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Spanish; Castilian Pages 304 [303] Year 2017
Sabine Schmitz, Annegret Thiem, Daniel A. Verdú Schumann (eds.)
Descubrir el cuerpo Estudios sobre la corporalidad en el género negro en Chile, Argentina y México
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Ediciones de Iberoamericana 93 Consejo editorial: Mechthild Albert Rheinische Friedrich-Wilhelms-Universität, Bonn Enrique García-Santo Tomás University of Michigan, Ann Arbor Aníbal González Yale University, New Haven Klaus Meyer-Minnemann Universität Hamburg Daniel Nemrava Palacky University, Olomouc Katharina Niemeyer Universität zu Köln Emilio Peral Vega Universidad Complutense de Madrid Janett Reinstädler Universität des Saarlandes, Saarbrücken Roland Spiller Johann Wolfgang Goethe-Universität, Frankfurt am Main
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Descubrir el cuerpo Estudios sobre la corporalidad en el género negro en Chile, Argentina y México Sabine Schmitz, Annegret Thiem, Daniel A. Verdú Schumann (eds.)
Iberoamericana - Vervuert - 2017
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A la memoria de Alberto Elena
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ÍNDICE
Sabine Schmitz / Daniel A. Verdú Schumann Prefacio..................................................................................................
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Ramón Díaz Eterovic Crimen, poder y verdad en la novela criminal chilena ............................
31
Ulrich Winter Corpus delicti. Justicia poética, justicia histórica, el giro forense y el materialismo en la novela negra posdictatorial (acerca de la serie Heredia, de Ramón Díaz Eterovic) .........................................................
45
Rachel Randall “¡Que le corten la cabeza!”. Las jóvenes queer, la alegoría y los “crímenes” del padre en Navidad (Sebastián Lelio 2009) ........................
57
Dante Barrientos Desvelamientos de cuerpo y espacio en tres novelas negras: Morena en rojo (1994) de Myriam Laurini, Los siete hijos de Simenon (2000) de Ramón Díaz Eterovic y Cuestiones interiores (2003) de Mempo Giardinelli ................................................................
77
Mempo Giardinelli El cuerpo en la novela y el cine negros ...................................................
93
Sabine Schmitz La construcción de los cuerpos de los victimarios de la dictadura argentina en tres novelas negras de Feinmann, Giardinelli y Mallo .........
105
Tanja Bollow Cuerpos violados y violencia colectiva en Siempre es difícil volver a casa de Antonio Dal Masetto ..............................................................
143
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Christian von Tschilschke Cuerpo a cuerpo. El cine negro goes queer: Plata quemada (2000) de Marcelo Piñeyro ................................................................................
153
Annegret Thiem El cuerpo mutilado en la obra de Myriam Laurini .................................
171
Sébastien Rutés Violencia y enajenación corporal en la novela negra mexicana................
187
David Conte Exabruptos de la impotencia: facetas del cuerpo en las novelas del “Zurdo” Mendieta, de Élmer Mendoza ............................................
201
Daniel A. Verdú Schumann “Con los ojos del alma”. La redención del cuerpo en Profundo carmesí (Arturo Ripstein, 1996) frente a otras versiones de eros y thánatos ..........
227
Geoffrey Kantaris Migraciones inmateriales, cuerpos virtuales y biopolíticas del afecto: el tecno-noir en Sleep Dealer (2008) .......................................................
263
Paul Julian Smith La televisión criminal: Capadocia (HBO Latin America/ Argos, 2008-2012) ................................................................................
285
Diego Trelles Paz Las Evitas ...............................................................................................
295
Sobre los autores..........................................................................................
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PREFACIO Sabine Schmitz / Daniel A. Verdú Schumann
“Descubrir el cuerpo” 1. loc. verb. Dejar descubierta o indefensa una parte del cuerpo, por donde el contrario pueda herirle. 2. loc. verb. Favorecer un negocio peligroso, quedando expuesto a sus malas resultas. Diccionario de la Lengua Española (RAE)
Hace algo más de tres años aparecía en esta misma colección Diseño de nuevas geografías en la novela y el cine negros de Argentina y Chile. Aquel volumen, elaborado por un grupo transnacional de investigadores, recogía las conclusiones de un coloquio celebrado en la Universidad de Paderborn (Alemania) y centrado en el tratamiento del espacio en el noir latinoamericano. El libro que el lector tiene ahora entre manos es una suerte de continuación de aquel. Nace asimismo de un encuentro celebrado en dicha universidad en 2015, cuenta con los mismos editores, y más de la mitad de sus autores estaban ya en el índice de su predecesor. Como aquel, esta compilación propone también un hilo conductor específico, aunque al mismo tiempo lo suficientemente amplio como para permitir acercamientos muy diversos: el cuerpo. Los motivos para dicha elección son muchos y variados. Por un lado, el género negro en todas sus variantes se sustenta, en buena medida, en el análisis de las diversas formas de control, imposición y violencia que se ejercen sobre los cuerpos. En sí mismos, estos encarnan, de manera literal y metafórica, el abstracto concepto de dominación que subyace al género, el cual se materializa de muy diversas formas —desde el mero desgaste hasta su desaparición total, pasando por el maltrato, la tortura, la violación, la mutilación o el asesinato— sobre los cuerpos de las víctimas, pero también de los victimarios, los testigos o los propios investigadores. Desde este punto de vista, si los cuerpos son una fuente inagotable de pruebas para detectives y forenses, también lo son para el investigador académico.
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Por otra parte, ya en el anterior volumen se apuntaba al vínculo inextricable existente entre espacialidad y corporalidad. El cuerpo es un “lugar” en sí mismo, pero al mismo tiempo forma parte del espacio en la medida en que se mueve en él y lo ocupa; de hecho, autores como Soja lo consideran el punto de arranque de la geografía (1989, 2008). La determinación tanto del propio cuerpo como de sus límites, sus movimientos o del espacio que ocupa está regulada por el orden social y, por tanto, por todo un complejo sistema simbólico y político. McDowell distingue de hecho entre el cuerpo como entidad fija y la corporeidad como entidad flexible, maleable, que “puede adoptar numerosas formas en distintos momentos, y que tienen también una geografía” (McDowell 2000: 66). En este contexto interesan evidentemente ambos conceptos, pero aún más el modo en el que ambos se interrelacionan bajo la lente del género negro. La construcción social y cultural del cuerpo no puede desligarse de la construcción del espacio: ambas son formas de ocupar un lugar y son, por ello, susceptibles de ser interpretadas de una manera individual y concreta, pero también abstracta y simbólica. Sabemos al menos desde Bourdieu que el cuerpo es, también, un producto social, en el que a través de un complejo proceso histórico se han ido anudando aspectos que nos conforman con relación a la comunidad y que, considerados colectivamente, son indicadores de una determinada actitud vital (Bourdieu 1979). El cuerpo ha sido siempre y es un campo de batalla cultural, social, económico y político, y por ello su análisis es también el de su relación con las diferencias de clase, género, etnia o cultura, y el de su vinculación con conceptos como legalidad, justicia o venganza. Por todo ello, su análisis en el contexto de la novela y el cine negros arroja luz sobre los complejos modos de articulación del cuerpo social en múltiples ámbitos, desde el político-económico hasta el psicosocial, pasando por el estético-cultural o el identitario. El surgimiento de Internet y el auge de las redes sociales no han hecho sino propiciar una hiperexposición mediática de los cuerpos y una tiranía social sobre los mismos equiparable a su mercantilización, lo que obliga a replantearse los límites tradicionales entre lo privado y lo público en lo concerniente al ámbito corporal. En este contexto cabe preguntarse también si, y en su caso cómo, el género negro integra dichas transformaciones y se interroga por el modo en que diversos estamentos —el propio sujeto, el Estado, los
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mass media, la Iglesia, etc.— compiten por la “normalización” —en realidad, la determinación— de los cuerpos (Bru 2006). Ello permite además calibrar la capacidad del género de participar, más allá de su tradicional función crítica, en la configuración de conceptos, percepciones e interpretaciones del cuerpo en las distintas sociedades y, por tanto, en la negociación de la relación entre el individuo y la sociedad que determina tanto su corporalidad como su corporeidad, según la mencionada distinción de McDowell. Por último, la reelaboración ficcional de los cuerpos a través de la escritura y la imagen en movimiento supone una mediación que implica necesariamente una toma de posición del creador. Esta se explicita entre otras muchas formas mediante el establecimiento de una distancia relativa con los acontecimientos, la cual a su vez determina de manera esencial la recepción de la obra por parte del espectador. En las últimas décadas, el abanico de opciones estilísticas a disposición de los creadores se ha ampliado sustancialmente, tanto en el ámbito literario como en el audiovisual, y abarca desde el laconismo tradicional del noir anglosajón al barroquismo asociado a cierta tradición del arte y la literatura latinoamericana, pasando por mimetismos de toda índole o fragmentaciones y deconstrucciones herederas tanto de una posmodernidad que no acaba de morir como de una globalización que apenas ha empezado a dar sus primeros pasos. Todos estos aspectos, creemos, hacen merecedor al cuerpo de un papel central en el análisis del noir. Se pretende así, al igual que en el volumen anterior, una cierta reconceptualización del género. Frente a las visiones panorámicas predominantes en otros estudios, sin duda de utilidad en una primera fase, consideramos que este acercamiento sistemático y geográficamente acotado permite ahora profundizar en las enormes posibilidades exegéticas del género. Igual que entonces, algunos de los autores aquí presentes han optado por esbozar propuestas generales a partir de reflexiones de carácter histórico o teórico-metodológico, mientras otros parten de textos, temas y contextos específicos, subrayando con ello la riqueza de puntos de vista que caracteriza a nuestro objeto de estudio. Por lo que se refiere a los límites geográficos del presente volumen, hemos decidido ampliar la nómina de los países abordados en el primer volumen —Chile y Argentina— con la incorporación de México. Este país, con una
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riquísima tradición literaria y fílmica, atravesada a menudo en sus últimas décadas por el problema del narcotráfico, ofrece un rico contrapunto a las experiencias de los dos países del Cono Sur, marcados por las dictaduras y la violencia estatal y paraestatal. En cualquier caso, estas fronteras geográficas, como casi todas hoy en día, son también en la presente obra enormemente permeables. Y ello no solo por la existencia de paralelismos evidentes entre los tres países, que comparten un sustrato cultural, lingüístico e histórico en buena parte común —como demuestra que algunas investigaciones aborden textos procedentes de más de un país—, o porque la obra de algunos autores, como Myriam Laurini o Mempo Giardinelli, se encuentre a caballo entre dos de ellos; sino también porque los ámbitos espaciales en que se sitúan las obras analizadas abarcan a menudo contextos liminales, representados por espacios fronterizos o flujos migratorios. Esta variedad de enfoques permite abordar el género negro desde sus tradiciones y contextos locales, pero al mismo tiempo hacerlo también desde una óptica transnacional. Con ello pueden salir a la luz tanto factores comunes a los diversos textos, condicionados por ejemplo por la idiosincrasia propia del género o por una epistemología del cuerpo en buena medida —aunque no completamente— transversal al espacio geográfico latinoamericano, como aquellos determinados por la propia cultura a la que cada uno pertenecen. El estudio comparativo ofrece así una visión privilegiada del género y de las distintas maneras que en él coexisten de construir el cuerpo. El renovado interés por el cuerpo Nuestro interés, evidentemente, no nace en el vacío. Es bien sabido que en las últimas décadas el cuerpo se ha convertido a la vez en objeto de estudio y paradigma interpretativo con carácter transversal en múltiples disciplinas humanísticas. No es descartable pensar que ello tiene que ver, paradójicamente, con los imparables procesos de digitalización y virtualización de las producciones culturales, así como con la consiguiente multidifusión y globalización de su consumo, que en la práctica suponen la pérdida de corporeidad o fisicidad tanto del objeto como de la experiencia de su aprehensión. Ello ha provocado un renovado interés no ya por la tradicional disciplina
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de la estética de la recepción, sino por los mecanismos fundamentales de la percepción y la cognición humanas, desde el ámbito de la neurociencia a la ciencia cognitiva, pasando por las propias disciplinas humanísticas. Dentro de estas, resulta curioso constatar hasta qué punto ello ha supuesto una reevaluación de la fenomenología de la percepción, evidente por ejemplo en el renovado interés por Merleau-Ponty, y del estudio del cuerpo como fundamento de la misma: como si unos productos descorporeizados exigieran, por oposición, un sujeto recorporeizado, en cierto modo reificado en torno a un cuerpo que se instaura en el principio —pero también en el límite— de toda percepción y, por tanto, de todo conocimiento. Un primer paso en la sistematización de estas cuestiones puede surgir de la diferencia que establece Helmuth Plessner entre “tener un cuerpo” y “ser cuerpo”, que en última instancia remite al dualismo cartesiano entre cuerpo y espíritu y a las investigaciones de Husserl (Plessner 1981)1. El primer aspecto invita a una reflexión en términos sociológicos de la construcción de lo corpóreo, por ejemplo a partir de la teoría de campos y el concepto de habitus de Bourdieu (1979, 1980a, 1980b) o de las concepciones del poder y la sexualidad de Foucault (1975, 1976-84). Por el contrario, la segunda visión sugiere un tratamiento desde la fenomenología, por ejemplo a partir de los trabajos del propio Husserl (1901, 1913, 1928), Merleau-Ponty (1945) o Michel de Certeau (1980), pero también de autores como Henri Lefebvre (1974) o Martina Löw (2000). En el caso del cine, como el propio Merleau-Ponty hiciera notar ya en los años cuarenta, anticipándose por tanto en dos décadas al Deleuze de Cinéma. L’image-mouvement y L’image-temps, su forma de aprehender la realidad pasa necesariamente por el propio cuerpo: “le cinéma est particulièrement apte à faire paraître l’union de l’esprit et du corps, de l’esprit et du monde et l’expression de l’un dans l’autre” (1948). Por ello, y por su naturaleza fantasmática, este medio se ha preocupado repetidamente del espectador y del modo en que este percibe un film. En la estela de Merleau-Ponty, autores 1
En el original, “Körper haben” y “Leib sein”, respectivamente. El alemán distingue entre Körper, el cuerpo en su dimensión puramente física, y Leib, que se refiere al cuerpo vivido y percibido como organismo e imbuido por tanto de una cierta conciencia. La diferencia es sutil pero relevante; Husserl la abordó en la quinta de sus Méditations cartésiennes (1931). Vid. también Jäger (2004) y Villa (2003: 203-252).
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como Vivian Sobchack han analizado la fenomenología del cine indagando en el modo en el que este, lejos de ser un mero objeto que se ofrece únicamente a nuestra vista, constituye a su vez una forma de mirar (y de oír e incluso tocar) que se dirige hacia el espectador, en una suerte de “relación transitiva” con el espectador en la que se apela a todos sus sentidos (1992, 2004). Profundizando en algunos de estos aspectos, Thomas Elsaesser y Malte Hagener (2009) han analizado en la práctica cómo todos los dispositivos intra y extrafílmicos, desde la puesta en escena hasta la trama, pasando por el montaje o la propia experiencia del visionado en una sala de cine, generan una determinada respuesta en los cinco sentidos del espectador, determinando con ello completamente la aprehensión no solo sensorial, sino también cognitiva del film. Todo ello no hace sino enfatizar el carácter bidireccional del proceso de construcción de la corporeidad desplegado en el medio fílmico. Frontera permeable entre el yo y el universo exterior, el cuerpo es fuente de conocimiento y placer, de emoción y dolor, y su tratamiento en la ficción provoca en el receptor reacciones en buena medida innatas de empatía, incomodidad o rechazo, por mencionar solo algunas. Dichas reacciones, no obstante, no son solo respuestas automáticas a los aspectos puramente intradiegéticos —el modo en que los cuerpos son presentados o tratados en las obras—, sino que, antes bien, están profundamente determinadas por los complejos mecanismos extradiegéticos que, de modo en buena medida subliminal, ponen en relación nuestra propia corporeidad con las obras. No es necesario insistir en la importancia que todos estos aspectos tienen en el caso concreto del género negro, en el que el tratamiento del cuerpo, su fisicidad y su vulnerabilidad invitan a complejos juegos de identificación entre el lector/ espectador y los protagonistas de las obras, que siempre tienen como punto de partida un acontecimiento violento, a menudo mortal. Este no solo provoca el interés del lector en términos del clásico whodunnit, que conmina a descubrir al autor para restaurar el orden social que el crimen ha desestabilizado, sino también en la medida en que invita a la identificación con los protagonistas, ya sean víctimas, perpetradores, investigadores o testigos. Esta empatía puede ser de muy diverso signo, y a menudo acaba determinando el juicio mismo que la obra y su punto de vista merezcan al lector/ espectador. Por ello, resulta esencial analizar los usos y visiones del cuerpo que el género negro articula.
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Apuntes para una epistemología NOIR del cuerpo Con todo, la pregunta clave no es qué tipo de cuerpos o de culturas del cuerpo favorece o instrumentaliza el género negro. Ello exigiría ampliar la investigación teórica más allá de los límites razonables de un trabajo de las características del presente volumen. Por ello, y con el fin de afinar las posibilidades heurísticas del mismo y evitar una pluralidad de perspectivas excesivamente dispares sobre el tema, hemos optado por centrar la investigación en dos aspectos fundamentales. Por un lado, la función mediadora del cuerpo. Por otro, el análisis de determinadas concepciones del mismo. Plantearse estas dos cuestiones con relación al género negro, tanto en el ámbito de la novela como en el del cine, no solo nos permite analizar adecuadamente el sentido último de las representaciones corporales, y con ello abordar los interrogantes en torno a las correspondencias, variaciones y discrepancias que surgen a partir de las características específicas de los dos medios, el fílmico y el literario; sino también sacar a la luz aquellas premisas, parámetros o categorías mismas que fungen en el género negro como fundamentos o aspectos clave en la interpretación y construcción del cuerpo. La pregunta en torno al papel mediador del cuerpo está en estrecha relación con el hecho de que su visibilización desempeña un papel esencial en la puesta en evidencia de los crímenes, de los que los cuerpos son testigo aunque no existan otras pruebas materiales o de cualquier otra índole. Esta estructura básica, según la cual el cuerpo posee una cualidad de testigo privilegiado, impregna la novela criminal tradicional. En aquellas ocasiones, no escasas en la novela y el cine negros, en las que el cuerpo sobre el que se ha cometido el crimen ha desaparecido o está ausente y, por lo tanto, no puede servir de testigo desde un punto de vista legal, ello no implica que no pueda ejercer su papel mediador en el ámbito de la ficción. De hecho, esta ausencia está en relación dialéctica (y productiva) con la idea de performatividad del texto de Zumthor, que afirma que todo texto supone una forma escenificada de encarnación como principio organizativo dado (1988: 703-713). El cuerpo media, por tanto, incluso cuando no existe. Este aspecto es fundamental, sin ir más lejos, en el caso de los desaparecidos por las dictaduras chilena y argentina, como veremos.
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Así las cosas, la presencia narrativa de los cuerpos es siempre ineluctable. Y puesto que el cuerpo no puede contarse a sí mismo directamente, su narración es una compleja y abarcadora poética de la cultura, de acuerdo con la idea derridiana del texte en général. Todo relato sobre los cuerpos se basa siempre en el filtro que supone la utilización de determinadas visiones de lo corpóreo inherentes a toda narración textual o fílmica. Estas concepciones del cuerpo determinan de qué modo este es mostrado en la literatura, el cine y otros medios escritos y audiovisuales; determinan la especificidad de los cuerpos construidos en el texto y la imagen. En este punto es importante señalar que buena parte de las concepciones del cuerpo que actualmente maneja el género negro en Chile y Argentina, y en menor medida en México, está determinado por complejas luchas en torno a la política de memoria tras las penosas experiencias de las dictaduras. Un factor importante en esta lucha es la necesidad de narrar la historia de los cuerpos desaparecidos. Analizar este proceso, explicitar las visiones del cuerpo que lo rigen, revelar su papel mediador en el género negro y preguntarse por su función son tareas que abordan algunos de los artículos del presente volumen. Es evidente que esta visión en concreto de los cuerpos implica un cuestionamiento de la memoria oficialmente instaurada en dichos países, contra la que se dirigen, a menudo de manera explícita, las obras mismas. En sintonía con la función crítica del género tradicionalmente aceptada, este interés por los desaparecidos debe leerse como una enmienda a la totalidad de dichos procesos. El análisis pormenorizado del tratamiento de los cuerpos en este contexto cobra sentido en el marco del complejo debate —no exento de polémicas— que en torno a la llamada memoria histórica está teniendo lugar en aquellos países cuyo pasado reciente se encuentra marcado por la experiencia de la violencia de Estado (Argentina y Chile, pero también España, por ejemplo). Buchli y Lucas, por ejemplo, han caracterizado el trabajo de los forenses en este contexto, consistente precisamente en descubrir los cuerpos, como un acto “incómodo” por “revelar lo que debería haber quedado invisible” (2002). Así las cosas, la construcción de los cuerpos en la literatura y el cine criminales de los tres ámbitos culturales objeto de estudio puede verse como una pieza importante en la elaboración de una historia del género, pero también como elemento fundamental de una historia cultural de cada territorio. Cabe
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así preguntarse, por ejemplo, si los cuerpos, ya sean de víctimas o victimarios, se construyen de manera distinta en los tres países, o si cumplen funciones distintas. O, al contrario, si existen continuidades entre ellos que permitan hablar de un sustrato original común y una visión del cuerpo compartida, al menos parcialmente. Para ello son necesarios no solo estudios comparados, sino también diacrónicos, que permitan trazar paralelismos que al menos ocasionalmente desborden las interpretaciones basadas en el pasado dictatorial y en el narcotráfico. Ello es así porque en el análisis de las distintas construcciones corporales otra cuestión ineludible es su historicidad y significado cultural. Así, por ejemplo, cabe preguntarse si persisten, en las representaciones fílmicas y literarias de los cuerpos del siglo xxi, vestigios de formas de corporalidad que se retrotraigan al pasado indígena, precolombino y premoderno. O si se detecta en ellas la herencia del pasado colonial, o incluso la existencia de un neocolonialismo de distinto cuño, en el marco de —o pese a— la imparable globalización actual. En este sentido, otro de los objetivos del presente volumen es dilucidar de qué modo el tratamiento del cuerpo conecta con visiones antropológicas asentadas en cada espacio en concreto a partir de sus respectivas historias y experiencias, y cómo estas se ven profundamente modificadas en nuestros días por las veloces transformaciones acaecidas con la circulación mediática global de nuevos paradigmas, modelos y obras accesibles a un público masivo. En última instancia, cabría preguntarse si las nuevas concepciones del cuerpo que la ficción genera a partir de todos estos elementos pueden considerarse testigos de la actual pluralidad de valores y normas y, por tanto, como un modelo de convivencia social para el presente. O, dicho de otra forma, si en las narraciones actuales en clave noir se está planteando una nueva epistemología del cuerpo. Cuerpo y violencia Preguntarse por todas estas cuestiones referentes a los cuerpos es hacerlo también por la violencia que los atenaza, modifica, destruye, viola o aniquila. La violencia debe entenderse aquí no solo en sentido individual, en tanto que daño físico o psicológico, sino también en el simbólico y social.
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Es, por tanto, un concepto íntimamente ligado al poder y su ejercicio, como han analizado desde Benjamin (1921) hasta Foucault (1975), por mencionar solo dos figuras fundacionales. Cuestiones como la tensión entre legalidad y legitimidad, entre violencia estatal e individual, o entre un uso crítico o uno meramente espectacular del dolor, resultan claves en este ámbito. Por otro lado, en tanto que receptor y ejecutor de la violencia, el estudio del tratamiento ficcional del cuerpo es esencial para valorar el impacto que esta tiene en el receptor de la obra. Al mismo tiempo, las razones económicas y políticas de la violencia, al igual que los mecanismos de surgimiento de la violencia en contextos sociales e individuales concretos, son objeto de atención de los autores y, por consiguiente, de los especialistas. Siguiendo con la tradición del hard-boiled norteamericano, los investigadores hemos tendido a leer el criminal latinoamericano, tanto escrito como filmado, como una toma de posición claramente crítica frente la omnipresencia de la violencia en la sociedad. No obstante, y dado que en las últimas décadas hemos asistido a un aumento evidente de la violencia en muchas obras, así como a una explicitud creciente en lo relativo a su presentación y/o descripción, cabe legítimamente preguntarse si ello sigue siendo consecuencia de dicha visión crítica u obedece a otros intereses, de índole por ejemplo mercadotécnica o directamente comercial. Es decir: ¿sigue generando sentido esta representación de la violencia sobre los cuerpos, o está más bien vaciada de contenido semántico y sirve ya tan solo al fin espurio de captar la atención del público y el mercado por la vía del sensacionalismo? Ante la constatación de que la descripción fiel y minuciosa de la brutalidad contra los cuerpos en textos e imágenes ha alcanzado una nueva dimensión, este componente voyeurístico no puede ser descartado, especialmente dado el éxito espectacular de público del género en las últimas décadas, tanto en el ámbito literario como en el audiovisual. En estas condiciones cabe preguntarse si esta violencia ficcional creciente es realmente imprescindible para dar cuenta de la necesidad de justicia tras experiencias tan brutales y traumáticas, tanto sobre los cuerpos individuales como sobre el cuerpo social en su conjunto, de las dictaduras argentina y chilena, o para dar fe y respuesta a la asfixiante presencia en México de la violencia del narcotráfico. O, por el contrario, si está simplemente al servicio de una imperiosa necesidad social de violencia que debe ser sublimada de algún modo, quizá en forma de venganza o
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castigo colectivo por parte de una fuerza social unificada. Sea como fuere, la representación de los cuerpos violentados es también pieza fundamental en la elaboración de una historia cultural de la violencia y de la transgresión de las normas éticas. Estudiar hasta qué punto las experiencias violentas de las dictaduras o el narcotráfico han marcado los modos de representación y aprehensión de los cuerpos, ya sean de las víctimas, de los criminales, los investigadores o cualesquiera otros protagonistas, debería acercarnos más a la comprensión integral de dichos fenómenos y a su asimilación por parte del cuerpo social. Con todo, incluso si la violencia es reconocida en su potencial comunicativo e interactivo, y asumida como parte de la memoria cultural (Weninger 2005), el investigador debe legítimamente preguntarse por su función, por el tipo de construcciones corporales que plantea, por la clase de narrativa en que se inserta. En este sentido, uno de los objetivos fundamentales de toda obra de ficción es encontrar fórmulas narrativas, formales y estilísticas en cuyo núcleo se encuentre la confrontación entre la inefabilidad última de la experiencia de la violencia, por un lado, y el ejercicio de la necesaria crítica a una sociedad en la que esta tiene una presencia cada vez mayor, por otro. El equilibrio entre ambas aspiraciones no es sencillo, particularmente en lo referente a la representación de las víctimas. Pese a lo aquí esbozado, no existe hasta el momento ningún trabajo de investigación en torno a esta centralidad de los personajes y sobre todos de los cuerpos de víctimas y asesinos en el desarrollo de la novela y el cine criminal. Se trata no obstante de una cuestión clave, pues puede arrojar luz sobre la construcción histórica de los cuerpos y los dispositivos antropológicos que la modulan. En esta dirección apuntan por ejemplo algunos estudios individuales que han advertido de la existencia de vinculaciones entre el desarrollo tanto del hard-boiled americano como del film noir francés con determinados procesos sociales, o que explican la obra de Agatha Christie como una reacción a su experiencia como enfermera en la I Guerra Mundial, la cual habría determinado su peculiar tratamiento de la violencia, tan aséptico y distanciado —sus víctimas a menudo mueren sin sufrimiento ni derramamiento de sangre, y ni siquiera es necesaria la intervención de un médico forense—, en la medida en que puede considerarse fruto de una suerte de trastorno de estrés postraumático nacional (Light, 1991). En este sentido, sería interesante
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analizar si puede establecerse algún tipo de relación causal entre el desarrollo de la historia reciente en Chile, Argentina y México y la evolución de determinados elementos y estructuras idiosincráticas de la novela y el cine negros en dichos países. O, incluso, si las experiencias violentas vividas en estas naciones han causado una cierta insensibilización en sus sociedades (como el mencionado estudio sugiere, por ejemplo, para el caso alemán tras la I Guerra Mundial; Ibíd.), por lo que espectadores y lectores demandan cada vez mayores cotas de sangre y dolor para conseguir un mismo efecto. Aunque este debate en torno a lo que se ha llegado a llamar la pornografía de la violencia desborda el ámbito latinoamericano, parece difícil desligar completamente ambos procesos a la vista del tratamiento que de la violencia realizan algunos de los autores analizados en este volumen, particularmente en el caso mexicano. Cuerpo, género y sexualidad Hablar de cuerpos es, también, hablar de cuerpos sexuados. Ello es particularmente cierto en el caso del noir, en el que el tratamiento de las relaciones hombre-mujer y la sexualidad posee una centralidad destacada, como numerosos estudios, algunos ya históricos, se han encargado de resaltar. Los mecanismos de identificación entre el lector/espectador y los personajes de ficción han sido también objeto privilegiado de atención por parte de los estudios feministas y de género, tanto en el caso de la literatura como en el del cine. En el ámbito de la teoría feminista, los trabajos en torno al female embodiment, desde Simone De Beauvoir (1949) hasta Iris Marion Young (1980), han corrido paralelos —y a veces a la contra— de las lecturas en clave semiótica/lingüística/simbólica del cuerpo a cargo de autoras como Julia Kristeva (1980, 1993) o Luce Irigaray (1974, 1977). En el caso del cine, el trabajo pionero de Laura Mulvey (1975), que tomaba precisamente como punto de partida el cine negro clásico y el papel primordial en él del placer escópico masculino y el modelo patriarcal, ha ido dando paso a lecturas cada más complejas y ajustadas a las profundas transformaciones vividas por el cine en las últimas décadas, donde el cuerpo se ha acabado constituyendo en un territorio en el que tiene lugar una compleja dialéctica entre las categorías de sexo, género, orientación sexual y prácticas
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sexuales. Ello ha permitido, a la postre, desmontar definitivamente las identificaciones binarias heteronormativas más simplistas: así, por ejemplo, el machismo tradicionalmente asociado al género negro —representado en el trabajo de Mulvey por sus referencias a To Have And Not To Have— debe ser repensado a la luz de las múltiples transformaciones sufridas por el papel de las mujeres en dicho género, tanto en calidad de sujetos como de objetos. El papel desarrollado en dichas transformaciones por el cuerpo, en todas sus vertientes, es fundamental, y es tarea de los estudios críticos afrontarlo desde todos los puntos de vista pertinentes. En este contexto, por ejemplo, el concepto de “performatividad” de género desarrollado por Judith Butler (1990, 1993) puede resultar particularmente fructífero extrapolado al ámbito de la creación, pues permite trazar interesantes paralelismos entre los mecanismos de configuración de la identidad sexual y los procesos de construcción tanto de la obra como del cuerpo sexuado en la literatura y el cine. A menudo, antes que reproducir el viejo esquema maniqueo entre violencia mala y violencia buena, estas representaciones de los cuerpos desde una perspectiva de género buscan desestabilizar estas oposiciones binarias y demostrar el carácter de constructo de los discursos corporales que anida en el fondo de las mismas. Sin ir más lejos, las referencias a lo queer presentes en dos de las contribuciones ahondan precisamente en esta dirección. Por otro lado, las diversas formas de violencia ejercidas sobre los cuerpos y escenificadas en la ficción arrojan luz también sobre las relaciones de géneros. El dolor y el sufrimiento impuestos a niñas y mujeres a través del sexo no consentido, la prostitución, la esclavitud o el maltrato posee una dimensión particularmente significativa, por cuanto aúna dos de los aspectos —la violencia y las desigualdades de género— en los que el cuerpo está llamado a tener un papel clave, ya sea en calidad de objeto, sujeto o agente. No hace falta señalar que estas cuestiones en modo alguno son privativas del ámbito latinoamericano. No obstante, la persistencia de ciertas formas puntuales pero particularmente crueles de violencia de género en dicho espacio, como los feminicidios en México o los recientes casos de violaciones brutales y asesinatos en Argentina, invitan a interrogarse sobre la relación entre las mismas y la ficción noir.
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Las contribuciones El volumen se abre con los trabajos dedicados a Chile, y concretamente con el de Ramón Díaz Eterovic, “Crimen, poder y verdad en la novela criminal chilena”. Autor de una de las series más conocidas y reputadas de la literatura negra hispanoamericana, la protagonizada por el detective Heredia, Díaz Eterovic asume aquí una perspectiva doble. A su mirada de escritor —al final de su texto desgrana algunas de las claves de su propia obra— suma la del investigador, siendo su contribución un amplio panorama de la evolución de la literatura negra y policial de su país, entreverado de interesantes reflexiones teóricas sobre el género y sus especificidades en el ámbito latinoamericano. Díaz Eterovic es precisamente objeto de estudio en el capítulo de Ulrich Winter, titulado “Corpus delicti. Justicia poética, justicia histórica, el giro forense y el materialismo en la novela negra posdictatorial (acerca de la serie Heredia, de Ramón Díaz Eterovic)”. Winter equipara en su trabajo la restitución en el ámbito cultural y social que suponen las averiguaciones del detective creado por Díaz Eterovic con el trabajo de la justicia que juzga los crímenes del pasado cometidos por el Estado. En un magnífico ejemplo de cómo las obras de ficción canalizan y abordan las expectativas y sentimientos de todo un cuerpo social, Winter señala cómo los cuerpos con los que se relaciona Heredia muestran, al igual que lo hacen aquellos que se encuentran bajo la lupa del forense, las huellas de la memoria de la dictadura chilena. El tratamiento de la memoria de la dictadura chilena es también el tema del trabajo de Rachel Randall, “‘¡Que le corten la cabeza!’. Las jóvenes queer, la alegoría y los ‘crímenes’ del padre en Navidad (Sebastián Lelio 2009)”. A través de un análisis freudiano de las relaciones entre tres jóvenes, marcadas por la ausencia del padre de una de ellas, su autora desgrana los vínculos ocultos de lo que acontece en la pantalla con la memoria silenciada de la represión durante la dictadura. La invocación fantasmática de los desaparecidos, la sexualidad fluida de sus protagonistas o el propio tratamiento háptico de lo corporal en la pantalla son, para la autora, ejemplos del modo en el que los cuerpos se convierten en territorios de negociación con el propio pasado, ya sea individual o colectivo.
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El texto de Dante Barrientos demuestra la existencia de continuidades en el tratamiento del cuerpo en los tres países objeto de estudio en el presente volumen. En “Desvelamientos de cuerpo y espacio en tres novelas negras: Morena en rojo (1994) de Myriam Laurini, Los siete hijos de Simenon (2000) de Ramón Díaz Eterovic y Cuestiones interiores (2003) de Mempo Giardinelli”, Barrientos muestra las muy distintas formas que pueden adoptar las perspectivas éticas y estéticas empleadas para conectar los cuerpos y las realidades sociales que ellos habitan. En todos los casos, no obstante, los cuerpos están llenos de marcas y cicatrices, huellas de las experiencias vividas que los convierten en verdaderos mapas en los que leer tanto la historia de los protagonistas como la de la sociedad en la que se mueven. Las contribuciones dedicadas a Argentina profundizan precisamente en algunas de las ideas presentes en este último capítulo transnacional. “El cuerpo en la novela y el cine negros”, de Mempo Giardinelli, supone una inmersión no solo en el universo interior de otro de los grandes narradores del género en el Cono Sur, sino también en sus reflexiones sobre el género. Si en sus ya canónicos ensayos El género negro. Ensayo sobre la novela policial (1984) y El género negro. Ensayos sobre literatura policial (1996) Giardinelli subrayaba la importancia del género como testigo de la experiencia de la violencia en Latinoamérica, aquí vincula su propia labor como narrador a los precedentes del propio género, tanto literarios como cinematográficos —ámbito en el que también tiene experiencia—, poniendo así de manifiesto la complejidad de un género que bebe tanto de la realidad inmediata más cruda como de estereotipos forjados en latitudes y épocas muy alejadas de esta. Esta ambigüedad de la novela negra argentina es retomada por Sabine Schmitz en “La construcción de los cuerpos de los victimarios de la dictadura argentina en tres novelas negras de Feinmann, Giardinelli y Mallo”. Partiendo de la consideración de los personajes como signos semióticos y del principio de adaequatio, la autora analiza el tratamiento que recibe la corporalidad de los opresores —apenas estudiada, por contraposición a la de las víctimas— en las novelas Últimos días de la víctima (José Pablo Feinmann 1979), Luna caliente (Mempo Giardinelli 1983) y El policía descalzo de la Plaza San Martín (Ernesto Mallo 2007). El estudio de las diferentes relaciones que se establecen entre el aspecto exterior y el mundo interior de estos personajes toma un carácter diacrónico, en relación directa con la historia de
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Argentina y la consideración jurídico-social de los exmilitares al servicio de la dictadura. Por su parte, el trabajo de Tanja Bollow, “Cuerpos violados y violencia colectiva en Siempre es difícil volver a casa de Antonio Dal Masetto”, parte de las tesis de Merleau-Ponty y Foucault para señalar la fragilidad de los principios de la modernidad ilustrada en la sociedad latinoamericana, y por ende en cualquier grupo humano. A partir del análisis de los distintos cuerpos que aparecen en la novela, y particularmente de los cambios de perspectiva que en ella se dan entre la mirada de las víctimas y la de los verdugos, la autora apunta a una lectura de la obra que, sin citarla, complejiza notablemente la tradicional dicotomía civilización y barbarie, tan cara a la literatura argentina. En la línea de la contribución de Randall, el capítulo “Cuerpo a cuerpo. El cine negro goes queer: Plata quemada (2000) de Marcelo Piñeyro”, de Christian von Tschilschke, ahonda en la complejidad inherente al empleo de constelaciones homosexuales en el contexto del noir, también históricamente. A partir de un análisis de la película y de sus diferencias con la novela de Piglia, el autor estudia las posibilidades que ofrece la descripción de una sexualidad “heterodoxa”, especialmente dentro un género fuertemente estereotipado en lo relativo a los roles masculino y femenino. El autor estudia cómo la película aborda lo queer desde las estrategias de su marginalización, naturalización y metaforización, y cómo logra con ello un complejo equilibrio entre la ambigüedad subversiva y las limitaciones —de toda índole— del cine mainstream al que pertenece. El último trabajo dedicado a Argentina ejerce aquí también el papel de bisagra. “El cuerpo mutilado en la obra de Myriam Laurini”, de Annegret Thiem, analiza la obra de una autora argentina exiliada en México desde 1980, país en el que se sitúa la trama de sus novelas. Thiem saca a la luz, desde una perspectiva social y sociológica, la ineludible relación entre la violencia y el ejercicio de un poder masculino que en ocasiones se antoja absoluto. La manera en que Laurini coloca ante los ojos del lector los cuerpos literalmente destrozados o aniquilados de niñas y mujeres, objeto y cifra de una brutalidad infinita, supone una llamada de atención directa y explícita no solo al machismo inherente a la sociedad mexicana, sino también a un capitalismo desalmado que convierte a los cuerpos, incluidos los de los más débiles, en meras mercancías para el disfrute de los poderosos.
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Que en este contexto de violencia exacerbada el tratamiento del cuerpo puede tomar formas radicales y sorprendentes lo demuestra “Violencia y enajenación corporal en la novela negra mexicana”, de Sébastien Rutés. Este trabajo analiza el modo en que varios autores mexicanos —Alarcón, Chimal, Servín, Zepeda Patterson, García Cuevas— abordan las relaciones de poder y de violencia mediante la animalización de los cuerpos y su sumisión voluntaria. Los personajes de estas novelas, sugiere Rutés, se ofrecen como chivos expiatorios de la violencia que atenaza al territorio mexicano, ante la que no parece existir más opción que la defección del propio cuerpo. Una buena prueba, por otro lado, de hasta qué punto la crudeza de la realidad conmina a los creadores a encontrar nuevas fórmulas con las que dar cuenta de los brutales efectos de la violencia cotidiana. Pero existen otras opciones. David Conte Imbert, en “Exabruptos de la impotencia: facetas del cuerpo en las novelas del ‘Zurdo’ Mendieta, de Élmer Mendoza”, demuestra cómo un autor puede optar por emplear vías oblicuas, de orden más formal que narrativo, para dar cuenta de las pulsiones vitales de sus personajes, especialmente en un contexto en el que la violencia ha acabado por saturar todos los ámbitos de la sociedad. El texto, alejándose de las interpretaciones habituales de la narconovela, aborda así la cuestión capital del papel en la novela negra del lenguaje y el estilo, los cuales pueden erigirse en campo de experimentación y negociación de todas las dimensiones humanas, incluidas la sexualidad y la violencia, llegando a revelar incluso dimensiones ocultas de los personajes. Sexualidad y violencia están también íntimamente ligadas en “‘Con los ojos del alma’. La redención del cuerpo en Profundo carmesí (Arturo Ripstein, 1996) frente a otras versiones de eros y thánatos”, de Daniel A. Verdú Schumann. A través del análisis detallado de la obra del título, el autor expone cómo en el filme del director mexicano se ofrece un tratamiento de los cuerpos marcadamente más comprensivo y abierto a la heterodoxia que en otras tres películas basadas en los mismos hechos reales, en general más respetuosas —especialmente las norteamericanas— con las convenciones morales y estéticas. Esta visión, fruto al menos parcialmente del sustrato hispano al que se ha trasladado el relato, cabría entenderla como un desafío tanto a los principios de la modernidad occidental en su versión más canónica como a las visiones de género —en su doble sentido de genre y gender— a él asociadas.
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“Migraciones inmateriales, cuerpos virtuales y biopolíticas del afecto: el tecno‐noir en Sleep Dealer (México, 2008)”, de Geoffrey Kantaris, aborda otras formas de resistencia desde la realidad mexicana a las imposiciones del mundo moderno, en este caso las derivadas de los modos de producción del capitalismo tardío. Kantaris desgrana cómo la película de Alex Rivera disecciona, a partir de un sustrato teórico explícito y de referencias evidentes a varios clásicos del noir, la desmaterialización de los cuerpos y su conversión cibernética en mano de obra capaz de ser explotada, sin coste alguno, por el poderoso vecino del norte; y vincula la negociación de los afectos asociada a dicho proceso, encarnados en formulaciones igualmente desmaterializadas, con el propio papel del cine en nuestra sociedad globalizada. El último trabajo centrado en México, y también el único dedicado a la televisión, es el de Paul Julian Smith, “La televisión criminal: Capadocia (HBO/Argos, 2008-12)”. En sintonía con el aún novedoso campo de los television studies, Smith aborda un minucioso estudio de las condiciones de producción, realización, emisión y recepción de la serie objeto de estudio, que permite entender mejor la compleja trama de motivaciones, intereses y expectativas que rigen la circulación global de las producciones culturales, nuevamente en relación con las diferencias entre México y los EE. UU. Paralelamente, el autor pone de manifiesto el carácter rompedor del tratamiento del cuerpo en algunas escenas claves de esta serie, ambientada en una cárcel de mujeres con evidentes referencias a los dispositivos de control foucaultianos. Sirva también esta incursión en el ámbito creativo y mediático de la televisión no solo como manifestación del creciente interés por el noir en Latinoamérica (y en general en el mundo), sino también como anuncio del que —esperamos— será el próximo volumen de esta serie, dedicado precisamente a la transmedialidad en el género negro. Cierra el volumen el breve relato “Las Evitas”, del escritor peruano Diego Trelles Paz. Trelles Paz es autor, entre otras obras, de El círculo de los escritores asesinos (2005) y Bioy (2012) —la primera cercana al policial, la segunda al thriller—, pero también investigador sobre el género negro: su trabajo “Detectives perdidos en la ciudad oscura. Novela policial alternativa en Latinoamérica. De Borges a Bolaño” le ha valido recientemente el Premio Copé 2016 de la V Bienal de Ensayo en su país natal. Su aportación al presente volumen, no obstante, es de orden literario. En ella, las referencias al pasado
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argentino y al peruano se fusionan en una visión distópica del futuro brillantemente esbozada a partir de la fusión de los géneros de la ciencia-ficción y el noir. El relato encarna así a la perfección, intra y extradiegéticamente, la voluntad de los editores no solo de trazar puentes entre los ámbitos investigador y creativo, sino incluso de borrar —o al menos de desdibujar— las fronteras entre continentes, países, medios y géneros. Creemos sinceramente que esta tarea resulta ahora, cuando intereses muy concretos propugnan el regreso de muros y barreras en muchos puntos del planeta, y en el caso más delirante con Latinoamérica específicamente en el punto de mira, más necesaria que nunca. En cualquier caso, más allá —o más acá— de lo simbólico, nuestra experiencia tangible y los trabajos recogidos en este volumen evidencian que el amplísimo espacio geográfico, lingüístico, histórico y cultural que llamamos América Latina sigue siendo percibido a un tiempo como propio y compartido por la inmensa mayoría de sus integrantes: creadores, lectores y espectadores incluidos. Es por ello que pensamos que muchas de las ideas contenidas en este libro son también extrapolables más allá de sus presupuestos de partida. Precisamente para profundizar en esta dirección, nuestro próximo volumen ampliará el número de países objeto de estudio y apostará por la intermedialidad como herramienta hermenéutica. A modo de conclusión Hasta aquí la introducción: dejamos ya al lector con el núcleo fundamental de este volumen, las contribuciones de sus autores. No obstante, no queremos hacerlo sin llamar antes su atención muy brevemente sobre tres aspectos importantes. El primero y obligado se refiere a los agradecimientos a todas aquellas instituciones que han hecho posible este libro. Entre las primeras, la Universitätsgesellschaft der Universität Paderborn, la Universidad Carlos III de Madrid y, sobre todo, la Deutsche Forschungsgemeinschaft (DFG), por haber financiado el congreso que está en el origen del volumen y/o la publicación del mismo. Nuestro segundo y muy sentido recuerdo es para Alberto Elena, a quien está dedicada la obra. Alberto participó en nuestro primer encuentro sobre el
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género negro, y si la enfermedad no se hubiera interpuesto, habría formado parte también de este segundo. Excelente investigador, de una honestidad y generosidad ejemplares y siempre abierto al cine más vivo y alejado de los trillados caminos comerciales, fue sin embargo aún mejor compañero para todos los que tuvimos la enorme suerte de trabajar cerca de él. Sirvan estas palabras como recuerdo a su memoria y a su magnífico legado. Nuestro tercer y último mensaje a los lectores es una invitación a fijarse brevemente en la portada de este libro. Si en la del anterior volumen un misterioso hombre con sombrero nos daba la espalda para mirar expectante el extraño espacio que se abría ante él, en esta segunda el mismo personaje deambula entre una multitud fantasmal de gente. Un cuerpo en un espacio, un espacio atravesado por cuerpos. Espacios y cuerpos: ambos a un tiempo continentes y contenidos de todo un género. Dos propuestas interpretativas que, esperamos, tendrán continuidad en un tercer volumen. Hasta entonces, les invitamos a pasear por las páginas del que tienen entre manos para descubrir los cuerpos que en ellas se agitan. Bibliografía Ahmed, Sarah (2000): Strange Encounters. Embodied Others in Post-Coloniality. London/New York: Routledge, 2000. Beauvoir, Simone de (1949): Le Deuxième Sexe. Paris: Gallimard. Benjamin, Walter (1921): “Zur Kritik der Gewalt”. En: Archiv für Sozialwissenschaften und Sozialpolitik, n.º 47. Bourdieu, Pierre (1979): La Distinction. Critique sociale du jugement. Paris: Les Éditions de Minuit. —. (1980a): Le Sens pratique. Paris: Les Éditions de Minuit. —. (1980b): Questions de sociologie. Paris: Les Éditions de Minuit. Bru, Josepa (2006): “El cuerpo como mercancía”. En: Nogué, Joan/Romero, Joan (eds.): Las otras geografías. Valencia: Tirant lo Blanch, pp. 465-492. Buchli, Victor/Lucas, Gavin (2001): “The Absent Present: Archaeologies of the Contemporary Past”. En: Archaeologies of the Contemporary Past. London/New York: Routledge, pp. 3-18. Butler, Judith (1990): Gender Trouble: Feminism and the Subversion of Identity. London/New York: Routledge.
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CRIMEN, PODER Y VERDAD EN LA NOVELA CRIMINAL CHILENA Ramón Díaz Eterovic Escritor, Chile
Crímenes, delincuentes, policías y detectives privados existen en la literatura chilena desde el inicio del siglo pasado. Al principio son pocos, pero los hay. Corren las primeras cuatro décadas del siglo xx y un puñado de escritores aficionados al género policiaco, pero temerosos de ser mal mirados por sus colegas, los llamados escritores serios, dieron a conocer sus obras escondidos tras diversos seudónimos: Miguel de Fuenzalida, L. A. Isla, James Enders, Mortimer Gray, José Zamora, entre otros. Cuanto más inglés era el seudónimo, mejor parecía ser, porque la novela policial no era un asunto para criollos ni parecía plausible que en alguna casona cochambrosa de Santiago o Valparaíso pudiera existir la oficina de un detective privado. Las obras de estos primeros autores seguían el modelo clásico de la novela policial inglesa, basada en un enigma de cuarto cerrado que debía resolver un detective especialmente iluminado, inteligente, fuera de serie. Era evidente la influencia del modelo creado por Edgar Allan Poe y profundizado, entre otros, por Arthur Conan Doyle. Un precursor de la narrativa policial chilena, Alberto Edwards, no vaciló en llamar a su detective ‘Román Calvo, el Sherlock Holmes chileno’. Los crímenes en estas primeras novelas sucedían en espacios acotados y casi siempre motivados por la ambición o el despecho de un criminal que un día cualquiera se atrevía a romper el orden de las cosas. Muchas de estas primeras novelas estaban ambientadas fuera de Chile; y el asesino terminaba siendo el mayordomo o un personaje de similar condición social. A veces, solo a veces, el asesino era un aristócrata venido a menos que ensuciaba sus manos con sangre con la intención de obtener alguna herencia, vengarse de alguna traición o saldar una deuda impagable. La realidad de la calle y los
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callejones pocas veces entraba en las páginas de estos autores policiacos. Y menos aún entraba la espantosa realidad de los salones aristocráticos donde se pactaban los grandes negocios y se tramaban las decisiones políticas más convenientes para los beneficiarios de esas inversiones. Así, con una fuerte inclinación a la imitación, a la mímesis, nació la novela criminal en Chile, y asimismo me parece que sucedió en la Argentina y México. Aunque cabe señalar que en la Argentina el género adquirió una mayor estatura literaria, primero gracias a Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, y luego de la mano de Rodolfo Walsh y Osvaldo Soriano continuó en el camino reservado para la buena literatura. Hasta tres o cuatro décadas atrás, la novela criminal chilena fue la tía caída en desgracia de la gran literatura; la invitada pobre que había que colocar en el rincón más apartado de la mesa: no fuera cosa que saliera con un comentario desafortunado o se le vieran los remiendos de su vestido. Se colocaba, como decimos en Chile, en la mesa del pellejo. Ahí donde se instala a los invitados menos importantes y se sirven las viandas de menor calidad. En fin, más allá de las dificultades estos autores se atrevieron a jugar con otras reglas narrativas y desde luego hay que agradecer que ellos centraran su atención sobre un género llamado a conquistar innumerables lectores en el mundo entero. Después de unos inicios cargados de prejuicios, hubo un periodo de varias décadas en las que no pasó mucho con la narrativa criminal chilena. Salvo por la obra de René Vergara —escritor de corazón y policía de oficio, creador de la Brigada de Homicidios de la Policía de Investigaciones de Chile—, y la de algunos otros pocos más que terminaron con sus obras en las páginas de los diarios o en ediciones que fueron a dar a las librerías de viejos o de ocasión, a nadie más se le ocurrió transitar por un sendero pedregoso que parecía conducir a ninguna parte. A la novela criminal ya ni siquiera se la sentaba en la mesa del pellejo. Peor aún, se la acomoda en el zaguán, en un rinconcito mal iluminado, lo más cerca posible de la calle. René Vergara1, que publica sus novelas en los años sesenta y setenta del siglo pasado, es un nombre clave en la narrativa criminal chilena. Personaje 1
Algunas novelas de René Vergara: El pasajero de la muerte. Santiago de Chile: Teele, 1969; ¡Que sombra más larga tiene este gato! Buenos Aires: Francisco de Aguirre, 1971; Taxi para el insomnio. Buenos Aires: Francisco de Aguirre, 1971; Un soldado para Lucifer. Buenos Aires: Francisco de Aguirre, 1971.
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de la mayoría de sus novelas es el Inspector Cortés —el Mono Cortés—, quien es un buen bebedor de cerveza, detesta a la venerable Agatha Christie y declara que en su vida ha visto más exhumaciones que bautizos. La obra de Vergara ahonda en los espacios de la marginalidad social chilena y es crítica del accionar de la policía y el aparato judicial. Con Vergara se puede decir que desaparece la inocencia en la literatura policial chilena. De la simple anécdota policial, del juego en torno a un enigma, se pasa al reflejo de las realidades más brutales y descarnadas. Desgraciadamente, y no obstante sus méritos, sus novelas, muy leídas en alguna época, hoy muerden el polvo del olvido, lejos de los intereses editoriales, aunque de vez en cuando despiertan el interés del mundo académico o de cierta prensa con afanes arqueológicos. La reinstalación de la narrativa criminal en la literatura chilena Estamos en los años ochenta del siglo pasado. Chile y su literatura sobreviven en medio de la atmósfera enrarecida y putrefacta que impone la dictadura militar de Pinochet y sus cómplices, hoy grandes paladines del neoliberalismo y de la corrupción empresarial en Chile. El horror ha golpeado a nuestra puerta y ha entrado a las casas de los vecinos. Han hecho desaparecer a nuestros compañeros y otros deambulan por el mundo, exiliados, lejos del barrio. Muchos cuerpos de hombres y mujeres han sido atropellados, torturados, hechos desaparecer para ocultar la verdad de sus horrorosas muertes. Los militares no solo quisieron eliminar las ideas de sus enemigos, también los cuerpos en que anidaban esas ideas. Algunos de ellos fueron desenterrados de sus tumbas anónimas y arrojados al mar; otros aún deambulan fantasmales por las costas o el desierto chileno. Los menos han sido rescatados. Pero esos cuerpos no quisieron guardar silencio. Desde el fondo del mar o de sus tumbas desconocidas siguieron clamando verdad y justicia; y hoy en día, nuevos jueces siguen investigando sus muertes y condenando a sus asesinos con penas que en algunos casos han llegado a sumar más de trescientos o cuatrocientos años de presidio. Transcurre una década desde el golpe militar que derrocó al presidente Salvador Allende. Es una época en la que hay muchas cosas de las que es necesario escribir y desde luego hay muchos libros periodísticos y testimoniales que
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dan cuenta de los hechos vividos. Y algunos escritores, entre los que me incluyo, se preguntan: ¿es posible hablar de esa realidad desde otra perspectiva, empleando otras formas narrativas que no sean las habituales en la literatura chilena? ¿Acaso no vivimos en una atmósfera de injusticia e inseguridad como la que propuso la novela negra en sus orígenes? Estas preguntas, u otras semejantes, coinciden con la lectura o relectura de las novelas de algunos autores emblemáticos de la novela negra. Raymond Chandler, Dashiell Hammett, Ross MacDonald y muchos otros más ya no se miran con desconfianza. Sus libros están en la sección de clásicos de las librerías. Comienzan a escribirse las primeras novelas negras en Chile. Nuestra narrativa se puebla de antihéroes que investigan lo que la policía real deja de lado; que impone justicia en situaciones donde el poder judicial ha sido ciego, mudo, cómplice. La novela negra llega para sentarse en un lugar destacado y, aunque persisten los cuchicheos maliciosos, nadie puede negar su derecho a estar ubicada en la mesa grande. Sus méritos se reconocen y, como escribe el profesor de la Universidad Católica de Chile Rodrigo Cánovas en su libro Novela chilena, nuevas generaciones. El abordaje de los huérfanos, una de las expresiones destacadas en la narrativa chilena de las últimos décadas es la policiaca, por cuanto “el formato de la investigación privada permite una mirada inquisitiva sobre instituciones e ideologías, a la vez que logra aprehender un ímpetu de rebelión individual, amén de rescatar discursos marginales sobre la condición alienante del poder” (1997: 42). Dar nombres de escritores puede de pronto no tener mucho sentido si no hay posibilidad de acceder a sus obras, pero de todas maneras dejó como referencia o como un desafío a la curiosidad de investigadores y académicos, los nombres de autores que han contribuido al resurgimiento de la narrativa criminal chilena: Luis Sepúlveda, José Gai, Sergio Gómez, Roberto Ampuero, Bartolomé Leal, Helios Murialdo, Antonio Rojas Gómez, José Román, Roberto Bolaño, Poli Délano, Elizabeth Subercaseaux, Mauro Yberra, Gregory Cohen, Roberto Brodsky, Juan Ignacio Colil, Gonzalo Hernández, Eduardo Soto Díaz y Carlos Tromben. Y algunos autores más jóvenes o de recientes publicaciones, como Miguel del Campo, Boris Quercia, Ignacio Borel, Mario Valdivia, Ricardo Candia Cares, Martín Ruiz y Eduardo
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Contreras2. Y hay más, muchos más autores que trabajan en el campo de la narrativa criminal. Tal vez por esto, hoy en día los editores, que suelen no dar puntada sin hilo, se cuidan de no dar portazos en la cara a la novela policial o negra, y los críticos la tratan hasta con mayor atención, casi con ternura. También la novela criminal se estudia en las universidades y se organizan festivales y encuentros que permiten conocer a sus principales exponentes. ¿Por qué este cambio? Lo que sigue es un intento de respuesta. La novela social de nuestros días Hay una idea que de un tiempo a esta parte se reitera en las palabras de distintos autores policiacos latinoamericanos: la novela negra o criminal es la novela social actual. O como declaró Mempo Giardinelli en una entrevista que le leí hace algún tiempo: la novela negra tiene acaso las mejores posibilidades de reseñar, lo quiera o no, los conflictos político-sociales de nuestro tiempo. Dos declaraciones que apuntan muy bien a explicar el fenómeno de la novela policial en Latinoamérica, y desde luego en otras partes del mundo. La novela policial escandinava, tan de moda en estos tiempos, tiene que ver con lo dicho. También, y menciono tres casos solo a modo de ejemplo, las novelas de Petros Markaris en Grecia, las de Leonardo Padura en Cuba y las de Élmer Mendoza en México. Como me decía un amigo hace algún tiempo: si quieres saber lo que pasa en un país, lee a sus escritores policiacos. Y sin duda, hoy en día las novelas criminales son las mejores guías de las ciudades 2
Entre las novelas de estos autores pueden citarse: Bolaño, Roberto (1998): La pista de hielo. Santiago de Chile: Planeta; Colil, Juan Ignacio (2014): Tsunami. Santiago de Chile: Das Kapital; Campo, Miguel del (2013): Sin redención. Santiago de Chile: LOM; Parra, Marco Antonio de la (1998): La secreta guerra santa de Santiago de Chile. Santiago de Chile: Planeta; Gai, José (2006): Las manos al fuego. Santiago de Chile: Tajamar; Gómez, Sergio (2015): La felicidad de los niños. Santiago de Chile: Penguin Random House; Hernández, Gonzalo (2010): Colonia de perros. Santiago de Chile: Tajamar; Leal, Bartolomé (2003): Morir en La Paz. Barcelona: Urano; Murialdo, Helios (2008): La iniciación. Santiago de Chile: Mosquito; Pérez, Martín (2008): Tapia. Santiago de Chile: Asterión; Rojas Gómez, Antonio (2008): Río arriba. Santiago de Chile: Mosquito; Subercaseaux, Elizabeth (2007): Asesinato en La Moneda. Santiago de Chile: Planeta; Tromben, Carlos (2003): Poderes fácticos. Santiago de Chile: El Mercurio Aguilar.
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donde se ambientan y también del mapa político, moral y social que las anima o destruye. Desde luego estoy de acuerdo con la idea de que la novela negra o criminal es la novela social de nuestro tiempo. Una idea que suscribo porque entiendo que esta forma literaria, que por años fue marginal y menospreciada, ha sido una de las más eficaces para abordar en muchos países latinoamericanos la relación existente entre el poder, la criminalidad, la verdad y la justicia. Relación en la cual se enmarca, entre otros hechos, la violencia desarrollada de un modo consciente y sistemático desde el poder político y utilizando las estructuras del Estado, hecho que, dicho sea de paso, marca una de las características de lo que se ha dado en llamar el neopolicial latinoamericano. Algunos incluso empiezan a hablar de una novela criminal neoliberal latinoamericana. Ejemplos de esto último los tenemos de sobra en las pasadas dictaduras militares que asolaron a la Argentina, Uruguay y Chile, entre otros países latinoamericanos, y también en la relación entre el poder económico y la delincuencia en las frágiles democracias en las que vivimos, y en las que los atropellos al ciudadano común y la corrupción en los estamentos políticos y empresariales son el pan de cada día. Basta con leer la prensa chilena de los últimos meses para reafirmar la idea de que en Chile, al igual que en otros países del continente, vivimos dentro de una permanente novela negra. Sin ir más lejos, un día cualquiera de hace un mes atrás, abrí el diario y leí noticias acerca de los siguientes tópicos: el juicio por fraude tributario a los empresarios de un gran grupo económico, que junto con defraudar las arcas fiscales se daba tiempo para financiar las campañas electorales de una gran cantidad de políticos de derecha y centro izquierda; uso y abuso de influencia, por decir lo menos, en un negocio altamente lucrativo realizado por el hijo y la nuera de la presidenta de la República; detección de narcotraficantes infiltrados en el negocio de las apuestas hípicas; captura de un colombiano acusado de integrar un grupo de sicarios; investigación de la venta de armas robadas desde una cárcel de supuesta alta seguridad; narcotraficantes detenidos mientras trasladaban drogas simulando ser bomberos; la captura del asesino de un carabinero. Siete noticias leídas en un solo día y que fácilmente podrían ser un buen detonante para el inicio de igual número de relatos. Siete noticias, de las cuales al menos un par muestran una realidad en la que grupos de personas se
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mueven con total impunidad y desparpajo porque saben que a fin de cuentas sus relaciones con el poder político o económico lo sacarán de cualquier apuro. Por todo lo anterior, cuando me preguntan dónde se pueden encontrar temas para escribir una novela policial, me lleva a responder que basta con abrir un diario y leer sus secciones dedicadas a la economía y la crónica roja. Vivimos un tiempo en el que, como dice un tango del poeta Enrique Santos Discépolo, “a la honradez la venden al contado y a la moral la dan por moneditas”. O como le leí decir a Ricardo Piglia en una entrevista: “el dinero legisla la moral y sostiene la ley”. Esto no es nuevo ni sorprendente, pero se ha potenciado en las últimas décadas al amparo de la adoración del dios dinero que nos proponen e imponen los acólitos del neoliberalismo. Y si esto no se detiene se corre el riesgo de caer en un estado de anomia en el que ya nadie tenga confianza ni crea en los mecanismos de justicia existentes. Mal que mal, en Chile vivimos en una sociedad donde durante años los aparatos policiacos se dedicaron a reprimir, y los órganos judiciales a silenciar crímenes y negar justicia. Lo señalado es una suerte de golpe de realidad para analizar la reinstalación de la narrativa criminal en la literatura chilena, en especial en su forma de novela negra, como una expresión literaria que apunta a reflexionar sobre la situación social, marcada por hechos donde la criminalidad que más ha impactado o impacta en el corazón del pueblo es la que proviene de los poderes políticos, religiosos, militares y económicos; del Estado, de los grandes consorcios industriales y comerciales. Una realidad condicionada por los antivalores y por la vivencia y sobrevivencia a regímenes dictatoriales, la caída de las certezas ideológicas con su secuela de desencanto y la instalación de un modelo económico globalizado, que se traduce en desigualdad e inseguridad para la mayoría de las personas. La novela criminal proporciona elementos apropiados para reflejar ese estado social, como puede ser un eje narrativo centrado en un delito, atmósferas opresivas y asfixiantes, la figura del investigador —detective, policía, periodista, abogado o el que sea su oficio— como un antihéroe capaz de defender los valores morales y éticos que son avasallados. En este sentido, la narrativa criminal ha sido una forma de expresión recurrente para dar cuenta de la violación de los derechos humanos. Es a través de esta narrativa, no de manera excluyente desde luego, que se testimonia el horror de los miles de
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cuerpos torturados y hechos desaparecer. Y es esta narrativa la que también permite, aunque solo sea en el plano de la ficción, establecer la justicia denegada por gobiernos dictatoriales, jueces corruptos, medios de prensa expertos en mentir y ocultar el horror. La novela criminal, por lo tanto, se ha constituido en el espejo que refleja la perplejidad del hombre enfrentado a una realidad que cada día le es más agresiva y ajena, que le enrostra a diario la existencia de un mundo violento. En este sentido, la novela policial, la búsqueda de verdad que subyace en cada investigación policiaca, cada andanza que asumen nuestros antihéroes tercermundistas, es un gesto ético y político que apunta a develar la injusticia del sistema, la corrupción y los intentos de borrar la memoria colectiva. El enigma que nuestros investigadores actuales enfrentan, y que es el elemento central en la novela policial clásica, cede terreno, importando más el entorno en que se desarrolla un crimen y las reflexiones que ese entorno provoca en los personajes, de modo tal que la investigación del delito asume una condición de pretexto para explorar en las carencias de la sociedad, en la incertidumbre del ciudadano y su precariedad frente a un sistema que atenta contra su identidad y sus sueños más básicos. Para reafirmar lo anterior, y tal cual lo haría el detective Heredia, protagonista de mis novelas y declarado coleccionista de citas literarias, me parece oportuno recordar lo dicho por el escritor cubano Leonardo Padura, recientemente galardonado con el Premio Princesa de Asturias, cuando señala que el neopolicial latinoamericano muestra los lados más oscuros de unas sociedades perdidas en un recodo del camino que va del subdesarrollo a la postmodernidad —o en términos más actuales, a la globalización—, y en las que la violencia cotidiana, el crimen de estado, la represión, la corrupción judicial y policial, el tráfico y consumo de drogas y la existencia de unos bajos fondos cada vez más extensos y profundos, marcaban el carácter de unas ciudades dominadas por la inseguridad civil y en las que la figura del policía estaba muy lejos de simbolizar la existencia de un orden, o cuando menos, de un orden aceptable. (2003: 18)
Lo señalado me parece esencial para entender el desarrollo de la novela criminal en Chile y sus expresiones de los últimos cuarenta años a la fecha. Como dije antes, Chile no es un país con una sólida tradición de narrativa criminal. Su desarrollo se puede agrupar en tres etapas: los orígenes o la
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imitación; la naturalización o adecuación del género; y la reinstalación del género a través del formato de la novela negra. De las dos primeras etapas algo señalamos al comienzo al mencionar a los escritores Alberto Edwards y René Vergara. A la obra de ellos se suma la de Luis Enrique Délano, Camilo Pérez de Arce y otros más mencionados antes con sus seudónimos3. En cuanto a la tercera etapa, y a mi juicio la más importante en lo que se refiere al desarrollo de la narrativa criminal chilena, se produce a partir de 1980 en adelante. En esta etapa tiene vital importancia la revalorización de la narrativa criminal como un formato literario que privilegia el desarrollo de historias cotidianas, próximas a la sensibilidad de los lectores; el juego intertextual con otros géneros, la necesaria seducción del lector; la consciencia de que es una forma literaria que, bien tratada, rompe las limitaciones de género que históricamente se le habían atribuido. La narrativa criminal actual refleja la intención de los escritores de darle una calidad literaria que las haga trascendentes y que la proyecten más allá del simple y tradicional juego deductivo. Supera algunas características que lastraban las primeras expresiones del género y se despliega a través de textos donde está presente la verosimilitud, el rescate de los ambientes marginales de las grandes urbes, la parodia, el humor y la ironía; algunos elementos provenientes de otras expresiones de la cultura de masas, como el cine, el cómic, la música popular; todo lo cual le permite recrear situaciones que generan una alta identificación de parte de los lectores. En este marco, hay autores que abordan la narrativa criminal de un modo más tradicional, como es el caso de José Gai, Sergio Gómez o Helios Murialdo; o explorando sus límites y las posibilidades de ruptura de sus códigos, como se encuentra en algunas novelas de Roberto Bolaño y otros autores que intentan desplazar los márgenes de la narrativa criminal.
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Algunas obras de estos autores son: Edwards, Alberto (1953): Román Calvo, el Sherlock Holmes chileno. Santiago de Chile: Editorial del Pacífico; Délano, Luis Enrique (con el seudónimo de Mortimer Gray) (1946): El caso de la mujer azul. Buenos Aires: Poseidón; Pérez de Arce, Camilo (con el seudónimo de James Endhard) (1950): El partido final. Santiago de Chile: Zig Zag.
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Heredia, un testigo de la historia chilena Dicho todo lo anterior, agrego algunas palabras sobre mi proyecto narrativo vinculado a la literatura criminal. Mi condición de novelista policiaco nació de mi afición por un género donde siempre encontré historias atractivas y vitales que leer, por mi apego a sus protagonistas que tantas veces alimentaron mis deseos de aventuras y de justicia; y de la búsqueda de una forma de expresión que me permitiera mostrar el sentir de una sociedad bajo vigilancia, como lo era la chilena durante la dictadura pinochetista que se impuso en Chile durante diecisiete años. Mi novela La ciudad está triste, escrita en 1985 y publicada dos años más tarde, marcó el nacimiento de Heredia, el detective que hasta la fecha me ha acompañado en quince novelas, un puñado de relatos y una serie de televisión. También fue el inicio de una apuesta desde una doble marginalidad. Primero, escribir a partir de los códigos de una forma literaria poco transitada y menospreciada en la narrativa chilena; y segundo, el abordaje de temas que en su momento eran difíciles de exponer en voz alta: la represión política, la realidad de los detenidos desaparecidos, los negociados al amparo del poder público. Temas que más tarde dieron paso a otros, como el racismo existente en la sociedad chilena, el desamparo de los ancianos, el tráfico de armas, el narcotráfico, las sombras del mundillo literario y los atentados ecológicos que provocan las grandes empresas mineras; tema este último que trato en mi penúltima novela: La música de la soledad. Al mirar el conjunto de las novelas protagonizadas por Heredia siento que en ellas he ido trazando una cronología de la historia chilena de las últimas cuatro décadas4. En todas ellas hay un contrapunto evidente entre literatura 4
La serie Heredia está formada por las siguientes novelas, todas ellas publicadas actualmente por la editorial santiaguina LOM [se proporciona entre corchetes el año de la primera impresión cuando este no coincide con el de la edición señalada]: La ciudad está triste (2000) [1987], Solo en la oscuridad (2003) [1992], Nadie sabe más que los muertos (2002) [1993], Ángeles y solitarios (2000) [1995], Nunca enamores a un forastero (2003) [1999], Los siete hijos de Simenon (2000), El ojo del alma (2001), El hombre que pregunta (2002), El color de la piel (2003), A la sombra del dinero (2005), El segundo deseo (2006), La oscura memoria de las armas (2008), La muerte juega a ganador (2010), El leve aliento de la verdad (2012), La música de la soledad (2014), Los fuegos del pasado (2016).
