokio encontré aquel teatro minúsculo. Siempre tan pobre pero siempre en actividad. Él no, él no estaba ahí. ¿Qué habrá sido de él? –¿Fue en Japón donde encontró la inspiración –futura– para la puesta de Ricardo II de Shakespeare? –Daba vueltas por los teatros, pero no entendía mucho lo que veía. Hasta que un día entré en una sala de kabuki.5 No estaban dando Shakespeare, pero era Shakespeare. Después, dieciocho años después, propuse esa forma para Ricardo II. Ese formalismo japonés, al principio nos dio rigidez, nos incomodó. Al contrario de lo que pasó con Enrique IV, en que el kabuki fue justamente la herramienta precisa. La utilizamos con más libertad. Y creo que el espectáculo estaba mejor. –¿Cómo fue que los actores del Soleil se pusieron a trabajar dentro de esas formas que nunca habían visto personalmente? –En gran parte a través de la imaginación. Conoce esa fórmula mágica: “¿Y si fuéramos un elenco japonés?”. Inmediatamente dejaríamos de ser nosotros. Y esa es la flor del teatro: la felicidad de no ser uno mismo, dejar venir al otro, al desconocido. “Hacer de cuenta que es verdad”. Son juegos de la niñez que nos resultan indispensables. –¿Pero entonces, dónde vio después teatro chino, que junto con la commedia dell’ arte, fue la fuente de L’Age d’or? –En Bangkok. En una plaza. Rampas en los dos extremos y en el medio una multitud –sin embargo hay pocas plazas en esa ciudad, ¿no sería un estacionamiento?– un duelo entre dos teatros tradicionales chinos. Intentaban atraer la mayor cantidad de espectadores actuando lo mejor posible, exagerando lo más posible. Fue extraordinario. La gente iba de un lado a otro. Apenas decaía un minuto y paf nos íbamos para el otro lado a ver al otro grupo. ¿Demasiado largo? Volvíamos otra vez a los que habíamos dejado. –¿Qué estaban actuando?
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–Una epopeya notoriamente conocida por todos. En aquella época yo sacaba fotos (ver ilustraciones). Estaba sobre el escenario –ellos permiten que la gente suba al escenario– y de repente oigo que alguien dice, en francés: “Ah, ¡qué pesada que es esta! ¿Pero qué está haciendo?”. Me doy vuelta ofendida: era Louis Malle filmando un documental. ¡Y yo metida todo el tiempo en el plano! Después me fui a Camboya. Y casi me quedo allí. –¿Por qué? –En 1963 todavía era el paraíso. Ya había amenazas de guerra, pero Sihanouk mantenía el poder. Y la vida ahí era tan agradable. En diciembre llegué a Calcuta. Fue un momento de pánico. Todavía había grandes hambrunas, bebés muertos en las veredas. No lograba superar el miedo, soportar lo insoportable… Me fui a Nepal, durante un tiempo viajé a pie por el país. Nos cruzábamos en el camino con tibetanos que huían o comerciaban. Entonces me llamé a la cordura, no debía huir de la India. Volví más serena, más calma. Y se convirtió en mi segundo país. –¿Por qué? –Yo no podría vivir en la India, la miseria es todavía demasiado terrible, pero la India es para mí como una “Tierra anterior”, uno de mis países de antes. Creo que debo haber vivido ahí en otra vida. Un día me subí a un autobús, una mujer dijo algo y todos se empezaron a reír. Yo no entendía de qué. Me señalaron al inspector: éramos como hermanos. Nos parecíamos como dos gotas de agua. ¡Gemelos! En India amo la tierra, el arte, el fervor vital, la arquitectura, la inmensidad, lo excesivo. Porque yo no soy en absoluto una persona austera. No me gusta nada la austeridad. Incluso ahora que me atrae cada vez más el “menos”, y cada vez menos el “más”. –Seguimos en India, asistió al teatro… –Allá ni siquiera hay que ir al teatro, el teatro viene a uno. Es como un momento más de la vida, como la recolección, la vendimia. Yo ya había visto kathakali6 en el Théâtre des Nations (¡jamás será suficiente lo que se diga sobre el Théâtre des Nations, sobre lo que descubrió para el público de París y para los profesionales durante su breve existencia de 1954 a 1968!) pero ¡poder ver los espectáculos en el lugar donde nacieron…! Me dejé llevar por todo lo que veía. Era como una especie de esponjita. ¡Y estoy muy contenta de que haya sido así! Sin saberlo, casi sin quererlo, estaba acumulando un tesoro que iba a cambiar mi forma de ver, de vivir. –¿Y después se fue a Pakistán?
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–Cruzo Pakistán, no me quedo demasiado porque es un lugar donde siento mucha agresividad. Sí, ya en ese momento. Cruzo Afganistán, en pleno invierno a principio de 1964, cuarenta grados bajo cero en Kabul. Un reino de leyenda, de seres de leyenda. El esplendor. Nunca voy a volver a ver Afganistán como en aquellos días. Nunca voy a volver a ver Camboya como en aquellos días. En aquel momento, Martine estaba conmigo y viajábamos sin sentir miedo un minuto. Hacíamos dedo, subíamos a autos, a camiones, siempre había gente que nos invitaba a alojarnos con ellos, que nos protegía. El único lugar donde por casualidad pasé un momento de aprehensión fue en Teherán, me dejó un recuerdo más bien malo. Y Turquía. Un mal recuerdo Turquía. –¿Cómo son sus viajes? –Miro la gente. Me siento y miro pasar la gente. Durante horas. De a poco, empiezo a darme cuenta hacia donde quiero ir y lo que quiero ver. Un viaje es eso, mirar, nutrirse con encuentros, aceptar los encuentros, equivocarse, pensar: “¿Pero qué mierda estoy haciendo aquí desde hace tres días esperando que pase un puto tren?”. Y al mismo tiempo, durante esa espera interminable, en una estación perdida, en algún pueblo perdido de la India, pasando por momentos de soledad muy penosos, uno empieza a percibir con exactitud cómo se mira la gente, cómo se sienta, cómo comen, cómo sobreviven, pequeños detalles, la musicalidad de sus gestos. –¿Ese viaje resultará esencial? – Es por cierto el período de mi vida que yo más recuerdo. Como si otra vez estuviera frente a mis primeros años de vida. Me olvido tanto de cosas que pasaron en otras épocas, la gente tiene que recordármelas. A veces me cuestiono sobre esa falta de memoria. Alguien me pregunta: “¿Se acuerda?”. Y yo no me acuerdo en absoluto. ¿Por qué? ¿Será porque el teatro es el arte del presente? No podemos contar el pasado, invocarlo, evocarlo, encarnarlo si no lo traemos al presente más absoluto. El teatro es “aquí y ahora”. Y la vida de un elenco todavía más, es el presente de cada individuo en cada momento. Pero de vez en cuando me siento culpable: “¿Cómo puede ser que te hayas olvidado de eso?”. –¿Hay espectáculos de los que se haya olvidado? –De todos y de ninguno. Me acuerdo de algunos momentos de algunos espectáculos. Más bien de algunos actores. Probablemente del que menos me acuerdo es de Molière, de la película, porque sé que quedó registrada en algún lugar. El espectáculo que menos recuerdo es Mefisto o la novela de un actor, posiblemente porque es
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uno de los espectáculos que me hizo menos feliz. Podríamos haberlo hecho mucho mejor… –¿Qué? –Como había escrito el guión de Molière, creí que podía ponerme a escribir teatro. Me había encantado Mefisto, la novela de Klaus Mann.* Pero fue un error escribir yo misma la adaptación. No estaba satisfecha con lo que estaba haciendo. Soy autor como podría serlo un actor, creo que sé encontrar los signos teatrales, pero no escribir una obra. Estoy arrepentida. Pero por lo menos logré entender lo que es un verdadero dramaturgo, es una persona que sabe que las palabras son acciones y no comentarios. –Volvamos a ese viaje del cual no olvidó nada… ¿Hacía anotaciones? ¿Sacó fotos? –Sacaba muchas fotos. Y todavía, hoy cuando vuelvo a ver esas fotos, me parecen buenas. Ahora ya no saco más fotos. Ahora la foto incluso me impide mirar. En aquel momento me ayudaba. Tal vez porque me obligaba a detenerme, a concentrarme. –¿Qué le quedó de todo aquel periplo? –No viajé solamente por el espacio, viajé en el tiempo. Viví el privilegio extraordinario de estar en un momento en la Edad Media y en el siguiente en el Renacimiento, o hasta en la Antigüedad. Conocí gente que vivía con una simplicidad grandiosa, en universos de poesía cotidianos. Eso se percibía en lo que decían, y por la forma en que me recibían. Allá existía una amplitud, una belleza gestual, una ritualización de la vida cotidiana, que me resultan indispensables. –¿Tan importante es para usted la ritualización de lo cotidiano? –Sí. Siempre y cuando no se convierta en una tradición opresiva, con prohibiciones que cercenen al individuo separándolo del mundo, o de la colectividad; si no es así, ayuda a vivir. Y además es hermoso. Como cuando los japoneses esperan la floración de los cerezos como si fuera un don del cielo, y durante diez días todo se dirige hacia la contemplación de esos árboles; es magnífico. Allá existen determinados gestos, determinadas músicas, determinados platos, incluso determinados aromas para determinados momentos. Y casi una festividad diaria para celebrar un acontecimiento o a un dios, a una planta, a una flor, a la lluvia. *
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Klaus Mann (1906–1949) hijo del escritor Thomas Mann, premio Nóbel de Literatura. Luchó contra el nazismo, retratándolo en novelas muy negras: Mefisto (1939), El volcán (1939). Se suicidó en Cannes en 1949, dejó una autobiografía que apareció después de su muerte (Momento de decisión).
Aquí en Francia no celebramos mucha cosa. Conmemoramos en forma pretenciosa pero ya no celebramos. Bajo pretexto de que no vale la pena festejar una victoria porque forzosamente va a estar seguida por una derrota. ¡Y bueno, justamente como hay tantas derrotas es que hay que saber celebrar las victorias! Incluso las más pequeñas. Y el teatro es uno de los últimos lugares de celebración. En sí mismo, una victoria. –¿Nunca una vía de escape? –Sin duda que no. Si bien todo arte representa un refugio, una fortaleza, contra la fealdad, la tontería, la barbarie, sigue siendo un combate de todas maneras. El hecho de haber encontrado un lugar lindo, un refugio, eso no significa que el combate pueda darse por terminado. –¿Fue durante el viaje que forjó su conciencia política? –Realmente no. En esos largos meses, conocí algunos jóvenes que estaban viajando y que estaban, como yo, en el amanecer de sus vidas. Hablábamos de nuestros sueños, del futuro que, a pesar de lo que pasaba en la guerra de Vietnam, sólo podía ser maravilloso y fraterno. Pero no nos dábamos cuenta de lo que estaba pasando en realidad. En Afganistán, como logré hacerme entender con el poco ruso que sabía, tomé conciencia de que los rusos no estaban lejos. Pero tengo que reconocer que en Camboya –donde todo era tan exquisito– no presentí en absoluto lo que iba a suceder diez años después con el Khmer rojo. Muy poca gente lo presentía. –¿Tomando distancia, puede medir la importancia de ese viaje con respecto a su formación como directora de teatro? ¿Y al fin de cuentas por qué Asia? ¿Por qué esa obstinación por ir allí? ¿No será tal vez por la importancia fundamental que el teatro oriental ha tenido sobre grandes hombres de teatro como Jacques Copeau7 o Antonin Artaud,8 quienes le han consagrado textos fundamentales? ¿Ya había leído esos textos? –No fui a Oriente por haber leído a Copeau. Leí a Copeau por haber vuelto de Oriente. Había quedado fascinada con la simplicidad radical de algunos lugares. Por ejemplo, un teatro de nô es como la fachada de un templo. Es más, si uno mira un plano del Globo y un plano de un teatro de nô, se parecen. El Teatro del Globo de William Shakespeare es como el patio de una posada. En la posada hay una galería, también hay una galería en el teatro de nô y también la misma terracita. En India, en cualquier espacio de feria, con cuatro bambúes y un techo colorido hacen el teatrito más hermoso que uno pueda imaginar
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–¿Cuándo tomó la decisión de volver? –En primer lugar, no tenía más dinero. Mi padre me pedía que volviera. Yo me sentía ya lo suficientemente impregnada, y tenía que empezar a hacer. En este tipo de viajes, y está bien que sea así, vas en la dirección del viento pero después de un tiempo uno va dejando pasar muchas cosas. Además había llegado la hora del Théâtre du Soleil. –¿Y a su regreso, su padre la hizo trabajar en guiones, para ganar algo de dinero? –No. Después del viaje simplemente me mantuvo. No me vi obligada a trabajar inmediatamente para ganarme la vida. Gracias a él yo pude ocuparme del espectáculo mientras que los demás trabajaban durante el día. Cuando llegaban nos poníamos a ensayar. –¿Él hasta cuándo la mantuvo? –Hasta La cocina . E incluso después, jamás me dejó morir de hambre de verdad. Fue un verdadero padre.
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Quinto encuentro
TRABAJANDO EN EL ESPECTÁCULO Cartoucherie, sábado 14 de diciembre de 2002, 20.30 horas Ariane Mnouchkine me instala en un sofá en una pieza grande y hermosa que funciona como biblioteca, como escritorio, o como dormitorio llegado el caso. Sobre los estantes, objetos provenientes de Asia y viejos libros de arte. Se llega a esa buhardilla subiendo una escalerita ubicada a la izquierda del gran hall, hoy todavía vacío, pero que en general está lleno de espectadores. Desde lo alto de la escalera, Ariane Mnouchkine puede ver todo lo que pasa. La estoy esperando. Los ensayos avanzan. Aún cuando el espectáculo, ya bautizado Le Dernier Caravansérail* ha sido postergado unas semanas. Para que esté listo y sea realmente hermoso. Dentro de un gran baúl de mimbre, duerme un bebé. Su mamá actriz viene a cada rato a ver cómo está. Ariane Mnouckine, sube por fin, y trae una bandeja con un plato delicioso para las dos. Parece cansada, pero resignada a seguir con la entrevista. Me resulta incómodo venir a agotarla todavía más. Es tarde. Fabienne Pascaud: ¿Por qué hacer hoy un espectáculo sobre los refugiados? Ariane Mnouchkine: Porque es uno de los síntomas graves de la enfermedad de nuestro siglo. Porque según la forma en que responda nuestra sociedad (europea) resultará determinante para nuestra Historia. Esta sociedad se habrá comportado de manera ignominiosa o humana. Le Dernier Caravansérail es un espectáculo histórico, como todos los del Soleil. A veces hacemos un clásico; otras veces, hacemos un espectáculo sobre un acontecimiento contemporáneo a la mane-
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N. de T.: La última caravana.
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ra antigua, como en el caso de Tambours sur la digue, de Hélène Cixous. Y otras, como en este caso, hacemos un espectáculo en el presente… o como en Et soudain des nuits d´éveil. Esto nos da la posibilidad de variar. –¿Al elenco o al público? –A todos. Siempre tenemos que volver a Shakespeare, a Esquilo, o con Hélène, a una teatralidad radical, extremadamente transpuesta, para nutrirnos e impedir que nos hundamos en el realismo, como siempre. El realismo es el enemigo. –¿Por qué? –Porque por definición el teatro, el arte, es transposición o transfiguración. Un pintor pinta una manzana pintada, no una manzana. Hay que hacer aparecer la manzana. Una aparición. El escenario es un espacio de apariciones. –¿Rechaza el realismo, pero no hay una verdad geográfica, histórica, política, sin embargo, en el origen de Le Dernier Caravansérail? –¡Pero rechazar el realismo no quiere decir rechazar la realidad! Hay entre nosotros un kurdo, una iraní, iraníes, afganos, una rusa, australianos, franceses. El mundo nos da referencias. Y además están las fotos. Tenemos ese universo inmenso de reporteros, de grandes fotógrafos a los cuales debería rendirles homenaje más seguido. Los cronistas de la mirada. Shakespeare tenía a Holingshed o a Plutarco, nosotros a Cartier-Bresson, a Salgado, a Abbas o a Ahmet Sel, y a otros. Un actor mira una foto y dice: “Tengo que hacer un refugiado afgano, eso es, es éste, voy a intentar comprenderlo”. Se hace esa cara, para hacerse del alma. ¡Pero a veces ni siquiera logra hacerse la cara. –Por lo tanto un trabajo sobre la realidad para poder escapar de ella. –Sí. Sobre la verdad. Los actores trabajan sobre la verdad. –Usted afirma que todos los espectáculos del Soleil son espectáculos históricos. –El gran teatro nos cuenta que cualquier historia de amor, cualquier encuentro, cualquier crimen, cualquier cobardía, cualquier traición, cualquier gesto magnánimo, cualquier elección mala o buena, pertenece a la historia general del mundo, y hace su contribución a ella. Todos nuestros gestos hacen la Historia. La grande y la pequeña. De ahí viene mi gran reserva con tantos autores modernos que me parecen indiferentes a la historia del mundo. –¿El teatro también es un medio de luchar contra la Historia? –¿El arte es capaz de luchar contra la barbarie? ¿O es totalmente
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impotente? Personalmente quiero creer que el arte también es un arma. De todas maneras, no hay batalla más seguramente perdida que la que no se libra, como diría Vaclav Havel. –La excelente votación que obtuvo Jean-Marie Le Pen en la primera vuelta de las elecciones presidenciales del 21 de abril de 2002 hizo dudar a muchos artistas, intelectuales, sobre la influencia… –La duda es la esencia misma del arte y de la práctica intelectual, y no solamente en los días de catástrofes. De todas maneras, si bien es cierto que no tenemos razones para celebrar tampoco me siento obligada a castigarme. La responsabilidad de los hombres y las mujeres políticos y mediáticos salta a los ojos. Lo confieso, estuve muy enojada. Jospin hizo una campaña inexistente, y su alejamiento, aparentemente tan digno, para mi fue escandaloso. No solamente estropea todo sino que además se enoja, pone mala cara. Ni siquiera se queda para barrer los platos rotos. ¡Se va para Sicilia! Un hombre que se dedica a la política si es sincero y está convencido sigue trabajando aunque no salga elegido, mientras que los militantes de su partido no lo desaprueben. Además nadie lo desaprobó, él se sintió derrotado y herido, nada más. No se renuncia a la lucha política por sentirse herido. Si Mitterrand hubiera actuado así jamás habríamos oído hablar de Lionel Jospin. No hubieran existido los cambios. –Es esencial estar atento a lo que pasa en el mundo. –Sería demasiado fácil si pudiéramos bajarnos del tren de la Historia, por más que por momentos resulte infernal. El mundo es mi país, su historia es mi historia. Toda su historia, incluso la que no conozco. –¿De qué manera Le Dernier Caravansérail se articula con sus compromisos, por ejemplo con el compromiso con los indocumentados en 1996? –Refugiados e indocumentados. Se trata de dos escenarios diferentes. Los indocumentados estaban aquí desde hacía mucho tiempo, la mayor parte tenía familia, hijos, incluso trabajo. Y de pronto, por las leyes xenófobas de Charles Pascua, se ven empujados a la ilegalidad. Por otro parte, están estos fugitivos que llegan para pedir asilo, igual que antes lo hacían los suplicantes. Y se encuentran con criterios de admisión que no pasan de ser otra cosa que criterios de exclusión. Yo misma no soy una adepta de la apertura total de las fronteras. No quiero tiranos, no quiero verdugos. Pero si nosotros mismos defendiéramos mejor nuestros principios, si defendiéramos
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ardientemente, sin sentimentalismos, la laicidad, la igualdad entre hombres y mujeres, la igualdad de acceso a la educación, a la salud, a la vivienda, a la justicia, si defendiéramos más firmemente las leyes de la democracia, en suma –si nos defendiéramos incluso contra aquellos que saben manipularlas muy hábilmente para volverlas en contra de la propia democracia– no tendríamos que defender tanto nuestras fronteras. Estoy segura de que los franceses serían más acogedores si estuvieran seguros de que nadie, ningún extranjero ni ningún francés, pudiera transgredir esos principios fundamentales, no negociables y, diría, transculturales. –¿Cuál es para usted el principio más importante? –¿Hoy? La igualdad entre hombres y mujeres. Veo con desesperanza que se toleran prácticas inadmisibles. Veo que, en lo que se refiere a las mujeres en muchos áreas, el Estado francés no asume su misión protectora. Hoy, si una niña vuelve a su casa y le dice a su papá o a su hermano: “Querido papá, me encantaría usarlo, pero el velo está prohibido, es la ley”, la obligarían a llevarlo de todas maneras. Si no hay una ley que las proteja a ellas, la ley está contra ellas. –¿Qué piensa del comunitarismo? –La palabra comunidad me inquieta. Se la usa indiscriminadamente, la comunidad judía, la comunidad musulmana, la comunidad china, la comunidad gay, ésta, aquélla. Una comunidad es algo cálido, representa seguridad, con la condición de que no sea una cárcel, no implique exclusión, separación. Cuando se llega a un país, hay que conservar la memoria –es un tesoro– pero también hay que renunciar a algunas cosas. Incluso conservando el acento, hay que preparar a los hijos para que se conviertan en ciudadanos de ese país. Por ejemplo, yo soy de origen ruso, y judío e inglés, pero sin embargo no voy a empezar a declarar que pertenezco a la comunidad rusa, o judía o inglesa. ¿Cuánto tiempo va a durar esta historia? ¿Cuántas generaciones más van a tener que pasar? Personalmente, soy ciudadana francesa, europea, y del mundo. Mis orígenes son un tesoro para mí, no mi cárcel. –¿La idea de Le Dernier Caravansérail nació por voluntad política? –Sí y no. En primer lugar nació de un deseo de teatro. Mis propuestas a los actores para hacer un espectáculo siempre parten de lo que tengo ganas de ver. Y si ellos aceptan mi propuesta es por la misma razón. Tuve ganas de ver sobre un escenario las odiseas terribles de esos hombres y mujeres que viven errantes por el planeta. Salvo
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que estos Ulises no vuelven a su país de origen, huyen de él buscando un lugar donde vivir. Atraviesan bosques poblados de lobos, ríos crecidos, se dejan despojar. Se aman, se separan. Para mi gran sorpresa en Sangatte muchos me hablaban de amor. De amores imposibles. De una chica de la que estaban enamorados y no pudieron casarse. De separación. –¿Cómo trabajó? –Estuve varias veces en Sangatte y en otros campos de refugiados en Australia, en Indonesia. Me ayudó una joven actriz del Soleil, Shaghayegh Beheshti, que habla y traduce admirablemente bien el persa; grabé unas cincuenta entrevistas. Muchos de esos refugiados hablan persa; la mayor parte de los afganos, muchos kurdos de Irak y otros. –¿Qué recuerdos le quedaron de Sangatte, ahora que cerraron el centro? –Desde 1998, los emigrantes empezaron a pasar hacia Inglaterra. Esperaban dos, tres días, antes de lograr pasar, ya fuera por barco, por tren o en camiones que subían a los barcos o a los trenes. Acampaban en los parques, en las plazas de Calais. El alcalde abrió un depósito para ellos. Pero inmediatamente ese depósito se convirtió en el lugar de encuentro de intermediarios que venían de Alemania en sus grandes Mercedes. El alcalde no quería eso en Calais. Entonces el prefecto acondicionó un galpón en Sangatte un poco más alejado. Llegó la Cruz Roja, puso algunas duchas, acomodó unos lugares con camas, les dio una sopa a cada uno. Con una consigna formal: “Cuidado, no hay que permitir que los refugiados se instalen”. El centro, que al principio albergaba durante algunos días a cien o a doscientos “pasajeros en tránsito”, terminó por dar alojamiento a mil o a dos mil “residentes temporales” que se fueron quedando cada vez más tiempo, a medida que el viaje se hacía más arduo y peligroso. Pero ese centro en Sangatte, digan lo que digan, era un lugar humano. Equipos de la Cruz Roja y voluntarios estaban día y noche al pie del cañón. Ochenta para dos mil personas. “Podría conseguirme un poco de champú… un pedacito de jabón… perdí mi cepillo de dientes… pero ya te di tres… sí, pero me lo robaron… necesito una aspirina… me duele la cabeza… estoy deprimido… quiero un medicamento... qué va a ser de mí... dónde está tal… perdí mi tarjeta de teléfono… me robaron los documentos… Ya van seis veces que intento pasar… Un día me va a matar ese tren maldito… deme zapatos.”
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–¿Qué piensa del cierre del campo? ¿Fue una solución buena? –Gracias a eso mil trescientos refugiados tuvieron la suerte de poder entrar a Inglaterra con pasaje y papeles. Tal vez no hubo más remedio que cerrar Sangatte, sobre todo por culpa de las mafias de traficantes que gobernaban el lugar. Pero no así, no a la Sarkozy, no de una forma tan brutal, únicamente como demostración de fuerza. Además, como se preveía, eso no arregló nada. Tampoco dio respuestas a la gente que sigue llegando. Francia les azuza a la policía para que no duerman tranquilos. Se van a dormir a una playa congelada, les cae un policía. Van a dormir a un parque empapado, les cae un policía. ¿Qué es lo que hay que hacer? ¿Qué pensamos que puede hacer ese niño cuya familia vendió la poca tierra que les quedaba, que gastaron a veces hasta doce mil dólares? ¿Se da cuenta de lo que son doce mil dólares para un afgano? ¿Acaso se puede creer que porque un policía francés les grite:“¡Váyanse!”, ¿se van a ir? Teniendo en cuenta que para muchos volver significa un verdadero peligro. O porque estaban viviendo en una zona no protegida, o porque son mujeres, o porque han tenido educación, quieren seguir estudiando y en su país ya no existen los medios desde hace mucho tiempo –¿Qué solución imagina como posible? –No sé. ¡Pero hay que buscarla, por lo menos! Una verdadera conferencia internacional sobre las migraciones, por ejemplo. No una conjura vergonzosa, despectiva y ridícula para prohibirlas. ¿Si empezáramos por ponernos en su lugar? Es eso lo que el teatro quiere hacer. La gente de los medios los muestra siempre como una horda de tipos mal afeitados, de ojos brillantes y dilatados. Y efectivamente, cuando uno pasaba poco tiempo en Sangatte lo único que veía era hombres jóvenes barbudos, con rostros un poco despavoridos, un poco inquietantes. Pero si uno se quedaba un tiempo más, empezaban a hablarle. Y ahí uno podía percibir que eran seres de todos los medios, de todos las clases, desde tipos brutos hasta poetas. Todos tienen un pasado, una vida. Son todos distintos. Es posible que no sepan bien donde queda Lyon o Marsella, pero saben tantas otras cosas; ¿y acaso nosotros sabemos todos donde queda Jalalabad? Y también hay canallas. Y precisamente hay que hacer todo lo posible para que los canallas no tengan el dominio sobre los demás. –Cuando volvió de su peregrinaje por los campos de Sangatte, de Australia y de Indonesia, le entrega a Hélène Cixous los registros grabados, para que ella cree una obra…
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–Y nosotros, por nuestro lado, empezamos las improvisaciones. La improvisación le gana de mano al texto. Y todo se va mezclando. –¿Improvisaban sobre qué tema? –Las despedidas. Como ya le dije, todo comenzó con un camión que fabricaron los actores, siempre preparan las primeras improvisaciones en un secreto absoluto. Me quieren sorprender. Me sorprenden. Muy seguido. Esta vez el espectáculo apareció muy rápidamente. Los que están al borde del camino, los que se suben al camión, los que matan a otro porque no tienen dinero para subirse al camión, la madre que abandona al hijo, el intermediario que también trafica un poco de droga. Y después me fabricaron un barco en el Pacífico, una casa en un pueblo afgano, una moto en el desierto, una cabina de teléfono en Moscú, la enfermería de Sangatte. Diez actores habían estado en Sangatte. Pero les pedí que no fueran demasiado seguido, porque un actor debe ir más allá de la realidad, traspasarla no copiarla. –¿Desde cuándo trabaja sobre esta técnica de improvisación? –Desde 1965. Desde nuestro segundo espectáculo, El capitán Fracasse. –¿Qué consignas da para comenzar una improvisación? ¿Cómo se encuentra una situación precisa y verdadera improvisando? –La situación debe ser siempre simple, clara, con detalles concretos y una acción precisa, donde el actor trabaje una sola cosa por vez. Tomándose el tiempo para entrar en un estado sin agitarse, ni querer decir todo todo el tiempo. Entrenando, trabajando incansablemente el músculo de la imaginación en un cuerpo lo más libre, lo más atlético, lo más disponible posible. El actor debe primero escuchar, después saber detenerse, callarse, aceptar la inmovilidad. ¿Si no qué tiempo le dejamos al espectador para reconocer, para reconocerse? Pero lo esencial para el actor tal vez sea más simple aún. Estar en el presente, renunciar a todo lo que anticipó, para atrapar en escena todo lo que le pasa. En un instante. Para el actor y su personaje existe una vida anterior, pero no hay pasado psicológico y no existe un futuro previsible. Sólo el presente, el acto presente. El teatro es el arte del presente. –¿Cómo se fija una improvisación? –Ahora filmamos. ¡Qué progreso! En 1975, cuando estábamos haciendo L’Age d’or, grabábamos sólo el sonido. Nos quedaba el registro sonoro pero no las acciones. Era terrible. Ahora, una vez que se filmó hacemos una primera selección. De ocho horas de ensayo,
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se conserva en general una hora. Yo lo visiono. Retomamos los ensayos. A partir de ahí hay que avanzar. Los actores visionan. La improvisación es el primer escalón. –¿Entonces, en ese momento, es que usted interviene? –Sí. Es imprescindible que cada momento tenga sentido, que esté más concentrado, pero sin perder el ritmo característico de la improvisación, que deje el tiempo necesario para que las cosas sucedan. Sobre todo, no hay que perder ese ritmo. –Cuándo dirige un clásico –Shakespeare, Molière, Esquilo– los actores trabajan, improvisan un personaje y usted después elige el mejor. ¿No resulta cruel para ellos? –Cada uno prueba. Todos tienen su oportunidad. Eso permite que algunos que a priori no harían tal o cual personaje tengan la oportunidad de abordarlo. Y a mí me da la oportunidad de descubrirlos de otra manera, y quizás de llevarme alguna sorpresa. Muchas veces me sorprenden. A veces es muy evidente. Otras, la duda entre dos actores se prolonga y de ahí la elección cruel. A veces, un actor que estuvo en estado de gracia unos meses está menos inspirado durante algún tiempo. Yo lo acepto. Ese sistema me parece el menos injusto. Después de todo, citando a Brecht,9 los personajes pertenecen a aquellos que los mejoran. –¿Eso quiere decir que usted no hace el reparto con antelación? –No. Jamás. –¿Cómo nace la forma de un espectáculo? –Al mismo tiempo que las improvisaciones. El trabajo se va haciendo junto con la actuación. Nada de trabajo de mesa durante semanas como se hace mucho en otros lados. Me aburre demasiado. Lo que no quiere decir que no haga el esfuerzo de comprender lo que estoy haciendo. Pero buscamos comprender actuando. Desde el primer día. Después se arriesgan con todos los personajes durante semanas. –¿Cuándo encuentra que la escena está a punto? –Cuando nace una emoción. Y hay que tener confianza en las emociones propias, como dice Ingmar Bergman. De todas maneras, ¿en qué más podríamos confiar? Cuando, de repente, lo que está pasando en escena me conmueve y revela o despierta a la realidad dormida. La vida está ahí. Además no hay teatro cuando hay solamente descripción, la escena debe contar más de lo que vemos. Y al mismo tiempo, evidentemente, es imprescindible que sea verdadero. ¿Entonces, cómo se revela teatralmente la realidad? Empieza con un enorme trabajo de documentación. Shakespeare mismo se
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documentaba. La escena del torneo en Ricardo II retoma casi las mismas palabras de lo que cuenta el cronista Holinshed. ¡Shakespeare lo copió! Pero penetrando el misterio en el alma de cada uno de los protagonistas. No le alcanza con decir: “Aquí tienen, esto fue así”, como a Holinshed. Tampoco hace como Brecht que intentaba decir por qué las cosas pasaban como pasaban. Shakespeare nos presenta la incertidumbre en la elección, las pasiones. –¿Pero cómo hace para lograr entrar en el alma del personaje sin ninguna explicación? –¡Es una pregunta imposible! Los actores la responden en escena, cuando están bien colocados, cuando están frente a un buen espacio, cuando se les plantean buenas preguntas, preguntas que no podría responder en el café de la esquina. A esa altura del trabajo utilizamos la palabra “exacto”. Pensamos en ella, pero no la exigimos todavía. Eso sí, sin embargo, lo que les pido es la verdad. –¿Qué es ser exacto en el teatro? –No contar mentiras sobre nada. Ni sobre la gran Historia, ni sobre la pequeña, ni sobre nada. Pero si imponemos esa exigencia demasiado pronto, si prohibimos demasiado pronto que corra el fluido artístico, todos se inhiben. En un momento dado la exactitud se vuelve fértil, es un motor. Hay que saber sentir el momento. –¿Se puede decir que en el Soleil los actores también son autores? –En ese espectáculo, sí, absolutamente. Desde L’Age d’or que no hacemos un espectáculo tan colectivo. –¿En el fondo qué quiere decir “creación colectiva”? –El trabajo colectivo no es la censura colectiva. Cuando discutimos sobre una idea tenemos que evitar que sea atacada por tres o cuatro antes de que haya sido totalmente expresada. Eso aprendimos a no hacerlo. Probamos las ideas más locas de algunos actores. Nunca las aplastamos en el cascarón. Después, hay que dejar que avancen los que avanzan, que aparezcan los que traen la luz, los que yo llamo “locomotoras”. El trabajo colectivo es todo menos un trabajo igualitario. Están los que conducen, los que inventan, desde cualquier punto de vista, y los que son menos experimentados, o están menos entrenados, y que siguen, pero que también son indispensables. En el Soleil, aprendemos a trabajar por imitación sin ninguna vergüenza, como en los teatros orientales. Cuando un actor hace una propuesta justa, nadie duda en inspirarse de ella, incluso en
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copiarla si es necesario para mejorar su actuación. De esta forma un actor locomotora puede arrastrar a otros actores menos avanzados hacia varios roles y observarlos durante todos los ensayos. Esto evita que se prendan de la psicología de un personaje y que se queden satisfechos con lo que encontraron dentro de ellos mismos. De repente la emulación crece, y la exigencia también. Se trata de que cada día, cada uno se exija cada vez más. Cada uno aporta lo que es capaz de aportar. El mucho de algunos y el poquito de otros. Sin modestia diría que es eso lo que el Soleil consiguió. El resto sigue siendo una página virgen. –¿Fue duro instalar esta ciencia del trabajo colectivo? –Sí. Por otro lado, que Hélène no haya participado de Le Dernier Caravansérail no quiere decir que el próximo espectáculo no va a ser un texto de Hélène, o un texto clásico. Es que de pronto se impone un espectáculo, es algo que me elige, no es que yo lo elija… –¿Pero cuál es su rol en un trabajo tan colectivo? –Le Dernier Caravansérail es el primer espectáculo en el que hasta la puesta en escena es colectiva. De verdad. Yo ofrecí un marco, una herramienta; les di una consigna. Y lo extraordinario, es que esa consigna fue trabajada por los actores con una simplicidad tan grande, una fuerza tan grande, que la puesta en escena se hizo sola. Cada improvisación me fue llegando con su propia puesta en escena. Yo no tenía mucho para decir. Podría haberme sentido frustrada. Para nada, me encantó. –¿Pero su personalidad, su autoridad artística no son tan imponentes que de todas formas ya no necesita hablar para dirigir? –¡Pero no! En este espectáculo es innegable que los actores con mi ayuda tomaron la puesta entre sus manos, sin ningún abuso de autoridad. –¿Porque el tema los compromete a todos? –Porque se sintieron comprometidos, responsables. El espectáculo habla del mundo entero. Yo les propuse un juego de construcción, y ellos lo utilizaron magistralmente. Construyeron. –¿Y qué hizo finalmente en este espectáculo? –Dejar que la leche hirviera.
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Sexto encuentro
INFLUENCIAS Cartoucherie, sábado 1º de marzo de 2003, 20 horas Ha pasado cierto tiempo desde nuestra última cita. Ariane Mnouchkine sigue ensayando a pleno, vive día y noche en la Cartoucherie, y no quiere dispersarse con ninguna entrevista. No tiene la cabeza puesta en eso. El espectáculo volvió a posponerse unos días, como pasa a menudo con el Théâtre du Soleil. Ariane Mnouchkine no le dice a nadie la fecha de estreno: quiere ofrecer a su público sólo lo que considera que está a punto. Nada fácil para las reservaciones, ni para el presupuesto. En la oficina grande del primer piso, se siente el nerviosismo del administrador Pierre Salesne y de la responsable de comunicación Liliana Andreone. Están a la espera de la decisión. Hoy Ariane Mnouchkine se pregunta si los temas tratados en Le Dernier Caravansérail sobre los refugiados, sobre el exilio, van a ser realmente interesantes para el público. ¿No se habrá “pasado de rosca”? Va a cumplir 64 años dentro de dos días, el 3 de marzo. Y sobre su buzo celeste ostenta una insignia como una adolescente rebelde: “Ni putas ni sumisas”.* Ariane Mnouchkine: El año que viene, el 29 de mayo, el Théâtre du Soleil va a cumplir cuarenta años… Y yo sesenta y cinco unas semanas antes. ¿A qué, a quién, le debo esta suerte extraordinaria de no ser tirada a la basura, en forma inapelable e inmediata como muchos ciudadanos de mi edad? Y no son los menos. Tengo un privilegio: poder elegir la fecha para irme. Pero ¿no llega un deter-
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N. de T.: “Ni putas ni sumisas”. Eslogan elegido por un grupo de mujeres procedentes de las barrios pobres de los suburbios en Francia para reivindicar sus libertades y su derecho a la emancipación. El eslogan plantea el antagonismo entre las dos visiones de la mujer que plantea el extremismo islámico: mujeres que mantienen las tradiciones, llevan un velo y se someten a la voluntad de los hombres; o mujeres que venden su cuerpo a la sociedad mercantilista.
