El arte de morir: La puesta en escena de la muerte en un tratado del siglo XV 9783964563187

A partir del "Ars moriendi", manual cristiano de mediados del siglo XV que enseña a morir santamente, la autor

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Spanish; Castilian Pages 226 [228] Year 2006

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Table of contents :
Agradecimientos
Índice De Abreviaturas
Índice De Figuras
Presentación
Capítulo 1. La Regulación Alegórica
Capítulo 2. El Teatro Y La Muerte
Capítulo 3. Sobre La Autotanatografía Medieval, La Repetición Y La Memoria
Capítulo 4. La Confesión Según El Arte
Capítulo 5. Final: De La Muerte En El Siglo XV
Bibliografía Citada
Índice
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El arte de morir: La puesta en escena de la muerte en un tratado del siglo XV
 9783964563187

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Rebeca Sanmartín Bastida El arte de morir

MEDIEVALIA HISPANICA Editado por Maxim Kerkhof Yol. 10

Rebeca Sanmartín Bastida

El arte de morir La puesta en escena de la muerte en un tratado del siglo xv

Iberoamericana • Vervuert • 2006

Bibliographic information published by Die Deutsche Bibliothek Die Deutsche Bibliothek lists this publication in the Deutsche Nationalbibliogra-fie; detailed bibliographic data are available on the Internet at http://dnb.ddb.de

Reservados todos los derechos © Iberoamericana, 2006 Amor de Dios, 1 - E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Vervuert, 2006 Wielandstr. 40 - D-60318 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 84-8489-256-5 (Iberoamericana) ISBN 3-86527-267-3 (Vervuert) B-15.584-2006 Diseño de Portada: Michael Ackermann © De los grabados, Patrimonio Nacional The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706 Impreso en Cargraphics

A Sandrine Secci y Carlos Cardeña, que recorrieron Manchester y Madrid conmigo

AGRADECIMIENTOS

Esta investigación comenzó a fraguarse en la Universidad de Manchester y continuó en el CSIC, después se desarrolló en la Universidad Complutense de Madrid y, finalmente, acabó de encontrar su clave en la Widener Library de la Universidad de Harvard. Trabajar en estos lugares me ha permitido elaborar este libro; por ello, quisiera agradecer al Ministerio de Educación y Ciencia español (MEC) y a la Fundación Cajamadrid la financiación de este proyecto, sin la cual hubiera sido difícil su realización.1 Por otro lado, mucha gente ha sido indispensable para la culminación de este libro, y, especialmente, no puedo dejar de mencionar a Ángel Gómez Moreno (director de la beca de la Fundación Cajamadrid de donde partió el trabajo), Jeremy Lawrance (quien primero me puso tras las pistas del tratado, durante mi estancia en Manchester como Becaria Posdoctoral del MEC), Óscar Cornago Bernal (por su buena inspiración en los modos de análisis), Klaus Vervuert y Ariadna Allés (por su labor editora), Óscar Urra Ríos (por su constante apoyo en la escritura y lectura del libro), Pablo Ballesteros Fernández (por las sugerencias hechas al primer capítulo), Chet van Duzer (por su ayuda bibliográfica), Francis Dodsworth (por las discusiones sobre el tema), Laura Vivanco (por sus comentarios al artículo del que partió todo) y Louise Haywood, quien me facilitó el acceso a la tesis de Álvarez Alonso. Asimismo quisiera agradecer al personal de la Biblioteca del Real Monasterio de El Escorial las facilidades para conseguir reproducciones de los grabados, y al Patrimonio Nacional el permiso para publicarlos. Finalmente, Francesc Massip, Fernando Gómez Redondo y Pedro M. Cátedra me han inspirado desde su saber medievalista en el trabajo y en la tarea investigadora, así como otros colegas del mundo universitario; estoy en deuda también, cómo no, con amigos y familiares que han estado cerca. A todos ellos quisiera darles las gracias.

Este libro se enmarca en mi actual proyecto de investigación, «La 'puesta en escena' de la palabra escrita entre el Medievo y el Renacimiento (1400-1536)», financiado por el Programa Ramón y Cajal del Ministerio de Educación y Ciencia (2004-2009).

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ÍNDICE DE ABREVIATURAS

AM

Arte de bien morir y Breve confessionario [Zaragoza, Pablo Huras, ca. 1483] (Real Biblioteca del Monasterio de San Lorenzo de El Escorial, 32-V-19 4o) BAE Biblioteca de Autores Españoles BB Boletín Bibliográfico de la Asociación Hispánica de Literatura Medieval BHi Bulletin Hispanique BHR Biblioteca Románica Hispánica BHS Bulletin of Hispanic Studies BITECA Bibliografía de Textos Catalans Antics ca. circa (alrededor de) cap. capítulo CCa Clásicos Castalia cit. citado cf. confróntese con CSIC Consejo Superior de Investigaciones Científicas CUP Clásicos Universales Planeta dir., dirs. director, dirigido por; directores ed., eds. edición, editor, editado por; editores est. estrofa; estrofas et al. et alii (y otros) fig., fígs. figura, figuras FUE Fundación Universitaria Española Hf Hispanófila introd. introducción de LH Letras Hispánicas MLN Modern Language Notes ms. manuscrito n nota n° número

10 NRFH PMHRS PMLA pról. reimpr. RESAD s.a., s.n. SEMYR t., ts. trad. UNED UP v., w. vol., vols.

Nueva Revista de Filología Hispánica Papers of the Medieval Hispanic Research Seminar Papers of the Modern Language Association prólogo de reimpreso en Real Escuela Superior de Arte Dramático sin año, sin nombre Seminario de Estudios Medievales y Renacentistas tomo, tomos traducido por Universidad Nacional de Educación a Distancia University Press verso, versos volumen, volúmenes

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ÍNDICE DE FIGURAS

1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. 8. 9. 10. 11.

La La La La La La La La La La La

tentación contra la fe {AM, 3v) inspiración de la fe {AM, 5r) tentación de la desesperación {AM, 7r) inspiración contra la desesperación {AM, 8v) tentación de la impaciencia {AM, lOr) inspiración de la paciencia {AM, 11 v) tentación de la vanagloria {AM, 13v) inspiración contra la vanagloria {AM, 15r) tentación de la avaricia {AM, 16v) inspiración contra la avaricia {AM, 18r) muerte del moriens {AM, 19v)

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PRESENTACIÓN

No hay época que haya impreso a todo el mundo la imagen de la muerte con tan continuada insistencia como el siglo xv. (Huizinga, 2004: 183)

Historia de un doble texto La muerte se ha erigido como un misterio que estimula a indagar en su naturaleza, detentador de un lugar fundacional en las modalidades del pensamiento, un misterio que atraviesa todas las obras del hombre porque sólo las formas de su representación cambian (Blum, 1983: 259). No obstante, Edgar Morin (1994: 17) señaló en 1951 que el hombre aún no se había apercibido de que «el primer misterio era, no la muerte, sino su actitud ante la muerte [...]. Ha considerado esta actitud como evidente, en vez de buscar sus secretos». A esta pregunta sobre la actitud ante la muerte ha tratado de responder la Escuela de los Anales en las últimas tres décadas prestando atención a géneros como el de las artes bene moriendi, de las que en todo caso han escrito más los historiadores que los estudiosos de la literatura. No obstante, la reciente antología de Antonio Rey Hazas (2003) ha mostrado que las artes de bien morir constituyen un corpus textual apasionante y cercano a lo que hoy consideramos «literario», un corpus que desvela y cuestiona algunas de nuestras asunciones sobre lo que fue la concepción de la realidad y los modos de representación de la vida y la muerte durante los siglos xv-xvn, que es cuando más largamente se desarrolla esta tradición, aunque tuviera antecedentes y posterior evolución. Parece claro, a partir de este volumen, que nos encontramos con un ejemplo de intertextualidad, con voces que se repiten a través de los siglos y añadidos que llevan la impronta del ambiente y la personalidad de quien produce la escritura (y también, como no, de la censura). Así, en el siglo xvi el género se vuelve más autóctono y pierde su característica universal (o paneuropea) para centrarse, en manos de autores como Alejo Venegas, en los receptores españoles. Por otro lado, las traducciones (como la del Praeparatio ad mortem de

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El arte de morir

Erasmo) y las adaptaciones (la de Rodrigo Fernández de Santaella del Arte de bien morir) tienen también su importancia en la evolución textual. Precisamente fue en el siglo xv cuando, según Johan Huizinga, «vino a sumarse a la palabra del predicador un nuevo género de representación plástica, que encontraba acceso en todos los círculos de la sociedad, especialmente bajo la forma del grabado en madera» (2004: 183). Es en este momento cuando aparece el Arte de bien morir, llamado en toda Europa Ars moriendi, un manual cristiano que enseña a morir santamente y en numerosas ocasiones ilustrado, de mediados del siglo xv y originalmente escrito en lengua latina, que se difunde por el continente a fines de este siglo y comienzos del siguiente; como señala Cario Bascetta (1963: 213), entonces «diventa un genere letterario». Aunque no está clara la autoría, no hay duda de que Jean Gerson (1363-1429), con la tercera parte de su Opusculum tripartitum de praeceptis decalogui, de confesione et de arte moriendi, fue un fundamental inspirador del texto. Por otro lado, si bien desconocemos el nombre del autor, el consenso general es que se trataba de un miembro de las órdenes mendicantes, probablemente, según muchos críticos, un dominico, que lo escribió en el ámbito de discusión del concilio de Constanza (que quiso dar más énfasis a la devoción cristiana), entre 1414 y 1418. Estas órdenes tuvieron mucho que ver con la rápida extensión del texto, el cual se difundió en casi todas las lenguas vernáculas. No obstante, algún autor postula una redacción más temprana (de la primera década del siglo xv) a manos de un monje alemán que quizás no fue dominico.1 Antes del año 1530 se imprimieron muchas ediciones de este texto (se conservan alrededor de cien), y conocemos unos doscientos cuarenta manuscritos con versiones en latín y en lenguas vernáculas. Las artes moriendi latinas se imprimen en Alemania al menos desde el año 1475, y las traducciones tempranas testifican su exitosa aceptación en Europa al final del siglo xv. Este texto se conoció en dos versiones: una extensa (más propiamente llamada Tratactus artis bene moriendi o Speculum artis bene moriendi) y una

Me refiero a Clifton Cooper Olds, quien pone en duda que el autor proviniera del concilio de Constanza, pues el Opusculum de Gerson es de 1403 y por tanto anterior a esta celebración, y el Ars moriendi de Wolfenbüttel es datado hacia 1409. Para Olds (1966: 63), el autor pudo reelaborar la parte tercera del tratado de Gerson antes de que empezara el concilio en 1414, y, en cuanto a su procedencia, postula su origen alemán y la posibilidad de que no fuera dominico. La critica no ha prestado demasiada atención a este sugerente trabajo de Olds. Investigadores tan rigurosos como Roger Chartier (1976: 53), por ejemplo, no parecen conocerlo. En cuanto a los editores modernos del texto, Francisco Gago Jover (1999) recoge a Olds en su bibliografía (aunque no discute su tesis), pero no lo hace Florence Bayard (1999).

Presentación

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breve (llamada simplemente Ars moriendi); mientras que la primera circuló mayoritariamente en manuscritos y en ediciones tipográficas, la segunda, con sus once grabados, se difundió principalmente mediante ediciones xilográficas y, en bastante menor medida, tipográficas (véase Gago Jover, 1999: 31). La versión larga (o CP, del incipit latino: «Cum de presentís») consta de seis partes: la primera es una introducción a la ciencia del bien morir y reúne sentencias de autores eclesiásticos sobre la muerte; la segunda agrupa las cinco tentaciones del demonio e indica cómo deben superarse; la tercera plantea las preguntas que responderá el moribundo (o moriens a partir de ahora) para asegurar su salvación; la cuarta presenta las reglas de conducta que seguirá el enfermo para asimilarse a la muerte de Cristo y las oraciones que debe rezar; la quinta amonesta sobre el comportamiento de amigos y familiares que rodean su lecho; por último, la sexta contiene las oraciones que deben decir los que contemplen la agonía. La versión corta (o QS, del incipit latino: «Quamvis secundus») recoge y encuadra el segundo capítulo de la larga con una introducción y una conclusión que toman prestados elementos de las otras partes y aportan algunas adiciones. Los componentes que integran esta versión son: una introducción o proemio, diez capítulos con las cinco tentaciones del demonio y las cinco inspiraciones del ángel, y una conclusión con consejos al moribundo. De este modo, si el autor de la versión larga no separó las tentaciones de los pensamientos inspiradores, el que se ocupó de la versión abreviada estableció diez divisiones claramente delimitadas y nombradas tentación o inspiración. Esta versión resume varios aspectos de la larga y prolonga otros; parece que los criterios fueron un propósito artístico y dramático —quizás un cierto deseo de impresionar al lector mientras le proporciona las tácticas de cómo ganar batalla tan grave—, y un principio de exclusión y de énfasis —para que llegara más fácil y rápidamente al no letrado. Las tentaciones y las inspiraciones adoptan una estructura simétrica de debate, ya presente en otros tratados morales medievales, que aprovecha las posibilidades dramáticas del tema.2 La versión corta fue seguramente escrita para ser acompañada de los grabados.3 Para Olds (1966: 65), el crítico que ha realizado un estudio más detallado de éstos, esta versión se compuso con la intención de proveer al ilustraBascetta, no obstante, es bastante crítico con los resultados de la versión QS, que no parece entender como posterior a la CP: para este investigador, la versión breve es rígida y arcaica y posee ingenuidad esquemática y escolástica, mientras que la larga tiene una compleja riqueza espiritual y es más novedosa y expresiva (1963: 203, 213). Con alguna excepción, como la del temprano ms. «Wellcome» (de hacia 1435, ms. 1000 del Wellcome Medical Museum de Londres), las versiones largas del Ars moriendi del siglo xv raramente aparecen ilustradas.

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dor de un material transformable en expresión plástica.4 La importancia de estos dibujos se aprecia en la temprana edición xilográfica «Weigel», donde se nos comenta que palabras e imágenes deben trabajar juntas para enseñar al hombre a morir (véase O'Connor, 1942: 44; Olds, 1966: 65). En cuanto al autor de los grabados, cuya autoría primera se desconoce, sin duda enfatizó la naturaleza esquemática del diálogo introduciendo imágenes opuestas en cada par de ilustraciones simétricamente confrontadas. Éstas, según Sister Mary O'Connor (1942: 9), «After the manner of Roger van der Weyden and other Flemish artists of the late Middle Ages, [...] show at their best more than ordinary skill in design and execution». En cada uno de los once grabados el moriens aparece en la cama, con la apariencia física de un hombre de unos cuarenta años, con el que cualquier lector se podría identificar. Cinco grabados (figs. 1, 3, 5, 7,9) ilustran las cinco tentaciones del demonio. Los rostros terribles de los diablos rodean el lecho del moribundo incitándole al mal y suscitando una imaginería que ayude a este efecto (un desfile de imágenes de sus pecados y de los seres queridos); se trata de hacer que desespere, sea vanidoso, se impaciente, pierda la fe o añore su pasado, distrayéndole de esta forma de la concentración necesaria para morir en gracia de Dios. Las correspondientes imágenes de los otros cinco grabados (figs. 2,4, 6, 8, 10) muestran, en cambio, a las fuerzas celestiales socorriéndole en el trance: dirigidos por el ángel, los santos, la Trinidad o la Virgen ayudan al moribundo en la lucha por su alma que se desencadena entre el primero y el demonio, animándole a resistir y contrarrestar las cinco embestidas del Maligno. El décimo grabado representa, finalmente, el momento de la muerte y el posible final feliz, con los ángeles recogiendo el alma del hombre que expira, en forma de niño desnudo, para conducirla a la gloria (fig. II). 5

Dada la escasa difusión de la tesis de Olds sobre los grabados del Ars moriendi, voy a resumir su propuesta. Olds (1966: 3) reconoce el análisis brillante que O'Connor realiza del texto (de hecho, el más seguido por los críticos, como he podido comprobar) pero piensa que es menos perceptivo en su discusión de los grabados. Coincide en que se podría postular una influencia de los tonos emocionales de Roger van der Weyden, pero expone sus dudas en cuanto a que el autor primero fuera alguien del grupo flamenco y propone la posibilidad de que las imágenes originales pertenecieran a un artista alemán. La conclusión final de Olds es que el autor y el dibujante del Arte pertenecen al entorno alemán, y que existe un arquetipo ilustrado hoy perdido del que provienen el ms. «Wellcome»; la edición «Weigel», que reproduce los grabados de «Master E. S.» (ahora en el Ashmoleum Museum de Oxford); y la edición xilográfica de la Morgan Library (a la que volveremos). Para una discusión de la significación y las diferentes variantes que existen en los grabados de manuscritos y ediciones (con o sin banderolas, pertenecientes a un autor u otro, con

Presentación

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Como muestra Chartier (1976), el Ars moriendi fue todo un best-seller y en su versión QS se convirtió en el más difundido de los libros xilográficos. El mayor éxito del texto se sitúa entre los años 1450-1530, y después las artes de bien morir conocen un retroceso y diversifican su discurso —entonces se irán transformando en «artes de bien vivir». Sin duda, esta popularidad de un manual que enseña cómo morir para ir al Cielo podría explicarse por su contenido aleccionador, pero era también fundamental el atractivo del grabado (la relevancia que adquiere éste puede entenderse a partir de una doctrina que pretende suscitar la devoción más por el concepto «visto» que «entendido»: Bayard, 1999: 117). Los grabados se hicieron tan famosos que se utilizarán incluso para ilustrar otros libros, y ediciones y dibujos de años posteriores imitarán su representación de ángeles y demonios. Además fueron editados y vendidos por separado, y llegaron a adornar algunas chimeneas y otras partes de la casa como una suerte de talismán (82). Para muchos críticos el texto del Ars moriendi, como el de Gerson, se escribe como una respuesta a la devastación producida por la peste negra; O'Connor (1942: 3, 6) explica que la falta de suficientes sacerdotes para salvar las almas de los enfermos de la peste contribuyó a hacer necesario un tratado que el creyente laico pudiera utilizar para encargarse de su propia salvación. Según Donald F. Duclow (1999: 380-381), se compuso para la educación en las labores del clero, pero luego se extiende su uso al público laico, por el cambio de la muerte colectiva a la individual (lo que justificaría su primera redacción en latín y su posterior traducción a las lenguas romances); otra razón sería el deseo de guiar a los que mueren, pues se creía que la angustia y el dolor de la muerte quitaban la devoción, como mostraré durante este estudio.6 El Ars moriendi es un texto instructivo, lleno de alusiones a cómo hay que comportarse; para O'Connor, se trata de un libro plenamente medieval (y la misma opinión sostiene Olds [1966: 122-126]), en el que no se aprecia un espíritu de reforma. El texto en sí proviene de citas de Padres de la Iglesia y de la Vulgata, y, sobre todo la versión larga, incorpora bastante del tratado citado de Gerson.7 It is medieval in its reliance on the Scriptures and the Fathers for much that it says; in its recognition of drama in the juxtaposition of virtues and vices and its suggestion o f the débat in handling them; in the anomaly o f schematization somehow combined with flagrant weakness in organization. But it is most clearly medieval in

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divergencia de elementos, etcétera), véase Olds (1966: 69-100). Cf. O'Connor, 1942: 114-121. Volveré sobre las razones para la escritura de este tratado en el capítulo final. Jean Delumeau también menciona como posible fuente el Cordiale quatuor novissimorum (1983: 67).

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El arte de morir the almost total absence of the attitude of controversy which marks some of the books it fathered. (O'Connor, 1942: 10)

El Arte de bien morir (o el Arte, como también lo llamaré) muestra un deseo de uniformización de las creencias y una sistematización de las prácticas religiosas en la que tuvieron mucho que ver las órdenes mendicantes que lo difundieron (Bayard, 1999:132; Delumeau, 1983: 69). Como dice Bayard, e\ Ars moriendi «participe à cette œuvre de christianisation par sa simplicité et par son langage accesible, par sa technique qui fait des pratiques chrétiennes le plus sûr moyen de salut» (132). En este momento los contenidos de los tratados ascéticos se vulgarizan, y sus autores, como Gerson, se interesan por la devoción de los no letrados y participan en una aproximación entre la cultura letrada y la popular: el Arte se podría postular como un resultado de este intercambio (Bayard, 1999: 131); por tanto, en este sentido (y en su continuidad con la devotio moderna), sí podría ser «reformista».8 Sea como sea, el texto incluye un amplio destinatario y es parte de un cierto tipo de pedagogía de masas (Delumeau, 1983:69); como aduce la versión larga del ms. «E», refiriéndose al credo: «E sy el enfermo es sinple y non sabe letras deuele el sacerdote u otro amigo suyo decirlo en rromance y claro, que lo entienda ciertamente» (Álvarez Alonso, 1990: 179). Con respecto a las versiones españolas del Ars moriendi que se conservan, Gago Jover (1999: 31-32) señala las siguientes: de la versión CP, cuatro manuscritos castellanos, dos en catalán y una edición tipográfica en castellano; de la versión QS existen tres ediciones tipográficas, dos en catalán y una en castellano, que es de la que aquí me ocuparé. María J. Álvarez Alonso (1990) ha editado casi todas las versiones largas castellanas: se trata de los ms. «N» y «T», que tienen la versión CP, aunque reducida; del ms. «E», y de la edición «O», estos dos con las seis partes correspondientes.9 La estructura más cercana a nuestro tratado es la que contiene la edición «O», porque ya aparecen las tentaciones e inspiraciones divididas en capítulos y está ilustrada con grabados (uno de los pocos ejemplos de ilustración de una versión larga).10 Por último, Álvarez Alonso edita también una versión QS, la edición llamada «Z» (la más ajustada al original latino), que es la aquí estudiaremos. 8

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Véase Quirós García (2002: 20-21), quien destaca las consecuencias literarias y espirituales de la difusión de la doctrina en lengua romance, especialmente en los comienzos del siglo xvi, que posibilitó la aparición de una obra como el Abecedario espiritual de Francisco de Osuna. De los cinco ejemplares castellanos del Ars moriendi que edita, Álvarez Alonso (1990: 98) señala que sólo dos son variantes de la misma traducción, un arquetipo que no conservamos. Este ejemplar único se encuentra en la Biblioteca Bodleiana de Oxford, y se imprimió en Zaragoza por Juan Hurus, hacia 1488-1489. Por otro lado, Gago Jover señala que a esta

Presentación

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Este incunable, impreso en Zaragoza probablemente por Pablo Hurus entre 1479 y 1484 (Álvarez Alonso [1990: 52] propone la fecha de 1483), es el único ejemplar superviviente de la edición impresa, y se encuentra en la Real Biblioteca del Monasterio de El Escorial, con la signatura 32-V-19 (4o). Este texto viene acompañado por un Breve confessionario, un manual de confesores que va también dirigido al confesante y, por lo tanto, seguramente al moribundo o moriens. Doce capítulos y el tratado de las absoluciones se escriben para el confesor, mientras que el extenso capítulo décimotercero está destinado al penitente. Se trata de la traducción castellana de las obras del abad benedictino portugués Andreas de Escobar: Lumen confessorum y Modus confitendi, auténticos best-seller de la época (véase Gago Jover, 1999: 43-44). Ya desde el comienzo del Arte se nos anuncia la presencia del Breve confessionario (AM, Ir), de modo que los dos tratados van unidos por el propósito de quien traduce o difunde el Ars moriendi.u Por eso serán aquí estudiados juntos y titulo este epígrafe «historia de un doble texto»: doble por sus dos versiones CP y QS, y por la inclusión de este Breve confessionario que acompaña a nuestro Arte. Esta edición «Z» de Hurus ha sido editada en Internet y con formato facsímil por E. Michael Gerli y Cristopher McDonald, en 1997, desde la Georgetown University, y en papel por Francisco Gago Jover en 1999 en la editorial José J. de Olañeta, con modernización de puntuaciones, grafías y acentuación.12 En este trabajo citaré directamente del incunable haciendo una transcripción conservadora del texto, respetando puntuación y grafías y sin acentuación, y desarrollando las abreviaturas, como en la edición de Gerli/McDonald (aunque discrepe alguna vez de su transcripción paralela). Finalmente, en cuanto a los grabados de nuestro incunable, como muestra el estudio de Olds (1966: 156-157) son una copia de los que aparecían en la edición xilográfica de la Morgan Library, que, según este autor y como ya he señalado, refleja un arquetipo del que también derivan otras ediciones. Olds cree en la procedencia alemana de los grabados de la Morgan (que se parecen más a los del ms. «Wellcome» que a los de la edición «Weigel» o los grabados de Master E. S.) y pone en duda que sean de 1470, como ha postulado la críti-

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edición podrían añadirse las dos del Arte de bien morir de Santaella (1999: 33 n 33). Jeremy Lawrance destaca el hecho de que después de 1515 no se conserven nuevas ediciones españolas (1998: 11). Para una reciente puesta al día en las artes de bien morir y confesionales inéditos de la Corona de Aragón, véase Soriano/Sabaté (2002: 331-338). No obstante, según T. R. S. Boase (1972: 119), al Ars moriendi le solía seguir otro tratado, el Stimulus timoris Dei ad bene moriendum. Véase la edición de Gerli y McDonald en . Su reproducción fascsímil del incunable me ha resultado muy útil para este trabajo.

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ca, pues el estilo ya estaba presente en 1437 y sus rastros llegan hasta 1485; él propone la fecha de 1465-1470 (44-46). Las copias de los hermanos Hurus de estos grabados (presentes en las dos ediciones de Zaragoza señaladas y que reproduzco en este estudio) son fieles, aunque de menor calidad estética que el original (128).13 Es a este texto o edición «Z» (traducción de la versión QS) al que me referiré y citaré repetidamente durante este trabajo, aunque en ocasiones hablaré del género sin especificaciones (es decir, del género del Ars moriendi, con sus dos versiones y adaptaciones), sin ceñirme a ninguna edición particular. Por otro lado, en algunas ocasiones, para ayudarme en la argumentación, citaré de las versiones largas editadas por Álvarez Alonso. Perspectivas en torno al Arte de bien morir Lancemos una última mirada sobre esos objetos tan materiales, documentos y representaciones, cartas y crónicas, imágenes humildes o sublimes, libros de horas usados, registros notariales interrumpidos por la muerte, restos de ropas, huellas frágiles e inciertas abandonadas sin comentarios. No hay ninguna lectura ni ninguna conclusión que sean irrefutables y definitivas, porque dista mucho de haber concluido la pesquisa de los vestigios de lo íntimo. (Ariés/Duby, 2001: 644 [capitulo de Philippe Braunstein])

Este libro comenzó con sendas ponencias inéditas («Muerte y alegoría en el Otoño de la Edad Media» y «Ritualidad y alegoría en el Ars moriendi»), presentadas en congresos celebrados en septiembre del año 2003: Metamorphoses of Allegory: Discourse and Power in Spain from Medieval to Modern Times (University of Manchester) y X Congreso Internacional de la AHLM (Universität d'Alacant). Un año después, publiqué un artículo sobre el mismo tema: «Desarmando el rostro de la muerte: El ritual alegórico del Ars moriendi» (Iberorromania, 60 [2004], 42-58), que, junto con las comunicaciones mencionadas, constituyó el germen de lo que aquí presento, especialmente de los dos primeros capítulos.14 13

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Para Olds (1966: 157) los grabados de las ediciones castellanas del Ars moriendi poseen «little interest». El que parte de este trabajo se realizara en Manchester constituyó un inconveniente para este libro, pues entonces manejaba traducciones inglesas del alemán o el francés. Fue una

Presentación

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El principal motivo para comenzar una investigación-interpretación de este tratado, del que ya existían varios estudios (la mayoría extranjeros), fue la necesidad de realizar una nueva lectura, desde otras perspectivas, del principal ejemplo de la «muerte propia». Me interesaba abordar la forma de entender la muerte del Ars moriendi para evitar lo que había expuesto Enrique Lázaro (1999: 14) en su prólogo a una edición reciente: «El Arte de bien morir pasó de ser un milagro de la fe a convertirse en un libro antiguo de complicada comprensión. Un catálogo de instrucciones para nada. Todas las quimeras se vuelven crípticas cuando envejecen. Y generalmente callan». Se trataba de impedir que callara el texto y dejara de ser un instrumento críptico, de revelar su proximidad a nuestra época —cuando todavía nos azota la muerte—, y que no pudiera considerarse como un texto sobre el que ya no quedaba más que decir (véase Croix, 1982). También pretendía seguir reivindicando nuestra deuda con Huizinga, cuyo estudio sobre el Otoño del Medievo se podía haber «superado» (o matizado) en muchos aspectos, pero cuyas intuiciones me parecían todavía sugerentes. Este libro nació así con una intención interpretativa, de índole ensayística, y sin propósitos bibliográficos exhaustivos, como se apreciará por las muchas obras que dejo de nombrar, tanto primarias como secundarias (¿en realidad, qué texto medieval no habla de la muerte?), o por la falta de discusión bibliográfica de determinados textos. Si el Arte tiene más de manual de comportamiento que de obra literaria puede entenderse que no profundice en la variada literatura del siglo xv que abunda sobre la muerte: frente a siglos anteriores, en los que el planto prácticamente era el único género específico a ella dedicada, en esta centuria habrá danzas, dezires contra el mundo, defunziortes, endechas, elegías, coronaciones, tratados consolatorios, epitafios, confesiones rimadas en boca de difuntos, testamentos, lamentaciones, diálogos y razonamientos sobre la muerte, triunfos de raigambre petrarquista, galerías de retratos, etcétera (Morrás, 2002: 167). En este sentido, varios aspectos que aquí no pueden tratarse en profundidad serán remitidos a otros estudios y contribuciones (edicio-

larga tarea releer los libros en español localizando citas ya recogidas, pero también una grata sorpresa comprobar que muchos estudios que entonces sólo se habían traducido al inglés estaban ya a disposición del público español (no así Fischer Lichte [1997], que espero se traduzca pronto). Por otro lado, en alguna ocasión he corregido la puntuación de la versión española cambiándola por otra, en mi opinión, más apropiada (citas de Blanchot y Foucault del final del capítulo tercero y quinto respectivamente). La diversidad de fuentes se plasma en que a Ariés lo cito en versión original y a Foucault en traducción española —excepto cuando se trata de trabajos que aparecieron primero en inglés (Foucault [1999a], transcripción de una conferencia suya) o, en el capítulo cuarto, cuando deseo «escuchar» sus palabras originales al frente de un epígrafe.

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nes, análisis del sistema histórico de la muerte, de las artes plásticas, de libros de confesiones, de la retórica, etcétera), sin cuya existencia este trabajo no podría sustentarse. Mi opción, no obstante, ha sido realizar un análisis de carácter más interdisciplinar que historiográfico, ecdóctico o estrictamente filológico, pero espero que otros, o yo misma, nos encarguemos en el futuro de establecer una perspectiva comparatista con otros tratados sobre la muerte o la confesión de la época, que aquí sólo me he permitido apuntar, en concretas relaciones con textos castellanos o europeos del Medievo. En este libro trato de poner a dialogar unas ideas con otras, ya que el Ars moriendi es un texto rico que se ofrece a diversas lecturas. Este diálogo plasma el que hoy en día existe entre las diversas disciplinas del mundo universitario, es decir, entre sistemas filosóficos, antropológicos, artísticos, sociológicos o literarios. Así, en el plano plástico, por ejemplo, se contrastará la puesta en escena del Ars moriendi con lo que fue el arte macabro del Otoño del Medievo, lleno de imágenes donde el cuerpo torturado se convierte en el centro de la representación. Desde diversas perspectivas, se reiterarán entonces en cada capítulo temas e interpretaciones que otorgan una visión múltiple y coherente del tratado, repeticiones cíclicas que vienen dadas, por otro lado, por el mismo funcionamiento del texto. En cuanto a la organización de estos elementos, la disposición del libro es la siguiente: en el primer capítulo, siguiendo teorías psicoanalíticas y tras defender el carácter alegórico del Ars moriendi, relaciono el comportamiento compulsivo de una personalidad neurótica con la necesidad que presenta la alegoría, especialmente la religiosa, de rituales escrupulosamente regulados, donde los más pequeños detalles adquieren obligatoriedad y relevancia desmesurada. Esta necesidad del ritual regulado se aproxima a la del teatro contemporáneo, según comprobaremos en el capítulo segundo (cf. Cornago Bernal, 2003: 256), en el cual partiré de una teoría de la representación que escapa del escenario propiamente teatral y es aplicable a varias manifestaciones culturales: la teatralidad puede ser entendida como un elemento que funciona en diferentes discursos y disciplinas, como la sociología, la etnología, la antropología, la psicología o la filosofía; es decir, su uso no se limita al teatro en sí. En la Edad Media, dentro del enrevesado dilema sobre lo que es y lo que no es teatro, la teatralidad se convertirá en una estrategia útil, sobre todo como modelo de análisis del funcionamiento de la cultura medieval de la muerte; esta teoría de la representación, aplicada al Ars moriendi, nos proporciona una lúcida visión del texto y su contexto. En el tercer capítulo desarrollaré una interpretación de la autobiografía del moriens a partir de la representación del libro de la vida, el testamento y la confesión. Unido a estos elementos se encuentra el ritual de la repetición y la

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importancia de la memoria, que exploraré a partir de perspectivas psicoanalíticas que nos recuerdan la importancia de la figura del «doble». En el cuarto capítulo me ocuparé del Breve confessionario para explicar el sistema de control y vigilancia que se ejerce sobre la figura del moriens y del pecador del Medievo. Tanto este tratado como el Arte de morir se relacionan con otros manuales de conducta que modelan un cuerpo y una voluntad predeterminados. Finalmente, en el quinto capítulo recopilo ideas diseminadas a lo largo de la monografía para hacer una nueva reflexión sobre el Ars moriendi y sus intenciones últimas, y desarrollo una postrera visión de la puesta en escena de la muerte en el siglo xv. Como se puede dilucidar por el planteamiento que anuncio, más que las fuentes del texto me interesan especialmente los mecanismos de funcionamiento interno que posibilitan la obra. Desde un punto de vista estructuralista y un entendimiento performativo de la realidad, se trata de pensar el mundo/texto más como proceso que como significado. Es decir, intento reconstruir las estrategias (dramáticas, narrativas, teatrales, doctrinales) que ponen en marcha el texto. Un texto que, por su mismo planteamiento como manual, se presta especialmente a la interpretación de los códigos desde los que se debe leer y comprender. En este sentido, podemos preguntarnos hasta qué punto hoy en día esos códigos no familiares impiden que el texto nos alcance de la misma forma que a los lectores del xv —aun tratándose de un tema tan universal como es el de la muerte. A pesar de todo, creo que ahora somos lectores más privilegiados que en otras épocas por las semejanzas compartidas por nuestro universo contemporáneo y el medieval (y no hace falta volver a los estudios de Eco [1986; et al., 1997] para demostrarlo), como pondré de manifiesto en algunos capítulos y reflejaré en la disposición de este estudio, intercalando voces literarias contemporáneas al frente de algunos epígrafes. Pienso que es legítimo acercarse desde nuestra posición actual a un texto de los siglos medios (o del tránsito con el Renacimiento) con las nuevas herramientas teóricas que hoy poseemos (especialmente abonadas por la teoría posestructuralista) y de las que carecíamos cincuenta años atrás. Si, en mi opinión, es una utopía tratar de recuperar el espíritu exacto de un texto medieval —como diría Umberto Eco (1985: 82): «Lo que sucede es que cada uno tiene su propia idea, generalmente corrupta, del Medioevo»—, leerlo con ojos actuales puede enriquecer nuestra aproximación y hacerlo tan comprensible y estimulante como lo fue en su época. No obstante, en cierto modo este libro se acercará a una lectura medieval en tanto que, como en la Edad Media, la literatura y su recepción se entienden como un performance hermenéutico (véase Brownlee, 1987). Mi análisis de la obra no parte así de un significado fijo sino movible, fluido, desde sus mil

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estrategias de puesta en escena (la oral, la escrita, la dibujada). El que se trate de un texto anónimo me permite además no buscar la figura del autor como justificación de las posibles contradicciones de la obra y como defensa de la unidad del texto, postura que, para el Medievo, considero la más adecuada, dado el modo o mouvartce (concepto muy bien ilustrado en uno de los últimos estudios de Lawrance [2004]) en que circulaban y se modificaban los textos de esta época (cf. Sanmartín Bastida, 2003a: 17 n 28). En el Ars moriendi no hay un autor histórico conocido que dirija y controle su discurso (por tanto se difumina la supuesta intencionalidad), sino una pluralidad de voces (las de la doctrina y la interpretación de la doctrina) y de intenciones que se ofrecen a la mirada descodificadora del público: el de entonces y el de ahora. Considero apropiado, y lo muestro durante este libro, iluminar aspectos del texto de los que quizá el autor no fue consciente o produjo voluntariamente pero que, en su resultado, de alguna manera, funcionan más allá de la intención autorial (cf. De Looze, 2004: 142-143); es decir, realizar una suerte de alegoresis, que se expone ya desde el primer capítulo. Como lectores, podemos tomar plena participación en la construcción del significado del texto mientras éste nos deje hacerlo, y el Ars moriendi es ciertamente un libro tan sugerente que se «abre» y nos posibilita para ello. Así, la alegoría, el teatro o la biografía son enfocados desde perspectivas actuales que intento aclarar al comienzo de cada capítulo; se trata de volver a saborear un texto del pasado (y no sólo mirarlo como resto arqueológico cerrado o huella abandonada sobre la orilla de los tiempos) mediante una constante actualización. Una actualización que nos ayuda a entender cómo funcionan el texto y el hombre medieval ante la muerte, y por ello las semejanzas y diferencias con textos y hombres de ahora. Parte de la crítica ha mirado hacia la Edad Media como algo extraño que hay que familiarizar; pero, como propone Jeffrey Jerome Cohen (2001: 5), quizás haya que aunar esas aproximaciones continuistas (que buscan siempre las raíces del presente) con las que descubren la alteridad del Medievo (lo exótico y monstruoso), ya que ambas reflejan la relación entre lo medieval y lo (pos)moderno, en una mirada que hace de la Edad Media un cuerpo híbrido: Just as the monster in its spectacular corporeality has long served as the embodiment of the medieval itself, the Middle Ages as a formal effect of their very middleness could likewise be located as extimate to the modern: intimate and alien simultaneously, an «inexcluded» middle at the pulsing heart of modernity. [...] Medieval studies as interminable, difficult middle must stress not difference (the past as past) or sameness (the past as present) but temporal interlacement, the impossibility of choosing alterity or continuity (the past that opens up the present to possible futures).

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Tal vez para entender mejor cómo se moría en el siglo xv se podría respetar la alteridad descubriendo también las semejanzas, sin pretender alcanzar la visión última y redonda del texto, la utopía peligrosa. Aconsejaría, como Caroline Bynum (1999: 26), «to puzzle, confuse, and amaze» cuando hablamos del Medievo, permitirle ser lo Otro (y valga la redundancia crítica, repetida pero valiosa): «Not only as scholars, then, but also as teachers, we must astonish and be astonished». Procuraré entonces moverme con la cautela que preconiza esta estudiosa, dejándome sorprender por lo que alcanza a iluminar el ángulo de mi lámpara. Intentaré así evitar generalizaciones peligrosas —sobre las que ya nos puso en guardia sabia y tempranamente Chartier (1982) con respecto a la historia de la muerte—, consciente de que este estudio no acaba al cerrarse el libro.15 Para los que consideren demasiado «teórica» y anacrónica mi propuesta cedo mi defensa a Laurence de Looze (2004: 149): I maintain that we should welcome theoretically diverse approaches [...] to all medieval writing. Each methodology will have its contribution to make, and each contributes to an ever complete patchwork of meaning. To a plurality of texts let us marry a plurality of methodologies. We shall probably never exhaust the full complexity of the writers, readers, and texts that the medieval world produced. [...] I would add only that theory is good for the pains and joys of literary interpretation.

Quizás entonces no ha sido con inocencia (o seguramente fue ésta una razón inconsciente) que comience el libro defendiendo la naturaleza alegórica de nuestro tratado. El alegorismo del sistema medieval nos posibilita la apertura hacia distintas lecturas de la obra, porque «in principle there is no such thing as a text which is not an opening onto an infinite series of increasingly opaque subtexts» (Bruns, 1988: 391). Desde la crítica contemporánea, la alegoría del Ars moriendi nos permitiría salir indemnes de unas lecturas que tal vez podrían de otro modo despertar sospechas. Y recuerdo al paso unas palabras de Eco en las que define esa obra medieval que estimula a una lectura más allá de lo literal: Una obra así entendida es sin duda una obra dotada de cierta «apertura»; el lector del texto sabe que cada frase, cada figura, está abierta sobre una serie multiforme de significados que él debe descubrir; incluso, según su disposición de ánimo, esco-

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Por ejemplo, me ocupo de aspectos de la muerte que no ofrece el Arte de morir, como el desmembramiento del cuerpo que sí aparece en La Celestina, en Sanmartín Bastida (2005).

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El arte de morir gerá la clave de lectura que más ejemplar le resulte y usará la obra en el significado que quiera (haciéndola revivir, en cierto modo, de manera diferente a como podía haberle parecido en una lectura anterior). (1992: 76)

Por supuesto que Eco se referirá a un simbolismo «objetivo e institucional» (77), pero no dejará por eso de existir una «libertad» del lector, que nos permitirá volver a un cierto estilo de escritura (y hermenéutica) medieval. Como recuerda Jenaro Talens (2000: 143), el «libro» para el oyente medieval era un objeto auditivo, fluido y móvil. Y para disculpar mi empleo de esta libertad lectora en la monografía que sigue podría citar finalmente unas oportunas palabras de Bynum (1999: 265-266; cf. Sanmartín Bastida, 2003a: 15) que ya reproduje parcialmente en otra ocasión: It is not only possible, it is imperative to use modern concerns when we confront the past [...] the present will help us to see the past's complexity [...] Indeed, awareness of our individual situations and perspectives can be freeing rather than limiting, for it removes the burden of trying to see everything. [...] Recent theorizing has surely taught us that our knowledge is «situated», that the effort to understand «the other» is fraught with danger. But any medievalist who tackles her professional subject matter writes, and must write, about what is other [...] We can, I think, bring recent theoretical discussion to bear on the Middle Ages without doing violence to the nuances of medieval texts and images or to the slow, solid efforts of medievalists to understand them.

Creo que el rigor no está reñido con la incesante búsqueda hermenéutica, y que el texto saldrá ganando con nuevas miradas que lo justifiquen. Aquí va, pues, este riguroso experimento. Por fortuna, y como dice Philippe Braunstein al frente de este epígrafe, la pesquisa de los vestigios de lo íntimo dista aún mucho de haber concluido. Universidad Complutense de Madrid, enero de 2006

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Capítulo 1 L A REGULACIÓN ALEGÓRICA

Allegory is the radical translation of what is just beyond every discursive horizon. (Bruns, 1988: 391)

El debate del moríens En este capítulo voy a proponer una reinterpretación del Ars moriendi en clave alegórica para entender mejor cómo se enfrenta a la muerte el hombre del siglo xv. Siguiendo la línea de Mary Carruthers (1998) de concebir la lectura de los códices medievales como un conjunto de palabra escrita e imagen, la propuesta de este capítulo tendrá uno de sus pilares en la unión de ambos elementos: grabado y letra actuarán, pues, de manera pareja en el planteamiento alegórico del último momento de la vida humana. Hay que recordar, para situarse en la escena que reproduce el Arte, que el moriens se transforma en nuestro texto en un nuevo y tercer elemento introducido en el antes binario Juicio Final, que protagonizaban el arcángel San Miguel, encargado de pesar las almas en su balanza, y el demonio, que esperaba codicioso hacerlas presa.' Ahora este Juicio Final se va a ver precedido por otro que se traslada al pie de la cama, como ha sabido ver muy bien Philippe Ariés (1977: 109-110), y el enfermo se va a convertir en testigo y partícipe de una pugna en vivo por su alma. Es decir, en el juicio que decide su suerte última el hombre deja de ser un alma-objeto que es pesada en una balanza, sometida durante el proceso, y decide que, si todo se juega al pie de la

«Binario» porque dos fuerzas pugnan por el alma humana, la del Bien y la del Mal, aunque soy consciente de que ya en el siglo xv el esquema de la vida del Más Allá se había hecho tripartito, con la aparición del Purgatorio en el siglo xn, como ha demostrado muy bien Jacques Le GofT (1981).

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cama, también su cuerpo —y no sólo su alma— participará en la suerte que se alcance con una maniobra de gestos, aspecto material y corporal del Ars moriendi que trataré de reivindicar durante todo mi estudio. Esta escena, con el enfermo observando a demonio y ángel sosteniendo el libro de la vida (figs. 3 y 8), sustituye a otras representaciones anteriores de Juicios Universales en las que el demonio aún no era el encargado de la «contabilidad» del pecado (108; de este libro hablaremos en el capítulo tercero) y el combate entre ángeles y diablos por el alma humana se producía después de la muerte (véase, por ejemplo, la «vatalla» de Berceo [1990: 19, v. 87d]), combate que ahora se adelantará a la conclusión definitiva de la vida, como si se quisiera dar antes al alma metida en el cuerpo una última oportunidad.2 El individuo trata así de controlar el carácter de su juicio y su destino y en este empeño protagonizará el Ars moriendi (y el drama alegórico en vernácula), desde una perspectiva teatral que ya han señalado, entre otros, Paul Binski (1996: 39), Alberto Tenenti (1957: 98) o Philippe Ariès, y que estudiaremos en el capítulo siguiente.3 Para este último crítico, el dormitorio «devenait le théâtre d'un drame où le destin du mourant se jouait une dernière fois, où toute sa vie, ses passions et ses attachements étaient remis en cause» (Ariès, 1977: 110), hecho que inevitablemente teñiría de ansiedad este espacio doméstico. Mi objetivo es preguntarme cómo se maneja la ansiedad que seguro despertaría la importancia de la eternidad que se escoge, y que aquí parece ser regulada en largos diálogos en los que el moribundo, en el estrado de su cama, aparece como testigo de una representación anunciada antes de decidirse a actuar. En principio, este texto sería fácil de encuadrar en una larga tradición religiosa, al menos en cuanto a la disposición de su contenido. La ordenación orgánica del Ars moriendi nos habla del mundo de la retórica escolástica (en Berceo, 1990, w . 86ab: «vidiéronla los ángeles, descendieron a ella / fícieron los diablos luego muy grand qerella». Esto no quiere decir que no se dieran, antes del siglo xv, batallas de ángeles y demonios por almas de personas que aún estaban vivas (véase, por ejemplo, Sánchez de Verdal, 1961: 49-50), sino que en nuestro tratado la suerte última del alma se concentra en los instantes finales del hombre, y no en un juicio post-mortem. He escrito la palabra «individuo»; no obstante, aunque sobre el nacimiento de la individualidad en este siglo (o en el xii) se ha discutido mucho, no deseo entrar en este debate; recomiendo, eso sí, la lectura de «La emergencia del individuo», en Ariés/Duby (2001: 527-644), y de «La 'découverte de l'individu': une fiction historiographique?», en Schmitt (2001: 241-262); sobre la historia de cómo y cuándo se comienza a desarrollar la noción de «individualismo» y de «persona» aplicados a la Edad Media véase Schmitt (2001: 241-249, 257-262). Las contradicciones de estas nociones, así como las del «despertar de la conciencia individual» las señala agudamente Schmitt en el capítulo aludido (249-262). Estos aspectos serán parcialmente retomados cuando me ocupe de la autotanatografía y la confesión.

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concreto de la tardomedieval), con su disposición arquitectónica y simétrica, sus enumeraciones y sus citas; además, su prosa escatológica y adoctrinadora guarda ecos de pasajes sermonarios de San Vicente Ferrer. A lo largo del texto, el narrador o predicador anónimo (por llamar de alguna forma a esta voz directora del plano diegético-dramático, y desplazar así el vocablo «autor», que lo situaría por encima del resto de los personajes), enseña al hombre del fin del Medievo a morir, representándole cómo actuar y qué esperar en el momento último de su muerte. Como árbitro de la escena, su voz concede el turno de palabra al ángel y al demonio, precedida por el verbo en presente «dize», que parece evocar en acto performativo todo el poder del vocablo (por el contrario, la voz del predicador irá introducida por un uso exhortativo del verbo «notar», como marca de su diferente naturaleza). El ángel defenderá sus buenas intenciones apelando a la autoridad, remitiéndose a la letra escrita; como en una letanía, se suceden los: «dize sant paulo [...] dize sant gregorio [...] dize salomon» (AM, 13r). Estas diversas voces de santos se mezclan con la del ángel; pero también con la del narrador-predicador (que es además director de escena, según veremos) y con la del demonio, quienes las convocarán para que asientan o precedan al argumento expuesto. Estas voces sucesivas, que orquestan los tres personajes, se dirigen al enfermo, al hombre en general (AM, 14v), o, especialmente en el caso del predicador, interpelan al lector, que podrá ser el moribundo, el hombre sano que piensa en su muerte, o los acompañantes del moriens, a quienes se pide que relaten historias hagiográfícas o reciten el credo (AM, 6r-6v, 20v). También se solicita al confesor del Breve confessionario que traiga ejemplos de santos, en este caso de aquéllos de mala vida que luego hicieron penitencia y se salvaron (AM, 9r, 33v). Los santos, como veremos más adelante, no sólo actúan con sus voces (adoptadas por los principales protagonistas de la escena) sino que juegan también junto a la cama del enfermo un papel importante de carácter consolador y mnemotécnico, ya que el recuerdo de su narrativa biográfica ayudará a la conversión del moriens.4 El demonio, por su parte, representa un papel muy diferente, poniendo en escena las cinco tentaciones (falta de fe, desesperación, impaciencia, vanagloria, avaricia) a las que responderán sucesivamente el predicador (brevemente, exhortando a no hacer caso a las palabras diabólicas) y el ángel. Podríamos

En este capítulo hablo alternativamente de narración y drama. Lo cierto es que en el Ars moriendi, como en toda alegoría, hay un hilo conductor con un deseado desenlace: la entrega del alma al Paraíso, en lo que podría considerarse una aproximación a la narración; pero al mismo tiempo contiene las cualidades escénicas del drama. Sobre esto abundaré en el capítulo siguiente.

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decir que este personaje maldito parece encarnar las dudas posibles de una persona que se enfrenta a la muerte: la duda sobre si el infierno (y con él Dios) existe (AM, 4r); sobre si su enfermedad no será un injusto castigo a un buen comportamiento; sobre si los familiares realmente le compadecen o sólo ansian su herencia (AM, lOr-v); sobre si existe alguna esperanza de una eternidad feliz (AM, 7v). Estas dudas aparecen en nuestro texto aceptadas (puesto que son pronunciadas ante el público lector) como obra natural del demonio incitador, y de posible solución si uno se vuelve a escuchar al ángel, que señala su naturaleza maligna. Por otro lado, las palabras del demonio tienen más base real y argumentativa de la que en principio se les concede. La sospecha de que los familiares desean la muerte para quedarse con la herencia (contemplada ya en las leyes [Royer de Cardinal, s.a.: 65]), aunque en boca del diablo para incitar al enfermo a la desesperación, es verificada al final por el mismo predicador: el marido, la mujer o los hijos del moribundo, afirma, para heredar sus bienes muchas veces quieren infundir al enfermo amor hacia ellos, mediante las lágrimas, con el objeto de que se les aumente el legado, y con este fin no dejan entrar a personas devotas (AM, 2Ir).5 Además, el diablo fundamenta bien sus tentaciones, señalando puntos «débiles» de la doctrina cristiana: cómo fiarse de lo que nos han enseñado si ninguno que ha muerto ha vuelto a este mundo (por tanto, puede ser igual el destino de cristianos y paganos: AM, 4r), o cómo conciliar la contradicción aparente entre el discurso del castigo implacable y el del perdón, que serán explotados sucesivamente por el demonio. Este usa argumentos religiosos para convencer al moriens de las tentaciones que le representa, incluso le dice que ha oído predicar tal cosa, como que basta un pecado mortal para condenarse, y cita el Evangelio y a santos para que caiga en la desesperanza (AM, 7r-7v). Algo desde luego nada novedoso, pues ocurrirá lo mismo en un relato de Berceo, en la leyenda del romero de Santiago a quien el demonio (que «semeja a las vezes ángel del Criador»: 1990: 39, v. 187c) convence de que la voluntad de Dios es que se corte los genitales y se degüelle, como penitencia (cf. Alfonso X, 1986: 123-126). Ciertamente, el diablo nos persuade así de que Avisa también el Arcipreste de Talavera de la presión de los parientes cercanos a la hora de la muerte: «e estále mirando con los ojos raviosos el sano [un pariente] al enfermo, amenazándole que si non otorga e dize 'sí', que, ellos idos, le ha de matar; e con esto e otras cosas fazen decir 'sí' al que de voluntad diría 'non'» (Martínez de Toledo, 1998: 139). Y un siglo antes, Juan Ruiz advirtió la misma codicia y falsedad en parientes y amigos: véase Arcipreste de Hita (1990: 427-428, est. 1535-1543). Por otro lado, Pero Díaz de Toledo anota que hay mucha ficción en el dolor mostrado «quando algund gran señor muere»: «provócanse unos a otros a llorar, e dar gritos e voces, de los quales son pocos que se duelen de coraron de la muerte del defunto» (1892: 291).

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hay una posible manipulación de la palabra divina, una ambigüedad en todo lo escrito, una variedad de lecturas (que aquí pondremos en práctica), en suma, otra forma de «santidad al revés» (Bajtin, 1998: 42), porque, como avisa Berceo (1990: 39, v. 188a): «Transformóse el falso en ángel verdadero». Sin duda, los pensamientos con los que el demonio tienta a un hombre del Bajomedievo nos describen mejor que ningún otro texto cuáles eran las cosas amadas (o temidas) en la vida cotidiana de éste.6 En este sentido, la quinta tentación expresa claramente la pena por dejar los bienes materiales que le han hecho a uno feliz, ese amor a las cosas terrenales (o hedonismo) que Aries señaló como característica del fin del Medievo y al que volveremos en el tercero y en el último capítulo. Para Ariés (1977: 133), jamás el hombre amó tanto la vida como entonces, y por el dolor de dejarla se representa a la muerte de manera macabra, algo que había insinuado ya Huizinga al hablar de esa «borrachera que le produce el impulso vital» y que le lleva a querer despertar, representándose la muerte (2004: 187; cf. 198-199). A estas tentaciones se suman los dolores que el moriens no puede controlar y que el demonio usa para fustigarle con la desesperación, o también los impulsos de considerarse grande o pecador. Y todo este universo de sensaciones vocales y sensoriales lo produce el diablo manejando la palabra (por tanto, poderosa) hablada, espontánea, ésa que según la Iglesia apela al instinto (sensualidad, deseo, concupiscencia, etcétera), a lo material e inferior, nublando la razón. Pero no hablo aquí de la palabra únicamente oral, propia de todo sermón, sino de la que se apoya en lo que no está escrito, la no-Autoridad. Y es que el demonio citará poco de autoridades o santos, aun atreviéndose, como ya dije, a repetir a «Dios» (AM, 7r) o el Evangelio (AM, 7v; frente al ángel, que recurre principalmente a archivos de santos, la Vulgata o los Primeros Padres). Y es curioso esto último (como si la palabra de Cristo fuera más fácilmente manipulable), porque el diablo semeja representar lo heterodoxo, aquello que no se permitiría decir excepto en este texto regulado, donde el enfermo que blasfema puede atribuir esta falta a un pinchazo del tridente, que origina sus «malos» pensamientos. Es como si se desdoblaran éstos y se le hiciera observar que no le pertenecen; enajenados, no merecen la atención de uno porque pertenecen a otro, al Otro: el demonio será el Otro al que hay que echar, el Otro peligroso, el doble sospechoso de uno mismo (y volveremos a esto). Podríamos preguntarnos llegados aquí si no nos encontramos ante una estrategia inteligente: una forma de canalizar de forma escrita las dudas y las pasiones que no sería aceptable ver presentadas de otro modo.

Existen también otros textos bastante ilustrativos al respecto, y quizás, como el que más, el Decamerón de Boccaccio, del siglo xiv. Su introducción describe, entre los efectos psicológicos de la peste en la población, el temor a perder los placeres de la vida.

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De ser así, a la heterodoxia se le da un marco de aceptación en el libro escrito poniéndola en boca del diablo, quien, según Bajtin (1998: 42), ha sido siempre un ambivalente portavoz de opiniones no oficiales. Las dudas se canalizan y se permite su expresión de una manera aceptada: es decir, se puede morir con confianza sabiendo que uno cuestiona a Dios (siempre y cuando se intente después superar ese cuestionamiento), pues es tentación forzada del demonio.7 Esta impresión parece verse reforzada por sermones en romance como el 16 de la Real Colegiata de San Isidoro de León (Cátedra, 2002a: 203207), que pone de manifiesto la manera en que las dudas del oyente o pecador se canalizan en el Medievo a través de razonamientos discursivos que las desnudan y las aparejan de modo sucesivo. Como en el Ars moriendi, en este ejemplo el predicador expone los posibles debates internos del creyente (de la «natura humana»: la duda es apoyada por Aristóteles), para, seguidamente, contrarrestarlos con la Escritura: «La 3a qüestión que fizo natura humana es ésta: ¿Cómo puede ser que en partir la ostia non se parta el cuerpo del Señor, mas ante queda todo entero en cada parte de la dicha ostia? A esto te rresponde la Scriptura», etcétera (Cátedra, 2002a: 203).8 La tradición de la palabra escrita acalla así, con autoridad, la divagación peligrosa de la mente individual, la oralidad heterodoxa (basada principalmente en lo no escrito) del pecador en su lecho de muerte. Pero es importante destacar que esto se produce en un contexto donde el acto externo es más ilustrativo que la actitud invisible, donde el gesto o la palaEs decir, se acepta que el demonio pueda tentar a uno con pensamientos pecaminosos (como el de la duda en la fe) pero uno se condenaría si no rechazara esa duda, para lo que hay métodos como la recitación del Credo. En el Ars moriendi se dice que sin fe «non puede alguno pertenescer ni ser del numero délos fijos de dios» y que «el que dubda en la fe. jnfiel es» (AM, 4r), y en el Breve confessionario se afirma que quien tenga duda de la fe católica no debe recibir el Cuerpo de Cristo (AM, 27r) y el confesor pregunta en su examen al pecador «si non creyó perfecta e firmemente en dios» (AM, 3Ir). No digo, pues, que el Ars moriendi excuse la falta de fe, pues es vista como una tentación que debe y puede resistirse (hay una última y libre voluntad individual: AM, 4v), sino que a la entrada de la duda en la mente humana se le da una explicación que la enajena, achacando la responsabilidad de su existencia al demonio, en quien se delega su origen, para que no quepa cuestionar su mala naturaleza. También en su Compendio de la fortuna Martin de Córdoba expone sucesivamente las dudas y los cuestionamientos del lector con respecto al sentido de la vida para contrarrestarlas con autoridad y ejemplos de las Escrituras: «Dizes: 'Non puedo dormir.' Puedes pensar, piensa en Dios, recoge tu vida, suma tus pecados, tanto valdrá esto e más que el dormir. Dizes: 'Duro es tomar xaropes, purgas e ayudas, sangrías, sudores.' Es verdad que es trabajo, mas aquí aprendes quanta pena deves sufrir por la salud del ánima», etcétera (1964: 60). Por otro lado, véase Rico (1977: 16) para el diálogo fingido del predicador con el público en el género del sermón.

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bra llevan a uno a su destino definitivo ante los espectadores cristianos (y lo veremos en el capítulo siguiente). Es decir, donde se dibuja el cuerpo antes que el alma, cuya suerte se juega y es el otro componente de la dualidad medieval en la muerte, mucho más peligroso y huidizo, el que recibe las embestidas de ángeles y demonios. Una dualidad, por cierto, que aquí no está especialmente presente, pues no hay esa lucha explícita entre alma y cuerpo que se da en otros textos medievales. Aunque Emilio Mitre Fernández (1985: 8) muestra que existe una primacía dualista en la concepción de la muerte del Bajomedievo, especialmente en los sermones funerarios, frente a la unión de alma y cuerpo propuesta por Santo Tomás de Aquino, en el Ars moriendi la propuesta del santo dominico parece verse aceptada, pues no vemos aguda división ni antagonismo entre estos dos elementos. 9 De este modo, el desdoblamiento en la mente del pecador no provendrá principalmente de la existencia en pugna de alma y cuerpo sino del mundo de tentaciones que el demonio produce o la Iglesia le atribuye. También las afirmaciones «positivas» u ortodoxas de la mente humana tomarán la forma del Otro, en este caso adoptando la corporalidad de un ángel que exhorta a seguir creyendo en la doctrina enseñada. Tanto lo ortodoxo como lo heterodoxo que se le ocurre al hombre en su muerte serían, pues, desde este punto de vista —o esta lectura— atribuidos a otros seres sobrenaturales que rodearían su lecho de manera sucesiva. La conciencia desplegada en dos (en la que no participa el predicador, que sólo la muestra) bailará así en ritmos concéntricos, en una dialéctica que seguidamente quiero relacionar con el discurso alegórico. Los debates de la naturaleza humana en su último momento de tránsito aparecen desplegados en un diálogo cuya simetría acabará por romper siempre el predicador, inclinándose y precediendo (diríamos que dejando paso a) las razones del ángel, hasta el desenlace final.10 Dentro de esta metafórica escenificación, que se le anuncia al hombre sano que lee/escucha cómo será el fin de sus días, se trata de que el enfermo opte por el buen camino, que consiga una muerte que le lleve a un inmediato destino feliz, alcanzable sólo si cumple el guión prescrito.

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Mitre Fernández señala que en el nivel académico existia menos dualismo que en el popular, y que la espiritualidad franciscana enfatizaba la dualidad. De ser así, sería un argumento a favor de atribuir este tratado a una orden que no fuera ésta (ya comenté que la más postulada es la dominica). Por otro lado, muestras del uso de la dualidad almacuerpo en la predicación nos las da constantemente San Vicente Ferrer; véase, por ejemplo, Cátedra (1994: 287): «la ánima es la rreyna; la carne es la esclava». El predicador incluso a veces se dedica a repetir el argumento del ángel, caso de la buena inspiración contra la vanagloria, en la que vuelve a contar la historia de Lucifer que ya había relatado un poco antes el ángel (AM, 15v-16r). En alguna ocasión, el ángel se hace eco también del predicador (AM, 17r-18r).