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e historia, entre realidad y ficción, a partir de temas fácilmente reconocibles en el acontecer chileno de los últimos años. Mi pretensión no ha sido otra que escribir desde los códigos de una forma literaria que me apasiona y tratar que mis palabras provoquen en sus lectores una mirada más atenta, menos complaciente con el pasado y con la época en que vivimos. Heredia es un detective, o investigador legal, como él se define en la placa que cuelga en la puerta de su oficina. Está construido a la usanza de los personajes clásicos del género, pero con otras características de lenguaje, aptitudes y visión de mundo que lo distancian, le dan otra personalidad y lo ubican en una realidad propia. Vive en un departamento-oficina ubicado en un viejo barrio de Santiago —el de las proximidades del Mapocho, río que cruza la ciudad y que está rodeado de mercados, tiendas y bares de dudosa reputación—. Un barrio que tradicionalmente ha sido llamado el “barrio bravo” de Santiago, y que en otra época —en los años veinte del siglo pasado— fue el alero bajo el cual se cobijó la bohemia literaria, en bares y tabernas a las que concurrían Pablo Neruda, Juvencio Valle, Diego Muñoz, entre otros poetas y escritores que más tarde fueron referencias obligadas de la literatura chilena. O sea, el espacio que habita Heredia es popular y populoso, y está lleno de atractivos, tanto por las historias que han acontecido y acontecen entre sus calles, como por los personajes que alberga. Su deambular por el barrio le permite a Heredia desarrollar una visión muy particular sobre los espacios marginales de una ciudad como Santiago. Heredia ama Santiago, sus tumultos y su esmog. Heredia es un aficionado a la lectura y a las citas literarias. También es aficionado a las carreras de caballo y apuesta generalmente con buena fortuna, lo que le permite financiar los gastos que demandan sus investigaciones y de las cuales raramente sale con algunos billetes en los bolsillos. Como todo buen chileno, suele protestar por los trabajos que le toca realizar, pero al mismo tiempo declara en una de sus novelas: “me gusta lo que hago y creo que no son muchos los tipos que pueden decir lo mismo”. Se define como el hombre que hace preguntas y tiene una fórmula de investigar que él sintetiza en las palabras sudor y suerte. Es decir, deja el éxito de sus pesquisas en manos de su trabajo y del azar. Heredia ha sido caracterizado como un sujeto algo oscuro, sensible, melancólico, testigo de las heridas de un Chile maltrecho por los duros años de la dictadura. Dueño de un humor negro, de espíritu crítico y marcado
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escepticismo, cuyo deambular se da por las calles de un Santiago de clase media, opaco, tristón, pero cargado de vitalidad, donde todo puede suceder y el crimen está a la vuelta de cualquier esquina. Su principal, y a veces única compañía, es un gato blanco que responde al nombre de Simenon, con quien suele imaginar que sostiene diálogos que le sirven para reflexionar acerca de sus inquietudes existenciales o sobre los detalles de los crímenes que investiga. Simenon actúa como la conciencia crítica del detective y suele darle el impulso que requiere para finalizar sus trabajos. Por otra parte, la relación que establece Heredia con la ciudad le permite efectuar una suerte de registro urbano que nombra espacios que están siendo destruidos y que no solo tienen que ver con los normales cambios arquitectónicos de una ciudad, sino con el cambio de formas de convivencia y con la destrucción de la memoria de un país. La posibilidad de recoger algunos signos de la ciudad en mis novelas la entiendo como un ejercicio de memoria urbana y de la utilización de Santiago como un personaje más de las historias que escribo. Heredia posee un código ético que lo impulsa a meterse en cuanto problema se le presenta con el afán de establecer un mínimo de justicia. Heredia, su origen y posterior desarrollo, es parte de mi proyecto de escribir desde un género que desde sus inicios ha sido un testimonio crítico, el reflejo de realidades angustiantes en la que los límites entre lo legal y lo ilegal suele ser tenues o inexistentes. Y entre esas realidades angustiantes está la desaparición de personas durante la dictadura pinochetista y la disposición de sus cuerpos en fosas clandestinas, desintegrados por la dinamita o arrojados al mar. De esta realidad aún latente en la sociedad chilena se preocupan al menos dos novelas de la saga del detective Heredia: La ciudad está triste y Nadie sabe más que los muertos. Ambas, con sus respectivas particulares, tuvieron como propósito reflejar una realidad que, al igual que los cuerpos de las víctimas, quería ser ocultada u omitida en el panorama narrativo del momento. O sea, junto con la desaparición de las víctimas, se pretendía también la desaparición de los discursos sobre las víctimas. Sobre este último punto, me siento interpretado por el profesor de la Universidad de Baylor, Guillermo GarcíaCorales, quien al analizar uno de los textos mencionados, señala que se propone una dinámica ideológica a contracorriente de algunos discursos sociopolíticos y literarios de pretensión postmoderna que en Chile promueven en
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distintos grados y formas el blanqueo socio-cultural. Es decir: el consenso acrítico, la amnesia histórica y la impunidad intocable, entre otros desarrollos. (2002: 110)
Las novelas criminales, propias y de otros autores chilenos, están protagonizadas por sobrevivientes de la historia política vivida en las últimas décadas y por resistentes o víctimas del nuevo orden impuesto. No es una literatura complaciente y los autores que la desarrollamos somos unos eternos sospechosos, porque mediante nuestras historias ejercemos el molesto oficio de remover esa mugre que se esconde bajo las alfombras de la que hablaba Raymond Chandler. Lo hacemos desnudando las injusticias que nos rodean, y hablando de dos temas que siempre van a ser incómodos para los que detentan el poder: la verdad y la justicia. Tenemos lectores que nos siguen y se entretienen con las historias que les contamos y se identifican con los personajes que creamos cada vez que asumimos el desafío de llenar una página en blanco. A esta narrativa que está en estrecha relación con la situación sociopolítica en la que se genera y pretende reflejar, es posible que se puedan aplicar las palabras de Somerset Maugham: Tal vez la posterioridad olvide las obras más presuntuosas de nuestros días y vea en aquellas novelas policiales el rasgo más característico de la literatura, en el siglo xx. Quizá dentro de un siglo, sabios profesores de universidad sustenten conferencias sobre su significado cultural y sociológico, y los estudiantes […] vayan a consultar […] polvorientas novelas policiales para documentar acerca de la vida de nuestra época. (1959)
Y en eso estamos, escribiendo sobre los brillos y miseria de la vida en una época donde los valores parecen ser ambiguos y la violencia se expresa sobre las personas de múltiples maneras. La vinculación entre la política, el poder económico y la criminalidad o delincuencia es cada vez más evidente. Escribimos desde los códigos de una forma literaria que en circunstancias históricas, geográficas y culturales diferentes a las que se originó, es eficaz en Chile y Latinoamérica para reflejar lo que está en el fondo de toda expresión literaria: la condición humana.
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Bibliografía Cánovas, Rodrigo (1997): Novela chilena, nuevas generaciones. El abordaje de los huérfanos. Santiago de Chile: Universidad Católica de Chile. García-Corales, Guillermo/Pino, Mirian (2002): Poder y crimen en la narrativa chilena contemporánea (Las novelas de Heredia). Santiago de Chile: Mosquito Editores. Maugham, Somerset (1959): “Estética de la novela policial”. En: Uribe Echeverría, Juan: La narración literaria. Selección de estudios sobre la novela y el cuento. Santiago de Chile: Editorial Universitaria/Instituto Pedagógico, pp. 253 -259. Padura Fuentes, Leonardo (2003): “Prólogo. Miedo y violencia: la literatura policial en Hispanoamérica”. En: López Coll, Lucía (ed.): Variaciones en negro. Relatos policiales hispanoamericanos. Bogotá: Norma, pp. 9-26.
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CORPUS DELICTI. JUSTICIA POÉTICA, JUSTICIA HISTÓRICA, EL GIRO FORENSE Y EL MATERIALISMO EN LA NOVELA NEGRA POSDICTATORIAL (ACERCA DE LA SERIE HEREDIA, DE RAMÓN DÍAZ ETEROVIC) Ulrich Winter Philipps-Universität Marburg
I. Introducción y tesis Este ensayo plantea la tesis de que el relato negro, al margen de su valor literario o de divertimiento, constituye un ejercicio de renegociación implícita o explícita de discursos éticos y legales, de cuestionamiento de la validez social de las normas jurídicas; o sea, de lo que se ha dado en llamar “the social life of law”. Entrevera crimen, investigación y castigo y es, por principio, susceptible de leerse como una propuesta de justicia poética. Y más que poética: las inquietudes recientes por la memoria histórica y la justicia transicional en el Cono Sur posdictatorial han estimulado las repercusiones recíprocas entre narración y derecho. Cabe así preguntarse cómo el género neopolicial, con su particular sensibilidad a la justicia, asume estas temáticas relacionadas con la historia del presente. ¿Cómo se relaciona la propuesta de una justicia poética, característica del relato criminal, con la justicia histórica? Por otra parte, la novela negra, en cuanto subgénero literario, muestra particular interés por las huellas materiales de los crímenes del pasado. Este materialismo del género interacciona con un emergente paradigma político, social e investigativo, cuyo rasgo principal es la percepción de las cuestiones relacionadas con la memoria en términos de justicia —o forenses—, valiéndose de distintos modos de apropiación científica y artística: el así llamado “giro forense”, en el doble sentido técnico, de pesquisa y averiguación, y etimológico, de forum (“espacio público”) (Weizman 2012). Este giro se enmarca, sobre todo en
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Latinoamérica, en un proceso más amplio de “judicialización de la política” (Sieder/Schjolden/Angell 2009)1. Todos estos cambios contribuyen a la hegemonización de discursos jurídicos como marco epistemológico para la revisión del pasado. En este contexto, ello hace aún más posible una visión materialista de los crímenes del pasado, tal como propone la novela policial. El alto valor de los cuerpos humanos como testimonio, indicio y evidencia de la violencia del pasado coincide con la susceptibilidad materialista del relato negro, el cual, a su vez, traduce estas sensibilidades en lenguaje simbólico y relato. Es la hipótesis del presente ensayo que la novela negra se convierte en una suerte de caja de resonancia de estos cambios, mediante una revaluación del cuerpo, en el cual se inscriben dolorosamente cuestiones de justicia histórica. Más concretamente, la novela negra lleva a cabo una labor de imaginación jurídica del pasado violento. En el marco de este proceso, lo corpóreo, en tanto testimonio legible, matriz simbólica o sensor estético (de agencia propia en el proceso de investigación, como luego se verá), funciona como dispositivo epistemológico en la investigación del caso. Para llegar a esta hipótesis es preciso manejar un concepto más amplio —también materialista— de lo estético. Remitiéndonos a su sentido original, lo estético en tanto que ámbito de las artes o de la crítica del arte es también el ámbito de los sentidos y capacidades sensoriales. En la novela neopolicial, los cuerpos involucrados en la violencia del pasado tienden a interrelacionarse como cuerpos estéticos: el cuerpo de la víctima, el del victimario y, particularmente, el cuerpo del detective. Por otra parte, los cuerpos humanos se vinculan con el mundo material afectado por los crímenes —inventados o reales— del pasado. En lo que sigue se profundizará en los contextos y entramados genéricos, políticos y estéticos mencionados, esto es, la relación entre justicia poética y justicia histórica, el paradigma materialista del género negro y sus resonancias con los axiomas del giro forense. A guisa de ejemplo literario me limitaré a una sola novela, bastante característica del género neopolicial latinoamericano, La oscura memoria de las armas (2008), duodécima entrega de la serie Heredia, del autor chileno Ramón Díaz Eterovic. 1
Todas las traducciones en el presente volumen, ya sean de términos puntuales o de citas, son de los respectivos autores de cada texto.
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II. La justicia poética y su régimen temporal Debido a la relación no solo temática sino intrínseca entre relato y justicia, la justicia poética es uno de los tópicos más antiguos de la literatura. Contar historias implica hacer juicios éticos sobre los actos realizados. Toda narración implica necesariamente posturas éticas (Ricoeur 1999: 142), pero es probablemente el relato criminal el que encarna el tópico de la justicia poética de forma más emblemática. En este género, la justicia poética se presenta en primer lugar como una configuración narrativa: crimen, averiguación, castigo/juicio/reparación. En cuanto tal, cuenta con un característico régimen temporal que vincula pasado violento y presente de forma no puramente cronológica. Como muestra Jonathan Kertzer (2010), la temporalidad de la justicia poética se caracteriza por la paradoja de corregir y, por lo tanto, cambiar algo que en un principio es inalterable e intangible: el pasado. El relato negro, al ser consustancial a la investigación del crimen y al ejercicio real o simbólico del castigo (o solo de su insinuación, en algunos casos) calca precisamente esta configuración temporal propia de la justicia poética. La averiguación del crimen corresponde, paso por paso, a la repetición intelectual del pasado, y el castigo o juicio, a su corrección. Se trata, eso sí, de una repetición y corrección imaginaria del pasado, pero de ninguna manera irreal o tan solo intelectual. En la novela negra, la temporalidad de la justicia poética se plasma a menudo de forma indirecta mediante los cuerpos involucrados en el crimen. He aquí otro ámbito más de lo corpóreo: su temporalidad inscrita. En La oscura memoria de las armas, por ejemplo, esta correspondencia entre la temporalidad de la justicia y el cuerpo se articula como una especie de mimetismo entre el crimen cometido y el destino del victimario. Veamos brevemente la trama. Heredia investiga el asesinato de Germán Reyes, una víctima superviviente de la dictadura cívico-militar chilena y activista de un movimiento de derechos humanos dedicado a desenmascarar militares involucrados en actos represivos. Reyes se había enredado en una serie de negocios, entre otros, el tráfico de armas. Heredia consigue descubrir que los militares son responsables de su muerte, aunque al final el caso no queda resuelto completamente. Si bien la justicia queda restablecida solo hasta cierto punto, el lector ha presenciado una repetición, aunque parcial, del pasado mediante
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la labor investigativa de Heredia. Pero, como decíamos, la gramática de la justicia poética no se limita al plano de la trama. Se juega también en el plano de lo corpóreo, esto es, en la reciprocidad de dolores entre la víctima y el victimario. El organizador del asesinato, un tal Pastrana, al ser descubierto, tiene el mismo destino que Germán Reyes: se vuelve autor de su propia extinción, tanto psíquica como físicamente. Primero se describe como “un ser vacío de sentimientos” que vivía una “prolongada depresión” (Díaz Eterovic 2008: 247), y que al verse acorralado opta por el suicidio. Evidentemente, el deterioro corpóreo, mental y físico del militar es más que un detalle supuestamente realista. Es una revancha poética: de victimario de la desaparición forzada se torna en víctima. En el ámbito de lo corpóreo y simbólico se cumple la justicia reparadora que los tribunales no pudieron cumplir. Esto nos lleva al segundo aspecto, la transposición de la justicia poética en justicia histórica, o, en otras palabras, la función social que puede asumir el género negro gracias a su propensión a renegociar asuntos de justicia en contextos posdictatoriales. III. De la justicia poética a la justicia histórica Desde su revitalización en los años setenta, la novela negra chilena se conceptualiza a sí misma como “discurso contra-hegemónico” (Collins 2005: 20) frente a las atrocidades del pasado2. Con todo, la novela detectivesca posdictatorial es bien consciente de sus limitaciones a este respecto, sobre todo en contextos de falta de justicia transicional eficaz, como es el caso de Chile o España. Al igual que Carvalho, protagonista de la serie negra de Manuel Vázquez-Montalbán, ambientada en la transición española de los setenta (y más allá), Heredia, antiguo estudiante de derecho por más señas, suele fracasar en el intento de esclarecer por completo el crimen cometido. En La oscura memoria de las armas admite: “Es una historia larga y llena de detalles […]. Un iceberg del que solo podemos sospechar su profundidad” (281). En vez de restaurar el orden social, las entregas de la serie Heredia apuntan a “desvelar 2
Cfr. García-Corrales (1999: 81; 2006b: 665), Franken-Kurzen (2004), Lavquen (2007), Quinn (2007: 151), Waldman (2009), Larson (2010), así como la entrevista con Díaz Eterovic en Vilches (2006: 97).
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la condición de injusticia e impunidad en el Chile postdictatorial” (Santizo 2012: 151-152) y a crear conciencia sobre la relación entre crimen y dictadura. Al contrario de la hard-boiled school norteamericana, el género neopolicial latinoamericano “destruye la armonía entre sociedad/justicia/ley al representar el crimen como producto de las instituciones políticas y sociales. No solo se quiebra el orden sino que no hay espacio legal ni legitimidad a la que recurrir” (Amar Sánchez 2000: 60). Cabe preguntarse, ¿cómo las disposiciones genéricas de la novela negra contribuyen a convertirla en “acto político” (Santizo 2012: 155)? O dicho de otra forma: ¿cómo se traduce la justicia poética, en tanto configuración narrativa, en justicia histórica? ¿Con qué otros discursos sobre memoria se relaciona? ¿Y qué papel juega lo corpóreo? La estructura temporal del relato negro no solo reproduce la temporalidad de la justicia poética, como hemos visto, sino que ambos corresponden también al marco temporal inherente a un determinado concepto de justicia histórica. Hasta cierto punto, la justicia poética, el relato detectivesco y la justicia histórica comparten el mismo régimen temporal. La razón es que también la demanda de justicia histórica implica la idea de una corrección del pasado, una repetición que, al igual que en el caso de la justicia poética, no debería limitarse a lo simbólico. O se limitaría a lo simbólico si se adaptase el punto de vista de lo que Walter Benjamin llama, en sus Tesis sobre el concepto de historia, el “historicismo” (Benjamin 1974: 695)3. Según el historicismo, el pasado es pasado, porque uno no puede deshacer lo hecho. Pero de ser así, la reivindicación de la justicia histórica no tendría sentido. Desde el punto de vista del “materialismo histórico” (Benjamin 1974: 695), en cambio, el hacer memoria o justicia supone una inversión temporal. Es entonces cuando el presente se “ilumina” desde el pasado y se produce una “imagen dialéctica”: “lo que ha sido se une como un relámpago al ahora en una constelación” (Benjamin 2005: 465)4. La repetición correctiva del pasado consiste en una relectura de la historia bajo el signo de la justicia. En 3
Para una traducción en castellano de las Tesis, vid. Mate (2006). Para Benjamin, la cuestión de la justicia —y la de su falta— es, más que una faceta, una dimensión integrante, ontológica, del pasado. Como es bien sabido, en las Tesis sobre la filosofía de la historia, Benjamin distingue entre la idea de historia como tradición de lo escrito y la idea de historia como pasado silenciado por esta tradición (i. e. la historiografía oficial); entre lo que ha sido porque se conservó en el relato y lo que pudo ser pero no se plasmó en 4
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un determinado momento, en La oscura memoria de las armas se articula casi literalmente aquella idea benjaminiana de un “secreto encuentro” (Benjamin 1969: 254) entre presente y pasado, haciendo converger justicia poética y justicia histórica en una maravillosa metáfora: “No se puedo escapar a los apremios de la memoria”, dice Heredia, y sigue: “Tarde o temprano nos guste o no, debemos concurrir a la cita que ella nos impone” (248). ¿Qué tipo de justicia propone la novela negra y qué papel juega el cuerpo? Para Orit Kamir hay varias intersecciones entre discurso legal y discurso literario en lo que respecta a asuntos de justicia. El discurso legal es intersection of private memory and public history, a site of recurring and converging personal and collective trauma. Law lives in images that saturate our culture and have a power of their own as the moving image provides a domain in which legal power operates independently of law’s formal institutions. (Kamir 2005: 38)
En cambio, la literatura o el cine suponen un ejercicio de “training audiences in judgement while examining legal norms and critiquing legal systems by exposing its underlying value systems” (Kamir 2005: 28). Esta lectura se aplica a todo género memorialístico, tanto series televisivas como cine de investigación y novela. Gracias a su particular afinidad con cuestiones de justicia, el relato negro contribuye a la renegociación implícita o explícita de discursos legales y al cuestionamiento de la validez social de las normas jurídicas, independientemente de las instituciones formales de la jurisdicción. Para Luis Martín-Cabrera, la novela negra, y particularmente la de Díaz Eterovic, es una “parábola sobre el estado de excepción” que reivindica la “justicia radical”, “más allá de las leyes de mercado y las políticas oficiales” (Martín-Cabrera 2011: 79-125). Por razones obvias, en la posdictadura, al priorizarse el tema de los derechos humanos, el discurso jurídico se transforma en marco epistemológico hegemónico. Las inquietudes por la memoria histórica y la justicia transicional en las sociedades posdictatoriales han reforzado las antiguas repercusiones recíprocas entre narración y derecho impulsando todo un emergente ningún relato o no llegó a incorporarse a la historiografía oficial, y que, precisamente por eso, cuestiona la legitimidad de lo que se considera como fáctico.
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paradigma de judicialización de la política y la cultura. En el ámbito político-social entran en este paradigma el aumento de recursos de inconstitucionalidad, la emergencia de movimientos sociales por los derechos humanos, la internacionalización del derecho, etc. (Sieder/Schjolden/Angell 2009). En producciones culturales, ya sean estas factuales, docuficcionales o ficcionales, la hegemonización del discurso jurídico se manifiesta en la adaptación y circulación simbólicas de una serie de procedimientos, pautas y estrategias de argumentación jurídica o investigativa. En la novela memorialística, por ejemplo, es frecuente una especie de mimetismo estético de relatos fácticos, el uso de materiales documentales y hechos históricos como (supuesta) prueba o evidencia de la facticidad de lo representado. Otro ejemplo de esta “retórica de la antiliterariedad” (López-Quiñones 2006: 50-75; Winter 2010) es la omnipresencia, en la novela de la memoria, del cronotopo de la investigación (privada), tal como aparece en El espíritu de mis padres sigue subiendo en la lluvia (2011), de Patricio Pron. En los países sin un sistema jurídico eficaz, o de disfunción de la justicia institucional, como es el caso de Chile o España, la literatura llega a ser a menudo una forma de jurisdicción faute de mieux o suplementaria, sucedánea, de Ersatz. Montse Armengou, periodista catalana especializada en documentales de investigación, considera sus documentales sobre crímenes del franquismo como “herramientas reparadoras”: “no somos jueces ni historiadores, pero hacemos algo de justicia reparativa […] ya que no hemos tenido la justicia de los tribunales” (Hermann 2008: 218). Es entonces cuando la literatura y el cine adquieren su plena dimensión forense, que es, en un sentido etimológico y fundamental, el “hacer públicos” los crímenes, llevarlos al forum. En La oscura memoria de las armas no solo se relatan las manifestaciones de denuncia pública llamadas “funas”, es que la misma serie Heredia es una suerte de “funa”. Por otra parte, el relato negro supone una propuesta ético-jurídica alternativa. El detective, en cuanto actor no-formal del derecho, y su presencia corporal, tienen especial relevancia en esto. Es portavoz de las víctimas, mientras que los actores formales del derecho —el abogado, el juez o el policía— son sospechosos de corrupción o del fenómeno inverso a la judicialización de la política: la politización de lo jurídico. En términos militares, el detective no sería el soldado, sino el guerrillero de la justicia. Lleva una “guerra existencial” (Münkler 2002: 112) contra la injusticia, a veces de forma irregular y
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con métodos incluso ilegales, ligándose tanto al mundo de los buenos como al del hampa, un combate que exige un compromiso personal intrínseco y absoluto. El detective forma parte del espacio que investiga de forma física, intelectual, psíquica y corporal. Participa en la economía tanto racional como sensorial-estética de la justicia poética. Así, en La oscura memoria de las armas, se establecen una serie de paralelismos entre el detective, por un lado, y el asesino y la víctima, por otro. Para comenzar, Heredia y Pastrana resultan ser vecinos de viviendas de disposición similar. Una vez muerto este, el detective inspecciona su apartamento, toma la botella de Vodka Absolut y sale con ella bajo el brazo. Al final de la novela, estando ya el caso más o menos cerrado, Heredia imagina vivir las torturas que Germán Reyes y otras víctimas de la dictadura habían sufrido: No podía recordar el momento en que me habían arrastrado hasta ese lugar. Estaba vendado, sujeto a una silla. Desde otra habitación llegaban los sones de una marcha militar, machacona e insistente, y los gritos de una mujer a la que alguien le hacía una pregunta que no quería o no podía responder. Deseaba dormir, pero unos golpes en el pecho me mantenían despierto y pendiente del dolor. Mis labios estaban resecos y la presión de la venda sobre los ojos crecía a medida que el infierno se prolongaba. Sabía que nadie estaba al tanto de mi paradero y que a los pocos que más tarde se inquietaran por mi ausencia les cerrarían las puertas o les mentirían a través de informes y oficios escritos con la tinta de la infamia. Quería dejar de escuchar la marcha militar; la voz que entraba a la celda, el silbido imperceptible del puño que surcaba el aire hasta impactar en mi rostro. Me parecía estar reviviendo el testimonio de otras víctimas de los guerreros del odio. Golpes a mansalva, inmersiones en aguas pútridas, descargas eléctricas, simulaciones de ejecuciones, violaciones, desgarros de genitales, suplicios que la razón se resistía a detallar. Tal vez lograría sobrevivir, pero mis pasos se harían fantasmales. Temería las miradas de los extraños, el brusco frenar de un vehículo a la mitad de la noche, y el miedo quedaría instalado en mis sentidos como la huella de un hierro candente. Nada sería igual y sin embargo deseaba seguir aferrado al mezquino haz de luz que la venda me permitía percibir. Vivir era todo lo que deseaba. (285)
La justicia, en tanto reciprocidad de los traumas físicos y mentales, se materializa como repetición de la violencia. Reivindicar la justicia histórica
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supone, pues, un compromiso intelectual y físico, ya sea en cuanto somatización (soñar con torturas no vividas) o en cuanto embodiment, en el sentido de una interacción entre cuerpo y conciencia/inteligencia (Varela/Thompson/Rosch 1991; Pfeifer/Bongard 2006). En este último caso, el cuerpo de Heredia obra como dispositivo epistemológico y sensor estético: las incursiones en los bares del barrio, el hundirse en (y formar parte del) milieu urbano, etc. La presencia física en el mundo que se investiga es imprescindible para el esclarecimiento del caso, es su condición de posibilidad. En la novela criminal —o forense— el cuerpo es, pues, el lugar donde se produce el “secreto encuentro” benjaminiano entre pasado y presente. No se trata de que los cuerpos implicados en el crimen representen la violencia en cuestión, sino de que encarnan la carga presenciadora del pasado, se transforman de testimonio en testigo, adquiriendo así agencia propia, como ahora mismo se verá. IV. De la justicia histórica al giro forense Debido al materialismo genérico, la justicia poética propuesta por el neopolicial pasa por los cuerpos. Este materialismo se intensifica en contextos de posdictadura y conecta con prácticas interdisciplinares de la cultura de la memoria actual impregnadas por el giro forense. A la luz de estas prácticas, se hacen visibles una serie de axiomas culturales en una novela neopolicial como La oscura memoria de las armas. Un ejemplo es la exhumación de fosas comunes y sus dimensiones social, forense y cultural. El antropólogo Francisco Ferrándiz insiste en la producción de relatos e imágenes impulsados y provocados por este escenario: The massgraves make available concrete data while providing an emerging context for the telling of narratives of defeat, which elicit many different types of discourse and performances, ranging from on-site technical accounts by forensic scientists to emotionnally explosive gestures on the part of the relatives. (Ferrándiz 2008)
Como se ve en esta cita, la reflexión teórica y la práctica de la exhumación cuenta implícitamente con algunos teoremas y premisas materialistas que comparte con la novela negra neopolicial. La premisa básica es que no
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son tanto (o no solo) las víctimas humanas las que hablan del pasado, sino que también —y en primer lugar— lo son los restos materiales de los actos atroces a los que la investigación “hace hablar”. Estos restos no se consideran, pues, simplemente como objetos representables del pasado violento, sino que adquieren agencia propia en la cadena de interpretación del pasado. Al asumir el registro —y la percepción— de la violencia, funcionan como sujetos en un amplio sentido estético. En vez de ser meros testimonios legibles del pasado, los testimonios, cuerpos y restos materiales por investigar forman, junto a los actores humanos implicados —antropólogos, familiares, forenses—, “redes de agencia” en el sentido de la Actor-Network-Theory (Latour 1996). Como acabamos de ver, en la novela esta red la conforman el detective, el asesino y la víctima, o mejor dicho, sus cuerpos. En La oscura memoria de las armas todo este entramado se condensa en una sola imagen que hace converger el significado original de trauma (herida física) y su significado metafórico (herida psíquica): el pasado se convierte en un trauma que continúa ejerciendo, en tanto actor de la memoria, sus efectos sobre el presente: “El pasado era una herida que no había sido limpiada a fondo y que hacía aflorar su pestilencia al menor descuido” (Díaz Eterovic 2008: 147). Bibliografía Amar Sánchez, Ana María (2000): Juegos de seducción y traición. Literatura y cultura de masas. Buenos Aires: Beatriz Viterbo. Benjamin, Walter (1969): “Theses on the Philosophy of History”. En: Illuminations. New York: Shocken Books, pp. 253-264. —. (1974): Gesammelte Schriften. Vol. 1. Frankfurt a. M.: Suhrkamp. —. (2005): Libro de los pasajes. Madrid: Akal. Collins, Shalisa Marie (2005): Delito y huellas de la dictadura chilena en el espacio urbano de Santiago: una investigación de la caracterización y las funciones del medio ambiente en las novelas neopoliciales de Ramón Díaz Eterovic. Tucson: University of Arizona. Tesis doctoral [Consulta: 6 de diciembre de 2016]. Díaz Eterovic, Ramón (2008): La oscura memoria de las armas. Santiago de Chile: LOM.
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“¡QUE LE CORTEN LA CABEZA!”. LAS JÓVENES QUEER, LA ALEGORÍA Y LOS “CRÍMENES” DEL PADRE EN NAVIDAD (SEBASTIÁN LELIO 2009) Rachel Randall University of Oxford
Navidad es el segundo largometraje del director chileno Sebastián Lelio, estrenado en 2009. La película está ambientada en el presente y, como sugiere el título, ocurre en una época del año que se asocia a la (re)unión familiar. No obstante, en vez de quedarse con sus familias biológicas, sus tres protagonistas adolescentes, Aurora, Alicia y Alejandro, terminan celebrando la Nochebuena juntos en la antigua y abandonada casa familiar de Aurora. Ella y Alejandro fuerzan la entrada de la casa, que la familia de Aurora acaba de vender. Esta quiere volver a la casa para recuperar una colección de discos que pertenecía a su padre fallecido. Los protagonistas bien lamentan la ausencia de sus padres, bien mantienen relaciones conflictivas con ellos, al tiempo que comienzan a experimentar con formas nuevas o alternativas de sexualidad. Navidad sigue con los temas explorados en la primera película de Lelio, La sagrada familia (2005), que cuestiona la integridad moral de la familia católica y representa la disolución de la relación padre e hijo. Lelio pertenece a una nueva generación de cineastas jóvenes que, según la crítica de cine chilena Antonella Estévez, producen películas que podrían denominarse como “joven cine chileno” (2011: 79). Los directores de este cine aprovechan la tecnología digital para rodar en poco tiempo y con un equipo pequeño, lo que les permite experimentar con las posibilidades del medio audiovisual. De este modo crean películas que se centran en “pequeñas historias —de dos o tres personajes—” y que carecen de “toda épica” (Ibíd.). Estévez aclara que “lo más significativo” en el “joven cine” no es lo que “está en pantalla sino [aquello] que es aludido a partir del manejo del
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tiempo y del espacio en la narración” (79-82). Según Foster Hirsch, en el cine negro estadounidense de los años cuarenta, “specific social traumas and upheavals remain outside the frame, [however] beneath […] repeated stories of double and triple crosses […] can be glimpsed […] the political paranoia and the brutality of the period” (1981: 21). De forma parecida, en Navidad es preciso leer e interpretar de forma atenta todas las secuencias e imágenes —incluso las pistas— que nos ofrece la película, porque todas las transgresiones y los misterios que plantea tienen significaciones múltiples desde un punto de vista histórico y social que no se revelan de manera explícita. Recurriré a tres principios del cine negro en mi análisis de Navidad. El primero es la incertidumbre sobre la identidad y los deseos de la femme fatale. En Navidad, este aspecto central del género se retoma en la representación de las protagonistas adolescentes femeninas queer, las cuales manifiestan deseos indeterminados o aun reversibles. La película emplea técnicas que pueden ser clasificadas como “hápticas” para sugerir la naturaleza misteriosa o inestable de sus sexualidades. Según la definición de Laura Marks, una composición háptica “tends to move over the surface of its object […]: not to distinguish form so much as to discern texture” (2000: 162)1. El segundo es la falta de relaciones familiares típicas en el cine negro, del cual la femme fatale es solo un síntoma. Según Sylvia Harvey en su análisis de la ausencia de la familia en el cine negro estadounidense, la representación de relaciones quebradas o pervertidas dentro de la familia se debía al desarrollo del capitalismo monopolista en el país durante los años cuarenta (1998: 38). Sugiero que las protagonistas queer de Navidad, con su decisión de abandonar a sus familias biológicas durante Nochebuena y su crítica a la noción de “propiedad” dentro de las relaciones románticas tradicionales, representan un desafío a un concepto rígido de la familia y al papel tradicional de la mujer. Jorge Morales explica que el joven cine es producto de una nueva generación de cineastas jóvenes que están cuestionando las normas conservadoras de la sociedad chilena. Sugiere que, en varias de sus películas, Lelio revela “la debilidad de las bases” de la familia y “parece afirmar que no
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En cambio, una composición óptica “gives up its nature as physical object in order to invite a distant view that allows the viewer to organize him/herself as an all-perceiving subject” (Ibíd.: 162).
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hay nada más sagrada [que la familia], pero tampoco nada más atropellada, subvertida e irrespetada” (2010: 40). El tercer aspecto que me interesa es la sensación de estar detenido en un estado transitorio que caracteriza al cine negro de los años cuarenta, y que es evocado en Navidad tanto por el espacio alegórico de la casa abandonada de Aurora como por sus presencias fantasmales. La casa se parece así a la ruina alegórica descrita por Walter Benjamin, en donde “temporality is inseparable from spatiality” (Lim 2001: 291), y por lo tanto es un espacio que ofrece un vínculo con el pasado colectivo2. Está claro que este espacio alegórico se refiere no solo a los traumas familiares, sino también a la relación de la nación actual con los crímenes irresueltos que se cometieron bajo la dictadura pinochetista entre 1973 y 1990. La razón por la que Aurora vuelve a la casa es porque está empeñada en recuperar la colección de discos de su padre, que son principalmente canciones de la década de los sesenta y comienzo de los setenta. Aunque la película no se refiere directamente a la dictadura, los discos funcionan como referencia a una época identificada en la historia chilena con los sueños utopistas y los “proyectos socialistas” del presidente Salvador Allende y sus simpatizantes. La presidencia de Allende fue bruscamente abortada por el golpe militar del 11 de septiembre de 1973, que colocó Augusto Pinochet como presidente. Navidad sugiere la supresión del florecimiento cultural anterior a la dictadura mediante la inclusión al final de la canción La partida de Víctor Jara. Jara fue un conocido músico y activista político chileno. El día después del golpe, lo detuvieron junto a miles de personas en el Estadio Chile, donde lo torturaron y finalmente asesinaron. Los años de la dictadura representan una época ausente en la película, justo entre la juventud de los protagonistas y la de sus padres, y parece que los acontecimientos de aquel periodo contribuyen a la atmósfera siniestra de la casa como escenario alegórico. Al combinar una exploración de las técnicas hápticas con un estudio de la alegoría histórica y espacial en Navidad, este análisis subraya cómo las 2
La noción benjaminiana de la alegoría es distinta de la de símbolo, que es una señal que representa una idea, pero de manera autónoma (Benjamin 1977: 165). En cambio, la alegoría es un recurso nostálgico y melancólico porque es “a dynamic representation of ideas which has acquired the very fluidity of time”, es decir, que revela “everything about history [that has been] untimely [or] sorrowful” (Ibíd.).
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cualidades queer o no-lineales de sus personajes jóvenes encarnan el rechazo al olvido de los crímenes perpetrados en Chile en el pasado reciente, los cuales representan el nudo central de la película (aun si no se abordan directamente). Sin embargo, y a diferencia de los noirs de la década del cuarenta, los personajes jóvenes de Navidad se esfuerzan por abordar los traumas pasados, de forma que la película termina con cierto optimismo para esta generación. Por lo tanto, la parte final del análisis se centra en la tentativa de los protagonistas de construir una familia alternativa a través de un trío sexual, forma en la que intentan compensar tanto el abandono por parte de sus padres biológicos como su insatisfacción emocional. Esta familia alternativa encarna un desafío a las subjetividades fijas y a la familia tradicional. Adolescentes femeninas QUEER How puzzling all these changes are! I’m never sure what I’m going to be, from one minute to another! Lewis Caroll, Alice in Wonderland
Gilles Deleuze consideraba que la representación de las jóvenes en un estado perpetuo de transición o transformación era particularmente adecuada para cuestionar nociones relacionadas con la subjetividad o la identidad inmutable. Deleuze emplea el personaje de Alicia, protagonista de la novela Alicia en el país de las maravillas (1865) de Lewis Caroll, para argumentar que las múltiples transiciones de Alicia, sus inversiones físicas y la pérdida de su propio nombre, tienen una consecuencia clara: “the contesting of Alice’s personal identity” (1990: 3). Sugiere que en la novela “paradox is […] that which destroys good sense as the only direction, but it is also that which destroys common sense as the assignation of fixed identities” (Ibíd.). Según Catherine Driscoll, en su análisis de varias teorías sobre la juventud femenina, “Alice reiterates that a girl never becomes a woman in any univocal unidirectional sense” (2002: 198), y subraya que la adolescencia femenina no consiste en “a transition from one state to another but a contingent and in some senses reversible movement” (Ibíd.). Esta lectura de Alicia en el país de las maravillas es pertinente para el análisis de la historia de la quinceañera Alicia en Navidad. Aludiendo sutilmente a
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la novela de Carroll, los otros protagonistas, Aurora y Alejandro, ven a Alicia por primera vez vestida de ropa azul celeste, yaciendo inconsciente en el piso del invernadero de la antigua casa familiar de Aurora. Ambos se dan cuenta de que Alicia es diabética y ha tenido una crisis hipoglucémica, y la ayudan a recuperarse. Es importante agregar que, más adelante, la película establece este vínculo entre la novela y el personaje de Alicia cuando Aurora dice a esta que le recuerda a la protagonista de la clásica novela infantil. Alicia, luego, declara que es su libro favorito. Después de recuperarse del episodio hipoglucémico, Alicia explica que ha huido de su casa porque va a reunirse con su padre anónimo, en contra los deseos de su madre. La búsqueda de su padre representa la confusión de Alicia sobre su identidad personal, un dilema que nunca se resuelve dado que, al final, Alicia descubre que su madre había inventado el personaje del “padre”, con quien Alicia se creía en contacto. En la medida en que la misión de encontrar a su padre es comparable al intento de resolver un misterio narrativo en clave noir, la revelación violenta e inesperada (por lo menos para los espectadores) de que su padre “no existe”, o sea, la desaparición de un cuerpo, es un acto que parece más un crimen simbólico que una resolución. Alicia finalmente recibe una respuesta a las preguntas incesantes que le hacía a su madre, pero aun así se queda con una sensación de vacío. Este descubrimiento confirma el sentido de una “discontinuidad” temporal que, según el filósofo chileno Martín Hopenhayn, es un rasgo de la sociedad chilena contemporánea que “hace difícil apropiarse de la idea misma de síntesis entre el sujeto y la historia” (1995: 65-66). Es relevante, por lo tanto, el argumento de Driscoll de que “adolescent girls are specific to late modernity” precisamente por causa de su dificultad para convertirse en sujetos (2002: 7)3. Según Sigmund Freud, por ejemplo, las jóvenes y las niñas carecen del motivo principal para superar el complejo de Edipo, que es el miedo a la castración; consecuentemente, este complejo 3
Esta situación resulta, en parte, del hecho de que la identidad futura de la mujer “is divorced from what she presently is; her historical identity is thus not ordered in terms of duration” (Ibíd.: 57). “[Her] transformation from girl to Woman [depends on] her relations to the (masculine) Subject from which she is excluded”, por ejemplo en el desempeño de los roles transicionales de hija, virgen, novia, etc. Al contrario, los adolescentes siguen una transición de la infancia a la hombría que es “a progress to subjectivity” (ambas Ibíd.).
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construye una joven que está en un estado de desarrollo interrumpido (Ibíd.: 124). La idea de que las adolescentes no superan la etapa edípica contribuye a su conceptualización como queer o como depósito de deseos impredecibles o desatados. La representación de las adolescentes en Navidad, en particular Alicia, como personajes mutables y transitorios, puede leerse como una evocación de la sociedad chilena a la que le cuesta avanzar después de la dictadura pinochetista. En consecuencia, teniendo en cuenta tanto la falta de miedo a la castración como el vínculo con una sexualidad mutable o queer, no es sorprendente que se suela concebir a las adolescentes femeninas como una amenaza al sistema simbólico masculino. Este hecho se sugiere en las repetidas referencias metafóricas que las protagonistas, Aurora y Alicia, hacen a la castración. Cuando Alicia admite que se identifica con la protagonista de Alicia en el país de maravillas, también hace una broma sobre la bien conocida frase del personaje de la Reina de Corazones: “¡que le corten la cabeza!”. En su análisis de lo siniestro o unheimlich, Freud resalta que “a severed head [is] highly uncanny [… because of its] proximity to the castration-complex” (2003: 150). En otro momento, Aurora dice en broma que se dejaría cortar el meñique entero a cambio de encontrar la colección de discos de su padre, una declaración irónica que indica un nivel exagerado de apego a su padre en una joven de dieciocho años y, por lo tanto, apunta a su posible estancamiento dentro de la etapa edípica. El rechazo al progreso que representan las acciones obstinadas de Aurora y Alicia en Navidad puede considerarse queer en el sentido de que la conducta de las jóvenes no se parece a la de los adultos (Bruhm y Hurley 2004: xxixxii). Ambas protagonistas desafían a sus madres en su intento de recuperar a las figuras perdidas de sus padres, a quienes sus madres preferirían olvidar. En este alejamiento del niño queer del adulto, es posible “[to] detect possibilities for nonnormative growth [… or] a growth ‘sideways’” (Ibíd.). Esto se observa a través de las narraciones orales, nostálgicas y tristes, que los protagonistas comparten sobre sus pasados, y que representan su rechazo a ignorar el imperativo de lamentar; una ignorancia que, según Idelber Avelar, ha llevado hoy a “[an] epochal crisis of storytelling and the decline in the transmissibility of experience” (1999: 20). Esta crisis de la narración es característica de las posdictaduras en los países latinoamericanos, que han privilegiado su
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desarrollo como sociedades de mercado y, por lo tanto, funcionan “according to a substitutive, metaphorical logic in which the past must be relegated to obsolescence” (Ibíd.: 2). Al final, los cuentos que comparten los protagonistas les ayudan a mejorar espiritualmente. La FEMME FATALE y la familia tradicional Las adolescentes femeninas queer cumplen un papel que se parece al que desempeña la femme fatale en el cine negro, la cual desafía la asociación entre la feminidad y las características de domesticidad y pasividad sexual, entre otras. Existen diferencias importantes entre esas dos figuras, en el sentido de que ni Aurora ni Alicia son seductoras prototípicas; sin embargo, es evidente que las dos intentan seducirse mutuamente, y también a Alejandro más adelante. Desde una perspectiva histórica del cine negro estadounidense de los cuarenta, “the recurrent narrative patterns of the femme fatale’s lethal sexuality reflect radical social changes in the US during and following World War II” (Fay and Nieland 2009: 148). La incorporación temporal de mujeres a la fuerza laboral estadounidense durante la guerra, por ejemplo, engendraba dudas sobre su rol social (Harvey 1998: 38). De una forma parecida, en Chile, después de la conclusión del régimen militar en 1990, activistas feministas “seized on the destape of the postdictatorship era […] in order to articulate demands for radical change to persistent norms regarding gender, sexual identity, and family in Chile” (Hutchison et al. 2014: 544). Por otra parte, desde un punto de vista sociocultural persistía —todavía lo hace— la visión de la familia tradicional y del papel de la madre promovidas por el régimen pinochetista. Así lo prueba el hecho de que, a pesar de las tentativas de varios actores sociales, el divorcio solo se legalizó en Chile en 2004, catorce años después del término de la dictadura (Ibíd.). En resumen, se hace patente que la película explora la manera en que los deseos queer de las protagonistas minan las estructuras familiares burguesas y el papel convencional de la mujer, que están en proceso de cambio, pero que en la modernidad tardía en Chile siguen vinculadas al modelo de familia patriarcal.
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Las semejanzas entre la femme fatale y las adolescentes de Navidad también se observan en el ámbito de su representación fílmica. De hecho, los deseos “amenazantes” de las adolescentes femeninas se han teorizado no solo como queer, sino también como particularmente difíciles de representar de manera visual; por ello en Navidad se emplean técnicas hápticas que, al enfocar las superficies y las texturas de las cosas, crean una sensación de inestabilidad o incertidumbre (imagen 1). En los primeros planos, los rostros de Aurora y Alicia suelen mostrarse parcialmente cubiertos de sombras o por un mechón de pelo (imagen 2). Estos métodos son similares a aquellos empleados para representar los deseos impredecibles de la femme fatale, a quien se mostraba dividida por la luz y las sombras “to indicate instability” (Spicer 2002: 91). Refiriéndose al cine chileno contemporáneo, Estévez escribe que estas películas experimentan con lo audiovisual para “dar cuenta de lo impresentable: un estado pos-traumático […] en [que] el sujeto y sus espacios de intimidad (pareja, familia, hogar) están en constante crisis” (2011: 79). Andrew Spicer afirma que la inestabilidad de la femme fatale conlleva la amenaza de la violencia cuando argumenta que “this figure’s enigmatic qualities stimulate the central narrative drive, which comes from the desire to understand her motivations and thereby to reassert the rational control of the male ego” (2002: 91). Este es un patrón que se repite en Navidad. Alejandro, por ejemplo, lee una carta dirigida a Aurora sin que ella lo sepa. La carta es de Luisa, la amiga y posible novia argentina de Aurora. Aunque Alejandro y Aurora no son pareja, Alejandro exige saber precisamente cuál es la naturaleza de la relación entre ambas. Sus preguntas hacen que Aurora se sienta incómoda. Las varias exigencias de Alejandro a Aurora, y luego a Alicia, sugieren su deseo de mantener el control sobre esas dos figuras misteriosas. Esta violencia simbólica no solo es perpetrada por Alejandro, sino que también es un producto de las rígidas estructuras familiares que lo rodean. Según Sylvia Harvey, “[the family] offers us a legitimating model or metaphor for a hierarchical and authoritarian society”, “with the father as the head, the mother as subservient, and the children as totally dependent” (1998: 37). Por lo tanto, las relaciones internas de la familia, que frecuentemente son violentas y opresivas, “present a mirror image of oppressive and violent relations between classes in the larger society” (Ibíd.).
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El papel deshumanizado y rígido de la madre en la sociedad tradicional chilena se representa en la película a través de la figura de la Virgen María. A pesar de su santidad, esta figura parece provocar una violencia simbólica, ejemplificada en la anécdota que relata Aurora sobre unos alumnos de una escuela primaria que le cortaron la cabeza a una estatua de la Virgen. Los alumnos, que incluían a Alejandro cuando era menor, lo hicieron para vengarse por no poder participar en su ceremonia de graduación, después de ser castigados por subir un video a Internet que los mostraba masturbándose en grupo. No obstante, parece que la desacralización de esta figura abre un espacio para el desarrollo de subjetividades femeninas alternativas en la película. Es significativo que, cerca de su conclusión, Alejandro deje la cabeza de la estatua como regalo para sus padres en un gesto de reconciliación, y lo haga después de haber dejado de intentar controlar a Aurora y Alicia. Por otra parte, la representación del padre de Alejandro es metafóricamente sugestiva de la autoridad ilimitada de la cual disponía la Junta Militar después de invocar el estado de sitio en 1973. Ello le permitía al régimen ejercer los poderes legislativo y ejecutivo sin restricciones y sin someterse al poder judicial, en la medida en que prevalecía sobre la constitución nacional y por lo tanto anulaba las garantías legales de los ciudadanos chilenos (Dávila 2013: 156). El enigmático padre de Alejandro también combina la autoridad sobre las esferas pública y privada de la vida de su hijo, dado que, por un lado, es el encargado de la disciplina en el colegio de Alejandro y, por otro, “un papá […] muy cuadrado”, que ha echado a Alejandro de su casa familiar. La cicatriz física que se observa en la frente de Alejandro, fruto de una discusión con su padre, puede interpretarse entonces como un signo visible de la existencia de torturas físicas y de desaparecidos durante la dictadura: hechos difíciles de representar de forma visual, quizá incluso irrepresentables. Marks sugiere que es posible suscitar memorias individuales y comunales al evocar la manera en que esas memorias se encarnan mediante el recurso a técnicas hápticas que se centran en experiencias táctiles (2000: 157). Aurora toca la lesión de Alejandro en un momento de vulnerabilidad e intimidad, mientras se bañan juntos. Ella remueve la curita sobre la cicatriz y dice que así se va a mejorar, supuestamente porque estará expuesta al aire libre. Es un acto que simboliza el esfuerzo de la película por abordar el trauma en vez de reprimirlo. El amor no convencional de Aurora por Alejandro le permite
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comenzar a abordar y liberarse de este trauma, causado por la falta de amor que predomina en sus relaciones familiares tradicionales. La casa siniestra y la alegoría histórica La antigua casa familiar de Aurora, en la cual transcurre la mayoría de la película, corresponde con las descripciones de Freud de espacios siniestros o de lo unheimlich, que es lo contrario de aquello que es familiar u hogareño. Un lugar hogareño estaría asociado con un espacio libre de influencias fantasmales, que es íntimo y agradable. Lo siniestro, por el contrario, describe lo que debe permanecer escondido y secreto, pero que sin embargo se revela (Freud 2003: 132). Según Freud, lo siniestro es algo que anteriormente era familiar, pero ya no lo es (Ibíd.: 124). El hecho de que Alejandro y Alicia fuercen la entrada de esta casa puede interpretarse como un ataque simbólico contra un espacio vinculado al cuerpo materno. Freud explica que los pacientes masculinos suelen declarar que sienten que hay algo siniestro en los órganos genitales femeninos, y que what they find uncanny [unheimlich] is actually the entrance to the man’s old “home”, the place where everyone once lived [or in other words, the maternal body]. […] [I]f someone dreams of a place or a certain landscape, and, while dreaming, thinks to himself, “I know this place, I’ve been here before”, this place can be interpreted as representing his mother’s genitals or her womb. Here too, then, the uncanny [unheimlich] is what was once familiar [heimisch or homely] […]. The negative prefix un- [in German] is the indicator of repression. (2003: 151)
El espacio siniestro es, pues, el resultado de la inevitable separación del cuerpo materno que experimenta el niño. Es quizás por esta razón que la sensación de carencia se vuelve una característica psicológica de los personajes de Navidad cuando enfrentan sus respectivos traumas y dificultades. Navidad ciertamente representa un espacio doméstico que se vuelve siniestro por la aparición de elementos extraños, que convierten un ambiente que anteriormente era hogareño en uno ajeno o poco familiar. Sugiero que la decisión de Aurora de entrar a esta casa sin permiso y desordenar las viejas
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pertenencias personales, ahora abandonadas porque su madre vendió la casa con todos los muebles, simboliza el resurgimiento de ciertos deseos infantiles. Son deseos que, según la teoría psicoanalítica, deben de haber sido reprimidos. De hecho, Freud concluye que una experiencia siniestra “arises […] when repressed childhood complexes are revived by some impression” (2003: 155). Para ahondar en las connotaciones de la casa familiar abandonada en Navidad es útil emplear la descripción de Benjamin de la ruina, un sitio en que “history has physically merged into the setting” (1977: 178). Aunque la antigua casa de Aurora no es precisamente una ruina, está claro que ha sido completamente desatendida por un tiempo considerable. La fachada se oculta detrás de un jardín descuidado, el interior está cubierto de polvo y unas grandes persianas la mantienen en la oscuridad. Además, la primera cosa que se revela cuando Aurora entra a la casa es un reloj de pie que suena en varios momentos de la película. Por un lado, el reloj representa el paso de tiempo en la película y, por otro, denota la casa como un lugar antiguo, sometido a dicho paso. Si bien podría considerarse que la preocupación por el pasado en el presente “adheres to a historicist linearity, [the emphasis of allegory] on copresence, on vivifying rather tan surmounting the past, pulls [this device] in the direction of historical nonsynchronism” (Lim 2001: 291). En su libro El presente extemporáneo (1999), Avelar también desarrolla la noción benjaminiana de “ruina alegórica” y aboga por su relevancia en la ficción posdictatorial de América Latina, dentro de la cual “images of ruins […] offer anchors through which a connection with the past can be re-established” (1999: 2). Por ejemplo, es evidente que el sitio alegórico de la casa abandonada en Navidad posee una dimensión melancólica y al mismo tiempo catártica cuando, después de encontrar los viejos discos de su padre, Aurora decide bailar con Alejandro y Alicia mientras suena la música. Es una forma de comportamiento “mimético” que, según Benjamin “[is often] born of a desire to understand and relate to our world, perhaps even to restore lost relationships” (1933: 168-169). Es evidente que los discos permiten que Aurora resucite recuerdos de su padre y de su infancia: poseen un valor memorístico para ella que, según Avelar, es paradójico porque resiste cualquier tipo de intercambio (Avelar 1999: 5). Dicho valor se encarna en “the residue left by
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every substitution [and shows] that the past is never simply erased by the latest novelty” (Avelar 1999: 2). Fantasmas y traumas recurrentes Los traumas y las presencias espectrales resurgen en la película porque no se han abordado adecuadamente. Sobchack argumenta que, a diferencia de las casas familiares, los lugares extraños e impersonales que suelen aparecer en el cine negro, y que se caracterizan por su temporalidad cíclica, están amenazados “by a return of the repressed that […] has no other place to go” (1998: 163). En Navidad, se sugieren estas presencias espectrales cuando un caballo aparece en el jardín de la casa en Nochebuena después de que los protagonistas se hayan quedado dormidos. El caballo, que se divisa con dificultad entre las tinieblas, evoca el recuerdo de una noche de su niñez en la casa descrito por Aurora al principio de la película: Me desperté en la mitad de la noche porque sentí como unos pasos, pero era muy raro porque eran como […] miles de pasos, pero sonaban […] súper suaves. Y salí, y acá en ese pasto de allí, estaba lleno de caballos […]. Eran como fantasmas. [mi énfasis]
Estas presencias fantasmales desencadenan formas de pensar que han sido bloqueadas, pero que “no se han superado completamente” (Lim 2001: 294), en particular porque los caballos destacan por ser símbolos de crisis psíquicas en la infancia desde el caso del “Pequeño Hans”, descrito por Freud4. Benjamin compara los fantasmas con “profoundly significant allegories” porque son “manifestations from the realm of mourning” y atraen a quienes están de duelo y a los que “ponder over signs and over the future” (1977:
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Los detalles de este caso se encuentran en Freud (1991). También es posible que el caballo sea una referencia a una pintura de Henry Fuseli titulada The Nightmare (1781). El cuadro muestra una mujer dormida poseída por un demonio y, en segundo plano, la cabeza de un caballo espectral. Se considera que The Nightmare prefigura teorías psicoanalíticas del inconsciente que desarrolló Freud a finales del siglo xix; se ha sugerido que este tenía una reproducción del cuadro en su apartamento de Viena.
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193). Por esta razón, Lim declara que los fantasmas suelen emplearse para provocar “[a] historical consciousness” (2001: 288). Expone que las películas de fantasmas, que son también alegorías históricas, make incongruous use of the vocabulary of the supernatural to articulate historical injustice, referring to “social reality” by recourse to the undead. Such ghost narratives productively explore the dissonance between modernity’s disenchanted time and the spectral temporality of haunting in which the presumed boundaries between past, present, and future are shown to be shockingly permeable. (Ibíd.)
Avelar identifica la recurrencia de las alegorías melancólicas en las ficciones posdictatoriales de América Latina con un rechazo a olvidar el pasado; por ello, el caballo fantasmal y su asociación con los “miles de pasos [que] eran como fantasmas” resultan muy sugestivos, puesto que estas presencias aparecen en una casa que está impregnada por el espíritu revolucionario del Chile anterior a la brutal dictadura que siguió al golpe militar. Poco antes de la conclusión de la película, Alejandro construye una especie de “fantasma” sobre la reja de un conducto de ventilación de una línea del metro de Santiago. El “fantasma”, aunque no se le nombra así, es básicamente una instalación artística. Esta figura, que construye con Alicia, parece un hombre sin cabeza y está hecha de bolsas de plástico blanco (imagen 3). Cada vez que el metro pasa por debajo de la reja, la figura se infla por la presión del aire. Cuando el metro se ha ido, se desinfla otra vez. La extraña acción repetitiva del inflar y desinflar del fantasma de Alejandro sugiere tanto el deseo de recordar a la gente que fue desaparecida o asesinada por el régimen militar como la imposibilidad de olvidarla. Es simbólico que la canción de Víctor Jara La partida comience a sonar en la banda sonora (no diegética) justo en el momento en que la figura se alza por primera vez. Según Benjamin, uno de los impulsos más fuertes en la alegoría se encuentra precisamente en “an appreciation of the transience of things [or of life] and [in] the concern to rescue them for eternity” a través del trabajo de la memoria (1977: 223). Según Sobchack, el cine negro tradicional es una respuesta a “an inability to imagine being at home in history, in capitalist democracy, at this time […]. It represents both the historical necessity and the historical failure to constitute the ‘world on a new basis, to render it familiar, to humanize it’”
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(1998: 166). Por el contrario, Navidad muestra los esfuerzos de sus protagonistas jóvenes por recrear un hogar alternativo en el lugar del antiguo, y por encontrar en ellos mismos el consuelo afectivo y físico que no obtienen por la vía tradicional de la familia patriarcal. Sus tentativas de abordar sus respectivos pasados y sus problemas actuales representan un esfuerzo por trabajar con los traumas sociales y colectivos —que han sido reprimidos y, por lo tanto, suelen repetirse— en un intento por mejorar la salud psíquica de la nación. Según Morales, en las películas de Lelio, “el dolor no paraliza a los hijos y lejos de quedar pusilánimes ante el daño, actúan” (2010: 43). Sin embargo, es importante reconocer que el consuelo que los protagonistas obtienen es transitorio, dado que la película critica la institución de la familia y las relaciones románticas tradicionales que se basan en nociones de propiedad. Durante una conversación sobre la naturaleza de las relaciones románticas, por ejemplo, Aurora responde a la sugerencia de Alejandro de que las relaciones solo causan problemas diciendo que “el problema es que el amor está mal planteado […] está mal diseñado […]. Todos sufren por amor. […] Porque nos enseñaron que el amor es como un circuito cerrado […]. Claro, está como si uno es propiedad del otro, como la propiedad privada”.
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Una familia biopolítica alternativa La unión sexual fluida formada por Aurora, Alejandro y Alicia, que tiene lugar poco antes de la conclusión de la película, puede leerse como un intento de estructurar un disenso biopolítico, según la terminología de Michael Hardt y Antonio Negri. Esto se torna más evidente aún cuando se considera que la película contiene varias alusiones alegóricas a la represión física perpetrada por la dictadura chilena, como ya se ha indicado. Su intimidad física recuerda la descripción de Michel Foucault en sus lecciones sobre la “anormalidad”, según la cual la familia funciona como una célula constituida por “extreme closeness, contact, almost mixing [… as] the parent’s body envelops the child’s”, de tal modo que inculca un patrón específico de deseo, el objetivo principal del cual es establecer un nuevo cuerpo familiar (2003: 248). La unión de los protagonistas claramente subvierte la idealizada familia tradicional y representa una tentativa de crear una entidad familiar alternativa en la Nochebuena. Además, es importante recordar que Aurora y Alejandro han cuidado de Alicia, casi como si fuera una niña huérfana. El hecho de que su encuentro físico ocurra tan de repente es característico de lo que Hardt y Negri llaman “un evento biopolítico”, el cual “comes from the outside insofar as it ruptures the continuity of history and the existing order [and can also be understood as an] innovation, which emerges, so to speak, from the inside […] as an act of freedom” (2009: 59). Para Hardt y Negri, el aspecto más importante de la noción foucaultiana de la biopolítica es el potencial que contiene para “the creation of new subjectivities that are presented at once as resistance and de-subjectification” (2009: 59). Este potencial se explora en Navidad no solo a través de las relaciones sexuales liberadoras que ocurren entre los tres protagonistas, los cuales rechazan un patrón heteronormativo o binario de subjetividad sexual, sino también mediante la construcción literal de un cuerpo, la obra de Alejandro, ya que Hardt y Negri definen una biopolítica resistente como “the construction of bodies in a struggle” (2009: 61). Concluyen que The biopolitical event […] is always a queer event, a subversive process of subjectivization that, shattering ruling identities and norms, reveals the link between power and freedom, and thereby inaugurates an alternative production of subjectivity. (Ibíd.: 62-63)
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Esta definición resume el efecto del trío en Navidad y, en particular, sintetiza su impacto en el personaje de Aurora. Es una experiencia que la anima a perseguir y experimentar con una sexualidad que antes nunca había considerado. Al principio de la película ella le dice a Alejandro que su experiencia sexual con Luisa era “como chocar, fue como un accidente”. No obstante, el trío le abre las puertas al desarrollo de una nueva subjetividad y le brinda la libertad de irse de la casa el día de Navidad para viajar a Mendoza a encontrarse con Luisa. Es muy simbólico el hecho de que, cuando cruza la frontera con Argentina, Aurora lleve consigo las semillas que ha encontrado en su casa. Este gesto, junto con su nombre, Aurora, presagia un nuevo comienzo al final de la película, que no obstante reconoce y no reprime lo que ha sucedido en el pasado reciente5. Podemos concluir que, aunque en Navidad se muestra la frustración que se deriva de la descomposición de la familia tradicional, como es típico del cine negro, la película trasciende esta visión, ya que no se estructura sobre “the destruction or absence of romantic love and the family” (Harvey 1998: 37). Al contrario, intenta promover la posibilidad de una alternativa que, al mismo tiempo, no deshumaniza a sus personajes femeninos en su exploración de nuevas sexualidades y subjetividades. Como resultado, la película mantiene muchas técnicas del noir, pero simultáneamente reelabora algunos tropos para resolver la narrativa de una forma más prometedora, que se abre a un futuro incierto pero con posibilidades de cambio. Y, lo que es más importante, Navidad representa a sus protagonistas jóvenes en el proceso de abordar sus traumas, aun si no los superan totalmente.
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La actriz que interpreta a Aurora es Manuela Martelli, que también interpretó a Silvana en Machuca (Andrés Wood 2004). Esta película aborda el golpe militar en Chile y sus efectos en la amistad de tres niños: Silvana, Pedro Machuca y Gonzalo Infante. Silvana y Pedro viven en una población ilegal en Santiago de Chile; Gonzalo es de una familia de clase media alta. Pedro conoce a Gonzalo cuando un nuevo programa de educación permite que vaya a un instituto católico muy respetado. En una secuencia anterior a una discusión que simboliza la conclusión de su amistad, los tres se besan mientras toman leche condensada de una lata al lado de un río. Al llegar el golpe, Silvana es asesinada por un militar cuando intenta proteger a su padre. Es posible que el trío en Navidad, junto con la conclusión muy simbólica de la historia de Aurora, sea una manera de reelaborar el final devastador de Machuca.
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DESVELAMIENTOS DE CUERPO Y ESPACIO EN TRES NOVELAS NEGRAS: Morena en rojo (1994) de Myriam Laurini, Los siete hijos de Simenon (2000) de Ramón Díaz Eterovic y Cuestiones interiores (2003) de Mempo Giardinelli Dante Barrientos Aix-Marseille Université
Difícil es dar con un relato en el cual el cuerpo no ocupe un espacio significativo. Si todo relato remite, de una forma u otra, a un espacio concreto o simbólico, también la corporeidad de los personajes marca una huella —muchas veces indeleble— en el tejido textual. En la literatura latinoamericana, la corporeidad ha dejado marcas muy hondas; es más, acaso no sea una exageración proponer que en muchos momentos de su evolución el cuerpo se convirtió en el gran protagonista. Basta recordar, sin ánimo de exhaustividad, algunos momentos significativos que pueden sostener esta propuesta inicial. Ya en lo que la historiografía literaria ha consignado como los textos fundadores de esta literatura —las crónicas— el cuerpo se presenta allí como elemento central. Se puede traer a cuenta el célebre Diario de navegación del almirante Cristóbal Colón, en cuyas páginas una de las primeras descripciones que entrega al lector de ese mundo para él extraño, América, es precisamente la de los cuerpos del “otro”, ese enigma por descifrar (y reducir). En el conjunto de las obras que componen dicho género, el cuerpo del “otro” aparece primero como curiosidad e incluso motivo de admiración, mas luego se convertirá, como sabemos, por razones político-ideológicas y económicas, en cuerpo violentado y finalmente sometido. El cuerpo agredido ha ocupado desde entonces innumerables páginas en las diferentes épocas de la constitución de esta literatura continental. El cuerpo está también muy presente en los mitos de origen prehispánicos (Popol Vuh, mito de Inkarri
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en Perú) y en los relatos románticos, si evocamos el cuerpo vejado del joven unitario en El matadero de Esteban Echeverría; o en algunos relatos fantásticos de Rubén Darío (“La larva”), y cómo no en la novela de la tierra, en donde el cuerpo del indio es carne lacerada; más tarde se puede rememorar el cuerpo estragado el coronel Aureliano Buendía después de sus 32 guerras perdidas o los cuerpos de los muertos que se pasean en Comala; y así se podría ir remontando la historia de esta literatura para trazar —siguiendo el tratamiento dado a los cuerpos— las vicisitudes de aquellas sociedades, sus condicionamientos socioculturales, sus conflictos. Resulta indudable que una cartografía de los cuerpos en los procesos literarios echaría interesantes resultados para la comprensión de las formas de convivencia, de las construcciones culturales y sociopolíticas. Es por medio del cuerpo que se puede habitar el mundo, conocerlo, poseerlo, aprehenderlo. En su libro La philosophie du corps, Michela Marzano aclara lo siguiente: Si le corps souvent nous gêne — le plus souvent il s’impose à nous avec ses besoins et ses défauts —, c’est aussi et surtout par lui qu’on peut habiter ce monde et aller à la rencontre d’autrui. Le monde resterait intouchable et lointain sans un corps pour l’habiter; il serait inhabitable sans un corps pour le goûter, le ressentir, le contempler. (Marzano 2007: 29)
En la novela negra, en el relato de tipo criminal, es evidente que el cuerpo resulta un componente primordial porque aunque la violencia puede ser múltiple se ejerce en última instancia en contra de un cuerpo, individual o colectivo. Pero el cuerpo no es aquí únicamente centro de la violencia física y comporta signos diversos que pueden ir de la impotencia a la resistencia. Si el género negro se caracteriza por el desplazamiento espacial de los personajes ligados al crimen, la violencia o la investigación, y a las múltiples relaciones que aquellos establecen con el cuerpo social (víctimas, culpables o inocentes), en dicho desplazamiento se desvelan los rasgos definitorios de cuerpo y espacio. Así, el propósito de este trabajo es analizar la configuración de la corporeidad —indagando estrategias ético-estéticas— a partir de tres novelas negras de finales del siglo xx e inicios del siglo xxi: Morena en rojo (1994) de Myriam Laurini (Argentina), Los siete hijos de Simenon (2001) de
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Ramón Díaz Eterovic (Chile) y Cuestiones interiores (2003) de Mempo Giardinelli (Argentina). Nos interesa desvelar cómo se mueven los personajes en el espacio de la diégesis, cómo lo viven y perciben; qué implicaciones y consecuencias conlleva el tratamiento de la corporeidad individual y colectiva, procurando establecer paralelismos y divergencias en las estrategias puestas en obra en el corpus objeto de estudio. En las tres novelas objeto de estudio, cuerpo y espacio desempeñan funciones significativas que contribuyen a sopesar los roles de estos componentes en la novela negra. Ya de entrada en los relatos, el tratamiento de lo corpóreo empieza a perfilarse. Detengámonos en el íncipit de nuestros textos. En Morena en rojo, tras un primer capítulo (“La Noticia”) de carácter paratextual y metaliterario en que se alude a la génesis del libro, la voz narrativa (homodiegética) que asume el discurso a partir del capítulo II, “La nota roja que no existió”, abre el relato describiendo el cuerpo de una víctima: Todo empezó la noche en que mandaron a cubrir el asesinato de un policía de la Judicial Federal. Fue por marzo del 85, lo recuerdo porque empezaba a hacer calor. Yo tenía veinticuatro años y unas ganas locas de meterme en líos. Llegué a la Alameda y vi al comandante Videla. Estaba tendido boca arriba, le habían dado por todos lados. Sangre en la camisa, las manos, el pantalón, sangre, mucha sangre. Alcancé a contar seis puntazos, anchos, como hechos con un cuchillo de carnicero. Tenía los ojos abiertos. Ojos de vidrio oscuro, tratando de escaparse de las órbitas. Ojos de no entender qué pasa. Así se quedó el muerto. (Laurini 1994: 7)1
La voz narrativa, que ya puede calificarse de cruda y directa, es la de una periodista de nota roja de provincia. Emplea, a lo largo del texto, un registro de lengua popular, sin tapujos, a veces brutal. La descripción del cuerpo del muerto es casi fría, casi sin emoción, dando cuenta de un hecho que parece banal en el medio. Apenas la reiteración de la palabra sangre y la imagen visual de los puntazos (“como hechos con un cuchillo de carnicero”) reflejan la crueldad y el ensañamiento en la destrucción del cuerpo. El juego anafórico 1
Hemos trabajado con la edición electrónica de la novela, la paginación corresponde a dicha edición. Hay una segunda edición de 2008, que contiene también Qué raro que me llame Guadalupe (México: Ediciones B, Colección Z).
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con el vocablo ojos —de efecto metonímico— permite comprender la sorpresa con que el personaje enfrentó la muerte: una impresión poderosa frente a lo inesperado. En efecto, Morena, la periodista de nota roja, comprenderá más adelante que la responsable del crimen es alguien completamente insospechado. Un ser pequeño, “insignificante” en el esquema de una sociedad de exclusiones y represiones como lo puede ser la mexicana. Se trata de María Crucita, una muchacha, como las hay muchas, que había emigrado de la sierra al D.F. y después a Nuevo Laredo: “Llegó a Nuevo Laredo igual que todas, con sus trenzas negras llenas de cintas de colores y sus huaraches” (8). El personaje es prácticamente un estereotipo de miles de muchachas mexicanas del campo que, tras un embarazo no deseado, emigran a la ciudad, con la esperanza de pasar al norte y, engañadas, terminan en el medio de la prostitución. Precisamente, quien introduce a María Crucita en ese medio, engañándola y rompiéndole los sueños, no es otro que el muerto, cuyo cuerpo ensangrentado abre la novela. Pero este crimen pasional, desesperado, no constituye el núcleo del relato, como podría pensarse. Son otros los cuerpos sobre los cuales se concentrará el desarrollo de la diégesis y que simbolizarán la amplitud de la tragedia de la sociedad mexicana contemporánea. Morena se entrega a una investigación episódica para dilucidar y denunciar una red de prostitución infantil y de tráfico de órganos que opera entre México y los EE. UU. Entrecruzando pasajes de una búsqueda existencial y la investigación criminal, Morena recorre de un extremo al otro el cuerpo de la geografía mexicana en un recorrido que se asemeja por momentos a una fuga de sí misma y del mundo insoportable de violencia y corrupción en que se mueve. Myriam Laurini propone a través de este personaje nómada, itinerante, una tensión entre una destrucción y una reescritura del cuerpo en una geografía del horror. La destrucción de los cuerpos inocentes de niñas y niños constituye el verdadero centro de la investigación. Esos cuerpos, por los que las autoridades no parecen inquietarse en lo mínimo, son dejados en el olvido. A través de ellos, se expone no solo el desamparo de los marginales sino igualmente la complicidad de las instituciones estatales (la policía) y la prensa, que ocultan el drama. En la novela, los cuerpos anónimos de las víctimas se hacen metáfora de una sociedad mexicana “descuartizada” por las estructuras del poder, que llegan a la cosificación y mercantilización de las personas.
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El desplazamiento de Morena por el territorio mexicano en busca de esos cuerpos y de los responsables de las redes de tráfico de seres humanos hace percibir dicho territorio como un cuerpo martirizado. Esta relación de lo corpóreo con lo espacial puede notarse desde ángulos diferentes en las novelas de Giardinelli y Díaz Eterovic. En Cuestiones interiores, se destaca un juego —ya sugerido desde el título— entre interioridad y exterioridad. El personaje protagónico, Juan, se mueve entre ambos espacios aunque la dinámica dominante tiene lugar en el pensamiento, en la memoria; es decir “dentro del cuerpo”. El relato se inicia en un espacio de horizontes abiertos en el cual se produce un acontecimiento inesperado e inexplicable. La voz narrativa refiere la violencia y la agresión sufrida por un anónimo en un lugar bastante insólito en el cual, por lo común, los cuerpos se hallan indefensos y se descubren: Nunca sabría por qué le pegó. Jamás podría explicarlo, Juan, ni a sí mismo, por qué lanzó aquel manotazo contra ese hombre completamente inofensivo. Estaba orinando junto al otro, sí, y el hombre estaba a su derecha, haciendo lo suyo del otro lado del mármol que los separaba. A su izquierda también había un tipo, según recordaba, y había otros dos más en la larga hilera de mingitorios. El de la izquierda fue el que terminó primero y se retiró sacudiéndose no sin cierta ostentación. […] estaban en el baño de hombres del aeropuerto internacional. (Giardinelli 2003: 11)
El lugar de la muerte es pues un espacio público pero a la vez íntimo, en la medida en que el cuerpo se despoja allí de algunos atuendos y se ofrece parcialmente a las miradas ajenas. En ese lugar fronterizo (público/íntimo) se produce una muerte inesperada e inexplicable al parecer. Mientras orina, Juan observa el actuar de los personajes a su alrededor, sus reacciones que pueden traducir determinados estereotipos de la virilidad centrados en las visiones falogocéntricas (como sucede con el personaje que “se retiró sacudiéndose no sin cierta ostentación”). El baño es aquí un espacio en que los gestos corporales expresan discursos específicos dominantes en el ámbito social. Al momento de terminar de orinar, Juan “giró con todo el cuerpo y estirando el brazo izquierdo le encajó un tremendo revés en la nuca al hombre que orinaba lentamente” (13). No hay razón alguna que justifique, a primera vista, el acto “homicida” (pese a que el mismo personaje no lo considera así).