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minado momento en el que uno tiene la obligación moral de dejar el lugar? ¿Cómo saberlo? Hay que escuchar lo que me dice y lo que no me dice la gente que trabaja conmigo. Desde hace dos o tres semanas, cuando digo la cifra “sesenta y cinco” me hago estas preguntas. Desde el punto de vista de la fuerza física, ya hace muchos años que no soy un ejemplo. Ya no cargo los camiones. –¡Pocas mujeres cargan camiones! –Por supuesto que sí. En el Théâtre du Soleil, las chicas cargan los camiones, como cualquiera. –¡Pero tienen veinticinco, treinta años! –¡Justamente, es eso! –¿Es muy importante para usted este aniversario número cuarenta del Soleil? –Sí. A tal punto que queríamos celebrarlo. Íbamos a organizar un festival de dos meses llamado: “Nuestros maestros y nuestros amigos”. Queríamos invitar todas las formas, todos los artistas que han sido importantes para nosotros, todos los que nos hicieron. Teatro japonés, hindú, balinés, músicos y bailarines coreanos, marionetistas chinos. Pero no tenemos dinero. Tal vez lo podamos hacer cuando cumplamos cuarenta y uno. ¿Sabe qué compañías cumplieron cuarenta años este año? El Odin, de Eugenio Barba, y la Taganka, de Lioubimov. –¿Hay puntos comunes entre su aventura y la de Eugenio Barba, de sesenta y ocho años, en Italia y en Dinamarca, quien se apasionó por las diferentes técnicas de actuación? ¿O de la de Yuri Lioubimov, de ochenta años, en Moscú, más centrado alrededor de una búsqueda poético-política? –Sí, la familia, el elenco. Siento muchísima admiración por Barba, lo quiero de verdad como hombre y como investigador. Respeto su erudición teatral gigantesca, su búsqueda, su independencia. Siempre supo preservar una pequeña tribu a su alrededor. Lioubimov también supo hacerlo, incluso en los peores años, los de Brezhnev. –¿Y si hoy habláramos sobre las influencias, sobre los que ejercieron influencias en usted? ¿En la parte artística y en la práctica? ¿A qué es más sensible: a la imagen o al texto? –Depende. No sé. –¿Algunos pintores que la hayan emocionado? –Sí. Me ha pasado frente a cuadros que solamente conocía por reproducciones, y al verlos personalmente me he puesto a llorar. Como todo el mundo. En el Prado por ejemplo, en la sala Velázquez. Los grandes retratos. Me dejan anonadada. Cuando entré a la sala,
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los cuadros se encarnaron. De golpe sentí que me pasaba de todo: la música, la guerra, el sufrimiento de la época, el individuo, el tiempo, el coraje del pintor… sí… la audacia, la fuerza de su búsqueda, su reinado… sí, él pinta príncipes, pero el verdadero rey es él, Velázquez. Traspasa el modelo. Es como Dios frente a su criatura. Me sentí conmovida por el camino recorrido por Velázquez hasta llegar a mí. Sin embargo, cuando miro pinturas, confieso que en general es con relación a nuestro trabajo. La pintura enseña mucho sobre el teatro, sobre la luz, los espacios, el encuadre, lo que ve el personaje que nosotros no vemos, etcétera… En la luz, por ejemplo, la pintura nos muestra que la lógica no es necesaria. El pintor sabe que la carne no es iluminada necesariamente por una fuente de luz lógica sino que tal vez es ella misma la fuente de luz. O una prenda de ropa. En Vermeer. En Rembrandt. Pero yo no soy crítica de pintura. Sólo puedo juzgar por la emoción que me hace sentir. Los grandes pintores transforman la materia en luz. O en espíritu. Van Gogh convierte la pasta en materia del cielo. Me emociono menos con la pintura inmediatamente contemporánea. –¿Y la fotografía? Trabaja mucho con fotógrafos. –Hay fotos que no dicen nada. Son las fotos descriptivas. Y después está “la” foto: la que revela la mirada, la rivalidad, el peligro, el agotamiento de la miseria o lo que resplandece. Siempre miro la pasión presente en una foto: quién es pisoteado, quién es vencedor, quién domina, quién está en peligro, quién va a morir. –¿Para usted hay novelas fundacionales? –Sí. En primer lugar todas las de mi niñez. El Robinson suizo de un tal John David Wyss. Mi manual de lectura, el famoso La vuelta ciclista vista por dos niños. Sin familia, de Héctor Malot. El capitán Fracasse, de Théophile Gautier. Madame Thérèse, El amigo Fritz, Historia de un campesino, de Erckmann y Chatrian, Veinte mil leguas de viaje submarino, Viaje al centro de la tierra, de Julio Verne; 93, Los trabajadores del mar, El hombre que ríe, de Victor Hugo. Grandes ilusiones, Oliver Twist, David Copperfield, de Charles Dickens. Cuentos de los lunes, de Alfonso Daudet. Jude el oscuro, Tess d´Uberville, de Thomas Hardy. Tales of the fish Patrol, Martin Eden, de Jack London… ¿Puedo seguir la lista? Más tarde, El Idiota, uno de esos libros, no el único, que empecé de nuevo, apenas lo terminé. –¿Enseguida? –Enseguida. Me pasó lo mismo con Jude el oscuro, de Thomas Hardy. No podía soportar abandonar esos libros. Lo mismo con Los hermanos Karamazov. La misma sensación la tuve con Vida y des-
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tino, de Vassili Grossman, que leí mucho más tarde, cuando se publicó hace cerca de veinte años. Pero no lo volví a leer enseguida. Para mí, ningún escritor moderno llegó más cerca de lo indecible que Grossman, cuando describe el interior de una cámara de gas. Llega a acompañar incluso al personaje y a su hijo. “¡No, es imposible escribir eso!” Y sin embargo lo hace. Le da carnadura al diablo. Es una cuestión de vida o muerte. Cuestiona toda su obra, su vida, su destino. Se dijo muchas veces que Vida y destino era la Guerra y Paz del siglo XX. Guerra y Paz, libro que nunca pude terminar además. Es una vergüenza. Me da vergüenza. –¿Qué edad tenía cuando hizo esas primeras lecturas? –El idiota, ya debía tener dieciséis años. Jude…, catorce-quince años. De pronto es una relación con un escritor que representa al mundo, y ese mundo te hace sufrir pero este escritor te dice: “Es por tu bien que te hago sufrir”. A veces, muy raramente, se llega a tener esta experiencia en teatro. Por ejemplo, con la Medea, de Eurípides que dirigió Deborah Warner. Por la forma en que trabajó con Fiona Shaw, hizo posible, creíble, a Medea, sin dejar de ser un monstruo capaz de devastar el mundo. –¿Ha visto a veces al Mal en acción? –¿Usted no? Un día, en 1984, estábamos con Hélène Cixous en el campo de refugiados de Kao I Dang en la frontera de Camboya, preparando el espectáculo sobre Norodom Sihanouk, estábamos hablando sobre el Mal con un hombre admirable, un jesuita muy atípico, el padre Pierre Ceyrac. Era la única persona así en todo ese enorme campo, ya tenía setenta y dos años –ahora tiene noventa y vive en Madrás. Entonces estábamos hablando sobre Hitler, y le hice la pregunta que me hago siempre: ¿Cómo es posible? ¿Cómo puede un ser humano ser Hitler? Y él me contesta: “Ah, pero Ariane, el Mal tiene que encarnarse”. –¿Y puede encarnarse en un elenco, como en cualquier otra comunidad? –En un elenco teatral raramente hay un Hitler. ¡No confundamos las cosas! Existe el mal, por supuesto, el pequeño mal común, pero está bajo alta vigilancia. –¿La alta vigilancia es usted? –¡Pero no! Es mutua, recíproca. Necesitamos guardianes, necesitamos miradas que nos vigilen. “Hay dos cosas que siempre me sorprenden frente a las cuales mi espíritu se maravilla y se llena de un temor siempre nuevo (…) el cielo estrellado sobre mi cabeza y la ley moral que vive en mí”, dice Kant. En lo que a mí se refiere, esta ley
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moral está mejor protegida en mí si cuento también con amigos que me estén mirando. –¿Y por ejemplo, qué pasaría si el diablo la tomara? ¿Abandonaría el Soleil? –Si abandonara el Soleil no sería necesariamente por obedecer al diablo, eso puede pasar cualquier día de estos. O porque me siento obligada a hacerlo, o porque puedo sentir que ya no estoy llegando a la altura de mis aspiraciones ni de las de mis compañeros. –No la veo dejando. –¿Sabe una cosa? Hay un ritual en el Soleil antes de las funciones. Entro a los camarines, conversamos un poco, y antes de irme, digo a los actores: “¡Damos sala!”. Después voy al foyer y les grito a todo el resto de los trabajadores del teatro, que también van a recibir al público: “¡Atentos! ¡Atentos! ¡Abrimos el teatro!”. Y lo digo siempre, cada función, como si entrara un cortejo real. Tengo conciencia de que puedo parecer un poco ridícula pero no me importa. Después golpeo la puerta tres veces –oigo grititos, risas, risitas contenidas– y abro de par en par la puerta. Y la gente me saluda, y entran a nuestro teatro, a su teatro. Una parte del público conoce ese ritual, espera ese ritual. A veces sonríen de una forma medio burlona, medio tierna, pero cuando entran siento que vienen con expectativa, con alegría, con respeto, y por lo tanto con exigencia, y eso me conmueve todos los días por igual. Y bueno… el día que me escuche pensar: “¡Qué cansancio, tener que ir a abrir esa puerta otra vez!”... me voy enseguida. El día que no haga más cosas infantiles como enojarme porque el hall está mal barrido, o porque no hay más papel higiénico en el baño, o porque el bar es un desorden, entonces, ahí sí, dejo todo. –¿Volvamos a sus libros maestros: escritos de teatro? –Los libros de Meyerhold,10 Copeau, Dullin,11 Jouvet,12 fueron libros maestros sin duda; también Stanislavski, por supuesto.13 Lo dijeron todo. Todo lo que hay saber sobre teatro –¿En qué siente la influencia particular de Jacques Copeau, que criticó con tanta fuerza el mercantilismo, la vulgaridad, el naturalismo chato que reinaba en el teatro a principios del siglo XX, y que quiso reformar el teatro en todas sus áreas? –Su visión de la ética del teatro, sin duda. Y su búsqueda del lugar único. Un lugar que es como la entrada de un templo, un territorio sobre el que puede pasar de todo. De todo. Absolutamente de todo. En cualquier tiempo, en cualquier época. Yo también doy vueltas alrededor de ese sueño del lugar único. Hoy, en la Cartoucherie,
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el escenario cambia muy poco. Por el contrario, todo lo demás cambia muchísimo. Y Copeau piensa solamente en los actores, incluso cuando por momentos se cree un poco que es Dios y se comporta como un dictador. Solamente ama a los actores. ¿Para qué sirven, qué es lo que tienen en su interior, cómo deben transformarse, qué disciplina necesitan, qué tienen que saber, qué no tienen que saber? Escribió volúmenes y volúmenes tratando esos temas, irremplazables, sobre todo esclarecedores. Jouvet, conecta el arte a la vida, simplemente. Todos ellos, los que nos abrieron todos los caminos son nuestros maestros. Dijeron todo, dediquémonos a leerlos y hablemos menos. –¿Qué es un maestro? ¿Tuvo alguno? –Ya nombré a Jacques Lecoq, era un maestro. ¿Si él fue mi maestro? No sé si puedo ir tan lejos. Hay otros que sin duda fueron mis maestros, no sé ni cómo se llaman, actores que vi en lugares de mala muerte en Japón o en India. Los vi actuar y pensaba: “Eso es teatro. Eso es lo que quiero hacer”. –Citó entre sus teóricos fundacionales al ruso Vsevolod Meyerhold, gran actor del Teatro de Arte de Moscú de principios del siglo XX, que después fue sobre todo un investigador genial de todos los lenguajes escénicos hasta que Stalin lo manda fusilar en 1940. ¿En qué la marcó este experimentador en todas las formas teatrales y métodos de actuación, incluyendo la biomecánica? –Yo hago muy poca teoría. Pero aquí quisiera agradecer el inmenso trabajo de investigación y edición que realizó Béatrice PiconVallin* sobre el teatro ruso en general y sobre Meyerhold en particular. 1789 sin duda fue un espectáculo influenciado por mis lecturas sobre los grandes espectáculos revolucionarios callejeros que Meyerhold soñaba realizar en Moscú en los años veinte. Un día, una señora muy viejita, Nina Gourfinkel –crítica rusa que nos estimuló mucho en nuestros inicios y que conoció muy bien a Meyerhold y a Stanislavski– vino a ver Sueño de una noche de verano –¿o era Les Clowns?: “¿Ustedes se dan cuenta de que si Diaghilev hubiera visto este espectáculo habría quedado encantado? Es completamente su línea de trabajo”. Yo sabía que viniendo de ella era un elogio extraordinario. Pero no, no lo sabía y sigo sin saber qué podía haber entre Diaghilev y nosotros. La única que lo sabía era esa vieja dama
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El trabajo de Béatrice Picon-Vallin sobre Meyerhold fue publicado en 1973. Recién en ese momento Ariane Mnouchkine pudo haberlo apreciado.
rusa y se llevó a la tumba el secreto de ese parentesco. En una misma búsqueda de lo bello pueden darse los mismos síntomas. El arte del actor es el arte del síntoma. El arte de presentar los síntomas de las pasiones, de los sentimientos: palidecer, ruborizarse, temblar. Los actores orientales saben eso. A una misma pasión corresponde exactamente un mismo síntoma. Salvo que nunca es exactamente la misma pasión. Siempre está coloreada por un segundo sentimiento, o un tercero. El miedo frente al tigre no es el mismo miedo que se siente frente a una cobra o a un cocodrilo, o el que siente un enamorado frente a su amada. –No evocó a Bertolt Brecht… Sin embargo su teatro épico, inscripto en su momento histórico a partir de los años veinte, con una función política y social, y la práctica del distanciamiento en la actuación que apunta a despertar el espíritu crítico del espectador, han sido fundamentales para muchos directores de su generación. Sin tomar en cuenta que él también, como Artaud, tomó muchos elementos del arte oriental… –Por supuesto, fuimos muchos los que sentimos una emoción indescriptible al descubrir el Berliner Ensemble. Yo ya estaba haciendo teatro como aficionada. ¡Era extraordinario! De una riqueza, un esplendor. No era austero en absoluto, nada de aquello con lo que nos machacaron sobre Brecht. La escenografía de Galileo Galilei, una especie de cuadrilátero de paredes en madera oscura, lustradas, era suntuosoa. Pero la teoría brechtiana… Tal vez porque busqué mis fuentes más arriba de Brecht. El Asia, el Oriente. Fue mucho más tarde que empecé a interesarme realmente en su obra. Con la de Artaud me pasó lo mismo. Vinieron a confirmar lo que creí que había descubierto sola. Yo leo muchas cosas, ¿sabe? Y después me olvido. Es casi como un método de trabajo. Como si uno tuviera que olvidarse, ser ingrato con sus “predecesores”, para tener libertad. La gratitud viene después. Cuando ya no se tiene más miedo. –¿Y Jean Vilar, verdadero artífice –después de Firmin Gémier– de la formidable aventura del Théâtre National Populaire de Chaillot, creador del Festival de Aviñón, padre espiritual y teórico del teatro público y de sus deberes, exigencias y ética? ¿Nunca lo conoció en Aviñón? –Fue un encuentro breve, desgraciadamente. En el verano de 1968, después del Festival de Aviñón. Me llama por teléfono a Saline su brazo derecho Paul Puaux, que después se convirtió en un gran amigo mío: “Vilar quiere verte”. Jean Vilar hacía poco había tenido un infarto después de haber sido odiosamente insultado durante el
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Festival, siendo aún su director. Temblando de susto, me voy volando a Aviñón. Puaux me dice: “Vilar te quiere proponer que vengas al Festival 1969 con el próximo espectáculo de tu grupo (Les Clowns), pero quiero saber qué respuesta le vas a dar antes de que vayas a verlo porque si es para decirle que no, no vale la pena. ¡Yo no podía ni imaginarme rechazando nada que viniera de Jean Vilar! Puaux me advierte que había gente que pensaba que el próximo Festival también podría salir mal. Francamente no me importaba nada lo que pensaba esa gente. Así que me voy a ver a Jean Vilar al hospital, me pregunta: “A pesar de lo que pasó este año, quiere estar en el Festival del año que viene?”. –“¡Pero sí, claro!”, le dije tartamudeando. Durante el Festival de 1969 lo vimos, por supuesto. Pero me intimidaba tanto. Era tímido. Se cuestionaba mucho. Pensaba que al Festival le faltaba vida, que estaba agotado, repitiéndose. Yo le decía: “¿Por qué no se da un tiempo, una pausa, y para el Festival un año por lo menos? –No, si hacemos eso, el Festival no se retoma nunca más”. Vilar tenía un lado duro y puro. Uno se imaginaba que con él no se podían hacer bromas, pero tenía mucho humor. Murió poco tiempo después. El dolor de haber sido atacado (en Aviñón, algunos cretinos llegaron a gritarle “¡Vilar-Salazar!”, a él, que toda su vida peleó por que el teatro fuera un verdadero servicio público) no fue ajeno a su muerte. –¿Vilar la intimidaba? –Sí. Mucho más que Giorgio Strehler,14 que era sin embargo mejor director. Me acuerdo que vi once veces Los gigantes de la montaña, de Luigi Pirandello, dirigida por él, cuando el espectáculo estuvo en el Théâtre des Nations en París hacia 1965. ¡Imponente! Era como para dejar de hacer teatro. –¿Se siente una hija espiritual de Vilar? –No me corresponde a mí autoproclamarme nada. Por supuesto que espero que seamos del mismo linaje. Pero estaría mintiendo si dijera que sus espectáculos fueron determinantes para mí. Me encantó su puesta de María Tudor, de Víctor Hugo con María Casares pero… por María Casares. Después leí mucho sus textos y eso fue lo que me marcó, mucho más que sus puestas en escena. –¿Qué piensa sobre el cuestionamiento de la idea misma de “teatro popular” que se hizo después de la muerte de Vilar? –Yo no la cuestiono para nada. Me gusta mucho lo que dice Vitez: “El teatro popular es el teatro elitista para todos”. –Siendo hija de un gran productor de cine, uno puede imaginar
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que el séptimo arte ocupa un lugar privilegiado en su formación artística. ¿Hubo algún descubrimiento especial, algún momento decisivo? –Un cine de barrio. Tenía once o doce años, vivíamos en la calle Lalo y en la avenida de la Grande-Armée, había un cine pequeño que se llamaba Studio Obligado y que tenía dos salas. Yo iba todos los jueves de tarde con mi hermanita. Mi padre me daba dinero para comprar dos entradas, pero yo negociaba con el boletero (que era también el dueño) para sentar a mi hermana en mi falda y ver los dos programas de las dos salitas. Así fue que vi a todos los grandes cineastas norteamericanos: John Ford, Howard Hawks, George Cukor, Wellman, Raoul Walsh, Vincente Minelli, Joseph Mankiewicz, Douglas Sirk, etcétera. Durante mucho tiempo pensaba que el cine popular para niños era eso. Y cuando me convertí realmente en una cinéfila consciente me di cuenta que a los doce años ya había visto muchas obras maestras, en lugar de ir a ver dibujos animados o mamarrachos. No porque lo hubiera elegido, sino porque la sala de cine de mi barrio era administrada por un hombrecito que era un enamorado del cine y un gran programador. Tuve mucha suerte con el Studio Obligado. –¿Ese cine americano la marcó? –Sí. Después de haber visto esas películas de gigantes, ya no se puede aceptar una imagen desprovista de sentido. Un solo plano de un gran cineasta nos anuncia todo un mundo mientras que en el cine, lo más común, es ver sólo lo que se muestra. Es decir, casi nada. –Después de los americanos en su infancia, ¿a qué otros ha admirado? –A los grandes italianos –Rossellini, Visconti, Pasolini, De Sica–, a los grandes japoneses: Mizoguchi, Kurosawa, Ozu. –¿Algunas emociones más fuertes que otras? El salón de música, de Satyajit Ray, la mejor película del mundo, Los siete samurais, de Kurosawa, la mejor película del mundo, Lirios rotos, de Griffith, la mejor película del mundo, El último, de Murnau, la mejor película del mundo, El Intendente San Sho, de Mizoguchi, la mejor película del mundo, Amanecer, de Murnau, la mejor película del mundo, Toni, de Renoir, la mejor película del mundo, Mama Roma, de Pasolini, la mejor película del mundo… En Tiempos modernos, el plano en el que Carlitos levanta la bandera roja que se cayó de un camión, la agita, y se le aparece una manifestación detrás; cada vez que veo esa escena, me quedo verde de envidia. ¿Cómo se puede ser tan genial y tan simple?
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–¿El cine le es más directamente accesible porque su padre era productor? –¡No! En fin, sí. Puede ser. –¿Otras escenas que la hayan marcado? –En Los siete samurais, de Kurosawa, uno de los samurais ve a la mujer que lo abandonó y la cámara sigue simplemente la mirada de la mujer. Y después hay películas que uno redescubre: Muerte en Venecia, de Visconti, por ejemplo. La primera vez que la vi, la detesté. No me interesó más Visconti durante veinte años. Pero la volvieron a pasar por televisión hace poco. La volví a ver, y me pareció magnífica. Hay que ser más viejo para comprenderla, envejecer como el héroe de la película… Pero también me puedo emocionar mucho admirando un acróbata. Se me llenan los ojos de lágrimas. Mirándolo me siento orgullosa de ser humana, porque los seres humanos son capaces de llevar a cabo semejantes hazañas. Así que virtualmente nosotros también, nosotros también. –¿Sigue yendo mucho al cine? –Menos, desgraciadamente, pero sigo yendo. De todas maneras siguen habiendo películas hermosas y algunas obras maestras. Un ángel en mi mesa, de Jane Campion; La delgada línea roja, de Terence Malik; Luna Papa, de Bakhtyar Khudojnasarov; Una historia simple, de David Lynch; El rey de las máscaras, de Wu Tiang Ming; El círculo, de Jafar Panahi; Las horas, de Stephen Daldry, y me estoy olvidando de algunas... Pero no me dan ningunas ganas de ver esas películas violentas que se hacen hoy. Las películas de horror me horrorizan de verdad. Entonces miro DVD, o cuando estoy cansada –y me avergüenza confesarlo– soy capaz de sentarme frente a la televisión y mientras me reprocho amargamente, hacer zapping durante demasiadas horas. Como si buscara incansablemente una ventana, un mensaje divino, un signo, una brecha, una explicación del mundo. Que, por otro lado, a veces aparece. Pero es raro. –¿Evoca menos la música? –A veces escucho mucha música. También tengo grandes momentos de silencio. –¿Qué es lo que escucha? –De todo. La música siempre me lleva hacia imágenes, hacia historias, visiones, proyectos. No sé escuchar de manera abstracta, como los verdaderos melómanos, los verdaderos músicos.
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–¿Con el tiempo nos gusta menos lo inútil? –Cuando siento pulsiones de consumo, de necesidades materiales, sé que son pulsiones todavía infantiles. Cuando ya no los tengo, siento que algo en mí maduró… Pero envejecer también inhibe. Las decisiones son cada vez más difíciles. El tiempo se acelera, y pensamos: “Si hago esto, no voy a poder hacer esto otro…”. Yo sé que de ahora en adelante ya no voy a tener tiempo de hacer todo. Eso es muy nuevo para mí. –¿Las decisiones son también más difíciles en lo que se refiere al Théâtre du Soleil, a los espectáculos? –No. Porque para mí, cada espectáculo es siempre el primero, el único, y tal vez el último.
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Séptimo encuentro
HACER CINE Cartoucherie, sábado 12 de abril de 2003, 11 horas Aunque el Théâtre du Soleil no hace preestrenos para la prensa, ni veladas para el mundillo parisino, la mayor parte de los críticos vino anoche a ver Le Dernier Caravansérail. La función salió bien. Ariane Mnouchkine, toda de blanco, llega más distendida al inmenso hallfoyer. Confiesa que el tema de la obra ha sensibilizado a los actores, pero no escatima elogios hacia el elenco que durante los meses de ensayo acumuló más de seiscientas improvisaciones, con los que podríamos hacer, dice, tres espectáculos magníficos. “Trabajamos como bestias sin pensar demasiado. Pero el Théâtre du Soleil económicamente no se sostiene un mes más sino llenamos todas las noches.” Sin embargo, Ariane Mnouchkine tiene buenas expectativas. Durante quince días rigurosamente va a ir a ver el espectáculo, a hacer anotaciones y a leerlas a los actores después de la función. Hasta muy tarde en la noche. Llega Fanta, la magnífica reina africana de los cocteles de frutas de la Cartoucherie para servirnos uno hecho por ella. Estamos solas en el hall vacío. En las paredes, frescos, frisos, pinturas a penas envejecidas: tantas huellas emotivas de pasados espectáculos, emociones teatrales del pasado. Ariane Mnouchkine se levanta: “Hay demasiada luz aquí, hay que ahorrar electricidad”. Y nos quedamos en penumbras. Fabienne Pascaud: ¿Cómo surgieron las ganas de filmar 1789, su primera película, de 1971? Ariane Mnouchkine: Todo el mundo me decía: “Hay que filmar el espectáculo”. Yo no estaba tan segura. Pero si lo filmábamos sabía que había que hacerlo como quien filma un partido de fútbol, en directo, con el público, en vivo, en pocas funciones, a tres cámaras. Al final, hicimos exactamente eso. Y me encantó. Me encanta hacer cine, sino fuera que la presiones por el tiempo, por el dinero se vuelven rápidamente aplastantes. Nada que ver con las del teatro. En el cine la sola idea de volver a filmar una escena fallida hace desmayar de horror a todo el mundo, porque todo eso es tan caro.
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–Sin embargo volvió a caer en 1976 con Molière. –Por otras razones. Después de L’Age d’or en 1975, el Théâtre du Soleil vivió una verdadera crisis. Me parecía que todos estaban empezando a tomarse las cosas demasiado en serio. No nos queríamos más, bueno, nos queríamos menos. Y –síntoma que se repite en toda crisis– cada uno cuestionaba al otro en forma permanente, jamás a sí mismo. El peligro de los espectáculos colectivos es que todos terminan considerándose no uno de los autores sino el Autor. Además yo era muy joven en aquel momento, muy torpe, y no había aprendido todavía a esperar a que se me pasara la rabia antes de hablar. Era dinamita. Pero de a poco me fui dando cuenta de que ni siquiera podía explicar lo que sentía. Lo que pensaba. Lo que quería. Entonces se me ocurrió la idea de empezar con Molière para mostrar a todos lo que era la vida de un verdadero elenco estable, de una verdadera compañía. Yo pensaba que Molière, el hombre Molière –no el mito Molière– tenía que haber vivido las mismas dificultades que yo y que otros tantos directores de compañía. –¿Un ajuste de cuentas por intermedio de una película? –No. Un ajuste de cuentas, no, en absoluto. Un diálogo. Y además, sobre todo, quería contar el verdadero nacimiento del teatro en Francia e inscribirnos en ese linaje. Siento cariño, ternura hacia Molière. Por su coraje frente a los devotos. Su tolerancia, su bondad. No se le conocen bajezas, siempre ataca con altura. –Por el lado de los clásicos, ya había enfrentado a Shakespeare con Sueño de una noche de verano, en 1968; pero para cine prefirió a Molière… –En primer lugar se sabe muy poco sobre el hombre Shakespeare. Y además es tan inmenso. Molière atraviesa un siglo, un país. Shakespeare atraviesa el mundo, el tiempo. Es constantemente filosófico. Allí donde Molière se pregunta cómo vivir honestamente, Shakespeare se pregunta cómo vivir y cómo morir. Yo no puedo en ningún momento creerme Shakespeare, mientras que hasta el más humilde de los directores de compañías de teatro puede identificarse con Molière. –¿Cómo inicia el proyecto? –Escribo sola el guión. Durante tres largos meses. A mi padre le pareció “trrrès, trrrès jolie”. Quiere ayudarme por supuesto, pero en el mundo del cine el vínculo padre-hija complica las cosas. Tiene escrúpulos. Yo también. Me aconseja mostrarle el texto a Claude Lelouch, que inmediatamente se apasiona con el proyecto, lo respalda y quiere producirlo. Claude llama a Marcel Jullian, que en aquel momento era el presidente de Antenne 2, para proponerle
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una coproducción. Jullian lee el guión, y dice que está de acuerdo. Y nosotros, sin pedir nada más, sólo con su palabra, nos lanzamos. Empezamos con los decorados, los vestuarios, las improvisaciones. Y después, durante dos meses se nos hace imposible dar con Jullian. Ni Claude Lelouch en persona logra que lo atienda por teléfono. Yo creo que a Marcel Jullian le gustaba sinceramente el proyecto, pero se le estaba haciendo difícil lograr que sus colaboradores lo aceptaran. Y no se animaba a decírmelo. Después de múltiples peripecias, me decido a hacer una “sentada” en su escritorio de Antenne 2. Le dije que no me iba a ir sin mi contrato. Me creyó. Se rió. Y yo gané. Conseguí el documento. Seis meses de preparación, seis meses de rodaje, seis meses de montaje, seis meses para volver a montar. ¡Dos años de trabajo! La película que dura cuatro horas, en dos partes, es seleccionada para el Festival de Cannes 1979. Me alegré. Estaba equivocada. –¿Por qué? –Primero porque descubro en Cannes que la prensa ve las películas sin público. Me voy a comer con mi padre durante la proyección, cada vez más angustiada. Vamos hasta el cine para saber cómo van las cosas. Llegamos justo al final de la primera parte y nos encontramos con la encargada de prensa, Arlette Gordon, lívida, ya enterada, desde el intervalo, del destino que los críticos reservaban para la película. Llega Philippe Caubère que hacía el papel de Molière, confiado, alegre. Le digo: “Hay que estar preparados. Esto no va a ser lo que esperábamos”. Incluso llegué a tener miedo de que mi padre tuviera un infarto. Hasta terminamos escondiéndonos. Al final de la segunda parte las reacciones fueron idénticas. Contra Lelouch, contra mí. Remo Forlani sale delante nuestro clamando: “Esto es una mierda y voy a decirlo”. Y uniendo el gesto a la palabra, va directamente a la Croisette. Oímos: “Pero ¿qué es esto, una mujercita de teatro metiéndose en cine? Entonces nos fuimos a caminar por la ciudad debajo de la lluvia con mi padre, los del Soleil y algunos amigos que nos acompañaban –¿llovía realmente, o es en mi recuerdo nada más? Mi padre estaba muy orgulloso de mi película, pero muy preocupado por mí. Y yo, personalmente, estaba muy preocupada por él. Entonces de repente, mirándonos en la calle con ese aspecto de perros apaleados, pensé en Cantando bajo la lluvia. Como cuando la gente sale del teatro después de un fracaso terrible. Nos dio un larguísimo ataque de risa a los dos. –¿Y cuál fue la reacción del público a la mañana siguiente? –A la mañana siguiente voy al Palais pensando: ¡Esto va a ser
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terrorífico! El público nos va a abuchear. Paso tímidamente al pie de la escalinata, veo un muchacho bajando a toda velocidad –era el intervalo– que me dice: “¡Es genial. ¡Ah, qué película hermosa! Va a ser un éxito. –¿En serio, le parece?”. Otros espectadores bajan hasta donde estoy yo: “!Bravo! ¡Bravo! Vamos a subir rápido. Vamos a ver la segunda parte”. Yo ya no sabía qué creer. De todas formas preparo al elenco para la presentación oficial de la noche. Les recuerdo que el año anterior habían escupido a Marco Ferreri. “Tenemos que estar preparados para todo. Si nos escupen, no respondemos, nos mantenemos dignos.” Prohibí a los dos o tres peleadores del grupo que se dejaran llevar y empezaran a los golpes. Al final, subimos los escalones del Palais, como quien va al cadalso. Verdosos, muy dignos y sonrientes. Empieza la proyección. Claude Lelouch y yo, en el corredor de la entrada, entre las dos grandes puertas de la sala. Vemos salir a tres personas, Claude los acribilla con la mirada y los saluda por sus nombres: “Adiós, señor tal, adiós señora tal…”. Pero no sale nadie más. Salvo la cantante Régine. Yo la miro, desolada: “¿Se va señora? –Voy a hacer pipí… pipí”. Vuelve y nos dice bajito: “Es genial”. En el intervalo, aplausos. La película empieza otra vez muy rápido, la gente se apura, subo hasta la cabina de proyección: “Pero, ¿por qué tan rápido? La gente no tuvo tiempo ni de salir. –Con lo que pasó ayer tenía miedo de que la gente se fuera”, me confiesa el encargado de la proyección. Pero no, nadie se fue, y al final, una ovación. ¡Toda la sala de pie! –¿Y los críticos en los diarios a la mañana siguiente? –No estuvo tan bien. Unánimemente en contra. Salvo Gilbert Salachas que después en Télérama, fue ditirámbico. Recuerdo que Henri Chapier había escrito: “¡Las sabihondas masacran a Molière!”. Leí eso y sentí que me subían tantos malos sentimientos que me prometí no leer jamás las críticas. Y lo mantengo. Salvo cuando me incitan los actores: “Hay que leer este artículo, el periodista trabajó, es una crítica en serio.” Admiré mucho a mi padre durante todo este episodio, era un duro, estaba acostumbrado. Pero estaba apenado por nosotros. Aprendí mucho. ¡Muchos de los que nos habían felicitado de noche, de mañana cambiaron de opinión cuando leyeron las críticas! Pensé: “No tengo tantos años de vida como para pasarme, como muchos cineastas, dos, tres, cinco años intentando hacer una película, ocho meses para el rodaje y el montaje, un año para luchar por la distribución y todavía después permitir que me masacren. ¡Es desproporcionado!”.
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–¿Cómo reaccionó el elenco del Soleil? –Bastante bien. Con mucha lealtad. Pero creo que Philippe Caubère lo sufrió durante mucho tiempo. –¿Y al final cómo fue la comercialización de la película? –Muy mal al principio. Pero habíamos resuelto no dejarnos morir. Así que luchamos por esa película como habríamos luchado por cualquier espectáculo. Una amiga, Véronique Coquet hizo un enorme trabajo de “propaganda activa” como diría Copeau. Anduvo con la película abajo del brazo durante meses. Y, de a poquito, algunos directores de salas pequeñas con ayuda de todos los profesores de toda Francia salvaron Molière. Me acuerdo que en Estrasburgo, por ejemplo, Fabienne Vonier peleó con uñas y dientes y salió victoriosa. Miles de liceales, de estudiantes vieron la película en su salita. Incluso la crítica mejoró. En algunas revistas empezaron a aparecer artículos muy elogiosos. –¿Qué defectos le encuentra hoy a su Molière, tan crepuscular, tan negro? –¡Es que el siglo XVII es un siglo terrible! Y la vida de Molière es trágica. No tuvo los amigos que merecía y en Lully encontró un enemigo terrible. ¿Defectos? ¿Quiere los defectos? Sin duda la película tiene momentos con problemas de ritmo y de redundancia. En algunas escenas me pierdo, como en la del carnaval, pierdo a Molière de vista para describir demasiado la época. Sin duda tiene más defectos. Creo que en el momento del lanzamiento la gente estaba resentida sobre todo porque conseguimos los medios para una película ambiciosa. Mal razonamiento. Porque la misma película, realizada por otro que no fuera el Soleil, hubiera costado cuatro veces más. Nosotros, los del Soleil, cobramos un mínimo y en forma participativa. El equipo técnico cobraba el arancel, en el mínimo sindical. Algunos hasta aceptaron entrar en la cooperativa también. Y, oh satisfacción, finalmente cobraron algo mucho después. Muy poquito. –¿El placer de dirigir es diferente en el teatro que en el cine? –En el teatro –todavía no me había dado cuenta de eso hace treinta años– cuanto menos diga un director, mejor es. Está ahí para que las cosas sucedan. Si lo que quiere es dominar más la situación, en el cine tiene a la cámara como aliada fiel. La relación entre un cineasta y sus actores es más íntima, más secreta porque el espectador no está ahí. Mientras que en el teatro está. Hasta cuando no está en la sala, forma parte de la idea misma del teatro. Actuamos para él. El teatro siempre sucede delante del pueblo, bajo la mirada de los dioses, y de cara a la Historia.
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–¿Y su película La nuit miraculeuse* de 1989? Usted firmó el guión junto a Hélène Cixous. –Bernard Faivre d´Arcier, que en aquel momento era el encargado de cultura de la Asamblea Nacional nos había pedido un proyecto para celebrar el bicentenario de la Revolución Francesa. Al final fue una película para la televisión porque no conseguimos los medios que habíamos previsto inicialmente para cine. Era un cuento fantástico y humanista sobre el nacimiento de la Declaración de los Derechos del Hombre y los orígenes del parlamentarismo. Me acuerdo que por La nuit miraculeuse tuve una discusión payasesca con Laurent Fabius, que entonces era el presidente de la Asamblea Nacional. Aunque había sido él quien nos la había encargado, no podía tolerar que el principio de la película se desarrollara en los baños del parlamento. “¡No se puede entrar al parlamento por el baño –decía– los diputados no lo van a soportar!” Como si los diputados fueran el centro del mundo. Son raros estos políticos. –¿Renunciaría por un tiempo al teatro, a la vida del Soleil, para avanzar en cine; ya que a veces dice que filma demasiado poco como para poder realmente aprender a hacerlo como le gustaría? –No. ¡El teatro es toda una vida, año tras año, mes tras mes, día tras día! Es un aprendizaje perpetuo. En el teatro tengo mi isla, mi tribu, mi barco. En el cine sólo los puedo tener por momentos.
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N. de T.: La noche milagrosa.
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Octavo encuentro
SOLIDARIA Cartoucherie, viernes 25 de abril 2003, 20 horas La función de Le Dernier Caravansérail empezó hace media hora. Ariane Mnouchkine me recibe en el hall-foyer para estar cerca en el caso de que se produzca el menor incidente en el espectáculo. La música de Jean-Jacques Lemêtre resuena jubilosa; y un poco asordinada, la voz de los actores. Antes de sentarnos alrededor de una mesa redonda con la bandeja de comida, Ariane Mnouchkine verifica que tenga suficiente agua un hermoso y enorme ramo de flores frescas que está sobre el aparador. No la tiene, inmediatamente va a ocuparse de eso. Hablamos forzosamente en voz baja, para no hacer ruido, ya que existe el riesgo de molestar a los espectadores que están del otro lado. Ariane Mnouchkine sigue ostentando sobre el buzo la insignia: “Ni putas, ni sumisas”. Dos chicas salen riéndose para ir al baño, y ella rápidamente las hace callar y las espera para hacerlas entrar de nuevo a la sala. Sin hacer ruido. –Fabienne Pascaud: A usted no le gusta nada hablar sobre su accionar militante y sin embargo nunca dejó de comprometerse. Desde fines de los cincuenta, en la época de la guerra de Argelia… –Ariane Mnouchkine: Pero si en los círculos artísticos y estudiantiles de la época, todo el mundo se manifestaba en contra de la guerra de Argelia, absolutamente todo el mundo. Antes de hacer teatro aún no había militado realmente. ¿Las dos cosas están relacionadas? Probablemente. Simplemente sentía al mundo con pasión. A la Historia. Quería, quiero formar parte de la Historia. Recientemente encontré en mis cajones una carta muy torpe que escribí al presidente de la República para pedirle la gracia para Jacques Fesch,* que fue finalmente guillotinado a los veintisiete años, en 1957. Había matado a un agente de policía. Pienso que ese fue mi *
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N. de T. Nacido en 1930. Hijo de un multimillonario banquero y artista belga, en ruptura con su medio quiere comprar un velero para irse de viaje, ante la negativa del padre resuelve robar una casa de cambios. Durante el atraco hiere al dueño y mata a un policía. En los tres años que está en prisión se convierte al catolicismo dejando escritos sobre su fe. El arzobispo de París ha pedido su beatificación.
primer compromiso: contra la pena de muerte. Me había olvidado de esa carta. Me doy cuenta hasta qué punto mi memoria es mala. Y lo lamento. Tal vez sea porque estoy inmersa en la abundancia del presente frente al cual cedo cualquier otro terreno. Tal vez sea porque rechazo los malos recuerdos, para no revivirlos, y a veces hasta hago lo mismo con los buenos para no sentir nostalgia. –¿Pero, de todas formas recuerda la creación de la AIDA –Asociación Internacional en Defensa de los Artistas víctimas de la represión en el mundo– junto Claude Lelouch? –Sí. ¡No dije que estuviera amnésica! Fue en 1979. Estábamos haciendo Mefisto o la novela de un actor. Nos informaron que una compañía teatral chilena, el Teatro Aleph, estaba corriendo peligro en Santiago, amenazada por la policía de Pinochet. Artistas chilenos nos pidieron encarecidamente que fuéramos allá para informarnos de la situación. Le pido a Claude que me acompañe. Acepta de inmediato. Llegamos a Santiago con mucha desconfianza, hay que reconocerlo, y ahí tomamos conciencia hasta qué punto todo el mundo estaba asustado, incluso los diplomáticos franceses. No había nada que nos tranquilizara. Al final, Claude y yo no nos defendimos tan mal, y cuando volvimos fundamos la AIDA. Una asociación pequeña, pero que en esa época militar siniestra pudo ayudar a no pocos artistas de América latina a salir del país e incluso de la cárcel. –¿Continúa la acción de la AIDA? –Sí, pero cambió de terreno. La opresión viaja. Primero América latina, después Checoslovaquia, Polonia, Camboya, Bosnia, Afganistán, Irán, Argelia, Argelia muchas veces y después… Son las transhumancias terribles de la tiranía. El Mal a veces debe encarnarse, como dice el padre Ceyrac. –¿Es así de fácil distinguir el bien del mal? –¡No siempre es tan complicado! Y es perverso no querer ver la diferencia jamás. Podemos distinguir algunas veces lo que es malo de lo que es menos malo. Estamos de acuerdo en que lo que es lindo para usted puede ser feo para otro. Pero hay ciertos valores que son universales. Yo no soy médico. No estoy obligada a curar de la misma manera al verdugo que a la víctima . Al degollador y al degollado. Al violador y a la violada. Al lapidador y a la lapidada. Incluso cuando el lapidador, ¡pobre!, lo hace por pertenecer a una determinada cultura. –También se atrevió a denunciar las peligrosas desviaciones del integrismo musulmán ya en 1995 a través de su puesta en escena de Tartufo, de Molière . –Y muchos pusieron mala cara. Con el pretexto de que nosotros
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habíamos trasladado la acción al Sur, a una cálida familia musulmana que vivía bajo el terror de un integrista islámico: un tal Tartufo. ¡Cómo nos atrevíamos a tocar al islam! Pero cómo se había atrevido Molière a tocar a los beatos de nuestro propio país hace tres siglos. ¿Es culpa mía si a esta obra se la sumerge constantemente en la fuente de la juventud, y siempre encuentra actualidad en cualquier lugar del mundo? Uno se da cuenta del coraje de Molière en escribir y reescribir esta obra, dos veces prohibida por Luis XIV, cuando ve las reacciones que suscita aún en nuestra época. Tartufo es una obra heroica. Molière denuncia en esa obra al todopoderoso partido devoto de los años 1660, a la hipocresía y a la avidez del poder ocultas bajo el fanatismo religioso. Estábamos particularmente sensibles a ese tema porque algunos artistas argelinos exiliados, que no tenían ningún miramiento con los devotos, nos contaron sin tapujos lo que habían sufrido. Hay que arriesgarse a creerle a los testigos de vez en cuando. Hoy, por temor a ser engañados, no habría que creer nunca más en los pedidos de auxilio. La confianza se volvió un pecado capital: “¡Seamos realistas, seamos cínicos, seamos sordos!”. Qué duplicidad la de Occidente, que sigue negociando en nombre del realismo político-económico con Estados que en el mundo se arrogan el derecho de mantener esclavas a las mujeres, de matar intelectuales, artistas, estudiantes, periodistas, a todos los portavoces. ¡Occidente Tartufo! ¡Occidente Orgón! ¡Ah, de veras que me siento demasiado poco inteligente como para descifrar a nuestro mundo! La mala fe me asfixia, me deja muda. –¿Si se siente tantas veces “demasiado poco inteligente”, entonces en donde radica su fortaleza? –En la tenacidad y en la confianza, creo. Y creo que es a través de la confianza que logro unir a la gente, cuando lo logro. –¿En torno a un proyecto artístico? –Por supuesto, una obra es necesaria. “Para mantener unidos a los pueblos, debes hacer obras”, dice la Bhagavad Gita.* Obra no significa solamente obra artística. –¿Podemos considerar a la huelga de hambre que realizó a fines del verano de 1995 por Bosnia, como a una obra también?
