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Spanish Pages 610 Year 2019
Wilfrido H. Corral
Discípulos y maestros 2.0 Novela hispanoamericana hoy
Ediciones de Iberoamericana
Mechthild Albert Rheinische Friedrich-Wilhelms-Universität, Bonn Daniel Escandell Montiel Universidad de Salamanca Enrique García-Santo Tomás University of Michigan, Ann Arbor Aníbal González Yale University, New Haven Klaus Meyer-Minnemann Universität Hamburg Daniel Nemrava Palacky University, Olomouc Emilio Peral Vega Universidad Complutense de Madrid Janett Reinstädler Universität des Saarlandes, Saarbrücken Roland Spiller Johann Wolfgang Goethe-Universität, Frankfurt am Main
Discípulos y maestros 2.0 Novela hispanoamericana hoy Wilfrido H. Corral
Iberoamericana – Vervuert – 2019
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© Emma Luna, 2018
ÍNDICE
Preámbulo: ¿guardianes de qué templos, relevos de qué o quién?.............. 11 I. De la novela del cambio de siglo a la actual: los “clásicos” resemantizados.... 19 II. Recepción artificial: novelistas nómadas y globalifóbicos. Problemas generacionales........................................................................................... 99 III. La crítica española, el boom olvidado, el testimonio de los “discípulos”..... 201 IV. Literatura en la literatura: los últimos cien años y los “maestros”......... 293 V. Narrativa del selfie: novelas ejemplares y la Generación “Me gusta”....... 375 VI. Encontrados en la traducción: algunos discípulos “latinounidenses”... 465 Conclusiones............................................................................................ 547 Obras citadas............................................................................................ 551 Índice onomástico y conceptual................................................................ 591
PREÁMBULO: ¿GUARDIANES DE QUÉ TEMPLOS, RELEVOS DE QUÉ O QUIÉN?
Entre 1996 y 2018 no pasó mucho tiempo sin que se presentara otro libro de un flamante autor hispanoamericano sin fronteras en Madrid, Ciudad de México, Buenos Aires, Bogotá, Ciudad de Guatemala o Miami. Se los celebra por creer que como anda el mundo ya no se podrá escribir historias que no sean inquietantes e ignoren ese mundo o la ética de representarlo. Se tiende a ser poco crítico con las novedades del nuevo establishment, por temor de que se crea que uno es anticuario. Si por definición e históricamente las obras desobedientes son de autores indóciles, hoy se trata de cómo superar lo atrayente o efímero, emular los clásicos a su manera y evitar quedarse en un purgatorio con afanes de veracidad. En ese abismo, junto al cierre de librerías, la novela solo tiene relación con otros enredos de la fábula, u ocupa un limbo en que el yo de la narración no es extraño al yo que narra. Verla así es creer en que sus autores no hacen otra cosa que matizar una sola obra con poder compensador, mortificados por influencias y cambios culturales, y por su mito personal en un mundo digitalizado. Vale recordar lo que le dice uno de ellos, el chileno Alejandro Zambra (1975), a Mauro Libertella: “Estoy muy en contra de la angustia de las influencias. Creo que si las influencias te angustian es porque eres un pelotudo” (2015: 73). Discípulos y maestros 2.0 se conceptualiza desde varios lados de la historia cultural de la amplia nueva literatura mundial. Si ya no se puede leer, hacer crítica o historia literaria como antes (argumento general de Jacques Rancière, que reviso según ideas de Amy Hungerford y Hans Blumenberg), es ingenuo postular que antes se leía sin oxigenación. Si hoy no se lee como en 1996 o 2018, no es porque la novela actual es mejor o peor sino porque la experiencia y tradición acumuladas exigen más, aun al volver a leer una obra admirada. Tampoco se puede seguir concentrándose en rupturas
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y otras negaciones sin ver lo positivo. Más bien, es el principio de otro funcionamiento porque los nuevos y sus lectores leen sin importarles las rencillas de críticos añejados o la volatilidad con que ellos expresan su contradictorio desprecio del Mercado o la Academia. Paralelamente, el misterio y complicación de cómo se construye una narración sigue obsesionando a autores, lectores y, valga el pleonasmo, a las obras mismas. Esa persistencia surge de la inmediatez con que se cree que la globalización de ideas no tan nuevas confiere sentido a la existencia. La película Más extraño que la ficción (Stranger than Fiction, 2006), que alude a una frase sobre la verdad del Don Juan de Lord Byron, mostró que apegarse a un concepto extravagante, que nunca se apoya completamente en su historia, reduce la narración a un intento válido pero fallido. Omitiendo a Cervantes y Unamuno, en esa cinta el protagonista, consciente de que la novelista cuya voz oye lo quiere matar, acude a un crítico literario para aprender sobre su aprieto; nada más patético en este momento de “identidades porosas” y plagio contumaz. La lección por cultivar no es la imperfección de similares designios, o que estos se muevan dentro de su propio concepto, sino la insistencia en esas tentativas. Esto ocurre al debatir si la narrativa hispanoamericana actual es menor o pequeña, supeditando los hechos empíricos y espacios sociales de esa condición a la abstracción de la teoría literaria y sus guardianes. Por esos giros los capítulos cuatro y cinco muestran que el vuelco actual hacia el arte dentro del arte (incluido el visual) se comunica con el público afectiva e intelectualmente, sobre todo cuando las explicaciones que se muerden la cola proveen solo un sabor de la obra. Si uno se guía exclusivamente por la ingeniería editorial y los premios, la atención de las últimas dos décadas a los nuevos narradores continuará, aproximándose a los nuevos del viejo boom. Esa progresión tiene paralelos y antecedentes en el interés inicial por el boom de los años sesenta en el centro editorial que era España, donde recientemente el número de libros publicados ha disminuido un poco, mientras aumenta en Hispanoamérica. Los primeros dos capítulos dan cuenta de varios problemas implícitos en esos desarrollos, entre ellos resemantizar el gravamen de los clásicos y de narradores u obras olvidados, repensando todos los contextos, porque no hay justicia literaria en una época polarizada (según Parks 2017). Amplío el peso de la enseñanza de los maestros (matizando ideas de George Steiner y Rancière) en esas querellas
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para contextualizar y contrastar las nuevas preceptivas, teniendo en mente cómo la historia literaria se esfuerza por gobernar cuáles áreas de su interés podría presentar como centrales o marginales. En un momento en que las etiquetas críticas benefician más a los críticos es inevitable desembarazar esas comparaciones, porque los antiguos maestros siguen sonando más fuerte que los discípulos. Por ende, estos capítulos revisan cómo las teorías narratológicas más representativas no pueden abolir la explicación de la Obra Maestra, lo verdaderamente nuevo o experimental, o qué es un autor en las antípodas. Mi valoración comienza preguntando, entonces, no qué es circunstancial en la novela hispanoamericana de hoy sino qué es central y provee plenitud, y para quién, concentrándose en escritores representativos. Si, para tomar un ejemplo, se van agotando las analogías, comparaciones y superlativos para describir la obra y trayectoria de Roberto Bolaño (1953-2003), como arguyo en Bolaño traducido: nueva literatura mundial (Corral 2011), entonces toda narrativa que no se centre, como la de él, en la experiencia del nomadismo lingüístico transcontinental, el terrorismo de estado, la naturaleza artesanal y lúdica de la literatura, el exilio voluntario a Europa, o muestre temor de serrucharle el piso a lo políticamente correcto con gran humor, se percibiría como marginal o inexistente. Si se considera la popularidad de bestsellers como Isabel Allende y varios mágico-realistas renovados para lectores europeos y estadounidenses, o la retraducción y comercialización del narrador latino-estadounidense (sexto capítulo), la historia narrativa se abre a la marginalización de parte de la historia social o lingüística. Felizmente, el desarrollo de la novela hispanoamericana hoy es paralelo a otra atención y puesta en perspectiva de aquel mundo: me explayo al respecto sobre César Aira (1949) y autores de la generación intermedia, olvidada o postergada, verbigracia los nacidos alrededor del boom, más otros de los años cincuenta a sesenta. Con la red mundial la prensa obtiene un papel instantáneo para fijar el valor de esa narrativa, aunque digitalmente los hechos son más elusivos, y el debate instruido sobre cómo la literatura.com provee más contenido que formas es difícil de hallar. El conocimiento basado en lecturas reales no puede ser remplazado por los medios sociales que separan aún más a los que tienen puntos de vista diferentes, con linchamientos digitales. Ese dilema y la historia literaria más amplia muestran que algunas interpretaciones son centrales a un área o autor secundario vendido como justamente recupe-
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rado. Por eso la crítica debe concluir que ella misma es arbitraria, y no solo por admitir un sinnúmero de contraargumentos. Estos tienen una relación con cómo se interpreta la nueva (llamarla “joven”, “última” y “reciente” es igualmente difuso, relativo y subjetivo) narrativa en su cultura de producción, o donde más se comercializa, y por estas ambivalencias un gran número de autores desfila por este libro. Intento entonces yuxtaponer sucesos dispares que recalcan interconexiones subyacentes, para sugerir una nueva manera de pensarlas. En poco tiempo la narrativa neófita muestra cambios genuinos, avances pequeños y grandes retiradas, victorias y pérdidas, valores permanentes y logros técnicos comparativamente pasajeros. Entre esos vaivenes conocidos y obligatoriamente relativos la narrativa posmoderna pierde su hegemonía, pero quedan señas de su identidad y de críticos que valorizan su presencia hispanoamericana sin contextualizarla con la contemporánea (Rincón 1995). Lo mismo ocurre con el compromiso y el esteticismo intransigentes, eternos gajes del oficio. Conjuntamente, hoy se cuestiona menos la validez de la cultura popular, y, al volver a la palestra la “literatura en la literatura” (que dejaré de entrecomillar), sus ejes librescos ocasionan mayores rechazos debido a su larga historia. Esa metaficción, erróneamente considerada posmoderna y casi exclusivamente estadounidense por Rincón (1995: 147-155), confunde la autoexpresión (que es toda sobre uno mismo) con el arte (que con más generosidad nos habla a nosotros, aunque no sepa que oímos). La cultura para las masas, preocupación anterior a la idea de Umberto Eco de 1964, amenaza con reformular la cultura de las masas. Ninguno de estos embrollados impulsos desaparece completamente, hecho inevitable en una cultura con mayores medios para fijar lo perenne que puede producir la literatura. Parece mucho menos cierto —como exponen los primeros capítulos, es un asunto de tiempo— el impacto de estos narradores y sus obras en la recepción de la narrativa de los grandes narradores (“boomistas” y anteriores), que todavía ocupa el centro de maestría en la práctica misma y ante el público 2.0. Esta situación requiere examinar esa coexistencia paradójica. Los recienvenidos llevan más de veinte años empeñados en establecerse, en armar una agenda en que su autenticidad personal no se relegue a un segundo plano. Con alguna salvedad ocasionada por el tiempo (que no debe ser la apuesta final), siempre es así con los integristas de un gremio. Es necesario examinar entonces el papel
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mayor de la habitualmente breve vida comercial de los libros, aunque otros literatos reclamen que los neófitos simplemente replican la posición que han ocupado otros grupos de narradores. No es así. Piénsese en que el boom duró unos diez años, ha cumplido más de medio siglo, y los cambios que surgieron de él habían empezado antes. Por consiguiente, vale señalar que las generaciones que preceden a las actuales estaban igualmente ansiosas de investigar y aceptar modelos narrativos que les permitieran dedicarse a otras preguntas que pretendían resolver con su práctica, y la crítica de su momento lo muestra. De la narrativa publicada hace más de medio siglo las obras con vigencia desigual son Coronación, El acoso, Balún Canán, Los motivos de Caín, La región más transparente y Los ríos profundos. Recordamos a Donoso, Carpentier, Rosario Castellanos, Fuentes y Arguedas, e imperfectamente a José Revueltas. O sea, el pasado siempre sirve como experiencia de límites en que se enfatiza a los autores, no las experiencias en sí. Maestros y discípulos han tenido como misión cambiar o fragmentar los núcleos, aprendiendo a manejar los intersticios de otra manera. Desde hace una década varias compilaciones críticas se han dedicado a proveer una extensa historia de esos cambios, como reviso en el tercer capítulo, y sirven como hilo conductor en esas negociaciones. El meollo de esas permutaciones, que también son búsquedas de originalidad en teoría y práctica, obliga al intérprete a no distanciarse de la rencilla irresoluta entre maestros o discípulos y sus guardianes (actualizada por Bolaño en “Comedia del horror de Francia”, de Sepulcros de vaqueros, 2017), particularmente complicada en un momento de relativismo cultural que tergiversa esos roles, cuando no los rechaza abiertamente. Con el culto al autor y el altar de los que lo adoran puestos en perspectiva por los nuevos medios, o porque quedan pocos templos, los nuevos navegan entre varios intereses potencialmente peligrosos, y no es el menor de ellos el cansancio del público ante una narrativa que habla de “mi cuarto, mi pareja, mi obra, mi sufrimiento”, o que no sabe si Picasso hablaba de artistas malos, buenos, grandes o genios al decir que unos copiaban y otros robaban. Por esa percepción querer ser “El Señor Narrador” choca con querer ser “El Señor Rebelde”, y más de uno de los narradores examinados participa de esa contradicción. El culto del autor aficionado o diletante que quiere ser tema candente en los medios sociales se basa en mayor información, opiniones, perspectivas, en más de todo; y sin
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filtros reales, como si no tuvieran fecha de caducidad. Por no intentar fijar el alcance de autores con un futuro indefinido y manifiestos autobiográficos ambivalentes, mi visión es general, aunque capta características permanentes. Varios temas de su narrativa se deben a preocupaciones poco literarias que complican la depuración conceptual y temática de ellos, y criticarlos refleja los anhelos y aprensiones de sus autores. Entender a los noveles requiere concentrarse en áreas laterales, porque un subtexto de su historia es integrarse a la tradición para proveer formas imaginables a su pasado, que llega pronto. Discípulos y maestros 2.0 muestra cómo se llega a vislumbrar esas formas en una cultura literaria; cuando el culto de “lo más nuevo de lo nuevo” es parte de una convicción estética, no un renovado rechazo del arte burgués. Creo, con Hungerford, que la cultura literaria sigue viva pero no es compartida con los que no pueden ganarse la vida por su participación en ella, y por eso hay que promover la cooperación requerida para tener un objeto de estudio llamado cultura literaria del tardío siglo veinte y temprano veintiuno (2016: 15-16). Evito convertir este en El precio del posmodernismo: epistemología, hermenéutica y el canon literario, libro ficticio que nadie quiere publicarle al profesor protagonista de la película Smart People (2008). No esbozo un canon de una nueva forma; y tejo la dinámica de sus tipos para sopesar teorías o sistemas predispuestos a construir un canon, consciente de que el problema de esa abstracción es qué obra o libros fetiche se deja o saca, y que no se puede ampliar porque uno nunca sabe exactamente quién está en él. Entre el 3 de agosto y el 26 de octubre de 2013, y esporádicamente en sus números 1132 a 1144, Babelia de El País se dedicó a presentar nueve “Nuevos escritores latinoamericanos”: Alejandro Zambra (primus inter pares), Rodrigo Hasbún (1981), Selva Almada (1973), la brasileña Andréa del Fuego (1975), Lucía Puenzo (1976), Julián Herbert (1971), Jeremías Gamboa (1975), Wendy Guerra (1970) y Andrés Felipe Solano (1977). De ellos Zambra no necesitaba ni necesitará más presentaciones. La cubana Guerra y el mexicano Herbert van en muy buen camino, y el resto sigue tratando de encontrar su artesanía, conscientes de que se requiere más que promesa para comenzar los periplos del reconocimiento literario. Hace unos años, conversando sobre autores que faltan o aparecen brevemente aquí, Eduardo Becerra me preguntó si me gustaban las obras estudiadas hasta entonces; a él le parecía que no. Su interpelación me instó a leer autores y obras fuera de mis ideas matrices, en
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búsqueda de puentes, no de relevos generacionales, coadyuvado por latinos que escriben en inglés y luego son traducidos a dialectos del español. Su pregunta también me condujo a interpretaciones de las que no he aprendido menos de las que siempre son parte de mi tarea crítica, aunque dudo si compartir el entusiasmo por libros que uno admira contribuye más a la tarea y ética crítica que diseccionar por qué uno tiene problemas con un libro o interpretación. Publico este libro después de The Contemporary Spanish-American Novel: Bolaño and After (2013), que compilé con Juan E. de Castro y Nicholas Birns, a cuyos ensayos sobre sesenta y nueve “contemporáneos” remito para ahondar sobre la gran mayoría de los discutidos aquí. Cinco años después matizo ese tipo de anticanon con lecturas hispanoamericanas contextualizadas por otras mundiales, y por esa dinámica mi registro no es total; más bien, señala avances y tendencias. Este libro no existiría sin realidades que llevan algo más de dos décadas. Agradezco a Leonardo Valencia nuestro diálogo erudito, estimulante, fraternal y perenne desde su participación en McOndo. Otra realidad es mi amistad con latinoamericanistas en España cuya generosidad, envíos y apertura a mis ideas son tan extraordinarios como ellos, particularmente Eduardo Becerra, Francisco J. López Alfonso, David Roas, Blas Matamoro, y Sonia Mattalía, a cuya memoria dedico este libro. Colegas, exalumnos y amigos latinoamericanos me facilitaron documentación, referencias y discusiones para pulir mis conceptos y aprender más: en Estados Unidos, Pablo Brescia y Juan E. de Castro; y los geniales Ignacio Bajter y Antonio Villarruel en Suramérica, cuyas ideas siempre mejoran las mías. También agradezco profundamente el minucioso cuidado editorial de José Carlos Morales Téllez y María Pizarro. Según The Contemporary Spanish-American Novel: Bolaño and After y este libro, las novedades engañosas no seducen, y es preferible el buen sentido crítico a un abstruso entusiasmo desenfrenado. No me preocupo de quejas hipersusceptibles de alguna Sociedad para la Prevención de la Crueldad contra Novelistas (varios son amigos, y buenas personas), o alguna Escuela de Comando Crítico Antiimperialista (que conozco bien), sino de dedicarme a conexiones y facetas desatendidas de la cultura de la novela. Si cierto academicismo se empeña en destrozar la sociabilidad, comunidad y aprecio, vale contrarrestarlo respetuosamente sin filtros, límites, preocupaciones o prohibiciones. Celebro a los nombrados por cauterizar mis desatinos, y por su dedicación ética a estas
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artes; y desde esa entrega es posible entender a nuestros neófitos, sus precursores inmediatos o antiguos, y sus guardianes. Siempre deberé todo a mis maestras y maestros constantes: a Adrienne, a mis hermanos y sus familias, y a mi madre. San Francisco / Madrid, 2019
I. DE LA NOVELA DEL CAMBIO DE SIGLO A LA ACTUAL: LOS “CLÁSICOS” RESEMANTIZADOS
Ya yo sé que sois un Tántalo en ellas, porque se os van por altas y no las alcanzáis de profundas. Miguel de Cervantes, “El licenciado Vidriera”
Es curioso recordar que hace poco la crítica latinoamericanista convencional consideraba la historia literaria revisionista como un término que conllevaba oscuras insinuaciones de purgas estalinistas de los clásicos. Hoy ese revisionismo es canónico, porque ¿cuál es el punto de confrontar el pasado sino revelar sus dimensiones oscuras? Como quieren comprobar mis otros capítulos, ¿por qué ignorar causas que se convierten en evidencia a la luz de sus efectos posteriores? En Ransom (2009), David Malouf reescribió un episodio culminante del libro final de la Ilíada con gran éxito crítico. Ese mismo año, el irlandés John Banville basó su novela de ideas The Infinities en el mito de Anfitrión, que antes había adaptado Heinrich von Kleist en Amphytryon. En The Infinities Hermes (el narrador principal) y Zeus son fantasmas (solo los puede ver el perro) en una agonía irlandesa contemporánea. Al año, en The Lost Books of the Odyssey (2010), Zachary Mason, especialista en inteligencia artificial, hace que Odiseo cree su propia leyenda, en una novela posmoderna de giros borgesianos. En Memorial: An Excavation of the Iliad (2011), Alice Oswald se deshace de los famosos héroes, batallas y discursos de Homero y ofrece un “cementerio oral” para personajes menores. En The Song of Achilles (2012), Madeline Miller recrea la Guerra de Troya de la Ilíada como una historia de amor homosexual entre Aquiles y Patroclo. Miller olvida el interés de Aquiles en las esclavas y que engendró un hijo, y su novela se apega demasiado a intereses sexuales contemporáneos en una novela posterior sobre Circe. Pla-
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tón y Esquilo ya notaron que Aquiles y Patroclo eran una pareja romántica, y las versiones fílmicas no se quedan atrás. Ante esos intereses vale recordar que Mary Renault contemporaneizó magistralmente un diálogo socrático para denunciar en El auriga (1953; edición en español, 1986) la discriminación contra los homosexuales, reanimando mito e historia por medio de toques psicológicos ingeniosos. Bien se sabe que reescribir, traducir, (pos)modernizar los clásicos, o teorizar sobre ellos, no son perfeccionamientos recientes sino actos que se ubican entre la tradición y la traición. En “Las versiones homéricas” de Discusión (1932), Jorge Luis Borges asevera que “con los libros famosos, la primera vez ya es segunda puesto que los abordamos sabiéndolos” (239), señalando “la dificultad categórica de saber lo que pertenece al poeta y lo que pertenece al lenguaje” (240), y concluye “Repito que ninguna o que todas” (243) las obras de Homero son fieles1. El último capítulo y la problemática traducción (que examino según nociones de Andrés Claro y Javier Calvo) al español de algunos novelistas de hoy actualiza esa visión, recordando que el británico Christopher Logue recreó la Ilíada con anacronismos y sin saber griego. Su empresa duró cuatro veces más (de 1959 a 1999) que la Guerra de Troya, y desde War Music (1980), Kings (1991) y Cold Calls (2005) se refirió a sus “adaptaciones”, no traducciones. Medir esos cambios de percepción, analizar los motivos para seleccionar maestros y antecesores, es tan importante como volver a los documentos y testimonios de décadas anteriores, porque examinar los términos con los cuales el arte narrativo ha sido evaluado ilustra el presente y el pasado. Ese examen ayuda a corregir las distorsiones causadas por polémicas anteriores, como expongo respecto de La llegada de los bárbaros. La recepción de la literatura hispanoamericana en España, 1960-1981. Es temerario abandonar esas distorsiones, y no todo el mundo está dispuesto a creer al revisionista o a los influidos por sus ideas para disturbar la comodidad de la convención. Cierta euforia actual por la postrera narrativa hispanoamericana, especialmente la novela, existe por ignorar o desdeñar varios hechos histórico-literaBorges 1974: 239-243. Más expansivo es Alfonso Reyes en “De la traducción” (Reyes 1962: 142-156). Sur, 338-339 (enero-diciembre, 1976), dedicado a “Problemas de la traducción”, recoge ambos textos. En ese número (118-120) Borges añade sobre la práctica “Creo que se comete un error cuando se insiste en las palabras vernáculas. Yo mismo lo he cometido. Creo que un idioma de una extensión tan vasta como el español es una ventaja y hay que insistir en lo que es universal y no local” (119). Toda traducción es mía excepto donde indique lo contrario. 1
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rios. No son los menores adherirse a un canon trillado, obras famosamente efímeras, la inflación de autores por agentes, críticos amigos, aliados y editoriales. Que se asevere que algún novelista milenial está “entre los mejores autores jóvenes de América Latina”, o que alguno suyo sea “Libro del año”, en España, no significa que Ariana Harwicz (Argentina, 1977) no desafíe más o mejor lo que se entiende por novela hispanoamericana con Matate, amor (2013), La débil mental (2014) y Precoz (2015), trilogía tremendista no programada en que las mujeres, y la autora, se apropian de la violencia y deseo antes acaparados por el lenguaje varonil. Con base en su nomadismo, Harwicz concibe su narrativa en términos plásticos e híbridos, “con la pretensión de deformar el objeto, la gramática, las relaciones familiares, la maternidad” (Rivera Yáñez 2017: 12). En un análisis de Aira, Evelyn Galiazo postula una relación inaplicable a varios autores discutidos aquí, surgida de la percepción que él tiene del Quijote: “Convertirse en clásico consiste, entonces, en superar al género desde el cual se escribe. De este modo, la relación entre género y clásico se asemeja a la que establece un buen discípulo con su maestro: para corroborar el talento del segundo, el primero tiene que traicionarlo, porque los mejores epígonos son siempre apóstatas […]. Ya lo decía Aira: de los buenos discípulos nunca podrán surgir buenas novelas” (Galiazo 2006: 292). Examinemos entonces la visión de un maestro con mayor trayectoria y reconocimiento. En unos lúcidos comentarios, recogidos bajo el título “Una literatura despolitizada” por Javier Rodríguez Marcos en ocasión de la FIL de Guadalajara de 2016, Mario Vargas Llosa manifiesta: “No sé si es atrevido decir que a los novelistas de hoy les falta ambición, pero es cierto que los autores más jóvenes ya no creen en la novela total […]. Eso no quiere decir que la gran novela, la novela grande, esté derrotada. De pronto vuelve. Pensemos en Bolaño” (6). Es revelador que el chileno sea el único autor que merece mención del maestro, y que este sea más político que sus jóvenes contemporáneos. En sus comentarios se nota su atención menos precisa a cómo el narcotráfico “juega un papel político, social y cultural. Pero no veo que la literatura refleje ese estado de cosas. No conozco ni grandes ensayos ni grandes ficciones que muestren esta cara” (6), machacando su acotación inicial de que “aunque el narcotráfico sea una presencia generalizada en América Latina, no ha producido todavía ninguna obra literaria fundamental. Aparecerá, sin duda” (6). Rafael Gumucio (Chile, 1970), asevera sobre sus coetáneos, y probablemente sobre sí mismo:
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“La mayor parte de esos libros y sus autores no puede permitirse quizás el lujo de intentar la novela total del boom, como no pueden permitirse el lujo de la revolución que embriagó a sus mayores” (2017: 14). Se puede hacer la precisión de que si la literatura del continente “se ha ido despolitizando” es porque se ha dirigido a su propia política, sin las ideologías divisorias del apogeo de Vargas Llosa como autor, pero en términos generales su pronóstico es correcto y lo importante es notar que puede haber consenso intergeneracional sobre visiones clásicas del género. Así, Tony Tulathimutte se opone a la corrección política y genérica mediante la cual su generación de mileniales (etiqueta para la ampliación de ensimismamiento, apatía, ambición creativa vanidosa y problemas de vivienda al extremo de que se creen emblemáticos; expresada en un estilo Facebook/Twitter contaminado con mayúsculas y tachaduras) no logra producir una novela que la represente, porque “la idea de que una obra maestra de una talla para todos es contraria a la forma de la novela” (2016: br37). Por su parte, el peruano le añade a Rodríguez Marcos: “Todos los perfeccionistas han visto siempre la novela con reticencia porque es un género imperfecto […]. La novela es el retrato de un mundo en el que la imperfección es la norma. Por eso refleja tan bien una sociedad en permanente movimiento” (6). No extrañamente, el difunto Philip Roth asumió la misma perspectiva con la misma energía. El potencial de crear clásicos instantáneos es factible, y encomiable, si duran hasta el siglo xxii, asevera calculadamente Carlos García Gual (2013). Por esto, indagar en una historia más precisa y contextualizada de nuestra narrativa —consciente de que es imposible, y de que aunque lo fuera, una historia que no excluya a otros narradores que escriben en español sería ridícula— como propongo, pondrá las hipérboles y el asombro perpetuo ante los apóstatas en perspectiva. Raymond Williams arguye en sus ensayos sobre los clásicos que la diversidad democrática y el tratar de engañar a la autoridad se deben al propio alto alfabetismo que los rechaza. Por ende considera que, si los clásicos deben ser separados de la autoridad por medio del proceso de entender cuáles son las potestades auténticas, también debe haber intentos de colaboración y convergencias honestas, de disciplinas basadas en material reciente (2001: 276). Por eso quizá no sea inconsecuente que bajo el título “Con A de América, con B…” Babelia (26 de noviembre de 2016) compuso una especie de diccionario literario básico, con breves entradas de literatos conocidos y poco conocidos
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sobre varios temas, sin un propósito claro o coherente. Sin embargo, los autores establecidos parecen saber a qué público se dirigen, y con base en ese criterio voy a emplear oportunamente sus opiniones, más que definiciones. Si en otros capítulos matizo lo que se entiende por maestros, jóvenes y discípulos, en este cabe más distinguir entre narradores actuales, clásicos y contemporáneos. Este último tiene el mérito de denotar un período, por vago que sea, sin implicar criterios de valor o connotar una estética específica que asuma un monopolio sobre otras. Nótese la similitud entre los requisitos para un clásico y los criterios para las obras maestras, que según Charles Dantzig “sont si peu communs que chacun semble un absolu. Aucun ne ressemble à l’autre, aucun de ceux qui viendront ne será pareil à ceux d’avant. Le chef-d’oeuvre est une rupture; de la médiocrité. Voilà pourquoi il peut choquer. La médiocrité est la plus nombreuse” (2013: 31). Si esas categorías tienden a fluir y compartir cualidades, al emplearlas indistintamente, como buena parte de la crítica actual, se pierde autores y obras. Es necesario conocer más de los actuales, pero equipararlos con los clásicos o juntarlos a ellos es nutrir la amnesia, porque la narrativa clásica se basa en la transmisión de largo alcance (no necesariamente de siglos), de la inscripción de autor y obra en una continuidad, en una estética e historia. No obstante, desde los años ochenta la tendencia sigue siendo buscar clásicos sin cesar entre los contemporáneos, como si lo que se había propuesto hasta entonces no satisficiera verdaderamente. Desde esa perspectiva y este capítulo rescato o presento a varios autores y novelas olvidadas, desdeñadas o postergadas en las Américas y en España, poniendo en perspectiva el “choque de lo nuevo” en el cambio de siglo pasado y lo que va de este, para formar una historia literaria apoyada en realidades supeditadas. Como muestran esas novelas, es mejor hablar del “choque de lo viejo”, porque no hay en ellas o en la conceptualización de sus autores alguna noción de que, en el apuro hacia el progreso narrativo, el pasado quedó lejos. Por eso vale volver a un clásico contemporáneo. En su Autobiografía (1970), publicada en español a 29 años de su original inglés (lapso pertinente para mis discusiones), Borges recuerda: “Al contradecir mi gusto por lo patético, lo sentencioso y lo barroco, Bioy me hizo sentir que la discreción y el control son más convincentes. Si se me permite una afirmación tajante, diría que Bioy me fue llevando poco a poco hacia el clasicismo” (116). Para 1970 la crítica había comprobado que su obra no era “clásica” en el sentido convencional. Borges
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es hoy varias veces un clásico, y no solo por referirse en su obra a los textos que se percibía como tales (casi nunca habló de un contemporáneo, de sus últimos años, o del futuro de la narrativa) y subrayar sus rasgos, como comprueba García Gual (1990: 193-196; y con mayor amplitud en los capítulos “Leer a los clásicos y elegirlos” y “Borges y los clásicos de Grecia y Roma”). Por su parte, Italo Calvino recuerda que del epos de Borges “no forma parte solamente lo que se lee en los clásicos, sino también la historia argentina” (1992: 245); aunque cuando en “Sobre los clásicos” de Otras inquisiciones Borges concluye que aquellos son transgeneracionales, se refiere al universo, no a una visión nacional. Las numerosas conceptualizaciones en torno a la evidente paradoja borgiana de ser todo y nada para todos y nadie es un emblema del clásico hispanoamericano. Otro símbolo de nuestros clásicos es una idea subyacente en las consideraciones del crítico inglés Frank Kermode en torno al vocablo. Para él, hablar de un clásico significa hablar de un texto que ha evadido restricciones locales y provincianas. O sea, el scriptor classicus ya no escribe solo para las clases altas, ni el scriptor proletarius para las no pudientes. Es más, los tabúes de los lectores son menos fastidiosos que los comisarios críticos, censores académicos y conglomerados editoriales. Detrás de esas encrucijadas y conceptos encontrados yace el problema de definir nuestros clásicos, cuya recepción contemporánea examino, para evitar repeticiones, desde la narrativa del cambio de siglo y la actual, predominantemente en la prensa cultural. Otro problema es que la crítica académica española e hispanoamericana recientes están de espaldas unas a otras, y ocasionan “clásicos” espontáneos que dejan de existir en pocos años. En España, y en menor medida en Hispanoamérica, parece imposible hablar de lo que ofrecen y significan esas narrativas sin hacer referencias directas o rebuscadas a los clásicos del boom y a sus autores como estreno de sociabilidad intelectual; un hecho notado ampliamente por críticos y comentaristas dentro o fuera de España, y constantemente por varios autores hispanoamericanos o latinoamericanistas que viven allí. Por compilaciones que llevan unos tres lustros de balance y liquidación, como Palabra de América, La llegada de los bárbaros y Los escritores y la creación en Hispanoamérica, todas de 2004, hay un “antes y después” de los contornos estéticos y sociopolíticos de la esfera cultural que da forma a la actual. Era de esperarse ese desarrollo, porque ciertos atavismos hacen creer que el origen de un autor o movimiento, de una manera
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u otra provee una carta de ciudadanía especial, o un conocimiento de causa respecto a lo que es la producción cultural. Es cierto, como arguyen varios estudios que discuto, que durante el boom y hoy es difícil pensar en la buena salud de la narrativa hispanoamericana sin la gran gestión editorial, crítica y periodística española, desarrollo que merita atención, como el hecho de que esa narrativa sigue ayudando a internacionalizar la lengua española, cuyas bases y redes institucionales resume Castro (2008). Más allá de las pertinentes discusiones de la dependencia de los años setenta, el neoliberalismo (Bértolo 1999: 84-85) y otros esencialismos cuyo dinamismo se ignora, hay realidades empíricas marginadas, debido a las buenas intenciones y tono celebratorio o triunfalista de un panhispanismo comercializado que Bértolo llama “Españacentrismo” (83). Vale ser realista: la comercialización paga los gastos, y la literatura no es una iglesia. Aquella es solo uno de los factores que no permiten resemantizar los “clásicos” actuales. Al enfatizar esos desvíos la crítica casi nunca se centra en los textos, sino que se desplaza hacia puntualizaciones sobre la casa de citas y subjetividad que se puede construir de ellas. Hacia el principio de El gran misterio (2018), de César Aira, el narrador dice que lo suyo no es derribar puertas sino probar muchas llaves al azar, reducir las incógnitas, no sin antes analizar plenamente “el gran misterio”, sea lo que fuera. Es el misterio, la maravilla y hasta la presencia de lo real renovado que marca la distinción del cambio de siglo, y esa filigrana es lo que debe explorar la crítica. Diferente de profesores novatos de literatura hispanoamericana actual, vale dar un significado menos restrictivo a la “literatura sin papeles”; hay que distinguir entre lo verdaderamente bueno y lo meramente significativo, porque hacer fetiches de esas distinciones no es estudiar literatura, sino la sensibilidad de uno mismo. En The Liberal Imagination (1950), Lionel Trilling lanzó un asalto cuidadoso y paciente contra el radicalismo político y sus complementos literarios, cuya entereza habría aumentado de haber sido aplicada a la narrativa hispanoamericana que emergía en su época, o a la de nuestros días. En un contundente resumen de su continua batalla contra toda censura, Vargas Llosa actualiza la idea de Trilling, y opina que “quienes se empeñan en que la literatura se vuelva inofensiva, trabajan en verdad por volver la vida invivible”, advirtiendo que “con ese tipo de aproximación a una obra literaria, no hay novela de la literatura occidental que se libre de la incineración”
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(2018: 15). Junto a la fábrica del lenguaje que examina Pablo Raphael existe una fábrica de valores y doxa técnica poco sutil, producto derivado del habla universitaria que le pediría a Trilling “verdad científica”, cuando la suya es más vigente que la crítica que le sigue. Esta no expresa su radicalismo progresista en acciones en la calle sino en discursos que derechistas, con gestos culturales basados en políticas de identidad que se asignan el estatuto de víctima, sin la confianza para asumir cambios o la humildad para dialogar con otros. Querellas renovadas: antiguos y modernos Hace tres lustros, Eduardo Becerra retomó la ahora constante discusión entre ciertos nuevos “antiguos y modernos” (Isabel Allende, Laura Esquivel, Mayra Montero, Ángeles Mastretta y Luis Sepúlveda), postulando que contribuyen a ofrecer “una imagen de la narrativa hispanoamericana de las últimas décadas en la que parece que nada nuevo ha pasado desde los remotos sesenta” (2002a: 35). Tiene razón, y otras preguntas que saltan a la vista son quiénes son los lectores virtuales de esos autores y por qué la nómina es esencialmente femenina. En versión editada de su reseña de 1999 para su seminal Desvíos, Ignacio Echevarría coincide con Becerra al reiterar, acerca de la igualmente seminal antología de jóvenes narradores hispanoamericanos compilada por este último (Líneas aéreas, 1999), que “resulta ciertamente insólito que un área idiomática que abarca dos continentes y cuatrocientos millones de hablantes produzca una lengua literaria tan escasamente colorida, tan poco dialectal, tan unitaria léxica y sintácticamente” (2007: 180). Echevarría arguye que entre esos narradores se da “una estandarización de la lengua y una estereotipificación de los planteamientos narrativos” debido a un “estilo internacional” [sic] y la evidente comercialización a que se somete o se someten los nuevos. Alrededor de 2007 (año del primer Festival Bogotá39), en “Una narrativa sin territorio”, prólogo a su fino Desvíos, Echevarría considera que, comparados con los autores del boom, los nuevos de cierto éxito “suelen ser de un calibre notablemente inferior, aparte de no entrañar sus libros novedad alguna digna de ser destacada” (2007: 22). Y machaca: “Para probar esto último, basta echar un vistazo al tipo de autores y de libros que se han apresurado a distinguir los más sonados premios comerciales. Ignacio
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Padilla, Gonzalo Garcés, Mario Mendoza, Xavier Velasco, Antonio Skármeta, Zoé Valdés, Laura Restrepo…: con novelas que en el mejor de los casos toleran ser calificadas como triviales […]” (2007, 22). Un asunto afín que desarrollo se desprende de la que llamo la Generación “Me gusta”, por no cuestionar su rebaño digital, la crítica digital o los nuevos poderes del mundo literario. Si se necesita premios para quejarse de ellos también es cierto que remplazan el arte de la crítica al determinar el gusto público según el mundo éticamente grisáceo del comercio. Pero es evidente que el público siempre discute los premios literarios, y de eso se trata, porque ningún jurado lo hace bien. Pero al equivocarse y pasar por alto a Borges o Tolstói para el Nobel, y no a Bob Dylan (Aira lo cree injusto para los escritores), los premios permiten hablar de la literatura que importa. Antes, en “El estilo internacional”, reseña de McOndo incluida en Desvíos (2007: 175-177), Echevarría distingue (siguiendo a Héctor Bianciotti) entre cosmopolita e internacional, entendiendo por este ademanes comerciales y narrativos apolíticos. Para él se salvan Rodrigo Fresán (1963), Santiago Gamboa (1965) y Leonardo Valencia (1969). Tales evaluaciones tienen límites temporales, y tan importante como el criterio es la nómina, y la producción entre 2007 y 2018 le da la razón a Echevarría, con matices que iré anotando. No todo depende de la crítica, y en su artículo Becerra relata cómo, al convocarse el primer Premio Planeta latinoamericano (1997), Tomás Eloy Martínez, de una generación opacada por el boom, se autoinmoló al no observar cómo la suya y otras obras de los años ochenta y noventa se diferencian de las de los años sesenta y setenta (2002: 36). Como hacía con Fuentes, Eloy Martínez prefería venerar a los antiguos maestros, y solo más tarde dedicó unas páginas a entrevistas con los jóvenes, de su país, con el título “La Argentina y los escritores que vienen” (ADN Cultura, 8 de mayo de 2008). De ellos no son recienvenidos la más reconocida Samanta Schweblin (1978) o Washington Cucurto (1973), y lo señalo no por el origen nacional de esa nómina sino por el carácter infructuoso de llegar a un consenso, como demuestra después otro número del mismo suplemento (ADN Cultura, 17 de enero de 2009) dedicado a siete escritores de “La nueva literatura de América Latina”. De ellos sobresalen Daniel Alarcón (1977), Juan Gabriel Vásquez (1973) y Horacio Castellanos Moya (1957); y por razones contrarias que explicaré, Santiago Roncagliolo (1975) y Edmundo Paz Soldán (1967).
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Esas son palabras mayores y si es así y se añade que todo Occidente tiene actualmente un estilo internacional, noción que aprueba e intenta comprobar Adam Thirlwell y su cuestionable idea de que toda novela es traducible (2008: 226, 269-277), ¿dónde está “lo nuevo” y el posible clásico si ya se escribió las “grandes obras”? No hay que guiarse por comentarios como los de Harold Bloom a El País en diciembre de 2014, que sostienen que en la literatura actual no hay nada “radicalmente nuevo”. Por la reverencia que se le tiene, aparte de la lectura filosófica de Josu Landa en Canon City (2010), que corrige magníficamente su “lista”, no se le pregunta qué ha leído de esa literatura, ni se le pide matizar, ocasionando tautologías que no cuestionan su valor como crítico. Sí, pretende hablar de la narrativa mundial de hoy, pero como le precisa Enrique Vila-Matas, narrador tajantemente singular si lo hay, “ser ‘radicalmente nuevo’ no significa ser original. Ser ‘radicalmente nuevo’ ha acabado siempre mal y está, además, tan visto como el tebeo, o como la novela ‘basada en hechos reales’”. Como asevera Parks en su revisión de la resurrección de la proecupación por el estilo, este se afirma por una estricta relación con los lectores específicos, y mientras más se lo diluye o extiende, particularmente para lectores de lenguas extranjeras, lo más difícil que es para un texto de cierta densidad estilística ser exitoso (2015: 85). Como asevera Parks en su revisión de la resurrección de la preocupación por el estilo, este se afirma por una estricta relación con lectores específicos, y mientras más se lo los diluye o extiende, particularmente para lectores de lenguas extranjeras, lo más difícil que es para un texto de cierta densidad estilística ser exitoso (2015: 85). Buena parte de la narrativa contemporánea —incluso la llamada emergente, exótica, global, marginal, menor, pequeña o periférica— fetichiza el estilo como ansiedad constante, con prosa que pone su firma, establece su autoridad aparatosa con perspicacias, metáforas, palabras insólitas y diálogo perpetuamente animado. ¿Quién dice que hay que ser “radical” a cada rato, cuando el estilo puede limitar al alma? Los nuevos, sobre todo los latinos estadounidenses que no escriben para reiterar clichés etnocéntricos, están muy conscientes del fallo de las fantasías transnacionales, y tal vez por eso no pueden evitar la paradoja de que, para albergar un sueño transnacional, se requiere una recuperación de la patria chica, aun en una
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novela “internacional”, porque saben que no se pueden sentir en casa en un mundo de por sí exiliado de sí mismo2. Una solución no es un viaje a la semilla, sino a las semillas, porque al concentrarse en los imperativos comerciales los excelentes trabajos de Becerra, Echevarría, y años después Santos, postergan obras presentes, y algunas pasadas, que no se conocen en la esfera exitosa en que se dan sus aserciones. En ese mismo número de Babelia, Becerra sostiene que Rafael Conte, temprano y constante crítico español de la narrativa hispanoamericana de los años sesenta (y hasta su fallecimiento de la contemporánea), muestra una actitud paternalista y condescendiente en lo que toca a autores que su colega más joven considera clásicos (37). Quizás, aunque a veces la nómina del perspicaz Becerra (36) adolece de contemporaneidad. Que Conte se jacte de ciertos privilegios interpretativos no niega el valor de sus comentarios, como ocurrió con otros críticos españoles mayores de edad que discuto en el tercer capítulo3. En su reportaje con varios autores incluidos en Líneas aéreas, Emma Rodríguez (1999) deja constancia de la esquizofrenia que todavía ocasiona el pasado narrativo en autores de las generaciones de cambio de siglo, y en sus críticos. Fieles a la autopromoción, el boliviano Paz Soldán y el chileno-americano Alberto Fuguet (1964), antólogos de sí mismos y de Se habla español. Voces latinas en USA (2000), manifiestan en ella: “Nos hemos jactado de no deberle nada al Arcángel Gabriel, de no querer saber nada del realismo mágico [...]. Gabo estará más vivo que cualquiera de nosotros cuando ya no estemos” (14). 2 Problematizo esos calificativos sin las negociaciones de la fábrica universal teórica cuando mide la novedad y modernidad, según explica Casanova en “Les petites littératures” (1999: 241281), visión que actualiza en 2011. Echevarría (2010) pormenoriza el caso hispanoamericano. Una consideración supeditada es que el español que emplea nuestra novelística, desde su primera expresión, no permite adaptar fácilmente calificativos pos o decoloniales, aun para criticar al imperio. 3 Parte de la discusión está en “Verbo Sur”, Babelia 509 (25 de agosto de 2001), que comenzó con “Después de la Victoria” (3) de Conte y la reivindicación de Silvina Ocampo por Cristina Peri Rossi (12). Fuentes recicla opiniones encontradas sobre modernidad, realidad y fantasía, arguyendo que no hay modelo local hasta el boom. Obviando la narrativa vanguardista, recurre a Asturias, Carpentier y Uslar Pietri (2-3). Es el mismo argumento de Uslar Pietri en “Realismo mágico” (1947) sobre esos protagonistas. Si “Verbo Sur” —patentemente propagandística— quería registrar ausencias, hacer salvedades, notar injusticias, llenar brechas o resucitar fantasmas, ¿por qué rescatar al nunca olvidado Onetti? “Verbo Sur” terminó beneficiando a sus cronistas, para la mayoría de los cuales la desigualdad de reconocimiento y mérito es mayor que el valor real de lo recuperado.
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Bolaño, en la delantera de los clásicos futuros, y cuya muerte temprana nos privó de lo que puede ser un novelista hoy, aseveró que “García Márquez se encargó de enterrar él mismo el realismo mágico y ahora ya apesta” (2004: 14). Alrededor de 1975, Bolaño apostó por un “Infrarrealismo” (véase Bajter 2011-2012) que no pasó a su prosa. Ese reto poco problematizado olvida que en 1968 la novelista ecuatoriana experimental Lupe Rumazo teorizó el “Intrarrealismo”, estableció diferencias generacionales concentrándose en autoras, señaló que “ya no corren parejas juventud y despreocupación o juventud y superficialidad”, y que se iba agotando lo fantástico (1968: 254), concluyendo que el Intrarrealismo “no es realismo, ni neorrealismo, ni cosmopolitismo” (1968: 258). Bolaño aconsejaría releer a Rumazo. Entre los avatares del realismo, es revelador que en una encuesta del 9 de julio de 2007 de la revista colombiana Semana se escoja a dos clásicos muy dispares, Asuntos de un hidalgo disoluto (1994) de Héctor Abad Faciolince (1958) y Rosario Tijeras (1999) de Jorge Franco (1962), como dos de las mejores novelas nacionales del último cuarto de siglo. La primera fue El amor en los tiempos del cólera (1985). El 29 de octubre de 2016 Babelia publicó su lista de las mejores novelas en español de los últimos veinticinco años. Entre las diez primeras están 2666 (1), La fiesta del Chivo (2), Los detectives salvajes (3) y La novela luminosa (6). En términos más amplios, no faltan desafíos de las nuevas generaciones y de los críticos al único narrador que queda del boom hoy. El desafío mayor existe en Colombia, y la prosa de Vásquez y Abad Faciolince permiten optimismo sobre la obra que vendrá, aunque se recicle lo que se tiene de García Márquez. Por otro lado, la crítica colombiana, no siempre con base en el mérito literario, presta atención a Germán Espinosa, Laura Restrepo (1950) y Evelio Rosero (1958), más y más conocido; seguidos por Santiago Gamboa y Fernando Vallejo. Darío Jaramillo Agudelo (1947), apreciado en España, brilla por su ausencia4. Si la traducción es una medida arbitraria, los menos traducidos son Espinosa, Vallejo y Jaramillo Agudelo. Álvaro Miranda Hernández, “Panorama de la novela colombiana entre 1999 y 2009” (2011: 83-111), y Juan Carlos Botero, “¿El mejor después de Cervantes?” (2003: 4), defensa innecesaria de García Márquez. Cristo Rafael Figueroa S., “Colombia, caminos recientes” (2002: 4) es especulativo. Vásquez es más exacto por la “deliberada persecución de modelos” (67) que nota en Cien años de soledad, “Malentendidos alrededor de García Márquez” (2009: 61-72). No faltaron los merecidos elogios al maestro cuando falleció, el 17 de abril de 2014. 4
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Federico Andahazi (1963), bestseller entre sus contemporáneos con El anatomista (1997), opina que “empieza a revisarse la postura despectiva hacia el boom que ha animado a algunos de los autores de los ‘90’” (14). Estas oscilaciones son parte de las cíclicas y típicas luchas generacionales en Occidente, o contra él (Granés 2011: 157-183). Por ejemplo, en un ensayo de 1914, “The New Novel”, Henry James situaba a Conrad, D. H. Lawrence, Bennet y Wells en términos de la continuación de la tradición realista. Diez años más tarde, en “Mr. Bennet and Mrs. Brown”, Virginia Woolf invertía ese énfasis al señalar un quiebre entre Bennett y Wells y los modernistas anglófonos (E. M. Forster, T. S. Eliot, James Joyce, Lawrence y ella misma). Woolf abogaba que la práctica no contradijera los principios del novelista, que se alejaran del “lugar” y concentraran en los personajes que viven en ellos. Al año, esa lucha contra lo prosaico resultaría en su Mrs. Dalloway. Si a Forster le apenaba en Aspects of the Novel (1927) que las novelas tuvieran que terminar, tal vez era porque se sentía atraído por la ficción experimental de sus coetáneos. Las digresiones sobre el género en un texto —como las de André Gide en Les Faux-Monnayeurs (1926), quien decía que si un joven escritor puede abstenerse de escribir no debe dudar hacerlo— no le satisfacían, y por ende Forster no abandona su énfasis teórico en la trama, porque esta y los personajes comunican a través del tiempo, sin mucho esfuerzo. Para Walter Benjamin el problema del roman pur por el cual aboga Gide es que no reconoce la exterioridad, y por ende es el extremo opuesto del enfoque puramente épico, que es la narración (1999: 300), y en “El narrador” (1936) Benjamin postulaba que la novela era más o menos lo opuesto de la narración sin libro. A la vez, Cortázar aborrecía la novela “rollo chino”. Estas percepciones son comunes, y lo que extraña es la rapidez con que la crítica se olvida del carácter cíclico de observaciones como las que resumo. Hoy, como en ningún otro siglo, los medios sociales y los premios ayudan a diseminar automáticamente las rivalidades, inventadas o reales, para autopromoverse, o no. Lo primero que se puede decir de llamar a alguien un “maestro olvidado”, como al laureadoVallejo o novelistas superiores a él y sus agotadas provocaciones, es que el descuido y el olvido son aspectos congénitos de la cultura literaria. Más allá de la relación entre prestigio y rescate, premiar a un maestro ignorado es un gesto tan repleto de ambigüedades, contradicciones, esperanzas y temores nebulosos que en el mejor de los casos se expone a la
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confusión, y a la incoherencia en el peor de ellos. “Maestro olvidado” se refuta a sí mismo porque él ya no puede ser considerado desdeñado después de reconocer su brillantez injustamente relegada. De por medio está la percepción de que la cura apropiada para el olvido es un premio y la creciente atención al poder sanador de la literatura: de Robert Walser a los mileniales. La noción de que la maestría se puede equiparar a la certeza durante una vida está implícita, porque si hay maestros y maestras olvidados también debe haber sempiternos e “ignorantes”, que según Rancière y su análisis del método pedagógico de Joseph Jacotot basado en la “emancipación intelectual” (2003) no son iletrados que deciden hacerse maestros, sino los que enseñan sin transmitir ningún conocimiento. Pocos son los maestros del boom que se expresan sobre sus sucesores, quizá porque si a los jóvenes se les aplica grandes expectativas temprano en sus carreras, aquellas aseguran una decepción perpetua. No abundan los precoces entre los nuevos de hoy, y varios ya son mayores, camino a un “estilo tardío”, sin la maestría de un Henry James o las carácterísticas que le atribuye Edward Said a esa noción. Una diferencia de los nuevos con los “boomistas” y un maestro precoz como Vargas Llosa es que no se benefician necesariamente de moverse en círculos literarios iberoamericanos, aunque puedan estar rodeados de cortesanos con fácil acceso a la prensa. El maestro auténtico se independiza y desvanece en la luz más potente del discípulo estelar, o al alzar el listón más allá de sí mismo para que el adepto no se obsesione con duplicar su maestría. La situación anterior está relacionada a un concepto novedoso estudiado por David W. Galenson. Según él, la creatividad puede ser dividida en dos tipos, conceptual y experimental (2006: 134-147), premisa que relaciona con cómo a veces se piensa reverencialmente que los artistas que maduran tarde son de desarrollo parsimonioso. Considerando que varios autores han rehusado cultivar un estilo personal (borrado por los talleres de escritura, según Mario Levrero) que profundizan con el tiempo, la historia literaria hispanoamericana prueba lo contrario, porque no hay falta de narradores de desarrollo precoz que simplemente escribieron un solo libro bien recibido. Esa misma historia tiene que matizar otro hecho: la existencia paulatinamente recuperada de narradores vanguardistas de los años veinte o treinta y sus novelas cortas, anteriores a las conceptualizaciones y a los manifiestos de Benjamin o Trotski sobre el papel del arte en la sociedad, sin necesidad de hablar de una interna-
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cional de escritores desequilibrados. Comencé un registro y revisión de ellos en “Nuevos raros…” (1996), mientras la compilación Atípicos en la literatura latinoamericana (edición de Noé Jitrik [1996]) los dividía en anómalos, olvidados, excéntricos, arriesgados, lúcidos, experimentadores y evocadores. Ese pasado contextualiza la reactivación del subgénero “raro” después de 1996, y en ese caso se piensa más en artistas descubiertos tardíamente y en que el mundo es lento para apreciar sus dones. Para ambas condiciones, Galenson supone que el prodigio y el que madura tarde son fundamentalmente iguales, y que surgir pausadamente es meramente la condición del genio bajo cierto tipo de mercado cultural (2006: 148-149). Relacionados con esa lógica y con la relación entre maestro y discípulo están la obsesión y el miedo de los nuevos narradores con su marginalidad. No hay historia social, aparte de una percepción popular, que especifique que el genio depende de la precocidad, de reconciliarse con su lado bueno o hacer algo creativo. Aquello no requiere, por “ley”, la energía, exuberancia y frescura que se atribuye generalmente a la juventud. Por eso, en el “diccionario” de Babelia que mencionaba al principio de este capítulo el hispanoargentino Andrés Neuman (1977) puede aseverar: Maestro: Descubierto el Aleph, descifrada la rayuela, transitados Comala, Santamaría y Macondo, desencantadas ciertas magias que jamás existieron, excepto en los prejuicios etnocéntricos y en las conveniencias editoriales, acaso quede la subversión como genuina forma de respeto a esos antecedentes. Arturo Belano y Ulises Lima, nómadas por principio, no imitaron a nadie. O aprendieron de aquellos a quienes nadie imitaba, como Di Benedetto o Wilcock. Similares desvíos habían elegido Felisberto, Copi, Ribeyro, Lamborghini, Fogwill. Eso mismo podría decirse hoy de Aira, Eltit, Molloy, Uhart. Más allá de la convención gramatical, el vocablo maestros mastica el patriarcado de nuestras bibliotecas. Esas que esperan equidad con las Ocampo, María Luisa Bombal, Elena Garro, Clarice Lispector, Rosario Castellanos o Yolanda Bedregal. Esas donde Sabato pesa insólitamente más que Puig. Esas donde algún día los poetas se caerán del estante superior para mancharnos las manos. Maestros nos remite a nuestros padres y abuelos, que nos han enseñado tantas cosas, también a olvidar. Iría siendo tiempo de recordar la soledad de nuestras madres, los combates de nuestras hermanas y la impaciencia de nuestras hijas, a las que necesitaremos para reescribirnos (4).
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Se puede argüir que se privilegia la narrativa, y hay que considerar su aceptación cultural hoy, cuando los premios son una medida común e inescapable del mérito artístico. Por eso premiar una maestría olvidada es celebrar a un buen autor y se está corrigiendo un error en el sistema. Pero desde el cambio de siglo solo parecen importar los errores del sistema que se piensa pueden ser legitimados. Así, lo que se olvida de Bolaño ante el reconocimiento de su obra, la cultura de los galardones aparte, es que se ganó la vida escribiendo narrativa. En The Economy of Prestige (2005), James English se concentra en el ámbito anglófono para mostrar que la historia social de los premios literarios y su función son tan problemáticos como la crítica misma. Como argumenta, son parte de una lucha de poder por producir valor cultural, que significa darle valor a algo que no lo tiene intrínsicamente. Apoyándose en English, Alejandra Laera precisa que “los premios literarios se otorgan en el contexto de un mercado disgregado, desordenado y empobrecido, que es el mercado latinoamericano, y de un mercado en proceso de cambio, de expansión y renovación, que es el español” (2007: 45). Su muestra argentina no es representativa, entre otros detalles por no tratar el pujante mercado editorial colombiano en que las filiales de firmas españolas publican libros de autores ecuatorianos, por ejemplo, y otras empresas colombianas coeditan con cubanas. En “La retórica del perdedor” (El Espectador, 16 de enero 2016), Abad Faciolince presenta una aguda visión de autor sobre los concursos y premios literarios, aseverando que los letraheridos inmaduros que no son finalistas ostentan argumentos “muy bobos”. Uno, típico, “es el de la igualdad de género. ¿Por qué no hay, o hay tan pocas mujeres? La respuesta es fácil, estadística”, comprobando el sinsentido de la discriminación positiva. Otro es “el de la ‘literatura oficial’ versus la literatura libre o alternativa o innovadora o vanguardista, o no sé qué”, discutido aquí. Similar es su crítica de que hay “teorías de conspiración”, y diciendo que lleva cuarenta años perdiendo concursos, comienza manifestando: “Dice un amigo mío que la única reseña que acepta con agrado un escritor (el gremio más vanidoso del mundo después de los actores) es ‘obra maestra’; y la única definición con la que queda contento es: ‘el más grande novelista de…’”. Es así aun cuando una reseña no llegue al nivel de informe de lectura. Esas discusiones, que tienden a trascender la práctica nacional, se exacerban en una cultura posmoderna en que no queda bien rechazar un premio o las polé-
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micas que los sustentan, como ocurrió con Ricardo Piglia (1941-2017) y otros. En España, aparta de mí estos premios (2009), Fernando Iwasaki (Perú, 1961) satiriza y vivisecciona una condición que sigue afectando a los nuevos narradores que se establecen en España. No obstante, la ironía es que hay que reconocer los premios para rechazar su valor, y hay que ganarlos para que la falta de respeto tenga valor (simbólico, no de mercado). Visto en términos de Galenson (2006: 169-171) se puede creer que los narradores que se aprecia, ya fallecidos, redescubiertos o muy mayores, llegan a ese reconocimiento porque simplemente no eran tan buenos como sus contemporáneos, o no fueron buenos hasta tarde en sus carreras, lo cual tampoco explica el vanguardismo recuperado de los años veinte y treinta, o el de Aira. El hecho es que el discípulo no se convierte en maestro automáticamente, porque la creatividad requiere tanteos, deducciones accidentales (Galenson 2006: 163-164) y lleva tiempo para dar fruto, y por lo general no se debe a un defecto de personalidad, distracción o falta de ambición. Los premios, más que permitir al galardonado expresar su agradecimiento o postura política (como en su momento Vargas Llosa), son fuentes de ironías. Al ganar la XIII versión del hoy cuestionado Premio Rómulo Gallegos en 2003, Vallejo, no muy nuevo y más conocido por La virgen de los sicarios (1994) y sus astutas biografías que por El desbarrancadero (2001), con el que ganó ese galardón, aprovechó para despotricar contra García Márquez. En esas luchas nacionales se pierde de vista a narradores como Gamboa y Los impostores (2002), o a Abad Faciolince, cuya Basura (2000) examino en el quinto capítulo. Estas obras ratifican cierto consenso sobre cómo los nuevos colombianos se distancian de sus antecesores nativos, aunque Restrepo vende tanto dentro como fuera de su país. No hay reglas, porque entre 1992 y 2011 Mario Mendoza (1964), autor de once libros que salen poco de su país, y su vilipendiado Satanás, confirman que la novelería escrita no siempre vende, y que la crítica aglomera autores más por temas nacionales que por enlaces conceptuales5. Coincido desde el principio con una revisión de Pascale Casanova sobre las literaturas nacionales, actualización de su La République mondiale des lettres (1999). Comparto su acierto de que en la lucha por diferenciarse o ser reconocidas, las perspectivas nacionales producen aun más identidad; y si se Así la violencia y el ambiente urbano: Susanne Hartwig (2007: 187-214). Mejía Rivera (2001) ofrece un enlace más convincente al concentrarse en Abad Faciolince, Franco y Gamboa. 5
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define el nacionalismo (ficción ideológica reaccionaria y racista, según Vargas Llosa en 2017) simplemente como una creencia en una entidad nacional estable y definitiva, no es una particularidad inalienable sino una relación (2011). Según Casanova, por esa visión provinciana “las literaturas nacionales han tenido pocas características ‘nacionales’, si las tienen, y no hay una definición ‘en sí’ de la literatura de un país que pueda especificar lo que ‘verdaderamente’ es y que otras no son” (2011: 127-128). Comparto con Ángel Rama la visión que expresa en una entrevista recogida por Marcelo Larrea (Ángel Rama. Hablar a través del tiempo) sobre dos tipos de crítico: a) el de aliento, que es generoso y auspicia y felicita cualquier cosa que se haga; y b) el de exigencia, que siempre pone a los autores frente a su contexto objetivo, nacional, regional y mundial. Discípulos y maestros 2.0 opta por el segundo, sin hacer la corte a autores, editoriales o suplementos iberoamericanos o anglófonos. Para Rama es una posición un poco dura y honrada que “está pensando más que nada en que los seres humanos dentro de América Latina, los creadores, los artistas, no tienen por qué ser considerados débiles mentales” (Larrea 2001: 33). Tengo en mente esa posición para los discípulos (“mcondianos” o “crackeados”, más los inmediatamente anteriores y algunos maestros olvidados que dan para una novela más que para un estudio); y como Rama, siempre interesado en la renovación narrativa, creo detestable escribir “solo pensando en la literatura universal que se hace actualmente en Francia”, o pensando que basta hablar de la provincia para que con ello quede justificado (Larrea 2001: 32). Los que estamos fuera de nuestro propio país rara vez logramos cotejar las visiones locales con las nuestras, y en esa dinámica implícita yace la ventaja y desventaja del clásico “nuevo” o instantáneo. Por eso establezco desde el comienzo que trabajo con una taxonomía básica para categorizar el deseo de la novedad, y mi responsabilidad como crítico es determinar la singularidad de autores y obras; ser provocador, no bravucón. Por eso en un polo están los neofílicos, que persiguen lo nuevo y lo sensacionalista a cualquier precio; en el otro extremo están los neófobos, y entre aquellos dos, aunque tirando hacia una dirección, están los “neofílicos moderados”, que no ven sus contradicciones. Consecuentemente, otros entrevistados por Rodríguez, Balmaceda o Libertella recurren a consignas sobre el predominio de la visión urbana (presente en la polémica McOndo de 1996 y en el Crack), o a venias demasiado trans-
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parentes a sus antecesores, como las de Jorge Volpi (1968) a Fuentes. Bolaño, a su vez, no vio en Fuentes a un maestro, y el mexicano lo siguió desdeñando con creces hasta su muerte, en 2012. Este proceder puede ser una dialéctica penosa y previsible entre maestro y discípulo y en ningún caso ha sido tan evidente como con Fuentes, como paso a comprobar. La política de un discípulo mexicano Hay casos, como el de Fuentes, en que un maestro que no se expresó sobre los suyos determina a sus discípulos o sucesores, implícita o explícitamente. En En esto creo (2002), luego de argumentar acerca de “una novela universal”, dice que las tautologías respecto al género y la historia son un problema que “resuelven, con brillo, nuevos novelistas mexicanos como Jorge Volpi, Ignacio Padilla y Pedro Ángel Palou”. Ellos, Eloy Urroz (1967), Héctor Aguilar Camín y, para ampliar el elenco, Iwasaki y Paz Soldán participan en el Cahiers de l’Herne Carlos Fuentes (2007), compilado por Volpi. Fuentes recoge la mayoría de sus saludos a medias a sus discípulos putativos en el desigual (sin explicar por qué su visión evolucionó) La gran novela latinoamericana (2011), en que calculada o astutamente no distingue entre ellos, aunque el ungido sería Volpi, que daba toda señal de ser un buen escritor pero quien no se redime con Una novela criminal (2018) al desordenar la “novela sin ficción” como de aeropuerto o televisión. En la práctica, aquellos aprendices están más cerca al Wilhelm Meister de Goethe que del Fuentes jesuítico que divide a su discipulado entre elegidos y excluidos, aunque como joven pudiente se unió a autores rebeldes, tuvo aventuras y, finalmente, se dio cuenta de que su destino yacía en la sociedad pudiente que lo definió. Por eso, que Emma Rodríguez concluya “lo que queda claro es que los narradores latinoamericanos de los 90 parten de la aceptación del pasado para renovarse” (1999: 15) es un pleonasmo y una muestra fehaciente de hacia dónde no deben dirigirse las evaluaciones presentes. Lo que hay que notar es cómo los autores actuales asumen un doble magisterio. El 20 de marzo de 1997, dos años antes de publicar En busca de Klingsor, Volpi —entonces autor de un par de novelas cortas menores— publica un inteligente, largo y revelador ensayo sobre Fuentes llamado “Treinta años de Cambio de
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piel” en el suplemento La cultura en México6. Se anuncia como fragmento de “El mandril y los conspiradores. Vida intelectual y política en México, 1968”, libro en preparación que se convertiría en La imaginación y el poder. Este incluye una versión (1998: 60-70) muy reducida y convenientemente cambiada del original, y bien adaptada al papel del intelectual que, como Fuentes, influye más en su país cuando está fuera de él. ¿Qué pasó en un año para que el artículo de Volpi pase de ser verdaderamente crítico respecto al maestro a una versión endulzada y drásticamente diferente a la anterior? Hay obvios cambios en nuestras ideas al redactar un texto, o surge la carga de conciencia en torno a objetividad versus subjetividad, o de cómo a editoriales, herederos, agentes y redactores se les va la mano, aun cuando no quieran crear cánones y los autores tengan la última responsabilidad de lo que publican, como ocurre con la edición de Alfaguara de 2666, publicada primero gracias a Echevarría, quien es objetivo e íntegro sobre los cambios actuales (2016: 8-11). Se entiende tales tribulaciones y el derecho a cambiar de opinión. Pero para la cultura literaria mexicana las diferencias entre los textos de 1997 y 1998, y la eventual alianza entre el maestro y su asignado discípulo, hacen pensar en por qué este toma ciertas decisiones, más allá de lo que pueda ser pura especulación para el que no está en su mente. (“Mentor” proviene del nombre del amigo leal de Ulises en la Odisea, encargado de educar y cuidar a su hijo Telémaco; pero es una mujer, Minerva/Atenea, diosa de la sabiduría, que en rigor le sirve de consejera). La versión de La imaginación y el poder es concisa, fuerte, y mantiene la actitud crítica de la original. Pero son muchos los cambios y añadidos, e importantes las eliminaciones para creer que el discípulo no quiere mantener un encomiable respeto hacia el maestro. Benignamente, se puede creer que los narradores en ciernes saben cómo adquirir mentores e ignorar sus consejos si no les proporcionan ciertos dones, como en los clásicos grecorromanos. Así, el artículo de Volpi revela más las actitudes encontradas hacia Fuentes entre las nuevas generaciones que una venia descarada de Volpi, que en una reseña de Inquieta compañía (2004) llega a compararlo Volpi prologó la reimpresión de la traducción al inglés de Terra Nostra (2003, recogido con variantes en Mentiras contagiosas), que tiene un posfacio de Kundera de los años ochenta. Fuentes, a su vez, comentó irregularmente sobre el Crack y Kundera, y este volvió a elogiarlo en La cortina. Según Monica Campbell (2005: e1), Fuentes es el mentor de Volpi y Padilla, y ellos y otros son incondicionales de su padrino. Pero no todos necesitan al maestro, desarrollo normal entre los discípulos. 6
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a Alberto Magno, Raimon Llull, Paracelso, Irineo Filaleteo, Giordano Bruno, Newton, Cagliostro y Fulcanelli, aparentemente sin ironía o vergüenza ajena. ¿Por qué? Es más asunto de ética que de filología. El maestro Fuentes, no es ninguna novedad, mantuvo una relación voluble con su país y sus compatriotas, sobre todo acerca del papel de los intelectuales (pusilánimes o no) ante el poder, y la relación es aún más problemática entre sus posibles herederos. El título de una compilación de opiniones de 1999 hecha por José Alberto Castro parece decirlo todo: “Para la más reciente generación de críticos literarios, Carlos Fuentes es ya una mercadotecnia”. No sorprende que los jóvenes críticos citados publiquen en Letras Libres, donde también publica Volpi de vez en cuando, aunque con más frecuencia su ficción no recibe buena crítica en esa revista. ¿Objetividad? Solo en apariencia, porque únicamente Volpi asevera ser imparcial. Si se puede decir que por lo general mejora y ¿se? corrige en 1998 el estilo, o su falta, del original de 1997, también se puede decir que los cambios sirven para dar otra impresión. Teniendo en cuenta que aquellos se podrían atribuir no solo a su autor, veamos una muestra representativa. El “La cultura en México volvió a la carga” (57) de 1997 se convierte en 1998 en “La cultura en México volvió a publicar” (63). La “obsesión de La cultura en México…” (57) se convierte en “La actitud de La cultura en México ante esta novela [Cambio de piel]” (64). De la misma manera, “La apoteosis de Sáinz termina…” (57) se vuelve simplemente “Sáinz termina…” (66), y “La preocupación central de Fuentes es incorporarse, en grado de igualdad, a la cultura occidental…” (58) termina siendo “La preocupación de Fuentes…” (68). Sin duda, estos podrían ser cambios estilísticos, como la eliminación subsecuente de toda referencia posterior a la cuarentona Terra Nostra (1975), pero no hay que subestimar la carga semántica de los vocablos eliminados o suavizados. Donde más se observa la tensión entre la presencia del maestro y la política del discípulo es en la eliminación de ciertos párrafos de Volpi. El primero es: Lamentablemente, si bien Fuentes ha escrito su novela más ambiciosa, empleando todos los recursos técnicos imaginables y, como dice Carballo, asimilando y rebatiendo todas las influencias, Cambio de piel, a la luz de los años, resulta una novela difícil de leer. El tiempo le ha restado su vigor vanguardista y su riqueza apenas puede ser apreciada en medio de una acumulación de elementos que llega a parecer exagerada. Frente a obras anteriores, como La muerte de Artemio Cruz o
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Aura (1962), e incluso La región más transparente (1958) o la misma Zona sagrada, Cambio de piel parece un tanto prolija e inútil. Fuentes todavía llevará a sus últimas consecuencias esta estética de la desmesura en Terra Nostra (1976) [sic], pero ahí la madurez y riqueza del proyecto alcanzarán un nivel insuperable gracias al fragor del estilo, la grandiosidad de la estructura y las resonancias de la Historia dentro de la historia (56).
La evaluación de Volpi no puede ser más certera. Se puede especular que la eliminó de la versión final de 1998 porque, si Cambio de piel es evaluada como la novela más ambiciosa de Fuentes, ¿qué hacer con Terra Nostra, a la cual le dedica más líneas, e incluso una introducción, como examino posteriormente? Volpi también elimina cuatro párrafos completos (una cuarta parte de la página 58) dedicados a la trama de Cambio de piel. Pero son los cortes, menores y mayores, y las añadiduras (menores) que tienen que ver con la política cultural mexicana, la razón ulterior para ver el proceder de Volpi más como autocensura que autorredacción. No es casual entonces que en la versión de 1998 el texto comience como sigue: “El problema de la mafia cultural conduce, sin remedio, al problema de la crítica literaria en México. El panorama que esta ofrecía en el suplemento de Benítez dará buena idea de los modos de actuar de algunos de los críticos del momento” (60). Esta es una manera astuta de proteger al autor al incluirlo en un contexto mayor (del libro de Volpi y su tema), cuando la realidad es que Fuentes es el mejor emblema de un problema entre generaciones que continúa hasta el siglo veintiuno, precisamente como proyecta Volpi en la versión original. Entre los comentarios recopilados por Castro, los de Enrique Serna (1959) son ásperos, aunque basados en varias realidades: “…se ha esmerado siempre por mantener un look progresista, pero lleva 30 años escribiendo basura” (Castro 1999: 45) y “al hablar de intelectuales críticos e independientes, Fuentes solo menciona a sus allegados. Uno de ellos, Aguilar Camín, avaló el fraude electoral del 88, y no creo que sea un paradigma de honestidad” (Castro 1999: 46). El fallecido maestro de la no ficción, Sergio González Rodríguez, ve a Fuentes como un patrón negativo: “él prefiere ser más amigo de los amigos que de la verdad o de la libertad de crítica. Esto le niega la posibilidad de asumirse como un intelectual moderno” (Castro 1999: 46) y “…prefiere ser un político vergonzante, entregarnos malas novelas, que son muy inferiores a sus grandes trabajos narrativos […] eso es un mal ejemplo, sobre todo, cuando él
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espera de las nuevas generaciones una renovación cultural y política” (Castro 1999: 46). Remata diciendo que Los años con Laura Díaz muestra “la falta de gracia de un escritor que no ha sabido ser fiel a sus modelos literarios que dice tanto adular” (Castro 1999: 47). O sea, no notó que distanciarse de una fuente no es en sí un gesto sin virtud. Christopher Domínguez Michael, poseedor de un formidable expediente crítico sobre el hábil Fuentes y sus discípulos, lo ve “sumido en un tobogán publicitario donde está todo menos la literatura. Desde Cristóbal Nonato dejó de ser un escritor legible pues cayó en el peor de los infiernos: el didacticismo” (Castro 1999: 46). Según Domínguez Michael, Fuentes perdió la capacidad de autocrítica y sus libros no están a la altura de los de Nabokov, Dos Passos, Faulkner o James “que fueron sus maestros, son libros diseñados para competir en el mercado con Isabel Allende y Laura Esquivel” (Castro 1999: 47). Compárese ese tono desapacible con el defensivo de Volpi, que añade esta frase a su original: “Quienes vituperan a Fuentes en México están más interesados en su persona [sic] que en su obra, pero sus defensores tampoco se han tomado la molestia de conocer cómo ha sido leído Fuentes en ámbitos y espacios distintos, para tratar de hallar las razones de su éxito internacional” (65). Volpi tiene algo de razón, porque con maestros como Fuentes la crítica académica es políticamente correcta en su personalismo, como en un homenaje de la revista estadounidense PMLA de mayo 2013. Cuando desapareció el maestro los tributos y homenajes literarios inmediatos, e incluso los obituarios (Abad Faciolince fue la excepción), tuvieron un tono marcadamente filial, como en la Revista de la Universidad de México 100 (junio de 2012). Las salvedades al maestro llegan suavizadas entre venias, sin considerar la rapidez con que los libros de Fuentes traducidos al inglés llegaron a los puestos de gangas y rebajas. El juicio de Volpi, buen autor comercial, es apto como descripción e incluso como un relato de por qué la narrativa de Fuentes penetró la conversación pública selectivamente. Para Domínguez Michael, la crítica asumió su monumentalidad, y por eso “los entrevistadores partían de que el señor es una vieja estrella del espectáculo y había que rendirle pleitesía. Y en el ambiente se impuso la idea de que quedaríamos en la orfandad si criticamos a Fuentes” (Castro 1999: 47). En Sudor (2016a), Fuguet intenta transmitir esa telerrealidad, sin ficcionalizar bien lo que es vox populi sobre el maestro, por medio del hijo y una malicia innecesaria. Está por verse
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si los amigos del maestro serán valientes y reivindicarán los logros su larga carrera. (Al fallecer García Márquez, no faltó un autor como Paz Soldán que dijo que leer Cien años de soledad lo condujo a ser escritor; más o menos lo mismo que dijo sobre Fuentes, y quizás exprese algo similar cuando falten otros, lo hayan respaldado con notas de contratapa o invitaciones o no. Pero en 2017 Harwicz se permitió decirle al oficialista El País que no pudo terminar Cien años de soledad.) Respecto a la imagen extraterritorial que Fuentes proyecta en su país, Volpi eliminó la siguiente oración de su original: “No obstante, lo que termina sucediendo es que en uno y otro caso tanto su mirada universal como su nacionalismo de exportación terminan teniendo algo hueco, una especie de vacío impide su consolidación real” (58). Raro es el crítico de Fuentes que ha manifestado esa realidad de manera tan directa, y a la larga Volpi termina siendo, por lo menos aquí, mejor crítico que el maestro y sus contrincantes. No obstante, y no voy a repasar esa polémica, cabe preguntarse por qué Volpi eliminó tres cuartes partes de la última página de su original, subtituladas “El ‘guerrillero-dandy’”, no extrañamente el título de una memorable crítica de 1988 de Enrique Krauze en Vuelta, reproducida después en la liberal The New Republic, con consecuencias que aún hoy afectan el legado del maestro mexicano que fue. De esa manera terminó el siglo veinte en torno a un maestro reconocido del boom, y si el asunto empeoró para Fuentes en este siglo es porque los otros maestros o se callaron o mantuvieron cierta calidad, como Vargas Llosa. Echevarría (2002b: 2) se pregunta con razón si el exotismo, a pesar de sus lastres, no constituyó el reclamo con el que la literatura hispanoamericana “adquirió frente al mundo carta de naturaleza y alcanzó difusión internacional”. Sí, pero lo que muestran los narradores del cambio de siglo por encima de todo es que cualquier pretendiente a clásico, así no sea su intención serlo, nunca se estanca en las lecciones del maestro. Esperanza López Parada, en la mejor discusión de su momento acerca de la recepción de la narrativa hispanoamericana a comienzos de siglo, asevera frontalmente, y en contra del entusiasmo español por algunos autores de la agrupación en torno al Crack, que “el lector español lo ignora prácticamente todo de una línea sólida de escritura que camina desde el experimentalismo metaliterario de Salvador Elizondo [...] hasta toparse con el desenfado un poco melancólico” (11) de varios autores
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mexicanos (Carmen Boullosa [1954], etc.). La muestra de López Parada es obligatoriamente incompleta y su aserción categórica, porque la narrativa actual sigue elaborándose desde sus propias descargas, endureciendo sus emociones, ansiedades y energías en una cascada de obsesiones irregulares. Por ende, aparte de nuevos paradigmas, se necesita sinónimos más reveladores que “nuevo”, porque desde que irrumpió la “nueva narrativa” de los años sesenta la historia literaria no hace otra cosa que añadir o renovar cualquier manifestación novedosa con prefijos, sin librarse de esa camisa de fuerza. Natalie Sarraute propuso reformar radicalmente la novela en L’ère du soupçon (1956). Seis décadas después, su llamado, como el de la muerte de la novela, tiene resultados efímeros. Desde los años veinte del siglo pasado, con Benjamin y sus fragmentos sobre el género y la crisis crítica (1999: 299-304; 289-296), pasando por Steiner en 1965, hasta los años ochenta con Tom Wolfe y su polémica contra John Updike, Norman Mailer y John Irving (“los tres chiflados”), aquella muerte es el exabrupto, viveza o cólera del día para críticos y novelistas, entre ellos un estadounidense desautorizado que en 2008 publicó un ensayo sobre “la muerte” de esa muerte, sin referencias iberoamericanas, que Babelia legitimó en 2014 sin inquirir si sus cifras eran fiables. Pocos hablan del futuro de la novela, y al escribir del nuevo sentimiento de alienación y extrañeza, como Boxall (2013: 22, 210-213), es difícil pensar que el utopismo de ese futuro “no responde a fuerzas del mercado, no puede ser colonizado, o anexado o preparado, un futuro con el cual no podemos negociar con nuestras costosas destrezas empleables” (211), aun cuando Boxall se basa en las visiones encontradas del decano Augusto Guerra (u Horacio Guerra en Los sinsabores del verdadero policía) y Boris Ansky en 2666. Para Thirlwell los modelos de la ficción mundial futura serían Bolaño y Mario Bellatin (1960), y cuesta creer que sea por las actuaciones de este y su rehusar de una identidad fija (2016: 5). Así, una limitación de Los nuevos paradigmas. Prólogo narrativo al siglo xxi, de Jorge Fornet, es restringir sus prototipos, especialmente los cubanos, al oficialismo o a los exiliados permanentes, sin notar los paradigmas creados por los disidentes dentro de Cuba, situación acuciada por la nueva relación con Estados Unidos. López Parada rastrea la renovación hispanoamericana en los años sesenta, da una nómina de olvidados (2001: 10), y termina con pesimismo. Para ella, la división de ribetes barthesianos entre realidad y ficción se traduce en un posboom que “desconfía hasta de sí y sospecha de toda cartografía
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que pretenda trazar una semblanza unívoca para regiones tan desmembradas y tan múltiples” (2001: 11). Otros factores que discuto ubican esa producción en la nueva literatura mundial metaficticia. Pasamos por un momento similar al anglófono, en que según Greaney “es un tema recurrente de estas novelas que los que proclaman la muerte del autor tal vez tengan sus propias razones siniestras para abogar por la amnesia voluntaria de los orígenes de los textos” (2006: 82), mientras Fusillo lo discute en términos de la transfiguración del autor y la estética implícita de ellos (2012: 139-152). Desde la “falacia intencional” de Wimsatt, Beardsley, Barthes, la teoría de la recepción, el posestructuralismo, la deconstrucción, etc., es ingenuo imaginar que el significado del autor cuenta por algo, aunque exista. Por eso sorprende que en noviembre de 2014 Babelia publicó artículos sobre cómo “la realidad asalta la ficción”, o preguntó si “se impone una literatura basada en hechos reales”, sin matizar los desarrollos posteriores a las novelas estadounidenses no ficticias del siglo pasado. Es una tendencia mundial que Gustavo Guerrero (2018: 183) subestima, así como sobreestima sin referencias precisas la “vuelta a lo político” y “el regreso de lo nacional”, que contrasta con que el 6 de febrero de 2015 The Wall Street Journal dedicara dos páginas enteras al tema “La ficción se enrarece”, subtitulado “Relatos tergiversadores de género que combinan fantasía y realidad se convierten en bestsellers” (d1-d2). Contra Barthes y Foucault, toda narración escrita pertenece al autor, y desautorizarla permite lecturas narcisistas que afirman solo el valor del yo en su propio espejo, según varias exigencias sociales que no desean desafíos. De lo que no se habla es de que la “muerte del autor” pregonó el nacimiento del pensador teórico, el “maestro” cuya autoridad solo aumentaba mientras más se cuestionaba la autoridad, olvidándose de que Barthes aborrecía la crítica centrada tiránicamente en la persona, historia, gustos y pasiones del autor. Según Greaney, para los autores anglófonos, entre ellos un admirador de Bolaño, Banville, “la teoría posestructuralista se ha convertido ya en manifiesto del plagiario, ya en coartada para charlatanes e impostores, ya en primera plana para criminales. A la vez, ninguna de esas novelas propone un regreso a un modelo prebarthesiano de la autoría, porque ninguno de ellos puede responder a la pregunta de dónde termina la textualidad y comienza la identidad autorial” (2006: 82). O sea, la metaficción es una práctica que envejece mal, que puede producir novelas que son a la vez pasadas de moda y visionarias. O
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se esfuerzan por ser malas, y en varios de sus giros se preguntan si son buenas, para adelantarse al lector. Pero en un momento en que las novelas son refugios de papel y descansos de la pantalla de la computadora, algunas de ellas satisfacen. También es un hecho que las generaciones inmediatamente pasadas y las más recientes no se han adherido al relativismo asociado con las prácticas narrativas inmediatamente posteriores al boom. Las que eran estrictamente “novelas de la lengua” o “del lenguaje”, de Néstor Sánchez (1935-2003) y otros, solo pueden ser “clásicas” si se comienza a jugar con términos afines como canon, obra maestra, magnum opus, paradigma, prototipo, tour de force, estándar. Si López Parada tiene razón al enumerar las prácticas culturales universales que tuvieron gran influencia en las generaciones del cambio de siglo (2001: 10), al hacerlo reemplaza un mito con otro: hoy nuestra modernidad es obviamente más (foto)copiada que periférica. Por ser coadyuvantes, los nuevos no pueden cometer un parricidio total, así como las novelas de Sánchez (las más conocidas, publicadas entre 1964 y 1973; algunas reeditadas este siglo) fueron solo una oposición poético-esotérica al boom y al realismo del terruño anterior a aquel. No por nada Bolaño y Fresán (menos experto) escriben sobre México, Volpi sobre Alemania y Rusia, y entre 1992 y 2002 el cubano Jesús Díaz ambientó tres de sus novelas en Rusia, como su compatriota José Manuel Prieto (1962) después, desde México. A la vez, en Años de indulgencia, cuarto volumen de los seis de El río del tiempo (1999, que excluye El mensajero, de 1991), en que Vallejo repasa su vida ficcionalizada, narra su estadía en el barrio neoyorquino de Queens, donde se habla al menos 138 lenguas. Este vuelco trashumante, como amplío posteriormente, se ha convertido en una norma para los nuevos discípulos, y es una razón de los últimos veinte años por la cual no es demasiado temprano hablar de ellos. Según Javier Vásconez (1946) y Leonardo Valencia, quienes escriben respectivamente sobre lugares ajenos a su nacionalidad ecuatoriana y generación en El viajero de Praga (1996; sexta edición revisada de 2017) y El desterrado (2000; 2013), el rechazo hacia lmaestros del boom contiene varios absurdos, porque ¿para qué repelerlos, si la misma tradición, redescubierta, pone en su sitio a sus autores? Vásconez y Valencia corrigen el impulso fundamental del “antiboomista” al recordar que se trata de revisar la visión del narrador superlativo, no de definir héroes literarios actuales. Como veremos, un novelista se
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puede convertir en un héroe de nuestro tiempo, y la conversación con Bolaño en Soldados de Salamina (2001), de Javier Cercas, sobre qué es un héroe es el gatillo para la búsqueda épica de esa novela. En un siglo que mezcla más los medios, ese intento ya está en el cine, como demostró Roman de gare (2007), de Claude Lelouch. Hacer que la narración, el azar y la coincidencia se adueñen de la trama conduce a varias direcciones imprevisibles y diferentes de las cuales los lectores y espectadores están hartos. Este desplazamiento ya estaba también en el cine de la época del boom: en Le Mépris (1963), de Godard, el escritor-protagonista es contratado por un americano para hacer un guion comercial sobre la Odisea de Homero. La película será alemana y dirigida por Fritz Lang (quien aparece como él mismo). Pero lo “literario” de Le Mépris se desvanece cuando se concentra en Brigitte Bardot (Camille), esposa del escritor, a pesar de basarse en la novela de Alberto Moravia, Il disprezzo (1954). No es extraño que las docenas de adaptaciones fílmicas de obras de García Márquez no hayan logrado el éxito crítico o comercial de sus originales. La época de los discípulos 2.0 considera a la literatura, no a “los libros”, como parte de una mayor economía de medios, y los narradores saben que el material literario se produce hoy de maneras más y más diversas, y que la reputación autorial atrae públicos de maneras novedosas que son más y más importantes para el éxito cultural. Una importancia de los clásicos, en particular de los grecorromanos, es ofrecer una plantilla bastante permanente que se puede actualizar para reflejar la sensibilidad de cualquier era, e incluso para lidiar con nuestros tiempos violentos. La oralidad y teatralidad, la traducción de lo local, lo trivial e infraordinario, la transmisión cultural entre Occidente y Oriente, lo especular, ya está en esos clásicos, y no sorprende encontrarlo en lo contemporáneo. Así se entiende alguna conexión entre Palinuro de México (1976), de Fernando del Paso, y Los detectives salvajes (1998), por las alusiones de ambas y otra plantilla: la ida y vuelta de un individuo, héroe o no, con la diferencia de que los lazos de amor y fidelidad pierden la abundancia épica de los antiguos, convirtiéndose en el chileno en una épica de los cuerpos más que de la mente. La novela de Occidente se adueña de la épica porque la interiorización de los personajes, por lo general hombres nómadas sin mapa o itinerario fijo, se convierte en la gran materia novelística y porque la libertad humana ya no depende de dioses que no son los autores.
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En su análisis del arte y la conexión elemental entre conceptos de realidad y la posibilidad de la novela, Blumenberg advertía en 1964, pos-Lukács, que “el anhelado resurgir de la épica griega, y la exigencia de que esta establezca el estándar absoluto, fracasó frente a una visión de la realidad que tomó el mundo por un mundo, el cosmos por un universo […]; la novela no podía ser una ‘secularización’ de la épica…” (135, n12, énfasis suyos). Más que desencuentros o destiempos actualizados o renovados hay destemplanzas. Presuponer que un clásico no necesita ser pensado diferente, que “toda relectura de un clásico es una lectura de descubrimiento como la primera” (Calvino 1992: 15), no es un cliché o boutade7. A pesar de los años que lleva y llevará definir si son dignos de imitar, en algún momento los clásicos son tributarios permanentemente a la vista. Una manera de repasar su relación con los nuevos narradores y la lucha entre pureza local y cosmopolitismo es pensarlos como “inasibles” en terreno errante, como aristas que “se deben resolver desde el talento de cada escritura, y esto implica los aspectos de percepción del escritor” (Valencia 2008: 22), aunque tanto cosmopolitismo como provincianismo son valores inestables. Esa actitud para situar nuestra narrativa reciente dentro de la nueva literatura mundial permite percibir lo que no es un clásico. Para Casanova, un clásico es una obra que al convertirse en universal se escapa de la competición universal, porque en ese espacio todos los escritores y textos, de donde sea que vengan, luchan por vías diferentes para acceder a la simple existencia. Aun problematizando los fenómenos que dificultan hablar de lo universal, para ella “le classique, comme texte ou comme personne, est celui qui, accédant à la permanence de l’eternité, échappe à l’incertitude et à l’instabilité de la compétition et de la surenchère temporelle” (2002: 96). Ante esa visión de lo clásico, la idea de la literatura mundial, infravalorada en los “paisajes de cambio” que examina Guerrero sin añadir a la conversación, se basa según Wladimir Krysinski en una dialéctica que reconoce cinco actantes: 7 Véase García Gual, “Relecturas modernas y versiones subversivas de los mitos antiguos” (2011: 241-267). Se sabe poco de la reescritura actual de los mitos; por ende, el asalto a los clásicos grecorromanos y la tradición por el populismo académico anglófono, que examinan Victor Davis Hanson y John Heath, “Who Killed Homer?: The Prequel” (Hanson/Heath/ Thornton 2001: 239-297). La falta de originalidad de los lectores recolonizados de la nueva literatura mundial para examinar los clásicos sin politizarlos es evidente en Ankhi Mukherjee, “’What Is a Classic?’: International Literary Criticism and the Classic Question” (2010: 10261042).
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lo local, lo nacional, lo marginal, lo institucional y lo universal (1995: 143), que la convierten en un “relato de valores”; o sea, más que una república de las letras. Ante la disparidad de las nuevas redes mundiales que dificultan apreciar la singularidad de una obra, Bessière señala una dualidad con lo paradigmático: “Que les romans soient de tels recueils indissociables de la mondialisation littéraire n’exclut pas que leurs paradoxes soient encore lisibles suivant les partages des grandes aires culturelles, suivant les partage linguistiques et nationaux, suivant les partages des grandes caractérisations du roman depuis le xixe siècle” (2010: 90). Según esa progresión viable, la noción de Goethe es para Krysinski una “hipótesis de trabajo” (1995: 141) en que lo marginal es lo excluido por lo institucional, argumento fundamental para lo perdido en la bibliografía de la interpretación. Según Ann Morgan, esas visiones para leer literatura traducida son demasiado especializadas, requieren trabajo, aprender otras lenguas, y se olvidan del placer de descubrir otras culturas (16-17)8. Un “caso” argentino Ilustro algunos vaivenes de esa sobrepuja con la recepción española de Piglia. En 2007 dice Echevarría, rescatador posterior de Levrero, “por fin se da a conocer en España a César Aira” (102) y “llega a España, por fin, Alan Pauls” (133). En los años noventa se presentó allí la obra del primero como tardío reconocimiento de un autor que estaba a la altura de los del boom (Becerra 1996). Cuatro años separan a Piglia de Vargas Llosa; los distingue décadas de logros y reconocimientos y, para algunos, el argentino escribe libros de autoayuda para aprendices de escritores. Una acotación a la originalidad que se le atribuye es su reescritura de la práctica o ideas directrices sobre el fracaso de 8 Prácticas que analizo en Bolaño traducido (Corral 2011), con salvedades a las interpretaciones de Moretti, Bessière y Boxall. Cortés (2015) actualiza su examen del fin de la edad de oro de la narrativa latinoamericana, relacionándolo con los clásicos y la contemporaneidad. En los capítulos “Paisaje del mercado” (75-128) y “Paisaje de la nación” (129-180), Guerrero (2018) reformula brevemente ideas anteriores sobre la “no existencia” de la literatura latinoamericana, sin contextualizar el tema cabalmente. Burkhard Pol (2000: 43-51), y José Luis de la Fuente (1999: 239-266) —actualizado en su libro (2005: 19-43)—, robustecen una discusión de Ruffinelli (367-391) y Saúl Sosnowski (393-412) en Ana Pizarro (1995). Con agenda mundialista, Thirlwell (2016) propone pensar en la literatura mundial en términos de la traducción, al nivel de la oración y del mercado (5).
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Roberto Arlt y Macedonio Fernández. Bien leídos, Borges sobre Macedonio, Cortázar sobre Arlt o Leopoldo Marechal, y autores eclipsados (Balmaceda entrevista a algunos) referidos en este libro, revelan que la mutación en que se basa descubrir a un autor nuevo es una apreciación débil del uso, la influencia, la alusión, calcos, ecos, guiños, el homenaje y hasta el plagio; un clásico verdadero no imita bajo ningún concepto. Longino apuntó que las yerbas chillonas del estilo literario surgen de una sola raíz: la manía por la novedad. En 1924 Víctor Zhirmunski delimitaba nítidamente influencia y adopción, arguyendo por “la comparación de los textos” (198, énfasis suyo). Una práctica nueva o antigua aguanta escrutinio sin daño, no empeora si se la examina sin prejuicios, y ninguna idea es suficientemente buena como para existir sin oposición. Por eso la historia literaria encuentra varias maneras de dividir a los escritores en polos opuestos, sin cuestionar la relación entre los maestros y los clásicos o que los desacuerdos nunca acabarán. A finales de los años treinta el crítico estadounidense Philip Rahv veía la literatura de su país como un combate entre escritores (fundamentalmente novelistas) “caras pálidas”, estéticos como James y Herman Melville; y “pieles rojas”, vigorosos como Faulkner y Mark Twain, y no sorprende que los hispanoamericanos opten ser ambos. El Diccionario de teoría de la narrativa (2002) amplía esas caracterizaciones a los binarismos aristocrático/artesano y escribano/escribiente. Con los intereses promulgados por el sicoanálisis, la distinción más común ha sido entre los padres (pensativos, serios, deseosos por reclamar su autoridad y aceptar responsabilidad) y los que deciden ser hijos eternos (juguetones, provocadores, enamorados de los experimentos, y presuntamente desafiantes de toda convención en el lenguaje y la vida). Sin duda, algunas adaptaciones de los clásicos les pueden dar nueva vida, porque una verdad aceptable es que algunos de los “clásicos” recientes están escritos con un lenguaje ilegible, como las novelas de lenguaje que no han visto una segunda edición. No obstante, hay muchos padres para una lucha edípica sobre el lenguaje de parte de los más jóvenes, aun pensando en qué podemos saber hoy, la legibilidad del mundo para Blumenberg. Piglia, mayor, optó por ser “hijo de” autores fallecidos, y la recepción de autores como él se concentra en el Cono Sur. Su acogida se da entre el mundillo de escritores y críticos con conexiones con Estados Unidos, no en los márgenes latinoamericanos, dejando manca una comparación con un “padre” na-
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cional, porque estos no reconocen a los hijos y hay más de un padre. Es como si se creyera que su contribución ayudará a asegurar su lugar en un canon de padres extranjeros, lo cual hace que su mito personal sea superior a cualquier excelencia real. No disminuyo cómo los impulsos suprimidos exigen una liberación casi neumática. El problema no es él ni toda su prosa, que contiene buenos cuentos y diarios, pero el mundo seguirá perfectamente bien sin esa u otras obras. Además, dos autores muy ingenuos con creencias o temperamentos opuestos pueden escribir novelas igualmente ingenuas que tendrían efectos muy distintos en un público mayor, y no solo porque suelen ser malos al retratar escritores como muy perfectos o problemáticos. La narrativa sigue siendo la actividad para la cual ningún cálculo puede proveer un substituto, y el trabajo del crítico siempre será explicar, no impugnar por qué es así, y la obra de Piglia optimiza esa tarea. Con autores como él, resemantizados por su editorial y su recepción española (la prensa anglófona desconoce su fallecimiento), vale señalar que la legitimación que confieren prácticas materiales, como el haber sido profesor universitario que enseña sus propias novelas, práctica común, a decir verdad. Los autores de hoy no son seres indeleblemente carismáticos que desdeñan la celebridad y significan algo emotivo para el público, como los más de los “boomistas” y su círculo. Ninguno tiene el caché o muestra la simpatía de esos maestros (según Aira, es un momento flojo, sin figuras de primer nivel), o de Bolaño, y no es solo por fallas personales9. Para los años noventa, época próspera cuando se descubre a los nuevos narradores y algunos de ellos comienzan a mudarse a España, los lectores iberoamericanos no sufrían de nostalgia por la nostalgia, y se salvan los nuevos que no tapaban sus historias con argumentos epistemológicos sobre las ausencias que habían sufrido, preocupación que dejaban para los viejos narradores enamorados de seres oscuros que no son superiores a los grandes personajes del boom. La crítica académica también notaba estos giros, y en 1994 un crítico provee una proyección certera, al escoger narraciones heterogéneas de varios países y apuntar hacia el siglo presente con base en los jóvenes de entonEl sistema que genera el tipo de resentimiento y desigualdad mal novelizado en Fuguet tiene explicaciones académicas: véase Murray Milner Jr. (2010: 379-387) y, para lo literario, Marjorie Garber (2011: 1076-1084) y Jennifer Wicke (2011: 1131-1139). Si un autor tiene cierta canonicidad se retrata sin animadversión lo que hace, porque la obra no muere por narcisismo. Por eso siempre serán mejores los infinitos comentarios de Pessoa sobre la celebridad y el autoconocimiento. 9
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ces: “Hoy los jóvenes narradores llevan su dramático escepticismo aun hasta la condición originaria del hombre, y se lanzan al rescate del sentido de la vida humana mediante el ejercicio de ese poder especial, el escribir sin pausa, como un rito que les permite mostrar, gracias a múltiples desplazamientos, las dimensiones de lo existente y la pluralidad de lo concreto. De esta manera, recurren a la información científica (caídos los positivismos), incluso a hallazgos recientes, para hacer jugar en múltiples espejos las vidas humanas” (Aguilera G. 1994: 217). A pesar del tono espiritual de esa crítica, su valor yace en determinar la interacción iberoamericana (como Bolaño), sosteniendo que una cultura vive en otra mediante la presencia de las matrices que son su base. Diez años después, limitándose a la Argentina, Damián Tabarovsky escribe sobre “novelas de exportación” escritas por jóvenes “serios”, concluyendo con ironía que “son todas novelas bellas, agradables: no molestan a nadie” (2004: 76), aunque, como se desprende de las conferencias y mesas redondas dedicadas a ese país en la Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara, el problema literario nacional sigue siendo atender a las voces del interior ante tanta crisis. La capacidad del novelista o crítico para darse cuenta de que nunca podrá lograr un análisis exhaustivo de lo que más ama es por ende la preparación indispensable para ser clásicos sin clasicismo. El problema mayor es cómo un nativo cedería ante los tentáculos lisonjeros de la globalización editorial (Monsiváis 2012), que la ética de los maestros verdaderos no permitiría. Cynthia Ozick distingue severamente las prioridades de autores nuevos y viejos: “La ambición quiere una carrera, la aspiración un cuarto propio. La ambición se nutre de atención pública; la aspiración es inmune a las multitudes. En su juventud los viejos escritores se percibían a sí mismos como aprendices de maestros superiores en experiencia sazonada, y estaban listos a esperar su turno en la jerarquía del reconocimiento […]; la red de contactos, como término y argucia, era desconocida para ellos” (2015: 29). Son las transformaciones que Parks discute agudamente, con conocimiento de causa (enseña literatura creativa) en “Escribir para ganar” (2015: 117-122). Se entiende por qué César Vallejo dice “yo creía hasta ahora que todas las cosas del universo eran, inevitablemente, padres o hijos” (“Voy a hablar de la esperanza”). La gran mayoría de esos padres, y más la de países menores (noción aliada a la desterritorialización de las lenguas y lenguajes artísticos que Deleuze y Guattari observan en la literatura “menor”), sufre de lo que llamo la condena de la “edición nacional”
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(2010: 283-351). Es decir, publican en reducidas redes de difusión, en tiradas para coleccionistas que no permiten conocer a autores y obras como algunas que revisaré someramente, y esa condición también se da en países con una larga historia editorial como la Argentina. Esa condena, claro está, contribuye al mito del escritor olvidado o postergado que espera ser recuperado, a veces por una editorial igualmente menor, “pero europea”. Debe ser obvia la distinción entre un clásico y una obra que puede ser maestra en cierto contexto y por cierto tiempo, pero que no ha tenido una fuerza cultural fundacional. Referirse a una “obra maestra” es designar una reputación pública, mientras que un clásico es más el rostro del conocimiento libresco que los lectores doctos “deberían” tener. O puede ser una obra maestra accidental, que según Kimmelman está alerta a los sentidos, eleva lo ordinario, o se trata de una sensibilidad exacerbada, que concibe lo cotidiano como arte (2005: 84). Es decir, es la obra que no es tradicional sino que se deriva de un impulso creativo, de una compulsión profunda que según Kimmelman se persigue hasta el enésimo grado (2005: 4). Por otro lado, otro factor menos accidental que obstruye la resemantización del clásico es que muchos prosistas hispanoamericanos se han convertido en gacetilleros de la academia, o en “intelectuales baratos” (percepción de Vargas Llosa). Paradójicamente, “progresistas” como Ariel Dorfman enseñan en universidades estadounidenses, donde despotrican contra el capitalismo que los mantiene, en el país que más lo representa y cuyas editoriales publican sus obras. No todos admiten, como el peruano, las contradicciones de criticar al imperio estadounidense mientras ganan cientos de miles de dólares al año y publican con editoriales de poco alcance. Parafraseando a su preciado Macedonio, hace más de veinticinco años Piglia escribió una última novela buena, Respiración artificial, y se tomó treinta y tres más para escribir una que se le aproxima, El camino de Ida (2013), que presenta hechos de ficción como verificables. Su novela de 1980 no es un clásico si se toma en cuenta las constantes reimpresiones de las del boom, y que cuando aquellas se tradujeron bien a otros idiomas fue en editoriales conocidas del imperio tan deseado. Tampoco es clásica porque, como ocurre en otras suyas, los lectores se cansan de la acción de eludir “cosas reales”, rotación tan antigua como la narrativa, aunque parece que la escritura de sus diarios salvará su reputación. Dicho de otra manera, si la notoriedad del argentino no está asegurada, ¿qué se puede decir
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que es propiamente suyo, qué se puede considerar “pigliano”?, pregunta que se puede hacer de los nuevos narradores, con la ventaja de que ellos todavía tienen tiempo para lograr más. Poco convence culpar la ignorancia de las editoriales o del público, o hacerse el exquisito o malentendido, porque si un autor no comercial deja su pluma solo una fracción del público general se daría cuenta, o le importaría. Respiración artificial, que muestra a un autor demasiado enamorado de su prosa como para redactarla, no supera la antinomia entre lo dogmático y lo escéptico respecto a su hibridez, incompatibilidad que traducida al clásico ha sido postulada así: “Las cuestiones y las respuestas de un clásico importan bastante menos que los modos y las maneras utilizados para entender su época [...]. No son los resultados o conclusiones lo que juzga el lector de un clásico. La circunstancia y la respuesta son anécdotas en el pensamiento de un clásico, la categoría es lo relevante, es decir, la forma de responder que se encuentra en su obra” (Maestre 2000: 14, énfasis suyos). En “El alma del hombre bajo el socialismo” (1891) Oscar Wilde decía que el público usa los clásicos de un país para controlar el progreso del arte, y rebajan los clásicos a “autoridades”, para prevenir la libre expresión de la belleza en formas nuevas. El público, sigue Wilde, le pregunta a un escritor por qué no escribe como otros, ignorando que si el escritor copiara dejaría de ser artista. En “Language” (1918) Ezra Pound aconsejaba cervantinamente que uno debe ser influido por cuantos grandes artistas sea posible, pero que se tenga la decencia de reconocer directamente la deuda, o tratar de ocultarla. La diferencia entre los seudoclásicos recientes y las obras de varios de los nuevos yace en otro reconocimiento. Estos, persiguiendo un desarrollo común, y no a Benjamin sobre la obra de arte, ya no ven un “aura” metafísica o necesitada de política en obras previas, porque en la época de nuestra tecnificación (que Rama precisó en los años ochenta) el carácter “único” de una narración es diluido aún más por el fácil acceso a la reproducción, que posibilita leer sin pensar en un original. La elucidación de Rama, adelantada en 1972 para la Revista de la Universidad de México como “La literatura hispanoamericana en la era de las máquinas”, es que el desarrollo técnológico se sostiene con los lenguajes de la invención, novedad, originalidad y progreso, que nos hacen “modernos”, añadiendo a la fogata de tensiones históricas. Un aporte de Rama es recordar lo difícil que es hacer entender a los primermundistas que la estética actual se
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explica con la narrativa no occidental. Sin ocuparse de Benjamin, Aira actualiza visiones como las de Rama al abogar por la “realidad concreta” de una obra y afirmar que “quizás siempre la obra de arte se las arregló para que ninguna reproducción la representara enteramente. Habría que pensar en un concepto ampliado del ‘aura’, que incluyera el relato del que surge la obra” (2016: 24). Para Blumenberg la infinitud potencial de la novela representa su idealidad, que surge del concepto de realidad, y por eso argumenta que “el arte demanda como su tema la prueba formal de la realidad y no el contenido material que él mismo presenta con esta prueba” (2016: 138). Por eso lo que se tiene en Piglia después de un cuarto de siglo de La ciudad ausente (1992) son más tesis didácticas que novelas, con personajes que dan discursos en vez de conversar, y parecen menos interesados en la gente real que en ser portavoces de las pontificaciones del autor. No hay nada urgente o profundo en aquella novela y su pastiche de estilos, que no resulta en un estilo elevado o recuperado con rigor, como en Nabokov. En aquella obra el texto es el subtexto, y los horrores de la trama (el cuerpo de la esposa de Macedonio, por ejemplo) son abstractos, nunca anclados en experiencias identificables sino en problemas de la voz autorial, predominando la “función autor” sin la suspicacia del matiz que le da Foucault. No obstante, la crítica amable con Piglia (Bessière 2010: 338-340) se fascina con ideales autoriales (conspiraciones, paranoia) que en verdad son ilusiones diseñadas para satisfacer los alter ego, deseos que no tienen que ver con una mayor cosmovisión moral o social, sino con el horror que se da cuando un discípulo de una convicción choca con el discípulo de otra. Según Chesterton, en el capítulo quince de su Heretics (1905), “una buena novela nos dice la verdad sobre su héroe; pero una novela mala nos dice la verdad sobre su autor”. Por siglos se ha argumentado que la literatura que perdura es imposible sin la imitación o emulación, y la gran mayoría de los novelistas incipientes, como muestro en el próximo capítulo, no produce obras ridículamente imitativas de sus ídolos, porque los narradores verdaderos evitan ese tipo de provocación mimética para ganar reconocimiento por sí solos. Aun así, y es cosa de tiempo, los jóvenes tampoco pueden exigir derechos de autor, porque nadie los copia en este momento. Es imposible negar que una presunta imitación elimina a la imaginación o a los incentivos en torno a ella. Las segundas criaturas (2010), del ecuatoriano Diego Cornejo Menacho
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(1949), por ejemplo, alienta y problematiza la creatividad nacional, y sirve para difundir las de Donoso y Fuentes que se quedaron en hipotextos, el lado A, no en novelas acabadas, el lado B. Cornejo Menacho prueba que se puede crear y desarrollar nuevas ideas de las fundacionales que tienen “derecho de autor”. Reescribir es parte de un proceso creativo momentáneo más amplio: el de las ideas compartidas en un mundo en que ser original es difícil. Errar demasiado en una dirección impide la inventiva cultural, e inclinar mucho hacia otra desalienta a los creadores. En Las segundas criaturas la creatividad tiene una economía mediante la cual leves diferencias pueden conducir a discernimientos en las carreras de los autores, un proceso socorrido por la segmentación del mercado para el trabajo creativo. Si algún autor imita el intento de creatividad (hoy extendido por los medios digitales) de Piglia, no se sabe qué les enseñó, y un narrador auténtico prefiere lectores dedicados en vez de fanáticos fogosos. Si se siguiera la lógica de Benjamin en el ensayo aludido, el “aura” es una especie de misterio aristocrático, y su desaparición produciría un arte nuevo y más democrático. Pero se produce bestsellers, lo que algunos nuevos dicen no querer ser, y es difícil imaginar a un narrador actual comenzar su obra imitando el estilo del argentino. En 2005 la prensa hispanoamericana informó ampliamente sobre su condena por irregularidades cometidas cuando encajó su Plata quemada (1997) en un concurso literario, y se comenzó a tomar partido. El 15 de julio de 2015, en la entrada “Ricardo Piglia en Acción” de su blog El informante, el periodista Leonardo Haberkorn comprobó cómo aquella novela plagia varios pasajes de una crónica uruguaya de 1965. Cualquier defensa del premiado solo aumenta las dudas. Si algo enseñan los prescriptores del mundo editorial reciente (que incluye a malpagados correctores, diseñadores, libreros, maquetadores, traductores y críticos) a sus autores es a no quemarse, especialmente con las fuerzas irreductibles de sus contemporáneos. En ese contexto en que la actualidad de un clásico no reside en una imposible intemporalidad de su verdad, el clásico argentino coetáneo de Piglia es Juan José Saer (los separaban solo cuatro años), y en diciembre de 2010 The New York Times Book Review calificó de “brillante” la traducción de su novela combinatoria (filosofía, humor callejero, política) Glosa (1986), valoración que ninguno de esa cohorte ha logrado. La traducción, arguyo en el sexto capítulo, da un giro nuevo a lo que se entiende por “contemporáneo” y “latino”
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en el mundo más amplio. Así, la segunda edición de Herejes (2013), del cubano Leonardo Padura (1955) —presentado como “el autor cubano más vendido en el mundo” o “el más importante”—, contiene una cinta que reza: “Éxito internacional, derechos de traducción vendidos a 6 países antes de su publicación” (énfasis míos). Hay un trompe l’oeil editorial: que la franja de un bestseller diga “25 mil libros vendidos” significa que se ha producido y enviado esa cantidad a librerías, no que se la haya comprado, no que vuelva a vender rápido. En realidad, los bomberos que queman libros en Fahrenheit 451 (1953) de Ray Bradbury no podrían quemar todos los ejemplares de un bestseller actual, sin importar cualquier advertencia que tenga sobre los bombardeos de los medios masivos o como repositorio de ideas. Autor del irrefutable clásico El entenado (1984), Saer es también uno de los novelistas más sabios al enlazar teoría y práctica. El concepto de ficción (1997), La narración-objeto (1999), Trabajos (2006), más los borradores inéditos publicados como Papeles de trabajo (2012), que presentan la mayoría de su no ficción, son la culminación de una visión teórica ya evidente en su “La literatura y los nuevos lenguajes”, de la clásica América Latina en su literatura, visión comparable a las de Borges y Cortázar. Lo que un sector intelectual reivindica hoy es un producto de esfuerzos encontrados que ven en lo argentino la mejor producción hispanoamericana. Fuera de su país y España, Piglia es menos apreciado, y sus pocos críticos se encargan de blanquear sus defectos. Ningún país tiene privilegio o monopolio de la mala costumbre de criticar al compatriota, históricamente por envidia y lo afín. Paradójicamente, para la esfera literaria argentina que discuto, esa actitud resulta ser saludable porque evita el exceso de celo nacionalista que hace creer que lo propio se debe defender a toda costa. En Piglia la novela accede menos a la profesionalización y más a una forma de figurar en la política intelectual. Su narrativa revela menos de lo que podría ser como autor, y más de lo que quiere ser. Asombrarse como él de las maravillas, meritorias, de Arlt y Macedonio es disminuir o ignorar la historia narrativa hispanoamericana por intereses creados. Aturdirse ante ese asombro de un autor redescubierto es aumentar el desconocimiento del estado actual de la crítica, o repetir errores debido a la presunta autoridad o legitimidad que se le otorga con frecuencia al informante nativo. Progresivamente digitalizada, la cultura literaria del cambio de siglo a hoy socava
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gradualmente los límites artísticos y de clase, produciendo una profusión de posibilidades creadoras en que el novelista innovador debe ser menos hermético en un medio cultural que enfatiza el consumo masivo. Por eso los jóvenes narradores penetran profundamente en la naturaleza de la existencia y, a la vez, se alejan de ella. En ese contexto, Piglia es felizmente retrógrado porque no siguió esa mala moda. Pero tampoco pudo escaparse de convertir lo trivial en tema “épico”, porque sus personajes vagabundean en una tierra baldía posindustrial, sin motivos, propósitos o valores, suavizando una abulia trillada de pretensiones universalistas y metafísicas con una angustia cafeinizada y capa tras capa de autoconsciencia. La novela es para él una “actuación” más que un simulacro, y quiere hacerla competir de una manera más y más desigual con otras formas más nuevas y accesibles. Este proceder sería novedoso, si no fuera porque desde mediados de los años sesenta se cree que todo acto humano es un relato (antes era discurso, otrora doctrina o postulado). Piglia se suma a esa trivialización organizando su mundo como una herramienta cognitiva compartida que no permite distinguir entre narración, letanía y las distorsiones deliberadas de la preponderante posverdad. Sin embargo, su contribución es mantener su cosmopolitismo y mostrar que el exotismo de los años treinta y cuarenta no era una idea recibida para autores latinoamericanos sofisticados. Exceptuando alguna revelación sobre la práctica escritural en Crítica y ficción, Piglia armó perogrulladas piadosas sobre alguna teoría, cuando hoy cualquier narrador despacha ese tipo de relato, con otras palabras. ¿Fue novedoso argüir en las últimas décadas que la crítica es una de las formas modernas de la autobiografía? No reconocer en ese provincianismo un aforismo de Oscar Wilde es restarle originalidad a este. Crítica y ficción es un libro para iniciados, pero estos ya saben a qué se refiere el autor y lo han oído varias veces, de diferentes maneras y de varios teóricos o sus seguidores. Los guiños son demasiado evidentes, y los apartes sobre estética sufren de robotización. Es como si estuviera excesivamente consciente de para quién escribe o debe escribir o leer, en vez de pronunciarse libremente y sin cálculo académico acerca de lo que cree en verdad. Por eso, escribir mucho sobre sus novelas es tan injusto como escribir poco sobre su no ficción. En suma, Crítica y ficción tiene el gusto de lo sobreprocesado, el brillo calculado de una lista de anécdotas que se puede entregar a los ya convencidos respecto
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al productor; y el resultado más grave es que aquella lista termina quedándose en un mundillo en que todos están de acuerdo con lo que dice. Similarmente, las variaciones de La ciudad ausente sobre el tema de “la ciudad como novela” son puestas en perspectiva por En la ciudad he perdido una novela..., que el ecuatoriano Humberto Salvador publicó en 1930. La del argentino quiere llevar sus perspectivas sobre los seres humanos a ciertos extremos, y por esa razón sus personajes y lo que les pasa importan mucho menos de lo creíble. Un clásico funciona no solo con las lecturas del autor y su honestidad en las equivocaciones, sino con la impresión que esas lecturas dejan para el futuro, el “estado de trance” que Vargas Llosa sigue atribuyendo a los clásicos. En ese sentido, se verá, Piglia y Fuentes son más orientadores para académicos que para lectores de autores como sus compatriotas Aira, Eduardo Berti (1964) o Serna, y el antídoto es leer en contrapunto a autores que no escriben a la medida. Así, lo peor de Bolaño, Salvador, Aira y otros, discutidos en el quinto capítulo, siempre será más cautivador que lo mejor de la mayoría de los ungidos en Palabra de América. Sirva la clarificación anterior como ejemplo de la necesidad de resemantizar los méritos verdaderos de la novela hispanoamericana de hoy. Algunos olvidados de hoy no necesitaban a Macedonio, o él de ellos, por ser contemporáneos y porque los homenajes a la literariedad (o guiño, alusión, eco, correspondencia, parodia, sátira, intertextualidad, venia, etc.) son su razón de ser. Tampoco es necesario, como suele ocurrir entre los narradores más jóvenes, que sobrevuelen frases sarcásticas, recelo, irritación, odio apenas contenido y acusaciones malintencionadas. Por ende, varios novísimos reconocen un maestro en Borges. Pero cuando se manifiestan en torno a autores cuya obra despegó en los años ochenta, para redescubrirse a finales de los noventa en España, la actitud es similar a una de Fresán, cuando Echevarría le pregunta sobre su patria: “La de Piglia no deja de ser una actitud turística, en este caso la de un tipo que visita su propio país [...]. Sus consideraciones corresponden a una mirada para mí completamente extranjera. Piglia se extranjeriza para leer a Borges, a Macedonio, a Arlt” (Echevarría 2002a: 4). La fuerza de lo extranjero hace que Bessière equipare erróneamente a Fresán (2010: 94-106, 256-260, et passim) y Piglia (2010: 21-24, 336-339) con la corrección de paradigmas de Bolaño, a quien justamente dedica mayor atención. Si para Fresán la patria de un autor es su bilioteca, habría que saber si en esta solo hay libros patrios
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sin fronteras. Similar a decir “mi patria es mi lengua”, esos dictados requieren más sutileza y maestría. Las continuas crisis argentinas tienen el efecto de forzar a la intelectualidad a un nuevo “realismo”, y es de esperarse que su narrativa presente una cosmovisión actualizada al escoger a su país como referente. Se va descartando muchas ilusiones, la más perniciosa de ellas la idea de que la Argentina tiene más en común con la cultura y política europeas que con las de sus vecinos, y ojalá esa conciencia no sea momentánea. En los años noventa, los nuevos narradores argentinos no abandonaron el legado de los ochenta: la obsesión adolescente con la cultura popular y la dedicación a ser gerentes de sus propias carreras, ni las referencias condescendientes al kitsch y materialismo estadounidense (entre los “comprometidos”), que para varios intérpretes de esa narrativa se convirtieron en acusaciones reflexivas contra villanos estándares. En 1998 Pedro Mairal (Argentina, 1970), celebrado por la simplona metaficción La uruguaya (2016) sobre un escritor que percibe anticipos por libros que no ha escrito aún, publicó Una noche con Sabrina Love, recuperada por rebote en España en 2018. En 1986 el puertorriqueño Edgardo Rodríguez Juliá (1946) había publicado la compleja crónica Una noche con Iris Chacón. Ese desencuentro no significa que la cultura popular sea un valor definitorio o definitivo. Diferente de la cultura popular estadounidense inclinada hacia lo celebratorio, la hispanoamericana es sarcástica, y en ese contexto la de Rodríguez Juliá es precursora. Un narrador argentino exitoso como Guillermo Martínez (1962) se preguntó discretamente en 1994: “cinismo, parodia, intertextualidad, literatura en segundo grado, autorreferencia, aburrimiento, ¿qué es lo que hay de común en estos elementos? Un único terror por no dejarse sorprender, por no quedar nunca más al descubierto” (2006: 165). Como con ninguna otra narrativa, las recriminaciones van y vienen (véase Damiani 2005), y no se sabe hoy cuál es la narrativa argentina que debe o puede aspirar a ser clásica (véase Tabarovsky 2017). Según un cuestionario de ADN Cultura (6 de octubre de 2007), “Ya son grandes”, los elegidos son Pauls (1959), Pablo De Santis (1963), Martínez y Leopoldo Brizuela (1963), que comenzaron a escribir en los ochenta, no los que unos años antes se llamó “una generación espontánea”, o sea los nacidos cuando comenzaba la dictadura, como Pola Oloixarac (1977) y Patricio Pron (1975). Las polémicas nacionales internas tienden a ponerse en perspectiva con la recepción internacional,
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como es obvio con Bolaño. No deja de ser importante, para el efecto boomerang, que en The Wall Street Journal (2-3 de octubre de 2010, c10), bajo la rúbrica de las cinco mejores obras de crimen internacional (por superar a sus modelos), se escogió la traducción de 2005 de Crímenes imperceptibles (2003) de Martínez como par de Simenon (hoy sacado del purgatorio de la narrativa popular) y otros europeos, con la traducción ayudando a mantener cierta pluralidad lingüística. Ese es uno de los verdaderos poderes de resemantizar los clásicos, darles a los olvidados lo que es de los olvidados. No me refiero solo a los años veinte y treinta, sino a los contextos que producen los años noventa, y valdría verificar qué diferencia a los nuevos y su empleo de las culturas populares y la adaptación de ellas de parte de los narradores de “La Onda” mexicana de los años sesenta y setenta. Para Jürgen Habermas lo moderno es lo “nuevo” que, naturalmente, será remplazado. Para él lo moderno mantiene un lazo secreto con lo clásico, porque ya no le presta su poder de ser clásico a la autoridad de una época pasada, argumento similar al de las notas y reseñas que recoge Mary Beard en Confronting the Classics. Traditions, Adventures and Innovations (2013; traducción al español, 2014), rastreando la actualidad de lo antiguo en la literatura contemporánea y otras artes. Una obra moderna, sigue Habermas, se convierte en clásica porque en un momento fue auténticamente moderna, y nuestro sentido de la modernidad crea sus propios cánones, autocircundados de lo que es ser clásico (2001: 4). La narrativa hispanoamericana desconocida es clásica en ese sentido; y por no alentar un diálogo renovado sino una querella entre maestros verdaderos y discípulos contemporáneos la crítica actual no la reconoce o quiere investigar. En su brevísima “Confluencia generacional en la literatura latinoamericana contemporánea”, introducción al dossier “La nueva literatura latinoamericana” en Quimera (2017a: 10), Darío Zalgade propone que “2017 es un año marcado en buena parte por un signo de relevo generacional”. El problema no yace en la reivindicación o presentación de autoras actuales o prometedoras emergentes, en cuestionar “figuras” en festivales o usar imprecisamente el término “referente” o igualdad de género, sino en su subjetividad al escoger a los varones que para él representan el pasado, principalmente Paz Soldán y Roncagliolo. Si su dependencia en 1977 como bisagra para situar como mención aparte a Rita Indiana Hernández o Harwicz (nacidas ese año, pero no partici-
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paron en el segundo Hay Festival Bogotá39 de 2017, que tuvo lugar en 2018) supedita a Oloixarac, e ignora a coetáneos como Zambra o Vásquez, muestro que acudir al revanchismo, cuotas o datos selectivos no soluciona el diálogo que algunos críticos piden de la boca para afuera, sin considerar sus propias alianzas. No obstante, Zalgade contribuye a la discusión actual al incluir en su dossier entrevistas con Indiana (46-48), Juan Pablo Villalobos (1973; 4145), y un excelente ensayo de la novelista ecuatoriana a cuya ficción volveré, Mónica Ojeda (1988): “Ariana Harwicz o la escritura caníbal” (38-40), que se debe leer de la mano con las novelas que registra en su especie de poética “Sodomizar la escritura” (2018: 14). Las obras a que me refiero, algunas rescatadas por Zalgade, combinan una pasión para ver las cosas de otra manera con cierta fidelidad a valores clásicos como la verdad no determinada por Google y la belleza (hoy recuperados por la crítica latinoamericanista independiente), permitiendo poner en perspectiva la arrogancia de lo contemporáneo en la narrativa. “Clásico” y “clasicismo” son términos repletos de significados variados y contradictorios, y en los manuales se establece una relación con las denominaciones referidas a “los elegidos” o los kanones griegos. Son nociones que la historiografía literaria reifica, y hoy están alteradas con esquemas y prácticas poco estéticas, con periodizaciones sui generis, falta de pluralismo teórico y los cortocircuitos de agendas como las de los estudios culturales10. Los críticos, particularmente los académicos, confunden autoridad con ser imperioso, supeditando el conocimiento. Por esa actitud los valores permanentes que pueda tener esta narrativa salen perdiendo al no notarse que lo contemporáneo siempre está al borde de ser un punto en el tiempo, u olvidable. Según Aira, instalar lo Contemporáneo implica una negación de la Historia “como proveedora de mitos biográficos en los que se sustentaba el valor literario” (2016: 51). Paralemente, y Bolaño sería la primera excepción, la lucha con los maestros está llena de terror de parte de los más jóvenes. Así, aparte de Serna, Heriberto Yépez, en “Carta a un viejo novelista. En los ochenta años de Fuentes” (2008/2009: 102-108), es el único escritor Según Carlos García Bedoya M. (2001: 195-211), que percibe una falacia en “hipostasiar la condición del latino en Estados Unidos como paradigma (identatario) para los latinoamericanos ‘vernáculos’ en estos tiempos de posmodernidad y globalización” (204). Véase mi “Problemas y avatares de los ‘estudios culturales hispanoamericanistas’ de hoy”, en El error del acierto. Contra ciertos dogmas latinoamericanistas (Corral 2013: 19-52), que examina los empeños de esa casa dividida en su vertiente latinoamericanista. 10
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mexicano que ha criticado abierta y objetivamente a su compatriota, aunque con una idea sui generis de lo que considera estética. Hacia otros paradigmas La percepción periodística, ayudada por el academicismo y sus tecnocracias, exige propuestas inmediatas para resemantizar clásicos y maestros y poner los mitos y entusiasmos en perspectiva, y a la vez dar una visión apropiada de todo lo que es y podría ser la narrativa hispanoamericana. Podríamos comenzar pensando en los autores y obras que se han calificado con variantes del vocablo “raro”, o en los que caben bajo la rúbrica de “totales”. Esas dos coordenadas, por polémicas que sean, permiten la polivalencia conceptual y sociohistórica que se quiere atribuir a los descubrimientos actuales. En Kassel no invita a la lógica (2014), revisión de sus alianzas conceptuales, luego de citar a Marco Aurelio, Vila-Matas se pregunta: “Un autor de vanguardia como pretendía ser yo nunca citaría a alguien así. ¿O tal vez era al revés? ¿No era muy de vanguardia no acomplejarse ante un clásico?” (232). De hecho, mientras más averigüemos sobre otros autores y obras olvidadas del pasado (véase el tercer capítulo), más enriqueceremos no solo el canon sino la circulación revisionista que tanto necesita la historia literaria hispanoamericana. Si todo se puede leer de atrás hacia adelante, o viceversa, prefiero homologar las cosas de otra manera, e integrar lo exterior a lo hispanomericano. Leer la versión definitiva del Umbral del chileno Juan Emar (1896-1964) muestra cómo, a diferencia de la “joyceización” de nuestra narrativa con que se abanderaba Fuentes en los años sesenta (olvidándose de Marechal, y del Vargas Llosa que a sus treinta y un años publicó La casa verde), desde los años treinta podríamos hablar de la “emarización” de ella. Emar era un raro, y a pesar de haberse publicado en 1977, con el título Umbral, una parte del primer “pilar” de su obra, no se publicarían los cinco tomos (más de cuatro mil páginas) del Umbral definitivo hasta, vaya coincidencia, 1996. A mediados de los años treinta, ese tío apóstata de Donoso financió la publicación de tres de sus novelas cortas. Ahora, resulta que su obra no era la excepción hispanoamericana de su época, sino que como la de otros autores de su época, en verdad era una norma ante la cual las novedades de hoy
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no nos dicen nada. Ese es un valor inmediato y primerizo para resemantizar la narrativa actual. Los libros de Emar están llenos de pantagruelismo o, como quería el argentino italianizado Juan Rodolfo Wilcock, de prosa que debe presentar variantes de la naturaleza maleada. No importa cuál sea su procedencia nacional o el tiempo internacional que les tocó vivir, si algo prueban las docenas de adjetivos que se puede convocar para los raros es que lo único que podría estabilizarlos son precisamente los calificativos con que se los conjura, respetando su perspectiva. Así, el proyecto de Emar tiene paralelos con la atípica “saga nativa” compuesta por Los Ochoa, La potra, Sexamor y Decio 8A del fallecido Juan Filloy. Esa saga ha sido olvidada entre la mínima o recuperación nacional de sus tempranas “novelas” idiosincrásicas, como ¡Estafen! (1932), Op Ollop (1934, reimpresa en 1968 y 1997) y Caterva (1937). No poco tiene que ver con este olvido el carácter excéntrico de Filloy, su desinterés en el mercado, y que haya sido una especie de Henry Miller y Céline argentino. Si casi cada obra rara atenta contra varias características burguesas, también critica de manera general el materialismo económico y científico, sin adquirir la pátina politizada que incita a los lectores a dejar el libro, más que a absorberlo. En un momento en que el compromiso oscila entre viejos seudoanarquistas de hace casi medio siglo y jóvenes reaccionarios, los nuevos son incorrectos. Según Theodor W. Adorno, no hay que tomar el compromiso demasiado al pie de la letra, pues “si se lo convierte en norma de censura, entonces reaparece aquel momento del control dominante respecto a las obras de arte, al que ellas ya se oponían antes de cualquier compromiso controlable” (1980: 321). Diferentes de sus coetáneos anglófonos, los contemporáneos sí tienen una idea de qué son el socialismo y el progresismo (en esta época revitalizados por los giros mundiales a la derecha), y de lo que han hecho en el pasado o están haciendo, en sus países o en los vecinos, y no los desean. Gamboa, que se define como “escritor de clase media”, nota las diferencias: “en la literatura actual el compromiso se da de un modo que podríamos llamar ‘cívico’, ‘ciudadano’ […]; no se adscribe a ninguna militancia” (2015: 59). Las únicas agitaciones que se podría calificar de identitarias tienen que ver con las intromisiones novelísticas estadounidenses, obras paganas, oscurantistas y desagradables para un acólito de Bloom. Los autores antiguos enseñaron y enseñan a (re)leer, y cuando se los recupera enseñan cómo domar los clásicos contemporáneos. Su trayectoria del escribir-como-vivir puede ser un largo in-
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tento de construir (para hasta cierto grado deconstruir) una serie de identificaciones o preocupaciones. Al hablar de paradigmas nótese una visión de Javier Marías, si parcialmente compartible, llena de verdades: “La mayor parte de las novelas estadounidenses son repetitivas y carentes de interés, rara es la ocasión en que abro una y no empiezo a bostezar ante sus ‘frescos’ de una época o de una ciudad, ante sus historias de familias (disfuncionales todas, por favor), ante sus artificiales prosas pretendidamente literarias y plagadas de tics de las llamadas ‘escuelas de escritura’, ante su voluntariosa sumisión a lo ‘edificante’ o a lo ‘transgresor’” (2017: 98). En principio, los maestros locales les permitirían acercarse más a su yo verdadero y a su voz auténtica. Pero aun muertos no han permitido que sus lectores mantengan un ápice concreto o definitivo de su realidad. Su uso de un sinnúmero de dobles no es un reflejo de una división de sus vidas en partes, porque si su prosa puede ser vista como productos de soñadores, nunca existió un “‘raro’ hombre de acción” o un “‘raro’ héroe de novela” para contrarrestarlas. Emar y los pocos nuevos narradores que le imitan de varias maneras lo hacen porque son fieles a la democratización de la experiencia humana en que insiste Rancière (2013) y al método de describir esa experiencia. Sus personajes, que suelen contar sus propias historias con exceso descriptivo, se preguntan constantemente en qué tipo de historia viven y sobre sus límites para alterarla. Por esa dinámica, pedirle coherencia a un escritor “raro” es una exigicencia desmedida y algo irracional, en su juventud y su madurez; aunque su éxito haya sido esporádico. Sin embargo, sí han tenido éxito al entregarse totalmente a esos estímulos desperdigados. No extraña así que en 2003 Bellatin haya organizado en París un Congreso de Dobles, con actores entrenados por él para hacerse pasar, mal, por los novelistas, como el actor suplente en La Doublure (1897), de Raymond Roussel, y determinar si la obra de José Agustín, Elizondo, Margo Glantz y Sergio Pitol (fallecido en 2018) podía tener autor. La paradoja de los intentos de no desperdigar un género, y por ende la historia literaria, es que la crítica quiere aceptar toda monstruosidad o perturbación con el fin de respetar todas las normas correctas. Es la condición de Rubén Darío en Los raros, cuyo programa de revalorización disimula una ley de impureza, un principio de contaminación que lo mina y envenena, y que se debe diferenciar de una pose. El modernista usa el anticanon de la
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rareza para, paradójicamente, enaltecer lo que hoy se considera un convencionalismo: el poder de la tradición, el clásico. Si no todo surge de Darío, una nómina contigua de los raros del siglo veinte, que ayuda a resemantizar los clásicos posteriores, incluye a Quiroga, Felisberto Hernández y Macedonio (la anticanonicidad y el canon a veces se afirman empleando solo nombres), Labrador Ruiz, Ramos Sucre, Arlt, Pablo Palacio, los dos Julios (Garmendia y Torri), Carlos Arturo Torres y Antonio Porchia. En la segunda mitad del siglo pasado están Monterroso, Arreola, Girondo, Piñera, Ribeyro, Wilcock, Aurelio Arturo, Levrero y, ¿por qué no?, Borges, Cortázar y las “raras” que estudio a lo largo de este libro. ¿Son menos raros Mario Benedetti, Calvert Casey, Elizondo, José Balza, Aira, Bellatin, Pía Barros, Cristina Rivera Garza (1964) y otros menos conocidos? Varios de ellos pertenecen a la nómina de inasibles contemporáneos (1950-2008) descrita por Valencia (2008: 27-29). Si ese registro no compone un “ismo” aceptado, no se lo puede creer basado en rasgos personales sino en una rebeldía escritural constante, en prácticas desobedientes de géneros desiguales; o en dicotomías más y más formulaicas entre regionalismo y cosmopolitismo, experimentación y tradicionalismo, como también se desprende de varios comentarios transatlánticos [sic] recogidos por Winston Manrique Sabogal en “La novela en español del siglo xx”, para la edición en línea de El País (2014). Las ganancias de tratar de evaluar las decisiones de los años noventa con normas contemporáneas no son grandes. Han pasado más de veinte años de nuevos experimentos, y si hoy no se ve sus resultados reales, se trata de neglicencia deliberada, o de que no fueron buenos. En 1935 Vicente Huidobro y Hans Arp publicaron Tres inmensas novelas, unas novelitas transgresoras, híbridas, aparentemente humorísticas, reveladoras del recurso (en el sentido del Formalismo ruso), que ya contienen mucho de la singularidad que se quiere encontrar actualmente en varios autores contemporáneos. No quiero decir que los críticos especializados no se han dado cuenta de ese antecedente, pero el hecho es que todavía no tenemos una confrontación total o sostenida con las implicaciones de estos hallazgos. Otro hecho es que los mismos Huidobro y Arp de hecho tienen precursores en dos textos de 1923: Notas de un literato naturalista, del argentino Elías Castelnuovo, y Mi viaje a la Argentina (odisea romántica), de Vargas Vila. Hugo Wast, un menor gran escritor malo, pontificó sobre las novelas del colombiano, di-
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ciendo que eran lectura para su cocinera. En el libro que menciono, Vargas Vila le contestó que en ciudades de segunda categoría como Buenos Aires, las cocineras eran naturalmente más inteligentes que los críticos. Unos años después de ese conflicto colombo-argentino hallamos la única novela de José Carlos Mariátegui, La novela y la vida: Siegfried y el profesor Canella (1929), también opacada por el compromiso circundante, como explicaré respecto a los ecuatorianos Palacio y Salvador. Contiguo a mi propósito, se trata de tener en cuenta si el crítico es un narrador no confiable, si desde cansinos binarismos exige corregir vacíos ideológicos, porque habitualmente criticar nunca es una reacción objetiva sino una narración personal. En el prólogo a las breves reseñas que llama “ensayos” y recoge en Ficciones argentinas, Sarlo (compárese Santos, 2017: 13) se dedica más a lo que es o debe ser escribir crítica hoy. Sin estar de acuerdo con otras, y en parte porque mi proceso de síntesis ha sido hercúleo para este libro, comparto prima facie dos propuestas suyas: “No tenía como objetivo demostrar ninguna hipótesis general, ni decir para qué lado va la literatura (una forma casi segura del error). Si algunas ideas permanecen, mejor. Pero no fue una de mis obsesiones” (2012: 14) y “es sabido que la crítica literaria le importa a muy pocos. La prosa académica le ha hecho perder vibración” (2012: 13). Por ignorar esas condiciones ciertos críticos piden “hipótesis” sin considerar que esta es por definición exclusivista, o que el papel apropiado del crítico es cuestionar dogmas aceptados (“tesis”), concebir nuevos métodos de análisis y expandir los términos del debate público sobre deficiencias narrativas (“antítesis”), sin pretensiones de llegar a una “teoría” (“síntesis”). Con las salvedades del caso, que se escriba sobre Palacio y Salvador hoy no es re-presentar al Palacio y Salvador sobre los que escribió un crítico reconocido como Luis Alberto Sánchez, cuyas preocupaciones y contextos en los años treinta son muy diferentes, y me explayo al respecto en Cartografía occidental de la novela hispanoamericana (2010: 95-157). Se podría seguir así por lo menos hasta 1938, cuando el venezolano Enrique Bernardo Núñez publica La galera de Tiberio. Con atisbos de ciencia-ficción, esta establece un vínculo entre el imperio romano y el imperialismo estadounidense a propósito de la explotación del Canal de Panamá, consignas antiquísimas de otras culturas, como comprueba Phiroze Vasunia (2013). Dentro de los polos cronológicos de esos tres lustros caben obras de “Martín
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Adán”, Arévalo Martínez, Macedonio, Neruda, Palacio, Arqueles Vela y otros en que no me detendré. También es concebible examinar la novela de la argentina María Luisa Carnelli, ¡Quiero trabajo! (1933), como un clásico que más de un crítico encasillaría como feminista, proletaria y vanguardista, sin el feminismo radical panfletario que Vargas Llosa considera el más resuelto enemigo de la literatura (2018: 15). La falta de atención a novelistas como Carnelli, poco diferente de la actual a novelistas como Rivera Garza, Boullosa y otras cuyas obras examino, subestima las posibilidades exegéticas que ofrecen las relaciones entre la protesta social y la orientación feminista que textualiza. Un procedimiento similar al empleado con Carnelli se puede aplicar a la ya mencionada La novela y la vida... de Mariátegui, que puede ser leída como novela política, testimonial o autoconsciente. Además, el autor tomó los personajes y las situaciones de una crónica periodística, y sus relaciones con una obra de Giraudoux y otras obras fílmicas añaden a la importancia de examinar su aporte a la hibridez genérica. Supeditadas en su época, la discontinuidad de estilo, más allá de presentar nuevas posibilidades en la exploración del yo, reflejaba una sensación de desprendimiento sereno. Como examino en el quinto capítulo, para muchos nuevos narradores el truco seudoposmoderno de sembrar la semilla de la duda sobre el “narrador no confiable” solo ha servido para debilitar la narración y robarle cualquier impulso que se haya creado. Casos similares presentan el salvadoreño Salarrué y el costarricense Marín Cañas, cuyo Pedro Armez y los fragmentos ensayísticos que quiere hacer pasar por novela ayudan a formular un espacio para la periferia. Sería bueno y hasta “rentable” que las editoriales hispanoamericanas apostaran por estos autores o sus obras (Ediciones Escalera de Madrid lo hizo con Salvador), como por los que emplearon el ensayo para mantener bienes narrativos que, por varias razones, no encontraban domicilio en formas ficticias. Pero es difícil determinar si se trata de temática, para Aira una diferencia principal entre ensayo y novela (2017: 112-126). “Difícil” porque ese texto recogido en 2017 es de 2001, bien establecida su práctica híbrida: “Mis libros son ensayos que disfrazo de novelas para que no me tomen por loco” (Martín Rodrigo 2016: 44), pericia para la cual no reconoce a Borges. Si el criterio era cuánto vendían aquellos novelistas vanguardistas, estos estaban camino al desconocimiento. Ese tortuoso y continuo camino genérico deja algo claro: se produjo algunas obras maestras que se debe comparar con las de sus émulos. Los nuevos entran
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entonces al proscenio con lecciones ya aprendidas, de varios tipos de maestros. Es evidente que Bolaño y Abad Faciolince, para nombrar dos, saben que es posible transmitir un distanciamiento de la meta tradicional de que su escritura tenga “sentido” a favor de examinar la naturaleza y construcción del material (incluso el social) al cual ya no se le puede dar sentido. Esa práctica contradice la noción de “literaturas posautónomas” en que según Josefina Ludmer “se borran las identidades literarias, formalmente y en la realidad, y esto es lo que diferencia nítidamente la literatura de los 60 y 70 de las escrituras de hoy” (2007: 76), como si la autonomía fuera una posibilidad en sí, o se la pudiera desligar de prácticas sociales. Esa posautonomía se debilita más al basarse en “prácticas literarias territoriales de lo cotidiano” exclusivamente argentinas (2007: 72), y por la premisa de que en ellas, que cree ser las de hoy (aunque arguye que no lo son), “todo lo cultural (y literario) es económico y todo lo económico es cultural (y literario)” (2007: 73-74). Ludmer desconoce la narrativa actual, y la idea de que aquellas literaturas aplican “una drástica operación de vaciamiento” (2007: 73) es nueva, para ella, no para los practicantes que ignora. Así, no funcionan sus conclusiones sobre la llamada “literatura de los padres”, cuyos correctores más visibles son Zambra y su brillante Formas de volver a casa (2011) y Pron con El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia (2011) y su polémica con el progresismo letraherido de su país en Etiqueta negra. En esas novelas no se nota una posautonomía sino cómo la represión sociopolítica deja un legado de desapego comprensible en términos históricos, causando una toma de conciencia menos politizada. Valencia (2010) critica severamente varias nociones de Ludmer dependientes en una mentalidad interpretativa políticamente correcta. Como asevera James Wood acerca de Zambra: “Si la novela pertenece a los padres, a la generación que vio y sufrió e hizo cosas […], ¿entonces qué le queda a la próxima? Para empezar: algo que no parece una ‘novela’. Los recipientes tienen que ser quebrados. ¿Pero tal vez el olor de la banalidad se le pegará a las ficciones de la próxima generación?” (2015: 80). No vale hablar de seguimientos cuando una “novela de los padres”, La edad del perro (2014), de Leonardo Sanhueza (Chile, 1974), extiende la noción a abuelos, tíos y vecinos en una fantasmagoría casi apocalíptica. La mexicana Guadalupe Nettel (1973) le señala a Libertella que las alianzas generacionales son artificiales, y añade: “Sin embargo, no puedo negar que
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mi libro El cuerpo en que nací está del todo inserto en eso que llamas ‘la literatura de los hijos’” (2015: 321), que se debe comparar con las precisiones de Zambra (2015: 66-67) y la práctica de Meruane. Autores tan diferentes y de varias generaciones, como Aguilar Camín en Adiós a los padres (2014), Renato Cisneros (Perú, 1976) en La distancia que nos separa (2015), Volpi en Examen de mi padre (2016) y Berti (único hispanoamericano miembro y practicante del “método” Oulipo; además de traductor de Hawthorne, James y Dickens) en Un padre extranjero (2016) muestran diversos modos autobiográficos de buscar al padre o relaciones afectivas. De los maestros totalizantes En América Latina, como en Occidente, siempre ha habido novelistas “menores” con un estilo “mayor”. Basta revisar brevemente las obras totales y las condiciones del mercado de su momento, que produjeron varios relegados. La más atípica es la del puertorriqueño José Isaac de Diego Padró, En Babia. El manuscrito de un braquicéfalo. Las 757 páginas de la versión original fueron publicadas en 1940 por la Biblioteca de Autores Puertorriqueños, el mismo año que Macedonio publica Una novela que comienza (la portada de la edición de Ercilla dice 1941). La de Diego Padró tiene su palimpsesto en la nouvelle “Sebastián Guenard” (1925). En 1961 se publica otra vez En babia, en México y sin mayor resonancia, en una edición “corregida” y “reducida” a 641 páginas en octavo, añadiendo el refundido relato “El caso de Daniel Lascourt” (342-353). Toda vanguardia imaginable ya está en ella, y desconocer ese hecho refleja la pobreza de la crítica actual. Unamuniana, macedoniana, marechaliana, borgeana y cortazariana a la vez, ladrona de todos los tropos y topoi, es una de las mejores novelas del siglo y apunta a la práctica actual. Cualquier estudio de ella deberá concluir que expresa la libertad que se busca en la unidad social heterogénea, no en las diferencias tan apreciadas por los estudios culturales. Los detectives salvajes, otro tipo de revolución “mexicana” y la mejor de las novelas totales de los años noventa, padeció similar desconocimiento al principio, aunque 2666, aun en la reciente versión redactada de Alfaguara, es la mejor del nuevo siglo. No por nada Boxall pormenoriza los logros de 2666 para ilustrar las relaciones de la ficción del siglo veintiuno con perspectivas ac-
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tuales sobre soberanía, globalización desigual y democracia (2013: 165-209). Si para Boxall la contemporaneidad “poshumana” se explica con la novelística de J. M. Coetzee, Don DeLillo, Dave Eggers (1970) y Cormac McCarthy (que comparten varios elementos distópicos con Margaret Atwood y Michel Houellebecq), para él Bolaño es el paradigma, y el único hispanoamericano de quien escribe. Si Boxall habla del futuro que es nuestro, también lo fue el pasado. En ese pasado aparecen En Babia y sus pares, en una época en que los personajes comienzan a adquirir psicologías trascendentes (como notaba Trilling para la novela anglófona coetánea), y sus manifestaciones verbales o poses son vistas como lenguaje de la vida pulsional. Además de piratear varias ciencias humanas sin vulgarizarlas, lo literario rige y manda en las siete secciones de En Babia. Así, el narrador dice “ya estas horas ignoro lo que va a salir de tan abrumadora cantidad de papeles. Algún adefesio, es posible; cualquier cosa menos una novela”. He examinado (Corral 2010) a fondo la necesidad de recuperar esa novela total, otras de los años veinte y treinta (Salvador, Emar), y algunas de los años setenta a los noventa (el boliviano Jaime Sáenz, el peruano fallecido en 2016 Miguel Gutiérrez y otros), todas afectadas por las limitaciones logísticas y de mercado de la condena de la edición nacional. Como sostiene Monsiváis, la globalización lleva a sistemas de exclusión implacables, y al internacionalizar desde la perspectiva estadounidense “desdeña los gustos probados de las minorías y fija el nuevo criterio canónico: la rentabilidad” (2012: 392-393). Antes de la globalización aquellas obras sobrellevaban bien la calificación de clásicas, y sus condiciones cabían en toda apreciación sobre logros técnicos, nueva visión, el “texto difícil de clasificar en su época” o la “contemporaniedad de sus propuestas”. Estos, dicho sea de paso, son los criterios generales que rigen la recuperación necesaria de Eduardo Zalamea Borda y su 4 años a bordo de mí mismo. Diario de los cinco sentidos (1934) que exigió su compatriota Mendoza en un artículo de la desaparecida columna “Verbo Sur” de Babelia. Parks, al hablar de la ficción popular, sostiene que escritores como Dan Brown, Stephen King (traducido por Aira), J. K. Rowling y Stieg Larsson (Richard Millet añade a Eco) no pueden ser exiliados porque tienen lectores por todos lados. Parks, impaciente o disatisfecho con la mediocre ficción contemporánea comercializada, sostiene que “la globalización no es uniforme y no siempre amable” y que “se puede dar que un escritor se queda absoluta-
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mente atrapado en su comunidad local, tal vez bien conocido para un grupo limitado, pero incapaz de proyectarse fuera de él” (2015: 178). Eso por no decir nada del encubrimiento de valores sapienciales locales. Si la condena nacional puede mundializarse y engendrar un tipo de inconformidad global, Kirsch recuerda bien que la novela global no desbanca a la de la ciudad, región o nación (2016b: 12); he ahí Salvador y Marechal, los “boomistas” que como Joyce se fueron se ellas para volver, y los que les siguen. Con la plusvalía de que sus protagonistas son una venezolana y una española, en su novela más reciente, La ola detenida (2017), el venezolano Juan Carlos Méndez Guédez (1967) postula que la Caracas actual requiere una novela negra, de estructura tradicional, para dejar testimonio de realidades inconcebibles e inimaginables fuera de ella. Si la mezcla de artes marciales, brujería, grupos paramilitares, crímenes y necesidades cotidianos que se lee en la prensa real, narcotraficantes, secuestros, referencias literarias (a Severo Sarduy y otros) y corrupción generalizada se juntan para un thriller que no le parecerá thriller a un venezolano, vale recordar que desde Adriano González León y su clásica País portátil (1968) no ha habido una novela nacional que haya ido más allá de retratar el caos contemporáneo que, capitalismo de por medio, ha ido degenerando hacia lo que es Caracas hoy. Según Kermode (a una generación crítica de la época en que T. S. Eliot lo definió), un clásico moderno “se abre solo a lecturas alentadas por su fracaso para dar cuenta definitiva de sí mismo. Diferente del clásico antiguo, del que se esperaba respuestas, el moderno posee un juego de respuestas virtualmente infinito. Y cuando hayamos aprendido cómo hacer algunas de las preguntas descubriríamos que se le puede hacer el mismo tipo de pregunta al clásico antiguo” (1975: 114). La conexión que establece entre la manera de leer y los clásicos provee un argumento irrefutable para resemantizar los clásicos hispanoamericanos: ¿qué no se puede cuestionar a los textos de los años veinte, treinta y noventa que no se puede cuestionar a las presuntas renovaciones narrativas actuales? Si Hungerford contesta la pregunta con directrices digitales y con base en una editorial emblemática anglófona (“McSweeney’s and the School of Life”; 2016: 41-69), en 1944 T. S. Eliot pedía definir el clásico “perfecto” como aquel “en que todo el genio de un pueblo está latente, si no totalmente revelado; y que solo puede aparecer en un lenguaje tal que a la vez todo su genio pueda estar presente” (1975: 128).
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El peso cultural de Bolaño aparte, los nuevos no llegan a esa condición, por lo menos por un par de razones. La principal fue reiterada por Jordi Llovet: “toda originalidad ha estado cargada de legado, y este legado ha conocido metamorfosis que no llegan a disimular, en muchos casos, la fuerza —angustiosa para unos, celebrada por otros— de los patrones canónicos originales” (2006: 3). Ese es un peso latinoamericano desde hace dos siglos. Según António Cândido, al hablar de la ambivalencia ante las influencias en la relación entre literatura y subdesarrollo: Encaremos, por consiguiente, con serenidad nuestro vínculo placentario con las literaturas europeas, pues él no es una opción; es un hecho casi natural. Jamás creamos cuadros originales de expresión, ni técnicas expresivas básicas, en la acepción que lo son el romanticismo, en el plano de las tendencias; la novela psicológica, en el plano de los géneros; el estilo indirecto libre, en el de la escritura. Y aunque hayamos logrado resultados a veces originales en el plano de la realización expresiva, reconocemos implícitamente la dependencia. Tanto es así que jamás los diversos nativismos rechazaron el empleo de las formas literarias importadas, pues sería lo mismo que oponerse al uso de los idiomas europeos que hablamos. Lo que se exigía era la elección de temas nuevos, de sentimientos distintos (1972: 345, énfasis suyos).
El brillantemente profético ensayo de sociología de la creación de Cândido, desconocido por comparatistas (excepción hecha de Casanova) y latinoamericanistas institucionalizados de la mal llamada nueva literatura mundial, sugiere pasar de la copia y el regionalismo al “superregionalismo” y redefinir críticamente el problema (1972: 351). En ese contexto mi propio análisis es comparatista en términos de la narrativa y crítica anglófonas contemporáneas, para contextualizar más el último capítulo, que se ocupa de la traducción al español. Una segunda razón es que entre los menos conocidos de los nuevos el lenguaje puede ser tan privado que no se lo puede distinguir del que no tiene sentido; y relacionado a ese esoterismo, es posible imaginar lectores brillantes que por esa mentalidad de club exclusivo se apegan a textos banales, con contradicciones deliberadas, parábolas y alusiones que operan a dos niveles: uno para lectores “ordinarios” y otro no para evitar la censura de antaño sino para grupillos internos y secretos que los autores consideran sus pares. Como se
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verá con los narradores latinos de Estados Unidos, su habla es vívida porque es privada, un tipo de taquigrafía emocional que expresa su relación con su grupo y su opinión del mundo mayor. Los discípulos podrían estar resentidos por el hecho de que los maestros tienen una existencia literaria independiente, que es casi decir que les es difícil admitir que son escritores. Es terrible que no sepan lo mismo sobre su propio ser, y por eso algunos construyen narraciones sobre los maestros que son creíbles solo para ellos. Humanamente esto es perdonable, e incoherente en términos literarios. Proteger al maestro como a un padre significa reconocer que el yo más privado de este se expresa por escrito, algo generalmente imposible de comprobar luego de que el sicoanálisis freudiano y su visión maniquea de las “novelas normales” desmontara la posibilidad del yo integrado como “el héroe de todos los ensueños y de todas las novelas”. Por desarrollos como ese se cuestiona la autoridad de los maestros, precisamente en el momento en que comienzan a desaparecer como autoridades culturales. En un buen narrador existen ambas visiones, pero se cancelan cuando los lectores pasan de la impresión que causa un narrador nuevo (recuperado o descubierto tardíamente) a una visión más objetiva. Para Bolaño escribir era vivir, y escribir quiere decir hacer virar la privacidad hacia afuera. Eliot también se basó en la madurez, exhaustividad y universalidad para proveer una definición del clásico que rechaza todo provincianismo. Si seguimos esos criterios solo nos quedaríamos con el Virgilio tan preciado de Eliot y no con nuestro Virgilio, Piñera. De la misma manera, si nos guiáramos por Eliot solo las novelas totales hispanoamericanas podrían acceder a sus criterios (aunque aquellas excluyen otro criterio suyo: la “gravedad”) y las “clásicas” solo serían las del boom y algunas del siglo diecinueve. Aquellas no son todas, y hay que especificar el problema con una mayor contextualización de la producción “local” (Corral 2001). Las pocas novelas que permiten resemantizar a las “boomistas” no cultivan la sofistería, la teoría pobre que achata a la gente o ignora la experiencia humana, elitismo, arribismo y oportunismos afines, optando por un contorno nacional nominal, hasta que las descubra la crítica pluralista. El vitalismo del “boomista” activo, Vargas Llosa, sirve para que los nuevos narradores aprendan lo que no deben hacer. Los clásicos desconocidos surgen de instancias individuales, y son grandiosamente teatrales, y lo que los impulsa es lo que estimula a las tragedias mayores de la historia: el poder y la pasión, el carácter inagotable de los deseos humanos y los límites fríos impuestos por el tiempo
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y la posibilidad. Como advertía Esopo, la razón debe ser el amo y la pasión el esclavo. La cuestión se complica más, ya que si hay clásicos contemporáneos convencionales, también hay clásicos comprometidos. Piénsese en la narrativa de César Vallejo, Castelnuovo y el grupo de Boedo, Revueltas y la proletaria de los “chavos banda”, la mayoría de la cubana de la Revolución y algunos cuentos de Cortázar, y compáreselos con el arte revolucionario de esas décadas, como hace Granés. No son clásicos en un sentido amplio, o aun dentro de una resemantización actual. Es innecesario reiterar que Marx admiraba las tragedias griegas y Shakespeare por las verdades que contenían, o que les leía a sus hijas obras de Homero, el Quijote, Dickens, Thackeray, Brönte y otros, o que para sus cumpleaños les regalaba las obras completas de Cooper y Walter Scott. Más bien vale recordar que Marx elogia a los clásicos porque ve en ese arte la producción de algo parecido a la etnografía11. Para él, el problema que uno puede encontrar en los clásicos no gira en torno a cualidades estéticas intrínsecas al objeto literario sino a las distinciones sociales intrínsecas a las clases. Por evidente que sea esa actitud, la narrativa comprometida que no despegó antes o después del boom se cegó más que Marx ante su práctica burguesa. Para resemantizar el clásico hispanoamericano vale pensar en la narrativa corta de García Márquez, no en Memorias de mis putas tristes. O en otro hecho poco diseminado: autores como Salvador y Palacio (y no menos en Marechal, que acoplaba el radicalismo estético con su conservadurismo sociopolítico), a pesar de estar asediados por el compromiso que les exigía la élite intelectual de su momento, produjeron novelas vanguardistas que complican su recepción hasta hoy. Compárese la historicidad de esa situación hispanoamericana con la del estadounidense reconocido tardíamente, Henry Roth. Cuando este, comunista apasionado, publica su novela Call It Sleep en 1934, la crítica de izquierda la atacó por ser demasiado artística y políticamente inconsciente. Determinado 11 Aira matiza el tema etnográfico en La liebre (1991), en la que unos mapuches reflexionan sobre filosofía y política, organizando su pensamiento mágico con un lenguaje preciso y vago a la vez, extendida a todo el campo como en la contraria Un filósofo (2018); luego en La villa (2001); Entre los indios (2012) y Eterna Juventud (2017), en que al indio homónimo designado jefe le cuesta creer que haya indios que se diviertan con guerras aburridas; y en el relato ensayístico Cumpleaños (2000) sostiene que el racismo hacia otra civilización es un problema de traducción a medias. No así “El etnógrafo” de Borges, El entenado de Saer o El hablador de Vargas Llosa.
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a escribir una novela proletaria, trabajó en ella sin éxito, hasta que quemó su mayoría; no se lo recuperó bien como “clásico” o “maestro” hasta los años noventa. La libre elección artística de Marechal y Roth ocasionó inmensas polémicas, y el ninguneo, desdén y exilio interno que les destruyó toda posibilidad de ser considerados clásicos en su momento. Para los nuevos narradores ese trasfondo habría sido un problema. Esta época, como dijo Doris Lessing cuando se le preguntó qué novela o novelas indujeron su despertar político, tiene el honor de restringir definiciones que eran más amplias, generosas y complejas. Lessing añade que “por décadas, escritura política quería decir escritos comunistas”, y termina diciendo que hay que recuperarse de esa costumbre: la corrección política (se tiende a olvidar que fue asociada a las purgas estalinistas de artistas) es su heredera. Digo “habría sido un problema” porque numerosos autores del cambio de siglo hicieron caso omiso de la mayoría de los clásicos comprometidos, o a lo máximo los conocen más como fetiches. Monterroso, añadiendo a su idea (en Movimiento perpetuo, 1972) de que los problemas del escritor no son siempre de desarrollo o subdesarrollo del país en que vive, dice en “Milagros del subdesarrollo” de La vaca (1998) que una ventaja de la pobreza es que las bibliotecas son tan pobres que solo cuentan con libros buenos, los clásicos, y no pueden comprar libros malos: los modernos. Aira señala, como Gabriel Zaid (retomado por Hungerford, 2016: 188), que hay demasiados libros, y la vida es breve para permitir leer “novedades”. Pero los clásicos tienen a la humanidad entera de su parte, porque “la selección que hace clásicos a los clásicos no es un efecto mecánico del juicio, sino una transformación operada por el tiempo” (Aira 2002: 60-61). Es más, para él “no todos los libros escritos en el pasado son clásicos, pero son clásicos todos los libros que nos llegan del pasado” (2002: 61), desarrollo que le permite concluir: “los libros que nos llegan del pasado son los que nunca podremos escribir, los que nadie podrá escribir” (2002: 62). Es como decir que los libros por sí solos no nos salvan, ni los que escribimos o leemos, pero que las experiencias con ellos sin duda ayudan, incluso a no tentarse estérilmente por la erudición como valor único. Las ideas encontradas anteriores conducen a dos hechos: si es obvio que no se puede definir lo que es un clásico, también es claro que se sabe lo que no es; y no ayuda que gran parte de la crítica actual sufra de su presente cuando varios practicantes se fían del pasado. Según los especialistas, el pasado de
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nuestra narrativa termina alrededor de los años sesenta, o comienza allí (véase Gutiérrez Girardot), y solo cierto futuro es mejor que lo que existía entonces. En 1983, en el apogeo de la ola posmoderna y antes de las evaluaciones finiseculares, Jorge Ruffinelli condujo una encuesta en torno a las “mejores novelas” de Hispanoamérica. La crítica comenzaba entonces a preguntar qué eran en verdad las novelas experimentales y por qué había tantas sin leer, excluidas otras buenas por no ser experimentales. Una gran diferencia es que Ruffinelli llevó a cabo su sondeo entre críticos y escritores. Su rastreo confirma la preponderancia de novelas de avanzada en la segunda mitad del siglo pasado en la predilección de lectores especializados, cuando otras encuestas comprueban que los lectores comunes prefieren prosa estrictamente funcional o accesible a la elegancia estilística o idiosincrática. Solo Los siete locos (1929) de Arlt obtiene mención, y entre los autores más nombrados, ninguno de los resemantizados que discuto es mencionado. Para Ruffinelli hace treinta y cinco años, “la tendencia a leer la novelística más reciente, la publicada desde la década de los sesenta en adelante, se hace otra vez evidente y definitiva, mientras que lo que apareciera en la primera mitad del siglo xx parece trasladarse al panteón del olvido” (1983: 6). Esa propensión se da en sondeos recientes, entre ellos los que Babelia publica esporádicamente en torno a la narrativa mexicana. En uno dedicado a narradores de menos de cuarenta años seleccionados por Juan Villoro (1956), Nettel y Rivera Garza para la Feria del Libro de Londres en 2015, se enfatiza la diversidad y el deseo de abandonar la acumulación de indignaciones y lamentaciones. De los veinte elegidos, Valeria Luiselli (1983), una de siete mujeres, va adquiriendo resonancia fuera de su país y promete más que los “ochenteros” celebrados en la FIL de Guadalajara de 2016. De esa mal llamada vanguardia, ella (escogida además para el Hay Festival Bogotá39 de 2017) es la única que se expresa abiertamente sobre el sexismo circundante y la globalización: “un rasgo que no necesariamente comparten los jóvenes escritores estadounidenses, a veces autosuficientes, a veces arrogantes, a veces ignorantes. Un escritor joven mexicano está al tanto de lo que se publica en muchos otros países” (Martínez Ahrens/Llano 2015: 12), y residir o formarse en Estados Unidos, como Yuri Herrera (1970), enaltece su raciocinio, y el rulfiano Emiliano Monge (1978) cree en la existencia sólida de una “literatura latinoamericana, cada vez más” (Martínez Ahrens/Llano 2015:
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13)12. Ambos comentarios ponen en perspectiva los expresados por otros escritores nómadas sobre la inexistencia de nuestra literatura, discutidos más adelante. La recepción siempre será inexacta, porque ser escogido para participar en festivales no asegura convertirse en pieza fundamental de algún canon futuro. Además, semanarios como el Times Literary Supplement del 15 de mayo de 2015, que reseña novelas de los mexicanos Luiselli, Herrera y Élmer Mendoza (1949), dejan la impresión de que hay similitudes entre ellos, aun cuando no examina sus novelas conjuntamente. Hoy esas conclusiones parecerán de rigor, y detrás de ellas está cómo los horizontes de expectativa no siempre cambian respecto al clásico. Para Calvino “un clásico es una obra que suscita un incesante polvillo de discursos críticos, pero que la obra se sacude continuamente de encima” (1992: 16). La propuesta no funciona en la magra crítica hispanoamericana en torno al clásico, empolvada por los mismos textos y críticos, y hay más letanías sobre el valor de los novísimos y la reconstrucción de fogatas o templos en torno a los autores del boom o sus pocos pares, sucesores o herederos. Cualquier relación entre clásico y canon hispanoamericano se debe basar en una percepción que se extienda más allá de nuestros límites y en una calidad percibida sin nuestros prejuicios. Ante la autopromoción de nuevos autores no tan jóvenes ansiosos por entronizarse o ser traducidos, vale sopesar su comercialización. Fuguet le dijo a la Cambio colombiana en septiembre de 2004: “Creo, con toda humildad [sic] que el tiempo me dio la razón. La literatura de este lado se ha vuelto McOndo, aunque se le puede llamar de varias maneras. Los autores de esta generación son distintos entre sí, pero todos se están haciendo cargo de lo que existe en la realidad actual”. Una reseña de Shorts, traducción de sus cuentos, asevera con razón: “Comparar a Fuguet con los enormes talentos de García Márquez y compañía es injusto, pero al ponerse a la delantera de McOndo se puso los guantes. Este round lo ganan los mayores” (Todaro 2005: 32). Es 12 Empleo la convención “latinoamericana” para referentes hispanoamericanos, aunque Jan Martínez Ahrens y Pablo de Llano, “Los 20 de Londres, la vanguardia mexicana” (2015: 1213) se refieren al “país centroamericano”. Además de la política intrageneracional de Nettel y Luiselli, se ignora la narrativa de fusión, la performativa (que incluye la cyberpunk), la dedicada a carteles y apocalipsis, y la que manipula miedos sexuales (como Ojeda en Mandíbula). Una muestra mexicana, según José Eduardo Serrato, incluye Miedo genital (1989) de León Lorenzo, Tiempo lunar (1993) de Mauricio Molina, La destrucción de todas las cosas (1992) de Hugo Hiriart, más Gel azul (2009) e Hielo negro (2011) de Bernardo Fernández.
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así porque los maestros se preocupan de algo superior a la contemporaneidad o un canon. Para Gamboa, un discípulo más logrado, lo importante es para quién escribe su generación, concretamente “los de su lengua”, no “para cosechar éxito en mundos más ricos y opulentos, porque esto sí que lo cambia todo, ya que para medrar en esos lugares lo más a mano es repetir fórmulas y satisfacer los estereotipos de nuestro continente al interior del imaginario europeo” (2008: 9). Si se rastrea las raíces del relativismo actual y cómo afectan la evaluación de un clásico habría que referirse a Friedrich Nietzsche, porque según Sergio Givone ser un clásico significa acarrear contradicciones, ser capaz de gestos que se imponen con una fuerza elocuente que no admite discusión (1998: 79). No es óbice que la presencia de los clásicos siga siendo fuerte en las Américas y España, porque incluso los que leen poco saben algo de los clásicos del boom, y con esa fijación el problema se amplía. Resemantizar los clásicos también quiere decir distinguir claramente, más allá del mundillo y contemporaneidad en que vivamos, entre aquellos y los éxitos de venta (Allende, Zoé Valdés [1954], Esquivel, Mastretta, la colombiana Ángela Becerra), entre generaciones, entre el seudocompromiso (Sepúlveda, Dorfman, Gioconda Belli) y entre la crítica cegada por el exotismo y tropicalismo para exportación. Los éxitos de venta hispanoamericanos se siguen ubicando en ese espacio crepuscular amado por los realistas mágicos, entre verdad histórica y fantasía pura. Si en el momento de las que en 1936 el crítico Juan Marinello llamó “tres novelas ejemplares” (La vorágine, Don Segundo Sombra, Doña Bárbara) la visión de los narradores hispanoamericanos y sus representaciones favorecía presentar el continente como fuente inagotable de lo telúrico y autóctono, aunque autores como Asturias, Uslar Pietri y Carpentier hacían mucho para resemantizar lo que se podía lograr con el color local, posteriormente Rama arguyó —con abundante razón— que Monterroso puso “punto final al mito del tropicalismo literario” (1976: 24), porque “siendo la literatura de Monterroso un testimonio de radical modernización, no ha dejado de procurar una reelaboración de su cultura regional, lúcidamente asumida” (1976: 27). Gutiérrez Girardot, concentrándose en la crítica ahistórica del boom, arguye que fijarse en “el ‘realismo’ descriptivo de los paisajes, de las costumbres, de los desmanes, ignoraba, como todo ‘realismo’, especialmente el hispánico, tres cuartas partes de la realidad histórica, el hecho simple de que Hispanoamérica
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había sido integrada, como consecuencia de la Independencia, a la ‘era del capital’” (1998: 225), y esa actitud nos colocó “en el museo folclórico del exotismo para el uso de los cansados de la civilización e incapaces de enfrentarse y de formular sus propios problemas” (1998: 235). No deja de ser irónico que solo unos años después de la Independencia hispanoamericana Goethe propusiera que la literatura Nacional no significaba nada. Digamos que no podemos deshacernos de atavismos y capitales del eclecticismo: en el peor de los casos, la resemantización de nuestros clásicos produce un urbanismo mágico o naturalismo urbano de resabios universalistas, aunque quizá por miedo a la sustitución generacional se está produciendo una versión del realismo “sucio” (o “mínimo”) acuñado por Bill Buford en Granta (8, 1983, 4-5) para calificar a la prole de Ernest Hemingway y Raymond Carver y su deseo de simplicar el lenguaje. El problema es que el realismo mal definido se emplea en la crítica foránea (y a ella aluden Gutiérrez Girardot y Rama) para seguir viendo al escritor hispanoamericano como un exótico: instintivo, irracional, aliado a lo primitivo, en sintonía permanente con la naturaleza, impulsado por la fantasía, dedicado al “espíritu”, endeudado con las formas narrativas europeas y norteamericanas, en vez de en control de ellas, como intenta hacer Aira con Clarke, el naturalista inglés de La liebre. Con algunas salvedades, a la vez que hay nuevos más aferrados a la renovación de temas clásicos o la literatura en la literatura, en Colombia surgen autores que quieren resemantizar el tremendismo de la violencia que por mucho tiempo ha definido su narrativa y la visión de los críticos; y en teoría y práctica sus mejores representantes siguen siendo Vásquez y Abad Faciolince. La violencia surge de la nueva sociedad extranacional creada por el narcotráfico y el realismo sin magia, aunque los dilemas de la ficción se complican cuando se crea telenovelas, música, películas y otros tipos de bestsellers de la realidad del narcotráfico. Un ribete son Vallejo y su indignación permanente, y Jorge Franco, uno de los autores más promovidos por la atención que sigue atrayendo la combinación colombiana de violencia y política, que resemantiza la del resto del continente y su representación por los nuevos13. Otra veta sería Evelio 13 Véase Stéphanie Decante, “Entre diabolisation et banalisation de la violence. Vingt ans de roman hispano-américaines sur le fil du rasoir”, en Moulin Civil (2012: 139-155), y El arte de la distorsión de Vásquez (2009), sobre todo “El tiro en el concierto: política y novela en Colombia” (99-108), sobre cómo Abad Faciolince dice más sobre la política y violencia
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Rosero hasta la fragmentaria y negativa Toño Ciruelo (2017). En términos amplios se puede creer que la narcoficción literaria o fílmica documenta una realidad, pero es difícil afirmar que contibuye a la violencia en todo país latinoamericano, y en ese sentido está por verse si se novelizará la precaria paz de 2016-2018 con las FARC, que afecta a países vecinos. Bien dice Abad Faciolince para el “diccionario” de Babelia mencionado arriba, asumiendo el tema de la violencia con la tranquilidad que solo entiende el que la ha vivido: “La realidad, para un escritor, es como el agua para un nadador: puede ahogarse en ella, pero sin ella no podría nadar. Es imposible evitarla. Si esa realidad (esa agua) se tiñe de violencia, el nadador quedará salpicado de ese color (¿rojo?) inevitablemente. Por esto la violencia se nota más, precisamente, en las novelas de los países que más la han sufrido en las últimas décadas: Colombia, Perú, México, Venezuela. En los años setenta esa temática era más argentina o chilena. En Colombia hay ejemplos canónicos: la sicaresca (novelas sobre matones) y decenas de libros de secuestrados. ¿Cómo no?” (5). La recepción de Franco se benefició de incluir en ese cóctel la emigración colombiana a Nueva York en Paraíso Travel (1999), apadrinada en la contraportada de la edición neoyorquina (en español) por un par de maestros del boom y traducida al inglés. Es importante que su novela anterior, Rosario Tijeras, ubicada en Medellín, fue traducida al inglés por Gregory Rabassa, mítico traductor de los “boomistas” (corregir sus errores al traducir algunos coloquialismos es no ver el bosque por los árboles), o que en 2010 se preparó una serie televisiva de sesenta capítulos. La narración fragmentada transmite el viaje de una pareja a Nueva York, sus subsecuentes desencuentros y problemas como inmigrantes ilegales. A pesar de sus referencias al carácter nacional, Paraíso Travel (filme taquillero en 2008) es más romántica que política. Si ese es el barómetro, hay un recorrido desde María y La vorágine hasta el extrañamiento de Los estratos (2013) y El diablo de las provincias (2017), de Juan Cárdenas (Colombia, 1978), y su tergiversación de la “novela de la tierra” o naturalista. El mundo de afuera (2014) de Franco, en que el Medellín de los años setenta (hoy un centro literario) acorrala a los protagonistas Diego Echavarría y su essin recurrir a denuncias novelizadas, práctica que llega a La Oculta (2014; en inglés 2018). La obsesión por fijar el tema persiste en el periodismo anglófono: véase Juan Forero, “New Generation of Novelists Emerges in Colombia” (2003: a3), y Robert McCrum, “Now You See It, Now You Don’t. Has Magical Realism Run its Course?” (2002: 18).
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posa alemana que han vuelto a ella, ha sido llamada “guion de una telenovela”, como otras del autor, relación que no le avergüenza, según una entrevista con el suplemento ecuatoriano Cartón Piedra de 2017. Para ilustrar otro de esos destiempos y desencuentros, el estudio de Santana compara la recepción de El día señalado, del colombiano Manuel Mejía Vallejo, y La ciudad y los perros, de Vargas Llosa. Ambos fueron los primeros hispanoamericanos premiados en España en los años sesenta, y para Santana los paratextos críticos y editoriales de aquellos libros presentan similares fervores sobre la novedad y valor de ambos (2001: 85-89). Mejía Vallejo fue olvidado, y el peruano ocupa un lugar central en el mapa literario mundial. Según Santana, se debió a que se radicó en Europa y mantuvo contactos estrechos con los círculos literarios españoles, y no cree arriesgado afirmar que “de los novelistas asociados con el boom, Vargas Llosa era el más afín a los españoles” (2001: 88). El asunto se complica, no solo porque el peruano se sintió en casa en España, sino porque su presencia, que detecta Santana, es todavía más fuerte hoy. Queda por examinar por qué Mejía Vallejo, a pesar del olvido español, tampoco ha tenido mayor repercusión en Hispanoamérica, aun cuando sigue publicando, en el contexto de la condena de la edición nacional que mencioné. Sin el binarismo que sigue afectando a la evaluación de los clásicos hispanoamericanos contemporáneos, el caso de Mejía Vallejo tiene que ver con la crítica que Conte le había hecho a El día señalado (apud Santana 2001: 88-89). Esa novela se aproxima más al modelo y meta del realismo social que a la modernidad técnica implícita en la de Vargas Llosa, y es revelador que desde la segunda reimpresión española de El día señalado, solo Casa de Las Américas la rescató en 1981. Más allá del mérito de esta novela, recuérdese que la del peruano cabía dentro de la ideología que tenía el visto bueno cubano de entonces. La recepción mayor de La ciudad y los perros como un clásico se debe a su sutil combinación de estética y compromiso más que a las crisis coyunturales de la narrativa en español. Vargas Llosa sabe sopesar las estructuras novelísticas clásicas con las más actuales, y en sus novelas no hay la impresión de observar un ganso relleno de paté de ganso. Diferente de algunas obras actuales, sus novelas recientes evitan la complicación estructural de las primeras, ni la narración es tan torpe que cuando las piezas del rompecabezas se ponen en su lugar no se siente el cosquilleo de estar satisfecho. Por razones
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afines, Conte puede decir de España y su obvia contribución a situar las letras hispanoamericanas en el canon universal en la época del boom que “lo cierto es que pudimos rescatar a los grandes clásicos contemporáneos que nos llegaban —o nos pudieron haber llegado— desde mucho antes, como a Carpentier, a Borges (vía París), o a Asturias, Rulfo y a Onetti, con lo que el boom (maldita palabra que además no es nuestra) disolvió su propia naturaleza”. ¿Pero estar en un canon significaba o significa ser canónico? Si su actitud era saludable e higiénica, Conte solo puso en perspectiva la producción argentina que llegaba a España o se producía allí. Así, tiene razón al aseverar que, considerando la literariedad que es una razón de ser de Piglia, “aún lo disfraza mejor su compatriota el deslenguado y penetrante Aira, con Ema, la cautiva, La mendiga y Cómo me hice monja” (3). En “La trompeta de mimbre”, título homónimo de unos relatos ensayísticos, Aira aboga por una “objetividad que lo integre todo”, porque “cada cual tiene su estilo, y el estilo es todo lo que necesitamos. Los maestros son inútiles, y la maestría también: somos maestros, y no vale la pena que nos enseñen nada porque ya lo sabemos” (1998b: 131). El suyo es y no es un llamado generacional, porque quiere seguir siendo un outsider y rara vez revela sus influencias: Roussel, por ejemplo, en Sobre el arte contemporáneo (2016b: 70-71); ni la crítica las explora bien: el caso de Witold Gombrowicz y Edward Lear (paisajista, como el Rugendas de su novela) y su nonsense, sobre el cual tiene un ensayo de 2004. Desde Jean-Jacques Rousseau se sostiene que ser forastero es la quintaesencia de la experiencia interna de ser moderno, y como tal hay que sentirse incómodo ante las élites cosmopolitas. Al final del Émile, ou De l’éducation, imaginando cómo organizaría su existencia si fuera rico, afirma: Nous serions nos valets, pour être nos maîtres. Ese ascendiente es mundial, transdisciplinario y transgeneracional; y pasa por Roussel y su obra, admirada por Aira, Auster, Calvino, Duchamp, Perec, Robbe-Grillet y Bellatin, “raros” a su manera. Los maestros anteriores, especialmente los iconoclastas experimentalistas que desarmaron la maquinaria despilfarrada de la novela y la recompusieron ingeniosamente, señalaron el camino; y lo bloquearon. Emar decía en “Críticos y crítica” (1923), de Notas de Arte (2003): “¡Pobres maestros de las grandes épocas! Si hubieran sospechado hasta qué punto el afán de prostitución se halla arraigado en el corazón de los mediocres, tal vez hubiesen renunciado a hacer sus obras” (91).