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La representación alegórica: ascendencia y descendencia Pero ¿es esta representación (así la llamaremos) alegórica? Aunque durante unas pesquisas que realicé hace un tiempo algunos medievalistas argüyeron lo contrario (desde la suposición de que los hombres medievales creían que las cosas sucedían tal cual al pie del lecho), me gustaría mostrar que, a partir de otra perspectiva, desde el entendimiento contemporáneo de la alegoría, la respuesta afirmativa es plenamente defendible y, es más, bastante iluminadora en cuanto a nuestro texto." Ya Olds (1966: 57-58), en el estudio al que me he referido en la introducción, considera el Ars moriendi como alegoría: no un prototipo de alegoría macabra, sino una de las pocas del siglo xv que, estando centrada en la muerte, trata menos del fin terrible del cuerpo que de la posibilidad de salvación del alma.12 Olds destaca que el mensaje del Arte conmina no tanto a temer a la muerte sino a la pérdida de la gracia. Efectivamente, no encontramos aquí gusanos, ni moscas, ni putrefacción (propios del arte macabro) que fijen la mirada en lo terrenal (aunque sea en su descomposición), sino ángeles, santos, demonios y crucifijos que prometen y remiten al Otro Mundo. Para Olds, como advertí en mi introducción, se trata de un tratado religioso bastante «tradicional» y, aunque ya del siglo xv, plenamente «medieval», un compendio de pensamientos patrísticos y bíblicos volcado en un texto de molde convencional, basado en la Psychomachia de Prudencio (del siglo iv), es decir, estructurado en lecturas alegóricas como las de Vicios y Virtudes, que aparecen también en fachadas de catedrales (por ejemplo, en las de Amiens y Chartres).13 La perspectiva que aquí quiero adoptar nos permite, no obstante, acercarnos desde otro ángulo a la posible naturaleza alegórica del Ars moriendi, una opción que se justifica por ser el mismo recurso de la alegoría de definición amplia y compleja. Ahí está una de sus «posibilidades», pues la alegoría puede ser tomada a la vez como artificio retórico, género literario, filosofía o inter-

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Se trata de una «encuesta» que realicé informalmente durante el congreso internacional Metamorphoses ofAllegory (Manchester, 5-6 de septiembre de 2003), citado en la introducción, encuentro que organicé con Rosa Vidal y la colaboración de Jeremy Lawrance (véase Sanmartín Bastida/Vidal Doval, 2005). No estoy de acuerdo con Olds en que por eso se aproxime más al siglo XIII, pues no todo el siglo xv es homogéneamente macabro ni plantea sólo lo terrible de la muerte, como muestra Jorge Manrique. James J. Paxson (1994: 62) observa cómo la Psychomachia de Prudencio es la fuente más influyente en las alegorías tardomedievales construidas alrededor de la noción central del conflicto espiritual. Cf. O'Connor (1942: 8), que no cree que nuestro texto pueda derivar de la obra de Prudencio.

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pretación; tiene diversas significaciones y diversos entendimientos dependiendo del momento en que se emplee, y mi uso estará teñido por mi intencionada lectura «actual».14 Quizás sucede, como diría Carolynn Van Dyke (1985: 17), quien compara la alegoría con «lo Otro», que ésta no tiene realmente definición, pues precisa de un conocimiento intuitivo. No seguiré, en este sentido, la postura algo rígida de Maureen Quilligan (1979), que aboga por no mezclar alegoría y hermenéutica y propugna una urgente distinción entre la alegoría y la alegoresis o alegorización de los textos por parte del crítico (volveremos a ello; pero véase la respuesta de Gerald L. Bruns [1988: 384-385]). Aventurándome a realizar una lectura alegórica de un texto que aparentemente y de forma «pura» no la tiene (se aleja de esas composiciones del siglo xv en las que personajes como Razón, Caridad o Vejez disertan y se enzarzan), en este capítulo entenderé la alegoría como un medio de remitir, a través de un complejo espacial y temporal de realidades sensibles, a otro sistema al que representa (de conceptos trascendentes) estableciendo dos niveles de entendimiento, desde la composición y la interpretación. Y afirmaré, siguiendo la opinión de Angus Fletcher (1964: 368), que una característica fundamental de este recurso es que permite racionalizar, categorizar, codificar y expresar compulsiones sujetas, así como materializar, enajenándolos, algunos misterios. Estas necesidades las vemos presentes en la vida y en la forma de concebir la religión de la Edad Media, con su complejo discurso sobre el alma humana, heredero del pensamiento bíblico y clásico (por ejemplo del platónico) y gran deudor de Boecio. En el Medievo el uso de este recurso es continuo: no hay que olvidar que en esta era se enfatiza la interpretación alegórica de los textos sagrados (véase Clifford, 1974: 75; Mortara Garavelli, 1988: 299). Según Violeta Díaz-Corralejo (2004: 22): La confusión, por desconocimiento del carácter propio de la metáfora como imagen y, en consecuencia, de la diferencia entre símbolo y alegoría, y la intención de ampliar los significados, producen el despliegue, institucionalmente practicado, de la alegoría, modo de expresión de una ideología en la que el valor figurativo de las cosas y de los acontecimientos es un componente de la historia sagrada. 15

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Para una historia del concepto de la alegoría a lo largo de los siglos desde la época clásica, véase Bloom (1951); Lawrance (2005). Bloom asegura que: «In modern times allegory has become something of a problem for philosophers and semanticists as well as critics. Although the present-day attitudes toward allegory have been complicated by the technical complexity of modern knowledge, the basic issue remains inherently the same, that of the multiplicity of intention» (1951: 172). Diaz-Corralejo (2004: 19-22), cuyo estudio se ocupa de los gestos en la alegoría de Dante, señala cómo en la Edad Media «alegoría» y «símbolo» se usan de manera indiferenciada,

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Pero es a partir del siglo x i i i cuando se impone la moda de su uso en el discurso protocolario y poético y deja de ser una simple técnica de lectura e interpretación exegética (véase Zumthor, 1989: 31).16 La alegoría se sitúa en una posición que parece expresar la conciencia de una falta de congruencia entre la realidad cósmica y el lenguaje humano. Se hacen necesarios unos signos intermediarios, y símbolos y alegorías multiplican por ello su aparición en el universo lingüístico, como vía de acceso homogéneo al misterio (Díaz-Corralejo, 2004: 21), connotando una actitud suprarrealista hacia las palabras (Quilligan, 1979: 156).17 De este modo, la alegoría se relaciona desde muy pronto con el sentido de la existencia del lenguaje, aunque haya que esperar hasta el siglo xx para que Walter Benjamín (1990) y, tras él, Paul de Man (1979) incidan en la reivindicación que del lenguaje (del insatisfactorio lenguaje) y de la escritura realiza la alegoría. Pero no sólo las palabras intervienen en la creación alegórica, sino también las imágenes plásticas, formadas con elementos fragmentarios que componen, uno a uno, los significados del concepto.18 Huizinga (2004: 267) comenta la

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y el adjetivo «alegórico» califica los niveles de interpretación distintos del literal (una indistinción que, por otro lado, se heredaba de los antiguos; véase Mortara Garavelli, 1988: 297-299). En el Medievo se plantea una triple lectura simbólica, política e ideológica de los textos representados y el universo se configura como sistema de símbolos (el caudal más explotado es el de los lapidarios y los bestiarios). Las propiedades de las cosas se hacen imágenes de las virtudes o de los vicios del hombre, y así la tierra, la roca, el suelo y, por supuesto, la luz, o las tinieblas, se crean como seres míticos. Desde la alegorización metódica que se produjo en el siglo XII todo es sacramentum o signo de algo oculto. La alegoría, una de las formas incluidas en toda retórica, se transformará en un acceso al conocimiento del misterio de las cosas divinas y humanas. Las obras divinas, creadas para enseñar al hombre a vivir, significan algo que éste debe aprender. Si el universo de los sentidos se había constituido, a partir de los siglos iv y v en Occidente, desde una visión simbólica que distinguía entre la realidad de las cosas y su representación, en el siglo XII empiezan a expresarse las primeras dudas que harán que, finalmente, a partir de 1230 se elabore, si no un lenguaje, un tipo de discurso que ocupará hasta el siglo xv a toda Europa (Zumthor, 1989: 31). La existencia de la alegoría asume para esta estudiosa «an attitude in which abstract nouns not only ñame universals that are real, but in which the abstract ñames themselves are perceived to be as real and as powerful as the things named» (Quilligan, 1979: 156). Díaz-Corralejo (2004: 25) define la alegoría como descripción analítica de una idea a partir de elementos troceados y abstraídos de una imagen, de la que cada detalle porta un significado que la compone. El análisis de los rasgos de la imagen transmitirá los rasgos del concepto representado por ésta, dentro de la cualidad icónica de la literatura medieval, que no es simplemente más imaginativa o abundante en imágenes que otra, sino más analítica y conceptual, porque para el hombre medieval la imagen contenía inevitablemente un concepto.

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necesidad tardomedieval de adorar lo inexpresable a través de estos signos visibles, que daba como resultado la creación continua de nuevas imágenes.19 Blasones, heráldicas, entradas reales, todo se expresaba mediante imágenes codificadas, multiplicadas en géneros como la poesía de cancionero o la novela sentimental y reflejadas en el vestuario de los nobles (Ariés/Duby, 2001: 595-599). Las cosas no agotaban su significado en sí mismas sino que lo extendían al mundo del Más Allá, y por ello no nos debe extrañar la aparición de seres sobrenaturales o extra-ordinarios (como los paganos adorando a un ídolo; fig. 1) entre las personas y objetos cotidianos que rodean al moriens, tales como la casa, el caballo o el criado que protagonizan el grabado de la última tentación (fig. 9). Todos estos elementos compondrán en este caso el drama/narración del pecado de la concupiscencia, pero serán los «friends and foes of a supernatural or symbolic nature» (Doebler, 1967: 165) los que construyan la escena alegórica, y no los miembros de la familia del moriens. Estamos en un momento en que caracteres y objetos se emplean para simbolizar cualidades abstractas, y tentaciones y virtudes se alegorizan en escenas con personajes antropomórficos (con varios ejemplos en la poética de cancionero o en la novela sentimental). Cuando se tratan elementos, digamos, generalmente no captables por los sentidos corporales (aunque se creyera en su existencia «real», al imaginario del Ars moriendi no podemos calificarlo de «realista»), la alegoría se hace el modo de hablar más adecuado por su poder de concreción de fuerzas irracionales o ideas abstractas. De ahí que este recurso sea escogido de continuo para expresarse en el terreno trascendente de la doctrina cristiana, que necesitaba de sus armas para explicarse —el ars praedicandi exige la constitución de imágenes que produzcan emociones controlables (véase Mortara Garavelli, 1988: 323). Según comenta Huizinga (2004: 201), cuando habla del espíritu religioso y su expresión plástica: La representación de la muerte puede servir como ejemplo general de la vida espiritual en la Edad Media [...] El contenido entero de la vida espiritual busca expresión en imágenes sensibles, acuñándose todo el oro en pequeños y delgados discos. Existe una necesidad ilimitada de prestar forma plástica a todo lo santo, de dar contornos rotundos a toda representación de índole religiosa, de tal suerte que se grabe en el cerebro como una imagen netamente impresa.

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Habría que decir que en la Edad Media, cuando los niveles de analfabetismo eran tan altos, las representaciones visuales eran más necesarias para el entendimiento/conocimiento de la realidad que en la actualidad. De todos modos, con los nuevos medios de comunicación visual, en el siglo xxi seguramente hayamos vuelto a necesitar tanto como en el Medievo de los signos visibles.

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Por ello no debería sorprendernos que el demonio o el ángel del Ars moriendi respondan a esta estrategia de representación, como todos los demonios o ángeles que puedan ser portavoces de malos y buenos pensamientos. Una concepción alegórica que no es posesión única de la religión cristiana, pues la mitología sobre el alma era parcialmente compartida por la religión musulmana (y un ejemplo literario del parentesco nos lo proporciona Silverstein [1952]).20 La alegoría responde así a las necesidades de expresión del fenómeno religioso, como «a human reconstitution of divinely inspired messages, a revealed trascendental language which tries to preserve the remoteness of a properly veiled godhead» (Fletcher, 1964: 21). Y de ahí esa relación entre la alegoría y las cuestiones últimas que llevará en el siglo xx a teóricos como Paul de Man (1981: 2) a preguntarse el por qué de esa constante de que las verdades más profundas sobre el hombre sean dichas de modo indirecto (cf. Greenblat, 1981: viii). La aproximación alegórica hacia las cuestiones del alma del pensamiento religioso (tan patente ya en autores como San Agustín, con su De Doctrina Christiana o De Trinitate), es decir, la estrategia de representación de otorgar materialidad, espacialidad y narratividad (por medio de figuras antropomórficas) a un universo de creencias o posibles luchas internas de la mente —que deseo insinuar al lector— se nos muestra especialmente tangible en los grabados que acompañan a nuestro texto, grabados a los que se ha acusado de tremendismo y de subordinarse a la palabra (en vez de ir a la par), aun reconociendo que pueden «materializar, sensibilizar, visualizar ese interno vaivén de pensamientos, sentimientos y emociones que acontecen en la conciencia lúcida del enfermo» (Adeva Martín, 2002: 323).21 De modo que no sólo es que la religión cristiana tienda a cifrar sus misterios de forma alegórica (como he querido dar a entender) ni que el arte tardomedieval se detenga en blasones y heráldicas multiplicadas, sino que en concreto en nuestro texto existen unas imágenes que representan de forma material la trascendente agonía del enfer-

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Agradezco a Jeremy Lawrance el haberme llamado la atención sobre este estudio, que trata de la influencia de la religión musulmana en el imaginario occidental del Más Allá, en concreto en la obra de Dante. Es curiosa la crítica de Ildefonso Adeva Martín a los grabados del Ars moriendi, que, según este autor, son esencialmente deficientes como medio expresivo para transmitir ideas abstractas de orden espiritual o divino, «pues lo sobrenatural no puede ser vaciado en lo material» (2002: 324). Aunque reconozca su necesidad para reproducir los sentimientos múltiples del moribundo, su efecto final es para él negativo, pues los grabados «pueden haber contribuido a divulgar cierta idea de tremendismo que injustamente acompaña la memoria del Ars moriendi por el error metodológico de interpretar la letra por el grabado y no a la inversa» (323). Obviamente, no estoy de acuerdo con esta lectura pues letra y grabado colaboran a la par en el entendimiento del texto.

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rao en su lecho. Para Tenenti (1996: 71), los dibujos son el centro de interés del texto, que es «semplice mescolanza di frasi evangeliche e di pensieri di san Gregorio, san Bernardo, Gerson, etc., é molto netto», y por eso fueron tan populares. Tenenti cree que la visión sensible y material que despiertan prevalece sobre la meditación y la inteligencia, pues en el Ars moriendi, «I sensi e l'immaginazione esercitano qui una funzione di prim'ordine». Aunque, según Van Dyke (1985: 107), hoy en día se asume que la alegoría es «undramatic» y estática (y por ello las morality plays sorprenden o chocan al espectador actual), este recurso dispone de una estructura fragmentaria —compuesta de elementos que remiten a otros— que podría compararse con los actos de un drama; y se conforma mediante una serie de imágenes que, siguiendo un hilo narrativo (que en nuestro caso desemboca en el triunfo de la gracia), componen todo un aparato escenográfico. El sistema de símbolos se configura así en un espacio y un tiempo en desarrollo donde lo visual es esencial. Lo alegórico, en nuestro texto, se manifiesta en los personajes y en la puesta en escena que los rodea. De modo que el elemento sensorial resulta decisivo (recordemos la popularidad que alcanzaron los grabados del Ars moriendi, repetidamente imitados), siguiendo la inevitable centralidad de la imagen que se da en toda alegoría (ClifTord, 1974: 71), hasta el punto de que, para algunos críticos, la imagen tendrá prioridad sobre el texto.22 Y es que si las palabras, emparejadas con una imagen, son más fácilmente asimiladas, todavía lo serán más cuando «los pensamientos se disuelven en imágenes» (Benjamín, 1990: 194-195), especialmente «in an age that imputed to images influential powers transcending the natural and rational» (Schleif, 1987: 594). Lo interesante es que, concediéndoles o no prioridad, acompañando al texto estos grabados reflejan o invitan a un tipo de lectura del tratado que yo calificaría de alegórica (sin quitar por ello su intención mnemotécnica y de ayuda a la meditación), en el sentido de que imprimen una materialización a las ideas, y sus elementos visuales hacen clara referencia a códigos alegóricos iconográficos, como esas mujeres alrededor del lecho (fig. 9) que recuerdan a las tentadoras que se le aparecían a San Antonio. El grabado del Ars moriendi no inten22

Según Bettie Anne Doebler (1967: 165), «There is evidence that originally many considered them [los grabados] central to the ars and merely accompanied by a text of explanation and instruction». No obstante, hay que recordar que esta versión breve venía precedida por otra más extensa y sin grabados, de modo que la intención de la imagen era más bien llegar a un gran número de personas (por lo mismo que se hace traducción al romance, dirigida a individuos no letrados o que no saben latín: AM, Ir, 3r), además de facilitar la memorización y el entendimiento de la palabra (de nuevo, véase Carruthers [1998] para las características mnemotécnicas de las iluminaciones de manuscritos medievales).

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ta reflejar la realidad visible para todos sino la excepcional sobrenatural (al menos no la visible para los acompañantes del moriens), y así lo denuncia la aparición del hombre asesinado por el enfermo al pie de su cama (fig. 3). Las cinco virtudes y vicios y su aparición simbólica en imágenes —y habría que asentir con Olds en las similitudes con representaciones semejantes en fachadas o márgenes de catedrales—, o por supuesto la naturaleza sobrenatural de amigos y enemigos del moriens nos hacen recordar la afirmación de Huizinga (2004: 271) de que al final del Medievo (pero no sólo entonces) cualquier pensamiento se podía transponer en un personaje y las ideas adquieren identidad. De modo que el Ars moriendi se aproximará a la alegoría por su expresión de lo abstracto a través de lo concreto (y viceversa, si pensamos en la operación del receptor), con su personificación de los vicios y las virtudes en seres y objetos que componen toda una escenografía simbolizando actitudes abstractas; y, al mismo tiempo, por su tratamiento de un sentimiento que es universal: el vaivén y tormento mental de la agonía, de acuerdo con la afirmación señalada de que materias como la vida y la muerte, la salvación y la condenación han tendido a explicarse de modo indirecto. «Representing both the process and the state of death was thus problematical» pues, dirá Binski (1996: 70), estaban más allá de la experiencia ordinaria, y por ello «many modes of medieval illustration were symbolic and allegorical». El Arte, al presentar la muerte «as a series of symbolic temptations, it serves, like many symbols, to simpliíy the reality of a messy process» (41). No obstante, si seguimos indagando un poco más allá (hasta aquí mi defensa de la interpretación alegórica del texto puede pecar de insatisfactoria), vemos que el Ars moriendi demuestra también poseer los aspectos que Fletcher señala como propios y definitorios de la alegoría: hay un estricto y simétrico orden de elementos, en el sentido de que los discursos se turnan entre dos voces de manera paralela; los símbolos o personajes implican un rango en una jerarquía, como se ve en la ordenación de las figuras celestiales; tiene forma de batalla (ángel y demonio), la cual, junto con la idea de progreso, suele definir la alegoría; hay una disposición ritual que determina el efecto final sobre el protagonista o agente: es decir, si se cumplen los pasos previstos se alcanzará la Gloria; el Bien y el Mal están expresados con una imaginería dualística, según demuestran los personajes que representan los vicios y las virtudes; la lectura se hace restringida, no deja libertad, en el sentido de que hay una manera predeterminada de leer los elementos visuales y verbales, etcétera (véase Fletcher, 1964: 107, 109, 151, 198,222, 304-305).23 Ya Adèle Chené-Williams 23

En cuanto a la disposición ritual, véase Foucault (1999c: 40-41): «el ritual define la cualificación que deben poseer los individuos que hablan (y que, en el juego de un diálogo,

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(1979: 180) señaló que los tratados de bien morir ponen de relieve oposiciones significativas como las de la muerte corporal contra la espiritual; la vida temporal contra la eterna; la iniquidad humana contra la misericordia divina; dicotomía que está especialmente señalizada en el Ars moriendi. Pero, como agudamente observa Fletcher (1964: 312), «Allegory is never a puré modality», y existen diferentes grados de lectura en los textos y de polisemia, más allá del criterio tradicional de buscar el doble significado de los argumentos. Incluso el entendimiento de un texto como alegoría puede variar de forma diacrónica: según Fletcher, hay narraciones contemporáneas que podríamos llamar alegóricas (y pone de ejemplo las novelas de detectives) que no percibe el lector como tales en la actualidad, de la misma forma que en el Medievo no se cuestionaban las fábulas del predicador, expresadas en un código que entonces todos conocían (pero no ahora, lo que habla de su codificación, de su lenguaje «indirecto»): 24 The older iconographic languages of religious parable now need a good deal of interpretation, because their worlds are remote from our world, which would explain why medieval allegory seems so obviously allegorical to us, while modern allegories [...] may not be read as fables. (Fletcher, 1964: 5-6)

La alegoría como proceso depende, pues, principalmente del receptor y, como dice Gay Clifford (1974: 53), presupone unos lectores asiduos a interpretar su narrativa. Esto nos llevaría a establecer la distinción entre alegoría y alegoresis, es decir, entre el texto que se ofrece de manera clara como alegoría y aquél que se puede o se quiere leer en clave alegórica. En nuestro caso, se podría entender que estoy realizando una alegoresis (es decir, una «lectura alegórica pasiva, independiente de cualquier intención alegórica activa», según Lawrance [2005: 19]), desvelando como tantos críticos el significado de palabras y grabados que antes pudieron ser de más rápida comprensión. Pero aunque no haya un autor construyendo conscientemente el ciframiento y subsi-

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de la interrogación, de la recitación, deben formular tal posición y formular tal tipo de enunciados); define los gestos, los comportamientos, las circunstancias, y todo el conjunto de signos que deben acompañar al discurso; fija finalmente la eficacia supuesta o impuesta de las palabras, su efecto sobre aquellos a los cuales se dirigen, los límites de su valor coactivo». A lo largo de este libro consideraré el Ars moriendi como ritual. También De Looze usará las novelas de detectives para una defensa parecida del conocimiento de los códigos o las expectativas por parte del lector. «To take a modern example, a detective novel can be a detective novel only if the writer and reader already have an idea of what a detective novel is; and this comes from prior reading. The same is true for medieval forms of writing, whether scholastic commentary, romance, lyric, pastourelle, beast fabie, fabliaux, epic...» (2004: 136).

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guíente desciframiento de su lectura, estableciendo los dos niveles precisos para la existencia de la alegoría, lo cierto es que el texto se compuso desde el movimiento de lo abstracto a lo concreto, y que como lectores necesitamos hermenéuticamente desvelar los códigos que el texto medieval nos presenta: los símbolos, las figuras (santos y demonios y apariciones), los objetos y, desde el movimiento, los gestos. Prosiguiendo con la idea de Fletcher, podríamos decir que los fieles que escuchaban decir a San Vicente Ferrer que el ama tenía miedo a salir de la casa del cuerpo al ver a los demonios alrededor, o que daba fuertes gritos mientras un cortejo de diablos la batía y voceaba, o que era cogida por la garganta y azotada por éstos, o que los canes corrían alrededor de ella para tomarla antes de que el ángel la rescatase y llevase al Cielo; o, también, aquellos que oían el sermón leonés sobre la cabeza muerta que hablaba con San Macario, todos ellos entenderían seguramente estas historias de manera literal (véase Cátedra, 1994: 288, 330, 433, 472; 2002a: 178-179).25 Probablemente muchos de ellos también creerían en una batalla «real» al pie de la cama, en los demonios de aspecto monstruosamente antropomórfico o en las almas con forma de paloma (ahí está el ejemplo de Berceo [1990: 109, v. 599c] o el más sutil de Sánchez de Vercial [1961: 48]), así como podían dar crédito, en otro orden fantástico de cosas, a la existencia de gigantes; pero también otros muchos sabían que el alma no era un niño ni una paloma, aunque apareciera así en la iconografía (y en esto habría que hacer una distinción entre el mundo de los letrados y el llamado «populan)).26 Hoy en día tendemos a leer como alegoría los frescos de

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En cuanto al diálogo entre San Macario y la cabeza de un gentil, Jean Delumeau señala que «une longue tradition avait habitué les clercs du Moyen Age à associer saint Macaire aux évocations de cadavres» (1983: 80). Por otro lado, leamos una vez más a Huizinga: «Para la fe vulgar de la gran masa, la presencia de una imagen visible hacía completamente superflua la demostración intelectual de la verdad de lo representado por la imagen. Entre lo que se tenía representado con forma y color delante de los ojos —las personas de la Trinidad, el infierno flamígero, los santos innúmeros— y la fe en todo ello, no había espacio para esta cuestión: ¿Será verdad? Todas estas representaciones tornábanse directamente, ya como imágenes, objetos de fe. Fijábanse en el espíritu con precisión, contornos y abigarrado colorido, dotados de toda la realidad que la Iglesia podía pedir de la fe y aun algo más» (2004: 219). Véase también Egginton (2003: 43-44). Con respecto al ejemplo de Berceo, el poeta nos cuenta cómo los romeros creen que las palomas que salen del mar son almas que Dios quiere llevar «al sancto Paraíso» (1990: 109, v. 600d). Sánchez de Vercial, por su parte, nos presenta a Dios transformando el alma de un hombre santo en una sencilla paloma que sale de su boca cuando éste muere; la intención de Dios es mostrar la «synpleza de coraçon» con que el hombre le había servido. Con respecto a los gigantes, Cohén (1999) realiza todo un estudio sobre su supuesta

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las iglesias que narran los destinos de las almas penitentes e impenitentes, disputadas por demonios; o cuadros como los de El Bosco, entre ellos los basados en la tradición del Ars moriendi, que interpretan las muertes del réprobo y el mísero. Sin duda alguna, en la Edad Media los predicadores buscaban fábulas e imágenes como exempla, según aconseja Francesc Eiximenis, para convencer al auditorio («quod 'plus mouent exempla quam uerba'»; Barcelona, 1936: 322). Pero, de nuevo, es difícil saber si los letrados creían en ellas al pie de la letra o, en nuestro caso, en la puesta en escena que realiza el Ars moriendi de la muerte del enfermo.27 Alonso de Cartagena, refiriéndose a ese momento de nuestro tratado en que el demonio tienta al moriens con la desesperación (tentación segunda: AM, 6v: «Como el onbre enla enfermedad es atormentado de dolores corporales, entonces el diablo añade otros dolores»), agradece a Dios en De actibus Alfonsi de Cartagena episcopi Burgensis el no haber añadido, a los dolores propios de la muerte, otros (y especifica: en la cabeza, el costado, el estómago, o en partes difíciles) que le llevaran a la impaciencia y a perder de vista la salvación de su alma (Lawrance, 2000: 177). Mas, curiosamente, no hace mención al diablo, que es quien se beneficiaría y desearía esos sufrimientos suplementarios, tratando de provocar la pérdida de paciencia y resignación del enfermo. El diablo apenas aparece en ese ars moriendi del último momento de Cartagena, presentado como ejemplo de buena muerte (como tampoco aparecerá en el perfecto ars moriendi de Rodrigo Manrique).28 ¿No creería Cartagena en esa batalla de ángel y demonio por su alma? Quizás sí,

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naturaleza y monstruosidad, probando cómo muchos hombres medievales creían en su existencia, elemento de la ficción caballeresca. Las cosas no son tan fáciles como las presenta Adeva Martín: «Quede dicho, aunque sea muy de pasada, que del Ars bene moriendi no se desprende motivo alguno serio para afirmar que el enfermo ve en su agonía ni al diablo ni al ángel bueno» (2002: 323 n 47). Pero no da más explicación del asunto. Sobre el «perfecto» ars moriendi de Rodrigo Manrique, véase Sánchez Sánchez (2004: 32-42). La batalla que espera don Rodrigo no es la de ángeles y demonios: «No se os haga tan amarga / la batalla temerosa / que esperáis» (Manrique, 2000: 244, w . 409-411). De hecho, como señaló Gilman (1959: 310), el combate alegórico del «paso» no se desarrolla, pues la Muerte se transforma en un caballero igual a don Rodrigo, que habla en lenguaje caballeresco a quien acepta dignamente su venida. Un diálogo tan sereno y una aceptación de la muerte semejante destacan en la Europa de entonces —otro ejemplo seria el del canónigo Sixtus Tucher: en las vidrieras de su casa de Nuremberg, ya de 1502, el clérigo responde a las advertencias alarmistas de la calavera y su flecha con aceptación resignada, desprecio desafiante y valentía, pues ni teme ni ignora la existencia de la muerte; véase Schleif (1987), para quien se trata casi de un ataque al mito alegórico de la Danza de la Muerte.

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quizás no; aunque no conociera el tratado (al menos no en castellano, pues las versiones en esta lengua son posteriores a su muerte, acaecida en 1456 [véase Lawrance, 1998: 11]), sí sabría de las luchas entre poderes por el alma del finado que predicaba la Iglesia y seguramente pensara, como todos los hombres medievales, que demonios y ángeles tomaban forma visible, algo reconocido hasta por Santo Tomás en su Summa. Por otro lado, en la literatura hagiográfica es frecuente asistir a estas batallas entre ángeles y demonios, y obras como los Milagros de Nuestra Señora de Berceo o las Cantigas de Santa María de Alfonso X nos muestran que ya en el siglo xm se temía que aquéllos disputaran ardorosamente por el alma del condenado. Un ejemplo del miedo que podía producir la vista del demonio, por cierto, es el de Constanza de Castilla (1998: 11), que en sus oraciones exclama: E en la estrema ora mía, quando veré la espantosa vista de los enemigos que tomarán lid contra mí por los gravíssimos pecados que yo cometí, a la tu misericordia plega en tienpo de tan grant espanto enbiarme consolación angélica, pues eres poderoso. 29

También Fray Lope Fernández de Minaya (1964a: 227) comentará que una de las cosas más terroríficas de la muerte es «la fealdad, sin ninguna comparación, de los diablos que entonce le tienen cercado [al moriens] para le fazer desesperar o para le calumniosamente acusar o para le levar a algund lugar do lo han de atormentar» (cursivas mías; se concede siempre a los demonios el don de la mentira, pese a que muchas de las acusaciones que hace pudieran no ser falsas). San Vicente Ferrer hará hincapié en lo mismo cuando comente, por ejemplo, el miedo que tiene el alma a salir de la casa (del cuerpo) al morir, pues ve los demonios alrededor (Cátedra, 1994: 330).30 No obstante, no me interesa descubrir hasta qué punto el lector/público medieval cree a pies juntillas que sucede el orden de acontecimientos descrito por el Ars moriendi, sino constatar cómo en este tratado las palabras y los gra-

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Véase además Díaz de Toledo (1892: 275); Presilla (1989: 349). En algunos testamentos se pide protección del «enemigo» que ha de tentar en la muerte, como muestra el de Fernando de Valencia (Royer de Cardinal, s.a.: 71). Francisco de Ávila, en su La vida o la muerte o Vergel de discretos, hará también referencia a «la diabólica vista / tan terrible y afeada» a la que tiene que enfrentarse el alma del moribundo (2000: 374, w . 11371-11372). Por otro lado, Jean Delumeau (1983: 70), comentando una suerte de ars moriendi posterior, la Agonía del tránsito de la muerte de Alejo Venegas (de 1537), asegura: «Comme beaucoup de spécialistes de la mort de son époque, il croit que les démons apparaissent aux mourants au cours d'horribles visions».

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bados parten de una codificación de imágenes donde las figuras representan tentaciones y virtudes y, más allá, los vaivenes del enfermo en la vigilia de la muerte, expresados así entre ángeles y demonios antes que con demandas de la alegórica y macabra calavera personificada. Porque, quizás, ¿qué mejor medio de mostrar el interno combate mortal del moriens que planteando esta dialéctica de seres sobrenaturales? Como dice Bruns: Possibly it would not be difficult to argue (although I've not seen it done yet) that allegory is a species of dialectical thinking, that is, it exploits the infinite play in which all human thinking is caught up —the unending movement between the one and the two, between determinacy and indeterminacy, logos and pseudos, sense and nonsense, totality and fragmentation, insight and perplexity (1988: 386 n 4)

Y entonces sería el debate alegórico el instrumento más adecuado para explicar la inquietud última del ser humano en su lecho de muerte. | Pero, desde otro punto de vista, también me interesa destapar la herencia que ha dejado el Ars moriendi, pues continúa esa posible lectura alegórica así como explota sus innegables cualidades dramáticas. Como muestra Susan Snyder (1965: 43), este texto continuó proliferando en letra impresa durante el siglo xvi, e incluso más tardíamente, ya que existen varios derivados del Ars moriendi hasta dos siglos más tarde y, apurando, podríamos decir que este modelo llega hasta la actualidad. El Ars moriendi tuvo así una extensa difusión desde su aparición en el siglo xv, y en buena parte, como señalé en la introducción, con ilustraciones copiadas de los famosos grabados, imitados repetidamente por varios artistas. La situación del moribundo y la confrontación con su probable desesperación siguió siendo durante el Renacimiento un motivo inmensamente popular (Snyder, 1965). Muchas de las alegóricas morality plays inglesas (de fechas no lejanas a la composición del tratado) compartirán su imaginario, como muestra esa lucha entre el Ángel Bueno y el Malo que se da en The Castle of Perseverance, rasgos comunes que ya han sido estudiados por la crítica.31 Al igual que el Ars moriendi, las obras Everyman, The Castle of Perseverance, Se han escrito varios trabajos relacionando y comparando el Ars moriendi con las morality plays, como las tesis de Phoebe S. Spinrad, «The Summons of Death on the Medieval and Renaissance English Stage» (leída en Texas Christian University en 1983) y Dennis Siy, «Death, Medieval Moralities, and the 'Ars moriendi' tradition» (presentada en la University of Notre Dame en 1985), o el artículo de Duclow (1983). Por otro lado, se han explorado los lazos entre la materialidad de la visión medieval del universo y las alegorías de la vida como peregrinación (de las que el más acabado ejemplo será el tardío The Pilgrim's Progress, del siglo xvn, de John Bunyan) a través del concepto popular del viaje post-mortem al Otro Mundo (véase Bennet/Roud, 1997: 236).

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Mankind, The Pride of Life o Mundus et Infans ofrecen un mensaje esperanzador, y Clifford (1974: 45) señala cómo William Langland, autor de Piers Plowman, usa materiales y métodos que se encuentran en sermones medievales de la época, en libros de devoción privada y en las artes moriendi. Clifford observa entonces que «allegories often share qualities with straight instructions or theoretical works written at the same period», emparentando así el tratado que enseña a morir con su posibilidad alegórica. El público que asistiría a las representaciones citadas, por la diíusión extensa del Ars moriendi (y por supuesto, por compartir un mismo sistema coherente de creencias, requerido en la recepción de toda alegoría), dispondría de suficiente conocimiento para juzgar si la muerte de «Everyman», por ejemplo, se correspondería con una buena o una mala muerte. Por otro lado, el moriens, como «Everyman», era en sí una especie de hombre en abstracto, cualquier persona medieval moribunda (por tanto, sus víctimas, como el hombre asesinado del grabado de la fig. 3, no se corresponden con seres históricos, ni sus acompañantes o sus objetos).32 En otros géneros textuales próximos también se aprecia la cercanía a lo alegórico que posee nuestro tratado. Por ejemplo, se ve en la utilización que hace Shakespeare del Ars moriendi durante la muerte de Desdémona en Otelo, obra que muchos han tomado como una caída alegórica del afortunado (Doebler, 1967: 157); o en el uso que realiza Diego de San Pedro de nuestro texto en la agonía de Leriano de la Cárcel de amor (Gerli, 1981); o en los ecos de autos sacramentales de Calderón, que alegorizan el Juicio Final (Kurtz, 1991: 35).33 Ciertamente, esta reutilización dramática del imaginario de la trascendente batalla al pie del lecho se debe a unas cualidades icónicas del Ars moriendi que lo hacen atractivo para el mundo del teatro (véase Doebler, 1967). 32

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Por lo demás, el Ars moriendi y los dramas alegóricos son cosas distintas. El argumento de éstos muestra generalmente a una figura que se mueve en un ambiente irreal y ensoñado, donde interacciona con los vicios personificados y las virtudes, que le inducen a elegir específicas opciones morales. Estas obras muestran al espectador el recorrido vital del alma cristiana, la cual tiene que elegir entre la salvación o la condenación. En nuestro caso también se trata de una elección pero no se da separación del alma y el cuerpo ni ese ambiente de ensoñación propio de cierto tipo de alegoría (sobre esto, relacionado con el concepto de dorveille, véase Paxson, 1994). En el Ars moriendi la «realidad» (con personas de carne y hueso como el enfermo, los parientes o el cura) está mucho más presente, y su espacio temporal no es el de toda una vida, como suele ocurrir en estos dramas alegóricos, sino el de los momentos antes de la muerte, desde el lecho. Sobre el drama alegórico tardomedieval en Francia y los autos sacramentales españoles ha escrito una tesis Jay Edgard Moore, «Late Medieval Moral Drama: The Tradition of Personification Allegory in France and Spain» (aprobada por la Pennsylvania State University en 1991). En cuanto al articulo de Michael Gerli, que establece una comparación entre la narrativa de la muerte de Leriano y la que plantea el Ars moriendi, me gustaría añadir esta sugerencia:

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Incluso en el siglo xx, el Ars moriendi sigue disfrutando de vigencia en forma de lectura alegórica, como muestra Rafael Alberti en Sobre los ángeles, o el libro de poemas de Francisco López Serrano, que acoge el título de nuestro tratado e incluye composiciones alegóricas como «Naufragios». La alegoría en sí como género recuperará, de hecho, cierto carácter sacralizador en el arte contemporáneo, tras haber sido desposeída de éste en un lento proceso de secularización cultural, que la desprestigió en cierto modo. 34 El interés por la cualidad ritual de lo sagrado ha impreso una dimensión escénica a la alegoría en la literatura y el arte en numerosos ejemplos como los del grupo La Zaranda o el dramaturgo Miguel Romero Esteo, pero también en narradores como Juan Goytisolo o en cineastas como Peter Greenaway (Cornago Bernal, 2001; 2003: 243-259; 2005). Esta dimensión de la alegoría en el panorama actual (que incide en su materialidad) tiene mucho que ver con los valores estéticos, que no dogmáticos, que se reivindican de este recurso a partir del siglo XVII. Es entonces, según Edgard A. Bloom (1951: 169), cuando la alegoría empieza a ser reconocida como forma literaria con propiedades tanto didácticas como estéticas. Pero, de vuelta al Ars moriendi, en la época contemporánea sin duda la figura del ángel constituye el gran legado que nos ha proporcionado este texto junto con otros varios litúrgicos; su «realidad» probablemente la darían por cierta casi todos los hombres medievales (la existencia del ángel de la guarda la sostienen teólogos como Santo Tomás).35 Para Fletcher (1964, cap. I), se trata de daimones, intervenciones no realistas en la literatura y el arte, mágicas y trascendentales. José Luis Brea (1991: 130-144), en unas iluminadas páginas, muestra cómo el ángel es el personaje alegórico contemporáneo, enunciativo, y así lo anuncia también Michel Sérres (1993) en su reivindicador libro sobre la leyenda de los ángeles. De ahí que Alberti echara mano de ellos para expresar su gran crisis existencial, en una obra poética que reveló su fuerza dramá-

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en un grabado de la traducción catalana de 1493, que reproduce Keith Whinnom en su edición, se ve un perro debajo de la cama del protagonista y a su madre al pie del lecho (véase San Pedro, 1985: 175), ¿no podrían ser un eco de la Virgen y el demonio que se reparten la escena en los grabados del Ars moriendi? Sobre el desprestigio de la alegoría desde el Romanticismo, véase especialmente el recorrido que realiza Paul de Man (1991), quien sostiene que el rechazo de la alegoría por parte de la Modernidad es debido a su cualidad temporal, fragmentaria y artificial, frente al «símbolo», universal e integrador. Ahí está también el capítulo XVII que Díaz de Toledo dedica a los ángeles de la guarda en su «Diálogo e razonamiento en la muerte del marqués de Santillana» (1892: 314320); véase además Sánchez de Vercial (1961: 49-50). Por otro lado, ya en San Lucas (16, 22) unos ángeles elevan al pobre Lázaro de la parábola del rico epulón al famoso seno de Abraham.

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tica en el Festival de Otoño de Madrid del 2003, que muestra cómo al hombre le visitan, entre otros, ángeles de la muerte y de la desesperación.36 No obstante, de la relación entre el teatro y nuestro tratado me ocuparé en el capítulo siguiente. Quizás ahora lo que me interesa es destacar esa reutilización de los motivos del Ars moriendi a través de los siglos porque muestra cómo, por medio de la alegoría, se va a ritualizar la creencia y a hacerse plástica, adhiriéndose «como una planta parásita el pensamiento» (Huizinga, 2004: 274), dejando de tener sentido literal. Al menos así se aprecia en las lecturas posteriores a la aparición de nuestro tratado, y ha sido precisamente la cualidad alegórica la que ha servido para esa fijación material de su imaginario a lo largo del tiempo (no existe tanto una influencia de su narración como de su imaginario, con el poder de sus imágenes). El Ars moriendi deja una huella cultural de gestos que adquieren independencia, de realidad construida que se presenta en fragmentos (las tentaciones), articulada en partes como en la pintura gótica, y nunca seleccionada por sus herederos culturales como un todo. La tendencia visual característica del final del Medievo, según Huizinga (2004: 282), acabó proyectando imágenes a través de imágenes, espejos que miran a espejos; y esta aserción se corporaliza en la herencia del Ars moriendi, que ya recomendaba mirarse en su prosa como en un espejo (AM, 3r).37 En una línea convergente, el filósofo Walter Benjamín (1990: 176), al tratar el drama barroco alemán, proponía una oferta dramática y materializadora semejante: quitar lo eterno de los acontecimientos que integran la historia de la salvación para quedarse con un tableau vivant (la misma expresión francesa que usará Huizinga [2004: 279] para referirse a la alegoría medieval), pero un tableau abierto a las rectificaciones de la dirección escénica. De esta forma, las cosas en forma de retazos se destacarán del fondo de la construcción alegórica, desde las imágenes y las palabras (por ejemplo, en los grabados del Ars moriendi pensaríamos en el vino, la bandeja en la mano de la mujer, la mesa volcada en el suelo, el gallo). Si en la alegoría las cosas priman sobre las per36

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Se representó bajo el título Sonámbulo en el Teatro de la Abadía, con adaptación de Juan Mayorga. No obstante, habría que matizar la idea de Huizinga de que el simbolismo produjo una petrificación del pensamiento, aunque sea una idea tan bellamente expresada, como todas las de Huizinga (incluso se aprecia en la traducción); y no me resisto a copiar algunas de sus frases para enunciarla: «Pero con esta inclinación a la expresión plástica hállase todo lo santo continuamente expuesto al peligro de petrificarse o de hacerse superficial. [...] El mundo entero había acabado por quedar preso en aquel sistema universal de símbolos, convertidos a su vez en flores petrificadas. Desde muy antiguo, ha tenido el simbolismo la inclinación a reducirse a puro mecanismo. [...] El pensamiento mismo podía reposar: la representación del mundo habíase tornado tan inmóvil, tan rígida, como una catedral que duerme a la luz de la luna» (Huizinga, 2004: 202, 274, 282).

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sonas y el fragmento sobre la totalidad, si las cosas se acaban haciendo más imponentes al personificarse (Benjamín, 1990: 180-181), entonces esto lo demuestra la herencia literaria y artística del Ars moriendi, con su selección única de ángeles y su escenografía, sus atrezos y sus demonios pululando por cuadros de El Bosco y poemas de Alberti.

La regulación de la angustia I now thought it time to seize on Death, before it seized on me. (Manchester, 1661: 5)

Según Fletcher, toda alegoría se constituye en una lucha contra la duda («Allegory does not accept doubt; its enigmas show instead an obsessive battling with doubt»; 1964: 322-323) a través de una manera formalizada, de lo que se llamarían respuestas ready-made. El alegorista crea un ritual por medio de cuya repetición disipa la amenaza de sentimientos ambivalentes, desplazándolos hacia un orden nuevo. Lo ritual en la alegoría se hace entonces un elemento esencial para calmar, distanciándola, la angustia, mediante ese uso llevado al extremo de la simetría y el equilibrio. Con la dialéctica y el debate el alegorista regula el ritmo de la existencia, evitando que se focalice algo distinto a esa polarización que es parte de la estructura alegórica (que suele oponer los poderes del Bien a los del Mal). El ordenado ritual dará un cierto grado de certidumbre a un mundo lleno de cambios («Its effect is to allow a degree of certainty in a world of flux», dirá Fletcher [1964: 344]). Desde el psicoanálisis, Fletcher relaciona la función de la alegoría con la de los rituales compulsivos, estimulados por una forma de neurosis que busca dominar la ansiedad. Voy a aplicar esta teoría actual al entendimiento del efecto psicológico que el Ars moriendi podría dejar en el receptor medieval; es decir, estas reflexiones van a proceder de una persona del siglo xxi interpretando los intereses psicológicos que nuestro tratado puede tener para un individuo de otro siglo y época bastante anteriores, independientemente de si existía una conciencia de esa productividad final. Partiendo de la teoría de Fletcher, y a modo de conclusión de este primer capítulo, voy a proponer entonces encuadrar la disposición discursiva y escénica que establece el Ars moriendi dentro de un intento de control de la angustia provocada por el nacimiento de nuevas incertidumbres y, particularmente, por el acabamiento de la vida.38 Esta aplicación del psicoanálisis a través de las teorías de Fletcher puede ser tildada de anacrónica. Quisiera recordar, además de las palabras de mi introducción, unas de Chiffoleau

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Los hombres del siglo xv se enfrentaron durante esta centuria a varias dificultades que les dejarían un probable sentimiento de inquietud e inestabilidad, motivado, entre otras cosas, por el sentimiento desolador dejado por la peste; la nueva concepción individualista de la salvación, acuciante con el alargamiento de la vida y la consecuente defunción fuera del campo de batalla; o la soledad producida por una organización social que se urbaniza progresivamente.39 Según Jacques Chiffoleau (1983), que realiza toda una lectura psicoanalítica de las experiencias de duelo medievales que voy a resumir aquí, a finales de la Edad Media —y él estudia en concreto la región de Avignon— lo que aterroriza es la muerte solitaria, la muerte sin rito, seguramente porque podía conllevar el riesgo de no ir al Paraíso pero también, sobre todo, por la importancia concedida socialmente a la tradición. La función fundamental de los ritos funerarios consistía en asegurar la continuidad con los muertos, tanto en el espacio que se les reservaba (cementerio, iglesia...) como en la memoria colectiva de los vivos. Con la llegada de la cultura urbana y la subsecuente falta de raíces se hará necesario un asidero psicológico para los habitantes de la ciudad. La peste, las migraciones y el modelo apocalíptico transforman a los ciudadanos en huérfanos inconsolables de la «perte de leur paires», y el duelo «devient done pathologique» (127). Se trata del descubrimiento de una soledad nueva: sin antepasados, los ciudadanos se quedan solos (128). Entonces, como si se hubieran hecho mayores, afirman su autonomía, su individualidad y su persona a través de unos modos narcisistas de morir. Obligados a abandonar las viejas solidaridades, para Chiffoleau protestan así melancólicamente contra la imposibilidad de reencontrarse con sus antepasados y de unirse e identificarse con ellos. Por ello la urbanización que se desarrolla en Europa desde el siglo xh trae un nuevo imaginario de la muerte, con una piedad cuantitativa que Chiffoleau interpreta como forma de traumatismo (129). Las misas, las reliquias o las indulgencias no pueden ser más que un medio artificial y obsesivo de crear lazos fuertes («liens étroits») con el Más Allá, un medio de evitar la inquietud que se empezaba a insinuar en torno a la eficacia del intercambio

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con respecto a su documentado trabajo: «Il est certain toutefois que les formes pathologiques du deuil au XIVe et XVe siècle se rapprochent de celles décrites par Freud dans Deuil et Mélancolie, repris dans Métapsychologie [...]. Il serait posible, avec précaution, d'appliquer ses découvertes à la fin du moyen âge» (1983: 128 n 19). A pesar de esta propuesta, no quiero dejar de apuntar la cautela con que debe tratarse la división ciudad/campo a la hora de tratar la soledad pues, según muestra Braunstein, esta oposición puede resultar «una pista falsa al tratarse de descubrir al hombre en su secreto» (Ariès/Duby, 2001: 556).

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entre los dos mundos. Testamentos y tratados de bien morir de los siglos xiv y xv muestran así el descubrimiento de la morí de soi, la emergencia del individuo, pero por pérdida trágica, que produce una gran melancolía (130). Esta visión psicoanalítica del complejo fenómeno de lo macabro y los rituales funerarios es compartida por Jaume Aurell Cardona (2002b: 79), que destacará ese desarraigo de la gente del campo llegada a las ciudades, necesitada de acrecentar la solidaridad con los antepasados a través de una abigarrada liturgia y la exuberancia de testamentos. Ciertamente es posible que algo cambiara en la Baja Edad Media con respecto a la concepción anterior de la muerte, como sostienen estos investigadores y también mostró Aries (1977: 130), para quien existen dos etapas secuenciadas durante los siglos medios: la muerte serena y apprivoisée del gisant, y la segunda, la morí de soi de nuestro moriens, que sustituye a la actitud anterior de resignación y familiaridad con el destino común (véase Chartier, 1976: 52). 40 En cuanto a esta posterior y menos solidaria —por tanto, más solitaria— segunda etapa de la muerte en el Medievo, creo que convendría tener presente esa angustia (melancolía para Chiffoleau) de los últimos hombres medievales, que tan bien expresan las tentaciones del demonio del Ars moriendi. Michel Vovelle (2000: 146) considera que el tratado mismo es un reflejo de la crispación que se da en el momento que antecede a la muerte.41 Se hace necesario domeñar la ansiedad del tardío Medievo que se palpa en esos patéticos y deses40

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Para Aries no se da una ruptura entre la Edad Media (centrada en el futuro del Más Allá) y el Renacimiento (volcado hacia el presente), como asegura Tenenti, sino entre una primera y segunda Edad Media. La aceptación de esta teoría por parte de la crítica ha sido bastante unánime: como señalan Bynum/Freedman (2000: 6), se tiende a estar de acuerdo con Aries en el cambio central que se produce durante el Medievo de la «tamed death» (esperada y preparada, experimentada en comunidad) a la «personal death», «an understanding of the moment of death as a decisive accounting for an individual self». Cf. Bayard (1999: 89, 177), para quien el Arte disminuye la crispación de la agonía; Chartier (1976: 56), quien recoge la opinión de Tenenti de que a través de adaptaciones y traducciones el Ars moriendi, desde la última década del siglo xv, se inserta en un programa de «bien vivir» que atenúa la crispación de los momentos finales. Según Adeva Martín, el Ars moriendi muestra que es mejor ayudar al enfermo a salvarse asustándole que llevarle a la condenación por intentar tranquilizarle (2002: 329), aunque al tiempo este crítico afirma que el objetivo del tratado es disponer al enfermo para que muera contento y feliz y serenar su conciencia (307, 311), lo que no casa muy bien con los propósitos primeros. Para una visión diferente, véase Lázaro (1999: 16), para quien con diablos y bestias acechando la muerte era más fácil; los hombres medievales se creían inmortales y conseguían una carta de garantía rodeados de semejante presencia sobrenatural. Seguramente Lázaro exagera, pues los demonios producirían antes que nada temor, lo que no facilitaría un tránsito tranquilo. A todo esto volveremos en el capítulo final.

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perados lamentos elegiacos de «tono melodramático» estudiados por Lawrance (1998: 4). En el Arte el moriens se presenta atormentado y no en paz consigo mismo (17), y la predicación del texto exhorta a la calma y al manejo de la situación —que se presupone dificultosa— por medio de una ritualización de dudas y tentaciones: un mecanismo usado con frecuencia por la religión. Efectivamente, el Ars moriendi se acaba convirtiendo en un texto ritual con su repetición de actos y movimientos, de oraciones y de gestos que deben decirse y pronunciarse (concentrados especialmente en el capítulo XI del texto: AM, 19r-21r) y que remiten a un sentido trascendente de la realidad y hacia un control dirigido de carácter escatológico.42 Esto no quiere decir que la intención del ritual sea consciente: para Vovelle (1983:4), este discurso plasmado en los ritos, con su repetición de gestos expresando la angustia («involontairement portés»), es testimonio esencial del inconsciente colectivo y mezcla mucho de mágico y religioso. Al tratamiento ritual (y teatral) de la muerte en el siglo xv —sobre el que disertaré ampliamente en el próximo capítulo— nos acostumbran ya las alegóricas Danzas de la Muerte y sermones como el 12 de la Real Colegiata de San Isidoro de León (Cátedra, 2002a: 177-184), que se constituye en otro ejemplo de la ritualidad performativa de la palabra (de nuevo la palabra como magia, que diría Lázaro [1999: 15]) y del gesto. En el sermón, con ecos del De contemptu mundi de Inocencio III y de la Visio Philiberti, el difunto es presentado por el predicador (que asume su voz y la convoca en el aquí y ahora del presente) como el actor de su propia muerte, y su monólogo, representado para sus «amigos e parientes», «ombres e mugieres» (180, 183), revela la facilidad con la que se creía en la comunicación con los muertos (véase también el sermón 21), que pueden así transmitirnos la experiencia del Más Allá (pese a que en el Arte el demonio advierta que «ninguno que muere non torne mas aca»: AM, 4r).43 Podríamos asimismo recordar poemas como el de Fray Migir (Cancionero de Baena [38], 58-61), que hace hablar al rey Enrique III de Castilla («sabet, por salud / que, preso de muerte en un ataút, / yago en Toledo, 42

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Para Chené-Williams (1979: 175), «La nécessité du rituel et de la prière reste cependant un point central de l'art du mourir». Este monólogo muestra una predicación «ventrílocua» —fenómeno al que volveré en el siguiente capítulo— que continuará hasta el siglo xix: véase el ejemplo que da Delumeau del misionero redentorista que pone voz a un cráneo para que hable de la muerte (1983: 375-376). Pedro Cátedra (2002a: 71), cuando estudie el sermón 12, señalará: «La voz del difunto, tal como la representa nuestro predicador, es lo único que acabaría resonando silenciosamente en las naves de la iglesia donde se estaba desarrollando el rito». Sobre la Visio Philiberti y su traducción castellana de la primera mitad del xrv, véase Gómez Redondo (1999: 1761-1769).

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a mi pesar quedo»: 59, vv. 22-24).44 También vendría a la ocasión citar el Doctrinal de privados del Marqués de Santillana, quien pone todo un sermón en boca del difunto Alvaro de Luna; composición sobre la que diría Pierre Le Gentil (1993: xxiv), sin duda por el tono vindicativo, que «tal vez hubiera sido preferible que no se escribiese». Poemas, todos ellos, que se refieren a personajes de importancia social y política. Hay que recordar entonces cómo la alegoría tiende misteriosamente a aparecer con más frecuencia en momentos de crisis social o política (Greenblat, 1981: viii; y aquí podríamos estar tentados a ver un intento de control eclesiástico sobre una sociedad que se va secularizando, aunque a un tiempo nuestro texto invite a que el laico se valga por sí mismo), o incluso en momentos de crisis existencial (hemos señalado el ejemplo de Alberti).45 Quizá esto explique por qué lo escatológico suele ser en ella omnipresente: Lawrance (2003), por ejemplo, ilustra este hecho con El alboraique, que también tiene mucho de apocalíptico en su relación con el bestiario; y Fletcher (1964: 22) comentará asimismo que la alegoría tiende a sumergirse en momentos apocalípticos y visionarios, pues, de fondo, «allegory is serving major social and spiritual needs» (23). En los instantes difíciles, la alegoría de la muerte que plantea el Ars moriendi conseguirá, con su ritmo concéntrico, fortalecer la mente, que aprende a controlar el discurso de lo heterodoxo, de lo dubitativamente peligroso. Pero para ello no echa mano de la delectación en lo macabro ni en lo grotesco (que sí tiene el apocalíptico «alboraique»), sino de la repetición, del rito, cuyo objetivo es ser reconfortante. Como dice Mitre Fernández (2002: 37): «Domestican) o «vencer» el miedo a la muerte «primera» ha sido, evidentemente, una obsesión para todas las civilizaciones. La del Occidente Medieval trató de alcanzar esta meta a través de la sistematización de un conjunto de gestos en los que se presentaba la muerte «segunda» [la eterna] como infinitamente más terrible.

De la necesidad de seguridad ante la muerte nos hablan también las bellas y tranquilizadoras pinturas de la Virgen durmiendo el sueño eterno (véase

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Hay varias otras composiciones poéticas del siglo xv que utilizan el mismo recurso del muerto parlante, como la de Pérez de Guzmán (dedicada a Diego Hurtado de Mendoza) y la de Juan Agraz (quien hace hablar desde la tumba al conde de Mayorga). Sobre estas composiciones, véase Royer de Cardinal (s.a.: 294-295, 318-321). Stephen Greenblat plantea que la alegoría «arises in periods of loss, periods in which a once powerful theological, political, or familial authority is threatened with effacement» (1981: viii).

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Duclow, 1999) y el corpus de la literatura consolatoria.46 No obstante, nuestro tratado no abundará en ese hincapié en la llamada muerte segunda (que nunca termina, auspiciada por diablos devoradores y abrasantes), sino en la posibilidad de domeñar o domesticar la primera, la del cuerpo, que decide la otra, el «posmorir» (Ávila, 2000: 373, v. 11275).47 Y así se crean las artes moriendi, verdaderos espejos o modelos de conducta para quien se quiera salvar, manuales del rito asegurador. Pues también podríamos llamar al Arte tragicomedia, como hace Doebler (1967: 162), tragicomedia que despliega su representación, su espacio imaginado y alegórico para calmar al hombre y consolarle, transmitirle un mensaje positivo, la posibilidad de salvación con un Dios misericordioso (O'Connor, 1942: 5). Ahí está el rostro sonriente del enfermo en el último de los grabados de nuestro tratado (fig. 11), y varios textos que derivaron del Ars moriendi se dedicaron a insistir aún más en este aspecto (véase McClure, 1998: 96). Por otro lado, también las morality plays contienen este mensaje positivo ante la muerte, como he señalado: Everyman, por ejemplo, demuestra que la salvación es posible incluso para el peor pecador, siempre que se arrepienta a la hora de morir (véase Lester, 1999: xxxvi). Retomando entonces la interpretación de Fletcher, que ya he enunciado en el comienzo de este epígrafe, se podría decir que el Ars moriendi, como propuesta textual alegórica y como rito, muestra una posición psicológicamente defensiva, y que su tradición estaba destinada a ser reconfortante, especialmente para aquéllos que necesitaban de la seguridad de un ritual. Si la alegoría «creates a ritual which by virtue of its very repetition and symmetry 'carries off' the threat of ambivalent feelings» (Fletcher, 1964: 343), los actos repetitivos que plantea el tratado, con su estructura dialéctica, buscan una forma de «ablandar» la confrontación con la muerte, de canalizar la angustia a través de la presentación de una batalla de opuestos, «with the focus on the struggle, symbolic and visual» (Doebler, 1967: 164), en la que el creyente sólo tiene que seguir el ritmo esperado y no hay espacio para la sorpresa (el conocimiento de lo que va a venir permite el poder y el control). Si consideramos nuestro tratado (a partir de más elementos que sus grabados) como una alegoría, podremos entenderlo como una lucha contra las dudas a través de una manera formalizada, con las respuestas preparadas. El Ars moriendi crea un ritual por medio de cuya repetición disipa la amenaza de sentimientos

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Cátedra ha dedicado grandes esfuerzos al estudio de este corpus. Entre otras cosas, destacaré su importante catálogo de epístolas y tratados consolatorios en romance (Cátedra, 1993), donde resalta su ámbito de difusión y creación humanística en medios cortesanos y caballerescos, a la par que literarios (3). Francisco de Ávila se refiere así a la muerte segunda: «guárdate del posmorir».

Capítulo 1. La regulación alegórica

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ambivalentes, desplazándolos hacia un orden nuevo, con el objeto de tranquilizar la angustia mediante un uso extremado de la simetría y el equilibrio. Con la dialéctica y el debate, la alegoría evita que se focalice algo distinto a esa polarización que es parte de la estructura alegórica, que opone los poderes del Bien a los del Mal. La ordenada representación dará un cierto grado de certidumbre a un espacio/momento lleno de cambios y futuros desconocidos.48 De paso, como sucede con toda alegoría, especialmente la religiosa, consigue «not so much knowledge and truth as power and the dissémination of authoritative understanding» (Bruns, 1988: 387), y su lógica, como también la de la alegoría, es más estratégica (con su posicionamiento defensivo frente a la amenazante realidad) que demostrativa.49 La Muerte y la alegoría están, pues, estrechamente relacionadas. Para calmar la muerte, se echa mano de la segunda. Fue Benjamin quien señaló esta fundamental relación: «Pero, si la naturaleza ha estado desde siempre sujeta a la muerte, entonces desde siempre ha sido también alegórica», destacando la intrínseca temporalidad del recurso (Benjamin, 1990: 159; cf. Clifford, 1974: 95).50 Si la alegoría es una réplica de las ideas (frente al símbolo, signo de las ideas), se trata de «una réplica dramáticamente móvil y fluyente que progresa de modo sucesivo, acompañando al tiempo en su discurrir» (Benjamin, 1990: 158). Por ello, por acompañar al tiempo de manera tan aguda y señalizarlo y ponerlo en evidencia (en su progresión inevitable) con dedo acusador, se hace especialmente atractiva para tratar el asunto que, fuera del tiempo, nunca escapa al tiempo: el de la muerte. La alegoría responde a una necesidad humana, y en nuestro caso va a materializar ese lugar de represión y de control que, según Jean Baudrillard, se instala en el final de toda vida: «C'est dans le suspens entre une vie et sa propre fin, c'est-à-dire dans la production d'une temporalité littéralement fantastique et artificielle [...], c'est dans cet espace écartelé que s'installent toutes les instances de répression et de contrôle» (1976: 201). Un poder que trata, sin 48

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Esta necesidad de ordenar el caos y calmar el miedo provocado por los horrores de la muerte a la que puede responder el Arte ha sido también subrayada por Spinrad (1987: 29): «To the nightmare has been added on ordering agent: a step-by-step plan of what to do at each point in the process. And it is this need to order chaos, to give the human creature something that it can do in a frightening situation, that marks, not only the Legends and Dances of the period, but also the flood of treatises setting forth rules on how to die» (cursiva del texto). Para una explicación de las cualidades «estratégicas» de la alegoría, véase Whitman (1987). Sobre la temporalidad y su relación con la narratividad de la alegoría, véase Paxson (1994). Por otro lado, Pedro Salinas (1981) muestra en su ya clásico estudio la unión de muerte y alegoría en varios poemas medievales del siglo xv.