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Incluida en la epopeya india del Mahabharata, la Bhagavad Gita, escrita en sánscrito en el siglo III a. C. es un diálogo entre el héroe Arjuna y el dios Krishna; un poema filosófico que muestra a los hombres la conducta a seguir para alcanzar lo divino.
–No exageremos las cosas. La OTAN al final habría actuado de todas formas sin la huelga de cinco pobres teatreros. Además, era mucho más fácil hacer huelga de hambre treinta días en la Cartoucherie con seguimiento médico, como teníamos nosotros, que en una prisión turca donde uno sabe que lo van a dejar quedarse ciego, y después reventar. Durante el Festival de Aviñón 1995, los directores François Tanguy, Olivier Py, la coreógrafa Maguy Marin, Emmanuel de Véricourt y yo firmamos lo que se llamó la Declaración de Aviñón para que el gobierno francés contribuyera a terminar con la purificación étnica y a defender la integridad de Bosnia. Me acuerdo muy bien de Paul Puaux que la leyó con su voz estentórea y de militante incorruptible en las escalinatas del Palacio de los Papas. ¿Eso qué quería decir? Quería decir que algunos artistas, algunos intelectuales, habitualmente apóstoles fervientes de la noagresión, pedían, reclamaban que unos soldados europeos fueran a matar serbios y a arriesgar sus vidas para detener la masacre de civiles bosnios. No podíamos por decencia firmar un texto así y después irnos tranquilamente a tomar sol a la playa. Decidimos emprender una huelga de hambre a principios de agosto. Era la única manera de acompañar nuestro compromiso moral con un poco de compromiso carnal. Aguantamos treinta días. Hasta que ataca la OTAN. Si no ¿hasta dónde hubiéramos llegado? Sería muy deshonesto decir que hasta la muerte. Pero creo que bastante lejos. Al menos para no resultar ridículos. ¿Qué conservo de aquellos días? Pequeños momentos secretos, que me dieron placer; la gente que se preocupaba por nuestra salud. Lucien Attoun,* que cuando me ve con diecisiete quilos menos, se pone a llorar. Yo me quedé desconcertada porque me quedaban muy bien diecisiete quilos menos. Philippe Adrien, jefe del Théâtre de la Tempête en la Cartoucherie, muy cercano a nosotros, que venía todo el tiempo a apoyarnos. La gracia de Olivier Py, sus canciones. Eve Döe Bruce, nuestra Eve, minúscula y colosal, nuestra protectora implacable. Eve es actriz pero sobre todo es combatiente y justiciera. En todos los frentes, noche y día. Su risa, su furia, su inagotable altruismo. Las trasmisiones conmovedoras que François Tanguy y sus amigos organizaban con los bosnios en Sarajevo. La
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N. de T.: Codirector de Théâtre Ouvert, Centro Dramático Nacional dirigido por Lucien y Micheline Attoun, cuya misión es la lectura, difusión y archivo de escrituras teatrales contemporáneas.
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voz de Hanifa Kapidzic* resonando fuerte por toda la Cartoucherie. Su magnífico francés. El gran día, justo antes de parar la huelga, le dijimos: “Bueno, se terminó, la OTAN ataca”. Y ellos, que no todavía no oían los aviones, nos responden: “No lo creemos, pero paren la huelga”. Y de pronto, nosotros en París oímos de fondo a los aviones de la OTAN entrando en el cielo de Sarajevo. Después nosotros conocimos a un hombre extraordinario, un ser delicioso, el almirante Sanguinetti.** Nuestro Emir del mar, como me gustaba llamarlo. Nos explicaba la guerra, las artimañas de los serbios, las de los políticos también. Me acuerdo de su espíritu agudo, de su humor, de su don para contar. Yo lo quería enormemente. Me recordaba a mi padre. Las manos, los gestos, la mirada. También fue en ese momento que conocimos a Abraham Serfati,*** que venía con sus muletas casi todos los días, un héroe, tan fuerte él también, tan grande, tan sincero y sin nada, nada de arrogancia ni de vanidad. Sé que al final pudo regresar con Cristina, su mujer, a su querido Marruecos por el que tanto han luchado y donde finalmente podrán vivir en libertad. En fin, siempre estaba lleno de muchachos y muchachas, viviendo ahí noche y día cuidando nuestra seguridad; con gran vigor hicieron un trabajo colosal para dar a conocer, y hacer comprender la urgencia de la situación bosnia. Entre ellos, estaba las veinticuatro horas del día Laurence Chables, directora del Théâtre du Radeau y un muchacho joven que, por su inteligencia, su delicadeza, su cultura, su memoria fenomenal, su capacidad de trabajo casi inagotable, se nos hizo rápidamente indispensable: Charles-Henry Bradier que después se hizo amigo de todos nosotros y se convirtió en mi irremplazable asistente. ¿Qué pueden pensar de todas estas acciones nuestras los verdaderos militantes? ¿Los que se ocupan de los indocumentados cotidianamente desde hace cinco años, por ejemplo? A nosotros nos vienen a buscar cuando tienen necesidad de que algo adquiera un poco de brillo. Cuando vienen a decirme en una manifestación: “¡Ariane, coló-
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N. de T.: Profesora de literatura en Sarajevo, escritora, que participó en conferencias brindando testimonio sobre la guerra en Bosnia. ** N. de T.: Militar, expulsado de la Marina en 1976 por Giscard, se volcó a la militancia de izquierda y criticó violentamente la política militar de Francia. *** N. de T.: Marroquí, opositor al régimen, estuvo en prisión y en 1991 fue expulsado a Francia.
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quese al frente!”, sé muy bien lo que esa imagen significa. Eso quiere decir “confiscar la manifestación”. Los que deben ir adelante son los que asumen la causa las veinticuatro horas del día, durante años. Por eso yo prefiero estar mezclada entre ellos. Si la gente que me conoce y me estima ve que estoy ahí, y los reconforta verme con ellos en la manifestación, ya es suficiente. No necesito que me pongan por delante. Más todavía cuando tengo disponibilidad. Porque después de todo, cumplo con mis compromisos sólo cuando puedo. Zola no ocultó que si hubiera estado escribiendo un libro cuando vinieron a buscarlo para salvar a un oficial judío llamado Dreyfus, no se habría comprometido y tal vez no hubiera escrito Yo acuso. Es honesto. Y habla en nombre de todos los artistas. Además los militantes con experiencia lo saben. No se lo toman a mal cuando les decimos: “No puedo ahora, estoy ensayando”. Saben que pueden contar con nosotros a menudo, pero no siempre. –¿Entre sus acciones militantes más relevantes no está también el haber brindado refugio en la Cartoucherie a los indocumentados en 1996? –Eso fue por León. León Schwarzenberg me llama por teléfono una noche de junio: “Ariane, ¿puede dar albergue por unos días a 382 indocumentados? Ya no sabemos adónde ir, a qué santo encomendarnos. –¿Cuándo?”. Me dice: “Esta noche. Mañana a más tardar”. Y era León. Viene inmediatamente. Hablamos. Al día siguiente, el “éxodo” estaba acá. Nosotros estábamos haciendo Tartufo. Primero se quedaron un mes. Después ocuparon la Iglesia SaintBernard durante dos meses. Cuando supieron que los iban a expulsar de ahí, nos fuimos para allá y nos quedamos a dormir durante ocho días. Yo le había dejado un mensaje en el teléfono a Eve: “Eve, por tu tranquilidad en las vacaciones, sobre todo, no me llames”. Ya había llamado. Y se encontró durmiendo en Saint Bernard en el mes de agosto. Y después el famoso hachazo, en la puerta famosa, por orden del famoso Juppé. Nos sacaron a todos para afuera. Otra vez “éxodo”, volvieron para acá. Y las cosas no se dieron siempre sin conflictos. Habíamos sido claros: “Cuatrocientos indocumentados está bien, pero más no. Si nos vemos desbordados con el público presente, la policía tendrá un buen pretexto para rodear la Cartoucherie”. Y eso era lo que queríamos evitar. La Cartoucherie no debía convertirse en un lugar de enfrentamientos; era un refugio, un santuario para juntar fuerzas, elaborar estrategias. Una vez preparados, volverían a la lucha. Algunos me lo reprocharon, los que querían ir a la confrontación di-
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recta. Pero la mayor parte de ellos, eran conscientes de que cuatrocientos era un número lo suficientemente simbólico para servir como bandera a todos los indocumentados, incluso a los que no estaban dentro de nuestro recinto. Dormían en todos los teatros de la Cartoucherie. Cuando el público salía de ver Tartufo, ellos estaban ahí, en el refugio, con los sobres de dormir, y entraban a acostarse a la sala. Ellos se preparaban, mejor dicho, las mujeres preparaban la comida en calentadores que habíamos instalado en el frente del Théâtre du Soleil, pero me habían dado su palabra de honor de que jamás ocuparían la sala de espectáculos, ni nos impedirían actuar. Cumplieron con su palabra. Había entre ellos gente magnífica. –¿Cómo se fueron al final? –Tomaron la decisión cuando se dieron cuenta de que instalados en la Cartoucherie ya no molestaban para nada al gobierno, que estaba dejando otra vez que la situación se pudriera y sacaba doble provecho: olvidarse de los indocumentados y que los teatros que habían tenido la imprudencia –para no decir la impudicia– de darles refugio quedaran asfixiados. Se fueron un día, a toda velocidad, sin avisarnos nada; en el teatro todos quedamos tristes y un poco heridos. Pero eso son los métodos de acción de Madjiguenne Cissé.* A quien estimo y admiro mucho, por otro lado. –Inspirado en este episodio de los indocumentados, en 1997 armó un espectáculo sobre las desgracias vividas por un elenco tibetano. Et soudain des nuits d’eveil, escrito por Hélène Cixous basado en las improvisaciones de los actores. –Hélène no escribió partiendo de las improvisaciones. Escribió algunas escenas del espectáculo. Otros momentos son fruto de improvisaciones. La experiencia con los indocumentados resultó una aventura muy reveladora para nosotros, sobre nosotros mismos. Nos vimos a nosotros mismos, durante esas semanas un poco locas. Teníamos nuestro territorio invadido, nuestro ritmo totalmente dado vuelta, nuestra hospitalidad puesta a prueba en ocasiones en forma muy dura. La altísima idea que podíamos tener de nuestra paciencia, de nuestra tolerancia, de nuestra generosidad se vio un poco disminuida. Pasamos momentos en que no fuimos ni pacientes, ni tolerantes, ni generosos. Pero, en fin, nos mantuvimos. Queríamos contarlo. La puesta a prueba de nuestros ideales frente a lo concreto de la vida. Nuestra vocación es contar nuestro tiempo. Pero con la preocupación, siempre, de despegarnos del realismo, hici*
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N. de T.: Una de las principales portavoces de los indocumentados.
mos como de costumbre un desvío a través de Asia. Hacía mucho tiempo que queríamos hablar del Tíbet. Yo también, como mucha gente, siento fascinación y una gran ternura por ese pueblo. ¿Conoce el himno nacional tibetano? “(…) Que la enseñanza del Buda irradie hacia las diez direcciones y guíe a todos los seres del ancho mundo para gozar de la paz y de la felicidad (…)” ¿Usted conoce algún otro país que en el himno invoque a las bendiciones divinas para todo el mundo? No hay ninguno. Y de golpe, puse la bandera del Tíbet al lado de la francesa, en el frontón de la Cartoucherie. –¿Esa bandera francesa no es “mucho” en el frontón de un teatro, donde ya figura “Libertad, Igualdad, Fraternidad”? –Pero si todo eso va junto. Nosotros colgamos esa bandera, justamente en 1995, durante la época de los indocumentados que nos hablaban todo el día de la Francia de los ideales. Y además, es una bandera muy hermosa que sobre todo no se la quiero dejar a Le Pen. Cuando la vi flotando, quise inscribir además “Libertad, Igualdad, Fraternidad” como en todo edificio público que se precie. –¿Un grito de amor a la nación francesa? –No apruebo como están las cosas en Francia. Pero si uno se siente mal donde está, hay que luchar para mejorar las cosas. A fuerza de decirle a la gente lo peor de su país, van a terminar creyéndolo y empeorándolas todavía más. No es el peor de los países, está muy lejos de eso. Simplemente hay que trabajar para que lo inaceptable pase lo menos posible, la apatía lo menos posible, lo mezquino lo menos posible. Con reírse burlonamente y decir lo despreciable que es Francia no alcanza para hacerla mejor. –Volvamos a esta obra Et soudain des nuits d’éveil. Ahí se cuenta que invitó a un elenco tibetano, que al final de la función resuelve pedir asilo en la Cartoucherie. El gobierno francés acababa de rechazar sus demandas: no entregar cien aviones ordenados por Pekín y reconocer que el Tíbet está anexado a China. El espectáculo ponía frente a frente al elenco, a los actores del Soleil y a los espectadores del teatro. Una trama de “teatro dentro del teatro”, pero directamente en forma casi realista, inspirada por la experiencia con los indocumentados africanos. –Me gustó mucho ese espectáculo, tenía momentos muy hermosos, pero era frágil, y por momentos rozaba lo anecdótico. Nos quedamos demasiado aferrados a lo que habíamos vivido; a lo mejor fuimos un poco complacientes. Le faltó cierta distorsión. Faltaron
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verdaderos malvados, verdaderos egoístas, verdaderos cobardes. Es peligroso cuando en un espectáculo no hay verdaderos malos. Los chinos eran espectros malos, los políticos espectros cobardes. Faltaba el diablo en escena. Et soudain des nuits d’éveil es un espectáculo bisagra, que anticipa Le Dernier Caravansérail. Hay espectáculos transición y hay espectáculos que son matriz, generadores. Logrados algunas veces, menos logrados, otras. Hay que ser modesto; nuestra vocación es rendir cuentas del presente y hay muchas formas de aprehenderlo. Me gustaría volver a hacer algo sobre el Tíbet alguna vez. No sobre nosotros y el Tíbet, sino sobre el Tíbet. Porque si dejamos morir al Tíbet, dejamos morir al último pueblo guardián de un sueño sublime de espiritualidad posible en política. –Et soudain des nuits d’éveil terminaba con la vuelta del elenco tibetano a India, sin haber obtenido ningún reclamo. ¿Qué pasó al final con los indocumentados africanos? –Casi todos fueron regularizados. Por suerte. Tenían derecho: habían pasado años en Francia, eran francófonos, tenían trabajo, no eran ni bandidos, ni vendían droga, ni eran islamitas ni terroristas. Eran familias con mujer, hijos, o jóvenes solteros que tenían derecho a un futuro. Todos habían sido expulsados a la ilegalidad por las leyes Pasqua.* También había algunos recién llegados, pero muy pocos. –¿Quién tiene derecho a quedarse en su opinión? Me dan ganas de contestarle como los convencionales de 1793, que ya en aquel momento decretaban: “El pueblo francés da asilo a los oprimidos, lo niega a los tiranos”. Me gusta mucho eso de que “lo niega a los tiranos”. El tirano no es solamente Bokassa, de África Central o Duvalier, de Haití, es también el iman integrista que escupe fuego, el chetnik serbio depurador, el terrorista, etcétera. Además, muchas veces pasa –lo vimos en el caso de Camboya– los primeros en ser recibidos por Francia, los que se las arreglan mejor para pasar las fronteras, son los verdugos habituales. Algunos Khmer rojo notorios ya se habían instalados en París mientras que sus víctimas todavía estaban en los campos tailandeses, sometidos a cláusulas sórdidas y a las peores inquietudes ocasionadas por voluntad de un militar corso, empleado de la embajada de Francia (al *
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N. de T.: Charles Pasqua (1927). Político francés, ministro del interior en el gobierno de Chirac, autor de las leyes que llevan su nombre, que dificultan la adquisición de la nacionalidad francesa.
que no voy a nombrar por más que ganas no me falten), antes de conseguir refugiarse en nuestro país. Hay que estudiar cada situación individual, cada caso. Por eso me enojé con ciertas asociaciones de extrema izquierda que en su momento rechazaron categóricamente el “caso a caso”. Es una tarea gigantesca, y lo que es gravísimo es que, contrariamente a Inglaterra, no hay en Francia personal administrativo suficiente para llevar a cabo la tarea. Actualmente el derecho de asilo es verdaderamente como la piel de zapa, atacado por toda clase de leyes y decretos. Ya hemos organizado un debate en la Cartoucherie sobre el tema: “Hay que salvar el derecho de asilo”. Es muy clarificador para todos aquellos que todavía no han tomado conciencia de lo que está pasando en los ministerios y cancillerías europeas. Vamos a seguir adelante con esto. –¿Y qué piensa sobre el affaire Battisti? –Hay algo que molesta en esta historia, y es que efectivamente François Mitterrand, por lo tanto Francia, dio su palabra de no extraditarlo y ahora se vuelve sobre eso, sobre la palabra dada. Pero, si mal no recuerdo, esa palabra no involucraba a aquellos que hubieran cometido crímenes de sangre. El asunto es ese. ¿Battisti asesinó a cuatro personas o no las asesinó? Hay una cosa que es segura: las condiciones bajo las cuales se juzgó a los Brigadas Rojas en Italia son mucho mejores que las nuestras para juzgar a los terroristas en nuestro país. Allá no son tribunales de excepción. Pero prefiero mantenerme alejada de esa historia. No sé lo suficiente. Pero cuando me hablan de perdón, siempre pienso que son las víctimas quienes deben decidirlo. No yo. –Muchas veces la vi ostentando la insignia “Ni putas ni sumisas”. ¿Es militante del movimiento dirigido por Fadela Amara con las mujeres musulmanas de los suburbios? –Las sigo y las apoyo. Me parece que tienen un coraje excepcional. No debe ser nada fácil atreverse a hacer oposición a la ley del padre y del hermano mayor, a denunciar a esa especie de tribunal comunitario que hace la ley en sus territorios. Menos fácil aún es declarar que llevar el velo es en primer lugar un signo de sumisión, que la religión es en todo caso de orden privado, íntimo, y que no hay necesidad de señalarla. Las militantes de “Ni putas ni sumisas” reivindican la igualdad, la laicidad republicanas, la mezcla en su movimiento. Luchamos contra el apartheid y ganamos. Pero por las mujeres –la mitad de la humanidad– no se levanta ni el dedo meñique, o manifestamos una comprensión y una tolerancia de izquierdistas trasnochados hacia sus verdugos.
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–¿Es feminista? –Siempre me costó aceptar la simplificación inherente a cualquier militantismo. El discurso ideológico está bien en cierta medida, pero a la vuelta de cualquier frase surge una receta que me deja seca. Yo tengo sobre todo necesidad de ideales. Pero, en 1971, firmé el manifiesto “343 putas” por el derecho al aborto. Y además llegó Hélène Cixous. Me hizo comprender muchas cosas. Siempre me hace comprender muchas cosas. Hoy estoy convencida de que la lucha de las mujeres es la más urgente de las luchas. Mientras que no tengan leyes para ellas, las tienen en contra de ellas. –¿Pero personalmente, en su vida profesional o en su vida cotidiana, sintió alguna vez la dificultad de ser mujer? –Me di cuenta muy tarde de que no siempre es fácil ser mujer. Fui una hija muy querida por su padre. Eso ayuda a superar todos los obstáculos. Entonces llegué sin casco ni escudo a un campo que no sabía que estaba minado. Cuando empezamos, la gente del Soleil era toda amiga, nos habíamos elegido. Un verdadero macho no hubiera resistido quedarse: nos habríamos reído mucho de él. Yo no me daba cuenta de que ser director podría ser complicado y si me hubieran dicho: “No es posible que te dediques a esto por ser mujer”, ni siquiera lo habría comprendido. –¿Pero durante las crisis en el elenco, no se la cuestionaba más por ser mujer? –¡Otra vez las crisis! Puede ser. Pero me prohibía hasta pensarlo. La única vez que lo percibí fue después del Festival de Cannes, cuando algunos críticos de “Masque et la Plume” en France Inter., me acusaron de megalomanía porque Molière duraba cuatro horas. “Señor, hubiera usted acusado de megalómano a un hombre porque su película dura cuatro horas?”. –¿Y sobre los reproches de ser maternal con el elenco? –¿Y qué? ¿Está mal? Los hombres pueden ser paternales, estar muy apegados. –¿Queda lugar para su vida privada? –¿Quiere decir para el amor, no? Bueno, incluso, cuando como toda la gente de teatro, no tengo demasiado tiempo para dedicarle a mi vida privada, quédese tranquila, hay amor en mi vida privada. –¿Sería capaz de tener sólo teatro y nada más en su vida? –Si el amor en mi vida no estuviera absolutamente relacionado con el teatro, no sé cómo haría para vivirlo. Por suerte eso no me
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pasó jamás, porque de todas maneras no hubiera tenido tiempo de conocer a alguien fuera del teatro. –El teatro es su vida. –Como todos los que hacen teatro, relaciono todo con el teatro, y como ellos, llego a vivir momentos de una tensión enorme. Seguidos por enormes agujeros en donde tengo necesidad de vacío, de dormir, de quedarme inerte y ociosa, ya sea en mi casa sola o con alguien, o irme a un café a leer una tontería, una revista, libros de recetas de cocina muy complicadas, de cocina tailandesa, por ejemplo. Entonces viajo, y ni siquiera necesito preparar el plato. Me divierto. Por supuesto también me divierto en el teatro. Me divierto profundamente. Pero a veces necesito otra diversión. Menos enraizada en mi destino. Cuando pasa el cansancio, todo lo que veo, oigo, leo, vuelve a traducirse en mis ganas de teatro. O en una interrogación sobre el teatro.
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Noveno encuentro
AVIÑÓN, LA CRISIS DE LOS TRABAJADORES INTERMITENTES DEL ESPECTÁCULO* Cartoucherie, jueves 12 de junio de 2003, 21 horas Hall-Foyer. Vacío y a la vez resonando los ecos del espectáculo, como todas las noches que hay función. Impresionante. Espero sentada en un banco, en un rincón al fondo. Ariane Mnouchkine llega caminando despacio, sacudiendo suavemente la cabeza, mirando el piso. Está demacrada, ansiosa, como nunca. Dice estar inquieta, incómoda. No sabe bien qué pensar de la huelga que hicieron los teatros la noche anterior para apoyar las reivindicaciones de los trabajadores intermitentes del espectáculo, ni de las manifestaciones contra la nueva ley sobre la jubilación. El Soleil tampoco actuó, pero ella sigue haciéndose preguntas. Viene el intervalo. Ariane Mnouchkine me deja para ir a hablar con los espectadores que se le acercan. El público es muy variado, audaz y abierto: desde adolescentes hasta jubilados de todas las clases sociales. Ariane Mnouchkine contesta simplemente las preguntas, dice: “Gracias, gracias”, con una sonrisa cansada. Espera que el último espectador vuelva a entrar en la
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N. de T.: En Francia intermittent du spectacle (intermitente del espectáculo) es el estatuto administrativo dado a una persona que trabaja por intermitencia –alternando períodos de trabajo y períodos de seguro de paro– contratado por empresas relacionadas con el espectáculo (productoras de cine, televisión, publicidad, teatros, etc). Así, el estado reconoce al trabajador del espectáculo como un tipo particular de asalariado y no como patrón. Los artistas, técnicos y maquinistas del espectáculo no están integrados al régimen general del seguro de paro en Francia. Sin embargo, se los indemniza de acuerdo con reglas específicas que tienen en cuenta el tipo de actividad que realizan y su modo de remuneración. Para ser considerado un intermittent y obtener los beneficios sociales, el trabajador debe efectuar un número de horas anualmente, dicho número es fijado de antemano por el propio estatuto. A comienzos de 2004, el Estado modifica el régimen vigente: a partir de 2005, las 507 horas requeridas deberán haber sido efectuadas durante diez meses y no doce meses como era hasta ese momento. Estas modificaciones provocaron importantes huelgas y manifestaciones.
sala para retomar nuestra entrevista, se queda parada. Suena la alarma de un auto. Mala suerte. La alarma se detiene. Exasperada y temiendo que esto moleste al público, Ariane Mnouchkine va a salir tres veces para verificar que afuera todo está solucionado. Está agotada y enojada al mismo tiempo. Fabienne Pascaud: No se siente bien… Ariane Mnouchkine: No me siento muy bien. Pero como sé que es algo que me pasa siempre que termino un espectáculo pensé: Y bueno… entonces que Fabienne me vea también en este momento. –¿A qué se debe? –A la sensación de estar entre dos cosas. La primera parte de Le Dernier Caravansérail está terminada. Ahora hay que ponerse a trabajar en la segunda. Además, para mí, en este momento, es muy doloroso no poder adherirme a los movimientos a los que, en otras circunstancias, me hubiera naturalmente adherido. Ayer, por ejemplo, cerramos el teatro, no tanto por solidaridad con los intermitentes, que así lo exigían, sino para que no nos fastidiaran. Para que no vinieran a acusarnos de traición. En el fondo, no es honesto. No me gustan esas cosas. –Pareciera que usted no se adhiere tampoco, actualmente, a los movimientos contra la nueva ley sobre las jubilaciones. ¿Por qué? –Esos movimientos parecen estar contra toda reforma. Sin embargo, hay que reformar el sistema jubilatorio. ¿Quién podría negarlo? Una reforma es necesaria. Pero ¿cuál? Si me lo preguntaran –pero nadie me pregunta nada– yo diría: algunas personas pueden trabajar más tiempo antes de jubilarse porque ejercen oficios maravillosos que han elegido y en los que resultan preciosas, mientras que otras que pierden su vida haciendo labores sin gracia, sin ningún interés, sin ninguna felicidad, deberían poder trabajar menos tiempo. Mucho menos tiempo. Y esas personas que durante toda su vida tuvieron apenas para vivir, podrían tener una jubilación un poco más digna, mientras que la gente que siempre vivió bien podría tener una jubilación un poquito menos importante. Como ve, estoy totalmente por fuera de la corriente del momento. Se le da jubilaciones que no alcanzan para vivir a la gente que tuvo salarios que no alcanzaban para vivir y pienso que sería el momento de reequilibrar un poco las cosas, de reparar un poco la dureza del destino. Pero no, la agravamos. –¿Qué puede hacer usted?
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–No mucho. Salvo decir lo que pienso. Y votar. –¿Y qué piensa de la crisis de los intermitentes del espectáculo? –Mire, no me entusiasma demasiado el tema. Mejor hablemos de esto más adelante. –Volvamos entonces a esta sensación de vacío, ya que tengo la suerte, como usted dice, de verla en un momento de vacío, algo que no es tan frecuente… –No, pero después de todo, tal vez no se trate de vacío sino de demasiado lleno. Para decirle la verdad, pedí permiso para parar una semana. –¿A quién? –A los actores. A la compañía. –¡Pero si usted tiene derecho a parar sin pedir permiso! –No. Es algo que yo no decido sola. –¿Le agrada la idea de irse dentro de unas semanas al Festival de Aviñón? –Siento mucho cariño por el público de Aviñón. Es entusiasta, apasionado, sabe escuchar, y se parece muchísimo al del Théâtre du Soleil. Tengo recuerdos míticos de Aviñón. Pero durante el Festival es muy difícil vivir en la ciudad, se pone ruidosa, tórrida, comercial; además, hacer un espectáculo allá es jugar al tiro al blanco, siendo el blanco. Es bastante violento. Sentimos que estamos escribiendo una página de la historia del teatro, pero estamos tensos, los ojos fijos en la caja registradora. Todo el mundo hace cuentas, porque la gente tiene miedo de sobrepasar el presupuesto obtenido. Aviñón es una mezcla de alegrías y de terror. El caldero ideal para que se exacerben las pasiones y las crisis de toda clase. Buenas y malas. Este año, le confieso, me voy preocupada.
1º de julio de 2003, 19 horas Estamos instaladas delante de la Cartoucherie, al aire libre, en una mesa sobre el pasto pero no es el momento de saborear la transparencia del aire. Ariane Mnouchkine está cada vez más preocupada por el vuelco que pueda dar la crisis de los intermitentes del espectáculo. Sin embargo, alrededor nuestro, los maquinistas preparan la escenografía, los trajes, los materiales para enviarlos al Festival de Aviñón. Mientras habla conmigo, Ariane Mnouchkine los vigila de reojo. La llaman varias veces al teléfono móvil, y ella contesta, algo que no pasa habitualmente. Parece estar sometida a muchas presiones, muchas interrogaciones, agitada interiormente.
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–Fabienne Pascaud: Mañana se va para el Festival de Aviñón. ¿Sigue deprimida? –Ariane Mnouchkine: No estoy deprimida. Estoy triste. Nuestro portero, Héctor Ortiz, falleció el sábado. Del corazón. Al pie de ese árbol que está allá. Tenía 63 años. Un día, Jean-Jacques Lemêtre lo apodó: “Señor director de las tinieblas”. Desde entonces, en el programa, aparecía bajo esta misteriosa función. ¡Cuidaba nuestro teatro y toda la Cartoucherie desde hace 27 años! Ahora está en Santo Domingo. Nuestros camiones tienen que salir mañana para Aviñón. Los retuve el mayor tiempo posible. Tengo un presentimiento extraño, hay demasiada gente que considera que hacer la huelga es mejor solución que seguir adelante con los espectáculos; como si estuvieran cumpliendo un deber. Llamé por teléfono a Bernard Faivre d’Arcier y le pregunté: “¿Mando los camiones? Cuesta muy caro y francamente tengo miedo de que no haya Festival. –No, no, que vengan los camiones, todo tiene que estar listo.” Entonces vamos a mandar los camiones. Y después veremos.
Sábado 19 de julio, regreso de Aviñón, Bar Select, 14.30 horas Es la primera vez que Ariane Mnouchkine me cita en París. Es raro. ¿Serán las vacaciones o la crisis? Nos instalamos en el fondo del café vacío para estar más tranquilas. Por una vez, Ariane está vestida con una falda larga y amplia y lleva un bolso grande. Veraniega. Como todo el mundo. Extraño verla lejos de su reino de la Cartoucherie, lejos del trabajo. Como si ella y su teatro fuesen un solo cuerpo, como si no pudiésemos imaginarla de otra manera. Tiene muchos diarios y revistas en la mano. Ariane Mnouchkine: Estoy furiosa. Fabienne Pascaud: ¿Por qué? ¿Tiene la impresión de haber sido manipulada? –No, ¡no fui manipulada! No, estoy furiosa conmigo misma por no haber sido más ofensiva, más convincente. –¿Qué significaría haber sido más ofensiva? –Tenía cosas para decir que yo no podía, que no debía decir en público, o, en todo caso delante de los medios de comunicación o de los responsables políticos. Simplemente teníamos que haber conseguido un lugar donde poder ventilar los trapos sucios, decirnos todo en la cara, todo. Un lugar donde todos los que estaban de acuerdo conmigo (y que no se animaban a decirlo porque temían la violencia
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verbal exhibicionista) hubieran podido expresarse sin preocuparse demasiado de ser tratados de amarillos virtuales, de traidores a la causa del pueblo. –De todas maneras, ¡la familia teatral nunca estuvo muy unida! –Justamente era ahora o nunca el momento de intentar unirla. Algunos jóvenes notables de la institución teatral tomaron –me parece– una responsabilidad muy grande al dejarse llevar, incluso a veces arrastrando consigo a muchos artistas –jóvenes o menos jóvenes– peor pagos, menos indemnizados que ellos, en síntesis mucho menos protegidos que ellos. A nadie se le ocurrió decir: “Bueno, el antiguo estatuto no estaba muy bien hecho. Nos obligaba a hacer trampa. Hacíamos trampa. El nuevo tampoco es mejor. Hay que hacer otro. Más justo esta vez, y que el resto de los ciudadanos, así estén en el seguro de paro o no, puedan aceptarlo sin encontrarlo ‘nomenclaturista’. Disponemos de un año para hacer algo, sólo entonces vamos a tener una bandera indiscutible”. En ese caso, sí voy a estar de acuerdo en defender la causa y hacer huelga, si es necesario. –A propósito, ¿cómo se votó la última huelga que provocó la anulación del Festival? Y antes que nada, ¿quiénes la votaron? –Si entendí bien –porque en el fondo no estaba demasiado claro quién votaba y por qué unos votaban y otros no–, estaban por un lado los artistas, es decir las compañías del Festival oficial, más las de la Chartreuse* (no sé por qué votaban las de la Chartreuse) y por otro lado, los maquinistas. Los administrativos tuvieron que defender arduamente su derecho al voto que les fue contestado de manera incomprensible. El “off” (“no oficial”) considerado como independiente no votaba, y por ese motivo los interesados estaban furiosos. Y tenían razón. Ellos perdían todo. A los del “in” (“oficial”) les iban a pagar los contratos de todas maneras. Hubiese o no anulación. En el Soleil, después de largas discusiones, decidimos abstenernos. Ya nos habíamos abstenido cuando la primera votación, el 8 de julio y me parece francamente que el Théâtre du Soleil –setenta y cinco votos potenciales– jugó un rol apaciguador al no votar. Usted dirá que si nosotros hubiésemos votado, la huelga no habría tenido lu-
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N. de T.: La Chartreuse de Villeneuve Lez Avignon es un Centro nacional de escrituras escénicas que recibe residentes: autores, escritores, traductores, artistas plásticos y directores de teatro. Es un viejo monasterio del siglo XIV, cuyas celdas se usan para albergarlos.
gar. Tal vez. Pero no hubiésemos podido actuar de todas maneras.* Algunos lo estaban esperando y lo decían en voz alta e inteligible. Hubiese habido trifulcas todos los días en las calles, en los teatros, y yo no quería de ninguna manera que se llegase a eso. No quería ser responsable de que un tipo –intermitente o espectador– terminara con una mano arrancada o con un ojo reventado durante los enfrentamientos con la policía. “¡Ah, no quiere hacerse responsable!”, me gritaban. No. ¡No de esto! No quiero. No es mi trabajo poner a los jóvenes unos contra otros dejando que los viejos los manipulen. “¡Son ustedes los que tienen que hacerse responsables de eso!” La huelga se votó con muy poco margen, gracias a los cuarenta votos de los radicales de la Chartreuse, cómodamente allí instalados, y que después siguieron tranquilamente con las lecturas. Las compañías estaban –me parece– en su gran mayoría en contra de la huelga. Los maquinistas, en su mayoría, a favor. En ese momento, los grupos del “off” empezaron a desolidarizarse: “No nos sentimos identificados con las decisiones del ‘in’. ¡No queremos hacer huelga!”. Al final de cuentas, de los seiscientos grupos, ¡sólo cien querían la huelga! Entonces dejamos que el “off” se hiciera pedazos, que compitieran unos contra otros. En un momento dado tuve una esperanza, pensé que tal vez había llegado por fin el cuarto de hora del “off”. ¡Tal vez iban a poder lograrlo solos, resistir! Pero no, no pudieron. Por falta de espectadores. Unos días más tarde, todo estaba terminado. El público no vino a verlos porque a Aviñón, la gente viene primero para ver los espectáculos del Festival “in” y después solamente para el “off”. –¿No se sintió mal por haberse abstenido? No es su estilo abstenerse. –Sí, dudamos. Algunos actores querían verdaderamente votar en contra de la huelga, incluso dos de ellos lo hicieron. –¿No le parece que se excluyó demasiado al público de este asunto? ¿Que se pensó demasiado poco en él, en sus reacciones, expectativas y decepciones? –Nos cansamos de decirlo: “¡Están tirando al público fuera del debate, cuando es al público al que necesitamos, sólo el público puede esclarecernos, apoyarnos, gracias a él vivimos, y ustedes no lo dejan siquiera llegar hasta Aviñón con sus amenazas de huelga!”. Me acuerdo de un trabajador intermitente –aunque me pregunto si *
En el Festival de Aix-en-Provence la huelga no obtuvo la mayoría de votos pero las representaciones no pudieron realizarse.
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era verdaderamente un intermitente, en fin, un tipo vestido de bordeaux que salmodiaba: “No tengan miedo, incluso si no actuamos los espectadores van a venir, se los digo en serio, van a venir. ¡Van a venir a apoyarnos!”. ¿Había que comerse eso? Me quedé tres días después de la anulación, para reunirme con los pocos espectadores que no se resignaron a dar la vuelta y que llegaban a las calles de Aviñón ya desiertas, cargando sus valijas. No lo podían creer. Estaban tristes. –¿Cómo se hubiera podido involucrarlos más? –No anulando las primeras representaciones por lo menos, haciendo que la gente viniera y charlando con ella, toda la noche, si era necesario… –Pero de esa manera, se corría el riesgo de una verdadera guerrilla –usted lo denunció antes– entre los que querían la huelga y los demás. –Pero qué victoria si hubiésemos podido convencerlos de que era necesario actuar y organizar todos los debates posibles. Transformar a Aviñón en una inmensa asamblea. Pasar la noche con el público, informarlo, escucharlo. La huelga, en este caso, era una solución perezosa. ¡Actuemos y trabajemos! Actuemos, porque el público estará aquí, y trabajemos con el público. Y elaboremos juntos ese famoso texto: un contrato entre una sociedad y sus artistas. Pero un verdadero contrato, honorable, recíproco, donde nadie pueda hacer trampa. Ni el patrón, ni el empleado, ni el Estado renunciando a sus responsabilidades “obsequiosas”. Me gusta esa palabra la dije cuatro veces, hubiera tenido que decirla treinta veces. Me faltó obstinación. –Pero ese contrato no se puede hacer en ocho días, exige mucho trabajo… –Pero acaban de darnos tiempo: nada cambiará antes del 1° de enero de 2004. Y de todas maneras, tienen que revisar el acuerdo en 2005. Tenemos un año para presentar un texto fundacional, con los principios que lo regulan y los artículos a aplicar. Necesitamos juristas, sindicalistas, abogados que nos ayuden. Hasta ahora, luchamos para conservar una manzana podrida. Habría que rehacer el estatuto de los intermitentes del espectáculo de tal manera que cualquier ciudadano francés, hasta el menos favorecido, lo comprenda y lo admita. Es cierto, necesitamos un estatuto diferente y protector. Pero no podemos exigir un conglomerado de pequeños privilegios difíciles de aceptar por aquellos que no obtienen nunca nada.