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Lo que ellos compartían era un entendimiento innato de que el estilo no es epidérmico sino mucho más. Por esto, un posible precursor suyo sería el Ramón Gómez de la Serna que dijo en su autobiografía, Automoribundia (1948): “Mi péndulo oscila entre dos polos contradictorios, entre lo evidente y lo inverosímil, entre lo superficial y el abismo, entre lo grosero y lo extraordinario, entre el circo y la muerte”, con la diferencia de que esos binarismos conviven en Bellatin y Aira para llegar a absurdos que ni autor, personaje o narrador cuestiona en serio. Cuando en Biografía (2014a) el argentino hace que su ficción se cuestione, y su narrador postula que estar en el lugar de los hechos no importa, porque “en esos relatos inevitables se le podía escapar un error, por pequeño que fuera, la punta del hilo del que tiraría su interlocutor hasta sacar toda la madeja de su engaño” (63), es inevitable conectar narrador y autor, o pensar en que su estilo es una manera de no esconder lo que está pasando en su libro, o de echar la culpa a los lectores de cualquier mala interpretación que produzca la narración. Es decir, es una lección o meditación sobre la narratología, típica de sus obras14. En efecto, Aira y Fresán pertenecen a las dos nuevas generaciones nacionales en que se bifurca la desigual renovación narrativa. Según López Parada, Aira es uno de los autores para quienes “la experimentación ya no es en ellos un lujo insolidario, sino un ingrediente indispensable. Sufrieron la globalización del sistema y asistieron con desilusión al resquebrajarse del proyecto moderno, para acoger con igual escepticismo la posmodernidad en tanto término importado e impropio” (2001: 10). Por ese desarrollo en el texto citado, Aira añade: “por eso nos comportamos como los jóvenes”. Y concluye: “todo lo cual confluye en, o parte de, una actitud esencial: no confiar en los demás, no esperar nada de nadie. Ser autónomo. Recuperar el espíritu pionero que la humanidad ha venido perdiendo en los últimos cien años” (131). Es una posición clásica que Dreyfus y Kelly rastrean de Dante a Kant y oponen al nihilismo de autores como David Foster Wallace, y que atribuyen al éxtasis que produce en el individuo la búsqueda de libertad y responsabilidad indi14 Así las afirmaciones en tercera persona sobre el narrador homónimo: “todos pertenecían al universo lingüístico de su mente. De modo que un decodificador habilísimo, inhumano, podría encontrar datos muy precisos sobre él” (40) o “en esos relatos inevitables se le podía escapar un error, por pequeño que fuera, la punta del hilo que tiraría su interlocutor hasta sacar toda la madeja de su engaño” (63), comparables a su ensayo de 2016.
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vidual para decidir qué creer y qué es bueno (2011: 118-142). Esa realidad del artista como enfant terrible, aunque Aira solo sea portavoz de sí mismo, permite contextualizar una ponderación de Conte: “¿Cuántos falsos herederos del boom —por así llamarlo— hemos sepultado ya? ¿Y cuántos más hemos conocido que al no conseguir serlo lo han atacado hasta de maneras bastante rabiosas para sepultarlo a él mismo —el boom— con todos sus filisteos, esto es, sus triunfadores, pues de eso se trataba?”. Conte no discute cómo cambió la crítica literaria periodística de su país con la mercadotecnia editorial, mientras la académica comenzó a empotrarse en tareas descriptivas y metateóricas. La biografía de editoriales y editores desde el siglo xix hace más que conservar una memoria, y hoy el portal EDI-Red, alojado por la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, se dedica a esa empresa15. El pregón mercadero. Relaciones entre crítica literaria y mercado editorial en América Latina (1995), de Milagros Mata Gil, se publica cuando se dan a conocer los nuevos autores, hecho que Guerrero ignora. El de ella es un bien intencionado adelanto sobre el tema y los antecesores de aquellos, pero al no dar cifras o hechos específicos sino generalidades conocidas, sin comprensión de la crítica latinoamericana (92-97), no hay conclusiones que proyecten hacia una situación reconocible o de mucha vigencia. En una actualización del tema de Mata Gil y su politización, sin considerar, como Barrera Enderle, la suerte de economía política de la presencia de autores de varios países en España y lo que ellos contribuyen a ese patrimonio, Laera, también desconocida por Guerrero, llama “mercado en desaparición” al de los escritores desaparecidos o exiliados, algunos discutidos en el tercer capítulo, entendiendo por aquel “el mercado literario entre los 70 y los 80, justo después del ‘boom’ y justo antes del impacto de la globalización” (2007: 46)16. En El pasado imperfecto (1998), memorias de los años sesenta españoles y la presencia hispanoamericana, Conte exagera que “al final triunfó la novela comercial y de consumo, en la que se inscribieron con potencia los grandes de las letras hispanoamericanas de hoy, fenómeno que se quiere resucitar a finales de los años noventa pero sin demasiados resultados, pues solo quedan los grandes nombres iniciales, y los demás que vayan arreando como cada quisque” (180). Rosso matiza la euforia (2014: 71-78) y el presunto éxito (2014: 112-117) de los años noventa que llevaron “al fin de la experiencia” (2014: 130-133). Discípulos y maestros 2.0 propone que contribuyeron a un seguimiento diferenciado, no siempre opuesto a las “narraciones de contraseña”, o al saber de lo banal que Rosso examina (2014: 118-126) sin incluir a Aira, quizá porque este llegó tarde a la comercialización. 15
En el número “Literatura y mercado global”, Ínsula (ed. Gallego Cuiñas), Padilla (“Circuitos editoriales en América Latina”, 29-31), Gallego Cuiñas y Destéfanis (“La edición 16
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Ese popular enfoque desatiende la continuidad de varios temas heredados por autores exitosos en España, como Castellanos Moya y su El sueño del retorno (2013), en que el humor feroz revisa y reconstruye la visión autobiográfica (con el monólogo de Erasmo Aragón, alter ego que reaparecerá en su novela más extensa, Moronga, de 2018, que me llega tarde para un análisis cabal) del exilio, concentrándose menos en la violencia en sí misma, similar al argentino Martín Kohan (1967) en Ciencias morales, sino en sus consecuencias sobre los seres cercanos. Vale recordar que hace unas cuatro décadas el tan comprometido Benedetti sostenía que un riesgo que debe evitar el escritor del exilio es el facilismo panfletario. Roberto González Echevarría señala algo evidente en la crítica latinoamericanista: Solo si no tomamos en cuenta la prolongada producción de los grandes de Boom podemos permitirnos la prisa de hablar de un Post-Boom, algo que no ha dejado de hacer la crítica, con desiguales resultados. El problema es la dificultad para discernir diferencias entre obras producidas tan próximas en el tiempo, y también que las supuestas obras del Post-Boom no son de la calidad y riqueza de las anteriores, y por consiguiente no han generado una crítica de alto nivel. La ruptura es difícil de ver, pero en términos muy generales podría hablarse de una ligereza o, si se quiere, estudiada superficialidad en las obras más recientes, y el abandono de los “grandes temas”, de las doctrinas o teorías globalizantes (2006:16).
Por exactamente las mismas razones resulta arriesgado y paradójico que González Echevarría mezcle varias generaciones y dependa exclusivamente de colegas con cuya crítica concuerda para equiparar inexactamente los logros de Volpi, el guatemalteco Rodrigo Rey Rosa (1958) y el cubano Antonio José Ponte (1964), con la ¿promesa? de Paz Soldán. Los ataques al lenguaje de los maestros no son intentos puros por destruir la coherencia, sino otra búsqueda de nuevos recursos expresivos para entender un mundo del cual lo único que no se entiende son los cambios. Si se va a medir bien a los discípulos será en términos de los poderes de articulación que crean, porque no se pueindependiente en español: muestras y propuestas”, 32-34) y Bilbija (“Glosario básico de las editoriales cartoneras”, 36) proveen estadísticas que con Millán y Marín (2018) miden mejor ese mercado. Gallego Cuiñas (“El valor del objeto literario”, 2-5) y Guerrero (“Reciclajes y convergencias: mercado, géneros literarios, cultura audiovisual y nuevas tecnologías”) supeditan el mercado anglófono, que como mostraré permite discusiones más amplias sobre el valor literario.
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de considerar la experimentación narrativa (otrora esencial para todo tipo de contemporaneidad) como sinónimo de creación. Solo así se determinará si la resemantización de los clásicos se debe a la innovación de los discípulos. Problemas actuales de los nuevos clásicos Otro problema actual para la resemantización del clásico es el momento crítico-teórico en que nos encontramos en la segunda década del siglo. Por un lado, el aire interpretativo que se respira es la confianza con que los nuevos maestros crítico-teóricos proclaman sus ideas, y la servidumbre ante ellos que muestran las nuevas generaciones de intérpretes. Como asevera Vickers en su revisión de esa actitud y su relación con la teoría literaria actual, la evidencia para elegir a un nuevo maestro debe derivarse del texto (2005: 254); desafortunadamente, hoy “los críticos obtienen sus suposiciones acerca del lenguaje y la literatura, su metodología (en algunos casos la renuncia al método), y hasta sus actitudes hacia la vida, de un individuo o sistema que imparte leyes” (2005: 247). Esta situación es particularmente evidente en lo que se refiere a la posibilidad de “latinoamericanizar” la interpretación de la narrativa actual, sin caer en esencialismos que partan de reacciones paralelas en ceguera a las que se encuentra en las teorías del primer mundo y desvíos como los estudios culturales y otros dogmas. Bértolo provee un trasfondo similar, iberoamericanista, relacionado temáticamente al capítulo sobre la traducción del escritor latino, al aseverar: No es extraño que los departamentos hispánicos en las universidades de EE. UU. estén viviendo una profunda transformación marcada por la entrada masiva en sus programas de los Estudios Culturales, rama que en el rígido y endogámico sistema universitario español apenas tiene presencia. No es tan solo una cuestión de moda pedagógica o de lucha de escuelas. Se trata de que la metrópoli real, el poder EE. UU., tiene ya los instrumentos y el espacio —publicistas y lectores— necesarios para iniciar su hegemonía sobre el espacio lingüístico del español (1999: 87)17. 17 No modifica este ensayo en Viceversa. La literatura latinoamericana como espejo (2018). A excepción de Sarlo y Mariátegui, su prólogo justifica una nómina cuestionable (Walsh y otros) de “críticos” y autores leídos en España, matizando que el orden de metrópoli y periferia no tiene razón. Véase “Teoría hispanoamericana de la literatura: alcances, avatares, fortunas y vicisitudes de Fernández Retamar” (141-167), en la segunda parte de El error del acierto. En
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Lo que debe acompañar a esa percepción es indagar en el hecho de que, si varios autores hispanoamericanos han construido sus carreras quejándose del sistema, no pueden simplemente dejar de bramar contra los poderes porque los ha aceptado, o porque ha dejado de importarles como para prestarle atención. La rabia tiene que desplazarse hacia algún lado, y en el nuevo siglo no está dirigida hacia la escritura sino a una nueva percepción de América Latina. Bértolo tiene razón, aunque hay que matizar su argumento con varios hechos. Primero, admitir la contradicción de que en el ámbito académico estadounidense, presuntamente muy ameno a la diversidad, el español es un lenguaje de baja categoría. Segundo, Bértolo mantiene que “muchos de los nuevos escritores latinoamericanos intuyen que la nueva forma de canonización ya no es el mundo literario o editorial español, sino la entrada directa —de momento vía traducción— en el mercado norteamericano” (1999: 87), lo cual requiere mayor precisión, por las grandes diferencias de prestigio entre sus numerosas editoriales. La mayoría de ellas funciona como bancos muy escrupulosos en que cinco o seis personas tienen que leer una novela antes de que el banco ponga dinero, cuando leer una buena novela implica un compromiso perdurable, que debe ser renovado regularmente (por ende el género influye en los lectores). Otro hecho es la injerencia hoy del pensamiento anglófono que pasa por teoría en la novela, razón por la cual este libro se desarma de cierta erudición, o se desnuda de ella. James Phelan —en la edición revisada y aumentada de la clásica historia de la evolución de las formas narrativas de Scholes y Kellogg, The Nature of Narrative (1966)— da una visión del desarrollo de lo que llama una Grand Unified Field Theory of Narrative (GUFTON), de evidentes pretensiones y ecos einstenianos. Al explicar sensatamente cómo confluyen las teorías narrativas europeas y norteamericanas, Phelan demuestra, con ideas afines a la “palabra muda” de Rancière (2009), que el estudio de la narrativa hoy ya no tiene que ver con la palabra escrita (2006: 290), y comienza su postfacio con una lista The Ends of Literature. The Latin American “Boom” in the Neoliberal Marketplace (2001), Brett Levinson afirma sin sonrojarse que “la teoría es para el latinoamericanismo el puente entre literatura y política, conservadurismo y radicalismo, estado y mercado, estética y activismo, y por ende atrae a todos” (173, énfasis mío). Su agenda anglófona olvida que las literaturas engendran la crítica, historia y teoría literarias, la literatura comparada y la lingüística; no estas a aquellas. Por eso no se puede enseñar una sola literatura, de una sola tradición o agenda, ni teóricamente una narrativa del futuro mientras se está haciendo.
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de los incomprensibles términos que caracterizan a las tendencias narratológicas (2006: 283). Los cuarenta años que repasa corresponden generalmente al auge de la narrativa hispanoamericana que conduce a la que examino. Un efecto endogámico contribuye a ver en esos enfoques más repetición que en las novelas actuales, que nunca estarán al día para incorporarlas o parodiarlas. Esa era la visión de Kermode alrededor de 1972 sobre la relación entre novela y narrativa, en que revela que las novelas de detectives (1972: 159-164) de la época no eran tan nuevas como se creía, nota prejuicios ideológicos en los códigos que entonces popularizaba Barthes (1972: 168-173) y concluye que, bien leída, la narrativa actual tiene aspectos decimonónicos y del romance del siglo doce (174). Vargas Llosa afirma hoy que “quienes quieren juzgar la literatura —y creo que todas las artes— desde un punto de vista ideológico, religioso y moral se verán siempre en aprietos” (2018: 15). Además, en las últimas décadas ha habido giros recientes hacia la estética en la teoría y práctica narratológicas (de los cuales mis análisis hacen eco) contra la moda actual, que llegan hasta Vasunia. Al examinar este cómo el Traité de l’origine des romans (1670) —carta prefacio de Pierre-Daniel Huet sobre la progresión del “romance” (fábula heroica) a la novela (como retrato de la vida, morales y tiempos “reales”)— se convierte en tratado, asevera que es cuando el autor se atreve a mirar hacia afuera (el Oriente), no hacia adentro, en su intento de entender la historia de la forma. Así, sigue Vasunia, “el lector moderno que ubica al texto dentro de corrientes específicas de la economía política contemporánea entiende algunas de las circunstancias que hay detrás de su creación, mientras el autor revela a sus lectores su interés en las características extrínsecas y extraliterarias de la ficción en prosa” (2013: 333). Pero no por eso, arguye Vasunia, se puede acudir al facilismo de que Huet imagine su trabajo como parte de construir un imperio. ¿Pero no escribió Virgilio la Eneida contra los imperios épicos de la Ilíada y la Odisea? Hay razón en quejarse de la falta de humor o memoria de los posmodernismos. Si su registro de recursos incluyó contradicciones, eclecticismo, reflexividad y una “jocosidad irónica” (Fredric Jameson) no muy respetuosa del pasado (remplazado con una “ontología del presente”, según él), vale aclarar que casi sin excepción se asocia esas características con el modernismo anglófono, que equivale habitualmente a nuestra vanguardia. Ese momento cultural tuvo el efecto, si no el propósito, de prevenirnos de emitir grandiosos decretos om-
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niscientes sobre la belleza, la inteligencia y la utilidad del arte, como advierte Valencia en Moneda al aire. Sobre la novela y la crítica utilitaria, especificando que “la condición discontinua y variable en la percepción de la novela es una de sus mayores virtudes” (2017: 46). En ese contexto, nótese esta conclusión de Jameson a un clásico teórico suyo: “por cierto los ‘clásicos’ de lo moderno pueden ser posmodernizados [sic], o, si no transformados en ‘textos’, en precursores de la ‘textualidad’” (1991: 302). La traba no es que se puede decir eso sobre casi cualquier texto contestatario, sino el relativismo en que se apoya Jameson. Aunque pregunta con razón si todos los clásicos del ayer pueden ser “reescribibles” o recuperables, es más pertinente su opinión de que los que no sobreviven “son prueba de que la ‘posteridad’ en verdad existe, aun en nuestra propia época posmoderna de los medios. Los perdedores son un componente crucial del argumento, porque documentan la necesaria vetustez del pasado al mostrar que no todos sus ‘grandes libros’ siguen teniendo algún interés para nosotros” (1991: 303). La literatura funciona contra la lógica mercantil del posmodernismo (hay cierto consenso sobre sus límites temporales en Occidente: 1970-1990) y sus secuelas, o contra la crítica que pontifica sobre una “narrativa detectivesca posmoderna de metaficción”. Otro hecho que no considera Bértolo, razonado por Adolfo Castañón en una lúcida nota acerca del libro de Steiner sobre los maestros, es que “cabe preguntarse, sobre todo en el ámbito de las humanidades hispanoamericanas, si el conocimiento que se transmite entre maestros y discípulos no consta más que de ‘ficciones supremas’, utopías, concepciones soberbias e insurgentes que solo sirven para hacer de los discípulos unos escolásticos desadaptados” (2006: 69). Según López Parada, esa quimera surgió con la fuerza de un ideologema, “dos décadas después, en los ochenta y los noventa, el posboom desgrana visiones desestabilizadoras y pesimistas, descripciones agotadas, paisajes lacustres y hundidos, espacios sin horizontes” (2001: 11). Hoy se estaría desembrollando el tribalismo de antaño, que algunos remplazan con otros, tal por las sociedades tan fracturadas en que se vive. No tiene sentido, como hace cierta crítica estadounidense latinoamericanista, forzar la idea de que nuestro posmodernismo nunca abandonó el compromiso político de antaño. Tampoco tiene sentido, como arguyó Trilling en varios ensayos, sostener la noción peligrosa de que se puede tener una vida significativa inde-
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pendiente de la función social de uno, o no considerar que la novela puede ser una historia social. La insistencia en la débil distinción entre arte y compromiso social puede hacer que uno lea mal a los novelistas que más admira, y poco convencen las polémicas de si las novelas son expresiones subconscientes de fuerzas económicas o sociales en vez de expresiones conscientes de una voluntad autorial. Al apostar por la pertenencia, un público mayor y común de una novela se distancia de las cosas que solo una novela puede hacer. En “‘Le fil sineux’: sur la rationalité du roman” (2013), Rancière postula que la infinita interpretabilidad de la novela no conduce a un hilo propiamente político, y al no haber sido escudriñada tan ampliamente, la mayoría de los nuevos estudios sobre ella solo pueden redistribuir los conocimientos existentes, enfoque evidente en los estudios sobre la globalidad de las narconovelas. En el clima internacional actual, Parks nota una intensificación de la politización del mundo literario, junto a una predilección por prosa melodramática que estimula emociones extremas (2017: br27). Por su parte Bértolo sostiene que la estética es una forma de aduana y cualidad que se reconoce u otorga “a una serie de ‘enseres’ que provocan en sus degustadores un ‘sentir’ que les hace sentirse ‘mejores’ [sic] (2018: 23)”. Aquí muestro que la política de la estética es otra, apartada de coordenadas y compromisos sociales, y más apegada a la identidad individual. Con las salvedades del caso para nuestra lengua, Rancière (2009) opone novelas sin plan (Flaubert) en que los episodios son igualmente importantes o significantes a las “clásicas” tradicionales, supeditando La educación sentimental, tan importante para expresar la crisis de fe en la política convertida en religión. Si ese es el modelo, en El miedo a los animales (1995) de Serna el narrador menciona que la novela que escribe el protagonista encarcelado, Evaristo Reyes, tiene como epígrafe “una cita de Balzac: No hay gran diferencia entre el mundo político y el mundo literario. En ambos mundos solo encontrarás dos clases de hombres: los corruptores y los corrompidos” (256). En varios artículos sobre novelas que democratizan la experiencia literaria, Rancière (2009) reconstruye escenarios de disenso, desafiando paradigmas posmodernistas y viendo la política como desplazamiento del habla pone punto final a la ecuación progresista de que la política de la literatura es la política de los escritores, especificando un efecto político de la experiencia estética. Para Becerra (2014), siguiendo a Fernando Aínsa (2012: 67-91), los discípulos 2.0 sustituyen una ontología de la identidad por otra de la no-per-
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tenencia, armando nuevas cartografías que, sin embargo, tienen que basarse en las antiguas para tener sentido (287). Como arguyo en Cartografía occidental de la novela, creer que las reinvenciones sistemáticas de relatos rectilíneos nunca van a exceder la monstruosidad de las novelas totales del siglo veinte es iluso o conservador. Hoy las diferentes reescrituras de varios personajes de Homero, o de su Odisea, no tienen nada que ver con lo que intentaron transmitir Kazantzakis, Yourcenar y Renault, o antes Joyce (inicialmente mal visto por Woolf ), por no decir nada de las interpretaciones de las traducciones de Homero (había unas ciento cincuenta al inglés en los años sesenta) que Steiner comentó en Language and Silence (1967) y volvió a analizar significativamente en 1996 en No Passion Spent. Hoy, con los medios sociales, la nueva odisea es el asedio de los refugiados mundiales que ha superado las distancias que antes permitían espacio mental y político. Se altera así la plantilla conceptual con Homero, Ilíada, de Alessandro Baricco, que evita toda mención de los dioses para su adaptación (como Logue, reseñada por Steiner); o como The Lost Books of the Odyssey, con sus irónicas notas al pie y falsas fuentes clásicas. Es una obsesión occidental, porque Homero palidece ante las épicas el Mahábharata y el Ramayana de la India. Hay que recordar, como detallo en el último capítulo, que leemos traducciones de traducciones, según Zambra “a menudo encargadas a escritores que se las arreglan como buenamente pueden para recrear el estilo o lo que ellos creen que es el estilo original” (2009: 137). Zambra se refiere a traducciones de autores japoneses, y al concluir que nuestra emoción ante esas traducciones es momentánea (139), ingeniosamente postula que esos escritores “tal vez borraron lo que a la novela occidental, como género, le sobraba: quizás por eso, al reseñar sus libros, inevitablemente se habla de ‘precisión’ o de ‘delicadeza’…” (138). Desenlaces para el cambio de siglo inmediatamente pasado Un autor que no pretende convertirse en clásico (Emar) no cree que la novela ha muerto, sino que tal vez el público se está muriendo, como revelan, reitero, Diego Padró, Salvador, Filloy, Sáenz, Miguel Gutiérrez (gran conocedor y crítico del género) y otros practicantes de la novela total (Corral 2010:
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283-351). Blumenberg explica la novela total como una “ficción-móvil”, de cabos sueltos, arguyendo que “en la demostración de la imposibilidad de la novela, una novela se hace posible” (2016: 140) porque esa totalidad, citando a Michel Butor, “consiste en un cierto número de partes, que podemos observar virtualmente en cualquier secuencia que queramos” (2016: 140-141, n17). Casi en cada década hay cambios en las formas narrativas. Por eso resemantizar el clásico implica la libertad de ir con las formas hacia donde sea, en términos propios, disentir, introducir y abandonar temas de manera anárquica, y así convertirse en contemporáneo. Ante la apabullante globalización anglocéntrica, solo se puede resemantizar un clásico huyendo de las peores manipulaciones de los clubes, cultos, mafias, prebendas, sectas y tribalismo afines, que pueden parecerle reconocimiento al narrador, cuando solo son una manera de vender su persona y arte. Las quejas progresistas contra la globalización hallan su razón literaria en que, por lo menos temáticamente, aquella tiende a homogeneizar lugares, personas, espacios e incluso la extracción social de los autores. Como observo en el capítulo sobre los narradores latinounidenses, no se quiere encontrar gran diferencia entre los dominicanos Julia Álvarez (1950) y Junot Díaz (1968), peor entre los nativos que se han quedado en su país, aun cuando sus propias obras pueden aclarar esa decisión. Los verdaderos modelos del siglo veinte y los olvidados que presento no cedieron a una globalización, y resemantizaron el clásico en Hispanoamérica al reconocer los fraudes de momento y al no apostar por ellos con una narrativa tribal de autorrealización. Gide prevenía que no hay nada más insoportable que los prosistas que asumen un tono y manera que no son los propios. El nuevo clásico cree en la narrativa de los que no están de acuerdo con sus posturas estéticas, y no ha aprendido a modificar sus criterios, integridad y felicidad de acuerdo con criterios externos. Resemantizar el clásico hoy no es subordinar arte y técnica al análisis, a solucionar problemas o a las teorías críticas y el ensimismamiento autorial. Diferente a la narrativa posmoderna de mediados de los años ochenta (White Noise, 1985, de DeLillo, marcó la transición de lo cómico a lo trágico con su académico que niega la vida y la muerte), resemantizar el clásico se ciñe a la narrativa cuya materia es el mundo entero, no solo la historia de una narrativa. La noción de que cuando un autor abarca mucho poco aprieta funciona, porque no se aprende la lección de que la ambición causa que no se
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desarrolle ningún centro. Si todo está en juego, el autor hace de cínico juguetón, y lo que más quiere cultivar es el éxito, aun cuando le hace un guiño a su vulgaridad. Resemantizar un clásico es pensar en autores que, desnudadas sus tramas, dejan un pensamiento que persigue después de leídas sus narraciones. Olvidando El túnel (1948), de Sabato, y Dejemos hablar al viento (1979), de Onetti, en Sobre el arte contemporáneo Aira afirma: “quizás la literatura tiene una dificultad inherente para ser ‘contemporánea’. A diferencia del Arte, que, ya por la cuestión del ‘aura’ o por alguna otra, tiene una presencia tan acentuada que crea su presente, la literatura tiene una materia hecha más bien de ausencia; y respecto del tiempo, crea su pasado, crea sus precursores, quizás porque siempre está hablando de mundos desaparecidos, y todo el mérito que buscan los escritores es ese: el de ser el único emergente visible de un gran naufragio, el de la belleza del mundo” (2016b: 48). Esa reflexión formalista e imperfectamente borgeana desarregla las devociones del pasado, desestabiliza las verdades eternas del presente y coloca bombas de tiempo que son detonadas en un arte narrativo futuro. Por ejemplos como los de Aira, favorecer los clásicos, especialmente si se resemantiza lo que son (los grecorromanos inventaron todo menos el futuro), no es ser fanático o privilegiar intransigentemente lo tradicional. Más bien es distanciarse de tramas en que no pasa nada excepto en el sentido que sus autores las entienden. Es también poner en perspectiva cómo para algún narrador actual cambiar un personaje del no saber que es infeliz a un tipo de autorreconocimiento equivale a un suceso trascendental. Cuando el New Criticism estadounidense sostenía los principios clásicos de circunspección y orden, Eliot defendió el Ulysses (1922, annus mirabilis anglófono) de Joyce contra la acusación de que era un oscurantista indisciplinado. En “Ulysses, Order, and Myth” (1923) arguye que es “clasicista” por emplear el mito clásico para controlar, ordenar y dar forma y significado al inmenso panorama de futilidad y anarquía que es la historia contemporánea (1975: 177). Si Eliot, al creer que el hombre de letras debía favorecer a la educación clásica, adornaba sus argumentos con visiones conservadoras, críticos como William Empson y narradores como Borges (que la dio a conocer en Proa, en 1925) no se preocupan por ver en Ulysses un discípulo disciplinado. Nuestra historia literaria es similar. Monterroso y Donoso son grandes conocedores, usuarios y defensores de maestros de varios tiempos, y su narrativa
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o ensayística no es convencional. Como ellos, un largo registro de iberoamericanos ve en el Quijote un precursor de la narrativa moderna, y críticos como Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes, Rama y Emir Rodríguez Monegal escribían con autoridad de los clásicos de Occidente, sin tener que disculparse por apreciar la producción cultural de antiguos imperios (véase Vasunia). En Presencia de Alfonso Reyes. Homenaje en el X aniversario de su muerte (19591969) (1969), Vargas Llosa dice que Reyes se apoderó de la tradición pero esta “no lo devoró, no fue un mero epígono de ella” (162) y desbarató “la división artificial creada entre ‘americanismo’ y ‘europeísmo’” (162). Para Fuentes es claro que “Reyes tradujo a términos mexicanos y latinoamericanos la summa de la cultura occidental” (26). La relación tiene una larga trayectoria irresoluta, desde que Guillermo de Torre volvió a traerla a colación en “Madrid meridiano intelectual de Hispanoamérica” (1927: 1), texto muy recuperado con provincianismo, hasta cuando el chileno Carlos Franz (1959) rescató la presencia actual de “Escritores ‘latinomadrileños’” (2017b: 14) y París ya no es una fiesta18. Hace cuarenta años Étiemble veía esa dicotomía así: “para que el espíritu de los Écrivains célèbres, que es, en líneas generales, el de esta historia sincronóptica, prevalezca sobre los ídolos de las diferentes tribus, hará falta, me temo, que pase mucho tiempo todavía. Un abusivo europeocentrismo continúa falseándolo todo de este lado del mundo, mientras que del otro lado, se obstinarán todavía por algún tiempo en celebrar a mediocres, bienpensantes, por la única razón de que celebran la revolución o el ateísmo” (1977: 18). Borges hizo lo mismo, y los autores altamente alusivos como Bolaño no menos. La resemantización no debe dar cuerpo a las recetas fatales de la monotonía inaceptable que sufre toda época, y de la cual se alimenta, ni debe reivindicar y hallar narrativa para ser leída más que enseñada únicamente en 18 Tampoco España, como en los panfletos del vanguardista peruano Alberto Hidalgo, “Muertos, heridos y contusos” (1920) y “España no existe” (1921), recogidos en España no existe (2007). Cuando escribía Casanova, París tenía un aura que atraía a menos iberoamericanos. En el Festival des Écrivains du Monde de 2013, organizado por la Columbia University y la Bibliothèque Nationale de France y conducido en lenguas “imperiales”, no hubo iberoamericanos. Los “Otros” eran poscoloniales asiáticos. En 2014 el festival se dedicó a escritores hindúes. Para varios nuevos narradores París ya tiene un prestigio degradado (Aínsa 2012: 93-98). Si desde el boom las capitales literarias han sido iberoamericanas, según Ayén, “la gran novedad es que a principios del siglo xxi se les ha sumado al fin Nueva York” (2014: 730). En el Brooklyn Book Festival (septiembre 2015) participaron Zambra, Alarcón, Luiselli, Nettel y Neuman; en el de 2016 Enrigue y en el de 2017 Gamboa.
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una universidad, por profesores amigos. Ese es un problema que no se discute abiertamente, y Castañón notó hace más de una década que la corrección política y lo que bien llama “política de la cobardía” “amordaza y silencia el magisterio al aceptar el chantaje sentimental de las diversas formas de la politiquería y de populismo (cfr. cultura chicana, feminismo, poscolonialismo) que corroen la institución universitaria, y que han hecho de las universidades una sucursal tan subversiva como neutralizadora de los periódicos y los medios de información, comprometiendo en el cotilleo, en el cuchicheo mundano del más bajo nivel, la autoridad pedagógica” (2006: 67). El marco contemporáneo de esas actitudes ha ocasionado que se pase de la pedagogía a la indoctrinación y recolonizacción. La situación que describe Castañón se debe a que ser discípulo tiene su propia lógica; que se esfuerza por producir resultados que parecen racionales, para que los puedan codificar y explicar a los maestros. Pero la mitología narrativa no cuaja perfectamente con la de los autores, ni llega a ser tan importante como para determinar su valor real, aun cuando la mitología contemporánea se construye sobre disfunciones sicológicas y digitales. Así, el culto a Filloy y Emar y sus pocos pares cumple con deseos utópicos, aunque ese enfoque confisca mucha de la energía que se hubiera podido emplear en averiguar si valía la pena sobredimensionar a aquellos autores y obras. Para Bértolo la atención a los nuevos narradores hispanoamericanos se debe al juego de más oferta y menos demanda, y a una atmósfera política difusa de ribetes neoliberales. Esto es obvio, y los autores que menciona —Volpi, Sergio Ramírez, Abilio Estévez (1954), Jesús Díaz y Bolaño, más Fresán, Marcela Serrano, Fuguet, Aira y Vallejo— no son la muestra más diversa u apta. Por un lado, en su nómina hay por lo menos dos generaciones y trayectorias muy diferentes. Por otro, solo Bolaño y, a otro nivel, Aira, han entrado de cabeza en lo que Bértolo llama el “poder EE. UU.”, cuando otros hablan del “poder España”. No sin alguna paradoja entonces, la mirada tiene que ser más global. En ese contexto erran más los críticos que los lectores cultos y los comunes, ya que parecen apostar por las generaciones dependientes en Los detectives salvajes, no por autores como Serna, que desde Señorita México (1987; edición definitiva: 1993) y El seductor de la patria (1999) —“telenovela” y reescritura del Santa Anna del siglo diecinueve— permiten hablar, contra Aira (2003) y sus boutades sobre el bestseller bien hecho, o sobre el capitalismo y sus procesos
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de deshumanización en La invención del tren fantasma (2015). La comercialización no es la causa de todo mal literario, ni tampoco esa versión del capitalismo llamada neoliberalismo a la que recurren autores o críticos como Monsiváis (2012). Culpar a una política socioeconómica es querer un villano que tenga la culpa de todo, a pesar de las diferencias históricas y políticas, no un análisis propiamente dicho. Una agenda del escritor, anotó ambiciosamente Monterroso, no es solo terminar una conferencia sino pensar en los males que lo aquejan al expresar su arte: “persecución, ideología, indiferencia, carestía, incomprensión, analfabetismo, sectarismo, canibalismo, oportunismo, influyentismo, mafias, otros” (1987: 128). Vale reflexionar acerca de esa agenda, considerando el presunto fin del neoliberalismo y los fallos de un nacional-populismo de una década perdida, como demuestran varias crisis latinoamericanas entre 2006 y hoy. Así, que el argumento crítico que exige una novela “política” es débil e incompleto, en el mejor de los casos. El salvadoreño nacido en Honduras, Castellanos Moya, uno de los nuevos cuya recepción hace preguntarse cuándo aquellos se convirtieron en “nuevos” o dejaron de serlo, asevera que “si alguien me dice que yo escribo ‘novela política’ de inmediato me pongo en guardia” (2011: 9). Y por eso tiene novelas como Tirana memoria (2008), que desmemoriza eventos históricos de 1994, desde el punto de vista de una mujer, con un epílogo de 1973. Sin reconocerse como discípulos, los nuevos rara vez hablan de política como los maestros del pasado, quizá teniendo en mente novelas políticas fallidas, de El tungsteno (1931), de César Vallejo, a Los días terrenales (1949), de Revueltas, e innumerables novelas cubanas triunfalistas de principios de los años sesenta, o el longevo enamoramiento con L’archéologie du savoir (1968), de Foucault, que asentó la noción académica del poder, pretendiendo asociarla a casi todo acto humano. Además, si hablan de esos maestros es sesgadamente y de cómo entran en su narrativa, anteponiendo la literatura a la política. Compárese cómo cuando Sergio Ramírez presentó su autobiografía literaria Juan de Juanes (2014) en México, junto a Xavier Velasco (1964), y Juan Cruz dijo que era “un discípulo ante sus maestros”, reserva que no se da, por ejemplo, entre los contemporáneos de Velasco. Castellanos Moya, conocedor de la crítica académica sobre la novela “política”, matiza los cambios en la representación de la política, evitando que se generalice sobre los nuevos: “hace un par de meses intenté releer El señor
I. De la novela del cambio de siglo a la actual: los “clásicos” resemantizados
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Presidente y el lenguaje me pareció tan anquilosado y presuntuoso que simplemente no pude; nunca logré pasar tampoco de las primeras páginas de El otoño del patriarca ni de El recurso del método. La gran excepción para mí fue La Fiesta del Chivo, la última novela del dictador del siglo xx, en la que Vargas Llosa condensa magistralmente la descomposición y ruindad del poder político con una estructura narrativa de gran eficacia y con una ambición que va mucho más allá del retrato del déspota” (2011: 38). Al discutir la política de la narrativa postrera se recurre al tópico de que es más complicada de lo que se cree, porque se trata de autores cuya obra no termina, incluso Bolaño. Desde El gaucho insufrible hasta las tres novelas cortas de Sepulcros de vaqueros se ha publicado nueve obras póstumas que podrían ser más interesantes por la historia de su publicación que por su escritura o política. Un mensaje de Bolaño es proveer una crónica de las utopías políticas truncadas del continente y mostrar cómo nunca se aprende las lecciones; no de los maestros, sino de la realidad. Si escribir o leer es político, tener una plataforma para manifestarse no debe conducir a pontificar en ella. Así, la no ficción de los nuevos discípulos, más allá de mostrar que se apegan a los medios de comunicación de su tiempo mientras otros confían en la antigua vinculación con la academia o la prensa, confirma que tienen tanto que decir como los maestros de los siglos diecinueve y veinte (véase los tomos de Corral/Klahn 1991). Es difícil resemantizar lo que hacen las editoriales con la narrativa que les llega, porque además de numerosas lecturas la cotidianidad de ellas constantemente involucra hacer que otros lean para los que deciden si se publica una obra o no. Ese proceder tiene sentido, porque si la editorial compra una novela también tiene que convencer a muchos otros que la lean, y es un secreto a voces que por lo general esperan que la tirada nacional centro o sudamericana se agote para que pase a México, y tal vez a España. Si más editoriales iberoamericanas apostaran por narradores cuya obra es resemantizada los lectores no tendrían que pensar en legitimaciones insulsas como la que ocasionó el irónico apotegma epígrafe de este capítulo. El licenciado Vidriera puede ser visto como arquetipo y paradigma del escritor que, al aislarse de la sociedad, se vuelve más sabio. Esto es imposible en el siglo veintiuno, y los autores más jóvenes o recientes y lo que ellos y la crítica piensan sobre el pasado y su propio presente son prueba fehaciente de ello.
II. RECEPCIÓN ARTIFICIAL: NOVELISTAS NÓMADAS Y GLOBALIFÓBICOS. PROBLEMAS GENERACIONALES
Now my original business—that of a conveyancer and title hunter, and drawer-up of recondite documents of all sorts– was considerably increased by receiving the master’s office. There was now great work for scriveners. Melville, Bartleby, The Scrivener
“Metería a Isabel Allende en una licuadora para hacer abono de pescado”, pontificó hace años el menos nuevo narrador colombiano Efraim Medina Reyes (1967), autor de Técnicas de masturbación entre Batman y Robin: Novela supercool basada en la técnica del dedo pulgar introducida en América por Bruce Lee, Ciro Díaz, Bruno Mazzoldi y The Velvet Underground (2003), y no es menos simpático con sus compatriotas y antiguos maestros hispanoamericanos que lo que fue Bolaño con los suyos. Algo olvidado, Medina Reyes parece ansiar un mal maestro o mala influencia desde chico. Preguntado por la prensa chilena en marzo de 2004 sobre los nuevos narradores, Fuentes dijo que Villoro era un “escritor mexicano” y “no conozco a Bolaño y no he leído nada de él”; inaudito para un narrador que afirmaba estar al día con todo. En una entrevista de 2003 reveló “he sido compañero y amigo de la generación que me siguió, que es la gente que tiene 50 años, así como soy amigo de la generación que tiene entre 30 y 40 años, el famoso Crack: soy amigo de Volpi, de Padilla, de Palou, de Cristina Rivera Garza, de manera que ellos me mantienen joven a mí” (Reyes y Fuente 1). Fuentes, que en 2011 dijo que leería a Bolaño cuando tuviera tiempo, y Fuguet, otrora “ofendido” por Bolaño y Fuentes, muestran una mezquindad carente de frases agudas, aunque en Tránsitos. Una cartografía literaria (2013) el chileno-americano hace una larga lectura de su
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compatriota (295-313). Y con nacionalismo benigno, en 2011 Fuentes al fin escribió sobre El testigo (2004), de Villoro, texto que añade a La gran novela latinoamericana solo después de que su compatriota lo homenajeara por sus ochenta años. Varios narradores fueron amigos de Fuentes y, si no discípulos, por lo menos más generosos o cuidadosos, como cuando Aira dijo a Infobae en septiembre de 2017 “no leí nada de Bolaño, no”. El Nexos (octubre 2008) dedicado a Fuentes por su octagésimo aniversario incluye testimonios de sus contemporáneos y de los “autores más jóvenes ya reconocidos de la lengua española”: Franz, Vásquez, los mexicanos Rivera Garza, Velasco, Palou (1966), Padilla (1968-2016), Volpi y, primero entre ellos, Villoro. ¿Fueron los que homenajean a Fuentes tan precoces como él o Vargas Llosa? El “genio”, según la noción popular, está asociado inextricablemente a un tipo de precocidad, y se tiende a creer que hacer algo verdaderamente creativo requiere la frescura y exhuberancia de la juventud. Hasta La gran novela latinoamericana Fuentes rara vez rejuveneció temáticamente o volvió a la rebeldía de los años sesenta, y su ensayo describe las novelas de sus posibles herederos sin tomar partido o emitir criterios de valor, aunque en una revisión de ellos, aseveró: “coincido, en fin, con Juan Goytisolo en el entusiasmo por la novela de Cristina Rivera Garza, Nadie me verá llorar, que de la Revolución al burdel y al manicomio como historias paralelas a la del país crea un tiempo literario propio, en el que coexiste lo contemporáneo y lo no contemporáneo” (2008: 11). Los espaldarazos magistrales aparte, es claro que las características literarias que pasan de generación a generación no son obligatoriamente hereditarias y mucho menos necesariamente genéticas1. En 1896 Marcel Proust decía en “La jeunesse flagornée” que “el sufragio universal de la generación que va de subida no es ni mucho más inteligente ni mucho más difícil de corromper que la del presente. Por ende es muy natural ver a un número de escritores que halagan a los jóvenes, como si fueran votantes, 1 Los testamentos generacionales pretenden mostrar que la narrativa puede ser solidaria, y décadas después suele quedar más la amistad que las obras. En “Pequeño diccionario del Crack”, Palou asevera sobre Fuentes: “Il miglior fabro. Gracias a él se acabaron los complejos de inferioridad. La generosidad literaria sin ambages, sin pretensión alguna…” (Palou 2005: 194). Véase de Tomás Regalado López, el mayor historiador del agrupamiento, “Del boom al crack: anotaciones críticas sobre la narrativa hispanoamericana del nuevo milenio” (2009: 143-168) y su Historia personal del Crack. Entrevistas críticas (2018).
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e incluso sondeándoles con programas ingeniosamente refritos para coincidir con sus gustos” (1971: 395). Diferente a Saint-Beuve, para quien todo crítico lleva consigo un joven poeta muerto, Proust muestra que todo creador conlleva un joven crítico muerto o, mejor dicho, un crítico secreto que mira por fuera y vela en las fronteras de la creación. En los años sesenta Anthony Burgess, célebre como Philip K. Dick entre algunos nuevos por su distopía cincuentona A Clockwork Orange, concluye “What Now in the Novel” (1986: 153-156) con un aviso: “tal vez los jóvenes novelistas que maduran hoy en día serán alentados a experimentar con la forma y el lenguaje en la medida que hay poca esperanza futura para que la novela compita con otros medios masivos. En vez de tratar de convertirse en bestsellers, tal vez sean motivados por los consuelos del arte” (156). Todo lamento de posguerra sobre la muerte de la novela, desde Trilling hasta un ensayo de 2014 del inglés Will Self para The Guardian, “The Novel Is Dead (This Time It’s for Real)”, tiende a recurrir a las mismas ideas agotadas, combinándolas: la novela ha muerto o agoniza porque las nuevas tecnologías la hacen obsoleta, no sincroniza con los valores culturales que la rodean, o ya no tiene la capacidad de innovarse. Otra vez, lo que vale considerar no es por qué la novela sigue existiendo a pesar de esas alarmas, sino por qué sigue resurgiendo el argumento sobre su vida o muerte. En tales prevenciones sobre la muerte del género (en 2014 se preguntó si lo que ha muerto es el autor, hoy pregunto si son el criterio o el gusto), hay un par de aspectos cíclicos: 1) toda generación de novelistas no espera lo mejor de la que le sigue, por desazón o rivalidad insensata, o por no saber suficiente de la nueva, como sostengo en este libro; y 2) es como si muchos se imaginaran que el destino del ser contemporáneo está atado al de la novela. ¿Qué se hace entonces con estos “chicos”? Hablando de los feligreses de la posmodernidad, en un texto publicado originalmente en El Malpensante (marzo-abril 2002) Saer escribió: “en su chirle relativismo, los contrarios, si no siempre se reconcilian, existen en un plano de igualdad, de tal manera que, en su opinión, Isabel Allende y Juan Carlos Onetti, por ejemplo, son igualmente novelistas” (10). Si el sentir de Medina Reyes es representativo, el de Saer se aplica más a críticos que a narradores. Zambra, que en un giro borgeano de 2009 llamó a Levrero “Kafka, el uruguayo”, compara los soportes materiales y digitales en “Cuaderno, archivo, libro” (2013), y ficcionaliza sus argumentos en algunos relatos de Mis documentos (2014). En la versión de 2013 concluye:
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Es innegable, por otra parte, que los procesadores de textos sistematizaron la lógica del montaje. Algunos escritores piensan que la manera de ser o parecer modernos (o post modernos o post post modernos) es adoptar, en sus escritos, estructuras propias de los blogs, o de las chats. Pero hasta en los textos más conservadores se adivina el montaje: incluso si se niega toda fragmentariedad, incluso si, como hace Jonathan Franzen, se imita el paradigma clásico, el texto le debe más a la estética de las vanguardias históricas que al modelo del realismo decimonónico. Hoy más que nunca el escritor es alguien que construye sentido juntando pedazos. Cortando, pegando y borrando (251).
Como preveía Bartleby, cuando se hereda la oficina del maestro hay que trabajar mucho, porque los gustos y disgustos de los escritores, vaya sorpresa, son enigmáticos y sugerentes a la misma vez. Esas reacciones son parte del posicionamiento frente a la racionalidad, que según un narrador un poco mayor que Zambra, Martínez, ocasionan varios estancamientos, entre ellos la desconfianza en las grandes síntesis. Al nivel del discurso ficticio, las actitudes de la narrativa actual producen personajes folklóricos, “el típico personaje duro-irónico-noctámbulo-marginal-aunque no mal muchacho de la literatura negra norteamericana” (2006: 164-165). Otros narradores se quieren convertir en sus personajes, antes de crearlos, como se deduce de la actuación pública de Volpi y Fresán, entre otros. La imprudencia pública, por lo menos en Bolaño, no significó nuevos caminos para la rebeldía, sino una necesidad innata por decir lo que otros temían expresar. Para él la fama era un asunto de indiferencia casi completa que lo separó de su cohorte y sus ambiciones. Los exabruptos, actitudes y posturas de los nuevos no son siempre generacionales, y se deben conjugar con el significado de que prosistas chilenos populares tan diferentes como Antonio Skármeta y Fuguet (quien desde 2002 quiere quedar bien con los maestros que critica en otros momentos) hayan apoyado a Allende para el Premio Nacional en 2004. No se puede reducir el asunto a sexismo u objetividad al evaluar a ciertas narradoras como maestras (por adjetivos presuntamente sexistas como “normales”). En Sergio Pitol: los territorios del viajero (2000) —que incluye homenajes al gran maestro bisagra por maestros de varias generaciones, como Balza y Rafael Humberto Moreno-Durán—, Volpi, quizá sin querer, elogia lapidariamente a Pitol al decir “la obra maestra tiene de orfebrería, como demuestra el hecho de que cada página de sus libros solo puede haber sido escrita por él”. Compárese así la exactitud
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emotiva de las notas publicadas por Vila-Matas y Villoro al fallecer Pitol en 2018. A principios de los años setenta Asturias despotricó contra la “nueva novela” en varios ensayos recogidos después en Viajes, ensayos y fantasías (1981), sin mencionar autores u obras, aparentemente por no creer apreciada la labor precursora de su propia narrativa, que percibía como renovadora del trato de varios exotismos autóctonos. En los años treinta el olvidado Emar hablaba mal y abiertamente de sus contemporáneos y de los críticos. Han pasado treinta años desde la muerte de Cortázar (más de cincuenta de su Rayuela), el último gran escritor en reconocer a un maestro desconocido u olvidado, su compatriota Juan Filloy (1894-2000). Pero algunos nuevos que lo imitaron no consideran a Cortázar el gigante de la narrativa que se lo creía hasta su muerte, aunque les es imposible no apreciarlo como maestro de lo fantástico (Palou 2005: 198). Las pulsiones psicológicas en torno a los maestros y el parricidio no han cambiado, solo las estrategias generacionales y el contexto cultural en que se mueven, y es posible que ocurra lo mismo con Bolaño, a quien Volpi considera “el último escritor latinoamericano”, visión que hace pensar en cómo Volpi define lo latinoamericano, o en cómo desea ubicarse como el primer cosmopolita. El caso más trasparente acerca de esas tautologías es el de Fuentes, cuyo desigual La gran novela latinoamericana provee un canon arbitrario de sus novelas del siglo veinte y, como si ya se hubiera acabado, de algunas del actual, cuando las novelas huérfanas ilustran la dificultad de hacer que las del siglo veinte estén disponibles en el veintiuno. Su lista incluye a tres chilenos, dos mexicanos, dos colombianos y un peruano. Entre los chilenos no están ni Bolaño ni Zambra, reconocidos como los mejores de su generación. Es difícil determinar si el maestro mexicano es consistente con su mezquindad respecto a discípulos; o si su arbitrariedad se debe a no leer (como aseveró sobre el Bolaño que le hizo sombra), recurrir a recomendaciones de amigos, o si prefiere a narradores que lo elogian, como es el caso de Padilla y la mayoría de los que menciona. Si un maestro tiene todo derecho a ser impreciso y totalmente subjetivo, en el caso de Fuentes se suma un patetismo en torno a los discípulos que no se habría curado aunque le hubieran dado el Nobel. Luego de su muerte se anunció el Premio Internacional Carlos Fuentes a la Creación Literaria, y no sorprendería que fuera otorgado a uno de los discípulos putativos que iré discutiendo.
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Dejemos esas tautologías y consideremos que el marbete “narrativa de cambio de siglo” fue tan útil como otros que deambularon (sin caber en las historias literarias aprobadas) para referirse a los narradores que irrumpen cuando las aguas literarias finiseculares corrían con menos turbulencia. No es, como arguye Ludmer, que esas generaciones rompieron ruidosamente con las anteriores, especialmente en términos de sus maestros, hispanoamericanos o no. Desde los sibaritas años sesenta no se trata de alcanzar una madurez, independencia respecto a modelos, “agencia” o ser “ciudadanos del mundo”. Como afirma Gamboa, los nuevos narran desde cualquier continente, todo les pertenece y “tienen el mapa del mundo en su mesa de trabajo y se sumergen en él con gran desparpajo y propiedad, pues también la experiencia de la vida, hoy, es mucho más transnacional” (2015: 52). Aun con las venias (ficticias o no) a los maestros por los narradores del Crack, los “enterradores” mexicanos, o algunos antologados en McOndo, Líneas aéreas, Se habla español y los que no aparecen en ellas, se trata de ser original sin que se descubra huellas u homenajes a los avezados2. ¿Con qué autoridad se internacionalizan? Hay cierto borreguismo en el hecho de que los maestros admirados son solo los que les inspiran, o a los que creen parecerse; y es como que quieren verse en un museo de sus espejos, no en el maestro que desafía. Sin necesidad de ser categórico y más por su continuidad, es patente la presencia de dos vetas narrativas: 1) el nomadismo de varios tipos de nuevos exiliados y 2) los nuevos globalifóbicos sitiados en sus propios países. Como ocurrió con el indefinido posboom, que hoy tiene pocas adhesiones en el mundo narrativo o crítico, hay cadenas conceptuales inevitables entre esas vetas. Como cualquier otra, cada secta exhibe preferencias temáticas o cruces que cambian con los años, dándole alguna razón al neologismo “glocalización”; y lo que se desprende de cada veta no es difícil de fijar. Vale preguntar si con las posibilidades de “viaje” que ofrecen la red mundial y el turismo masivo el nomadismo llegará pronto a su fin como metáfora, especialmente 2 Así los triunfalistas exámenes nacionales La generación de los enterradores (1999) y La generación de los enterradores II (2003), de Ricardo Chávez Castañeda y Celso Santajuliana. Becerra concluye que el Crack busca conectarse con la literatura de los años sesenta para mantenerse en el circuito de la alta literatura, “en un proceso no exento de paradojas, la negación de antiguas marcas diferenciadoras de lo latinoamericano se erigió en seña de identidad común de estas propuestas en la línea de una era globalizada que desde hace tiempo conquistaba mayores espacios de influencia” (2014: 290).
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cuando los antiguos maestros y sus discípulos y lectores hacen caso omiso del tema. La irrupción de los nuevos coincide con la revolución cibernética, que también hace considerar cuánto importa el lugar desde donde escriben, como aseveran varios. Más que los mileniales que discuto, los nómadas (tendencia mundial de hoy) y sus personajes tienden a ser forasteros atrapados en los márgenes constantemente cambiantes de clase, valores e identidad nacional. Desfalcados entre ambiciones y memorias, aspiraciones y resentimientos, y descontextualizados, sienten que las líneas entre lo personal y lo político, lo privado y lo público, se borran continuamente. “Nómada”, que hoy no tiene una definición aceptada generalmente, implica un movimiento regular (sin escrúpulos, como el de Odiseo), y un estilo nómada puede surgir por muchas razones. Diferente a un escritor o un modelo homérico, el nómada que no es escritor no se preocupa del regreso, ni ve sus periplos como oportunidades para un selfie, por más que la crítica se enrede con tesis para equipararlos. El nomadismo es un arma de doble filo, en que algunos autores, generalmente autoexiliados en Europa o Estados Unidos (lugares en sí definidos por el cruce de sus exilios), retoman un cosmopolitismo temático frontalmente, con el resultado paradójico de que sus obras tienen poco impacto en el exterior donde a veces viven, como ocurrió con novelas traducidas de Volpi (En busca de Klingsor) y Padilla (Amphitryon, 2000)3. ¿Por qué? Porque la aventura verdadera en el nomadismo es intelectual, una celebración erudita de lo que se observa. Compárese ese nomadismo con la picaresca patética del inmigrante relatada en Paseador de perros (2009), del peruano Sergio Galarza (1976), o la metaficción de Roncagliolo, Memorias de una dama (2009), en que un joven escritor peruano de clase burguesa, inmigrante ilegal a Madrid, sufre contratiempos burocráticos que no se acercan a las condiciones que retrata Galarza. Juan Carlos Chirinos (1967), venezolano radicado en Madrid, “caribeñiza” su thriller ecológico y libresco Gemelas (2013) en esa capital, mientras su compatriota Méndez Guédez, también afincado en Madrid, hace que la joven espa3 Parte del problema son el apoyo editorial inepto y el grave desconocimiento de la narrativa hispanoamericana en el ámbito culto anglófono más amplio. Una nota inglesa en la red mundial sobre In Search of Klingsor, traducción de la novela de Volpi, dice: “Siempre es desalentador coger un libro que tiene notas elogiosas en la portada —¡especialmente cuando no conoces a la gente citada! (¿Quién es Guillermo Cabrera Infante?)”.
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ñola comprometida Begoña, de La ola detenida, se pierda en una alucinante Caracas chavista. Si esas novelas, y ahora El asesinato de Laura Olivo (2018), de Benavides, confirman de varias maneras la discusión anterior sobre Madrid como capital cultural actual, la autoficción Tiembla memoria (2016), de la costarricense Catalina Murillo (1970), abarca giros sexuales recientes al narrar sentimentalmente la vida de “Cata M. Botellas” en Madrid, desdoblándose e imaginándose como hombre. Por esa complejidad no se descarte la posibilidad de que algunos de ellos y otros se conviertan en “escritores internacionales”, etiqueta con que se recibe a los “boomistas” desde sus primeras obras. Piénsese, como contraste, en el cine de directores como Guillermo del Toro, Alejandro González Iñárritu y Alfonso Cuarón, cuyas películas no son “mexicanas”, y cómo el contener la fluidez cultural nativa les permite ser nómadas en práctica y concepto. ¿Pero eso los hace “extranjeros”? No es accidental que los nuevos narradores aparezcan en el momento en que la cultura interpretativa mundial de finales de los años noventa también se estaba dando cuenta del fenómeno del nomadismo. Eva Hoffman lo expresa de manera contundente: “el nuevo nomadismo es diferente de otras diásporas. Existe en un mundo sin centro, en el cual los trotamundos ya no siguen el rastro, o rastrean nuevamente un territorio dado, o buscan un lugar particular con significado simbólico. Si tomamos esa descentralización radical como una metáfora de una manera de ser o del yo, si reescribimos el desplazamiento como la posición favorita (que es la que mantiene en la teoría posmoderna), entonces el modelo no deja de tener sus propios costos, a veces altos” (1999: 57). Por esa precisión, hacer estos agrupamientos generacionales solo sobre su apetito nómada es diluir la calidad vertiginosa de éxodos históricos anteriores, no necesariamente artísticos. Con “globalifóbicos” me refiero menos a una temática restringida, u oposición al neoliberalismo o compromiso localista mal fundado, y más a una relación problemática con el mundo editorial e intelectual fuera de sus países de origen, que es el caso de varios argentinos más apreciados en España (Marcelo Luján, 1973) y de algunos autores andinos valiosos discutidos en capítulos posteriores. La paradoja es que hoy los globalifóbicos son más difíciles de identificar, porque se enlazan con otros grupos, como los nómadas que voy examinando. Como todos y cada uno de los discutidos, muestran desdenes,
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impotencias, impulsos, inclinaciones anímicas, preferencias críticas, reacciones emocionales o tensiones disímiles. Como prueban las biografías que Marías incluye en Vidas escritas (2002), los presuntos nómadas (piénsese en Darío) no lo han sido tanto, por lo menos desde el siglo veinte: el Lowry que viajó a México en verdad tenía miedo de cruzar fronteras, Rilke vivió en cincuenta lugares entre 1910 y 1914, Conrad y Nabokov escribieron obras maestras en inglés. Este, obligado al exilio por un trauma histórico, nunca se sintió “americano”, terminando su vida en la Suiza donde quiso morir el Borges que salía frecuentemente de Buenos Aires. Conrad, por su parte, rara vez se refirió a su origen polaco (quería un público mayor), a pesar de su pesado acento en inglés. Hablar de globalifóbico es hablar de los cruces conceptuales entre patriotismo, cosmopolitismo, emigración y universalismo, y debatir sus límites para la narrativa. La distinción entre nómada y globalifóbico se complica para el caso hispanoamericano con la narrativa cubana de la isla y del exilio, como explica Ambrosio Fornet en varias notas publicadas entre 2000 y 2005, en que recurre a términos como “latinounidense” e “ingleñol” desde la perspectiva “ellos” y “nosotros”. Más allá de esas divisiones está la pregunta de si hoy puede haber un cosmopolitismo genuino debido a los nacionalismos rampantes en los ámbitos anglófonos elitistas de los cuales surge la noción, aquellos que transforman la diferencia en similitud, en “ciudadanos globales” intercambiables. Por esto necesita matices la creencia de Kirsch de que “si nos entendemos como ciudadanos del mundo, entonces la novela debe captar [este] cosmopolitismo” (2016b: 25)4. Limitándose a algunos jóvenes narradores argentinos de los años noventa, y a una peculiar condición política y cultural de su país que le imposibilita despegarse de utopías vanguardistas, en Literatura de izquierda (2004: 29-35), por la que hasta 2018 entendía “demoler la sintaxis dominante [sic]”, Tabarovsky propone una reacción al canon impuesto por narradores “mayores” (acéptese el doble sentido) como Libertella, Rodolfo Enrique Fogwill y Aira, que a su vez producen una literatura que “escribe con Lamborghini contra 4 Según Kwame Anthony Appiah (1996: 21-29) “cosmopolitismo y patriotismo, diferentes del nacionalismo, son sentimientos más que ideologías” (23), porque escribir o leer no tienen nación u oficio nacional. Las notas de Ambrosio Fornet pertenecen al subcapítulo “Variaciones” (2009: 272-300), que previsiblemente no trata a ninguno de los nuevos narradores cubanos discutidos en este libro.
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Lamborghini, con Puig contra Puig, con Néstor Sánchez contra Néstor Sánchez” (2004: 35). Divide aquella reacción en jóvenes “mediáticos” y “serios” nacidos en los años sesenta y setenta, olvidando mencionar que Aira y Fogwill critican a Piglia, y este calificó a Fogwill de “escritor Coca-Cola” (¿por un premio que obtuvo, o por ser “la pausa que refresca” a la narrativa nacional?). Por los primeros, Tabarovsky entiende a los que planteaban “no lean mis textos, lean nuestra actitud” (2004: 29); por los últimos, algo menos transparente y no tan fácil de comprobar: “ya no el mundo del pop con sus excesos, su frivolidad, su ligereza; sino ahora la seriedad, el rigor, la sobriedad: lo mismo, pero aún más potable” (2004: 31). Los excesos sin maestría crecen y se codifican junto a su contenido, permitiéndoles ser a la vez intolerables y lugares comunes: la nueva sensibilidad de la que hablaba Susan Sontag en los años sesenta. Como resultado, Tabarovsky desprecia a los serios —de ellos solo menciona obras, y aparte del “mayor” Mempo Giardinelli, Martínez y Gonzalo Garcés (1974) serían los más conocidos fuera de su país— por aliarse a lo “retrógrado” de una tradición literaria nacional: cierta corrección estilística (2004: 32), como si los momentos de crisis requirieran un regreso a los clásicos o excluyeran el humor. ¿Pero qué distingue lo que Tabarovsky cree novedoso de la “nueva sensibilidad” de Sontag, concentrándose en los modos pluralistas, voracidad, conciencia de la Historia, alta velocidad y lo frenético? Está en entredicho que no hay tradiciones nacionales únicas que definan a los nuevos clásicos, porque son parte de una procesión de influencias (Cândido), y no se soluciona el asunto con bifurcarlos como “desterritorializados” o “multiterritorializados” u otra inflexión de extraterritorialidad porque, si se puede creer que los nuevos narradores radicados en España quieren confrontar esa disyuntiva, no se la puede aplicar a los que se han quedado en el continente (véase Esteban/Montoya 2011). Abad Faciolince provee una solución ingeniosa en La Oculta (2014) al permitir leerla como un tratado sobre la hipersensibilidad actual en torno al arte, las clases sociales y su relación con la historia nacional, la ecología, el efecto de los lazos familiares (y la sociedad circundante) de la economía, las nuevas colonizaciones, el racismo, la relación campo-ciudad, la sexualidad fluida y la sociedad que la define. La intuición que domina en la novela es que no se sabe si esa hipersensibilidad va a resultar en mejores libros o en censura. Según Tabarovsky, la literatura de esos serios no peca de exceso y “excluye la paradoja, el non-sense, lo inacabado, los contactos subterráneos” (2004: 33).
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A pesar de tener cierta razón para su literatura nacional, cuesta transferir su tipología —aunque no crea que lo es, y admita que no todos encajan en ella (2004: 35)— a narradores de generaciones intermedias, olvidados y opacados, como los revisados en el tercer capítulo, o a los mileniales discutidos en este libro o, mejor aún, a un maestro del exceso disciplinado que tenía a la mano: Bolaño. Tabarovsky, afrancesado estructuralista en estas fechas, quiere un tipo de novela de lenguaje que no sea una imposición o forma de poder que traicione a la obsesión argentina con una difusa vanguardia, y no puede dar cuentas sin admitir que esa forma es la novela. Lo probaría una lectura del maestro Vila-Matas, Gamboa, Volpi y Valencia, y con bases similares se podría establecer una dicotomía para la mayoría de la joven narrativa continental. En este contexto es notable que otro narrador de esta generación, Fuguet, uno de los menos formales según estos criterios, también hable de escritores “serios” en varios textos de Apuntes autistas, sin comprometerse a definir lo que significa esa calificación para él. Años después (2017: 4), sin especificar qué es vanguardista, entre los autores representativos de su país que rondan los 40 años, Tabarovsky escoge a Almada y Harwicz, más “realistas” que vanguardistas. Vale entonces detenerse en la extensa y preclara reacción de Martínez en su libro de 2005 a los postulados de Tabarovsky, porque los debates autogenerados por criterios literarios no apuntan a aumentar las ventas, y es generalmente más saludable que varios narradores y críticos ocupen el centro de ese debate que un solo premiado. El deslizamiento conceptual que Martínez ve en el libro de Tabarovsky es “confundir, limitar el concepto de vanguardia a [estos] experimentos ‘exteriores’ de tipo formal, identificar ‘lo nuevo’ con una cierta tradición de innovaciones o más bien, de desmantelamientos” (163) y, diferente al crítico, cree que por obviedades fatigantes “la cuestión del mercado es para el verdadero escritor una no cuestión” (168, énfasis mío). Expandiendo su réplica a tres problemas intrínsecos o estructurales de la academia, sin el mandarín Foucault, concluye que el ejercicio del poder “es típicamente argentino y algo patético […] la endogamia y tráfico de favores entre escritores y críticos” (170). Se puede aplicar esas condiciones a varios países, pero lo importante es notar cómo Martínez, sin la lógica borrosa del matemático que es, refuta convincentemente el izquierdismo novelístico e interpretativo por el que aboga Tabarovsky: la falta de correspondencia entre su “teoría” compro-
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metida y su práctica, de lenguaje convencional “que recuerda durante toda la novela el modo casual y liviano de César Aira” (184). Martínez refuta las aversiones de Tabarovsky y su preferencia de “abstracciones”, mostrando que no considera el peligro de trivialidad, ni ningún otro doble filo (189). Apoyándose en David Lodge y su estudio de la conciencia y la novela, Martínez socava el argumento de Tabarovsky refiriéndose al papel precursor de novelistas de Occidente; y termina con el “caso Aira” y su endiosamiento, proponiendo que después de leer sus “cien mil novelas” algunos escritores “permanezcan ateos y pasen de largo, sin animosidad” (204), porque en su narcisismo posmoderno “les da todos los gustos y ningún disgusto” (205). Es revelador que en una actualización de 2014 de sus nóminas, Tabarovsky no le conteste a Martínez, y solo aluda a él, afirmando que “lo más interesante de la narrativa argentina reciente escapa del realismo ramplón, no son triviales novelas de intriga ambientadas en Oxford, no retoman los lugares comunes de las novelas sobre dictadura y desaparecidos, no son textos pasteurizados y very typical listos para integrarse a la ‘literatura internacional’” (2014: 21, énfasis mío)5. El peruano Diego Trelles Paz (1977) resume esos vaivenes latinoamericanos con mayor claridad: “la muerte del escritor comprometido supuso el triunfo del cínico. La retórica compulsiva del primero fue reemplazada por una mesura impostada que, en adelante, solo servirá para encubrir los silencios estratégicos del segundo. El nuevo autor no solo rechazó cualquier toma de posición ideológica escudándose en la pureza del arte narrativo, sino que su lento y penoso adiestramiento le permitió, ante todo, enmudecer cualquier tentativa de opinión que desafíe la institución literaria y, por extensión, la política” (2015: 12-13). Los estratos de Cárdenas complica bien esos temas, junto al de la institucionalización del arte literario y plástico; aunque no siem5 En “Literatura argentina reciente: cuanto más marginal más central” (Letras Libres, xvi.191, noviembre de 2014, 16-21) Tabarovsky, que a pesar de preferir las abstracciones rechaza la “metaficción académica y previsible” (19), escoge autores nacidos en los años setenta, conectando su presencia a editoriales nacionales independientes o pequeñas, ignorando el azaroso cálculo de la apuesta por ellas de parte de Aira. Similarmente subjetivo, aunque optimista, es su “Mucha vida después de Borges” (2-3), del número dedicado a la Argentina por Babelia (1 201, 29 de noviembre de 2014). El texto completo de Martínez es “Un ejercicio de esgrima” (2005: 158-208). El quiebre con el mercado y el tono pesimista son subtextos principales de estas discusiones, contextualizados sucintamente por María Paz Oliver (2014: 167-180).
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pre respecto al “poder” y las tensiones derivadas del valor de mercado versus el valor simbólico, porque en Cárdenas una trivialidad real no deja de ser lo que es, y porque su reconstrucción ficticia sugiere inteligencia artificial más que emocional. ¿Cómo se llegó a esa dicotomía? La historia literaria hispanoamericanista que supera el entusiasmo por lo “nuevo” no superó los encasillamientos antiguos. Las divisiones que propongo son fluidas, no por el relativismo circundante sino por la insólita y febril actividad que define al mundo intelectual nacional y editorial de los nuevos. Lo que sí comparten es una conciencia mayor de sus modelos; y si son pintores de la vida contemporánea, no de la posmoderna, vale distinguir ante los límites del arte y la crítica prohibitiva de él, si se trata de una apropiación perezosa o de reflexión pertinente. La narrativa del cambio de siglo y lo que va de este, a pesar de participar de una cultura popular mediatizada o digitalizada, pretende definirse preferiblemente como intelectual, diferente a Allende y autoras similares y sus reivindicaciones folletinescas, o de la literatura “poscomprometida” de Skármeta, Dorfman, Sepúlveda y otros que ocasionaron referirse a la “nueva novela referencial” y que no pueden abandonar el banquete del progresismo, definido más por el progreso del escritor mismo. En un artículo de 1977, Ana María de Rodríguez trata de definir la novísima narrativa de entonces según la práctica de Sarduy, Luis Britto García y Balza, y remite a la autopercepción de Skármeta, para quien “hemos llegado al limite de nuestras posibilidades narrativas con […] la postulación de una marginalidad critica frente al sistema capitalista” (66). La diferencia desde entonces es que esos venezolanos no se estancaron, y criticaron el sistema literario de manera novedosa, influyendo en connacionales como Chirinos y Méndez Guédez, mientras que Skármeta sigue estancado en las contradicciones de su práctica, fuera de Chile. Los esfuerzos por diferenciarse habitualmente fallan, aun cuando algunos nuevos “nuevos” pueden haber experimentado momentáneamente cierta visibilidad instantánea (Fuguet, por ejemplo), similar a algún autor del primer boom de los años sesenta, y no solo porque la literatura popular (la romántica, de crimen, horror, aventura, ciencia-ficción, y más y más de novelas gráficas) existe desde mucho antes, y los debates sobre ella, como con otras literaturas “serias”, tienden a ensombrecer otros valores. Como muestran varios nuevos, el miedo a la fama o fracaso produce la ansiedad de sacar obras inacabadas que
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no debían publicar, y no se debe descartar cómo contribuye a esa condición la mercadotecnia. Un desarrollo notable entre la narrativa actual y sus antecesores es que estos adquirieron su fama local con sus primeras obras, todavía las más conocidas; mientras que se aclama a los jóvenes por novelas recientes, y sus primeras son relativamente oscuras, como las de Volpi. Cortázar manifestó en varias entrevistas que el boom fue solo un buen principio, no un certificado de madurez. Él y sus contemporáneos hicieron sus primeras obras solos, escribieron lejos de editores, y entre estos los europeos (y luego los estadounidenses) celebraron el boom solo al darse cuenta de que vendieron bien sus primeras ediciones. No se llegó a esa etapa sin esfuerzos de promover esa agrupación entonces nonata, como consta en las cartas de Cortázar a Paco Porrúa. Entretejer buena literatura, popularidad y convertir escritores en miembros de un grupo diseñado especialmente para ellos, señala Xavi Ayén, permite que Cien años de soledad, obra de un autor semidesconocido, se agote casi en su misma aparición, progresión que no se explica sin una fuerte expectación creada previamente (2014: 62). En 1981, en “La desgracia de ser escritor joven” (1991: 153-155), sin ningún virtuosismo García Márquez se apenaba de que los jóvenes escritores concursaran con “entusiasmo casi pueril” en concursos literarios nacionales en que en verdad, y paradójicamente, salen perdiendo al ganar. Según el maestro, y sin mencionar a ningún narrador específico, con esos premios la editorial “no solo comete un atraco contra el escritor novato, sino que es este el que le sirve al editor para enriquecerse más con el menor esfuerzo” (155). Hay otra lección en su conclusión: “no hay desgracia más grande en este mundo que la de ser escritor joven. Sobre todo en estos tiempos infaustos en que está de moda ser famoso” (155). Ese mismo año, un Aira poco conocido polemizó sobre cómo distribuir premios y sanciones en “Novela argentina: nada más que una idea” (1981: 55-58), nota que no ha recogido. En “Tesoro moral para el crítico joven”, Serna añade una advertencia cínica: “adula con moderación al novelista funcionario que te dio un puesto de aviador. Hazle sentir que no escribirá su obra maestra hasta que te suba el sueldo” (1996: 141). Ambos escritores quieren decir que en una industria inestable, motivada comercialmente, parte de ser un escritor es el esfuerzo constante por encontrar cómplices talentosos. Como arguye Sontag, en un ensayo de 1980 sobre Elias Canetti, es necesario que los admiradores talentosos superen la avidez para identificarse
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con algo superior al logro y a la recolecta de poder. Aquellos se olvidan de que no es la obra como tal la que le acarrea fama a un narrador, y que tal vez la mayor ventaja de los concursos es engendrar discusiones sobre ciertos valores y la política cultural subyacente. Es decir, la grandeza de un autor no radica en que publique su narrativa fuera de su país, contraste que merece atención. Britto García, ya en los años setenta maestro venezolano del desplazamiento genérico armado con cultura popular, propone que sentimos que la compleja narrativa que tiene como temática la canción popular y sus maestros es profundamente hispanoamericana “porque de su jardín están excluidos gringos, yuppies y dependientes de sucursales literarias” (1999: 102). No se trata de xenofobia, porque “donde quiera que hay batalla aparecen los ídolos” (1999: 103). Más bien, añade, “el pedestal de esta industria es la pasividad del fanático, de la cual se alimenta la sacralización del ídolo. Fanático e ídolo son, por qué negarlo, un nuevo avatar del tema del doble, que lleva consigo la mecánica de la sustitución del uno por el otro. En efecto, el ídolo es venerado porque nos presta su voz; porque realiza la incumplida promesa que formularon intelectuales, mesías y políticos” (1999: 99). No deja de ser importante que la palabra griega calcada por la voz española signifique “imagen”. Como dice el narrador de Los ídolos (1953), la novela dentro de la novela del mismo título de Mujica Lainez, “debemos defender a los ídolos que creamos, para defendernos a nosotros mismos, para no desesperarnos”. Ante estos autores y su Mester de Nueva Rebeldía vale preguntarse si puede haber una narrativa colombiana sin García Márquez, una peruana sin Vargas Llosa y Alfredo Bryce Echenique e incluso una mexicana sin Fuentes, aun cuando allí el chovinismo y la cerrazón han causado estragos. En ese contexto, hoy por hoy, por obra y recepción, Vásquez se posiciona más como heredero de García Márquez. Sin embargo, la sombra de esos maestros no es nacional, y Padilla —con Volpi, el miembro más visible del Crack— en un momento quiso demostrar públicamente que podría escribir narrativa como la del colombiano “en cinco minutos” y que sus intereses temáticos eran más “universales”. Vale preguntarse, como en todo Occidente, si en esos desafíos no se olvida la conexión entre los nuevos y una solución cosmopolita común que ya habían encontrado los antiguos maestros desde Darío: ubicar mentalidades y personajes latinoamericanos en Europa, como hacen Bryce Echenique, Wilcock en
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Los dos indios alegres (1973) y hasta García Márquez en Doce cuentos peregrinos. Ese estar en varios mundos a la vez, especialmente entre Hispanoamérica, París y Madrid, condujo al matrimonio conceptual sobre la literatura hispanoamericana traducida, como explico en el último capítulo. También hay que tener en cuenta, como recuerda Bessière, que una novela como 2666 es un rechazo del tipo de simbolismo unitario propuesto por Cien años de soledad, porque “le roman ne dit pas la recherche d’un hábitat, d’un accord avec le monde, mais cette médiation selon le hasard, qui entrâine que les intentionnalités humaines deviennent manifestes et entrent en correspondance” (2010: 100). No es menor la narratividad con que construyen Europa autores como Monterroso y Ribeyro en su no ficción, ni tampoco se puede descartar la “deseuropeización” de Flora Tristan y Gauguin en El paraíso en la otra esquina de Vargas Llosa. Como señala el peruano Jorge Eduardo Benavides (1964), uno de los postreros narradores radicados en España, la inmigración y sus meandros no es el motivo principal de su literatura, porque “sin la aureola de prestigio que supone el exilio político ni el crédito de la inmigración académica, escritores mexicanos, bolivianos, peruanos, se buscan la vida en los mismos trabajos que gran parte de sus paisanos y se instalan así en idéntica situación que ellos” (2008: 15). En esta década, con las crecientes crisis inmigratorias mundiales, vale preguntar cómo se complicará la situación que describe Benavides. Así, en lo que toca al cosmopolitismo y exclusión, Aínsa habla de una estrategia de exilio permanente entre los nuevos, sin ser una opción desgarrada o traumática. Seguimos dando vueltas, y si las generaciones inmediatamente anteriores a la actual hacían “literatura por literatura” para encontrarse a sí mismas dentro del laberinto de las novelas totales que las sobrepasaban, las de hoy continúan esa búsqueda, pero aprendiendo de los errores anteriores, procedimiento natural en todo agrupamiento nuevo. Pero Ilan Stavans, mexicano de nacimiento, frecuentemente expresa como novedad que el escritor latino de Estados Unidos “viene hallando su sitio” en ese país, buscando otro nativismo. El lugar del escritor o del mortal que sea no se descubre, se encuentra. Buscar el lugar, actitud de ingenuo adolescente, es eliminar la relación que uno mantiene con el espacio, patentemente imposible. ¿Entonces en qué se diferencian los narradores actuales de los anteriores? Una respuesta yace en un manejo más suelto de la técnica, porque incluso en la narrativa de Vargas Llosa, especie de Mick Jagger de la novela todavía admi-
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rado por numerosos jóvenes, se nota mecanicismo en la pericia de alternar espacios y tiempos en los capítulos de sus novelas recientes. No obstante, según Bessière, lo contemporáneo tiene una pluritemporalidad que no encaja solo con la individualidad o colectividad y, por ende, requiere una antropología que las supere (2010: 134-146). En esas percepciones los maestros hispanoamericanos de los años sesenta parecen desaparecer o son remplazados por los de Estados Unidos y Europa, como cuando los jóvenes se apegan a algunos estudios teóricos sobre narrativa. Ese desarrollo queda constatado en la magistral novela corta Basura, de Abad Faciolince. En ella (examinada a fondo en el penúltimo capítulo), el narrador tiene acceso accidentalmente a la prosa que un novelista vecino ha echado a la basura; y entre otras obsesiones de su lectura de esos textos, se dedica a descifrar las implicaciones del “yo mentiroso” de su vecino y a hacer de crítico literario (sin llegar a ser un intelectual público), con las consecuentes digresiones, panegíricos, alegatos, subterfugios y sarcasmo que ha merecido ese oficio. Para el protagonista (cuya vida en Medellín es un relato de culturas naufragadas) de Basura, como para su narrador, la escritura es un antídoto para la entropía de permitirse sus caprichos. Autores como Abad Faciolince y, en un mayor grado, Aira y Bellatin, trabajan con un método que en otros menos expertos o agotados por su tradicionalismo (incluso en autores posteriores al boom) se vería como una falla en toda novela sumisa al arte del autor. Me refiero al hecho de que, por lo general, en sus novelas las incidencias de la trama no se suceden de acuerdo con la naturaleza insólita de los personajes o con la intromisión de lo que con un neologismo anglófono recuperado se llama “autobiograficción”. Este término nada posmoderno fue acuñado en 1906 por el inglés Stephen Reynolds, en un ensayo homónimo que identifica los tipos de híbridos que se pusieron de moda en el cambio de siglo más reciente. Según ese “método”, la fábula en esos autores se contradice continuamente para justificar coincidencias inverosímiles, logrando con el placer por narrar que los lectores terminen aceptando el desafío. Abad Faciolince, en una entrevista en El Tiempo del 4 de diciembre de 2008, asevera que su libro de relatos Amanecer de un marido es “completamente autobiográfico”, y precisa: “y como si esto fuera poco, también fui asesinado hace poco por sicarios”. Esa alteración de la solemnidad reverencial o piadosa con ráfagas de energía o humor, como explico en los capítulos que siguen, permite establecer grandes diferencias entre algunos autores mayores
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(de edad) rescatados en años recientes por editoriales españolas y los nuevos que no han tenido el apoyo que siguen buscando asiduamente los primeros. Compárese la acepción de Valencia en “Diez años después”, posfacio a la tercera edición de El desterrado (2013): “todo lo que yo no había vivido pero pulsaba en mi entorno, todas las respuestas que no pude encontrar en los libros ni en los relatos familiares o en sus silencios o dilaciones, quizá porque no existen las respuestas que uno espera, pedían su única forma posible: la interrogación de una novela” (378, énfasis mío). El recurso que discute es el papel de la Historia, la tradición y la autobiografía en su escritura, y precisamente por no tratarse de un tema nacional sigue siendo polémica en Ecuador. Para él, “una novela combina la autonomía de su historia y de su forma sin olvidar la experiencia del escrito, aunque sin dramatizarla, sin perder su dimensión novelística…” (380), su inmediatez mimética o soberanía como forma. En ese talante lo acompañan Abad Faciolince y otros que han salido de sus países, mental y físicamente, sin abandonarlos, como Joyce. Esa actitud de enriquecer y expandir la literatura sin clichés que dependan de la emigración, globalización, poscolonialismos y tecnología como fuerzas centrales de la “movilidad cultural” (noción de Stephen Greenblatt) no es homogénea en el continente, porque ya no existe la inmovilidad cultural y dramática división de la lengua que Barthes y otros notaban durante los años setenta, cuando una parte del lenguaje no era entendida por el Otro. ¿Cómo afecta a esos designios que algunos autores decidan no legitimarse o resucitar o alentar su recepción buscando contactos “primermundistas” o enchufes y palancas de los maestros? Otros “casos” principalmente argentinos El tema anterior da para tesis doctorales y el aburrimiento que comportan. Para explicar esos contactos y complicar otros temas aliados no hay mejor prosista que el prolífico Aira y su obra descubierta tardíamente en España (y conocida por lectores selectos en Estados Unidos e Hispanoamérica). Parte de la respuesta —complicadamente autoficcionalizada— se encuentra en su prosa de cambio de siglo; en la “ficción” de Las curas milagrosas del Doctor Aira (1998), Varamo (2002), El mármol (2011), el comienzo de El ilustre mago
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(2013); en los “ensayos” Copi (1991), Las tres fechas (2001), Pequeno manual de procedimientos (2007, disponible en portugués), las nociones fragmentarias de Continuación de ideas diversas (2014b), sus traducciones de ensayos de Raymond Chandler (relacionadas a sus nociones sobre la narrativa policial en Continuación de ideas diversas), su idea de que “la novela policial es por excelencia lo que no se relee, ya que es su propio spoiler, y el lector se saca de encima esa duplicidad temporal que constituye a los clásicos” (2016: 9), algunos prólogos a maestros muertos y en el criterio de selección para su Diccionario de autores latinoamericanos (2001). Tan problemático como decidir entre calco, copia, duplicado, falsificación, homenaje, imitación, paráfrasis, reliquia, plagio o préstamo, es creer que asociarse con los maestros tiene maleficios y beneficios, o que sus espaldarazos habitualmente hiperbólicos (Fuentes) aseguran el éxito artístico o comercial6. Fechas, nombres, precios o procedencia prometen un territorio firme cuando las falsificaciones aumentan la sospecha de que la narrativa actual es una estafa. No es el caso de Aira, cuya narrativa se nutre de especulaciones sobre ella misma. Así, en El congreso de literatura (1997) emplea el pretexto de clonar a Fuentes para armar un discurso doble. Uno de ellos gira en torno a cómo los Maestros no tienen la culpa si no hay talento en el discípulo; el otro sobre la musa (Amelina en la novela), que si no es maestra es frecuentemente más importante para el narrador protagonista (el “Sabio Loco”), a quien solo le interesa su Gran Obra, su ensimismamiento, e ignora congresos literarios parecidos al que ha acudido en Venezuela. La semejanza con Locus Solus (1914) de Roussel —para Vila-Matas la obra que le enseñó que en la novela era posible todo—, en que el científico loco Martial Canterel guía a sus colegas a través de sus inventos y tableaux vivants dementes, es casi inevitable. Pero a un nivel conceptual cualquier epistemólogo diría que no se puede representar al sabio en una novela, por el problema de la completitud. 6 Así García Márquez (“Este es uno de los autores colombianos a quien me gustaría pasarle la antorcha”) a favor de Franco, en la edición estadounidense de Paraíso travel; Vargas Llosa para Bayly y otros; o, para Bellatin, Pitol y Bryce Echenique. Este, Ramírez y Balza apoyan a Méndez Guédez, cuya extensa Los maletines (2014) debería tener una recepción mayor. Distancia de rescate (2015) de Schweblin, cuya traducción al inglés fue finalista del Man Booker International Prize 2017, tiene notas de Alarcón, Bellatin y Vargas Llosa; y La forma de las ruinas una franja del peruano que reza: “Una de las voces más originales de la nueva literatura latinoamericana”.
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Traduciendo la Gran Obra a la Gran Novela, se puede argumentar que, diferente a Aira, la Gran Novela Hispanoamericana, sus candidatos, o intentos y gestos desesperados por lograrla, históricamente han requerido peso, gama, verosimilitud y popularidad, o que un autor como Coetzee (que al pasar parte de su vida en Argentina pone en perspectiva la importancia del poderío del inglés) diga, con base en su reseña de 2017 de la traducción, que Zama (1956) de Antonio Di Benedetto quizá sea la Gran Novela Americana, aunque los estadounidenses la ignoren. Aira, tan interesado en el arte forastero o de vanguardia, no nota que la Gran Obra o Novela es una versión operática de lo que todo arte quiere hacer: aclarar la complejidad, estructurar la experiencia del caos, transformar para siempre un mundo confuso, por subjetivo que sea el calificativo. Consecuentemente, en La cena (2006) presenta una enumeración caótica de rarezas que, al pasar la narración de una cena formal a una de zombis que se comen a los aldeanos, se convierte en parábola llena de ironía sobre los “malditos” lazos existenciales y predominantemente económicos que atan la historia al presente en comunidades como la del autor empírico. Tales novelas habitualmente se quedan en el Gran Borrador. En Una de dos (1994), traducida al inglés en 2016, el mexicano Daniel Sada (1953-2011) logra más con el mundillo pueblerino, porque —diferente a Aira— las interjecciones del narrador no distancian al lector de las protagonistas Gloria y Constitución. Parodia e ironía se entrelazan al diluir el magisterio de Fuentes en Celebridad y Genio, no como Escritor. La clonación del Maestro, insinúa la novela de Aira, contiene una atracción. En Lessons of the Masters (2003) Steiner sostiene que “el erotismo, encubierto o declarado, fantaseado o representado, está entrelazado en la enseñanza, en la fenomenología de la maestría y el discipulado” (26), y que no puede ser de otra manera. Aira ha dicho que no le gustaría ser un clon de Fuentes, que no querría que le pasase nada de lo que ocurre en sus libros, porque su escritura “se trataría entonces de una especie de exorcismo para que no me pasen esas cosas horribles y estrambóticas que suceden en mis libros” (Carrión 2004: 6). Si la novela es exorcismo también es orgullo desmedido, y Fuentes se desquita del insolente homenaje con cruel ironía en La silla del águila (2003), haciendo que Aira reciba el Nobel de Literatura, guiño que revela cómo el mexicano cuida su imagen y su visión de la narrativa argentina sin Borges, cuando la contemporaneidad de aquella es imaginable sin
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Macedonio, Marechal y Girondo7. La relación no termina, se aprovechan las editoriales y una nueva edición (2009) de El congreso de literatura tiene como portada varias fotos de una misma imagen de Fuentes. Una actualización puede ser el filme argentino El ciudadano ilustre (2016), que con desastrosa comicidad y guiños metaliterarios muestra cómo el prestigio del Nobel (Aira estuvo entre las apuestas de 2017) no es una terminación, sino un reconocimiento de que el escritor (exiliado en este caso) cumple con las expectativas de un establishment, no de su origen, aunque sus coetáneos lo quieran convertir en estatua. Hay perspectivas similares en películas como El autor (2017), basada en la primera novela corta de Cercas, El móvil (1987), con un déspota profesor de escritura creativa que exige “captar la realidad” o “hablar de lo que conoce”, y en The Ghost Writer (2010), thriller político mal traducido como El escritor. Con el mayor Aira, perteneciente a los recientes por descubrimiento algo tardío, surgen varias interrogantes que sirven de contrapunto para evaluar la narrativa “nómada” que surge desde España, entre ellas si el talento precoz no mantiene el vigor para pulir sus habilidades y llegar a un nivel de madurez. ¿Es necesario que el maestro no sea contemporáneo, connacional o no haya vivido fuera de su país, como el argentino?, ¿debe el nuevo maestro hacer venias a los suyos, o ponerlos en perspectiva; es contraproducente que el maestro no se haya exiliado o creado su obra fuera? Es más, ¿qué ocurre cuando el maestro, establecido en su país, publica en editoriales a las que no tuvo acceso, por la razón que sea? Las fallas de la narrativa pueden ser numerosas, y no todas son de artesanía. Lo que es artesanía para Onetti o Vargas Llosa es muy diferente para Borges o Donoso, y lo que vale como ella para Gamboa y Volpi debe ser diferente a lo que era para Bolaño. O sea, no hay un arte de la ficción que se pueda enseñar. A veces los escritores no escriben el libro que debían escribir porque se atascan escribiendo el que pueden vender, y en ese defecto las editoriales, los mal contratados y pagados autores de informes de lectura y, finalmente, los lectores, comparten la culpa. Con varios nuevos autores establecidos en el mundo editorial español como Valencia, Benavides, Fresán, 7 En una nota sobre una biografía de Borges, Guy Davenport arguye que toda la literatura argentina se reduce a Sarmiento, Güiraldes, Martín Fierro y algo de W. H. Hudson, cuestionando la trillada dicotomía de un antes y después de Borges, con alguna excepción reciclada por narradores y críticos nacionales (véase Davenport 2004). Para Piglia la vanguardia [sic] argentina yace en Saer, Puig y Walsh, idea que Aira y Tabarovsky cuestionarían.
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Méndez Guédez y Chirinos, Iwasaki, Pron, Villalobos; y otros como Franz, Villoro y Vásquez que pasan varios años yendo y viniendo de ese país, ¿basta llamarles “transatlánticos”, como si hubieran quemado naves o no importaran autores de la costa del Pacífico? Bellatin, por ejemplo, residió buena parte de su vida en el Perú, se fue a estudiar a Cuba y se ha establecido en México, donde nació. Por lo general no habla de su origen nacional, y sus novelas supeditan los referentes “hispanoamericanos” y la temática que se construye con ellos. ¿De dónde son estos narradores, o importa su origen? No es que Hispanoamérica les quede chica, sino que el mundo es de ellos y es más grande; de la misma manera que el mundo hispanoamericano sigue siendo un “otro” para el europeo o estadounidense. Es una visión antropológica falsa que en el peor de los casos, como repite Villoro (quizá mejor ensayista que novelista) de varias maneras, “busca en nuestro arte una ‘denominación de origen’” (2004: 70). Así, en Poeta ciego (1998) de Bellatin las lecturas impuestas por la secta del personaje homónimo son Anna Seghers, Woolf, San Agustín, Tolstói, Thomas Mann y la Paideia de Jaeger, sin la mínima mención de algún maestro hispano. Y, según la narración, si no se lee esas obras o no se sigue los métodos pedagógicos de la secta hay graves consecuencias, como las que sufre “la Extranjera Anna” al final de la novela. Las tramas de las novelas de Bellatin lo convierten en un M. C. Escher de la lengua española. Decir que funcionan con una credibilidad completa es sobreestimarlas; una como El gran vidrio: tres autobiografías (2007) concluye abogando por la necesidad de eliminar todo rastro del pasado, negando todo cronotopo identitario, algo así como la vergonzosa brecha entre la imagen heroica de Marx y la realidad de su intransigencia. Vila-Matas, alusivo como Bellatin o Aira respecto a Duchamp (véase Granés 2011: 44-49), dice en Kassel no invita a la lógica: “me había prohibido reírme sistemáticamente de cierto arte de vanguardia, aunque sin perder de vista que tal vez fueran una pandilla de ingenuos los artistas de hoy en día, unos cándidos que no se enteraban de nada, unos colaboradores del poder que ni siquiera se percataban de serlo” (46-47). Esas historias nunca se salen de sus propios rieles y suelen ser pretextos para mucha chanza aguda. Lo que está en juego —visto Bellatin desde Elizondo y Sarduy en un admirativo intercambio entre maestro y discípulo— es la infinidad de la alteridad, la doble lectura y una afinidad con el
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“gurú” más que con la desacreditada visión romántica del autor como genio aislado que puede enseñar algo. No por nada Sada —considerado un maestro “barroco”— escribió un prólogo sobre Elizondo afirmando que es impensable la literatura mexicana moderna sin su influencia8. Llámese peso del pasado, ansiedad o angustia de la influencia, o la figura debajo del tapiz, a pesar de la falta de menciones directas los maestros y sus obras resucitan en la narrativa de los nuevos, por más que cambien referentes. Si hoy pesan más para los autores nómadas, uno de esos primeros héroes, Wallace, que se quedó en su país, notaba en un largo ensayo (reproducido parcialmente en Harbach 2014) las limitaciones del futuro ficticio. En “Fictional Futures and the Conspicuously Young” (recuérdese que daba clases en talleres de escritura) desarrolla la idea de que la narrativa de sus contemporáneos sufre de “(1) nihilismo de tienda cara […] (2) realismo catatónico, alias ultraminimalismo, alias Carver malo […] y de (3) hermetismo de taller […]” (2012: 39-40). Esas limitaciones terminan en regresiones infinitas cuando el discípulo dice “mi maestro era sutano o mengano”. Otros esquivan el asunto. Con Bellatin, por ejemplo, es difícil precisar esas apariciones o presencias, y sus maestros serían Sade, Bataille y Elizondo. Vale examinar qué relación tendría con el Blaise Cendrars de La Main coupée (1946, comenzada en 1918, después de que perdió la mano con que escribía), parte de la tetralogía en que lo autobiográfico, el espacio, el tiempo y el trauma se empalman cinemáticamente. Si se añade el original de Moravagine (1926), novela nihilista de humor negro narrada por un psiquiatra con una sola pierna y editada por un “Blaise Cendrars” con una mano (más un inédito y posfacio de cómo escribió Moravagine), se entendería al Cendrars real. Como en Bellatin, no se puede saber si en esas obras confronta la “escena primaria” de su escritura, quizá porque el nihilismo hispanoamericano es Véase Sada 2009. Quesada Gómez ve a Elizondo (135-184) y Sarduy (185-246) como precursores inmediatos de la metanovela hispanoamericana del último tercio del siglo xx; pero infravaloriza su valoración de Macedonio (102-131), supeditando las conexiones de este con Aira, que junto a Zambra el más metaliterario de los actuales. Por su parte Bellatin, otro autor metaliterario, es constante en la vaguedad de sus comentarios sobre su obra y la literatura, banalizando su teoría y práctica. Véase López Alfonso 2015 y el dossier que le dedica Cartón Piedra (138, 8 de junio de 2014, 14-21), en que Bellatin le contesta a Víctor Vimos (14-16) con tautologías inferiores a su escritura. Varios números de Buensalvaje tratan temas similares en Bellatin, Aira y otros. 8
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otro. Así, cuando Gamboa se refiere a una “novela nihilista” sus muestras son el bestseller de Jaime Bayly (1965) No se lo digas a nadie (1994), que retrata la homosexualidad de una oligarquía abúlica limeña, y las primeras dos novelas de Medina Reyes (Cabrera Infante et al. 2004: 85). Para Brenkman la transformación de la novela del siglo veinte se nota mejor en cómo renueva sus preocupaciones tradicionales, no en cómo las olvida, y su arte no es puramente una táctica defensiva contra el nihilismo (2007: 810, 829); cuando para Blumenberg, cuyas muestras son Kafka, Jünger y otros alemanes, el nihilismo surge de nuevas experiencias irreconciliables con las certidumbres de cada época, se van imponiendo a la conciencia y acaban provocando una crisis de la idea de realidad (2016: 34-35). Fernando Pessoa creía que “haya o no dioses, de ellos somos siervos”, especie de o imitatores, servum pecus de Virgilio. El maestro, aun en un momento no anárquico pero fijado en el ni dieu ni maître, es imposible de eliminar porque, es obvio, nadie escribe en un vacío. La fijación en ellos puede mostrar un deseo traspapelado de imponer un paradigma de invención artística en un mundo al que no se pertenece. Pocos maestros reconocidos examinan esas relaciones como Monterroso, quien al hablar de las influencias asevera: “Y uno, como puede, continúa navegando, acompañado por este o por el otro, en un vaivén dentro del cual, si tiene suerte, encuentra de vez en cuando cierta estabilidad anímica que puede durarle tres meses, seis meses, digamos un año, para en seguida sentir de nuevo que no sabe en dónde está parado, ni si el cómplice —para llamarlo de alguna manera que no sea ‘modelo’— al que ha seguido hasta aquí era en realidad el mejor” (1998: 40-41). En “Partir de cero” (2017a: 26) su admirador Vila-Matas distingue entre “debutante experto” y “profesional experto”. Por estos razonamientos habría que fijar mejor la relación entre el español, Bolaño, y sus críticos, más alla de los documentales recientes sobre ambos en la RTVE. Si la narrativa hispanoamericana sigue dando lecciones magistrales vale retomar el debate sobre el genio artístico porque, como continúa Monterroso, “puede llegar el momento en que esa influencia desaparezca y su espíritu adquiera la forma que tenía destinada desde el principio: el conservadurismo y la resistencia al cambio. Y están los conservadores juveniles que en la madurez se rebelan y manifiestan en forma abierta su repudio a la sociedad que les ha dado todo” (1998: 41). Tergiversando la trama de una novelita de James, una
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pregunta afín es si el genio del escritor se obstaculiza por el exilio en vez de la domesticidad, y cuán viable es la pregunta de Diderot en Jacques le Fataliste et son maître sobre quién debe ser el maestro, ¿el escritor o el lector? Son cuestionamientos de algunos “globalifóbicos” rioplatenses, no por descontentos con una globalización marcadamente desigual sino porque entraron en un canon sin empuje editorial globalizado. La globalización no es solo una materia nebulosa para los nuevos narradores sino también la condición de su existencia, y tribalismo banal es el contrapunto de la globalización banal. Pero las explicaciones comúnmente enredadas que se da del paradigma de ese proceso no explican lo que está pasando con los que experimentan un cambio de paradigma cognitivo, no necesariamente comercial, en que se ven obligados a ser mejores para absorber, combinar y procesar información. Esto pasa en el más localizado o globalizado de los países de los cuales surgen, y su ansiedad no está causada por un maestro o un extranjero, sino por el espacio entre sus ojos y varias regiones de sus cerebros, algo que no les pasó a los “boomistas”. Como amplío en el último capítulo, la globalización significa que con los nuevos medios de traducción los hispanoamericanos están mucho más conectados a su lugar de origen que los inmigrantes anteriores a Estados Unidos o Europa, causando que sea menos probable que se asimilen completamente. ¿Qué pasa cuando el escritor escribe el libro que quería o podía escribir sin reconocer que ya fue escrito por otra generación o admitirlo sin aseveraciones rebuscadas? En ese sentido, ¿qué transgresiones se disculpa con el mito del genio artístico? Este es el problema del otro polo (Piglia) argentino que he escogido como representativo de las trabas intergeneracionales, en parte porque no se sabe mucho de él fuera de la Argentina hasta finales de los años noventa. Y para agravar el estado real de las recepciones, en la España que descubre a Filloy en 2004 (Cortázar trató de rescatarlo al mencionarlo en Rayuela), tampoco se considera que algunos autores hispanoamericanos calcularon que la mejor, aunque paulatina, entrada al mercado español era con el impulso académico latinoamericanista de Estados Unidos (Jorge Fornet, 2006: 41-42), una recepción artificial y parcial. Ese amplio problema define la obra rehabilitada de Piglia, sin que se note que su obsesión de ventrílocuo de la metaliteratura de Macedonio y Arlt produce una visión del Maestro como censor. Esa situación explica cómo casi ningún nuevo narrador ve un modelo en Piglia. Villoro, no
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considerado estrictamente parte de los nuevos, es la excepción, y se ha dedicado a escribir más sobre novelistas argentinos ya mayores, y alguna vez sobre sus contemporáneos, entre ellos su compatriota, el muy admirado y querido Sada. Parte de su amaestramiento permite definirlo como “un escritor que hace de la izquierda un escudo protector para disimular su mediocridad. Piglia siempre está con el rebaño. Yo creo que eso se debe a su falta de coraje para pensar” (146). Esa severa evaluación del filósofo argentino Tomás Abraham en Noticias (diciembre 2003) es exacerbada por la actividad de otros autores en universidades estadounidenses —donde poco se sabe o admite de lo que pasa en Hispanoamérica, como reconoce el mismo Piglia en su última novela, El camino de Ida— que les permite dar gato por liebre sobre su obra y valor, o como intérpretes de literatura para párvulos. Si esa novela es una buena muestra del “estilo tardío” (según Said una obra compleja y más joven que las de los relativamente jóvenes, no síntoma de vejez) de Piglia, de ella no se dará una “fuga hacia adelante” (noción de Aira), sino un inevitable salto “hacia atrás” (noción de Piglia), lo cual deja su última novela y Respiración artificial como las más auténticas, esta por su facilidad para revelar tensiones políticas no propias. Así, como jurado del Premio Rómulo Gallegos 2013, otorgado al puertorriqueño Eduardo Lalo (1960), Piglia se mofó de la postura política de los escritores antichavistas, manifestando que actuaban “como estalinistas, primero le preguntan a una persona lo que piensa y después se deciden a leerla”. Su desconocimiento de cómo el chavismo aprisiona editores y secuestra libros y originales ocasionó severas críticas de su ingenuidad y oportunismo. En El ojo en la nuca (2014), entrevistas con Stavans de las que Villoro suena arrepentido, con habitual desconocimiento, espanglish y ensimismamiento, Stavans se expresa categóricamente sobre escritores cuyas ínfulas intelectuales le incomodan, aseverando “Piglia es otra cosa. ¿Debo confesar que nunca le he encontrado el gusto? […] Entiendo perfectamente su propuesta. Sus comentarios […] me hacen pensar muchas cosas, pero nunca, o casi nunca, me convencen” (80). Villoro se va discretamente por la tangente (81-82) y revela más en “Autobiografía de una generación” (Libertella 2015: 331-340). Esa visión no cuaja con el tono celebratorio de Stavans en su introducción a la traducción (2017) al inglés del primer tomo de los diarios del argentino. Según Tabarovsky, la izquierda autorial/profesoral de los años sesenta y setenta ya no es radical (si alguna vez lo fue más allá de su habla), apuntando que “más
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patético es el grupito que se aggiornó y su herencia, los ‘brillantes profesores jóvenes’ que no pueden pronunciar una frase sin citar a Osvaldo Lamborghini o a Puig” (2004: 78), dejando en claro prejuicios nacionales9. Un recurso afín en los postreros narradores residentes en Estados Unidos es ficcionalizar sus experiencias en ese Imperio de las Prebendas, desliz para ganarse la vida con la enseñanza universitaria esporádica o permanente allí, a veces en talleres de escritura tan experimentales o potenciales como Oulipo. Entre ellos está La materia del deseo (2001), de Paz Soldán, novela de campus (las de temática universitaria interna) a la que volveré por la reacción a su traducción y tematizar la relación entre discípulo y maestro, aunque mezcla thriller con novela sin suspenso, con un existencialismo desclasado que desapareció con Sabato. Carente del ingenio y humor de otra con asunto similar ubicada en Francia, Reo de nocturnidad (1998), de Bryce Echenique, la crítica fue correctamente severa con la del boliviano, aun sin comparar sus fallas con los logros de la tradición anglófona, que no siempre explican por qué las molestias de intelectuales privilegiados pueden interesar a otros, o por qué a esos seres les es tan importante tener seguridad de empleo en sistemas decididamente arbitrarios y corruptos. Por eso es mejor compararla con Fricción (2008), de Urroz; la disipada en descripciones sexuales Yo también tuve una novia bisexual (2011), de Martínez; Memorias de Andrés Chiliquinga (2013), del ecuatoriano Carlos Arcos Cabrera (1951); o El discípulo (2014), del chileno Sergio Missana (1966), en la cual el maestro es un catedrático estadounidense homosexual testigo de guerras académicas. No por nada Missana usa este epígrafe: “El discípulo es superior a su maestro, más todo el que fuere perfeccionado será como su maestro (Lucas 6:40)”. Si se trata de retratar el ambiente estadounidense, el apogeo de la corrección política y la cultura popular, ninguna es más genial o precursora que Donde van a morir los elefantes (1995), de Donoso. En “Hispanistas [sic] de ficción” 9 En “Piglia plural y enigmático”, reseña de la edición española (2003) de La ciudad ausente, Nora Catelli (2003: 7) observa en ella un “laboratorio” que juega con las poéticas de Arlt, Macedonio, el cuento intercalado y un presunto progresismo. Ignorando la falta de originalidad de tales prácticas, tampoco ve fallas en Aira. Las historias de la novela hispanoamericana comprueban que ese legado no es de un solo país o reciente. El desconocimiento aumenta cuando autoras no argentinas solo merecen mención: Teresa Orecchia Havas (2014: 407-431). Reconocidos sus méritos, no extraña que dos novelas de Saer estén entre las mejores de los últimos veinticinco años de una lista de Babelia (2016), poblada por evaluadores argentinos.
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(Babelia, 6 de junio de 2014), Mercedes Cebrián descubre la pólvora sobre esas novelas, eligiendo como representativas la de Donoso y Ciudades desiertas (1982), de Agustín, sin notar una gran diferencia: la de este tiene como coprotagonista a una mujer y critica a los talleres de escritura estadounidenses. Los puntos de vista patentemente hispanoamericanos impiden que sean lo que Cebrián llama “remedos” de Roth o Coetzee. La tradición anglófona que Paz Soldán calca comenzó con The Longest Journey (1907), de E. M. Forster (que no tuvo la recepción de sus novelas “coloniales”), en que el protagonista se frustra al tener que abandonar la vida literaria por un amor. La práctica incluye a autores canónicos, de F. Scott Fitzgerald a Zadie Smith, y se estableció con The Masters (1951), de C. P. Snow, y las potentes sátiras de las hipocresías y manipulaciones en The Groves of Academe (1952), de Mary McCarthy, más Lucky Jim, de Kingsley Amis, y Pictures from an Institution, de Randall Jarrell, ambas de 1954. Con esa década comienza Elaine Showalter Faculty Towers. The Academic Novel and Its Discontents (2005), fino estudio de esa tradición; subtitulando su último capítulo sobre el siglo actual “Torres trágicas”. De ahí hay un salto finisecular en que Coetzee publica Disgrace (1999), especie de antinovela de campus, cuyo protagonista, David Laurie, no se basa en el autor real, que dejó la docencia en 2002 (en Blue Angel [2000], Francine Prose satirizó las acusaciones de acoso sexual, actualizando a McCarthy). Todas dependen exageradamente del contexto social y burocrático de las universidades de entonces, y su renovación pasa por I Am Charlotte Simmons (2004), de Tom Wolfe, y Death of a Writer (2006), del irlandés radicado en Estados Unidos Michael Collins, novela policiaca con digresiones sobre crítica literaria y filosofía alemana, apelando a la novela dentro de la novela de manera más convincente que la del boliviano, como explico en el cuarto capítulo. Aplicadas al mundo universitario, estas novelas recuerdan una frase de Amis (padre) que define su práctica: “si no puedes molestar a nadie con lo que escribes, no tiene sentido escribir”; o del Joyce que en 1905 decía “no puedo escribir sin ofender a la gente”. Tan atractivo es el tema que la de Collins no se debe confundir con The Death of the Author (novela corta de 1992, reeditada en 2008), del escocés Gilbert Adair (Greaney 2006: 75-78). Fallecido en 2011, tradujo la posmoderna La Disparition (1969) de Perec al inglés como A Void (1994), y fue autor de
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parodias de novelas de Agatha Christie, temprana bestseller del siglo veinte10. En ambas la sátira de las banalidades teóricas representadas —Adair se basa en Paul de Man y la deconstrucción, así como con menos fortuna en El camino de Ida una marxista pone en su puesto a de Man— hace especular por qué los estudiantes posgraduados se mueren por novelas que, como el marxismo, no tienen poesía. Dejo a un lado las de Lodge (Greaney 2006: 24-40), Jane Smiley o Richard Russo, porque sus tramas se desenvuelven en un Reino Unido o Estados Unidos de estilos de vida y filosofías contrastantes, donde falta poco que no sea nuevo. Una visión hispanoamericana añade poco a ese patético mundillo desconocido al grueso del público iberoamericano. Y si todos escriben sobre lo que saben, cuando en una de sus novelas Lodge ficcionaliza al crítico estadounidense Stanley Fish (“Morris Zapp”), las rencillas teóricas se pierden al gran público por estar escritas para especialistas. Un reseñador de la novela de Paz Soldán concluye que “todo parece haber sido escrito sin la necesaria claridad de ideas pero, eso sí, con una absurda e imperiosa obligación de exhibir el bilingüismo de nuestro profesor más allá de lo aconsejable” (7)11, sin explicitar la función del mercado en esa opción, aunque los reseñadores, como los críticos, no son necesariamente patriotas, y pueden escribir para periódicos y revistas que refuerzan una identidad nacional sin complicarla o minarla. Compárese la percepción de Díaz sobre el avance del español en el país donde vive el boliviano: “¿Por qué cree usted que combaten el bilingüismo, que en el resto del mundo es una bendición? ¿Por qué cree usted que apenas traducen a los autores que escriben en español? El mercado 10 Para la novela contemporánea, con una muestra de 40 mil libros y siete tramas esenciales, The Bestseller Code (2016) se basa en un algoritmo que asegura determinar qué será un bestseller con 80% de exactitud. Según The New York Times ese análisis informático de bestsellers se pierde en nimiedades y análisis ordinarios al comparar autores cuyas novelas “venden” ampliamente; y tiene sentido aisladamente, pero no cuando critica las tramas con posturas políticamente correctas. El efecto es reforzar convenciones antiguas que, si no eran justas, se entendía mejor con el contexto histórico de las novelas. Desde que William Wallace Cook publicó Plotto: The Master Book of All Plots (1928), que propone unas 1462 tramas posibles, se publica manuales que tratan infructuosamente de reducirlas a fórmulas. Más adelante examino los defectos del modelo de Franco Moretti. 11 Javier Aparicio Maydeu, “Pájaros de Hispanoamérica” (2003: 7). Aparicio Maydeu homogeneiza toda la narrativa escrita en Estados Unidos por “latinos”, como si fuera un alma global, según se desprende de sus comentarios, recogidos por Manrique Sabogal, “El alma hispana del inglés” (2008b: 13).
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está ahí, los lectores están ahí y todo el mundo se cruza de brazos. EE. UU. es la zona cero de la lucha entre el inglés y el español y lo saben. El miedo que tienen es inconsciente, pero muy real” (citado en Aínsa 2012: 105-106). Vale recordar el monólogo teatral Diatriba de amor contra un hombre sentado (1988), de García Márquez, en que Graciela asevera que “el idioma universal no es el inglés sino el inglés mal hablado”. La culpa no es del bilingüismo bien aplicado como hace Indiana desde la primera página de Hecho en Saturno (2018), como explico en el capítulo sobre la traducción, ya que lo practican Fuguet y varios de sus contemporáneos, a veces con ínfulas abarcadoras y banales, sino de los errores y horrores de ortografía, el léxico limitado y la incapacidad de articular las palabras y enhebrar un discurso inteligible que afectan la recepción de algunos narradores. En otra reseña de otra novela de Paz Soldán, Palacio quemado (2007), Javier Alonso Prieto es severo al respecto: “una prosa deslavazada salpicada de errores gramaticales, sin duda provenientes de la influencia del inglés en el autor, que lastran la lectura por momentos y no ayudan a sacar a flote una novela que zozobra desde el principio” (2008: 68). Una década después, y aunque es su derecho, Paz Soldán ha hecho caso omiso de sus críticas. Observando cómo los relatos de Paz Soldán en Las visiones (2016) completan aspectos fantásticos de Iris (2014), otro reseñador, Francisco Solano, asevera: “podría decirse que son largas notas al pie de página de una novela que, por lo demás, no era especialmente convincente. Costaba admitir el uso peculiar de una lengua hecha de contracciones y neologismos adaptados del inglés o del quechua, que debía reflejar, según la pretensión del autor, la distorsión de un lenguaje intervenido. Ese estilo estorbaba la lectura en la novela, y sigue estorbando. No cabe duda de la buena intención del boliviano, pero su alcance carece de brillantez y, en no pocas ocasiones, resulta irritante” (2016: 9). Habría un consenso español contradictorio sobre su narrativa: es inexperta, y promete, corrompida por oportunismo y facilismo al retratar la cultura y lengua12.A sí, en una reseña de Los vivos y los muertos (2009) titulada “Confusión” (2009), Manuel Mejía asevera que “pronto se 12 Para ser justo, Prieto parte de una comparación innecesaria con una novela de otra autora y se limita a la traducción en un sentido muy amplio que no tiene nada que ver con la novela. Otra, Norte (2011), tampoco fue bien recibida, y se la enhebró con las fallas de las anteriores (Beltrán Félix 2012: 73-74).
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hace notorio que la fórmula utilizada por Paz Soldán no da los frutos que se esperan” (50, énfasis mío), y sobre su técnica afirma: “hay monólogos donde se relata, con pocas variaciones, lo ya dicho por otro en una oportunidad anterior” (50). Mejía sigue: “todo se mantiene bajo el mismo tono, y no se ve el uso de herramientas literarias diferentes que permitan que la novela tome fuerza y, a veces, parecemos leer diarios de escolares o psicópatas, sin pulir, sin trabajar, y que hacen mención repetitiva de series de televisión, actores supuestamente conocidos, grupos musicales y cantantes de moda, letras de sus canciones, extensas y en inglés, por supuesto, establecimientos y productos, nombres de presentadores y un sinfín de distintivos comerciales propios de la sociedad norteamericana actual” (50, mis énfasis). Sin notar el “síndrome de Fuguet”, Mejía prefiere concentrarse en el descuido y la falta de oficio, aludiendo categóricamente que en Bolivia no superan el boom. Aun así, la prensa piensa de otra manera al asignarle colaboraciones al boliviano, no importa qué se diga de su español. Compárese el proceder anterior con el de otro “andino”, Arcos Cabrera, en Memorias de Andrés Chiliquinga. En esta el memorialista es un músico y dirigente indígena invitado a un curso sobre literaturas andinas en Columbia University en el verano de 2000. Allí, aparte del provincianismo neoyorquino, conoce a dos compatriotas ecuatorianos: María Clara (que quiere enseñarle “la diferencia entre ficción y realidad”) y “Andrés Chiliquinga”, héroe de Huasipungo (1934), novela canónica de Jorge Icaza. Arcos Cabrera emplea a los personajes para demostrar la archiconocida apropiación de realidades autóctonas por la academia estadounidense. Así, el personaje June pontifica: “la literatura boliviana es marginal, no es parte de las transnacionales de difusión de la literatura latinoamericana, cuyo centro, como sabemos, radica en España, a partir del denominado boom” (124) o “es una literatura que procura distanciarse del tradicional indigenismo prerrevolucionario” (125). Pero el Chiliquinga “real” está más embobado por el cuerpo de June. Memorias de Andrés Chiliquinga es también un comentario libresco sobre otras obsesiones. Así, ante una discusión de La virgen de los sicarios, Chiliquinga espeta: “los otavalos tenemos otros problemas más importantes que estarnos fijando si alguno es maricón” (79), reflexión sobre cómo los países pequeños o de literaturas “menores” también son un terreno propicio para mesianismos y gurúes del tipo “yo te digo lo que tienes que hacer”. Bértolo, que quiere evitar imperialismos en su Vi-
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ceversa, todavía se refiere a la literatura de “peso ligero” del Ecuador, Bolivia, Honduras, Venezuela “y demás”13. Dos de los mejores críticos españoles de la literatura hispanoamericana contemporánea, Ricardo Bada y Eduardo Becerra, se dedican a comentar con objetividad y profesionalismo la prosa de los “boomistas” y sus coetáneos, el primero; y de los nuevos, el último. También señalan la falta de oficio entre los más jóvenes, reparo que no sorprendería si fueran jovencitos con una sola novela. Así, en una reseña generalmente positiva de Las películas de mi vida (2002), de Fuguet, Becerra contextualiza su evaluación, recordando que McOndo ha eclipsado el resto de la producción del chileno: “convertir esa antología y su atractivo prólogo en el nacimiento y el manifiesto de un movimiento literario constituye una exageración” (2004: 59), y le achaca “que el acontecimiento desencadenante de la historia resulte un tanto anecdótico” (2004: 60), que el carácter fragmentario de la novela posee “algunas reiteraciones en la estructura de los episodios” (60), concluyendo que es un “muy buen narrador” (60). Por su parte, Bada se ocupa de Nuestra señora de la noche (2007), de la puertorriqueña Mayra Santos-Febres (1966), y si su reseña es positiva, apunta que la narradora no puede librarnos del “lastre de la faramalla matriológica y mariolátrica que inunda, ahoga y asfixia” (2007: 49), además de señalar los “fallos cronológicos, algunos de bulto” (2007: 49). Ambas reseñas señalan la falta de pericia sin marcar la presión por publicar que pueden asumir algunos nuevos escritores; o detenerse en que Santos-Febres, y sobre todo Fuguet, parecen escribir con las expectativas o modelos del escritor latinounidense, que explico en el último capítulo. Aparte de Becerra, otros critican similarmente a Fuguet, en voz baja, indiferencia que revela todavía más. Hay que ser justo. Detrás de las recriminaciones a Paz Soldán podría haber cotejos desmesurados y una exigencia etnocéntrica que un boliviano se dedique a crear mundos de yatiris (brujos 13 El tema, irresoluto para la crítica, lo tratan lúcidamente autores de países “periféricos”: Valencia, “El síndrome de Falcón” y “Nunca me fui con tu nombre por la tierra” (2008: 167190, 222-231); Castellanos Moya, “El lamento provinciano” y “El escritor y la herencia” (2011: 42-45, 49-52). Benavides, “Del boom a McOndo ¿Y la generación anterior?” (Montoya Juárez/Esteban 2008: 157-161), da una excelente visión de la pertinencia de autores que no migran, voluntaria, forzadamente o por razones como el apego a la tierra natal. A pesar de que su narrativa es encomiable, es obstaculizada, casi siempre, por la condena de las ediciones nacionales.
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curanderos), que beban singani y pasen todo el día rogándole a Pachamama, o que no transformen sus ciudades natales (Cochabamba en “Río Fugitivo”, en el caso de él). Esa exigencia no se le debe ni puede pedir a nadie, y ese mundo nunca se la pidió a Sáenz, y por ende su ausencia del canon. Paralelamente, no ha habido autor más “boliviano” que Víctor Hugo Viscarra (1958-2006). Este Charles Bukowski andino, retratista del mundo vil en una prosa que mezcla autobiografía, crónica y cuento con conocimiento in situ del argot marginal (como el ecuatoriano Jorge Velasco Mackenzie, 1949), fue condenado al ostracismo y demandado por difamación. Pero Viscarra, sobre todo por Borracho estaba, pero me acuerdo (2002), es hoy un autor de culto, bestseller de la piratería. La mayoría de sus libros se publicó en la primera década de este siglo, e irregularmente, con diferentes títulos. Bolaño y el colombiano Andrés Caicedo (1951-1977) lo hubieran admirado enormente. He ahí una vasta distinción, y si se hablara de México uno de los mayores éxitos de venta han sido Velasco y Diablo Guardián (2002; serie televisiva en 2017). Velasco, junto a Medina Reyes, es lo más cercano que tiene la narrativa hispanoamericana a la “Generación X” española que, como sus antecesores estadounidenses, se centran en la temática del mundo de drogas y música que sus padres y maestros del artística y políticamente determinante 68 (exceptuando a Agustín) abandonaron. Más que reiterar sus valores y algún defecto, que resumí en una reseña (Corral 2004b: 92), quiero señalar por medio de Velasco la posibilidad de que un narrador más joven que los solitarios Aira y Bellatin siempre pueda despegar por su talento (axioma para cualquier narrador), como en la memoriosa picaresca de los años ochenta mexicanos Los años sabandijas (2016). Nótese cómo, después de la premiada Diablo Guardián, las editoriales lo publicitan como “el sin grupo”, sin enterarnos de sus maestros. Como comento respecto de Fuentes, en cierto mundo mexicano la percepción externa de él o la narrativa nacional suele ser irrelevante, hasta que hay un escándalo, y es por azar más que por diseño que se cruzan aquellos intereses mexicanos con los hispanoamericanos. ¿Se puede culpar a autores como Aira, para quienes el narrador, los personajes y el autor suelen tener las mismas opiniones y la misma voz de modo que el mundo de la ficción se diluye, que tal vez sea lo que más quieren esos autores? Es positivo que la generación intermedia del Cono Sur (de setenta o más años hoy, como Allende y Dorfman) no opte por la fórmula del “escritor-pro-
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fesor latinoamericano en Estados Unidos que escribe una novela sobre un escritor-profesor latinoamericano en Estados Unidos”, parodiada por Paulo de Carvalho Neto en su novela en clave Los ilustres maestros (1975), entre cuyos dramatis personae hay por lo menos siete maestros y nueve discípulos. Salvedades aparte, la situación de aquella generación se asemeja más a las tramas paralelas de la satítrica El Maestro y Margarita (ca. 1940, 1966-1967, 1990), de Mijaíl Bulgákov, en que el Maestro es un novelista reprimido que quema su novela (solo aparece en los capítulos 13, 24 y 30-32), es conocido solo por sus amigos y familia, y amado por Margarita, bruja consorte de Woland, el diablo (Stalin). La generación intermedia se despojó sistemáticamente de la capacidad para comentar sobre cualquier otra cosa que no fuera su propia incapacidad para comentar sobre cualquier cosa. No es casual que haya desestimado a maestros de las “novelas de la lengua” o “del lenguaje”, como Sánchez, Libertella y Osvaldo Lamborghini (rescatado por Aira en los años ochenta como comienzo de la nueva literatura argentina e influencia suya), por no ser lo suficientemente “comprometidos” con el lenguaje de ideologías que parecen tener una respuesta para cada pregunta. Las generaciones actuales ya no pueden presentarse a los lectores con defensas de su narrativa similares a las que se hacía para el nouveau roman, diciendo que era inhumana solo para los que no sabían leerla. Es probable que la fascinación por las novelas en que no ocurre nada terminó cuando más lectores cultos, no académicos, se dieron cuenta de que con Joyce y su Ulysses, Queneau y Exercices de style (1947), Beckett (como contrapunto al juego verbal que él llamaba “la peste de Joyce”) y The Unnamable (1953), Robbe-Grillet y La Jalousie (1957), había una tradición en la que el grado cero narrativo no quiere decir que hay espacio para que pasen muchas otras cosas. Según Harwicz, radicada en Francia, “no es que Beckett sea absurdo, sino que la realidad es beckettiana” (Rivera Yáñez 2017: 11). Paralelamente, demuestra Thirlwell, “cada asunto de estilo se puede convertir en un asunto de traducción; cada teoría de la relación entre forma y contenido contiene su teoría correspondiente de cómo ambos podrían ser reproducidos. Y otra descripción de una traducción precisa, pienso, puede ser un pastiche voluntario, una reproducción del estilo” (2008: 89). Hacia finales del siglo veinte la crítica especializada y el público volvieron a insistir en que los lectores son mucho más activos de lo que se cree, aunque
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sean pocos. Hasta hoy, otros autores de la generación intermedia (que identifica a sus maestros con menos recelo) escriben boleros, en versiones intelectualizadas o posmodernas, tergiversando lo que dijo Cortázar al ser cuestionado sobre la relación entre literatura y revolución. El mercado controla mucho, así que es purista querer hablar solo de novelas y no de autores. Según Bolaño en “Los mitos de Cthulhu”, reproducido en Palabra de América —testimonio para discípulos aspirantes a maestros—, la literatura latinoamericana no es Borges, Macedonio, Onetti, Bioy Casares, Rulfo, Revueltas, y ni siquiera García Márquez y Vargas Llosa, sino “Isabel Allende, Luis Sepúlveda, Ángeles Mastretta, Sergio Ramírez, Tomás Eloy Martínez, un tal Aguilar Camín o Comín y muchos otros nombres ilustres que en este momento no recuerdo” (31). No matiza sus ironías, pero es evidente que habla imprecisamente de bestsellers; considérese que el peruano Sergio Bambarén, cuya obra de autoayuda ha sido traducida a 30 idiomas, tiene más de 10 millones de ejemplares vendidos, escribe directamente en inglés y no aparece en ninguna historia literaria. Y respecto a Paulo Coelho y sus 9 millones de seguidores en Twitter y unos 25.6 millones en Facebook (cifras que en julio de 2018 Twitter admitió se pueden comprar e inflar), ¿basta llamarlo un alquimista digital, cuando otros “serios” usan Twitter para difundir su obra y adquirir poder simbólico? ¿La autoayuda, que nos puede hacer peores, no refleja las prioridades de la era que la produce en vez de valores universales? ¿Los éxitos de venta son necesariamente libros malos, cuando un cuento de Bolaño en una pantalla provee mejor entrenamiento cerebral que leer un thriller mediocre en un libro de bolsillo? Hay que añadir otra salvedad: cada vez que un novelista llama “mito” a sus mitos no permite que los lectores los tratemos como realidad. Por lo general se usa ese calificativo solo para las historias que no podemos creer. Por eso pocos autores pueden crear mitos sin convertirse ellos mismos en mitos, y solo pueden emplear y adornar los que han heredado de sus maestros, como Bolaño. Este aceptó una historia más calmada de un éxito con reservas, consciente de que podía ser seducido por la historia de un gran fracaso, o de que el fracaso es un subtexto de cada casi autor exitoso. Ronaldo Menéndez, escritor cubano no incluido en varios registros testimoniales hispanoamericanos (vive en España), ha notado, no sin resentimiento, que “los escritores atrapados en nuestros países de origen levantamos mitos literarios acerca de cuáles son las alternativas para dejar de ser un autor local” (14, énfasis suyo). La palabra
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clave es “atrapados”, porque los que se han ido le han dado otra semántica al término. Menéndez señala y examina con razón cuatro mitos actuales para los nuevos autores: “el mito del príncipe azul-concurso internacional”, “el mito del editor-hada madrina”, “el mito de la búsqueda del templo perdido” y “el mito-enajenación de que el mercado corrompe la literatura” (14). No todo autor ha personalizado el asunto, como demuestra Benavides en su nota “Del boom a McOndo ¿Y la generación anterior?” (Montoya Juárez/Esteban 2008: 157-161), porque el desdén puede comenzar con las ediciones nacionales de lo que escriben. Es obvio que la postrera generación de narradores, en particular la rioplatense —Pauls, Garcés, Berti, Brizuela, Fresán, e incluso Neuman y otros— aprendió a no seguir esa mala enseñanza de las generaciones inmediatamente anteriores a la de ellos. Para esa generación, como demuestro más adelante con Serna en México, hay que precisar que su oposición es a un tipo específico de costra académica, no contra toda interpretación. El problema (casi nunca una ventaja) de los de la generación intermedia que salieron tarde de sus países es que no tienen una perspectiva externa de sus maestros. Y cuando deciden calcarlos producen una relojería enredada para simplemente dar la hora. Por eso, una gran diferencia entre Aira y Piglia es que la prosa que quiere y no quiere ser metaficticia del último es menos una novedad que una versión forzada del cementerio de las teorías del nouveau roman: sus fábulas se arman casi sin elementos convencionales (trama dramática, preceptos morales, penetración psicológica), y con volteos narrativos de los años sesenta en que el lenguaje era el protagonista. Esa práctica es más útil para algunos latinoamericanistas de universidades anglófonas y sus modelos para entender la novela “global”, como si el pensamiento global surgiera del nacional recolonizado14. Diferentes de las novelas metaficticias logradas que discuto, las de autores como Piglia son apostillas a borradores previos en que las frases rechazadas se reinsertan en el texto como manchas necias. 14 En “Una crítica traducida y domesticada” (Corral 2016: 32-35) y, en particular, en “Bolaño, la crítica y ética del disgusto, y los expertos” (Corral 2015: 291-354) señalo varios defectos de la aplicabilidad ciega por latinoamericanistas que escriben sin riesgo o novedad para las instituciones anglófonas, cuyas pretensiones interdisciplinarias crean tensiones al no expresarse en una lengua común. Hasta hoy el estudio más sensato y directo sobre ese tipo de novela es el de Kirsch (2016b), cuyo tercer capítulo (42-58) estudia 2666 comparativamente, confirmando la recepción anglófona de Bolaño.
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Aira participa de esa insistencia, y a pesar de su ensimismamiento e impaciencia (en términos de discurso, productividad, polémicas con autores más jóvenes e inagotables ocurrencias en entrevistas y reportajes), hace lo contrario de Piglia: cuenta historias, representa la vida, por rara que sea, y deja a sus lectores ávidos por saber qué pasará a todo nivel de la literariedad. El binomio Aira-Piglia existe en una Argentina de buenos autores complejos. Como le dijo Borges a Bioy: “todas estas polémicas literarias son como efusiones de sangre en el teatro: después nadie muere” (Borges, 14 de junio de 1955, 133). Si Aira es imaginativo, incuestionablemente inteligente y traductor irregular, Piglia fue descuidado y a veces frívolo. Vale romper fronteras entre inicio, centro y final, pero en Aira hay más de tuerto entre ciegos que de ingenio consistente. La práctica de Bellatin es igualmente egocéntrica y extravagante, pero Aira es el predilecto de la erudición que no ve en la vanguardia transgresiva lo seco, repetitivo o poco emocionante; cuando para él la vanguardia posible es sabotaje o especulación. Ese academicismo teme expresar que Aira y Piglia parecen estar tomando el pelo, como en las Conversaciones (2008), de Carlos Alfieri, donde se destrozan por la patria sin ser patriotas, se supone. Aira, que se quedó en su país, asimila a sus maestros sin integrarlos, localiza lagunas en la práctica de ellos y siempre halla maneras imaginativas para llenarlas, sin efectismos o inflaciones de la trama con pretensiones moralistas o breves concepciones que tienen que ver más con las tácticas visuales y pasajeras de otros medios y géneros15. Aira es el verdadero anarquista literario rioplatense (en una entrevista en La Jornada Semanal del 5 de septiembre de 2004 asevera: “todos mis libros son experimentos”), aun con su desidia formal y, por ende, el heredero cierto de Arlt. Ante esa sofisticación Piglia funciona al revés. Después de Respiración artificial y su función como crítica literaria argentina, el incesante privilegiar naVivian Abenshushan (2003: 89-90) da una visión concisa y certera de él, que actualizo en “César Aira (Argentina, 1949)” (Corral/Castro/Birns, 2013: 285-294). Muestra de los estragos que Aira causa a los críticos que quieren estar al día con su prolífica producción de “novelas cortas”, etiqueta líquida que él cuestiona implícitamente, es el capítulo “La novela del artista”, en Sandra Contreras 2002, 235-285. Llegó a las setenta y setenta y una con El gran misterio y Prins, ambas de 2018 y conectadas temáticamente, pero cuando sale en la Argentina Evasión y otros ensayos ese mismo año en tapa blanda, después de la española de 2017 en tapa dura, dependiendo de cómo se cuente se la considera allá el libro ciento uno, añadiendo a los destiempos de su recepción. 15
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rrativo del lado oscuro de la vida solo puede ser inspiración artificial, como si hubiera puesto su escritura en piloto automático, y deprime más que disturba, convirtiéndose en parodia de sí misma. Es difícil hallar frase más lapidaria o menos inspirada que una de Prisión perpetua: “el que escribe solo puede hablar de su padre o de sus padres o de sus abuelos, de sus parentescos y genealogías”, a no ser que sean las verdades que Kafka disecciona en su carta a su padre. Obviamente, un buen escritor será leído por nuestros nietos, y los nietos de ellos, y todavía no se contesta o pregunta bien quiénes son las madres de la novela. En este caso el pensamiento débil se equipara perfectamente con la narrativa débil, coadyuvado por la crítica amistosa o indocta que halla ingenio en el amigo. Ya que Piglia era un poco menor que Vargas Llosa, es mejor seguir a algunos antiguos autores (algunos argentinos más jóvenes que leen bien, como Berti y Pauls) que todavía nos ilustran, más que a otros que justifican el tipo de parricidio que, curiosamente, quieren enarbolar. Si la edad no ha sido ni debe ser una traba para adhesiones generacionales (¿a cuál pertenece Fernando Vallejo?), ni para las editoriales, el hecho es que hay una desconexión entre los rescates que estas llevan a cabo y las revaloraciones —antagónicas a la condescendencia de la posteridad— que practican los jóvenes narradores del nomadismo. Según López Parada son sujetos trashumantes que se mueven con desenfado en el más conspicuo cosmopolitismo “y si ya no por exilio como antes, bajo el signo de la migración cultural o económica practican una escapada incluso lingüística” (2001: 11). Por eso es notable en ellos la falta de atención a novelas como La pérdida del reino (1972), del celebrado (por sus contemporáneos) José Bianco, quizá por poner en el tablero temático los peores legados del primer boom y su recepción positiva en la Argentina. No menos se podría decir de las críticas afines en Abaddón el exterminador (1974, 1978), de Sabato, que sin embargo palidecen ante la sutileza de las de Bianco. En la novela de este la combinación de metaficción, cultura popular y la absoluta incapacidad creativa de un oscuro crítico literario y profesor no obstruye al genio sublime de Bianco, que intuía que la brecha entre aprobación crítica y difusión cultural se expandía, pese a que el número y variedad de críticos se ampliaba. Narradores como Bianco —“macedoniano” en su novela que fue novella entre 1950 y 1955, casi novela al retomarla en 1970 y publicar en 1972 los materiales y prolegómenos de una gran novela inexistente— no creen en que las grandes obras pertenecen solo al pasado,
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sino en que el paso del tiempo podría consagrar a algunas como maestras. Pero con el paso del tiempo incluso las más provocadoras se hacen conocidas, llegan a parecer menos distinguidas. Bianco, excelente editor, traductor y escritor de culto, vivía y escribía en otra época. Como otros, hoy se preocuparía de las condiciones que permitirían a las grandes obras del presente pasar al futuro con por lo menos una leve posibilidad de reconocimiento. La maestría de Bianco no permite que parezca que hay que pagar con un tipo de sufrimiento único para crear, como si uno debiera estar agradecido por no ser brillante, o sentir que elegir no ser maestro es evitar el sufrimiento. La idea de que el sufrimiento síquico propicia el arte retrocede a Aristóteles y Séneca, según cuyas opiniones ningún gran genio jamás ha existido sin una cepa o toque de locura. Si se trata del artista del hambre o de la renuncia, o de que el genio artístico irrumpa del sufrimiento, tiene sentido que con su visión estándar del artista experimental Sontag haya descubierto algo nuevo en el Bolaño de Amuleto. Pero de la misma manera los narradores de cambio de siglo y los actuales tendrían que aceptar que no solo los maestros del primer boom pueden ser puestos en perspectiva recurriendo al sufrimiento de los raros contestatarios de los años veinte y treinta, como en un momento, y descubriendo la pólvora, intentó “Verbo Sur” con colaboradores hispanoamericanos, sino también con el sufrimiento, relativo, de generaciones posteriores. En el mismo número de Babelia de 2006 en el que escribe López Parada, al hablar del inevitable peso del legado clásico en la literatura europea, Jordi Llovet afirma que en los últimos cincuenta años la narrativa parece más desmemorizada, y entre los dos fenómenos que según él predominan hoy, encuentra “producciones escritas en el seno de culturas que cabría denominar ‘ingenuas’ […], que elaboran sus ficciones, por ignorancia o por sobrepeso de sus determinaciones históricas contemporáneas, sobre el relieve de los hechos más candentes y reales; así en el caso de muchas literaturas emergentes de Europa, más todavía de otros continentes” (2006: 3, énfasis mío). En esa coyuntura, y ya que Llovet no quiere ser políticamente incorrecto y hablar de países subdesarrollados, se puede pensar, como asevero en el capítulo anterior, en la posibilidad de un verdadero clásico contemporáneo hispanoamericano, a la vez que se puede pensar en las posibilidades futuras de algunos coetáneos de Piglia (con mejor técnica y sin dependencia en una práctica que López Parada califica implícitamente como negativa y poco confiada), como
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Luisa Valenzuela y otras autoras postergadas. Por eso hay que hacer algunas distinciones importantes. Como desarrolla Casanova, en el caso de los glorificados carismáticos, o sea escritores, intelectuales y traductores que se pueden consagrar a título personal, se puede hablar de una especie de “interconsagración”, o de un intercambio de prestigio. Por otro lado, “quant aux consacrants qui consacrent à titre institutionnels, ce sont eux qui ‘font’ à proprement parler, les classiques: ils assurent aux œuvres une forme d’éternité en les insérant, on l’a dit, mais il faut y insister parce que c’est la forme majeure de l’éternité littéraire” (2002: 99, énfasis suyo). La pérdida del reino, en que el exilio parisino provee conexiones con Rayuela, tendría también lazos temáticos y técnicos con Entre Marx y una mujer desnuda (1976), del ecuatoriano Jorge Enrique Adoum16. ¿Obligan las repeticiones temáticas a recuperar una novela sobre la clase intelectual hispanoamericana abandonada en París y un aspirante a novelista como en El buen salvaje (1966), del colombiano Eduardo Caballero Calderón, muestra precoz de la metanarrativa? No necesariamente, porque un maestro de la repetición como Vila-Matas puede seguir encontrando nuevas formas de evitarla, como con la noción de un falso libro póstumo, en Mac y su contratiempo (2017). Piénsese de la misma manera en que el actual nomadismo de los nuevos —tipo de metáfora que según Maffesoli puede incitarnos a pensar las cosas dentro de su ambivalencia estructural y a no reducir a la persona a una simple identidad (2004: 80)— no parece aprender de Bomarzo, de Mujica Lainez (excepción hecha de Bolaño y Valencia, que respectivamente la homenajean en su no ficción), del Bianciotti que fue valorado como escritor en la Argentina solo después de mudarse a Francia y ser escritor “francés” (al final de su vida volvió a escribir en español) y, más cerca a hoy, de Cortázar. Si los nuevos abandonan la narración de lo “indecible” que favoreció la narrativa de sus antecesores inmediatos, porque se dieron cuenta de que en algún momento la especulación sobre lo indecible se convierte en abdicación efectiva del quehacer crítico, ¿qué público les quedaba y cómo se dirigían a él? ¿Era necesario 16 Un problema persistente de progresistas posmodernos como Adoum es identificarse con sus causas sin matizar. Su entrega automática, contradictoria en lo vital (como aceptar sin cuestionar becas y estadías estadounidenses), les crea un público igualmente “comprometido” y mínimo, aparte de enmarcarlos en una ceguera ideológica que, en el caso del ecuatoriano, varios jóvenes narradores critican agudamente (véase Valencia 2008).
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un esfuerzo conjunto por definirse? Este siglo comienza a dar respuestas más precisas, cuando el inglés global merma la curiosidad por saber qué pasa en otras lenguas, y cuando los escritores son polinacionales, por adopción libre o por condiciones vitales que no pudieron controlar. ¿La palabra de quién? / ¿Novelas “planetarias”? En este siglo los vaivenes ante el público virtual también se deben a que la relación entre los jóvenes narradores y las editoriales es más estrecha que durante el primer boom. Los congresos de escritores durante el boom nunca reunieron a todos sus miembros reconocidos, por evitar guerras de egos fratricidas, por falta de recursos o porque las editoriales todavía no eran parte de los conglomerados globales que permiten más traducciones casi instantáneas para mercados en otras lenguas. Hoy no reinan el deseo de salvar al mundo, encontrar tu identidad nacional (excepto en un caso como el de Lalo) o la idea de que el arte narrativo solo puede reflexionar sobre su impotencia. Una solución serena yace en lo que se hace con el texto del antecesor, o al tener conciencia de lo que han hecho los maestros comprobados. El Times Literary Supplement informó en 2004 del descubrimiento de un cuento llamado “Lolita”, publicado en Berlín en 1916, cuando Nabokov vivía allí. Este decía que el primer “latido” de su obra maestra surgió en París, a finales de 1939 o al comienzo de 1940, inspirado por una noticia de un mono que, convencido a dibujar, esbozó las rejas de su jaula. El protorrelato centenario no tiene gran mérito, según el crítico que lo resucitó, y lo importante es que el entonces no-maestro haya prestado la materia e idea, y creado una obra de arte. Según Monterroso, “con frecuencia uno es injusto o, peor, ingrato, con un buen número de autores a los que debe mucho, sea en materia de oficio o de apreciación de la conducta humana y el mundo” (1998: 40). Monterroso es honesto porque para los nuevos todavía queda la duda de si el impulso para convertirse en Maestro tiene que ver con alguna experiencia agobiante superior a la lectura de maestros previos. Al no tener esos jóvenes una obra acabada no se necesita a Nabokov para recordar que un Maestro no es “nuestro autor” por los siglos de los siglos, o para no estar de acuerdo con la idea de Cyril Connolly, en The Unquiet Grave, de que la única función del escritor es producir una
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obra maestra. Dantzig cree que “c’est grâce aux chefs-d’oeuvre que le monde de formes continue. L’auteur d’un chef-d’oeuvre avait lu des chefs-d’oeuvre, il a rêvé d’en écrire un. Il a fait concorder son libre avec son rève” (2013: 235). No es seguro que la formación o estado síquico de un autor de obras maestras concuerde con esa conjetura, aunque Bolaño sería la excepción. Más allá de sus méritos individuales, las obras maestras sirven un propósito mayor: propagar el evangelio de un arte específico mayor, y convencernos de que la mejor maestría es la de uno mismo, por medio de lecturas verdaderamente diversas, que nos desafían. Como recuerda Kimmelman, las obras maestras tienen muchas capas y no se puede atribuirlas a una sola razón, o definirla por ella (2005: 2), y su profusión cortocircuita una reacción emotiva real. Este siglo es diferente. En junio de 2003 se reunieron o, mejor dicho, fueron reunidos en Sevilla algunos jóvenes narradores hispanoamericanos por los que “había que apostar”. De esa reunión surgió el testimonio Palabra de América, que examino en el tercer capítulo. Naturalmente, no estaban todos los que merecían, ni merecían todos los que estaban. La selectividad permite revisitar cómo ninguna generación forzada se pone de acuerdo sobre sus maestros, o sus propios miembros. Esa dinámica incluye observar los mecanismos de la elección de los untados, porque como herederos crean un aura de contaminación, que es buena o mala según la percepción que ya tenga el público de ellos y sus maestros. Una muestra fehaciente de esos conflictos dentro de una vertiente chilena de las nuevas generaciones es Yo, Yegua (2004), el testimonio satírico de Francisco Casas, antiguo miembro del grupo Yeguas del Apocalipsis, que reunió a escritores y artistas opositores a Pinochet. La memoria de Casas es “ficticia”, como la de los grupos de lecturas marxistas de Bolaño y Caicedo en Nocturno de Chile y ¡Qué viva la música! (1975), pero la venganza generacional narrada calibra cualquier celebración que se haga de la maestría de sus colegionarios, entre ellos el cronista Pedro Lemebel (1952-2015), la “María Félix” del texto de Casas. Si no hay un gran papel para la narrativa gay entre los nuevos sería por la falta de proyectar algo mayor que ser autoindulgente, o creer que la maestría solo tiene un contexto que no debe sobrevivir la prueba del tiempo, como los clásicos. Otra razón, el caso de Vallejo, es disfrutar aguijonear al público, sin ser bueno para deducir su reacción. Si es “estrategia” es cansina y la rabieta de un novelista no cansado de que no se le haga caso. Así, en ¡Llegaron! (2015) se lee, por enésima vez: “Las dos grandes
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camarillas de Colombia que había cuando nací, el partido conservador y el liberal […] eran unos rapaces descarados. Han mantenido a la pobre Colombia en guerras civiles desde que nació” (47). O ficcionaliza quejas halladas en su no ficción o entrevistas: “¿Y a quienes les explico, vieja estúpida? Estos plurales del español sin nadie que responda me sacan de quicio. Rezo por que se acabe este idioma” (73). Aira explica, al hablar de Le Bal des Folles (1976), novela gay del argentino Raúl Damonte (“Copi”), que “el mundillo gay es la escena que necesita Copi, y Copi es el artista que necesita esta escena para volverse drama, novela, mundo; para volverse alma, mónada; para expresar ‘el mejor de los mundos posibles’, el mejor por ser el real” (1991: 50), que es lo que no logra hacer Fuguet en Sudor. Steiner recuerda un ubicuo triple paradigma (destrucción del discípulo por el Maestro, traición o usurpación del Maestro por el discípulo, y fe y paternidad compartidas) que ocasiona modos idénticos de rivalidad, celos, lujuria de sucesión y tácticas idénticas de traición que operan en el taller o clase maestra (2003: 132). Estos impulsos, el eros de la imitación, son tan susceptibles a las crisis como el sexo, arguye Steiner. Casas lo confirma en un apartado sobre una crítica chilena: “Poco antes de morir se le vio a José Donoso en compañía de Nelly [Richard] y Dolores del Río [Casas], durante una recepción de escritores en la Embajada de Bolivia. En esa ocasión, el escritor haciendo gala de su sentido del humor, llamó a Nelly a seleccionar la gente que los saludase. Durante este acto la bautizó como la Perra Amarilla” (156). Los encuentros entre narradores no son asociaciones ilícitas para delinquir, o una corrupción activa de intelectuales, sino parte del mismo impulso editorial y generacional que puede producir una fascinación popularizante por escritoras que no perciben nada retrógrado en el realismo mágico (“vaca ordeñada” para Abad Faciolince) o consignas a favor de su género sexual, mientras otras quedan desatendidas por dedicarse a una prosa más compleja en su literariedad, como Boullosa, Santos-Febres, la salvadoreña Jacinta Escudos (1961) o la costarricense, nacida en Madrid, Dorelia Barahona. Defender una filosofía del hedonismo se puede reducir a escribir párrafos que contienen más filosofía que hedonismo, mientras se sigue ubicando a las escritoras a contracorriente, por su “otredad”, repitiendo clichés solidarios de las editoriales. Al respecto, según el informe de Marín (2018), ¿por qué cuesta encontrar la obra de salvadoreños en Bogotá?, pregunta a la que se le puede dar la vuelta.
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La confusión también se debe al mayor énfasis en identidades multiculturales, que con las vidas desplazadas y desarraigadas dificultan que haya un consenso crítico sobre una voz generacional, como arguye Tulathimutte. Ese es el problema de “Escritoras de América Latina, al fin [sic] visibles”, de Winston Manrique Sabogal (El País, 22 de agosto de 2015), que mezcla generaciones muy diversas con las de las autoras discutidas en este libro, sin señalar ninguna individualidad. Si Palabra de América no proyecta el intimismo de las muy dispersas memorias de los protagonistas del “protoboom”, sí muestra que el grupo presentado aspira a establecerse de manera autosuficiente. No hay que perder de vista que la proclama sevillana se da en un momento histórico en que la relación de la literatura con otras artes y autores es, vaya ironía, menos clara. Igualmente, no es insignificante que el encuentro contara con la presencia de un maestro apoyado fielmente por la editorial organizadora, Guillermo Cabrera Infante, el Caín de sus contemporáneos según la crítica progresista (él nunca se consideró escritor político). El congreso fue organizado por Seix Barral, en su mejor época la mayor productora de la obra de los “boomistas” canónicos, ahora promulgadora de algunos nuevos. La editorial invitó también a autores que no pertenecen a su catálogo, en cierta manera responsabilizándolos por su asistencia. (Ninguna editorial tiene la culpa de las intrigas de los escritores sobre sus maestros). Palabra de América minimiza a antiguos y nuevos solo parcialmente porque, aparte del prólogo de Cabrera Infante (La Voz del Maestro), es un diálogo entre los participantes: Bolaño, Franco, Fresán, Gamboa, Garcés, Iwasaki, Mendoza (Mario), Padilla, Paz Soldán, Rivera Garza (la única mujer), Iván Thays (1968) y Volpi. Tienen que portarse bien, como doce apóstoles, aunque Bolaño rompe con la severidad teológica, mientras Fresán y Volpi tratan de renegar de cualquier proyecto futuro, ocasionando polémicas supervivientes, como traidores a quienes solo los consuela la ficción, no el testimonio que aceptaron promover. Si la misoginia no es propiedad de sus personajes, como no lo es la humillación y reificación de las mujeres, esa actitud parece ser un motivo insistente, casi compulsivo para los autores empíricos, y a veces algo que creen necesario representar. De los asistentes, Franco, Iwasaki y Thays (estos dos más reconocidos en Perú), y Rivera Garza, son los menos auspiciados en la esfera transoceánica, pese al reconocimiento nacional. La exclusividad del encuentro, implícita e
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inevitable, obliga a referirse a autores que, aunque sean comentados regularmente en publicaciones periódicas hispanohablantes, no están en la punta de la lengua de lectores y editores “enterados”. Otros lectores, especialmente en países periféricos, tendrán en mente a varios más. Sin intención de caer en la trampa del contracanon contemporáneo, son igualmente meritorios Bellatin, Rey Rosa (a quien Seix Barral publicó después de que publicara unos cuentos en inglés), Castellanos Moya, Benavides, Berti, Gonzalo Contreras (1958), el cubano Pedro Juan Gutiérrez (1950), Pauls, Restrepo, Santos-Febres, Serna y Valencia17. Varios de estos escriben novelas llamadas exageradamente planetarias, en que los personajes van de un país a otro (no a otros planetas), con el mismo espíritu nómada que las recorre como un fusible. Estos publican en España y México, hay reportajes sobre ellos, y reseñas en nuestro planeta, pero con excepciones conocidas su obra tiende a desaparecer de la recepción que arman las editoriales para después de la publicación de su narrativa, especialmente si no salen de sus países. Ningún maestro es profeta en su tierra, y como la nueva nueva narrativa de cualquier país ya tiene más de veinte años, tiene poco sentido decir que sus miembros son mágico-realistas o que promulgan el realismo sucio o el “idealismo mágico”. Es válido recordar estas diferencias, con tal de que también se recuerde que el realismo es una creación imaginativa y que el término mismo alienta confusión. Estas etiquetas surgen de la globalización de la prosa anglófona actual, de la traducción inmediata al español de Salman Rushdie (1947), Julian Barnes (1946), Martin Amis (1949), Franzen (1959) y Wallace, no de una anglofilia. Además, las colecciones de no ficción autobiográfica de ellos dejan en claro que la alta calidad que hace sus logros narrativos tan válidos es indisoluble de las fallas que hacen su comportamiento en la vida real desconcertante, entre ellas la relación con el bestseller. No por nada el bestseller moderno se crea en el Reino Unido victoriano, convirtiendo el éxito de venta literario (Dickens) 17 En “Final: ‘Estrella distante’ (entrevista de Mónica Maristain)”, de 2003, ahora en Entre paréntesis (2004: 329-343), dice con más solidaridad que profundidad que de su generación admira a Sada, Villoro y Boullosa. De los jóvenes le “interesan” Volpi y Padilla, y otros mayores más logrados y reconocidos, como Aira y Castellanos Moya, añadiendo: “sigo leyendo a Sergio Pitol, que cada día escribe mejor” (342). Una perspectiva apropiada de sus criterios tomará en cuenta la gran generosidad que solía expresar por muchos otros. Compárese las nóminas azarosamente heterogéneas proveídas por Manrique Sabogal en “América Latina pasa página” (2008a: 6, 8 y 10).
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en el primer producto cultural para públicos amplios y nuevos, quebrantando límites de casta y clase, e inspirando copias y empresas comerciales extravagantes. La globalización no impide que los bienes culturales se produzcan con fórmulas que oscilan entre la metrópoli y la periferia, polos poco distinguibles conceptualmente: el centro es elástico y se dilata hasta coincidir con la periferia, y esta es el horizonte vital del centro, y todos sus puntos son en referencia a él18. Pero La hermandad de la Sábana Santa (2004), de Julia Navarro, es un calco de las novelas de Brown, y la editorial que publica el original español incluso remedó su comercialización. Se habla de una “Fórmula Brown” para producir un bestseller global y multilingüe: tener el nombre de un gran artista, artefacto o figura histórica en la trama (sin mencionarlo en la portada), que la narración comience con un crimen insólito y que se emplee ese crimen para investigar el pasado. Pero en “El fuego y la furia” (2018a: 15) sobre Fire and Fury, relato del primer año de la presidencia de Donald Trump, Vargas Llosa demuestra cómo se fabrica un bestseller amalgamando chismes, enconos, estupideces, intrigas y vilezas que resultan en un libro sin mérito alguno que es “una pérdida de tiempo”. He ahí una diferencia entre esos bestsellers y una obra maestra como El Maestro y Margarita, cuyos cuatro capítulos en retrospectiva sobre Poncio Pilatos son una excelente muestra de la mejor ficción histórica y alegórica (más una novela dentro de otra), como lo son el pasaje del baile (organizado por el diablo Woland) en la Casa de los Literatos y la destrucción de la novela del Maestro por un crítico, momentos cumbre de la sátira y del humor e indiferencia antes los dogmas. Los nuevos narradores saben (los del boom lo intuían), aun antes de publicar su primera obra, que el poder de los libros en realidad crece con los adelantos técnicos que reducen el costo del papel, que el alfabetismo aumenta y que la distribución se expande con los nuevos medios de transporte (incluida la red mundial y su capacidad para simplificar los relatos). También es comprobable que las editoriales globalizantes esperan el éxito nacional de sus autores en las sucursales hispanoamericanas antes de llevar sus obras Parafraseo a José Ortega y Gasset, quien sostiene que la imagen de centro y periferia tiene un sentido muy relativo y últimamente inadecuado para entender a un hombre y su obra, como la empleada por filólogos que quieren salvar a Goethe, estudiándolo solo “por dentro” para salvarlo, mientras él se mantiene en su frontera desconocida. Véase su “Alrededor de Goethe” (1983 [1949]: 595-608). Esa temática está inscrita en el monólogo interior de Zama, y en la carga semántica de que Di Benedetto haya dicho “soy argentino, pero no nací en Buenos Aires”. 18
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al viejo continente, lo cual tampoco asegura que se reconozca su maestría fuera de sus fronteras o que sea una virtud nacional. Más allá de su maestría, los nuevos discípulos proyectan una sensación palpable de ser ambiciosos. Un trasfondo necesario para entender esa condición es analizar —en líneas generales sigo el desarrollo señalado por un dossier de The Economist (413, 8 908, 11 a 17 de octubre de 2014, 51-56) para el futuro del libro, según el cual se pasa del papiro encontrado en bóvedas, llamados a la muerte del soporte impreso— los nuevos tipos de lectores que encuentran esos autores, la disminución de estándares, y cómo las ideas del pasado se trasladan al futuro. Estas condiciones, discutidas desde el contexto de la condena de la edición nacional, no dejan de afectar a los globalifóbicos, al extremo de que parecen imponerles una combinación de pesimismo y cinismo que los hace enfocarse en maestros supeditados. No obstante, a veces la condena nacional es autocondena, como cuando un autor ecuatoriano recurre a editoriales de sus compatriotas, por amistad o por la urgencia de sacar lo que cree publicable, aunque pague la edición. Pienso en numerosos reportajes a narradores andinos (sobre todo al infravalorado Miguel Gutiérrez y su mal entendido “realismo”, que supera al de sus predecesores comprometidos), imposibles de conseguir fuera de sus países, y en un congreso español de septiembre de 2004, llamado “El cóndor ya pasó, literatura andina”, de poca difusión. ¿Cómo explicar entonces que American Visa (1994), novela del boliviano Juan de Recacoechea (1935), fue un bestseller nacional desde su publicación, mientras Paz Soldán goza de mayor reconocimiento fuera de su país? Si se piensa en el mercado, puede ser porque American Visa no se publicó hasta 2007 en inglés —por una editorial pequeña que llega al tipo de público que leyó el original, traducida por un traductor neófito, como ocurrió en 2018 con la falsamente neoyorquina El fondo del cielo (2009), de Fresán, que Paz Soldán reseña como una especie de licuadora posmoderna de amor— o porque su combinación de thriller y humor no contiene referentes políticos o realismo mágico, más allá de la relación entre un país sudamericano y Estados Unidos. Si American Visa, película en 2005, adolece del sentimentalismo que exhibe Paraíso travel, es porque Recacoechea es honesto consigo mismo, y su obra pone en perspectiva lo que se podría considerar narrativa “boliviana” hoy. No se crea entonces que los globalifóbicos son todos resentidos por su recepción menor en España, porque estamos
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en una época híbrida más que refundacional en que no hay balances de obras, solo listas de arrojos. Es más, las tendencias neotribales e integristas son una rama de la globalización, iguales a la hibridización de la alta cultura (para Jameson, separada de la baja con el posmodernismo). Según Maffesoli, la deificación de lo extranjero se puede volver un arquetipo, las cofradías tienen efecto en el perfeccionamiento de algunos oficios (2004: 176), “y los que hablan de ‘globalización’ muestran, por esto mismo, su desconexión de una realidad que es singularmente sincrética y mestiza” (2004: 153). Por eso no sorprenderá que junto a la globalización, o como reacción a ella, aparezca un esfuerzo localista, presentado como otro tipo de libertad19. Aínsa rastrea bien la noción de que todos somos extranjeros y contemporáneos (2012: 73-80), Gamboa la asume frontalmente para su generación (2011: 50-52), mientras Néstor García Canclini amplía la idea de que es imposible ser extranjero “si somos clientes sospechosos, espiados para adaptar lo que podrían vendernos y lo que deberíamos pensar” (2014: 138). Como un análisis hará obvio —el novelista colombiano y los dos críticos lo reconocen implícitamente, con tradiciones literarias que retroceden al modernismo hispanoamericano— no se puede separar la extranjería de las nociones actuales de cosmopolitismo, ilustrado o no, porque no todo contemporáneo es extranjero. Además, la tensión actual entre cosmopolitismo y nacionalismo se traduce fácilmente a la tensión entre una cultura abierta y una cerrada que ninguna especulación universitaria podrá resolver. Ante los altos niveles de nacionalismo actuales quizá pronto se considere al cosmopolitismo un pecado político. ¿Qué y cómo se sabe de esos autores transoceánicamente? Junto a suplementos endogámicos como Babelia, ADN Cultura (Ideas, desde julio de 2015) de La Nación argentina, y Cartón Piedra, la recepción actual de los nómadas, mayor que la de los globalifóbicos, se basa en revistas mexicanas como Letras 19 Según Zygmunt Bauman (1998), cuyo cuarto capítulo, “Tourists and Vagabonds” (77-102), señala la distancia entre élites globales extraterritoriales y una mayoría más y más “localizada”, que Gamboa explica con autores como Roncagliolo y Rosero (2011: 53). En libros posteriores sobre la “modernidad líquida” Bauman no se basa en dilemas y paradojas que revelan los datos empíricos. El efecto de las presiones sociales que explica son menos evidentes en los autores de hoy, por las lealtades múltiples que adquieren y la fluidez sexual (tan líquida como sus principios) sobre la que escriben los neovanguardistas, o porque sus ciudadanías compuestas eliminan la eterna coartada del excepcionalismo.
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Libres, en que las notas, reseñas o comentarios pueden ser amistosos o chovinistas y Nexos, en que pueden ser antagonistas. Las peruanas Etiqueta Negra y Buensalvaje (con ediciones en Costa Rica, Colombia y España) y la chilena The Clinic tienden a ser menos endogámicas. Todos se dedican regularmente a los nuevos, con matices. Si no hay patrones de agendas regionalistas, hay notas benévolas sobre logros nacionales (con excepciones), mientras supeditan los de otros países. Muestras de esa tendencia son las reseñas en Letras Libres (con edición española) de Óscar y las mujeres (2013), primer libro por entregas y encargo del peruano Roncagliolo, e Historia del dinero (2013), saga familiar y alegoría nacional con que Pauls concluye un ciclo de “historias de”. Ambas marcan problemas consabidos de la nueva narrativa: la comercialización de un tipo de escritura y la percepción ciega de que si un autor tiene cierta importancia en su país o una que otra novela importante, lo que siga escribiendo tendrá el mismo nivel20. Precisamente, Roncagliolo es uno de los autores hoy dedicados a escribir novelas por entregas para que sean escuchas en podcasts, leídas por actores, lo cual da un nuevo giro a la voz de la novela, o del autor. Aun considerando el papel de ese tipo de prensa, la república mundial de las letras es más real que una “comunidad imaginada” (noción de Benedict Anderson basada en novelas nacionales tradicionales) que la fundada en la educación de una élite cultural y moral que sería un contrapeso a las pasiones y violencia del populacho, o del tirano. Vale recordar que un argumento de Rousseau en el Émile, ou De l’éducation es que no toda la educación es necesariamente buena. En Las reputaciones (2013), “Libro Notable” de 2016 según The New York Times Book Review, Vásquez indaga en la naturaleza del poder de la prensa y sus responsabilidades, examinando la base inestable de las notoriedades e imágenes que ella misma crea, sondeo que Cornejo Menacho conecta a un estado corrupto y controlador en Miércoles y estiércoles, acercándose menos a la alegoría que Vásquez. Si de esa comunidad se produce un canon chovinista, ¿qué hacer cuando un crítico descarta la política para definir una obra maestra? Dantzig lo hace, aun20 Véase Rafael Lemus (2013b: 72-73) y Enrique Macari (2013: 66-67). En blogs y revistas mexicanas se cuestiona qué habrían escrito Volpi y compañía sin becas, puestos diplomáticos y otras prebendas de la política cultural nacional. Aunque me refiero al asunto a través de este libro, es tema de otro porque, al seguir reduciéndose la cantidad de reseñas impresas, el vacío se ha llenado con blogueros y comentaristas de medios sociales.
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que el relativismo comprometido diría que ocuparse de temas sexuales, como él, es un gesto político, o que la cartografía literaria está marcada por ausencias raras, olvidos pequeños, silencios borrosos. La comunidad se problematiza con reportajes nacionales en La Nación o Página12 de Buenos Aires; breves anuncios en Le Monde de traducciones; y crónicas que desaparecen tan pronto salen en revistas, periódicos y blogs nacionales. En inglés hay reseñas cuatrimestrales en World Literature Today; a veces sin conocimiento de causa o maliciosas en el Times Literary Supplement; o en The New York Times, donde reinan los antiguos maestros y “grandes firmas”, aunque en su versión en español críticos menores apuestan por escritores amigos, menores. En España la recepción principal y amplia puede ser incestuosa en Babelia o Quimera, tiende a ser algo objetiva (aunque demasiado entusiasta con los nuevos) en El Cultural de El Mundo; aguda y ecuánime en Cuadernos Hispanoamericanos, y objetiva en la resucitada Revista de Libros, como lo fue en la sección “El espejo de la crítica” de la desaparecida Lateral en Barcelona, cuando Leonardo Valencia era su Jefe de Redacción. Hoy que los canales no especializados para reseñas aumentan, y esas publicaciones tienen un papel central y ascendente, su éxito surge de fracasos culturales mayores, de la reducción de esferas para discusiones significativas. ¿Cómo llegar a un público no devoto a colegas en la disciplina? En esa esfera, durante los últimos treinta años nadie hace más por sus colegas hispanoamericanos, con compasión, amistad y humor natural (como en Kassel no invita a la lógica), que Vila-Matas, nuestro mejor narrador transoceánico y modelo superior a Paul Auster respecto a por qué no subestimar el ensimismamiento narrativo. En un mundo editorial globalizado es de notar que Vila-Matas exprese su entusiasmo por Auster sin el incondicionalismo del generalmente ecuánime Goytisolo sobre sus amigos del boom, especialmente por Fuentes. En un homenaje a la difunta Carmen Balcells (se sigue sin distinguir entre su genio estético y su talante mercantil), Goytisolo resumió su reconocido papel de puente temprano, aludiendo al separatismo catalán sobre el cual se expresan sus colegas hispanoamericanos que vivieron allí: “Entré en contacto con ella en los últimos años de la dictadura, cuando mi obra estaba prohibida en España, y me ayudó a encontrar editores en Hispanoamérica. Eran los tiempos del boom y gracias a ella Balcells se había convertido en la capital editorial de los países de lengua española en virtud de una apertura y un cosmopolitismo que ahora echamos de menos” (El País, 12 de enero de 2016).
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Buena parte de la prensa de las Américas no contribuye a aquella esfera que aumenta el valor externo del narrador, y no porque la seleccione la vertiginosa subjetividad crítica. Más bien, es fácil constatar que la mayoría de esas revistas no se citan o se conocen entre sí. Se puede preguntar cuánto se lee fuera de sus países de El Malpensante colombiano o la Rocinante chilena (cerrada en 2005), o los medios alternativos de la red mundial, complicando más la necesidad de llegar a un consenso sobre quién narra qué en Hispanoamérica y quién lee dónde. Hay que ser rigurosos con los jóvenes que solo han publicado una novela de “ficción-móvil”, el género que más cuenta al determinar una posteridad que no siempre tiene que ver con un talento perdurable. En torno a renovar ese rigor Vila-Matas sigue siendo el maestro. Además, el debate sobre esta narrativa no está en Palabra de América, ni en la clásica compilación cubana Panorama de la actual literatura latinoamericana (1969). Ninguna de estas colecciones provee una tercera vía para la narrativa, o la distingue claramente de su pasado. Quedándonos en el presente, cuando Fresán publicó Mantra, Domínguez Michael aseveró: “Fresán quiso subirse al carro. Mala compañía les hace Fresán a Enrique Vila-Matas y a Roberto Bolaño, pues carece de esa innata sutileza artística que permite a un escritor hacer la diferencia entre la ocurrencia publicitaria y la realidad novelesca”. Para el Times Literary Supplement, Mantra es previsible, amorfa, y “al reciclar juguetonamente toda una serie de clichés latinoamericanos termina reproduciendo uno de los más peligrosos de todos —que el continente es un revoltijo melodramático”21. El mismo suplemento (5 de julio de 2002) celebró la publicación de Satanás, de Mendoza, por “distanciarse del realismo mágico”, mientras que en Lateral (julio-agosto de 2002) la crítica enfatizó cómo Mendoza digirió mal a sus maestros y “revela una profundidad de Reader’s Digest”. En Nexos (julio de 2002) el reseñador de Satanás dice “algo de ironía le hubiera hecho un gran favor, así como que sus diálogos estuviesen más cerca de la persuasión literaria que de la explicación telenovelesca”. Si para Santos la ironía (2017: 190-194) Dominic Moran, “Mantra (Book)” (2002: 31). Hay comentarios más benignos de Domínguez Michael en “Un forzado del éxito instantáneo” (2002: 3). Matizada (y devastadora sobre Padilla) es su crítica de Volpi y El fin de la locura, en el contexto del Crack (2004), actualizada en “Autopsia del Crack” (2016b: 10-11). Ese número incluye un múltiple “Postmanifiesto del Crack (1996-2016)” firmado por sus fundadores, típicamente lleno de banalidades, cálculos, ingenuidades y pontificaciones vergonzosas para la historia narrativa. 21
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parece ser la característica que más comparten los narradores que examina, ya es hora de diferenciarlos. En Letras Libres (abril de 2002), Juan Antonio Masoliver Ródenas celebra que Satanás rechace el realismo mágico, que según él ha sido apoyado por una crítica paralizadora (no dice cuál ha leído), y festeja que En busca de Klingsor Volpi acuda a la historia para plantear “unos problemas de orden moral”. Masoliver no parece haber leído la precursora de esos planteamientos, Bomarzo, y suele leer la nueva narrativa (Bolaño incluido) con el exotismo que pretende impugnar, empleando criterios trillados y lugares comunes, aunque nota en Satanás “el exceso de redundancias, la inverosímil y blanda relación de María con Sara, el escaso desarrollo de la pasión literaria en Campo Elías” (2002: 82). A pesar de los reseñadores, en 2007 Andrés Baiz hizo una película de cierto éxito con la novela, y su recepción fue mejor en el cine. No por nada se ha hecho películas de bestsellers peruanos como No se lo digas a nadie y La mujer de mi hermano, de Bayly (guionista de la primera), y Pudor (2005), de Roncagliolo, y en 2017 se estrenó una forzada versión fílmica de Zama (Di Benedetto era guionista también, y se filmó otros dos libros suyos). Si los mantras cifran patrones cambiantes de suposiciones culturales sobre la identidad, el trabajo, el género y la clase, los narradores no se pueden olvidar que también codifican lo que vale como buena escritura. ¿Es la visión nacional más positiva o correcta? Vale notar que la reacción a esa novela específica de Mendoza no se conjuga con la efervescencia de la narrativa colombiana actual, ni con su visión de sí misma, como se deduce de las declaraciones de Medina Reyes, Abad Faciolince, Gamboa y Restrepo, entre otros, en el Babelia (607, 12 de julio de 2003) dedicado a su país. Los reconocimientos mutuos inscritos allí, en que Franco está a la cabeza según todos, templan el elogio de Vallejo por Abad Faciolince y revelan mejor las diferencias entre las recepciones locales (triunfalista y errónea, como la titulada “Bonanza literaria” por Cambio, 23 de septiembre de 2004) y las foráneas. Con típica franqueza e ingenio, Moreno-Durán se había referido en El Tiempo (octubre de 1994) a que los nuevos narradores nacionales “han creído que encarnan el Génesis. Es estupidez, ignorancia o mala fe”, y defendió su trashumancia y la de sus coetáneos (Vallejo, Collazos, Gardeazábal, Buitrago), generación de ruptura que Medina Reyes dice no leería. Reconociendo los méritos de ese grupo, Moreno-Durán propone que “olvida que esos escritores
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de diez o quince años antes todavía están en activo y que, comenzando apenas su madurez, habían recibido ya un reconocimiento internacional”. Y termina con una afirmación sobre un comportamiento confirmado después por Palabra de América, que “hay obras de cuya existencia saben pero que han querido ‘ningunear’ para acudir a este hermoso mejicanismo”. La exitosa y póstuma ¡Qué viva la música!, de Caicedo, dejó un legado temático truncado que renovó lo que se entendía en los años setenta por novela urbana colombiana. Vale examinarla en términos de las copiosas que tienen protagonistas sicarios y de cómo Vásquez renueva la manera de representar la violencia del narcotráfico en El ruido de las cosas al caer (2011), giro que, como él mismo menciona en un ensayo de El arte de la distorsión (2009), inició Abad Faciolince con Asuntos de un hidalgo disoluto y sigue hasta La Oculta. Ese vuelco se explica con la memoria de Caicedo El cuento de mi vida (2007), la recuperación de su obra entre 2000 y 2010, la traducción al inglés en 2014 de ¡Qué viva la música!, con prólogo de Vásquez, y que en 2015 se lo edite en España en los clásicos de Penguin. Entre ese rescate está la novela corta Noche sin fortuna, con una valoración utilitaria de Fuguet sobre al impacto del cine en narradores jóvenes, con debida venia a Cabrera Infante: “es la idea del cinéfilo como mártir, el post-adolescente latinoamericano alienado con Hollywood, el solitario que se comprometió con la pantalla mientras todos se solidarizaban con la causa” (2008: 23). Con venias al videómano Puig, es la idea de la visualización narrativa, que va desde La estrategia de Chochueca (1999) y Hecho en Saturno de Indiana, hasta el exilio inverosímil de Las películas de mi vida y las memorias filmográficas sexualizadas de Fuguet en VHS (2018). Más bien hay que señalar, como hace Vásquez en el prólogo a los Cuentos completos (2016), titulado “El anacrónico”, el carácter apolítico de su compatriota, recordando que “en Latinoamérica y en los años setenta, la vida e intereses de los jóvenes intelectuales —y Andrés Caicedo, aunque renegara de ellos, era un joven intelectual— eran inseparables de un cierto compromiso político; el compromiso político, a su vez, era inseparable de las ideas de izquierda en general y de la Revolución Cubana en particular” (9). Hay recuperaciones académicas como La estela de Caicedo. Miradas críticas (2009), pero no se puede aseverar que el interés en el colombiano haya aumentado debido a aquellos rescates. Sin duda, la violencia y las FARC han afectado a todo novelista, y cuando se anunció la paz en agosto de 2016 (negada en
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octubre), varios comenzaron a matizar el significado de esa tregua: Vásquez en “La paz sin mentiras” (El País, 18 de agosto de 2016, 11); y en Babelia (1 293, 3 de septiembre de 2016) Abad Faciolince con su sofisticado y personalísimo análisis “Ya no me siento víctima” (2-3), Restrepo elogiando en “La hora de la literatura” la ficción producida por la situación (3), y con el recorrido convencional e incompleto “La letra con sangre entra” de Jaramillo Agudelo (4), que de las novelas recientes solo rescata Los Ejércitos (2007, reconocida en 2009 por su traducción al inglés), de Rosero. Si los narradores colombianos siguen tratando de situarse fuera de la sombra de García Márquez, y los peruanos de la de Vargas Llosa y Bryce Echenique (el monotemático Bayly representaría el fracaso de intentarlo, al replicar “lo popular sexual” estadounidense), Bolaño no es el santo de la devoción de otros hispanoamericanos de su generación, o de maestros como Fuentes, para quien no parecía existir. En una polémica detallada en Bolaño traducido, Guillermo Samperio, narrador que dice haber sido su amigo durante sus años mexicanos, lo critica severamente, le resta originalidad y arguye que lo novedoso en Bolaño ya estaba en los antiguos maestros de Occidente. Es así si se cree que lo novedoso se reduce a los temas de drogas, homosexualidad, violencia hiperbólica y paranoia antiautoritaria, expresados con humor y sin ningún orden; o si solo se ha leído Sexus (1949) de Miller, The Ginger Man (1955) de Kingsley Amis y Naked Lunch (1959) de William S. Burroughs. (De ser así, el cubano Gutiérrez es una mezcla de ellos más Bukoswki). Detrás de esa polémica en que no pudo participar el agudo e intransigente Bolaño, habría diferencias personales desconocidas. Es más grave que Samperio recurra a una estrategia trillada: los antiguos maestros siempre fueron mejores, cuando Bolaño en verdad optó por lo diferente, por escritores semimalditos, estadounidenses en su mayoría (véase sus notas sobre ellos en Entre paréntesis), por las áreas de certezas grises, dirigiéndose a una nueva generación de marginados, como hizo Cortázar. Britto García, por su parte, nota una “inmolación simétrica” (1999: 101) entre ídolo y fanático, porque un ídolo “es el compendio de todo aquello de que carecemos” (1999: 99). Esa actitud explicaría por qué algunos discípulos están predispuestos a defender las barbaridades proferidas por sus ídolos. Ocurre lo contrario con un maestro verdadero: es notable cómo en México ningún nuevo narrador critica abiertamente a Pitol, como vimos arriba. Resulta que
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él, y Vila-Matas, aparte de ser demasiado generosos por escrito con casi todo narrador joven, son autores de quien sí se puede aprender (no por nada muchos de sus personajes son escritores), como con Saer, congénere del mexicano. Es más, la obra crítica de ellos (publicada continuamente en los suplementos que he mencionado y en libros de ensayo de menor difusión) satisface su yo crítico y su visión como novelistas. Pero el respeto hacia los maestros no se traduce a la mención de lecciones aprendidas, excepto en algunos guiños mal disfrazados de Volpi a Fuentes. De la misma manera, es difícil atribuir un significado permanente o positivo al remplazo de un maestro venerado por otro, o precisar cómo se sale del círculo o de la rueda de aquel, cuando el apetito de creer sin cuestionar es el meollo del problema de la influencia, tal como se ve con las “enseñanzas” del chamán Carlos Castaneda. En la información destilada de la esfera periodística los comentarios de los novísimos sobre los maestros giran en torno a varios polos de intervención e impedimento. Sobresalen entre ellos las discusiones sobre qué es “buena” literatura y, por extensión, la libertad e independencia del nuevo ante las tradiciones del maestro, o su impotencia u obediencia (las huellas que se retiene) ante ellas. Lo que no se lee es una explicacion de la mala “magia” del guía, como en El ilustre mago de Aira. Otra vez Steiner, quien a pesar de sus eruditas razones no llega a explicar el papel del encanto en esas relaciones: “Al escuchar a su Maestro, el discípulo contrapesa la lección pro viribus intuentes a través del poder de entendimiento que le provee una ilustración interna. Con demasiada frecuencia los discípulos elogian a sus Maestros, cuando en un sentido se deberían elogiar a sí mismos” (2003: 45). Su conclusión —afín a la de Monterroso sobre los escritores influidos que “si llegan a ser algo, transmitirán su propia influencia” (2003: 41)— es una manera más de referirse a la enredada relación entre maestro y esclavo mental, y vale notar un consenso crítico en torno a cómo ese tipo de esclavo es más auténtico, porque lo guía su miedo a la muerte en vida del arbitraje. Igualmente, el discípulo nunca va a confesar que necesita la envidia del maestro para continuar su obra22. La parodia de En “Novela: ¿realismo?; ¿vanguardia?”, sección del capítulo “Poéticas y políticas de los géneros” de Entre la pluma y el fusil. Debates y dilemas del escritor revolucionario en América Latina (2003: 307-327), Claudia Gilman define exhaustivamente el peso de los maestros de los años sesenta. The Voice of the Masters (1985), de González Echevarría, ve la progresión al posmodernismo como “deconstrucción” de la desilusión con temas anteriores. Para él, la autoridad surge del Gran Relato, no de los autores; su punto ciego es mantener que ese desarrollo 22
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ellos en El fin de la locura (2003) de Volpi es reveladora y precisa al respecto, porque parte de la fascinación representada —específicamente la de generaciones anteriores (que vivieron la locura cultural posterior al sesenta y ocho) y actuales (que solo leen sobre ella) con las figuras de la pensée 68— proviene de maestros universitarios anglófonos. Estos siguen endiosando a varios maîtres à penser desatendidos, y usan sus obras para explicar la literatura y la vida. Aquella novela también tiene como tema que el conocimiento puede ser poder, y como muestran la historia posterior al 68 y las constantes revaloraciones contemporáneas sobre ese año y su secuela, esa atención puede ser una excusa para el fraccionalismo, la impotencia y la desesperanza. Así, un mensaje básico de El fin de la locura es que las nuevas generaciones no deben perder a la musa que los guió inicialmente, porque no importa qué les inculcaron sus maestros locales sobre lo que debe ser la dinámica de la novela hoy. Quizá por eso Bellatin tiende a tratar temas o personajes japoneses apócrifos (hasta su novela gráfica de 2017, Bola negra), como Aira; Prieto, radicado en Estados Unidos, escribe sobre la Rusia soviética (y traduce rusos al español), mientras su compatriota Guerra noveliza México en Domingo de Revolución (2016a); Valencia y Abad Faciolince ficcionalizan Italia (el ecuatoriano vivió cinco años en el Perú, veinte en Barcelona; el colombiano en México e Italia); Rey Rosa, Velasco y el colombiano Tomás González (1950), Nueva York. El guatemalteco retoma el orientalismo de su compatriota modernista Enrique Gómez Carrillo, y sitúa en Tánger (que ya aparece en El cojo bueno, de 1996) a Ángel Tejedor, colombiano que protagoniza (con una lechuza) su novela La orilla africana (1999). Pero cuando la recoge con Lo que soñó Sebastián (1994) y El tren a Travancore (cartas indias) (2002) como Tres novelas exóticas (2015), su nota introductoria afirma que “las novelas escritas por guatemaltecos son, por definición, exóticas […]; pueden no tener el encanto de lo extraño, pero deben llamarse, en rigor, exóticas”, visión que complica su técnica metaficticia nada autóctona. (Adolfo) “Méndez Vides” (Guatemala, 1956) ubica a inmigrantes de su país en Nueva York en Las murallas (1998); mientras El ángel literario (2004), es antiideológico. Eduardo Vásquez explica el trasfondo filosófico e historia humanística en “Aclaraciones a la relación amo-esclavo” (i) (1981: 157-184) y “El concepto de la dialéctica del amo y el esclavo” (1982: 87-114).