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A partir de ese acto, el relato se expande como en círculos concéntricos hacia el pasado, en torno a ese gesto que el mismo Juan no comprende pero que trata de explicarse indagando en su interior2. De ahí que la narración presente, por una parte, una tonalidad confesional (pese a que el protagonista no considera su relato de los hechos una confesión)3 y, por otra, gire alrededor de un recorrido existencial fragmentado (un pasado traumático tanto a nivel social como familiar), aspectos que pueden sugerir un parentesco con el personaje de Meursault en L’étranger (1942) de Camus y con el pintor Juan Pablo Castel, que al inicio de El túnel (1948) de Sábato confiesa haber dado muerte a María Iribarne. Por cierto, uno de los rasgos del texto de Giardinelli es el constante juego intertextual (numerosas alusiones a la literatura y al cine) que permiten una caracterización del “homicida” como estrechamente vinculado al mundo intelectual y artístico. La focalización interna desde la cual se elabora la narración conduce al lector a sumergirse en la interioridad de Juan, y en ese movimiento la exterioridad es progresivamente desplazada hasta casi borrarse. Apuntemos que en el libro se entretejen diversos tipos de voces: además de la voz heterodiegética con focalización interna, tenemos pasajes propios del monólogo interior que se articulan con otros en estilo directo cuando Juan se dirige al juez (“Su Señoría”) o incluso en estilo indirecto libre4. Ese juego polifónico pone “entre 2
María Rosa Lojo, en su artículo “Memoria de la cárcel”, precisa: “en la confusa trama de memorias que se teje, imperceptible, en la intimidad de la celda, o en la intimidad de sus pensamientos, mientras se enfrenta al tribunal, se va descifrando el itinerario de una larga historia de violencia social y familiar. Otras cárceles vividas (las del terrorismo de Estado), otras desdichas (el suicidio de su madre), otra clase de culpas (la pasión por la mujer de su hermano Tomás y el odio a Tomás) se mezclan con episodios incomprensibles o absurdos, con sueños frustrados, con exilios, separaciones y desgarramientos” (2003). 3 Así lo expone y justifica: “No le gusta la palabra confesión, no es el vocablo adecuado, no el que yo quisiera utilizar, Su Señoría, porque hacerlo implicaría admitir una sensación de culpa que él no tiene, piensa Juan, una voluntad previa y considerada de ocultar los hechos, de negarlos” (27). 4 Véase en el siguiente fragmento cómo se entretejen los tipos de voces narrativas: “No era gran cosa pero lo era, era, se dice Juan, que no quiere pensar ni en la familia ni en la situación kafkiana que atraviesa. Kafkiana, repite, y se dice que el adjetivo es irreprochable, una definición perfecta para una situación como esta, la mía, dice Juan, qué curioso cómo la literatura define la vida por más que uno haya nacido de un repollo, ah, cómo se divertía
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paréntesis” la exterioridad y profundiza la construcción interior del personaje. Tres espacios materiales son los que en la diégesis habita el cuerpo de Juan: el aeropuerto —lugar del crimen—, la celda en que es recluido y el tribunal en que se le juzga. Pero esta tríada queda en segundo plano puesto que, como ya se dijo, el espacio interior es el principal en la textualidad, razón por la cual se genera un juego de apariencias entre lo que “ven” los otros personajes del criminal (o sea, la imagen que se hacen de él a partir de lo que dice o no dice frente al tribunal) y lo que “ve” el lector desde el otro lado de la barra, por decirlo así: lo oculto en la interioridad, las cicatrices de lo vivido dejadas en el cuerpo y la memoria. En esas cicatrices se juega mucho del sentido del texto. En una entrevista con William John Nichols, este precisa que Giardinelli en su novelística negra ha procurado proponer “radiografías de la conciencia individual” (2010: 495) y agrega asimismo que “Mempo encuentra en la novela negra un género híbrido que mira hacia dentro para cuestionar las fronteras estéticas que lo delimitan, a la vez que se dirige hacia el mundo externo con una sensibilidad desconfiada en busca del honor y la ética” (2010: 495-496). Cuestiones interiores es un claro ejemplo de esa mirada doble. Volvamos por ahora al cuerpo de la víctima. Este fue violentamente agredido y desfigurado por el golpe propinado5. Era un desconocido para el agresor, un anciano, pero cuyo encuentro en el baño desencadenó una reacción de violencia: “yo no tenía plan alguno, sólo orinaba tranquilamente y me puse un poco tenso de golpe, por tantas presencias alrededor y por la súbita sensación de peligro que me invadió” (Giardinelli 2003: 28). La “sensación de peligro” generada por el cuerpo ajeno no deja de interrogar al lector: ¿por
Cristina cuando él decía que había nacido de un repollo, que con esa familia…” (31). Como se apuntó antes, la intertextualidad desvela el estatus sociocultural de Juan. 5 He aquí la descripción de la desfiguración que sufre el cuerpo agredido: “este hombre cayó con mucha mala fortuna, todo ensangrentado porque al parecer el choque contra la pared, contra el caño en la pared, le rompió algunos dientes, y la nariz, quién sabe, el caso es que cayó como una bolsa de papas en el mercado, flácida y amorfa, y en el piso se desparramó con un quejido suave, final, inesperadamente delgado y breve” (14). La descripción no revela arrepentimiento alguno de parte del agresor, como si él fuese ajeno al crimen, como si aquel fuese el resultado del azar, de un imponderable. En esto se acerca al Meursault de Camus, en su “étrangeté” frente a los hechos y el mundo.
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qué ese temor frente al otro, sin motivo aparente? Varios aspectos permiten elucubrar una respuesta. El relato deja diseminados sutilmente elementos que permiten establecer una relación referencial con la realidad argentina: nombres de lugares o bien breves alusiones históricas, en particular cuando se refiere al hermano de Juan, llamado Tomás, un personaje muy mezquino y malvado con el propio hermano, y de quien significativamente se informa que “volvió de la guerra peor de violento” (32). La alusión a la guerra de las Malvinas permite pues situar temporalmente el relato. La otra referencia que nos parece significativa es que el propio Juan estuvo antes encarcelado, pero esa vez por razones muy diferentes que pueden suponerse de tipo políticas dentro del marco de la dictadura militar (1976-1983). Estas alusiones histórico-políticas llevan a presuponer que aquel temor con relación al otro, la recepción del cuerpo ajeno como amenaza o peligro, no puede desligarse de dicho contexto, ni de la experiencia de la violencia y el terror institucional. La corporeidad se convierte así en el signo que lleva estampada la historia trágica reciente. La sospecha de que el otro es el “enemigo” oculto, el delator, el perseguidor, se impone en el conjunto de la sociedad, de ahí que todo mundo pueda ser potencialmente un peligro. El cuerpo es percibido como una agresión en potencia. Desde el espacio cerrado en el que gira y gira6, Juan rearma a cada vuelta su pasado, desentrañando las cicatrices y heridas dejadas en el cuerpo y la memoria. Especie de laberinto espacial e interior del que no consigue escapar. Si Morena, el personaje de Myriam Laurini, se desplaza a lo largo y ancho de la geografía mexicana buscando desbaratar el horror de cuerpos cosificados, y Juan en los recovecos de lo que podríamos nombrar su geografía interior extrae los traumas individuales y colectivos, Heredia, el detective solitario, nostálgico y escéptico —con una dosis de esperanza a pesar de todo7—, en Los siete hijos de Simenon, deambula por el cuerpo urbano de un 6
El cuerpo en movimiento del personaje parece ir de par con el movimiento interior de la memoria y los recuerdos: “No sabe cómo es que va hacia donde va, ni por qué llegó adonde llegó. Ni sabe si ha llegado a algún punto, en rigor, porque solo anda, se desplaza, gira y camina, gira y camina como buscando en su interior, revisando todas las cuestiones interiores que han compuesto su pequeña vida” (107). 7 Véase cómo lo caracteriza su propio creador, Ramón Díaz Eterovic, en su colaboración para el presente volumen.
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Santiago que a sus ojos ha perdido su identidad. Vinculado con un crimen ocurrido en un hotel de mala muerte, el hecho empuja al célebre detective —como suele ocurrirle en las novelas que protagoniza— a inmiscuirse en un caso que revelará una dimensión sociopolítica, al desvelar la corrupción de las instituciones, los negocios turbios en las licitaciones del Estado. La investigación para dilucidar el asesinato de un funcionario de la Contraloría (Federico Gordon, que no aceptó dejarse sobornar) desemboca en la aclaración de varios asesinatos cometidos en beneficio de Gaschil, una empresa que pretende hacerse por todos los medios, legales y sobre todo ilegales, con la licitación para la construcción de un gasoducto entre Chile y Argentina. Gasoducto que, inevitablemente, viene a ser una herida en el cuerpo de la geografía, pues conlleva una violación del ecosistema chileno. En paralelo con la trama criminal, se desarrolla la trama sentimental de Heredia, su relación amorosa complicada con el personaje Griseta, con quien le es imposible mantener una relación estable porque ella no está dispuesta a vivir lo que no le corresponde. Lo dice con estas palabras: “Comprendí que sacarte de tu mundo era una tarea para la cual no estaba dispuesta. Estás atado a un pasado que a mí no me corresponde y quiero hacer mi vida sin tener que arrastrar sombras ajenas” (Díaz Eterovic 2001: 60). Tal es el esquema general de la diégesis. Se puede entonces destacar por una parte el dolor de dos cuerpos que se desean pero que todo aleja (Heredia/Griseta) y, por otra, una geografía chilena presentada como un cuerpo vulnerable, amenazado por la destrucción de su ecología. Heredia, quien asume en primera persona la narración, tiene una capacidad de observación muy desarrollada —lo cual parece coherente para un detective privado— y una habilidad para las descripciones de lugares y, en especial, de la apariencia y los cuerpos de los personajes con quienes entra en relación. Se podría decir que es un fisonomista. Los retratos que propone —a veces crueles, cargados de humor negro, irónicos o bien sensuales— suelen relacionarse con y reflejar la atmósfera sociopolítica y los condicionamientos socioculturales en que se inscribe la narración. Así pues, la corporeidad juega aquí también un papel simbólico, en tanto que testimonio de una situación histórica, como se verá. Al inicio de la novela, el detective está fuera de su barrio, de su departamento-oficina contiguo a la Estación Mapocho; está en el balneario de
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Las Cruces, pintando cabanãs, en una suerte de exilio sentimental, tras la separación con Griseta. El cuerpo de Heredia parece acusar las desilusiones y desencantos de la historia chilena reciente y de su propia historia individual: “Descuidado, barbón de lunes a viernes, resignado a trabajar en esas cabañas que había aceptado pintar a cambio de algunos pesos y un lugar donde dormir” (11). Esa apariencia es confirmada por diferentes personajes: “Se ve sucio y avejentado. ¿Viene de una isla?”, le dice el policía Bernales (30); Griseta a su vez da esta imagen: “Si de mí dependiera, te cortaría los cabellos y te daría raciones extras de comida. Luces demacrado y viejo” (59); el personaje mismo se autocontempla así: “arrastrando un cuerpo que a diario se hacía más pesado, lleno de arrugas y gastado como los zapatos de un cartero” (285). Y hasta el gato Simenon se permite esta observación: “—Cada día te ves peor —dijo Simenon, mientras observaba el espejo en que se reflejaba mi rostro. // —Nadie te pidió tu opinión, gato metiche. // —Soy tu conciencia, Heredia. Lo que va quedando de ella” (225). La apariencia del detective puede leerse como un juego especular que remite no solo a sus propias penas sentimentales sino al sentimiento de desilusión frente a una realidad que parece hundirse irremediablemente en una posmodernidad lejos de la solidaridad y la justicia. La corporeidad funcionaría así cual una imagen de la decadencia no forzosamente del personaje sino del contexto que habita. Pero Heredia es un diestro observador de los individuos que lo rodean; así, nos propone toda una galería de rostros y cuerpos que participan en la representación de las condiciones de vida de la sociedad chilena. Traza las líneas de Bernales, el policía que lo traiciona (“Parecía sólido, seguro, y su cabellera engominada le daba un aspecto de mayor edad”, 30), de Anselmo (su informador, de vestimentas estrambóticas, 36), de Hidalgo (66), de Campbell, el periodista amigo (85), de Griseta, el cuerpo deseado (59), y particularmente de Adelina Dupré, la “fea” abogada de la Contraloría en donde trabajaba la víctima (Gordon) (149 y 282). El retrato de esta última traduce todo el peso de las convenciones sociales con relación a la imagen y sus consecuencias en la forma de enfrentar el mundo: Cercana a los cuarenta años, baja de estatura, presentaba un extraño aspecto ratonil. Llevaba puesto un traje de dos piezas color granate y una blusa de seda amarilla. Su boca grande acentuaba una fealdad de liceana que trataba de
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disimular con los colgajos metálicos que pendían de sus orejas y cuellos. Pocas veces había estado frente a una mujer tan prematuramente fea y hosca. […] Pocas cosas son más peligrosas que una mujer fea con poder. Lo usan para vengarse de la vida y de los hombres que pasan por su lado sin prestarles atención. Se hacen rodear de tipos serviles, se apoyan en conocimientos que adquieren mientras otras mujeres salen a bailar y terminan convertidas en máquinas de repetir citas legales, fórmulas económicas o discursos políticos. (148-149)
El cuerpo y el rostro poco agraciado de Adelina Dupré parecen haber definido, en una sociedad en la que la imagen exterior cuenta mucho, su destino y su actitud ante el mundo. En efecto, es un personaje amargado y abandonado. La descripción es cruel, como cruel es también esa sociedad de imágenes en la que el cuerpo no tiene valor sino por su apariencia, por su correspondencia a las normas establecidas; de lo contrario, la mirada social es destructora8. El cuerpo es aquí muestra de la vulnerabilidad y fragilidad del ser humano. Esa imagen del cuerpo como “enemigo” de sí mismo en el caso de Dupré contrastra radicalmente con la mirada del detective sobre los cuerpos seductores, el lenguaje que en el caso de la descripción de Adelina es sacado del bestiario (“aspecto ratonil”) se hace entonces provocativo. En su búsqueda de un pequeño ratero, que roba a los viejos en el hospital (una investigación menor dentro de la investigación central), Heredia va a dar con una muchacha en un barrio marginal y la mirada sobre ella es esta: “Abrió una morena que vestía pantalones vaqueros y una polera apretada a su cuerpo, como una segunda piel destinada a proteger la perfecta poesía de sus pechos” (232). La mirada masculina pone de relieve cómo, según Levinas, “c’est toujours l’autre qui nous fait naître, qui fait naître notre corps” (cit. en Michela Marzano 2007: 49). En ese sentido, Dupré “no ha nacido” para esa sociedad. Por otra parte, la mirada de Heredia sobre los habitantes marginales del Santiago que recorre es también reveladora de las estructuras excluyentes del poder: “En el local, unos cincuenta viejos seguían el ritmo sinuoso y lento de cuatro filas. Parecían sacados de una película del neorrealismo italiano; resignados y silenciosos como ovejas que sienten caer la lluvia sobre sus cuerpos y no saben dónde buscar refugio” (101). 8
Michela Marzano precisa al respecto: “Dans un monde d’images, l’image du corps devient un simple reflet des attentes qui nous entourent avant d’être l’image de soi” (2007: 23).
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Esa breve descripción de unos ancianos desamparados en la casa de empeños es suficiente para dar a ver la imagen de una estructura sociopolítica y económica que ha producido ciudadanos desesperanzados, despojados material y moralmente, en el límite de todo. A su vez, la imagen del cuerpo urbano que construye Heredia corresponde así con esos cuerpos de sus habitantes olvidados. Santiago es, a ojos del detective, un cuerpo agredido —violado— por una posmodernidad para la que lo fundamental son los espejismos, la falsedad de ilusiones impuestas: el gran mall que ha remplazado a los pequeños comercios —“donde los santiaguinos de medio pelo iban a endeudarse con fervor de feligreses” (82)—, los barrios nuevos de “casas diseñadas por un arquitecto aficionado a las ratas” (142), el letrero de Coca-Cola en el edificio del Instituto Nacional donde estudió Heredia (298), traducen la nueva máscara de la continuidad de un sistema que sigue arrasando con todas las esperanzas: “De aquí a dos años, venderán nuestro edificio y construirán en su lugar una torre para ejecutivos de corbatas anchas y corazones del tamaño de una calculadora” (268). Como un palimpsesto, el cuerpo urbano es borrado de su autenticidad para inscribir en él un maquillaje artificioso y falso, además de brutalmente segregacionista9. En las tres novelas, el tratamiento del cuerpo (de víctimas directas o indirectas) implica una estrategia narrativa que apunta a inscribir en él las huellas de la historia y de los procesos sociopolíticos y culturales. Ahora bien, en el corpus analizado puede leerse también una reescritura del cuerpo, en el sentido de que a través de la corporeidad se da la posibilidad de “réécrire le texte de tous les corps dominés, exploités et naturalisés” (Marzano 2007: 77). En efecto, en Morena en rojo, Laurini expone la cosificación y mercantilización de menores pero al mismo tiempo, la reportera de nota roja entra en un proceso de reescritura de su propia corporalidad y de la de las víctimas. Ya se puede notar que su discurso descarnado y con frecuencia brutal rompe con los esquemas de las formas del discurso convencional atribuido a la 9
Las ilusiones de Heredia van a contrasentido de una posmodernidad esmerada en mantener el sistema de exclusiones: “Cerrar industrias, reducir los autobuses y vehículos, cuidar los bosques y declarar al aire un bien insustituible, parecía ser la solución. Pero eso no pasaba de ser un sueño. El aire, como la libertad, tenía los límites que unos pocos le daban, y al igual que en una aterradora película de ciencia ficción, se podía pensar que a futuro existirían sectores de la ciudad limpios y asépticos; y otros, enrarecidos y llenos de escombros” (253).
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mujer. Pero sobre todo, su forma de asumir su cuerpo, y el deseo —al darle rienda libre a su sexualidad según su voluntad—, pone de relieve el hecho de que no acepta ni se somete a los esquemas impuestos por el sistema patriarcal; ello a pesar de que al término del relato el desengaño es brutal, pues el hombre con quien estuvo viviendo un tiempo, Lázaro, formaba parte de la banda de traficantes de menores. Pero la reescritura no se limita a esto. Al escribir en sus notas periodísticas acerca de la prostitución infantil y el tráfico de órganos, Morena consigue otra cosa: sacar del silencio, de la invisibilidad, a esas niñas y niños de los cuales el Estado se desentiende, la prensa omite y que gran parte de la sociedad no considera. Esos cuerpecillos expulsados del mundo, invisibilizados, son aquí reinstalados en el texto literario, destacando su derecho a habitar la vida. En Los siete hijos de Simenon, esa reescritura del cuerpo se opera de forma diferente. En su deambular y desarrollo de la investigación, el detective va armando el retrato de distintos grupos sociales que componen la sociedad chilena, en particular en el espacio santiaguino. Esas imágenes corporales dibujan no solo rostros individuales, sino la contracara de un sistema económico que fue tendenciosamente presentado por los discursos del poder bajo la figura del “tigre latinoamericano” (o sea, una economía considerada como la de mayor crecimiento de la región, alcanzando supuestamente la reducción drástica de la pobreza). Los cuerpos de gran parte de los personajes de la novela señalan todo lo contrario: la resignación dolorosa y la pobreza en figuras marginales, excluidas, o bien el cinismo y la altanería en los oportunistas que se dejaron comprar por las reformas del “libre mercado”. Es el caso por ejemplo de Pérez, un exmilitante de izquierda, ahora bien vestido, bien presentable, abundante en carnes10, cuyo perfil traza el periodista Campbell: “Éxito, poder y billete. ¿Quién te vio y quién te ve? Pareces un príncipe” (Díaz Eterovic 2001: 271). La pulcritud de la vestimenta, la gordura, son aquí las marcas exteriores del derrumbe moral. De manera que en la corporalidad se reescribe el trasfondo de las apariencias, lo que esconde el modelo económico de desarrollo en Chile. En ese sentido, el cuerpo descuidado y la apariencia sin esmero de Heredia pueden leerse como signos de resistencia 10
La voz de Heredia le da esta imagen: “Era un hombre gordo, que vestía de azul y lucía un bigote fino, recortado con esmero” (Díaz Eterovic 2001: 271).
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frente a una realidad que ha perdido su autenticidad; rechaza así los esquemas de una concepción oportunista y exitista de la existencia, la “fanfarria”, como él mismo dice11. El personaje Juan, en Cuestiones interiores, al sumergirse en su memoria y conciencia se entrega como vimos a una indagación de su existencia pasada, a una exploración de lo vivido en escenas fragmentadas como su propia vida. En dicha exploración, reescribe la vivencia corporal y las heridas en su conciencia. Podemos recordar por lo menos dos momentos claves en este sentido. Primeramente, la violencia sufrida por el cuerpo de Juan a manos de su propio hermano: “Era un canalla que le pegaba y abusaba de su mansedumbre. La de Juan. La mía, piensa Juan. Tomás era un perverso. Un abusador. Sólo dos años mayor, pero abusó de él toda la vida” (Giardinelli 2001: 32). La violencia ejercida sobre Juan por parte de su hermano se hace más insoportable para la víctima porque se ejerce igualmente sobre Cristina, la mujer tierna y dulce con quien se casó Tomás y que sería su amante: “la fajaba todo el tiempo” (33). Esa violencia inscripta en los cuerpos de Juan y Cristina funciona como mecanismo de reescritura de la historia argentina, simbolizando el poder dictatorial opresor de la sociedad si nos atenemos a que el personaje de Tomás pertenece a la institución militar (participa en la guerra de las Malvinas, como se señaló arriba). En segundo lugar, Juan reescribe la vivencia de su cuerpo con el de Cristina; vivencia que se asemeja a una liberación y una resistencia frente a las injusticias a las que ambos fueron sometidos. En su celda, rememora una escena de fuerte carga erótica: y se desnudaron, ahí en la cocina, el uno al otro, en la cocina sagrada de mamá, se ríe cuando lo evoca, de eso sí se acuerda, y Cristina se tumbó sobre la mesa y le gruñó metémela, metémela o te mato, dale que me muero, carajo metémela, y él, Juan, se acuerda perfectamente, de eso sí se acuerda muy bien. (57)
La voz de Cristina, intensa, directa, sin ningún tapujo, hace revivir su cuerpo durante mucho tiempo encarcelado y sometido por el marido; con ello no solo reescribe una identidad marginal y dominada, sino que al mismo
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Por eso afirma: “Este país no tiene arreglo porque cambió las utopías por la fanfarria, la verdad por los acomodos, la lucha por el consenso. Nos vendimos o nos vendieron” (147).
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tiempo da un nuevo sentido a la sexualidad. Puede observarse aquí la potencialidad subversiva de los cuerpos. La complicidad de estos les posibilita por tanto una ruptura con los esquemas impuestos. Estos personajes no consiguen la liberación, porque no se atreven a romper definitivamente las cárceles que los oprimen (decirle la verdad a Tomás), pero muestran que hay siempre una salida posible. En el corpus analizado, los cuerpos de los personajes llevan las cicatrices y heridas de su experiencia individual y de la historia, son las huellas nunca del todo cerradas de las relaciones de fuerza que constituyen el poder. Para algunos de estos personajes, habitar el mundo ha sido habitar el infierno, como es el caso para esos menores convertidos en material comercializable; como es el caso de María Crucita, que termina por aceptar modificar su identidad para prostituirse, convirtiendo su cuerpo en signo de impotencia a pesar de su crimen, que puede verse como una reescritura de su corporeidad en una doble marginalidad: prostituta–criminal (¿víctima y/o victimaria?). Mas al ser reescrita su vivencia por la nota roja de Morena (y la novela negra que leemos), ella ya no es solo cuerpo degradado y condenado sino también un cuerpo resistente. Los personajes de los barrios marginales santiaguinos en Los siete hijos de Simenon aparecen caracterizados por una fisicidad dolida y dolorosa que traduce el impacto en la corporeidad de los sistemas excluyentes. Los cuerpos de los personajes hablan a partir de sus propias cicatrices, son el reverso de la imagen que vehicula el discurso del poder. Juan, que parece no tener marca física exterior que revele sus “cuestiones interiores”, en su viaje a la memoria extrae lo imborrable de las cicatrices. Pero, simbólicamente, al cierre de la novela, cuando propone al juez hacerle una “exposición completa” de los hechos, señala la necesidad de la reescritura para no dejar el pasado invisible. Así estos textos, en su tratamiento de la corporalidad, terminan por desenmascarar los dispositivos ocultos que hacen del mundo una cárcel o un infierno, y al mismo tiempo dejan constancia de que hay posibilidad de habitarlo de manera diferente.
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Bibliografía Díaz Eterovic, Ramón (2001 [2000]): Los siete hijos de Simenon. Barcelona: Seix Barral. García-Corales, Guillermo/Pino, Mirian (2002): Poder y crimen en la narrativa chilena contemporánea (las novelas de Heredia). Santiago de Chile: Mosquito Editores. Giardinelli, Mempo (2003): Cuestiones interiores. Buenos Aires: Sudamericana. Laurini, Myriam (1994): Morena en rojo. México D. F.: Joaquín Mortiz/Planeta. Lojo, María Rosa (2003): “Memoria de la cárcel”. En Diario La Nación, Suplemento Cultura, 27 de abril [Consulta: 2 de noviembre de 2016]. Marzano, Michela (2007): La philosophie du corps. Paris: PUF. Nichols, William John (2010): “Siguiendo las pistas de la novela negra con Mempo Giardinelli”. En: Revista Iberoamericana, vol. LXXIV, 231, abril-junio, pp. 495503. [Consulta: 2 de noviembre de 2016].
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EL CUERPO EN LA NOVELA Y EL CINE NEGROS Mempo Giardinelli Escritor, Argentina
Como autor, casi nunca escribo con base en planes, y en cambio dejo que todo fluya, sobre todo lo referido a la trama y el estilo de mis textos. Me preocupo, como todos los autores, especialmente por la direccionalidad y fuerza de las tramas, la precisión terminológica y las circunstancias de los personajes. Pero jamás había pensado en los cuerpos. Por eso agradezco a los organizadores del coloquio esta oportunidad de reflexionar acerca de una cuestión que ahora veo, descubro, que es trascendente y define perfectamente al género negro. Pensar este texto me llevó, por fortuna, a advertir el grado protagónico del cuerpo humano en mi obra, que se compone de una decena de novelas, medio centenar de cuentos y algunos ensayos, de los cuales solamente cinco libros y algunos cuentos caben dentro de este género que nos apasiona y convoca. Pero todas mis narraciones evidencian, de hecho, modos de abordaje y descubrimiento literario del cuerpo humano como continente necesario e ineludible de lo mejor y de lo peor de la especie. Desde esa narración monumental que es la Biblia, y más precisamente desde Adán y Eva, la cuestión del cuerpo inspira y contiene todo lo relativo al pecado, la traición y el crimen. Y es en particular el cuerpo femenino el que supuestamente motiva el mal. Sabemos que es una vieja idea de muchas religiones y que fue y resulta todavía un peso tremendo para las mujeres de todas las generaciones. Pero ese ha sido, más allá de su condenable vigencia, el estereotipo que primó durante siglos, durante milenios incluso, y ha llegado hasta nuestros días. Y por supuesto está en la literatura universal, y es también la idea que inspiró al cine desde sus inicios hace más de cien años. Charlie Chaplin era el tipo gracioso y tierno, y los héroes eran todos
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masculinos. Gloria Swanson, Barbara Stanwick y Marlene Dietrich eran seductoras, ambiciosas, insaciables e incitaban a pecar y a delinquir. La verdad es que fue muy cretino todo eso, igual que todo lo que determinó esa visión y esa condena a la condición femenina, pero a la historia de la humanidad no la escribimos ni ustedes ni yo. Como fuere, hoy sabemos que los valores primordiales en que basa su existencia el género negro son ante todo la ambición de poder, de gloria o de dinero. Sobre todo el poder y el dinero son los que producen ese descalabro moral de nuestro tiempo que llamamos impunidad. Los escritores combatimos moralmente contra eso, al narrar y cuestionar la falta de castigos, que agravia la conciencia colectiva, distorsiona los valores de la civilización, afecta la convivencia y, por supuesto, son causa de violencia. Esa palabra que, en mi opinión, es la que hoy más conmueve al mundo, y también, vaya, palabra mágica que nutre y da sentido a toda la literatura que llamamos negra. Es su necesidad estructural, diría yo. Por lo menos desde Cosecha roja de Dashiell Hammett (que es de 1924), la inmensa mayoría de los textos de nuestro género tienen al poder, el dinero, el crimen y la impunidad como ejes narrativos, y al cuerpo de los personajes como continente necesario y gestor, promotor, destinatario y víctima de las tramas. Entonces tenemos estos dos vocablos clave, estrechamente relacionados: cuerpo y violencia. Y los vemos, en la literatura sobre todo, en sus dos dimensiones: la individual y la social. Cuerpo como continente físico de lo que somos, y también cuerpo colectivo, la sociedad en que vivimos. Violencia individual con víctimas y victimarios, y también la violencia social, política, económica y cultural. En las novelas y cuentos que he escrito, advierto ahora que fui siendo cada vez más consciente del significado de lo corporal, debido al simple y rotundo hecho de que sin cuerpo no hay relato. No hay novela ni cuento sin cuerpos físicos sobre los que intervenir para definir las tramas, y cuerpos concebidos como continentes de conductas. En algunas de mis primeras novelas, sin duda fue determinante el cuerpo femenino como objeto de deseo y de pecado, o sea de atracción criminal. En el primer párrafo de Luna caliente, Araceli, una niña de 13 años, es descrita con estas palabras:
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Araceli fue un deslumbramiento. Tenía el pelo negro, largo, grueso, y un flequillo altivo que enmarcaba perfectamente su cara delgada, modiglianesca, en la que resaltaban sus ojos oscurísimos, brillantes, de mirada lánguida pero astuta. Flaca y de piernas muy largas, parecía a la vez orgullosa y azorada por esos pechitos que empezaban a explotarle bajo la blusa blanca. Ramiro la miró y supo que habría problemas: Araceli no podía tener más de trece años. (2000: 6)
A partir de la violación a que es sometida después por Ramiro Bernárdez, su cuerpo será para ella un descubrimiento siempre urgente y explosivo, caliente hasta la exasperación. Mis descripciones rinden tributo, por supuesto, a los arquetipos estéticos que fueron y son típicos del género negro y de la literatura universal. Por eso en Araceli está Lolita, de Vladimir Nabokov, como está la Alejandra de Ernesto Sábato en Sobre héroes y tumbas, y están la Señorita Blandish y Eva, de James Hadley Chase, y está Jane Fonda encarnando a la jovencita de Horace McCoy en ¿Acaso no matan a los caballos?, y están también algunas mujeres de David Goodis, de Jim Thompson, de Charles Williams y de Charles Runyon, o sea, los cuerpos más cruda, sexista y brutalmente descritos. La sutileza no era el sello distintivo de mi escritura en esa etapa, y sé muy bien por qué. La trama de Luna caliente remite a diciembre de 1977, que fue el momento más horrible de la dictadura militar, cívica y religiosa que padeció la Argentina. Escribí esa novela entre 1981 y 1982, sometido al imperio de una estética contra el horror de la dictadura y, precisamente, su apropiación y destrucción de cuerpos y almas. O sea, escribí condicionado por circunstancias políticas e ideológicas que contrariaban todo espíritu democrático, de libertad, justicia y paz. Por lo tanto, si en la realidad martirizada de mi país no había límites para la violación de mujeres secuestradas, ni para robarle los hijos a las detenidas que estaban embarazadas, tampoco podía haberlos en mis descripciones. La concepción filosófica de mis obras de creación —hoy lo veo claro— era existencialista en tanto la escritura era un acto de rebeldía. Los cuerpos, el femenino y el masculino, eran territorios literarios que aludían con crueldad a la realidad cruel de mi país. La escritura era entonces una sucesión de campos de batalla en los que la tortura, la violación y la brutalidad en todas sus formas se ensañaban sobre los cuerpos de mis hermanos y hermanas.
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Esto explica —dicho sea de paso— por qué hoy en mi país celebramos como triunfos de la vida y de la democracia el hecho de que más de 30 años después se han recuperado ya 120 personas que fueron bebés, niños, cuerpitos robados y apropiados por los genocidas. Esa es la gran labor de las madres y sobre todo de las abuelas de Plaza de Mayo, que buscaron y buscan y siguen buscando a centenares de niños y niñas que hoy son adultos y que sin embargo no saben, todavía, que fueron arrancados de los brazos de sus madres en cautiverio, y violados todos por sus apropiadores. La sutileza como cualidad literaria era muy difícil, imposible de lograr entonces, porque el dolor y la furia nos dominaban y porque la violencia del Estado militar represivo ponía límites indescriptibles y nos acorralaba. Y digo indescriptibles adrede, porque nuestro esfuerzo escritural se dirigía precisamente a describir el destrato a los cuerpos de las víctimas, miles, decenas de miles, cada una de las cuales era en sí una historia de vida y de calvario en vida y, por lo tanto, de muerte. Eran cuerpos sufrientes, sometidos y violentados. Y acerca de los cuales —ese era el enorme, gigantesco desafío— teníamos que escribir sublimando, intentando crear una poética del horror. Esto lo vi claro cuando escribí Viejo Héctor, un cuento sobre la pasión y desaparición forzada del gran historietista argentino Héctor Germán Oesterheld, que fue mi amigo y compañero en los durísimos años setenta. Y cuando escribí Luna caliente durante mi exilio en México, conmovido por noticias de secuestros y desapariciones (esa palabra simboliza el espanto de la dictadura argentina) de personas del mundo de mis afectos más profundos. Recordé en estos días, redactando este texto, la paradoja feroz que fue escribir la escena sexual de Araceli y Ramiro poseyéndose ardorosos contra el tronco de un árbol, cuando yo sabía que en ese mismo momento y a miles de kilómetros de distancia cuatro o cinco bestias torturaban y violaban a María Julia, una de mis más queridas amigas de la adolescencia, quien solo tenía 20 años, y yo podía oír exactamente, mientras escribía a diez mil kilómetros de distancia, su voz y sus gritos y su llanto. Al menos en la lengua castellana, y en la literatura argentina y latinoamericana de los últimos 50 años en particular, el género negro produjo un cambio espectacular en el tratamiento del crimen, porque, como ya he señalado en otros trabajos, como en Passau en 2011, hoy al crimen se le reconocen razones, motivos y causas vinculadas con la misma realidad en que
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viven los lectores, lo que es decir con sus vidas y sus circunstancias políticas, económicas, culturales, ideológicas. El crimen es parte de su calidad de vida siempre amenazada o al menos cuestionada, e impacta directamente sobre sus cuerpos. Y eso nos exige, a quienes escribimos, una estética del suspenso y la amargura, y de la frustración, acaso porque es nuestro único modo de sacudir a los lectores, abrirles las mentes y provocarlos para que despierten del letargo idiota que proponen el mundo moderno y la colonización cultural. Mi segunda novela fue Qué solos se quedan los muertos, y en ella hay un cuerpo también femenino que casi no se describe, que de hecho casi “no se ve”, pero es adorado desde una idealización que es a la vez intelectual y corporal. Ahí el plot, la trama, se estructura a partir de la lejana historia de amor que el narrador (José) ha vivido con Carmen, una mujer que se pinta las uñas de los pies escuchando el Bolero de Ravel y a la que José nunca dejó de amar aunque ella eligió otro camino y se casó con otro hombre. Otra vez, la descripción literaria de los cuerpos, al comienzo, define lo que seguirá: Carmen abrió y me miró a los ojos. No sé si ya dije que los suyos eran de color miel y que le quedaban sensacionales esas pecas en las mejillas. Sentí un breve alboroto en mi pecho, pronuncié algún saludo de circunstancia, y ella lo facilitó todo porque se abrazó fuerte, fuerte, agarrándose de mi cintura y largándose a llorar. Le acaricié suavemente la cabeza —su pelo me pareció más rubio que años antes— y le froté la espalda con ternura. Ella estiró la diestra, sin dejar de llorar, y cerró la puerta. Me tomó de la mano, aspiró sus mocos, se secó las lágrimas y me indicó que me sentara con un movimiento de la cabeza. Obedecí, sin dejar de mirarla: vestía unos pantalones de jean ajustados y una blusa blanca, ligera; estaba bellísima, más que en mis mejores fantasías. Su cuerpo no había ganado ni perdido un gramo. Sus sandalias abiertas dejaban ver las uñas, acabadas de pintar. No pude sino sonreír para mis adentros; había estado meditando. Tenía unas leves ojeras, posiblemente de tanto llorar. Le quedaban divinas. —Seguís tan alto como siempre, Grandote —dijo, con una media sonrisa—, no has crecido nada. Era un viejo chiste; yo mido casi dos metros. (2014: 23)
Lo que sigue es una tragedia, un crimen, una persecución y una de las primeras narraciones acerca del universo narco mexicano, ya que esta novela la escribí en 1984-1985.
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Pensaba, mientras escribía esto, que otra notable característica de la novela negra latinoamericana es que tiene sus pies plantados en la violencia que aqueja al cuerpo social. O sea la extrema injusticia, el abuso de poder, la narcoindustria y el narcotráfico, el narcoconsumo, la explotación, la trata, la corrupción y la hipocresía. Todo eso que sintetizamos en la palabra violencia, la cual afecta a todos los cuerpos del continente: de personas y colectivos. Esa violencia no es invención de la literatura y mucho menos es patrimonio único de nosotros, los latinoamericanos. Me importa subrayar que el narcotráfico y el narcoconsumo también están en Europa y Asia, y sobre todo en los Estados Unidos, que es el principal mercado mundial. Y la corrupción ni se diga, es una tara de la humanidad y no una mera característica nuestra. Ahí está el escándalo de la FIFA y sus dirigentes, hasta ayer respetados en sus cómodas instalaciones suizas. Y la corrupción en España, Grecia, Italia y Europa en general es cierto que suele ser mucho más discreta y de guantes blancos, pero no me digan que no la hay. Sobran ejemplos de que la corrupción en mi continente está asociada, en casi todos los casos, a refinados y elegantísimos empresarios y banqueros y financistas de Nueva York, Londres y casi todas las capitales europeas. Y díganme si no es también una infinita violencia que afecta a los cuerpos, el horroroso avionazo de Germanwings, crimen cometido por un loco cretino que bien pudo suicidarse solo como cualquiera en lugar de arrastrar a 150 personas cuyos cuerpos despedazó en lo que yo califico, sin dudarlo, como un asesinato masivo en pleno corazón del mundo más desarrollado y autosuficiente. En El décimo infierno, mi tercera novela negra, los cuerpos juegan nuevamente un rol central. Escrita ya en democracia, una pareja avanza velozmente en un torbellino de inmoralidad, traiciones y desapego a toda forma y toda norma de convivencia. Griselda y Alfredo traicionan por el ansia de sus cuerpos. Ella engaña a su marido poseyendo a su amigo y socio; él engaña a su amigo y socio poseyendo a su mujer. Son adultos ambiciosos, cuyos deseos más primitivos guían sus cuerpos hacia una supuesta libertad sexual, y dirigen sus acciones hacia el dinero, la traición y todo lo peor de la conducta humana. Cuando filmé El décimo infierno yo sabía que el cuerpo y la sexualidad femenina son parte esencial de la novela y el cine negro contemporáneos porque hay una relación estrecha, como una sociedad inevitable, entre el mundo del crimen, el machismo y la sexualidad. La literatura negra es machista y
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sexista, porque el cuerpo de la mujer siempre se exalta como símbolo sexual, como objeto de deseo, como provocador del pecado y el delito. Por eso hay una invariable intención moralista en el género negro, más allá de la voluntad o conciencia de cada autor. Y por supuesto hay todo tipo de tratamientos: en los contemporáneos, Élmer Mendoza, Fernando López, Miguel Molfino y Alexis Ravelo me parece que estarían entre los más zarpados, audaces, explícitos, capaces de vulgaridades feroces en el tratamiento de cuerpos y conductas. En cambio Ramón Díaz Eterovic es mucho más sutil, como lo son también María Inés Krimer e incluso Fernando Ampuero. Lo cierto es que los cuerpos en el género negro son generalmente abordados desde la perspectiva masculina. Es el macho de la especie el que ha narrado, tradicional y mayoritariamente, tanto el descubrimiento como el comportamiento de los cuerpos. En el género negro en particular esto tiene validez universal y deriva del fenómeno lamentable que ha sido y sigue siendo el machismo y el sexismo del siglo xx, que se extiende todavía. El cine, la literatura, la televisión, el periodismo y la publicidad son vehículos de exaltación de la mujer no como persona, sino como objeto de culto, como cuerpo pecador, como estatua de sal. Así, el género negro ha construido esa especie de paradigma machista del que no puede salir. No fácilmente, al menos. Y esto desde Conan-Doyle, si quieren, y desde quienes engrandecieron el género policiaco: de Simenon a Chandler, de Thompson a Westlake, de Boris Vian a José Giovanni, de Rafael Bernal a Paco Taibo, de Rafael Ramírez Heredia a Élmer Mendoza. Es el punto de vista masculino el que describe el cuerpo femenino, y no al revés. Basta leer a Margaret Millar o a mi notable compatriota Krimer, autora de Sangre kosher y Siliconas express, dos novelas protagonizadas por la detective aficionada Ruth Epelbaum, un personaje delicioso que evoca, en su andanza desgarbada y sus investigaciones heterodoxas, a lo mejor de Raymond Chandler. Astuta, escéptica y observadora, para ella el único cuerpo que interesa es el de la víctima, por todo lo que declara de sí mismo. Pero no es fácil establecer semejanzas y diferencias entre novela negra y cine negro, sobre todo en cuanto a narrar los cuerpos. Uno sabe que el cuerpo humano es, digamos, el envase que contiene lo que somos; y si en el trabajo literario la búsqueda es precisa porque la palabra siempre exige precisión, pues en el cine también. En ambas disciplinas artísticas la búsqueda
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es de originalidad, agudeza e impacto en el lector/espectador. Pero cuando uno hace cine sabe que la precisión está también en otro lado: en el encuadre que debe contener no solo lo que se muestra y se ve, sino todo lo que además se quiere sugerir. El cuerpo de Griselda, en mi novela, es una sublimación constante, un trabajo más elusivo que concreto, porque de ese modo encanta la literatura. Sin embargo, el cuerpo de Aymará, la actriz de mi película, tiene una contundencia explícita que sobraría en la novela. La Griselda que ella compuso es y no es la de mi novela, y en gran medida es el cuerpo el que marca la diferencia. Desde luego que, al filmar, mi preocupación ya es no solo moral sino además visualmente estética. Porque en el cine no solamente describimos a los personajes, sino que los vemos. Un cuerpo ya no es una suma de palabras que sugieren, sino una forma humana que se muestra y se ve. Los espectadores comparten esa visión, estimulante o rechazante, y en ese punto yo no hago conjeturas, porque el público es un infinito universo de sensibilidades, matices, deseos, frustraciones, perversiones y represiones que a mí obviamente me exceden y que merecerían profundas investigaciones sociológicas acerca del espectador y su propio cuerpo. Algunas de las cuales sospecho que ya existen y que simplemente yo ignoro. Toda narración cinematográfica es una visión del mundo desde el punto de vista de quien decide, con su ojo, qué es lo que se filma. Diría, si me permiten, que la Weltanschauung está en el ojo mismo de quien filma, no en el cuerpo filmado. Por eso puedo compartir con ustedes, desde mi subjetividad, algunos aspectos de mi experiencia dirigiendo actores y actrices cuyos cuerpos, al menos en mi primer film noir, fueron factores fundamentales antes, durante y después del rodaje de cada escena. Con mi socio, colega y coéquiper Juan Pablo Méndez concebimos El décimo infierno como una película a cuatro manos, pues los dos escribimos el guion, los dos la produjimos y los dos la dirigimos. Nuestro primer acuerdo básico fue evitar toda obviedad de exposición corporal, en particular el cuerpo de Aymará Rovera, la primera actriz. No solo porque no queríamos caer en el estereotipo machista del cine latinoamericano, ni por nuestras convicciones ideológicas no sexistas, sino porque, al igual que en la literatura, yo he preferido siempre poner el énfasis en la belleza de lo sugerido.
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Trabajar con Aymará y con Patricio Contreras, dos reconocidos profesionales del cine argentino, implicó un estricto cuidado de sus cuerpos. Previmos que las escenas de sexo fuesen expresiones amorosas antes que exhibiciones pasionales; que sus desnudos nunca fuesen totales; y en cada escena cuidamos que no se incomodaran, aunque sí estimulándolos a que sus respectivos papeles resultasen muy inquietantes para el público, tal como son en mi novela. Fue una estupenda experiencia ir en contrario, conscientemente, de la vulgaridad corporal que suele ofrecer el cine de las últimas décadas, que en general abandonó todo recato y medida, tanto en Hollywood como en España, México, Brasil y otras industrias cinematográficas. Nosotros preferimos encomendarnos a un par de clásicos: el John Huston de El halcón maltés, Cayo Largo o El tesoro de Sierra Madre; el Alfred Hitchcock de La ventana indiscreta y Crimen perfecto. Ese cine era capaz de exquisitas sutilezas, incluso y especialmente en películas de crimen y misterio, en las que no hacían falta cuerpos desnudos para ser irreprochablemente sensuales e incitantes. Quiero decir que entre el James Cain de El cartero siempre llama dos veces de 1946 con una sutil y provocativa Lana Turner, y el 1981 con Jessica Lange semidesnuda sobre la mesa de cocina antes de ser montada por Jack Nicholson, obviamente prefiero la primera, que emparenta con el James Cain de Pacto de sangre protagonizado por la sutil y enloquecedora, y siempre vestida totalmente, Barbara Stanwick. La pregunta sería, quizás: ¿es posible hacer cine negro sin el concurso de los cuerpos como protagonistas, y sin el cuerpo femenino desnudo o semidesnudo, que se asocia machistamente al pecado y a la traición, el deseo y el crimen? No tengo la respuesta, pero cuando empezamos a rodar yo reuní a todo mi equipo, con el que íbamos a trabajar cinco semanas intensamente, y entre las recomendaciones y reglas de trabajo, establecí una muy precisa, referida a cómo se debían mostrar los cuerpos en las escenas de sexo. Yo no quería desnudos, ni femeninos ni masculinos, y tenía decidido que las escenas de sexo fuesen muy breves, más sugerentes que “mostrativas”, para que incitasen al espectador por la furia criminal implícita o por el anhelo de superioridad que todo criminal desarrolla, antes que por el mero recorrido de la cámara sobre los cuerpos. Y para eso debía quedar muy clara esa relación del crimen con el sexo, que en toda la cultura occidental es indesmentible y no es
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solamente una característica de nosotros, los casi siempre prejuiciosamente considerados tropicales y calenturientos latinoamericanos. Mi experiencia es doble ahora porque vengo de la literatura y solo de grande estoy entrando a la experiencia del cine. Después de tres ajenas versiones fílmicas de Luna caliente y de El décimo infierno, ahora lo que voy a filmar —si tengo tiempo— es mi cuarta novela de crimen, Cuestiones interiores, en la que los cuerpos en realidad son datos fundamentales pero difusos. Juan mata al viejo en el baño del aeropuerto, pero casi sin verlo, sin quererlo y sin saberlo. Ese viejo es para él apenas un cuerpo vagamente recordado, de quien desconoce absolutamente todo y a quien encontró casualmente, orinando a su lado en el baño de un aeropuerto. Estamos ya en democracia y la perspectiva política de mi país ha cambiado rotundamente, por fortuna, y entonces la narración puede indagar mucho más en el interior y la psicología del personaje, que admite el homicidio con una naturalidad tan exasperante como inadmisible, lo que descoloca a los jueces. En esta novela es como si los cuerpos no existiesen; el abordaje es más psicológico que morfológico, y por eso el tratamiento y la descripción son más sutiles, elípticos. Como en la política, o en el debate ideológico, hay rodeos, contradicciones y juegos de palabras, atajos y especulaciones, de manera que lo que es no siempre es, así como la suposición, lo indirecto y lo no dicho adquieren relieves determinantes. Finalmente, también en algunos de mis cuentos aparecen visiones corporales entre difusas y sugeridas, algo que desde Luna caliente fue una de mis preocupaciones: no describir cuerpos sino mostrar acciones; o sea, las conductas por encima de las fisonomías. Pienso en algunos de mis relatos negros más leídos: El paseo de Andrés López, El tipo, El castigo de Dios, El ciego, San La Muerte. En ninguno de ellos aparece el cuerpo femenino, pero sí el andar desolado de cuerpos masculinos en camino hacia su propio funeral. En El tipo, un periodista sabe o sospecha que va a morir pero solo le importa llegar con dignidad a ese final. Y en El paseo de Andrés López, un médico que sabe o sospecha que no va a morir trabaja sobre el cuerpo herido de un delincuente y lo cura, pero sabiendo, o no queriendo saber, que este sí va a morir. En El señor Serrano y en Kilómetro 11 los cuerpos son meras coreografías. Solo en Los traidores hay un tratamiento crudo y feroz de los cuerpos.
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En realidad, toda la literatura negra reconoce que el cuerpo es determinante. Y el cine también, sobre todo si, como creo, el cine es hijo de la literatura y su función, privilegio y maravilla es mostrar lo que la literatura sugiere. En el cine vemos lo que en la literatura hacemos ver. Bibliografía Gaultier, Maud (2003): “Identité et écriture policière dans Últimos días de la víctima de José Pablo Feinmann et Es peligroso escribir de noche de Sergio Sinay”. En: Cahiers d’études romanes, 9, pp. 117-131. Giardinelli, Mempo (2000 [1983]): Luna caliente. Buenos Aires: Planeta. —. (2014 [1985]): Qué solos se quedan los muertos. México D. F.: Planeta.
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LA CONSTRUCCIÓN DE LOS CUERPOS DE LOS VICTIMARIOS DE LA DICTADURA ARGENTINA EN TRES NOVELAS NEGRAS DE FEINMANN, GIARDINELLI Y MALLO Sabine Schmitz Universität Paderborn
Introducción José Pablo Feinmann, uno de los grandes autores del género negro en Argentina, ponía en 1991 en tela de juicio que la novela negra argentina fuera a cambiar de manera automática con motivo de la transición a la democracia, puesto que no se había dado un verdadero giro en la realidad política del país: Ahora bien, ¿qué ha ocurrido entre nosotros, entre los argentinos? ¿Qué ocurre con la narrativa policial cuando el crimen no sólo está en las calles, sino que está ahí, en las calles, porque el Estado es el responsable de la existencia del crimen? ¿Qué ocurre cuando la policía, lejos de representar la imagen de la Justicia, representa la imagen del terror? ¿Qué ocurre cuando lo policial no es una institución del Estado, sino que es el Estado mismo? En suma: ¿cómo se relaciona la novela policial con el Estado policial? (1991: 145)
Feinmann formula aquí uno de los problemas centrales de las artes durante y después de la dictadura: la existencia de una verdadera “crisis representacional” en lo referido a la violencia causada por la misma, pero que afecta también a sus autores, en su mayoría protegidos frente a posibles juicios en la posdictadura. Dicha crisis se fundamenta en la imposibilidad de representar tanto aquellos sucesos violentos como, durante mucho tiempo, a sus protagonistas, como se intentará demostrar en lo que sigue.
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Hasta ahora, los estudios sobre el género negro se han centrado sobre todo en la dificultad de encontrar modelos y estructuras que permitan narrar la experiencia de las víctimas de la dictadura1. Sin embargo, esta búsqueda está íntimamente relacionada, a través de una compleja dialéctica, con la necesidad de representar también a los represores, a los ejecutantes de la violencia de Estado. Es por ello que el arte, y más concretamente la novela negra, tiene que inventar también estrategias narrativas que den cuenta de los victimarios. Durante la dictadura, esta necesidad llevó a los autores a buscar dispositivos necesariamente herméticos con el fin de sortear la censura. Luego, en tiempos de transición y hasta el primer decenio del siglo xxi, el relato de los victimarios tuvo que confrontarse de manera imperiosa, como se verá más adelante, con la existencia de leyes de impunidad que imposibilitaban el enjuicionamiento de los exmilitares. Una de las respuestas más ingeniosas a esta crisis representacional durante la dictadura la ofrece el propio José Pablo Feinmann con su novela policial Últimos días de la víctima2. En ella, como se analizará más adelante, tematiza justamente esta relación entre el género negro y el Estado represivo, confrontando al lector con los victimarios para hacer visible el omnipotente y destructivo poder del aparato policial durante la dictadura. La hipótesis que se maneja aquí es que la concepción, y consiguientemente el tratamiento de los cuerpos de estos criminales de Estado durante la dictadura y la transición, va a ir transformándose paulatinamente, tendiendo a una creciente desmitificación de los represores. Puesto que este “poner al descubierto” los cuerpos de los victimarios de la dictadura se realiza a través un complejo control narrativo de su presencia corporal, se estudiarán aquí las configuraciones de los cuerpos en distintas novelas negras. Para ello es necesario analizar no solamente las concepciones del cuerpo que condicionan el diseño de estos personajes represores, sino también la relevancia que se da a preceptos básicos que condicionan el género negro. Ello lleva 1
Marcy Campos Pérez (2016) constata acertadamente, a cuenta de la obra del artista chileno de performance Carlos Leppe, que la ausencia y la aparición de los cuerpos constituyen en las artes el punto de fuga de una estética que, si por un lado intenta desdibujar la corporalidad, por otro pretende dar visibilidad al cuerpo. 2 El propio Feinmann consideraba en 2011, en el prólogo de una reedición, que su novela se encontraba entre las tres mejores publicadas en Argentina durante la dictadura (2011: 10).
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implícitamente a cuestionarse si hay categorías conceptuales o parámetros de la novela negra que sean idiosincráticos del género y, al mismo tiempo, especialmente aptos para servir de punto de fuga con el que construir los cuerpos de los victimarios. Para analizar las estrechas conexiones entre los diseños de los cuerpos de los verdugos en el género negro argentino y los dispositivos socioculturales que condicionan la representación del cuerpo en distintas épocas —desde la dictadura hasta la actualidad— se ha optado por un enfoque diacrónico dividido en tres partes. Primero nos interrogaremos por la capacidad heurística de las construcciones de los cuerpos de los victimarios en la novela negra. En la segunda parte se analizarán las distintas maneras de narrar el cuerpo del victimario en tanto que constructos textuales en tres novelas negras argentinas de distintas épocas, y se estudiará en qué medida aquellas están condicionadas tanto por distintas concepciones del cuerpo como por las estrategias narrativas empleadas por los autores para captar la idiosincrasia de estos cuerpos y su estrecha relación con conceptos vigentes en su misma sociedad. Los textos escogidos son la mencionada Últimos días de la víctima, de José Pablo Feinmann, ambientada y publicada en plena dictadura (1979); Luna caliente, de Mempo Giardinelli, escrita en el exilio y publicada a finales del periodo dictatorial (1983), en el que se ambienta; y El policía descalzo de la Plaza San Martín (2007) de Ernesto Mallo, cuya trama se sitúa ya en la transición. Finalmente, como tercer paso, se abordarán las configuraciones y la funcionalidad del cuerpo de los victimarios en el género negro argentino en términos diacrónicos, demostrando que tanto su diseño como su función cambian de manera fundamental con el tiempo. Ello sin duda se debe relacionar, entre otros factores, con la importancia que en la novela negra posee la crítica social, y por ende también con su destacado papel en las luchas por la memoria en Argentina3. 3
Mempo Giardinelli señala en su canónico estudio El género negro. Ensayo sobre la novela policial (2013 [1984]) que los grandes temas del género negro latinoamericano son la verdad y la justicia, dos campos íntimamente ligados a la crítica social y la memoria. Sobre el porqué de este rol central de la crítica social, el novelista y ensayista señala que la novela negra latinoamericana “se vincula con lo social, o sea con la vida de nuestros pueblos, mientras que la anglosajona ha estado siempre vinculada casi exclusivamente a lo individual, y/o a subrayar el heroísmo personal. En cambio, entre nosotros el heroísmo personal es mucho menos apreciado
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1. El cuerpo narrado de los victimarios en el género negro Existen diferentes enfoques a la hora de analizar los personajes de un texto de ficción. En este trabajo se ha optado por entender al personaje como signo y, por lo tanto, se concentrará en las estructuras textuales que condicionan su representación. Partimos con Fotis Jannidis de un modelo de comunicación narrativa basado en la teoría de la inferencia, que subraya la importancia tanto del contexto de toda comunicación narrativa como de la actividad del lector (Jannidis 2004)4. Jannidis argumenta en consecuencia que el personaje literario no debería ser considerado una entidad autónoma y enteramente representada en el texto, sino en última instancia un modelo mental del llamado por Umberto Eco “lector modelo” (1979: 55ss.), el cual necesita para la (re)construción del personaje conocer tanto el texto como el mundo. El texto —y con él también el personaje— no es en este modelo un conjunto acabado, sino que requiere que el lector lo complete. Para ello el lector recibe información relevante a través del texto, los llamados por Jannidis triggers semióticos (2004: 78), construidos por el autor. Así, el autor mismo es considerado una instancia de comunicación, o interface, del saber histórico y cultural. Para analizar la concepción y construcción del personaje del victimario en la novela negra argentina desde una perspectiva diacrónica es por lo tanto imprescindible tener en consideración, por un lado, el saber histórico-cultural relevante en cada época sobre los victimarios y, por otro, los principios del género negro en general, y entre ellos sobre todo los que rigen y condicionan la representación de los victimarios. Ello implica que, en este caso en concreto, se debe analizar la construcción del personaje del victimario y esto ha significado un cambio fundamental para el género” (en Nichols 2010: 498). Cf. también la entrevista a Giardinelli en Manrique Sabogal 2004. Sobre la participación activa de los autores de la novela negra argentina en las luchas de memoria vid. Schmitz (en prensa). 4 En consecuencia, la información sobre los personajes no solamente se transmite mediante una caracterización directa o indirecta, ya sea por parte del narrador o en boca de los personajes, sino también por medio de conclusiones que el lector es capaz de inferir. Las características semánticas relevantes para la caracterización de un personaje no son por tanto meros datos estáticos presentes en el texto, sino una información dinámica en el tiempo y espacio, en el proceso de recepción.
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en los tres textos elegidos centrándose en los triggers semióticos que permiten al “lector modelo” elaborar un arquetipo mental de los opresores durante la dictadura argentina. Para ello existe toda una gama de signos tanto verbales como semióticos en un sentido general que conjuntamente configuran a los personajes. A partir de ellos el lector modelo se forma un constructo mental, un tipo básico organizado de manera prototípica. Una de las características centrales de este prototipo, indisociablemente ligado a un cuerpo, es que siempre está dotado de un exterior y un interior a los cuales se adscriben estados temporales o características duraderas (Jannidis 2004: 194). La relación entre el exterior y el interior de un personaje, su corporalidad y su mente, oscila, según Jannidis, entre la correspondencia y el contraste entre ambos (Ibíd.). Jannidis se refiere con ello al llamado “principio de adaequatio”, modelo importante en la construcción de personajes en los textos de la Edad Media que unos interpretan como una absoluta equivalencia entre exterior e interior (Haug 1992: 283) y otros como una adecuación que no obstante deja intencionadamente espacio para interesantes incongruencias (Gerok-Reiter 2007). Aquí se seguirá esta última interpretación. La pertinencia de este modelo en este contexto viene avalada porque tradicionalmente ha servido para construir la imagen de los antagonistas —ya sean los gánsteres de la época de la prohibición, ya la policía corrupta— en el hard-boiled norteamericano de Chandler y Hammett (Haut 2014; Miller 2012; Knight 2003); es decir, en autores y obras que siguen siendo un referente para muchos autores de novelas negras argentinas, entre ellos los propios Feinmann, Giardinelli y Mallo. El siguiente análisis no pretende por lo tanto leer en los textos literarios el cuerpo como algo ontológico, prediscursivo e intemporal; pretensión imposible por cuanto, como acabamos de ver, un cuerpo está siempre codificado por la sociedad y la cultura5, y además determinado y configurado por el medio, en este caso la escritura y más en concreto la novela negra argentina. Por el contrario, se estudiarán los cuerpos como constructos textuales condicionados, por un lado, por las circunstancias político-sociales y, por otro, por el propio género. La mirada diacrónica permitirá analizar finalmente las 5
Con ello se insiste en la distinción entre performatividad y performance presente en todo texto, sobre todo literario, que permite no solamente considerar la puesta en escena como realización material de un patrón literario, sino que considera la escenificación del cuerpo como principio de organización inherente al texto mismo; cf. Zumthor 1988 y Fischer-Lichte 2003.
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correspondencias, variaciones y discrepancias que se dan entre las tres obras, y al mismo tiempo evaluar el significado y el valor idiosincrático que tiene el cuerpo del victimario en la novela negra. El poder, en tanto que elemento configurador de la sociedad, es un elemento fundamental en la novela negra. En general suele tratarse de un poder cuyos ejercientes permanecen anónimos o al menos carecen de rostro visible. Encarna la fuerza que corrompe a la sociedad y que está presente en casi todos los niveles sociales. Sus protagonistas, bien que anónimos o casi invisibles, se caracterizan por una cierta adaequatio entre lo exterior y lo interior; es decir, entre el cuerpo animado y una determinada forma mental, interna y no-corporal. Estos “cuerpos del poder” suelen destacar por su exterior negativo, oscuro —muchas veces visten de negro o gris—, lo que sugiere que en su alma, en su interior, prevalecen aspectos negativos como la violencia, la codicia y la ignorancia. No obstante, no se entiende por adaequatio la adecuación total entre su exterior y su alma. Por el contrario, dicha adecuación está siempre condicionada por la presencia de una cierta dicotomía entre los dos componentes básicos del personaje, aunque sea en unos pocos aspectos. Sin esta dicotomía, el personaje carece de interés y la tensión de trama disminuye considerablemente. Esta relación entre exterior e interior suele estar reforzada por la eloquentia corporis6, que sirve para orientar al lector sobre el carácter del personaje, ya que este se puede deducir de sus gestos, su lenguaje ritualizado, su vestimenta y a menudo su interés por la violencia. Aspectos todos que, en los casos que nos conciernen, subrayan lo oscuro de su poder. En la novela negra, esta concepción del cuerpo “negro” del victimario es una forma de perfilar y dirigir tanto al propio personaje como la trama, y es trabajada por cada autor de un modo distinto según la época en que fue escrita la novela. En la Argentina de la dictadura de 1976-1983, que instaló un aparato de poder basado en el anonimato, la omnipresencia y al mismo tiempo la escenificación de dicho poder como demostración de su capacidad de llevar el terror al centro mismo de la sociedad —una realidad que sobrepasaba con creces los relatos ficticios del cuerpo de los opresores esbozados 6
Siguiendo a Hartmut Böhme (1997: 10), se entiende por eloquentia corporis aquellas enunciaciones retóricas, semánticas y tópicas referidas al cuerpo que se transforman en imágenes y fórmulas cristalizadas entre las energías afectivas y los patrones de procesamiento cultural.
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hasta entonces—, se produjo una suerte de “hibridación” en el tratamiento del cuerpo de los represores. Lejos de limitarse a repetir la configuración tradicional de los “cuerpos del poder” anteriormente señalada, los autores optaron por transgredir los preceptos del género con el fin de crear un contrarrelato que sacara del anonimato a los protagonistas del terror; intento que, como se verá, marca indeleblemente los trabajos de Feinmann y Giardinelli. Esta búsqueda de una alternativa que permita denunciar la escenificación del poder se caracteriza por ser una reacción a dos concepciones de los cuerpos vigentes en la dictadura e íntimamente ligadas a esta temática. Por un lado, la uniformidad corporal de los opresores, evidente en el empleo de uniformes que subrayan la anonimia, el secretismo y el disciplinamiento de los cuerpos en todos los ámbitos, por ejemplo en el movimiento sincrónico de los militares en desfiles y actos oficiales. Este disciplinamiento de los cuerpos se completa, por otro lado, con un modo específico de hablar, una retórica rígida y desprovista de emociones. Todos estos elementos crean una máscara perfecta y construyen una imagen muy determinada del cuerpo de los poderosos en el espacio público7. En la sociedad de la dictadura se colocó en primer plano el cuerpo de los poderosos como encarnación a un tiempo real y simbólica del poder. La escenificación corporal, por su función de representación política, debe ser muy visible y comunicar claramente su mensaje, lo que a su vez oculta la presencia real del cuerpo bajo su pura presencia simbólica. Aunque esta función semiótica que insiste en la visibilidad de la dimensión exterior del cuerpo es sin duda fundamental, al mismo tiempo refuerza la importancia de la presencia mediadora del cuerpo real. Se genera así una dialéctica entre la visualización del impacto del cuerpo anónimo, “real”, por un lado, y el cuerpo con una función política en tanto que representación simbólica del poder, por otro8.
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Faltan estudios sobre la autopresentación corporal de los militares durante la dictadura argentina. Sobre el diseño y los dispositivos de los cuerpos de las víctimas durante y después de la dictadura existen sin embargo trabajos de interés, como Banega 2006 y Domínguez 2012. 8 Jorge Edwards, referiendóse a Chile, subrayaba acertadamente que durante una dictadura surgen lenguajes “menos miméticos, más alegóricos, más abstractos que los del pasado” a causa de la censura, pero también insistía en el hecho de que “son los lenguajes exigidos por la descripción de una realidad compleja” (1987: 24).
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A los autores de novela negra les resulta por tanto una tarea muy difícil construir los “cuerpos del poder” durante la dictadura, pero también en tiempos de la posdictadura. Pues aunque esta función simbólico del cuerpo opresor se transforma con el cambio de régimen —transformación reforzada entre otros factores por los procesos jurídicos contra militares y policías—, sigue siendo complicado encontrar nuevos patrones con los que describir a los antiguos verdugos. No obstante, y a pesar de estas dificultades, el género negro argentino desarrolla ya durante la dictadura estrategias narrativas que rompen con esta función de representatividad simbólica de los cuerpos de los victimarios. En este proceso de creación de un contradiscurso, la novela negra oscila entre los dos discursos político-sociales sobre dichos cuerpos que se acaban de señalar, el “real” y el simbólico. Ambos modelos han vivido profundos cambios a través del tiempo. Durante la dictadura, el cuerpo físico de los militares funcionaba según el lenguaje político como espejo y sismógrafo de un interior que solamente era visible a través de su presencia, sus reacciones o su equipamiento. La eloquentia corporis puede entonces ser considerada un “lenguaje interno” y, en consecuencia, no permite apreciar discrepancia alguna entre exterior e interior: no existe armonía o dicotomía entre ambos, no hay tensión, y por ello esta dicotomía carece de valor heurístico en la interpretación de estos personajes. Se trata así de una fórmula que favorece considerablemente el anonimato deseado por el poder, a pesar de lo cual fue puesta en tela de juicio ya durante la dictadura por algunos —muy pocos— autores, y por bastantes más ya en tiempos de la posdictadura. Esa visión crítica se sostiene no solo en la presencia física de los cuerpos de los victimarios o en la insistencia en la necesidad de juzgar sus acciones, sino también en su intrínseca desmitificación, lo que se consigue mostrando lo miserable de su apariencia en la vida cotidiana. A continuación se analizarán las estrategias narrativas elegidas por los tres autores para poner al descubierto el cuerpo de los opresores desde la dictadura hasta la actualidad, y con ello los principios que durante mucho tiempo utilizaron los verdugos para escenificarlo y protegerlo. Se estudiará si hay en la novela negra elementos y dispositivos narrativos constantes o al menos recurrentes que, en este proceso de denuncia, puedan ser caracterizados como patrón genérico; o si, por el contrario, se trata de un proceso durante el cual
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surge cada vez y luego desaparece un repertorio distinto y cambiante de estrategias, categorías y tipos. Para este análisis nos centraremos en los modelos de adecuación, las reglas que rigen la dicotomía interior/exterior, una cierta semiótica de la representación (rituales, gestos, etc.) y el uso de un lenguaje ritualizado. 2. La dialéctica entre representividad simbólica y presencia “real” en ÚLTIMOS DÍAS DE LA VÍCTIMA Entre las novelas negras más importantes escritas durante la dictadura argentina se cuenta sin lugar a dudas Últimos días de la víctima de José Pablo Feinmann, publicado en 1979. El texto ha llegado a un público muy numeroso gracias a varias adaptaciones al cine, la primera de ellas ya en el año 1982 a cargo del conocido cineasta Adolfo Aristarain. Se trata de una obra que testimonia las transformaciones que se producen en la novela negra argentina en los años setenta del siglo xx: por un lado deviene más dura, recreando en parte patrones de la novela negra estadounidense, pero al mismo tiempo comienza a impregnarse de una feroz carga de crítica social, según Giardinelli una de las características más destacadas del género negro en Latinoamérica (2013). La novela se centra en la historia de un asesino profesional, Raúl Mendizábal, el cual recibe la orden de la “organización” —es decir, del poder oficial del propio régimen militar— de asesinar a un hombre llamado Rodolfo Külpe, sospechoso de ser un subversivo. El texto narra la persecución de Külpe por Mendizábal, quien en vez de matar directamente a sus víctimas las observa antes durante días, tomándoles muchas fotografías y estudiando a fondo su vida íntima y su entorno. Solamente cuando sabe todo esto procede a acabar con ellas. Esta vez también planifica todo de esta manera, pero el resultado final difiere. Mendizábal se inmiscuye a fondo en la vida de su víctima, llegando a ponerse en contacto con la excompañera de Külpe y con su hijo; paralelamente, su relación con la organización, para la que trabaja desde hace años, empeora progresivamente tras el derrocamiento de su antiguo jefe, que siempre apreció su trabajo. Todos estos cambios presagian el final de la novela, en el que, para sorpresa del lector, no es Mendizábal quien
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asesina a Külpe, sino justamente al contrario: Külpe, quizás contratado por el nuevo jefe de la organización, mata de un tiro a Mendizábal. Además, en su parte final el texto insinúa que esta confrontación entre los dos hombres puede ser interpretada incluso como un enfrentamiento entre dos personalidades de un mismo individuo, una lucha esquizofrénica que puede deducirse de los llamativos paralelismos en la forma de actuar de Mendizábal y Külpe. Además de estas dos, existen otras posibles interpretaciones del desenlace (Gaultier 2003: 129-130). No es casualidad, por tanto, que encabece el libro una cita de La muerte y la brújula, uno de los relatos policiacos más herméticos de Jorge Luis Borges. Buena parte del impacto de la novela nace de su narración en tercera persona con focalización interna. La novela se cuenta desde la perspectiva del órgano ejecutivo del poder, el asesino profesional Mendizábal, y con ello se introduce al lector en la mente de un protagonista del terror estatal durante la dictadura. Feinmann, no obstante, relativiza esta relación de subordinación de Mendizábal al poder, ya que este insiste en varias ocasiones en su independencia, subrayando frente al que será su nuevo jefe que ni él forma parte de la “organización” (UD 43, 99)9, ni “el hombre importante” —es decir, el que actualmente le señala sus víctimas y le paga por ello— es su patrón (UD 43). Feinmann consigue con esta diferenciación entre el poder en sí y los instrumentos que este utiliza para mantenerse, trasladar al lector el angustioso clima que reina en la sociedad durante la dictadura. Por ello el asesino a sueldo es descrito por los demás como un “arma anónima” (UD 43) y él mismo se autodefine como “un instrumento” (UD 51). A este respecto, el narrador ilumina la relación entre el poder y los protagonistas de la violencia con la siguiente explicación: [A] Mendizábal le gustaba definirse así. Lo hacía sentirse puro, incontaminado, ajeno a las pasiones de los demás. Y eficaz. Si alguna idea de la justicia había en él, estaba dictada por su orgullo: quien lo llamaba merecía ganar, porque había elegido lo mejor. Lo sacudió la súbita estridencia de un trueno. (UD 55)
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A lo largo del texto se cita la novela mediante las siglas UD y el número de página, referido a Feinmann 2011.
