Cuerpos al límite: Tortura, subjetividad y memoria en Colombia (1977-1982)

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Para citar este libro: doi http://dx.doi.org/10.7440/2015.93

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Cuerpos al límite: tortura, subjetividad y memoria en Colombia (1977-1982)

Juan Pablo Aranguren Romero

Universidad de los Andes Facultad de Ciencias Sociales Departamento de Psicología

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Aranguren Romero, Juan Pablo   Cuerpos al límite: tortura, subjetividad y memoria en Colombia (1977-1982) / Juan Pablo Aranguren Romero. – Bogotá: Universidad de los Andes, Facultad de Ciencias Sociales, Departamento de Psicología, Ediciones Uniandes, 2016.   320 páginas; 17 x 24 cm isbn 978-958-774-364-7   1. Violencia política – Colombia – 1977-1982 2. Cuerpo humano – Aspectos sociales 3.Subjetividad 4. Tortura – Colombia. I. Universidad de los Andes (Colombia). Facultad de Ciencias Sociales. Departamento de Psicología II. Tít. cdd 303.6

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Primera edición: abril del 2016 © Juan Pablo Aranguren Romero © Universidad de los Andes, Facultad de Ciencias Sociales, Departamento de Psicología Ediciones Uniandes Calle 19 n.° 3-10, oficina 1401 Bogotá, D. C., Colombia Teléfono: 3394949, ext. 2133 http://ediciones.uniandes.edu.co [email protected] Departamento de Psicología Publicaciones Facultad de Ciencias Sociales Carrera 1.ª n.° 18A-12, Bloque G-GB, piso 6 Bogotá, D. C., Colombia Teléfono: 339 49 49, ext. 4819 http://publicacionesfaciso.uniandes.edu.co [email protected] isbn: 978-958-774-364-7 isbn e-book: 978-958-774-365-4 doi: http://dx.doi.org/10.7440/2015.93 Corrección de estilo: Andrés Cote Diagramación interior: Jazmine Güechá Diseño de cubierta: Víctor Gómez Imagen de cubierta: Luis Caballero, Sin título (1973) Impresión: Nomos Impresores Diagonal 18 Bis n.° 41-17 Teléfono: 2086500 Bogotá, D. C., Colombia Impreso en Colombia – Printed in Colombia Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en su todo ni en sus partes, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electro-óptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

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Contenido agradecimientos · 1 introducción · 5 Los días de septiembre  ·  5 Inscripciones significantes: cuerpo, memoria y sujeto  ·  7 Recorrer el cuerpo · 10 El camino de las entrevistas  ·  13 primera parte Los dispositivos biopolíticos de la seguridad nacional en Colombia durante los años setenta: inmunización, seguridad deshumanizante y excepción normalizada · 17 1. La común-unidad · 19

2.  Subversión, contagio e inmunización  ·  37 2.1. La inmunización del cuerpo social · 48 2.2. La subversión como amenaza · 56 2.3. La acción cívico-militar como dispositivo inmunológico · 61 2.4. La guerra no está conjurada · 73



3.  La excepcionalidad en la política y el Estado en emergencia permanente  ·  85 3.1. Excepcionalidad permanente · 87 3.2. La excepción como represión · 96

segunda parte La militarización de la nación y las objeciones contra el militarismo · 103

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4.  La militarización del cuerpo ciudadano  ·  105 4.1. Posturas y composturas de la subjetividad militar · 116 4.2. Totalidad y mortificación del yo · 117 4.3. Los valores militares · 121

5.  Desarmando el militarismo: performatividad revolucionaria y retórica de los afectos  ·  133 5.1. La puesta en escena  ·  136 5.2. Vínculos y rupturas fundacionales  ·  142 5.3. Pluralismo, apertura y heterodoxias  ·  145 5.4. Afectividad y subjetividad del militante  ·  147 5.5. Vanidad de vanidades, todo es ingenuidad  ·  154 Tercera parte Cuerpos al límite y subjetividad en los bordes  ·  161