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La pirueta (2010), Monasterio (2014) y Duelo (2017), de su compatriota Eduardo Halfon (1971), mezclan la ansiedad de influencias con la autoficción y la confusión de identidades en el extranjero y en el país natal. Aira opta por Venezuela y Panamá, Ucrania en Las conversaciones (2007), un italiano en Cataluña camino a África en El santo (2015); Gamboa por la China y la India, enfocando la acción de Plegarias nocturnas (2012) en el rescate de un estudiante colombiano de filosofía en Bangkok. Además, su comparatismo y mayor contextualización lo separan de compatriotas, como se desprende de su Océanos de arena: diario de viaje por Medio Oriente (2013). Boullosa, y su compatriota Álvaro Enrigue (1969), en Muerte súbita (2013), eligen la España del Siglo de Oro; Pron, Alemania en El comienzo de la primavera (2009) e Italia en No derrames tus lágrimas por nadie que viva en estas calles (2016). Gabriela Alemán (Ecuador, 1968), afín a incidir en la cultura popular y a que sus tramas extranjeras tengan conexión con el Ecuador, ubica Body Time (2003) en Nueva Orleans, con un inexperto profesor universitario que pontifica con segunda intención sobre el deseo y una periodista que no sabe lo suficiente para investigar un crimen, en una Asociación de Hispanistas. Vásconez traslada un checo (el doctor Kronz) y varios escritores extranjeros a un Quito raro para sus nativos; en La piel del miedo (2010) Kronz reaparece en un país parecido al Ecuador y viaja a Nueva York, a la que vuelve completamente en La otra muerte del doctor (2012); mientras en Hoteles del silencio (2016) lo que son Madrid y otras ciudades es tan importante como “la ciudad” en su novelística. Como protagonista o personaje secundario en otras obras de Vásconez, Kronz también le permite desarrollar una “teoría del extraño”, no del Otro, según una noción certera de la crítica Mercedes Maffla. Benavides, en los capítulos “Nueva York” (2012: 141-166) y “Lima” (2012: 251-282) de Un asunto sentimental incluye novelistas, críticos y agentes reales para desfamiliarizar esas y otras ciudades. Esos traslados se optimizan en El asco. Thomas Bernhard en El Salvador (1997), escrita como un solo párrafo por Castellanos Moya, cuando Edgardo Vega, profesor expatriado que ha vuelto de Canadá, le dice a “Moya” que San Salvador es una versión grotesca, vana y estúpida de Los Ángeles, poblado por gente estúpida que solo quiere ser como la gente estúpida de Los Ángeles. El Vega (que solo menciona haber adoptado el nombre Thomas Bernhard dos veces en un solo párrafo, seguro de que nadie conoce el nombre en “esta infame provincia”) de Castellanos Moya tiene un
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modelo claro en el Reger (crítico capaz de descubrir el defecto que invalida cualquiera de las máximas obras de arte) de Maestros antiguos: comedia (1985) de Bernhard, similitud que ocasionó amenazas contra Castellanos Moya a la semana de publicada la novela. Fue así porque en El Salvador, arguye el autor en reportajes, no se puede criticar a las pupusas (comida nacional) ni a sus escritores, y se opta por tratar de matarlos. Como dijo Bolaño de El asco, es una novela insoportable para los nacionalistas. Sin matizar, y con base en la experiencia de Gombrowicz, paraThirlwell “el problema de vivir en Brasil, o Cuba, o Rusia, y querer escribir una novela, es el mismo problema que vivir en Francia, o Inglaterra, y querer escribir una novela” (2008: 378). Esa condición, con el lenguaje de por medio, no hace planetarias a las novelas producidas allí, o que sus autores no vuelvan a sus países. Que se sepa, Fresán no ha producido una novela ubicada en Caracas, ni Castellanos Moya una situada en Tokio, ciudades en las que han vivido. El problema no es ver una ciudad o país como pequeño, porque así Zurich no sería una capital cultural. Lo que convierte un lugar pequeño en metrópoli es su combinación de cultura, patrimonio, situación geográfica y apertura a otras lenguas, no una fantasía a lo Fritz Lang, cuya Metrópolis se ambienta en 2026. En Los informantes (2004), Vásquez escribe sobre alemanes en su país; Franco acerca de colombianos en Nueva York, como Puig y Valenzuela con los argentinos; y el nómada Pitol sobre la antigua Unión Soviética; o los personajes judíos de Herejes, de Padura, que se mueven entre las Américas y la Europa del siglo xvii. Ver a novelistas mayores como maestros nómadas, con personajes de costumbres “gitanas” que producen una cosmovisión tenebrosa a lo McCarthy, esclarece su relación con los discípulos que se les atribuya. Sin equiparar obras, vale pensar en que varias grandes novelas de Occidente no se ubican en la nación en que nace el novelista. La cartuja de Parma tiene lugar en la Italia que prefería Stendhal, y Bolaño escoge a toda Iberoamérica, Europa e Israel. En Purity (2015), su novela más reciente, Franzen hace que sus personajes (los principales son periodistas) vayan del norte de California a Berlín, Bolivia, Denver, Filadelfia y al área rural del estado de Nueva Jersey. Según Castellanos Moya “los narradores posteriores han debido matar al padre. Y hablan de exotismo colonialista para referirse a Gabo, por contraposición a la literatura actual, que en un mundo global da igual que se escriba desde El Salvador que desde Tokio” (Ayén 2014: 785). Pero no es tan fácil. Para
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Thirlwell, rehusar equiparar lenguaje y geografía es un desplazamiento que tiene efectos perturbadores, y en ese sentido “el público inmediato es solo el primero y no el más preciso o riguroso […]; se supone que el auditorio central es la nación del novelista pero en una era de traducción global tal vez ese no es el caso (2016: 5). Pero habrá globalifóbicos que usarán la representación de la nación como autoridad estética para atribuir maestría, aun cuando Cien años de soledad sale de Colombia un momento, hacia el fin, ostentando la pregunta de si hay que enfatizar el “gran” o “hispanoamericana” cuando una narración nacional se convierte en una Gran Novela Mundial, remplazando los lazos de fraternidad, historia, poder y tiempo con que se imaginaba a la nación. Como se desprenderá de varias referencias en este libro, para los estudios académicos y la crítica no especializada sobre lo que indistintamente se llama novela mundial o global, la hispanoamericana es una nota al pie, respetuosa y políticamente correcta, pero siempre incompleta e informada por versiones traducidas. Dos estudios enciclopédicos han generado mucha atención: The Novel. An Alternative History: Beginnings to 1600 (2010), de Steven Moore, y The Novel: A Biography (2014), de Michael Schmidt. El de Moore, más académico y mundial en alcance, analiza perspicazmente a Cortázar, Bolaño y Vila-Matas para señalar enlaces conceptuales y culturales entre pasado y presente, pero aparte de lo que llama “Spanish Fiction”, naturalmente centrada en Cervantes, lo mundial no incluye lo latinoamericano. El de Schmidt es frontalmente anglocéntrico en selección y preceptiva, a lo Edmund Wilson, con las debidas venias a Balzac, Kundera, Nabokov, Stendhal y Tolstói como autores internacionales. En su conceptualización solo caben Borges y Bolaño (este en términos de Dick y de examinar los límites humanos), aunque las novelas de García Márquez acaparan mas interés. Aquel tipo de subjetividad atiza el descontento de la crítica latinoamericanista comprometida cuya parcialidad es tema para otros. En las artes la autoridad moral del maestro se duplica con una autoridad estética que hace que la obra se convierta en maestra, en el sentido de que esta puede ser a la vez la “primera” y más lograda de un tema o tipo concreto, y la fuente y origen de una descendencia temática o estilística. Cuando el maestro está investido como tal por la sociedad él debe menos a la sociedad que a sí mismo. Su competencia y personalidad le permiten enseñar sin libro, o por lo menos lo que no está en los libros, según Rancière (2003), que parte del bilin-
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güismo forzado y arguye que todo el mundo es igualmente inteligente, cualquier experiencia intelectual contiene a todas las otras y es posible enseñar lo que uno no sabe. Los discípulos actuales, rodeados y limitados por la contemporaneidad, no pueden superar a los maestros con base en una especialización (la narrativa) establecida, o porque la especialización no ayuda, como arguye Lawrence en 1925 (“Why the Novel Matters”). O porque algunos cursos de escritura creativa son una preparación cuestionable sin el talento del discípulo (Ozick), noción complicada por el Premio Nobel Kazuo Ishiguro y su máster en escritura creativa, o por Barthes cuyos ensayos sobre la preparación de la novela son sobre la que quería escribir, no las que criticaba. Así, un jurado que eligió a los participantes del Hay Festival Bogotá39 de 2017 dice, acríticamente, “un número significativo salió de escuelas universitarias de creación literaria”, razón por la cual solo unos 10 de los 39 elegidos tienen obra indiscutible. Durante un año, después de publicar Cartas a un joven novelista (1997), Vargas Llosa fue tutor de Antonio García Ángel, autor colombiano becado por la Fundación Rolex. El discípulo concluyó su aprendizaje con Recursos humanos (2006), que no es Recursos humanos del mexicano Antonio Ortuño (1976), novela negra de 2007. Era la segunda novela de García Ángel, y si es prematuro determinar su futuro, hoy se sabe poco de él. Cabe preguntar si Ángel siempre será “el discípulo de Vargas Llosa” y qué efecto tendrá en la recepción de su obra, independientemente de su talento. Hubo similar inquietud con el Premio Bienal de Novela Vargas Llosa respecto a las relaciones entre tutelas, editoriales, jurados y nacionalismos, pero los premios de 2014 y 2016 (ganada por Si te vieras con mis ojos, de Franz) pusieron fin a cualquier suspicacia. Una palabra clave en estas consideraciones es “primera novela” y la apuesta por ella. La FIL de Guadalajara de 2011 apostó por obras primerizas como Los descosidos (2010), del ecuatoriano Eduardo Varas C. (1979); otros por Cárdenas, cuya Los estratos, en que un personaje introspectivo busca a su nana para completar una serie de recuerdos borrosos (y voces transversales) con un extenso fondo analítico de la situación de las clases sociales en Colombia, fue recibida elogiosamente en España e Hispanoamérica. Una palabra clave en esas apuestas es “creativa”, aunque Aristóteles, Cicerón y Quintiliano, clásicos conocidos más en traducción, creían que se podía enseñar a escribir. Pero rehusaban impresionarse por la “autoexpresión creativa” hasta que el discípulo tuviera un yo que expresar y la facilidad para expresarlo. Si en vez de un maestro se ins-
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titucionaliza la escritura creativa dentro de un sistema universitario rígido se falsifica lo que significa esa escritura. Según Ozick, que el establishment defina la calidad literaria y la diferencia entre cultura alta y baja en verdad constriñe la enseñanza, idea similar a un argumento general de Rancière. El ejemplo anterior aparte, los nómadas y globalifóbicos, y sus lectores, quieren mantener la rebeldía que maestros más antiguos (otra vez, se puede pensar en Emar, Filloy, Salvador, Diego Padró) nunca abandonaron, y aquella actitud incluye hablar abierta y críticamente de colegas novelistas y críticos. Ese deseo de objetividad no quiere decir que se deba considerar “nostálgica” la generosidad que caracterizaba a un autor como Cortázar, e incluso a Fuentes y Vargas Llosa cuando hablan de su grupo. Hay cierta elegancia en los maestros antiguos que por tan viejos parecen nuevos. Así, al hablar Fuentes de Cortázar y la práctica de la metaficción, asocia Rayuela al Quijote y afirma: “La novela dentro de la novela, la novela consciente de ser novela, de ser literatura. La novela que celebra su génesis en la ficción y que hace patente la técnica misma de la novela. La novela que se sabe leída, la novela inocente en el sentido de no ser una novela de la experiencia, como pretende ser la novela realista, sino ser radicalmente una novela de inexperiencia, en lo que es más importante lo que se ignora que lo que se sabe” (2006: 16). Nótese el énfasis en el género, porque Fuentes posiblemente sabía que ya en un clásico como Las ranas (405 a. C.), de Aristófanes, los dramaturgos Eurípides y Esquilo discuten cómo escribir dramas, antes de Shakespeare. Como contrapunto centrado en los clásicos contemporáneos, Aira asevera sobre su otrora admirado (por él y otros) compatriota: “con Cortázar las [opiniones en su Diccionario de autores latinoamericanos] he radicalizado: ahora me parece un fraude completo. Sobre los autores del boom, creo que sus libros han envejecido, y mucho” (Carrión 2004: 7). Más de una década después, Aira matiza poco su opinión, diciendo de unos cuentos canónicos de Cortázar: “los encontré malos al punto de lo impublicable” (2014: 78), aunque admite la atracción que ejerce sobre los jóvenes, y concluye que “quizás no son tan malos como me lo parecen” (2014: 79). Garcés ha contribuido varias veces al deporte nacional de criticar al maestro, y señala más debilidades que aciertos en Cortázar (sin pensar que a veces la errata es el acierto), aseverando que era un esnob, que Rayuela es convencional a pesar de clamar contra las convenciones, y que “parece la obra de un sedentario adolescente porteño que
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intenta imaginarse la verdadera vida, tal como será, el día que reúna el monto del pasaje a Europa” (2004c: 3). ¿Pero qué hacer con Felisberto, que aparentemente leía The Book of Snobs (1848), de Thackeray (publicado el mismo año que el Manifiesto del Partido Comunista), en que satiriza a los esnobs universitarios? Un corolario serio de esas suposiciones es la noción poco original de que la Gran Novela Hispanoamericana será de tono extranacional, cuando la decididamente universal Rayuela no pasa de moda en un momento de literaturas emergentes más y más transnacionales. Al fondo de esos roces está el peso del maestro nacional, y cabe contextualizar los comentarios argentinos con los de escritores mexicanos: Rivera Garza aseveró que “Cortázar es el gran contemporáneo (en el sentido steiniano del término), el escritor tan conectado con su presente —su velocidad, sus retos, sus abismos— que siempre fue capaz de hablarle a las generaciones futuras” (Castro Ricalde 2005: 311). No es casual que sean tres escritoras y un escritor, o que hablen de la Maga desde México, comprobando que los novelistas no tienden a ser profetas en sus tierras23. Neuman tergiversa al “adolescente” de Garcés, y al reivindicar los cuentos, ensayos y traducciones de Cortázar dice que leerlo como adolescente no es culpa del autor. Según él, “para bien y para mal, Cortázar es contagioso. Por eso quienes fingen desdeñarlo en realidad se están defendiendo” (2014: 10). Fabián Casas, mayor que Garcés, tenía estremecimientos similares a los de su compatriota. Pero se arrepiente, aseverando en 2007: “Che, Aira nos cagó, la literatura argentina cayó en la trampa de Aira, ¡es un agente de la CIA!” (2013: 12); y se independiza diciendo sobre Cortázar: “Quiero que vuelva. Que volvamos a tener escritores como él…” (2013: 12). Por el centenario del maestro —partiendo de la premisa “‘Rayuela, una búsqueda a partir de cero’, tituló Ana María Barrenechea la reseña que signaría durante años las lecturas cortazarianas” (2014: 6, énfasis mío)— Pauls provee una sutil y completísima evaluación. Una relectura de Cortázar, de la séptima (1980) de sus Clases de literatura (2013) sobre Rayuela, Libro de Manuel (1973) —en que comienza a analizar las hoy llamadas “noticias falsas” y la sociedad dispuesta a creerlas, 23 Son Rivera Garza, Yépez, Ana Clavel y Amaranta Caballero Prado, “Corta-a(l)-azar: lecturas de Julio Cortázar a inicios del siglo xxi”, en Castro Ricalde (2005: 293-313). Es similar el tono de Brescia (2014), en García Bergua (33-37), Trelles Paz (171-175), Valencia (187194), Beltrán (217-218) y la introducción de Brescia (7-16).
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como decía Marc Bloch de las mentiras— y Fantomas contra los vampiros multinacionales (1975), y el hecho de que hasta hoy se lo sigue traduciendo, les da la razón a Neuman, Pauls y a autores que no son sus connacionales24. Como dice Harwicz en 2017, en la Argentina “hay más airianos que escritores”. Hablo de “recepción artificial” porque esta funciona con los destiempos y desencuentros detallados en el cuarto capítulo. Por ejemplo, Cortázar publica su Rayuela en 1963. En 1969, el desconocido posmodernista inglés B. S. Johnson (1933-1973) publica la “novela” The Unfortunates (en español, 2011), una caja con 27 secciones que suman 136 páginas y contiene la nota “las secciones pueden ser leídas al azar, con la excepción de la primera y la última”. Nadie se ha ocupado de cotejar la originalidad, o falta de ella, en la obra de Johnson, pero los anglófonos enterados la citan como algo insólitamente vanguardista, y prueba de que, desde siempre, la novela no hace otra cosa que evolucionar, y al punto que llegó con Cervantes y Joyce ya no puede ser la misma. No obstante, se olvida en estas porfías que en 1962 Marc Saporta publicó Composition No. 1, que la editorial señala como “novela”. Esta no tiene trama, ni las páginas están hiladas en la caja en que vienen, y Saporta instruye a los lectores a leerla como un naipe. En su época fue rechazada, pero traducida al inglés (1963) y republicada en formato tradicional y digital (2011), hoy no es una propuesta complicada, poco diferente de Naked Lunch de Burroughs, y de su calco, The Unfortunates. ¿Entonces qué son los siete tomitos en una caja de la “novela” La familia fortuna (2001), del argentino Tulio Stella (1944)? No hay instrucciones de cómo leerlas, o en qué orden, pero internamente tiene una disposición convencional. ¿Cómo diferenciar eso de la decisión, decididamente comercial, mediante la cual Alfaguara (desde 2014 sello de Penguin Random House) 24 El lado argentino: Neuman (2014: 10-11), recogido en Brescia (2014); Fabián Casas, “Tarde en la noche, viendo a Cortázar”, (2013: 11-12); Pauls, “¿Qué hacer con la gente vulgar?” (2014: 4-15), complementado agudamente por Blas Matamoro, “Releer a Cortázar” (2014: 1622). Las variantes de Garcés son “Instrucciones para criticar a Cortázar” (2004b), “Queríamos tanto a Julio...” (2004c) y “El fin de un sueño” (2004d). Su tono se asemeja al de Bolaño en “El viaje de Álvaro Rousselot”, El gaucho insufrible, en que el protagonista sueña haber encontrado al personaje Riquelme (que escribe “la gran novela argentina del siglo xx”) junto a “miles de Riquelmes instalados en el Pen Club argentino, todos con un billete para viajar a Francia, todos gritando, todos maldiciendo un nombre, el nombre de una persona o de una cosa...”. Las colas y venta de favores no necesariamente argentinos siguen hoy, para ver si los traduce Gallimard.
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ofreció en 2011 una caja llamada “Pack Vargas Llosa” que ofrece cuatro novelas del peruano cuya relación entre sí es el estar parcialmente ubicadas en el Perú, país que ninguna ficción suya ha abandonado? D. H. Lawrence decía que no hay que confiar en el artista sino en el relato, y que la función apropiada de un crítico es salvar al relato del artista que lo creó. Un argumento en contra del camino sugerido por el novelista inglés en 1923 son sus riesgos, y parece una afrenta contra los nuevos (y sus lectores recientes) aconsejarles no seguir la ruta sugerida por Lawrence, sobre todo porque, como discuto en capítulos posteriores, en varios sentidos se puede aseverar que las suyas son “novelas del artista”, como tan bien han estudiado los críticos de arte Francisco Calvo Serraller y Michael Kimmelman, visión que Franz afina y complica en Si te vieras con mis ojos (2015a). Los discípulos y los maestros comparten el ser prisioneros de sus experiencias, y Bolaño es un icono porque la generación que le sigue inmediatamente no tiene héroes: ni los hippies ni el Che Guevara les servían. Para Bolaño el héroe es el artista, y sus personajes lo buscan, sin encontrarlo. Por eso es previsible que entre las influencias que se le atribuye se mencione —en conexión con la rebeldía y sin precisión (el motivo de esa novela es la literatura, no la bohemia, el escape o el turismo)— a Jack Kerouac y su novela-rollo On the Road, de 1957 (de formato a lo Sade y Los 120 días de Sodoma; no de concepto, a lo Cortázar), cuyos protagonistas también se definen por su nomadismo, como los beats (literalmente, “vencidos”) que le dieron al estadounidense su temática. Tampoco se habla de la posible influencia de Una tumba para Boris Davidovich y Enciclopedia de los muertos, de Danilo Kiš, que resuenan en “La parte de Archimboldi” de 2666. No se sigue huellas del mal celebrado —por Heriberto Yépez (México, 1974)— “poeta visual” mexicano Ulises Carrión y su ensayo-manifiesto “El arte nuevo de hacer libros” (1975), especialmente en la versión original del “Manifiesto mexicano”, incluida en El espíritu de la ciencia-ficción (2016: 205-223). Además, no se escribe nada contundente sobre el impacto viable de las dos primeras novelas de McCarthy y su trilogía de la frontera en el chileno y en varios novelistas mexicanos del norte, que como Herbert desde la efectista Un mundo infiel (2004, reescrita para una edición de 2016) y su hibridez de lo cómico y lo trágico, dicen estar más cerca del destierro ético y subconsciente de la frontera y paisajes de McCarthy (para este “la dura realidad es que los
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libros se hacen con libros. Para vivir la novela depende de las novelas que han sido escritas”) que de la de Fuentes. ¿Valdría creerle a María Salomé Bolaño, cuando le dijo a la revista digital Paniko (Chile), en noviembre de 2016, que “mi hermano tenía problemas con sus maestros, siempre se peleaba con ellos, decía que no le enseñaban nada. Cuando citaban a mi madre a la escuela, por la conducta de Roberto, los profesores le decían que por favor le pidiera que no los avergonzara más en clase. Mi hermano, además de ser muy burlón, era un erudito. Siempre tuvo un carácter muy fuerte y especial: le gustaba exponer la falta de conocimiento de sus maestros cuando sabía que ellos se equivocaban al enseñar algo. Él leía mucho y te podía hablar con detalles tanto de un pueblo de África como de una batalla de Napoleón. A veces, incluso, te inventaba historias con esos datos solo para tomarte el pelo”? En un momento dado los nuevos miran a su alrededor y no les gusta lo que leen. Al descubrir la falsedad de esa literariedad se refugian en la desmesura que los define, y siguen dando vueltas en torno a sí mismos. Es el destino del que apunta a ser maestro y sufre las presiones de la literatura como autoayuda para el escritor, su público y la editorial; y la mayor tensión es cómo negociar entre ellas. Donoso estigmatiza el asunto convirtiendo al cincuentón Julio Méndez, narrador de su El jardín de al lado (1981, revisada por él en 1996) y de mayor protagonismo en Donde van a morir los elefantes, en escritor fallido y excluido, envidioso del “boomista” ecuatoriano apócrifo “Marcelo Chiriboga” —retomado por Fuentes, en Fricción de Urroz, Las segundas criaturas de Cornejo Menacho, Sudor de Fuguet y El asesinato de Laura Olivo de Benavides—, “el más insolentemente célebre de todos los integrantes del dudoso boom”. Méndez culpa a la mercenaria agente “Núria Monclús” (Balcells, levemente disfrazada, y presente en Sudor y otras), del “insoportable oropel de falsedades comerciales” que fabrica maestros de quienes no lo son, como también alude Thays en La disciplina de la vanidad (2000) respecto a ella. La clara obsesión de Donoso (más allá de la de escribir la Gran Novela, según revelan sus Diarios tempranos. Donoso in progress [1950-1965]) con ficcionalizar a un novelista y sus tribulaciones se fundamenta también en la relación entre los académicos extranjeros y la ficción, a lo cual se adelantó Agustín con Ciudades desiertas. Si quiso reescribir el boom (con su Historia personal del boom, de 1972, aumentada en 1983), y explorar negativamente la idea de la “eterna recurrencia” y su efecto comercial cuando un autor quiere escribir
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novelas cosmopolitas, Bolaño no le ayudó en “El misterio transparente de José Donoso” (1999), llamando a El jardín de al lado testamento de las paradojas de su compatriota (Entre paréntesis, 99-101)25. Antiguos y modernos comparten así el deseo de no querer pertenecer a un club sino que un club pertenezca a ellos, y en ese sentido tampoco hay que ser forense para notar las brechas en torno a la novelización del género sexual entre los narradores de cambio de siglo, o sus antecesores, como repite Fuguet sin ningún matiz en Sudor al decir que el boom era una mafia machista con Fuentes de director de orquesta (50-54 et passim). Algunos autores mexicanos y las mujeres Por esa situación tan actual vale detenerse en la ausencia de mujeres en estas discusiones generacionales, recordando que para 2017 son ellas las que más contribuyen al cuento, con reconocimiento internacional evidente. Pero pocas luces brillan sobre sus novelas. Salvedades estéticas aparte, valdría examinar la abundancia de novelistas “latinounidenses” o hispanoamericanas menores traducidas por editoriales pequeñas o universitarias y sus conexiones con la academia anglófona. En esos casos la excusa de resucitar escritoras y la extirpación del valor de otras, o poner una obra maestra en naftalina, es reescribir la historia literaria, no para hacerla justa sino para satisfacer cuotas de corrección política que “equilibran” una narrativa de acuerdo con género sexual, geografía o vandalismo intelectual, cuando hay autores sin cuyas obras la narrativa seguirá con buena vida. Ese ahínco conduce a especulaciones triunfalistas que descartan cualquier lógica temporal, estética o la historia literaria escrita por mujeres. Si es correcto ver algunas novelas “silenciadas” como antecedentes del boom y el “boomito” (presuntamente acuñado por Rosario Ferré en los años setenta), tiene poco sentido mezclar generaciones, o guiarse por continentes, dejando a un lado los logros de otras autoras (mayormente mexicanas), o igVéase Michael Colvin (2006: 133-145), que estudia El jardín de al lado como autoficción, sin analizar la envidia, rabia y rencor que son sus motores; Ayén titula su décimo capítulo “José Donoso y su jardín de las neurosis” (2014: 415-454), sin revelar nada nuevo. En “El ‘lobby’ editorial que aupó al Boom latinoamericano” (2016: 42-44), Saila Marcos atribuye exageradamente a Sudor poner en perspectiva la parafernalia del boom, con citas descontextualizadas. 25
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norando completamente el momento actual como contexto26. Considerando esa realidad, y por un sentido de justicia elemental, es menester comentar la reducida presencia y atención editorial que merecen sus pares o maestras en Hispanoamérica. Aparte de esa falta de acogimiento editorial, funciona paralelamente el no estar incluidas en el club masculino, como arguye Lina Meruane (2008), elogiada por Bolaño en Entre paréntesis junto a otra chilena, Alejandra Costamagna, ambas nacidas en 1970. Sin descartar a las mexicanas Ana García Bergua (1960), Rosa Beltrán (1960) y la más prometedora Nettel, tómese el caso de Rivera Garza. Una de las mejores autoras hispanoamericanas del momento, ha merecido los premios de narrativa más importantes de su país. Pero vive y escribe desde Estados Unidos, lo cual ocasiona calificarla de “escritora fronteriza”, entre la cultura latina y la anglófona. Nada más lejos de su verdad, porque escribe en español, su temática es latina y globalizante, sin ceder a las expectativas estadounidenses de lo latinoamericano, problemática del capítulo sobre los “latinos” traducidos. Su cuento “El día en que murió Juan Rulfo”, de la colección Ningún reloj cuenta esto (2002), no tiene nada que ver con él o sus ambientes. Pero como profesora en un país anglófono de crítica literaria nebulosa, la crítica de la nación que manifiesta en Había mucha neblina o humo o no sé qué (2016) —según Sergio Ramírez, una obra principal de 2017 como diario desgarrado que habla del México de ella y Rulfo— fue censurada por herederos que quieren generar lecturas unívocas de un autor que, al ser tan excepcional, no va a generar crítica que plazca a todos. Otro tipo de censura, el ninguneo, también se aplicó a su Nadie me verá llorar (2003), ubicada en el porfiriato, que tiene la pátina de no ficción, con varios elementos añadidos por el diálogo que es María Rosa Olivera-Williams, “Boom, Realismo Mágico – Boom and Boomito”, en Rodríguez/Szurmuk (2016: 278-295), aglomera a Eltit, Peri Rossi, Valenzuela y Ferré sin discutir sus novelas o precisar su “femenización del género ensayístico” (283); y al hablar de Bombal ignora la experimentación femenina que sí hizo boom. De ese volumen coincido, por las autoras y obras que discuto, con el argumento más complejo de Beatriz González Stephan y Carolyn Fornoff, “Market and Nonconsumer Narrative” (486-503), para quienes aquellas tergiversan la comercialización de cuerpos, diferencias sexuales y feminismo, distanciándose de la “levedad” de Allende. Requiere más precisión y análisis texual su discusión de un boom femenino y el neoliberalismo como origen de ciertos males contemporáneos. Debra A. Castillo, “Exclusions in Latin American Literary History”, en Valdés/Kadir (2004: 307-314), es un previsible registro y reciclaje metodológico anglófono que hace flaquísimo favor a una causa feminista al proponer que la exclusión es solo de mujeres. 26
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su gatillo: el de un fotógrafo morfinómano de prostíbulos y manicomios y la loca Matilda Burgos. No es menor el diálogo de la novela de Rivera Garza con Santa y el siglo diecinueve. Su Lo anterior (2004) es una historia de amor que depende de códigos ocultos agobiantemente contemporáneos. Particularizar toda su narrativa o la de otros narradores es rebasar la meta de este libro, y es mejor alentar a los lectores a examinar esas obras. Rivera Garza humaniza temas sociales espinosos, evita cuidadosamente caer en melodramas o dejar mucho sin decir, y la narración está tan sintonizada con la contemporaneidad que parece leer nuestros pensamientos. Si esa sensación es antiglobalifóbica, vale. Además practica el ensayismo que frustra a varios globalifóbicos, con una osadía concentrada en la escritura, la materialidad e injerencia del procesador de textos, no en su imagen personal. A pesar de contribuir a Palabra de América, y que su obra y recepción son discutidas en La generación de los enterradores II y en las compilaciones Cristina Rivera Garza. Ningún crítico cuenta esto… (2010), de Oswaldo Estrada, y Cristina Rivera Garza: una escritura impropia. Un estudio de su obra literaria (1991-2014) (2015), de Alejandro Palma et al., extraña su ausencia en las alianzas de los nómadas y globalifóbicos mexicanos. La obra de Rivera Garza provee soluciones a las críticas que definen a varios globalifóbicos: ignorancia o desdén de la lógica cultural de la mundialización de la literatura; reticencia ante la escritura de un texto sin contexto; rechazo de la fragmentación del discurso, de bordes y lo lúdico; el empleo de teorías para cerrar esas brechas y el fragmentarismo. Buena parte de los globalifóbicos revela una preferencia por un realismo renovado problemáticamente, y ante la proliferación en Occidente del llamado “realismo sucio”, en el caso hispanoamericano la influencia proviene de Carver, Richard Ford y pocos otros. Teniendo en cuenta la adelantada teorización de Lupe Rumazo, es fructífero optar por lo que Wood llama “realismo histérico”, que define así: [Esto] no es realismo mágico sino lo que podría llamarse realismo histérico. Contar historias se ha convertido en un tipo de gramática en estas novelas; es así como se estructuran y se conducen. No se está aboliendo las convenciones del realismo sino, por lo contrario, se las agota, se las hace trabajar demasiado. Apropiadamente entonces, las objeciones de uno no se deben hacer al nivel de la verosimilitud sino al de la moralidad: no se debe culpar a este estilo de escritura porque le fal-
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ta realidad —la acusación acostumbrada— sino porque parece evadir la realidad mientras pide prestado del realismo. No es una embarrada sino un encubrimiento (2004: 179).
Wood nota un exceso de exuberancia cómica en la narrativa anglófona contemporánea. Contrariamente, y teniendo en cuenta sus preferencias generacionales y temáticas, Vásconez de El viajero de Praga a Invitados de honor (2004) con extranjeros perdidos en una ciudad parecida a Quito, y Valencia en El desterrado y El libro flotante de Caytran Dölphin (2006), presentan un deliberado cosmopolitismo sin asidero nacional realista (Aínsa 2012: 87-88). No hacen menos los cubanos Jesús Díaz, Gutiérrez y Estévez; la narrativa ensayística de Rodríguez Juliá (de los mencionados, el menos publicado en el exterior) en San Juan: ciudad soñada (2005),; y plantándole cara a los efectismos en el San Juan del flâneur marginado que protagoniza Simone (2011, más ediciones argentinas y españolas) de Lalo, estas obras son muestras de un realismo “otro”, aun considerando la cercanía del personaje errante al que se busca a sí mismo, la patria distante a la cual es imposible regresar, o a una musa, temas de larga tradición. Así, en Volver al oscuro valle (2016), sin abandonar el narcotráfico, la violencia (europea también), las crisis económicas o un homenaje biográfico a Rimbaud (las otras influencias que admite son Graham Greene y Julio Ramón Ribeyro), Gamboa, treinta años fuera de Colombia, retoma temas (y personajes) de Plegarias nocturnas y tematiza el regreso como pregunta literaria cuya respuesta o ajuste de cuentas solo puede ser literario. Con ese giro se adelanta a Cárdenas y la quejumbrosa inadaptación novelizada en El diablo de las provincias. En ambas novelas las digresiones sobre temas que no son “colombianos”, por así decirlo, no resultan en una estructura creíble. Pero no se debe llegar al extremo de Nadal Suau, que a estas alturas ve en el “posmoderno norteamericano” un paradigma (la novela se tradujo al inglés en 2017), y le imputa a Gamboa “no se entiende a qué llama ‘posmodernidad’ el narrador” o, con chovinismo, “la policía española utiliza el término ‘reporte’”, aun cuando nota la agilidad de la novela y su solidez sobre la relación de España con sus inmigrantes (2017: 15). Esa diferencia revela otra convergencia entre globalifóbicos, nómadas y los “mediáticos” y “serios” de Tabarovsky (2004): no ver el realismo antiguo y rural como emblema latinoamericano, como en novelas recientes de Almada y
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Schweblin, o el thriller campestre (francés) Matate, amor de Harwicz. Esa actitud “local” contrasta con lo nuevo de Bellatin, que dice escribir novelas en un teléfono inteligente, no en su acostumbrada Underwood, relación antes fijada por Auster en “Historia de mi máquina de escribir”. Cuando en su El hombre dinero (2013) las primeras 75 páginas transmiten raras relaciones afectivas en formato de “tuit” y las últimas 50 terminan con “Enviado desde mi iPhone”, Bellatin no considera que esos teléfonos también permiten convertir la voz en escritura que se pueda redactar posteriormente; que enfatiza el soporte, no el mensaje. En 2012 la estadounidense Jennifer Egan, por encargo de The New Yorker, publicó el cuento por entregas “Black Box” en Twitter, como mensajes de un espía futurista. A esos intentos de minimizar la narrativa, nada nuevos, se agregan los de blogueros, bookstagrammers, booktubers y sus editores, sin abandonar el realismo como referente (imposible según Blumenberg), verbigracia Fuentes, autor poco realista aficionado a la máquina de escribir. En un reportaje sobre los contemporáneos (casi siempre los mismos), Manrique Sabogal encuentra “novelas realistas (con el criterio también huidizo e inaprensible con que César Aira tonifica el concepto de realidad)” (2008a: 6-7) que expresan fantasías extravagantes en un realismo rutinario, para que los lectores no puedan decir “no, esto no puede pasar”. En La cena, Aira reubica ese vuelco: “Yo había llegado a la conclusión de que nunca sería el protagonista de ninguna historia. Todo lo que podía esperar era asomarme a la realidad de una ajena” (45) o “lo real es instantáneo y sin futuro” (64). Entrevistado por Iván R. Méndez para la revista digital venezolana Icono, Padilla explica qué era y es el Crack, más allá de mencionar su carácter grupal. No extraña leerle manifestar que querían hacer “una fisura en la tradición literaria inmediata anterior a nosotros”, oponer la “literatura difícil” de su grupo a la “literatura basura” vinculada al “realismo sucio” que antecede a la de ellos, excesos a los que añade en el panfleto, defensivo desde su Presentación (13), y titulado sin ingenio Si hace crack es boom. Si el esteticismo favorece a los padres literarios es en parte porque la mejor literatura fue hecha en el pasado y se convirtió en argumento para sus cualidades, y amar el arte antiguo es honrar viejos arreglos. Esa realidad hace pensar en que el peso de los maestros tiene como subtexto un choque entre un integrismo implacable y un espíritu estético. Los términos de Padilla no son originales: el “realismo sucio” es de Buford y Granta, como señalé. Si autores y obras tan diferentes como Vallejo y
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La virgen de los sicarios, Gutiérrez y El rey de La Habana (1998), Bellatin y Salón de belleza (1999), más Mendoza y su Satanás, seguida por Cobro de sangre (2004), optan por una estética apocalíptica, es ingenuo aplicarles el “realismo sucio”, cuando a lo máximo presentan una visión tremendista de la violencia que atrae al exterior, especialmente en el caso del colombiano, que acelera las emociones. No hay que ser de un país asediado directamente por la violencia para entenderlo, y si hay fuerza estética es válido escribir negativamente de él. Así, Arcos Cabrera escribe sobre el Perú asediado por la guerrilla en El invitado, asumiendo que la heterogeneidad es un hecho, incluso cuando reina la violencia; mientras en Miércoles y estiércoles (2008) Cornejo Menacho noveliza la violencia que resulta de un crimen de Estado27. Rivera Garza no demuestra intereses similares a la estética macha que defiende su compatriota, lo cual no quiere decir que su literatura no es “difícil”, y su intervención en Palabra de América está totalmente integrada a la globalización literaria, asimilándole lo hispanoamericano. En esa entrevista (colgada el 6 de diciembre de 2000) Padilla se elige a sí mismo como portavoz del Crack y pluraliza sus respuestas, exponiendo de manera simplista sus pretensiones universalistas (“escribimos un poco por reacción contra el criollismo”). Es más, asegura que “se fatigó por sí solo el modelo de las mujeres selváticas y de pelo verde”, y añade “Mastretta y Serrano están en una línea en la que creen, pero tampoco nos interesa a nosotros [sic], que es literatura de mujeres para mujeres, pues es un feminismo muy impostado y se ha extendido mucho, con ellas no hay problemas, más no nos interesa. Somos una generación políticamente incorrecta”28. 27 La prensa española actual ofrece espacios de opinión a Herrera, Monge, Almada y otros cuya representación de la violencia expurga, no testimonia, las realidades continentales, “nuevas” según Berna González Harbour (2016: 8-9). La inseparabilidad de lo político, lo estético y el género sexual se templa en las columnas de Guerra y Luiselli. Las de esta, poco elaboradas, son sobre asuntos puntuales y previsibles, tipo “Estados Unidos para no enterados”. Su “Yo era otro” (2017a: 2) describe bien la demencial política de la identidad en la academia anglófona, aunque es mejor su “La columna” (2017b), reveladora de lo no logrado como columnista. Guerra matiza más, con mayor relación a su proyecto narrativo. No obstante, las colaboraciones de los nuevos tienden a ocuparse de temas triviales o personalismos que no tienen el peso de las ideas que Vargas Llosa y Marías expresan en los mismos medios. Es decir, no toda opinión merece una columna.
Padilla sobredimensionó su autobombo en sus ficciones sobre el grupo y una entrevista superflua en Si hace crack es boom, que recoge su intervención en Palabra de América (“McCondo 28
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Será por esto que en “Códigos de procedimientos literarios del Crack”, recogido en Crack. Instrucciones de uso (2004), Volpi incluye a Rivera Garza como una de los “compañeros de ruta” (no miembro honorario, como Fuentes y otros autores canónicos vivos y muertos), e “independientemente de su voluntad” (180). La ocurrencia tardía de Volpi, y cierto desdén hacia otros narradores (mujeres más que hombres), es irónica en el mejor de los casos, sarcástica en el peor. De cierta manera estos dos ahijados, como su padrino Fuentes quiso hacer con el boom, quieren chuparle el oxígeno a su generación. Como precisa el milenial Tulathimutte, el deseo de ser universal y declarar que una obra habla por todos termina engañando a la novela, y a la generación (2016: br37). Aunque habría que admitir que entre las autoras más visibles nacidas antes de los años setenta y ochenta vende mucho el tono ofendido o plañidero, hay que tener en cuenta que autoras como Indiana y Harwicz no son monotemáticas o portavoces del victimismo, ni infantilizan su condición de mujer. Por eso propongo que al ver esos problemas de otro modo ellas son el futuro de la narrativa magistral. Otra autora que no cabe en el club de esos nuevos es Boullosa. La atención prestada a las novelas “de sí mismo”, “del yo” o autoficción hispanoamericanas, examinadas en los capítulos cuatro y cinco, no recae sobre su La novela perfecta (2006), híbrido sobre un escritor bloqueado en el extranjero y ciencia-ficción que la crítica recibió mal, quizá por la existencia de otras autoficciones en esos años. Según Martín Solares, en “El mito de la novela perfecta” de su Cómo dibujar una novela (2014), “al leer novelas como La casa de las bellas durmientes de Kawabata, Los detecives salvajes de Roberto Bolaño, Ubik de Dick, Desgracia de Coetzee o La diabla en el espejo de Castellanos Moya, tenemos la sensación de haber leído una novela perfecta. E insisto: la sensación. Producirla es un problema de técnica” (129, énfasis mío). Aquellos son una muestra de un impulso, no un mapa. Pero en 1997 Boullosa había publicado una de temática similar, lograda y ambiciosa, Cielos de la tierra, abierta, histórica, novela-retrato y utópica. No se puede entender su novela de 2006 sin tener conocimiento de la de 1997, que parece obvio. Su y el crack: dos experiencias grupales”, Cabrera Infante 2004: 41-52), esfuerzo referido a un “negocio redituable”. Padilla infla la percepción general de que el Crack es un grupo más reconocible, en su país. Sin dialogar con Palaversich (2005), quien tiene una agenda política subjetiva, el análisis que más desmenuza las contradicciones de McOndo y el Crack es el de Rosso (2014: 78-94; 94-112).
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suerte no ha sido grande, y es fácil recurrir al sexismo en la prensa o de los autores mismos (como hace Diana Palaversich para McOndo), o a la dificultad de comprender esas consubstanciones con los yoes autoriales, constatada por el epílogo “De corpus. Postscriptum o forward” (Palaversich 2005: 201-208) del prolífico prosista críticamente resentido (no se lo asocia con los nuevos) Yépez. Estos narradores, en particular los nacidos en los años setenta, no pertenecen a ninguna dicotomía tipo Macondo/McOndo, porque son espacios que, a cincuenta o veinte años, ya no recorrerán. No es claro que estén sintonizados política o éticamente, pero es evidente que ya no están para emular a los abuelos y, con excepciones como Volpi, para confrontar las actitudes de escritores más jóvenes. En casi todo lo que escriben hay esfuerzos por conciliar los yoes que compiten en todo escritor, no importa cuán o cómo de autobiográficos sean, como muestra magistralmente la autoficción de Vásquez en La forma de las ruinas (2015), cuyo alcance, no logros, la asemeja a las novelas “boomistas”. Es un yo que vive en el mundo real con un yo que crea o recrea ese mundo con un propósito que pretende ser nuevo, reconstruyendo sus vicisitudes para componer una narrativa emotiva o hacer preguntas difíciles que no contestan. Son sinceramientos que parecen más prueba de juicio que una confesión. Aunque Bolaño calificó a los maestros del boom como abuelos, comparte con su coetáneo Cercas —quien lo fija copiosamente en El punto ciego (2016)— y con García Márquez el gusto por Melville y sus anatomías de varias formas del amor y la violencia, más las preguntas sin respuestas en sus novelas. Mientras más se lea a Melville más aumentarán las analogías con Bolaño y alguna creencia de que sus obras eran las metáforas más grandes del mundo29. En el caso mexicano importa más el circuito cultural, y para Rivera Garza y Boullosa las reseñas publicadas en Letras Libres no garantizan una recepción Entre otras, la crítica de la industrialización (las maquiladoras mexicanas equivaldrían a la caza de ballenas y sus productos), o la presencia de personajes malévolos y autoritarios. Así, el capítulo 88 (“Schools and Schoolmasters”) de Moby-Dick es una digresión demencial poco disfrazada sobre el sexismo de los maestros. La figura del Señor Ballena y sus concubinas muestra que los jóvenes pugnaces no los deben emular: “Now, as the harem of whales is called by the fishermen a school, so is the lord and master of that school technically known as the schoolmaster. It is therefore not in strict character, however admirably satirized, that after going to school himself, he should then go abroad inculcating not what he learned there, but the folly of it” (Melville 1988: 393). 29
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similar a la de sus coetáneos. Al publicarse Verde Shanghai (2011), Rafael Lemus propone en esa revista (2011: 84-85) que en verdad “hay algo que no funciona en casi todas las obras de Cristina Rivera Garza” (84), y por eso interesan. Además, concluye que en ella “no se sabe qué va primero, si la literatura o la teoría literaria, y lo más probable es que no haya forma de descubrirlo” (85), atribuyendo esa condición, y el feminismo poco original de la novela, a la academia estadounidense, circunstancia que vale examinar sin imputarla a un género sexual. Domínguez Michael (2015a: 44-46) hila más fino, notando en esa metaficción que la protagonista proviene “del primer libro de Rivera Garza (La guerra no importa de 1991) […], reaparición balzaciana que debe ser leída como la llamada ‘autocrítica activa’ pues en Verde Shanghai se reproducen, corregidos, cuentos de aquel libro primerizo” (46). Compárese así el procedimiento de ella con los efectos de la relectura o reescritura en Aventuras del señor Bauman de Metz y otras historias (2015), en que Miguel Gutiérrez publica doce relatos extraídos de sus novelas, incluida la total La violencia del tiempo. La mexicana comprueba, como en su momento hizo el argentino Leónidas Lamborghini con la poesía, que reescribir lo que uno mismo ha escrito no añade ningún sentido de justicia a los textos que no lo tenían, mientras que el peruano patentiza que la reescritura no hace que uno se acerque más al autor de ella. ¿Pero por qué importa más a la crítica lo que hace ella que lo que se hace con Bolaño? Hay todavía otro elemento, sociopolítico. En una entrevista de septiembre de 2000 en la revista puertorriqueña Nómada (número 3), Boullosa, amiga de Bolaño en sus años mexicanos, asevera: “Yo no creo en ninguna guerrilla. Creo que para mi generación fue una fatalidad haber vuelto a un ídolo, al Che Guevara. Es una imagen que para mí hoy me parece dolorosamente repugnante” (93). Piénsese en los esfuerzos que todavía llevan a cabo los críticos comprometidos para no mencionar similares comentarios de Bolaño. La línea entre sexismo y conservadurismo de derechas es tan tenue como la de las izquierdas. Así, en los años ochenta la reconocida maestra mexicana Elena Poniatowska se refería de manera progresista al “agringamiento” de la narrativa de “La Onda”, situando su propia obra testimonial como contrapunto, sin ocurrírsele discutir la falta de mujeres en esa agrupación de avanzada. Preguntando retóricamente qué es “La Onda” responde: “Ser muy chavo. Hablar cierto lenguaje. Utilizar cierto tipo de ropa. Compartir una sensación horrible de alienación
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y de aislamiento en esta sociedad. Hermanarse a través de las bandas, el rock, los hoyos fonquis” (1985: 196). Uno veinte años después, la hermandad ha cambiado su onda, no así Poniatowska. En dos artículos titulados “Box y literatura del crack” relata el surgimiento de la hermandad: Hace años Kid Palou, Kid Volpi, Kid Urroz, Kid Padilla, Kid Chávez Castañeda, Kid Herrasti noquearon a la literatura mexicana con un manifiesto que mandó a la lona a las mafias, el grupo de Vuelta, el de Nexos, el de La cultura en México. Nada de lo pasado valía, los escritores eran una mierda, había que barrer con ellos y el único futuro estaba en el crack, que es una fisura, un hueso que se rompe, un vidrio que se estrella, una rama de árbol que cae y hace precisamente eso: crack. Con el tiempo, los jóvenes airados se suavizaron y levantaron de la lona a los noqueados, les vendaron las patas, les pusieron curitas en las cejas y les dieron un apretado abrazo sudoroso a sus abuelos literarios: Salvador Elizondo, Juan García Ponce, Sergio Pitol, Juan Vicente Melo, Fernando del Paso, todos ellos nacidos en los años 30 (2003a: 3a).
Poniatowska sigue: “La verdad, los escritores del crack le tiraron siempre a la sofisticación, a escribir sobre temas internacionales, que interesaran en Alemania, Francia, Italia e Inglaterra. Habían leído a Broch y a Musil, traducidos por sus abuelitos literarios: Pitol y García Ponce. (Eran un poco esnobs, la verdad.) […] Una vez profesionalizada la carrera de escritor por Carlos Fuentes, ellos se lanzan a las grandes avenidas. Nada de Allá en el rancho grande, nada de color local” (2003a: 3a). Con imágenes que sus críticas anglófonas llamarían machistas en otros, se enorgullece de su habla proletaria, cuya realidad solo convence a sus incondicionales. Entre tanto palabreo populista por una novela de Palou sobre el box, no emite una sola palabra sobre la ausencia de mujeres en el Crack, aunque dice que “el crack fue un fenómeno curioso” (2003a: 3a, énfasis mío). En la segunda entrega Poniatowska termina revelando la razón de su nota bipartita: “Que Pedro Ángel me perdone por las pinches confiancitas que me tomo con él, pero la verdad, y para que me entienda, uso su mismo lenguaje; su libro es muy chingón, se lee con el alma en un hilo durante los 12 rounds obligatorios. […] Todavía no entiendo por qué, Pedro Ángel tuvo la peregrina ocurrencia de invitar a una abuelita de ocho nietos, más despistada que la chingada, a presentar su libro” (2003b: 3a). En última instancia Poniatowska,
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como maestra, opta por no ser madrina al estilo del padrino Fuentes, y tiene muy clara la circunstancia generacional, aunque Nettel no cree que hay “una propuesta común” (1998: 46). Hablando en los años ochenta de “La Onda” y su agotamiento, Poniatowska la diferenció de Fuentes diciendo que “como generación tampoco se protegen ni se ayudan; no tienen siquiera un vehículo de expresión generacional” (1985: 202), y del Crack porque “ni a Parménides, ni a Agustín, ni a Sainz se les ocurrió jamás lanzar un ‘Manifiesto de la Onda’ como el surrealista, nunca hicieron proselitismo y jamás desearon reunir sus textos” (1985: 198). Antes, en “Otras voces”, nota para Letras Libres (julio de 2000), Vila-Matas pregunta si existe la generación del Crack, “la de los hijos del boom”. Consciente de la prematuridad de ella, la atribuye al hartazgo con la comercialización y se refiere a muchos otros autores, no obras, entre ellos los “rezagados” Aira, Arturo Fontaine (Chile, 1952), Fresán, Rey Rosa, Sada y Villoro. Recientemente Gumucio, que por edad hubiera podido pertenecer a ellos, no matiza al decir “nada parece haber envejecido más que los manifiestos de McOndo o del Crack mexicano” (2017: 14). Hay que notar entonces cómo ha cambiado la autopercepción de los autores. Si Padilla ve sus novelas y las de Volpi como “germanizantes”, tiene razón al elogiar a Pitol y creer que dos golondrinas no hacen verano, y que la literatura que les antecede puede ser “mala”. Volpi busca fórmulas que lo acercan a un justo medio entre nómadas y globalifóbicos. Encuéntrese los defectos que se encuentre en En busca de Klingsor, se desprende de ella que la produce una mente novelística, un indudable sentido de composición y el deseo de convertirla en una estructura que equipara el discurso ensayístico con el novelístico, para confundir las pulsiones científicas y literarias sobre el poder30. No se debe desdeñar el logro relativo de Volpi dentro de la nueva literatura mundial. Visto en ese contexto, Volpi se adelanta al estadounidense William T. Vollmann (comparado con Wallace y Franzen por sus novelas extensas, desafíos formales e imposibilidad de separar sus obras de su comportamiento público), cuya Europe Central (2005) presenta un panorama de Alemania y Rusia durante 30 Así sus reflexiones “Notas sobre el arte de la novela” (2005: 5-18) y “Pobladores de mundos extraños. Físicos y novelistas” (2007: 5-13), que serían pasos ante un público nacional hacia la cosmovisión que se vislumbra en Mentiras contagiosas (2008). Para Bértolo la literatura es otro poder de coerción cuyos agentes son: “los estamentos con autoridad literaria y su propia fuente de legitimidad: la estética como presencia de lo inefable” (Viceversa, 121).
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la Segunda Guerra Mundial, con la misma seriedad y ambición desmesurada de los mexicanos, pero con mayor recepción mundial. Padilla y Volpi parecen creer en el “principio de incertidumbre” del físico alemán Werner Heisenberg, según el cual la presencia de un observador altera la naturaleza de lo que se observa. Pero hasta finales de 2018 el desarrollo del segundo es más una serie de confirmaciones que una transformación estremecedora, recordando entre otras fortunas literarias que ya en White Noise (cumbre posmodernista para varios críticos) el protagonista es el Director del Departamento de Estudios sobre Hitler. Infinite Jest (1996), de Wallace, es un tipo de metaépica dedicada a las adicciones populares del Estados Unidos en que se suicidó. Diferente a Volpi, Wallace utiliza su intelecto de tamaño industrial para teorizar sobre el antiintelectualismo de su patria, empleando lo que llamó una nueva “sinceridad” para serruchar el posmodernismo absurdo de los años sesenta y setenta, que quería probar lo contrario. Otra diferencia entre el mexicano y los anglófonos y su contacto con la nueva literatura mundial es que Vollmann quiere consubstanciarse con las vidas de espías, generales, recepcionistas y artistas reales, atrapados en las máquinas de la guerra y el fascismo, mientras que Volpi se distancia sin inclinarse afectivamente hacia sus personajes. Las diferencias mayores no caben en los valores relativos de estos autores sino en cómo la crítica primermundista otorga a los hispanoamericanos el mérito que merecen (tema recogido por Santos). Tarde o temprano un autor “no occidental” será visto como representante o portavoz de una comunidad, nación o raza que no quiere personificar. Quizá por intuir ese resultado El fin de la locura —cuyo protagonista es un intelectual izquierdista hispanoamericano en clave mexicana— muestra conciencia de los lectores y de las lecturas culturales antagonistas de “Volpi”. Por ende ironiza, en las secciones “Peor libro del año” de la segunda parte, sobre la acogida de Aníbal Quevedo, un alter ego. Pero Volpi evita que los lectores pidan que el doble resulte ser el autor, ruego que impuso la narrativa ensimismada anterior a la suya. El sentido paródico de esas secciones llega al extremo comprensible y previsible de vaticinar la futura recepción de El fin de la locura; y la última sección, “Peor libro del año”, incluye una reseña publicada el 30 de diciembre de 2003, en una novela publicada en marzo de 2003. Ese recurso no es nuevo para Volpi, pero sí lo es su contenido aglutinante: la crítica personalizada de la intelligentsia mexicana,
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ya textualizada en el roman à clef policiaco El miedo a los animales31. Hay otro detalle pertinente. Como Valencia, Méndez Guédez y Vargas Llosa antes de ellos, Volpi es doctor en literatura, y tendría un buen conocimiento de técnicas narrativas y de cómo enseñarlas. Él y Valencia han dado cursos de creación literaria y enseñan o han enseñado en universidades, como algunos de sus contemporáneos. Ese detalle contribuye de manera irresoluta a cómo perciben su quehacer; pero también conduce a cuestionar los cursos de creación literaria ofrecidos en español en universidades estadounidenses, una nueva teoría de la dependencia cuando esos estudiantes en verdad aprenden más en los contextos citadinos de México, Madrid o Buenos Aires. Cuando cuesta creer que nuestro subdesarrollo es una consecuencia del desarrollo de otros, se sigue confiando en literatos exiliados que no dan respuestas creativas. En parte por esa experiencia “técnica” trasladada a la ficción, no se puede entender cabalmente El fin de la locura sin una lectura del ensayo La imaginación y el poder. Una historia intelectual de 1968 (1998), en que Volpi desentraña, mes por mes, lo que percibe como “conjuras” intelectuales por el poder. Autores como Vargas Llosa constantemente llevan a cabo ese tipo de transposición, pero sin la ironía y sarcasmo de la voz narrativa de la novela de Volpi. Esa práctica es la virtud y limitación del mexicano, aun considerando el nivel paródico de su novela. El alto grado de refinamiento intelectual y cultural de los personajes, ficticios y reales, como la mezcla de odio de sí mismo y autoestima que es su característica tribal más reconocible, hace de ellos seres que son a la vez exquisitamente propensos al dolor y expertos en causarlo. Es así porque ante lo que Monsiváis llama “la catástrofe educativa, robustecida por el desplome de las economías y el desprecio neoliberal [sic] por las humanidades” (2007: 89) los nuevos narradores se esfuerzan demasiado ante su 31 En “El miedo a los intelectuales” (1998: 178-181), Domínguez Michael registra salvedades, haciendo necesario el texto explicativo de Serna, “Historia de una novela” (1996: 205-210). En Resistencia de materiales (Ensayos) (2000), Palou elogia a Villoro y Sada. Obviando la historia literaria y el desarrollo de Vásconez, cuya La piel del miedo reseña, Palou (2014: 84) lo considera parte de una estirpe anómala. Que “en medio de dos estallidos, los contemporáneos de Vásconez han tenido muchas veces que conformarse con un destino literario que no corresponde ni a la calidad ni a la importancia de sus obras” (84) es el caso de Velasco Mackenzie, cuya El rincón de los justos (1983) se dedica a seres marginales y al habla populachera de Guayaquil, corrigiendo una boutade de 2010 de Neuman para El País: “A los ecuatorianos, por su parte, no les queda más remedio que ser cosmopolitas, porque escribir en clave nacional es colocarse en una tradición postergada”.
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público, o por ser miembros de una comunidad virtual de escritores, la mayoría de los cuales ha muerto; o simplemente menosprecian indirectamente a ese público con alusiones que sospechan no identificarán. Además, varios de los nuevos aprovechan la retórica de crisis e indignación que es una característica recurrente de las conversaciones actuales en torno a las humanidades y su gran fragmentación, sin notar lo que estas contribuyen a la tecnificación. Por esto la comparación de Jorge Fornet (2006: 49) entre esta novela de Volpi, Los detectives salvajes, y Basura, de Abad Faciolince, requiere la precisión que proveo más adelante. En una reseña de El fin de la locura tampoco tiene razón González Echevarría al postular que aquella novela “es un esfuerzo por darles vida y a la vez un riguroso emplazamiento de los intelectuales latinoamericanos de entonces, incluidos, por supuesto, los novelistas, precursores inmediatos del autor. El logro de Volpi es guardar una distancia media ante esos individuos y acontecimientos, que aparecen simultáneamente como actuales y remotos, entelequias del recuerdo y agentes de la conciencia presente” (2004: 60). Eso es insostenible porque la novela está concebida de una manera demasiado suelta como para profundizar en una idea. El tono burlón sobre el compromiso de entonces, con el que se puede estar de acuerdo o no, revela una postura ideológica de la cual solo un crítico que piensa igual puede extraer algo trascendente. Las locuras no tienen derecha o izquierda, y si son de una tribu de intelectuales son una causa perdida. Borges tenía razón al decirle a Bioy que “no hay mayor error que llamar intelectuales a los escritores” (“4 de octubre de 1969”, 2006: 1289). Lo que quiere hacer Volpi es mostrar que las de la izquierda, aun con la caída del comunismo, tienen el efecto lateral inesperado de borrar los rastros de sus crímenes culturales. Los signos visibles de esas fallas permiten que la vieja izquierda sueñe otra vez con un comunismo sin manchas, y feliz, aun admitiendo que del 68 sobrevivió el capitalismo. Volpi sabe bien que en vez de transformar la política la vieja izquierda se marginó, y desdeñando los acuerdos mutuos del poder se dedicó a causas centradas en la política de la identidad. Pero se apega demasiado al discurso de esa izquierda para tratar de hacerlo verosímil, una razón por la cual Las segundas criaturas de Cornejo Menacho, que trata temas similares, resulta más convincente. Volpi y sus congéneres no creen en la pureza ideológica, y están menos interesados en los detalles de modelos que en prevenir una repetición del fra-
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caso de algún progresismo nuevo. No minimizo la importancia del discurso no ficticio para entender la narrativa de ellos, hoy parte de una voluntad ensayística inevitable en los narradores de Occidente. También se puede ver su actitud como un romanticismo renovado que recurre a la palabra viva ante la disolución continua de la representación (Rancière 2009: 75-94). Su talante es celebrar su vida y experiencia, opuestas a la historia y a la moralidad sin modas, y hasta hoy sus viajes no tienen fronteras ni boleto de vuelta. Para ellos el tiempo y la historia corroen lo genuino, la memoria es un instrumento para sobrevivir, y como tal merma la autenticidad. ¿Por qué es así? Si para 2017 les afecta solo la resaca del sector editorial de la crisis económica mundial de 2008, es porque no han sido testigos de un proceso de demolición, ni del colapso de un imperio (el muro de Berlín y Rusia se desmoronaron cuando eran adolescentes sin responsabilidad u oficio), ni viven en carne propia crisis migratorias mundiales como las de 2015 a hoy, o las ansiedades sobre identidad nacional que enardecen esas tragedias. Tampoco sufrieron directamente el colapso de autoridades artísticas, económicas, intelectuales, políticas y sociales que habían durado siglos. El progreso histórico puede cambiar todo eso, y se podría revelar en sus obras futuras, pero la plantilla no es obviamente la misma que enfrentaron los narradores del boom. Así, y como explico en el sexto capítulo, Las segundas criaturas de Cornejo Menacho, nacido el mismo año que Aira, es la novela más lograda de las que critican o parodian el discurso demótico (mediante el cual rico o pobre puede leer cualquier ficción, kitsch o clásica, donde sea), erróneo y lleno de banalidades de la izquierda de los años sesenta y setenta, similar al de la derecha hoy. Para Castellanos Moya “la izquierda resultó más hipócrita porque se inventó todo tipo de discursos cuando en realidad lo que sus líderes hacían era embolsarse el dinero” (Tarifeño 2016: 7). Esa condición amplía una idea ambivalente de Aira: “Un argumento en el que suele basarse la denostación al Arte Contemporáneo, en realidad el argumento central que exhibe el Enemigo del Arte Contemporáneo, es que hoy en día la obra de arte no se sostiene sin el discurso que la envuelve y justifica. No ‘habla por sí misma’ sino que necesita de ventrílocuos avezados, por lo general críticos o curadores” (2016: 45), noción puesta en perspectiva por Granés para los años 1966-2011 en Occidente (2011: 337-452). Dentro de esa indecisión occidental varios autores dan una imagen de cómo el fetichismo textual persiste, de
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cómo la historia se apega a disturbios sociales e intelectuales y, en vez de ponerlos en perspectiva, vuelven a apegarse al pasado. Hay homeopatía en ello. En Una aventura (2017b), el narrador de Aira dice: “¿No será que escribo para volverme escritor y encontrar ahí lo que busco […] a pesar de mis prevenciones, por la novela en clave?” (64). Consciente de que los mitos poderosos (si bien malos) parecen volver cuando se los necesita, Las segundas criaturas recuerda que esas imágenes sesentayocheras son ingenuas e incompletas en el mejor de los casos, sentimentales y deshonestas en el peor de ellos; y no muy interesantes. Menéndez afirma que “está claro que en toda periferia se levantan mitos con respecto al centro, pero quizá no está tan claro, aunque es una verdad incontestable, el hecho de que tales mitos solo contribuyen a que la periferia lo sea aún más” (14, énfasis suyo). Los artistas siempre han estado rodeados de mitos: genio, bohemio, rebelde social, provocador moral, visionario carismático. Pero en un mundo globalizado muchos aspectos de su práctica se embragan de otra manera, y se crea nuevas relaciones entre ellos y las instituciones que, después de todo, nunca dejaron de apreciarlos, mientras su mercado oscila entre celebración e indiferencia. Esa condición es particularmente real hoy, y da forma a las transformaciones inevitables que vendrán, así como no es arriesgado postular que la literatura contemporánea le da forma a la historia. Bolaño, escribiendo desde el centro cultural que era la España donde vivió, no fomentaba esos mitos, y ahora se puede preguntar si debía haberlo hecho de una manera más extensa de la que llevó a cabo en su narrativa. En suma, la cantaleta académica sobre la periferia solo existe en idearios fraudulentos, porque salvo que no se tenga los elementos físicos, se puede pensar en cualquier parte. Padilla intenta lo mismo que su compatriota en sus obras, y lo que permite verlos como un dúo generacional es que su narrativa señala dos errores comunes cuando se trata de entender las razones y secuencias históricas que según Ezequiel de Rosso compartieron inicialmente con su grupo (2014: 99-104). Primero, suponer que algunos tipos de razón siempre son mejores que otros, y segundo, que hay una jerarquía de razones. En esta las convenciones poco sofisticadas ocupan un rango menor, mientras que los relatos técnicos (los que cuesta seguir en las novelas de aquellos mexicanos y algunos argentinos) están por encima de otros. Las razones que dan los personajes y los seres humanos no son una función de su carácter, sino que las razones surgen de situaciones y
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papeles sociales. Lo que quieren decir Volpi y Padilla es que algunos seres están más interesados en guiarse por relatos y otros por la finalidad y precisión de un código. Ambos lados están apegados legítimamente a razones que se excluyen mutuamente, y el problema de esa opción narrativa es cómo transmitir esos desencuentros a lectores que no quieren que el placer de leer se conduzca por razonamientos impersonales, por leyes que los autores imponen a sus relatos. Para Volpi, en “Notas sobre el arte de la novela. De parásitos, mutaciones y plagas”, “quien escribe una novela imagina de antemano el comportamiento futuro del lector. Por regla general, el novelista no intenta cooperar con este, sino imponerle su voluntad” (2008: 10, énfasis mío). Esa fórmula hace pensar en si tener una idea o teoría preconcebida de para qué sirve una novela es la mejor manera de crearlas, aunque el novelista quiera liberarse de sus propias ideas. La persistencia de ese problema en la novelística de Volpi ha sido señalada por Fernando García Ramírez, quien con base en Memorial del engaño (2014) opina que “sus personajes a duras penas se sostienen pero no importa porque no le interesan como personajes sino como vehículos de información” (2014: 74); y añade que es un problema de no trabajar el lenguaje, visto como secundario, y de condescendencia con los lectores (2014: 75). Escribir hoy una novela sobre los años sesenta es escribir una novela histórica, con doscientos años de tradición hispanoamericana desde El Periquillo Sarniento. Las basadas en hechos históricos no son la mejor manera para que un novelista principiante desarrolle su talento, aunque obtener idoneidad en los principios de lenguaje y construcción de personajes requeridos para una prosa circunspecta provee herramientas esenciales para escribir ficciones convincentes, como se sabe desde Cervantes. Los años sesenta son la Edad de Piedra para muchos lectores porque se sabe cómo terminaron: algunos de esos chicos egoístas, ignorantes y mimados se convirtieron en padres o maestros egoístas, ignorantes y mimados. Thays advierte: “¿Qué he heredado de los autores del boom? No un camino para transitar ni una alta vara de excelencia que debe ser superada, como podrían pensar algunos, sino la evidencia de que los compromisos se deben asumir, las batallas se deben pelear y que nada es fácil nunca, para nadie, en ninguna época, en ninguna parte” (2009: 15). Las pugnas públicas de los autores jóvenes no dan los resultados esperados. En cambio Vargas Llosa pudo decir en la FIL de Guadalajara de 2016 que hoy
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la literatura hispanoamericana es menos comprometida y más ensimismada, u opinar que Trump es un payaso racista y “el mayor peligro para América Latina”, advertencia que amplía al ver el populismo como “El nuevo enemigo” (2017a: 13). En The New Yorker (30 de enero de 2017) su par, Roth, notó una gran diferencia entre lamentarse de Trump y quejarse del totalitarismo vivido por autores de Europa del este en los años setenta. Ese mes The New York Times publicó una nota sobre cómo Sinclair Lewis se adelantó a Roth con su folleto (más que sus típicas novelas históricas antitradicionales) antifascista It Can’t Happen Here (1935), que Pron —cuya No derrames tus lágrimas por nadie que viva en estas calles examina en qué creían los escritores fascistas y cómo la literatura se convierte en política, mostrando las escasas distancias que median— espiga demasiado para una suya del 18 de marzo de 2017 en el arancelario El País, refiriéndose a una traducción española de 2013. Esas recuperaciones no cuestionan cuánto de una novela distópica se traduce bien al momento contemporáneo, o si debe responder a ansiedades actuales; y por eso siguen las discusiones sobre qué novela o película predice mejor el presente, sin conectar la discusión a si las obras de hoy funcionan como predicción del futuro. En ese sentido, Brave New World (1932) de Aldous Huxley es mucho más rica, distópica y clarividente que la recargada Nineteen Eighty-Four (1949) de George Orwell. Esas visiones de la posverdad populista tampoco debaten que, si las palabras tienen tanto poder para hacer aceptable un relato falso, se puede crear un mundo mejor narrándolo nuevamente. Si cierta moral posmoderna rechaza cualquier marco, lógicamente debe rechazar el suyo. Esa impresión se desprende de la incongruencia personal (según una reseña de Landa) de Contra Trump. Panfleto urgente (2017) de Volpi, cuyo tono-Twitter recuerda la falta de maestría del Contra Bush (2004) de Fuentes, o el oportunismo actualizado de Dorfman ante Trump, presidente por Twitter32. Admonitorias, en The Plot against America (2004), de Philip Roth, y antes The Loss of Eden: A Cautionary Tale (1940), de Douglas Brown y Christopher Serpell, advertían contra el fanatismo y la autocracia. En agosto de 2016 el sitio Literary Hub publicó una carta contra Trump de unos 600 literatos, entre ellos Auster (que lo llama maniático y psicópata), DeLillo, Díaz y Eggers, que “al ser escritores, sabemos las muchas maneras en que se abusa del lenguaje en nombre del poder”. Ese mes Amis fue frontal en un artículo-reseña de Harper’s, y preguntó si se puede corromper la verdad y el lenguaje sin costo alguno. Elegido Trump, junto a 15 escritores, en The New Yorker del 21 de noviembre de 2016, Díaz publicó “Radical Hope”, ilusa nota sentimental a su hermana sobre el poder “colonial, patriarcal y capitalista”. El poder 32
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Compárese esas diatribas con un artículo en The New York Times de junio de 2018 de Eggers sobre Trump y su desprecio de la cultura, en que recuerda que con el arte viene la empatía; y esta permite ver a través de los ojos de otros y conocer sus esfuerzos y luchas. Sin el arte, concluye, se es miope, inculto y cruel. Paralelamente, entre las nuevas generaciones mexicanas, del Crack (“grupo”, insisten sus miembros, no Generación) o no, hay espaldarazos naturales y fluidos en que la maestría tiene menos que ver con una nueva estética, siempre (o a propósito) indefinible, que con una cosmovisión egoísta y las alianzas contradictorias que la definen. Se hallará alguna verdad sobre esa condición social en las secciones “Del Diario inédito de Christopher Domínguez” y otras de El fin de la locura. Si En busca de Klingsor pecaba de seria, de ver la digresión seudocientífica como ruta directa y escénica, y de ser televisiva en sus momentos históricos, en El fin de la locura, el homenaje a Bolaño y Los detectives salvajes (en la subsección “El club del vino”) aparte, el humor pasado por el filtro de “pulsiones lacanianas” salva la totalidad novelesca. Pero hay una diferencia entre Volpi y sus maestros. Estos nunca fueron un buen ejemplo de un sicoanalista malo, y apegándose a la norma cultural de sus años no retrataron vicisitudes sicoanalíticas. Sabían que novelizar la terapia podría terminar en la representación como tira cómica, o peor, como melodrama: el enemigo de procesos que en la vida real se mueven por naturaleza como glaciales, sin mucho teatro. El melodrama no tiene un punto medio, y por eso las novelas largas son la forma clásica liberal. Otros discípulos, en cambio, saben que es mucho más fácil llegar a conocer a un personaje si lo hacen hablar como si estuviera quejándose con su sicoanalista. El ensimismamiento novelesco o novelístico no es un problema argentino, y los mexicanos (que a veinte años de ella no producen una novela “mexicana” internacional como Los detectives salvajes) no se quedan atrás en la crítica de la novela autosuficiente, su fácil adaptabilidad, falta de riesgo e imaginación y conveniente compatibilidad de las “novelas de lenguaje” con la crítica acadépúblico de un autor es limitado, y la ausencia de similar compromiso entre los que analizo aquí contra los sociópatas hispanoamericanos en funciones les da la razón a Vargas Llosa y a Parks (2017). Más efectivo que el deseo de Díaz de galvanizar a los literatos es el humor de Juan Pablo Villalobos en “Hagamos el muro” (2017: 26). “Escribir en la era de Trump”, tema de Babelia (1 354, 4 de noviembre de 2017), le da una importancia que no debe tener.
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mica. Serna dice que a partir de los años sesenta “los escritores que conciben la novela como una crítica del lenguaje se arriesgan a la segura: mientras que por un lado rompen con la forma tradicional del género, por el otro complacen a la Nueva Academia suministrándole textos idóneos para el análisis de estructuras lingüísticas. Desconocen el riesgo de fallar en sus experimentos, porque marchan a la zaga de una poética prefabricada” (1996: 290). Su muestra, no sorprende en el contexto nacional, es la excesivamente alegórica (y, por ende, transparente como “intención”) novelística de Fuentes. Si los más jóvenes son indiferentes ante su legado (menos Volpi y sus congéneres), los ataques contra el maestro surgen de diferencias ideológicas que no son necesariamente generacionales, sino con centros de poder intelectual, como es el caso de la vehemencia con que su obra es criticada en Letras Libres. El peligro yace en que concentrarse en los fracasos de un autor hace que los lectores vuelvan a él, buscando crítica incisiva o imparcial, o porque la bilis, remordimiento o sentido de injusticia que produce puede ser llamativo33. Otro peligro, generalizado, es recurrir al “riesgo” como prueba de que un autor joven no se “aclimata” a modelos de la metrópoli, o que es una vara para medir renovaciones, distanciarse de modelos trillados nacionales o alianzas políticas. Estos criterios, manifestados con ahínco teórico por Cárdenas, son el gatillo para los ya mencionados de Abad Faciolince sobre los concursos. Lo que hace un autor sin generación como Serna en los ensayos de Genealogía de la soberbia intelectual (2013) es mostrar que las distinciones jerárquicas son, a lo máximo, alianzas históricas temporales que permiten que la imaginación creativa siga adelante y supere los conflictos anteriores en que estaba estancada. Esos compromisos se pueden convertir más tarde en un obstáculo para la innovación, y cuando eso ocurre la energía creativa potencialmente útil se encuentra atrapada, defendiendo posiciones que han pasado a la historia. Serna revisita los términos de esos compromisos para mirar al mundo de una manera nueva (2013: 270-282). Su interés es más objetivo que personal, por33 Al salir Los años con Laura Díaz, Letras Libres (sucesora de la Vuelta que publicó una famosa crítica de Enrique Krauze contra Fuentes) publicó dos reseñas en el mismo número. Una de ellas pregunta para quién escribe, y manifiesta que “es evidente que el texto de la novela está al servicio de su futura versión inglesa” (Enrigue 1999: 87). (Diez años después Fuentes elogió Vidas perpendiculares de Enrigue.) La otra asevera que es “una novela complaciente y progresista, complaciente por progresista (feminista, inmersa en el ámbito cultural, mestiza, rebelde en el 68 y solidaria en tiempos de la expropiación)” (García Ramírez 1999: 88).
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que critica cómo un maestro puede escribir para cierto público (el académico) y cambiar su narrativa de acuerdo con los intereses de aquel. Es la tendencia argentina que Tabarovksy llama “neovanguardismo académico”, que produce “una increíble cantidad de libros que se escriben [sic] para satisfacer el gusto de los profesores universitarios más sofisticados” (2004: 77), fenómeno aplicable a la narrativa politizada de la chilena Diamela Eltit (1949). “Un ejemplo de esta subordinación es la trayectoria de Carlos Fuentes desde que se lanzó a explorar el terreno de la novela total o autorreferente” (290), añade Serna, y solo hay que observar el tono sacrosanto de su La gran novela latinoamericana para notar que no cambió mucho desde los años sesenta, creyendo que otras novelas, menos las suyas, eran el Gran Borrador. En una valoración generalmente correcta del legado narrativo de Fuentes (y de la crítica negativa contra él que comenzó en los años ochenta en México y en el extranjero), Sam Sacks se equivoca al comentar de paso la reciente (2016) traducción al inglés de La gran novela latinoamericana. Si es verdad que la contribución novelística de Fuentes y su visión sincrética de la literatura son innegables, y que su ambición “a veces lograda brillantemente, a veces totalmente por encima de su comprensión” (2016: c8) era mezclar diversos estilos y tradiciones europeas y americanas en una sola obra desmadejada, llamar a su ensayo ‘idiosincrásico’ es tan exagerado como creerlo “profundamente informado sobre la historia de la novela en las Américas” (2016: c8), porque su “generosidad”, hemos visto, queda socavada por su personalísima subjetividad. Al cotejar cómo Fuentes “ya iba equipado con la terminología que lo justificaría ante la crítica” (1996: 291), Serna concluye que la de su compatriota es artificial. Para Serna “las verdaderas revoluciones literarias ocurren a la inversa: primero surgen las obras que inauguran formas de expresión y luego vienen los profesores a explicar cómo están hechas. Con la novela del lenguaje se facilitó el trabajo de la crítica universitaria, que vio reflejado en la creación su propio andamiaje teórico y se limitó a cotejar la partitura conceptual (sea de Barthes, Todorov, Greimas o Julia Kristeva) con la servil ejecución del novelista” (291). A esa visión de cómo usar una historia cuando la vida no dice cómo se añade que ser literato no es una ocupación de alto riesgo, no cura el cáncer o termina con el hambre. Parafraseando al estilista Marx cercano a la literatura de autoayuda, los críticos no transforman el mundo, solo lo interpretan, y por eso deben ser claros y directos. Años después Serna asevera que “en ambos
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lados del Atlántico, buena parte de las críticas publicadas en periódicos y revistas, sobre todo las que se ocupan de autores locales, no pasarían la prueba del polígrafo” (2013: 277). En la simbiosis entre narradores y críticos se suele ver a estos como parásitos, y que es tan difícil escribir un libro malo como uno bueno, y mucho más fácil escribir una crítica despiadada. La necesidad de amaestrarse, por así decirlo, afecta a los maestros también. Fuentes, cuyos seguidores son más sus amigos críticos que los jóvenes lectores, parece sentirse obligado a fortalecer o mantener su manida condición magistral. Así, para la edición conmemorativa (1998) de los cuarenta años de la publicación de La región más transparente, Alfaguara añadió un “Dossier crítico” de su recepción inicial, con notas elogiosas de Asturias, Cortázar, Elizondo y Lezama Lima; y también de Salvador Novo, Luis Cardoza y Aragón, Fernando Benítez y José Alvarado. Y, por supuesto, Fuentes elogia la última novela de Eloy Martínez, y este la del mexicano. Hay que ser místico para creer que en las relaciones contemporáneas entre maestros y discípulos no hay coincidencias sino solo convergencias, y bien podemos especular sobre quién no le puede decir no a un maestro, o quién le pide a quién el espaldarazo. En el caso del mexicano, es obvio que, incluso en este siglo, su maestría no necesita ese tipo de legitimación, y nunca sabremos si el dossier mencionado fue más decisión de la editorial, aunque es seguro que el autor habrá te nido voz en la decisión. Como meditación en torno a la mortalidad de personas e instituciones, y por la penetración política sin el tono evangelista de novelas posteriores, La región más transparente es igualmente subversiva y profunda que Il gattopardo de Lampedusa, también de 1958. Pero aun con la globalización es seguro que Occidente recordará más la novela del italiano. Aguilar Camín, en las biografías generacionales de La guerra de Galio (1991) —aumentada por un “Dossier crítico” en 2003 con elogios de Fuentes y Monsiváis (más una entrevista con el autor)— se ocupó de la que comenzó su vida adulta en 1968, y como otros apuesta por una obra totalizante, similar a Fuentes y el último libro que publicó en vida, La gran novela latinoamericana34. Esa preferencia provee un armazón para las generaciones de cambio de 34 Luis Rafael Sánchez prologó una reimpresión de Gringo viejo (2004). Otra de la traducción Where the Air Is Clear (2004) lleva una introducción de Padilla con clichés sobre un mundo globalizado que desubica los valores de la novela. Al prologar La muerte de Artemio Cruz para las descontinuadas Obras reunidas (FCE) del mexicano (reproducido en Carlos
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siglo porque cuando se publicó Los detectives salvajes, Skármeta y Sepúlveda ironizaban sobre el intento total de Bolaño y porfiaban sobre la necesidad de publicar novelas cortas. Aira, Bellatin, Castellanos Moya, Rey Rosa, etc., las escriben con ambiciones mayores, o le ven menos sentido a la disciplina de escribir una de largo alcance. Las editoriales gastan más con un libro breve, pero no pierden tanto si no vende, y Volpi, Fresán y Valencia van contra la corriente de menor distensión. Un sondeo de bestsellers y críticos anglófonos de The Guardian (diciembre 2015) reveló que la extensión de los libros aumentó de 320 páginas en 1999 a 400 en 2014, medida relativa que no refleja realidades generacionales. Underworld (1997) de DeLillo tiene 800 páginas; pero las 484 mil palabras de Infinite Jest de Wallace quedan cortas ante las 560 mil de Guerra y Paz de Tolstói, o las 970 mil de Clarissa, or, the History of a Young Lady (1748) de Samuel Richardson, que no son los abandonados, imposibles o interminables clásicos del siglo veinte. Según Manrique Sabogal en “América Latina pasa página”, “casi todos han renunciado al afán totalizador de construir novelas o proyectos literarios que explicaban una época y que ha caracterizado a la literatura latinoamericana” (2008a: 7), visión que revisa levemente en su informe de 2014. Ese reportaje, concentrado en los nuevos más jóvenes, se equilibra a los pocos días con la encuesta “Los narradores de las Américas se explican”, de El Cultural del 29 de mayo de 2008. Con los nuevos esa elección es una manera de preocuparse de mundos más amplios, porque ese género es ideal para las historias que nos gusta contar, o porque nuestras historias le convienen al género. Cuando un género o autor deja de ocupar el centro de la escena, y se encuentra en posición de debilidad (por lo general imaginaria) frente a otros, la tendencia es convertir lo desdeñado en un estandarte moral, en parte de una resistencia indeterminada contra quién sabe qué. Bolaño, aparte sus ironías sobre el boom y sus autores (nadie se salva con él), nunca se peleó con el trabajo a largo plazo que implica una novela total, que no equiparo al artista total o a un Culebrón Total. Algunas reacciones negativas a sus novelas, y todavía más a las de sus émulos, se deben, Fuentes, Les Cahiers de l’Herne, 2007), Aguilar Camín simplifica la “envidia” que se le tiene al maestro ¿desde 1958? En versiones sueltas de La gran novela latinoamericana Fuentes retribuye los elogios. ¿Qué significa, ante un tema trillado como la corrupción, que Una novela criminal de Volpi contiene solo un elogio de contraportada de un autor conocido, Santiago Gamboa, y de su íntimo amigo, Urroz?
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vale decirlo, a la incapacidad crítica de replicar a una obra trabajada. Si se considera las críticas publicadas hasta la fecha en revistas y periódicos iberoamericanos de las novelas de Volpi, se puede notar también que no ha habido novelistas que a la misma edad de él se hayan atrevido a escribir novelas con la ambientación de En busca de Klingsor, el tono satírico de El fin de la locura, o el apocalíptico e internacionalista de No será la tierra (2006), con la cual confronta, a pesar de sí, el tono terrorífico y nacionalista de Cristóbal Nonato (1987) de su maestro Fuentes. Es factible que las novelas de Volpi sean mal leídas, y que las características nacionales del intelectual de cambio de siglo que son el objeto de burla de El fin de la locura son las que producen críticas mal fundadas. Volpi añadió a la confusión con abundantes cláusulas no subordinadas en la sintaxis de El fin de la locura, armando secuencias, pero rehusando concluirlas, o a obedecer sus subordinaciones. En vez de proposiciones dirigidas hacia un fin, cada oración genera mucha atención hacia frases trilladas, y cada una de estas compite por un dominio que Volpi retiene. O sea, la novela contiene fragmentarismo, pero sin el proceso acumulativo que la define. Como Bolaño y Aira, construye microcosmos propensos al debate intradiscursivo, y teje tramas absurdas para implicar que cualquier trama en este universo caótico es obligatoriamente absurda. Hoy, cuando casi todo el mundo cree que tiene un relato (sin pensar que no todo el mundo tiene algo que decir), la prensa popular se ocupa de cómo “tramar” una novela; y si las tramas no hacen leer, de cuántas tramas posibles existen, de su historia, de cuánto importan según algunos autores, de qué saben las computadoras de ellas (según un dossier de la revista New York [49, 16, August 8-21, 2016, 115-124]). Ante esas posibilidades Bolaño y Volpi son de tradiciones distintas, que han cruzado, pero pertenecen a territorios soberanos que son solo de ellos, y que casi no tienen relaciones diplomáticas. El soberano no es un maestro/amo que, como pensaba Georges Bataille, aparece en varias formas de dominación para restringir la libertad humana, ni el discípulo es un esclavo que encarna la negación de la razón de ser del maestro. Al culminar el boom, varios críticos aseguraban (entre ellos Rodríguez Monegal), como hoy, que por apegarse sus autores a pistas falsas su quehacer no supo acompañar a lo verdaderamente nuevo. No existía una esfera interpretativa que viera los atisbos, los variados antecedentes de las tramas absurdas, o las intuiciones geniales sin politizarlos
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tautológicamente. Para Slavoj Žižek las tramas llegan a su destino por medio del error o a través de reconocimientos equivocados. Por eso los descubrimientos de otros maestros quedan prácticamente inéditos, o solo son discutidos entre discípulos y seguidores, sin grandes reformulaciones. Steiner dice que un Maestro verdadero debe estar solo al fin de su empresa, y que el mayor magisterio es el que “despierta dudas en el estudiante, lo entrena para disentir” (2003: 102). Una clave para Steiner es un verso de “Éloge du lointain” de Celan: Je suis toi, quand je suis moi. En Hispanoamérica se sabe esa lección desde José Enrique Rodó y su Ariel, Monterroso la agudiza en “Obras completas”, y otras generaciones la constatan en prosas de Elizondo, “Un café con Gorrondona” de Alejandro Rossi, “Sensini” de Bolaño, y en “Yves de Lalande”, una de las biografías imaginarias de La sinagoga de los iconoclastas de Wilcock, relato que es un temprano comentario sagaz sobre la producción masiva y mecanizada de novelas. También, y por un discípulo 2.0, en “La pluma de Dumbo” y “Sobre la muerte del autor”, de la seminal colección Hipotermia (2005) de Enrigue (que al reseñar en 2017 la traducción al inglés de Muerte súbita Thirlwell prefiere llamar “novela”). Pero no se hace caso al pasado. Las preguntas en torno a los Maestros de las generaciones actuales tienen que medir el aporte real de los nuevos que intentan copiar, homenajear o socavar a los antiguos, especialmente si se recuerda que por cada autor que se descubre hay otro que se pierde35. En Poeta ciego Bellatin alegoriza (si es factible resumir así una parte de una novela tan sui generis) la situación del aprendizaje como sigue: “El Pedagogo Boris solía quejarse de que ya no era respetado el orden natural con el que Antaño se formaba a los alumnos. La raza de los grandes maestros era cosa del pasado. El nivel intelectual y moral de las escuelas nulo. Había necesidad de una fuerza que modificara el trabajo didáctico desde sus cimientos” (39). Son Al reseñar en línea Logiques des mondes (2006), de Alain Badiou, Žižek afirma que el discurso que nunca se puede basar en razones es el del Maestro, y por eso no hay razón para despacharlo o identificarlo apuradamente con la “represión autoritaria”. Según esa visión benévola, el gesto fundacional de todo lazo social es el del Maestro. Para Žižek el academicismo (que elabora una red de conocimiento que estabiliza nuevos significantes) por definición presupone y depende del gesto originario del Maestro, que no añade un nuevo contenido positivo, solo un significado que súbitamente convierte el desorden en orden. Un Maestro generalmente resuelve las preguntas sobre gestos narrativos fundacionales, sin evitar calcos pobres de los discípulos de su taller (Bajter 2007). 35
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quejas cíclicas (Padres e hijos de Turguénev, “The Pupil” de James, La guerra del cerdo de Bioy Casares, los padres en Coetzee o Richard Ford), presentes pese a que los jóvenes no son sentimentales. En su Diccionario de autores latinoamericanos, republicado en 2018 sin cambios, Aira es contundente sobre un proceder similar al de Bellatin, aseverando que desde El túnel Sabato manifiesta una falla central: “una inadecuación entre su personalidad y sus intenciones estéticas. Sobre su robusto sentido común, sobre sus ideas convencionales y políticamente correctas (que lo hicieron en su vejez un favorito de los medios) era imposible ajustar sus pretensiones de escritor maldito o endemoniado, o tan siquiera angustiado; no tuvo más remedio que crear un personaje que se dice malo, atormentado y sombrío, con una insistencia francamente infantil” (1996: 498-499). Piglia y Oloixarac continúan esa postura con un seudoanálisis psicológico en las conversaciones de sus personajes que no sugiere un realismo renovado sino difusión ideológica en que todos ellos son el mismo personaje que toma diferentes lados de un argumento compartido, como ocurre con el de Elena Obieta (mujer de Macedonio) en La ciudad ausente. Según el igualitarismo por el que aboga Rancière (2003), el conocimiento especializado no lo hace a uno más inteligente o permite acceso a la verdad. Nada más sucinto, correcto y necesario para desmitificar al canónico, aunque la evaluación de Aira linde peligrosamente con la falacia biográfica. Vale preguntar por qué la crítica establecida, y los aspirantes a esa condición tan adicta a creer que siempre tiene razón, no se dedican a la nueva narrativa o apuestan por ella. ¿Repetición de la dicotomía compromiso/decoro de los años sesenta y setenta? No, desconocimiento e intereses creados poco disfrazados de conservadurismo. Por eso hay que acoger polémicas como la incitada por Palabra de América, hoy que el compromiso es más “literario” y solo los presuntos subalternos se dedican a digresiones seudopolíticas infinitas. Tal como comprobó Melville con Bartleby the Scrivener (1853), y antes Balzac con el humor de Physiologie de l’employé (1841), el obrero no tiene que vender su obra, ni nadie tiene que comprarla, y solo los discípulos menos inteligentes hacen todo lo que les digan o sugieran los maestros, como desmenuza Vila-Matas en Bartleby y compañía (2000).
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Compromiso actual: unos casos principalmente cubanos No es casual considerar 1996 como un partir de las aguas narrativo y annus mirabilis cultural, hasta que se detecte una actitud grupal mejor definida como hispanoamericana que individual, generacional o mundial. Alrededor de esa época Wallace y Franzen manifestaban en revistas literarias y culturales cómo se debía escribir novelas, discutiendo dificultad contra placer, cuándo satisfacer o frustrar los deseos de los lectores. Ese mismo 1996, en Cuba, que desde su Revolución experimenta desencuentros con el desarrollo literario de las Américas, el auge del posmodernismo era claro, y un resumen de ello se aplica a parte de la literatura continental: “La literatura cubana de estos años muestra un corpus cuya coherencia, diversidad e incipiente carácter pluralista no solo se sustenta en obras y autores, sino además —y muy significativamente— en un grupo de relaciones (textuales, intertextuales, paratextuales, paradigmáticas, paratácticas, paródicas, estructurales, discursivas, semióticas, teoréticas, críticas, epistemológicas, ontológicas, ideológicas, etcétera) que fundamentan y diseñan continuamente este espacio que he denominado emergente” (Zurbano 1996: 31). Zurbano llega a esa conclusión imprecisa (piénsese en la Generación Cero cubana) después de una tortuosa venia a la necesidad de “historizar” los cambios culturales (Zurbano 1996: 17-24), cuando en verdad la tecnología pasó de ser industria a ser un sustrato de la cultura urbana. Es la necesidad que pedía Nietzsche hace poco más de cien años: un sentido de la Historia, porque solo entendiendo a los precursores se da la esperanza de sentir y manejar lo que vendrá. No obstante, no todo precursor es premonitorio. Hoy la conexión a las nuevas tecnologías exige percibir cómo ese enlace cambia el poder y lo que no se ve. Zurbano tampoco señala que de mediados de los años ochenta a finales de los noventa la narrativa cubana borraba fronteras internas y externas, con Valdés, Guerra y particularmente Ena Lucía Portela (1972), que guste o no quieren ser objetivas en torno a qué significa “salir” de Cuba, con una novelística social de giros narrativos recientes concentrada en carencias y desencantos, como reitera el periodismo cultural36. 36 Así “Generación poscomunista” de Amelia Castilla (2014: 2-3). Si Valdés es popular por su anticastrismo frontal, Portela y Guerra matizan la política, y como Gutiérrez (en Diálogo con mi sombra: sobre el oficio de escritor, 2013) y Padura, tienen presencia y prestigio mediático. Véase el dossier “Una ventana a la obra de Ena Lucía Portela y a la narrativa cubana del s. xxi” (en Mitologías hoy [Barcelona], vol. 10, invierno de 2014), sobre todo Rita De Maeseneer, “Una
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Ante los cambios futuros los precursores más visibles son Padura y Gutiérrez, aunque como dice Domínguez Michael de Guerra, “sus libros no circulan en la isla” (2015b: 69), tensión que los otros sufren también. Respecto a la edición de 2014 de Todos se van (2006) y Negra (2013), el crítico asegura: “En lo que parece ser un momento histórico crucial en la historia de Cuba”, Guerra “está llamada a ser la novelista representativa de esa metamorfosis que devendrá, como muchos lo deseamos, en algo a la vez tan difícil y tan humilde como una democracia” (2015b: 67), añadiendo que “no puede ser una escritora apolítica ajena al hecho […] de que la suya es La Habana oscura y fétida de Arenas, no la elocuente y sabrosa de Cabrera Infante” (67). Muerto Fidel Castro —sobre él, en 2017 publica Nunca fui primera dama (2008), añadiendo un capítulo a la versión corregida y revisada— las explicaciones por Domínguez Michael de las negociaciones artísticas actuales y de Negra como “meditación sobre el racismo que el régimen castrista nunca desterró” (68) adquieren un tono premonitorio sobre la sensación de fracaso implícita en la idea de utopía, o de los que escriben defensivamente sobre ella. De principio a fin la vida de Castro fue coreografiada con la Gran Historia en mente, con el pueblo como actor secundario, y Guerra, hija de la Revolución, lo llama “un maestro delirante” (2016d: sr6), mostrando el trasfondo en su prosa. Pero la admiración exterior no contesta algunas preguntas locales sobre la autenticidad de la rebeldía de la autora o, sin tono etnocéntrico, de cómo escribir del racismo sin pertenecer a la raza que evoca. Con Domingo de Revolución Guerra equilibra sus preocupaciones, desmantelando el significado peyorativo de disidente fuera de Cuba y en ella, y la pretensión oficialista de que allí se respeta la libertad de expresión tipo “apoyamos la libertad de expresión para liberar al mundo, pero para hacerlo bien debemos tener cuidado con lo que decimos”, o sea sin emanciparse, diría Rancière (2003). Retrospectivamente, porque fueron publicados después, es evidente la estrecha relación de sus artículos —“La escritora de izquierda”, “Política doméstica cubana” y “Welcome to Savage Capitalism” (cubanizado en Letras Libres de enero de 2017 con el título “¿Chico, tú crees que el pueblo pueda entenderme?”)— con su novela. Esta desarrolla las dificultades de la breve nota sobre la música popular en Cien botellas en una pared de Ena Lucía Portela” (7-15), y Paula Guillarón, “En la orilla izquierda del Sena” (73-82). Véase también Mary Berg, “Ena Lucía Portela (Cuba, 1972)” (en Corral/Castro/Birns 2013: 186-188).
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poeta Cleo (su poesía aparece esporádicamente o como epígrafes, con su origen al fin, 216-224), para escribir una novela y ensayos en Cuba, tensionada entre la política real y la política del cuerpo (35), y el progreso es dentro del marco resumido en las frases “No hay nada más parecido a un comunista que un decepcionado del comunismo. ¿Quiénes eran ellos y cómo llegaron hasta aquí? Si releemos sus verdaderas biografías vemos lo entrenados que estaban” (37-39). Paralelamente, el segundo artículo afirma consabidamente que “los documentales narran lo que ignora buena parte de los cubanos de mi generación. Se trata de la otra literatura, la vida real” (34). Cabe pensar en que se puede leer la novela de Guerra sin su no ficción de temática afín, y sí se puede constatar, como en Padura, que la relación es muy tenue para los novelistas cubanos de hoy, así “Nieve Guerra” en Todos se van. La censura que recorre toda Domingo de Revolución hace que la protagonista, que lleva una carta secreta de México a Cuba, sea pesimista ante la inmediatez histórica, como con la reunión entre Raúl Castro y Barack Obama (182-184). Y si se equivoca o ficcionaliza encuentros con personas reales o referencias a ellas (Arenas), la confusión de sus cartas y viajes a Nueva York o México, o de los proyectos con Gerónimo, solo añaden a su deseo más importante: “¿Dónde está la poeta, la ensayista, la autora que hay en mí” (143). Por la censura, tal como la define, “escribía como autómata. Hablaba sola y leía en alta voz cada uno de los fragmentos del original de mi novela en proceso” (164). Pero no se puede decir que Cleo es una escritora típica de la isla, por sus viajes al extranjero, o porque aparte de su compañero Gerónimo solo se comunica con su agente y editores. Ese ambiente, como asevera su creadora en el primer artículo, se basa en “la pérdida de memoria de una sociedad que desconfió, acusó y expulsó a sus propios hijos a una diáspora masiva de creadores intelectuales, ideólogos fértiles, cada uno de ellos […] educado bajo los preceptos marxistas leninistas” (25). Por eso no importa de qué se queje, que mencione la consabida dificultad de los cubanos de la isla para viajar al exterior, o su aprecio por García Márquez, la censura se infiltra en todo aspecto de su vida, al extremo de hacerla admitir su propia paranoia. En el noveno de los veintidós breves capítulos relata que “la censura y el censor poseen en Cuba un maridaje singular. Nadie sabe quién te examina y nadie sabrá nunca por qué ese desconocido te ha censurado […]. ¿Te castigan a ti o a tus libros? ¿Son tus ideas o tu actitud
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lo que censuran? […] ¿Cuáles ideas? Tengo muchas ideas sobre cada asunto. ¿Es la poesía un verdadero peligro para este país? ¿No te estarás persiguiendo a ti misma?” (121-122). El machacar de Domingo de Revolución, traducida al inglés en 2019 por una editorial independiente, transmite que solo los de adentro pueden concebir la censura, y así la novela divulga más que una lamentación. Cuando al fin del primer capítulo hay un guiño a la cultura popular, la situación descrita es irónica: “La policía cubana no escucha esa música y educarlos, explicarles la diferencia entre sus inicios en The Police y la obra toda de Sting, decirles que nada de eso haría daño a Cuba, me llevaría más tiempo del que yo disponía para ellos” (31). Por eso, su salvación es la literatura seria, sin sentimentalismo. Como dice en su artículo sobre la muerte de Castro, “la banda sonora de mi vida era un discurso de Fidel” y, por ende, “cuando empecé a viajar al extranjero, tuve que enfrentar cajeros automáticos y los micrófonos abiertos de periodistas sin censura, y entendí entonces que había pasado toda mi vida en cautividad. No sabía cómo comportarme como alguien del mundo occidental aunque, geográficamente, allá es donde nací” (2016d: sr6). Según Parks, la censura no perturba la meta sino el entusiasmo y militancia de esas quejas (2017: br27), y quién mejor que Bulgákov y El maestro y Margarita para demostrarlas con diferentes estilos y mundos que se contradicen y refuerzan. No obstante, en vez de explicar se aplana la imaginación de los autores cuando se la transpone a mero hecho político. Más que señalar la obligatoria actitud rectificadora de la crítica publicada en Cuba —solo Padura y Valdés merecen mención, nunca detalles, por levantar ampollas con su no ficción— la falta de distinción terminológica era, y en ciertos sectores sigue siendo, la ventaja y desventaja de describir la literatura de cambio de siglo y su pasado inmediato. Como advierte Zurbano (1996: 31), tampoco es casual que mucha de la narrativa posmoderna provenga de críticos de esa “dominante cultural”. Para contextualizarla vale añadir la percepción de Aira en el artículo citado: “Una vez que ya existe la novela ‘profesional’, en una perfección que no puede ser superada dentro de sus premisas […] la situación corre peligro de congelarse” (1996: 2), condición que da como hecho, porque el siglo veinte vio “el torrente inacabable de novelas pasatistas, de entretenimiento o ideológicas, la commercial fiction” (1996: 2). Esa visión es categórica y apolítica, y Padura (y su internacionalización, a pesar de vivir en Cuba) comprueba la necesidad de evaluar a los narradores cubanos de una manera
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más amplia, sin biografías colectivas de narrativas o momentos históricos nacionales, porque no tiene sentido preguntar cuántas grandes obras se requiere para fundar una época. La influencia acordada a obras muy nuevas tiene que ver tanto con el capital social (que todos acumulamos, según Pierre Bourdieu) de un autor como con la calidad de su prosa y el capital simbólico (premios y otras marcas de prestigio) de la mercadotecnia que la impulsa. Unos cinco años antes de la crítica de Benjamin a las estrategias de jóvenes escritores análogos a los que discuto, en “Technique of Writing Craft (1927)” (2016: 178-201), el formalista ruso Víktor Shklovski les da varios consejos, prácticos (tener otra ocupación que les dé de comer, para poder describir las cosas con una perspectiva profesional) y técnicos, a los jóvenes escritores de entonces. El primero, basado en el cuento “Maestro y hombre” de Tolstói, es que no se apuren a ser escritores profesionales (2016: 178-181), que tienen que pagar el derecho de piso que cobra toda jerarquía. Sus estrategias resolutas revelan sus pretensiones y que no tienen mucho que enarbolar, aunque pueden usar el sarcasmo para demostrar sus sensibilidades “superiores”. En este punto se establece una conexión entre los relativismos y la plusvalía informativa de la posmodernidad literaria y la crítica que, usando similares estrategias, quieren mantener una presunta pureza de compromiso. El resultado es categórico: toda narración es propaganda, y cada personaje puede ser un letrero ubicuo a favor de varios “ismos”, algún tipo de statu quo, o la monstruosa autocomplacencia de la red mundial. Además, cada escena o fragmento de la trama que se deduzca debido a su omnipresencia y consistencia es otro mandato indirecto o subliminal para que los lectores sean activos y “terminen” la narración. En 1973 un autor y crítico comprometido como Benedetti divide a los lectores en “participantes” y “cómplices”, manifestando que estos, por su alianza de clase, no son rigurosos o vigilantes como los primeros. La pregunta obvia, incluso recordando los avances en teorías del lector, es si los lectores, no todos doctos, deben acabar la narración cuando los que la engendraron no lo pueden hacer. Si los nuevos ya no buscan soluciones al realismo social, ni combinan métodos realistas con simpatías discretas hacia movimientos revolucionarios es porque la Revolución es y será otra, como ocurrió al fin de 2014 con el hoy precario restablecimiento de relaciones entre Cuba y Estados Unidos. Autores y editores jóvenes buscaron promulgar una estética revolucionaria con Ediciones el Puente entre 1960 y 1965 en Cuba, conato fallido por la
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relación entre precariedad ideológica y cultural. Alrededor de 1985, en el apogeo de la prosperidad posrevolucionaria, la ciencia-ficción cubana comenzó a tratar de redefinir el futuro (¿cuántos pronósticos de ella se han cumplido?); gesto templado treinta años después por las ruinas de la utopía socialista, las desconexiones del discurso utópico con la realidad (que hace que los gestores culturales tengan otra visión política), la atención extranjera y traducción de sus autores representativos, varios todavía ausentes de los cánones más amplios. En Domingo de Revolución Cleo define así la colección de ensayos que terminó en México, Aprendiz de disidente: “Los ensayos narraban las fórmulas para pasar de ser una escritora que no deseaba ser disidente hacia el plano de la disidencia, todo esto sin querer, y mostraban los aspectos sociológicos que te impulsan a serlo. Un simple autor se convierte en animal político, esa es la tesis de mi estudio” (39). En “La escritora de izquierda”, que como su novela es un homenaje a las mujeres intelectuales marginadas por el castrismo, asegura: “soy crítica con mi contexto, narro mi realidad como telón de fondo de mis personajes y por eso aquí sigo y seguiré censurada” (25). Pero la crítica comprometida anglófona sigue exigiendo, como con la traducción de El hombre que amaba a los perros, que novelistas como Padura provean “detalles históricos”, o que no se “distorsione” la historia revolucionaria al no mencionar el papel estadounidense en la Guerra Fría, con la certeza implícita de que las instituciones gubernamentales pueden convertir a los artistas en títeres. Esos indignados señalan con vehemencia que un defecto serio de esa novela es el “análisis político”, obligando a una reseñadora a no recomendarla “incondicionalmente”, porque no es la novela histórica que quiere inventar o espera, y porque él no tiene el compromiso con Cuba que ella, como estadounidense, sabe que él debe tener37. Intransigente, quiere que se mitifique el compromiso, con venias a la “verdadera” identidad latinoamericana, que se estanque en ella y asuma que todo lo antiguo se convierta otra vez en nuevo (rara vuelta al clasicismo rechazado por ser de viejos hombres blancos), la Alianza para el Progresismo que exige Benedetti en El escritor latinoamericano y la revolución posible (1974). No se trata del “inconsciente político” (1981) 37 Susan Metz, “Trotsky, His Assasin, and the Cuban Who Tells Their Story” (2013: 7173). Sobre Padura: Stephen Wilkinson, “Leonardo Padura Fuentes (Cuba, 1955)” (en Corral/ Castro/Birns 2013: 173-178), y Jon Lee Anderson, “Private Eyes. A Crime Novelist Navigates Cuba’s Shifting Reality” (2013: 60-71).
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posmoderno de Jameson, según el cual la obra de arte puede ser vista como solución simbólica a problemas socioculturales reales sentidos inconscientemente; o de que mucha crítica simplemente “reescribe” textos escogidos de una forma que refleja su estética y conceptos lingüísticos, dejando a un lado la reconstrucción del problema original. Esas visiones son tan conservadoras como la de Michael Lind, quien según Kirsch (2016b: 16-17) quiere restaurar un modelo elitista de “clasicismo global” que consista en una apropiación cosmopolita de los mejores modelos del pasado. Padura, experto en Carpentier, recoge otros ensayos en Yo quisiera ser Paul Auster. Ensayos selectos (2015), y su periodismo más entrevistas selectas en Siempre la memoria, mejor que el olvido. Entrevistas, crónicas y reportajes selectos (2016), ambos publicados por Verbum de Madrid. El ensayo homónimo, cuyo título completo es “Yo quisiera ser Paul Auster (Ser y estar de un escritor cubano)” (2015: 285-290), es una crítica de las expectativas extranjeras creadas a torno a los escritores que optan por quedarse en la isla, mientras entran y salen o publican fuera de ella; y vale comparar su visión con la de Guerra o la de la menos matizada Valdés. Según Padura, en 2018, reconocido por el New York Times como autor mundial de thrillers junto a Sabato, Vargas Llosa y otros pocos, le hacen preguntas que nunca se les hace a escritores como Auster; y para él su propuesta es más estética y social (como Guerra), no política, aunque otros la vean así (2015: 286). Además se diferencia de sus compatriotas al decir, sin criticarlos, que “la denuncia o la defensa política los define a veces más que su obra artística y muchas veces las precede” (2015: 287). Otra realidad mayor es que no se les pregunta a los políticos (la mayoría de los cuales lee informes y noticias, rara vez libros) por escritores, especialmente en esta época; y como tienden a no saber qué es una novela los políticos suelen ser novelescos, parte de una técnica inverosímil. Afirmando a la prensa que su novela más reciente no es sobre Trump, Rushdie recuerda que la erosión de la capacidad de comprender la realidad no es solo política, condición agravada por la desinformación digitalizada. Wood define conscientemente la ética de autores políticamente lúcidos como Zambra: “la meditación metaficticia adquiere una angustia ética justificada: en una cultura política de verdaderas desapariciones, ¿cómo puede el escritor no ser intensamente sensible a asuntos de ética ficticia, a todo el complicado asunto de la mentira ficticia, de inventar mundos paralelos, de
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juegos, de presencia y ausencia narrativa? ¿Cómo puede el escritor responsable no atar estos escrúpulos en la forma misma de su trabajo?” (2015: 80). Ya hay esas reacciones encontradas en Las palabras perdidas (1992), del cubano de la generación intermedia Jesús Díaz, en que la novela misma es el producto de la obra literaria que en el marco novelesco quieren llevar a cabo los personajes, jóvenes escritores cuyos esfuerzos son reprimidos en la Cuba de los años sesenta, tema retomado por los “novísimos” de ese país. Según Domingo de Revolución, la persecución y el exilio intelectual (37-38) siguen, y el novelista solo puede buscar nuevas maneras de expresarlos. Diferente a lo que cree la crítica comprometida, a los de la generación posterior a Díaz sí les interesa la política, y Memorial del engaño de Volpi, que García Ramírez (2014) convincentemente califica de “novela de aeropuerto”, muestra la complejidad (autorial) de ese interés. Pero no es política del tipo que quiere un crítico progresista autoungido que le sigue pidiendo al mundo, no solo a los autores actuales, que asuma que una crisis ideológica es más perfecta o necesaria que las otras que afectan a todos. En Domingo de revolución la protagonista, Cleo —que presiente revoluciones futuras en un ambiente contrario al oficialismo conservador nacional, que evita controversias—, está tan enfocada en sus búsquedas que solo puede aprender de la experiencia, y cuando llega la hora de la verdad tiende a desplomarse. Como Negra, Domingo de Revolución es un retrato de una Cuba contradictoria y de cómo no se puede terminar varios comportamientos por decreto estatal. Si en Negra las mujeres son imponentes, más realistas, en la más reciente son flotantes, y sus cuerpos son el único espacio de libertad en un estado que se mete en todo. Como contrapunto, tener memoria larga, como Cleo, es espiar, y cuando esta asevera “soy mi isla” es como decir que espiar es igual que escribir, a lo Le Carré. ¿Cómo explican los maestros comprometidos que ganan, repito, más de cien mil dólares al año en Estados Unidos, que no todo joven escritor cubano cree en la Revolución? Esta les permite lidiar con la falsa conciencia que es su edificio histórico, no preguntar quién es uno para corregir a discípulos indisciplinados, o por los daños colaterales de gestos revolucionarios. Recordar crímenes del pasado es importante, pero la censura es el mejor antagonista para hacer literatura en vez de panfleto, como demostró el más poético que visionario Bradbury en la distópica Fahrenheit 451, que pregunta si pensar en una sociedad sin libros es una parábola o una condenación de la distracción
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cultural y posverdad tecnológicas. Es igualmente peligroso convertir la memoria histórica en industria moral o exportarla sin admitir su subjetividad. Vale luchar por la igualdad y la justicia, y construir museos (irónica institución elitista para el arte político refractorio), pero también se debe combatir por derechos como la libertad de prensa restringida por regímenes progresistas y derechistas. Los antiguos maestros todavía evisceran tan elegantemente que dejan parados a los nuevos en sus cimientos. ¿Por qué? Porque estos quizá estén inevitablemente atrapados en la mentalidad relativista contemporánea, y esa prisión no les permite distinguir si son aduladores, letraheridos disfrazados de discípulos, mileniales creativos inseguros, o epígonos. Como resultado, con los nuevos se gesta un sincretismo de “sí pero no”, sin alejarse esencialmente de la actitud de los antiguos maestros hacia los suyos. Se puede decir que algunos de los nuevos serán leídos cuando Vargas Llosa y sus pocos pares sean olvidados, pero no hasta entonces. Si se piensa en la manera de trabajar hoy, una condición compartida entre maestros y discípulos, a la que alude Vila-Matas en su libro mencionado, es qué hace un narrador con la página en blanco. Como recuerda Zambra en una conversación en Youtube con Luiselli, autora de Los ingrávidos (2011), ese problema se puede rastrear a la metaficción de otra mexicana, Josefina Vicens (1911-1988) y su El libro vacío (1958), aunque Luiselli da una vuelta al problema, rescatando con su reescritura a su compatriota vanguardista Gilberto Owen38. Un lector ingenuo no capta que lo difícil de la escritura es pensarla, no pasarla a una máquina, y en ese sentido la ambición no explica la creatividad de algunos nuevos sino su marginalidad ante lo desconocido, similar a cómo la prensa reporta que leer ficción refuerza o mejora la cognición social. No se sabe si leer ficción fomenta empatía o si la empatía fomenta interés en la ficción. “Empatía” sugiere algo técnico e impasible para entender las emociones de otros, no la simpatía que atiza una afinidad. Los mejores programas de computación no tienen la flexibilidad del pensamiento humano, lo dice cualquier neurocientífico. Al ver solo el producto acabado, los lectores quizá no piensen en que narrar actividades aparentemente vagas en verdad son parte de una idea crítica sobre la escritura. Basura, de Abad Faciolince, y La vida nueva Zambra señala simpatías y diferencias entre ellas en “Libros vacíos, papeles falsos” (2014a: 121-123), presentación al ensayo de Luiselli, “Una lengua para Pretoria” (2014: 124-128). 38
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(2007), de Aira, muestran que no es fácil determinar qué es trabajar y qué es ser vago en la literatura. Si tanto se escribe de la página en blanco, tiene igual valor pensar en el lector bloqueado, condición transmitida en varios libros de Bellatin. De uno de los más recientes, Los libros del agrimensor (2014, edición bilingüe de fragmentos), como de los anteriores, uno sabe o sospecha que lo alterará. Esas narraciones impulsan a examinar si hay mucha diferencia entre un Bartleby desconocido y un bestseller en una economía de mercado. La época de los nuevos narradores exige un flâneur menos romántico del que aparece con frecuencia en Bolaño. Esa actitud es cíclica, y Baudelaire y Benjamin recogen y tergiversan las ideas ensimismadas del Rousseau de Les Rêveries du promeneur solitaire (1782), o del Montaigne que escribe de los letraheridos, antes de que se estableciera el cliché romántico de la “ansiedad del artista angustiado”. Como El ruido de las cosas al caer, hace siglos que las novelas mezclan anécdotas, especulaciones filosóficas, impresiones personales y recuerdos para crear un estilo asistemático y altamente individual de la renuncia artística. El novelista presuntamente descuidado o haragán hace preguntar por qué se trabaja o qué es el trabajo en una ocupación que la sociedad todavía ve con sospecha, sea de un maestro o de un discípulo. Es más o menos el mismo procedimiento del protagonista letraherido del comienzo de Simone, que para explicarse sus divagaciones invoca Los demasiados libros de Zaid (29-30). Estas condiciones se complican cuando la economía de mercado confunde a la crítica extranjera de una narrativa nueva que percibe como monolítica. Este capítulo mostró que son problemas generacionales, al principio. Por eso el próximo examina compilaciones que contribuyen ciertos parámetros para el estudio de los novísimos y sus antecesores, sin haberse propuesto un proyecto complementario, y por extensión revelan la no tan novísima influencia del mercado editorial y periodístico español en la recepción de ellos.
III. LA CRÍTICA ESPAÑOLA, EL BOOM OLVIDADO, EL TESTIMONIO DE LOS “DISCÍPULOS”
Then all at once the quarrel sank: Everyone felt the same, And every life became A brilliant breaking of the bank, A quite unlosable game. So life was never better than In nineteen sixty-three (Though just too late for me) Between the end of the “Chatterley” ban And the Beatles’ first LP. Philip Larkin, “Annus Mirabili”
Llegan los bárbaros En 1968 la Universidad Central de Venezuela publicó La novela iberoamericana contemporánea, actas de un congreso académico internacional. Ocho de las treinta y cuatro ponencias publicadas dan una visión conceptual o general del género, sin temática específica o regional. Todas revelan el carácter crítico y teórico del momento, y rastrear las tendencias interpretativas comparatistas de 1968, que Thirlwell y Morgan (esta más políticamente correcta que literaria) revisan de manera sui generis, requiere mayor análisis. Arguyo hasta el último capítulo sobre la traducción que se entiende mejor la novela hispanoamericana con la influyente esfera española y su contexto. Rosso actualiza el enlace: “los planteos del prólogo de McOndo y del manifiesto del Crack expresan una sintonía entre la mirada norteamericana y española” (2014: 113); y en un blog Díaz se pregunta, “como caribeño” (origen ausente en ambos grupos, como las mujeres), por qué ambos grupos no conviven. Una nota de enero de
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1968 (hasta 1974 fueron anónimas) del Times Literary Supplement agrava la asincronía: “Durante la semana pasada uno o dos periódicos han producido resúmenes de la escritura extranjera en 1967, pero ninguno de ellos ha ofrecido alguna sugerencia de que se escribe libros en América Latina”. Ese año aparecen Cien años de soledad, Tres tristes tigres y Cambio de piel, contrapuntos de ya medio siglo. En un artículo sobre la “nueva ola” de ficción latinoamericana del mismo suplemento, el crítico J. M. Cohen, que como Jean Franco merece elogios por la temprana difusión de nuestra novela moderna en inglés, aseveraba: “Hasta la década presente la novela hispanoamericana era, en el mejor de los casos, provinciana”1. Alrededor de esos años nace la gran mayoría de los autores que examino, y se comienza a publicar sus obras unas tres décadas después. Extrapolo algunas visiones pertinentes de aquellos ensayos, e insisto en que, si en Caracas se publicaba resultados de angostas discusiones académicas, en la España de entonces se comenzaba a definir mejor la atención a la “nueva” narrativa, no por objetividad o precisión sobre el contexto, sino por la entonces renovada relación entre libros, mercado y prensa. Si el compromiso tal como se concibió en América Latina en los años sesenta y setenta responde a otra realidad, se vio en el primer capítulo que paralelamente los clásicos tampoco eran vistos como capaces de explicar asuntos apremiantes. Esa toma de partido sigue siendo buena para la crítica autodenominada progresista radicada en Estados Unidos. Si ese país todavía precisa ideas progresistas, no es claro que debe ser lo mismo para Hispanoamérica o que se las debe importar de ese imperio cultural. No obstante, aquella crítica y sus entusiastas no han establecido plantillas interpretativas que se hayan generalizado en Iberoamérica. Mientras, los clásicos siguen siendo profundamente más pertinentes a las vidas iberoamericanas que la novela que produce el tiempo transoceánico compartido; se sigue en un En la introducción general a The Contemporary Spanish-American… (Corral/Castro/ Birns 2013: 4-6) revelo que ese tipo de desconocimiento crítico anglófono persiste. Aquel congreso exhibió diversidad metodológica, hoy muy ausente: Rodríguez Monegal, “Los nuevos novelistas” (33-41); Mejía Sánchez, “Observaciones sobre la novela latinoamericana contemporánea” (51-57); Babin, “Ideas y formas” (111-116); Croce, “La novela en América Latina” (117-124, encuesta, similar a la de Ruffinelli); Airo, “La novela iberoamericana contemporánea” (207-213); Verdugo, “Originalidad, americanismo. Conciencia lingüística y técnica en la novela hispanoamericana” (229-235); y Castagnino, “Algunos rasgos comunes en la novela hispanoamericana actual” (351-360). 1
III. La crítica española, el boom olvidado, el testimonio de los “discípulos”
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destiempo que los entusiastas del presente no podrán resolver. Así, en “Literatura” (2016: br38), Valerie Miles ignora el contexto y el desarrollo del género latinoamericano para una primera novela escrita en inglés por un ecuatoriano (traducida al español, con mínima reprecusión) y otras que resume entusiasta. Se seguirá viendo que escribir varias novelas no garantiza escribir otra, remitiendo paralelamente al Tomás de Aquino de “Temo al hombre de un solo libro”. Buena parte de los argumentos de estas páginas se debe a la continua importancia de la cultura literaria española para definir los orígenes de la hispanoamericana de las dos últimas décadas, sobre todo desde la publicación de tres obras fundamentales un poco anteriores: La llegada de los bárbaros, Los escritores y la creación en Hispanoamérica y Palabra de América. No ha habido una visión que abarque el significado verdadero de esa cultura mayor, y no solo porque, en la era comprendida por esas compilaciones la censura política y personal tuvo un papel en reprimir los textos de la primera. Es más, la prosperidad editorial española no siempre se preocupa por difundir la tradición crítica sobre la literatura. La llegada de los bárbaros llena esos vacíos con creces, como vamos a ver. Debido a su preclaro análisis de la recepción peninsular de la literatura hispanoamericana de la época que dio su contexto al boom y su papel en la acogida de la narrativa que seguiría, será difícil encontrar en el futuro un volumen individual o colectivo mejor armado y cuidado, inteligentemente conceptualizado y fundamentalmente exhaustivo como La llegada de los bárbaros. Es muy significativo que ante el renovado auge de la novela hispanoamericana y su papel nuevamente predominante en el más reducido mundo editorial español, que Becerra llama el baby boom (2014), dos críticos de ese país, de diferentes generaciones, consubstancien conocimientos y experiencias y produzcan una compilación para la cual el calificativo seminal, o que es el libro que “todos hemos querido escribir”, es insuficiente, y no solo porque saber demasiado del boom ocasiona que nunca se pueda escribir su historia, como también se verá. En la prensa española, y en estudios de mayor ambición, la visión cambia poco. En los comentarios recogidos por Manrique Sabogal, “La novela en español del siglo xxi” (2014), se afirma que “hoy los escritores de América Latina ya no parecen obligados a tocar ciertos temas (o a usar ciertos recursos formales)”, corea Volpi; “no hay escuelas predominantes ni líneas estéticas
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maestras”, asegura Rosa Montero; irreflexivo, Paz Soldán postula que “el tronco central sigue siendo la narrativa realista”, y que existe una “novela transatlántica”, como si los cruceros literarios se limitaran a un océano. ¿Quién es responsable de tanta repetición sin imaginación, la prensa que publica vicisitudes de reducido interés o los que contestan con las venias apropiadas? Algunos de los encuestados se distancian mucho de los clichés, aunque algunos volúmenes amenos no mejoran la historia. En De Gabo a Mario. La estirpe del boom (2009), de Ángel Esteban y Ana Gallego Cuiñas, y Aquellos años del boom… (2014), de Xavi Ayén (que no menciona o cita a Esteban y Gallego Cuiñas, y hace poco uso de La llegada de los bárbaros), los protagonistas del boom son poco más que un grupo de apoyo, con mínima mención de escritores supeditados, en la cola del boom2. En el capítulo “Un universo poblado de satélites”, Ayén disminuye el valor de algunos olvidados —Néstor Sánchez, Puig, Del Paso (Premio Cervantes 2015), Rulfo—, a quienes dedica nueve páginas olvidables (2014: 777-785), haciendo de las obras y autores discutidos en este capítulo un ancla necesaria. Es más, porque lo llamativo de los maestros reconocidos hace sospechar que puede haber discípulos igualmente válidos vale subsanar las brechas que han quedado. Con similar propósito los compiladores Marco y Gracia amplían con perspicacia y justicia los límites temporales del boom (se comenzó a anunciar su agonía en 1971, según constata su La llegada de los bárbaros [2004]) a que nos acostumbran la academia y la prensa, intuyendo la necesidad de mostrar cómo los escritores “desenganchados” anteriores y posteriores a ese movimiento (sigue sin determinarse su comercialización) permiten poner en perspectiva un momento clave de la historia literaria en español, y no solo por haberle dado ímpetu a su mundialización. El continuo interés español por la novela más reciente, que 2 Estos recuentos comparten un tono ameno descriptivo y documentación de archivos. Un problema es suponer que los escritores desvelan verdades, condición poco problematizada por Rafael Rojas (2018). Su capítulo “vii. Vía chilena” (2018: 175-197), concentrado en Donoso, no recurre a los diarios o ensayística del chileno. Tampoco contextualiza su argumento con obras no determinadas por la Guerra Fría estadounidense. Ayén tiene mayor ambición y logros, aunque cuesta determinar qué singularidad crítica ofrece más allá de datos inéditos, creer más fiable a Robert Saladrigas y su Voces del boom. Monólogos (2011) o concentrarse en García Márquez y Vargas Llosa, con una entrevista con este como Epílogo (2014: 787-794) y un breve capítulo, “Escritoras en un grupo de hombres” (2014: 731-742), pertinente solo respecto a Peri Rossi.
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despega con la antología de Becerra y llega hasta Santos, sirve como termómetro editorial y estético. Pero supone que se entiende cabalmente la narrativa anterior, dejando brechas conceptuales. Parecía, o se sigue creyendo, que se ha dicho todo sobre el boom, y la sensibilidad de este volumen para mostrar instancias olvidadas prueba que hay mucho que hacer y manifestar, a la vez que expone su necesidad como referencia. Si las acepciones de “bárbaro” incluyen la de extranjeros crueles y temerarios, también se extienden a las de llamativo y magnífico. En un artículo de 1969, Guillermo de Torre, historiador de vanguardias, provee un emblema de la dinámica que problematiza todo este volumen. Al hablar del “Anverso y reverso de la novela hispanoamericana” asevera “lo que sí corresponde es delimitar pulcramente su área de influjo; acotar hasta dónde puede llegar su impacto —por decirlo con una palabra del momento—, pero teniendo cuidado de no confundir sus reflejos con el juicio y la valoración estrictamente intelectual, puramente literaria y estética” (Gracia/Marco 2004: 583). Las negociaciones de esas coordenadas abren una caja de Pandora que continúa, generalmente sin interpretaciones novedosas o reveladoras, en Hispanoamérica o España. Aparte de Donoso y su Historia personal del boom, y La nueva novela hispanoamericana (1969) de Fuentes, los protagonistas de la era que contextualiza La llegada de los bárbaros no se manifestaron contundentemente sobre ella. No es el propósito principal del tomo interpretar, tarea de los seis estudios que componen su primera parte, a los cuales volveré. Más bien, el objeto es suministrar una visión enciclopédica de las notas, reseñas, viñetas, entrevistas, reportajes, crónicas, cartas y todo escrito afín publicado en revistas y periódicos españoles sobre la literatura hispanoamericana de ese momento. Hay por lo menos una contribución problemática, José Pla y su “El coloquio de Jorge Luis Borges sobre Argentina y América”, refrito y apropiación levemente acreditada de una extensa entrevista del crítico argentino Jorge Lafforgue3. La narrativa ocupa la mayoría de las casi mil páginas de las cuatro secciones en que se divide la segunda parte, reflejando más la historia literaria del continente que la desatención a otros géneros (se privilegia a Lezama Lima como representante de la nueva poesía). 3 En Cartografía Personal. Escritos y escritores de América latina, Lafforgue rastrea la adecuación del texto completo, concluyendo: “De este medio la tomó un tal José Pla para recortarla en Destino, 25-viii.1973, pp. 16-17; esta glosa estúpida puede leerse hoy en La llegada de los bárbaros...” (2005: 421).
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“Páginas preliminares (1960-1961)”, primera sección de la segunda parte, contiene cuatro notas concentradas en Borges y Sabato. Si nadie duda del papel del autor de Ficciones en el desarrollo de la narrativa hispanoamericana, el de Sabato es problemático en el mejor de los casos (recuérdese las ironías sobre sus coetáneos de Abaddón el exterminador), y las selecciones de esta sección y las que le siguen podrían hacer reconsiderar el legado del argentino, para su bien como autor, no como amigo de Borges. La segunda sección, “Invenciones e intenciones de la novela (1962-1966)”, entra en materia y en el grueso de lo que conocemos, todavía, como la primera “nueva narrativa hispanoamericana”. Comienza a aparecer el canon que heredan los nacidos en los años sesenta y setenta, y en el sentido de lo olvidado se nota la ausencia de alguna discusión sobre García Márquez y su El coronel no tiene quien le escriba (1961), que varios críticos consideran superior a sus obras posteriores. Los libros examinados en este capítulo comprueban que leer el canon de otra época es estar sintonizado a omisiones. Ese desajuste en la recepción no es inconsecuente, y sigue afectando a varios sectores de la crítica española que han estudiado el desarrollo de la literatura hispanoamericana. Precisamente, la primera noticia que se inc1uye sobre Felisberto Hernández es de 1975 (Gracia/Marco 2004: 986-987), y por tratarse de una edición barcelonesa de una selección de sus cuentos. Sin embargo, es muy positivo notar la presencia de una nota de 1971 sobre Monterroso (Gracia/Marco 2004: 745-746), porque a decir verdad su recepción amplia comienza en España en los años ochenta y progresa de ahí a las Américas. De hecho, las apuestas del mundo editorial ocasionan similares reivindicaciones y desencuentros, y La llegada de los bárbaros no puede hacer otra cosa que demostrarlos. En esta segunda sección, así como se estrenan las figuras máximas del boom, aparecen críticos españoles que seguimos identificando con la recepción de esa narrativa, como Jorge Campos y, por su continua gestión editorial, Pere Gimferrer. Aquí abundan textos sobre La ciudad y los perros que, como recuerda Marín, inauguró una nueva era y abrió los ojos de los lectores al boom y sus predecesores (2018: 3), y sorprenderán los dedicados a El siglo de las luces de Carpentier, “boomista” sin pasaporte entonces, y hoy con menos defensores. Pero la joya de esta sección es una nota de 1963, de Rafael Cansinos-Assens sobre su discípulo Borges, en la que dice que América entera “pide el Nobel para él” (Gracia/Marco 2004: 255). Hay que entender estas negociaciones y
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navegaciones dentro del contexto de la simbiosis cultural iberoamericana, que se puede ilustrar con una breve historia y una anécdota. A finales de los años sesenta, quizá por la boga del boom, Monte Ávila Editores de Venezuela comenzó a publicar antologías de narradores de varios países hispanoamericanos. De aquellas, solo dos contenían el calificativo de nuevas, la de argentinos y colombianos (de estos, los “nuevos” que siguen vigentes son los difuntos García Márquez y Álvaro Mutis). A su vez, las de bolivianos, dominicanos y uruguayos (de estos últimos ya no están Benedetti, Felisberto y Onetti) incluían autores de varias edades que no terminaron asociados con ningún canon extranacional. Que se sepa, ahí terminaron esas antologías, y a principios de los años setenta tomó las riendas Alianza Editorial, que publicó Narrativa peruana 1950/1970 (con una reveladora “Encuesta a los narradores”) y Narrativa venezolana contemporánea. Muchos de los incluidos no despegaron, se convirtieron en críticos, o son ignorados. El carácter cíclico de las apuestas por los nuevos y las querellas entre antiguos y modernos es reconocible; y si se sigue la visión editorial se creería que otros países no tenían suficientes autores cuya obra merecía o podía juntarse para publicar una antología. La presencia de venezolanos, ecuatorianos o bolivianos en estudios o antologías sigue siendo mínima o irregular según los criterios de inclusión (Corral/Castro/Birns 2013: 207-211). El mexicano Jorge Ibargüengoitia (1928-1983), en reacción a la reseña de una novela suya por un amigo, le contesta: “No entiendo por qué dices que sería interesante saber cuál ha sido la reacción en España y de qué tamaño fue la edición. Podías habérmelo preguntado. La reacción de la crítica española fue una tercera parte entusiasta, la mitad favorable y el 16.6% tibia: alguien dijo que el libro era una obra menor, pero nadie dijo que fuera una mierda” (1988: 87). La crítica no es cirugía cerebral, y aun cuando se hace mal, no es fatal. Ibargüengoitia y su fino humor fueron marginados del boom a pesar del mérito de su obra, y sin duda la recepción española habría contribuido a su reconocimiento. Las editoriales evaluaban de otra manera, como se nota en la sección más extensa del libro, “Benditos bárbaros (1967-1973)”, la tercera de la segunda parte. Se está en el meollo del boom, y solo indirectamente se trata a los desdeñados del movimiento o a antecesores como Felisberto y otros que he llamado “nuevos raros” (1996). Aquellos practicaron en los años veinte y treinta el experimentalismo que tanto atrajo a los lectores españoles en los años sesenta
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y setenta; pero que como se verá, no atrajo a los críticos recogidos en este volumen y ocasionó similar reacción en el continente americano (Gracia/Marco 2004: 118). (Gracia/Marco 2004: 118). Confiar en el siglo veintiuno para pensar el veinte es un error conceptual. En esos años el mexicano René Avilés Fabila, con Los juegos, y el argentino residente en México Luis Guillermo Piazza, con La mafia, ambas romans à clef de 1967, comenzaron a desplazar los géneros novelescos para ironizar acerca de la maliciosa cultura literaria del momento, y mostrar cómo el rechazo de niveles culturales no significa un rechazo antielitista de jerarquías intelectuales. Serna aprendió esa lección, y mejora la representación de ese mundillo con El miedo a los animales. Comparativamente, en 1969 se publicó Naked Came the Stranger, de Penelope Ashe, que resultó ser el seudónimo de 24 periodistas que querían comprobar con la peor novela de la historia que la vulgaridad de la cultura popular estadounidense podría ser un bestseller. Lo lograron. Paralelamente a ese desencuentro y la búsqueda de un nuevo híbrido literario que se rebele contra la historia oficial de la narrativa se recalca la presencia de críticos españoles que se convirtieron en árbitros casi instantáneos y canónicos de obras hispanoamericanas meritorias: Andrés Amorós, Jorge Campos, Joaquín Marco, Robert Saladrigas, Dámaso Santos y, sobre todo, Rafael Conte, cuyas opiniones siguen vigentes para un tipo de narrativa actual, la llamada “transatlántica”, comodín que solo explica parte de los cruces intelectuales establecidos entonces. Pocos de ellos publicaron libros sobre el fenómeno que analizaban casi semanalmente. Pero sus sentencias se convirtieron en el barómetro de una cultura panhispánica que para bien o mal pronto cambiaría con la llegada física de esos bárbaros que España comenzó a conocer por libros. Como comprueba Casanova, no hay literatura, escritor, panteón o creencia en la grandeza literaria, no hay revolucionario formal, ni poeta subversivo o renovador sin su comentarista, historia o analista (1999: 104). La llegada de los bárbaros, como sus pares que examino, constata el papel de la “literatura secundaria”, llámese hoy menor, pequeña o periférica, en la determinación de qué es la nueva narrativa o un nuevo narrador. Si hoy parte de la crítica española de la narrativa hispanoamericana se encuentra incómodamente pegada a intereses creados, esta sección muestra que cuando creadores como Gimferrer, Goytisolo, los Moix, Castellet, Torrente Ballester y hasta los antagonistas Juan Benet y Alfonso Grosso comentaban
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acerca de los “bárbaros”, la interpretación surgía de un profesionalismo periodístico que hoy puede brillar por su ausencia. De ese elenco Conte es el más vivo, arriesgado en sus apuestas, y generalmente agudo. Cuando en una nota de 1971 descubre a Macedonio (en otra de 1970 ya se refiere a la “novela total” de Vargas Llosa) concluye con un llamado que, como constato, fue respondido muchísimos años después: “¿Cuándo, Señor mío, comenzaremos [aquí] a profundizar en esa literatura que se escribe en castellano y ya no es española? La literatura latinoamericana, al margen de la operación boom?” (Gracia/Marco 2004: 725). Pero Macedonio no era un novelista “puro” y para 1971 varios novelistas hispanoamericanos estaban tan ocupados construyendo tramas laberínticas y lúdicas que definían épocas, mezclaban clases sociales y marcaban más maneras que Balzac, Thackeray y los decimonónicos iberoamericanos, que se olvidaban de dilucidar las almas de sus personajes. En esa época de la crítica española la Gran Novela u Obra no era la que había sido sometida una y otra vez a imitaciones o reinvenciones memorables en otros géneros, sino la que llegaba a tener un aura novedosa dentro del establishment narrativo español. El público paulatinamente comenzó a ver en esas obras (las menos de la época) un aire autoritario, y a optar por otras que se apegaban al arte de contar. La llegada de los bárbaros no da cuenta de esa dicotomía, quizá porque tal fue el efecto de la narrativa hispanoamericana en España que solo los autores resentidos o envidiosos no podían o querían mostrar su entusiasmo. Así se echa de menos, aun considerando la imposibilidad de representar todo aspecto de las barbaridades y que Dunia Gras Miravet y Pablo Sánchez López comenten sobre polémicas afines (134-145), una entrevista de Grosso con Antonio Bernabéu en Informaciones (15 de mayo de 1969, 1-2). Identificado con fortalecer el realismo social, Bernabéu dice estar harto de Cortázar y los “boomistas”. Conte le contestó con una carta abierta sobre los avatares del realismo en la misma revista (22 de mayo de 1969, 3), pero La llegada de los bárbaros recoge solo un texto posterior de Conte, “Punto final a una falsa polémica” (Gracia/Marco 2004: 564-568), en que se vislumbra la politización del boom, que tanto ayudó a críticos marxistas residentes en el imperio yanqui a cometer barbaridades interpretativas y cobrar mucho por ellas. El anterior es un problema que cualquier boom actual o futuro confrontará, dados los continuos desajustes entre cambio social y literario en las Américas.
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Líneas aéreas de Becerra y su introducción, “Momento actual de la narrativa hispanoamericana: otras voces, otros ámbitos” (xiii-xxv), son primordiales para juzgar la relación entre cómo narran los del nuevo boom y cómo narraban los discutidos en este capítulo. A la vez, muestra que autores que ven el acto de narrar como algo mecánico pueden llegar a tener numerosos educandos, pero los verdaderos maestros tienen discípulos para los cuales el primer boom ha sido solo uno de varios gimoteos que quieren dejar atrás. Wilde decía, antes de que existiera la policía lingüística, que todo gran hombre tiene discípulos, pero Judas escribe la biografía. No obstante, hay que tener en cuenta los bemoles biográficos, que Barthes nunca abandonó, a pesar de haber declarado que toda biografía es una novela que no se atreve a decir su nombre. Por los límites que se impone esta colección no puede hacer más que presentar una visión relativamente optimista del inicio de la hegemonía de esa narrativa. Los premios todavía no eran tan definidos por los intereses creados de hoy, y los narradores no hacían todo lo posible por obtenerlos, como muestra muy bien Vicent Moreno en “Presencia y funciones de los premios literarios en el campo literario transatlántico desde 1940” (2014: 24-27). La época de que se ocupa La llegada de los bárbaros comienza a ser la de la ficción impulsada por tales laureles. Para el mundo literario esa estructura comercial revela algunas verdades incómodas, entre ellas que toda una industria depende de jurados distantes y fríos para suscitar interés sostenido; y el problema hoy es la industria misma, no los premios o los consumidores. Según Laera, como consecuencia de las recompensas materiales y la visibilidad generada por la naturaleza editorial y mediática de los premios, estos “no generan un debate acerca de los criterios de adjudicación y de valoración, sino que promueven el escándalo” (2007: 49), como en el caso del Premio Planeta a Piglia. Esos procedimientos son parte de una industria que también procrea realeza, gente con un estatus tan ilustre que meramente decir sus apellidos es una taquigrafía de sus talentos. Pero no todos ceden a esas presiones, y vale recordar el desinterés, bien registrado en la prensa del momento (1993), cuando Vargas Llosa obtuvo ese premio por Lituma en los Andes. Al recibir el Premio de Literatura del estado austriaco, Thomas Bernhard habló de su desprecio del oficialismo y escribió del escándalo que causó al expresarlo. Si cuestiona la utilidad del premio, también admite que le atrae el dinero que lo acompaña, que quería el premio mayor, no el menor que recibió. Pero su gran tropiezo fue cuestionar si
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se puede vivir y crear en un mundo sin ficciones, actitud que lo acerca a Vargas Llosa (Bernhard 2011: 54-70). No hay en los testimonios de los narradores de esa época un pesado descenso final hacia una jerga popular llena de clichés psicológicos y antropología superficiales. Hoy, en el camino que va de la crítica española al boom olvidado y los alegatos de los discípulos, la industria del libro tiembla esperando un redentor que la salve, las editoriales siguen siendo “malévolas”, y los jóvenes escritores galantes. La llegada de los bárbaros permite rescatar El buen salvaje (Gracia/Marco 2004: 364-368), y Jorge Campos ya percibe la combinación de exilio (parisino, por supuesto) y testimonio que definió a una clase intelectual del continente. La gran diferencia entre los analizados, o presentados en ese tomo, es que ellos no se ahogan en su propia predictibilidad y falsa profundidad, como otros enaltecidos actualmente en España, autores que para el final de los límites escogidos por Marco y Gracia ya tenían entre treinta o cuarenta años, y no despegaban. Cuando Terenci Moix ubica Conversación en La Catedral entre las grandes novelas del siglo veinte (Gracia/Marco 2004: 674-676) y Amorós arguye, con Vargas Llosa, que la nueva novela hispanoamericana comienza con Onetti, o Conte enaltece a Bioy Casares, se está ante la consolidación y aceptación de una narrativa que pertenece a todo hispanohablante, ante la necesidad de ir poniendo en perspectiva lo que ha pasado, y ante cierto desencanto iberoamericano. En un homenaje al fallecido Goytisolo, Vargas Llosa afirma que “fue el primer escritor español de su época en interesarse por la literatura latinoamericana, en leer y promover a los nuevos novelistas […] hacerlos traducir al francés” (2017b: 17). Y también para algunos más recientes, como afirma Rodríguez Juliá de su mentor español en “Melancólico” (2017: 6). La llegada de los bárbaros también permite verificar una conclusión de Gerald Martin en un artículo que contextualiza al boom con las insurgencias revolucionarias entre 1958 y 1975: “Mucho antes del boom la literatura latinoamericana representada sobre todo por ‘la nueva narrativa latinoamericana’ (Asturias, Borges, y Carpentier, y luego Onetti, Rulfo, Arguedas, Roa Bastos y Guimarães Rosa) se había convertido, por lo menos desde los años cuarenta, en una ‘literatura mundial’, pero no fue reconocida como tal hasta los años sesenta. Desde esos años ha sido un ‘literatura mundial’… pero ha sido, casi en principio, mucho menos confiada y ambiciosa” (2008: 493). Martin tiene
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razón, respecto a la recepción, y su nómina es la misma de Millet (2012), pero en sus criterios implícitamente occidentales, porque leída posteriormente la narrativa vanguardista de las primeras décadas del continente era tan mundial como cualquier otra (Corral 1996), lo cual permite cuestionar la preeminencia del boom y las lecturas políticas que ven ese momento como compensación imaginaria por una identidad “perdida”. En una excelente lectura de lo que los novísimos dejan atrás (básicamente varias versiones de imaginarios utópicos), según Silvia G. Kurlat Ares, “tan temprano como en 1981, escritores prometedores y emergentes veinteañeros o treintañeros publicaron novelas que intentaban romper con las maneras establecidas de narrar la experiencia latinoamericana” (2008: 621), volteo confirmado en 1975, cuando Aira publica la primera suya, sin duelo posdictatorial o neoliberalismo implícitos. Por eso, ¿qué hay de nuevo en que en la FIL de 2016 se enfatizara que hoy se escribe sin utopías, o que se hablara de “escritores sin etiquetas; ni nietos del boom, ni del posboom, ni discípulos del crack, simplemente diremos que son jóvenes que experimentan, que se atreven, que están atentos a la dramática realidad de sus países, voces a descubrir de la nueva literatura latinoamericana”? Sin duda, el boom sigue siendo el punto de comparación. Diferente del mundo anglófono, por haberlos vivido, esos escritores tenían conciencia de que había un déficit de imaginación, más represión y terror latentes en los proyectos utópicos; y más que el mal, veían que no sobrevivían o tenían éxito plural, y beneficiaban a los visionarios fundadores. Esa situación se convierte en el subtexto de la cuarta sección de la segunda parte, “Y supimos que eran dioses (1974-1981)”. No se crea que se había acabado para entonces la obsesión con ciertos autores, y hay por lo menos una crítica (Gracia/Marco 2004: 1073-1075) nada entusiasta de La tía Julia y el escribidor (1977). Más bien se matiza esa idea fija, y con el fin del franquismo se comienza a revalorar o defender la narrativa percibida como comprometida. La paradoja es que aquella ocasionó desilusiones iberoamericanas mayores, y no es casual que esta sección comience con notas acerca de Persona non grata de Jorge Edwards y en torno a la gran decepción, justificada, de Libro de Manuel de Cortázar. Empiezan a aparecer polémicas, rechazos y exageraciones, amiguismos, y las equivocaciones sobre qué autores u obras pasarán a este siglo. (El interés en la periodización del boom y sus avatares comenzó a convertirse en esa época en una preocupación mayor de la crítica británica, obsesio-
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nada por fijar fechas y autores4.) En “El fundador del boom latinoamericano” (1974), por ejemplo, Vázquez Montalbán elogia a Asturias, aprobando implícitamente una dinámica que se convierte en el modus operandi crítico: “En parte Asturias se revolvía contra un bandazo de la moda lectora, sobre todo española, que de la noche a la mañana cambiaba la fe literaria en los viejos por la de los jóvenes” (Gracia/Marco 2004: 931). Como he mencionado, Asturias mismo intentó socavar los logros de esa nueva narrativa en varios ensayos de los años setenta, oponiéndose a los concentrados novelescos inestables en los cuales la actividad más significativa era el comentario; pero el guatemalteco olvidó que su novelística contribuyó a esas novedades. Esa convicción pronto compartiría la palestra con la mala fe y las pontificaciones, y si La llegada de los bárbaros no indaga plenamente en esa realidad, muestra con abundancia los cambios que conducen a la “nueva” nueva narrativa. En esta sección se multiplican las notas sobre Roa Bastos (su Yo, el Supremo significó el fin del boom para varios historiadores literarios), el subestimado Bryce Echenique (“el hombre que llegó tarde”, según el capítulo 15 de Ayén), y Sarduy, cuya recepción es todavía imprecisa. Tampoco escasea la atención a opiniones previsibles de Benedetti sobre “la revolución”, cuando la crítica estaba dividida entre entender las pasiones de la denuncia y la belleza de una narrativa que podía ser fría. No es menos importante notar que —mientras más se acerca a las interpretaciones de comienzos de los años ochenta— no se podía hablar todavía de la sospecha de manipulación o de servilismo crítico que ha conducido a su pérdida de credibilidad, sobre la cual se escribe constantemente en revistas hispanoamericanistas. En el último texto del volumen, una genial entrevista con Rulfo de 1981, este cuenta que Rama lo convenció de conversar con unos estudiantes, y revela: “Contestaba todas las preguntas con mentiras. No utilicé para nada la verdad de los hechos. Todo se había transformado en una conferencia. Inventé que un señor era el que me contaba a mí los cuentos y que este personaje había muerto y que, desde entonces, yo no había vuelto a escribir cuentos porque no tenía quién me los contara” (Gracia/Marco 2004: 1149). El resto, como sabemos, es historia literaria tran4 Son sensatas la Introducción y Conclusión de Philip Swanson a su compilación Landmarks in Latin American Fiction (1990: 1-26; 222-245) y los capítulos 4 a 9 de Donald L. Shaw, A Companion to Modern Spanish American Fiction (2002), culminación y actualización de su estudio sobre el preboom, boom, posboom y posmodernismo (1999).
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soceánica, y esta incluye lo que hace el nuevo narrador “hispanoamericano” Vila-Matas con esa anécdota de Rulfo. He dejado para el final la primera parte (que tiende al estudio más académico y provee un marco importante para las secciones y partes que la siguen), porque revela cómo se lee en España la narrativa hispanoamericana del siglo veinte, entre intérpretes que nacían al inicio de la época que analizan. Los seis ensayos son extremadamente informativos, y “La consagración de la vanguardia (1967-1973)” de Gras Miravet y Sánchez López es valioso y dictaminador, por contextualizar sus premisas. Aparte de que la vanguardia del título resulta ser algo precisa (rara vez [121-122] se habla de los problemáticos y extensos antecedentes vanguardistas del boom), el estudio de Gras Miravet y Sánchez López comparte con los que le acompañan una falta de atención a numerosas interpretaciones hispanoamericanas, en especial a cómo se pasó de la mera representación a una reformulación del lenguaje para expandir la conciencia y la emoción, aun cuando estas sufrieran cortes narrativos discretos, y a la consistencia de punto de vista y el hilo argumentativo que el mismo Sánchez López analizó en “La alternativa hispanoamericana: las primeras novelas del ‘boom’ en España” (1998: 102-118). Pero el artículo conjunto no recupera la aspereza o la intensidad de los conflictos que dividieron a las variadas vanguardias artísticas y políticas del continente, diferencias que no fueron exclusivamente heredadas porque ese espacio era compartido por lo menos por dos rasgos distintivos, insólitos y pertinentes: el indigenismo, el cual no aparece en los nuevos narradores como centro, y el realismo, que no deja de engendrar polémicas. Si con razón Gras Miravet se refieren a las entrevistas compiladas por Fernando Tola de Habich y Patricia Grieve con el título Los españoles y el boom (1971), lo hacen solo brevemente, listando los nombres de los entrevistados (Gracia/Marco 2004: 128, n59), sin explayarse sobre el hecho de que solo se tiene la opinión de autores españoles, “dejando al margen a los propios narradores hispanoamericanos, quienes, con total seguridad, hubieran podido completar la imagen de la recepción de su obra y la naturaleza de sus relaciones en el seno de la intelectualidad española” (129). Este es el gran problema, y no es casual que el subtítulo “Cómo ven y qué piensan de los novelistas latinoamericanos” solo salga en la portada. Como sugiero en el resto de este libro, desde esos años ha habido un subtexto de amor y odio venales no solo entre los autores sino también entre los críticos.
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Respecto al realismo renovado, Vásconez —un narrador de los que voy llamando olvidados, huérfanos o postergados (véase su entrevista con Balmaceda)—, como su compatriota Velasco Mackenzie, o sus contemporáneos Rodríguez Juliá y Lalo, artista plástico que reproduce algunos de su dibujos en Interneviones (2018: 314-329), confronta en su país suposiciones trilladas sobre el realismo, por la dificultad nacional para renovar categorías críticas que se distancian del montón, especialmente en países pequeños. En una comunicación conmigo por correo electrónico sobre el tema, Vásconez se explaya: Hay algo que no entiendo cuando [te] refieres a la vanguardia. ¿De qué vanguardia me hablas? Aparte de la obsesión cansina, repetitiva, que [aquí] tienen sobre la ciudad de Quito en mis libros, ¿no crees que en muchos aspectos haya en ellos un verdadero afán renovador? Ya sé que el autor es el último que debería hablar de su obra, pero a veces hay que hacerlo porque los críticos parecen vivir en las nubes. Me he pasado la vida fusionando géneros (gótico, policiaco, novela de espías, etc.), fusionando y recorriendo geografías, estilos, escrituras, y me he pasado la vida incursionando en la obra y en la literatura de otros, la más diversas, para renovar y renovarme, rehuyendo, eso sí, el realismo que a mí personalmente me resulta muy limitante. Las verdades literarias, en mi opinión, se juegan en el terreno de la imaginación (aprendido de dos maestros: Cervantes y Borges), en la libertad para ir y venir por donde uno desee, y no en el afán casi obsesivo de hacer de la literatura una crónica social, un registro de costumbres, un mediocre recorrido libresco, paródico, una placa fotográfica, pobre, sin vuelo imaginativo frente a la relidad, sin la capacidad de entrar y salir sin complejos de cualquier territorio literario. Si había que traer a Nabokov a la línea imaginaria, a Kafka o a Colette (porque me aburrían las últimas novelas baratas, comerciales, sin imaginación de los boomistas), perfecto, adelante, cómprales un pasaje a los maestros, me dije, e invítale a Faulkner a reírse de don Benjamín Carrión en la Casa de la Cultura. Si había que saquear la obra de Onetti, de Kafka, o de Le Carré para que El viajero de Praga tenga un viaje más divertido, ¿por qué no hacerlo? ¿Por qué seguir adherido a la historia y las coordenadas latinoamericanas? Tanta audacia, tanta sinvergüencería literaria de mi parte, ¿no bordea las fronteras de lo que tú llamas vanguardismo? [Énfasis suyos].
Esas ampliaciones del trasfondo de los “bárbaros” y sus preferencias exigen una contextualización mayor de, por ejemplo, la discusión del Caso Padilla por Gras Miravet y Sánchez López. También permiten examinar las razones por las cuales se llegó a crear un consenso entre los nativos sobre cómo la
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exploración formal, estirada hasta sus límites, condujo a una dramatización de las maneras de hacer arte narrativo y a la disolución de esos medios. Resulta curioso, al escribir Gras Miravet y Sánchez López de la consagración del avance del boom, no dialogar con publicaciones de críticos, investigadores y periodistas nativos sobre sus temas, como Los nuestros (1966) de Luis Harss y Barbara Dohmann, cuyo reduccionismo regional nunca es desafiada en este tomo. Pienso también en los libros y artículos sobre el Caso Padilla, en compilaciones presuntamente revisionistas como Me gustas cuando callas… Los escritores del boom y el género sexual (Sierra 2002) y, particularmente, en Más allá del boom: literatura y mercado (Rama/Viñas 1981), colección de análisis seminales organizada por Rama. Sin duda, el diálogo con estos y otros textos de sus contemporáneos hubiera enriquecido y ampliado las conclusiones y perspectivas de la parte académica del libro de Marco y Gracia. El más especializado de ese tipo de estudio es “Vender el boom: El discurso de la difusión editorial”, de Burkhard Pohl (Gracia/Marco 2004: 165-188), que por su índole obliga a considerar que no se ha dicho todo sobre el movimiento, particularmente en España. Ese ensayo también exige preguntar por qué Pohl ignora la gran cantidad de escritos hispanoamericanos sobre el nouveau roman (“purgante”, según Luis Rafael Sánchez) cuando comenta el tema, o algunas interpretaciones seminales recogidas en América Latina en su Literatura5. Alrededor del límite temporal que se impone esta colección la narrativa hispanoamericana comenzaba a cansarse del psicologismo y de personajes de tres dimensiones que se movían en relatos secuenciales. Además, comenzaba a incomodar la escritura satírica y paródica, porque no podía distinguir entre modos verdaderos o sentimentales de esos gestos, y por ende los personajes terminaban en una burbuja que perciben, pero de la cual no pueden salir. En los años sesenta los mexicanos Agustín y Elizondo, la cubana residente en México Julieta Campos y el argentino Sánchez (más Rodríguez Monegal) proveían las bases para remplazar ese enfoque con la que se llamó, con poco matiz, la “novela de lenguaje”. 5 La llegada de los bárbaros se complementa con Boom y Postboom desde el nuevo siglo: impacto y recepción (López de Abiada/Morales Saravia 2005), con un repetitivo artículo de Pohl sobre el posboom (López de Abiada/Morales Saravia 2005: 208-247) apegado a sus propias interpretaciones. Afín a vertientes críticas actuales es Kristine Vanden Berghe, “Los mafiosos del boom: literatura y mercado en los años sesenta y setenta” (en Lie/Montalvo 2001: 45-61).
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Se menciona de paso a estos autores y sus obras en este tomo, cuando la atención crítica hispanoamericana fue mayor. Claro, no habían sido publicados en España, mostrando que las aperturas que la historia crea de vez en cuando no duran. Si es verdad que esas novelas de lenguaje hacían flotar a sus personajes en un mundo fríamente objetivo de las “cosas”, también es cierto que pudieron contribuir a una reacción negativa del mundo editorial. No obstante estas salvedades, “La búsqueda de los herederos”, última sección del texto de Pohl, es excelente. Igualmente fascinante, por abrir un espacio para futuras investigaciones, es “La censura ante la novela hispanoamericana”, de Núria Prats Fons (Gracia/Marco 2004: 189-218), naturalmente concentrada en la reprensión franquista, aunque se echa de menos alguna mención de la que experimentó Rayuela, o que no se contextualice la que se le aplicó a Cabrera Infante con otros cubanos posteriores, como se podría extrapolar de La fiesta vigilada (2007) de Ponte. Como concluye ella, “el puente se estableció, a pesar de la voluntad gubernativa y gracias en parte al mercado negro de libros editados en Latinoamérica” (218). Sorprende así que Morgan, que pretende analizar la censura al nivel mundial (2015: 142-191), escriba más sobre sí misma e ignore olímpicamente la situación hispanoamericana. Lo relatado arriba, el saldo positivo de La llegada de los bárbaros y los destiempos que vengo mostrando se confirman con la acogida española de esta compilación. La hispanoamericana ha sido positiva también, y una reseña va más allá al afirmar que este compendio “obliga al lector a replantearse ese tipo de verdades inamovibles que dispensan al crítico literario la omnipotencia veleidosa de un Pantócrator dispuesto a consagrar o a fulminar al escritor en ciernes, según los méritos del expediente se presenten a sus ojos” (541)6. Se puede producir así, si no una ampliación de la necesidad de haber estado mejor enterado de las interpretaciones de los críticos bárbaros de entonces (el miedo ante los bárbaros de hoy es otro), sí de la obligación de refinar hoy las ideas recibidas acerca de la narrativa de esos años. Como transmite Discípulos y maestros 2.0, los críticos son rehenes de sus tiempos, pero no en todo mo6 Jorge Zepeda 2007: 537-542. Registro, por las diferencias en tono, comentarios que dan una visión conjunta de la narrativa que examino: Javier Campos, “Escritores latinos en los Estados Unidos. (A propósito de la antología de Fuguet y Paz-Soldán, Se habla español, Alfaguara, 2000)” (2002: 161-164), y Milagros Sánchez Arnosi, reseña de Palabra de América (2004: 294-296).
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mento. Por eso incluso las anécdotas a que acudo contribuyen a comprender las condiciones de edición, oportunidad, redacción y recepción de obras monumentales. En El Cultural del 11 de abril de 2004, Darío Villanueva, a quien en coautoría con José María Viña Liste se le debe el autorizado Trayectoria de la novela hispanoamericana actual. Del “realismo mágico” a los años ochenta (1991), concluye su reseña de La llegada de los bárbaros con la fundamentada visión positiva de que varios autores españoles admiraron la narrativa hispanoamericana porque restauraba el pacto con los lectores, ahítos “de la ramplonería de nuestro realismo social” y del “objetalismo deshumanizado del nouveau roman francés”. No obstante, en los años sesenta Fuentes exigía que los nuevos novelistas fueran a la vez Balzac (presuntamente por su panorama realista de la vida francesa) y Butor, sin reconocer que le debía a La Modification (1957) del francés su uso de la segunda persona para dirigirse al lector en su justamente admirada Aura (1962), por no decir nada de la ruptura con las formas por medio de meditaciones experimentales desde L’emploi du temps (1956)7. Si desde entonces se ha extendido el repertorio temático, ha habido poca innovación técnica (Indiana y Harwicz serían excepciones), que tiene el lado bueno de que al no esperarse que los novelistas tengan un estilo no están tentados a practicar amaneramientos. Al año, en “Bárbaros benditos”, nota publicada en la Revista de Libros (101, mayo de 2005), Fernando R. Lafuente enfatiza el protagonismo español más que las particularidades de la situación hispanoamericana, admitiendo que en la crítica recogida en La llegada de los bárbaros “se dice más del ambiente literario español […] que de los propios valores de las obras” (49). Daniel Centeno, en su nota “Y llegaron para quedarse”, publicada en Letra Internacional (87, 7 Los estudios sueltos sobre el boom y la nueva novela del siglo veinte son rebatibles, así las tres fases (1949-1959, los años sesenta y setenta) de Leo Pollman, “La nueva novela hispanoamericana. Un balance definitorio” (1989: 77-93). Para las relaciones conceptuales son fiables la introducción de Martin, “Latin American Narrative Today” (1989: 311-325), y Gallego Cuiñas, “El boom en la actualidad. Las literaturas latinoamericanas del siglo xxi” (2017: 50-62). Mayder Dravasa (2005: 42-47) pretende refutar Foreigners in the Homeland (Santana: 2001), que para Gras Miravet y Sánchez López son “análisis generales”, perspectiva que no mejora Diana Palaversich, “De McOndo y otros mitos. Realismo virtual vs. Realismo mágico” (2005: 33-48). Sopeso similares discusiones en “Qué tipo de boom tenemos o quiere la crítica a más de medio siglo” (Corral 2015: 253-290).