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embargo, de destraumatizar lo que enmarca, de disminuir, con un alternante climax dual, la tensión in crescendo de toda agonía, de hacer dócil la angustia, de familiarizarnos con sus cambios de humor, con sus dudas. En el ritual del Ars moriendi no se intenta, en el fondo, enfrentarse con la muerte (que no aparece ni en su forma amada de calavera), pero tampoco volverle la espalda; no se desea ignorarla, pero tampoco desafiarla; se trata más bien de «manejarla», «domeñarla», eso que Georges Bernanos propuso en una famosa novela suya: contemplar su rostro con «un secret espoir de la désarmer, de Fattendrir» (1968: 249). Si el hombre del siglo xv consigue mirar cara a cara a la muerte es a través de una codificación alegórica, de un ritual preparado, de una representación pormenorizada que no tiene sentido sin la aquiescencia del Otro, sin un espectador que aplauda el rito de la imitación, señalizando un nuevo tipo de control sobre el moriens. Y es que la muerte sola, sin el hombre, no puede ser controlada; la muerte será controlada, pero también el hombre. Pero de esto, y de más cosas, hablaré en los capítulos próximos.

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Capítulo 2 E L TEATRO Y LA MUERTE

E por que este tratado es muy necessario e prouechoso [...] para que puedan como, en vn espejo mirar e especular las cosas para la salud de sus animas pertenescientes. (AM, 2v-3r) Yo quisiera una Historia de las Miradas. (Barthes, 2004: 40)

Sobre la teatralidad y el performance En este capítulo estudiaré la puesta en escena de la muerte en el Ars moriendi a partir de herramientas teóricas como el estudio de la teatralidad y la performatividad, teniendo especialmente en cuenta el papel de los gestos, el cuerpo, la mirada. Mi perspectiva se interesará especialmente por los aspectos antropológicos y formales de las teorías del teatro. Uno de los conceptos que manejaré será el de la teatralidad textual, entendiendo por tal un conjunto de estrategias de presentación o construcción del texto que internamente funcionan como teatrales, pero sin que este plano deba corresponderse con un género dramático de intencionalidad estética. Como veremos, la estructura teatralizante tiene unos antecedentes y unas consecuencias históricas fuera del papel impreso y del estrado, tanto para la sociedad bajomedieval como para el principal protagonista del Ars moriendi. Consecuencias que procederé a analizar tras haber explicado la noción de teatralidad que aplico al tratado, y planteado algunas salvedades referidas al siglo xv, que, en algunos aspectos, se emparenta bastante con la escena histórica más reciente. En este sentido, durante todo este capítulo tendré especialmente presente, como punto de referencia, la cultura y el arte contemporáneos.

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Comenzaré recordando que para que exista «teatro» es necesario que haya alguien representando un papel y un público que reconozca esa acción. El fenómeno escénico debe ser instituido entonces por dos elementos constituyentes, el actor y el espectador, y la condición mínima para que se produzca la representación teatral es que una persona represente algo mientras otro la observa. Ese Otro que observa me interesa especialmente por cuanto su mirada impone la principal condición del hecho escénico. La privilegización de la mirada descubre la escritura teatral, en la que el texto vuelve a su origen «preimpreso», cuando la voz y el cuerpo del orador eran las formas de su realización y mediación. Es el proceso performativo que realiza el orador el que define la poesía de los primeros tiempos, pero, como Erika Fischer-Lichte mantiene en su semiótica del teatro, «sin espectadores, no hay representación» (1999: 26). Fischer-Lichte señala que hasta el comienzo del siglo XVIII «the term theatre or theatrum was used in most European languages to desígnate any space where something was taking place which was worthy of being shown and observed» (1997: 221; cf. Egginton, 2003: 33).1 Por otro lado, la manera en que se presenta una acción sobre el «estrado» muestra la forma en que se juzga y desea ser juzgada por su espectador. En la función teatral este juicio se construye por la percepción que tiene el espectador del cuerpo (o la corporalidad) del actor y de los signos presentes en la acción representada. Estos signos pertenecen a una cultura específica a la que significan, pero, en el hecho escénico, se convertirán en signos de signos, es decir, adquieren una nueva función diferente de la usual. Un pedazo de madera, sobre las tablas, puede empezar a significar una silla en la creación semiótica de la representación, durante la cual todo conoce diferentes significados. Pero los signos deben ser interpretados por el espectador para que se dé esa fiesta de la significación, están ahí para que éste los identifique, generalmente desde una observación distanciada (estrado y platea), repitiéndose siempre cada vez que comience la función, re-presentándose, produciendo un eco (intertextual en las palabras) continuo.

Para Armand Strabel (2003: 3) es diñcil hablar de teatro (y de lo literario) en la Edad Media, pues esta época se inscribe en un sistema de comunicación radicalmente diferente del de la «galaxia Gutenberg»; el uso de la voz «teatro» por los medievalistas puede ser entonces una especie de subterfugio práctico (6). William Egginton atribuye la consideración de los fenómenos paiateatrales medievales (ceremonias, juegos, rituales) como «teatro» a un «genealogical desire» por parte de los críticos (2003: 33). Yo emplearé este término, como veremos, desde un significado que va más allá del género dramático. Creo, como Marvin Carlson (2003: 132), que el teatro existió antes que los teatros. Cualquier «empty space» se convierte en un «bare stage» cuando el juego teatral tiene lugar.

Capítulo 2. El teatro y la muerte

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A esta realidad de signos recolocados (sobre las tablas adquieren su nueva lectura) pertenece también el sistema teatral de los gestos, un código compuesto de signos mímicos, gestuales y proxémicos que produce el actor durante su representación (véase Fischer-Lichte, 1999: 68-135), y que consigue «una distancia y un espaciamiento, un medio de visibilidad» que los hace menos naturales e inmediatos de lo que en principio serían como simple «suplemento» o «adjunto del habla» (véase Derrida, 1971: 296-297).2 El cuerpo de los actores, origen de los gestos, adopta entonces un papel decisivo, casi alegórico en su identidad simbólica, plástica y artificiosa: la corporalidad es ese factor que destaca su esencia teatral, imagen palpable sobre el estrado. El actor tendrá una específica apariencia externa formada a través de signos como la máscara, el pelo, la ropa, elementos todos ellos significantes, que pierden su sentido cotidiano para remitir a un referente externo a la escena, no se sabe si recuperable (esto dependerá de la receptividad del público). En el teatro este actor será reconocido por un nombre que permite al espectador la identificación formal del carácter dramático, como equivalente de una persona, elemento de un orden simbólico del lenguaje que identifica al individuo como parte de ese orden.3 La dimensión espacial de lo teatral, la epifanía en el espacio, se da con la aparición de una presencia donde antes había otra cosa, o no había nada. El espacio concreto donde actúa el actor es un lugar «especial» porque significa un espacio diferente durante la representación. Si el drama se lleva a cabo en un lugar con utilidad funcional (una iglesia, una escuela, una estación), esta utilidad se pierde cuando el lugar se hace espacio del performance, es decir, del acto teatral que se está realizando y reconociendo en el momento en que el actor realiza su papel (Fischer-Lichte, 1999: 29). Un espacio, pues, el del teatro, que necesita de una mirada desdoblada o distanciada para reconocer esos signos de signos que se encuentran en él, para afirmar su naturaleza teatral.

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Jacques Derrida (1971: 209-335), al interpretar el Ensayo sobre el origen de las lenguas de J. J. Rousseau, advierte cómo para este autor el código gestual se aleja menos de la naturaleza que la lengua hablada (293); si el distanciamiento con la naturaleza se hace excesivo, el habla sustituye al gesto (297). En nuestro caso, interpretamos el gesto no como «complemento» del habla, sino como medio artificial y no «natural» (ni espontáneo) de comunicarse, basado en unas convenciones prefijadas (Rousseau también tiene en cuenta el gesto «artificial», pero parece devaluarlo). Véase Fischer-Lichte (1997: 291): «Within the system of language, the name now functions as the substitute of the person and, conversely, annexes the person to language: rendering that person as an element of the symbolical order as constituted by language». El cuerpo y el nombre del actor se hacen así «signs of the self», en lugar de elementos constituyentes de la persona, cuando se refieren a personajes dramáticos (293).

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Por otro lado, para que haya teatro los actores y los espectadores no sólo deben reunirse en un espacio específico que adquiere unas connotaciones «especiales» (fuera de lo que significa en la realidad del día a día), sino también en un tiempo específico que tampoco se corresponde con el cotidiano (Fischer-Lichte, 1997: 19). Durante el fenómeno escénico, el espectador se identifica o cree encontrarse en una temporalidad distinta. Una temporalidad en la que los gestos se repiten y remiten a algo que se quiere reconstruir más allá del tiempo al que se asignan las tareas diarias, es decir, más allá del tiempo económicamente productivo (el tiempo del teatro será un tiempo estético, y sólo trascendentalmente, en nuestro caso, productivo). Esta noción de teatro la he definido desde la perspectiva de la performatividad, es decir, a partir de la consideración de una acción no como resultado fijo y acabado sino como proceso de creación y recepción, en el aquí y el ahora de un presente inmediato, de cualidades física y sensorialmente perceptibles, que produce una realidad mientras la enuncia o describe.4 Un presente, pues, en el que importa más la manera en que se enuncia que lo que se ha enunciado, y es ésta su forma de interpretarse. En este presente la repetición de gestos podrá alcanzar la categoría de ritual.5 El ritual, en su sentido primigenio, afectaba al espacio y al escenario en la medida en que se repetían los actos con el fin de actualizar una realidad sagrada. En todo ritual son las acciones repetidas las que dan sentido a lo observado por el espectador, creando un ritmo fundamental en el desarrollo de la trama escénica, que se aleja del ritmo diario que toda vida contiene, al implicar acciones reconocidas en un presente revivido.6 El ritual, considerado el origen de la representación (con el hombre invocando a Dios como espectador), será uno de los elementos que justifiquen la Para un estudio más amplio de los términos «performatividad» y «teatralidad», véase Egginton (2003: 13-31). Para el desarrollo del concepto de lo performativo, es esencial el estudio introductorio de Carlson (1996). Se ha discutido la distinción entre el teatro y el ritual, pues gran parte de la crítica los ha agrupado bajo el término performance (ambos tienen elementos miméticos); sobre la ritualidad teatral, véase Fischer-Lichte (1997: 219, 233-257). Jack Goody (1997: 101102, 145, 132) establece la diferencia entre ritual y teatro teniendo en cuenta la participación con la realidad y el self-reflexivity del ritual, y las categorías «ficción» y «entretenimiento» del teatro. Durante mucho tiempo la diferenciación válida ha sido la de Aristóteles: el ritual tenía que ver con lo sagrado y el teatro con la imitación de la realidad (véase Wiles, 2003: 27). Como diría Friedrich Holderlin: «Para que el espíritu se vuelva poesía debe llevar en sí el misterio de un ritmo innato. Sólo en ese ritmo puede vivir y hacerse visible. [...] Todo es ritmo. El destino del hombre es un solo ritmo celeste, como toda obra de arte es un único ritmo» (cit. en Blanchot, 1992: 213).

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aproximación entre la Edad Media y la Contemporaneidad, ya señalada en la introducción de este libro. El ritual se ha convertido en un elemento de la teatralidad de nuestros días, que defiende así la necesidad del carácter trascendental (aunque ficticio) de la realidad que observa (véase Cornago Bernal, 2003: 140-150), aproximándose a lo que fue el sentido de la ritualidad del Medievo, el fenómeno de la re-presentación escénica, hecha presente a través de la teatralidad. El teatro vanguardista recurrirá al ritual reivindicando la inmediatez material de sus ceremonias (146) y, tendiendo a anular las rígidas fronteras entre el teatro y otros géneros de performance cultural (FischerLichte 1997: 17), se acercará al Medievo mediante la reivindicación de una manera performativa de entender la literatura y el arte (Sanmartín Bastida, 2003a: 9). Como en las ceremonias, rituales o procesiones de los siglos medios, la teatralidad vuelve a basarse en un performance que no necesita de la presencia de estrados o plateas.7 En el teatro contemporáneo, el ambiente sacralizador se pone también de manifiesto en la enfatización de un aqui y de un ahora, de un espacio y un tiempo en el que va a pasar ese «algo» digno de ser escenificado, una escenificación ritualizada «que tiene mucho que ver con la recuperación de las raíces del fenómeno teatral, pero también del fenómeno de lo sagrado», un espacio y un tiempo abiertos a «el momento de la revelación hacia el que avanza la maquinaria escénica» (Cornago Bernal, 2003: 147).8 No obstante, aunque esta teatralidad ritual se aproxime a la del Medievo, el ritual medieval, a diferencia de lo que sucede en el arte contemporáneo, no es dirigido por una Ley que se denuncia «incomprensible» y fatal (149), aunque vaya más allá de la razón, y, además, la realización del ritual sí salva a los personajes (lo vemos en nuestro Ars moriendi) y no busca una rentabilidad estética. Esta cualidad de la «salvación» es fundamental para entender la noción de teatralidad aducida por Egginton en un interesante estudio, que se puede muy bien aplicar a ciertos aspectos del espectáculo medieval. Este investigador distingue entre el espacio de la «presencia», es decir, el medieval, y el espacio teatral que se inicia a partir del Renacimiento, el moderno. 7

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Precisamente el escenario del teatro, vacío y en espera de llenarse, es lo que rechazan autores vanguardistas como Tadeusz Kantor (2004: 13-14): «Sólo en un lugar y un momento en que no lo esperamos puede pasar algo que creeremos sin reservas. Es por eso que el teatro, en tanto que ámbito que se ha vuelto indiferente y neutral por prácticas seculares, es el lugar menos propicio para la realización del drama» (cursiva del texto). Y prosigue Óscar Cornago Bernal: «Ese acontecimiento desconocido, al que se refieren los personajes con reverencia, pero también con temor, se constituye en el corazón del milagro de la representación, el centro del ritual, lo numinoso» (2003: 147).

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El arte de morir Presence, then, names the capacity to experience the meaning of spectacle as occupying the same dimension, the same space of perception as the material of which the spectacle is formed; theatricality refers to the capacity to experience meaning as separable from the substantial dimension of spectacle, as occupying another spatial realm existing in a mimetic relationship to the real, substantial one. (Egginton, 2003: 85-86)

El espacio de la presencia será entonces para Egginton un espacio lleno y mágicamente cargado, frente al vacío y fungible espacio del teatro moderno, que separa la realidad de la ficción.9 En el espacio medieval todo sucede cuando se evocan los gestos y las palabras, cuando se celebran ritos como el de la eucaristía, en un momento recorrido por el presente. En el teatro de la Edad Moderna se alude en cambio a otro tiempo, a un referente que no está en escena, y el espacio tiene naturaleza intercambiable, puede ser rellenado por representaciones de realidades distintas. En la teatralidad medieval siempre sucede algo y los personajes salen transformados, y la teatralidad se alcanza a través de una expresión sacralizada en el instante de la sublimidad. El tiempo del performance y el de la acción representable es el mismo, y la imitación participa y afecta a la realidad, mientras que el teatro moderno produce una realidad alternativa, imitándola. En realidad, en mi opinión, Egginton define la ritualidad cuando se refiere a la teatralidad medieval, aunque es difícil saber si en una representación de la Pasión de Jesús los espectadores creían encontrarse verdaderamente ante Cristo o establecían una diferencia: es decir, si, como en la teatralidad moderna de la que habla Egginton, se daban cuenta de que un espacio puede convertirse en otro espacio o una persona puede representar artificiosamente a otra persona.10 Y es que para que el teatro sea ilusionista se necesita que el espectador crea que la representación se realiza en un momento y un espacio diferentes del que tiene la acción, que acepte dos niveles distintos. Esto sucede en el teatro moderno, que no tiene la inmediatez del teatro religioso medieval, cuando los espectadores sentían que algo sagrado estaba pasando ante sus ojos."

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Egginton (2003: 108-109) introduce aquí la idea de «screen», que permite al público proyectar una realidad alternativa y viable en la frontera establecida dentro del espacio abstracto del teatro renacentista, y reconocer en ella «models or representatives of its own values and modes of behavior» (109). Según Julie Stone Peters (2000: 168), los actores del Bajomedievo no eran identificados con sus papeles y sólo debían corporalizar «the narration of the play», pues tres personas distintas podían representar a San Juan en un auto. Para Egginton, en el teatro español este fenómeno se produce con la llegada de Juan del Encina (Egginton excluye de su estudio el teatro clásico).

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Pero no me interesa discutir aquí hasta qué punto se aceptaba la bidimensionalidad teatral por parte del espectador de la representación religiosa (como tampoco la bidimensionalidad alegórica), sino afirmar el carácter presencial que Egginton acertadamente señala en cierto tipo de espacialidad (o teatralidad, diría yo) medieval y que, veremos, también se encuentra en nuestro Ars moriendi. Además, deseo especialmente rescatar la importancia de la mirada, pues los casos citados, de ritual, teatro o liturgia, como actividades performativas necesitaban de la mirada de un público para ser reconocidos; guión precedente al actor, en función del cual se desarrolla su corporalidad. «This gaze, then, and the desire it engenders, is the mechanism by which performativity in its extra-semiotic sense fúnctions to produce, to materialize certain bodies» (Egginton, 2003: 19). El actor tratará de complacer las demandas de esa mirada, realizando el guión determinante de la acción que pone en escena. Por otro lado, la Edad Media ha sido llamada la civilización de los gestos (Díaz-Corralejo, 2004: 10), y ciertamente Jean-Claude Schmitt (1990) ha demostrado hasta qué punto tienen importancia éstos en la construcción de la cultura medieval. En una sociedad mayoritariamente analfabeta, los mensajes que se transmiten a la población tienden a ser más audiovisuales que escritos, de modo que en la escultura y la pintura, en catedrales o manuscritos, se pueden encontrar auténticos programas iconográficos, que responden a programas ideológicos bien diseñados que ahora se empiezan a identificar. Los gestos tienen otros sentidos ocultos tras el literal; dependiendo del contexto, comunican simbólicamente; y, sobre todo, pueden producir cambios, transformar la realidad (Egginton, 2003: 40).12 Esta transformación se produce dentro de un espacio que será siempre e inherentemente sagrado, bajo la mirada omnipresente de Dios, hasta que el espacio sacro y el teatral se conviertan en conceptos antitéticos con el Renacimiento y su condición pase a depender del uso que se les dé (véase Wiles, 2003). Strubel (2003: 202) señala que la vida pública es al final del período medieval una escena vasta sobre la cual cada uno puede ser a un tiempo espectador y actor. No hay que olvidar que por entonces podía haber formas genéricas más próximas a lo que hoy es el teatro que el género dramático en sí (cf. 203). 13 Todo texto se hace ocasión de performance con el predominio de lo oral; la 12

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Díaz-Corralejo, que, como hemos visto, estudia el tratamiento extensivo de la alegoría en el Medievo (relacionándolo con el redescubrimiento que de la naturaleza y sus fuerzas se produce en el siglo xn), señala que a los gestos medievales se les atribuyen sentidos ocultos y alegóricos, un significado más allá de lo literal que para los exegetas medievales estaba presente en todo lo que les rodeaba (2004: 27). Strubel (2003: 10) distingue sabiamente entre lo que hoy se considera teatral y lo que Aristóteles clasifica como tal; para los hombres medievales las nociones «comedia» o

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vida colectiva y el espacio público se convierten en espectáculo; la existencia cotidiana se llena de signos, de imágenes y gestos. La categoría de «paradramático» que se crea para englobar estas formas se puede extender al infinito; la literatura dramatúrgica es sólo una pequeña isla en todo este complejo (910). «La conséquence la plus frappante de cet état de choses est l'absence de séparation entre le public et la fiction» (10). El elemento público y codificado es tan fundamental que, como dirá Huizinga (2004: 14), «todas las cosas de la vida tenían algo de ostentoso, pero cruelmente público [...]. Todas las clases, todos los órdenes, todos los oficios, podían reconocerse por su traje». Es a esta forma de teatralidad a la que me referiré principalmente, consciente de la existencia de un amplio debate por parte de la crítica sobre el género del teatro textual en el Reino de Castilla, debate en el que no voy a entrar en este capítulo.14 Si parte de la crítica moderna, a partir de las teorías del Posestructuralismo, considera la teatralidad, desde el proceso simultáneo de producción-recepción, como un mecanismo fundamental de construcción de la identidad, sería interesante indagar un poco más en el funcionamiento de este mecanismo durante la Edad Media, sobre el reflejo de la mirada del Otro en la conformación sexual y social de la población y en el desarrollo de la subjetividad moderna, y en qué medida afecta a lo que se ha llamado el «nacimiento» (yo diría el reconocimiento) del individuo. Qué pasa cuando la palabra se hace carne, como anuncia el sentido bíblico (San Juan 1, 15), y se convierte en vocablo vivo, performativo, material, enunciado y no siempre escrito, como en su origen. Para James F. Burke (2000: 74), en la era premoderna la existencia se predicaba a partir de la visión: veo y me ven, luego existo. El sentido de uno mismo estará así constituido por un juego entre el que observa y alguna variedad de espejo o spéculum que podrá reflejar la totalidad del ser que se está observando y también contribuir a su evolución: lo desarrollaremos en los dos próximos

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«tragedia» pertenecían a la enciclopedia «des savoirs antiques» y no se hicieron pertinentes hasta el Renacimiento. Lo que tratamos de llamar teatro medieval no es más que un fragmento de una realidad más vasta y profundamente anclada en la sensibilidad medieval, sobre todo la del último periodo (200). Ana M." Álvarez Pellitero, Alfredo Hemenegildo, Fernando Lázaro Carreter, M.' Rosa Lida, Luigi Allegri, Víctor García de la Concha, Evangelina Rodríguez Cuadros, Ronald Surtz, Luis García Montero, Alan Deyermond, Miguel Ángel Pérez Priego, Ángel Gómez Moreno o Humberto López Morales, por citar algunos nombres de una larga lista, son investigadores que han dedicado trabajos o antologías a debatir sobre la existencia del teatro o el concepto de teatralidad aplicable a la literatura castellana. En este libro, como se puede comprobar, opto por una perspectiva más amplia y antropológica de la teatralidad, que no remite a las variantes genéricas textuales. Para las aportaciones de los arriba mencionados, por su bastante completa bibliografía, es útil el trabajo de Mónica Poza Diéguez (2004).

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capítulos. Es entonces, desde la mirada del Otro, desde donde el sujeto comienza a constituir su propia conciencia. En una cultura que se vale del performance para entenderse a sí misma y articular su propia imagen, la muerte será uno de los actos performativos fundamentales. Lo interesante es descubrir cómo se lleva a cabo este ritual repetido en un momento en que, como recuerda Strubel (2003: 8), la teatralización de la vida cotidiana se encontraba en pleno apogeo.

La teatralidad y la muerte: una larga tradición medieval La representación comienza, pero sólo un final se representa. (Valente, 2000: 259)

La muerte ha (a)traído siempre la mirada del público, y el teatro se inicia con la imagen de la muerte. No sólo en las culturas occidentales sino a lo largo de la geografía mundial se han celebrado funerales como performances, con espectadores. 15 David Wiles (2003: 25) señala cómo el teatro se desarrolló en torno a tumbas desde edades remotas. En el deseo del Occidente premoderao de investir al espacio de santidad, el espacio absoluto será el espacio de la muerte, es decir, el espacio del poder absoluto de la muerte sobre los vivos. Existe así una extensísima relación entre el teatro y la muerte que muestra que la teatralidad es un recurso principal para desarrollar el enfrentamiento de aquélla con el hombre, y tal vez de éste con Dios, por ser quizás su mirada el origen último de la escena. La Edad Media no es una excepción, y el temprano drama litúrgico europeo sería sin duda lo que primero podría esgrimirse para defender este argumento, con su representación de la Pasión de Cristo, una de las predilectas del espectador, tal vez por sus raíces profanas. 16 No obstante, no sólo se muere ante el público en las tablas. Los rituales de la muerte muestran que el final de la vida era una representación ofrecida diariamente a la mirada del público. Como dirá Schmitt (1990: 211): «Dans un rituel qu'on ralentit le plus possible pour accroître la magnificence du spectacle, chacun, à commencer par le mou15

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Véase Ong (1997: 143-145), que pone como ejemplo de este fenómeno a la cultura china. Gillian Bennett y Steve Roud (1997: 224) comentan, por ejemplo, que «death and resurrection are such ubiquitous elements of traditional drama that earlier scholars were led to suggest that mumming plays were remnants/reflections of the ritual slaying of a divine king».

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rant, accomplit les gestes qu'on attend de lui».17 La historia de la teatralidad medieval es así inseparable de la religión, en una era en la que la cultura y el sistema del mundo dominantes son los cristianos (Strubel, 2003: 11). El complejo de rituales funerarios, donde se dio cada vez más énfasis a la participación colectiva, permitía que vivos y muertos pudieran convertirse en una sola sociedad cristiana a través de un pasaje seguro de un grupo a otro (Paxton, 1990: 18).18 Estas representaciones de la muerte disponían una serie de códigos establecidos sobre los gestos que estaban permitidos y los que no (fijados por narraciones, crónicas o leyes), que determinaban, con la pronunciación de un conjunto de palabras, una buena o una mala muerte. Esta codificación se agudizó en el Bajomedievo de acuerdo con los estatutos sociales (véase Vivanco, 2004; Sánchez Sánchez, 2004), y con el acceso a la palabra oral/escrita y a la imagen, los elementos por los que se transmitían las enseñanzas. Si los paganos habían deseado una muerte rápida y libre de dolor, los cristianos en cambio temerán una muerte veloz e imprevista porque les quitará la oportunidad de desarrollar esos ritos y fallecer así en un estado de gracia, tras la celebración de la penitencia (Binski, 1996: 36; cf. Vivanco, 2004: 64; Ariés, 1977: 125; Delumeau, 1983: 410): el predicador del Arte advierte que la muerte natural «viene muy pocas vezes. assi como lo enseña la experiencia, mas antes viene por la mayor parte por acidentes. assi como de fiebre, apostema / o. otra graue enfermedad aflitiua e atormentante» (AM, lOv). Susana Royer de Cardinal subraya la importancia que para la buena muerte tenía la secuencia de actos y gestos encuadrados en ceremonias civiles y religiosas. La muerte es pública, pues cuando el enfermo muere no está, al menos socialmente, solo, y mientras hace su testamento junto a él se encuentran familiares, gente de su casa, los hijos, el escribano o el notario (o, en su defecto, el escribiente), así como los testigos «rogados» (cuyo número varía según las leyes) y, posiblemente, el sacerdote (s.a.: 61, 64). 17

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Véanse las ilustraciones, con sus explicaciones correspondientes, que nos muestra la monografía de Schmitt sobre losritualesde muerte y enterramiento del enfermo (1990:212-224). Por otro lado, un precedente importante del manierismo y teatralidad del ceremonial penitencial y funerario del Occidente bajomedieval fiie el bizantino, especialmente en lo que respecta a la figura del emperador, según nos muestra Gilbert Dagron (1996: 106-136). Frederick S. Paxton estudia en su monografía los precedentes de los rituales franceses del siglo ix, y observa cómo en el Medievo el cementerio se establece próximo a los vivos, mientras que en las culturas antiguas mediterráneas, por el contrario, no se permitía a los muertos estar cerca del recinto de los vivos (1990: 17). Con el triunfo del cristianismo, sin embargo, el deseo de enterrarse cerca del cuerpo de los santos influyó para que esa división antigua se disolviera, y los muertos comenzaron a «vivir» en el mismo espacio que los vivos (a esta unidad de muertos y vivos volveremos más adelante a propósito del moriens).

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Tras la muerte, los rituales de duelo, en los que participaban especialmente las mujeres, serán regulados, articulándose y formalizándose las respuestas posteriores a la defunción por canales como el arte o la legislación vigente. Los duelos o «plantos» violentos, tantas veces criticados por la Iglesia (véase la legislación que aparece en Vivanco [2004: 155-174]; para la regulación en Europa, Binski [1996: 51-62]), con su sobreabundancia de gestos (al menos así hoy nos lo parece), muestran que la lamentación no es suficiente, que la palabra es incapaz por sí sola de expresar el dolor, y que existe un impulso colectivo hacia la teatralización de los sentimientos.19 Un impulso que se extiende a la escenografía, como prueban las ceremonias funerarias por la muerte de los reyes (véase Guenée, 1985: 26-27) y de los nobles, grandiosos espectáculos en los que los pobres se destacan en el cortejo fúnebre y atraen las miradas de los espectadores, vestidos cual signos de la generosidad del difunto, que preside así in absentia la representación de sus exequias y de sus funerales (Royer de Cardinal, s.a.: 166, 189; véase Vivanco, 2004: 145-147), y también a través de la palabra prestada del predicador (Cátedra, 2002a: 72-73).20 Chiffoleau (1983: 121) destaca que en las tres o cuatro últimas décadas del siglo xiv el cortejo se transforma en una verdadera procesión. Todo un mundo de intercesores terrenales rodea al difunto, que ofrecerá una imagen de éste (como en un espejo) durante el desfile fúnebre. Los funerales se convierten entonces en verdaderos espectáculos cuya puesta en escena prepara el difunto antes de su muerte. Y así éste puede seguir siendo actor y espectador de su propia función, a la que asiste, cumpliendo una ley y un ritual en el que todo es predecible, en el presente volcado a un futuro que espera reconocerse.

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Según Harem Akkari (1998), las manifestaciones de dolor de los hombres son menos numerosas que las de las mujeres y se expresan de manera más discreta. Las muestras del dolor femenino son a menudo físicas y violentas y pueden adoptar formas como gritos, lágrimas, arranque de cabellos (véase Schmitt, 1990: 212-221). La Iglesia y la Monarquía reiteraron durante el Medievo la necesidad de limitar las manifestaciones físicas del duelo (cf. Presilla, 1989: 383-384). Royer de Cardinal (s.a.: 266) señala cómo se regula la emoción, se prohibe besar al muerto, echarse en la cama con él o verle la cara. Y el testador, con una minuciosidad que hoy asombra, podrá determinar la forma en que sus deudos han de expresar su pesar o, también, prohibir del todo que lo exhiban (270). Pero Eduardo Camacho Guizado (1969: 35) destaca, como característica también de la época, la actitud de contención del dolor de la madre del caballero Garci Lasso, que frena a dueñas y doncellas en su llanto y en sus demostraciones de dolor, en el famoso poema de Gómez Manrique. Cf. Lawrance (1998: 18-19); Cátedra (2002a: 71).

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Royer de Cardinal comenta el caso del condestable Miguel Lucas de Iranzo, que vio tal vez en los funerales que dispuso para su hermano —realizados como si el cuerpo estuviera presente, según el cronista— «un modelo a seguir para sus propias exequias» (s.a.: 173).

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Esta teatralidad se extiende asimismo a la celebración de los oficios religiosos, las misas de difuntos, en las que no sólo el sacerdote sino también los asistentes participan y actúan, empleando una serie de gestos codificados. Al final, incluso la tumba se expone a la mirada demandante del Otro, si bien el éxito de público dependerá en mucho de si a uno le entierran dentro o fuera de la iglesia, en la catedral o en terreno no sagrado.21 La utilización simbólica del espacio funerario estará al servicio de una precisa conceptualización religiosa y social perfectamente asumida, que evita la igualación de los muertos (Pórtela/Payares, 1992: 31; Finucane, 1982), aunque sean todos atrapados por la misma guadaña. Para que estas representaciones tengan lugar hace falta entonces la mirada (y el oído) que descodifique o desvele la gesticulación puesta en marcha, los elementos que componen el ritual y que no actúan de manera aislada, sino dentro del sistema global en el que se inscriben históricamente (Aurell Cardona, 2002a: 19). Aurell Cardona (2002b: 77) recuerda que el hombre medieval acostumbra a percibir la realidad a través de lo sensible, que se manifiesta principalmente en una abigarrada cultura de gestos, símbolos, imágenes visuales. En este contexto de dominio de lo iconográfico y de lo gestual, lo que quedaba más profundamente grabado en la conciencia del hombre medieval eran no tanto las ideas abstractas como las manifestaciones del lenguaje del cuerpo. El lenguaje de los gestos, tan arraigado en la cultura medieval, podía manifestarse principalmente de dos modos bien diversos: privadamente o socialmente.

En este mundo, privado o social (pero ¿no es lo privado un microcosmos de lo social?), dominado por imágenes y gestos, las circunstancias que rodean el tránsito del hombre medieval al otro mundo se harán extraordinariamente sentidas y experimentadas, de modo que éste disfrutará de una especial vivencia de la muerte, dominada por una liturgia precisa (78), reveladora de la identidad del sistema que subyace a esa sociedad. En este sentido, Vovelle señala cómo las prácticas funerarias, mágicas, religiosas o cívicas, en todo tiempo «ont tenté d'apprivoiser la mort en donnant aux rites du dernier passage, des funérailles, de la sépulture et du deuil, une structure où se révèle soit un système, soit plus souvent une stratification de systèmes enchevêtrés» (1983: 3). Variados ejemplos de la importancia representacional de sepulcros de nobles nos los ofrece el exhaustivo artículo de Francesca Español Bertrán (2002), referido a la Cataluña bajomedieval. Por otra parte, Manuel Núñez Rodríguez (2002) se refiere al deseo de honra, memoria y fama que lleva a Maximiliano de Austria a preparar en vida su inacabado mausoleo, con los «veinticuatro relieves complementarios de alabastro» que muestran los hechos principales de su gestión (257).

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Mitre Fernández (2002: 37) señala cómo los gestos que habían de rodear la muerte física se encuentran ya bien definidos en vísperas de las grandes epidemias de 1348, y suponen en conjunto la redacción del testamento, la recepción de los sacramentos de la penitencia, la eucaristía y la extremaunción con las invocaciones especiales. Chiffoleau (1983: 121-122) destaca la importancia de estos nuevos ritos que se forman en torno al difunto, así como su teatralidad y su narcisismo; sobre todo son narcisistas los hombres que testan, sensibles a una cierta estética de funerales, en su insistencia en los bellos obsequios.22 L'image d'une mort théâtralisée par le testateur lui-même remplace peu à peu celle d'une mort entièrement prise en charge par les parents et les voisins. Au lieu d'être socialisé dans un rite processionnel où la participation de tous est requise, le décès est seulement, et magnifiquement, offert en spectacle au reste de la société. C'est «la mort de soi» qui est exaltée et la mort du corps est donnée aux vivants comme une leçon macabre: memento mori... (122)

Lo que verdaderamente aterroriza entonces es la muerte solitaria, la muerte sin rito y sin público que lo reconozca, pues no sólo uno se juega el riesgo de no ir al Paraíso sino también la importancia de una tradición (127), que otorga la posibilidad, como en el Ars moriendi, de encontrar un lugar tanto acá como en el Más Allá.23 Estas manifestaciones podrían invitar a análisis de rituales como los de Goody (1997: 101-102), quien destaca cómo los ritos no recibieron en la Edad Media las críticas que sufrió el teatro por parte de la Iglesia (véase Gómez Moreno [1991: 62-67] para una legislación antiteatral en Castilla). Goody lo relaciona con el hecho de que en los rituales no existe un componente de ficción (ni de ensayo escénico), aunque, lo estamos viendo, se pueda enfatizar el aspecto material de la representación (cf. Goody, 1997: 110). 2 4

En el Otoño del Medievo estos ritos ponen en marcha una emoción particular, casi diríamos obsesión, sobre la cual, como sobre la cultura macabra, han corrido largos ríos de tinta por parte de la crítica. No vamos a descomponer

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Cátedra (2002b: 35) destaca el embellecimiento de las últimas voluntades que muestran los testamentos, sobre todo en su primera sección, la cual, con sus cláusulas piadosas, alcanza categoría de verdadera pieza retórica independiente. Para Chiffoleau, este teatro mórbido de pompas «flameantes» permitió elevar una protesta solemne contra la fragilidad humana (1983: 128). Vovelle (1983: 10), que también estudia la religiosidad funeraria popular, señala cómo todo un discurso práctico rural se inscribe en gestos que no siempre concordarán con el sistema «oficial» de la muerte. Sobre este asunto hablé ya en mi reseña a la edición de Pedro Cátedra de los sermones de la Real Colegiata de San Isidoro de León (véase Sanmartín Bastida, 2003b).

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aquí sus elementos ni a explicar la magnífica escenificación del arte macabro. Tampoco se va a hablar de todas las composiciones textuales que se refieren a la muerte y que toman las formas de los existentes géneros literarios, o sobre el memento mori de sus líneas y la extensa literatura consolatoria, especialmente abundante en Castilla con ocasión de la muerte del príncipe don Juan.25 En la Península hay desde luego muchos ejemplos de teatralidad funeraria textual y extratextual en los tiempos que estudiamos, y entre los primeros hemos mencionado, en el capítulo anterior, los poemas castellanos de Fray Migir, Pérez de Guzmán o Juan Agraz, ejemplos de voces suplantadas y parlantes, donde el tono performativo se fiinde con la intención perpetuadora del epitafio.26 La moralización, sin duda, cobra más fuerza en boca del difunto, o, como afirma Linda Woodbridge (2003: 599) ilustrativamente: «The dead made especially productive workers if one put one's own words in their mouths».27 Pero no estudiaré estos textos, pues han sido fructíferamente abordados, y tampoco la teatralidad de las Danzas, con su otra voz sustituida que esta vez 25

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Sobre algunos de estos géneros, tras los pasos del estudio de Pedro Salinas (1981) de la poesía elegiaca que precede a Manrique, o de la completa monografía de Camacho Guizado (1969), ha escrito ampliamente la crítica (ya hemos señalado los trabajos de Cátedra o Lawrance). En cuanto a la literatura sobre la muerte de don Juan, véase la edición de Jacobo Sanz, en Alcalá/Sanz (1999: 221-372). Hasta el De actibus de Cartagena tiene estas características de epitafio en su apostrofe «o lector», que Lawrance (2000: 135) asocia con el passing reader al que convocan los epitafios. Para un temprano epitafio literario en el que habla un muerto (Trotaconventos) a un vivo, véase Arcipreste de Hita (1990: 434-435, est. 1576-1581); estos epitafios se podrían relacionar con las tumbas «parlantes» (véase Cátedra, 2002a: 74-75). Binski (1996: 113) señala que los epitafios de las tumbas «stands as evidence for the religious interiority of the person commemorated, and also for the ways in which the spectator was implicated». Véase también el epitafio que de sí mismo escribe François Villon en «Épitaphe» (1984: 222) o el impresionante y colectivo destinado a los condenados a la horca como él: «L'épitaphe Villon» (278-280). En este interesante estudio, Woodbridge analiza «the ethics of ventriloquism» cuando este método se usa para poner palabras en boca de muertos, muchas veces con el objeto de apoyar «a single ideological agenda» (2003: 602). Como señala Cátedra (2002a: 71), el predicador opta por convencer a su público de fieles mediante «la dramatización que implica devolver la palabra al difunto y presentarlo casi como un aparecido o, en todo caso, como el verdadero actor de su propia muerte». Samuel Sánchez Sánchez (2004: 29-30), que estudia el uso político del cuerpo muerto, señala que la indeterminación de éste (presente pero en pleno proceso de desaparición) hace que «sea un soporte comunicativo maleable». También sostiene que el «planteamiento subversivo de una muerte-espectáculo, práctica teatral y partidista que exhibe públicamente los despojos del cuerpo», hace perder autoridad a la muerte piadosa, austera y silenciosa (30-31). Pero quizás la muerte piadosa sea también compaginable con el espectáculo del cadáver parlante.

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será la de la Muerte, que el predicador representa como actor. Las Danzas de la Muerte tienen un claro precedente en el Decir de los tres vivos y los tres muertos, de origen posiblemente oriental y expandido en Occidente a partir del siglo xii! (véase Mitre Fernández, 1992: 18; 2002: 43), donde ya nos encontramos con una versión de la figura del doble (Binski, 1996: 134-138) a la que volveremos en el capítulo próximo. Elina Gertsman (2004: vi), que analiza la performatividad de las Danzas, señala, refiriéndose a las imágenes plásticas, que «these paintings were conceived to provide an active experience of viewing for the beholder». Y Nancy Caciola (1996) advierte que cualesquiera que sean sus orígenes precisos, la Danza Macabra debió existir en forma de morality play para ser representada públicamente con actores que hacían de hombres muertos tomando las manos de otros difuntos. Los muertos y los vivos danzan así juntos para conseguir simbólicamente fecundidad para los vivos y armonía para los muertos, cruzando la frontera entre la vida y la muerte, como el moriens. Pero a esto volveremos en el último epígrafe. 28

El Ars moriendi: el espectáculo performativo desde la palabra y el gesto La buena muerte no se empresta ni se compra, porque si se pudiesse vender, no hallaría comprador. (Alonso Ortiz, en Alcalá/Sanz, 1999: 348) 29 Por un instinto necesito disolver esa ilusión [...] para no perder contacto con el fondo que ella recubre con esa realidad elemental y pre-textual, con esa «pre-existencia» escénica que es la materia prima de la escena. (Kantor, 2004: 177)

Llegados aquí de la mano de la literatura funeraria y macabra podemos preguntarnos: ¿en qué sentido y hasta qué punto es teatral el Artel ¿Cómo se relaciona, con respecto a este punto, con algunos de los textos mencionados?

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En España, la más completa monografía sobre las Danzas es la de Víctor Infantes (1997). Para una interesante relación entre una representación plástica de este género en Cataluña (recientemente descubierta por Francesc Massip) y los grabados del Ars moriendi, véase Massip (2002). Sobre el baile y la danza relacionados con lo macabro es fundamental el reciente libro de Massip/Kovács (2004). Esta cita, atribuida a Séneca, proviene del Tratado del fallesqimiento de Alonso Ortiz.

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Doebler señala, con razón, que el Ars moriendi muestra «the visual or iconic qualities which make it especially appealing for the stage» (1967: 165).30 Pero no deseo argumentar aquí su naturaleza fácilmente representable, ni indagar las maneras en que su mensaje escrito se transmitía al público (probablemente a través de la lectura silenciosa), sino ver cómo se presenta la enseñanza sobre el buen morir dentro del texto, es decir, en un plano interno. Para profundizar en sus estrategias de escritura y dibujo de personajes parto de una lectura del Ars moriendi desde el punto de vista de su teatralidad, entendida ésta como herramienta de construcción cultural y textual, más allá de su realidad escénica o estética; desde esta perspectiva metafórica utilizaré su campo léxico durante el resto del capítulo. No entran en mi consideración las categorías teatrales de realidad/ficción, que, creo, no estaban presentes en la base estructural y espiritual del texto (como ya empecé a decir en el pasado capítulo), sino la concepción performativa —muchas veces mágica— de una representación de guión previo. Entiendo así la construcción del Ars moriendi como proceso material en desarrollo, como ejercicio performativo en el que participan palabras e imágenes. Ciertamente, de acuerdo con la teoría de Egginton, la teatralidad que, en mi opinión, presenta el Arte no imita la realidad en una dimensión diferente y alternativa, sino que participa de ella y produce un cambio en ella: algo sagrado sucede ante los ojos de los espectadores, creyentes, que lo viven en un presente inmediato que les afecta, en un tiempo que es el de la representación y es el suyo (por tanto, también siguiendo a Egginton, no es la doble percepción del tiempo del teatro moderno). Lo que está sucediendo produce una interacción entre los que observan y los que son observados, que se pone en marcha en cuanto aparece el primer personaje previsto: el demonio. Al comparar el Arte con el Breve confessionario se aprecia que el uso de la escenografía y los gestos que actualiza el primero en la muerte se puede relacionar con un empleo más amplio del escenario y las «acotaciones» por parte de la Iglesia en otros rituales. Una escenografía que implica la relación recíproca entre espectador y actor: sin ese receptor que juzga la muerte el texto carece de sentido. Ahora bien, ese público del Arte puede ser Dios o los hombres que rodean al moriens, que son convocados y se reúnen en un espacio y un lugar concretos, en torno a la cama del enfermo. Este elemento es el signo

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Doebler demuestra que Shakespeare aprovecha estas cualidades de la tradición del Ars moriendi para el combate mental que sufre Otelo contemplando en la cama a su víctima Desdémona. Por otro lado, Binski calificará al Arte como «a form of bedised drama, which plays on the inescapability of death and also on the fragile but fundamental character of human choice» (1996: 38).

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de que nos hallamos ya «en escena», cuando su uso no es el cotidiano (para dormir y descansar) sino que adquiere otro significado: es el estrado de los acusados, es el lugar de las grandes decisiones, es el eje del espectáculo, el centro de la batalla. También el tiempo (siguiendo con la teoría de la teatralidad expuesta en el primer epígrafe) se hace otro: no es el tiempo diario sino el liminal, fronterizo entre la vida y la muerte (entre la representación y la no representación), donde se juega todo, poblado por una muerte ralentizada llena de seres visibles e invisibles. El hombre que muere, al que dedicaré el último epígrafe, tiene que representar su guión y utilizar su corporalidad para ser reconocido (y aplaudido) por el público, que le debe dar ánimos para que realice bien su papel. Cada elemento del ceremonial escénico se reviste entonces, en su materialidad, de un significado intencionadamente trascendental, dentro de un tono colectivo inseparable del fenómeno teatral. Siguiendo el estudio de Egginton, podríamos decir que, si se realiza el ritual del Ars moriendi, la muerte y el protagonista se convertirán en otra cosa, transformarán la realidad (entrará la presencia sublime de la gracia con su promesa de eterna bienaventuranza). Pero para que suceda esto es necesario que la función sea re-presentada, que se sigan los pasos prescritos, y la salvación colectiva dependerá de esa reiteración de oraciones y gestos, una vez y otra bajo la misma condición, desde millones de lechos medievales en Occidente. Esta representación ofrece diversas perspectivas. Adentrándonos más en la disposición del texto en sí, observamos una serie de rasgos que la codifican y la conforman. En primer lugar, en el Ars moriendi una serie de voces, puestas en boca del diablo y del ángel que acompañan al moribundo, debaten sobre los gestos y pensamientos que el pecador ha de adoptar en su lecho de muerte. Las dudas y la desesperación que asaltan al hombre del siglo xv en semejante trance se articulan así en una secuencia performativa en la que los personajes toman turnos para hablar bajo la batuta de un director de orquesta o, si lo consideramos como una representación, con el permiso de un director «de escena». Durante el discurso de estos personajes, se hará hincapié en el proceso de elaboración del mismo a través de esos «dize» que introducen la voz y que, junto con la frecuencia de imperativos («nota») y de la segunda persona (más performativos que los tiempos imperfectos o perfectos y que la tercera persona del singular, tan usados en la narrativa), dan una dimensión procesual al texto. En segundo lugar, al pecador, en este tratado, se le ofrecen una serie de respuestas para enfrentarse a diferentes problemas psicológicos. Se trata de una puesta en escena en la que ángeles y demonios despliegan no sólo su saber moral sino también su capacidad de seducción verbal (ayudados por el uso de imágenes sensoriales) y en la que el destinatario es el pecador-espectador (aun-

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que también, en último término, el lector que se enfrenta al tratado). Las respuestas a estos estímulos, que deben ser aprendidas y que se constituyen en gestos, actitudes y palabras, se presentan en forma de ritual, tanto en las imágenes que acompañan a la escritura como en la propia proposición textual, según vimos en el capítulo anterior. Es llamativo que en varias ocasiones el texto se refiera a una representación (por parte del diablo, por ejemplo [AM, 6v, 17r]; o de los santos y Cristo [AM, 20r]). Una representación que se podrá realizar a la cabecera del moribundo, a quien se le leerán también —para que las imagine— historias devotas en voz alta (AM, 20v). Seguidamente —en nuestro incunable de El Escorial— el Breve confessionario muestra un ritual todavía más codificado, realizado esta vez por el clérigo y el pecador. Las preguntas y respuestas que pronuncian estos personajes siguen un orden fijado de antemano, así como los gestos adoptados (AM, 22v, 23v). En el extenso recuento cuantitativo (al que me referiré en los capítulos siguientes), el éxito de la representación provendrá de que los participantes en esta puesta en escena cumplan a la perfección unos guiones detalladamente prescritos, donde el cuerpo juega un papel fundamental. La absolución dependerá, de esta manera, de que el enfermo «parezca» arrepentido (AM, 34r).31 Aun así, aunque los gestos se prefieren visibles y las palabras audibles para que la Iglesia pueda decidir si existe verdadera contrición o no, en último término será Dios el espectador final que vea y entienda los gestos y las palabras que se ponen en órbita durante el proceso de la muerte, incluso si nadie más se encuentra presente (obviamente, cuánto más público asista mayor puede ser el éxito de la representación).32 En este sentido, no quiero dejar de distinguir entre la naturaleza teatral de la relación entre la Iglesia y los creyentes (marcada por el discurso, la imagen, el juego de papeles) y la relación entre éstos y Dios. Dios sería aquí el último desenmascarador, el que desvele la naturaleza de la contrición («la contrición solo de dentro sin alguna vocal confession», AM, 8v) y decida cómo clasificar la muerte; el que, más allá de la apariencia engañosa o las manifestaciones físicas, contra las que pone en guardia el

Esto no quiere decir que para dar la absolución no se pida un cambio a un mejor comportamiento, como muestra la amonestación que deben dar los clérigos a rufianes, prostitutas y «logreros» {AM, 33v). Y en la versión larga de la edición «O» se nos dice que se debe llorar, antes que con los ojos carnales, con las lágrimas del corazón, «repentiendose verdaderamente» (Álvarez Alonso, 1990: 227). Pero, de cara a los oficiantes y espectadores terrenales del rito, la contrición demostrada de manera «física» y externa es la que le valdrá al moriens el juicio que se haga de su muerte. Se muere así ante los ojos de «watchful onlookers whose presence is always acknowledged and whose gaze must be considered in any successful performance of the self» (Sponsler, 1997: 67).

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Arcipreste de Talavera, señale que la contrición es «verdadera». 33 No obstante, el principal público al que el moriens del siglo xv desea contentar parece el eclesiástico, vista la importancia otorgada en el manual de confesión a la relación entre el confesor y el confesante durante nuestra morosa representación. Y digo representación porque distintas representaciones (y esta palabra se usa varias veces durante el texto, como acabo de señalar) se ponen entonces en marcha, actos de habla, conjuntos de gestos que no tendrían sentido sin la mirada del Otro, recordatorios de que fue el ojo de Dios el que dio inicio al juego de la escena. Estas diversas representaciones podrían ser las siguientes: la del ángel y el diablo, prestándose la palabra mutuamente y observados por el moribundo; la del moriens, vigilado por las figuras celestiales que acompañan al ángel y al diablo; la de estas mismas figuras, a las que el ángel apela varias veces y que nos recuerdan la unión de imágenes y palabras, modelos de virtudes para el moribundo (AM, 9r, 20r); la representación de la Crucifixión de Cristo, que se desvela sobre el escenario para que el moriens la imite, actuando su muerte entregada (AM, 2v, 20r); la representación de la vida del moriens, fijada en ese libro de la vida que sostienen demonios o ángeles en dos grabados del texto (figs. 3 y 8); la de los acompañantes del moribundo, que deben poner en escena con gestos apenados y consoladores la respuesta al fin de la existencia del otro.34 En suma, se atrapa el destino mediante una especie de función teatral (función final del theatrum mundi), secuenciada en distintos niveles, separada de la existencia, aislada. Es decir, sólo se te juzga por ese momento («solo por el buen arrepentimiento e proposito justo que en aquel tiempo uviesse se podría saluar»: AM, 17v), del que, si cumples los pasos al pie de la letra (por supuesto, desde una supuesta contrición), podrás conocer el final, es decir, el desenlace hacia la gracia. El pecador puede pronosticar entonces adonde va a ir (evitando caer en la cuarta tentación, la de la vanagloria): «au dernier instant de la

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Aunque ya existían repertorios de exempta con historias de gente que parece piadosa y luego no va al Cielo, en la literatura homilética castellana el Arcipreste de Talavera fue uno de los que más fervientemente denunció la hipocresía, encarnada para él en los begardos (Martínez de Toledo, 1998: 258-270; véase la interpretación que hace de este pasaje Brown [1999: 84-95]). Ya he mencionado esto, pero me gustaría reiterar que es la temperancia lo que se predica a los familiares que rodean al moriens. Lawrance (1998: 17) nos recuerda que la Iglesia desde mediados del siglo xiv trata de paliar los excesos gestuales post-mortem de los familiares. Y Akkari (1998: 13) señala que el dolor por la muerte del ser querido, que «ne se traduit pas seulement par le discours, et notamment par les planctus, mais aussi dans la partie narrative par des signes extérieurs et par les gestes», podía alcanzar proporciones desmesuradas en su expresión corporal.

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vie, l'Homme est jugé particulièrement, il sait s'il est sauvé ou damné; tel est le nouveau moribond que met en scène Y Art du mourir» (Blum, 1985: 26). Se trata de «l'avancée de l'au-delà dans l'ici-bas», y si por un lado «l'au-delà s'est humanisé, la vie laïcisée» (26, 25), el moriens adquiere una dimension sobrenatural al recibir unos poderes especiales que marcarán su representación, como veremos en el capítulo cuarto al hablar de la extremaunción.35 Dentro de este conjunto de representaciones, no todas son visibles de una manera recíproca. Como comenta Ariès (1977: 110-111), los asistentes a la función del moribundo no ven el ejército de seres celestiales que rodea el lecho, y el moriens tampoco a veces los percibe a ellos (por ejemplo, porque el ángel los oculta [fig. 10]). Pero el enfermo observa el «espectáculo» extraordinario que sucede delante de él, con la Trinidad, la Virgen, la corte celeste, el Ángel guardián, Satanás y los demonios del otro lado; en esos momentos, es más espectador que actor. Pero incluso aunque no vea a alguno de estos personajes, los tiene presentes: en su oración final recoge la posibilidad de que le acompañen también seres que no ve: «las ayudas de todos los escogidos sean entre mi y entre todos los mis enemigos, visibles e non visibles en esta hora déla mi muerte» (AM, 20v). En cuanto a la figura del ángel, en la que caben diversas voces (de santos y Padres de la Iglesia), se ha revelado, en su naturaleza genérica, como una de las primeras expresiones del concepto de comunicación (véase Sèrres, 1993). Lo cierto es que el predicador, director de escena, enmarca siempre sus palabras (habla antes y después del ángel), y podríamos incluso preguntarnos si, de alguna manera, no será él quien adopte su voz o, mejor, no la imitará en un ejercicio de ventrilocuismo que hemos visto ya en otros predicadores como el Arcipreste de Talavera (cf. cap. 1, n 10; véase Sanmartín Bastida, 2003a). ¿Se trata aquí de una cadena de voces asumidas como las que adopta el predicador de los ya mencionados sermones leoneses 12 y 16? ¿O de una presentación sucesiva de personajes? Este dejar hablar directamente al otro sin duda venía favorecido por una predicación que usa el estilo directo y que hace hablar al cadáver del difunto, no sólo en la poesía (ya lo hemos visto), sino también en la política a través de la apropiación de la voz de las figuras muertas (véase Sánchez Sánchez, 2004). Por otro lado, el tono de voz, aunque no pueda apreciarse en la lectura del texto o en la visión de los grabados, jugaría un papel importante para el

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En las vidas de los santos (que son siempre las figuras excepcionales) esta interacción con lo sobrenatural está implícita durante todo su desarrollo, y no sólo en la muerte. Por otro lado, María Morras Ruiz-Falcó (2002: 184) coincide en destacar la secularización del proceso de la muerte en el Cuatrocientos que aquí menciona Claude Blum.

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moriens, junto con la gesticulación sospechosa, de la que enseguida hablaremos. Ya que demonio y ángel juegan con las mismas escrituras (como dije en el capítulo anterior), el guión semejante pero usado de diversas formas, resulta fundamental la entonación y todos aquellos elementos que acompañen el empleo de la Vulgata para averiguar el uso maligno o benigno de esas palabras. Como diría Roland Barthes (1984: 65) con respecto a «l'écrivain», el demonio «ne peut qu'imiter un geste toujours antérieur, jamais originel; son seul pouvoir est de mêler les écritures, de les contrarier les unes par les autres, de façon à ne jamais prendre appui sur l'une d'elles». En la Edad Media no se descubre nada nuevo, se presentan siempre unos mismos textos, rehechos o reescritos o reactuados, nadie aparte de Dios puede escribir de la nada, el material es siempre preexistente (Burke, 2000: 4). Entonces es la manera de re-presentarlos lo que permitirá distinguir la sombra del demonio o la del ángel si el moriens no está seguro. De modo que, cuando se recupere la «verdad» detrás de la representación, el moriens se convertirá también en público que juzgue, tratando de no engañarse con las apariencias. Así, la gestualización no sólo pertenece al moriens, o al confesor, sino también a los demonios, con sus gestos excesivos que no pueden conducir al Paraíso, tan presentes en los grabados (véase Bayard, 1999: 90-91). Le Goff (1999: 45) ha señalado que hay un gesto de connotaciones negativas que incita a pensar en territorios que horrorizan, lo falso o la posesión diabólica, o también en poblaciones marginales cuya gesticulación se rechaza: mendigos, prostitutas, judíos (134), y que convierte al hombre en sospechoso (42).36 En nuestro Arte un ejército de demonios gesticuladores pone de manifiesto la máscara y el disfraz, ese teatro de la ficción, en negativo, que San Isidoro de Sevilla relacionó con la palabra «hipócrita» (véase Brown, 1999: 90). Pero aunque no pueda evitar estos gestos incontrolados, volátiles, que se despliegan a su alrededor, el moriens debe contar con que los participantes en esta puesta en escena cumplan los guiones prescritos, donde la expresión del cuerpo, como ya he dicho, es relevante y reveladora, incluida la de los demonios gesticuladores. De modo que el gesto es tan decisivo como la palabra. Nuestro manual de confesión nos dice que si no hay «señales de contrición» no se debe absolver al pecador (AM, 33v). Todo se basa en la aquiescencia de la mirada del Otro, dentro de un sistema de vigilancia exhaustivo sobre el cuerpo, que expresará el alma, del que hablaremos más en el capítulo cuarto. Se muere, pues, en público en estas muertes, y este aspecto es fundamental para 36

Jérôme Thomas (2003: 17) distingue, en este sentido, entre un positivo gestus y las negativas gesticulations, «les gestes associés aux excès, aux dérèglements, aux troubles, à l'orgueil et aux vices».

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entender el Ars moriendi. La buena o la mala muerte serán juzgadas por los que rodean al moriens, asimismo ellos espectadores (pero aún más distantes que el enfermo) de la lucha establecida al pie del lecho, aunque no sean capaces de observar en la agonía el espacio poblado de alas y tridentes. La fuerza de la visualidad (el demonio representando maneras de avaricia [.AM, 17r]) y de la repetición oral crea un ambiente especial en el texto. Las preguntas y respuestas aprendidas que se pronuncian siguen un orden fijado de antemano (de acuerdo con la gradación de los pecados, las posturas, el uso de los sentidos, etcétera), con un especial énfasis en el inicio de la ceremonia: «Jten el confesor deue dizir benedicite. e el confessante deue responder, deo gracias [...] dende el confessante deue fazer la confession general diziendo asi. confiessome a dios» {AM, 28r). Igualmente se regulan los gestos adoptados: el confesor tiene que recibir al penitente benigna y graciosamente, hacerlo sentar a su lado y no mirarle el rostro; el pecador debe arrodillarse quitándose el bonete; a la mujer le conviene velarse los ojos, etcétera {AM, 22v, 23v, 28r). Primeramente el que se quier confessar deue saludar asu confessor. dende deue se poner de rodillas cerca del asu costado, e si es ombre deue su bonete / o sombrero quitar, e si es muger non deue descubrir se. mas antes deue alguna cosa tener ante los ojos mientra se confiesse. {AM, 28r)

Figuras como el príncipe don Juan o Alfonso de Cartagena saldrán aprobados en este examen o transitus último; el primer personaje, en la mucha literatura que surge tras su muerte y, especialmente, en el tratado que escribe Alonso Ortiz (a él volveré más adelante); el segundo, en ese De actibus que ha editado recientemente Lawrance (2000); pero también, claro está, sale bien parado el padre de Jorge Manrique en la imagen final de las Coplas (Manrique, 2000: 242-249, w. 385-480). No obstante, una vez más, para que podamos reconocer que don Juan, Cartagena o Rodrigo Manrique llevaron a cabo esta buena muerte ha sido fundamental que hubiera testigos, ya que sin ellos la buena muerte no habría sido pronunciada, representada. Por la presencia de espectadores, su ars moriendi se convierte en una forma aristocrática de destacarse ante los otros: una buena defunción rompe con el poder igualatorio de la famosa muerte macabra, todavía los nobles se pueden distinguir de los campesinos en esta función última.37 «El vivir/morir/perpetuarse noblemente se alzan como correctores del sentido nivelador de la muerte», dirá, en este sentido, Mitre Fernández (1992: 26). 37

Sánchez Sánchez señala que Jorge Manrique «singulariza a su padre en el momento del desenlace final convirtiéndole en la quintaesencia del estamento social al que pertenece. [...] el buen deceso aristocrático debe ser individual, doméstico y ejemplar» (2004: 39-40).

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Pero volviendo a los elementos que componen la teatralidad del Arte, y dejando a un lado sus personajes, podemos decir que su espacio, al poblarse de una dimensión distinta a la rutinaria, adquiere características de pintura gótica, con su escena saturada y sin una perspectiva unitaria o de fondo. La fragmentación (que vimos en el capítulo anterior) se constituye en la característica dominante, en su proliferación de gestos y detalles casi dislocadores, desde su reflexión implícita sobre la mirada —una mirada de cerca—, y donde abunda lo monstruoso ligado a lo humano, con esos cuerpos atormentados y deformes que llenan el escenario (véase Camille, 1996; cf. Sanmartín Bastida, 2003a: 35-36).38 Lo sacro y lo grotesco se encuentran así íntimamente ligados, como en las misericordias góticas o los Misterios tardomedievales (véase Strubel, 2003: 13); y atrezos como la boca de la que salen cuerpos en llamas (fig. 8) recuerdan la decoración teatral del infierno con fauces dentadas que se abren y se cierran (véase Massip, 1999: 240-241). En este espacio, el tiempo, como en todo tiempo ritual, ha visto la sucesión de algo. Ha ocurrido el fenómeno de lo sagrado, la representación ha tenido lugar, y los personajes no pueden salir sino transformados, en esa espacialidad presencial a la que se refería Egginton en el primer epígrafe. La situación de muerte se convierte en otra cosa cuando se pone en escena el Ars moriendi, ha alcanzado una expresión sacralizada y milagrosa construyendo un nivel diferente que no se despega, sin embargo, del tiempo presente, con sus seres visibles e invisibles, en el instante de la suerte última que es el de la sublimidad, el del encuentro con la gracia o el castigo final. El espacio del ritual, presente en manifestaciones del teatro contemporáneo, está recorrido por crecientes fuerzas en tensión que lo van construyendo con medida precisión, según Cornago Bernal (2003: 146-147).39 «La trama fija

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Sobre los demonios «deformes» del arte gótico, y en concreto los del Ars moriendi, véase BaltruSaitis (1994: 169-170), quien emparenta las orejas de bordes dentados y sostenidas por nervaduras de los demonios de ciertos grabados del Arte con las de los dioses de la Muerte y del Infierno chino. Las cabezas en el estómago y en el ano ponen de manifiesto lo pecaminoso de esas zonas de apertura del cuerpo humano. La visión de lo monstruoso está ligado íntimamente con lo humano en el gótico (véase Camille, 1996: 151-152). Por otro lado, la fragmentación de la representación (generalmente saturada) es un aspecto crucial de la actitud del artista de esta época con respecto a la naturaleza, pues sugiere la construcción del mundo a partir de particularidades y no como una totalidad de percepción unitaria; es decir, el artista es artesano antes que imitador (véase Camille, 1996: 143). Aplicamos aquí la teoría de Cornago Bernal referida a las obras rituales del dramaturgo Miguel Romero Esteo, que se relacionan con el movimiento estético del Neobarroco, el cual, en su manierismo, muestra concomitancias con la estética del final del gótico.