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Consciente de la censura impuesta por la dictadura, Feinmann elabora una compleja narración de los distintos estratos del poder que le permite denunciar, sin mencionarla directamente, la violencia de Estado, que en la novela ejecuta un mediador fuera de la organización oficial. Para lograr su objetivo es fundamental el relato de los cuerpos de los victimarios. En este sentido, la estrategia de focalización externa de una instancia narratológica heterodiegética es un inteligente punto de partida, pues es el enfoque que potencialmente permite un acceso ilimitado al lenguaje corporal de los personajes vinculados al Estado, que se narra de una manera muy detallada. Prevalece así el interés del autor por construir cuerpos que sirvan a una lectura política de la obra, algo que el propio Feinmann considera casi inherente a la novela negra, en la medida en que sirve para demostrar que la violencia es el producto de un aparato estatal omnipresente y omnipotente (Feinmann 2011). Aparte de Mendizábal, en la novela aparecen otros personajes que son los verdaderos representantes del apparatus horribile, es decir, el poder del Estado. Estos hombres de la “organización” son el jefe, al que Mendizábal se refiere simplemente como “el hombre importante”, y Peña, un advenedizo que al final del libro se habrá convertido en el nuevo jefe. Ellos son los victimarios institucionalizados, que destacan por estar construidos mediante una concepción del cuerpo que, como se verá, está muy cercana a la del propio Mendizábal. Para diseccionar esta construcción se analizarán varios elementos estrechamente interrelacionados entre sí: el principio de adaequatio, la vestimenta como “envoltorio” del cuerpo de los represores, las relaciones proxémicas entre los personajes, y los gestos y el lenguaje retórico que sirven para subrayar su carácter de “sustitutos” de los verdaderos integrantes del poder estatal, los militares. 2.1. El principio de adaequatio El elemento que de forma más destacada marca la concepción del cuerpo de los victimarios en la novela de Feinmann es el principio de adaequatio, que, como se ha señalado, se rige por la existencia de una dicotomía entre el exterior (la corporalidad) y el interior (el alma). Ya en una primera lectura de Últimos días de la víctima se puede apreciar, no obstante, que los cuerpos de
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los tres personajes señalados no siguen el principio de adaequatio de la novela negra clásica, porque no se dibuja ese exterior poco atractivo que suele corresponder —a veces con matices— a un alma negra y corrompida. Antes al contrario, Feinmann modula en buena medida este principio de adaequatio con el fin de narrar la dictadura esquivando la censura. El cuerpo del protagonista, Mendizábal, se tematiza varias veces con detalle a lo largo de la novela. Así, por ejemplo, el día antes de cumplir 50 años, Mendizábal se mira al espejo y el narrador describe al lector cómo se percibe el propio protagonista: Acercó aún más su rostro al espejo y miró sus ojos. Así era él. Después miró sus cabellos (cada vez más escasos y menos oscuros), su nariz, las arrugas junto a su boca. Y nuevamente su cuerpo, su vientre, los vellos blancos que habían comenzado a crecerle en el pecho, su sexo adomecido y sus piernas cortas. Eso era él. (UD 35)
A esta imagen más bien desfavorable del cuerpo se alude a lo largo de la novela con cierta frecuencia. Al mismo tiempo, el carácter de Mendizábal no es descrito con particular antipatía, sino más bien como un ser humano más, con sus defectos —su disposición violenta y sus habilidades como asesino a sueldo— y sus virtudes —por ejemplo, su fidelidad y ayuda a su amigo enfermo Gato—. A este exterior más bien corriente corresponde por tanto un alma que, a pesar de pertenecer a un asesino, no carece de rasgos agradables. Feinmann construye así, mediante un principio de adaequatio basado en profundas diferencias, el cuerpo de un asesino profesional que no pertenece oficialmente al poder estatal, sino que le sirve como “arma anónima”. Esta opción le permite diferenciarle de los victimarios que sí encarnan directamente al Estado, el llamado “hombre importante” y Peña. Ambos se construyen también sobre el principio de adaequatio, pero en su caso Feinmann opta por una correspondencia directa y clara entre cuerpo y alma. La importancia en la trama de los opresores “oficiales”, los personajes que representan en un sentido más estrecho el apparatus horribile de la dictadura, se destaca ya desde las primeras líneas de la novela. En ellas no se presenta al protagonista Mendizábal, sino al jefe de sección que le comunica los “encargos”, y se hace con las siguientes palabras: “Era un hombre importante,
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soberbio, con negocios turbios y no pocos enemigos” (UD 13). Al contrario que en el caso de Mendizábal, no se facilita al lector ninguna información sobre su fisiología. De hecho, se trata de un personaje que, como se verá más adelante, adquiere en la novela corporalidad exclusivamente a través de algunos gestos muy significativos y, sobre todo, de su manera de expresarse. Por ello, en este caso el principio de adaequatio carece de importancia heurística, al tratarse de un cuerpo transparente que no da pistas al lector sobre el personaje, sino que es tan solo una suerte de marco que resalta la anonimia. Feinmann quiebra aquí los preceptos del género negro tradicional norteamericano, que suele trabajar de forma muy intensa este principio de adaequatio para caracterizar a los antagonistas. Este anonimato que caracteriza al hombre poderoso, tanto por su cuerpo transparente como por su eloquentia corporis, remite al aparato de terror instaurado por la dictadura en el seno de la sociedad, y se analizará en detalle más adelante. La figura de Peña le permite a Feinmann romper esta anonimia del poder. Al principio Peña no parece tener un rol relevante en la narración, pues en el primer capítulo se le presenta como el guardaespaldas del hombre importante10. Sin embargo, ya a finales de ese mismo capítulo se insinúa al lector que Peña va a devenir el antagonista de Mendizábal, lo que se confirma muy pronto al convertirse Peña primero en consejero del “hombre importante” y sustituirle después. Este personaje se va construyendo ante el lector gracias a un uso muy dinámico del principio de adaequatio. El cuerpo de Peña destaca sobre todo por servir de “escaparate” de su cambio de posición dentro de la organización. Al comienzo de la novela se le presenta como un tipo sin escrúpulos, que se autodescribe así frente a Mendizabál: “Era un principiante yo. Un bruto, si quiere. Un tipo que venía del frigorífico. Y era cierto: me gustaba matonear” (UD 102)11. Además le confiesa que durante mucho tiempo le envidió por su fama y por vivir tan 10
Al lector se le informa de que el “hombre importante” no está solo, como de costumbre, sino que a su lado tiene un guardaespaldas, lo que lleva a Mendizábal a pensar que el primero se encuentra en peligro. 11 Feinmann subraya aquí la gran diferencia que existe entre Peña y Mendizábal, pues mientras el primero es un mero matón, el segundo cumple sus encargos con un minucioso ritual que le permite darles una muerte vinculada no a su delito —que no existe o sobre el que no sabe nada—, sino a su carácter y personalidad.
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bien del negocio de matar, razón por la cual lo tomó en aquel entonces como modelo. De su aspecto exterior el lector solo sabe que se trata de “un hombre alto y robusto” (UD 14) con “unos dientes largos y salientes, manchados de nicotina, aunque no mucho” (UB 98). En resumen, un tipo cuyo aspecto exterior no transmite mucha confianza, lo que se ve confirmado por su biografía y su carácter. Sin embargo, el narrador informa al lector de manera minuciosa del gran cambio que se produce en su manera de vestir en los pocos días que abarca la novela (UD 15, 44, 98). Mientras ejerce de guardespaldas, un puesto intermedio entre el “hombre importante” y Mendizábal, lleva un traje de mal gusto con una “corbata roja y una camisa increíblemente amarilla” (UD 14). Por el contrario, su ascenso en la organización se vincula a una elegancia creciente. Así, tan solo unos días más tarde, Mendizábal constata que ahora lleva “un traje liviano y elegante con una camisa blanca y una corbata de seda natural. Era evidente que, por algún insospechoso motivo, había comenzado a esforzarse por vestir bien, y quizás estuviese a punto de conseguirlo” (UD 98). Al contrario que el cuerpo del “hombre importante”, el de Peña sigue una evolución que representa su éxito profesional, y es la prueba de su creciente poder y anonimia, reflejadas ambas en su nueva vestimenta. Que Mendizábal lo conozca —es decir, conozca su individualidad frente al anonimato vigente en la “organización”— es uno de los motivos probables por los que Peña contrata a Külpe para que lo mate. Sin embargo, otro motivo aún más importante para Peña es que Mendizábal ha “desacreditado” el oficio de asesino profesional con su manía de espiar y tomar fotos a las víctimas antes de matarlas, acusación que además refleja la discrepancia entre los dos caracteres12. Estas configuraciones corporales negativas de Mendizábal y Peña contrastan con la elegancia de la víctima escogida por la organización, Külpe, al que ya al comienzo de la novela Mendizábal encuentra atractivo en la foto que le entregan: Mendizábal la observó con fascinada atención. Era un rostro interesante el de Rodolfo Külpe. Esos cabellos (se sorprendió Mendizábal al pensarlo) debían
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El final está casi anunciado en el aviso de Peña a Mendizábal: “Yo soy su enemigo, le tengo tanta bronca que podría matarlo. No diga que no le avisé” (UD 44).
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brillar intensamente bajo el sol del mediodía. Los ojos le produjeron una especie de náusea o de vértigo. La boca de labios delgados pero sensuales, se arqueaba en un gesto de leve soberbia. (UD 17-18)
A lo largo de la novela se subrayará en varias ocasiones este atractivo especial del cuerpo de Külpe, que posee gran éxito entre mujeres muy bellas (passim, por ejemplo UD 19, 23, 33). No obstante, se trata de una información que el lector tiene que manejar con cuidado, hecho del que solo se percata al final de la novela, cuando Külpe se revela como el verdadero asesino. Es solamente ahora cuando el lector, al reeler las descripciones positivas de Külpe, se da cuenta de que su atractivo siempre está filtrado por la percepción de Mendizábal; y de que, siguiendo el principio de adaequatio entre cuerpo y alma, se le ha empujado a creer que Külpe tiene ideales y un carácter íntegro, puesto que se le ha dado a entender que su “condena a muerte” está motivada por su condición de opositor a la dictadura, de subversivo. Feinmann logra mantener esta supuesta adaequatio hasta el final dando informaciones muy imprecisas sobre los motivos de esta “condena” de Külpe. Al principio, el “hombre importante” ni siquiera da mucha información, limitándose a decir a Mendizábal: “Para nosotros, cómo decirle, se trata de una cuestión preventiva. No sabemos si el peligro es inminente, pero sabemos que existe.” (UD 14). Más tarde lo conmina a que se dé prisa en cumplir la misión puesto que “[e]ste individuo […] se está moviendo con más rapidez de la que a nosotros nos conviene. No es grave, por ahora. Pero […] nunca se sabe” (UD 120). Külpe parece así ser un enemigo del Estado dictatorial por motivos políticos muy vagos y generalizados. De hecho, el lector se sorprende cuando al final Külpe no mata a Mendizábal en un acto de defensa propia, sino de manera muy fría, como un asesino profesional, echando así por tierra la supuesta adaequatio entre cuerpo y alma. Como se ve, el autor construye toda una gama de posibles variantes de esa tensión dicotómica entre exterior e interior que ofrece el juego con el principio de adaequatio. Mientras el “hombre importante”, exponente máximo del anonimato del poder, parece anular este principio con la transparencia de su cuerpo, siendo más bien un cuerpo simbólico, Peña destaca por su perfecta y cambiante adecuación entre cuerpo y alma, que sin embargo se resuelve finalmente asimismo con la anulación total de su cuerpo. En consecuencia,
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podría decirse que, en el caso de los dos victimarios “oficiales”, Feinmann apuesta por una presencia fundamentalmente simbólica del cuerpo; mientras que, por el contrario, Mendizábal, el asesino a sueldo cuyo “trabajo” carece de implicación política alguna, presenta durante toda la novela un cuerpo “real”, representativo de su terrible oficio y con facetas frías y violentas, pero también con otras muy humanas y sociables, como demuestra el trato con su amigo Gato. Tampoco aquí funciona por tanto la adaequatio de manera unívoca, como no lo hace en el caso de la supuesta víctima, que resulta ser finalmente el asesino. Estas variaciones sobre el principio de adaequatio se ven reforzadas por otros factores que subrayan la imposibilidad de ofrecer una interpretación unívoca de los cuerpos de los victimarios en la novela, como se estudiará a continuación13. 2.2. El poder a través de los cuerpos de los victimarios La focalización externa de una instancia narratológica heterodiegética es un enfoque que potencialmente permite narrar el cuerpo de forma más completa que, por ejemplo, la focalización interna. Feinmann utiliza este enfoque sobre todo para construir el cuerpo de Mendizábal, y lo hace insistiendo en la fisicidad del mismo en la vida cotidiana, con sus defectos y necesidades. A primera vista se trata de un cuerpo en constante movimiento para seguir a su víctima, fiel a los patrones de la novela negra clásica norteamericana de los años veinte y treinta, entre cuyos elementos más arraigados se encuentran las persecuciones. Sin embargo, en realidad, Feinmann opta por narrar el día a día de su protagonista comunicando al lector cada detalle: cómo se levanta y se sienta en la cama, lo que come, qué hace durante el día; interrumpido, eso sí, por escenas de alta tensión, como cuando se entrevista con sus 13
A esta específica configuración de la narrativa argentina de los años ochenta del siglo xx remite Andrés Avellaneda cuando afirma: “Pensar y decir el horror, recordar y negarse al olvido, construir una memoria, son tareas sociales cuya primera expresión ha sido simbólica, o sea traslaticia: desde el vacío de lo ininteligible a lo lleno de un sentido que se articula por obra de esa traslación. La narrativa argentina de los últimos años puede ser así leída desde la construcción de los sentidos históricos” (1994: 141).
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contratantes, cuando ataca a personas del alrededor de su víctima, o cuando él mismo se convierte en víctima de su objetivo. En consonancia con este complejo juego, que aporta información clave de acuerdo con el principio de adaequatio, las escenas más importantes en la construcción del cuerpo del protagonista son aquellas en que este entra en interacción con el poder. En esos momentos no solo se perfilan con nitidez los contornos de su corporeidad, sino que al mismo tiempo se develan los pérfidos mecanismos de intimidación empleados por el Estado. En lo que sigue se analizarán dos factores importantes en esta compleja escenificación del poder a través de los cuerpos de los victimarios: el primero, la eloquentia corporis; el segundo, el posicionamiento del cuerpo en el espacio. Finalmente, se demostrará cómo ambos factores están estrechamente ligados a una especial retórica del poder utilizada por sus dos representantes en la novela. Ya se ha señalado que, debido a la dicotomía que caracteriza el principio de adaequatio, el texto apenas ofrece información sobre la fisiología o el alma del “hombre importante”. Sin embargo, ya en la primera escena se subraya la importancia de este personaje mediante una eloquentia corporis muy estudiada y una ubicación de su cuerpo en el espacio que obedece a una dramaturgia muy elaborada. Entre los numerosos gestos que Feinmann detalla con sutileza para subrayar su poder y superioridad, destaca la manera como saluda a Mendizábal, diciéndole que hay un trabajo para él “entrelazando sus dedos bajo el mentón” (UD 13). Se trata de un gesto que demuestra al mismo tiempo superioridad, poco interés por la persona que tiene enfrente y un cierto cansancio. Esta superioridad se vuelve a poner de relieve cuando saluda a Mendizábal en su segundo encuentro: “El hombre importante había apoyado los codos sobre el escritorio, y tenía las manos unidas por las yemas de sus dedos, formando una capilla” (UD 120). Cuando Mendizábal mostró por primera vez cierto tono contestatario, “se produjo un silencio prolongado, denso. El hombre importante se entretuvo bajando y subiendo a lo largo de su dedo anular un lujoso anillo con sus iniciales” (UD 122). Mostrar el anillo, un signo de poder que muchos militares llevaban durante la dictadura, es una forma de intimidar a un Mendizábal incipientemente rebelde, una demostración de poder a través de la lengua corporalis que se complementa con una elaborada dramaturgia centrada en las posiciones de sus sillas. Así, en el primer capítulo, el “hombre importante” está sentado detrás de su escritorio
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y le ofrece a Mendizábal una silla de terciopelo, tejido asociado al lujo y al poder, frente a él, mientras su guardaespaldas permanece de pie al lado de su jefe. En la segunda escena esta silla está ocupada por Peña, por lo que es Mendizábal quien debe permanecer de pie (UD 119). Coherentemente, al final de la novela Peña, el nuevo jefe, está sentado en la silla del terciopelo detrás del escritorio, y ya no hay más sillas para los visitantes (UD 243). El último factor mediante el cual se impone a Mendizábal la autoridad del Estado es el uso del pluralis majestatis. Al asesino profesional le gusta que le hablen con este registro: “Era agradable escucharlo hablar en plural al hombre importante, saberlo apenas un elemento más de una inextricable red de poderes y subpoderes, quizá más cercana al vértigo que a la organicidad” (UD 14). Esta retórica se ve subrayada por la “elaborada lentitud” (UD 120) y las largas pausas con que se expresa su jefe, que marcan claramente quién dirige la conversación y por tanto tiene el poder14. Que esta manera de expresarse está en principio reservada al “hombre importante” queda claro al final de esta escena, cuando Peña, todavía en su rol de guardaespaldas, le entrega a Mendizábal la ficha con los datos de la víctima con una sequedad que a Mendizábal le resulta chocante: “Este es su hombre. Tiene que matarlo, nada más” (UD 15). La retórica funciona en la novela además como un indicador del creciente poder de Peña dentro de la organización, pues ya en su segundo encuentro con motivo del “caso Külpe” Mendizábal se da cuenta de que Peña empieza a utilizar también el pluralis majestatis, y que ya no se dirige al “hombre importante” como su patrón (UD 120). Mendizábal constata inquieto que el antiguo guardaespaldas forma parte de la cúpula cuando se atreve a hablar “en nombre de la organización” (UD 121). Al final de la novela, Peña, como nuevo jefe, utiliza consecuentemente el plural mayestático asociado al poder. Feinmann construye por tanto los cuerpos de los opresores de un modo que le permite desenmascarlos: descubriendo el lenguaje corporal que evidencia el poder del “hombre importante”; sacando del anonimato al victimario al individualizarlo en un personaje, Peña, con su pasado y sus complejos; señalando a través de Mendizábal que los asesinos no son armas invencibles, sino seres humanos vulnerables por sus manías y su vida privada. 14
Estos aspectos son especialmente importantes en la segunda conversación, en la que aparecen por primera vez discrepancias entre los dos personajes.
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Sin embargo, esta visión de los cuerpos no deconstruye el poder de manera unívoca, pues en el texto se dan elementos que infringen esta lectura fácil. Por ejemplo el hecho de que, de manera muy borgesiana, en consonancia con la cita que encabeza la novela, el protagonista, cuando nos habla de su exterior, lo haga a través de imágenes reflejadas en espejos, es decir, de modo indirecto (UD 35, 68). Ello pone en tela de juicio el principio de adaequatio, ya que no se muestra un exterior “real” sino uno invertido. O el hecho de que la supuesta víctima, que finalmente acabará con el asesino a sueldo, lleve el nombre de Külpe, que remite fonéticamente a su condición de culpable, lo que solo adquiere sentido al final de la novela. Así, el nombre, factor fundamental en la caracterización de cada personaje, ya indica que hay una incongruencia en la supuesta adaequatio entre cuerpo y alma de este personaje. Estas “fallas” en una novela escrita en plena dictadura apuntan a la existencia de grietas en la vida cotidiana, y con ello al indecible efecto del terror sobre el día a día; en definitiva, a la existencia de una realidad horrible tras la aparentemente tranquila vida de una sociedad vigilada y controlada. Los cuerpos que a primera vista se perciben como normales se revelan, en una segunda visión, fugitivos o confusos, pues ni ellos ni las identidades poseen solidez alguna en una dictadura. En su análisis de la novela, Eric Larson constata que Feinmann despliega en ella “an aesthetic of spatial anxiety reminiscent of these [i. e. noir] films” (2014: 21). Desde un punto de vista general Larson tiene razón, y el propio Feinmann ha señalado a menudo la influencia del cine negro norteamericano en su estilo; pero en el caso concreto de esta novela hay que tener en cuenta que Feinmann la escribió durante la dictadura, y que su reto consistía en ser capaz, a pesar de estas circunstancias, de visualizar la represión y al mismo tiempo desmitificar los cuerpos de los represores. En la medida en que estos no suelen ser objetivos tradicionales del noir, nos encontraríamos en este caso más bien ante una adaptación de su estética a nuevos usos, concretamente el dar cuenta del terror de Estado y la sistematización de la vigilancia y la represión civil que dominaron la Argentina de los años setenta. Al visibilizar a los represores en su propia corporalidad, desvelando con ello su vulnerabilidad y su debilidad, Feinmann reconfigura el imaginario social de la victimización, y subraya que dicho terror no es el resultado de un poder anónimo, sino de individuos responsables de innumerables violaciones de los
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derechos humanos. Su novela, por tanto, puede leerse como un acto a la vez de denuncia y de resistencia. Sin embargo, Feinmann va aún más lejos, pues su deconstrucción de los cuerpos de los represores se erige en contrarrelato del discurso oficial de la dictadura —vigente también en parte durante la transición—, que mostraba su pretensión de legalidad a través de la pomposidad de su despliegue mediático15. 3. representatividad simbólica y representatividad ‘real’ de los cuerpos en LUNA CALIENTE Para analizar cómo se narran los cuerpos de los opresores a finales de la dictadura, cuando está justo comenzando el proceso de modelación de la memoria de la misma, se analizará a continuación la elogiada novela negra de Mempo Giardinelli Luna caliente16. Según indicación del propio autor, la novela fue escrita en “Nueva York, marzo 1982 / México, D.F., enero/febrero de 1983” (LC 158)17; es decir, durante los últimos momentos de la dictadura argentina y desde su exilio en México, donde vivió entre 1976 y 198418. La novela narra los acontecimientos vividos por Ramiro Bernárdez a su regreso a la provincia del Chaco tras haber cursado estudios de derecho en Francia. Durante una visita a unos amigos, los Tennembaum, conoce a su hija de trece años, Araceli; arrastrado por una pasión ciega, la viola y la golpea salvajemente, convencido de haberla matado. Contra todo pronóstico la niña no solo sigue viva, sino que sobrevive a todos los intentos de Ramiro de acabar con ella. Entretanto, este asesina al padre de la joven y es perseguido 15
El novelista abordó décadas más tarde este tema en Filosofía política del poder mediático (2013). 16 Se trata de una obra que ha suscitado interpretaciones muy variadas (Kohut 1990, Buchanan 1996, Alca Paniagua 2005), casi todas ellas destinadas no obstante a resaltar la crítica política subyacente a la misma. 17 A lo largo del texto se cita la novela mediante las siglas LC y el número de página, referido a Giardinelli 2009. 18 La experiencia del exilio durante la dictadura argentina va a ser el tema de su novela Qué solos se quedan los muertos, publicada solo dos años después de Luna caliente, en 1985. Un año más tarde Giardinelli escribiría un interesante artículo sobre el tema: “La experiencia del exilio, vista en retrospectiva” (Giardinelli 1986b).
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por la policía y luego por los militares, que le presionan para que confiese su crimen. Giardinelli ubica la trama de su novela Luna caliente en un espacio muy concreto, el Chaco, y en un periodo de la dictadura argentina claramente determinado, “diciembre del 77” (LC 100). Para esa fecha, la supresión de la cultura democrática, la sistematización de la vigilancia y la represión civil se han convertido en una realidad para todos los ciudadanos argentinos, tanto en la capital como en las provincias, destinada a la “reorganización” general del país. Para los militares en el poder, tanto el cuerpo social —la colectividad de los ciudadanos— como sus cuerpos individuales eran objetivos de su lucha ideológica, que buscaba consolidar su poder lo antes posible mediante la fragmentación, el aislamiento y la desaparición de ese cuerpo social, y sobre todo de los individuos rebeldes que este albergaba. Sin embargo, al contrario que en la novela de Feinmann, escrita cinco años antes, el núcleo central del texto de Giardinelli no es el ambiente sofocante creado por los represores, sino la crítica directa a la dictadura argentina. Esta crítica aparece en cada encuentro del protagonista con los actores de la dictadura, ya sea la policía (LC 37), encarnada más tarde en el inspector Almirón (LC 86-91), o el ejército, personificado por el teniente coronel Alcides Carlos Gamboa Boschetti (LC 100-118). En cada ocasión se revela, a través de los pensamientos de Ramiro, el “programa político” y los mecanismos de represión del régimen. A pesar de ello, los opresores y sus cuerpos no se configuran, como se verá, como una fuerza anónima, sino como individuos con una fisionomía muy concreta. Y es que la estrategia de Giardinelli en Luna caliente para narrar los cuerpos del poder responde a una concepción de los mismos muy distinta a la de Feinmann: ni la adaequatio, ni los gestos y rituales, poseen aquí gran importancia. Así, por ejemplo, en el primer encuentro del protagonista con un patrullero de policía que le controla de manera exhaustiva se produce un clima de tensión y represión, que no obstante desaparece en el siguiente interrogatorio. Este corre a cargo del inspector Almirón, un hombre “alto, flaco, de pelo corto pero más largo que lo habitual en los policías del régimen militar. Vestía un pantalón azul y camisa celeste de mangas largas arremangadas, y una corbata con el nudo descorrido. El saco del traje lo habría dejado en otro lado” (LC 85-86). Se trata de un hombre cuyo exterior no sugiere
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mucho poder ni inspira demasiado temor, pues viste de manera bastante desarreglada y ni siquiera lleva el uniforme completo. Además, no destaca tampoco ni por su lenguaje corporal —no realiza gestos significativos— ni por una forma autoritaria de expresarse que evidencie su posición de poder dentro del Estado. Ni siquiera cuando Ramiro le pregunta si detrás de la muerte de Tennembaum pueden estar los subversivos el inspector se altera. El inspector Almirón desempeña el rol de miembro del poder en esta fase de la novela, pero la construcción que de su cuerpo realiza Giardinelli no enfatiza en modo alguno este papel. El ambiente cambia cuando Ramiro es llevado por segunda vez a la comisaría, otra vez en un Falcón, “esos temibles coches de los agentes parapoliciales” (85), y ello en buena medida porque se modifica esta construcción corporal. Ahora el comisario Almirón sí intenta demostrar su poder a través de gestos y rituales: mira largamente durante el interrogatorio sus manos “como indicando que disponía de todo el tiempo del mundo” y da un largo suspiro dramático (LC 100) para dar a entender que sabe que Ramiro miente, como subraya irónicamente “asintiendo repetidas veces con la cabeza” (LC 101) ante su relato. Viendo que no llega a ninguna parte, el inspector hace llamar a un alto militar, el cual no solamente viste de manera impecable, casi elegante, evidenciando el poder del Estado, sino que posee un rostro individualizado que el narrador describe con detalle, y un cuerpo de talla mediana y muy delgado en el que destaca “un enorme anillo de sello, de oro macizo” (LC 105-106). El protagonista percibe enseguida el cambio por la manera en que el personaje impone su presencia corporal: “por el engreimiento y la seguridad del tipo, Ramiro se dijo que no podía ser otra cosa que militar” (LC 106). El hombre se presenta efectivamente como el teniente coronel Alcides Carlos Gamboa Boschetti, jefe de Policía de la Provincia del Chaco, subrayando que le conoce todo el mundo, excepto los que —como Ramiro— acaban de llegar del extranjero. Por medio de gestos insinúa su preocupación por la situación de Ramiro, para a continuación hablar, como los representantes del poder en Feinmann, en pluralis majestatis, subrayando con ello que él es el portavoz del poder, que puede inculpar a cualquier persona a voluntad, y que tiene derecho a sacar información e incluso una confesión por cualquier medio, incluida la tortura. Explica a Ramiro que “ellos” tenían grandes
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proyectos para él que ahora peligran por el asesinato, y que eso explica su interés por su persona. Ramiro no obstante sigue negando haber matado al padre de Araceli, a lo que el militar reacciona sacando a escena las insignias de su poder: “acomodando su pañuelo del cuello”, signo de que es un alto cargo militar, y tocándose el bigote “con las dos manos, una para cada lado” (LC 109). El bigote, que en muchas culturas posee una connotación de poder, estaba de moda durante la dictadura porque el propio Videla, presidente de la Junta Militar, lo popularizó entre los militares. Para completar el despliegue de gestos de poder, el teniente coronel saca finalmente un pañuelo perfumado de lavanda para secarse la frente. La persona en su conjunto y “el discurso de ese hombre pulcro, seductor, confianzudo” no inspira temor a Ramiro, sino asombro por su elegancia y educación (LC 110). Esta imagen solo desaparece cuando el militar intenta intimidar a un testigo, un hombre del pueblo, para conseguir una declaración en contra de Ramiro. Entonces movió repetidamente las manos e hizo un “círculo con el pulgar y el índice, y lo agitó de arriba abajo” (LC 115), subrayando así su retórica militar para intentar imponerse al hombre, lo que Ramiro juzga muy torpe (LC 118). Frente al complejo repertorio de Feinmann, Giardinelli construye los cuerpos de los represores insistiendo en su visibilidad y en su fácil identificación con los representantes del poder en el marco geográfico de la provincia. Aquí no juega papel alguno el principio de adaequatio, pues nada deducimos del interior de los dos representantes del poder a partir de su exterior. En consonancia con ello, la función de la vestimenta de los opresores es también otra que en la novela de Feinmann. En Luna caliente prevalece una simbiosis entre vestimenta y cuerpo físico, de modo que el segundo es un mero maniquí que porta la primera. Ambos, cuerpo y uniforme, forman un exterior opaco que no remite a interior alguno. El cuerpo se caracteriza así por su presencia real, reducido a su función representativa del poder, que le convierte en símbolo del aparato de represión19. Esta escenificación del cuerpo de los opresores en la novela marca un paso intermedio hacia una nueva forma 19
Íntimamente vinculado a estos cuerpos del poder está el de la joven Araceli. Se trata de un cuerpo que escapa, por su aparente capacidad para “resucitar”, a cualquier interpretación fundada en el concepto de adaequatio o de dicotomía entre exterior e interior, y por ello también a su asociación con la clásica víctima femenina de la novela negra. Sería material para otro artículo analizar el tipo de concepción del cuerpo que plantea este singular personaje.
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de concebir este que está cobrando cada vez más importancia desde finales de los años noventa del siglo xx, y que está condicionada por la cambiante percepción del poder derivada de las luchas por modelar la memoria de la dictadura que están teniendo lugar por la misma época. 4. La escenificación del cuerpo y la política de la memoria en EL POLICÍA DESCALZO DE LA PLAZA SAN MARTÍN (2007) Para entender el trasfondo que condicionó este cambio se esbozará primero rápidamente la interrelación existente entre el desarrollo de las políticas de la memoria y la visión del cuerpo de los opresores a partir de la transición argentina. Sobre este telón de fondo se analizará posteriormente la construcción del cuerpo de un alto militar de la dictadura en la novela El policía descalzo de la Plaza San Martín (2007), de Ernesto Mallo. 4.1. La política de memoria y el cuerpo de los victimarios a partir de la transición argentina En la transición argentina el lema “Nunca más” simbolizó la exigencia, por parte de amplios sectores de la sociedad, de que se procediese a “revisar” la historia y a desvelar la verdad sobre la dictadura militar. Al llegar al poder en 1983, Raúl Alfonsín prometió llevar a sus responsables a juicio, y entre 1983 y 1987, unos 30 o 40 miembros de los tres cuerpos militares fueron condenados a penas entre los cuatro años y la cadena perpetua (MalamudGoti 2006: 158). Con este motivo se hicieron visibles para el gran público algunos generales que, no pudiendo ya esconderse detrás del anonimato de sus uniformes, se mostraban como individuos con físicos concretos. Otra consecuencia de este deseo de encarar la dictadura fue el establecimiento de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) en 1983, que publicó una serie de testimonios de víctimas reunidos bajo el título de Nunca Más (cf. Crenzel 2008). Como es sabido, pese a la promesa de Alfonsín, ya durante su mandato se promulgaron leyes —la Ley de Punto Final (1986) y la Ley de Obediencia Debida (1987)— que prácticamente blindaban la impunidad de los
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militares. Además, el siguiente presidente, Carlos Menem, promulgó entre 1989 y 1990 un indulto que exculpó a casi todos los militares enjuiciados. Estas tres intervenciones judicales fueron bautizadas como Leyes de Impunidad. Al mismo tiempo, la política de memoria del Estado durante los gobiernos de ambos presidentes se servió de la teoría de los dos demonios, es decir, que se hacía igualmente responsables a militares y guerrilleros de los crímenes de la dictadura20. Muchas organizaciones civiles, y también ciertas prácticas culturales, entre ellas el periodismo y la literatura, se opusieron a las Leyes de Impunidad y a este intento del Estado de guiar la política de la memoria. Finalmente lograron la anulación de la Ley de Obediencia Debida y la Ley de Punto Final, primero por la Cámara de Diputados en 2003 y luego por la Corte Suprema de Justicia en 2005; anulación confirmada finalmente por el máximo tribunal penal de Argentina, la Cámara de Casación Penal, en 2006. En estas nuevas circunstancias, algunos jueces reabrieron ya a partir de 2003 casos de militares condenados por crímenes de lesa humanidad y posteriormente indultados, los cuales fueron confirmados por la Corte Suprema de Justicia. Declarada ilegal la antigua impunidad, los culpables tuvieron que cumplir sus condenas. Todo ello puso el foco en los exmilitares, a los que ya no les era posible esconderse ni permanecer en el anonimato. Como se demostró en los primeros juicios orales públicos realizados en 2006, y de manera más clara en el momento culminante de los mismos en 2009, los exmilitares se hallaban expuestos en su corporalidad concreta y en un estado de derrota, en muchos casos de manera pública e incluso televisada para la nación entera21. Una práctica cultural que tuvo un efecto muy importante a la hora de descubrir los cuerpos de los represores de la dictatura argentina y exponerlos a la sociedad argentina fueron los escraches (Domínguez 2012: 37-38). Esta práctica, iniciada en 1995 por la agrupación de derechos humanos 20
Cf. Martín 2009: 16-18. Junto a esta demonización de la violencia se procedió a una mitificación de los procesos políticos, representados como fuerzas irracionales que no podían ser analizadas desde la lógica. 21 Esta anulación de las llamadas Leyes de Impunidad no motivó sin embargo un rápido enjuiciamiento de los antiguos condenados. Un estudio del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) del año 2009 señala que “a dos años de la reapertura de los procesos [i. e. 2006], únicamente en 12 causas –6% del total– se ha dictado sentencia” (CELS 2009: 65).
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H.I.J.O.S., consiste en acudir en grupo a la casa de un exmilitar para hacer saber ruidosamente a todo el mundo que allí vive, con absoluta tranquilidad gracias a las Leyes de Impunidad, un represor de la dictadura. Así lo define la propia organización: “Escrachar” es poner en evidencia, revelar en público, hacer aparecer la cara de una persona que pretende pasar desapercibida. Después de la última dictadura cívico-militar vivimos un Juicio a las Juntas Militares, en el que sólo fueron juzgados y condenados los miembros de las Juntas, es decir los que integraron los distintos gobiernos de la dictadura. Pero con la sanción de las leyes de impunidad, la Obediencia Debida y el Punto Final, se dio paso a un período extenso de impunidad: todos los genocidas quedaron sueltos. Los cruzábamos por la calle, eran nuestros vecinos. (S. A., S. F.)
Horacio Banega subraya que “la agrupación HIJOS [sic] implementó una estrategia que, a mi entender, implicaba considerar a la memoria como un fenómeno corporal”, ya que su estrategia de diseñar mapas de la ciudad de Buenos Aires informando sobre el lugar donde residían libremente los perpetradores ponía en evidencia que “la memoria no es pasiva sino que supone un trabajo de hacer memoria” (Banega 2006: 33-34). Así se rompía la invisibilidad y la abstracción de las que se venían sirviendo los exmilitares para pasar desapercibidos. Ahora, gracias a los escraches, se hacían de repente visibles, lo que permitía “tomar cercano en el espacio aquello que parecía lejos en el tiempo” (Ibíd.: 33). Como consecuencia, los propios cuerpos de los opresores, expuestos en su vida cotidiana, devinieron un punto de referencia importante en la reinvindicación de la memoria de la dictadura (Vezzetti 1998). 4.2. Escenificación del cuerpo y memoria en El policía descalzo de la Plaza San Martín (2007) Sobre este telón de fondo escribe en 2007 Ernesto Mallo El policía descalzo de la Plaza San Martín22. En esta novela se entrelazan dos visiones del 22
Este es el título escogido para su lanzamiento internacional; la novela fue publicada originalmente en Argentina en 2007 como El delincuente argentino. A lo largo del texto se cita la novela mediante las siglas PD y el número de página, referido a Mallo 2011.
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cuerpo de los opresores distintas: la primera es característica de la inmediata posdictadura y la transición, época en la que se ambienta la novela y caracterizada por la discusión en torno a las Leyes de Impunidad; la segunda es característica del momento en que esta fue escrita, coincidiendo con los debates en torno a la anulación de dichas leyes y la reapertura de los procesos. La novela es el segundo tomo de una trilogía protagonizada por el comisario Lascano, uno de los pocos servidores de la ley honrados e incorruptibles del país (PD 183)23, y narra la lucha por el poder dentro de la policía entre los representantes del antiguo régimen y las fuerzas democráticas en el contexto de la transición24. Además de referencias concretas a momentos históricos de dicho periodo, que siguen un cierto orden cronológico, la obra incluye también, no obstante, varios anacronismos. Como consecuencia, el orden temporal resulta confuso, lo que remite a la relatividad del tiempo y por ende de la historia (Caplán/Fisbach 2010: 159ss). Al mismo tiempo, en la novela se mencionan los primeros y leves cambios dentro del aparato estatal, por ejemplo el nombramiento de nuevos fiscales —como el joven Marcelo— para sustituir a los que durante la dictadura actuaron según la doctrina del terror de Estado. En este contexto se critica la impunidad de la que gozan los exmilitares, por ejemplo cuando se detalla el entusiasmo del joven Marcelo a la hora de sacar a la luz “delitos cometidos por personal militar durante la dictadura que estaban sin proceso y sin castigo […] en contra de la falta de voluntad política del gobierno por enjuiciar a 23
La corrupción de la policía a todos los niveles es un tema fundamental de la novela. Así, Lascano describe al comisario mayor de la Federal Jorge Turcheli, a punto de ser nombrado jefe de la policía, como “su antítesis, un policía corrupto que se hizo rico en la función gracias al negocio de la asignación de comisarías que está a su cargo” (PD 2011: 21). Sobre la génesis del protagonista de la novela, vid. Seeber Bonorino 2013: 63-66. 24 Esta confrontación del protagonista con la transición tiene lugar después de haberse visto obligado a finales de la dictadura a pasar un tiempo indeterminado en la cama a causa de una herida muy grave, suceso con el que acaba la primera novela del ciclo Lascano. Al comienzo de la siguiente, el comisario sale a la calle y reconoce los efectos del programa de estabilización monetaria, el llamado Plan Austral, instaurado en 1985 con la intención, cumplida solo en el corto plazo, de estimular el crecimiento económico (PD 2011: 77). Mallo no solo emplea en varias ocasiones imágenes emblemáticas de la transición argentina para situar rápidamente al lector, sino que también saca a luz la ambigüedad de la situación política (PD 2011: 126).
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los criminales con uniforme” (PD 35). Estos delitos incluyen, como informa el narrador al lector, “varios casos de hijos de desaparecidos durante la dictadura que habían sido apropiados por personal militar”, así como fusilamientos de civiles (PD 37, 169). Mallo intenta hacer accesible la historia de la transición, remitiendo con ello a la tesis de Jelin de que “la memoria se refiere a las maneras en que la gente construye un significado del pasado y cómo se relaciona ese pasado con el presente en el acto de rememorar o recordar” (Jelin/Sempol 2006: 18)25. La cuestión implícita, por tanto, es cómo narrar el pasado para dirigir el futuro en una determinada dirección26. La novela se inscribe, por lo tanto, en el movimiento que empezó con el informe Nunca más, que partía del destino de las familias de las víctimas de la dictadura y su larga lucha por la verdad y la justicia. Sin embargo, el foco de la novela no esta puesto únicamente sobre las víctimas, sino también sobre los exmilitares no juzgados gracias a las leyes de impunidad. Ya al principio de la obra, el jefe de Lascano, Turcheli, afirma que “[l]os milicos ya ni salen a la calle de uniforme. Tienen muchos problemas en Tribunales. La cosa se les está poniendo pesada. Las leyes de punto final y obediencia debida que sacaron para que nos los juzguen tienen muchos agujeros” (PD 25). Más tarde, un amigo de Lascano que vive lejos de la capital concreta estos agujeros: Las noticias de Buenos Aires son ambiguas. Alfonsín mandó a enjuiciar a los comandantes. Esa foto de los milicos juzgados por civiles, acusados por un funcionario gris y un pendejo barbudo, tratados como criminales, fue la primera, quizás la única medida de gobierno que lo hizo feliz en toda su vida. Pero, al mejor estilo radical, lo que escribió con la mano trató de borrarlo con el codo 25
Se trata pues de la conexión entre pasado, presente y futuro que, según las teorías de Jeismann (2000) y Rüsen (2008), condiciona la conciencia de la historia. Las visiones de la historia, tanto individuales como colectivas, siempre están mediadas por interpretaciones actuales y expectativas de futuro, aspectos que se anudan en la interpretación del pasado. 26 Sobre su vida en aquella época, Mallo (n. 1948) afirma: “[d]urante la dictadura fui un delincuente subversivo y eso me llevó a relaciones con otros delincuentes, subversivos o no. Pero hay como una hermandad en la delincuencia. Y bueno. Me metí en esos mundos” (Hax 2012). Mallo afirma mantener estrechas relaciones incluso en la actualidad con dichos “mundos”.
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dictando las leyes de punto final y obediencia debida con las que pretendieron liberar a los subalternos de las consecuencias de las bestialidades que habían cometido con sus propias manos. Al final, nadie queda satisfecho. (PD 126)
Uno de los personajes principales de la novela forma parte de este grupo de no-enjuiciados, el exmayor Leonardo Giribaldi, quien ya tuvo un papel fundamental en la primera novela de la trilogía. Allí se contaba su recorrido vital, que empieza como líder de una banda juvenil y termina como alto militar y protagonista destacado del terrorismo de Estado practicado durante la dictadura. En este segundo tomo, Mallo se limita a dar una breve información sobre la biografía de Giribaldi, indicando que se trataba en tiempos de la dictadura de un “verdugo implacable y seguro” (PD 146), un “hombre repetidamente mencionado en las páginas del Nunca Más. Famoso por dar a sus víctimas lecciones de moral picana en mano” (PD 159), y autor del lema escrito en la sala de torturas de la Escuela de Mecánica de la Armada: “Si lo sabe cante y si no, aguante” (PD 159)27. El contraste entre el mayor Giribaldi descrito en el primer tomo y evocado por Lascano antes de reecontrarlo, y la descripción del exmilitar en este segundo no puede ser más llamativo. El antes influyente y brutal oficial está ahora en su casa, “[n]o sabe qué hacer con las tremendas ganas de llorar que siente” (PD 29), y se ve además acosado por la pérdida de la noción del tiempo, por su uniformidad. La construcción que se hace de su cuerpo está condicionada por este estado de ánimo: se le describe como alguien insensible a las influencias del exterior, incluido el calor y el dolor (lo que se revela al lector cuando en un primer momento ni siquiera nota que se ha lastimado la lengua), que “[a]tribuye su insensibilidad a una enfermedad terminal” (PD 29-30). Sin embargo, pronto se desvela que el motivo de tal estado físico y de ánimo es el modo en el que se ve tratado por el nuevo gobierno: Él, como tantos oficiales que fueron dados de baja cuando Alfonsín ascendió a otros más modernos, pasó a formar parte de un grupo de apestados. Nadie va a sacar la cara por ellos ni a defenderlos. Es más, pareciera que deberían estar agradecidos, porque no los denuncien. Lo peor de todo es que nadie les dice nada, se limitan simplemente a ignorarlos como si nunca hubiesen existido. (PD 30) 27
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El lema es real, y se recoge en el Informe de la CONADEP Nunca más (1984: 178).
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Como a lo largo de toda la novela, Mallo recurre aquí a un cambio de focalización para abrir los ojos al lector y para transmitirle las sensaciones corporales de sus personajes. Mientras la primera frase del párrafo está emitida por el narrador principal de la novela, las dos últimas revelan un cambio de perspectiva: ahora es Giribaldi quien cuenta desde su punto de vista su propia situación. Además, un poco más tarde ofrece su visión de los fracasados juicios a la Junta de Comandantes celebrados entre 1983 y 1987, que “se camuflaron de democráticos, como si no hubieran tenido nada que ver […]. Y ahora nosotros, los que hicimos todo el trabajo, los que fuimos al frente y nos jugamos la vida, somos los más expuestos” (PD 31). Toda descripción física de Giribaldi está destinada a subrayar la lenta disolución de su cuerpo, que siguiendo esta lógica culmina con su desaparición voluntaria al final de la novela. Ya en su comienzo se le caracteriza como un hombre con “desgano en la voz” y sin “esfuerzo por simular en gestos” (PD 30), y se subraya su aislamiento y su incapacidad para sentirse parte de la sociedad cuando, tras esperar con mucha gente el subte, la masa le arrastra “como una ola” en el vagón (PD 32-33). El cuerpo de Giribaldi solo gana solidez cuando se dedica en su despacho a limpiar su arma, una Glock 17, desmontándola completamente para recomponerla luego y midiendo el tiempo que necesita para ello (PD 99101). Mallo realiza una descripción muy detallada de casi dos páginas de esta escena, lo que subraya claramente cómo esa actividad, que acaba con un “gesto enérgico”, le sirve a Giribaldi para reforzar su autoestima, convencido de que “[e]l único poder verdadero es el de vida y muerte sobre los demás” (PD 101). La constelación de gestos y el tono empleado para narrar sus movimientos la convierten prácticamente en una acción sagrada. El declive de Giribaldi se subraya poco después, cuando el ahora excomisario Lascano recuerda su papel en la dictadura y su fama de ser el torturador más cruel e inmoral (PD 159). Acto seguido, Lascano y Marcelo Pereyra, joven titular de Fiscalía en lo Criminal y Correccional, se dirigen a la casa del exmilitar. Giribaldi está solo en casa y les abre la puerta, interrumpiendo para ello la banal tarea de revisar sus provisiones de artículos de limpieza, gesto que da cuenta de la grisura de su existencia. A la presentación y explicación de su visita le sigue una larga escena en la que el medio a través del cual se comunican los tres personajes es el cuerpo: sus gestos, movimientos
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y rituales. Todos se mueven “como si estuvieran ejecutando una coreografía muy ensayada, Giribaldi se hace a un lado para franquear la entrada, Marcelo y Lascano le abren paso a los policías para que entren primero” (PD 161). Luego se dirigen sin decir palabra al despacho del exmayor y se sientan. Los cuerpos están ahora reducidos a su carácter de representación del poder legal y del expoder militar. Para acentuar el lamentable estado de impotencia de Giribaldi, Mallo recurre al concepto de adaequatio, encarnado en su descripción física desde la perspectiva del comisario: A Lascano le parece mentira que este hombre sea el mismo que tuvo tantos en su puño, que dispuso a su antojo de tantas vidas, de tantos cuerpos. Pero ahora, sentado frente a él, pareciera que no quedan rastros de aquel verdugo implacable y seguro. Del otro lado del escritorio hay un hombre acabado. (PD 162)
Después de un corto diálogo en el que Giribaldi insulta a Lascano e ignora las preguntas del joven fiscal, se acerca el momento de su detención oficial; entonces, “[c]omo un flash en su mente aparece la imagen de Videla en la TV, esposado, entrando en Tribunales como un ratero cualquiera” (PD 163). Esta imagen hace referencia a la detención real de Videla el 2 de agosto de 198428, y subraya el papel del cuerpo a la hora de representar la derrota y la impotencia de los exmilitares. Los nuevos insultos de Giribaldi a Lascano acaban en “una mueca como de risa dolorosa y a la vez de asombro por el propio gesto” (PD 164). De nuevo se da una adecuación entre el aspecto externo del exmilitar y su amargo interior, habitado por la crueldad y el odio. La confrontación con Giribaldi la compara Lascano con “la imagen del duelo en una película de cowboys” (Ibíd.), un cuerpo a cuerpo que siempre acaba con la muerte de uno de los dos pistoleros: en este caso Giribaldi, quien poco después se suicida metiéndose la Glock 17 en la boca y disparando. El análisis del modo en el que la novela escenifica la lenta pero ineludible caída y finalmente desaparición violenta del cuerpo del exmayor desvela 28
Videla fue condenado en diciembre de 1985 a cadena perpetua como máximo responsable de la llamada “guerra sucia contra la subversión”. Puesto que la novela está ambientada en la época de la transición, no puede dar cuenta de lo sucedido posteriormente: en 1990 Videla fue indultado por Medem y salió en libertad, para ser nuevamente detenido en 2009 al declararse inconstitucional su indulto. Murió en prisión en 2013.
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claramente su función, consistente en desmitificar a los antiguos militares mediante la visibilización de su progresiva impotencia. Esta narración se ve además reforzada por la descripción de los gestos y del comportamiento de Giribaldi con su mujer y su “hijo” —en realidad un niño robado—, hacia los que muestra frialdad e indiferencia, lo que a su vez resalta su condición de hombre solo y marginado. El modo en el que se construye el cuerpo del victimario Giribaldi se diferencia por tanto de manera considerable de las dos fórmulas anteriores, las empleadas por Feinmann y Giardinelli durante y al final de la dictadura argentina. Mallo, que escribe sobre la transición desde una época aún más tardía, debe necesariamente poner en escena la pretensión legal de las víctimas, y en el fondo de casi todos los ciudadanos que vivieron la dictadura, de que se juzgue a unos criminales que, paradójicamente, como se ha señalado más arriba, han ido ganando peso desde la transición en las luchas por la memoria. Paralelamente, Mallo tenía que responder al debate suscitado por los juicios públicos a varios exmilitares abiertos en la época de publicación de su novela. Ante estos desafíos, la puesta en escena de Giribaldi como un impotente y miserable perdedor es la única opción factible, pues no es concebible presentarlo como un ganador en los agitados tiempos de la transición, envejeciendo tranquilamente en el seno de su familia. Su decadente exterior y su mirada vacía dan cuenta de la podredumbre y negrura de su alma. El cuerpo del personaje de Giribaldi muestra una casi total adecuación entre su exterior y su interior, renunciando así Mallo a cualquier dicotomía entre estas dos partes del personaje que pueda aumentar su interés. La función de este cuerpo queda por tanto reducida a la mera representatividad del poder, convertido en símbolo del aparato de la represión29. Este diseño de un exmilitar en tiempos de transición y postransición modula de manera determinante la narrativa de la novela, y se acerca nuevamente a los registros empleados en la novela negra norteamericana clásica para dibujar a los antagonistas.
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Esta negatividad absoluta se podría interpretar como una suerte de inversión radical de la kalokagathia, el ideal platónico que asociaba las virtudes físicas (belleza) con las éticas (rectitud, valentía).
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Es evidente que el autor está construyendo con su novela una memoria política basada en unos marcados principios éticos y en su deseo de participar en la lucha por la memoria30. Él mismo así lo reconoce en una entrevista en la que se le pregunta por el boom de la novela policial: La gente necesita entender qué es lo que pasa. Y no puede confiar en eso ni en los medios ni en los políticos. Porque ninguno de los dos puede decir la verdad. Ninguno puede revelar las complicidades y de qué manera están entrelazado el crimen con los gobiernos y con los medios. No es que son dos cosas diferentes. Forman parte de lo mismo… Entonces, creo que la gente tiene una gran necesidad de entender. Y la novela policial, esencialmente la novela negra, que se mete con temas políticos y sociales, es la que dice la verdad. La dice a través de la mentira, a través de una ficción. (Hax 2012)31
Como se ve, Mallo incide en la misma problemática que Feinmann denunciara, casi 30 años antes, en la cita que abre este artículo: la necesidad intrínseca de la novela negra de encontrar dispositivos para narrar la “verdad” sobre el íntimo entrelazamiento entre crimen y Estado, entre los criminales y los representantes estatales. 5. Conclusiones El análisis de las tres obras revela cómo el modo de abordar el cuerpo de los victimarios y los principios que guían este planteamiento condicionan nítidamente la novela negra argentina contemporánea. Por un lado, porque los autores trabajan a partir de un modelo básico del género a la hora de construir los cuerpos ficticios; por otro, porque es un elemento indisociable de dispositivos sociopolíticos fundamentales para entender la Argentina actual, como la política de memoria o los debates sobre verdad y justicia. Estos
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Mallo cumple así la reivindicación de Vezzetti de pasar de una “dimensión privada y personal del duelo” a otra que llamó “memoria política”, y que definió como “sostenida en un fundamento ético” (1998: 3). 31 Mallo es también organizador del festival Buenos Aires Negra (BAN!).
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discursos y dispositivos, a su vez, delimitan en las tres novelas los contornos y la interpretación de los cuerpos de los opresores. Al mismo tiempo, la crisis de representación de la dictadura en la literatura argentina perdura hasta la actualidad, y obliga evidentemente a los tres autores a reinterpretar los conceptos idiosincráticos del género negro a la hora de configurar los cuerpos de los victimarios, e incluso transgredirlos de manera notable. En Últimos días de la víctima, Feinmann reformula e incluso disuelve el principio clásico de adaequatio, empleado en el hard-boiled americano para retratar por ejemplo a los policías corruptos, para denunciar el intento de los exmilitares de mantener sus cuerpos en la invisibilidad. Disolver dicha invisibilidad es en realidad el proyecto a largo plazo del autor desde la dictadura hasta la actualidad. Para ello, Feinmann despliega en su novela ingeniosas estrategias que le permiten eludir la censura, como son la modelación de los cuerpos de los distintos miembros del estamento militar en torno a una compleja dicotomía entre el exterior y el interior, o el empleo de la eloquentia corporis para afinar aún más dicho modelado. Escribiendo desde el exilio, Giardinelli elige una vía distinta para recrear la dictadura a través de los cuerpos de los victimarios. En Luna Caliente, la denuncia del comportamiento de los militares es directa y no pasa por la adaequatio: el énfasis en el aspecto exclusivamente externo de los cuerpos (vestimenta, eloquentia corporis) no permite al lector indagar en el alma que estos ocultan y, por tanto, no existe dicotomía alguna ni ambigüedad entre exterior e interior. La interpretación en torno a la maldad de los personajes es por tanto monolítica e inequívoca. Finalmente, Mallo opta en su novela El policía descalzo de la Plaza San Martín por el desvelamiento del anonimato, sacando abiertamente a la luz el cuerpo de un exmilitar en su vida cotidiana. Aquí la adecuación entre cuerpo y alma, ámbitos ambos sobre los que el autor da abundante información, es casi total. Esta modulación narrativa del cuerpo está en plena consonancia con las transformaciones ocurridas en la sociedad argentina en el siglo xxi, la cual, tras duros enfrentamientos a cuenta de la memoria y de la exigencia de obtener verdad y justicia, ha llegado a un amplio acuerdo sobre la necesidad ineludible de llevar a los criminales ante los tribunales. Nótese, sin embargo, que en la época en que está ambientada la novela de Mallo, la transición, mostrar una imagen tan decadente y corrupta de un exmilitar tenía aún un
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carácter transgresor, en la medida en que por aquel entonces dicho acuerdo estaba lejos de haberse logrado, como demuestran las Leyes de Impunidad promulgadas precisamente por aquellos años. Por otro lado, esta modulación narrativa de los cuerpos aporta una textura literaria a las obras de gran importancia en el contexto del género. Al jugar —en ocasiones hasta destruirlo— con el principio de adaequatio tradicionalmente empleado en el hard-boiled clásico, los tres autores están problematizando e intentando responder a la crisis de la representación de la dictadura en la literatura argentina, y con ello trasgrediendo las propias fronteras del género negro. Las concepciones del cuerpo que los tres narradores levantan son por tanto, en primera instancia, una forma de denuncia y un grito de prostesta contra la dictatura, pero también un soporte de la memoria y un argumento en la discusión sobre las políticas del recuerdo. Bibliografía Alca Paniagua, Victoria (2005): “Luna caliente: metáfora de la dictadura”. En: Letralia, 129, 5 de septiembre [Consulta: 15 de abril de 2016]. Avellaneda, Andrés (1994): “Lecturas de la historia y lecturas de la literatura en la narrativa argentina de la década del ochenta”. En: Bergero, Adriana J./Reati, Fernando (eds.): Memoria y colectiva y políticas de olvido. Argentina y Uruguay, 1970-1990. Buenos Aires: Beatriz Viterbo, pp. 141-184. Banega, Horacio (2006): “La memoria como fenómeno corporal”. En: Macón, Cecilia (coord.): Trabajos de la memoria: arte y ciudad en la posdictadura argentina. Buenos Aires: Ladosur, pp. 34-50. Böhme, Hartmut (1997): “Aby M. Warburg (1866-1929)”. En: Michaels, Axel (ed.): Klassiker der Religionswissenschaft. Von Friedrich Schleiermacher bis Mircea Eliade. München: C. H. Beck, pp. 133-157. Buchanan, Rhonda (1996): “El género negro como radiografía de una sociedad en Luna caliente de Mempo Giardinelli”. En: Hernández de López, Ana María (ed.): Narrativa hispanoamericana contemporánea, entre la vanguardia y el posboom. Madrid: Pliegos, pp. 155-166. Campos Pérez, Marcy (2015): “Cuerpo, dictadura y memoria: visualizaciones de la violencia a través de la performance de Carlos Leppe”. En: Amérique Latine
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CUERPOS VIOLADOS Y VIOLENCIA COLECTIVA EN SIEMPRE ES DIFÍCIL VOLVER A CASA DE ANTONIO DAL MASETTO Tanja Bollow Universität Paderborn
El escritor y periodista Antonio Dal Masetto nació en 1938 en la ciudad de Intra, Italia, y falleció en 2015. En 1950 emigró con sus padres a la Argentina y se instaló en Salto, en la provincia de Buenos Aires, donde aprendió el castellano. A partir de 1964 trabajó como escritor y periodista y empezó a publicar libros de relatos y novelas. La inmigración es uno de los temas principales en sus novelas, tres de las cuales podemos considerar como “novelas negras”: Siempre es difícil volver a casa (1985), Hay unos tipos abajo (1998) y Bosque (2001). Esta última, una continuación de la primera, fue llevada al cine en 1992 por Jorge Polaco. Para la película Hay unos tipos abajo, realizada en 1985, Dal Masetto coescribió el guion. En esta contribución analizaremos, desde el ámbito de lo corpóreo, Siempre es difícil volver a casa. La novela cuenta la huida de cuatro asaltantes de un banco, que, perseguidos por los habitantes del pueblo, se convierten ellos mismos en víctimas. Partiendo de los acercamientos fenomenológicos de Maurice Merleau-Ponty y del concepto de poder de Michel Foucault, abordaremos dos ejes de lo corpóreo en la novela: por un lado, la percepción del comportamiento de los aldeanos desde la perspectiva de los criminales fugitivos, que se presentan como “cuerpos videntes”; y, por otro lado, la sensación de los criminales capturados, que han vuelto a ser “cuerpos visibles”, expuestos al peligro de represalias por parte de los aldeanos. Por último, nos preguntaremos asimismo en qué medida la representación de la corporalidad en la novela remite a una dimensión alegórico-simbólica y, por lo tanto, a unos hechos históricos extratextuales.
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A modo de introducción: una sinopsis de SIEMPRE ES DIFÍCIL VOLVER A CASA En su novela, Dal Masetto nos presenta el destino de cuatro atracadores: Cucurucho, Jorge, Ramiro y Dante. En un día muy caluroso ellos se presentan en Bosque, un pueblo imaginario de la provincia de Buenos Aires, durante las fiestas patronales. Allí quieren robar un banco, pero el asalto fracasa. Pierden demasiado tiempo porque el gerente, quien está totalmente traumatizado, no colabora con los atracadores. Precisamente cuando salen del edificio aparece un policía que informa a sus colegas y a todos los aldeanos sobre el incidente. Estos bloquean las dos únicas salidas que tiene el pueblo, cercado casi enteramente por un río. Bajo el mando de Varini, un abogado taimado e influyente, los aldeanos se organizan y comienzan una persecución feroz e implacable de los forasteros con el fin de capturarlos y, finalmente, de masacrarlos. Parece que los aldeanos quieran descargar sobre ellos toda la rabia y el odio latentes reprimidos durante mucho tiempo. Los atracadores comienzan a su vez una huida desesperada por las calles del pueblo en busca de una salida o de ayuda. A lo largo de esta caza los cuatro protagonistas tienen que separarse. A partir de este momento, el hilo argumental se divide en cuatro hilos diferentes. Y con cada capítulo seguimos los pasos de uno de los protagonistas por el pueblo. Esta mirada individualizada a cada uno de los atracadores y el predominio de la focalización interna permiten que percibamos los acontecimientos desde el punto de vista de los fugitivos. Desempeñando el papel de “cuerpos videntes”, los fugitivos son capaces de desvelar las ambiciones, miserias y relaciones ocultas de los aldeanos. Desde las perspectivas de los atracadores, el pueblo y sus habitantes se convierten poco a poco en los verdaderos protagonistas de la historia y, finalmente, en sus verdugos y asesinos. Los cuatro forasteros, por el contrario, se convierten, a su vez, en las víctimas de la historia. Una vez descubiertos, los criminales y sus “cuerpos visibles” son expuestos al albedrío de los aldeanos y ejecutados de manera brutal. Representaciones del cuerpo en SIEMPRE ES DIFÍCIL VOLVER A CASA Partiendo de los acercamientos fenomenológicos de Maurice MerleauPonty, quisiéramos, en lo que sigue, organizar nuestro análisis de la novela en
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torno a dos ejes de lo corpóreo. Por un lado, quisiéramos indagar cómo los atracadores perciben las perversiones de los aldeanos; por otro, analizar cómo sus cuerpos son objeto de la violencia de los habitantes, es decir, cómo experimentan esos daños corporales y cómo sufren, finalmente, hasta la muerte. En su trabajo Fenomenología de la percepción, Merleau-Ponty hace una diferencia entre el cuerpo objetivo y el cuerpo fenomenal, o sea, entre los conceptos “estar-o-ser-en-el-mundo”, por un lado, y “ser-del-mundo”, por otro. Según Merleau-Ponty, “le corps est notre ancrage dans un monde” (1945: 169). Este anclaje del cuerpo en el mundo es la condición sine qua non para que el cuerpo pueda ser también “notre moyen général d’avoir un monde” (171). De este último aspecto resulta que el cuerpo, gracias a sus sentidos, no solo tiene una capacidad receptora para absorber experiencias, sino que también es un “lieu de passage” (170), un mediador entre el mundo y el yo perceptor. Pero esta idea implica también que, desde nuestros cuerpos, disponemos solamente de una perspectiva parcial y, por lo tanto, selectiva del mundo y de un poder limitado (74). Si aplicamos la teoría de Merleau-Ponty a la novela Siempre es difícil volver a casa, nos daremos cuenta de que, en efecto, los atracadores desempeñan este papel de “lugar de tránsito”. Los razonamientos de los protagonistas nos permiten participar en este proceso de mediación entre el mundo y la mente a través de sus percepciones visuales. Es verdad que, consideradas de forma aislada, sus perspectivas nos ofrecen solamente una visión parcial del mundo. No obstante, debido al permanente cambio del enfoque y de la focalización interna variable se logra una visión global de la que podemos, en un segundo paso, deducir una denuncia implícita de las condiciones sociales vigentes en el pueblo. Analicemos ahora con más precisión la novela en cuanto al tratamiento de lo corpóreo. Ya cuando los atracadores llegan al pueblo, lo perciben como un cuerpo humano del que emana calor y como un peligro abstracto. En este gran cuerpo del pueblo los atracadores van adentrándose poco a poco como si ellos mismos fueran cuerpos extraños. Sobre todo Cucurucho se sumerge en un mundo imaginario: “[Cucurucho] [i]maginó que esos muros ocultaban trampas y enemigos, imaginó sombras, habitaciones como cuevas, corredores. Se excitó al sentir con qué facilidad podía ser burlada toda esa violencia en reposo. Era como deslizarse a través de un cuerpo vivo” (Dal
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Masetto 2004: 13, mi énfasis). Esta metaforización del pueblo se ve también en el siguiente extracto: “Siempre atento a esa peligrosidad que se iba inventando, Cucurucho sentía que los riesgos crecían a medida que avanzaban. Espió con un ojo y dedujo que se estaban acercando al centro del pueblo. ‘Al corazón del peligro’, se dijo […]” (14, mi énfasis). Al llegar al centro los cuatro forasteros también perciben que gran parte de los aldeanos tienen cuerpos deformados o defectuosos, o algún tipo de discapacidad mental. Encuentran, por ejemplo, un chico que es bizco y al que le faltan dientes, un hombre encorvado, otro que tiene labio leporino y otro más al que le faltan una pierna y un brazo. Incluso a una estatua le falta el dedo índice, el dedo de la indicación y también de la advertencia. Esta descripción de los habitantes apunta a que en el pueblo algo no cuadra; hay algo en él enfermizo, algo que hierve bajo la superficie. En la víspera del día del asalto, Jorge, uno de los atracadores, conoce a Adriana en un club y se enamora de ella. Adriana le parece ser “la imagen exacta de la mujer que siempre había buscado” (42). Esa misma noche practican el sexo y Jorge queda fascinado por el cuerpo perfecto de Adriana. Finalmente utiliza la piel de ella como si fuese un lienzo. No solo pinta a Adriana para que ella parezca “bien puta” (40), sino que ella misma le pide a Jorge que orine sobre su cuerpo. La piel no solo aparece, por tanto, como superficie erotizada, sino que también se convierte en un espejo. En este espejo Jorge proyecta su percepción de las perversiones de Adriana, la cual, de hecho, se comporta a sus ojos como una prostituta, ya que le pone los cuernos a su novio, con el que se quiere casar dentro de poco. La piel “labrada” de Adriana ofrece, por consiguiente, la posibilidad de leer la conducta perversa de ella. Es un modo de visualización que permite proyectar el interior de Adriana sobre su exterior. Además, la piel pintada de Adriana refleja, por un lado, el deseo de Jorge de poseerla, y, por otro lado, su propio yo y su estado mental. El acto de pintar es, por lo tanto, una estrategia para adueñarse de Adriana y ejercer poder sobre ella. La piel es, al mismo tiempo, el reflejo de la psique de Jorge; en efecto, Jorge reconoce, al contemplar el cuerpo de Adriana, que él mismo también está “muy podrido de todo” (47). El cuerpo pintado de Adriana representa, asimismo, una proyección de los deseos ocultos de Jorge, que anhela una vida que sea como este momento que comparte con Adriana y
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que le parece “lo más cercano a la perfección” (43). Así, el cuerpo pintado se convierte en un fragmento de un espacio imaginario y utópico, como subraya Michel Foucault en su ensayo “Le corps utopique”: “Le masque, le tatouage, le fard placent le corps dans un autre espace, ils le font entrer dans un lieu qui n’a pas de lieu directement dans le monde, ils font de ce corps un fragment d’espace imaginaire” (2005: 61). Ramiro es el segundo atracador en el que se concentra la narración. Tras haberse separado de sus tres cómplices, entra en el patio de un monasterio para esconderse. Allí tropieza con un grupo de chicas acompañadas de dos monjas, que intentan proteger a las niñas mientras Ramiro las amenaza con su pistola. Cuando las monjas se oponen sosteniendo un crucifijo, el atracador empieza a pronunciar un fogoso discurso acerca del amor y la gloria de los cuerpos, el cuerpo de la mujer y el cuerpo del hombre […], la lucha de los cuerpos […], los cuerpos deslumbrados, la gran entrega y el descanso de los cuerpos […], los cuerpos deslumbrados […], el hambre nunca saciada de los cuerpos, el choque de los cuerpos, el ritual de los cuerpos, los cuerpos orgullosos. (89, mi enfásis)
¿Por qué esta insistencia en lo corpóreo que se manifiesta en la constante repetición de la palabra “cuerpo(s)”? Por un lado, el discurso de Ramiro sobre el cuerpo y el sexo esconde un discurso sobre el poder. Ramiro opone al poder sacro-espiritual, que defienden las monjas, un poder profano-corporal. Por otro lado, sin embargo, Ramiro también disfruta de la reacción de las chicas, que le escuchan atentamente y que se sienten atraídas por él. Además, como subraya Foucault, ya el acto de hablar sobre el sexo y su opresión implica “[q] uelque chose de la révolte, de la liberté promise, de l’âge prochain d’une autre loi” (1976: 14). Por lo tanto, es un acto de rebelión contra los tabúes socialmente acordados. Y esto vale tanto para Ramiro como para las chicas que sienten el deseo de liberarse de las reglas del ambiente social que les circunda. A continuación, Ramiro consigue escapar del patio y encuentra refugio en un taller donde trabaja Alberto, un hombre excéntrico y muy delgado e igualmente marginado por los aldeanos. Ramiro puede contar con la complicidad de Alberto, que le ofrece su ayuda indicándole un camino para huir. Resulta llamativo que el “flaco” también exprese sus deseos sexuales
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insatisfechos y su anhelo de rebelión contra las normas sociales vigentes en la aldea a través de lo corpóreo, pues construye esculturas en madera que representan, de manera grotesca, escenas de sexo y cuerpos defectuosos: La primera era una gran cabeza vomitando demonios enanos, gordos y redondos como pelotas. Otra: un hombre de pie que en la mano derecha tenía un cuchillo y en la izquierda su propio sexo, que evidentemente acababa de cortarse; se lo ofrecía a una mujer de tamaño mucho más chico […]. Otra: una mujer recostada con las piernas abiertas y un anciano muy flaco y arrugado tratando de introducirse de cabeza en su vagina. (142)
Cucurucho, por su parte, consigue entrar en una casa y esconderse en una despensa en la cocina. Desde su escondite observa a Julia, la dueña de la casa y directora de una empresa, que vive allí con su madre ciega. A lo largo del día es testigo de las perversiones sexuales de Julia, que no solo practica el sexo con el médico del pueblo en presencia de su madre, que no se da cuenta, sino que también obliga a su sobrino de trece años a acostarse con ella algunas horas después. A través de la mirada reveladora de Cucurucho conseguimos, por consiguiente, ver lo que se oculta bajo la aparente honradez de esta mujer al salir a la luz sus inclinaciones incestuosas y pedófilas. El último atracador es Dante, la cabeza del grupo. Durante el asalto disfruta de ser el “dueño de la situación” (54), y de ejercer su poder. Como sabemos, ya conoce el pueblo y ha tenido malas experiencias en este lugar. Por eso siente un “sabor de revancha” (54). Como el gerente del banco no colabora con los atracadores, Dante manda que le quiten la ropa ante los ojos de sus empleados. El cuerpo desnudo del gerente es, por lo tanto, una manifestación del poder de Dante. Huyendo de los aldeanos, Dante puede esconderse en el fondo de un camión hasta la tarde. Encuentra ayuda en la casa de Susana, una forastera que se instaló en Bosque hace muchos años y que no ha conseguido dejar el pueblo por motivos emocionales. Tras practicar sexo oral, Susana decide acompañar a Dante en su huida para dejar el pueblo definitivamente. Hasta este punto, el foco de atención ha sido, ante todo, la percepción exterior de los aldeanos por parte de los atracadores. Cuando los aldeanos descubren a los atracadores y los atrapan uno tras otro, el foco cambia de
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la percepción externa a la autopercepción. “La percepción presencial del yo como cuerpo en el mundo” (Benthien 1999: 240), es decir, la sensación del propio cuerpo en el mundo, pasa a primer plano con la tortura ejercida por los aldeanos sobre los cuerpos de los detenidos. Nos hallamos ante una recaída en rituales penales medievales en las que la tortura es celebrada como “espectáculo del cuerpo y del dolor” (Ibíd.: 87). En este espectáculo, el gusto y la curiosidad por ver los cuerpos maltratados y por participar en el castigo corporal son compartidos por toda la comunidad. La justicia por cuenta propia en forma de penas aflictivas representa un desagravio a las transgresiones cometidas por los atracadores. Esto se muestra, de modo ejemplar, en el asesinato colectivo de Cucurucho. Julia lo descubre en su cocina y lo echa a la calle. Allí le espera una carrera de baquetas. Mientras Cucurucho trata de avanzar en el medio de la calle, los aldeanos, uno tras otro, le desgarran su camisa hasta que queda casi desnudo. Lo golpean, le arrojan piedras y ladrillos, le meten manotazos, le dan empujones y patadas. Los maltratos se vuelven más enérgicos y frecuentes hasta que, finalmente, ya no es capaz de ver nada y un hombre le destroza la nuca con una gran llave inglesa. A los demás atracadores les espera un destino muy parecido. Así, Jorge es gravemente herido durante la huida y se refugia en casa de Adriana. Allí mata a Adriana a tiros, por lo que a él, según la ley del contrapaso por analogía1, le llenan también de agujeros. Tras el encuentro con las chicas y las monjas, Ramiro secuestra a un cura y le obliga a subir a la torre de la iglesia. Allí le dispara un cazador aficionado hiriéndole gravemente, mientras el cura huye. Después de acuchillar a un hombre que asalta la torre, Ramiro es muerto a tiros. 1
En este apartado, Dal Masetto se ha basado muy probablemente en la ley divina del contrapaso, tal como la presenta Dante Alighieri en su Divina comedia. Se trata de una ley que propone castigos eternos a los pecadores y que se concreta por analogía o por antítesis. En el contrapaso por analogía, la pena que se impone al pecador en el infierno es igual al pecado que él mismo ha cometido en vida. Las alusiones a Dante y la Divina comedia son frecuentes en la obra de Dal Masetto. No es casual que uno de los atracadores –quizás el personaje más simpático y emocionalmente más complejo, con el que el lector se puede identificar fácilmente– se llame precisamente Dante, y que el nombre “Bosque” recuerde a la “selva oscura” en la que se encuentra Dante en el primer canto de la Divina comedia.
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Finalmente, Dante tampoco logra escapar. Su compañera Susana se revela incapaz de dejar el pueblo y abandona a Dante. Cuando este quiere escapar atravesando el cementerio, lo descubren y lo aplastan con un camión contra un paredón del camposanto. En resumen: todos los atracadores mueren a manos de los aldeanos sin que un juzgado les haya condenado legalmente. Toda la violencia del pueblo, aparentemente acumulada desde hace mucho tiempo, se descarga en el momento en que los asaltantes dan pie a ello. En este contexto, es significativo que la justicia por cuenta propia sea una justicia que se dirija contra los cuerpos de los reos. Se opone, por lo tanto, a la “pénalité ‘incorporelle’” (Foucault 1975: 17) impuesta por los juzgados estatales. Es interesante observar que Dal Masetto, en su novela, plantea Bosque como alegoría de una sociedad que recae en rituales de penalización brutales de índole colectiva característicos de la Edad Media. Si aceptamos esta idea, el autor se estaría posicionando en contra de la teoría de Michel Foucault expuesta en Surveiller et punir, donde ejemplifica la desaparición paulatina de la tortura y la renuncia a la exhibición pública del cuerpo del condenado y la humanización de las penas a partir del Siglo de las Luces. Podemos constatar, además, cómo cambia a lo largo de la historia el foco de atención en lo relativo a los cuerpos. Esta se centra al principio en la observación de los aldeanos por los atracadores y, por lo tanto, en una denuncia implícita de las prácticas y ambiciones de aquellos. La historia termina, sin embargo, con el “sentir del propio cuerpo” (Benthien 1999: 239) por parte de los criminales, es decir, con la autopercepción de sus propios cuerpos en el mundo: como si la indebida observación crítica de los “cuerpos ajenos” por parte de los atracadores tuviese como consecuencia la igualmente indebida aplicación de una dura pena sobre sus “propios cuerpos” por parte de los aldeanos.