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verano de 2005), cambia el tono de la discusión, y el nivel del conocimiento, porque si su reseña es positiva, da muestras de algunos prejuicios peninsulares anteriores centrados en los años 1960-1981 al decir que “salvo contadas excepciones, los ecos que llegaban a la Península eran, además de escasos, de un atractivo que rozaba la nulidad” (77), opinión que debe compararse con una de Becerra (2014). No obstante, Centeno concluye acertadamente que “la mirada inserta en el texto es la de un país que por vez primera se daba cuenta de que el resto de las letras de su idioma no representaba una pobre muestra subsidiaria de su tradición literaria” (78). Así, el otro lado de la moneda es averiguar por qué no se hicieron las mismas preguntas en el continente del cual surgían estas letras. Si La llegada de los bárbaros no pretende o puede ser totalizante, es notable la profusión de selecciones sacadas de Destino, Revista de Occidente e Ínsula al principio del tomo, y algunos lectores se preguntarán sobre la presencia reducida o supeditada de La estafeta literaria y Cuadernos Hispanoamericanos, o la ausencia de Reseña. No debe extrañar que se privilegie el mundo periodístico de Barcelona, que con sus tentáculos fue el gatillo cultural del mundo descrito. Mayder Dravasa ha argumentado de manera poco convincente sobre la necesidad de examinar el boom como un fenómeno exclusivamente barcelonés, o de Reivindicación del Conde don Julián como novela que pertenece a ese movimiento, a pesar de la evidencia. Tal detallismo es pura especulación, con criterios simplistas sobre el inexacto consumismo español de libros, y es más un reflejo de la deformación del campo llevada a cabo primariamente por la era de la hiperespecialización del academicismo estadounidense, su miedo de no ofender y lo que consecuentemente priva de conocer. Naturalmente, hacia el fin del tomo abundan las notas sacadas de El País más independiente de entonces, y para ese momento la tendencia progresista de las interpretaciones es igualmente notoria. Tampoco faltan reportajes sobre chismes y confusos resentimientos, que revelan la misma insuficiencia y arbitrariedad que acusan los críticos. Lo primero se nota en “Otra vez Jorge Luis Borges” (Gracia/Marco 2004: 988-990), de Torrente Ballester; y en las animosidades en “El final del boom. Terrorismo literario en América Latina” (Gracia/Marco 2004: 1014-1021), de José Blanco Amor. Esas perspectivas, que nunca afectan directamente a la conceptualización general, se justifican parcialmente en la personalísima introducción de Marco, quien habla de testi-
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monio vivido, y de su papel de espectador activo, aunque no estaba solo ni era “el protagonista de la historia y aparición y triunfo relativo de los ‘bárbaros’” (Gracia/Marco 2004: 38). Es una postura representativa de algunos devotos españoles de ciertos autores hispanoamericanos que se ponen al servicio de un esfuerzo por entender lo que pasó, y si Proust creía que la amistad era inútil para el desarrollo del artista tal vez fue por el rechazo inicial de su primera novela. Pero Marco y Gracia presentan otros escrutinios que pueden enseñar a observar objetivamente a los narradores escogidos, y a los que les siguen, algunos olvidados por esos prejuicios. En la introducción a la primera parte, Gracia provee los entretelones del enfoque escrupulosamente cronológico que respeta el tomo. Como arguye Discípulos y maestros 2.0, se sigue dando un esfuerzo poco velado por construir un boom “mejor”, y las señales no podrían ser más evidentes en España, en Argentina y en México. Hay también un renovado interés en la narrativa corta (versus la ficción histórica o el testimonio sociopolítico ficcionalizado), y en algunas partes del mundillo literario hay una carrera por figurar en el mismo mercado, aunque, como durante el primer boom, ese concurso autoimpuesto fracasará paulatinamente. Ya en 1970 el prosista mexicano René Avilés Fabila presentó en “Cómo escribir una novela y convertirla en un best-seller” un manual irónico sobre los experimentos narrativos que circulaban entonces. Adicionalmente se daban reclamos vagos acerca de cómo las nuevas tecnocracias literarias alterarían el mundo, cuestión implícita en cualquier cambio literario, como mostraron los primeros “boomistas”, recordando que al hablar de sus influencias se presentaban como una generación huérfana, sin padres latinoamericanos. No estamos en un segundo boom ni en un baby boom porque hoy los lectores dedican menos tiempo al tipo de lectura que existía durante la década de la primera explosión, a pesar de que los nuevos soportes para leer la novela hoy son numerosos, y parte del mensaje. Con el menosprecio de ciertos conceptos ha desaparecido la mayoría de las referencias que eran el código compartido de los países de habla hispana, rebajando el nivel de lectura, como afirma Monsiváis (2007: 53), ampliando que entre otros elementos los cambios se deben al “desvanecimiento de contextos y de referencias antes seguras (de historia nacional o internacional, de temas bíblicos, de mitologías, de novela, de poesía, de referencias fílmicas o incluso televisivas). Estas ‘citas mentales’
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ya no disponen del público relativamente alto o significativo de otras épocas, o le resultaban incomprensibles a la mayoría (cada cinco o diez años se modifica y circunscribe el mapa de las alusiones compartidas)” (2007: 81). O sea, no se puede tener un estilo fuerte en una nueva literatura mundial sin una comunidad lectora capaz de apreciar y reconocer sus divergencias de los usos que conoce. Esta condición se agrava con los mileniales, que al tender a ser autodidactas, creativos, independientes, ambiciosos y no tener lugar en lo establecido buscan nuevos caminos en la eficaz red, la herramienta que más conocen. Además, los maestros de un arte tienen la frustrante costumbre de que parezca fácil lo que hacen, borrando cualquier evidencia de ellos mismos en el producto final. En la sección “Los maestros literarios” de su poco analizado ensayo de 1964, “Diez problemas para el novelista latinoamericano”, la vigencia de cuyas percepciones he pormenorizado para el estudio de la novela hoy (Corral 2010: 29-94), Rama afirma que “es normal en la América actual, que el joven novelista lea de preferencia a Cesare Pavese, a Michel Butor, a Sillitoe [que reconoció su deuda con la picaresca española], a Carson Macullers [sic] o James Baldwin. En cambio es difícil que atienda, con el mismo fervor, a los escritores mayores de su casa” (1986: 68, énfasis mío), condición desdeñada por algunos críticos y autores provincianos de hoy. Vale preguntar cómo reaccionarían los que ven en Rama un modelo del crítico comprometido ante otra aserción suya: “No encuentro nada reprobable en esta actitud de interés crecido por las invenciones narrativas de los autores extranjeros, y, al revés, encuentro peligrosa la censura de tipo estrechamente nacionalista que pretende establecer un cerco en cada país para que la nutrición y formación de los escritores se haga de entrecasa, en un sistema autárquico. Eso no ocurrió nunca en la historia de la cultura, y es afirmación probada por millares de ejemplos, que toda creación literaria se sitúa en la encrucijada de una tradición nacional y una influencia extranjera” (1986: 70). Según la condición que señala Rama, los nuevos narradores no son necesariamente una generación, ni tampoco una generación “búmerang”, término acuñado por Fuentes, sin matiz cronológico o sin tener en cuenta cómo un boomerang no siempre vuelve al maestro que decepciona, y se distancia el pupilo, dinámica normal. Hablando de Donoso en su último ensayo, Fuentes, apegado al extremo extranjero señalado por Rama, asevera que el chileno
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“ejerció su maestría en un doble sentido. Maestría a partir de la propia obra y capacidad magisterial, de enseñanza y de entusiasmo compartido. Por eso lo coloco como prólogo a los nuevos escritores latinoamericanos” (2011: 294, énfasis mío). Si Fuentes tiene a su favor no denominarse maestro, deja fuera que el magisterio que menciona se basa en los talleres de Donoso (que se sepa, el mexicano nunca los dio). Si es verdad que produjeron escritores excelentes como el poeta Fontaine, que llegó a la novela exitosamente (Fuentes y Vargas Llosa elogiaron con mucha razón su tercera novela, La vida doble, 2010), no son solo los que menciona (pienso en Franz), y en otros capítulos señalo la hipérbole y subjetividad del mexicano en torno a otros narradores hispanoamericanos en general. Al exagerar Fuentes la relación entre pasado y presente, hablando positivamente del boom y olvidándose de las generaciones intermedias que recuperan y descubren las compilaciones que analizo, hay destiempos evidentes. Subestima así la accesibilidad de la nueva narrativa al afirmar “tengo que echarme un viaje de veinte horas en avión para llegar a Buenos Aires y descubrir la riqueza, nada sorprendente por ser acostumbrada, de la narrativa argentina. Pero si no voy a Buenos Aires, no descubro a César Aira, Matilde Sánchez o Martín Caparrós. Y si no viajo a Chile…” (2011: 295). Su deducción falla al hablar del posboom: “por ello, ser novelista en Latinoamérica hoy es más difícil pero también más importante. Los problemas prácticos —el mercado, la distribución— han sido superados por la excelencia y el número” (2011: 297). Su contradicción tampoco considera la proliferación de talleres de escritores en el continente o la posibilidad de que, como los manuales, uniformicen la narrativa. Bolaño se burla de ellos en El espíritu de la ciencia-ficción (41-45, 57-61 et passim), Estrella distante, “Gómez Palacio” y otros cuentos, memorablemente en Los detectives salvajes, con los de “Vargas Pardo” (el ecuatoriano Miguel Donoso Pareja, convertido en “Silverio Lanza” en El miedo a los animales), e incluso en la sección “Cherniakovski enseña dos imágenes de la India en el taller de poesía de la Universidad de Concepción”, de Patria en Sepulcros de Vaqueros. Junto a otros narradores minoritarios estadounidenses, en un blog de The New Yorker (30 de abril de 2014), Díaz considera a los talleres universitarios establecidos racistas y etnocéntricos. Pero para el contexto hispanoamericano Bajter (2007) analiza agudamente algunos subproductos “locales”,
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entre ellos el “levrerismo” a pesar de Levrero y su creencia en el estilo personal, y hace lo mismo con la autoficción de su compatriota Rafael Courtoisie (1958), añadiendo que los asistentes a aquellos talleres locales tienden a ser mujeres, fieles a los maestros hasta el punto de no atreverse a hacer algo diferente (Bajter 2014). La excusa de Fuentes no tiene sentido porque la distribución existía durante el boom, por imperfecta que fuera. Se trata otra vez de lo que se entiende por generación y su contexto. Se considera a Zambra, Pron y Oloixarac coetáneos por su “experimentalismo”, acogida en la red mundial y edad, pero creerlos “voces” de su generación tiene menos que ver con sus años que con su valor individual. Su ensayística revela que, más allá de la lectura de sus contemporáneos, sus influencias no son autores de moda, ni son de moda sus lectores. Eso revela un gusto altamente individual, por la sutileza de la descripción insuficiente, y por cierta rareza en la renovación. En ese contexto, no es inconsecuente que Pron haya traducido Dejad de lloriquear. Sobre una generación y sus problemas superfluos (2012), de Meredith Haaf. Más y más los problemas poco privados y antiutópicos de la confusa era digital que discute Haaf se extienden fácilmente a una clase social iberoamericana creciente, y vale recordar que Haaf no es de la generación “X”, sino de la “Y” (los mileniales, o “Generación Yo”); es decir, los nacidos de 1979 en adelante. Para Thirlwell es posible ver esta nueva era como utópica, en que nuevos modos de distribución digital permitirían una nueva diversidad de estilos globales, “pero esa utopía todavía no es para [nosotros]. Vivimos, todavía, entre las pesadas conjeturas de lo nacional” (2016: 4). Más que tomar con un grano de sal lo que asevera Thirlwell (ya en 1993 Robert Hughes hablaba de la cultura de la queja), lo importante es que Pron, a veces demasiado complaciente, fiel a la información de la red, o acomodaticio como reseñador, nota intereses compartidos que quizá lo llevaron a traducir esa declaración de principios. La crítica tiene su parte en estas percepciones acerca de Bolaño, y esa es otra razón por la cual La llegada de los bárbaros puede ser vista como un homenaje necesario de varias generaciones a otras (críticas y narrativas) que están golpeando en la puerta, porque quieren dejar su propio legado. Hablando de una reciente, Winston Manrique Sabogal dice: “Tampoco se consideran una hermandad de literatos intentando preservar y legalizar para el mundo una herencia cultural milenaria e inmaculada” (2008a: 8). Los lectores actuales tien-
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den a subrayar lo innovador, sin considerar que incluso las técnicas narrativas más nuevas contienen diseños o elementos funcionales del pasado, porque las herencias son un lenguaje que muchos entienden sin haber sido instruidos sobre ellas. La técnica de los narradores antiguos persiste y prospera, y en ese sentido pertenecen al presente tanto como la técnica acabada de aparecer. Otra vez, la historia literaria supone incorrectamente que lo que la narrativa hace hoy no se pudo hacer antes, y La llegada de los bárbaros corrige esa obsesión. Si esta magnífica colección sirve para recuperar el valor de obras como Los albañiles de Vicente Leñero, y el de las de Bioy Casares, Onetti, Asturias y Cabrera Infante (por mencionar los que ocupan más páginas), vale preguntarse cuándo se dispondrá de un volumen similar en Hispanoamérica, más allá de la imposibilidad de encontrar los recursos o el mercado para producir un volumen de conceptualización semejante. Será un trabajo casi interminable, pero se podría aplicar una selectividad similar a la de Marco y Gracia. Eso dicho, La llegada de los bárbaros no discute lo que comenzaba a pasar con la novela del continente durante el auge de las “novelas del dictador”, a mediados de los años setenta (Ibargüengotia ya parodiaba el género en 1969 con Maten al león). El problema de las décadas escogidas es que fueron una era de debilidad, confusión y malestar en Occidente, a la vez que un período de gran individualidad, elasticidad y experimentación. Por eso es difícil para los colaboradores ver en esas décadas la semilla de los años ochenta y el nuevo milenio detrás del tumulto de cambios culturales y sociales. Si una nota de The Economist del 19 de enero de 2008 informa que una novela mexicana podría vender unos cinco mil ejemplares en el mundo, mientras una obra de no ficción política puede vender cien mil ejemplares allí, no es porque la no ficción tiene poca acogida en España y las Américas8. Aunque se publique traducciones de Harry Potter y los niveles de alfabetismo estén aumentando, Compárese el proyecto de Bellatin de publicar cien títulos con un tiraje único de mil ejemplares cada uno. Su típica salida escritural descarta si cada uno de sus cuarenta y tantos libros ha vendido mil ejemplares. Véase su “Los cien mil libros de Mario Bellatin” (2012: 8-13) y los comentarios que le hace a Mónaco Felipe. Su performance es similar a la del artista estadounidense Tim Youd, que en 2014 comenzó a escribir cien novelas clásicas empleando la misma máquina de escribir que cada autor usó. Pretende fundir pasado y presente al reescribirlas en los lugares que las novelas representaron, o donde vivió o trabajó su autor. Youd corteja a la mitología en torno a literatos famosos, convirtiendo las máquinas en fetiche, como Bellatin y su Underwood. 8
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la infraestructura editorial funciona mal en ambos mundos, y por ende La llegada de los bárbaros seguirá siendo una primicia por varios años. En suma, y considerando que algunas presencias de Discípulos y maestros 2.0 son espectrales y en algún momento fueron especulativas, como un todo contundente La llegada de los bárbaros rompe con la rutina y redundancia en torno a su tema, devolviéndole credibilidad con una dilatada colección de textos perdurables, comprobadamente justos, y por ende imprescindibles para la historia de las culturas literarias compartidas por ambos continentes. Respecto a cómo se sobrepasaron las condiciones que engendraron el boom, es dudable que muchos jóvenes narradores de hoy crean que no pueden ser escritores verdaderos si no pasan algún tiempo en España, a pesar de las concurrencias y desencuentros que examino en Palabra de América y Los escritores y la creación en Hispanoamérica. No emito un juicio sobre los esplendores de la esfera cultural hispanoamericana, sino que observo cómo la civilización occidental está dejando de ser el lugar que determinará la cultura literaria del resto del siglo en curso. Y con Fusillo (2012: 193-240) pregunto cómo pueden términos con connotaciones esencialmente negativas y destructivas convertirse, por el contrario, en palabras clave de la estética actual. Por planteamiento y resultados se está ante un cúmulo informativo que, visto en el contexto de los excesos académicos actuales, exige establecer una línea crítica necesaria, una perspectiva que dependa de un concepto que hoy es una mala palabra: tradición. El boom mostró con creces que las nuevas narraciones vienen de las viejas, así que los narradores neófitos de este siglo tendrán que escoger bien las nuevas combinaciones que hacen que su prosa sea novedosa, que no se avale en la autosuficiencia de leyendas y mitos generalmente urbanos; o evitar, como harían varios narradores poco menores que los del boom (Fuentes, Piglia, Dorfman) tildar de manera frecuentemente programática la lista de tareas necesarias para convertirse en un escritor relevante. Ingenios mercantiles olvidados: antecesores inmediatos A mediados de los años setenta se publicó una caricatura de Mingote que mostraba a un señor mayor, con boina y libro en brazo, fulminado por un rayo. El pie del dibujo decía algo así como “Otro escritor español víctima del
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boom”. El entusiasmo, junto con los rechazos velados de la época de esa viñeta, pospuso reconocer que varias editoriales españolas y el periodismo cultural auspiciadores de ese trastorno de la esfera intelectual iberoamericana han conducido a la convulsión actual. Era, como dije arriba sobre lo que revelan las entrevistas compiladas por Tola de Habich y Grieve, un momento de amor y odio no tan ocultados, y esas reacciones persisten. Así, Marías, autor de culto en Hispanoamérica (Vásquez elogia su Berta Isla como la primera novela de las diez novelas del año 2017), dice en El País “veo una desproporcionada atención a lo que viene de las dos principales Américas, la de nuestra lengua y la anglosajona. En lo que respecta a la primera da la impresión de que haya un voluntarismo rayano en la adulación, como si fuera forzoso insistir en que hay cien ‘genios’ en México, en la Argentina, en Colombia, en el Perú, en Chile, en cada país de habla española” (12 de octubre de 2014). Esa visión ha sido matizada por un excelente portavoz de nuevos autores hispanoamericanos selectos (habitualmente rioplatenses o chilenos), Echevarría, en su nota “Poco interés” (2014), casi arguyendo lo contrario, pero con personalismo respecto a Babelia, también blanco de la crítica de su compatriota. Marías tiene razón, especialmente al aseverar que “solo los exaltadores críticos han visto su importancia, y sus consejos han caído en el vacío para la población lectora”, como amplío en otras partes de este libro. Es más, se olvida que antes del presente al que se refiere Marías se dejaba a un lado a autores y obras tan meritorios como los nuevos maestros de ese pasado inmediato, algunos glosados en otros capítulos. Ese tipo de progresión en la recepción de la narrativa hispanoamericana se ha convertido en la norma más que en la excepción. Pero no hay que creer que será así eternamente. En “Aviso al lector”, incluido en la espléndida e ingente colección Los escritores y la creación en Hispanoamérica, compilada por Fernando Burgos, el narrador venezolano Miguel Gomes se expresa sobre sus antecesores, y dice que hoy falta (entre sus análogos) un tipo de proyecto “vertebrado y continental” similar al del boom. Gomes constata, primero, “la maestría innegable de quienes saltaron al estrellato en los 1960 y 1970”, y segundo y más importante, observa “cierto tufillo a engaño que emana de algunas de sus premisas básicas” (Burgos 2004: 667). Lo que sí se puede seguir ponderando es cómo los posibles nuevos maestros se diferencian de los discípulos. En su introducción a la edición de bolsillo de Los detectives salvajes en inglés, su traductora, Natasha Wimmer, provee
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una crítica demoledora y certera de las relaciones de Bolaño con los nuevos (Castellanos Moya, elogiado por Wimmer, no se ha quedado atrás, aunque solo alude a ellos): Algunos jóvenes escritores de los noventa, como los mexicanos Jorge Volpi e Ignacio Padilla, ubican sus novelas en Europa o en países imaginarios que se parecen a los europeos. Otros, como Fuguet, se apropian excesivamente de escritores norteamericanos como Bret Easton Ellis y se concentran en latinoamericanos de la clase media alta perdidos en el bajío de la cultura popular norteamericana. Por lo general, estas eran rebeliones programáticas, y se notaba. Les faltaba la vida nueva, la libertad de imaginación, y necesitaban producir obras que fueran urgentes y activas, en vez de reactivas (2009: x-xi).
Domínguez Michael, concentrado en el Crack, agrega lemas que considera comerciales, entre ellos “la frialdad, el vacío, el eterno retorno del apocalipsis, la muerte de las ideologías, y otras mitologías de la actualidad que encuentro tan discutible en los escritores mexicanos como en Michel Houellebecq” (2004: 48). Otros antecesores son la estereotipada opción homosexual fatalista de giro barthesiano (discurso amoroso) en la clase media de Los jirones (1985), del mexicano Luis Zapata (1951). No hay que ser globalifóbico para pensar que el presente pensamiento literario de nuestro continente —que se debate entre optimistas que insisten en que la modernización acelerada debe ser retratada, y los pesimistas que argumentan que la sociedad está estancada en la violencia, corrupción y pobreza— ofrece suficientes datos para novelizar una crisis de percepciones que hace que los Hay Festival Bogotá39 de 2007 y 2017 hayan cambiado de 30 a 40 años el consenso de lo que dura una generación. A la evaluación fundamentalmente correcta de Wimmer vale añadir que la fugacidad de una generación es equiparable con la rapidez con que la crítica especializada se cree obligada a emitir juicios sobre lo injustificable que no tuvo tiempo para justificar: la obra inicial. Wimmer debía añadir a Fresán, pero quiza por haberlo traducido lo absuelve al ampliar su registro extranjerizante. (Como arguyo en el último capítulo, domesticar la traducción puede aplanar el original, y a la vez señalar que mantener las características de la fuente puede ser un tic más que una elección extranjerizante bien pensada.) Constatar cómo Bolaño cambia el paradigma para los que lo siguen requiere notar cómo su propia obra cambió el paradigma mundial que encontró,
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tensión novelizada en sus dos novelas mayores (Corral 2011: 29-31). En el capítulo “La caída en el presente”, Pablo Raphael pregunta: “¿Qué sucede cuando el temperamento colectivo deja de nutrirse de lo local y empieza a alimentarse únicamente de la cultura popular global? ¿Qué temperamento se produce en aquello que podríamos llamar ciudadanos en red, habitantes del second life o practicantes del ego surfing?” (2011: 236). Lo que ocurre, aunque Raphael solo aluda al cambio, es una “americanización” del temperamento, un control geopolítico que se desplaza a todo el mundo, porque “los sentimientos en la nube, adormecidos por el teclado y la calidez de la pantalla, son capaces de simular realidades que tranquilizan la euforia política, anestesian el activismo de calle y se aprovechan de las redes sociales para diseñar aspirinas espirituales que, por el solo hecho de mandar un correo electrónico, tranquilizan la conciencia social de los usuarios” (2011: 237). Por el dinamismo de ellas, cualquier especulación sobre esas redes es precaria por defecto. Pero los sentimientos también se exponen a la manipulación, y como “aburrimiento”, “privacidad” y “sensibilidad”, son coetáneos de la novela y su crecimiento completo desde el siglo dieciocho. Se trata, más bien, de la americanización como sinónimo de desarraigo, mercancia y embrutecimiento, según Kirsch en su comparación de Haruki Murakami y Bolaño (2016b: 42). Similar al cuidado mostrado en obras anteriores, Burgos reconstruye las perspectivas frecuentemente encontradas que más de setenta narradores del siglo pasado y del último cambio de siglo han proveído de la conjunción entre teoría (sentido muy amplio) y práctica de la prosa, propia y de otros. Como detallé, es de celebrar que la atención masiva a la historia narrativa del continente evidenciada por La llegada de los bárbaros y esta compilación permita y justifique volver a leer a los grandes narradores, y a descubrir algunos nuevos. Es más, el trabajo que Burgos lleva a cabo con esmero y democracia ideológica contribuye a poner en perspectiva reputaciones infladas, maestros construidos o “descubiertos” por las apuestas mercantiles de las últimos dos décadas. Una regla fiable de las reputaciones literarias es que lo que una época particular desdeña resultará ser lo más perdurable de la obra de un autor. Quizá por esa realidad Burgos opta por varios autores poco conocidos en Hispanoamérica, y en varios casos desconocidos en España. Ese territorio ignoto provee a esta colección una de sus grandes ventajas: rebasar el gusto de la narrativa literaria con algún entusiasmo por la comercial, y en ese sentido no es un error impo-
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nerse límites y excluir algunos narradores que siguen tratando de entrar en el mundo de lectores a los que llegará esta colección. Los escritores y la creación en Hispanoamérica no es una historia del arte y oficio de la narrativa, o un panorama de propuestas no canónicas por autores cuyo desarraigo les da un estilo internacional. Por esas razones se podría leer su contenido como una historia de la narrativa postergada que satisface a otros lectores enterados de hoy. Si a veces Los escritores y la creación en Hispanoamérica persigue una forma y cronología que va del fin del siglo diecinueve al veintiuno, el libro se mueve magníficamente entre generaciones, movimientos, estéticas y poéticas, y a veces entre géneros. A primera vista una miscelánea azarosa, esta suma evita la incongruencia, la repetición y el traslapar. Afín a esa lógica, hay índices de autores por orden alfabético y de acuerdo con su presencia en el texto. Si los textos comienzan con Darío, poco después se encuentra uno de Courtoisie. Él y su texto serán menos desconocidos entre un público dedicado a los nuevos cánones narrativos, pero despertará gran interés crítico debido a las conexiones que se puede establecer con su narrativa, sobre todo la hilarante Goma de mascar (2008), sucintamente analizada por Aínsa, que deja atrás las fallidas novelas de campus de sus coetáneos radicados en Estados Unidos, como Paz Soldán, “tradicional” según Aínsa. Siguiendo con el dominio y los saberes que establece Burgos, para Darío selecciona un ensayo sobre Azul..., y el “El velo de la reina Mab”, especie de “cuento-poética”. Esta es una decisión clave, y un procedimiento que se repite en el resto del tomo, como ocurre con “La mujer abandonada”, de Arreola, testimonio basado en una entrevista. Si se consulta el “Sumario” del libro, paulatinamente se nota otra ventaja de la intención de Burgos: armar primero un canon conceptual, con autores reconocidos (y alguno más conocido por su crítica) y otros menos establecidos. Ese canon sobre la “creación” fluye fácilmente de Darío a Cortázar (Burgos 2004: 33-257, casi una tercera parte del libro), y de ahí en adelante no disminuye el valor de las percepciones expuestas en los ensayos o notas y la visibilidad de sus autores, con varias excepciones y sorpresas. En esa primera parte (la división es mía) se recoge las geniales y clásicas aseveraciones sobre el cuento de Quiroga, Borges, Monterroso y Cortázar, y por primera vez en este tipo de compilación, los relativamente recientes y conversacionales comentarios sobre el género publicados por García Márquez. Algunos lectores, los especializados, querrán ver otros textos anteriores o diferentes
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de los autores incluidos (para mí, falta Saer). No obstante, Burgos no repite lo que ya se ha publicado en compilaciones con similar extensión y propósito, teniendo en cuenta los dos extensos tomos de Los novelistas como críticos. Por ende, los escritos se concentran mayoritariamente en comentarios sobre el relato corto. Los textos de esa primera parte son seminales, a veces nostálgicos sobre los géneros que los narradores ya no practican, y haríamos bien en cotejarlos con otros de esa misma sección escritos por Julio Garmendia, Edwards, Cristina Peri Rossi, Ramírez, Valenzuela, y un breve y sustancioso texto del cubano Antonio Benítez Rojo. Burgos sabe que al comienzo de este siglo existen varias “poéticas” que son espectacularmente fallidas por su apego a una posmodernidad mal definida, o por ser estudios clásicos sobre el narcisismo herido, lo cual explicaría por qué existen pocas poéticas verdaderamente magníficas o tangibles. Por ejemplo, si tanto se ha comentado y escrito sobre cómo “La Onda” contribuyó a la inserción y eventual privilegiar de la cultura popular mundial del “sexo, drogas y rock and roll”, la lectura rescatada aquí es “La generación del desencanto”, del ecuatoriano Raúl Pérez Torres. Aunque no menciona a Vásconez o Velasco, Mackenzie, su propuesta híbrida Teoría del desencanto: novela (1985, varias reediciones), pone en perspectiva “La Onda” y otros grupos, entre ellos la “Generación del posdesencanto” ecuatoriana (nacidos entre 1955 y 1970). Sin saberse si los así llamados se adhieren, solo Valencia y Alemán traspasan las fronteras ecuatorianas. Se querrá hacer las salvedades que mencioné, aunque Burgos se ocupa de ellas en cada introducción para los autores, con concisión conceptual, buen sentido e investigación exhaustiva, recordando que en ciertos contextos creer que las fronteras son líneas imaginarias es evitar las responsabilidades mayores de los escritores, especialmente cuando las fronteras son más crueles hoy de lo que se imaginaba Bolaño. La “segunda” parte del volumen de Burgos contiene textos entre los que destacan los de Balza, Pitol, Ferré, Elvira Orphée y Pía Barros. Otra vez, varían las edades y los temas, con el resultado de que no se puede trazar o determinar líneas divisorias entre simples agrupaciones y delimitaciones estéticas o genéricas. En esta parte no hay obcecada unanimidad por no perder la brújula estética, o una “estética de la espontaneidad”. Tampoco hay esfuerzos por homenajear a los santos iconos del templo del boom. Si hay un giro hacia otro estilo en Los escritores y la creación en Hispanoamérica no es por buscar uno
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simple o de moda, sino porque la fuerza de una nueva novelística consistiría en no ser pretenciosa. El peligro es confundir la claridad de estilo (que produce críticos desempleados) con las novelas light, ya que las que entretienen con ideas demuestran la falsedad de las seudoserias. En estas, y piénsese en Dorfman, Piglia y Volpi, no hay “ideas” sino un estilo intelectualizado que suele violentar la narración para corroborar la tesis previa, adaptar hipótesis, y los críticos robotizados no tienen otra opción que hacer lo mismo. La trampa es perfecta, pero solo produce catequistas de una nueva secta, enamorada de la anécdota política fofa y la documentación cruda. Cualquier novela viene con ideas (práctica positiva de Fresán, por ejemplo), y no es lo mismo que una novela de ideas desarrolladas claramente; y no significa que no tenga algún detalle significativo o elaboración reflexiva de cierta imaginación, lo cual se puede decir de cualquier novela mala. Como muestra esta colección indirectamente, uno de los factores que determinan el tránsito de una generación a otra es el anquilosamiento de la más veterana, aunque esto no se da siempre. Por eso cuesta entender la ausencia de Moreno-Durán, quizás el mejor narrador-ensayista de su generación. Repito que Burgos no se propuso un desarrollo abarcador, y si esa intención permite establecer nuestra propia selección, o conocer otras facultades o poderes creadores, también facilita no impresionarse por algunos de estos narradores. Aparte de los sobresalientes, no se nota en otros el peso del maestro, aunque alguna crítica crea que no es así, sobre todo entre los narradores que se asocia con un nuevo tipo de realismo mágico. Precisamente, Ferré, cuya ensayística cabría muy bien entre los textos fundacionales de la primera parte, dice sobre su propia narrativa: “He descubierto que, cuando uno se sienta a escribir, detenerse a escuchar consejos, aun de aquellos maestros a quienes más admira, tiene resultados nefastos” (Burgos 2004: 366). Ferré tiene razón, y no solo porque no todo adepto está predispuesto a engancharse en matices esotéricos, sino porque los consejos de escritores son previsiblemente contradictorios. Para Aira, que ha aseverado que no le gustan los consejos dados ni recibidos, la fuga hacia adelante significa no dejar de moverse, escuchar absurdos constantemente, anticipar reacciones, prevenir gustos, adaptarse y escapar a lo coherente; mientras que para Ferré y los escritores de este volumen la fuga valoriza la continuidad con el pasado en la medida que ayuda a salir adelante con los problemas presentes y futuros.
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Comentar acerca de aquella dicotomía sería interminable, aunque debería ser así, especialmente cuando la crítica de la narrativa actual tampoco distingue con certeza entre discípulos, seguidores, adeptos, admiradores, “hijos” o la simple congratulación al maestro. Como discuto en otras partes de este libro, varios nuevos narradores ven a los autores del boom como un tío bohemio listo, parecido a los jóvenes rebeldes en su escepticismo desdeñoso hacia las convenciones de la narrativa dominante y las clases dirigentes que la mantienen. Pero como ese tío nunca dejará de ser parte de la familia, y el rebelde es una figura atemporal cuyas modalidades son múltiples (Maffesoli 2004: 181), hay otro hilo conductor en Los escritores y la creación en Hispanoamérica: la importancia de que los colaboradores mencionen constantemente la necesidad de distinguir entre la mayoría de la narrativa que se produce en su contorno, objetos que no son de virtud o belleza y no se mantienen, y la proporción mínima de verdaderas obras maestras, que por su profunda calidad deberían tener un público mayor que el que tienen. Ese criterio es una utopía, empero, por el desacuerdo sobre qué familiar vendrá a la presentación de tu último libro, o porque pocos lectores del mundo hispanohablante actual tienen acceso a las experiencias estéticas más ricas. Paradójicamente, y como prueba gran parte de estos ensayos, al comprometerse a la tarea secular de representar la realidad, la narrativa prueba la futilidad de la maestría y la validez de algunos proyectos utópicos basados en el deseo humano. Según Rancière, “un arte seguro de hacer arte de todo termina por no manifestar más que su propia intención, aunque convierta esta manifestación en su propia denuncia” (2009: 235). Esa diferencia puede ser generacional, porque los autores de la compilación de Burgos quieren ser reconocidos como individuos, justo cuando los individuos comenzaban a tener un papel menor en la sociedad. La generación actual no tuvo grandes guerras o autoritarismos, ni depresión económica, y el conflicto generacional es otro, como mostró Barrenechea en un clásico ensayo sobre Bioy Casares y la peruana Elena Portocarrero. La guerra actual, como la de los de Los escritores y la creación en Hispanoamérica, sigue siendo espiritual, no es nada nuevo, y seguirá creciendo con otras divisiones generacionales, pero con preocupaciones prácticas diferentes. En 2017, cuando las editoriales convierten la noción de autoactualización en bien de consumo, vale detenerse para mostrar cómo se refleja ese procedimiento, a pesar de la buena voluntad del antólogo. Con
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honrosas excepciones, y como la crítica nueva, ocurre que los narradores que en verdad saben adquirir cierto poder, usarlo y preservarlo, se expresan de manera oblicua, con adivinanzas seudoteóricas y fragmentos de oraciones. Piglia, que por su reconocimiento cabría entre los que no necesitan presentación (sobre todo para justificarlo en la tercera sección), está representado por una nota reciclada que permite constatar destiempos y desencuentros. Solo cuatro años menor que Vargas Llosa, no llegó a ser una heliografía para otros, comparación tan justa como otras entre otros autores, y ofrece varias claves para sendas determinaciones críticas. En la tensión en que se encuentran los discípulos con menos obra, los de la generación intermedia en Los escritores y la creación en Hispanoamérica optan por la independencia, la creatividad y un tipo de excelencia. Estas opciones los distinguen a su vez de buena parte de los autores celebrados en Palabra de América, porque los elegidos para ese testimonio parecen querer ser maestros no en el sentido moral en que lo entendía Nietzsche (él, el profesor de los “espíritus libres”), sino en el sentido aristotélico de ser “maestros de los que saben”. A diferencia de aquellos testimonios, en Los escritores y la creación en Hispanoamérica hay olfato generacional y psicológico, y menos necesidad de autobombo; después de todo, los maestros tienden a congregarse con los de su misma edad. Lo que comparten los narradores reunidos por Burgos es que nunca ha habido una generación más rodeada y ocluida por maestros u obras maestras que la de ellos. Como resultado de la curiosidad humanista, avances tecnológicos y el resurgimiento del interés en textos antiguos (Kimmelman 2005: 101), hay misterio y satisfacción en el hecho de que las obras de los escritores posteriores a los de Burgos sean celebradas tan pronto se publican. Hoy es posible tener obras maestras sin maestros, porque se ha devaluado el vocablo y deslegitimado el concepto. Vásquez lo transmite en Las reputaciones cuando su protagonista Javier Mallarino dice: “Lo importante en nuestra sociedad no es lo que pasa, sino quién cuenta lo que pasa […]. Nos toca buscar otra versión, la de otra gente con otros intereses: la de los humanistas. Eso es lo que soy: un humanista. No soy un chistógrafo. No soy un pintamonos. Soy un dibujante satírico” (50). Por libros como este de Burgos y los antecesores a los que se refiere, visto con objetividad, “Tesis sobre el cuento” de Piglia recoge banalidades como “un cuento siempre cuenta dos historias”, “la historia secreta es la clave de la forma del cuento y sus variantes”. E incluso: “lo más importante nunca se cuenta”.
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Detrás de esas afirmaciones anodinas (como manifestar posteriormente que uno escribe porque “está desajustado con la vida” o “El primer libro es el único que importa”), está el sugerir con seudoconceptos trillados que el metarrelato intercalado es un non plus ultra narrativo, o que como lector no puede superar descreer de casualidades o coincidencias. Cualquier lector honesto o crítico serio de teoría narrativa, o de Las Casas, el Inca Garcilaso, los cuentos intercalados en Palma, Don Segundo Sombra, La vorágine y Cantaclaro, admitirá que no hay maestría ni singularidad en “Tesis sobre el cuento”, y deudas no reconocidas a Borges o el Vargas Llosa de “el dato escondido”, que a su vez expande una técnica de Hemingway. El novelista posmoderno más vendido en Occidente, Eco, para algunos el “Dan Brown para gente con doctorado”, dice en el epílogo de El nombre de la rosa (que lleva más de 60 reimpresiones en su lengua original desde 1980) que “los libros siempre hablan de otros libros, y cada historia cuenta una historia que ya ha sido contada”. Para Millet esa “ecología”, que no dice nada nuevo acerca de lo que son los libros, contribuye a la banalización de la llamada “posliteratura” (2012: 21-26). ¿Dónde comienza el plagio y termina la originalidad? En De sublime Longino arguye que la novedad no es más que cambios peligrosos en construcción, hipérboles y número. Si Piglia depende o se funda en Antón Chéjov para sus digresiones, el maestro ruso también advertía en una carta de 1892: “Se nota que empezó 20 veces la narración. Es como el dibujo de un camino llano que se interrumpe con túneles en 20 lugares” (Chéjov 2005: 44). El relativismo de la originalidad, señalado de Eliot a Bloom, recuerda que cualquier novelista que no quiera descubrir la pólvora debe saber que las ideas están condenadas al refrito, y Domínguez Michael provee una larga lista de autores mexicanos que socavan la “originalidad” cosmopolita del Crack (2004: 49). Si esa asimilación no debe ser un problema (con la imitatio los escritores romanos percibían su rol como emuladores de obras maestras), verla hoy como tal es volver a los románticos, que con la noción del autor como genio solitario y remoto hicieron que la originalidad sea concebida como una virtud de suma importancia. Por eso los argumentos en 2012 de los defensores de Bryce Echenique y el Premio FIL de Guadalajara (Volpi entre ellos) no abandonaron la retórica o pudieron manifestar honesta y abiertamente que hoy no se tiene padres intelectuales o literarios sino grupos de extraños paternalistas, hijos adoptivos, madres maestras de alquiler, críticos que te piden el libro para decirte de qué has escrito.
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Laera es demasiado especulativa y se acerca al cinismo al preguntarse sobre la interiorización de la lógica de los premios (2007: 60), pero tiene razón al proponer que “no es solo el premio sino el cuerpo del escritor lo que se convierte en espectáculo” (2007: 56). En Humano, demasiado humano II (1879), después de un aforismo sobre el “estilo buscado”, Nietzsche reclama en otro: “Ya no quiero leer a ningún otro autor al que se le note que quería hacer otro libro, sino solo a aquellos cuyos pensamientos se convirtieron imprevistamente en un libro”. Maestros verdaderos como Macedonio, Arlt y Felisberto sí supieron qué hacer con similares consejos. Aunque no se nota en cada uno de los autores reunidos aquí, sí queda claro que, a diferencia de los narradores incluidos en una colección como Palabra de América, los escogidos por Burgos por lo general han logrado retratar una vida interna bien lograda, sin permitir que el experimentalismo los conduzca a efectos reciclados, o a la ideologización del artista como idiota útil. Sin embargo, que los narradores de Palabra de América no hayan sido considerados por Burgos no es otra señal del destiempo en los relatos críticos sino una muestra necesaria de la riqueza anterior de narradores y sus obras en el continente. Afín a ese caudal, en el último capítulo examino los entretelones de la traducción al español de la narrativa producida por escritores “latinos” criados en Estados Unidos, que ofrecen una especie de contranarrativa. Ellos también son otro destiempo, porque los hijos de la contracultura, que no existe porque el público se entera de todo, nacieron en los años cuarenta y cincuenta (como Caicedo y otros), no en los años setenta. Como dice López Parada, citando a Monsiváis, ellos “constituyen la primera promoción de norteamericanos nacidos en México, Bogotá o Montevideo” (2001: 10). Burgos se dio cuenta de que el público estaba cansado de las teorías narrativas de los nacidos en los años cuarenta, hoy una adivinanza envuelta en un misterio, dentro de un enigma, para tergiversar una frase de Winston Churchill. Como demuestran A. S. Byatt, Angela Carter, John Fowles y Richard Powers (véase Greaney 2006), para la narrativa anglófona contemporánea apreciada por los autores recogidos por Burgos la teoría crítica no era la bestia negra que sigue siendo para algunos novelistas hispanoamericanos actuales. El éxito de Oloixarac con su novela en clave Las teorías salvajes (2008) demuestra que darse cuenta del agotamiento de la teoría, o chocar sexualmente al público
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pacato y sexista, les lleva más tiempo a algunos latinoamericanos y a sus críticos. No menos muestra su publicación en inglés en 2017 por una editorial menor. La diferencia es que cuando novelistas logrados y establecidos como Vila-Matas y Aira ponen la teoría en perspectiva en obras o comentarios la emplean con mayor ingenio y sin petulancia. Es similar el enfoque de Zambra, nacido dos años antes que Oloixarac y formado en la teoría, cuando le dice a Libertella que “hay otros momentos en que uno necesita saber quién es pero ya sin teoría de por medio” (Libertella 2015: 69). Respecto a Eltit, a quien correctamente considera una escritora de y para la academia, Zambra puntualiza: “Era una literatura con marco teórico, que era comprensible porque tú habías estudiado a esos teóricos. Me parecía muy mansa ante la teoría, no me parecía que la desafiara. Y le faltaba un poco de poesía” (Libertella 2015: 65). En 1999 Shaw confirma que “el ‘riesgo rupturista’ que corre Eltit es el riesgo de la ilegibilidad y, en efecto, ella se queja de que críticos y lectores han tildado sus libros de incomprensibles” (1999: 348). Eltit sigue escribiendo con la quejumbrosa prepotencia del intelectual que cree ser la única que no es indiferente a los males mundiales, algo que cualquier ser consciente detecta en carne propia y no desde una torre de marfil. Villalobos, coetáneo de Zambra, nota lo mismo en el recorrido académico español de su formación: “El discurso de la posmodernidad se había cargado mucho del rigor teórico y con frecuencia en las aulas se decían puras chorradas, las discusiones del doctorado muchas veces no se diferenciaban de charlas de café” (Zalgade 2017b: 42). Los críticos establecidos (que habitualmente no se dedican a los nuevos) legitiman a los narradores, con cautela o entusiasmo, como ocurrió con Sarlo y Ruffinelli (Corral/Castro/Birns 2013: 376-379) sobre Oloixarac. Otros como Aira y Zambra no provocan a ese tipo de crítico, y no creen en autopromoverse más que si fueran agentes, conscientes de la perspicacia crítica. En 1966 el entonces principiante Jorge Lafforgue reseña Estudio Q (1965), metanovela del también bisoño Vicente Leñero9. Pero los temas ensimismados de Oloixarac, su talento satírico y el sexismo crítico contra ella aparte, son conocidos “Estudio Q: una novela sobre la novela” (Lafforgue 1966). The Novel After Theory (2011), de Judith Ryan, actualiza ese giro con DeLillo, Pynchon, Coetzee, Atwood, Sebald, Eco, RobbeGrillet, Duras y Wallace, más otros menos conocidos en español. La práctica sigue vigente desde James hasta La septième fonction du langage (2015), de Laurent Binet, irreverente novela intertextual policiaca protagonizada por los principales teóricos franceses posestructuralistas y el Zapp de las novelas de campus de Lodge. 9
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(en 1987 su compatriota Liliana Heker publicó Zona de clivaje, de temática similar, reimpresa en 1997), como discuto adelante, aunque Oloixarac los actualiza de acuerdo con el pesimismo distópico radical. Pero no es un gran favor como mensaje, porque las distopías, características de este siglo no del veinte, ya no son ficciones de resistencia sino de sumisión de un siglo solitario y taciturno que no confía en nadie o nada, y Becerra (2016) muestra la extensión actual de esa práctica en autores nada identificados con el canon. Tampoco son un llamado al valor sino a más cobardía y desesperación, porque no se pueden imaginar un futuro mejor, giro que, concentrándose en las distopías sexuales de los antihéroes de Houellebecq, en julio de 2018 Kirsch consideraba actos de invocación mística y transferencia, más que actos de habla. Así, su novela más reciente, Las constelaciones oscuras (2015), bien deja más preguntas que respuestas, con un problema contextual: si su interés es llegar a un público mayor con el tema de los códigos computacionales que controlan la vida actual, ¿en verdad qué añade su obra a las conversaciones que ya existen en aquella esfera donde ya abunda la tecnología? Dictámenes como “la clave de una tecnología exitosa consiste en convencer a los adictos de que en ella late el futuro, que su sola aparición contiene la disolución inexorable de sus enemigos” (151), “es como que nadie está entendiendo realmente lo que pasa o lo que está en juego —bajó la voz— con una tecnología para transferir y analizar información en una escala y un nivel que no pueden replicarse por otros métodos. Hay una carrera entre la tecnología y la política; está claro cuál tiene los elementos para ganarla” (130) o “ambos buscan elevarse hacia un más allá del paradigma industrial rector del progreso; su corazón guarda un signo tecnológico” (103), saben a lo demasiado conocido y a cierta ingenuidad autorial que no pensó el asunto concienzudamente, digamos en términos éticos. Para Rousseau un contrato social equitativo, moral, digno y libre estaba amenazado por la vanidad cosmopolita, los intelectuales y sus mecenas, la desconfianza en los tecnócratas y el comercio internacional. Se puede pensar en que no se cambia la sociedad con la tecnología, sino en que la sociedad la desarrolla para confrontar los cambios que toman lugar dentro de ella, como la innovación literaria. Es como que quiere que su novela parezca más la obra de una performer que de una escritora, al descubrir la pólvora en términos de las posibilidades del ciberespacio. No está mal escrita, y muestra talento, pero se nota un cálculo
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por definirse según el último grito temático, y se termina sermoneando a los ya convertidos. Hasta hoy el segundo libro de Oloixarac no tiene la recepción del primero, y hay que ser ingenuo para creer que la cursilería digital sigue funcionando más allá de con los bipolares culturales seudobilingües10. Si tiene la novedad de volver al siglo diecinueve y tratar de politizar el tema, Las constelaciones oscuras tiene otra desventaja: su tema es trillado o parte de una nueva narrativa distópica (el Eggers más reciente, Franzen, etc.) en el mundo anglófono y sus plataformas de anotación como Genius (usada por Junot Díaz), que compite con Wikipedia, aunque no es claro que estén remplazando a los libros de referencia, o cómo usarlos inteligentemente. Otra muletilla que socava al discurso novelístico, algo previsible en la alta esfera cultural argentina: usar anglicismos que tienen perfectos equivalentes en nuestra lengua, o abundantes argentinismos para las escenas sexuales (112-113 et passim) o para los diálogos, aunque se los entienda por el contexto. El caso es que la relación novelista/teoría es un imán crítico en Occidente, y Greaney, por ejemplo, estudia exhaustivamente la novelización del estructuralismo, las guerras culturales, la teoría (del feminismo al posestructuralismo e hiperrealidad) y varios teóricos europeos, sobre todo en el capítulo “The Vanishing Author” (2006: 59-82), con particular atención a Banville, cuya reciente Mrs. Osmond (2017) es una secuela de The Portrait of a Lady (1881) de Henry James. No se crea, empero, que los nuevos han aprendido esas lecciones de los maestros, y si otros tendrán en mente narradores más jóvenes que faltan en Los escritores y la creación en Hispanoamérica, la emoción editorial que otros narradores han producido no ha convencido a Burgos. Vale pensar, ante colecciones como esta, que no se comprende nada de la literatura si solo se tiene en cuenta a los más grandes (no los “genios secundarios” de Bertolt Sarlo (2012) reseña otros contemporáneos, entre ellos Aira (2012: 39-43), Matilde Sánchez (2012: 135-139, 177-181) y Oloixarac en “La teoría en tiempos de Google” (2012: 75-79). Su prólogo afirma: “La crítica vive en la actualidad, no en la historia literaria. Cuando se interesa por el pasado, mantiene esa misma vibración que caracteriza su relación con lo contemporáneo: lee a los que se pasó por alto, reinterpreta. Pero el suelo de la crítica es el presente. Le interesan los escritores de los que es contemporánea y quiere entender lo que sucede con ellos y con lo que escriben en el momento” (2012: 13). Si se aplicara su aserción se ignoraría libros como el de Burgos y cómo el pasado informa al presente y no se podría distinguir entre actualización y reinterpretación. 10
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Brecht), o a los lectores espiritualmente ambiguos de la literatura escrita por esos genios que los entienden mejor que ellos mismos. Por la falta de recursos y tiempo del caso hispanoamericano, la verdad seguirá siendo que, si no se encuentra en un narrador menos conocido lo que se encuentra en uno de primera categoría, lógicamente uno encontrará en un narrador subalterno lo que no encuentra en el hegemónico. Así, ¿qué es la creación hispanoamericana hoy? En una intervención de título altisonante y prometedor, muy similar a otras que publica, Paz Soldán manifiesta sin originalidad: “Desde la novela se puede ejercer con mayor libertad que desde otros medios la crítica de nuestro tiempo y nuestra sociedad. Con la novela se puede explorar las minucias de la conciencia y del inconsciente del ser humano, en diálogo con su contexto histórico y al mismo tiempo trascendiéndola. La novela es un laboratorio textual de experimentación de nuevas subjetividades, de nuevas formas de relaciones interpersonales, de renovación de nuestra amenazada sensibilidad” (60)11. Igualmente prescindible es que en julio de 2017 conteste que ser escritor está sobrevalorado. Es de desear que su novela más reciente, Los días de la peste (2017), que llegó tarde para este libro y lleva buena acogida, lo redima. Cercas pregunta, con razón: “¿Por qué tanta ansia de renovación, de buscar nuevas formas de conquistar territorio nuevo? ¿Acaso la única obligación de una novela no consiste en contar una historia lo mejor posible para hacérsela vivir con la máxima intensidad posible al lector? ¿Y hay alguien que haga eso mejor que la novela del siglo xix o que las novelas que siguen el patrón de la novela del siglo xix, aunque sean del xx o del xxi?” (2016: 46). Pero se puede encontrar patrones en cualquier novela sin poder mostrar que esos patrones son pertinentes a cómo la obra transmite lo que significa. Para Cercas hay un imperativo de renovación formal, “porque usando viejas formas la novela está condenada a decir cosas viejas, y solo usando formas nuevas podrá decir cosas nuevas” (2016: 47). Así, “la novela necesita cambiar, adoptar un aspecto que nunca adoptó, estar donde nunca ha estado, conquistar territorio virgen, para decir lo que nadie ha dicho y nadie salvo ella puede decir” (2016: 47). Si el 11 “Entre la tradición y la innovación: globalismos locales y realidades virtuales en la nueva narrativa latinoamericana” (Paz Soldán 2002: 57-66). Las realidades virtuales pensadas por Borges y Bioy Casares en los años cuarenta ponen en perspectiva los descubrimientos del boliviano.
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deseo es hacernos como nunca hemos sido, una respuesta que no considera Cercas es renovaciones como las de Zambra en la prosa novelística de Facsímil (2014b), cuyo contenido está perfectamente equilibrado con la preocupación por la forma, todavía la bestia negra de su generación. Facsímil asume la tarea de trabajar en un modo conocido, la sátira. Pero como Zambra es un escritor inteligente y divertido es incapaz de entregar una diversión vacía. Su novela es una crítica sutil del esnobismo general y particular que pretende distinguir entre ficción “seria” y no seria. Y como la sátira es buena, muestra la capacidad para aliviar el dolor de estar vivo cuando uno es tan joven y debe responder a un sistema. No se puede considerar la experimentación narrativa como sinónimo de la creación, y no solo porque en cierto sentido cada palabra significante en una narración puede ser vista útilmente como un vocablo nuevo que no puede ser explicado totalmente por la tradición. No importa cómo cambien las maneras de hacerla, la narración nunca envejece, porque atrae y junta. Se puede hablar de ella, y vincularse por ella, porque suele ser conocimiento, historia o leyenda compartidos. Además da forma a un futuro común, y es tan natural que uno no se da cuenta de cómo se infiltra en la vida. Y si no siempre está de nuestro lado o nos engaña, puede deleitar. Por eso puede ser un arma de decepción poderosa. Al sumergirnos en una narración bajamos la guardia, y nos concentramos en una manera que no haríamos si tuviéramos que captar una frase al azar. En esos momentos de completa atención podríamos absorber cosas que normalmente nos pasarían por encima o nos podrían en alerta. Más tarde tal vez pensemos que alguna idea o concepto, digamos sobre los nuevos narradores, surge de mentes brillantes o fértiles, cuando en realidad fue sembrado allí por una narración que se acaba de leer. Ese es el caso con Si te vieras con mis ojos (2015), detrás de cuya trama está la noción de que los empeños artísticos y/o científicos emergen de una lucha con la experimentación formal y, tal vez en igual grado, con las obligaciones conflictivas de expresión personal. Franz sabe que los libros de Humboldt, como sus viajes y su vida personal, están llenos de energía, y a la vez son digresivos y descentrados, y por eso mide cuidadosamente las descripciones de esos escritos, sin combinar el hartazgo estético con excesos románticos. Pero ese enfoque disminuye la pasión epistolar de la aristocrática Carmen Arriagada por Rugendas, que no responde a las obsesiones escritas de Humboldt en la novela.
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En el estado actual de la narrativa y de su interpretación cuesta mucho creer que el comentario de Paz Soldán, por sincero y bien intencionado que sea, dice algo novedoso o único, o que logra pasar de la novelería a la novela. Esos descuidos conceptuales son parte de la herencia del cambio de siglo, del apuro por crear lo que en una ocasión te ubicó ante el público; y no extraña que los más perspicaces tengan la actitud de reducir la buena narrativa a ciertos nombres. Pero ese tipo de “pensamiento usado” (término de Kermode) tiene que ver con una experiencia compartida por el boliviano y Piglia: el contacto con el ámbito universitario estadounidense y las máximas que produce o impone, si se quiere quedar bien con él. Si en la cita el calco académico más patente es el empleo de “subjetividades” como consigna, más adelante el boliviano asevera: “Las tradiciones que no se renuevan constantemente se anquilosan” (Paz Soldán 2002: 61). No se necesita decir nada más sobre un ejercicio de interpretación literaria tan conmovedor. No por nada L’Atelier du roman, revista francesa dedicada a la novela, lleva cuatro números dedicados a contestar si “La critique a-t-elle besoin des romanciers?” Es demasiado fácil suponer que el pasado es meramente precursor del presente, como si se hubiera absorbido toda su sabiduría y remplazado sus útiles anticuados, volviéndolo irrelevante. La realidad es que la crítica de los nuevos no quiere ser crítica, y se sigue sin novedad en el frente interpretativo. Si todos escriben así, en verdad nadie está escribiendo, y si los anfitriones críticos no desafían a los nuevos, estos no llegan a desafiarse. No sorprende que Vicente Verdú, siempre obsesionado con la caducidad artística, diga en un debate acerca de la nueva narrativa “que los últimos cinco premios Herralde de novela hayan recaído sin cesar sobre escritores latinoamericanos no debe considerarse un simple azar. La novela que todavía se premia responde al molde tradicional y este producto no se cultiva con la debida dignidad sino en la periferia del sistema”12. Al concluir que la novela “convencional” ha sido superada, Verdú exagera el apego a la horma usual, y similares reacciones son el subtexto de las 12 “Reglas para la supervivencia de la novela” (2007: 20). Manuel Rico, “La novela, en el siglo xxi, goza de buena salud” (2008: 15), refuta las nociones de Verdú, quien tampoco considera que esas novelas honran al premio. Fernando Royuela deja abierto el caso con “Soluciones habitacionales para indigentes literarios” (2008: 17). En “La technique du roman” (1937), Queneau recalcaba que la novela nunca ha obedecido reglas. En “The Pythagorean Genre” (1965), Steiner (1967: 78-90) propuso la “posficción” (83), partiendo de que “los hombres viejos leen novelas” (78) y notando una crisis en ella (80). Reconociendo su carácter documental
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coyunturas estéticas y comerciales que he revisado. Por hacer caso omiso de esas modas y presiones, la selección de narradores hecha por Burgos es, a la larga, muy correcta al tender hacia consideraciones estéticas que no excluyen la atención hacia los nuevos medios. Por esa riqueza y pobreza en la nueva narrativa hay y debe haber graves desacuerdos sobre las ficciones de los pocos autores que han contraído deuda con Piglia, y leer su prosa ensayística los aumenta. Una recepción más enfocada y local comprobará que esa visión compartida sirve para esclarecer el criterio que se puede tener de los valores reales de los narradores hispanoamericanos. Al comparar a Piglia con Aira en un sustancioso ensayo de Fricciones (2004: 107176), Tomás Abraham, entre varias percepciones sagaces, concluye que leer a Piglia tiene tres efectos: la somnolencia, el jolgorio del disimulo universitario, y la indignación, porque este último “nos hace comprar dos veces el mismo libro que tiene idéntico contenido y títulos diferentes”. Por eso, Burgos acierta al incluir a otros narradores recibidos con menor apoyo editorial en España, y en ese sentido es brillante la colaboración que incluye del maestro de la autobiograficción, Elizondo, cuyo “El escriba y las atlántidas interiores” (Burgos 2004: 696-703) cierra convincentemente las especulaciones sobre qué puede hacer un narrador cuando se convierte en protagonista de la “novela de la escritura”, con el deseo vanguardista de que si la obra es oscura lo es en parte para prevenir que se la consuma con demasiada facilidad. Complementariamente otros textos revelan la dificultad de distinguir entre la ontología del narrador como enemigo (Bareiro Saguier, Aguilera Garramuño) y la estética de la autopromoción en el ámbito iberoamericano actual. Más allá de esas condiciones de larga historia, Los escritores y la creación en Hispanoamérica presenta un nuevo calidoscopio de ideas, ilusiones, frustraciones y hasta sentimientos sobre el acto de narrar, ensamblado de una forma energética que posibilita saber mucho más que antes sobre las interioridades “hispanoamericanas” de ese proceso creador. Hay afirmaciones individuales muy sugestivas, algunas ideas de prestigio progresista y su indignación profesional, y no quedan preguntas pendientes sobre el colectivo, porque uno de los propósitos de Burgos es destacar la inmensidad de los matices sin subrayar ninguno de ellos. A la vez, quiere dar cuenta del dinamismo de estos creadores. Por ejemplo, (Bloch), urbano y tecnológico (82-83), Steiner propone contextualizarla socialmente, para capturar la antigua magia de la forma literaria (90).
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el texto del mexicano Guillermo Samperio se reproduce en el contexto más pedagógico de su Después apareció una nave. Manual para nuevos cuentistas (2005), reubicando para esa versión unos gráficos de la tensión y el tiempo en el género que incluye en la que aparece en el tomo de Burgos. Se podría observar lo mismo en torno a las posiciones de Mempo Giardinelli (de la “tercera” sección) ante las mismas formas, especialmente en su Así se escribe un cuento (1992, 1998). Estas reescrituras son normales en casi todo escritor, aun entre los que no tienen que publicar. En esta “segunda” sección, que terminaría con las astutas observaciones (“novedades”) y conclusiones de Ana María Shua sobre hacia dónde va el cuento de la postdictadura (Burgos 2004: 493-506), hay un apego a constantes de los nacidos en los años cincuenta. Pero el exilio dificultó encontrar esas vetas conceptuales compartidas, y si se comenta extensamente sobre el nomadismo y “universalismo” renovado de los nuevos narradores, que les permite moverse en esferas culturales foráneas como si estuvieran en su casa, esta compilación permite comprobar esos lazos. Como Los novelistas como críticos y otras colecciones que Burgos reconoce en sus palabras introductorias, su volumen es otro punto de partida para revisar y revalorizar temas olvidados por la crítica, y para cotejar la progresión de escritores cuyos méritos son más evidentes en retrospectiva. Así, lo que dice el chileno Jaime Collyer en “Un mago en escena” se contextualiza con los postfacios añadidos a una versión posterior (1998) de su colección Gente al acecho (1992). Esos cuentos tienen poco color local, más de latinoamericanos rodando por el mundo (como Bolaño), algo de literatura fantástica, otro poco de existencialismo politizado. O sea, Collyer está en el meollo de las preocupaciones de los autores más nuevos, mientras se distancia de su compatriota sobrevalorada Eltit (perteneciente a la “tercera” parte, según mi criterio), cuyo poco circunspecto “La navegación de la escritura: márgenes e incertidumbres” simplemente calca sin añadir nada original al discurso primermundista feminista. Verba volant, scripta manent. Diferente a Eltit, que no reconoce que cada radicalización de una vanguardia degenera rápidamente en rutina, los otros autores no revelan pretensiones “teóricas” sobre género sexual, mito e historia, identidad cultural, poscolonialismo o cultura urbana posglobalizada. Tampoco hay los que terminan aceptando un montón de mentiras durante su búsqueda de una verdad única. Esos y otros temas afines alimentaron a un número reducido de críticos de la narrativa escrita
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de 1970 en adelante, como vamos viendo; y la ironía es que todas las guerras interpretativas sobre esas abstracciones han resultado ser fracasos. Hoy, con la etiqueta “decolonial”, se publica libros sumisos ante el género (sexual) fluido, la raza destilada y la nación diluida, copiando por razones demasiado obvias coordenadas esencialistas y etnocentristas, como bien le corrigió Aijaz Ahmad a Jameson sobre la noción de “literatura del tercer mundo”. Esas interpretaciones académicas, anglófonas en su mayoría, no ven críticamente a la cultura sino a una cultura, que celebran sin darse cuenta del nacionalismo barato y fronteras que reconstruyen (véase Casanova 2011; Thirlwell 2016). Como arguyo a través de este libro, gran parte de esa crítica no se relaciona con las verdades de una obra o movimiento, sino con la ansiedad de originalidad de quienes propongan una crítica “radicalmente” diferente. Es decir, no hay conciencia de la falta de dirección de algunos nuevos, de que su “movimiento” envejece, o de que han descubierto la variedad en su propia historia; al extremo de que es imposible encontrarles un rasgo distintivo común, en parte porque las repetidas promesas de que la nueva narrativa eliminaría los defectos de la anterior no se han cumplido, y casos como el de Bolaño se dan, es claro, cada medio siglo. La que sería la “tercera” parte de Los escritores y la creación en Hispanoamérica, por el cúmulo de análisis ponderados, noticias y bocetos, sugerencias, perspectivas y yuxtaposiciones posibles que han producido estos autores, ocasionará discusiones constructivas. Recuérdese además que antes de este libro los autores de esta parte eran huérfanos o quedaron postergados (¿o liberados?), por el renombre estrictamente mediático de otros que discuto, o por la tacha de la edición nacional, como Balza. Tampoco se olvide cómo los muy jóvenes hoy dependen más y más del periodismo (aunque lo critiquen con simpleza como método novelístico, sin la sofisticación de Evelyn Waugh o Vargas Llosa) como fuente de ingreso, transformando lo que tengan que decir sobre la creación futura. Cuando se habla sobre esta se prefiere hablar de las posibilidades de progreso. Pero con los nuevos medios hablar del futuro en verdad significa expresarse sobre las posibilidades de cambio. En “El futuro”, discurso del 28 de noviembre de 2015 publicado en línea por El País al recibir el Premio de la FIL de Guadalajara, Vila-Matas apuesta por lo imprevisto, porque veía en los clásicos de Flaubert y Joyce “caminos que se proyectaban hacia el futuro”, y siente que “ahora triunfa la corriente de aire, siempre limitada, de los novelistas con tendencia obtusa al ‘desfile cinematográfico de las cosas’”.
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Aun así, hay otras razones e inquietudes, y Castellanos Moya resume una de las más importantes: “A veces me pregunto si mi actual imposibilidad de escribir cuentos tiene que ver con cierta influencia de ese nefasto modelo del novelista de éxito, el escritor de mamotretos que fascinan a las editoriales y a las agentes literarias…” (Burgos 2004: 598). Su novela corta Insensatez (2004), ejemplar revisión de lo que se puede hacer con la “novela de la dictadura”, como hizo el poco recuperado Jorge Ibargüengoitia, también prueba que su generación no tiene que ceder a las presiones que intuye correctamente. Así, Abad Faciolince, un contemporáneo del salvadoreño, reconstruye (no reescribe) radicalmente, con la polifonía de los tres hermanos protagonistas y con guiños humorísticos, las “novela de la tierra” y/o “romántica” de su país, Hispanoamérica o el mundo en La oculta, serruchando clichés temáticos. No hay nada utópico o anticuado en la trama, o en personajes como Antonio (y sus disquisiciones sobre el amor homosexual o sus gustos literarios anticuados), que hablaba por Skype con su madre Pilar (11), cuya muerte y herencia son el gatillo de la novela. Antonio es cosmopolita, violinista, homosexual y “uno de los motivos por los que me pude casar con él es porque a [Jon] le gustaba mi finca en Colombia” (82). Esas complicaciones positivas son los valores que rescata Burgos para autores anteriores en su compilación. Ya que Castellanos Moya, a pesar de ser “mayor” —identificación que cabe comparar con lo que dice Jorge Fornet de Gutiérrez (2006: 91n, 107)—, cabe perfectamente en la recepción de los nuevos narradores en España, y su obra permite salvedades sobre ese entusiasmo bien medido por Burgos, también vale tener en cuenta una advertencia de Valencia en un reportaje de Manrique Sabogal: “Se corre el riesgo de la tipificación editorial. Se empieza a ver repeticiones de lo mismo con novelas domésticas. Ocurre ahora con la novela histórica o política del país de origen del autor, con temas interesantes pero que no aportan ni avanzan en la forma novelística ni en el lenguaje, y con guiños evidentes para reforzar el tópico o el trópico” (2008a: 9). Gamboa aclara similarmente el nomadismo de los maestros y el de los discípulos, y asevera que el irse es buscar otro hogar para la literatura latinoamericana, eliminar la división entre escritores de “adentro” y de “afuera”, porque “si Cabrera Infante hubiera mirado por la ventana nos habría narrado el smog de Londres no la vida y los anhelos del malecón habanero” (2008: 9).
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Por eso, para Gamboa la verdadera diferencia está “entre quienes se disfrazan de latinoamericanos y escriben novelas para turistas extranjeros, satisfaciendo los estereotipos” (9). Tampoco requiere esfuerzo pensar en que un verdadero maestro como Cabrera Infante y los “boomistas” despejan, estimulan, invaden e irrumpen, y nunca dejan de corregir y reconstruir estereotipos. Por esto es valiosa la prosa del costarricense Carlos Cortés (1962), que escribe desde Costa Rica, y pone en perspectiva el desdén que existe entre sus coetáneos sobre lo “nacional”. Con razón, la FIL de Guadalajara de 2011 lo escogió como uno de “Los 25 secretos literarios mejor guardados de América Latina”, con varios narradores menores que él, en más de un sentido, aunque vale esperar la promesa de los ecuatorianos Miguel Antonio Chávez (1979) y su ingeniosa (respecto a la cultura popular americanizada) Conejo ciego en Surinam (2013), más Luis Alberto Bravo (1979). Paralelos a ferias como esa son los recorridos esporádicos de Babelia por las literaturas nacionales o de autores del momento, ocasionando que por enésima vez se refiera a una “Nueva cartografía de la literatura de América Latina”, como hace Manrique Sabogal en el número dedicado a aquella feria mexicana de 2011 (2011: 7). Los narradores actuales parecen interesarse menos por visiones hegelianas (incluida la relación entre el maestro como amo y el discípulo como esclavo), y creen en el progreso que significó adelanto de sí mismo para muchos de sus comprometidos antecesores y para algunos de generaciones subsiguientes. Se duda del porvenir del Crack como un todo estético porque para curarse en salud emite dictados irónicos sobre su propio fin, y hubiera sido bueno tener a la mano en esta parte algunas opiniones “antiboomistas” de Volpi. No importa cuánto se insista en la intención irónica del nombre del grupo, el hecho es que a pesar de negar ser una generación publicaron una colección de “autodefinición”, Crack. Instrucciones de uso. Burgos sabe discernir, y así como no están los del Crack, tampoco abunda el tono de déjà vu teórico y práctico posmoderno de algunos narradores chilenos (un ejemplo de ese peligro es De la Parra). A veces estas lecturas permiten estar de acuerdo con por lo menos una de las formulaciones de Jameson sobre cómo el nuevo orden del posmodernismo sugiere que no necesitamos héroes románticos; y para machacar esa noción parafrasea a Brecht: pobre el país que necesita genios, profetas, Grandes Escritores o demiurgos. No obstante, varias de las selecciones de Burgos también muestran una capacidad para dinamitar definiciones de una contemporaneidad que solo puede ser ilusa
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si se la cree libre del pasado clásico. Aquella no puede ser identificada con un avance tecnológico o social, y el público de 1917 estaba igualmente consciente de su contemporaneidad como el de 2018 (Gide pedía un “contemporáneo capital”). Esto es precisamente lo que muestra y recupera Carlos Cortés en “La trama de Ariadna: los clásicos como contemporáneos” (2015: 36-42), retrocediendo ejemplarmente al progenitor Pedro Páramo. El hecho es que aun hoy la facturación de la novela clásica ha crecido mientras que la de la contemporánea ha caído, según cifras de la FGEE, aunque en 2017 hubo un aumento de 7.3% en la facturación española de libros impresos13. Para actualizar o contextualizar los textos que conforman la última parte de Los escritores y la creación en Hispanoamérica también están al alcance, ahora, varios textos de Bolaño en Entre paréntesis, además de su narrativa, que tiene tanto que decir sobre el arte de la prosa. También se dispone de similar riqueza conceptual y ensayística en narradores no incluidos, como el prolífico Aira (Monterroso sería el puente entre Borges y él en torno a la creación), Rodríguez Juliá y su globalizante Mapa de una pasión literaria (2003) y varios libros de no ficción de Abad Faciolince, Villoro, Volpi e incluso Fuguet. Berti y Fresán (que comenzó como periodista), Valencia con El síndrome de Falcón (2008) y Moneda al aire (edición española de Fórcola, 2018), Vásquez con El arte de la distorsión y Viajes con un mapa en blanco (2017; 2018 en España), Zambra con No leer (2010; 2012 edición chilena) y Pron con sus expeditivas y ponderativas crónicas sobre literaturas extranjeras, suman voces críticas sólidas. En ellos los consejos de Chéjov en torno a cómo anotar, consultar fuentes, documentarse, hablar, leer, participar de ritos, preguntar, ver, viajar y, en fin, vivir, adquieren matices que todavía no se valoriza en términos de los maestros. Esa ansiedad o deseo de documentarse no es solo una autoimposición sino una forma de interrogarse, de explorar la naturaleza de los caprichos o destiempos culturales que producen ficciones. Así, las visiones universales de esa creación hispanoamericana dan para otro volumen, añadiendo los destiempos editoriales, como publicar en España La diáspora (1989), primera novela de Castellanos Moya, en 2018, o La Historia (1999), de Caparrós, en 2017, y descubrirlo como cronista, esfuerzos que no A través del libro escudriño la inevitablidad de examinar lo contemporáneo con la antigüedad. Para la conceptualización actual véase Álvarez Morán/Iglesias Montiel (1999), Alonso et al. (2003: 11-30) y Laird (2010: 11-31). 13
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eran parte de la propuesta de Burgos. Tampoco puede o debe ser el trabajo de ningún antólogo ser totalizante, solo exacto y consecuente con la idea global que rige a su trabajo. Por eso en sus preámbulos “Prefacio” y “Conocimiento y libertad creativos”, Burgos explica su modus operandi, y ordena sus preguntas implícitas a los autores (Burgos 2004: 16), interrogaciones que convocan sus poéticas, igualmente sobreentendidas. En ellas también trata de fijar, apeándose a la prosa poética, qué son la multiplicidad, diversidad y pluralidad de la creación e imaginación literarias. No obstante, se echa de menos comentarios sobre la autenticidad de la narrativa, su bibliodiversidad. Ese tipo de apostilla no tiene que ser hiperpolitizado o provinciano, porque al apuntalar la continua fe de que existe algo llamado autenticidad la discusión sobre la falta de ella es crucial para el funcionamiento exitoso de la economía cultural de la cual la narrativa es parte. Por eso no sorprende que los narradores no recogidos por Burgos muestren otra percepción. Vale considerar una observación importante: para varios narradores más jóvenes la prosa de un autor como Bolaño es poética por ser “ininteligible”. Zambra, que adquiere mayor reconocimiento al participar en el Hay Festival colombiano de 2007, que reunió a narradores menores de 39 años (algunos perdidos en 2018), explica brillantemente esa visión. En “Las mil vanguardias descuartizadas”, publicado en No leer como “La poesía de Roberto Bolaño”, presenta treinta razones por las cuales la prosa de Bolaño es poesía. Cotejando casi toda la obra, la tercera razón es emblemática de su raciocinio: “Una buena novela es, entonces, una novela que se entiende menos que una mala novela, una novela que se entiende menos que una novela mala pero más que un poema. 2666 es una gran novela porque no se entiende casi nada [sic], aunque durante sus mil y tantas páginas persiste una ilusión de conocimiento, una inminencia” (2005: 186). Estirando esa evaluación se podría decir que la de Bolaño es la Gran Novela solo si se la considera en el contexto del resto de su obra, que incluye poesía irregular. Zambra quiere encontrar poesía en el meollo de Bolaño, y la hay, como arguye Jaime Correas para Cortázar en Cortázar en Mendoza (2014). Pero todavía queda por determinar el paso de estos novelistas a lo que sería fácil llamar prosa poética. Según Goytisolo, hay poesía en la novela, pero no puede haber novela en la poesía. Si no viene al caso sobreinterpretar la relativa infravalorización de Bolaño o Fontaine en la crítica global de la narrativa chilena —e incluso en revisiones corregibles de los últimos años, como “Las letras de la democracia”, de Patricio
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Fernández en Babelia (2013: 4-5)—, vale repetir un consenso entre los jóvenes narradores bien resumido por Zambra: “Los narradores chilenos escriben —escribimos— para adentro, como si la novela fuera, en realidad, el largo eco de un poema reprimido. Habría que encontrar, tal vez, ese poema no escrito pero presente en las novelas chilenas. Habría que escribir el poema y algo más; algo que lo niegue” (2008b: 13). Un buen conocedor de Bolaño sabe que es difícil entender cabalmente Los detectives salvajes sin la plantilla conceptual que establece en la poesía de Los perros románticos, o en varias de sus obras póstumas, por no decir nada de la relectura que hace de clásicos grecorromanos y contemporáneos, sobre todo para estructurar sus novelas extensas. Como con el Ulysses de Joyce, en ellas las conexiones con la Odisea no son difíciles de desentrañar, o señalar la singularidad de las tres obras14. Más que en esas relecturas habría que concentrarse en las características que comparten Bolaño y otros escritores que selecciona Burgos con esas culturas clásicas, entre ellas la desconfianza en la autoridad, el sentido de humor, la curiosidad y la locuacidad. O si no, se trata de encontrar giros verdaderamente originales, como la muy traducida Señales que precederán al fin del mundo (2009), de Herrera15. En esa novela corta la protagonista, Makina, especie de Odiseo, experimenta un submundo y mitos que no son griegos sino mexicanos. Nomadismo fronterizo (Estados Unidos-México), que confunde positivamente los atributos del folklor azteca y griego, muestra que los desafíos de los humanos son obviamente eternos. Pero las tareas que asume Makina no son las de los héroes épicos que van y vienen, porque al cruzar las fronteras se da cuenta de que ambos lados comparten la prosperidad y el vacío. Si los clásicos antiguos contienen una búsqueda que suele terminar positivamente, la de Makina no, Las conexiones se extienden a la teoría, según Massimo Fusillo (1996: 277-305) y Salvatore Settis (2006: 129-141). Para Vasunia la conceptualización de Huet de la historia de las protonovelas considera las conexiones entre Occidente y Oriente en el contexto de conquista, comercio y conversión (2013: 331-333). 14
15 La versión anglófona, Signs Preceding the End of the World (2015), es uno de los “Libros del Año” del Times Literary Supplement (5 878, 27 de noviembre de 2015, 11), junto a la traducción de Mis documentos de Zambra (15), pero no escogió ninguna traducción u original hispanoamericano en 2016. Para Lidija Haas, que elogia la traducción en sí, aquella novela de Herrera —parte de una “trilogía de la frontera” de novelas cortas, todas traducidas al inglés para 2017 y bien reseñadas— es sobre hablas y “uno de esos libros infrecuentes que parece crear su propio lenguaje” (11), concluyendo que Herrera es distópico, otra manera de crear su propio mundo.
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porque al encontrar a su hermano este, como algunos cautivos de la Conquista, está asimilado, ha perdido su lengua nativa, identidad, y todo deseo de regresar a su tierra, que hace más ardua las traducciones culturales de las leyendas que viven. El mensaje es que el mundo de las odiseas no es nada fiable, está lleno de historias imposibles; y cuando tienen lugares y personas reales estos provienen claramente de relatos mentirosos, como los del Odiseo homérico. Como héroe este no es débil ni víctima sino una multiplicación elástica de múltiples que no se puede atrapar, y en ese sentido ese mundo es tan actual como el creado por Herrera. Para su tesis sobre las exigencias en torno a la posibilidad de la novela, Blumenberg vuelve a la época grecorromana para afirmar que “la historia de la estética es un largo debate sobre el dictum clásico según el cual los poetas son mentirosos” (2016: 136). Posterior al libro de Burgos otros novelistas encuentran la solución en la hibridez histórica reconocida abierta y personalmente. En la “Nota de la autora” de Fe en disfraz (2009), Santos-Febres dice: “Fe en disfraz es muchas cosas, pero, también, es una novela acerca de la memoria, de la herida que es recordar. Está montada sobre documentos falsos, falsificados, reescritos con retazos de declaraciones de esclavos que recogí de múltiples fuentes primarias y secundarias; que recombiné, traduje o que, francamente, inventé” (117). Da entonces algunas de las fuentes consultadas y “Agradecimientos” (119) en que aparecen agentes y algunos de los autores tratados en su libro. Pero cuesta determinar una verdad, y por honesto que sea ese es un propósito ya cansino en los nuevos narradores, y tiende a reducirse a una función paratextual. Otros buscan una solución más extensa, intratextual y autoficticia, como lleva a cabo Herbert en La casa del dolor ajeno. Crónica de un pequeño genocidio en La Laguna (2015). Desde su título, Herbert codifica el hecho histórico que va a novelizar, superando el intento de Santos-Febres. Mezclando autobiográficamente su documentación histórica real con la masacre de unos 300 chinos en el México decimonónico de Torreón (ciudad fronteriza), Herbert comienza y termina diciendo “[Esto es un western:]” / “‘Esto es un western’, pensé” (11, 260). Si su novela bebe de la crónica gonzo (Hunter S. Thompson), el ensayo, el reportaje y hasta de la academia (los Agradecimientos, 269-270; las notas “(sin pie)” narradas, 271-290; un glosario de “Chinerías”, 291-293; más las fuentes bibliográficas, 294-303), constantemente se avisa al lector: “Esto lo sabe cualquier historiador lagunero, pero difícilmente lo dirá en un estudio o una crónica. […] Nadie, sin
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embargo, se atrevería a poner semejantes historias por escrito” (59). Al novelizar hechos se distancia del tono denunciatorio actual de la violencia (también tematiza la prostitución y la lucha libre en Torreón hoy) aseverando, como narrador: “Ese fue el sexto y último episodio de la novela nacional en torno al pequeño genocidio: a la negación, la calumnia, el ninguneo, el menosprecio y la verdad a medias se sumó la traición de la palabra empeñada” (251). Además, cita poemas y novelas, y tergiversa retratos de la tradición oral que no tienen fuerza en sí (153-154). Por eso Herbert puede decir, para el “diccionario” de Babelia referido en mi primer capítulo, “Frontera para mí no significa una postura geopolítica. Es un letrero en una estación de trenes: Ciudad Frontera: un pueblo de unos 40.000 habitantes en medio del desierto del noreste de México donde viví entre los seis y los 17 años; es decir toda la vida. Quisiera que esto fuera broma pero no: en todo caso será una alegoría. Ciudad Frontera es mi casa de la infancia, mi primera novia (Cruz), mi mejor amigo (Adrián), la pérdida de la virginidad, el rock y la cumbia. Es también, por supuesto, el horror: la patria de los muertos y de las cicatrices. Pero no como metáfora: como las ciruelas en el refrigerador de las que hablaba William Carlos Williams” (3). Zambra propone en ese Babelia que es concebible leer narrativa toda una vida sin interesarse jamás en una teoría de ella, y que ese tipo de indiferencia no es concebible al escribir poesía, que según él se nutre constantemente de las preguntas que suscita. No todo narrador o poeta da testimonio de sus reflexiones permanentes y necesarias, y que lo hagan mal es otra cosa. Pero lo que también cuestiona Zambra es que la gran obra fundacional suele ser una novela, no un poema, y he ahí la historia literaria de Chile o Ecuador. Ese tipo de conexión sería natural en una colección como la de Burgos, y en ella se ve solo de vez en cuando cómo expresan esas virtudes algunos narradores que al fin tienen una tribuna colectiva que permite comparar sus valores relativos, como fue el caso con el Crack, mientras que McOndo dejó claro desde el prólogo (que sobrevive más que las selecciones de textos) que se centran en realidades individuales y privadas. El devenir de carecer de una edición aumentada y revisada, factible en el mercado disponible para libros como el de Burgos, es otra gran brecha en la historia literaria necesariamente incompleta de la nueva narrativa contemporánea. La inopia actual, el desdén de becarios y colegas, más el de narradores mitómanos desorientados por ser el último escritor de culto mercantil, se basa en gran parte en el desconocimiento de escritos como los reunidos admirablemente
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por Burgos. Si la irrupción de ellos y su ingenio acerca de la narración despertarán interés en los académicos transoceánicos, su mayor contribución será inquietar a la clase de narradores que se va jerarquizando, por encima de lo que exijan las necesidades mercantiles editoriales. Estas no tienen la culpa si este tipo de libro no se populariza, y se espera lo contrario. La misma situación se da para la compilación Encuentro Internacional Narradores de esta América (1998) —que incluye una preclara nota de Edgardo Rivera Martínez, “Mi deuda con el mundo clásico” (71-74), concentrada en la Ilíada— porque hay clásicos de la crítica que pueden proveer plantillas, junto a una paradoja: la crítica española actual los supedita o desconoce16. Simplemente no hay mercado para hacer libros similares en América Latina, o fondos para adquirir tomos como el de marras. Una realidad que ayuda a aclarar estas presencias es que la edad y la oscuridad se ocupan de relegar al desconocimiento a los escritores que persisten en usar el disfraz de la falsa erudición, que sería el contrapunto del tipo de ensayo recogido por Burgos. Otra realidad es que, mientras más empleemos libros como el de él, más sabremos en qué estado se encuentra la prosa crítica hispanoamericana producida por sus narradores. Todavía más, nos enteraremos si es posible darle coherencia al aluvión de narraciones y narradores que parecen salir de cada callejón que conduce a las plazas mayores españolas y americanas. Es decir, los cambios que tratan de eludir al nuevo conformismo mercantil también dependen de los lectores de libros como este, que espero sean numerosos, por lo menos para probar que no tenemos que negar la economía del conocimiento o valor cultural para preservar su estética. Los escritores y la creación en Hispanoamérica muestra, como La llegada de los bárbaros y Palabra de América, que la narrativa del continente ha sido capaz de reconstruirse estéticamente al poner su pasado en perspectiva, y ha sido experta para definirse moral y culturalmente solo al recordar su pasado. Y si se toma en cuenta la trilogía crítica formada por estos libros, el de Burgos es una cuña en torno a cómo los narradores bregan con el imperativo de mantener la pureza de su línea estética ante la publicidad. Tampoco se desdeña considerar 16 Como se desprenderá de mis análisis puntuales en este libro. Examino algunas compilaciones recientes en “Latinoamericanistas españoles y narrativa contemporánea” (Corral 2015: 355-381) e identifico los problemas que similares coordenadas le causan a la crítica anglófona en “An English-Language View of the History of Latin American Fiction” (Corral 2006: 1-11).
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que la maestría y la sumisión ciega están maniatadas inextricablemente en las maneras que el lenguaje crea significado. Las negociaciones de este proceder son evidentes en las colaboraciones de Barros, Délano, Jiménez Emán, los intentos de De Mattos y Shua que lindan con la teoría, y en las tempranas autoficciones de Darío. Los del boom, como los autores recogidos aquí y en Palabra de América, robustecen el concepto de una narrativa hispanoamericana donde antes solo había nacionales, como quisieron comprobar algunas antologías que no lograron establecer esa idea a finales de los años sesenta. Argumentar que se descubre fácilmente la nación en la narrativa y esta en la nación es optar por un compromiso que sigue creyendo en el determinismo de las relaciones sociales. Hay una situación muy clara: la identidad del estado actual es definida por la exclusión del Otro o los Otros, y aunque temamos de los extranjeros los necesitamos para ser nosotros. Cada página de Los escritores y la creación en Hispanoamérica contiene datos inesperados, observaciones frescas o un comentario familiar que se tergiversa novedosamente. Es más, los colaboradores parecen tener gran conciencia de que en ese momento del progreso de la narrativa la idea no es tanto hacer nuevas conexiones o explicarlas sino cortar las más de las antiguas que sea posible. Saben también que una de las pocas reglas inviolables del arte narrativo es que en un momento dado lo que choca envejece mal, lección que todavía tienen que aprender algunos de los discípulos recogidos en Palabra de América. Casi siempre es así porque Burgos abre espacios para sentimientos encontrados, no “programa” demasiado y, sobre todo, confía en la artesanía de sus colaboradores. Es más, su confianza se muestra en su predisposición para apostar por autores (generalmente los vanguardistas fuera de época) que no han tenido o tendrán la recepción que él desea. Burgos intuye que el gusto personal puede contar poco, y que pueden gustar diferentes tipos de narradores o maestros, porque los narradores, a veces en un solo año, no permiten eludir las confrontaciones estéticas que nuestro tiempo y el de ellos proponen. Los escritores y la creación en Hispanoamérica no tiene un gran guion, y la idea implícita en el orden en que se ubican las partes es un indicio de lo que tenía en mente su compilador. Así, el penúltimo ensayo, del boliviano Adolfo Cáceres Romero, es un recorrido de la teoría del cuento, concentrado hacia su fin en algunos comentarios de Donoso, y apegado a una posible relación entre el género, la cotidianidad y su forma. Pero se tiene la impresión de ya haber leído esa percepción, y uno se queda deseando
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algo más, y eso se encuentra en los escritos de otros narradores escogidos por Burgos. Los escritores y la creación en Hispanoamérica ayuda a aclarar el progreso verdadero de la narrativa hispanoamericana, sin líneas remozadas de afirmación y reconocimiento, actitud necesitada urgentemente cuando los narradores contemporáneos tienen mayor acceso que sus antepasados a medios que les permiten autopromocionarse de manera visceral. Junto a esa situación, hoy inevitable, el libro de Burgos provee pruebas fehacientes de que el estado actual de esa narrativa ha resultado ser lo que es porque sus autores tomaron ciertas decisiones y fueron consecuentes con ellas, no porque la representación de la vida, como la entienden, sigue un guion creativo aplicable a todos. Un factor que asemeja este libro a las primeras novelas de los nuevos narradores es la grandeza de su ambición, porque se puede leer Los escritores y la creación en Hispanoamérica como una novela de autores en plenos poderes, de gran amplitud de subtramas y detalles; como una de aquellas que se esfuerzan por ser más que la suma de sus partes, y en las cuales la escritura esporádicamente teme hacer alarde de sí misma. Y tus padres también: testamento y palabrería de los nuevos narradores
Take the Disciples, for Instance. They annoy the hell out of me, if you want to know the truth [Arthur Charles] kept telling me if I didn’t like the Disciples, then I didn’t like Jesus and all. He said that because Jesus picked the Disciples, you were supposed to like them. I said I knew He picked them, but that He picked them at random. I said He didn’t have time to go around analyzing everybody. J. D. Salinger, The Catcher in the Rye
Pocos gestos de escritores noveles son tan desafectos y propensos al ostracismo como los de autodefinirse, comprobarse nuevos, rebeldes o eruditos, probar algo, mostrar la inseguridad y manía de hacer alarde de lo listos que son y fijarse en el tiempo con un testamento generacional, en particular cuando las instituciones que simbolizan la conjugación de esos ademanes auspician
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aquellas resoluciones. Una docena de narradores hispanoamericanos invitados por Seix Barral a Sevilla en junio de 2003 negoció esa encrucijada, para “traducir” a las generaciones que les preceden y hablar de su autopercepción de la narrativa que protagonizan. Las actas de ese encuentro, recogidas como Palabra de América (2004) con prólogo de Cabrera Infante, muestran que con honrosas excepciones el fuego literario del que habló Vargas Llosa al recibir el Premio Rómulo Gallegos solo se mantiene con un talento como el suyo, o con la rebeldía ante la fama de Salinger. Si no estuvieron todos los que son, la tasación de los presentes se templa con la ausencia estimable de varios no invitados. Discípulos y maestros 2.0 no intenta cubrir la historia inacabada de la nueva narrativa, anticipada en la encuesta de Ruffinelli (2008), en Guaraguao (13, 30, verano de 2009), los recorridos de Aínsa (2012) y Santos (2017) o desde una perspectiva francófila, como en la compilación de Moulin Civil17. En esos análisis, un narrador no es un narrador si todos sus contemporáneos solo se definen como tales. A la vez, los historiadores culturales socavan su credibilidad cuando exageran la escala y significado de los aparatos ideológicos de estado. Aquellos suelen tener cosas más importantes que hacer que preocuparse de la historia literaria como para dejar sus huellas en el realismo mágico o el paso al posmodernismo experimental o la autobiograficción. Recuérdese que los escritores del boom nunca se pusieron de acuerdo — aparte de alianzas y divergencias exhibidas en Los nuestros o posteriores testimonios autobiográficos dispersos— para emitir un ideario o conjunto de proclamas, y hubo que leer las memorias de Carlos Barral y su círculo para enterarse de qué pasaba cuando bajaba el telón. Si con La nueva novela hispanoamericana Fuentes ayudó a reducir lo que se debía entender por el boom, y a relacionarlo con la tecnificación de su quehacer, también es verdad que en Letras del continente mestizo (1967) Benedetti, oveja negra autoungida del boom, trató de ampliar el empuje generacional. No se puede decir menos del García Márquez: historia de un deicidio (1971), de Vargas Llosa, cuya honestidad inte17 Ese Guaraguao contiene análisis atinados: véase Santos 2009: 29-38 (“Últimas noticias de la narrativa latinoamericana”), revisado en partes de su Epílogo provisional, y Sánchez 2009: 29-28 (“Un debate tal vez urgente: la industria literaria y el control de la literatura hispanoamericana”). Menos pensado, Francisco Marín (2009: 9-18), para quien Santiago Gamboa es “peruano” (14). El número incluye mi “¿Qué queda del sesentayochismo en los nuevos narradores hispanoamericanos?” (Corral 2009: 29-54), actualizado para Corral 2015: 219-252, algunos de cuyos puntos retomo.
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lectual hace que el libro también muestre que las contiendas ocurren entre las mejores familias. Diana Sorensen, en su propuesta de cómo releer novelas del boom en este siglo, resume que estas despliegan la simultaneidad de lo heterogéneo, confrontan sus contradicciones y las de la historia europea, y buscan el lugar latinoamericano en el sistema mundial, con interés, novedad, aventura y sorpresa (2007: 177). Su sugerencia admite preguntar qué novelistas o novelas se perdieron durante esa época por no hacer boom, como las de los incluidos en la antología de Burgos, y por qué. Sorensen también permite inquirir por qué las novelas espaciosas del boom sobre comunidades improbables recuerdan lo que otras dejan fuera, además de preguntas particulares, entre ellas por qué fueron escritas por hombres. ¿Y qué hacer con contemporáneos como Bellatin, cuya familia literaria se compone del Gilgamesh, el Antiguo Testamento, el Corán, El libro tibetano de los muertos, la Odisea, “El infierno” de Dante, El idiota de Dostoievski, el Ulysses de Joyce, La metamorfosis de Kafka, El tango de Satán de Krasznahorkai y Pedro Páramo? Aun teniendo en cuenta que los visionarios generalmente habitan los márgenes, los narradores de Palabra de América, conscientes ya de las búsquedas anteriores y sus resultados, subsanan prematuramente ese tipo de querencia sobre sí mismos, al presentar las palabras y las cosas de un “autoboom” de color de rosa. Tiene que ser así para los jóvenes que conceden sus palabras, porque sus breves y mínimos momentos de crisis y trascendencia revelan una falta de adherencia a movimientos estéticos o políticos. Esa rotación sirve para hacer creer que rige una retrospección posideológica mediante la cual no son acólitos de nadie. Así, y con su experiencia en el exterior, ponen en entredicho la noción triunfalista de que “los nuestros” de los años sesenta pertenecían a un mundo nuevo, estableciendo que no dejaban de ser hispanoamericanos, noción que Sorensen contextualiza recordando el chovinismo sexual de entonces18. La nueva postura es positiva en una república mundial de las letras 18 Concluir que la falta de atención al género sexual limita el sentido revolucionario de esa narrativa (Sorensen 2007: 207) requiere mayor análisis: es fácil rastrear el carácter masculino del boom, pero no atribuirlo a un pensamiento grupal. La novela, y el consenso crítico de qué valorar en ella, nunca excluyen la vida de las mujeres como tema, propio o mal tratado. La relativa ausencia de autoras en la narrativa actual le da la razón a Sorensen; aunque no propone madres de la novela equiparables a los autores que discute, y no considera que ninguna revolución es polivalente en sus premisas, o totalizante en efectos y alcances, y obviamente abierta a lecturas irresolutas.
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que imposibilita independizarse. Pero no se puede deducir si lo expuesto en Palabra de América se debe al deseo de no querer enemistarse con el poder, o si es una convicción ética que conduce a un tipo de escritura insólita. Varias novelas de esos jóvenes muestran un desencanto, tesis general de Fornet, y un resentimiento hacia la generación de los años sesenta, cuyo legado definen como materialista y cínico, y les desean a esos antiguos maestros una buena jubilación. Bolaño sigue siendo la anomalía, porque fue preciso al recomendar a aquellos (Wilcock y un par de “boomistas”), pero arbitrario al calificar a sus contemporáneos. Es un asunto de autoconcepto, imagen (otro peso del narrador actual, como con Oloixarac) o política literaria. Así, en un elogio publicado en Página/12 (junio de 2011) de El ruido de las cosas al caer de Vásquez, Fresán asevera que el colombiano “probablemente sea el autor ‘joven’ que más y mejor sabe sobre el atemporal arte de cómo plantar y erigir una novela después de Mario Vargas Llosa”. No menos hizo Abad Faciolince en El Espectador (marzo de 2011), al decir que las novelas de Vásquez se manejan con las habilidades técnicas de los mejores ingleses “y quizá también con la muy sana influencia de Mario Vargas Llosa”. Son elogios válidos, contextualizados por el hecho de que después de 2010 hubo un boom de narradores jóvenes que celebraron al Nobel. Exceptuando al verdadero y hoy único maestro de los incluidos, Bolaño (como examino en Bolaño traducido, su recepción no es tan incondicional en Hispanoamérica como en el mundo anglófono), casi todos los convocados para Palabra de América nacieron en los años sesenta. Por su papel en la definición de la nueva literatura mundial fuera de la esfera hispanohablante, y especialmente por la manera en que su obra sigue renovando la relación entre discípulo y maestro, un capítulo sobre él, que iba a formar parte de este libro, se transformó en Bolaño traducido. Buena parte de la escritura de ellos es educada y bienpensante, como si buscara becas o cartas de recomendación. Teniendo en cuenta que otro hilo de Discípulos y maestros 2.0 es la conexión cultural con la España posfranquista y la recuperación que llevan a cabo sus editoriales, se puede decir que la nueva palabra de América está más en Aira, Zambra, en el místico vanguardista Levrero, en Abad Faciolince, Indiana, Martínez y Valencia, y menos en Bellatin. En una fase menos reconocida, aunque revela la vitalidad de la cultura popular caribeña, está en Santos-Febres y su recuperación de la rica veta afroantillana, y en grado irresoluto en el dominicano Pedro
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Antonio Valdez (1968). Aunque parecería innecesario depender del discurso identitario, autoras más establecidas como Santos-Febres vuelven a él, así su “¿Quién le teme a la literatura?: Raza, Caribe y lectura en el siglo xxi”, presentado a finales de junio de 2018 en la Universidad Diego Portales de Chile. Si se juzga por la recepción inmediata, Zambra, Vásquez, Pron y Nettel son los narradores nacidos en los años setenta que podrían establecer paradigmas no reiterativos. Los cuatro son traducidos al inglés y otras lenguas, con buena acogida, aunque Zambra da todo indicio de convertirse en el más relevante de su generación. El registro no termina con ellos, porque hay que recuperar a otros afectados por la condena de la edición nacional, aunque tengan visibilidad extranjera, como Balza. Recuérdese al uruguayo Daniel Mella (1976) y cómo Becerra acertó al incluirlo en Líneas aéreas (como hizo con Indiana). Pero la excelente acogida a su ciclo de dramas familiares, de Pogo (1997) a El hermano mayor (2016), sigue siendo local. Las notas de algunos narradores en Latinoamérica en la imaginación (Rangel 1999) revelan más sobre el tema, y vale comparar las diferencias generacionales en Encuentro Internacional Narradores de esta América, que recoge principalmente testimonios sudamericanos. Aparte de la facilidad con que se encuentra conexiones con base en dónde publican los nuevos narradores, hay consideraciones institucionales que permiten hablar de un archivo inmediato en torno a ellos. Así, hasta la fecha, al norte universitario suben los archivos de escritores, mientras al sur bajan principios culturalistas de los críticos. No obstante, son los escritores, tal vez los más afectados prácticamente, quienes tienen más que decir19. Para los de hoy el archivo no es una resurrección del pasado sino un juego de documentos que no cesa de exponer su fragilidad y precariedad, su carácter lacunario. Tampoco piensan en el archivo como los surrealistas, que rechazaban la instauración o fijación a favor de lo efímero y presente. Contra ese espíritu la Universidad Diego Portales, en la serie “Huellas” de su editorial y en la revista Dossier de la Cátedra Abierta en Homenaje a Roberto Bolaño, 19 La crítica académica sigue expandiendo la discusión erudita del archivo. Respecto a Pron y Rey Rosa, Rivera Garza sostiene que para la expansión literaria actual el archivo emula el papel que tiene en las artes plásticas, donde pasó de función pasiva y recopiladora a obra misma, y “algunos escritores no solo buscan aprovechar la anécdota interesante o anómala sino, sobre todo, la estructura porosa, incompleta, lagunar, frágil del archivo en la escritura de sus novelas o poemas” (2013: 100). Zambra, que transfiere sus ideas, a veces literalmente a su ficción (Mis documentos), analiza estos cambios (2013), confundiendo a autores como Paz Soldán.
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publica la mejor no ficción de varios de ellos, no siempre con similar criterio20. En ambas fuentes los narradores, a veces presentados por sus pares, hablan de los entretelones de su ficción, y una compilación de esos textos sería un tercer archivo de Los novelistas como críticos, cuyos tomos dan cuenta de ese tipo de prosa durante los siglos diecinueve y veinte. Es muy posible que los jóvenes (y algunos con pocos años más incluidos en Los escritores y la creación en Hispanoamérica) que decidieron quedarse en Hispanoamérica puedan ser igualmente meritorios, sin estar a la defensiva, con ventas menores, pero con otra percepción de lo que es su propio boom, la grandeza literaria o el público. Eso dicho, un mérito de Palabra de América, recibida cautelosamente en Hispanoamérica, es permitir inevitables comparaciones entre estos narradores, no todos publicados por Seix Barral. Las confrontaciones tienen que ver con la conceptualización de su quehacer, y en ese sentido los más convincentes y originales son Bolaño, Rivera Garza, Garcés y Volpi, que ha reciclado sus argumentos casi infinitamente desde entonces. El chileno es el único que merece dos textos, y con ambos construye una nómina en que parece decir que algunos vivos deben fallecer y algunos muertos resucitar. Como la mayoría de estos preapóstoles, en un momento de su furioso “Sevilla me mata” (texto que no llegó a leer, ahora incluido en Entre paréntesis) Bolaño da una lista (como Joyce y Perec, es fanático de los inventarios), y termina advirtiendo que “el tesoro que nos dejaron nuestros padres o aquellos que creíamos nuestros padres putativos es lamentable. En realidad somos como niños atrapados en la mansión de un pedófilo. Alguno de ustedes dirá que es mejor estar a merced de un pedófilo que a merced de un asesino. Sí, es mejor. Pero nuestros pedófilos son también asesinos” (Cabrera Infante et al. 2004: 21). 20 Así “Los cien mil libros de Mario Bellatin” (Bellatin 2012: 8-13) junto con “Literatura y resistencia, o la resistencia de la literatura: Algunas lecciones de Tolstói” de Vásquez (2012: 30-36) y “El recurso de la locura” de Rey Rosa (2013: 8-15). Iwasaki escribe “Los libros del fin del mundo” (2013: 81-87). Dossier 23 (marzo de 2014) es más variado, con ensayos sobre o de Marcelo Cohen, Rodríguez Juliá (el más joven en Los novelistas como críticos), Padura, Bolaño (por Fuguet, ahora en su Tránsitos), Fabio Morábito (1955), Luiselli y Matilde Sánchez; más un fragmento del libro de Thirlwell que discuto. Dossier 25 (septiembre de 2014) contiene un muy buen ensayo de Pron sobre Bolaño, uno retrospectivo de Boullosa, más un prólogo ya publicado de Volpi. Dossier 27 (marzo de 2015) publica conversaciones con Franco y Vila-Matas, más un contundente ensayo de Valencia. Casi todo novelista discutido aquí termina publicando en esa revista.
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Según Bolaño, la nueva literatura latinoamericana viene del miedo de aburguesarse, de estar metido en una oficina o vender baratijas, y del “deseo de respetabilidad, que solo encubre al miedo”21. Bolaño exageraba, sin considerar el significado político de las emociones, pero siempre tuvo el valor de “joder la paciencia”, como decía. Gusta creer que reconocer el valor cultural de una narrativa es intuitivo, pero no gusta pensar que ese valor requiere intermediarios para irrumpir. Hoy, la nueva Alfaguara, Anagrama, Seix Barral, Lengua de Trapo; la recuperación de autores olvidados, infravalorados o canónicos de generaciones intermedias por Fórcola; las novedades seguras de Sexto Piso, Páginas de Espuma y la europeísta Eterna Cadencia; más las apuestas de Periférica, La Pereza Ediciones de Miami y otras editoriales independientes son partes desiguales de una subeconomía de intercambio, cuyos mediadores o prescriptores son agentes, amigos del gremio, críticos estrella, entrevistadores, fundaciones, grupos/clubes de lectura (en línea o presenciales), libreros, mecenas, “onegeros” culturales, redes sociales y traductores y, en un estadio menor, el impulso profesoral de corregir. En Gatekeepers: The Emergence of World Literature and the 1960s (2016), William Marling se dedica a examinar las conexiones entre los que llama los “guardas” de la literatura mundial, que según él surge en los años sesenta junto a cambios tecnológicos y en la industria editorial, y en especial cuando la literatura cruza barreras culturales y lingüísticas. Con préstamos a veces formulaicos de Bourdieu y English, Marling define a esos prescriptores, añadiendo a los reseñadores. Para el único caso hispanoamericano que elige, García Márquez, esa visión del proceso literario no funciona como él cree o presume saber; y de su registro y esquema solo los traductores (Rabassa en el caso del colombiano) desempeñaron un papel reconocible dentro de lo que él 21 Señalé la relación del miedo con el desarrollo de la obra de estos autores en una versión previa del segundo capítulo, que Daniel Mesa Gancedo expande peligrosamente en “Algunas cuestiones sobre respetabilidad y narrativa hispanoamericana en la España del siglo xxi” (2013: 12-16). Basta analizar los pronunciamientos de Valencia, Gamboa, Castellanos Moya y Serna para comprobar que es reduccionista pensar en esa narrativa como grupo que no representa la experiencia del inmigrante en España (13), o que se basa en temores indescifrables. Mesa pregunta retóricamente si “¿existe, verdaderamente, un diálogo entre los escritores hispanoamericanos ‘jóvenes’?” (16) y si “¿se han leído mutuamente? Al ponerlos en contacto desde aquí [España] ¿caemos también bajo el ‘imperio de lo vistoso’, les estamos haciendo el juego?” (16). La falta de diálogo académico cuando se quiere ser “interdisciplinario” marca un fin del saber literario iberoamericano.
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considera una especie de “bohemia histórica” (en la que tampoco cabe Auster, otro autor que escoge). No obstante, y en términos de lo que desarrollo en estos capítulos, Marling tiene razón en que esos componentes, eventualmente mercantilizados, comienzan a despegar en los años que escoge debido a fuerzas sociohistóricas. Cruces similares, que con impreciso ingenio Barrera Enderle (2008: 3841) llamó en 2002 la “alfaguarización” (antes de ser Penguin Random House era quinta en el ranking de la edición mundial en 2013) de la literatura hispanoamericana, no han tenido necesariamente un fin capitalista o estético; y vale notar, como sugiere Tabarovsky sin matizar hasta su reciclado Fantasmas de la vanguardia (2018), que “lo más interesante (y a la vez preocupante) es que el mercado español le ha dado gran lugar, quizá como nunca antes, a la más insolente tradición literaria latinoamericana” (2008: 16). ¿Es la obra de Fuguet más insolente que la de Vargas Llosa o Bolaño, todos publicados hoy por Penguin Random House? Un peligro innegable es que las editoriales, sin excluir del todo el efecto de rebote de la recepción en la prensa, lleguen a definir solo una parcela de la literatura del continente, así como durante el boom e inmediatamente después se supeditó a varios narradores valiosos, algunos exiliados en España. Según Becerra en su análisis de decisiones editoriales, “se produjo la casi total desaparición de títulos de autores nuevos latinoamericanos en el mercado español durante los años setenta y ochenta” (2014: 287), reafirmando una tesis de Santana que examiné en el primer capítulo, revisada para los años ochenta y noventa por Echevarría (2007: 19-27). Esa visión se ajusta con el hecho de que Sudamericana y Monte Ávila tomaron el relevo, frecuentemente recuperando autores olvidados en el aluvión de ingenios mercantiles que discuto en este capítulo. Justo cuando se anuncia un desplome de 30.5% en la venta de libros de literatura en España entre 2010 y 2014, José Antonio Millán explica exhaustiva e históricamente por qué la industria editorial hispanoamericana no ha logrado entrar en España, y si no convence su idea de que la red mundial podría solucionar esa situación, su ensayo recoge el axioma de la disonancia en la reciprocidad, porque los libros hispanoamericanos no han inundado España (2015: 61). Si se añade la idea de García Canclini de que “la sistematización de datos no es sinónimo de uniformación, los vastos archivos globales interconectan diferencias
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sociales y culturales, pero no logran disolverlas” (2014: 138), continuará la condena de la edición nacional. En La disciplina de la vanidad, de Thays, hasta la fecha solo publicada en el Perú, corre el rumor malicioso de que Balcells anda por los corredores, acechando a clientes, ficcionalización de varios encuentros de escritores iberoamericanos en España. Estando así el mundo globalizado, ¿qué significa para la narrativa hispanoamericana actual que la agencia estadounidense Andrew Wylie represente el patrimonio de Bolaño (arrebatado a la agencia Carmen Balcells en 2008), Borges, Cabrera Infante y hasta Bellatin y otros, junto al de Bellow, Calvino, Kundera, Nabokov, Roth, Sontag y Updike, y no a Kerouac, Thomas Pynchon, Vásquez o Vonnegut; o los informes periodísticos entre 2014 y 2015 sobre las negociaciones para crear una súper agencia que se llamaría Balcells & Wylie? La muerte de Balcells en septiembre 2015 aumenta la falta de significado del matrimonio no consumado. Bolaño no llegó a saber los resultados de tales pesquisas, y no le afectó hasta que ganó premios literarios mayores (Laera toma su “Sensini” como emblema para discutir criterios de adjudicación de aquellos galardones, 2007: 43-49), o se lo tradujo al inglés, como indago en mi libro sobre la recepción anglófona del chileno. La empresa de por sí enclaustrada de la ficción literaria se hace más estrecha, limitándose a un círculo encantado de narradores que escriben por, para y acerca de tipos que persiguen y ganan premios literarios, en la medida en que los lectores consideran los premios para determinar sus gustos. Los otros colaboradores de Palabra de América también saben que la aceptación no es automática, que tiene que ser construida, y por eso ceden a las nóminas que permiten una mayor circulación de su arte. Sus listas, giro discursivo que parece gustarles demasiado, son el resultado de las buenas intenciones y venias como las de Mendoza e Iwasaki, que no dejan que su obra hable por ellos. El primero, con cuyo Satanás (2002) y su “realismo sucio” sobre la violencia colombiana de los años ochenta la crítica fue decididamente cruel (Cabrera Infante recuerda ese hecho; 2004: 12), comprueba cómo se recicla hoy el “choque entre una actitud creativa introspectiva y otra extrovertida” (Cabrera Infante et al. 2004: 129), similar a la politización e institucionalización de programas de escritura creativa, criticada por Ozick respecto a maestros y discípulos, y ahora populares entre los nuevos narradores, como el de la
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Universidad de Iowa22. Versión de los “primitivos y creadores” y la confrontación con “el método naturalista-nativista-tipicista-vernacular” que teorizaron Vargas Llosa y Carpentier, la trayectoria multicultural de Mendoza (habla de sus antecesores árabes) se empobrece cuando provee un registro de unos veinte autores (algunos sí añaden a la “palabra” de América), que previsiblemente incluye a todos los asistentes. Los libros que menciona son de finales de los años noventa en adelante, aunque los viajes sicodélicos de Agustín en Se está haciendo tarde que le encantan a Mendoza no se dieron en el 2001 (la edición a la que los atribuye), sino en 1973, cuando Mendoza tenía nueve años. Su conclusión (“para nosotros [sic] todo es real”) es demasiado ingenua, porque “lo nuevo” y “los maestros” no son ni lo uno ni lo otro, sino una amalgama de factores que tienen que ver más con descubrimientos o preferencias personales. En la literatura conceptos como “maestro”, “discípulo”, “generación”, y otros desperdigados en Palabra de América, se emplean mayoritariamente en un sentido figurado, y es claro que la relación entre maestro y discípulo no es básica y estrictamente personal o académica. El maestro tiene que ser capaz de tolerar la multiplicidad de enfoques requeridos por la diversidad de los adeptos, porque hay realidades que superan el creer en una sola manera de escribir. El discípulo tiene que dejar de hablar mal de los maestros, sobre todo si transmite que en el éxito de ellos ve su declive. Por eso es sorprendente la frecuencia con que los autores creen que una novela es exitosa cuando trata las preguntas que les gusta preguntar, y que ha fallado cuando se mete en territorios desconocidos para ellos. Como noto, los maestros del boom no se pusieron en fila para ayudar a los nuevos, aunque en su apogeo ninguno de ellos tuvo problema en hablar bien de sus próximos, o recomendarlos abiertamente. Vargas Llosa, como consta en los “Agradecimientos” de Abad 22 Aunque discute una época anterior a Donoso, que enseñó en ese programa entre 1965 y 1967 cuando escribía sus Diarios tempranos, Eric Bennett, en “The Pyramid Scheme” (Harbach: 51-72), sugiere que con ayuda de la CIA, inmiscuida en politizar la recepción del boom, se reclutaba escritores para batallar contra el comunismo y la abstracción intelectual, daño que según él persiste. Cómo Iowa aplanó la literatura es un secreto abierto desde que en 1966 la revista Ramparts y The New York Times revelaron las conexiones. La izquierda sobredimensiona el papel de instituciones gubernamentales, haciéndolas más sugestivas al mundo fuera de la academia, similar a creer que la inteligencia cubana recluta profesores de izquierda en Estados Unidos. Es mejor consultar los testimonios de los novelistas hispanoamericanos que pasaron por ese programa, entre ellos Sainz, que novelizó el curso 1968-1969 en A la salud de la serpiente (1988), Donoso, Fuguet y otros.
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Faciolince en La Oculta (338), las venias de Urroz en La mujer del novelista (2014), y No ficción y Sudor de Fuguet (sus valores aparte), sí se dedica a los jóvenes, y la mejor deferencia es la de Cercas, cuya lectura comparatista de La ciudad y los perros (2016: 75-104) explica el “punto ciego” (2016: 93), noción referida a los paradigmas cervantinos23. Como muestran las versiones previas de La gran novela latinoamericana, Fuentes dio su apoyo a Volpi, y lo extendió de manera vaga al descubrir tardíamente a Gamboa, a algunos chilenos y otros que a su vez lo veneran. No tenía que ser así, pero por lo general lo es, porque una norma suele establecer que los maestros son seres con los cuales los discípulos tienen una relación que proviene generalmente de su valor intelectual, y rara vez es de orden emocional. Por eso, en términos prácticos, en cualquier listado se trasluce que se clasifica autores y libros para no asociarse con obras de maestros que se sospecha son de segunda categoría. Pero en esa colección del maestro mexicano el gusanillo de la conciencia comienza a disminuir sin convertirse en caricia, y en las colaboraciones más lúcidas comienza a parecer una manera de observar de cerca. Quizá se deba a imposiciones editoriales que pueden ver elogiar a un contemporáneo como una manera de socavar la edad y hasta el estilo del maestro. Para el Fuentes que discuto, las relaciones entre los jóvenes y los maestros no se muestran como artísticamente necesarias sino como una mezcla éticamente cuestionable de afecto, explotación, fascinación y situacionismo, quiza porque este siglo posfreudiano es incapaz de creer que puede haber una falta de cálculo en el afecto. Otras semejanzas que pueden ser una razón de ser de esas simpatías. En vida y obra Vargas Llosa y Bolaño perciben que sus esperanzas revolucionarias fueron traicionadas por la Historia, y que solo la tradición y la jerarquía pueden asegurar cierta paz social. Hay diferencias entre ellos, pero dos factores El legado del peruano es claro desde los años setenta, con Caicedo y su cohorte. Se actualiza en Vargas Llosa. De cuyo Nobel quiero acordarme (vv. aa.: 2011), en particular con Becerra, “Los nuevos caminos del pasado: Vargas Llosa y la narrativa hispanoamericana de entresiglos” (2011: 119-136); en Estudios Públicos 122 (otoño de 2011, ed. Arturo Fontaine); y en “Cartapacio: Mario Vargas Llosa”, Turia 97-98 (marzo-mayo de 2011, 153-411). Opina generosamente sobre los nuevos (aunque desde antes de Cartas a un joven novelista ha sido claro con ellos sobre los sacrificios y decepciones del escritor), como antesala a treinta y nueve autopercepciones de ellos, en “Leer y escribir en Latinoamérica: entrevista a Mario Vargas Llosa” (Mordzinski 2012: 14-21). 23
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animan sus mejores obras: saben con seguridad lo que saben y tan completamente que no pueden pensar contra sí mismos, y quieren rescatar los impulsos benévolos de su antiguo radicalismo mientras se alejan de alguna intolerancia anterior. Lo que aseveran generalmente no se desvanece bajo el peso del tópico, y no quieren servir a ninguna alegoría. En ellos no hay una “dialéctica hegeliana” al valorizar a sus maestros porque ninguno de los dos se ocupó (en momentos similares de su carrera) de una lucha parcial hasta la muerte por el reconocimiento o estatus, ni se definieron por una lógica enrevesada con sus antecesores. Si tienen pocos descendientes es porque son demasiado originales para copiar o canibalizar. Ambos escribieron y escribieron sin desarrollar ninguna dependencia mayor en un maestro, aunque se puede argüir que en los dos existen presencias, no pesos. Iwasaki, radicado en España y el invitado menos conocido fuera de ese país o en las Américas, reflexiona sobre la recepción por la crítica española de sus contemporáneos, y se concentra en el periodismo cultural, mostrando influencias más conceptuales que ideológicas. Sus deducciones sobre el universalismo temático que define a la literatura hispanoamericana son harto conocidas en el ámbito académico que aparentemente calca, y para los doce escritores que menciona, que lo practican en vez de teorizarlo. Su nómina de ungidos surge por obligación. Afortunadamente, así como Mendoza menciona a Villoro y a Rey Rosa (también impulsado por Bolaño), Iwasaki (preocupado como Mendoza por su mestizaje étnico y cultural) se refiere justamente a Valencia y Méndez Guédez, y a novelistas de generaciones anteriores, como Miguel Gutiérrez (autor de excelentes ensayos sobre la novela, Faulkner en la novela latinoamericana, y la novela peruana actual) y el mexicano Aguilar Camín, auspiciado por Fuentes pero menospreciado por Bolaño. Si Iwasaki considera mordazmente que la crítica española de los “medios de comunicación” no está “preparada para leer la nueva narrativa hispanoamericana desde la perspectiva de la literatura comparada” (Iwasaki 2004: 121), puede tener razón. Y en 2017 Villalobos generaliza: “Se aprende más en las universidades latinoamericanas que en las españolas. Mi experiencia con la academia española fue francamente mediocre” (Zalgade 2017b: 42). No se puede deducir por qué hay que ver así las cosas, porque las literaturas son compartidas, como muestra el registro de autores que Iwasaki cree olvidados. Si su suposición se refiere a la crítica hispanoamericana, su postulado se mitiga con la obra de Reyes, Henríquez
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Ureña, Rama y Rodríguez Monegal, que escribieron de narrativa extranjera sin la inseguridad o jerigonza coagulada del academicismo. No se sabe, en fin, si Iwasaki se refiere a comparar una literatura con otra (¿cuáles?) o a la metodología que los comparatistas emplean para su interpretación, que en este siglo no es la más feliz. Volpi, cuya encumbrada El fin de la locura todavía no lo redime de la polémica recepción de su exitosa En busca de Klingsor —o de otra querella sobre Palabra de América con Echevarría, otrora editor de Bolaño— presenta un texto futurista obviamente apócrifo. Si su novela resucitó el Premio Biblioteca Breve en 1999 (cuando se organiza y encamina la palabra que comienzan a emitir los nuevos), en este testimonio entierra con ironía la narrativa que se publicará entre 2005 y 2055. Al desnudar el presunto intelecto detrás de las insensateces culturales, El fin de la locura acelera los procesos mediante los cuales se ha quedado en ridículo. En esa novela y este testamento Volpi se asombra ante una cultura que, contra la historia, quiere eliminar los instintos más bajos con leyes políticamente correctas. Su recurso es citar in extenso un texto apócrifo del igualmente apócrifo “Lucius J. Berry, catedrático de Hispanic and Chicana Literature de la Universidad Estatal de Dakota del Norte” (2004: 206). No deja de ser revelador que ese mismo texto fue recogido casi al mismo tiempo y publicado como artículo, sin ningún cambio o aviso, por la Revista de crítica literaria latinoamericana, aparentemente sin que su consejo editorial se diera cuenta del tono irónico de los comentarios de Volpi, o del aspecto apócrifo de las notas. La elección y el gesto de Volpi no son tan casuales dada la presencia de los “hispanos” de Estados Unidos en el mercado editorial, como muestro en el último capítulo, y el hecho de que hoy se cree que la fuerza de un argumento reside en la cita larga. Si las primeras ocho páginas del apócrifo aunque verosímil “Berry” mezclan con gran humor autores reales y ficticios para distinguir tres corrientes principales de la nueva narrativa, lo que quiere señalar Volpi es la miopía de la crítica especializada en “esta región del mundo”, y cómo para 2055 se perderá el interés en la “narrativa” (escójase el adjetivo que la acompañe) por ser caprichos personales “sin ningún valor definitivo”. Señalando los errores de “Berry”, símbolo de las derivativas ideas débiles que la crítica reitera infinitamente, Volpi propone que el boom fue exitoso debido a que sus novelas “desde el principio renegaron del cerrado nacionalismo de sus medios
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locales y a que se integraron, cargando con sus profundas divergencias y matices, a las grandes corrientes de la literatura universal”. Volpi se acerca a una contradicción generacional al criticar el boom y sugerir asesinarlo “de modo natural y sin escándalos” (2004: 223), idea que sigue reciclando hasta la fecha. Por otro lado, una pregunta generacional que se desprende de la situación en 20178, en que el amor propio nacional remplaza al desacertado florecer de complacencia sobre ¿el fin? del nacionalismo, es qué van a hacer los nómadas y globalifóbicos nacidos en los años setenta y ochenta, especialmente cuando las poblaciones nacionales son demasiado mixtas para ponerse de acuerdo sobre fronteras y similares disputas. Desde hace años Volpi sigue tratando de explicar la “nueva narrativa hispánica de América” (calco de Fuentes y su noción de “la Mancha” novelística iberoamericana) con varios aforismos en torno a Bolaño. No se puede estar de acuerdo con todo lo que dice Volpi como “Mini yo” de Fuentes, pero dándole al mexicano lo que es del mexicano, es el único de ese grupo amorfo que emite juicios sobre su generación regularmente. Otros, es revelador, casi nunca lo hacen, excepción hecha de los colombianos más conocidos, para bien o para mal. Volpi suena prepotente, y sus comentarios se pueden percibir no como los de un co-discípulo, sino como los de un narrador algo joven que ya se cree un maestro, y da cátedra a los que cree no estar a su altura. Habla sobre los otros jóvenes, con banalidades descontextualizadas y egoísmo e inseguridad, en la sección “Los archipiélagos” (Fuentes y Vargas Llosa son “El oceáno”, Bolaño parte de “El continente”), que incluye los aforismos 65 a 104 (2011: 72 a 74), algunos solo levemente relacionados a los nuevos. Esto tampoco es ignoto, y vale recordar, como fijó Cortázar en sus cartas, que él y sus coetáneos hicieron sus obras iniciales solos, y escribieron lejos de las editoriales, y entre estas las europeas celebraron el primer boom solo al darse cuenta de que sus autores vendieron bien sus primeras ediciones. Como dije, Garcés es el otro autor prometedor de esta agrupación (recuérdese que han pasado décadas), no por ser el único que analiza a fondo la narrativa maestra que se convirtió en su modelo, sino por no traicionar su universo narrativo al hacerlo. No deja de ser revelador que su intervención en Palabra de América se refiera al argentino Abelardo Castillo, de quien afirma “lleva cuarenta [años] en la literatura, pero su primer libro publicado en España es de 1989”, año que no ha significado el fin de la historia socialista. Su
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otro modelo es el acorazado Bolaño, cuyo Entre paréntesis Garcés ha reseñado. Directo y mesurado, Garcés ve una hermosa simetría en el hecho de que para Castillo y Bolaño el manicomio define “el punto de partida de sus personajes y su literatura” (2004a: 96). Esta es una de las nociones que el chileno desarrolla en “Los mitos de Cthulhu”, texto ensayístico incluido en el póstumo El gaucho insufrible. Minuciosamente, Garcés concluye con sus sombras tutelares que “la literatura, felizmente, no necesita soluciones” (2004a: 102), y si esta conclusión lo sitúa muy cerca de su modelo chileno, es un buen emblema de los momentos sensatos de esta generación algo perdida. Hace unos cuarenta años Jean-Paul Sartre concluyó que le phénomène yéyé, versión francesa de los hippies estadounidenses de los años sesenta, era una revuelta “controlada por mamá y papá”, es decir, consumista. Más o menos lo mismo dijo del nouveau roman y sus obsesiones formalistas, aunque como dice Kermode en “Sartre y la antinovela”, el filósofo tal vez fue el primero en matizar sobre “ciertas obras penetrantes y absolutamente negativas: las ‘antinovelas’” (2014: 130), que admira porque su tema es la falta de autenticidad, y por “el rechazo por principio de todos los paradigmas literarios” (2014: 131). No se debe perder los paralelos con otros agrupamientos actuales de narradores “rebeldes” hispanoamericanos, especialmente los menos logrados, porque el grupo actual es más listo, y la mayoría de sus miembros, como vemos, no parece creer en rebeliones simbólicas. Bolaño, por ejemplo, era evidentemente más perspicaz que los otros, pero también sabía muy bien que ser inteligente no lleva muy lejos, y que las manifestaciones más visibles de la agudeza lo pueden dejar a uno sintiéndose vacío, perplejo y tonto. Dicho de una manera aplicable a los nuevos, el interés en ser listos les impide decir las cosas, hablar desde el corazón, si se quiere. Esa sensación queda revelada en la no ficción de los nuevos en que se nota el deseo de tener en mente al lector, lo cual está bien, pero no al extremo de que también se note cálculo y falta de sinceridad. Si a Bolaño y a uno que otro de sus coetáneos no les importa el mercado editorial es porque este se encarga, bien o mal, del trabajo que antes tenían que hacer los autores nuevos para resumir una atmósfera estética, y con los “boomistas” la sociología literaria se ocupó del resto, mostrando que no era ajena a las operaciones comerciales. Thays proyecta menos discreción ante esas relaciones en su diatriba contra los críticos (vigilantes o “guachimanes de la literatura”). Si el camino hacia su conclusión de que “lo mejor que le ha ocu-
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rrido a la literatura latinoamericana es alcanzar esa pluralidad” (2004: 200) es tortuoso, y cabecean sus contemporáneos de manera oficiosa más que oficial, es revelador que Thays se diferencie de ellos al preferir y promulgar lecturas mediante las cuales un escritor raro conduce a otro (Palacio, Adán, Felisberto, Macedonio y Sáenz), y que sobresalgan y vuelva más de una vez a Pitol y Bryce Echenique. No menciona a las generaciones “intermedias” —Vallejo (mencionado por Bolaño), Rodríguez Juliá y su relación con el arte del siglo xvii y la fotografía erótica, Britto García, Moreno-Durán, Balza, narrador experimental fundacional, ni a Piglia— o a muchas autoras, incluso para parecer consistente en la corrección política. Como dice Bellatin en una de las disquisiciones de Pájaro transparente (2006), “lo raro es ser un escritor raro”. Más pertinente que esos recorridos, por la simbiosis que estos narradores intuyen tener que establecer con la crítica, es que Thays equipare no tan veladamente a cierto tipo de crítica con un anónimo dueño argentino de un puesto de periódicos. Aquel “comenta la realidad peruana con una certeza, con una seguridad, que parece haber hecho estudios simultáneamente de sociología, psicología e historia del Perú” (2004: 188). No menos polémico como axioma es su comentario de que los prototípicos escritores de México “no dicen la verdad por disciplina profesional y por mexicanos” (2004: 190). No se trata de naciones sino de una actitud que, valga decirlo, podría ser generacional. Basta leer reportajes, entrevistas (Balmaceda, Libertella) y encuestas con algunos de estos narradores (Ruffinelli 2008) para darse cuenta de que, inevitablemente, terminan hablando de lo que es “real” para ellos. Así, Palou —el miembro menos difundido del Crack y con Padilla el más fiel— sin referirse por nombre a su grupo, dice sobre una foto de ellos: “Son amigos, eso se ve a kilómetros […]; son amigos porque se critican, porque no hacen concesiones en nombre de esa amistad. Respetan más a la palabra que a la amistad que los une, pero creen en ambas como se cree en la vida…” (Mordzinski 2005: 112). No obstante, esa lealtad, encomiable cuando no se traduce en favores mutuos, ha causado que la gran variedad novelística del prolífico Palou se juzgue sin el contexto de las trayectorias desiguales del grupo, por lo general descendentes. La indulgencia de “hombres públicos sonrientes”, a diferencia de los de McOndo que no se convirtieron en una “McMafia”, llega al colmo con las catorce páginas de fotos del grupo del Crack que Padilla incluye en Si hace crack es boom; coadyuvado por el catálogo fotográfico que Mordzinski publicó
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siete años después, Bogotá39. Retratos y autorretratos, aunque ahí del Crack solo queda Volpi (2012: 102-105), con que adquieren una limitada importancia visual muchos de los discutidos en este libro. En unos comentarios hechos poco antes de su muerte, Padilla enfatiza la red de amistades como gatillo de su quehacer, mientras la chismosa La mujer del novelista de Urroz no sabe cómo fijarla. A la larga, esa simpatía compartida es una manera de sentirse bien sobre privilegios inmerecidos, proteger la imagen. En Historia personal del boom, Donoso escribió: “El público sospecha que son amigos inseparables, de gustos literarios idénticos, de posiciones políticas iguales, cada uno dueño de una corte particular: pero claro, eso es ingenuo, falso”, arreglo que ignora Ayén. Las redes entre la sangre fresca e insolente de este capítulo no revelan una comunidad tribal en cautiverio, ni se basan en comportamientos como el acicalamiento mutuo, la asistencia en pugnas generacionales, o en mostrar señales de estado anímico compartido. Ambas generaciones comparten la creencia de que la naturaleza revolucionaria de la novela yace en su exigencia de la completa libertad de expresión, aunque esa fe no explica la ausencia actual de obras revolucionarias en Bolivia, Ecuador, Nicaragua o Venezuela, retirada que quizá no continúe ahora que las relaciones entre Estados Unidos y Cuba parecen volver al momento anterior a Obama. El carácter grupal se debe más a lo que escriben que a esfuerzos por presentar una actitud personal. Por eso es notable la diferencia, por ejemplo, cuando Franz (2016a: 9) escribe elogiosamente sobre La forma de las ruinas de Vásquez, refiriéndose a Isaiah Berlin y la dicotomía verdad/mentira, más que a alguna amistad entre los sudamericanos; o sobre Un asunto sentimental de Benavides (2016b: 12). No menos hace Chirinos en su inspirado y personalísimo ensayo Venezuela. Biografía de un suicidio (2017), que reconoce el esfuerzo constante de Balza por conectar arte y ética, practicándolo con entusiasmo. Becerra nota tácticas individualistas en similares pronunciamientos (2014: 287, 289), a veces cálculos generalmente dependientes de políticas editoriales. Y cuando se noveliza esa endogamia o se recurre a guiños autoficticios, como ocurre en Memorial del engaño, García Ramírez nota que Volpi no parece haberse esforzado mucho en crear al “J. Volpi” de esa novela, y que al hacer menciones coquetas de sus amigos del Crack comete un error, porque “incurrir en estas bromas privadas distrae al lector de lo importante” (2014: 75). También
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distrae que la de Volpi, sin que él lo calculara, sale al mismo tiempo que dos novelas inglesas (una con autor de origen paquistaní) que tratan el mismo tema, desde la perspectiva de clase. Las tres además comparten la petulancia de la erudición que exhiben, doloridas por los límites de su conocimiento. Aparte de alardes eruditos, un problema atribuido a Volpi desde El fin de la locura hasta Examen de mi padre (parte del proyecto “Mapa de las lenguas” con que su editorial propone expandir la distribución de sus autores latinoamericanos en sucursales nacionales), y la más “mexicana” y lograda Una novela criminal (2018), es que las recuperaciones históricas, como en Memorial del engaño, son una manera de disfrazar o sublimar la autobiografía, no de evitarlaLa preocupación de Volpi por proveer recordatorios de la trama y memoria nacional que mezcla en esas obras, gesto fatal en cualquier género en prosa, subestima la comprensión de los lectores. En esos testimonios poco velados la fanfarronada o la falsa modestia no son en verdad fanfarronada o falsa modestia, sino un comportamiento manifiestamente actuado, cuidadoso por las razones que Valencia menciona en una cita que recojo. O sea, esos escritores viven acomodándose, nunca tienen una opinión ética o propia sobre nada que pueda estropear su carrera o a los que les pueden ayudar a escalar. Por las mismas razones, pocos tienen vocación polemista, con la excepción infrecuente de Volpi, que asegura no tenerla. Es más, levantan banderas que no sujetan bien, haciéndose pasar por discretos, elegantes, introspectivos y silenciosos, pero en el fondo hay cálculo. Como explico más adelante, también con esa cita de Valencia, ese campo de apoyo no se limita a los autores del Crack. Es una actitud positiva, si uno es parte del grupo, pero deja de lado la ética mayor del escritor y el bien de la mancomunidad generacional. Considerando otros lazos que discuto, el artículo de Mesa Gancedo referido en una nota anterior, y la “bendición” del maestro Fuentes a Volpi y compañía, estos en verdad se comportan como los infames “juniors” de la alta clase literaria de México. En sus comentarios públicos y entrevistas, cuya mayoría no está recogida en libro, todos parecen estar traduciendo de su lenguaje interno a cómo creen que piensa su público. La cita también quiere decir que, además de ser impenetrables como personas, su narrativa representa la realidad única de la que surgen, y cuando llegaron a tener una revista digital no se sabía dónde iban a parar. Hay enlaces más obvios. En 1999 Urroz, otro miembro primerizo del
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Crack, entregó una tesis doctoral sobre Volpi a una universidad californiana, tribulaciones que incluye en La mujer del novelista. Para entonces Volpi había publicado cuatro obras menores, una de ellas con los menos fecundos Urroz y Padilla. La endogamia literaria sin duda puede surgir de la admiración de ser amigo, y por ende Urroz puede creer que su reseña de La tejedora de sombras (2012) de Volpi, en la Revista de la Universidad de México (2013: 88-90), es objetiva, o que la argolla continúe con la publicación de los ensayos de Éthos, forma, deseo entre España y México (2007) con la editorial Universidad de las Américas Puebla, donde enseñaba Palou, o que Urroz incluya “Pedro Ángel Palou y la vida como una novelística” en su Siete ensayos capitales (2004: 133154), que también contiene un ensayo sobre Fuentes. Pero no es asunto de género sexual. Por ejemplo, además de frivolidad, las entrevistas de Olixarac contienen respuestas torpes, lindando con la simpleza, y muy por debajo de su imagen y su escritura. Todo parece parte de un arte de impostar cierta figura de autor y vender libros, un juego vacío que conduce a preguntar cuándo se pasó del boom al bluff. A juzgar por su segunda novela, de la cual habla con Pablo Shanton, es claro que más que literatura latinoamericana este tipo de autora ejemplifica una búsqueda de éxito en Estados Unidos, no hay mucho más, como una Fuguet elevada a otra potencia. Por eso hay que leerlos por el revés y hacerles caso solo en su justa medida. Por ahora (y remedando su constante necesidad de emplear anglicismos, como en Las constelaciones oscuras), en Oloixarac se trata de hacer lobby a la manera porteña y navegar por las autopistas de los departamentos de Spanish and Portuguese y sus profesores, violando fronteras para entrar en un star system autodefinido con el que mantienen una relación de amor y odio24. Los lazos mayores no son fáciles de descifrar, y consecuentemente el maestro 2.0 Aira asevera categóricamente y sin mencionar a ningún nuevo: “Hace muchos años que perdí el gusto de la lectura de mis contemporáneos. Una desgana invencible, mezcla de desconfianza y desinterés, me paraliza frente a las novedades” (2002: 59). Catorce años más tarde, cuando Inés Martín Véase Pablo Schanton, “Una beldad viaja al ciberespacio” (2015: 16ñ-17ñ). Schanton no cuestiona afirmaciones de la autora como “jamás me pondría a escribir literatura del yo” (16ñ), su noción del “ser legal”, o “ya no se parece a ese sujeto kantiano [sic] que tiene sus categorías como cantidad y las baja a la realidad y así la organiza” (17ñ), ni anglicismos como “linkeo” o “randomizarte”, tal vez por suponer que toda Hispanoamérica es cosmopolita, algo bilingüe y está digitalizada. 24
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Rodrigo le pregunta “¿Lee a contemporáneos, a los jóvenes?”, responde: “Leo muchas dos primeras páginas” (Martín Rodrigo 2016: 44), repite su visión de lo que es la novela hoy, maldice a los que afirman que es prolífico, y dice estar harto de que digan que publica muchos libros, no que son buenos y, por último, que dejará de publicar por dos años, no de escribir. Esa abundancia tal vez tenga que ver con la plasticidad que quiere darle a su narrativa, o la publicidad para su libro reciente sobre el arte. Así, asevera: “Bueno, yo algunos cuadros de Neo Rauch [que combina realismo y abstracción surrealista] los veo como novelas mías”, por los “distintos planos de realidad que se entrecruzan […]. Es casi lo que yo querría hacer […]” (Martín Rodrigo 2016: 45). Es decir, las estructuras, como en André Breton, no se hacen visibles a costa de suprimir las variaciones locales, lo individual o aparentemente aberrante. Luego machaca: “No, no me haga hablar ni de política, ni de fútbol, de esas dos cosas tan parecidas. Son pasiones bajas [...]. Cuando hay pura literatura, como en mi caso, somos los escritores a los que no les dan premios” (Martín Rodrigo: 45). Aira tiene conciencia de que el novelista que trata de usar la política para llenar vacíos emotivos y personales se hace más y más extremo y termina como fanático; y Las noches de Flores (2004), cuyo referente es la crisis social argentina de esos años, sería su contrapeso. Se podría decir lo mismo de su Margarita (un recuerdo) (2013), en que la autobiograficción de las primeras dos de sus seis secciones se fortalece y pasa del sueño a la “realidad” con su entendimiento de la vida política de la protagonista y su padre como exiliados, él dado a teorías filosóficas y sociológicas. Su ficción-móvil (no toda es novela) es un laberinto de asociaciones que hay que negociar; y enderezarlas es arriesgar sucumbir al poder que encriptan con su indecisión entre elucubración y divagación, aunque ambas suelen ser brillantes. Maestro de esos desplazamientos, Aira enseña a no descontar las ideas o vocablos pequeños que oscilan entre grandes conceptos como los de Duchamp. Recientemente ha hecho lo mismo con Dalí sobre el yo en Evasión y otros ensayos (2017a: 69-109), idea ya presente en su “Duchamp en México” (1997), sobre la falta de lógica de la reducción del precio de ejemplares del mismo libro, en ese caso uno de Duchamp, a quien considera “un mito hermenéutico”. En “Un discurso breve” de ese volumen (43-61), glosa extensa de sus hábitos de lectura publicada antes como “El don de la lectura”, manifiesta siempre haber preferido un tipo de realismo, aunque sigue luchando con su definición,
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porque “la lectura asidua terminó convirtiéndome en ese personaje banal que es el Hombre Culto, el hombre de las respuestas, siempre al borde de convertirse en el aburrido sabelotodo” (8). Cuando Padura dijo algo similar en 2011, prefiriendo a antiguos maestros como Cabrera Infante, su afirmación adquirió tonos políticos, e ingenuas reacciones críticas. T. S. Eliot aseveró: “Nunca leo ficción contemporánea, con una excepción: las obras de Simenon sobre el Inspector Maigret”. Sus otras excepciones fueron Joyce y Arthur Conan Doyle, vaivenes más personales que políticos. A la pregunta “¿Qué escritores de tu país te parecen más interesantes? ¿Y de otros países? ¿Por qué?”, Serna, el par de ellos, responde: “Me repugnan Zoé Valdés y Ángeles Mastretta y sospecho que el argentino César Aira no es tan genial como él cree” (Ruffinelli 2008: 202). Pero Aira lee a Simenon. En una entrevista posterior (Quezada 2012-2013: 83-88) sobre qué autores van a marcar o ya están sellando una línea inmediata en la literatura latinoamericana, Serna machaca: “César Aira creo que es un escritor bastante menor. A mí nunca me ha convencido, sé que tiene mucho prestigio entre los snobs, pero yo creo que es un pésimo escritor que hay que leer con un disco de risas a un lado” (86). Es un arma de doble filo menospreciar al discípulo o maestro 2.0, porque el no tan joven puede castigar igualmente al más joven. Si todo lo difícil es de hecho elitista, ¿se deshace uno entonces de todo arte similar? En 2014 Fresán afirmó en una entrevista sobre La parte inventada (2014), su metaficción crítica de una sociedad hipertecnologizada: “Se suele decir que nunca se leyó y se escribió tanto como hoy, estoy de acuerdo, pero añadiría que nunca se leyó y se escribió tanta mierda como ahora”. Es más rebelde ficcionalizar la reacción del escritor a los nuevos medios, y en Occidente esa renuencia no obedece a pruritos generacionales, como confirman Bleeding Edge, de Pynchon, y The Circle, de Eggers, ambas de 2013. Expresarse y vivir como les dé la gana es real para Aira y Serna, y no definirse les es tan real como la candidez de decirlo; y hay que leerlos con la resistencia y sospecha que sus ideas merecen. Por eso hay una ilusión en los testimonios de compañerismo, que Gumucio explicita. Se trata de la pertenencia factible a una clase social, aunque se sepa periodísticamente del trasfondo de los autores de Palabra de América y libros afines. Según el chileno, el amiguismo de Bolaño cubría cierto resentimiento hacia aquellos que él convirtió en “nuevos”, a pesar de no ser incluido en las antologías que los presentaron al
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público (2008:101). Es más comprobable la aserción de Gumucio acerca de la relación de ellos con la academia foránea: “autores que en Madrid se ufanan de su hidalguía y limpieza de sangre pero que al llegar a Duke y Stanford descubren su lado marginal y mestizo” (2008: 102). Paralelamente, en una entrevista de 2017, Villalobos se refiere a la creación de élites mexicanas, añadiendo que “es difícil aplicarle a alguien con esa historia el calificativo de ‘expatriado’, ‘inmigrante’ o ‘exiliado’. O, si se hace, habría que agregarle ‘de lujo’ […]; siempre hay que pensar desde dónde se escribe, desde qué perspectiva de clase, por ejemplo” (Zalgade 2017b: 42). En un demoledor artículo sobre los tópicos latinoamericanistas, Villoro ratifica que “en la academia norteamericana abundan los cursos donde las novelas sirven de meros vehículos para entender el caudillismo, el machismo y otras ‘esencias latinoamericanas’” (2004: 71). ¿No es la libertad de expresión la meta del progresismo y la universidad donde las certezas, buenas o malas, son sometidas a desafíos productivos y cuestionamiento perpetuo? En algún momento la izquierda que rige institucionalmente dejó de pensar, por no ofender, prefiriendo autocensurarse y reprimir sus sentimientos, cediendo a las etiquetas políticamente correctas de la globalización. Como demuestra Guerra en Domingo de Revolución, la literatura y las defensas estéticas importan más en momentos de censura o crisis, a cien años de la Revolución rusa. Es igualmente real que esa academia ignora lo que Gumucio y Villoro (ambos tienden a escribir sobre sus connacionales) consideran literatura, o la de ellos. Es más, la recepción extranacional se basa más y más en los agradecimientos que un narrador escribe para la academia no nacional. Estas tensiones son parte del dilema existencial del discípulo 2.0, cuya credibilidad como artista independiente comienza a corroerse cuando el éxito lo saca de su ambiente, como intuía James en “The Story of a Masterpiece” (1868). Gamboa dice no haber “encontrado grandes rupturas entre la literatura escrita en América en los años sesenta, en los setenta y en los noventa” (Cabrera Infante et al. 2004:79), y razonablemente la única que le parece importante es la que se dio con el fin del realismo mágico. Él es el único que dedica más de una mención o página a otra narrativa en español que es poderosa hoy: la de Vila-Matas, Marías y Cercas, que continuamente reciben críticas positivas en periódicos anglófonos y son azotes de los hipersusceptibles. Pero para la crítica extranjera el realismo mágico sigue siendo un referente para interpretar
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nuestra novela, como si esta hiciera todo lo posible para comprobar que esa técnica es nuestro realismo. Otro referente de Gamboa es la sexualidad que se quiere representar, aunque su elegancia se mitiga al discutir “los hijos de Bukowski y los primos de Bret Easton Ellis”, los rebeldes sin causa (u obra) hispanoamericanos semejantes a las generaciones “X” o “Nocilla” españolas (estas y sus críticos siguen creyendo que es novedoso tratar de abarcar el mundo globalizado contemporáneo), o la “Generación Kronen”, de mediados de los años noventa. Los mileniales, emprendedores apartados de la novela social, a pesar de ser más preparados intelectualmente y de tener mayor acceso al conocimiento y la libertad, andan más perdidos en una competencia feroz. Compárese esa situación con la de Cercas, cuya visión de lo que es la novela hoy influye mucho en Hispanoamérica, más allá de su relación con Bolaño. Para él, como recoge Manrique Sabogal en 2014, el problema es generacional por dos actitudes: “La de los epígonos y la de los parricidas, que son quienes se dedican a decir que los buenos en realidad eran malos o no eran tan buenos y, a partir de ahí, a intentar forjar un canon alternativo”. Se verá que el resultado de ese canon, como dice Cercas, “ha sido casi siempre una literatura menor, snob y ornamental”, el caso hasta hoy del Crack. Si El punto ciego de Cercas revisa sensatamente la teorización de la novela y su propia práctica (2016: 13-18, 51-74), fijando, como en libros anteriores, sus afinidades con Aira y Vila-Matas, y concluyendo, sin pretender dar una taxonomía, que desde Cervantes “la respuesta es que no hay respuesta” (2016: 54), vale notar la escisión actual entre los novelistas españoles y los hispanoamericanos a la hora de reflejar las crisis actuales. En su ensayo, traducido al inglés en 2018, Cercas también pregunta si se puede considerar ficción un libro sobre hechos reales, postulando que la pregunta tiene menos que ver con si es Historia o una novela, y más con cómo el autor se acerca a los hechos. Vale señalar que en su exquisita reseña de El impostor de Cercas Vargas Llosa se apega a similares principios. Según Iván de la Nuez, ensayista que promulga el esplendor de la literatura caribeña, los españoles están estancados en una ilusión progresista, mientras los hispanoamericanos intentan elucidar qué ocurrió antes con la izquierda y las revoluciones con cierta parsimonia, con más interés que animadversión. Su elenco hispanoamericano incluye a los dominicanos Díaz e Indiana en vez de Zambra (2013: 10), aunque De la Nuez tendría razón al sostener:
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En los latinoamericanos, lo que sucede con los padres biológicos puede extrapolarse a los padres literarios. Ya ni siquiera es perentorio matarlos. ¿Quién se quiere enrolar hoy en una guerra contra el boom? Puesto que esta batalla es agua pasada, puede ser más interesante ahora ofrecerle otra vida a Arlt o establecer una mirada diferente sobre la novela del dictador; esto es, una recuperación capaz de asumir la diseminación del caudillismo justo cuando este desborda lo meramente militar para alojarse en las relaciones personales (Junot Díaz o Rita Indiana). Es posible rescatar, sin complejos, formas denostadas hasta hace muy poco por la literatura urbana, el caso de la novela telúrica (Israel Centeno). Incluso es factible una aproximación a la novela de la revolución mexicana para reactivarla, con más ironía que parodia, despojada de su retórica grandilocuente (Guzmán Rubio). Esto deja entrever un ejercicio de conciliación desde el cual todo tiene cabida en el presente porque, al mismo tiempo, todo puede ser sometido a la más intensa de las revisiones (2013: 11).
Algún escritor joven reclamará al leer que para Gamboa ellos tienen en común “una enriquecedora admiración por la obra de Mario Vargas Llosa”, entusiasmo similar al de Fuguet y Sergio Gómez (1962) al compilar McOndo. El resto del registro de Gamboa es convencional, y que vuelva a autores españoles actuales es refrescante porque una prueba de contemporaneidad es cómo se percibe los lazos transoceánicos. Donde hay un sentido de comunidad (meta implícita de Palabra de América) es natural que existan relaciones de maestro y discípulo, y la lectura de los incluidos permite vislumbrarlas. Franco, a quien García Márquez le entregaría “la antorcha”, provee un periplo tradicional, y al hablar de autores se refiere al antiguo canon y señala bien que “la ciudad como argumento no es, como tanto se ha dicho, un invento de las nuevas generaciones” (Cabrera Infante et al. 2004: 42). Antes dice que con la apertura social actual “a la hora de contar el sexo, no es mucho lo que queda por inventar, todos nuestros personajes terminan haciendo lo mismo, y con la misma sensación de derrota” (Cabrera Infante et al. 2004: 41), y tiene razón cuando la crítica extranjera cree que algunos autores “reinventan América”. Cortés, al hablar de la ciudad y el imaginario moderno, lo expresa mejor: “Las sagas urbano-familiares propugnan una suerte de terrible premodernidad condenada a la inevitable modernidad normalizadora, entre la sociedad patriarcal y el capitalismo salvaje” (2015: 46). Harwicz y Ojeda renuevan la novelización de pulsiones familiares, privilegiando las relaciones con las madres porque su generación no necesita reivindicaciones épicas. Pero ¿cuán sostenible es su tremendismo?
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Y si más que nunca el medio es el mensaje, compárese las perspectivas de Paz Soldán y Rivera Garza. Si el primero sigue “textualizando” las suyas, aquí quedan templadas por el subtexto de las deudas acumuladas e intereses creados. En una colección como esta, por el cuidado que muestran los autores para no levantar ampollas, la alegoría es una manera de sublimar cismas o rivalidades reales, cuando la atracción de la alegoría es que no es obvia, invisible o insignificante. Por eso, y al ser la única que la evita, Rivera Garza, todavía sin la recepción de los otros, da una lección magistral en torno a qué hace un narrador joven con su pasado. Después de todo, y su ausencia queda registrada en el pasado inmediato que privilegian los autores de Palabra de América, una razón para explorar un pasado más completo es tratar de redescubrir el sentido elusivo de una posibilidad olvidada. Rivera Garza y su coetáneo delatan su formación estadounidense, apoyando sus opiniones con formalismos académicos. Más en el caso de ella (Domínguez Michael 2015a) que en el de él, vale preguntarse si las provocaciones digitales benefician su carrera, dándole una voz en las conversaciones culturales que sus libros por sí solos le otorgan. No obstante, en “El escritor en ciberia”, y en el contexto de la FIL de Guadalajara, explica con su propia práctica cómo responden los escritores germinados en la segunda década de este siglo a la tecnología digital (2011: 5). Pero como en la novela más reciente de Oloixarac, el tema del constante desafío ético de la técnica está ausente. Mientras la mexicana es original y convincente sobre lo que llama “blogescritura” —escritura a la par de hombres y mujeres, sin fines profesionales o de lucro, en el ciberespacio y su relación con las tradiciones y el canon (el suyo contiene a Cortázar, Macedonio, y a la genial desconocida estadounidense Kathy Acker [1945-1997])—, el boliviano recicla ideas y juicios lapidarios. Como asevera William Gibson, novelista estadounidense de ficción especulativa que inventó el término en 1982, el ciberespacio “es una alucinación consensual”. Se puede admirar las lealtades de estos nuevos, y desde Palabra de América su dedicación periodística a quedar bien con los maestros. Pero se puede cuestionar la objetividad y meta de esos propósitos, como cuando el boliviano se dedica a su ubicuo y sobredimensionado amigo Fuguet. A esa campaña hay que añadir los esfuerzos de autopromoción de este (desde 2002 quiere reponerse con los maestros, entre ellos García Márquez) y Fresán. Como cité en el capítulo anterior, la Mantra de este, con la cual se ubicó entre
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estos narradores, tuvo una recepción posterior funesta, y Domínguez Michael y otros demostraron por qué debía ser así. Fresán es interesante, por sus fallas y verborrea, y su expansivo texto lo presenta como otro rebelde sin causa que revela inteligencia, ingenio e ironía. Como Aira, tiene mucho que contar pero no mucho que decir, calidades visibles en sus cuentos que tienen la literatura en sí como tema. Como otros, es cuidadoso al nombrar precursores e influencias, sobre todo al referirse al boom. El grueso de los discípulos 2.0 deja a un lado la mínima exigencia que se requiere para una apreciación de esta clase: una mirada crítica que prescinda de la “neohabla” de los críticos y recurra a un léxico acorde con su misión interpretativa y analítica. O, como ocurre con varias interpretaciones de Fresán, la imprescindible distancia entre observador y fenómeno se disuelve mediante la adopción del lenguaje del objeto. Es falso que no se habla de precursores, parricidios y lo afín entre estos discípulos, como bien arguye Fresán, y la lucha agonística entre efebos revisionarios y precursores fuertes seguirá, sin Bloom. Típico de esta tendencia es el protagonismo que desata al hablar de los problemas de estilo y su admiración por Puig. Es imposible separar la cultura popular de la práctica de los nuevos, y la deuda o destiempos al respecto con los provocadores Puig, Cabrera Infante, Sánchez y caribeños recientes como Indiana es y debe ser grande. Así, la queja de Fresán en torno a “la consciente renuncia al estilo funcionando en perverso tándem con los mandamientos de las traducciones donde todo se hispaniza y donde fucking se convierte en puñetero y blue jean en tejano. Eso sí parece raro, inquietante, peligroso” (Cabrera Infante et al. 2004: 65, énfasis mío) es neurálgica, y no solo por referirse explícitamente a traducciones españolas. ¿Es óptimo decir arrecha, pinche, puta, jodida, coñoemadre e incluso “fukin” (un latino de Nueva York lo emplearía) u optar por los hispanoamericanismos bluyín, mahones, vaqueros o mezclilla? Fresán apunta mal, hacia otro tipo de purismo lingüístico. Como ocurre con los latinos traducidos, cambio no significa progreso cuando simplemente se bloquea el camino hacia el sedimento de sentido de las palabras. Fresán encontrará soluciones leyendo a Sánchez, maestro infravalorado de generaciones caribeñas ajenas a su anglocentrismo, o Diablo Guardián y la no ficción de Velasco (promovido, dije, como fuereño, similar a su compatriota Serna), aun cuando la pregunta sobre esa novela es a qué clase social “bilingüe” (que lea) va dirigida, como en Fuguet. Lo notable e incestuoso en los narradores
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recogidos en Palabra de América es su conservadurismo, por rechazar otras posibilidades de riesgos verdaderamente nuevos. Actúan como jóvenes con una técnica nueva; y cuando todos los que andaban sueltos se enteraron de una revolución y se la apropiaron dejó de pertenecer a los fundadores y se convirtió en moda. Si una generación tiene revueltas y revoluciones la reciente desea reciclar minorías literarias selectas o rectoras. Así, Fresán y Paz Soldán dicen más de sí mismos —al tratar superficialmente y como novedad a Philip Roth en sendas crónicas de 2006— sin la sagacidad del periodismo temprano o posterior de los “boomistas”. Por falta de conocimiento o criterio la prensa cree que elogiar a Stanislaw Lem como Fresán y Paz Soldán significa descubrir al polaco, o que la paralizante acumulación de conocimiento especializado significa que hay que trabajar mucho más para decir algo nuevo. Fresán reseña la novela más reciente de Rushdie sin discutir su traducción o valor real. The Golden House (2017), publicada al mismo tiempo en traducción española, exige sopesar original y copia, porque Fresán banaliza la interpretación con frases como “una trama con sorpresas a la vuelta de casi cada página” y la conclusión, luego de aludir al carácter repetitivo de la narrativa de Rushdie, de que es una “super-novela”. Es más productivo ocuparse de por qué el alusivo título original se convirtió en la alegórica La decadencia de Nerón Golden, que transfiere la carga semántica al nombre propio (sus tres hijos son Dioniso, Lucio Apuleyo y Petronio). Según la cincuentona 2001: una odisea del espacio, “los periódicos de Utopía […] serían terriblemente aburridos”, así como Bradbury se preocupaba de que en el futuro solo se leería titulares. No hay en los textos de los “boomistas” una sensación o impresión de que quieren producir una prosa leve para que los lectores los identifiquen como “compañeros”. Tampoco se presiente el destino manifiesto que parece agobiar a la mayoría de los narradores de Palabra de América. Igualmente, por equivocados política o estéticamente que parezcan hoy, los del boom eran textos comprometidos, y un ejemplo fehaciente es el estudio seminal sobre García Márquez de Vargas Llosa, que entonces siguió un camino ideológico diferente que le cuestionó Rama. Por eso, en vez de hablar de un “antes y después” del boom, se debería hablar de un “a la izquierda” y “a la derecha”. Blas Matamoro, crítico preclaro, sugiere esa revisión para que no persista el diálogo de saberes sordos y su falta de coherencia política: “Bueno, el metaboom significa estar ‘meta y ponga’ hablando del boom. Mejor sería pensar en un paraboom, o sea,
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un boom en forma de eco que hubiese ocurrido en paralelo al boom” (Parra Ramos 2005: 221), y añade un axioma: “Pero que la Academia se ocupe de estos asuntos no quiere decir que existan realmente” (Parra Ramos 2005: 221)25. Así, se hacen preferibles en esta generación las novelas light de un autor como Bayly, que por lo menos contienen gran humor. Tampoco hay en las exposiciones de este libro —para bien de la narrativa— una cohesión intelectual o generacional, y ni siquiera una alusión a una gran ruptura. Es como si estos novísimos se hubieran puesto de acuerdo para no hablar sobre los rencores del pasado, y vale. Todos parecen llevarse bien, no critican a sus padres intelectuales; y quieren que les creamos. Si no rompen clichés o levantan ampollas es solo porque toda confrontación de pasado y presente los desbarata. Consecuentemente Fresán no quiere aceptar que ya nadie cree en lo que llama “irrealismo mágico”, ni que él y su cohorte han pasado al “urbanismo mágico”, o al “neoliberalismo mágico” (Fuguet), o al “nazismo mágico” atribuido al Crack. Como se desprende del próximo capítulo, en un ambiente motivado por fórmulas no tiene sentido preguntar qué es nuevo sino quién es nuevo, y Palabra de América contesta la pregunta, aunque no discute las redes construidas con revistas, académicos, amigos escritores y editoriales para descifrar la “magia” de los maestros; o por qué las obras maestras te enseñan cómo leerlas. Pero es justo reconocer la gestión generacional de Paz Soldán al promulgar la desaparecida Primera Revista Latinoamericana de Libros, publicada en Estados Unidos co, y a uno mismo. Tan la pretensión de convertirse en un The New York Review of Books, función que cumplía la española Revista de Libros al dejar su versión impresa, que no recobró su importancia en versión digital, y volvió a imprimirse en 2016. La Primera Revista Latinoamericana de Libros nunca llegó al nivel de la neoyorquina o la española con colaboraciones de latinoamericanistas radicados más en Estados Unidos, pero se le debe publicar a algunos nuevos narradores. La relación de ellos con los maestros es un asunto de ética profesional. Según Covarrubias al definir las funciones del maestro en su Tesoro de la lengua castellana o española, “porque si en esto falta, ha usurpado el nombre de maestro”. Entre líneas y más allá del fastidio compartido hacia Allende, Sepúlveda, Esquivel, etc., hay menciones de escritores muy meritorios, cuyo papel como Su intervención es parte de la mesa redonda “El boom. Antecedentes y consecuencias”, en Parra Ramos (2005: 215-231). 25
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probables maestros no se determina todavía, como Rey Rosa y Sada. Aun así, la constante mención de Aira y Bellatin podría vaticinar que su maestría será más reconocida. Si estos están más cerca en edad a Bolaño, ¿fue eso razón suficiente para excluirlos de Sevilla, o fue el hecho de que publican en otras editoriales? La pregunta es retórica. El silogismo sigue siendo, como explica Bolaño: “[J. Rodolfo] solo es conocido en Argentina y únicamente por unos pocos felices lectores. Ignoremos, por lo tanto, a Wilcock” (2004: 19). Y en “Sevilla me mata”, hablando de cómo se mide la literatura por las ventas, asevera: “Todo parece indicarnos que deberíamos leerlo, pero Macedonio no vende, así que ignorémoslo” (2004: 312). Se nota un proceder similar en Fornet, sobre Bolaño. Paralelamente, no se discute qué es el “escritor común”, habitualmente el gacetillero cuya narrativa es responsable por un alto porcentaje de la literatura actual. La democratización de la escritura que permite la existencia de una abundancia de narradores también significa que la mayor oportunidad de convertirse en maestro no quiere decir tener las mismas oportunidades, y entonces estos narradores tendrían que preguntarse qué los diferencia de la cultura y mercado populares que tienen una voz auténtica. La habilidad de tener una plataforma digital no es una democratización verdadera, porque el arte no es solo sobre una idea y hay que saber lo que se está haciendo, no solo lo que se está narrando. Diferente de la represión y crisis económica de los años setenta, que hizo que la publicación de libros se concentrara en una España que experimentaba los años sesenta tardíamente, hoy el problema es la distribución, no la producción democrática de los nuevos. Al fin y al cabo la red mide sus categorías por el número de usuarios. Con ese criterio se llega a lo que más se teme sobre una cultura democrática, desde Platón y La República: que todo en ella se guíe por la emoción, el narcisismo y los sentimientos, en vez de por el empirismo, un bien general o la razón. Un último y pertinente factor que sobresale en casi toda intervención de estos narradores es que, a diferencia de algunos de sus maestros, no ven la experimentación técnica como una manera de legitimarse, tal vez porque la dan por sentado y quieren tergiversarla para producir nuevas propuestas. Adelatándose a Rancière (2009), en Language in Modern Literature: Innovation and Experiment (1979) Jacob Korg comprueba que dentro del experimento lingüístico hay un orden silencioso, arguyendo que toda ausencia de conven-
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ción no necesariamente aclara la falta de significado en el mundo. En esa actitud los narradores actuales parecen estar muy conscientes de un desarrollo que la historia literaria conoce muy bien para los narradores vanguardistas de cualquier época. Primero, se compensa la falta de atención inicial con un culto de admiradores, por lo general una minoría selecta de otros escritores contemporáneos que se complacen con creer que solo ellos entienden el valor del narrador. Más adelante, como ocurrió con Macedonio, Torri, Felisberto, Monterroso, Piñera, Wilcock, Garmendia (Julio), Palacio y pocos otros de los “nuevos raros”, aquel parecer minoritario se convierte en un saber convencional, o en un objeto del ridículo o confusión que puede convertirse en tesoro de una república nacional de las letras. Palabra de América, salvedades ideológicas aparte, no equivale programáticamente a Panorama de la actual literatura latinoamericana. Hasta hoy, la crítica establecida —más preocupada por meter el tornillo llamado “punto de vista” en la tuerca llamada “tendencia”, como si el problema crítico fuera comparar puntos de vista y describir propensiones— no se interesa más allá de lo necesario por este grupo de narradores, aun considerando que su legitimidad es asunto de tiempo. Hay que tener en cuenta una gran diferencia: estos testamentos surgen de y en un momento en que la sociedad hispanoamericana prospera económicamente, si no para todos, por lo menos para varios creadores. Estos tienen menos quejas, consiguen puestos diplomáticos (otros son hijos de ellos) o buenos empleos en el mundo editorial (que produce contactos), y sus querellas a veces reflejan irónicamente el malhumor de narradores que envejecen, y a quienes no les gusta lo que ven venir. Pero a pesar de transmitir cierto cinismo, apatía, polarización y bloqueo político, todavía no transmiten los signos de cambio social que nos rodean, y en ese sentido su evolución es demasiado personalizada y menos profunda, porque no capta la reformulación de los antiguos debates. Según Trelles Paz, “el cinismo del escritor domesticado, por otra parte, no es otra cosa que una herramienta retórica para trivializar su sometimiento. Lo triste y perverso es que ese mismo cinismo suele estar fundamentado nada más que por su miedo. ¿A qué le teme el escritor domesticado? Al ostracismo, al destierro, a la proscripción. Si el patrimonio fundacional de todo escritor es su palabra, ¿cómo sobrevivirá este si la silencian?” (2015: 13). Becerra, que exceptúa a Volpi y Fresán del carácter programático de Palabra de América, sostiene que “la desaparición de esa ne-
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cesidad de proclamar una diferencia y el acceso a posiciones de mayor rango dentro del campo borra los últimos rastros del discurso grupal y reivindicativo anterior para dar paso a los caminos personales” (2014: 293), tránsito que ve anticipado en el prólogo a McOndo, al que debe añadirse el deseo todavía fallido de consumarlo de parte de los del Crack, en parte porque la crítica no siempre se deja engatusar por sus obras, como seguiremos viendo. Junto a los intentos de los sobrevivientes del Crack por supeditar otros estilos, la crítica joven y menos joven sigue experimentando cambios; y cuando la crítica anglófona politiza hasta las comas, la nativa intenta poner en perspectiva su propio compromiso, sin despolitizarse abiertamente, en un momento que obliga a tomar partido. La crítica novata, su autoridad poco legitimada por el establishment, tiende a tomarse muy en serio, y cree que el gusto es estrictamente personal, actitud que termina definiéndola. Se tiende a olvidar que los estilos en las artes y humanidades marcan posiciones poéticas y políticas muy específicas que los humanistas se pasan vidas comparando y desenredando. Con los medios digitales, los asuntos que prefiere tratar, como la intersección entre lo público y lo privado, son cada vez menos pertinentes, porque pertenecen al sentido de querer estar al tanto de la cultura literaria y de la general, así sea periférica, como muestra Nefando (2016), de Ojeda. Paradójicamente, y a riesgo de generalizar debido a la ausencia de un corpus serio que la defina, la crítica joven no parece tener la energía para tratar de ser objetiva o no calcular sus opiniones. Este asunto se complica cuando los narradores la practican. En una comunicación conmigo por correo electrónico, Valencia afirma: Los respeto mucho porque tienen un gran pulso narrativo y saben de lenguaje, a pesar de que puedan parecer inmoderados. Lo cierto quizá es que, a su manera, son conservadores y hay un prurito de egolatría en lo que escriben. No creo que sean arriesgados, sino que cumplen con lo que se puede esperar. De todas maneras seguirán dando muy buenas novelas y no extrañaría que den tarde o temprano una que despunte por encima de lo conveniente. Pero sí, hay que notar la prevención que suelen tener. La gran conversación expansiva es algo que ha escaseado en su generación, demasiado a la defensiva y con pocas agallas para debatir, sino más bien contemporizar convenientemente.
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Se le puede dar la razón, por su idea y por escribir el tipo de crítica que no premia el establishment, poco acostumbrado al derecho crítico del desacuerdo respetuoso o a la jerarquía saludable. El subtexto de la idea de Valencia gira en torno a la renuencia de esos autores para revelar fallas en su propio mundo, restringidos no solo por lo que han sido capaces de lograr como artistas, sino por lo que son capaces de expresar como seres humanos. Por tales consideraciones un inconveniente de libros como La fábrica del lenguaje, S.A. de Raphael y À propos des chefs-d’oeuvre es repetir lo conocido —para Dantzig (2013) las obras maestras son las que solo son representativas de sí mismas (50-54), las irreducibles a la mecánica o pura fabricación (71-72), las ilegibles como Ulysses de Joyce (119-128), las que inventan sus categorías (131-132), las que no tienen modelo, etc.—, ser coyuntural por la naturaleza de su tema, y por su enfoque previsiblemente posmoderno (Raphael) acerca de la presunta literatura de Twitter y medios similares. Como recuerda Blumenberg, la legibilidad del mundo ya no puede ser imperativa, no se puede preguntar qué queríamos saber sino qué ofrece el saber. Que algunos mileniales detesten a los blogueros, se mofen de Twitter y no tengan Facebook no significa que esos medios no existan o influyan (desde enero de 2015 Facebook tiene un club de libros), que no construyan muros no literarios, o que no pertenezcan a la Generación “Me gusta”. Pertenecer a esos medios es ir por lo seguro, protegido por conexiones escogidas y conocidas. Si cada rentrée literaria tiene libros que quieren replicar la magia de Google y otros medios, también se sabe que las reglas y procedimientos de estos adquieren vida propia, sin que importen sus metas o las de sus usuarios distraídos. La inmediatez del blog es similarmente nociva, por poder simplificar y aplanar ideas importantes, convirtiéndolas en plantillas. La dificultad para algunos escritores en ciernes es que no están hechos para ese nuevo mundo. A menudo introvertidos, prefieren la soledad al arte de vender, cuando los lectores de hoy quieren conocer a los creadores cuyos libros compran, y los escritores reservados se sienten incómodos con pensar que publicar un libro es solo un prólogo para vender otros. Ante esas condiciones, apreciar la belleza de una obra maestra requiere un discipulado y aprendizaje generalmente extensos que los nuevos no siempre aceptan. Los estudios de Raphael y Dantzig son síntomas de una cultura posliteraria definida por banalidades y vulgaridades (Millet 2010) que en vez de corregir
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se aburren consigo mismos, viendo en cualquier expresión actual un mundo en que todo se recicla, traduce o es una versión derivativa de algo. Los inevitables “pos” aplicados a la literatura o cualquier desarrollo cultural (ya presentes en Language and Silence de Steiner) crean otro comodín problemático sin proponer una verdadera opción. Así, la noción de “posliteratura” confunde la literatura con el aparato institucional que la canoniza o margina, y Dante, Joyce o Bolaño surgen de lo que esa noción identificaría como sectores subalternos. Esas etiquetas muestran brechas más que fuentes para proponer categorías o términos igualmente reacios a los cambios estéticos que seguirán dándose, y pronto se revelan sociológicamente prometedoras pero literariamente áridas y pertinentes al minicompromiso. Para Millet, en la primera de sus agudas críticas “cristianas” contra la posliteratura en L’enfer du roman, “il semble que l’illimité de la production romanesque postlittéraire correspond à la limitation du monde, à sa caricature, à son désenchantement” (2010: 98), limitación que tiene que ver con cómo Occidente cede a las coordenadas culturales anglófonas para hacer de la novela un espectro (2010: 270). El esfuerzo de Raphael por no sobredimensionar la relación entre literatura, política y espectáculo según grandes figuras mexicanas es obvio, y contrario a la propaganda digital de su editor. Hoy es más obvio que la crítica debe plantearse el lugar que ocupa un mundo literario que cambia instantáneamente, con mudanzas más claras para un público mayor que pueden conducir a lectores bloqueados, no a una posliteratura, término que revela una inestabilidad, no un fin crítico. No vale insistir, como la crítica académica, que no hay que conformarse con aplicar unos “criterios que eran válidos para otros momentos”. Pontificar que la crítica debe interrogar el presente y cuestionar qué significa ser contemporáneo cuando la tecnología avanza más rápidamente que las ideas es repetir argumentos archiconocidos, precisamente por esos avances. En un clásico ensayo de 1981, y con base en los “boomistas”, Jean Franco distingue entre narrador, autor y superestrella, porque cada uno corresponde a tecnologías radicalmente distintas. Con la tecnología actual, “superestrella” describe la autopercepción de varios aspirantes a Bolaño; y a otras decenas que no son leídos ni por especialistas o blogueros. ¿Se saca algo concreto con preconizar que la crítica ya no consiste en proclamar certezas estéticas o políticas, sino en proponer interrogantes de nuestro entorno, con un arte de comadronas? Desde la perspectiva de la crisis de 2008 Monsiváis
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advierte (a lo Vargas Llosa): “Ante un panorama tan fatalista, es primordial el papel de las ideas en la sobrevivencia de las sociedades. Así se agoten y pierdan eficacia, o se diluyan y enturbien, las ideas genuinas incitan a movilizarse y resistir” (2012: 396). Esa crisis reenfocó la crisis del capitalismo para las nuevas generaciones, aunque su legado más perdurable ha sido el crecimiento de nacionalismo xenofóbico contra la globalización. Si Palabra de América es una limitada pipa de paz entre generaciones de narradores afectadas por guerras culturales, convence más que la polarización de nuestra sociedad es una cortina de humo para la confusión interna sobre los valores, morales y deseos de crear una estética nueva excluyente. Los textos de Cabrera Infante y Gimferrer son polos forzosamente optimistas al respecto, y el cubano nota claramente los motivos ulteriores de este tipo de iniciativa. No es necesaria una lista de grandezas sino balances de obras para separar la paja del heno entre los narradores actuales. A más de una década de Palabra de América, ninguno de los elegidos se acerca a Bolaño o su recepción, y no se trata de la cantidad de publicaciones. La necesidad de estas aserciones es patente para mostrar que la actual identidad narrativa hispanoamericana trasciende los límites académicos arbitrarios de nación, raza y género sexual. En nuestro continente tal vez falta un Houellebecq para poner en perspectiva esa iniquidad. Hoy aumenta la imposibilidad de los últimos treinta años de leer “novelas como novelas”, y es como que se perdió la fe en ellas y que sus críticos no tuvieron fe desde el principio. ¿Se les puede recriminar que crean que algunos antiguos narradores de prestigio ya no son originales, o que no admitan frontalmente que Borges, Onetti y otros antes de ellos anticiparon nuestra mentalidad reformista, y tantas de nuestras locuras? Solo saliéndose de la mentalidad de burbuja que suele definirlos, y por medio de desacuerdos honestos, podrán los nómadas o globalifóbicos ayudar a que se los perciba como individuos. Considerando la indecisión del apostolado actual y cómo cada vez dista más de ser un boom, condición de su momento generacional mayor y relativista, Palabra de América muestra cómo contribuir a que las historias literarias se conviertan en exploraciones líricas. Experimentar es una de las cualidades más comunes de la narrativa, y con buenos maestros la mitad del trabajo ya está hecho. Estos testimonios casi evangélicos ayudan a pintar el contexto que proveo porque muestran que las generaciones literarias liberales o conservadoras
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nunca son estáticas, y lo que pretenden no es fútil o gastado inmediatamente. Hoy, cuando los progresistas descartan rutinariamente la estética por creer que no tiene significado político o ético, la estética actual politiza que unos crean bello lo que otros creen repulsivo o moralmente asqueroso. Los nuevos resisten la confesionalidad comprometida de los años setenta y ochenta que creía que confrontar el pasado era una virtud, y que confiar en nuestras creencias morales se podía aplicar a cualquier situación. Rigoberta Menchú comprobó que los secretos tienen que ser fisgoneados, como han hecho históricamente las compañeras de los grandes escritores, y aun así lo revelado contiene dudas y el gusto para cierto tipo de vida puede alinearse con convicciones revolucionarias o reaccionarias. La politización del testimonio canónico y sus críticos supedita y desdeña, por “burguesas”, el sufrimiento y escritos de las mujeres de varios autores canónicos, hasta los “boomistas” y el cambio de siglo pasado, como examino en “‘Hablar de un esposo siempre es difícil’: condición crítica del testimonio femenino” (Corral 2015: 167-220). Por eso Palabra de América seguirá siendo un texto moral y literario. Como muestran los capítulos siguientes, catalogar alienta a armar otros archivos, y hay instituciones de la vida cultural hispanoamericana que requieren listas de maestros, en particular la del mercado del libro, al cual se añade este testimonio de los nuevos. Si en una época había pocos grandes maestros ahora hay muchos nuevos, y no les es fácil vencer esa diversidad de la que, paradójicamente, no quieren ser parte. Concentrarse en los autores de Palabra de América es distorsionar el desarrollo de los nuevos, cuando hay corolarios testimoniales necesarios, como los dos antecesores que he examinado en este capítulo. Sin embargo, el público especializado no se harta de discutir el rol de las generaciones para ese tipo de literatura, la influencia del pop art y de los medios masivos, o las nuevas tecnologías y el individualismo desenfrenado. Uno se queda con la impresión de que tiene que haber algo más, que se espera más de la tecnología que de los humanos, porque todos esos desarrollos incontrolados no cambian de la misma manera o con el mismo ritmo26. Por razones afines, ante los tesLa ansiedad ante las nuevas tecnologías no es ideológica, y estas no son un monolito. Notando que la narrativa reciente deja a un lado [sic] “las nuevas formas de comunicación surgidas al amparo de la red” (21), Noguerol paradójicamente destaca diez rasgos “fundamentales” que surgen de ella en “Barroco frío: simulacro, ciencias duras, realismo histérico y fractalidad en la última narrativa en español” (2013: 17-31). En “Zapping de géneros. Una lectura hispánica” del mismo volumen (2013: 61-71), Jorge Carrión, concentrado en Bellatin, arguye que Aira es 26
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timonios examinados, sigue siendo el trabajo y obligación del crítico, como libre pensador, curioso y buscador de cierto placer, estético o no, romper las categorías presentadas, en el fondo artefactos que se refuerzan a sí mismos y a la tiranía del mercado. Como esa narrativa no es un monolito, vale examinar las tendencias en que se escinde, hasta ahora no confrontadas abiertamente porque varios de los discípulos decidieron quiénes eran sus maestros mucho antes de comenzar a publicar. El problema es que no siempre escogen ellos, sino que son escogidos por el maestro, como desvela Monterroso en “Obras completas”. Ese flujo se retrae a la sombra de la relación de Virgilio y Cebes, que Hermann Broch retoma en la tercera parte (“Tierra o La espera”) de La muerte de Virgilio, publicada simultáneamente en inglés y alemán en 1945 e influida por Joyce, para postular que el Maestro se había reducido al círculo de sus favoritos (Cebes y Alejandro) y no tenía nada que enseñar. Se inclina hacia Cebes porque con él se había visto en el espejo, convirtiéndose en un escritor frío poseído por la belleza. La égloga bucólica en que aparece Cebes muestra que Virgilio lo instruye tan bien que el discípulo se convierte en un buen poeta, solo para que el Maestro lo llame tonto por emularlo, sin importarle que unos versos antes le había propuesto a Alejandro que lo imitase. Son secretos desconocidos por los nuevos discípulos, y vale tener en cuenta la confluencia de nociones como la presunta muerte de los clásicos y de la novela, que discutí en los primeros capítulos. La paradójica y extensa historia de la desaparición de ambos dice más sobre su perenne relevancia que sobre su mala salud, y es mejor medir la fuerza de los clásicos preguntando cuántos creen que el mundo debe conocerlos en vez de ignorarlos. Los nuevos no van o vienen más allá de las negociaciones implícitas en toda lucha generacional, y un buen ejemplo es la diferencia entre Bolaño y Serrano, celebrada por Fuentes como graduada del taller de Donoso (2011: 294). Estos asuntos obviamente se complican nacionalmente. Ante la presunta influencia negativa de Donoso, Gumucio, lúcido biógrafo de Nicanor Parra, sostiene que el “boomista” en verdad está más cerca de Bolaño de lo que se cree, porque Donoso escribió “una prisión de paredes a veces aterciopeladas de la que sentimos, los escritores chilenos, que nos liberó Roberto Bolaño y su precursor de la dependencia en los soportes tecnológicos. Sarlo precisa esa veta en “La novela después de la historia. Sujetos y tecnologías” (2007: 471-482).
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mundo de fracasados bellos y poetas sin obra” (2009: 112), y “la incapacidad de escapar del basurero, del lugar sin límites que es la ciudad de Santa Teresa, es lo más chileno de Bolaño” (2009: 112), y Gumucio está expresando su simpatía27. Por otro lado, en la FIL de Guadalajara de 2007 varios reportajes argüían que los nuevos se despegan de lo político y recurren a otros lenguajes, que dice mucho pero significa poco, por ser argumentos cíclicos. Si son pocos los políticos que leen narrativa, son muchos los autores que se inclinan a ser analistas políticos, sin estar preparados para hacerlo. Pero los asemeja cometer errores garrafales al presentar conflictos morales y tener más fe en oscuras ficciones individualistas. También los iguala, en un momento de desafíos épicos, no proveer estrategias épicas que combinen las esperanzas del pasado clásico y las de la globalización que los define. Según Ian McEwan en una entrevista de septiembre de 2014 en The Wall Street Journal, “los novelistas son bastante parecidos a los políticos. Siempre esperan su perdición, y entonces se retiran”. Salvedades culturales aparte, hace unos ochenta y cinco años, en unos fragmentos inéditos durante su vida, Benjamin despotricaba contra los nuevos autores, sugiriéndoles no usar “el yo” antes de cumplir treinta años. En “Caracterización de la nueva generación” anota cinco características negativas, que no son misteriosamente pertinentes a las de hoy. En tres de ellas surge previsiblemente el interés en el papel de la técnica en el éxito, y por ser fragmentos se podría objetar que diga que escriben literatura de consumo, que les falta educación y consistencia (1999: 401). También alega: “Esta gente no hace el menor esfuerzo para basar sus actividades en ningún fundamento teórico en absoluto. No solo son sordos a los llamados grandes asuntos, los de la política o visión del mundo; sino que son igualmente inocentes de alguna reflexión acerca de cuestiones artísticas” (1999: 401, énfasis mío). Finalmente: “¡Y cómo estos escritores dan absolutamente por sentado su derecho a exhibir un ego infinitamente mimado, narcisista, sin escrúpulos— periodístico en resumidas cuentas. Y cómo su escritura está empapada hasta el último detalle del espíritu arribista!” (1999: 402). Bolaño opacará casi todo registro de novelistas chilenos, y el dossier (48-74) de Upsalón [Cuba] 10-11 (marzo-julio 2012/septiembre 2012-febrero 2013) muestra por qué. ADN Cultura 7, 310 (19 de julio de 2013), publicó notas convencionales sobre el mito Bolaño y su efecto generacional; mientras Radar 16, 882 (11 de agosto de 2013), fue más ambiciosa, con colaboraciones de diez contemporáneos, en particular el fragmento de un ensayo posterior de Fuguet (4), las notas de Pauls (5) y Enrigue (6), más el testimonio de Trelles Paz (31). 27
III. La crítica española, el boom olvidado, el testimonio de los “discípulos”
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Los agrupamientos recientes no están tan definidos como para estar en un diccionario de narrativa, sino en un mundo en que casi todo narrador puede ser conocido porque se discute la narrativa en público. El público general es más efímero, y si los novelistas del boom tenían lectores, los de hoy exigen descodificadores. Así, en narradores que se jactan de la superabundancia de datos históricos y enigmas científicos, como Volpi, Padilla y pocos otros, parece que una nueva trama comienza cada uno o dos párrafos. En Si te vieras con mis ojos, Franz depura esa prodigalidad, desarrollando las ideas para mostrar que la unidad de la naturaleza es tan elusiva como la de la pasión. Refiriéndose a Rugendas, el narrador afirma: “El científico [Charles Darwin], que quería comprenderlo todo acerca de la naturaleza, se negaba a aceptar la realidad de tu amenaza. Su razón no podía admitir la realidad de tu pasión” (2015a: 218). Después del boom se da una densidad frenética, como muestran las compilaciones discutidas en este capítulo, mientras que en los autores actuales hay una profusión agotante de signos que pregunta, por enésima vez, qué es más real, el tiempo o el espacio, lo viejo o lo nuevo. Pero hay libros meritorios que nadie está leyendo porque se los ha olvidado. Como confirmo en los dos capítulos siguientes, durante un siglo los cambios en lo que leen los especialistas se alinearon con los cambios en cómo leer, con argumentos forénsicos o pasión moral demasiado inquebrantable (creyendo que solo la literatura puede moralizar al dar ideas para pensar), y ojalá algún crítico futuro resucite esos libros, o que lea por gusto. La nueva generación tiene mayor conciencia de las relaciones forzosas construidas desde el siglo veinte, y en “El ensayo y su tema” Aira manifiesta que el crítico nunca está ausente de sus cavilaciones, porque “es esencialmente un ensayista”, concluyendo, en contrapeso a la patina antipolítica que se le quiere atribuir, que “el crítico que quiera ir más allá de la descripción y explicarse de dónde salieron los libros que ha leído, tiene que retroceder a la sociedad y la Historia que los produjeron” (2017: 126). Esa idea no lo ubica en el “insilio” de Benedetti, con que se refería a artistas e intelectuales que no se exiliaron, viviendo en sus países sin libertad. Considerando el interior y exterior de estas situaciones, este y los dos que siguen muestran que los “bárbaros” se arraigan solo si detrás hay críticos y teóricos que avalan sus verdades.