6.  El volumen de la represión · 163 6.1. Visibilidades e invisibilidades históricas  ·  168 6.2. Sistematización del sufrimiento e invisibilidad del sujeto  ·  185 6.3. La visibilidad del secreto  ·  189 6.4. Hacer hablar al cuerpo: de un dolor a un saber  ·  204 6.4.1. Escritura, silencio y sufrimiento  ·  208 6.4.2. El cuerpo, la oralidad y el sujeto  ·  216 6.4.3. Una ética de la escucha  ·  217



7.  Al límite, en los bordes y en la frontera · 221 7.1. Que tengas un cuerpo para exponer  ·  221 7.2. Resistir al cuerpo contra sí mismo  ·  237 7.3. Un cuerpo hecho de afectos  ·  245 7.4. Poner el cuerpo  ·  251 7.5. Al límite y en la frontera  ·  261 7.6. La salud mental al calor de los demás  ·  270 7.7. Descubrir la humanidad en los bordes  ·  275 7.8. El Cantón  ·  279 7.9. Anestesias del cuerpo político  ·  281

conclusiones · 289

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referencias · 293 Normas, decretos y leyes  ·  306 Entrevistas · 311

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Lista de abreviaturas ado Autodefensa Obrera aid Agencia Internacional para el Desarrollo Anapo Alianza Nacional Popular anuc Asociación Nacional de Usuarios Campesinos apa American Psychological Asociation cgt Central General de Trabajadores Cinep Centro de Investigación y Educación Popular Conadep Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas crac Consejo Regional de Agricultores del Cauca cric Consejo Regional Indígena del Cauca cstc Central Sindical de Trabajadores de Colombia ctc Central de Trabajadores de Colombia das Departamento Administrativo de Seguridad eln Ejército de Liberación Nacional epl Ejército Popular de Liberación farc Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia ffmln Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional Incora Instituto Colombiano de la Reforma Agraria iss Instituto de Seguros Sociales juco Juventud Comunista M-19 Movimiento 19 de Abril mlhc Movimiento de Liberación Homosexual Colombiano moir Movimiento Obrero Independiente Revolucionario uso Unión Sindical Obrera utc Unión de Trabajadores de Colombia

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Agradecimientos Esta investigación fue posible gracias a los anhelos compartidos y a las complicidades construidas con Milena, mi compañera de vida e inspiradora de letras y de sueños. Cuando decidimos, como en un viejo poema nadaísta, poner a girar la esfera para imaginar el lugar del mundo donde queríamos que nuestra vida se eternizara, un cierto empuje de nomadismo nos llevó a recorrer juntos ciudades y lugares espléndidos que hicieron posible la escritura de este texto. Les agradezco a mi padre y a mi madre su paciencia y dedicación en todos los momentos de mi vida; ante su incondicionalidad, el amor rebasa este agradecimiento. Agradezco al Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina haberme concedido las becas doctorales tipo I y II, y al Museo de Antropología de la Universidad Nacional de Córdoba haberme acogido como uno de sus becarios. A Roxana Cattaneo y a Mirta Bonnin les expreso mis más sinceros agradecimientos por su respaldo permanente. Al Institut des Hautes Études Internationales et du Dévelopment de Ginebra, y en particular al profesor Ricardo Bocco, mi gratitud por haberme propuesto un punto de análisis novedoso sobre las sociedades de control y la seguridad nacional; a la profesora Charu Gupta, del Departamento de Historia de la Universidad de Delhi, y al Dr. Babere Chacha, de la Universidad Egerton de Njoro, Kenia, por sus observaciones en materia de género y violencia; a los grandiosos investigadores del Council for the Development of Social Science Research in Africa (Codesria), en Dakar, por haberme abierto sus puertas y permitirme intercambiar con ellos mis avances de investigación en una perspectiva sur-sur. Igualmente, al Watson Institute de la Universidad de Brown por la maravillosa oportunidad de presentar este trabajo ante un nutrido grupo de investigadores de espíritu crítico que alimentaron mis perspectivas. A los profesores Keith Brown, Geri Augusto y Erik Ehn por la generosidad de sus comentarios y recomendaciones, y al profesor Anthony Bogues por animarme a emprender una lectura crítica de Giorgio Agamben y de los estudios decoloniales. A los profesores Félix Vásquez y Lupicinio Iñiguez, del doctorado en Psicología Social Crítica de la Universidad Autónoma de Barcelona, mi reconocimiento por acogerme en esa casa de estudios y por sus valiosas orientaciones. Así mismo, 1