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Conclusión Desde un punto de vista global cabe preguntarse finalmente: ¿Por qué se invierte el papel tradicional entre víctima inocente (pueblo) y victimario brutal (atracadores)? ¿Por qué se construye un victimario colectivo que toma la justicia por su mano y ejerce violencia física contra los forasteros por haber penetrado un espacio físico y simbólico prohibido? ¿Qué relación tiene el mundo imaginario de Bosque con la realidad argentina? ¿Qué dimensión alegórico-simbólica se esconde detrás de esta ficción? Según Cristina Piña y Fernando Reati, Bosque es una “metaforización de experiencias históricas” (Piña 1993: 126) y un “microcosmos de la realidad argentina” (Reati 1990: 73) durante la dictadura militar. Reati opina que la historia que presenta Dal Masetto en Siempre es difícil volver a casa es, en términos muy concretos, una alusión al Campeonato Mundial de Fútbol del 1978, fiesta popular por antonomasia que sirvió para encubrir las prácticas represivas del gobierno militar. Reati explica que, además, el gobierno obtuvo la adhesión de gran parte de los ciudadanos ante las denuncias internacionales (1990: 74). Teniendo en cuenta este contexto, los atracadores de la novela podrían representar a los perseguidos por la dictadura, y la violencia física sería, por lo tanto, una alegoría de las torturas que sufrieron. No obstante, a pesar de las obvias referencias extratextuales, creemos que la idea presentada en la novela va mucho más allá. Los acontecimientos en Bosque plantean, en términos más generales, la cuestión de la responsabilidad social ante la violencia y la siempre presente posibilidad de que un grupo social, sin la intervención de una justicia y un gobierno justos e ilustrados, olvide los valores propios del mundo civilizado. La historia nos muestra también que la línea divisoria entre víctimas y victimarios es muy frágil, y que el papel asignado a cada grupo en el tejido social se puede invertir fácilmente. Bibliografía Alighieri, Dante (2014): Divina comedia. Madrid: Cátedra. Benthien, Claudia (1999): Haut. Literaturgeschichte – Körperbilder – Grenzdiskurse. Reinbek: Rowohlt.
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Dal Masetto, Antonio (2004): Siempre es difícil volver a casa. Buenos Aires: Sudamericana. Foucault, Michel (1975): Surveiller et punir. Naissance de la prison. Paris: Gallimard. —. (1976): Histoire de la sexualité. La volonté de savoir. Vol. 1. Paris: Gallimard. —. (2005): Die Heterotopien/Les hétérotopies. Der utopische Körper/Le corps utopique. Zwei Radiovorträge. Berlin: Suhrkamp. Merleau-Ponty, Maurice (1945): Phénoménologie de la perception. Paris: Gallimard. Piña, Cristina (1993): “La narrativa argentina de los años setenta y ochenta”. En: Cuadernos hispanoamericanos, 517-519, pp. 121-138. Reati, Fernando (1990): “Fiesta popular y victimización en la novela argentina”. En: Mundi, 7, pp. 70-80.
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CUERPO A CUERPO. EL CINE NEGRO GOES QUEER: PLATA QUEMADA (2000) DE MARCELO PIÑEYRO Christian von Tschilschke Universität Siegen
1. Introducción: descubrir el cuerpo No parece exagerado afirmar que el género negro da más peso al cuerpo que la mayor parte de los géneros literarios y cinematográficos. El trato del cuerpo y la atención que se presta a la condición física y biológica del hombre, sus pasiones y necesidades, su vulnerabilidad y sus fuerzas es una de las características elementales del género negro con las que se distingue, desde los inicios, de la novela detectivesca de la escuela inglesa, más cerebral y centrada en el intelecto. Por supuesto, la revaloración del cuerpo tiene importantes implicaciones antropológicas, estéticas, políticas y, no lo olvidemos, mediáticas. Por tanto, no es casual que en el famoso estudio L’âge du roman américain (1948), cuya traducción al español, La era de la novela americana, apareció en Buenos Aires en 1972, la crítica literaria francesa Claude Edmonde-Magny (1913-1966) elogiase la novela y el cine negros norteamericanos, y explícitamente las obras hard-boiled de Raymond Chandler y de Dashiell Hammett, justamente por dar mayor importancia al cuerpo, a la percepción y a los sentidos del hombre, lo cual le parecía que se correspondía mejor con la condición humana que la literatura psicológica, burguesa, abstracta e intelectual europea que prevalecía, según su opinión, durante el primer tercio del siglo xx1.
1
Cf. Magny (1948: 29, 50, 65, 67, 111-113). Para más detalles sobre el rol de Magny como crítica literaria y mediadora cultural, se remite a Nieland (2009) y Tschilschke (2016). Véanse, para la literatura y el cine negro en general, Sellmann (2001) y Fay/Nieland (2010).
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Quien habla del cuerpo también habla del sexo y el género. Por lo tanto, en el género negro los cuerpos nunca son sexualmente neutros, sino que, al contrario, están fuertemente marcados por un código sexual orientado por un modelo heteronormativo bastante estereotipado, arraigado en una dicotomía nítida entre el sexo masculino y el femenino. Y esto probablemente sea también el motivo por el que, al menos al lector común, las cuestiones de género normalmente no le llamen tanto la atención como otros aspectos relacionados con el cuerpo. Pero, ¿qué ocurre cuando el esquema tradicional se sustituye por una constelación homosexual o, para ser más preciso, queer? Es decir, cuando se representan relaciones más o menos explícitamente sexuales entre personajes del mismo sexo o escenas que desafían, subvierten o transgreden de alguna manera las relaciones genéricas heteronormativas que se fundan en el postulado de la heterosexualidad como norma social. La película argentina Plata quemada del director argentino Marcelo Piñeyro, estrenada en el año 2001 y basada, de una manera libre, en la novela negra homónima de Ricardo Piglia (1941-2017) del año 1997, se presta muy bien al análisis de este tipo de cuestiones en el ámbito cinematográfico; en concreto, qué significa exactamente que el cine negro goes queer2. Marcelo Piñeyro nació en 1953 en Buenos Aires. Como director de cine, guionista y productor es uno de los representantes más destacados de un cine comercial de calidad. Sus obras más conocidas y exitosas, incluso a nivel internacional, son Kamchatka, un melodrama con gran impacto sobre el tema de los desaparecidos durante la última dictadura militar, estrenado en el año 2002, y justamente Plata quemada, la adaptación del libro de Ricardo Piglia. Dirigió también la producción de La historia oficial de Luis Puenzo, que ganó un Óscar en 1985. Al escoger Plata quemada como objeto de mi contribución decidí entender el título del presente libro, “Descubrir el cuerpo”, en el sentido literal del término. Con la particularidad de que los cuerpos que en Plata quemada se descubren no son principalmente, como es habitual en el cine comercial sometido al régimen patriarcal de la mirada cinemato2
Respecto al estudio del cine latinoamericano, los planteamientos queer han conocido un auge considerable en los últimos años, como demuestran las monografías de Foster (2003), Subero (2005) y Melo (2008). Acerca de Plata quemada de Piñeyro, consúltense bajo esta perspectiva Foster (2003: 127-143), Castro (2004), Artiñano (2008), Kokalov (2009) y Greven (2013).
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gráfica, cuerpos de mujeres —aunque no falten tampoco—, sino cuerpos de hombres. Mejor dicho, los cuerpos atléticos de Ángel (Eduardo Noriega) y “El Nene” Brignone (Leonardo Sbaraglia), dos gánsteres que han cometido un robo y a los que une un amor pasional. La película empieza con el encuentro sexual de Ángel y El Nene en los baños de la Estación Ferroviaria Constitución (00:03:06-00:05:37) —“famoso lugar bonaerense de encuentros sexuales entre hombres”, como precisa Assen Kokalov (2009: 38)— y termina con una imagen que se asemeja a una piedad homosexual, mostrando al Nene, cubierto de heridas y sangre, muriendo en los brazos de Ángel (01:53:22-01:56:13; véase imagen 1). Entre estos dos polos altamente simbólicos, que incluso tienen una fuerte connotación religiosa —el inicial descenso al infierno y la final ascensión al cielo—, se despliega toda una iconografía homoerótica y homosexual. Durante largas secuencias se presenta a los protagonistas semidesnudos, solo en calzones o en camiseta. Repetidamente Ángel y El Nene —pronto conocidos como “los mellizos porque eran inseparables” (00:02:52)— aparecen en la cama, uno al lado del otro. El narrador, una voz en off típica del cine negro, comenta una y otra vez: “Esa noche Ángel y Nene durmieron juntos” (00:05:32) o “Desde el comienzo de su relación, Ángel y Nene compartieron la cama” (00:12:10). Al final de la película, cuando su suerte ya está echada, yacen en el suelo, entrelazados estrechamente, se besan en la boca y se tocan los genitales el uno al otro (01:45:13-01:46:48; véase imagen 2)3. Asimismo, El Nene se masturba una vez, la mano metida en el calzón (00:42:11-00:42:29). Dos veces, por lo menos, se exponen los genitales masculinos: cuando el heterosexual El Cuervo (Pablo Echarri), el cómplice de Ángel y El Nene, se desnuda de broma delante de Ángel (00:31:14) y cuando El Nene se acuesta con la prostituta Giselle (Leticia Brédice), a la que ha conocido en una feria (01:21:21). La escena sexualmente más explícita, sin embargo, sucede en un baño público donde El Nene fuerza a un homosexual a tener sexo oral amenazándole con una pistola y tildándole, entre otros, de “maricón”, “invertido”, “pervertido” y “puta”. Se ve cómo El Nene le abre el 3
Con referencia a esta secuencia Foster explica: “[T]he film received the most restrictive rating, not for the display of either El Nene and Giselle’s sexual acts or those of El Cuervo and his lover, but for the intimation, limited to some kissing, of sexual acts between El Nene and Ángel” (2003: 137-138).
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Imagen 1: Piedad gay (01:54:30)
Imagen 2: El beso entre “los mellizos” Ángel y El Nene (01:46:29)
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pantalón y se pone de rodillas. En el plano siguiente, después de un corte que marca la elipsis de la felación, se limpia la boca en el lavabo (00:51:0900:54:26). Es precisamente por este tipo de escenas sexualmente explícitas o, al menos, inusualmente sugerentes que la película de Piñeyro fue celebrada por la crítica especializada en los estudios de género como un hito en la historia de la representación de personajes homosexuales en el cine argentino. Así, por ejemplo, en el libro de referencia editado por Adrián Melo Otras historias de amor. Gays, lesbianas y travestis en el cine argentino se alaba especialmente Plata quemada por haber contribuido decisivamente a que el cine argentino abandonara el clóset y el ámbito maloliente de las letrinas: Es posible que Plata quemada sea la película que mayor [sic] se apoya en las masculinidades contrahegemónicas, donde lo que más se cuestiona es la heterosexualidad como valor netamente masculino. Uno de los puntos más fuertes en que se basa la película es la condición homosexual de dos de sus protagonistas. (Artiñano 2008: 94)4
No hay que olvidar en este contexto que en el mismo año 2000 se estrenaron también otras dos películas de gran alcance público con una temática similar: La virgen de los sicarios de Barbet Schroeder, adaptación de la novela homónima (1994) del escritor colombiano Fernando Vallejo, sobre la relación sentimental entre el escritor homosexual Fernando y el joven sicario Alexis, y Before Night Falls de Julian Schnabel, basada en la biografía del escritor homosexual cubano Reinaldo Arenas. Lejos de ser mera coincidencia, este hecho lleva a suponer que alrededor del año 2000 la idea de la diversidad sexual ganaba aceptación entre el gran público5. No obstante, en el caso de Plata quemada, la crítica inspirada por la teoría queer no es unánimemente positiva. En su análisis de la película, David William Foster, por ejemplo, afirma que “Piñeyro’s film becomes queer, malgré lui” (2003: 132), y reprocha al director su incapacidad de representar 4
Compárese en este contexto la cronología de películas argentinas con personajes gais establecida por Rodríguez Pereyra (2008). 5 Para una comparación entre La virgen de los sicarios y Plata quemada, véase Kokalov (2009).
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abiertamente el acto sexual entre dos machos rioplatenses, mientras que no tiene ningún problema en ofrecer a sus espectadores largas escenas de copulación heterosexual entre El Cuervo y su novia Vivi (Dolores Fonzi) o entre El Nene y Giselle: “[T]he only fully represented physical sex that takes place during the film satisfies amply the conventions of heterosexist coupling, with all of the full frontal nudity allowed in post-dictatorship Argentina” (2003: 137). A pesar de esto, mi propósito aquí no es discutir hasta qué punto la película se puede incluir en la historia cinematográfica queer en general, o en la latinoamericana en particular, ni evaluarla con respecto a la situación de los homosexuales en Argentina o en cualquier otro lugar durante la década de los sesenta del siglo xx, en la que se desarrolla el argumento de Plata quemada. Estos son aspectos que ya han sido estudiados detenidamente por los especialistas ya mencionados, David William Foster (2003) y Assen Kokalov (2009). Foster, sobre todo, presta particular interés a los fundamentos homofóbicos sobre los cuales se construyó la nación argentina y analiza detalladamente desde el punto de vista de la teoría queer las bases ideológicas de la película (2003: 129-132). La perspectiva que yo voy a adoptar en lo sucesivo, en cambio, se centra ante todo en cuestiones genéricas. Pienso que respecto al género negro Plata quemada funciona de manera similar a como Brokeback Mountain de Ang Lee iba a funcionar cinco años más tarde, en 2005, respecto al género del western. Desde esta perspectiva, Plata quemada se presenta como una suerte de versión “invertida” de Bonnie and Clyde (1967) de Arthur Penn, al llevar a cabo una extrapolación de las dinámicas homosociales y homoeróticas ya tradicionalmente subyacentes tanto al noir como al western, y al mismo tiempo evitar y/o reinterpretar los códigos sexuales más estereotipados del género6. A ello se suma claramente el objetivo de revitalizar y actualizar las pautas genéricas, haciéndolas así más interesantes y atractivas para una audiencia masiva siempre ansiosa de ver algo nuevo, insólito o escandaloso. Con todo, nunca se pierden de vista los gustos del público contemporáneo y los límites de representación del cine mainstream y comercial, que Piñeyro conoce a fondo por propia experiencia profesional. 6
Para los paralelismos entre Brokeback Mountain y Bonnie and Clyde, véase Greven (2013).
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Esto me lleva a comenzar con algunas reflexiones más generales sobre la relación entre el noir y la construcción de los géneros. Después realizaré una breve comparación entre la novela de Ricardo Piglia y la película de Marcelo Piñeyro, antes de estudiar más detenidamente las diferentes formas de manifestación de la homosexualidad y su significado en la película bajo tres aspectos: la marginalización, la naturalización y la metaforización. 2. La construcción de los géneros en el NOIR Desde sus inicios en los años veinte, y con raíces tanto en las revistas pulp estadounidenses como en el cine expresionista alemán, el género negro se caracteriza por una distribución particularmente esquemática de los roles sexuales masculinos y femeninos7. A través de la literatura y el cine, al estereotipo masculino del hard-boiled detective se enfrenta el estereotipo femenino de la femme fatale. Ambos forman parte del repertorio de personajes del género negro, y, a primera vista, se construyen según un principio marcadamente heteronormativo. El hard-boiled detective corresponde a un ideal masculino tradicional. Posee una gran fuerza física, una marcada disposición a la lucha y una enorme capacidad de soportar dolor sin quejarse. Sabe hacer uso con toda naturalidad tanto del arma como de su puño. A esto se suman su valor, su resistencia y tenacidad, el control de sus sentimientos y afectos y la disposición a afrontar la muerte sin temor. La femme fatale, en cambio, es atractiva físicamente, excitante, seductora, misteriosa y sobre todo peligrosa, ya que no tiene escrúpulos en utilizar a los protagonistas masculinos para conseguir sus fines y más tarde traicionarlos. No obstante, el tipo de la femme fatale no domesticada muestra también que la ambigüedad, que es una de las características principales del género negro, se aplica también a las relaciones de género. Pero no es solo la femme fatale la que escapa, a causa de su infidelidad y su sexualidad transgresiva, a la relación de pareja heterosexual que constituye la norma. También el 7
Véanse a este respecto la bibliografía “Noir and Gender” en Spicer (2010: 365-368), así como Maxfield (1996), Wager (1999; 2005), Hollinger (2000), Kaplan (2001) y Hanson (2007) sobre la representación de la mujer en el cine negro, y Krutnik (1991), Cohan/Hark (1993), Dyer (2002) y Studlar (2005; 2013) sobre la del hombre.
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hard-boiled detective, que tiende a actuar solo y al male bonding, a la preferencia por relaciones homosociales, hace peligrar el ideal burgués de la familia. El orden patriarcal se cuestiona entonces desde dos frentes: mientras que en el género negro la mujer adopta modelos de conducta masculinos y subraya sus características fálicas fumando cigarrillos y haciendo uso de armas de fuego, al hombre se le asigna por contraste un rol potencialmente femenino y a la sombra de una mujer emancipada. Tanto la mujer masculinizada como el hombre —por un lado hipermasculino, por otro lado estructuralmente afeminado— quebrantan el esquema estrictamente heteronormativo. Por eso el género negro tiene, ya desde sus orígenes y más que todos los demás géneros, una cierta tendencia a la representación de personajes homosexuales, revelándose así como intrínsecamente queer. No es sorprendente, por ello, que ya en las primeras producciones de cine negro como M (1931) de Fritz Lang o The Maltese Falcon (1941) de John Huston puedan notarse numerosos rasgos homoeróticos. The Queer Encyclopedia of Film and Television, por ejemplo, califica The Maltese Falcon como “a veritable feast of perversity” (Morris 2005: 144). En esa película por lo menos tres personajes pueden identificarse fácilmente como homosexuales: el mandante de Sam Spade Joel Cairo (Peter Lorre), el joven asesino a sueldo Wilmer Cook (Elisha Cook Junior) y su jefe Kaspar Gutman (Sidney Greenstreet). En un momento de la película Spade se refiere abiertamente a Cook como “gunsel”, lo que designa, en jerga de delincuentes, a un joven criminal homosexual (cf. Morris 2005: 144). Pero también en otros clásicos del cine negro aparecen personajes homosexuales de ambos sexos: por ejemplo en Laura (1944) de Otto Preminger, Gilda (1946) de Charles Vidor e In a Lonely Place (1950) de Nicholas Ray. Sin embargo, todos estos filmes negros tienen una cosa en común: en todos se muestra una actitud homófoba y misógina, ya que, si bien señalan el comportamiento sexual apartado de la norma, lo estigmatizan al mismo tiempo como dañino, patológico o ridículo. Todavía en el año 1967 la película Bonnie and Clyde se vio afectada por prejuicios similares, puesto que la bisexualidad de Clyde Barrow, que inicialmente estaba prevista en el guion, fue eliminada por Warren Beatty y Arthur Penn de la versión final (cf. Harris 2009: 207-209).
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3. De la novela a la película Si se vuelve ahora a Plata quemada hay que señalar, en primer lugar, que precisamente en lo relativo a la representación de la homosexualidad de los protagonistas, la película de Piñeyro se diferencia notablemente de la novela de Piglia. Ambas obras cuentan la misma historia, un reporte semidocumental de una serie de crímenes ocurridos entre septiembre y noviembre del año 1965 en Buenos Aires y Montevideo. Una pareja de criminales, los ya mencionados Ángel y El Nene, comete un robo sangriento de más de siete millones de pesos y se refugia en la capital de Uruguay. Con el dinero robado, y acompañados por su cómplice El Cuervo Mereles, son sitiados por la policía durante más de doce horas en un apartamento de Montevideo que les presta la prostituta Giselle. El Nene y El Cuervo, así como un gran número de agentes policiales argentinos y uruguayos, mueren en el tiroteo final, transformado en la película de Piñeyro en un verdadero “Hollywood shoot-out” (Foster 2003: 139). Solo Ángel sobrevive a esta masacre. Como señala Kokalov, aunque la novela de Piglia contiene elementos indiscutiblemente queer —el sexo entre hombres en un entorno machista como lo es el ambiente criminal y la promiscuidad abierta de El Nene, entre otros— la representación de dichos elementos es secundaria a la crónica policial narrada por el autor. (2009: 38)
Por otro lado, la película de Piñeyro está centrada indudablemente en la relación sentimental y sexual entre El Nene y Ángel, mientras que el crimen constituye nada más que el trasfondo trágico delante del cual se desarrolla la acción principal del melodrama gay. Es evidente por tanto que, alejándose del libro de esta forma, Piñeyro tiene la intención de oponerse a las convenciones genéricas del cine negro y de respetarlas a la vez, en tanto en cuanto continúa siguiendo en lo esencial el modelo del heist movie trazado por el hipotexto literario8.
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El guion de la película se publicó en Piñeyro/Figueras (2000). La relación entre el libro y su adaptación a la pantalla se estudia más detenidamente en Kokalov (2009: 37-40).
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4. Formas de la homosexualidad en la película Después de haber reflexionado sobre la tendencia intrínsecamente queer del género negro y la decisión de Piñeyro de profundizar, en su adaptación del libro de Piglia, particularmente en este aspecto, es posible pasar a un estudio más detenido de las formas y significados que la homosexualidad, o mejor dicho los elementos queer, poseen en Plata quemada, y que se analizarán bajo tres aspectos: la marginalización, la naturalización y la metaforización de la homosexualidad. 4.1. Marginalización Cabe insistir, en primer lugar, en las afinidades tan patentes entre, por una parte, la predilección del género negro por el lado oscuro de la sociedad, la violación de la moral y de las normas sociales, y por todo tipo de personajes marginales; y, por otra, la existencia de un grupo de personajes que son marginados socialmente en la realidad, hasta el punto de ser perseguidos como criminales por la justicia porque transgreden abiertamente las pautas y límites de la sexualidad heteronormativa. Al escoger a una pareja de gánsteres del mismo sexo como héroes de su película, Piñeyro acentúa, por ende, la marginalidad de sus protagonistas: siendo a la vez criminales violentos y homosexuales, Ángel y El Nene desafían dos veces las normas sociales. Y aún más. Como subraya Assen Kokalov, en oposición abierta a la opinión de Foster anteriormente señalada, estos personajes son incluso marginados respecto al modelo normalizado de relaciones entre parejas del mismo sexo porque “no solamente escogen romper los códigos de sexualidad heteronormativa y de ley criminal y civil, sino también los aceptados y, de cierta manera, normativos patrones de comportamiento emotivo y amoroso gay” (2009: 32). Cuando, por ejemplo, Ángel decide que ya no quiere copular con El Nene por miedo a perder su lucidez mental junto con su semen, El Nene no solo comienza a frecuentar lugares públicos como baños y cines X para tener relaciones sexuales con otros hombres, sino que se acuesta también con al menos una mujer, la prostituta Giselle. Y cuando al final el heterosexual El Cuervo muere en los brazos del homosexual Ángel —anticipando así la
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misma posición ya mencionada en la que morirá también El Nene poco después— las fronteras entre homo y heterosexualidad se borran una vez más. De este modo, la película de Piñeyro parece confirmar en principio la famosa equiparación que hizo Jean Genet en su novela autobiográfica Journal d’un voleur (1961) entre el criminal y el homosexual como marginados sociales respecto a los valores morales de la sociedad burguesa. En el transcurso de la trama de Plata quemada, sin embargo, el mismo concepto de homosexualidad se disuelve hasta cierto punto, y las relaciones queer, incompatibles con el sistema heteronormativo de la sexualidad, se naturalizan de alguna manera. 4.2. Naturalización La “naturalización” de la pareja homosexual es, por lo tanto, el segundo argumento al que se recurre en este contexto. En Plata quemada, las relaciones “antinormativas” entre los personajes principales se alejan claramente del orgullo del antihéroe homosexual y criminal glorificado por Jean Genet, que lleva su menosprecio por la sociedad como un título nobiliario y representa una “otredad” radical9. Sin embargo, no se diferencian menos de la tendencia inherente al género negro a estigmatizar, exotizar o ridiculizar a los homosexuales como seres malvados, raros, amenazantes, sádicos, locos, psicópatas o afeminados. Estos sissies y maricones, habituales en el género, no aparecen en Plata quemada. Los procedimientos de naturalización empleados por Piñeyro con el fin de hacer la relación amorosa entre dos homosexuales masculinos más familiar y de positivarla para un público masivo y heterogéneo, incluso en sus orientaciones sexuales, son, siempre en el marco del cine negro, de una variedad considerable. En primer lugar hay que constatar que respecto a la representación de homosexuales en el cine negro, Piñeyro opera de una manera similar a la que el crítico alemán Erich Auerbach (1892-1957) describió en su famoso libro Mimesis. Dargestellte Wirklichkeit in der abendländischen Literatur (1946) con relación al nuevo realismo literario de la novela Le rouge et le noir (1830) de
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Cf. Foster (2003: 133-134, 140).
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Stendhal. Como es sabido, lo que Auerbach destacó en la novela de Stendhal como “totalmente nuevo y extremadamente importante” es el “entrejido radical y consecuente de la existencia, trágicamente concebida, de un personaje de rango social inferior, como Julián Sorel, con la historia más concreta de la época y su desarrollo a partir de ella” (1996: 429). En este sentido, y en analogía con Auerbach, se puede decir que, dentro del marco genérico del cine negro, Piñeyro ha sacado la historia de los homosexuales El Nene y Ángel del registro habitual de lo grotesco, de lo cómico, de lo siniestro o incluso pornográfico, para elevarla al registro serio y al nivel más noble de la tragedia10. De hecho, lo trágico, como observa Foster, “is particularly prominent in this film as central to every event that takes place, from its sudden incursion in the action forward to the film’s violent conclusion” (Foster 2003: 128)11. Además, para interpretar los papeles de Ángel y El Nene, Piñeyro escoge a dos actores-estrellas hispanohablantes: al argentino Leonardo Sbaraglia (El Nene), quien desde 1986 actuaba en el cine y la televisión argentinos, y al español Eduardo Noriega (Ángel), conocido por sus trabajos con Alejandro Amenábar (Tesis, 1996; Abre los ojos, 1997). Los cuerpos delgados y musculosos de ambos actores, profusamente expuestos desnudos o semidesnudos, son de gran impacto visual y corresponden perfectamente a un ideal corporal masculino compartido tanto por homosexuales como por heterosexuales. De esto resulta que Plata quemada posea cualidades apropiadas para estimular la escopofilia de un público no solo straight, sino de orientaciones sexuales diversas12. Al mismo tiempo, como ya se ha mencionado, es obvio que, al menos en el nivel visual de la película, se da preferencia a la representación de prácticas heterosexuales. En el primer caso, cuando El Cuervo hace el amor con Vivi, El Nene está observándoles y Vivi le invita a juntarse con ellos (00:21:3000:22:30). En el segundo caso, hay largas secuencias en las que se ve solo al Nene con Giselle en la cama (01:06:35-01:08:04; 01:18:58-01:23:38). En 10
Auerbach se interesó por lo demás mucho por el cine (cf. Vialon 1996). Cabe recordar que considera a Stendhal como el fundador del “realismo moderno serio”, que ve realizado en su propia época por “cualquier novela o película” (1996: 435). 11 Véase también Castro (2004: 501) sobre “the film as a classical tragedy”. 12 En el cine mundial contemporáneo hay varios actores masculinos, como por ejemplo Javier Bardem, Antonio Banderas o Johnny Depp, cuyas interpretaciones de personajes queer forman parte integrante de su imagen de marca.
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ambos casos se sugiere la idea de que El Nene tiene una orientación básicamente bisexual, o que la heterosexualidad sería una opción seria para él. Solo al final se revela que su interés por Giselle fue únicamente fingido para tener acceso a su habitación. Lo que hay que mencionar aquí es una disociación significativa entre las imágenes, que dan más espacio a deseos heterosexuales, y la historia, que se narra más estrictamente desde el punto de vista homosexual. Esta ambigüedad, por supuesto voluntaria y estratégica, se presta aparentemente a interpretaciones diferentes. Desde el punto de vista de los estudios de género se puede comprender como ejemplo de una orientación sexual no determinada o realmente queer; desde la perspectiva del género negro esta ambigüedad se presenta como una de las ambivalencias que constituyen la esencia misma del género; y desde la perspectiva mediática del cine negro, en particular, se revela como una concesión a los gustos y preferencias de la gran mayoría de los espectadores que crecieron con y fueron socializados por el cine mainstream. 4.3. Metaforización Hay que agregar, por último, que los personajes femeninos de Plata quemada, Vivi y Giselle, al contrario de los protagonistas masculinos, cumplen perfectamente con los estereotipos conocidos del género negro: seducen a los hombres, tratan de apartarlos de la realización de sus planes y terminan por traicionarlos. Sin embargo, la desvaloración de los personajes femeninos finalmente sirve también para resaltar el carácter específico de la relación entre Ángel y El Nene. Esta relación se convierte en una metáfora del amor trágico y de la libertad, que no se pueden realizar si no frente a la muerte inmediata o ya más allá de la vida. En la imagen tanto real como metafórica de la plata quemada coincide precisamente el estallido del fuego del deseo con el aniquilamiento de las bases materiales de la vida. Desde luego, la película no deja de ilustrar, en una larga secuencia cada vez más delirante, cómo los amantes cómplices, vestidos solamente con calzones, queman su botín billete a billete (01:49:32-01:52:12). Tenemos que admitir, por consiguiente, que en Plata quemada los protagonistas homosexuales no son criminales porque la sociedad los convierte en tales, y que la historia tampoco acaba mal porque
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las convenciones sociales impiden la realización feliz de una relación amorosa entre dos hombres. Centrada en una pasional historia de amor romántico contada desde un punto de vista novedoso y sorprendente, la película se erige más bien en una reinterpretación hábil y eficaz de las convenciones de un género fuertemente codificado. 5. Conclusión Con esto, Piñeyro no solamente logró rodar una película que Gustavo Subero en su reciente panorama sobre Queer Masculinities in Latin American Cinema (2014) califica como “in some respects […] groundbreaking for its more explicit portrayal of gay sex” (89), sino que cumple también con los imperativos de un cine de género esencialmente comercial, cuyos límites de representación desafía sin no obstante transgredirlos completamente. A todos aquellos a quienes este razonamiento centrado en los efectos que la película pretende causar en el espectador les pueda parecer demasiado reduccionista o calculador, se puede al menos replicar con esa idea que el padre mismo de la novela policíaca, Edgar Allan Poe, desarrolló en su famoso ensayo The Philosophy of Composition (1846): “I prefer commencing with the consideration of an effect” (163). Filmografía Huston, John (1941): El halcón maltés (The Maltese Falcon). EE. UU. Lang, Fritz (1931): M, el vampiro de Düsseldorf/M, el maldito/El vampiro negro (M). Alemania. Lee, Ang (2005): En terreno vedado/Secreto en la montaña (Brokeback Mountain). EE. UU./Canadá. Penn, Arthur (1967): Bonnie y Clyde (Bonnie and Clyde). EE. UU. Piñeyro, Marcelo (2000): Plata quemada. Argentina/España/Francia/Uruguay. Preminger, Otto (1944): Laura. EE. UU. Ray, Nicholas (1950): En un lugar solitario (In a Lonely Place). EE. UU. Schnabel, Julian (2000): Antes que anochezca (Before Night Falls). EE. UU. Schroeder, Barbet (2000): La virgen de los sicarios. Colombia/Francia. Vidor Charles (1946): Gilda. EE. UU.
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EL CUERPO MUTILADO EN LA OBRA DE MYRIAM LAURINI Annegret Thiem Universität Paderborn
Violar es explicar Julio Cortázar, Rayuela
La Convención sobre la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer firmada en 1979 sentencia que “[…] la máxima participación de la mujer, en igualdad de condiciones con el hombre, en todos los campos, es indispensable para el desarrollo pleno y completo de un país, el bienestar del mundo y la causa de la paz” (ONU 1979). Muchas veces se confunde la Convención con el Protocolo Facultativo (Protocolo CETFDCM), firmado en 1999 y sancionado posteriormente por muchos países: […] el Plenipotenciario de los Estados Unidos Mexicanos, debidamente autorizado para tal efecto, firmó ad referéndum el Protocolo Facultativo de la Convención sobre la Eliminación de Todas las Formas de Discriminación contra la Mujer, adoptado por la Asamblea General de las Naciones Unidas. (Gobierno de México 2002)1
En el Protocolo se establecen los mecanismos de denuncia e investigación de la Convención respecto a casos de violencia doméstica, de esterilización forzosa y otros, como por ejemplo el asesinato sistemático de mujeres en Ciudad Juárez (México). En el artículo 6 de la Convención leemos: “Los Estados Partes tomarán todas las medidas apropiadas, incluso de carácter legislativo, para suprimir todas las formas de trata de mujeres y explotación de
1
El Protocolo fue adoptado por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 6 de octubre de 1999 y entró en vigor el 22 de diciembre de 2000. En agosto de 2014, el Protocolo tenía 80 Estados firmantes y 105 Estados parte.
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la prostitución de la mujer” (Ibíd.). Un dicho alemán afirma que “el papel es paciente”: la brecha entre las normas de la legislación oficial y la realidad social no va a cerrarse a corto plazo; en realidad, la cercanía entre la prostitución y la trata de mujeres en la mayoría de los casos es un hecho consentido, algo que ya se puede deducir de la definición del término prostitución: […] la organización mercantil de acciones definidas como sexuales […] que se caracterizan por una asimetría de la relación prostitucional: la participación activa y voluntaria (en general del hombre) y la situación precaria de las prostitutas, sobre todo en el caso de la prostitución ilegal y forzada. (Kroll 2002: 321)
Para el año 2000, se habla de unos 4 millones de mujeres y niños, especialmente niñas, que ingresan cada año en los prostíbulos del mundo. La prostitución cuenta con un consentimiento social que permite la cosificación de las mujeres y autoriza a los hombres a hacer un uso comercial de las mismas (cf. Sueldo 2008, Carracedo 2006). Siguiendo esta argumentación, podemos hablar del “espacio prostibulario” como de un dispositivo que surge de “la unidad de instituciones, discursos y prácticas” (Ruoff 2007: 101), que incluye relaciones con el poder y que utiliza la violencia como forma máxima de poder (vid. Bianchi 2009). Según Foucault, se trata de una diversidad de relaciones de poder que organiza territorios o espacios determinados: “No es una institución, ni una estructura, ni el poder de unos pocos poderosos. El poder es la denominación para una situación estratégica compleja dentro de una sociedad” (1997: 114). Esto significa que las relaciones de poder empiezan a germinar en círculos intersubjetivos muy pequeños, surgen desde pequeñas organizaciones sociales como lo son la familia, los amigos o los colegas. De esta manera el poder sube por una escalera invisible hasta los círculos más altos y poderosos de la sociedad. Dado que la violencia está en relación directa con el poder, también está muy unida al cuerpo. El cuerpo figura como medio para la representación de la violencia ejercida: “En cualquier sociedad se ejerce sobre el cuerpo constreñimientos, prohibiciones y obligaciones por fuerzas muy duras” (Foucault 1994: 175). En el caso de la prostitución, un fenómeno social consentido, la violencia se ejerce sobre el individuo mediante el sojuzgamiento del cuerpo hasta que este pierde su condición de sujeto y quede reducido a su
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materialidad económica. En el mercado prostitucional que se enriquece, legal o ilegalmente, de la explotación sexual de mujeres y niñ@s, esta desujetización es un hecho. El cuerpo dentro del mercado prostitucional queda reducido a una mera mercancía. Ya Walter Benjamin había definido las exposiciones mundiales como lugares de peregrinación para el fetiche de la mercancía (1977: 175); podríamos decir, aprovechando la definición, que los prostíbulos constituyen lugares para el fetiche de la mercancía del cuerpo, de la carne humana. En las novelas de Myriam Laurini este aspecto es el tema predominante: el proceso de desujetización del individuo, del que la narradora es testigo. Retorciendo un poco la teoría de Foucault, podríamos decir que el cuerpo —mudo en su materialidad— se vuelve un objeto de la imaginación que solo en el momento de hacerse públicas sus condiciones, cumple con su función (1994: 166). El acto de escritura es el momento en el que se hace público el cuerpo. ¿Cumple con su función, entonces? Es el lector quien mira el cuerpo a través de la mirada de la narradora, transformada en palabras. La palabra, sin embargo, exige un sujeto autorial. La autoridad del testigo consiste en el hecho de que solo puede hablar en nombre de “un no-poder-decir”; es decir, en su condición de sujeto (Cfr. Agamben 2013: 138). Este sujeto es la narradora, quien utiliza diferentes perspectivas narrativas para convertirse en testigo de los cuerpos sin voz. Para las descripciones de los cuerpos violados y mutilados en las novelas, Myriam Laurini utiliza una instancia narrativa heterodiegética con una focalización externa que aumenta la impresión de una perspectiva neutral, distanciada y hasta insensible. Esto impide cualquier valoración prescriptiva y confronta al lector con imágenes corporales horribles. El espacio del cuerpo es el lugar de condensación del poder violento que guarda las huellas de la instrumentalización del cuerpo femenino y de los niñ@s. El cuerpo es el portador del saber que se ha inscrito sobre él y se convierte en su propio mensaje. Myriam Laurini utiliza el cuerpo como medio y plataforma para la representación de procesos y procedimientos culturales, muchas veces de dudosa legitimidad. En las dos novelas que aquí nos interesan, Morena en rojo y Qué raro que me llame Guadalupe, se narran los horrores de la trata de mujeres y niñ@s y de la prostitución infantil en diferentes partes de México. Infancias robadas por redes de pederastas, por autoridades corruptas y violentas, y por
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una sociedad que no se atreve a levantar la voz. El cuerpo, tanto vivo como muerto, es una metáfora de la realidad que jerarquiza los géneros y considera el cuerpo femenino a priori como algo inferior, como objeto de sumisión, maltrato y destrucción. Las novelas se acercan a esta trágica realidad mexicana y la transforman en una dura ficción, convirtiendo la literatura no en una crítica, sino en una denuncia de la situación real/ficcional. La narradora, que figura como el alter ego de la autora, considera necesario “Golpear, golpear, golpear hasta acabar con los traficantes de niñas y niños” (Laurini 2008: 330). Golpear mediante palabras significa golpear también al lector mediante la representación cruel de los cuerpos mutilados. La idea de elegir la prostitución como tema de las novelas policiales surge de la misma realidad femenina. Lamentablemente, este motivo pone de relieve el hecho de que el “espacio social [se divide] en regiones desigualmente valoradas según reciben la connotación de lo masculino (lo público) o bien lo femenino (lo privado)” (Richard 2002: 96). Esta diferencia entre lo público y lo privado se perpetúa en las novelas negras y relaciona lo femenino “con el cuerpo, la domesticidad y la afectividad” (Ibíd.). No obstante, aunque en las novelas de Myriam Laurini aparecen tales ámbitos de la supuesta condición femenina, la autora subvierte el mundo privado femenino, lo saca de su marginalidad para convertirlo en una cuestión política, en un asunto público: […] las preocupaciones políticas exhibidas y ensayadas por las novelistas femeninas tienden a relacionarse con la política sexual —específicamente la de género— y analizan las implicaciones para la mujer de un sistema social establecido dentro del contexto del capitalismo patriarcal que caracteriza la organización nacional. (Godsland 2002: 346-347)
Con ello, el tema pierde su estatus marginal y se convierte en un asunto que concierne a todos, puesto que nos enseña algo sobre el aumento de la violencia y la superación de las inhibiciones en contextos intersubjetivos. No se debe entonces perpetuar la distinción entre l@s autores negr@s y el resto, o la creencia de que unos textos son superiores o inferiores a otros. No obstante, para compensar el desequilibrio entre los dos géneros en el contexto de la prostitución, es importante mirar desde otra perspectiva:
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La mirada femenina es distinta, la lucha de nosotras es por la equidad de género, la igualdad de oportunidades, el tema de la violencia que viven las mujeres. Esas luchas nos hacen evidentemente distintas, a la hora de ponernos a escribir nuestro trabajo es diferente, hay una sensibilidad ante la problemática que nos afecta. (Torres Pastrana 2008: s. p.)
Sobre todo dentro del universo erótico, la violencia sexual se distingue por la perspectiva desde la que se mira. La erotización del cuerpo femenino muerto o maltratado indica la relación muy estrecha entre violencia y excitación sexual, pues “[c]oquetean Eros y Tánatos. Todo lector de novela negra conoce la promiscua contigüidad de estos principios” (Close 2012: 89). Ya en los años setenta algunos estudiosos pensaban que “the deprivation of physical pleasure is a major ingredient in the expression of physical violence. The common association of sex with violence provides a clue to understanding physical violence in terms of deprivation of physical pleasure” (Prescott 1975: 10-11). Además, la combinación de violencia y erotización es una fórmula que garantiza el éxito de ventas. Frente a esta paradoja, Myriam Laurini dibuja los cuerpos de una manera tan radical y utiliza un lenguaje tan cruel que tenemos la impresión de mirar los detalles de un primer plano; de esta manera logra hacer visible la brutalidad de los sucesos, y con ello que el lector, hasta entonces convertido en voyeur, descarte inmediatamente cualquier asociación entre eros y thánatos. El lector presencia el horrible resultado de la violencia y contempla atónito los cuerpos presentados. Las víctimas muchas veces sufren violencia sexual en forma de violaciones, mutilaciones o incluso la destrucción parcial o total de sus cuerpos, tanto en la vida extraliteraria como en las novelas de Myriam Laurini. Es una violencia pérfida, cínica y cruel. Puede hablarse por tanto de cuerpos mutilados, entendiendo por mutilación el acto de haberles quitado a los cuerpos cualquier indicio de su condición humana. Es un cuerpo sin sujeto, y a su vez el cuerpo es símbolo de esta desujetización. En las novelas Qué raro que me llame Guadalupe y Morena en rojo la narradora da testimonio de “la suspensión del sujeto, que queda reducido a una mera función o incluso una posición vacía” (Agamben 2013: 126). Ante estos testimonios del sufrimiento de los más desamparados, el lector debe enfrentarse cara a cara a los crímenes, para acabar convenciéndose de que su mundo simbólico, el de las normas tradicionales, se ha vuelto un espejismo.
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En la novela Qué raro que me llame Guadalupe la autora nos abre las puertas de ese mercado de carne que es el mundo prostibulario. Hace público este mundo heterotópico, que queda fuera de la experiencia e imaginación de muchos y en el que los cuerpos de las protagonistas son cuerpos constituidos por la violencia. Estamos en el “Hotel El Universo, una estrella” (Laurini 2008: 29) y nos encontramos en uno de los prostíbulos de la zona urbana. Las mujeres prostitutas de todas las edades viven en este hotel, entran con sus clientes, toman drogas y luchan por sobrevivir. En este ambiente vive Berenice, que realmente se llama María de Guadalupe. Tiene 16 años y trabaja como prostituta desde los nueve. El Universo es el único lugar que conoce. Nació allí como hija de otra prostituta y de su proxeneta, quien luego será el padre de su propia hija. La novela se divide en dos partes: los capítulos que llevan el título Primera indagatoria recogen la declaración de María de Guadalupe, a quien acusan de haber matado a su bebé recién nacido. La crudeza de la descripción de la muerte del niño se corresponde con el tratamiento de las mujeres por parte de su proxeneta: “Ya se lo dije, se tiró de la mesa y cayó de cabeza. Se echó un clavado el muy cabrón y como agua no había, crac se le partió la cholla” (13). No extraña la frialdad de la yo-narradora Guadalupe, acostumbrada a un tratamiento violento, expuesta también en un lenguaje violento con un tono lacónico: “A veces una que otra que se ponía un poco loquita y le daba por llorar y gritar y desgrañarse, entonces el Puroloco mojaba una toalla, le daba unos toallazos y después la metía en la regadera con el agua helada. Así la volvía a la calma y todas contentas” (12). El lenguaje, sin embargo, a veces se tiñe de humor negro, como por ejemplo en el nombre del proxeneta: “Venustiano Aguilar Aguilar, alias el Puroloco” (40). La autora considera el humor negro como elemento imprescindible para la descripción de tales excesos de violencia: El humor negro me sale, de otra forma no podría escribir, el pueblo mexicano tiene un extraordinario humor negro y re-negro porque pasa un desastre e inmediatamente empiezan hacer un chiste o burlarse. […] Es un humor que ayuda a vivir a sobrevivir, porque, si no, lo demás te aplastaría de tal manera que estarías en el hoyo, en la cama sin poder levantarte, son cosas fortísimas en las que el humor te ayuda. En este caso me ayuda a escribir y en el caso del lector a seguir leyendo. (En Torres Pastrana 2008: s. p.)
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La segunda parte de la novela aborda la vida diaria en el Universo, contada por una narradora autorial que se ha infiltrado en el hotel como prostituta. Se llama La Morena, y en realidad es un reportera que documenta los sucesos desde dentro. La Morena también es el personaje principal de Morena en rojo. Es gracias a ella que tenemos noticias del hotel, y la posibilidad de entrar en un lugar que muchos de nosotros ni siquiera creíamos posible que existiera. En el Universo hay un espacio cerrado, sin ventanas, que se llama El Kínder. En ese cuarto pasan miserablemente su existencia —llamarlo vivir sería exagerar— varias niñas, que a partir de los cinco años de edad son “amaestradas” para satisfacer a los clientes. Esta situación insufrible hace que las niñas se conviertan en seres que han perdido cualquier escala de conducta moral o social en su empeño por sobrevivir o morir: Niñas a las que les arrebataron la inocencia y las ilusiones. Rostros amargos, almas incapacitadas para detener, expulsar, conjurar la locura que se había instalado y reinaba en el lugar. Cuerpos ultrajados, cargados de desesperación, consagrados a sobrevivir. Espíritus, sustancias, energías, psiquis, mentes, niñas destruidas por la experiencia cotidiana, eran las que vivían en el Kínder. Estas niñas condenadas a una única función en la vida, saciar la perversión de los más perversos, se estaban matando entre ellas… […] tal vez la muerte era la única salida […] Dejar el cuerpo desgarrado, ultrajado, en ese lugar abyecto donde fue desgarrado y ultrajado. (87-88)
Dentro de esa cárcel sin escape, la violencia exterior se convierte en violencia interior, y “el abuso y el silenciamiento” (Bianchi 2009: s. p.) reducen a las niñas a meros cuerpos mutilados y desalmados. No escuchamos nunca a estas niñas, la violencia “desorganiza las subjetividades, […] las vulnera y las aniquila” (Ibíd.). La narradora es la única que da voz a estas víctimas. Este lugar clandestino solamente se puede mantener mediante un sistema de poder que ya había esbozado Foucault, una compleja y estratégica red formada por diferentes vínculos, piezas que componen el mosaico de la violencia: el prostíbulo, los funcionarios —y con ellos la sociedad—, las prostitutas mismas, y sobre todo los clientes pederastas que abusan de las niñas. Esta situación límite para un sociedad civil estalla en la muerte violenta de Jacqueline, una niña de doce años, a manos de un cliente rico. No solo leemos la tragedia: de nuevo la autora agudiza todos los sentidos de lector; vemos, sentimos, olemos:
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Jacqueline estaba tirada en un diván, los ojos abiertos y la mirada inmóvil, la boca cerrada con cinta adhesiva, la piel morena agrisada, los diminutos senos repletos de heridas delgadas y profundas, heridas de hoja de afeitar, el vientre, los brazos, las piernas con quemaduras de cigarro, y sangre, mucha sangre, demasiada sangre, toda la sangre que encerraba un cuerpo de doce años. […] Olores nauseabundos flotaban en la habitación. El excremento, los orines, la sangre de la niña. El vómito del ayudante. Los meados del asesino sobre el rostro de la víctima, capricho final, rúbrica del crimen. (101)
Los cuerpos de las niñas y mujeres son territorios de guerra y la descripción del cuerpo no deja espacio para fantasías eróticas. La autora narra solamente el resultado de la violencia, no vemos la acción que ha llevado a la muerte de Jacqueline. Esta manera de describir el crimen ofrece a los lectores la opción de imaginar la actitud del cliente, jugando de esta manera con la mencionada paradoja del coqueteo entre eros y thánatos. Aunque podría pensarse que es este el momento en el que empiezan a establecerse vínculos entre ambos, la mirada que el lector tiene que echar a la víctima —no puede huir—, no permite ahondar en esta relación. Los ojos abiertos de la niña, que han visto el horror y que ahora han quedado inmóviles; la boca tapada —la víctima exenta de toda palabra, un cuerpo sin voz, el símbolo puro del silenciamiento—; las heridas, que representan el horror inscrito literalmente en el cuerpo; la sangre —el líquido que nos mantiene vivo— derramada, la niña desangrada como el Cordero de Dios que estaba dispuesto a sufrir y morir. Estamos frente a la negación completa de la condición humana, del alma, de la subjetividad. Queda un cuerpo como significante sobre el que “se establece un derecho de autoridad y dominación” (Bianchi 2009: s. p.). La víctima no puede testimoniar lo sucedido, no puede acusar al violador. Este, un político rico e influyente, queda impune. El proxeneta y sus ayudantes se deshacen posteriormente de la víctima tirándola envuelta en una alfombra en algún lugar escondido, lo que representa “la borradura [completa] del sujeto” (Ibíd.) y el menosprecio de la vida humana: “[…] son cuerpos negados incluso en la muerte […] son llevados a la destrucción total del cuerpo, a la aniquilación” (Bianchi 2010: 140). Morena en rojo, la segunda novela, es la narración de una periodista que lucha por encontrar su lugar en una sociedad mexicana caracterizada por la
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violencia. Siempre en busca de sí misma, la narradora emprende un viaje por diferentes ciudades mexicanas que es, al mismo tiempo, un recorrido por los horrores de la realidad, ante los que la mayoría de la gente cierra los ojos. La novela empieza con un episodio que tiene entidad de relato autónomo y que se había publicado también como cuento negro. En La nota roja que no existió se presenta a la narradora. Es reportera, tiene 24 años, se llama La Morena y visita el lugar de un asesinato para dar noticia del mismo (la nota roja). Desde el principio estamos inmersos en el lugar del incidente, donde La Morena, como experta en crímenes periodísticos, nos confronta con la descripción del cadáver de un hombre asesinado: Llegué a la alameda y vi al comandante Videla. Estaba tendido boca arriba, lo habían apuñalado y la sangre manaba de las heridas. Sangre en la camisa, las manos, el pantalón. Sangre, mucha sangre. Alcancé a contar seis tajos, anchos, como hechos con un cuchillo de carnicero. Los ojos abiertos, ojos de vidrio oscuro, tratando de escaparse de las órbitas. Ojos de no entender por qué moría. […] Videla apestaba a sangre seca y mierda fresca. “El miedo es un alacrán de cuidado” solía decir mi abuelo […]. (Laurini 2008: 129-130)
La mirada “forense” de la narradora-reportera no evita detalles. Invade nuestros sentidos, como ya vimos en la descripción de Jacqueline: vemos, olemos, sentimos el horror. En este caso, sin embargo, tenemos la descripción de un cuerpo masculino. La víctima masculina representa el preludio y la primera etapa en un largo recorrido de violencia. El cuerpo masculino sin vida significa la destrucción del poder dominador, y para contrastar esta visión del poder, la narradora nos presenta también una versión del comandante Videla aún vivo: “Videla asesinado, o ¿ajusticiado? Treinta y cinco años, karate diario, comió sin sal para no engordar, fuera las grasas y el huevo, por lo del colesterol y porque con los suyos le sobraba, eso le gustaba repetir. Diez años en la repartición” (130). El cuerpo sano, deportivo, fuerte y poderoso contrasta con la lastimosa descripción del cadáver y aumenta el furor de los colegas policías: “te vamos a vengar, Videlito” (130). El comandante Videla se había ganado la vida con la trata de jóvenes, y hecho de la inocente María Crucita una prostituta. Ella en cambio se había enamorado de aquel joven que había prometido ayudarla.
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Cuando él luego hizo carrera como agente de policía, la desesperación de María Crucita la había llevado a matarlo. Según la clasificación temática podría decirse que se trata de otro tópico femenino: el crimen pasional. El cuerpo muerto de Videla representa entonces todos los desengaños, la desesperanza y las vidas robadas de todas las María Crucitas, por lo cual este crimen pasional se puede considerar una subversión de la relación asimétrica de subalternidad, en la medida en que despoja al hombre de su autoridad y capacidad de dominación (vid. Kroll 2002: 321-322). La Morena descubre a la asesina porque esta no solo le había contado la historia de su vida, sino también le había mostrado las huellas de su vida como prostituta en su cuerpo y alma: Si yo le contara de ese infierno, porque fue un infierno. Mire, nomás mire —se abrió la blusa y vi los dos pechos quemados; unas cicatrices profundas y negras los convertían en ciruelas pasas—. Un cabrón […] me echó ácido. Y tantas cosas más, tantas. El joven me mintió, no había sueños hechos verdad. El joven me mintió. No había lugar ni para sueños de mentira. Me mintió y me partió el alma. (134)
De nuevo el cuerpo de la mujer es un territorio de guerra, es el portador del saber que se ha inscrito sobre él. Vemos los procedimientos y las creencias culturales inscritos sobre este cuerpo, convertido en un medio que transmite una determinada ideología sobre el cuerpo femenino. Al final, La Morena ayuda a huir a María Crucita, salvándola del poder de las autoridades masculinas en una forma de solidaridad femenina dudosa. A partir de entonces, La Morena recorre varias ciudades en las que topa con diferentes formas de violencia y se obsesiona por denunciar en público los horrores del “bisnes” (16) de la prostitución infantil. En cada lugar hay mujeres que han vivido su propia historia de abuso, maltrato y violencia; La Morena colecciona esas historias, que al final constituyen la propia novela. El texto es un conjunto de cuadros de costumbres de violencia de género cuyo protagonista siempre es la mujer en su estatus subalterno. Para La Morena, el conflicto personal se puede resumir en la pregunta que la atormenta: ¿qué significa ser mujer en una sociedad en la que la mujer no vale nada? Ante esta imposibilidad de llevar una vida corriente, la narradora sigue luchando en contra de la violencia,
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de las violaciones, las mutilaciones sexuales, la trata de mujeres y niñ@s y su explotación a través de la prostitución. Al mismo tiempo, La Morena intenta dar un toque de normalidad a su existencia buscando también al amor de su vida. Con este giro de la trama, la autora recurre a otro tópico femenino, en este caso tomado del género de la novela romántica. Pero presentar el amor como refugio en una sociedad sin amor, y en la que vivir supone una lucha permanente, representa una subversión del discurso tradicional de la novela amorosa. Myriam Laurini mezcla esta trama con el género policial, presentando la emoción como un obstáculo que impide comprender cabalmente la realidad, y, por ende, como un comportamiento erróneo dentro de una sociedad que se caracteriza por la ignorancia y la violencia. Cuando cree haber encontrado al hombre que ama y con el que quiere compartir su vida, La Morena se ve enfrentada, en sus investigaciones sobre la prostitución infantil, con las autoridades, que no se limitan a amonestarla y a instarla a suspender inmediatamente su actividad. Utilizan también la violencia como demostración de poder y como medio para intimidarla: la secuestran y la llevan bajo amenazas a la comisaría. Se retrata así la humillación que supone el uso de la fuerza contra la mujer y contra la subjetividad femenina por parte de los representantes de la ley, en este caso corruptas acordadas integradas por hombres. Pero si también las autoridades usan la violación y la tortura para imponer su voluntad y sus condiciones, entonces no son instituciones fiables ante las que denunciar crimen alguno; más bien son enemigos en la lucha por la justicia. Myriam Laurini presenta así la sociedad como un muro cerrado contra el que chocan las personas que intentan cambiar la situación; y, por supuesto, este muro se alarga hasta el núcleo familiar: La Morena finalmente descubre que su amante es uno de los traficantes de niños. La tragedia de esta situación no consiste en que La Morena, que estaba luchando contra la trata de niños, se hubiera enamorado de uno de los traficantes mismos: esto solo parece, a primera vista, una coincidencia trágica. En realidad, la verdadera tragedia que plantea este giro de la trama es que en una sociedad en la que una mujer no vale nada, en la que el Estado dirige una red de tráfico de seres humanos, y donde los más desamparados no tienen resguardo alguno, no se puede confiar en nadie: ni siquiera en los seres más queridos. El hecho de no poder fiarse de nadie, ni establecer relaciones amorosas o fundar una familia,
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tiene consecuencias para la psique humana y para la sociedad; y al mismo tiempo demuestra la imposibilidad de terminar con la prostitución infantil, tal y como se refleja en la relación entre La Morena y su amante Lázaro. Y ello hasta el punto de que la narradora se pregunta si “¿Tendrá sentido mi obsesión…? ¿Valdrá la pena denunciar el comercio de carne humana? Porque esas niñas, esos niños, esos adolescentes […] no alcanzan la condición de ser. […] no son más que una bola de carne, una masa informe que no siente, no piensa, no elige” (330). En las novelas de Myriam Laurini el cuerpo adquiere una importancia enorme ante la mirada del lector, testigo de esta situación desesperada. Guiada por la mirada forense de la narradora, la descripción detallada de los cuerpos impide que nuestra mirada se desvíe hacia el ámbito de la propia imaginación, anclándola en la realidad horrífica de la novela. El cuerpo es el medio en el que se encarna la privación de la condición humana, del ser humano en su sentido más primordial, y del sujeto, que se deriva del robo y la explotación más mezquina de la infancia y de la vida misma. Los cuerpos quedan reducidos a meras mercancías, a objetos cuyo valor se basa en su dimensión económica. Los cuerpos sin alma, mutilados, demuestran que el cuerpo femenino está sojuzgado al poder masculino, que a su vez representa al Estado. Como una lucha armada es inútil —la violencia genera aún más violencia—, Myriam Laurini opta por luchar desde las letras contra la ignorancia y por la mejora de la sociedad: Desde ahí yo soy y estoy luchando. Cuando tomo a una trabajadora sexual de 16 años estoy mostrando una realidad que no debe ocurrir, para mí eso es una tragedia y pienso que el trabajo sexual es la esclavitud más vieja del mundo. Entonces que una chiquita de esa edad tenga que prostituirse me parece terrible, entonces intento, como puedo, con las armas que tengo, en este caso la escritura, tratar de hacer algo para que la sociedad vea, para que se caigan los velos de “a mí nunca me va a pasar”, “esto no ocurre”. (En Torres Pastrana 2008: s. p.)
La narradora de Morena en rojo lo describe con sus propias palabras: “Y las víctimas son incómodas, molestas, lacerantes. Joden. Irritan a todo el mundo. Obligan a considerar historias de las que la mayoría prefiere no enterarse” (330). Que la literatura sea capaz de cumplir con esta función
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—que va mucho más allá de las posibilidades de la ficción— es dudoso. Myriam Laurini utiliza la representación del cuerpo como una plataforma para mostrar procesos culturales, logrando al menos la estupefacción del lector. Los destinos ficticios de esas niñas y mujeres quedan inscritos también sobre la piel de quien lee estas novelas. De esta manera, la violencia pasa a poseer también una función comunicativa, contribuyendo así a generar una determinada memoria cultural (vid. Erll 2011, Weninger 2005). Además, la violencia apela a la conciencia personal, haciendo patente la “ubicuidad de la violencia y el carácter desesperado de la situación actual, como también […] la responsabilidad de los medios de comunicación, el rechazo de la esfera estatal y el retiro hacia la vida privada” (Haas 2010). La función de las crudas descripciones que aparecen en la obra de Myriam Laurini tiene que ver con un aumento de la violencia extraliteraria, lo que a su vez modifica el acercamiento literario. El objetivo entonces es […] mostrar los lados más oscuros de unas sociedades perdidas […] en las que la violencia cotidiana, el crimen de Estado, la represión, la corrupción judicial y policial, el tráfico y consumo de drogas […], cada vez más extensos y profundos, marcaban el carácter de unas sociedades dominadas por la inseguridad civil […] en las que la figura del policía estaba muy lejos de simbolizar la existencia de un orden […] [L]os habituales investigadores [son] los delincuentes, las víctimas, los vengadores, los marginados o los asesinos [y] la historia aparece permeada por la furia, la amoralidad y la degradación humana. (Padura Fuentes 2003: 18)
La novela posee un final desesperanzador, pues la narradora ya “[n]o sentía. No pensaba” (340). Entonces, “¿[c]uál es la huella que dejan [los cuerpos] en su impronta textual? ¿A quién importan estos cuerpos presentes?” (Bianchi 2010: 140). Aunque mudos en su materialidad, los cuerpos en los textos de Myriam Laurini dejan huella en el momento de hacerse patentes y públicas en el texto sus condiciones, cumpliendo así con su función como medio que guarda nuestra memoria cultural.
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VIOLENCIA Y ENAJENACIÓN CORPORAL EN LA NOVELA NEGRA MEXICANA Sébastien Rutés LIS, Université de Lorraine
De por sí, la novela mexicana siempre fue violenta, desde los auspicios bajo los que la situó Filiberto García, el “fabricante en serie de pinches muertos” (Bernal 2000: 54) de El complot mongol, de Rafael Bernal (1969). No faltarían los exegetas de la mexicanidad para justificar culturalmente tal derroche de violencia, amplificado posteriormente por las exigencias comerciales de un horror marketing y, últimamente, por los extremos de barbarie alcanzados durante el periodo de la guerra contra el narcotráfico. Existen vasos comunicantes entre la realidad y la ficción, y cuanto más violentas las sociedades, más violentas sus representaciones culturales. Las torturas, las decapitaciones y los descuartizamientos que han saturado unos medios informativos presos de las macabras estrategias de comunicación de los carteles se trasladaron naturalmente de la primera plana de los periódicos a las páginas de las novelas, e incluso de los ensayos cuando los intelectuales intentaron construir sobre el horror un discurso alternativo a la hegemonía de la propaganda narco1. Durante la última década, la novela negra mexicana no se ahorró ningún refinamiento en la representación de una violencia que raras veces lograba competir con la realidad, y los novelistas no tuvieron que esforzar su imaginación para contar crímenes cada vez más bárbaros, en una discutible escalada en la violencia de la que se aprovechó particularmente la narconovela, hasta el extremo de folklorizarla en su versión más “pop”. El auge de la violencia se correspondió naturalmente con una intensificación de las características tradicionales del neopolicial mexicano, conforme
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Véase, por ejemplo, El hombre sin cabeza, de Sergio González Rodríguez (2009).
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los lectores se acostumbraban a vivir bajo constante amenaza de muerte2. Sin embargo, las formas de la violencia evolucionan: con la guerra contra el narcotráfico, las cabezas cortadas y los cuerpos mutilados salpicaron las novelas de la primera década del siglo3; unos 130 mil muertos después, hoy en día la tasa de homicidios (que habría alcanzado unos 53 diarios durante el mandato de Vicente Calderón) parece estar bajando, mientras crece fuertemente la de secuestros4. Las cifras son deslumbradoras: en 2013, México fue el país con más casos de secuestros en el mundo según el Observatorio Nacional Ciudadano (S.A. 2014). En 2014, se declaró un caso de secuestro cada 6 horas y 17 minutos (1.394 casos declarados), y se estima que las cifras suben a 32.120 casos reales, o sea 88 por día, según el Consejo para la Ley y los Derechos Humanos5. A los secuestros se les tienen que añadir los múltiples casos de explotación laboral, trata de personas, prostitución forzada, es decir, esclavitud moderna, sobre la que el reciente caso de la joven de Tlapan6 arrojó luz: México contaría con más de 266 mil trabajadores en condición de esclavitud según el Global Slavery Index 2014 (primera posición en América, decimoctava en el mundo) (Walk Free Foundation 2014). En estas condiciones, pesa sobre los ciudadanos la amenaza constante de perder el control sobre su propio cuerpo. El cuerpo ya no es de uno, se puede robar y usar para otros fines, así como los narcotraficantes acostumbraron usar los cadáveres mutilados “como mensajes” (González Rodríguez 2009: 22): cuerpos signos y cuerpos objetos, deshumanizados, utilizados, reducidos a una función. Por lo cual se entiende que la privación de libertad se vuelva un tema literario en una sociedad de la que no es exagerado afirmar que se encuentra en estado de sujeción, y también que su expresión pasa por la
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Según el Instituto Nacional de Estadísticas y Geografía (INEGI), 10,7 millones de hogares tuvieron un familiar que resultó víctima de un crimen en 2013, o sea, uno de cada tres (Cawley 2014). 3 Según Sergio González Rodríguez, “en 2006 comenzaron a generalizarse las decapitaciones en México, signo mayúsculo del ascenso del crimen organizado” (2009: 59). 4 Los datos de homicidios en Méndez 2012; los de secuestros en Parkinson 2013. 5 Los casos declarados en Rivas 2014; las estimaciones en S.A. [S.F.]. 6 Esta joven de 22 años fue rescatada en abril del 2015 en la capital. Había pasado dos años encadenada del cuello para trabajar más de doce horas diarias en una tintorería planchando ropa (Fuentes 2015).
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representación del cuerpo en situación de enajenación: un cuerpo individual cosificado como símbolo de un cuerpo social bajo influencia. La metáfora feudal que construyó Yuri Herrera en Trabajos del reino (2010) es la que mejor da cuenta del vasallaje de la sociedad civil frente a los carteles: los ciudadanos mexicanos se representan como unos siervos al servicio de un señor feudal cuya legitimidad es la del más fuerte, con derecho de vida y muerte sobre sus súbditos. Pero Herrera enfoca la sumisión desde el punto de vista moral y estético: el del artista que colabora con la opresión en vez de denunciarla y simboliza la aceptación del yugo por parte de la sociedad civil. La dimensión propiamente corporal está ausente de su alegoría (si no es a través de los poderes taumatúrgicos del Rey): es la mente del narcocantante la que está sojuzgada, su aceptación de la violencia es intelectual, supone un autoengaño motivado por el instinto de supervivencia y que se asimila a una ceguera simbólica. Precisamente, son los mismos procesos de sujeción los que me propongo analizar desde el enfoque corporal en un corpus de novelas que cifran la coerción del cuerpo social por el crimen organizado mediante la representación de cuerpos individuales en estado de enajenación frente a la amenaza de la violencia. 1. “Como si un intruso se hubiera apoderado de sus entrañas” (Zepeda Patterson 2014: 31) En 2014, Jorge Zepeda Patterson ganó el Premio Planeta con Milena o el fémur más bello del mundo, cuyo título se relaciona directamente con la temática corporal. Milena es una joven croata que, al querer huir de su pueblo para trabajar en Alemania, es secuestrada y prostituida en España y México. El fémur del título tiene doble interpretación. Milena crece en un pueblo “de seis mil personas pudriéndose en vida y más de treinta mil corrompiéndose en su ruinoso cementerio” (Zepeda Patterson 2014: 32): territorio de muerte, en el que los cadáveres rebasan los cuerpos vivos, tanto más cuanto que estos ya están podridos en vida, y en el que los niños no tienen otro pasatiempo que jugar en el cementerio con fémures y tibias “para improvisar pulidas espadas” (Ibíd.). La huida de Milena se debe al deseo de que su cuerpo, aun muerto, no se use como objeto (y todavía menos como arma): esa
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esperanza de conservar el control sobre el cuerpo propio es paradójicamente lo que la lleva a caer en las redes de la mafia y convertirse en una “muñeca rota […] sin un gramo de voluntad propia” (35). Ahora bien, lo que la hace tan apetecible para las mafias es su cuerpo hermoso, más precisamente sus piernas larguísimas, es decir, sus fémures. O sea que el deseo de conservar el control sobre el cuerpo lleva a perderlo por completo, porque el cuerpo lleva en sí las causas de su propia enajenación. Lo cual, si admitimos que la joven raptada simboliza la sociedad mexicana sometida por los carteles, sugiere desde un principio la idea de que una sociedad enajenada es a la vez víctima y victimario, como veremos. La privación de libertad de Milena se concreta en la pérdida de autonomía del cuerpo propio. La imposición del eufemístico “apodo artístico” (36) de Milena es un nombrar que asimila el cambio de condición a un renacer7. La relación de la esclava con el amo es la de una criatura con su genitor, el tener derecho de muerte y no ejercerlo equivale a dar vida, por lo cual se otorga simbólicamente un nombre, pero sobre todo un cuerpo nuevo. La “remodelación” (128) mediante la cirugía estética es marca de apropiación, tanto como el tatuaje de la inicial del proxeneta en el glúteo, que confirma el estatuto animal que sugiere la red metafórica de la “ganadería” (117) y de las “vacas” (36). Tener poder sobre alguien es modificarlo contra su voluntad, remodelarlo como Dios modela a Adán, metáfora del poder absoluto. Los implantes, resultado de “cirugías ordenadas por los proxenetas que la regentaban” (47), simbolizan la enajenación del cuerpo convertido en producto “mercadológico” (129), es decir, cosificado hasta el ninguneo. Animalización y cosificación simbolizan la desnaturalización del cuerpo “hipersexuado” (129) que reduce la identidad nada más a una función y la aceptación de un sistema de valores ajenos. De eso se trata: la remodelación del cuerpo materializa la sumisión de forma visible e imborrable, atestigua categóricamente la relación de poder. Demuestra públicamente un cambio de identidad duradero, no solamente la aceptación de una situación momentánea, condición necesaria del poder 7
“En los años siguientes no volvió a mencionar su verdadero nombre. Pensó que, después de todo, Alka había muerto y estaba sepultada en un cementerio de Jastrebartsko” (36): desde ya se entiende que Alka/Milena fracasó en su intento de huir de su pueblo y su destino será precisamente el contrario de lo que había esperado.
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absoluto. “La transformación de su cuerpo hacía imborrable su paso por la esclavitud sexual” (129): el cuerpo materializa la realidad moral de la sujeción, así como da forma visible al código de valores de la narcocultura, de la que los cuerpos —los cuerpos tatuados de los hombres y los cuerpos sexualizados de las mujeres— son el signo, en el sentido semiológico de la palabra. El paralelismo entre Milena y la sociedad mexicana se ilumina al insistir Zepeda Patterson en la relación entre la trata internacional de personas y los carteles mexicanos: “en México […] los carteles de la droga se han metido en el negocio […] Rusos y narcos ya operan juntos” (86). Los que prostituyen a Milena proveen a “las cúpulas del país”, “desde carteles del narco hasta gobernadores y generales, cuadros directivos […] y también dueños de medios de comunicación” (144): Milena prostituida representa a México bajo la férula de mafiosos, políticos corruptos, militares abusadores y medios de comunicación cómplices, que amenazan con secuestrar la identidad nacional y remodelarla según su propio sistema de valores para afirmar duraderamente su poder. Ahora bien, Zepeda Patterson tiene claro cuáles son los remedios a tamaños abusos. En un primer tiempo, lo que le permite a Milena sobrevivir a las violaciones y los malos tratos es la lectura, es decir la cultura, que ofrece una liberación simbólica del espíritu mientras el cuerpo queda esclavizado: “los cientos de hombres que pasaron por las piernas de Milena dejaron menos huella que los miles de páginas que desfilaron ante sus ojos” (127), reza una de las más impactantes frases de la novela. Por otro lado, las confesiones de sus poderosos clientes que consigna en un cuaderno no solamente permiten la catarsis, sino que representan un arma de chantaje, arma que Milena no puede usar sola: necesita de una ayuda externa, que le proporciona el dueño del periódico mexicano El Mundo, al rescatarla de la prostitución para hacerla su amante; y cuando este fallece, su hija, que hereda el periódico, y el nuevo redactor jefe, junto con sus amigos. Para el periodista Zepeda Patterson, fundador de Público, subdirector de El Universal, la lección es clara: solo una prensa libre e independiente podrá salvar al país de la situación de enajenación a la que lo somete la violencia de los carteles. Así como Milena ve “cómo innumerables compañeras eran trituradas por la maquinaria implacable de los proxenetas” (350), el periodista Zepeda Patterson ve cómo México es triturado por la maquinaria del crimen organizado, que secuestra la nación con la complicidad de los políticos corruptos y
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abusadores. Ahora bien, vamos a ver que la relación de victima a victimario no siempre es inequívoca, y la sumisión puede llegar a ser voluntaria a veces. 2. “Le encanta que lo maltraten” (Chimal 2009: 48) Publicada en 2003, la primera novela de J. M. Servín Cuartos para gente sola fue reeditada en 2012, una vez consolidada la reputación del escritor y periodista gonzo. En ella, un marginal aficionado a las peleas de perros clandestinas decide meterse a pelear él mismo, como perro. Aunque las razones son poco claras, Servín enfatiza el papel de la violencia en su vida, a través de una serie de analepsis: violencia del padre que intentó a golpes que su hijo supiera defenderse en la vida, violencia policial en la adolescencia. La locura de violencia que anega la ciudad —particularmente el barrio en el que el protagonista se crio— queda patente en el sueño metafórico del protagonista, que delira a causa de las heridas que le causó el perro contra el que peleó: el mundo como un pabellón hospitalario con paredes de altura “incalculable” (Servín 2012: 46) y el suelo cubierto de sangre, por el que pasan enfermeros “sosteniendo entre los brazos una sábana percudida que cubría pedazos de articulaciones humanas y muchos huesos femorales” (46). Constata el protagonista: “un miedo profundo y animal se apoderó de mí” (Ibíd.), confirmando que la animalización es producto del miedo a la violencia. Es la violencia la que convierte al hombre en animal y lo lleva a entregarle el cuerpo. De eso se trata en la novela: de la pérdida del control sobre el cuerpo sometido al miedo a la violencia. Destacan dos escenas claves: — en la primera, el protagonista está punto de dejarse engañar por un falso epiléptico, que resulta ser un estafador que los otros pasajeros del bus conocen y dejan revolcarse en el suelo. El falso epiléptico le recuerda a su padre, el cual profesaba un culto al cuerpo y hacía ejercicios sin camisas “para lucir los brazos correosos” (58). Su padre quiso enseñarle a golpes a controlar la violencia ejerciéndola, pero el protagonista se deja impresionar por la pérdida del control del falso epiléptico, de la que él mismo se siente capaz;
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— en la segunda, el protagonista, atontado por el alcohol, entra en un cine pornográfico y es incapaz de moverse para defenderse cuando un homosexual se sienta a su lado y empieza a toquetearlo: “sentí miedo, me sabía incapaz de correr o coordinar mis movimientos y palabras, mis reflejos eran lentos como para esquivar las manos del ojete” (72): enajenación del cuerpo inútil de la que solamente se salva gracias a una violencia descontrolada e instintiva —animal—, pataleando frenéticamente. Porque está es la paradoja: la violencia hace perder el control sobre el cuerpo propio, desde el miedo que paraliza al niño frente a sus primeras manifestaciones hasta la violencia social generalizada que amenaza constantemente la integridad corporal; pero, por otra parte, la violencia ofrece una posibilidad de liberación, como pregona el padre: “¡pégame fuerte; así, todos te van a dar en la madre!” (58). Pero si para él domar la violencia significa ejercerla, si el cuerpo que hiere se legitima como cuerpo, al contrario para su hijo el cuerpo cobra sentido en el momento en que lo entrega a la violencia. La pelea contra el perro resulta una forma de ofrecer el cuerpo en sacrificio a esa diosa pagana que es la violencia, como apunta que el dueño del perro sea “un carnicero que quería sacrificar[lo] como a los cristianos en los coliseos romanos” (35); pero también puede interpretarse como una manera de rebelarse contra el destino miserable —pobreza, soledad, desamor— ejerciendo el libre albedrío absurdo de hacerse destruir el cuerpo voluntariamente y peleando, mejor que involuntariamente y en el momento menos esperado, como simbolizan los pedazos humanos del sueño. Multiplicando sus manifestaciones desde la descripción de la pelea de boxeo inicial en la que los cuerpos son “carne de cañón” (13), la novela oscila entre violencia enajenante y violencia liberadora, como en la ambigua escena final: el protagonista se encuentra con el dueño del perro que no quiso pagarle después de su victoria —al contrario, lo pegó con una pala— y pelean. El protagonista mata al perro que el otro estaba entrenando y enrolla su cadena al cuello del amo, el cual a su vez se convierte simbólicamente en animal. El protagonista parece liberarse al someter el cuerpo del otro, pero cuando la policía lo encuentra y acusa de otro crimen que no cometió, lo encierran en una “jaula” para pegarle para que confiese: imposible preservar el cuerpo de la violencia y la enajenación de la libertad corporal, el animal interior siempre acecha.