IV. LITERATURA EN LA LITERATURA: LOS ÚLTIMOS CIEN AÑOS Y LOS “MAESTROS”
Quien hiciera esto y escribiera un libro radicalmente distinto, igual pero diferente, tendría la Obra Maestra. Quien firmara este libro (Pierre Menard, interrumpí— Arsenio no se contrarió sino que dijo: ¿Tú también creíste que era eso?) con el nombre (hizo una pausa borgiana) de Stendhal, tendría la Obra Maestra. Guillermo Cabrera Infante, Tres tristes tigres
Un pasado anglófono no tan distante La historia enmarcadora de La cartuja de Parma (1839) es sobre el narrador, a quien se le entrega el manuscrito del sobrino de un canónigo muerto que tiene una relación muy tenue con los personajes y sucesos allí contenidos. Si no fuera porque los personajes de Stendhal buscan la gloria al margen de esos sucesos (no por nada Bolaño admitió que Stendhal era su novelista favorito), y es un recuento del avance político a un Estado moderno y centralizado, se creería que es una novela de hoy. ¿Qué pueden hacer los nuevos con una práctica consumada durante varios siglos anteriores a ellos? Paralelamente, y pormenorizo las concomitancias en el último capítulo, ocurre que varias editoriales menores (algunas universitarias) ceden a intereses creados y traducen al inglés obras poco conocidas en Iberoamérica, que desaparecen inmediatamente en el ámbito anglófono. Casi lo mismo ocurre con obras que tienen a sí mismas y el mito personal de sus autores como intérpretes, meollo de la literatura en la literatura; y el problema no es haber llegado a cierto estado (occidental) de sabiduría, justicia, generosidad, originalidad y humor crítico. Se trata de ir más allá del
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contexto sicobiográfico en que el autor o la novela misma son protagonistas junto a la falsa seguridad que provee esa ilusión, y de vencer la ola espuria de banalización producida por esos intentos. Se puede entender la función del mito personal en que este tiene el papel de matriz imaginativa que recoge, sobre todo, las lecturas y observaciones del narrador1. Pero al ponerse una máscara de su propia cara se conjugan múltiples ironías, forzando a los lectores a reaccionar espontáneamente. Ya se sabe que el trasfondo del pasado y futuro del arte metanarrativo es extenso, y que sus practicantes están en la incómoda posición de duplicar o reproducir narraciones de por sí destacadas por sus imitaciones de otras. El resultado de hacerlo es frecuentemente desconcertante, pero rara vez soso. En 1967, cuando se publica la versión original anglófona de Los nuestros (1966), informe extraoficial del boom (aunque no use el término), se podía leer una novela cuyo narrador decía sin remordimiento, justo en el apogeo de la politización de la narrativa: “En Hispanomérica no es factible una novela de sociedad por no existir, como en Europa, sociedades estabilizadas, cristalizadas en estratos, aunque en un continuo proceso de evolución hacia arriba” (1966: 211). Aquella, El buen salvaje de Caballero Calderón, entonces ganadora de un prestigioso premio español, puede ser leída hoy anacrónicamente, como una de las más políticamente incorrectas del siglo pasado (otra es Los dos indios alegres), similar a Black Mischief (1932) de Waugh y su sarcástica condena de la civilización y el progreso. Pero también se puede ver en ella la reemigración de la picaresca hispana, a París, en los cuadernos que el afrancesado protagonista mantiene para una novela futura. ¿Qué ofrecía El buen salvaje a cambio de segmentos casualmente reaccionarios, clasistas y sexistas, o qué le permitía disfrazar esos atentados? Nada menos que un exhorto a la literatura en la literatura, que no es lo mismo que “libros sobre libros”. Es inconcebible que los novelistas de hoy hablen del “lector hembra”, para recordar otra novela metaliteraria de esos años sesenta, Rayuela. Si los nuevos se preocupan menos de códigos y tradiciones es porque para ellos sí han cambiado, y como Cortázar y Caballero Calderón, los del Crack son una hermandad de testosterona. Según Joseph Campbell (“Personal Myth”, 2004: 85-108), que refina algunas ideas suyas sobre el héroe y el mentor, instructor o guía (el anciano sabio), y Charles Mauron (“Les origins d’un mythe personnel chez l’écrivain”, en Lefebve et al. 1970: 91-109). 1
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¿Por qué empleaba Caballero Calderón la metaliteratura, en qué maestros se basaba? En ese momento la metaliteratura no se hundía todavía bajo el peso de pretensiones ilegibles. Tampoco había una saturación del narrador ensimismado por un autor ensimismado, ni una superabundancia de exhibicionismo textual que supera toda necesidad autorial de ser reconocido por la historia que propone el texto. ¿Bastó la ausencia de politización (en sí, una percepción relativa) para que la novela de Caballero Calderón haya sido olvidada como precursora del giro hacia la metanarrativa? ¿Cómo fue la recepción inicial de El buen salvaje y qué vigencia tiene hoy? Según la crítica, ambas preguntas exigen una respuesta contextualizada que no se da debido a que durante los últimos treinta años, a la vez de hablar de una “literatura latinoamericana”, la crítica refuerza la conciencia de la existencia de literaturas nacionales más o menos autónomas y de la necesidad de huir de ellas en complicidad con las editoriales, independientes, nuevas o pequeñas (Leenhardt 2012). En la introducción a la versión actualizada de su Nueva narrativa hispanoamericana (1999), Donald Shaw sostiene, como varios historiadores literarios se ven obligados a hacer, que “íntimamente relacionado con el conflicto cosmopolitismo/americanismo está el problema de cómo enfrentarse con la realidad de Latinoamérica” (1999: 13), para inmediatamente perpetuar el tono de protesta y estridencia de El Cristo de espaldas de Caballero Calderón. Al buscar el rigor erudito en la historia literaria algunos historiadores borran fácilmente cualquier signo de memoria histórica de su trabajo. Resulta que esa novela de 1952 cabe en la recepción que ve el origen de nuestra narrativa en varios tipos de violencia ocasionada por presiones impuestas desde el exterior. Dos párrafos antes, Shaw se refiere a la narrativa experimental que, estudiada a fondo, prueba que ambas expresiones no están peleadas, y que la literatura en la literatura que paso a discutir no tuvo que acudir a las fuerzas del oscurantismo y regresión de las oposiciones estériles. La llegada de los bárbaros, comentada, incluye una de las primeras muestras de la recepción contemporánea de El buen salvaje (la otra es Werrie 1966: 137143), novela cuyos “estratos”, “novelas” y “notas” internas sirven para mostrar que, no importa cuánto se experimente con formas originales, estas siempre siguen vivas y a la disposición de los que quieran comparar palimpsesto y alteración. Así, entre 1966 y 1967 se publica Nosotros dos, “novela de lengua-
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je” de Néstor Sánchez con el visto bueno de Cortázar, cuya Rayuela también modificó a la novela de su tiempo. La de Sánchez ya había sido publicada en 1964, pero no por Sudamericana, y adquirió fama local con Cortázar y García Márquez. Sánchez sería elogiado, sobre todo por su Siberia Blues (1967), por Rodríguez Monegal y Jitrik en América Latina en su literatura, pero desapareció con su Cómico de la lengua (1973). De esa época, quizá porque el original italiano no se tradujo al español hasta 2001, se ignora el valor precursor de Los dos indios alegres de Wilcock, una “novela-dentro-de-una-revista-dentro-de-una-novela”, que resume lo que es la literatura en la literatura, y merece un estudio aparte para poner en perspectiva a los nuevos. El abandono crítico actual se debe a que entre los hilarantes personajes del lumpemproletariado (exiliados en Roma) abundan indígenas con nombres políticamente incorrectos (Aceite de Oliva, Queso Americano, Ciruela Madura y una india libanesa). Entre sátira, concursos de novela, plagios y grafomanía, Wilcock, no por nada traductor de numerosos autores anglófonos (Kerouac), Kafka y de sí mismo en su genial El caos (1960, 1974), eleva a un nivel superlativo su admirado “Yves de Lalande”, y da lecciones en cada página de su metanovela, en la que invita a los lectores a responder a qué es lo que más les gustaría encontrar al abrir sus entregas: “Las respuestas deberán enviarse a la Redacción de la Novela ‘Los dos indios alegres’ (Revista El Picadero) en el transcurso de la semana” (2001: 162). Etiquetas como “novela de lenguaje” resultaron insuficientes e injustas para ese tipo de narrativa: por ignorar narradores más meritorios del pasado, por no examinar el potencial del término más allá de los juegos de lenguaje y neologismos, y no considerar que no toda experiencia humana puede o debe ser contenida por el lenguaje. Tres tristes tigres de Cabrera Infante (1965, la de 1967 es la primera edición) es la obra maestra de la “novela de lenguaje”, como arguyó su crítica contemporánea, y es magistral por ser muchísimo más. La novela del cubano —como De donde son los cantantes de su compatriota Sarduy, publicada el mismo año— concretiza las actitudes lingüísticas que estaban en el aire intelectual, y asume toda su potencialidad, añadiendo la cultura popular, combinación cuya riqueza algunos críticos poscolonialistas quieren enmarcar con otra sintonía de época, infructuosamente. Con Holy Smoke (1985), título tan alusivo en inglés como en la lengua original de Cabrera Infante, suscitó rumores sobre su “traducción” al español, ya que el cubano lo había escrito en inglés.
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Pero era tan sui generis su inglés, como el “glíglico” de Rayuela, que el único que lo podía traducir era él, no los tres traductores que trataron de hacerlo. Cabrera Infante (que escribió el principio de Tres tristes tigres en un espanglish culto) lo tradujo con Íñigo García Ureta, y se publicó en 2000 como Puro Humo, título menos alusivo que el original, y puede ser que el cubano lo haya reescrito, reiventando el español que pasó al inglés, para enmendarlo al español. Hoy se dispone de Holy Smoke en traducciones al alemán, francés (para ser consecuentes con su política editorial, tendrían que decir “cotraducido del inglés cubano”), griego, japonés y portugués (de Brasil). Como detallo en el último capítulo, el espanglish literario es un habla totalmente diferente, y no hay un parecido con autores como Fuguet, cuyo costumbrismo urbano quiere replicar un habla mezclada con el inglés (desde su prólogo a McOndo hasta Sudor) que otros cosmopolitas evitan, para no llegar a un “panespañol” incomprensible. Recordando que en los años veinte del siglo pasado había conciencia y crítica de esa mezcolanza, por lo menos entre México y Estados Unidos, Aura Lemus Sarmiento precisa que la alternancia de códigos lingüísticos en la narrativa de Díaz ya no es “simplemente interlingüística, sino intersociolectal e intertecnolectal ya que los cambios no son solo entre dos lenguas diferentes sino entre diferentes variedades sociales o étnicas de una misma lengua” (2013: 295). Ese no es un logro de Fuguet. Harwicz, refiriéndose al inglés de Conrad, Nabokov y Donoso, sigue a Cortázar en su intento de aprender la gramática para olvidarla (como Ojeda), y dice: “Yo considero que todo escritor es un traductor” (Rivera Yáñez 2017: 13). Aun considerando los juegos de palabras, parodias, el sinsentido y las adivinanzas sin respuesta, en 2015 hubo 170 traducciones de Alicia en el país de las maravillas, 40 de ellas completas, a pesar de que “Lewis Carroll” la consideraba intraducible. Ese hecho serviría para comenzar a contrarrestar la noción desarrollada teóricamente por Emily Apter en Against World Literature. On the Politics of Untranslatability (2013), según la cual, debido a que una traducción completa y fiel de un lenguaje a otro es imposible, no puede haber literatura mundial. El problema es que, diferente a Apter, perdida en los críticos de quienes depende más que en la práctica, Goethe no tenía en mente relatos matizados de la opresión de culturas locales por el capitalismo global, ni tenía que preocuparse de la “macdonaldlización” de la literatura. Como afirma Proust en “Sur Goethe”, “las artes y las maneras por las cuales uno se perfecciona en
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ellas ocupan mucho de las novelas de Goethe” (1971: 648), hecho descartado por la crítica preocupada de que no todo el mundo es un traductor políglota que llena todos los espacios entre uno y otro lenguaje, sin pensar en que no se es totalmente prisionero de la lengua de uno como para no usarla para ver sus límites claramente. Si se considera que el español es una lengua ausente en las discusiones de Apter y que Borges y Bolaño son hoy notas al pie obligatorias pero secundarias para la crítica anglófona, Goethe resulta más convincente. No por nada el juego de palabras sigue en 1969 con el argentino Héctor A. Murena y su Epitalámica, y en 1972 con Figuraciones en el mes de marzo, del puertorriqueño Emilio Díaz Valcárcel, especie de “Guía del perverso lingüístico a la novela” que será retomada por sus compatriotas bilingües, y no a la fuerza. Si a ese registro se añade mucho de la narrativa de “La Onda”, formulismos como “novela de lenguaje” son muy limitados, paradójicamente por su amplitud y por no considerar su legado a la narrativa actual. Este es un problema con la metaficción tardía de Sarduy, en que su intención (suponiendo que un autor es maestro de ellas) de mezclar teoría y práctica de manera accesible es prueba de lo contrario, y sus críticos se enredan más al enaltecerla como precursora. Después de lo realizado en los siglos después de Cervantes y Joyce, cuando las convenciones narrativas invitaron a dejarse engañar sin poner mayores trabas lógicas a detalles accesorios, se puede acusar a algunos autores hispanoamericanos de metaficción de cohecho, concusión, desacato facilista del “contrato mimético” (acuñado por Barrenechea contra el principio de fidelidad), enriquecimiento verbal ilícito, exacciones, peculado, soborno y, sobre todo, de utilización dolosa de fondos reservados para otros talentos. O sea, las seducciones que explica Barrenechea permiten al mentiroso y su auditorio cooperar para cambiar la naturaleza de la realidad misma, de una manera aceptando la magia de querer ser mentido (Kirsch 2016a: c2). Salvando las distancias, parece injusto preguntar por qué sobrevivió la novela de Cortázar y no las de Caballero Calderón y Sánchez (se reedita las de este desde 2007). Como ocurre con los nuevos autores, la respuesta yace en los cruces entre la logística de la publicación, la obra en sí, el público y la actitud autorial antes las presiones del mundo, incluida la editorial. Lo poco que se sabe de la vida de Sánchez, como lo mucho que se sabe del colombiano, no explica por qué sus novelas no hicieron boom, y se hace preguntas similares
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sobre Borges, Onetti, Rulfo y Carpentier (su Los pasos perdidos muestra una percepción madura de la metaficción en 1953), con diferentes grados de autointerés crítico. La comparación con Cortázar tampoco explica la ausencia de esos novelistas del canon, aunque sí justifica su actitud ante el statu quo narrativo. La de Caballero Calderón cuenta una historia más lineal, y este parecía ser el procedimiento que satisfacía a los lectores, porque cuando Sánchez escoge el monólogo interior lo que le quedó al público fue el deseo de innovación radical del novelista y su ansiedad por llegar a un grupo reducido de lectores. En los años sesenta el experimentalismo narrativo llevaba décadas en el continente, y el vitalismo no se apreciaba sin una historia bien contada. Pero también se trataba de continuar una tradición de novelizar las experiencias en esa ciudad o el exterior, como Blest Gana y Los trasplantados (1904), y llegó hasta el siglo veinte con El jardín de al lado (el “jardín” muy bien podría ser la España literaria que, según Donoso, no le prestaba la debida atención a él), ayudando a establecer “el viaje del latinoamericano a París” y a otras partes, o a la tierra de uno mismo como un destripado tópico continental, no de una región, según problematiza Aínsa (2012: 133-151, 153-163). Caballero Calderón heredó ese ambiente nada extraño a los autores actuales, el eterno retorno que es parte del legado del boom. ¿Qué opciones le quedaban a otro novelista colombiano provocador? Levemente disfrazado, en La forma de las ruinas “Vásquez” cavila: “No sé cuándo comencé a darme cuenta de que el pasado de mi país me resultaba incomprensible […]. Con el tiempo he pensado que es esta la verdadera razón por la que los escritores escriben sobre los lugares de su infancia y adolescencia […]. Todo esto que yo creía tan claro, piensa uno entonces, resulta ahora lleno de dobleces y de intenciones ocultas, como un amigo que nos traiciona. Ante esa revelación, que siempre es molesta y muchas veces dolorosa, el escritor responde de la única forma en que sabe hacerlo: con un libro” (2015: 481, énfasis suyos). En Nettel; en Meruane con Fruta podrida (2007) y Sangre en el ojo (2012), novela que no evita los ubicuos inconvenientes rapsódicos que muestran que la autoficción no es imparable; Alemán con Body Time (2003); el chileno Carlos Labbé (1977) en Coreografías espirituales (2017) y otros, el dolor y el cuerpo son autobiográficos, transmitidos con la sensación de que su generación fue creada para pensar que todo lo que hacen y sienten es importante, y que sus lectores se pegarán a cada palabra. Nótese la diferencia en torno a la presencia del cuerpo en La cresta de
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Ilión (2002, traducida al inglés en 2017 por una editorial feminista) de Rivera Garza, o en El disparo de argón (1991) de Villoro. Se puede simpatizar con esos sentimientos, pero no son diferentes de generaciones que han sufrido dolor, pérdida, tragedias y otras complicaciones de la vida, y han superado o evitado la teleología lacrimosa. El narrador mirándose narrar Con el pasado que he resumido, nuestros narradores —que serían de cambio de siglo más por las claras conexiones entre la narrativa que los precede y la que intentan establecer que por la connotación que tiene “finisecular”— tienen un inmenso trabajo por delante, por lo menos en lo que se refiere a convertir a la literatura en protagonista y constructora de sus ficciones. Llámese metaficción o literatura en la literatura, para la narrativa ese prototipo cervantino persigue a la literatura de manera persistente, y como ningún otro, a pesar de que Rincón, por ejemplo, provea un registro demasiado selectivo de la práctica y lo mezcle con la surfiction y el nouveau nouveau roman (1995: 150). Desde Cervantes también se sabe que cuando el novelista se convierte en demagogo más que en alquimista, y permite que cualquier lector decida su trama y desarrollo, se da una negociación difícil que no niega la esencia misma de la narración y la del autor, situación que complicó Unamuno para sus buenos seguidores. Y desde el comienzo de la red mundial se sabe que nuestra esencia no se puede reducir al resultado de una búsqueda en ella, de la misma manera que es archiconocido que es un medio de control, explotación y manipulación; amenaza existencial para algunos. Con sus paratextos e intrahistoria de retraducciones, Cómo se hace una novela (1926-1927) de Unamuno puntualiza cómo nace la idea de una narración y cómo va tomando cuerpo y alma, conforme se entrecruzan planos espirituales, geográficos y temporales, voces e identidades narrativas. Esa multiplicidad de asuntos, comentarios (sobre sí mismo y su obra), excursos y referencias forma parte esencial de cómo escribir una novela biográfica sobre un personaje inventado, desde el destierro de su autor real. Si hoy buena parte del público lector no distingue entre ficción y realidad, también es verdad que Vila-Matas y Aira no escriben para la parte politizada que le interesaba a Unamuno, la
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gama de cuyas “nivolas” es paralela o se anticipa a la de los novelistas que no conoció. Si un gran público ha llegado a leer a esos españoles y al argentino, siempre determinados a probar la fe en una ficción definitiva que se sabe que es ficción, tendrán todavía más adictos fieles solo a prácticas precursoras. En los años ochenta comienza la irradiación de estudios como Metafiction: The Theory and Practice of Self-Conscious Fiction (1984), de Patricia Waugh, con base en estudios como Le récit speculaire: essai sur la mise en abyme (1977), de Lucien Dällenbach. Waugh (que retoma el término acuñado en 1970 por William H. Gass), como críticos subsiguientes, no puede presentar la metaficción como característica inherente de la ficción y como reacción a la situación cultural y social contemporánea. Pero la atención crítica y culta persiste, y durante la mayoría de 2007, por ejemplo, el Times Literary Supplement pidió a los lectores que remitieran ejemplos de la práctica, y casi semanalmente se leyó decenas de referencias. Pero ya no es común tener novelas hispanoamericanas que dependan de modelos exranjeros, como muestra la inversión total de los cruces ficticios y reales, enmarcados en vínculos genéricos especulares (autobiografía, libro de viajes, novela romántica) de Un asunto sentimental (2012), de Benavides. Al narrador “Benavides” de ella se le hace real el aclamado autor Albert Cremades (que reaparece en El asesinato de Laura Olivo), presentado como irreal por otros narradores reales como “Carlos Franz” o “Juan Armas Marcelo” (2012: 117-139), teniendo que concluir que debe abandonarlos, “para que ellos pudieran poner a salvo su amor y yo mi tranquilidad. Y para que la realidad no siguiera contaminándose de ficción” (2012: 339). Aquella destreza, método o aplicación, se sabe, fue un aspecto experimental frecuentemente teórico (y fallido) de la narrativa del último tercio del siglo pasado, y se creería que con sus pocos autores diestros y versados llegó a buen fin. Decididamente libresca, continuó con otro tipo de “novela de lenguaje” y para 1996, cuando comienzan a figurar los narradores noveles, era catalogada como “novela de la escritura” (Becerra 1996). Si nos guiáramos por esa práctica de las primeras décadas de este siglo ciertos narradores actuales creen o sostienen por lo menos tres opiniones acerca de ese molde. La primera es que sus antecesores no llegaron a una experiencia de límites. Segundo, que obviamente la práctica da para mucho más, ya como reescritura o como textualización de la autoconsciencia narrativa. La tercera opinión es que los mejores libros siempre necesitan reescritura, y los mejores clásicos saben que reescriben:
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Homero fue recompuesto por Virgilio; reescrito por Dante, a su vez reescrito por Milton, todos los cuales fueron leídos por Borges, y todos llevados al cine por varios cineastas del cambio de siglo. En Varamo de Aira se puede notar algunas resonancias de la película L’Argent (1983) de Robert Bresson, que a su vez se basa en un cuento de Tolstói para contar cómo un dinero falso entra en el sistema social como un virus y conduce a desajustes de los cuales nadie se salva, ni la literatura. Si se lee a Homero en una tableta digital, ¿quiere decir el mirar a una pantalla que no se ha expresado nada? Puede ser que estos narradores ignoraron a algunos maestros, o desconocían la práctica por varias razones, entre ellas creerse original. Unas cuatro décadas después de Ulysses y el annus mirabilis para el modernismo anglófono —cuando irrumpen la primera “nueva narrativa” hispanoamericana de avanzada— los nuevos de entonces tendrían conciencia de Nabokov y Lolita (1955), con Pnin (1957) y Pale Fire (1962), la narrativa más “literaria” y autorreflexiva occidental de la segunda parte del siglo pasado, por sus juegos metaficticios, narradores no confiables (en escenas que no podrían haber visto, o por salir inesperadamente, como villanos en el teatro), y por la habilidad para construir metáforas que alteran el mundo visual, sin que su abundancia sea problemática. Más que con metáforas descontroladas, Pnin tematiza, con ternura poco característica, la condición del maestro sin discípulos. Timofey Pnin, intelectual ensimismado doblemente exiliado, enseña en una universidad estadounidense mediocre y provinciana (ambiente recogido por Martínez y Urroz). Diferente del tono satírico de las hispanoamericanas posteriores, la de Nabokov se politiza con la historia de una mujer exterminada por los nazis. Al fin Pnin es despedido, remplazado por un novelista emigrado ruso cuyo nombre comienza con N. Es difícil creer que los maestros hispanoamericanos de los años sesenta sabían ya de The Real Life of Sebastian Knight (1938), y no solo porque en ella Nabokov hace literatura con la literatura, sino porque la historia de la publicación de esa novela detectivesca sobre el papel del artista en la sociedad (y la ambigüedad de la identidad humana) se dilata entre 1941, 1959 y 2008. Es más probable que los maestros no hispanoamericanos de los años sesenta hayan tenido noticia de Niebla (1914), la “nivola” de Unamuno2. El cerebraUna temprana reductio ad absurdum del principio de la autorreferencia posibilitada por la estructura de la novela dentro de la novela es At Swim-Two-Birds (1939), del mítico irlandés 2
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lismo y escapismo lúdico ya estaban establecidos para entonces como parte de la textura literaria de la modernidad occidental. García Canclini argüía en Culturas híbridas (1989) que la debilidad del mercado editorial sería una prueba de la modernidad incumplida de nuestro continente en esa época. En varios estudios sobre la modernidad, Habermas sostiene que un estilo, por inimitable que sea, puede pasar de moda, pues conlleva en sí la fugacidad del presente, que lo condenará al olvido. Este nuevo valor atribuido al culto de “lo nuevo” acelera la sociabilidad de los individuos y provoca una discontinuidad vital, causando un tipo de nostalgia por un presente que en verdad no es inmaculado y estable. Si lo nuevo o el estilo en sí son la meta final de una novela el peligro es que se conviertan en preciosismo. Como se verá y a pesar de los comentarios fragmentarios y anecdóticos de Thirlwell (no por nada su estudio sobre la traducción de novelas se llama Miss Herbert en la edición inglesa de 2007, The Delighted States en la estadounidense que cito y La novela múltiple en español) y Morgan sobre el estilo, la traducción muestra que este no significa todo en una novela, aunque quiere decir mucho, y más de lo que puede transmitir una traducción. Pero no sé si todo traductor debe hacer lo que le dé la gana, argumento paradigmático de Thirlwell. Paralelamente, el mercado literario es un tema narrativo secular, y el Quijote (1605-1615) y The Life and Opinions of Tristram Shandy, Gentleman (17591767), falsa autobiografía que como “ficción-móvil” cubre los años 16801766, reflexionan con su clasicismo barroco sobre su propio estatus de bien cultural, se burlan de comienzos, núcleos y finales, la cronicidad y narradores fiables. Las dos, se sabe, fueron el blanco de adaptaciones, ataques, continuaciones, imitaciones y parodias casi inmediatamente después de publicadas, y Laurence Sterne dijo “Ojalá escribieran cien iguales” al leer las primeras de ellos. Aun así, los nuevos narradores se creen obligados a inventar personajes que se hacen pasar por el autor. Como descubrió Walter Shandy, la vida dejó atrás su intento de fijarla en Tristram Shandy. La práctica estaba entonces “Flann O’Brien” (Brian O’Nolan, o Brian Ó Nualláin). Toda ella no es una creación directa del narrador sino de uno de sus personajes, Dermot Trellis, que “contrata” a sus personajes y los encarcela para que no se salgan de sus papeles asignados, aunque su omnisciencia no evita que se rebelen. Vale preguntar si ese proceder significa que el multilingüe O’Brien leyó Niebla, o su traducción al inglés, Mist (1929), por Warner Fite; y para la primera posibilidad si O’Brien también accedió a Cómo se hace una novela, cuyas obsesiones solo pueden ser metáforas de Unamuno, no de otros.
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matizada; se pule desde Joyce, Dos Passos (para el ortodoxo Sartre que nunca concordó su vida con su teoría, el mayor escritor de su tiempo), Unamuno y Vila-Matas, y poco se añade a ella con representar una hiperactividad verbal o coleccionar versiones voluntariamente, temas constantes que no son lo suficientemente inventivos para trascender los archiconocidos de la identidad, duplicidad y reinvención. La posibilidad de reintroducir la práctica se complica aún más con el hecho de que gran parte de los nuevos autores, al publicar sus libros inicialmente en España, se estrenan ante un público nuevo 2.0 que, aparte de tener “noticias falsas” o haber leído muy poco de los “boomistas”, no tiene un conocimiento cabal de los narradores de las últimas tres décadas, especialmente del número reducido que se puede agrupar bajo una rúbrica en que los avatares de la autoficción y la intertextualidad rigen la escritura, entre ellos el archiconocido del “narrador autorial que no es necesariamente el autor, pero tampoco es necesariamente otra persona”, razón por la cual el novelista mexicano Luis Arturo Ramos añade al tema las características de un thriller en Ricochet o los derechos de autor (2007), que se puede leer de la mano con Basura y la tradición en que se fundan. Responder a los maestros de ese modelo es reciclar homenajes, y hacia finales del siglo pasado la tradición también estaba bien instituida en la narrativa anglófona, que examino por su aparente influencia en los narradores actuales. Se puede pensar entonces en que estos “libros sobre libros” tienen su comienzo en una novela tardía de George Gissing, The Private Papers of Henry Ryecroft (1903). Esa “tradición” se transformó con la recuperación en la segunda década de este siglo de At Swim-Two-Birds, libro que Graham Greene comparó con Ulysses y Tristram Shandy y cuya práctica se extiende al más austero de los afrancesados estadounidenses, el Auster de la metaficción corta Travels in the Scriptorium (2006; traducción al español, 2007). Por su parte Dylan Thomas escribió una nota publicitaria para At Swim-Two-Birds que decía “este es exactamente el libro para dar a su hermana si es una chica ruidosa, sucia y borracha”3. La Téngase en mente la fragilidad del mito personal, del cual Richardson es el mejor ejemplo anglófono. At Swim-Two-Birds, elogiada por Beckett, Joyce y Gass en la introducción a una nueva edición de ella (1998), resucitó como obra maestra cómica y vanguardista (además de ensayo crítico continuo sobre la naturaleza y límites de la ficción y tejer una red concupiscente de escritores inventados y sus personajes, y de figuras legendarias irlandesas) en 1960. Fue publicada casi al mismo tiempo que Las palmeras salvajes de Faulkner, que Borges tradujo en 3
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práctica —que para O’Brien (periodista) continuó con su ataque a la prosa realista en “Scenes in a Novel” (1934, cuento en que el autor es confrontado y amenazado de manera unamuniana por su personaje, Carruthers McCaid, “un hombre que inventé una noche que me había tomado nueve cervezas negras y me sentía vagamente blasfemo”) llegó a su apogeo anglófono con The French Lieutenant’s Woman (1969) de Fowles y su reescritura de la novela victoriana y referencias en el célebre capítulo trece, en que el narrador reconoce vivir “en la época de Robbe-Grillet y Barthes”. La práctica contó en el cambio de siglo con el canadiense Douglas Coupland (diseñador visual) y The Gum Thief (2007), que retoma a la “generación X” (en Estados Unidos, los nacidos entre 1961 y 1981; en el Reino Unido, entre 1966 y 1979) sin futuro, y la “intelectualiza” con una novela epistolar dentro de la novela. Los hispanoamericanos estaban al tanto, y si Borges y Macedonio recogen y mejoran la tradición europea, con el humor y autoconsciencia de O’Brien, en 1996, annus mirabilis narrativo, Tomás De Mattos (Uruguay, 1947) reescribe el “Benito Cereno” de Melville en La fragata de las máscaras, apegándose al novelista tan admirado por Bolaño, Aira y Bellatin; y el Vásquez que reescribe a Conrad en Historia secreta de Costaguana (2007). En 1996 Enrigue obtiene el premio Joaquín Mortiz por La muerte de un instalador (edición revisada, 2008), adelantándose al Crack con su narrativa de calidad, y comenzando una carrera de outsider de culto, muy respetado pero menos popular que sus contemporáneos. La lista de libros afines publicados en estas fechas, si no interminable, incluye narradores mayores de reconocimiento menor, como Pedro Orgambide y su El escriba (1996), en que se cruzan como modelos Natalio Botana (“Taboada” en la novela), Conrado Nalé Roxlo y Arlt (“Roberto”), entre otros. Fallecidos y beatificados sus autores, se podría pensar que Infinite Jest y Los detectives salvajes siguen siendo vistas como las novelas centrales de las Américas. Excelentes ensayistas y lectores de McCarthy, a Wallace no le importaban un bledo los lectores, según entrevistas y cartas póstumas, mientras que 1944. Ambas fueron consideradas “incoherentes” entonces, aunque se admitía que eran un tour de force. No menos se dice de The Third Policeman de O’Brien, escrita en 1940 y recuperada en 1967 (en español en 2012 y 2013). En ella el narrador y sus personajes están muertos, y la diferencia con Pedro Páramo yace en las “teorías” del filósofo imaginario De Selby, referente constante en la novela.
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Bolaño nunca dejó de hablar de ellos. Fenómenos comerciales aparte, ambos imprimen los límites de los contrastes de prácticas escriturales similares: si Wallace se servía de inflexiones sintácticas que terminaban en frases ampulosas para los catálogos razonados de sus fobias, Bolaño esgrimía similarmente, sin infracciones en su ritmo o muchas digresiones filosóficas. La práctica de ambos es diferente a la de sus contemporáneos, y con las salvedades del caso, el chileno y el estadounidense escribieron sobre los futuros ficticios y la monotonía de sus coetáneos, los jóvenes de entonces. Pero a más de veinte años de ambas novelas se sabe más de qué va la de Bolaño, qué significa y qué trataba de decir; aunque Infinite Jest fuera todo sobre todo, y como dice el prologuista de la edición conmemorativa de esta, es una analogía perfecta para la red mundial. Vale así discutir por qué hay más leyenda que datos al escribir de un “escritor de culto”, demarcación frecuente para algunos autores hispanoamericanos promovidos sin mucha convicción o conocimiento de causa. Una culpa es de los suplementos que les hacen caso. Así, en Babelia 1 129 (13 de julio de 2013), Sergio Chejfec (Argentina, 1956) afirma: “Mis libros se preguntan sobre la naturaleza de la realidad, se cuestionan el vínculo entre lo real y lo que se representa como literatura” (7). O “es una novela que deja puntos suspensivos, nunca me planteo situaciones conclusivas sino cosas concadenadas por eventos más o menos causales o superfluos” (7). Es más: “el capitalismo global ha encontrado en la especialización del saber una forma de recluir al intelectual en su gabinete” (7). Es difícil imaginar simplezas mayores sobre el oficio de narrar, que el entrevistador no cuestione los clichés (bien hablaba George Bernard Shaw de socialistas antisociales); o que se pregunte con el entrevistado si el capitalismo, como el socialismo, se dedica a una visión del progreso humano, y por ende es igualmente vulnerable a las ironías de la Historia respecto a sus ilusiones. Sexualidad de la Pantera Rosa (2004), de Efraim Medina Reyes, sobre dos ilusos, un aspirante a rockero en mal inglés y su pareja que escribe poemas místicos poco informados por la filosofía que lee, es igualmente simple. Tratando transparentemente que los lectores empaticen, la culpa sigue siendo de la sociedad. No tiene que ser así, como demuestra Tomás González en Niebla al mediodía (2015). Ubicada en gran parte en Nueva York, poblada de latinoamericanos transplantados con típicas quejas sobre el clima y anglicismos que
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sí funcionan (más citas de Joyce, 112-113), supedita lo libresco a la sociedad. En Niebla al mediodía la culpa del desamor de los personajes no es de la sociedad, sino del protagonista, Raúl, y las mujeres (Julia, Raquel y Aleja) que de varias maneras definen su vida. No importa qué sentimientos expresen, están explicados por o con la literatura, con la excepción de Aleja. Así, Julia abandona a Raúl, con una nota acusándolo de intelectualizar sus sentimientos (128-129). Poeta contestaria, nunca abandona su obsesión poética (75-78), y para trepar como los hombres escribía “reseñas de tus propios libros, y no estabas engañando a nadie, pues creías en lo que presentabas […]. Así lo hacía Walt Whitman” (21). Raúl, pudiente, combina sus intereses cinemáticos con su preferencia de autores rusos (46-49). Raquel, que enseña literatura en Nueva York, es utilitaria y rebelde, y vive de frases como “tocar el tema en clase. Coppola. Conrad” (97-98), no de un existencialismo rancio. Ante esa muestra, ¿se puede hablar como Chejfec sin avergonzarse, y filosofar en esta etapa de su vida sobre el propósito de ella? Por eso acierta al concluir que “tendría que ser más conciso, menos vaporoso, pero no me sale...” (7). Compárese las soluciones de Zambra en Facsímil y Aira en Actos de caridad (2014), en que un cura posterga el altruismo que debería practicar; o en la sátira de La cena, en que la sociedad vacía a los individuos (2006: 113134); y la de El santo (homenaje torcido a “El sur” de Borges), que combina comentarios sobre el temprano capitalismo (2015: 10, 31-32, 47, 67-69, 82) con el humor, la celebridad turística, la sexualidad políticamente incorrecta, el fanatismo teológico banal y personajes como Poliana, enamorada del santo que “hacía un culto de la veracidad, se la exigía tanto a los demás como a sí misma, practicaba esa sinceridad brutal que no causaba más que dolor, era ‘un libro abierto’ y pretendía que todos lo fueran para ella, ignorando la poesía y el misterio que contenían los libros cerrados” (2015: 126). Zambra y Aira (para quien es mercantilmente utilitario explicar que una novela “es sobre…”) emplean la sátira para lidiar con la fe desesperada en la modernidad y la capacidad humana para ser cruel y pretencioso sin tener que deprimir a sus lectores. Cotéjese esas sentencias de Chejfec con una de agosto 2013 de Marías sobre por qué se lee: “La necesidad de escuchar algo que no admite desmentidos. Quizá colman la necesidad de que alguien cuente algo hasta el final de manera completa, irreversible. Mientras que los hechos reales siempre son incompletos y alguien los puede desmentir o corregir”. Babelia muestra objetividad
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al publicar “Gravedad sin perplejidad”, en que Francisco Solano (2014: 11) reseña los cuentos de Modo linterna del argentino. Para Solano “la escritura de Chejfec suscita cierto revulsivo que obliga a no dejar fuera ninguna cuestión” (11), por “un protagonismo en ocasiones exasperante” y porque con su renuncia al sentido “constantemente apela a un significado que se escapa” (11). Es prosa trivial tipo “mis reflexiones sobre”, de gravedad intelectual impostada, y si se habla de literatura en la literatura, su defecto es que “su narrador es siempre muy reflexivo, pero se deja socavar por los mecanismos de la reflexión, lo que desenfoca su objeto volviéndose sobre sí misma” (11), procedimiento de Butor que López Alfonso detecta en Condición de las flores, Perros héroes… y otras prosas fragmentarias de Bellatin (2015: 141). El modo como Chejfec concibe el acto de narrar, nada novedoso para la tradición hispanoamericana —piénsese en Lo demás es silencio (La vida y la obra de Eduardo Torres) (1978) de Monterroso y las tendencias examinadas en los últimos capítulos—, es una practica mundial común a la que, paradójicamente, se apegan algunos escritores argentinos menores. Ese modo pasa por Coetzee y varias de sus novelas de este siglo: Diary of a Bad Year (2007) y la trilogía autobiográfica que concluye con Summertime. Scenes from Provincial Life (2009); además de las fragmentarias y anecdóticas Reader’s Block (1996), This Is Not a Novel (2001) y The Last Novel (2007), del estadounidense David Markson (1927-2010). Traducida al español en 2012, la última fue recibida como gran sorpresa en la Argentina, y por Vila-Matas en diciembre de 2013. Rivera Garza la elogió mucho antes en su blog, publicado después como “La desmuerte del autor: David Markson (1927-2010)” (2013: 53-78). Si van a estar en un relato, los escritores dominantes como Markson quieren ser el que lo va a contar, y no solo por el negocio de presentarse. Con lógica irrebatible (aunque véase en Palma 2015 “Neoescritura desde sus contextos: mirar de aquí hacia allá. El ensayo y otras formas de escritura en la obra de Cristina Rivera Garza”, de Cécile Quintana y otros), Domínguez Michael reprueba en Los muertos indóciles las posturas políticas y teóricas que apuestan por “necroescritores” o “lectoespectadores” porque “pese al adanismo de las novedades textuales, hipertextuales o hibridizantes, no ha podido escribirse gran literatura moderna sin el sujeto” (2015a: 45), notando que para entender la disolución retórica de los límites de lo real y lo ficticio “no hay que engolfarse con Josefina Ludmer, basta releer a Truman Capote” (45). No
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hace menos con Yépez que, como Rivera Garza, se explaya sobre las nuevas maneras de concebir la memoria en El imperio de la neomemoria (2007). Ante frases vacuas como “el primer oxidental [sic] en pensar profundamente [sic] el simulacro no fue Baudrillard, sino Philip K. Dick”, o que de “los cuatro períodos de Ulises Carrión” (Carrión 2012: 17-28) solo el segundo es “literario y mexicano” (18), y que en otras recuperaciones entienda el arte de Carrión como “estrategia cultural”, no sorprende que Domínguez Michael pregunte contra qué vacunan estas obsesiones lingüísticas de Yépez, o si se muerden la cola despóticamente, ¿contra el texto como dato, el lenguaje como información, las palabras como significados? Carrión simplemente reveló la posición del arte y sus mecanismos sociales. Yépez no hace más que añadirse al cliché posmoderno sobre a quién se debe el mérito del trabajo, ¿al artista y sus trabajos, o a las instituciones u otros artistas que disponen de ellas y les dan otro contexto? En estos casos los mecanismos de presentación y la reivindicación de originalidad se convierten en irrelevantes, y ese es el fallo de Yépez. Rivera Garza tampoco abandona ese interés en la escritura conceptual, y una prueba es su traducción del panfleto Notas sobre conceptualismos (2013), de Robert Fitterman y Vanessa Place, que incluye dictámenes como “en el grado en que la escritura conceptual depende de sus elementos extra-textuales para su narración, existe —como el readymade— en tanto un re-encuadre radical del mundo” (30). La crítica principiante habla de “la novela readymade”, postulando que en el paso de Historia abreviada de la literatura portátil (1985) a Kassel no invita a la lógica Vila-Matas demuestra la evolución de su pensamiento sobre la relación entre el arte contemporáneo y la literatura (Mathew 2015: 83), conclusión incompleta en varios sentidos, entre ellos que el arte contemporáneo tiene la facilidad de colocarse en el centro y periferia de discusiones sobre su papel cultural. Si es verdad que al acompañarlo Zambra, Houellebecq, Sophie Calle (1953, autora francesa de texto-imagen posOulipo y personaje en Kassel no invita a la lógica) y otros es inadecuado llamarlos posmodernos (82), Mathew se equivoca al considerarlos marginales y proponer, etnocéntricamente, que “Vila-Matas y Zambra tendrán que esperar más traducciones anglófonas de su trabajo para recibir su reconocimiento debido” (83), no solo por desconocer, como Thirlwell (2016), la tradición que incluye a Aira, Bellatin y otros cuya relación con el arte visual discuto, sino porque en esa novela, y antes en
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Doctor Pasavento (2005), Vila-Matas deconstruye genialmente, a través de su sosias, su marca vanguardista; y ni él ni Zambra tienen que esperar traducciones, como Mathew. En el citado “El futuro”, el español fija su contemporaneidad en términos de callejones sin salida, afirmando que no quiere reproducir “modelos que ya estaban obsoletos hace cien años”, y pensando en el legado de Duchamp insinúa “que tal vez no solo íbamos a dejar atrás por fin la anquilosada narrativa del pasado, sino que iríamos hacia una novela conceptual”. Pero no deja de ser dinámico en su visión, y en 2017 opone la “novela de dificultad” actual y futura a las realistas. Diferente a las de Markson, que no son readymade (véase Granés 2011: 6065, 100-101), en las suyas Coetzee se autoficcionaliza respectivamente. En la primera como el “Señor C” para emitir juicios sobre la política del momento, dividiendo cada página del texto en tres narraciones separadas que no actúan o se presentan inevitablemente en contrapunto. Sin embargo, con pocos detalles (como Vargas Llosa en Historia de Mayta), entre ellos hacer que “JC”, el protagonista de Diary of a Bad Year, nazca en 1934 en vez de 1940 (como Coetzee), el autor real elimina cualquier garantía de autenticidad que quieran los lectores, y muestra que el arte le da realismo a la realidad. O sea, mediante esos giros se puede terminar sabiendo todo sobre el autor real sin entender nada sobre él. En la segunda novela continúa el “diario” personal de la primera como “John Coetzee”, y si nuevamente tematiza las diferencias entre realidad y realismo, muestra claramente las imposturas de las que es capaz un autor. En Summertime un biógrafo investiga para un libro sobre los primeros años (1972-1975) librescos del “torpe” escritor sudafricano John (no J. M.) Coetzee, que ha muerto. Lo hace a través de entrevistas, testimonios y “cuadernos” (“ficcionear”, según Kermode 2014: 21-29), como Lo demás es silencio pero sin el humor de Monterroso. Sin olvidar a Vila-Matas, Coetzee —que con Summertime le saca la delantera al Roth que se “retiró” de la escritura en 2012— y Auster influyen en los narradores flamantes, si uno se guía por sus menciones de ellos como estilistas, y Harwicz recurre a la noción de Céline de que hay muchos escritores pero, estilistas, no tantos. En junio de 2015 Vila-Matas prefería a Markson sobre David Shields y su manifiesto a favor de la muerte de la novela en Reality Hunger (2010), reacción explicada por Parks en “Atrapado dentro de la novela” (2015: 155-160), compartiendo con Shields la necesidad de escribir otro tipo de novela hoy. Sin duda la ficción siempre
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evoluciona, pero es ingenuo decir que es “posShields”, porque la conceptual/ vanguardista es antigua en español, causando que los cambios lingüísticos vayan más despacio, que parezcan fijos y estables. Por eso Shields se cura en salud, como hace Coetzee con Arabella Kurtz en The Good Story: Exchanges on Truth, Fiction and Psychotherapy (2015), al pasar de la terapia a la literatura, capturando sin sentimentalismo o experimentación la psicología de personajes individuales. Aunque tardío, Markson es un maestro innovador más afín a Vila-Matas y su secuela porque reduce la narración a una dialéctica inteligente entre las brevísimas reacciones de sus protagonistas (“Lector” en la de 1996, “Escritor” en la de 2001 y “Novelista” en la de 2007) y las igualmente descontextualizadas (casi epitafios) breves citas, anécdotas, comentarios culturales, indagaciones psicológicas, hechos desconocidos y observaciones serias sobre la vida literaria y la autoría. Es factible entonces que para el “Cuestionario Proust” de la Vanity Fair mexicana Vila-Matas diga “entre mis preferidos están David Markson y Flann O’Brien, y todos los autores preferidos por Markson y O’Brien, y todos los autores que estos, a su vez, preferían” (2017: 160). Nótese que, con la excepción de él y Rivera Garza, el Markson más respetado que leído que conocen los nuevos es el traducido al español, no el iconoclasta de su lengua. Si se habla de afinidades con la práctica hispanoamericana se encontraría más en Vanishing Point (2004), una casi-novela en que Markson recurre al personaje llamado “Autor” (que no usa, dice, computadora) para proveer un retrato elíptico y puntillista de sí mismo, por medio de fragmentos sobre las debilidades, muertes, vidas, rivalidades y a veces observaciones irreverentes de varios artistas, entre ellos Willa Cather, Agatha Christie, Dostoievski, Proust, Virgilio y, por supuesto, “Autor”; fragmentos que progresan y crean un sentimiento de pérdida, como en varios nuevos. Markson aprendió su quehacer de otra manera. Antes de convertirse en escritor “serio”, aparte de un estudio de 1978 sobre mitos y símbolos en Malcolm Lowry, se ganó la vida escribiendo novelas policíacas o de detectives, como Epitaph for a Tramp (1959) y Epitaph for a Dead Beat (1961), rescatadas en 2007. En estos casos de reescritura vale recordar que otros pueden creer que el maestro es un charlatán y tirano de su estilo, motivado tanto por la vanidad y paranoia como por cualquier ambición racional, que es lo que quiere transmitir Borges con “Pierre Menard, autor del Quijote”. El problema es que
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cuando un narrador de renombre como Borges resucita a otro de igual prestigio aumenta la esperanza de que la nueva salida compita con Cervantes, aun en una manera posmoderna menor. Es el caso de Banville, autor de novelas eruditas, que también publica novelas policíacas “literarias” con el seudónimo “Benjamin Black”. En 2012 los herederos de Raymond Chandler le pidieron revivir alguna historia inacabada de Philip Marlowe, protagonista de sus novelas, y que escribiera como “Benjamin Black”, idea considerada terrible hasta esta fecha, y hay más de una trama novedosa en todo esto4. No sorprende que hoy los nuevos narradores combinen a Marlowe con Holmes, Poirot y Spade, Columbo y el Inspector Clouseau, o que según Bada (sobre Urroz) haya una “Quijotitis Ikeaforme” técnica. La experimentación cuyo motivo principal es ser novedoso no perdura (recuérdese el nouveau roman) y está básicamente agotada en sus bases, aunque sea frecuentemente penetrante en algunos detalles. Vale preguntar qué les sigue fascinando a los lectores españoles de Auster y autores como los de arriba, cuando Vila-Matas lleva décadas mejorando esa práctica. Una reseña de The New York Times de Travels in the Scriptorium comienza con: “Paul Auster es menos un escritor para escritores y más un escritor para gente que ansía ser escritor. Sus novelas tienen la costumbre de desempacarse mientras progresan, mostrando su relojería con la gentil condescendencia de un tutor de escritura creativa que se dirige a un cuarto lleno de novatos esperanzados” (Harrison 2007: br7). La relojería no es nueva: el viejo protagonista aprisionado, identificado solo como Mr. Blank (o “en limpio”), comienza a leer un manuscrito que encuentra en un escritorio con la historia de otro prisionero, ubicada en un mundo alternativo que el hombre no reconoce, mientras una cámara lo vigila. Una nota del mismo suplemento dice que la novela fue bien recibida, que Auster nunca ha estado entre los bestsellers de The New York Times y que “se dice” que es popular en Francia. Se menciona otra reseña titulada “Paul Auster: ¿ocaso del ídolo?”, de su novela tipo “qué pueden hacer los mayores hacia el final de sus vidas”, Sunset Park (2010), que no es literatura en la li4 Al publicar “Black” The Black-Eyed Blonde. A Philip Marlowe Novel (2014), la recepción fue estupenda. Para The New York Times “es notable lo fresco que parece este libro, mientras se apega al material en que se basa”, que dice más sobre Banville y la manera en que trata las alusiones al antiguo maestro. Sobre esa dualidad véase su conversación con Arturo Fontaine, “El narrador tras su Otro, conversación con John Banville” (2015: 37-42).
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teratura. ¿Saben los lectores anglófonos, o Auster, de Unamuno o El mal de Montano (2002) de Vila-Matas, o que este le saca la delantera al asunto con Ella era Hemingway; No soy Auster (2008)? Si los “ladrillos” parecen haber pasado de moda, 4 3 2 1 (2017), la reciente novela de Auster, fue prefinalista de los premios Man Booker de 2017, aunque es la única de la lista al que el Times Literary Supplement dedicó una reseña totalmente negativa. Quizá canse la ficción que cuenta más de lo que queremos saber sobre Auster o su Brooklyn; y que la misma editorial publique a ambos, que los dos hayan leído conjuntamente sus textos ante un público neoyorquino en 2007, o que Vila-Matas defienda a su par; ayuda a la comercialización. Si eso fuera poco, y acercando a los lectores a un espontáneo y virulento estallido de metáforas, en Man in the Dark (2008; traducción al español, 2008) Auster parece vengarse de sus críticos al ser uno de ellos su protagonista/narrador August Brill, viejo y rodeado de miserias, preocupado por hechos reales y ficticios estrictamente estadounidenses, temas que no se alejan mucho de su “novela en la novela que no es novela en un cuaderno”, Oracle Night (2003). En 1980 George Lakoff y Mark Johnson publicaron Metaphors We Live By, cuyo argumento importante, aunque de repercusión especializada, es que frases como “La vida es un camino” y otras similares están tan empotradas en cómo pensamos que se convierten en sistemas conceptuales, en las metáforas por las que vivimos. O sea, a veces no se considera el significado de las palabras, y metáforas como “La vida es un libro” conducen a un desgaste de la metaficción, porque hoy ha desaparecido la urgencia de la abstracción y es imposible verla como importante para el futuro de la ficción. El peso de tanto significado es eventualmente agobiante, y antes del fin de esas novelas los lectores pueden sentir que se les ha pedido que lo narrado les importe demasiado, con demasiada frecuencia. Los nuevos narradores controlan el uso de metáforas y símiles ostentosos porque pocos sirven para realinear al mundo, desfamiliarizarlo y reconectar con él. Es un gusto que peligrosamente fusiona modales y refinamiento con ética y sentido moral (reñidos para Vargas Llosa), como si el buen gusto ofreciera una guía para la buena conducta. Invocar tanto la ética como la honestidad, como imputación, queda fuera de época, pues hoy esa discusión (que amparaba denuncias) importa tanto como la estética. Vale recordar el valor de la symploké (o entrelazamiento de las cosas) de Platón, porque si todo estuviera desco-
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nectado de todo el discurso racional sería imposible. The New York Times sonó una alarma importante el 21 de septiembre de 2008: el reseñador de la novela de Auster la califica de floja, igual a su “otra ficción reciente”. Y aunque Vila-Matas crea en su par, y Wood haya puesto la escritura de Auster en perspectiva aviesa de una vez por todas al reseñar Invisible (2009), he aquí una lección de ese reseñador para el practicante hispanoamericano de ese tipo de ficción: “Después de, digamos, diez libros, tal vez se deba reexaminar a los novelistas, como a los ancianos propensos a accidentes que renuevan su licencia de conducir”. Wood, en una reseña del 5 de julio de 2010 en el The New Yorker de un libro del inglés David Mitchell, afirma contundentemente que el posmodernismo de Auster es débil, que sus momentos de autoconsciencia metaficticia del tipo “¡Miren, todo está inventado!” no tiene peso, “porque las ficciones mismas no han logrado tener sustancia: una dieta que se pone a dieta”. Son raros los casos en que un reseñador es más que un periodista, o en que se sabe si escribe para que los autores crean que ha entendido su obra o ha sido justo con ella. Como bien arguye García Ramírez en su reseña de una novela de Volpi, “me parece desagradable que los reseñistas no pongan ejemplos cuando critican un libro. Parece que hablan desde sus prejuicios. Que enjuician desde un alto mirador literario” (2014: 74). Esta es otra manera de preguntar hasta cuándo hay que soportar meditaciones o universos alternos sobre la diferencia entre las historias que aspiramos contar y las que terminamos contando. Teniendo en cuenta la cobardía del anonimato digital, y con Blumenberg que “el malentendido como un producto constituyente del lenguaje, todo esto sigue siendo esencial a la novela” (2016: 144), conviene suscribir a una distinción de Rancière sobre los malentendidos literarios (2011: 58), especialmente los de los novelistas que no quieren ser comprendidos para, paradójicamente, no servir a los fines del público burgués: “Tanto el desacuerdo político como el malentendido literario se refieren cada uno a un aspecto de ese paradigma consensual de la proporción entre palabras y cosas. El desacuerdo inventa nombres, enunciados, argumentaciones y demostraciones que instituyen nuevos colectivos donde cualquiera puede hacerse contar entre los no contados. El malentendido procesa la relación y la cuenta desde otro ángulo, suspendiendo las formas de individualidad por las que la lógica consensual liga los cuerpos a los significados” (2011: 69).
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En ese contexto la práctica anglófona más sostenida de la literatura en la literatura se encuentra en The Ghost Writer (1979, o “negro”, traducida de manera políticamente correcta y más exacta como La visita al Maestro) y las ocho novelas y epílogo en torno al personaje Nathan Zuckerman de Roth, sin contar la carta del avatar a Roth en su autobiografía, The Facts (1988). La novela recrea a Malamud (o “E. I. Lonoff”, el maestro a quien el aprendiz Zuckerman visita, tironeado entre dos maestros, en un acto de “el hijo debe matar al padre”), Norman Mailer, Bellow (cuyo bestseller Herzog, de 1964, es una roman à clef metaficticia de campus) y Anne Frank. En particular, describe las complicadas relaciones entre escritores y obra, y naturalmente entre realidad y ficción, sin que sus lectores se preocupen de la “función autor” o recurran a nociones que desgastan, como “discurso transautorial”. The Ghost Writer describe cómo ser un “negro” es una metaprofesión en un metatrabajo interminable, y es pertinente que la metaficción en torno a Zuckerman se extienda a otras novelas de Roth (maestro de las voces como Bolaño), aunque la “mató” en The Counterlife (1986) y en Exit Ghost (2007, en español como Sale el espectro, 2008), que según su editor sería la última de la serie Zuckerman, que aparece y desaparece como narrador o narrador protagonista, planteando interrogantes sobre el futuro de las autoficciones. Aquel no es el único escritor-narrador, y en otras novelas se desdobla en Peter Tarnopol (creador de Zuckerman), David Kepesh, Mickey Sabbath, “Philip Roth” autor de ficciones, “Roth” seudoautor de memorias, y “Roth” el entrevistado, autoentrevistado y ensayista. Su práctica metaficticia perdura porque se puede quitar a sus novelas toda su autoconsciencia literaria sin ahogar su ontología o entorpecer su complejidad (de sus veintitrés a setenta y nueve años, Zuckerman “madura” como cronista testigo de la vida estadounidense). Es como una demanda legal entre el yo y el Otro que nunca llegará a un arreglo porque hay otros sosias, giro ya presente en la conclusión de la autobiograficción “Borges y yo” (1957). Vale recordar que para varios comentaristas las memorias y los avatares del “yo” son una razón por la que en más de veinte años un estadounidense no gana el Nobel. Roth, dedicado a la “escrupulosa fidelidad a la ventisca de datos específicos”, tiene la última palabra. En “My Life As a Writer”, memorable entrevista con The New York Times Book Review (Sandstrom 2014: 14-16), recuerda lo que todavía olvidan los críticos de la metaficción: “El que busque el pensamiento del escritor en
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las palabras y pensamientos de sus personajes busca mal. Tratar de localizar los ‘pensamientos’ de un escritor viola la riqueza de la mezcla que es el sello distintivo de la novela. El pensamiento del novelista que más importa es el que lo hace un novelista” (16). Son lecciones de un maestro, a lo James. Con Roth, el logro que puede justificar su épica autobiográfica es escribir esa épica, sin los pecados de las memorias literarias: anécdotas poco entusiastas sobre figuras poco conocidas, humor del tipo “tenías que haber estado allí”, nombrar gente importante para darse brillo. Así, una desventaja de La vie mode d’emploi: romans (1978) de Perec es que sus memorias/ficciones (que describen los cuartos de un edificio y las vidas de los que los han habitado por décadas) provienen de una historia cultural poco disponible a los lectores no franceses, así como la mexicanización de Perec en El espíritu de la ciencia-ficción (2016: 177-191) es culturalmente intraducible. ¿Pero qué hacer con el Roth que en mayo de 2014 manifestó que nunca más leería en público? Una ventaja del éxito en este siglo es la resultante solvencia económica que puede permitir escribir, a los poquísimos escritores jóvenes que la logran. Estos avatares son parte de estrategias en un mundo en que no hay infamia ni vergüenza, solo celebridad y cómo contender con ella y evitar el anacronismo, especialmente cuando los escritores pasan de la canonización efímera o póstuma al exhibicionismo posmoderno. En aquel el problema mayor es la facilidad con que el público se puede meter en lo privado y envenenar el trabajo de ellos, o hacer que midan sus logros con criterios que no son los suyos, entre otros cómo el valor cultural de una imagen aumenta con sus copias y roce con otras formas de fama, y con los nuevos medios el facsímil podría ser el futuro de la preservación de originales, como ya se hace con el arte. Si su novela no es una autoficción, en parte por la diferencia entre sus edades y la omnipotencia político-cultural que le atribuye al protagonista Mallarino, en Las reputaciones podría haber ecos de los dilemas morales y personales que confrontaba Vásquez, particularmente desacuerdos políticos con sus amigos por su oposición a Uribe. Por otro lado, reconoce en reportajes que escribir novelas no surge de ciertas certezas, como el periodismo que sigue practicando, y admite los riegos intrínsecos de tener el poder de influenciar al público. Aun así, o por ello, su protagonista cruza límites éticos y socava su influencia al dibujar una caricatura (2013: 75-83, 86) que involucra a un político en un acto que tal vez ocurrió, todo depende de la notoriedad
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(30), de la memoria privada o pública, tema que a su vez conduce a explorar la fragilidad de la imagen pública (73), y por eso Mallarino reexamina y revive sus acusaciones. No es lo mismo que el autor se disfrace, obstruya o complique su autobiografía con heterónimos —como Roth (con más venias a Malamud que a Unamuno o Pessoa) en esas novelas y otras que incluyen alter ego de él— y que la literatura se convierta en protagonista. Su compatriota Updike comenzó el ciclo “Bech” en 1970, con Bech: A Book, seguido por Bech Is Back (1982) y Bech at Bay (1998), en que su alter ego Henry Bech recibe el Nobel, y cerró con el cortísimo “His oeuvre” (1999). Estas historias sobre un escritor judío-americano poco productivo son superiores por la ausencia de malicia y el humor sin filosofía de Roth (quien admira a Updike, y viceversa), y por retratar el mundillo literario neoyorquino con precisión. Estos juegos se pueden expandir casi infinitamente, o fallar como en Sudor. Con las excepciones que he mencionado, es casi imposible hacer películas de estas novelas, lo cual revela mucho sobre cómo mantienen nuestra atención. Vale pensar en la facilidad con que la ambigüedad de ese Roth se convierte en evasión fílmica, así como el filosofar sobre la novela del Kundera cansado del mundo se convierte en discurso prolijo y pretencioso sobre cómo deshacerse de lo no esencial en ella. Es demasiado fácil separar la obra del artista, y en Exit Ghost el doble ficticio Zuckerman confronta los deterioros de la edad, situación que aparentemente no le afecta a Roth, perenne candidato a autor de la Gran Novela anglófona, aunque fue el Gran Novelista Americano; y es más probable que esta sea escrita por una mujer, aunque para ellas se habla de “autobiografía” y para hombres de “metaficción”. La obra es el artista, y en la medida en que respondemos a ella, también es nosotros. Hay esnobismo y cierta cerrazón en esos casos, y en 2018 no se sabe si es por soberbia o acomplejamiento. Poco después de aquel comienzo de Roth, en Flaubert’s Parrot (1984), a la vez que sube el listón para sus sucesores, Barnes presenta una biografía literaria ficticia de Flaubert, con un narrador progresivamente obsesionado por su materia, a pesar de que la novena de las contravenciones propuestas por él estipula que ya no debe haber “novelas que en verdad son sobre otras novelas […]. En vez, cada escritor recibirá un juego de tejer con lana de color para colgar sobre su chimenea. Dirá: teje tus propias cosas” (99). Estas suelen ser biografías con más cabeza que pies. En The Master of Petersburg
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(1994), Coetzee se imagina a Dostoievski buscando a su hijastro, e incluye ecos a Crimen y castigo, fijando así una fuente autobiográfica para Los demonios del ruso. Vale añadir que The Hours (1998), de Michael Cunningham, es en gran parte un reflejo de Mrs. Dalloway (1925), de Woolf, y que Wide Sargasso Sea (1966), de Jean Rhys, se puede concebir como respuesta criolla a Jane Eyre, de Charlotte Bronte. Restringiéndose a las últimas tres décadas, cuando la literatura anglófona no para de exhibir esa práctica ¿no es ella la que lleva a cabo Vargas Llosa con Euclides da Cunha en La guerra del fin del mundo (1981) y consigo mismo hasta El héroe discreto (2013)? Esta veta llega hasta hoy con Edwards, aunque con menor fortuna al convertir a su pariente, Edwards Bello, en núcleo de El inútil de la familia (2004), desplazando géneros en el camino. Los narradores del cambio de siglo, no importa su especificidad generacional, están influenciados, inspirados, obsesionados y hasta embrujados por sus maestros. Pero no les atribuyen características teosóficas que equiparan “discípulo” y “disciplina”, actitud que, como “discipulado” y su semántica aliada a la transferencia de vida, complica la veneración. Según Joachim Wach, el discípulo es escogido y llamado a entender al maestro, y este, querido, debe ser una parte esencial de su existencia (1962: 2). En vez, los autores actuales saben que una novela se puede construir y reconstruir con otra ficción del mismo autor, con sus cartas y diarios, con la “literatura secundaria” (la crítica) cuya función Casanova examina con provecho. El irlandés Colm Tóibín lo llevó a cabo magníficamente en The Master (2004), su homenaje a James, y con prólogos o prefacios a una selección de cuentos más “La lección del maestro”, textos recogidos en All a Novelist Needs. Colm Tóibín on Henry James (2010). Se desprende que los discípulos tienen claro que los maestros literarios no son prodigios, sino que pulen dedicadamente su talento, como vimos en el capítulo anterior con los homenajes a Vargas Llosa por el Nobel, aunque el peligro es que guardianes y críticos celosos y confabuladores monopolicen a los maestros y su reputación póstuma5. Lodge noveliza esa actitud para James en Author, Author, el mismo año que Tóibín. The Mrs. Dalloway Reader (2003) incluye similares testimonios, entre ellos una nota de Michael Cunningham sobre su “primer amor” (Mrs. Dalloway), en que dice que Woolf: “entendió que cada personaje en una novela que ella escribió, no importaba cuán menor fuera, estaba visitando la novela, desde una novela suya, en la que era el héroe de otro gran relato trágico o cómico” (Woolf 2003: 137). 5
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En estas reescrituras anglófonas la persona del maestro no es mayor, y es significativo notar que en algunos homenajes —la reescritura de The Ambassadors (su mejor novela, según James) por Cynthia Ozick, en Foreign Bodies (2010), o por Jay Parini, en The Passages of H. M. (2010), de Melville (cuya vida Jean Giono novelizó en 1934, en Pour saluer Melville)— la figura del maestro es la de sus últimos años, cuando demostraban una angustia existencial que años después se convertiría en la ansiedad de las influencias para sus discípulos. Aunque no se hable de su estilo, una implicación de hacer literatura en la literatura con tales obras es que pueden ser criticados por calcar, y si escriben sin la lucidez del canónico por abandonar su esencia. Así se supedita la masculinidad en la influencia (todavía mencionada de paso) de Melville en Bolaño, en parte por la relación que Dreyfus y Kelly discuten como la “libertad infinita” (2011: 51-52) y el llamado a los dioses antiguos (2011: 168-169) del estadounidense. No por nada Bolaño admira y prologa a Twain y The Adventures of Hucklebbery Finn, metaficticia y libresca desde sus primeras oraciones y segundo capítulo. Estas novelas son biblias americanas, no solo por tratar el carácter esquivo de la redención o por sus adaptaciones y reciclajes, sino porque sus autores emplearon lo que tenían a la mano, sin preguntarse mucho sobre sus influencias, con una gran diferencia: los estadounidenses supeditan a las mujeres, actitud que se atribuye a su época. Tampoco se nota en la crítica de Bolaño el Melville que más lo habría influenciado: el de Israel Potter: His Fifty Years of Exile (1855), que recoge una autobiografía de 1824, la reescribe, altera y añade, convirtiéndola en una más cercana a las de hoy. ¿Para qué rastrillar los esbozos conocidos del Bolaño real para fijar su “masculinidad” o “sexismo”? Ni una posible biografía o una autobiografía confesional inédita dirían lo suficiente para aclarar su vida. Lo único que se conoce a ciencia cierta es su obra, y así será. Saber lo que es olvido (2016), de Arcos Cabrera, ofrece una magnífica solución, retomando a María Clara de Memorias de Andrés Chiliquinga para denunciar la falocracia de los órdenes familiares, políticos, religiosos y sociales en Ecuador, España y Chile de los años setenta, haciendo que una pareja lésbica asuma con fuerza intelectual su lucha contra el machismo. Es una gran novela, con el retraimiento de ser publicada por Seix Barral en “un país pequeño de literatura menor”. No sufre de esa condición la autorreferencial La procesión infinita (2017), donde Trelles Paz otorga gran protagonismo a dos
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mujeres, con el propósito evidente de ampliar la historicidad de la posdictadura peruana. Pero se escribe sobre el sexismo y estereotipos de mujeres en Fauna. Desplazamientos (2016), de Levrero, con feminismo previsible. Cuestionar esas acusaciones no significa excusar el sexismo diciendo que era otra época, o recurrir a una teoría homeopática de la insensibilidad cultural mediante la cual se supone que reconocer una ofensa, dígase el machismo, no permite que nadie se ofenda. Si se emplea variantes de frases como “eso es machista”, nada que se diga o haga contra un Otro sexual podría ser sexista. Fuguet es criticado por ese tipo de discurso, y se puede creer que hay cierta integridad en que despreocupadamente rehúse importarle. Una complicación es que se describe la literatura de Levrero casi exactamente como la de Bolaño respecto a sus transgresiones formales, ampliando la brecha entre el escritor y su estereotipo, entre lo que ha querido escribir y lo que un crítico o lector capaz espera encontrar. En Bolaño traducido pregunté por qué las mujeres críticas no hablan del sexismo de Bolaño. Es fácil escudarse arguyendo que la denuncia no se puede atribuir directamente al autor. ¿Pero qué ocurriría si El espíritu de la ciencia-ficción fuera el primer libro de Bolaño que se lee, sin captar los guiños concretizados en su prosa posterior? ¿Por qué no se hace similares especulaciones con el rescate póstumo de él y otros autores como Emar? Criticar con una agenda debilita la interpretación o es injusto con los autores, especialmente los muertos. Como bien concluye Vargas Llosa acerca de las inquisiciones actuales, “quienes creen que la literatura se puede ‘adecentar’, sometiéndola a unos cánones que la vuelvan respetuosa de las convenciones reinantes, se equivocan garrafalmente” (2018b: 15). Hacia los nuevos nuestros Lo que quiero argüir, entonces, es que incluso considerando las ineludibles convergencias de influencias y prácticas, paulatinamente se ha establecido una jerarquía crítica en el auge de la metanarrativa. Como vemos en el capítulo dedicado al presente de esa práctica, la estética (o su falta) es una consideración primordial para otros narradores, y ahí comienzan los problemas. El asunto se complica más, porque los grandes escritores que optan por ese tipo
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de acatamiento son grandes discípulos, más porque son grandes lectores, no el último lector, y nunca porque convierten a los maestros en meros personajes, centrales o secundarios, o simplemente ficcionalizan partes de las vidas de aquellos. Así, la editorial colombiana Norma tiene una serie de novela negra llamada “Literatura o Muerte” en que, entre otros, escritores nacionales como Moreno-Durán, Espinosa y Julio Paredes (1957), Padura (Fornet 2006: 8186) y el puertorriqueño Luis López Nieves (1950), ficcionalizan parte de las vidas de Voltaire, Stevenson, Camus, Darío, Heredia, Hemingway, Simenon y otros. Estas apropiaciones y operaciones, comunes hoy, son una manera no académica de seguir pensando en la influencia, la intertextualidad o dialogismo, la historia literaria, la copia, la relación autor-obra-lector, la naturaleza de la ficción y el plagio, como voy discutiendo. La originalidad de los antiguos maestros de la literatura en la literatura residía progresiva e históricamente en las maneras en que resistían, abrazaban y repudiaban los esfuerzos de los que escribieron antes que ellos. Esa condición, no siempre aparente, naturalmente permite la existencia de narradores que contribuyen a la gran ficción sin convertirse en grandes. Como analizo en otros capítulos, los autores del boom reestructuran completamente el ADN de la novela contemporánea y reconfiguraron sus partículas elementales. Por ende, el peso del pasado aumentó considerablemente para los nuevos y sus críticos. Que solo exista un maestro quiere decir que se puede apreciar la obra del discípulo con menos espíritu de competencia, no que ha desaparecido la carga. Al leer la crítica sobre la literatura en la literatura vale preguntar, por los años dedicados al asunto: si la narrativa es en verdad “sobre narrativa”, ¿por qué debe haber un público para ella? Si la música es sobre la composición de la música, ¿por qué le debe interesar a nadie aparte de otros compositores? ¿Qué pasa con la música en la literatura, desde Cortázar, Cabrera Infante, Sarduy y Sánchez, pasando por Caicedo y llegando a Indiana y la discoteca de estilos de sus novelas “de la hija” La estrategia de Chochueca y la emotivamente poderosa Papi (2005, su traducción al inglés elogiada por Junot Díaz), presentada por Rita de Maeseneer (Corral/Castro/Birns 2013: 156-159)? En ese desarrollo la música es más cerebral que vocal (Indiana está musicalizando la adaptación al cine de Papi), porque los lectores se encuentran dentro de un mensaje doble, conscientes de lo no cantado. Es semejante a la definición que ella da de la música para el “diccionario” de Babelia referido
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anteriormente: “Hacia el final de la dictadura de Trujillo en 1961 la mitad de la población dominicana era analfabeta y por lo tanto no tenía acceso a la literatura. Su único acceso a las ideas, las historias y la poesía, además del que la transmisión oral permite, eran las canciones. En ellas se veían reflejados, redimidos, entendidos, se sentían parte de una cultura, de un momento, eran alcanzados por nuevas ideas sobre el mundo. Las letras de la música popular y folklórica han sido y son el género literario más democrático y la consagración literaria de un autor de canciones reconoce también a todos esos lectores potenciales a los que la desigualdad les niega la palabra escrita” (Babelia 2016: 4-5). Ese criterio de lectura también afecta a la formación y trabajo de la crítica y el análisis literarios y cómo la mercadotecnia hace sentir que importa más leer que lo que se lee; y quizá hoy los que estudian literatura profesionalmente son los únicos a quienes en verdad no les gusta. Más allá de las continuas precisiones de críticos académicos y popularistas de la lectura, ¿alguien duda de que lo que se lee lo define a uno? Si la crítica es una mitad de su relación con la literatura, hoy parece ser la totalidad de sus problemas. Esto explica otra sensación más fácil de probar estadísticamente: los alumnos a quienes se enseña esta narrativa y el público en general leen poco, se asombran ante la sofisticación en una manera en que sus maestros no lo hacían a su edad. También es previsible que se considere a cada cohorte menos culta que la que le precede, metiéndose en un círculo vicioso sobre el relativismo de tales consideraciones. Según Serna, en España y en México un escritor puede perpetrar críticas elogiosas por conveniencia social, sin dañar gravemente su reputación (2013: 276-277), condición que se puede constatar en el resto de Occidente. Vale notar otro acierto suyo: “cada vez que un crítico miente crea un vacío entre las obras y los lectores en vez de tender un puente hacia ellas. La desinformación que esto provoca en un mercado editorial con sobreoferta de títulos solo beneficia a los tiburones de la mercadotecnia” (2013: 277). Un obstáculo para una visión cabal de lo que son o podrían ser esas veneraciones es el destiempo de recepción entre el conocimiento de esa narrativa en las Américas y su eventual descubrimiento en otros países, incluida España, centro material de la nueva producción. En Bolaño traducido pormenorizo qué pasa al traducir a un “nuevo” narrador, y pienso en Padura, cuya El hombre que amaba a los perros (2009) se tradujo al inglés en 2014, luego de ser traducida
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a varias lenguas. Otra traba es la asociación de un tipo de novela con una generación. Por ejemplo, Germán Marín (Chile, 1934) comienza a publicar la trilogía metaficticia “Historia de una absolución familiar” en los años noventa, con Círculo vicioso (1994) y Las cien águilas (1997). Para 2005, cuando cierra el ciclo con La ola muerta, era un autor de culto entre jóvenes (algunos novelistas) que podrían ser sus hijos o nietos. Otra traba no es la condena de la edición nacional a la que me he referido sino las limitaciones de la “alfaguarización” continental, como ocurre con Israel Centeno (Venezuela, 1958) y su posmoderno “ciclo del exilio”, que culmina con Bajo las hojas (2010). Centeno ha tenido una buena acogida en España, que deja a un lado por lo menos tres de sus novelas realistas. Si la “alfaguarización” es un sistema y tiene genio, también muestra que sus virtudes y defectos son más sistemáticos que específicos. En febrero de 2016 Alfaguara anunció que publicará la totalidad de la obra de Bolaño, que hasta esta fecha incluye dos obras inéditas: El espíritu de la ciencia-ficción (fechada en 1984, adelantándose así a los planes escriturales de Junot Díaz) y las mencionadas noveletas de Sepulcros de vaqueros. A la vez, desde 2016 la editorial reedita todos sus títulos bajo el sello Debolsillo, con añadidos (que codifican la lectura innecesariamente) del archivo del autor para las ediciones de la “Biblioteca Roberto Bolaño”. Ni esa planificación comercial de Alfaguara ni la traducción figuran en el análisis fragmentario y complaciente de Guerrero (2018: 111-114), cuyo ajuste del mercado editorial independiente no discute que en él faltan válvulas de movilidad, más allá de las de países con mayor tradición editorial (2018: 118-122) que, aunque no siempre producen saberes útiles solo para literatos, sirven como corrección a un sistema que orienta sus acciones en beneficio propio. Como el de Bértolo, el de Guerrero no es un estudio unitario sino una recopilación poco revisada, aunque Viceversa es más honesto en sus premisas y propósito. En estos casos la obra se puede convertir en sorpresa para el crítico menos informado, recepción agravada cuando la crítica presenta ese acaecimiento en suplementos literarios a lectores no siempre enterados, como sigue ocurriendo cuando jóvenes autores “descubren” a sus antecesores para Babelia. A veces esa extrañeza y novedad también se dan en Hispanoamérica, por otras razones. Por ejemplo, en 1955 Di Benedetto publicó El pentágono: novela en forma de cuentos, construida a partir de relatos unidos por el personaje que los crea
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obsesivamente. Se la ha considerado, con exageración, precursora del nouveau roman y de Rayuela. En 1974 se publicó El pentágono en otra editorial, con el mismo texto “pasado en limpio por el autor”, pero con el título Annabella (novela en forma de cuentos). Se esperó hasta 2005 para que se publicara una nueva edición de la obra, con el título El pentágono. Que Di Benedetto fuera un exiliado admirado por Bolaño (y poco velado en “Sensini”) y “escritor para escritores” solo comienza a explicar el desencuentro que mencionaba. Tampoco es arriesgado proponer que la ficcionalización de Zama y su autor en ese cuento del chileno contribuyó a su traducción al inglés en 2015, que la publique The New York Review Books, se filme entre 2015-2017 o a que The Wall Street Journal y The New Yorker la hayan reseñado elogiosamente en 2016. Pero el carácter antecesor de varios efectos literarios de Zama no se transfiere a El pentágono. La búsqueda de la mujer amada, la disposición textual, la obra que habla de sí misma y el protagonismo de la ciudad de El pentágono ya estaban en En la ciudad he perdido una novela… de Humberto Salvador ¿Pasaron esos efectos de Salvador al Marechal de Adán Buenosayres (1948), Rayuela y Los detectives salvajes? Curiosamente, los recursos bibliográficos y de informática del mundo académico no enaltecen el conocimiento de varios precursores, porque intervienen también la envidia, maledicencia y rencillas. La narrativa que me ocupa no despega en ese mundo porque el cuestionamiento de la noción de “maestro”, de su corolario el canon y la corrección política no permiten notar algo positivo en esas nociones. Como matiza Dominguez Michael sobre el Crack: “Nunca he leído a nadie, ni entre los amigos ni entre los enemigos de Volpi o de Padilla, que les envidie su prosa, su estilo o sus ideas […]. Lo que se envidia es su éxito” (2004: 50). A esas condiciones contribuye la esfera de influencia que construyen los maestros antiguos y los críticos, para quienes algunos precursores deben quedarse en el pasado, por razones ideológicas. Parks sugiere: “Desde ya defendamos nuestra libertad de expresión cuando esté amenazada, pero nunca confundamos este compromiso con nuestra inspiración como escritores o nuestra inclinación como lectores” (2017: br27). La narrativa es un engendro evanescente si no se les acredita a los lectores la capacidad y libertad de distinguir entre referentes reales o históricos y aquellos concebidos para despistar y dejar que la narrativa se defienda por sí misma. Ese es un gran logro de Bulgákov contra la ortodoxia literaria soviética de su tiempo.
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Se puede dar por sentado que la narrativa actual está intoxicada de lenguaje, que en vez de lo inenarrable seguirá buscando salidas para lo “desnarrado”, que según la narratología se compone de elementos discursivos que explícitamente consideran y se refieren a lo que no tiene lugar6. Ese emponzoñamiento ya estaba presente en la noción de “metalingüística” desarrollada por Bajtín y en la de “metalenguaje” que Hjelmslev comenzó a emplear en 1961. Este, si uno se guía por el conocido “Linguistics and Poetics” (1960), de Roman Jakobson, es cualquier lenguaje técnico que describe las propiedades del lenguaje, no lo inefable. Poco después, en un aviso al que obviamente varios de estos narradores no hicieron caso (según Robert Alter), en Le Degré zéro de l’écriture (1965) Barthes argumentaba que la profusión de metalenguajes conduciría a una regresión indefinida o aporía que a la larga socavaría y destruiría todo metalenguaje. Antes, en “Littérature et meta-langage” (1959), recogido en Essais critiques (1964), había argüido que la cuestión palpitante de los cien años anteriores ya era “¿qué es la literatura?”. No todos los novelistas hispanoamericanos hicieron caso a esos desarrollos, y en Donde van a morir los elefantes un colega le dice al “chiriboguista” Zuleta: “Tú sí que eres un chiquillo no más, Gustavo, […] a pesar de Barthes y de Bajtín, que son capaces de envejecer a la Shirley Temple en cinco minutos, y que en Europa ya no le interesan a nadie… ¡solo a ustedes los académicos!” (1995: 86). Varios narradores neófitos siguen reciclando esos cuestionamientos, y por eso transmiten la impresión de haber llegado a un agotamiento. Bajter, en una excelente reseña de El perro de Fogwill (2015), publicada con el título “Los envíos de Fogwill desde el cielo” el 8 de septiembre de 2015 en el blog “Simpatías y diferencias” de Letras Libres, afirma: Algo se apaga lentamente, pasado el tiempo, en el fenómeno Mario Bellatin. Algo parece irreversible, funcional a una frase de este libro: “buena parte de mi escritura ocurre para ser olvidada al instante”. Es, al acabarse, cierto: con su estilo diáfano, ya un oficio después de treinta años, Bellatin tiende a esencializarse, a desaparecer. Concepto acuñado por Gerald Prince en 1988, comparable al del habla portada por objetos mudos, según Rancière (2009). Warhol matiza variantes de la noción (lo subnarrable, lo supranarrable y lo antinarrable). Meir Sternberg, “Self-Consciousness as a Narrative Feature and Force: Tellers vs. Informants in Generic Design” (Phelan/Rabinowitz 2005: 232-252), recogido en el mismo volumen que el de Warhol, es más afín a lo que desarrollo para la literatura en la literatura, aunque no exclusivamente con base en premisas narratológicas. 6
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Tiene (o tuvo) alrededor de sí una imagen que comienza a quedar atrás, lejos. Estaba en la lista de los escritores renovadores cerca del año 2000 por Efecto invernadero, Canon perpetuo, Salón de belleza, Damas chinas. Aunque continúe con su poética de la mutilación, dando imágenes secas y violentas […] la escritura ha bajado la intensidad y el desafío a expresiones mínimas.
Hay demasiada conciencia académica de nociones como “revelar el recurso” del formalista Shklovski. Criticar a nómadas y globalifóbicos también es revelar un recurso, porque para interpretar un desarrollo literario se lo hace aparecer alienado, distanciado de entornos banales, sacado de contexto, así como para ver todo un cuadro hay que alejarse de él. Ese proceder, que le dice al artista lo que no debe hacer y al espectador lo que no debe ver, se complica cuando los nuevos, incluidos los del último capítulo, no están tan profundamente alienados como en los años cincuenta y sesenta como para no tener pasado, política o cultura, ni tan anestesiados por el sinsentido de su existencia que no se dan cuenta de su alienación. El problema que señala Bajter queda confirmado en la entrevista de Bellatin con Mónaco Felipe, que ella recoge sin acreditar varia información proveída por él a Graciela Mochkofsky, ya publicada en el blog Page Turner de The New Yorker del 23 de diciembre de 2015 como “Mexico’s Literary Prankster Goes to War with His Publisher”. Revelar el recurso es una especie de lección de anatomía que tiene el efecto de dejar a la ficción pertinente ajada y reseca. Un ejemplo clave de la complicación de esa visión narrativa sería el del personaje que repentina e inexplicablemente se da cuenta de que es un personaje en una novela. El peligro yace en el riesgo de que el cerebro del escritor y su narrador o narradores se conviertan en la presencia más fundamental de lo narrado, en que no crean en sus personajes. Hay que distinguir entonces entre los autores que inventan sus artificios y los que reflexionan y narran deliberadamente acerca de los artificios y se burlan de ellos, a pesar de que los emplean. La artificiosidad de las novelas de gran impulso de los nuevos narradores es demasiado patente. Bajo una aparente presión por ser “cosmopolitas” esas novelas (Volpi, Padilla y Fresán) no distinguen razonablemente entre inteligencia y paquete intelectual, y cuando hacen hincapié en este la artificiosidad hace que se desmoronen sus estructuras y mensajes. De estos hubo muchos durante las últimas décadas del siglo pasado, e invariablemente quedaron preguntas sobre por qué hacían eso si consideraban estar por encima
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de lo que hacían. En este siglo, si no soluciona ese punto muerto, La forma de las ruinas (2015) de Vásquez lo complica. En el primer capítulo (11-64) un “yo” que podría ser el autor (si se cree las referencias a cómo pasó de estudiante de derecho a escritor) establece cruces históricos y temporales que serán la plantilla de varios pactos verosímiles entre seres y hechos reales o fantasías colectivas novelizadas. El cuarto capítulo principia con “en julio de 2012, tras dieciséis años de vida en tres países europeos, volví a instalarme en Bogotá” (193). Para entonces, el “Vásquez” a quien se dirigen algunos personajes desde el comienzo de la novela fortalece el pacto con la “realidad” autorial. Pero verlo así disminuye la novelización total de todo elemento. Un ejemplar químicamente puro, paradigmático para la literatura en la literatura hispanoamericana actual y su ineludible relación con la autoficción (que no se debe confundir con la autobiografía como selfie) es el de Aira. Según Colonna, la autoficción funciona así: “En littérature, c’est toujours l’effet obtenu, le résultat qui décide d’un choix poétique; non la conformité d’un procédé, ou la cohérence logique d’un agencement. D’où ces impuretés formelles, ces mélanges irritants pour le logicien. D’où aussi la nécessité de toujours revenir aux œuvres singulières et à l’Histoire, pour comprendre une forme ou une force: c’est lá, et pas dans les taxinomies, que les choses ‘se passent’, que les figures littéraires arborent leur véritable pouvoir” (2004: 146, énfasis suyo)7. Fuera de Argentina, solo hace dos décadas se llegó a conocer la narrativa de Aira entre los no iniciados. En España se publica sus novelas sin su cronología original, y la atención que la prensa cultural le dedica es merecida. Él y sus editoriales (algunas para bibliófilos, otras firmadas o numeradas) contribuyen al destiempo, como al publicar en 2017 Actos de caridad, Los dos hombres (ambas de 2011) y El ilustre mago en un solo volumen. Sobre todo con El congreso de literatura —en que más que poseer la ambigüedad de simple personaje o actor, la literatura es lo que los semióticos llaman un “actante” (la que realiza o sufre el acto narrado, como ser, objeto o concepto)— Aira es el máximo representante de la generación Considerando terapia simplista creer que toda literatura es literatura del yo, añado La autoficción. Reflexiones teóricas (Casas Janices 2012), la excelente introducción de Casas (4-42), y La obsesión del yo. La auto(r)ficción en la literatura española y latinoamericana (Toro/Schlickers/ Luengo, 2010), complementados por Arnaud Schmitt, “La perspective de l’autonarration” (2007: 15-29). Para la metaficción: Metaliteratura y metaficción. Balance Crítico y perspectivas comparadas (Gil González 2005) y el estudio pionero de Quesada Gómez (2009). 7
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de narradores que se establece en el último tercio del siglo veinte y entra en el actual con el mismo vigor creador. Pero como Bolaño en su momento, no es parte de los narradores que intentaron despegar individualmente después de ser homologados en colecciones definitorias como McOndo y Líneas aéreas. Tampoco fue uno de los invitados a proveer la suya, tan potente y alta, en el nuevo testamento Palabra de América, y su edad no es una excusa válida. La realidad es que para mediados de los años noventa Aira estaba establecido, aunque haya sido entre un grupo minoritario de lectores. En parte por esa razón su narrativa sigue siendo conocida por publicarse casi exclusivamente en pequeñas editoriales argentinas o latinoamericanas. Además, él mismo aumenta su recepción inexacta con ensayos en que quiere estar al frente práctico y teórico de la escritura que se define como nueva; y ayudó a establecer lo que un nuevo vanguardista entiende hoy por escritura y narrativa con su extenso, sui generis y seminal (por ser de un par) Diccionario de autores latinoamericanos, varias de cuyas entradas tienen un efecto especular sobre su quehacer. También lo expresó en una especie de poética igualmente sui generis, publicada en México en 1998 bajo la rúbrica de “Crónicas del postboom”. Se trata de “La nueva escritura”, artículo que intencionada o necesariamente no dialoga con nociones producidas por la crítica, y que debe leerse a la mano de sus ideas posteriores sobre el “realismo”, perennemente salpimentadas con trasuntos biográficos8. Su ensayo tampoco establece contacto con nociones como las que su compatriota Héctor Libertella (1945-2006) expuso de manera fundacional y perspicaz en Nueva escritura en Latinoamérica (1977) y Las sagradas escrituras (1993), quien según Tabarovsky dejó “un legado fatal: el fantasma de la vanguardia” (2017: 4). El capítulo “La metáfora de la ficción por la teoría” del primero de esos estudios contribuyó a difundir el gusto adquirido de toda la parafernalia de lo que se llama, indistintamente, metaliteratura, metaficción e incluso autoficción de autores como Lamborghini (Osvaldo), y fuera de 8 Así “Amalia” (2012: 25-35) y, particularmente, “El realismo” (2011: 18-25), precedido por una excelente presentación de Leonardo Sahuenza, “Síganme los buenos” (2011: 15-17). Entre las sentencias y memorias de su breviario Continuación de ideas diversas, traducible como “Yo lector/espectador supongo” vuelve al realismo (2014b: 25-26, 37), contraviendo su práctica metaliteraria (2014b: 17), sin matizar pronunciamientos, obligando a sus lectores a tomar sus salidas con un grano de sal. Véase también “O ingênuo” de su colección Pequeno manual de procedimientos (2007: 105-115).
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su país Elizondo y Sarduy, entre otros. Para 1985, cuando Sánchez publica La importancia de llamarse Daniel Santos, esas posibilidades habían llegado a una expresión muy acabada, y agotamiento, en una fragmentación narrativa que se puede calificar de “saqueo” (el término es del narrador) pospolifónico. Sánchez, desde las seis páginas iniciales de su “Presentación. El método del discurso”, desmonta el recurso no para revelarlo sino para melodramatizar la verosimilitud de la cultura popular en torno al bolerista real Daniel Santos, a quien nunca oímos o leemos, y las críticas de la “función autor” (“el seguro servidor de ustedes Luis Rafael Sánchez”) a otros, especialmente Borges y Shakespeare, enaltecen su metaficción. En su artículo (1998a), Aira ignora antecedentes como el de Sánchez, no menciona a ningún escritor o contemporáneo, y asevera razonablemente que “el innovador cubre casi todo el campo en el gesto inicial, y les deja a sus sucesores un espacio cada vez más reducido y en el que es más difícil avanzar” (2). Un problema de la literatura en la literatura es que es difícil ver metáforas cuando se está dentro de ellas, y aquellas simplemente no aparecen en el lenguaje por no estar en el mundo sino en las ideas. A finales del siglo veinte nociones metafóricas como la “muerte del autor” y otras convertidas en teorías eran un lugar común, particularmente en la narrativa anglófona que las acogió para teorizar sobre ellas, más allá de lo que hacían Burgess, Fowles, Lodge, Byatt, Barnes y otros menos conocidos con el autor evanescente, implícitamente exigiendo la muerte del lector, como haría Markson después, batalla que sigue viva. Para llegar a su conclusión sobre antecesores y seguidores Aira se apega al término vanguardia, que cabe en el espacio reductor que menciona como anacronismo interpretativo, aunque su artículo lo emplea como tira de Moebius. Cuando afirma que “los grandes artistas del siglo xx no son los que hicieron obra, sino los que inventaron procedimientos para que las obras se hicieran solas, o no se hicieran” (1998a: 2-3), escribe de su propia práctica que, como el arte activista de John Cage que usa como paradigma para su argumento, seguirá “en obras”. Si estas nociones no son totalmente novedosas, el detalle pertinente es que las novelas de Aira, que nunca terminan, transmiten más de lo que él puede conceptualizar ensayísticamente sobre la nueva escritura o el arte visual, porque en las suyas opone lo que indistintamente llama vanguardia a los peligros de la profesionalización. Tendría razón si se cree que hoy se necesitan menos escritores “profesionales”
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para quienes sus mundos privados son más importantes que servir como contrapunto de formalismos apolíticos. Para él la práctica de la vanguardia es indistinguible del proceso de pensar acerca de ella. Aira se dio y sigue dándose cuenta de que el clima político de su época es intenso, y que sus vanguardias tenían limitaciones. Y como quiere cambios radicales en el arte tiene que hacerlos él mismo, novela por noveleta. Pocos narradores adhieren a su visión; así, Cárdenas pudo decir en el Hay Festival bogotano de 2017 que “esta nueva generación recupera el interés por las vanguardias históricas y por la toma de posición política”, como si fuera portavoz de la continuación de la cultura de la queja, mostrando el obscurantismo de su historia literaria al dejar fuera lo hecho al respecto por Aira, Zambra, Levrero y otros. Si uno se arma con un poco de conocimiento y curiosidad verá más claramente a los escritores del pasado y a uno mismo. Se apreciará además cómo ellos, en su manera limitada, vieron más allá de sus prejuicios y trataron de mejorar el mundo, así como los autores con poca obra, en su manera limitada, quieren hacerlo. Un mejor abanderado de la ruptura con lo preexistente, Aira dificulta atribuirle maestros. Se puede ver varias obras suyas como crítica de sí mismo, obviando el papel de maestros y críticos, la sombra de su escritura. Es un equilibrio difícil de conseguir porque la literatura en la literatura está a un paso de sabotearse, a pesar de los esfuerzos por mostrar lo contrario. Por eso su nota establece correlatos con el minimalismo anecdótico de Un episodio en la vida del pintor viajero (2000), reflexión contestataria sobre la mirada y los problemas de construir lo verosímil y el Otro con lenguaje artístico. Es una actualización de una idea de Barnes según la cual la pasión por el arte dio forma a las novelas francesas decimonónicas. Villoro (2000: 79-81) la lee arguyendo que cuando su protagonista europeo Rugendas tiene que pasar al otro lado de la contemplación antropológica no puede describir lo que ve desde adentro, y “esta autenticidad le impide traducirse para legos” (2004: 81). Quince años después Franz deconstruye esa combinación en Si te vieras con mis ojos, complicándola con más personajes históricos y sus aventuras, ideas y pasiones románticas acerca del artista contra la naturaleza, vistas desde hoy. Ambos invierten el provincianismo sin tener que situar sus obras fuera de sus países, como señalara posteriormente Vargas Llosa en la ya extensa recepción de la novela del chileno9. Franz explica los pretextos en “Tumbas perdidas” (2015b: 9), “Las apariciones” (2017a: 13) y en una entrevista con Carmen de Eusebio, “Carlos Franz: ‘La belleza no está en lo que 9
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Ese entendimiento no produce respuestas para la inveterada atención a cómo un autor aparatoso como Aira maneja la verdad histórica. En una reseña de Cómo me reí (2005), novelita (término que prefiere) del argentino Pablo Gianera postula que “podría decirse que lo verosímil constituye el tema por excelencia de Aira y es probable que la primera persona funcione entonces como una garantía extrema de la verosimilitud” (2006: 4), giro exitoso cuando Cercas lo hibrida con investigaciones de crímenes. Aparte de alguna ficción, Aira no se dirige a sí mismo por nombre y apellido, disfrazando su existencia empírica, y disminuyendo la conclusión de su reseñador. Gianera sí tiene razón en que Cómo me reí es “una ficción que desmonta todo pacto con el lector y pone en suspenso el contenido de verdad de las confesiones” (2006: 4), aserto que desmonta su premisa anterior. Algo similar ocurre con Bellatin. En la reseña mencionada de El perro de Fogwill (“Los envíos de Fogwill desde el cielo”, 8 de septiembre de 2015), Bajter afirma: “Sin alcanzar un mínimo de verosímil, no entra en el misterio de lo sagrado sino en otro, trilladísimo: el misterio de las profecías de los escritores, interpretadas a partir de lo que estos dicen y comen” (énfasis mío). En otras partes discuto las dificultades que tiene Aira con sus posibles maestros, o por lo menos para admitirlos, lo cual es más un problema para sus lectores especializados. Y si en una entrevista con Álvaro Matus admite que Emar era su héroe, “que estudié e imité con ahínco” (2006: 3), la crítica no ha seguido esa pista, o la relación con las Notas de Arte (siempre “nuevo”) que el chileno publicó entre 1923 y 1927. La actitud hacia la heroicidad de los discípulos convertidos en maestros es otra. Por ejemplo, los personajes de Homero son motivados por un deseo competitivo para ser excelentes en algo y demostrar su pericia o bravura y obtener fama mundial eterna, no así los de Virgilio. Este se escondía para evitar el asedio de sus admiradores, mientras Cicerón creía que los escritores superiores, o sus almas, superarían a la muerte es, sino en lo que puede o pudo ser” (2016: 154-167); mientras en “El amor, la pintura y el volcán” (2016: 13) Vargas Llosa analiza la transposición del exotismo y romanticismo al mito y la leyenda en la novela. Pablo Diener (2012) visualiza el periplo de Rugendas, ilustrador de los descubrimientos de Darwin. Que los novelistas se dediquen a pintores (franceses) retrocede a Émile Zola (que comenzó como crítico de arte) y Cézanne en L’Oeuvre (1886) y llega a El paraíso en la otra esquina (2003) de Vargas Llosa. En El descubrimiento de la pintura (2013) Edwards retoma sucesos de su biografía para presentar al artista de paisajes como incomprendido, cuyo arte común y corriente gana al convertirse en literatura.
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y entrarían en un reino eterno. Desde esa antigüedad el genio y la fama ya no nacen, sino que se forman en un proceso sociológico que no tiene que ver con la madurez. Para Rancière “el genio es el presentimiento instintivo de lo que la reglas ordenan, y las reglas, la simple codificación de lo que el genio pone en práctica” (2009: 17). Esa ambición quisquillosa hace que los héroes homéricos (Rancière 2009: 85-88) quieran sobresalir, pero también los hace narcisistas, susceptibles y propensos a ciclos de rabia y venganza. Así, los personajes espiritosos de Bolaño, Aira y otros tienden a ser antihéroes y antiépicos, aunque egoístas, sin la solemnidad con que se los armaba en el siglo veinte. También son antihéroes porque no compiten con nadie, no quieren ni hacen nada por distinguirse; y si no son cobardes, simplemente no terminan lo que comienzan, o no logran nada, lo cual puede hacer que sus traductores ignoren la ambigüedad del mundo que traducen. Los haya leído o no, que como en la narrativa llena de antihéroes piantados de Acker y Donald Barthelme, o la inglesa Angela Carter (ladrones de primera de la escritura de otros), en Aira hay un sentido de inmediatez que separa a su obra de la mayoría de la narrativa neovanguardista, y no solo por los giros presuntamente posmodernos de los que quieren afirmar algo sobre “la muerte del autor”. Su fragmentarismo y énfasis en la “confusión” son un rechazo deliberado de la noción de originalidad o heroicidad. En la entrevista con Matus añade, erróneamente, que a Emar le falta “la violencia destructora del verdadero apóstol de lo nuevo”, y concluye que “el verdadero vanguardista es inaceptable, inadmirable e ilegible” (2006: 3), precisamente las razones dadas para el ostracismo que sufrió Emar. La base conceptual de Aira no es el surrealismo (ya presente en Asturias, rescatado por un Bolaño vanguardista tan frustrado como Huidobro en “Comedia del horror de Francia”) sino el dadaísmo (ha definido su obra como “cuentos de hadas dadaístas”), cuya abolición de la lógica, la memoria, la arqueología, los profetas y el futuro se suman a una práctica constante de autocreación, a orgías espontáneas de automodelarse. Esa preferencia es más una actitud ante “lo nuevo”, que Vila-Matas define magníficamente, y no como acto de contrición: “Detestábamos al realista y al rústico o al rústico y al realista que consideraban que la tarea del escritor era reproducir, copiar, imitar la realidad, como si en su caótico devenir y en su monstruosa complejidad la realidad pudiera ser atrapada y fuera narrable […]; despreciábamos a los que no comprendían que la grandeza de un escritor
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estaba en su condición, asegurada de antemano, de fracasado; amábamos a los que juraban que el arte estaba solo en el intento” (2014: 170). A pesar de lo señalado, la narrativa de Aira no pretende ser “de autor”, o una mirada distanciada sobre ese género de por sí flexible, sino una “obra” relativamente pura, sin trampa ni cartón, pero con el tipo de sofisticación que exige su posición con respecto a la tradición más amplia en la que inevitablemente se inscribe. Él, como Vila-Matas, sabe que aun la ficción más experimental requiere alguna estrategia de causalidad. La política crítica No está de más detenerse en que el desarrollo de la recepción de la literatura en la literatura obviamente mantuvo una relación simbiótica con el de la crítica. Cuando Libertella publicó su Nueva escritura en Latinoamérica, Rodríguez Monegal, crítico entonces en su apogeo y propenso a escribir severamente contra los intérpretes comprometidos o nuevos, implícitamente acusó a Libertella de ser teóricamente dependentista. Decir que al fondo de la polémica patentemente gratuita —y surgida del “narcisismo herido” (1978: 49) del uruguayo, como sugiere Libertella en su reacción al ataque— hay una lucha entre maestro y discípulo sería violentar el significado de esa relación clásica, porque el mayor no muestra la comprensión del maestro ni igual distancia ante detractores y apologistas. Más bien, Rodríguez Monegal se porta como un profesor que quiere regañar a un estudiante desobediente. Es más, tampoco considera la posibilidad de un duelo entre obras maestras y se apega a una “maestría” interpretativa que solo él quiere o se cree capaz de definir. Lo hace recurriendo a otro dependentismo: el tipo de crítica estadounidense que él apoyaba a ultranza. Con tales prejuicios no se podía entender la nueva narrativa de entonces cabalmente, porque no dependía totalmente de ideologías políticas que previsiblemente dan respuestas antes que evidencia. Para la época en que se contrastaba el fin de siglo con el milenarismo y lo que significarían, se publicaba encuestas, ajustes de cuenta, evaluaciones, retrospectivas y pronósticos sobre lo que habían sido o llegarían a ser la narrativa de los años ochenta y noventa; pero en la segunda década de este siglo no hay evaluaciones convincentes, porque la muestra ha aumentado tanto.
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Según Susana Draper (2006: 417-438), concentrándose en la revista dirigida por Rodríguez Monegal, esas tasaciones eran parte de una beligerancia de valoraciones, situación que continuó con diferentes bemoles, de acuerdo con Deborah Cohn en The Latin American Literary Boom and U. S. Nationalism During the Cold War (2012). Tres años antes de la polémica entre aquellos críticos, Robert Alter publicó Partial Magic (1975), seminal estudio sobre la novela como género autoconsciente. Alter se dedica a clásicos de la práctica como Cervantes, Diderot, Fielding, Joyce y Sterne (sin olvidar a Borges, Cortázar y Unamuno), y asevera: “Ninguna de las novelas de Robbe-Grillet en verdad se iguala en fascinación a las brillantes descripciones que Roland Barthes hace de ellas” (1975: 221). La crítica y teoría sostenidas de Barthes sobre el género son póstumas, y tal vez no sea casual que su último proyecto fue discernir cómo sería y se sentiría ser un novelista a punto de escribir una gran novela, como Proust o Tolstói. No era el caso del crítico hispanoamericano. Entre 1974 y 1977 Rodríguez Monegal publica en la Argentina la segunda edición de los tomos de Narradores de esta América (1976). En un texto de 1971 de esa edición escribe de “Una escritura revolucionaria”; en otro, de 1965, “Un juego de espejos enfrentados”, trata la americanización [sic] de la novela, y se esfuerza por apuntar la huella de ciertos narradores estadounidenses en los jóvenes hispanoamericanos. Su actitud, que hoy se llamaría “colonizada”, es un intento de probar lo obvio, y su tono triunfalista de novedad ignora la vanguardia narrativa anterior a los años cuarenta, y que otros críticos habían señalado esas influencias (por ejemplo, la de Faulkner). Ese es un punto que Aira machaca otra vez en la entrevista con Matus, afirmando que las novelas de “verdad” son las del siglo veinte, porque “fuera de la literatura, en la llamada commercial fiction se sigue escribiendo la vieja novela decimonónica, y con gran éxito de ventas” (2006: 3). Su aserción necesita matices, entre ellos su propio papel en la comercialización de su obra (en 2015 dio su primera gira estadounidense por sus libros), y si no de su albedrío. No es menos pertinente que la madrina del punk-rock Patti Smith (poco héroe de la Generación “Me gusta”), admiradora de Bolaño, reseñe la traducción de unos cuentos de él para The New York Times Book Review (2015: 10). ¿Qué pasa con la narrativa o autor “industrial” que no cabe en esos parámetros, o con el hecho de que no se menciona el rol del género sexual en la división entre literario y comercial? En 2009 Ángela Becerra publicó Ella que todo
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lo tuvo, en que una escritora encuentra una librería llena de libros antiguos descuadernados y se dedica a restaurarlos para encontrarse a sí misma, un parámetro universal. En ella Becerra —que recibió el Literary Award 2004 otorgado por “la comunidad latina” estadounidense por De amores negados, que según ella tiene más que ver con un “idealismo mágico” y no con la realidad colombiana— no desarrolla sus posibilidades metaficticias, refugiándose en los lugares comunes lingüísticos y sentimentales (la escritora se llama “Ella”) que la convirtieron en bestseller. ¿Cómo atenuar o justificar aquella visión de Aira cuando su contemporáneo, Abad Faciolince, fue un bestseller en Colombia con una novela literaria y testimonial, El olvido que seremos (2007; edición revisada, 2017), probando que la maestría no exenta de sentimiento y la popularidad o el respeto no son siempre incompatibles, como querría Aira? Es así porque la de Abad Faciolince no es ingenua, y es urgente no por querer decir algo sino por cumplir con lo que promete. En “Everybody’s Protest Novel” (1949), ensayo incluido en Notes of a Native Son (1955), Baldwin opina que los ojos mojados del sentimentalista delatan su aversión a la experiencia, su miedo a la vida, su corazón árido, y confunden la imitación de la emoción por ella misma. Benavides evita magistralmente esos efectos en Un asunto sentimental (2012), mostrando que si el miedo no es irracional, hace que uno diga y haga cosas tontas. El 4 de marzo de 2008 El Tiempo reportó que en Colombia se hace un bestseller con cuatro o cinco mil ejemplares, y el de Abad Faciolince llevaba entonces 100 000 vendidos, traducido a varias lenguas. Comencé a tratar esos problemas en el segundo capítulo, y por ende me detengo brevemente en los más concentrados en la literatura en la literatura de “ficción estricta”. En ese mismo 1996 del que habla Zurbano, Levrero publica la novelita Dejen todo en mis manos, republicada en España en 2007, marcando el inicio de la recuperación o segundo descubrimiento de él y su obra en ediciones de bolsillo, o de tapa dura para obras como La novela luminosa (2005), rescate que sigue hasta hoy. Huraño a las entrevistas, se comenzó a publicar su obra en los años setenta, en ediciones nacionales. Sarcástica, irónica, asimétrica, autoconsciente y reflejando la aparente actitud literaria de su autor, Dejen todo en mis manos muestra cómo un narrador metaficticio ornamenta, inventa y extrae la verdad novelesca, sin tergiversarla, porque sabe que eso ya se ha hecho.
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Una reseña de Carlos Pardo para Babelia (2016b: 5) pone en excelente y necesaria perspectiva El espíritu de la ciencia-ficción, y otra típicamente elogiosa de Andrés Ibáñez (con conocimiento de causa) para el ABC Cultural (2016: 8-9) la considera épica y sorprendente en su aprendizaje. Otros críticos, hasta la fecha hispanoamericanos, no han sido tan objetivos, y hay mucho ruido y pocas nueces sobre si esa novela es un pre-texto de las posteriores, aunque se le admita algunos valores. A esa recepción se añaden lo que se ha llamado la “kodamización” del legado de Bolaño, polémicas entre críticos serios y editores resentidos, supeditando su novelización de la tardía bohemia mexicana de los años setenta, que tiene más de tardía que de bohemia, o cómo Bolaño notaba, imperfectamente, que se necesitaba otra literatura. Es revelador notar que en las mismas fechas se recibe con entusiasmo las novelas cortas Fauna y Desplazamientos de Levrero, escritas respectivamente en 1979 y 1982-1984, y ahora en un volumen. Esta coincidencia conduce a preguntar si hay una gran diferencia entre un autor establecido descubierto póstumamente, y otro olvidado y recuperado similarmente, sin hablar del valor comparativo de lo releído. El problema es que Levrero, por talentoso que haya sido y ahora sea enaltecido en algunos círculos, no deja de tener un interés limitado, aun cuando una revista académica estadounidense reconocida, Nuevo texto crítico (x, 3 [1999]), dedicó un dossier a su obra. Ese número no discute su narrativa metaliteraria ni su “rareza” poética (Zambra 2008a), o alguna conexión con su Manual de parapsicología (1980; 2010), en parte porque su obra maestra, La novela luminosa (y su larguísimo prefacio como pre-texto cómico) es póstuma, publicada al año de su muerte. No es seguro que ese enfoque tenga que ver con la tendencia de la crítica actual a sospechar del embellecimiento narrativo porque cree que el yo auténtico anda desnudo, sino porque la mayoría de los colaboradores son uruguayos, factor que posteriormente analizaría Bajter (2007). La atención crítica se va subsanando, y vale considerar el contenido de la aclamada columna “Irrupciones” con que Levrero colaboraba para el suplemento Insomnia de Postdata, en un país en que la narrativa politizada reinó en el campo literario de la segunda mitad del siglo veinte10. 10 Véase La máquina de pensar en Mario. Ensayos sobre la obra de Levrero (Rosso 2013); las Conversaciones con Mario Levrero (2008) de Pablo Silva Olazábal, con comentarios de Levrero sobre el sentido práctico (que considera saludable) de sus talleristas virtuales; de Martín Kohan “La inútil libertad. Las mujeres en la literatura de Mario Levrero” (2016 en el número que le
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Otro uruguayo, Carlos Liscano (1949), quien comenzó a publicar en 1989 y es conocido por entrevistas con políticos uruguayos, publicó El escritor y el otro (2007), especie de autoficción traducida al francés en 2010; pero poco más se sabe de él o su obra en las Américas. También en 2007 el argentino Luis Chitarroni (1958) publicó Peripecias del no: diario de una novela inconclusa, que como conjunto de notas y planes (cada iteración de ellos interrumpida por un “NO” autorial), es la promesa de una novela que algunos lectores dedicados conectarán como deseen antes de llegar al “NO”, por no decir nada de las alusiones nacionales a Aira, Fresán, Piglia y otros. Es útil pensar que los autores de este tipo de novela, Levrero al frente de ellos, habrán sabido de Macedonio o del Bianco de La pérdida del reino, si no como modelos, sí como grandes antecesores que no han sido superados. Novelas como Pericias del no…, traducida al inglés en 2013, podrían ahorrarles a los lectores compartir el miedo del artista o sus personajes (Aira, Bolaño, Gumucio, Vásconez, Ojeda, Schweblin), de acuerdo con el cual por cada decisión que tome hay una cantidad infinita de otras que podría haber tomado. Una solución al peso del maestro es no verlo como maestro en el sentido estricto y recordar que, por lo general, los maestros tienden a ser connacionales, y es más fuerte la reputación póstuma, como con Fogwill y Levrero. El hecho es que la obra de ningún autor muerto puede ser mantenida o prolongada sin la convergencia de varios públicos, generalmente los de lectores no especializados, otros escritores, profesionales literarios y el general. La publicación también póstuma de los diarios y entrevistas de Levrero sirve para opacar esfuerzos como los de Chitarroni y otros. Los fantasmas de Macedonio, Perec, Queneau y Calvino —cuya Se una notte d’inverno un viaggiatore (1979) explora como autobiograficción comienzos de diferentes novelas y géneros y la absorción con los libros— están demasiado activos como para ver en una obra deliberadamente inacabada más que un experimento meritorio. Desde el segundo capítulo arguyo que la obra truncada, como la accidental, es una lucha con la historia de la narrativa, una tentación en el camino hacia un entendimiento más profundo de varios impulsos y procesos artísticos. Pero dedica Cuadernos LIRICO [Francia]), y textos recuperados como “Sobre los mecanismos de la ficción” o los de “Tía encarnación”. La máquina de pensar en Mario, llena de ensimismamiento crítico, no discute las novelas póstumas, excepción hecha de José Pedro Díaz (21-26), Kohan (113-126) y Adriana Astutti (201-222), el mejor ensayo sobre La novela luminosa.
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hubo un destiempo que no ha favorecido a la hispanoamericana. Mucho se escribe de cómo en Exercises de style Queneau escribió un cuento largo sobre un incidente en un bus de noventa y nueve maneras diferentes, por no decir nada de su traducción al inglés, que mantiene la invención del cockney original y el patois de las Antillas Occidentales. Compárese ese ejercicio con los más de veinte y nueve prólogos de Museo de la novela de la eterna, y sus trece posibles títulos. Piénsese además que se compuso entre 1929 y 1948, que la “novela” fue publicada póstumamente en 1967, y en una edición crítica definitiva en 1993. En 1940/1941 Macedonio había publicado Una novela que comienza, y en 1928 su ensayo “Para una teoría de la novela”. Esos textos pasan por varias redacciones, parcialmente superpuestas, con acotaciones sueltas correlativas, que hacen que quizá ninguna apostilla sea definitiva. Por cada obra inacabada que fascina hay numerosas otras que sí se ha completado, y esa condición siempre ha tenido representantes hispanoamericanos. Por el persistente desconocimiento extranjero de los entretelones pasados y presentes de la narrativa reciente, Tabarovsky puede añadir una opinión imprecisa a la minipolémica causada por el artículo de Verdú ya mencionado: “Es curioso, pero Verdú parece no haber registrado una obviedad del mercado español. Las editoriales españolas vienen publicando con fruición, desde hace más de una década, a autores que encarnan una tradición absolutamente opuesta a la que describe Verdú: de Bolaño a Fogwill, de Aira a Bellatin, de Villoro a Levrero, cada uno con sus diferencias bien marcadas, son sin embargo autores que se salen de la linealidad narrativa…” (2008: 16). Salirse de la “linealidad narrativa” no explica el proyecto más complejo de los narradores actuales, incluidos algunos fallecidos, y la crítica no se decide en torno a orígenes reales, mundiales, y las posibles relaciones entre ellos. Por ende, aunque su muestra no es representativa, Santos (2017) tiene razón al parcelar las tendencias que estudia en autoficción, Historia, distopía y metanovela. Así, en The Cambridge Introduction to Postmodern Fiction (2009) Bran Nicol organiza su libro de tal manera que Beckett, Borges y Burroughs pertenecen a una “temprana posmodernidad”, y para la metaficción estadounidense su muestra se limita a Robert Coover, John Barth y Nabokov. Acker, Barnes, DeLillo, Fowles, Pynchon y Vonnegut están en categorías imprecisas, y Nicol no sabría qué hacer con una apostilla de Vonnegut recogida en YouTube: “No hay razón por la cual las formas simples de las historias no pueden ser
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alimentadas a una computadora”. Un crítico sensato y abierto a posibilidades posmodernistas como Kermode (2014) fija relaciones entre los últimos y Coetzee, McEwan, Banville y Amis, sin desdeñar a Updike, Roth o Rushdie. Tal vez no sea la hora de escribir un réquiem para ese posmodernismo, pero quizá no sea demasiado temprano para desear que se jubile. Reacción y derivación del modernismo anglófono, que vio a los escritores tratar de darle sentido al mundo cambiante de la entreguerra, ese posmodernismo ha avanzado al extremo de que otrora jóvenes maravillas como Auster escriben memorias (con el reciclaje del inmediatamente traducido Report from the Interior de 2013 lleva cinco escritas) sobre lo difícil que es envejecer, aunque todavía hay vida en algunas obra menores de la obra tardía de DeLillo y Pynchon (alumno universitario de Nabokov, y como él adicto a los juegos de palabras), novelistas indeleblemente asociados al nebuloso término. Así como hay vida después de la novela, el verdadero apetito intelectual es inmune a la edad, y esta a las generaciones literarias. Rincón escoge El general en su laberinto (1995: 155-165) como representativo de su visión de la metaficción y el empleo de referencias intratextuales y extratextuales. Si Rincón publica su libro en el momento de la irrupción de los nuevos narradores, al privilegiar en una parte del capítulo “Intertextualidad, pastiche, alegorización” los reciclajes de los años ochenta por los antiguos maestros (1995: 173-191), como hace con Fuentes, depende más de una inercia crítica que de una apertura a lo nuevo, porque ese maestro “boomista” persiguió lo ajeno o fresco para no quedarse atrás o ganar adeptos, o por temer a su anarquía. Tampoco es casual que la crítica escoja narrativa publicada alrededor del 1996 como punto de partida para analizar textos dinámicos que muestran su engendramiento, proceder de Liduvina Carrera con Donde van a morir los elefantes, La piel y la máscara (1996) de Jesús Díaz, El sueño (1998) de Aira y otras novelas más y menos populares que, según sus definiciones, socavarían la distinción que quiere establecer entre “narrativa ficcional posmoderna” y la noción más global de “metaficción virtual” que rige su análisis. Una narración, incluso las que tienen cronologías desordenadas, tiene un comienzo, algo ocurre, y terminan, así que lo novedoso en los juegos metaficticios contiene la maldición de ser relativo. Es más, el desorden es parte del encanto de esas narraciones, porque recuerda cómo se vive las vidas al azar.
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Si los maestros y los clásicos son ayudamemorias, los límites cronológicos tienen varios propósitos. Enfatizada la importancia de 1996, 2013 también tuvo un papel parecido, más allá de marcar un siglo de la primera parte de la saga de Proust —quien rehusó especificar un género y, según Erich Auerbach en Mimesis, ante las suyas casi todas las que conocemos parecen no ser más que novelas cortas— y medio siglo de Rayuela y La ciudad y los perros. La globalización, pregonada como un desarrollo relativamente nuevo, tiene más de cien años. Para 1913, cuando nacen Camus y Claude Simon, la primera guerra real y los vanguardismos históricos (para algunos las primeras calamidades literarias de las cuales surgen otras), el mundo dependía del comercio internacional, estaba más conectado que nunca (las ferias mundiales de entonces) y la población crecía enormemente, junto a la demanda que enriqueció a la Argentina. Las inversiones internacionales abundaban tanto como las invenciones y el consumo masivo, aumentando las desigualdades de ingresos y de etnias. Como bien dice Schifino sobre la literatura francófona en “Una prodigiosa renovación literaria: 1913”: “Sería exagerado, sin embargo, hablar de un clima general de ruptura” (2014: 29). Así, el ambiente que los narradores presencian como contexto hoy hace que se esfuercen para producir una narrativa que no reproduzca ciegamente giros conocidos. Entre 1996 y finales de 2018 la confianza en una realidad independiente de la representación llegó a un límite, y facilita elegir esas fechas como polos dinámicos, que Guerrero dice no creer pero aplica vagamente. Creer que en un año todo puede cambiar es un mito impulsado por libros sobre años significativos, similar a sobredimensionar que una fecha, década, generación o siglo tiene relevancia crítica en las historias nacionales. En términos mundiales, 1989 y 2001 tienen una importancia innegable. Pero los sucesos definitorios de entonces no responden a las microhistorias que construye la novela hoy. Vale pensar en qué sentido esas conveniencias cronológicas pueden ser contrarrevolucionarias y contra qué, y que tejer narrativas nacionales en un juego global de modelos se complica porque los modelos afinados de diferentes maneras permiten a los críticos preocupados por estadísticas percibir patrones donde no los hay. Con el siglo de presencias antepuesto a esos años Bewes, corrigiendo a Linda Hutcheon (una de las primeras críticas en teorizar el tema y la adaptación), afirma que la metaficción “mantiene la impresión de una reciente atenuación y agotamiento de la forma de la novela” (2004: 16),
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postulando que “se puede aplicar esa inadecuación a otras obras de ficción posmoderna y también a otros términos invocados por la crítica ‘posmoderna’ (ironía, doble código, etc.), que limitan las lecturas a estructuras topográficas de la representación en vez de abrirlas a la indeterminación del acontecimiento” (2004: 16). Esa visión contrasta con la de Carrera, para quien la metaficción se basa en “relatos segundos”, como explica en torno a Donoso (2001: 101-104). Correctamente enfatiza la virtualidad de los relatos que analiza, porque generalmente yuxtaponen contextos dispares (2001: 144-149), pero ese proceder funciona con los elementos cibernéticos para los cuales halla un precursor en La invención de Morel (1940) y en la historia de relatos con entornos artificiales que surge desde Cervantes. Según Bewes, los elementos formales de la novela indican su estado de acontecimiento o suceso en vez de la “representación” o “imaginación” de un suceso. Este proceder es claro, por ejemplo, en las novelas de Aira, aunque Carrera analiza solo una de ellas. Lo que una novela posibilita es la reivindicación radical de la presencia de un novelista, el rechazo de una ficción a conformarse a los modelos disponibles y expectativas dominantes. Así, en 2015 Jacinta Escudos publicó El asesino melancólico, cuya contribución principal es hacer notar otra preferencia de su generación por la novela formal. Uno de sus protagonistas, simbólicamente llamado Blake Sorrow, es un cincuentón fracasado, condición que admite libremente. Otra protagonista, Rolanda Hester, actúa igual, con la diferencia de que tiene su propia voz, mientras Sorrow es presentado por un narrador omnisciente, haciéndola a ella más poderosa. Más allá de la intriga, sexo y suspenso, a veces a través de cartas, no hay más, ni la pedagogía sentimental que se espera de esas situaciones, y tal vez esa es la intención de Escudos. Por eso falla Millet al defender la literatura concentrándose en la banalidad de la novela “posliteraria” o internacional a la que un escritor verdadero no debe sucumbir (2012: 35). Si tiene razón al rechazar a Eco y elogiar a varios clásicos latinoamericanos, de Borges a Bolaño (2012: 43) —aunque en su libro de 2010 dice haber abandonado Nocturno de Chile, Kundera, Coetzee y DeLillo (2010: 221-222), y alguna otra al preferir al Vargas Llosa del discurso del Nobel (2010: 45-48)— tiene menos razón al notar que junto al diálogo han desaparecido el valor, la crítica, el gusto y la dialéctica (2012: 52), y su diatriba es prueba de la existencia de ellos.
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Entre 2016 y 2018 hubo convulsiones políticas y crisis económicas calificadas de catástrofes humanitarias: en Venezuela el mandato de Maduro (bien documentadas por Chirinos), en Ecuador el terremoto de abril, cambio de rumbo político en Argentina y Perú, tropiezos en Bolivia. Hay un hilo conductor en el continente: un cambio de ciclo que alcanza en particular a los países que estuvieron conducidos en los últimos quince años por gobiernos progresistas del llamado “socialismo del siglo xxi” o de nacionalpopulismo incierto, según quién los mire. Así, la crítica conservadora y la marxista se asemejan al creer que un texto refleja una tendencia clara, o que degenera en prescripción que exige que un texto haga eco de cierta política. Al crítico comprometido con un solo tipo de ideología no le va a gustar lo que halle, y ese disgusto tiene que ver con el “lugar” de la crítica en estas discusiones. Consecuentemente, la narración posmoderna y la comprometida ideológicamente pueden ser exitosas en la medida que obscurecen esas prácticas narrativas, transformando sus tesis en entretenimiento o, peor, en ONG literaria. Lenin, que manifestó que no sabía si sus discípulos alguna vez verían la revolución, desconfiaba de los creadores cuyo arte no comprendía, y los posmodernos quieren establecer una cultura similar con narraciones que llevan a cabo una metamorfosis de consignas, convirtiéndolas en apariencias persuasivas de seres humanos. Si este procedimiento no significa necesariamente la ingeniería social estalinista mediante la cual los artistas se convierten en “ingenieros del alma humana”, ambas vertientes de la narrativa actual siguen lidiando con varios problemas más técnicos que humanos, como el de la mise en abyme, uno de los pilares de la narratología. Gérard Genette, en un estudio culminante de su atención a las intrusiones autobiográficas, de lectores ficticios y otros efectos de novelización como el bricolage, dice categóricamente: “se puede considerar metaléptico todo enunciado sobre uno mismo y, por tanto, todo discurso y por inclusión todo relato, primero o segundo, real o ficcional, que entrañe o desarrolle semejante tipo de enunciado” (2006: 102). La teoría narratológica no es una preocupación de muchos novelistas actuales, y si breviarios como Contemporary Narrative. Textual Production, Multimodality and Multiliteracies (2011) de Fiona J. Doloughan, cuyos capítulos 1 (1-23) y 7 (126-130) resumen ese arte, también comprueban la sobrespecialización crítica, no los esfuerzos por explicar los textos que producen los nuevos. Consecuentemente,
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Discípulos y maestros 2.0 pone en perspectiva las comprobaciones, datos enredados, experimentaciones y observaciones de la narratología, ajenas para un público mayor que el académico. Consciente también de la fragilidad generacional, como la de compilaciones diseñadas para presentar apuestas narrativas por probarse, y de la existencia de “testamentos” tempranos o prematuros de algunas generaciones actuales, entre ellos los mencionados Palabra de América y Crack. Instrucciones de uso, presento un grupo reducido de narradores representativos de cómo las generaciones se desmontan casi al mismo tiempo que se arman, a pesar del tono celebratorio de ellas. Relacionada a esos desarrollos, la crítica no ha llegado a un hervor que le permita deshacerse de la jerigonza para expresarse con autoridad, sin fisgar entre mariposeo y pedantería. Hablando de esos dos grupos y otros que van de la mano con la comercialización editorial de sus productos, Becerra añade que “la ficción latinoamericana se proclama desaparecida desde las instancias de mediación. Por tanto, no queda más remedio que preguntarse: ¿Y ahora qué? ¿Qué hacer desde esta crítica a sí misma llamada americanista? […] ¿Impugnar y negar su desaparición mediante posiciones defensivas ante este discurso del final que nos interpela?” (2014: 294). La misma lógica se puede aplicar a los congresos celebratorios del tipo “Menores de…”. El principio subyacente en catalogar a autores de acuerdo con su generación no es mucho más que la lógica del mercado: la búsqueda de nueva mercancía, aplicada explícitamente a la narrativa. Esos encuentros están hipnotizados por un grupo de preguntas irresolutas sobre la relación de la escritura con la edad, entre ellas si los escritores están tan faltos de obra que necesitan ser ungidos antes de la mediana edad, o si el oficio novelístico no se perfecciona con el tiempo. Zurbano arguye que su Cuba carece del “pertinente contexto reflexivo y teórico donde estas expectativas [llegar a un pluralismo, poner en perspectiva el relativismo] puedan esclarecerse y argumentarse gradualmente” (1996: 34), obviamente para supeditar la terminología, concluyendo que satisfacer esas expectativas y redefinir sus principios constituye uno de los mayores retos finiseculares. Como pocas disputas teóricas nominalmente marxistas, la de Zurbano trata un asunto práctico pero ya muy conocido: qué leer en el siglo veintiuno cubano, no cómo11. Pero para la literatura en la literatura la Es claro que el mercado libre ha sido desagradable con la literatura de Occidente, pero el hecho o las quejas son más claras y agrias de acuerdo con la experiencia latinoamericana. James 11
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jerigonza es incuestionablemente útil como taquigrafía técnica, ¿Pero quién quiere leer taquigrafía? Porque no se vislumbra soluciones a esa práctica, sin hacer una antihistoria académica de la novela, examino también cómo las apuestas editoriales distorsionan cualquier intento de tener una perspectiva menos subjetiva de la progresión e historia de la nueva narrativa. Ciertamente, los autores y la república bananera de las letras que las apoya no están exentos de culpa. Igualmente, el andamiaje editorial es tan poderoso, globalizante si se quiere, tantos son los intereses creados, y tan excesiva la oferta, que la única manera de dar sentido a esta condición es cotejar algunas coordenadas mediante las cuales algunos autores (y sus editoriales) han dado en el blanco. El peso editorial ha tergiversado la cultura del escritor, y en vez de los apocalípticos que reinaban inmediatamente después del boom seguiremos rodeados de integrados, pero con las lecciones aprendidas. En “Letras en vuelo libre”, del número introductorio (1 132) que Babelia dedica a los nueve narradores que mencioné en mi preámbulo, Raquel Garzón (2013: 4-6) repite varios lugares comunes sobre el cambio de guardia (rechazo al boom, urbanismo, identidad nacional en vez de la personal, visión no ideologizada de la política), con la novedad de que al dedicarse a los latinos estadounidenses habla de “escribir para ser traducido” (2013: 5). Acudir a los lugares comunes también es el patrón de las entrevistas biográficas de Libertella con Fuguet, Eltit, Zambra, Gumucio, Pauls, Sánchez, Casas, Rey Rosa, Ponte, Castellanos Moya, Bellatin, Nettel y Villoro. Hay un elemento añadido: con la excepción de Zambra, aquellos autores no hablan de sus coetáneos, porque Libertella no les pregunta, dejando la impresión de no haber leído sus obras. Después de terminar el libro de Libertella queda una sensación agridulce, no solamente por el periodismo y entrevistas anodinos que producen desfases, sino porque la mayoría de lo que expresan algunos escritores es banal, pasajero, y en varios casos parecen poco instruidos. Tampoco corresponden a ninguna tradición intelectual que no sea la del consumo de viajes y congresos. Para ser justos, sus respuestas al respecto tienen que ver con la cosmovisión de Libertella, para Buckwalter-Arias (2005: 362-374) y Jorge Fornet (2006) dan otra visión de la libertad artística, autonomía estética y el mercado libre en esa narrativa cubana. Para la metaficción en Senel Paz, Valdés, Menéndez, más Ponte y Portela (los más efectivos, esta última con La sombra del caminante, 2001), véase Sánchez Becerril (2013: 163-189).
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quien la Argentina parece ser el centro del mundo del cual hacer preguntas de turista anglófono a cualquier escritor que esté escribiendo más arriba del Cono Sur. Características y limitaciones del ensimismamiento En la segunda década de este siglo los nuevos narradores parecen armar un arquetipo del correcto sinvergüenza del siglo: sensible, autojustificante y narcisista, un hombre o mujer de su época aunque sus virtudes y miserias sean atemporales. La narrativa contemporánea tiene una rimbombancia inquieta que anticipa el uso sabio de la parcelización de elementos novelescos, y el ingenio sustituye con demasiada frecuencia a los sentimientos, mientras el estilo se presenta para exigir el aplauso constante. En el peor de los casos la narración no se concentra en la fábula que sirve de base, y dispersa su enfoque en un chorro de subtramas y énfasis falsos, con fugas hacia cartas, guiones de películas, correos electrónicos, citas y “textos” similares. Son parte del “espíritu ensayístico” que Claire de Obaldia estudia magníficamente en The Essayistic Spirit. Literature, Modern Criticism, and the Essay (1995), cuyos avatares parafraseo en este libro. Muchos de esos desvíos o fugas brillan, pero diseminan la iluminación de la novela hacia demasiadas sendas, despilfarrando escenas que deben ser el meollo de ella. Un resultado es que se puede concluir que esos narradores todavía no saben qué tipo de novelistas quieren ser, y se debe tener en cuenta que etiquetar mal una trama inteligente como confusa tiene que ver con lo que pasa cuando se lee. Si una novela puede significar lo que los lectores quieren que signifique, ¿para qué leerlo? Con el contexto anterior, concentro este capítulo en el ejemplo de tres autores y sus respectivas novelas cortas que con varios niveles de éxito evitan esa pobreza. Me refiero a Abad Faciolince y Basura, al chileno Sergio Gómez y La obra literaria de Mario Valdini y, por último, a Todos los Funes de Berti, uno de los “Libros del Año” de 2005 según el Times Literary Supplement. La especificidad narrativa que discuto se observa también en novelas más extensas como El fin de la locura, homenaje díscolo a la totalidad de algunas obras del boom. Este filón continúa en el año siguiente con Mariana y los comanches (2004), del venezolano de otra generación Ednodio Quintero (1947), y se mantiene en
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2005 con Lecciones de una liebre muerta de Bellatin, para adquirir auge con Ritmo Delta de Sada. En 2005 también se publica otra muy buena muestra de “la narración que se autoanaliza” (concepto de 1975 acuñado por Barrenechea con base en Borges), El síndrome de Ulises de Gamboa; aunque crítica iberoamericana como la de Barrenechea es escasa, como se verá. Las de Sada y Gamboa son novelas extensas que ponen en perspectiva cualquier creencia que el mercado editorial se dedica solo a la narrativa breve; y resulta revelador, más que sorprendente, que los novelistas demuestran desde hace años la habilidad para adelantarse a lo que hoy se considera el último grito narrativo. Las tres novelas que examino aquí son como flechas lanzadas al blanco, porque en su trayectoria tocan levemente todos los puntos del recorrido. Lo hacen sin morosidad, sin aposentarse en ninguna de las partes de la autoficción, o sea sin llegar a romper toda referencia al mundo material o hacer de la abstracción un instrumento supremo. También se distancian astutamente de la prosa etiquetada como metanarrativa, porque se las puede leer como ecos de otras. Las de Volpi y Gamboa se añaden a una gama que en el siglo veinte va de Caballero Calderón a Ribeyro y otros hispanoamericanos que se radicaron en París (Casanova 1999: 179-186 et passim, para las razones de ese nomadismo) y ficcionalizaron sus experiencias. Si Casanova debidamente presta mucha atención a Darío, mínima a Cortázar, y poca al hecho de que Paz tuvo mejor recepción estadounidense que parisina, pasa por alto que Guillermo de Torre propuso a Madrid como centro cosmopolita para los hispanoamericanos, como discutí en el primer capítulo, o el puente que fue o es Madrid para Vargas Llosa, Benedetti, Di Benedetto, Onetti y los actuales. Paralelamente, hasta los años cuarenta se desestimó a James como escritor “auténticamente americano”, acusación que Cortázar llegaría a compartir en la segunda mitad del mismo siglo. Como distopía más social que posapocalíptica o cosmopolita, la de Gamboa merece entonces una atención más detallada, porque su anterior Vida feliz de un joven llamado Esteban (2000) también se ubica en París, donde el narrador recuerda su Colombia natal. La idea de una vida alterna, el camino que no se ha escogido, ha cautivado a los artistas por siglos, y ya habrá un hispanoamericano que haga como James, quien en “Jolly Corner” (y sin la nostalgia de Borges en “El otro”) hace que el protagonista observe al hombre que él tal vez hubiera sido de no haberse mudado a Europa. Ha habido numerosos personajes marginales e innominados en la
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narrativa, pero no siempre ha sido una moda crítica preguntarse por el Otro. Los artistas, sostenía Proust, son ciudadanos de una tierra desconocida que de alguna manera se recupera a través del acto de crear. En Gamboa, los caminos vitales dependen del destino: quién se conoce, qué oportunidades se dan y qué sucesos ocurren azarosamente. Para Bewes, arguyendo que la obra temprana de Lukács presenta la posibilidad de que la ficción posmoderna tiene la capacidad de hacer volver al mundo en que los eventos todavía son posibles, “en el momento en que la literatura se convierte en ‘suceso’ obtiene una inmediatez sensual real, precisamente del tipo que para Lukács define a la literatura premoderna” (2004: 13, énfasis suyo). Es asunto de elección: con quién uno se mete, qué carrera se elige, qué talento se desarrolla como marca registrada. Por eso no inquieta que Gamboa y Volpi no parecen preocuparse por obras metaficticias francesas que engendraron una tradición similar a la anglófona. Aquellas se afirman con Les Faux-Monnayeurs —su protagonista piensa en la novela que planea, y no está seguro que Les Faux-Monnayeurs es un buen título— hasta Les Fruits d’or (1963) de Sarraute, en que una serie de hablantes anónimos discuten una novela llamada Les Fruits d’or. Merecen atención también, por parecer informes literarios policíacos, las de Patrick Modiano, casi siempre concentradas en un escritor principiante y una belleza lánguida generalmente llamada Jacqueline, que deambulan por el París de los años sesenta. Prefiriendo la novela corta, en Mon roman et moi (2003) Bernard Pingaud añade poco a la metaficción, aunque su valor es entrelazarse con las inquietudes de la crítica genética sobre qué pasa en el momento de la escritura12. La lista de obras metaficticias del siglo pasado sería interminable, lo cual señala su desgaste. Para ganar la perspectiva necesaria, comienzo con las tres novelas cortas mencionadas, teniendo en cuenta la salvedad de Quevedo, según la cual “hay libros cortos que, para entenderlos como se merecen, se necesita una vida muy larga”. En 2003 la mexicana María Luisa Puga (1944-2004) publicó Nueve madrugadas y media, novela corta en que convergen la metaficción, cómo la 12 La metaficción francesa está mejor representada hoy por Éric Chevillard, desde Démolir Nisard (2006), concentrada en un crítico olvidado del siglo diecinueve que es la causa de todos los problemas del narrador, que quiere escribir “una novela sin Nisard”, hasta L’auteur et moi (2012), sobre las diferencias entre él y sus narradores, la mayoría expresadas en notas al pie. No es este el lugar para compararlas con la tradición de las dos Américas.
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diáspora hispanoamericana lleva a cabo su escritura, las diferencias entre generaciones coetáneas y la novedad de que el maestro es una mujer. Puga es muestra del carácter cíclico de la escritura que habla de sí misma. Estructurada como diálogo entre un tallerista ventiañero que entrevista a una escritora cincuentona, Nueve madrugadas y media es también una reflexión acerca de la cultura literaria contemporánea (con charlas en la red mundial) y la actitud de la autora hacia la Ciudad de México. Sus divagaciones sobre DeLillo y Dostoievski son intertextuales, especialmente si se considera que en el anterior, Lo que le pasa al lector (1990), ofrece breves dictámenes sobre White Noise de DeLillo (famosamente heterogénea en tono, estilo y temas como el intelectualismo académico de moda), El arte de la novela de Kundera y una plétora de sus compatriotas y otros hispanoamericanos. Como es frecuente en la literatura en la literatura, en Nueve madrugadas y media el diálogo degenera en monólogos que matan la conversación: tratan de contar una historia, pero fallan a menudo por su obsesión con el narrar. Cada narrador parece ser un alias de la autora, y cada historia la coartada de la que la sigue, como en Basura. Pero en Puga el contrato mimético se complica cuando en la primera madrugada la autora dice haber nacido en 1944, y se confirma cuando en la séptima madrugada el entrevistador dice “Ay, señora Puga…”. Con estas simpatías y diferencias su propia abundancia permite preguntar qué hay de diferente en esta narrativa, y a la vez percibir qué permite establecer cierta jerarquía necesaria de autores postergados, olvidados o de minorías. Como contrapunto, y para mostrar la complejidad de este desarrollo, en el próximo capítulo comento también El libro flotante de Caytran Dölphin de Valencia y, a otro nivel, Lecciones para una liebre muerta de Bellatin. Saltará a la vista que los autores mencionados hasta aquí no cubren todas las áreas demográficas de cada país, elección explicada por los criterios señalados en mi introducción general a The Contemporary Spanish-American Novel: Bolaño and After (Corral/Castro/Birns 2013: 1-17). Este libro comprueba que la exigencia de representatividad por países, autores o género sexual es ingenua y relativista, sobre todo cuando el nomadismo literario convence más, e incluso se percibe un interés renovado en la literatura fantástica (Nettel, Schweblin) o parábolas, como en otras narraciones de Berti; en Historias de Olmo (2001) del cubano Rolando Sánchez Mejías, que giran en torno
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a un escritor sin obra, y Cuadernos de Feldafing (2003); o las de Iwasaki en Ajuar funerario (2004). Se notará una menor presencia de mujeres en esta muestra, excepción hecha de Rivera Garza y Boullosa; y esa condición nutre a los estudiosos que mantengan otras sospechas sobre por qué es así, como explica abundantemente Oswaldo Estrada en Ser mujer y estar presente. Disidencias de género en la literatura mexicana contemporánea (2014), cuyo canon las incluye junto a Beltrán, Nettel, Mónica Lavín (1955) y otras autoras ya canónicas. Recuérdese que algunas obras de Restrepo siguen a García Márquez, y que ella, Allende, Buitrago y otras han sido llamadas “las garciamarquinas” por la crítica colombiana escrita por mujeres13. Esa es solo una razón por la cual la estampa de Basura —y otras con igual énfasis y sin líneas curvas en la literatura en la literatura y las tecnocracias que se derivan de esa noción— aumenta el desafío. También vale considerar dos condiciones interpretativas: la aparente falta de atención crítica en la España donde se publicó originalmente las obras a que me referiré concretamente y los errores críticos nativos ocasionados por estar al día. Ludmer, en su nota ya citada, decepciona por repetir lugares comunes sobre la narrativa actual. Se equivoca y generaliza al incluir Basura (parece no haberla leído) entre las obras que “a mí me gustan y no me importa sin son buenas o malas en cuanto literatura” (2007: 77, énfasis mío). La razón por la cual este tipo de crítica recuerda que hay mejores interpretaciones es que necesitamos más para ocupar nuestros pensamientos mientras la leemos, y que se puede aprender de libros que no nos gustan. El problema sigue siendo no detenerse a repasar lo que generalmente se ha entendido en Hispanoamérica por literatura en la literatura, aun considerando su condición de tópico (sobre la “ansiedad de las influencias” o la narrativa ensimismada que se convierte en sustancia de sí misma) al cual se aproxima. Sus excesos pueden ser la razón que obliga a los nuevos a tener más cuidado con la carga del pasado, y en principio las características de la narrativa que conduce a ellos desde hace un siglo serían:
13 Restrepo y su cohorte siguen de moda y sacan libros sobre temas políticos a la orden del día, que enredan con historias de amor, de final feliz y melodrama, basadas en testimonios desde una mirada periodística. Se ha escrito de cómo Restrepo tiene un modelo en José Saramago, notable en su venia/testimonio al portugués (Restrepo 2007: 109-132).
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1) Variantes del manuscrito, carta o papeles hallados, por el narrador o por el autor empírico, con la memoria como eje determinante. 2) Contrapunteo de discursos y géneros indefinidos, con cierta ventaja para el ensayístico. 3) Insinuaciones sobre la otredad, dispersa o colectiva, de los componentes de la obra. 4) Referencias, guiños, calcos, plagios, alusiones, halagos, homenajes, ecos, falsificaciones, citas del tipo “como dice Rimbaud…”, venias a la literariedad como idea obsesiva. 5) Presencia de la “sombra” de un autor o autores, ficcionalizada más de lo ya conocido, como sarampión de reescrituras, o como ejemplo de lo que no debe hacer un narrador. 6) Con excepciones, crítica visceral o distanciamiento total de todo tipo de “realismo” convencional estricto, aun del empleado como laboratorio narrativo. 7) Mezcla de voces y pensamientos del protagonista o narrador con los de otros, sin en verdad producir una polifonía orquestal o coral. 8) Énfasis en la técnica del acto de narrar, intentando no mostrar la conjunción de tiempos y espacios, para que no se pueda determinar principio/planteamiento, continuidad/nudo o fin/desenlace. 9) Agregación o incorporación de varios componentes que no tienen acción química entre sí, a veces con nomenclatura rebuscada. 10) Desplazamiento de toda estructura lineal (en la trama), frecuentemente dirigiéndose el narrador de manera directa a sus lectores virtuales. 11) Preferencia por una narrativa corta que recrea con menor ironía, nostalgia (por la época en que las palabras significaban lo que decían) o pastiche de la narrativa de otra época. 12) Regresiones y digresiones infinitas en torno a la estructura de la “novela dentro de la novela”, sin presentarlas como narraciones intercaladas o encuadradas. 13) Hacer que el narrador, lo narrado y lo no narrado se confundan en una voz que el “autor” traduce, convirtiéndola en la indecisión que es el centro de la trama.
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14) Fusión de la teoría literaria con la ficción, como método para hacer “agradables” las perspicacias teóricas y la búsqueda de lo nuevo. 15) Superación de la “novela de lenguaje” como plantilla incomprensible de neologismos y avatares del humor. Estas obras son comparables, parecidas, y serían lo único que queda si no hicieran otra cosa que reciclar intentos fallidos de superar las características registradas (Santos 2017: 193). Detengámonos, como muestra, en la segunda característica que señalo, consistente en presentar diferentes historias en capas que al fin, o en algún momento, se unen, revelan o se descifran por medio de un personaje o embrague narrativo, como en Aira o Bellatin, cuyas afirmaciones sobre la ficción tienen tantas capas que tratar de descifrar una puede oscurecer las otras. Los nuevos tienen que luchar con esos caleidoscopios narrativos, no por no ser nuevos, sino debido a que el capital cultural que han acumulado es diferente al de los primeros practicantes de esos híbridos, para quienes los clásicos contestatarios de los años veinte y treinta fueron los precursores. El problema es que críticos y periodistas, y a veces los mismos autores, siguen encontrando variantes de binarismos ya aplicados o establecidos, como ocurre en los comentarios que recogió Manrique Sabogal en 2014. Naturalmente hay excepciones, aun cuando no se abandona el binarismo. Santos-Febres habla en ese reportaje de dos vertientes, la “revisión histórica de los años ochenta con las narcoguerras” y “la novela íntima experimental”; Franco destaca “una fuerte influencia de lo audiovisual y lo cinematográfico”, olvidándose de Puig. Roncagliolo registra bien que “la no ficción crece en todos los países hispanohablantes… menos en España”, y Julián Rodríguez, editor de Periférica, se refiere a la mezcla de “novelas hasta cierto punto experimentales [por las que apuesta], que obvian los llamados ‘rasgos circunstanciales’ alrededor del tema y atmósferas”, con otras que “entroncan con esa idea de la búsqueda de la Gran Novela”. No se menciona que autores de “la patria” como Roncagliolo y Neuman (inmigrante en España) y otros antes de ellos —desde Cortázar, Cabrera Infante, Puig, Sarduy, Saer, más Valencia y Fresán (que se distanciaron de McOndo)— han escrito desde Europa, porque tenían o querían hacerlo. Precisamente en Kazbek (2008), de Valencia, el protagonista homónimo quiere escribir su Gran Novela, basada en el escritor Dacal (presente en otras narra-
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ciones suyas), pero aun en momentos digitales nómadas, Kazbek debe volver a Guayaquil para empaparse de la cotidianidad del maestro que admira, embrague físico que se supone es anatema para escritores populares o exquisitos. ¿Cómo evitar el formulismo sin pretender argüir que la narrativa contemporánea quiere “capturar las complejidades” de lo actual o “romper con la narrativa tradicional”? Los laberintos y mosaicos de estos narradores se basan en un lenguaje narrativo más apegado a la televisión y juegos de video que al cine que tanto influye desde el siglo veinte. Algunos, como Herbert, se guían por las narraciones cinemáticas fracturadas a lo Quentin Tarantino (los de generaciones anteriores recurrieron a Alain Resnais y Jean-Luc Godard), o películas como Magnolia, Tráfico y Crash, y los más sofisticados por Z de Constantin Costa Gavras y La Battaglia di Algeri de Gillo Pontecorvo, estrenadas en los años sesenta, cuando nació buena parte de ellos. No obstante, Ojeda supera con creces esos cruces, multiplicando los registros en Nefando, profundizando en las implicaciones perversas de un videojuego en línea, en que varios jóvenes en Barcelona gestan avatares pornográficos, incluida la pasión por la literatura. Hay películas basadas en novelas de los nuevos, como Perder es cuestión de método (2005), thriller basado en la de Gamboa de 1997, y Los crímenes de Oxford (2008), basada en Crímenes imperceptibles de Martínez. ¿Se ha adaptado al cine siete novelas de John Le Carré entre 1965 y 2017, por ser de espías? ¿Qué pasó con Cagliostro, novela muda visual de monstruos de Huidobro? Estos empalmes hacen volver al tópico de si una adaptación es mejor que el original y si la ansiedad crítica surge del hecho inevitable de que son dos lenguajes diferentes. No hay por qué exigir que una película sea fiel a una novela, cuando esta es generalmente superior al hacer lo que no se puede reproducir. ¿Qué quiere decir cuando una película anuncia estar “basada en una historia verdadera” si esa historia es una novela, o cuando el director, como el novelista, dice “mi obra contará lo que pasó, solo mejor”? Es improbable que el elenco de la adaptación fílmica se convierta en referente de la obra escrita, porque entre cine y literatura hay una jerarquía de robos mentales en que esta gana, porque se lee a varios ritmos, y se recuerda más a Emma Bovary que a la actriz que la representó. Hay unas 65 versiones fílmicas de Les Miserables, la novela más adaptada del mundo. Esas transferencias van de la mano con la censura fílmica hispanoamericana, ejemplificada por los treinta años que pasaron para que se mostrara La sombra del caudillo (1960), que Julio Bracho había
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basado en la novela homónima de Martín Luis Guzmán. Se trata entonces de no confundir ambigüedad con complejidad, que no es siempre un problema, porque no se necesita contestar toda pregunta, aunque hay instancias cuando los lectores ansían más profundidad. Lo que aprenden los nuevos y les da poder a sus yuxtaposiciones —cuando el territorio se enfrenta al mapa, la obra al valor, el autor a su avatar— es que los temas comunes no tienen que ser transparentemente conscientes, sino que los lectores sientan que deben estar juntos. Los experimentos cronológicos (octava de las características señaladas) ya no son para un público enterado, sino para el gran público popular, como la obra de Dick, gurú contracultural debido a los mundos extraños y desconcertantes de sus personajes. Pero son mundos que muchos lectores creen reconocer en su propia realidad, y la paranoia es parte de ese reconocimiento. Más allá de Bolaño, que se pronunció sobre él como visionario, y Bellatin, que no lo ha hecho, ese mundo ontológico incierto y prognosis posmoderna, que Dick presentó con Simulacra (1964; Los simulacros, 1988) tiene poca secuela (los antecesores de su realismo paranoico son Dostoievski y Kafka, renovados por Orwell y Burroughs). Ese tipo de arte se deja para confluencias entre medios. Así, Padura, cuatro de cuyas novelas policíacas han sido adaptadas como serie televisiva, escribió con el francés Laurent Cantet el guion de Retour à Ithaque (2014), basado en su La novela de mi vida (2002), a su vez especie de actualización de la autobiografía desaparecida del mismo título de Heredia, sobre quien Padura escribió el ensayo “José María Heredia: la patria y la vida”14. Estos vínculos revelan una tendencia mundial en el cine: borrar los límites del reportaje y la ficción, ubicando eventos incontrolables e imprevistos en marcos manipulados explícitamente, o convirtiendo ficciones filmadas en documentos históricos, cruce glosado en la película Stranger Than Fiction (2006). Hay algo muy vivo y atractivo en estas búsquedas constantes, porque en ellas se encuentra momentos de inteligencia o sentimiento, aunque no lleguen a mucho. ¿Hay que tener conciencia de que en Roshomon Kurosawa da cuatro Padura (y Jesús Díaz en sus documentales fílmicos y testimonios) es el que más se ocupa del tema desde Cuba, como se desprende del “marielito” Fernando Terry que protagoniza La novela de mi vida. Padura propone un continuo histórico nacional sobre la nostalgia por la “cubanidad”, tal vez porque Terry fue desterrado debido a su conocimiento de los planes ilegales de un amigo homosexual, conectando así con Reinaldo Arenas e Impéria, la cosmopolita esposa de Heredia que tuvo una relación de tres años con la escritora francesa Lucie Delarue-Mardrus. 14
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versiones del mismo incidente, y lo hace brillantemente? Lo que los nuevos narradores considerarían es que en Roshomon en verdad hay cinco versiones de la misma anécdota, y la que más cuenta, la quinta, es la del autor. En la discusión mencionada sobre la novela en este siglo, Manuel Rico dice, contra Verdú, que ninguno de los medios actuales logrará poner en crisis al género novelístico, porque desde hace medio siglo este ha albergado las bases técnicas que permite el lenguaje. Rico manifiesta que “ninguna de esas versiones ha podido sustituir a las piezas narrativas originales. Esa realidad pone en precario la afirmación de Verdú en el sentido de que las ‘historias’ las cuenta mucho mejor el vídeo, el telefilme, el cine” (2008: 15). Es así porque todavía necesitamos palabras para entender las películas y las rigurosas defensas del arte del novelista. Con las prácticas de la literatura en la literatura, diferente del cine, los autores son protagonistas y estrellas de la obra, más el director, héroe y crítico. Un ejemplo de esos nudos es El tañido de una flauta (1972), del Pitol cinéfilo, en que la novela incluye al filme (japonés, del mismo título) y ambos medios terminan aglomerados. Los libros llamados no filmables son convertidos en películas con frecuencia, y es el mundo del libro que resiste la paráfrasis visual. Pynchon quería renovar el ADN de la narrativa detectivesca con cientos de personajes, añadiendo toques cinemáticos, como los anarquistas argentinos que en Gravity’s Rainbow (1973) filman una versión de Martín Fierro. Inherent Vice (2009; título en español, Vicio propio) —su novela más infestada de guiños, chistes sin sentido, su característico patrón de indignación social, fragmentarismo para recrear los años setenta, subtramas que agobian a tramas; más un homenaje a Raymond Chandler y una narradora no confiable— fue convertida en película en 2014. Pero su par McEwan es el autor contemporáneo que más novelas ha visto convertidas en películas. En ese contexto la afirmación de Verdú se traduce a un simple “¿Por qué voy a ver una película basada en un libro? Sé lo que va a pasar”. Puede ser 2001 en la pantalla, o 1984 en el libro, pero no en el momento que se ve o lee las obras con esas fechas. Creer a una película derivativa es suponer erróneamente que se la ve porque se ha leído el libro en que se basa. No obstante las siete adaptaciones que ha habido hasta esta fecha de Madame Bovary, son prueba de la incompatibilidad fundamental entre las películas y los libros: cómo sus secuencias son consumidas por la conciencia de los lectores. En el caso de
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la de Flaubert, las películas han usado atajos que deforman la implacable y deliberada linealidad de la narración de la novela, cuyo estilo y estructura eluden la captura cinematográfica. Vale notar, al hablar de secuencias, que la de detectives absurdos de Pynchon (su profesor Nabokov consideraba la ficción detectivesca basura subliteraria, aunque la usó) se publicó once años después de Los detectives salvajes, y si se hace una película de esta, como la de Pynchon, quiza sea la última que se haga de Bolaño. Pero alguna razón tiene Rico porque las novelas tienen narradores, y que los tengan el cine o el teatro suele ser una excepción. La cámara propone una estética objetivista, pero incluso con los adelantos digitales no logra retratar la vida interna, como ha hecho la novela secularmente. Por eso no hay un equivalente fílmico de Tres tristes tigres (a pesar de un intento de Andy García), Rayuela, la mayoría de las del boom o las de Bolaño. Derechos y actitudes aparte (cf. Cien años de soledad), otra razón es que la digitalización no logrará, por lo que se puede intuir hoy, remplazar lo que Rico llama la novela literaria “de calidad”. Autores como Bolaño, por ejemplo, intentan trasladar a la narrativa contemporánea una interdisciplinaridad que, como también explica Rico, ya se encontraba en novelas de Robert Musil y Joyce. El problema no es la interdisciplinaridad de los autores sino no tomar en cuenta que un riesgo de esos estudios híbridos es que una combinación de ejemplos puede parecer a los lectores un eclecticismo desordenado. Además, los nuevos ya han tematizado la relación de la escritura con el mundo digitalizado y los grandes cambios que seguirán ocasionando sus innovaciones lingüísticas en que gana más de una lengua si tiende puentes semánticos; y su búsqueda de públicos transnacionales se agudiza por la misma razón. Se podría creer, por su contemporaneidad, que se introdujo esa temática en nuestra narrativa con Sueños digitales (2000) de Paz Soldán o La vida en las ventanas (2002) de Neuman, novela cuya trama se perdió en el ciberespacio, a pesar de su versión “especialmente revisada” de 2016. No; ya la habían presentado dos ecuatorianos, Raúl Vallejo (1959) con Acoso textual (1999) y, mucho mejor, Marcelo Báez Meza (1969) en Tierra de Nadia (2000, 2007), con humor y seriedad posmodernos. Báez Meza y Vallejo, sus talentos aparte, siguen en una periferia debido a que sus meritorios libros son publicados en ediciones nacionales, sin una distribución similar a la de su par andino radicado en Estados Unidos.
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Una novela de materia similar, La novela virtual (atrás, arriba, adelante, debajo y entre) (1998) de Sainz, también desapareció. Oloixarac puede mezclar paródicamente el saber tecnológico con saberes antropológicos, filosóficos y sentimentales en Las teorías salvajes; y en Las constelaciones oscuras con biología, ciencia-ficción, computación y pedantería extra-nacional. Pero Nefando de Ojeda, participante del Hay Festival Bogotá39 de 2017 junto a Schweblin y diez mujeres más, muestra cómo hibridar con mayor solvencia, entreverando los límites de entrevistas, dibujos, foros, relatos, másteres en creación literaria y una “Biblioteca de la pornovela hype”. Esa propuesta sobre cómo la opacidad genera verosimilitud continúa difícilmente en Mandíbula (2018), Bildungsroman femenino rupturista respecto al miedo y la violencia sexual. La novelización de esos “fin del libro impreso” contiene otra realidad: hasta hoy ninguno de esos autores puede decir “yo soy un bestseller digital”. La novelización es un género contaminado, más por los medios que la realizan que por los cambios estructurales de las teorías que la estudian. Según Schifino en “Cómo leer un bestseller”, concentrado en obras traducidas al español, “cada época, quizá cada temporada, tiene los bestsellers que se merece” (2014: 151). Todo literato se beneficia de las publicaciones digitales sin costo y de la desaparición de los verificadores de información de los viejos medios. Para hacer algo real hoy solo hay que convertirlo en tendencia. En una sociedad que desdeña a los hechos cada asunto es un mercadeo digital y la radicalización se da por las máquinas de recomendación. Se va aprendiendo hoy que incluso en las sociedades democráticas la política no es una búsqueda de la verdad sino que se trata de ganar y mantener el poder, manipulando al público. A finales de 2013 The New Republic informó que los libros en inglés sucumbieron al bajón de ingresos, aunque su venta en todos los formatos había crecido por 2 mil millones de dólares entre 2008 (comienzo de la crisis económica) y 2013. Los libros electrónicos, que cambian el significado de “edición de autor”, complementan esos impresos sin remplazarlos. De hecho, la demanda de impresos sigue siendo fuerte: en Estados Unidos la venta de libros electrónicos se redujo casi un 10% en 2015, mientras la de bolsillo aumentó un 16%; y en 2017 cayó la venta de libros electrónicos en el Reino Unido y subió la lectura en papel. Así, una fuente de prosperidad actual y futura para coleccionistas y los que tienen libros almacenados es que lo digital refuerza el valor de la materialidad. Si en España la venta de libros en papel se redujo
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un 15 por ciento en 2013, para crecer en 2017, las crisis latinoamericanas del papel hacen que ese material sea un medio tan importante como la computadora. Esta información pone en perspectiva ciertas alarmas de Vargas Llosa al respecto, y terminan ayudando a sus contrarios pedestres. Pero tampoco le da la razón a Volpi y su crítica de La civilización del espectáculo del peruano sobre los libros producidos hoy. Por encima de estas discusiones hay otro hecho: los soportes y medios digitales transmiten el acto de escribir, después de todo, y así como los modos con que accedemos a esa escritura se propagan y recombinan, es probable que los medios antiguos nos parezcan más y más arbitrarios y obsoletos. Desde hace una docena de años varios ensayos anglófonos arguyen que el fin del libro impreso es un mito, porque no se lo puede alterar o rastrearlo, o separar fácilmente al papel de los contextos culturales y sociales de su uso, incluidos las metáforas y los clichés. La búsqueda de autentiticidad u originalidad en la época electrónica forzosamente exigirá continuidad con nociones predigitales de autenticidad y originalidad, que tienen sus raíces en el papel y sus casi dos mil años de existencia. Sin duda se confronta la infraestructura de un futuro literario de plataformas múltiples, y resistirla parece una sensiblería particularmente tediosa. Pero las mejores computadoras todavía son débiles para tareas que se parezcan remotamente a la inteligencia humana. Sin embargo, la digitalización presenta una posibilidad para la teoría de la novela: “Con las bases de datos digitales, es fácil imaginarse lo siguiente: unos pocos años, y seremos capaces de escrutar casi todas las novelas que han sido publicadas, y buscar patrones entre billones de oraciones” (Moretti 2008: 114). Su vaticinio es reduccionista al depender ciegamente de la estadística y no cuestionar su fiabilidad, o que esas máquinas son perfectas para solo una tarea. No importa su forma, la narrativa tiene un papel central en el entendimiento de la ciencia y negociación con ella. Se sabe que no ha muerto el libro, no si la red mundial está matando a los relatos, como sugieren, a veces sin ajustarse a las reglas de la gramática, los creepypastas en Mandíbula de Ojeda, o si se está en un nuevo ecosistema de publicación en que coexisten varios medios. Al reseñar varios libros sobre las humanidades digitales —entre ellos Distant Reading (2013), en que Moretti colecciona sus ensayos recientes con prólogos autojustificantes ante sus críticos—, Adam Kirsch asevera que “no tiene sentido acelerar el trabajo de pensar al delegarlo a una computadora, cuando
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es precisamente la experiencia del pensamiento que constituye la sustancia de la educacion humanista. Las humanidades no pueden hacerse en segundos” (2014: 49). Contra un gurú que cree que un texto de crítica literaria que cambia paradigmas “es un mito. El Genio no existe”, dice Kirsch, “Mimesis [de Auerbach] no es un mito” (2014: 46), y afirma que los hallazgos de Moretti no son inquietantes o nuevos, porque los útiles digitales son incapaces de generar nuevas ideas sobre la materia de los estudios humanísticos, arguyendo que se puede acumular datos y revelar patrones en ellos, “pero para saber qué tipos de preguntas hacer sobre los datos y sus patrones se requiere un lector ya bien versado en literatura” (2014: 48). Los datos en sí no son un problema sino lo que una prosa digitalizada narra con ellos, la realidad a medida que moldea con sus experimentos. Recordando que no pueden ser definitivos, en los últimos diez años algunos estudios muestran que leer ficción aumenta la empatía y la imaginación. Como debato en este y en el próximo capítulo, la ficción de la Generación “Me gusta” que fomenta empatía es la que quiere que los lectores deduzcan la motivación de los personajes por medio de pistas sutiles, sin pensar en que la empatía distorsiona el razonamiento y nos puede hacer prejuiciados, tribales y hasta crueles. Para Kirsch, en esta época de posverdad leer una novela puede significar un vínculo de culpabilidad compartida con el autor (2016a: c2). O sea, cuando un lector se siente transportado por una narración, aunque sea breve como “Continuidad de los parques” de Cortázar, se tiene la sensación de que uno experimenta la historia desde adentro, no como alguien ajeno a la acción. Por eso la fijación digital de Moretti es un esfuerzo débil por convertir la crítica literaria en ciencia, discusión de los años treinta alemanes, de la cual la colección Filosofía de la ciencia literaria (1946), de E. Ermatinger et al., es precursora. Vale reconocer el papel del conocimiento tácito y del juicio humano en la literatura en la literatura en una era de aislamiento y desprecio de la pericia; y si las humanidades no tienen valor rentable, los escritores y profesores deben convencer que hay valores superiores al mercado. Según Kirsch (2014), la proliferación de libros sobre la digitalización es un indicio de su crisis de identidad. La “lectura distante” es una lectura forense (incluida la resonancia magnética, como explica el prólogo de Distant Reading), con la sensación de que como lector uno se pierde algo, cuando un lector no especializado, se supone sin riesgo, quiere el desafío de “La biblioteca de Babel” de
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Borges, no una lectura perfecta. Ese futuro no se limita a un área demográfica, y en el subcapítulo “Estatus 7. La escritura online, el resplandor 2.0” (2011: 188-209) Raphael comienza, paradójicamente, a fijarlo. Si la meta de aquellos tres narradores es mostrar la disolución entre lo virtual y lo real, intento en sí fugitivo, se puede pensar en que con La mendiga (1998) de Aira y Caras extrañas (2001, publicada en España, sin edición uruguaya) de Courtoisie hay suficiente para poner en perspectiva el intento de Paz Soldán. Courtoisie muestra que no hay que estar dentro del monstruo estadounidense para saber de qué se tratan sus avatares culturales. Este es el problema cuando la mezcla de amor y computadoras no puede cruzar océanos. Situaciones como la descrita desmienten la noción de una narrativa “transatlántica”, y recuerdan que persisten el provincianismo y las ilusiones sobre la tecnología y el acercamiento a Europa. Así, un tema principal de La fête de l’insignificance (2014) de Kundera y Kassel no invita a la lógica (caps. 36, 68, etc.) de Vila-Matas es el agotamiento cultural y emotivo de Europa. Se puede pensar en que The Circle, Bleeding Edge y un artículo de 2013 de Franzen que discuto en el último capítulo (para él, Amazon y su dueño convierten a los escritores en trabajadores sin futuro, como los que trabajan en sus bodegas distruibidoras sin seguridad de empleo o sindicato) son parte de una continua reacción a la digitalización, y la crítica contra Amazon no cesa, Trump incluido, aun cuando en 2015 abrió una librería tradicional, con dispositivos digitales, y recientemente su propia editorial. El arte resiste con la ambigüedad, característica esencial del objeto estético (Blumenberg 2016: 130, 147-153) y la versión fílmica de The Circle (Eggers fue guionista) la presenta como una lucha entre tecnología y paranoia, no siempre recuperando el humor de la novela. El “círculo”, trasunto de Google en Eggers, se traga a la protagonista, mostrando que mientras más transparente y accesible se convierte ese “sueño americano” en términos de información, tiene menos substancia como persona. O sea, proveer demasiada verdad convierte su vida en actuación pública que otros controlan. Lo que se elige leer es más importante que la tecnología digital (que recupera bibliotecas de clásicos y obras maestras) o impresa con que se llega a los lectores. Algunos pergaminos que se trata de leer por medios digitales han sido dañados o destruidos por el mismo impulso humano que los hizo: el deseo de leer. Esos medios hacen notar la ausencia de edición, que siempre ayuda a moderar los excesos discursivos; y esa pérdida se hace más y más per-
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manente con la costumbre y presión por estar al día tecnológicamente, al extremo de evitar ser equitativo, o moral. Ante ese impulso la realidad “virtual” y la real pueden ser leídas como novelas guías en que se halla concomitancias con la vida real, y los lectores pueden encontrar la misma verdad en ambas. Una diferencia yace en el talento, casi siempre incompatible con la crítica, con que se presenta esa verdad, o en cómo se siente leer lo que creemos ser verdad. Como escritores, los novísimos entienden las necesidades y desigualdades entre talento y autoexigencia. Sus características, resumidas, no son el dominio o práctica exclusiva de ellos, ni tampoco lo fueron para sus antecesores inmediatos o, de hecho, para la historia de la narrativa con que conviven (Santos 2017: 191)15. De más está decir que componen el tipo de ensamblado dinámico algo repetitivo que caracteriza el movimiento de la conciencia contemporánea y sus dilatados antecedentes. Varios autores de la segunda mitad del siglo pasado se esforzaron por probar que no eran demasiado aficionados a leer teoría literaria en tanto teoría literaria. Intuitivamente sabían que los personajes pintorescos y originales en una situación dramática son lo único o mínimo que piden los lectores de narrativa, aunque algunos autores del pasado inmediato se enredaron en ambiciones y cavilaciones seudofilosóficas para evadir ese requisito. Por ese callejón sin salida los de hoy asimilan e integran procedimientos y componentes metaliterarios sin creerlos mandamientos, teniendo claro que deben equilibrar esas dosis con un narrar vivo, respondiendo indirectamente a Al registrarlas, Becerra previene que pueden ser equívocas, siempre discutibles e impulsadas por intereses de todo tipo: “fin de la idea de nación, patria o estado; de todo esencialismo reductor; relativismo, heterogeneidad, individualismo, diferencia, hibridez, impureza, fragmentación, eclecticismo, desustancialización, descentramientos; fin de las fronteras, desterritorialización, extraterritorialidad, geografías virtuales, mapas móviles, atlas portátiles, cartografías gaseosas, territorios líquidos; fin de los centros y emergencia de las periferias, de lo excéntrico, intemperie, incertidumbre, exclusión, marginalidad; lo efímero y lo fugitivo; diásporas, viajes sin meta, horizontes borrosos, tránsitos perpetuos, migraciones, exilios, nomadismo, fugas, huidas, vagabundeos, errancias; lo trans y lo post: nacional, identitario, americano, literario, moderno; lo multi-culti; desocialización, aculturación, despolitización y deshistorización; identidad como quimera, ficción, holograma, espejismo, como parque temático; globalización, neoliberalismo, capitalismo salvaje, mercado, cultura light, copypaste, reciclaje, entretenimiento, ocio, industria cultural, consumo, espectacularización, superficialidad…” (2014: 286). Gamboa, recordando que es difícil ser completamente nuevo u original porque el sustrato humano profundo “es el mismo”, provee una lista de tramas literarias, sin incluir ningún aspecto metaliterario (2011: 54-55). 15
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antiguas objeciones. Zhirmunski argüía: “En el abuso del concepto de adopción se veía el lado negativo del llamado ‘método filológico’, la confrontación mecánica de ‘los paralelos’, con la intención de resolver una tarea errónea en su propia esencia: deducir el arte individual a partir de la actuación mecánica del medio exterior (en este caso, el ‘literario’)” (1992: 197). La movilidad cultural (en el contexto del lenguaje, la esfera política y la tradición) es lo que Auerbach llamaba “perspectivismo histórico”. Esa fluidez permite que una generación mayor escriba sobre otra con su misma habla, no necesariamente en su “estilo”, y que sea contemporánea sin ese acceso o interés total en la más joven. Los nómadas mileniales que buscan salvación a través del movimiento perpetuo se convierten así en repositorios de curiosidades, configuraciones fugaces transnacionales, relatos ficticios o históricos. Esa flotilla de peregrinajes produce una ética de maximalismo greñudo que hace desear que sus autores supieran el aforo del género. En 2018 esos ejercicios ya no son considerados marginales o derivativos del lenguaje y comunicación literaria sino una función central de aquel; o una preocupación específicamente contemporánea, como comprueban numerosos narradores hispanoamericanos de la segunda y tercera década del siglo pasado (Corral 1996) y la historia. Las limitaciones son las mismas, y en ese contexto los escritores no son nómadas reales, solo homines mobilis literarios, porque diferentes de los que son nómadas pastoriles para su subsistencia, los escritores no quieren o pueden ser invisibles o subalternos. Su conexión a la economía global es clara, y es más una estilización de sus vidas que una forma viable de vivir. Esta condición, conectada a una disquisición sobre el éxito, la fama y el prestigio en el segundo capítulo homónimo de Los escritores invisibles (2009), más excursos sobre las posibilidades de libros pornográficos de cinco mujeres, es tematizada por Bernardo Esquinca (México, 1972), con una típica trama detectivesca en que se inmiscuye el narrador, Jaime Puente, a quien le publicará una editorial reconocida, si encuentra a su maestro Roberto Rojas. Otros autores actuales establecen nexos con la literatura en la literatura, sin perderse en la parafernalia que tradicionalmente la rodea (pienso en Vásconez). Así como durante el apogeo vanguardista de los años veinte y treinta (e inicialmente ante el boom) hubo una “retaguardia”, hoy hay autores que prescinden del relativismo narrativo y su sobreabundancia. Esos autores “otros” tampoco se involucran en la lucha por establecer si la ironía —algo proscrita
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después de los terrorismos de principio de siglo— fue el espíritu de la época posterior a las guerras mundiales, o una figura retórica renovada que definió a buena parte de la posmodernidad copiada del primer mundo. Si estos cambios —de la vanguardia al posmodernismo, y al renovado realismo de hoy— son conocidos en la historia literaria, lo que sí ha cambiado es la tasa de la proliferación cultural, el deseo de querer ser el centro de algo diferente, y por eso la fijación de varios autores jóvenes en los nuevos soportes. Al contrastar el espíritu épico con el espíritu crítico en su clásico A épica portuguesa no seculo xvi (1950), Fidelino de Figueiredo hace eco de la idea de Ralph Waldo Emerson según la cual la historia literaria es la suma de un pequeño número de ideas y de muy pocos argumentos originales. Prueba de que el espíritu de los nuevos autores no es un monolito es que en 1994 Martínez notaba una “nueva retórica” en la narrativa de entonces. Para él no hay nada novedoso en ella porque pretende probar que en la literatura está todo dicho, y la creación “está condenada a dos vías muertas: la parodia y la repetición” (2006: 164). Por eso propone “distinguir en la marea de obras lo que efectivamente ‘está dicho’ de lo que queda por decir. Para formularlo como un programa: escribir contra todo lo escrito” (2006: 165-166), solución tan utópica como las que critica, porque la metaficción pretende ser un giro más en torno al doble y la ambigüedad de su estatuto ontológico, tema de E. T. A. Hoffman, Stevenson, Poe, Dostoievski, Nabokov, Borges o Cortázar, con variantes cinematográficas. La parodia —desde An Apology for the Life of Mrs. Shamela Andrews (1741), de Henry Fielding, se ilustra directa e inmediatamente de la muy popular y moralista novela epistolar Pamela, or Virtue Rewarded (1740), de Richardson— también es una forma de metaficción, pero su proximidad al homenaje en la narrativa contemporánea complica su estatuto ficticio. En la mencionada Invitados de honor (2004), cada uno de cuyos relatos es sobre narradores occidentales que deambulan por un país andino enrarecido, Vásconez tergiversa sus biografías aceptadas. Así establece nuevos contactos entre el pasado y presente de la reescritura, para olvidarse de ella, extraer a los lectores de la acción y presentar al Vásconez de obras anteriores, apegado a sobrevivientes, perdedores, nómadas resistentes a cualquier tipo de “normalidad”. Igual, y sin estancarse en la realidad empírica y documental en que se funda, en Nuestro GG en La Habana (2004), Gutiérrez retoma la sombra
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ficcionalizada de Graham Greene para revisar la narración policíaca, con constantes referencias y digresiones filosófico-literarias, cubanizadas. Esos llamados metaficticios no deben sorprender, porque son un elemento básico del suspenso y misterio (en Patricia Higsmith, por ejemplo), y se los encuentra en Ellery Queen (alias de Frederic Dannay y Manfred B. Lee), protagonizados por un escritor de novelas de misterio y detectivescas llamado Ellery Queen, que escribe los libros en que aparece. Vásconez da un paso más allá en El retorno de las moscas (2005), que es también un homenaje al “realismo” de las novelas de espionaje de Le Carré, y uno de sus personajes, George Smiley, se encuentra en una ciudad de los Andes algo parecida a Quito. En Wasabi (2005), Pauls coloca a su protagonista en una colonia de escritores francesa. Su estancia es un descenso onírico a los infiernos personales, coadyuvado por la narración implícita y paralela de cómo un narrador arma un mundo horrendo como la única manera de llegar a verdades nada felices sobre la literatura y el amor. Una novela de Courtoisie, El ombligo del cielo (2014), que como Wasabi relata la experiencia de una residencia literaria, es una versión menos desafiante de ese libreto general que —de acuerdo con Becerra (2014)— vuelve a configurar por la negativa un discurso latinoamericano. Hay cierto consenso entre los reseñadores que estos narradores, según García Ramírez para Volpi y Bajter para Courtoisie (2014), quizá escriben todo o parte por acomodo al efectismo de su tiempo. Así Courtoisie: cuando la historia venía por el lado de la “estética de la violencia” publicó Tajos (1999); cuando era hora de pegarle al viejo tipo García Márquez publicó Santo Remedio (2006). Rey Rosa, como explica Alexandra Ortiz Wallner (2013: 136-141), opta por un enfoque más conocido y menos subjetivo del de Pauls y sin el reciclaje fantasmal de maestros de Courtoisie, al emplearse a sí mismo como gatillo y narrador de la historia dentro de las historias de Caballeriza (2006) y El material humano (2009). Su trayectoria incluye novelas sobre robos de libros (Severina, traducida por el traductor de Bolaño, y primera publicada por una editorial estadounidense prestigiosa), el terrorismo de Estado (El material humano), el relato hiperafricano (La orilla africana, traducida en 2014 y publicada por la editorial que saca Severina), el nomadismo en el centro del capitalismo (Ningún lugar sagrado) y una novela policial política, Los sordos (2012). Estas presentan una Guatemala muy diferente a la de Asturias o Monterroso,
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no tanto en la representación de las clases dirigentes, políticas o sociales, sino en la relación entre la historia documentada y recuperada novelísticamente después de 1996, según Ortiz Wallner. Son historias intercaladas conocidas desde Virgilio y su Eneida (19 a. C.), y no equivalen a literatura en la literatura o a la autoficción “pura”, cuyos precursores serían Cendrars y sus obras autobiográficas (según él, memorias sin ser memorias), Roland Barthes por Barthes (1974), y Serge Doubrosky, que acuña el término con su novela Fils (1977), “ficción compuesta de sucesos y hechos que son estrictamente reales”. Pero hay un esfuerzo casi consciente en Vásconez, Gutiérrez, Pauls y Rey Rosa por socavar esa fijación, y los dos primeros revelan el recurso con postfacios (como “Nota del autor”) que registran fuentes, y Rey Rosa despista a los buscadores de lo verosímil con una “Introducción” en El material humano y apartes literarios, similar a las cartas “Al editor” que incluye en El tren a Travancore. Ferrini explica esa paradoja del novelista: “Al escribir sobre la ficción, el ‘sobre’ nos alejaría de la ficción que nosotros quisiéramos escribir. Idealizamos los modelos que admiramos y mientras más los admiramos, más se alejaría el modelo que buscamos. El efecto es paralizante” (2010: 113). Complicando más alguna señal personal rescatable, en Imitación de Guatemala. Cuatro novelas breves (2013) Rey Rosa recoge novelas publicadas entre 1996 y 2006, como Piedras encantadas (2001), traducida pero sin el impacto de las otras tres que la acompañan. Por su parte, en la nueva edición de La diáspora, la “Nota del autor (2018)” de Castellanos Moya reza: “Me he atrevido a cepillar el lenguaje, pues el paso de los años dejaba al descubierto bordes romos, superficies con frases descascaradas. No he tocado la trama, ni ciertas imprecisiones históricas, ni los personajes, algunos de ellos con una mentalidad difícil de tragar para la susceptibilidad de los tiempos que corren. Que conste” (15; énfasis míos). Vale preguntar si vivir en estos tiempos aumenta el miedo editorial o autorial. Se puede adjudicar estos giros a novelas que no son históricas, pero que dependen de una realidad histórica. Abad Faciolince, Castellanos Moya y Rey Rosa, o sus trasuntos, aparecen como autores en las suyas, e importa y no: sí porque cualquier novela de una época dada llama la atención parcialmente acumulando detalles persuasivos; no porque las de ellos son también un reflejo consciente de cómo funciona la ficción. Piénsese en La parte inventada de Fresán (elogiada excesivamente por Vila-Matas), primera de una trilogía cuya
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segunda entrega, La parte soñada (2017), no me llega a tiempo. Si aquella es una diatriba contra la digitalización de la literatura y su historia, con la cual muchos concuerdan, la más reciente es otra extensa digresión sobre la creación, por un fanático de la literatura. En forma y contenido se acercan a las discutidas en este capítulo, y según una reseña de Pablo Sol Mora (2014: 72-73), la primera es: “a) La historia del Escritor; b) La historia del Chico (aspirante a escritor); c) La historia de Penélope, hermana del Escritor, y su familia política, los Karma; d) Una extraordinaria novela corta […] sobre un solitario escritor cincuentón […]; e) Un ensayo en fragmentos sobre Suave es la noche; f ) Unos ‘apuntes para una breve historia del rock progresivo y la ciencia-ficción’” (2014: 72). Es decir, es más literatura en la literatura que incluye homenajes a Fitzgerald y Emily Brontë, o a sosias llamados el Escritor, o la Hermana del escritor. No es necesario retomar el asunto de la originalidad, que Fresán extingue con su propio agotamiento estructural. Más bien, a pesar de que con razón nota su ambición y que en esta novela escriba “contra la etiqueta que le han indilgado de escritor pop” (2014: 73), Sol Mora revela una preocupante fijación crítica, con un cliché: “El autor cumple así lo que debería ser el requisito de toda novela contemporánea […]: ser una reflexión sobre ella misma, cuestionar de manera crítica el género” (2014: 72, énfasis míos). Puede ser una ironía que no se capta, pero considerando que Rayuela ya era una reescritura de la contra o antinovela, la expectativa de Sol Mora es más alarmante que la novela de Fresán. Conrado Chang, en su reseña para Buensalvaje (2014: 7), cree que “Fresán ha escrito su obra más ambiciosa, compleja, ‘total’ dentro de sus propios criterios” (2014: 7, énfasis míos). ¿Qué hacer cuando algunas frases y situaciones de los nuevos ceden ante ciertos argumentos lógicos, sin convertirse en fundamentales o reductoras? Más allá del contrato mimético implícito entre cada lector y la narración que lee, ese pacto depende del capital cultural del lector y su sagacidad, como de su habilidad para leer sin los guiños mediáticos que pueden poblar la narrativa de las generaciones criadas con lo visual. Aunque algunos tipos de autores “realistas” pueden ser vistos como modelos no muy al gusto de los que les siguen inmediatamente, o como rebeldes ante la autoridad abstracta actual, hay cierto paralelismo entre sus predilecciones y la situación socioeconómica de sus países. Así, Pauls y Rey Rosa perfilan visiones que rompen con la clásica
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dicotomía entre conservadurismo y progresismo (sobre todo el guatemalteco), para vertebrar una nueva fase de consolidación en que por lo menos puedan coexistir con sus preferencias. Hace doce años Martínez concluía que “cada nueva obra en nuestra época tiene que debatirse con una segunda exigencia de originalidad en el plano de lo formal: establecer su retórica propia” (2006: 166). Un narrador muy original como Zambra hace que La vida privada de los árboles (2007) y Formas de volver a casa (2011) sean ecos metaliterarios de su desafiante y primera Bonsái (2006, traducida al inglés en el 2009), cuyo protagonista es el Julián protagonista de la última, y la hijastra de él leerá La vida privada de los árboles. Como vimos acerca de su visión de la poesía en la novela, Zambra desata a sus novelas del género, sin estrategias de posicionamiento (aunque arme una trilogía) y, diferente a Fuguet, no pone los referentes contemporáneos a flor de piel, una de las razones por las cuales Junot Díaz y otros congéneres celebran a Zambra. ¿Pero qué hacer cuando las ideas, siempre incómodas para el realismo según los alter ego de Coetzee, que están en el aire del novelista no despegan? Pensando en lo que hacen Aira y Franz con Rugendas, considérese estas anotaciones de 1964 de Donoso en sus diarios: “Estoy de nuevo pensando en mi novela de Rugendas. Le escribí sobre ella a Carlos Fuentes. ¿Qué dirá? […] Rugendas tendrá que ser una novela nerviosa, ágil y corta” (2016: 384), descripción que apunta a las artes plásticas y a qué hace un novelista con su originalidad. Siguiendo con la noción de prácticas químicamente puras, con el infinitamente creativo Zambra —la gran recepción en las Américas de su novela Facsímil, traducida perspicazmente como Multiple Choice (2016), justifica que The New Yorker lo llame “la nueva estrella literaria de América Latina”— se llega a la mejor cristalización de los modelos y dicotomías de arriba. Pocos la han resumido mejor que Wood al afirmar admirativamente: Lo que parece atormentar a Zambra es, de hecho, el viejo sueño realista de la novela infinita, una ficción que desafortunadamente captura todo lo de la vida, una novela que se ha escapado de la artificialidad de la forma, que ha vencido el esteticismo de la selección autorial: digamos un libro grande sobre todo un año; un libro compuesto de nada más que reminiscencias inventariadas; la página en blanco anterior se ha convertido en un libro, abierto a la vida como una cámara o un teléfono, esperando ser rellenada con existencia— el libro “accidental” que ine-
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vitablemente se convertirá en uno “necesario”. Recuérdese la descripción de Zambra del bonsái: “el árbol vivo y el recipiente”. El envase —la forma, la maquinaria, la convención— es lo que la ficción vanguardista ha estado tratando de hacer explotar por lo menos desde los años cincuenta [sic], para mejor aislar y nutrir el árbol viviente. (La mayoría de los vanguardismos, incluso los antirrealistas, marchan bajo el estandarte de realismo mejores, diferentes o nuevos; los escritores están seguros de que ellos saben cómo hacer crecer su árbol mejor (2015: 79, énfasis mío).