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del ritual remite a un doble ejercicio de violencia», en el que cada elemento reenvía una respuesta al otro «con un efecto de intensificación recíproca» (148). Posturas contrarias que alimentan un mismo juego, que se articulan en «predicados opuestos» (Foucault, 1995: 31), en nuestro texto las del ángel y el demonio: Su interrupción deja al universo escénico en suspenso, a la espera de su continuación, según ordena el ritual. Por otro lado, por debajo de este nivel, se encuentra la violencia de la estructura fijada de la representación convertida en ceremonia, una estructura minuciosamente detallada [...] que remite a una voluntad más allá de la razón, que solo se satisface en su propia realización [...]. (Cornago Bemal, 2003: 149)

Entre los espacios de oralidad y escritura que ofrece el Arte (que veremos en el capítulo siguiente), en sus límites enfrentados entre la condición escritural de la vida enseñada por demonios y ángeles, con sus palabras de autoridades, y el componente oral de las tentaciones y las dudas, la maquinaria teatral se pone en marcha como sistema de salvación, que no puede ser gratuita. Dentro de un juego previamente fijado, se efectúa el ritual último (que realizan los cuerpos a través de gestos y palabras) al que los personajes se aferran para que el conflicto final tenga una significación, exista una lectura útil de la muerte, una salida productiva. La necesidad de llevar a cabo el ritual se convierte en el eje de organización del mismo, con sus categorías de espacio, tiempo, movimiento, ligadas a la estructura fija y anquilosada del rito, estrechamente vinculadas al proceso escénico según unas reglas previamente determinadas, pero siempre explicitadas, como en el ritual teatral de las últimas décadas. En éste la escena se erige como un mecanismo de construcción integrado por diferentes modelos: movimientos, gestualidad, entonaciones, ritmos, «cuyo preciso desarrollo físico resulta fundamental en el proceso del ritual, es decir, de la propia representación con la que coincide» (Cornago Bernal, 2003: 142). El ritual exige así la minuciosa delimitación de un espacio, un tiempo, unas reglas que regulen las acciones que han de realizarse y prohiban el desarrollo de otras. Al igual que en el teatro contemporáneo, este encorsetamiento aparecerá también en la escena del moriens. Para finalizar esta sección, podré quizás decir que es posible considerar el Ars moriendi, junto a tantos textos que organizan en el Medievo la muerte, como una suerte de teatro «predramático». Un género de performatividad textual que se desarrolla antes de que se canonice una manera convencional de leer, representar y entender las formas teatrales. El modelo estructural de textos como el nuestro fundamenta y consolida una tradición teatral-ritual que res-

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ponde a un sistema cultural de entendimiento del texto y su recepción como performance, y, antropológicamente, también secunda un sistema de concepción de la muerte. Una forma de representación que, curiosamente, no está lejana de la que prima en la escena contemporánea. Según muestra Peters (2000), la imprenta colaboró en el establecimiento de la imagen y del concepto del teatro que hoy está vigente (el de Shakespeare, no el de Terencio), pero nuestro Ars moriendi (que no el de siglos posteriores, menos dramáticos que el medieval [Martínez Gil, 2002]), nuestro Ars moriendi, digo, nos presenta, en los últimos aletazos del manuscrito, otro tipo de teatralidad sin estrado que no resulta menos rica o reveladora: desenmascara, igualmente, a la cultura que ejerce de espectadora. Y la refleja y espejea.

La mirada y el moriens, actor e imitador de su muerte Una obra de teatro no se mira como se mira un cuadro por las emociones estéticas que procura: se la vive en concreto. (Kantor, 2004: 13) Tout est prévu; on n'espère rien de ce monde. Ces choses reviendront les mêmes. (Michelet, 1966: 57)

En la cadena de representaciones que pone en marcha el texto del Ars moriendi, el enfermo pasa a ser el penúltimo espectador, poco antes de conceder el último puesto a Dios.40 Combate el moriens la pesadilla humana que supone toda agonía transformando su conflicto espiritual en un vasto decorado teatral, donde los eventos se organizan de manera sucesiva, son predecibles y no dan sorpresas (se huye, como del demonio, de lo espontáneo y no-reglado, lo que escapa del control). El espacio social de la muerte es concebido como escénico y, aplicando unas palabras de Claire Sponsler (1997: 63) referidas a un poema didáctico, requiere «a nuanced, self-aware, and highly guarded performance». Para Royer de Cardinal (s.a.: 342), la irremediabilidad de la muerte «hizo que los hombres, al rodearla de un ceremonial fastuoso y magnífico, la convirtiesen en uno de los más bellos actos de la existencia humana», y en este acto el moriens irá pertrechado de una secuencia de gestos, así como de ceremonias civiles y religiosas, todo un ritual que podemos englobar en la frase «aprestarse para la muerte». La muerte se hace entonces actuación pública,

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Habrá también un espectador extratextual que he mencionado anteriormente, el lector.

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ceremonia de tránsito que el actor principal ejecuta, como su último acto, ante una concurrencia atenta, solidaria y tal vez curiosa (61, 119). El moribundo se separa de su alma y vive su postrero juego con ella; desde el Arte la observamos partir, pues nuestro punto de vista como lectores y acompañantes es el de los que se quedan acá (no se nos dibuja su después desconocido). El moribundo, más que imitar un papel, lo encarna, pero mirando hacia otros que le preceden y con los cuales se (con)forma, los que han ejercido con anterioridad el guión de la buena muerte. En la religión del ejemplo, él mismo se siente obligado a transformarse en un vivo exemplum, a «impersonar» el modelo.41 Para ello, utilizará signos que acompañan al lenguaje y otros que lo sustituyen. Serán importantes su tono de voz y su gesto, que construirán su entero papel y caracterizarán al individuo como socialmente condicionado, como cristiano y como moriens. En el Ars moriendi la muerte no está personificada porque no es la protagonista, pero tampoco lo es siempre el moribundo: la atracción del espectador se deja llevar a menudo por la impresionante lucha entre ángeles y demonios. La cama no es tan sólo ese lugar donde se descorre el telón sino también un campo de batalla (véase Lawrance, 1998: 6; AM, 20v: «enla agonia e batalla final»), del que ya hablé en el capítulo primero. Se trata de ese cristianismo castrense que en su tratamiento de la muerte hereda el pensamiento tardomedieval de la Psychomachia prudenciana, aprovechada ya por San Gregorio Magno, como señala el P. Martins (1975: 173), para hacer que la Batalla del Bien y del Mal, de vicios y virtudes, entrara en las páginas de los catecismos. El alma del hombre puede convertirse así en el centro de un combate en el que se ve atacada por las mesnadas del Mal. Gago Jover (1999: 29) señala cómo en la versión QS, la que estudiamos, el autor aparece preocupado por las «posibilidades dramáticas del tema», pues transforma la versión larga CP, en la que apenas había estilo directo (excepto en una de las tentaciones) en un diálogo entre un diablo que tienta con imágenes y palabras y un ángel que inspira al moriens a resistir y ser firme.42 La estructura lineal se vierte así en un debate, que escenifica el viejo combate 41

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Para un interesante desarrollo del concepto impersonation en la teatralidad del Medievo véase Egginton (2003: 47-49). También Zumthor (1994: 41) señala que el universo medieval posee un poder de impersonación que sólo permite existir en y por la mirada del otro: el cuerpo social está así habitado por una necesidad de identificación. Para O'Connor, el autor de la versión QS (a quien traduce nuestro Ars moriendi) partió seguramente del pasaje de la versión larga en el cual el demonio habla en estilo directo al moriens (1942: 47; véase, para la castellana, Álvarez Alonso, 1990; 161a [ms. «T»]; 162 [ms. «N»]; 184 [ms. «E»j; 220 [ed. «O»]). «In following this method the QS author discarded some of the less pungent matter of the CP and added citations from

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mencionado entre vicios y virtudes y donde, como señala Adeva Martín (2002: 301, 314), las tentaciones son presentadas de un modo más amplio e incisivo que en la versión larga. Los consejos del «predicador» de la versión CP son sustituidos por el enfrentamiento de los personajes sobrenaturales (aunque no peleen directamente entre sí), dentro de una extendida costumbre de la literatura ascética cristiana, que presenta al demonio sugiriendo malos pensamientos y al ángel custodio inspirando buenos, lo que convierte al enfermo en un inactivo y espantado espectador (322-323). Fernando Martínez Gil (2002: 241) y Royer de Cardinal (s.a.: 284 n 2) insisten asimismo en que ángel y diablo son los verdaderos protagonistas que conducen la acción de nuestro Arte, y parece que habrá que esperar a los Siglos de Oro para que la iniciativa la tome, no el moriens que soporta las tentaciones diabólicas y se beneficia de las buenas inspiraciones angélicas, sino el sacerdote. A diferencia de la versión larga del ars moriendi, el enfermo es reducido aquí a elemento pasivo [...]; pero es aún más llamativa la ausencia casi completa del sacerdote, que en las artes barrocas, y en los grabados del libro de Bosch de Centellas en particular, se adueñarán de la escenografía de la cámara del agonista. (Martínez Gil, 2002: 243) 4 3

De todas formas, no nos debemos dejar llevar por las apariencias pues en la era del arte gótico los papeles de espectador se intercambian, cuando, según Camille (1996: 20): «The two majors forms of public entertainment of the period —mystery plays and chivalric tournaments— were spectacles in which there was no distinction between the audience and the participants». De modo que tan pronto el público puede ser el moriens como los seres celestiales, Dios o los simples acompañantes. Y esto también lo reflejan las xilografías ilustradoras del tratado, que, según Bascetta (1963: 202), tienen más eficacia dramática que el texto en sí. Pero habría que precaverse contra esta separación de palabras e imágenes y, principalmente, contra la falta de importancia que estos críticos atribuyen al moriens, quien ciertamente nos descubre, como diría Ariés, la mort de soi —a la que volveremos en el próximo capítulo.

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the Scriptures and Church writers calculated to preserve the atmosphere of zealous debate already in the cuts which his text was to accompany» (O'Connor, 1942: 48). Duclow (1999: 384) niega esa pasividad del moriens, aunque habla del texto (y se ocupa principalmente de la version CP) y no del grabado, y en éste es innegable que el hombre «recibe» estímulos; pero el predicador le impulsa a «actuar», en todos los sentidos de la palabra. Bayard (1999: 137-138) sí destaca la pasividad del moriens y añade: «Le mourant alité y exprime peu de sentiments, sino quelque chose qui rappellerait la fatigue, l'attente triste ou la résignation» (138).

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Por otro lado, la misma línea dialogística presenta el Breve confessionario, con su debate esta vez establecido entre el confesor y el penitente. Como he señalado, este acto de la confesión, sobre el que disertaremos ampliamente en el capítulo cuarto, está también revestido de teatralidad. Cuando Michel Foucault (1999a: 171-174; 1999e: 466-467) aborde los modos de penitencia del temprano cristianismo hablará del dramatismo de la exomológesis, un reconocimiento simbólico de la persona como penitente. Este reconocimiento, «the theatrical representation of the sinner as dead or dying» (1999a: 173; véase Foucault, 1999e: 466), estrechamente relacionado con el Arte, permite castigar al pecador a través de su cuerpo, pero no al individuo. También en nuestro texto, como quería la alegoría, el ceremonial (con su manera teatral de abordar los últimos momentos de la vida) consigue que, por medio de la actuación, la angustia se proyecte en otro, se desdoble y se aleje. ¿De qué manera se logra esto? Tal vez en la medida en que uno mismo no es el que actúa sino el otro, el personaje, lo que permite disociar el dolor, que se delega, levantándose un muro entre la muerte y uno mismo. El moriens imita un modelo y encarna y se transforma en un paradigma de moribundo, y entonces deja de ser él mismo y esquiva una forma de muerte, o de confrontación directa con la muerte, la amansa mirándola a través de una máscara, con un secreto deseo de desarmarla, como decía Bernanos. En un paralelismo con el teatro actual (que hemos empezado desde el primer epígrafe), se podría decir que, como en el teatro contemporáneo del polaco Tadeusz Kantor, se trata aquí de reconocerse en los maniquíes-mor/ens y dejarlos ser otros, que dupliquen «a los personajes vivos» y sean «los usurpadores de la muerte de otros» (Kantor, 2004: 269, 215).^ El personaje será el que sea quemado o salvado, y no yo (es decir, el individuo enfermo). Pero esta actuación, de nuevo, depende de que exista un público que observe, que permita al moriens convertirse en el modelo esperado; y también puede depender, como en el caso de Alonso de Cartagena, de un cronista que dictamine al final, y fije por escrito, quién tiene una mala o una buena muerte.45 Es, pues, fundamental la verdad de los testi44

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Ahí están los maniquíes con cara de niños arrastrados por ancianos en la magnífica obra de Kantor, La clase muerta, drama con mecanismo de ritual que hace sentir al espectador el «gran vacío» y «las fronteras extremas de la muerte» (Kantor, 2004: 261). Un maniquí, en el teatro de Kantor, «debe transformarse en un modelo que encarne y transmita un profundo sentimiento de la muerte y la condición de los muertos —un modelo para el actor vivo» (247). Como Edward Gordon Craig, Kantor piensa que «la marioneta tiene que volver; el actor vivo debe desaparecer» (239). No está claro quién es este autor de De actibus. Lawrance propone que fuera «one of the circle of clerics associated with Cartagena's celebrated cathedral schola», y aventura el nombre de Diego Rodríguez Almela (Lawrance, 2000: 123).

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gos, espirituales o reales —por ello Pedro Mártir de Anglería insiste, describiendo la muerte ejemplar del príncipe don Juan, en que él estaba «también presente» junto al lecho (Alcalá/Sanz, 1999: 184).46 Testigos oculares que serán muchas veces convocados desde el testamento. Durante esta representación catalizadora, el cuerpo del moribundo está marcado por el rito de la muerte. Foucault (1999e: 467) observa cómo, según la doctrina cristiana de los Primeros Padres, hay que probar el sufrimiento, enseñar la vergüenza, hacer visible la humillación y la modestia, exhibir el pecado (especialmente en la confesión). Si para los antepasados estoicos el análisis de uno mismo se realizaba de manera privada, para los cristianos ese examen de los actos debe ser arrojado a la luz pública. A lo largo de la prueba final, en la confesión anterior a la comunión salvadora, el gesto tiene que ser controlado y disciplinado de tal modo que los movimientos sean sumisos, modestos y conformes con una moral bien interiorizada, en la que abunda la desconfianza hacia los desbordamientos o gesticulaciones, ya que el Enemigo, el diablo, puede apoderarse del cuerpo del hombre para prestarle sus gestos dementes; es necesario que la razón exprese (y alcance) a través de la corporalidad su estado sano (la doctrina de Santo Tomás establecía una correspondencia entre el gobierno del Universo por Dios, el de los hombres por el rey, y el del cuerpo y el alma por la razón; véase Díaz-Corralejo, 2004: 17). De ahí que la disciplina sea necesaria en los gestos, que éstos se encuentren bajo la vigilancia de la razón y la inteligencia, que se ordenen los miembros en función de los actos que el hombre debe (imperativo) realizar. Si el cuerpo, como prisión del alma, es ocasión de pecado, tiene la obligación de ser controlado, y el texto conmina a la razón a realizar esta labor, a pesar de que, como veremos, puede estar especialmente dañada en los momentos últimos. Para domeñar no sólo a la muerte, sino también, y a través de ella, su cuerpo, al moribundo se le aconseja especialmente imitar la muerte de Cristo («sea dado a la passion de ihesu cristo continuamente rezando la e pensando enella»; AM, 2v; «Remiembra te tan bien déla pobredad de ihesu cristo nuestro señor pendiente déla cruz»: AM, 18v), que venía inspirando a los fieles europeos desde las tablas.47 46

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Pedro Mártir de Anglería describe a don Juan suplicando «virilmente» al padre, deshecho en lágrimas, que lleve con entereza los designios de Dios (los enfermos disponiendo en los acompañantes un cierto tipo de gestualidad y actitud): «Con maravillosa exaltación de alma dirigía la palabra al padre, que estaba sorprendido de la adulta entereza del joven hijo. Estaba también presente yo, que para dar compañía al Príncipe había dejado a los soberanos. Me es imposible referir esto sin dominar las lágrimas. ¿A qué más, pilar de nuestra religión?» (traducido del latín en Alcalá/Sanz, 1999: 184). El Ars moriendi pide al moriens que se encomiende a santos y ángeles, «cuyas imagines conla ymagen del crucifijo le deuen ser representadas» (AM, 20r). En los grabados, la

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Según Edelgard E. DuBruck (1984), que estudia los pasos franceses que representan la Pasión, el público veia la muerte de Cristo como una manera de remediar sus miedos en una sociedad donde la muerte se convierte en compañera diaria.48 Cristo se hace así un cordero sacrificial, catártico, un chivo expiatorio donde desahogar la rabia o la pregunta, a veces con delectación y crueldad, en una mirada casi sádica, reflejando «the late medieval addition of graphic and sensationalistic details of cruelty not reported in the Gospels» (Sponsler, 1997: 147; cf. Zumthor, 1994: 40; Camille, 1996: 159-160; Bayard, 1999: 87).49 Para Binski (1996: 126), de hecho, hay algo neurótico en el escrutinio fetichista del cuerpo de Cristo en las imágenes tardomedievales, y desde luego denota un «bodily, or somatic, concern» (47) y un intento de identificación con el cuerpo sufriente del Otro, que alcanza su materialización plástica a través de los estigmas de los santos (véase Le GofFTruong, 2003: 60). La repetición (que veremos en el capítulo siguiente, pero que es constitutiva de toda imitación), el trauma y el «voyeurismo» serán rasgos centrales de la imagen macabra que impera en la cultura del siglo xv. Pero también mirar a Cristo permite incluso ejercitar un cierto relativismo (y alivio, de nuevo la búsqueda de alivio) por parte del moribundo a través de la comparación. En el Tratado del fallesgimiento, Alonso Ortiz pondrá estas palabras en boca del príncipe, que responde a las exhortaciones de su padre, el rey Fernando, de que se acuerde de Cristo pendiente en la cruz y de sus dolores en la agonía de su muerte:

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imagen de Cristo en la cruz aparece en dos ocasiones (figs. 10 y 11). Por otro lado, habría que recordar que nos encontramos en el siglo en que se escribe la exitosa Imitación de Cristo, mayoritariamente atribuida a Tomás de Kempis e inspirada por la Devotio moderna y el misticismo de Ruysbroeck (véase Delumeau, 1983: 31). DuBruck (1984: 90-91) comenta: «In viewing crucifixion, the audience of the passion plays therefore contemplated their own death 1) by imitatio/compassio (ars moriendi'•); 2) by suppression, fixing their attention upon the dying Christ instead; 3) by hoping for eternal life and Redemption practically brought about by themselves, by the work of their hands, in building props and acting on stage, in choreographing, as it were, their own final omens. In writing and staging the death of Christ in the particular manner we have discussed, fifteenth-century French playwrights showed that they had understood the needs of their audience». Véase también, sobre el mismo tema, DuBruck (1999c); Strubel (2003: 77-96). Sobre el teatro medieval de la «violencia», desde perspectivas psicoanalíticas, folclóricas, antropológicas, que hacen hincapié en el elemento corporal, véase Enders (1999). Para Massip (1992: 37), la tendencia hacia el «naturalismo» de la Europa tardomedieval «facilitará el cultivo de formas dramáticas que hagan más accesible a la razón y a la intelección de la gente la historia fundamental que la misa evoca: el sacrificio ejemplar de Jesús que ha de permitir la salvación humana», y así se focalizan la humanidad de Jesús y el dolor de su Pasión y muerte.

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Ardía su spíritu con incendio con la memoria de la Sagrada passión de nuestro Señor, aunque con graves dolores estoviesse angustiado. [...] «¡Oh padre!, no me queda en la memoria cosa más dul?e para mi ánima perpleja con angustia, porque con la pasión de nuestro Señor conorto yo mis dolores; y mayormente qu'es más piadoso de recordar, no considera el amor que me tienes, como al fijo de Dios afligido con tantos dolores y angustias dieron a bever fiel y vinagre; mas yo, pecador con muchas culpas, con suaves liquores soy consolado y recreado». (Alcalá/Sanz, 1999: 347)

La representación artística de la Crucifixión se convirtió además en un barómetro de las actitudes cambiantes de los espectadores con respecto a la encarnación y el sufrimiento de Cristo. «These witnesses were important, because their affective gestures and expressions of despair marked out a mode of response relevant to the audience of such images» (Binski, 1996: 45). Es decir, se imitarán también las respuestas a la muerte de Cristo, y las Pasiones representadas en el Medievo podrán contener «exact stage instructions for gestures and speech» (46). Las imágenes serán así una manera de constituir la experiencia: ayudan a codificar, si no a determinar, los gestos religiosos de oración y respuesta, y pueden validar esferas enteras de conducta (126). Se trata, pues, en el Arte, de convertirse en espejo de determinadas imágenes («mirar e especular las cosas», como dice hermosamente el tratado [AM, 3r], que también exhorta a imitar a los santos [AM, 20r]).50 Aun si era analfabeto, el español del siglo xv se encontraba rodeado por propaganda de la Muerte y del contemptus mundi: la contemplación de pinturas, estatuas o grabados xilográficos de calvarios, Crucifijos, Piedades o del Ecce Homo lo invitaba a meditar constantemente sobre su propia temporalidad, meditación que se le recomendaba como ejercicio espiritual especialmente meritorio. (Lawrance, 1998: 8)

De hecho, esto es lo que hará Alfonso de Cartagena cuando muera: escuchar las pasiones del Señor y mirar fijamente al Crucifijo (véase Lawrance, 2000: 180). Esta imitación del paradigma del moriens y del modelo de Cristo por parte del moribundo puede tener una especial asistencia «mágica». El protagonista se encuentra en un momento liminal, en la frontera entre la vida y la muerte. A través de la extremaunción recibirá una gracia santificante que le proporcionará una fuerza especial (celestial) en el combate más violento que tendrá con el demonio, dotación que necesita el alma para vencer. El poder que la gracia le

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Para la concepción del espejo en el arte gótico es muy útil el libro mencionado de Camille (1996). A este tema volveremos en el capítulo siguiente.

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El arte de morir

transmite le permitirá quitarse la torpeza espiritual y la debilidad que son las consecuencias del pecado, y que serán serios obstáculos en el lance final. El actor se encuentra en un momento en que no es del todo él, pues le desfallece el «cora9Ón turbado» como al príncipe don Juan (Alcalá/Sanz, 1999: 347). Y por eso advierte el Arcipreste de Talavera, pensando en las consecuencias monetarias, que no debe confiar en su razón un moriens: e así se van con todos los diablos a las infernales penas, privados de su juizio e entendimiento natural a la fin; que nin faze orden de xpiano [cristiano], nin testamento, ni manda, nin puede dar poder a otro que por él lo faga. [...] Que tal «sí» qualquier loco dezir puede en el tiempo de la muerte —mayormente que en tal punto ninguno non está en sí, nin puede dezir sinón lo que le consejan e mandan, o quieren que diga e otorgue— a las vezes con miedo, a las otras con non saber o con estar fuera de seso o tormentado de dolor e turbado de entendimiento. (Martínez de Toledo, 1998: 138-139) 51

El moriens, al que le queda la única salida de la imitación/encarnación de su modelo, debe luchar contra la originalidad, contra la improvisación, peligros todos de la mente dejada libre, contra las dudas (ahí está el demonio, se nos dice). El enfermo estará ocupado («trabaje por ocupar se en oraciones»: AM, 19v) para que no lo distraigan pensamientos heterodoxos. Su actuación exige gran concentración, y no sólo de mente, pues debe manejar bien la vista y el oído, los dos sentidos más importantes en el universo medieval (Burke, 2000: 2; cf. Ariés/Duby, 2001: 626-630). Por ejemplo, hay cosas que debe mirar y otras que no: sí los ejemplos de los santos, y no las apariciones materiales que convoca el demonio, como sus posesiones terrenales; y también hay cosas que debe y que no debe escuchar: sí las palabras del ángel pero no los susurros del demonio: «O ombre aparta tus orejas délas falsas e mortíferas sugestiones e consejos del diablo», le dirá explícitamente el ángel (AM, 17v). Por otro lado, hay que recordar que las creencias medievales europeas sobre la muerte, la espiritualidad, los rituales, eran a veces contradictorias y se dividían entre la tradición popular y la doctrina religiosa. Muchos veían la muerte como un estado semipermanente en el que los vivos y los muertos podían mantener una intimidad, y así las historias de cadáveres animados y fantasmas estaban muy extendidas y contribuían a la idea de que los muertos funcionaban en

También del peligro que sufre la herencia si el enfermo no está en su juicio advierte otro famoso arcipreste medieval, el de Hita: «Pierde luego la fabla e el entendimiento; / de sus muchos tesoros e de su allegamiento / non puede levar nada, nin fazer testamento; / los averes llegados, derrama los mal viento» (Arcipreste de Hita, 1990: 427, est. 1535).

Capítulo 2. El teatro y la muerte

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sociedad con los vivos (véase Caciola, 1996).52 Con esto quiero decir que el moriens podia acentuar aún más su liminalidad si tenemos en cuenta su posibilidad de entrar en un mundo que le dejaría en permanente contacto con el que deja, aunque, claro está, esta creencia no fuera ortodoxa. Sea como sea, «The dead and the living were inextricably linked», como comenta Binski (1996: 26), incluso a través de las oraciones que pueden hacerle salir a uno del Purgatorio, y el actor-moriens es un puente entre estos dos mundos, adoptando así una identidad liminal, de imitación de Cristo y de todos los moriens de Occidente cuando cumple su función ante un grupo de gente mirando. Como dije en el primer epígrafe, la manera en que el actor presenta su acción sobre el «estrado» muestra la forma en que se juzga y desea ser juzgado por su espectador. Hay una identidad temporal del actor en el escenario, definida por su apariencia física como signo y por el deseo del reconocimiento del Otro para existir. Se puede decir que el cuerpo y el nombre de moriens aludirán al personaje dramático que representa, y este nombre explicitado en gestos actúa como sustituto de la persona, anexa su cuerpo al lenguaje que construye el orden simbólico, estructurados del sistema de la muerte (cf. Fischer-Lichte, 1997: 291-293; 1999: 137-143). Un sistema de signos concatenados. Y todo esto, como he señalado desde el comienzo, implica la mirada, los ojos: Erasmo, en su Preparatio ad mortem, llega a recomendar que el Crucifijo se ponga sobre los ojos del hombre enfermo (Doebler, 1967: 163), y tan importante es la mirada que el demonio «procura enganar e cegar» al moriens (AM, 17v) y un ángel oculta a los ojos de éste las personas amadas, los familiares que le pueden tentar con la avaricia de amar las cosas terrenales (fig. 10). Apartados de la vista, pierden su existencia en su representación ante el moriens. El mundo final que nos deja el Ars moriendi será, pues, el mundo de la mirada y de la imitación, de la imitación en el ritual, que implica por ello la mirada. Imitar no sólo a personajes vivos, sino también a las estatuas, a las pinturas de santos, a las imágenes, a lo que no tiene vida en ese momento, aquello que Platón consideró sombras de sombras, que adquiere ahora una importancia fundamental en medio de la fragmentación que compone el sistema. Aprender a llorar y a morir como las imágenes. Todas las imágenes de Vírgenes llorando, que posan con gestos y expresiones en el arte para ser imitados con un afán ejemplar. En los cuadros, la forma en que reaccionan los san52

Paxton (1990: 18) señala que «The joining of heaven and earth at the graves of the saints was not the end but the beginning of a process of 'socializing' death and the dead in Latin Christianity».

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El arte de morir

tos nos enseña un modo de respuesta. Como dice Binski (1996: 8), «This is an art of authority, enforcing the truth, and commending us a way of reacting and seeing». Por ello los nobles y los Reyes Católicos reaccionan así frente a la muerte de su príncipe, con esos determinados gestos y expresiones verbales de dolor, salpicados por citas de autoridades, que no tendrían sentido sin nadie que atestiguase su presencia (véase Alcalá/Sanz, 1999: 346-350). Jean de Salisbury compara el mundo con un gigantesco teatro donde Dios y los seres celestiales son los espectadores: el theatrum mundi, que incluso se extiende al Más Allá (Strubel, 2003: 8, 200). En este teatro del mundo —y recopilaré lo que he venido desbrozando— los actores del Arte, usando unos signos reconocibles, pretenden representar su fiinción, ritual o ceremonia sobre la escena. La repetición de los actos que previamente han sido fijados adquiere entonces una condición mágica (en la medida en que el alma es salvada y curada) a través de un desarrollo performativo que no tiene sólo un valor sígnico o referencial sino también mimètico. El poder invocador de las retahilas en números de palabras («Jten diga tres vegadas este verso [...] Jten diga tres vegadas estas palabras», AM, 20r; cf. Álvarez Alonso, 1990, 172a [ms. «T»]; 173 [ms. «N»]; 191 [ms. «E»]; 228-230 [ed. «O»]) confiere a los símbolos y al escenario una unidad trascendente. La palabra performativa realiza la acción, la transforma en realidad.53 El rito puede denunciar entonces su ser aprendido pero imperfecto (como el ser humano que se representa), inacabado, obsesivo, con innumerables variantes. Todo se reanuda desde la mirada especular, girante sobre sí misma, el aquí y el ahora continuo de la función deshilvanada en letanía. Como dirá Vovelle (1983: 1), «en se regardant dans un miroir les hommes découvrent la mort», espejo que sostendrán los moriens sobre sí mismos o en el cortejo donde se proyectan (como vimos en el segundo epígrafe), o bien en la imagen de Cristo y en el doble que dibujan en su autotanatografía (presentada en el capítulo próximo). A lo largo de la Baja Edad Media la muerte deja de ser espejo del pecado para ser espejo donde ella misma se refleja (cf. Mitre Fernández, 1985: 8 n 15). Y la mirada del Otro ilumina los elementos necesarios para que el juego de la representación tenga lugar, reconoce los códigos; porque los que rodean al moriens saben interpretar su muerte representada y por eso luego la escriben o la publicitan (ahí están Jorge Manrique, el autor de De actibus o Alonso Ortiz, por volver a los ejemplos de siempre). De modo que la materialidad de las cosas y de las palabras o la fisicidad de los cuerpos con sus gestos son presencias que se resisten a un único significado ordinario y cotidiano, una barrera que no agota su referencia sígnica porque 53

Sobre esta noción de la palabra performativa, véase el capítulo «The Performative» en Bennet/Royle (1995: 163-169).

Capítulo 2. El teatro y la muerte

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alcanza una trascendencia, en una proyección en un tiempo y en un espacio hechos diferentes cuando se abre el «telón». Como en la teoría de Baudrillard (1981), todo se puede volver simulacro, aunque esta vez, a diferencia de lo que sucede en la cultura de cinco siglos después, los signos de los signos no se quedan sin referente, ni en una proliferación que suplanta la realidad. Hay un espectador último, Dios, que concede validez a todo lo que se representa y que da autoridad a la ley de los gestos. En una sociedad dominada por el Dios cristiano, que todo lo acecha, «el detentador abusivo del logos», «el Dios de una escena sometida al poder de la palabra y el texto» (Derrida, 1989a: 327; cf. Sanmartín Bastida, 2003a: 27), no nos debe extrañar que esta puesta en espectáculo del Arte sea un mecanismo idóneo para la expresión de la muerte. Como dice Wiles (2003: 41), «In medieval Christendom, the watcher was always being watched by an invisible God. [...] The important thing was to arrange a complete performance space in a way that reflected God's order». De todas formas, sí podemos decir, dentro de la proliferación de imitaciones de gestos o palabras (en simulacro) a la que obliga la doctrina, que es ahí, como en la sociedad actual, donde la seducción del texto comienza: «Il n'y a plus de scène [...] C'est là où commence la séduction» (Baudrillard, 1981: 236). Si «most of us we are acting, playing our lives before an audience we cannot see» y, desde un punto de vista psicoanalítico, «The gaze has become a central aspect of the psyche, and it continues to watch us even when we are completely alone» (Egginton, 2003: 19, 20), el moribundo querrá contentar las demandas del público (acompañantes, confesor) que observa su muerte, motivado y estimulado por esta mirada y la de Dios, que busca demoradamente complacer.54 Solamente así, a partir de esta ardua negociación desarrollada en la inevitable soledad del tránsito, conseguirá convertirse en moriens. Y la representación será un éxito.

54

Egginton sigue aquí las ideas pioneras de Erving Goffman (1956) sobre el sentimiento del individuo de estar jugando un papel o rol en diversos momentos de la vida social, y de ser juzgado por ello.

El arte de morir

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Capitulo p t f m e i o c o t f t o c i t r f a b t o t e p r * c i t c l a x t i c n l o a e l a mncite c e r c a tei* fc.

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El arte de morir

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Capítulo 2. El teatro y la muerte

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m vocal confefïïon vafta.fegtmfc § dio ft pincna poi ci ofalmifta.fgl coia^ó còtti/ to i butmitaöo tu Dios »on menofpKcfcw VB9.&üi}ee^ecbicl. fßnql fcqmec boia Figura 4. La inspiración contra la desesperación (AM, 8v)

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El arte de morir

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Figura 5. La tentación de la impaciencia (AM, lOr)

Capítulo 2. El teatro y la muerte

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El arte de morir

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Capítulo 2. El teatro y la muerte

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cofa alguna. 0 en otra paite ee fetipto, non te enfobeittefcas.non te al jes nin te alanés fobeiniofa i vanamente.tton atti bnyae atí el bien ni piefnmas t>e tas w Figura 8. La inspiración contra la vanagloria (AM, 15r)

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El arte de morir

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Figura 9. La tentación de la avaricia (AM, 16v)

Capítulo 2. El teatro y la muerte

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Figura 10. La inspiración contra la avaricia (AM, 18r)

El arte de morir

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Capítulo 3 SOBRE LA AUTOTANATOGRAFÍA MEDIEVAL, LA REPETICIÓN Y LA MEMORIA

Mis días huyen más raudos que la lanzadera, se esfuman, y ya no hay esperanza. Recuerda que mi vida es un soplo, que mis huesos no volverán a ver la dicha. (Job 7, 7-8) 1

La biografía desde la muerte non ha omne que faga su testamento bien, fasta que ya por ojo la muerte vee que vien. (Arcipreste de Hita, 1990:428, est. 1543cd)

Gracias al Ars moriendi, como señala Binski (1996: 39), «the character of one's death could be reasonably detached from the manner of one's life». Es decir, si uno se arrepiente en el lecho (incluso aunque no le dé tiempo a cumplir la penitencia) puede prácticamente borrar de su vida las malas hazañas y alcanzar una gracia salvadora que tiña todo de perdón (AM, 17v). El Ars moriendi subvierte así el final esperable de la historia «negativa» del pasado para conducir al pecador a la redención en presente, un modo canónico de reinventar la historia individual. Al moriens se le da una oportunidad de representar una versión de su vida, aunque sea sin espontaneidad, a través de medios

Estas palabras de Job las recrea hermosamente François Villon (1984: 63), apostillando: «Si ne crains plus que rien m'assaille, / Car à la mort tout s'assouvit» (el poeta cree que nada más le pasará, pues todo se apaga con la muerte). Por otro lado, habría que recordar que las vigilias se componían de lecciones tomadas del libro de Job (Royer de Cardinal, s.a.: 172).

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El arte de morir

tan regulados (o coercitivos) como la confesión, el testamento, la oración. De representar pero con un olvido relativo, de representar recordando para cambiar los finales destinados al pecado (para conjurar el castigo), según el horizonte de expectativas que espera el público de un cristiano. Al moriens se le hace recordar, para salvarse, cuando es inspirado por ese ayudante del ángel que le enseña una tabla con los pecados escritos, el libro de su vida, pero también para condenarse cuando los demonios incisivos le tientan con el mismo objeto (figs. 3 y 8). A través de ese papel escrito, del examen codificado de la confesión, de la redacción de los objetos que reparte desde el recuerdo testamentario, el moriens podrá elaborar su propia biografía desde el lecho definitivo, podrá ordenar los hechos de su vida con un fin salvador estableciendo lo que llamaremos «autotanatografía», la biografía desde la lente de la muerte (Tánatos), término acuñado por teóricos como Maurice Blanchot, Jacques Derrida o Louis Marin, y que voy a usar en este capítulo de manera «libre».2 El individualismo, que no significa aquí persona individualizada o distintiva (nada más lejos de la creación de la figura del pecador en el Medievo, cuando la originalidad no tiene «mérito» ni votos), sino aserción de la persona frente a lo colectivo —frente al público de la representación, por ejemplo, en esa soledad última de la muerte a la que me referí en el final del capítulo anterior—, el individualismo, digo, con su famosa morí de soi y el amor a la vida que conlleva (defendido por Ariés y Huizinga, como he ido señalando) se establece a través de esta reescritura de la vida y por la repetición. Parece que también el desdoblamiento colabora en esa ansia de fijarse a lo terreno antes de volar al Más Allá, antes de hacerse el alma un niño que se exhala por la boca, como se ve en el último grabado, deseando ser acogido por manos amables (fig. 11). En este capítulo explicaré este anhelo usando modernas interpretaciones de la psyche humana para entender mejor un fenómeno hecho escritura y oralidad, testamento, libro de la vida y confesión de memoria del moriens. «Le gothique est volontiers associé á l'idée d'une émergence du sujet, de l'individu», comenta Strubel (2003: 13), pero, sin duda, como señalé en el capítulo primero, es difícil precisar la noción de individuo, especialmente según hablamos de una época u otra. En estos terrenos intentaré proceder con cautela ya que lo que hoy entendemos por subjetividad probablemente no es lo que entendió la ciencia del siglo xix ni tampoco la cultura medieval. Hablar de subjetividad o individualidad puede ser peligrosamente anacrónico, aunque, si

En el año 2005 la revista Forum for Modern Language Studies ha publicado un número especial dedicado a la «autotanatografía» (volumen 4 1 , 4 ) , donde se discute en profundidad este término y los diversos usos y aplicaciones que han aparecido del mismo.

Capítulo 3. Sobre la autotanatografía medieval

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nos movemos en el ámbito de lo metafórico (desde donde me he aproximado a nuestro tratado), resulta útil e iluminador.3 Así pues, podré comenzar diciendo que en el momento de la muerte se animaba al pecador del Tardomedievo a realizar un ritual que englobara no sólo los últimos momentos de su vida, sino también los anteriores. Se trata de encapsular el pasado, releerlo, reformarlo, reescribirlo, desde una autotanatografía salvadora. Uno de los elementos que participan en este proceso es el testamento, memorias materializadas en «articulations of relationships pertaining between the body, speech, writing and material objects» (Hallam/Hockey, 2001: 160). Como apuntan estas investigadoras: The deathbed was an important site, [...] the domestic location in which dying people saw their family, kin and friends, settled their estates through the making of wills and attended to their spiritual condition before facing the final moment of life. [...] The dying had a duty to examine their lives, seeking God's forgiveness for sins and, while forgiving others, to make sure that their family was materially and spiritually provided for. (160-161)

El lecho se conforma como un espacio doméstico fundamental en la creación de memorias, en las que la expresión de problemas morales y materiales tendrá gran cabida. «In painting and print, deathbed scenes integrated bodily gestures, material objects and written texts into the visual image, framing them as potent memory forms» (163). Y este espacio rodeado de gestos, objetos y textos escritos, el espacio doméstico de la memoria, es el que aquí nos va a interesar y nos presenta el Arte, independientemente de que en otros momentos y en otros objetos, caso de los epitafios, se escribieran también biografías de los muertos. Ya señalamos, siguiendo a Chiffoleau (1983: 130), que los testamentos son testimonios de la gran melancolía de los siglos xiv y xv y del descubrimiento de la mort de soi, de la persona en emergencia de individuo, pero por pérdida trágica de los lazos solidarios con los ancestros. La autoridad de los paires de los medios rurales se sustituye por la democratización urbana del testamento, proceso iniciado ya desde el fin del siglo XII (es decir, incluso antes de la peste, responsable última para la mayor parte de los críticos de la transformación de la imagen de la muerte) debido al florecimiento urbano, la reivindicación de

Para una discusión del tratamiento de lo subjetivo en la literatura española de la Edad Media al Barroco (desde propuestas más teóricas que filológicas), véase Matzat/Teuber (2000). A las nociones de individualidad y subjetividad volveremos en el capitulo siguiente.

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El arte de morir

nuevos derechos y el desarrollo de una moral de la intención de la que nos ocuparemos en el capítulo siguiente. Los detalles de los testamentos de mediados del siglo xiv que estudia Chiffoleau muestran el cambio: el preámbulo se alarga y aparecen las redundancias, las figuras de estilo, el lenguaje expresando el narcisismo del moribundo: «Tout un apparat verbal, inconnu jusque-là, entoure l'invocation, la désignation du lieu de sépulture, le choix de l'héritier» (119). Se trata de fijar bien el duelo y el rito venidero cuando la continuidad entre padres e hijos, la tranquilidad de que los familiares cumplirían con el ceremonial una vez muerto el testador, no se siente asegurada (Bayard, 1999: 125). La redacción del testamento en el Medievo, que aquí no vamos a estudiar (no forma parte del Arte) y que también ha hecho correr ríos de tinta a cargo de la crítica —que no se ha puesto del todo de acuerdo sobre el grado de formulismo o de expresión personal que encierra—, implicaba reflexiones sobre los actos del pasado (muchos de los cuales se deben corregir) y ayudaba a reescribir la historia individual, a archivar las memorias.4 Una redacción apropiada del documento incidía en el destino del alma y era pasaporte y seguro de vida eterna (Sánchez Sánchez, 2004: 60; Aurell Cardona, 2002b: 80, 83), y este acto, como el del último aliento, se constituía en actividad pública, sobre todo su lectura (aunque también su escritura), que solía contar con un elevado número de espectadores. Royer de Cardinal (s.a.: 99) observa que en el testamento el hombre realiza un balance de su vida como un modo de preparación para la muerte. En muchas ocasiones el enfermo, además de disponer los herederos de sus bienes, el conjunto cuantitativo de misas y oraciones que han de decirse por él y la teatralidad de sus exequias, cuenta y escritura lo que ha sido su vida. En la categoría de la mort de soi empieza a ponerse de manifiesto la biografía del personaje, que expresa su voluntad en el testamento y toma así conciencia de su propio yo frente a los destinatarios colectivos de sus objetos materiales (Royer de Cardinal [s.a.: 91-92, 99] demuestra cómo el testamento

Los testamentos han sido los textos a los que la crítica ha dado prioridad para entender las actitudes ante la muerte en el Medievo, tal vez en detrimento de otros Corpus no menos importantes, como denuncia Martínez Gil (2002: 218). Para un panorama general de los testamentos castellanos (basado en la jerarquización social) véase Carié (1993). Los llamados, por esta última investigadora, sectores «bajos» poco podían legar, y sus testamentos son infrecuentes (92); Carié estudia principalmente los textos del estamento nobiliario, con su exposición del linaje, solar, apellido, señas, etcétera, así como sus delimitadas estructuras familiares. Por otro lado, aunque el testamento no forma parte de nuestro Arte, en la versión larga al moriens se le hace una pregunta muy «testamentaria», si quiere restituir las cosas tomadas de mala manera (se espera una respuesta afirmativa; véase Álvarez Alonso, 1990: 167a [ms. «T»]; 168 [ms. «N»]; 225 [ed. «O»]).

Capítulo 3. Sobre la autotanatografía medieval

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de Gonzalo Ruy de Stúñiga se recrea en relatar sus hazañas, y ahí está también el ejemplo de las composiciones del poeta François Villon).5 En cuanto a los otros dos medios de recuerdo y escritura de la vida que sí aparecen en nuestro Arte —aunque la confesión del Breve confessionario no tenga que ser la última, en este estudio consideraré que lo es por su ubicación junto a nuestro tratado—, podremos acercarnos desde un enfoque sociológico y psicoanalítico a la escritura de los pecados que realizan tanto el libro de la vida como la confesión. 6 Del segundo acto nos ocuparemos en el capítulo siguiente, pero habría que recordar que en esa puesta en escena el protagonista principal será un clérigo, quien, desgranando las preguntas exactas, obligará al moriens a revelar los secretos más íntimos de su biografía («la confesión, revelación de la vida», dirá María Zambrano [2004: 31]). Y el libro de la vida, que abordaré enseguida, muestra la ordenación de los hechos de la existencia del moriens desde un punto de vista selectivo, en función de una ideología cristiana que cuenta los actos dispuestos a partir del concepto dual de pecado y virtud. El hombre medieval, de esta forma, recuerda desde la cama. 7 Después, es posible, si es famoso otros le rememorarán también tras la muerte, y crearán una nueva biografía, la de las Coplas sobre Rodrigo Manrique o el De actibus sobre Cartagena (aunque aquí los hechos sirven sólo de prólogo a su muerte, que ocupa casi la mitad de la crónica [véase Lawrance, 2000: 126]: la biografía agrandando los últimos momentos). Pero la biografía que nos interesa es la que escribe el propio moriens, no la de los otros, es decir, no las semblanzas 5

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«Le lais» (Villon, 1984: 16-42) habla de la visita de la «dame Mémoire» al poeta tras el estado de semiolvido que le deja el vino (40). En «Le testament» (44-70) Villon, que confiesa: «Je plains le temps de ma jeunesse» (58), no puede evitar encontrar placer en el recuerdo. Son también poemas de legados testamentarios: «Lai ou rondeau de la mort» (134-154), «Balade et oraison» (156-168), «Ballade de la grosse Margot» (192202), «Ballade de bonne doctrine» (204-210), «Chanson» (212-220), «Épitaphe» (222228). Todos ellos incluyen largas listas de donaciones que acaban con la «Ballade finale» (234-236). Ya comentamos en el capítulo primero la legitimidad que alegaba Chiffoleau (1983: 128 n 19) para utilizar la teoría de Freud «avec précaution». Adeva Martín (2002: 299) tiene asimismo en cuenta la importancia del ámbito psicológico del Arte, aunque para justificar las posiciones doctrinales y eclesiásticas dentro del texto; el asistente del moriens conoce no sólo la doctrina cristiana sino también «la psicología del moribundo y la lucha ascética que se desarrolla en la agonía». Según Sánchez Sánchez (2004: 41 n 22), el carácter personal que el estamento eclesiástico quería dar a la muerte estaba determinado, en gran medida, por una creencia extendida de que la vida entera de cada persona pasaba ante sus ojos en el momento de la muerte. De ser cierto esto habría que pensar que no sólo la confesión, el testamento o el libro de vida hacen recordar al moriens y construir su autotanatografía sino también un proceso natural en el que hoy en día mucha gente todavía confía.

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que caracterizan generaciones en series comparativas, de Pérez de Guzmán o Fernando de Pulgar, con sus sujetos descritos como mezcla de vicios y virtudes (cf. Lawrance, 2000: 126-127), ni las memorias del vivo cuando todavía no se convierte en moriens, como es el caso de Leonor López de Córdoba (siglo xv) o Pedro Abelardo (siglo xn), por mucho que estos testimonios escritos afirmen «enérgicamente la autonomía de la persona, dueña de sus propios recuerdos, como lo es de su propio peculio» (Ariés/Duby, 2001: 531).8 Muchas veces estas autotanatograflas tienen que ver con recuentos cuantitativos, como en toda confesión (ahí está Chaucer [2004: 484], pidiendo la suma de todos los hechos), y también con restituciones, con deudas (la moral judeocristiana), con cosas dejadas a medio hacer, que parecen resolverse en los discursos últimos y no sólo desde el testamento. El principe don Juan, en el Tratado del fallesgimiento de Alonso Ortiz, recuerda solemnemente las faltas que condensan su vida, y pide su reparación, pues, como vimos en el capítulo anterior, los morien(te)s tienen dificultades para llevar a cabo ésta hablando y razonando. ¡Oh padre mío, dulzor de mi vida!, ante que desta vida parta, tres cosas recomiendo a tu fe real; y la primera es, que, como en la mocedad enbevespido y con sperancja de más bivir di mi corazón más a las cosas falles?ederas desta vida que a las perpetuas y etemales, por lo qual provey poco a mi ánima, pero agora, que la muerte me previene, no puedo, como querría, ordenarla y descargarla par su salud, ca me desfalles9e el vigor del corazón turbado, por lo qual yo te la recomiendo, tú mirarás, si algund cargo de cosas tengo que se deban restituyr, o devo alguna cosa a los servidores míos o a otros qualesquier; hágase, por Dios, a todos con digna satisfa9ión. (Alcalá/Sanz, 1999: 347)

Y después don Juan solicita ayuda para redimir sus culpas, a través de oraciones y obras pías, sacrificios y limosnas (se arrepiente uno siempre de lo que no ha sido, en este caso de la no-generosidad con los suyos: 346), de modo que también los otros ayuden a la salvación, continuando el gran teatro del mundo. Como en la muerte de Cartagena, el cronista no recoge cita ni apariencia del demonio, aunque sí lo alude don Juan en su testamento, cuando pide a San Miguel «que dé camino saludable a mi anima despues que destas mis pecadoAdemás de la de Pedro Abelardo, hay otras autobiografías latinas en el Medievo, aunque no tan conocidas, como es el caso del Líber visionum y el Líber de tentationibus suis de Otloh de Saint-Emmeram o el De vita sua de Guibert de Nogent (véase sobre estos textos, en el contexto del nacimiento de una conciencia individualizada, Schmitt, 2001: 250). En cuanto a lo escrito en lengua romance, sobre las crónicas particulares y biografías que proyecta la nobleza cuatrocentista como método de justificación y análisis «nobiliario» del pasado, véase Gómez Redondo (2002: 2333-2470).

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ras carnes saliere, para que sin ympedimento del enemigo pueda yr al deseado lugar» (187, acentuación de la edición; véase cap. 1, n 29). Y alude después verbalmente al deseo que siente por su esposa en el lecho de muerte, que le hace experimentar escrúpulos que el confesor le quita (recordándole que él y su mujer se han hecho uno en el matrimonio: 347), a diferencia de lo que sucede en el Arte, en el que se desaconsejan esos apegos terrenales (pero, una vez más, a cada uno se le pide según su situación; recordemos que a los clérigos se les advierte especialmente de la tentación de la vanagloria [AM, 14r] y a los «seglares e carnales» de la avaricia [AM, 16v]). Para Ariés (1977), que, como Chiffoleau, sitúa el siglo x» en el inicio de un nuevo sentimiento de individualidad que tiene su culminación con la muerte macabra (140), a partir de esa centuria aparece la idea de que uno posee una biografía propia, y puede actuar sobre ella, no hay un destino fijado (ni siquiera el de ser pobre: lll). 9 La muerte se considera entonces el momento de las cuentas, cuando se hace el balance de la vida. La primera manifestación simbólica de la relación entre la idea de la muerte y la conciencia de uno mismo fue la iconografía del Juicio, en la que la vida era pesada y evaluada, primero después de la muerte y luego durante el proceso agonizante. Como mencioné en el capítulo primero, el desarrollo de este momento último muestra el amor apasionado que posee el hombre por la vida, así como la desilusión que en el fondo late en estas conciencias individuales, un sentimiento de fracaso que surge en las mentalidades del siglo xn y que se convierte en obsesión en el mundo ávido de riquezas y honores de los siglos xiv y xv, cuando los hombres se enfrentan a la pérdida de los bienes que produce la muerte (las imágenes macabras traducen un poco ese sentimiento de impotencia, de fracaso, de fragilidad de las ambiciones; Ariés, 1975: 110; 1977: 131-133).10 La muerte no es sólo la conclusión del ser, sino la separación del «tener», el dejar la casa, el criado, el caballo del grabado de la quinta tentación (fig. 9). «A la fin du Moyen Age la conscience de soi et de sa biographie s'est confondue avec l'amour de la vie» (Ariés, 1977: 139), de modo que ya no nos encontramos sólo ante el de contemptu mundi del siglo xiii, sino también ante el mundo considerado «bueno», el de Manrique (2000: 218, v. 61). 9

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«La mort macabre prend son sens véritable quand on la situe à la dernière étape d'une relation entre la mort et l'individualité, mouvement lent qui commence au xn e siècle et qui parvient à un sommet jamais plus atteint ensuite» (Ariès, 1977: 140). Ariès muestTa cómo, tras dos siglos de individualismo, se pasa de la condensación de una vida en la muerte, en forma de libro de cuentas, a un amor desesperado hacia aquélla representado en la muerte física y descompuesta, pero quizá más que hablar de cambios habría que referirse a sentimientos mezclados: como bien muestra Ariès, el libro de la vida no desaparece.

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La autotanatografía se compone entonces no sólo de hechos (descritos principalmente en el libro de la vida) sino también de cosas (listadas en los testamentos). Adelina Rucquoi (1988) señala que la muerte es a fines del xv no tanto el acto social de años atrás (pero no deja de haberlo ni de intensificarse) sino el trance ante el cual se actúa según los sentimientos y las creencias íntimas, y que por ello está teñido de miedo a la pérdida de posesiones tanto como a la del alma." Ciertamente, los testamentos que se conservan expresan ese gran apego a la vida (Royer de Cardinal, s.a.: 100), aunque también reflejen la mente persuadida por el contraste entre el frágil mundo corporal y un incorruptible mundo espiritual (Aurell Cardona, 2002b: 91). Un contraste que se aprecia en el espejo de la muerte, el speculum mortis, donde cada hombre descubre el secreto de su individualidad desde fines del Medievo (Aries, 1977: 45), y en ese doble macabro del que hablaremos al final de este capítulo. De todos modos, dentro de este «temeroso» relatar del moriens, al que alude Rucquoi, puede ser engañoso rastrear huellas de sinceridad cuando el proceso se encuentra tan regulado. En medio de la dependencia que se crea entre la religión y el pecador, se le inventa la historia, aunque el pecador participe y sea el actuante de esa reinvención escriturada. La biografía última será para muchos una forma de destacarse en la muerte, la última oportunidad de construir la historia propia, a pesar de que ésta se escriba en un momento en que uno está separado de la manera cotidiana de vivir, aislado, más observado que nunca, como vimos en el capítulo anterior.12 A través de la confesión, de la repetición performativa y constructora de palabras y gestos, y del libro de la vida, en esa interacción de ámbitos (orales y escritos) entre los que circula el moriens, su figura se irá recreando —sin dejar la imagen y semejanza del modelo exigidas por la representación— en sus propios avatares, lamentando la llegada de las pérdidas próximas. Y es que hasta el último grabado el moriens no disfrutará de su ganancia.

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Esta investigadora y Rafael Sánchez Sesa (2000) hacen hincapié en el sentimiento de miedo que muestran los nobles durante el siglo xv, miedo a la condenación y a la falta de control sobre la suerte de los bienes materiales, muy patente en los testamentos, que fijan a veces incluso las horas en que deben celebrarse los oficios post-mortem. El miedo a la condenación será alimentado, según Ariés (1975: 109), por las órdenes mendicantes, que se servirán para ello de las imágenes macabras, que habían surgido, más que por temor a la muerte o al Más Allá, por amor a la vida. La biografía del moriens le permite convertirse en hacedor de su vida hecha muerte y destacarse a través de ésta (véase cap. 2, n 37). No obstante, no todos los héroes mueren distinguiéndose de manera aristocrática. La muerte de Tirant lo Blanc ha sorprendido siempre a los críticos por su ausencia de ethos heroico (para una explicación de este aspecto, véase Lawrance, 1999).

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El libro de la vida y la oralidad del Arte Pero para que esa muerte fuera una buena muerte, sería preciso escanear y copiar junto con la memoria del individuo sus pecados, y darles un nombre exacto en la base de datos. Es decir, junto a las imágenes del recuerdo, las palabras y su trascendencia. (Lázaro, 1999: 17) He tenido que mirar cara a cara mi pasado. (Wilde, 1994: 188)

Zumthor (1975: 23) ha sabido describir bellamente l a dualité culturelle de ce que nous nommons le Moyen Age, jusqu'au XIII e siècle, et partiellement encore jusque vers la fin du xv e . Opposition d'une culture de l'écrit, du livre et de la lettre, dont le fondement résida dans la perpétuation d'habitudes latines, réassumées par une intelligence sans cesse en éveil et soucieuse de n'être pas dupe; et d'une culture de l'oralité, de la voix, des concaténations fugitives de mots, et des sons. Des interférences se produisirent de l'une à l'autre.

La escritura suele aportar autoridad, y la oralidad es útil para la difusión del mensaje y para la vigilancia (mediante la confesión) de la verdad. La oralidad, que en ámbitos doctrinales puede ser peligrosa, como vimos en el capítulo primero, no tiene, desde luego, el prestigio de lo escrito, y es que quizás, como dice Goody (1997: 15) refiriéndose a la escritura del lenguaje científico, los discursos escritos «are further removed from 'the action'. It is that very distance that makes the writtten word 'good to think' in a spécial way». Los discursos escritos no poseen la inmediatez sospechosa de los orales, que son los que pueden producir los desdoblamientos, la espontaneidad resbaladiza del contra-argumento. Goody redundará en este sentido negativo de la palabra hablada recordando la distinción entre lo frivolo oral (en España antes del siglo xiii las obras vernáculas de recreación se transmiten casi exclusivamente de esta forma) y lo serio culto: «writing was for more weighty matters» (185). En este sentido, hay que mencionar el motivo de la «escriptura perdurable» (véase Morrás 2002: 179), la escritura como forma de hacer longeva o válida una vida, de fijar lo que permanece digno de retenerse en la memoria (como los mandamientos que debe aprender el pecador: AM, 23v). No obstante, habría que afirmar asimismo que la oposición oral/escrito puede no ser siempre excluyente pues «in all forms of writing from the Middle Ages until at least the later thirteen century, orality and writing interpenetrate

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and influence one another in active and vital ways, sometimes cooperatively, sometimes conflictively» (Doane, 1991: xiii). Para Walter Ong (1982: 169170), «Without textualism, orality cannot even be identified; without orality, textualism is rather opaque and playing with it can be a form of occultism, elaborate obfuscation». Este crítico muestra cómo el discurso oral está más bien orientado al performance, y, de hecho, cada parlamento supuestamente vocal del ángel o del demonio en nuestro Arte (cada tentación e inspiración) viene introducido, como en tantos textos de retórica escolástica que presentan diálogos hablados, por un «dize». Se trata de establecer, desde la escritura, una oralidad implícita en el tratado, subrayada por el estilo directo tan propio de la predicación, que combinaba la voz del narrador con la de sus personajes. Como en el teatro medieval, se usan «direct speech and indirect speech in combination, their conjoined use of both characters speaking in their own voices and an author's or narrator's voice describing the action, past or present» (Peters, 2000: 167). Un texto como el Ars moriendi (o los sermones), al igual que el drama, «reported as much as it represented», y sus características performativas parecen remitirnos a metáforas repetidas de «performing books» o de «textuality through performance» (109). Ya señalé, en el anterior epígrafe, que en la segunda tentación del Arte los demonios que rodean al moribundo le enseñan el libro de su vida, con los actos escritos, para llevarle a la desesperación (fig. 3); y, en la cuarta, este texto escrito es mostrado de nuevo, esta vez por unos ángeles, para que no caiga en la vanagloria (fig. 8). Los grabados que ilustran estos momentos nos permiten imaginar un tipo de «autobiografía» escrita (de manera metafórica, no hablamos del testamento) por los recuerdos del pecador. Independientemente de que en el Medievo no existiera el género autobiográfico tal como lo conocemos hoy en día, se podría decir que la memoria del moriens, sea oral o escrita, se textualiza (y ordena) durante la ceremonia de confrontación con la muerte y con eco de proceso judicial: se juzga el pasado con consecuencias para el futuro pues, como señala el Arcipreste de Talavera (1998: 139) cuando describe el juicio del alma (muerto el cuerpo), los testigos del ángel malo serán las obras malas e malos fechos que mientra bivio obró e cometió; el proceso del ánima será la vida e el tiempo como lo gastó; notario será el mundo do lo cometió; la sentencia o será ingente adañación, o eterna salvación, do toda apellaron pesará.

Durante la agonía, la palabra escrita no sólo se da en el testamento sino también en ese libro de la vida (asimismo códice, rollo o tabla) que adelantan los seres sobrenaturales al pecador en los grabados del Arte durante su monólogo constante. No se ha estudiado este aspecto escritural (aunque sí el merca-

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do editorial del Ars moriendi, bajo el pionero interés de Chartier [1976]), pero quizás se podría lanzar la idea de que esta imagen textualizada y clasifícatoria de la vida se impulsa con el inicio de la imprenta, que otorga una fiabilidad añadida a la palabra escrita, una palabra que, impresa, al crear el espacio gráfico legitima aún más (aunque de distinta forma) la visualidad, marginalizando otros sentidos (cf. Peters, 2000: 155). Si hablamos de un asunto tan importante como la salvación del alma, mejor establecer lo que perdura, mejor escribirlo e imprimirlo, no sólo desde el afuera del texto (estudiado por Chartier) sino incluso dentro del texto en sí, en ese libro de la vida, toda vez que las palabras orales se destruyen tras el instante de la representación (toda función es siempre efímera y sólo presente). Esta escritura contrasta con el examen vocal que realiza el clérigo en toda confesión in articulo mortis, y con el poder mágico de las palabras pronunciadas que se rezan y permiten a uno, en su repetición, alcanzar la gracia. 13 Y es que la oralidad no está condenada ni en el Arte ni en la doctrina siempre y cuando se acompañe de un uso ortodoxo de citas escritas de autoridades —el problema del demonio es que las emplea a su conveniencia. El predicador de nuestro tratado, en ese insertar de lo escrito en lo oral (el libro mostrado en la tentación hablada por el demonio), y viceversa (el verbo «dize» en el tratado para ser leído más que escuchado), traduce a estructuras textuales las características de una cultura, en este caso de la cultura de la «diglosia», del discurso oral conviviendo con el prestigio de lo escrito. Cuando aún no existen las estrategias narrativas de nuestra literatura contemporánea, con su riqueza estética de juegos polifónicos, y si la cultura performativa es la que define la sociedad del siglo xv —en tanto no predomina la lectura silenciosa y mucha escritura nace al servicio de la oralidad, para ser dirigida por la voz; en tanto, con la llegada de la imprenta, «Performance has to reconceive its relation to the text» (Peters, 2000: 1)—, no nos debe extrañar encontrar estas formas híbridas de expresarse. El libro de la vida en el Arte es, pues, palabra escrita presentada desde el discurso oral impreso a su vez en un soporte externo. Una palabra escrita que muestran hablando al unísono ángel y demonio y que, sobre todo, permite al moriens recordar. Ariés (1977: 106) señalará que: Lázaro considera las oraciones del «rito de paso» como «la carta de garantía que había que presentar ante la muerte con el aval firme de toda la comunidad», y señala que desde el siglo xvii, cuando el descrédito y la inflación del lenguaje acaban conduciendo a la certeza de que toda palabra es mera convención, esa oración «dio en ser tan sólo la repetición de una fórmula fijada por los siglos, más o menos profiláctica» (1999: 15). Para el poder mágico de las palabras, en sentido negativo, véase el ejemplo de la maldición de Elicia en La Celestina (Haywood, 2001: 83-88).