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Así que, de cierta forma, para el ser esclavizado, sin libre albedrío, entregarse voluntariamente a la violencia puede ser una forma de recuperar la dignidad y burlar al amo: no tendrás dominio sobre mi cuerpo, antes lo destruiré yo mismo. Pero no necesariamente esta estrategia escapista es autodestructiva. Puede ser complacencia con el opresor, colaboración, sumisión voluntaria: se entrega la libertad del cuerpo con tal de salvar su integridad. Ya Herrera denunciaba la colaboración cobarde de la sociedad civil con los carteles a través del cantante callejero fascinado por un mundo narco cuya imagen contribuye a embellecer a cambio de protección (cf. Rutés 2012). Alberto Chimal va más allá en Los esclavos (2009), que cuenta en paralelo la relación de dos parejas homosexuales en situación de dominio: la de una directora de películas pornográficas y la joven esclava que usa como actriz; la de un joven adinerado y el burócrata que le sirve de perro. Si en el primer caso Yuyis es drogada y tan joven que ni siquiera sabe que existe un mundo afuera de la casa en la que vive encadenada y desnuda8, Mundo es al contrario un padre de familia que decide voluntariamente someterse a un amo y convertirse en su “propiedad” (Chimal 2009: 47) y su perro9. Encarnado en su cuerpo por las “argollas” y las llagas de por vida10, el masoquismo de Mundo —“le encanta que lo maltraten. Se enorgullece” (48)— es abandono voluntario del libre albedrío. La vida de familia, las peleas con su esposa y suegros, la férula de su jefe en la oficina, llevan a Mundo a abandonar las responsabilidades sociales que no logra asumir. Ya no quiere “discutir respeto del nombre” (128) del hijo con su esposa, ya no quiere asumir sus funciones de padre, esposo o empleado. No puede seguir siendo lo que se espera que sea, por lo cual se rinde: “soy lo que mi señor quiere que sea. Hago lo que me dice, pienso lo que me dice, pienso lo que me dice. Mi cuerpo está para 8
Las metáforas son clásicas: la “muñeca inflable” (Chimal 2009: 12), la “autómata” (11), la “perra” (26). 9 Lo pasea “con una correa y un bozal” (53) en un parque especial o le ordena “imitar a un perro de ataque” (66) en fiestas privadas. 10 Así se describe a Mundo “años después”: “Jamás ha visto otro cuerpo con tantas cicatrices, tan estragado: la espalda está cubierta de surcos y agujeros, y el vientre, a la vez hinchado y lleno de arrugas, no es de un blanco uniforme, como ella esperaba: por el contrario, está cubierto de manchas pardas, grises, verdes, cuyo origen desconoce. Además, el ombligo tiene una argolla de metal, parcialmente enterrada en una floración de carne pero todavía visible” (81).
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lo que él me dice” (142-143). Paradójicamente, concibe la sumisión como un acto de valor y una liberación: “tenía que ser libre”, “tenía que romper sus ataduras y afirmar su propia valía y su propia independencia” (132). Por lo cual acepta el bozal. Si bien el discurso de Chimal es sutil, resulta difícil no ver en Mundo una alegoría de la sumisión de la sociedad mexicana (si no mundial, por el apodo11), voluntariamente entregada a la esclavitud por cobardía e incapacidad de ejercer sus responsabilidades, bajo los pretextos paradójicos del libre albedrío. En la sociedad perversa de Chimal, todas las relaciones son de poder, se es amo o esclavo, y por miedo, los últimos se convencen de que las torturas son un placer y de que la entrega de su cuerpo a la violencia es un acto de voluntad propia, cuando realmente solo lo hacen para evitar una violencia mayor. 3. “No me dejaría humillar por nadie más” (Alarcón 2010: 164) Pero más allá de que se entregue el cuerpo voluntariamente o no, la violencia es contagiosa, y generalmente se pasa de padecerla a ejercerla. Así ocurre con el narrador de Cuartos para gente sola y con Milena, a la que la cirugía estética provoca una “deformación del cuerpo” que “destruyó la sensación de pureza física incólume” (Zepeda Patterson 2014: 129), lo que tiene que interpretarse también desde un punto de vista moral: la enajenación del cuerpo conduce al envilecimiento moral. “Los abusos e infamias padecidos durante años prohijaron en ella un gesto duro y una mirada vacía” (Ibíd.: 80): la violencia termina por contaminar al cuerpo que la padece, y Milena acepta finalmente asesinar a algunos de sus clientes por cuenta de su proxeneta para recobrar su libertad, y se convierte en aquello de lo que huía en el cementerio de su pueblo, al compararse su cuerpo con un cadáver12. Por lo cual es fácil interpretar la metáfora: la violencia que convierte a la sociedad mexicana en esclava terminará por transformarla en criminal. 11
Este apodo, impuesto por el amo Golo, viene del nombre de su jefe en la oficina, Edmundo, el ser que más odia, pero invita a interpretar su actitud en una clave universal. 12 “La palidez de su cutis perfecto, la ausencia de maquillaje y la sábana hasta el cuello le hicieron pensar en un cadáver amortajado a punto de levitar” (Zepeda Patterson 2014: 285).
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Esta pérdida de autonomía que lleva a la violencia es el tema de Perra brava (2010), de Orfa Alarcón, que juega de nuevo con la metáfora del perro, aunque en este caso no se trate de perros de combate sino de perros obedientes, sometidos a la voluntad de su amo. La metáfora se declina de múltiples maneras alrededor de la joven narradora, amante de un jefe de sicarios: este es un “perro carnicero” (Alarcón 2010: 120) y “pinche perro callejero” (129), su mano derecha es un “perro faldero” (119), ella es “perra fina, carnada para patrones”, como reza el epígrafe (9). Cuerpo animalizado, pero sobre todo cuerpo cosificado a través de la metáfora de la muñeca13; no solamente porque la violencia del amante la convierte en un objeto de su propiedad —“serás la funda para mi macana” (27)—, sino porque la joven lo desea, por dos razones. Primero, por un amor apasionado que la lleva a olvidarse de sí misma para convertirse en adorno del macho: “mi hombre quería presumirme y yo quise que mi hombre me exhibiera. Yo sería su objeto más valioso” (41). De ahí que acepte vestirse con ropa que él escoja, como si fuera la muñeca con la que él jugara: “nosotras formábamos parte de la decoración” (45), acepta junto a las otras mujeres invitadas a una fiesta de narcos, “grupo de mujeres-adorno” (47). Asume los valores de la narcocultura machista por un amor teñido de perversidad y tendencias suicidas: “me excitan las situaciones de poder” (11), confiesa desde la primera página la que más tarde afirma: “siempre quise morirme” (58). Pero también lo hace —es la segunda razón— por miedo, ya que una muñeca no siente el dolor ni las humillaciones: “yo solo quería ser una Barbie de plástico, para cortarme sin que saliera la sangre” (24). Si entrega su cuerpo es también en busca de protección: En esta pinche ciudad de mierda, donde hay muerto diario, donde los enfrentamientos entre militares y policías no respetan ni a las mujeres ni a los niños que vayan pasando, yo era la mujer más protegida. La más valiosa. La más cara. Julio me cuidaría como a su propiedad más importante. (88)
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Confirmada por la alusión a la película Dolls (2002) de Takeshi Kitano (Alarcón 2010: 157). Nótese también que la novela siguiente de Orfa Alarcón se titula Bitch Doll.
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Otra vez, se trata de entregar el cuerpo para salvarlo. Paradójicamente, el pánico que la sangre inspira a Fernanda —tanto la sangre menstrual (77) como la del bistec (13), ya que “no puede pasar por la sección de carnes del supermercado sin vomitar” (194)— la lleva a refugiarse con un sicario: entiéndase que la sangre de los otros no importa si es la condición para no ver la propia. La novela se abre con una escena que se puede relacionar con otra de Cuartos para gente sola: Julio regresa de noche y la obliga a lamer su cuerpo desnudo, a oscuras. Ella acepta de buena gana ya que siempre quiso “ser un perro que le lamiera la cara” (11), aunque nota que su sudor tiene un sabor diferente. Solo al mirarse más tarde en el espejo de la sala de baño entiende que él estaba cubierto de la sangre de alguien al que acababa de matar, y ahora es el cuerpo de ella el que está manchado. Julio lo hizo para que Fernanda se acostumbrara a la sangre. O sea, que la novela arranca con una iniciación simbólica a la violencia que es una aceptación de lo corporal: la sangre y la carne. De la misma forma, en la novela de Servín, los dueños de perros de combate tienen que lamer los cuerpos de los animales después de las peleas, para demostrar que no hicieron trampa con veneno: dos formas de rendir culto a la violencia personalizada por el cuerpo asesino que transmite sus fluidos (sangre, sudor). Lo malo es que se cobra gusto al sabor de la sangre. Después de haber sido tan sumisa, Fernanda quiere someter a su vez, y lo logra seduciendo a nuevos amantes a los que su belleza vuelve locos, hasta el punto de esclavizarlos. Mientras desviste al Chino, un subordinado de Julio, lo considera “mi propio perro, que obedecería mis órdenes, que recibiera mis sobras” (148). “Yo era su dueña” (149), exclama al obligarle a lamer su cuerpo a su vez, signo inequívoco de su conversión. En realidad, quiere convencerle de que asesine al padre de Fernanda, responsable según ella de la muerte de su madre. Por lo cual, aunque pueda parecer un acto de rebeldía y autoridad, de nuevo se trata de utilizar su propio cuerpo: que sea adorno o carnaza, no es más que un objeto, solo que esta vez es ella la que lo cosifica. “Yo recompensaría con mi cuerpo […] con tal de verlo muerto” (176): Fernanda ha asumido el mundo narco, en el que todo pasa por el cuerpo, todo es cuestión de usar bien el suyo para someter al de los otros o destruirlo, posiblemente porque el cuerpo es lo único que se posee en la pobreza en la que nacieron los protagonistas de Perra brava. Malacostumbrada por décadas de violencia, la sociedad mexicana
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ya no conoce otros valores ni otro lenguaje, y cuando Julio afloja por amor a Fernanda, se hace tierno y cuidadoso, ella ya no lo entiende y le pierde el respecto: “cuando te vi quise ofrecerme a tus dientes”, reflexiona finalmente, “pero tú ya no me muerdes” (179). Paradójicamente, la rebelión de las cosas —“¿qué crees que soy de tu propiedad, o qué?” (177)— se produce cuando se las deja de tratar como tales para pasar a tratarlas como personas. Fernanda ya no se siente protegida, la violencia de Julio ya no es garantía de seguridad contra las violencias mayores, por lo cual ya no hace al caso entregar más la libertad. Al contrario, le toca tomar el relevo: quema viva a la amante de Julio, junto con su hijo; hace secuestrar a su padre para asesinarlo; y finalmente es ella la que mata al sicario, en una clara inversión de la sumisión corporal, en relación con la escena inicial: yo me había ofrecido a sus dientes, pero era yo quien probaba su sangre. Yo quería que tronara todos mis huesos para no poder irme nunca de su lado, pero era su cráneo el que se había reventado. Yo me había dado como una ofrenda pero su nuca era una flor de sangre. Yo amaba tanto su sangre que comencé a beberla… (204)
Conclusión: “haz de cuenta que acabas de nacer” (García Cuevas 2011: 142) Así, la representación del cuerpo enajenado enfatiza la denuncia de una sociedad sometida en la que las únicas opciones son la entrega voluntaria del cuerpo al dolor con tal de evitar sufrimientos mayores o la dominación del cuerpo ajeno: ser torturador o torturado son las dos únicas opciones en una sociedad en la que la violencia generalizada entroniza el cuerpo como valor fundamental —el propio, ya que es el instrumento mediante el cual se somete al otro— y al mismo tiempo erige su enajenación —la del cuerpo ajeno— como símbolo máximo de poder. Si la decapitación, en palabras de Sergio González Rodríguez, “lleva la finalidad de triunfar sobre el enemigo” (59), es una demostración de “poderes supremos” al disponer de su cuerpo y su fuerza, la esclavización del cuerpo ajeno tal vez sea el signo de un poder más absoluto, ejercido no después de la muerte del enemigo sino en vida: no solamente se vence, sino que se humilla al otro, y se lo convierte en mensaje,
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señal y evidencia de la superioridad de uno. Ese cuerpo que pretendía herirme tiene ahora como función demostrar mi poder y mi superioridad; ya no vale por sí mismo, sino por su valor utilitario: adorno en el caso de mujeres, símbolo de poder en caso de hombres, medalla de honor. Cuerpo victimario o cuerpo víctima, cuerpo arma o cuerpo blanco, en ambos casos cuerpo cosificado y desnaturalizado, reducido a una función corporal “en la que luchaban las ganas de matar y las ansias de vivir”, para retomar la disyuntiva de Martín Luis Guzmán en “La fiesta de las balas” (Guzmán 1978: 204), en otro contexto de violencia generalizada; no queda más que una solución para salvarse: escapar de su propio cuerpo —una salida que solo ofrece la muerte— o cambiar de cuerpo, como ocurre en 36 toneladas (2009), de Iris García Cuevas, en la que un judicial asesino se somete a un trasplante de cara para desaparecer después de robarse millones de los carteles. Pero se complica la operación y pierde la memoria. Al tratar de reconstruir su historia y escapar de los que lo persiguen, asume diferentes identidades que no son suyas —la del dueño de la cara, un periodista corrupto asesinado por el judicial— y termina revelándose una persona muy diferente de la que era. O sea, que cambiar de apariencia física lo purgó de la violencia y la cirugía estética se asemeja de nuevo a un renacer, pero voluntario ahora. “¡Invéntate! Haz de cuenta que acabas de nacer. Decide quién serás de ahora en adelante” (García Cuevas 2011: 142), le aconseja al final de la novela la mujer a la que ama, y como en Milena ese proceso pasa por la adquisición de una cultura: “es sencillo, solo ve muchas películas y lee muchas novelas y vas escogiendo lo que más te guste de cada personaje” (142). La cultura para purgar al cuerpo social de su violencia y salvar así un país al que se le aconseja olvidarse de la violencia constitutiva de su identidad —cambiar de cara— y reinventarse para revivir. Bibliografía Alarcón, Orfa (2010): Perra brava. México D. F.: Planeta. Aubès, Françoise/Gladieu, Marie-Madeleine/Rutés, Sébastien (2012): Pouvoir et violence en Amérique latine. Rennes: PUR. Bernal, Rafael (2000): El complot mongol. México D. F.: Planeta. Cawley, Marguerite (2014): “Mexico Victims’ Survey Highlights Under-Reporting of Crime”. En: InSight Crime, 1 de octubre [Consulta: 23 de enero de 2017]. Chimal, Alberto (2009): Los esclavos. Oaxaca: Almadía. Fuentes, David (2015): “Descubren en el DF caso de esclavitud”. En: El Universal, 27 de abril [Consulta: 23 de enero de 2017]. García Cuevas, Iris (2011): 36 toneladas. México D. F.: Ediciones B. González Rodríguez, Sergio (2009): El hombre sin cabeza. Barcelona: Anagrama. Guzmán, Martín Luis (1978): El águila y la serpiente. México D. F.: Málaga. Méndez, Alfredo (2012): “Documentan 136 mil muertos por lucha al narco; ‘más que en un país en guerra’”. En: La Jornada, 11 de diciembre [Consulta: 23 de enero de 2017]. Parkinson, Charles (2013): “Mexico Govt Claims Murders Down, but Kidnappings Still Rising”. En InSight Crime, 29 de agosto [Consulta: 23 de enero de 2017]. Rivas, Francisco (2014): “Reporte sobre delitos de alto impacto. Diciembre 2014”. En: Observatorio Nacional Ciudadano [Consulta: 23 de enero de 2017]. Rutés, Sébastien (2012): “L’écriture en soumission”. En Aubès, Françoise/Gladieu, Marie-Madeleine/Rutés Sébastien: Pouvoir et violence en Amérique latine. Rennes: PUR, pp. 156-158. S. A. (2014): “México es primer lugar en secuestros: ONC”. En: El Economista, 26 de agosto [Consulta: 23 de enero de 2017]. S. A. [S. F.]: “Secuestros por Año”. En: Consejo para la Ley y los Derechos Humanos. [Consulta: 23 de enero de 2017]. Servín, J. M. (2012): Cuartos para gente sola. Oaxaca: Almadía. Walk Free Foundation (2014): The Global Slavery Index 2014 [Consulta: 23 de enero de 2017]. Zepeda Patterson, Jorge (2014): Milena o el fémur más bello del mundo. Barcelona: Planeta.
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EXABRUPTOS DE LA IMPOTENCIA: FACETAS DEL CUERPO EN LAS NOVELAS DEL “ZURDO” MENDIETA, DE ÉLMER MENDOZA David Conte Universidad Carlos III de Madrid
Luchar contra la mafia era en cierta medida luchar contra nosotros mismos Leonardo Sciascia
Gran parte de los escritos teóricos publicados hasta la fecha sobre el sinaloense Élmer Mendoza (Culiacán, 1949) han dedicado sus esfuerzos a dilucidar la adscripción genérica de su obra: su posición en el campo de la novela negra, su pertenencia a la nueva narrativa norteña, su filiación con el neopolicial latinoamericano… Semejante debate posee sin duda interés, por cuanto el terreno del género policíaco ha oscilado durante su historia entre una fuerte codificación genérica y una capacidad para reconfigurar sus fronteras al hilo de los cambios culturales, sociales o geográficos. Tratándose de una literatura volcada en descodificar la complejidad de la realidad que la circunda, no es pues de extrañar que se muestre tan permeable ante las metamorfosis del entorno. No obstante, sea por la naturaleza escurridiza del género policíaco o por los imperativos que nos llevan a leer la obra en función de la realidad que abarca, las caracterizaciones habituales de la narrativa de Élmer Mendoza nos resultan un tanto insuficientes, como si trataran de encasillarlo en un traje que manifiestamente le queda holgado. Por todo ello, comenzaremos por acotar las insuficiencias de las etiquetas con que se clasifica su obra, para esclarecer lo que a nuestro parecer constituye una de sus claves literarias, articulada en torno a tres conceptos: violencia, lenguaje y cuerpo. Y centraremos nuestro estudio en las cuatro novelas publicadas que tienen como protagonista a Edgar, “el Zurdo” Mendieta, detective de la
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Policía Ministerial del Estado de Sinaloa: Balas de plata (2008), La prueba del ácido (2011), Nombre de perro (2012) y Besar al detective (2015)1. En primer lugar, la problemática de la llamada novela neopolicial, donde suele ubicarse a Élmer Mendoza, no implica únicamente una nueva casilla en la evolución del género, sino que entremezcla un contexto geopolítico con una ambivalencia de raigambre literaria. Como lo señala Germán Ceballos, el neopolicial en Latinoamérica no se define ya por el proceso del crimen hasta su dilucidación o sanción por parte de las autoridades fundadas, sino por la situación de anomia generalizada que supone un sistema deslegitimado o en proceso de deslegitimación. (Ceballos 2014: 39)
El término, acuñado inicialmente por Paco Ignacio Taibo II y Leonardo Padura, aspira a relacionar la proliferación de narrativa policíaca en la geografía latinoamericana, durante las últimas décadas, con el clima de violencia y corrupción generalizada que ha marcado las sociedades del subcontinente. No obstante, a la hora de precisar en qué consiste su estética literaria, allende su contenido temático, la descripción oscila entre comprender esta corriente a la luz de una revisión posmoderna de los códigos del género, o leerla en función de su profundo realismo2. En el caso de la realidad mexicana, la genealogía del neopolicial se cruza con dos esquemas que tienen que ver con el surgimiento de una nueva hornada de escritores procedentes del norte del país y su pertenencia al ámbito de la llamada narcoliteratura. En cuanto al concepto de literatura “norteña” 1
Como la editorial que ha publicado casi toda la obra de Mendoza, Tusquets, tiene sede tanto en México como en España, la fecha varía en el caso de La prueba del ácido (2010 para México). En nuestro artículo, hemos tomado como referencia la fecha de publicación en Barcelona, salvo para la última novela, editada por Random House en México. A la hora de citar fragmentos del corpus novelesco, usaremos las siguientes abreviaturas, indicando a continuación el número de página: BP para Balas de plata, PA para La prueba del ácido, NP para Nombre de perro y BD para Besar al detective. 2 Como por ejemplo lo hace Paula García Talaván, cuando conecta “esta novedosa narrativa con la tendencia posmoderna a la revisión y reinterpretación de los textos del pasado y a la representación de lo heterogéneo”, para a continuación señalar “su desentendimiento de la ahistoricidad del discurso posmoderno en beneficio de una clara tendencia a la verosimilitud y a la revisión histórica” (2014: 73-74).
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y su indudable heterogeneidad, encontramos posturas que definen su poética como algo ligado a la frontera y a la “sublimación explícita de determinados mitos, símbolos y rituales del pasado prehispánico y rural” (Zabalgoitia 2012: 202)3, mientras que críticas como Diana Palaversich denuncian su carácter oportunista, fruto de la mercadotecnia editorial que haría del norte el fetiche de una nueva autenticidad con sabor mexicano4. Con respecto a la novela del narcotráfico o narconovela, para abreviar, las distinciones han derivado a veces en polémicas un tanto agrias e irresolubles de cara al valor literario de esta tendencia y sus ramificaciones en el campo de las letras americanas. La etiqueta suele relacionarse o contraponerse a la novela del sicariato, que retrata el auge y la violencia del narcotráfico en Colombia5, y ha trascendido incluso las fronteras mexicanas, como lo demuestra Don Winslow con El poder del perro (2009). Pero lo relevante es que en la larga lista de autores que han escrito narcoliteratura, la figura de Élmer Mendoza suele ubicarse en un lugar muy prominente, si no el principal6. Por ello 3
Se trata de “un espacio en el que el mito se fragmenta, y lo ritual simbólico se resemantiza y actualiza, hasta convertirse en agentes de una reterritorialización que normalmente suele adoptar nuevas identidades […], y que muchas veces adquieren una función de resistencia” (Zabalgoitia 2012: 202). Podemos admitir que esta propuesta resulta válida para autores como Yuri Herrera o Roberto Bolaño (que, siendo chileno, suele citarse como el máximo exponente de la narrativa norteña), pero en el caso de Mendoza, la presencia de lo mítico brilla por su ausencia, salvo tal vez en la relectura de Pedro Páramo que elabora en Cóbraselo caro (2005) (véase el estudio que le dedica Herrera López [2013: 55-71]). 4 “El auge de la narrativa del norte es un fenómeno limitado que se debe en buena medida al empeño de editoriales transnacionales a través de sus filiales en México cuya maquinaria publicitaria ha sabido promover lo norteño como el nuevo ‘sabor’ de la literatura mexicana” (Palaversich 2007: 11). A pesar de ello, reconoce también la validez de algunas propuestas teóricas en torno a “la desestabilización de la relación jerárquica entre el centro y la periferia”, y el hecho de que el norte se haya convertido en “una especie de olla podrida de la identidad posmoderna, un estrato no de la ausencia de la cultura sino simulacro de muchas culturas” (Ibíd.: 13). Es interesante observar en esta clasificación una nueva polaridad entre los simulacros de la posmodernidad y la autenticidad de lo realista, cuyo carácter antinómico muestra hasta qué punto nos hallamos frente a categorizaciones un tanto escurridizas. 5 Las obras con que suele ejemplificarse dicha tendencia son La virgen de los sicarios (1994), de Fernando Vallejo, y Rosario Tijeras (1999), de Jorge Franco. 6 Una breve nómina del grupo comprendería a Orfa Alarcón, Daniel Sada, Yuri Herrera, Luis Humberto Crosthwaite, Jesús Alvarado, Víctor Hugo Rascón Banda, Juan Pablo
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Rafael Lemus, en la diatriba que lanzó desde la revista Letras libres contra este (sub)género, lo toma como diana principal de sus dardos7, y argumenta que “las novelas sobre el narco cumplen una función repelente: tranquilizan, dan consuelo. Al ordenar lo desordenado, aminoran su impacto. Al novelar el narco, lo hacen parecer domesticable” (Lemus 2005: 41). Cabría señalar, como lo hace Eduardo Antonio Parra en su respuesta al artículo de Lemus, que “el narcotráfico es un fenómeno integral, capaz de cimbrar […] todos los aspectos de la existencia humana” (Parra 2005: 61). Desde esta idea, podríamos argüir que la presencia de lo narco actúa en el terreno de la literatura, y otras artes, como una suerte de cortina de humo que confunde los parámetros estéticos y devora toda posibilidad de lectura alternativa. Por un lado, la omnipresencia del narcotráfico en determinadas áreas de Latinoamérica ha conformado un modelo social y cultural de tal magnitud, que obliga a cualquier tipo de representación a zambullirse en su problemática, y a la vez encarna ese costumbrismo exótico que suministra a los lectores del primer mundo tanto los escalofríos de una violencia anómica (carente de reglas), como el consuelo de quien vislumbra los oscuros hilos del poder rigiendo un mundo cada vez más opaco8. Salvando las distancias, se trata del mismo tipo de ambivalencia emocional que caracteriza la
Villalobos, Eduardo Antonio Parra, Heriberto Yépez, Óscar de la Borbolla, Sergio González Rodríguez, Bernardo Fernández, Gerardo Cornejo y Homero Aridjis, excluyendo aquí a quienes han realizado investigaciones de naturaleza periodística. La entronización de Élmer Mendoza como “cabeza de cartel” se debe en parte al reconocimiento que le prodigó Arturo Pérez Reverte cuando publicó La reina del Sur (2002), cuya protagonista se apellida precisamente como nuestro autor. 7 Rafael Lemus vitupera contra el “costumbrismo candoroso” de Mendoza en los siguientes términos: “La intención es sólo una: retratarlo todo, la política y la violencia, los espectáculos y los deportes, el norte y el otro lado. Retratarlo todo con ánimo turístico para crear una postal del México más reciente. […] Entre tantos retazos el narco es otro elemento, apenas uno más. No está allí para sacudir al lector sino, como lo demás, para complacerlo. Se busca que te reconozcas en el libro: allí estoy yo, mi lenguaje, mi reflejo, mi maldito reflejo. […] Élmer Mendoza echa mano del género picaresco sin ánimo subversivo. Sus personajes son pícaros pero, cosa curiosa, no desafían el estado de las cosas. Triunfan sin rebelarse” (Ibíd.: 40). 8 El éxito de los relatos policíacos en un mundo cuya opacidad desencadena los mecanismos de la imaginación “conspiranoica” ha sido estudiado con gran acierto por Luc Boltanski en su libro Énigmes et complots. Une enquête à propos d’enquêtes (2012).
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fascinación ante relatos de mafia como la trilogía de El Padrino, donde la figura fáustica del capo di tutti i capi genera esa extraña mezcla de empatía y horror propia de la catarsis aristotélica9. Pero aunque las venas y arterias del narco se infiltren en lo literario como una representación de lo oculto, su naturaleza profunda guarda a su vez numerosas semejanzas con la cara más visible del capitalismo actual, convirtiendo la narcocultura en ese “fenómeno integral” que invade cualquier recoveco del territorio que ocupa y constituye “un modo popular de habitar la sociedad de mercado”10. Por ello, la narcocultura ha producido a nuestro juicio una suerte de imperativo de realidad que determina y condiciona los cauces para el ejercicio de su relato. En este sentido, podríamos dar la razón a Lemus cuando denuncia que lo narco se ha convertido en la nueva “postal” de un México ya no tan lindo y querido… El propio Élmer Mendoza reconoció en alguna ocasión que dichas expectativas condicionaban sus posibilidades de publicar: algo así como una ley de la oferta y la demanda en el mercado de los temas literarios11. Por añadidura, la narcocultura deriva a menudo en un nuevo kitsch de la violencia y los códigos mafiosos, a través de narcocorridos, películas, telenovelas y toda una mercadotecnia con estrógenos y anabolizantes 9
El hilo de continuidad que justifica la relación entre ambas realidades históricas y geográficas puede rastrearse en las investigaciones literarias de Roberto Saviano, quien, tras saltar a la fama con su retrato de la camorra napolitana en Gomorra (2006), ha dedicado su última obra, Zerozerozero (2013), a las redes planetarias del tráfico de cocaína, con México y Colombia como escenarios emblemáticos. Sin que vayamos a profundizar en la cuestión, cabe señalar que el concepto de mafia y su presencia recurrente en estados fallidos autorizaría numerosos paralelismos con la realidad del narcotráfico, susceptibles de esclarecer su funcionamiento con notable pertinencia. 10 “Si la narcocultura legitima un modo popular de habitar la sociedad del mercado, si su lógica simbólica y ritual certifica que el pecado es no tener dinero, si ahí se encuentra reconocimiento de madres, religión, tierra y éxito… entonces, lo narco no es un problema, sino un orgullo patrio y la mejor alternativa de éxito para los que han sido expulsados del reino del capital, del paisaje de las oportunidades y del estado del bienestar” (Rincón 2013: 5). 11 Gabriela Polit Dueñas menciona estos condicionantes del mercado editorial en un breve recorrido por las narrativas del narcotráfico: “Élmer Mendoza, cuando lo entrevisté en 2007, me confesó que había escrito una novela de ciencia ficción, pero que sus editores en España le habían dicho que lo suyo debía ser el narco. El año siguiente, su novela Balas de plata, ganó el premio Tusquets” (2014: 183). Casi una década después, y a pesar del éxito comercial de Mendoza, esta supuesta novela de ciencia ficción sigue sin ver la luz.
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que se regodea en estas duras vidas al límite. Lo “narco” se ha convertido en un prefijo susceptible de anteponerse a innumerables términos. Mas esta vertiente kitsch no ha de llevarnos a olvidar que el grado de violencia y desestructuración social provocado por el narco ha rebasado todos los límites, en aras de una voluntad de poder que se zambulle alegremente en la barbarie. Frente a la dulcificación de la cultura de masas, numerosos relatos sobre el narco observan petrificados hasta dónde conduce su ejercicio de crueldad. La fascinación que ejerce el narco en la cultura actual no solamente obedece a una moda efímera (aunque la moda sea también un síntoma de nuestras pulsiones ocultas), sino que alumbra una verdad de nuestra época. Dicha verdad guarda relación, como lo insinuamos, con la esencia del capitalismo actual. Como lo apunta Adriana Sara Jastrzębska, basándose en las reflexiones de Sayak Valencia (2010) sobre el “capitalismo gore” o Splatterkapitalismus, según el neologismo de Franco Berardi (2007), la narcocultura expresa la “rebarbarización del mundo” y “cierta refeudalización de las relaciones sociales” (Jastrzębska 2016: 77) que se corresponden con la lógica desregularizadora y salvaje del neoliberalismo global. Lo relevante, de cara a nuestro propósito, radica en que el impacto de semejante violencia abduce o desarma la distancia necesaria para construir un relato que no se deje paralizar por estas nuevas medusas del horror. Y ello nos conduce a una doble lógica, según la cual el relato parece funcionar, por un lado, como un mero espejo de su temática, y por otro se adentra en los abismos y laberintos del caos indiferenciado donde se disuelven las fronteras entre vida y muerte. Dicha ambivalencia es la que permite analizar la narrativa de Mendoza como un ejemplo de literatura “suprarreal”, que “no hace otra cosa sino reflejar lo que los gobiernos han creado” (Aubry Ortegón 2013: 427), examinando también sus vínculos con el periodismo o la sociología12. Pero al mismo tiempo, esta realidad que rebasa la imaginación y 12
“Con toda intención hemos interrelacionado la novela suprarreal de Mendoza con el discurso periodístico. Su realismo nos conduce a este ejercicio de realismo cointencional, a salir y entrar del texto para entender lo que la obra nos plantea y para comprender cuál es la visión de Mendoza sobre la realidad a partir de la ficción” (Ibíd: 425-426). La noción de “realismo cointencional” que emplea Aubry Ortegón en su tesis procede de los planteamientos que su director, Darío Villanueva, lleva a cabo en Teorías del realismo literario (1992). Sin pormenorizar las ramificaciones del concepto, que se sustenta en la hermenéutica literaria y
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determina la forma de su relato produce también una serie de reflexiones sobre lo “abyecto”13, como vemos en los recorridos que Sergio González Rodríguez (El hombre sin cabeza, 2009) o Antonio Sustaita (El baile de las cabezas, 2014) elaboran en torno al imaginario y la simbología de las decapitaciones, que siembran de cuerpos mutilados el paisaje del México actual. Esta simbología alentaría algunos paralelismos con lo que, según Zabalgoitia, caracterizaba la resignificación mítica llevada a cabo por la literatura norteña, pero a nuestro entender desvela, bajo las redes de la economía global del narcotráfico, una serie de pulsiones arcaicas que nos confrontan con el atavismo de una violencia indiferenciada14. A raíz de esta conexión entre la realidad candente de lo actual y el surgimiento de lo arcaico, como rasgos constitutivos de los antagonismos del capitalismo global, nos gustaría precisar dos ideas.
la estética de la recepción, constituye un prisma de análisis que coteja las representaciones narrativas con la realidad factual que formaría parte del ámbito de expectativas y conocimientos del lector. Ello exige por lo tanto un alto grado de objetividad entre la representación y su correspondencia con el mundo descrito. 13 El concepto de lo abyecto ha sido desarrollado por Julia Kristeva en Pouvoir de l’horreur, y se refiere a todo aquello que desechamos para vivir: “le déchet comme cadavre m’indique ce que j’écarte pour vivre. Ces humeurs, cette souillure, cette merde sont ce que la vie supporte à peine et avec peine de la mort. J’y suis aux limites de ma condition de vivant. De ces limites se dégage mon corps comme vivant” (Kristeva 1980: 11). En este sentido, lo abyecto nos coloca frente a aquello de lo que se extrae nuestra condición de vivos, mediante la confrontación con el caos indiferenciado donde vida y muerte se entremezclan. El poder abismal de tal disolución genera una fascinación donde se juntan el estupor (la parálisis) y el vértigo (la atracción de la caída hacia dicho abismo). 14 El concepto de “violencia indiferenciada” procede de René Girard, que lo emplea en La violence et le sacré (1972) para analizar el significado primigenio que pudieron tener los sacrificios rituales, como técnicas para detener la espiral de una violencia desatada, y que tantos paralelismos mantiene con las formas de conducta mafiosa y su código de vendetta. De hecho, esta conexión entre lo arcaico y lo mafioso (lo narco) preside la lectura de Sergio González Rodríguez, cuando observa en el miedo y la violencia infundidos por los narcos el triunfo de una “cultura pánica”, entendida como el regreso del dios Pan, que encarnaría “la violación, la errancia, los instintos, el extravío momentáneo, la ninfolepsia, la locura instalada, las pulsiones masturbatorias, el miedo profundo” (2009: 102). Como puede verse, sería precisamente a través de estas pulsiones ancestrales donde lo corporal emergería como la auténtica problemática de la narcoliteratura, más allá de cuestiones relativas a su estética literaria.
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En primer lugar, las características de la narcoliteratura se nos antojan tan dispares, teniendo en cuenta además la variedad de sus propuestas narrativas, que las etiquetas habitualmente empleadas en su caracterización muestran a las claras su insuficiencia. Si la narcocultura obedece tanto a un regreso del hiperrealismo (con toda la carga de ambigüedad y complejidad implícita en la propia noción de realismo), a una vuelta de tuerca en los simulacros de la posmodernidad, o a una recuperación de símbolos y mitologías prehispánicas, e incluso arquetípicas, entonces cabría afirmar que los conceptos no permiten abarcar su objeto, y que tal vez convenga cambiar de orientación. El problema no radicaría en elegir entre realismo, posmodernidad o simbología, ni siquiera en sumar sus facetas al prisma de nuestro análisis, sino que habría de enfocarse dicho prisma hacia el objeto sobre el que la narcocultura ejerce su violencia, y que no es otro que el cuerpo. Esta constatación pudiera parecer un tanto evidente u obvia, pero reclamaría colocar en el centro de la lectura y la representación aquello cuya dimensión física rebasa el ámbito de lo textual. La cuestión pasaría entonces por analizar los modos y las prácticas con que las representaciones abordan el desafío de lo corporal, como interpelación ejercida a partir de su precariedad u omnipotencia, y donde se manifiesta tanto la insuficiencia como la necesidad de un relato. El cuerpo se convertiría entonces en soporte y tejido para una lectura de la violencia; leeríamos desde la muerte (desde los innumerables cadáveres y víctimas) el significado de nuestra condición de vivos. Así, podríamos hallar en el concepto de “crímenes expresivos”15, acuñado por Jean Franco en su libro Cruel Modernity (2013), una manera de abordar el análisis de la violencia corporal en la narrativa de Élmer Mendoza, cuya naturaleza detectivesca resultaría propicia a la hora de descodificar tales significados. ¿De qué nos hablan los cadáveres que pueblan las investigaciones del “Zurdo” Mendieta? En el primer relato, por ejemplo, los asesinatos que indaga tienen la peculiaridad de haber sido ejecutados con las balas de plata que 15
Como lo define Jean Franco, “expressive crimes are those in which bodies illustrate the logic of the killers” (Franco 2013: 21), lo cual muestra un nuevo punto de contacto con las prácticas mafiosas, donde cada mutilación revela el motivo de la muerte, elaborando así un código semántico a través del cadáver. En el caso del narcotráfico en México, Jean Franco señala que “the expressive use of the cadaver has become common practice, a form of macabre theater addressed not only to rivals but also to the public” (Franco 2013: 14-15).
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dan título al libro, y que denotan un lujo excéntrico para un entorno donde la muerte se ha vuelto algo banal y cotidiano, así como un enigma irresoluble que el detective se esfuerza por desentrañar. Ello da pie a una serie de elucubraciones donde un erudito muchacho llamado Rendón glosa la simbología de un material que suele emplearse para matar vampiros o licántropos, ligado a “los apetitos sexuales” (BP: 204). Con la resolución del caso, no obstante, esta eventual simbología se desvanece cuando los asesinos revelan que se trataba de un mero juego (“era por jugar”, BP: 252). En la segunda novela, el asesino le corta a su víctima, la bailarina Mayra Cabral de Melo, conocida como Roxana y amante de Mendieta, un “pezón oscuro” (PA: 12). Aunque esta mutilación obsesione a nuestro detective (“al fin pudiste chuparlo hijo de la chingada, seguro te supo rico”, PA: 117), acaba quitándole importancia (“es solo un pezón de menos”, PA: 235) y reintegrándolo al cadáver al final de la novela: “En su mano cerrada apretaba una bolsa de plástico que había envuelto en su pañuelo. ¿Por qué le habrá cortado el pezón? Abordó el Jetta: se imponía restablecer la integridad en el cuerpo de Roxana y beber su whisky como Dios manda” (PA: 243). Por esta razón, los intentos de Luis Quintana Tejera por proyectar en la novela una simbología asociada a dicha mutilación, y que también se aplica al nombre de la víctima16, nos parecen meritorios pero un tanto forzados. En el fondo, estos dos ejemplos nos muestran cómo los detalles asociados a los asesinatos, y que en las expectativas del género negro suelen constituir esa firma o marca del criminal que resulta clave a la hora de descifrar su psicología (lo que argumentalmente determina su captura), actúan en este caso como pistas falsas o irrelevantes. En el primer 16
“Los pezones femeninos se han asociado con sexo, maternidad o autoafirmación de lo femenino como atributo de poder” (Quintana Tejera 2013: 77). En cuanto al nombre (Mayra), Quintana Tejera alude a su etimología latina “que significa ‘maravillosa’”, y la contrapone a la de Roxana, “esposa de Alejandro Magno” cuyo “nombre deriva de un topónimo persa que significa ‘alba, aurora’”. Concluye que “Mayra es el cuerpo y Roxana el espíritu de la nueva vida que la joven cree poder alcanzar. Mayra parece no trascender más allá de la impresionante belleza física que la caracteriza y Roxana es su despertar” (Ibíd.: 79). Toda esta interpretación espiritual de la simbología onomástica resulta muy sugerente, si no fuera porque apostaríamos a que la elección de Roxana como seudónimo de la prostituta proviene de la canción del grupo The Police, que narra una encrucijada idéntica a la que plantea la novela. La importancia de la música popular en la narrativa mendociana nos invita a tomar esta opción como la más congruente.
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caso, indica cierto refinamiento estético en la pareja de asesinos, mas en el fondo solo delata la excentricidad propia de unos juegos macabros de clase alta. En el segundo, como vimos, la pregunta queda sin respuesta, lo que nos lleva a interpretar la mutilación como un gesto gratuito de crueldad. Ambos detalles generan una impresión de arbitrariedad, de efecto narrativo desconectado de su significado que no sirve más que para extraviar al detective. ¿Dónde queda entonces la expresividad del cuerpo, tal y como la concibe Jean Franco, si la muerte aparece desprovista de sentido? Y es más, ¿en qué medida las investigaciones del “Zurdo” Mendieta pertenecen al ámbito de la narcoliteratura, si la mayoría de crímenes de los que se ocupa están ligados a la esfera de la delincuencia común? En efecto, salvo en Nombre de perro, cuando Samantha Valdés, jefa del Cártel del Pacífico, lo contrata para dilucidar el asesinato de su amante, Mariana Kelly, la mayoría de los casos que tiene que resolver Mendieta guardan un vínculo bastante indirecto con el mundo del narco: tanto Bruno Cañizales, la primera víctima de Balas de plata, como la prostituta de La prueba del ácido y Leopoldo Gámez, el adivino cuyo cadáver aparece al principio de Besar al detective, caen bajo la jurisdicción de Mendieta porque en apariencia no conciernen al agente Pineda, del Departamento de Narcóticos. Aunque la trama revela su relación con la violencia del narco, podríamos afirmar que dicha relación es un tanto accidental y se produce porque absolutamente todo lo que ocurre en el mundo donde se desenvuelve Mendieta se halla contaminado por la presencia del narcotráfico. Pero incluso en Nombre de perro, cuya trama se inscribe en el contexto de la guerra contra el narco que tuvo lugar durante el sexenio de Felipe Calderón (2006-2012), las razones del capitán Ugarte para matar a Mariana Kelly obedecen al despecho sentimental de una traición acaecida veinte años atrás17. Pese a que la complicidad entre Mendieta y el Cártel del Pacífico va tomando mayor protagonismo a medida que avanza la serie, la presencia del 17
En la escena final, Ugarte le explica a Samantha Valdés los motivos de su venganza. Y es que Mariana Kelly llegó a ser amante de su propia mujer para abandonarla a continuación, generando en la esposa de Ugarte un dolor que acabó arruinando su matrimonio: “Por culpa de ustedes, por años mi matrimonio fue un infierno, malditas perras. […] Pasé quince años separado de mi familia por culpa de tu padre. […] Te vencí, Samantha Valdés, reconócelo: te quité lo que más querías, como ustedes lo hicieron conmigo; ahora sabrás qué se siente no contar para nada con el ser amado” (NP: 208).
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narco en estas novelas es algo accesorio, como un decorado o telón de fondo que acompaña al protagonista en sus deambulaciones, creando tramas secundarias que eventualmente convergen con la búsqueda principal, que obedece con frecuencia a la lógica del melodrama18. Paradójicamente, este carácter ambiental permite revelar con mayor fuerza hasta qué punto cualquier hecho cotidiano se halla contaminado por el “Estado paralelo” establecido por el narcotráfico en gran parte del país, creando una polifonía narrativa que alumbra el clima de violencia y corrupción en todos los estratos de la sociedad. Así, la muerte resuena en las novelas como las estadísticas de víctimas en los informativos: el cuerpo acaba convertido en cifra anodina, y la expresividad del crimen se disuelve en el ruido de las balaceras que periódicamente asolan la ciudad. Veamos un ejemplo: Cuando llegaron, los contrarios salían del restaurante sin armas largas a la vista. Sobre ellos, ordenó la Tenia disparando primero. Rrrat. Ay. Cúbranse. Corran. Al piso. Puta madre. Aquí está su padre pinches Chúntaros. Los otros respondieron con pistolas, dos cayeron y los demás abrieron las portezuelas de sus camionetas y sacaron sus Kalashnikov. Jalaron gatillos. Gritos. Sígueme. Aguas. Por ahí. Tres hombres de la Tenia rodaron por el asfalto. La gente corría. Los del restaurante se refugiaron en la cocina rezando; en los negocios cercanos todos se lanzaron al piso. Los vecinos bajo las camas. Alejados unos quinientos metros dos policías en una patrulla escuchaban la tracatera sin preocuparse, fumaban plácidamente. ¿Es atrás o adelante, pareja? Sabe. Cabrones, qué manera de gastar balas. (NP: 46) 18
El hecho de que la venganza de Ugarte en Nombre de perro se relacione con varias menciones a Edmundo Dantés en El conde de Montecristo (NP: 132 y 206: “después de tantos años sólo mi odio permaneció intacto. Como Edmund Dantes”) supone romper las expectativas que asociarían la narcoliteratura a una lógica presidida por el interés, priorizando unos resortes de naturaleza sentimental y privada. De forma similar, la segunda parte de Besar el detective está dedicada al secuestro de Jason, el hijo de Mendieta que reside en Los Ángeles. Esta peripecia justifica el título de la novela, pues se trata de Francelia Ugarte, la hija de Héctor, quien a su vez anhela vengarse de Mendieta y le manda sonoros y anónimos besos por teléfono. Aunque todo sea una estratagema del FBI para que Mendieta les revele el paradero de Samantha Valdés, el narco aparece también como un pretexto para destacar los conflictos emocionales del detective. En este sentido, optar por el melodrama conlleva dulcificar mediante su humanización un engranaje despiadado, pero también quiebra la dicotomía potencialmente maniquea entre “buenos” y “malos”. Por un motivo u otro, todos participan de la corrupción y la ambigüedad moral.
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Este fragmento ejemplifica un procedimiento de Élmer Mendoza que consiste en mezclar, en un flujo narrativo continuo, frases de acción con reflexiones internas de los personajes y líneas de diálogo, sin especificar su procedencia. Ello genera una escritura ágil, con frases que en esta secuencia se reducen hasta una sola palabra, y recurriendo en ocasiones a la onomatopeya. Se produce así un efecto de intermitencia sintáctica que pretende emular el caos y la velocidad de la escena. En otros casos, se aumenta la cantidad de interjecciones y onomatopeyas (“Ratatatat. Blum. Blak blak blak. Pum. Ratt.”, BD: 103), confiriendo a la balacera un aspecto infantil y cuasi lúdico, que evocaría la violencia paroxística e irreal de los videojuegos. En este sentido, nos hallamos en las antípodas de una narrativa de lo abyecto, hasta el punto de rozar lo que llamaríamos “narcocostumbrismo”, donde los devastadores enfrentamientos entre bandas, policía y ejército se describen con inexpresivas pinceladas que subrayan su anodina cotidianeidad, comparable a la alternancia atmosférica de sol y lluvia. La indiferencia de los policías explicita la distancia con que se aborda el tiroteo, y su lamento acerca de las balas malgastadas sirve de cínico colofón para recalcar la nula importancia de la población aterrorizada y de las víctimas exangües, que se contabilizan con gran parquedad. En otras palabras, los cuerpos involucrados en la violencia del narco carecen no solo de expresividad, sino incluso de presencia: la muerte adquiere un aspecto anónimo donde resulta absolutamente imposible leer ni descifrar nada en la acumulación de cadáveres. No obstante, semejante indiferencia frente a la mayoría de los cuerpos asesinados implica también una provocación que aspira a sacudir al lector, emulando la abulia informativa en el recuento de muertos y la inopia social tras varios lustros de guerra contra el narco. Bajo el silenciamiento del cuerpo late la naturalización de la violencia, su transformación en algo banal. Como escribe Patricia Córdova Abundis, la narrativa de Élmer Mendoza nos presenta un conflicto cuyo habitus es un territorio de crueldad, un espacio en que la inercia cotidiana responde a las posibilidades de vivir y morir violentamente […]. Los personajes de Mendoza muestran que se aprende a vivir en una zona en conflicto viviendo en ella. (Córdova Abundis 2016b: 9)
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No se trata solamente de conjurar esta “naturalización de los escenarios […] que parecen ir paulatinamente perdiendo el carácter sorpresivo de la transgresión” (Ibíd.: 8), sino de provocar la inmersión del lector en la cotidianeidad de un universo donde reina la violencia más estremecedora. Mendoza reconoce en una entrevista que los comportamientos y actitudes generados por la guerra contra el narco rozan lo innombrable: “No importa, no hay valores, no hay códigos de honor, no hay nada. Es decir, la sociedad se ha transformado tanto en este sentido, en la violencia, que sin querer nosotros hemos tocado un punto que es muy purulento” (Rey Pereira 2008: 339). Pero en lugar de optar por una estética que dramatice y condene la violencia, la serie novelesca del “Zurdo” Mendieta opta por normalizarla, forzándonos a adoptar el punto de vista de quienes la padecen como un fenómeno rutinario. Desde semejante perspectiva, la muerte golpea personas condenadas de antemano, sujetos precarios e irreales, según los términos de Judith Butler19, que pueblan un mundo donde apenas existe diferencia entre la vida y la muerte. Más que producirnos cinismo, la apatía con que la policía lamenta las balas malgastadas es lo que nos resulta verdaderamente escandaloso20. La problemática narrativa consistiría entonces en retratar cómo “la sociedad se ha transformado […] en la violencia”, compartiendo la mirada de quienes, 19
“Así, si la violencia se ejerce contra sujetos irreales, desde el punto de vista de la violencia no hay ningún daño o negación posibles desde el momento en que se trata de vidas ya negadas. Pero dichas vidas tienen una extraña forma de mantenerse animadas, por lo que deben ser negadas una y otra vez. Son vidas para las que no cabe ningún duelo porque ya estaban perdidas para siempre o porque más bien nunca ‘fueron’, y deben ser eliminadas desde el momento en que parecen vivir obstinadamente en ese estado moribundo” (Butler 2006: 60). 20 Obviamente, no todas las muertes reciben igual tratamiento narrativo, para empezar porque las investigaciones de Mendieta otorgan forzosamente relevancia a los cadáveres que se encuentra en su camino. Aun así, el fallecimiento que adquiere mayor preeminencia en la serie no es otro que el de Marcelo Valdés, jefe del Cártel del Pacífico que expira de muerte natural (posiblemente sea la única) en La prueba del ácido: “Aquí tienen. Escapó un resplandor mineral: rosario de esmeraldas, anillos y brazaletes atiborrados de piedras preciosas. Los hombres apagaron sus cigarros. Disculpe señorita, no se preocupe, don Marcelo es lo más grande que ha dado esta tierra y sabremos cumplir” (PA: 157). Puesto que la muerte también reproduce las diferencias sociales, la contraposición entre este entierro propiamente faraónico (bañado en joyas), y la precariedad que envuelve la mayoría de los asesinatos, muestra claramente todo lo que separa la transfiguración de este nuevo “cuerpo de rey” de las vidas invisibles que solo cuentan como cifras.
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habituados a sus efectos, han podido cauterizarse contra sus venenos. La crueldad deja de ser algo padecido para interiorizarse en los afectos y subjetividades que, una vez más, se expresarían a través de los cuerpos. Esta nueva expresividad corporal que encontramos en la serie del “Zurdo” Mendieta dista mucho de regodearse en lo macabro. Por el contrario, ilustrando la polaridad indisoluble entre eros y thánatos, abarcaríamos aquí todo el campo del hedonismo que también caracteriza a los personajes del universo mendociano. Sin olvidar que los vicios son ante todo placeres, mencionaríamos que Edgar Mendieta y otros acólitos todavía pertenecen a la menguante secta de los adictos a la nicotina, y que su ritmo de ingesta alcohólica se halla un tanto por encima de la media. A pesar de consumir sus obligadas cervezas y tequilas, la bebida del “Zurdo” es sin duda Macallan: “Tengo whisky y whisky, ¿qué escoges? Pues whisky, no hay de otra, aunque hubiera preferido whisky. Regresó con la botella de Macallan y dos vasos” (BD: 119). A lo que habría que añadir esta brillante moraleja: “El alcohol no siempre es mal consejero, lo que pasa es que no siempre uno lo escucha correctamente” (PA: 46). La gastronomía también ocupa un lugar destacado en las novelas, prosiguiendo una tradición propia del género negro inaugurada en gran medida por Manuel Vázquez Montalbán y proseguida por Andrea Camilleri. Doña Ger, la asistenta de Mendieta, le prepara copiosos desayunos con maternal atención, que dan lugar a jugosas conversaciones llenas de sabiduría popular: Véngase a desayunar, preparé un hígado encebollado que no tiene madre y está lista el agua para nescafé. ¿Higado?, ¿qué no produce colesterol? Eso a la gente débil, a la gente sana nada le afecta, cuando se enferman es porque ya se van a morir y a usted le falta mucho, es de muy buena madera. (BD: 122)
Por otro lado, las grandes preocupaciones del comandante Omar Briseño, jefe de Mendieta, giran en torno a disputas culinarias con su esposa mucho más que sobre los crímenes de los que ha de hacerse cargo su departamento: la comida supone para él una auténtica vara de medir a las personas21. 21
“Briseño se hallaba de un humor de perros. A sus órdenes jefe. ¿Cómo preparas los ravioles? Señor, nunca cocino, no se me da. Pero algo debes saber, vives solo y un hombre que vive solo es capaz al menos de guisarse un par de huevos. No es mi caso, además, podría ser
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Pero sin duda, el componente que mayor relevancia posee en el ámbito del hedonismo corporal es de orden sexual, algo que podríamos relacionar con los resortes melodramáticos de la acción. En cada una de las novelas, el “Zurdo” mantiene una relación sentimental con distintos personajes femeninos que actúan como una motivación fundamental con respecto al desarrollo de la trama. Así, Goga Fox en Balas de plata, Mayra Cabral de Melo en La prueba del ácido, Susana Díaz, madre de su hijo Jason, que adquiere una importancia decisiva en las dos últimas entregas, y Edith Santos, a quien conoce durante los preparativos de la boda de Gris Toledo, su ayudante, y con la que mantiene apasionados encuentros en Besar al detective: el Zurdo no vio más, sólo su boca entreabierta y el noema voz besina. Y luego sombras verdes y todo fue hidromuria, salvaje ambonio, sustalo exasperante; las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiento, en un volcán transpatiado de besos parizantes; y era la estefurosa covulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, el vortichelo de manicias que los atrapaba, yustapostaba y paramovía. Aahh. […] Profundo pínice. Aggg. Ordopenada cerraba los ojos y volvía a volcarse, aahh, aahh, hasta que aggg, su cara se empapaba y era rosa negra, plumaire. Cuatro veces. (BD: 63-64)
La invención de este nuevo léxico susceptible de transmitir la intensidad del acto sexual mediante la mera expresividad fonética, que no obstante permite reconocer bajo los neologismos palabras ya existentes, imita obviamente los experimentos verbales de Julio Cortázar, empleados con idéntica finalidad en Rayuela22. Este pastiche evidencia no solamente un homenaje que si entro en la cocina Ger me mate, ¿le puedo ayudar en algo? No consigo hacer entender a mi vieja que los que comimos hace rato no estuvieron a la altura, les faltaba al menos un minuto de cocción y la salsa estaba demasiado delgada, además ese relleno de calabaza no me convence. Uta, eso es grave. No permito que te burles, cabrón, ¿qué te crees? Un tarado que no sabe freír un par de huevos no tiene derecho a opinar de nada” (BD: 46). 22 “Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clemiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia” (Cortázar 1977: 403). Una pista para medir la influencia de Cortázar en
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al escritor argentino, sino que obedece a la voluntad de expresar un placer corporal a través de la pura sensualidad sonora del lenguaje. Además, la creatividad verbal puede interpretarse como un esfuerzo de remotivación semántica, anulando la distancia o arbitrariedad que media entre la palabra y su referente, para convertir el significante en expresión directa de la materialidad de los cuerpos. Si el ejercicio no resulta en este caso muy original, cabe reconocerle un efecto similar al que posee en la obra de Cortázar. Aun así, podemos observar un notable trabajo estilístico en la narrativa de Élmer Mendoza. Numerosos comentaristas han destacado su esfuerzo por reproducir en sus novelas el habla popular “culichi” (oriunda de Culiacán), hasta el punto que una de las principales dificultades que experimenta un lector foráneo radica en comprender buena parte del léxico que manejan. Patricia Córdova Abundis ha estudiado con detenimiento las diferentes modalidades de lenguaje hipocorrecto, que asocia a la “carnavalización permanente” de la narcoliteratura (2016b: 29), y ha destacado su relación con la agresión y la violencia mediante varios ejemplos extraídos de la obra de Mendoza23. Por nuestra parte, nos gustaría recalcar su vínculo con la expresividad corporal, desde el momento en que esta jerga denota una constante sexualización de las relaciones sociales. En este sentido, se nos muestra claramente el nexo del eros con la muerte y la violencia a través de la figura de Montaño, el forense que aprovecha cada levantamiento de cadáver para seducir a Gris Toledo (“ahora ten consideración, dame chance de brincar con esta chiquita, mira ese cuerpecito, está que nomás tienta y quiere más”, BP: 162). Otras veces, el insulto puede emplearse como sinónimo de afecto, dotándolo de una connotación irónica, como puede verse en el reencuentro de Mendieta con su hermano Enrique: “Quiubo, cabrón. Puta, qué feo estás, pinche carnal, creí que la vida en Gringolandia te había favorecido. Estás pendejo, mírame la obra de Élmer Mendoza se encuentra en su libro de cuentos Trancapalanca (1989), donde el primero, titulado “Querido Julio”, es una carta de agradecimiento al autor de Rayuela. 23 “En el terreno de lo verbal, podríamos establecer la diferencia entre lo que son actos disuasorios o actos de inhibición, del tipo de la amenaza, que encarnarían la agresividad: se trata de intimidar bien para defenderse de algo (contraagresividad) o para mantener una postura fuerte frente al grupo. Por ejemplo, una persona puede ser agresiva hablando para mantener sus posturas, aunque no llegue a ser violenta. La violencia, en cambio, da lugar a la ejecución de un acto ilocutivo que va a dañar socialmente al interlocutor” (Córdova Abundis 2016a: 6).
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bien, mi vieja todavía me renta para acompañar señoras, se abrazaron largamente” (BD: 201). Pero en la mayoría de los casos, la jerga, cuyo carácter oral arraiga en una palabra hablada y dotada por tanto de cuerpo, traduce una agresividad de naturaleza sexual. Incluso cuando solo se trataría de seducir, los personajes recurren al suplemento de afectividad propia del argot, como lo muestra esta respuesta de Noriega, cuando intenta que Mendieta se traiga a su ayudante a Mazatlán: “Espero que entiendas que estoy haciendo méritos para que me traigas a la compañera Toledo, me gustan su trasero y esas chichitas paradas para terminarme de criar” (BP: 119). Podría entenderse que esta germanía hipersexualizada delataría el funcionamiento patriarcal de la sociedad mexicana, con roles de género muy marcados y una constante reivindicación de la virilidad. Así, la fuerza y el valor de un hombre están directamente asociados a la frecuencia y la potencia de sus erecciones y coitos, dando lugar a confrontaciones un tanto primitivas donde cada macho lucha por defender su territorio: “No soy tan viejo, cabrón. Ni tampoco tan joven. Todavía echo tres sin sacarla. Serán suspiros. Rieron” (PA: 75). La hipérbole del semental, que reafirma su vigor mediante su capacidad para encadenar tres coitos sin desfallecer, es inmediatamente rebajada por su interlocutor que minimiza la hazaña, insinuando la precocidad de sus eyaculaciones. Esta falocracia es simétricamente asumida por parte del género femenino; Roxana, por ejemplo, decidió tatuarse un pene en los labios vaginales. Quien relata la historia señala que “el tatuaje que casi besa sus labios vaginales no le gustó a nadie, ¿quién quiere otro pene allí a la hora de la hora? No importó que ella sostuviera que con ése gozaba doble” (PA: 219). Múltiples ejemplos traducen también una violencia con respecto al contrincante que igualmente recurre a lo obsceno, como cuando Samantha Valdés enuncia su asco por Mendieta con un “nomás de verlo se me viene la regla” (BP: 193). Pero este posicionamiento sexualizado que ejerce cada personaje en su entorno no es siempre de naturaleza agresiva, como lo muestra la conclusión del penúltimo intercambio (“rieron”). A fin de cuentas, interpretar este comportamiento como fruto de una heteronormatividad patriarcal persistente en el área latinoamericana resultaría algo erróneo, y no tanto por la presencia de mujeres fuertes, figuras transgénero o intimidades lésbicas y homosexuales, sino por la función que cumple esta sexualización lingüística en las novelas estudiadas. En la mayoría
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de los intercambios, la procacidad funciona como una suerte de toma de contacto, que podría paragonarse a la función fática del lenguaje estudiada por Jakobson y Malinowski. Pero el hecho de que este registro no tenga valor informativo tampoco ha de llevarnos a concluir que carece de sentido. En primer lugar, supone una manera de expresar la afectividad, tanto cómplice como agresiva, procedente del cuerpo del hablante, a partir del momento en que la jerga está ligada a significados sexuales. En segundo, cabría relacionar esta forma de comunicación con la normalización de la violencia que apuntamos en el orden thanático: los personajes no cesan de insultarse, pero casi ninguno de los insultos acarrea mayores consecuencias. De hecho, los momentos afectivos cruciales suelen manifestarse con gran parquedad, como si no hiciera falta exagerar con palabras los sentimientos más profundos24. En gran medida, el clima de violencia (el nivel de agresividad verbal) se halla completamente integrado en la rutina de las relaciones, y no sirve a menudo más que para marcar un territorio (una posición del cuerpo) con la ostentación de la virilidad propia y la desvalorización de la masculinidad del interlocutor. Por ello, existe también una divergencia clara entre lo se dice y lo que se expresa, que constituye a nuestro juicio un núcleo decisivo en torno a esta poética del cuerpo que estamos trazando en la obra de Mendoza. Ilustraremos esta cuestión con una reflexión sobre el cuerpo de Edgar Mendieta, que podría funcionar como una metonimia para el conjunto de personajes que transitan este universo narrativo. Por numerosos aspectos, Mendieta se inscribe en la tradición del detective de género negro, tal y como lo perfiló Raymond Chandler en su breve ensayo El simple arte de matar. Se trata de un hombre solitario, atormentado por sus fracasos sentimentales y que arrastra el trauma de haber sido abusado sexualmente en su infancia por el cura Bardominos, posteriormente asesinado por su hermano Enrique. Es moralmente ambiguo, ya que no duda en colaborar con los narcotraficantes, pero su convencimiento de la corrupción del mundo que le rodea no impide que manifieste cierto sentido del honor y defienda su integridad personal. Como dice Chandler, “creo que podría seducir a una duquesa, y estoy muy 24
Ello puede verse cuando Mendieta está buscando a su hijo secuestrado y, en lugar de advertir con insultos a los sicarios que le están ayudando para que tengan cuidado a la hora de disparar, se limita a puntualizar: “No se hable más, sólo diles que un hijo muerto sólo me serviría para llorar” (BD: 237).
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seguro de que no tocaría a una virgen”; y “habla como habla el hombre de su época, es decir, con tosco ingenio, con un vivaz sentimiento de lo grotesco, con repugnancia por los fingimientos y con desprecio por la mezquindad” (Chandler 1970: 205). Siguiendo estos parámetros, Mendieta se nos presenta como una especie de caballero andante de los tiempos modernos, cínico y descreído, pero al mismo tiempo idealista y sentimental. Por tales razones, Mendieta es un clásico ejemplo de sujeto desgarrado, pero lo interesante son los momentos en que dicha escisión se articula a través del cuerpo. En otras palabras, el “Zurdo” es un personaje que está en desacuerdo con lo que dice y pide su cuerpo, con quien mantiene tensas conversaciones. Veamos por ejemplo cuando conoce a Edith Santos y se comporta de forma algo precipitada: Discúlpame, a veces doy cada traspié. Luego conminó al cuerpo: ¿Ves hijo de la chingada? Ya me hiciste quedar en ridículo, todo por tu pinche calentura. No le hagas caso, Zurdo, te está tanteando, te apuesto a que es bien jariosa. Pues deja que lleve la fiesta en paz, nada de impertinencias. No me ofendas, pinche cabrón, si te pones picudo te dejo unos días sin cagar para que sepas lo que es amar a Dios en tierra de indios. Mendieta sabía lo grave de esa amenaza y se calmó. Está bien, pero deja que yo me encargue. (BD: 62)
No quisiéramos forzar el análisis de este fragmento imponiéndole una seriedad trascendental y solemne, al identificarlo como prueba del desgarro de la subjetividad moderna. El tono frívolo y humorístico del intercambio, impregnado de la jerga habitual, no refleja más que los bajos instintos y las obsesiones físicas de la supuesta naturaleza masculina, cuando se deja guiar por la brújula de su verga. Pero, al mismo tiempo, podría entenderse como muestra de la constante ironía del texto, donde se manifiesta esa divergencia entre lo que se hace y lo que se dice. En La prueba del ácido, por añadir otro ejemplo, encontramos un breve diálogo entre el “Zurdo” y Noriega, que espera la llegada de Gris Toledo a Mazatlán y se regocija ante la perspectiva de una noche de pasión: oye, ¿a qué hora llega mi morra? Va en camino, te va a llamar. ¿Alguna vez te comentó qué clase de condón prefiere? No le gustan, dice que el sexo con condón es como chupar un caramelo con envoltura. No me digas, ¿y las enfermedades,
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incluyendo la de nueve meses? Se hizo la salpingo para evitar problemas. Qué moderna. Te la vas a pasar chingón, pinche Noriega, según comentan tiene perrito y es de orgasmos múltiples. ¿Seremos hermanos de leche, cabrón? Nunca ha querido conmigo, dice que no soy su tipo. Ya quiero que llegue. (PA: 172)
Este diálogo está saturado de ironía de principio a fin. Obviamente, Gris Toledo no tiene ninguna intención de acostarse con Noriega y los detalles que proporciona Mendieta pertenecen a la más pura fantasmagoría sexual. El intercambio es un pretexto para hablar de la investigación en curso, y podríamos de nuevo entender que cumple una función fática, una mera toma de contacto que se recrea en bravuconerías imaginarias destinado a introducir la información relevante. En el fondo, los personajes practican el onanismo con mucha mayor frecuencia de lo que dejarían entrever sus alardes, pero semejantes alardes resultan altamente significativos al delatar una suerte de ironía global de los personajes frente a la violencia que impregna su cotidianeidad. Como hemos señalado, el relato de las muertes y los asesinatos se lleva a cabo con gran parquedad y economía narrativa, omitiendo la abyección de las mutilaciones y la realidad estremecedora de una sociedad donde la vida no vale nada. A su vez, existe una suerte de quiasmo entre esa muerte, invisibilizada o inexpresiva, y la violencia verbal que se desborda en hipérboles de naturaleza sexual. Mas no se trata tanto de un mecanismo compensatorio, que llevaría a huir de lo macabro entregándose a los placeres carnales, puesto que la hipérbole sexual encubre la ausencia de aquello que precisamente es objeto de ostentación. El conflicto de Mendieta con su cuerpo intervendría aquí como una metonimia del cuerpo social; tras la represión de sus pulsiones primarias, podríamos entrever la impotencia de los personajes para vivir su vida con plenitud. Esta extrapolación metonímica encuentra su justificación a partir del momento en que observamos que nadie cumple sus amenazas o alardes, y que cuando las cumplen no lo dicen. Por lo tanto, el suplemento expresivo de la jerga implica decir muchas veces aquello que no se puede ni se va a hacer, siguiendo el popular dicho de “perro ladrador poco mordedor”. Y ello corresponde al concepto de la ironía, donde se da a entender lo contrario de lo que se dice. Los insultos y los desbordamientos verbales constituyen así un significante que prolifera sobre el vacío de un significado, manifestando
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la impotencia de los sujetos para modificar un entorno execrable. El paroxismo lingüístico supone un consuelo para aquellos a quienes no les queda otro remedio que maldecir su padecimiento y buscar vías de escape en unos arrebatos dionisíacos confinados en la etérea sustancia de las palabras. Peter Connoly, por ejemplo, “miembro del grupo especial de avanzada del FBI”, y que odia México con todas sus entrañas, “llegó a decir que defecaba en los jardines de los hoteles donde se hospedaba” (PA: 85): la escatología solo se manifiesta en el “decir”, sin que la frase acabe de certificar que efectivamente lo hacía. Como señala Brigitte Adriaensen, el uso sistemático de la ironía y del humor constituye una característica central de la narcoliteratura: The Mexican narconovela often represents abject corpses and expressive crimes in such a way that cruelty and humour are being combined. In some cases, dark humour is used as a way to come to terms with atrocity, to displace the abject, and has a therapeutic or cathartic function. (2015: 76)
Aunque las razones para recurrir al humor o la ironía en el contexto de lo macabro oscilen, según los autores, entre la indiferencia, la idiosincrasia local, la catarsis o la trivialización y sensacionalismo del narcocostumbrismo25, la peculiaridad de Élmer Mendoza en este panorama radica en la dicotomía casi esquizofrénica que operan sus relatos, con la que concluiremos nuestro recorrido. Pues el objeto de burla o risa no es precisamente el cadáver, sino cómo se articulan y contraponen el cuerpo silenciado y el exceso lingüístico. Conviene señalar, en primer término, que lenguaje y cuerpo no se oponen en sentido estricto, ya que la jerga popular trasluce la retórica afectiva del cuerpo “carnavalizado”, como mencionaba Patricia Córdova Abundis: escatología, sexo y vitalismo dionisíaco conforman este tejido corporal que afirma sus pulsiones frente a una violencia abyecta que el texto omite o retrata de forma 25
“In short, different explanations for the use of humour in relation to violence in the cultural and literary Mexican context can be distinguished: as a typically Mexican response to death and seriousness (Paz and Portilla), as a means of catharsis (cf. Warkentin), as an expression of general indifference and capitulation to crime (Kunz), and as an adoption of globalized and commodified representations of hyperbolic filmic violence (the nouvelle violence movement) or sensational media violence (its coverage on TV and the internet)” (Ibíd.: 71-72).