La distancia generacional en torno a hacer literatura con la literatura no terminará con Zambra, y en la segunda década del nuevo siglo parece inevitable recurrir a esa estratagema, sin tener que armar conjeturas acerca de cómo ha sido así desde Cervantes. Ese trecho contiene un juego de plano y contraplano que enaltece el dinamismo que se pretende ilustrar, y en vez de transmitir otro enfoque hace que las partes presentadas como “prescindibles” sean exactamente eso, prescindibles, volviéndose la rebeldía discursiva en un corte clásico (por reconocible) de la estructura narrativa. No es necesario hablar de Rayuela, porque aunque publicada póstumamente en 1986, El examen, escrita a mediados de 1950 según Cortázar, es un hipotexto para hacer literatura con literatura en su novelística posterior. Los ocho capítulos de El examen (desde la primera página y sus citas de novelas en francés e inglés) abundan en referencias y discusiones literarias y culturales, más que nada argentinas, sin que falte el Lector, desdoblado en “cronista”. Más tarde Sada lleva a sus límites una idea de por sí extrema y ya ensayada por Wilcock (en los años cincuenta, como Cortázar) en “Yves de Lalande”, en que se ironiza de manera hilarante sobre una fábrica de escribir novelas, antes de que autores de frases capciosas en serie como Corín Tellado, Barbara Cartland, Coelho (a pesar de que en Las formas de la pereza de 2007 Abad Faciolince explique “Por qué es tan malo Paulo Coelho”) y James Patterson (cuyos 375 millones de libros son un récord) conviertan el procedimiento en autoparodia, y que Aira le manifieste a Matus: “nunca le di importancia a los libros como productos bien terminados, con control de calidad” (2006: 3)16. 16 Así la autoparodia, no metaficción, del bestseller de Bayly Morirás mañana (2012), que reúne tres novelas publicadas entre 2010 y 2012. En ellas Javier Garcés, un alter ego, es un escritor misántropo que asesina a sus enemigos (una víctima es Iván Thays) al saber que va a morir. Los yoes revelan mucho sobre su relación con el personaje Alma Rossi, y menos de lo
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En Ritmo delta Sada soluciona concluyentemente varios enigmas de su país y de la narrativa en español: la infructuosa discusión sobre el regionalismo y los asaltos a la modernidad, sin tratar el narcotráfico o cosmopolitismo; la poesía en la novela (como Zambra o Precoz de Harwicz); el peso de los clásicos (el Siglo de Oro en él); sin traicionarse en aras del mercado; y en particular la relación entre maestro y discípulo en el marco de la literatura en la literatura, que afecta a su familia literaria. Como añade Harwicz, “hay autores muy del Siglo de Oro que no pertenecieron a ese siglo” (Rivera Yáñez 2017: 13). La contemporaneidad caprichosa siempre es o inventa un hogar en el desarraigo nómada. Me explico. Sada era del México de “la literatura del norte”, como Luis Humberto Crosthwaite, Eduardo Antonio Parra, David Toscana y Carlos Velázquez. Pero como Herbert o Herrera, Sada es mucho más que un escritor del desierto o del narco, similar a Víctor Hugo Rascón Banda y su clásica Contrabando (1991, publicada póstumamente en 2008) y añadiendo el humor, parecido a Villalobos, no por nada estudioso de Pablo Palacio para su posgrado. Entre ellos sobresale Élmer Mendoza, para muchos el creador de la narcoliteratura y novelas policiales que privilegian las hablas sobre las corazonadas, con las cuatro cinco (hasta hoy 2018) novelas negras que tienen como protagonista a Edgar “el Zurdo” Mendieta (este lee a Daniel Sada). Ellas templan la idea de los años setenta de Monsiváis de que México no tenía novelas policiales genuinas porque no había fe en la justicia. Como Bolaño, Mendoza muestra que con la fragmentación del estado y la desaparición de la legalidad, resolver crímenes es una ilusión posible en la ficción, no en la realidad, complicaciones que aparecen en un escritor muy diferente, el Vásconez de Hoteles del silencio, tensionadas por el ambiente lluvioso de “la ciudad” de sus novelas anteriores, y sobre todo porque las víctimas son niños, aumentando la inexactitud de los personajes náufragos (entre ellos Jorge Villamar, que en La piel del miedo era periodista, ahora dueño de una papelería) que comentan sobre los asesinatos. Villalobos, que lleva más de trece años viviendo en España, refortalece y mejora las novelas del artista de Aira y Bellatin con Te vendo un perro (2014), dividiéndola de acuerdo con homenajes a Theodor W. Adorno (Teoría estética y Notas de literatura) para recorrer y parodiar con personajes dispares (más un que no han podido o querido. Es un repaso light de un tema convertido en light, lo cual podría ser un ¿buen? giro para la autoficción.
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narrador de 78 años) los últimos ochenta años que han tratado de novelizar el arte desconocido y la política de México, como en “Deudas y agradecimientos” (247-248). Villalobos traspasa la red bizantina de alianzas, estrategias enrevesadas, traiciones y venganzas de las narconovelas para escribir una comedia trágica centrada en los revolucionarios, con una novela dentro de la novela escrita “desde el punto de vista de un taquero” (137). Diferente de los novelistas que escriben sobre crímenes, Villalobos, cuya No voy a pedirle a nadie que me crea (2016) parodia la autoficción (seña de que se agota), no baja la mira o disminuye la verdad o posverdad para insertar alguna fórmula genérica que oriente a los lectores sobre otros horrores y absurdos desligados del narcotráfico. El interés en la violencia fronteriza de México y Estados Unidos ha creado una especie de globalización al revés, en que los estadounidenses escriben novelas o hacen películas sobre el tema, traducidas al español. Esas novelas, especialmente las que quieren tener más efecto, inflan a sus villanos, haciéndolos sobrenaturalmente ingeniosos, y más barrocamente sádicos que sus homólogos reales, o demasiado poderosos para creerlo. Ahí está El último lector (2004) de Toscana —que no se debe confundir con el ensayo del mismo título que Piglia publicó en 2005—, tríptico novelístico en que personajes antiheroicos con el mismo nombre son la misma gente, u otra, o ambas cosas. En esta transhistoria de manuscritos encontrados la literatura en la literatura está implícita desde el título macedoniano y los paratextos. Pero también está la idea de que ha habido otros lectores, y que el “último” solo lo es para el que lo lee, aunque no es seguro que habrá lectores futuros de esta novela, o de los que están dentro de ella. ¿Cómo se supera o arregla esta conocida tautología de la metaficción y la crítica? La solución de Toscana no es hablar de “escenas secundarias” de lectura, como Piglia, sino alejarse de los ecos de lirismo de otra ficción similar. Esa práctica se perfecciona en Sada, generoso como maestro, que ya había adquirido crítica encontrada aunque elogiosa con Porque parece mentira la verdad nunca se sabe (1999) y con Casi nunca (2008, traducida al inglés y elogiada en The New York Times en 2012), plena canonicidad. Es más revelador que casual que en 2005 Rivera Garza haya elogiado Casi nunca en el suplemento mexicano Hoja por hoja, y que publique ese texto de 2014 en su blog “Papeles perdidos” de El País. (La noción de una escritura “delta” la inicia Balza.) Si la primera novela de Sada es la suma
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de su narrativa (Zavala 2013: 72-76), Ritmo delta ilustra a la perfección varias hipótesis mías, teniendo en cuenta que las hipótesis no son de ninguna manera inmunes a la historia, o a convertirse en enseres críticos. Para equilibrar hipótesis vale recordar que, especialmente si es obtusa, la crítica contribuye al olvido de los autores, o de partes importantes de su obra. No por nada Ritmo delta retrata a Dagoberto, un escritor viejo y ciego, autor de una obra mediocre e inacabada convertida en bestseller. Sada parodia los códigos (véase Millán) de la industria editorial —el nieto Roberto trabaja en una que publica manuales para escribir bestsellers— y como en otras obras reflexiona sobre la escritura, desnuda el provincianismo urbano e incursiona en el mundo telepático. Pero esa novela tan bien recibida por la prensa ha sido infravalorada por la crítica académica: La escritura poliédrica. Ensayos sobre Daniel Sada (González 2012), concentrada en lo que Bolaño llamó el “barroco del desierto” del mexicano, solo contiene menciones a Ritmo delta (12, 45, 58, 67). Similarmente, en Mariana y los comanches de Quintero, el protagonista, Edmundo Bracamonte, lee un olvidado manuscrito suyo, mientras el cruce de tiempos y espacios de la novela en la novela, acuciado por una misteriosa relación amorosa, le hace cuestionar las relaciones entre ficción y realidad. Si el valor de la novela es evidente, que se haya publicado originalmente hace una década en España (como buena parte de su narrativa) y no en la Venezuela de hoy, que sea elogiada por Vila-Matas y Villoro, o que abunde en referentes metaliterarios como el café “El comanche” y el manuscrito “Mariana y los comanches”, parecen más importantes para su acogida actual. Que el amor es otra patología actual no cabe siempre en las expectativas de este tipo de subgénero, y esa quizá sea la mayor contribución de Quintero: la búsqueda de Mariana, musa como La Maga de Cortázar y otras de Salvador, Emar, Marechal y Bolaño. Algo similar ocurre en Si te vieras con mis ojos (2015), en que las disquisiciones sobre el amor complican los pensamientos de la mujer (Carmen), el marido, el Amante (Rugendas) y el rival del amante (Darwin), condición resumida así: “La propia Carmen se veía ahora más emocionada que asustada por tu audacia. Exhibías una de las fuentes de su retrato desnuda, aunque solo ustedes dos conocieran ese secreto […]. Sonreíste, Moro. Su admiración era tu principal objetivo. El resto de tus razonamientos te importaba menos” (2015: 131).
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Al no meterse de cabeza en la narración que se autoanaliza esos narradores se distinguen por dos distanciamientos. El primero es una indisposición hacia la novela total miméticamente sobrealimentada, que llega a su mejor expresión con Los detectives salvajes y 2666, en las que varias novelas luchan por salir, y no siempre gana la mejor. Si otras pueden ser memorias generacionales, Los detectives salvajes es un testamento exuberante, juguetón y estimulante del hecho de ser joven y hambriento (por la vida, el significado y otros cuerpos jóvenes). Como viste sus influencias sin rastros de ansiedad, Bolaño nunca se preocupó de conceptos como el patricidio creativo. Después de todo, no hay que matar a los padres para aprender de ellos, y es más un asunto de sensibilidad entre padre e hijo que de argumento lógico. Es lo que muestra Halfon en la novelita epistolar Saturno (2003/2017), su ingreso en la prosa, con una larga lista de escritores suicidas. En su recorrido por estrategias, gestos e ideas generacionales Los detectives salvajes y 2666 no muestran la autoconsciencia lúgubre que convierte a una novela en ejercicio académico. El círculo de los escritores asesinos (2005), de Trelles Paz, especie de antihomenaje a Bolaño, en que cinco escritores se acusan mutuamente de asesinar a un crítico literario en Lima, sin detective que resuelva el crimen, ilustra muy bien esa mejoría; y Pron, recogiendo las tramas que juntan a jóvenes y académicos, intenta algo similar en No derrames tus lágrimas por nadie que viva en estas calles. Construidas para la velocidad de una nueva generación, las de Bolaño aceptan todo, confiadas que se seguirá su “trama”. Él sabe que ese tipo de historia no ha sido contado siempre, así que lo que importa es cómo caben las piezas. Por eso sus protagonistas, Belano, Ulises y Jan Schrella, en El espíritu de la ciencia-ficción (que firma su última carta a autores de ciencia-ficción estadounidenses “Jan Schrella, alias Roberto Bolaño”, 204), no abandonan su postura de jóvenes rebeldes, no tienen vergüenza de mostrar que han leído algunos libros y apoyan sus alusiones con ideas. También parecen decir “vivo/ leo, luego soy”, y se meten de cabeza en la literariedad, aunque a veces con clichés. Vistas así, Los detectives salvajes y 2666 son novelas actuales y del siglo xix, como Moby-Dick. Se compara al chileno con Melville sin especificar por qué, ojalá porque Melville nunca hubiera hablado de “metaficción”, sino que decía que para producir una novela poderosa se debe elegir un tema poderoso. La suya, como las del chileno, era igual de lúdica, y entre otros desafíos a las formas novelescas ambas: a) detienen la acción para parodiar, b) sus conflictos
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no se dirigen a una crisis porque la crisis ya ha ocurrido, c) sus “personajes monstruos” (“pobres diablos”, según Carlos Burgos) son interpretados como destinos o la naturaleza humana, d) las digresiones reducen la velocidad narrativa a un gateo magistral y e) el crisol humano mal dirigido contiene casi cada falla y manipulación para hacer a un lado la cortina ficticia y mostrar al autor en el acto de componerlas. Como Tolstói, entendían que el arte mayor siempre surge de conflictos. Si el narcisismo es hoy una categoría psiquiátrica cuestionable, no lo es para los escritores jóvenes, a pesar de que su héroe, Bolaño, muestra cómo uno se puede alejar sanamente de los avatares del Narciso maestro. Otra indisposición de ellos es la falta de mensajes machacadores o crítica sociopolítica dentro de la democracia de la ficción, con un manifiesto e inteligible agotamiento de la narrativa testimonial, especialmente la concentrada en traumas causados por la violencia y abusos dictatoriales, como los del Cono Sur. Se gasta mucha tinta para confirmar teóricamente que en 2666 la violencia y el mal no se limitan a una persona o juego de acciones. En verdad, especifica los crímenes, alude a criminales y muestra que las soluciones empíricas no disipan la sensación de que una amenaza atmosférica incontenida se incuba en el paisaje de por sí sórdido en que el novelista la ubica. Contra José Ortega y Gasset en “Ideas sobre la novela” (1925), Bolaño no acelera el ritmo narrativo o se enamora de la penumbra creada, capturando disciplinadamente la lentitud de una crisis y cómo la condición de no saber presiona a todos, a cada momento. O sea, provee una psicogeografía; y diferente de sus críticos, no se preocupa del “por qué” sino del más difícil “cómo” del mal, de elucidar cómo una intención se convierte en realidad o da cuerpo a una teoría. Como contrapunto a esos desapegos, los nuevos abandonan el colectivismo por el individualismo, lo puro por lo mestizo, la autenticidad u originalidad por la contemporaneidad, asumiendo un cosmopolitismo frontal. Esa manera de contar es una “teoría”, y seguirán aprendiendo de sí mismos, y la crítica con ellos; verbigracia, la periodística califica la narrativa de Junot Díaz como “mestiza”. Dos críticos antitéticos, Rama y Rodríguez Monegal, implantan, como dijo el primero sobre la tecnificación narrativa, que la asunción del cosmopolitismo característicamente “despliega una red de entramados valores, más soñados que reales” (1986: 345). En 1968 el segundo sugería no olvidar que aspirar al cosmopolitismo es romper el aislamiento que nos disminuye, y
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vale “encontrar toda una serie de correspondencias y de afirmaciones en las relaciones abiertas de la cultura” (apud Aínsa, que rastrea el tema en relación con la periferia, 2012: 117-122); y Cândido ya notaba en Literatura e Sociedade (1965) esa tensión entre cosmopolitismo y localismo. No sorprende que otros críticos de la época creyeran que el éxito inmediato de las nuevas novelas de entonces tenía que ver con cómo eran congruentes con expectativas orientadas hacia la innovación, y que no dejaran de conectar ese desarrollo a una literatura mundial, tal como se la concebía a la sazón. Así, el ir y venir de las actuales constituye un contrapunteo cosmopolita sin mucha oposición17. Este capítulo debate que una novela que se problematiza a sí misma computa metafóricamente su propia construcción, y puede pensarse que es light. Esa dualidad permite distinciones y jerarquías, y la mejor práctica, como arguyo en el próximo capítulo, exige a los lectores mantener sus facultades críticas en alerta. Dentro de esa novela light habría una más angustiada y verdadera que se esfuerza por salir, complicando la noción de Bloom de que “la angustia de la influencia no es una angustia relacionada con el padre, real o literario, sino una angustia conquistada en el poema, novela u obra de teatro”, credo que no matiza desde 1973, como muestra Landa en Canon City. Sin preocuparse de maestros cuyas novelas se tragaron a sus épocas, Bolaño y sus pocos pares construyen referentes para la ambición literaria, un prontuario a veces caricaturesco de sus fobias y compulsiones, mostrando que pueden ser artísticamente fértiles. En ellos la ambición salta por delante de los logros, se detiene y espera hasta que se cierre el intervalo, porque si no se adelantan probablemente no habría carrera. Esa condición apunta a otro problema entre maestro y discípulo: no esperar, enfatizando la singularidad del individualismo contra toda fuerza cultural, y por eso poco traiciona más al maestro que tener un discípulo. Sesentón, Aira, con sus hojaldres compuestos de teoría, necesidad corpórea y resentimiento artístico, juzga que es difícil para un escritor ser objetivo sobre su obra, pero “el aprendizaje le sirve, porque siempre está a tiempo de escribir algo más” (2016b: 10). Es el mismo Aira que entre Una aventura Refiriéndose a Para una teoría de la literatura hispanoamericana, de Fernández Retamar, Gustav Siebenmann (1988: 88-108) considera aberrante “retirarse a lo supuestamente autóctono, por ejemplo a las civilizaciones precolombinas” (107) o “inventar otros géneros y aplicar otra periodización” (107) a la historia literaria. Siebenmann nota otras conexiones en “El concepto de Weltliteratur y la nueva literatura latinoamericana” (1987: 923-931), discusión actualizada en Bolaño traducido (Corral 2011). 17
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y Prins (2018) escribe, de manera homeopática, sobre un escritor que decide dejar de escribir, en el último caso novelas góticas (la elección no es gratuita porque le permite sabotear la literatura de un género que ha traducido), agobiado y rendido por haber cedido al mercado. Según Rancière, la lección del maestro no es el conocimiento sino una invitación a actualizarse.
V. NARRATIVA DEL SELFIE: NOVELAS EJEMPLARES Y LA GENERACIÓN “ME GUSTA”
Les maîtres memes que se choisissent ces jeunes gens sont de ceux dont le génie s’épanche à large flots. C’est l’absence de digues qui séduit en eux le disciple; de là certain dédain de la contrainte, de l’effort. Gide, Interviews imaginaires
Genios entre maestros Excepción hecha de Bolaño, los años 1996-2018 son menos un momento de contrarrevolución u oscilación del péndulo de la historia literaria contra las tendencias precedentes y más un ajuste de cuentas entre la industria y el arte internalizado por los autores. Afirmé que no hay que esperar mucho para que se presente una nueva novela, y los novelistas parecen incapaces de decidir si disfrutan de la omniscencia o se disculpan por ella, la ponen en primer plano o la hipotecan. En su seminal y vigente “Borges y la narración que se autoanaliza”, Barrenechea resume cómo la crítica de él coincide en señalar la importancia de lo literario en su obra, y analiza el hecho de que “el narrador interrumpa su relato para hacer comentarios sobre la naturaleza de la escritura. Y todavía más, que ese comentario adquiera tanta importancia que se ficcionalice y acabe por convertirse en un cuento de segundo grado con respecto a la historia narrada en primer nivel” (2000: 286). Ese vuelco, mal ejercido, causa que algunos críticos crean o estén convencidos, como los censores británicos de entreguerra con Ulysses, de que ese tipo de narrativa “peligrosa” fue escrita en código para espías, idea que coincide con una de McEwan: se puede decir que toda novela es sobre espías y todos los novelistas son maestros espías, propuesto ya por Marías en Literatura y fantasma (1993).
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En la tradición hispana se halla más bien la idea de abandonar el anhelo de pertenecer, el mentir y el traicionar, que son los polos psicológicos con que Le Carré revolucionó el género en otras novelas que no están pobladas por espías. En The Pigeon Tunnel. Stories from my Life (2016) cuenta que contrató a dos detectives para investigarlo a él y su familia, porque como novelista se le mezclaban la verdad y la memoria: “Expliqué, soy un mentiroso. Nacido para mentir, criado para hacerlo, entrenado para ello por una industria que miente para ganarse la vida, y lo practico como novelista”. Le Carré quiere saber los hechos de su vida, porque como novelista inventa versiones de sí mismo, nunca lo real, si existe. Según Kirsch “es ingenuo llamar mentirosos a los novelistas, porque se entiende mal su intención; para empezar nunca querían ser creídos. Lo mismo es verdad con los demagogos” (2016a: c2). En Las reputaciones Vásquez cuelga el momento en que Mallarino conoció a Samanta Leal (especie de conciencia) y sus subsecuentes conversaciones con ella como un presagio o advertencia sobre la memoria y sus trucos tergiversadores, con la autopercepción que uno hace o toma del pasado (2013: 46-53, 103-106, 133-135). La preciosura de la memoria (58) no la convierte en más fiable o imperativa; y la falta de fiabilidad de ella no la hace menos preciosa. Mientras la novela avanza, Mallarino (“No tengo computador. No uso internet, no tengo correo electrónico”, 49) se convierte en una figura despreciable, caricaturesca, como si respondiera a los fallos de su madurez esforzándose para borrar su exitosa juventud. Es forzoso referirse a los contextos que producen estas novelas, porque salen del aire latinoamericano actual, cuando los adictos a la red aumentan las posibilidades de ser iletrados, peligro que no corren otras generaciones. Ese parece ser el caso con las novelas que discuto en este capítulo, a pesar de que la hipersensibilidad actual, resucitando al Platón de La República y censores posteriores, es tan delicada que profesores y editoriales del ambiente anglófono proveen todo tipo de aviso sobre cómo una obra puede ofender o herir, sin darse cuenta de que crean lectores más fieles al apelar exclusivamente a la equidad. Para las que discuto, Barrenechea afirma que se está ante “una retórica que no deja de hablar de su naturaleza retórica” (2000: 300), y que todos sabemos qué quiere decir “ese refugio del hombre en el mundo de los sueños como hacedor de mitos, junto a la obliteración de la historia y del hombre como hacedor de su propia historia” (2000: 301). Ese desarrollo es
V. Narrativa del selfie: novelas ejemplares y la Generación “Me gusta”
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un paradigma de la narrativa mundial, los autores actuales son conscientes de él, y al respecto es inevitable considerar a Borges un maestro precursor, como él propuso para Kafka en las 65 piezas en que lo menciona o discute. (En El País del 12 de junio de 2018 Vila-Matas concuerda con una idea de Alejandro Rossi, según la cual Borges sería “el epígono de un maestro aún inexistente y el representante de una escuela cuyo manifiesto desconozco”.) Al nivel de cruces mundiales se puede postular que en El maestro y Margarita (obra maestra no oficial del siglo veinte soviético) Bulgákov, contemporáneo de Nabokov, practica un tipo de realismo mágico para criticar la codicia y servilismo del Moscú literario socialista. Parte de la naturaleza de esos textos sagrados es engendrar comentarios, y luego desacralizarlos con comentarios sobre los comentarios. No por nada Genette termina su libro citando a Borges, “esa transfusión perpetua y recíproca de la diéresis real a la ficcional y de una ficción a otra es el alma misma de la ficción en general y de toda ficción en particular” (2006: 121). Es como si la narrativa dijera “existo, luego léeme al revés”. En el capítulo anterior discutí el temprano giro narrativo del selfie, porque con los de Bolaño y los que discuto aquí se podría hablar de una “antiautobiografía bibliográfica” que desacraliza. Esta se debe diferenciar de los cinco relatos autobiográficos escritos por Vallejo entre 1985 y 1993, reunidos en El río del tiempo, que es más una memoria confesional sin el carácter heroico de una épica, giro al que sí se acerca Bolaño. Si los volúmenes del colombiano y el chileno, conscientes que después del sicoanálisis el heroísmo es otro ideal cultural que no puede ser fijo, comparten el ajuste de cuentas, la indiscreción escandalosa, la distorsión astuta y la fabricación rotunda, los selfies actuales no son épicos —como en Rousseau, Mills, Gertrude Stein o Nabokov—, sino relatos que acatan una idea personalista de Orwell, según la cual solo se debe confiar en la autobiografía cuando revela algo vergonzoso. Si las épicas (inventadas antes de la memoria y la Historia) le atraían a Bolaño, hay que buscarlas en su carácter extenso, contradictorio, repetitivo, relleno de anacronismos y registros lingüísticos orales que atraen a traductores que los quieren desinfectar, y en la brutalidad gráfica, como si no fueran de un solo autor sino de varios. Es una atracción compartida y fundamental de nuestra contemporaneidad, según Rubén Florio en “Recuerdos del porvenir. Épica antigua, narrativa latinoamericana contemporánea” (2001-2002: 90-100). Después de todo, hay épicas que se leen mejor sin abrir sus páginas.
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Buscar solo la autobiografía en Vallejo, Bolaño, o en una novela novata como Una vez Argentina (2003) de Neuman, y antes en las logradas de Vargas Llosa, es mostrar los límites autoficticios, como hace la crítica reciente que “colombianiza” la autoficción de Vallejo1. La sospecha de lo autobiográfico convierte las evocaciones en algo grosero, vulgar o vergonzoso. Por eso de Hegel a Lukács se repitió enigmáticamente que la novela es la épica moderna burguesa, de un mundo sin dioses, ajustando la observación de Marx de que la épica es la forma artística de una sociedad subdesarrollada. En La chair des mots: Politiques de l’écriture (1998) Rancière recuerda que una “épica burguesa” es una contradicción, porque la lucha del individuo contra el mundo burgués en verdad solo puede definir a una antiépica, y ningún héroe épico lucha contra su mundo. Además, la épica no es un acto de memoria, porque la humana suele durar tres generaciones, y no se recuerda más allá de los vínculos con los abuelos: Borges, Onetti y Rulfo para Gumucio (2017). Tampoco es un tipo de historia de un pasado al que no se tiene acceso. La épica ocupa un espacio diferente en el deseo humano de conectar el presente al pasado, tratando de hacer el pasado distante tan inmediato como nuestras vidas, y por ende el estusiasmo del maestro bueno. El tejido de la épica es suelto, dejando espacio para la expansión y adaptación, y así The Penelopiad (2004) de Atwood es un relato feminista de la Odisea desde el punto de vista de Penélope y sus doce criadas. Diferente a la épica, una gran novela ofrece una experiencia ficticia sostenida intraducible fílmicamente, no episodios o momentos culminantes, además de enaltecer hechos mundanos. Si Rancière (2009) retoma ideas similares para examinar la redefinición del realismo que concertó Auerbach (con Cervantes y novelistas decimonónicos), autores de la nueva literatura mundial como Vargas Llosa y Bolaño la ponen en práctica con novelas enciclopédicas y maximalistas. La recepción extranjera del peruano y del chileno permite referirse a ellos como autores de novelas globales que ponen en perspectiva bestsellers como Gravity’s Rainbow, Infinite Jest, Underworld o The Corrections (2001), de Franzen. No sorprende entonces 1 Sus críticos están indecisos. En La muerte y la gramática. Los derroteros de Fernando Vallejo (2010), Jacques Joset dedica un capítulo a “¿Autoficciones? Sí y no” (102-125), mientras en Las máscaras del muerto. Autoficción y topografías narrativas en la obra de Fernando Vallejo (2009), Francisco Villena Garrido arma un mapa psicológico en torno al titubeo de Vallejo en “Hijueputearías: el humor de la desesperación” (143-166).
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tener hoy estudios como Global Wallace: David Foster Wallace as World Literature y Roberto Bolaño as World Literature. Como estudia Kirsch, resulta que las novelas globales de hoy no son productos pasivos o víctimas de la globalización, sino agudamente conscientes de su posición como parte de un sistema global que enfatiza la intercambialidad (2016b: 24-25). Leyendo en paralelo a Gide y Cortázar, Goytisolo examina variaciones en torno a la ruptura con lo ya hecho y escrito, recordando un factor importante: “El lector de 80 años no es el de 40 ni este el del aprendizaje juvenil. Si el libro es idéntico, la percepción del mismo varía y adentrarse en la relectura es dar un salto a lo desconocido” (2014: 19). En comentarios recogidos por Javier Rodríguez Marcos en ocasión del Premio Cervantes (2015: 1-5), “enderezado” respecto a dogmas teístas por sus tempranas lecturas de Joyce (clara influencia) y Kafka, afirma que podó en sus obras completas la carga teórica de Juan sin tierra, última entrega de su trilogía del exilio, porque en los años sesenta “leía más a los formalistas rusos, el círculo de Praga, Benveniste, lingüística […]. Llegó un momento en que tenía que elegir entre seguir siendo un escritor-novelista o convertirme en un teórico de la literatura” (3). En 1975, nada extraño a la hibridez autobiográfica y el fragmentarismo, admitía la limitación de ciertas vueltas narrativas suyas, para después concluir, citando a Proust (quizá de “Contre l’obscurité”, 1971: 390-395): “‘Una obra en la que hay teorías es como un objeto en el que se deja la etiqueta del precio’” (3). En la historia cultural actual, cuando todo el mundo produce un relato porque no hay mucho control colectivo, se puede hablar de un giro hacia el selfie en el pensamiento, y quién mejor que los narradores para mantenerlo en vilo. Pero hay conexiones entre el pasado y el presente, sobre todo cuando el periodismo cultural actual no permite encontrar paralelismos incómodos entre ambos tiempos, o inspiración en valores éticos. La Eneida y las novelas mayores de Bolaño tienen peso poético e ideológico, y la resonancia solvente (no divulgación) de ambas en varios medios es un modelo de firmeza cultural. Si en la primera Eneas se borra, los alter ego del chileno exigen, molestan positivamente, se ramifican. El aprieto de la ficción se mete hoy de manera renovada en la escritura, con una diferencia. Si los intentos pasados y su historia, señalados en el capítulo anterior, no tenían como precedente la representación de la sensibilidad, algunos narradores actuales quieren tener presente la progresión hacia un sentimentalismo políticamente correcto, agudizado por su
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atención al mercado, como el Crack. Cualquier historia e interés común que llegue a tener ese grupo tendrá más contradicciones que éxitos, sin conducir a la unidad; y cualquier futuro suyo será una construcción personal. Los narradores “serios” (sin el matiz que da Tabarovsky a sus compatriotas en 2004) de años anteriores sabían que sus lectores ya no eran los cautivos de antes, desesperados por las fugas sexuales y psicológicas (como Oloixarac) que provee la ficción que se convierte en bestseller, o por ceder a buscadores de sentido extranjeros bienintencionados. Los nuevos quieren mantener su fe en la necesidad de la ficción, y esta, según el filósofo Richard Rorty, narra lo importante mejor que otro campo afín, creencia a la que Coetzee añade los tecnicismos de la filosofía ética, sobre todo en Elizabeth Costello (2003, traducida al año por Calvo), personaje médium que vocaliza ensayos levemente ficcionalizados. Ante ese talante, Aira añade una salvedad. En “César Aira: ‘Leyendo novelas no se aprende nada’”, entrevista con Rodríguez Marcos en Babelia (18 de junio de 2016), refiriéndose a Roussel y la generación mecánica de relatos como método “contra la miseria psicológica”, dice: “Yo no uso ningún procedimiento para generar relatos, aunque hay algo de eso en la improvisación. Así me evado de la psicología. Ahora veo mucha narrativa de jóvenes tan satisfechos consigo mismos que consideran que exponer sus opiniones y sus gustos es suficiente. No necesitan aprender la técnica ni molestarse en las descripciones y diálogos. Creo que eso viene de algo tan material como el ordenador, que exige escribir a toda velocidad. No da tiempo para la invención y tienen que recurrir a su maravillosa experiencia” (2016a: 10). Esa práctica está en su relato “Cecil Taylor”, homenaje al fallecido pianista de jazz, pionero de la improvisación libre. Esas sentencias son populares entre los adeptos al régimen de la Generación “Me gusta”. Pero no es fácil creer que dicen mucho a los críticos de arte, o al ser traducidas; o que se diferencian mucho de la obsesión con la técnica en los cursos de escritura creativa de los jóvenes que afirma no leer. Hay mucha performance en sus escritos, y uno responde a ellos compartiendo indirectamente su emoción cerebral al construirlos, no absorto por su calidad. Compárese su raciocinio con el que quiza sea el ensayo más directo sobre sus influencias, “Raymond Roussel. La clave unificada” (2017: 63-88), en que dice, especularmente: “La contradicción principal en Roussel se da entre el Procedimiento y la Obra. Pero la Obra
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se extiende más allá de esta dupla, pues las obras escritas con el procedimiento son solo cuatro, y Roussel escribió otros tres libros […] que no habían surgido de procedimiento alguno” (81). El procedimiento narrativo del selfie no significa abandonar una historia empírica, como escudriña Phelan (2008). Aun teniendo en cuenta el excepcionalismo inherente en la fórmula “Libros del Año”, como afirma Sam Sacks en The Wall Street Journal al resumir el deslucido 2013 (para la ficción de Occidente, traducida o no): “La escena del libro no tiene ahora mismo una escuela o estilo dominante, ni movimiento claro con el cual cualquier escritor nuevo pueda alinearse o contra el cual pueda rebelarse. Aunque esto pueda hacer que la publicación parezca dispersa y caótica […] la situación es en verdad emocionante. Nuestros jóvenes escritores en flor se están lanzando al futuro con mapas que ellos mismos han hecho” (2013: c8). Es revelador del ajuste de la acogida que entre los “Libros del Año” 2014 de Babelia y The New York Times Book Review no hubo ningún hispanoamericano (tampoco para 2015), y con la excepción de Zambra y los relatos de Mis documentos, el resto fue argentino para ADN Cultura. El riesgo no puede ni debe ser un criterio exclusivo para lo nuevo, y el peligro es quién y cómo lo define, ¿los autores, los críticos o los periodistas? Además, en la academia el crítico puede ocupar el lugar del maestro cuya responsabilidad yace en transmitir la tradición, como consecuencia de ser el profesor, el maestro o simplemente mayor. Hay que reconocer este hecho al pensar en la preservación de la transmisión de la tradición al futuro, y la complejidad de la noción de cambio, que incluye si vale la pena cambiar, si este es mejor que la tradición y dónde ocurre el cambio verdadero, por encima de urgencias identitarias. En una nota de 1939 titulada “Cuando la ficción vive en la ficción”, que termina con un elogio de At Swim-Two-Birds, Borges dice, refiriéndose al “teatro en el teatro”, que “en un artículo de 1840, De Quincey observa que el macizo estilo abultado de esa pieza menor [Hamlet] hace que el drama general que la incluye parezca, por contraste, más verdadero. Yo agregaría que su propósito esencial es opuesto: hacer que la realidad nos parezca irreal” (1986: 326). La literatura en la literatura hace así que la experiencia de leerla refleje la más poderosa intuición de sus autores: que la historia “real” es un rompecabezas monstruosamente engañoso, y que el mundo es una ducha de pistas, la mayoría de ellas falsa. En un ensayo de 1903 Henri Bergson enfatiza la ne-
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cesidad de matizar oposiciones fáciles, porque por medio de la intuición uno puede ubicarse en la realidad concreta, y asevera: Las divergencias entre escuelas —o sea, y en términos amplios, entre los grupos de discípulos formados en torno a unos pocos grandes maestros— son claramente asombrosas. ¿Pero serían igualmente marcadas entre los mismos maestros? Aquí algo domina la diversidad de los sistemas, algo, repetimos, que es simple y definido como un silbido, sobre lo cual uno siente que ha tocado más o menos el fondo del océano, aunque cada vez que sube a la superficie trae materiales diferentes. Es sobre estos materiales que generalmente funcionan los discípulos, y en esto yace la función del análisis. Y el maestro, en tanto formula, desarrolla y traduce lo que lleva a ideas abstractas, ya es de cierta manera su propio discípulo (60).
El maestro no es idéntico al discípulo, pero se parece a él por medio de su doctrina, y la literatura en la literatura solo aumenta estas diferencias. Como se deduce de Borges profesor: curso de literatura inglesa en la Universidad de Buenos Aires (2000), el maestro puede ser intelectualmente juguetón, idiosincrático, especulativo, dar resúmenes y anécdotas, y nada convencional al elegir un canon, dejando que la instrucción se guíe por su intuición. No obstante, queda un detalle filosófico: la intuición es una noción mucho más potente en la filosofía que en el discurso común, y los nuevos narradores, Aira y la inapetencia e infatuación de Un filósofo incluidos, tendrán que responder a esa sospecha al crear sus mundos. En los detalles que se pueda sacar a colación para la función de la literatura en la literatura, es inevitable tener en cuenta la prosa de Monterroso. No es exageración postular, y la admiración de Monterroso por Bolaño es solo una prueba de ello, que estamos ante otro modelo y barómetro de igual sutileza a Borges, erudición y estilo. La diferencia es que Monterroso fue un maestro más cercano y abierto a los jóvenes, comenzando con que su humor alusivo es más afín a la cosmovisión renovada de ellos. Esa progresión surge de una visión generosamente amplia de la nueva literatura mundial. Si su acogida e influencia en Hispanoamérica son un indicio, la de Vila-Matas —personaje en Las segundas criaturas, en Leyendo a Vila-Matas (2011), noveleta del chileno Gonzalo Maier (1981), y en la más compleja y excelente Hotel Bartleby. Capítulos que se le olvidaron a Vila-Matas (2013), del ecuatoriano Luis Alberto Bravo— es otra presencia definitoria para los nuevos, y constata el alcance efectivo a los cuales un autor lleva las
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operaciones descifradas por Barrenechea. (O puede ser un preciso homenaje hilarante, como La última de César Aira [2012], de Ariel Idez.) Se ha creado una cofradía que tiene más que ver con actitudes que con edad, sin padres ni hijos profesos, como explica Domínguez Michael en “La generación de Vila-Matas”. Según él, su triunfo “es, en buena medida, un acto de afirmación generacional en ambas orillas del Atlántico” (2012: 30), y si le faltan escritores y críticos dedicados al maestro, acierta al afirmar que “la sanción obtenida por Vila-Matas es, con todo, más latina (mexicana y argentina, española, francesa, italiana, portuguesa) que anglosajona, más propia de lo que alguna vez fue la rive gauche que de las tareas de las universidades inficionadas por el mal francés” (2012: 30). Tiene igual razón en su laudatio al recibir Vila-Matas el Premio FIL de Guadalajara 2015, cuando asevera que leerlo obliga a leer “la vasta literatura de la que su obra es una apología en el sentido primigenio del término” (2016: 50), aunque es menos preciso “reclutarlo entre los híbridos, con perdón de los profesores” (2016: 51)2. Vila-Matas conoce bien los nudos entre el mal uso del español y las universidades estadounidenses: en su parodia de una recomendación para una nueva autora por su capacidad lingüística, concluye: “Por esto y por lo otro, apoyo la candidatura de María Ogura, pues su insegura forma de trabajar solo puede mejorar las clases de New York University” (2016: 6). Valdría compararse esa realidad con la que la madrileña Sara Cordón ficcionaliza en Para español, pulse 2 (2018), basada en su experiencia telenovelesca en el Máster de Escritura Creativa en la misma universidad. Los maestros recientes aparecen y desaparecen, y los narradores noveles en o de curso los presentan como argumento hecho por inferencia (en tanto los emplean como personajes), rehusando especificar quién podría ser el maestro diseñador de sus estrategias. Al preguntar cuál es el nivel de agotamiento de esa práctica, hay que tomar con un grano de sal las explicaciones de Vila-Matas de 2 En Los escritores salvajes (2011), Fabienne Bradu apuesta por Bolaño, Bellatin, Pauls, Villoro y Prieto como adelantados del siglo xxi, diciendo: “Veo a Enrique Vila-Matas como un hermano mayor de [esta generación], a la que solo aventaja unos escasos años, pero que quizá, en el ámbito de la literatura hispanoamericana, dio tempranamente con una narrativa híbrida y lúdica que se antoja el nuevo Eldorado buscado por otros escritores contemporáneos” (10); y Domínguez Michael recalca: “No es extraño, le dijo Pitol a Vila-Matas en una ocasión, que tu obra guste en América Latina pues es, como esta, excéntrica y heterodoxa, con un pie fuera del canon y el otro hundido, por nacimiento, en la tradición moderna” (2016a: 52).
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por qué la metaliteratura no existe. Si tiene razón al decir que la mayoría de los autores jóvenes carece de ambición literaria y son parcialmente responsables de los efectos dañinos del mercado, su apoyo de la noción de que la metaliteratura es un problema de públicos es una broma metaliteraria para un narrador que la practica. Algo similar se desprende de una sentencia contradictoria de Aira, añadiendo el desdén hacia la politización que comparte con el español: “Deploro la ‘metaliteratura’, siempre sentí que era una traición a lo más vital de la literatura, a su apelación a lectores no literatos… Ahora empiezo a sospechar que eso es una fantasía, y que la literatura es ‘de consumo interno’ […]. Lo que va al ‘público’, que ya de por sí significa el público externo, son las formas degradadas de las artes, las que utilizan sus formatos para fines sociales” (2014: 17). Pero al presentar su novela Prins en Madrid dijo: “Todos los escritores nos rebelamos contra la metaliteratura hasta que nos damos cuenta de que es literatura”. Si a esas consideraciones se añade que Genette cree que la crítica es metaliteratura se entiende mejor el desconcierto actual. Vila-Matas escribe su nota antes de El mal de Montano, que le da la razón a su conclusión posterior de que, en oposición a la literatura antiintelectual que se escribe para vender, aparece “una tradición que está resistiendo en interesantes catacumbas a la tentación de presentarse como antiintelectual y que […] conversa sobre libros y se interroga acerca de cuestiones relacionadas con la realidad misma de la literatura, en busca siempre de nuevas formas que ayuden a encontrar la salida a tantas palabras gastadas y bovarys mal repetidas” (2002: 85). La paradoja entre su argumento general y su conclusión se refiere a una tradición: si don Quijote “enloquece” por leer tantos libros de caballería, y en Northanger Abbey (1803) Jane Austen despacha satíricamente a una joven (Catherine Morland) que lee demasiadas novelas góticas, los mejores practicantes de la metaficticia reciente se preguntan si ya se ha leído demasiado de ella. Por ende, producen una obra más acabada; en el contexto de que hay unas 125 reescrituras de Pride and Prejudice de Austen, una docena de “homenajes” a su Persuasion, y otras docenas de calcos de sus otras novelas, por no decir nada de las 70 películas (una de zombis en 2016) basadas en ellas. Por ende, al celebrarse 500 años del Amadís de Gaula en 2008, Vargas Llosa propuso “leer libros de caballería en el siglo xx”. Esos esquemas y tipos de argumentación implícitos en la nueva visión de lo que se puede hacer con la literatura (como leer a Austen con nostalgia presentista, reiventando lo que
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verdaderamente era ella) se inscriben en los puentes transoceánicos actuales, con un ir y venir en que la historia literaria cambia frecuentemente el origen y resonancia de esos patrones. Al respecto vale citar a un prosista más conocido como poeta sobre la acogida de la novela hispanoamericana en la España de su época: “Desde luego, el desconocimiento que existe en la Península de todo el movimiento literario de las repúblicas hispanoamericanas. Después la afirmación de que la novela americana existe; o más bien, de que hay novelistas americanos a quienes [él] pone sobre su cabeza. El desconocimiento de que habla el célebre escritor montañés es centuplicadamente mayor que lo que él supone, no solo en lo que tiene que ver con la literatura, sino con la vida política y social y aun con la más elemental geografía” (2005: 234). Ese prosista es Darío; el texto, su réplica a José María de Pereda, quien a finales del siglo diecinueve, cuando había más consenso sobre el carácter de la realidad, proponía publicar una serie de novelas de autores americanos. El nicaragüense hace salvedades, respondiendo con su canon de la segunda mitad del siglo xix, y llega hasta la hoy recuperada (por los críticos que abogan por su actualidad) La Bolsa (1891), de Julián Martel3. Darío es defensivo, subjetivo, pero subraya sin vacilaciones que, respecto a novelistas, “cuentan las mencionadas Repúblicas con algunos tan buenos como los mejores de Europa” (2005: 235). Y añade: “Toda América es tierra caliente; lo que si para París es excusable, no lo puede ser por motivo alguno para el país que nos ha enviado con sus conquistadores, su habla, religión, sus buenas cualidades y sus defectos” (2005: 234). Darío saca la espada nativa y la supuesta autoridad para legitimar lo propio. Si no establezco paralelismos entre el cambio de siglo pasado y el que lo precede es obvio que, si se trata de fijación foránea y contemporánea en nuestro presunto exotismo, las percepciones han cambiado poco. No por nada en París no se acaba nunca Vila-Matas hace que se crucen iberoamericanos y franceses y que su narrador, llamado 3 “La novela americana” (Darío 2005: 234-239). Esta visión coincide con la de Casanova sobre la historia cultural y autoridad lingüística que un país como España posee para producir “clásicos”: “Les ‘classiques’ sont le privilège des nations littéraires les plus anciennes qui, ayant constitué commme intemporels leurs textes nationaux fondateurs, et défini ainsi leur capital littéraire comme non national et non historique, répondent exactement à la définition qu’elles ont elles-mêmes donnée de ce que doit neécessairement être la littérature. Le ‘clasique’ incarne la legitimité littéraire elle-mème…” (1999: 28-29).
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Vila-Matas, observe que nos convertimos en las historias que nos contamos, y que al final afine, de manera casual, que lo único que aprendió en París fue escribir a máquina. Bolaño habla de “luchadores latinoamericanos errantes”, y en Los detectives salvajes una historia latinoamericana autorreflexiva como la que Lima trata de contar a Michel Bulteau a finales de los años setenta “ya no tenía la menor importancia” (240) en París. Paralelamente, a Laura Jáuregui no le importaba o interesaba que Belano solo quería ver y vivir en varios países y ciudades extranjeras (211). Al hablar de la influencia o injerencia del mundo literario parisino en Bolaño debe pensarse en términos de los cambios al nacionalismo actual (recreado por Nettel en Después del invierno, 2014), no del excelente y más asequible París de principios del siglo pasado y su falta de censura. Los que pasan de París tienen que ser diferentes. Hoy —según la prensa, la crítica, el mundo editorial, las revistas especializadas y de interés general culto, y el mundo académico— los autores que despliegan fuerza e imaginación narrativas, más seguridad estilística, no son más numerosos que los del boom. Diferente del siglo pasado, no son celebridades literarias, sino celebridades que resultan ser literarias, y cualquier celebridad cuya cara es reconocible una generación después de su muerte se convierte en icono. En América Latina no hay una generación Harry Potter o Lisbeth Salander, y no se dará entre los nuevos, a juzgar por su obra actual. No es una distinción menor, y a los agentes de los nuevos no les importa que no se vislumbre que sus clientes sean el nuevo Bolaño. El campo se depura, y hoy la promesa generacional se mantiene por medio de la obra publicada (y por examinar) de Bolaño, Zambra y Vásquez, por escribir con una autoridad voluptuosa, con voz más que meramente estilo. En 1980 el crítico Stanley Fish atacó a la estilística y la tendencia a equiparar la investigación en las humanidades con la de las ciencias, recordando (como los alemanes medio siglo antes) que es una equivalencia falsa, por sus metas. Aira hace una precisión raramente estilística, generalizando y contradiciendo su práctica: “Mi generación incorporaba la idea del relato a partir de la lectura, y los libros que leíamos estaban escritos en pasado, el modo lógico de contar. En un mundo audiovisual, las nuevas generaciones se han hecho una idea del relato desde lo que se ve y se oye, de lo que está en presencia, por eso les resulta natural narrar en presente” (2014: 74). Algunos coetáneos han expresado su desacuerdo con él, porque nunca explica su carácter decimonónico de máqui-
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na de novelas, a lo Trollope, Pérez Galdós, Dickens, Hugo, Tolstói, etc.; y si hay adaptaciones de aquellas es por capturar su esencia, hecho que tiene que ver con una dimensión que no practica Aira. Si los jóvenes establecen una relación lúdica con la literatura dentro de la literatura —Bolaño, abundantemente en la primera sección (“La parte de los críticos”) de 2666, Volpi en El fin de la locura y Gamboa en El síndrome de Ulises— también es cierto que esas narraciones son cartografías del nomadismo, percepción muy presente en lo que va del siglo, como vemos. Hoy la literatura en la literatura se ha convertido en luchas renovadas poco invisibles con los maestros. Vale recordar lo que dice Goytisolo sobre la renovación: “La presencia en Los monederos falsos de fragmentos de la novela del mismo título escrita por Édouard cumple una función disociativa que no encaja en la tradicional inserción del relato dentro del relato como en Sherezade, Boccaccio y Cervantes y prefigura la voluntad antiestética de Cortázar” (2014: 19). En ese sentido, el impulso generalizado por dispersar el arte literario con formatos múltiples, mezclando formas de representación verbales y visuales, plantea una pregunta opuesta a dispersión: la síntesis y la pregunta del esfuerzo mental por sintetizar varias oleadas de información en imágenes coherentes de la realidad. Es un traslado contemporáneo, no importan las lenguas de los autores, como observo en el próximo capítulo. Hablando de la primera novela del desidioso Díaz, el crítico A. O. Scott la resume como “una crónica familiar multigeneracional de inmigrantes que hace pinitos en el realismo mágico tropical, el feminismo punk-rock, la pirotecnia posposmoderna y suficiente multiculturalismo polimorfo como para rellenar un sílabo de Introducción a los Estudios Culturales” (2007: br9). A pesar de que Díaz ha dicho que leer Cien años de soledad confirmó su carácter caribeño, es claro que en su contexto él prueba que la adaptación cultural específica puede ser universal. Tómese también otra novela de Rivera Garza, La muerte me da (2007), y una de Martínez, La muerte lenta de Luciana B, publicada el mismo año. Ambas revelan no una fórmula sino una solución a lo consabido, con mayor conciencia, como dije en el capítulo anterior, de que la ausencia de convención no precisamente aclara la falta de significado en el mundo. Rivera Garza emplea el palimpsesto del thriller para meterse en su obra y dialogar consigo misma, casi de manera socrática. Aparece como “La Detective”, con la variante de “La testigo”, y también como “Joachima Abramövich” (79), advirtiendo:
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“Joachima Abramövich, Cristina, soy yo. No te quede duda de ello. Y tú eres la mujer que me teme” (81). Los ocho “capítulos” de la novela contienen 97 secciones numeradas consecutivamente, y ellos y las secciones de diferente extensión actúan como un ritornello. Todo ese vaivén es incomprensible sin las numerosas referencias literarias, intelectuales o de cultura popular sin la fijación de La Detective por determinar el significado de la poesía de Alejandra Pizarnik, su maestra (y fijación de Aira). Así, el cuarto capítulo, “El anhelo de la prosa” (177-204), está presentado como un estudio sobre la poeta argentina, “sometido a dictamen” a Hispamérica, revista académica real. No sabemos si la revista publicará el estudio, que después de todo es parte de una ficción, aunque vimos en otro capítulo que otra revista hispanoamericanista agarró el anzuelo de un texto similar de Volpi. Las trabas del amor también parecen ser otra fuente para lidiar con los maestros, y en el caso de Martínez lo que aparece de aquellos es solo una sombra brillante. La muerte lenta de Luciana B transmite el mismo pacto de lecturas lúdicas que la de Rivera Garza, pero en la del argentino el tema del discípulo y el peso del maestro se ficcionaliza paralelamente a un cuento de horror policial (cruces que María Pizarro analiza con muestras más amplias), sin la casi completa tergiversación del thriller que lleva a cabo la mexicana, tal vez porque en la vida real dirige un programa de escritura creativa en Estados Unidos. Martínez eleva la relación entre maestro y discípulo a otra esfera, evitando retorcer su novela con anacolutos sin fin. El narrador, escritor principiante, y Kloster, escritor consagrado, contratan a Luciana B. para dictarle sus textos. Como observa Jorge Monteleone, todo en la novela de Martínez es, asimismo, “la disputa intelectual entre el escritor maestro y el antagonista más joven, entre dos estéticas o dos ficciones posibles sobre los hechos que ambos narran. Una disputa de poder machista, ya que las mujeres aparecen como víctimas o intrigantes”4. Rivera Garza opta por fragmentar el misterio, añadiendo secciones sacadas del blog que tenía en El País, como la de la mujer barbuda. Así, el quinto Monteleone 2008: 16. Detrás de estas discusiones yace el problema de la línea tenue entre autor y narrador, acuciado por la hibridez de ficción y realidad de su compatriota Garcés y su polémica Hacete hombre (2014) y del ecuatoriano Adolfo Macías Huerta (1960) con su no menos misógina (para algunos lectores) Precipicio portátil para damas (2014). De Garcés, que noveliza una crisis de pareja, véase el desafiante “La masculinidad, un prisma que se resquebraja” (2014: 4-7). 4
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capítulo, “Los verdaderos reportes de Valerio” (207-249), recoge, sin resolver, la sección 44 “El reporte de Valerio” (153-155); la sección 63 (“Y a ti, ¿por qué se te ocurrió eso?”, 258-266) acopia el primer capítulo, “Los hombres castrados” (13-74). Y el séptimo, “La muerte me da” (299-336), se refiere a la novela que lo contiene, aunque atribuida a “Anne-Marie Bianco”, señalando que fue publicada por la “Editorial Bonobús, 2006” (299). Este andamiaje se había emblematizado anteriormente en “Lo que en realidad pasa: Eso no lo puede saber la novela” (107). Solo retrospectivamente, al leer el capítulo “De las estéticas citacionistas a las prácticas de la desapropiación: escrituras atravesadas en el español de hoy”, tercero de su libro de 2013 (79-95), se entiende la relación entre esas partes como un ejercicio narrativo sobre el plagio. Ingeniosamente, parodiando los andamiajes teóricos con que se autoriza la academia, rescatando a una autora apócrifa para proporcionarle “vida” y “obra”, como un intruso libresco distanciándose de la práctica actual sudamericana, en Nunca más Amarilis (2018) Báez Meza arma una reivindicación estética del plagio sin los enredos ontológicos contraproducentes de Rivera Garza. Vale reconocer que aquellos ejercicios narrativos tienen su fundador hispanoamericano en Balza, que los practica en su obra más reciente, Play b (2017). Martínez, por su parte, no explica o hace alarde del maestro Henry James, que recorre toda su La muerte lenta de Luciana B. y cuyos Notebooks (2007: 116 et passim, en su mayoría diarios reveladores de sus recursos) Luciana lee para explicar la muerte de los miembros de su familia. Mientras, Rivera Garza no resuelve su deuda con Pizarnik, lo cual permite extenderla y entender el propósito de la novelista. En el epílogo de Martínez, el “maestro” Kloster dice: “Será una novela diferente de todas las que escribí hasta ahora. No sé la suya —dijo—, pero la mía tendrá un final feliz” (2007: 241). Si como un todo narrativo La muerte lenta de Luciana B. se mantiene fiel a la estética que su autor expresa en “Literatura y racionalidad” sobre “escribir contra lo escrito”, su novela demuestra que no hay gran diferencia en su escritura en lo que toca a la literatura en la literatura. Muchos son los llamados a sus propias lecturas, por ejemplo a Oliver Sacks, Wittgenstein, Mann y otros, que aparecen en los ensayos de Borges y la matemática, aparte de que en un informe periodístico de febrero de 2012 dijo estar traduciendo este libro al inglés, a la vez que trabaja en el guion de una película basada en La muerte lenta de Luciana B.
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También hay constantes referencias a novelas y su contenido y técnica, y cuando en un diálogo Kloster dice “…pero puedo separar mis ideas literarias de la realidad” y su interlocutor le contesta “La ficción compite con la vida, decía James” (2007: 156), se nota que Martínez tampoco ha resuelto el dilema de otros narradores que son sus contemporáneos. Ese sentido de lo inacabado es en la práctica un balanceo contradictorio que convierte a autores como Adair y Markson (a cuya Wittgenstein’s Mistress, una de cinco novelas “seriamente infravaloradas de 1960 en adelante”, Wallace le dedica un ensayo extenso, 2012: 73-116) en héroes de los hispanoamericanos de este capítulo. En el mundo anglófono ese ejemplo se complica con las relaciones entre lo que verdaderamente es crítica literaria seria y superior, las luchas generacionales, el papel de los reseñadores light y la sempiterna presunta muerte del género, como expresa Ozick exhaustiva y magníficamente5. En The Situation of the Novel (1970) Bernard Bergonzi, que en su momento elogió Los premios de Cortázar, examinó la historia de autores y críticos que habían declarado la muerte de la novela, concluyendo que sus posibilidades formales se agotaron entre 1910 y 1930. Aquella experimentación del modernismo anglófono no condujo a que la práctica hispanoamericana reciclara un sistema cerrado, como expuse en Cartografía occidental de la novela hispanoamericana, y no es paradójico que el callejón sin salida que notó Bergonzi fuera acompañado en Hispanoamérica por un notable aumento de novelas escritas, publicadas y leídas. Los procedimientos ingeniosos y los talentos de Rivera Garza y Martínez aparte, no hay una razón estrictamente narrativa para las pugnas de la trama personal en que se traduce esa relación lúdica con las obras anteriores de cada autor. En el caso de Gamboa, con su primera novela, Páginas de vuelta (1995, 2003), y su tercera y sentimental Vida feliz de un joven llamado Esteban, que 5 Véase Ozick 2016: 5-36. La admiración por Markson y Wallace es similar, aunque el reconocimiento de este ocasionó que en 2015 Newsweek le dedicara su portada, para revivir el tema de la Gran Novela. No es así entre algunos críticos culturales y académicos (Hungerford 2016: 161-162). La recepción de Markson sigue entre una minoría que nunca la contextualiza internacionalmente. Laura Sims, “David Markson and the Problem of the Novel” (2014: 97-120), de 2008, recoge cartas, una entrevista y comentarios de él, más una nota de Ann Beattie (Sims 2014: 147-153). En 2016, con una introducción de Beattie, se compiló sus tres últimos libros: This Is Not a Novel, Vanishing Point y The Last Novel como This Is Not a Novel and Other Novels. Faltan Wittgenstein’s Mistress y Reader’s Block. Con Pynchon, que atenúa sus alucinaciones históricas con su humanidad en novelas como Mason & Dixon (1997), la apreciación es española (vv. aa. 2016).
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asume una postura libresca, no metaficticia o autoficticia. Páginas de vuelta es una Bildungsroman dual en que dos amigos son partícipes de un melodrama fotográfico (por su realismo o naturalismo urbano), marcado por lo cursi y lo humorístico. En ella, Jaime escribe una novela romántica con la que quiere rehacer y poner en perspectiva su vida amorosa. Su amigo, Arturo, lee las aventuras de un joven sacerdote de provincia. Ambos protagonistas no adquieren un tono solemne, porque Gamboa sabe bien que cargar las tintas librescas disminuye toda verosimilitud, y templa su presupuesto narrativo con humor, ganando totalidad al perder lo libresco. Al sumar ventajas agrega una de peso: neutraliza lo libresco para hacer mejor uso de ello en novelas posteriores. Según Rosso (2014: 122-126), los personajes cultos de autores como Volpi, el Gómez de La obra de Mario Valdini y Gamboa homologan la inquisición literaria con otras referencias. Tiene razón para los años que cubre, aunque al referirse a Los impostores y expresar que es necesario que “los protagonistas busquen libros que sabemos que van a encontrar y que exhiban saberes que sabemos que poseen” (125) se hace evidente la necesidad de tener en cuenta el polo del lector, y no solo por el carácter dinámico del tema, por lo menos en el colombiano. Así, en Una casa en Bogotá (2014) tergiversa vivencias personales con las de un narrador filólogo, hijo de filólogos (67-68), relata viajes mundiales, comentarios sobre cultura popular (180-182), experiencias o “teorías” sexuales, todo filtrado por escritores, la filología y las experiencias que producen. Se creería así que, instalado en una casona bogotana pagada con un premio mexicano de ensayo, que el extenso undécimo capítulo “La biblioteca” (141-171), repleto de referencias y citas a veces azarosas, es el meollo de lo libresco que discute Rosso. Lo es en el sentido estructural; pero resulta que hasta entonces (cada capítulo está dedicado a un cuarto de la casa) Gamboa ha construido un juego erudito con voces de escritores y digresiones sobre el arte, sin que falten divagaciones sobre la política colombiana en el igualmente largo “Las habitaciones de mi tía” (97-140), comprobando que es difícil hablar de una novela “pospolítica” hispanoamericana. No por nada, ese mismo año publicó La guerra y la paz (2014), que se adelanta a las preocupaciones de sus connacionales con un ensayo de mayor alcance sobre el tema. Lo que más enhebra la novela con otras de este capítulo es la mención levemente autobiográfica de que “más adelante explicaré por qué conocer a Pitol supuso para mí no solo
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un gran honor, sino algo de absoluta e intensa relevancia por una cuestión personal” (13), porque unos años antes había presentado en México su “Una conferencia veracruzana”, que trata el mismo tema. ¿En qué queda la lucha con los maestros? Para Rivera Garza, Martínez y Gamboa, en una relación esencial en que pueden compartir injertos estéticos con algún maestro, sin revelarlos. Saben bien que habrá otros discípulos, siguiendo a los mismos maestros, y que se desarrollarán rivalidades y odios con base en esa capacidad para poder ver más del mundo externo al enfocarse en sus propias vidas. Aun cuando no se conciban como contemporáneos o generación, los nuevos novelistas no lograrán convertirse en un movimiento respetable mientras no se decidan a impulsar una purga estética entre sus miembros putativos. Por lo que tenemos a la mano, y sin intención de profetizar en este momento de su desarrollo, el depurar debe ser más una autocrítica, sin los dislates sicopatológicos de las venias y falsas concordias, y sin el temor de perder prebendas editoriales. En el giro del selfie que discuto no hay mucha distancia entre la autocrítica y la autocensura, en el sentido de que, como analizó Leo Strauss en Persecution and the Art of Writing (1952), la persecución provoca una técnica peculiar de escritura esotérica que se dirige, entre líneas, solo a lectores “confiables e inteligentes”. Se evade así la amenaza de la persecución disfrazando las ideas más controvertibles y heterodoxas (Strauss analizaba textos filosóficos y religiosos del siglo doce al diecisiete). Salvedades históricas aparte, sean de la Generación “Me gusta” o no (en esa nueva dictadura de modales es imposible sobreestimar el papel y las trampas antisociales de los medios digitales y sus vigilantes), son cuidadosos aunque, con la excepción de los regímenes neopopulistas y su actitud estalinista hacia la prensa, la persecución de escritores hoy es relativamente benévola y, pensando en los tiempos de los “boomistas”, vale preguntar cuál es el miedo. No obstante, en Hoteles del silencio el narrador de Vásconez dice: “Durante años hemos vivido aislados y enfermos de chismografía, más apegados a los prejuicios y rumores, a las supersticiones, que a la posibilidad de la verdad […]. Algunos periodistas y políticos han puesto en marcha un idioma hecho de recelo, tan malicioso y descalificador como las palabras que se miran de reojo en las páginas de un libro. Y todos hemos seguido repitiendo día tras día consignas insidiosas” (111). Vásconez, Vásquez en Las reputaciones y Volpi en Una novela criminal tematizan la dificultad de legislar el habla, dejando
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constancia de que la libertad de decir lo que uno tiene en mente es una necesidad física, no buena suerte intelectual y política. Y así, en Poso Wells (2007), de Alemán, una periodista busca la verdad de los políticos. Si la maestría de los canónicos va a quedar desvaída al querer establecer relaciones comparativas hay que pensar en qué condiciones entran en juego para que las obras de aquellos convivan mejor con las actuales. Lo cortés no quita lo valiente, y si Bolaño invirtió frecuentemente esta fórmula, por lo menos dijo lo que pensaba, esencialmente porque no tenía que preocuparse de maestros monstruos o demandas pendientes de los políticamente correctos, dando un ejemplo a sus contemporáneos mundiales. Es obvio que no querer admitir o contemplar un punto neurálgico es no querer que se los fije o se los compare, o que se crea que los nuevos son un clan disfuncional. Tampoco se le puede pedir a alguien que no tenga miedo, o que participe de una identidad literaria común. En ese sentido, los narradores actuales no son más originales que los del boom, por lo menos en comparación a los años en que estos comenzaron a ser vistos como una entidad literaria de ciertas características que hoy conocemos ampliamente. Vuelvo entonces a tres narradores que me servirán de muestra general, para pasar a otros que implícitamente ponen en perspectiva los intentos de los numerosos portavoces de la Generación “Me gusta”. Las primeras tres nuevas novelas ejemplares Decía que con “novelas ejemplares” aludo a la noción acuñada por Marinello, que bien sabía que Cervantes armó doce de ellas, no todas artísticamente pertinentes al título. Años después, en 1970, Marinello concordaba solo parcialmente con la visión de otro crítico progresista, el difunto Óscar Collazos, acerca de que no había nada foráneo en las técnicas literarias (1975: 67), lo cual decía más de Marinello que de las generaciones con que terminaría el siglo veinte. Ortega y Gasset sostenía que Cervantes tenía todo el derecho a llamar “ejemplares” a las suyas, porque recogían temas memorables de la tradición occidental. Así, en Todos los Funes un despistado anciano especialista en literaturas iberoamericanas, llamado Funès, descubre que Borges, Bioy Casares (con un cuento “inédito”, 63), Cortázar, Quiroga, Roa Bastos y otros escogieron el nombre Funes para sus personajes. De esa
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semilla —que retrae al cuento xi, “De lo que contesció a un deán de Santiago con don Illán, el gran maestre de Toledo”, del Libro de Petronio (1335) del Infante don Juan Manuel— Berti crea una red de conexiones literarias, culturales y empíricas, complicada por la presencia de otros Funes, mezcla que a su vez conduce a una conclusión fantástica. No se trata de conectar calcos, ya que la historia que se va descifrando con el narrador sobre Funès llega con una ferocidad afectuosa que ayuda a distender el sentimentalismo inherente a una historia sobre un profesor aparentemente siniestro, que trata de controlar los personajes de la novela, y su esposa que había muerto trece años antes del presente de la narración. Algo similar ocurre en Locuela (2009) de Labbé y en Un asunto sentimental de Benavides, con la diferencia de que ambas son novelas de intriga fantástica, distorsionadas por su radicalismo ante las formas narrativas. En Berti la esposa del protagonista había querido escribir un libro sobre el tema (La memoria de Funes, 37), que resulta ser el del autor real. Funès dice “el libro lo escribí mucho después y la incluí como coautora porque soy un sentimental sin remedio” (78-79). No sin parodia, Berti señala que la vida se compone de tragedias en miniatura, como la falta de reconocimiento de Funès, y los narradores de su fecundación ven más en ese tipo de desdén y promesa que en las sagas familiares de los primeros “boomistas”. Tienen razón si se cree en que los desastres menores no son menos importantes que los mayores. Pero sabemos que una fábula se compone de ficciones dentro de ficciones (algunas dominantes), y que estas se publican en un momento histórico dado, como Todos los Funes. Por eso, Berti también marca que las anécdotas que mueven las narraciones ficticias se basan por lo general en una comprensión privilegiada o especial de la realidad histórica, revelación que rara vez se obtiene de las fuentes empíricas típicas. Berti, como sus coetáneos, cuestiona implícitamente la conclusión de Marinello que “se trata, en definitiva, de adecuar una calidad literaria de alto signo a la prueba de fuego de una coyuntura histórica” (1975: 71), porque el cubano quería que el compromiso político fuera la “espina dorsal” (1975: 67) de la novela. En los años treinta, Benjamin estetizaba la política mostrando que el artista verdadero no transige, algunos novelistas hispanoamericanos politizaban la estética con resultados infelices, que vendieron bien; mientras los vanguardistas que supeditaba Marinello vivían la pobreza material que el cubano criticaba.
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Jameson, todavía adicto al extremismo e ingenuidad progresista sobre utopías no literarias, sostiene en artículos y libros que el realismo es una forma agotada, porque sus componentes son fundamentalmente incompatibles, arguyendo también que mientras los lectores más se dan cuenta de los recursos artísticos empleados para lograr el “efecto de lo real” (Barthes), lo menos creíble que se convierte su contenido real. Si la crítica novelística hasta Boxall y su visión del futuro de la novela (2013: 210-225) se fija en el realismo para sus contrapuntos es porque el concepto es inescapable, no un indicio de falta de progreso crítico. El problema existe en las novelas de campus. El camino de ida contiene errores históricos como creer a Henry Wallace candidato de la izquierda estadounidense de los años cincuenta (era republicano, fue vicepresidente en los cuarenta), hablar del abolicionista “Joe” Brown (es John), atribuir la canción “Sweet Georgia Brown” a Duke Ellington, etc., demostrando una pereza en una era digital en que cuesta poco revisar los datos reales de una cultura no vivida. Esos descuidos no se limitan a autores mayores de edad, y en La mujer del novelista, el narrador deletrea mal el nombre de la universidad donde enseña un autor real, su amigo Paz Soldán (423-425). Que sea a propósito o no no es el problema, sino que la mezcla de ficción y realidad funciona con una falta de equilibrio que no convence, como en Sudor. Y si se creyera que el error del narrador es a propósito, porque aseverar que el boliviano “añora desesperadamente escapar de ese boquete en el norte más desolado de los Estados Unidos” (423) podría parecer real para el contexto descrito, ¿cómo explicar que la novela de Pat Conroy, además ubicada en el college universitario donde enseña el narrador-protagonista, sea The Lord [sic] of Discipline (473) no Lords? Volviendo a Todos los Funes, es intransigente como otras novelas de este capítulo al rehusar dirigirse hacia donde le gustaría a un público convencional. Como ficción tiene la desprolijidad y falta de lógica de la vida real, con personajes que actúan contra sus propios intereses, hiriendo a las palabras y las cosas que aman o conocen (como Funès con Elena), para inmediatamente arrepentirse. Vale preguntarse si en la vida real existen seres que pueden ser autores secundarios de su propia existencia, como nos los vende la ficción. Este andamiaje de Berti, y de los otros dos autores y obras en que me concentro, se basa en la presunción, cuestionable, de que los actos más desequilibrados o desconocidos son los más auténticos, porque es una verdad de Perogrullo
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que todo acto literario implica negociaciones. Aunque su recepción está por verse, en La mujer del novelista Urroz trata de renovar el tópico de esas mezclas de realidad y ficción, mediante el cual Lourdes (que no es Vera Nabokov o Simone de Beauvoir), esposa de un matrimonio aparentemente feliz, lee a escondidas la novela homónima que escribe su marido. Sus sospechas se confunden con la alternación de los puntos de vista de ella, y de él, que pretende recuperar libros y autores justamente olvidados de su generación, acercándose demasiado a la realidad de Urroz, con resultados poco positivos. Como resultado, aparte de que la literatura en la literatura es el eje de estos relatos, también tenemos ante nosotros una narrativa de emoción, no de sentimientos, oponiéndose al giro posmodernista que mantiene a raya tales desconciertos, no importa el tema. Es preferible pensar que estos autores sugieren una relación diferente con el sentimentalismo, trabazón en la cual el misterio del comportamiento humano impone que cualquier cosa le pueda ocurrir a cualquiera en cualquier momento. Según Baldwin en el ensayo mencionado, los desfiles sentimentales en una novela son una señal de deshonestidad. Berti complica esas relaciones al reficcionalizar la vida literaria, sin llegar a la paradójica cosmovisión de Bolaño, que es sentimental en lo particular, y brutal en sus principios. En la undécima sección llega un tal doctor Funes, parecido a otro doctor Funes, a visitar a Funès. El Funes de esta sección es un abogado, especialista en plagios y conflictos de derechos de autor. El abogado “le mostró un libro que proclamaba en su cubierta Todos los Funes y más arriba, en minúsculas, llevaba el nombre de Michel Nazaire” (111). Ese era el libro que Funès y su esposa Marie-Hélène nunca habían escrito. Una ironía adicional es que hoy, especialmente en el mundo académico, la tecnología permite detectar los plagios fácilmente, con el respectivo cambio en la noción de autenticidad. Además, como en Basura, hay guiños a Cervantes. Recuérdese que en el capítulo lxii de la segunda parte del Quijote este pasea por Barcelona y ve escrito sobre una puerta “Aquí se imprimen libros”. Ve los medios de producción, opina sobre una traducción del italiano, y al notar que corregían la Segunda parte del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, reflexiona sobre la relación entre la verdad (eternamente disputada) y la mentira bien entendida, adelantándose, como la Eneida, a la práctica actual. Junto a esa relación está la preocupación que aumentó durante el cambio de siglo, cuando se sobrepasó el límite de los préstamos, corolario de la cuarta
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de las características registradas arriba. Con tantas acusaciones de plagio hoy, se olvida que cuando salió Cien años de soledad hubo alegatos de que era un refrito de una novela ecuatoriana, Asturias dudó de su originalidad y se veía en ella rasgos de Recherche de l’absolu de Balzac. Giovanni Papini fue plagiado por Borges, este por el salvadoreño Álvaro Menen Desleal, y muchos otros. Según varios narradores canónicos, a finales de diciembre de 2006, cuando se acusó de plagio a McEwan, la ficción da un valor añadido a la materia prima, que va más allá de la voluntad original. Los narradores que lo defendieron reconocieron que todos practicaban la readaptación, arguyendo que es suficiente señalar una simultaneidad de eventos para probar un plagio. McEwan se “redime” con Sweet Tooth (2012; traducción al español: Operación Dulce, 2013), que es metaliteraria y “autobiográfica” en varios sentidos, desde su crítica de la complacencia académica, los premios literarios, las rencillas entre escritores, las visiones encontradas de qué debe ser la literatura, y la obsesión anglófona por las reseñas (y su relación con los códigos editoriales), tratada sarcásticamente por Connolly en “Ninety Years of Novel-Reviewing” (1929) y treinta años más tarde por Elizabeth Hardwick para Harper’s, en que critica al New York Times por sus reseñas tibias, superficiales y poco críticas6. Tampoco faltan en Sweet Tooth cuentos intercalados dentro del relato mayor, del novelista Tom Haley (alter ego de McEwan) capturado por Serena Frome (agente del gobierno reclutada para combatir el comunismo en los años setenta ingleses), o referencias a obras y autores amigos. Defensas como la de McEwan no se dirigen a qué adaptaciones serían permitidas para producir un original, o dónde comienza el terreno vedado. Lógicamente es arduo pensar más allá de esa conclusión, y el plagio crónico está más cerca de la mentira patológica que de la adicción o la mentira verdadera vargasllosiana. Berti quiere transmitir entonces que las prevenciones sobre el plagio son más un síntoma de un cambio de actitud cultural hacia el significado y usos de la experiencia personal. Por ejemplo, se puede hablar de “desvío” 6 En The Condemned Playground. Essays: 1927-1944 (1946: 90-95), que incluye otras notas sobre los defectos de la novela moderna anglófona y los reseñadores. En los años ochenta (véase Corral/Castro/Birns 2013: 3-6) el mundo anglófono seguía fascinado con la literatura fantástica y los boomistas, en medios cultos como The New York Times y de cultura general, como Time. La academia comenzó a notar las ventajas y desventajas de las reseñas (Tritten 1984: 36-39). Pero es un problema mundial, ampliado en mercados mayores (Wolcott 2007: 38-42); reseña de un libro sobre las reseñas y parte del dossier “La batalla del libro”.
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fraudulento en vez de plagio, y es así porque vivimos en una época hipersensibilizada sobre nuestras vidas y palabras, como que fueran fetiches globalizantes que podrían tener valor comercial. La obsesión de la Generación “Me gusta” con el estatus personal a través de los medios sociales y su autovigilancia, mediante los cuales todo el mundo observa y evalúa a todo el mundo, termina normalizando la expectativa de reconocer todo lo que uno hace, y aumenta el temor de decir lo que uno verdaderamente cree o expresarse terminantemente. Con la posibilidad de que cualquiera puede reseñar anónimamente un libro en Amazon o en un blog, esa capacidad irrita a algunos críticos profesionales, tensionados entre si la reseña es un servicio público, un arte o el pasatiempo que puede ser para los desesperados para ser conocidos. La democratización de los medios sugiere que todo relato es igualmente importante y representativo, a pesar de que se sabe que lógicamente la validez cultural no funciona así. La amenaza de Amazon de convertirse en un monopolio cultural —que según el grupo Authors United decide el gusto— se equilibra con el hecho de que en 2012 las ventas de editoriales españolas para América Latina aumentaron un 12%, aunque en 2014 la producción de ellas cayó un 2.5%. En diciembre de 2014 varias fuentes señalaron que para el año que acababa la venta de libros en España tuvo un descenso menor que el de los mismos períodos de 2013 y 2012, y se seguía cerrando librerías. No obstante, en 2015 en España, pese a que la venta de libros siguió cayendo (un 6%), hubo un resurgimiento de librerías, como en Estados Unidos. La facturación española de libros aumentó un 3% en 2015 (superior al 0.6% registrado en 2014), según calcula la Federación de Gremios de Editores, previo al análisis definitivo que presentó a mediados de 2016. Mientras tanto, en la Argentina, importante para las traducciones al español, hubo una baja en la impresión de libros, de 129 millones en 2014 a 82.6 millones en 2015, y las exportaciones cayeron un 5% durante los cuatro primeros meses de 2016. A la vez, Marín recoge el dato de que si en 2015 “el 36% de las exportaciones españolas de libros impresos tuvo como destino Hispanoamérica, apenas el 1.2% de las latinoamericanas desmebarcó en España” (2018: 2). Cómo esas condiciones afectan al giro hacia el selfie es más asunto de facturación que de estética. En el saldo negativo, Amazon mantiene un registro de qué partes de sus libros electrónicos son subrayados por sus lectores, que es una manera de medir hasta qué página ha sido leído un libro, bestseller o no, o como Facebook y
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Google, una manera de convertir tu pasado en tu futuro. La realidad de papel es que uno puede tener varios libros en que se ha marcado dónde uno se rindió, o dónde quiere retomar la lectura. Pero como son impresos solo uno lo sabe; otra ventaja del formato convencional del libro implícita en la novela de Berti. Más allá de demandas, batallas y prensa aviesa, durante casi todo 2014 la pregunta no fue qué hace Amazon sino, como preguntó The Economist ese junio, ¿hasta dónde llegará? Una reacción española se da en artículos y notas recogidos por Babelia 1 179 (28 junio de 2014), bajo el título “Combate por el futuro del libro” (4-7), renuencia contextualizada por la apertura en julio de 2016 del primer centro tecnológico de Amazon en España, y porque para 2018 controle casi el 50% del mercado del libro impreso. Ningún narrador nuevo ha intuido mejor el efecto de esos cambios que Abad Faciolince. Su Asuntos de un hidalgo disoluto (1994) incluye esta “Nota” al final de la novela: “En este como en otros libros supuestamente míos, se copian, sin comillas ni crédito (salvo vagas atribuciones a Quitapesares), numerosas frases de escritores vivos y muertos. Dar todos sus nombres significaría hacer una lista demasiado larga y dejar sin trabajo a los detectives del plagio. / H. A. F.” (221). Según Cândido, ese tipo de préstamo condujo a un aristocratismo alienante en el modernismo, porque “hay también mucha alhaja falsa desenmascarada por el tiempo, mucho contrabando que les da un aspecto de concurrentes a algún premio internacional de escribir ‘hermoso’” (1972: 342). ¿Cómo resuelve Berti el entrar y salir de un terreno conocido de la literatura en la literatura? Primero, hace que su protagonista se desconcierte al leer “impreso en febrero de 2010” y “A la memoria de Jean-Yves Funès” en las últimas páginas del libro que le había llevado el abogado. Ese apuntar hacia “el libro que vendrá” también es un truco conocido que puede sacar lo real del reino de la insignificancia y la intemporalidad, convirtiéndolo en una forma que nunca se descompondrá y morirá. Así, el don más fiero de Bolaño en 2666 no es inventar el futuro como una pesadilla posible sino reportarlo como si ya existiera. Consecuentemente en Berti, Funès le pide al abogado que por lo menos le lea una página, que dice: “La experiencia de la lectura me ha hecho comprobar a menudo que para ciertas literaturas hay apellidos recurrentes. No me refiero con esto a los nombres que por lo común vuelven como mero reflejo de lo real. Pienso más bien en nombres menos manifiestos […]; un escritor suele hacer eso: bautizar para sentar una tradición” (115-116, énfasis suyo). El narrador
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llega a esa conclusión después de dar varios ejemplos del procedimiento en la literatura occidental, terminando con los hispanoamericanos que consciente o subconscientemente emplean el nombre “Funes”. Según Botero Jiménez, la función estética en estos casos “se mide por la selección de los materiales que realiza el escritor, acto difícil cual más si se piensa en el caudaloso legado de lo literario tradicional que tiene cada creador ante sí para someterlo a feliz síntesis con la riqueza del mundo exterior que lo obsede” (1985: 55). Por axiomas similares el narrador también se refiere a cómo llegar a la intertextualidad por medio de conexiones onomásticas, y como había manifestado antes, “no soy el primer defensor de la intertextualidad, respondió Funès, en su nombre se cometen los peores delitos” (114). Esa afirmación no es una solución a la temática de la novela, sino una versión de la narración que se autoanaliza. Los nuevos narradores llegan tarde a esa tradición, y tienen suficiente detrás de ella como para controlarla y ser parte de ella, recreándola y refrescándola. No quedan muchas preguntas sobre cómo se revela el recurso, o si la intertextualidad es un término excesivo para operaciones convencionales, sino preguntar cuán original es la solución de Berti. Ante tantas posibilidades, la respuesta es positiva. En estas discusiones acerca de originales y plagios vale recordar que las preguntas detrás de ellas vuelven a qué es un maestro u obra maestra, porque no se trata solo de originalidad de materia o concepto, de artesanía o un je ne sai quoi inexplicable. Las preguntas indicadas también proveen entretenimiento al exponer algunos valores reales detrás del mercado, como valorizar una obra por la fama local de su autor, la importancia de la escasez de autenticidad que ocasiona valorizaciones elevadas. Si el arte narrativo verdadero no es imitable, la distinción entre original y copia sería obvia; y a un menor grado se puede preguntar si en el arte los “expertos” en narrativa no pueden diferenciar entre original y calco, como arguyen Galenson (2006) y Kimmelman (175-179). Visto así, en Todos los Funes hay una tensión simbiótica entre un orden de valores rígido y obsoleto, y otro más contemporáneo, de movilidad emergente y pragmática, no alejado del desencanto globalizado, tensión que entre otras cosas incluye la búsqueda de identidad en una época de seudocelebridades. Es decir, narradores como Berti, fieles a la advertencia de James en The Aspern Papers sobre el culto de la celebridad del autor como reliquia, expresan una movilidad cultural diferente del modelo de traslatio imperii que Cândido examina como un
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peso que, concretado en el siglo diecinueve, afectó al escritor latinoamericano hasta el veinte. En la novela de Berti hay otros ejemplos de la literatura en la literatura que muestran rigor al hacer algo diferente, lo máximo que se puede pedir en el estado actual del desarrollo de la técnica. Después de todo, hay conceptos que no se puede refrescar. Como afirma Martin Heidegger al principio y fin de “La pregunta por la técnica”, “la esencia de la técnica no es, en absoluto, algo técnico” (2007: 117), y la concepción (corriente) puede llamarse “la determinación instrumental y antropológica de la técnica” (2007: 118), y la esencia de la moderna se muestra en “lo dispuesto”, el destino del desocultamiento (2007: 139-141)7. En la séptima sección de su novela (complementada en la novena parte y su relación del mundo académico francés del hispanismo), Funès establece una conversación con una poeta (Elena) en torno al mundillo literario, intercambio que termina convirtiéndose en mutuas recriminaciones sobre quién tiene razón y en relación clave para descubrir parte del desenlace de la trama. Hacia el fin de la sección, la poeta le dice a Funès que un tal “Rémy Doré” era en verdad un venezolano que en los años veinte “adoptó un seudónimo burlón, inspirado en el chileno Jean Emar que se llamaba Sánchez Bianchi pero cuyo alias suena como j’en ai marre, o sea, como ‘estoy harto’ en francés” (74). Ese contrapunto, excesivamente explicado o ironizado por el narrador de Berti, sirve para mostrar las brechas intelectuales de Funès, porque el nombre verdadero de Emar es Álvaro Yáñez Bianchi, y la equivocación hace pensar si también es un error de Berti, o una estrategia para complicar más la verosimilitud. Agudo lector de Barthes, a través de las opiniones y percepciones de Funès Berti investiga la naturaleza de la culpabilidad intelectual y la posibilidad de que un literato se redima en un ambiente en que es difícil encontrar creencias o estándares éticos o estéticos. El narrador se convierte entonces en el director de una versión vaga de la trascendencia por medio de la literatura, en la cual los personajes tienen una ética interna que no se atreven a revelar. 7 “La pregunta por la técnica” (Heidegger 2007: 117-154). Para un enfoque más apegado a la tierra véase Valencia (2015). Hacia el final de su vida Rama abogó por un marco antropológico para entender la literatura, como antes Roger Bastide en “Sous ‘La Croix du Sud’. L’Amérique latine dans le miroir de sa littérature” (1958: 30-46). Bessière (2010: 31-39, 91-97) provee un contexto mayor.
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Lo que también hace Berti con la estratagema de la literatura en la literatura es enriquecerla, al extenderla sutilmente a otros artes. En 1970 el argentino Humberto Constantini publicó una noveleta, “Háblenme de Funes”, que provee el título del libro que la incluye con otras dos. Constantini, militante de la izquierda revolucionaria, se exilió en México en 1976, y fue “recuperado” después de su muerte (1987) cuando se produce la película Funes, un gran amor (1993), con guion del director Raúl de la Torre y Ugo Pirro. La historia fílmica transcurre en un salón de baile, juego y prostitución al cual llegan Funes y una enigmática pianista de una orquesta de tango, que erotiza a los hombres del negocio. En los textos escritos el padre del Funès de Berti es tanguero (71); la chica con quien se encuentra el protagonista en la segunda sección de la novela es pianista. El exilio argentino, la música tanguera, el mito de Orfeo, el machismo y en cierto grado la política son temas rebobinados constantemente en ambos textos. ¿Es Todos los Funes un homenaje a Constantini? Al referirse a la idea de su libro y mencionar sus fuentes, Funès solo dice “entre ellos el de Constantini, me parece” (79, énfasis mío). Este no es el Funes memorioso borgesiano (paralizado por su capacidad para acordarse de todo), aunque al fin de la novela el papel de la memoria es similar en ambas historias. La relación no es entre personajes sino entre autores, más un comentario sobre la memoria argentina. En “Fichas”, la última noveleta de Háblenme de Funes, el narrador atribuye al personaje pirandelliano Corti varias conclusiones que, en realidad, solo pueden ser del autor. Berti crea una memoria narrativa argentina (excepción hecha de Roa Bastos, que vivió en ese país), aunque no llega a mencionar al “Señor Funes” que aparece en El examen de Cortázar. Ese juego con realidad y ficción se había adelantado a Berti, y en La vorágine (1924; edición definitiva, 1928) de José Eustasio Rivera se lee: “Y no pienses que al decir Funes he nombrado a persona única. Funes es un sistema, un estado de alma, es la sed de oro, es la envidia sórdida. Muchos son Funes, aunque lleve uno solo el nombre fatídico” (348). Ese relato intercalado ficcionaliza la historia verdadera del coronel indio Tomás Funes, que mató más de seiscientos indios gomeros en la Masacre de San Fernando de Atabapo, el 8 de mayo de 1913. Para evitar la robotización de las novelas climatizadas a una nación, Berti juega con un estereotipo de algunas formas de ser argentinas, y su trampa es una referencia a la picardía nacional o “viveza” mediante la cual el engaño
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tiene más ascendiente que la honradez. Pero Funes posee el virtuosismo y habilidad que son la otra cara del carácter nacional que, paradójicamente, nutre a la otra. Así, en Los estratos, Cárdenas alude a La vorágine, no para reescribirla o retomar sus temas, sino para mostrar la importancia de la lengua “nacional” en ella, o de la naturaleza en El diablo de las provincias (aunque muestre poca empatía). En estas narraciones ejemplares estamos ante la imagen literaria del prejuicio; o sea, son historias contadas de tal manera que embragan algo en la memoria, y que conllevan una certeza absoluta derivada de la naturaleza de nuestros estereotipos. No se puede culpar a estos autores por esa elección, porque es profundamente humana, aunque es nuestra obligación resistir prejuicios. Rancière recuerda que “la ficción del libro recompuesto a partir del hallazgo azaroso de hojas de papel recicladas viene en línea directa del capítulo ix de Don Quijote” (2009: 98). En Basura, ese recurso adquiere vueltas novedosas, y la precisión con que Abad Faciolince se acerca a la melancolía de la existencia sin significado de un escritor nunca ha sido tan divertida. Su logro es persuadir a sus lectores a que les importe un personaje egoísta e ilusorio. A la vez, el empírico Abad Faciolince se ríe de su función autorial sin dejar de mostrar su destreza con bailes y juegos verbales, desactivando el elemento dentro de la escritura que supone que existen copias más ricas del texto narrativo en la forma de fenómenos mentales. El protagonista, como el escritor sobre cuya práctica escribe, no especula acerca del futuro de la escritura, porque el autor empírico sabe muy bien que las estrategias de autorreconocimiento y autoestudio de la escritura son un lugar común contemporáneo. El narrador considera a Bernardo Davanzati un gran escritor, y “lo que [me] intrigaba, lo que también me fascinaba, era la fidelidad de Davanzati a su oficio solitario, silencioso, inédito…” (33), y se sentía a la vez traicionero y salvador, “un Max Brod criollo y anónimo que recogía los desechos de un mediocre Kafka” (33). Si Hemingway y Dashiell Hammet son maestros del no decir, y nunca tratan de transmitir indirectamente lo que un personaje piensa o siente, el narrador de Abad Faciolince es un detective locuaz que transmite todo observando gestos y expresiones, y de manera tan sexista como la de los narradores de aquellos estadounidenses. La escritura de Davanzati (su apellido tendría relación con su práctica) —en cursiva para diferenciarla de la del narrador y sabotear cualquier posibi-
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lidad de simetría y unidad— no contiene especulaciones sobre la naturaleza de la observación y la subjetividad, y paulatinamente nos damos cuenta de que por medio de su personaje Abad Faciolince muestra lo innecesario que es volver a las teorías sobre esos temas. Si la escritura de Davanzati es presentada como de ideas, también es exhibida como que no necesita convicciones, y por eso no hay una sintaxis densa que socave el sentimiento con sucesos más dramáticos. Como anuncia su título, la novela no es sobre la ambigüedad sino sobre una certidumbre sobre la escritura. Esa progresión se ve claramente en la sección “Balada del viejo pendejo” (34-40), en que Davanzati justifica y explica su tercera vía vital. Nos enteramos de que tuvo dinero y poder, que se sacrificó por su esposa e hijos, y que un día simplemente decidió borrarse, irse con otras mujeres, y atesta “No me van a joder” (40). Pero como ese texto es uno de los que el narrador encontró en la basura de Davanzati, la sorpresa no está necesariamente en la arenga sino en el narrador que sirve de mediador, porque cuando este sigue leyendo reparamos que al final de “Balada del viejo pendejo” Davanzati ha añadido “‘¡Por leer esta pendejada nadie me daría ni siquiera cien pesos!’” (40). En la entrevista mencionada del 4 de diciembre de 2008 de El Tiempo, Abad Faciolince manipula su propia ficción todavía más. Al preguntársele por qué incluyó “Balada del viejo pendejo” entre los relatos Amanecer de un marido afirma: “Tengo una amante de 20 años por lo que se me puede considerar un perfecto viejo verde (cuento ‘La [sic] balada del viejo pendejo’)”, que, claro, hay que tomar con un grano de sal. Es decir, Abad Faciolince halla la manera de elevar la referencia a sí mismo por medio del suspenso y de la autocrítica con medida sutileza, manteniendo la visión actual del narrador como instrumento falible y no mero transportador de datos. Lo que hace es desarraigar un guion de la narrativa mundial —la novela del artista postergado cuyo imparable proceso sicótico le permite, sin embargo, expulsar sus culpas con humor— para resembrarlo en una localidad que, precisamente por sus indicios hispanoamericanos, no deja de ser cosmopolita, relación que Calvo Serraller rastrea al advenimiento de la era burguesa (2013: 19-39), aunque hace más de dos mil años Diógenes se declaró kosmopolites, o ciudadano del universo. De esta manera la fábula de enajenación de Basura refresca y mejora esa historia bien conocida de la literatura en la literatura, porque no depende de perspicacias limitadas a una situación social particular sino de una concepción general del comportamiento humano. En
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una época algo preocupada por las “masas” y por cómo el escritor puede ser el emisario de ellas, Abad Faciolince se muestra impresionado por la noción de que, por idiosincrásicos que sean, los individuos son lo que son, aunque su prometido porvenir se haga trizas. Es una visión difícil de sostener en términos prácticos, y no solo porque les impone grandes responsabilidades a los lectores. Lo expreso así porque los narradores de cambio de siglo se ubican honesta y mayoritariamente en oposición a un ambiente intelectual en que la autoestima proviene de aliarse (de manera circunstancial) o mostrar solidaridad intransigente con el Otro que esté de moda. En esta obra el Otro es uno mismo, y revela los odios internos que hacen que uno no pueda escribir lo que verdaderamente siente, y lo eche a la basura. ¿Qué hace Abad Faciolince para distanciarse de lo ya hecho con su tema? Primero, parte de la noción de que el mundo está lleno de personajes ficticios que están buscando su historia, quizá consciente de que ya lo había hecho Pirandello, el Molière que se mete en sus obras, el metateatro en Hamlet (y antes los dramaturgos griegos), o los 136 autores ficticios de Pessoa. El autor parece querer saber solo un poco de sus personajes, que nos llegan como imágenes de su subconsciente. Su desdén de la historia de sus personajes tiene su paralelo en la vaguedad que ellos muestran sobre sí mismos. Esta actitud narrativa le permite manejar su relato maravillosamente, mostrando un estilo de narrar inmaculado, que muestra una apreciación del poder inherente del control, la sutileza y los matices que hasta el momento de la publicación de Basura no era común. Es como si ese mundo estuviera atado por los circuitos del poder narrativo, que se puede formular como: “ustedes, lectores, me respetarán porque sé una verdad terrible sobre sus actitudes, y no revelaré esa verdad terrible porque, si lo hago, perderé el poder que tengo sobre sus actos”. Dicho llanamente, no cree que sus lectores deban actuar como un detector de mentiras, y pregunta si hay algo que no sea una limitación, llámeselo estilo, forma o género. A la vez, y como los otros autores de este capítulo, no crea rompecabezas que requieren solución8. 8 Fresán intenta elevar esa tendencia a un nivel explicativo en “Notes pour une théorie du roman à monter (ou à démonter)” (2008: 201-210). Según él, sus montajes novelísticos han sido más marcados por el disco de los Beatles Sgt. Pepper’s Lonely Hearts Club Band (204205) y la película 2001: Una odisea del espacio (205-206), aunque no se explaya o especifica suficiente para convencer que por esos dos artefactos no puede ni quiere considerarse escritor
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La costumbre de no darse cuenta de qué perciben los lectores es para los personajes de Abad Faciolince un recurso narrativo interno que nunca podremos descifrar, y así lo construye el novelista, y la sintaxis misma lo distancia más de un entendimiento real de sus propias emociones. Por la pesquisa que emprende el narrador en torno a Davanzati se da cuenta de que este era un “yo mentiroso” que hablaba de sí mismo en tercera persona, que tal vez se llamaba Marco Tulio Jaramillo (124), etc. Pero el narrador se interrumpe a sí mismo constantemente, con preguntas y comentarios como “(ya no estoy tan seguro)”. A continuación se da un juego onomástico literario que, como con la novela de Berti, mezcla personajes ficticios y reales, concluyendo: “Sí, a los poetas les toca cambiarse el nombre, porque díganme si alguien hubiera leído el Cántico espiritual si hubiera salido firmado por un tal Juan Yepes” (125). El narrador se refiere a Juan de Yepes y Álvarez, más conocido como San Juan de la Cruz. La novela sobre poetas y sus influencias también se encuentra en dos obras de 1992: A pesar del oscuro silencio, en que Volpi toma a Jorge Cuesta como la otra parte del narrador “Jorge” (crítico literario insatisfecho); y en Efecto invernadero de Bellatin, en que los “otros” son César Moro y el protagonista Antonio, aunque se enfatiza la persecución por homosexual de Moro, que lo obliga a huir a Europa. La alusión no tiene que ver con la lógica de ser poeta maldito u olvidado, porque si el místico español hubiera publicado su poema como “Juan Yepes” no importaría la diferencia. Como sugiere el narrador, tiene que ver con el discurso escrito: “Pero todo eso lo investigué, decía, solamente porque un día en la basura me topé con que Davanzati dizque contaba la historia de una tía suya, una tal Luisa Davanzati” (126). Abad Faciolince logra extraer momentos reveladores cuando sus personajes confrontan los límites de sus perspectivas, cuando el mundo del yo accesible, enemigo del escritor, se muestra enfrentado al yo de uno mismo en el mundo, como también hace en La oculta, alternando las historias que cuentan los hermanos Antonio, Eva y Pilar, aun cuando Antonio (violinista aficionado a la historia colombiana) le dice a su marido: “Sé que tengo una Eva, pero también una Pilar dentro de mí” (134). El procedimiento es ver el yo como una grabadora que no se puede editar mecánicamente, y no se mete en juegos de licenciados en filosofía, kierkegardianos o experimental (206), o cómo su experiencia con las “jigsaw novel ou roman casse tête” (208) se tradujo en las suyas.
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aristotélicos, sobre si el yo “real” es interno y subjetivo, o solo la suma de su comportamiento, afirmaciones y acciones públicos. Ni se pregunta si el yo es el que ha sido y es, o quizá el que se construye. Inmediatamente después encontramos la historia (contada por Davanzati) de esa tía, con el título “La fea”. Pero para este momento ya hemos caído en la trampa que el autor ha creado, porque deseamos participar de la ágil dialéctica que establece su narrador con el autocuestionamiento inagotable que provee la escritura de Davanzati. Para esta etapa el cuento intercalado se llama “La virgen manca”, y entre parodias, autocrítica y burlas contra el discurso académico observamos el análisis psicológico que pretenden darnos el narrador de Basura y el de “La virgen manca”, a tal punto que cuando leemos “güevón que escribe güevonadas, ¿por qué te obstinas en acariciar tus errores, en defenderte, en defenderlos, si son pura mierda, pura mierda, pura mierda” (133) es innecesario diferenciar los “estilos”, o examinar las páginas que pretenden dar una explicación seudofilosófica de Davanzati, cuyas páginas (134-145) han sido tachadas con grandes equis en las páginas de Basura. El aviso del narrador, en que insiste en que “estas hojas decadentes y tachadas se las pueden saltar sin el menor remordimiento” (134) es falso, porque, como los avisos de Cortázar sobre los capítulos prescindibles de Rayuela, o la página negra en Tres tristes tigres, pueden ser vistos como un truco obvio para hacer de los lectores polos más activos de la comunicación. Por otro lado, el tablero de dirección para el lector de Rayuela se encuentra ya en Impressions d’Afrique (1910) de Roussel, y Tristram Shandy también incluye páginas en blanco para que los lectores metan los dibujos que quieran. De la misma manera, cuando en la página final de Entre Marx y una mujer desnuda el “autor Adoum” provee veintinueve nombres de reconocidos escritores de diversas nacionalidades “sin cuya colaboración este libro habría sido otra cosa”, ya leídas otras obras similares vale cuestionar la originalidad del intento del ecuatoriano. No es inconsecuente que en 1978 Lupe Rumazo publique Carta larga sin final: a mi madre, Inés Cobo de Rumazo González, sofisticada novela que aúna la metaficción y la teoría. Parte de una trilogía inconclusa hasta la fecha, por el sexismo y circuitos de complicidad de un país pequeño, la ficción revisionista de Rumazo, similar a la de Josefina Vicens y superior a la de Adoum, sigue sin la recepción que merece. Abad Faciolince, más preocupado con los hechos que con un tipo de “realismo otro” como el
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de Adoum, manipula con frecuencia detalles novelísticos y novelescos conocidos, como crítico interno de una novela cuyos parámetros eurocéntricos, dicho sea de paso, él mismo crea, práctica ya conocida de Rumazo. Es decir, el colombiano sabe que el trasfondo de los personajes y la exposición narrativa son constantes en las expectativas de los lectores no especializados, porque sin esos componentes no pueden procesar imágenes drástricamente desamarradas del sentido. Así, en Kazbek, Valencia hace que su protagonista se embarque en otro proyecto narrativo: escribir interpretaciones de los dibujos de “Peer”, quien lo podría ayudar en su búsqueda del Dacal que quiere novelizar. Solo a posteriori, y teniendo conocimiento de la trayectoria de Valencia —por ejemplo, que posteriormente hizo lo mismo que Kazbek para Soles de Mussfeldt (2014), o sea el Peter Mussfeldt que ilustró Kazbek—, sus lectores se acercan a su versión de la autoficción, mezclada con metaficción. Si la mayoría de las novelas librescas quiere mostrar el fracaso de la esfera literaria, se podría leer Basura como contrapunto de una novela como La pérdida del reino de Bianco. En Basura el narrador no pretende justificar la narración de una vida, como hace el de La pérdida del reino para Rufino Velázquez en esa novela de campus, porque Velásquez vive en función de Néstor Sagasta. Davanzati proyecta el aspecto de un hombre que está en el fondo de una piscina pensando en ahogarse. Mientras, el protagonista de Bianco es un crítico literario, escritor y profesor universitario que ha fracasado en tres quehaceres que, por su afinidad, se creería que no le ofrecían mayores desafíos para compaginarlos. La falta de talento que intuimos en Velásquez hace más trágica su condición que la de Davanzati. Es más, Davanzati no quería hacer un libro autobiográfico de sus apuntes y recuerdos, como había hecho el personaje de Bianco, ni tampoco exhibe las pretensiones que quiere criticar el argentino. En ambas novelas los protagonistas pasan mucho tiempo pensando, lo cual tiene sentido debido al tipo de gente que los acompaña. Si ambas son librescas, lo que permite poner ese mundo posible en perspectiva es el humor en Abad Faciolince y la profundización del quehacer literario en Bianco. Además, no hay regresiones infinitas, porque los textos intercalados no disminuyen la importancia de la narración principal9. Véase la solución a la escritura gemela que propone Juan José Becerra (Argentina, 1965) en La interpretación de un libro (2012), en que el protagonista Mariano Mastandrea escribe otra novela, Una eternidad, que resulta ser Miles de años, novela de Becerra de 2004. Con una historia 9
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Además de Bianco, se inscribe un homenaje sutil al Nabokov de Pale Fire y su demente anotador Charles Kinbote, cuyas notas eruditas se adueñan del poema narrativo, como parásito que consume a su anfitrión. Todavía hay otra consideración, relacionada con la relación entre maestro y discípulo, y acertadamente notada por Fornet. En Basura la lectura misma “se convierte en un acto profanatorio que puede ser leído, a su vez, como metononimia de la siempre tensa relación entre dos generaciones literarias” (2006: 45). Y para machacar la idea, Fornet se explaya acerca del significado profanatorio de la siguiente cita de la novela de Abad Faciolince: “Yo no sé cuándo conocí el hielo pues yo nací en los tiempos de la nevera. Me acuerdo, sí, de una mañana en que mi padre me llevó a conocer un muerto. Medellín, entonces, no era ninguna aldea […]” (2006: 58). Una manera de homenajear a los maestros es dar por asumido que todos los lectores sabemos quiénes son, y parodiarlos, como hace Abad Faciolince aquí con el comienzo de Cien años de soledad, y quizá también sea un homenaje al rayuel-o-matic, máquina para leer el clásico de Cortázar. Como propone Fornet, la lectura muestra que en literatura “es válido aprovechar los desperdicios, lo que sobra, lo que puede parecer ajeno a ella” (2006: 46). El desafío para los nuevos es cómo trascender las imitaciones, hacer que cuando funcionen como estrategia sean un mosaico vívido, no una serie de retazos desiguales conspicuos, que es lo que ocurre cuando no funcionan. Abad Faciolince controla su narrativa y psicología de manera convincente, porque logra penetrar la progresión del autoengaño de sus personajes, y como resultado Basura parece más inspirada que caprichosa, y no necesita ningún tipo de redención porque mezcla orgullo y arrepentimiento. No obstante, novelas como la suya siguen dejando a los lectores con preguntas, y no es la menor de ellas por qué un novelista quiere ponerse a cuestas de otro, aunque sea ficcionalmente, para contar una vida que presenta como real. Si se teoriza a lo Genette de Palimpsestes: la littérature au second degré (1982) se puede pensar en que el germen de la repetición está en toda ampliación, caride amor bifurcada de los personajes de las novelas involucradas, Becerra, que reconoce solo influencias argentinas, cuestiona la pasividad de la lectura, giro que expande biográficamente en El espectáculo del tiempo (2016); mientras Abad Faciolince analiza su carácter activo, sin hablar de sí mismo. Ambas novelas intercambian y superponen extremos: la del colombiano se orienta hacia el placer de la lectura, mientras que la de Becerra se obsesiona con el tiempo romántico.
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catura, condensación, continuación y transformación. Pero Abad Faciolince muestra que su meta no es la de imitar o suplantar a otro autor, y por ende juega temerariamente con el aburrimiento, banalidad, digresión, repetición y empobrecimiento verbal. Sí, es una aventura atrevida meterse en la epidermis de un personaje que no es extraordinario, porque el autor real tendría que hacerlo cautivador. Astutamente, el colombiano se limita a una época calamitosa de Davanzati, y lo que la hace seductor es que el que controla las entregas, por así decirlo, es el narrador y lo que va leyendo de lo que encuentra en los desperdicios. Naturalmente, al darle a sus lecturas el marco de estar escritas en cursiva, los lectores pueden confundir el diálogo interno con el externo. Sin embargo, que se use el mismo tipo puede confundir aún más, aunque los textos estén separados por líneas, como ocurre con la mencionada Diary of a Bad Year de Coetzee. Para entonces el autor empírico ya ha convencido a los lectores, y lo que más interesa es la disciplina que muestra el narrador, porque debido a ella se lo percibe como un ser relativamente fiable, así no guste lo que se cree haber construido de su Personalidad Emergente, o del culto que haya tratado de fomentar en torno a su ser. Como desvela Abad Faciolince genialmente, ese doble tal vez no exista empíricamente, solo como proyección del narrador. La naturaleza precisa del doble y las preguntas metafísicas que inspira funcionan, en parte porque el mundo exterior que convoca Basura es, por supuesto, una proyección: palabras en papel. No sorprende entonces que su novela mereció el I Premio Casa de América de Narrativa Americana Innovadora en 2000, por un jurado compuesto por Vila-Matas y Bolaño, entre otros. En La obra literaria de Mario Valdini, de Sergio Gómez, los lectores están ante una infinita variedad de formas, texturas y disposiciones, ninguna de las cuales está por encima de la redención estrictamente verbal. Diferente a Abad Faciolince, el problema no es la realidad del mundo exterior sino la realidad “objetiva” que se textualiza. En esta tenemos el tópico del profesor (ya en Todos los Funes) que pretende desentrañar la vida de un escritor desaparecido, ocasionando que la novelización de esa búsqueda se muerda la cola. Si no se considera la sombra del James de The Aspern Papers (1888) y su explicación de 1908 de la construcción de esa obra (la de Gómez carece del suspense, disciplina, enfoque y velocidad de aquella obra maestra), y el hecho de que en la suya James noveliza la imposibilidad de escribir una biografía verdaderamente completa,
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una versión exitosa de ese tipo de pesquisa es Historia de Mayta y, antes, Los ídolos, de Mujica Lainez, y la búsqueda en ella de un escritor perdido. Pero los nuevos narradores parecen haber jurado lealtad a la ya mencionada pregunta de Diderot sobre si el escritor o el lector debe ser el maestro, dándole un giro nietzscheano, similar en tono a las primeras páginas de Ecce Homo (1908). La novela de Gómez puede ser un ejemplo de que los nuevos narradores deben tener en cuenta las expectativas de los lectores acostumbrados al tipo de historias que cuajan narrativamente. Aquella cristalización tampoco se da con las intrusiones biográficas sobre Rimbaud en Volver al oscuro valle de Gamboa. Es decir, la presión que pueda sentir un narrador al embarcarse en experimentos consabidos lo puede conducir a hacer trampas evidentes, y esto pasa en La obra literaria de Mario Valdini. Un experimento narrativo conlleva conocimientos tácitos, destrezas que otros practicantes dan por sentado y pasan a otros a través de ejemplos. Por esas razones vale señalar el intento de Tomás González, La luz difícil (2011; traducida al francés en 2013). En ella un pintor latinoamericano en Nueva York pretende crear una nueva obra maestra desconocida, como el maestro Frenhofer y el desconocido Poussin de Le Chef-d’œuvre inconnu (1831) que Balzac incorporaría luego a La Cómedie humaine. González tergiversa los diálogos del ¿modelo? francés para explayarse sobre sus propias cuitas y lo complica con la eutanasia del hijo Jacobo. El pintor y su mujer Sara regresan a Colombia, y aquel pierde la vista. Por ende le dicta el relato a su sirvienta, de nombre demasiado simbólico, Ángela, dándole otro significado a amanuense. En los relatos relacionados con el arte visual, como en Aira, Bellatin (que añade fotos, como Elizondo), Valencia (Kazbek), Enrigue (Muerte súbita) y el radicalismo de Indiana en La mucama de Omicunlé (2015), en que los omnipresentes grabados de Goya sonparte de un museo literario interactivo (además de apuntar al artista como tramposo), hay un significante de autenticidad, de realidad demográfica hispanoamericana, diferente del caso con el pintor Edwin Johns en 2666, que se corta la mano con que pintaba. Así, en Si te vieras con mis ojos los símbolos, especialmente los relacionados con los sentimientos del pintor Rugendas, vuelven a la realidad continental, y los hechos rutinarios adquieren significados misteriosos, nunca mágico-realistas, sin borrar lo literal y lo metafórico, enfoque que también se encuentra en Herejes de Padura. Pero en La Oculta, Jon, el pintor marido de Antonio,
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“expone su basura reciclada” (139) en las mejores galerías de metrópolis mundiales, y hablando de un amigo alemán a quien le pagan por debajo para escribir artículos elogiosos sobre Jon, Antonio dice: “Él se esmera mucho, y nos entrega unos ensayos posmodernos incomprensibles, que Jon termina de pulir, y que a los dos nos matan de risa. La neo-alegoría de la post-verosimilitud rezaba el último título del ensayo de Heinrich…” (139). Como comprueba Granés para esos antecedentes, “lo que mantiene erguido a este tipo de arte es el discurso, el concepto, la palabra y sobre todo la cháchara. De ahí la creciente obsesión de los artistas por nutrirse de teorías” (2011: 426). Esa escritura revela qué hace un novelista con la teoría artística de moda, por medio de un cliché venerable: lo que omiten los novelistas, por saber que ellos y los lectores saben de qué están hablando. Así, la nostalgia de Antonio por la tierra colombiana se tensiona paródicamente, distanciándose del arte, como cuando Pilar asevera “por eso no hay naranjas más dulces y sabrosas que las de La Oculta. Ni las de España, ni las de Sicilia o Egipto les compiten” (219). Aira, que considera la lógica barroca de los dibujos de Copi “prototeatro”, discute la materialización del arte visual en “Picasso” de Triano (2014), aunando su obsesión a la literatura de Arturo Carrera y Pizarnik, y en Artforum (2014) a la revista homónima, obcecación trasladada a Sobre el arte contemporáneo y su queja de que “nada hable visualmente por sí mismo” (2016b: 17). En Biografía el narrador, símbolo de patologías artísticas, nota que “una de las características del arte pictórico de los locos era la cobertura total de la superficie del cuadro; no dejaban ni un milímetro libre de trazos o figuras. Se lo adjudicaba, entre otras causas, al miedo de que el menor espacio en blanco dejara pasar la amenaza temida, por lo que había que obturarlo” (27). Expresa algo antiguo: el arte visual cuenta con decenas de causas, combinaciones, posibilidades y probabilidades para hacer ver; y Vila-Matas hace lo mismo con mayor juicio y diversión en Kassel no invita a la lógica. Enrigue añade otro logro: aparte del papel del artista visual (Caravaggio le gana un anacrónico juego de tenis a Quevedo) su Muerte súbita historiza ingeniosamente el choque de ideas e imperios en que la avaricia, corrupción, hipocresía y mendacidad transoceánicas son desenfrenadas. Si para una reseña de la traducción al inglés de su novela, “a veces parece reconocer los peligros de la incoherencia” (Caines 2016: 23), sus reflexiones sobre lo que las novelas y el arte pueden hacer son una defensa modesta del género, como nota Thirlwell sobre esa traducción
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(2017: 24-26). Opuestos al expresionismo abstracto, con su arte estos narradores monumentalizan la emoción personal, no apilan materia. Además de facilitar sorpresas ejecutadas perspicazmente, estas estrategias revelan al autor que nunca abandona su papel, posibilitando la conclusión de que el negocio de pretender puede ser absurdo, como muestra Muerte súbita con dosis de metaficción. La estrategia es similar a la de Aira con el arte contemporáneo, con la diferencia de que se manifiesta abiertamente al respecto en los ensayos de Sobre el arte contemporáneo: “El Arte Contemporáneo podría ser la realización de la teleología del modernismo. Ya no se asume como heraldo del futuro, del devenir futuro del tiempo, sino como realización lisa y llana en el presente” (2016b: 34), e inconscientemente se termina tratando de preservar un arte que es efímero. Para Rancière la pintura, como cualquier otro arte, “es un lenguaje que puede ser entendido y hablado por cualquiera que tenga la inteligencia de su propio lenguaje” (2003: 95). Con base en su convicción de que el arte puede ser revelatorio sin ir más allá de la sensación física u óptica, estos novelistas crean obras que requieren interacción para ser entendidas, atrayendo atención a sus libro-objeto y la experiencia de encontrarlos; que podría revelar las operaciones sutiles y misteriosas de la forma. Un ejemplo inexplorado son los dibujos de Monterroso para varios de sus libros, entre ellos Lo demás es silencio, o el arte que Vicente Rojo diseñó para La palabra mágica (1983), que contiene otros dibujos de Monterroso. Si a ese arte se añade las biografías de autores armadas con tiras cómicas, los libro-objeto de Cortázar, no por nada Tom Wolfe, defensor (a lo Aira) del realismo ante el solipsismo novelístico estadounidense que notaba hacia finales de los años ochenta, tomó como blanco de su carácter pugilístico el arte contemporáneo y los teóricos que lo habilitan en The Painted Word (1975), giro que Granés actualiza mundialmente, desde América Latina10. Sin la aplicabilidad que acoto, Iván de la Nuez sostiene que ante la politización VilaMatas, Aira, Indiana y, entre otros, Saporta, DeLillo y Houellebec, practican “un arte que no se expone (en el sentido museístico), pero que sí se expone en el sentido del riesgo” (2017: 2). Véase Calvo Serraller, “Los artistas y el arte en la obra de Honoré de Balzac” (2013: 97219) y “La pintura narrada. La novela actual en busca del arte perdido” (2013: 269-303) del capítulo “Los hijos de Frenhofer” (2013: 221-303), más Galenson (2006: 165-166). En varios ensayos de Keeping an Eye Open. Essays on Art (2015) Barnes, que tiende a escribir sobre el arte en sus novelas, propone que Flaubert, Proust, James, Freud y otros no le hacen justicia al arte principalmente francés del siglo xix, pero el público se siente forzado a leer sus intentos. 10
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Volviendo a Gómez, al final de los ocho capítulos de su novela se puede concluir que el transformar un novelista la investigación académica en arte narrativo no significa confinar los demonios, especialmente si se presenta al novelista buscado como víctima del injusto olvido. Es la sensación que queda, porque Gómez recurre al viejo truco de mezclar autores, obras y revistas reales con apócrifos. Pero su novela señala algo más: uno de los problemas de la interpretación académica de “lo nuevo” o los nuevos es que sus exégesis creen en la necesidad de una teoría de la obra literaria para reconocer un texto que quepa en ella, optando por adaptaciones fáciles. En este sentido es más lograda la mencionada La ola muerta, tercera entrega de la trilogía de su compatriota Marín. En ella, a través de notas al pie de página un profesor chileno-mexicano reflexiona sobre la obra de Marín y los dos personajes del mismo nombre en que el autor real se ha desdoblado. Otros enunciados transmiten que lo que se necesita para entender un texto literario es maestría en la interpretación de obras. No se necesita una teoría del arte literario de la misma manera que no se precisa una teoría del lenguaje para reconocer una oración en cualquier lengua. Se requiere más saber las partes complementarias de la competencia lingüística, como en la traducción, o cómo al escribir en otra lengua el nativo puede sentir su voz liberada, aunque tenga menos herramientas para expresarse, sin que se lo acuse de apropiación cultural. Por esa ambivalencia ante lo que pueden enunciar narradores como Gómez vale detenerse brevemente en una consideración poco examinada para este tipo de procedimiento: ¿qué pasaría si los jóvenes autores y sus antecesores inmediatos de este giro emplearan autores canónicos, del tipo que se convierten en figuras públicas antes de hacerse ficciones de sí mismos y antes de que los novelistas que son sus pares lleguen a ellos? En ese sentido un “autor” sería el escritor que es conocido aun entre la gente que no lee libros. La dinámica que se está dando en la visión selfie que examino en este capítulo es la siguiente. Por un lado, estamos ante el hecho de que algunas ficciones parecen demasiado necesarias para algunos tipos de autoestima generacional, El argumento de Graciela Speranza sobre la destemporalización del arte actual es viable, pero su muestra de escritores en Cronografías. Arte y ficciones de un tiempo sin tiempo (2016) es reduccionista. En 1944 el semiólogo Jan Mukarovsky sostenía que la esencia del arte visual es diferente a la mayoría de los signos lingüísticos porque no transmite información sobre algo fuera de sí mismo. Ya en Vie mondaine. L’influence de Ruskin (1971: 436-526) Proust señalaba que las confluencias son mucho más complejas y poéticas.
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y rehúsan extinguirse. Por otro, a pesar de saber que la relación entre discípulo y maestro (hay momentos en que se puede ser ambos) nunca es equitativa por los talentos que haya de por medio, ni el uno ni el otro va a cambiar de ideas a las cuales ha llegado después de muchas consideraciones y mantenido por varios años. El problema no es cómo deshacerse de la carga de una tradición sino cómo llegar a poner en perspectiva los logros de los maestros, o descubrir que eran de importancia provinciana (como sugiere “Obras completas” de Monterroso), o todo lo contrario. Bien afirma el celebrado y apestado Céline en Voyage au bout de la nuit sobre la lealtad: “Nous ne changeons pas! Ni de chaussettes, ni de maître, ni d’opinions, ou bien si tard, que ça n’en vaut pas la peine”. El peligro es que una retórica pasada envenene las mentes contemporáneas. El problema con autores como Céline, Wyndham Lewis, Ezra Pound o Knut Hamsun es que su complejidad moral y biográfica llaman la atención, aunque uno no esté de acuerdo con su política. Piénsese, por ejemplo, en lo que significan los lazos metaliterarios que van uniendo la obra de Onetti desde El pozo (1939) y La vida breve (1950) —en que Brausen acepta escribir un guion por encargo de Julio Stein, su único “amigo”— culminando en la novela corta más rodeada de espejos literarios, Para una tumba sin nombre. Según Millet, basta leer unas páginas de Onetti para ver que se está pugnando con un mundo (2010: 181). ¿Por qué los autores “disfrazados” son siempre menores, los raros y más olvidados? La diferencia en la práctica actual es emplear a los autores como personajes, no para instruir o retomar problemas de la verosimilitud sino porque la ficción permite acceso a un poder conceptual. Así el “Pedro Juan” de Trilogía sucia de La Habana (1998), Animal tropical (2000) y Fabián y el caos (2015), de Gutiérrez. Ese poder no tiene que ver con la credibilidad sino con un entendimiento estético compartido en el seno de la totalidad de nuestras sociedades diversificadas, incluso en novelas con 140 personajes (de cinco familias cuyas generaciones se mezclan con la historia mundial, como culebrón y a lo Zelig de Woody Allen) en la trilogía del bestseller Ken Follett, a quien no le interesan “las novelas de personas sentadas que no hacen nada”. La adquisición de ese poder en la cultura literaria es más difícil cuando todo narrador pretende o quiere ser más sensible a las convenciones retóricas y presuposiciones ideológicas que componen sus libros y los documentos que emplean para documentarse. Es común activar a los lectores, hacerlos personajes y meterlos en misterios que
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los sepultan en los designios del autor. Este no es el caso en esta novela de Gómez, porque si podría perdonarse su recurso al tópico, y que el pasado de los personajes parezca producirse ex nihilo, el problema es que parece empeñado en publicar una especie de manual del subgénero desvaído. Me detengo en una mejor solución a la práctica del ficcionalizar al escritor. El novelista y periodista Cornejo Menacho, autor de la alusiva novela no ficticia Miércoles y estiércoles, eleva la práctica a un nivel que resuelve y a la vez crea mejores preguntas en Las segundas criaturas. Diferentes de narraciones sutiles pero desordenadas como Severina, de Rey Rosa, en las de Cornejo Menacho, incluida Inés Aranda (2014), en que renueva la “novela del dictador”, el comentario social está acompañado por meditación, la historia viene con reflexiones personales, la aventura con temor existencial. En el segundo capítulo mencioné el origen de “Chiriboga” (Salvador Clotas para algunos), convertido en un personaje tan memorable como su creador. Cornejo Menacho no reproduce revanchismos —como algunos círculos literarios ecuatorianos ofendidos ingenuamente con esa creación— sino que desmitifica un mito con conjeturas, ficción en la ficción, ideas en torno a esta, crítica de la pacata intelligentsia literaria nacional, reinvenciones totales, y al final de la novela, como homenaje paródico, ficcionaliza al escritor ecuatoriano más representativo de la nueva generación, Valencia. Tanto como responder a la escritura de Donoso y Fuentes mejorando la escritura metaficticia de ellos, Cornejo Menacho condensa y condena la cultura literaria de su país durante la segunda mitad del siglo pasado, desde la ficción, y la maestría de su proceder hace de Las segundas criaturas una narración tan brillante y ejemplar como las otras de este capítulo. Además crea una paradoja: que ciertos autores o personajes se aparezcan después de que las estructuras éticas que mantenían la unidad de ellos han desaparecido. Contrariamente, el profesor narrador de la novela de Gómez planea escribir una monografía titulada ostentosamente, como admite él mismo, “La obra literaria de Mario Valdini”. Pero nos enteramos del título solo en el sexto capítulo, aunque desde el primero sabemos cuál es la meta del narrador. El problema es que, a través de los capítulos, sabemos que Valdini fue el autor de una sola novela, llamada Provincia lejana, y en verdad nunca sabemos si vale la pena recuperar la vida de Valdini y su obra, más allá de la insistencia del narrador y de lo que dicen los habitantes del pueblo al cual se había retirado el objeto de la biografía. Por eso, leer “mi trabajo se centra exclusivamente en su obra literaria.
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Pero también muchas veces las vidas de los autores iluminan de significados sus obras” (40), aumenta nuestra expectativa, pero nos decepcionamos con el cliché interpretativo simplista. El problema es que el profesor narrador, doctorado en Estados Unidos, pasa su tiempo indagando en la vida de Valdini, ocasionando respuestas levemente literarias, o anexas a la literatura, de parte de los que ayudan a descifrar un rompecabezas cuya solución podemos adivinar desde el principio. Sí, es literatura en la literatura, pero La obra literaria de Mario Valdini tendrá más valor como comentario irónico acerca de cómo los análisis críticos de autores atípicos u olvidados rara vez conducen a una iluminación, y es en las referencias a esos procedimientos eruditos que yace una singularidad de la novela de Gómez, que no es necesariamente un valor permanente para la veta que discuto. En ese sentido valdría volver al olvidado Caballero Calderón, cuyo rescate es generalmente posterior, y nacional11. Lo pertinente de la búsqueda que lleva a cabo el profesor narrador es que los comentarios que logra sacarle a la gente son del tipo asociado con un asesino en serie, sobre el cual ningún vecino dice nada malo. También linda con lo inverosímil la distancia que el profesor narrador pretende establecer entre su actitud hacia su profesión y la de sus colegas: “Yo, en cambio, me mantenía al margen de esos encuentros, donde se leían embrollados ensayos, con temas rebuscados que solo justificaban el ejercicio intelectual y la convivencia entre profesores de Literatura Hispanoamericana” (58-59). Compárese la vivacidad con que Gamboa describe las aspiraciones de ser celebridad norteamericana y/o “boomista” del profesor “chino cholo” Nelson Chouchén Otálora en Los impostores (Arcos Cabrera incluye una ingenua novela andina del peruano aludido entre las lecturas políticamente correctas del curso al que asiste su personaje), cuya trama seudodetectivesca se adelanta a “La parte de los críticos” de 2666, y a las seducciones intelectuales defensivas (proliteratura), de pertenencia y detectivescas del profesor de literatura comparada en la híbrida Simone de Lalo, o los temas de tesis anglófonos que relatan Goma de mascar de Courtoisie y otras novelas de campus. Las oraciones de Gómez son ocasionalmente torpes, y los lectores no pueden imaginar la acción antes de pedírseles que imaginen su contrario (para Consuelo Triviño Anzola (2011: 187-197) recuerda que Caballero Calderón escribió novelas más conocidas, convertidas en textos obligatorios del bachillerato nacional (190). Véase también Germán D. Carrillo S. (1973: 195-223). 11
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F. Scott Fitzgerald “la acción es personaje”). Así, en la primera página de la novela el narrador manifiesta que “llevaba dos años sin conseguir terminar el libro que la universidad me exigía y cuya entrega aplazaba con evasivas nada convincentes” (11). Es decir, escribe a pedido, otra buena crítica del sistema académico. Si en el capítulo sobre la traducción de algunos narradores latino-estadounidenses me detengo en el apego editorial a la novedad, no en la singularidad, vale también detenerse en cómo los hispanoamericanos pierden en las apreciaciones comparatistas de pretensión mundial. Como ejemplos, los latinounidenses y los hispanoamericanos son ignorados por Morgan en su rastreo de las rutas comerciales de la industria editorial (71-92, 93-116); y por Thirlwell en su poco convencional y delirante historia de la novela —para él una de desperdicio que no es siempre la culpa de los novelistas (2008: 14, 345)—. En 2006 Michael Collins publicó Death of a Writer. En ella, Robert Pendleton, profesor universitario con seguridad de empleo, ve el suicidio como la única solución a su carrera, que ya no promete. Adi Wiltshire, una alumna de posgrado agobiada por sus propios problemas, previene el suicidio y lo ayuda a convalecer, y descubre una novela escondida en el sótano de Pendleton. Llamada Scream, es semiautobiográfica y gira en torno al asesinato de un niño. Su publicación ocasiona mucha publicidad y Wiltshire y otros personajes se hallan dentro de ese aluvión. Scream es considerada una obra maestra existencial y le va a traer a Pendleton el éxito que siempre codició. Irónicamente, no está en condiciones de apreciarlo, hasta que se comienza a hacer preguntas sobre su contenido, porque hay un gran parecido entre el crimen ficticio de Pendleton y un crimen local no resuelto. Aparece Jon Ryder, un detective cansado, y comienza la búsqueda del asesino. Hay dos o tres novelas en Death of a Writer. La primera satiriza el mundo literario actual y su relación con la universidad. La segunda es un examen filosófico de la naturaleza de la literatura y la relación entre, vaya sorpresa, realidad, ficción y autobiografía. La tercera es un misterio detectivesco, que la mayoría de los lectores resolverá tan pronto se revele el asesinato. Collins parece haber escrito una combinación de las novelas de Abad Faciolince y Gómez, por lo menos un lustro después de ellos, pero nadie se ha enterado en el mundo anglófono. La literatura en la literatura anglófona está tan saturada que títulos como el de Collins les dicen poco a lectores de otras culturas. No es casual por lo tanto que al ser traducida al francés en 2007
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haya salido con el título La vie secrète de E. Robert Pendleton, que tampoco aclara mucho más. Si se lee La obra literaria de Mario Valdini en clave paródica en vez de comparativa se llega a mejor fin, porque otro obstáculo para verla como buen ejemplar de la literatura en la literatura es el tono despreocupado con que el profesor narrador relata su conocimiento y eventual ruptura con María Rain. Puede ser así para los profesores más interesados en su trabajo que en sus esposas, pero no hay ningún indicio de que ese es el caso para la voz que transmite los detalles. La mezcla de estas ramas de la prosa tuvo un buen comienzo en el siglo veintiuno, con The Biographer’s Tale de la inglesa A. S. Byatt, en que fluyen la biografía como forma literaria, la ficción psicológica y la Bildungsroman en torno a un joven estudiante de posgrado que quiere hacer una biografía de un biógrafo. Ese giro hacia el selfie, anticipado por Byatt en Possession (1990), embraga otros temas en Biografía (2014a), en que Aira escribe una antibiografía parcial y reflexiva de un personaje llamado “Biografía”. O cuando se lee en Una aventura: “También escribo, o escribo antes de cualquier otro motivo, para hacerme entender” (65). O sea, la extensión progresiva de varios discursos ficticios permite pasar, según Genette, de la simple figura a un modo muy ampliado de la ficción (2006: 16-19). Pero Gómez vuelve al modelo clásico-realista en que el novelista intuye y sabe más que sus figuras. En suma, la ficción que aspira al realismo tiene tanta licencia, trucos y pactos con los lectores como otras, lo cual tiene un gran papel en la traducción, como explicaré. En un polémico artículo, “Du populisme en littérature” (Le Monde, 19 de marzo de 2012), Dantzig propone que para esa fecha el populismo en la literatura es el realismo. Admitiendo que siempre existe, y que solo beneficia a los autores que lo proponen, arguye que “el realismo no es para nada favorable a las ‘clases medias’ que simula ilustrar. Las desprecia. El realismo no es más que una forma inversa del idealismo: el idealismo de lo taciturno, lúgubre y malicioso. Los escritores de una realidad diferente de nosotros deciden que la de ellos es la única, y que todos deben someterse a ella”. Para él, el realismo es un chantaje porque fluctúa de acuerdo con el poder político de tal o cual sector. Sin embargo, en su posterior À propos des chefs-d’oeuvre sus “clásicos” son de culto, y si su canon incluye a Borges, Cortázar y García Márquez, y es políticamente correcto respecto a minorías sexuales, no sigue o practica cuotas al no incluir latinos u otras minorías, para él desconocidas. Sus criterios son
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más subjetivos que el modo actual para sacar a los clásicos antiguos o del siglo pasado de las listas de libros no leídos. Por eso, en su repetitiva tentativa de definición propone que una obra maestra es “un libro excepcional” que es “la expresión más audaz de una personalidad, cada obra maestra es única”, y se puede remplazar el término con “gran obra” (2013: 269). ¿Qué diría Harold Bloom, o su crítico, Landa? Saciedad semántica Hablando de cómo un profesor sudamericano en California pedía a sus alumnos que leyeran un diccionario de sinónimos, para no repetir palabras, Borges dice: “Creo que además dirige un taller literario. ¿Te imaginás cómo escribirían sus discípulos? ¿Por qué no va a poder uno repetir las palabras? Las repeticiones son naturales y evitan que el lector se sorprenda con los sinónimos” (“26 de febrero de 1982”; Bioy Casares 2006: 1567). Pero no todo maestro es Borges. Así, con “saciedad semántica” quiero transmitir la preferencia de algunos nuevos novelistas de repetir vocablos, ideas, técnicas y hechos culturales (no faltos de chismes o rencillas autobiográficas) junto a pontificaciones, a tal extremo que pierden su significado, afectando el impacto de la estructura de la novela en sí y la trascendencia del choque de culturas representado como pez fuera del agua. No es menor la transformación espiritual que surge de esa desorientación para los personajes. Me concentro en La mujer del novelista y Sudor, teniendo en cuenta que algunas de las novelas discutidas en este libro exhiben similares características, con la diferencia de que estas dos son extensas. No obstante, su temática es reduccionista, especialmente sobre las sexualidades diferentes pero normativas que representan y en términos de la metaficción (el mujeriego en el mexicano, el promiscuo en el chileno). Como la revolución del mercado, la sexual tiene ganadores y perdedores. Si para ambas el narcisismo es el combustible para la máquina verbal que arman, también sirve para transmitir la perspectiva encontrada de cada novelista con su generación o el grupo con que se le puede asociar. En La mujer del novelista el marco que depende del narcisismo contra el cual el narrador masculino pretende luchar es el de un matrimonio desigual en logros, una razón por la cual falla la pretendida relación del novelista-narrador
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con Los mandarines de Beauvoir (que su mujer está leyendo “por insistencia de Eloy” [286-290], y así descubre que él está escribiendo la novela en que ella es personaje). Además, los personajes son demasiado caricaturescos para explorar el feminismo o existencialismo. Ese recuadro, que no abandona los destellos metaficticios, conduce a concluir que esa pareja nunca disfruta de una complicidad perfecta a nivel intelectual, y él no se esfuerza por pintarla así. El marido, a veces referido como “Eloy” o “Eugenio”, o desdoblado en el narrador, es latoso, lleno de referencias rebuscadas, algunas a la fórmula del éxito que él y sus íntimos amigos buscan como escritores, sin triunfo real, y parece cansado de tener que sonreír a gente que no admira, aunque es fiel a sus compañeros de ruta, que le son más importantes que su mujer. Y los fallos en ellos, como los de su matrimonio, tienden a ser recíprocos. Urroz, como miembro del Crack, disfrazado como el Clash en su novela (según esta, 2007 fue el comienzo de los éxitos individuales y el fin de una visión conjunta [428-431], y tal vez por eso Domínguez Michael habla de su “autopsia” en 2016), sigue trabajando como lindero, puente o entrada entre los más visibles, Volpi y Padilla, y los menos manifiestos, Palou, Ricardo Chávez Castañeda y, tal vez, Vicente Herrasti (véase Poniatowska 2003). Esa condición le permitiría a Urroz un logro: al vivir al borde del Crack está libre de sus seducciones centrales, y también libre para concebir el meollo de su mensaje en maneras muy nuevas y creativas. Pero al convertir esos cruces en una especie de metaficción y autoficción coadyuvada por secciones que dependen de textos epistolares y algún misterio sobre el asesinato de un estudiante universitario estadounidense, a estas alturas de lo que se sabe sobre el Crack y su técnica, por sus testimonios e incluso “postestimonios” conjuntos, hubiera sido mejor no tratar de disfrazar a sus referentes reales; por ejemplo, emplear “Solti” para Volpi, o “Miguel Doménech” para Domínguez Michael. Compárese así dos visiones: el desmontaje magistral del cruce entre autoficción y metaficción que logra Benavides en Un asunto sentimental, en que otro novelista que conoció a la amante de “Benavides” está escribiendo una novela en que aparecen ambos protagonistas y otros personajes de Un asunto sentimental; con la visión poco matizada de Nettel sobre la autoficción, incluida en el “diccionario” de Babelia que menciono en el primer capítulo: “En realidad se trata de un género tan antiguo como El Quijote, utilizado a lo largo de los tiempos, y reciclado, en los últimos diez años, bajo este nombre. Como
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ocurre con el autorretrato, en las novelas de autoficción los autores se sirven de su identidad para construir un personaje, y de su biografía o sus lecturas (ver el caso de Enrique Vila-Matas) como materia literaria, asumiendo que ‘la verdad’ es siempre resbaladiza, y la objetividad inevitablemente subjetiva. En este género, la lógica, la coherencia y la belleza de un relato pasan antes que la corrección política, el pudor o la lealtad familiar” (Babelia 2016: 2). Como miembro ausente de la visibilidad de la hermandad fundada en 1996, puede ver lo bueno del grupo y de los conjuntos rivales, y ser su reformista más fuerte por tener la lealtad del iniciado y el criterio del crítico fuereño. Urroz pierde esa oportunidad, y su narrador más bien muestra las desventajas del que está al margen: no se pierde en el compromiso total ni es querido completamente por los que están en un eje inestable. Nietzsche, recordando que el más grande será el que pueda ser el más solitario, oculto y divergente, provee en Más allá del bien y del mal una máxima apta para las vicisitudes de La mujer del novelista: “El éxito siempre ha sido el mentiroso más grande —y la ‘obra’ en sí es un éxito; el gran estadista, el conquistador, el descubridor disfrazado por sus creaciones, frecuentemente más allá del reconocimiento; la ‘obra’, sea del artista o del filósofo, inventa al hombre que la ha creado, que se supone que la ha creado; los ‘grandes hombres’, como son venerados, terminan siendo trozos de miserables ficciones menores”. La novela de Urroz se queda en otra versión de la saciedad semántica, lo que los lingüistas llaman recursividad, o sea la aplicación repetida de un procedimiento o definición. Dicho de otra manera, es un “bla bla bla” similar a los de ciertos teóricos de la literatura, con la diferencia de que Urroz sabe el poder del lenguaje y muestra el talento para armar una narración que les interese más a otros que a él, pero no contaba con nuestra astucia. Con razón, en una reseña de Las rémoras (1996) de Urroz, Bada (2002: 46) notaba en la nueva narrativa en español “una fuerte indigestión de mimesis quijotesca”; y si reconoce que Urroz sabe contar, le recrimina su “devoción casi idolátrica a la técnica”, desprovista de modulación tonal. En Humano, demasiado humano Nietzsche, alabando más a don Quijote que a Odiseo, le advierte al caminante/viajero que un destino final no existe, aunque se haya logrado un poco de libertad intelectual. La saciedad semántica de Urroz yace al nivel intradiscursivo, porque aun cuando quiere templar el narcisismo, empleando como remedio la visión grupal, lo narrado deja de interesar y reduce su posible interpretación, en vez
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de abrirla a más interpretación. Si hacia el fin la novela se muerde la cola al explicarse el porqué de su título, como desquite (517, más la sección 44 de la cuarta y última parte, 524-527), varias páginas antes el narrador menciona querer escribir esta novela o cómo comenzarla (387, 454, 473, 503). El fallo es que depende de rencillas ficcionalizadas, o no (depende de cuánto se quiera saber), que solo importarán a los afectados, o a algún novato, mas no a los de la “literatura de los padres”, a los “nietos de la Revolución”, los latinounidenses u otras generaciones mutantes. La saciedad también se da al nivel de imitar al maestro. Como Vargas Llosa, maestro que sí acepta el narrador y menciona cuantas veces puede, Urroz alterna los puntos de vista, casi de sección a sección en cada una de las partes de La mujer del novelista. El resultado, sin embargo, parece una novela escrita para concursar en el Premio Bienal de Novela Mario Vargas Llosa (el peruano remplaza a Volpi, también llamado “Pablo Palacios”, como tema de tesis del ficcionalizado Eloy), y por supuesto todos sus amigos quieren leerla (503). La saciedad también se sostiene con referencias históricas, particularmente sobre el contexto cultural mexicano de los años noventa (190-192), o la conocida relación entre Rulfo y Monterroso (481- 484). En una especie de “Cultura literaria mexicana para principiantes”, varios autores desfilan por la novela, pero todos en función del narrador-novelista. Así, en la primera parte, hablando de cómo abandonó México para probar suerte en el centro editorial español, se lee: “‘Hágame caso, Eloy: gástese su dinerito, pasee por España, coma jamón ibérico y vuélvase a México. Aquí no nos quieren. No hay nada que hacer. Llega en un muy mal momento’. Su mujer, la novelista Julieta Campos, era, según él, el palpable ejemplo de lo que me decía. Y era cierto” (107-108). Eloy pasa a dar una lista de autores mexicanos desdeñados (no Fuentes, “a quienes [sic] los cuatro admirábamos”, 98). Si la lista no erra, un patente nacionalismo de consignas estatales, aritmética del ego y divagaciones sobre sus amigos socavan su propósito, añadiendo al empacho que experimentan los lectores, y el proyecto palidece ante la parodia de la sociedad mexicana en Tríptico de carnaval (edición definitiva: 1999) de Pitol. Y como La mujer del novelista se publica en un momento en que la traducción parece importar demasiado a los autores de la Generación “Me gusta”, o a Urroz, no pueden faltar especulaciones sobre ella. Al hablar del “estilo” racional y centrado en la trama de Abelardo (los otros amigos son Amancio,
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Javier y el narrador), se lee: “Una frase suya resumía su ars: ‘Cuando un día sea traducido, nadie va a notar el esfuerzo que he puesto o no he puesto en el estilo’. Abelardo era un escritor neutro, límpido. No escribía, redactaba. Leerlo era una experiencia parecida a como él mismo deseaba ser leído: en traducción” (101-102). Como he notado, las obras del Crack han tenido poca fortuna con la traducción. Los ejemplos de la saciedad en esta novela son agobiantes, porque parecen enlatados. En última instancia, terminan socavados aún más por el ego narrativo, y si su estancia en Francia le ayuda leer a autores latinoamericanos canónicos y algunos clásicos franceses, no le ayuda afirmar que “a diferencia de mis amigos, a diferencia de mis enemigos, yo sobreviví por el milagro de la literatura. Si no hubiese llegado a los libros no estaría aquí, no tendría lo que tengo ni habría conseguido ser moderadamente feliz” (470). Todo lector se debe contentar si es así para el Urroz real, pero en su novela lo más real es la saciedad. Otro tipo de saciedad, apegada constantemente a versiones de la corrección política con que no conjugó en el momento de McOndo, es la de Fuguet. Después de la bien trabajada Missing y la sustanciosa Tránsitos, se esperaba que su encuentro con la no ficción fuera más fértil consigo mismo, y no lo ha sido su rescate de un autor uruguayo olvidable (incluido en McOndo con su único cuento bueno) en Todo no es suficiente (La corta, intensa y sobreexpuesta vida de Gustavo Escanlar) (2016), en vez de uno sin poses ácidas, como Mella. Al principio de No ficción (2015) —de la cual Sudor (2016) es un calco excesivo y reordenado, sin problemas o temas frescos, extendido hasta su rebobinar autobiográfico VHS (2017)— el diálogo entre los protagonistas versa sobre qué género literario transmitiría mejor su experiencia ambiguamente gay. Uno de ellos cree que fue “un cuento”; el otro, en verdad corrigiéndose a sí mismo, asevera “pero acá fue todo verdad, hueón. Esa es la diferencia. Fue no ficción, como dicen ahora”. Los otros diálogos de ese tráiler de novela corta son un fárrago sentimentaloide con típicas referencias cinemáticas y el rebuscado bilingüismo arribista que Fuguet practica desde Mala onda (1991; 2011), con una insistencia endeble que solo un indocto creería necesaria. A pesar de la atrayente coautoría (dos cronistas, además de Fuguet) de Todo no es suficiente, las dos partes que le corresponden son más sobre él y su para ahora típico procedimiento. Así: “Escanlar, como escritor, es curioso. Su libro de no ficción,
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Crónica roja, de 2001, es un sampleo-remix de otros reporteros policiales a lo largo de décadas y es, como mucho, eficaz” (96). Y para variar, incluye la visión especular: “Lo mejor de Escanlar era cuando escribía de sus emociones, fantasías, secretos” (98). Si lo mejor del libro es la mezcla de correos electrónicos, entrevistas, cartas y lo afín, es una pena que solo al final (166178) sale la mejor voz de Fuguet, la de la no ficción que verdaderamente se interesa en el Otro, no en él. En No ficción quiere transmitir su confusión, que en verdad es una especie de autocomercialización, ya que el lector tendrá el libro en mano al leerla. Por ende las referencias internas, como “—Espera, para que me quede claro, Álex: ¿quieres ser objetivo? ¿Eso deseas? ¿Eso me dijiste? / —Sí. Eso quiero. / —¿Por eso No ficción? / —Sí. Es el título y mi propuesta” (27, énfasis suyo), o “—¿Cómo se va a llamar? / —No ficción, creo. / —Eso no es un título. / —Mejor. Así no vendo, así no lo leen […]” (47, énfasis suyo). Y otra vez se da una larga lista de autores presuntamente leídos, mencionando supuestas anotaciones, comenzando con Puig, Auster y Coetzee, no por nada autores de metaficciones, para terminar con Caicedo y Pavese (109-110), sin faltar la mención de colonias y por qué unas son mejores que otras. El formato narrativo también incluye correos electrónicos a o de Renzo sobre las dudas de Álex, y al final la banal cuestión palpitante: “—¿Es necesario publicarlo? ¿Estás seguro? / —Sí. / —¿Vas a contar todos nuestros secretos? / —No son secretos, son experiencias. Vivencias” (148, énfasis suyo). VHS no difiere mucho en sus cuestionamientos. En pocas palabras, había un plan futuro y Sudor, su ¿novela? más reciente, es lo que en No ficción llamó “desafío” o “propuesta”. Aunque mal ficcionalizadas, en Sudor la candidez, la informalidad y una franqueza postiza disuelven prohibiciones y estándares que algunos lectores pacatos querrán defender. Pero curiosamente el lenguaje y el sexo homosexual son ñoños, cansinos, como si el autor no supiera que hay una nueva ortodoxia en la aceptación de la otredad. Así, solo quedan el mercado y la inteligencia nativa como guías o reacciones a su no desafío, y en esa encrucijada yace el futuro de la recepción de su “no ficción”, etiqueta en que sigue insistiendo, aunque hace más de veinte años que Fuguet se convirtió en parte de la tela que define a la narrativa actual. Por eso es fácil notar cuando ese lienzo, que en un momento picaba, ya no lo hace, aunque VHS sea más directa en su autocrítica. Tampoco es que haya llegado
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a un “estilo tardío”, si por él se entiende impaciencia con las propiedades formales y genéricas, como en Bolaño, DeLillo y años antes los “boomistas”. En Sudor esas propiedades siguen vivas, ahora como parte de una antología de grandes afirmaciones banales, a la vez vasta y exigua, con riñas mezquinas, energía negativa que rige la cosmovisión, y chistes y guiños locales, todo organizado en episodios dentro de episodios ocurridos en unos pocos días de verano (que por supuesto hacen transpirar) en Santiago, durante una gira de prensa (mostrando que una buena historia periodística es lo malo de o para otros) de Rafael Restrepo Carvajal (“Carlos Fuentes”) y su “junior” Rafa para presentar El aura de las cosas. Pero la discreción no impera en esa familia literaria que se atribuye, al autor poco disfrazado como “Alf ”, lazarillo sexual de Rafa. La temática sexual se convierte en marco, a pesar de que la matice o insista normativa y defensivamente en ella en entrevistas. El cansancio de leer al alter ego del autor verse en varios espejos seduciendo a uno que otro, no transmite si entiende la homosexualidad como necesidad de chocar (actitud ordinaria si se considera el arco que va de Sarduy y Puig a Zapata, Copi y Lemebel), coadyuvada por la poco velada agresión contra la figura y comportamiento de Fuentes, que nunca se podrá leer como un “Carlos Fuentes y yo”. Su Fuentes se acerca bastante y con seguridad a la personalidad asumida para el “boomista”, especialmente cuando muestra que su antihéroe ficcionalizado entendía bien que uno de los requisitos de un icono es permitir que los que construyen su iconografía entren por la puerta que quieran, incluso, aquí, por la de Rafa junior, presentado como fastidiado por la sombra del padre (condición elevada a otra potencia emotiva más sincera por el bajo mundo del padre en Papi de Indiana). Si el objeto de las rabietas de mal gusto narrativo es evidentemente Fuentes, esa inelegancia no queda mitigada sino empeorada al hacerlo por medio de su hijo, aunque lo muestre con empatía como un letraherido inocente agobiado por la figura de un padre poco magistral. Es cuando dejan de funcionar los disfraces para Fuentes. Sudor es un culebrón gay desagradable, no por moralismo chirle o porque no se deba ser atrevido con el género, sino porque hay más revanchismo que arte en lo narrado, en vez del sodomizar de la escritura, según la terminología de Ojeda referida en el primer capítulo. Si quiere que su público sea gente a quien le guste autores como Fuentes o ame sitios como Grindr; o que no le guste o ame a autores como Fuentes y Grindr, su avidez tiene inconvenientes, y el principal
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es abarcar demasiado. En “Grindr y los sentimentales” (2016a: 8), reseña de Sudor, Carlos Pardo dice con razón que es importante “la construcción de la sentimentalidad en tiempos de redes sociales” (8). Pero es una exteriorización falsa. Castellanos Moya ve en la socialización tecnológica “una forma imbécil de entender el mundo”, añadiendo “lo que yo veo en Facebook es la democratización —o pseudodemocratización, tal vez— de las páginas sociales […]; en resumen, no hay quien no esté feliz” (Tarifeño 2016: 7). Además, con los escándalos y pérdida de usuarios de Facebook, o con la demandas a Google, esa felicidad es ilusa. Es difícil, aun para un lector abierto a las contraseñas de Fuguet, encontrar algo convincente en una novela sobre la “naturaleza humana” presentada por esa figura de autor y sus predilecciones musicales y químicas. Cuando Sudor expone abiertamente preferencias sexuales obliga a ser leída en esa clave, convirtiéndose en vengativa, no en objeto de culto, como en las novelas de obsesión sexual de Acker. Es arduo ruborizar a un autor que no tiene vergüenza sin meterse en su campo y distanciarse de los principios y prioridades de uno. Para Pardo “si este libro se hubiera publicado hace 10 años, hoy sería una obra de culto de la literatura gay” (8), e incluso hace veinte años no habría tenido adictos. Fuguet es suficientemente inteligente para saber que le falta sustancia, y que le sobran la insolencia y cobardía, por ficcionalizadas que estén. Su maña es meter a sus lectores en su zona de comodidad, donde siempre ganará la empatía que la Generación “Me gusta” mide por algoritmos. El problema cuando un novelista pretende saber tanto sobre su materia es que no se da cuenta de que la escritura se trata de lo que se deja afuera, no de lo que se quita o selecciona. De esa situación se desprende la pregunta de hasta qué grado un movimiento sicalíptico atrae ese tipo de lenguaje, y cuánto tiene que ver el lenguaje con la creación de ese movimiento. Es una concepción consumista de la política de identidad, y los individuos o instituciones que le otorgan a ese lenguaje un foro para quejarse de injusticias sociales inevitablemente serán los blancos más cercanos de su crítica; las editoriales, en el caso de Fuguet. El autor se toma en serio o en broma sus actividades y orgullo, pero su público no tiene que optar por una u otra reacción. Si hoy es incapaz, en su vida y obra, de añadir al aburrimiento humano, esa plataforma no asegura que no ha perdido el poder para desconcertar. Así, el único logro de su autobiograficción es transubstanciar su heterodoxia en hagiografía, lo cual no significa que
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el resultado es bueno (como en su rescate anterior de Andrés Caicedo). Sudor no hace transpirar a nadie, ni ha hecho gotear a un corrector o su editorial con su peculiar onanismo. Es más, sus venias (no comentarios profundos) al fallecido Oswaldo Reynoso, a Zapata y otros precursores (Fernando Vallejo brilla por su ausencia), parecen forzadas. En “El error gay”, entrevista publicada en El porteño (septiembre de 1990), Puig dice “admiro y respeto la obra de los grupos de liberación gay, pero veo en ellos el peligro de adoptar, de reivindicar la identidad ‘homosexual’ como un hecho natural, cuando en cambio no es otra cosa que un producto histórico-cultural”. Ante el radicalismo y abolición de guetos que sugiere Puig, la agenda de salvación a través de Facebook de Fuguet peca de retrógrada, presentando seres misántropos que, precisamente porque no logran satisfacción romántica o saciedad sexual, creen que el sexo es lo más importante en la vida. Haber encontrado una identidad no lo autoriza a uno a hablar por todos lo que tienen esa identidad. Pero también hay un cuidadoso desfile de estrellas y estrellados reales y ficticios (“cameos” diría él, sabiendo con quién se mete) del mundillo literario chileno, no por crear una ilusión de unidad, porque bien sabe que por defecto los agrupamientos intelectuales socavan la cooperación, reciprocidad, solidaridad y estabilidad; sino por mostrar que está al tanto de la contemporaneidad y movilidad cultural que acepta y rechaza, como si el público debiera ser abastecedor de admiración o víctima de un despliegue de dominio estético o sexual. Si en sus alusiones Sudor es más un ajuste de cuentas o desquite contra Fuentes —¿tal vez porque en La gran novela latinoamericana lo asocia al posboom y lo desubica junto a Skármeta en la extraña categoría de “Habla y propósito”, añadiendo que ese autor farandulero es “el gran novelista de esta transición”?— la diferencia entre su no ficción y Las segundas criaturas (que juega mejor con Fuentes) es notable respecto al empleo de la figura del mexicano, aun cuando ese no sea el propósito exclusivo del chileno en un mundo y sociedad digital cerrados en que la figura autorial es más funcional que esencial. Fuguet tiene suficiente capacidad narrativa para hacer creíbles sus bromas (entre ellas rescatar brevemente a “Marcelo Chiriboga”, el “boomista” ecuatoriano, y a Nuria Monclús, sosias de Carmen Balcells), frecuentes golpes bajos sobre los “boomistas” y sus contemporáneos, colaboradores o simpatizantes de Fuentes, para reproducir cierta habla colombiana o mexicana, y el falso mestizaje de Restrepo y su hijo. Sudor tiene como objetivo principal lo artificial y
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plástico en la relación entre un autor para quien la fama mundial, o el hambre de ella, regía su cosmovisión y el de sus acólitos. Por esa condición es más potente el espíritu del amor del mismo sexo que el rencor contra otros autores y revisores (profesión nominal del narrador); así que vale preguntar qué habrá pensado su editorial al valorizar esta obra, más allá de las ventas. Fungiendo de editor, Fuguet temería explicar desatinadamente, o que le falta la capacidad crítica para entender qué tipos de enredos necesitan simplificación y qué tipos de simplicidad necesitan ser complicados. Fuguet todavía escribe con pluma, porque son numerosos los momentos en que se quiere que él hubiera tenido mayor facilidad para cortar y despegar. Para Pardo la exhaustividad es la principal pega que se le puede poner, porque “aunque el lector sabe qué se pretende […] le hubiera beneficiado cierta contención” (8). Es obvio que apostar por el exceso y el escándalo que atraen atención le importa a Fuguet y a su editorial, por ende la referencia a Aquiles o el guerrillero y el asesino, apresurada y mal editada (no es ni tragedia griega ni metáfora de la fallida política colombiana actual) novela póstuma de Fuentes, que le permite presentar al sosias como de origen “colombiano-mexicano”. Para la crítica y lectores simpatizantes, Sudor será una triunfalista celebración de la inocencia, dulzura y placer sin culpa de un mundillo gay cuya maldad es difícil de separar de su genio en este selfie que necesita Photoshop. Se ha vuelto al Fuguet de Mala onda (según Pardo, Fuguet sigue “un método común”) y si la progresión ha sido visible y a veces exitosa, hoy no da señales de preocuparse del mal de la banalidad. Un fraude es exitoso aunque se lo descubra, porque requiere disciplina, trabajo y algún talento, así que es dificil no tener algo de respeto para los charlatanes que timan al público, y a los expertos. Hay un lado positivo en la saciedad semántica: engendrar la pregunta de si la lectura puede convertirse en una obligación moral o gesto político. Hay ocasiones en que varias partes, los escritores, las editoriales, los publicistas y tal vez especialmente los críticos quieren hacer creer que es así. Pero también se puede hacer la pregunta al revés: ¿se tiene alguna vez una obligación moral para no leer un libro? Las novelas de Urroz y Fuguet presentan un caso inusualmente fastidioso y complicado para esa cavilación. Como crítico, creo en la fuerza moral del arte y en su poder para escribir la historia, y en las responsabilidades éticas de los novelistas y los públicos. No es mi labor ser un suplente de la conciencia de ambos, ni aseverar que leer esos libros afirmará su
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buena fe y solidaridad con las víctimas de diferentes abusos, ni juzgar a Urroz o Fuguet como personas. Sí puedo decir, con base en las repeticiones que he detallado, que no se aproximan a una enumeración caótica que tiene un papel, como en Bolaño o Wallace. En el contexto actual las novelas de Fuguet y Urroz son casi revisionistas más que revolucionarias, aunque menos respecto a las de ellos mismos. Si algo intentan los narradores analizados en Discípulos y maestros 2.0 es no depender de las secuencias y causalidades (la primera no implica la segunda) reales. El principio organizador de ellas es que en el momento cuando parecen haberse acabado comienzan otra vez, con ganas. Tampoco quieren darle sentido al sinsentido, imponer orden, economía o consecuencias morales al caos de las experiencias. A veces tienen problemas cuando básicamente siguen pautas realistas, como es el caso de El norte (2006), de Paz Soldán. Esta es un caos sobre el caos, una opereta nada excepcional sobre la mezcla de voces explícita al cruzar la frontera entre México y Estados Unidos, especialmente la de un profesor demente que desequilibra a una alumna autora de tiras cómicas. Franz, hablando de la narrativa del caos en un encuentro en Quito en septiembre de 2016 sobre “La novela latinoamericana para el siglo xxi”, argumentó que las buenas novelas admiten azar, que lo inestable es más fuerte que lo estable, y que aquellas novelas agudizan no atenúan el azar y el caos, a la vez que mostrarían cierta desconfianza en el lenguaje. Pero ese no es el caso de El norte, y no solo por reproducir oportunamente temas que venderían en traducción, en Estados Unidos. En “Manners, Morals and the Novel” (1947), de The Liberal Imagination (1950), Trilling razonaba que la novela norteamericana (que creía muerta entonces) necesitaba ocuparse de la sociedad y el campo trágico de la realidad, y la hispanoamericana no exigía menos. Quizá no deba ser así hoy, pero varios autores recientes hacen caso omiso a esas expectativas. Visto así, los olvidados anteriores se podrían convertir en maestros 2.0 si mantuvieran la calidad con que se les identificó inicialmente, que sin duda es un esfuerzo descomunal, a juzgar por lo que produjeron. Diferente a esos mayores, Gómez no persiste en la ambigüedad y prefiere volver a la narración que hace que los lectores se sientan bien, y por ende termina en lo improbable. Lo pertinente es pensar en discípulos y maestros ya maduros (su edad no importa), que más allá de abolir convenciones compartan virtudes que incluyan un tono deliberado, no espontáneo, una
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sintaxis bellamente equilibrada, una dicción elegantemente pensada, alusiones eruditas repartidas sin pretensión, algunas frases hechas empleadas con propósito renovado, y maestría en la trama, aunque esta pregunte por dónde empezar. Un ejemplo es París no se acaba nunca (2003), en que el narrador de Vila-Matas, luego de una serie de coincidencias relacionadas a la cifra de la bestia, 666, conquista su miedo de ella comiéndose un helado de fresa. Alude así a Bolaño (2666) y a Aira (Cómo me hice monja), con un guiño a sí mismo (Para acabar con los números redondos), sin caer en un ensimismamiento crudo. La cuarta y quinta nuevas novelas ejemplares El libro flotante de Caytran Dölphin de Valencia, y luego Las segundas criaturas de Cornejo Menacho, se erigen como muestras sofisticadas de hacer literatura en la literatura, y con ella. Ambas son ambiciosas y muy logradas técnicamente, y refinan la noción de “literatura menor” que Echevarría (2010) amplifica con la noción de “pequeña” para la narrativa ecuatoriana, Palacio en particular. Desde su principio apocalíptico, en que la totalmente inundada ciudad de Guayaquil y sus “Residentes” (no solo los pobres, como algunos críticos postulan) no logran organizar su supervivencia, la novela refleja un equilibrio entre contumaz tradición y rabiosa modernidad, tensión todavía irresoluta entre sus coetáneos. No hay nada supervacáneo en ella, y los constantes apartes del narrador, la “Nota flotante” al fin del libro, y el hecho de que cada capítulo comience como una reacción a un epígrafe del apócrifo autor Caytran Dölphin, aumentan los positivos embrollos ocasionados por los que Genette llamaría “operadores” de metalepsis (2006: 102), o sea cambios o transposiciones narrativas, demostrados magistralmente por Elizondo en El hipogeo secreto (1968). Función similar tienen los epígrafes, débiles, en Domingo de Revolución de Guerra, que rezan: “Todo esto es apócrifo, mi vida es autoficción, si escribo poesía regreso a la idea inicial […]. Todo esto es apócrifo y yo soy un personaje de un filme sin rodar, versión de mis deseos que ni siquiera lleva mi nombre” (2016a: 93), con la diferencia de que un contexto político conduce a esas afirmaciones. Colonna arguye por su parte que a partir de Cervantes la metalepsis de autor se enriqueció de vértigos ontológicos y paradojas lógicas que estimularon
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la ingeniosidad de los escritores (2004: 130). Cree además que esa inflexión explica la supravalorización [sic] del Quijote en la tradición reflexiva cultivada desde Sterne a Cortázar, pasando por Hoffman, Pirandello, Calvino y Borges (se olvida de los maestros anglófonos del no contar nada, Barth, Barthelme, Coover y Gass). Desde entonces —y se tiene los genios que se quiere, merece o crea— se ha desencadenado una indecisión crítica que no distingue si son textos metaficticios, conscientes e inconscientes, abiertos o encubiertos, modernos o posmodernos. Debido a que también cree que Bryce Echenique y Vargas Llosa caben en su nómina, en lo que sí se puede estar de acuerdo con Colonna es en que la autoficción hispanoamericana seguirá participando de las categorías fantástica, biográfica, especular y sobre todo entrometida (2004: 135-144) con que matiza el concepto. Es decir, es un pasado que conduce a un agotamiento, por no saber superarlo. Otro hecho contribuye al logro de Valencia: no tuvo que confrontar un gran peso del pasado nacional, porque en Ecuador no ha habido, por lo menos desde el boom, uno que haya causado una ansiedad de influencia que no se supere todavía. El ecuatoriano no ha tenido que pelear desde adentro, como hacen los peruanos con Vargas Llosa. Este, en su magistral y malentendido libro sobre Arguedas, sí confrontó a un maestro, haciendo una relectura de sí mismo, gesto al que no se atreve con profundidad ningún autor hispanoamericano de su generación o las actuales. Empero, hay que tomar las relecturas con un grano de sal. En su sesentena Aira dice: “Fui un lector precozmente intelectual, muy highbrow y no poco esnob” (2014: 37), para luego apuntar: “¿La principal influencia en mi vida de escritor? Las historietas de Supermán, de los años cincuenta y sesenta” (2014: 46), no Borges (aunque luego lo elogie) o Cortázar u otro latinoamericano. Dos años después expresa: “Quien se ha pasado la vida leyendo a los clásicos, antiguos y modernos, ha vivido bajo el signo de la relectura, que está implícita, se la haga o no, en toda buena literatura” (2016: 9, énfasis mío). Vila-Matas pregunta “si no será que carecer de experiencia, pero disponer de un buen maletín de influencias, puede ayudar a trabajar de forma más resuelta, e incluso mejor que la del pobre profesional experimentado, generalmente experto solo en sí mismo” (2017: 26). Otra cosa es Aira, harto de la figura de Aira. Pero olvida que su primera novela, Moreira (1975), es una reescritura de la literatura gauchesca —combinable con la autobiograficción de La vida nueva
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(2007) y los contrapuntos temáticos en torno al monstruo de La confesión (2009)— para seguir cuestionando el realismo del que no se puede alejar, como Vargas Llosa. Diferenciar entre autores mayor y jóvenes no significa arrinconar lo exótico, étnico, folklórico o costumbrismo disfrazado de urbanismo mágico, sino una percepción original, un mundo de ideas, como se repara en el argentino y su sello de excentricidad y provocación, o Bellatin y Valencia, dedicados a otro tipo de experimentalismo. Bellatin, su breve biografía apócrifa Shiki Nagaoka: una nariz de ficción (2001) sobre un escritor japonés asesinado sin poder publicar lo mucho que ha escrito, es una especie de continuación de una rotación continental rastreable a Darío, mediante el cual el Otro americano suplanta el exotismo que atrae al primer mundo mostrando lo que es exótico para él, e implícitamente cuestionando el valor de recuperar el cosmopolitismo hoy. Valencia muestra que no tiene que ser una contaminación generacional; y él y los mencionados saben que un peligro de la fascinación (crítica también) con los monstruos es convertirse en ellos. El autor de El desterrado no se acerca de manera sociológica o histórica a algún maestro o formas literarias que haya tenido en mente, enfatizando su relación sanamente disfuncional con la tradición. Y esa actitud, señalada por la excelente acogida que sigue teniendo su obra, es quizá la intención correctiva de ella: las narraciones que contiene se distancian del pasado colorido del género libresco, recogiéndolo todo, para subvertir sus normas. Este es un proceder nada común en la renovación que implica, aunque Valencia no se distancia totalmente de algunos de sus parámetros conocidos o inmediatos del andamiaje de su narrativa anterior (Mujica Lainez, James, Conrad, Ishiguro), con el resultado de que la crítica más fuerte que se puede hacer de El libro flotante de Caytran Dölphin es también su mayor elogio: uno desea que haya más de lo que provee. ¿Novela libresca? Solo si en vez se prefiere la presunta naturalidad de contar historias ancladas en realidades fotográficas, o si se la cree distópica —género relativamente ausente en Hispanoamérica— a lo McCarthy de este siglo, más y más una influencia en Valencia, y la prole de Nineteen Eighty-Four, espíritu que ha aflorado con la política derechista. Si presuntuosamente uno se imagina admitido en la mente del autor, nunca se siente que ha perdido su contacto con el mundo real. Es decir, la percepción de lo libresco tiene más que ver con la competencia de los lectores y su percepción del género novela que con cualquier intención que se quiera rastrear para
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el autor. Si es verdad que lo libresco puede contribuir a disminuir el placer de la lectura (así Libro de Manuel, o los pastiches de Sarduy), también es verdad que lo libresco bien asimilado e integrado (léase Borges, Monterroso y Bolaño) ayuda enormemente a prolongar ese placer. Lo libresco (y cada vez más el arte) no es fetichismo o saqueo en Valencia, ni un ejército de espectros que solo puede concebir el que los creó. Lo libresco tiene casi el mismo protagonismo que los testimonios que proveen los Residentes, y como tal añade profundidad y perspectivas no reveladas por los narradores. Más bien, es el resultado del tipo de investigación que es una parte vital de cualquier relato que depende de detalles de un período histórico para inventar otro. Tal es la preocupación que la última novela de Mailer, The Castle in the Forest (2007), y The Enchantress of Florence (2008) de Rushdie, contienen bibliografías, no necesariamente para evitar acusaciones de plagio sino como guía de lectura, o simplemente para jugar con el género. En La forma de las ruinas (traducida al inglés en 2018) de Vásquez las numerosas referencias y citas literarias existen en función de una investigación histórica y policíaca que mezcla la muerte de John F. Kennedy con asesinatos de políticos colombianos, novelizando la obcecación del autor empírico, indirectamente explicada en la “Nota del autor” (551) y los “Agradecimientos” (553). Años antes, en Lo demás es silencio, Monterroso incluye una bibliografía final, en que una sola ficha apócrifa destruye la ilusión de lo literario verosímil, el contrato mimético sobre lo que es real. El guatemalteco está señalando que construir una pared muy alta entre vida y obra es una pedantería biográfica que no deja entender el tiempo, y que deja escapar partes vitales de la época de un escritor. Además de apuntar sus fuentes no olvidadas, también está registrando que una bibliografía no protege a los autores de acusaciones malévolas o bien fundadas de plagio o hurto (véase Bryce Echenique), y más importante: el entendimiento cerrado de cómo funciona la imaginación creadora. Desde el lado crítico, y sin discutir lo que se entendía como “paraliteratura” en los años setenta, el riesgo real de incluir paratextos —dedicatorias, epígrafes, seudónimos, heterónimos, prefacios, postfacios, reconocimientos, notas al pie, marginalia, acotaciones, apéndices, bibliografías, escritos apócrifos, citas, más todo lo que teorizó Gennette en Palimpsestes en 1982 como “literatura al segundo grado”— en una narración ficticia es que se podría convertir en una revelación obligatoria, o permitir a los lectores que una narración parezca ori-
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ginal, como si fuera un elogio. Es revelador que el prefacio del editor a Traité de l’origine des romans de Huet, cuyo tratado (teoría e historia a la vez) fue un prefacio a Zayde histoire espagnole de Marie de la Fayette, comienza indicando que para Rousseau “las naciones corruptas tienen necesidad de novelas”. Es una cita sin contexto, porque en el prefacio de Julie, ou la nouvelle Heloïse afirma que las ciudades necesitan teatro, y las naciones corruptas novelas, condición hispanoamericana para muchos, sin la necesidad de psicogeografías. Nótese que son prefacios, así que tanto Rousseau como Huet están codificando la lectura eventual/moral de sus textos, noción ampliada por Valencia en Moneda al aire (20-25). Valencia evita similares suposiciones en la nota final de su novela, a la que volveré. Por ahora digamos que crea una totalidad que no necesita coherencia o una meta definitiva. En cierto sentido sigue el modelo de Beckett filtrado por Bolaño, mediante el cual los lectores se encuentran con acotaciones cósmicas convertidas en norma para algunos nuevos. Aira, favorecido por Valencia, sostiene que los “mapas de Borges” son iguales a un relato total “porque todo lo que se dice es todo lo que hay, y no hay más, porque suponer que hay algo más que lo que se dice equivaldría a creer que esos hechos narrados sucedieron de verdad en la innumerable realidad, y estaríamos violando el pacto de la ficción” (2014: 57). Es una noción paralela al contrato mimético de Barrenechea ya referido, que se basa en correspondencias naturales que son fundamentalmente estimulantes de facultad y conducta al leer, y que es aplicable a una traducción que creemos fiel, como veremos en el próximo capítulo. Considerando que varias citas del libro son metáforas de su contenido, uno de los capítulos más internalizados es el décimo, en que el narrador quiere independizarse infructuosamente de su compromiso: “Es como escuchar de nuevo a la niña. Escribo nombres, como si dispusiera el elenco de una obra de teatro que aparecerían poco a poco: Ignatius Fabbre, Caytran Dölphin, Valeria Romano, Vanesa de Pascofont, Marsal, Arthur Gordon Pym, Gougiè-Gracchus, Ortigas, Falquez, Goicochea, Luciente, Antonio. No puedo escribir el mío. Estará escondido en las distintas letras de esos protagonistas, como un acróstico disperso…” (252). Luego, en el mismo capítulo, hay una disquisición sobre el libro flotante y sus leyes fragmentarias (263-268). Lo previo, que onomástica e intelectualmente se aleja de una realidad local, se templa con un recorrido referido directamente a un Guayaquil históricamente reconocible,
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con referencias al “puente que une Kennedy con Urdesa” (261), el colegio Vicente Rocafuerte y los clubes de tenis y yacht (272-273), y sobre todo los laberintos acuáticos que tendrán que confrontar los personajes cuando “pasábamos de una ciudad nueva a una ciudad abandonada” (272). Este andamiaje retrae a los capítulos dos y tres, en que la idea del estuario se metamorfosea en la de la escritura y de los personajes (así el cuadro en la página 93). Si en el segundo se pasea la sombra de Heart of Darkness de Conrad, en el tercero está presente La invención de Morel de Bioy Casares. Pero hay más para los lectores menos preocupados por los guiños localistas: tanto en este Valencia, como en el maestro de otro Guayaquil (donde nacieron ambos novelistas), Velasco Mackenzie, está la sombra compartida de la lectura de Broch y La muerte de Virgilio. Así, en el caso de Valencia la literatura en la literatura es presentada como un aviso que nos dice “Ayuda leer a los maestros”. Es como si el autor nos confirmara que si los maestros han sobrevivido por décadas, o siglos, hay razones para que sea así, y estas no tienen nada que ver con alguna conspiración académica anglófona que discuto en el primer capítulo para resucitar el canon de los infames “hombres blancos muertos”. Como en Basura, esa otra novela ejemplar, el autor está confiado de que no tenemos que venerar a sus personajes para que simpaticemos con ellos. Para dar otro ejemplo, entre homenaje y parodia Courtoisie convoca en Santo remedio, con un espiritismo modernizado (por teléfono), las almas de Onetti y Rulfo, para que su protagonista, Pablo Green, discuta con ellos sobre la literatura en general, su propia novela y terapias alternativas y tradicionales. No menos hace Labbé en Locuela, al preguntar si se puede reescribir a Onetti, y lapidariamente si este reescribió a Faulkner. Valencia logra similar efecto con los maestros, sin el humor o bilingüismo de Courtoisie, por medio de una complejidad sintáctica que solo puede lograr y manejar un estilista confiado en poder poner a los maestros en perspectiva respetuosa. La trama principal, en que Iván Romano, descendiente de judíos emigrados a América, quiere hacer desaparecer Estuario (libro “flotante” en varios sentidos) es laberíntica y montada habilidosamente. Sin revelar sus giros y vueltas, se puede decir que lo que hubiera parecido severo en manos de otro narrador se trata estoicamente en El libro flotante de Caytran Dölphin, nunca de manera indómita. Naturalmente hay otras subtramas, y en cada una de las
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cinco partes principales de la novela reaparece lo libresco. ¿Cómo desarma Valencia los horizontes de expectativa de los lectores que ha metido en un esquema conceptual que les puede ser conocido? Hace girar la trama mayor y sus partes en torno a los hermanos Fabbre, Caytran Dölphin (autor de Estuario), el Guayaquil sumergido y sus raros supervivientes, y una mujer enigmática llamada “V”, que muy bien puede ser la Vanesa o Valeria que cabecean como corchos sentimentales en un río basado en el Guayas que tanto identifica a la ciudad que baña. La ciudad, no obstante su condición precaria, no puede borrar su pasado, y provee un trasfondo levemente romántico que afecta a varios de los personajes, sobre todo a los Fabbre (véase el capítulo trece). Valencia ha experimentado personalmente las implicaciones de leer la novela en “clave nacional”, y cuando critica ese proceder borra aquellas claves para expandir su texto. Como denuncia polémicamente en los cinco ensayos de la parte “Sobre literatura ecuatoriana” (167-231) de El síndrome de Falcón, la carga de un pasado nacional comprometido, reivindicativo y en última instancia provinciano y arcaico es una razón principal de que esa narrativa del siglo veinte no tenga la valoración que merece. Si Valencia dialoga ensayísticamente con Gallegos Lara, Memorias de Andrés Chiliquinga y Las segundas criaturas, dialogan seriamente con Huasipungo de Jorge Icaza, proponiendo una relectura actual de aquella novela canónica de la narrativa ecuatoriana, y de la actual (véase Carlos Burgos). Por eso no deja de ser irónico, o justo, que la novela de Arcos Cabrera haya obtenido “Mención de Honor” en el Premio Nacional Jorge Icaza 2014. Además de una reflexión profunda sobre la pertinencia de la literatura hoy, como nota Aínsa respecto de Valencia, “no respetar esas reglas no escritas, pero tácitamente acatadas, supone la acusación de pretensión cosmopolita, desvío burgués que califica de ‘perversión nacionalista’ que lleva a la autocensura” (2012: 88). Para Auerbach la idea del espíritu nacional decimonónico condujo a descubrir el perspectivismo histórico (2014: 60), lo cual es positivo por el énfasis en el individualismo. Sin embargo, advierte que casi inevitablemente se da algún tipo de altercado, interrupción, o por lo menos impedimento “durante el curso del progreso de una cultura cuando reglas forzadas y principios racionalistas homogeneizantes intentan guiar o limitar ese curso” (2014: 56), y es entonces, sigue, que la razón se convierte en archienemiga del espíritu nacional, porque no quiere extraer de su invisibilidad las fuerzas inhumanas
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arremolinadas debajo de la racionalidad. Hace décadas señalé (Corral 1995: 385-415) las conexiones entre nuestras novelas decimonónicas y su reescritura en el siglo veinte, y si El enigma del convento (2014), en que Benavides hace algo similar con su Arequipa natal es una muestra, el veintiuno reformulará al diecinueve con más presión social que el veinte, sin la “economía del parásito” que Derrida quería para los géneros, o sin hipotecar la vida a la razón con reglas para las reglas, porque conocer las de una sociedad, o un género, no implica tenerlo fácil con ellas. Valencia estaría reaccionando a un entendimiento equívoco del progreso de la literatura ecuatoriana, situación que puede resultar, según concluye Auerbach, en una estética basada en modelos antiguos, “y nada es más antitético al perspectivismo histórico que una estética imitativa, porque propone estándares absolutos de lo bello y lo justo y rechaza todo lo que no corresponde a ellos” (2014: 61). Lo que en última instancia propone es un rechazo a la nacionalización de autores y obras. Gestos críticos por “argentinizar” a Borges, “chilenizar” a Bolaño, “ecuatorianizar” a Palacio y lo que conllevan solo sirven para convertir un texto en documento nacional, limitar su alcance. La propuesta de Valencia y otros que no quieren nacionalizar su literatura incomoda a los críticos nativos limitados, porque los deja sin trabajo. Evitar el síndrome de nacionalizar hace que los autores que emigran se vean sometidos a una mirada internacional, o les exige otros parámetros fuera de la patria chica que no tienen, o les da pereza adquirir. Es grave creer que Valencia, que pregunta en su no ficción cuánta patria necesita un autor, propone el diseño anterior como resolución libresca, aun en alguna sección agobiada por lo literario. Por eso redirige la trama hacia Romano, quien aparentemente elige los fragmentos que flotan o se hunden constantemente en los quince capítulos con que se arman las primeras cinco partes. Desde ellos surge lo libresco, no como cita o alarde de conocimientos que se puede obtener en una enciclopedia o la red mundial. Más bien, esos fragmentos muestran que es imposible para un autor o lector tener ante sí una versión definitiva de un libro. Se complica así la idea de algunos teóricos de la memoria: que analizar los finales abiertos narrativos es un ejemplo de lo que puede y no puede enseñar la ficción. Pero también sabemos que ningún libro es infinito, que hay una virtud especial en una novela que sigue existiendo mientras recuerda lo que el género no necesita. Para reconfigurar la idea de que una historia nunca es única o
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posee solo una voz, Romano presenta Estuario como una novela subjetiva (intentada en 1932 con éxito por Palacio), un work in progress al cual se puede añadir variantes apócrifas del original inhallable de Romano. En la época actual la idea de que las novelas híbridas son una nueva manera de leer ficción narrativa debe ser entendida junto a cierta performance autorial y nociones renovadas del libro-objeto que giran en torno a la visualización de la renovación de estructuras, materiales y técnica, como demuestran el diseñador gráfico Paul Bailey y otros en Art of the Book (2015), o ¿Qué es un libro de artista? (edición de José María Lafuente, 2014), sin Deleuze y Guattari, y sin pensar en el intento, fallido, de Tristan Tzara de publicar un libro similar pero colectivo que se iba a llamar “Dadaglobe”. En Ulises Carrión, escritor (2016), Javier Maderuelo se pregunta si Carrión fue un “artista de la escritura”, examinándolo como “adelantado”, sin cuestionar qué es “El arte nuevo de hacer libros” como escritura o si su estética es circunstancial (2016: 107-112). En realidad, por un siglo el enlace arte-libro ha dado más importancia a cómo transmitir el arte a través de redes multilingües, y menos al libro como objeto con mensajes internos. De la misma manera, no importa si la crítica es de artista, “científica”, periodística o ensayística, o a medio camino, si se quiere entender, abrir pistas o sostener ideas de la literatura comparada. Para similar propósito, en colaboración con el programador mexicano Eugenio Tisselli, Valencia creó una plataforma (www.libroflotante.net) que funciona a modo de libro paralelo o contralibro, adelantándose al sentido del libro como artefacto comunitario. Si la sugerencia de indicar cómo reconstruir un libro de nunca acabar en otro medio es novedosa, acudir a la activación de los lectores (la obra abierta de Eco, más toda una retahíla de teorías de la lectura y de la estética de la recepción) también incluye el riesgo de que las varias versiones de Estuario dependerán de su conexión a la flexible red mundial, a cambios en los protocolos de lectura, a la subjetividad y egomanía de cada lector, no de un libro impreso, que no tiene que ser viejo para ser coleccionable. Como explica posteriormente Valencia en ensayos extensos sobre la cultura digital, la ficción de esta transmite que el crecimiento de la crítica cultural basada en la red mundial, incluso al nivel lapidario de Twitter y la escritura de postal o tarjeta de condolencia, hace que sea menos probable que nunca que las culturas altas o populares sean consumidas pasivamente por públicos tan
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activos12. Otra realidad es que los problemas de captación y retención de los lectores presos de la tecnología son más graves que las conveniencias obvias de su carácter portátil y facilidad de búsqueda. El libro flotante de Caytran Dölphin admite esa posibilidad, y para habilitarla recurre a insertar al autor empírico en la “Nota flotante” con que se cierra el libro. Allí el autor que se firma “L. V.” mezcla realidad (si es que se conoce la suya) y ficción (que se conoce más), apuntando que al encontrarse con Romano “no sospeché o no pude intuir que allí empezaría esta historia, desatada por un libro inhallable del cual siguen apareciendo fragmentos inéditos y apócrifos de los que a su vez brotan nuevos comentarios y variantes” (436-437). Esa afirmación hace volver al comienzo, en que una niña en Italia hace que Romano rescate el único ejemplar que sobrevive de Estuario y comience la novela que la encuadra, evitando la circularidad que en un momento caracterizó a este tipo de novela. Su opción puede ser vista, respecto a lo libresco, como una novela escrita en dos columnas, una en que se hila la historia central, y otra en que se teje una ciudad de citas o referencias. La primera se concibe como una versión de los hechos y la segunda, casi involuntaria, como una para lo que los lectores quieren saber pero no descubren. Estos no tienen que comparar esas columnas constantemente, como si fueran dos tramas separadas, porque también incluye una opción conceptual: hacer que los lectores añadan comentarios a un sitio de la red mundial especialmente diseñado para la novela. Similarmente, Pron incluyó en su blog la reacción de su padre a El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia. En “GPS Historicism” (2016: 93-118) Hungerford examina cómo The Silent History (2012-2014), “novela” escrita para un teléfono inteligente, y esfuerzo colaborativo, explorativo y serial de tres autores, hace preguntar cómo cambiará el acto de leer cuando una novela sabe dónde está uno mientras la lee (93). Hungerford, es obvio, no sabe de Valencia, y ni ella ni otros pueden determinar si los autores desconocidos en ediciones impresas son creadores incomprendidos o meros aficionados a lo nuevo. Esa dialéctica permite captar la cosmovisión autorial, a la vez que crea un mundo ficticio que repercute más 12 Hecho que Volpi ignora en “La nueva narrativa hispánica de América (en más de 100 aforismos, casi tuits)” (2011: 69-74), creyéndose obligado a hacer una crónica del instante, no de estar en él. En la lista “Elogio y vituperio del libro electrónico” (2014: 60-63) afirma preferir los libros electrónicos, pero al publicar impresos su vituperio revela contradicciones.