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–Una remisión total entonces… –¡Sí! Se necesitaría una especie de cónclave. –¿Cree que un proyecto semejante puede llegar a ponerse en práctica? –Sí. Mucha gente ya está actuando. Sería muy lindo, que en toda Francia hubieran células trabajando sobre un texto así. Pienso además que las hay. Después, vendrá una instancia muy complicada: la de la síntesis, y ahí veremos qué es lo que pasa. Pero para empezar, es necesario calmar los ánimos, dejar de echarse las cosas en cara, preservar nuestras herramientas de trabajo e integrar al público, trabajar todos juntos. Hablarnos, hablarnos noches enteras, más allá de cualquier intimidación, venga de donde venga.
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Décimo encuentro
EL PÚBLICO, UNA COMUNIDAD ESPIRITUAL Cartoucherie, sábado 20 de diciembre de 2003, 15.30 horas El espectáculo acaba de comenzar. En el hall-foyer, el equipo del Soleil guarda silenciosamente y con una rapidez asombrosa los platos y los vasos sucios. Ariane Mnouchkine cierra ella misma las gigantescas puertas de madera de la sala de espectáculos, sonriendo a los espectadores. Hace cinco meses que no nos vemos. La madre de Ariane falleció este verano. Después de la anulación del Festival de Aviñón están ensayando la segunda parte de Le Dernier Caravansérail. La directora del Soleil está totalmente sumergida en el trabajo. Nos quedamos como siempre en el hall, sentadas en una de las mesas redondas. Hay que hablar bajo. Ariane Mnouchkine quiere permanecer atenta al menor ruido alrededor. Pero se presta a nuestro ejercicio con buena voluntad. Sabe que ha anulado varias veces nuestro encuentro. Fabienne Pascaud: ¿De qué le sirve el público a un creador de teatro? Ariane Mnouchkine: El público es aquel a quien siempre debemos escuchar, pero nunca obedecer. En las asambleas generales de Aviñón, alguien citó una frase de Jean Vilar: “Se trata de saber si tendremos el coraje y la obstinación de imponer al público lo que éste desea oscuramente”. –¿Pero cómo saber qué es lo que desea oscuramente? –¡Ah! A eso apostaba Vilar. Es su definición del teatro popular: subir el nivel, la exigencia. Ir siempre hacia lo verdadero, hacia lo más difícil. Intentar descifrar por sí mismo este mundo, después intentar hacerlo entender, sentir, vivir. –¿Usted piensa que es eso lo que el público desea oscuramente? –Sí. ¿Qué es lo que nos hace verdaderamente humanos? La emoción que sentimos frente a otro ser humano. Los budistas dirían:
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frente a toda criatura viva. Sin embargo, me temo que estemos fabricando una humanidad que tendrá cada vez más dificultad en sentir emoción, compasión, frente al Otro. –¿Cómo capta público el Théâtre du Soleil? –La gente nos habla después de las funciones. La escuchamos. Los miro. A veces, son buenos, se expresan muy bien, a veces, por estar intimidados o emocionados por la representación, son torpes. Pero la mayoría de las veces, percibo en sus caras algo agradable, profundo. –¿Qué cosas le dicen? –A menudo, hacen lo que nosotros nos atrevemos raramente a hacer, una declaración de amor: “Sabe, todavía no se lo he dicho, pero hace treinta años que la sigo, vi esto, vi esto otro…”. O: “Usted fue mi primera emoción en el teatro, y hoy vengo con mi hija de doce años…”. O: “En el fondo, vivimos juntos… usted me ha acompañado toda la vida”. Es eso. En el fondo, vivimos juntos. También hay críticas, por supuesto. Violentas discusiones. Escucho. Si siento que hay estima, un cuestionamiento real, y si la reflexión es acertada, le digo: “Es verdad, tiene razón, pero no sé como hacerlo mejor”. A veces ocurre que se trata de una evidente agresión verbal, una pulsión negativa o narcisista. Entonces digo simplemente: “No es verdad”. Y me doy media vuelta. A veces, insisten. Gracias a dios, eso no sucede a menudo: “¿Qué quiere que le diga? No le puedo contestar”. ¡Porque, además esperan que uno defienda el espectáculo! Y yo no sé hacer eso. “Es su opinión, lo lamento.” Se decepcionan: “¿Entonces no quiere hablar conmigo?”. Les contesto: “No es que no quiera hablar, pero no tengo nada que contestar a su crítica, es todo. ¡No tengo por qué responder a su crítica!”. –¿Y podría hacerlo por un espectáculo anterior? –Por supuesto, cuando corté el cordón umbilical puedo ver los defectos y acepto la crítica con mayor serenidad. Pero eso nunca me hizo cambiar de ruta. No quiero ofenderla, pero las críticas de los diarios tampoco. –¿Pero el intercambio con el público, su público, puede, a veces, llevarla a modificar una escena que fue mal percibida? –¡Uno no debe tener en cuenta las críticas de esa manera! Salvo aquellas que confirman una duda, una insatisfacción ya presente. Sin embargo, cuando me dicen: “Me gusta su espectáculo, salvo esta escena” –y se trata de una de mis escenas preferidas–, me hago preguntas. Tiene que haber una clave que falta. A veces, es una cuestión de ritmo. Una falta de claridad. Busco, busco. Pero inten-
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tando no modificar demasiado, para no arruinar más las cosas. De todas maneras, nunca logramos satisfacer plenamente a todos y corremos el riesgo de perder algo que nos gusta. Además, todos los espectáculos tienen defectos. Incluso las obras de Shakespeare los tienen. Pero cuando escucho: “Usted me ha acompañado toda la vida…” O: “Nunca entendí esta obra, ahora la entiendo…” O después de ver una función de Le Dernier Caravansérail: “Cuando leía los diarios me preguntaba: ¿Qué hacen aquí todos estos refugiados? Ahora siento que nunca más podré hacerme esta pregunta de la misma manera”. Esto crea una especie de fraternidad en torno a la duda, a la interrogación. Los demás se preguntan lo mismo que yo, que nosotros. Pero, ellos, y a menudo lo dicen, están solos, no tienen herramientas para luchar, ni herramientas para expresarse. Nosotros tenemos una herramienta para expresarnos que es el teatro, y una herramienta para trabajar y luchar que es el elenco. Durante el trabajo de elaboración de un espectáculo, tengo confianza. Si algo me emociona a mí, va a emocionarlos a ellos. Pero también puede llegar el día en que lo que me emocione, los dejará fríos. En ese momento se me vendrá el mundo abajo. –¿Hasta ahora funcionó siempre? –Casi siempre, sí. –Y para usted la comunidad en torno a la duda y la interrogación, une al público por sobre todas las certezas… –Sí. No hay ninguna certeza. Así ocurren las cosas: el público entra al Soleil, está seguro de muchas cosas, está seguro de haber estado en un embotellamiento, seguro de haber sudado todo el día en el trabajo, seguro de que la Cartoucherie queda demasiado lejos, de que el espectáculo empieza demasiado temprano, de que seguramente es demasiado largo y de que las localidades, desgraciadamente, no son numeradas –esa es nuestra pequeña estrategia para intentar hacerlo venir antes, para que se prepare lo mejor posible para nuestra fiesta conjunta–, está seguro de que los inmigrantes son demasiado numerosos, de que son todos mentirosos, llenos de avidez, de que lo único que quieren es beneficiarse de nuestra seguridad social. O bien, todo lo contrario, está seguro de que todos, sin excepción, son ángeles, futuros militantes de la solidaridad internacional, héroes fraternos. De todo esto nosotros también estuvimos seguros antes de empezar a trabajar. Y dos horas y media después, usted lo ve salir. Un poco perdido. Flotando. Tiene el coraje de ya no estar seguro de nada. –¿Pero el público también puede equivocarse, tener mal gusto?
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–Cuando todo el público rechaza un espectáculo o una película es, de todas formas, un mal signo para nosotros. A menos que los “intermediarios” no hayan hecho bien su trabajo, y la estoy mirando a usted, Fabienne. Pienso, en efecto, que existen grandes películas o grandes espectáculos que no lograron alcanzar su público porque la crítica no hizo su trabajo. A veces hay que acompañar al público para ayudarlo a tomar contacto con la peculiaridad de una creación. –¿ A la hora de concebir un espectáculo piensa en el público? –No. Al principio, no. Cuando propongo a los actores contar tal o cual historia, es porque yo tengo ganas de verla en escena. –Pero a partir del momento en que empiezan las funciones usted está aquí presente todas las noches, vigilando todo lo que pasa y acechando las reacciones de los espectadores durante la representación… –Así como no tengo miedo del público, ni antes ni después, le tengo miedo durante la representación. Me digo: ya está, están molestos, no vieron lo que tendrían que haber visto, vieron lo que no tenían que haber visto, están distraídos, hace demasiado calor, hace demasiado frío. Me da miedo todo lo que puede romper ese hilo precioso tendido entre actores y espectadores. Ese hilo tan frágil, tan fino. –¿Qué podría cortarlo? –Una mala vibración en la sala, un ruido desagradable, un incidente imperceptible en el escenario. Durante las quince primeras funciones de Le Dernier Caravansérail, estaba en la platea, sentada entre los espectadores. Lo que demuestra que estoy progresando, porque en general no puedo ni siquiera quedarme una noche, del miedo que me da. Me quedo en los costados. Pero esta vez me sentía muy tranquila… eso tal vez tenga que ver con la singularidad de este espectáculo. –¿Por qué está presente en todas las funciones? Muy pocos de sus colegas directores lo hacen, una vez que el espectáculo arrancó bien. –No me gusta la idea de quedarme tranquila en mi casa de noche mientras que los actores salen al ruedo. Un director de circo siempre está ahí. Un espectáculo no es un producto. Es un momento precioso en la vida de setenta y cinco personas de un lado y seiscientas personas del otro. Y además siempre tengo miedo de que pase algo. Miedo de un accidente. Hace veinte años, la noche del estreno de Norodom Sihanouk, se produjo un accidente terrible. Un joven maquinista falleció. Benoit Barthelemy.
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–¿Qué significa para usted “recibir” al público? Es una expresión que usted emplea mucho. –Un teatro no es una boutique, ni una oficina, ni una fábrica. Es un taller para encontrarse y compartir. Un templo de reflexión, de conocimiento, de sensibilidad. Una casa donde debemos sentirnos bien, con agua fresca si tenemos sed y algo para comer si tenemos hambre. Meyerhold decía que un teatro tenía que ser un verdadero “palacio de las maravillas”. Hoy en día es, en efecto, muy difícil ir al teatro; es agotador. Entonces es necesario recibir a la gente y mostrarle con pequeños signos hasta qué punto estamos felices y orgullosos de que esté aquí. Etienne Lemasson, un hombre con múltiples funciones, a veces domador de nuestras máquinas informáticas, a veces ingeniero internauta, a veces diseñador gráfico, a veces director técnico, a veces, incluso, asistente psiquiátrico para menores delincuentes, es también nuestro muy talentoso florista. Todos los miércoles va a Les Halles, a las cinco de la mañana, a comprar flores lo más lindas posibles y que cuesten lo menos posible y hace unos ramos suntuosos para la recepción. ¿Por qué hay tantos teatros siniestros? No entiendo. ¿Por qué se gastan tantos millones en construir monstruos fríos? A veces, cuando hacemos nuestra reunioncita ritual cotidiana con los actores antes de empezar, recordamos que hay en la sala espectadores que vienen al teatro por primera vez. Y otros para quienes ésta será la última vez. –Volvamos a su presencia casi constante durante las funciones, ¿no se siente desgarrada las noches que no viene al pensar que el espectáculo se actúa sin usted? –¡A veces me pasa de no venir! Cuando me siento verdaderamente muy cansada, o cuando tengo que ir a visitar un lugar de la gira. Ahora lo soporto. –¿Pero por qué cuando usted está aquí no puede, en general, estar en la platea sentada entre el público? –No soporto que suceda en escena algo que no me gusta. Cuando no estoy en la platea sino en los costados, puedo al menos ir corriendo atrás, hacer de cuenta que soy útil. Desde hace treinta años entonces, me paro en los costados. Salvo cuando hacemos esos famosos falsos estrenos, es decir los estrenos gratuitos. Ahí, me quedo en la mesa del director en el medio de la platea, porque considero que son ensayos públicos. Pero a partir del momento en el que la gente paga, es imposible pretender que se trata de un ensayo. El director debe desaparecer.
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–¿Por qué tanto respeto por el espectador que paga? –¡Por el espectador y punto! ¡Venir al teatro representa dinero, sacrificio! Cuando veo llegar algunas familias, el sábado de tarde, la madre, el padre, a veces los abuelos, con dos niños, cuatro entradas de adultos y dos de niños, más el dinero para comer… Un domingo de tarde llega una señora con la hija, pregunta si quedan entradas y cuánto cuestan. En la boletería, vemos enseguida que se trata de una persona con pocos recursos, entonces le damos la tarifa más barata que tenemos. Y la mujer dice: “¡Ah!”, y saca un monederito, un monederito chiquitito, y no le alcanza. Entonces le pregunta a su hija: “¿Qué hacemos? ¿Nos gastamos el dinero de la comida?”. Evidentemente les dimos entradas gratis, pero cada vez que pienso en ese “¿Qué hacemos? ¿Nos gastamos el dinero de la comida?”, me dan ganas de llorar. La soledad de esta señora y de su hijita, su fragilidad. Y además suena casi como una frase del siglo XIX. ¿Existe todavía gente capaz de gastarse el dinero de la comida para ir al teatro? ¿Y por qué en el siglo XX existen todavía ciudadanos franceses que se ven obligados a elegir entre la comida y el teatro? –¿Este tipo de cosas pasan a menudo? –No, pero hay que estar atentos. La verdadera pobreza no siempre reclama. Es discreta. Se la ve en los monederos, en los zapatos… –¿Estar tan atenta –como lo está usted– a las reacciones del público más que a la de los críticos dramáticos, la ayuda a veces a reflexionar sobre su trabajo? ¿Es usted crítica respecto de sus espectáculos? ¿O prefiere avanzar sin mirar demasiado para atrás? –La investigación durante el período de los ensayos es exigente. Uno siempre quiere llegar un poco más lejos, alcanzar una mayor profundidad, tener más exactitud, ser más verdadero, más simple, pero al mismo tiempo, yo no le llamaría a eso crítica. Es más bien una búsqueda. –¿Qué significa llegar más lejos? –¿Qué significa lo mejor? Es algo misterioso. Un lazo entre la forma y el fondo, entre la vida y el teatro. De repente, siento que al mismo tiempo puedo verlo todo y entrar en los ojos de los actores. Mientras no entro en sus ojos, mientras no soy succionada por su mirada, viendo al mismo tiempo el paisaje alrededor, es que todavía no lo logramos, todavía no hay teatro en escena. –¿Pero cómo conjugar esta “succión” en la mirada de los actores, con la visión del paisaje alrededor, para que sea una distancia adecuada, el equilibrio necesario en todo espectáculo?
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–Cuando durante los ensayos se da un momento de teatro lo sentimos todos. No solamente yo. Llegamos a un lugar nuevo: aparece el cielo sobre nuestras cabezas, el agua o la tierra bajo los pies y las pasiones en el alma. De repente, “¡clac!” todo está ahí.
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Undécimo encuentro
1789, 1793, L’AGE D’OR, etcétera Cartoucherie, jueves 5 de febrero de 2004, 21.00 horas Habitación-oficina de Ariane Mnouchkine. Reina la misma paz luminosa de siempre, la misma belleza simple, el mismo gusto por las texturas que vemos en sus espectáculos. El bebé duerme en su baúl de mimbre. Una actriz se lastimó durante la función. Preocupada, Ariane Mnouchkine bajó inmediatamente a verla. Nada grave. Pero interrumpirá la entrevista en varias oportunidades para ir a ver cómo está. Ariane me presenta también a su hijo adoptivo, Mansour, un vivaz muchacho castaño de origen afgano, que subió a hacerle algunas preguntas sobre la organización de la casa. ¿Se trataba de la Cartoucherie o de la casa de ellos? Fabienne Pascaud: Releyendo mis apuntes… Ariane Mnouchkine: Pensó que eran dignos de una charla de café. –¡En absoluto! Pero releyéndolos, me di cuenta de que usted raramente evoca alguno de sus espectáculos, que fueron, sin embargo, los más famosos del Théâtre du Soleil: 1789, 1793, L’Age d’or. Como si los hubiera olvidado… –Porque fue hace mucho tiempo. Llega un momento en el que tengo que reconocer –sobre todo por 1789– que era simplista, que ya no me gusta ese estilo de actuación farsesca, que yo no aceptaría hoy en día determinadas imperfecciones en la interpretación. Cuando reveo algunas partes del video que hicimos durante las últimas representaciones, me doy cuenta de que era un espectáculo provocador. –Sin embargo, era magnífico, lleno de entusiasmo, de lirismo, de violencia… –¡Yo, no puedo ni mirarlo! No lo reniego, así éramos nosotros en ese momento, así era el público, así era la época.
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–¿Qué es lo que lamenta? –Al principio, queríamos romper con esa concepción tradicional que hace de los grandes hombres los héroes y los motores de la Historia. Queríamos rehabilitar al pueblo, mostrar que él podía ser, también, y, sobre todo, el famoso “motor” de la Historia. Así, 1789, era la revolución vista y hecha por el pueblo. El espacio era una inmensa feria, donde los bufones contaban los principales acontecimientos. Me sigue gustando esta idea. ¡Pero no estábamos obligados a actuar mal! En cambio, en 1793 ya actuamos mucho mejor, Joséphine Derenne, Jean-Claude Penchenat, Gérard Hardy, estaban formidables. Philippe Caubère, Louba Guerchikoff, Serge Coursan, Maxime Lombard también, pero lamentablemente no filmamos nada. –¿Los dos espectáculos, uno creado a fines de 1970 en Milán, el otro en mayo de 1972 en la Cartoucherie, eran uno la continuación del otro? –Estilísticamente, no. 1789 pretendía parodiar a grandes trazos a la aristocracia decadente, a la burguesía ascendente, con imágenes teatrales fuertes, cercanas a los cuadros vivientes y a la alegoría. 1793 era menos espectacular y permitía reflexionar sobre el intento del pueblo de apoderarse de los asuntos públicos. Mostrábamos la vida común de una fracción de los sans-culottes en París, en Les Halles, entre la toma de las Tullerías y la destitución del rey el 10 de agosto de 1792, y los comienzos del Terror en setiembre de 1793. Allí se veía cómo, durante más de un año, la soberanía popular se ejerció concretamente, a través de esas fracciones, verdadera vanguardia revolucionaria y laboratorio de una democracia directa. Cada uno era responsable y solidario con los demás, teoría y práctica se confrontaban constantemente, estaban íntimamente relacionadas. Muchos desafíos apasionantes para el elenco, que le permitían interrogarse evidentemente sobre la vida colectiva, los problemas de autoridad, el reparto de tareas. Igual que los sans-culottes. ¡Nos costó mucho más poner en escena 1793! Hubiésemos querido también encontrar una analogía en la distribución del espacio, entre la práctica de los sans-culottes y la del Soleil. Toda la Cartoucherie se convirtió en una fracción, dadas las circunstancias. Y como siempre, había en el espectáculo idas y vueltas entre lo particular y lo general, lo individual y lo colectivo, lo pequeño y lo grande. –Usted es muy crítica con 1789, pero la forma escénica de las creaciones de esa época era, sin embargo, radicalmente original. Para 1789, ese espacio dividido en cinco estrados en medio de los cuales
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los espectadores circulaban… ¡rara vez habíamos visto algo así! Y las tres mesas con caballetes gigantes, y la galería con dos niveles de la fracción de los sans-culottes en 1793… eran fascinantes y llenos de verdad. Y esos cuatro cráteres-valles, cubiertos de cuero donde actuaban sucesivamente los actores de L’Age d’or… valles de los pobres, de los ricos y de los ambiciosos, valles de los pequeño-burgueses, valles vírgenes al fin; con ese techo espejado, de cobre y esa cantidad de lamparitas que recordaban al circo. ¡Qué despojamiento suntuoso! ¡Era algo espléndido! –¿Sabe? Luca Ronconi* ya había trabajado sobre ese tipo de espacio. Para 1789, teníamos en la cabeza una mezcla de los caballetes de la feria de Saint-Germain y de un misterio medieval. La Revolución francesa es también el final de la Edad Media. Esa idea de crear un espectáculo heredero de nuestras formas populares me parece aún válida. Aunque ahora nosotros haríamos sobre la Revolución un espectáculo con más contrastes, más vacilante, más inquietante tal vez. –¿Inquietante? –La evolución de un personaje como Robespierre es terrible. Empieza por votar la abolición de la pena de muerte y, cuatro años después, organiza el Terror. El 26 de agosto de 1789 vota la Declaración Universal de los Derechos del Hombre y en 1793 proclama la “Ley de sospechosos”, entra al Comité de Salvación Pública y comienza a eliminar a sus adversarios. Se convierte en un dictador. ¡Qué cambio interior! –1789 denunciaba la confiscación de la Revolución por parte de la burguesía, el análisis sigue siendo pertinente… –Sí. Pero en el fondo, quizá lo mejor de esta Revolución sea justamente no haber quemado etapas, como la Revolución rusa o la china. Quizá, gracias a eso, fue menos sangrienta que las otras. Y la madre de todas las otras. ¡Ah, ya estoy escuchando como les rechinan los dientes a algunos! No es lo que dijimos entonces con este espectáculo. ¡Pero los gritos de los disidentes soviéticos nos obligaron después a sacarnos los tapones de los oídos! El gulag, los campos de reeducación en China, las prisiones cubanas. Saber escu-
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Luca Ronconi nacido en 1933, es actualmente director del Piccolo Teatro de Milán. Son famosos sus espectáculos montados por fuera de la escena tradicional en espacios alternativos, con gran maquinaria. (Orlando furioso, en 1969, Utopía, 1975).
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char y comprender a los testigos. Pienso muy a menudo en Kravtchenko.* –¿Cómo concibió el espectáculo? –Queríamos una gran gesta popular. Las improvisaciones necesarias para la creación colectiva eran, en aquella época, mucho más difíciles de registrar, memorizar, porque todavía no teníamos cámara para filmarlas. Sólo teníamos un grabadorcito y perdimos muchas cosas que se hicieron. –¿Es difícil entonces ponerse de acuerdo sobre las improvisaciones que hay que conservar? –No. No es difícil. Nadie se creía todavía Buster Keaton. Había un fervor real, una modestia verdadera. Después de L’Age d’or donde el trabajo del actor tuvo efectivamente un alcance mayor, más exigente, y donde algunos actores se revelaron como actores maravillosos, algunos egos se inflaron un poco, digamos, y las cosas fueron más difíciles. –Más difícil también porque sin duda durante el período que va desde 1970 a 1975 el elenco del Soleil, siguiendo la corriente de Mayo del 68, debía estar muy politizado. ¿No es cierto? –Sobre todo a partir de 1793, es decir hacia 1972. Resistí como pude. –¿Contra qué? –Contra el maoísmo. Como me sentía muy atraída por la China, hubiera podido dejarme arrastrar. Lo sé, hubiera podido. Tenía muy buenos amigos maoístas. Pero eran tan represivos, tan rígidos, incluso en su vida privada. Si tenías un gato eras un burgués.¡Había que regalarlo o matarlo! –Pero, ¿por qué los militantes obedecían? –¡Por la causa! Eran los juicios de Moscú, versión pequeña. Y después se daba una especie de intoxicación. Un gran sabio, un hombre adorable, había vuelto de China. Una noche, nunca me voy a olvidar, estábamos cenando juntos con Joséphine Darenne y Philippe Caubère y nos dijo: Ustedes no se imaginan hasta qué punto el DDT es nocivo para el medio ambiente. Bueno, en una zona donde había malaria, dirigentes chinos, por respeto a la naturaleza,
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Víctor Kravtchenko (1905–1966). Escritor ruso, ingeniero e importante funcionario soviético decide en 1944 pasar a Occidente. En 1946 publica Elegí la libertad, largo informe contra Stalin que tuvo alcance internacional. Cuando es llevado a juicio por Les lettres francaises, que dirige Aragón, gana el proceso, se va a Estados Unidos y se suicida.
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convocaron a todos los campesinos de la región, los pusieron en filas, uno al lado de otro y les pidieron que mataran todos los mosquitos con la mano. Aplaudiendo, durante horas. ¿No les parece maravilloso? Philippe y yo nos miramos y puedo asegurar que si quedaba un resto de maoísmo en él, lo perdió en el acto. ¡Limpiar de mosquitos toda una zona haciendo que miles de campesinos aplaudan durante horas! Un gran sabio se lo creyó. Por un momento. –Sin embargo, ¿piensa que hubiera podido caer en eso? –Claro que sí, si los maoístas hubieran sido simpáticos, generosos, fraternos, indulgentes, tolerantes, humildes. ¡Si se hubiesen parecido a San Francisco de Asís, en resumidas cuentas! Soñaba con tener una vida mejor, con un mundo más fraterno. Pero, justamente, en nombre de mi deseo de fraternidad, no justifico el fin a través de medios poco nobles. Los maoístas también soñaban con una sociedad mejor. ¿Pero a qué precio? La Revolución cultural en China eliminó entre quince y treinta millones de personas. Algunos dicen que más. Entonces, ¿qué? ¡Qué formidable la Revolución cultural! A propósito de San Francisco de Asís, ¿sabía que él fue el primero en poner en escena un pesebre viviente? ¡Para Navidad, puso en escena un pesebre viviente en su pueblo! –¿El estreno de 1793 se vio, entonces, fuertemente atacado por la corriente maoísta? –Digamos que fue “cuestionado”. Por ejemplo, algunos actores defendían la idea del anonimato total en los programas de 1793. “¡Un programa con los nombres de la gente! ¡Qué horror! ¿Conocemos acaso los nombres de los integrantes de las fracciones de 1793? –Está bien. Pero si no aparecen los nombres, ¿saben lo que va a pasar? Los diarios van a mencionar sólo un nombre y va a ser el mío”. No hubo anonimato. –Pero ¿no era peligroso, también el subtitular el espectáculo: “La ciudad revolucionaria está en este mundo”; no era incitar al elenco a una especie de revolución permanente? –Sigo pensando que la ciudad revolucionaria, tal y como la entendían los escritores del Siglo de las luces, debe estar en este mundo. Todo depende del sentido que le demos a esa frase. Y de la elección de los medios para concretarla. De todas maneras, siempre hay que tener cuidado cuando se pone en escena un espectáculo. A veces, la obra se reproduce misteriosa, insidiosamente entre bambalinas. Pienso que es eso lo que sucede con la “obra escocesa”. Todo el mundo dice que es una tragedia que trae mala suerte. Yo
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creo que todas las historias sobre la ambición, sobre el poder y los asesinatos liberan extraños fantasmas en los actores y los directores. –La “obra escocesa” es Macbeth, la tragedia de Shakespeare. ¡Y sin duda, usted hace alusión sin nombrarla por superstición! –Sí.* –1789, 1793, L’Age d’or, se han transformado en espectáculos míticos en la cabeza de muchos espectadores, y, curiosamente, parece que no le dejaron buenos recuerdos. –Claro que sí. 1789 me produjo una enorme, enorme felicidad. 1793 despertó menos interés, como le dije, pero tengo un recuerdo maravilloso. L’Age d’or me agotó, nos agotó. –¿Por qué? –Era demasiado difícil. Quise llegar dónde no podía todavía llegar. –¿Llegar adónde? –Al teatro absoluto. A la epopeya del presente. La revelación del momento presente. A la vez en la sociedad, en la historia, en la política, en la vida humana. Representar todo eso, alcanzar la vida misma, despertarla, revelarla. Transformarla. Era mucho. –¿Cuál fue el punto de partida de L’Age d’or, en 1975? –Ya no me acuerdo. –¿Está segura? –Sí. En una creación colectiva, no se puede ser demasiado preciso al principio. Si no, caemos en el didactismo. Hay que abrir el campo, diciendo por ejemplo: “Vamos a hacer commedia dell’arte, pero en la sociedad de hoy –con sus injusticias, sus defectos, sus acomodos, sus pasiones– como nuestros ancestros venecianos trataron la suya, con máscaras”. Desde el principio, sabíamos la forma sobre la que íbamos a trabajar y por consiguiente, la distancia. Para L’Age d’or, trabajamos muchísimo. Un año. La consigna era reencontrarse con los personajes tradicionales –Arlequino, Matamore, Pantalón, Polichinela, Isabella o Brighela– arquetipos, herramientas para la teatralización válidas en nuestra época. Únicamente las formas teatrales muy codificadas, como la commedia dell’arte o el teatro chino, pueden, en efecto, ayudarnos a hacer visible y significativo lo que la costumbre nos impide ver. Solamente una transposición constante, ilumina en la niebla. Pero al final de esa larga y dura orientación con el elenco, pensé: “¡Agotamos los recursos de la
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Los ingleses no la nombran nunca. Siempre dicen “the scottish play”.
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creación colectiva! Ahora quiero volver al texto. Quiero volver a aprender”. Porque a la larga, en la improvisación colectiva, uno se repite y no aprende nada más. Y además, me faltó, sin duda, capacidad de discernimiento. –¿En qué? –En L’Age d’or, llevamos la igualdad hasta el igualitarismo. Para preservar la igualdad entre los actores en la vida, me dejé llevar y terminé poniendo en el mismo nivel a todos los héroes en la escena. Es el error evitado hoy en Le Dernier Caravansérail. Pero en 1975, me faltó valor para hacerlo. A pesar de que recordamos aún las máscaras más importantes. –¿Ya había usado máscaras en Les Clowns? –No, eran maquillajes. Narices rojas y maquillaje. En L’Age d’or, se trataba de commedia dell’ arte moderna. Copeau ya hablaba de esto en Appels: “La comedia de nuestra época tal vez podrá ser escrita. Pero sólo podrá serlo a través de un grito liberador (…) Para que pueda desarrollarse la forma que dará lugar a semejante materia, creo, más que nunca, que habrá que romper la forma existente y volver primero a las formas primitivas, como la forma en la que los personajes, personajes fijos, lo son todo”. Pero, poco a poco, me di cuenta de que había, a pesar de lo que yo deseaba, una contradicción entre la máscara y lo contemporáneo. Como si el teatro verdaderamente contemporáneo necesitase una interiorización más profunda, una forma más diáfana. En cambio, cuando nos remontamos a tiempos muy antiguos –hasta los mitos– las máscaras de la tragedia, las máscaras japonesas, conservan toda su potencialidad. –¿Llevar máscara le permitió a los actores mejorar la calidad de la actuación en L’Age d’or? –¡No sólo en L’Age d’or ! Es una herramienta magistral. Obliga a los actores a darle forma a la verdad. A obedecer, a cederle terreno a ese otro del que, llevando la máscara, llevan también toda el alma. La máscara es un brujo que modela los cuerpos de los actores como si se tratara de arcilla. –Pero, ¿usted ayuda también a los actores a lograrlo? –Claro, trato de ayudarlos a través de las palabras, las imágenes que les doy, los gritos que pego cuando los veo al borde del abismo o a punto de llegar a la cima. Estaba mirando un partido de fútbol en la televisión, observaba a los hinchas, muchachos y muchachas con la cara pintada con los colores de su equipo, que lloran cuando
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pierde. ¡Cuando alientan a los jugadores se parecen a un director de teatro! O sea, alguien que por su credulidad, su confianza, permite al actor recobrar su propia credulidad, su propia confianza, y con eso las visiones que lo salvan. El teatro también es un deporte. Artaud dijo que el actor es un atleta del corazón. –Usted dice que los actores del Soleil estaban mejor en L’Age d’or, pero a lo mejor usted también había progresado, ¿no? –Todo buen profesor nunca deja de aprender. Claro que uno siempre puede pensar: el que enseña soy yo. O, por el contrario, sentir que se trata de escalar algo todos juntos, de dar batalla juntos, por momentos también unos contra otros. A veces, me pasa que doy indicaciones de las que yo llamo “boomerang”. Se me vienen encima cuando un pobre actor obedeció y el resultado es horrible. Agacho la cabeza. Pero, un poco más tarde, con la misma indicación otro actor hace algo magnífico. Cada uno es diferente. Y hay que saber sentirlo, escuchar a cada uno. Y, de a poco, uno aprende a dar cada vez menos indicaciones. Hokusai, a quien venero, escribió: Recién a los sesenta y tres años empecé a entender la verdadera forma de los animales de los insectos y de los peces y la naturaleza de la plantas y de los árboles En consecuencia, a los ochenta y seis años, habré penetrado más profundamente en la naturaleza del arte A los cien años, habré alcanzado definitivamente un nivel maravilloso Y, cuando tenga ciento diez años, trazaré una línea y eso será la vida
Como en aquella película de Andrzej Wajda, El director de orquesta… John Gielgud interpretaba a un director inglés que llega a Polonia para dirigir una orquesta provinciana. Le gustan esos músicos modestos, los dirige con pequeños gestos, solamente lo necesario, lentamente, simplemente. Pero el joven director de la orquesta quiere que sea el concierto del siglo. Es ambicioso, quiere brillar. No le alcanza con esos músicos y decide traer otros más conocidos desde Varsovia, pero el viejo director se niega inmediatamente a dirigirlos. Where are my musiciens? Abandona el ensayo. El joven director lo reemplaza. La noche del concierto, delante del teatro, el viejo direc-
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tor se pone en la cola con el público para sacar entradas. Y se muere. Me gusta ese artista en el final de su vida, que había finalmente alcanzado la madurez –es decir, que estaba despojado de toda ambición de poder– y que sólo deseaba un momento de felicidad, puramente musical, de comunión con sus músicos –sin importarle lo modestos que eran– que habían logrado alcanzar la excelencia gracias a su amor, su simpleza, su dedicación. Me gusta ese artista.
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Duodécimo encuentro
ESCRIBIR LA HISTORIA Cartoucherie, lunes 15 de marzo de 2004, 20 horas Primer piso del edificio situado a la izquierda. Subiendo la escalerita de madera, nos encontramos en el escritorio grande donde se resuelven los “asuntos administrativos”, los “asuntos públicos”, los “asuntos informáticos, gráficos”, los “asuntos humanitarios y las giras en Francia y en el extranjero”, como los llaman casi en broma en el Théâtre du Soleil. Están todos trabajando juntos y todos están todavía aquí. Como todas las noches. Ambiente de colmena, de abejas estudiosas, en silencio, en paz, sigilosas. Buen humor, café, té, y siempre alguna cosita para comer El humor siempre presente. Es imprescindible para poder trabajar tanto. Y pasión, admiración y respeto –tierno y divertido– hacia Ariane Mnouchkine. Unos cuantos de los que están aquí colaboran con ella desde hace mucho. Pierre Salesne, el administrador, acepta sonriendo llevarme hasta nuestro barrio cuando termine la entrevista, no antes de las 22 horas. Él estará todavía aquí. Ariane Mnouchkine: Me pregunto muchas veces cómo se puede crear en una atmósfera desencantada, cínica, burlona. Fabienne Pascaud: Sin embargo, ése es el mundo de hoy. –Sí, pero no se supone que tengamos que aceptar al mundo. Yo no lo acepto. Mis amigos y yo, con los pocos medios que tenemos, intentamos luchar. Cada uno tiene sus afinidades, cada uno tiene sus propias causas por las que está dispuesto a entregar más horas, o a gastar más fuerzas. Los artistas, en particular, no están para aceptar al mundo. Están para revelarlo. –¿Piensa que el teatro puede mejorar el mundo, revelándolo? –Muchas veces nos dicen: ustedes no pudieron impedir nada. Pero eso no se sabe. ¿Acaso es mejor un lugar donde los artistas no pueden hablar? ¿Es mejor en Arabia Saudita? ¿Es mejor en Cuba? ¿Es mejor en Pakistán? ¿Es mejor en China? ¿Es mejor en Vietnam? ¿Es mejor en Birmania? No rebajemos nuestras ambiciones.
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–¿Usted hace teatro político? –Cuando un espectáculo habla verdaderamente del mundo, y los que vienen a verlo se quedan pensando y se hacen preguntas, entonces sí, es teatro político. –¿Un poco a lo Shakespeare? –Si se piensa, como lo hacemos nosotros, que no puede haber gran teatro si no es histórico, más vale volver siempre a la escuela de Shakespeare. A tomar clase. ¡Cómo se atreve, abiertamente, siempre! ¡Cómo invoca a sus personajes desde el interior, sin ponerse límites jamás frente a ningún a priori! ¡Cómo cada uno de sus personajes es una persona entera, un alma compleja, completa! –¿En qué circunstancias volvió a la escuela de Shakespeare? –Veníamos haciendo muchas creaciones colectivas seguidas. Sentía que debíamos disciplinarnos, que yo debía disciplinarme. Mi escritura sobre Mefisto, de Klaus Mann, me había dejado totalmente insatisfecha. Pero sin duda era un espectáculo que funcionó como un puente. Mi decepción me lanzó hacia una búsqueda más radical. De ahí en adelante debíamos subir la apuesta, superarnos, traduciendo y poniendo en escena a Shakespeare. Shakespeare está lejos de nosotros como está lejos de nosotros lo más profundo de nosotros mismos. Copeau dijo: “Cuando un director se encuentra ante una obra dramática, su rol no es decir: ‘¿Qué voy a hacer con esto?’, si no decir: ‘¿Qué va a hacer esto conmigo?’”. Muchas veces hacemos una obra por una sola escena. Pienso que quise hacer Ricardo II por la escena de la abdicación. Después me conquistó todo lo demás. –¿Qué la tentaba en esa escena? –A todo ser humano le toca vivir el momento doloroso en el que deja de ser el rey de alguien. Cuando elegimos una obra, o cuando ella nos elige, hay siempre un lugar secreto donde se cuenta un pedacito de nuestra propia historia. Lo importante es que se mantenga secreto. Las puestas en escena deben contar a cada uno la historia de cada uno. Los espectadores, los actores, cada uno reconoce en ellas un poquito de sí mismo. De mi exilio –porque todos estamos exiliados de algún lado–, de sus penas de amor, de nuestras separaciones, de mis momentos ridículos, de tus terrores, o de nuestras victorias. Pero si la gente distingue el instante en que Ariane Mnouchkine está hablando de sí misma, entonces salió mal. En Enrique IV, me sentía muy cercana al pobre Falstaff aterrorizado en la gran escena de la batalla.