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contenida, como si la saturación de lo habitual motivara el desvío hacia el hedonismo carnal. Dicho hedonismo se halla también impregnado de la violencia que le rodea, y que de esta forma conseguiría desviar o purgar con sus catárticas hipérboles; existe una contaminación entre el eros y el thánatos que confluyen en este paroxismo verbal, de naturaleza irónica y humorística. Mas el quiasmo existente entre los dos registros corporales, y articulado mediante la ironía, donde por un lado lo macabro queda eludido de la afectividad verbal, y por otro el lenguaje hipocorrecto traduce esta carnavalización corporal que no se corresponde con los comportamientos, permite aseverar que los exabruptos de la jerga delatan una impotencia corporal que se desborda en una agresividad autotélica (el insulto funciona como válvula de escape de la impotencia que gira sobre sí mismo). Una frase de Besar al detective revela asimismo la probable finalidad del humor en un contexto dominado por el narcotráfico: “La risa es más poderosa que la verdad” (BD: 132). En un mundo dominado por la violencia, la corrupción y la mentira, la solución posible no consiste en reflejar la verdad de dicho mundo en el relato, sino en expresar el hecho escandaloso de que semejante verdad no tiene allí cabida, pues todo se halla contaminado por la mentira. La risa supone entonces una expresión de la mentira, que interpela al lector al confrontarlo con la impunidad de la violencia, con el silencio cadavérico de una sociedad enferma, y por ello expresa una verdad “más poderosa” al reconocer el arraigo de la enfermedad en el propio cuerpo. “Los mexicanos soportamos a los políticos porque los hemos sacado de nuestras vergüenzas, son un pinche cochambre que no se quita ni con ácido” (BD: 202), le dice Enrique a su hermano. Al constatar que “la transformación o incluso destrucción del cuerpo es un motivo recurrente entre los novelistas” de la narcoliteratura, Felipe Oliver Fuentes Kraffczyk subraya esta “doble dimensión” del “cuerpo humano y cuerpo social. La esfera individual se difumina en la esfera colectiva haciendo inoperante cualquier intento por separar ambos niveles” (2013: 21-22). En el caso de Élmer Mendoza, la risa y la jerga actúan como una provocación para tomar distancia frente a lo que en el cuerpo abyecto es potencialmente paralizante, como apuntamos. Por consiguiente, el habla popular no es un mero componente de la mímesis realista, garante de la autenticidad del relato, sino que funciona como indicador de la impotencia de los cuerpos, cuyas pulsiones de vida y muerte no pueden expresarse más
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que con insultos. Porque si “conocer los límites del cuerpo es conocer los límites del poder” (Ibíd.: 25), entonces los personajes de esta serie novelesca ilustran semejante esterilidad corporal, en su confrontación con un poder castrador que los anula y no les deja más resquicio para expresar sus anhelos que la rabia del insulto. El talento de Élmer Mendoza radica en haber sabido convertir esa rabia en literatura, donde la impotencia se purga mediante el desbordamiento del verbo. Bibliografía26 Adriaensen, Brigitte (2015): “Cultural Representations of Contemporary Mexican Drug Culture: Dark Humour and Irony in Relation to the Abject”. En: European Journal of Humour Research, vol. 3, 2/3, pp. 62-79. Aubry Ortegón, Kenia Gabriela (2013): La novela suprarreal: Fernando Vallejo, Rafael Ramírez Heredia, Élmer Mendoza, Daniel Sada, Roberto Bolaño y Jorge Franco. Universidade de Santiago de Compostela. Tesis doctoral dirigida por Darío Villanueva Prieto. Berardi, Franco (2010): “Splatterkapitalismus. La cara criminal del capitalismo contemporáneo”. En: Generación Post-Alfa. Patologías e imaginarios en el semiocapitalismo. Buenos Aires: Tinta Limón, pp. 119-130. Boltanski, Luc (2012): Énigmes et complots. Une enquête à propos d’enquêtes. Paris: Gallimard. Butler, Judith (2006): Vida precaria. El poder del duelo y la violencia. Buenos Aires: Paidós. Ceballos Gutiérrez, Germán (2014): Correspondencias y divergencias discursivas entre novela negra y la narrativa del narcotráfico en Balas de plata, La prueba del ácido y Nombre de perro de Élmer Mendoza. Universidad Veracruzana. Tesis de maestría dirigida por Raquel Velasco González. Chandler, Raymond (1970): El simple arte de matar. Buenos Aires: Editorial Tiempo Contemporáneo.
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Hemos optado por incluir en la bibliografía, para no alargar la lista en exceso, únicamente aquellas referencias de las que se citan fragmentos o cuya relevancia conceptual resulta necesaria en la argumentación, prescindiendo de aquellos libros y autores que solamente aparecen mencionados o aludidos.
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David Conte
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“CON LOS OJOS DEL ALMA”. LA REDENCIÓN DEL CUERPO EN PROFUNDO CARMESÍ (ARTURO RIPSTEIN, 1996) FRENTE A OTRAS VERSIONES DE EROS Y THÁNATOS Daniel A. Verdú Schumann Universidad Carlos III de Madrid
Las pasiones llamadas secretas lo son no porque sean menos fatales, esto es: menos naturales, que las normales. Para satisfacerse, no vacilan en violar las leyes públicas: son más violentas. Pero son más violentas porque son más naturales. Otro tanto sucede con los placeres crueles. […] La normalidad es una convención social no un hecho natural […] Una pasión será tanto más enérgica cuanto más resistencias tenga que vencer. Las pasiones secretas y las pasiones crueles son las más fuertes. Su otro nombre es destrucción. Octavio Paz (1986: 190-191)
La fascinación por el mal, de la realidad a la ficción: apuntes para un estudio comparado Entre 1947 y 1949, la pareja formada por Raymond (Martinez) Fernandez (1914-1951) y Martha (Jule) Beck (1920-1951) asesinó en Estados Unidos a un número indeterminado de mujeres. Su modus operandi era siempre el mismo: las conocían a través de anuncios de contactos en revistas, él las seducía —llegó a casarse con alguna— mientras ella se hacía pasar por su hermana, y posteriormente las mataban para quedarse con sus bienes. Su caso adquirió una enorme notoriedad en la prensa amarilla, donde se les apodó “The Lonely Hearts Killers”, y se convirtió muy pronto en materia prima de varios libros y películas. Entre las últimas hay al menos cinco directamente inspiradas en aquellos hechos, si bien en ocasiones trasladados a otras coordenadas espacio-temporales. Son las siguientes, en orden cronológico:
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— La primera y menos conocida es Lonely Heart Bandits (1950). Se trata de una breve producción estadounidense de Republic, escrita por el desconocido Gene Lewis y dirigida por el igualmente oscuro realizador de serie B George Blair, autor principalmente de crime films, westerns y películas de aventuras entre mediados de los años cuarenta y primeros sesenta. Realizada “en caliente”, un año antes de que Fernandez y Beck fueran ejecutados tras ser condenados por un único asesinato, no ha sido nunca distribuida en formato home video. Hoy es inencontrable, y lamentablemente no me ha sido posible verla para el presente trabajo. — Le sigue la también norteamericana The Honeymoon Killers (Los asesinos de la luna de miel, 1970), una obra en blanco y negro que con los años ha adquirido el carácter de film de culto por su retrato áspero y descarnado de los hechos, en sintonía con su espíritu independiente. Encargada en primera instancia a Martin Scorsese, este abandonó el proyecto al cabo de un par de semanas, recayendo finalmente el guion y la dirección en las manos del compositor y director de ópera Leonard Kastle, que nunca realizaría otra película. — La tercera, Profundo carmesí (1996), es el objeto fundamental de este texto. Se trata de una obra mayor del mexicano Arturo Ripstein, realizada durante su etapa más brillante, justo después de La mujer del puerto (1990), Principio y fin (1993) y La reina de la noche (1994); todas, como esta, con guion de Paz Alicia Garciadiego. Obtuvo nueve premios Ariel y compitió por el León de Oro en Venecia, donde se llevó el premio al mejor guion y mejor escenografía. — Diez años más tarde se estrenó Lonely Hearts (Corazones solitarios o Amores asesinos, 2006), el debut en la ficción del norteamericano Todd Robinson, guionista y documentalista de exigua carrera posterior. Pese a carecer de una gran major detrás (de hecho, es una coproducción con Alemania), se trata de un producto inconfundiblemente hollywoodiense, como ponen de relieve su conocido reparto (John Travolta, James Gandolfini, Salma Hayek, Jared Leto y Laura Dern), su moralista punto de vista y su alto grado de estetización de los hechos, incluida la violencia.
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Fue presentada en la sección oficial del Festival de San Sebastián, donde no obtuvo reconocimiento alguno. — La quinta y última es Alleluia (2014), una coproducción franco-belga presentada en los festivales de Cannes (sección Quincena de los realizadores) y Sitges, que no obstante tuvo una carrera comercial posterior limitada. Es una típica obra de autor europea, la tercera de su director y guionista Fabrice Du Welz, caracterizada por la actualización del material de origen y por una arriesgada apuesta estilística, incluido un elaborado montaje con tendencia a la representación fragmentaria de los cuerpos, un tratamiento muy explícito de la violencia y el sexo, y un uso muy particular del efecto distanciamiento en clave brechtiana. Como se ve, la historia de esta pareja formada por una mujer obesa y poco agraciada físicamente y un hombre esbelto y atractivo, del que ella se enamorará perdidamente y con el que formará una extraña sociedad unida por el amor y la violencia en la que ella llevará la voz cantante, ha fascinado a creadores de muy distinto origen y signo. Un estudio comparado de las semejanzas, y sobre todo de las diferencias entre las cuatro versiones, arrojaría interesantísimos resultados sobre los rasgos definitorios de las filmografías que cada una de ellas encarna, así como de los contextos en los que estas surgen: el cine independiente estadounidense, el cine mexicano (y por extensión, al menos hasta cierto punto, latinoamericano), el cine mainstream de Hollywood y el cine de autor europeo. Evidentemente, un análisis completo de estas características excede los límites de este trabajo. No obstante, no me resisto a señalar al menos tres de dichas diferencias, que permiten a su vez bosquejar algunas de las filias y fobias de cada uno de los ámbitos creativos y geográficos señalados: son las referidas a la nacionalidad y/u origen de sus dos protagonistas, las características físicas de los actores y actrices escogidos para encarnarlos, y los desplazamientos espacio-temporales a los que se someten los hechos en cada película. En la vida real Raymond era estadounidense, aunque nacido en Madrid hijo de españoles. Este hecho se mantiene en la primera versión, en la que no obstante está interpretado por un atractivo actor italoamericano, Tony Lo Bianco. Martha, estadounidense en la vida real, está interpretada por
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la igualmente norteamericana Shirley Stoler, una actriz muy gruesa con un parecido no despreciable con la original (imagen 1). La acción transcurre asimismo en EE. UU., pero en una época ligeramente posterior, unos difusos años sesenta. La película de Ripstein, por el contrario, es fiel a la época (finales de los cuarenta y primeros cincuenta), pero no al espacio, pues traslada la acción a México. Raymond Fernandez se convierte así en Nicolás Estrella, un mexicano nacido en España pero criado en el país centroamericano, que no obstante se hace pasar por español de pura cepa. Está encarnado por un actor mexicano de origen español, Daniel Giménez Cacho, apuesto sin duda para los cánones de la época en que transcurre la historia. Coral Fabre, trasunto de Martha, es igualmente mexicana, y está encarnada por Regina Orozco, actriz y cantante mexicana entrada en carnes y no particularmente agraciada (imagen 2). En Lonely Hearts se mantienen el espacio y tiempo de los acontecimientos originales, pero el rasgo distintivo del origen extranjero está adjudicado al personaje femenino. Dicho origen nunca se explicita, pero se deduce inevitablemente del acento e incluso el aspecto del personaje, al que interpreta Salma Hayek; actriz que posee, en el contexto cinematográfico estadounidense, doble ascendencia extranjera, concretamente mexicana y libanesa. Por lo demás, su notoria belleza y su rotundo pero agraciado físico la alejan completamente de las demás Marthas, reales o ficcionales. En esta versión ella es una femme fatale en su sentido más estricto. Al mismo tiempo, sin embargo, su sensualidad y desinhibición son tan claramente subrayadas que su interpretación roza el estereotipo de la vulgarmente llamada bomba latina, etiqueta con la que Hollywood ha tradicionalmente encasillado a las actrices exuberantes de origen latinoamericano, incluida a la propia Hayek1. Raymond, por el contrario, no tiene aquí origen extranjero, y coherentemente está interpretado por un 1
Hayek empezó a adquirir notoriedad internacional con su papel de una sensual vampiresa mexicana que bailaba envuelta en una serpiente en la producción estadounidense From Dusk till Dawn (Robert Rodríguez, 1996). Ambos roles son ejemplos inmejorables de la pervivencia en las visiones del cuerpo femenino de los estereotipos étnicos y raciales denunciados entre otr@s por Bordo, quien se refiere explícitamente a “Latins and every other ‘subculture’ boasting a history of regard for fleshy women” y a cómo “Hispanic women are often similarly depicted as instinctual animals” (2003: XIX y 11, respectivamente).
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Imagen 1. The Honeymoon Killers (Leonard Kastle, EE. UU., 1970)
Imagen 2. Profundo carmesí (Arturo Ripstein, México, 1996)
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Imagen 3. Lonely Hearts (Todd Robinson, EE. UU./Alemania, 2006)
Imagen 4. Alleluia (Fabrice Du Welz, Bélgica/Francia, 2014)
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guapo actor americano sin ascendencia conocida, Jared Leto (imagen 3). Por otro lado, y al contrario que en todas las demás versiones, el punto de vista de la película no es el de los criminales, sino el del detective que finalmente los captura, un torturado Travolta. Así las cosas, la película es un ejemplo perfecto tanto de lo que Jameson denominara peyorativamente, a partir precisamente de varios ejemplos de néo-noir, film-pastiche (1991), como del régimen escópico típicamente masculino y heteronormativo que Laura Mulvey denunciara en su ya clásico artículo (1975)2. La última y más reciente versión transcurre en el presente en un espacio no concretado, que bien podría ser Bélgica u otro país de su entorno. Tampoco se especifica la nacionalidad de Michel, el equivalente de Raymond, interpretado por el atractivo actor francés Laurent Lucas, aunque se sobreentiende que es un ciudadano de dicho país sin otros orígenes reseñables. Como en el caso anterior, el estigma de la extranjería recae, esta vez de manera explícita, en la mujer, Gloria (trasunto de Martha), una española interpretada congruentemente por la actriz Lola Dueñas, cuyo físico podría calificarse de corriente (imagen 4). La reelaboración de las coordenadas espaciales y temporales, la trasposición del origen extranjero del personaje masculino al femenino en algunos casos, o la elección de actores con unos orígenes y unas características físicas determinados, permitirían por sí solos realizar un interesante análisis de cómo cada una de las tradiciones culturales y fílmicas reinterpreta el cuerpo en tanto que constructo cultural, especialmente con relación a cuestiones de clase, género y etnia. Es evidente, por ejemplo, que la adjudicación en dos de las películas del carácter extranjero —latino o hispano— al personaje femenino, verdadero motor de la espiral de violencia y destrucción, está destinado a subrayar bien el trasfondo eminentemente sexual de su locura (Lonely Hearts), reavivando con ello las interpretaciones clásicas sobre las femmes fatales, bien su carácter de cuerpo extraño, inmigrante, en un entorno civilizado (Alleluia), emparentando así quizá con la recuperación interesada de la clásica dicotomía norte-sur que, en su versión más tosca, estaba teniendo 2
En el terreno de la especulación, este parece ser el caso también de la inasequible Lonely Heart Bandits: la elección de los actores, y especialmente de su protagonista femenina, la bella actriz y modelo Dorothy Patrick, hace pensar que no se aleja mucho de los embellecedores estereotipos del cine negro, particularmente en lo referente a la femme fatale.
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lugar en el seno de la UE por la misma época en que se rodaba la película; posibilidad subrayada tanto por la traslación del relato al presente como por la indefinición espacial en que se ubica. En una dirección similarmente excluyente, por otro lado, apunta la elección de un actor italoamericano para un personaje de origen español en la primera versión, en tanto en cuanto ello subraya el carácter equivalente e indiscernible, a ojos de los nativos, de los cuerpos extranjeros y/o extraños (strange/r). Aquí nos interesa primordialmente, sin embargo, la película de Ripstein. Como todas sus obras, Profundo carmesí es de una complejidad conceptual y estética notable. En las páginas que siguen me centraré fundamentalmente en dos aspectos que la distinguen de las restantes versiones y que precisamente la hacen, en el contexto de este volumen, particularmente significativa: por un lado, el tratamiento del cuerpo; por otro, su filiación latina, en el sentido más amplio del término. En última instancia, creo que el segundo aspecto, el desplazamiento espacial a un territorio, un contexto, una cultura y unas tradiciones que Ripstein conoce muy bien, marca indeleblemente el primero, dotando así a la película de un espesor y una intensidad que están ausentes en las otras versiones, en cierto modo poseídas por el propio carácter grotesco y desconcertante del relato original. PROFUNDO CARMESÍ: la aceptación incondicional del cuerpo Como se ha apuntado ya, el tratamiento del cuerpo, particularmente el femenino, es muy distinto en cada una de las cuatro películas. Las de Kastle y Ripstein resaltan la gordura y escaso atractivo físico de la mujer, lo que no es obstáculo para que su pareja la ame y desee. Robinson la convierte en una belleza exuberante y sensual, que explica por sí misma la atracción de Raymond y despoja por tanto al relato original de buena parte de su mordiente. La de Du Welz, por último, opta por una suerte de término medio: la protagonista no es obesa ni desagradable físicamente, aunque tampoco particularmente atractiva. El protagonista masculino, por su parte, es en todas ellas delgado y atractivo, aunque solo en la versión de Ripstein y en la de Robinson lleva un peluquín que oculta sus lesiones físicas y psíquicas.
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Con todo, la versión mexicana es la única en la que el cuerpo se convierte en protagonista explícito de la película. No es solo que Ripstein cargue las tintas en el carácter desagradable del físico de la mujer, a cuya gordura añade el mal aliento y el olor corporal; o que haga hablar a sus personajes larga y abiertamente de sus respectivos “defectos”, como ellos mismos los perciben. Es que son esos mismos defectos los que, en última instancia, unen a ambos personajes: es la aceptación incondicional por parte de cada uno de las peculiaridades físicas del otro lo que los convierte en verdaderos “hermanos de sangre”. El cuerpo se convierte así en el elemento central de la película, aquel en torno al cual se articulan el amor, el deseo y la sexualidad, pero también el odio, la violencia y la muerte. El cuerpo humano —la fisicidad, la carnalidad, la sexualidad— ha tenido siempre en la filmografía del director mexicano un papel fundamental. Significativamente, su interés por esta historia surgió precisamente a partir de su encuentro con un cuerpo peculiar: Un día, mientras estábamos paseando por la playa, vimos una mujer muy gorda que nos trajo a la memoria a Martha Beck, la protagonista de la historia real, y esto hizo que se nos encendiera una bombilla. Volvimos a ver la película de Leonard Kastle y decidimos dar nuestra versión de aquellos hechos realmente acaecidos. (En Ciment 1997: 127)3
Sin embargo, frente a la versión original, en la que la gordura de Martha se asociaba en cierto modo a su maldad, convirtiéndola en una suerte de monstruo, Ripstein decide invertir el punto de vista. En su versión, será precisamente la deformidad física de sus protagonistas lo que demuestre su humanidad. Lógicamente, en el contexto imperante del culto al cuerpo perfecto, el reto consistía en narrar los hechos de manera fiel, pero logrando al mismo tiempo que el espectador comprendiese y empatizase con los personajes4. Para ello Ripstein decidió convertir sus peculiaridades físicas en 3
Ripstein afirma que le gusta mucho la película de Kastle (a quien, entre otros, dedica la suya), especialmente su intensidad a la Fritz Lang (Ibíd.: 135). 4 “La identificación aquí es más difícil, puesto que la protagonista es físicamente repulsiva. El espectador entonces se da cuenta de que preferiría morir a parecerse a ella. Una revista americana una vez hizo una encuesta para saber si las lectoras preferían engordar veinte kilos
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un aspecto que une indisolublemente a ambos personajes. Frente al rechazo que despiertan en los demás, e incluso ocasionalmente en ellos mismos, el mexicano enfatiza desde el primer encuentro la aceptación mutua, e incluso la exaltación, de sus respectivas “deformidades”. Coral Ya en su primera cita, Nicolás, antes incluso de enamorarse de Coral, resta importancia a su obesidad (“todas las fotos engañan”) y su apetito, que ella confiesa abiertamente (“Seguro dirá que el dulce no me conviene. Ahorita estoy pasadita de peso, pero es temporal. Soy floja. Pero cuando me decido, bajo de peso así no más. / Qué fortuna la suya, controlar así su cuerpo”). Tanto la de Coral como la de Nicolás serían actitudes a contracorriente en el México de la época, aunque quizá no tanto como hoy en día: un pequeño grado de sobrepeso podía ser considerado, según el canon de belleza de los años cincuenta en los que transcurre el filme, una muestra de belleza (“es llenita y puede afrontar la luz del día”, le dice una mujer); y a esa idea de exuberancia rubenesca, asociada positivamente a la salud, la sensualidad y el erotismo, se aferra ella misma en determinados momentos5. En otros, no obstante, su mirada coincide con la de la mayoría de la gente que la rodea, a la que repugna su gordura (su propia hija la llama “gorda asquerosa”) porque la asocia a la fealdad y la debilidad: “Ya me viste la cara de gorda. Es que ni en estos trances se me quita el hambre […] Nunca compartas tu comida con una gorda: ya casi me la acabo”, afirma ella misma en el calabozo. Esta incapacidad para contener su apetito —sus apetitos— la convierte, a ojos de la sociedad, en alguien dominado por sus instintos más
o ser atropelladas por un coche. ¡El 90 por ciento de las chicas escogió la segunda hipótesis!” (Garciadiego en Ciment 1997: 131). Ripstein cuenta que en la vida real, cuando los asesinos estaban en prisión, las mujeres odiaban a Martha por gorda y por haber matado a un niño, mientras que querían casarse con Raymon (Ibíd.: 128). 5 “A mí no me dan aires, soy sana” y “Las solteronas son entecas, recelosas” son algunas de sus afirmaciones en este sentido. Sobre el supuesto romance de su admirado Charles Boyer con Hedi Lamarr, opina: “Su verdadera mujer es una francesa mucho más bonita que Hedi, más carnal. Él es un hombre carnal. La Lamarr es chulita no más, sin sensualidad”.
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primarios y, por tanto, poco fiable. Foucault incluyó el régimen en su historia de la sexualidad, explicando cómo, desde su origen en la antigua Grecia, estaba vinculado a la salud y al equilibrio cuerpo-alma, y por tanto suponía una demostración de fuerza de voluntad, mesura y temperancia6. Dentro de esta misma lógica, la delgada y puritana Irene —una víctima de ambos con la que Nicolás llegará a casarse— representa la versión opuesta y por tanto “virtuosa”, puesto que el autodominio (la dieta) se asocia a la realización y perfeccionamiento espirituales, como señala Bordo7. Pero más allá de su gordura y del escaso atractivo de su rostro, Coral es presentada como una mujer físicamente desagradable por otra característica muy concreta: su mal olor corporal y su fétido aliento. La elección del olor como elemento caracterial es muy significativa, tanto más cuanto resulta irrepresentable en la pantalla. El olfato está considerado el sentido más primitivo de todos, vinculado a nuestro origen animal y a la sexualidad en tanto que mediador del instinto reproductivo, y su atrofia en el ser humano se considera parte del coste del proceso de hominización y humanización (Laporte 1998: 87-90). En consecuencia, el retroceso del olfato se ha asociado al menos desde Freud al desarrollo de la civilización (Freud 2001 [1930]: 55-56), si bien ya desde finales del siglo xvii el higienismo había condenado el olor, asociándolo a lo excrementicio y a la muerte: El mal olor, tanto si es de muerto como de la mierda, del cementerio o de la evacuación, es malsano en sí. Todo lo que en el orden de lo patológico no responde a una causa conocida, se encuentra atribuible de derecho y atribuido de hecho al mefitismo, palabra maestra de la higiene, o sea a las exhalaciones repugnantes que vician el aire y que, extendiéndose progresivamente como epidemias, producen la enfermedad y la muerte. (Laporte 1998: 83) 6
“[E]stá claro que la propia ‘dieta’, el régimen, es una categoría fundamental a cuyo través puede pensarse la conducta humana; caracteriza la forma en que se maneja la existencia y permite fijar un conjunto de reglas para la conducta: un modo de problematización del comportamiento, que se hace en función de una naturaleza que hay que preservar y a la que conviene conformarse. El régimen es todo un arte de vivir” (Foucault 1987: 94-95). 7 “Fasting, aimed at spiritual purification and domination of the flesh, was an important part of the repertoire of Christian practice in the Middle Ages. These forms of diet can be clearly viewed as instruments for the development of a ‘self ’ […] constructed as an arena in which the deepest possibilities for human excellence may be realized” (2003: 185).
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No es evidentemente casual que Coral trabaje en la morgue —donde maquilla cadáveres, entroncando así abiertamente con el concepto de lo siniestro elaborado por Freud a partir del cuento El arenero de Hoffmann (Freud 1979 [1919])— y que el formol que allí emplea sea la causa de su mal olor: con ello se subraya la asociación entre este y la muerte, ya sea la de su trabajo o la que ella misma va a sembrar8. Como la peste, palabra en la están presentes ambos significados, como un jinete del apocalipsis, como una epidemia, ambos amantes van a extender un manto de muerte a su alrededor. Pero estos crímenes son inseparables de su pasión y por lo tanto de la sexualidad, la cual también emana sus propios efluvios. El olor queda así asociado a la muerte y al sexo, dos formas claras de quiebra del orden social civilizado9; quiebra que, como veremos, desempeña un papel fundamental en la película. En esta misma línea, Bourdieu ha resaltado la importancia de la actitud corporal en el marco del habitus (2006: 190), mientras que Norbert Elias ha señalado cómo el proceso civilizatorio en la sociedad occidental está ligado, entre otros cambios de conducta, al refinamiento de los modales en la mesa y de los hábitos higiénicos y sexuales (1993: 99-254). Estos cambios se reflejan ejemplarmente, para Elias, en el ideal caballeresco. Resulta por tanto
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El trabajo de Coral no solo marca una clara distinción de clase, sino que también contribuye a su mencionada falta de “atractivo femenino”, estilo e higiene: “Working-class women were coded [desde finales del siglo xix] as inherently healthy, hardy and robust (whilst, also paradoxically as a source of infection and disease) against the physical frailty of middle-class women. They were also involved in forms of labour that prevented femininity from ever being a possibility. For working-class women femininity was never a given (as was sexuality) […] working-class women have often been associated with the lower unruly order of bodily functions such as that of expulsion and leakage (and reproduction) which signified lack of discipline and vulgarity” (Skeggs 1997: 99-100). Skeggs parte de un contexto marcado por diferencias étnicas (en concreto entre población blanca y negra) que tampoco son ajenas a la realidad mexicana, como demostrará la confrontación entre la española, ociosa y elegante Irene y la mexicana, trabajadora y repulsiva Coral. 9 “Los olores no podrían instalarse en la tríada higiene-orden-belleza constituyente de la civilización. Bajo la relación de la higiene y el orden, el olor es siempre sospechoso. Aunque fuera delicioso no se libraría de la sospecha de una suciedad oculta, disimulada a fuerza de perfumes, ni lo sería sino como un signo de algún vicio o libertinaje, índice de la lujuria” (Laporte 1998: 86). Paranaguá ha analizado la asociación de la higiene con la cultura de la modernidad en otra obra de Ripstein, Principio y fin (1998: 254-255).
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particularmente subversivo que Nicolás, que finge ser el prototipo de caballero español, acepte el mal olor de Coral como un elemento integral de su esencia femenina en términos erótico-culinario-religiosos: —Son los olores de mi cuerpo. —¿Y qué con oler a cuerpo? La mujer debe ir cocinada en su jugo, si disculpa mi franqueza. —¿Disculparlo? Solo un caballero puede hablar así. […] —Nunca se avergüence de su cuerpo: el cuerpo es el templo que Dios hizo para el amor.
El olor pasa así a dejar de tener las connotaciones negativas apuntadas antes para convertirse en un valor positivo, asociado a la sensualidad y al amor, y apuntando —en una clave a medio camino entre lo cómico, lo grotesco y lo canibalístico— al consumo erótico del cuerpo del otro, que efectivamente se consumará enseguida. Con su absoluta aceptación de la fisicidad del otro (“¡Eh, eh! No te metas eso en la boca. Uno tiene el sabor que tiene”, le dice a Coral cuando ella intenta quitarse el mal aliento), Nicolás está desafiando siglos de tradición higienista y señalando por el contrario el carácter intrínsecamente corpóreo, animal, natural, de nuestra condición. Amar a un ser humano pasa por aceptar su cuerpo sin remilgos. Nuestra humanidad corporal es inseparable de nuestra humanidad espiritual. Esta admiración por el cuerpo femenino, incluidas sus funciones fisiológicas, se asocia en la propia película con los mitos primigenios paganos, con un mundo primitivo en el que los fluidos vitales (esos que, en su versión física, ella debe limpiar en la morgue, subrayando así la continuidad indisoluble entre la vida y la muerte) emanan erotismo y fuerza creadora: “Nunca conocí a una mujer así, carne y aroma, carne y aroma solo para mí. Tienes el físico de una diosa antigua. Nunca te avergüences de él”. Se rechaza así abiertamente el refinamiento que en materia sexual, higiénica y alimentaria caracteriza el proceso civilizatorio, proponiendo a cambio una suerte de retorno a un estadio anterior, salvaje, en el que, como en las venus prehistóricas, el amor se vincula a una alimentación abundante, una corporeidad desacomplejada
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y una sexualidad desbordante10. Todo es excesivo en Coral, y aunque Nicolás la ame así, para la sociedad este exceso es una prueba de su monstruosidad11. Nicolás Nicolás, por su parte, posee un porte esbelto y un rostro agradable, y cultiva esmeradamente su imagen de galán. Es consciente de que su imagen —su aspecto físico, pero también sus modales, su lenguaje e incluso su acento fingido— es, en términos bourdianos, su “capital cultural”, el cual puede rentabilizar y convertir en capital económico si con él consigue seducir y engañar a las mujeres. No obstante, su impecable apariencia cuando actúa ante sus víctimas oculta lo que él entiende como una grave deformidad. Si en el caso del personaje femenino la monstruosidad toma la forma de exceso (de peso, de olor, de apetito), en el del personaje masculino toma la forma de carencia: concretamente, de pelo. La asociación entre el cabello (y el vello) y la virilidad es sobradamente conocida, y sin duda explica por qué Nicolás detesta su calvicie, que esconde bajo un peluquín. Este le sirve además para ocultar una segunda deformidad: una cicatriz en el cráneo causada por un golpe que le dejó migrañas y que quizá se encuentre en la raíz de su comportamiento. El peluquín oculta sus defectos, hasta el punto de que solo se considera plenamente humano cuando lo lleva: 10
Paranaguá interpreta brillantemente toda la película a partir de este aspecto: “Coral posee la clave de la vida y de la muerte, como las diosas prehistóricas, representadas con formas tan pronunciadas como las suyas. Nicolás a su lado es puro artilugio, puro artefacto, pura apariencia, mientras ella es esencia, presencia, experiencia del ciclo completo de la vida, desde el nacimiento hasta el último aliento. Como su nombre lo indica, Coral está en su elemento en el agua, a la vez espejo natural y placenta primitiva […]. Cuando Coral se desplaza, llueve. Maneja los líquidos y mejunjes como si fueran fluidos naturales, los prepara, mezcla e introduce en cuerpos ajenos (la inyección, el veneno). El baño fatal es para ella un ritual, asociado al sentimiento de maternidad, al bautizo, que la vuelve madrina, nodriza y figura materna de sustitución de la niña que tiene en sus manos. La imagen final no representa solo la fusión de los cuerpos de los dos amantes con sus propios reflejos. Simboliza también la inmersión de ambos en el líquido elemento, la entrega definitiva de Nicolás, la vuelta a la semilla” (Paranaguá 1998: 288). 11 Ella es consciente del carácter excesivo de su peso en un entorno social y económico regulado, como se pone de manifiesto cuando confiesa que sabe que él le ha quitado dinero: “Vi cuando me robabas. Será que te cobrabas mi gordura. El peso de mi sobrepeso”.
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¡Mi bisoñé! ¡Eras el único que traía! Ya no sirve. Está roto, como yo. Es un despojo. ¡Puta migraña, puta! Mi bisoñé de pelo natural… Es culpa del puto Dios, que me odia […] No puedo vivir sin él, lo necesito. ¡Soy un monstruo! ¡No me veas, no me veas, cierra los ojos! ¿No ves que soy un mico? Es mi secreto. Nadie sabe que soy deforme. Es mi secreto. Yo vivo de mi cara.
La pérdida del bisoñé (que Raymond Fernandez usaba realmente) supone la pérdida de la integridad y de la humanidad: sin él está roto, como un muñeco inanimado, pero también desnudo y feo, como un mono, como un ser prehumano. Ello, y no la vanidad, explica su iracunda respuesta, que le hace volcar su rabia —la única vez— sobre ella y criticar su físico: “No, no necesito tu lástima […] Te dieron celos, celos de gorda. ¡Por eso hiciste lo que hiciste! Y ahora tengo tu lástima, lástima de gorda. No necesito tu lástima, necesito mi peluca”12. Ella, sin embargo, acepta con cariño su “monstruosidad”, su “abyección de sí”, en términos de Kristeva (1989: 12). Aprovechando lo aprendido en la morgue, le arregla el bisoñé con su propio pelo, afirmando que con él se parece a Charles Boyer: “No va a haber mujer que se te resista. […] Tienes que gustar. Eres nuestro sustento, nuestro pan y mantequilla”. Este auténtico transplante, fruto del amor pese a disfrazarse de pragmatismo, sella la unión de los cuerpos de un modo a la vez real y simbólico. A partir de ese punto, no hay misterios entre ellos y su destino queda sellado. Significativamente, cuando más adelante ella se enfada con él al verle coquetear con una de las víctimas, le romperá el bisoñé a mordiscos, en una suerte de castración simbólica que abunda en el juego de referencias freudianas que entrevera su relación13. 12
Cuando la última de sus víctimas también le descubre sin bisoñé, él responde de nuevo de forma irracionalmente airada, insultándola y metiéndole la cabeza en un bidón de aceite. 13 Garciadiego se refiere explícitamente a esta “castración” en Ciment 1997: 133. Paranaguá desarrolla esta lectura psicoanalítica: “El fetichismo del bisoñé por parte de nuestro Don Juan anticipa una regresión a los confines del infantilismo, cuando se somete a la humillación de la madre severa, la madre capaz de castigar a los hijos, al punto de abandonarlos, de privarlos de su presencia y afecto. Sometido más que ella, madre soltera, a la ley del padre, Nicolás llama a la policía y luego le mendiga piedad. Su virilidad es postiza, artificial, una mera actitud, una representación, un mimetismo en relación a modas, costumbres y mitos (Charles Boyer). La feminidad, en cambio, adviene de un cuerpo desbordante, de la maternidad que brinda seguridad e iniciativa, a pesar de las fracturas íntimas” (1998: 287).
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EROS y THÁNATOS De manera más inequívoca y marcada que en las demás versiones, en la de Ripstein la relación entre ambos protagonistas, si bien comienza de manera forzada (ella descubre que él mató a su mujer inyectándole insulina y le chantajea con delatarlo), termina siendo fruto de la aceptación plena del otro, física y espiritualmente. Esta devoción por el cuerpo del otro, por aquello que repugna al común de los mortales (“Tú eres fino y elegante, y ella apesta. No puedo dormir, parece que trae un muerto en la boca”, le dice Irene a Nicolás), pone de relieve por un lado el amor de la pareja, su compromiso mutuo; pero también su humanidad, su preferencia por la verdad e integridad del cuerpo frente a las normas sociales. El corolario de esta aceptación no puede ser otro que la espiral de violencia contra la sociedad que impone dichas normas; espiral que a su vez retroalimenta el proceso. Así, el filme se encuentra punteado de frases como: “Somos cómplices, la misma carne, la misma sangre; ya nada puede rompernos, separarnos. Ven, coño, con el calor y tu ausencia la migraña ha vuelto”; “Cosas así lo ligan a uno para siempre”; “Somos cómplices eternos”; o “Nada ni nadie podrá separarnos”. Como el último plano pone de manifiesto, ambos están, simbólica y físicamente “unidos por la sangre y la muerte”14. Esta vinculación entre la pulsión erótica o de vida (eros) y la pulsión destructora o de muerte (thánatos), que Freud consideró en varios momentos de su producción teórica como dos mecanismos interrelacionados que regían la libido y por ende el comportamiento humano desde la infancia (Freud 1992 [1920] y 2001 [1930]), es un elemento recurrente en el cine de Ripstein15, pero en esta obra adquiere una relevancia especial. De hecho, esta asociación entre sexualidad y violencia fue ya puesta de relieve desde un primer momento, asociada fundamentalmente a la mujer, por los periodistas que abordaron el caso real de “The Lonely Hearts Killers”, quienes hablaron de la precocidad sexual de Martha Beck, de la violación 14
Coherentemente, la relación de Nicolás con las otras mujeres debe, al menos en teoría, prescindir de dicho vínculo carnal: “Nunca tocaré a una mujer. Son trabajo, sudor. Para seducirlas voy a usar palabras, labia; un beso acaso. Sexo, jamás. Nada que te duela. Te lo juro”. 15 Monterde, por ejemplo, ha señalado el “triunfo de la pulsión destructura (Thánatos) sobre la creadora (Eros)” en El lugar sin límites (1996: 48).
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que sufrió en su juventud, de sus desarreglos hormonales, y de que durante la menstruación tenía accesos de violencia (Ciment 1997: 128). Habida cuenta de la época en la que transcurrieron los crímenes, no sería disparatado leer este machista tratamiento informativo a la luz de las teorías que en torno al film noir han planteado algun@s de l@s pioner@s en los estudios fílmicos desde una perspectiva de género, desde Mulvey (1975) hasta Cowie (1993), pasando por Harvey (1978), Doane (1991) o Krutnik (1991). Tod@s ell@s han vinculado, si bien desde enfoques y posiciones no siempre concordantes, el tratamiento de la mujer en dicho género, y particularmente el de la llamada femme fatale, con el empoderamiento femenino durante la II Guerra Mundial y la inmediata posguerra, y por tanto con las visiones amenazantes de su sexualidad para el espectador masculino, la puesta en cuestión de la masculinidad tradicional, y los cambios en los roles familiares, entre otros aspectos. Esta consideración esencialmente negativa que la mujer tiene dentro del género —y que algunas revisiones recientes cuestionan (por ejemplo Grossman 2009)— se resumen en el estereotipo de la mujer que hace uso de su belleza y sexualidad para seducir al hombre y lograr que le proporcione lo que ella desea, generalmente placer, libertad o riqueza. Pero analizar el caso de Coral desde esta óptica es complicado, y no solo porque el innegable carácter noir del film se combine, como se verá más adelante, con otros géneros. Es cierto que en ella el deseo actúa como motor de su comportamiento, como lo es su querencia por la violencia y su desprecio por la moral convencional, todo lo cual la vincula con la femme fatale tradicional. Sin embargo, su físico está muy lejos de la belleza y sensualidad que las caracteriza, y su amor por Nicolás es verdadero y no mero interés. Más adelante volveré sobre esta compleja cuestión. De momento, baste con decir que Garciadiego y Ripstein han trascendido el determinismo biológico empleado por los periodistas para describir a la verdadera Martha Beck para construir un personaje de una gran complejidad psicológica, cuyas motivaciones no pueden resumirse en un desarreglo hormonal. Lo que la mueve es algo igualmente instintivo e irracional, pero infinitamente más profundo, complejo y conmovedor: el amor. Un amor que “[d]estruye y vive contra todo porque solo el otro es considerado objeto del propio amor” (Ripstein 1997: 147). La tesis de la película, como de tantas de sus autores, es que no podemos sustraernos a nuestro deseo de amar y ser amados; lo que Melini
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ha descrito como su visión “[d]el amor como enfermedad, drogadicción y pulsión psicopatogénica” (2002: 14). No es casual que la obra está dedicada, además de a Leonard Kastle, a los propios amantes. En palabras del propio Ripstein: “No eran unos asesinos convertidos en amantes. Era una pareja de amorosos que asesinaban” (1996: 66). Lo interesante es que esta mirada cuestiona la visión tradicional de la sexualidad femenina no ya del cine negro, sino, como recuerda Bordo, de buena parte de la cultura occidental: female hunger as sexuality is represented by Western Culture in mysoginist images permeated with terror and loathing rather than affection or admiration […]. Thus, women’s sexual appetites must be curtailed and controlled, because they threaten to deplete and consume the body and soul of the male. (2003: 117)
Y, lo que es aún más significativo, esta visión desprejuiciada de la sexualidad no se limita a Coral, sino que se extiende a muchos otros personajes femeninos, hasta el punto de que los protagonistas viven de explotar esa pulsión erótica ajena desatada. “Soy viuda, viuda de un verdadero hombre. Con Oswaldo me arrejunto, copulo. Soy su barragana”, dice una de sus víctimas. La lujuria domina a buena parte de las mujeres de la película, incluso a aquellas cuya vida está determinada por principios religiosos: “No puedo hacerte pecar, tú eres una mujer pura / ¡No! […], ya no quiero ser pura, ya no, ya no!”, lo apremia Irene: “deja que tu vino se derrame en mi cáliz; Cantar de los Cantares, verso 23 […] Soy tu carne, tu esposa; una sola alma, una sola carne”. En otra prueba de hasta qué punto ese principio del placer rige los destinos de la Humanidad, la película saca abiertamente a la luz el sustrato erótico que anida en determinados fundamentos del cristianismo, ya sea el sacramento de la comunión o la pulsión metafórica de las Escrituras. Abyección y subversión El carácter subversivo de esta posición es evidente, ya sea en términos estéticos, sociales, morales o religiosos. Como los dioses, ambos personajes se sienten por encima de las reglas comunes, y por tanto libres de disponer a su antojo de los demás. Ese desprecio por las normas, tanto en lo referente
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a sus propios cuerpos como al de los otros, es lo que los convierte, a ojos del resto, en seres repugnantes, abyectos: No es por lo tanto la ausencia de limpieza o de salud lo que vuelve abyecto, sino aquello que perturba una identidad, un sistema, un orden. Aquello que no respeta los límites, los lugares, las reglas. La complicidad, lo ambiguo, lo mixto. El traidor, el mentiroso, el criminal con la conciencia limpia, el violador desvergonzado, el asesino que pretende salvar… Todo crimen, porque señala la fragilidad de la ley, es abyecto, pero el crimen premeditado, la muerte solapada, la venganza hipócrita lo son aún más porque aumentan esta exhibición de la fragilidad legal. […] La abyección es inmoral, tenebrosa, amiga de rodeos, turbia: un terror que disimula, un odio que sonríe, una pasión por un cuerpo cuando lo comercia en lugar de abrazarlo, un deudor que estafa, un amigo que nos clava un puñal por la espalda… (Kristeva 1989: 11)16
Esa abyección, simbólicamente encarnada en sus cuerpos en unas deformidades que son una suerte de touch of evil, se refleja también de manera inequívoca tanto en su calidad de artistas del engaño (“el artista es quien ejerce su arte como un ‘negocio’. Su rostro más conocido, más evidente, es la corrupción. Es la figura socializada de lo abyecto”; Ibíd.: 25) como, sobre todo, en las transgresiones que cometen. Estas no solo desafían la ley, sino también ese aspecto medular del orden social que es la familia. Y lo hacen desmontando un mito, el del amor maternal, y violando un tabú, el del incesto. El tema de la maternidad, con un tratamiento igualmente desmitificador, aparece ya en las producciones anteriores de ambos autores: La mujer del puerto, Principio y fin y La reina de la noche. En esta, Coral abandona a sus hijos (“son como animalitos, los pobres”) para entregarse a su pasión por Nicolás, quien no obstante subraya el carácter intrínsecamente transgresor del acto femenino al recordarle sus obligaciones como madre (“los niños van después que tú”). Ella, confirmando su abyección, replica: “Te quedaste sin
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El carácter especialmente odioso de sus crímenes viene subrayado también por el bello título de la película, tomado de la referencia a los asesinatos de Macbeth en el famoso ensayo de Thomas de Quincey “On the Knocking at the Gate in Macbeth”: “All other murders look pale by the deep crimson of his” (1863: 194).
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motivos, me los quité de encima. Regalé a mis hijos, eso facilita todo. No soy buena madre, soy mejor amante, ¿no?”. Recordemos una vez más a Kristeva: “Lo abyecto es perverso ya que no abandona ni asume una interdicción, una regla o una ley, sino que la desvía, la descamina, la corrompe. Y se sirve de todo ello para denegarlos. Mata en nombre de la vida” (1989: 25). Esta abyección alcanza cotas insoportables al final de la película: cuando la última mujer seducida por Nicolás se queda embarazada, Coral primero le realiza un aborto, después intenta asesinarla con un anticoagulante, y finalmente la acuchilla delante de la hija de la víctima. Pese a prometer a la niña que no va a hacerle daño, la ahoga en la bañera, animada por Nicolás. Tras este brutal crimen, Coral recupera la conciencia perdida de su maternidad (Ciment 1997: 133) y con ello de su situación, llamando a continuación a la policía y poniendo fin a la orgía de sangre17. Con estos actos, que resaltan el papel de la madre como umbral de la vida mencionado por Kristeva (y no solo en el caso de la protagonista, también en el de su última víctima, embarazada), Coral se revela ante nuestros ojos como un monstruo, alguien ajeno a las normas básicas que nos confieren humanidad18. La abyección se manifiesta también en el tratamiento del incesto en la película. Aunque este no se produce realmente, sí tiene lugar a ojos del personaje de Irene, puesto que los criminales se han presentado ante ella como dos hermanos españoles. Cuando Coral irrumpe en el dormitorio de Nicolás e Irene con el fin de evitar que se consume el matrimonio, lo hace diciendo “mi carne sí es su carne” y tocándole el sexo, sin aclarar que no son hermanos. En la medida en que supone una norma primigenia, una suerte de primera ley humana que completa y corrige a la naturaleza al mantenernos alejados de potenciales inclinaciones naturales pero en última instancia dañinas, el tabú del incesto está considerado el origen mismo de la cultura y la 17
El carácter circular de los acontecimientos está subrayado por el hecho de que una de las primeras cosas que vemos hacer a la hija de Coral al comienzo de la película es tomar un baño. 18 Braidotti llega a plantear que la maternidad per se convierte a la mujer en un monstruo: “Woman as a sign of difference is monstrous. If we define the monster as a bidly entity that is anomalous and deviant vis-à-vis the norm, then we can argue that the female body shares with the monster the privilege of bringing out a unique blend of fascination and horror. This logic of attraction and repulsion is extremely significant; psychoanalytic theory takes it as the fundamental structure of the mechanism of desire” (Braidotti 1997: 65).
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civilización (Freud 2005 [1913] y 2001 [1930], Lévi-Strauss 1998 [1949]: 45-60). Su violación, siquiera fingida —quizá incluso con mayor motivo, en tanto que fingida—, debe entenderse pues como un claro desafío a la tradicional concepción sacrosanta de dichos principios fundacionales, civilización y cultura, y por ende como un retroceso a los estadios más primitivos de la humanidad, como resalta la asqueada respuesta de Irene (“¡Cerda, eso es incesto, no lo hacen ni los salvajes en África!”). A su vez, la respuesta de esta —arrodillarse y rezar con los brazos en cruz, presentándose como el cuerpo de Cristo expiatorio del nefando pecado ajeno: “perdónalos […] soy la víctima propiciatoria, el Cordero Pascual”— subraya abiertamente, al igual que las referencias a la “comunión” carnal entre Coral y Nicolás, el peso de la dimensión religiosa en este punto19. No es necesario señalar que la religión no solo ha sido la institución que de forma más evidente y continuada ha vehiculado y normativizado dicho tabú primigenio en todas las sociedades, sino también probablemente la que, en su variante católica, ha modelado en mayor medida la historia, la sociedad y la idiosincrasia mexicanas desde el comienzo de la Edad Moderna hasta nuestros días. Así las cosas, la abyección es el precio que los protagonistas están dispuestos a pagar por su amor. No es locura: es la consecuencia lógica del carácter irracional del amor. Como recuerda el propio Ripstein, Nada como el amor loco crea utopías… y las destruye. Nada como el amor loco rasga, rompe y desordena la casa del orden social. Nada es más irreverente, sacrílego, herético. Nada, por lo tanto, más humano. El amor loco, al igual que Prometeo, se enfrenta a Dios para, igual que Sísifo, consumirse a sí mismo; fracasar. Y en ese continuo fracasar, ir bordando su humanidad. (Ripstein 1996: 67)
Amor y abyección comparten así esta capacidad para desafiar el orden social, para violar todo orden: moral, social, religioso. Por eso eros y thánatos se retroalimentan, porque matar les permite vivir su pasión en absoluta libertad, incluso hasta la última muerte, la suya:
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Los propios nombres de los protagonistas simbolizan la distancia que los separa en este ámbito: mientras Irene es un nombre cristiano que significa “paz”, Coral, como se encarga de señalar otro personaje, ni siquiera está en el santoral.
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La muerte no es un acto gratuito, es el resultado natural, lógico y necesario de su trabazón amorosa. Su unión se alimenta de sangre. Y los asesinatos surgen y se suceden a pesar de Coral y Nicolás, casi como expresión biológica de su amor enloquecido y sin control. Necesitan demostrarse no que se aman a pesar de sus defectos, sino precisamente por ellos. Su amor se alimenta de sus miserias y las fecunda. Así, los asesinatos no los convierten en asesinos, sino que ratifican, confirman y fortalecen su condición de amantes. Cada asesinato los traba a uno contra el otro con más fuerza hasta el colapso final. No es el azar, sino la necesidad, la que los lleva al crimen. La necesidad del amor loco, el suyo. El crimen les es esencial, los define, los perfila. Es su destino. (Ibíd.)
Identidad y subversión Esta fascinación de los creadores por unos personajes abyectos y su consiguiente renuncia a condenarlos moralmente es una opción ética y estética que, como hemos visto, desafía abiertamente algunos de los valores fundamentales del orden instaurado por la modernidad occidental. De hecho, en su defensa del goce desmedido, demoníaco, lujurioso y violento de los que aman a los hombres con todas sus deformidades, frente al castigo recibido por los que aman a Dios, martirizan su carne y están obsesionados por la perfección y la pureza (aunque en realidad también estén consumidos por el deseo), puede rastrearse sin dificultad la huella de Nietzsche. En Profundo carmesí, la pasión irracional y el exceso dionisíaco se contraponen al orden legal y sentimental y a la belleza apolínea del modelo imperante, retomando así la dicotomía fundamental que para el filósofo alemán está en el origen mismo de la tragedia (2012 [1886]), género con el que la película entronca sin ambages. En este punto y en el contexto del presente volumen, la pregunta clave sería si esta redención de los cuerpos por vía del amor puede asociarse, siquiera parcialmente, al origen mexicano de sus autores y de la localización del relato. O, en otras palabras, si esta relectura de la corporalidad está vinculada específicamente a la cultura latina o hispana a la que se ha trasladado la película, y puede por tanto interpretarse como una defensa más o menos explícita de una mirada propia, asociada a un determinado espacio geográfico y cultural, sobre el cuerpo. E, incluso, si esta actitud en cierto modo
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“comprensiva” de los creadores hacia la abyección de sus personajes puede entenderse como una suerte de respuesta o crítica local al modelo civilizador impuesto a nivel global. No es fácil dar una contestación inequívoca a estas preguntas, pero creo que varios elementos apuntan a una respuesta positiva. Por ejemplo, el modo en que los creadores dialogan con las tradiciones y estereotipos habitualmente asociados a dicho espacio y a otros a él vinculados. Esto es particularmente evidente en las secuencias que involucran a Irene. Si en su primer encuentro se aborda directamente el choque entre el Viejo y el Nuevo Mundo, el catolicismo contrarreformista español y la Leyenda Negra20, en su asesinato con una Virgen de escayola pueden rastrearse huellas del misticismo y el arte barroco españoles, el esperpento valleinclanesco, el culto mexicano a la muerte o el cine de Buñuel. Son precisamente estas asociaciones con una determinada tradición cultural, artística, estética, moral y religiosa las que dotan de espesor a la secuencia, al poner de relieve que la concepción que los propios personajes tienen de los cuerpos, de la violencia y del sexo está mediada por todos esos elementos. Es una invitación, por tanto, a leer el crimen desde la “mexicanidad”, “hispanidad” o “latinidad” de su escenificación y representación. En otras palabras: somos más capaces de empatizar con Coral y con Nicolás que con otras “Marthas” y “Raymonds” porque Ripstein y Garciadiego nos hacen comprender que su comportamiento es fruto del amor, pero también de toda una cultura subyacente para la cual el cuerpo posee una dimensión sensual, espiritual y mística que va mucho más allá de la mera celebración superficial de la belleza, y que está ausente en las restantes versiones. “En España, el Quijote nos enseñó a ver a las Dulcineas con los ojos del alma, sin que importen los afeites”, afirma Nicolás tras conocer a Coral. Su aceptación de los cuerpos tal y como son, y por tanto su rechazo a las 20
Los protagonistas se han presentado ante ella como hermanos y misioneros: “[Irene] Vienen a hacer misiones en América Latina. / [Sra. Silberman] Pensé que ya era territorio cristiano… / [Nicolás] Pensó bien, y mal. Es la grey más fiel del Señor, pero las huestes de Lutero la amenazan. / [Coral] Llevamos comida, credo y esas cosas a los pobres del continente. / [Sra. Silberman] La vez anterior que sus paisanos vinieron a traer consuelo al continente, dejaron una sarta de indios muertos, pero conversos, claro. / [Nicolás] No, esa es la Leyenda Negra creada por Inglaterra para desacreditar a España”.
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convenciones sociales superficiales que exaltan determinados cuerpos y denigran otros, están íntimamente ligados a una determinada identidad hispana en su sentido más lato21. Al mismo tiempo, el traslado de la historia al ámbito identitario y cultural hispano permite a sus autores mostrar también su desconfianza —si no su rechazo— hacia el proyecto moderno en su variante más homogeneizadora. Si, como se ha señalado, la visión a contracorriente en la película de la alimentación, el peso, el olor y la higiene supone un cuestionamiento de determinados principios asociados a la modernidad y la civilización, esas referencias a un mundo hispánico premoderno —la conquista, el catolicismo ultramontano, la mística, el barroco22— pueden entenderse también como una alternativa al uniformador proyecto moderno occidental. Que todos estos aspectos fueran a su vez tan caros a Buñuel, inspiración de Ripstein y defensor él también de una modernidad otra, no hace sino confirmar esta tesis. En esta misma línea debe leerse el interés sostenido de Ripstein y Garciadiego por el tema del incesto, que no se limita ni mucho menos a este filme: la violación del tabú se insinúa también en Principio y fin, y es brutalmente explícita en La mujer del puerto. La dimensión subversiva de este tratamiento ha sido señalada por Noble en su análisis precisamente de esta última película, una de las varias adaptaciones mexicanas del relato homónimo de Maupassant, en la cual el “castigo” que los hermanos incestuosos reciben por su “pecado” —un hijo con síndrome de Down— es amorosamente aceptado por la pareja en uno de los “finales felices” más brutales de la historia del cine. Refiriéndose a la primera y muy distinta versión mexicana (Arcady Boytler/ Raphael J. Sevilla, 1933), que tiene el clásico final moralizante, Noble señala cómo, by rehearsing a narrative of incestuous desire, and punishing the consummation of that desire, La mujer del puerto denounces a category from which it wishes to distance itself —the savage, pre-modern. By meting out punishment on that 21
Recuérdese que Nicolás, aunque nació en España y se hace pasar por español, se crio en México. 22 Una concepción que se extiende a lo visual: Ripstein decidió utilizar una atmósfera recargada y una puesta en escena muy barroca como señas de identidad mexicanas (Ciment 1997: 132).
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which stands outside the order of civilisation, the film reinforces and supports a cinematic quest for access to the civilising horizon. (2005: 40)
Por contraste con esta visión civilizad(or)a predominante en el México de los años treinta, Noble afirma que la versión de Ripstein —por lo demás, una de las varias películas mexicanas de los años ochenta y noventa que tematizan el incesto, hasta el punto de que Noble considera que delatan “a national obsession” (26)23—, muestra a las claras un cambio de perspectiva con respecto a las virtudes de la modernización: on a symbolic level, the remake sets the scene to assail the myth of progress that the first film articulates. Such an interpretation works, to some extent, particularly when we take into account the discourses in circulation concerning civilisation that form the backdrop to the remake […] the ending, with its iconoclastic assault on that of the original, calls into question the very same narrative of progress that animated cultural, social and political debate at the time of the first film’s making. (44-45)
La renuncia de Coral y Nicolás en Profundo carmesí a explicar a Irene su verdadera relación, dejándola creer que realmente cometen incesto, debe entenderse en este mismo sentido de cuestionamiento de las bondades del proceso civilizador en su grado más básico, lo que Noble denomina “its presentation of modernity as a failed project” (47). Significativamente, este autor asocia dicha mirada con “[t]he return of the repressed in its emphasis on the base, the bodily and the low” (46), es decir, aquellas categorías —el cuerpo, lo abyecto— a la que nos hemos referido arriba24. Kristeva señala cómo, en la cultura judeocristiana, la prohibición del incesto y de otras “desviaciones’ sexuales (la homosexualidad, el adulterio, la 23
También en Alleluia se menciona que el protagonista masculino mantenía en su infancia relaciones incestuosas con su madre. 24 Noble afirma que esta posición de Ripstein resulta paradójica (“the ultimate ‘dismodern’ irony”) en la medida en que otros aspectos (menores) de su film y su propia posición como “auteur” de una obra que se mueve en sofisticados circuitos “art house” contradicen dicha crítica a la modernidad (45-47). El argumento me parece inconsistente: según esa lógica, es imposible cualquier tipo de crítica al proyecto moderno desde el cine, medio intrínsecamente moderno.
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zoofilia) no es de una índole esencialmente diversa a la de las leyes que en el Antiguo Testamento regulan la higiene y los hábitos alimenticios (por ejemplo, la prohibición de combinar determinados alimentos), precisamente los otros dos aspectos del orden social que los protagonistas del filme impugnan sin prejuicios. En todos los casos se trata de una aplicación estricta de la dicotomía pureza/impureza, con el fin de evitar la mezcla y la hibridación (Kristeva 1989: 121-150). El rechazo explícito a esta segregación basada en premisas de carácter moral, sexual, religioso o higiénico queda claramente de manifiesto al comienzo del filme, cuando la hija de Coral protesta cuando es conminada a meterse en la bañera con su hermano: “los niños y las niñas no se bañan juntos”; a lo que su madre responde: “En esta casa sí”. Quizá pueda por tanto leerse la simpatía de Ripstein y Garciadiego hacia aquellos que violan las tabúes, las convenciones y las leyes, como una crítica de las ideas mismas de orden y pureza asociadas tradicionalmente a la modernidad, y por ende como una reivindicación de la hibridación y la mezcla como vías propias, locales, tanto en la construcción física e imaginaria del continente latinoamericano como en su desarrollo y modernización. Vías que, por otro lado, llevan transitando y reivindicando infinidad de creadores y teóricos de aquel espacio geográfico desde 1492 hasta nuestros días, incluidas algunas propuestas prácticamente coetáneas a la película, como las tesis sobre la modernidad periférica de Sarlo (1988) o las de García Canclini en torno a las culturas híbridas (1990). Creo que el tratamiento en clave claramente irónica de las cuestiones identitarias en el filme invitan también a una lectura en esta línea de cuestionamiento de la pureza y el orden como valores sagrados. Es evidente, por ejemplo, que la limitada y al mismo tiempo performativamente exagerada españolidad de Nicolás promueve una visión paródica de los valores esencialistas asociados a determinados estereotipos nacionales e incluso regionales, especialmente cuando dialoga con la castellana Irene: “Se puede perder el acento, pero el corazón sigue y seguirá siendo español. / Eso no se pierde jamás. / Jamás. Uno nace con el Quijote dentro. / Y dentro se queda”. O cuando lo hace con una futura víctima cuya imagen de los españoles es puro cliché: “Si Oswaldo sabe que me escapé a ver a un tipo sevillano, gitano de pura cepa, se muere. Y me mata antes. / No soy gitano, soy español. De Huesca. Gente seria. / Casi igual, ¿no?”. Pero son muchos los momentos en los que
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el guion juega con los tópicos identitarios, ya sean nacionales, culturales o religiosos. Así, Coral sugiere a Nicolás que convenza a Irene de que deje a los supuestos hermanos dormir juntos con el argumento: “¿Y si le dices que así se usa en México, y olé y olé?”. En otra ocasión, Irene dice de una mujer que se define como “atea y anarquista, incrédula profesional” que “casi no se le nota” su judaísmo25. Y la visión del catolicismo que se da en la película, con Irene persignándose con tequila y casándose en un cementerio bajo el rito de emergencia, caricaturiza eficazmente el sincretismo mexicano. En todos los casos, el tratamiento exagerado —en ocasiones incluso grotesco— que se da a estos elementos identitarios apunta a un juego desmitificador con los estereotipos tradicionalmente asociados a los españoles (la galantería, el honor), los judíos (la inteligencia, la suspicacia) y los mexicanos (la religiosidad, la heterodoxia). Pero la subversión que se deriva del traslado de la acción a México no se limita a las grandes cuestiones asociadas a la civilización, el proyecto moderno o la identidad, sino que se extiende a otros aspectos en apariencia menores, pero enormemente significativos. Pondré tres ejemplos. El primero se refiere al desplazamiento genérico que se deriva del geográfico. Mientras que las otras versiones son thrillers más o menos puros, Profundo carmesí es un híbrido —nuevamente— de cine negro y melodrama, en la más honda tradición mexicana y buñuelesca26. A Ripstein le interesa el melodrama por su carácter fatalista, que en su opinión se encarna —nunca mejor dicho— en los cuerpos mismos de los protagonistas: [L]a reevaluación del melodrama a mí me parece importante porque determina la sangre y la carne de las personas con las que yo me topo cotidianamente. El melodrama es una especie de “destino manifiesto” nacional; el gusto por el melodrama es ancestral, prácticamente inevitable. (En Paranaguá 1996: 13; mis cursivas)
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Cabe señalar que Arturo Ripstein es judío, mientras que Paz Alicia Garciadiego es católica. 26 Durante su etapa mexicana, y precisamente en los años en que transcurre Profundo carmesí, Buñuel ensayó la fusión del género criminal y el drama o melodrama en obras capitales como Susana (Demonio y carne) (1950), El bruto (1952), Él (1953) o Ensayo de un crimen (1955).
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Este interés por “el lado oscuro del melodrama” (Ibíd.) se combina con uno no menor por el cine negro, asimismo “porque indaga en el lado oscuro de la naturaleza humana” (en Ciment 1997: 130)27. Ripstein no solo había realizado ya antes varios thrillers y películas en clave noir, como Cadena perpetua (1979), Rastro de muerte (1981) o El otro (1984), sino que él mismo ha confesado que fue su descubrimiento visual de la muerte violenta lo que le llevó a convertirse en cineasta28. En esta película, la fusión de ambos géneros le permite emplear todos los resortes del melodrama —el romanticismo exacerbado, la música nostálgica, los diálogos almibarados (“¿cómo pude vivir sin ti? / No vivías: esperabas”)— para enfatizar el amor que une a sus perturbados y perturbadores protagonistas, hijos evidentes del noir, y facilitar así la empatía del espectador. Dicha combinación se adereza aquí con guiños de carácter posmoderno. Ello es evidente por ejemplo en el empleo del humor. Para Ripstein el melodrama es una forma de comedia29, y en Profundo carmesí, la hipérbole, la ironía y el humor negro funcionan puntualmente como un filtro entre los espectadores y los personajes, facilitando así la digestión de unos contenidos objetivamente atroces. Similar efecto distanciamiento tiene la inclusión de referencias metafílmicas en el relato, como la obsesión de Coral por Charles Boyer: cuelga su retrato en la pared, se pinta sus iniciales en el pecho —inscribiéndole así eróticamente en su propio cuerpo— e incluso después de acostarse con Nicolás dice: “Fue como haber hecho el amor con Charles Boyer, igual, igualito”. La cita se hace explícita cuando él va al cine a ver Hold Back the Down (Mitchell Leisen, 1941)30, en la que Boyer encarna a un galán rumano-francés que para entrar en EE. UU. por la frontera mexicana 27
Cf. la referencia a Fritz Lang, que podría haber suscrito estas palabras, en la nota 3. Fueron las fotos de muertos y autopsias con las que entró en contacto durante sus estudios de Derecho las que le hicieron abandonarlos definitivamente y dedicarse al cine (García Taso 1996: 82). 29 “El melodrama es una forma de la comedia, indiscutiblemente. Una comedia sórdida, no muy risueña, pero comedia finalmente. Se hace plausible lo implausible; entonces ésa es una forma de la comedia” (en García Taso 1996: 86). 30 La película se conoce en castellano como Si no amaneciera, pero en el filme se traduce Una noche de amor por problemas de copyright (Ciment 1997: 135). La fijación de Martha Beck con Charles Boyer y la idea de que su pareja se parecía a él por sus orígenes españoles es real (Ciment 1997: 128). 28
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se casa con la inocente norteamericana Olivia de Havilland, solo para acabar enamorándose de ella. Tratándose de la segunda versión realizada sobre unos hechos reales, este juego extra- e intradiegético con la ficción no solo puede entenderse como un reconocimiento del papel capital de la misma, y específicamente del cine estadounidense, en la configuración del imaginario colectivo del público en fechas tan tempranas como los años cincuenta, como efectivamente era el caso, sino también como un modo de poner de relieve la distancia geográfica y temporal entre la versión de Ripstein y Garciadiego, por un lado, y los hechos originales o la película de Kastle, por otro, subrayando así la importancia de dicho desplazamiento y de las consecuencias derivadas del mismo que aquí se exponen31. Un segundo aspecto en el que se muestran los efectos potencialmente deconstructivos de la traslación a México del relato es en la relectura de los estereotipos de género (gender) asociados al género (genre) negro que ella permite. Antes se ha señalado cómo Coral no responde al canon de la femme fatale convencional. En última instancia, la razón tiene que ver precisamente con dicha traslación: como señala la propia guionista, “ella encarna perfectamente el papel de la mujer mejicana [sic], figura materna y dominante. El hombre finge ser el macho, pero es la mujer la que manda” (Ciment 1997: 134). El comportamiento activo y maquinador de Coral está así vinculado no ya solo a un modelo importado, sino también al sustrato cultural en el que vive el personaje; no puede sorprender, por tanto, que cuente con importantes precedentes en el cine mexicano32. Sin 31
En la misma línea, las secuencias en el garaje de Profundo carmesí remiten abiertamente a las dos versiones de El cartero siempre llama dos veces (Tay Garnett 1946, Bob Rafelson 1981). Paranaguá ha señalado este carácter de “representación dentro de la representación. Las referencias están ahí, citadas explícitamente: la radio, las novelas para señoritas, las cintas de Hollywood, los melodramas entonces vigentes, el universo del tango y el bolero. Postizos no son solo los pelos de Nicolás y las creencias de la viuda Gallardo, artificiales son también los sentimientos románticos que provocan las ilusiones de unas y los abusos de otros” (1998: 286-287). Estos guiños posmodernos se encuentran por lo demás también en Alleluia, donde los protagonistas leen a Simenon, imitan a Bogart —como hacía el Jean-Paul Belmondo de Al final de la escapada (Jean-Luc Godard, 1959)— y tienen un cartel de En un lugar solitario (Nicholas Ray, 1950). 32 Cf. el capítulo 5 “La Devoradora” del trabajo de Hershfield sobre los estereotipos femeninos en el cine mexicano (1996: 107-131).
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embargo, una vez más, los autores no se limitan a contraponer un modelo a otro, sino que someten el conjunto, en su contexto concreto, a un complejo proceso de deconstrucción. Así, el personaje masculino, que performa un papel de galán e irresistible seductor, posee rasgos tradicionalmente asociados al ámbito femenino, como una manifiesta sensibilidad y un inusual interés por el punto, actividad que le enseñó su madre contra el criterio de su padre: “Tardes de mujeres, gruñía mi padre. Quería que fuera un macho. Y quién me viera. Ahora vivo de las mujeres. ¡Todo un macho!”. El relato sugiere de nuevo una vinculación freudiana explícita entre un trauma infantil y su actual comportamiento de donjuán; por contraposición, a ella le corresponde el tradicional papel de macho celoso. Este intercambio de roles, simbólicamente reflejado en la escena en que él teje y ella hace el ovillo, resulta profundamente subversivo tanto desde el punto de vista del noir como de la sociedad mexicana tradicional33. El tercer y último aspecto en el que la mexicanidad del film coadyuva a su carácter subversivo es breve pero significativo, y se refiere a su final. En uno de los escasos momentos en que se sacrificó la fidelidad a la historia original y haciendo de la necesidad virtud, pues en México no había pena de muerte (Martini/Vidal 1997: 123), los autores decidieron aprovechar la llamada Ley de Fugas, que permite a la policía matar a un preso que huye, para cerrar la película. Viendo que no tienen sitio donde meter a los detenidos (“Aquí no hay celdas pa’ viejas. Las mujeres no delinquen”), la policía los hace alejarse para poder ejecutarlos “legalmente”. Más allá de lo que ello pueda decir del sistema legal mexicano, interesa aquí cómo este broche subraya hasta el paroxismo el romanticismo fatalista de la relación: él asume con alegría la llegada de la muerte, ella afirma: “Creo que es día más feliz de mi vida”. A los pocos pasos, los agentes les disparan por la espalda y ellos caen en un charco. Ella lleva el mismo vestido rojo ceñido que vestía cuando se conocieron; a él le han dejado ponerse el bisoñé. Sus cuerpos quedan tendidos, abandonados 33
Este tipo de cuestionamientos está lejos de ser excepcional en el cine de Ripstein. Refiriéndose a El lugar sin límites, De la Mora señala: “[…] Ripstein breaks with the ideological conventions of Mexican cinematic melodramas. He exposes, lingers, festers in the dark and disturbing underside of sacred icons, institutions, and sensibilities that are part of Mexican national identity: family, paternal and maternal representatives of authority and power” (2006: 107).
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en un charco de sangre, de color profundo carmesí: unidos los dos para la eternidad en su propio fluido vital, el mismo que les ha unido en vida. Si, como afirma Garciadiego, el verdadero amor romántico siempre está destinado a la muerte, nos encontramos ante un verdadero happy end (Ciment 1997: 134). La muerte aquí es un premio y no un castigo porque es el lugar en el que los seres imperfectos, sean calvos, gordas, asesinos o todo ello a la vez, pueden amarse sin los obstáculos, ilusorios o no, de una sociedad que los conduce a la permanente huida, acaso de ellos mismos. (Castells 2002: 8)
Conclusión En Profundo carmesí no hay cuerpos grotescos, como en The Honeymoon Killers; ni cuerpos bellos, como los de Lonely Hearts; ni cuerpos troceados, como en Alleluia. No hay sexo explícito, ni violencia y muerte en primerísimo plano, como sí en las restantes películas. El cuerpo, en la versión mexicana, no es sacrificado ni exhibido, no es torturado ni expuesto: es aceptado y redimido. Aceptado y redimido por la comprensión mutua y por el amor, que escapa a toda lógica y que tiene en el cuerpo, como dice Nicolás, su templo. Significativamente, el propio Ripstein empleaba la metáfora corporal para explicar, incluso antes de rodarla, la película: La historia de Fabre y Estrella aspira a ser una minuciosa anatomía que descubrirá puntualmente los mecanismos, trabas y detonantes que producen esa fuerza irracional e incontenible: el amor loco. Una anatomía que permite adentrarnos en los vericuetos de los sentimientos, dibujar sus matices, husmear sus entrañas, empaparnos en su hedor a carne humana. (Ripstein 1996: 67; mis cursivas)
Esta carnalidad, esta redención del cuerpo, no son en modo alguno ajenas, creo, al ámbito cultural al que Ripstein y Garciadiego pertenecen y trasladan el relato; como tampoco creo casual que haya sido precisamente otro mexicano, Octavio Paz, quien haya señalado, como se recoge en la cita que encabeza estas líneas, el papel socialmente subversivo del erotismo, el cual, en su versión más pura, natural y desenfrenada, se opone a toda moral, orden
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y control. La exaltación de esta fuerza destructora —como ocurre en Sade, a quien se refieren las palabras de Paz, pero también en Profundo Carmesí— implica por tanto un desafío abierto a nuestro orden social y nuestro sistema de valores. Reivindicar los cuerpos humillados y el disfrute del presente a costa de todo y de todos es, frente al dolor y la frustración generados por las visiones teleológicas —ya sea la felicidad siempre pospuesta del proyecto moderno, ya la salvación ultraterrena de la mirada religiosa—, una forma de celebrar orgullosamente nuestra intrínseca e ineluctable humanidad: En nadie como en ellos se condensa la tristeza diaria. La derrota del hombre… Y la derrota de Dios. Y en ellos —los humillados y ofendidos— se hunde suavemente, sin trabas ni prejuicios, el punzante estilete de la cámara. Son humanidad a flor de piel. (Ibíd.; mis cursivas)
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MIGRACIONES INMATERIALES, CUERPOS VIRTUALES Y BIOPOLÍTICAS DEL AFECTO: EL TECNO-NOIR EN SLEEP DEALER (2008) Geoffrey Kantaris St Catharine’s College, University of Cambridge
Es multitudinaria la invasión de los brazos provenientes de las zonas más pobres de cada país […]. Dentro de cada país se reproduce el sistema internacional de dominio que cada país padece. Eduardo Galeano (1940-2015) Las venas abiertas de América Latina1 Nous ne savons pas de quoi le corps est capable (Spinoza). Fondement des besoins et du désir comme des représentations et concepts, sujet et objet philosophiques, et plus et mieux, base de toute praxis et de toute reproduction. Henri Lefebvre La survie du capitalisme2
El noir clásico ha tenido siempre una biopolítica “oscura”. Con esto quiere decir que el noir crea un imaginario que alberga una tensión contradictoria entre el miedo generado por el protagonismo del cuerpo en la interrupción de los circuitos establecidos del poder y del control, y la investidura libidinal que produce precisamente tal interrupción, ya sea a través del crimen (la agencia viciada y fantasmal del cadáver) o a través del “exceso” fantaseado que produce la sexualidad (femenina). Esta contradicción es biopolítica en la medida en que exige la restitución del perturbado orden social o patriarcal —la bios de familia, polis y Estado— a manos de la policía. Por otro lado resulta biopolítica también en la medida en que la propia bios puede haber sido profundamente trastocada en este imaginario —por la proliferación de la 1 2
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Galeano 2004 [1970]: 321, 323. Henri Lefebvre (1973): 124.