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allá de la capacidad de una trama única. Si al comenzar Un asunto sentimental “Benavides” afirma: “Y allí siguió Albert Cremades contándome su historia con una minucia donde creí entrever el cilicio de la expiación” (2012: 22), y en el segundo tercio de la novela asevera: “¿Qué me había contado entonces Albert Cremades en Venecia? O más bien: ¿por qué me había contado aquella historia? Quizá solo era, como apuntaba Juancho mientras saboreaba aquel puro inacabable en la biblioteca de Carlos Franz…” (2012: 131), solo se puede esperar mayores versiones alternativas de mundos y personajes paralelos como Cremades (más la búsqueda multinacional de Dinorah que emprende “Benavides” en los trece capítulos de la novela), como explica Alex Lima (Corral/Castro/Birns 2013: 220-225), personaje en la novela. Ese tipo de distribución tampoco afecta la voz de la novela, porque lo que técnicamente se llama “comentario metanarrativo” funciona en El libro flotante de Caytran Dölphin de manera que se pueda distinguir los comentarios metaficticios (que revelan la ficción de la narración) de los metanarrativos (que no socavan el tejido ficticio), según explica Ansgar Nünning. Es preferible ver el andamiaje descrito como una ampliación totalizante de una frase del narrador: “La manía libresca de Ignacio Fabbre se desahogaba en esos seres que no sospechaban el uso que se hacía de ellos” (47). O sea, no hay que crear un problema donde no lo hay, más que nada si el autor lo ha anticipado, porque caemos en su trampa. Así como se les pide fines más cerrados a las películas actuales, vale recordar que una novela (digamos 2666) que ofrece similares aperturas habitualmente contiene personajes que acumulan juicios morales de los que los lectores no quieren que se escapen. Además, el análisis de personajes de las novelas sicológicas o la dialéctica de las de ideas ostentan sutilezas verbales que no se puede producir visualmente. Con razón en su Poética Aristóteles pregunta que haría Homero con una escena de batalla, ¿mostrar a cien mil tipos corriendo cuesta abajo? No, lo que haría Homero es poner al general en su tienda de campaña a meditar la noche anterior sobre qué traería la batalla. Si Valencia y su novela sobresalen por encima de sus coetáneos también es verdad que comparten la necesidad de crear otra cultura literaria. Él lo logra conectando, a veces insistentemente, la construcción de su novela con la extraña reconstrucción de Guayaquil y su cultura cotidiana. El choque de culturas es un tema hispanoamericano venerable, y no existirían Tres tristes tigres y varias novelas del boom sin esos desencuentros. En la novela corta Poso Wells Ale-
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mán escoge un arrabal de Guayaquil para denunciar la violencia de género sexual (su traductor al inglés la vende oportunamente en 2018 como un thriller ecológico feminista). En Valencia se ve mejor que en su cohorte que el drama de varias historias depende de ciertos hechos comunes, del descubrimiento de impulsos compartidos y modos de comportamiento que no florecen más en Hispanoamérica o en un mundo que la globalización hace flotar. Como muestra la trama principal, si el derrumbe social es general la mala suerte no parece arbitraria. Algunos de esos factores son obvios, como la necesidad del amor que es representada con menos felicidad por otros autores, como ya he dicho. Otros factores son menos pulcros, y por ende de mayor uso para un novelista del talento de Valencia. Por eso El libro flotante de Caytran Dölphin contiene un ritmo humano azaroso y frenético, en contrapunto a la aparente calma del narrador. Como un anfitrión generoso, Valencia junta un grupo sugestivo de personajes y sabe qué hacer con ellos. Como resultado su novela no se queda en la literatura en la literatura, y es más bien una lección de historia (oral en el caso de los Residentes, escrita en el de Caytran), de pasiones, una sátira de los modales de la alta burguesía, y una meditación acerca de la estética y ética narrativas. El hecho de satisfacer al contestar implícitamente todas las preguntas que tengamos sobre esas coordenadas hace de esta una novela ejemplar; y un modelo si se va a usar la literatura como fundamento narrativo, o si se quiere reescribir una cultura literaria y ponerse uno mismo en el centro. Ficcionalizar lo ya ficticio “Chiriboga” aparece, reitero, en Cristóbal nonato (1987) y Diana o la cazadora solitaria (1994) de Fuentes; antes, como silueta, en El jardín de al lado (1981), y muy cambiado y humanizado en Donde van a morir los elefantes (1995), sobreviviendo a Donoso al escribir la solapa de Nueve novelas breves (1997). Reaparece en Fricción (2008) sin novelizar la frase de James sobre el “beneficio de la fricción con el mercado que es tan real para artistas solitarios demasiado empapados de sus meros sueños personales”. ¿Encuentra un ecuatoriano nacionalista ironía en que “Chiriboga” sea el autor de La caja sin secreto, novela apócrifa “insuperable” que en Sudor se llama Galápagos: un verano (71)? Hasta la novela de Cornejo Menacho: no. Este, conocedor
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consumado de las ficcionalizaciones de Donoso y Fuentes y de las técnicas metaficticias empleadas en las otras novelas ejemplares que discutí, logra un modelo: ficcionalizar lo ficticio o apócrifo, poner en perspectiva los “homenajes” y “sicoanalizar” con ironía y humor las pulsiones personales que proyectan implícitamente los creadores de “Chiriboga”. En 2016 el cineasta ecuatoriano Javier Izquierdo ficcionalizó el asunto todavía más con su falso documental El secreto en la caja, añadiendo comentarios sarcásticos sobre la nación y sus problemas limítrofes, arguyendo que Donoso fue inventado por “Chiriboga”, inversión previsible, y sin faltar un profesor estadounidense, “Richard Haze”, como autoridad en la obra del ecuatoriano. Si discuto olvidados, postergados o desconocidos, y los destiempos de su recepción, desde “El escritor ecuatoriano que le faltó al ‘boom’ latinoamericano” de Soraya Constante (El País, 18 de mayo de 2016) hasta “El autor del ‘boom’ latinoamericano que no estuvo allí” de Carlos Dávalos (El País, 12 de septiembre de 2017), Izquierdo contribuye al desdén hacia artistas ecuatorianos, al no hablar del valor paradigmático de Las segundas criaturas (2010), que trató problemas más importantes que su documental, seis años antes. Cornejo Menacho no se pierde en la técnica al cuestionar varios componentes novelísticos y hacer todo creíble con una lógica impecable que es parte definitoria del discurso del género. Es más, le da forma a ese conocimiento haciendo lo que hacen los novelistas más memorables de la metaficción: dejar fuera lo que saben que los lectores se van a saltar. Si entre los “nuevos” de este libro hay un clásico, Las segundas criaturas, que toma su título del poema de César Vallejo “Entre el dolor y el placer median tres criaturas”, entra en ese canon, con una genética incomparable pero ignorada hoy, como muestra Dávalos (arriba). Es significativo que, sin las consecuencias que sufrieron Palacio y Salvador por sus novelas de avanzada, Cornejo Menacho es un adalid similar que lucha con armas sofisticadas contra la censura de su vida real, y de manera nada edípica contra una máquina internacional a la cual solo le importa la ganancia, que es más numerosa, nacionalista y, peor, se enorgullece de varias armas mentales premodernas. Teniendo en cuenta lo discutido en este capítulo es innecesario detenerse en la conexión o desenlaces entre ficción y realidad. Sí se puede afirmar que “Chiriboga” nunca deja de confundir a los críticos o burlarse de ciertas expectativas críticas, y no solo porque un escritor ecuatoriano sigue siendo rara
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avis en el universo literario presuntamente más amplio de hoy. Así, en dos biografías definitivas, de Suzanne Jill Levine sobre Puig y de Gerald Martin sobre García Márquez, se encuentra lo siguiente. Levine expresa libremente que en El jardín de al lado Donoso habla de sí mismo, tal vez del rencor como conciencia de clase (así, “Chiriboga” añade a otra realidad); mientras Martin postula con gran convicción que “Chiriboga” es García Márquez, el escritor favorito de Balcells/Monclús, tergiversando aún más algunas de las realidades que se supone siguen siendo la base de la novela del chileno13. Cornejo Menacho complica y aumenta más las consideraciones que ocasionan estas confusiones, al hacer que su héroe busque su propia sustancia a través de un doble que no existe. Como otros novelistas de este capítulo, Cornejo Menacho sabe que algunos trucos sintácticos y semánticos llegaron a su agotamiento con el todavía activo grupo Oulipo (Queneau, Calvino, Perec, Matthews y varios otros), así que tergiversarlos solo terminaría en otras imágenes oníricas, no en algo original. No obstante, con las restricciones del tipo Oulipo, en Locuela (tono al hablar, o diminutivo de loco) Labbé arma una metaficción que teje el diario de un novelista insatisfecho, la novela que escribe, y una larga carta que él recibe de una mujer obsesionada con una ciudad imaginaria. Los protagonistas, amalgama de personajes concebidos por un Sarduy o Bolaño dentro de una trama de Aira, podrían ser un manifiesto alegórico sobre qué es vivido o inventado para la ficción. Se sabe que algunos personajes y sucesos en la ficción de estos autores se basan en personas e incidentes reales de sus vidas. Pero una cosa es establecer esas correspondencias, despegando desde los hechos que se conoce a ciencia cierta de sus vidas hacia la ficción; y otra es trabajar desde la ficción hacia la vida y afirmar que si algún incidente le ocurre a un personaje, entonces le habrá pasado a su autor. Además están las numerosas alusiones. Con la red mundial se identifica casi cualquier cita, o se confirma o niega inmediatamente cualquier sospecha de intertextualidad. Bueno, casi toda, porque autores como Borges juegan con En Manuel Puig and the Spider Woman (2000: 183) y Gabriel García Márquez: A Life (2009: 332). Martin también recoge palabra por palabra su suposición de una anterior lectura política del boom, en que asevera que la postura de Donoso es “satírica y envidiosa” (2008: 489). Para esa prehistoria Balcells es el hilo conductor del capítulo 5, “Carmen Balcells, la ‘Mamá Grande’” (Ayén 2014: 181-229), y el mal titulado capítulo 14, “El boom y sus apóstoles (el aparato crítico)” (Ayén 2014: 511-553), y otros del libro. 13
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la posibilidad de que un lector culto quiera entender todo guiño, y provee pistas falsas. ¿Qué pasa cuando las insinuaciones también son locales, de un país y una cultura considerados “periféricos”? La tendencia es acusar a los autores de localismo, sin notar que el problema es de los lectores y su insuficiencia o cerrazón cultural. No se puede esperar que todo lector capte todo homenaje o cita, y la solución que provee Cornejo Menacho es mantener un equilibrio en las alusiones que emplea, para que lo local (la quema del tótem, el pecado ideológico) no supere lo universal y que cada una se entienda en términos de otra y de la totalidad de Las segundas criaturas. Así, ¿quién piensa en el efecto del sesentayochismo en Ecuador? Diferente a Volpi, Cornejo Menacho sabe que esa historia está a punto de ser racionalizada, que gritos como Sous les pavés, la plage! parisinos no deben ser mitos, y por eso muestra cómo de desconcertantes y contradictorias fueron las alianzas y enemistades de esa década. Esta es una novela mayor, citable en varias de sus páginas, compleja, totalmente amena en el sentido más sofisticado de la palabra, novedosa, y seguirá suscitando mucha crítica. Así no se puede evitar pensar en El fin de la locura, que trata temas similares pero resulta pretenciosa, inflada, llena de digresiones y pontificaciones políticas, con humor seco. Cornejo Menacho logra mucho más, con una economía de expresión borgeana, con alusiones de sutil ironía monterrosina (sin la mala leche de los narradores de Volpi), y valga el latinajo, castigat ridendo mores. Por lo demás, es un texto espléndido, del que se puede sacar al menos cuatro hipótesis para trabajar, según un artículo de Antonio Villarruel (Corral/Castro/Birns 2013: 226-230): a) un mapa de la sexualidad andina; b) una tensión entre cosmopolitismo y localismo en la literatura ecuatoriana (repleta de entusiastas de Fuguet); c) un intento por llenar un vacío, una suerte de grito por crear utópicamente un icono ecuatoriano de las letras en un paisaje sin ellas; que se enriquece leyendo otros textos de Cornejo y los empalmes con la ética de su periodismo, y d) una extraña correspondencia sobre los roles de la ficción en medio de la realidad objetiva. Es dable terminar con la sensación de que la novela de Cornejo ocupa un lugar inmediatamente importante en la producción literaria nacional porque consigue abordar temáticas muy propias de su tierra, extendiéndolas al exterior. Así, no hay en Las segundas criaturas tensión con los maestros porque su autor sabe que lo peor que le puede pasar a un escritor, aun cuando no se considere “discípulo”, es que se noten las semejanzas más que las diferencias con
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el maestro. Pound tenía razón al decir que nadie reconoce una obra maestra a primera vista porque con aquella convive el maestro. En su visión convencional de lo que es un escritor o texto clásico, Bolaño añade que es el que “allana el camino para los que vendrán después” (2004: 106) porque interpreta y reordena el canon por las obras que nos envuelven, no por alguna noción de inmortalidad. Por eso no creo, con Villarruel, que el de Cornejo Menacho sea un caso de literatura menor, porque se conoce a los maestros de quienes no se nutre. Si la literatura ecuatoriana es menor, según el optimista Echevarría (2010) y su corrección de ecuatorianistas extranjeros, vale pensar cómo se inserta un autor menor dentro de una supuestamente menor y pequeña, noción de Villarruel. Es probable que una reflexión sobre la condición “menor” de la prosa de Cornejo Menacho no dé para mucho, o que lo dé siempre y cuando se trate de repensar esa categoría más allá de a) lo nacional, perspectiva imperfecta en la que sigue cayendo Casanova; b) lo menor en relación con figuras hiperpublicitadas, en que autor menor sería aquel que no hace pompa de sí mismo, y c) prueba que la globalización no ha vaciado lo nacional. Así, Sweet Tooth de McEwan está narrada en primera persona hasta el último capítulo, en que el verdadero narrador se descubre mediante una carta, igual a Las segundas criaturas, en que la presunta narradora es Nuria Monclús hasta el último capítulo, en que gracias a una carta se descubre que el verdadero narrador es “Chiriboga”. Ese recurso es curiosamente idéntico, una coincidencia mundial, recordando que la primera edición de Las segundas criaturas es de 2010. Similarmente, en la novela más reciente de McEwan, Nutshell (2016), un libro del año en su versión española, Cáscara de nuez (2017), el narrador que no tiene nombre aunque es el feto de Hamlet escucha (incluso al Ulysses de Joyce) desde el vientre de su madre, lo cual se asemeja al Cristóbal Nonato de Fuentes. Así que ¿quién influye a quién? Pensar en “lo menor” tiene el defecto de no lidiar con la literatura y los temas que aborda sino con la figura del autor, que tiene su inconveniente: que un autor nacional sea menor porque es poco publicitado es anteponerlo a sus textos. Queda así la sensación de que para la literatura ecuatoriana y su recepción internacional se aclara mucho con Las segundas criaturas. Si no canónico, su autor es perdurable por escribir sobre varias sensibilidades poco abordadas en la cultura continental. La primera es tocar ficcionalmen-
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te una figura totémica del boom, recrear una nostalgia por un faro que no tuvo ni tiene Ecuador. La segunda es la elasticidad entre el cosmopolitismo y el localismo, presentes de manera tan evidente. Y habría una tercera, desarrollada en el próximo capítulo: cómo la traducción negocia las inevitablemente dispares sensibilidades culturales de los autores y sus traductores, cuando ambos ahora son más propensos a extranjerizar la lengua meta en vez de oscurecer las diferencias entre aquella y la fuente. No hay ni traductor ni traducción perfecta, y cuando se acerca a este estado, como hizo C. K. Scott Moncrieff al inglés con À la recherche du temps perdu, el autor no está satisfecho, lo cual hace preguntar si el inglés de Proust era similar al francés de Moncrieff (según Conrad, cuyo padre era traductor, Moncrieff era más proustiano que Proust). Otros tipos de excepciones Si decía que presentaría Lecciones para una liebre muerta de Bellatin como contrapunto es porque es una narración que, a la vez que surge de la nueva ola narrativa, se distancia de ella, acercándose peligrosamente a experimentos harto conocidos (por ejemplo, los comentarios al “cuadernillo de las cosas difíciles de explicar”). Si se ha visto su novela como una especie de adiestramiento de la literatura, como una novedad sobre la consubstanciación de narración y autobiografía, también se la puede ver como una regresión al tipo de narración posmoderna que reconstruye el sujeto, gesto agotado a finales del siglo pasado. Como Rousseau, los novelistas actuales tratan pero no “confiesan” los hechos de sus vidas sino sus pensamientos y convicciones. Así, Lecciones para una liebre muerta es más una antología fragmentaria de sus novelas anteriores, o como arguye López Alfonso en su libro (2015), y en la visión sucinta sobre él (Corral/Castro/Birns 2013: 23-31), una síntesis o recapitulación de su pasado, hasta entonces. Siempre son retrospectivas momentáneas, y el chiste solo se entiende o aprecia si se tiene conocimiento de ellas. Pronto uno empieza a sorprenderse ante la desmesura e hipótesis de las tesis de Bellatin, y ante sus flojos cimientos y conjeturas (véase el blog de 2015 de Bajter en Letras Libres, “Los envíos de Fogwill desde el cielo” y Mónaco Felipe 2017). Una solución de Castellanos Moya, nada extraño al humor, es retomar episodios y persona-
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jes de sus novelas anteriores en El sueño del retorno, reubicándolos para hacer todo lo trágico más comprensible. El problema de la autocita es que implica ese conocimiento del resto de la obra del autor, u obliga a buscarla en un museo de quita y pon, lo cual puede convertirse en una imposición egoísta. Dicho de otra manera, puede ser muy temprano en su desarrollo para que un autor talentoso como Bellatin haga pastiches de sí mismo. La idea de armar una narración con referencias a novelas previas de uno mismo ya estaba suficientemente instituida a principios de los años ochenta, y El escarabajo (1982) de Manuel Mujica Lainez es el mejor ejemplo de ese tipo de concatenación. Es más, en Lecciones para una liebre muerta también encontramos un llamado a que simpaticemos con el escritor que quiere encontrar su sitio en el mundo, y lo haremos, pero hay muchos en la cola. ¿Por qué? Porque la literatura en la literatura también puede ser un círculo tiránico que suplanta al problema de abolir lo “normal” en la narrativa de las sociedades burguesas, en la medida en que en el mundo actual la vivencia sensible-visionaria del letraherido inmaduro no se destaca o tiene una posición dominante ante otras patologías que nos rodean. Otra lección implícita del texto de Bellatin es la ilusión de querer criticar un texto a partir de la falencia o añadidura de una hipótesis. La hipótesis es para algunos críticos el paso previo a una teoría, a la cual ellos y solo ellos tienen acceso; y los nuevos narradores les darán la razón, aseveran. Hay en esa exigencia algunos supuestos que se le pierden a un lector abierto u objetivo: 1) todos esos refritos entre histeria ideológica, hipótesis y teoría conducen, como si fuera poco, a tener la razón; y 2) para ser estudiado correctamente el tema a elegir siempre va a ser demasiado específico, una proposición enunciada para contestar tentativamente una pregunta, detonador primordial para Cercas y su lealtad a la ficción y la historia (2016: 55). Esos gestos no funcionan con Bellatin o con los discípulos y maestros poco preocupados por formulaciones claras y precisas. Los críticos que creen que la historia los absolverá no son de fiar, porque como he mostrado los discípulos y maestros 2.0 no son homogéneos. A la vez, los críticos que piensan que la literatura se reduce a ideología o teoría tampoco son absueltos, por sugestivas que parezcan sus propuestas. Vale prescindir de teorías e ideologías como muletillas si no se reconoce contradicciones y limitaciones propias. Si es cierto que la novela sin ideología no existe, es igualmente válido que la ideológica tiende a no ser novela. En una
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nota de 2015, a cien años de su publicación, Moretti propuso que Teoría de la novela de Lukács no es útil, por no resolver las contradicciones de la experiencia burguesa en que se basa para probar que la inmanencia de significado no cabe en la vida real. Doscientos años antes, Huet descartó esa noción en Traité de l’origine des romans. El placer de leer a Gide (precanónico rechazador del precanónico Proust), a Bolaño y Aira no se circunscribe a esas visiones. Una gran novela tiene para sí ese perfecto oscilar entre documento histórico social y obra inexplicable o inclasificable que se disfruta, y puede ser lenguaje puro por tratar de renunciarlo. Así, los ismos de los discípulos y maestros 2.0 triunfan como paradigmas a la vez que se fosilizan como convenciones que aprisionan. La inquieta energía intelectual de Kundera y de un seudohistoriador del género como Thirlwell, que se puede examinar como poco convencionales y modeladas según Diderot, con el tiempo adquieren convenciones propias. A Bellatin le tiene sin cuidado cómo sus lectores perciben la bizarra rareza de los personajes y situaciones que crea, aunque (y así irrumpe su alianza con los nuevos) se cuida para ofrecer un terreno conocido de ese tipo de literariedad: los homenajes a maestros de la prosa híbrida como Pitol, que no necesita ser marcada con colores luminosos o bilingüismo barato, o dispersión de frases no traducidas y construcciones sintácticas raras, como varios autores del próximo capítulo14. Siempre hay cumplidos de Abad Faciolince, Benavides, Cortés, Courtoisie, Enrigue, Fresán, Fuguet y otros, a veces en plan paródico o como alusiones, artículos, entrevistas, menciones, opiniones o guiños más complicados a otros maestros (Becerra 2014: 291). Pero Pitol se adelanta a los discípulos. En las páginas preliminares, explicación falsa de El mago de Viena (2005), el narrador asevera: “Gracias a estas lecturas y a las que aún le faltan, el futuro escritor podrá concebir una trama tan lejana de lo real como la de El mago de Viena, exasperar hasta lo imposible su chabacanería, su vulgar extravagancia, transformar su lenguaje en un palimpsesto de ignorancia y sabiduría, de majadería y exquisitez, hasta lograr un libro absurdamente refinado, un 14 Momentos pedagógicos superfluos sobre la cultura hispanoamericana aparte, varios escritores “bilingües” tienen una costumbre que distrae: emplear palabras o frases en español e inmediatamente repetirlas en inglés. Díaz lo hace y funciona, y no porque dos lenguas no puedan coexistir en la misma página sino porque sus personajes viven en un medio multilingüe; y por saber que ese giro ya es viejo lo calibra sin que los lectores crean que reciben una clase, como con otros autores. La mejor explicación de esas negociaciones es la de Rita de Maeseneer (2014a: 345-357).
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relato de culto, un bocado para los happy few, semejante a los de César Aira y Mario Bellatin” (22-23). No sorprende que la versión anglófona (2017) de El mago de Viena tenga una mística introducción de Bellatin, “Manual para devotos de Sergio Pitol”. No obstante, diferente de discípulos como Bellatin, Pitol quería distinguir entre autores de culto, de literatura del lado B o light, o poco pensada. Y es clarividente porque para ese futuro la actual Generación “Me gusta”, y su empatía más de emoción que de pensamiento, la palabra “frágil” se aplica diaria y rutinariamente a los cambios de estado de ánimo. La voz del finado maestro, por disfrazada que esté, proyecta no tanto una ironía sino una visión de la fragilidad del momento narrativo de los autores que menciona, porque inmediatamente el narrador, cuyas señas de identidad nos acercan al prosista real, añade: “No conozco la formación de los jóvenes actuales. La imagino muy diferente a la de los escritores de mi generación debido a la revolución visual y electrónica” (23). Posteriormente Pitol o su escribiente le copió verbatim a Valencia su visión crítica de Bellatin, complicando el hecho de que el alter ego del mexicano sabía bien que, si algo hicieron los narradores del siglo veinte, fue transformar la literatura, haciendo que la lectura exigiera esfuerzo, propósito indirecto de los libros electrónicos de hoy (el público los compra por baratos, no por proveer una mejor experiencia de lectura). Así, el tríptico que arma con El arte de la fuga (1997), El viaje (2001) y El mago de Viena, reunida como Trilogía de la memoria (2007), es una muestra única de cómo la autoficción y el nomadismo obsesionan positivamente. Valencia tendrá que sentir el placer del homenaje secreto, y que lo haya hecho el mexicano o un amanuense al final da igual porque Valencia tiene pluma, y un estilo afín al Pitol verdadero. Al desvincular ficción y realidad con la mentira literaria, como tanto insiste Vargas Llosa, se reitera la dificultad de decir algo nuevo, y un crítico sagaz como Alter también lo notaba en 1975: “Si este es el momento de la novela autoconsciente, es definitivamente un arma de doble filo, como indicaría la espectacular desigualdad de la ficción innovativa de hoy. La creciente insistencia en la autoconsciencia en nuestra cultura mayor ha sido una fuerza liberadora y paralizante, verdad que se aplica a su desarrollo actual en la expresión artística. En ese sentido, la crítica debe ser especialmente precavida” (1975: 220, énfasis míos), y los novelistas también, como se vio con Goytisolo, sartreano arrepentido, como Vargas Llosa. Después de Alter se popularizan términos
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como novelas autoconcebidas o autogeneradas (self-begetting); e invariablemente atribuidas a Nabokov, novelas “enroscadas” o “en espiral”, y proliferaron los estudios sobre ellas. Aquellas podían ser largas, pero de peso liviano, como prevenía Alter. El evangelio temático de Wallace, por ejemplo, surge de variantes del aburrimiento, la desesperación o la indiferencia. En una época de distracción y malestar por la abundancia y tiranía de relatos convencionales e información robótica también se puede reaccionar con esos sentimientos al leer Infinite Jest, así como uno se puede aburrir leyendo las extensas descripciones de las sogas en Moby-Dick. Es decir, los microdetalles y jerigonza rara vez ayudan a la narración. Las críticas conceptuales de algunos de los narradores noveles tienden a centrarse en la coquetería o perenne cuestionamiento de lo que define al arte narrativo, que en verdad ha sido una búsqueda igualmente imperecedera. En 1923 el poeta William Carlos Williams publicó en París, en una tirada de trescientos ejemplares, The Great American Novel, noveleta satírica que, aparte de aludir a la imposibilidad de ese intento, abreviado por Henry James como “GAN”, trata de mostrar que es imposible escribir una novela dentro de las convenciones narrativas establecidas. Al final Williams se burla de los jóvenes “serios” que se imponen la carga de escribir la Gran Novela, sin mencionar a los viejos. Esa obsesión intergeneracional es perdurable, y hasta 2013 hubo por lo menos diez novelas anglófonas tituladas The Great American Novel, incluida una de Roth en 1973. Mientras aquella busca la Gran Ballena Blanca a lo Melville, los latinoamericanos rebuscan la Gran Ciudad imaginada, porque esta no logra borrar las fronteras entre lo rural y lo urbano, como muestra Almada en El viento que arrasa (2012). Hoy la nuestra está ocupada por una comunidad improbable que recrea las exclusiones del mundo globalizado, como hace Abad Faciolince en la distópica Angosta (2003), convirtiendo los “edenes” que son Macondo —más los menos paradisíacos Santa María, Comala o Santa Teresa, o reacomodando el peso de la novela política, como Pampa Hundida en El desierto (2005) de Franz— en infiernos dantescos u orwellianos sin realismos mágicos, héroes o heroísmo, a lo McCarthy en Meridiano de sangre o La carretera. Alérgico al melodrama de su coterráneoVallejo, menos interesado en las conmociones autobiográficas fáciles y consuelos prolijos de la trama, Abad Faciolince no hace menos con el paisaje de la finca heredada que da el nombre a La Oculta.
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Como muestra la novela autobiográfica inglesa, desde Anthony Powell y A Dance to the Music of Time (12 volúmenes bien acogidos entre 1951 y 1975) hasta Edward St. Aubyn y las cinco breves que ha escrito desde 1991 (las metafóricas evasiones de las “Melrose novels” recogidas en 2015), el carácter épico y edípico de ese tipo de obra ha sido abandonado paulatinamente. Las de St. Aubyn, como las de Vallejo, nada extrañas a la autoficción, ofrecen variaciones esnobistas, cómicas o forenses sobre traumas que no se superan con el lenguaje. Por eso la Gran Novela Americana anglófona cambiará por el lenguaje de la mayor presencia latina y otros. Como asevera el tailandés-americano Tulathimutte, “la novela generacional, como la Gran Novela Americana, es un mito romántico reconfortante, que erróneamente supone que la comunidad significa más que la individualidad” (2016: br37). Fresán afirma: “Una cosa está clara: Wallace —como suele ocurrir con los grandes de verdad— no es ‘apto para todo público’ porque no todos saben hablar en Wallace, o leer en Wallace” (2015: 17). No, no es tan claro, porque Fresán, que habla de “los Wallaces” (2015: 15), no explica si esa expectativa se da al leerlo en inglés o en traducción. Sea cual fuere la lengua en que lo lee, Fresán pretende hablar de un lenguaje privado, que por extensión reduce el público de Wallace. Su lectura no es una teoría, y tratar de explicar lo que es ese autor con clichés como es “un novelista más decimonónico que neomilenarista” (2015: 17) es confundir lo que escribe con lo que experimentan sus lectores. Su visión no mejora en “El chiste inmortal de Foster Wallace cumple veinte años” (2016: 21), aunque al registrar a los seguidores hispanohablantes del estadounidense tiene razón al decir que es “peor comprendido y más apresuradamente inmortalizado” (2016: 21). De hecho, en “On Not Reading DFW”, Hungerford (2016: 141167) complica las lecturas generales y académicas del estadounidense para no leerlo, sosteniendo que al leer ese tipo de autor hay una sobreproducción, un “pánico de influencia” (noción de A. O. Scott), indecisiones, hechos biográficos y redes sociales, de autores conscientes como Eggers. Recordemos aquellas fechas de 1923 y 1975 al pensar en los antecesores hispanoamericanos de la metaficción, porque a veces los críticos conocen demasiado su oficio como para capturar el alboroto que esos autores causaron entre sus contemporáneos. Así, en un artículo que revisa la narrativa recuperada de Levrero, Zambra examina cómo “renuncia” a la “gran novela latinoamericana”. Hablando de La novela luminosa, arguye que “no es un van-
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guardista. Levrero extraña una unidad a la que ya no es posible acceder por las vías tradicionales, pero no por ello renuncia a intentar conseguirla” (2008: 30). La valoración no es nueva, aunque Zambra bien conoce la tradición que lleva al uruguayo, y se puede pensar en Macedonio, en Aira, o en las novelas totales del siglo pasado cuando Zambra dice que es “inclasificable”, o que “casi la totalidad de la novela será, finalmente, el registro de la imposibilidad de escribirla” (2008: 29). Otra vez, se trata de lo que he venido llamando el Gran Borrador, que contiene preguntas y respuestas circulares a si la posibilidad de la novela está condicionada por la imposibilidad de completarla. Cuando Zambra concluye que “son pocos los narradores de entonces que renunciaron, de antemano, a escribir la gran novela latinoamericana” (2008: 31), estamos ante una evaluación temporal que, como argumenta Discípulos y maestros 2.0, produce desencuentros conceptuales y destiempos cronológicos. Zambra recuerda que Levrero comenzó a escribir La novela luminosa en 1984, con 44 años, cuando ya había varias grandes novelas que, sin duda, fueron el peso que cargó como novelista de su tipo. Para Bajter “en literatura, a diferencia de otras artes, el encuentro con los precursores es impresencial, definitivamente textual: el texto como cuerpo del maestro, la obra como signo, el templo como biblioteca” (2007: 24, énfasis suyos). Hablar de la Gran Novela es creer que solo hay una, tal vez nacional y escrita por un hombre; y soñar con ella es una broma y aspiración infinitamente provocadora si se la concibe como una meganovela que ensambla cortes transversales heterogéneos o personajes imaginados como microcosmos sociales o vanguardias. Esos deseos funcionan con más ahínco en novelas “menores”, publicadas en traducción por editoriales menores. Tal es el caso con la primera de Tomás González, Primero estaba el mar (1983), que la londinense Pushkin publicó en 2014 como In the Beginning Was the Sea, hasta hoy bien recibida en inglés, creando otras preguntas sobre novelas cortas escritas por sus contemporáneos cuya traducción discuto en el próximo capítulo. Memorias de Andrés Chiliquinga agrega otra realidad: en el mundo anglófono se toma más en serio las fuentes académicas en que “casi todo está en inglés” (36), y se le explica condescendientemente al protagonista que “si haces un buen trabajo podría ser el primer artículo sobre Icaza y sobre Huasipungo escrito por un kichwahablante” (37). A la vez hay censura del Otro indígena: en el séptimo capítulo (67-73) Chiliquinga escribe un resumen de Huasipun-
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go, pero la ecuatoriana “occidentalizada” le corrige giros sintácticos andinos, o que critique a Icaza, añadiendo “no es necesario que digas que yo te sugerí leer las frases que están entre guiones. En consecuencia, no me debes nombrar —me ordenó, nada de pedirme, y continuó—” (72). Chiliquinga concluye que en instituciones que recompensan lo subjetivo esos exegetas encuentran historias secretas donde no las hay: “¡Esa era la otra palabra! ¡Interpretación! Las dos se turnaban: interpretación y comprensión. Me chocaban esas palabras oscuras, que pertenecían a otro idioma que solo se hablaba en clase” (124-125). Como se desprende de los metamensajes en los capítulos 8 y 10, lo esencial de su carga provocadora se encuentra en la transmisión convincente y urgente de las palabras emitidas por Chiliquinga en un ambiente definido por la relación universidad-empresa y estudiantes-clientes, en que estos importan más como consumidores. Aquella frase actualiza otra característica de ese ambiente expuesta hace más de dos décadas en Donde van a morir los elefantes. En ella el “chiriboguista” chileno Gustavo Zuleta participa varias veces en el debate sobre el compromiso con los profesores estadounidenses y sostiene que un escritor latinoamericano rechaza la novela social porque corresponde a expectativas extranjeras, y por ende representa una subordinación. Y concluye: “Les gustamos si en nuestras páginas hay revoluciones e injusticia social y dictadores y mucha pobreza e ignorancia y sexo. Por eso es que aquí tan pocos escritores latinoamericanos alcanzan más de una edición: mira el caso de un maestro como Onetti, por ejemplo, para no decir nada de Lezama Lima o Carpentier. Son los yanquis quienes nos exigen que seamos violentos y sexuales y pobres, que acusemos y señalemos con el dedo al culpable. Y si no somos así, no nos quieren, porque entonces no podemos ser objeto de ninguna policy de salvataje, de esas con que ellos se admiran a sí mismos por lo buenos que son” (90-91). Y enfatiza que La caja sin secreto “había vendido poco en inglés” (104). Se puede interpretar las conclusiones de Donoso como lo que Bourdieu llama la “violencia simbólica” del “dominador”, que sugiere cómo los grupos tapan su poder bajo un velo de intelectualismo o pureza estética. La pregunta sobre cómo interpretar el pasado se acentuó con los dadaístas hace casi un siglo, y desde los años ochenta, como se ve con Levrero, son refrescadas para mal o bien por olas sucesivas de narraciones ensimismadas, obsesionadas con la representación como actuación o desempeño (performan-
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ce anticipada por los happennings de los años sesenta). En los años sesenta y setenta nuestra narrativa llegó a una desaprensión normativa que demostraba en qué medida había que conocer las normas para poder ignorarlas. Esta es una conclusión importante de Block de Behar (1969: 92), autora de observaciones críticas tempranas y fundacionales sobre cómo la fascinación por el lenguaje durante el boom provenía de un fenómeno más hondo. Su análisis, abrazado por filólogas como Barrenechea, mostraba que la narrativa tenía vigencia aun cuando prescindía de sus formas tradicionales (1969: 105)15. Block de Behar prepara el terreno para aceptar esa visión al decir que el uso de bricolage de parte de los “boomistas” parece demostrar “la consciente convicción del artista sobre un trabajo rapsódico que está realizando con materiales ya inventados y empleados por otros” (1969: 34). Hoy, en novelas como Si te vieras con mis ojos, la mezcla de materiales, en su caso los del pintor Rugendas y del naturalista Darwin, el bricolage es más productivo, mostrando otras posibilidades de relación con los maestros metódicos (entre ellas los desencuentros afectivos), y así como Darwin eclipsó la Weltanschauung que promovía Humboldt, Rugendas superó las ambiciones de sus maestros, entre ellos Humboldt (a quien Darwin le mandó The Voyage of the Beagle, y el polímata le aseguró que “tenía un excelente futuro por delante”), que le había sugerido que no encontraría temas atractivos para su arte en el Cono Sur. Para Blumenberg, hablando de cómo la novela imita la realidad, el artista “solo copia algo que es ya una copia y que no puede ser sino una copia, y de este modo la eleva al nivel de un original” (2016: 132). En otra práctica, el 5, 6 y 8 de agosto de 1975 el poeta chileno Enrique Lihn escenificó, como narrador histriónico, la lectura de su novela La orquesta de cristal antes de que se publicara, en 1976. No es baladí que en ella parodie ferozmente al discurso crítico, y que mucho antes de Wallace, un tercio de ella se componga de notas finales. Si se piensa en que Entre Marx y una mujer desnuda también fue publicada en 1976, este año es una evidencia de que el experimentalismo se agotaba, por lo menos para los lectores. Ese mismo año 15 América Latina en su Literatura (1972) enfatizó rupturas generacionales, experimentación, desplazamientos genéricos y destrucción formal (Rodríguez Monegal, Jitrik, Campos, Adoum), convirtiendo pleonástico analizar la disolución de fronteras o límites. Las compilaciones y artículos de hoy se ocupan de modelos novelísticos circundantes sin proyectar al futuro, que sí llevó a cabo la crítica de los años setenta por la preceptiva de la época.
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el puertorriqueño Manuel Ramos Otero (1948-1990) publicó La novelabingo, que recibió críticas adversas, y comparaciones exageradas con Rayuela, con la que comparte la innovación lingüística, no la creación de personajes memorables. Si la difusión y acogida de La novelabingo fue nacional (se la reeditó en Puerto Rico, en 2011), como ocurre con la de Adoum, su valorización depende del orgullo nacional, no de una visión (al tratar la ideología con arte hay un abismo entre él y sus coetáneos) amplia o necesariamente comparativa, de su valor trascendental, y en ese sentido no corresponde al giro hacia el selfie que discuto en este capítulo. Hay un proceder parecido en Quiero escribir pero me sale espuma (1997), del fallecido Gustavo Sainz, autor principal de “La Onda”, movimiento que da un temprano ejemplo de la autoficción con De perfil (1966) de José Agustín. En el Sainz de 1997, un joven inédito de los años sesenta quiere recrear el México de los años veinte para una novela que escribe (giro que enmienda Luiselli en Los ingrávidos). Pero no logra encontrar el tono, y se puede concluir que lo mismo le ocurre a la ficción que enmarca esa otra ficción. Considerando el pasado narrativo experimental, queda a favor de Sainz la necesidad de estirar los límites genéricos. Así, las discusiones sobre realismo versus varios tipos de irrealismo son contraproducentes porque cada lado termina caricaturizando al otro, limitación del artículo citado de Dantzig. Aira emite una frase lapidaria que su práctica no avala: “El realismo es lo que da la posibilidad de extenderse en el relato y escribir libros de muchas páginas” (2014: 25). En How Fiction Works (2008) Wood mantiene que el realismo es tan esencial a las tradiciones literarias de Occidente que “hace que todas las otras formas de la ficción parezcan géneros”, lo cual no significa que su supervivencia deba celebrarse, tarea sempiterna para Jameson, corregido por Vasunia (2013: 322-323). Aira, Vargas Llosa y Wood se interesan en una forma estrecha del realismo y su técnica, cuando hay visiones expansivas que incluyen la experimentación para explicar la solidez estructural de una novela. Pero los tres escriben abiertamente de las novelas que los incomodan, anatema para la crítica académica. No hay que obsesionarse con ese debate porque hay novelistas que no son ni tradicionales ni experimentales, ni vergonzosamente autobiográficos ni frívolamente fantásticos que violentan barreras fantasmas que les sirven más a los académicos. Dentro de esos tanteos, Coreografías espirituales (2017) de Labbé es una distopía musical digitalizada —ambientación similar a la del desamor libresco
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en Piezas secretas contra el mundo (2014)— en que el protagonista parapléjico percibe la desescritura de su memoria y sus relatos. Pero no se puede escapar de contar historias: “Antes de lanzar diez nombres posibles y falsos, antes de proponer títulos, dilato la pupila para trasponer al principio de este volumen de ficción autobiográfica las palabras de otro” (19), intercaladas con secciones cuyo incesante comienzo es “La coreografía necesita…” Hay una ambientación similar en Todas mis muertes (2006), del peruano Ezio Neyra Magagna, que mezcla el sentimentalismo por la familia rural (y varios clichés sobre su valor) con la dura realidad de un escritor/periodista urbano que no puede publicar su primera novela en una editorial española. Algo parecido ocurre con las relaciones familiares de La Oculta, de Abad Faciolince. Si Magagna intenta proveer un retrato del artista y sus crisis existenciales y literarias (preferencia establecida por James), no resuelve una pregunta obvia que sí resolvieron Joyce, James, Cortázar y Vargas Llosa: el escritor tiene que irse de su país, si no por la prensa que lo acecha y degrada por no decir “la verdad” (presuntamente basado en la realidad de Magagna), sí para recibir una crítica imparcial que vea más allá del entusiasmo patriota y ubique una novela nueva en su contexto real (véase los ensayos de Valencia al respecto). Si en Joyce las visitas a los prostíbulos son ritos de iniciación que producen un despertar, en Fruta verde (2006), Serna, discutido en otros capítulos, recorre el mismo camino mejor. Diferente a Magagna, Serna mezcla el relato de su acceso al arte con variantes autobiográficas y aspectos de una novela en clave para referirse a cómo Germán, protagonista y alter ego del autor de Señorita México, se inicia en la literatura. Ayudaría saber algo sobre Serna para entender sus guiños. Pero como vimos con Valencia y su novela, la lectura cabal nunca va o debe depender de identificaciones autobiográficas fáciles. La gran diferencia entre Serna y Magagna es que el primero aprovecha esas coordenadas y conjunciones para revelar un mundo homosexual mucho más complejo e híbrido en sus ritos de iniciación que el descrito por Zapata en su precursora El vampiro de la Colonia Roma (1979), literaria por picaresca, así como Fruta verde homenajea a la literatura barata de finales de los años setenta. Zapata actualiza la actitud homosexual ante ideas heteronormativas sobre el amor, la identidad y la sexualidad en La historia de siempre (2007), sin deshacerse del tono reivindicativo por el que falla la desmesura de Sudor, en gran parte por su desfile de modas y marcas
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extranjeras y usos burgueses que en realidad no son privilegio del homosexual. Cada sociedad crea los vampiros que necesita cuando cree que no se la consideraría arriesgada si es incomprensible a un público amplio. Sin erotismo vampiresco, en Almuerzo de vampiros (2007) y sus doce capítulos entrelazados (en uno de los cuales un profesor de literatura reencarna en ladrón nocturno de chistes, específicamente la “grosería y humor en el dialecto chileno”), Franz supera varios clichés sobre las nuevas sexualidades normativas (como hace Indiana en sus primeras novelas), y los límites literarios del retorno a la patria, mostrando por qué ver la creación artística como vampirismo está pasado de moda (hoy son los zombis). Por esos cambios no sorprende que La mucama de Omicunlé de la dominicana fue finalista del Premio Bienal de Novela Mario Vargas Llosa 2016 y que Si te vieras con mis ojos lo haya merecido. Hay un relativismo implícito al contextualizar esas visiones de la literatura, a la vez que una especie de valor añadido hispánico desconocido en las contextualizaciones. En 1972, siete años antes de que Calvino publicara Se una notte d’inverno un viaggiatore, un joven de veintiún años publicó Travesía del horizonte, en que un grupo de escritores y artistas ilustres leen en voz alta un manuscrito llamado “La travesía del horizonte”. El joven era Marías, maestro para varios nuevos narradores. Esa práctica aumentó y se complicó con los años, y es la herencia “natural” que encuentran los contemporáneos, a diferencia de los antiguos maestros, que por lo general buscaron maestros fuera de su lenguaje. Como asevero en el primer capítulo, la herencia es más antigua de lo que se cree o sabe. Para Block de Behar el conflicto de las fuentes fue sentido por los narradores del boom, y su nómina incluye el canon reconocido hasta el fin del siglo veinte. Correctamente añade a Marechal, Carpentier, Asturias, Sábato [sic], Rulfo y Arguedas, aunque excluye a Macedonio, Fuentes y varios narradores vanguardistas del siglo pasado. O sea, en vez de preguntar quién está en el canon hay que preguntar por qué se tiene uno y quién se beneficia de la idea de un canon institucionalizado. Lo que percibía Block de Behar en 1969, y que sigue vigente para los nuevos de hoy, traducidos o no, es una lucha por la igualdad lingüística, que ella comprende así: Como avanzada de esta lucha sin esperanza contra lo literario aparecen las sublevaciones de una lengua, en tanto que todavía no es literatura. Vale decir, la literatura
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no radica tampoco en el material con que se manifiesta de la misma manera que el valor de la pieza maestra no se realiza en virtud del material precioso con que ha sido forjada. Sin embargo, la lengua literaria se ha venerado por su exquisitez y prácticamente era aprendida como si fuera una lengua más un adjetivo, es decir, una lengua distinta o perteneciente a una actividad especial. Constituía así una expresión técnica, muchas veces ajena, dialecto dentro de la lengua común (1969: 35).
Como he observado, los nuevos narradores elevan los artificios y dominios técnicos a un extremo de virtuosismo deslumbrante, a la vez que los revelan como una farsa soberbia; y se deleitan con la plenitud de sus espectáculos, pero en todo el frenesí se percibe también un latido punzante de desolación, de lo inacabado. Ya instaladas conceptualmente las paradójicas conexiones entre la vanguardia, el boom y los adelantos que se vislumbraba, en 1981 Rama se explayó acerca de la pulsión internacional hacia la técnica de avanzada y su relación con la narrativa latinoamericana: “Si la asunción de las técnicas como instrumentos universales y neutrales constituyó el punto de partida, la evolución posterior dio prueba de la íntima vinculación que ellas manifiestan con un perspectivismo internacional. La utilización de los escenarios, personajes y temas de cualquier lugar del mundo, el manejo de una materia prima internacional, fue mera consecuencia lógica y legítima de la absorción de las técnicas foráneas” (1986: 348). Rama discute los modelos operativos, y al expresarse acerca de las ilusiones y realidades de la tecnificación (1986: 319-333), se concentra en la oposición al nouveau roman (1986: 325), que hoy solo existe entre los que prefieren producir “textos” en vez de contar historias. Si ese antagonismo es verdadero, también es verdad que no disminuye el énfasis en la apertura a otros mundos implícita en la tecnificación bien lograda. La última parte de la cita de Rama se aplica a la estética narrativa actual, sin calzar en la literatura en la literatura, y se define por su amor de lo hipotético, del orden y símbolo, de representaciones como representaciones, de la claridad que puede surgir al suspender lo programático. Vista así, vale reconocer que tiene mucho en común con el conocimiento teórico; y menos con la política ficcionalizada. Así, Fontaine y Castellanos Moya hacen que la ficción use la Historia para hacer más Historia, aunque especulativa y ficticia; que a la vez produce más ficción al pretender reproducir hechos. Quiéranlo o no, los novelistas dan cuenta de su propio momento histórico, y que algunos
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aún escojan la novela “histórica” es una marca de su propio tiempo: buscan en el pasado porque el presente les resulta indiferente, aunque los sentimientos condicionen lo histórico, como en El mundo de afuera de Franco. Para poner en perspectiva las ilusiones técnicas actuales recuérdese que a través de su ensayo Rama se ocupa de Vargas Llosa y lo que significan sus logros técnicos para la nueva narrativa de entonces. Como concluye, ya en las primeras obras del peruano “convive el mayor esfuerzo de recuperación interna de la experiencia latinoamericana con el mayor esfuerzo de adaptación cosmopolita, vinculándoselos con una extremada tensión que detecta su voluntad de escritor. Parecería un propósito de engarzar los dos polos, a pesar de sus chirriantes colisiones, para no perder nada de ninguno de ellos” (1986: 355). De ese comentario se desprende una pregunta: ¿hay más que alteraciones técnicas en el cosmopolitismo de la novela actual? En varios casos son novelas que tienen más que suficiente técnica, pero poco propósito, y en la discusión contemporánea en torno al arte la belleza no tiene papel. Aira, por ejemplo, no escribe sobre cohesión, sinceridad, lo trascendente, el rigor formal u otros ideales atemporales, o la obsesión actual con la política de identidad en el arte actual. Porque el baile de la identidad (definitorio de los programas anglófonos de escritura creativa, según la novelista Elif Batuman) siempre es parte del arte, la crítica de Aira es más un esfuerzo por articular la novedad, desatendiendo cualquier disposición estética en sus argumentos, sin alarmarse de que una sociedad libre necesita el arte para que los humanos se conviertan en tribus androides con una ideología exclusivista, nada conscientes de cómo relacionarse con una idea más amplia de lo que es el arte. Enfocarse exclusivamente en las características físicas, digamos de las tecnologías digitales sobre las que siempre habrá optimistas y pesimistas, tampoco permite capturar los significados que afectan a la sociedad. Así, un “pacto autobiográfico” de Bellatin reza: “No creo tener duda de que el misterio que acompaña mi vida se encuentra en el lugar de origen de mi escritura. Solo ahora, después de tantos años de búsqueda e indagaciones, sé que el misterio seguirá siempre accesible. Nunca sabré cuáles han podido ser los motivos por los que, desde mi infancia, me he empeñado en mantenerme varias horas seguidas frente a una máquina de escribir” (23). Esa cita de Lecciones para una liebre muerta transmite que detrás de las piruetas puede haber humanidad sublimada, una mentalidad que entiende que lo mecánico
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a veces importa tanto como la concentración en contrapunto de la red. Así, su inteligencia se traduce en juegos cuasiintelectuales desperdigados, y no es el menor que la lectura digital no distrae menos que la de un libro impreso. En Cómo me reí, menos fragmentada que la de Bellatin, Aira emplea un narrador escritor parecido a lo que se sabe de Aira, y una afirmación emblemática de las que flotan como boyas es: “Hay situaciones que se viven como un relato, a veces me pasa, por deformación profesional, pero yo nunca entiendo la situación en la que estoy, por algún motivo que no acierto a explicarme, las vivo como chistes cuya ‘gracia’ se me escapa y debo inventarla después laboriosamente, a lo largo de los años. Chistes de los que nadie podría reírse jamás” (36-37). Estos autores asumen que la deformación, descrédito y rehabilitación son avatares narrativos eternos que hay que renovar, aunque el misterio haga daño. Las explicaciones de los narradores de Pitol, Bellatin y Aira se sostienen con el proceso creativo o la manera de estructurar un relato y su recepción, y con una postura renovada ante el papel del inconsciente. Al atomizar lo que queda del templo contemporáneo también atomizan a sus críticos que, fragmentados, se deshacen con sus esfuerzos por interpretar textos que quizá no tienen interpretación. Considerando el dinamismo y relativismo de la historia literaria vale constatar qué obra queda de los autores sondeados por Ruffinelli (2008) o los escogidos para The Contemporary Spanish-American Novel: Bolaño and After. Hablando del “estremecimiento nuevo en la narrativa uruguaya” de finales de los años sesenta, Rama caracteriza la herencia impugnada con tres rasgos comunes que se extienden hasta hoy: el rechazo de las formas, una desconfianza generalizada por las formas recibidas y una irrupción sobre ese magma inseguro que remeda lo real (1986: 513). No es casual que se concentre en Levrero. Esa visión se relaciona hoy al ritmo de la narrativa en general, que no mantiene el veloz de la vida o la conciencia de ella cuando los medios sociales la anexan o explotan. Pensarla así es creer que los únicos lectores de esa narrativa son coetáneos de los autores, que un lector mayor no puede reconocer el comportamiento de los menores o, peor, que ojear es más importante que leer, actividad esencial en un mundo más y más digitalizado. Según The Circle, el impulso de compartir todo a través de los medios sociales no es prueba de sociabilidad sino de querer estar solo mientras se vive, comentando sobre esa soledad. En tiempos de crisis esos usuarios habitualmente van con el rebaño de los que piensan como ellos políticamente, convirtiéndose en ex-
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tremistas debido a opiniones desinformadas de la Generación “Me gusta”. Por esa tendencia algunos cursos y programas de escritura creativa no eliminan el modelo del escritor que produce solo un manuscrito, o que el propósito de esa instrucción es enseñar cómo producir algo publicable, y tal vez una narración buena o responsable. Para Batuman, que noveliza su experiencia en The Idiot (2017), lo producido parece literatura programada de un país subdesarrollado sin tradición literaria, autoindulgente, sin combinaciones arriesgadas o idea del canon. Este siglo necesita otros maestros y mundo editorial porque solo ha cambiado la recepción del producto final, y casi toda explosión creativa revive sus antecedentes. Sin dejar que el fetichismo de la tecnología —entendida en el contexto de que raspa nuestro entendimiento de nosotros mismos como cultivadores de significado— sea una autoridad interpretativa, Dreyfus y Kelly recuerdan cómo al leer los clásicos para encontrar sentido en una época secular el peligro grave no yace en las máquinas o los adelantos tecnológicos, sino en que “querer una vida que no requiere destrezas para vivir bien es acoger el mundo aplanado del nihilismo contemporáneo” (2011: 214), y recomiendan conservar las prácticas poéticas que resisten un tipo de vida tecnológico. Así, en La mucama de Omicunlé Indiana, cantautora tecnológica, hace que Linda reaccione ante un cuadro pintado por Argenis, personaje redondeado interculturalmente en su Hecho en Saturno, con “‘Si ocurre una hecatombe que acabe con la tecnología, la electricidad y los documentos digitales, tu obra sobreviviría. ¿Dónde quedaría la de estos videoartistas y performanceros’” (87-88), o que un travesti baile al ritmo de “Moroder, [que] inauguró el futuro en 1977” (118-119). Esas resistencias son exacerbadas cuando la crítica enamorada de la novedad no transmite la sensación de querer pertenecer seriamente a una sociedad literaria o cotidiana que celebra lo multicultural, o cuyos atavismos culturales no son hispanoamericanos, como la crítica de los nuevos narradores latinounidenses discutidos en el capítulo siguiente. Esas resistencias son un arma de doble filo. Según Claro, en la medida en que se instala una nueva concepción del arte y de su crítica se pone atención al rendimiento histórico de la traducción como vida de las obras, con lo que adquiere un nuevo estatus de problema filosófico decisivo (2012: 648). Si llega a esa conclusión con base en Benjamin y “La tarea del traductor” (2012: 640-661), hay que añadir otras diacronías críticas, entre ellas que la traducción ha sido una manera de evadir
V. Narrativa del selfie: novelas ejemplares y la Generación “Me gusta”
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la censura, como con Pasternak al publicar El doctor Zhivago (1957) primero en italiano. En “Violencia y traducciones” (2017b: 26), Vila-Matas se centra en las traducciones al inglés de Pierre Michon, para esgrimir un argumento sobre el riesgo físico que pueden correr los traductores, al cual se debe añadir el del asesinato, como ocurrió con un traductor japonés de Rushdie. Aliado a esos graves problemas reales para los autores y lectores está el de que la traducción termine como paráfrasis, debido a ellos. Por la falta de vinculaciones, que descontextualiza los resultados de las interpretaciones, dialogo con el latinoamericanismo anglófono que desdeña o supedita el escrito en español, paradoja en un campo tan dado al bilingüismo y a concebir la crítica como saco multiuso. Ese diálogo es ético ante la política institucionalizada que sobrevaloriza análisis anglófonos para llegar a un público “mayor”, sometiendo a críticos novatos a regímenes de manipulación, dependencia y autocensura. Es innecesario autorizarse o legitimarse pontificando con virtuosismos puritanos expeditivos o venias al último grito teórico mal digerido. Es preferible la comunicación entre los que piensan que el conocimiento que vale la pena está en el lenguaje común de una gran literatura que, como recuerda Vargas Llosa, “no es moral ni inmoral, sino genuina, subversiva, incontrolable, o postiza, mejor dicho muerta (2018b: 15). Por eso un problema del cual Sudor es emblemático es que su autor no quiere trabajar con un lenguaje común iberoamericano, y consecuentemente sus giros anglófonos no son aburridos para sus simpatizantes, pero sí para el público que capta excesos narcisistas. Vale tener presente esos intersticios porque los discípulos latinounidenses discutidos en el próximo capítulo, y sus críticos, los confrontan en dos lenguas que no se entienden, hoy más que nunca.
VI. ENCONTRADOS EN LA TRADUCCIÓN: ALGUNOS DISCÍPULOS “LATINOUNIDENSES”
Recuerden que debe tratarse de un texto que posea la suficiente calidad literaria como para ser publicado en este y en cualquier otro país […]. El maestro continúa. Tú y yo sabemos que este curso no nos va a servir en lo más mínimo. Bellatin, Carta sobre los ciegos para uso de los que pueden ver (2017)
Aunque hubo uno que otro premio menor por la traducción al inglés de novelas hispanoamericanas de autores menores, la cosecha de originales o atención a sus autores durante 2018 fue muy pobre, lo cual puede ser un síntoma de la calidad de los palimpsestos, no de los traductores o sus esfuerzos. Respecto a ellos, una tendencia teórica académica actual es ocuparse de la intraduciblidad como hecho positivo y fuente de desprovincialización del canon (Apter), junto al interés casi siempre comercial por traducir obras que atraigan a un gran público, según un fiable artículo de Maribel Marín y la atención de Babelia (2016: 2-3). Annie Brisset recuerda, en “La razón traductora. Altazor de Huidobro y el movimiento Change” (Pagni/Payás/Willson 2011: 175-211), que la crítica contemporánea de la traducción en Occidente se desarrolla dentro de los estudios literarios, la poética y la literatura comparada. Para ella, la reflexión se polariza entre el modelo logocéntrico derridiano y el babeliano, centrado en el significante y privilegiando la estética de la obra. En los últimos veinte años, añade, el modelo babeliano “teorizado por el romanticismo alemán, relevado luego por Walter Benjamin, se prolonga en la poética del traducir de Henri Meschonnic (1970, 1999) y, de cierta manera, en la ética de la traducción en Berman (1995)” (176). Si con Brisset (178)
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reconozco el giro cultural de la traductología, me preocupan más sus configuraciones ideológicas convertidas en ética, teniendo en cuenta el ecuménico estudio práctico de Calvo, traductor de Coetzee, DeLillo, Wallace y la novela más reciente de Rushdie, entre otros; y que a mediados finales de 2018 no se vislumbre una traducción reconocida de alguna novela hispanoamericana igualmente reconocida. No es casual que el título de la película Lost in Translation (2003), literalmente “perdidos en la traducción”, fue traducida al español como Perdidos en Tokio, enfatizando así el lugar más que los desencuentros culturales de los personajes, no por nada estadounidenses monolingües. Si los años literarios no tienen gran impacto en la historia humana, algunos tienen significados cuya importancia parece crecer retrospectivamente para los afectados. Si el período de 1996 a 2017 simboliza algo para entender el papel de los narradores de este capítulo, la publicación y recepción en ese período de Drown (1996) y The Brief Wondrous Life of Oscar Wao (2007), de Díaz, claramente tuvo consecuencias para otros nuevos narradores coetáneos, y en su caso se podría aseverar que pertenece a la Generación 1.5, que emigró porque sus padres los llevaron a Estados Unidos, y no comporta las condiciones sociales que afectan al resto. Según Marín, con la traducción al alemán de Corazón tan blanco de Marías en 1996, y en 1997 al francés de La virgen de los sicarios, reconocimientos algo tardíos en América Latina y Europa, reflejan “un mal que padece desde hace décadas el mercado del libro en español” (2018: 2): cruzar fronteras hoy menos insalvables. Sin privilegiar la discusión de que las traducciones envejecen, sobre todo para los traductores que quieren presentar otra (y como otros, crear su propio canon), en este capítulo examino las traducciones de ellos al español, práctica que aparte de las compilaciones de Adamo, Pagni/Payàs/Willson y Lafarga/Pegenaute, no ha sido examinada, tal vez por la importancia de ser traducidos al inglés. Según los amplios y reveladores registros editados por Lafarga y Pegenaute, el estudio de Claro, y Foz y Payàs (Pagni/Payás/Willson 2011: 213-250) para la época colonial, la traducción al español tiene una tradición extraterritorial y nómada de siglos, y no pretendo proveer otra historia o teoría de ella. No sorprenderá que los ámbitos peruanos y venezolanos han tenido mayor representación de traductores antes que países hoy hegemónicos para la publicación y traducción de nuevos autores (y crítica), como España, México y Argentina.
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Tampoco sorprenderá que el interés siga, como en la Universidad Ricardo Palma del Perú y sus publicaciones dedicadas a la traductología1. Entre esas consideraciones es imposible ignorar el trasfondo socioeconómico y étnico de los narradores latinounidenses (Gumucio se dedica a los que no emigraron a ese país) en las suposiciones de la crítica actual, más preocupada por la psicogeografía que transmite el texto traducido. Si el tercer capítulo arguye que la narrativa actual depende de hechos aún más trascendentales, la latinounidense depende, más que nunca y no tan curiosamente, de la escrita en español, y de la continua y reveladoramente problemática traducción a una especie de neoespañol de un inglés raras veces estándar, por políticamente incorrecto que sea mencionar ese hecho. En el capítulo “Un mundo de traducciones”, Calvo se ocupa ampliamente de las relaciones iberoamericanas en torno a la traducción (2016: 133-151), abogando por un futuro libre de estándares (2016: 142-143), aunque extraña que no se refiera a las cavilaciones de Rabassa y Grossman sobre su ocupación. En este sentido la traducción es un asilo literario para el narrador que escribe directamente en español, mientras que es una especie de exilio comercial para el latino que escribe directamente en inglés sobre una cultura que por lo general no ha vivido directamente, solo en su versión estadounidense, o a través de viajes esporádicos o peregrinaciones rituales. Con esos elementos añadidos vale reiterar que hoy no se hace esperar la presentación de un nuevo libro de un nuevo narrador, y ese autor puede ser uno que primero escribió sus textos en inglés, y que desconoce o hace caso omiso, paradójicamente, de los maestros de la tradición y la continuidad histórica que quiere cambiar o renovar reaciamente. Estos son los entretelones que no examinan Thirlwell (2008: 65-90) y Morgan (2015: 243-267), desde perspectivas eruditas totalmente personalizadas y anglófonas, que dejan mucho que desear. En ambos los hispanoamericanos son apéndices más que emblemas de ideas. En Thirlwell, que ve las digresiones como la mejor manera de capturar la “nada seria” de la vida, 1 El Diccionario histórico de la traducción en Hispanoamérica (Lafarga/Pegenaute 2013) complementa dos compilaciones suyas de 2012: Aspectos de la historia de la traducción en Hispanoamérica y Lengua, cultura y política en la historia de la traducción en Hispanoamérica. Para el contexto cultural hispanoamericano y el giro antropológico en la crítica literaria: Eugene A. Nida, “Linguistics and Ethnology in Translation - Problems” [1945] (Hymes 1964: 90-97). La documentación latinoamericana concentrada en traducciones al español es relativamente reciente (Adamo; Calvo; Claro; Pagni/Payás/Willson); no así la española.
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Borges y Virgilio Piñera son invitados, con apariciones breves de Cervantes y Machado de Assis. Morgan, que relata su lectura en traducción de un autor de cada país perteneciente a la ONU, escoge a Goytisolo para España, e ignorando los puentes que son él y Vila-Matas, su nómina hispanoamericana es desconocida, convencional o de bestsellers. Se redime al escoger a Castellanos Moya, Kohan, Restrepo y Zambra, aunque no menciona o discute sus obras, solo las registra, sin pronunciarse sobre el enmascaramiento traducido. Este capítulo también examina por qué pueden pasar años o décadas hasta que se traduzcan esas obras, si bien en raros casos no, aunque con editoriales menores o exquisitas. Solo pasaron tres y ocho años para que se publicara Rayuela y Paradiso en inglés, y sesenta y seis para Adán Buenosayres, por una editorial universitaria canadiense, anotada aparentemente según la edición crítico-genética de 1997. Poso Wells de Alemán pasó por ediciones nacionales, una española ilustrada y una cubana antes de ser publicada en inglés en 2018, con excelente acogida (y sin mención de la impronta bolañesca respecto a la violencia de género). Si en el primer capítulo discutí la necesidad de resemantizar los clásicos, este examina la urgencia autoimpuesta por algunos autores y su público inmediato o ideológicamente simpatizante por resemantizar lo que se entiende por latino, hispano o mujer, desde la perspectiva del papel de la narrativa en una época global. Para la rentrée literaria de otoño de 2015 y durante todo 2018, aparte del entusiasmo en torno a las inéditas de Bolaño (una publicada en 2016, otra en 2017) y otras que he discutido, no se presentó una Gran Novela Hispanoamericana nueva al público español o anglófono. Quizá se espera otra del último “boomista” vivo; o se sigue buscando aquella Gran Novela, que como la de Marechal (rescatada en español junto a sus otras dos novelas solo en 2018) será “joyceana” en estructura y responderá a Dante y Cervantes, para que compita en traducción. Si hoy no se vislumbra una Gran Novela Traducida quizá sea porque las de los latinos discutidos aquí comparten cierta genética cultural con los que escriben directamente en español. Pero las de estos no conllevan un imaginario local, mientras que los traducidos quieren redefinir el imaginario estadounidense. El periodismo cultural anglófono, como el hispanohablante, tampoco ayuda. En mayo de 2013 la revista neoyorquina Review, fundacional respecto al descubrimiento en inglés de los “boomistas” y algunos olvidados, presentó lo que llamaba “Escritores icónicos y emergentes”, una mezcla arbitraria incoherente, llena de argollas y amiguis-
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mos, con escritores de varias generaciones y calidad. Review, en otras manos desde 2017, no tiene la importancia que tuvo de finales de los años sesenta a principios de los años ochenta. Sin embargo, sigue llegando a los académicos que no leen español, y sus enlaces comerciales continúan. En 2008 la prestigiosa New Directions publicó una versión de la excelente Insensatez de Castellanos Moya, y sigue publicando sus novelas, aunque sacó El asco (con el apto título “El sueño de mi regreso”) unos veinte años después de que esa novela le diera renombre. También se presta atención a autores jóvenes como Zambra y Vásquez, y la penúltima del chileno mereció una página entera en The New York Times Book Review, y fue escogida como libro notable de 2013 por Sacks de The Wall Street Journal. Diferente de los autores antiguos y jóvenes de ambas Américas, que según Sacks ya no tienen nada que decir, la de Zambra es una “novela corta estupenda, tenue como una pluma” (2013: c8). Este es un giro mayor en la recepción estadounidense, diferente del que se dio cuando debido al boom se comenzó a traducir más hispanoamericanos, con la injerencia de instituciones no lucrativas y universidades, alianzas que sucumbirían al mercado editorial, añadiendo a las conformaciones y deformaciones. En un reportaje de 1989 reescrito por el colombiano e incluido en Retrato de Gabriel García Márquez (Cebrián 1997), dice “lo curioso es que antes del boom se consideraba que la consagración para un escritor latinoamericano era ser traducido”. En ese contexto, y no solo por olvidar a Bolaño, Ayén se contradice al hablar del boom y sus apóstoles y afirmar que “no puede decirse, sin faltar a la verdad, que existan hoy menos autores ‘globales’ que en la época del boom, pues nombres como Daniel Sada, Santiago Roncagliolo, Juan Gabriel Vásquez (1973), Horacio Castellanos Moya, sin ser superventas, se encuentran en librerías de todos los países hispanohablantes” (2014: 553). En 2012 la traducción al inglés de El olvido que seremos de Abad Faciolince mereció dos páginas en ese mismo suplemento de The New York Times, atención hasta entonces reservada para narradores como Bolaño y Vargas Llosa. Antes de seguir, las reseñas de esos narradores no se limitan a quehaceres lingüísticos, preocupaciones etnográficas políticamente correctas o políticas imperialistas. Así, en agosto de 2013 la traducción de El ruido de las cosas al caer mereció una extensa reseña en The New York Times Book Review, en primera plana. Pero también hay que tener en cuenta al reseñador. El de Zambra fue el ubicuo narrador inglés fascinado por “teorizar” la traducción, Thirlwell (como
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el chileno, escogido por Granta como uno de los mejores de su generación y lengua). El del colombiano fue Edmund White, el respetado y celebrado novelista, escritor de memorias y ensayista estadounidense de larga residencia en Francia, que junto a otro inglés también escoge la traducción de El ruido de las cosas al caer como “Libro del Año” para el Times Literary Supplement en diciembre de 2013. En ese contexto es insostenible que cada generación cuente con su tipo de traducción, porque el peligro es estar a la merced de traductores de traductores. El mismo mes The New York Times Book Review lo escogió como “Libro Notable”, no uno de los diez mejores, y para 2017 ya era un éxito de ventas mundial. Hasta finales de 2018, a pesar de que también fue un libro notable de 2015 en ese suplemento, no ha ocurrido lo mismo con la traducción al inglés de Historia de mis dientes de Luiselli, que según una reseña anónima de The New Yorker (19 de octubre de 2015): “Demuestra una hiperactividad imaginativa que ocasionalmente se desvía hacia los trucos. Pero es una obra de inmenso encanto y originalidad, escrita en una prosa vívida e ingeniosa” (88). En algunas reseñas los hispanoamericanos son llamados “brillantes”, pero no se habla de obras maestras, como se hizo con Vargas Llosa y García Márquez. El tiempo podría ajustar las comparaciones, pero vale tener en mente que los “boomistas” eran más jóvenes al lograr similar recepción, y que los recursos para hacerlos llegar a otros públicos eran menores. Además, según Rosso, muchos de esos jóvenes se preguntan sobre recursos que ya están formulados. Considerando esa recepción, no se vislumbra un verdadero o profundo reencuentro con una narrativa hispanoamericana novedosa. Que New Directions siga traduciendo a Castellanos Moya (su Moronga incluye un ficticio Epílogo/informe traducido del inglés libremente y no oficial, no atribuido al narrador), Aira (que en español puede publicar dos o más novelas en un mismo volumen, como Rey Rosa) y obras breves de Bolaño nos recuerda que esas traducciones pasan por los mismos destiempos y desencuentros que he verificado para Bolaño (Corral 2011). Es un asunto de canonicidad, porque eso no ocurre con Vargas Llosa; e incluso con Vila-Matas, como cuando el Times Literary Supplement (5 940, 3 de febrero de 2017, 23) reseña en la misma página la traducción de una selección de cuentos del español y La costurera y el viento (1994) y Ema, la cautiva (1981) del argentino. Cuando se discute la traducción al inglés, la opinión de los lectores nativos o la recepción hispano-
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americana (críticos incluidos) no cuentan tanto como se puede creer2. Hasta finales de 2018 la acogida de las traducciones al inglés de un par de novelas de Vásquez es positiva, no deslumbrante. En una nota muy efectiva de The Wall Street Journal (11-12 de junio de 2011), el autorizado Sacks, que en 2014 se refería a un “Estilo Bolaño” en la metaficción, concluye que The Secret History of Costaguana tiene sus propios méritos como obra densa y absorbente, más allá del “astuto” homenaje a un clásico (2011: c6). Dos meses después (29 de agosto de 2011) una brevísima reseña anónima de The New Yorker manifiesta que “el relato se mueve de un episodio febril a otro, y nunca se detiene lo suficiente para provocar sentimientos auténticos. Es valeroso enfrentarse a un maestro [Conrad], pero Vásquez está superado en armas” (79, énfasis mío). Son visiones relativas, porque en agosto de 2016 The New York Times Book Review escoge a Vásquez para reseñar la muy premiada y éxito de crítica y público The Underground Railroad del altamente cotizado novelista estadounidense Colson Whitehead. No sorprenderá que la novela hispanoamericana de hoy termina en manos de editoriales estadounidenses o conglomerados transoceánicos (que suelen ser lo mismo), o de reseñadores que no muy sutilmente parecen creer que los autores y lectores del nuevo mundo no saben lo suficiente de clásicos con narraciones poco fiables como algunas de Conrad, a quien la novela de Vásquez rinde homenaje. El hecho es que las editoriales cosmopolitas son tímidas con autores “desconocidos” y culturas que no les son familiares (he ahí Mella), y buscan lo que se define en su ambiente y en su momento como cosmopolita. Con la irrupción de la nueva literatura mundial (apelativo infiel al término acuñado por Goethe, porque se lo concibe diferentemente en varias culturas), y la existencia de un sistema literario mundial que depende más y más de 2 Véase Frank McShane (1976: 68-77), en que además de hablar de Homero y un sinnúmero de experiencias en Columbia University, se refiere a Rabassa y su traducción de Rayuela; y Lowe/Fitz (“Translating the Voices of a Globalized Latin American Literature: The McOndo Revolution and the Crack Generation”, 2007: 122-134), que a la vez incluye valiosa información sobre los entretelones de las traducciones (malas) de autores como Fuentes y Rulfo, aunque de aquellas “revoluciones” solo se refiere a Franco, Fuguet, Paz Soldán y Volpi, que no son más que irrupciones. Más exhaustiva y exacta es Sara Booker, “América Latina traducida”, en McCrack: McOndo, el Crack y los destinos de la literatura latinoamericana, Pablo Brescia y Oswaldo Estrada (eds.), (Valencia: Albatros, 2018), 219-233; hasta la fecha la colección más exhaustiva sobre ambos grupos.
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una subeconomía de intercambio que borra fronteras culturales, honrar a un maestro ya no es lo mismo. En Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister el protagonista no se convierte en autor o artista de ningún tipo, tal vez porque había fracasado en el teatro, como actor. En principio una obra maestra engendra otras, y si el término es relativamente moderno, importa poco a sectores sociales poco literarios, y está ligado a la tradición y gremio artesanal occidental, que exigía a todo aprendiz que demostrara su excelencia en la práctica del oficio, para que luego pudiera ser llamado “maestro”, y formar aprendices. Si Goethe trata el tema de cómo convertirse en un profesional de la literatura, es importante que su novela discuta la obra de Shakespeare extensamente, y recordar que medio siglo más tarde, en The History of Pendennis (1848-1850), Thackeray parodia la novela del alemán, situando al vanaglorioso protagonista y autor de un bestseller en el mundo editorial londinense, e iniciando un ciclo inglés de novelas del artista que sigue con Gissing, Orwell, Powell y Williams. En su recuerdo del maestro, filtrado por su lectura de la memoria híbrida Correr el tupido velo (2009) de Pilar Donoso, Fuguet asevera: “Para mí, José Donoso no fue un amigo o un confidente o un cómplice, y tildarlo de maestro sería, como él mismo lo hubiera dicho, ‘un poco siútico, ¿te fijas?’. No lo siento como mi yoda y creo que él no andaba por la vida recogiendo escritores vagos y perdidos, pero sí fue un gran aliado, un notable profesor…” (2013b: 247). Y agrega un giro diferente a lo que se tiende a pensar de un taller: “no hay nada como sentir la aprobación de gente que uno admira y respeta cuando más lo necesitas. Eso te salva. Al taller uno no iba a aprender a escribir, uno iba a ser escuchado, apoyado, tomado en cuenta” (2013b: 253). No vale ser categórico sobre los talleres, porque no todos son de autor o tienen el mismo valor y lecturas obligatorias; y si lo son, como el de Wallace, se sabe que enseñó a filtrar los estratos de sinceridad, examinando todo lo que parecía tener un motivo oculto (incluida su misoginia, según Hungerford 2016: 147-161). Pero enseñaba una falsa oposición entre cinismo y sensiblería, como si fueran las únicas opciones del escritor3. 3 Con bilingüismo forzado y cruces genéricos, Fuguet aumenta, revisa y edita mucho otra versión de Qué pasa, 2 073 (31 de diciembre de 2010). En Tránsitos ocupa las páginas 245-255 de “Donoso” (2013b: 245-261), que es más un típico ajuste de cuentas suyo: el “… después de que el antihéroe de Nocturno de Chile me degollara por escrito al aparecer Mala onda” (2013b: 247) obviamente se refiere a Bolaño, y no aparece en la versión de Qué pasa.
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Por similares prácticas y relaciones históricas con los maestros no causa asombro que en un sentido aquellas empresas de autor y los reseñadores, como argumento en mi libro sobre Bolaño (y por Carlos Burgos en Corral/Castro/ Birns 2013: 301-310), traten de redefinir el significado y razón de ser de la narrativa traducida, especialmente del cambio de siglo. Se debe insistir en el papel de los departamentos de “español” de las universidades anglófonas en la comercialización, porque como manifiestan los compiladores de McOndo, aquellas piensan que América Latina es su invento, procreando campeones teóricos que no proveen respuestas pragmáticas a problemas reales. En Donde van a morir los elefantes (la universidad estadounidense, según la novela; 100) Donoso ironiza sobre la apócrifa La caja sin secreto, “obra maestra” del igualmente ficticio “Chiriboga”, y al decir que “La traducción al inglés vende muy mal…” (102) pasa de la ficción a una realidad urgente para el latinoamericano traducido: “¿Qué importa ese detalle? ¿Qué tiene que ver con la calidad literaria? Nadie ha pretendido jamás que La caja sin secreto sea light. Es como alegar que Borges o Perec son light” (102). Ver esa comercialización como fuente de todo mal, o de qué autor gana o pierde, según la crítica cultural, convierte la literatura demasiado rápido en escalones para construir carreras. Para Bértolo esos departamentos son como asilos donde van a morir viejas ideas intransigentes, y si enseñan “español”, no lo escriben, y siguen insistiendo en traducir lo que es o debe ser un “latino”, que confunden con hispanoamericano o español. Los nativos, digitales o no, también contribuyen al estado de la cuestión, y decir que Bolaño es “el último latinoamericano”, o que todos los nuevos “son” Bolaño, se ha convertido en muletilla para comentarios paralíticos de autores y críticos americanos. Cornejo Menacho no sobredimensiona la comercialización; y la tensión acerca de si el artista puede resistirla ya está ejemplificada en el cuento “The Next Time” de Henry James, cuyo narrador es el crítico literario Ray Limbert. Este, despedido de un trabajo tras otro por elitista, nunca logra éxito popular, porque aparentemente solo puede escribir obras maestras, por su costumbre de sobreestimar lo que el público piensa de “cierto estilo”. En cierto sentido James estaba escribiendo sobre sí mismo, no sin cierto resentimiento que unos justificarán, otros no. Como este capítulo discute la obra de “latinos” estadounidenses, vale señalar por lo menos una diferencia esencial. Si en los dos capítulos anteriores
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se ha visto que los nuevos han optado por obras en que el contexto y subtexto se imponen, causando que a veces falte el texto de una trama cautivadora, en los “latinos” todavía hay una dependencia no necesariamente en realismos o neoliberalismos mágicos, sino en los avatares que han ocasionado esos movimientos a nivel mundial, entre ellos la nueva obsesión por lo posnacional, o por fijar por qué “lo latinoamericano” ha dejado de funcionar como criterio literario, como si la nostalgia fuera un gatillo exclusivo para recuperar lo nacional. Tanto ellos como los críticos olvidan, entre otras cosas, cómo Asturias, Carpentier, Cortázar, y el que más se ha expresado sobre el tema, Vargas Llosa, tuvieron que viajar a Europa para descubrir “lo latinoamericano”, para ser seguidos por algunos de los discípulos 2.0, en condiciones más cercanas a las de la Generación “Me gusta”. La discusión ha adquirido tonos fetichistas entre los críticos, como me recuerda Bajter en un intercambio sobre el artículo de Becerra (2014). Así como los escritores pasaron de hablar de literatura y política a hablar del mercado y sus transas, desde los años noventa los críticos acuden a la misma trama, siempre extraliteraria y anecdótica, confirmando su relación centenaria con el mercado, algo que olvidan los preocupados por la pureza de El espíritu de la ciencia-ficción. No hay discusiones que superen el recuento de los puntos de tensión marcados en los últimos treinta años por especuladores mercantiles y pretendientes a discípulos o maestros. Quizá por eso Becerra se dirige solo una vez al hecho literario, con una mención a la lengua desde donde se levanta: la cita de Echevarría. Lo demás es válido como testimonio de cómo se juega las cartas en Hispanoamérica en los tiempos de la traducción inmediata. En ese juego el primer capítulo del libro de Fornet, “En las últimas décadas” (2006: 9-53), sale palabra por palabra en línea (Fornet 2007) con el título “Y finalmente, ¿existe una literatura latinoamericana?”. Aunque continuará, esa discusión teleológica ha progresado de una visión desengañada de ciertas constantes culturales a una visión fascinada por el comercio literario, puesta en perspectiva con sensatez conceptual e histórica por Becerra, que pormenoriza el papel de las editoriales y el fetichismo globalizante de capital simbólico (2014: 294-295), ya notado por Bértolo. La pregunta es muy antigua. En “¿Existe una literatura hispanoamericana?” (1932) el colombiano Baldomero Sanín Cano aseveraba, sin nacionalismo, que “es de lamentar que la primera tentativa de historia literaria hispanoamericana se
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deba a un extranjero” (1977: 283), condición que todavía nos afecta a pesar del ahínco crítico contra el imperialismo. Como ocurre desde Rama hasta Echevarría, terciados por varios autores actuales, para Sanín Cano la lengua es un elemento distintivo ante tanta globalización anglocéntrica y los nuevos medios: “Estas graves diferencias, a pesar del idioma, a pesar de la tradición española y de los modelos y el gusto franceses, van creciendo con el tiempo, y más aún, con la separación. Se ha dicho que la prensa salva este abismo entre los pueblos de una misma lengua. No hay esperanza más falaz” (1977: 286)4. El gusto sigue siendo así en la era digital porque nunca es compartido, congénito, consistente o heredado. Las comunidades lingüísticas son limitadas y soberanas a la vez, propensas a resistir la fácil comodidad de los hogares imaginados. Como género construido socialmente debido a una interacción de la reproducción mecánica y diferentes sistemas económicos, la novela se conjuga históricamente con muchos otros y varias formas estéticas. Cabe preguntar si las nuevas prácticas y medios intensifican esas relaciones, causando que ellos y la forma de la novela sean el contexto necesario para escribir de una novela “global”. Hablando hace años sobre la insípida “novela global aburrida” (hoy la de “ambición global” para Vila-Matas), por ser monolingüe (en inglés) y mera diversión, Parks dijo: “Lo que parece destinado a desparecer, o por lo menos a riesgo de abandono, es el tipo de obra que se deleita en los matices sutiles de su propia lengua y cultura literaria, el tipo de escritura que puede violentar o celebrar la manera en que uno u otro grupo lingüístico verdaderamente vive” (2015: 28), idea que se puede matizar con la visión que él tiene del realismo mágico (2015: 57-58). Si la Unión Europea piensa cobrar el mismo IVA a libros electrónicos e impresos, vale pensar si la impresa seguirá siendo importante para definir la todavía amorfa, nada nueva y mal delimitada (por la academia) “novela global”, o si exige un enfoque relacional con otras formas y plataformas. ¿Cómo se relacionan categorías como colaboración o sociedad a categorías como autoría? 4 En Escritos (Sanin Cano 1977: 281-287). Con los latinounidenses cuya presencia Sanín Cano no podía vislumbrar, los registros lingüísticos cambian radicalmente, junto a la percatación de ellos. Sin intención de homogeneizar, entre 2012 y 2013 la Associated Press publicó un “Manual de estilo” en línea, para alertar a periodistas sobre la variedad de registros latinoamericanos del español, que no son menores a los del inglés del Reino Unido.
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Esa situación del primer mundo —en un momento ansiado pero ya superado por la narrativa del boom— tergiversa las estrategias de la aceptación de lo “nuevo” y lo “distinto”. Según Casanova en La République mondiale des lettres, para esas determinaciones se ha pasado de la asimilación a la diferenciación, y la diferenciación hoy quiere decir no ser moderno. Con las salvedades del caso que he explicado, entre ellas el rechazo de lo exótico como modus vivendi representativo, algunos nuevos narradores hispanoamericanos, y críticos, ceden a fórmulas impuestas desde un “afuera” que no sin contradicción dicen ser su “adentro”, convirtiendo en borroso lo novedoso o diferente en la narrativa continental. Para Santos, “en su huida de lo exótico y lo pintoresco, la inclusión de dialectalismos no deja de ser un guiño autoconsciente, pero no trabajan las figuras retóricas o los juegos de palabras de una manera tan exacerbada” (2017: 191). La subeconomía lingüística mundial que discuto contribuye a la disolución o desencuentros de límites y bordes estéticos e incluso étnicos, particularmente cuando se publica la obra de autores que presenta como “hispanoamericanos” traducida al español del inglés en que fue escrita originalmente. La misma situación se da para otras lenguas, como explica Parks respecto a la globalización de la ficción en la sección “The world around the book” (2015: 1-45). La situación es más complicada, aun cuando se crea que no hay nada como la difusión. La excelente Ferré comenzó a traducir su propia obra al inglés con colaboradores, para escribir después directamente en inglés. Así, su novela La casa de la laguna (1996) salió al año de publicada su ¿versión? original, The House on the Lagoon. Estas negociaciones con los “latinos” ocasionaron que en Latin American Fiction: A Short Introduction (2005) Philip Swanson se refiera a Ferré, traduzco, como “una puertorriqueña a quien normalmente se toma por escritora latinoamericana [sic], a veces asociada con el posboom [sic]”. Paralemente, cuando la editorial argentina Emecé anunció en 1997 la publicación de La casa de la laguna, lo hizo con el llamado “Rosario Ferré, una nueva voz en la novela centroamericana [sic]”. Si en cierto nivel ella (que no fue o es la única en esta posición) contribuye a la confusión de su recepción y desplazamiento nacional, no es productivo preguntar si “traiciona Ferré su identidad puertorriqueña al verter su obra al inglés” (Behiels 2001: 104), porque se parte de la suposición que no escribe directamente en inglés, sino que se traduce ella misma.
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Suponer que la cultura literaria puertorriqueña es o debe ser unívoca o monolingüe va contra una larga y problemática historia. No por nada Luis Rafael Sánchez, compatriota de Ferré y precursor de la recepción de la narrativa fuera de la isla lleva décadas, desde La guagua aérea (1994), No llores por nosotros Puerto Rico (1997) y Devórame otra vez (2004), sorprendiendo a los lectores políticamente correctos con su visión nómada y literaria de la cultura popular, que no se puede traducir exactamente. Lalo no hace menos, con vehemencia y menos humor, a través de Intervenciones (2018). Sea cual sea la definición del latino que se prefiera, sigue habiendo jerarquías al traducirlo al inglés, como ocurrió con los “boomistas”, o sus antecesores, o como hizo Harriet de Onís entre los años treinta y cincuenta5. A la vez, para el acto de traducir, tan inherente al de leer y criticar, todavía no se abandona la falsa dicotomía entre lo que Wood, refiriéndose a una traducción de Guerra y Paz de Tolstói, ha llamado la división entre “originalistas” y “activistas” respecto a ser fiel al original. Wood, diferente a la checa Janet Malcom en “Las guerras de Tolstói” (en el Babelia mencionado al comenzar este capítulo), no considera que el hecho de que siempre puede haber una traducción patentiza la singularidad, no novedad del original, o la necesidad de que las traducciones sean creadoras. Según los testimonios recogidos por Manrique Sabogal en “El alma hispana del inglés” (2008), ni autores ni críticos ni periodistas tienen claro de qué se trata. Que una editorial inglesa publique a un hispanoamericano, o que sea publicado por una universitaria estadounidense con nuevos canales de difusión (Piglia y otros), no equivale a publicar con una editorial comercial, aun considerando que el inglés no es propiedad de los británicos, así como el español no lo es de los españoles. Una magnífica novela como El entenado de Saer no tuvo recepción notable al ser publicada como The Witness (1990) en el Reino Unido (¿por el inglés británico de su traductora?) o al ser exportada a Véase Munday 2008: 57-68, basado en su libro más lingüístico que cultural de 2007. La historia anterior a De Onís se expande en Allen 2013: 82-104, que incluye excelentes artículos de traductores al inglés como David Bellos, que retoma ideas desarrolladas en su Is That a Fish in Your Ear? (2001; traducción al español: 2012), entre ellas que a pesar de la insistencia en que lo real siempre se pierde en la traducción, traducimos rápidamente todo, a cada rato. In Translation (Allen 2013) no incluye colaboraciones de Levine o Grossman, y tiene descuidos como “Columbian” por “Colombian”, Pascale (Casanova) se convierte en “Pascal”, y no discute traducciones o traductores de autores hispanoamericanos de hoy, limitándose a mencionar a Rabassa (Allen 2013: 96-100). 5
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Estados Unidos; y La mayor (1976) y la póstuma La grande (2005) esperaron hasta 2015 para salir en esa lengua, y solo en 2016 recibieron el beneplácito de Babelia6. Después de escribir Molloy (donde ya se conectan la escritura y el detective como temas), Malone Meurt y L’Innomable en francés entre 1947 y 1950, entre 1953 y 1958 Beckett se pone a traducirse a sí mismo a su inglés natal, trabajo particularmente ingrato si se piensa que esas novelas, al referirse continuamente a su artificio, tergiversan totalmente lo que un lenguaje puede producir para otro, además de promover la lectura continua (versus la digital que merodea), como ha hecho la novela secularmente. Así, es solo cuando escribió en francés que el mundo reconoció a Beckett, y luego pasa al inglés, y de ahí otras lenguas. En contrapunto, Borges publicó su llamada Autobiografía (Un ensayo autobiográfico, en otra traducción más literal e inexacta) como crónica, en inglés y en coautoría, para The New Yorker en 1970. Aquella se convirtió en texto seminal latinoamericano, incluido en numerosas antologías críticas en inglés sobre el argentino, aunque no fuese publicado en español hasta casi tres décadas después. Más que el poder de publicar en esa revista, es válido notar que entre tantas pontificaciones sobre Borges y la traducción (al inglés) no se haya tratado las diferencias entre esas versiones al español. Después de todo fue él quien en “La supersticiosa ética del lector” (1931) criticó la ficción hiperestilizada, manifestando que “el Quijote gana póstumas batallas contra sus traductores y sobrevive a toda descuidada versión”, añadiendo que “los cambios del lenguaje borran los sentidos laterales y los matices; la página ‘perfecta’ es la que consta de esos delicados valores y la que con facilidad mayor se desgasta. Inversamente, la página que tiene vocación de inmortalidad puede atravesar el fuego de las erratas, de las versiones aproximativas, de las distraídas lecturas, de las inJunto a la logística de cómo y cuándo se tradujo a los autores mencionados, considérese la visión retrospectiva de los traductores que protagonizaron el paso a la esfera estadounidense, como Rabassa, y el resumen de las experiencias (según un libro suyo anterior) de Levine, “El ‘boom’ visto desde el siglo xxi” (2004: 54-62), referido a nuevos narradores colombianos, aunque desde la perspectiva del periodista colombo-estadounidense Juan Forero. Para la práctica posterior véase Edith Grossman, Why Translation Matters (edición en español: 2011), del que extraigo la mención a Wood. Las versiones actuales más exitosas al inglés son de mujeres, entre ellas las de Megan McDowell, traductora de Zambra, Fontaine, Schweblin y Meruane, entre otros. 6
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comprensiones, sin dejar el alma en la prueba” (1974: 204). Esas afirmaciones muestran que un autor de su genio no se siente consciente de que su escritura tiene una fórmula, que en su trabajo presente (los menos felices años setenta) no ronda el de su pasado (feliz), a pesar de que sus lectores crean que “escribe de cierta manera”. En unas conversaciones de 1971 con dos de sus traductores (Di Giovanni, el más experto) y varios estudiantes de Columbia University, en que aquellos demuestran su desconocimiento de los contextos históricos que manejaba el maestro, se tiene la expresión más completa de la perspectiva del Borges de entonces7. En el autor traducido el pasado se pierde de vista si no se conoce su lengua y contexto culturales originales, de la mejor manera posible, por más que se crea que es más importante conocer muy bien la lengua y cultura meta. Pero se puede dar que por rebote el pasado gane interés mientras el escritor se expresa en otra lengua, casi nunca logrando que se transmita su mensaje original. En el ensayo homónimo de Traducción: literatura y literalidad (1971), Paz asevera, no sin cierta paradoja o razón, que “no, no hay ni puede haber una ciencia de la traducción, aunque esta puede y debe estudiarse científicamente” (13), porque para Paz la traducción (de la poesía, vale precisar) es una operación análoga a la creación poética, “solo que se despliega en sentido inverso” (14). Para Rancière “el secreto del genio es el de la enseñanza universal: aprender, repetir, imitar, traducir, analizar, recomponer” (2003: 98), y por eso para él el creador sabe que no existen hombres con grandes pensamientos sino solamente hombres con grandes expresiones. Así, “sabe que todo el poder del poema se concentra en dos actos: la traducción y la contratraducción” (2003: 99). No hay preguntas de fondo sobre la calidad de las traducciones del siglo pasado, quizá porque siguen aumentando las teorías sobre ellas, no la ciencia. Puede ser por su contemporaneidad o la menor importancia que se le atribuye al español como lengua, aunque la prensa anglófona constantemente informa sobre las diferencias de las traducciones al inglés de clásicos extranjeros. Esto no ocurre con las traducciones al español, aun teniendo en cuenta su comer“Translation”, en Borges on Writing (Boges 1973: 101-160); ahora en El aprendizaje del escritor (Borges 2015: 105-168). Una gran diferencia en esta versión es indicar las reproducciones detenidas y los textos originales en español. Para la traducción y contradicciones en los textos más citados de Borges sobre ella véase Rafael Olea Franco (2001: 439-473), Patricia Willson (2013: 288-297) (según la cotidianeidad expresada en el Borges de Bioy Casares) y, centrado en las traducciones de poesía, Martín Schifino (2014: 83-97), “Borges en inglés”. 7
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cialización. Así, las cinco novelas de Edward St. Aubyn, cada una de las cuales tiene su propio título en inglés, han sido publicadas como El padre (las tres primeras) y La madre (las dos restantes), ambas con el subtítulo “Las novelas de Patrick Melrose”. La decisión tiene sentido si se cree que todas ellas son confesiones de St. Aubyn, y si es así, se está sobrepasando el valor de sus otras novelas, como A Clue to the Exit (2000), en que un guionista trata de escribir una novela seria (sobre agencia y conciencia) al enterarse que morirá pronto. Se trata entonces de si se capta la esencia de una obra cuya esencia depende mucho de su tamaño, y por eso puede haber media docena de la Anna Karenina de Tolstói, o dos nuevas traducciones en el mismo año, como ocurrió en 2014. Estas coexisten, porque diferente a Proust y los matices de sus reflexiones sobre el tiempo, el amor, los juegos de palabras, la percepción y la memoria (que ocasionan traducciones esencialmente irreconciliables), para Tolstói (influencia admitida de Vargas Llosa, que dice haberlo leído en francés, y luego en español e inglés) la claridad era primordial. No ocurre menos con los clásicos grecorromanos, o con Dante y los clásicos del Renacimiento. ¿Qué hace que las editoriales produzcan nuevas versiones de los clásicos antiguos? Una respuesta: no hay que pagar derechos o adelantos a autores muertos, y una nueva traducción podría convertirse en libro de texto. Esto no puede ocurrir con una traducción de Díaz al español (por mal que se traduzca sus títulos), en el futuro inmediato. La respuesta a corto plazo es que en algunos casos la traducción al inglés significa adquirir renombre. Una respuesta mejor es que la esencia de la traducción es su contingencia, y si nunca es definitiva, a veces puede tener autoridad, por un tiempo. Piénsese al respecto en las pocas traducciones completas al español (cinco con la del argentino Rolando Costa Picazo en 2017 y sus 6381 notas) que existen del Ulysses de Joyce, o de la Eneida, en comparación con las traducciones de sus hipotextos, Homero (en 2015 se publicó una traducción al inglés considerada “la mejor”) y Dante. Desde que existen las épicas como escritura han sido traducidas de varias maneras, con sendas interpretaciones de cómo hacerlo, y en este siglo hay, como fijé en el primer capítulo, borbotones imparables de adaptaciones, modernizaciones, secuelas, versiones teatrales y narrativas alternas como las novelas gráficas de los clásicos, y de obras más populares que clásicas. Como argumenta Barthes a través de Mythologies (1957), el trabajo cultural que en el pasado hacían los dioses y las sagas épicas lo hacen
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[hoy] los anuncios de detergentes y personajes de tiras cómicas. El problema es que en su entusiasmo por hacer los clásicos accesibles (vocablo cargado) al siglo actual las traducciones optan por la rapidez y franqueza en vez de la nobleza original. Reitero que me concentro en traducciones al español del latinounidense Díaz. Vicente Leñero publicó una nota titulada “Los traductores gilipollas de Jorge Herralde” (2010: 101) en que le llama la atención al editor por la celeridad (la traducción de algunos clásicos contemporáneos toma más tiempo que escribir el original) que causa graves errores en las traducciones de autores de lengua inglesa contemporáneos, en ese caso Auster, el estilo de cuyas parábolas existenciales es fácil de traducir, accesibilidad que Kirsch extiende a otros (2016b: 50), pero imposible para el inglés “impuro” de Díaz. Una editora le dice a Marín: “No creemos en los idiomas neutros que uniformizan y pagan matices, pero evitamos los localismos innecesarios” (2016: 3). Acto seguido, Marín relata que se escogió a Wendy Guerra para dar un sabor caribeño a la traducción al español de Breve historia de siete asesinatos, del jamaicano Marlon James, aparentemente porque su dialecto inglés requiere “una intervención de una caribeña dentro de un libro también caribeño” (2016: 3). Esto dice más sobre los otros traductores y el problema del español neutro (examinado claramente por Calvo 2016: 138-142) que sobre Guerra y la negritud. Solo si como Thirlwell se es más amigo de la editorial de Enrigue (Anagrama, cuyas traducciones pro domo sua critica Tabarovsky en estos días) que de la diversidad comercializada de autores, entonces se sabe que la versión anglófona de Muerte súbita “añade correos electrónicos entre Enrigue y su editor español” (2017: 24). ¿Por qué no hay la misma atención a las traducciones de los nuevos narradores latinos al español, aun cuando los errores son inevitables en narraciones largas y complejas? Si se considera que los reseñadores siguen sin molestarse en notar por qué las traducciones son buenas o malas, se puede concluir que creen que la calidad o falta de ella no les importa a los que leen en traducción, o dan por sentado que son excelentes, lo cual no es siempre el caso. Puede ser que los reseñadores son fríos y sádicos, cuando en realidad sus escritos los revelan como seres terriblemente vulnerables, hambrientos de elogios, conscientes de que no hay frase que les codifique su lectura más, o peor, que comenzar con “Libro ganador del premio…”. Sin duda, cada traducción nueva se beneficia
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de las anteriores, y al otorgar un premio literario rara vez (el caso del Man Booker International de 2018) se considera el aporte de los traductores en la dotación. Con los nuevos latinos y sus traductores, generalmente desconocidos, no se ha dado la oportunidad de considerar a los últimos, y el público lector anglófono, especialmente cuando con la red mundial todo el mundo puede ser reseñador (y posibilitar una especie de nuevo analfabetismo, según declaraciones de Habermas en 2018), no puede hacer otra cosa que esperar las ofertas editoriales, que nunca benefician a los autores o salen de los académicos. En Profession 2002 (edición de Phyllis Franklin), un dossier dedicado a la traducción en las Américas [sic], ninguno de sus artículos se interesa o tiene noción de la narrativa hispanoamericana contemporánea. Lo mismo ocurre en un dossier posterior, “The Tasks of Translation in the Global [sic] Context”, Profession 2010 (edición de Rosemary G. Feal), en cuya conceptualización y teorización English only no cabe el mundo iberoamericano. Si es verdad que la mayoría de los desacuerdos sobre traducciones tienen que ver con la importancia del contexto, aparentemente es irresistible traducir a los clásicos, condición que no afecta a los nuevos narradores latinos, porque por lo menos en España e Hispanoamérica no hay lugar para varias traducciones, por buenas que sean. Si la centralidad de los clásicos, traducidos o no, es incuestionable, también es cierto que defender su centralidad (que quiere decir la tradición europea, como según Bessière hacen Kundera y Vargas Llosa) sean grecorromanos o modernos, es forzar una relación inextricable entre intereses teóricos contemporáneos e investigaciones acerca del significado de textos históricos, entre contexto particular e infinito, textos explícitos contra textos polivalentes, o intención opaca contra transparente8. Los problemas que conlleva el vagabundeo de la narrativa traducida son mayores, y tienen que ver generalmente con la autoidentificación de los autores, la lengua y cul-
8 Es así como Michael Kerrigan (2013: 21) reseña de tres novelitas de Aira. Tratan intereses similares Umberto Eco, Experiences in Translation (2000; en español, 2008), y Translation Studies. Perspectives on an Emerging Discipline (Riccardi 2002), en un ensayo de un traductor de Wilcock al inglés, Lawrence Venuti (Ricardi 2002: 214-241), inventor de la noción “traductor invisible” retomada por Calvo, y en la revisión de Juliane House del tema de universalidad versus especificidad cultural en la traducción (Ricardi 2002: 92-110). No me llega a tiempo This Little Art (2018), de Kate Briggs, matizada meditación de contrapunto y barthesiana que para mediados de 2018 había ocasionado polémicas, y defensas de Briggs por Venuti y otros.
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tura que los definen, su posible papel en la historia literaria escrita en español, la autenticidad “nacional”, el bilingüismo y la traducción. De estos el que más afecta la percepción de autor y obra es el eterno problema de la autenticidad, cuyo desvanecimiento aumenta con los montajes que defienden la globalización y la crítica poscolonial anglocéntricas, ignorando, por ejemplo, que el arte novohispano de los biombos enconchados, comisionado por un virrey como José Sarmiento de Valladares, ya mezclaba influencias asiáticas, europeas y americanas. Rancière explica ampliamente que se puede enseñar lo que se ignora, por “la pasión por la desigualdad” (2003: 137-184). Cabe así preguntar por qué aquella crítica no cuestiona si los latinos traducidos se están vendiendo cuando publican en las lenguas de dos imperios. Paz manifiesta, en Traducción: literatura y literalidad, que “en el interior de cada civilización renacen las diferencias: las lenguas que nos sirven para comunicarnos también nos encierran en una malla invisible de sonidos y significados, de modo que las naciones son prisioneras de las lenguas que hablan. Dentro de cada lengua se reproducen las divisiones: épocas históricas, clases sociales, generaciones” (1971: 9). No se refiere a una esencia lingüística sino a razones y especificidades culturales heterogéneas, y si vale preguntar en qué prisión está un narrador al escribir o hablar otra lengua, es lógico que Paz hable de desfiguraciones, homenajes, profanaciones y transfiguraciones al referirse a la traducción en sus ensayos. Es obvio que el trabajo del traductor requiere más que una posible exactitud lingüística, sobre todo cuando el autor traducido puede ser extraterritorial y lingüísticamente nómada. Wimmer, traductora de Vargas Llosa y Bolaño, cuenta en entrevistas que mudarse por un tiempo a la Ciudad de México le ayudó a precisar ciertas referencias culturales de Los detectives salvajes, entre ellas una al “Santo”. Cuenta que no sabía que se refería al luchador mexicano, y no a una figura religiosa. Esa carencia debe medirse con el hecho de que como figura vigente de la cultura popular, Santo, El Santo o el Enmascarado de Plata, es reconocido fácilmente por muchísimos latinoamericanos nacidos de los años cincuenta en adelante. Pero relacionado al desconocimiento de la movilidad cultural, una razón para no recomendar la publicación española de Conversación en la Catedral fue que tenía una “abundante cantidad de hispanoamericanismos”. Traducida a varias lenguas, sigue siendo una obra maestra, novela política universal que nunca pudo escribir Sartre. La traducción cul-
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tural es un arma de doble filo, sin duda, y hasta la muy buena El ruido de las cosas al caer tiene inexactitudes sorprendentes en torno a la cultura popular, generalmente la estadounidense. Por ejemplo, se contextualiza un momento histórico mencionando el asesinato de Malcom X, pero no el de Martin Luther King; se dice que el “Conde Contar” pertenece a los Muppets, cuando en verdad es un personaje del programa Plaza Sésamo (Sesame Street en inglés), y con demasiada “licencia poética” se imagina que los miembros de los Cuerpos de Paz cantan a Frank Zappa. Ese tipo de confusión o, para ser benigno, descuido, también se da en España, y no solo al nivel de la traducción, sino al de qué es un “latino” hoy, como si estos no tuvieran suficiente con la confusión a que se les somete. Por eso la traducción del libro de Vásquez facilitaría reconocer los referentes culturales al no hispanohablante, corregirlos. Ahora que con The Sound of Things Falling, Anne McLean, la traductora, y Vásquez han compartido el premio International IMPAC Dublin Literary Award de 2014, parece haberse hecho justicia a la traducción. No es baladí que Vásquez sea el primer sudamericano en recibirlo (Marías, traductor y bilingüe verdadero, es el único hispanohablante en ganarlo anteriormente). Pero no se sabe si ese premio pondrá en perspectiva la recepción inicial de la traducción. Si White la elogió, en el mismo diario Dwight Garner llamó a Vásquez “un escritor estimable”, agregando que la trama de la novela “puede parecer ultradeterminada” y que el autor “a veces parece más interesado en generalizaciones poéticas que en retorcer a la gente”. Es más pertinente el comentario que hace Vásquez a The New York Times (12 de junio de 2014): “Me encanta [ese] hecho de este premio, que novelas traducidas sean consideradas pares de novelas publicadas originalmente en inglés, y segundo, su índole internacional”, porque “este año el premio ha sido otorgado a un novelista colombiano y a una traductora canadiense que se conocieron en España mientras ella estaba viviendo en Inglaterra, y el premio se concede en Dublín, así que es ese tipo de cosa cosmopolita”. Siguiendo con esas trabas de o para la recepción del latino traducido, la revista cultural española Eñe dedicó su número 12 (invierno de 2008) a los “Nuevos narradores de América Latina”, y de los escogidos Alarcón y Pron son los únicos cuya obra despega. Si incluir dos latinoamericanos que escriben respectivamente en inglés y español muestra apertura, la falta de criterio y precisión cultural continúa en la edición 16 (primavera de 2010), que incluye
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a Díaz como uno de los “Nuevos escritores de Norteamérica”, más un texto de Pauls, junto a Eggers y Franzen. Para el número 29 (primavera de 2012) de Eñe, dedicado a “Viva México”, la nómina de autores escogidos es representativa de los “sospechosos habituales”, dejando la impresión de que Villoro y la mayoría del Crack son pares, y que hay pocos otros. En “Esto no es una reseña” (2013a: 74-75), Lemus nota similar arbitrariedad y comercialismo en el endogámico Granta en Español (13, otoño de 2012) dedicado a México, concluyendo que no apela a ningún otro público nacional, “y menos a una comunidad pequeña y concreta, sino a ese etéreo pero rentable auditorio panhispánico que ciertas editoriales españolas insisten en alimentar y regir desde Madrid y Barcelona” (74). En fechas recientes esta última quizá deje de ser la capital mundial de la edición en lengua española. Detrás de eso y las diferencias ante las traducciones de nuestras hablas, la realidad es que somos una comunidad lingüística, como la anglófona y sus excolonias, y como tales aceptamos, participamos y reformamos sus rituales y celebramos sus cambios, y desde Andrés Bello hasta García Márquez votamos por algunas reglas, o las rechazamos, conscientes, contra Apter, de que ningún vocablo es enteramente intraducible o transparente. La Granta inglesa tuvo que traducir a los autores porque desde 2013 viene publicando en inglés notas de los que llama “escritores establecidos” que escriben sobre otros, por lo general mayores que ellos, que son “los mejores escritores no traducidos”. El irónico apoyo de discípulos menos probados comenzó con Luiselli sobre un gran maestro, Pitol; continuó con el de su compatriota Villalobos (en 2016 jurado del International Dublin Literary Award, del cual la traducción de Las leyes de la frontera de Cercas fue finalista) sobre Levrero, y sigue Roncagliolo sobre Nettel, dos años menor que él. Para las traducciones al inglés (2015-2017) de Trilogía de la memoria de Pitol las introducciones están firmadas, respectivamente, por Vila-Matas (que admite ser su discípulo), Enrigue y Bellatin. Estas elecciones pueden dar una impresión errónea a lectores españoles y anglófonos, aunque la red mundial permita que un público se entere puntualmente de autores como Pitol, irónicamente traductor, que tienen una recepción que no depende de la subjetividad de una revista o de una editorial no lucrativa. La comunidad de lectores existe fuera del mercado de revistas como Granta y otras, y es más responsable del auge y caída de reputaciones. Por necesario que sea examinar el mercado literario y sus ganancias, aquel no puede rempla-
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zar a la comunidad de lectores que desarrolla un gusto. Más allá de esa confusión y de las referencias culturales, el asunto de qué es ser “latino” es antiguo; y otra pregunta más vieja que no hace esa crítica recolonizada es si es inmoderadamente utópico imaginar que la narrativa “latina” de Estados Unidos puede existir simplemente como narrativa, absuelta de alguna misión social o pedagógica permisiva. Si como se dice, “la pureza está en la mezcla”, ¿por qué tantos trucos, coartadas, huellas y direcciones para encontrar lo auténtico en lo espurio, quiénes son sus árbitros? No en vano, hace más de veinticinco años Earl Shorris, uno de los gurúes que definieron lo latino en Estados Unidos (también fue brevemente torero en México), mencionaba que nadie sabe bien qué es un “latino” allí, “o si latino, hispano, español, mexicano, mexicano-americano, chicano, nuevo mexicano, puerto riqueño, neorriqueño, borinqueño, puertorriqueño u otras denominaciones son nombres auténticos” (1990: br27). Valga entonces “latinounidense”. Dicho de una manera más directa (Shorris culpaba a los académicos por la ofuscación, y hasta la fecha hay que traducir a la gran mayoría de ellos), y concentrada en una comunidad literaria amplia, ¿hasta qué punto son andinos autores y obras cuya etnia es definida más por los mediadores que por la forma, contenido y circunstancias de la publicación, o por un compromiso que supere las consignas y etiquetas fáciles del realismo social que Gorky definía como “la capacidad para ver el presente en términos del futuro”? Los latinounidenses no son una entidad cultural o étnica, porque en realidad son de orígenes culturales y geográficos muy vastos, y algunos de ellos no hablan otra lengua que el inglés. Vale notar que, a pesar de las respuestas correctas que dan los latinos estadounidenses sobre su comunidad, su mundo es tan difuso y conflictivo que en verdad no se habla de una “generación latina” o agrupaciones similares de escritores. Etiquetas como “latinos” son falaces porque no se refieren a características culturales, étnicas o regionales. Como vengo debatiendo en Discípulos y maestros 2.0, la más sensata y útil aplicación de ese término surge por y desde la lengua española, reconociendo que es un problema que no puede ser examinado aislándolo de otros. Así, con su dirección de Radio Ambulante, que transmite en español desde San Francisco, Alarcón está ayudando a definir lo latino en Estados Unidos, reafirmando que ni el mercado ni la lengua son monolitos. Vale recordar la opinión de Indiana (en la entrevista para Quimera de 2017) acerca de su relación con autores nativos
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hoy definidos por el ámbito cultural estadounidense: “El planteamiento no es nuevo, aunque sí el hecho de que mucha de esta nueva literatura diaspórica se esté escribiendo en español y que no sea escrita en inglés por hijos de puertorriqueños, dominicanos o mexicanos” (Zalgade 2017c: 48). Vargas Llosa explicita brillantemente un pilar de esa problemática con un ejemplo peruano. Como memorablemente arguye en La utopía arcaica. José María Arguedas y las ficciones del indigenismo (1996), para que una narrativa “indígena” sea o no sea considerada el producto de indígenas “puros” tiene que tener ciertas marcas. Tampoco puede ser considerada literatura nacional porque ese reconocimiento surge de identificar la obra con una comunidad marginada o amenazada dentro de un sistema global, que no es siempre el caso con los escritores andinos, más identificados hoy por ser de una frágil zona emergente, ruptura continuada en el Perú con la popular País de Jauja (1993) de Rivera Martínez y su mestizaje cosmopolita. Se recordará que Goethe no se podía imaginar la literatura mundial sin el sustrato de diversas culturas literarias nacionales. Casanova (1999) arguye que el prototipo de la posible literatura mundial actual tiene estas características: es una historia de trauma y recuperación, con elementos mágico-realistas, en torno a abusos y disfunciones familiares, que llegan a una solución por medio de la invocación de verdades espirituales u “holísticas”, verbigracia Bellatin, no Mella. O sea, una obra que aburriría (por su mundo estrecho, según Parks) a la masa hispanoamericana radicada en el continente, y a los autores “mundiales” que escriben en inglés, que más y más se distancian del localismo, hecho olvidado al hablar de la técnica de Arguedas en El zorro de arriba y el zorro de abajo. Es así porque novelas “familiares” como El desierto de Franz (que presenta el dilema moral de la época de Pinochet por medio de un diálogo entre madre e hija), La piel del miedo de Vásconez, Canción de tumba (2011) de Herbert, La Oculta de Abad Faciolince (la emprendedora madre mentirosa Anita), Señales que precederán al fin del mundo de Herrera, Larga noche hacia mi madre (2013) de Cortés y, antes, Porque parece mentira la verdad nunca se sabe de Sada, superan hacer de la familia una piedra angular para problematizar la traducción del sentimentalismo, y logran mucho más que la mezcla previsible de Casanova. Así, la de Herbert, disponible en francés e italiano, es la más novelística y menos testimonial en su adaptación de lo autobiográfico materno. Por su parte, los 23 capítulos de la de Cortés, que cubren los años 1987 a
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2012, se apoyan en la Historia y en algunas historias aparentemente reales, en que arremete de manera celiniana y almodovaresca contra la madre, institución tan hispana sin soluciones mágico-realistas a cargas psicológicas evidentes y perdurables, estirada a la perturbación en La débil mental de Harwicz y a la parodia bufonesca ¿masculinista? por Gumucio en El galán imperfecto (2017). Si Canción de tumba transmite una violencia lumpen superior a las novelas del narcotráfico, Cortés logra algo parecido con un arte que “traduce” los sentimientos, incluida la mezcla de hablas, entre ellas el inglés (los capítulos “Daddy’s Sunday”, “Electroshock” y “Garage Sale”, que resemantizan lo popular, como la cultura de McDonald’s) de una clase social retratada magníficamente. ¿Cómo cambia ese cóctel cuando interviene una lengua hegemónica como el inglés en vez de una como el quechua? La pregunta no es inconsecuente si se piensa en las primeras traducciones anglófonas de los “boomistas”; o si se toma en cuenta que Bolaño provee un guion de la nueva visión de lo hispanoamericano sin nacionalismos, con varios guiones para la Gran Novela Mundial. Ese hecho nutre la idea de que la mejor novela internacional es una excelente novela nacional. O sea, no todas las grandes novelas de americanos son grandes novelas americanas, y la ambivalencia sobre cualquier número de novelas comúnmente consideradas grandes o importantes es el resultado directo del hecho de que se cree que son grandes, o importantes. Rabassa, decano de los traductores al inglés fallecido en 2016, recuerda una coyuntura cultural al hablar de sus traducciones de La casa verde y Conversación en la Catedral: “[Mario] se preocupaba de que la novela adquiriera un tono exótico y yo tuve que decirle que sería difícil para un norteamericano no ver lo exótico en los aspectos más banales de la existencia amazónica y que si la traducción iba a ser verdadera poco se podía hacer para contrarrestar esa impresión. También le hice acuerdo de que sería igual para el lector español en Madrid, o en Lima. He ahí un caso de realismo mágico por definición, porque lo que era real en Iquitos se percibiría como algo mágico en el ambiente norteamericano” (2005: 78). Más que una diferencia de percepciones lingüísticas, cabe señalar de esa cita las exigencias culturales y su relativismo, porque como afirma Rabassa, no quiso traducir el nombre del personaje “El Rubio” (personaje menor de La casa verde) como Whitey (“Blanquito” sería lo más cercano), porque en la época en que traducía los Panteras Negras estaban activos en Estados Unidos, y las connotaciones hubieran sido diferentes (2005: 76);
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es decir, racistas. Los “boomistas” que más podían controlar sus traducciones eran Cabrera Infante, Cortázar (que habla del “traductese” en La vuelta al día en ochenta mundos, un no lenguaje que remplace al español anticuado, y tradujo a Poe, Defoe y Yourcenar, entre otros) y Fuentes, en ese orden; algo que no ocurre con los latinounidenses y su español. Vale recordar que para su traducción de Robinson Crusoe en 1945 Cortázar recortó la obra en un 30%, y no fue hasta 2012 que se publicó la novela completa. Aira admite que hace lo que le place con las traducciones con que se ganaba la vida, ¿pero se le cree? Si ediciones posteriores de Tres tristes tigres añaden textos censurados en Cuba o España, ¿qué traducción la haría una obra cumbre, y qué otros problemas de la traducción ilustran estos hechos cuando medio siglo después dependen del mismo lenguaje? He ahí un comienzo de la penetración de una política cultural anglófona en la recepción de los entonces nuevos narradores hispanoamericanos, y un aviso de que la obra del traductor tiene que ser transparente, proveer acceso sin una agenda o interpretación, porque la elección de una sola palabra puede amplificar o disminuir un pensamiento de manera significante. Si es verdad que Rushdie ha reconocido su admiración por un tipo de “realismo mágico” (a la vez que en 1996 le criticaba a Steiner su alarmismo nostálgico sobre el estado de la novela), también es verdad que otros escritores de lengua inglesa como Barnes han demostrado su agotamiento. En Flaubert’s Parrot, su “biografía” del ideario del novelista, para contrarrestar a los críticos que quieren ser dictadores de la literatura el narrador provee un índice políticamente incorrecto de las novelas que se debe prohibir. La quinta de las diez contravenciones es que se introduzca un sistema de cuotas para la ficción ubicada en Sudamérica, y la intención es “frenar la proliferación del barroco turístico y la ironía pesada” (99). Por razones similares a estas todavía no se da en la narrativa de los latinos estadounidenses un sentido directo de la ironía sobre su “latinidad”, como texto que se comenta, o para criticarla y darle otra forma. Con la excepción de Díaz, no se ha desafiado o rechazado la noción de una latinidad hegemónica, concentrada en la “mexicanidad”, “chicanidad”, “cubanidad” o “puertorriqueñismo”. Tampoco se ha tratado con ironía la relación que varios de estos autores tienen con el pasado y su contexto específico, más allá de lo que leen en inglés. Quizá sea porque, como su cohorte que vive en Hispanoamérica, no
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han tenido que confrontar guerras culturales definitorias, como la del “Poder Negro”, por ejemplo. A pesar de que confronten reacciones conservadoras en Estados Unidos contra los inmigrantes, no han sufrido el desplazamiento creado por el trauma del pasado (Díaz y Quiñonez enseñan en universidades estadounidenses de renombre) o la inquina que provoca el extranjero en esos espacios cosmopolitas, y por ende no se han enfilado hacia una relación irónica con parte de ese pasado doloroso, aunque se sospeche que esa condición no ha cambiado totalmente. No son adictos entonces, a pesar de su biculturalismo, a la necesidad profunda del nativo de significar dos cosas o estar en dos lugares a la vez, ni de luchar contra significados fijos. Teniendo en cuenta que casi todo manual, “red” digital o teoría de la traducción termina concentrándose en ciertas metas respecto a lo que debe hacer un traductor escrupuloso que respeta una composición original y quiere ser justo con el autor, hay dos instancias. Primero, se intenta transmitir el sentido exacto de las palabras empleadas. Segundo, se reproduce, dentro de lo humanamente posible, el tono de la obra y el matiz preciso de cada frase; y por último, se intenta imitar la forma del original. Para lograr las dos primeras metas el traductor necesita maestría en el lenguaje al que se traduce (no hacer una traducción “poética”) más un profundo entendimiento del original y su contexto lingüístico y cultural. La última meta la podría lograr un traductor medianamente competente, y esto es lo que se tiene en las traducciones actuales de esta narrativa. Las negociaciones son inevitables, y una persona ignorante del lenguaje original nunca podrá lograr las primeras dos metas, que tratan de hacer inteligibles mundos inaccesibles9. Es otra lección del “maestro ignorante” de Rancière (que se concibe como traductor de Jacotot para comunicar un mensaje político radical sobre la pedagogía), en que la repetición e imitación enseñan más que la explicación. Ahmad recuerda una condición mundial relevante: “Para cuando una novela latinoamericana llega a Delhi, ya ha sido seleccionada, traducida, publi9 Así, Patricia Willson (2004) estudia cómo Victoria Ocampo, Borges y Bianco “naturalizan” lo extranjero. La Recopilación de Leyes de los Reynos de las indias (1776) incluye “De los intérpretes”, ordenanzas que sirven de trasfondo a aquella naturalización. En el siglo xix el mundo traducido se americaniza con dictámenes de Bello, Sarmiento, Juan María Gutiérrez y Martí. Ese enfoque sobresale en la Argentina, como demuestran Alejandro Patat (2013: 9-10) y Patricio Fontana y Claudia Roman (2011: 45-80). Cf. una contextualización de Sarlo (2001: 77-147).
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cada, reseñada, explicada y asignada a un lugar en el creciente archivo de la ‘Literatura del Tercer Mundo’ por medio de un juego complejo de mediaciones metropolitanas. Es decir, llega aquí con esos procesos de circulación y clasificación ya inscritos en su propia textura” (1992: 45). Dicho de otra manera, los escritores nómadas actuales no quieren permanecer ilegibles o inmóviles por elección política, y no es un esfuerzo por mantenerse fuera del archivo, porque permiten que se los traduzca. Vale repetir que indudablemente no hay respuestas definitivas acerca de la relación entre traducción y lenguaje, particularmente entre los teóricos que no se afeitan con la navaja de Ockham, y es obvio que las expectativas culturales impuestas a los matices de una traducción son aparentemente interminables. Podríamos vivir con traducciones malas como las de Google, que Oloixarac y Vila-Matas parodizan muy bien en Las teorías salvajes y Kassel no invita a la lógica. Pero también es verdad que la imprenta cambió para siempre el significado de las palabras al fijarlas, y como nadie quiere ser políglota o filólogo hoy, tampoco hay consenso sobre el estilo literario que pasa de uno de esos lenguajes a otro. Tomemos entonces unos ejemplos recientes de cómo se comercializa (aparte de ya venir digerida y codificada por los críticos sobre cómo leerla) la literatura “latina” en un medio anglófono importante como The New York Times. El 16 de julio de 2006 su suplemento literario publicó una reseña de Cellophane, primera novela de Marie Arana. Nacida en el Perú en 1949 (se mudó a Estados Unidos en 1969), Arana es hija de peruano y estadounidense. Redactora por diez años del The Washington Post Book World, suplemento literario de ese periódico que dejó de ser una sección autónoma en febrero de 2009, se la reconoció, en ese país, por sus memorias, American Chica (2001), traducida en 2003 con el mismo título principal. Luego publicó Lima Nights (2009), traducida en 2013 sin cambiar el título. Dudo que llegue a ser conocida por sus novelas, si se juzga por lo que dice la reseñadora, Liesl Schillinger. Para ella, “en el Perú el realismo mágico es más que un género literario, está incrustado en el paisaje” (2006: 11). Schillinger nunca cuestiona los clichés, motivos trillados, sagas archiconocidas, las familias disfuncionales retratadas, la magia, chamanes y sexualidad que pululan a través de la trama que resume. Schillinger añade: “Es imposible no ver en estas páginas un homenaje a otro realista mágico, Gabriel García Márquez” (2006: 11). ¿No sería más bien un seguimiento temático de Allende y sus bestsellers (hacia finales de 2015
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había vendido 65 millones de libros), quien a mediados de 2014, como parte de la gira propagandística para su próxima novela, les aseguró a entrevistadores estadounidenses que su obra no es “mágica” ni “redentora”? Muchos latinos que escriben en inglés tienden a pensar en qué quieren leer los lectores anglófonos, y siguen produciendo clichés sobre el victimismo del inmigrante (¿qué novela se escribirá del más de un millón y medio de venezolanos que emigraron entre 2015 y 2018?), sus esfuerzos por lograr los ahora “sueños americanos” impedidos por los “anglos” malos y su racismo. Un problema es la verosimilitud. Arana, Cristina Henríquez —de origen panameño y autora de The Book of Unknown Americans (2014)— y Alarcón, hijo de médicos, han tenido experiencias de inmigrantes muy diferentes de las que ficcionalizan, sin lograr transmitir esa no pertenencia de estar en los márgenes del pasado latinoamericano y el presente estadounidense, o asumir las voces del oprimido sin ver todo como pesadilla. No menos se puede decir de obras muy recientes de Luiselli y Allende. Así, el problema que los latinounidenses no comparten con los nuevos y viejos nativos es el asunto de clase que explica Gumucio (2008). La reseña de Schillinger, que no emite un juicio sobre la calidad de la novela o el talento de Arana, es emblemática de la recepción de este tipo de obra: nunca se las ubica en el contexto de la literatura hispanoamericana, o de la latinounidense, solo se trata de elogiar su nivel de exotismo, y contribuir a la aparentemente infinita fascinación anglófona con lo que se ha querido entender durante cinco décadas por realismo mágico. Los reseñadores de ese tipo de escritor latino olvidan, más allá de lo fijado, que el mérito literario panlatino supera al victimismo y los exotismos sexuales, sobre todo cuando las editoriales quieren mantener a autores con alta reputación. A mediados de los años sesenta existía otro exotismo para los anglófonos: Barth y Giles GoatBoy (sus primeras novelas experimentaban con el nihilismo), J. P. Donleavy y The Ginger Man, Roth y Portnoy’s Complaint, y Updike (admirador de Vargas Llosa) y Couples, subidos más de tono que el García Márquez de esos años. Al hablar de la necesidad de superar lo que llama un “abusivo europeocentrismo” (1977: 18) en el camino hacia una Weltliteratur razonable y justa, al mismo tiempo que pide desconfiar del exotismo (1977: 24), Étiemble habla de la traducción como “un arte despreciado” (1977: 21), situación que no cambia para los nuevos latinos que discuto en este capítulo. En una visión muy citada, Borges sostiene: “Un traductor debe ser desconfiado, cauteloso,
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no puede tener ninguna relación ingenua con las palabras. Debe defenderse de la magia del lenguaje, aunque eso es, precisamente, lo que lo haya llevado a elegir lo que muchos de ellos catalogan como una profesión esquizofrénica”. Pero también debe haber la modestia que no hay en las traducciones automáticas. Como apunta el narrador de Una casa en Bogotá de Gamboa sobre una traducción al inglés de los poemas de Catulo: recordé los esfuerzos increíbles por apoderarme de ese idioma reacio, el único en el que, conociendo la gramática y teniendo un diccionario, uno puede traducir lo contrario de lo que dice el original (146); mientras, la traducción al inglés no era muy clara para mí —mi inglés es insuficiente a ese nivel—” (146). Ambas disquisiciones, dudosas, tienen que ver con la capacidad del traductor. Ese mismo número del The New York Times Book Review incluye citas de reseñas entusiastas (enfatizando el tono verde de su sensualidad) de Cellophane, junto a una reseña de la traducción al inglés de El delirio de Turing (2003) de Paz Soldán. No deja de ser importante que el reseñador sea el nómada poscolonial y periodista inglés de padres indios, Pico Iyer, conocido por sus libros de viajes. La reseña de Iyer no es entusiasta, y no se puede culpar al periódico, que mantiene su conocida libertad de expresión. Iyer señala el desorden narrativo de Turing’s Delirium, viendo un palimpsesto de la escritura del autor en la dificultad de descodificar los mensajes en que se centra la trama. Iyer —quien no señala, por ejemplo, cómo el boliviano desaprovecha el escándalo que causó el matemático inglés Alan Turing por su homosexualidad— es benigno sobre los anacronismos, calcos de otros escritores y falta de originalidad. Si reconoce que “una novela como esta remplaza efectivamente el realismo mágico con la realidad ‘virtual’, el espacio onírico con la abstracción” (9), no observa cómo desperdicia novelizar de manera novedosa (la película de 2014, The Imitation Game, se basa en la biografía de Andrew Hodges de 1983, Alan Turing: The Enigma) que Turing, pionero de la inteligencia artificial y de cómo no hay que temerle, argüía que si una computadora puede hacerle creer a una persona que se comunica con otra, sería imposible para esta descifrar si la computadora está pensando. Pero el inglés no pensó en que, mientras más autonomía se le dé a una máquina, más se necesita salvaguardas para el mundo interior del artista, porque la inteligencia artificial puede ayudarnos a aclarar qué es lo que nos hace más humanos, para bien o para mal. Al darle a su novela un giro sentimentaloide, Paz Soldán piensa de una manera humanamente convincente y,
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por suerte para los novelistas, las computadoras siguen fallando respecto a la capacidad de expresar sentimientos mecánicamente. Como dice el último de unos “mandamientos” de Yépez sobre la traducción: “Traducir ya lo están haciendo las máquinas. Pero las máquinas todavía no traducen bien. Traducir todavía puede ser demasiado humano” (2013: 12). Además, Marshall Mc Luhan se equivocó en Understanding Media (1964) al suponer que la computarización de la cultura llevaría a un aumento de conexiones empáticas. Como muestra la Generación “Me gusta”, los medios sociales ofrecen una alternativa conveniente para interacciones caras, poco traducibles y desordenadas con seres humanos. El problema tiene poco que ver con la traducción en sí, y más con cómo permite que la crítica extranjera asuma un conocimiento “canónico” de nuestra tradición, sin contextualizar los límites de algunos nuevos. Sacks, en “Rivers of Time” (2014: c6) reseña positivamente Faces in the Crowd (2014), traducción de Los ingrávidos. Pero concluye, y traduzco: “Si el interés de la señorita Luiselli en las ambigüedades novelísticas de la realidad y la temporalidad no es original —su deuda es con los grandes artífices sudamericanos Jorge Luis Borges y Julio Cortázar— el libro multicapas que ha concebido revive y agita tales indagaciones complejas” (c6). Sacks desconoce que compatriotas de Luiselli (en quien nota logros activistas, no novelísticos) como Brenda Lozano o Verónica Gerber (especie de Sophie Calle apreciada por Herbert), nacidas en 1981, son de práctica similar, con guiños mágico-realistas o al arte visual (Gerber). Además, Cuaderno ideal (2014) de Lozano es una reescritura de la historia de Penélope en que la narradora escribe y borra mientras su pareja, que no es un Odiseo que viaja en círculos, vuelve a casa después de perder a su madre en España. Como otros de sus contemporáneos, Paz Soldán se esfuerza demasiado por mostrar que es sofisticado, o del primer mundo que quiere criticar. También puede ser víctima del virus global mediante el cual los nuevos narradores, fascinados por la realidad “virtual” o la red mundial, descubrirán que su mito personal no se traduce al tipo de reconocimiento disfrutado por los de generaciones anteriores. Para otros narradores —Abad Faciolince en la Eñe española, Pron en la Revista de Occidente y a través de su El libro tachado. Prácticas de la negación y del silencio en la crisis de la literatura (2014), Zambra en la Revista Chilena de Literatura, la argentina Matilde Sánchez (1960) en Dossier, Valencia en sus ensayos, narrativa y notas periodísticas sobre la mala
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política editorial de su país, y Rivera Garza en su ensayo Los muertos indóciles. Necroescrituras y desapropiación y “El escritor en ciberia”— la red mundial está cambiando si no canibalizando a los jóvenes narradores, destruyendo las fuentes del contenido que tanto ansían. Pero detrás de esas cavilaciones merodea la desconexión con la traducción y el desprestigio lingüístico. Como ha aseverado Rivera Garza en congresos, en Estados Unidos el español es una lengua sin ejército, sin estado, y tal vez por eso, según ella, la novela está volviendo a representaciones rurales, dentro de las cuales cabrían las novelas del narco, que se traduce más por razones ya señaladas. Su visión se complica cuando los críticos que se preocupan de la apropiación cultural reducen a los traducibles a categorías étnicas, argumentando que los que están fuera de ellas nunca podrán entenderlas, sin pensar en que una sola identidad evita la empatía y la imaginación, que cada identidad es un conglomerado de otras, una tradición de debates sobre la identidad. En un adelanto de sus traducciones comentadas de unos ensayos de Karl Krauss, publicado en Guardian Review (13 de septiembre de 2013) con el título apocalíptico “What’s Wrong with the Modern World”, Franzen, modelo estadounidense de esa reacción, expresó su desesperación sobre el insaciable consumismo tecnológico actual, apuntando con rabia que la red mundial conduce a la “pauperización de los escritores independientes” (2), expresando su decepción de que un autor como Rushdie, “que debía haberlo sabido mejor” (2), sucumba a Twitter, o que una revista hable de revistas impresas como “masculinas” y de la red mundial como “femenina”. Si se cree que la narrativa contemporánea responde a la falta de atención y amenaza al individuo generada por la red mundial y los medios sociales, es irónico que Franzen construya una analogía entre la cultura digital actual y la Alemania del Este totalitaria en una novela larga como las anteriores suyas, Purity, porque la atención de los lectores depende menos de ellos que de la novela a la que se le presta atención. Otro problema, como asevera Iyer, es que “todo el esquema parece algo borroso compuesto de ideas, o hasta gestos, bajados de una computadora” (9). Lo que no discute Iyer es que el autor que reseña no es el primero en querer rescatarnos de nuestro presunto provincianismo latino. Otro ejemplo: el 4 de enero de 2003 Nicole Laporte publicó en The New York Times un panorama de nuestra nueva narrativa, “New Era Succeeds Years of Solitude”. La nota está bien informada, pero resulta incompleta e impresionista al concentrarse en
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Fuguet como estrella del grupo (Bolaño moriría seis meses después), y lo grave es que el 19 de enero de 2003 La Nación bonaerense reprodujo la nota de Laporte como crítica autorizada del movimiento, “traduciendo” un desarrollo cultural que no necesitaba traducción latinoamericana. Aparte de esos calcos, el problema mayor para los nuevos es que la red mundial les ha impuesto una presión inusitada: consultar o verse obligados a seguir o confirmar quién escribe, o no, sobre ellos, incluso las siempre erróneas traducciones automáticas. Es una presión que, con salvedades, Vargas Llosa ha aceptado. El problema con la aplicación de fórmulas similares de recepción a estos narradores es que solo funcionarían de manera general, y exclusivamente con escritores que las editoriales de lengua inglesa definen como nuevos y representantes de lo latino en Estados Unidos (con la probable extensión al Reino Unido y Europa occidental). Si antologías finiseculares como McOndo, Líneas aéreas, Se habla español y los testamentos que he analizado son un barómetro, los narradores de cambio de siglo nacidos en Hispanoamérica y radicados allí o en Europa desdeñan la puesta al desnudo étnico, prefiriendo renovar la puesta al desnudo de los procedimientos narrativos, con el afán de motivar enteramente un relato que no evoque directamente problemas sociopolíticos. El desafío, infinito y aparentemente cíclico, sigue siendo combinar elementos indígenas no cosmopolitas con elementos que el público urbano más amplio (que ahora los incluye a ellos y su generación) reconozca como “literarios”. Hasta Sudor, Fuguet es el mejor expositor de esta tendencia (no examinada por Santos), y como cosmopolitas al enésimo nivel los personajes de estos novelistas desaparecen en sus trasfondos, y eso los marca como individuos que no se puede identificar con ningún grupo, a pesar de sus críticos. No importa que no tengan yoes equilibrados, porque solo atraen la atención a sí mismos dentro del mundo ficticio móvil que su creador construyó. No es tarde para postular que cualquier éxito de los nuevos reside en inventar personajes que no existen, pero que deberían existir, como ocurrió con los “boomistas”. También es cierto que varios de los “nuevos latinos” de Estados Unidos (que retrocede a Allende y compañía) crean situaciones exóticas fácilmente olvidables en la patria chica, y no solo porque en la explosión de ellos no se encuentra un modo satírico y magnánimo, libre de moralismos. En términos de la ficción de las Américas (incluyendo la traducida), se trata, según Sacks, de una disputa entre mayores y jóvenes que estos ganarán, si uno se guía
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por lo publicado durante ese año. La ficción poco arriesgada de autores de alto perfil y otros menos celebrados o adulados (Jonathan Lethem, entusiasta de Bolaño, y Eggers), sigue Sacks, sugiere que viene un cambio de guarda debido al vacío producido por el provincianismo del mundillo literario, que ha dejado “la fuerte impresión de una cultura literaria que ha creído los rumores de su propio deceso” (2013: c8). Pero la característica del provincianismo, tal como la emplea ciegamente Stavans para la literatura “americana”, tiene límites, porque por otro lado un rasgo definitorio que anima a la novelística estadounidense actual, desde Updike a Franzen y Eggers, es el vaivén entre libertad y domesticidad, independencia y raíces ante mitos fundacionales, rasgo que tiende a mundializar la novela de Occidente. El único hispanomericano traducido cuya obra no sufre de las ansiedades de influencia que Sacks cree responsables de esa pobreza es Zambra. Es así en parte porque él y otros (Pron, y de la generación inmediatamente anterior: Fontaine, Padura, Castellanos Moya y Rey Rosa) crean una narrativa que, diferente de una autora como Eltit, obsesionada con la falsa conciencia de su generación (Jamás el fuego nunca, 2007), no proyecta la ansiedad que emana de las complicaciones inherentes en imaginar vidas reales mientras se usa la historia como plantilla. Compárese esa novela con la magistral Tirana Memoria, traducida al inglés en 2011, de Castellanos Moya, en que con oído natural y perfecto humor negro difícilmente traducibles alterna puntos de vista sobre la tiranofilia, el odio y la rabia, como explica el salvadoreño recientemente (Tarifeño). Pron reescribe Una puta mierda (2007) como Nosotros caminamos en sueños (2014), pero la representación y grandilocuencia sobre la guerra de las Malvinas sigue intacta. Esa ansiedad no es privilegio hispanoamericano. Como asevera categóricamente Vila-Matas en las opiniones recogidas por Manrique Sabogal (2014), en la España actual abunda la tendencia al realismo en la vertiente negra, “o bien en la vertiente la novela comprometida, a veces refugio del clásico hipócrita con conciencia social”. Como Eltit, esos autores generalmente no son traducidos inmediatamente, o por lo menos para un público mayor, no por gestos anticapitalistas no rentables, sino por su temática y mensajes trillados. Es comprensible la necesidad de los escritores de anular las coacciones a la libertad artística, y nos beneficiamos de esa actitud, pero es intraducible exagerar el poder opresivo de costumbres sociales aceptadas en una cultura particular.
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En sus versiones inglesas, novelas como Inés del alma mía (2007) de Allende, que hubieran podido ser buenas muestras de la nueva novela histórica hispanoamericana (el boom de la convencional es hoy español), siguen siendo recibidas como modelos y éxitos de venta de un realismo mágico renovado, no de autores respetados por un público exigente. Esa percepción no tiene que ver con la traducción o creer que no entender la lógica de los bestsellers conduce a decir que son “literatura mala”. Aira, al hablar de sus inicios como traductor de ellas, manifiesta que cuando descubrió que pagaban lo mismo por traducir literatura buena o mala, y que obviamente esta era más fácil, esas obras influyeron en su “estilo”; y hacía lo que le daba la gana con las traducciones, no como Marías que a sus veinticinco años traduce seriamente a Sterne. En una nota de contraportada a Ema, la cautiva dirigida al “ameno” lector Aira dice: “Hace unos años yo era muy pobre, y ganaba para analista y vacaciones traduciendo, gracias a la bondad de un editor amigo, largas novelas de esas llamadas ‘góticas’, odiseas de mujeres, ya inglesas, ya californianas, que trasladan sus morondangas de siempre por mares himenópticos, de té pasional”. Lo “malo” en la literatura del continente es hoy una postura que la crítica infla, como en Ínsula (lxvi, 777, septiembre de 2011), entresacando lo bueno en Aira (aunque a veces se lo presenta como militante de la escritura o literatura “mala”, sin explicitarla convincentemente), Macedonio, Levrero, Lamborghini y Bellatin10. Con el subtexto de lo que significaría la traducción de alimentos en diferentes culturas para una novela, dice: “Yo dejé de traducir hace diez años, y lo hice con alivio, pero pasado el tiempo empecé a sentir que había perdido algo. Y sigo sintiéndolo. Lo que más extraño no son las facilidades del oficio sino sus dificultades, esas perplejidades puntuales que despertaban mi pensamiento por lo común adormecido. Ahora que ya no traduzco tengo que inventármelas” (2014: 7); y concluye: “Poco a poco se iría transformando en una novela mía, y no sé si se podría seguir tratándose de una traducción” (2014: 8), idea que propuso en La princesa Primavera (2003), en que la traductora protagonista reina en una isla frente a Panamá, preocupándose más de invasiones y poéticas 10 La crítica sobre cómo estos juegan con lo bueno o lo malo es extensa. Después de Macedonio, Aira (maléfico personaje dueño de un burdel en La última de César Aira de Idez) es el que más se ocupa de ese binarismo, en los ensayos que he mencionado. Quien mejor desmenuza esa distinción es Kevin Perromat (2014: 37-63).
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escriturales que de traducir. No hay evidencia de que Allende se preocupe de ese tipo de conceptualización, e Inés del alma mía tampoco se ocupa de la veracidad del personaje histórico Inés Suárez; según Galehouse “con demasiada frecuencia el libro de Allende se lee como si ella estuviera armando una trama en torno a lugares, datos y figuras históricas. Lenta para despegar, la narración adquiere una visión de túnel alentada por los hechos, que puede obstruir el desarrollo de los personajes” (2007: br19). Remata Galehouse: “Como obra de ficción, su retrato de Inés está hecho atolondradamente” (2007: br19), y esto se reflejará en la traducción fiel. Esa actitud narrativa, que implica cierto descuido o predicar a los ya convertidos, es notable en una antología que pretende presentar e instaurar la validez de la presencia latina en Estados Unidos, la mencionada Se habla español. Los problemas mayores de esa compilación no son solo conceptuales, porque de la gran mayoría de los incluidos se desprende que se escribe o traduce (esto no está claro) mal el español en Estados Unidos, y que el negativismo y la victimismo más elementales son el ne plus ultra de la condición latina en ese país. Considerando las diferencias sociológicas entre estadounidenses “de cepa” y latinos nativos, ¿en qué sentido se puede aceptar la premisa de que Estados Unidos ya es un país latinoamericano? El revanchismo de los antólogos no llega al nivel del Fuentes que opinaba que se debía hacer una “reconquista silenciosa de Estados Unidos” a través de la imposición del español. A pesar del subjetivo esfuerzo de Alfaguara por recoger la mejor producción nacional en sus sucursales americanas, esta publicación, agenciada desde Miami (cuya población es dos tercios latina), tiene como meta no tanto vender a autores, sino un hecho del cual los antólogos hacen caso omiso: la complejidad latina de Estados Unidos, “de donde importamos todas las imbecilidades y ningún acierto”, según Marías en 2017. Con su introducción llena de clichés, axiomas ilógicos, errores de hechos y generalizaciones neopopulistas de falsa conciencia, lo máximo que pueden o quieren probar los compiladores es que en Estados Unidos algunos latinos creen obligatorio escribir en espanglish. Parte de la antología se salva con cuentos de los nativos Bellatin, Thays, Padilla, Volpi, Franco y Rey Rosa, y es imposible saber qué tienen que ver sus textos con la premisa de la antología, porque estar de paso o becado en ese país no los convierte en autoridad sociológica o cultural. Hay otro problema, más de ética que de verosimilitud, emblemati-
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zado por una explicación egoísta y repetitiva de Padilla, quien al hablar de su participación en Se habla español confiesa: “Escribí entonces un cuento sobre tres mexicanos en Los Ángeles durante los años cincuenta. Yo nunca había estado en Los Ángeles, mucho menos en los años cincuenta, así que busqué un mapa de la ciudad de aquella época para poner los nombres de dos o tres calles. Muchos [sic] lectores me dijeron que les impresionaba cómo mi cuento había logrado recrear aquel Los Ángeles de los años cincuenta —aunque muchos de ellos eran otros escritores latinoamericanos que tampoco estuvieron en Los Ángeles en los años cincuenta” (2007: 122, énfasis mío). A esos lectores, se supone no de los años cincuenta o de Los Ángeles, no les importaba la representación de cierta realidad, o eran tan ingenuos y poco exigentes como el autor. Vale preguntar si los antologados en verdad quisieron o quieren ser vistos como “latinos en Estados Unidos” con una sensibilidad colectiva, o si simplemente ceden a lo que vende. Uno se pregunta, retóricamente, ¿qué tienen que ver el mercado o el amiguismo autorial con colecciones como aquella? Tomo entonces un par de autores considerados latinos en Estados Unidos y comentaré las implicaciones de que su narrativa llega en traducción al español, lengua en que no la escribieron originalmente, aunque algunos de ellos hablan imperfectamente la lengua de la cultura que los nutre. Ambos parecen ser “prometedores”, como aseveran varias reseñas en inglés de sus libros, y se debe añadir que si lo son, es en esa lengua. Sus antecesores mayores son Oscar Hijuelos (1951-2013), Julia Alvarez y, en menor grado, Sandra Cisneros (traducida por Poniatowska y, por ende, legitimada en español). Pero la celeridad actual para convertir a estos autores ya no tan jóvenes (como el “Julio Méndez” de Donoso) en algo más rentable ha relegado a esos antepasados no tan lejanos al estatuto de autores canónicos o tesoros nacionales casi instantáneos, a pesar de su importancia real. La literatura traducida es un conglomerado en el cual trabajan activamente varios escribanos sobre un texto que se autocorrige. Pero en cualquier empresa literaria hay un sistema de “estrellas” en que se atraviesan egos. Traducir a los narradores latinos estadounidenses de hoy no es imposiblemente complejo. Pero cuando se establezcan será más difícil y artificial aislar a un verdadero descubrimiento, que es lo que la sociedad exige con sus elogios y héroes. Los nombres que suenan hoy pertenecen al movimiento autoungido llamado “pan-Latino”, que desde hace más de veinte años incluye
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arbitrariamente a autores como el dominicano Díaz (llegó a Estados Unidos a los cinco años) y su The Brief Wondrous Life of Oscar Wao y otros de similar origen, mayoritariamente caribeño o mexicano. Hoy se podría decir que hay una dicotomía entre los narradores chicanos y neoyorriqueños, que se estaban convirtiendo en el canon latino escrito en inglés, y los que adquieren notoriedad en el cambio de siglo. La “latinidad” rentable representada por todos ellos se ha extendido, y de pronto incluye a autores de origen sudamericano. Entre estos, está el colombiano Jaime Manrique (1949), también coadyuvado por la publicación simultánea de su obra en inglés y español. Precisamente, al armar The Contemporary Spanish-American Novel: Bolaño and After sabíamos que el canon de latinos que escriben en inglés no ha sido renovado, que canónico no quiere decir muerto o no traducido, y que los ya canónicos (en Estados Unidos) tienen adeptos y críticos que impulsan sus obras, sin cuestionar si algunos menos conocidos revitalizan ese canon o hacen algo completamente diferente que no tenga que ver con sexualidades normativas o rentabilidad11. Si la errancia como experiencia quiere penetrar las paredes de una cultura y encontrar los dramas humanos escondidos detrás de ellas, ese conocimiento no significa que el escrutinio de los autores de esa aventura compartida resulte en que tengan igual mérito. Junto a su errancia, los latinounidenses contribuyen a una nueva antropología cultural, porque el problema es que siguen siendo los observados, no los que examinan. Es decir, la traducción va acompañada de otras causas. Por ejemplo, aunque algunos lectores son devotos de la ficción sobre minorías étnicas porque relatan “su historia” como una especie de antropología en la cual los nativos son informantes de su propia cultura para turistas literarios, a la larga es literatura para los que no lo son. Otros nativos no se emocionan al encontrar sus prácticas culturales desfilando ante la mirada ávida de los de afuera. Piénsese así en cómo la traducción al cine contribuye a recuperar a un autor y su obra, para darle una pátina política y una recuperación incierta para el canon. Es el caso de Before Night Falls (2000) de Julian Schnabel, que ocasionó que la portada de la traducción de 11 Se cuestiona si esa literatura existe como entidad “diferente” en Estados Unidos. Así Silva Gruesz (2012: 335-341) y su contrapunto “subalterno” Williams/López (2012: 357-364). Compárese esas ideas con las de García Canclini (2014), adelantadas en Latinoamericanos buscando lugar en este siglo (2002) acerca de “La construcción actual de lo latinoamericano” (68-77).
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esa memoria tuviera la cara del actor Javier Bardem, no del autor de Antes que anochezca (1992), Reinaldo Arenas. Los diseños de las portadas son traducciones: al convertir cientos de páginas de palabras en un rectángulo de colores, formas y estampados que para muchos lectores serán su primera impresión de un libro, y para muchos otros la última. Y hay otros detonantes: la edición en inglés de Cien años de soledad para Penguin Classics de 2000 tiene una mujer desnuda en la portada, y por lo menos una novela en español de Santos-Febres muestra a una mula exótica en su cubierta. Como arguye Villoro, narrador nativo establecido, traductor hijo de español: “En su afán por recuperar culturas soslayadas, ciertos discursos postcoloniales tuvieron un peculiar efecto secundario: la creación de un folklor purista […]. El necesario empeño de reparar la discriminación sufrida por las culturas vernáculas desemboca así en un exotismo de segunda naturaleza, donde una novela vale por su grado de identificación con las tradiciones que debe representar” (2004: 71, énfasis suyo)12. Con el cambio al naturalismo urbano nuevos autores como Gutiérrez (con Indiana erróneamente asociado por críticos insípidos a McOndo), bien explicado por Fornet al respecto (2006: 106-119), y otros del Caribe tergiversan una tradición exótica que no deja de gustar al público extranjero. La traducción contribuye a ese gusto, y no son pocos los autores latinos celebrados en Estados Unidos acusados de no ser auténticos, a veces desatendiendo lo que significa la autenticidad para ellos. No se asevera lo mismo de novelistas de las antiguas colonias inglesas, o de británicos sin origen inglés, porque escriben en esa lengua con mayor corrección, sin bilingüismos o barbarismos que en su caso serían incomprensibles. Si los logros culturales funcionan como las obras de arte, si se supone que se expresan en diferentes hablas que se resisten a la traducción, ¿cómo pueden las normas de uno ser gobernadas por las de los que no hablan la lengua de uno? Díaz, Quiñonez, Manrique y otros latinos escriben inglés con soltura, pero como los inmigrantes rusos, chinos, polacos o bosnios su sentido de la lengua es diferente. No todos tienen la habilidad para producir en un español La condescendencia anglófona da para más, como muestra Villoro (2004) al comparar las fijaciones identitarias de su academia con varios estudios sociológicos y ficciones mexicanos. Su visión del traductor de su ensayo de 2000 se expande en 2013: 28-59. El ghanés Appiah (2006) arguye magníficamente por un cosmopolitismo en que ya no pueden funcionar el pueblo, la pureza, la autenticidad, las tradiciones, la preservación; y en juego están, arguye: los individuos, lo mixto, la modernidad, los derechos, la contaminación. 12
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reconocible la “revuelta de acentos y frases idiomáticas que coexisten dentro de una personalidad” que A. O. Scott le atribuye a Díaz. Como dice Proust en “Notes sur la littérature et la critique” (303-312): “Los libros excelentes están escritos en una especie de lengua extranjera […]; todos los contrasentidos que uno conciba son bellos” (305). Con la lengua En este punto de Discípulos y maestros 2.0 será más que evidente que las editoriales son parte de las máquinas transoceánicas que fabrican extranjeros en su propia tierra. “Latino” en ese mundo hoy debería significar “nosotros”, no el “ellos” que sigue siendo. La discriminación en este caso no es tan sutil como cuando los franceses hablan de autores “francófonos”, o especifican que el libro de un cubano ha sido traducido del “español cubano”. En esos casos se olvida el hecho de que nuestra lengua no conoce ninguna segregación de ese orden, así que la recolonización viene del inglés, no del español. Hablando de Díaz y la traducción de The Brief Wondrous Life of Oscar Wao, desde su localización estadounidense Alicia Borinsky dice con razón que la curiosidad con que se lee a los nuevos autores enmascara a menudo el deseo de que sean diferentes “vehículos para emprender un turismo interno que los mantenga separados” (2008: 12), y añade: “La autoexotización para el consumo contribuye a crear esta percepción y cierto público lector se relaciona con las obras con el mismo apetito con que prueba platos regionales. Esta banalización de lo extranjero no es nueva pero es particularmente errónea en Estados Unidos porque el idioma nacional y la tradición literaria se encuentran en una transición cuyas características van mucho más allá de la cuestión inmigratoria” (2008: 12). Borinsky también sostiene que “para los escritores hispanos que escriben en inglés en Estados Unidos, es difícil no sucumbir a la tentación de autorrepresentarse, cultivar exageradas idiosincrasias nacionales y elaborar un mito de identidad étnica…” (2008: 12). Será difícil constatar, como parece insinuar Borinsky, que es un gesto calculado, y dudo que un autor con la sofisticación de Díaz quiera “autoexotizarse”. Si se hace preguntas banales o poco sofisticadas solo se va a recibir respuestas banales y poco sofisticadas. En una extensa entrevista le dice Díaz a Basa-
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vilbaso sobre la acusación de apoyar estereotipos (que también sufrió y superó en 2018): “Como escritor debería permitírseme cierto grado de complejidad. Pienso que las culturas tienden a ser autorreflexivas de una forma bastante simplista. ¿Qué pasaría si los argentinos no pudieran decir la palabra ‘argentinos’? Se produciría un colapso mental” (2013: 5). Dicho de otra manera, Díaz puede emplear la lengua adoptada para captar lo familiar de una cultura que existe en contextos extranjeros. Pero lo que poco se discute de los autores latinos traducidos, y de los nativos, como arguye Gumucio (2008), es el origen verdadero de su clase. No es que no se pueda superarlo o que importe más que otros factores ¿porque a qué privilegio de clase acudió el peruano Vallejo para su vanguardismo, o el Díaz que es hoy profesor universitario? Más bien, muy bien puede ser que estos nuevos escritores escriben de lo que saben y vivieron o viven, así que el problema de comprensión del mensaje es de los malos lectores, no de los autores. Por ejemplo, los dos ejes mayores de la novela de Díaz son las obsesiones del protagonista, que giran en torno a la ciencia-ficción (como en varias narraciones de Bolaño) y su desastrosa carrera romántica (también un tema de la del chileno), que puede o no ser causada por una antigua maldición llamada el “fukú”. Mucho se ha dicho de este término —incluso en un ensayo obviamente traducido para Casa de las Américas de un conferenciante chicano sobre el “amor descolonial” en la novela de Díaz, que ha descubierto tardíamente— para volver por enésima vez a la cantaleta del oprimido narrador latinoamericano exótico. Si ese tipo de crítica recolonizada sigue viendo la literatura dominicana como menor, tiene poco sentido hablar de los límites de la dominicanidad en términos de nación, raza y los archivos sobre ella. Se está también ante una muestra del gran desentendimiento del anglófono en lo que toca al frecuentemente intraducible humor cultural latinoamericano. Así, Naief Yehya, incluido en McOndo, ha opinado que en su Ciudad de México natal se entendía por literatura colonial la dedicada a las colonias (barrios) de la capital, que no les interesaban a los miembros del Crack, humor que no capta o traduce un crítico poscolonial. Tampoco se discute algo elemental en el original. A pesar de que Díaz insista en que no es una alusión y que se trata de una palabra de origen nigeriano, la proximidad de la pronunciación latina de “fukú” al inglés fuck you le otorga otra semántica, que traducido literalmente sería el equivalente
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de “vete a la mierda” o “al carajo”, “jódete”, “chinga tu madre”, “que te den por el culo”, etc. Este es un juego constante no solo de los narradores sino del hablante latinounidense, que no pensará dos veces, por lo menos en el noreste de Estados Unidos, que una persona está “crackeada”, no para referirse a una adhesión al movimiento literario, sino a que está loca. Es más un asunto de clase y educación, de un tipo de latinidad renovada en el caso de Díaz. En su conversación con Basavilbaso, una de las más reveladoras sobre él y otros latinounidenses de su generación, Díaz, afirma ella, habla francamente, “sin escatimar malas palabras y repite la palabra inglesa ‘fuck’” (2013: 4). Y emplea desenvueltamente “carajo”, “puta”, el anglicismo “lleno de mierda” (2013: 6), aunque Basavilbaso, o el suplemento en que publica, suaviza asshole a “estúpido”, cuando debe ser el tan latinoamericano “pendejo” o “huevón”, o el caribeño “comemierda”. Al reapropiarse del sentido de las palabras Díaz se abre a una identidad que trasciende a él y a sus lectores, y a la vez demarca un nuevo horizonte cultural, reubicándose en un “Realismo Spanglish”, título de la reseña de Emiliano Sued en el mismo suplemento (2013: 6). No recuerdo una entrevista con los narradores examinados en este libro, excepción hecha de Bolaño, en que se exprese un autor tan abiertamente sobre su quehacer. Como menciona la entrevistadora en sus líneas introductorias, Díaz no teme generar polémica ni escribe para un público específico ni para el presente. Es más, estos narradores latinos quizá reflejen una realidad mayor a la de ellos, de la cual son parte. Los giros lingüísticos cruzados también reflejan cierta realidad latinoamericana mediante la cual una nacionalidad está unida a otra por familia o por emigración intercontinental. Esto sucede de una manera natural, y Bolaño puso esos registros a la vista de todo el mundo con su oído prodigioso (“un español tipo Naciones Unidas”, dice en Los detectives salvajes). Vargas Llosa tiene similar facultad para representar ese campo de “contaminación”, que con el nomadismo y facilidad para viajar produce una sensación de constante enriquecimiento. “Follar”, por ejemplo, es de uso reconocido en algunos países hispanoamericanos, aunque se puede suponer que se da más entre clases sociales con acceso a la industria cultural española. Todos esos términos otrora foráneos van unidos con acentos locales y regionalismos, y es en la reproducción de esa complejidad que la traducción encuentra trabas. Hoy la traducción debe contribuir a un nomadismo que no idealice sino
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que transmita las complejidades de los latinoamericanos y los latinounidenses, para no seguir enalteciendo las caricaturas que se tiene. Si la prosa de Díaz lo separa bastante de otros autores dominicanos, también lo acerca a algunos hispanoamericanos que escriben en español, sobre todo acerca de la relación entre su novela, su primera colección de cuentos, Drown, y la más reciente, This Is How You Lose Her (2012), que le llevó dieciséis años terminar. Esas conexiones tienen que ver con volver a los mismos personajes, en particular a “Yunior” (narrador de The Brief Wondrous Life of Oscar Wao, alter ego del autor, además de aparecer en todos sus libros), a quien ve como parte de un ciclo de cinco o seis obras, y con crear una “región” basada en la República Dominicana y el estado de New Jersey, donde creció Díaz. También lo distingue el empleo de un espanglish alucinante que no se lo puede relacionar para nada al de otros narradores aquí discutidos. En la muy positiva recepción de su prosa hay un consenso de que sus méritos, aparte de una especie de “posexotismo”, yacen en su habilidad para emplear otras hablas, que incluyen la de la ciencia-ficción (tema anunciado de su próxima novela, “Monstro”), la música hip hop, la de los come libros, aplicados o estudiosos (nerds), o “nerdos” en cierto espanglish caribeño de los años ochenta, la de la cultura de la droga, y de la academia, en particular la deconstrucción. Pero lo que no se discute en ese entusiasmo es la reacción de los lectores no enterados de otras lenguas, a pesar de la presencia del español en Estados Unidos, desde donde despega la obra de Díaz, por no decir nada del papel del espanglish en él e Indiana hasta su Hecho en Saturno, “defecto” indisciplinado en ella según alguna crítica convencional. ¿Qué le dice al no iniciado (el público de estos autores no es tan homogéneo o 2.0 como pretenden los entusiastas del bilingüismo) que en una oración escrita en inglés Díaz meta “figureando”, “papi chulo”, “sucias” (en otras jergas: chicas cachondas, calentonas o “arrechas”), o culocrat (“culócrata”) en The Brief Wondrous Life of Oscar Wao, o que ponga títulos en español a prosa que escribe en inglés? No es que el contexto permita descifrar todo, sino que el lector tenga cierta apertura y conocimiento al respecto, condición que por décadas será un problema del discípulo latino traducido. En otro artículo mal escrito en inglés, reciclado en versiones en español y lleno de tópicos conceptuales y culturales que esconden la falta de argumentación, Stavans, descalificado entre los latinounidenses literarios de base, afirma: “La literatura americana [sic] de
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inmigrantes es muy provinciana, tal vez más. Piénsese en Díaz, cuyos personajes son habitualmente dominicanos [sic]. La maravillosa vida breve de Óscar Wao se ubica en la República Dominicana […] pero aun así la materia parece americocéntrica: un gordito americano [sic] friki se relaciona con su vecindario a través de la cultura popular americana [sic]” (2014: 29). ¿De qué otra manera ha sido desde los años cincuenta? Aquel “provincianismo” es puesto en perspectiva al considerar novelas poderosas como Las tierras arrasadas (2016) de Monge, traducida al inglés con el perfecto título de Among the Lost (2018), en que el tráfico humano de inmigrantes centro y sudamericanos revela un México similar al de la trilogía de la frontera de McCarthy. Stavans, que en una entrevista de noviembre de 2013 aseveró que “el inglés es la lengua verdadera de la literatura” porque “las cosas pueden [sic] decirse [sic] claramente”, se equivoca sobre la trama, y vivir décadas en “América” sin darse cuenta de su globalización, le causa la esquizofrenia cultural que Díaz sí trata de resolver. Más allá de su desconocimiento del canon estadounidense actual, digamos Auster, o simplezas sobre la antigua literatura mundial, el pueblerino es Stavans, que emplea soberbiamente “nosotros” y “nuestra” para referirse a su literatura estadounidense. En una entrevista, ante la pregunta de si alguna vez se preocupa de representar inadecuadamente la experiencia inmigrante, Díaz responde: “No. La gente quiere leer historias de ‘artistas marginales’ como universales, de una manera totalmente equivocada a cómo queremos que se las lea. Quiero ser leído como universal no porque esto representa a todos los dominicanos y por ende es un gran mapa para cualquiera de ustedes que vaya al país […]. Todo arte, porque se equilibra con lo humano, debido a esa distorsión humana, queda descalificado para representar a una nación, o tiempo” (34)13. Vale considerar al respecto La mucama de Omicunlé de Indiana, en que más que el del inglés, al revés de en Díaz, la prosa funciona en términos del 13 En “Hilton Als & Junot Díaz” (Strand/Aguilar 2016: 15-38). La nota de Stavans en Stavans 2013: 26-30, cuyo tono apurado y autoindulgente contrasta con el clásico análisis de Cândido. Los calificativos “dominicano” o “cubano” engendran preguntas culturales y de oficialismo político para los latinounidenses. En septiembre de 2015 se le retiró a Díaz el reconocimiento de la Orden al Mérito Ciudadano otorgado en 2009. Tildándolo de “antidominicano” y exhibiendo “pruebas”, el gobierno reaccionó luego de que Díaz abogara por una resolución congresual estadounidense de condena por los abusos contra los dominicanos de origen haitiano.