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–Usted, Ariane, aterrorizada por una escena de batalla, cuando uno se la imagina presente en todas las luchas, en pie de guerra desde las 8 de la mañana en los locales de la Cartoucherie. –¡Por supuesto! Físicamente no soy muy valiente. Hay una parte nuestra que sólo tiene un deseo: ¡huir! –Digamos que sí… ¿Qué es lo que más disfrutó en principio de la traducción? –La ilusión exquisita de ser una gran escritora. El pensamiento, la belleza de las imágenes, todo está ahí. Al terminar un acto, uno se siente Shakespeare. Es exultante. –¿Cómo trabajó? –Como todos los traductores, con el Folio y con todas las traducciones disponibles. Hay que tener una fidelidad, un servilismo enajenado hacia la obra. Shakespeare repite mucho. Pone tres veces la misma palabra, a veces en dos versos seguidos. Y muchas veces los traductores, en aras de la elegancia, se creen obligados a evitar las repeticiones. Pero Shakespeare no quiere ser elegante. Es un volcán hecho hombre, o un hombre hecho volcán. Escupe barro ensangrentado y luz, ilumina hasta el fondo más tenebroso de tus órganos tenebrosos. Por lo tanto al intentar traducirlo, uno se cubre de barro y de luz. –Y entre los Shakespeare de 1981 a 1984, después del éxito de público y de crítica de Ricardo II, Noche de reyes, Enrique IV –espectáculos de una belleza visual que te cortaba la respiración–, resuelve interesarse por Camboya a través de L’Histoire terrible mais inachévée de Norodom Sihanouk. ¿Un viraje radical? –No. Un empecinamiento. Ya en 1979 había querido abordar la historia de Camboya. Cuando hice mi largo viaje, entre 1963 y 1964 nada hacía prever lo que pasó diez años después: el genocidio de casi tres millones de personas en manos de los Khmer rojo. Quise comprender. Comprender y hacer comprender la imbecilidad asesina de Estados Unidos, la responsabilidad de una buena parte de la prensa francesa, la complicidad ideológica de una buena parte de los intelectuales de extrema izquierda, la debilidad de nuestros gobiernos, la monstruosidad de los ideólogos del Khmer rojo. Quería contar en el teatro esta tragedia de nuestro tiempo. No dejarle únicamente al cine la historia viva, o a la televisión. Pero en esa época yo no supe escribir teatro, crear personajes. De ahí la vuelta a Shakespeare. Más tarde, cuando se interrumpió la serie shakespeareana por el alejamiento de algunos actores –además yo ya no tenía ganas de hacer Enrique V porque no me parecía que
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perteneciera al mismo ciclo formal– quise volver a nuestro drama de hoy. A Camboya. Pero esta vez con un verdadero autor, Hélène Cixous. –¿Cómo nació la colaboración con ella? –Habíamos tenido un encuentro muy breve cuando estábamos haciendo 1793, en 1972. Vino al Soleil con Michel Foucault, a pedirnos un espectáculo breve de agitación y propaganda para hacerlo frente a la cárcel de la Santé, con el GIP (Grupo de Información sobre las Prisiones).* El tema: “El que roba un pan va preso, el que roba un millón va al Palacio Borbón”. Necesitaban una escena de menos de dos minutos y medio, porque era el tiempo que le tomaría a la policía llegar y llevarnos. Empezamos la actuación delante de la Santé, pero la policía llegó cuando había pasado nada más que un minuto. Quisimos hacerla otra vez frente a “la clase obrera” en los alrededores de la fábrica Renault y ahí nos hicimos echar por obreros a los que les parecía muy bien que los ladrones de pan estuvieron tras las rejas junto con los ladrones de millones. Tenía un recuerdo muy preciso de Hélène Cixous. En primer lugar, era tan hermosa y tenía un presencia tal que nadie la olvidaba. Y en segundo lugar, porque cuando le mostramos nuestro brevísimo y modestísimo espectáculo, apenas dijimos la última consigna saltó del asiento diciendo: “¡Magnífico, magnífico!”. Nos dejó estupefactos. Después durante mucho tiempo, nos vimos sólo ocasionalmente. En las manifestaciones. A ella le gustaba el Soleil y seguía lo que hacíamos muy atentamente. Después nos reencontramos, la vi trabajar, escribir una obrita notable que se llama La Prise de l’école de de Madhubaï.** Entonces cuando empecé a chapotear alrededor de Camboya, en 1983, le pregunté si no tenía ganas de escribir para nosotros. Aceptó entusiasmada “intentar” escribirnos algo. El día de la llegada de Hélène fue una fecha importante, uno de los grandes encuentros del Soleil. –¿Qué le debe?
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N. de T.: Movimiento de acción y de información surgido del Manifiesto del 8 de febrero, firmado por Jean-Marie Domenach, Michel Foucault y Pierre Vidal-Naquet, cuyo fin era permitir la palabra de los detenidos y la movilización de los intelectuales y profesionales implicados en el sistema carcelario. Tuvo un efecto directo, la entrada de la prensa y de la radio a las cárceles que hasta el momento había estado prohibida. ** N. de T.: La toma de la escuela de Madhubaï.
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–Hélène permitió que el elenco hiciera espectáculos sobre su época sin estar limitado a las creaciones colectivas, de las cuales además yo estaba más que harta en ese momento. Hélène tiene una inteligencia magistral y corrosiva, pero también tiene el entusiasmo y la energía de una niñita. Puede equivocarse a veces por exceso de entusiasmo. Para ser breve, era lo que estábamos necesitando. Y además –y sobre todo– Hélène es una gran escritora. A veces es un poco complicada para mí, que no soy en absoluto como ella: una gran intelectual. Yo le decía: “Quiero entender todo. Quiero que el público salga habiendo entendido hasta el más mínimo detalle”. Lo aceptó sin resistencias, lo que no siempre es el caso con otros. Pero en lo que concierne al teatro, sabe que es acción más que escritura. Que cada palabra debe ser acción, y que el autor –igual que el actor– es un médium. Debe dejar venir a los personajes, acogerlos, por más sorprendentes que puedan parecer. –Una gran humildad, entonces... –No sé si no es un poco pretencioso llamarlo humildad. Yo diría amor al arte simplemente. –¿En qué forma trabajan? –Elaboramos juntas el tema, una especie de sinopsis a cuatro manos. Después la escritura es de ella. No intervengo, por cierto, jamás en su escritura. Pero, si cuando estamos ensayando le digo: “¿Ves?, eso no funciona bien. ¿Qué te parece si de esas dos escenas, hacemos una? ¿O de esa escena, dos?”, se pone inmediatamente a trabajar. Nunca renuncia. Jamás se niega a cuestionarlo todo. En resumen, es un escritor de teatro. –¿Y hasta dónde interviene artísticamente? –Dice casi siempre que es genial. –¿Nunca dice nada negativo? –Nunca. Sabe lo que es dar ánimo, tiene esa virtud. Por suerte, nosotros somos capaces de darnos cuenta de que ella ve y habla sobre lo que queremos hacer antes de que lo hayamos logrado. E incluso aunque no participe directamente de la escritura de un espectáculo como en Le Dernier Caravansérail, está presente, apoyándonos siempre, compartiendo todas las alegrías y las penas, la felicidad y la preocupación, sin ser tributaria ni beneficiaria. Hélène renunció a favor del Soleil a todos sus derechos de autor. Durante el tiempo que esté en cartel una obra en la cual colaboró se le paga igual que a cualquiera de nosotros. Si cobrara los derechos, pequeñas fortunas no vendrían a las arcas del Soleil. Así que ella no los cobra. Por cierto, Jean-Jacques Lemêtre tampoco.
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–¿Le pide consejos alguna vez? –Sí. Hablo muchísimo con ella. –¿Cómo se desarrolló la primera colaboración entre ustedes, L’Histoire terrible mais inachévée de Norodom Sihanouk? –¿Recuerda los hechos históricos? En 1963, Pol Pot, Kieu Samphan, Ieng Sary, los futuros jefes Khmer rojo, pasan a la clandestinidad. A partir de 1969, poco a poco, las fuerzas vietnamitas empiezan a avanzar sobre Camboya para huir de los bombardeos americanos, para ocultarse y volver a atacar. Los norteamericanos resuelven perseguirlos, y violando fronteras bombardean cada vez más profunda y secretamente Camboya. Entonces todo cambia. Los Khmer rojo, formados por Francia en la Sorbona en el maoísmo, por los vietnamitas en la guerrilla revolucionaria, sacan provecho de cada bomba norteamericana. El espectáculo cuenta cómo el príncipe –luego rey– de Camboya, Norodom Sihanouk, fue sacado del poder por unos militares corruptos que dieron un golpe de estado. En su exilio en Pekín comete el peor error: contra su voluntad, –pero igual lo hace– se alía con sus enemigos del pasado, los Khmer rojo. Después del triunfo de éstos vuelve a Phnom Penh en 1975. El Khmer rojo entra y al día siguiente de su llegada, en tres días, vacía Phnom Penh. Fue el comienzo del genocidio. Y Sihanouk, encerrado en un ala de su palacio ve asesinar a cinco de sus hijos y a catorce nietos. En 1979, los vietnamitas invaden a su vez e intentan capturar a Sihanouk para ponerlo al mando de Camboya. Pero los chinos logran que el Khmer rojo permita que el príncipe vuelva a Pekín. –¿Una personalidad política ambigua? –Sí y no. Pero él es Camboya. Jamás fue tomado en serio por Francia, que no entendió nada, o peor aún, no quiso hacer el esfuerzo de entender. ¿Una pequeña venganza poscolonial? No se quiso ver lo comprometido que estaba con la independencia de su país. Deberíamos haberlo ayudado, advertirle del golpe de estado. Pero la Francia de Pompidou no levantó ni el dedo meñique. En 1984, poco después de estos acontecimientos, Hélène y yo fuimos juntas a los campos de refugiados camboyanos en la frontera tailandesa. Recopilamos historias terribles que alimentaron el trabajo de escritura de Hélène y nuestro trabajo de actores y de dirección. Hélène escribió muchísimo. Quedó apenas la cuarta parte en el espectáculo, pero nosotros ensayamos todo. Sin embargo, lo que no quedó en el espectáculo nos ayudó muchísimo a los actores y a mí.
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–¿Y a Hélène Cixous autora, no la decepciona que a veces conserven tan poco material de su trabajo de escritura? –No, ella escribe lo que quiere, después es lo concreto del teatro que decide. Ella sabe cómo es, corta, descarta. Sin amargura. –¿Y qué pensó el príncipe Sihanouk sobre el espectáculo? –Estaba muy preocupado. Mandó emisario tras emisario. Uno de los que vinieron en primer lugar fue su hijo menor, el príncipe Sihamoni,* que nos dice: “Voy a hacer venir a mi padre. Pero hay un pequeño detalle: la patada que le da el ministro Penn Nouth al sillón de Monseñor… la noche que venga, por favor, si pueden atenuarlo…”. Esperamos, esperamos. Y Sihanouk no venía. Manda otros dos emisarios, dos señoras, más duras en el trato. Antes de ver nada, anuncian problemas y abogados. Salen del espectáculo con lágrimas en los ojos: “Monseñor debe ver esto”. Y un día, llega Monseñor. Clandestinamente. No quiere que lo vean. Lo hacemos pasar discretamente por la cocina. Sube por atrás y se ubica en la última fila de las gradas, y entonces, como movida por un sexto sentido, toda la platea se da vuelta y ve que está en la platea el personaje principal. Con su mujer. Ni siquiera Shakespeare actuó delante de Enrique IV o de Enrique V. ¡Nosotros sí! Estábamos muertos de miedo. Había una escena que él había “sugerido” cortar antes del estreno, una escena en la que él ordenaba una violenta represión en Battambang. Yo me había negado. Su hijo lo había convencido de aceptar: “Pero fue lo que pasó. ¿Y no fue usted quién dio la orden?”. Nunca me voy a olvidar de su encuentro al final de la función con Georges Bigot todavía vestido y maquillado. ¡Un juego de espejos! ¡Una criatura con dos cuerpos! Los dos reyes parecían aliviados. Hay que reconocer que Georges había hecho un trabajo tal de invocación, de encarnación, que se había apropiado del cuerpo, y de la musicalidad tan particular del rey de Camboya, y de su alma. Estaba imponente. Maurice Durozier también en el consejero y ministro Penn Nouth. Andrés Pérez también, que hacía, entre otros, a Chou En lai. Sihanouk volvió al poder en Camboya unos años después. Es lo que anunciaba “proféticamente” el espectáculo. Además fue por eso que le habíamos puesto “la historia terrible pero inacabada”. –También con Hélène Cixous, crearon en 1987 L’ Indiade o L´Inde de leurs rêves.
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Actualmente, rey de Camboya.
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–Al principio, queríamos hacer un espectáculo sobre Indira Ghandi, su asesinato nos parecía revelador sobre la situación de la India en ese momento. Entonces nos fuimos para allá, tras su pista, y nos dimos cuenta de que ella no representaba lo que sucede en su país. Su asesinato sí; ella no. Para comprender la historia de la India, teníamos que trabajar sobre Nehru, su padre, y Ghandi, y los combatientes por la libertad, los Freedom Fighters. La generación anterior. A partir de esa decisión los personajes se desplegaron frente a nosotros. Nos relacionamos al fin con esos seres gigantescos que cierto tipo de teatro necesita. Para eso hicimos un segundo viaje con algunos actores y conocimos sobrevivientes del movimiento independentista, compañeros de Ghandi y de Nehru. Una investigación, una búsqueda, durante la cual conocimos grandes héroes, héroes pequeños o gente horrible, sabiendo que se iban a convertir en seres teatrales. –¿De qué manera? –Hay que sentir dónde está la poesía, dónde está lo que no se dice, lo que está por debajo de lo que se dice. Una anciana musulmana nos contó que una tarde estaba tomando el té en la casa de unos amigos en la frontera del nuevo Pakistán, de donde se iba a ir porque había resuelto seguir siendo hindú. De pronto la taza empieza a temblar, el té se volvió negro, el cielo quedó rojo. Al día siguiente se entera de que justo a esa hora habían asesinado a Ghandi. Nos contaba eso mientras pelaba unas verduras para el curry que nos había invitado a compartir. –Bajo la perspectiva actual, ¿haría la misma obra hoy? –Sí, más que nunca, pero el espectáculo sería todavía más violento. La división entre India y Pakistán fue una tragedia; producto de la locura de un hombre. Un hombre sin religión, Mohammed Alí Jinnah, inventa y logra crear un Estado religioso, una nación exclusivamente musulmana. Pakistán nace el 14 agosto de 1947, un día antes del nacimiento de la India independiente, y muy pronto se convierte en el país que sabemos que es. Todas las opresiones se parecen: la dictadura militar, la dictadura religiosa, la bomba atómica, las mafias. Me gusta mucho ese espectáculo. El texto de Hélène, la música, los actores, la escenografía, me gustaba todo. Maurice Durozier que hacía a Maulana Azad, Simon Abkarian, en Abdul Gaffar Khan eran tan creíbles, y Georges Bigot en Nehru, Myriam Azencot hacía Sarojini Naïdu, una poetisa, que fue un personaje importante en la lucha por la independencia. Y Andrés Pérez en Ghandi. Los admiraba tanto.
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–Cuando se estrenó en 1987, algunos le reprocharon que contara una historia tan lejana al público francés. –¡Caramba! Entonces hay que creer que la historia de los otros no nos concierne. Lo que le pasa a los demás también nos pasa a nosotros. Y somos ciudadanos del mundo. L’ Indiade cuenta la división sangrienta de la India, una vez que consiguieron independizarse, los enfrentamientos fratricidas entre hindúes, sikhs y musulmanes, pero es la metáfora de todas las divisiones, separaciones, particiones que nos acechan todos los días. Siempre me inspiró la India. ¿Por qué? Porque todo lo malo que hay en el hombre allá es peor y todo lo hermoso es todavía mejor. Yo necesito esos extremos. Aquí todo es tibio. Hay algo originario de la India que no comprendo pero que reconozco. Lo peor de la India me ayuda a reconocer lo peor de aquí, y la belleza de la India me ayuda a reconocer la belleza aquí. –¿Crea esas obras para despertar conciencias, tal vez para intentar cambiar el mundo? Siete años después, en 1994, en La Ciudad Perjura –otra obra de Hélène Cixous, pero con aire de tragedia griega– denuncia, de esta manera el terrible caso de la sangre contaminada en Francia. –El teatro debe dar placer pero tiene también una función ética y pedagógica. Yo mantengo eso. Lo que no significa que deba ser militante. La tarea nuestra es encarnar en forma poética un hecho del presente que afecte a toda la sociedad, y que forme parte de la Historia. En este asunto de la sangre contaminada, por ejemplo, toda esa gente, todos esos canallas –médicos, administradores, o altos funcionarios– que siguieron vendiendo sangre sabiendo que era veneno mortal, son producto de nuestra época enferma de avidez y obsesionada con el beneficio. Arrogantes, corruptos, poderosos, cómplices. ¡Ah! A pesar de todas nuestras señales de alerta, diez años, veinte años, treinta años más tarde, me doy cuenta de que no logré cambiar el mundo como estaba segura que lo iba a hacer cuando era niña. –¿Realmente imaginaba que era posible transformarlo? –Absolutamente. El mundo no está todavía terminado. Además, sigo creyendo que Dios nos puso en la tierra para mejorar las cosas… –¿Qué Dios? –No sé. No me refiero a un Dios todopoderoso, sino a una esencia, a una fuerza que lucha todo el tiempo, como puede, contra las
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fuerzas del mal, entre el arriba y el abajo. No pudo evitar Auschwitz. Pero a veces nos llega un Nelson Mandela, vencedor del apartheid. No puedo llegar a imaginar un mundo sin sentido. Pero, sobre todo, no logro llegar a la conclusión de que el sufrimiento tenga sentido. No me imagino ninguna redención a través del sufrimiento. Rechazo esa idea, totalmente. Creo que hay momentos en que Dios gana y otros en que no. ¿A lo mejor existe solamente en nosotros? Pero no logro no creer en algo que nos trasciende. –¿Y en una vida después de la muerte? –En cierta forma. Me agradan bastante las creencias budistas tibetanas según las cuales renaceremos siendo las criaturas que hemos merecido. –Qué la decidió a firmar en marzo de 2004 el “Llamado contra la guerra a la Inteligencia” de la revista Los Inrockuptibles, un llamado, bueno... un poco elitista, un poco parisino… –Lo dudé mucho. Me parecía que mezclaban un poco todo. Para estar verdaderamente de acuerdo con el texto, se hubieran necesitado tres semanas de trabajo conjunto. No teníamos tiempo. Pero también era un texto de unidad con los investigadores, los médicos y el personal de hospitales, los magistrados, los abogados, los educadores. Y esa unidad, ese impulso, me hubiera gustado tanto verlo en los debates del Festival de Aviñón en julio de 2003. ¡Si hubieran existido verdaderos debates! Si hubiéramos sabido crear un foro para reflexionar sobre una especie de pacto fundacional entre nuestra sociedad y sus artistas, sus intelectuales. Porque es cierto que hoy existe una especie de guerra en contra del pensamiento, de la investigación. Por eso firmé. Y después de todo, estoy bastante contenta con que esa petición haya puesto furioso al gobierno. –¿Y qué me dice de lo que pasa hoy, en marzo de 2004, con las nuevas exigencias, con el combate retomado por los intermitentes? –Me pongo en el lugar de la gente a la que llamamos gente común delante de la televisión la noche de la ceremonia de los premios César, el pasado 21 de febrero, viendo artistas mucho más favorecidos que ellos, hasta más ricos incluso, diciéndole al Ministro de Cultura: “Piense en nosotros”. Cómo puede esa gente, a la que llamamos común, apoyarlos, apoyarnos, sentirse solidaria en un contexto así. Por lo menos, el llamado de Los Inrockuptibles reunía a investigadores, educadores, personal de hospitales, y denunciaba un plan general de destrucción de un bien común. Es eso, yo hubiera preferido hablar de la lucha por el bien común que de la guerra contra la inteligencia. La investigación es el bien común, los hospi-
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tales es el bien común, la enseñanza, el arte es el bien común. Además, precisamente nosotros los artistas, el año pasado no supimos dirigir nuestro mensaje a aquellos que deberían ser nuestros aliados naturales: los espectadores. ¿Tuvimos miedo de que fueran también nuestros jueces? ¿Tuvimos miedo de que nos pidieran cuentas? ¿Qué nos recordaran su propia precariedad? Si le hubiéramos dicho al ministro: “Nosotros somos parte del patrimonio, debemos trabajar para el bien común, y cuando lo hacemos verdaderamente el Estado nos debe protección”, habría estado más que de acuerdo. Pero reclamábamos nuestros derechos sin evocar jamás nuestros deberes. Ésa es la razón en lo que a mi respecta, de mi alejamiento. Pienso que es caso también de Patrice Chéreau. Lo que me empeciné en decir ese verano fue: 1. Que hay que ayudar, en primera instancia, a generar trabajo en nuestra profesión antes que desocupación, es decir aumentar el presupuesto. 2. Que no es ni ilegítimo ni ilógico pensar que la cultura debería ser subvencionada por todos los ministerios a los que les rinde servicios inestimables. (Es notorio que somos útiles para la salud mental, ayudamos a prevenir la delincuencia y la violencia, somos eficaces contra la ignorancia, somos portadores de la imagen honorable de Francia en el exterior, por lo tanto somos indispensables a los ministerios de Salud, de Justicia, del Interior, de Educación, de Turismo y de Relaciones Exteriores, sin olvidar al de Juventud y Deportes, y de Asuntos Sociales) 3. Pero también decía que, de nuestro lado, no es suficiente con creerse un artista para serlo, que hay que probarlo, y a través de nuestro trabajo –día tras día, año tras año, durante toda la vida–, merecer ese título temible. Con eso, algunos vociferaban: “¡Pero ¿quién tiene derecho a elegir quién es artista y quién no lo es? Yo me proclamo, por lo tanto soy!”. 4. No negaba la complejidad del problema de criterios. Pero al menos debíamos hablarlo, no hacer de eso un tema prohibido. Pero también le digo, no es fácil declarar la honestidad sin mancha, la exigencia implacable hacia uno mismo cuando el adversario está representado por un poder tan crudamente liberal. Un MEDEF (Movimiento de Empresas de Francia) que pronto querrá que saquemos del frente de los edificios nuestra divisa “Libertad, Igualdad, Fraternidad” para poner: “¡Hagan callar a los pobres!”. Lamento que el conflicto de los intermitentes haya dejado tan poco lugar a otros dramas muy graves, como el derrumbe del dere-
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cho de asilo. Un ejemplo: antes del 1º de enero de 2004, si un menor aislado, extranjero, encontraba un tutor que se responsabilizara por él –una asociación o un individuo– el juez lo declaraba francés. Gracias a esa ley, en el Soleil pudimos naturalizar a dos jóvenes refugiados. A un afgano y a un chino. Pero después del 1º de enero, se terminó. El mismo retroceso se dio con la tarjeta de residencia para los artistas extranjeros. Antes, si trabajaban en Francia regularmente durante tres años (lo que ya es bastante difícil para un artista) tenían derecho a residencia por diez años. Ahora tienen que justificar cinco años de trabajo “regular”, lo que es literalmente imposible. A decir verdad, sólo le reconozco un logro a este gobierno, pero que no es desdeñable: la baja en números de muertos y heridos en las carreteras. ¿Por qué la izquierda no fue capaz de hacerlo? ¿Ese rigor que las asociaciones de víctimas reclaman hacia los choferes asesinos desde hace treinta años, es de derecha?
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Decimotercer encuentro
Y EL SOLEIL SE PONE A HACER TRAGEDIA GRIEGA Cartoucherie, sábado 3 de abril de 2004, 20.00 horas En su habitación-oficina, Ariane Mnouchkine está lívida. Sin embargo, hoy estaba feliz de llevar a todos los hijos de los actores del elenco al cine, como todos los años. La película elegida era: Los dos hermanos, de Jean-Jacques Annaud, en el Gran Rex. Pero, las últimas noticias de la guerra en Irak, la profanación ultramediatizada de los cuerpos martirizados de cuatro civiles norteamericanos la alteran, la rebelan. Después del cine, volvió arrastrándose a la Cartoucherie para charlar con los actores. Demasiado tarde, ya estaban en escena. Antes de la entrevista, Arianne Mnouchkine murmura suavemente que se está dejando llevar por la paranoia que reina en el ambiente –“esto ya no es Shakespeare, es gore”– y que no se puede seguir así. Fabienne Pascaud: En 1990, el Soleil se pone a hacer tragedia griega… Arianne Mnouchkine: Acabábamos de hacer dos espectáculos sobre la historia reciente, L’Histoire terrible mais inachévée de Norodom Sihanouk, L’Indiade ou l’Inde de leurs rêves. Tenía, desde hacía tiempo, ganas de hacer un espectáculo sobre la Resistencia en Francia durante la Segunda Guerra Mundial. Me parecía importante tratar ese tema, se imponía como una forma de resistir a nuestras sociedades descerebradas, al liberalismo desenfrenado. Era urgente hacerlo. Pero no lo lograba. ¿Cómo mostrar en escena, bajo las luces del teatro, a hombres y mujeres que siempre tuvieron que trabajar en la sombra? Sólo me venían a la cabeza imágenes realistas, en el mejor de los casos, cinematográficas. Me resultaba imposible darles una forma teatral. Sentí entonces que tenía necesidad de volver a la escuela, como ya habíamos vuelto una vez a la escuela de Shakespeare. Pero esta vez, tuve ganas de ir hacia la fuente de
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las fuentes, los griegos. “¡Vamos a poner en escena una tragedia clásica!” Pero, ¿cuál? Ningún hit, pensé, es mejor que nos concentremos modestamente en una de las obras menos conocidas. Después de todo, una tragedia griega, sea cual sea, es una gran obra. Leí y releí todo lo que pude. Y, como todos los directores de teatro del mundo, caí de rodillas ante el hit de los hits: la Orestíada.15 En ese momento, comenzó mi pasión por Clitemnestra. Ese personaje, que comete un crimen imperdonable pero que después de todo resulta comprensible. Para darle una oportunidad, había que montar Ifigenia en Aulide,16 de Eurípides, donde vemos cómo Agamenón sacrifica a su propia hija, Ifigenia, para poder así atraer los vientos favorables e irse a la guerra. En nuestro caso, la trilogía de Esquilo se convirtió en tetralogía. –¿Por qué esa necesidad de rehabilitar a Clitemnestra, la madre vengadora que asesina a su esposo Agamenón cuando vuelve, después de ganar la guerra de Troya? Corriendo el riesgo de hacerse odiar por sus hijos Orestes y Electra… –Es un poco fuerte, ¿no le parece? ¡Le matan a la hija, la abandonan durante veinte años y todavía se sorprenden de que esté enojada! –Usted intentó actuar Clitemnestra… –Sí. ¡Qué horror! Pero sólo duró dos o tres días. Hasta que los dioses del teatro nos enviaron a Juliana Carneiro da Cunha que iba a estar espléndida en ese personaje. No soy buena actriz. Desgraciadamente me falta la credulidad necesaria. Y además, me gusta sobre todo mirar a los actores, explorar a través de ellos territorios que no conozco. No sabía nada de tragedia clásica. Sólo que no tenía que ser como las que había visto cuando era joven, con sábanas y zapatos grandes. Y voces de ultratumba. ¡Qué aburrimiento! –Al principio, entonces, las ganas de ir hacia lo desconocido… –Sí. Embarcar hacia Esquilo, con Eurípides pasa algo similar, es izar velas hacia un continente oscuro, peligroso, que parece muy lejano, subterráneo, del otro lado del océano, feroz. Igual que con Shakespeare. Al contrario, cuando se trabaja sobre Molière, uno camina con él hacia una sociedad, una ciudad, un barrio, una calle. ¡Pero Esquilo! ¡Quinientos años antes de Cristo! Desde el inicio de los ensayos me pregunté si iba a tener ganas de poner otra cosa en escena después de esto. Todo está ahí. Inventa el teatro, en fin, nuestro teatro occidental. Habrá que esperar hasta Shakespeare para alcanzarlo.
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–Remitirse a la escuela de Esquilo, de Eurípides es, de cierta forma, buscar empezar de cero otra vez. Me da la impresión de que usted se plantea ese desafío en cada espectáculo. –No puedo imaginarme haciendo las cosas de otra manera. Vuelvo a aprender cada vez. Y cada vez, me vuelvo a encontrar sin saber caminar. Esto me angustia muchísimo, pero, en el fondo es lo que quiero. Se transformó en un método. –¿Por qué? –Me gusta la aventura, la necesito. Y tengo la suerte de haberme encontrado con gente que necesita lo mismo. Tengo ganas de tierras desconocidas, de selvas, de conquistar el oeste o el este, de velar las armas. Durante los ensayos de Le Dernier Caravansérail, a menudo algunos actores dormían en un rincón de la Cartoucherie, porque se habían quedado hasta tarde preparando las escenas para el otro día. ¿No le parece que sería terrible si no volviéramos a empezar cada vez? –Pero, ¿no tiene ganas, a veces, de parar un poco? –El día que tenga ganas, lo haré. Pero, ese día, tendré que dejar de recibir una subvención. Yo recibo dinero público. E incluso si me parece que no recibo lo suficiente, no me otorgan ese dinero para que yo pare sino para que trabaje. Y para que haga trabajar a los demás. Para que nuestro teatro forme actores y actrices de verdad. Y eso no se logra trabajando treinta y cinco horas semanales. –¿Qué sentimiento verdaderamente nuevo sintió trabajando la Orestíada? –El de encontrarse frente al inconsciente, frente a las pulsiones propias. La Orestíada anuncia la llegada de la justicia de los hombres, el comienzo de la democracia. Pero más que el aspecto político es el desencadenamiento de las pasiones lo que me conmovió. Me sentía como el coro, espantada y fascinada. Enferma y curada. Y aunque haya pasado mucho tiempo, todavía recuerdo el anhelo que sentíamos. Cuando se ponen en escena las grandes obras, se abre la caja donde fermenta una sensualidad, un erotismo extremadamente fuertes, donde patalean todos los demonios. –¿Está haciendo alusión al incesto sugerido entre Clitemnestra y su hijo Orestes? –No. A la guerra intestina. Entre los más cercanos: la de la hija con la madre, la del hijo con la madre, la de la mujer con el marido, la del marido con la mujer. Cuanto más cercanos son, más se matan. Cuanto más se amaron, más se matan. En realidad, ese tema es nuestro tema, nos habita desde siempre: la guerra civil, la lucha
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fratricida, el enemigo interior, incluso en el interior de sí, la división en el interior de sí mismo. Esto vuelve a estar presente en muchos de nuestros espectáculos. Porque se trata de algo incomprensible, inaceptable y misterioso. Un enigma. Por eso es uno de los grandes temas del teatro. –Para la “tetralogía” de Les Atrides, usted misma tradujo Agamenón y Las Coéforas, de Esquilo. –Me hubiera gustado hacer todas las traducciones, pero me faltó tiempo. Felizmente, Jean Bollack tradujo de forma magnífica Ifigenia en Aulide y Hélène Cixous, Las Euménides. Como ya le dije, me encanta hacer traducciones pero no sé griego. Necesitaba una traducción literal. Entonces le pedí a una amiga profesora de griego, Claudine Bensaid, que me hiciese una traducción palabra por palabra, es decir, que me escribiera debajo de cada palabra en griego la palabra en francés correspondiente. Eso dio como resultado una especie de libro mágico que me fue precioso, porque al principio lo que yo necesitaba era la exactitud del sentido primario de las palabras. No de la sintaxis, ni del ritmo de las palabras, ni de su musicalidad. –En los espectáculos del Soleil, hay habitualmente un llamado a la libertad, a la igualdad, a la fraternidad, un llamado que parece estar muy lejos del destino de los héroes clásicos, de su alienación… –Yo pienso que no sólo hay destino en la tragedia. También hay elección. Y sobre todo, mala elección. La tragedia es: destino + mala elección de uno de los protagonistas. En la tragedia, es la mala elección de un personaje que se convierte en la causa de tragedia de otros mil. Pienso en lo que le dice el coro a Agamenón, cuando cuenta la decisión fatídica del rey de sacrificar a Ifigenia: “Está eligiendo mal, se entrega al yugo de la necesidad”. ¡Ahí no hay destino! Si Agamenón hubiese mandado a la mierda al ejército que reclamaba el sacrificio, no hubiese sucedido nada trágico. Solamente su desgracia, tal vez. Pero tiene el poder y quiere conservarlo. Y Clitemnestra lo sabe, es capaz de leer en él como en un libro abierto. Veinte años más tarde ella también va a hacer una mala elección, asesinando a Agamenón. –¿Qué es la tragedia? –Le repito, es el error fatídico. Un razonamiento equivocado, un error de elección. El momento terrible en el que nos vemos obligados a elegir entre lo “detestable inevitable” y lo “deseable peligroso”. –Pero si los héroes trágicos, son, como usted dice, libres de elegir, ¿por qué Ifigenia no elige revelarse?
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–¡Sí que se revela! Suplica. Ella y su madre luchan, luchan las dos contra el padre. Nuestro espectáculo mostraba bien esa batalla. La obra de Eurípides comienza en un mundo donde los seres humanos todavía son humanos. Y de pronto, se vuelven inhumanos. Unos hombres exigen que se mate a una niña y amenazan al padre de despojarlo de toda autoridad, de toda su gloria si no la sacrifica. ¡Y el muy hijo de puta lo hace! Con toda clase de buena excusas, la abnegación del jefe, la unión de los griegos, la autoridad sobre los griegos, la solidaridad fraterna, el honor de Menelao. ¡Ya en esa época, el honor de los hombres dependía de las mujeres! ¡Eso es muy malo para las mujeres! ¿Cómo una obra, aparentemente tan lejana, puede volverse indispensable? Al igual que Ulises, pisamos una isla y todo es misterioso: ascensos, vértigo, impasse, retroceso, error... –¿Recuerda momentos de impasse? –¡Sí! Puse muy mal la escena “del púrpura”. Agamenón vuelve de la guerra y Clitemnestra deposita en el piso ante él todos los tesoros de la casa. Halagándolo lo incita a caminar sobre ellos. Agamenón debería negarse. Pero no lo hace, y peca contra la costumbre, por exceso de orgullo. ¡Nunca logré encontrar la metáfora adecuada para este pecado de orgullo! Actuamos la preocupación, el horror del coro, la indignación, la desaprobación, no sé cuántas cosas más! Pero el público no podía ver sobre qué caminaba Agamenón, fue lamentable… Bueno, a lo mejor no fue lamentable, pero no salió bien… Con el coro también sufrí mucho. Sufrimos todos. Mucho. ¿Cómo se hace para poner en escena un coro clásico? ¿Qué es un coro clásico? –De ese nuevo repertorio clásico usted elige una vez más la filiación oriental: de la danza balinesa al kathakali hindú. Como con los Shakespeare. –Insisto en decir, que para mí, un director de teatro primero tiene que dar a los actores herramientas para evitarles ser realistas. Un actor es un buzo que se sumerge en el fondo del alma, recoge las pasiones, las trae a la superficie, las raspa, las peina, las talla, para convertirlas en síntomas físicos. Metaforiza el sentimiento. Sólo entonces las imágenes provocan la emoción. Sin embargo, hay que reconocer que, si bien Occidente ha visto nacer los grandes textos del teatro, el arte del actor ha sido durante mucho tiempo mucho más elaborado en Oriente. Allá, todo se muestra, todo es orgánico. Cada emoción, cada sensación, encuentra su traducción en una serie de síntomas particulares. Los actores orien-
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tales hacen la autopsia de la vida como nadie. Demos un ejemplo: estoy furioso, mis venas se hinchan de rabia, tiemblo, pataleo, me pongo colorado, verde, pero no será igual si me irrito contra un niño que si lo hago contra un traidor desenmascarado. ¿Por qué privarse de esos admirables conocimientos, por qué no retomarlos, hacerlos nuestros, desarrollarlos? –Volvamos al coro clásico, que le causó –según dice– tanto sufrimiento. ¿Por qué? ¿Cuál es exactamente su función? –Hay decenas de teorías. En aquella época, pienso que les recordaba a los espectadores que estaban en el teatro. ¡Si no, hubiesen asesinado enseguida a los malos de la historia! Pero el coro es también el que mira, comprende un poco, a la vez sabio e idiota, el que aclara, pero que, como nosotros, es impotente. Y también cobarde y perverso. A veces, también elige mal. No insulta a quien debería insultar. Es servil y rebelde también. A la hora de poner el coro en escena, moverlo, lo único que sabía era lo que no quería ver. Esperaba que los dioses del teatro hicieran aparecer al coro de un día para el otro. ¡Pero se tomaron mucho tiempo! Jean-Jacques Lemêtre, nuestro músico, a quien le debemos tantas cosas, tantas apariciones, tantas encarnaciones, pensaba como yo que el coro tenía que ser musical. Sabíamos que cantaba. Pero no teníamos demasiados cantantes buenos. “Bueno, entonces que bailen.” Pero, ¿cómo? ¿qué? Cuándo comenzarían a bailar y hasta cuándo lo harían. Entonces Catherine Schaub y Simon Abkarian, quienes con Nirupama Nityanadam, fueron los grandes guías de este espectáculo, se pusieron la coreografía al hombro. ¿Y dónde estaría colocado el coro para poder ver todo lo que pasaba? Poco a poco, empecé a levantar vallas que terminarían representando una especie de plaza de toros. Eso dio a los actores del coro una libertad concreta. Su reino. Cuando las grandes fieras entraban a la arena, es decir los protagonistas, el coro corría a ponerse a salvo, podían esconderse o treparse a los muros como si fueran barricadas o miradores. ¿Pero cómo hacerlo hablar y entender lo que dice? Y hacer que esto sea verdadero y concreto. –¿Cómo terminó entendiendo que sólo hablaba el corifeo? –¡Porque era feo y falso cuando hablaban todos juntos! Cometí todos los errores posibles: repartir el texto, darle una parte a cada uno. ¡Horroroso! Un día, mientras traducía o ensayaba, no me acuerdo, recordé que la X griega que designa al coro también designa al corifeo. Y que, entonces, era probable que el corifeo fuera quien hablara casi
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siempre. Solo. Y muy rara vez, o tal vez nunca, el coro como coro. ¡Qué alegría me dio entender eso! Pero qué angustia inmediata ya que si uno sólo hablaba, eso quería decir que los otros permanecían callados. Confieso que retrocedí un tiempo frente a esta evidencia: sólo el corifeo tenía que hablar y nadie más que él. ¡Hasta que un día no pude más y se los dije! Enorme frustración de algunos. Ira de mi parte. No pude soportar que algunos actores, que no eran, sin embargo, los mejores tuvieran caprichos. Crisis. ¿No quiere que hablemos de esto otra vez? –No, no esta vez, le voy a ahorrar eso, me imagino lo que habrá sido… ¿La dirección de actores es diferente en una tragedia? –Un buen actor puede actuar muchas cosas pero no necesariamente la tragedia. Antes de poner en escena Les Atrides me negaba a admitir ese límite. Como habían progresado –considerando que habían escalado colinas bastante altas– creía que los actores del Soleil estaban listos para subir al Himalaya (porque Esquilo es el Himalaya) como las subían maravillosamente Simon Abkarian, Nirupama Nityanadan, Juliana Carneiro da Cunha y Catherine Schaub… ¡pero no! Los que no podían, no podían y me lo reprochaban, cada día un poco más, me reprochaban el no lograr guiarlos hasta la cima que deseaban ansiosos alcanzar. Los comprendo. No ver, no admitir los límites de un actor, es un error terrible que un director no debe cometer. ¿Qué es un actor trágico o una actriz trágica? Es aquel o aquella que no sucumbe ante el peso, ante ese supuesto peso de lo trágico. Igual que Ifigenia que es capaz de bailar antes de morir. Que debe bailar antes de morir. –¿Reconoce cometer grandes equivocaciones en materia de dirección de actores? –¿Usted haría esa pregunta a Peter Brook, Peter Stein o a Peter Kekshaws? Sí. Cometo errores. Siempre espero que el amor al teatro lo curará todo. Pero no todos se curan. –¿De dónde surgió la idea de crear el famoso espacio de la plaza de toros? –Empezamos, como siempre, sin nada. El espacio vacío. De todas maneras, al principio nunca necesitamos nada. Pero en un momento dado, sentí que había que proteger al coro de esos personajes sangrientos, de esas bestias feroces. –¿A veces todo viene de una “iluminación”? –Todo viene de los actores, de sus necesidades, de sus visiones, de las mías. Encontrarles las herramientas necesarias, dárselas.