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Il existe une relation entre cette conception judiciaire du monde et l'idée nouvelle de la vie comme biographie. Chaque moment de la vie sera, un jour, pesé dans une audience solennelle, en présence de toutes les puissances du ciel et de l'enfer.

Si el Arcángel San Miguel conoce los hechos de la vida que debe evaluar es porque han sido registrados en un libro por otro ángel «contable». De hecho, el símbolo del libro es antiguo en la Escritura: se encuentra en la visión de Daniel 10, 21 («el libro de la verdad») y en Apocalipsis 5, 1 («un libro escrito por dentro y por fuera, sellado con siete sellos»), «Ce livre est le rouleau que le Christ de Jouarre tient à la main, devant les élus qui l'acclament. Il contenait leurs noms et était ouvert à la fin des temps», dirá Ariès (1977: 106); pero en la época temprana de la abadía de Jouarre el modelo es otro libro de vidas, las de los santos. Asimismo, el libro de Daniel o del Apocalipsis, en la fachada de la abadía de Conques, es sostenido abierto por un ángel y es designado por la inscripción «signatus liber vitae», pues en él se encuentran los habitantes de la tierra viventium, del Paraíso, ésos que, como en el Apocalipsis (7, 3), son sellados como servidores de Dios.14 El sentido de liber vitae cambia en el siglo xm. El libro deja de ser el censo de la Iglesia universal y se convierte en el registro donde son escritos todos los actos de los hombres. Y esa palabra registradora será el signo de una mentalidad nueva, pues las acciones individuales ya no se pierden en el espacio ilimitado de la trascendencia, ni en el destino colectivo de la especie, ni la vida se reduce ya a un soplo o energía. Ahora la existencia se compone de pensamientos, palabras, acciones, una suma de hechos que se puede detallar y resumir en un libro (Ariés, 1977: 106-107). El libro se hace entonces la historia de un hombre, su biografía tanto como un libro de cuentas; un libro de cuentas con dos columnas, de un lado el mal y del otro el bien, que pervive hasta el siglo xvm. El nuevo espíritu contable del hombre de negocios que comienza a descubrir su propio mundo se aplica al contenido de una vida como a la mercancía o a la moneda, las estructuras económicas y sociales marcando la doctrina y la espiritualidad. Es este libro el que en la iconografía del Arte aparece solemne sobre el lecho del moriens, mostrado para ser consultado por Dios o por el demonio, quien se ocupará especialmente de la contabilidad al final del Medievo, como señalé ya en el primer capítulo. Así lo vemos en la pintura medieval de la Condenación (Doom) de la Iglesia de St. Edmundsbury & Ipswich, en Wenhaston, Suffolk (de hacia 1480), donde un diablo negro grande con un rostro en su abdomen trata de que el peso

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Este sentido del líber vitae, a pesar del cambio al que se refiere seguidamente Ariés, aún continúa, por ejemplo, en el Vencimiento del mundo: «seyendo olvidados [los pecados], fue vuestro nonbre escrito en el libro de la vida» (Del Piero/Gericke, 1964: 5).

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de la balanza del alma vaya hacia abajo junto con, entre otras cosas, un rollo de papel que detalla los pecados cometidos y que recuerda el que blanden sobre el moriens los demonios del Ars moriendi.'5 Lo mismo nos muestra uno de los sermones de San Vicente Ferrer. El predicador refiere cómo uno de los demonios acusa a un alma diciéndole al Señor «tales e tales peccados» que ésta ha cometido, y Jesucristo responde: «Veamos el libro si ay algunos méritos escriptos en él». E catarán el libro e non fallarán en él mérito alguno. [...] Dirá la ánima en aquel tienpo: «Angustias e tribulaciones me percan de cada parte e non ssé qué excoja». Mas la persona que está en buena vida non fallarán peccado alguno escripto en el su libro. (Cátedra, 1994: 331)

De todos modos, hay que decir que este libro de la vida, con su desgranar condensado de hechos registrados, tenía unos precedentes paganos. Foucault (1999d: 304) nos recuerda que no es sólo medieval la idea del libro de la memoria, y que el registrar de los hechos puede darse en forma de carta; una misiva de Marco Aurelio a Frontón muestra que: la jornada termina, justo antes del sueño, con una especie de lectura del día transcurrido; se despliega entonces mentalmente el rollo donde están inscritas las actividades del día, y este libro imaginario de la memoria se reproduce al día siguiente en la carta dirigida a quien es a la vez tanto el maestro como el amigo. La carta a Frontón transcribe, en cierto modo, el examen efectuado la víspera por la noche por la lectura del libro mental de la conciencia, (cf. Foucault, 1999e: 454-455)

Asimismo Séneca, en algunos textos, lleva a cabo un recuento de sus actos, un examen de cuerpo y alma minucioso, que «es el relato de la relación consigo mismo» (Foucault, 1999e: 301). Es decir, la escritura exhaustiva de los actos no es una dimensión exclusiva del cristianismo sino que se daba ya en la época clásica. Ese juego del yo no surge sólo del modelo agustiniano de la confesión, ni de la preocupación por anotar o registrar el día a día del buen administrador, ni de la consignación de los hechos memorables que suceden en torno suyo, sino que tiene raíces más antiguas (cf. Ariés/Duby, 2001: 558). Lo que pasa es que en el Ars moriendi el texto parece escrito por otros (el demonio o el ángel que lo sostienen), aunque, comprendido el tratado como representación alegórica de los conflictos internos del moriens, puede ser también 15

Véase esta pintura en el sitio web http://www.paintedchurch.org/wenhast.htm. Por otro lado, a este sentido del líber vitae alude el cántico Dies ¡rae, compuesto en el siglo XIII e incluido íntegramente en el Oficio de Difuntos a partir del siglo xv (tuvo gran popularidad en la Castilla en esta centuria; véase Sánchez Sánchez, 2004: 48).

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interpretado como una producción del recuerdo de éste. Y entonces sería un constituyente de la autotanatografia, pues no es el texto «diario» de los clásicos al que se refiere Foucault, sino la biografía última desde el lecho. El recuerdo minucioso desde una posición liminal, la transcripción de la vida realizada desde diferentes opciones, desde la tentación de la desesperación o desde la inspiración contra la vanagloria, mostrando el relativismo que mencioné en el capítulo primero con respecto a la interpretación de las Escrituras: unos mismos hechos, que son palabras escritas, se pueden utilizar en un sentido u otro, para salvarle a uno del orgullo o para desesperarle, todo depende de la intención del emisor y del receptor (que a lo mejor son el mismo moriens, desdoblado en su conciencia agónica). Pero la diferencia entre la era clásica y el Medievo también radica en que en la escritura de la vida de la primera época se escriben principalmente los hechos, mientras que en la segunda se fijarán pensamientos tanto como acciones (de hecho, el ángel y el demonio en sus diálogos sordos muestran plásticamente los pensamientos del enfermo). Para Foucault (1999e: 455), «En esto difiere la práctica de los períodos helenístico e imperial de la práctica monástica más tardía. También en Séneca lo que se transcriben [s/c] son exclusivamente actos y no pensamientos. Ahora bien, nos encontramos aquí ante una prefiguración de la confesión cristiana». Las intenciones de estos registros conducen todas, no obstante, hacia el camino recorrido, hacia la relación de uno consigo mismo y con su pasado, leído en clave de superación y perfeccionamiento, como veremos en el capítulo cuarto. Por otro lado, podemos relacionar esta escritura con la imagen de la «memoria» en el Medievo. Durante este periodo, la memoria era imaginada ya como una tabla de cera sobre la cual se inscribe el material, ya como un inventario o almacén (Hallam/Hockey, 2001: 29; véase Mortara Garavelli, 1988: 322-323). Los objetos materiales que median entre vivos y muertos conforman así los procesos de la memoria (Hallam/Hockey, 2001: 179); y las imágenes de ésta transmiten nociones de reunión y ordenación de impresiones y materiales, y son principalmente espaciales —la importancia del sentido de la vista se enfatizaba para asegurar el recuerdo, de ahí la propiedad mnemotécnica de los grabados. El libro de la vida podría ser de este modo interpretado como una visión de la memoria del moriens, con esa mezcla de lo visual y lo escrito («the textual and the visual were never entirely separate, rather, they were mutually interacting»: Hallam/Hockey, 2001: 32), siempre selectiva y dirigida por un principio de ordenación, principio al que volveremos en el epígrafe siguiente, cuando introduzcamos el archivo de Derrida. De esta forma, Elizabeth Hallam y Jenny Hockey (2001: 155) resaltan la importancia del crecimiento diacrónico de la escritura y la lectura para la orga-

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nización y la comunicación de las memorias. Por eso antes he deslizado la idea de que la versión textualizada de la vida del moriens puede ser impulsada por el inicio de la imprenta, en un momento en que los libros empiezan a circular con mayor facilidad. Quizás habría que prestar más atención a las intersecciones entre la escritura, la cultura material y la memoria. Podríamos preguntarnos incluso si las tablas o libros que enseñan ángeles y demonios contienen palabras impresas o si se trata de manuscritos. Pero, sea como fuere el imaginado libro, lo importante es que la imprenta trajo consigo una mayor apreciación de la letra escrita (para algunos críticos, la imprenta implicaba conocimiento objetivo frente al subjetivo mundo de la memoria oral: véase Hallam/Hockey, 2001: 159-160). Frente a esta escritura de la memoria, podemos, por contraste, observar el funcionamiento de la oralidad en nuestro tratado. Ciertamente el verbo «dize» establece el marco de las relaciones dialécticas entre personajes, el predicador introduciendo a los otros, como si los subordinara, y apelando con un «nota» al lector o moriens. Pero este «decir» inserta además diferentes «lecturas» de los discursos orales dependiendo de su sujeto. La oralidad del demonio, precisamente porque nada tiene que ver con la «femenina» misógina (las mujeres representadas por el Arcipreste de Talavera) o con el registro popular, es por eso peligrosa y quiere «decir» más, porque usa las armas retóricas del Bien para llevar a cabo sus malas obras. El yo del moriens debe entonces estar alerta cuando aparece el «dize» del demonio, y cuidar de no activarse a través de ese tú que le estimula, ese tú en este caso heterodoxo, pero tan propio de la predicación amonestadora. Un tú que establece una relación personal e íntima por medio del pseudodiálogo, uniendo en coloquio al demonio, al predicador, al moriens y al lector (la presencia del pronombre sujeto y objeto tú ofrece la sensación de que el emisor habla familiar y directamente con su receptor, y le ata a él). El sermón 12 leonés (ya aludido) muestra el poder performativo de la palabra oral a la que convoca. Y resulta especialmente interesante por el hecho de que el predicador es el ventrílocuo del finado, reproduciendo sus palabras ante la audiencia de manera directa y presente, performativa: «E por tanto este finado, veyendo el dolor de la muerte, dize a cada uno de nosotros [...]: '¡O, vos, gentes mortales [...]!'» (Cátedra, 2002a: 179); «E el día de oy dize este finado a todos los que lo venimos a honrrar» (180); «E, por tanto, este finado llama e da bozes a los amadores deste mundo e dízeles aquello que es escripto [sigue frase en latín]; que quiere decir: '¡O, vos, ombres e mugieres [...]'» (183). Este último ejemplo es especialmente revelador de la mezcla de oralidad y escritura propia de la época, cuando se traduce la frase en latín (mundo de lo escrito, de la autoridad, de lo previamente dicho y por tanto sancionado, no espontáneo) del muerto, e incluso se glosa.

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Al final, lo escrito y lo oral entran en un juego horizontal (se disuelven las jerarquías) durante los últimos momentos en que se reedifica el pasado, un pasado que se reformula en obstáculo del presente (los pecados, el deseo de volver). Sucede, como dice Lázaro (1999: 13), que en el Medievo la muerte «no era sólo algo sobre [lo] que pensar, sino ante todo una forma muy precisa de hablar y escribir; eran palabras», algo sujeto, en este sentido, a figuras retóricas dependientes del rito.16 Lo escrito y lo oral sirven entonces para la salvación y la condenación, y se mezclan en sistemas de construcción y destrucción de tentaciones que ocupan un espacio central en la obra, casi en tensión (el demonio usando ambos medios, oralidad y escritura, para la consecución del Mal). La condición escritural del texto es subrayada en el proceso de la puesta en escena por medio de elementos como el libro de la vida, que subrayan lo definitivo y lo fijado, al tiempo que es atravesada por líneas fónicas y plásticas que hacen visible al moriens lo que está escrito, y también lo ponen en peligro (la palabrería del demonio). La condición escritural del Arte se plasma no sólo, pues, en la exterioridad del texto sino dentro del mismo, conformando la autotanatografía; la oralidad, por su parte, se hace exterioridad del lenguaje interior del moriens (el ángel y el demonio hablando), método de salvación (la repetición de oraciones) y sistema de vigilancia (con el Breve confessionario). Conquista de interiores y exteriores realizada, por tanto, a través de las dos líneas —oralidad y escritura— sobre las que se establece la representación. Se saca así afuera el conflicto de la muerte, mediante la exteriorización y el desdoblamiento (volveremos a ello), que revelan el interior. No obstante, la oralidad será siempre anterior a la escritura: «tu has oydo predicar» (AM, 7v), dirá el diablo, para después contraponer la palabra escrita —que aquí se pretende manipulada. Oralidad anterior y salvadora. La repetición obsesiva de oraciones permite descubrir la irreductible pero redentora materialidad de las palabras, la redención añadida a la pronunciación, al ritmo, a la monotonía de lo siempre mismo, de las palabras vocales.17 Ritmo y repetición hechos categorías salvadoras, nunca recursos formales. Pero del mundo de la repetición hablaremos seguidamente. 16

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No creo, como señala Royer de Cardinal (s.a.: 119-120) siguiendo a Vovelle, que la multiplicación de oraciones y letanías transmita una ausencia de la palabra, sino que ésta viene siempre subrayada. Lo que pasa es que es una palabra codificada, regulada; Royer de Cardinal no aprecia que la palabra del moribundo que echa en falta (su preocupación por la vida del Más Allá o la inquietud por las cosas terrenales) se expresa a través del diálogo de los seres sobrenaturales que le rodean. De nuevo se pueden establecer semejanzas entre estos planteamientos de la repetición ritual y material de la palabra y los de la escena contemporánea; véase Cornago Bernal (2003: 182-196).

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El ritual de la repetición 'Imitez, tout ira bien. Répétez et copiez.' (Michelet, 1966: 53) La méditation sur la mort et la vie met en lumière leur interrelation. (Chené-Williams, 1979: 179)

El Ars moriendi fuerza al moribundo a repetir acciones y palabras: rechazos del demonio, oraciones, respuestas de la confesión, miradas al Crucifijo, sostenimiento de velas. El mismo predicador utiliza en su lenguaje un estilo «repetitivo», con estructuras cíclicas y abundancia de sinónimos que lo emparentan con otros textos de esta época. Este universo de la repetición puede ser leído, como he señalado en el capítulo primero, como un acto compulsivo dentro de una estructura alegórica que intenta calmar al moriens, pero también como parte de la representación performativa a la que me he referido en el capítulo anterior y a la que me seguiré refiriendo, y del impulso de muerte y ansia de archivización que expondré en este epígrafe. Freud (2003) y Derrida (1997) han estudiado desde diferentes puntos de vista el fenómeno de la repetición-compulsión que en nuestro Arte sirve al moriens para re-historizar y re-hacer su vida: en la interpretación de Derrida, para mantener el archivo funcionando. En general, todos los historiadores coinciden en que durante la Baja Edad Media la piedad religiosa tenía un sesgo «cuantitativo» y clasificatorio —sesgo o voluntad que se inicia en el siglo xn (Zumthor, 1994: 33) y se extiende a la medicina o a la astronomía, como muestra el Repertorio de los tiempos de Andrés de Li. La piedad cuantitativa, que plasma muy bien el sermón quinto de San Vicente Ferrer (quien en su división de la ciencia divinal dedica dos extensas partes a medir el pecado y la «vida» mediante la aritmética y la geometría: Cátedra, 1994: 316-320), se materializa en la noción de que la repetición de una acción (por ejemplo, una oración) asegura su validez. El ritual de la repetición se enmarca así en lo que se ha descrito como obsesión de la tardía Edad Media por la «cantidad». La economía de la indulgencia y del Purgatorio está basada en este aspecto: cuánto más se purgue en la Tierra, menos pecados habrá que pagar luego, e indulgencias y oraciones acortan numéricamente los años de castigo. Como dice Michèle Populer (1996: 526), hay una pluralidad de técnicas para conseguir la salvación, y la «obsession comptable de la fin du Moyen Age» se ve especialmente en prácticas formales como la acumulación de indulgencias. Influye aquí una intención ascética de encerrar la meditación en un círculo de cuentas «en lugar de dejarla vagabundear, y tal vez perderse» (Ariés/Duby, 2001: 635). En este sentido, Binski

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(1996: 125) subraya que el cristianismo, aunque basado en la noción ideológica de la salvación, es fundamentalmente una religión de repeticiones cíclicas y de recolección. Dentro de un año dividido en ciclos habrá otros ciclos interiorizados de devoción privada: las horas litúrgicas, con su repetición de oraciones para ganar la intercesión divina. Pero la repetición en el Bajomedievo se da en la religión de forma tan obsesiva que podría entenderse como un posible rasgo de neurosis motivada por la inhabilidad, al más profundo nivel, de asimilar la experiencia a la que se enfrenta (126): en nuestro caso, la muerte. Lázaro (1999: 13), desde su conciencia moderna, se referirá a «la frialdad de la gramática» del Arte: «La repetición de estas fórmulas debía proporcionar más alivio al clérigo y a los familiares que al moribundo, pero esto no tiene nada de particular, puesto que los que se defienden de la muerte son los vivos». No obstante, el moriens, aunque en la frontera liminal, todavía es personaje vivo en esa comunidad que fácilmente se toca con la del Más Allá, y él también, como he querido mostrar, se defiende de la muerte. Por otro lado, es cierto que estas repeticiones se dirigían al espectador: como ya he señalado en el capítulo anterior, en todo ritual son las acciones repetidas las que dan coherencia a lo observado por el que mira, las que inauguran el teatro de la memoria (la biografía del otro), que responde a lo (re)imaginado. Burke (2000: 30) señala cómo en la narrativa medieval los caracteres, mediante un proceso ritual performativo, internalizan paradigmas que perciben por los sentidos, y así evolucionan. Se trata de un ritual de formación o de renovación de la identidad. Es decir, un «single performance» no es suficiente para establecer el «self», para ser uno mismo; la repetición es necesaria. Una repetición que crea la pauta por la que se moldea el carácter, en el juego de una identidad que tiene «la forma de la repetición y de lo mismo» (Foucault, 1999c: 32; cursivas del texto). Para Judith Butler, al ser en-sociedad el hablar le precede y le hace ser. El poder de la performatividad radica especialmente, según esta investigadora, en la reiteración forzada, si bien no determinista, de un conjunto de normas (Butler, 1993: 94; cf. Egginton, 2003: 17). El enfermo se convierte en moriens repitiendo, desde la escena, el modelo que le precede, pero necesita de la repetición. El moriens conoce las oraciones y los pensamientos que debe pronunciar porque hay un modelo delante de él, y este patrón performativo es el que lo delimita y le condiciona. I would suggest that performativity cannot be understood outside of a process of iterability, a regularized and constrained repetition of norms. And this repetition is not performed by a subject; this repetition is what enables a subject and constitutes the temporal condition for the subject. This iterability implies that «performance» is not a singular «act» or event, but a ritualized production, a ritual reiterated under

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and through constraint, under and through the force of prohibition and taboo, with the threat o f ostracism and even death controlling and compelling the shape of the production, but not, I will insist, determining it fully in advance. (Butler, 1993: 95; cursiva del texto)

El moriens va así construyendo su propia «subjetividad» (por llamar de alguna manera a ese sentimiento de reconocimiento propio) a través de esa repetición que lo constriñe y lo hace ser, y que podría entenderse como la reiteración de una «cita»; es decir, se acomoda a un modelo previo pronunciando las palabras codificadas para representar ese modelo, lo que permite que el performance tenga éxito.18 Si el guión performativo del moriens es productivo se debe, según Butler, a que «that action echoes prior actions, and accumulates the force of authority through the repetition or citation of prior, authoritative set of practices» (1993: 227). La historicidad de la fuerza de autoridad que subyace al acto performativo es, pues, fundamental para el entendimiento de éste, de modo que la historia del discurso del moriens condiciona sus usos actuales. A la persona que muere no le pertenecen las palabras porque son eco de otras, forman parte de un discurso anterior: el moribundo hace suyos en la representación los vocablos previamente fijados para él (que no son los del demonio, tal vez los únicos espontáneos), en una repetición que da esencia al personaje, lo precede, con palabras aprendidas de «una retórica, una normativa» (Lázaro, 1999: 12). Esta corporalización compulsiva de un conjunto de normas es el performance del moriens, con su proceso repetido que lo enajena, le permite constituirse a través de preexistentes palabras. This not owning of one's words is there from the start, however, since speaking is always in some ways the speaking of a stranger through and as oneself, the melancholic reiteration o f a language that one never chose, that one does not find as an instrument to be used, but that one is, as it were, used by, expropriated in, as the instable and continuing condition of the «one» and the «we», the ambivalent condition o f the power that binds. (Butler, 1993: 242)

El habla del actor modela la esencia de una lengua porque demuestra su capacidad de citación. Una enunciación performativa es una cita en tanto las

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Butler se basa aquí en la teoría de Derrida sobre la citacionalidad. Derrida señala en este texto que «Todo signo lingüístico o no lingüístico [...] puede ser citado, puesto entre comillas [...]. Esta citacionalidad, esta duplicación o duplicidad, esta iterabilidad de la marca no es un accidente o una anomalía, es eso (normal/anormal) sin lo cual una marca no podría siquiera tener un funcionamiento llamado 'normal'» (1989b: 361-362; cursiva del texto). Para una crítica de este trabajo de Derrida, véase Egginton (2003: 18).

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palabras están en un contexto de citación, es decir, se pueden identificar con un patrón de enunciación: el lenguaje depende entonces de usos previos. D e ahí que el poder (o capacidad de éxito) de la performatividad de un constructo social se vea reforzada por su citacionalidad (Egginton, 2003: 17; cf. Derrida, 1989a: 367-368). 1 9 Egginton (2003: 16) señala que: it is from this repetition of a history of performances that performativity derives its power to shape and fix bodies and selves. Each time the body in question repeats its performance, it simultaneously reiterates and reinscribes the norms dictating that performance. Marvin Carlson (2003: 1), que trata también la actuación performativa y vuelve a anudarla a la teatralidad, advierte la extraña cualidad del teatro de experimentar la repetición, del performance como «restored behavior», comportamiento que se vuelve a realizar de nuevo. 20 Y relaciona esta propiedad con los lazos, proíundos y complejos, que unen al teatro con la memoria cultural. El teatro ofrece a la sociedad «tangible records» de sus operaciones, de la memoria cultural que, como la de cada individuo, está sujeta a modificaciones y ajustes. En esto se basa el «Retelling of stories already told» (3). Although recent writings on intertextuality have called our attention to the fact that all literary texts are involved in the process of recycling and memory, weaving together elements of preexisting [...] texts, the dramatic text seems particularly selfconscious of this process, particularly haunted by its predecessors. Drama, more than any other literary form, seems to be associated in all cultures with the retelling again and again of stories that bear a particular religious, social, or political significance for their public. There clearly seems to be something in the nature of dramatic presentation that makes it a particularly attractive repository for the storage and mechanism for the continued recirculation of cultural memory. [...] All theatre, I will argue, is a cultural activity deeply involved with memory and haunted by repetition. (8, 11)

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Derrida (1989b: 367-368), en quien se basa esta vision de Egginton, propugna así la importancia de la citación para el éxito del performance: «la cita [...] ¿no es la modificación determinada de una citacionalidad general —de una iterabilidad general, más bien— sin la cual no habría siquiera un performativo 'exitoso'? [...] Un enunciado performativo ¿podría ser un éxito si su formulación no repitiera un enunciado 'codificado' o iterable, [...] si por tanto no fuera identificable de alguna manera como 'cita'?». En el comienzo de su teoría sobre el teatro y la memoria, parece Carlson olvidarse un poco del papel del actor (véase Carlson, 2003: 7), pero precisamente al moriens volveremos en el último epígrafe.

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El teatro ha estado siempre obsesionado, aunque de diferentes maneras según las situaciones culturales, con cosas que vuelven, que aparecen de nuevo en cada representación (15). En el momento circular de la ñrnción del moriens los espectadores encontrarán circunstancias que ya han encontrado antes (que anuncia el Arte), re-presentar como poner en escena lo que sucede siempre, en una cultura de gestos y palabras que no permite la improvisación. Gilíes Deleuze (1995) propone lo que podríamos considerar como un resumen de estas visiones de la repetición, y la libera del lado determinista que a pesar de todo parece subyacer en el discurso de Butler. Este pensador, bajo el auspicio de Nietzsche y Kierkegaard y de la nueva consideración de la teatralidad como paradigma del pensamiento y de la vida, sugiere vincular la repetición a una prueba salvadora y selectiva, cuyo propósito no es sacar «algo nuevo», sino actuar, convertir la repetición en una tarea de la libertad, transformarla «en el objeto mismo de la voluntad» (59). Sin duda la repetición es ya lo que encadena; pero si uno muere a causa de la repetición, ella también lo salva y lo cura [...] se da en la repetición el doble juego místico de la perdición y la salvación, todo el juego teatral de la vida y la muerte, todo el juego positivo de la enfermedad y la salud [...]. (59)

La esencia y la interioridad del movimiento del teatro es la repetición, no la oposición ni la mediación. El teatro intenta producir un movimiento más allá de toda representación porque no quiere una «interposición» sino conmover directamente el espíritu (65). Y el movimiento del teatro es importante porque es el que mira el director de escena, es decir, «el del alma» (66). Cuando, al contrario, decimos que el movimiento es la repetición y que éste es nuestro verdadero teatro, no hablamos del esfuerzo del actor que «repite» en la medida en que la obra todavía no es sabida. Pensamos en el espacio escénico, en el vacío de este espacio, en la manera como es llenado, determinado, por signos y máscaras, a través de los cuales el actor desempeña un papel que a su vez desempeña otros papeles [...]. En el teatro de la repetición [...] sentimos un lenguaje que habla antes que las palabras, gestos que se elaboran antes que los cuerpos organizados, máscaras antes que los rostros, espectros y fantasmas antes que los personajes —todo el aparato de la repetición como «terrible poder». (69)

Es el lenguaje del muerto, del moriens, del imitador del modelo impuesto, desdoblado en ángeles, demonios y demás compañía ultraterrena —pero con la posibilidad de re-inventarse a través de la memoria. No obstante, esta repetición cíclica en la muerte puede ser comprendida no sólo desde la esencia teatral del Arte, ni desde la estructura alegórica que lo caracteriza, ni únicamente desde la performatividad que convierte en presente

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el drama del lecho último. De nuevo podríamos acercarnos a ella, y comprender su ritual, desde una mirada al psicoanálisis. Para Freud (2003: 88-89), en el curso de los procesos anímicos es fundamental el principio del placer, aunque éste es sustituido por el principio de la realidad (menos impulsivo y más racional) bajo el instinto de conservación del yo. El principio del placer induce a la repetición, que, según Freud, se puede constituir en una forma de controlar un suceso que produce angustia, disipando el miedo, como muestra la reiteración de acciones de los niños pequeños, que dominan así sucesos desagradables o expresan su enfado por la separación de la madre, por la falta de seguridad en la que quedan.21 El niño, con la repetición, perfecciona su maestría, domina la impresión violenta que en un momento le posee, y construye desde el principio una psicología económicamente orientada a lograr el placer (94-96, 115). Como ya expliqué en el capítulo primero, en el Ars moriendi el displacer, el caos y la angustia que produce la muerte se pueden controlar mediante el dominio de la repetición (el ritual de decir tantas oraciones, reencarnar tal y cual gesto, imitar figuras como las de los santos o Cristo...), que quizás sugiera ese abandono de Dios (la madre) del que ya se quejó Jesucristo (San Mateo 27, 46; San Marcos 15, 13). Pero, al mismo tiempo, Freud intuye que esta obsesión de la repetición puede ser más primitiva, elemental e instintiva que el principio del placer y que, en forma de impulso involuntario, sirve a una neurosis de transferencia: lo que está reprimido se repite como un suceso actual (performativo, diríamos aquí) en lugar de ser recordado como un elemento del pasado (2003: 97-98, 101-102). La repetición-compulsión revela así la energía de lo reprimido (en busca de una satisfacción imposible) y, como sucede con todo lo orgánico, su meta se va a relacionar con un principio de muerte (118, 122).22

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Cuando un niño arroja reiteradamente un objeto, convirtiendo «en juego el suceso desagradable», su impulso «podría atribuirse a un instinto de dominio, que se hace independiente de que el recuerdo fuera o no penoso en sí» (Freud, 2003: 94-95). Pero además puede interpretarse como una forma de satisfacer un impulso reprimido y vengativo contra la madre por haberse separado de él. «De este modo llegamos a la convicción de que también bajo el dominio del principio del placer existen medios y caminos suficientes para convertir en objeto del recuerdo y de la elaboración psíquica lo desagradable en sí» (96). Freud introduce una vinculación entre el instinto sexual y una tendencia a la extinción o a la recuperación de un estado originario no animado, y sugiere que a través de la repetición el principio del placer puede hallarse al servicio del instinto de muerte (2003: 142143), como en una espiral autodestructora.

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¿También el enfermo del Arte repite su biografía en la confesión y en el libro de la vida mediante un presente performativo de la palabra y la imagen? ¿Está desplazando así un miedo último y reprimido a la muerte? ¿Se trata de un intento de dominio de lo desconocido a través de una rehistorización compulsiva de su pasado? Quizás, y a todo ello volveremos en la lectura de lo «siniestro», pero éstas son sólo posibles maneras de entender su obsesión repetidora. Podríamos considerar también este recuerdo animista del pasado como un instinto de reconstrucción de un estado anterior (nueva sugerencia de Freud [2003: 116]), que revelaría un deseo de afincarse en la vida terrenal, que tanto se ama y fue buena, según hemos visto durante este estudio. Indudablemente la repetición, por esa posibilidad de reencuentro con la identidad (con el propio pasado), constituye una fuente de placer (el niño que quiere que le lean una historia dos veces: 115). Al moriens se le obliga a ser modelo de otros moriens, sí, pero también de sí mismo, y por ello, como veremos, se fija en el espejo reviviendo su pasado, en una situación de desdoblamiento que podríamos poner en paralelo con esa famosa oposición de Freud de los instintos: los del yo o de muerte y los instintos sexuales o de vida —hay instintos que quieren llevar la vida hacia la muerte, y otros, los sexuales, que aspiran a la renovación de la vida y la imponen siempre de nuevo (120-121, 123). Esta oposición, aunque insuficiente para Freud (123), revela la importancia de la obsesión de repetición, como he insinuado, pues por un lado ésta busca la consecución de la libido (el dominio de lo desagradable), situándose como un intento de asidero a la vida (reconstrucción de un estado anterior) y, por otro, converge con la muerte por medio de la autodestrucción y la transferencia de lo reprimido, desde su origen más elemental y primitivo que el instinto del placer, aun cuando éste se sirva de la repetición en su economía libidinal. De modo que, una vez fijados los ambiguos lazos de la repetición con los instintos de vida y de muerte (sólo apuntes, meras sugerencias que nos permite un tratado sugestivo), quisiera que nos enfrentáramos a un texto fundamental de Derrida (1997), La fiebre del archivo, que parte de otra lectura de Freud. Como señala Morris (2003: 298), «Freudian or post-Freudian psychoanalytic thinking requires that one copes with notions of death drive and repetition compulsión». Ciertamente, entender la noción de archivo en Derrida es difícil en cuanto que este pensador no da a los lectores una respuesta a la pregunta de su definición, pues su interés radica en las maneras de «establecer» (en su sentido performativo, no de resultados) archivos. Pero por lo que más nos puede interesar esta noción es por su idea de «archivan) recuerdos y memorias (en definitiva, textos) en un proceso similar al que pone en marcha el Arte y porque, considerado éste como archivo derrideano, permite ofrecer una nueva explicación —o lectura— de la repetición-compulsión que lo constituye.

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Lo que, de alguna manera, busca cazar el archivo es el instinto de muerte, su impulso indisociable (Derrida, 1997: 19; Morris, 2003: 302). Y éste es el que conduce a la escritura autotanatográfica, que está presente, lo hemos visto, en el Arte. La fiebre de la muerte es lo que mantiene el archivo en movimiento, la muerte está codificada en el archivo. Derrida retoma la idea de Freud de conectar el impulso de muerte con la repetición-compulsión. La muerte se encuentra en el principio de una vida que no puede defenderse contra la muerte más que por la economía de la muerte, y para esta defensa emplea la repetición. El gasto o la presencia amenazadores (en el Arte, el impulso, el miedo a la muerte) son diferidos con la ayuda de la repetición, que no obstante los mantiene en circulación (Derrida, 1989a: 278-279). El impulso de muerte del que habló Freud se aplica a la destrucción del archivo, pero de manera ambivalente: lo destruye y lo produce (yo diría que lo hace ser, la muerte provoca la construcción del archivo). El archivo es creado mediante la repetición porque está compuesto de textos y, para Derrida, los textos y la escritura se prestan siempre a más comentarios, a más repeticiones; como Morris observa: «there is no getting rid of writing. [...] Commentaries are interminable» (2003: 300). El poder de la repetición (las oraciones nunca se dicen una sola vez) es el que hace posible el lenguaje (Derrida, 1989a: 293) y el que conduce durante la muerte a la autotanatografía. La vida se protege a sí misma mediante la repetición, la huella, la «diferancia» (280; una citación no es nunca la misma), y, como dije cuando citaba a Freud, lo hace agarrándose a la reconstrucción del estado anterior, aunque no pueda ser igual, dentro de ese comentario interminable (la confesión rehaciendo los pecados) que es un método «inconsciente» de aferrarse a la vida. La repetición-compulsión permanece así indisociable del instinto de muerte y de la transformación del pasado en presente. «To act through repetition compulsión, one re-peats, re-historicizes, re-makes, forgets», dirá Morris (2003: 302) partiendo de Derrida. Y es que en su pulsión de destrucción el archivo introduce también olvido (la selección) pues «trabaja siempre y a priori contra sí mismo» (Derrida, 1997: 20). Pero lo que en el Arte se trata principalmente de olvidar será ese miedo o pecado reprimido, que vuelve como fantasma y se oculta en el re-hacer de la vida a través de repeticiones y palabras performativas que la evocan, que la exteriorizan, incluso, repito, que la enajenan. Volviendo a Derrida (1997: 19), «No hay archivo sin un lugar de consignación, sin una técnica de repetición y una cierta exterioridad. Ningún archivo sin afuera» (cursiva del texto). De este modo, si no hay archivo sin consignación en algún lugar exterior que asegure la posibilidad de la memorización, de la repetición, de la reproducción o de la re-impresión,

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entonces, acordémonos también de que la repetición misma, la lógica de la repetición, e incluso la compulsión a la repetición, sigue siendo, según Freud, indisociable de la pulsión de muerte. Por tanto, de la destrucción. (19; cursiva del texto)

La autotanatografia del Arte reescribe, actualiza, hace externo el archivo de la memoria, aunque algunos moriens se distraigan con más investigación archivistica que otros y llenen los márgenes con notas especulativas (desde la propuesta exhaustiva de los manuales de confesión, desde los escrúpulos y el miedo a la condenación; cf. Morris, 2003: 300). A partir de un «yo» que está «aquí» y «ahora» (desde la mort de soi), el archivo emerge, y su función es la consignación, reunir un texto con una firma (propuesta que nos puede recordar la individualidad del pecador secular, a la que volveremos; cf. 300-301). El archivo derrideano, que comienza por una pérdida o carencia, con una pulsión de destrucción, como la del niño de Freud que arroja los objetos —el abandono—, esconde secretos, omisiones, disociaciones, transferencias (297, 301). El secreto reprimido (al que también, vimos, se refirió Freud) quiere romper, salir, y mediante la repetición lo hace, por medio de la confesión, de la tabla de la vida que saca lo oculto afuera. Pero tendrá asimismo unos guardianes (los documentos del archivo expresan una ley, por lo que hace falta un guardián de la tradición hermenéutica [Derrida, 1997: 10]), como el arcángel San Miguel que sostiene el libro de los elegidos, y todas las cuentas de los pecados. Para Freud interpretar los sueños es descifrar, y el archivo derrideano está inscrito en lenguaje de trazos inconscientes, cifrado, fantasmal, el de una escritura secreta en la que cada signo es traducido a otro signo (cf. Derrida, 1989a: 285; Morris, 2003: 301) —de nuevo podríamos retomar aquí la tradición alegórica del Arte. El Ars moriendi plasma así la política del archivo: el archivo reprimido (¿el miedo? ¿el pecado?) vuelve y se materializa en la confesión, en el testamento, en el libro de la vida, en los actos del pasado que se hacen presentes al pronunciarse. Una archivización que tiene que ver con algo devenible que no se entiende (la experiencia incomprehensible de la muerte) más que con la historización de una vida, un trabajo archivístico que no puede separarse de las emociones y, sobre todo, elaborado dentro de un sistema (Morris, 2003: 303-304): la estructura del pasado arquitectónica, las dos columnas escritas del libro de la vida. Derrida (1989a: 98) ya había señalado que Dios vive a través de la escritura —lo que fija y tiene autoridad. Y en la escritura, porque hay un trabajo de archivo que se interpreta a sí mismo (todos los textos son interminables comentarios), se encuentra siempre la repetición. La repetición-compulsión se nos muestra, pues, como un modo de establecer una defensa ante la muerte. Y esta repetición se justifica tanto desde la teoría de la teatralidad y la performatividad como desde el psicoanálisis y, vemos,

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conduce al moriens a una suerte de biografía última en la que despliega ese saber sobre la muerte enseñado por nuestro tratado. Volviendo a Deleuze (1995: 79-80): El problema práctico general consiste en que este saber no sabido debe ser representado, bañando toda la escena, impregnando todos los elementos de la obra, comprendiendo en sí todos los poderes de la naturaleza y del espíritu; pero al mismo tiempo el protagonista no puede representárselo, debe al contrario transformarlo en actos, desempeñarlo, repetirlo. Hasta el momento extremo en que Aristóteles lo llamaba «reconocimiento», en el que la repetición y la representación se mezclan, se enfrentan, sin confundir sin embargo sus niveles, cada uno reflejándose en el otro, alimentándose del otro, el saber está reconocido como el mismo en tanto que está representado sobre la escena y repetido por el actor. El moriens representa su tránsito (no está vivo, pero tampoco del todo muerto) a través de la repetición, «reconociéndose» a sí mismo mientras desempeña los actos aprendidos y mientras recrea el archivo del pasado, exteriorizando tal vez lo reprimido. Aplicando unas palabras de Maurice Blanchot referidas al arte, podríamos decir que el moriens huye de lo irremisible comenzando de nuevo la función de la vida. El recomienzo, la repetición, la fatalidad del retorno, todo aquello a que aluden las experiencias donde el sentimiento de extrañeza se una al ya visto, donde lo irremisible toma la forma de una repetición sin fin, donde, lo mismo, está dado en el vértigo del desdoblamiento, donde no podemos conocer sin reconocer, todo esto alude a ese error inicial que puede expresarse bajo esta forma: no es primero el comienzo sino el recomienzo, y el ser es precisamente la imposibilidad de ser por primera vez. (Blanchot, 1992: 232; cursivas mías) El moriens se desdobla en la repetición y se prolonga en un trance del que no puede escapar. Recomenzando su vida («Recomienza, y escribe la verdad», que dirá Foucault [1998a: 77]), repitiendo el conocer con el reconocer (ahí están el demonio y el ángel esperándole, está todo escrito en el Arte), busca el «dominio» de la muerte. No obstante, en la performatividad de los rituales reiterados el reconocimiento se puede convertir en extrañamiento. Y entramos en la diabolización de la muerte, en su modelo y su doble.

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La aparición del doble: el modelo del moriens y el demonio E assi esta tu fe non es cosa de alguna verdad. (AM, 4r-4v) Debiéramos tal vez reescribir despacio nuestras vidas [...] Debiéramos dejar falsos testigos, perfiles maquillados, huellas rotas. (Valente, 2000: 176) Los espejos reflejan a una niña que se va y a una anciana que blancamente llega. (Uceda, 2002: 193)

Florence Bayard (1999: 152-156) subraya la importancia del demonio en el Arte cuando habla de la «diabolisation de la mort».23 Y ciertamente este ser ultraterreno tiene una presencia constante durante el proceso de la agonía del moriens y realiza «le grand assaut [...] á l'heure de l'agonie» (Delumeau, 1983: 362). El demonio, como hemos visto en el capítulo primero, se manifiesta especialmente a través del pensamiento oral, más que por medio de la escritura, aunque también use las Escrituras en función de sus intereses. De hecho, el demonio utiliza procedimientos dialógicos, escolásticos, en sus argumentaciones, basándose incluso en la palabra escrita de la autoridad («Ca escripto es. que enlas penas se deue fazer mas benigna e piadosa interpretación»: AM, lOv). La antítesis entre la oralidad y la escritura se plasma en el demonio: la palabra efímera oral, performativa, se opone a lo constante, fijo, inmóvil de la escritura, garante de un orden. Pero al tiempo pone de manifiesto esa fusión complementaria de la que hablé en el segundo epígrafe: el demonio usa ambas armas dialécticas para tentar la muerte del moriens, para desesperarle. Comparte así el diablo el mismo espacio y tiempo verbal y textual que el ángel, y este hecho (este dejarle hablar en silencio), junto a que su opinión tenga que ser tan fervientemente rebatida por su oponente, presupone que debemos concederle al menos cierta relevancia, que es la que le otorga el predicador. Además, el lector puede realmente poner en entredicho la supuesta fal-

En general, el diablo tiene una presencia intensa en la Edad Media. Jacques Le GofT y Nicolás Truong (2003: 89) hablarán también de la diabolización de los sueños, que explican como hábil respuesta a la cultura pagana de la interpretación de los sueños.

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sedad del demonio debido a que su razonamiento se basa en la lógica y defiende con razones plausibles sus tentaciones (por ejemplo, nadie ha vuelto después de la muerte, ¿por qué creer en lo que dice la doctrina sobre el Más Allá?: AM, 4r). En la versión larga del Arte de la edición «O», la tentación contra la fe es convincente y plástica: tras mostrar a los moribundos los pecados que han cometido y por los que merecen condenación, el diablo, por que parezca aconsolarlos, dizeles que no teman cosa alguna de todas estas, e que no curen si no de passar con gozo sus dias. Ca despues de la muerte no hay Dios ni otra vida, mas la muerte de los hombres es tal como la de las bestias. Ca bien assi como ellas cadaldia nascen e mueren, assi los hombres. E el bien que en este mundo houieron e los deleytes e plazeres, aquello solamente les queda. (Álvarez Alonso, 1990: 214)

Y estas palabras las dice el diablo con ese hablar en voz baja o al oído que parece siempre poner en práctica (véase la fig. 1, donde un demonio habla al oído del moriens y otro muestra intimidad con él recostándose en su cama).24 La duda se personifica en Satanás, quien no sólo se descubre en el terreno de la imaginación y la sensualidad, sino también en el de la lógica, acoplándose al signo de los tiempos.25 El diablo palpita cuando uno se interroga por cuestiones racionales (vimos en el capítulo primero el ejemplo de la pregunta sobre la «sagrada forma»), y la Iglesia, mediante atribuciones heterodoxas, evita fomentar mayores planteamientos, desde la única esfera —la de la doctrina— en la que es menos culpable el pecador que realiza la pregunta o formula una duda (pertenece a Otro; véase cap. 1, n 7). Al diablo se le contesta con la voluntad de Dios escrita (expresada y leída por predicadores y ángeles), y con él no se debe disputar, nos dice San Vicente Ferrer: «Guarda, non te metas a dispu-

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A la oreja parece hablar siempre el diablo al pecador en la iconografía medieval, y por eso el ángel advierte al moriens de que no le preste su oído (AM, 17v). Véase Cátedra (1994: 280) para un ejemplo de los malos susurros del diablo, que con su poder obstaculiza la confesión. Fernández de Minaya (1964c: 273) abunda también en la vocación secretista del diablo, que «suele callada e secretamente con las ánimas fablar, faziéndoles pensar algund mal e deleitarse en el pensamiento» (cursivas mías). Por otro lado, frente a la muerte «como la de las bestias» que defiende el demonio, Alonso Núñez de Toledo achaca la «muerte ynfernal» a vivir como las «bestias» (véase Del Piero/Gericke, 1964: 8 [Vencimiento del mundo]). Si en el siglo xv cobra especial importancia la tentación de la avaricia (de ahí ese amor a lo terrenal que se achaca al hombre de esta centuria), en el xvi aparecen tentaciones relacionadas con el nuevo nacionalismo español, en la obra de Alejo Venegas Agonía del tránsito de la muerte (véase Marc Zuili [2003: 330-331], que ha editado esta obra en 2001).

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tar con él; si non, vençido eres. [...] Mas ssi te metes a disputar, [...] cata que eres vençido» (Cátedra, 1994: 309). Pues el diablo «court-circuite l'intermédiaire ecclésiastique» (Le Goff/Truong, 2003: 89) y, al ser un buen experto en dialéctica, puede engañar y convencer, manejando una supuesta voluntad de Dios.26 Como dijo Jules Michelet (1966: 156) en su estudio de la figura de la bruja: «La plus grande joie du Diable, ce grand logicien, c'est de pousser au docteur [...] des arguments embarrassants, d'insidieuses questions». Por otro lado, frente a la unidad del ángel (la unidad como valor positivo, la unidad de Dios; el ángel que es, en palabras de Zambrano [2004: 90], la imagen «de la unidad perfecta, de la perfecta transparencia»), el demonio se caracteriza visualmente por una funesta diversidad, por lo múltiple y disperso (el desorden se plasma hasta en las partes del cuerpo híbrido, zoomórfícas algunas y con esos rostros retratados en las nalgas: fígs. 7 y 11 ; o en el vientre: figs. 3, 6, 7, 9 y ll]). 27 Es como si de alguna manera el demonio representara lo que ni con la vista ni con el oído se pudiera aceptar sino a través de él; lo que fuera de su boca no puede ser oficialmente admitido, ni dicho ni escrito, la canalización de la heterodoxia, el lado mal-pensado del hombre, su parte zoomórfica, animal, sus instintos al tiempo que su razón prohibida, su dispersión a la que se deja hablar enmarcada en la estructura del texto, que le permite un hueco donde expresarse. Es como si el demonio fuese otra forma de lo reprimido —lo que oculta el archivo—, que emerge por medio de una transferencia hacia el Otro.

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San Vicente Ferrer pone de ejemplo cómo el demonio convence a un pecador de que no haga ayunos ni penitencias, y a Eva de que coma de la manzana, mediante un sagaz uso del poder de la persuasión, alegando la voluntad y los mandatos de Dios para conseguir sus fines (Cátedra, 1994: 309). Delumeau (1983: 227) muestra otro ejemplo procedente del Traité des diverses tentations de l'Ennemi de Jean Gerson, sobre las tentaciones del diablo que se disfrazan de buenas intenciones: «Une autre fois, l'Ennemi envoie de bonnes pensées à une personne: ce n'est pas pour le bien mais pour l'empêcher de prier, par exemple à la messe». Como dije en el capítulo primero, esto muestra la versatilidad y el poder ambiguo de las Escrituras y lo sagrado. Sobre el aspecto físico del demonio, sus piiosidades y sus cuernos, frecuentemente representados en el teatro, véase cap. 2, n 38; también Massip (1999: 252-257) describe estos aspectos de los diablos en la escena teatral. Sobre la corporalidad híbrida y monstruosa, una buena introducción se puede encontrar en Le GofF/Troung (2003: 163165) y Zumthor (1994: 248-269), y un interesante desarrollo en Bynum (1997) y Cohén (1999: 119-141). Bayard (1999: 91) se refiere a la aparición de diablos femeninos (sobre la feminización del diablo, véase Caciola, 2003: 27) y a lo grotesco demoníaco, que relaciona con la risa conjuradora de la angustia (Bayard, 1999: 220 n 2). Por último, la multiplicidad del diablo se extiende hasta el vocabulario, pues es bastante más nombrado este ser que el ángel (90).

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En este sentido, el demonio podría ser el doble «maldito» del moriens, la mente desdoblada del moriens en su lado funesto, en su necesidad del desahogo y de la duda, aunque corregida por el ángel. De hecho, en la Edad Media el demonio y el hombre aparecían muchas veces mezclados, con imágenes en las artes plásticas de demonios expulsando personas por el ano o de individuos vomitando diablos por la boca (véase Caciola, 2003). Para Jean-Claude Schmitt (2001), el demonio representará la máscara por excelencia; y su doblez está reproducida en esos rostros del vientre y de las nalgas, manifestando todos el mismo gesto: el espejo de su cara proyectándose en la otra de más abajo (esto se observa claramente en la fig. 11). Más que el lado de la ficción (frente a la verdad) de la máscara, nos interesa de ésta el que suponga la reproducción, la repetición del pensamiento oculto del moriens. Al moriens la palabra no le pertenece del todo no sólo porque repite un modelo, sino también por este proceso de enajenación de sus malos pensamientos que realiza la Iglesia a través del demonio, a quien se le atribuye lo no aceptado, negándole al moriens la discrepancia, el vicio gratuito. El demonio se transforma así en otra suerte de subjetividad exteriorizada, una muestra del conflicto interno del moribundo. A la vez paradigma de la sinceridad del moriens, pero también, desde otro punto de vista, el modelo de la máscara, de lo que está escondido porque se debe ocultar, de la huida de la luz (la heterodoxia no puede ser iluminada, aunque esté presente). Derrida (1989a: 250), interpretando a Artaud, dirá que el «Dios-Demiurgo no crea, no es la vida, es el sujeto de las obras y de las maniobras, el ladrón, el engañador, el falsario, el pseudónimo, el usurpador, lo contrario del artista creador, el ser-artesano, el ser del artificio: Satán». Yo soy Dios y Dios es Satán, y como Satán es criatura de Dios, dirá Derrida, Dios es mi criatura, mi doble. Derrida, desde otro punto de partida, llega así a la misma conclusión del demonio como doble, del demonio que, en su ámbito de lo oral, de lo contrario, se erige frente a Dios, que vive a través de la escritura; del demonio que no crea, sino que maniobra con lo creado para conseguir sus objetivos ursurpadores. En la escritura del moriens, en la escritura de su vida, se procura que no entre demasiado ese otro «yo» al que se debe controlar, del que se elude hablar demasiado directamente en los testamentos. Podemos preguntarnos: ¿sin duda el moriens estaba muy ocupado disponiendo el futuro de sus bienes materiales como para disertar sobre su conflicto espiritual? (Cartagena, lo hemos visto, no lo nombra, aunque sí don Juan o Fernando de Valencia); ¿es que el testador debe expresar arrepentimiento de los pecados y, al asumirlos, no puede proyectar la culpa en el diablo? O es que —tal vez— el ámbito del demonio será el de la palabra oral y «otra», una palabra que no debe manejar el moriens y a la que sólo otorgará voz el ventrílocuo predicador, alguien de quien nunca se

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sospecha (tantas veces San Vicente Ferrer asume o imposta la voz del demonio). Lo heterodoxo, únicamente así, podría ser aceptado, a partir de una estructura ortodoxa, que lo encajone. Podemos entender el papel del demonio, asimismo, dentro de lo que se ha dado en llamar por la crítica psicoanalítica como uncanny o unheimlich, lo inquietante, que se relaciona con el ritual de repetición que hemos explorado en el epígrafe anterior. Ligado a la psicología de la ansiedad propia de la cultura macabra, aparece este rasgo en la imaginería del siglo xv, anudado al concepto de lo doble. Según Binski (1996: 138): «By means of doubling or repetition, the familiar is rendered unfamiliar in a daemonic experience of estrangement»; es decir, se trata de la repetición y su efecto desdoblador, demoníaco. En uno de sus textos, Freud (1979) relaciona lo siniestro con el tema del «otro» y el doble (23). La aparición de figuras idénticas y la repetición involuntaria tiene como resultado un efecto inquietante, que Freud vincula de nuevo a la angustia infantil. El factor de repetición de lo semejante {...], en ciertas condiciones y en combinación con determinadas circunstancias, despierta sin duda la sensación de lo siniestro, que por otra parte nos recuerda la sensación de inermidad de muchos estados oníricos. (25)

Si «la actividad psíquica inconsciente está dominada por un automatismo o impulso de repetición (repetición compulsiva), inherente, con toda probabilidad, a la esencia misma de los instintos, provisto de poderío suficiente para sobreponerse al principio del placer», este impulso «confiere a ciertas manifestaciones de la vida psíquica un carácter demoníaco» (26; cf. Freud, 2003: 115). Para Freud, lo siniestro se liga con tendencias narcisistas (recordemos a Chiffoleau, hablando de la disposición última del moriens) y con una creencia animista en que determinadas fuerzas mágicas pertenecen a personas extrañas y objetos. 28 Ya que lo siniestro se da entre los umbrales, es decir, cuando se desvanecen los límites entre fantasía y realidad (1979: 30), ¿no podríamos relacionar el cortejo demoníaco que rodea e inquieta al enfermo en el Ars moriendi con ese mundo angustioso al que se refiere Freud? Hemos visto que el

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«El análisis de estos diversos casos de lo siniestro nos ha llevado a una vieja concepción del mundo, al animismo, caracterizado por la pululación de espíritus humanos en el mundo, por la sobreestimación narcisista de los propios procesos psíquicos, por la omnipotencia del pensamiento y por la técnica de la magia que en ella se basa, por la atribución de fuerzas mágicas, minuciosamente graduadas a personas extrañas y a objetos» (Freud, 1979: 27).

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demonio puede tomarse como una suerte de doble del moriens. Para Freud, todo ser humano pasa por la fase correspondiente al animismo de los primitivos y las huellas del proceso se manifiestan cuando algo nos parece siniestro. ¿Estaban más en contacto los hombres medievales con los primitivos al enfrentarse a un suceso como el de la muerte? Otra definición de «lo siniestro» que establece Freud nos lleva también a la agonía del hombre del xv, al identificar este rasgo como una forma de angustia, lo angustioso, y, de nuevo, con algo reprimido que retorna. El inconsciente se resiste a asimilar la idea de mortalidad y la represión hace que lo primitivo vuelva como algo siniestro (véase Freud, 1979: 28-29). La muerte podría funcionar entonces como el catalizador no sólo del recuerdo (performatividad del pasado hecho actual en biografía escrita, archivo), sino también de lo prohibido (del pensamiento prohibido), que se presentaría como algo siniestro, quizás en forma demoníaca, repitiendo lo expedientado, lo heterodoxo. Es decir, que el doble del moriens como demonio vendría una vez más producido por la repetición en su ritual, por la mente que se exterioriza y se hace teatro mental de la palabra y la imagen, por la enajenación del pensamiento peligroso que se convierte en oral y presente, por un angustioso, reprimido o primitivo miedo de la mortalidad. Pero no sólo el moriens se desdobla en el demonio, desde este punto de vista, sino también establece un modelo o doble de sí mismo, anterior (aquél al que imita) y posterior (mirándose en el espejo que muestra el fin de su estado liminal, la calavera, quizá macabra, o su alma de niño en manos de ángeles o diablos). Dentro del modelo «anterior», intentará mimetizar el patrón esculpido en los santos y en la figura de Cristo, pero más asequible será la adopción del modelo de pecador, un pecador para el que no está disponible la parafernalia milagrosa e inalcanzable de los santos. Ya se ha señalado que el siglo xv, con una desarrollada cultura de la culpa, es la centuria en la que emerge con fuerza la biografía individual del pecador y, como veremos en el capítulo siguiente, a esto contribuye el énfasis otorgado a la importancia de la confesión. Este modelo de pecador se construye durante la biografía (autotanatografía) de su testamento, libro de la vida proyectado y confesión; modelo que, como diría Butler, precede y hace ser al moriens, anudándole a la religión en un círculo interminable. En cuanto al modelo «posterior» (en el tiempo), según Binski (1996: 138) en la Baja Edad Media los muertos se convierten en un nuevo tipo de marginales intocables. El doble siniestro de esta cultura se manifiesta en esos espíritus de los muertos que se deslizaban alrededor de los vivos hasta que conseguían que se dijeran misas por ellos —la idea de los muertos como «temporarily homeless» (139). En términos psicoanalíticos, la muerte, como el

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amor, es ligada a la repetición y a lo siniestro de la doble imagen que repite (pero no refleja) su modelo. Como diría Morin (1994: 14), «el momento de la muerte es el de la duplicación imaginaria». Duplicación que se presenta aquí como calavera de un hombre a quien ésta mira y enseña lo que va a ser, desde los Libros de Horas o desde la Danza de la Muerte. Blanchot (1992: 246-247) expresa muy bien esta imagen y semejanza de la calavera con su doble vivo, como si el esqueleto fuera más auténtico que aquél que fue y se movía: En ese momento en que la presencia cadavérica es para nosotros la de lo desconocido, es entonces también que el llorado difunto comienza a parecerse a si mismo. [...] Sí, es él, [...] ya monumental y tan absolutamente él mismo, que se acompaña a sí mismo como un doble [...] El cadáver es su propia imagen. (Cursivas del texto.)

La organización de esta imagen macabra es ternaria porque también se dirige al espectador (o lector) de fuera —el que contempla a esos vivos y muertos representados, el que los hace representar su función desdoblada. Asimismo, podemos toparnos con el doble macabro de las transí tombs del norte de Europa (esas esculturas «dobles» que muestran el cadáver descomponiéndose, una descomposición que se pensaba intrínseca al cuerpo, y no inducida de manera extrínseca) o con el Decir de los tres vivos y los tres muertos que men-

cioné en el capítulo anterior. La psicología de la ansiedad que se atribuye al pensamiento de la muerte en el xv hará hincapié en el estado del hombre durante el rito de paso, la inestabilidad «between two temporal realms, a sudden breach of existential boundaries between two worlds, which confuses the animate and the inanimate» (Binski, 1996: 138). The confusion brought about by the use of the doppelgánger, or «double», motif is related to the notion of the uncanny, simultaneously denying and affirming mortality in an experience which, because of its inner contradictions, can never be quite assimilated, and which through repression repeatedly throws out the same circular oppositions of dead and living. (138)

La imagen macabra representa el futuro estado en el que el sujeto se convertirá, y contribuye de alguna forma a la construcción del sentido que éste tiene de sí mismo. Para Binski, lo macabro implica un «hall of mirrors», nos sitúa en el abismo, y por su uso de la defamiliarización estimula al autoexamen (138; cf. Delumeau, 1983: 94-95). Se conforma así una suerte de «espejo», y esta palabra, tan usada a finales de la Edad Media y en el Renacimiento, implica una mirada «reflexiva», que medita y contempla. Como muestra Jane H. M. Taylor (1984), espejo y muerte se asocian en la literatura, en el folclore y en el

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arte en formas que sugieren que el espejo tiene, en un contexto fúnebre, una función bien definida (dentro de los múltiples usos que se dan al vocablo).29 El espejo como suma, reflejo exacto de realidad, nos proporciona un microcosmos de ésta. Pero además suministra imitación o contemplación al lector. La morí de soi suele ir unida a una imagen dual, como en el Decir mencionado, como en las ilustraciones de los Libros de Horas, como en la Danza Macabra; el espejo asociado siempre al aviso y a la admonición, al inestable futuro. La vanidad implica también la presencia del espejo (el narcisismo y el amor propio del que se acusa tanto al moriens del siglo xv), y en numerosas ocasiones son los demonios los que están asomados a los espejos. El espejo proporciona asimismo el medio para la parodia que hace la muerte del vivo, permitiendo que éste sea el Otro; y revela además a un tercero que mira y permite la representación (como comenté en el capítulo segundo). Señalé ya al final del primer epígrafe cómo en el espejo se descubre la individualidad del hombre del siglo xv y es en ese espejo donde un novedoso autorretratista como Alberto Durero fija y se reconoce en la eternidad de su mirada, relacionada con «el libro en que se condensa un destino individual» que «pregona, a veces en el atardecer de la vida, la energía creadora de la conciencia de sí» (Ariés/Duby, 2001: 570). Contribuyen así religión y pintura (ahí está el retrato europeo del xv, con el matrimonio Arnolfini descubierto por Jan Van Eyck) a formar para el espectador la conciencia de uno mismo, desde el desdoblamiento del espejo. Pues sobre todo el espejo autorreflexivo permite la existencia del doble, y la introducción del futuro en el inestable presente, pero un futuro al que se intenta dominar fijándolo en la superficie. El moriens no sólo se reconoce y se fija en escritura mirando su historia pasada como pecador, sino contemplando aquello a lo que tiende (o su lado siniestro demoníaco, pero a éste no lo «imita»). Aunque el Ars moriendi no se ocupa de la imagen macabra, la cultura de la culpa se muestra en la emergencia de la figura del pecador al otro lado del espejo, una imagen que vuelve al espectador y que necesita de su confesor y su lector para reconocerse, y en la que el moriens cree reflejarse —y repetirse. Pero también se reconoce en su futuro estado corporal de podredumbre o de gracia alada. En nuestro tratado, el estado liminal del moriens no se plasmará en la descomposición del cadáver sino en su mirada a las cosas que deja mientras exhala su alma en forma de niño (la observa partir en el grabado: fig. 11), un niño ascendente que se repite en el espejo del Más Allá. 29

Taylor (1984) pone como ejemplo de su explicación la edición de 1486 de Guyot Marchant de la Danse Macabre, que lleva como explícito subtítulo: «Miroer salutaire pour tous gens et de tous estats». Para Taylor, la palabra «espejo» es indicadora incluso de la estructura del poema.