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español, a un nivel cultural que supedita al lingüístico. Ese uso no funciona cuando, aun con la novedad e intraducibilidad de muchos términos digitales, se nota impostura, como en Las constelaciones oscuras, en que el uso del bilingüismo parece apuntar al deseo de escribir una “primera novela en inglés”, una parodia de la “world literature y todo eso”. Si se le preguntara a Oloixarac y a Fuguet cuál es el sentido de cambiar de lengua sin necesidad o sin que se los acuse de la “apropiación cultural” tan de moda en el mundo anglófono, es fácil suponer que se verían obligados a dar argumentos pálidos de doble filo. Que un escritor siga los temas de los sílabos universitarios no es una gran singularidad, o transgresión (que hoy es norma), ni esta debería ser un valor en sí. En cuanto al inglés, es una muestra de mala conciencia, y por eso no sorprendería que Oloixarac dijera rápidamente que también piensa escribir en otras lenguas. En la mezcla apabullante de temas, alusiones literarias, crítica a “la nación”, disquisiciones psicologizantes sobre la moda y el arte, política, cultura popular y relaciones sexuales del capítulo “Psychic Goya” de La mucama de Omicunlé (31-58) también hay referencias a libros de crítica o teoría reciente, mencionados por traducciones al español, con algunos directamente en inglés (40). Sobre todo, hay un emblema de las confrontaciones lingüísticas benévolas que anteceden y siguen a ese capítulo, como: “¿Qué diría la profesora Herman si pudiese verlo ahora? En un fucking call center, fucking ‘Pyschic Goya’, con una maldita gorda que le cobraba el 10% semanal a cada peso que le cogía prestado […]. ‘Goya, Goya, are you there?’ […] ‘Me tienes jarto, maldita prieta’” (41). Cito de un solo párrafo, y nótese que, aunque quizá sea una decisión de la editorial (que opta por la misma práctica en Hecho en Saturno), no se pone en cursiva las palabras en inglés, como que todo público las entendiera, por no decir nada del “jarto”, que reproduce una pronunciación caribeña. ¿Y “prieta”? El término se complica más adelante en ese capítulo: “Malditos cubanos de mierda, ¿ahora este mamagüevo nos va a venir a enseñar el aeiou? Y este maldito prieto, tan bruto, dique con una libretica […]. Todo el mundo los ama, por la maldita revolución, pero ¿hasta la cuánta es? Nada más ha que ser cubano para que te inviten a España, a Japón. ¿Qué es lo que me va a enseñar este pelafustan? […] Que si la arquitectura, que si el cine, a mí qué me importa, aquí tenemos salami y arroz con habichuelas. Váyase a lavar la narga mamagüevazo…” (54-55, énfasis suyos). Es decir, el Caribe no es un paraíso social, y
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su español no es homogéneo. Esas subtramas incluyen homenajes bilingües a autores cubanos como Cabrera Infante y Lydia Cabrera, ropa de marca, canciones y autores extranjeros, nunca transmitiendo la necesidad de traducir. Después de Carnaval de Sodoma, Pedro Antonio Valdez publicó Palomos (2008) con Alfaguara. Centrada en la adolescencia (“palomo” significa no ser “tiguere”, ser novato, no tener agallas) musical de dos representantes antagónicos de unas pandillas, también es una búsqueda infructuosa de identidad en un espacio reducido por definición. Si Carnaval de Sodoma fue llevada al cine por Arturo Ripstein, Palomos viene avalada por “Estamos fumando vida o estamos fumando muerte”, introducción a la novela por el rapero puertorriqueño Daddy Yankee. Desconocida entre un público internacional, esta novela sería otra muestra de qué pasa cuando una editorial multinacional apunta a lo oriundo, incluso con una portada estereotipada, como ocurre con otros autores caribeños. Sería revelador leer qué harían los traductores, intoxicados de lenguaje, con varios coloquialismos dominicanos empleados por Valdez: “biberón” (tener un problema), “blimblin” (joyas caras, del inglés coloquial bling), “chotear” (delatar, diferente del cubanismo), “cloro” (por decir que está claro), “flow” (anglicismo para apariencia), “guayarse” (estar en problemas), “hacer cocote” (pensar), “montro” (caballero), “que lo qué” (o “klk”: qué hay, qué hay de nuevo), “quillar” (enfadarse, molestarse) o “verduga” (persona que sabe mucho). El problema es la complejidad de la lengua (tal vez por eso Cabrera Infante decidió traducir algunas de sus obras) y así, por ejemplo, el narrador de La virgen de los sicarios se ve obligado a trasladar (con el purismo lingüístico del autor), no traducir, el habla de su ciudad natal, que ya no conoce. No sorprende que “El enigma de Edward Fitzgerald” de Borges tematiza que el poema traducido por Fitzgerald es más inglés que persa, porque se lo conoce más en esa lengua meta que en la original. El 9 de marzo de 2002 Babelia (537) hizo dos preguntas a siete de los nuevos narradores hispanoamericanos de entonces: “¿Hay una identidad hispana determinada por la lengua?” y “¿Desaparecen los rasgos locales en la literatura latinoamericana?” Las respuestas de Fuguet y Paz Soldán son previsibles, de emprendedores, y tal vez tendrían que ver con haber vivido en Estados Unidos, o descartar que defender la mercadotecnia o el bestseller cuando se quiere ser un autor serio es contraproducente. Las respuestas decisivas y más autóctonas son de Castellanos Moya y Gamboa. El primero contesta la segunda
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pregunta con: “Si en verdad la trascendencia de una obra literaria radica en la sabia combinación de valores universales y raíces locales, aquella literatura que abandone sus rasgos locales puede estar destinada a ser solo carne de marketing, moda, flirteo ante el aplauso de ciertos editores” (2002: 4). A esa precisión vale añadir que la comercialización divide a escritores, hombres y mujeres, y se cree que estas, que son el público que más lee, son más “aceptables” cuando se las restringe cómodamente a un sector del mundo editorial, digamos las novelas históricas, en vez de al tipo de novela larga de sensibilidad exacerbada escrita con más frecuencia por hombres. Gamboa hila más fino al contestar a la primera con: “Aun leyendo literatura en varios idiomas, los libros escritos en español me sacuden de un modo más contundente. Ese libro crea en mí una atmósfera de cercanía que solo puedo explicar por una identidad compartida” (2002: 3). Su respuesta a la segunda pregunta se basa en su práctica y la de sus coetáneos, sin estancarse en efectos de extranjería productiva o metafórica: “No creo que los rasgos locales hayan desaparecido. Se han atenuado. Hace treinta años, América Latina era un continente rural, y su literatura, al reflejar esta realidad, estaba impregnada de sus rasgos locales” (2002: 3), y concluye detallando el urbanismo compartido que refleja esa literatura hoy. Gamboa le otorga a José Maturana, un narrador de su injustamente relegada Necrópolis (publicada en inglés en 2012 con excelente acogida), similar visión: “Soy nica, tico, dominicano y boricua. Soy cachaco y veneco. Soy plebe y rasta y soy escoria y vengo de la mara y soy paraco y traqueto y estoy en la pesada. Soy negro y zambo y cholo, mestizo e indio, o blanco a secas. Estoy enfermo y no sé quién carajo soy. No sé si ya estoy muerto. Puede que sí. Soy caribeño. Soy latinoamericano” (31). Y si la traducción es un asunto de lengua y de conocimiento de lo periférico, en Simone se le pregunta al español García Pardo, que tampoco está al tanto de Puerto Rico: “¿Sabes algo de Ecuador, de Guatemala, de Paraguay, aparte de que hay indios y dictadores?” (155). Humo (2017), “novela paraguaya” de Alemán, muestra que también hay que traducir el asombro de los latinoamericanos frente a códigos culturales desconocidos. No todo latinoamericano se identifica con ese conglomerado de razas y razones, y es fácil recurrir a esas indecisiones, por lo menos para confundir a los no latinoamericanos. Ernesto Quiñonez (sin acento en la o), primero de los dos autores que considero en este capítulo, nació en Ecuador en 1966 y llegó a
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Nueva York con su madre puertorriqueña antes de cumplir dos años de edad. Se crió en El Barrio, sector latino de East Harlem, gueto negro de Manhattan entonces poblado casi exclusivamente por puertorriqueños o sus descendientes (en 2017, que blancos mexicanos vivan en el aburguesado Harlem les da cierta credibilidad progresista). Hasta los años cincuenta en East Harlem se respetaba, para mayor o menor fortuna, las diferencias que separaban a italoamericanos, negros y latinos; y los unía la jubilosa irreverencia lingüística de vivir en un cruce de varias etnias, comportamiento que Quiñonez y sus pares retratan magníficamente. En 2000, cuando El Barrio era más latino en el sentido hispanoamericano, aunque sin ningún cambio en la clase social que lo habita, Quiñonez publica una exitosa y buena novela, Bodega Dreams (literalmente “sueños de tienda de abarrotes”, aunque el título juega con el apellido del protagonista), que ha sido comentada como una especie de Bildungsroman puertorriqueña, no ecuatoriana. No sin razón, Vásconez y sus colegas insisten en que la literatura ecuatoriana es invisible. En su ensayo narrativo Los países invisibles (2016b) —quizá la mejor instigación hispanoamericana sobre la imposibilidad del nomadismo en la era digital— Lalo, nacido en Cuba de padre español, arguye que Puerto Rico no existe en relación a la cultura global; y como desarrolla hacia el final de Simone —que se debe leer junto a su ensayo y este como reflejo y complemento autobiográfico de su novela anterior, La inutilidad (2004)— en el debate con García Pardo, el mundo editorial español contribuye a esa percepción (2016a: 152-169). Para Lalo, que en Intervenciones se muestra decididamente político respecto a su identidad puertorriqueña, la invisibilidad no es sólida, incluso puede desaparecer con cierta rapidez, como Quiñonez o los autores puertorriqueños de Simone. Coincidente con esa idea, Las segundas criaturas ayuda a imaginar, según un artículo de Silvia Mejía, una literatura ecuatoriana visible. Los hispanoamericanos que viven en Estados Unidos están bastante acostumbrados a esas simulaciones y disoluciones de sus identidades en tribus, y si no son autores de ficción no tienen que sufrir una ambigüedad desleal a la lengua cotidiana. Al año, la novela de Quiñonez fue mal traducida al español (por Paz Soldán) y publicada como El vendedor de sueños por Alfaguara. Que se sepa, el impacto de esa versión ha sido casi nulo en el ámbito literario frecuentemente nacionalista de Ecuador. He encontrado solo una reseña ecuatoriana de El vendedor de sueños, de “E. M.” (2002: 68), que elogia la traducción
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sin referirse al original, concluyendo que está “a la altura de cualquiera de las obras de los mejores novelistas hispanoamericanos de los últimos años”. El problema es tratar de legitimar una excepción a una tradición local refiriéndose a un estilo literario que habitualmente no se lee a través de prismas nacionales. No obstante, el original inglés de esa picaresca del gueto de Quiñonez fue reseñado en The New York Times, legitimándolo de manera incalculable en Estados Unidos, no importa la realidad de otros inmigrantes latinoamericanos a otros países14. A la vez se da el contexto de que, en poco tiempo, el mercado latino estadounidense se ha convertido en una fuerza considerable, y las editoriales ven oro en las letras, así que por qué no vender malas traducciones a los latinos, ayudándolos a olvidar y tergiversar más su idioma nativo y cultura. Por ahora el desdén de los lectores hispanoamericanos que no viven en Estados Unidos bien podría deberse a la calidad de las traducciones (suponiendo que uno quisiera leer en inglés a un autor que se presenta como latino). Aquellas raras veces transmiten el sabor de por sí mixto del original inglés, o trasladan con exactitud hispánica los vulgarismos que pueden ser constitutivos de la cotidianidad del sector social representado (hasta esta fecha las clases media y alta brillan por su ausencia), fallas que no tienen que ver con una percepción esencialista del escritor hispanoamericano. El traductor boliviano de Quiñonez opta frecuentemente por dejarlos en inglés, quizá para calcar el espanglish del original, efecto que funciona de manera reductora en un bilingüismo macarrónico basado más en el inglés, no para los lectores criados y acostumbrados a leer en español. Es grave traducir mal, porque el inglés de Quiñonez sirve para contradecir los atributos que Villoro critica en la narrativa de pretensión revanchista (2004: 71). Irónicamente, en su número de la primavera de 2010, la prestigiosa revista de avanzada cultural, N+1, presentó a Villoro como el mejor escritor mexicano no traducido —en 2015 se tradujo Las comparaciones revelan una ansiedad por valorar o justificar genealogías alternativas, complicadas en Babelia, 728 (5 de noviembre de 2005, 2-6), al fusionar tradiciones de Ecuador y Bolivia bajo la rúbrica “Escribir en las cumbres andinas”, con colaboraciones de aliados ideológicos o libros que no han leído. A pesar de las crisis económicas y la repatriación, no entra en el cálculo editorial el tema de los inmigrantes ecuatorianos a España, presente en autores españoles como Antonio Ovejero y Nunca pasa nada (2007) (traducida al inglés en 2014) o Saber perder (2008), de David Trueba, concentradas en la inmigración femenina. Volcán de niebla (2012), del ecuatoriano Jaime Marchán, amplía el tema de esa inmigración con voces narrativas indígenas. 14
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una selección de sus cuentos; en 2017, Arrecife (2012), quizá su mejor novela (analizada como distópica por Santos 2017: 119-123, que también estudia El testigo)— lo cual pone en perspectiva los “descubrimientos” de Granta mencionados. Paralelamente, más que por el reconocimiento del Premio Rómulo Gallegos (sin fondos en 2017), Simone, del menos “popular” Lalo —que reproduce su Discurso de aceptación de ese premio en Intervenciones (2018: 42-46)— se tradujo al inglés en 2015, y ha tenido una acogida excelente. El referente sigue siendo la lengua establecida, y por eso desde el principio de su Kafka: pour une littérature mineure (1975) Deleuze y Guattari definen su concepto con precisión: una literatura en una lengua dominante escrita por parte de una minoría, sin entenderse por esta la semántica actual del término. Un secreto de la traducción, rara vez discutido, es la falta de prestigio del español en Estados Unidos, que si se habla de las traducciones a él del inglés frente a las teorizaciones y metodología, palidece ante el francés o el alemán, a pesar de que estas son lenguas minoritarias en ese país y en su academia15. Harry Mathews, fallecido en 2017 y primer miembro estadounidense de Oulipo, concluye The Conversions (1962) con nueve páginas en alemán; construía novelas con proverbios, reescribía poemas de Keats usando el vocabulario de recetas de cocina, o empleando 61 viñetas sobre la masturbación. ¿Cómo traducir eso al español? En una nota admirativa publicada al morir Mathews, Vila-Matas, admirador cuidadoso de los métodos de Oulipo, se ocupa de su escepticismo laberíntico, porque Mathews había determinado mantener su literatura impoluta del argot universal académico. Por eso vale notar que para exponer su noción de intraducibilidad Apter no se refiere directamente o emplea el español para asentar sus argumentos. Para ella un cuento de Borges es, a lo máximo, una referencia secundaria y parábola de lo intraducible (2013: 254-255). Bolaño, vis-à-vis Romain Gary, le es más útil (2013: 317-318), porque “El viaje de Álvaro Rousselot” le sirve para hablar sobre la traducción (al francés) y el plagio, temática ampliamente conocida en el ámbito humanístico ibeSegún un informe sobre los “Hispanos de América” y su potencial como mercado de The Economist (14 de marzo de 2015), en Estados Unidos unos 23 millones hablan español, 22 millones son inglés-dominante y 4 millones y medio “bilingües” (no se especifica el nivel). Ante la proliferación de abastecedores de la politización lingüística de la identidad del espangish como Stavans, James Iffland señala sus defectos y oportunismo, copiosa, franca y autorizadamente en Iffland 2006: 139-162. 15
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roamericano. Cabrera Infante no existe para Apter, y Rabassa solo le sirve para referirse a António Lobo Antunes (2013: 139-144). Si se asume que Schrella es un trasunto de Bolaño en El espíritu de la ciencia-ficción, ¿cómo conceptualizaría Apter “no era fácil satisfacer las listas de títulos y autores que Jan nos exigía, muchos de ellos sin traducir al español, y que debíamos sustraer de librerías especializadas en literatura de lengua inglesa, poco abundantes en el DF” (151)? Este resumen no es una síntesis reivindicativa o argumento triunfalista, sino otra instancia que permite explayarse sobre la ética de la teoría de la traducción. Después de todo, en su introducción, Apter expresa querer despojar la literatura mundial de sus características provincianas, de no sacrificar el compromiso con otras lenguas, gestos encomiables; pero no debe ser a costa de una lengua que no se conoce. Si toda la literatura es mundial, ¿qué es la literatura hispanoamericana o la de otras lenguas? Kirsch recuerda que los libros genuinamente difíciles o desafiantes seguirán sin traducciones y lectura (2016b: 14), y la lista hispanoamericana es larga. Los críticos, especialmente los de hoy, viven en un mundo traducido que no los obliga a cotejar o consultar originales o experiencias que no encajan con sus teorías, en vez de examinar su desconocimiento lingüístico. Tan seguros están de las traducciones. En ese sentido, Quiñonez les complica el trabajo a sus traductores, porque su obra muestra que sí se puede recrear un pasado, pero no resolverlo, lo cual complica las razones de ser sociales que se le quiere atribuir a su tipo de autor en un mundillo que le otorga más prestigio al inglés. Se nota ese giro en Alarcón y otros narradores que no son de origen mexicano o puertorriqueño, que no regresan eternamente a la búsqueda de raíces triunfalista, a describir la precaria situación económica de su emigración, o al selfie sentimentalista y melodramático con sentido de urgencia que vende bien en Estados Unidos, Europa y entre lectores latinos que no leen español. En una entrevista reveladora, Ruffinelli le pregunta a Alarcón si su relación con la literatura peruana es diferente de la que tiene con otras, y este contesta: Mi problema es que como no estudié literatura en la universidad, hay grandes huecos en mi conocimiento, vergonzosos huecos, en realidad. He leído mucho, pero casi por mi cuenta, y siempre siento que estoy jugando con el marcador en contra. Si se trata de la literatura peruana, más aún. En cierto modo, tengo la suerte de escribir sobre el Perú en un idioma en el cual el Perú no existe: es decir, retratar Lima en inglés, es bastante diferente a retratar Nueva York. Lima
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en inglés tiene algo de nuevo, de novedoso, y como no he leído a muchos de los escritores peruanos, no siento esa carga histórica, y tengo quizá más libertad (2008: 55, énfasis míos)16.
Nótese la diferencia con Valencia (que sí lee a los ecuatorianos, y escribe exclusivamente en español), y la similitud de Alarcón con Quiñonez. El resultado de esas actitudes es supeditar la tradición a la libertad del autor, y en el caso de estos latinounidenses subestimar a los que leen en inglés, algunos de los cuales sí habrán leído a otros peruanos o ecuatorianos. Todavía queda el problema de la maestría, que si gira predominantemente en torno a cómo transmitir en vivo y reproducir ciertos registros de manera más directa, Díaz sigue al frente. Si un narrador, no importa su edad, no tiene idea exacta o vital de cómo en verdad hablan esos latinos, o no los conoce lo suficientemente bien, entonces no podrá o no deberá contar sus historias. Si se admite que las historias importan, entonces importa cómo contarlas, y eso se da al nivel de elecciones microscópicas de vocablos, sin tener que preocuparse de las distorsiones que acumulan las traducciones. Por eso no es casual o insignificante que Alfaguara haya escogido como traductor de Quiñonez a uno de sus autores de gustos generalmente cosmopolitas, pero vendido como “latino”, aunque escribe en buen español. Hoy se trata de abolir ese tipo de política de identidad estéril y discriminatoria, pero no en el mundo editorial que quiere volver a oponer la literatura de la metrópoli a la de la periferia, y permite, para parafrasear a Villoro, que quien traduce del inglés al español anglifique el español en vez de hispanizar el inglés (2000: 25). O sea, las editoriales quieren ver el mundo hispanoamericano al revés: el drama en el humor que es parte irreversible de la narrativa actual. Recuérdese, como explica Zaid con cifras, que desde hace décadas España domina el mercado de la novela traducida, y para 2002 “ningún país del mundo traduce más que España del francés, alemán e italiano” (2007: 43). Para principios de 16 En Forasteros en tierra extraña (2012), Gabriel Saxton-Ruiz estudia a Alarcón junto a Benavides, Alonso Cueto y Roncagliolo. Para los dos últimos véase Juan E. de Castro en Corral/ Castro/Birns 2013: 231-237, 258-262, y para Benavides, Corral/Castro/Birns 2013: 220-225. Que ellos, más Thays y no Bayly, sean incluidos como nuevos novelistas en The Contemporary Spanish-American Novel: Bolaño and After no los traduce a un canon. Según Miguel Gutiérrez (2014), varios nuevos narradores nacionales, incluido Alarcón, se guían por el “realismo crítico vargasllosiano”.
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2008, sin embargo, las cifras cambiaron, pues según The Economist del 19 de enero: “Hoy cinco países latinoamericanos tienen tasas de lectores más altas que las de lectores de libros en España” (The Economist 2008: 72), y como asevera la misma nota, el mercado de libros en español es el segundo más grande del mundo, y “el mayor para libros en traducción, que son una quinta parte de los 120 000 títulos en español publicados cada años” (The Economist 2008: 71). El problema sigue siendo la traducción, porque así como en algunos de los libros traducidos al español de guatemaltecos americanizados sus personajes centroamericanos hablan como españoles castizos, los traducidos en Estados Unidos suelen hacer que los personajes se expresen en un lenguaje parecido al español. Vale medir el éxito de esas traducciones dentro del contexto de las ventas estadounidenses de libros que, según un reportaje de 2008 de Book Industry Trends acerca de la diferencia entre 2006 y 2007, aumentaron menos del 1%. Esa tendencia debe asociarse con la relativa ausencia de narradores centroamericanos —más allá de diferencias entre las de Cortés y El emperador Tertuliano y la legión de los superlimpios (1991) o Te llevaré en mis ojos (2007), ambas de Rodolfo Arias Formoso (1956), en lo que toca a registros lingüísticos populares—, particularmente mujeres, porque la percepción crítica centroamericana es muy diferente para las autoras17. Añádase a esa condición la expectativa del público extranjero que no parece abandonar su fascinación con las depresivas traducciones de realismos mágicos del continente, creyendo que son novedosas por tratarse de novelas policiales con detectives latinos, guerrillas urbanas u otros tipos de violencia. Para Aira, en Continuación de ideas diversas (2014b), al privilegiar el pasado la lectura de una novela, especialmente las policiales (inglesas en su caso), despierta inevitablemente la nostalgia de la novela. Esa condición ha producido, según Ortiz Wallner, una “literatura de la posguerra” o del “desencanto”, cuyos ejes serían los ya traducidos Rey Rosa, Castellanos Moya y Cortés con Cruz de olvido (1999) que, como otros de su generación, merece traducción (véase Corral/Castro/Birns 2013: 127-132). 17 Así Mario Roberto Morales (2007: 91-98) o Barbara Dröscher (2007: 37-54), en RománLagunas (2007). Más objetivas y completas son Consuelo Meza (2008: 247-278) y, sobre todo, Ortiz Wallner (2012). Cortés es único en su cohorte al preocuparse por la traducción en “Centroamérica: traductores sin traducciones” (Adamo 2012: 113-139), recogido junto con “Literatura centroamericana del siglo xxi: en los confines de la (des)memoria” (2015: 103-119).
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En el informe de Marín (2018), Pilar Reyes, directora editorial de Alfagura, sostiene que “el gran reto es que América Latina se conecte entre sí” (2). El segundo narrador latino presentado y ungido como nuevo es Alarcón, en algún momento reseñador de Bolaño. Nacido en Lima, emigró a los tres años, se crió en el estado rural de Alabama, estudió antropología en Nueva York y, como Quiñonez, trabajó en las escuelas públicas de esa ciudad. Actualmente vive en Nueva York. Ambos son egresados universitarios —hecho que los distancia de buena parte de sus antecesores latinounidenses— que siguen haciendo todo lo posible para presentarse como autodidactas. Lo que puede enseñar un maestro no depende de títulos o instituciones prestigiosas, sino de capacidades que no se consiguen en los talleres de escritura o en residencias para escritores. Más bien, ser maestro tiene que ver con la habilidad de ser magnánimo, modesto y no esclavizarse a la idea de transformación para el bien de todos. En “Carta de Estados Unidos: Los comisarios lingüísticos estadounidenses y el bilingüismo” (Corral 2004a: 117-123) me referí a cómo se comenzó a vender y legitimar el bilingüismo y biculturalismo del tipo auspiciado y alentado por Alarcón, posterior a la publicación de su “City of Clowns” en The New Yorker. Solo en esas fechas esta comenzó a apreciar a Bolaño con una reseña de la traducción de Los detectives salvajes, y sigue ayudando a canonizarlo con la publicación de varios de sus cuentos y su obra póstuma, en traducción. En 2007, cuando fue premiado con una beca Guggenheim, Granta escogió a Alarcón como uno de los Mejores Jóvenes Novelistas Americanos [sic], y en 2010 fue escogido por la misma revista como escritor prometedor menor de 40 años. (Es otro asunto discutir cómo lo de “joven” parece ir subiendo de edad; antes era 35, ahora es 40 años). Cinco de los escritores seleccionados en el 2007 nacieron fuera de Estados Unidos, y debe tenerse en cuenta que, según una encuesta del censo estadounidense de 2005, de 185 mil artistas que se identificaron como “escritores”, solo el 10.8 % eran “minorías” oficiales, entre ellas los latinos. Sí, hasta cierto punto se disuelven las fronteras, pero paradójicamente el latino Alarcón termina siendo “americano” en inglés. La misma revista que lo descubrió y sigue publicando, en un gesto de objetividad, reseña anónima y brevemente su primera novela, Lost City Radio (2007, traducida el mismo año como Radio ciudad perdida), y concluye: “Las recompensas de este libro cáustico no se encuentran en su desenlace poco sorprendente sino en su
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vívido retrato de un país que ‘vive una pesadilla, ya horrenda, ya cómica’”. Dado que la trama gira en torno a un gobierno autoritario y una guerrilla urbana, en un país que según la reseña “está modelado claramente en el Perú”, uno se pregunta si se puede olvidar tan fácilmente las recreaciones peruanas de Vargas Llosa, incluida El héroe discreto y otros. Se sigue conociendo menos a Alarcón en el mundo hispano, a pesar de algún espaldarazo de un narrador más experto y natural menos conocido fuera del Perú, Thays, o del aprecio que le tiene Zambra, a quien entrevistó para la revista neoyorquina Bomb (2015: 70-75), también dedicada a descubrir a varios autores discutidos aquí. Las editoriales estadounidenses y españolas insisten en presentarlo como autor que se debe leer en español, y la misma editorial estadounidense publica simultáneamente War by Candlelight: Stories y Guerra en la penumbra: cuentos en 2005. Sin embargo, cuando Alfaguara recoge el libro y lo publica en 2006 con su sucursal peruana, la colección se convierte en Guerra a la luz de las velas: relatos. Aunque los peruanismos van en cursiva, la primera traducción al español (a dos manos) se aproxima mejor al original inglés que la de Quiñonez. Vale preguntar qué harían los traductores con los glosarios que se incluían en ediciones españolas y que todavía se usan en ediciones como la de Cien años de soledad por la RAE, por no decir nada de los vulgarismos y regionalismos de hoy. Esa situación se complica cuando el mercado obliga a los narradores a crear su propia difusión, sutil o no. No es nada nuevo, porque para la segunda edición de Pamela, or Virtue Rewarded Richardson incluyó como introducción 24 páginas de cartas aduladoras que recibió sobre su novela. Humberto Salvador hizo algo similar con varias notas sobre las suyas, giro que parece haberse generalizado para cualquier reimpresión de una novela actual. En una reseña de The San Francisco Chronicle (2006: m1) de Last Evenings on Earth, selección en inglés de los cuentos de Bolaño, Alarcón hace hincapié en que los mejores de esos relatos se publicaron primero en The New Yorker. Si la reseña es positiva, a pesar de no evitar la errónea visión anglófona de que el exilio es el hilo en todo lo que escribe Bolaño, vale notar su conclusión de que “es un libro importante por un escritor que será leído por años, cuya influencia en la próxima generación de autores latinoamericanos ya se siente”. Alarcón se cura en salud, y a pesar de haber dicho que la primera parte de la selección es menos convincente que la segunda, concluye con la boutade de que solo Bolaño pudo escribir esos cuentos. Al publicar The New Yorker a Bolaño
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y al peruano el público estadounidense se queda con la impresión de que ambos tienen valores comunes o similares, recepción que desfigura las realidades de cada novelista y cómo los ve el público que lee en español. En diciembre de 2007 la Letras Libres mexicana publicó un cuento de Alarcón, traducido, y hasta la fecha no escribe en español, aunque da entrevistas en la lengua de sus padres, no maestros. En 2017 Alarcón es traductor de la biografía de la artista colombiana Emma Reyes, Memoria por correspondencia (2015), como The Book of Emma Reyes, y valdría cotejarla con el original por las razones que expongo. No sé entonces si inexperta es el peor calificativo para la traducción de la narrativa de Alarcón, porque la traducción al español de su novela más reciente, At Night We Walk in Circles (2013), no ha tenido una acogida entusiasta. Esas críticas no mencionan que la novela está basada en un cuento suyo, para el que se inspiró a partir de una historia real de un grupo de teatro peruano. En la novela y el cuento, el grupo de teatro se llama “Diciembre”, “Septiembre” en la vida real. Con esto se prueba, como sugiere Villarruel en una reseña del original que, por un lado, la nueva literatura mundial es un espacio tremendamente asimétrico, donde el más poderoso sigue pidiendo una imagen tremendamente folclorizada o estereotipada del “Sur” simbólico. Esto, a su vez, ha dado lugar a que ese Sur se coma el cuento de su realidad a golpe de repeticiones de esta representación, pero también a que la innovación e invención en el lenguaje se vean constreñidas a un “tema” geográfico. Esa novela de Alarcón sería una obra menor “a lo Vargas Llosa”, con un acartonamiento, linealidad y “realismo” que el maestro jamás se hubiera permitido, características que hace ya cincuenta años hizo explotar. Este desarrollo es penoso porque Alarcón propone poco dentro del contexto sudamericano, y si logra proponer algo en el mundo anglófono es que el subalterno no ha sabido salir de su condición. Comprueba, además, y piénsese en Aira, que la vanguardia será solo para los anglófonos; y mientras tanto los nuevos hispanoamericanos seguirán contando cuentos de hadas, un contexto narrativo fácilmente traducible. Para su exégesis sobre la traducción como “‘posvida histórica’” en un capítulo concentrado en Pound, Claro emplea como epígrafe parte del tan citado texto de Borges sobre las versiones de la Odisea (2012: 680), que tiene unas 60 versiones en inglés, 10 en las últimas dos décadas. Al desarrollar (con ribetes derridianos sobre la autobiografía) la noción de que
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la traducción implica una exigencia psicológica fuerte, cita a John Donne para explicar el rendimiento y acepciones del inglés translation, y usando una suya o de Rodríguez Monroy (la referencia no es clara), se aproxima: “Toda la humanidad es de un solo autor y es un solo volumen. Cuando un ser humano muere el capítulo no es arrancado del libro, sino traducido a una lengua superior, y cada capítulo debe ser traducido de tal modo” (2012: 700). No obstante, escribir, hacer radiografías o teorizar sobre la traducción requiere mayores contextos. El texto convertido en muestra es del conocido poema-ensayo metafísico de Donne llamado “Meditation xvii”, del cual se cita habitualmente en el contorno anglófono la idea de que ningún ser humano es una isla. Como opina Rancière, la modestia verdadera del genio (para él, el artista emancipado) es que “emplea todo su poder, todo su arte, en mostrarnos su poema como la ausencia de otro que nos concede el crédito de conocer tan bien como él” (2003: 99). El fragmento original dice: “All mankind is of one author, and is one volume; when one man dies, one chapter is not torn out of the book, but translated into a better language; and every chapter must be so translated; God employs several translators; some pieces are translated by age, some by sickness, some by war, some by justice; but God’s hand is in every translation, and his hand shall bind up all our scattered leaves again for that library where every book shall lie open to one another”. Ese texto del siglo diecisiete, traducido a un lenguaje no literal actual, expresaría lo siguiente: “La humanidad es de un autor, y un solo volumen; cuando un hombre muere no se arranca un capítulo del libro, sino que se lo traduce a un lenguaje mejor; y cada capítulo debe ser traducido; Dios emplea varios útiles para transformarnos. Algunos agentes que usa son la edad, la enfermedad o la guerra, algunos con justicia; pero cualquier traducción que sea usada es empleada por Dios, e igualmente él encuadernará todas las páginas esparcidas para esa gran colección de libros donde los capítulos de nuestras vidas se abren conjuntamente”. Emplear la deidad concuerda con el Donne católico recusante, convertido en clérigo de la Iglesia anglicana. Obviar esos hechos le permiten a Claro concluir que “el traductor aparece como el receptor de un legado de un autor extranjero en el espacio y en el tiempo; su lenguaje es también un don heredado” (2012: 701), una metáfora muy diferente del contexto de Donne. En la justificación de la apropiación que es “Pierre Menard, autor del Quijote” el narrador de Borges
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asevera: “Ser en el siglo veinte un novelista popular del siglo diecisiete le pareció una disminución” (1974: 447). Esas confluencias de la traducción proveen distorsiones de recepción. Por ejemplo, Le Magazine Littéraire de abril 2008 reseña las traducciones al francés de 2666 de Bolaño y Lost City Radio de Alarcón, que mantiene su título original. Aparte de que la reseña de 2666 es mucho más extensa y positiva, la impresión que queda es que los dos autores “latinoamericanos” tienen un desarrollo o valor similar. Lo mismo puede ocurrir donde se publica las traducciones. En un recuento para Ínsula (2008b: 26-27) de la literatura “iberoamericana” publicada en la España de 2007, Francisca Noguerol asume que Alarcón es tan peruano como Bryce Echenique, Benavides e Iwasaki, suposición exacerbada por varias generalizaciones; y por no considerar que lee a un Alarcón traducido en muchos sentidos asevera que el narrador denuncia “la estructura que rige la vida de algunos pueblos” (2008b: 26). La labilidad conceptual, la ausencia de información concreta y abundancia de lugares comunes acerca de la estela del posboom hacen que la crítica repita similares argumentos en “Narrar sin fronteras”, en Entre lo local y lo global (2008a: 19-33)18. Esa presteza se puede atribuir a exigencias o decisiones puntuales de las revistas (como Review, arriba), no a las autoras. Así, en “Anotaciones imperfectas sobre la literatura latinoamericana en 2012” (2013: 32-35), Gallego Cuiñas supedita la crítica pertinente fuera de España, desalentando el tema, aunque sus glosas son parte de un registro muy benéfico e inteligente. La adjetivación impresionista en Gracia Morales Ortiz, “Tan cerca, tan lejos: un fugaz panorama de la literatura latinoamericana en 2013” (2014: 28- 31), se agrava al ignorar la crítica nativa. En “Comienzos latinoamericanos de la novela actual en España” (2016: 47-50) Gallego Cuiñas se refiere a varones “iniciados” en España (47), aunque no hayan vivido allí. Por incompleta que sea aquella lista, o que reduzca los temas de ellos a la memoria y frontera (4918 La lista desemboca en su “Utopías intersticiales: la batalla contra el desencanto en la última [sic] narrativa latinoamericana” (Noguerol Jiménez 2011: 61-76). Falta mencionar trabajos de Aínsa sobre la utopía como plantilla conceptual para proyectos narrativos; y los argumentos se desmoronan ante las tesis de Jorge Fornet y Pérez Torres, o por las limitaciones de la insistencia de Fuentes en la utopía (de las ideas “anticolonialistas” de La nueva novela hispanoamericana a la paradójica vuelta a la continuidad cultural hispánica de La gran novela latinoamericana). Monsiváis no se explica “por qué se habla del ‘fin de las utopías’, cuando la abundante literatura de la Autoayuda comprueba el poder hipnótico de los ensueños a domicilio” (2012: 394).
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50), es importante por las implicaciones en torno a las mujeres que la crítica asevere que algunos “asumen riesgos mínimos” (50) al publicar con grandes conglomerados. Si a veces la crítica importa para evaluar la traducción, ese es el caso de Gallego Cuiñas. Sin duda, las distorsiones mercantiles también funcionan en todos los ámbitos. En Estados Unidos no se encuentra obras de Bolaño en las ediciones de Anagrama (ocurría lo mismo con Vila-Matas), y para fin de 2016 se retiró esas ediciones del mundo hispanohablante. Si hasta hoy Anagrama no distribuye en ese país no es raro que sus autores se pasen a otras editoriales, o que sean traducidos con mayor rapidez. Las ganancias de las industrias culturales dependen de manera desproporcionada en un éxito poco común como el de Bolaño, que sirve para contrarrestar las fallas. Los lectores de novela casi nunca deciden independientemente, en parte porque el mundo editorial está tan repleto de posibilidades que rara vez encuentran solo lo que quieren. Aun cuando se piense que la mayoría de los lectores no tiene gusto o es ignorante, es natural creer que los libros exitosos son “mejores”, por lo menos en el sentido democrático que se le pueda atribuir a un mercado competitivo. Lo que los lectores quieren depende de lo que creen que les gusta a otros lectores; lo que el mercado editorial quiere en un momento dado puede depender en su propia historia. Si en un sentido ese mercado refleja lo que quiere la gente, es verdad solo respecto a lo que quiere ahora. Muchos leen los mismos libros porque las librerías solo pueden almacenar una cantidad limitada de ellos, sabiendo que su prosperidad depende de que compren libros, no de que los lean, y no hay espacio para darles a los lectores exactamente lo que desean. Así que los lectores de narrativa hispanoamericana se ponen de acuerdo en lo que más o menos quieren19. Si el mercado editorial de la traducción no solo refleja nuestras preferencias sino que las modifica, entonces la relación entre lo que leemos en traducción hoy y lo que queríamos antes, o lo que querremos en el futuro, se convierte 19 Chris Anderson desarrolla esta noción en The Long Tail: Why the Future of Business is Selling Less of More (2006), analizando el efecto de Amazon para los nuevos árbitros del gusto, mercados y procedimientos, y pregunta qué pasa cuando la era digital permite a las librerías almacenar todos los libros del mundo. Ante ese acceso a la arqueología literaria y almacenaje del pasado, hoy no se vende mil ejemplares de un libro que todos queremos, sino uno (o una copia digital) de mil libros que cada uno de nosotros quiere. El efecto para los nuevos narradores está por examinarse, y Gabriel Zaid sigue llamando la atención a las estadísticas culturales que afectarán lo que leeremos cuando estas generaciones “jóvenes” pasen.
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en una relación muy ambigua. Aliado a esa ambigüedad, el léxico empleado por estos autores no es del registro de todo hispanohablante, ni tampoco es popular o reconocible en provincias estadounidenses rurales. Con Alarcón el problema no es tanto la traducción, como lo es con la primera novela de Quiñonez, ni tampoco la calidad relativa que puedan tener ambas obras, sino cómo se está vendiendo la “latinidad” de su narrativa y su contenido sin que u n público más amplio (y enterado) emita juicio. Digamos que ambos narradores son excelentes, y que merecen atención. Esta condición no tiene que ser afectada por el relativismo de una apreciación estética para pasar a creer que estos narradores novatos merecen una evaluación más completa. Relacionados a esa condición, hay otros factores que obnubilan la calidad de ambos narradores: todavía no llegan a su madurez como escritores, y les toca descubrir cómo serán las cosas en el porvenir. Como mostré sobre los clásicos y la literatura en la literatura, el auge de la postrera narrativa obliga a considerar la originalidad de las nuevas fórmulas porque habrá “una maraña de hilos en la que siempre cuesta distinguir los cabos fundacionales de sus consecuencias más o menos deshilachadas: todo se confunde cuando se ha leído más de la cuenta, más todavía si se ha leído sin orden sistemático, y parece ya imposible hallar, en nuestras literaturas, algo que pueda ser denominado original en absoluta puridad” (Llovet 2006: 3). No sé de otro tema para el cual la habilidad crítica para percibir diferencias y sacar inferencias se complica tan fácilmente. Por la condición que señala Llovet, que las opiniones imprecisas llaman posmoderna, las editoriales y la crítica suelen presentar a esos narradores como profetas que ya poseen cierta maestría raramente atribuida a otros del continente. No obstante, en una nota sobre la traducción al inglés de Matate, amor, de Harwicz, la reseñadora advierte que con ella se cambia el rumbo a un “efecto perdurable del posmodernismo que ha sido menospreciar la ‘pureza’ literaria para celebrar la mediación e hibridez” (Scott Fox 2017: 26). Si insisto en la apertura de los clásicos es porque para los nuevos narradores y sus contemporáneos es fructífero escapar de la estrechez mental actual y meterse en mentes antiguas más sutiles y vastas, porque mantener vivas a aquellas es mantener aún más vivas las nuestras. La traducción actual duplica la noción de que las adaptaciones, por defectuosas o exitosas que sean, comprueban con su mera existencia el potencial inagotable de los
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clásicos antiguos o actuales, y con razón los traductores reclaman derechos de autor para las modificaciones. Con los narradores traducidos hay un problema adicional: si quieren que su “latinidad” los defina, se trata de qué lecturas “latinas” podrían traer a colación cuando son definidos por una etnicidad no probada o fijada en las lecturas de los maestros que manifiestan tener. A diferencia de lo que se le exigiría al natural, los latinounidenses no tienen que precisar que la profecía tiene más que ver con nuestro pasado (incluido el literario) que con nuestro futuro. Como muestran otros autores que he discutido, mientras más penetran en la cultura latinoamericana y sus historias, esta se hace más rara y mucho más cautivadora que las abuelas voladoras, palmeras y sexualidades desbordadas que los poco originales nuevos mercaderes de realismos mágicos quieren hacer creer. Las editoriales pueden estar apostando a otro hecho: en 2013 el Pew Research Center informó que mientras el número general de hispanohablantes en Estados Unidos (incluidos los no latinos) crecería a unos 40 millones para el año 2020, se calcula que el número de latinos que hablan español se reducirá de 75 a 66 por ciento. Un estudio anterior reveló que la mayoría de los latinos de tercera generación no habla español en casa, y prefieren el inglés. Si los autores latinounidenses se van a convertir en maestros de la representación de lo que los rodea tendrán que conducir a sus lectores (incluidos los nativos) a revisar sus valores más definitorios, profundos y, sobre, todo resistentes. Estos están en las historias olvidadas del pasado cultural y en las mentiras amplificadas de la posverdad populista y los nuevos inquisidores de las redes sociales. Pero van por buen camino, y a diferencia de algunos de los narradores que he discutido y su presunto compromiso con “los de abajo”, los latinounidenses rara vez incluyen divagaciones en sus obras sobre la dificultad de ser escritor. Los lectores no asiduos a ese tipo de ensimismamiento se preguntan si esa condición es difícil comparada a qué: ¿la de un soldado, obrero, campesino? En contrapunto al pasado de los nativos, lo que se pretende presentar en los cuentos de Alarcón es un nomadismo globalizante, las diásporas latinas, aquí limitadas a un solo continente del mundo. En el caso de él, como reza la ficha bibliotecaria oficial, el tema es “Lima”. ¿No hemos visto esos desplazamientos en obras de varios narradores flamantes, varios de ellos no traducidos al inglés todavía, como Valencia, o los antecesores de estos? Si se supone que los cuentos de Alarcón tienen como meollo representar su ciudad natal, ¿qué
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hace entre ellos, aparte de otros dos ubicados en Nueva York, “Suicidio en la Tercera Avenida”, en que un latino se desencuentra con su novia de descendencia hindú al desencontrarse con la madre de ella? Se vende a Alarcón como “peruano”, pero el autor —a pesar de hacer venias a la situación política del Perú de los años ochenta en un cuento extenso como “Guerra en la penumbra”, o a los desastres naturales, como en “El visitante” e “Inundación”— se queda en una nostalgia elemental. En su forma original el nomadismo no concebía una subclase económica, lo cual lo hizo atractivo a prosistas como Bruce Chatwin y Paul Theroux, y a críticos como Deleuze y Guattari. Los latinounidenses parecen creer que son nómadas por definición o fallo, y como se vio en capítulos anteriores, ese autoconcepto los distancia de contemporáneos nativos como Bolaño, interesados en una forma menos admirable del nomadismo: la destructiva del desarraigo creado fuera de Estados Unidos por otras versiones de la modernidad. Sin embargo, comparten el hecho de que la supresión de lo familiar les permite ver el mundo de manera sesgada, permitiéndoles superar a los meramente talentosos. Este es el problema de la buena intención, discutida en el Babelia mencionado al principio, de publicar una traducción de Ulysses por “jóvenes de los 23 países de habla hispana para que el idioma aflore de manera democrática [sic]” (Marín 2016: 2). El coordinador de ese número interpreta mal la recepción de Paradiso al inglés, ignora la traducción de Rayuela de Rabassa, se expresa arbitrariamente sobre Pynchon o Wallace (6). Si menciona que en 2010 Marcelo Zabaloy tradujo Finnegans Wake al español (otro argentino, José Salas Subirat, primer traductor de Ulysses al español, abandonó su intención de hacerlo, y su compatriota Leónidas Lamborghini reescribió un capítulo, como Elizondo) no problematiza que son novelas que se dice que se lee, para farolear. Respecto a la intraducibilidad de esa novela, si la edición de 2016 especifica que Eugenio Conchez hizo una “revisión integral”, vale preguntarse por el inglés idiomático de los que la comentan. Volviendo a la traducción de War by Candlelight, es una obra primeriza en que hasta Nueva York es folklórico y oprime al inmigrante (“Un muerto fuerte”). A su vez, su tono político se concentra previsiblemente en “el pueblo”, tendencia que vende en inglés, a juzgar por la recepción del libro, aunque no fue reseñado en The New York Times. Es una visión traducida del populismo estadounidense que deshumaniza a seres complejos al categorizarlos como “el
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pueblo” y “las élites”, creando líneas de división tribales que inevitablemente conducen a una mentalidad vulgar de “nosotros las víctimas” contra los otros. Es un populismo irracional, en la derecha y la izquierda, que aumenta el desdén por los expertos de todo tipo y que hace de la ignorancia una virtud. Si se ve esas descripciones del “pueblo” en términos políticos, los narradores latinounidenses no se alejan de la tendencia a retratar a todo déspota como alguien que prefiere la lealtad a la habilidad real en sus subalternos, y que busca la seguridad en el estancamiento. Si creen que no tienen que elegir entre ser “americano” o “latino”, lingüísticamente tiene más sentido optar por el español, como el bilingüe Halfon. Nada remplaza haber vivido lo latino in situ. Visto así, ¿hasta dónde han llegado Quiñonez y Alarcón? El primero aparece, traducido del inglés, en Se habla español. Incumbe determinar el éxito del primer libro del ecuatoriano-puertorriqueño, hoy profesor universitario de literatura creativa, porque aparentemente las editoriales, más que los lectores norteamericanos, ya no apuestan por él o esperan su próxima obra. Su segunda novela, Chango’s Fire: A Novel (2004), fue publicada al mismo tiempo en español como El fuego de Changó: una [sic] novela. Esa versión no favorece a Quiñonez, porque desde el principio de la traducción hay problemas, atribuibles al descuido y celeridad por vender al autor. En los elogios reproducidos en ella para El vendedor de sueños se habla de “energia”, de que el lector se “encontrará haciéndole fuerza [¿?] al traficante de drogas”, de “suenos” en vez de sueños, se deja projects (torres habitadas por la clase trabajadora) en inglés, como que todo lector reconocerá el referente, etc. Estas traducciones contribuyen a la segregación a la que se opone el oficialismo gubernamental y social estadounidense, aunque tampoco explican la falta de impacto de Quiñonez en Ecuador y el resto de América Latina. Es una situación triste, y si algo demuestran las traducciones de las “novelas del dictador” escritas por los narradores del boom y otros que los siguieron inmediatamente, más los planes de los “boomistas” de escribir una para cada país fijados en su correspondencia, fue la complejidad de esa veta, práctica revisada por Cornejo Menacho en Inés Aranda y su mezcla con la ética del periodismo, que antecede a los intereses más culturales que políticos de Alarcón. Paradójicamente, las editoriales quieren acceder a un público que parece no querer leer ni tiene los medios o tiempo para hacerlo. Además, se sigue
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contribuyendo al exotismo deseado, y Quiñonez fue presentado así: “rostro de indio misterioso, entre la ternura y el desafío, un rostro que es un compendio racial, si la raza existiera” (Armada 2002: 10). Al preguntársele cuáles son sus maestros dijo “T. S. Eliot, Yeats. Me gustan, entre las mujeres, Cristina García, Rosario Ferré, Susana [sic] Cisneros, Gabriela Mistral” (Armada 2002: 11). Nada como un “Otro” ilustrado para informar al que no quiere recolonizarlo. Una estadística relacionada con autores como él es que, de las traducciones de este siglo, el 75% son del inglés, y 103 000 de los 130 000 libros traducidos entre 2001 y 2011 fueron de esa lengua. Esas cifras no cambiaron para 2017, mientras en Estados Unidos y el Reino Unido las traducciones de otras lenguas fluctúan entre el 1.5 y 3%. Otra realidad es que entre estos latinos todavía hay resentimiento o la sensación de no ser aceptados completamente por la cultura general estadounidense, que le permite a Díaz manifestarle a Basavilsabo que Estados Unidos “les tiene fobia a los latinos”, aseverando en torno a las traducciones de sus libros que “uno trata, claro, de dar sugerencias o aclarar algunas frases, pero en la edición española [sic] no tuve que hacer grandes intervenciones” (2013: 4), quizá porque la alternancia de códigos es menos traducible o ventajosa en una novela que en la vida real. Así se entiende el desafío para el traductor de la sección “Órale pinche güey” en la primera parte de Poso Wells. Los maestros sobreviven más por medio de su trabajo, no por el de sus discípulos o de sus traducciones. En su clásica discusión de 1924 acerca de los tipos de enseñanza y relaciones de aprendizaje, Wach observa que “el maestro no disfruta la estima del discípulo porque transmite algo útil, algo que se puede transferir de su posesión a la del discípulo; no es el resultado de la posesión afortunada de una destreza artística particular. Más bien, el significado reside para el discípulo en la personalidad, cuyo carácter y actividad son individuales e irremplazables” (1962: 2). Rancière indica que Jacotot dividió a los discípulos que pretenden guiar la enseñanza universal hacia la emancipación intelectual en enseñadores o explicadores; mientras que existen discípulos emancipadores, que solo presuponen emancipar o incluso no enseñan nada especial, “se contentan con emancipar a los padres de familia mostrándoles cómo enseñar a sus hijos lo que ellos mismos ignoraban” (2003: 179). Valdría “traducir” entonces por qué, al tratarse de parábolas sobre figuras paternales perdidas, las últimas dos novelas de Coetzee, con el nombre pero sin la pre-
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sencia del maestro paradigmático Jesús, se ubican en un país hispanohablante, con personajes que recuerdan a los de Aira, con protagonismo del español, no el espanglish. En el mejor de los casos, los maestros de los narradores neófitos seguirán vivos e infinitamente instructivos porque se suele medir sus méritos por el poder de sus obsesiones y la manera en que mantienen a sus discípulos imposibilitados. En el caso de los latinos traducidos el modelo de Wach no es aplicable, porque los maestros nativos inmediatamente anteriores a ellos no se han convertido en seres míticos casi absolutos; y porque no han vivido el contexto que produjo al boom o las “novelas del dictador”. Como sus coetáneos nativos, mientras más viejos y sofisticados se hacen los discípulos, más se transforman los maestros en seres sabios que conocen el camino pero no quieren repetirlo para otros. Los adeptos seguirán reconociendo a algún maestro mientras avanzan en sus carreras, pero solo por sus dones, no como mitos o la personificación de algún orden estético. La relación entre discípulos y maestros puede ser gobernada, a la vez, por la afiliación y explotación, o sometimiento bajo la autoridad e intimidad del maestro, que no se puede traducir en una dependencia mutua más sana. Este es uno de los malestares de la entronación. Después de todo, una ley del género del talento es que un maestro sea remplazado por otro, a pesar de los clones que lo sigan. Pero a las editoriales de lengua inglesa y española no les importa alguna tradición cultural específica que quiera recuperar Quiñonez, solo la que parece enhebrar a un “tipo” que tienen en mente, sin pensar que las tradiciones también sirven para distanciarse. Es como si los hispanoamericanos solo tuviéramos “tradiciones” novelísticas, no historia, noción que he corregido de manera comparativa (Corral 2010), porque es un contrasentido leer nuestras tradiciones sin la movilidad cultural occidental y la aceleración de los cambios que conlleva. En una cita que sirve como clave para el entendimiento del ambiente que evoca El fuego de Changó se traduce this Bronx slum como “este barrio en el Bronx”, dejando en el aire el hecho de que el Bronx ya es un barrio étnicamente complejo (como demuestra DeLillo en Underworld, además de adherir a convenciones históricas) que cambió demográficamente con la Segunda Guerra Mundial; que contiene slums (conventillos, ranchos, barriadas, barrios “jóvenes”, arrabales, en fin: barrios pobres que los que no los conocen idealizan virtuosamente) y sectores ricos como Riverdale y Pelham. Esa com-
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plejidad la ignora un lector del montón que no ha vivido ahí, o la editorial que presuntamente cuidó y aprobó la traducción. Además de la falta de prestigio del español, seguir hablando de los problemas de la traducción de estos narradores ignora la importancia del trasfondo cultural de discusiones como las de Wilson y Nabokov, cuando este tradujo a Pushkin a un inglés “inventivo” y el comprometido estadounidense le corrigió al ruso su propia lengua. (Es similarmente exagerado proponer que el uso del inglés y del español en una reciente y fallida novela novata escrita en inglés “es un gesto cosmopolita que recuerda el uso del francés y ruso por el inmigrante Nabokov” o, peor, que continúa la tradición del boom)20. Desde aquel 1965 no ha habido una crítica tan frontal o pública de una traducción. No porque no haya habido talentos como los de Nabokov y Wilson, o celos y envidia como los de ellos, sino porque se asume que casi toda traducción debe ser buena, evaluación aumentada por el miedo actual a criticar o a las represalias. Nabokov se crió hablando francés e inglés, manteniendo su ruso, algo nada común entre los bilingües latinounidenses. Si ambos fueron incautos al tratar de colaborar en una traducción, Wilson fue ingenuo al atacar la excéntrica traducción de Nabokov. El problema no era la lengua meta sino el original, Eugenio Oneguin, escrita en verso (su protagonista teme a los críticos; Wilson quería resolver el problema añadiendo notas copiosas), y el ruso fue cándido porque su traducción era difícil de defender. Roland Barthes por Roland Barthes propone que cuando uno no dispone de un lenguaje conocido uno debe determinar robarlo. Barthes se refería a los que están fuera del Poder, que no era el caso de Nabokov o Wilson, y en realidad tampoco de los latinounidenses. En “Sobre la traducción de algunos títulos” Monterroso sostiene que estamos en un mundo de traducciones del que hoy ya no podemos escapar, aunque “hay errores de traducción que enriquecen momentáneamente una obra mala. Es casi imposible encontrar las que puedan empobrecer una de genio: ni el más torpe traductor logrará estropear del todo una página de Cervantes, de Dante o de Montaigne” (1983: 90). Por esas consideraciones tal 20 En “Suicidio en la tercera avenida” de Alarcón los errores de traducción son garrafales: calzoncillos se convierte en “interiores” (65), “bodega” (por tienda) se deja en español y “mestizos” (68) no traduce la fuerza de Half-breeds (medio pelo); “se veía” (72, 77) remplaza a “lucía”, “parecía” o “era”. Además, supone que se reconocería la toponimia neoyorquina, los anglicismos y un largo etcétera cultural en espanglish.
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vez sea más importante en esta segunda obra de Quiñonez que Julio Santana, el protagonista pirómano a sueldo, decide cambiar de carrera al enamorarse de Helen, presentada como una “blanquita”. Reitero que es temprano para determinar la vigencia de esta novela, pero no está de más preguntarse cómo se interpretará en la crítica políticamente correcta anglófona el hecho de que el personaje latino sea redimido por un miembro de la “raza hegemónica”. De manera similar, en Bodega Dreams la mujer que amaba el protagonista lo había abandonado veinte años antes por un cubano culto y rico, e impulsado por esa traición Bodega cree que con hacerse excepcional podrá recapturar lo que se le ha robado o negado a él “y a su gente”. Vale especular también si, aparte del sentimentalismo, se verá en años futuros el uso que hacen estos latinounidenses de los instrumentos culturales cosmopolitas como formas peculiares con las cuales imponer, ordenar o poseer, e incluso ser un tipo de conciencia para la apolítica narrativa anglófona actual. ¿Leyó Quiñonez a Palacio, Salvador, Vásconez o a coetáneos como Valencia? ¿Cómo ha leído Alarcón a Vargas Llosa, o contemporáneos suyos como Benavides y Bayly, que se distancian de su temática? En última instancia, las respuestas importan menos, pero son preguntas de rigor, o convenientes, para los nativos que se quedaron en sus países para apoyar visiones de una “ecuatorianidad” o “peruanidad” secularmente indefinible. Si los latinos traducidos no han podido definir su “hispanoamericanicidad” es porque no han sido capaces de decidir si su narrativa debe ser caracterizada por la nacionalidad o el tema que adaptan. La tosca reactivación estadounidense de los polos cosmopolitismo/indigenismo para nuestra literatura tiene poca razón más allá de lo rentable en ese país. Detrás de todo gran escritor hispanoamericano habría un indígena, en sentido lato. Onetti, Rulfo, Monterroso y muchos otros se expresan desde su terruño, pero no necesitan ser telúricos para expresar la gran complejidad autóctona al resto del mundo. Los novelistas técnicamente revolucionarios como Proust y Joyce (que según Connolly terminaron con la novela), Woolf, Faulkner y Nabokov basaron sus temas en sus propias vidas y regiones, con la necesidad de capturar en la casi permanencia del arte narrativo lo que era perecedero en sus existencias. Pero las sensaciones conducen a contradicciones, y Rancière cree que se las resuelve separando la obra de lo que el autor y su contexto ideológico dicen sobre ella, aunque al ser la de Proust una novela sobre la posibilidad de la obra “habría que quitar del libro no
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solamente todos los discursos sobre la obra sino también todos los episodios concebidos para ilustrarlos” (2009: 204). Macedonio, Felisberto y decenas más no necesitaron salir de sus países para exponer mensajes universales, así que la temática, no la técnica de los narradores traducidos, beneficia al gremio crítico y editorial más que al desarrollo de una literatura que, a lo largo de su historia, muestra que cosmopolitismo e indigenismo se complementan. La pregunta generacional es si estos latinos leen bien a sus congéneres nativos. En la entrevista citada Quiñonez afirma “Cervantes no me dice nada”, y es claro que el Otro (los narradores nativos de su generación) tampoco cabe en su latinidad o curiosidad. No obstante, en Quiñonez no hay el fuerte olor antiséptico y anestésico del posmodernismo, o la sensación de que uno presencia un juego de símbolos y no la cosa misma. Con un poco más de símbolos que no se queden en lo populachero los libros similares al suyo dejarán de ser el marcador de posición para un libro que nunca terminaron. Si en momentos dados las obras de Vargas Llosa y otros autores del boom han salido casi al mismo tiempo en español e inglés, las razones tienen que ver con mantener la comercialización de autores probados e ilustres, no con ofrecer una apuesta basada en autores sin trayectoria. Es prematuro evaluar el valor de obras que Quiñonez y Alarcón publicaron respectivamente en 2004 y 2005, pero su aparición en el panorama fue un indicio de hacia dónde querían ir las editoriales: al mismo lugar de siempre, ostentando al autor “latinounidense” como buen salvaje, o escritor de buenas novelas de la selva, como dijo Wilson, aunque hoy la selva es urbana. Paradójicamente, y a diferencia de los narradores de su generación que escriben directamente en español, cuando Quiñonez y Alarcón escriben sobre el amor tienen más éxito. Si en algo se acercan a congéneres nativos como Franco, es en la mezcla infeliz del urbanismo mágico y la sensibilidad política del realismo social. En el mundo estadounidense todo se mezcla de manera insólita para asegurar las ventas. El 3 de abril de 2006 la revista Time le preguntó al cantante popular colombiano Juanes a quién nombraría como una de las 100 personas más influyentes del mundo, y respondió: “Jorge Franco, autor de la novela faulkleriana [sic] Rosario Tijeras, la inspiración para una de mis canciones”. La culpa no es de Juanes (que canta la canción “Rosario Tijeras” de la película basada en la novela del mismo título) o Franco, sino de Time, por confundir intérprete serio
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con cantante popular. No por nada Vallejo dedica largos párrafos de La Virgen de los sicarios a su desprecio por el vallenato, aunque el imaginario popular de esa novela triunfó en las ventas colombianas, y en las extranjeras cuando se la convirtió en película. La errancia de los latinos traducidos está compaginada con el sentimentalismo de (o dirigido a) la izquierda estadounidense de cursilería histórica, mientras que la de los narradores nativos suele ser metafísica, al querer honrar la realidad para abolirla buscando la literatura en los espacios de pertenencia personal, como si la metafísica fuera un lujo ofensivamente burgués. Hay verdad en el meollo narrativo de Quiñonez y Alarcón, sobre todo en el del ecuatoriano-estadounidense, aunque esa verdad no significa que sus obras sean excelentes. En el caso de Alarcón, los personajes que escoge revelan la esencia de las cosas, pero también la esconden. Los lectores llegan a esa sensación antes que los protagonistas de Alarcón, en cuentos como “Una ciencia para estar solo”, porque aquellos no parecen estar tan interesados en su destino como nosotros. También hay una trampa en ese desarrollo narrativo, en el sentido que los personajes son símbolos y nada más, y por ende fuentes de triunfalismos o de una “teoría social” desarrollada sin mucho vigor. La voluntad de Alarcón para presentarnos sus tesis es más interesante que la legitimidad o falta de ellas, porque diluyen la historia más urgente del latino inadaptado (a pesar de ser estadounidense en su cotidianidad) que busca su norte moral, estabilidad y significado para su vida. La fuerza de esas búsquedas yace en que esas denuncias son justificadas, pero su debilidad se debe invariablemente a que el que se queja pretende hacerlo por decepción o choque. Como sus coetáneos que escriben desde Iberoamérica, estos autores ya no son tan jóvenes, y uno se pregunta por qué siguen obsesionados con algo que descubrieron mucho antes en sus vidas, por medio de maestros y familiares que quizá se lo contaron. Ese proceder podría ser el comienzo de un gesto moralizante y necesario, y la continuación de una tragedia en el desarrollo de la narrativa: el reciclaje de temas periclitados en obras escritas en español. Según una tesis primermundista actual, una nueva literatura mundial en que cabrían Alarcón y Quiñonez debe dar crédito al impacto político de las tecnologías de la traducción en la definición de los lenguajes extranjeros, y reconocer la complejidad de la política lingüística, como hicieron Deleuze y Guattari al ver en Kafka una madriguera de cuyas entradas solo se conoce las
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leyes de uso y distribución. ¿Qué si lo que en verdad se traduce es la “violencia” y la “pobreza” que son los clichés y estereotipos que otros autores nativos han abandonado? Sí, esas situaciones pueden ser muy reales para uno como Quiñonez, cuyos personajes son “espabilados callejeros” (traducción aproximada de streetwise). Lo que vale tener en cuenta en estas retraducciones culturales es, en el caso de Bodega Dreams, qué le dice a Hispanoamérica un mafioso puertorriqueño como Willie Bodega, que usa el dinero adquirido por vender drogas para financiar proyectos comunitarios, y así legitimarse como miembro benévolo de su comunidad. No hay gran diferencia entre esa representación y las que han novelizado numerosos narradores colombianos y mexicanos actuales sobre el tráfico de drogas; y a la larga ellos como Quiñonez proyectan un tipo de “conciencia social” atenuante de culpabilidad que se encuentra cada vez menos en los narradores de hoy. No sorprende que el tercer mundo todavía sigue clamando una buena traducción, sin el andamiaje en que invierten las editoriales que publican a Quiñonez y Alarcón. Esta situación es menos un testamento de los poderes literarios de los nuevos que una indicación de los límites del conocimiento del público que ve esos temas como una revelación. Hay un consenso negativo sobre los defectos de la versión en inglés (2003) de La materia del deseo, no todos relacionados a su traducción: su esfuerzo por presentar una cosmovisión multicultural se nota todavía más en su original, cuando algunos personajes emplean frases en inglés para tratar de explicar un concepto, describir una tecnología nueva o proponer algo. En la traducción esas irrupciones son a la inversa y, como dice más de un reseñador, no funcionan o parecen genuinas, gestos que, como en Fuguet, suponen un calculado gusto de parte de los lectores (¿latinounidenses?), o una habilidad lingüística que no tienen. El problema se agrava cuando en autores como Dorfman y Fuguet no se puede comprobar si se trata de “autotraducciones”, porque hay demasiados errores en ambas lenguas. Desconociendo la historia narrativa boliviana, los críticos tampoco han captado empalmes autobiográficos —el maestro de Paz Soldán ha escrito una novela total llamada Berkeley, donde Cortázar dio sus Clases de literatura (2013)— o que el escritor maestro/padre se basa en Jaime Sáenz, autor de una excelente novela total. Pero en “¿Qué hacemos con el abuelo? La materia del deseo, de Edmundo Paz Soldán” (2008: 165-181) Becerra detecta un valor en esa novela: “la situación del escritor de la generación de Paz Soldán y su posición ambigua respecto al pasado literario”
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(173, énfasis mío), que construye “un ejercicio metaficcional que habla, más que de la propia literatura y sus dimensiones trascendentes, de ciertos aspectos de un medio literario específico, lo que no es lo mismo” (179). Según un ensayo complementario de Becerra, “las rupturas de la tradición se logran mediante la profundización en una poética y un imaginario propio, y no a través de meros gestos impugnadores del pasado” (2014: 293), actitud reconocida por Domínguez Michael en Valencia y Vásconez, autores poco traducidos. Bien afirma en el mismo texto que “uno no puede vivir eternamente del conflicto con sus padres, antes o después han de forjarse rumbos personales” (292). Lo que necesitan varios autores hispanoamericanos, jóvenes o no, vale repetirlo, son buenas traducciones, no exégetas que apoyan toda conversión que aumenta el mercado. ¿Qué significa meter a estos latinos en un mercado que juzga el valor de una obra con otros criterios? Resulta que el mismo año en que se publica El delirio de Turing la astrofísica estadounidense Janna Levin publica A Madman Dreams of Turing Machines, novela en que la narradora es una física obsesionada con Kurt Gödel y Turing. Aunque Levin tampoco logra organizar los detalles en un movimiento unitario que conduzca a una resolución, cabe preguntar por qué la del boliviano nunca obtuvo una similar recepción en un país que todavía duda de la capacidad latinoamericana para tratar temas tecnológicos. Ni Paz Soldán ni Oloixarac reconocen, como Báez Meza en Tierra de Nadia, que la idea de que la tecnología se va a apoderar de uno no es paranoica sino que hoy parece la realidad frontal de una fe ciega en la tecnología que es el opio del pueblo, que puede comprarla. Examinar otras prosas del boliviano lleva a percibir un escritor limitado sin estilo propio, y no solo porque sus novelas presentan hechos inverosímiles —con lo cual los lectores no tendrían problema si estuvieran bien cerrados— sino porque todavía no presenta una narración arriesgada que lo separe de su montón generacional. Como Volpi, salió al proscenio antes de tener un estilo, aunque escriben lo suficientemente bien como para haber abandonado sus antiguos amaneramientos. Hoy, lo máximo que hacen es distanciarse, ironizándolos, sin la voluntad para dejarlos. Tal vez no encuentran otra opción, aunque Volpi vuelva a un reportaje mexicano fallido, mezclado con cierta cultura francesa en una lucha por el buenismo, poder y verdad en Una novela criminal. Por eso no sorprendería que un historiador de las llamadas “tecnonovelas” comparara la del boliviano a las del británico James Flint. Este inventa novelas
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multidisciplinarias que exploran cómo la tecnología afecta la manera de sentir y pensar, y en ellas se cruzan la psicología, varias tecnologías y la metafísica en una manera que no se aprecia en las del boliviano. Los relatos de numerosas decepciones contemporáneas, entre ellas la del socialismo y sus ensueños, importan poco ante el culto de la tecnología, tan juvenil como sus usuarios, y no son revelaciones que cambiarán el curso de la Historia. Es un mercado injusto, es verdad, y cabe preguntar por qué los narradores lozanos ceden ante él, cuando se sabe que tienen otras opciones locales. ¿Por qué no convertirse en el tipo de narrador que juega con nuestras mentes como un gato con un ratón, o ser el narrador habilidoso de quien no se puede anticipar nada, y que sabe todas las salidas de su laberinto, pero las bloquea a los lectores? La respuesta está en algunos de los narradores que he examinado en otras partes, por ejemplo, en El libro flotante de Caytran Dölphin de Valencia. En esta novela uno se permite admirar las paredes, los alucinantes callejones sin salida, los pliegues y giros de la trama, y la sensación de estar atrapado en una psicogeografía puede fascinar. Y justo cuando se cree que la narración nos ha confundido y que el autor hará que su narrador nos clave las uñas, se revela la razón de ser de la persecución, y así se mantiene viva la novela. Si la novela hispanoamericana de hoy se despegó de manera errante del desarrollo sociopolítico del continente —el proteccionismo ideológico de los años sesenta, las dictaduras, la austeridad de los años ochenta, la privatización de los años noventa— es por saber que esos aspectos decepcionan, haciendo mayores sus desafíos. Dudo que la traducción literaria y cultural que he examinado sea una respuesta, porque no todo programa estético puede cruzar fronteras, peor abolirlas. Si otros autores calculan las pérdidas y ganancias de la controvertida posmodernidad, los latinounidenses traducidos, al estar fuera del continente (y paradójicamente en el centro de una posmodernidad hegemónica) no parecen preocuparse de aquella afición o aflicción. Tampoco tratan de valorar las implicaciones de sostener un habla apegada a tendencias localistas superadas por la mayoría de sus contemporáneos. A su favor, ese desencuentro generacional permite cuestionar las teorías de la influencia tan de moda en Occidente, las de Bloom por ejemplo, porque estos narradores muestran que se puede desplazar las fuentes de la producción literaria de sus circunstancias ideológicas y culturales específicas, y que se las puede complicar en otros lados. Así, Quiñonez y Alarcón postergan el provincianismo de ver las
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literaturas de sus países de origen en términos de “sierra y costa”, y apuntan al nuevo andino que anda por el mundo, sin dejar de serlo. Su verdadera revolución no dependerá de aliarse (aun a pesar de sí) de acuerdo con consabidas imposiciones editoriales, y no se descubre la pólvora al reiterarlo. Se trata del habitus de Bourdieu, un conjunto de conocimientos tácitos de cómo viajar por el mundo que engendra peculiaridades, gustos, opiniones y estilos que permiten descifrar artefactos culturales o competir en el mercado simbólico. Al estar así las cosas, los narradores actuales tendrán que volver a leer a sus precursores y maestros, como personas, en vez de narradores. En un texto publicado originalmente hace más de sesenta años, Auerbach decía que valía preguntarse qué sentido podía tener en ese entonces el término literatura universal, empleado a la manera goetheana. Añadía: “Nuestra tierra, que es el mundo de la literatura universal, se hace más pequeña y va perdiendo en diversidad. Pero con literatura universal no solo se hace referencia a lo común y humano, sino también a ello en tanto que mutua fecundación de lo diverso” (2005: 809). Las décadas actuales muestran que el optimismo de Auerbach choca con el hecho de que se ha dado un giro al revés. La diversidad tal como se la practica hoy, en vez de apoyar lo que se tiene en común, enfatiza diferencias fundamentalistas en que, si se habla de la transformación de la narrativa, se pierde toda noción del maestro, discípulo individual u originalidad. Esa inercia para la diferenciación entorpece la comprensión de lo diverso cuando la identificación estética no conoce límites. Es difícil comprender cómo un país como Estados Unidos celebra tanto al individuo y a la vez trata de anular toda diferencia. Si el mundo no ha cambiado mucho es porque hace unos cien años comenzó a aflorar una identidad intercontinental de varias hileras, moderna, substancialmente urbanizada y globalizada. Es pertinente que 2014-2015 se haya parecido a 1914-1915 por el siglo que siguió a este, y porque la diversidad que señala el insuperable Auerbach también ha hecho que hoy se halle coherencia en lo común y corriente. No obstante, cabe preguntar si cuando se cuestiona la “universalidad” de los autores latinos traducidos se puede aplicar el mismo estándar o criterio a la narrativa anglófona. Decir que una narrativa supera sus fronteras culturales no es negarle su valor moral o político. Seguir enamorado del novelista latino que retoma temas “latinos” es el peor tipo de recolonización, porque supone que el subdesarrollo económico corresponde a una falta de sofisticación inte-
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lectual. La persistencia de la oposición al exotismo en que quiere depender ese tipo de narrador colonizado no es un argumento contra su rechazo de valores cosmopolitas sino un argumento contra la persistencia de aquella oposición. Es una condición de ser contemporáneo que las identidades dobles o triples parezcan raras desde afuera, pero son el único tipo de identificación que se siente auténtica desde adentro. Por eso, los autores latinounidenses no tienen que reconciliar sus contradicciones para sobrellevar la realidad. En sí mismas, las contradicciones son la forma que toma una reconciliación con la realidad. Pero el problema sigue siendo el momento en que sus realidades se enfrentan a las de los lectores que han abandonado las que en principio compartirían. Así, un tormento del libro de Parks es que la nueva y desteñida ficción globalizada (del tipo discutido en este libro) requiere poco conocimiento de contextos históricos, detalles locales o hablas regionales, todo lo cual la hace más fácil de traducir instantáneamente, de hacerla universal. Si se piensa en que a finales de 2006 varios extranjeros ganaron cuatro de los mayores premios literarios franceses (recuérdese que el Prix Médicis Étranger se otorga a escritores “cuya fama todavía no se equipara a su talento”), y que autores como Beckett, Kundera, Semprún y Bianciotti los preceden en escribir directamente en francés, el papel de la “traducción” pierde fuerza, porque cuando uno se interesa y sigue una historia narrada, importa menos si es traducida o no. Si lo contado y cómo se lo cuenta es lo verdaderamente importante, hasta la fecha ningún autor latino nacido en Estados Unidos ha merecido un premio nacional de literatura después de Oscar Hijuelos, a pesar de que ganan becas con mayor facilidad al identificarse como latinos. En una época en que la capacidad para “identificarse” con personajes ficticios es más o menos la base principal del criterio literario en los sectores latinounidenses, hacer de la literatura un desafío más que una propiedad es raro, y de los traducidos solo Díaz lo ha logrado. No sorprende entonces que a mediados de diciembre de 2008 la edición de bolsillo de su novela estuvo en quinto lugar en la lista de éxitos de venta, en la cual también llevaba trece semanas. Si a la traducción —incluso sin tener la impresión de que le da a toda narración una uniformidad de tono— se añade las imposiciones temáticas que he discutido de los narradores que se rinden a la globalización, queda la impresión de que todos tienen lo mismo que contar, cuando se sabe que no es ni puede ser así. La paradoja de estos narradores traducidos es que si tratan
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de encontrar su voz literaria terminan encontrando lo que solo ellos creen ser su voz e identidad cultural, especialmente cuando no se cansan del sonido de ella. Ese descubrimiento funciona con Quiñonez y exitosamente con Díaz, porque no pretenden recuperar raíces culturales autóctonas que en verdad no conocen. En ellos no hay lo que una voz conservadora y ultranacionalista llamaría traición cultural; pero queda la de la paranomasia de 1549 de Joachim du Bellay, traduttore traditore, más la pregunta de si estos narradores son parte de la historia narrativa hispanoamericana, y no solo porque, si es así, ¿cuál sería la razón para no incluir las traducciones al inglés de los nuevos narradores hispanoamericanos como parte de la historia narrativa anglófona? Otra verdad es que algunas de estas narraciones tendrán que esperar mucho tiempo para pasar a ser “literatura” para el público culto general, del tipo Rayuela o Los detectives salvajes, que no necesitan el nombre de sus autores. Además, los esfuerzos de los latinounidenses por otorgarse una identidad latina son socavados por los significados confusos que transmiten, y en vez de mostrar una hibridez lograda revelan una inseguridad que cierta elocuencia y humor no logran curar. La realidad es que los latinounidenses que escriben en inglés todavía no encuentran su voz en esa lengua mestiza, hecho que irrita a los reseñadores. Poco a poco alguno se ubica en el canon anglófono. The Brief Wondrous Life of Oscar Wao, novela del año en varias revistas, entre ellas Time, recibió el premio Pulitzer. Una reseña en The New York Times Book Review del canónico crítico de cine A. O. Scott la celebró, arguyendo que “al crear a Oscar, Díaz ha usado un estereotipo para subvertir otro. No todos los dominicanos son pavos reales machos” (2007: br9). Pausadamente, al asumir la hibridez cultural y lingüística que se valoriza en Estados Unidos, autores como Díaz pierden la esquizofrenia lingüística y juguetona que caracterizó a sus obras iniciales, asumiendo con plenos poderes su verdadero idioma, el inglés con una voz que Scott llama “profana, lírica, erudita e incansable” (br9). Por eso Michiko Kakutani, otrora crítica principal de The New York Times, la llamó “tan original que solo puede ser descrita como Mario Vargas Llosa encuentra Viaje a las estrellas encuentra a David Foster Wallace encuentra a Kanye West”. Pero la aceptación de autores como Díaz en Hispanoamérica no se deberá a las razones que algunos críticos presuntamente bilingües sacan a colación en Junot Díaz and the Decolonial Imagination (2016), concentrados en la profanación del estilo en vez del estilo de la profanación. Los únicos dos
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artículos de esa colección dedicados a la relación de Díaz con la nueva novela latinoamericana y a su espanglish son poco informados culturalmente, y calcan el tono defensivo de Díaz acerca de sus influencias (sus guiños, como él mismo ha dicho, son más a autores caribeños que a Wallace, por ejemplo). En otra nota confusa, rápida y mal argumentada sobre Díaz, Stavans aboga por el espanglish de los nuevos narradores latinos, y termina mostrando cómo se debilita la crítica que elogia sin sinceridad, escribe sobre sí mismo más que acerca del texto, y toma toda crítica personalmente. Stavans nunca podrá afirmar, como hace Díaz con Basavilbaso: “Viví mi vida traducida […]. Para algunos, lo que se pierde puede ser incalculable, pero alguien como yo, que vivió siempre entres dos lenguas, no ve cuál es el drama. Leí la mayoría de los libros en traducciones, incluidos los alemanes y franceses” (2013: 5). Ante la queja de que se pierde algo al no leer el original, Díaz afirma: “Para mí, leer una novela consiste en perderse la mayoría de los temas. Así y todo, todavía tiene impacto, todavía te habla, todavía te puede enamorar. Supongo que yo me he enamorado de malas traducciones en español y en inglés. Pienso que ese tipo de quejas entienden mal la literatura” (2013: 5). Contrariamente, Stavans no problematiza lo bueno o malo del bilingüismo que practica Díaz, prefiriendo la empatía acrítica que cede a la corrección política oportuna. Como Stavans, hay comentaristas en Estados Unidos que arguyen que el bilingüismo es un habla que debe ser parte de la academia. ¿Pero en qué mundo erudito se ha funcionado con solo un lenguaje? Si se es bilingüe uno se puede entender mejor con los que son bilingües en las mismas dos lenguas, y no con otros, o con los que dominan uno de esos lenguajes. Es mejor dejar que los nuevos autores promuevan un nuevo grupo lingüístico, porque las meras simpatías de los críticos no superan su falta de experiencia o que, en los casos latinounidenses referidos, piensen solo en una lengua. Una lectura cabal de estas posibilidades debe considerar que los presuntos bilingües pueden ser semianalfabetos en más de un lenguaje a la vez, e inarticulados mientras son multilingües. El multilingüismo conduce a recomposiciones identitarias (la España actual) y casi nunca a una unidad ante dogmas lingüísticos manoseados. Un autor o crítico honesto dirá que no dominar ni siquiera una lengua no es divertido. ¿Y de quién se habla? El siglo veinte comprobó que los eruditos tradicionales, versus los contemporáneos, tenían una formación mucho más amplia y manejaban varias lenguas, y entre los maestros que quedan del
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boom Vargas Llosa maneja más de dos. Así que los académicos triunfalistas que enaltecen el bilingüismo e hibridez del “pueblo” que no conocen, proyectan un estado mental que degeneró en juego. Como decía Jerónimo de Estridón, patrono de los traductores, se traduce ideas, no palabras, y “lo que vosotros llamáis fidelidad a la traducción, los eruditos lo llaman mal gusto”. Stavans arguye que Díaz, cuya novela recibió el prestigioso National Book Critics Circle Award en 2008, tiene maestros en el austriaco Joseph Roth y Toni Morrison. Según el mexicano-americano, Díaz le debería la hibridez lingüística surgida de los guetos neoyorquinos al primero y, a la segunda, el andamiaje polifónico de las voces narrativas. La historia literaria comprueba una genealogía y plantillas conceptuales más amplias y anteriores, y socava cualquier novedad que Stavans quiera encontrar en Díaz u otros. Narradores puertorriqueños como Pedro Juan Soto y su Spiks (1956) o José Luis González con En Nueva York y otras desgracias (1973) tematizaron amplia y convincentemente la experiencia del éxodo caribeño a Estados Unidos, y otros los siguieron. Es más, ¿qué son las novelas totales hispanoamericanas sino muestras geniales del tipo de polifonía y enciclopedismo que Stavans descubre, después de que Morrison señalara su deuda con las del realismo mágico? Cuando Stavans nota novedad en cómo Díaz relata la historia dominicana en torno a Trujillo y la vida “transnacional” que vivimos, es factible sacar a colación, si no la tradición hispanoamericana, sí La Fiesta del Chivo (quién sabe si Díaz, al no ser elogioso sobre ella, ha leído al maestro Vargas Llosa exclusivamente en inglés). Con la accesibilidad que provee la traducción, ¿no sería dable pensar en que Roth no es un Vargas Llosa, para poner un ejemplo? Respecto a las copiosas notas a pie de página, Díaz tal vez deba menos a Wallace (Infinite Jest tiene 1 079 páginas y 388 notas en cien páginas, referencias que son entusiasmos y amplían el repertorio de los lectores hacia segundas fuentes) o a A Heartbreaking Work of Staggering Genius (2000) de Eggers que a la metanarrativa de Nabokov. Infinite Jest no fue traducida al francés hasta 2015, cuando fecundó la pregunta de si Wallace escribía únicamente para universitarios (Hungerford). ¿Por qué hubo demoras con la traducción de Ulysses de Joyce al español? La primera fue del argentino Salas Subirat en 1945, después una más exitosa de José María Valverde y, en 1999, una menos popular de Francisco García Tortosa y María Luisa Venegas. Luego una del argentino Marcelo Zabaloy, con el aval de Edgardo Russo. ¿Por qué se tradujo Los detec-
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tives salvajes al inglés solo nueve años después de su original de 1998? Algo o bastante tienen que ver los nuevos medios y la manera de difundir cada obra, y asumir esas posibilidades no contesta las preguntas que quedan sobre los valores intrínsecos que ignora Stavans. También tiene que ver con un hecho que nota Domínguez Michael en su prólogo a El espíritu de la ciencia-ficción, que “es materia de la teoría de la percepción averiguar por qué la lengua inglesa, tan reacia (peor para ella y su público) a traducir, se prendó de Bolaño” (2016c: 10). Al ser la traducción siempre futura y tender a basarse en el éxito del original sin perturbar la lectura de este, hay una parte del prólogo de Domínguez Michael que se desatiende de la novela y es menos persuasiva: que “la progresiva aparición de sus inéditos” (2016c: 11) lo confirma como gran narrador, estimación puesta en duda con la publicación de las obras póstumas anteriores, aunque todas estén bien traducidas. Volviendo a la nota reciclada de Stavans, muestra más su deseo de sobrevalorizar el espanglish en torno al cual gasta tanta tinta (invisible para los iberoamericanos) que una lectura reveladora de Díaz, cuyo libro termina calificando de “desequilibrado” [sic]. Si cree que “es en el nivel lingüístico donde su genialidad es ineludible”, vale recordar Tres tristes tigres y a casi todo narrador hispanocaribeño actual. Llena de errores elementales en español, anglicismos y ataques ad hominem sobre la traducción, más una contradictoria “defensa” del español estándar (registro que Stavans critica cuando le conviene), la nota no ayuda a entender a Díaz, que merece lecturas cuidadosas, centrada en él como novelista. Vale mencionar que el protagonista de Díaz quiere escribir ciencia-ficción, o que en el título de su novela (le llevó once años escribirla) hay alusiones a Hemingway y Oscar Wilde (el “wao” del título se le ocurrió durante un año que pasó en la Ciudad de México, cuando leía a Wilde). Otras características conectan a Díaz generacionalmente, compartiendo con los nuevos narradores de las Américas que aceptan la imperfección del primer borrador, dicen, porque así pueden escribir libremente, sin la interferencia del editor interno que muchos escritores mayores llevan por dentro. Bolaño, tomando en cuenta las obras inéditas adelantadas en la exhibición “Archivo Bolaño 1977-2003”, no parece creer que un escritor real debe paralizarse ante aquel editor. En ese sentido era tan rebelde como Vonnegut, que decía que tuvo la fortuna de no tener maestro durante sus años universitarios, que le permitió llenar cuadernos (como Bolaño) sin censura, y agradecía no
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haber aprendido el gusto demasiado temprano. Vickers cita una conclusión pertinente de Francis Bacon: “los discípulos les deben a los maestros solo una fe provisional y suspensión de su propio criterio hasta que estén completamente instruidos, más no una resignación absoluta o cuativerio perpetuo” (2005: 248). Que Díaz, Quiñonez, Alarcón y otros no controlen las traducciones de su prosa, hace pensar en la calidad de las versiones publicadas. Según el European Council of Literary Translators’ Association, un traductor típico recibe un sueldo inferior al de un obrero típico, y se ignora los beneficios culturales de la práctica, como sostienen Edith Grossman en Why Translation Matters (2010), Thirlwell (2008: 371-396) y Morgan (2015). Es fácil notar la exacerbación del desdén hacia los traductores por los reseñadores (no los críticos) de lengua española o inglesa, que no se molestan en mencionarlos, y el caso de Aurora Bernárdez, esposa del también traductor Cortázar, es paradigmático. Hoy, por las condiciones editoriales que he mencionado en capítulos anteriores o por intereses puntuales, los traductores son más y más importantes para los nuevos. El pasado de Pauls, Shiki Nagaoka: una nariz de ficción de Bellatin y El viajero del mundo de Neuman tienen traductores como personajes; y, si cada una de las novelas sigue las líneas que he señalado se asemejan al ser desacoplamientos de las políticas de la traducción, extendidos al fenómeno literario en sí e incluso a la crítica. Considerando los enigmas implícitos en la traducción, su ficcionalización también conduce a Los que aman, odian (1945) de Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares, y Traducción (1999) de Pablo de Santis. Si estas quejas no son nuevas, tampoco disminuyen la realidad de la traducción acelerada de los nuevos narradores, cuando la red mundial alienta y cambia la práctica de traducir. Como asevera Franzen en el artículo mencionado arriba, el problema del acceso a la traducción también tendría que ver con que “con el tecnoconsumismo, una retórica humanista de ‘empoderamiento’ y ‘creatividad’ y ‘libertad’ y ‘conexión’ y ‘democracia’ instiga el monopolismo abierto de los tecnotitanes; la nueva máquina infernal parece obedecer más y más a ninguna otra cosa que su propia lógica de desarrollo, y es un adictivo mucho más esclavizador, y un mucho mayor proxenetismo de los peores impulsos de la gente, que jamás lo fueron los periódicos” (2013: 2). Queda por discutir qué se entiende por archivo hoy, y es claro que narradores más jóvenes que Franzen se dedican al tema. Desde The Corrections (2001) hasta Freedom
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(2010), el estadounidense y los hispanoamericanos nacidos en los años cincuenta han representado cómo sus generaciones llegan a su madurez, se convierten en profesionales, reexaminan sus matrimonios o lidian con la libertad de sus hijos. Pero los hispanoamericanos más jóvenes no están interesados en “traducir” los sueños o pesadillas estadounidenses. Traducidas su novela y colecciones de cuentos al español para 2013, vale repasar la recepción de Díaz en algunas publicaciones iberoamericanas, porque todavía revelan ciertas suposiciones que sacan la producción de obras similares de su verdadero contexto, ya por no haber vivido esas experiencias de clase o conocer ese ámbito cultural solo por medio de lecturas. En su artículo sobre Díaz, Borinsky asevera, refiriéndose al original inglés, que “no se trata de un bilingüismo que deje a cada idioma idéntico a sí mismo, sino de un sonido nuevo tanto para el inglés como para el español” (2008: 11). Tiene razón sobre la cadencia de The Brief Wondrous Life of Oscar Wao, pero erra al “traducir” la novedad (para ella) del vocablo nerd al habla argentina; por lo menos desde principios de los años ochenta se emplea ese neologismo en el español puertorriqueño isleño y continental al definir a un tipo de perdedor aplicado e inadaptado, así como “crackeado” se empleaba para referirse a una persona alocada. Es irónico que el mismo año de esa nota se publique Las teorías salvajes, que tiene a varios nerds como protagonistas, con “Q” como el principal. Cuando Borinsky se refiere a Díaz como “hombre de color [sic] oriundo de Santo Domingo” (2008: 11), ella y La Nación ceden a la corrección política de donde vive ella, no de la Argentina. Y si es verdad que Díaz no quiere representar una colectividad, hay que añadir que la latina de Estados Unidos todavía no desarrolla un interés equiparable al de los lectores blancos de estos autores, porque sus medios no les permiten adquirir esos libros, o porque no todos leen inglés. Hay que volver a pensar en la comercialización, y no es inconsecuente que a mediados de octubre de 2008 la subsidiaria de Random House, Vintage Español, haya presentado la versión en español de la obra de Díaz con una conversación entre él y su traductora cubano-americana, Achy Obejas (Calvo se refiere a los problemas de traducir el bilingüismo de Díaz al español, 2016: 146-148), en Nueva York. Después de todo, la traducción crea relaciones individuales y sociales, más que consideraciones lingüísticas exactas sobre qué pasa exactamente cuando se traduce, especial-
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mente cuando la llamada nueva literatura mundial se da en comunidades multilingüísticas. En una nota de Babelia 863 (7 de junio de 2008) sobre la traducción de La maravillosa vida breve de Óscar Wao, Nuria Barrios dice que “combina con una naturalidad pasmosa el inglés y el español” (11). ¿Se puede aseverarlo al mencionar solo un ejemplo de la traslación del inglés hispanizado de Díaz a lo que, para dar el mismo efecto, debía ser un español anglófono, especialmente cuando señala como problema “la dificultad de la estructura narrativa; la excesiva extensión de las notas; el papel del narrador principal […]”? (11). Su fascinación con esa novela es típica de lo que algún público español sigue viendo como exótico, con condescendencia. Para ella, Díaz “se ha convertido en portavoz literario de una realidad emergente y llena de posibilidades desconocidas. Por eso, probablemente, le han concedido el Pulitzer y el National Book Critics Circle” (11, énfasis mío). Esa realidad lleva décadas y es conocida para los hispanoamericanos radicados en Estados Unidos, como explica y actualiza Pablo Brescia en “(m)USA: avatares (actuales) de la literatura (¿hispana?) en los Estados Unidos” (2014: 16-19). El vagabundeo comercial de los narradores latinos traducidos es inevitable, porque como nómadas en su literatura y experiencia vital comparten un incesante conflicto interno entre sus maneras de vivir y sus sistemas de valores, calidades que convierten al nómada en figura emblemática o “referente” de nuestra cultura. Cuando la segregación generacional, y no solo la de discípulos y maestros, se arraiga en las culturas occidentales, vale preguntar qué ciclos serán repetidos, qué ideas equivocadas se fortalecerán. No sorprende que los narradores que he examinado rechazan la uniformidad (imperfectamente si se reconoce el principio tribal de su trayectoria). Al no desprenderse totalmente del mercantilismo editorial que los acecha, los verdaderamente nativos se distancian del logotipo “escritor latino Made in U. S. A.” que, si no es necesariamente producto de la globalización, sigue cediendo a esa confusión de contextos en que se encuentra la narrativa mundial. Si los lectores pueden comentar con cierta autoridad sobre un texto traducido, sin ayuda de los críticos, ¿qué dirían Rama y Rodríguez Monegal de las traducciones de los nuevos? Que pregunten los lectores no significa que puedan llevar a cabo exámenes rigurosos del estilo, forma, referencias intertextuales o retórica de una obra. De hecho, es una virtud culta y necesidad práctica
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aprender otros lenguajes para entender las peculiaridades de otras culturas y tradiciones literarias, sobre todo en países monolingües. Los anglófonos tienden a creer que ser monolingüe es la norma, y que ser bilingüe o trilingüe es extraordinario, cuando en otros países es común para aprender la del vecino, ideal que no resuelve las inmensas preguntas sobre México y Estados Unidos. Contestarlas terminaría con el provincianismo de que toda narrativa se escribirá en inglés, o se traducirá a esa lengua. Si una discusión crítica basada en la traducción está condenada desde el principio a cierta inestabilidad, como cuando Thirlwell traduce a Monterroso sin reconocer las de Grossman de 1995, también ayuda a señalar errores, distorsiones y fantasías; o a notar la falacia de hablar de una “traducción magistral” sin saber si el comentario es de alguien que conoce muy bien la lengua original o se basa en la lengua meta. En “Piglia traductor” (2015: 64-65), de Tabarovsky, su coterráneo es un pretexto para tratar el habla nacional, que gravemente limita el voseo al Río de la Plata al aseverar “y de no muchas otras geografías de la lengua castellana, que utilizan el tuteo” (64). Varios novelistas centro y sudamericanos (incluido el venezolano González León y País portátil) desmienten esa suposición. Es más apta su “lo más interesante de Piglia —pero también su desdicha— consiste en el exceso de autoconciencia literaria argentina” (65); y no es necesario Rancière para notar otra banalidad: “La ‘mala traducción’ es para Piglia una desviación que engendra una nueva tradición: la tradición del malentendido” (65). No obstante, considerando mi crítica, habría que evaluar la pose y honestidad de los diarios del argentino en función de sus méritos comprobables, con los de Donoso, sin estereotipos o creer que se le acusa falsamente. Estas salvedades no son un conocimiento teórico, pero son estimulantes, imaginativas y poderosas para entender la atención a una narrativa mayor que se sigue definiendo con malentendidos culturales, aunque se la traduzca, a veces, con inmediatez mercantil. Ese hecho aúna a los nuevos narradores que escriben directamente en español con los traducidos, como continuidad de las redes de magisterio y discipulado fortalecidas con la aparición de Díaz o Bolaño (este y Zambra, los únicos nuevos admirados por el dominicano), sin que se distinga muy bien las diferencias entre ellos o los maestros compartidos. La recepción en traducción de los nuevos latinounidenses depende en parte de las lecturas universitarias, en un mundo en que la novela es más un artefacto
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de viejos, que los libros electrónicos (minoritarios en el mercado editorial de 2017, por ventas estabilizadas o estancadas) son artefactos de jóvenes. Cuando Valencia asevera “más que una herramienta de educación moral, una novela es un mecanismo de velaciones, revelaciones y develaciones, un poderoso lente cognitivo, un aparato crítico para entender las convenciones, reciprocidades y aislamientos en los que se mueven sus personajes, tanto si estos se someten a ellos como si los enfrentan o eluden” (2017: 35), se ubica en la extensa tradición de los novelistas como críticos, apegándose a la conceptualización que se viene renovando con el incontrolado Aira. Cuando este dice “mis ‘novelas’ (pongámosle comillas porque, en realidad, nunca escribí novelas de verdad) están llenas de teorías, científicas, sociológicas, económicas, que pienso en serio pero las expongo en marcos narrativos surrealistas para desalentar a los que quieran refutarlas con argumentos serios” (Martín Rodrigo 2016: 44), en verdad resume una práctica novelística hispanoamericana que llegó a su hervor en 1996 y sigue hasta mediados finales de 2018. Varios discipulados surgen al leer esas obras, que traducidas al español resultan “encontradas” por inconsistentes. Como sus coetáneos nativos, su tronco principal como discípulos es comulgar con traslaciones de lo clásico, sin sellar pactos con una tradición exclusiva. Si estos discípulos de alguien son contemporáneos, también son islotes en torno a los cuales intentar construir redes de confluencia, sabiendo que hay campos de conocimiento semiprotegidos de presiones políticas o estéticas, y que preservar los legados de los maestros se complica con la injerencia de la academia traducida. Como los nativos, para disfrazar sus tabúes o despistar a los arqueólogos críticos se muestran deslumbrados por Borges y Bolaño, tocados por fusiones, seducidos por rarezas que desconocen. Sus modelos deben ser el chileno, Aira, Zambra, Vásquez, Indiana (que escribe la novela del futuro según Chirinos), y quizá Harwicz y Ojeda con futuras novelas de más cuerpo. Estos autores afectan imperfectamente el sentido de vocación de los que vendrán, sus dudas, motivos, pensamientos y sueños, algo cuya suma, como con otros grandes artistas, no se puede calcular porque son lectores anárquicos de la ambigüedad artística, secantes y vampiros de maestros extranjeros. Mientras tanto, los latinounidenses de menor mérito o reconocimiento preguntan si existe una nueva narrativa hispanoamericana traducida sin ellos, en congresos en inglés.
CONCLUSIONES
En 1925 Ortega y Gasset pensaba la novela como género entre moroso y tupido, y en la sección “Decadencia y perfección” de “Ideas sobre la novela” dijo: “Hoy, en la gran hora de su decadencia, las buenas y las malas novelas se diferencian mucho más”. Desde entonces su alarma contra el “hermetismo” se repite con frecuencia e inexactitud (así la del peruano Luis Alberto Sánchez sobre “América: novela sin novelistas” en los años treinta, o la de Luis Goytisolo en Naturaleza de la novela, 2013). El género no resucita porque nunca murió, y novelistas de nuevas o antiguas generaciones, no sin interés creado, escriben con razón que disfruta una larga vida, como arguye Cercas en El punto ciego. Cansa leer que la novela se reinventa, y Ortega y Gasset tenía razón al diferenciar entre buenas y malas, distinción exacerbada por los excesos interpretativos actuales y la cobardía generalizada de no ofender, o permitirse todo menos un criterio estético. Covarrubias explica que lo que se llama cuentos o novelas los antiguos llamaron “consejas” o “patrañas”, estima apta para novelas “posalgo” enaltecidas por la poscrítica que ignora la historia del género. Rayando en lo fantástico, algunos autores mundiales retoman la antigua noción de no poder ver la ficción o la realidad como categoría abstracta o aislada (Kirsh 2016). La originalidad que puedan proveer yace en cómo la conciben, no en ver la narrativa como una conversación entre textos. James, que comenzó como pintor, ficcionalizó esa idea en “The Story of a Masterpiece”, en que un pintor logra captar la naturaleza verdadera de Marian Everett (pobre pero encantadora), y por eso su pretendiente, John Lennox, viudo rico y buen partido, debe destruir esa obra maestra. La narrativa actual no necesita presentarse como parte de alguna resistencia discursiva, o como negociación entre el intimismo ensimismado de sus antecesores inmediatos (la “novela de lenguaje” ajustada con la “novela del nuevo
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artista”) y la fugacidad populista que no se desprende de etiquetas, tengan que ver con tangos, salsa, héroes de tiras cómicas (Aira, vimos, dice haberse formado con Supermán de hace medio siglo, que era un Dios al que había que encontrarle conflicto) o superhéroes sexuales o sociales. Esos pactos no reivindican estéticas, por lo menos visceralmente, y si las búsquedas siguen, ya no son suntuosas. Los discípulos actuales no persiguen una incoherencia entre el asunto y su representación, o entre el concepto mismo y cómo se lo expresa. Tampoco dominan las ínfulas posconceptuales, y los inventarios (como en Halfon) remplazan cada vez más los fragmentos que hicieron que el novelista corriera a Benjamin, Canetti, Cioran o Barthes para explicar su quehacer. La fragmentación no muere: Santo remedio y Goma de mascar de Courtoisie contienen, respectivamente, 252 y 391 fragmentos; la breve Flores (2001) de Bellatin, 36; Muerte súbita, 58 capitulillos; sin mencionar la fragmentación que no se puede enumerar. ¿Por qué? Porque discípulos y maestros saben que el exceso de florituras estilísticas se convierte en desmesura, con oraciones repletas de juegos de palabras, vocablos en lenguas extranjeras e infinitas refencias a sí mismo. También desean rechazar la narrativa enamorada de su propia sofisticación, que la convierte en convención y parodia de sí misma. Borges recuerda respecto a la magia de la ficción en la ficción: “Arturo Schopenhauer escribió que los sueños y la vigilia eran hojas de un mismo libro y que leerlas en orden era vivir, y hojearlas, soñar. Cuadros dentro de cuadros, libros que se desdoblan en otros libros, nos ayudan a intuir esa identidad” (1986: 327). La dinámica del parangón que se impone a los lectores plantea cuestiones que quizá hagan de la literatura ensimismada algo baladí. Para los narradores de los años sesenta y setenta el aforismo “Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo” del Wittgenstein de Tractatus logico-philosophicus (1921) tenía sentido para el mundo que los rodeaba. Los de hoy saben sobradamente que hay muy poco que se pueda decir con claridad, y por eso tienen que esforzarse más; y cambiar las proporciones de la práctica es una respuesta, porque qué son las fábulas sino historias que se han elevado fuera del alcance de la experiencia y el sentido común. Como se ve, los novísimos confirman la antigua verdad de que nadie es buen juez en propia causa, y que todavía no hay un modelo crítico de cómo una generación pueda reconsiderar de manera compasiva a sus antecesores
Conclusiones
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inmediatos. Como hábito, su intento de renovar la grafomanía sirve para estabilizar y anquilosar a la vez, para permitir comodidad, y trampas. El peligro es que si los lectores conocen las reglas se pierde el misterio de lo que se lee. Estos narradores forman parte de una dinámica común de la literatura y la vida: llevarse bien con los abuelos, y no tan bien con la generación que los antecede inmediatamente, que no es obligatoriamente la de sus padres (así Pron vis-à-vis Copi). Un mentor, siempre imperfecto, señala sucesos vistos que son maravillosos en sí a discípulos que espera los sigan viendo. Pero es evidente que en un mundo en que se crea pudiendo analizar, profetizar y optimizar como nunca antes, quieren delimitar la estética de la narrativa, obtener resultados insuperables, porque es un empeño que supone proyectos ambiciosos. Decir que tienen todos los defectos de la narrativa anterior también es decir que tienen algo de su genio. Esto se ha comprobado al publicar obras inéditas de Bolaño. Como señala Domínguez Michael en el prólogo a El espíritu de la ciencia-ficción: “Ya no se oyen las voces estridentes de quienes se sintieron desplazados por la irrupción del escritor genial en el último minuto […] o de los profesores perezosos ante la evidencia de que el canon tendría que ser modificado por culpa del chileno” (2016c: 9). La seudopolémica en torno al prólogo de Domínguez Michael, que muestra que cuando se calientan los temperamentos y todo empieza a llenarse de cruces se refuerza las ideas e influencia de un crítico como él, olvida lo que la novela de Bolaño en sí problematiza en su penúltima sección (2016: 193-202), el papel cultural del libro: “La literatura de ciencia-ficción, creía Jan, se prestaba como ninguna a libreros aleatorios, como el librero-mesa, por ejemplo, sin que por ello se menospreciase el contenido de las páginas, la aventura” (Bolaño 2016: 194). Basado en lo discutido, con esa novela y su hoy previsible temática termina y comienza un ciclo primordial de los nuevos. Si de Bolaño en adelante se nota la costumbre de proveer hilos narrativos en exceso, ese gesto no importa cuando las historias subordinadas o auxiliares son geniales, casi perfectas en su construcción, como intuía Donoso en El jardín de al lado. Lo mejor, y peor, para los discípulos y maestros 2.0 es su conocimiento renovado de que el impulso para amputar la tradición, torturar el pasado y aterrorizar y desafiar el presente es parte de cualquier arte que se concibe como nuevo. Lanzar manifiestos, sueños y libidos como bombas, presentarse como asesinos en serie de convenciones artísticas, más tratar de decir
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algo verdaderamente novedoso, son formas de desordenar la historia literaria, temporalmente. Los progresos narrativos de 1996 a 2018 tienen como fondo la relación poco sondeada entre discípulo y maestro, sus beneficios, complejidades y peligros; y cómo ciertos hitos culturales revelan la imprevisibilidad de la Historia y la inutilidad de esquemas intelectuales excelsos, entre ellos los del crítico utilitario que discute Valencia (2017: 51-54) que aseguran predecir su curso. Los maestros 2.0 tienen en potencia la aptitud para transmitir hábitos cognitivos, ideas y métodos. Pero varios siguen siendo discípulos 2.0 que no aceptan las preguntas y percepciones de antaño con la elegancia de sus maestros. De esa actitud surgen tramas de desigualdad y poder, de legitimación y autoridad, libertad y coacción, creatividad y conformismo, socialización y búsqueda de alguna verdad, de congelamiento entre el pasado del que no se pueden deshacer y el futuro que no logran abrazar. Esas ambigüedades hacen de la novela de hoy un documento viviente que crea plataformas estéticas y políticas lo suficientemente amplias como para darles a futuras generaciones laxitud para tomar decisiones. Es sensible que esos choques se conviertan en literatura, y motiven preguntar por qué algunos maestros buscan discípulos o por qué algunos nuevos quieren ser seguidores; cuando algunos podrían ser los maestros del futuro, para que los que les siguen los vean como la tienda de antigüedades en que Donoso ubica a sus contemporáneos en El jardín de al lado. Si estos contextos ayudan a definir qué es la novela y a separar la paja del heno, lo mejor es seguir leyéndolos.
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ÍNDICE ONOMÁSTICO Y TEMÁTICO
A
Abad Faciolince, Héctor 30, 34, 35, 41, 68, 79, 80, 108, 115, 116, 141, 150152, 154, 177, 183, 198, 245, 247, 257, 264, 335, 345, 364, 367, 399, 40-410, 418, 449, 451, 457, 469, 487, 494. Acker, Kathy 278, 332, 338, 427. ADN Cultura (La Nación) 27, 59, 146, 290(n), 381. agentes 21, 38, 192, 236, 250, 326. como tema, 155, 163. papel en comercialización 245, 260. agotamiento 174, 235, 325, 329, 340, 359, 365, 372, 383, 432, 444, 489. Agustín, José 64, 456 Aínsa, Fernando 90, 94(n), 114, 128, 146, 167, 229, 255, 299, 375, 437, 521(n) Aira, César 13, 21, 25, 27, 33, 35, 48, 54, 58, 61, 65, 67, 70, 74(n), 75, 79, 82-84, 93, 95, 100, 108, 110, 112, 115-121(n), 124, 125(n), 131, 132, 134, 135, 141, 143(n), 153-155, 159, 160, 168, 174, 178, 179, 186, 187, 189, 193, 199, 212, 222, 231, 236, 238, 242, 247, 257, 272-274, 276, 279, 282, 288, 291, 300, 302, 305, 307, 309, 327-339, 341, 351, 359, 366-368, 373, 380, 382-384, 386, 387,
388, 411-413, 419, 431, 432, 435, 444, 449, 450, 453, 456, 460, 461, 470, 482(n), 489, 498, 516, 519, 528, 546, 548. Alarcón, Daniel 117(n), 484, 486, 492, 514, 515, 517, 518-521, 523-526, 529(n)-533, 535, 542. Alemán, Gabriela 155. Alfaguara/Penguin Random House (editorial), 151, 161, 261, 323, 499, 502, 509, 511, 515, 51. “alfaguarización” 261, 323. Allende, Isabel 13, 26, 78, 99, 101, 102, 111, 131, 133, 165(n), 281, 349, 491, 492, 496, 498, 499. Almada, Selva 16, 109, 167, 169(n), 451. Alter, Robert 325, 334, 450, 451. Amazon (compañía) 359, 398, 399, 522(n). amigos 21, 40, 42, 95, 100, 103, 132, 148, 185, 260, 269, 270, 281, 316, 324, 391, 397, 421, 423, 424. Amis, Kingsley 126, 152, 181(n), 339. Amis, Martin 143. Anagrama (editorial) 260, 481, 522. andino/a 106, 129, 131, 145, 355, 362, 417, 445, 454, 486, 486, 487, 512(n), 536. Andrew Wylie (agencia) 262.
592
Discípulos y maestros 2.0. Novela hispanoamericana hoy
Appiah, Kwame Anthony 107(n), 502(n). apropiación 111, 129, 196, 205, 321, 414, 495, 508, 520. archivos 204(n), 258, 259, 261, 288, 323, 491, 504, 541, 542. Arcos Cabrera, Carlos 125, 129, 169, 319, 417, 437. Arguedas, José María 15, 211, 432, 458, 487. Arlt, Roberto 49, 56, 65, 76, 123, 125, 135, 235, 277, 305. arte contemporáneo 82, 93, 178, 309, 412, 413. visual 12, 309, 329, 411, 412, 414(n), 494. artista 15, 32, 33, 36, 53, 75, 84, 120, 137, 140, 141, 144, 162, 175, 179, 186, 195, 199, 215, 220, 224(n), 235, 275, 285, 291, 302, 309, 311, 317, 326, 329-331(n), 337, 342, 346, 347, 368, 394, 404, 411, 412, 413, 422, 439, 442, 443, 455, 457, 458, 472, 473, 493, 507, 517, 519, 520, 546, 548. Asturias, Miguel Ángel 29, 78, 82, 103, 185, 211, 213, 224, 332, 363, 397, 458, 474. Auerbach, Erich 340, 358, 361, 378, 437, 438, 536. aura 53-55, 93, 94(n), 140, 209 Auster, Paul 82, 148, 168, 181(n), 196, 261, 304, 310, 312-314, 339, 425, 481, 507. autobiografías 23, 57, 83, 96, 116, 120, 131, 271, 301, 303, 315, 317, 319, 327, 353, 377, 378, 418, 447, 478, 519. autobiograficción 115, 242, 255, 273, 315, 337, 427, 432. autoficción 106, 116, 155, 164, 170, 171, 223, 253, 299, 304, 310, 315, 316, 327, 328, 337, 338, 346, 364, 368(n), 369,
378, 408, 421, 422, 431, 432, 480, 452, 456. autoayuda 48, 133, 163, 184, 521(n). autoconsciencia 57, 301, 305, 314, 371, 450. autor/autoría 44, 46, 54, 90, 92, 124, 171, 197, 218, 237, 295, 298, 304, 311, 327, 337, 364, 366, 403, 424, 428, 437, 440, 441, 475, 478, 500. de culto 131, 226, 323. autoridad 22, 28, 44, 49, 56, 60, 61, 73, 94, 104, 153,(n), 157, 174, 178, 249, 284, 343, 365, 385, 386, 443, 462, 480, 499, 528, 544, 550. Ayén, Xavi 164(n), 204, 270, 469.
B
Babelia (El País) 40, 70, 80, 110(n), 125(n), 137, 146, 148, 150, 152, 182(n), 226, 246, 251, 306, 307, 321, 323, 336, 344, 380, 381, 399, 421, 422, 465, 477, 478, 509, 512(n), 525, 544. Báez Meza, Marcelo 355, 389, 534. Bajter, Ignacio 17, 30, 188, 222, 223, 325, 326, 331, 336, 363, 447, 453, 474. Bajtín, Mijail 325 Balcells, Carmen 148, 262. como personaje 165, 262, 428, 444. Baldwin, James 221, 335, 396. Balza, José 65, 102, 141, 117(n), 230, 244, 258, 269, 270, 369, 389. Balzac, Honoré de 90, 157, 189, 209, 218, 397, 411, 413(n). Banville, John 19, 44, 238, 312, 339. Barnes, Julian 143, 317, 329, 330, 338, 413(n), 489. Barrenechea, Ana María 160, 232, 346, 375, 376, 383, 435, 455. Barthes, Roland 44, 88, 116, 158, 184, 210, 325, 334, 364, 395, 401, 480, 529, 548.
Índice onomástico y temático
Bayly, Jaime 117(n9, 122, 150, 152, 281, 367(n), 515(n), 530. Becerra, Eduardo 16, 17, 26, 27, 29, 48, 78, 90, 104(n), 130, 203, 205, 210, 219, 237, 258, 261, 264(n), 270, 283, 301, 343, 360(n), 363, 449, 474. Beckett, Samuel 132, 304(n), 338, 435, 478, 537. Bellatin, Mario 43, 64, 65, 82, 83, 115, 117(n), 120, 121, 131, 143, 154, 168, 169, 186, 188, 189, 199, 224(n), 256, 257, 259(n), 262, 269, 282, 288(n), 305, 308, 309, 326, 331, 338, 344, 346, 348, 351, 353, 368, 383(n), 406, 411, 433, 447-450, 460, 461, 485, 487, 498, 499, 542, 548. Beltrán, Rosa 165, 349. Benavides, Jorge Eduardo 106, 114, 119, 130(n), 134, 143, 155, 163, 270, 301, 335, 394, 421, 438, 441, 449, 515(n), 521, 530. Benedetti, Mario 65, 85, 194, 195, 207, 213, 255, 291, 346. Benjamin, Walter 31, 32, 43, 53-55, 194, 199, 290, 394, 462, 465, 548. Berti, Eduardo 58, 69, 134, 136, 143, 247, 345, 348, 394-397, 399-402, 406. Bértolo, Constantino 25, 86, 87, 89, 90, 95, 129, 174(n), 323, 473, 474. Bessière, Jean 48, 54, 58, 114, 115, 401, 482. Bestseller/éxito de venta 13, 31, 56, 79, 95, 101, 122, 127, 131, 133, 143-145, 150, 186, 199, 208, 312, 315, 335, 356, 367, 370, 378, 380, 398, 415, 468, 470, 472, 491, 498, 509. Bianco, José 136, 137, 337, 408, 409, 490(n). bilingüismo 127, 128, 424, 436, 449, 463, 472(n), 483, 502, 506, 508, 512, 517, 539, 540, 543. biografías: 35, 107, 185, 188, 192, 194, 317, 362, 413, 444.
593
Bioy Casares, Adolfo 23, 133, 135, 177, 189, 211, 224, 232, 239(n), 393, 420, 436, 479(n), 542. Block de Behar, Lisa 455, 458. Blogs 102, 147(n), 148. Bloom, Harold 28, 63, 234, 279, 373, 420, 535. Blumenberg, Hans 11, 47, 49, 54, 92, 122, 168, 250, 285, 314, 359, 455. Bogotá39 Hay Festival (2007, 2017) 26, 61, 76, 158, 227, 270, 356. Bolaño, Roberto 13, 15, 17, 21, 30, 34, 37, 43-46, 48(n), 50, 51, 58, 60, 61, 68, 70, 72, 73, 94, 95, 97, 99, 100, 102, 103, 109, 119, 122, 131, 133, 134(n), 137, 138, 140, 142, 149, 150, 152, 156, 157, 161(n), 162, 164, 170172, ,179, 182, 186-188, 199, 222, 223, 227, 228, 230, 243, 244, 247249, 257-269, 274, 276, 282, 286-290, 293, 298, 305, 306, 315, 319, 320, 322-324, 328, 332, 334, 336-338, 341, 348, 353, 355, 363, 368, 370-373, 375, 377-379, 382, 383, 386, 387, 393, 396, 399, 410, 426, 430, 431, 434, 435, 438, 444, 446, 449, 461, 468-473, 483, 488, 496, 497, 501, 504, 505, 513-515, 517, 518, 521, 522, 525, 541, 545, 546, 549. boom 12, 13, 14, 15, 22, 24-32, 42, 45, 46, 48, 50, 52, 73, 74, 77, 78, 80-82, 84, 85, 87(n), 94(n), 100(n), 111, 112, 115, 129, 130(n), 134, 136, 137, 139, 144, 148, 159, 163-165(n), 168, 170, 171, 178, 180, 186, 187, 201, 203214, 216, 218(n)-220, 222, 225, 226, 230, 232, 253, 255-257, 259, 261, 263, 266, 267, 269, 270, 272, 277, 279-281, 287, 291, 294, 298, 299, 321, 334, 345, 355, 361, 386, 393, 432, 441, 443, 444(n), 447, 455, 458, 459, 469, 476, 478, 498, 526, 528, 531, 540. “autoboom” 256.
594
Discípulos y maestros 2.0. Novela hispanoamericana hoy
baby boom 203, 220. Boomerang 60, 221. “boomistas” 14, 50, 71, 73, 80, 106, 123, 130, 142, 163, 171, 206, 209, 215, 220, 246, 257, 268, 280, 286, 339, 392, 394, 397(n), 417, 426, 428, 455, 468, 470, 477, 488, 489, 496, 526 “antiboomista” 45, 246. “boomito” 164. posboom 43, 89, 104, 212, 213(n), 222, 223, 428, 476, 521. preboom 213(n)“protoboom” 142. Borges, Jorge Luis 20, 23, 24, 27, 49, 56, 58, 65, 67, 74(n), 82, 93, 94, 107, 110(n), 118, 119, 133, 135, 157, 177, 205, 206, 211, 215, 219, 229, 234, 247, 262, 311, 312, 315, 329, 334, 338, 341, 346, 359, 362, 375, 377, 378, 381, 382, 389, 393, 397, 419, 420, 432-435, 438, 444, 468, 473, 478, 479, 490(n), 492, 494, 509, 513, 519, 520, 546, 548. y los clásicos 24. borgesiano 19, 402. Boullosa, Carmen 43, 67, 141, 143(n), 155, 170-172, 259(n), 349. Boxall, Peter 43, 48(n), 69, 70, 395. Brescia, Pablo 17, 160(n), 161(n), 471(n), 544. Britto García, Luis 111, 113, 152, 269. Broch, Hermann 173, 289, 436. Brown, Dan 70, 144, 234 Bryce Echenique, Alfredo 113, 117(n), 125, 152, 213, 269, 432, 434, 521. Bulgákov, Mijaíl 132, 193, 324, 377.
C
Caballero Calderón, Eduardo 138, 294, 295, 298, 346, 417, 417(n).
Cabrera Infante, Guillermo 105(n), 122, 142, 151, 170(n), 191, 217, 224, 245, 246, 255, 259, 262, 274, 275, 277, 279, 287, 293, 296, 297, 321, 351, 489, 509, 514. Caicedo, Andrés 131, 140, 151, 235, 264(n), 321, 425, 428. Calvino, Italo 24, 47, 77, 82, 262, 337, 432, 444, 458. Calvo, Javier 20, 380, 466, 467, 467(n), 481, 482, 543. Cândido, António 72, 108, 373, 399, 400, 507(n). canon 16, 21, 38, 45, 50, 60, 62, 65, 70, 72, 77, 78, 80, 82, 87, 103, 107, 123, 126, 129, 131, 142, 147, 159, 170, 189, 195, 206-208, 229, 237, 260, 276, 277-278, 288, 299, 316, 319, 320, 324, 393, 369, 382, 383(n), 385, 393, 397, 414, 419, 424, 436, 437, 443, 446, 458, 462, 465, 466, 470, 494, 500, 501, 507, 515(n), 517, 538, 549. anticanon: 17, 64, 65. contracanon: 143. precanónico 449. capitalismo/comunismo 52, 71, 95, 96, 177, 192, 263(n), 277, 287, 297, 306, 307, 360(n), 363, 397. Cárdenas, Juan 80, 110, 111, 158, 167, 183, 330, 403. Carpentier, Alejo 15, 29(n), 78, 82, 196, 206, 211, 263, 299, 454, 458, 474. Caribe/caribeño (región) 201, 257, 258, 276, 279, 387, 481, 501, 502, 505, 506, 508-510, 539, 540, 541. Carver, Raymond 79, 121, 166. Casanova, Pascale 29(n), 35, 36, 47, 72, 94(n), 138, 208, 244, 318, 346, 385(n), 446, 476, 477(n), 487. Casas, Francisco 140, 141. Casas, Fabián 160, 161(n), 344.
Índice onomástico y temático
Castellanos Moya, Horacio 27, 85, 96, 130(n), 143, 143(n), 155, 156, 170, 178, 186, 227, 245, 247, 260(n), 344, 364, 427, 447, 459, 468-470, 497, 509, 516. Castro, Juan E. de 17, 25, 40, 41, 135(n), 191(n), 195(n), 202(n), 207, 236, 321, 348, 397, 441, 445, 447, 473, 515(n), 516. celebridad 50, 118, 307, 316, 386, 400,417. censura 25, 63, 72, 108, 165, 192, 193, 195, 197, 203, 217, 221, 275, 352, 386, 443, 453, 463, 489, 541. autocensura 40, 275, 392, 437, 463. Centeno, Israel 277, 323. Cercas, Javier 46, 119, 171, 239, 240, 264, 275, 276, 331, 448, 485, 547. Cervantes, Miguel de 12, 19, 30, 157, 161, 180, 215, 276, 298, 300, 312, 334, 341, 367, 378, 387, 393, 396, 431, 468, 529, 531. Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes 84. Premio Cervantes 204, 529. “Chiriboga”, Marcelo 163, 416, 428, 442-444, 446, 473. Chirinos, Juan Carlos 105, 111, 120, 270, 342, 546. ciencia-ficción 66, 111, 162, 170, 195, 222, 316, 320, 323, 336, 356, 365, 371, 474, 504, 506, 514, 541, 549. cine/películas 46, 79, 106, 119, 130, 150, 151, 244, 302, 317, 321, 345, 351-355, 362, 369, 384, 424, 441, 443, 501, 508, 509, 538. civilización 74(n), 79, 225, 294, 357, 373(n), 483. Claro, Andrés 20, 462, 466, 467(n), 519, 520. clase social 223, 274, 279, 488, 511. clásicos/clasicismo 11, 12, 19, 20, 2225, 29, 30, 38, 46, 47, 47(n), 48(n),
595
49-51, 53, 58, 60-63, 65, 71, 73-75, 78, 79, 81, 82, 86, 89, 93, 94, 108, 117, 140, 151, 158, 159, 186, 195, 196, 202, 230, 244, 247, 249, 252, 289, 301, 303, 334, 340, 341, 351, 359, 368, 385(n), 419, 420, 424, 432, 462, 468, 471, 479, 480-482, 523, 524. Coetzee, J. M. 70, 118, 126, 170, 189, 236(n), 308, 310, 311, 318, 339, 341, 366, 380, 410, 425, 466, 527. Cohen, J. M. 202, 259(n). compromiso 14, 63, 66, 74, 78, 81, 87, 89, 90, 106, 151, 177, 180, 182(n), 183, 189, 190, 194, 195, 202, 253, 284, 286, 324, 394, 422, 435, 454, 486, 514, 524. computadora 45, 187, 311, 339, 357, 359, 493, 494, 495. comunidad 17, 71, 118, 147, 148, 175, 177, 221, 256, 270, 271, 277, 335, 451, 452, 475, 485-487, 533, 544. conciencia 38, 59, 68, 108, 110, 111, 122, 139, 175, 177, 197, 202(n), 212, 214, 228, 239, 244, 253, 264, 273, 291, 295, 297, 302, 326, 353, 354, 360, 376, 387, 429, 444, 461, 480, 497, 499, 508, 530, 533, 545. Connolly, Cyril 139, 397, 530. Cono Sur (región) 49, 131, 345, 372, 455. Conrad, Joseph 31, 107, 297, 305, 307, 433, 436, 447, 471. Consejos 38, 194, 226, 231, 235, 247. Conte, Rafael 29, 29(n), 81, 82, 84, 84(n), 208, 209, 211. contemporaneidad 29, 48(n), 70, 78, 86, 118, 158, 166, 246, 247, 277, 310, 355, 368, 372, 377, 428, 479. contrato mimético (Barrenechea) 298, 348, 365, 434, 435. Copi 33, 117, 141, 412, 426, 549.
596
Discípulos y maestros 2.0. Novela hispanoamericana hoy
copia 15, 45, 53, 54, 72, 117, 144, 188, 244, 265, 280, 316, 321, 332, 362, 399, 400, 403, 450, 455, 522(n). Cornejo Menacho, Diego 54, 55, 147, 163, 169, 177, 178, 416, 431, 442446, 473, 526. corrección política 22, 75, 95, 125, 164, 269, 324, 422, 424, 539, 543. Cortázar, Julio 31, 49, 56, 65, 69, 74, 103, 112, 123, 133, 138, 152, 157, 159-162, 185, 209, 212, 229, 248, 267, 278, 294, 296-299, 321, 334, 346, 351, 358, 362, 367, 370, 379, 387, 390, 393, 402, 407, 409, 413, 419, 432, 457, 474, 489, 494, 533, 542. Cortés, Carlos 48(n), 246, 247, 277, 449, 487, 488, 516. cosmopolitismo/provincianismo 30, 47, 57, 65, 73, 94, 105, 107, 107(n), 114, 129, 136, 146, 148, 167, 295, 330, 359, 368, 370, 372, 373, 433, 445, 447, 460, 495, 497, 502(n), 530, 531, 535, 545.C Courtoisie, Rafael 223, 229, 359, 363, 417, 436, 449, 548. Crack 36, 38(n), 42, 99, 100(n), 104(n), 113, 149,(n), 168-170, 173, 174, 182, 201, 212, 227, 234, 246, 251, 269-272, 276, 281, 284, 294, 305, 324, 343, 380, 421, 424, 471(n), 485, 504. “crackeado/a” 36, 505, 543. creatividad 32, 35, 55, 198, 233, 542, 550. crimen 60, 71, 111, 144, 155, 169, 177, 197, 318, 331, 352, 368, 369, 371, 372, 418. criollo/criollismo 169, 403. crisis 43, 51, 59, 81, 90, 96, 108, 114, 122, 141, 167, 177, 178, 197, 227, 241(n), 256, 273, 275, 276, 282, 286, 287 342, 354, 356-358, 372, 388(n), 457, 461, 494, 512(n).
crítica/críticos 11, 13-17, 19, 23, 2427, 29(n), 30, 31, 34, 35, 38-44, 5052, 54, 56, 57, 60-64, 66, 68, 69, 7179, 81, 82, 84, 85, 87(n), 89, 92, 96, 97, 100(n), 102, 105, 107, 108, 111, 124-128, 130, 132, 134(n), 135, 136, 138(n), 141, 142, 148-153, 155-159, 161(n), 165, 166, 170-173, 175, 178, 182-185, 187, 189, 190, 193-199, 201-203, 204(n), 206-209, 211-213, 215, 216, 218, 223, 225-227, 229, 231-233, 235, 236, 238(n), 239-241, 243, 244, 247, 248, 252, 258(n), 262, 265-267, 269, 274, 275, 277, 279, 281, 283-286, 288, 295-298, 301, 309, 314, 318-323, 326, 328-331, 333, 334, 336, 338-343, 346, 347, 349, 350, 352, 357-360, 362, 365, 369, 370, 372, 373, 375, 377, 378, 384, 386, 390, 392, 394, 395, 397, 404, 407, 408, 416, 418, 425, 427, 429, 432, 433, 437, 439, 443, 445, 448, 450, 451, 455-457, 460, 462 463, 465-467, 471, 473, 477, 478, 481, 483, 486, 489, 494, 498, 504, 506, 508, 512, 516, 519, 521-523, 529, 530, 538, 539, 541, 542, 545, 547. anglófona 72, 252(n), 284, 298. española 201, 206-209, 211, 252, 265. estadounidense 89, 333. hispanoamericana 77, 217, 252, 265. Cuba/cubanos 16, 34, 43, 45, 56, 74, 81, 85, 96, 107, 107(n), 120, 133, 143, 149, 151, 152, 156, 167, 190-197, 190(n), 191(n), 195(n), 216, 217, 230, 263(n), 270, 287, 290(n), 296, 297, 343, 344(n), 348, 353(n), 363, 394, 394, 468, 489, 503, 507(n), 508, 509, 511, 530, 543. cuentos 50, 74, 77, 114, 143, 151, 159, 160, 172, 206, 213, 222, 234, 243, 245, 279, 308, 318, 323, 332, 334,
Índice onomástico y temático
397, 407, 499, 506, 513, 517-519, 524, 532, 543, 547. cultura/culturales 11, 14-17, 21, 24-27, 31, 33, 34, 38-41, 45, 46, 48, 51, 52, 55-57, 59-61, 66, 68, 69, 72, 73, 78, 85(n), 86, 88, 94, 95, 101, 103, 106, 107, 111, 113, 115, 125, 128, 136, 137, 142, 144, 146-148, 150, 154157, 159, 165, 166, 171, 173, 175177, 179, 182, 183(n), 186, 190, 193, 195, 196, 198, 202, 203, 207, 208, 215, 218, 219, 221, 223-228, 230, 235, 238, 243, 244, 246-250, 252, 255, 257, 258, 260, 262, 263, 265, 266, 278, 279, 282, 284-288, 290, 296, 297, 301, 303, 309, 311, 316, 320, 322, 326, 327, 329, 330, 336, 342, 344, 348, 351, 353, 357, 359, 360-362, 365, 367, 373, 377, 379, 381, 385(n), 387, 388, 390(n), 391, 394, 395, 397, 397(n), 398, 400, 414416, 418, 420, 423, 428, 437, 439, 441, 445-447, 449(n), 450, 462, 466468, 471-475, 477, 479, 480, 482-484, 486-491, 494-502, 504-508, 510-512, 517, 521(n), 522, 524, 526-530, 533536, 538, 539, 542-545, 549, 550. literaria 16, 31, 38, 56, 203, 208, 225, 284, 348, 415, 416, 423, 441, 442, 475, 477, 497. popular 14, 59, 111, 113, 125, 136, 155, 193, 208, 227, 228, 230, 246, 257, 279, 296, 329, 388, 391, 477, 483, 484, 507, 508.
D
Dante 83, 256, 286, 302, 468, 480, 529. Dantzig, Charles 23, 140, 147, 285, 419, 456. Darío, Rubén 64, 65, 107, 113, 229, 253, 321, 346, 385, 433.
597
datos 61, 83(n), 146(n), 163, 204(n), 227, 253, 261, 291, 306, 315, 343, 357, 358, 395, 404, 499. Deleuze, Gilles y Félix Guattari 51, 439, 513, 525, 532. DeLillo, Don 70, 92, 181(n), 186, 236(n), 338, 339, 341, 348, 413(n), 426, 466, 528. De Maeseneer, Rita 190(n), 321, 449(n). democracia 70, 191, 228, 248, 372, 542. democratización 64, 282, 398, 427. desencanto 190, 211, 230, 257, 400, 516, 521(n). Teoría del 230. desencuentros/destiempos 47, 80, 81, 135(n), 161, 180, 190, 206, 2017, 222, 225, 233, 247, 279, 441, 443, 453, 455, 466, 470, 476. desorden 34, 37, 188(n), 339, 355, 416, 493, 494. detective 30, 46, 69, 88, 89, 95, 177, 182, 186, 222, 226, 249, 302, 305, 311, 324, 354, 355, 361, 33, 371, 376, 386-388, 399, 403, 417, 418, 478, 483, 505, 516, 517, 538. Díaz, Junot 92, 238, 277, 321, 323, 366, 372, 507(n), 538. Di Benedetto, Antonio 33, 118, 144(n), 150, 323, 324, 346. Dick, Philip K. 101, 157, 170, 309, 353. Dickens, Charles 69, 74, 143, 387. dictadura 59, 110, 148, 243, 245, 320, 322, 392, 535. Diego Padró, José Isaac de 69, 91, 159. difusión 42, 52, 129, 136, 145, 153, 189, 202, 216, 456, 476, 477, 518. digitalización 355, 357-359, 365. digresiones 31, 115, 126, 167, 189, 189, 234, 306, 350, 363, 372, 391, 445, 469.
598
Discípulos y maestros 2.0. Novela hispanoamericana hoy
discurso 19, 26, 54, 57, 77, 102, 117, 128, 135, 166, 174, 177, 178, 188(n), 193, 195, 216, 227, 236, 238, 243, 244, 258, 273, 284, 314, 315, 317, 320, 329, 341-343, 350, 363, 382, 406, 407, 412, 419, 443, 455, 502, 513, 531. distopía/distópico 70, 101, 237, 249, 338, 346, 456. dolor 172, 176, 240, 250, 271, 299, 300, 307, 443, 490. Domínguez Michael, Christopher 41, 149, 149(n), 172, 176(n), 191, 227, 234, 278, 279, 308, 309, 324, 383, 421, 534, 541, 549. Donoso, José 15, 22, 62, 93, 119, 125, 126, 141, 163, 164, 204(n), 205, 221, 222, 253, 263(n), 270, 289, 297, 299, 341, 366, 416, 442-444, 454, 472, 473, 500, 545, 549, 550. Don Quijote/Quijote 21, 74, 94, 159, 303, 311, 384, 396, 403, 421, 422, 432, 478, 520. Dostoievski, Fyodor 256, 311, 318, 348, 353, 362. drama/teatro 51, 116, 132, 134, 135, 141, 159, 181, 212, 216, 258, 302, 355, 360, 373, 381, 404, 405, 412, 435, 442, 472, 501, 515, 519, 539. melodrama 90, 149, 166, 182, 329, 349, 391, 451, 514. drogas 131, 152, 230, 526, 533. Duchamp, Marcel 82, 120, 273, 310.
E
Echevarría, Ignacio 26, 27, 29, 29(n), 38, 42, 48, 58, 226, 261, 266, 431, 446, 474, 475 literatura menor según 431, 446. edición nacional (condena de) 51, 70, 81, 145, 244, 258, 262, 323. Edwards, Jorge 212, 230, 318, 331(n).
Eggers, Dave 70, 181(n), 182, 238, 274, 359, 452, 485, 497, 540. el público 12,14,15, 50,53, 91, 127, 12, 139, 140, 157, 209, 221, 235, 241, 247, 259, 270, 288, 291, 298, 300, 314, 316, 322, 384, 413(n), 428, 450, 452, 463, 473, 482, 496, 506, 510, 516, 519, 533, 538. Eliot, T. S. 31, 71, 73, 93, 234, 274, 527. Elizondo, Salvador 42, 64, 65, 120, 121, 173, 185, 188, 216, 242 329, 411, 431, 525. Eltit, Diamela 33, 165, 184, 236, 243, 344, 497. emancipación intelectual 32, 527. Emar, Juan 62-64, 70, 82, 91, 95, 103, 159, 320-332, 370, 401. emigración 80, 107, 116, 294, 505, 514. empatía 182, 198, 358, 403, 426, 427, 450, 495, 539. encuestas/sondeos 76, 269, 333. Enrigue, Álvaro 94(n), 155, 183(n), 188, 290(n), 305, 411, 412, 449, 481, 485. ensayo 17, 21, 22, 31, 37, 43, 55, 61, 66, 67, 72, 82, 83(n), 86(n), 89, 100, 101, 103, 112, 115, 117, 121, 135(n), 151, 153, 158, 160, 162, 176, 183, 184, 192, 195, 196, 198, 202, 213, 214, 216, 221, 229, 232, 242, 250, 252, 253, 259(n), 261, 265, 270, 272, 273, 276, 286, 290(n), 291, 304(n), 308, 328, 335-338, 353, 357, 365, 369, 370, 380, 381, 389, 390, 391, 396, 412, 413, 413(n), 417, 437, 439, 457, 460, 478, 479, 482(n), 483, 494, 495, 498(n), 502(n), 504, 511, 520, 534. Véase también no ficción envidia 56, 153, 164(n), 186(n), 324, 402, 529. épicas 91, 277, 290, 377, 480.
Índice onomástico y temático
era digital 223, 395, 475, 511, 522(n). escuela 17, 64, 86, 158, 163, 188, 203, 377, 381, 382, 517. Espanglish 124, 297, 499, 506, 512, 528, 529(n), 539, 541. espectáculo 41, 235, 286, 357, 409(n), 459. estética/esteticismo 16, 23, 40, 44, 53, 57, 61, 62, 74, 81, 87(n), 88, 90, 92, 102, 157, 164, 169, 174(n), 182, 189, 194, 196, 203, 205, 225, 229, 230, 232, 242, 250, 252, 253, 268, 275, 280, 286-288, 313, 320, 344(n), 355, 363, 368, 387-389, 392, 394, 398, 400, 438, 442, 454, 459, 460, 465, 475, 523, 536, 546, 548-550. estilo 21, 26-28, 32, 39, 40, 49, 54, 55, 67, 69, 72, 82, 83, 91, 105, 124, 127, 128, 132, 166, 174, 184, 193, 199, 215, 218, 221, 223, 229-231, 235, 264, 279, 284, 303, 311, 319, 321, 324, 325, 345, 348, 355, 361, 381, 382, 386, 405, 407, 423, 423, 426, 450, 471, 473, 475(n), 481, 491, 498, 512, 534, 536, 538, 544. internacional 26-28, 229. tardío 32, 124, 426. Esquivel, Laura 26, 41, 78, 281. Estrada, Oswaldo 166, 349, 471(n). estrella 41, 143(n), 173, 222, 226, 286, 354, 366, 428, 496, 500, 538. ética 11, 17, 27, 39, 51, 134(n), 171, 196, 257, 264, 270, 271, 281, 313, 361, 380, 401, 416, 429, 442, 445, 465, 466, 478, 499, 514, 526. estructura 40, 71, 81, 97, 102, 109, 118, 130, 138, 166, 167, 174, 183, 190, 210, 225, 238, 249, 258(n), 273, 302(n), 321, 326, 341, 348, 350, 355357, 365, 367, 391, 416, 420, 437, 456, 461, 468, 525, 544. postestructuralismo 44, 236(n), 238. Etiqueta Negra 68, 147
599
excesos 108, 168, 225, 240, 349, 359, 463, 547. exilio 13, 75, 85, 105, 107, 114, 123, 136, 138, 151, 197, 211, 243, 323, 360(n), 379, 402, 467, 518. éxito 19, 26, 28, 29, 41, 46, 56, 59, 64, 75, 78, 84(n), 85, 93, 117, 131, 133, 143, 144, 148, 149(n), 150, 151, 212, 222, 235, 237, 245, 248, 263, 266, 272, 275, 290, 316, 324, 331, 334, 342, 345, 361, 373, 376, 380, 411, 418, 421, 422, 429, 439, 470, 471, 473, 478(n), 496, 498, 511, 516, 522, 523, 526, 531, 537, 538, 540, 541 exotismo 42, 57, 78, 79, 103, 150, 156, 331(n), 385, 433, 492, 502, 506, 527, 537. experimentación 65, 83, 86, 165(n), 224, 239, 240, 282, 311, 312, 343, 390, 455(n), 456.
F
Facebook/Twitter 22, 133, 168, 181, 285, 398, 427, 428, 439, 495. fama/reputación 46, 52, 102, 111-113, 131, 147, 225, 228, 233, 296, 316, 318, 322, 331, 332, 337, 361, 376, 392, 400, 429, 485, 492, 537. fanático 55, 93, 113, 152, 259, 273, 365. Faulkner, William 41, 49, 215, 265, 304(n), 334, 436, 530. feminismo 67, 95, 165(n), 169, 172, 238, 320, 387, 421. Fernández, Macedonio 49. Ferré, Rosario 164, 165(n), 230, 231, 476, 477, 527. FIL (Feria Internacional del Libro de Guadalajara) 21, 51, 76, 158, 180, 212, 234, 244, 246, 278, 290, 383. Filología/filólogos 39, 144(n), 391. Filosofía 55, 74(n), 126, 127, 141, 155, 306, 317, 358, 380, 382, 406.
600
Discípulos y maestros 2.0. Novela hispanoamericana hoy
Flaubert, Gustave 90, 244, 317, 355, 413(n), 489. Fontaine, Arturo 174, 222, 248, 264(n), 312, 459, 478, 497. Fornet, Jorge 43, 123, 177, 245, 257, 282, 321, 344(n), 409, 474, 502, 521(n). Foucault, Michel 44, 54, 96, 109. fracaso 47, 48, 71, 111, 133, 148, 152, 183, 191, 244, 408. Franco, Jean 202, 286. Franco Ramos, Jorge 30, 35, 79, 80, 117, 142, 150, 156, 259, 277, 351, 460, 471(n), 499, 531. Franz, Carlos 94, 100, 120, 158, 160, 222, 240, 270, 291, 301, 330, 366, 430, 441, 451, 458, 487. Franzen, Jonathan 102, 143, 156, 174, 190, 238, 359, 378, 485, 495, 497, 542. Fresán, Rodrigo 27, 45, 58, 83, 95, 102, 119, 134, 142, 145, 149, 156, 174, 186, 227, 231, 247, 257, 274, 278-281, 283, 326, 337, 351, 364, 365, 405(n), 449, 452. fronteras 11, 59, 101, 107, 135, 145, 178, 190, 215, 230, 244, 249, 267, 272, 360(n), 451, 455(n), 466, 472, 517, 521, 535, 536. Fuentes, Carlos 15, 27, 29(n), 37-42, 55, 58, 61, 62, 94, 99, 100, 103, 113, 117-119, 131, 148, 152, 153, 159, 163, 164, 168, 170, 173, 174, 181, 183-187, 195, 205, 218, 221-223, 225, 255, 264, 265, 267, 271, 272, 289, 339, 366, 416, 423, 426, 428, 429, 442, 443, 446, 458, 471(n), 489, 499, 521(n). Fuguet, Alberto 29, 41, 50(n), 77, 95, 99, 102, 109, 111, 128-130, 141, 151, 163, 164, 217(n), 227, 247, 259(n), 261, 263(n), 264, 272, 277-279, 281, 290(n), 297, 320, 344, 366, 424, 425,
427-430, 445, 449, 471(n), 472, 496, 508, 509, 533. Fusillo, Massimo 44, 225, 249.
G
Gallego Cuiñas, Ana 84(n), 85(n), 204, 218(n), 521, 522. Gamboa, Santiago 27, 30, 35, 35(n), 63, 78, 94(n), 104, 109, 119, 122, 142, 146, 146(n), 150, 155, 167, 186(n), 245, 246, 255(n), 260(n), 264, 275277, 346, 347, 352, 360(n), 387, 390392, 411, 417, 493, 509, 510. Garcés, Gonzalo 27, 108, 134, 142, 159, 160, 161(n), 259, 267, 268, 388(n). García Canclini, Néstor 146, 261, 303, 501(n). García Márquez, Gabriel 30, 35, 42, 46, 74, 77, 112-114, 117(n), 128, 133, 152, 157, 171, 191, 204(n), 206, 207, 229, 255, 260, 277, 278, 280, 296, 349, 363, 419, 444, 469, 470, 485, 491, 492. género sexual 141, 164, 169(n), 172, 216, 243, 256(n), 272, 287, 334, 348, 442. Generación/generaciones 13, 15, 17, 22, 24, 27, 29-31, 38-41, 45, 59, 60, 68, 69, 71, 77-79, 82, 83, 85, 86, 95, 99-104, 106, 109, 114, 123, 124, 130134, 136, 137, 140-143(n), 146, 150, 152, 154, 160, 162, 164, 166, 167, 169, 170, 172, 174, 179, 182, 183, 185, 186, 188, 190, 192, 197, 199, 203, 220-223, 227, 229-233, 240, 245, 246, 254, 255, 257, 258, 260, 263, 265, 267-271, 274, 276, 277, 279-281, 284, 285, 287-291, 299, 300, 305, 318, 323, 327, 330, 334, 339-341, 343, 345, 348, 352, 358, 361, 365, 367, 371, 375, 376, 378, 380, 383, 386, 387, 390, 392, 393, 396, 398, 409, 414-416, 420, 423, 427, 432,
Índice onomástico y temático
433, 450-452, 455(n), 462, 466, 469, 470, 474, 483, 486, 494, 496, 497, 505, 516, 518, 522(n), 524, 531, 533535, 541, 543, 544, 547-550. “Me gusta” 27, 285, 334, 358, 375, 380, 392, 393, 398, 423, 427, 450, 462, 474, 494. X 131, 305. Genette, Gérard 342, 377, 384, 409, 419, 431. genio/genios 15, 33, 71, 100, 118, 121123, 136, 137, 148, 179, 226, 234, 238, 239, 246, 323, 332, 358, 375, 429, 432, 479, 520, 529, 549. Gide, André 31, 92, 247, 375, 379, 449. globalifóbicos 99, 104, 106, 123, 145, 146, 157, 159, 166, 167, 174, 267, 287, 326. globalización 12, 51, 61(n), 70, 76, 83, 84, 92, 116, 123, 143, 144, 146, 169, 185, 275, 287, 290, 340, 360(n), 369, 379, 442, 446, 475, 476, 483, 507, 537, 544. Goethe, Johann Wolfgang 37, 48, 79, 144(n), 297, 298, 471, 472, 487, 536. Gómez, Sergio 277, 345, 410, 411, 414, 416-419, 430. González, Tomás 154, 306, 411, 453. Google 61, 238(n), 285, 359, 399, 427, 491. Goytisolo, Juan 100, 148, 208, 211, 248, 379, 387, 450, 468, 547. Gran Novela, la 21, 37, 100, 103, 118, 160, 161(n), 163, 184-186, 209, 248, 264, 317, 351, 390(n), 428, 451, 453, 468, 488,521. “Americana” 452. versus Gran Borrador 118, 184, 453. Granés, Carlos 31, 74, 120, 178, 310, 412, 413. Granta 79, 168, 470, 485, 513, 517.
601
Greene, Graham 167, 304, 363. Grossman, Edith 467, 477, 478, 542, 545. Guerra, Wendy 16, 154, 169(n), 190192, 196, 245, 431, 481. Guerras, 19, 20, 74(n), 101, 125, 139, 141, 172, 175, 181, 186, 189, 195, 204(n), 232, 238, 244, 277, 287, 318, 339, 340, 351, 362, 375, 391, 477, 490, 497, 516, 518, 520, 525, 528. guion/guionista 46, 81, 150, 253, 254, 345, 353, 359, 389, 402, 404, 415, 454, 480, 488. Gumucio, Rafael 21, 174, 274, 275, 289, 290, 337, 344, 378, 467, 488, 492, 504. Gutiérrez, Miguel 70, 91, 145, 172, 265, 515(n). Gutiérrez, Pedro Juan 143, 152, 167, 169, 190(n), 191, 245, 363, 364, 415, 502.
H
Habermas, Jürgen 60, 303, 482. Harwicz, Ariana 21, 42, 60, 61, 109, 132, 161, 168, 170, 218, 277, 297, 310, 368, 488, 523, 546. Hemingway, Ernest 79, 234, 313, 321, 403, 541. Hernández, Felisberto 65, 206. Henríquez Ureña, Pedro 94, 265. Herbert, Julián 16, 162, 250, 251, 352, 368, 487, 494. Herrera, Yuri 76, 77, 169(n), 249, 250, 368, 487. hibridez 53, 67, 162, 250, 360(n), 379, 388(n), 523, 538, 540. Historia 40, 61, 108, 146, 190, 191, 264, 276, 291, 306, 338, 377, 459, 488, 535, 550. Homero 19, 20, 46, 74, 91, 302, 331, 441, 471(n), 480.
602
Discípulos y maestros 2.0. Novela hispanoamericana hoy
homosexual/gay 19, 20, 122, 125, 140, 141, 152, 227, 245, 353(n), 406, 425429, 457, 458, 492. Huet, Pierre-Daniel 88, 249(n), 435, 449. Huidobro, Vicente 65, 332, 352, 465. Hungerford, Amy 11, 16, 71, 75, 390(n), 440, 452, 472, 540.
I
Identidad 12, 14, 26, 35, 43, 44, 68, 90, 104(n), 105, 127, 138, 139, 142, 150, 155, 169(n), 177, 178, 195, 212, 243, 250, 253, 287, 300, 302, 304, 344, 358, 360(n), 393, 400, 422, 427, 428, 450, 457, 460, 476, 495, 503, 505, 509-511, 513(n), 515, 536-538, 548. ídolo 54, 94, 113, 152, 172, 312, 411. indigenismo 129, 214, 487, 530, 531. Indiana Hernández, Rita 60, 61, 128, 151, 170, 218, 257, 258, 276, 277, 279, 321, 411, 413(n), 426, 458, 462, 486, 502, 506, 507, 546. inglés 17, 23, 24, 38(n), 41, 79, 80, 91, 101, 105(n), 107, 115, 117(n), 18, 124, 126, 127(n), 128, 129, 133, 139, 143, 145, 148, 151, 152, 161, 162, 167, 183(n), 184, 188, 193, 202, 203, 226, 236, 249(n), 257, 258, 262, 271, 276, 289, 293, 324, 332, 337, 338, 356, 366, 367, 369, 382, 389, 397, 412, 419, 434, 442, 447, 449(n), 452454, 463, 465-473, 475-481, 482(n), 484-489, 492, 493, 496-498, 500-510, 512-519, 523-529, 531, 533, 538-546. inmigrantes 80, 123, 154, 167, 387, 490, 492, 502, 507, 512. intelectual 12, 24, 32, 38-40, 52, 56, 59, 74, 94, 105, 106, 111, 113, 115, 124, 125, 133, 138, 141, 151, 158, 164, 176-179, 183, 187, 188, 192, 195, 197, 205, 208, 211, 214, 226, 231, 234, 236, 237, 263(n), 264, 276,
287, 291, 296, 302, 305-308, 319, 326, 339, 344, 382, 388, 393, 401, 405, 417, 421, 422, 428, 432, 435, 449, 461, 527, 550. antiintelectual 175, 384. intelectualismo 175, 348, 454. intraducible 297, 316, 378, 485, 497, 504, 513. invisibles 361, 387, 511. Iwasaki, Fernando 35, 37, 120, 142, 259(n), 262, 265, 266, 349, 521.
J
James, Henry 31, 32, 41, 49, 69, 122, 189, 236(n), 238, 275, 316, 318, 319, 346, 389-400, 410, 413(n), 433, 442, 451, 457, 473, 547. Jameson, Fredric 88, 89, 146, 196, 244, 246, 395, 456. jerigonza 266, 343, 344, 451. Joyce, James 31, 62, 71, 91, 93, 116, 126, 132, 161, 244, 249, 256, 259, 279, 285, 286, 289, 298, 304, 307, 334, 335, 379, 446, 457, 468, 480, 530, 540.
K
Kafka, Franz 101, 122, 136, 215, 256, 296, 353, 377, 379, 403, 513, 532. Kermode, Frank 24, 71, 88, 241, 268, 310, 339. Kimmelman, Michael 52, 140, 462, 233, 400. Kirsch, Adam 71, 107, 134(n), 196, 228, 237, 298, 357, 358, 376, 379, 481, 514. Kundera, Milan 38(n), 157, 262, 317, 341, 348, 359, 449, 482, 537.
L
Labbé, Carlos 299, 394, 436, 444, 456. Laera, Alejandra 34, 84, 210, 235, 262. Lalo, Eduardo 124, 139, 167, 215, 417, 477, 511, 513.
Índice onomástico y temático
Landa, Josu 28, 181, 373, 420. “La Onda” (movimiento) 60, 172, 174, 230, 298, 456. latinos (de Estados Unidos) 17, 28, 73, 127(n), 165, 217(n), 235, 279, 344, 419, 468, 473, 474, 476, 481-483, 486, 489, 492, 496, 499-502, 504, 505, 511, 512, 514, 515-517, 524, 527, 528, 530532, 534, 536, 537, 539, 544. “Latinounidense” (Ambrosio Fornet) 107. Le Carré, John 197, 215, 352, 363, 376. legado 42, 59, 68, 72, 125(n), 136, 137, 151, 183, 184, 206, 223, 257, 264(n), 287, 298, 299, 310, 328, 336, 400, 520, 546. Lemebel, Pedro 140, 426. letraherido 34, 68, 198, 199, 426, 448. Letras Libres 39, 110(n), 147, 150, 171, 174, 183, 191, 325, 447, 519. Levine, Suzanne Jill 444, 477(n), 478(n). Levrero, Mario 32, 48, 65, 101, 223, 257, 320, 330, 335-338, 452, 454, 461, 485, 498. Lezama Lima, José 185, 205, 454. libertad de expresión/prensa 191, 270, 275, 324, 493. librerías 11, 56, 335, 359, 398, 469, 514, 522. libros electrónicos 356, 398, 440(n), 450, 475, 546. The Life and Opinions of Tristram Shandy (Laurence Sterne) 303. Lodge, David 110, 127, 236(n), 318(n), 329. López Alfonso, Francisco José 17, 121(n), 308, 447. López Parada, Esperanza 42, 43, 45, 83, 89, 136, 137, 235. Ludmer, Josefina 68, 104, 308, 349. Luiselli, Valeria 76, 77, 94(n), 169(n), 198, 259(n), 456, 470, 485, 492, 494.
M
603
Manrique Sabogal, Winston 65, 127(n), 142, 143(n), 168, 186, 203, 223, 245, 246, 276, 351, 477, 497. máquinas 53, 175, 224(n), 356, 357, 462, 494, 503. Marechal, Leopoldo 49, 62, 69, 71, 74, 75, 119, 324, 370, 458, 468. marginal 13, 28, 33, 48, 102, 110(n), 111, 129, 131, 176(n), 198, 275, 309, 346, 360(n), 361, 434, 507 Marías, Javier 64, 107, 169(n), 226, 275, 307, 375, 458, 466, 484, 498, 499. Markson, David 308, 310, 311, 329, 390. Martínez, Guillermo 59, 60, 102, 10810, 125,257, 302, 352, 362, 366, 387390, 392. Martínez, Tomás Eloy 27, 133, 185. Marx, Karl 74, 120, 127, 138, 184, 378, 407, 455. Marxista 127, 140, 192, 209, 342, 343. Mastretta, Ángeles 26, 78, 133, 169, 274. Mattos, Tomás de 253, 305. McCarthy, Cormac 70, 126, 156, 162, 305, 433, 451, 507. McEwan, Ian 290, 339, 354, 375, 397, 446. McOndo 17, 27, 36, 77, 104, 130, 134, 170(n), 171, 174, 201, 218(n), 251, 269, 277, 284, 297, 328, 351, 424, 471(n), 473, 496, 502, 504. Medina Reyes, Efraím 99, 101, 122, 131, 150, 306. Mella, Daniel 258, 424, 471, 487. Melville, Herman 49, 99, 171, 189, 305, 319, 371, 451. Méndez Guédez, Juan Carlos 71, 105, 111, 117(n), 120, 176, 265. Méndez Vides, Adolfo 154. Mendoza, Mario 27, 35, 70, 142, 149, 150, 169, 262, 263, 265.
604
Discípulos y maestros 2.0. Novela hispanoamericana hoy
mentir(a) 38(n), 152, 161, 174(n), 196, 213, 243, 270, 369, 376, 396, 397, 405, 450, 487, 524. mentiroso 115, 250, 298, 376, 406, 422. mentor 38, 211, 294(n), 549. mercado editorial 34, 84, 199, 266, 268, 303, 322, 323, 346, 469, 522, 546. Meruane, Lina 69, 165, 299, 478(n). metaficción 14, 44, 59, 89, 105, 110(n), 136, 159, 172, 198, 274, 298-301, 304, 313, 315, 317, 327(n), 328, 329, 338-341, 344(n), 347, 362, 367(n), 369, 371, 407, 408, 413, 420, 421, 425, 443, 444, 452, 471, 534. metrópoli 86, 144, 156, 183, 412, 491, 515. miedo 33, 77(n), 79, 90, 107, 111, 128, 153, 155, 176, 208, 217, 219, 222, 260, 283, 335, 337, 356, 364, 368, 392, 393, 412, 431, 487, 529. mileniales 22, 32, 405, 109, 198, 221, 223, 276, 285, 361. Millet, Richard 70, 212, 234, 285, 286, 341, 415. mito(s) 11, 19, 20, 45, 47(n), 50, 52, 61, 62, 78, 93, 123, 133, 134, 170, 179, 218(n), 225, 243, 249, 251, 268, 273, 290(n), 293, 294, 304(n), 311, 331(n), 340, 357, 358, 376, 402, 416, 445, 452, 494, 497, 503, 528. personal 11, 50, 293, 294, 304(n), 494. mitología 95, 190(n), 220, 224, 227. Modernismo 88, 146, 302, 339, 390, 399, 413. anglófono/hispanoamericano 88, 146, 302, 339, 390. Monge, Emiliano 76, 169(n), 507. Monsiváis, Carlos 51, 70, 96, 176, 185, 220, 235, 286, 368, 521(n). monstruos 352, 372, 393, 433.
monstruosidad 64, 91. monstruosa 194, 332, 381. Monterroso, Augusto 65, 75, 78, 93, 96, 114, 122, 139, 153, 188, 206, 229, 247, 283, 289, 308, 310, 363, 382, 413, 415, 423, 434, 529, 530, 545. Moretti, Franco 48(n), 127(n), 357, 358, 449. Morgan, Ann 48, 201, 217, 303, 418, 467, 468, 542. movilidad cultural 116, 361, 400, 428, 483, 528. multiculturalismo 387. música 79, 131, 140, 151, 191(n), 193, 321, 322, 402, 456, 506, 509. musicales 129, 427.
N
Nabokov, Vladimir 41, 54, 107, 139, 157, 215, 252, 297, 302, 338, 339, 355, 362, 377, 396, 409, 451, 529, 530, 540. La Nación 146, 148, 496, 543. nacionalismo 36, 42, 100, 107, 146, 158, 244, 266, 267, 287, 386, 423, 474, 488. narcotráfico/“narcoliteratura” 21, 79, 151, 167, 368, 369, 488 narrador no confiable 66, 67, 302, 354, narratología 83, 325, 342, 343. nativos 35, 92, 155, 215, 216, 349, 438, 470, 473, 486, 492, 499, 501, 504, 524, 525, 528, 530-533, 544, 546. naturalismo urbano 79, 391, 502. Nettel, Guadalupe 68, 76, 77(n), 94(n), 165, 174, 258, 299, 344, 348, 349, 386, 421, 485. Neuman, Andrés 33, 94(n), 134, 160, 161, 176(n), 351, 355, 378, 542. New Republic 42, 356. New York Review of Books 281. New York Times 172(n), 148, 181, 182, 196, 263(n), 312, 314, 369, 397, 469, 484, 491, 495, 512, 525, 538.
Índice onomástico y temático
New York Times Book Review 55, 147, 315, 334, 381, 469-471, 493, 538. New Yorker 168, 181, 222, 314, 324, 326, 366, 470, 471, 478, 517, 518. Nietzsche, Friedrich 78, 190, 233, 235, 411, 422. nihilismo 83, 121, 122, 462, 492. Nobel (premio) 27, 103, 118, 119, 158, 206, 257, 264(n), 315, 317, 318, 341. No ficción 40, 56, 57, 97, 114, 138, 141, 143, 165, 192, 193, 224, 247, 259, 264, 268, 279, 351, 424, 425, 428, 438. nómadas/nomadismo 13, 21, 33, 46, 77, 104-107, 121, 136, 138, 146, 156, 159, 162, 166, 167, 243, 245, 267, 287, 326, 346, 348, 352, 360(n), 361363, 387, 450, 491, 505, 511, 524, 525, 544. Nouveau roman 132, 134, 216, 218, 268, 300, 312, 324, 459. novelización 134, 238, 277, 327, 336, 342, 356, 410.
O
objetividad 38, 39, 82, 102, 130, 159, 202, 233, 278, 307, 422, 517. obra maestra desconocida 411 O’Brien, Flann 303(n), 305, 311. Ojeda, Mónica 61, 77(n), 277, 284, 297, 337, 352, 356, 357, 426, 546. Oloixarac, Pola 59, 61, 189, 223, 235238, 257, 272, 278, 356, 380, 491, 508, 534. Onetti, Juan Carlos 29(n), 82, 93, 101, 119, 133, 207, 211, 215, 224, 287, 299, 346, 378, 415, 436, 454, 530. originalidad 15, 47(n), 48, 53, 57, 72, 125(n), 152, 161, 234, 239, 244, 293, 309, 321, 332, 357, 365, 366, 372, 397, 400, 407, 470, 493, 523, 536, 547. Ortega y Gasset, José 144(n), 372, 393, 547.
605
Orwell George 181, 353, 377, 472. Oulipo (grupo) 69, 125, 309, 444, 513. Ozick, Cynthia 51, 158, 159, 262, 319, 390.
P
Padilla, Ignacio, 27, 37, 38(n), 84(n), 99, 100, 103, 105, 113, 142, 143(n), 149 (n), 168-170(n), 173-175, 179, 180, 185, 215, 216, 227, 269, 270, 272, 291, 324, 326, 421, 499, 500. Padura, Leonardo 56, 156, 190-196, 259, 274, 321, 322, 353, 411, 497. Palacio, Pablo 65-67, 74, 269, 283, 368, 431, 438, 439, 443, 530. como personaje 423. Palaversich, Diana 170(n), 171, 218(n). Palou, Pedro Ángel 37, 99, 100, 103, 173, 176(n), 269, 272, 421. Paratextos 81, 300, 369, 434. Parks, Tim 12, 28, 51, 70, 90, 182(n), 193, 310, 324, 475, 476, 487, 537. parodias 127, 297, 303, 407. Paso, Fernando del 46, 173, 204. patria/patriotismo 28, 58, 59, 107, 135, 167, 175, 251, 351, 353, 360(n), 438, 458, 496. Pauls, Alan 48, 59, 134, 136, 143, 147, 160, 161, 290(n), 344, 363-365, 383(n), 485, 542. Paz, Octavio 346, 479, 483. Paz Soldán, Edmundo 27, 29, 37, 42, 60, 85, 125-130, 142, 204, 217(n), 229, 239, 241, 258(n), 278, 280, 281, 355, 359, 395, 430, 471(n), 493, 494, 509, 511, 533, 534. Perec, Georges 82, 126, 259, 316, 337, 444, 473. periferia 67, 86(n), 144, 179, 241, 309, 355, 360(n), 373, 515. Peri Rossi, Cristina 29(n), 165(n), 204, 230. periodismo/periodistas 25, 55, 62, 67, 80(n), 84, 153, 155, 156, 190, 193,
606
Discípulos y maestros 2.0. Novela hispanoamericana hoy
196, 199, 208, 216, 219, 226, 244, 247, 262, 265, 274, 278, 280, 290, 305, 314, 316, 344, 349(n), 351, 368, 372, 379, 381, 392, 393, 416, 426, 439, 445, 457, 468, 475(n), 477, 478, 493, 494, 526. Pérez Torres, Raúl 230, 521(n). persecución 30(n), 96, 197, 392, 406, 535. Piglia, Ricardo 35, 48-58, 82, 108, 119(n), 123-125(n), 134-137, 189, 210, 225, 231, 233, 234, 244, 242, 269, 337, 369, 477, 545. Piñera, Virgilio 65, 73, 283, 468. Pitol, Sergio 64, 102, 103, 117(n), 443(n), 152, 156, 173, 174, 230, 269, 354, 383(n), 391, 423, 449, 450, 461, 485. Plagios 296, 350, 396, 400. Planeta (premio) 27, 210. poesía en la novela 248, 366, 368. poética 61, 125(n), 153(n), 183, 229, 230, 248, 284, 326, 328, 336, 414, 462, 465, 479, 484, 490, 498, 534. polémicas 20, 59, 62, 75, 90, 135, 142, 189, 209, 212, 214, 336, 482(n). Poniatowska, Elena 172, 174, 421, 500. Ponte, Antonio José 85, 217, 344. Portela, Ena Lucía 190, 191(n), 344(n). poscolonial 94, 95, 116, 243, 296, 483, 493, 504. posnacional 474. postmodernismo 16, 88, 89, 146, 153(n), 175, 190, 213(n), 246, 255, 314, 339, 362, 523, 531 premios literarios 12, 26, 27, 31, 34, 35, 112, 158, 165, 194, 210, 235, 341, 262, 273, 313, 397, 537. prestigio 31, 87, 94(n), 114, 119, 138, 190(n), 194, 242, 274, 287, 294, 312, 361, 363, 469, 521-514, 517, 529, 540. Pron, Patricio 59, 68, 120, 155, 181, 223, 247, 258, 259(n), 371, 440, 484, 494, 497, 549.
Proust, Marcel 100, 101, 220, 297, 311, 334, 340, 347, 379, 413(n), 414(n), 447, 449, 480, 503, 530. psicológico 20, 189, 211, 233, 376, 378(n), 407. Puga, María Luisa 347, 348. Puig, Manuel 33, 108, 119(n), 125, 151, 156, 204, 279, 351, 425, 426, 428, 444. Pynchon, Thomas 236(n), 262, 274, 338, 339, 354, 355, 390(n), 525.
Q
quehacer 138, 176, 187, 255, 289, 270, 311, 328, 408, 469, 505, 548. Querellas 12, 26, 60, 207, 266, 283. Quiñonez, Ernesto 490, 502, 510-514, 517, 518, 523, 526-533, 535, 538, 542.
R
Rabassa, Gregory 80, 260, 467, 471, 477, 478, 488, 514, 525. racismo 74(n), 108, 191, 492. Rama, Ángel 36, 53, 54, 78, 79, 94, 213, 216, 221, 266, 280, 372, 401(n), 459-461, 475, 544. tecnificación narrativa 372. Ramírez, Sergio 95, 96, 117(n), 133, 165, 230. Rancière, Jacques 11, 12, 32, 64, 87, 90, 157, 159, 178, 189, 191, 232, 314, 325(n), 332, 374, 378, 403, 413, 479, 483, 490, 520, 527, 530, 545. Raphael, Pablo 26, 228, 285, 285, 359. Raros 33, 63-65, 82, 137, 207, 283, 415. realismo 30, 45, 59, 78, 79, 81, 102, 110, 121, 143, 145, 153(n), 166, 167, 168, 189, 194, 310, 328, 350, 362, 363, 366, 367, 378, 391, 395, 407, 413, 419, 433, 456, 474, 486, 497, 515(n), 519, 531.
Índice onomástico y temático
mágico 29, 30, 141, 145, 149, 150, 165(n), 166, 167, 218, 231, 255, 275, 377, 387, 451, 488, 491-493, 498, 516, 524, 540. “histérico” 166, 167, 288(n). “Irrealismo mágico” 281. sucio: 79, 143, 166, 168, 169, 262. paranoico 353 recolonización 503, 536. red mundial (internet) 13, 104, 105(n), 144, 149, 194, 223, 261, 300, 306, 348, 357, 438-440, 444, 482, 485, 494, 496, 542. reescritura 47(n), 48, 91, 95, 172, 198, 243, 301, 305, 311, 319, 350, 362, 365, 384, 432, 438, 494. Restrepo, Laura 27, 30, 35, 143, 150, 152, 349, 426, 428, 468. retórica 34, 77, 234, 277, 282, 283, 308, 362, 366, 376, 415, 476, 542, 544. Revista de Libros 148, 218, 281. revolución 94, 105, 184, 194-195, 208, 270, 276-277, 280, 375, 420, 450, 530, 536. Revueltas, José 15, 74, 96, 133. Rey Rosa, Rodrigo 85, 143, 154, 174, 186, 258(n), 259, 265, 282, 344, 363365, 416, 470, 497, 499, 516. Reyes, Alfonso 20(n), 94, 265. Ribeyro, Julio Ramón 33, 65, 144, 167, 346. Rincón, Carlos 14, 300, 339. Rivera Garza, Cristina 65, 67, 76, 99, 100, 142, 160, 165, 169-172, 258(n), 259, 278, 300, 308, 309, 311, 349, 369, 387-390, 392, 495. Rivera Martínez, Edgardo 252, 487. Roa Bastos, Augusto 211, 213, 393, 402. Rodríguez Juliá, Edgardo 59, 167, 211, 215, 247, 259, 269.
607
Rodríguez Monegal, Emir 94, 187, 202, 216, 266, 296, 333, 334, 372, 455(n), 544. Roncagliolo, Santiago 27, 60, 105, 146(n), 147, 150, 351, 469, 485, 515(n). Rosero, Evelio 30, 80, 146, 152. Rosso, Ezequiel de 84(n), 170(n), 179, 201, 336(n), 391, 470. Roth, Philip 22, 75, 126, 181, 262, 280, 310, 315-317, 339, 451, 492, 540. Rousseau, Jean-Jacques 82, 147, 199, 237, 377, 435, 447. Roussel, Raymond 64, 82, 117, 380, 381, 407, 513. Ruffinelli, Jorge 48(n), 76, 202(n), 236, 255, 269, 274, 461, 514. Rugendas, Johann Moritz 82, 240, 291, 330, 331(n), 366, 370, 411, 455. Rulfo, Juan 82, 33, 165, 204, 211, 213, 214, 299, 378, 423, 436, 458, 471(n), 530. Rumazo, Lupe 30, 166, 407, 408. intrarrealismo 30. Rushdie, Salman 143, 196, 280, 339, 434, 463, 466, 489, 495.
S
Sabato, Ernesto 33, 93, 125, 136, 189, 196, 206, 458. saciedad semántica 420-431. Sacks, Sam 469, 471, 494, 496, 497. Sada, Daniel 118, 121, 124, 143(n), 174, 176(n), 282, 346, 367-370, 383, 384, 469, 487. Sáenz, Jaime 70, 91, 131, 269, 533. Saer, Juan José 55, 56, 74(n), 101, 119(n), 125(n), 153, 230, 351, 477. Sainz, Gustavo 39, 174, 263(n), 356, 456. Salvador, Humberto 58, 66, 67, 71, 74, 91, 159, 324, 370, 443, 318, 530.
608
Discípulos y maestros 2.0. Novela hispanoamericana hoy
Sánchez, Luis Rafael 185(n), 216, 279, 299, 329, 321, 344, 477. Sánchez, Matilde 222, 238(n), 259(n), 494. Sanín Cano, Baldomero 474, 475. Santos, Elena 29, 66, 149, 175, 205, 208, 230, 255, 338, 351, 360, 476, 496, 513. Santos-Febres, Mayra 130, 141, 143, 250, 257, 258, 351, 502. Sarduy, Severo 71, 111, 120, 121(n), 213, 296, 298, 321, 329, 351, 426, 434, 444. Sarlo, Beatriz 66, 86(n), 236, 238(n), 289, 490(n). Schweblin, Samanta 27, 117(n), 168, 337, 348, 356, 478(n). Scott, A. O. 387, 457, 503, 538. Seix Barral (editorial) 142, 143, 255, 259, 260, 319. Sensibilidad 108, 194, 205, 228, 239, 320, 371, 379, 446, 447, 500, 510, 531. Sepúlveda, Luis 26, 78, 111, 133, 186, 281. Serna, Enrique 40, 58, 61, 90, 95, 112, 134, 143, 176(n), 183, 184, 208, 260(n), 274, 279, 322, 457. sexismo 76, 102, 171, 172, 236, 319, 320, 407. sexualidad 108, 276, 306, 307, 420, 445, 457, 458, 591, 501, 524. Shakespeare, William 74, 159, 329, 472. Skármeta, Antonio 27, 102, 111, 186, 428. Sontag, Susan 108, 112, 137, 262. Sorensen, Diana 256. St. Aubyn, Edward 452, 480. Stavans, Ilan 497, 506, 507, 513(n), 539-541. Steiner, George 12, 43, 89, 91, 118, 141, 153, 188, 241, 243, 286, 489.
Subjetividad 25, 38, 60, 149, 157, 184, 198, 222, 239, 241, 404, 439, 485.
T
Tabarovsky, Damián 51, 59, 107-110, 119, 124, 167, 261, 328, 338, 380, 481, 545. talento 21, 47, 77, 112, 117, 119, 131, 149, 158, 180, 210, 236, 237, 255, 298, 318, 336, 347, 355, 360, 390, 408, 415, 422, 429, 442, 448, 492, 525, 528, 529, 537. testimonios 20, 100, 211, 233, 255, 258, 263, 271, 274, 287, 310, 318(n), 349, 353, 421, 434, 477. Thays, Iván 142, 163, 180, 262, 268, 269, 367, 499, 515(n), 518. Thirlwell, Adam 28, 43, 48(n), 132, 156, 157, 188, 201, 223, 244, 259(n), 303, 309, 412, 418, 449, 467, 481, 542, 545. Thriller 71, 105, 119, 125, 133, 145, 168, 196, 304, 352, 387, 388, 442. Times Literary Supplement 77, 139, 148, 202, 249(n), 301, 313, 345, 470. Tolstói, Leo 27, 120, 157, 186, 194, 259(n), 302, 334, 372, 387, 477, 480. Trelles Paz, Diego 110, 160(n), 283, 290, 319, 371. Trilling, Lionel 25, 26, 70, 89, 101, 430. Trump, Donald 144, 181, 182, 196, 359. Tulathimutte, Tony 22, 142, 170, 452.
U
Ulysses (Joyce) 93, 132, 249, 256, 285, 302, 304, 375, 446, 480, 525, 548. Unamuno, Miguel de 12, 300-304, 313, 317, 334. Universidades 52, 86, 95, 124, 126, 134, 176, 265, 383, 469, 473, 490.
Índice onomástico y temático
Updike, John 43, 262, 317, 339, 492, 497. Urroz, Eloy 37, 125, 163, 173, 186(n), 264, 270-272, 302, 312, 396, 421-424, 429, 430. utopía/utópico 89, 95, 97, 107, 170, 191, 195, 212, 223, 232, 245, 280, 362, 395, 486, 487, 521(n).
V
Valdés, Zoé 27, 78, 190, 193, 196, 274, 344(n). Valdez, Pedro Antonio 258, 509. Valencia, Leonardo 17,027, 45, 47, 65, 68, 89, 109, 116, 119, 130(n), 138, 143, 148, 154, 160(n), 167, 176, 186, 230, 245, 247, 257, 259(n), 260(n), 265, 271, 284, 285, 348, 351, 401(n), 408, 411, 416, 431-442, 450, 457, 471, 494, 515, 524, 530, 534, 535, 546, 550. Valenzuela, Luisa 132, 156, 165(n), 230. Vallejo, Fernando 30, 31, 45, 79, 95, 136, 140, 150, 168, 269, 377, 378, 428, 452, 532. Vargas Llosa, Mario 21, 22, 25, 32, 35, 36, 42, 48, 52, 58, 62, 67, 73, 74(n), 81, 88, 94, 97, 100, 113, 114, 117(n), 119, 133, 136, 144, 152, 158, 159, 162, 169(n), 176, 180, 182(n), 196, 198, 204(n), 209-211, 222, 233, 234, 244, 255, 257, 261, 263, 264, 267, 276, 277, 280, 287, 310, 318, 320, 330, 331, 341, 346, 357, 378, 384, 423, 432, 433, 450, 456, 457, 460, 463, 469, 470, 474, 480, 482, 483, 492, 496, 505, 518, 519, 530, 531, 538, 540. Vásconez, Javier 45, 155, 167, 176(n), 215, 230, 337, 361-364, 368, 392, 487, 511, 530, 534. Vásquez, Juan Gabriel 27, 30(n), 61, 79, 100, 113, 120, 147, 151, 152, 156,
609
171, 226, 233, 247, 257-259(n), 262, 270, 305, 316, 327, 376, 386, 392, 434, 469, 471, 484, 546. Vasunia, Phiroze 66, 88, 94, 249(n), 456. Velasco, Xavier 27, 96, 100, 131, 154, 279, 436. Velasco Mackenzie, Jorge 131, 176, 215, 230, 436. Verdú, Vicente 241, 338, 354, 509. Vila-Matas, Enrique 28, 62, 103, 109, 117, 120, 122, 138, 148, 149, 153, 157, 174, 189, 198, 214, 236, 244, 259(n), 275, 276, 300, 304, 308-314, 332, 333, 359, 364, 370, 377, 382386, 410, 412, 413, 422, 431, 432, 463, 468, 470, 475, 485, 491, 497, 513,522. Villalobos, Juan Pablo 61, 120, 182(n), 236, 365, 375, 368, 369, 485. Villarruel, Antonio 17, 445, 446, 519. Villoro, Juan 76, 99, 100, 103, 120, 123, 124, 143(n), 174, 176(n), 247, 265, 275, 300, 330, 338, 344, 370, 383, 485, 502, 512, 515. Volpi, Jorge 37-42, 45, 69, 85, 95, 99, 100, 102, 103, 105, 109, 113, 113, 119, 142, 143(n), 147(n), 149(n), 150, 153, 154, 170, 171, 173-183, 186, 187, 197, 203, 227, 231, 234, 246, 247, 259, 264, 266, 267, 270-272, 283, 291, 314, 324, 326, 346, 347, 357, 363, 387, 388, 391, 392, 406, 421, 423, 440(n), 445, 471(n), 499, 534. Vonnegut, Kurt, Jr. 262, 338, 541. Virgilio (Publio Virgilio Marón) 73, 88, 122, 289, 302, 311, 331, 364.
W
Wallace, David Foster 83, 121, 143, 174, 175, 186, 190, 236(n), 305, 306, 379, 390, 430, 451, 452, 455, 466, 472, 525, 538-540.
610
Discípulos y maestros 2.0. Novela hispanoamericana hoy
Wilcock, Juan Rodolfo 33, 63, 65, 113, 188, 257, 282, 238, 296, 367, 482(n). Wilde, Oscar 53, 57, 210, 541. Wilson, Edmund 157, 529, 531. Wimmer, Natasha 226, 227, 483. Wolfe, Tom 43, 126, 413. Wood, James 68, 166, 167, 196, 314, 366, 456, 477, 478(n). Woolf, Virginia 31, 91, 120, 318, 530. World Literature Today 148.
Y
Yépez, Heriberto 61, 160(n), 162, 171, 309, 494.
yo (el) 11, 44, 67, 73, 106, 170, 272(n), 273, 290, 315, 327(n), 336, 406, 407.
Z
Zaid, Gabriel 75, 199, 515, 522(n). Zambra, Alejandro 11, 16, 61, 68, 69,91,94(n), 101-103, 121(n), 196, 198, 223, 236, 240, 247-249, 251, 257, 258, 276, 307, 309, 310, 330, 336, 344, 366-368, 381, 386, 452, 453, 468, 469, 478, 494, 497, 518, 545, 546. Zapata, Luis 227, 426, 428, 457. Zurbano, Roberto 190, 193, 335, 343.