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Sólo que eso lleva su tiempo. Si yo viniera y dijera: “Entren por la izquierda, hagan esto, etcétera”, iríamos más rápido. Pero pertenecería menos a los actores. Serían menos verdaderos, conmoverían menos, se encarnarían menos. De todas maneras, el tema de la Orestíada es difícil, terrible, de llevar para un elenco. En efecto, a lo largo de la trilogía, corren el asesinato, la venganza, las imprecaciones, las malas elecciones: gloria, poder… En el teatro, hay una parte de brujería: en cada uno de los intérpretes sube solapadamente esa parte de Orestes, de Clitemnestra, de Agamenón que cada uno lleva consigo. Y si tienen la energía suficiente para creer en lo increíble, si sus cuerpos cobraron la forma de otro, entonces empieza a ser muy peligroso para todo el mundo estar cerca de esos monstruos. Y si no tenemos miedo, cuando Clitemnestra reclama y suplica a Agamenón que no mate a Ifigenia, si no creemos en ningún momento que Agamenón puede llegar a doblegarse, si no conservamos esa esperanza hasta último momento, si no nos creemos eso, entonces no hay teatro. A menudo, antes de la función, nos decimos: “Esta noche Ifigenia no debe morir.” –¿Le da miedo la muerte? –Por las personas que quiero, sí, terriblemente. Tengo miedo al sufrimiento y a la separación. Tengo un miedo espantoso a la muerte de los demás. No quiero ni siquiera imaginármela. Por egoísmo, sin duda… Pero no de la mía. Me da incluso cierta curiosidad. Sólo espero que no duela demasiado. Como todo el mundo, quisiera una muerte que no me duela demasiado. No me gustaría morirme de vieja sino de cansancio, de agotamiento. Morir de haber hecho demasiadas cosas. Y de haberlas hecho bien. I would rather be ashes than dust! I would rather that my spark should burn out In a brilliant blaze tan I should be stifled by dry-rot. I would rather be a superb meteor, every atom Of me in magnificent glow, than a sleepy and permanent planet The function of man is to live, not to exist. I shall not waste my days trying to prolong them. I shall use my time. ¡Quisiera ser ceniza antes que polvo! Quisiera que mi chispa se agote en un brasero ardiente antes que el moho la ahogue
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Quisiera ser un magnífico meteoro y que cada uno de mis átomos tenga un grandioso resplandor, antes que ser un durmiente y permanente planeta. La función del hombre es vivir, no existir. No desperdiciaré ni uno solo de mis días intentando prolongarlos. Gastaré mi tiempo. JACK LONDON
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Decimocuarto encuentro
DIOS ESTÁ EN LOS DETALLES Cartoucherie, miércoles 28 de abril 2004, 8.45 horas Llegada al epicentro del Soleil, la enorme cocina, siempre con aromas deliciosos. Esta mañana, olor a café. Muchos ya están apurados, actores, maquinistas. Todo el mundo se saluda con gentileza, con un respeto hacia el otro que sólo vemos en el Soleil, y que resulta tan cálido al corazón. Un gato negro salta sobre las mesas. Ariane Mnouchkine ya está terminando una reunión, me hace gestos de que la espere unos minutos en el comedor de al lado. Ya están todos presentes, de pie, alrededor de ella, escuchando concentrados. Ella pauta asuntos técnicos con su voz fuerte, cantarina, pero que no admite réplicas. Fabienne Pascaud: ¿Cuáles son esas leyes del Théâtre du Soleil que usted evoca permanentemente? Ariane Mnouchkine: Recordar siempre que utilizamos dinero público, y respetar ese dinero público. Eso no quiere decir solamente evitar el despilfarro, apagar luces, etcétera. Desgraciadamente, hay que repetirlo día tras día. No existen muchas empresas pequeñas o medianas que reciban 1.174.000 euros del Estado cada año, con los que pagan el salario de setenta y cinco obreros cuatro meses sobre doce. Ahora bien, nosotros cobramos una subvención anual de 1.174.000 euros. E incluso si no nos alcanza –no nos han aumentado desde el 2000–* viene del tesoro público, del dinero público, por lo tanto de los ciudadanos, muchos de los cuales no van jamás al teatro. Entonces, si un asalariado del Soleil, yo o cualquier otro (a), llega tarde, o no trabaja suficiente, es a costa de la “comunidad nacional”. Pensar en eso, pensarlo con sinceridad, conlleva necesariamente exigencias. Los jóvenes actores que llegan al Soleil *
El Théâtre du Soleil fue recientemente informado de que el Ministerio de Cultura aumentará su subvención para el año 2005 en 250.000 euros.
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hoy desean esa exigencia. Hace veinte años entraban sin tener muy claro qué les esperaba. Ahora vienen también para estar bajo la ley. –¿Y las otras leyes? –Hacer todo para que lo necesario al trabajo artístico esté siempre presente. El espacio. El tiempo. Sobre todo el tiempo. Un techo. Un poco de calefacción. Luz. El salario del que hablábamos. Y mucho, mucho afecto, amistad, amor, deseo. Entusiasmo. ¡Servir al teatro! Cada uno debe dar lo mejor de sí mismo. También para eso hay que permitirle dar lo mejor de sí mismo. Hay veces que resulta cruel. De repente un joven nuevo, recién llegado, tiene a veces esa gracia que alguno de sus mayores parece haber perdido. Es inevitable. Hay que recordar que nadie nos obliga a estar en este oficio. –¿Ese dinero público la obliga a hacer teatro “popular”, término tan desacreditado actualmente? –Pero yo reivindico ese término. Y si me sintiera con derecho –no me lo permito porque le pertenece a Vilar– lo pondría en nuestra fachada: “Teatro Popular”. No “Teatro Nacional Popular”, sólo “Teatro Popular”. Es decir, hermoso, legible, emocionante, que enseñe y cuente cosas importantes. ¡Lo más hermoso para todos! –¿Cómo se hace para entrar al Soleil? –Generalmente hacemos un taller. Pero el taller no está hecho para contratar o ser contratado. Es sólo para trabajar. ¿Cómo se entra? No sé. ¿Nos dan ganas de pasar un tiempo de vida con esta persona? ¿Tiene imaginación? ¿En escena y en la vida? ¿Tiene humor? ¿Es buena persona, tiene una buena mirada, escucha, es mínimamente amable? ¿Podremos soportar comer teniéndola enfrente durante años? ¿Es inquieta, sensible, puede ser sensibilizada, o ya está “estructurada”? ¿Tiene ansias de aprender? ¿Es aventurera? ¿Valiente? ¿Divertida? ¿T iene un algo más que ofrecer?¿Tendrá un mundo para ofrecer al teatro algún día? –¿Cómo se desarrollan los talleres en el Soleil? ¿Cuánto hace que existen? –Empezamos para los Shakespeare y organizamos una docena desde 1979. Pero esos talleres gratuitos nos cuestan caros. –¿Por qué son gratuitos? –En principio, la gratuidad me da el derecho de mandar al diablo a los talleristas a los que no puedo aportar nada o que tienen un mal comportamiento. Porque en eso también hay leyes: no se fuma, se llega puntual, se es amable, no se anda a los codazos, se ayudan unos a otros, y se busca al teatro con toda el alma, con todas las fuerzas. Sin ofenderse ni encapricharse si durante un tiempo –a
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veces tanto tiempo– no se nos brinda. Además, la gratuidad es una novedad para ellos. En otros lados, demasiado a menudo, les sacan todo el dinero que pueden. Acá saben que por un lado es un regalo de la colectividad, y por otro del Soleil. Porque tener este lugar maravilloso, en parte subvencionado por el Estado, nos impone deberes. Imaginen si todos los teatros hicieran eso, cuántos lugares tendrían los actores para trabajar, para entrenar. ¿Qué le impide a la Comédie Française o a tantos otros establecimientos poderosos hacer un taller amplio y gratuito por año? –¿Pero esos talleres no correrían el riesgo de multiplicar excesivamente las ganas de hacer teatro, en tanto que la oferta de trabajo es inevitablemente reducida? –Si los que sienten ese deseo prueban que son verdaderos actores, yo no me opongo. Pero es un oficio terrible, lleno de dudas, de agujeros negros, de renunciamientos. Habría que inscribir en todas las puertas de las salas de ensayo para los actores y para los directores: “Si temes sufrir, no entres”. Además, siempre empiezo los talleres diciendo: “¡Éste no es un taller para alentarlos!”. –¿Cuánto dura un taller? –Dos semanas como mínimo, con dos meses para organizarlo. Ésa es la razón por la que no los hago tan seguido. Primero convocamos a los mil quinientos o dos mil candidatos que nos escribieron. Los veo a todos y con la ayuda de Duccio, de Juliana, de Delphine, Maurice, y en particular de Maitreyi, elijo… ¡demasiados! Para un taller es imposible ser implacable o totalmente justa. Me sensibilizo demasiado con sus deseos y sus necesidades. –¿Al inicio, les da un tema para trabajar? –Sólo para decir que hay un tema. La guerra, el viaje, el exilio, el teatro. Un concurso de teatro en Venecia en el XVII. E improvisamos. Si el taller fue bueno, conservo a una pequeña parte de ellos, a los mejores, y agrego unos días de trabajo y entonces, a veces, abordamos textos clásicos: Marivaux, Shakespeare, Molière… –¿Qué busca inculcarles en esos talleres?, donde dicen que cada mañana comienza diciendo: “¿Quién quiere hacer un poco de teatro conmigo?”. –No todas las mañanas. ¿Qué tratamos de enseñar? Que no hay recetas, pero hay leyes. Escuchar –todo viene del otro–, recibir antes de hacer cualquier cosa, además no hacer nada jamás, no inventar. Y algunas reglas muy simples. Por ejemplo: darle al personaje un alma completa, que pueda ser en un momento Einstein, o
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Desdémona, o un bebé, o la reina de Inglaterra, no dar irremediablemente las cosas por sabidas antes de entrar a escena; no prejuzgar al personaje. Tampoco componerlo, más bien desplegar cada pasión, buscar lo pequeño para encontrar lo grande: Dios está en los detalles.* Encontrar el estado, el sentimiento, como decía Jouvet. Escuchar las noticias que nos llegan desde el interior, como dice Esquilo. Escuchar las noticias que llegan desde el interior del otro. No adornar. Saber que no hay movimiento sin detención, ir de una inmovilidad a otra, como los bailarines que se detienen hasta en el aire, ¡obsérvenlos! No hay música sin silencio. Ni fuerza sin calma. No hay océano que no tenga el límite de la orilla. Escuchar. Todo es verdad, todo sucede en el instante mismo, nunca después, nunca antes, actuar en el presente, una sola cosa a la vez. Olvidarse completamente del estado que precedió para poder actuar el presente. Escuchar. Saber abandonar, abandonarse a la versatilidad de los estados. Escuchar. Ver lo que pasa en uno mismo, sí, pero también verse en la Historia, no permitir jamás que la imaginación se cierre. El taller es hermoso cuando todos descubrimos, oímos lo que siempre estuvo ahí. Oculto tras la confusión. Y por supuesto disciplina, trabajo, economía, nada de avaricia. La economía, es no hacer lo que es inútil, en cuanto a desplazamientos, gestos, palabras. La avaricia es contentarse con un vacío seco, no hacer el esfuerzo por encontrar en el interior de uno ese vacío fértil, lleno de virtualidades. –¿Cómo se consigue ese vacío? –Olvidándose de uno mismo. Dejando de lado una gran porción de uno mismo. Algunos pueden. Otros no. Las herramientas: la máscara, las marionetas, ayudan a conseguirlo. –Como en los suntuosos Tambours sur la digue, que dirigió en 1999, sobre un texto de Hélène Cixous: Pieza antigua para marionetas actuada por actores, era el subtítulo del espectáculo. Los actores esta vez actuaban directamente el papel de marionetas, ellos mismos eran manipulados por hombres vestidos de negro… –El tema del espectáculo surgió a raíz de unas inundaciones recientes, pero habituales en China. El ejército chino había hecho saltar los diques para salvar un pueblo como lo hace casi siempre, pero esta vez, sin previo aviso. Los campesinos de los alrededores, creyendo que el ejército estaba ahí para reforzar los diques, no sos-
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Cita atribuida a Flaubert.
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pecharon nada y el agua se los llevó. ¿Entre qué había que elegir, qué había que sacrificar y en nombre de qué: ciudadanos, campesinos? Le cuento a Hélène y le doy como “apoyo” la idea de un viejo manuscrito chino del siglo XIV, del famoso poeta Si Xouh. Ese manuscrito fue encontrado milagrosamente en Moscú, y trata ese tema. Habitualmente; busco darles alguna herramienta a los actores para salvarlos, salvarnos, de lo psicológico, del realismo, del naturalismo. A veces encuentro una buena herramienta enseguida. Pero no siempre. En Tambours, desde el primer día, di la idea de las marionetas, las mismas que estudiaban –por no decir copiaban– los antiguos actores chinos y japoneses, porque ellos bien sabían que debían transfigurar lo real. Pero hacer que los actores actuaran de marionetas… No estaba segura de que fuera a quedar. Ahora bien, no solamente quedaron, sino que además gracias a la audacia de algunos como Duccio Bellugi y de Vincent Mangado, su “manipulador”, y gracias también al coraje físico de todos, rápidamente amplificamos y radicalizamos la forma. –¿Cómo sabe que una herramienta es buena, que sirve? –Cuando entusiasma y sirve de inspiración a los actores y actrices locomotoras, a los que exploran, a los que llevan el espectáculo. Pero otros, frente a esa misma herramienta se achican. Y eso es cruel. –¿Cómo vive desde el punto de vista humano que haya que sacrificar a algunos? –Bien no. Pero ya no me sublevo. Hay quienes se niegan a admitir que no alcanzan el nivel, no aprenden la lección, se van y está bien. Pero otros, que hicieron cosas magníficas en espectáculos anteriores, muchas veces se bloquean. De golpe. Eso lo vivo muy mal. Me revuelco por el piso, intento explicar que esas cosas pueden pasar, que no hay por qué irse por eso. Los que me escuchan se quedan al servicio del espectáculo, pasan al equipo técnico o ayudan a Jean-Jacques con la música y aprenden. Esos, por lo general, se desquitan con el espectáculo siguiente. –¿Se puede progresar? –Por supuesto que se puede progresar. Se debe progresar. –¿Tambours sur la digue debía ser una gran prueba física para los actores? –Sí. Se necesitaba constantemente pasar de una inmovilidad a otra y siempre con desplazamientos oblicuos, ya que debíamos dar la impresión que estaban por encima del nivel del piso, que volaban. Había momentos en que no podían más. Pero de repente lograban
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olvidarse y entonces encontraban el placer. Porque es un placer sublime, a pesar de todo. –¿Y usted llega a olvidarse con facilidad? –Durante los ensayos, sí. Si no me olvidara, sería una pena, con todo lo que recibo… –Volvamos a los talleres. De ellos selecciona a los actores del Soleil. –La mayoría de los actores que tenemos actualmente, sí. –Y siguiendo la leyenda del Soleil todos se turnan para las tareas materiales, cocina, limpieza general, barrer, limpiar las duchas, los baños… –Sí. –¿Con alegría? –No siempre. Sobre todo en lo referido a la limpieza. Hay momentos en que la tarea se realiza con entusiasmo, y otros sin. Pero si no lo hacemos nosotros, ¿quién? –Algunos actores podrían decir: yo soy un artista, estoy perdiendo el tiempo haciendo tareas de este tipo en lugar de estar leyendo, estudiando para hacer mi personaje, descansando para concentrarme. ¿Qué responde a eso? –¡Shhh! ¡Por favor! De todas maneras, no hay que exagerar, no es Sing-Sing. Y además los miembros del Soleil también adquieren derechos, no se exige lo mismo a alguien de sesenta años que a alguien de veinte. De a poco, cuando uno ya hace veinte años que está, y está cansado, se van logrando pequeños privilegios, algunos derechos… Pero no puedo imaginarme a un hombre o una mujer de teatro que no aceptaran algún tipo de incomodidad. El teatro es un barco y un actor no es un pasajero del barco. Es de la tripulación. Los pasajeros son los espectadores. –¿Cómo es una jornada típica en el Soleil durante los ensayos? –¿En el momento crucial? ¿Grosso modo? De 8.30 a 20.30. Siempre nos dejamos un mínimo de doce horas de pausa, salvo raras excepciones. Al principio hacemos cuatro días de doce horas, después cinco días, a veces un poco menos largos. Es eso. Los actores se preparan de mañana, encuentros, vestuario, maquillajes, etcétera. Comenzamos el trabajo de ensayo a las 14 horas. –¿Y durante las funciones? –Los actores llegan a las 15 horas, para limpiar, calentar, entrenar hasta la entrada de los espectadores a las 18.30. El espectáculo empieza a las 19.30, y termina hacia las 22.30. ¡Pero están también las funciones integrales! Sábados y domingos. Esos días estamos en el teatro desde las 9 hasta las 20horas.
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–¿El actor más viejo cuántos años tiene? –Cincuenta y cinco. Algunos tienen quince, veinte años en el elenco, algunos viejos integrantes vuelven. No soy la única encargada de asegurar la continuidad. –¿El elenco no se rejuveneció? –¡Siempre fue joven! Por suerte, si todos tuvieran mi edad, sesenta y cinco años, haríamos Les Burgraves.* Ahora tenemos un buen abanico de edades. La más vieja soy yo. –¿Cuántas nacionalidades diferentes hay en el Soleil? Parecería que hay cada vez más actores venidos de todos los rincones del mundo. –En este momento se hablan veintidós idiomas y hay treinta y cinco nacionalidades. Por supuesto, el tema de Le Dernier Caravansérail no salió de la nada. Pero desde 1789, en 1970, comenzamos a trabajar con actores venidos de todos lados. No podemos pretender sentir interés en el mundo, en la Historia y no sentir curiosidad por las tradiciones en la cultura del otro. Pero tenemos una ley, y es que se hable francés. Incluso entre los extranjeros, cuando veo durante el trabajo que comienzan a hablarse entre ellos en su idioma, yo protesto. Esas mezclas, esas voces, esos acentos crean una música en el escenario. ¿Juego con eso? En todo caso me resulta indispensable. Llego hasta decir: “Cuidado, es demasiado franco-francés.” O: “No actúen a la francesa”. Actuar a la francesa es querer parecer más inteligente que el compañero de escena. Además, hay que animarse a parecer tonto en escena, para ser verdadero. Por lo tanto, sí, no imagino más al Soleil sin toda esa mezcla de acentos. Y, además, no les pedimos el pasaporte a los que llegan a nuestra casa. Y de todas formas, hay franceses en el Soleil. Hay muchos. –¿Necesita ese mestizaje? –Necesito esa riqueza. No me gusta el término mestizaje, se lo usa de cualquier manera. Lo veo como una sopa, donde todos se han vuelto iguales. Lo que me gusta, es el arca. Hoy más que nunca el Soleil es un arca pequeña. –Y donde hay cada vez más cantidad de gente… –Sí. Es un riesgo. Éramos cincuenta y cinco en 1970, en la época de 1789. Hoy somos setenta y cinco asalariados, y la mitad son
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N. de T.: Oscuro drama de Víctor Hugo, escrito en 1843. Sus personajes principales son ancianos augustos, con el emperador Barbaroja como jefe.
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actores. Me dicen que es demasiado. Para Le Dernier Caravansérail, presentía que iba a necesitar mucha gente. Por lo tanto, tendía a decir: “¡Vamos! Cuando hay para diez hay para veinte”. Sin embargo, ¡no siempre hay para ochenta cuando hay para sesenta! Desde el punto de vista financiero, nuestra masa salarial de 2.455.000 euros está un veinte por ciento por debajo de nuestras posibilidades razonables. ¿Pero debemos ser siempre razonables? Nuestras entradas están destinadas íntegramente a pagar salarios y cargas sociales. El resultado es paradójico: actuar para una sala llena hasta el tope nos cuesta dinero. Lamentablemente, no somos los únicos que conocemos esa paradoja. –Sin embargo, los salarios del Soleil son modestos: 1.677 euros netos para todo el mundo, incluida usted, y 1.296 euros para los recién reclutados. ¿Pero ese salario igual para todos, no es paradójicamente injusto? ¿Que un actor de cincuenta años, o el encargado de la administración, o el responsable de comunicaciones, que están desde hace veinte años, cobren lo mismo que un actor o un cocinero de veinte años? –¿Cómo tratar la antigüedad? De otra manera. Como le decía, los más viejos tienen pequeños privilegios. Se les evitan ciertas tareas. En la giras, consiguen más fácilmente habitaciones individuales en los hoteles. Hubo, incluso, largos viajes por avión en los que los más viejos tuvieron lugares en primera. –Pero no están todo el tiempo de gira… –Entonces es injusto, es verdad. Pero es lo menos injusto. Como la democracia, que es el sistema menos malo. Incluso los miembros del grupo que son “víctimas” de esta igualdad no aceptarían que se abandonara ese principio, yo lo sé. La igualdad en salarios es la condición para la igualdad en responsabilidades. En el Soleil los que no las asumen (y algunos hay) se cuentan con los dedos. –¿Así que asumir responsabilidades, es decir complicarse la vida, no les reporta un solo euro más? ¡Está haciendo una apuesta por la utopía por encima de la naturaleza humana! ¡O trabaja con santos! –Sí, es una utopía. Sí, hice una apuesta pero apuestas de ese orden son necesarias. Incluso si el Soleil desapareciera mañana. ¿Conoce muchos elencos que hayan durado cuarenta años? Una utopía que dura cuarenta años, es ya una realidad, ¿no? –¿Y si un actor en plena madurez artística abandona el elenco porque no le pagan suficiente? –Eso pasó, lo admito. Pero en estos casos, no fue por la igualdad de los salarios sino por lo modesto de los salarios. No subestimemos a la gente. Los actores no se van porque tengan un salario igualita-
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rio sino porque no les resulta suficiente tener un salario tan pequeño. Jamás pretendí que quienes trabajan aquí no puedan ganar mejor en otros lados. –Entonces, en realidad su único lujo en el trabajo es el tiempo: poder ensayar hasta ocho meses para un espectáculo. –Sí. En fin, es el lujo que nos pagamos. El tiempo. Se necesita tiempo para que la verdad, la simplicidad se hagan carne. Se necesita tiempo para abandonar las malas ideas, y Dios sabe que las hay, limpiar, sacar los adornos, etcétera. –Usted parece negarse muchas veces a encarar el enfrentar los problemas de dinero. Como si realmente no importaran. Sin embargo, no dudó en vender su antigua casa en Chatou para pagar las deudas del Théâtre du Soleil. –¡No vendí mi casa solamente por eso! Pero es cierto que el dinero de mi casa vino a parar al Soleil por un tiempo. Unos años después me lo pudieron devolver, y compré la casa donde vivo actualmente. ¿Cree realmente que eso puede interesarle a la gente? –Sí. Que sea capaz de hacer esos sacrificios personales para mantener vivo al elenco, que eso no le pese… –¡Pero no son sacrificios! Pagaría para hacer este oficio. Entonces de alguna manera, pago. Y estoy feliz de vivir en un país que no es el peor de los países, y en el cual los dioses del teatro quisieron otorgarnos la Cartoucherie, nuestra magnífica casa. No es porque en este momento estemos apretados, y no lleguemos del todo, que hay que quejarse. Yo hice exactamente lo que quise, como quise y sobre todo con quien quise. Por supuesto tuve mis tristezas. Se fueron algunos, con los que creía que iba a trabajar toda mi vida. Pero imaginar que se fueron solamente por la falta de dinero sería insultarlos. Prefiero pensar que tuvieron otros sueños. Cómo reprocharles que quisieran algo más grande, más variado, tal vez un mejor director. Puedo estar celosa, estoy celosa, pero no puedo sentir rencor. Uno se aleja del Théâtre du Soleil cuando ya no le alcanza. Equivocado o no, eso es otra historia. –¿Ningún arrepentimiento? –No, ninguno. Estamos acá, en pleno bosque de Vincennes, es maravilloso. Gastamos mucha energía quejándonos en lugar de actuar. Pero voy a reclamar –eso es otra cosa– voy a reclamar. Y, en primer lugar, decir otra vez que si la izquierda, cuando llegó al poder en 1981, no hubiera duplicado nuestra subvención, no existiríamos más probablemente. Lo recuerdo porque se dice demasiado a menudo: la izquierda, la derecha, es lo mismo. No, no es lo mismo.
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Decimoquinto encuentro
EL SOLEIL CUMPLE CUARENTA AÑOS Cartoucherie, domingo 23 de mayo de 2004, 19 horas Dentro de seis días, el 29 de mayo, el Théâtre du Soleil tendrá cuarenta años. Pero Ariane Mnouchkine no se acuerda exactamente de la fecha. Organizó un brindis hoy de tarde en la Cartoucherie. No habrá una gran fiesta. Uno de los miembros del Soleil acaba de morir, era de Camboya, había conocido el infierno de los Khmers rojo. El elenco está triste. Pero Simón Abkarian está aquí y Myriam Azencot y Juliana Carneiro da Cunha y el escenográfo Guy-Claude François y la fotógrafa Martine Franck… Ariane, muy emocionada, murmura en voz baja algunas palabras para agradecer a todo el mundo el haber compartido la aventura de su vida, que se pasó como un relámpago, dice. Invitó también a algunos jóvenes actores sirios que están actualmente haciendo una pasantía en el Soleil. Solamente los más fieles están ahí, en esa oficinita donde se hacen las reservaciones y se acumulan libros, afiches, programas, entrando a mano izquierda en la Cartoucherie. Fabienne Pascaud: ¿El haber encontrado este lugar mágico, la Cartoucherie, en 1970 significó un inmenso triunfo para el Théâtre du Soleil? Ariane Mnouchkine: ¡Un milagro! La Cartoucherie es una de las mayores bendiciones del Théâtre du Soleil. Originalmente, fue un lugar construido por Napoleón III para fabricar cartuchos. Es un lugar adecuado para la creación, a la vez inmenso, y no tan inmenso, un poco lejos, pero no demasiado. Aquí podemos preservarnos de los rumores verdaderos y falsos. Y ver el cielo todos los días, los pájaros que pasan, que se van hacia África, que vuelven. Mucha gente vino aquí también para encontrar un refugio. –¿Cómo descubrió este lugar? –En agosto de 1970, Christian Dupavillon, apasionado por todo lo que es patrimonio arquitectónico, me comenta que Michel Debré, ministro de Defensa Nacional, está devolviendo algunos bienes del
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ejército a sus antiguos propietarios. Entre ellos, la Cartoucherie de Vincennes a la ciudad de París. Christian es el primero en pronunciar la palabra mágica: “Cartoucherie”. Me voy a visitar el lugar. ¡Milagro! Es más de lo que nunca hubiéramos soñado. Mucho más. Había un soldadito barriendo. Era el último. Iba a cerrar esa noche. Llamé por teléfono a los demás. Y ocupamos el lugar. Me fui corriendo a la alcaldía a ver a Janine Alexandre-Debray, encargada de informar el estado de cuentas en el Concejo de París, le explico de qué se trata y le pido autorización para instalarnos legalmente en nuestro reino, ya conquistado de hecho: “Pero querida mía, yo no tengo ningún poder. Bueno, vamos a ver”. Saca una hoja con una banderita roja, azul y blanca encima: “Autorizo a la señora Ariane Mnouchkine a utilizar la Cartoucherie, para sus ensayos”, y me confirma que eso no tiene ningún valor, pero que si parezco segura presentando ese papel quizás pueda impresionar a la gente. Nos instalamos entonces sin verdadera autorización en los locales vacíos. En aquella época, todavía no existía la figura de intendente en París. Sólo había un síndico. Una auténtica mafia. Cuando llegaba gente en unos autos enormes con el proyecto de destruirlo todo, yo sacaba mi papelito con la banderita roja, azul y blanca. “No, no. Nosotros ensayamos aquí. Miren este papel, es la autorización de la administración.” Confundidos, los autos enormes daban media vuelta. Enseguida depositamos el alquiler frente a un escribano público, para demostrar que queríamos quedarnos legalmente, y mucho más tarde, muchos años más tarde, después de muchas amenazas de expulsión, obtuvimos un contrato de arrendamiento de tres años a cambio de la módica suma de mil quinientos francos por trimestre. Después de nosotros llegó JeanMarie Serreau,* quien desgraciadamente falleció poco después. Enseguida surgió el Théâtre de L’epée de Bois. Jean-Louis Barrault** se eligió para él uno de los galpones. Así nació el Théâtre du *
Jean-Marie Serreau (1915-1973). Antes de fundar el Théâtre de la Tempête, dirige entre 1950 y 1954 el célebre Théâtre de Babylone donde estrena varios autores contemporáneos. Serreau fue uno de los primeros en poner en escena a Brecht en Francia, en divulgar a Adamov, a Beckett, a Ionesco, a Vinaver, y en luchar por el reconocimiento de otras culturas, de otras lenguas, desde Kateb Yacine a Aimé Césaire. ** Jean-Louis Barrault (1910 -1994). Alumno de Charles Dullin, discípulo de Antonin Artaud, se orienta primero hacia un teatro “total”, abierto a todos los modos de expresión. Fue esencial su encuentro con el dramaturgo Paul Claudel. Dirige el Odéon-Théâtre de France de 1959 a 1968. En 1972 Se instala en la estación de Orsay y luego, en 1981, en el Théâtre du Rond Point .
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Chaudron; y el pintor Jean Dubuffet que no me cayó nada simpático, instaló ahí un taller de escultura donde hacía trabajar a sus asistentes. Después apareció el Théâtre de l’Aquarium. –¿Qué le pareció la Cartoucherie en esa primera visita? –¡Un lugar de una familiaridad grandiosa! ¡De una humildad majestuosa! Como fuimos los primeros en llegar al lugar, pude elegir el galpón más grande con una nave doble, separada por columnas. Me gustó enseguida esta casa inmensa sin demasiado confort, sin demasiadas divisiones. A lo largo de los años en realidad hicimos pocas divisiones. La cocina, y la despensa enfrente para las provisiones; en el fondo, un local para la electricidad. Y la caldera. En una palabra, todo lo relacionado con la seguridad y la higiene. En una parte que ya existía, instalamos los baños, y enfrente, más tarde, construimos las duchas. Todas las otras salas son abiertas. –Con un gusto monacal por la ausencia de confort… –¿Ausencia de confort? No. Hay lo que tiene que haber. Tiene que ser confortable para el público. Y para nosotros, debe ser práctico, protector y agradable. Pero no necesito un teatro que se parezca a un gran hotel. Eso anquilosa. ¡Y además la moquette tiende a meterse en la cabeza! –Usted es una de las primeras, en Francia, que buscó trabajar en grandes espacios. En aquella época, a la mayoría de los grupos de teatro no les interesaba. ¿Por qué esas ganas? –Eran ganas de asambleas, de lugares de culto, de comunión, de visiones, de sueños colectivos, de proyectos colectivos. Originalmente, no pensábamos actuar ahí, en el medio del bosque. Pero después de haber estrenado 1789 en el Piccolo Teatro de Milán, gracias a Paolo Grassi, volvimos ¡y nadie nos invitó a actuar en ningún lado! Entonces decidimos arreglar la sala para recibir al público. Era urgente, lo hicimos en tres semanas. Era espartano. Durante las primeras funciones, en diciembre hacía un frío polar en la sala. Y afuera seguía siendo un gran terreno lleno de barro. Todavía me acuerdo de un señor muy elegante que llegando para ver el espectáculo le pidió disculpas a su compañera: “Querida, a que lugar siniestro y peligroso te traje”. –¿La propia arquitectura de la Cartoucherie influenció la concepción de los espectáculos? –Sí. Con sus dificultades. Un techo alto que no es finalmente tan alto y que nos condujo ya, desde el segundo espectáculo, 1793, a utilizar esta iluminación que da un efecto de cielo y sensación de altura.
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–Comparado al de 1789, 1793, L’Age d’or o Mefisto –hace treinta años o más– el espacio escénico de sus últimas creaciones es, sin embargo menos importante, menos inventivo, más frontal. ¿Esa parte de la puesta en escena le interesa menos? –Es verdad que por el momento ya no tengo necesidad de pasear a la gente de izquierda a derecha y de derecha a izquierda. El espectáculo los pasea lo suficiente en el interior, creo. Los espacios múltiples son pulsiones de juventud a las que hay que obedecer pero, cuando uno madura, tiene ganas de profundizar, de concentrarse, de focalizar, de enmarcar. –Una parte de la memoria del Théâtre du Soleil es también la decena de espectáculos-monólogos que ha hecho –con un gran éxito de público– Philippe Caubère, un antiguo miembro del elenco. Él la pinta como un ogro ¿se reconoce en ese retrato? –No fui a ver esos espectáculos. No tenía ganas de enojarme. Algunos me dijeron que era un espectáculo hecho con amor, otros no sintieron lo mismo, entonces preferí mantenerme alejada. –La imagen que da es la de una madre tiránica. ¿Se le sigue pareciendo ahora después de cuarenta años? –No voy a responder a la parte misógina de su pregunta. En cuanto a lo de madre, creo, en primer lugar que un grupo tiene a menudo una estructura maternal. Aunque sea un hombre que lo dirige y después de todo ¿qué hay de malo en eso? De todas maneras, es una curiosa mezcla, frente a algunos me siento maternal y, sin embargo, al cabo de algunos años de presencia, incluso treinta años de diferencia de edad no cuentan más. Le hablo a un hombre o a una mujer de treinta años como si hablara a mi hermano o a mi hermana. Las preocupaciones, las dudas, las inquietudes, las penas, todo se intercambia cuando la experiencia vivida es la misma desde hace más de tres, cuatro, diez años. –¿Cuarenta años después sigue estando visceralmente unida al Soleil? –Tenemos aquí algunos principios a los que adhiero; el día en que ya no sean aceptados, por más que grite ya no podré hacer nada. Entonces me iré. No soy prisionera. Si tuviera delante de mí, en lugar de tener a mis muy queridos amigos aquí desde hace mucho tiempo, más algunos nuevos, jóvenes, locos entusiastas, si tuviera delante mío un universo como sospecho debe ser a menudo afuera –un mundo de sequedad y de horarios– entonces me iría. Mi única arma es la renuncia, siempre posible. Pero si me voy un día será después de haberme dicho: el Soleil existe desde hace cuarenta
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años, hoy ya no tengo la fuerza para estar todos los días en la curva ascendente. Porque todos tenemos una pendiente y cada mañana hay que decidir: ¿la subo o la bajo? Alguien que dirige es alguien que debe siempre arreglárselas para subir la pendiente. Y también, es alguien que une. Y hasta ahora, creo que supe unir. –¿En torno a qué? –Al teatro. A la utilidad del teatro. A la utilidad civilizadora del teatro. Al poder educador del teatro. Al poder de nutrir del teatro. Al poder progresista del teatro. Incluso si es frágil. Hay que hacerle la resistencia al diablo. Y a veces no ser popular. Diablo, quiere decir división. Esa es la etimología de la palabra diablo: aquel que hace dos ahí donde había uno. A veces es mejor unir en contra suyo antes que desunir. Hay que tener ese coraje. –¿Eso le pasó alguna vez? –¡No a propósito!, pero eso se produjo algunas veces. Pero, por lo menos, seguían unidos. –¿Es eso una prueba de coraje, de abnegación, de devoción absoluta? –¡Nunca tuve la impresión de ser “devota” sino de haber vivido una aventura extraordinaria! Un elenco estable es una de las últimas aventuras humanas que uno puede todavía vivir. Es como una gran expedición exploratoria del siglo XVIII o del siglo XIX. No niego que es cansador. Muy cansador. Como toda aventura. –Hagamos una retrospectiva, ya que hoy usted celebra entre amigos: ¿Cómo han sido estos cuarenta años en el Soleil? –¡Se han pasado volando! –Corriendo el riesgo de hacerla enojar, lo sé bien, hice alusión a Philippe Caubère… ¿Entre los actores que abandonaron el Soleil, cuales le dejaron más recuerdos? –Corro el riesgo de herir mencionando, injustamente, tal o cual. Usted habla de Philippe Caubère –no voy a negar su inmenso talento, ni tampoco que lo quise mucho–, Philippe resultaba esencial en el escenario y fue mi amigo. Pero no estuvo con nosotros tanto tiempo. Vino para el estreno de 1793 y el reestreno de 1789, hizo L’Age d’or, actuó el papel de Molière en la película Molière, y después se fue. –¿Fue muy doloroso? –Sí. Muy doloroso. Pero quédese tranquila, todo pasa. Otros supieron irse sin que nos hayamos enojado. Gérard Hardy, por ejemplo. Era un actor que se encargaba del público antes de que viniera Liliana. Tenía una enorme fuerza de trabajo, una gran convicción
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para salir a buscar al público, motivarlo, engancharlo, ponerlo en marcha. Ahí sí, hace falta devoción, abnegación. Gérard fue un pilar. Y siguió siendo amigo. Otras partidas fueron mucho más dolorosas, Georges Bigot, Simon Abkarian. Esos actores habían nacido en el Soleil. Entonces pensé que seguiríamos juntos toda la vida. Me equivoqué. Pero seguimos siendo amigos. –¿A quién citaría como colaboradores claves del Soleil en estos cuarenta años? –En el terreno artístico, y entre los que nunca abandonaron el barco, citemos en orden de aparición: Guy-Claude François, Erhard Stiefel, Jean-Jacques Lemêtre, Hélène Cixous. Vamos a tener que hablar de los colaboradores claves en los terrenos técnico y administrativo. Pero empecemos por Guy-Claude, nuestro escenógrafo. Nos conocimos en el Théâtre Recamier. Era el jefe de los maquinistas cuando hicimos El capitán Fracasse en 1965. Un fracaso total. Era buenmozo, elegante, y muy sabio ya. Trabajó con nosotros en 1968 en Sueño de una noche de verano, como director técnico. Hasta 1793, era Roberto Moscoso quien diseñaba las escenografías. GuyClaude lo reemplazó a partir de ese momento en L’Age d’or y, en 1977, en Molière. –¿Cómo trabaja con él? –Tengo la suerte de trabajar con seres a quienes se les puede pedir todo. Que nunca me van a decir: “Pero por favor, Ariane, eso es imposible”. Si lo hubiesen hecho me hubiera apagado. Cuando pido algo a Guy-Claude, nunca me lo niega, pero propone algo mejor, más loco, más difícil. Y después, de a poco, juntos, entre los dos, simplificamos. Hasta lograr un espacio que, aparentemente, está vacío. Es decir, ese famoso vacío de matriz del que hablo siempre. Guy-Claude es capaz de darnos ese vacío. En los Shakespeare, había sólo una alfombra de coco y cintas negras. No había nada. Algunas sedas a lo lejos. Hoy, el escenario de Le Dernier Caravansérail también está totalmente vacío. Se ve a lo lejos una seda y cuatro pequeños teloncitos de seda. Sacando Los pequeños burgueses, donde había muebles, nunca hubo en nuestros espectáculos algo más que un espacio vacío. Que se habita, se puebla y se despuebla. –¿Por qué ese vacío? –La imaginación del público va a llenarlo. El público, ese gran director, ese que da el toque final. Un director de teatro debe saber lo que yo, público –yo: ojos, yo: orejas, yo: piel, yo: corazón, yo: vientre, yo: carne, yo: sentidos, yo: sensualidad, yo: inteligencia–, no necesito.
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–¿Por ejemplo? –No deben atiborrarme ni de palabras, ni de imágenes, ni de utilería, ni de muebles. Nunca me voy a olvidar de la reflexión de una niñita en Noche de reyes: “Ah, qué suerte en este teatro no hay muebles. Cuando no hay muebles, los actores se ven bien”. –¿Qué es ese “demasiado”? ¿Qué es lo que distrae? –El “demasiado” miente por acumulación. Oculta lo esencial, despista. El “demasiado” reduce la profundidad del campo, la profundidad del alma. Llena el ojo. Desgraciadamente, uno sucumbe a menudo. A mí también me pasa. Me doy cuenta después. Me paso el tiempo sacando cosas. Sin embargo, esta exigencia no debe llevarme al acartonamiento o a la sequedad. No puede ser un pretexto para la avaricia o la pereza. Entonces, desconfío. Me siento cercana a Copeau quien buscó, durante toda su vida, ese lugar único en el que se pudiera actuar todo. Cuando Guy-Claude y yo retomamos, tal cual, el espacio de L’ Indiade para Et soudain des nuits d’éveil, sentí que no estábamos lejos de ese famoso espacio que podía servir para todo. El espacio de Tartufo era el mismo que el de La ciudad perjura, con un poco de junco en las rejas y dos o tres pequeños cambios. Para los tres Shakespeare también, era la misma escenografía. Para Les Atrides, el mismo espacio para las cuatro obras. Un lugar único donde actuar todo, es el más hermoso vacío posible. El vacío más adecuado, el mejor terreno para la aventura. Un terreno vago y sublime. –¿Cuando se trabaja tanto tiempo con alguien como Guy-Claude François o el músico Jean-Jacques Lemêtre, la relación artística no se agota? –No, no se agota, no me aburro de la gente que quiero, con la que vivo y trabajo. Los espero y los vuelvo a descubrir todos los días; o bien muy rápidamente no trabajo más con ellos. También puede ocurrir que para alguno de ellos no haya suficiente trabajo para satisfacer todos sus sueños. Guy-Claude, por ejemplo, tenía ganas de hacer más de una escenografía por año, de construir otros teatros. Es, de hecho, uno de los pocos grandes colaboradores del Soleil que trabaja a la vez con nosotros y afuera. –¿Y la relación con Jean-Jacques Lemêtre con quien trabaja desde Mefisto, es decir desde hace veinticinco años? –Yo ya había trabajado con músicos que quiero mucho, la familia Lasry, pero se fueron de Francia a vivir en Israel. Me puse a buscar. Una amiga, Françoise Berge me recomendó un profesor de música: “Ya vas a ver, está completamente loco”. Lo llamo por teléfono, que-
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damos de encontrarnos en el metro Etoile: “¿Usted cómo es?”, él me contesta: “¡Magnífico! ¡Grande! Con mucho pelo y mucha barba ¡Espléndido! No puede no verme”. ¿Y sabe una cosa? ¡Era verdad! “¿Podría enseñarle a tocar algunos instrumentos a los actores?”, fue lo primero que le pregunté. Respuesta: “¿Por qué no? Yo trabajo con niños mongólicos”. Y, en efecto, les enseñó. Compuso la música de Mefisto. Todo eso ya estaba bien, pero yo todavía no me había dado cuenta de que acababa de encontrarme con alguien gracias a quien iba a poder ahora celebrar todos los días las bodas entre la música y el teatro. ¡Desde hace veinticinco años ha sido uno de los grandes encuentros artísticos y amistosos tanto para el Soleil como para mí! –¿Cómo trabaja él? –Jean-Jacques llega a las 13 horas, después que nosotros, y se va a las 12 de la noche como nosotros. Improvisa con nosotros. De acuerdo a la forma en la que el actor camina, respira, mirando su espalda, su cara, su ritmo. La música se teje concretamente. Durante los seis meses de ensayo, Jean-Jacques, tal vez, faltó tres días. De mañana compone en su casa y registra los temas. Y durante el ensayo los va colocando. –¿Cómo trabajan juntos? –Nos hacemos señas con los ojos. Le hago mímicas a veces para mostrarle cuánto me gustan sus propuestas. Rara vez, le hago una mueca, entonces él me hace un gesto como para que no me preocupe, para decirme que es algo provisorio, que está buscando. Corrige. ¡Su arte nos permite todo! Cuando un director de teatro tiene buenos actores, es decir actores que creen, aunque sean principiantes, aunque sean torpes, y un verdadero músico de teatro, como Jean-Jacques está todo hecho. Basta con dar espacio, tener confianza. La música es otro texto, a veces un subtexto, a veces una onda del texto. La otra onda es el cuerpo del actor. –Erhard Stiefel le hace las máscaras desde L’Age d’or, en 1975, evidentemente también es un colaborador esencial. –Lo conocí un poco antes de Sueño de una noche de verano. Le había pedido algunos trajes. Había hecho algo muy kitsch, porque yo quería algo muy kitsch. Más tarde, a través de sus máscaras, me permitió acceder a un Japón imaginario. Él había estado dos años allí, con un elenco de teatro nô. Había sido, como yo después de él, alumno de Jacques Lecoq. Nunca se puede pedir a Erhard una máscara a medida. Hay que dejarlo trabajar con su inspiración. Así, cuando trabajamos un espectáculo con máscaras, el propone, yo elijo la máscara que me gusta o que le gusta a un actor. No hay mejor herramienta de formación.