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Pese a todo, al final queda siempre ese deseo de persistir, y, si no se puede, de desdoblarse, de caer hacia tierra, que uno de los dos (modelo u original, el uno o el doble) al menos se quede: si el niño en alma se va, permanece la biografía del pecador y su buena muerte para los que estamos a este lado del espejo. Por medio de la repetición (fijadora), de la escritura (perpetuadora), del desdoblarse, el moriens encuentra formas de escabullirse de la muerte. También la penitencia y la confesión le sirven (el reconocimiento dramático del penitente del que hablaba Foucault en el capítulo anterior) para, a través de la actuación, disipar la angustia, porque uno no es el que actúa o se condena o se muere, sino el otro, el doble. Y si hay un doble siniestro y peligroso, se le deja hablar para luego callarlo, se le familiariza con el objeto de no explorar lo heterodoxo (se permite entrar a las dudas para luego desprestigiarlas), y luego se le desfamiliariza (ayuda el grotesco de esos cuerpos demoníacos) con el fin de que no seduzca demasiado. En la huida de la muerte, el re-comienzo —que decía Blanchot— será el gran aliado cuando se trata de negar el final, cuando se reprime la verdad de lo último. Leer la muerte sin negación es retirarle lo tajante de la decisión, y el poder de negar es protegerse de la posibilidad y de lo verdadero, pero es también protegerse de la muerte como acontecimiento verdadero, entregarse a lo indistinto y lo indeterminado, el más acá vacío donde el fin tiene la pesadez del recomienzo. (Blanchot,

1992: 231)

Quizás podríamos decir con Dagron (1996: 129), cuando describe la civilización de Bizancio, que en la Baja Edad Media nos topamos con la «civilisation de la mémorisation et de la commémoration, le cérémonial est aussi une puissante machine à évoquer le passé et à fixer le présent». El moriens, ante la muerte, actúa, recuerda y permanece. Y la fijación se prolonga hasta el espejo del devenir ineludible, desde el secreto de su miedo que se envuelve en el eterno retorno.

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Capítulo 4 L A CONFESIÓN SEGÚN EL ARTE

Cuando llegue aquella última hora comenzará a parecerte muy distinta toda tu vida pasada y te lamentarás sobremanera de haber sido tan remiso y negligente. (Kempis, 2000: 137)

La confesión en el siglo xv Como vimos en el segundo capítulo, durante la Edad Media una serie de códigos que se imponen a través de una unión de palabras e imágenes permiten distinguir entre la buena y la mala muerte. Los cristianos temen una defunción rápida e imprevista y prefieren quedarse con una muerte demorada en gestos. El conocimiento de cómo realizar este proceso se convertirá en una forma de poder: el poder de salvarse de las penas del infierno. Las normas de la muerte se categorizan y se regulan, y tratados como el Ars moriendi enseñan a conocerlas. La Iglesia sanciona las medidas que debe adoptar el creyente frente a su propia muerte. Estas directrices pueden agruparse en dos grandes apartados: las normas relativas a la confesión, la penitencia y la práctica de la extremaunción, y las disposiciones sobre los testamentos, lugares y formas de entierro (Guiance, 1998: 48). En este capítulo me voy a ocupar del primer grupo de medidas, las que engloban la confesión última antes de la muerte, ya que el tratado que acompaña a nuestro Arte es precisamente el Breve confessionario. En los primeros tiempos de la liturgia visigoda, el rito de la penitencia tenía ya un carácter bastante formulario. La ceremonia pública venía subrayada por las manifestaciones de contrición del penitente, a las que acompañaban las plegarias de los asistentes. La penitencia, ya sea la ordinaria o la de los moribundos, se presentaba entonces como una auténtica separación del fiel de la comunidad de laicos, como la entrada «en un grado de vida ascética muy particular»;

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y los clérigos podían verse obligados a derramar lágrimas y suspiros cuando imponían una solemne y pública penitencia al fiel en cuestión, que a través de esta puesta en escena veía marcado su cuerpo y su espíritu (Guiance, 1998: 50 [cita], 51 n 67; cf. Thomas, 2003: 81). Estos signos se van modificando a lo largo de los siglos del Medievo, y con el tiempo adquiere mayor importancia una penitencia menos expuesta y más cuantitativa, acorde con el espíritu del que he hablado en el capítulo anterior, con su gradación y clasificación de pecadores y penas, plasmado también en las formas de enterramiento o en los ritos de separación de los leprosos. El canon regulador de los pecadores será el de la confesión, establecida como obligatoria en el año 1215 (IV concilio de Letrán). La confesión, seguida de la absolución final, se convertirá así en el camino privilegiado para entrar en la gloria paradisíaca, lo que permitirá a la Iglesia situarse como intermediaria obligada entre el pecador y la felicidad eterna (Guiance, 1998: 52). A partir de entonces el sermón y el confesionario comenzarán a participar activamente en la creación y en la formación de la conciencia popular.1 La confesión se hace ceremonia especialmente relevante porque es la que abre paso a la comunión y a la extremaunción, y dentro de la observancia extrema del ritual la comunión se constituye, para todos los grupos sociales, en un seguro de vida eterna (Avril, 1983: 93). De hecho, tan importantes eran la confesión y el viático que en Castilla a los condenados a muerte no se les niegan estos auxilios religiosos, como muestra quizás de «humanitarismo» (aunque también pueda leerse como forma de control), a diferencia de lo que sucede en Francia e Inglaterra (Royer de Cardinal, s.a.: 143; cf. Vivanco, 2004: 81-82). No obstante, las manifestaciones penitenciales no pierden su significado: eran fundamentales para empezar a purgar lo que se acabaría de purgar en el Purgatorio, para adelantar la purificación durante el tiempo vivido en la Tierra (Aurell Cardona, 2002a: 21). Y también porque encontrar el castigo que conviene al delito «es encontrar la desventaja cuya idea sea tal que vuelva definitivamente sin seducción la idea de una acción reprobable. Arte de las energías que se combaten, arte de las imágenes que se asocian» (Foucault, 2004: 108). Mary Flowers Braswell (1983) subraya el intenso y largo escrutinio que suponía la confesión, y la importancia que adquiere el personaje que escucha los pecados. Antes de 1215 la penitencia era voluntaria y ni el acto de confe-

He resumido aquí muy brevemente la larga historia de la penitencia y la confesión. Para un panorama completo y sucinto del desarrollo de los regímenes penitenciales desde los primeros siglos del cristianismo a la Baja Edad Media véase Delumeau (1993: 218-221). Delumeau señala que la penitencia pública quedó relegada, a partir de mediados del siglo XII, a los pecados muy graves (219).

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sión ni la presencia del cura se requerían para el perdón de los pecados. La penitencia, ya lo he señalado, era pública y a menudo humillante hasta el siglo vi en la mayor parte de Europa, y en España hasta más tarde (algunos ritos llegaron a sobrevivir, con otros encuadres, al reemplazo del ritual visigodo en el siglo xi, como muestra el Liber Ordinum: Guiance, 1998: 49). La Iglesia celta fue la que promovió los manuales de confesión, pero como eran parte de un sistema «voluntario» no tenían la repercusión que adquirirán después, cuando se haga obligatoria la confesión anual con Inocencio m. Cuando esto sucede, «One result was to set in motion an educational programme of massive proportions designed to refine man's conscience and to make him increasingly aware of his sins» (Braswell, 1983: 14-15). Entonces se multiplica la literatura educacional de la penitencia: los manuales, las sumas de confesores, los sinodales y los sermones que tratan sobre la confesión. La confesión puede entenderse como un acto de confianza en el confesor intermediario, que tiene el poder suficiente para perdonar las ofensas como representante de Dios, y ayuda a contrarrestar la tentación de la desesperación inducida por el demonio, muy vivamente ilustrada en la cantiga 284 de las Cantigas de Santa María (Alfonso X, 1989: 61-63). El demonio, en un anticipo del Ars moriendi, convence al fraile moriens de que todas sus buenas obras le valen igual que sus malas «e tan gran prol ll'avia fazer mal come ben» (62, v. 27). El enfermo entonces se retuerce y llama la atención de un compañero, quien culpa al diablo y exhorta al fraile a que, como medio de curación, rece unos versículos a la Virgen (la palabra mágica); entonces el enfermo se echa a reír y dice que quiere irse con ella; «E logo ante todos fezo ssa conffisson, /[...] E repentiu-sse muito do que foi descreer / e comungou» (63, vv. 48, 50-51). La confesión se hace así la antesala de la gloria, pero cuenta con la ayuda de algunos intermediarios.2 A este respecto, hay que recordar lo que señala Royer de Cardinal (s.a.: 69): A medida que avanzamos en el tiempo, es notoria la necesidad de intercesores, de intermediarios entre el pecador y Dios. Junto a la palabra abogado, que se mantiene y revela juicio, aparece la palabra rogador. Rogadora es la Virgen María y rogadores son los ángeles y los santos. Recordemos que la devoción mariana cobra importancia en el otoño de la Edad Media y con ella se conforma el Ave María, que termina con el «ruega por nosotros pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte».

En su estudio de la muerte en las Cantigas de Santa María, Maricel E. Presilla (1989: 227-228) subraya la importancia de la figura del confesor. «In cases of violent death or executions, those condemned to die without the spiritual benefits of the sacrament of penance cry out to the Virgin not for deliverance, but for a confessor» (228).

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Pero, sin duda, entre los numerosos intercesores e intermediarios (la «abogada e medianera» Santa María o el ángel «deputado por su guarda»: AM, 20r), el más accesible, de cara a conseguir el perdón de Dios y con ello la salvación eterna, será el confesor. La salud última dependía de este personaje: el médico debía instar al enfermo a hacer penitencia (aunque sin la explícita exposición de la visigoda), confesarse y, de ser posible, testar, para que con los pecados perdonados el cuerpo pudiera restablecerse (Guiance, 1998: 52; Royer de Cardinal, s.a.: 102); «Por ende ante de todas cosas sea induzido e amonestado el enfermo a aquellas cosas con que aya e alcance la salud déla anima e son necessarias para la saluacion» {AM, 2r). Es decir, la curación del alma es prioritaria sobre la del cuerpo, aunque ambos elementos caminen juntos, según la doctrina tomista (véase Royer de Cardinal, s.a.: 117 n 35), y si el dolor físico es aludido en el Ars moriendi —está bastante olvidado en las normas civiles y canónicas— es sólo porque puede conducir a la desesperación {AM, 6v).3 Tanta trascendencia tenía la curación del alma y la investidura de la gracia que se producía en la extremaunción que si el enfermo curaba tras haberla recibido podía ser apartado del mundo luego de sanar, ya que, según una creencia popular, no debía mancharse de nuevo con el pecado sino vivir como un vivo muerto para el mundo, es decir, entre otras cosas, no debería volver a tener relaciones sexuales (véase Royer de Cardinal, s.a.: 115; Guiance, 1998: 49, 57); la Iglesia, ante el rechazo de muchos fíeles al sacramento, insistió en que no había problemas si se trataba de un matrimonio.4 De modo que textos como el Ars moriendi o el Breve confessionario pueden tomarse como una medicina de almas realizada por «médicos de almas» que otorgan salud además de sentencias (véase Guiance, 1998: 54 n 87).5 Como dice Guy Bechtel (1994: 60), «la confession, placée au centre du dispositif de pénitence et de rassérénement, était la clef du salut». Y la clave de esta Se dibuja el cuerpo actuante, pero no sus dolores ni achaques físicos. Frente a otros muchos textos descriptivos de la época, el cuerpo del Arte no aparece doliente ni individual. Ariel Guiance (1998: 57) observa que existía un cierto rechazo por parte de muchos fieles a la extremaunción por las razones señaladas. En una legislación temprana (del año 517) se permitía que algunos enfermos, tras haber recibido el viático y sanar, pudieran tener la opción de dedicarse al clero (50). Pero ya durante la Edad Media no había prohibición eclesiástica explícita de relaciones sexuales tras el viático, y por tanto esta creencia popular se debía a «una observancia extrema a lo ritual [...] al que se le otorgaba un contenido propio, en el límite del dogma» (58). Cf. Foucault (1999e: 466), quien señala cómo con la exomológesis se exigía una separación del mundo. Michael Solomon (1997) muestra en su monografía cómo funciona esta cura de almas a través de la palabra. Si ciertas palabras perturban el cuerpo, y el deseo se constituye a partir de argumentos del discurso, entonces el deseo se podrá también curar mediante otras

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salud podía radicar, por una parte, en el apaciguamiento de la angustia por la posibilidad del perdón del pecado (el signo de confianza al que me referí antes), pero también, desde otra perspectiva, en la capacidad de atemorizar y vigilar. A través del miedo, el enfermo se motivaba a «limpiarse» mediante el discurso de la confesión, y con el afán de lib(e)rarse de la condena desvelaba secretos de su archivo oculto (el clérigo podrá hacerse entonces con el control de su cuerpo y con las llaves de este archivo biográfico, nuevo guardián hermenéutico «derrideano» —véase el capítulo anterior—, pero no deberá publicarlo). Con el paso del tiempo, la confesión acrecentará su presencia y en las artes moriendi de los siglos xvi y xvn los clérigos llegan a cobrar mayor relevancia que el moribundo, pues la preparación anticipada a la que se conmina al pecador (con una mayor insistencia en el bien vivir para bien morir) fuerza la intervención del sacerdote6. Si en el siglo xv se dejan atrás los escenarios multitudinarios del Juicio Final y la vivencia íntima de la muerte muestra que ésta se entiende como el momento culminante de la vida, esto propicia que ese fundamental instante se controle de modo ideológico, y que el confesor adquiera por ello un papel creciente. Desde este punto de partida, las artes de bien morir se configuran no como reflejo de la realidad sino como discurso que trata de incidir sobre ella (Martínez Gil, 2002: 223). Y servirán no sólo como mecanismo de aceptación de la muerte sino también de conservación de una estructura de valores que consolida el orden político-religioso; el confesor, por su parte, será el principal hacedor de la vigilancia del sistema y el especialista en la remisión de la deuda.7

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palabras. De modo que el clérigo puede manipular, controlar y reforzar los fragmentos del discurso que son útiles para la promoción de la buena salud y la cura del deseo patológico (Solomon aplica este argumento al Corbacho del Arcipreste de Talavera). Según Chartier (1976), en las artes de morir del siglo xvi, como por un movimiento de compensación, se disipa la dramatización del fin último y se opera un retorno a la vida, a la exaltación humanista de la dignidad del hombre y a la insistencia cristiana en la necesidad de bien vivir para morir bien. Erasmo está en los comienzos de esa evolución y Roberto Bellarmino (1542-1621) en su fin. En este sentido, Martínez Gil (2002: 221) se inclina por entender las artes bene moriendi como discursos ideológicos, y no como banco de datos de cómo se moría en la realidad. Más que una forma generalizada de morir, «el proceso de la buena muerte refleja el entramado de la ideología dominante que no dudó en hacer del mismo un instrumento estabilizador e integrador». Se trata de evitar que la inestabilidad emocional, derivada de la desconfianza, pueda desplazarse a la esfera de lo social, por lo que se intenta que la buena muerte sea pública. En la misma línea se mueve el estudio de Bayard( 1999: 107-142), que observa un intento de someter al fiel a la Iglesia por parte del Arte. Frente a esta opinión, Adeva Martín (2002: 350) señalará que «es difícil de comprender la interpretación del Ars

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Durante los Siglos de Oro, el sacerdote, que no se mueve de la cabecera de la cama (y sustituye como consolador al amigo del moriens de nuestro Arte), acaba desplazando al moribundo a la pasividad de un segundo término (Martínez Gil, 2002: 231-232). Los destinatarios del Arte serán finalmente los clérigos, ya que no se enseña tanto a morir al enfermo como a esforzar a bien morir a los otros. Esta «clericalización» del contexto responde a una secularización cada vez mayor de la vida y la muerte, pero es precisamente en nuestro siglo xv cuando se produce el punto de inflexión (cf. Bayard, 1999: 78-81).

Civilizando el cuerpo An attention to the body will stress the multiplicity of factors which determine the place from which I speak and, indeed, the manner in which I am heard by others. (Smith, 1989: 2)

El Breve confessionario, que se encuentra junto el Arte de bien morir en el incunable de El Escorial, pertenece al género de sumas de confesores, manuales de carácter práctico que instruyen a los clérigos sobre los poderes de la confesión y la absolución y dirigen su conducta durante el proceso (véase Delumeau, 1983: 222-229; Gómez Redondo, 1999: 1735-1739). En la muerte y la confesión el individuo debe reconocerse como pecador y afrontar la responsabilidad de sus pecados (Gago Jover, 1999: 42-43), aunque, vemos, ésta estuviese dulcificada en el Arte por el desdoblamiento del demonio —el mal también proviene del Otro. Así pues, el incunable que aquí analizamos cumple una doble función: preparar al hombre a una buena muerte y guiar a aquéllos que acompañan al agonizante (30). Ya desde el proemio del Arte se nos anuncia la prioridad de la «entera confession» para prepararse a una buena muerte, y se pide que «aquel non fuere enfermado e preguntado de otro alguno délas cosas suso dichas, pregunte e piense ensi mesmo» (AM, 2v). Aunque el Breve confessionario no trata directamente la muerte, el hecho de que se reúna en un libro con el Arte puede mostrar su consideración de manual complementario para la preparación de una buena muerte. Por ello, voy a relacionar de nuevo el Ars moriendi y su escenario de gestos y palabras con el ritual bene moriendi como estrategia de dominio por parte del clero sobre los simples fieles. Es un acto de suprema caridad con los moribundos y de fidelidad a la misión salvadora de la Iglesia». Para este investigador, no hay más interés que la salvación eterna del moribundo (313).

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escénico de la confesión, si bien frente a la única imagen en que aparece un monje en el Arte (fig. 11), el Breve confessionario agranda la presencia clerical. En el juicio que se establece entre el confesor y el penitente pecador —en el que el clérigo aplica una ley fijada de antemano— la estructura es, como en el Arte, binaria, y está basada sobre dos términos, la ofensa y la penitencia. En torno a estos dos elementos se establece un diálogo regulado (pregunta y respuesta) y se pone en circulación un proceso de signos (gestos, palabras) que darán validez a la confesión y que tendremos oportunidad de examinar. Esto quiere decir que, aunque para ir al Paraíso basta la contrición de corazón («si aestas cosas respondiere de buen coracon. señal es de que es del numero délos que se han de saluar»: AM, 2v; «El coraron contrito e humillado tu dios non menospreciaras»: AM, 8v); aunque incluso estando solo uno pueda realizar la confesión mental («aquel que non fuere enfermado...», véase la cita anterior: AM, 2v); y aunque no es condenatorio olvidar algún pecado (aunque «non uviesses fecho del los penitencia ni confession», le dice el ángel al enfermo, «en tal caso la contrición solo de dentro sin alguna vocal confession vasta»: AM, 8r8v), para ser absueltos en el proceso en sí de la confesión es preciso y fundamental mostrar ciertas señales (no puede ser absuelto aquél «enel qual non parescen algunas señales de contrición»: AM, 33v).8 Del otro invisible arrepentimiento se ocupará, como mencioné en el capítulo segundo, el último espectador, Dios, que es quien podría juzgar el éxito de la empresa. Pero durante la representación de la confesión el confesor se convierte en juez, y para sus dictámenes dará prioridad a la palabra vocal, seguida de la gestualidad: el Arcipreste de Hita (1990: 347, est. 1138cd) declara que «es menester que [el pecador] faga por gestos e gemido / sinos de penitencia que es arrepentido» pues la Iglesia no puede juzgar lo «ascondido» (1138b); el predicador San Vicente Ferrer califica la confesión general de «muy buena» porque siempre se hace con gran contrición «e lágrimas» (Cátedra, 1994: 317); y Dante mostrará en el quinto canto del Purgatorio, a través de Buonconte de Montefeltro, que una pequeña lágrima puede salvar un alma sin confesión (véase Boase, 1972: 124).9

Vivanco (2004: 180) subrayará la importancia de la apariencia de contrición en el momento de la muerte, cuando el creyente debía mostrar fe, esperanza, caridad y humildad «through visible or audible signs», ya que sólo mediante esos signos «the Church could perceive the individual's state of mind. Only after giving verbal o visual indication of contrition, in particular the making of a confession, could the dying receive absolution, the viaticum, and extreme unction». Por otro lado, San Vicente Ferrer muestra que el pecador se puede redimir, incluso sin decir pecado alguno, con tal de pedir misericordia con gran contrición al Señor (Cátedra, 1994: 317). Así pues, aunque se pida la confesión de todos los pecados («tu has oydo predicar que vn pecado mortal basta para condempnar avn ombre para siempre enel infierno», AM, 7v;

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Pero es sobre todo a la palabra a la que se le permite adquirir una enorme trascendencia; de hecho, su poder mágico en el credo «dicho alta boz intelligible e muchas vezes cerca del enfermo» hará que los demonios, que aborrecen oírlo, huyan rápido arredrados (AM, 6v), y el verso «segund cassidoro» es de tanta virtud que, pronunciado tres veces «en verdadera confession», logra que los pecados de los hombres «sean remetidos» (AM, 20r; véase Bayard, 1999: 118).10 Como dirá Lázaro (1999: 11), el agonizante no puede distraerse cuando suceden enormidades donde se juega su buen nombre y la palabra y el gesto que dependen de él son el salvoconducto necesario para alcanzar la gloria. Lázaro llega a decir que morir resulta un trámite de manual sencillo si se observan ciertas reglas gramaticales (17). Para la absolución, se dará importancia, seguidamente, al testimonio escrito y, finalmente, en último término, se pide «que en qual quier manera conste e parezca de su contrición e arrepentimiento dellos» (AM, 34r)." Aun así, la Iglesia Católica hará cada vez más hincapié en la dificultad de arrepentirse verdaderamente cuando uno no ha vivido bien la vida, especialmente porque en la muerte la mente está turbada y poco serena.12 Ya en el proemio del Arte se pide al lector sano que «piense en su coraron muchas vezes en la enfermedad pos-

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«Deue el confesor preguntar al confessante [...] si dexo de dizir algund pecado», AM, 23v; véase también AM, 27v), es mayor la piedad de Dios que cualquier falta (AM, 9r), sobre todo cuando se da la «voluntad» de mejorar y satisfacer a la Iglesia (AM, 24r, 33r; recordemos que es válido el arrepentimiento interior en el último minuto: AM, 8r-8v). No nos debe extrañar entonces que Alan Deyermond (1984) se plantee la posibilidad de que la petición de confesión de Celestina o Calisto (aunque no se lleve a cabo la ceremonia) o las lágrimas y gemidos de Pármeno y Sempronio antes de morir puedan librarles a todos de la condenación eterna. Este verso, sonoro y «mágico», es: «Dirupisti domine vincula mea. tibi sacrifícabo hostiam laudis» (AM, 20r). Cf. con la versión larga: Álvarez Alonso, 1990, 179 (ms. «E»), sobre el credo; cf. 228 (ed. «O»), sobre la oración de Casiodoro. El tratado se refiere aquí al problema que plantean «el mudo / o sordo o tartamudo / o fapabilloso», ¿se les puede absolver si hay presencia de «señales / o por escripturas faziendo / o presentando al confesor»? La respuesta es que se necesita sólo que haya señales de arrepentimiento; cuando no las hay, ningún confesante puede ser absuelto (AM, 33r-33v). Ya hemos dicho que en los siglos xvi y xvn las artes moriendi se transforman en «artes de bien vivir para bien morir» (Martínez Gil, 2002: 225). Progresivamente la pastoral insiste en la improbabilidad de una conversión in extremis; aunque se otorguen gracias ordinarias al pecador, se avisa de su posible inutilidad a la hora de la muerte por no estar éste en plenas facultades mentales (véase Delumeau, 1983: 406-415; Vivanco, 2004: 105). La consecuencia de que Dios se haga más «remiso» a atender arrepentimientos tardíos será que la muerte del pecador deje de ser descrita como el último combate en el que todo se salva o se pierde.

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tremerá» y no confíe en su salud corporal (AM, 1 v, 2r). Quizás por ello la inclusión del Breve confessionario en nuestro incunable recuerda al lector laico que la preparación para la muerte durante la vida se realiza especialmente mediante la confesión. Esta ceremonia se constituye así, al pie del lecho del moriens, en otra suerte de Juicio Final donde sólo caben dos personas, y donde el orden económico de la Baja y cuantitativa Edad Media se pone simbólicamente de manifiesto; se trata de saldar las cuentas («rrestituyr e pagar todas las deodas»; Cátedra, 1994: 313; cf. 318), de compensar el mal con penitencias y con la exposición verbal del abuso realizado: «Tercero se require confession de la boca, sus pecados enteramente confesando. [...] las jniuras por el fechas emendando, las cosas tomadas e falladas restituyendo, e la penitencia ael jniungida debidamente e enteramente compliendo» (AM, 27v; cf. AM, 33r). En el diálogo que se impone el tú del que pregunta tiene características más difusas, frías e impersonales que los susurros del demonio o las inspiraciones del ángel, como si nos encontráramos (lo veremos) ante una máquina de control, paradójica y escasamente personificada en la época en que, supuestamente, surge la individualidad. Asimismo, al moriens o destinatario de la absolución, al tiempo que se le cerca con preguntas que se adelantan al Juicio Final (si ha dado de comer al hambriento, de beber al sediento o vestido al pobre: AM, 32r; cf. San Mateo 25, 31-46), se le convierte en un modelo de pecador clasificado para el que sólo importa la gradación de lo cometido (se señala lo que es peor y más grave dentro de un pecado: AM, 24r; véase también el ejemplo de confesión que establece San Vicente Ferrer: «fyze incesto con mi parienta en el quarto grado» [Cátedra, 1994: 317]; sobre la clasificación de los pecados, véase Delumeau, 1983: 475-497). El interrogatorio variará no sólo según los grados del pecado, sino también según quien solicite el perdón, dependiendo de si es un clérigo (siempre más susceptible a la vanagloria: AM, 14r) o, por ejemplo, un noble como el príncipe don Juan, a quien, como vimos en el capítulo segundo, se le permitía desear a su mujer en el lecho. De modo que, sobre el guión, el diálogo y la penitencia se acomodarán a la persona y se podrán hacer excepciones a la normativa, ya que puede ser absuelto el mudo que se confiesa por escrito o el extranjero que lo hace en una lengua que no habla el confesor (AM, 34r). Esto sin duda tenía una finalidad práctica en un momento en que la peste se extiende por doquier, y se acomoda a la perspectiva de las artes de bien morir, que no quieren ser obras teológicamente profundas, sino manuales prácticos para sobrellevar «de forma digna» la muerte (Gago Jover, 1999: 47, 27). Es necesario que el ritual fijado, eso sí, se cumpla a la perfección: el penitente está obligado a confesar los posibles agravantes de los pecados, que incluyen intenciones, posturas y número de

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veces. Sólo así podrá recibir la comunión. El descubrir el pecado debe ser «público» (en el sentido de que debe comunicarse, aunque la confesión sea un proceso de sólo dos personas); y el comportamiento del confesor, regulado y restringido. En el siglo xv abundan los manuales con listas de preguntas que el cura debe dirigir al enfermo o penitente, nómina que ejemplifica de qué manera la Iglesia intentaba modelar la conducta social ante la muerte. El Líber synodalis de 1410 presenta una estructura bastante parecida a la del Breve confessionario, pero para Guiance (1998: 55) el mejor esquema confesional de Castilla figura en varios cánones del sínodo de Segovia de 1325, en el que aparece particularmente señalado el pecado de la fornicación. En nuestro tratado importa éste (lo veremos) pero también el resto de pecados mortales, los artículos de la fe y las obras de misericordia, los votos y los juramentos, así como el cumplimiento de mandamientos y sacramentos que impone la Iglesia (expuestos también en una literatura catequética que se desarrolla desde el siglo xiv). Lo cierto es que en su desmenuzamiento de supuestos y normas nuestro texto ilustra bien ese arte de la aritmética que, según San Vicente Ferrer, debe dirigir la confesión: «E quien non los sopiere contar, non se sabrá bien confessar» (Cátedra, 1994: 316). Tanto el Ars moriendi como el Breve confessionario muestran así una tecnología de control sobre el momento de la muerte, que podría considerarse como parte de un extenso proceso de «civilización» de las «maneras». Este proceso o desarrollo civilizador, que se lleva a cabo a lo largo de varios siglos y se relaciona con el surgimiento de la cultura urbana y cortesana, ha sido estudiado con respecto a las maneras de la mesa, de la conversación, o de la realización de necesidades (escupir, practicar el sexo, lavarse, sonarse, por ejemplo) por investigadores como Norbert Elias (1987a) o Jorge Arditi (1998).13 El concepto de civilización está referido aquí al nivel de «tecnología» de las costumbres corporales, al tipo de «maneras» que se emplean en las situaciones colectivas, y que se plasma en una explicitación de rituales que permite (al sujeto y a la sociedad) gobernar las conductas. Para Elias (1987a: 57), el proceso civilizador expresa el desarrollo de la conciencia occidental con respecto a sí misma, la imagen que desea proyectar y que, en la Edad Media, va más allá de una defensa cristiana frente al mundo pagano. Según el método de estudio de Elias lo externo expresa lo interno, de ahí la importancia de los gestos del cuerpo (cf. Sponsler, 1997: 73). Este investigaE1 libro de Arditi estudia las transformaciones e infraestructuras de las relaciones sociales en Europa, sobre todo en Inglaterra y Francia, desde el siglo xiv hasta mediados del XVIII. Estas prácticas estarán asociadas al concepto de «etiqueta».

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dor reconoce que la preocupación por la civilización de las costumbres se retrotrae a civilizaciones anteriores incluso a la Antigüedad grecorromana, «en un proceso que carece de comienzo» (Elias, 1987a: 106), y que la etapa medieval no fue el escalón más bajo del proceso civilizador ni una era de barbarie o primitivismo.14 No obstante, considera fundamental la aparición de manuales sobre la manera de comer o de actuar, que ya a fines del Medievo surgen insertos en un código de comportamiento cortés y ciudadano —y que venían precedidos de reglas rimadas, «uno de los medios por los que se trataba de influir en la memoria de las personas para que aprendieran lo que podían y no podían hacer cuando estaban en sociedad» (107); ahí estaban los Disticha Catonis, reglas de buenas costumbres que, atribuidas a Catón, se leyeron durante todo el Medievo. Los manuales harán hincapié en el acto negativo que hay que evitar y muestran toda una tecnología de consumo, así como la estrecha unión entre las formas de actuar y la estructura de la existencia (114). Con el tiempo, cada vez la tecnología se hace más detallada y sofisticada (obras como el Libro de cámara del príncipe don Juan de Fernández de Oviedo son bastante ilustrativas con respecto a la vida de la corte), y el código social evoluciona mostrando la importancia de la percepción colectiva del individuo (será, por ejemplo, mal visto, a partir de un determinado momento, comer sin tenedor), observado en el espejo de estos manuales. Muchas veces la intención de esta política de formas era marcar la diferencia estamental: entre los siglos xv y xvn se abre un nuevo espacio social donde se consolida una aristocracia cortesana que quiere distinguirse como tal. Por este motivo, y también para controlar a la creciente sociedad urbana, se busca ejercer un mayor control sobre los cuerpos y, consecuencia de este proceso civilizador, sus funciones se ocultan haciéndose más íntimas, buscando una nueva privacidad (véase Elias, 1987a: 209-229; Thomas, 2003: 141), que se extenderá al ámbito moral de la confesión, como veremos.15

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Aun así y pese a sus precauciones para no caer en una visión tópica del Medievo, Elias atribuye a la Edad Media una «ingenuidad» y «candidez» un tanto anacrónicas; incluye a la medieval entre «las sociedades donde todos los sentimientos se manifiestan de modo brusco y directo», con «escasos matices psicológicos y poco refinamiento en la expresión de las ideas» (Elias, 1987a: 108). Elias destaca el ánimo belicoso de los hombres, «con un grado relativamente bajo de dominio de las pasiones y la vinculación o regulación también escasas a que se somete a los impulsos» (165). Cf. Spinrad (1987: 14), quien critica la consideración de Huizinga de la Edad Media como bárbara, infantil o salvaje. Según Elias, con el tiempo el sexo se encierra en la familia (está cada vez peor considerada la aventura extramarital) y el cuerpo y la cama se convierten en elementos peligrosos para el pretendido orden. Elias parte de un concepto de civilización como técnica progresiva

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Aunque Elias considera que a partir del Renacimiento los seres humanos se configuran a sí mismos y a los demás con una conciencia más clara que en el Medievo (1987a: 124), pienso, como Sponsler (1997: 53), que los libros de conducta medievales «reveal that long before the sixteenth century the 'civilizing' work of bodily discipline was already well under way».16 De modo que en la vida urbana de la Baja Edad Media el llamado proceso civilizador actúa ya intensamente sobre las personas. Las costumbres son vigiladas por leyes y manuales para que no haya una promiscuidad peligrosa dentro de la vida de las ciudades, y se obliga a la sumisión de los cuerpos mediante una cierta violencia reguladora que auspicia la separación física entre ellos, así como la moderación, la mesura y la prudencia, ese famoso «punto medio» que se recoge como interesado legado de la cultura clásica (Thomas, 2003: 9, 98; cf. Schmitt, 1990: 38) y que regulará también las demostraciones de dolor.17 Los requerimientos de la etiqueta y las exigencias de la higiene fuerzan el distanciamiento del cuerpo de su entorno material, con la presencia de intermediarios entre, por ejemplo, los cuerpos y la comida (el uso de instrumentos para llevársela a la boca; véase Hallam/Hockey, 2001: 40).18 Se conmina al cuerpo a ser mesurado, a interiorizar los valores enseñados a través de los manuales de educación o de mesa, que tejen una cada vez más compleja red de relaciones sociales, una teatralización de las maneras que representa un determinado concepto de urbanidad y cortesanía (véase Thomas, 2003: 112-113). Como veremos en el siguiente epígrafe, el cuerpo se transformará

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y diacrònica de domesticación del hombre, y por tanto en la Edad Media éste tenía impulsos más primitivos y agresivos que en siglos posteriores (véase Elias, 1987a: 229240). También Thomas (2003: 55) habla de una «société violente», con una literatura e iconografía «empreinte de sang, de mort, de personnages désarticulés poussés inexorablement vers l'enfer et la destruction» y atribuye gran parte de los impulsos violentos a la falta de espacio en los habitáculos. Para Thomas, la noción de privatización del cuerpo surge en el siglo xii, y tras esta centuria aparecen los primeros «manuels de savoirvivre» (107, 96). También Hallam/Hockey (2001: 40) parecen olvidar los manuales del Medievo cuando afirman que la recomendación de códigos de conducta se produce «from the sixteenth century onwards». Como ya advertí en el segundo capítulo, según Camacho Guizado (1969: 35) en el siglo xv, aunque sigue habiendo grandes manifestaciones de dolor por la muerte de seres queridos o importantes (de todos modos anteriores al Medievo, como muestran obras como la litada), se empieza a promulgar la contención y la mesura en el planto. Por otro lado, en el Breve confessionario se exige saber del penitente «si tuvo la mesa muy largamente» (AM, 30r), pues el comer debe ser mesurado. Thomas (2003: 117) se referirá a una territorialización de los cuerpos y a una nueva distancia física, apuntando: «au niveau psychologique, le savoir-vivre détient un rôle de valorisation de soi et de protection se traduisant par la réserve et une mise en distance».

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entonces en símbolo de los controles convertidos en autocontroles, en un «opérateur politique et social et une partie intégrante du pouvoir» (15-16); «Los procedimientos de regulación moral se trasladan así al interior del ser, a un espacio privado que ya no tiene nada de comunitario» (Ariés/Duby, 2001: 531). ¿Qué tiene esto que ver con nuestros tratados? Quizás es que, especialmente el Arte pero también el Breve confessionario, emparenten de alguna forma con esos manuales de comportamiento para laicos (hay que recordar que sirven «para instrucion e doctrina délas personas carescientes de letras latinas»: AM, Ir; cursiva mía), de moda durante el Humanismo, esos «written texts that in a variety of ways seek to convert the dynamic and flexible activities of human behavior into more or less systematized sets of rules and advice» (Sponsler, 1997: 51). Paul Binski (1996: 39) ya observa cómo «In the later medieval period there was a flourishing literature of advice, typically courtly in nature, to be used in a domestic context, which regulated mundane behaviour and household practices», y, según Lawrance (1985: 89), las bibliotecas castellanas del siglo xv prueban ese deseo de instrucción en las maneras y los conocimientos esperables de los «well-born». Este tipo de literatura tenía un serio propósito ético y político —por ejemplo, en la educación del príncipe— basado en la tradición aristotélica, y sus principales destinatarios eran laicos, como en la sabiduría práctica del Ars moriendi —aunque el autor fiiera posiblemente un dominico. William Caxton, un prestigioso editor inglés, fue quien más tempranamente hizo explícita la unión entre el Arte y la literatura de aviso (véase Binski, 1996: 39).19 El Arte pertenecería así a un corpus de códigos de comportamiento que era una importante fuente de construcción de la identidad y la distribución del poder al menos desde el siglo xn. Los libros de conducta coincidían en que la educación, y no la naturaleza, «fashions subjects and that, to a large extent, the individual is in charge of his or her self-fashioning» (Sponsler, 1997: 53). When conduct was marketed as a useful discipline that could be learned and selfimposed, the body was turned into an object over which people could labor. [...] Caught up in processes of commodification, conduct books sold readers a set of ideas about self-determination, self-construction, and self-performance. In conduct books, the embodied self was explicitly recognized as a product, shaped by the individual in active collaboration with the advice the book offered. [...] to ignore their persuasive tactics, to overlook the compelling mechanisms they use to get people willingly to play the roles they offer, is to miss the logic of their operation,

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En los años 1490 y 1491 William Caxton imprime cuatro opúsculos que pertenecen a la tradición del Ars moriendi, uno de ellos la versión larga del Arte, CP (para un análisis sucinto de esta producción, véase Chené-Williams, 1979: 172-177).

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which turns on the voluntary, the desirable, the profitable. Conduct books work ideologically to make bodily control something the rational subject wants [...]. (Sponsler, 1997: 55-57; cursivas del texto)

Como estos libros de conducta, el Arte consigue convencer al lector de que su mensaje no quiere imponer nada sino servir al mejor interés del moriens, y también manifiesta un control del cuerpo fundamental (recordemos los gestos y las palabras que imita el enfermo); por eso conviene no olvidar su posible relación con el mencionado programa de civilización de costumbres.20 El gesto detallado y las palabras aconsejadas que encontramos en nuestro texto se pueden contextualizar dentro del mundo de «recetas» de los manuales, y por ello no debe extrañar que durante el Renacimiento el Ars moriendi adquiera categoría de libro de cortesía (Doebler, 1967: 164). Michael Gerli (1981: 417) también lo considera parte del grupo de «medieval books on the etiquette of death», un importante «but regretfully neglected form of courtesy book» (416); Enrique Lázaro (1999: 14) lo califica de «catálogo de instrucciones»; y George W. McClure (1998: 101) muestra su carácter tecnológico en la analogía que establece el texto alegórico de Fabio Glissenti (de 1596) entre las artes moriendi y las artes profesionales.21 Pero si el Arte codifica el comportamiento del lecho final, ¿de qué manera lo regula un manual de confesión como el Breve confessionariol ¿Cómo se controlan los cuerpos en la confesión y qué relación tiene este control con el proceso civilizador desarrollado en las ciudades del Bajomedievo? ¿Cómo se relaciona esto con la domesticación de la muerte de la que he hablado durante los capítulos pasados? Quizás es que mediante la confesión el deseo de controlar la interrelación social de los cuerpos de manera vigilante se traslada al ámbito de la religión. Se traslada al individuo como miembro de una comunidad de creyentes que cometen ofensas y tienen deudas pendientes. En nuestro caso, al individuo que debe purgar sus culpas en los momentos más últimos, los de su muerte, a un moriens actor y receptor del proceso civilizador a través de su cuerpo. Pero esto lo veremos en el epígrafe siguiente.

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Podríamos seguir en esto a Morrás (2002:159), quien advierte de que «en la mayor parte de las ocasiones los textos se interpretan como si fueran un documento más, sin que se tengan en cuenta condicionantes como puedan ser el género al que pertenece la obra, el peso de la tradición literaria o su importancia a la hora de orientar la expresión de comportamientos y mentalidades». McClure (1998: 101) encuadra nuestro texto en el mundo de la educación «escolar»: «When the ars moriendi proper emerged in the fifteenth century, its immediate frame of reference could have been the liberal arts of the school curriculum, but perhaps more

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Los métodos del poder y la vigilancia Pour nous, c'est dans I'aveu que se lient la vérité et le sexe, par l'expression obligatoire et exhaustive d'un secret individuel. (Foucault, 1976: 82) Al fin y al cabo, la muerte era un fenómeno lingüístico. (Lázaro, 1999: 13)

A partir del Breve confessionario, y adoptando principalmente la perspectiva arqueológica de Foucault, durante el resto de este capítulo voy a abordar cómo se desarrolla un tipo de conciencia reguladora e individual durante la confesión, ceremonia que tiene importancia primordial en el momento de la muerte. Se trata de reflexionar sobre cuáles son las maneras en las que el poder actúa a través del codificado ritual, qué funciones realizan las técnicas del guión, y qué implica esto para la figura del pecador/moriens del Bajomedievo. Mi perspectiva será, por tanto, de carácter antropológico, es decir, no me ocuparé de comparar este texto con sus «congéneres» (se ha estudiado bien y profusamente la literatura confesional, con sus fuentes y derivados), sino de cómo funciona dentro de un sistema cultural más amplio que engloba nociones como el poder. Foucault, que dedica todo un estudio a la estructura de la vigilancia y del castigo (2004), considera a la religión como parte del mecanismo que controla la vida humana y, como veremos en el último epígrafe, esta idea «would later develop into Foucault's conceptualisation of religion as political power and a 'technology of the self'» (Carrette, 1999: 38). La confesión exhaustiva, que impone un sistema de vigilancia absoluto sobre el alma y los gestos del cuerpo, es un buen ejemplo de cómo el sistema disciplinario se extiende a las prácticas religiosas. Geoffrey Chaucer (2004: 488), en el relato «The Parson's Tale», inserto en su famosa obra The Canterbury Tales, propone la esencia de la confesión: First, you shall understand that confession is the true discovery of sins to the priest; I say «true», for a man must confess all the circumstances and conditions of his sin, in so far as he can. All must be told, and nothing excused or hidden, or covered up, and he must not vaunt his good deeds. And furthermore, it is necessary to unders-

likely was the applied, practical pursuits of such as the ars dictaminis, ars notaría, and ars praedicandi». No hay que olvidar, en este sentido, el aprendizaje en una «técnica» que implicaba la palabra ars.

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tand whence his sins come, and how they increase, and what they are.22 (Cursivas mías.)

Sin duda, en esa intensa búsqueda de las maneras ocultas, del dónde, el cómo y el qué, la confesión ha modelado el pensamiento occidental desde que hizo su aparición como método purgativo. Todo debe ser detallado cuidadosamente durante la larga ceremonia, sin dejar resquicios, para alcanzar una verdad que, como veremos, permanece oculta. Cuando el confesor-juez interroga al acusado (pecador) sobre si dice la verdad, el objetivo es reconstruir el archivo del pasado (cf. Foucault [1979: 8-9] sobre la escritura de la historia), que permite dictar la sentencia. Y así salen a relucir elementos en principio «privados» como la sexualidad (de privacidad cada vez mayor con el paso del tiempo, según vimos sostenía Elias), y sólo en este espacio y en este tiempo sagrados, en los manuales de medicina y en los márgenes del arte (las misericordias, los bajorrelieves de iglesias o lonjas —la de Valencia) se permitirá la entrada, explícita, de lo obsceno.23 De modo que en los manuales de confesión el renunciamiento a la carne —que ya se daba en el corazón de la cultura clásica pagana, como ha mostrado Foucault en su historia de la sexualidad— evolucionará desde la Antigüedad y el cristianismo primitivo hacia un asedio interrogativo sobre sus formas de presentarse.24 Si la sexualidad con el cristianismo se encuentra cada vez más clasificada y por tanto cercada y acosada, el cuerpo se convierte en el lugar crucial donde se juegan las cosas importantes, centro de tensiones que se integra en el campo político, en una microfísica de poderes (véase Foucault, 2004: 32-33).25 Al

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Recojo esta cita, y la que presento más adelante, de una edición modernizada del inglés de Chaucer. La penitencia exige del predicador este ejercicio intensivo de la memoria para conseguir de Dios exactamente lo contrario: el olvido, según muestra el Vençimiento del mundo, que asegura que, tras la confesión, «non se le acuerdan a Dios vuestros herrores» (Del Piero/Gericke, 1964: 5). Para Le Goff/Truong (2003: 106), «Les marges sont des espaces de plaisirs, de divertissement, d'ornement. Elles sont aussi et peut-être surtout des espaces d'anticensure où des thèmes scandaleux ou lubriques peuvent fleurir. Le corps se défoule dans les marges». Para el arte de los márgenes es todavía fundamental el libro de Camille (1992), aunque algunas de sus apreciaciones hayan sido matizadas o cuestionadas por la crítica. Bechtel ofrece muy interesantes ejemplos de lo exhaustivo de las preguntas confesionales en torno a la sexualidad. Interesa sobre todo la de la mujer y su posibilidad de masturbación —especialmente la que se considera como de «útero», clasificada como la peor. Sin duda, la masturbación perturbaba la moral eclesiástica en cuanto fomentadora de un deseo sin fin reproductor (sobre este acto pregunta nuestro tratado en AM, 28v, 29v). Un ejemplo de este desarrollo del cerco en torno al cuerpo es la actitud hacia la homosexualidad, actividad que, aunque condenada, fue permitida en la Alta Edad Media en el

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cuerpo se le enseñan técnicas de comportamiento incluso a través de preguntas que denotan lo que no debe hacer; de fondo, como aprecia Thomas (2003: 93), existe una concepción que «repose sur le postulat que toutes les attitudes et actions corporelles sont utilitaires et instrumentales, le corps étant l'instrument premier et naturel de cette efficacité». Thomas se refiere aquí al cuerpo que cumple las normas prescritas por manuales, pero el cuerpo en la confesión es también instrumento productivo no sólo por lo que hace, sino porque, en la pasividad de la dicción, revela una verdad, la verdad ideologizada del pasado (el cuerpo nunca es neutro, la lectura culpable del pasado recarga sus espaldas; cf. 101). Además, el cuerpo es el que produce las señales adecuadas que indican la contrición, y el que desarrolla los gestos impuestos por el ceremonial entre el confesor y el penitente (véase AM, 22v, 23v, 28r). El cuerpo en este caso no es ya sólo la cárcel cristiana o una fuerza de producción económica sino el instrumento útil de la salvación (cf. Bynum, 1999: 251).26 Instrumento útil porque permite al enfermo elaborar los gestos que le salvan, y al confesor la lectura del pasado que decide el presente de su interlocutor: el confesor busca en el cuerpo el ayer del otro, hablado desde el aquí y el ahora del hoy, la sentencia pre-escrita. En este sentido, el cuerpo es productor no sólo del gesto sino también de la palabra, y mediante la verbalización se ve envuelto en el proceso de la confesión, desvelando las maneras de su ayer. Para Butler (2004: 172-173), en toda confesión de la sexualidad hay una corporalización de la culpa, el cuerpo que expresa el hecho en el que se vio envuelto en el pasado presenta la culpa corporalizada mediante la pronunciación de la palabra —he señalado su capacidad mágica: el «credo in deum» que arredra demonios o la repetición del verso de Casiodoro. «Es dócil un cuerpo que puede ser sometido, que puede ser utilizado, que puede ser transformado y perfeccionado», dirá Foucault (2004: 140), y en la búsqueda de gestos productivos que aparece en el Breve confessionario el cuerpo dócil es el apoyo del gesto eficaz (cf. 156). Si lo exterior refleja lo interior, no nos puede extrañar que el Líber synodalis de 1410 muestre que basta con que el moribundo levante sus manos o se golpee el pecho para entender

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seno de la Iglesia según John Boswell (1996, 1998), especialmente en el mundo cristiano grecoparlante y en el siglo xn con las «bodas de la semejanza», hasta que es clasificada como sexualidad contra natura y uno de los peores crímenes, sobre todo a partir del siglo xiv. No obstante, el cuerpo en la confesión puede ser a veces, involuntariamente, impedimento de bienestar espiritual, no sólo porque los dolores corporales incitan a la desesperación, sino porque el vómito, tos o mal de estómago impiden, por ejemplo, recibir el Cuerpo de Cristo (AM, 27r).

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que está arrepentido y en condiciones de recibir la absolución (Guiance, 1998: 54). Un ejemplo claro de gesto efectivo. Pero detengámonos un instante en esa ritualización de la culpa que se lleva a cabo en la confesión. Como Paul Binski (1996: 61) señala, «Late-medieval rituals were especially obsessed [...] with the minnutiae of behaviour». Durante la representación de los actos del Breve confessionario, se intenta que los movimientos de los cuerpos estén perfectamente controlados, tanto dentro como fuera del discurso (un ejemplo negativo y que se debe evitar nos lo muestra la ilustración del moriens perdiendo el control de su cuerpo; fig. 5). La disciplina se presenta en este texto como deseable, en una disimulada imposición semejante a la de los libros de conducta (véase Sponsler, 1997: 68), el requisito fundamental para alcanzar la felicidad que el individuo desea. Al mismo tiempo, el pecador y el confesor deben compartir una poderosa voluntad de saber, el primero sobre el guión a seguir (y el conocimiento de su verdad biográfica), el segundo sobre lo que se le permitirá al otro. En el Breve confessionario, hay todo un corpus de procedimientos que imponen una estricta correlación entre un gesto y la actitud global del cuerpo para permitir la eficacia de la confesión (cf. Foucault, 2004: 156). Si el pecador o moriens se acopla a un modelo establecido, la sentencia saldrá más rápida de los labios de su confesor, y así una vez más el moriens actúa como su modelo (se acoge a un guión de pecador, según las posibilidades prefijadas), para que el confesor le clasifique e imparta la medicina. Foucault (1998a; cf. Guiance, 1998: 55) se referirá en la primera parte de su Historia de la sexualidad a la voluntad de saber presente en la confesión, aunque en su demostración de cómo en el siglo XVIII el control del cuerpo pasa desde lo público y colectivo hacia la sombra (Foucault, 2004) no se ocupe de la naturaleza híbrida y transitoria de nuestra ceremonia (entre pública y privada), que en este sentido supone un cambio con respecto al más «espectacular» rito visigodo.27 Foucault (1998a: 141) considerará la confesión obligatoria periódica impuesta a los fieles en el concilio de Letrán, así como los métodos del asce-

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Según Foucault (2004: 36), a partir del siglo xvm el modelo corporal, coercitivo, solitario y secreto del poder de castigar sustituye al representativo, escénico, significante, público y colectivo. Para Sponsler, las lecturas del cuerpo medieval de Foucault, junto con la de Bajtin (1998) o Elias (1987a), «unfortunately derive their power from a misleading construction of the medieval period as a time when identity was unconflicted and notions of bodily decorum as well as social and political differentiation were lacking — a time when conduct was not yet grist for the mill of the civilizing machine» (Sponsler, 1997: 53). Foucault (1999e) destaca la humillación pública de la temprana penitencia cristiana (como comenté en el segundo capítulo) para establecer una comparación con el examen que de sí mismos llevan a cabo los estoicos, de carácter privado.

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tismo y el misticismo, desarrollados con intensidad desde el siglo xiv, como iniciadores de un método que regula el alma (y a través de ella el cuerpo) y la «voluntad de saber». Dentro de esta voluntad presente en la (semi)intimidad de la confesión, en el habitáculo cerrado, la cantidad de veces que se comete un pecado, así como el lugar y la forma en la que se realiza, se convierte en revelación fundamental, clave para un sistema de procesamiento penal que emplea un gran tiempo en la clasificación de los pecados (véase Bechtel, 1994: 278283, 293). En el Breve confessionario el clérigo debe conocer cuántas veces se cometió el pecado y si se hizo por costumbre o contra natura: «Quinto quantas vezes cometio aquel pecado, por que mas graue es dos vezes que vna vegada. Sesto en que manera peco si por la costumbre e modo natural e vsado o contra natura» (AM, 24r); «Jten si peco contra natura con ombre / o muger / o con bestia» (AM, 29v-30r).28 No obstante, se establecen todavía silencios que con el tiempo se irán desvelando: en el sínodo de Segovia de 1325 se dice que en la fornicación contra natura el clérigo no debe preguntar las maneras (Guiance, 1998: 55) y San Vicente Ferrer insiste en uno de sus sermones en que no se nombre a la pariente, cuñada o monja con la que se comete el pecado (Cátedra, 1994: 317; curiosamente sí pide que se dé el nombre de la iglesia en la que se fornicó «porque la ygleia sea desviolada, non nonbrando la mugier»: el lugar santo puede, pues, deshacer la transgresión, pero no así el cuerpo femenino). Las posiciones del cuerpo en el pasado (ese tiempo «otro» hacia el que «va en busca» la confesión: Zambrano, 2004: 30) han de ser descritas, aun así, con relativa precisión por el que las produjo, para ser interpretadas por el clérigo dentro de un teatro coercitivo donde se reproducen los actos de la vida de arriba a abajo (cf. Foucault, 2004: 255).29 A través de esta práctica verbal y gestual, de este discurso confesional, el poder llegará hasta las conductas más tenues e individuales (Foucault, 1998a: 19), sacará los secretos del individuo y del sexo al aire libre —el confesor pregunta, por ejemplo, al pecador-hombre si se ensució de día o de noche o si se acostó con su mujer «rezien parida»: AM, 29v, AM, 25r.30 Y, en la confesión general y última, este poder alimentará

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Sobre la homosexualidad considerada como pecado contra natura, véanse las argumentaciones de Boswell (1998: 33-47), que basa esta clasificación en diferentes concepciones históricas pseudorrealistas (34) e «idealistas» (36) de la naturaleza humana. Por ello Bechtel (1994: 246), al examinar las preguntas de los manuales de confesión, sugiere una suerte de ménage á trois a través de la existencia del clérigo que quiere saberlo todo. También Butler (2004: 165) se referirá al disfrute que puede implicar la verbalización de la sexualidad (disfrute del sexo o del discurso sobre ésta). Este tipo de interrogatorios era sancionado por los sermones; San Vicente Ferrer pide que se diga al confesor si la polución (ese ensuciarse del que habla el Breve confessionario) es voluntaria, por ejemplo, o si la sexualidad se ha ejercido por la fuerza (Cátedra, 1994: 317).

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su fuerza por el terror a la condenación, la presión de la verdad que se hace cada vez mayor. Como diría Baudrillard y señalamos ya en el primer capítulo, entre la dualidad de la vida y la muerte, en el postrero acto del «drama» de la vida, se instala el poder, «sur cette barrière de la mort. Il s'alimentera ensuite d'autres séparations ramifiées à l'infini: celle de l'âme et du corps, du masculin et du féminin, du bien et du mal, etc., mais la séparation première, c'est celle de la vie et de la mort» (1976: 200-201). Según se recomienda en el Breve confessionario, es mejor «descubrir el pecado eneste mundo avn sacerdote, que ante todos enel otro mundo e conesto eternalmente ser condempnado» (AM, 23r). Hay que recordar que durante la confesión el examen de conciencia deja tras de sí un tipo de archivo, un archivo tenue y minucioso que se constituye al ras de los cuerpos y los días, una red de documentos y de escritura del pasado que capta e inmoviliza a las personas (cf. Foucault, 2004: 193-194). El examen es el procedimiento por el cual el poder, en lugar de marcar a los sometidos, los mantiene en un constante mecanismo de objetivación, haciéndolos objeto de escrutinio al tiempo que, como veremos, los convierte en figuras individuales (no originales); «a medida que el poder se vuelve más anónimo y más funcional, aquellos sobre los que se ejerce tienden a estar más fuertemente individualizados», dirá Foucault (197). Y en ese proceso de individualización desarrollado durante el examen de la conciencia (que exige la socialización de la culpa), se «internaliza» el dominio de uno mismo, el autocontrol predicado por el confesor (cf. Thomas, 2003: 128). El sistema de vigilancia continua que pide la confesión señala al cuerpo como lugar de los excesos (el pecado deja marcas en el cuerpo: a los religiosos, por ejemplo, les «infesta» la tentación de vanagloria: AM, 14r). En el Breve confessionario se pide la confesión de los «sentidos naturales desu cuerpo» (AM, 28r), lo que implica una disección de y en todos los sentidos. Primero, se debe hablar del pecado que entra por la vista, cuando uno mira con deleitación «non deuida» o con indignación (AM, 28v); segundo, pide el tratado la confesión del oído, que puede escuchar malas palabras o deshonestas (el pecador será también así culpable de prestar oído al demonio); tercero, se solicita la confesión del olfato de «la nariz», que se deleita en especias o en rosas; cuarto, del gusto, cuando uno disfruta de las viandas o bebiendo (AM, 28v). Quinto confiesse se del tacto, el qual se faze en todas las partes del cuerpo, mayormente los miembros proprios non licitamente tocando, a ombres / o mugeres abraçando / o non deuidamente besando, dende confiesse se déla cogitacion e pensamiento e ymaginacion. que se faze enel celebro / o enel coraçon pensando e ymaginando pensamientos malos muchos e diuersos. Dende confiesse se déla boca

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por la qual peco fablando muchas vezes contra dios jurando e mal regraciando ael e alos proximos e alos otros mal infamando dende confiesse se de sus pies con los quales se fue a lugares deshonestos e defendidos, assi como a las puterías tabernas et tomeamentos. 31 (AM, 28v-29r)

Este control, tan plástico, sobre todos los sentidos también lo muestran los sermones de San Vicente Ferrer, que enfatizan la concepción del cuerpo desde su lado animal (hay numerosas comparaciones con las bestias y atribuciones del adjetivo «sucio» a los pecados carnales: véase Cátedra, 1994: 314, 367, 447, 509, 531, 583, 587). Y esta vigilancia ayuda a la consecución de la sociedad disciplinaria, con su particular relato de la individualidad. La confesión fabrica así una tecnología específica de poder con la disciplina como principal elemento de control, y su realidad está marcada por los rituales de la verdad, que tienen prioridad sobre los ritos de exclusión o rechazo (véase Foucault, 2004: 198). No obstante, la voluntad de saber también alcanza al pecador, no sólo por su aprendizaje de las normas y el guión (que desarrollaré en el siguiente epígrafe), sino porque el poder se desliza siempre en todas direcciones: con su saber sobre las respuestas precisas, que enseña el Breve confessionario, el penitente puede ejercer el arte de la persuasión y convencer al testigo-confesor mediante la técnica del arrepentimiento —hollado sobre el cuerpo gesticulador—, mediante la pose. El pecador y el confesor son elementos partícipes del poder, que se ejerce irremisiblemente en nombre de una verdad prefijada. Si, según Foucault (2004: 258), la técnica penitenciaria y el hombre delincuente son en cierto modo hermanos gemelos, también, en nuestro caso, podemos decir que la doctrina de la confesión y el pecador que la reconstruye muestran esa relación de interdependencia en la que una realidad produce otra y viceversa.32 Para Foucault, el poder no se concibe como propiedad sino como estrategia, y los efectos de dominación se atribuyen a maniobras; el poder se ejerce más que se posee, no es el privilegio adquirido o conservado

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Cf. Libro de miseria de omne, 119, estrofa 444: «Escripto es que los miembros del ombre han de lazrar: / lengua, manos e pies e ojos que mal quisieron obrar, / segund sus merecimientos assi avrán de penar, / de Dios es dada sentencia, non lo podrás escusar». Véase también Butler (2004: 167) sobre la mutua necesidad o el parecido entre penitente y confesor. Cuando esta investigadora estudia el caso de la confesión de Antígona a Creón en la obra de Sófocles, observa: «she speaks to him and in front of him, so he becomes the intended audience of her confession, the one to whom it is intended, the one who must receive it. [...] Is she, through her confession, binding herself to him more tightly?». Cf. Foucault, 1999e: 472.