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corrupción, del libertinaje y de los flujos de dinero— sin restitución posible. Queda por decidir si el noir —o sus herederos: la película de conspiraciones, el suspenso (thriller) y el tecno-noir— puede tener efectos políticos (y no solo biopolíticos), pues ello dependería de su capacidad de romper con los mecanismos de la disciplina y la subjetivación, el aparato de complicidades y resistencias, que proporcionan al noir su color y al suspenso su afecto. En este ensayo analizaré uno de estos herederos del género noir —el tecno-noir— a través de una película de ciencia ficción distópica llamada Sleep Dealer (2008), escrita y dirigida por un ciudadano estadounidense, Alex Rivera, pero rodada en español en Tijuana, Ciudad de México y Querétaro. Está ambientada en los dos extremos de México, Oaxaca en el sur y Tijuana en el norte, ciudad que en el futuro distópico de la película es “la ciudad fronteriza más grande del mundo”. En consonancia con su temática, pues, la película es una producción totalmente híbrida, correspondiendo a un terreno geopolítico de migraciones y cruces de fronteras, tanto reales como electrónicos o virtuales. No olvidemos que la estética noir también es una constelación de hibridaciones, puesto que este género del cine estadounidense de los años cuarenta y cincuenta fue bautizado con un nombre francés por críticos europeos; posteriormente pasó a la cultura mexicana impulsado por la fascinación del cine mexicano de la llamada Edad de Oro por la figura hollywoodense de la femme fatale, y también a través de la descodificación —en el sentido deleuziano— que hace un emigrado español, Luis Buñuel, de tales figuras, y del género en sí, en películas como El bruto (1953) y especialmente Ensayo de un crimen (1955), ambas rodadas en México3. Es evidente que, en las postrimerías del neo-noir de los setenta y ochenta, y a la vista de la transformación y ramificación del noir en los subgéneros de las películas de conspiraciones y la ciencia ficción distópica, tal como explica Fredric Jameson en su libro The Geopolitical Aesthetic (1992), sería ingenuo por mi parte aseverar sin ambages que Sleep Dealer es una película noir. Es 3
Empleo el término “descodificar” en el sentido que le dan Deleuze y Guattari de liberación del proceso codificador (passim en Anti-Oedipe, 2002 [1972]), lo cual tiende a liberar el código mismo en forma de “ángel exterminador”. Esto, más que una simple sátira del cine mexicano de la Edad de Oro, es lo que intentan llevar a cabo las películas de Buñuel en sus momentos más perturbadores. En México, Arturo Ripstein es el heredero más obvio de este aspecto de la obra de Buñuel.
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una película de ciencia ficción distópica que necesariamente cita una tradición neo-noir que va desde Chinatown (1974), pasando por Blade Runner (1982), hasta Strange Days (1995). Por eso me referiré aquí a los tropos o rasgos noir en la película, porque estos rasgos son los que sobreviven a la traducción genérica y se infiltran, como un virus, en otros espacios, géneros y cuerpos. Creo que esta mirada de soslayo a la manera en que los tropos noir atraviesan las fronteras y se transforman en algo más que la suma de sus partes, puede ser una forma productiva de ofrecer una alegoría de la extraña capacidad que tiene este género de ofrecernos una biopolítica del presente, aun cuando el presente se disuelva cada vez más en mundos virtuales de una complejidad enorme y creciente. Las funciones (bio)políticas del NOIR (latinoamericano) Evidentemente, el noir es un género fílmico importado en América Latina. Además del desplazamiento temporal que hace que toda película neonoir se presente bajo la forma de una cita, el desplazamiento geográfico añade otra capa de distanciamiento, otras comillas, en torno a sus elementos genéricos. En este sentido el noir posee similitudes con la ciencia ficción en América Latina, género que tiene un parentesco cercano con el noir en la medida en que evoca un futuro oscuro o distópico en el cual los conflictos políticos del presente, o los conflictos no resueltos del pasado, se intensifican y entremezclan a menudo con relaciones sexuales perturbadoras. Ejemplos claros en el cine latinoamericano de una estética moderna que cita al noir clásico serían: Soplo de vida (1999) y La sangre y la lluvia (2009) en Colombia; La sonámbula (1998) y Carancho (2010) en la Argentina; y Amnesia (1994) y Post Mortem (2010) en Chile. El cine mexicano más reciente es, sin embargo, un caso curioso. Aun con candidatos obvios como Profundo carmesí (1996) de Ripstein, que se presenta como un remake de la película noir-vérité The Honeymoon Killers (1970)4, o con películas urbanas distópicas tales como Cronos (1993), El callejón de los milagros (1994), o más recientemente Somos lo que hay (2010) —película que según su director, Jorge Grau, homenajea
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Cf. el texto de Daniel A. Verdú Schumann en este mismo volumen.
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a Cronos—, parece que el cine mexicano prefiere recurrir antes al género de terror —donde la sexualidad vampírica o canibalesca tiende a darse de forma más bien literal que figurativa— que a los rasgos pseudo-noir para dar cuenta de un orden social perturbador y distópico. Sin embargo, ¿podemos identificar alguna función propiamente política en estas traducciones latinoamericanas de los tropos noir, o sea, la apertura de alguna brecha en el caso mexicano en ese aparato tecnológico de producción de la subjetividad moderna que es el cine? Como es bien sabido, el cine hollywoodense de la posguerra tiende a expresar en la estética noir las ansiedades provocadas por el gansterismo resultante de la ley seca, por un lado, y, por el otro, el trastrocamiento en las relaciones de poder entre los géneros debido al surgimiento lento pero inexorable de una mano de obra femenina y a la creciente independencia y autonomía sexual de las mujeres. Las películas de este período corresponden a, y proyectan, percepciones y miedos provocados por la creciente inseguridad urbana, y movilizan una imaginería de sexualidad depredadora que altera la “captura” y reproducción patriarcal de la femineidad. No es de sorprender que el uso que hace el cine mexicano de estos tropos genéricos tienda a enfocarse fundamentalmente en los conflictos causados por la sexualidad femenina y en los pecados de la vida urbana representada por las mujeres “que se levantan tarde”, y que acostumbre a hibridarlos con toda una gama de fórmulas genéricas. Además del noir contemporáneo proveniente de Hollywood, esto se evidencia en el cine de arrabal y las películas cabareteras o de prostitución que combinan el melodrama nacionalista, el cine musical, el policiaco, el gansterismo y un neorrealismo estilizado y voyeurista (de hecho, más cercano a la picaresca española que al modelo italiano). Las complejas parodias que hace Buñuel en los años cincuenta de estos formatos genéricos híbridos, en particular del cine de arrabal en El bruto, y del género negro en Ensayo de un crimen, nos permiten ver hasta qué punto las corrientes que captura el cine mexicano de los cuarenta dan cuenta de las contradicciones inherentes a la producción de la subjetividad moderna y urbana. Es importante enfatizar que se trata de un proceso de “mediación”, porque el cine mexicano de este período no “expresa” la axiomática de la modernidad urbana capitalista de una manera ingenuamente representacional: más bien, es de por sí, tal axiomática, porque la maquinaria del cine mexicano
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de la Edad de Oro somete todos los usos y costumbres que los nuevos migrantes urbanos de la capital iban a “aprender” al cine, en palabras de Carlos Monsiváis (cit. en Martín Barbero 1987: 180), a una lógica del espectáculo en tanto mercancía, y así al axioma central de la modernidad capitalista: el de la equivalencia cuantitativa y el intercambio de mercancías. Usando la terminología deleuziana, podríamos decir que el cine llega a ser la cara misma de la modernidad tecnológica para las clases obreras de la Edad de Oro, una máquina desterritorializante de afectos y deseos, al transformar cuerpos y pasiones en objetos de consumo y al conectar los flujos de migrantes urbanos a los flujos transnacionales de imágenes, modas y deseos provenientes de Hollywood. Así pues, no es suficiente entender el cine de la Edad de Oro como dispositivo biopolítico o como aparato ideológico del Estado, a pesar de que los gobiernos de Manuel Ávila Camacho y Miguel Alemán Valdés se valieron del cine como instrumento para la construcción de hegemonía durante la modernización rápida del campesinado y la formación de un proletariado industrial. El modelo de interpelación al que recurren, implícita o explícitamente, muchos estudiosos del cine mexicano, tiende a equiparar una de las funciones del cine a la de una institución disciplinaria tal como la escuela, la policía y la pedagogía “letrada”, ignorando el exceso afectivo que se encuentra en el cine popular, el cual tiene efectos marcadamente indisciplinarios, supera su “captura” en el género convencional del melodrama, y descompone las estructuras pseudo-edípicas que definen la relación Estado-familia (lo cual resultaba muy atractivo para el Buñuel surrealista). El cine de este período quizás se entienda mejor como una labor afectiva: por un lado, convierte los afectos en mercancía para la venta y, por el otro, provoca, inexorablemente, una avalancha de nuevos deseos, costumbres y hábitos, formando una cultura de consumo basada en la imagen, el espectáculo y la moda5. Sin embargo, a pesar de este análisis de los rastros del cine negro y sus traducciones híbridas en México, hay que admitir que Sleep Dealer, como película hecha en México por un director estadounidense de origen latinoamericano, no se vincula conscientemente con esta historia cinematográfica mexicana. Sus influencias vienen más directamente de fuentes estadounidenses, y el director mismo hace mención en su comentario de Strange Days, 5
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Para un análisis de El bruto y Ensayo de un crimen en estos términos, vid. Kantaris 2013.
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The Final Cut (2004), Minority Report (2002) y, claro está, Blade Runner. Sin embargo, no cita una de las fuentes neo-noir más obvias, Chinatown de Roman Polanski. Miremos brevemente los puntos de coincidencia entre esta película y Sleep Dealer para rastrear algunas de las transformaciones de los tropos noir y su potencial político, es decir, la capacidad que tienen estos rasgos, a través de sus mutaciones, de captar las contradicciones producidas por las transformaciones en los sistemas sociales de poder y control. Chinatown está armada en forma de una serie de tramas concéntricas en las que cada decepción o conspiración desvela ominosamente otra conspiración más grande todavía. El detective, Jake, descubre estos complots al azar, cuando un simple trabajo de infidelidad matrimonial conduce a una intriga de difamación política, que conduce a un asesinato, que conduce al descubrimiento de que alguien está robando agua en cantidades masivas, que conduce a una intriga de incesto edípico, que nos lleva a una conspiración para devaluar la tierra agrícola, que conduce a la especulación fraudulenta con los futuros agrícolas, y así sucesivamente, posiblemente ad infinitum. El fraude económico central es una enorme conspiración para devaluar la tierra alrededor de Los Ángeles a través del robo masivo de agua potable, que se desvía hacia el océano con el fin de crear una sequía artificial. En algún momento de la película, el sórdido hombre de negocios millonario Noah Cross, quien más tarde resulta ser el protagonista central de la conspiración, le dice al desventurado detective: “you may think you know what you’re dealing with, but believe me you don’t”. La conclusión que saca Fredric Jameson de su estudio de las películas de conspiraciones —aunque curiosamente no analiza Chinatown— es que ya en los años setenta, a veinte años del noir clásico, las fantasías políticas representadas en este subgénero han ampliado radicalmente su campo de referencia. En The Big Sleep (1946), por ejemplo, película que se amplía y se parodia en Ensayo de un crimen, el trastornado orden social, económico y libidinal es reinstaurado por la intervención de la policía y del juez, quienes actúan, evidentemente, como agentes de un orden moral. En Chinatown, las conspiraciones se propagan y se extienden infinitamente, haciéndonos sospechar que lindan con los límites de la burbuja expansiva del propio sistema capitalista. Al final de la película, justo antes de que un policía le dispare deliberadamente, atravesándole un ojo, mientras intenta escapar a México —país que se representa como un espacio más allá del alcance de las redes financieras
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corruptas del capitalismo estadounidenses y sus agentes legales—, Evelyn le grita al detective, quien anda siempre despistado y sin entender el desenlace de los acontecimientos, que sería una locura dejar que la policía se encargue de la situación, porque su padre millonario “owns the police”. Tales películas, como señala Jameson, intentan comunicar, a través de los agujeros negros del trastornado raciocinio del detective, una figura alegórica de la totalidad irrepresentable e inimaginable del propio sistema financiero global (1992: 5, 9). Sleep Dealer también tiene que ver con una vasta conspiración para encerrar y privatizar el recurso natural que quizás mejor simboliza la idea del bien común: el agua. La película empieza en Oaxaca, al sur de México, donde una corporación militar-industrial estadounidense ha construido represas en los ríos principales para poder monopolizar las fuentes de agua, provocando una sequía que destruye el valor y el futuro de la tierra de los campesinos. En una secuencia al principio de la película, el protagonista Memo Cruz y su padre visitan una represa en busca de una cantidad irrisoria de agua para el uso de su familia. Al acercarse al perímetro protegido por una cerca alambrada de alta seguridad, una voz en inglés y español emerge de una caja de metal montada en el alambrado que exhibe una protrusión en forma de ametralladora automática y una cámara ojo de pez: “Alright, don’t make any sudden moves / Quietos, no se muevan”. El padre de Memo pide 35 litros de agua, y la caja contesta, “That’s 85 dollars… The price went up / El precio subió, desde hoy”. Él mete unos billetes de diez y veinte dólares en la ranura de un panel en la puerta de alambre, con lo cual la caja responde: “Hey, thanks for your business / Gracias por su preferencia”, y la puerta se abre de golpe. Memo y su padre proceden a llenar sus costales de agua de la represa, vigilada por unos guardias de seguridad armados hasta los dientes, por drones aéreos, y por otros postes con ametralladoras automáticas. Aquí vemos la interacción entre las redes virtuales de control y la subyugación del entorno humano y físico, lo que Alfred Sohn-Rethel (1980: 32ss) llama “la abstracción-intercambio” (Tauschabstraktion). Aquí la monopolización de los recursos y la apropiación del trabajo manual son los cimientos de vastos sistemas de abstracción intelectual y social, capaces de extinguir las categorías mismas del tiempo y del espacio, porque, en palabras de SohnRethel, “[l]a forma de la mercancía es abstracta y la abstracción domina en todo su ámbito” (27). La acaparación y comercialización del bien común
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produce una propagación de las formas de abstracción, allanando el espacio, la temporalidad y la genealogía. Más tarde, al ocuparse de su milpa, Memo le pregunta a su padre: “Oye, pa, una pregunta: ¿por qué seguimos aquí?” La intuición paradójica que se nota en la respuesta del padre —“¿quieres que nuestro futuro pertenezca al pasado?”— nos da una imagen bastante precisa de la manera en que el intercambio de mercancías es capaz de allanar la temporalidad humana, el pasado y el futuro, de la misma manera que en Chinatown se destruye la propia genealogía humana cuando Evelyn le revela al detective que Katherine es tanto su hija como su hermana. Sin querer, Memo rompe también esta genealogía como resultado de sus inocentes actividades como hacker y radioaficionado. Habiendo construido una antena direccional en el techo de la choza de su familia, pasa sus noches espiando las conversaciones de los teletrabajadores en las redes sociales globales, así como entre los lejanos pilotos de dron que participan en los ataques aéreos a las bandas globales de “acuaterroristas”. Su intercepción involuntaria de una red corporativa-militar de drones provoca una calamidad, puesto que es interpretada como un acto de espionaje terrorista, lo cual desencadena un ataque sobre la casa de la familia. Memo y su hermano están en la casa de un vecino mirando un programa de televisión llamado Drones!, que muestra una transmisión en vivo, en formato de videojuego, de las hazañas de los pilotos de dron “blowing the hell out of the bad guys”. Al identificar su propia casucha como meta del próximo bombardeo, los hermanos corren para intentar salvar a su padre, que se encuentra en la casa, pero llegan demasiado tarde. En la pantalla vemos un dron futurista, con cámaras aéreas, que bombardea y destruye la casa familiar6, pero Rivera también emplea secuencias grabadas en video de los bombardeos reales que realizaron drones estadounidenses durante las guerras de Afganistán e Iraq. Tras haber causado la destrucción de la casa familiar y de la fuente de subsistencia de la familia, Memo se siente culpable y se ve obligado a emprender viaje a Tijuana para buscar trabajo en las “infomaquilas”, también llamadas “sleep dealers”, para obtener dinero con el que cubrir las necesidades de su familia desamparada.
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Rivera comenta que para la película destruyeron de verdad, con su permiso, la casa de un campesino, y la volvieron a construir después.
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Como se habrá notado, el director de Sleep Dealer es un admirador del libro de Paul Virilio Guerra y cine (1984), tal como nos explica en el comentario que acompaña al DVD. Como crítico puede ser aleccionador descubrir que el objeto que íbamos a analizar resulta ser una alegoría generada a partir de los mismos instrumentos teóricos que hubiéramos querido usar para descodificarlo, o cuando la película misma hace referencia a estos instrumentos, como cuando vemos que Neo, al principio de The Matrix (dir. Wachowsky, 1999), está leyendo Simulacra and Simulation (1994 [1981]) de Baudrillard. Esto parece indicar que no podemos escapar tan fácilmente de la Matrix: ninguna sublimación de la ficción en razón especulativa, ninguna Aufhebung, nos ayudará a salir de la sala de espejos donde la realidad se refleja en la virtualidad y viceversa. Uno de los desplazamientos producidos por tal procedimiento es que el sistema teórico mismo se convierte en un efecto de los procesos más amplios que operan a través de la película, lo cual quiere decir que ya no puede ser una mera descripción de estos procesos, sino parte intrínseca de la red de abstracciones en la cual está enmarañada la película entera. Como veremos, Sleep Dealer señala explícitamente su propia complicidad, como tecnología intelectual y afectiva, con la implosión vertiginosa de la abstracción y la virtualidad en la realidad material y corporal del mundo que representa. Lo hará al situar una analogía de la narración fílmica en el centro mismo de las redes biopolíticas que se propagan por su universo intradiegético. Redes biosociales, trabajo inmaterial y la FEMME FATALE Rumbo a Tijuana, Memo conoce a Luz Martínez, exestudiante de la carrera de “biomedios” y ahora escritora proveniente de la Ciudad de México, quien sube al bus donde él viaja. Memo se fija en los enchufes o nodos que ella tiene implantados en los brazos y le pregunta dónde los consiguió. Son necesarios para el teletrabajo que quiere hacer en las infomaquilas, porque los nodos hacen interfaz directa entre el sistema nervioso de los llamados cybraceros y un sistema de computadores que operan máquinas a control remoto, como los robots de construcción, al otro lado de la frontera en los Estados Unidos. En el futuro distópico de la película se ha cerrado completamente
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la frontera hacia el norte para los inmigrantes, pero como las economías desarrolladas todavía necesitan la mano de obra, se ha desarrollado un sistema para proveerla de manera virtual. Más tarde le ofrecerán a Memo trabajo de taxista en Londres, de recogedor de frutas en Florida, o de construcción en San Diego. Luz le explica que tendrá que encontrar y pagar a un coyotek para que le instale los nodos y le busque un trabajo con los “sleep dealers”, y le dice dónde puede encontrar uno en los callejones de Tijuana.
Imagen 1: Luz compone una “memoria” sobre Memo: “escritura” bioafectiva en Sleep Dealer
Luz dice que su profesión es escritora, pero para contar sus historias tiene que hacer interfaz corporal directamente con una red social enorme llamada “TruNode”, con el fin de autenticar biológicamente la realidad de sus experiencias y grabar sus reacciones somáticas y estado afectivo mientras experimenta las aventuras que está contando. TruNode se parece a nuestras redes sociales de hoy en día, pero la tecnología de los nodos permite a los usuarios compartir emociones y sentimientos en forma de engramas somáticos que incluyen el estado afectivo de la persona, el cual se verifica a través de una interfaz tecnológica entre la red y el sistema nervioso del propio cuerpo. Ya en su apartamento en Tijuana, Luz empieza a componer una nueva historia, o “memoria”, basada en su encuentro con Memo, y le da el título de “Un
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migrante de Santa Ana del Río”. Mientras dicta la historia, se activan los engramas visuales que se proyectan en una pantalla totalmente transparente (imagen 1) como una serie de grabaciones de video donde el campo visual está envuelto en una nube borrosa de hechos ocurridos al borde mismo de la consciencia. Luz intenta esconder su creciente atracción hacia Memo, pero el software inteligente detecta inmediatamente una inautenticidad en su narración e interrumpe la historia, exigiendo: “por favor, di la verdad”. De hecho, cuanto más impersonales e incorpóreas se vuelven nuestras relaciones interpersonales y conexiones con la red, más necesitamos compensar la ausencia de contacto directo, buscando toda manera de reinsertar en esas redes virtuales la cosa misma que se ha desvanecido: el propio cuerpo, o, más precisamente, su materialidad. Esto explica el fenómeno contemporáneo del uso de las redes sociales para transmitir fotografías o videos explícitos de las partes íntimas del cuerpo: más allá de cualquier interés sexual obvio, este extraño impulso sería un intento de devolver la materialidad al cuerpo en el acto mismo de su desmaterialización. En el futuro distópico (o, cada vez más, en el presente paralelo) de esta película, el intento de garantizar la verdad y la autenticidad a través de lo afectivo es la otra cara de la moneda de la plena comercialización del afecto, y también de esta “inmaterialidad” que, según Antonio Negri, es característica del trabajo en la época posfordista (2008: 20), que Michael Hardt ha llamado “trabajo afectivo” (“affective labor”, 1999). Esto se puede entender como el pleno desarrollo tecnológico de lo que Karl Marx, al referirse a una etapa anterior de la producción industrial, denomina el “general intellect” (intelecto colectivo, en inglés en el original): [Las máquinas, locomotoras, ferrocarriles, telégrafos eléctricos, hiladoras automáticas, etc.] son órganos del cerebro humano creados por la mano humana; fuerza objetivada del conocimiento. El desarrollo del capital fixe [sic] revela hasta qué punto el conocimiento o knowledge [sic] social general se ha convertido en fuerza productiva inmediata, y, por lo tanto, hasta qué punto las condiciones del proceso de la vida social misma han entrado bajo los controles del general intellect y remodeladas conforme al mismo. Hasta qué punto las fuerzas productivas sociales son producidas no sólo en la forma del conocimiento, sino como órganos inmediatos de la práctica social, del proceso vital real. (Marx 2007 [1858]: 2:229-30)
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Las extensiones tecnológicas del cuerpo —que en esta película se representan literalmente en forma de nodos instalados en los brazos y la espalda, y conectados desde ahí directamente al sistema nervioso— hacen posible que las fuerzas productivas sociales se vuelvan “órganos inmediatos” del “proceso vital real” en una intensificación del modo de producción previsto por Marx. El término “biomedios”, empleado en la película, capta perfectamente esta fusión entre los procesos orgánicos y las fuerzas productivas. El préstamo estudiantil que tiene Luz con el Instituto de Biomedios está severamente atrasado, y para cumplir con sus obligaciones se ve obligada a vender “memorias” de sus experiencias culturales, de sus amistades y de sus sentimientos íntimos, haciendo caso omiso de las normas éticas, que rigen sobre todo en el caso de experiencias ajenas. De esta manera, los medios sociales se han transformado completamente en mercados para el intercambio de mercancías inmateriales, y se presentan como “órganos inmediatos” del cuerpo que, con ayuda de la tecnología, parecen convertir el trabajo inmaterial en una extensión directa del sistema nervioso del cuerpo humano, pero que también convierten al cuerpo y su “proceso vital” en un nodo al servicio del “mercado de memorias número uno del mundo”. Esto se aplica igualmente a los que, tal como Luz, se ven obligados a emprender formas inmateriales y afectivas del trabajo, y a los que ejercen una labor física a través de una interfaz cibernética, como será el caso de Memo. Al llegar a Tijuana, Memo se dirige hacia un callejón central iluminado por una estrella roja de neón, lugar donde Luz le había dicho que podría encontrar un coyotek para instalarse los nodos a un precio barato. Refiriéndose a esta secuencia oscura en un callejón peligroso (donde engañan a Memo y le roban su plata), Rivera dice que el alumbrado tenía como intención crear “a neon, high-contrast, noir world”, con la estrella roja en particular recordando “an incredible Blade Runner façade” (comentario de DVD). Afortunadamente, la “memoria” que grabó Luz sobre la historia de Memo tiene un comprador que quiere más episodios, lo cual la obliga a salir a buscarlo por las calles de Tijuana. Aquí se introduce el tropo genérico inevitable de la femme fatale, puesto que Luz resulta ser también coyotek, habiendo aprendido la técnica de inserción de nodos de su exnovio. A su manera, Luz está explotando a Memo, robándole sus experiencias vitales, convirtiéndolas en mercancía, y ofreciéndolas para la venta, sin su permiso, en TruNode. Al mismo tiempo,
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sin embargo, se enamora de él. La trampa ambigua que ella arma para él está muy bien representada en el fotograma recogido en la imagen 2, tomado de una secuencia en un bar, donde, como señala el mismo director, la cuidadosa coreografía, con el uso de un espejo para multiplicar el encuadre de las dos personas, haciendo parecer que hay cuatro, sugiere que Memo se encuentra atrapado no solo por una Luz, sino por dos, que lo “encierran” por ambos lados en su deseo de extraerle la historia de su vida.
Imagen 2: Luz atrapa a Memo en el espejo en Sleep Dealer
Este rasgo o tropo noir, aquí con la dimensión además bastante convencional de que el hombre realiza el trabajo manual mientras que la mujer monopoliza el trabajo afectivo de una manera que amenaza con disminuir la vitalidad y hasta la masculinidad del hombre, señala la persistencia y la evolución de las relaciones de poder sexual aun en medio de la producción de identidades simuladas “en línea”, que supuestamente desconocen limitaciones de género. No existe, en la proyección distópica que es el mundo de Sleep Dealer, ningún poder utópico democrático de igualdad autopoiética generado por el trabajo inmaterial7. En realidad ocurre todo lo contrario: no solo persiste
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En Multitude, el segundo libro de su trilogía sobre el nuevo “Imperio” global, Hardt y Negri proponen que, puesto que “the newly hegemonic forms of ‘immaterial’ labor […] rely
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y hasta se amplifica la necesidad de una supuesta realidad corporal en nuestras redes inmateriales y descorporeizadas, sino que también reaparece aquí la imbricación del género con el poder y del poder con el género, de modo plenamente noir, y en mayor medida cuanto más se perturba el existente orden libidinal, todavía estructurado por fuertes imaginarios patriarcales. La historia de Memo es, después de todo, el intento de recuperar a un padre asesinado quizás edípicamente, como toda buena historia negra, y las mujeres pantera y mujeres araña que extrajo Manuel Puig de las películas noir de Hollywood, y que sometió a una transformación queer, no se pueden matar tan fácilmente como quisiéramos, a pesar de nuestro famoso pos-feminismo. En realidad, la gran mayoría de los trabajos en las maquiladoras, mal pagados, desregulados y sin beneficios, los hacen mujeres; y la alta tasa de femicidio, no solo en Ciudad Juárez, sugiere que el auge de trabajos globalmente conectados, a veces inmateriales, que necesitan de una mano de obra semicualificada y mayoritariamente femenina, solo ha servido para incrementar la violencia hacia las mujeres, motivada ahora por la envidia o por la mayor presencia de mujeres, en muchas de las llamadas zonas económicas “libres” en México. Huelga decir que hay un paralelismo claro en la película entre la extracción vampírica de las memorias de Memo por parte de Luz para pagar su deuda estudiantil y el trabajo de cybracero que logra conseguir Memo, trabajando (cree) en una obra de construcción en San Diego —aunque no va allí, sino que tan solo maneja un robot de construcción desde la infomaquila en Tijuana—. Consigue sus nodos, que le permiten trabajar en la infomaquila, gracias a Luz, quien le arregla una cita con un coyotek que resulta ser ella misma. La secuencia de la instalación de los nodos recuerda la instalación de un “biopuerto” en la película eXistenZ (1999) de David Cronenberg, donde la diseñadora de un sistema de biojuegos, Allegra Geller, entabla un juego de insinuaciones sexuales con el protagonista masculino sobre el orificio con forma de ano que ella le obliga a instalar en la base de la columna vertebral. on communicative and collaborative networks that we share in common, and that […] produce new networks of intellectual, affective, and social relationships”, entonces resulta cada vez más evidente que “biopolitical social organization begins to appear absolutely immanent, where all the elements interact on the same plane[;] […] instead of an external authority imposing order on society from above, the various elements present in society are able collaboratively to organize society themselves” (2004: 336-37. Cursiva en el original).
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En Sleep Dealer, Luz hace uso de una suerte de cañón fálico para penetrar los brazos y espalda de Memo con unos nodos que se enlazan directamente con su sistema nervioso. En ambas películas se usa el mismo escenario, un taller de mecánica, y la máquina que instala los nodos y/o biopuerto recuerda a un extractor de pernos o una pistola de remaches. Los nuevos orificios corporales creados poseen una fuerte carga sexual, tanto en eXistenZ como en Sleep Dealer, puesto que permiten toda una variedad de nuevos acoplamientos tecnológicamente mediados entre personas, objetos y redes. También permiten una conexión directa entre los cuerpos de los trabajadores y la economía global, como dice Memo en un comentario en off quizás demasiado obvio: “Por fin poder conectar mi sistema nervioso al otro sistema: la economía global”. Como metáfora fílmica, es una versión literal de los vínculos que establece Marx entre las fuerzas productivas económicas y los órganos inmediatos del proceso vital real mencionados arriba. Pero también de las actuales redes financieras, que hacen posible la producción de aparatos de alta tecnología de comunicación a expensas de trabajadores chinos o mexicanos explotados, quienes pagan a menudo con su salud, y a veces literalmente con su vida. Una secuencia clave de la película muestra la primera conexión que establece Memo con la red en la infomaquila para empezar a trabajar. La película enfatiza la desorientación espacial que experimenta Memo al verse transportado virtualmente al mundo sensorial de un robot de construcción al otro lado de la frontera. Este robot se convierte en una extensión de su cuerpo, puesto que Memo ve lo que ve el robot a través de sus cámaras, y los brazos de la máquina, que incorporan varios utensilios de construcción, se convierten en los brazos de Memo. Al principio los espectadores vemos exactamente lo que ve Memo gracias a unos planos subjetivos, mientras se aclara el enfoque de la escena de realidad virtual para mostrarnos un paisaje urbano de rascacielos a medio construir visto desde la perspectiva del robot de Memo, que se encuentra en un andamio en lo alto del edificio en el que va a trabajar. Al igual que Memo, quien experimenta un súbito vértigo y tiene que recobrar el equilibrio agarrándose a una columna de hierro con sus brazos robóticos, creo que, como espectadores, nosotros también experimentamos algo parecido al vértigo que producen estas redes, esa desorientación total de nuestros mapas cognitivos que comenta Jameson, al entrar en estos nuevos hiperespacios virtuales, desconectados de cualquier ubicación física
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real. Recordemos el famosísimo pasaje del libro de Jameson Postmodernism, or, The Cultural Logic of Late Capitalism: this latest mutation in space —postmodern hyperspace— has finally succeeded in transcending the capacities of the individual human body to locate itself, to organize its immediate surroundings perceptually, and cognitively to map its position in a mappable external world. It may now be suggested that this alarming disjunction point between the body and its built environment —which is to the initial bewilderment of the older modernism as the velocities of spacecraft to those of the automobile— can itself stand as the symbol and analogon of that even sharper dilemma which is the incapacity of our minds, at least at present, to map the great global multinational and decentered communicational network in which we find ourselves caught as individual subjects. (Jameson 1991: 44)
El crimen sistémico y las biopolíticas del afecto Por un tiempo Memo se siente bien. Le dan un salario regular en el trabajo y logra mandar dinero a su familia, aunque el sistema de transmisión de dinero le cobra un alto porcentaje en tasas e impuestos. Se ha enamorado de Luz, y Luz también está enamorada de él, aunque ella sigue vendiendo sus memorias sin decírselo. Hay, sin embargo, una desventaja grave en el trabajo en las maquilas: cuanto más el trabajador queda conectado al sistema de teletrabajo, más pierde su energía vital y se desgasta su cuerpo. Se pueden tomar medidas temporales para remediar la situación, tales como una dosis de teki, un brebaje energético basado en el tequila que se inyecta directamente en los nodos; con todo, se hace evidente que la clásica extracción de la plusvalía del cuerpo de los trabajadores se ha vuelto literal, puesto que, además de obtener la plusvalía de su labor, las infomaquilas también están extrayendo la energía y vitalidad somática de las propias venas de los trabajadores, enviándola lejos. Rivera cita la famosa metáfora de las “venas abiertas de América Latina” de Eduardo Galeano (2004 [1970]), y la imagen también recuerda la comparación que hace Marx entre el capital y el vampiro: “El capital es trabajo muerto que sólo se reanima, a la manera de un vampiro, al chupar trabajo vivo, y que vive tanto más cuanto más trabajo vivo chupa” (1975 [1867]: 279-80). Memo resume este proceso con un comentario en off, al comparar la privatización del agua
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con la captura de la fuerza vital de los trabajadores: “¿Cómo le iba a decir [a mi mamá] la verdad, si yo apenas la estaba descubriendo? Me estaban drenando la energía, y mandándola lejos. Lo que le pasó al río, me estaba pasando a mí.” La apropiación del bien común se extiende así del agua al cuerpo humano mismo, su biología íntima y sus redes de transmisión energética, que el capitalismo avanzado está convirtiendo en mercancía en un intento desesperado de expandir las fronteras y abrir nuevos espacios mercantiles para su explotación. Pero no puede haber ninguna obra noir sin crimen, o, especialmente en el neo-noir, sin una cadena expansiva de redes criminales. El crimen original en esta película es, evidentemente, el asesinato del padre de Memo por parte de un piloto novato de dron, Rudy Ramírez (un hispano estadounidense de segunda generación); y a pesar de que no hay detective, la película entera es un lento descubrimiento de las redes de complicidad que van desde los campesinos empobrecidos de América Latina, África y la China —cuya labor, abaratada por la competencia entre las grandes empresas extractivas, se encuentra en el último eslabón de una cadena de redes financieras criminales globales—, pasando por las nuevas tecnologías de guerra descorporeizadas con el uso masivo de drones de espionaje y de bombardeo remoto para mantener la desigual división del trabajo, hasta la expansión enorme de nuestras redes sociales supuestamente inmateriales y afectivas. El hecho de que los pilotos de dron usen la misma tecnología de nodos que se emplea en las infomaquilas, y que el piloto que mató al padre de Memo resulte ser el comprador anónimo de las memorias que vende Luz sobre la historia de Memo, crea un vínculo explícito entre la “guerra contra el terror” y la economía global extractiva, la expansión de la lógica del mercado por todas nuestras redes “sociales” actuales, y la base manufacturera que provee la infraestructura comunicacional y los soportes físicos que permiten la proliferación de las redes. De hecho, durante buena parte de la película no sabemos si el piloto de dron, quien parece tener demasiado interés en juntar los datos personales sobre la vida de Memo, está buscando eliminar también a Memo por ser hijo de un supuesto “acuaterrorista”. Esta intriga secundaria se desarrolla en la persecución de Memo por las calles nocturnas de Tijuana una vez que Rudy le ha encontrado, seguida por una inversión de la intriga que produce una alianza entre Rudy, Luz y Memo en un intento de reparar el daño causado por la monopolización de
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los recursos acuáticos en Santa Ana del Río. Esta propuesta de “lucha de redes” consiste en una combinación de las habilidades de Rudy como piloto de dron, los conocimientos que tiene Luz sobre la interfaz entre los cuerpos y las redes, y la experiencia que tiene Memo en el hacking, y a primera vista parece ser la reivindicación del “ingenium multitudinis” que recuperan Hardt y Negri (2004: 336) de la filosofía de Spinoza, ahora aplicada al terreno de la producción biopolítica en la interacción entre la multitud y el biopoder del Imperio. Sin embargo, a pesar de su dramatismo, esta lucha no es sino una escaramuza sin mucha importancia, que logra abrir solamente una brecha en la parte superior de la presa —liberando, eso sí, una cascada de agua—, pero que termina con la separación posterior de los tres compañeros. Conclusión Inevitablemente, el director tiene su momento de “Madame Bovary, c’est moi” al confesar que buena parte del dilema moral que tiene Luz es también su propio dilema (y algunas de las memorias que Luz ha subido a la red son ejemplos del trabajo documental de Rivera). El enmarque de la película, incluso el uso frecuente de comentarios en off de un futuro Memo, hace evidente que la película entera es otra memoria subida a TruNode para su venta. Parece, según el comentario de Memo, que esta memoria la escribió él mismo, y el director nos deja con la duda de si Memo ha convertido su propia memoria en mercancía para extraer la plusvalía de esta labor afectiva, o si este fragmento puede actuar en forma de virus dentro de la red para desestabilizar su lógica y organizar nuevas comunidades de resistencia. Esta nueva biopolítica del afecto, entendida como un atributo del Imperio o como una lógica autopoiética de la producción biopolítica, es la que aúna los varios hilos que desarrolla esta película y que he explorado en este ensayo. Desde los melodramas de los cuarenta en Hollywood y México en adelante, la característica fundamental del cine fue su conversión —bastante rápida— en una tecnología para la captura y la comercialización del afecto. La retórica habitual que plantea el cine nacional como motor de la construcción de una identidad nacional resulta ser muchas veces una fantasía nostálgica donde la identidad se ofrece como mecanismo de compensación de unos procesos modernizadores mucho más perturbadores. Lo que posibilita
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la mercantilización y transmisión del afecto, por el precio de una entrada de cine, no es solamente la apertura de un nuevo mercado de entretenimiento masivo. De manera más radical, la captura y descodificación de los afectos, en el cine de los cuarenta y cincuenta tanto en México como en los Estados Unidos, genera una materia prima que es requisito imprescindible para el funcionamiento del sistema de mercado, la sangre vital sin la cual no puede funcionar: la creación de consumidores, la formación íntima de sus deseos y necesidades, su orientación hacia el consumo. El interés que todavía puede suscitar el film noir y sus rasgos genéricos en continua mutación tiene que ver, creo yo, con el hecho de que sus cámaras se enfocan de manera casi autoconsciente en la biopolítica del afecto: en particular, la “suelta” de la sexualidad femenina de su anclaje tradicional en la reproducción y su posterior “captura” por parte de la máquina libidinal del cine. La fascinación y el horror que produce la creciente autonomía sexual femenina se convierte, en el corazón mismo de la maquinaria cinematográfica de procesado de los afectos, en un ciclo de retroalimentación, el cual nos remite a la suelta y captura del afecto, que es la razón de ser del cine. Para el cine noir y sus derivados, el cine de conspiraciones y más tarde el tecno-noir, la manipulación del afecto se revela, oscuramente, como un asunto fundamentalmente biopolítico, vinculado a redes cada vez más amplias de corrupción financiera e intriga política. La potencial carga política de estos tropos negros, que emerge precisamente de la crisis y ruptura del control biopolítico, es lo que permite que Sleep Dealer vincule la extracción de la plusvalía de una mano de obra de inmigrantes virtuales, la comercialización del bien común junto con el cuerpo humano y sus fuerzas vitales, con el cine mismo, del cual las historias afectivas —visuales, pero al fin y al cabo comerciales— que cuenta Luz son una analogía clara en la película. Hoy en día, la administración tecnológica del afecto ha desbordado totalmente los confines del cine y de la televisión, alcanzando a unas redes globales cada vez más intensamente “biosociales” en las que se comercializan nuestras relaciones, comunicaciones y sentimientos más íntimos, privados e interpersonales. Esto es la intriga “negra” que vincula el cine de los años cuarenta y cincuenta con la privatización del agua, la conversión de la ADN en propiedad intelectual privada, el bombardeo a control remoto de las poblaciones que se niegan a proveer petróleo a la economía global, la migración masiva de trabajadores
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empobrecidos, el asesinato de mujeres en los callejones alrededor de las maquiladoras, y la venta de las memorias en nuestras redes afectivas, inmateriales y biosociales. Filmografía Buñuel, Luis (1953): El bruto. México. —. (1955): Ensayo de un crimen. México. Rivera, Alex (2008): Sleep Dealer. México/EE. UU. Wachowski, Andy/Wachowski, Lana (1999): Matrix (The Matrix). EE. UU.
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LA TELEVISIÓN CRIMINAL: CAPADOCIA (HBO LATIN AMERICA/ARGOS, 2008-2012)1 Paul Julian Smith Graduate Center, City University of New York
¿Una aristocracia cultural mexicana? Capadocia, una ficción televisiva ambientada en una cárcel de mujeres, es la primera serie mexicana hecha para HBO Latin America. La monografía reciente The HBO Effect de Dean J. Defino detalla las contradicciones en el legado ya amplio de la empresa matriz de la cual HBO Latin America es filial, la conocida y prestigiosa cadena estadounidense. Al elaborar un retrato detallado de la emisora, ampliamente reconocida por su transformación de las series de crimen (tanto en el caso de The Sopranos [1999-2007] como en el de The Wire [2002-2008]), Defino delinea a lo largo de su libro el trato innovador de la cadena en lo referente a los géneros narrativos, el género sexual, la estética, la política y la misma industria de producción. En The Essential HBO Reader, Christopher Anderson presenta por su parte un panorama más escéptico. Su introducción, “Producing an Aristocracy of Culture in American Television”, documenta la creación de una “disposición estética” hacia los contenidos de la emisora (2008: 24). A diferencia de Defino, Anderson asume una posición crítica con esta disposición, basándose en las teorías de Pierre Bourdieu sobre la formación social del juicio conocido como “buen gusto”. Sirviéndose de una imagen de reclusión hermética que presagia la ambientación carcelaria de Capadocia, Anderson escribe:
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Agradezco a mis asistentes de investigación, Gabriel Arce-Rollins y Lily Ryan, su muy amable ayuda con la traducción y la bibliografía de este trabajo.
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Las emisoras de pago ofrecen una forma de televisión hecha para la época de la urbanización privada [“gated community”] […] [sus] acuerdos restrictivos ofrecen una experiencia exclusiva, pero también hacen obligatorios ciertos estándares de buen gusto. (2008: 34)
La primera serie de HBO Estados Unidos en recibir la atención marcada de la crítica fue Oz (1997-2003), un drama penitenciario. Por lo tanto, tal vez no sea casual que la primera serie de HBO Latin America tuviera la misma ambientación. En términos generales, la ficción criminal da a sus creadores la libertad de combinar una estética y una psicología cuidadas (las características formales de la nueva narrativa compleja en televisión) con unas posiciones políticas y sociológicas atrevidas (el contenido “rompedor” propio de las emisoras de pago). Por lo tanto, antes de enfocarnos en Capadocia, nos toca explorar el tema más amplio de Law and Justice on the Small Screen (La ley y la justicia en la pequeña pantalla). En su introducción al volumen que lleva ese título, Peter Robson y Jessica Silbey describen un enfoque de aproximación crítica que llaman “la ley en el cine”, el cual “se dedica principalmente a las maneras en que la ley y los procesos legales se representan” (2012: 4). Contrastan este método con la aproximación “la ley como cine”, que explora la manera en que el cine, con su “forma peculiar de crear mundos[,] condiciona las expectativas de la ley y de la justicia en el mundo en su conjunto” (Ibíd.). Según este segundo enfoque, “el cine y la ley se comparan como sistemas epistemológicos que son excepcionalmente eficaces en definir lo que pensamos saber, lo que creemos que debemos esperar, y a lo que nos atrevemos a aspirar en una sociedad que prometa la libertad ordenada” (Ibíd.). Ampliando nuestro marco para incluir la pantalla pequeña (tal como lo hacen Robson y Silbey), podríamos decir que el método “la ley y la televisión” se limitará al realismo (las representaciones de las prácticas sociales en TV), mientras que el método “la ley como televisión” englobaría unas formas de poder y conocimiento que trascienden la realidad empírica. Dos casos prácticos descritos en el libro sobresalen. El primero es el texto de Anya Louis “Television Divorce in Post-Franco Spain: Anillos de oro,” que se refiere a un drama de ámbito legal emitido por Televisión Española en 1983. Louis interpreta esta serie como emblemática de la transición española
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de la dictadura hacia la democracia (2008: 347). Al ir más allá de la simple representación de “la ley en la televisión”, la serie modela una visión futura del régimen legal (“la ley como televisión”) en un momento de gran incertidumbre sociopolítica (2008: 350). Por lo tanto, Anillos de oro mantiene en escena simultáneamente valores mutuamente excluyentes, al mismo tiempo que explora un sistema legal radicalmente nuevo, el de la incipiente democracia española. El segundo ensayo relevante es “‘McNutty’ on the Small Screen: Improvised Reality and the Irish-American Cop in HBO’s The Wire”, de Sara Ramshaw. Aquí la autora empieza por enfatizar cómo la conocida serie norteamericana “subvierte la serie policiaca típica de la televisión en abierto” al mostrar la burocracia policial como ‘amoral’ y la criminalidad como ‘burocrática’” (2008: 361). Sin embargo, la innovación principal de la serie es, según Ramshaw, su apuesta por la improvisación como término clave. Por lo tanto, The Wire es significativa porque “re-entrena el espectador”: “El realismo formal supuso no contarle todo al público, sino dejar que el espectador improvisara sobre los tópicos para desarrollar una nueva manera más sofisticada de percibir y responder a la forma narrativa televisiva” (2008: 366). Esta incertidumbre narrativa se ve reflejada en el protagonista de la serie, el policía McNulty, que siempre ve “la línea entre lo legal y lo ilegal, lo justo y lo injusto o lo moral y lo inmoral como borrosa y cambiante” (2008: 368). Ahora bien, parece probable que en México la ambivalencia frente al sistema judicial, que muchas veces se considera corrupto, y la improvisación, cuando la ley es percibida como ilegítima, tendrán una relevancia especial. El disputado Estado de derecho y la vana aspiración a la libertad ordenada serán pues temas vitales en un contexto mexicano, incluso más que en España o EE. UU., países pioneros en la ficción televisiva policiaca. Esto dicho, procedamos a examinar el proceso de producción y la recepción de la primera serie de HBO Latin America hecha para y en México, la premiada Capadocia.
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CAPADOCIA: producción y recepción No parece una tarea fácil para la HBO trasladar de Estados Unidos a México su perfil de aristocracia cultural. Las ecologías audiovisuales de los dos países no podrían ser más diferentes: la proliferación de programación en el norte contrasta con la escasez mexicana impuesta por el duopolio TelevisaTV Azteca. Además, el género policiaco que HBO transformó en Estados Unidos es casi desconocido en México. Es más, si bien la emisora americana suele centrarse en hombres difíciles (tales como el policía McNulty, mencionado arriba), las cadenas mexicanas suelen enfocarse en las mujeres, como protagonistas de las telenovelas tradicionales y como público destinatario. Similarmente, la estética de la televisión mexicana en abierto se sigue basando en el melodrama, donde destaca la exageración, tanto de la mise en scène como de la actuación, y se minimiza el contenido desconcertante o de corte sociopolítico, tan típico de la televisión por cable estadounidense. Todos estos factores sugieren la existencia de un abismo entre el modelo HBO de innovación disruptiva en EE. UU. y un público mexicano que tendría forzosamente que ser objeto de un proceso de re-entrenamiento si la emisora pretendiese lograr sus fines: una conexión profunda y duradera entre los suscriptores locales y una marca extranjera. La cuestión de la mexicanidad es, por lo tanto, vital. Y no es de extrañar que la cobertura periodística mexicana de la serie examine esta relación delicada entre calidad y nacionalidad. Por ejemplo, el boletín gremial Telemundo (“Detrás de cámaras”) hace hincapié en la temática controvertida y provocadora de la serie, y propone que el drama es solo un “pretexto” para enfrentar el asunto de verdadero interés para los productores: el México moderno que vive entre corrupción e ideales. Siguiendo el modelo de “la ley como televisión”, la serie no refleja llanamente lo real sino que alude a lo posible, un México que “se nos escurre entre los dedos”. El mismo ejemplar de Telemundo ofreció una larga entrevista con Alejandro Camacho (el psiquiatra de Capadocia) donde el actor cita sus lecturas de Michel Foucault como parte de la preparación para el papel, una referencia al mundo intelectual inaudita en el mundo televisivo mexicano (Fernández F. 2008: 20). La prensa no especializada se sumó al coro de halagos. La izquierdista La Jornada declaró Capadocia “una producción Mexicana”, y precedió su
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crónica de la serie con una cita del productor Epigmenio Ibarra donde precisaba que el género de la serie era “cine, no telenovela”. Si bien el perfil progresista de Ibarra le convertía en un candidato inesperado en el ambiente privilegiado —de “urbanización privada”— de una emisora de pago, él insistió en que HBO le dio “libertad completa”. Los ejecutivos de HBO Latin America, por su parte, enfatizaron las ambiciones continentales de la serie: hasta los televidentes de Brasil estarían compartiendo la experiencia del estreno con los mexicanos en una transmisión simultánea. HBO cultivaba así a un nuevo público tanto por la vía localista (acentuando los escenarios auténticos del rodaje en Ciudad de México) como por la vía internacional (apuntando hacia espectadores dispersos entre varios países y zonas horarias). Las dos estrategias tenían sin embargo el mismo objetivo, el de minimizar la influencia de los Estados Unidos en la percepción que tenía el público mexicano de Capadocia. La Jornada, por su parte, enfatiza los proyectos paralelos que estructuran la trama de la serie, concentrándose en los personajes de Teresa (Dolores Heredia), que busca reformar a las reclusas, y Federico (Juan Manuel Bernal), que las quiere explotar como mano de obra barata. Teresa, caracterizada como una mujer ética, es descrita como “humanitaria”, mientras Federico, hombre de negocios criminal, solo quiere aprovecharse de las prisioneras. De este modo la narrativa de la serie recrea el conflicto entre arte y comercio implícito también en la televisión de calidad. Así como en Anillos de oro, Capadocia incorpora dentro de su diégesis posturas progresistas y reaccionarias frente a determinadas cuestiones sociales en un momento de elevada tensión política en México. Y, más allá de la polémica premisa de partida de la corrupción en una cárcel de mujeres, el trabajo de los guionistas y actores de la serie apunta a un realismo documental similar a The Wire de HBO EE. UU., serie criminal sinónima de calidad. De hecho, un artículo periodístico llega a yuxtaponer a los personajes ficticios de Capadocia con prisioneras reales de una cárcel mexicana (Turati 2008). El testimonio de las fuentes críticas sobre la producción y recepción de la serie indica que HBO tuvo éxito en cultivar en el público mexicano una disposición estética hacia su nuevo producto, hecho confirmado por la aclamación unánime de la prensa. La emisora logró este fin al mismo tiempo que creaba un público regional latinoamericano hasta entonces desconocido. Capadocia
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cumplía este cometido al forjar una convergencia entre HBO como distribuidora sinónima de calidad estadounidense y la productora Argos, compañía ya conocida en México por sus dramas sociales innovadores en el trato narrativo de las mujeres y de la comunidad LGBT en la televisión en abierto. En resumen: la implantación del género criminal no solo tuvo una relevancia especial en México por el extendido cuestionamiento del sistema legal y de justicia en la vida cotidiana de los ciudadanos, sino que también significó una innovación local en el mundo televisivo, o en las palabras de Ramshaw, una ‘improvisación’ basada en un tema foráneo. Aun así, la presencia de las protagonistas femeninas de la serie conectó Capadocia con la televisión común y corriente de México (las telenovelas), re-articulando y reescribiendo las convenciones del melodrama a través de ellas. CAPADOCIA: el primer capítulo Capadocia es una serie de televisión original de HBO Latin America que cuenta la vida de varias mujeres que por diferentes razones han sido encarceladas. […] Capadocia es la cárcel modelo de […] una empresa privada nacida de intereses políticos y pugnas de poder, un proyecto de reinserción social a partir del trabajo de las reclusas en la maquila de ropa […] que esconden el verdadero negocio del tráfico de drogas. Ambos proyectos provocan el enfrentamiento entre la figura de la directora, Teresa Lagos […], defensora de los derechos humanos, y el operador […] Federico Márquez […]. La reclusa Lorena […] lleva la tercera historia central de la trama. Definición de la serie en la página original, ya inexistente, de HBO Latin America (cit. en S. A. 2015)
El DVD de la primera temporada de Capadocia empieza con varios avances de las series anteriores de HBO Latin America. Mandrake (2005-2012) es la historia de un abogado en Río de Janeiro, y Epitafios (2004-2009), un policial sobre un asesino en serie en Buenos Aires. Hasta Filhos do carnaval (2006-2009), el tercer título, aparentemente más alegre, enfatiza las ramificaciones ilegales de una escuela de samba. El deseo de HBO de cultivar un nuevo público regional, más allá de los distintos idiomas y las fronteras
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(portugués y español, Brasil y Argentina), es evidente, como lo es su dependencia de las series de crimen, cuyas convenciones afinan para cada mercado. Los planos iniciales del primer episodio de Capadocia buscan enganchar al espectador casual con contenidos gráficos que no se habían visto nunca en la televisión mexicana, mientras inician una narrativa compleja, supuesta marca de las series de calidad. La cámara hace un panning sobre los cuerpos desnudos de las mujeres en las duchas de la cárcel; una agarra sus senos, de los cuales gotea leche que se cuela por el desagüe. De ahí se da un salto sin mayor explicación a dos interiores de casas de clase media. La serie contrasta por lo tanto la cruel necesidad de la cárcel con el ennui lujoso de la burguesía. Se ve a una mujer rica insistiendo a sus hijas adolescentes que tienen que hacer las maletas: mañana empiezan una nueva vida en París (aunque de hecho se quedarán en el Distrito Federal). Mientras tanto, se ve a una segunda mujer preparando el desayuno para sus hijos y su marido, que parece adorarla. Así las cosas, desde su inicio la serie desafía al espectador a improvisar. Debemos especular sobre la conexión entre la prisión sórdida y la primera casa acomodada, y entre esta y la segunda casa. Solo mucho después sabremos que la primera madre es Teresa, quien llegará a ser la directora progresista de la nueva cárcel modelo, y la segunda Lorena, quien será recluida allí después de matar sin querer a la amante de su esposo adúltero. Puede que los espectadores deduzcan además una conexión entre los horrores de la prisión y la tensión de la casa de lujo, ya que los dos son espacios cercados o “urbanizaciones privadas”, análogas tal vez a la comunidad de suscriptores de HBO. El ejemplo más llamativo de esta yuxtaposición irónica de montaje paralelo es una secuencia larga y compleja en la segunda parte del capítulo. Federico, el corrupto hombre de negocios, insta a las guardias a que fomenten un motín. Es más, la secuencia de acción, realizada con gran pericia, no es un episodio aislado, como en películas carcelarias latinoamericanas como Carandiru (Héctor Babenco 2003, Brasil) o Leonera (Pablo Trapero 2008, Argentina), sino que se integra en una narrativa política más amplia, donde las corrientes de justicia social y criminalidad son indistinguibles. Mientras las armas pasan rápidamente de mano en mano entre las mujeres de la prisión, se ve a Federico bien vestido en la ópera, donde se encuentra con un antiguo “ligue” gay; Teresa hace el amor con un estudiante joven con el que disfruta del sexo desde su separación de su marido, un conocido
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político; y Lorena descubre a su marido en la cama con su mejor amiga, quien termina muriendo tras caer por las escaleras. Toda esta acción se ve al compás delicado e incongruente del Dúo de las Flores de la ópera Lakmé, en el cual Federico finge interés. Mientras que las conexiones entre estos hilos narrativos permanecen borrosas, se empieza a construir una lógica asociativa o improvisacional para un público atento. Esta lógica satisface tanto el afán de complejidad narrativa y psicológica de “calidad” como el deseo “aristocrático” de una disposición estética por parte del público minoritario de HBO. Sin embargo, el énfasis desde el inicio del primer capítulo en las vidas cotidianas de las mujeres (tanto en las duchas de la prisión mugrienta como en las cocinas de los hogares inmaculados) coincide con la redefinición de las convenciones de género narrativo que HBO llevó a cabo de forma tan diferente en su sede estadounidense. Como ya hemos visto, la serie de crimen se reinventa en forma de aprendizaje de los placeres de la televisión de calidad, adaptándose al mercado mexicano y teniendo en cuenta la falta de ejemplos autóctonos. Irónicamente, una vez más el proyecto modernizador de HBO para la ficción televisiva mexicana es paralelo al proyecto de los reformadores carcelarios dentro de la serie: cuando el sucio y deprimente edificio del régimen carcelario tradicional se convierta en ruinas, las reclusas serán transferidas a la prisión tecnocrática del futuro, donde la arquitectura de vidrio reluciente y acero se combina con servicios de vigilancia high-tech. La nuevamente bautizada “Capadocia” servirá de panóptico disciplinario, concepto tomado de la obra de Foucault que sirvió como inspiración al actor que interpretará a su psiquiatra. Más allá de los muros Un artículo periodístico sobre Capadocia se preguntaba explícitamente si se trataba de un retrato de su país (“Capadocia: ¿Un retrato de México?”; S. A. 2010). Y, por supuesto, es dentro del terreno del crimen donde la serie busca con más decisión ser una representación de la nación. De hecho, al llegar a la conclusión de la temporada, el crimen ha llegado al nivel más elevado: el marido de Teresa sufre un atentado tramado por un candidato rival a la presidencia de México. Si bien la serie ensancha su temática más allá de
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los límites de la cárcel para abarcar el territorio inmenso de la gobernación nacional, exige asimismo, como sus series equivalentes norteamericanas, una notable capacidad de asociación a un público que se ve obligado a recoger los hilos de tramas que al principio no parecen tener relación alguna. Capadocia debutó el 2 de marzo de 2008 y terminó el 16 de diciembre de 2012. Durante ese mismo periodo, Televisa y la telenovela (la cadena y el género todavía dominantes en la televisión mexicana) perdieron algo de terreno en audiencia, y HBO pudo aprovechar este hueco en el mercado para atrapar a un público relativamente joven, adinerado y educado. Aun así, el hecho de que la audiencia de la programación tradicional sea en un 70% femenina pudo haber influido en la decisión de HBO de hacer un drama de mujeres como primer proyecto mexicano, decisión que apunta a una tentativa de fundir la televisión corriente (el melodrama mexicano) con la de calidad (la serie de tipo norteamericano). Es más, el argumento de que la mexicana Argos y no la estadounidense HBO es el verdadero auteur de Capadocia es bastante convincente. Como queda dicho anteriormente, la productora ya llevaba veinte años bajo la dirección de Ibarra haciendo series realistas en México con Azteca y Cadena 3 que ya tenían poco que ver con las telenovelas tradicionales de Televisa. A fin de cuentas, lo que revela el proyecto único de Capadocia es que HBO llegó a ir más allá de los muros de su urbanización privada estadounidense, pero solo creando, en estrecha colaboración con sus socios mexicanos de Argos, una ficción criminal a la medida de una nación nueva y diferente. Filmografía Anillos de oro (TVE, 1983). Capadocia (HBO/Argos, 2008-2012). Epitafios (HBO Latin America, 2004-2009). Filhos do carnaval (HBO Latin America, 2006-2009). Mandrake (HBO Latin America, 2005-2012). The Sopranos (HBO, 1999-2007). The Wire (HBO Latin America, 2002-2008).
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LAS EVITAS Diego Trelles Paz Escritor, Perú
No sé a quién se le ocurrió la idea de adaptarle el nombre pero funcionó de maravillas. Con los ojos azules rasgados y el quimono ceñido a la cintura, parecía una estupidez que una geisha pudiera llamarse así. Lo mío es perspicacia de joven ignorante, pero ahí está Norberto y basta que uno diga dos o tres palabras disonantes para que intervenga. Ninguno de los dos está aún en la LISTA DE ESPERA, aunque él está más cerca. Y estoy seguro de que lo elegirán pronto, de eso no tengo dudas: tiene el biotipo, la inteligencia, la convicción y el temperamento de los mejores Mayorazgos. Si estuviera aquí, por ejemplo, ya me habría corregido lo del “quimono” porque a las Evitas —diría, arrugando la frente—, las trajeron de Corea no del Japón. Y basta confundir el quimono japonés con el hanbok coreano para quedar fuera y sin chance, Eneas, ponte las pilas, no seas huevón. Como siempre, todo esto es conjetura, pero mi amigo tendría razón. Norberto sabe de historia pero ha preferido aceptar el Precepto Uno de cortar con el pasado más oscuro, y se le olvida adrede. Lo digo porque eso de confundir japonesas con coreanas no es del todo descabellado si uno lo piensa con detenimiento. Bastaría soltar una palabra contra una pantalla-novigilada y, a unos miles de kilómetros del Perú, la historia nos devolvería la imagen de un tal Fujimori, antiguo dictador japonés de esta tierra que se hacía llamar “Chino”. Norberto diría que es un ejemplo pintoresco, y yo lo entendería. Alguna vez lo invitaron a departir con el Mayorazgo del SECTOR 20 y no tardó en darse cuenta de que, más allá del aliento, el gesto amable y las preguntas constantes sobre su formación, se trataba de una rutina de seguimiento. Había que ser precavido, guardar las formas. Un comentario desatinado sobre el más irrelevante de los Preceptos hubiera sido lapidario. Yo,
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en su lugar, me habría enterrado vivo en la segunda frase. Fuera y sin chance, como dice Norberto. Cuando pienso en eso, cuando me doy cuenta de las terribles implicancias de mi conducta, lo lamento, aunque solo un poquito. Me gustaría ser frío y cerebral como Norberto, pero es inútil. Tiendo a los laberintos mentales con pequeños detalles que, a la larga, terminan siendo intrascendentes para el resto. No, para mí. Yo, como todos los jóvenes aspirantes al Mayorazgo que tentamos la LISTA DE ESPERA, también aprendí el Precepto Siete sobre la inutilidad del pensamiento crítico; y, sin embargo, no hay nada que me cause más goce en este mundo que el entendimiento. Saber, por ejemplo, que fue en la Zona Liberada donde bautizaron a las androides coreanas como Evitas, me permite establecer relaciones e hipótesis. La sabiduría popular, decía mi padre, siempre persiste. El nombre no es, pues, casual: quien convirtió a las Eve-R coreanas del siglo xxi en las Evitas del presente, conocía la historia silenciada. Sabía que Evita fue una de las mujeres más emblemáticas de la vida política de América Latina. Sabía que todavía existe gente que recuerda. Si por Decreto Supremo, las Eve-R adquiridas por la Junta Militar solo podían servir y complacer a los Mayorazgos bajo pena de muerte, las Evitas raptadas, las que siguen llegando al Perú por contrabando y las que se fabrican de manera artesanal, tendrían que servir y complacer al pueblo. Era, pues, casi natural y necesario que las ofrecieran. Ni siquiera están programadas para entender que las prostituyen de manera clandestina. Las Evitas complacen, dan amor y servicio a los humanos en este mundo desnaturalizado que, poco a poco, nos desaparece. Cuando hablo de desapariciones, no estoy siendo metafórico ni poético. El Precepto Quince prohíbe todo tipo de literatura: la poesía ya no existe. Las normas vienen de la Junta pero de su cumplimiento se encargan los Mayorazgos. Hubo un tiempo en que pensamos ingenuamente que los humanos convertidos en cyborgs —es decir, los Mayorazgos— nunca dejarían de sentirse más hombres que máquinas. Si bien, en un inicio, ocurrió de esa forma, la violencia del avance tecnológico enfatizó el fortalecimiento de los dispositivos cibernéticos en el cuerpo y, con eso, todo cambió. La Junta tomó el poder con las armas y, gracias a la sangrienta victoria de los cyborgs, los humanos fuimos sometidos a un Nuevo Orden. Los que, como Norberto y yo, por nuestra educación y fuerza física, sobrevivimos al genocidio, vivimos
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en el limbo constante de la LISTA DE ESPERA. A partir de ese momento, solo nos quedan dos caminos posibles: la robotización o la muerte, aunque la segunda llegará de todas formas si no sales elegido como Mayorazgo antes de los treinta. Es por eso que Norberto se enfurece cuando, a mis escasos veintisiete, me ve resignado y displicente esperando la muerte. Lo que no sabe Norberto sí lo entendieron muy bien las Evitas, que no fueron programadas para colaborar con nosotros pero, sorpresivamente, estuvieron de acuerdo. Uno podría explicar el sacrificio popular de Norberto por su severidad en el cumplimiento de los Preceptos. Los camaradas de la Zona Liberada no vieron en ese esfuerzo a un hombre desesperado por seguir viviendo, sino a un futuro Mayorazgo implacable y con sed de poder. Desde que fui el elegido para traicionarlo, no hay nada que pueda hacer o decir para salvarlo. Las únicas que me escuchan son las Evitas. Fueron meses de arduo trabajo para convencer a Norberto, y probablemente no lo hubiera logrado sin la Evita de ojos azules rasgados y el vestido ceñido a la cintura que parece un quimono. Después del primer encuentro con ella en el lugar convenido, Norberto hizo todo lo que —supuse— haría un hombre solitario que se enamora. El resto sería llamar a los Mayorazgos mientras Norberto volvía y se entregaba y arriesgaba su vida y su brillante futuro en la Junta, entre los brazos de una máquina sin sentimientos que se aferraba a su joven cuerpo y pretendía que lo amaba.
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SOBRE LOS AUTORES
Dante Barrientos Tecún es professeur des universités en la Universidad de Aix-Marseille y director adjunto del Centre Aixois d’Etudes Romanes (CAER). Es autor de Un espacio cultural excluido: la situación del escritor en Guatemala (1991), Amérique Centrale: étude de la poésie contemporaine. L’Horreur et l’espoir (1998), así como editor de Escrituras policíacas, la Historia, la Memoria. América Latina (2009) y coeditor de Réécritures policières (2012) y Les formes hétérogènes du roman policier (2015). Ha publicado diversos artículos sobre el género negro en Centroamérica y el Cono Sur. Tanja Bollow estudió Filología Románica y Economía Política en las universidades de Giessen, Salamanca y Burdeos, y fue colaboradora científica en el Departamento de Filología Románica de la Universidad de Salzburgo. En la actualidad trabaja en la Universidad de Paderborn, donde prepara su tesis doctoral sobre la representación del espacio en la novela negra argentina contemporánea. Ha colaborado en el volumen colectivo Diseño de nuevas geografías en la novela y el cine negros de Argentina y Chile (2013). David Conte es profesor visitante lector de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada en la Universidad Carlos III. En el campo del género negro ha trabajado y publicado artículos sobre la obra de Manuel Vázquez Montalbán y Mario Lacruz, así como sobre las series de TV The Wire y Crematorio, adaptación de la novela homónima de Rafael Chirbes. Entre 2008 y 2016 coordinó el ciclo universitario asociado al festival de novela policíaca “Getafe Negro”. Ramón Díaz Eterovic ha publicado una veintena de novelas traducidas a varios idiomas, entre ellas La ciudad está triste (1987), Ángeles y solitarios (1995), Los siete hijos de Simenon (2000), La oscura memoria de las armas
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(2008) y Los fuegos del pasado (2016). Es autor de las compilaciones Letras rojas. Cuentos negros y policíacos chilenos (2009) y El crimen tiene quien le escriba. Cuentos negros y policiacos latinoamericanos (2016). Ha obtenido numerosos premios: Anna Seghers de la Academia de Arte de Alemania (1987), Consejo Nacional del Libro y la Lectura (1995, 2008 y 2011), Municipal de Santiago de novela (1996, 2002 y 2007), Las Dos Orillas del Salón del Libro Iberoamericano de Gijón (2000), Altazor (2009) y Nacional de Narrativa Francisco Coloane (2015). Fue creador y director de los festivales de narrativa policial “Santiago Negro” (2009 y 2011). Mempo Giardinelli es autor de numerosas novelas, entre las que pueden destacarse Luna caliente (1983), Qué solos se quedan los muertos (1985) y El décimo infierno (1997). Ha escrito también cuentos, relatos infantiles y ensayos, entre ellos El género negro (1984, rev. 2013). Su obra ha sido traducida a más de veinte idiomas, y ha recibido numerosos premios: el Nacional de Novela de México (1983), el Rómulo Gallegos (1993), el Grinzane Montagna (2007) y el Acerbi (2009) en Italia, el Grandes Viajeros en España (2000) y el Democracia del Senado Argentino (2010), entre otros. Exiliado en México entre 1976 y 1984, ha sido profesor allí, en Estados Unidos y en Argentina. Es doctor honoris causa por universidades de Francia, Paraguay y Argentina, y fundador y presidente de una fundación dedicada en el Chaco al fomento de la lectura y la literatura. Geoffrey Kantaris es profesor en el Departamento de Español y Portugués de la Universidad de Cambridge y Fellow de St Catharine’s College. Fue director del Centro de Estudios Latinoamericanos en Cambridge (2005-2010) y es editor de la revista Bulletin of Latin American Research. Ha trabajado sobre cine urbano contemporáneo de Argentina, Colombia y México, así como sobre la escritura femenina y la dictadura en Argentina y Uruguay. Es autor de The Subversive Psyche (1996) y editor de Latin American Popular Culture: Politics, Media, Affect (2013). Rachel Randall es investigadora postdoctoral en portugués y español en la Universidad de Oxford. Es autora de la monografía Children on the Threshold: Nature, Gender and Agency in Latin American Cinema (2017), que investiga
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Sobre los autores
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la representación de los niños y los adolescentes en el cine latinoamericano contemporáneo, e incluye un análisis del uso de convenciones góticas y técnicas hápticas en películas protagonizadas por mujeres jóvenes. Su proyecto actual examina las representaciones culturales de los trabajadores domésticos en Brasil y Chile. Sébastien Rutés es doctor en Letras Hispánicas e imparte clases de Literatura Latinoamericana en la Universidad de Lorraine, Francia. Ha publicado varios textos teóricos y prólogos sobre literatura policiaca, y los ensayos Lénine à Disneyland, une étude littéraire de l’œuvre de Paco Ignacio Taibo 2 (2010) y Pouvoir et violence en Amérique latine (2012). También es autor de cuatro novelas, la última (Monarques, 2015) escrita a cuatro manos con el fallecido autor mexicano Juan Hernández Luna. Sabine Schmitz es catedrática de Literatura y Cultura Románicas en la Universidad de Paderborn. Entre sus campos de investigación se encuentra la literatura negra y policial en Francia y Latinoamérica, especialmente los entrecruzamientos entre medios y géneros en Chile y Argentina. Es autora de diversos artículos sobre el tema y coeditora de Diseño de nuevas geografías en la novela y el cine negros de Argentina y Chile (2013). Actualmente trabaja también sobre la construcción identitaria de los musulmanes en Europa y Argentina. Paul Julian Smith es distinguished professor en Graduate Center, City University of New York. Especialista en cine y televisión de España y América Latina, es autor de dieciocho libros, entre ellos Desire Unlimited: The Cinema of Pedro Almodóvar (2000, primer libro sobre el director en inglés), Amores Perros (2008) y Laws of Desire: Questions of Homosexuality in Spanish Writing and Film 1960-1990 (1992), ambos traducidos al español; así como de unos 90 artículos científicos. Su libro más reciente es Mexican Screen Fiction. Between Cinema and Television (2014). Annegret Thiem es profesora de Literatura Hispánica en el Institut für Romanistik de la Universidad de Paderborn. Sus últimas investigaciones se centran en las literaturas y culturas caribeñas, hispanoamericanas y españolas,
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y particularmente en el estudio teórico del espacio literario, la poesía y los estudios de género. Es coeditora de Diseño de nuevas geografías en la novela y el cine negros de Argentina y Chile (2013). Diego Trelles Paz es autor de los libros de cuentos Hudson el redentor (2001) y Adormecer a los felices (2015); de las novelas El círculo de los escritores asesinos (2005), Bioy (2012; Premio Francisco Casavella, finalista del Rómulo Gallegos) y La procesión infinita (2017; finalista del Premio Herralde); y de la antología de nueva narrativa latinoamericana El futuro no es nuestro (2009). En 2016 ganó el Premio Nacional de Ensayo Copé con Detectives perdidos en la ciudad oscura. Novela policial alternativa en Latinoamérica. De Borges a Bolaño. Es doctor en Literatura Hispanoamericana por la Universidad de Texas y ha sido profesor en Binghamton University de Nueva York, la Pontificia Universidad Católica del Perú y la Universidad de Lima. Traducido a varios idiomas, actualmente reside en París. Daniel A. Verdú Schumann es profesor en la Universidad Carlos III de Madrid, y actualmente Alexander von Humboldt Experienced Research Fellow en la Universidad de Paderborn. Es coeditor de Diseño de nuevas geografías en la novela y el cine negros de Argentina y Chile (2013), y recientemente ha colaborado en los volúmenes colectivos Socio-critical Aspects in Latin American Cinema(s) (2012), Directory of World Cinema. Latin America (2013), Lateinamerikanisches Kino der Gegenwart (2015) y Cine argentino contemporáneo: visiones y discursos (2016). Christian Von Tschilschke es catedrático de Literaturas Románicas en la Universidad de Siegen. Sus investigaciones se centran en la literatura francesa y española contemporánea, la España del siglo xviii y los medios de comunicación. Entre sus publicaciones destacan: Roman und Film. Filmisches Schreiben im französischen Roman der Postavantgarde (2000), Identität der Aufklärung/Aufklärung der Identität. Literatur und Identitätsdiskurs im Spanien des 18. Jahrhunderts (2009) y las coediciones de Docuficción. Enlaces entre ficción y no-ficción en la cultura española actual (2010) y Cine argentino contemporáneo: visiones y discursos (2016).
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Sobre los autores
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Ulrich Winter es catedrático de Literaturas Hispánicas, Francesa y Comparada en la Philipps-Universität Marburg. Sus áreas de investigación son, entre otras, los estudios de memoria, la teoría de la cultura y las relaciones transatlánticas. Es coeditor de Casa encantada. Lugares de memoria en la España constitucional (1978-2004) (2005, reed. 2017) y Cruzar la línea roja. Hacia una arqueología del imaginario comunista ibérico (1930-2016) (2017). Actualmente prepara Transiciones democráticas en la Península Ibérica y el Cono Sur. La emergencia de un espacio transnacional de memoria: Tópicos, conceptos y discursos (2017).
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