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–¿Pero actuar con máscara no conduce también, a veces, a la caricatura? –No. La caricatura es exactamente lo contrario de la máscara. La caricatura es la opinión puesta en forma. Y más bien la mala opinión. La máscara, es el Otro puesto en forma. Usted se pone una máscara y cuando se mira en el espejo ya es Otro. Si no obedece al alma de ese otro, está perdido. –¿Qué máscaras prefiere usted? –Cuando voy al taller de Erhard me siento transportada: “¡Quiero ver! ¡Es para mí! ¡Es mía! ¡No es tuya! ¡Dámela!”. A menudo se las robo. Tengo debilidad por las máscaras balinesas y japonesas. Las balinesas para todo lo que es farsa y porque son tan musicales, tan charlatanas y divertidas; las japonesas porque son las más hermosas, las más trágicas, las más humanas y divinas. Sobrepasaron para mí a las de la commedia del’arte, un poco abstractas. Llamo a Erhard el “tesoro vivo” haciendo referencia al Japón. Pero es un título que daría con gusto a muchos de mis colaboradores más antiguos. –¿Quiénes por ejemplo? –Acabo de nombrarle tres, Guy-Claude, Jean-Jacques, Erhard. Hélène, evidentemente. Se habla siempre de su excepcional capacidad intelectual, pero nunca se hace referencia a su fervor y a su don de entusiasmo. Cuando siento que un proyecto está naciendo en mí, las tres primeras personas a las que les cuento son siempre Hélène, Jean-Jacques y Guy-Claude. Recién después de haber hablado con ellos, tranquilizada por su aprobación o por su compromiso, hablo con todo el elenco. –¿Qué otro tesoro vivo hay entonces en el Théâtre du Soleil? –Antonio Ferreira, mi ex jefe técnico, uno de esos hombres que no existen más, que saben hacer de todo sin haber ido a ninguna escuela. Se ocupaba de la Cartoucherie desde la primera teja del techo hasta el último caño, pasando por la visagra más pequeña de las gradas hasta la baldosa de cemento para el escenario. Cuando me decían: “Ariane, no funciona la calefacción, el carro no rueda, hay que tapar ese agujero, destapar los baños, algo feo aquí, un peligro allá…” debo haber respondido trescientas catorce millones de veces: “Hay que preguntarle a Antonio, hay que llamar a Antonio, hay que consultarlo con Antonio”. Empezó a trabajar con nosotros en 1971 y se jubiló hace seis meses pero sigue acompañándonos en las giras para ayudar en lo que pueda. También están los que me han visto y entendido en los momentos en que estaba mal o confun-
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dida, los que saben, ésos a quienes me confío y que, a veces, me confían sus cosas. El talento es necesario en todas partes. En escena, en el taller, en la oficina. La ciencia, la valentía, la lealtad, el afecto, el humor, mucho humor, y mucha humanidad. Liliana Andreone, encargada desde hace una eternidad de lo que nosotros llamamos los “asuntos públicos” le dio su estilo particular a la recepción. Su paciencia infinita, su don de gentes, su humor, su constancia en el altruismo. La amabilidad del Soleil, es decir su nobleza, se la debemos a Liliana. Ella se escapó de los coroneles argentinos. Franco la echó de España. Y el Soleil la heredó. ¡Aleluya! También está el que tiene la ardua tarea de no ser siempre amable, el que está encargado de los “asuntos difíciles”, diría yo, nuestro administrador Pierre Salesne. ¡Es muy difícil ser mi administrador!, ¿ sabe? –¿Por qué? ¿No le gusta delegar? –Al contrario, administrativamente delego mucho. No, no es eso. Pero nosotros corremos demasiados riesgos. Yo corro muchos riesgos. Pierre está muy cerca de mí, me conoce, se preocupa por mí. Tiene la difícil tarea de advertirme y, si es posible, de frenarme sin ponerme trabas. No me dice que no –es demasiado astuto–, pero me dice: “¡Cuidado! Quiero que sepas hacia adónde vas. Tengo que advertirte a qué distancia estás del abismo”. Es cierto que a veces el movimiento, las necesidades de la creación me conducen al límite. En ese momento, pienso en Pierre que va al banco con un nudo en el estómago: “¿Me seguirán dando chequeras?”. ¡Pero lo logramos! Incluso si algunos banqueros nos abandonaron en el peor momento. Nunca me voy a olvidar de aquella mañana en que, en pleno ensayo de Ricardo II, entra un tipo, enviado por el Crédit Lyonnais que nos anuncia que no había más dinero, que no pagarían nada más. ¡Porque esto, porque lo otro! ¿Se da cuenta? ¡El Crédit Lyonnais dándonos lecciones de gestión! Felizmente el banco de la Cité nos salvó. Pero después fue comprado por la BNP. Y pasó lo mismo. Un banco friolento y desconfiado. Es tan humillante. Desde hace cuarenta años, siempre cumplimos con la palabra dada, y siempre pagamos todo. Proveedores, deudas, y préstamos del banco. Además de tener la subvención que nos llega regularmente todos los años. Ellos, los del banco, no corrían ningún riesgo. Y, sin embargo, nos trataron indignamente. Esta vez fuimos nosotros los que nos fuimos. Antes de que nos echaran. Ahora estamos en el Crédit Cooperatif. Se nos habla como se debe, estamos en buena compañía. Por definición, un administrador siempre está expuesto a los insultos. Pierre debe negociar con el peor costado de la gente. Ya
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que a partir del momento en que se trata de dinero, todo el mundo se pone complicado. Incluso nosotros. Para soportarlo con tanta calma y alegría como lo hace él, no hay que amar la administración sino el teatro. Tengo suerte. –Usted repite a menudo que tuvo mucha suerte, que es una privilegiada... –Es verdad. Tuve la suerte de tener un padre que me quiso, y que me dio de comer bastante tiempo como para que yo pudiese hacer el Théâtre du Soleil. Sí, soy una privilegiada. Cada día desde mi auto, veo gente –un hombre o una mujer– que cruzan la calle delante de mí. Mientras los miro, sentada, protegida por el parabrisas, observo lo que hacen, su espalda, su ropa, su cansancio, su bolso viejo, los zapatos de mala calidad, su piel. ¿Cómo es posible que yo tenga todo lo que tengo y que ese hombre, esa mujer, tantos otros, sólo tengan esto?
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Decimosexto encuentro
EL MUNDO DE HOY Cartoucherie, lunes 5 de mayo de 2004, 8.45 horas Mañana fresca, sol. Es el comienzo del verano. Ariane Mnouchkine acaba de llegar en su gran auto viejo. La veo caminando de lejos, la veo controlar el regreso de la escenografía de Le Dernier Caravansérail que estaba de gira en Bochum, Alemania. Espera de pie, parece mirar a lo lejos. La Cartoucherie todavía está casi vacía, sólo Pedro Guimaraes encargado de las “cosas alquiladas” está ahí, tranquilo y sonriente, esperando los camiones de mudanza con su cortesía y su elegancia habituales. Ariane Mnouchkine está cansada. Rezonga suavemente. Dice que necesita un poco de vacío. No sabe verdaderamente todavía cuál será el próximo espectáculo. Incertidumbre. Habló mucho estos últimos días con sus colegas. Está por irse algunos días a Brasil, y luego varias semanas a un largo periplo atravesando Asia, su remanso de paz. Vacaciones reparadoras. ¿Inspiradoras? Decidí con mucha tristeza que ésta era nuestra última entrevista. Hay que saber terminar. A pesar de tener tantas cosas todavía para preguntarle, tantos secretos de fábrica para averiguar, y tanto placer en estar al lado de la gran dama del teatro, aunque no siempre se sienta cómoda, aunque no siempre sea locuaz. Es fascinante, misteriosamente querible. Con el objetivo de lanzar la última conversación, el último intercambio, saco el tema que es tapa de los diarios en este momento: el casamiento entre homosexuales… Ariane Mnouchkine: Me pregunté si Noel Mamère, con quien sin embargo no estoy siempre de acuerdo, tenía razón de querer casar a esa pareja de homosexuales y dar de esta manera lugar a todo ese bombardeo mediático, todo ese circo. Pensé: “Vamos más despacio. Mejoremos en principio el PACS* con una ley mejor. Mamère les está *
N. de T.: El PACS o Pacte Civile de Solidarité (Pacto Civil de Solidaridad) es un recurso del Derecho francés votado en 1999, bajo el gobierno de Lionel Jospin. Se trata de un contrato entre dos personas mayores, cualquiera sea su sexo,
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dando los palos para que le peguen. Le van a decir: “Usted, que es intendente, está violando la ley. ¡Qué ejemplo!”. Pero vi, el otro día, un reportaje sobre lo que está pasando delante de su alcaldía en Begles. Esas manifestaciones de odio; se escuchaba un tipo que gritaba: “¡Los maricas al campo de concentración!”… aquellas pancartas: “¿Por qué no casar a los avestruces?”… y cambié radicalmente de opinión. Tuvo razón. Y además fue muy valiente. Esas reacciones eran de una violencia imposible de imaginar en Francia en 2004. Y si es eso lo que tuvo que soportar esa pareja durante tres semanas, entonces bien, había que hacer ese casamiento en la alcaldía. Me había olvidado de esa homofobia vulgar, asesina. Fabienne Pascaud: Es absurdo, esto es, sin embargo, el signo de que las cosas han evolucionado de todas maneras. Si el casamiento homosexual da lugar a tanta polémica, al menos es algo público, mientras que hace veinte años los homosexuales tenían que esconderse. –Sí, pero en este caso no se trata ni del Estado ni de la evolución de las mentalidades, ¡es una cuestión de derechos! Yo estaba a favor de un PACS equivalente al matrimonio, que garantizara a los cónyuges homosexuales o heterosexuales los mismos derechos. Sin embargo, el PACS no solamente no conduce aún a esta igualdad sino que además está demasiado desprovisto de elementos simbólicos. Culmina, seca y burocráticamente en el mostrador de un juzgado. Ni siquiera le desean a uno buena suerte. El casamiento civil es tal vez pequeño burgués, pero despliega un mínimo de puesta en escena, de ritual, lo que todo el mundo necesita. Nuestros políticos no entienden en absoluto esa necesidad. A mí misma, me llevó mucho tiempo aceptar esa excesiva ausencia de lo sagrado en la sociedad contemporánea francesa. En efecto, mi vida en el teatro está llena de símbolos, vivo en un universo ritualizado, o que se puede ritualizar, con gente que tiene el sentido de lo sagrado, de la ética y de la estética que eso supone. Muchos de mis conciudadanos no tienen esa suerte. Viven en una sociedad sin estética, sin ética, sin ritual, sin símbolos, sin poesía, sin metáforas. En el fondo, lo que le falta al PACS es ese poquito de teatro que debe haber en toda declaración. Pienso exactamente lo mismo de la naturalización francesa, uno hace la cola en el mostrador como quien está en el correo. Le para organizar la vida conjunta. Surge para llenar el vacío jurídico en torno a las parejas no casadas, incluidas las homosexuales, con el objetivo de aportarles una seguridad desde el punto de vista jurídico. Más de 200.000 PACS fueron firmados en Francia entre 1999 y 2004.
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dan su cédula de identidad. Y ni siquiera le dicen: “Felicitaciones, sea bienvenido”. –¿Su propia homosexualidad ha sido algo difícil de vivir? –Evidentemente no es la homosexualidad lo que es difícil de vivir. La homosexualidad es una sexualidad entre otras. Lo que complica las cosas y hace sufrir, en la mayoría de los casos, es el rechazo o la exclusión que ella provoca. Yo no tenía que tenerle miedo a mis padres. A lo mejor, en el elenco, hubo una o dos personas que reaccionaron mal con… menos buen gusto que los demás. Pero la idea de esconderme no me pasó ni un segundo por la cabeza. Tampoco sentí necesidad de exhibirme. –¿El amor es algo importante para usted? –¿Le haría la misma pregunta a Peter Stein?, ¿o a Peter Brook?, ¿o a Peter Kekshaw? Bueno. Es la única cosa más importante que el teatro. Pero tuve la suerte de no tener que disociar teatro y amor. –¿No es complicado mezclar la vida artística con la vida privada? ¿No es uno menos libre a la hora de criticar el trabajo de alguien a quien se ama? ¿No se neutralizan uno y otro? ¿No era difícil por ejemplo cuando usted vivía con Hélène Cixous? –Francamente otra vez le tengo que preguntar si haría esta pregunta, digna de una revista del corazón, a Peter Brook, ¿o a Peter Stein?, ¿o a Peter Kekshaw? Bueno. No, no es difícil trabajar con alguien a quien se ama. –¡Mejor! Hablábamos de los símbolos a propósito del casamiento de los homosexuales. ¿Por qué se necesitan tantos símbolos? –Para materializar lo inmaterial, hacer visible lo que no vemos y lo que esperamos. Necesitamos símbolos para luchar “por”: por la paz, por la justicia, por el amor. Por lo mejor. –¿Pero usted evoca a menudo la necesidad de signos, de ritos, hasta en la vida cotidiana? –Porque le dan significado al mundo, al otro, para reconocer que existe, y recibirlo. Observemos algunas posiciones del cuerpo, en la calle, por ejemplo. Si nos cruzamos con alguien, generalmente nos apartamos para dejarlo pasar. La persona pasa y con su cuerpo acompaña ligeramente su alejamiento. Con ese gesto, ese pequeño rito cada uno demuestra que ha visto al otro, que comparte su territorio con él –placenteramente además– y ya que compartimos ese breve instante, ¿por qué no compartir la ciudad, el país, el mundo? ¿Y las ideas, y los ideales? ¿Y la acción? Pero cuando uno mira a algunos hoy, en París sobre todo –en la provincia no es exactamente lo mismo– nada en sus cuerpos muestra que ellos hayan sentido
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que usted se apartó ligeramente. Usted no existió. No compartiremos nada con usted. Eso ya es la guerra. –¿Se aprenden esos signos en el Soleil? –Los cultivamos, en todo caso. Por ejemplo, hace poco le decía a un maquinista, que atravesaba siempre pesadamente el escenario mascullando que él no hacía ruido cuando yo lo intimaba con un “¡Shhh!”: “¿Cómo que no hace ruido? Muéstreme que no quiere hacer ruido ¡aunque más no sea con un gesto! Eso me tranquilizará, y aunque haga ruido, un poquito, será como si no lo hiciera. Y todo el mundo va a pensar: “¡Qué bueno que es! ¡Camina en puntita de pie! ¡Cómo nos quiere! Pero si usted no hace ese gesto, voy a escuchar hasta el ruido que no hace, porque generalmente, caminando como camina se hace mucho ruido”. Bueno eso es un rito. Y un signo de respeto, un signo de que compartimos el mismo espacio, la misma tierra, el mismo cielo. –El espacio, los cuerpos en el espacio… uno recuerda las fascinantes entradas y salidas, casi como una danza que marcaron algunos de sus espectáculos. Ricardo II, por ejemplo. ¿Cómo decide los movimientos de un espectáculo? –Todo es dictado por el actor, por el impulso, los gestos, los movimientos de los actores. Tienen síntomas. Cuando el síntoma no es correcto, nos equivocamos de estado, o de objetivo. Entonces, a mí me toca encontrar con ellos dónde está el error. El error no está en el síntoma, está en la causa. Entonces probamos, buscamos. Hasta que el espacio y el ritmo se vuelvan evidentes. Pero generalmente, si los actores tienen los objetivos correctos, las situaciones correctas, los estados correctos, se mueven exactamente como tienen que hacerlo, van exactamente a donde tienen que ir. No tengo que decirles nada. Ya está todo dado. Las cosas se organizan solas. “¿Cómo hacen para recordar todo eso?”, nos preguntan a menudo. Y bien, justamente, pasándolo por el corazón. Viviéndolo. –¿Pero cómo siente usted la necesidad de tal o cual movimiento? –Generalmente no planifico nada. Las cosas vienen solas, pero si siento que el actor no está en su lugar le pregunto: “¿Es verdaderamente necesario que vayas para allá?”, y en general me contestan: “Después de todo, no”. No me pasa casi nunca tener que decir: “Tienen que ir hacia allí…” o “Tienen que bajar…” o “Tienen que subir…”. No tengo que decirlo. No debo decirlo. Creo, espero, que cada vez digo menos ¡lo que no quiere decir que cada vez trabaje menos! Ni que sea cada vez menos responsable. Pero nos comprendemos cada vez mejor con los actores sin necesidad de hablar demasiado.
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Me sienten moverme, yo también los siento. Cada vez les tengo más confianza. Y además, vuelvo a decirlo, dirigir es darle a cada uno un buen horizonte y buenos remos. Después, hay que remar juntos. –El Théâtre du Soleil, o más exactamente, según el título oficial de la Educación Nacional: “Los estrenos del Théâtre du Soleil, de las tradiciones orientales a la modernidad occidental”, forma parte hoy del programa del bachillerato opción teatro, ¿esto no la hace entrar de cierta manera en la institución de la que usted huyó siempre? –¡Pero la Educación Nacional no es una institución! Es el servicio público en el sentido más necesario y más noble. Cuando JeanClaude Lallias –que era en ese momento asesor en materia de teatro de la misión Arte y Cultura del Ministerio de Educación Nacional creada por Jack Lang en la época en la que era ministro– nos anunció la noticia, me sentí muy orgullosa. ¡No pasaba por las puertas! Quizás hasta nos dejen en el programa tres años ¡para mí eso es la gloria! –Pero hay otras misiones del “servicio público” que usted rechazó. Cuando Paul Puaux le propuso la dirección del Festival de Aviñón en 1979. –No hubiera sabido ocuparme al mismo tiempo del Théâtre du Soleil y de un festival tan gigantesco. Hubiera dejado de hacer teatro y no quería dejar de hacer teatro. –Pero también le propusieron, creo, la dirección de la ComédieFrançaise, o más recientemente del Théâtre National de Chaillot. –¿Me propusieron la Comédie-Française? ¿Es una broma? ¡No, nunca! ¡Ni Chaillot tampoco! De todas maneras no hubiese tenido la fuerza para soportar la pesadez, la rigidez del presupuesto, los problemas administrativos o sindicales. No, mis ganas, mis deseos, pasan por otro lado. –Usted afirma a menudo que tiene la voluntad de alternar clásicos y modernos en el Théâtre du Soleil. Sin embargo, desde hace diez años cada vez hay menos alternancia. –¡Es verdad! Hasta ahora, siempre me justificaba diciendo: “Pero pronto vamos… bla bla bla”. Me rindo a la evidencia. Cada vez tengo menos ganas de un gran repertorio. Me parece demasiado urgente contar el mundo de hoy. Ni siquiera tengo ganas de hacer Shakespeare. Por el momento. Si me hubiesen dicho que un día no iba a tener ganas de hacer Shakespeare… a lo mejor me equivoco. ¡Porque sigo convencida de que todavía se puede incidir sobre el público, sobre el mundo, despertar conciencias con Shakespeare! Pero, en este momento, no sabría cómo hacerlo, me parecería una
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coquetería de mi parte. Sin embargo, hay que atreverse a hacer con nuestros pobres y pequeños medios. Y chapotear en el barro, atrapar lo real con fuerza. Pero todo volverá. Como Tartufo que de repente me pareció la obra más actual que podía montar. –¿Y poner en escena una de las obras corales de Antón Chejov, algo ideal para un gran elenco, no? –Venero a Chejov pero no quiero participar en un concurso de directores. Y con Chejov, pasa un poco eso, porque hay una sola manera de ponerlo en escena. Es simple. Cuando me dicen: “Esta puesta de fulano o mengano de Chejov es una lectura así o asá…” pienso siempre: ¿Pero qué lectura? Hay una manera de leer a Chejov. Por supuesto, hay directores de orquesta, que trascienden una obra pero, sin embargo, siempre se trata de la misma música. Para un oído atento, es más rápida, más lenta, todo lo que usted quiera, pero es la misma música. Pues bien, Chejov escribió una partitura, ¡una verdadera partitura de orquesta para personajes músicos, y no se puede tocar las partes de los violines con cuernos de caza! En ese sentido, es el contrario de Shakespeare, que no hace actuar a sus personajes entre ellos en la orquesta, si no que los pone bajo el cielo, en la cima del planisferio, desde donde hablan todo el tiempo al público. Nunca se terminan de descubrir las caras ocultas de Shakespeare. Es un astro. Eso no minimiza por nada del mundo a Chejov. Chejov es un caso aparte. Una época del teatro que le pertenece solamente a él. Chejov. Es él. Sin sucesor. A su lado, las obras de Gorki no valen nada. Eso no quiere decir que no sea interesante poner en escena Gorki; yo lo hice, además. –¿Ariane, usted hizo escuela? –Pienso que el elenco hizo escuela. A veces tengo la impresión de ser un dinosaurio… y que se acerca el meteorito.
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CARTA A FABIENNE PASCAUD Querida Fabienne: Releyendo su libro, pude ver cómo lo organizó y ver que la elección más o menos cronológica que ha hecho me permitió hablar de mis amigos, un poco a veces, otras veces mucho, pero de algunos no dije nada en absoluto. Pude nombrar sólo a algunos de los que me hicieron. Aquellos que, a lo largo de los años, hicieron conmigo nuestro teatro, pero todavía me queda por hacer algo que es casi imposible: nombrar siendo justa con todos, con los que hoy, cada día, siguen haciendo conmigo nuestro teatro. Cómo podré, pensará usted, nombrar siendo justa a todos los viejos, a todos los menos viejos, a los ya casi viejos, a los completamente nuevos, a los nuevos todavía, a los muy nuevos. No puedo, pero debo y sobre todo quiero hacerlo. Quiero hacerlo… ¿ pero cómo rendir homenaje a los que me rodean, siendo justa y de acuerdo a lo que ya han hecho, o a lo que prometen? Me parece tan injusto no hacer la diferencia. No reconocer a los primeros violines, como dijimos. Pienso en Duccio, en Maurice, en Juliana, los más antiguos. En los que transmiten. Pero a partir del momento en el que pienso en ellos, pienso también en los nuevos, hermosos violines, en Serge, en Delphine, en Jean-Charles, en Eve, en Shaghayegh, pienso en Vincent, pienso en Mathieu. Pienso en la generación de Et soudain des nuits d’eveil. Todos ya autores, todos, muy pronto, un poco directores. Un poco mucho. Y en ese sentido, también me parece injusto no diferenciar entre los que vi crecer y los de la última generación que ya eran muy buenos cuando empezaron o que crecieron con Le Dernier Caravansérail. Pienso en Virginie, en Elena, en Sarkaw, en Astrid, en Emilie, en Marjolaine, en Andreas, en Olivia, en Jeremy; pienso en Judith, prendida heroicamente de su sombrilla en Tambours sur la digue, y que ahora levanta vuelo. Pienso en Stéphanie. Pienso en Sébastien, también en Francis, en David, en Dominique, ellos siempre tan voluntariosos para todo, siempre, en todos lados. Emmanuel también, siempre tan voluntarioso.
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Pero si me pongo a hablar de los carros que despiertan obsesiones en Sébastien, de los árboles inesperados de Francis y David, tengo que volver a hablar de Serge y Duccio y sus cientos de escenografías, de las innumerables lucecitas y baterías problemáticas de Jean-Charles y de Virginie, de Jeremy y su burro, de las actividades proteiformes de Andreas, de los miles de elementos de utilería de Astrid y Emilie, de las narices de Kumaran, de la farmacia de Eve, de las clases de persa de Shaghayegh. De los poemas de Sarkaw, de la Rusia de Elena que todavía le duele, de las fulgurantes intuiciones de Delphine y de las pastas incomparables de Olivia. Tengo que hablar, quiero hablar de Fabianna y su regencia hercúlea, de Ono, nuestro Japón, el actor más viejo del elenco, de la voz de ogro de Edson… él que es tan bueno. De las aventuras y desventuras de Pascal. Quiero hablar de la valentía de todos ellos. Porque un actor, una actriz, en el Soleil es, en todo caso, una compleja mezcla de actor, de marinero, de inventor, de enfermera, de acróbata, de mecánico, de constructor y de sereno. De cantante, de música, de informática, de Canadá, de Perú y de espera, como Patricia. Y de aprendices como Pauline, Alexandre, Marie-Louise, Virginie L. (la otra Virginie) y Marie. Eso en lo que concierne a los que están en la luz. ¿Y los otros? ¿Las divinidades de las máquinas y las computadoras? Sí, por supuesto, hablé de Liliana, de Etienne, de Pierre, de Charles-Henri, pero todavía no dije nada de Sylvie y sus llamadas telefónicas con innumerables peripecias, llenas de cosas graciosas, de reclutamientos amistosos, y de engaños también, de palabras estériles, de alarmas inquietantes y de victorias obstinadas. Ni de Pedro y sus magníficos rosales que inundan nuestra fachada, ni de su inalterable y sonriente paciencia frente a las oleadas de espectadores, felices o nerviosos. Todavía no dije nada de Naruna y su fichero infalible, que saben todo sobre el Público: ¿Cuándo?, ¿quién?, ¿cuántas veces? Los buenos, los malos. Los fanáticos que vieron todo y que esperan cada estreno. Los infieles que no dieron nunca más noticias. ¿Estarán enfermos? De los que vuelven. De los que nos acompañan desde hace cuarenta años. Naruna los conoce a todos. Liliana también. Cuando lo consideran necesario me los describen y yo creo también reconocerlos. –Pero, sí, seguro que no te olvidaste, es la señora aquella que saliste corriendo aquel día, te pusiste mal: –“¿Se va, señora? ¿En la mitad del espectáculo?”. Ella se da vuelta y te dice: “Me parece que estoy a punto de parir”. Bueno, viene esta noche con la hija, que tiene catorce años ahora.
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Todavía no dije nada de María que hace de todo. Todo lo que los demás no pudieron hacer. María agencia de viajes, María chofer, María mandadero, María socorro. Y Elaine, nuevita en los asuntos humanitarios y los asuntos internacionales de las giras, que tiembla todavía pero que hace frente. No dije nada de Claire, nueva ella también, que se instala y conversa con todos los liceales de toda Francia y de Navarra. ¿Y en el taller? Hay muchos personajes también en el taller. Primero y desde siempre, embadurnado de pies a cabeza está Baudoin, alias Bob. Y los nuevos, Adolfo, el tranquilo y el hermoso Everest, tan hermoso como su nombre. También Cédric y Simón terminan a veces embadurnados, ellos, los eléctricos tan ágiles y furtivos. Todos, salvo “Cécile de las luces”. ¿Será porque es la única mujer en maquinaria? ¿O porque a los hombres les gusta embadurnarse? Cuando Cécile empezó a trabajar con nosotros después de un catastrófico diluvio en Toulouse, pensé que no aguantaría más de una semana. Me acuerdo que le dije a Sophie Moscoso, que era en aquel momento mi asistente: ¡Pobre muchachita en que infierno se metió! ¡No se queda ni tres días! –fue hace trece años. Carlos, el bello tenebroso, está aquí hace treinta años. Un regalo de las dictaduras latinoamericanas, igual que Liliana y Héctor. Como Nissay fue un regalo de los Khmers rojo, como Annie, nuestra apsara de la costura. ¡La costura! ¡Todavía no hablé de la costura! No hablé de Marie-Hélène, la francesa-francesa, locuaz, alegre, la que sabe reconocer el valor de un instante y decirlo. La que termina mis frases: –Ese pantalón… –tiene que ser más corto. –Sí, exactamente. ¡Tantos años! Veintitrés años. Y Natalie, la silenciosa, siempre de negro, en una nube de humo, siempre en su lugar, gran tijera en mano. Tantos, tantos años. Veintiocho años. Annie, la sonrisa khmer, el secreto khmer. Catorce años. La costura, para los actores, es el templo antes del Templo, la caverna de los tesoros, la bodega del galeón. La bolsa de Samarkanda. El granero sobre el que cada mañana cae una plaga de langostas. Y ellas tres, las modistas, están ahí, intuitivas y astutas, para guiar a las langostas devoradoras… ¡la cocina! ¿Cómo no hablar de la cocina? El antro donde todo se cuece a fuego lento, la comida, las frustraciones, las depresiones, las impresiones, los conjuros, las liberaciones, las regresiones, las explosiones, las risas. Ly, Karim (otro regalo de los islamistas argelinos). África del Norte. Asia. Tallarines con cerdo, el ramadam. ¡Un campo de batalla tribalo-étnico!
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Pero también, al final, y cuando hace falta, un olor a torta y a infancia. Bueno, he nombrado a todos mis viejos y nuevos amigos del Soleil. ¡No! No he nombrado a los que están ahí en los momentos cruciales. Es decir, bastante a menudo: Isabel de Maisonneuve, cuando nos hacen falta cielos, horizontes, océanos, crepúsculos y amaneceres de seda. Didier Martin, cuando nos hacen falta frescos, soles tormentosos, caminos, un pájaro en el cielo de Isabel. Danièle Heusslein-Gire, cuando nos hacen falta miles de budas. Martine Franck y Michèle Laurent, cuando nos hacen falta fotos espléndidas. Yann, cuando necesitamos que el sonido sea todavía mejor. Marc, cuando nos lastimamos, e incluso y sobre todo, antes. Françoise, que cuida todas las cosas frágiles. Las voces, los niños. Alain, Maël, Nico, cuando necesitamos a Vulcano en la fragua. Tamani, cuando hay que cuidar las caras y sus maquillajes. Querida Fabienne, le escribo esto el jueves 25 de noviembre de 2004. Nada es definitivo. El mundo es impermanente. Todos nosotros también. Quisiera que me haga el favor de considerar esta carta como un post-scriptum indispensable. Es tan poco, comparado con lo que quisiera decir, sobre ellos y a ellos. Ariane
Nombres completos de los que cité por su nombre de pila: Duccio Bellugi-Vannuccini Maurice Durozier Juliana Carneiro da Cunha Serge Nicolaï Delphine Cottu Jean-Charles Maricot Eve Doe-Bruce Shaghayegh Beheshti Vincent Mangado Mathieu Rauchvarger Virginie Colemyn
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Elena Loukiantchikova-Sel Sarkaw Gorany Astrid Grant Emilie Gruat Marjolaine Larranaga y Ausin Andreas Simma Olivia Corsini Jeremy James Sébastien Brottet-Michel Judith Marvan-Enriquez Stéphanie Masson
Koumaran Valavane Fabianna Mello e Souza Seietsu Onochi Edson Rodrigues Pascal Guarise Patricia Cano Pauline Poignand Alexandre Michel Marie-Louise Crawley Virginie Le Coënt Marie Heuzé Liliana Andreone Etienne Lemasson Pierre Salesne Charles-Henri Bradier Sylvie Papandreou Pedro Guimaraes Naruna de Andrade Maria Adroher Elaine Méric Claire Ruffin Baudoin Bauchau Francis Ressort David Santonja-Ruiz
Dominique Jambert Emmanuel Dorand Cécile Allegoedt Carlos Obregón Héctor Ortiz Nissay Ly Annie Tran Marie-Hélène Bouvet Nathalie Thomas Karim Gougam Ly That-Vou Adolfo Canto Sabido Everest Canto de Montserrat Cédric Baudic Simon André Danièle Heusslein-Gire Yann Lemêtre Marc Pujo Françoise Berge Alain Brunswick Maël Lefrançois Nicolas Dallongeville Tamani Berkani
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POSTFACIO “Sólo el presente me importa. Vivo en el presente.” Y ella reivindica alto y fuerte su memoria agujereada, su indiferencia a hablar de sí misma, su rechazo a teorizar. Y ella trabaja, amasa y agita el presente. Como a una masa. Mejor que ningún otro director de teatro, con más carnalidad, más sensualidad, Ariane Mnouchkine ha querido hacer un teatro de su época, ser testigo de su tiempo, trabajar para cambiar su tiempo. A través de Shakespeare, Esquilo, Molière, Eurípides. Desde sus comienzos, la directora del Théâtre du Soleil se casó con las interrogaciones sobre su época en cada espectáculo: La cocina (1967) o la explotación sobre el trabajo, 1789 (1970) o la fiesta popular, la revolución confiscada, (¿Mayo del 68?), 1793 (1972) o terrores y miserias del izquierdismo, L’Age d’or (1975) o cómo vivir hoy, Mefisto (1978) o el compromiso de los intelectuales, de los artistas… Nada de liso y llano realismo en esas tornasoladas epopeyas reflexivas sobre la sociedad de hoy. Desde su largo periplo por el Extremo Oriente de su juventud en 1963, Ariane Mnouchkine comprendió como lo habían hecho antes que ella Artaud, Copeau, Claudel, o Brecht, que no hay más teatro que el oriental, que solamente los artistas asiáticos –japoneses, hindúes, chinos o balineses– han adquirido desde hace siglos la ciencia de hacer autopsias y de transfigurar los sentimientos y las pasiones, en una continuidad de signos que encandilan y maravillan en un principio, después conmueven y elevan el alma y el espíritu de quien los mira. Así el presente, según el Théâtre du Soleil es milenario, rico en múltiples tradiciones. Lo próximo es lejano; lo refinado, arcaico; el exterior, íntimo; lo político, privado. Ariane Mnouchkine cultiva las paradojas aparentes. En ella se mezclan muchas mujeres. La jefa de elenco que funda con sus compañeros estudiantes de la Sorbona, en 1964, la “cooperativa obrera de producción Théâtre du Soleil” y la escritora –poeta de un lenguaje luminoso y dulce; la cineasta brillante de Molière y la superintendente de la Cartoucherie que no delega nada; la directora visionaria y la confesora– enfermera de los actores; la educadora y la glotona; la general y la niña; la
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militante y la hedonista; la santa y la aventurera. Qué sobrenombres, qué metáforas no se han empleado para referirse a ella: reina, papisa, leona, sacerdotisa, ogro, pasionaria… ella es eso y muchas cosas más. Una personalidad fuera de serie, para un elenco fuera de serie. Un recorrido fuera de serie. Cuarenta años, hoy, llevando adelante con violencia y pasión una compañía que ennobleció la creación colectiva, inventó una nueva manera de buscar y encontrar juntos. Hizo explotar la escena clásica a la italiana, imaginó espacios fragmentados, creó nuevos vínculos de proximidad, de respeto, de fidelidad con el público, puso al teatro en un lugar donde no se actuaba: una fábrica de cartuchos militares desafectada en el medio del bosque. El Théâtre du Soleil creó allí un palacio de maravillas, un reino de los sueños donde, lejos de huir de lo real, reaprendemos lo contrario, a verlo y comprenderlo de otra manera, donde la Historia candente se vuelve poesía épica. Así el bien llamado Soleil transforma nuestras preguntas en escenas luminosas, ilumina fraternalmente nuestras tinieblas. Se necesita belleza y esplendor para atreverse a trabajar sobre las tragedias contemporáneas: fanatismo, integrismo, guerras civiles, exilios. La alquimista Mnouchkine conoce los secretos para transformar en cavernas de Alí Baba el caos y el infierno. Antes que nada, ama fundamentalmente al mundo, a la vida, a la gente. Todo lo que le interesa, la sorprende, la agrede, la transforma: las papas del almuerzo que todavía no están peladas a las diez de la mañana en la Cartoucherie y el destino de los secuestrados en Irak, los rollos de papel higiénico que desaparecieron misteriosamente de la despensa y el genocidio del Darfour. Enseguida, la eterna niñita que afinó la mirada acompañando a su padre productor en los rodajes de las películas, es una artista hasta los bordes de su cabellera gris. Tiene ojo, instinto, intuición, imaginación. Basta con mirar las fotos que tomó durante su viaje iniciático en Asia –tenía veinticuatro años– todo está allí, las puestas en escena aparecen en los encuadres espectaculares, el gusto del vacío y de lo lleno, de los cuerpos en movimiento, de las caras comunes potentes y familiares. La simplicidad majestuosa. En fin, Ariane Mnouchkine, ama, adora a los actores: mirarlos actuar no termina de encandilarla. Y como ellos lo sienten, lo viven cada día, los actores del Soleil le dan todo. ¿Cómo resistirse a un jefe de guerra tan carismático? Ellos entrenan y buscan hasta el agotamiento la actuación épica, a veces acrobática, siempre muy estilizada, con la que sueña su inspiradora. Con ella, ellos aprenden a tonificar la imaginación y los músculos, para llenar esos va-
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cíos espléndidos y ricos de todas las posibilidades, que venera. Y a escuchar al otro, y a inventar juntos nuevas formas, y a escalar todos los Himalayas del teatro. Una búsqueda que comienza sin cesar. Una escuela de vida, también. Exigente, sin piedad, dolorosa, magnífica. Algunos no tienen la fuerza suficiente y se van, otros exaltados se ofrecen en cuerpo y alma. Como Ariane Mnouchkine. El molde parece haberse roto después Giorgio Strehler y el Piccolo Teatro, el molde de esos jefes de grupo intransigentes y generosos que, por fuera de las esferas de poder, por fuera del dinero, por fuera de la institución clásica, consagraron su vida al teatro. Han permanecido, durante cuarenta años, deliberadamente independientes, rebeldes, marginales. Desde 1789, fiesta popular dividida en los cuatro rincones de la Cartoucherie, que rompía los códigos de la representación habitual –espacio, texto, relación con el público– a Le Dernier Caravansérail que se atreve a abordar crudamente, cuando muchos se callan, el drama de los refugiados. Y sin dejar jamás de inventar luces, materias, grandes espectáculos extraordinarios. Perseguir a Ariane Mnouchkine durante casi dos años. Insistir en verla entre dos ensayos, dos funciones, dos giras, dos reuniones anuladas, ha sido a veces muy complicado. La dama del Soleil le huye a las entrevistas. Sólo las concede a contrapelo en la Cartoucherie, su antro en el medio del bosque. ¡Pero qué aventura, qué compañerismo, qué lección de presencia al mundo, al tiempo, al otro! No es extraño que quien no ama más que el presente, quien no vive más que en el presente haya deliberadamente elegido al teatro, ese arte efímero, aquí y ahora. Ella es el teatro.