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de la clase dominante sino el efecto conjunto de las posiciones estratégicas (33). De modo que, de acuerdo con una concepción foucaltiana, el sistema de vigilancia no es opresión Dios-Iglesia-hombre sino colaboración mutua, sujeción. La figura del pecador, como veremos, emerge como creación del sistema por medio de los gestos con los que cumple su función (el efecto del poder le presenta dominado). Si el confesor y el pecador colaboran durante la ceremonia en una interdependencia mutua es porque por encima de ellos circula el discurso que, «lejos de ser ese elemento transparente o neutro en el que la sexualidad se desarma y la política se pacifica», es más bien «uno de esos lugares en que se ejercen, de manera privilegiada, algunos de sus más temibles poderes» (Foucault, 1999c: 15). Y es que el discurso es el que distribuye el poder, de ahí que no traduzca simplemente las luchas o los sistemas de dominación, sino que se constituya en «aquello por lo que, y por medio de lo cual se lucha, aquel poder del que quiere uno adueñarse» (15). No se está en la verdad más que obedeciendo a las reglas de una «policía» discursiva que se debe reactivar en cada discurso, y esta policía será la disciplina, un principio de control de producción del discurso que fija sus límites con intención restrictiva y coactiva (38). El Breve confessionario muestra que el análisis de Foucault (2004) no vale sólo para los siglos xvm y xix. El momento histórico de la disciplina, en el que nace un arte del cuerpo humano (que no tiende al aumento de las habilidades, sino a la formación del vínculo que lo hace tanto más obediente cuanto más útil), es también el de la confesión. La disciplina que se emplea por el Estado en escuelas o en la cárcel para domesticar el cuerpo ya era utilizada por la doctrina (aunque con distintos matices) desde la obligatoriedad de la confesión —ir al Cielo obliga a ser obediente. En nuestro examen confesional encontramos la eminencia del detalle que luego sobrevive en los juicios penales o incluso en la ciencia del psicoanálisis. La observación minuciosa y la consideración de las pequeñas cosas para el control y el uso de los hombres se abre paso a través de la confesión en descripciones y recetas. También para la doctrina católica, la exactitud y la aplicación serán, junto con la regularidad, las virtudes fundamentales del tiempo disciplinario (cf. 141, 145, 155). Entonces se pone en juego un conjunto de coacciones, un grado de precisión en la descomposición de gestos y de movimientos que es otra manera de ajustar el cuerpo a unos imperativos temporales: desde la Iglesia se estipula el calendario de la reproducción y la sexualidad activa, de modo que ésta sea acosada no sólo en el espacio (por el control de los gestos) sino también en el tiempo (véase Le Goff/Truong, 2003: 39). De ahí que el sujeto de un Tratado de confesión inédito se pueda acusar, dentro del pecado de la lujuria, de haber tenido «acceso a mi muger dia de un0 témporas de ayuno o en quaresma o en

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alguna vigilia de ayuno o dia de fiesta o en otro dia que fazia la iglesia proccessiones o lyras puras» (cit. en Gómez Sierra, 2005: 184).33 El cuerpo se convierte así en blanco de los mecanismos de poder y se ofrece a nuevas formas de saber (el confesor recoge la revelación del interrogatorio): serán sus señales de contrición (actos performativos realizados en imitación del modelo) los que permitan juzgar y mostrar su verdad, en ese gesto y relatar en el que se mezclan la biografía y el juicio. El cuerpo se somete a un campo de visibilidad inscribiendo sobre sí la relación de poder en la cual juega dos papeles, de sometedor y de sometido (cf. Foucault, 2004: 206).34 El confesor será quien ilumine la carne pecadora para interpretar sus huellas y sacar el archivo oculto, pues, en palabras de Foucault (1999b: 7), la «permanencia de la verdad en el núcleo sombrío de las cosas está paradójicamente ligada a este poder soberano de la mirada empírica que hace de su noche día». Resumiendo, pues, durante el discurso confesional el cuerpo no sólo se verá inmerso en un campo político (la Iglesia, por ejemplo, buscando fortificarse), sino que también será investido de unas relaciones de poder que le cercan, lo marcan, le someten, exigen unas ceremonias y unos signos de los que será presa inmediata (cf. Foucault, 2004: 32). El alma, que habita el cuerpo y lo conduce a la existencia, contribuirá a su dominio, aunque Foucault, cuando relate su entrada en la escena de la justicia penal y su inserción en la práctica judicial, no se ocupe de su protagonismo en el examen de conciencia que se lleva a cabo en toda confesión cristiana (cf. 30). Si trasladamos al moriens las palabras que Foucault dedica al condenado, veremos que son perfectamente reversibles; el mismo investigador reconoce que la ceremonia penal tiene la eficacia de una prolongada confesión pública. Durante la confesión, como el condenado a muerte, el pecador/moriens, que ya nada tiene que perder, publica su crimen y anuncia la justicia del castigo, ganando los últimos instantes para la verdad de la doctrina. Los suplicios se hacen simbólicos (la penitencia, en nuestro caso), y la justicia obliga a repetir el crimen publicándolo (verbalizándolo) en su verdad y anudándolo al culpable. La agonía en público y la confesión se hacen así punto de confluencia 33

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Asimismo, este representante del pecador se acusará de haber mantenido relaciones sexuales con bestias, y con mujeres viudas, vírgenes, monjas, familiares, ancianas; de tener poluciones; de fornicar engañando; en ayunas y después de comer; en día de fiestas y en la iglesia; de hacerlo desnudo; con mujeres feas y guapas. Todas estas asunciones del pecador reflejan las posibles «desviaciones» de la norma; véase Gómez Sierra (2005: 184), quien recoge este documento del ms. R.M 47 de la Real Academia Española. Paul Julian Smith, siguiendo a Foucault, ilustra ese juego circular de la represión en Adela, sujeto y objeto del mismo en La casa de Bernarda Alba de García Lorca (véase Smith, 1989: 105-137).

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entre el juicio de los hombres y el de Dios (Foucault, 2004: 49-51; cf. Sanmartín Bastida, 2005: 118-119). Como en el caso del criminal a quien condena la ley pública, el pecador al que hay que corregir debe estar enteramente envuelto, durante la gestión de la pena, en el poder que se ejerce sobre él (Foucault, 2004: 134). La técnica de coerción pone en acción procedimientos de sometimiento del cuerpo que dejan rastros plasmados como hábitos de comportamiento (136), a través de preguntas que se ocupan de la conducta cotidiana del cuerpo, de su identidad y su actividad, que se afinan y se adaptan al sujeto, como sucedía en el caso de los escrúpulos del príncipe don Juan (cf. 82). Finalmente, me gustaría volver a la Historia de la sexualidad de Foucault. Este investigador señala en su primer volumen cómo el hombre occidental está apegado a la tarea de decirlo todo sobre su sexo desde el siglo xvm, cuando se intensifica la incitación política, económica y técnica a hablar sobre el sexo (1998a: 26). Pero esta incitación acosadora tiene una de sus raíces en la confesión cristiana, después de que la época clásica ponga en circulación el discurso del sexo. La diferencia con los siglos xvhi-xxi es que las sociedades modernas hacen valer el sexo dándole el relieve del secreto, y que el placer es considerado en relación consigo mismo, en su intensidad y calidad.35 Mas ya desde el siglo xv el sexo se constituye en apuesta en el juego de la verdad, y así se describe y se verbaliza al ser colocado «bajo el régimen sin desfallecimiento de la confesión» (77). La sola enunciación produce en quien la articula modificaciones intrínsecas, «lo torna inocente, lo redime, lo purifica, lo descarga de sus faltas, lo libera, le promete la salvación» (78). Quizás esto influya en que más tarde, cuando la confesión se convierta en un signo y la sexualidad en algo que debe interpretarse, se hagan funcionar los procedimientos confesionales en la formación del discurso científico (84), un discurso que transporta y produce poder. En los volúmenes segundo y tercero de su Historia de la sexualidad, Foucault (1998b, 1998c) prueba que lo que se ha llamado «represión» del sexo es anterior a la era medieval. Desde la época clásica se desarrolla el arte de la existencia de uno mismo, acompañado de la problematización del ser y del sexo.36 Y comien-

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En el volumen tercero de su historia de la sexualidad, Foucault (1998c) explica el sueño de Artemidoro del siglo II d. C., y observa cómo, más que el cuerpo mismo con sus diferentes partes, más que el placer con sus cualidades e intensidades, el acto de penetración aparece como calificador de los actos sexuales, con sus variantes de posición y sus dos polos de actividad y de pasividad (31). Foucault muestra en el volumen segundo el inicio de esta problematización en los griegos, así como «los préstamos directos y las continuidades muy estrechas que pueden

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za una vigilancia que veremos reflejada en el pecador de siglos más tarde (y que enseguida desarrollaré), un refinamiento en las artes de vivir y, lo vamos comprobando, de morir confesando.

La emergencia y el reconocimiento del p e c a d o r mis obras torpes e males confiesso, triste gimiendo, e, los mis pechos firiendo, diré quántas son e quáles. [...] Mi sobervia, mi cobdi?ia, yra e gula non te niego, pereza, lasíivo fuego, invidia e toda malicia. (López de Mendoza, 1988: 361, 362) Cuando en el año 1215 el IV concilio de Letrán impuso la confesión auricular obligatoria una vez al año a los fieles, esta decisión institucional produjo un cambio significativo no sólo en la práctica y en el ritual de la Iglesia medieval sino, de manera más general, en la representación de la conciencia propia. Le Goff/Truong (2003: 135) señalan que el concilio agudizó la individualización de la muerte (el cambio se inició a finales del xn y principios del xm, según estos historiadores) con los métodos exigidos por la confesión: el examen de conciencia y la introspección. 37 Los manuales vernaculares de confe-

comprobarse entre las primeras doctrinas cristianas y la filosofía moral de la Antigüedad» (1998b: 17). En el tercero, se ocupará de textos de los dos primeros siglos del cristianismo: de los médicos que se inquietan por los efectos de la práctica sexual y recomiendan la abstención, y de algunos filósofos que critican el sexo fuera del matrimonio. Dentro de un régimen reproductor, toda esta filosofía pagana considera el acto sexual peligroso, difícil de dominar y costoso, y presta atención a las consecuencias perturbadoras que puede tener en el cuerpo. Esto no quiere decir que estos elementos de la confesión no existieran con anterioridad, pero la fórmula confesional tenía distinto planteamiento (aparte de no poseer el carácter obligatorio que luego adquiere): la larga confesión de San Agustín, que incluye la conversión y el perdón, es difícil de acomodar a la práctica confesional de finales del Medievo (véase Root, 1990: 2). Aunque sus Confesiones hayan sido consideradas el momento fundador de un sujeto introspectivo y autobiográfico en la tradición occidental (debido, según Root, a una lectura posromántica), no se las puede tomar como texto fundacional del sujeto confesional: faltan el marco codificado institucional del recuento de los pecados y la

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sión desde los siglos xm al xv establecieron un «espacio» para hablar a la población laica que se corresponde con el espacio de emergencia del sujeto; es decir, delinearon un modelo de escrutinio y una fórmula de autorrepresentación desde la cual el individuo penitente se reconocerá a sí mismo. Para el fiel, colocarse en el espacio designado por el manual significaba el camino hacia la gracia. Una vez aprendidos el lenguaje, las reglas y la autorrepresentación que propicia la confesión, los procedimientos no se dejan a la puerta de la iglesia, sino que continúan formando un molde válido para la vida diaria y la capacidad introspectiva del fiel. La preocupación institucional por la salvación tuvo así una repercusión importante más allá de la Iglesia y su ritual, pues puso a disposición del pecador un lenguaje técnico y una construcción cultural de su imagen, nueva forma de identidad que resultará de la práctica de la confesión. Por ello Jerry Root (1997: 2) señala que «The Church's massive effort to make confession uniform and widespread can also be read as a sermón on self-representation». Para Sponsler (1997: 72), «This process of the internalization of codes of behavior and instruction in self-discipline produced subjects who were intensely self-conscious about their behaviors», y Thomas (2003: 101) observa que los controles sociales se anclan en lo más profundo de las personas gracias al sentimiento de culpabilidad, que en este caso produce el exhaustivo reconocimiento de la confesión. Es decir, los pecadores asimilan las estrategias que envuelven el discurso confesional, y éste se convierte así en el lenguaje privilegiado para el conocimiento propio; al tiempo que se enseña al ciudadano a gobernar su cuerpo, como vimos, también al pecador se le conminará a lavar la mancha de su pecado mediante la contrición y el deseo de renovarse (Ariés/Duby, 2001: 531). Binski (1996: 37) señala la importancia del hecho de que el individuo se pudiera librar de las penas del Purgatorio en la cama, antes de morir, si optaba por la penitencia.38 Esta decisión de carácter propio y libre aumentaba la relevancia de la figura individualizada del pecador y la personalización del proceso de confesión y satisfacción. La confesión privada cobra así más valor que la penitencia comunitaria y la Iglesia adquiere mayor autoridad porque en sus

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técnica para realizarlo. «Whereas Augustine searches his own past experiences for signs of God's intention, medieval penitents will be required to scrutinize their own intentions according to the convenient grids of the manuals» (1997: 7). Esto hace que Root se replantee el lugar de San Agustín en la autobiografía occidental —aunque cabría preguntarse por qué hace falta una técnica confesional para que se dé la autobiografía. Esta posibilidad liberadora de la penitencia se extiende en el Bajomedievo a la redacción de los testamentos, que se transforman en género textual desde el siglo xiv (véase el capitulo anterior).

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manos está el perdonar la ofensa o retenerla, es decir, salvar el alma. Se forma entonces una nueva psicología: la del pecado y el pecador, y los pecados y sus remedios se convierten en susceptibles de clasificación y descripción sistemática, en definitiva, en un saber que permite la salvación.39 El Breve confessionario nos muestra que el conocimiento es poder: los laicos necesitaban adquirir un saber básico sobre los diez mandamientos, los pecados mortales y capitales, los actos de piedad, los sacramentos, etcétera, que en nuestro texto se describen con minuciosidad morosa (véanse las explicaciones que se dan al confesor y al laico sobre clasificaciones de votos y juramentos, cuáles son los de guardar y cuáles de reprobar o no válidos: AM, 25v-26v). Con este sistema de conocimiento categorizado, «frequently explicated by mnemonically clear numerical and diagrammatic structures in literature and images» (Binski, 1996: 37), el cristiano podía tener una idea de cuál iba a ser el destino de su alma, aunque no le tocara el papel de juez. Por otro lado, el conocimiento también es poder para el clérigo en cuanto a la vigilancia y el control que le permite sobre la vida privada de los fieles, de quienes exigirá conocer los pormenores de su actividad diaria: a finales del Medievo, el objeto de examen se expande a los detalles de la experiencia cotidiana y la memoria se atreve a conservar así «las huellas de lo inútil y lo indigno» (Ariès/Duby, 2001: 569). La autorrepresentación del pecador o su re-conocimiento (el hombre se conocía a sí mismo antes del cristianismo, pero de distinto modo) conllevó una alteración que se plasma en el arte tardomedieval y en el campo de las letras europeas, cuando el pecador emerge como distintivo carácter literario o tipo psicológico (caso de Juan Ruiz, Geoffrey Chaucer o François Villon). Más que cualquier otra forma narrativa, «la confesión incita a la escenificación del individuo como protagonista de una aventura espiritual» (Ariès/Duby, 2001: 558), ya que, según Root (1997: 13): «Confession makes possible the représentation of a new kind of literary subject —indeed, more broadly speaking, it makes pos39

La sistematización del pecado aumenta en el Bajomedievo, pero, de nuevo, eso no quiere decir que no se diera antes, como prueban los manuales penitenciales celtas. Del siglo vi al vin encontramos listas de pecados con sus penitencias correspondientes, para uso de los clérigos. Braswell (1983: 21) advierte que estos manuales muestran ya el intento de adaptar la pena al pecador y toman en consideración el motivo tras la falta; examinan asimismo el tiempo que permanece el pecador en su pecado, cuánta pasión muestra, y si llora su delito. El detallismo en la técnica confesional estaba presente, pues, antes de que la confesión se hiciera obligatoria, pero estos manuales celtas tuvieron menos éxito no sólo por ser el analfabetismo mayor que en la Baja Edad Media sino también por la naturaleza voluntaria de la confesión. Sobre la larga historia de la clasificación de los pecados en estos siglos, que acabó finalmente con la división entre mortales y veniales, cuya importancia resaltó el iv concilio de Letrán, véase Delumeau (1983: 215-218).

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sible and feasible the very notion of self-representation». Dentro de un nuevo concepto de personaje, la naturaleza del sujeto literario tendrá ahora que ver principalmente con la transformación llevada a cabo por la penitencia (Binski, 1996: 37; Root, 1997: 2). Braswell muestra cómo la confesión influye en la manera en que la literatura inglesa del siglo xiv presenta a sus personajes: «Certain ideas recur with regularity, such as emphasis on the contrition and humility of the penitent, detailing of degrees of sinfulness, and investigation of circumstances surrounding the sin» (1983: 16). Varios autores revelan a través de mecanismos confesionales los estados mentales del pecador; su entendimiento de la penitencia les permite crear caracteres poseídos de considerable profundidad y complejidad, «the ideas and idiom of the confessional manuals supplied them with guidelines for fashioning the personalities of the fictional sinners and the confessors (or lawmen) who draw their sins from them» (16). Y aunque se dé una cohesión entre autores y protagonistas, el sello personal del escritor hace a cada pecador único: la literatura refleja así la compleja naturaleza de la culpa, individualizadora y tipifícadora a un mismo tiempo. El pecador, en su introspección, re-conoce la posesión de su vida y sus responsabilidades, en este caso de los pecados, como se aprecia en la cita del Marqués de Santillana que encabeza este epígrafe, con esa repetición individualizadora de los artículos posesivos (mi, mi) —Santillana aquí asume la voz de otro, nuevo ejercicio de ventrilocuismo en el que el difunto es Alvaro de Luna.40 Chaucer, en «The Parson's Tale», demuestra que la biografía del pecador se cuenta principalmente por la aritmética de sus pecados y que por medio de la repetición de los malos actos los buenos se pueden prácticamente disipar: el pecado pesa más que la acción bondadosa, especialmente si aquél es repetido y de categoría importante. De modo que la creación de la «biografía» del pecador, por la cual se construye el individuo, está constituida por una economía productiva en la que unos actos anulan a los otros, economía que teje la mentalidad de la culpa y el saldar de las deudas: si se cometen nuevos pecados, las buenas acciones se borran y es preciso recurrir a nuevas que purguen el mal acometido. The fourth point that ought to cause a man to feel contrition is the unhappy memory of the good that he has left here on earth; also the good that he has lost. Truly, the good deeds that he has left are either those that he wrought before he fell into mortal sin, or the good deeds he did while he lived in sin. Indeed the deeds he did before he fell into sin have been all deadened and stultified and rendered null and void by the repeated sinning. The other good deeds, which he wrought while he lay in mortal sin, they are utterly dead as to the effect they might have had on his life 40

En este sentido, Butler sugiere que el pecado se convierte durante la confesión en la posesión del pecador (2004: 167).

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everlasting in Heaven. And then the same good deeds that have been rendered null by repeated sinning, which good works he wrought while he stood in a state of grace, shall never quicken again without an utter penitence. [...] for all the good works that he has wrought shall never be held in memory, for he shall die in his sin. (Chaucer, 2004: 484)

Root (1990, 1997) propone realizar una reconstrucción del discurso que hace posible que aparezca esta conciencia del pecador. Y focaliza para ello las condiciones de posibilidad del sujeto, el espacio en el que emerge y las regulaciones que lo limitan y autorizan. Para los manuales penitenciales lo importante es describir las coordenadas que convierten al individuo en legítimo sujeto de confesión: un tiempo, un lugar, y la habilidad de relatar; un espacio que es la oportunidad para hablar, pero también unos límites de lo que puede ser dicho durante la confesión en ese espacio. Esta práctica discursiva que opera con uniforme unanimidad sobre todos los fíeles se encuentra, además de en los manuales de confesión, en sumas de confesores, tratados penitenciales y sermones. En estos textos se crea un espacio que se acomoda a la imperfección de la experiencia cotidiana, un espacio lleno de voces, lenguajes e intenciones que rompe con la resistencia de los hombres a publicar su privacidad y domesticidad, resistencia que en el discurso misógino era transgredida por las mujeres (véase Root, 1997: 116).4' El pecador, como el consumidor de los libros de horas, se ve envuelto continuamente en un «ongoing process of self-creation» (Sponsler, 1997: 134) privilegiado por el discurso de la confesión, una técnica de conocimiento que la Iglesia fomenta. From the moment that confession becomes frequent and obligatory, it also becomes something that one must be able to reproduce. Quite contrary to modern assumptions about confession as spontaneous and sincere overflow, medieval confession is a craft, a skill that can and must be learned. Confessional practice makes available to both simple and learned a technique of self-production. (Root, 1997: 3)

Root (1990, 1997) muestra cómo la confesión puede hacerse otra forma de poder en «The Tale of the Wife of Bath» (Chaucer, 2004: 268-298). En esta historia la mujer transforma el secreto de su marido, que sólo ella y Dios saben, en conocimiento público; para Root, la mujer, como poseedora del secreto privado (en principio sólo destinado al cura), está usurpando el papel y el poder del clérigo. Véanse, por otro lado, las advertencias del Arcipreste de Talavera sobre la falta de discreción de las mujeres, advertencias que denotan un deseo de privacidad por parte del género masculino (Martínez de Toledo, 1998: 154-156, 194-196).

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Root (1990, 1997), quien, buscando rellenar la laguna entre Agustín, Montaigne, Descartes y Rousseau en lo que respecta a la historia de la autobiografía y el sujeto moderno, estudia algunos personajes literarios medievales en su relación con la práctica confesional (en las obras de tres grandes autores del siglo xiv: G. Chaucer, Guillaume de Machaut y el Arcipreste de Hita), enseña las formas en que las reglas y regulaciones de la confesión sirven para la producción de caracteres de ficción.42 Pero anteriormente hubo tempranos desarrollos del discurso confesional, privado y auricular que desembocan en la autorrepresentación: Pedro Abelardo anuncia ya en sus textos un nuevo énfasis en la codificación de las disposiciones internas. Las nociones claves de su Etica (intención, consentimiento y autoconocimiento) se convertirán en lugares comunes de los manuales de confesión, y los procesos internos de pecado y justificación que se anuncian en sus estudios se ven plasmados en su biografía Historia calamitatum,43 Nace así un nuevo héroe que, «unlike the saints and the questers for the Holy Grail, [...] is concerned with matters of this world and those things which are forbidden to him» (Braswell, 1983: 12). Más preocupado por su pasado que por sus futuras actividades, el pecador, tras el IV concilio de Letrán y especialmente en el siglo xv (cuando su salvación se decide durante su muerte), se vuelve dudoso y escrupuloso en el sistemático interrogatorio (sobre la maladie del escrúpulo, véase Delumeau, 1983: 350-358). Así se observa en la muerte del príncipe don Juan, según nos cuenta en el tratado de su fallecimiento 42

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Root no busca en su trabajo antecedentes o contextos literarios, históricos o teológicos. Opta por una lectura deconstructiva, ahistórica y retórica de los textos y, a partir de ahi, demuestra cómo Juan Ruiz en el Libro de buen amor se presenta como alumno al que se destinan los manuales de confesión y que está deseando transformarse con ayuda de las reglas (cf. Gómez Redondo, 1999: 1863). La discrepancia entre la narración prescriptiva de los manuales y los resultados vivenciales es lo que produce efectos hilarantes. La autorrepresentación del Arcipreste evidencia el miedo mayor de quienes fabrican los manuales: que se use la lengua de la confesión para que el individuo cree una fábula de sí mismo, una historia del pecado que se desea poner en práctica pero que sólo se puede articular hablando como en penitencia (la confesión como medio de verbalizar lo prohibido, función que también vimos cumplía el demonio), es decir, que el discurso penitencial sea empleado fuera del mundo sacramental. Los términos intentio, discretio, inquisitio o consensus expresan el cambio hacia una interiorización de la vida moral, frente a la objetividad y exterioridad de la ley de la Alta Edad Media. Según Schmitt (2001: 251), las proposiciones de Abelardo encontraron resistencias por parte de la Iglesia por sostener que bastaba el arrepentimiento interior para granjearse la absolución, y así ésta «se trouve donc subordonnée à l'attitude du pécheur, qui dépossède l'Église d'une partie du 'pouvoir des clefs'». Quizá para contrarrestar esta autonomía del pecador la Iglesia, como veremos en el siguiente epígrafe, exigirá a sus fieles la exhaustiva verbalización de su examen interior.

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Alonso Ortiz; don Juan siente escrúpulos al sentir deseo por su esposa, como hemos visto en el capítulo anterior, y también por los pecados olvidados: Item requiría a menudo, demandando consejo al confessor para alimpiar las manzillas de su conspiencia y para se acordar de los pecados olvidados, por aplacar a Dios más limpiamente con el sacrificipio [¿sic?] de su corazón contrito, y se allegarse más limpio a la Eucaristía. (Alcalá/Sanz, 1999: 347)

Estos escrúpulos muestran un proceso de interiorización de la culpa y la búsqueda de la higiene del cuerpo aplicada ahora al alma. Y esto sucede en un proceso que, como en el Ars moriendi, se dirige principalmente a la figura del laico, quien se apropia de un cuerpo de conocimientos y de procedimientos que responden a la tendencia tardomedieval de formalizar los comportamientos (el Arte se relaciona, como dije en el segundo epígrafe, con una suerte de literatura doméstica y de aviso que regula las prácticas mundanas y de la corte; véase Binski, 1996: 39,41). Lo interesante es que en este tipo de literatura, y en concreto en nuestro Breve confessionario, se puede ver cómo, más allá de las consideraciones teológicas, las prescripciones detalladas expresan el deseo de un cambio moral interior, la instalación de un proceso de reconstrucción del carácter que implica la corrección de los defectos personales —se parte siempre de la imperfección— y la «reintegración» de la personalidad (véase Braswell [1983: 22] sobre los manuales celtas). Al ser corregido en sus defectos, al pecador se le conmina a ser humilde y más pasivo, y a abandonar su batalla personal, privada y egoísta; su personalidad individual es insertada así en una tipología —la ambivalencia entre individuo y tipo que implica toda clasificación, y a la que ya me he referido con respecto a la culpa.44 Se trata, según Fernández de Minaya, de que la conciencia del sujeto se convierta, una vez más, en «espejo» del alma.45 Braswell (1983: 20-21) señala cómo anteriormente la Iglesia se concentraba más en la apariencia externa de pena o arrepentimiento que en los cambios internos que pudieran haber ocurrido como consecuencia del pecado (ya hemos

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La propia Braswell se mueve en esa dicotomía ambigua, pues por un lado señala que desde el siglo xn el sujeto es más un «tipo» que un individuo (1983: 13) y, por otro, subraya la individualización del pecador que produce el detallismo exigido en la motivación del pecado (21). «Espejo del ánima es la conciencia buena, clara, derecha, aguda, discretamente ordenada segund la voluntad de Dios generalmente e especialmente. Ca, quando todas estas condiciones son en la conciencia, entonce es el espejo clara del ánima» (1964a: 241). Véase, para esta noción de la conciencia como «espejo del alma», Gómez Redondo (2002: 3003-3006).

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hablado del rito visigodo o celta, y de la exomológesis), pero esta actitud se ve modificada un tanto cuando la penitencia se cumple con más frecuencia y con un énfasis mayor en los motivos y circunstancias del individuo pecador, y cuando los actos de la penitencia se realizan privadamente —yo diría más privadamente: la publicidad, aunque entre dos personas, continúa, y la gestualidad sigue teniendo un papel ftindamental en el discernimiento del arrepentimiento por parte del oficiante.46 El Tratado breve de la penitencia de Fernández de Minaya (1964b) ilustra bien esta conjunción de elementos en el sistema penitencial: aunque se dé ahora más importancia al cambio interior y a las circunstancias que rodean el pecado, no deja de tener relevancia la apariencia externa. El autor divide la penitencia en tres partes: contrición, para la que pide señales en el rostro (de «vergüeña»), abundancia de lágrimas, postura humilde, aparejamiento de obediencia, etcétera (265; una vez más, el teatro del arrepentimiento); confesión, para la que se deben decir todos los remordimientos y faltas, «con sus circunstancias, segund es e la intención que le movió a pecar», y callar pecados o nombres ajenos (266); y satisfacción, cuyas señales son más ambiguas porque «Dios solo sabe quánta pena es devida», aunque es un buen signo sentir «en sí muertas las delectaciones de las pasiones» (266).47 El cambio interior expresará el desarrollo espiritual del penitente, y cobra forma en manuales de confesión y en procesos mentales plasmados por debates escolásticos. Las palabras «culpa», «vergüenza», «absolución», «arrepentimiento», «confesión», «intención» muestran el mundo nuevo que trae el confesionario, tanto como las preguntas «qué», «dónde», «cómo», «por qué».48 Un universo de interrogaciones entra en juego y se internalizan los procedimientos de la cultura de la culpa, que se desarrolla en la era del individualismo y de la imagen macabra, del reconocimiento de uno mismo en el espejo, de la biografía última desde el lecho (cf. Binski, 1996: 131). 46

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Los manuales enfatizan la importancia de la privacidad pero dudan en definirla (véase Root, 1997). Dependiendo de la perspectiva, se podría considerar el recuento de los pecados en la confesión como acto privado o público; aunque la privatización sea mayor que en siglos anteriores, considero que el proceso tiene aún carácter público debido a la publicidad que se hace del pecado ante el Otro. Sobre los tratados penitenciales en lengua castellana, de los que una muestra fundamental y temprana se encuentra en el ms. 77 de la Biblioteca Menéndez y Pelayo, véase Gómez Redondo (1999: 1861-1866). Para el tratado de Fernández de Minaya, véase Gómez Redondo (2002: 3006-3008). Un mundo de interrogaciones que, cuando no existe, se echa en falta. Tal es el caso de la reacción de Pleberio tras la muerte de Melibea, pues no busca la culpa ni los porqués; para una discusión del planto de Pleberio, véase lo que recojo y opino en Sanmartín Bastida (2005: 115-117).

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Las palabras y la verdad «It is the only thing I care about, conversation. [...] And are you serious?» «Don't ask me.» «Then talk until you become so. [...] Words are deeds.» (Forster, 1993: 32; cursiva del texto) 49

Podríamos servirnos de nuevo de las teorías de Foucault para discutir si la confesión forma la conciencia y la imagen que de sí mismo tiene el hombre del siglo xv, aquél a quien se dirige nuestro Breve confessionario. Hemos visto que la crítica ha señalado la coincidencia entre la intensificación de la práctica penitencial y el despertar de la conciencia o «descubrimiento» del individuo, que se plasma en un mayor sentido de responsabilidad moral o individual. Seguramente para Foucault, que no pudo llegar a ocuparse de los manuales de confesión, no se trataría de un «despertar».50 De hecho, su tratamiento de la confesión en el primer volumen de su Historia de la sexualidad cambia el objeto de la investigación: más que el «despertar» del soi, le interesan las prácticas discursivas que lo hacen posible. Para este filósofo, el discurso de la confesión constituye una formación de la conciencia, una formación que tiene más que ver con un «entrampamiento» del sujeto que con su despertar o liberación. Y es que su planteamiento de la «arqueología» del conocimiento asume que las reglas de la práctica discursiva pueden ellas solas formar el individuo (Foucault, 1979; véase Root, 1997: 8). Al sujeto se le entrampa no sólo porque es el objeto de una individualización coercitiva, en el sentido de que se auspicia su ruptura con toda relación que no esté controlada por el poder u ordenada según la jerarquía (Foucault, 2004: 242), sino porque el discurso es el que le hace ser. Y con la llegada de la confesión obligatoria, el hombre occidental se convierte en una suerte de animal confesional. La literatura, como ya he señalado, deja de centrarse entonces en la narración heroica o maravillosa de pruebas de valentía o de santidad y comienza la tarea interminable de extraer de las profundidades de uno mismo esa verdad que la confesión sostiene como imagen brillante (véase

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Este fragmento pertenece a la novela Maurice; las palabras del personaje Risley reivindicando el valor gratuito del habla parecen un eco de Oscar Wilde. Foucault murió antes de terminar su libro sobre el cristianismo medieval y la confesión, que iba a constituir el último volumen de su Historia de la sexualidad y se iba a titular Les aveux de la chair. Aunque estaba prácticamente acabado, no se ha publicado el manuscrito (véase Carrette: 1999: 46-47).

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Foucault, 1998a: 75). La razón, como diría Foucault (1999c: 24), «puede que sea ésta: [...] en la voluntad de verdad, en la voluntad de decir ese discurso verdadero, ¿qué es por tanto lo que está en juego sino el deseo y el poder?». La nueva manera de filosofar que introduce Foucault en el estudio del pasado se basa principalmente en esos dos ejes: la distribución del poder (sobre la que ya hemos tratado) y la búsqueda de la relación fundamental con la verdad, «esa elección de la verdad en cuyo interior estamos prendidos pero que renovamos sin cesar» y que aparece cuando «el discurso eficaz, el discurso ritual» se ordena «poco a poco hacia una separación entre el discurso verdadero y el discurso falso», a partir de Sócrates y Platón (Foucault, 1999c: 61). Los saberes sistematizados por el hombre muestran siempre esa voluntad de verdad, «como si la palabra misma de la ley no pudiese estar autorizada en nuestra sociedad más que por el discurso de la verdad» (23).51 Un concepto de verdad que variará según las épocas, y que se relacionará con los imperativos que los distintos discursos impongan sobre su significado y sobre lo que se debe decir. Una voluntad de verdad «que ha atravesado tantos siglos de nuestra historia» y que ha establecido un sistema de exclusión de lo falso, históricamente constituido (18-19; recordemos el rechazo hacia los razonamientos «falsos» del demonio en nuestro texto). Para Foucault, uno de los principales problemas del ser humano es el conocimiento de sí mismo (desde Sócrates, la clave de la sabiduría en la sociedad occidental), que en la Baja Edad Media se muestra en el decir la verdad sobre uno mismo a los otros durante la confesión. Los manuales de confesión prestan una gran atención a aspectos de formación de la identidad como la intención, la sinceridad o la experiencia, pero, en los años tardomedievales, la confesión se hace además la única lengua adecuada para la verdad del sujeto; una verdad del corazón que sólo puede traducir esta práctica. De modo que la relación con la verdad se muestra en la forma de relatar los pecados y no tanto en otras formas de discurso, como el debatir sobre el amor en la corte o, por supuesto, la invención literaria (el mundo de la ficción-artificio).52 Y esta 51

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«Pienso igualmente de qué manera las prácticas económicas, codificadas como preceptos o recetas, eventualmente como moral, han pretendido desde el siglo xvi fundarse, racionalizarse y justificarse» (Foucault, 1999c: 23). Y para esta justificación será clave el discurso «verdadero» —ya he señalado que no se puede olvidar el papel de la actividad confesional anterior al siglo xvi. Dejo de lado en esta voluntad de verdad el mundo literario del artificio, de la retórica «engañosa». Desde la perspectiva de la ficción literaria (pero únicamente desde ésta), podrá decir Per Nykrog (1984: 447) que para el autor medieval «writing merely consists of aligning words on a page, that it is not the sincere confessions of a heart. He did not, normally, see it as his task to be a personal witness about Truth; he understood himself

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nueva suerte de relación se introduce con la confesión obligatoria a través de técnicas que construyen la biografía del pecador, cuando todavía la exigencia de verdad es anterior a la de sinceridad (cf. Zambrano, 2004: 19). 53 Las técnicas de dominación explican una cultura tanto c o m o las que tienen por objeto el conocimiento propio, las técnicas que Foucault llama de soi: técnicas que permiten al individuo un cierto número de operaciones sobre su cuerpo, sobre su alma, sobre su pensamiento, sobre su conducta, con el objeto de que se transforme por sus propios medios, se modifique y alcance un cierto estado de perfección, de felicidad, de pureza, de poder sobrenatural (Foucault, 1999a: 162). Para Foucault, no se puede concebir la cultura sin comprender su desarrollo dentro de las construcciones de la práctica religiosa, que ponen en marcha esa ética personal o de soi. Religion for Foucault was always part of a set force relations and discursive practices which order human life. Foucault's work thus present a reading of religion outside theological traditions and b e l i e f — a reading that does not position religion in some separate realm but inside a political struggle of knowledge-power. [...] He brings religion back into history and back into the immanent struggle of identity and subjectivity. [...] Foucault's work directly questions the separation between religion and culture by including it within his «analysis of the cultural facts» and later collapsing the division between religion and politics in an ethics of the self. (Carrette, 1999: 33) Esta «ethics o f the self» se estudiará tanto para la arqueología de la evolución discursiva del sujeto c o m o para el entendimiento de una cultura particular. I think that if one wants to analyse the genealogy of the subject in Western civilisation, one has to take into account not only techniques of domination but also techniques of the self. Let's say: one has to take into account the interaction between those two types of techniques —techniques of domination and techniques of the self. (Foucault, 1999a: 162)

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above all as a rhetorician, a conjurer with words, a craftsman». Cf. Camille (1996: 143), sobre el artista artesano y constructor de artificios. Independientemente de que Nykrog adopte una postura algo extrema (al artista también le puede interesar la «verdad»), no me refiero en este epígrafe al escritor de literatura del siglo xv, sino al «pecador», aunque el primero conforme también la imagen de éste. Zambrano explica que en los siglos xvi y xvn la verdad se hace relativa, dispersa. A la verdad se la hace estribar en las relaciones y luego en los hechos, de ahí su dispersión en el relativismo. «Y así, la exigencia de verdad vino a ser substituida por la exigencia de sinceridad, 'sinceridad' que hace referencia al individuo, y en el que se quiebra la verdad. Y dentro de esta sinceridad, de los descubridores del relativismo, cada vez cabía menos la verdad»; de ahí que se reforme la idea tradicional de la verdad (2004: 19).

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Para Foucault, las tecnologías de dominación que un individuo ejerce sobre otro recurren muchas veces a las que el individuo efectúa sobre sí mismo, y las técnicas de operación sobre uno mismo se integran a su vez dentro de estructuras de dominación o de coerción. De modo que el gobierno de las personas se inflinge no sólo ordenando, sino también produciendo un equilibrio entre las técnicas que aseguran la coerción y los procesos mediante los que el individuo se construye y se modifica a sí mismo. La tecnología que uno ejerce sobre sí mismo, que se dirige principalmente al descubrimiento, formulación y publicidad de la verdad propia, es tan fundamental como la obediencia para el gobierno de la sociedad, y muestra el funcionamiento de un texto prescriptivo, de un sistema de reglas que debe ser aplicado de manera práctica. En la confesión, el sistema político y penal se refleja como en un microcosmos durante el examen de conciencia y la purgación que se exige de cada uno.54 Se utilizan para ello unas técnicas que tratan de ofrecer lo que uno hace a la posible mirada del Otro, «escribirse» o actuarse (el modelo del moriens) de cara a un «lector» o «espectador» que interprete y construya a uno con su mirada; y se adquieren por el ejercicio (el arte) para implantar una vigilancia que participe del juego de la verdad, inscribiendo (fijando) las actividades mentales y corporales cotidianas (véase Foucault, 1999d: 290, 292; 1999e: 464). Pero la «verdad» no siempre será la misma, como muestra Foucault cuando explora qué técnicas de griegos y estoicos (especialmente de Séneca) pasaron al cristianismo (se ocupa principalmente de Casiano), y su evolución en el tránsito; si para el estoico clásico el hombre es «doctor espiritual» de su propia vida, para el cristiano este oficio de curar el alma lo realiza el confesor. Por otro lado, Séneca rememora los hechos (y no los pensamientos) para dilucidar si se han correspondido con los preceptos, pero sin buscar la culpa; más que un modelo jurídico emplea uno administrativo. Las posibles faltas son por eso de carácter estratégico, no moral como en el cristianismo, y de ahí que se las trate como «errores» (Foucault, 1999a: 165; 1999e: 458-59). El cristianismo obliga

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Sobre los paralelismos y mutuas influencias entre el sistema político y el religioso es muy iluminador el trabajo de Peter Brown (2000). Este investigador cree que en la creación y seguimiento de la doctrina del Purgatorio tuvo mucho que ver tanto la filosofía del perfeccionamiento personal que se inicia en la época clásica como el sistema jurídico vigente en Europa, que, con su estructura de abogados, contemplaba a veces la amnistía (en tanto el Purgatorio preconizaba una suerte de amnistía divina y buscaba la purgación del alma). Brown relaciona asi el sistema político con el modo de pensar el Juicio Final y la vida del Más Allá. Por ejemplo, en un país sin amnistía como Irlanda, Dios no muestra la misericordia final que sí aparece en otros países que disfrutaban de este sistema del último perdón.

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a creer y manifestar lo que se cree (en el Breve confessionario se piden actos de fe), a conocer y mostrar las faltas y las tentaciones a las que uno está expuesto y suceden en el interior, a ser testigo contra uno mismo con respecto a los pecados cometidos (Foucault, 1999a: 165, 170; 1999e: 459).55 La fe y el conocimiento de uno mismo son así obligaciones inseparables, y a través de estos dos elementos es posible purgar el pecado; el proceso se hace circular: es necesario estar purificado para tener acceso a la verdad de la fe, y alcanzar la luz de ésta requiere explorarse a uno mismo. De modo que las técnicas de la confesión y de la fe se encuentran indisolublemente unidas. Esta necesidad mutua implica complejas relaciones entre la individualidad, el discurso, la verdad y la coerción, que Foucault continúa iluminando con la comparación entre la filosofía cristiana y la antigua griega. Aunque la confesión y el examen propio se daban ya en la filosofía pagana, los griegos no tenían la obligación de publicitar la verdad sobre sí mismos. Además, la verbalización se daba más en la parte del maestro que en la del discípulo, en el sentido de que el maestro dictaba los preceptos que enseñaban a vivir y su objetivo era conseguir la autonomía final de aquél. En la religión cristiana, se pide una exhaustiva y verdadera presentación de uno mismo ante los ojos de un director todopoderoso, y por eso el precepto monástico obliga al fraile a verbalizar al guía espiritual todos los pensamientos, en una continua hermenéutica personal (Foucault, 1999a: 163-164; 1999e: 469-470). Por otro lado, en la Antigüedad el sujeto examinado era a un tiempo el juez y el acusado, a diferencia de lo que sucede con el cristianismo. Para el estoico no se trata de descubrir la realidad oculta en el sujeto, sino de que el sujeto la recuerde, y examine la distancia entre lo que uno hace y lo que debería hacer. La verdad se sitúa delante del individuo como un modo de atraerlo hacia sí y se obtiene desde una explicación retórica de lo que es bueno para aquél que quiere acercarse a la vida de un sabio; pero en el cristianismo la verdad (confesional) debe ser descubierta explorándose a uno mismo, se encuentra oculta en profundos pliegues, y conlleva una mayor individualización. Se produce entonces con el paso de los siglos un cambio en la organización de la necesidad de decir la verdad, en el papel del maestro y en el camino para que la interioridad emerja. En el cristianismo el soi (y su verdad) es algo que tiene que El Breve confessionario exige al fiel que se confiese de los artículos de la fe, especie de examen catequístico en el que el pecador debe demostrar si ha creído en la doctrina de la Iglesia (AM, 31 v). Se trata de otra forma de control por parte del poder pastoral: la Iglesia consigue así «permettre au confesseur de juger les connaissances religeuses des fidèles et lui donner l'occasion de catéchiser ceux-ci au cours de l'interrogatoire et du dialogue avec les pénitents» (Delumeau, 1983: 221); cf. Butler (2004), para una crítica de la vision de la confesión como método de control opresivo.

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ser descifrado, como si se tratase de un texto oscuro. Mientras que la importancia del juego de la verdad en la Antigüedad se basa en memorizar preceptos de conducta que se mantengan activos en el alma (el uso de la memoria y la retórica tienen más peso que la hermenéutica, como muestra Séneca; uno recuerda sus errores para facilitar la práctica mnemotécnica de la verdad), en el cristianismo se debe poner a la luz la parte oscura de uno mismo.56 La confesión trata de examinar el menor acto, de ejercer un control sobre todos los movimientos del pensamiento; cualquier idea en sí puede tener un origen sospechoso, pues puede provenir tanto de Dios como de Satán (véase cap. 3, n 26), y por eso hay una lectura subjetiva de actos y pensamientos, que ya no muestran el carácter objetivo que tenían para los autores clásicos. Si, por ejemplo, ayunar puede ser positivo de acuerdo con ciertas reglas (lo que importaría a Séneca) en la confesión cristiana uno debe ver si la raíz es mala o buena, qué es lo que, en el fondo, motiva ese ayuno (la intención recóndita; véase, sobre todo esto, Foucault, 1999a: 163-169, 176; 1999e: 471-473). Ahora bien, ¿qué tipo de ser humano se quiere crear mediante estos mecanismos y obligaciones? En la penitencia y en la confesión es fundamental la revelación del personaje del pecador. Durante estos procesos se borra su pecado pero queda de manifiesto su propia persona, se ilumina al personaje a través de los actos —el Breve confessionario focaliza antes lo que éste debe hacer que lo que debe pensar, pero es el pensamiento el perseguido—; se trata en el fondo no de desvelar los pecados, sino al pecador (Foucault, 1999e: 467). Los actos por los que uno se castiga, según Foucault (1999a: 172), deben ser indisociables de los actos por los que uno se revela, dentro de ese énfasis dramático y teatral con que se autorrepresenta la renuncia —no ya sólo en la exomológesis, hemos visto ejemplos del ceremonial de gestos presentes en el Breve confessionario en el capítulo segundo. Para llevar a cabo la autorrepresentación se realiza un examen del cuerpo y el alma del pecador según unas reglas, y se inscribe (de nuevo, se fija) la verdad mediante un sistema de preguntas y respuestas de carácter oral, que parte de un texto escrito como el Breve confessionario. Se trata de recordar y de romper con un pasado de pecado —esa lista del libro de la vida—, y el objetivo no es sólo establecer una nueva identidad sino marcar el rechazo hacia uno mismo, producir discontinuidad con el

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Foucault insiste varias veces en este aspecto: «In the Christian technologies of the self, the problem is to discover what is hidden inside the self; the self is like a text or like a book that we have to decipher, and not something which has to be constructed by the superposition, the superimposition, of the will and the truth» (Foucault, 1999a: 168-169; recordemos, a raíz de esa metáfora del libro escrito, tanto la concepción de la memoria en el Medievo como el archivo de Derrida, a los que me referí en el capítulo anterior).

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presente —según la creencia popular, recordemos, el enfermo que ha recibido la extremaunción, aunque sane, no puede llevar la vida de siempre, es alguien vuelto del otro mundo. El modelo discursivo de la confesión es el del ritual médico, pero también el jurídico (Delumeau, 1983: 219, 221) o el del martirio (cf. Foucault [1999e: 466-467], sobre la exomológesis).57 Por ello, tiene que ver con la purificación y el sacrificio o renuncia de uno mismo, que se consigue a través de la verbalización de los pecados, la discursividad útil y administrada. Las palabras no se pronuncian tanto por placer como por economía de salvación, que exige, para que uno se transforme y reciba la gracia divina, cumplir ciertas reglas y condiciones, de las que la principal es la autorrenuncia. Y ésta comienza con el descubrimiento de qué le pasa a uno por dentro. El cristianismo, desde muy temprano, se ocupa de los pensamientos y no sólo de los hechos (como los estoicos), y estos pensamientos tienen que ponerse bajo la mirada del director espiritual, a quien se debe total obediencia.58 Hay una obligación de conocerse a uno mismo y de localizar los deseos, de reconocer tentaciones y faltas. En el camino hacia este objetivo, el Arte emplea al demonio como una ayuda para ese reconocimiento. Los deseos malos, como hemos visto en el capítulo anterior, se atribuyen a él, y esta presencia sale a la luz mostrando lo que está oculto, siguiendo la hermenéutica cristiana. Los pensamientos más escondidos (el archivo reprimido, lo heterodoxo) poseen mala fama en el cristianismo, quizás por esa creencia en la maldad intrínseca del hombre; lo secreto y lo oculto tienen una connotación negativa (pese al título de la famosa obra de Petrarca) y por ello se deben analizar con lupa todos los pensamientos, por si camuflan algo malo, la presencia del Otro maligno.59 Es necesario exponer ante uno mismo y ante los otros lo íntimo del ser, aunque en la confesión del Breve confessionario los pensamientos se hayan transformado en actos; no se trata tanto de explicar los pecados sino de enseñarse como pecador, construirse obedeciendo y renunciándose. 57

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Cf. Foucault, 1999c: 41: «Los discursos religiosos, judiciales, terapéuticos, y en cierta parte también políticos, no son apenas disociables de esa puesta en escena de un ritual que determina para los sujetos que hablan tanto las propiedades singulares como los papeles convencionales». «No hay un solo momento de su vida en el que el monje sea autónomo. Incluso cuando llega a ser director, debe conservar el espíritu de la obediencia —conservarlo como un sacrificio permanente de control absoluto de la conducta por el maestro—. El sí debe constituirse en sí mismo mediante la obediencia» (Foucault, 1999e: 470). «The power which hides inside my thoughts, this power is of the same nature of my thoughts and of my soul. It is the Devil. It is the presence of somebody else in me. This constitution of the thoughts as field of subjective data needing an interpretative analysis in order to discover the power of the other in me» (Foucault, 1999a: 177 n 44).

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La asunción es que un hombre, para salvarse, necesita saber exactamente quién es y también decirlo tan explícitamente como sea posible. Y esto es preciso aunque la exposición lleve a la condenación, y aunque la primera sea ejercicio inevitable ante el último Espectador, que conoce lo oculto. Como dice Foucault (1999a: 159), To declare aloud and intelligibly the truth about oneself—I mean, to confess— has in the Western world been considered for a long time either as a condition for redemption for one's sins or as an essential item in the condemnation of the guilty. [...] a man needs for his own salvation to know as exactly as possible who he is and also [•••] to tell it as explicitly as possible to some other people.

Una vez analizado y expuesto el texto que se descifra (la biografía y el pensamiento), el acto verbal de la confesión es la manifestación de la verdad: de ahí el olor a azufre que, según algunos sermones, sale del cuerpo cuando uno verbaliza el pecado (véase Foucault, 1999a: 178). El mal, que habita en pensamientos o en acciones, se saca fuera mediante la palabra, pero una palabra escuchada: «And the verbalization of thoughts is a way to put under the eyes of God all the ideas, images, suggestions, as they come to consciousness, and under this divine light they show necessarily what they are» (178). La verbalización tiene así una importancia interpretativa, también en la medida en que hay una selección dentro de esa actividad permanente que es el pensar. Y esta verbalización debe llegar hasta lo más profundo del interior del hombre pues conduce al alma humana del reino de Satán al de Dios y constituye la principal manera de conversión y de sacrificio de uno mismo. Confesar es sacrificarse para descubrir la verdad propia y convertirse en un nuevo tipo de persona, renovando así la relación con uno mismo: en eso consiste el desarrollo de la tecnología cristiana del soi, en términos foucaultianos. Una hermenéutica que implica el sacrificio propio y da lugar a un ser «reflexivo», resultado de la tecnología construida en la historia personal. En el Breve confessionario, aunque no se llega al minucioso análisis del pensamiento que aparece en manuales de siglos posteriores (especialmente con la aparición de los jesuítas; he señalado zonas de silencio en el tratamiento de la sexualidad), estas tecnologías entran en juego. Butler (2004), siguiendo a Foucault, enfoca la importancia de la verbalización, pero la anuda más fuertemente al cuerpo del pecador.60 Para Butler, como ya he señalado anteriormente, no se puede entender la verbalización del peca60

Butler, en este estudio, realiza una crítica de las teorías expuestas por Foucault: la confesión, su relación con la verdad, la verbalización, etcétera, haciendo hincapié en la evolución que el pensamiento del filósofo francés sufrió en los últimos años con respecto a

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do sin la participación del cuerpo que lo hace posible, sin la corporalización de la culpa (al hablar del sexo, la verbalización se convierte en la escena de la sexualidad). El cuerpo, así, se expone a través del habla confesional. Butler subraya entonces el ejercicio de «detachment of the self» (164) o de «severing of an attachment to the self» (173) que implica la verbalización en la confesión, y considera que facilitar este ejercicio, y no el discernimiento de una verdad preexistente, será el motivo de la atención prestada por el confesor (o psicoanalista) a los movimientos imperceptibles del pensamiento durante la confesión. 61 Por otro lado, para Butler pronunciar el pecado puede aumentar y exacerbar el sentimiento de culpa (166), visión compartida por críticos como Delumeau (1983), quien aprecia una pastoral de culpabilización en Occidente desde el siglo xm al xvm. Pero la culpabilización tiene un carácter circular, y la confesión la aplaca tanto como la pone en movimiento. Según Butler (que aplica su teoría a la figura de Antígona), The confession thus produces a set of consequences that in retrospect illuminate a desire for punishment, a final relief from guilt. [...] For the one for whom selfexpression appears as confession, there may be, as there was with Antigone, an expectation that the punishment of guilt will be literalized and externalized. 62 (Butler, 2004: 170-171)

El cuerpo que comete el pecado es el cuerpo que lo habla (actúa una segunda vez, pero a través del discurso) y mediante la confesión anuncia que es activamente sexual y su capacidad para el pecado. Pero lo interesante es que al

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este tema: desde la hipótesis del control sobre el individuo que ejerce la confesión (mostrada en el tercer epígrafe) a la teoría de la fuerza performativa del discurso, el ser constituyéndose mediante la tecnología de la confesión (que he mostrado en este quinto y último epígrafe, y con el que está de acuerdo Butler). Butler recoge aquí las últimas ideas de Foucault sobre el tema: «En Casiano, el examen de sí está subordinado a la obediencia y a la verbalización constante de los pensamientos. En la filosofía estoica se trataba de algo diferente. AI confesar no solo sus pensamientos, sino también los movimientos más íntimos de su conciencia y sus intenciones, el monje se sitúa en una relación hermenéutica tanto ante su maestro como ante sí mismo» (Foucault, 1999e: 472). Cf. Foucault (1999a: 177, 180), donde habla también del «necessary self-control of the tiniest movements in the thoughts» auspiciado por Casiano (177). Quizás este deseo de ser castigada estaba presente en la Adela de La casa de Bernarda Alba cuando confiesa su amor por Pepe el Romano. Véase, sobre este tema, de nuevo Smith (1989), quien sugiere que el conocimiento y el placer están atados siempre al poder y a la institución (los individuos sólo están individualizados en tanto que sus cuerpos están animados y constituidos por el poder). El placer de Adela se basa en sentirse objeto, más que en sujeto, de la mirada.

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final ese cuerpo que habla de su deseo, que no es presentado por otro sino que se re-construye bajo la mirada y el oído del espectador, se constituye a sí mismo mientras se verbaliza (173; cf. Smith, 1989: 137). El ser corporal se edifica hablando, con la asistencia del espectador/confesor. No tiene que ser descubierto sino elaborado, «the self in its priority is not being discovered at such a moment, but becoming elaborated, through speaking, in a new way, in the course of the conversation» (Butler, 2004: 163, 173 [cita]).63 Ciertamente, la doctrina católica predica una construcción de la persona mediante la gracia otorgada en el discurso de la confesión; tras el reconocimiento de la culpa, el hombre nuevo surge del perdón. Para terminar con esta exploración de la confesión, querría volver hacia nuestro texto. Leyendo el Breve confessionario, uno se puede preguntar si, en esa búsqueda de uno mismo o de la verdad, algo se escapa al control todopoderoso del confesor. Más allá de la gestualidad exagerada e irreverente del demonio, del lugar por donde entra lo heterodoxo, el moriens, en su confesión general y final, ¿muestra estrategias sólo de obediencia y no de silencio o de resistencia?, ¿realmente está siendo víctima de una represión o se está inventando a sí mismo? Si pensamos que en nuestro manual el moriens se define por lo que habla, por decir su pasado más que por su actuación en el presente, podríamos preguntarnos si está en ese pasado o biografía de pecados su verdadera y única identidad, o si él se erige imaginándolos; también si, de ser de este modo, no se seguirá escabullendo de su presente. Ya que ha de constituirse como modelo (imitando, repitiendo, confesando), mejor volverse al pasado (aunque para ello haya que acometer gestos y palabras prefijadas en el presente) que aceptar el final de la mirada en el espejo, mejor estar siempre hablando, uno debería hablar, hablar («one ought to 'talk, talk'»), y de no ser así uno estaría loco («To say nothing? Horrible. You must be mad»), como declara un personaje de E. M. Forster (1993: 31, 35). Mejor hablar que morir. Perpetuarse en la palabra. Pero entonces, ¿será la confesión fruto de la desesperación, de esa tentación auspiciada por el demonio? ¿Será fruto del pesimismo tanto como del deseo de la gracia divina? María Zambrano, en su estudio sobre el género, sostendrá que: «Sin una profunda desesperación el hombre no saldría de sí, porque es la fuerza de la desesperación la que le hace arrancarse hablando de sí mismo, cosa tan contraria al hablar» (2004: 33). Pero ¿no habrá por otro lado en la confe63

«If saying is a form of doing, and part of what is getting done is the self, then conversation is a mode of doing something together and becoming otherwise; something will be accomplished in the course of this exchange, but no one will know what or who is being made until it is done» (Butler, 2004: 173).

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sión algo de lo que Stephen Greenblatt (2003: 420) atribuye a la crítica literaria: «We want to dwell at the point of contact, to listen intently for the whispered words, to communicate our experience to others or rather to confirm that others have had the same experience we have had»? Sobre todo en el momento turbulento de la muerte esto puede tener su sentido, la importancia de la escucha y de ser oído, y de la «verdad» puesta en palabras. Quizás la confesión implica todas estas cosas juntas y, como asegura Zambrano, el confesante lo que busca es rehacer fragmentos: el pecador (y aun más el moribundo) se nos presenta en plena construcción. Hay que recordar entonces que la mirada del confesor no es sólo reductora, sino también fundadora del individuo (cf. Foucault, 1999b: 8).64 El pecador que construye su biografía está deseoso de alcanzar la unidad (la multiplicidad es negativa, lo vimos con el demonio), y por tanto sale de sí mismo buscando algo «donde reconocerse, donde encontrarse» (Zambrano, 2004: 37), y, añado yo, donde descifrarse. Sus confesiones demuestran los anhelos y los fracasos del hombre siempre solo (39), pues al final es en la soledad de la muerte en lo que desemboca el gran teatro del mundo. Mas también se manifiesta en la Confesión el carácter fragmentario de toda vida, el que todo hombre se sienta a sí mismo como trozo incompleto, esbozo nada más; trozo de sí mismo, fragmento. Y al salir de ahí, busca abrir sus límites, trasponerlos y encontrar, más allá de ellos, su unidad acabada. Espera, como el que se queja, ser escuchado; espera que al expresar su tiempo se cierre su figura; adquirir, por fin, la totalidad que le falta, su total figura. (37)

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Foucault, en El nacimiento de la clínica, remite esta «fundación» del individuo a la mirada del médico/científico a partir del siglo xix (1999b: 8), pero creo que, de distinta forma, se podría aplicar también a la del confesor. Simón During (1992: 50-58), quien aplica a la literatura inglesa la relación que en esta obra Foucault establece entre medicina y muerte, destaca la idea del filósofo francés de que la experiencia de la individualidad está unida a la de la muerte.

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Capítulo 5 FINAL: DE LA MUERTE EN EL SIGLO XV

Pues es necesario que, en una sociedad, la Muerte esté en alguna parte [...] quizás en esa imagen que produce la Muerte al querer conservar la vida. (Barthes, 2004: 142)

Sobre el miedo y el arte de morir bien Si creéis en Dios, y yo creo, ¿por qué teméis a la muerte? (García Lorca, 1987: 123) To die is to be no more unhappy. (Manchester, 1661: 16)

María Morrás (2002: 162) advierte en su documentado estudio: falta aún por explicar cómo un periodo que es caracterizado mayoritariamente desde el citado libro [Huizinga] por la irrupción de lo macabro vive al mismo tiempo la creación de esa respuesta esperanzada y serena a la desintegración física que son las artes moriendi.1

Al leer este comentario, podríamos asentir con Morrás en el contraste entre la violenta calavera macabra y la muerte ritualmente morosa en el lecho del

Además de Morrás, otros críticos han destacado el hecho de que en medio de una época macabra que abusa más de la descomposición y la calavera que de ángeles o demonios aparezca este tratado, que no trata de hablar de lo inevitable de la muerte sino de su preparación (véase Delumeau, 1983: 82, 124). Aunque hasta hace poco los historiadores han dedicado más atención a log productos macabros, las artes moriendi despiertan un creciente interés.

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moriens. Pero, ¿realmente el Ars moriendi presenta una respuesta esperanzada y serena?, y, de ser así, ¿se trata de una respuesta a la desintegración física? Es decir, ¿cuál es el significado y la posición que ocupa el Arte en relación con la muerte en el siglo xv? Creo, como Chené-Williams (1979: 171), que nuestro texto es esencial para dilucidar el sentido de la muerte en el fin del Medievo, cuando la vida se presenta como continua muerte y la muerte como comienzo de la vida (179; según aconseja el Vençimiento del mundo: «contemplemos nuestra muerte mjentra fuéremos bivos, sy queremos començar a bivjr para sienpre después que fuéremos muertos» [Del Piero/Gericke, 1964: 6]).2 Pues bien, con el objeto de situar al Arte en la encrucijada del fin de la vida volveré a afirmaciones recogidas en los capítulos anteriores, en una suerte de síntesis de lo analizado que no quiere ser conclusión ni resumen, sino simplemente propuesta, sugerencia lanzada para seguir recogiendo y sembrando sobre un texto que no deja de ser enigma. Ciertamente, en esta monografía he pretendido mostrar desde diversas atalayas teóricas (mediante una relectura alegórica, teatral, arqueológica, psicoanalítica, doctrinal y biográfica del texto) que se puede alcanzar una nueva comprensión del Ars moriendi para entender cómo se enfrenta a la muerte una centuria tan arduamente obsesionada con ella. Y digo tan arduamente porque el siglo xv ha sido considerado por varios críticos (y por este estudio también en algunas ocasiones) como un siglo «neurótico», obsesivo en su tendencia a contabilizar los pecados y a graduar las penas, obsesivo en su meditación constante desde el precipicio del abismo. En el primer capítulo hablé de la cualidad alegórica del pensamiento religioso-fúnebre y del ritual «calmante» del Arte, que implica la existencia de una angustia a la que, por medio de la repetición y de la imitación, parece querer domar nuestro texto. Domar o evadir. Pero, ¿por qué esa realización a través de lo teatral? Aunque a ello volvamos en el último y final epígrafe, habría que recordar que Philippe Ariès (1975, 1977) observó que la muerte domesticada de la Alta Edad Media se sustituye por una visión más dramática del rito de paso a partir de los siglos xii y xm. Si cada civilización «se définit [...] par la façon dont 2

Cf. con esta idea del siglo xvn protestante: «life it self is no true living, but a dyingBeing» (Manchester, 1661: 28-29). Cf. con las hermosas palabras de Alarcón: «Y por eso me quiero casar con la muerte, pues la muerte anda conmigo, e nunca pensar en la vida, pues luego se va con la muerte» (Cátedra, 2002b: 51). Ciertamente, estas ideas las podríamos extender a todos los siglos medios y a centurias posteriores, aunque el recuerdo del esqueleto fuese más acuciante en el siglo xv. En la historia de la muerte cristiana no se dan estrictas rupturas entre siglos, sino que hay una persistencia de actitudes, aunque con importantes variantes (caso de la expresión de lo macabro).

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la mort est vécue et représentée» (Le Goff/Truong, 2003: 132) quizás es que el fin del Medievo presente una civilización esencialmente dramática. Desde una perspectiva diacrónica, la buena muerte fue, para Aries (1975, 1977), la muerte domesticada de los siglos medios, una muerte ritualizada que pretende ser bienvenida. Frente a esta idea, Elias (1987b: 20-23) señala el peligro de creer en un pasado mejor, donde se moría uno serena y calmadamente, a diferencia de lo que sucede en el momento actual. Para Elias, la muerte en el pasado era más familiar, pero no más pacífica que la de ahora; este investigador nos recuerda el terror que infundiría la representación de la Danza Macabra y el miedo al infierno que alimentaba la Iglesia, especialmente algunas órdenes mendicantes (véase Delumeau, 1983: 321-331), tan bien ilustrado, por cierto, en las Cantigas de Santa María (véase Presilla, 1989: 343-350). Pero en el pasado, reconoce Elias, los «otros» se implicaban más en la muerte de un individuo, mientras que en la actualidad uno muere en soledad —y sobre la soledad acompañada del moriens trataremos en el siguiente epígrafe—, un hecho que es fruto del proceso civilizador que, según Elias, comienza en los umbrales del Renacimiento. Seguramente tenga razón Elias en que el miedo a la muerte estaba muy presente en el siglo xv y no se pasaban bien los últimos momentos, pero también es cierto que Ariés «idealizó» la muerte de la Alta Edad Media (cuando los cristianos «intuían» su llegada) y no tanto la del fin del Medievo, cuando, sostiene, por el amor a las cosas terrenales a los hombres les cuesta morir.3 Morir tenía que ser difícil con la predicación augurando una agonía rodeada de demonios y obstáculos, para la que había que reservar las restantes fuerzas posibles (hasta el final se lleva la lucha); el trámite no podía ser entonces tan sencillo como asegura Lázaro (1999: 17), cuando uno teme incluso transformarse en potencial agente de Satán (véase Worcester, 1999).4 En la agonía del príncipe don Juan, descrita en el Tratado del fallesqimiento de Ortiz, aparece varias veces la palabra «angustia» (véase, por ejemplo, Alcalá/Sanz [1999: 347], citado en el capítulo segundo). Y Francisco de Ávila, en La vida y la muerte o Vergel de discretos (de 1508) muestra a Fray Francisco Elias (1987b: 20) reconoce el mérito de la erudición de Ariés, aunque cree que la selección que realiza de los datos sirve para una lectura parcial. No obstante, como ya dije en el capítulo anterior con respecto a otro de sus estudios, Elias muestra también una idea algo estereotipada de los hombres medievales: «La gente, tan pronto era capaz de la mayor bondad como de la crueldad más ruda; del placer manifiesto ante el tormento de otros como de la total indiferencia ante su menesterosidad» (24). Para Lázaro (1999), como he señalado anteriormente, el Arte de bien morir (que considera tratado literario: 12, 14) produce una sensación de exactitud y orden: el hombre muere entre multitudes, el consuelo de los tópicos y la sensación de que todo está en su sitio.