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Pequeños textos para circunstancias
La libertad es como la piel de zapa Por Ariane Mnouchkine y Patrice Chéreau
Ustedes en Checoslovaquia encarcelaron a Havel, el escritor; en Uruguay, a Estrella, el pianista; en la Unión Soviética a Vadim Smogitel, el pianista; en Colombia, Alba González Souza, la pianista, también está en la cárcel. Ustedes hicieron desaparecer a Raymondo Gleyzer, el cineasta, en Argentina. Jorge Muller, el cineasta, Julieta Ramírez, la actriz, en Chile. Ustedes en Irán, censuraron a sus poetas y a sus músicos. Los metieron en la cárcel, igual que en Sudáfrica. Y tantos otros, tantos otros que ustedes asesinaron. Los artistas perseguidos son solamente la parte visible de un siniestro y gigantesco iceberg. La libertad es como la piel de zapa. Entonces, ¿qué nos queda para decir que otros no hayan dicho ya? ¿Qué nos queda para callar que no haya sido callado?… Sólo una cosa: continuar. Pero somos débiles, pusilánimes y no tenemos estrategia. Exigimos a los gritos la liberación de este artista o aquel en la Unión Soviética o en Argentina, y los hacemos reír, a ustedes los tiranos. Porque ustedes saben por experiencia que un derecho no se exige, sólo se exige aquello que se puede obtener por la fuerza. Sin embargo, ya no sabemos muy bien dónde se encuentra nuestra fuerza. Entonces vamos a dar testimonio, ser el eco de aquellos que gritan. Vamos a volver a copiar sus escritos, calcar sus dibujos, repetir sin cesar sus palabras. Ese juicio que ustedes quieren ahogar en un recinto cerrado en uno de sus reinos, ha atravesado sus fronteras y la nuestra. Ha sido traducido febrilmente y algunos actores lo van a representar. Sus argumentos penosos, su mala fe roñosa, sus mentiras arrogantes van a ser representadas. No más recinto cerrado. Su sucio juicio imbécil va a recorrer todas las bocas (al menos aquellas que no han sido selladas por haber cometido demasiados errores inconfesables), y va a llegar a todos los oídos (al menos a aquellos que no son sordos por demasiada complicidad mentirosa), y va a estar bajo todas las miradas (al menos bajo todas aquellas que no miran siempre para otro lado). Y
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si la AIDA* no hubiese sido tan joven, no hubiese sido a un juicio al que los habríamos convocado el miércoles 19 de diciembre, sino a diez, veinte, treinta, en diez, o veinte, o treinta países. La próxima vez será. Es inútil, dicen ustedes. No son estos pequeños aleteos los que los detendrán. Al contrario, ustedes resistirán. No cederán ni se descorazonarán. No lo crean. Sabemos que a un estado que no cede jamás, que como un vulgar terrorista secuestra a sus propios artistas, que a un estado, que se refugia atrás de sus barrotes cada vez le cuesta más mantener a sus ciudadanos encadenados. ¡Cierren sus fronteras! ¡Conviertan a sus países en islas! ¡Echen a nuestros enviados! Escuchen sus conversaciones telefónicas, eso no nos impedirá que, como infatigables chismosas, repitamos todo lo que nos llegará sobre ustedes y sobre los que se les parecen. Lo haremos con nuestros medios: el teatro, el cine, el canto, la pintura. Lo haremos en todo el mundo. Eso es irrisorio, dicen ustedes…, ustedes no tienen miedo de los payasos ni de los escritorzuelos. ¡¿Ah sí?! ¡Muy bien! Si los artistas sólo representan una cantidad despreciable, ¿por qué entonces tienen miedo de los que viven bajo sus reglas? Le Monde, 21 de diciembre de 1979 y 12 de febrero de 1980.
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AIDA, Asociación Internacional para la Defensa de los Artistas víctimas de la represión en el mundo. Cartoucherie, Route de la Pyramide, 75012 París.
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Entrega de los premios Europa para el teatro Discurso pronunciado por Ariane Mnouchkine el 9 de agosto de 1987 en Taormina En nombre del Théâtre du Soleil agradezco a la organización ARTE de Taormina y a la Comunidad Europea. Estamos felices y orgullosos de recibir este premio Europa. Nos parece muy importante que, a través de este gesto simbólico y financiero, la Comunidad Europea demuestre que no quiere ser solamente la comunidad de los tomates y de la carne de cerdo, sino también la comunidad del Arte. Pero la Europa de la Comunidad no es toda Europa y esta noche pienso en la otra Europa, la que nosotros llamamos del Este, como para volverla más lejana. Pienso en todos los artistas que trabajan en las iglesias en Polonia, en las cantinas en Hungría, en los garajes en Checoslovaquia, por todas partes, en la sombra, sin ayuda, con las dificultades más grandes, y que, en sus países, mantienen viva la llama del teatro, de la poesía, de la verdad. Pienso en ellos, tan parecidos a nosotros, que a veces escalan el muro para mirarnos, a nosotros. Nosotros, que a pesar de todas nuestras crisis somos tan ricos y tan libres. Me gustaría que esta noche, ellos sepan que nosotros, europeos, pensamos en ellos, europeos. Que sepan que este premio que recibo esta noche también es de ellos, y que los esperamos para que la vieja Europa sea de una vez por todas la joven Europa. Gracias.
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El Théâtre du Soleil en Israel Esta declaración fue publicada el 15 de abril de 1988 en los siguientes diarios israelíes: Ha’aretz (hebreo), Yediot Aharonot (hebreo), Al-Ittihad (árabe) y Jerusalem Post (inglés)
Nos invitaron y nosotros aceptamos su invitación. Pero antes de atravesar el umbral de su puerta, es necesario que ustedes sepan quiénes somos y lo que pensamos. Nosotros, autor, actores, músicos, maquinistas y directora del Théâtre du Soleil, somos originarios de veintidós países (Francia, Portugal, Chile, Bélgica, Italia, Brasil, Argelia, India, Camboya, Estados Unidos, Túnez, Turquía, Armenia, Líbano, Irán, España, Alemania, Suiza, Argentina, Guatemala, República Dominicana, Togo), nuestra religión es cristiana, musulmana, judía, budista, hindú o somos ateos, somos blancos, somos negros, somos amarillos, venimos de países que han tenido, a lo largo de su historia, el papel de colonizador y de colonizado, de oprimido y de opresor, de ocupado y ocupante, países que han vivido horas de orgullo y de vergüenza, de progreso y de fracaso, de dignidad y de falta de dignidad, de humanidad y de falta de humanidad. Eso es lo que somos. Ahora bien, esto es lo que pensamos: Pensamos que la apropiación de territorios por la fuerza es inadmisible; pensamos que matar niños, en cualquier circunstancia sean palestinos o israelíes es una monstruosidad; pensamos que matar civiles desarmados viola no solamente el tratado de Ginebra sino toda ley moral; pensamos que una nación que oprime a otra no puede ser una nación completamente libre; pensamos que es una locura intentar romper a la fuerza lo que ninguna fuerza armada podrá nunca romper: el amor a la patria, el espíritu libertario. Se puede quebrar el cuerpo, pero no se logra pisotear el alma de un pueblo. Y entre todos los pueblos, el pueblo judío es aquel que lo viene probando hace milenios;
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pensamos que el pueblo palestino tiene razón en rebelarse contra la ocupación israelí y que su causa es justa; pensamos que el pueblo palestino tiene el derecho inalienable a la autodeterminación y a un Estado palestino; pensamos que el Estado de Israel tiene el derecho imprescriptible de existir aquí, seguro y en paz; pensamos que hay dos pueblos en esta Tierra santa que debe ser compartida, con sus límites negociados. Esperando que más tarde, cuando el Tiempo cumpla su oficio y permita olvidar y Perdonar, pueda nacer una asociación; … Pensamos que ya basta de frentes obstinados en el error, en el crimen, que ya basta de ojos ciegos, de oídos sordos; pensamos que los líderes que el pueblo israelí eligió deben aceptar negociar con los líderes que el pueblo palestino eligió, aunque esos líderes no les gusten, poco importa cual haya sido su estrategia en el pasado; pensamos que después del derecho del más fuerte ya es tiempo de que venga el deber del más fuerte, y que Israel, ya que es el más fuerte, debe dar el primer paso. El más grande. ¿No es capaz? ¿Israel le tiene más miedo a la paz que a la guerra? Pensamos que a fuerza de no ver a aquellos palestinos que les tienden la mano, Israel corre el riesgo de rodearse solamente de aquellos que sólo saben empuñar el cuchillo; pensamos que Israel y la OLP deben reconocerse mutuamente y simultáneamente desde el primer minuto de la negociación y entonces el mundo entero respirará y tendrá esperanza. Dudamos en venir, hablamos, lo consultamos con muchos de ustedes, y decidimos no agregar un rechazo fácil a la lista de todos los rechazos criminales. Nada puede forzarnos a no esperar nada de la fuerza de las palabras, a reconocer nuestra fe en el hombre y también en el Arte. No renunciaremos nunca. Es por la Paz y sus defensores que vinimos, por admiración y fraternidad con todos los que, en los dos campos, a veces arriesgando sus vidas o violando alguna ley absurda de su país, intentan “atravesar el puente”, encontrarse, hablar, ya sea en París, en Bruselas, en Budapest, en Túnez, en Beirut, en Bucarest, tanto de una orilla como de la otra. Nuestra venida es un homenaje a todos los que en Israel –diputados en la Knesset, intelectuales, escritores, artistas, juristas, perio-
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distas, ciudadanos– tejen incansablemente y desde hace décadas la tela de la paz que los líderes irresponsables se empeñan en desgarrar. Vinimos porque creemos que los hombres cambian, que ya han cambiado, que muchos palestinos han cambiado y que si Israel no cambia, va a perder no solamente sangre o vidas sino el honor y la paz interior. Porque tememos que la ceguera de algunos conduzca a todo el pueblo de Israel a la masacre que engendra la masacre y la guerra civil. Les decimos todo esto porque no se debe entrar en la casa de un amigo con el corazón cargado de angustias mudas y de reproches secretos. El Théâtre du Soleil
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Homenaje a Jeanne Laurent* Discurso pronunciado por Ariane Mnouchkine el 27 denoviembre de 1989 en la Comédie Française Querida señora: Se fue sin que yo pudiera decirle adiós. Adiós y gracias. Gracias, ¿de qué?, me iba a contestar usted. Yo no hice nada, hacía mucho que ya no trabajaba en el ministerio cuando usted y su grupo dieron los primeros pasos. Es cierto, señora, que ya no estaba en el poder, como se dice, cuando nació nuestro teatro, y, objetivamente, ya no puede hacer nada por nosotros. Entonces, ¿por qué me emocionaba tanto cuando sabía que estaba en nuestra sala? Y que estaba sin falta en la platea en cada uno de nuestros espectáculos. Llegaba muy temprano; era muy curiosa, muy impaciente, muy vibrante; su voz era tan febril que me acuerdo de haber pensado que tenía miedo de salir a escena, señora; tan ardiente era su deseo de ver al teatro ganar terreno y tan grande su temor de que lo perdiera. Es así que continúa su obra, esperando y temiendo, exigiendo también, porque, a veces, saber exigir es un don. Y cuando después de la función, me inclinaba hacia usted, porque era muy bajita, señora, y nos dábamos un beso y yo le agradecía sus agradecimientos, su comprensión, su aliento, usted era entonces, mucho más importante para mí que un ministro. Porque yo sabía que todos los que nos habían abierto camino, lo habían hecho gracias a su apoyo incondicional, a su sentido de las responsabilidades del Estado, a su moral, a su valentía política o a su valentía simplemente. Tengo tantas otras cosas para decirle, pero me dijeron que esta carta tenía que ser breve. Por aquí las cosas no van del todo mal. Aparte de un extraño olor; un olor que usted nunca pudo soportar; algo así como el olor
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N. de T.: Jeanne Laurent (1902–1989), Subdirectora de Teatro y Música en el Ministerio de Cultura francés entre 1946 y 1952. Personaje clave en la historia de la descentralización teatral en Francia. Fundadora del servicio público para la cultura.
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de la cobardía o del desprecio. Le diré más en mi próxima carta. Pero no se preocupe, porque un viento favorable terminará por levantarse. La mantendré al tanto. Bueno, gracias otra vez, señora, por habernos precedido y acompañado. Hasta pronto, aquí o allá, porque sabré encontrarla donde quiera que esté. Un beso.
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Manifiesto (27 de febrero de 1997) Azzedine Medjoubi, el maravilloso actor del Teatro Argelino ha sido asesinado. También él. Acaba de morir. Después de Alloura, Cheb Hasni, Asselah, Djaout… integraba la lista cruel. Y, dentro de un rato, quién de nosotros es el siguiente, se preguntan todos los argelinos sobrevivientes. Se miran entre ellos, y ya se lloran. ¿Vamos a permitir que se nos vayan yendo de a uno? ¿Van a apagarse, alejados por los rastrillos de Francia de la posibilidad de sobrevivir, los guardianes de la libertad de espíritu y de la palabra, los demócratas, los defensores de la verdad, los castigadores de la mentira, y todos los que han sido señalados con un cuchillo porque hablan el idioma de ese país francés que pretende no conocerlos? Los asesinados se amontonan, no han caído solamente por el furioso odio integrista. Algunos murieron también porque la más simple de las ayudas no llegó: les negaron una visa para la Vida. El Estado francés se negó a recibir a los que estaban bajo amenaza, con conocimiento de causa, sabiendo el destino sangriento que le está reservado a una comunidad martirizada. No es la primera vez en nuestra historia. Y es todavía mucho peor. Hay olor a Vichy en este reino. Las leyes Pascua agravaron cínicamente y multiplicaron los límites que el Estado francés pone al deber de asilo y de hospitalidad. La interpretación perversa de la Convención de Ginebra sobre los refugiados y las leyes de diciembre de 1994 son intolerables. Bajo pretexto de regularizar los flujos migratorios, Francia rechaza a los refugiados y colabora hoy con el asesinato de la cultura argelina y de nuestro honor. Somos ciudadanos respetuosos de todas las leyes que respetan los derechos de la mujer y del hombre. No queremos avergonzarnos de vivir en silencio bajo un gobierno que hace del cinismo su ley y de la indiferencia la costumbre; y que, en nuestro nombre, cierra la puerta precisamente a los que van a ser asesinados.
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Es por eso que, en desmedro del artículo 21 de la disposición de 2 de noviembre de 1945,* y mientras el Estado francés no haya tomado las disposiciones que exige la urgencia de las circunstancias, nos comprometemos: –a hacer todo lo posible para ayudar a las argelinas y argelinos amenazados a entrar en Francia, sea cual sea la ley, –a hacer todo lo posible para ayudarlos a quedarse en Francia, sea cual sea la ley, –declaramos que los hemos alojado, que los alojamos, que los alojaremos, mientras su vida esté en peligro.
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Toda persona que, encontrándose en Francia, otorgue ayuda directa o indirecta, facilite o intente facilitar la entrada, la circulación, o la estadía irregular de un extranjero en Francia será penalizado con cinco años de prisión y una multa de doscientos mil francos.
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Frases de cabecera El Teatro es la representación del mundo entero. Habla del deber, del juego, del dinero, de la paz, de la risa, del combate, del amor y de la muerte. Enseña el deber a los que lo ignoran, el amor a los que lo desean. Castiga a los malvados, aumenta la capacidad de los disciplinados, da valor a los cobardes, energía a los héroes, inteligencia a los débiles de espíritu, sabiduría a los sabios. BHARATA, Tratado de teatro hindú
El Teatro es en realidad la génesis de la creación. ANTONIN ARTAUD
Escribir no es describir. Pintar no es despintar. El parecido es engañoso. Cuando empiezo, me parece que mi cuadro está del otro lado de la tela solamente cubierto por ese polvo blanco. Basta con desempolvarlo. Tengo un cepillito para hacer aparecer el azul, otro para el verde o el amarillo: mis pinceles. Cuando todo está limpio, el cuadro está terminado. GEORGES BRAQUE
No se viaja por placer, se viaja para verificar algo, un sueño… SAMUEL BECKETT
Un buen día, un pájaro entró en mi taller. Quería salir, pero no encontraba su camino y se daba, desamparado, contra las paredes y los vidrios del tragaluz. Otro pájaro entró en mi taller, se posó unos instantes en un zócalo y se fue volando, encontrando sin problema el camino que lleva al cielo. Con los artistas pasa lo mismo. CONSTANTIN BRANCUSI
El tiempo se venga siempre de lo que hacemos sin él. PROVERBIO
“Si la suerte golpea tu puerta, ábrela”, dicen. ¿Pero por qué obligarla a golpear teniendo la puerta cerrada? IDRISS SHAH
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A través de la piel haremos entrar la metafísica en los espíritus. ANTONIN ARTAUD Las cosas no son difíciles de hacer, lo que es difícil es colocarnos en estado de hacerlas. CONSTANTIN BRANCUSI
Es esencialmente con nuestras obras que debemos defendernos. GEORGES ROUAULT
Sólo puedo concebir al artista en plena aventura. ANTONI TÀPIES
Para mantener unidos los pueblos es necesario hacer obras. BHAGAVAD-GITA
No se pintan almas, se pintan cuerpos… PAUL CÉZANNE
El artista que no emplea sus dones es un esclavo perezoso. WASSILY KANDINSKY
Cuando te apuras, es el diablo quien te empuja. IDRISS SHAH
Recién a los sesenta y tres años empecé a entender la verdadera forma de los animales de los insectos y de los peces y la naturaleza de la plantas y de los árboles. En consecuencia, a los ochenta y seis años, habré penetrado más profundamente en la naturaleza del arte. A los cien años, habré alcanzado definitivamente un nivel maravilloso. Y, cuando tenga ciento diez años, trazaré una línea y eso será la vida. HOKUSAI
Gobierne el imperio como si cocinara un pescado. LAO TSE
Sonriamos para llamar a la felicidad. CANCIÓN JAPONESA
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La condición de lo maravilloso, es lo concreto. JIRI TRNKA
Una noche, un hombre escuchó que alguien caminaba por su casa. Se levantó y para hacer luz encendió un mechero. Pero el ladrón que era el que había hecho ruido se colocó delante de él y cada vez que una chispa tocaba la mecha, el la apagaba discretamente con el dedo. El hombre, creyendo que la mecha estaba mojada, no vio al ladrón. En tu corazón pasa lo mismo, hay alguien que apaga el fuego pero tú no lo ves. IDRISS SHAH. LA MECHA.
Me duele que el Espíritu no esté en la vida y que la vida no esté en el Espíritu. ANTONIN ARTAUD
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Cronología 1959, 27 de octubre: creación de la Asociación Teatral de Estudiantes de París. 1961, 23 de junio: estreno de Gengis Khan, de Henry Bauchau, en las Arenas de Lutecia. 1964, 29 de mayo: nacimiento del Théâtre du Soleil. 1964-1965: Los pequeños burgueses, de Máximo Gorki, adaptación de Arthur Adamov. MJC de Montreuil, después en Théâtre Mouffetard. 1965-1966: El capitán Fracasse, basado en la obra de Gautier, adaptación de Philippe Léotard. Théâtre Récamier. 1967, 5 de abril: La cocina, de Arnold Wesker, adaptación de Philippe Léotard. Cirque Montmartre. 1968, 15 de febrero: Sueño de una noche de verano, de Shakespeare, adaptación de Philippe Léotard. Cirque Montmartre. Estreno de El árbol brujo, Jerónimo y la tortuga, de Catherine Dasté, basado en una historia inventada por los alumnos de una escuela de Sartrouville, dirección de Catherine Dasté, vestuario de Marie-Hélène Dasté. Cirque Montmartre. 1969-1970: 25 de abril de 1969: Les Clowns, creación colectiva del Théâtre du Soleil. En colaboración con el Théâtre de la Commune d’Aubervilliers. Théâtre de la Commune d’Aubervilliers. 26 enero de 1970: reestreno en l’Élysée Montmartre. Fines de agosto de 1970: llegada del elenco a la Cartoucherie. 1970-1971: 12 de noviembre de 1970: 1789, creación colectiva del Théâtre du Soleil. Piccolo Teatro de Milán. Reestreno en la Cartoucherie. 1972-1973: 12 de mayo de 1972: 1793, creación colectiva del Théâtre du Soleil. Cartoucherie. 15 de noviembre de 1972: reestreno de 1789 en alternancia con 1793 en la Cartoucherie hasta marzo de 1973. 1974: 1789, película del espectáculo del Théâtre du Soleil dirigida por Ariane Mnouchkine. Imágenes de Bernard Zitzermann. 1975, 4 de marzo: L’Age d’or, creación colectiva del Théâtre du Soleil. Cartoucherie.
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1976-1977: Molière, película escrita y dirigida por Ariane Mnouchkine con el Théâtre du Soleil, imágenes de Bernard Zitzermann, música original de René Clémencic. 1977-1978, 16 de diciembre de 1977: Don Juan, de Molière, dirección de Philippe Caubère. Cartoucherie. 1979-1980: 4 de mayo de 1979: Mefisto o la novela de un actor, basado en Klaus Mann, adaptación y dirección de Ariane Mnouchkine. En coproducción con l’Atélier Théâtrale de Louvain-la-Neuve (Bélgica). Cartoucherie. Versión en video del espectáculo realizada por Bernard Sobel. 1981-1984: Los Shakespeare. Traducción de Ariane Mnouchkine. 10 de julio de 1982: Noche de reyes, en el Festival de Aviñón. Obra actuada en alternancia con la precedente en la Cartoucherie. 18 de enero de 1984: Enrique IV, primera parte en la Cartoucherie. Obra actuada en alternancia con las dos precedentes. 1985-1986, 11 de setiembre de 1985: estreno de L’Histoire terrible mais inachévée de Norodom Sihanouk, Roi du Cambodge, de Hélène Cixous. Cartoucherie. 1987-1988: 30 de setiembre de 1987: L’Indiade ou L’Inde de leurs rêves, de Hélène Cixous. Cartoucherie. Versión en video del espectáculo realizada por Bernard Sobel. 1989: La nuit miraculeuse, película. Guión de Ariane Mnouchkine y Hélène Cixous, diálogos de Hélène Cixous, imágenes de Bernard Zitzermann. Encargo de la Asamblea Nacional por el Bicentenario de la Declaración de los Derechos del Hombre. 1990-1993: Les Atrides. 16 de noviembre de 1990: Ifigenia en Aulide, de Eurípides, en la Cartoucherie. Traducción de Jean Bollack. 24 de noviembre de 1990: Agamenón, de Esquilo, en la Cartoucherie. Traducción de Ariane Mnouchkine. 23 de febrero de 1991: Las Coéforas, de Esquilo, en la Cartoucherie. Traducción de Ariane Mnouchkine. 26 de mayo de 1992: Las Euménides de Esquilo, en la Cartoucherie. Traducción de Hélène Cixous. 1993, 15 de mayo-6 de junio: La India de père en fils de mère en fille, dirección de Rajeev Sethi, sobre una idea de Ariane Mnouchkine. Espectáculo interpretado por treinta y dos artistas hindúes (contadores, músicos, bailarines, acróbatas y magos) Cartoucherie.
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1994, 18 de mayo: La ciudad perjura o El despertar de los Erinnias, de Hélène Cixous. En coproducción con Wiener Festwochen y el Ruhr Festspiele de Recklinghausen. Cartoucherie. 1995-1996, 10 de junio de 1995: Tartufo, de Molière, en Viena (Austria-Wiener Festwochen). 1996-1997: Au Soleil même la nuit, película de Eric Darmon y Catherine Vilpoux en armonía con Ariane Mnouchkine. Coproducción La Sept Arte, Agar Film y Théâtre du Soleil. Rodado en la Cartoucherie durante los seis meses de ensayo hasta las primeras funciones de Tartufo, de Molière. 1997-1998: 26 de diciembre de 1997: Et soudain des nuits d´éveil, creación colectiva del Théâtre du Soleil, en armonía con Hélène Cixous. Cartoucherie. 24 de julio de 1998: A buen fin no hay mal principio de Shakespeare, dirección Irina Brook. Cloître des Carmes. Aviñón. 1999-2002: Inspirado en La ciudad perjura o El despertar de las Erinnias, de Hélène Cixous, una película de Catherine Vilpoux, imágenes de Eric Darmon. 11 de setiembre de 1999: Tambours sur la digue, sous forme de pièce ancienne pour marionettes jouée par des acteurs, de Hélène Cixous. Cartoucherie. Tambours sur la digue, película sobre el espectáculo dirigida por Ariane Mnouchkine. Coproducción del Théâtre du Soleil, Bel Air Media, ARTE France, ZDF Theaterkanal, CNDP 2002. Rodada en la Cartoucherie en 2001. 2003-2004: Le Dernier Caravansérail (Oddysées). Creación colectiva del Théâtre du Soleil. 3 de abril de 2003: estreno de Le fleuve cruel (primera parte) 22 de noviembre de 2003: estreno de Origines et destins (segunda parte) Cartoucherie. En coproducción con la Ruhrtriennale.
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Notas 1.
2.
3.
4.
Jean Vilar (1912-1971). Actor y director formado por Charles Dullin, director del Théâtre National Populaire de Chaillot de 1951 a 1963 y del Festival de Aviñón –del que fuera fundador– de 1947 a 1971. Adepto a las puestas en escena despojadas, simplificadas, hieráticas, de los espectáculos que elevan el espíritu y la conciencia del público, Jean Vilar tenía una alta idea del teatro, de su papel a la vez moral y político, de su misión de servicio público. Sin olvidar jamás, sin embargo, su aspecto ceremonioso y de fiesta popular. Fue uno de los primeros en instaurar en Chaillot una política cultural dirigida a los espectadores. Jacques Lecoq (1921-1999). Ex profesor de gimnasia, iniciado por Jean Dasté en la improvisación y el trabajo con máscaras, Jacques Lecoq se apasiona rápidamente por el teatro nô y la commedia dell’arte. Su investigación lo lleva a Padua y a Milán, donde conoce a Giorgio Strehler y a Paolo Grassi. Junto a ellos, participa en la creación de la escuela del Piccolo Teatro de Milán, se enfoca enseguida hacia la puesta en escena, crea su compañía, trabaja con Darío Fo en pantomimas muy comprometidas políticamente. En 1956, vuelve a París para fundar su escuela internacional de mimo y teatro, donde explora las nuevas vías de un teatro más corporal y desarrolla su propia técnica del trabajo con la máscara. Théâtre des Nations (1954-1968). En 1954 en París A.M. Julien y Claude Planson, crean un Festival Internacional de Arte Dramático donde participan distintos teatros del mundo. Como tiene mucho éxito, en 1957 se transforma en una institución permanente subvencionada por el Estado: el Théâtre des Nations. El objetivo es ambicioso: en el marco de una temporada anual de cuatro a seis meses, hacer el inventario de la cultura universal a través de compañías extranjeras prestigiosas, el descubrimiento de teatros tradicionales y la búsqueda de nuevas formas de arte dramático. Cincuenta y una naciones participan y ciento sesenta elencos son invitados, entre ellos el Berliner Ensemble, el Teatro Nacional de Nô, la Opera de Pekín, el Teatro de Arte de Moscú, etcétera; Visconti y Bergman vienen para dirigir. Víctima de su propio triunfo (fueron creados una revista, talleres, un círculo internacional de críticos, una asociación internacional de maquinistas de teatro), a menudo criticado, el evento es interrumpido por el Estado en 1968. Cuatro años después de que Jean-Louis Barrault asumiera la dirección del Odeón-Théâtre de France, ocupado en 1968. Nô. A mediados del siglo XIV, Kanami y Zeami, grandes intérpretes de teatro mimado, cantado y bailado, obtienen el apoyo del Shogun de Kyoto para imponer un nuevo género. ¿El objetivo? Alcanzar el dominio supremo en la actuación para revelar la belleza oscura y la belleza escondida. Así nació el nô y pronto sería la herencia de la casta guerrera de los samurais. Cinco familias han transmitido hasta nuestros días ese arte que sigue incambiado. Mismas máscaras, mismos trajes, nada de escenografía. El nô se actúa sobre un escenario vacío de madera pulida, siempre con las mismas dimensiones, llamado “la plataforma de los sueños”, donde los vivos se cruzan
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con los fantasmas y los demonios. Cinco obras nô son generalmente representadas en la misma jornada. Espectáculo muy codificado de una estilización extrema: se espera del actor nô un mínimo de gestos para un máximo de efecto. Kabuki. Por la brutalidad de su intriga, el esplendor de su maquillaje, vestuario y maquinaria escenográfica, el kabuki genera desde su aparición en el siglo XVII un enorme y escandaloso éxito. Derivado de las danzas femeninas licenciosas, y por eso desde entonces exclusivamente representado por hombres, es exiliado a los barrios de placeres y cuenta violentos dramas inspirados del nô. Rivalidades entre sacerdotes y guerreros, desencadenamientos de pasiones amorosas, de traiciones, de crímenes, pero también escenas burlescas. La batalla entre el bien y el mal es recurrente y lo sobrenatural también está presente. Pero aquí la gestualidad, la estética (influenciada por el teatro de marionetas) importan más que el texto. Cada expresión de la cara y del cuerpo, cada maquillaje, cada traje son estrictamente detallados. Y es a través de la forma, del artificio absoluto, que un actor kabuki expresa todos los sentimientos posibles y alcanza la esencia del ser. Kathakali. Nacido en el siglo XVII de las tradiciones populares, de los rituales ancestrales hindúes y del arte marcial más antiguo del mundo (el kalaripayat), el kathakali es un teatro danzado, que mezcla refinadamente el sentimiento y el paroxismo de las situaciones. Las artes del maquillaje, de la gimnasia de los ojos y de los músculos faciales son llevadas hasta la perfección. El golpeteo con los pies –de los que cuelgan cascabeles– acompasa una interpretación más basada en la observación de las fuerzas animales que en la psicología. El peso de las tiaras y de la suntuosidad de los trajes exige una destreza muscular importante sobre todo si se considera que el espectáculo puede llegar a durar toda la noche. Los actores no hablan pero se expresan a través de signos, gritos u onomatopeyas codificadas. De esta manera, el lenguaje de los gestos obedece a una verdadera gramática que, sin embargo, otorga al actor, gran libertad en opciones para la interpretación. El kathakali se estudia a partir de los seis años de edad y su entrenamiento puede durar diez años. Jacques Copeau (1879-1949). En 1908, crea junto a André Gide La nouvelle revue française y obtiene su primer éxito teatral en 1911 con su adaptación de Los hermanos Karamazov de Dostoievski; en el reparto figuraban Louis Jouvet, Charles Dullin… Copeau, preocupado por sacar al arte dramático del mercantilismo y de la vulgaridad, predica el retorno del texto sobre el “tablado vacío” y funda en 1913 el Théâtre du Vieux-Colombier. Durante la guerra, parte a Nueva York para dirigir el teatro francés de dicha ciudad. Cuando regresa a París, reactiva el Vieux-Colombier y crea una escuela de actores centrada en la improvisación, la máscara, la búsqueda de formas tradicionales para desarrollar un mejor lenguaje gestual. En 1924, se instala en Borgoña buscando un nuevo público y crea la primera compañía descentralizada –Les Copiaus– que disolverá en 1929. Impone a sus actores vigor y disciplina, trabajo colectivo, y comunión en torno al director. Copeau es uno de los primeros en imponer en el teatro exigencias a la vez estéticas y morales. La descentralización, así como el Théâtre National Populaire, se reconocen regularmente en la figura de Copeau.
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Antonin Artaud (1896-1948). Llegado a París con el propósito de convertirse en actor, Antonin Artaud termina rechazando la tradición occidental en materia de actuación: bajo la égida de la razón, de la psicología, del entretenimiento o del arte por el arte, el cuerpo y el pensamiento sufren una separación demasiado radical. En 1924 adhiere a un grupo surrealista del que se separa en 1926. Funda en 1927, junto a Alfred Vitrac y Robert Aron, el Théâtre Alfred Jarry, buscando otra vez por el lado del teatro: la representación tiene que convertirse en un acto único y peligroso de donde actores y espectadores no salgan indemnes, el director funciona como un maestro de ceremonias. En la Exposición Colonial de 1931, se fascina con el teatro balinés que, según él, encarna maravillosamente un lenguaje corporal capaz de trascender la materia misma. Artaud escribe entonces El teatro y su doble, donde expone la noción de “teatro de la crueldad”. Afecto a lo ritual, lleva la experiencia escénica al límite: acto único y último, teatro de la revuelta humana, teatro de la sangre donde se actúa la existencia en su totalidad. Esta práctica mágica, de encantamiento, excluye la noción de obra de arte acabada, palpable y reproducible… Después de haberse instalado en México para iniciarse en los rituales de los indios Tarahumaras, Artaud será internado en distintos hospitales psiquiátricos entre 1937 y 1946. 9. Bertolt Brecht (1898-1956). Autor, director, teórico, impone ya en su primera obra “épica” –Un hombre es un hombre, en 1927– una concepción radicalmente nueva del teatro, basada en su función social y política. En 1928, se consagra con La ópera de dos centavos. En 1933, huyendo de la Alemania de Hitler se instala primero en Dinamarca y Finlandia hasta que en 1941 parte a Estados Unidos donde se vuelve guionista y colabora particularmente con Fritz Lang. De este período, datan muchas de sus obras. Sus convicciones marxistas le ocasionan problemas con los maccartistas. En 1948, se va a Suiza y después a Berlín Este, donde junto a su esposa Helenne Weigel, funda el Berliner Ensemble. Su sistema dramático excluye los elementos espectaculares tradicionales en beneficio del valor didáctico. Brecht impone al espectador un “distanciamiento”, le impide identificarse con el personaje con el objetivo de despertar en él una toma de conciencia que lo conduzca a la acción política. La actuación deja de ser cómplice para transformarse en demostrativa. 10. Vsevolod Meyerhold (1874-1940). Debuta como actor en el elenco de Stanislavski en el Teatro de Arte de Moscú. Pone en escena sus propios espectáculos a partir de 1902, y enseguida es considerado como un experimentador superdotado. Meyerhold hace explotar todas las convenciones escénicas para hacer del escenario un trampolín de la imaginación. Para él, el arte del actor se sitúa menos en la encarnación que en la actuación. Explora todas las formas: la commedia dell’arte, el music-hall, el circo, las tradiciones chinas, el teatro de feria, el burlesco. Su objetivo era “recrear la plenitud de la vida” de tal manera que “lo cotidiano deje de parecer natural”. En 1918 entra al Partido Comunista, compañero de armas de Maiakovski, quiere tranformar a la escena en un laboratorio de la futura vida social y al actor en especialista de la acción estética, lanzándose así a la investigación sobre la biomecánica y la cinética. Con el ascenso del stalinismo, es obligado a volver al realismo, acusado de formalista. Detenido en 1939, es fusilado en 1940.
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11. Charles Dullin (1885-1949). Actor, participa en 1913 de la fundación del Vieux-Colombier con Jacques Copeau. Crea su escuela de actores en 1921 y su teatro L’Atelier en 1922. En 1927, en contra de la esclerósis del teatro clásico y la invasión del teatro comercial, crea el Cartel de los cuatro, con Louis Jouvet, Gaston Baty y Georges Pitoëff. Deja L’Atelier en 1940 para dirigir el Théâtre de la Cité, ex Théâtre Sarah Bernhardt, del que es expulsado en 1947. Pedagogo notable, Charles Dullin reinvindica a la vez la commedia dell’arte, el teatro japonés y el isabelino; quiere volver a la tradición para explorar mejor las formas acordes con la época. Dullin incita al alumno a sentir antes que a expresar. Para él lo esencial de la puesta en escena sigue siendo el respeto por el texto. Es uno de los primeros en predicar la descentralización teatral. 12. Louis Jouvet (1887-1951). Actor, director, es una de las grande figuras del teatro y del cine de la entreguerra. Discípulo de Copeau, entra al Vieuxcolombier como jefe de maquinaria, después abandona a Copeau para asumir la dirección de la Comédie des Champs Elysées en 1924. Vive años difíciles hasta su encuentro con Girardoux. En 1934, se instala en el Athénée, teatro que dirigirá hasta su muerte y donde crea todas las grandes obras del dramaturgo. El final de su vida está marcado por el teatro de Molière donde se destaca su Don Juan, una concepción del héroe maldito, que hizo época. Repartiendo su tiempo entre la escena y el conservatorio donde da clases, Jouvet nunca dejó de interrogarse sobre “la incomprensible posesión y desposeimiento de sí mismo” que exige el oficio del actor, al que no le alcanzan ni la espontaneidad ni el artificio. Sólo el tiempo y el trabajo duro pueden conducir al intérprete al personaje que debe encarnar. Los libros escritos por Jouvet forman parte de los escasos testimonios de un actor sobre su arte. 13. Constantin Stanislavski (1863-1938). Actor y director, funda en 1898 junto a Nemirovicht Dantchenko el Teatro de Arte de Moscú, donde pone en escena Chéjov, Gorki, Gogol, Maeterlink. Crea junto con Meyerhold un taller experimental. En contra de la actuación convencional –la sobreactuación, la dejadez– que reinan según él en el teatro ruso, elabora a partir de 1907 un método, buscando ayudar al actor a encontrar la interioridad y la vida espiritual a través de un entrenamiento continuo. Ejercicios psicosensoriales para suscitar reminiscencias de su propia vida, puestas luego al servicio del personaje; las acciones físicas, entre otros. Pero esos ejercicios sirven sólo para encontrar el estado creador necesario para la interpretación. Stanislavski rechaza que sus investigaciones queden fijadas en una técnica que se aplique mecánicamente. El mismo, en su búsqueda permanente de lo “verdadero”, de lo natural en el teatro, no dejó nunca de cuestionarse. 14. Giorgio Strehler (1921-1997). Actor y director italiano, cofundador junto a Paolo Grassi del Piccolo Teatro de Milán que dirgirá entre 1947 y 1996. Un emprendimiento ejemplar: atento a todos los grandes dramaturgos (de Goldoni a Brecht, de Shakespeare a Strindberg, de Chéjov a Pirandello), Strehler defiende la noción de teatro realista, épico, con un rol cívico y social, enmarcado en la magia triunfante de la escena. Busca siempre conciliar el teatro y el mundo, sabiendo con melancolía que la escena no puede contenerlo en su totalidad. Tiránico con sus actores, gran servidor del texto, erudito y esteta, es la figura tipo del director rey del fin del siglo XX.
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15. Orestíada. Unica trilogía que se conserva del poeta griego Esquilo (525 aC 456 aC), padre fundador de la tragedia griega, autor de alrededor de noventa obras de las que sólo siete han subsistido. Representada dos años antes de su muerte en -458, la Orestíada es su obra mayor, la que le valió en su época el éxito más grande. En la primera parte, la reina Clitemnestra –con el apoyo de su amante Egisto– asesina a su marido Agamenón, cuando este vuelve de la Guerra de Troya después de largos años de ausencia (Agamenón); en Las Coéforas, Orestes, hijo de Agamenón, ayudado por su hermana Electra, venga a su padre, masacrando a Clitemnestra y a Egisto; en Las Euménides, Orestes es juzgado y absuelto en Atenas por un grupo de magistrados elegidos por Atenea. Es un tribunal compuesto por hombres, ahora es el Estado, y ya no los dioses, quien debe mantener la paz en la ciudad. Esquilo anuncia el origen del derecho, de la justicia de los hombres. 16. Ifigenia en Aulide, tragedia de Eurípides (484 aC-406 aC). En ella vemos cómo el general Agamenón, habiendo esperado muchos meses, con su flota, para irse a combatir a Troya, decide obedecer al oráculo y sacrifica a su propia hija Ifigenia para atraerse al fin los vientos favorables. Ambicioso, sujeto a las voluntades de los que lo eligieron jefe del ejército, se niega cruelmente a escuchar las súplicas de Ifigenia, y las de su madre Clitemnestra, quien preparará durante años su venganza (ver Orestíada). En Ifigenia en Aulide, como en las otras dieciocho tragedias de Eurípides que se han conservado, la psicología individual de los personajes se afirma cada vez más, y las antiguas leyes divinas, las tradiciones arcaicas comienzan a ser poco a poco cuestionadas…
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Se terminó de imprimir en el mes de agosto de 2007 en Talleres Don Bosco, Canelones 2130, Montevideo, Uruguay. Depósito Legal Nº 342 466 Comisión de Papel Edición amparada al Decreto 218/96