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temblando ante la muerte («ya me tiembla la contera»), a la que suplica «que me trates blandamente» (Ávila, 2000: 367, w . 11069, 11071); la muerte, que se presenta en su imagen macabra, tiene «emplazados» (309, v. 8112) y «empadronados» (248, v. 5004). Este poco estudiado texto, que es parte del contexto literario en el que se leería nuestro Arte, considera la muerte como «passo» peligroso y trance inhumano (373, w . 11313, 11316), y refleja el dolor de abandonar a los hijos y a la mujer, quienes «por el natural amor / doblan más el padecen) (374, w . 11347-11348). El amor a las cosas terrenales que señalaba Aries se palpa en que la pérdida de la riqueza ganada «da pena demasiada / del amor demasiado», ya «que no se puede dexar / sin dolor lo qu'es amado» (w. 11355-11356, 11359-11360). El dolor crecerá con la pérdida de amigos y parientes, honores, sirvientes, y hasta vicios (w. 11361-11368).5 Avila avisará asimismo de lo recia que tiene que ser la conquista ante la terrible vista de los diablos, pero es necesario jugárselo todo a perder o ganar (w. 11369-11376; véase cap. 1, n 30). Y advierte de algo que se ha venido repitiendo durante este estudio: no es fiable el estado mental en que se encuentra uno siendo moriens, pues con la razón turbada no se puede estar todo lo bien que es preciso para cumplir el ritual de la buena muerte; la angustia y el dolor pueden quitar devoción —conviene, pues, prepararse con tiempo (Ávila, 2000: 374-375); véaseAM, lv; cf. Duclow, 1999: 381.6 El morir se presenta entonces como un combate al que el moribundo debe enfrentarse, difícil y nada sereno desde este texto de Ávila, por mucho que los esfuerzos ritualizadores del moriens traten de fijarse, ordenando, al presente que huye. Pero, aunque el conflicto se dibuje feroz, el moribundo ha de afrontarlo con ánimo esforzado. Viendo sus ferocidades, estoy atemorizado, y en ciertas enfermedades ya me tiene amenazado; el campo tan aplazado

El amor del moriens a los parientes se extiende a veces a los criados; otra muestra es el testamento de Fernán Pérez de Ayala, quien agrupa entre «los que bien me quieren» a su mujer, sus hijos y sus criados (Carié, 1993: 169). En las versiones largas del Arte se nos advierte de que el demonio no puede vencer al pecador siempre que éste se encuentre en su juicio, razón o discreción y pueda usar su libre albedrío para no consentir la tentación (Álvarez Alonso, 1990: 153a-154 [ms. «T» y «N»]). No obstante, Fernández de Minaya (1964c: 273) piensa que el estado atribulado del alma refrena al diablo porque «quando [éste] ve que el ánima está afligida en la tribulación, teme e non la osa fablar, recelándose que non le responderá o que mala respuesta le dará».

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no se escusa sin debate, con ella quiero combate y morir como esforçado. (Ávila, 2000: 152, vv. 585-592)

Fray Martín de Córdoba (1964: 61), dentro del continuo diálogo que mantiene con su lector en el Compendio de la fortuna —especialmente en el apartado dedicado a la enfermedad y la muerte—, procura animarle a no temer su final, impostando, una vez más, su voz, para que el receptor asuma el ejemplo de cómo se debe afrontar el trance último. De nuevo se despliega el teatro mental de los debates internos: Morirás. «Lo que es a todos común non deve ser a mi grave; todos quantos fueron ante mí e quantos serán pasaron e han de pasar por este paso; mal de muchos, gozo es; ley es de toda cosa biviente que ha de morir; si fuese piedra o fierro non moriría; mas pues que soy de carne fuerça es que muera, ca la muerte es vía de toda carne, deuda es la muerte, tanto me da pagar agora como después, mientra más aína, mejor me será.» O dizes: «La muerte es amarga.» Non puede ser mucho amargo lo que en tan breve momento se faze; non puede ser mucho amargo lo que una vez contece, non has de morir sinon una vez; non debe ser amargo lo que se faze por ley.

Merecía, pues, la pena intentar superarse en la muerte. Y tan importante es alcanzar este bien morir que durante nuestro siglo la vida se centra más en su final que en su desarrollo, y por encima de vivir bien cobra prioridad el morir adecuadamente, pues es en el acabamiento terreno cuando se decide el destino eterno. Si, según Delumeau (1983: 359), «la qualité d'une existence se juge à la façon de mourir» pero «cette belle mort n'est pas forcément paisible», sin duda los morien(te)s sentían sobre sí la gran presión de que todo «peut être sauvé ou perdu dans les derniers moments de la vie» (391), cuando se jugaban su buen nombre al completar su biografía.7 Por eso las muertes de los personajes de La Celestina, que con su desastroso despedazamiento de los cuerpos anuncian la condenación, nos hacen leer con desconfianza las vidas que protagonizaron y los argumentos que usaron para lograr sus propósitos (el mal que existe en la raíz de éstos se aclara con la muerte castigadora; véase Sanmartín Bastida, 2005).8 La muerte es el espejo de la vida, la buena muerte es el embleQuizás por estas dificultades, en los textos del siglo xv no se «desea» tanto la muerte como en los de los místicos del xvi (ese «muero porque no muero» de Santa Teresa de Jesús o San Juan de la Cruz). Para este deseo expresado en el siglo xvn, véase Delumeau (1983: 400-401). En este sentido, la muerte mala e imprevista, sin posibilidad de contrición, podía explicarse como un castigo motivado por el peso enorme de los pecados (véase Vivanco, 2004: 64).

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ma de cómo uno ha vivido (Bynum/Freedman, 2000: 17), y los personajes del siglo xv intentarán dejar un buen recuerdo de sus últimos momentos, ante Dios y ante los hombres, para que la biografía se agrande —la vida tercera, que diría Manrique (2000: 246, v. 443); cf. Sánchez Sánchez, 2004: 49-50; véase Díaz de Toledo, 1892: 248. Entonces, quizás, debiéramos tomamos con reservas los adjetivos «serena» y «esperanzada» que adopta la muerte del Arte al comienzo de este epígrafe, así como el aserto de Martínez Gil (2002: 221) de que con nuestro texto se afianza «la certidumbre en las consoladoras creencias del Más Allá»; se da un sentido a la angustia y al dolor humanos; y se contrarresta (o desdramatiza: véase Mitre Fernández, 1985: 19) el temor por la muerte con el miedo a la condenación; ciertamente, la muerte del cuerpo «en ninguna manera se puede comparar ala muerte de la anima» (AM, Ir). Pienso, al igual que Morrás (2002: 183) cuando se refiere a la poesía de cancionero, que en el Ars moriendi coexiste el miedo a la muerte con la esperanza de vencerla (al fin y al cabo el alma del moriens sube al Cielo en el último grabado), la fe en la salvación con la incertidumbre de alcanzarla. Es decir, que el Arte sigue manteniendo al moriens en tensión, aunque hace su agonía un poco más familiar y, por lo tanto, menos temible por ser menos desconocida. Por otro lado, y como comentamos en el capítulo segundo, no cabe duda de que la muerte proporcionaba, desde el punto de vista social y de manera positiva para algunos sectores, la posibilidad de expresar el rechazo ante el poder igualatorio de su guadaña mediante la regulación de las diferentes formas de morir y celebrar las defunciones, de modo que la procedencia de los difuntos se ponía sobre el tapete y, en definitiva, el fin de la vida no suponía la nivelación de los orígenes sociales (Morrás, 2002: 162-163).9 Además, la muerte era la oportunidad de llevar a cabo el acto redentor que superara la condenación eterna (Mitre Fernández, 1985: 6), un acto realizado desde una actitud individualista que ya no focalizaba la participación colectiva en la salvación de las almas (las oraciones por los destinados al Purgatorio; cf. Schmitt, 2001: 254; Spinrad, 1987: 27).10

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Por ello, una presión añadida sobre el moriens era la repercusión social que podía tener su muerte (véase Bayard, 1999: 140-141). Aparte de las distintas ceremonias fúnebres que organizan los estamentos, el Ars moriendi podía ser adaptado a los individuos según su procedencia social, como ya he señalado durante este estudio, aunque este aspecto no se resalta en el Arte. «What is important to note in this tradition is that the confrontation itself is based on a paradox: the end of things is actually an opportunity to begin again, a last chance to reorder an entire lifetime before being called to account for it. Such a view is compatible, of course, with a system of belief that interposed between the soul and its destruction a series

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Entonces, ¿dónde situamos el Arte de morir?, ¿podemos acercarlo a esa visión tranquilizadora que intentan imprimir las Coplas de Jorge Manrique —«un morir personal, consentido y hasta placentero», según Sánchez Sánchez (2004: 34)— o aproximarlo a la visión macabra de la que se han ocupado tantos historiadores y que caracteriza el fin del Medievo? ¿Se sitúa acaso en un punto intermedio, en esa mesura o contención que el mismo texto civilizador pregona, entre el temor y la angustia y la tranquilidad de quien cumple su última función? Hilando con la neurosis del siglo que hemos mencionado antes, habría que recordar cómo Huizinga (seguido por Ariés) definió el Bajomedievo como una época de ansiedad. El siglo xv se constituye así en la centuria del discurso culpabilizador, del miedo ante las desgracias acumuladas, de la violencia que late de manera continua en todos los frentes y que se extiende a lo artístico y literario, de la predicación apocalíptica. Royer de Cardinal (s.a.: 19) subraya la «indefensión que padecieron los hombres, las mujeres y los niños», que en su opinión se debió «a causas diversas y concurrentes: trastornos climatológicos, hambrunas, pestes y enfermedades imposibles de combatir entonces», aspectos todos que acortaron la vida del hombre. Y Florence Bayard (1999: 13) señala la similitud entre el siglo xv y el xx desde esta perspectiva, ambos asediados por epidemias, guerras y pérdida de referencias religiosas; tras la peste, además, queda en el Bajomedievo un sentimiento traumático de miedo e inseguridad (14; véase Burke, 1984: 59; Delumeau, 1983: 109). Aunque habría que recordar que la violencia y las enfermedades se extienden por todos los siglos medios, y en los tiempos que preceden y suceden al Medievo, es cierto que el lenguaje del siglo xv denota, como el del Barroco (y como quizá el del Neobarroco actual), un gusto especial por la descripción morosa de la degradación física, por aspectos como la vejez o la descomposición, por el proceso de pérdida (más que por el acabamiento) de la carne (véase, por ejemplo, Cancionero de Baena [530], 399, vv. 41-48)." Tendría of second chances. At the bedside of the dying, the last sacraments prepared the soul to make its final choice; the very pains of dying might be offered as penance for sins; and even if the final repentance was ragged, and the atonement barely sufficient, there was always Purgatory, where the process might be completed. When the event of death is viewed in this manner —as a last chance on earth— the event itself takes on a great deal of importance, and one prays, not for a sudden and 'easy' death, but for a death that allows some breathing space» (Spinrad, 1987: 27). La vejez tendía a estar asociada a la muerte; como muestra Piers Plowman, el viejo suele ser el mensajero de ésta (véase Spinrad, 1987: 16). Podríamos aducir muchísimos ejemplos de descripción de la vejez, pero es especialmente famosa la de Sánchez Calavera (Cancionero de Baena [613], 814-815); véase también Martínez de Toledo (1998: 224-229). Este gusto por el cuerpo decrépito se relaciona con la estética grotesca, asimismo presente en el arte (véase Sanmartín Bastida, 2003a: 37-45).

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sentido entonces hablar de una disposición lingüística y escénica con la que el final de la Edad Media controlaría la angustia que provocarían los fenómenos aludidos así como el individualismo o la urbanización insolidaria —recuérdese la tesis de Chiffoleau (1983). Esta angustia se expresaría en una atracción por lo escatológico (se dibuja lo que se teme, como una forma de exorcizarlo; véase Worcester, 1999: 158), palpable en las representaciones de un género fronterizo y transversal (entre la literatura y el arte) como el de la Danza de la Muerte, de modo que lo macabro se basaría en una inestabilidad psicológica que abrumaría al hombre que lo produce, aunque, al mismo tiempo, esa visión del doble en esqueleto pudiera distraerle de los tormentos futuros del infierno (lo macabro, desde este punto de vista, le fija una vez más a lo terreno). No obstante, como señala Laura Vivanco (2004: 23), si bien «the macabre is clearly a significant strand in fifteenth-century art and literature concerning death, it is certainly not the only one».12 Y, además, rasgos «macabros» los podemos encontrar incluso antes del xv, aunque no fueran frecuentes, como ese cadáver en semidescomposición que aparece en una de las ilustraciones de las Cantigas de Santa María (véase Presilla, 1989: 110-114), y también siglos después (Aries, 1975: 98-114).13 De cualquier modo, la mentalidad ante la muerte del siglo xv macabro se expresa en una distancia entre ésta y la vida ordinaria; la muerte aparece violenta y apocalíptica, como un suceso abrupto que saca el tiempo de su discurrir lento y cotidiano. La muerte se hace extraña, terrible, contraria a la vida y sus placeres, y de ahí la importancia de las imágenes con las que se representa, ese esqueleto significando la ausencia de vida, por el que la sangre se detiene (como dirá el poeta Villon, «sans vie / comme les images»: 1984: 134).14 Quizás por esa carencia de atractivo de la muerte macabra, Juan de Mena, en su atribuido «Decir o Tratado sobre la muerte», exclamará: «—Muerte que a 12

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Para una discusión a fondo sobre los motivos de la aparición de la cultura macabra, considero fundamentales los estudios de Delumeau (1983: 98-128) y Binski (1996: 123163). A ellos me remito, ya que seria demasiado largo discutir este tema aquí. También anterior al siglo xv es la escultura funeraria de François de Sagarra, que con su cuerpo y ojos recorridos por sapos y gusanos parece contradecir la muerte en paz del gisant del primer Medievo que sostiene Ariès (1975, 1977; cf. DuBruck, 1999a). Sobre la historia de la figura del esqueleto alrededor de la cual se organiza la alegoría de la Muerte en el Medievo, véase Blum (1985). Spinrad (1987) comenta que ya en la época romana aparece el esqueleto como memento morí (aunque habría que decir que no se trata de una personificación de la muerte). La diferencia entre esta representación y la del siglo xv reside sobre todo en que la muerte persigue en esta centuria, corriendo o montando a caballo, al hombre: es una figura que significa peligro inminente (4-5), y los cuerpos están descomponiéndose, es decir, se enfatiza lo procesual. Por otro lado, véase Dufoumet (1984) para el tratamiento de la muerte en Villon.

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todos conbidas, / dime qué son tus manjares» (Mena, 1994: 397). Como afirma Pierre Le Gentil (1993: xxiii): «La Muerte, en definitiva, es el personaje despiadado y vengador que conocemos y del que sólo nos protegen las buenas obras».15 Una creencia generalizada en la muerte personificada (también aparece, aunque mansa, en Manrique) contra la que combate Martínez de Toledo (1998: 271-272): «Así que non diga ninguno: 'Yo vi la muerte en figura de muger [...]', que aquello es fifcion natural contra natura». Pareja a esta representación macabra, la ansiedad se plasma en una culpabilización cada vez mayor de la figura del pecador y en una presencia creciente del infierno y del demonio, que servirán a la Iglesia de mecanismo de control (Bynum/Freedman, 2000: 4). De modo que la cultura religiosa del siglo xv presenta gran complejidad en su conjunto entretejido de miedos, esperanzas y representaciones, que no sólo denotan un gusto por lo mórbido sino una relación de mutua dependencia entre los poderes sociales y entre la religión y el pecador.16 La preocupación por el destino físico sobrepasa a veces el cuestionamiento metafísico; el amor y el gusto por el cuerpo se muestran en la melancolía que produce su irremediable pérdida (entremezclada en el ubi sunt), su desconcertante y reveladora descomposición visceral. Como bien muestra en un temprana monografía Anne Krause (1937; cf. DuBruck, 1999b), el contraste entre la incertidumbre futura y la materialidad de la grandeza pasada se plasma en las obras de muchos poetas del xv (como Juan de Mena, Jorge Manrique, Pero López de Ayala, Alfonso Álvarez de Villasandino o Fernán Pérez de Guzmán), y es representado de manera muy expresiva en el poema de Fernán Sánchez Calavera a la muerte de Ruy Díaz de Mendoza, composición en la que el autor conmina a escuchar sus consejos para no tener «miedo jamás de morir» (Cancionero de Baena [530], 400, v. 94; luego el miedo existía).

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Sobre la muerte en este poema de Mena, véase Royer de Cardinal (s.a.: 331-333). Le Gentil (1993: xxiii) señala cómo este simbolismo no es inesperado, dada la influencia literaria de las Danzas. Las ideas «las conocemos: igualdad ante la muerte, vanidad de toda resistencia, con apoyo de ejemplos históricos, desfile de gente de toda condición social, empezando por el papa y terminando por el labrador». Cf. DuBruck, 1984: 81: «Later, it was found [tras Huizinga] that this preoccupation should neither be characterized as macabre- and horror orientated, nor as 'morbid' as many researchers had done, and that more emphasis should be placed on the implications of religious teachings for the late-medieval attitude toward death. Definite aspects of the literary treatment of death remain: the suddenness of death (possibly without religious preparation), the ars moriendi tradition, the elegiac contemplation of transitoriness (especially in poetry of lamentation), the pre-Renaissance treatment of death as enemy on one hand, as gate to paradise (immortality) on the other, macabre realism (with religious —contemptus mundi— or non-religious overtones), and death as leveller (with sociological implications)».

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192 Somos bien ciertos dónde nacimos, mas non somos ciertos adonde morremos; Certidumbre de vida un ora no avernos, con llanto venimos, con llanto nos irnos. ([530] 398, w . 13-16)

Más o menos contemporáneo a estas composiciones, nuestro europeo tratado bien puede tomarse como un material de tránsito, al igual que la elegía de Gómez Manrique según la interpretación de Lawrance (1998), entre la angustia de los poemas elegiacos tardomedievales y la serenidad de Manrique y Garcilaso de la Vega. Pero, ¿es el Arte un punto intermedio entre el Renacimiento estoico y la angustia macabra? ¿O quizás es que en España esta última no haya realmente existido y la Danza sea algo exótico, como sostiene Le Gentil (1993: xxv-xxvi) siguiendo una idea «menéndezpelayiana», porque la muerte no produce horrores ni espantos como en el resto de Europa sino la autóctona actitud mansa de Manrique?17 Pero pensar así sería cerrar los ojos a manifestaciones macabras en el arte y la literatura españolas, e identificar unívocamente España con Castilla. Habría que cuestionar esa creencia de que en la literatura castellana no hay atracción por los cadáveres descompuestos o de que el verdadero espíritu es el de Manrique, o incluso la idea de que por esa falta de sensibilidad macabra las artes moriendi no se difundieran más por Castilla (cf. Royer de Cardinal, s.a.: 340).18 En la Península, como en toda Europa, coexiste la serenidad con la desesperación escatológica, de igual modo que la Iglesia promueve tanto el miedo al castigo como la confianza en un Dios de compasión y perdón en los siglos xiv y xv (ayudada por un desarrollo del culto a los ángeles guardianes), y que el estamento de los defensores pregona a un tiempo la contención y la teatralidad del dolor que paga tributo al linaje (con salvedades genéricas: véase Vivanco, 2004:

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También Presilla (1989: 121-122) sugiere que lo macabro se dio con poco fuerza en España, pero lo achaca a una estructura familiar más cohesiva que la del resto del continente. «Pocos libros de horas y aun menor cantidad de artes moriendi fueron obras de los castellanos. No es casual. El tratado llamado 'ars moriendi' es la afirmación plástica del momento de la agonía [...]. Importa tener en cuenta que Castilla sólo posea una obra tardía y probablemente traducida. Carencia que significa el apartamiento de una representación apreciada por los historiadores como válida para el occidente europeo.» No obstante, Royer de Cardinal fusiona aquí la corriente macabra con la de las artes, ya que relaciona la falta de sensibilidad macabra (defendida en sus conclusiones) con la supuesta ausencia de manuscritos o impresos del Ars moriendi castellano. Como muestra Gago Jover (1999: 31-32), «la obra tuvo también una gran difusión en la Península Ibérica, con un número de ejemplares conservados similar al de Inglaterra, Francia o Italia».

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160-174).19 Como todas las épocas, el siglo xv vivió sus ambivalencias. Además, el Renacimiento no siempre fue contenido y austero en la angustia, y durante esta época campó también la imagen de la calavera, renovada con el Barroco.20 Seguramente el Arte es, al igual que la cultura macabra, índice de una cierta desintegración de las estructuras sociales y religiosas, como apunta ChenéWilliams (1979: 182; cf. Bayard [1999: 156-162], que relaciona esta crisis con la herejía).21 El hecho mismo de que se escriba, así como su éxito editorial, nos habla de una necesidad de reforzar una visión del mundo y la actitud personal del cristiano cuando la muerte ya no es asumida sólo socialmente y produce inquietud. Y quizás esto es lo que podríamos afirmar con mayor certeza sobre el Ars moriendi. Este texto forma parte de un sistema que trata de hacer la muerte más vivible, pero de confrontarla sin olvidar (como en lo macabro) la vida del Más Allá. El moriens se fija a la tierra en su ritual moroso a la vez que se mira en el espejo del futuro. Quiere domesticar la barbarie del destino antes que racionalizarla, dentro del mundo cerrado que está heredando (cf. Zumthor, 1994: 47). En el Arte importan las actitudes, y el predicador pide que el cristiano esté «alegre» porque muere en la fe de Jesús y en la Iglesia (al tiempo que condena una excesiva confianza en la salud corporal: AM, 2r). Como advierte Gago Jover (1999: 25), la visión macabra era parte de una visión más amplia y positiva de la vida, y la muerte es buena como final del sufrimiento en este mundo y comienzo de la vida eterna; pero aún así, el moriens, agarrándose a sus posesiones, prefiere sufrir en el aquí y el ahora.22 Por otro lado, el Arte quiere también servir de ayuda para defenderse de las tentaciones del demonio (AM, 3r), que son en el fondo las tentaciones de quien se enfrenta a sí mismo y a una lógica implacable, a la que responde sólo de soslayo (por peligrosa) este sistema cristiano. Lo que no se elude es la verdad última y no se sabe si terrible: que la muerte siempre llega, que, como dice una versión larga del

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Sobre el culto a los ángeles guardianes en relación con nuestro tratado, véase Bayard (1999: 97-104, 192), que establece una conexión entre este culto, una culpabilización e individualización creciente, y un sistema judicial cada vez más complejo. Para Delumeau el Renacimiento no tendrá la contención estoica y nobiliaria señalada por Lawrance (1988) con respecto a la literatura garcilasista, pues en el siglo xvi se encuentra en pleno apogeo la cultura de lo macabro: «il a tendance à la fin du xv e siècle et au xv] e siècle à évacuer ses éléments de relative sérénité» (Delumeau, 1983: 114), como muestra en varios textos doctrinales. Adeva Martin (2002: 298) comenta que en el concilio de Constanza (cuando según algunos críticos se redactó el Ars moriendi) se condenaron las herejías de Wyclif y de Hus. De hecho, habría que decir que es difícil que haya una época en que al hombre no le haya costado dejar el mundo terrenal, por muy penoso y muy negativo que se predicara. Véase Presilla (1989: 350-351) para un ejemplo de amor a la vida en ese siglo xm de las Cantigas de Santa María.

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texto, pensar que uno vivirá largamente o que nunca ha de morir, «syn dubda, vjene por engaño del demonjo» (Álvarez Alonso, 1990: 193 [ms. «E»]). Moviéndose, para nosotros espectadores del siglo xxi, entre posturas ambivalentes, el Arte y el moriens focalizan finalmente el proceso y la manera de realizarlo: la agonía, pero no la muerte en sí, no el acabamiento que constituye. No el qué ni el hacia dónde, sino el cómo. El Arte insiste en la parafernalia de la preparación y del proceso, el morir se transforma en un «arte», como dice Royer de Cardinal (s.a.: 342), y esto nos devuelve a la escena con la que acabaremos este libro; su teatralidad conocida, antes que su narratividad hacia un fin incierto, es lo que interesa: su centramiento en las maneras de proceder, en la edificación lenta y morosa, anterior a su inevitable desembocadura.

Soledad y compañía del moriens: la última tentación To be always, or never alone, is idlenesse. (Manchester, 1661: 4) La soledad, esa del yo sin espacio, está poblada de personajes, de conatos de ser dentro de un individuo. Multiplicidad abigarrada de seres sin rostro ni nombre, rencorosos de su existencia a medias; tal parece ser el infierno [...]. (Zambrano, 2004: 102)

Varios factores coinciden en el Bajomedievo en el momento de la muerte, con la que sin duda el hombre tendría una mayor familiaridad que en nuestros días, avisado constantemente de su inexorable llegada.23 En esta monografía hemos visto que el moriens que se enfrenta a la muerte se encuentra a la vez muy solo y muy acompañado. Es lo que advirtió Aries (1975, 1977) al considerar las artes de bien morir como creadoras de un espacio en el que se vive a la vez un rito colectivo —el espacio abigarrado del Juicio Final trasladado al lecho— y la muerte propia. 23

Royer de Cardinal advierte de que esta familiaridad con la muerte (motivada también por circunstancias biológicas y políticas) condicionó el valor que se daba a la vida (s.a.: 12), pero seria difícil precisar el carácter de este «valor»; para Aries (1975,1977), mayor familiaridad con la muerte tenía el cristiano de la Alta Edad Media, avisado por señales de la fecha de su final. Frente a esta actitud medieval, Elias (1987b: 10) destaca la distancia que se ha establecido entre los muertos y los vivos en la actualidad: «El problema social de la muerte resulta sobremanera difícil de resolver porque los vivos encuentran difícil identificarse con los moribundos».

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Se ha enunciado ya la teoría de ChifFoleau (1983) de que el desarraigo de los campesinos establecidos en las ciudades se convierte en un catalizador de la necesidad de acrecentar la solidaridad con los antepasados. La soledad va a proporcionar asimismo al moribundo el espejo donde tome conciencia de su individualidad y de la visión positiva que en el fondo tiene de su mundo, que se resiste a abandonar. Francisco de Avila, una vez más, expresa muy bien esa soledad incómoda, que no puede salvar del todo un tratado que hace a la muerte más familiar: Es tanta la soledad desta triste despedida que, aunque tenga dignidad el que muere muy crecida, al tiempo de la partida, parte desacompañado, por camino no hollado, a tierra no conocida. (2000: 375, vv. 11385-11392)

El amor por las cosas terrenales durante esta soledad última es constatable en los versos de Ávila citados en el epígrafe anterior y, especialmente, en que el demonio lo escoja como una de las tentaciones con las que llevar al moriens a la perdición (AM, 16v-17v), pues le divide entre este amor y su deseo de salud eterna (véase Chené-Williams, 1979: 182). Precisamente, Fernández de Minaya (1964a: 226) recordará con cierta morosa complacencia que este dejar las cosas amadas será una de las pruebas más dolorosas de la muerte: ¿Qué mayor amargura puede en este mundo sofrir e sentir el que se dél paga, que partirse para siempre de las cosas que más amó, nin ama, nin quiso amar, e con las quales ovo mucho plazer e deleite e las deseó mucho luengo tiempo, e con tan gran doloroso partimiento como la muerte, como con esperanza de jamás nunca las más aver, mayormente teniéndolas delante al tiempo del partimiento e non las poder consolar nin rescibir deltas consolación? E eso mismo, ¿qué mayor amargura pueden sentir aquellas cosas de que se hombre parte en la muerte, si razonables son, ansí como los parientes e las mugeres, que ver levar ante sí por fuerza la cosa del mundo que más aman [...]? E esta amargura, que ansí sienten, se le dobla al que muere sobre la que él siente.

Esa soledad es lo que más van a temer los vivos que observan como espectadores (esos parientes o mujeres a los que alude Fernández de Minaya), quizás en parte porque, como observa Elias (1987b: 10), «La muerte es un problema de los vivos». Por ello no debe extrañarnos que el hombre del siglo xv,

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que valora tanto su mundo doméstico y privado (como muestran Ariés/Duby [2001]), insista en representarse acompañado, y que el predicador, buen conocedor de la experiencia humana, reconozca esta necesidad profunda, bajo una oferta de ayuda para perseverar en la gracia:24 cada vno deue con grand diligencia e cuytado proveer de algund amigo o compañero deuoto. ydoneo e fiel, el qual le sea e este presente en su fin e muerte, para que le conseje e conforte enla constancia déla fe e lo incite e prouoque a aver paciencia e deuocion. [...] dándole esfuerzo e animando enla agonia e batalla final [...] (AM, 20v) 25

Tan fundamental es el deseo de compañía que la quinta será la única tentación no relacionada con ningún sentimiento religioso en el hombre: al demonio no le hace falta basar su discurso en palabras «tergiversadas» de la Biblia, ni hacer uso de la manipulación, sino de la alusión directa y transparente a los sentimientos del moriens, recordándole que «tan bien dexas atu muger e fijos, parientes e amigos muy amados, e todas las otras cosas deletables e deseadas, en cuya compañía star et perseuerar avn grand solaz e alegría te seria e non menos a ellos grand bien se seguirá de tu presencia» (AM, 17r). Le recuerda el diablo, en fin, la injusticia del destino del hombre, le predica la rebeldía frente a la muerte, proscrita por el cristianismo, donde la aceptación de la voluntad del Otro es una de las actitudes solicitadas. Esta tentación tiene tal peso que, además de ser colocada al final (lugar privilegiado), hace que el predicador se vea obligado a señalar, bajo la excusa de que desean la herencia del muerto, que «las animas délos morientes miserablemente se peligran» si están rodeadas del cónyuge, los hijos y los demás parientes (AM, 2Ir); el peligro es que despiertan otro tipo de deseo en el moriens: «vn ombre que solo por el buen arrepentimiento e proposito justo que en aquel tiempo uviesse se podría saluar. dexaria de alcanzar la saluacion e yria a condempnacion. teniendo el corason e su querer e desseo enlos bienes temporales» (AM, 17v). Por ello, una de las pruebas o preguntas que le hará el confesor al moriens será «si amo asu muger e fijos e fijas demaesiadamente» (AM, 3 Ir).26 24

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El predicador de nuestro tratado mezcla continuamente en sus argumentaciones las prioridades de la ley con la experiencia humana, como ilustra bien su parlamento contra la desesperación (AM, lOv-llr). La parte quinta de la versión larga (CP) indicaba más largamente a los acompañantesespectadores del moriens cómo debían actuar. En la muerte del príncipe don Juan esta presencia amiga se cumple con Juan Chacón, quien pide al principe que provea su alma «saludablemente» (Alcalá/Sanz, 1999: 346). Por esa insistencia en que el moriens se desposea de las cosas terrenales, señalará ChenéWilliams (1979: 81) que al hombre se le niega la vida en el Arte al mismo tiempo que la

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Pero la muerte del moriens tiene otro aspecto de «socialización» relevante, que afecta a las ideas colectivas sobre la muerte y a los rituales con ellas vinculados (cf. Elias, 1987b: 12). Royer de Cardinal (s.a.: 81) afirma que la mente de los hombres del Bajomedievo estaba poblada de imágenes familiares que incluían tanto a vivos como a muertos, y que los testamentos son los mejores testimonios de esa doble realidad, material e imaginaria, de la familia. Las leyes profanas, el nombramiento del heredero y las cláusulas de sustitución se dirigen a la parte de la familia que aún vive, pero también el testador dona a los parientes muertos, la parte «imaginaria» de la familia presente, algunas disposiciones piadosas. Así pues, la frontera entre la vida y la muerte se encontraba más indiferenciada en el Medievo que en la actualidad, y para los hombres medievales no había una separación tajante entre las esferas de la naturaleza y lo sobrenatural (220). Español Bertrán (2002: 128-132, 137) ilustra con imágenes de sepulcros cuán estrechamente convivían en una misma realidad seres naturales y sobrenaturales. Y Caciola (1996), como ya hemos indicado en el segundo capítulo, muestra la vigencia medieval de creencias que veían la muerte como un estado semipermanente en el cual vivos y muertos mantenían intimidad. Contra la doctrina oficial de la Iglesia y de la medicina, algunas personas consideraban que ciertos cuerpos no estaban totalmente «muertos» tras la defunción, especialmente si pertenecían a gente que había tenido una «mala» muerte. Esto propiciaba una reciprocidad social entre vivos y muertos, y la influencia de éstos sobre aquéllos. La intimidad era posible porque a veces con la muerte no se extinguía totalmente el cuerpo o el espíritu: si para los clérigos el cuerpo muerto que se levantaba lo hacía por posesión del diablo, para parte del pueblo su carne aún estaba viva al poseer energía sobresaturada, lo que le permitía realizar actos malos. Como las muertes física y psíquica podían no coincidir, para eliminar este cuerpo había que utilizar desmembración o fuego: cuando sólo quedaban huesos, los muertos no podían atacar.27 Una creencia que ejemplifica parcialmente la cultura macabra, con la leyenda de los tres vivos y los tres muertos y la Danza de la Muerte, representados frecuentemente en los Libros de

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muerte (ésta se transforma sólo en una puerta a la inmortalidad). Sobre el deseo de la Iglesia de disminuir el papel de la familia durante la agonía, véase Bayard (1999: 115). Por supuesto, esto se relaciona con la creencia en los zombies, revenants o muertos vivientes. En la superstición que describe Caciola, que se centra más bien en el Norte de Europa, Gran Bretaña y Francia (aunque hay ejemplos parecidos en España, como muestra la cantiga 67 de Alfonso X [1986: 225-228], en que un muerto revive poseído por un demonio), existe un miedo a que la vitalidad de la mala persona continúe en su cadáver pues se cree en una conexión entre la carne y la energía vital: hasta que la primera no desaparece de los huesos el muerto podría cometer fechorías. Véase asimismo, sobre los muertos vivientes en relación con la muerte hecha tabú, el demonio y el Arte, Bayard (1999: 149-152). Para

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Horas nobiliarios (véase Wieck, 1999). En ambas obras los cuerpos no están muertos del todo, es decir, contienen carne y no son sólo huesos, están semidescompuestos. El habla de los cadáveres putrefactos en la primera leyenda muestra la continuidad entre vivos y muertos —así como otros ejemplos de ventrilocuismo aducidos en esta monografía— y la Danza pudo provenir de una celebración de esta continuidad dentro de una comunidad circular, vivos y muertos que danzan juntos como un modo de interacción. Si bien esta creencia no está presente en un texto ortodoxo como es el Ars moriendi, la menciono porque, aunque no influyera en un moriens laico y alfabetizado, esta «intimidad» con los muertos (consciente o inconsciente; y no «familiaridad», porque a veces éstos se hacen «extraños») asoma en las formas macabras del siglo xv y, en su vertiente positiva, puede tener que ver con ese intento al que ya me he referido de superación del miedo, especialmente del terror a lo desconocido, que en este caso es la muerte, como han mostrado Ávila o el demonio («por que ninguno que muere non torne mas aca»: AM, 4r). Me refiero a que el cadáver en descomposición serviría al menos como un medio de posible comunicación con el otro mundo, en un asir las manos que, como en la Danza, cubriría el abismo que separa una realidad de otra (la terrena y la del Más Allá). El caso es que la definición de la vida implícita en la creencia mencionada, tan material, como conjunción de carne y hueso, aunque entrara en tensión con la manera de definir la vida espiritual de la Iglesia —denota ese materialismo de la cultura macabra que ya señaló Aries (1977: 131-140)—, no será atacada de raíz por el ámbito eclesiástico sino aprovechada para sus fines predicadores, como se ve en las reliquias (véase Binski, 1996: 11-21); y, con respecto a la creencia mencionada, no se niega que algunos muertos viven, pero lo hacen por estar posesos (se afirma la existencia del demonio), por lo que hay que alentar a la conversión. Esta tensión entre lo corporal y lo espiritual, tan presente en las calaveras macabras (Chené-Williams, 1979: 180), formará parte del eje psicológico del Ars moriendi —aunque no sea un texto esencialmente dualístico, como vimos en el capítulo primero— y la veremos latir en la última tentación del moriens. Si recordamos el poema de Fray Migir, vemos que el muerto se presenta angustiado y pide salir de la situación en la que se encuentra («fazet hora tanto por mí ayuntados / que yo salir pueda d'entre finados / e tornatme bivo assí adesora / e que nunca muera después nin agora»: Cancionero de Baena [38],

otro ejemplo de esta creencia en que uno no va al «país de las almas» hasta que su cadáver se queda sin carne, en el Caribe y Madagascar, véase Van Gerrnep (1986: 161; el libro de Van Gennep es fundamental para entender el rito de paso de la muerte en otras culturas diferentes a la occidental).

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60, vv. 68-71), creando un diálogo entre vivos y muertos. 28 En una posición similar encontramos al moriens, que no sólo observa a su alma en forma de niño partir, sino que se enfrenta a su modelo crucificado y al del pecador en el que debe convertirse, dividido entre el vivo y su doble, entre el vivo y el muerto, entre su acompañamiento de personas amadas y aquello en que se transformará después de muerto, la imagen de su cadáver disecado reflejado en el arte macabro, aunque no presente junto al lecho. Como un personaje del ritual de la escena contemporánea, el de La clase muerta de Tadeusz Kantor (y retorno a lo apuntado en el capítulo segundo), el moriens del siglo xv, aún vivo, lleva el maniquí de su cadáver colgado a sus espaldas, y recuerda. De hecho, en su caso, los muertos que le rodean le recitan sus pecados (caso del hombre asesinado: fig. 3) o, si no, se trata de santos que nunca murieron del todo. Y el moriens vuelve hacia los suyos. El ángel, de continuo, le advierte de que «deue estar atento e ocupado con todas sus f u e r a s interiores e exteriores non enlas cosas miserables temporales e carnales» (AM, 17v), y que la memoria de estas cosas tiene repercusiones negativas («por cierto ninguna cosa de salud te puede causar e dar»: AM, 17v18r); no puede, pues, centrarse en la biografía material («todas cosas oluida», le pide el ángel: AM, 17v), sino en la Escritura sagrada («e te deues acordar de las palabras del redemptor»: AM, 18r). De hecho, tan importante es la memoria que se pide a algún amigo o familiar que lea al moriens historias devotas de santos en alta voz «en las quales leyendo sano el tenia deuocion» (AM, 20v). Este detalle nos habla, una vez más, de la estimulación del recuerdo que predica el Arte pero, como hemos dicho, es un recuerdo controlado, del que se deshecha el amor por las cosas sensibles. Y para ese olvido final del placer (que sólo puede recordarse para ser convertido en pecado en la confesión) el moriens no queda del todo solo. Podemos preguntarnos por esa incesante presencia de demonios, santos y figuras sobrenaturales que rodean al enfermo terminal y cuyas historias se recitan en voz alta. Podríamos aplicarles a todos ellos, a ese cortejo de seres que habitan la soledad apretada de la muerte, las bellas palabras de María Zambrano que inician este epígrafe. Sobre todo a esos demonios que, como hemos visto, pueden expresar la danza ambigua de la mente del moribundo. Pero también a la reveladora presencia de los santos, todo un mundo de intercesores que rodea al difunto y a los que el príncipe don Juan no se olvidará de aludir en su testamento.29

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A pesar de este diálogo, el muerto don Enrique que presenta Migir se encuentra solo en la muerte: «e finco yo solo del todo e ayuno» (59, v. 56). «Yo don Juan [...] hago e ordeno este mi testamento e postrimera voluntad a servizio de Dios todopoderoso e de la bienaventurada gloriosa virgen sanctisima e sacratísima sancta

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Sin duda, para que en sus últimos momentos el hombre se acordara y pensara en esos seres se había establecido anteriormente una estrecha relación entre él y sus intercesores celestiales: no hay que olvidar que la hagiografía era un elemento articulador fundamental de la devoción de los hombres medievales.30 De modo que nuestro texto, al tiempo que presenta el enfrentamiento individual con la muerte, promueve el papel de intercesores y mediadores (clérigos y santos; véase Bayard, 1999: 96-97). Así, al lado del lecho del enfermo se destacan presencias como la de Santa María Magdalena, que ayuda contra la desesperación por ser un ejemplo de figura gravemente pecadora y misericordiosamente perdonada, al igual que las de San Pedro o el «buen ladrón» (fig. 4; véase Snyder, 1965: 26, 33, 36).31 Todos ellos se convierten en modelos a imitar y a los que acudir al pie del lecho, junto con los santos Pablo, Mateo, Zaqueo o María Egipcíaca (AM, 9r) y varios de ellos serán aludidos de nuevo cuando el confesor del Breve confessionario quiera confortar a su confesante (AM, 23r). Cuantos más sean los acompañantes del moriens, mejor. El individuo «n'était pas tout seul devant 'la mort de soi'» (Schmitt, 2001: 254), y en su percepción liminal podrá ver seres sobrenaturales que no observará el resto, incluidos ese ángel y ese demonio dedicados a asegurarse su alma. Tanta ayuda y compañía necesita el moriens en su final que en una versión larga se nos dice que, si es posible, debería ir «toda la 9ibdad» a ayudar a quien «esta a la muerte» (Álvarez Alonso, 1990: 198 [ms. «E»]). Esto no quiere decir que no se valore la soledad (el hombre del siglo xv busca sus propios espacios privados y autóno-

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Maria, su madre, a quien yo siempre tove e tengo por mi señora e abogada, e de los bienaventurados sant Pedro e sant Pablo e Santiago, patrón de España, e de los otros apóstoles e de todos los sanctos e sanctas de la corte celestial» (Alcalá/Sanz, 1999: 186). «Hagiografía e historia de la muerte encuentran también importantes puntos de conexión. La generosa presencia de la advocación a los santos en los testamentos bajomedievales pone de manifiesto la estrecha relación que se establecía entre esos intercesores y quien se estaba preparando para el traspaso hacia la vida eterna» (Aurell Cardona, 2002a: 22). También era fundamental la devoción a la Virgen como mediadora durante la muerte, pero no me detendré en ella porque en nuestro Arte no está especialmente presente. La figura de María Magdalena es muy importante puesto que aparece en dos grabados (figs. 4 y 11, este último representa la salvación concedida al alma). Como comenta Ilse I. Friesen (1999: 248), esta mujer constituye todo un ejemplo de esperanza por su paso del pecado a la gloría (o su muerte al pecado y su resurrección a la vida [Mormando, 1999], proceso de conversión que se enfatizaría con la emergencia de la figura del pecador de la que hablamos en el capítulo anterior). Friesen asocia también su presencia junto al lecho al poder que cierta creencia otorgaba a las santas velludas y con pelo largo (especie de mujeres salvajes) para aliviar la agonía en el terreno físico y espiritual.

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mos: Ariés/Duby, 2001: 530-532) sino que el momento postrero es más grato y decisivo vivirlo acompañado de espectadores. El individuo, al adquirir nueva conciencia de sí mismo (nacida de una toma de distancia: 553), asimila la muerte, pero la desea en compañía.

La puesta en escena final Va a caer el telón. La sombra va a caer otra vez sobre la sombra. (Valente, 2000: 259) Tan sólo para mí se han convocado en el aire pretérito [...] ¿Qué dicen? Se preparan para cumplir la ley que ignoran y yo conozco hoy en el ayer de ellos. (Uceda, 2002: 257)

Contemplar al cristiano en su agonía era un modelo edificante, un espectáculo que se aconsejaba presenciar y ejemplificar (Delumeau, 1983: 72), como nos muestra Juan del Encina en su Tragedia trobada por la muerte del príncipe don Juan. De aqueste dechado saquemos lavor, que en su mocedad murió de tal suerte; enxemplo nos dexa de vida y de muerte, que muy bien biviendo murió muy mejor. (Alcalá/Sanz, 1999: 265) 3 2

Una buena muerte tenía entonces un carácter performativo y teatral, y la salvación del alma se realizaba durante el proceso de repetición de un paradigma. Paradigma que a la vez representaba la ambivalencia conflictiva de tentaciones y deseos de los últimos momentos, en una forma de teatralidad doctrinal presente también en la dualidad a dos voces de géneros de disputas como

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Para Sánchez Sánchez (2004: 27) la muerte de don Juan es un ejemplo de «muerte propia», pues en la construcción de esta muerte colabora el propio finado, como prescriben las normas eclesiásticas, para lograr un buen morir; el autor compara esta muerte con la «muerte ajena» de Alvaro de Luna y Felipe I.

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la del alma y el cuerpo («uno de los debates más espectaculares con que los siglos medios se adentran en el mundo de ultratumba»: Gómez Redondo, 1999: 1761) y en textos sobre amor, teología, economía, filosofía o política.33 El desdoblamiento en diálogo de los pensamientos interiores que vemos en el Arte no es, pues, nuevo en la literatura, y también lo hemos encontrado en algunos sermones del siglo xv —Olds (1966: 66-67) destaca, en este sentido, que la contentio era la forma usual empleada por los autores de temas macabros.34 La relación alma-cuerpo tiene un paralelo con la del interior-exterior de la persona; lo que hace uno hacia fuera refleja lo de dentro. Por eso se da importancia a la apariencia de arrepentimiento, y a los movimientos gestuales y vocales: la construcción de la verdad de la contrición se realiza en gran parte a través de lo performativo corporal, que expresa esa alma a la que siempre hay que estar delatando (sus movimientos más íntimos, sus intenciones, que se intentan buscar en los actos del cuerpo). Si la función del Arte es superar las dudas y miedos usuales que las personas sienten cuando se van a morir, este documento realiza este cometido animando al moribundo a construir un esquema mental de arrepentimiento y de abandono a la autoridad de la palabra divina, a fabricar una subjetividad de vocación mimètica que se resista al error señalado por la doctrina. Y establece así una particular relación con uno mismo que muestra la manera en que, a más grande escala, se relacionaba el hombre (especialmente el letrado) del siglo xv con su propio «yo», en su desconfianza de la volubilidad y espontaneidad oral (tan bien ilustrada en el Corbacho) y la sumisión a la escritura fijadora (de ahí que el diablo también se sirva de ella).35 La Iglesia, el poder supuestamente dominante, con la imposición de regímenes de verdad a través de la confesión ejerce su vigilancia sobre el pecador (que asume ese control sobre sí mismo) y en torno a su muerte, haciendo uso de esa imaginación teatral que es basamento, en gran medida, del pensamiento del Medievo, y que expresa la última posible crisis moral y religiosa, y la encauza

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Los debates entre el alma y el cuerpo son numerosos en lenguas vernáculas, y existen varios testimonios en la Península. Esta disputa tiene una muy interesante vertiente poética de la que es culmen F. Villon con su poema: «Le débat du coeur et du corps de Villon» (Villon, 1984: 272-274), el cual refleja brillantemente la conciencia de los vaivenes interiores del hombre. No obstante, Olds (1966: 66-67) advierte de que no hace falta recurrir, como han hecho otros críticos, a la teoría de que el Ars moriendi provino de un desarrollo del género de los debates del alma y el cuerpo que tuvo su culminación con la Visio Philiberti en el siglo xiii (curiosamente, este texto aparece junto al Arte del ms. «Wellcome»); para Olds, la base del Ars moriendi (versión QS) es la Psychomachia. Como hemos visto, el diablo se sirve de la confianza del moriens en lo escrito cuando usa las Escrituras y el libro de la vida para desanimarlo.

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(cf. Duclow, 1999: 384). Al moriens, recordemos, se le enajenan de esta forma los malos pensamientos (atribuidos al demonio) e, incluso a veces, los buenos: «la constancia enla fe. esperanza e paciencia, la qual adiós solo se deue atribuir. por que tu non podrías fazer cosa alguna meritoria e buena, saluo mediante e ayudan te su gracia» (AM, 14v). Por otro lado, aunque el proceso civilizador haga más «privada» la penitencia y la muerte, este acontecimiento sigue siendo público y «espectacular» en la Edad Media, lo que confiere una dimensión diferente al lugar ya de por sí especial en el que la defunción se produce, «zona fronteriza, heterogénea (pues conserva una franja visible), que realiza el tránsito de este mundo al otro» (Zumthor, 1994: 279). El moriens es un sujeto situado entre las fronteras de la vida y la muerte, entre el adentro y el afuera, la entrada y la salida, el límite y el hecho de cruzarlo (cf. 59), elementos tan planteados en la civilización medieval como en la ritualidad moderna, como muestra el actor-maniquí defendido por Kantor, umbral entre el hombre y lo sobrenatural —elementos, pues, de confluencias entre dos siglos. Cuando domina en varias formas de representación un orden menos «milagroso» que el de los siglos anteriores (el «realismo» del siglo xv en testimonios del arte o de la historia), el moriens introduce ese tiempo aparte en el que convive con una realidad desconocida y superior. En el momento de la muerte, no es inesperado que aparezcan ángeles y demonios y personas que han cruzado en el pasado por su vida (como el asesinado del grabado tercero: AM, Ir), y visiones de objetos perdidos, y un criado cruzando con un caballo la escena: es asumible porque se trata de un momento en que lo sobrenatural y lo natural dividen al moriens en dos. Sería interesante explorar entonces qué produce ese encuentro de dos mundos, esa vuelta a la intimidad con los muertos que según el demonio ya no vuelven (AM, 4r), y con los seres del Más Allá. En ese instante largo y liminal de su fin, el moriens se va a re-conocer —y no a conocer— mediante la repetición. Aprendiendo el guión, el cristiano sigue el camino de lo fijado, dentro de una concepción de la vida como técnica y aprendizaje de un saber previamente existente. 36 Un guión ordenado, como el que dispone el predicador del Arte: «primeramente [...] segundamente» (AM, 6r), que refleja —el lenguaje escolástico— un esquema también ordenado del universo y del sentido de la existencia. En la secuencia de actos, unos se siguen

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Un tipo de filosofía del aprendizaje que ilustra muy bien dos siglos después el Conde de Manchester (1661: 8), uniéndola a los clásicos: «When I was a young man, (saith Seneca) my care was to live well, then practiced Artem bene vivendi, the art of wellliving. When age came upon me, I then studied Artem bene moriendi, the art of dying well; how to die well».

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temporalmente a otros (no suceden a la vez, sino una detrás de otra las tentaciones) con el objeto de llegar a su término, al vuelo hacia el Paraíso. De modo que el moriens sigue un patrón, no es sólo un individuo sino un modelo enfrentado con su propia muerte. Ya he matizado, en este sentido, la tan extendida noción de la mort de soi y del despertar de la conciencia individual, ilustrada también por las palabras de Sánchez Sánchez (2004: 37), que califica la muerte ejemplificada en don Rodrigo Manrique como la «última oportunidad para que el moribundo pueda ejercer su individualidad y decida cómo quiere morir», y así «la muerte en sí misma carece de importancia en comparación con la manera de morir y la actitud individual del moribundo».37 Este investigador contrasta la muerte del moriens con la disolución de la identidad que se produce en la muerte colectiva, sin distinciones sociales, de las Danzas (39).38 Pero, ¿se da realmente en el Arte o sobre todo en el Breve confessionario esa responsabilidad del individuo consigo mismo que sostienen Gago Jover (1999: 43) o Sánchez Sánchez (2004: 45-50)? El demonio, hemos visto, también juega su parte de culpa en la lectura de los pecados. Aunque con el tiempo «the reformation progressively gave way to increased individual choices in modes of actions prior to death» (Hallam/Hockey, 2001: 161), en el siglo xv no tenía el moriens cristiano mucha posibilidad de elección ni de movimiento como individuo único, como sujeto y no objeto, teniendo en cuenta que debía imitar un modelo donde se le proponen no sólo gestos o palabras sino los más puntuales pensamientos. Y donde sus dudas y sus problematizaciones se desplazan o se proyectan hacia el Otro, el doble maligno. Esto no quiere decir que a finales del Medievo no crezca una noción de privacidad e individualidad afirmada en la biografía, que reúne «todas las corrientes que, desde mediados del siglo xiv, le dan a la voz individual, a la vida personal, a la experiencia, un íntimo valor, prestigio y función social» (Ariés/Duby, 2001: 570), dentro de una secularización cada vez mayor.39 El momento de la muerte personal se entiende en el siglo xv como «a decisive 37

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Y continúa en esta línea cuando afirma: «El moribundo personaliza su propia muerte ya que, precisamente en el momento de mayor amenaza a su individualidad, es capaz de pensar en sí mismo como un individuo que se desliga de la colectividad» (Sánchez Sánchez, 2004: 41-42). Frente a esta visión tan extendida de la muerte en las Danzas como igualadora se alza el trabajo de Jean Batany (1984), para quien la Danza Macabra fija la clasificación de los estados y reimpone el orden a través del baile, proponiendo una rígida jerarquía de lo más alto a lo más bajo; representa así una actitud esencialmente conservadora hacia la estratificación social. Para que llegue la crítica social a la literatura habrá que esperar a que se ponga el énfasis en el individuo antes que en el «tipo», según esta autora. Para Mitre Fernández el avance de este «individualismo» se convierte en el factor fundamental de la erosión de la filosofía medieval de la muerte. «El individualismo destrascen-

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accounting for an individual self» (Bynum/Freedman, 2000: 6), cuando todo momento del pasado importa y el viaje a la muerte se puede tornar en descubrimiento de uno mismo, con los demonios susurrando al oído los vicios e inclinaciones que han marcado una vida (véase Brown, 2000: 54). Por otro lado, tampoco deseo decir que no se dé importancia a la voluntad última del moriens: «Mas es de saber que el diablo por mucho que tiempte al ombre non puede por fiie^a fazer le pecar ni en alguna manera vencer lo. saluo quanto el mesmo ombre le dara lugar et consentirá» (AM, 4v; «non deue ser absuelto [...] el confessante que dize que non quiere [...] fazer penitencia»: AM, 33r). Estamos en unos años en que se renueva la espiritualidad y se percibe una intensa preocupación por el desarrollo de una piedad auténtica y personal (Morras, 2002: 165), que se plasma en la devotio moderna, con su insistencia en el examen de conciencia y en una religiosidad metódica que tiene una base principal en Kempis. La evolución en el llamado descubrimiento (yo diría re-conocimiento) del individuo en el Otoño del Medievo tiene mucho que ver con los procedimientos de análisis de lo real, con los útiles y el vocabulario que pone en circulación principalmente el hábito de la confesión frecuente, pero también con otros fenómenos tardomedievales como la práctica de la disección, el uso de la correspondencia privada, la difusión del espejo, la técnica de la pintura al óleo y, especialmente, la invención del autorretrato pictórico, que introdujo una dimensión suplementaria al misterio del ser (Ariés/Duby, 2001: 577-581). En todos estos elementos, como con la superficie lisa de la pintura a la vez simbólica (inspirada en un pensamiento) y realista (en rostros e interiores) de la escuela flamenca, «es a la mirada del espectador a la que corresponde dar con la clave, recomponer al individuo y devolverle su secreto» (577). Pero, sea como sea, aun centrándose en su «yo» pecador, el moriens sigue actuando e imitando. Y desde este punto de vista la muerte iguala de nuevo, como en las Danzas: el Ars moriendi afecta a todas las clases sociales, incluso a personas «non letradas», como se dice en el proemio {AM, 3r), aunque éstas tuviesen acceso más difícil al texto.40 De modo que Rodrigo Manrique no se

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dentaliza la vida pero también hace lo propio con la muerte. En definitiva abre el camino hacia la progresiva secularización de ambas» (2002: 43). Cf. Vivanco (2004: 57), para quien la buena muerte de los caballeros del siglo x v era la que se producía en el campo de batalla «real»; pero esta afirmación debe matizarse con la muerte de Rodrigo Manrique, que se aproxima al ideal del Ars moriendi, un ideal que no sólo defendían los «oradores». En cuanto al género del receptor del Arte, la igualación no se produce. Como observa Friesen (1999: 249), aunque el tratado no hace distinción genérica en principio, en los grabados es siempre un hombre el que está en la cama (y su mujer al lado), y las tentaciones de vanagloria y avaricia se dirigen más al hombre que a

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individualiza más por morir así, sino que cumple con el patron, está en «su sitio» como deben estarlo clérigos o artesanos, y la suya es una tipología de muerte, no una concreción única (aunque fuere de los pocos que alcanzan el ideal).41 Pues bien, en esa «morbosa concentración en el momento del transitus» que muestra el Arte (Lawrance, 1998: 7), en ese rito del pasaje donde nuestro texto es un fiel reflejo de un conflicto espiritual dramatizado, alegorizado, regulado, el moriens se prepara para la función desde la cama. Y asistimos a la escena en un cuarto medieval donde el lecho «constitue pratiquement le seul meuble. [•••] L'habitat est peu confortable, la lumière ne pénétrant que par de rares ouvertures» (Thomas, 2003: 45).42 Pero no importa: como afirma Michelet (1966: 57) todo está previsto, y en un texto performativo como el del Arte lo que interesa es el proceso en sí de la muerte; al igual que con Rodrigo Manrique, es más relevante el acto de morir que la muerte en sí, que el acabamiento. La estrategia de escritura de la muerte del moriens es la focalización en lo procesual, el hincapié en lo performativo, en el decir, escuchar y ver en el momento del aquí y el ahora de la muerte, el llevar a cabo de la ritualidad. Una ritualidad que distraiga, o calme. La repetición, la semejanza, la construcción, la imitación, el plasticismo, todas ellas palabras claves que ponen en juego un universo de imágenes, de alegorías y de espejos. En el lecho del moriens, todo se encuentra estático y en movimiento a la vez. Fijado y dirigido. La mirada fundadora del moriens en el siglo xxi es entonces la nuestra, espectadores de un texto tan sugerente como controvertido. Y retorno de nuevo a Foucault, quien refiriéndose al nacimiento de la mirada científica y clínica, cuya piedra de toque es la muerte, escribe unas hermosas palabras con las que

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la mujer (AM, 14r: «alos religiosos e varones perfectos mas infesta»; por otro lado, la mujer no suele tener posesiones). La realidad de la muerte femenina era diferente: la mujer se moría mayoritariamente por la pobreza y el parto. De todos modos, la presencia y la importancia de las santas junto al lecho nos habla de que el género femenino no se olvida en nuestro tratado; considerando, además, que el hombre tiene más acceso al códice o libro que la mujer, no podemos extrañarnos de que sea el protagonista de los grabados, ni de que el predicador se dirija a él cuando dé por supuesto que su destinatario tiene mujer y no marido (AM, 17r, 18v; aun así, también menciona a un posible «marido» en AM, 2Ir). El Breve confessionarío, en cambio, tiene más en cuenta a un receptor femenino (véase AM, 23v, 28r). A pesar de su insistencia en la individualidad de la muerte de Rodrigo Manrique, Sánchez Sánchez (2004: 40) reconoce que el suyo es «un morir individual y genérico a un tiempo, pues nos ofrece un patrón transferible para todo aquel que aspire a ser un buen moribundo». Para un estudio de la tipología del lecho medieval, donde moriría el moriens, y la distribución de sus espacios, véase Ariés/Duby (2001: 509-525).

Capítulo 5. D e la muerte en el siglo x v

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pondré punto final a este trabajo: la teoría enmarcó mi presentación, y a ella vuelvo para terminar el marco. 43 Palabras que recogen, curiosamente, la idea de la muerte como reveladora del individuo, la muerte que fija nuestra mirada y señala los cuerpos dispuestos, cíclicamente, al espectáculo. Y de una manera general, la experiencia de la individualidad, en la cultura moderna, está vinculada a la de la muerte: desde el Empédocles de Hölderlin, al Zaratustra y luego al hombre freudiano, una relación obstinada con la muerte prescribe a lo universal su rostro singular y presta a la palabra de cada uno el poder ser indefinidamente oída; el individuo le debe un sentido que no se detiene en él. La división que traza y la finitud cuya marca impone anudan paradójicamente la universalidad del lenguaje a la forma precaria e irremplazable del individuo. Lo sensible, inagotable para la descripción, y que tantos siglos han querido evitar, encuentra al fin en la muerte la ley de su discurso; es ella la que fija piedra tangible, el tiempo que vuelve, la hermosa tierra inocente bajo la hierba de las palabras. Permite ver, en un espacio articulado por el lenguaje, la profusión de los cuerpos y su orden simple. (1999b: 276-277) El moriens del siglo xv, respondiendo a esa llamada de la muerte que fija todos los discursos, se dispone para una representación que dará sentido a su existencia.

Como el estilo de Huizinga, el de Foucault resiste la traducción, manteniendo su espejeante belleza, más allá de la hipotética verdad de sus asertos.

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225

ÍNDICE

AGRADECIMIENTOS

7

ÍNDICE DE ABREVIATURAS

9

ÍNDICE DE FIGURAS PRESENTACIÓN

Historia de un doble texto Perspectivas en torno al Arte de bien morir CAPÍTULO 1. L A REGULACIÓN ALEGÓRICA

El debate del moriens La representación alegórica: ascendencia y descendencia La regulación de la angustia CAPÍTULO 2 . E L TEATRO Y LA MUERTE

Sobre la teatralidad y el performance La teatralidad y la muerte: una larga tradición medieval El Ars moriendi: el espectáculo performativo desde la palabra y el gesto .... La mirada y el moriens, actor e imitador de su muerte CAPÍTULO 3 . SOBRE LA AUTOTANATOGRAFÍA MEDIEVAL, LA REPETICIÓN Y LA MEMORIA

La biografía desde la muerte El libro de la vida y la oralidad del Arte El ritual de la repetición La aparición del doble: el modelo del moriens y el demonio CAPÍTULO 4 . L A CONFESIÓN SEGÚN EL ARTE

La confesión en el siglo xv Civilizando el cuerpo Los métodos del poder y la vigilancia La emergencia y el reconocimiento del pecador Las palabras y la verdad

11 13

13 20 27

27 34 49 57

57 65 71 81 103

103 111 119 129 139

139 144 153 163 171

226 CAPÍTULO 5 . FINAL: DE LA MUERTE EN EL SIGLO XV

Sobre el miedo y el arte de morir bien Soledad y compañía del moriens: la última tentación La puesta en escena final BIBLIOGRAFÍA CITADA

El arte de morir 183

183 194 201 209