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a la Fundación Carolina por su generoso apoyo durante mi estancia en Barcelona, y a Ángel Nogueira y María Cinta Martorell, quienes, tras un afortunado encuentro en la plaza central de la Universidad Autónoma de Barcelona, llenaron mi biblioteca de nuevos colores. A la Corporación Avre, por su compromiso ético-político con la escucha y por haberme abierto siempre sus puertas. A Ludmila da Silva Catela, Elsa Blair y Carmen Lucía Díaz, por el empeño con que acompañaron esta investigación, por compartir su experiencia con generosidad, por sus permanentes votos de confianza y por su invaluable amistad. A la Facultad de Ciencias Sociales y al Departamento de Psicología de la Universidad de los Andes, mi gratitud por respaldar la publicación de este libro, así como a Beatriz Caballero por permitirme incluir la imagen de Luis Caballero que aparece en la portada y a Martha Rodríguez por facilitarme las fotografías de Jorge Silva que aparecen en el interior. Y a las personas que compartieron conmigo su tiempo y sus recuerdos y así me dieron el privilegio y la responsabilidad de asumir una ética del cuidado de la palabra y de la memoria del otro, una ética de la escucha.

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… poco a poco, estudiando las infinitas posibilidades del olvido, se dio cuenta de que podía llegar un día en que se reconocieran las cosas por sus inscripciones, pero no se recordara su utilidad. Entonces fue más explícito. El letrero que colgó en la cerviz de la vaca era una muestra ejemplar de la forma en que los habitantes de Macondo estaban dispuestos a luchar contra el olvido: «Ésta es la vaca, hay que ordeñarla todas las mañanas para que produzca leche y a la leche hay que hervirla para mezclarla con el café y hacer café con leche». Así continuaron viviendo en una realidad escurridiza, momentáneamente capturada por las palabras, pero que había de fugarse sin remedio cuando olvidaran los valores de la letra escrita. Gabriel García Márquez, Cien años de soledad … esos recuerdos no eran simples; cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etc. Podía reconstruir todos los sueños, todos los entresueños. Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero.

Jorge Luis Borges, “Funes el memorioso”

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Introducción Los días de septiembre Varios de los interrogantes que dieron pie a esta investigación están ligados al mes de septiembre. Tras la muerte del expresidente Julio César Turbay Ayala, el 13 de septiembre del 2005, recordaba con inquietud las historias que había escuchado desde niño acerca de amigos o conocidos de la familia que habían sido detenidos y torturados en las caballerizas de Usaquén, al norte de Bogotá, durante el período de aplicación del conocido Estatuto de Seguridad de Turbay. Recordaba que, durante mi niñez, del tema se hablaba en voz baja y con un halo de misterio que se ligaba a una suerte de complicidad con un secreto. Sin embargo, para el año 2005 sabía poco sobre ese período; en mi conocimiento de la historia colombiana del siglo xx Turbay no era más que una figura presidencial controversial, y en la cultura popular eran comunes los chistes acerca de él. Tras su muerte decidí averiguar por qué en mi memoria sobre ese período se articulaban hechos y lugares de horror, por el silencio a gritos que rodeaba las experiencias de detención y tortura y por los motivos de las representaciones populares del extinto mandatario. Pocos meses antes del fallecimiento de Turbay había asistido al lanzamiento del libro El cadáver insepulto, de Arturo Alape (2005), y, tras una brevísima conversación con él, me sentí exhortado por la audacia y el compromiso con que narraba, desde la ausencia, la vida, la angustia y el sufrimiento, e intrigado por cómo un relato de ficción se entretejía con las memorias de seres humanos de carne y hueso. Sin embargo, no fue sino poco más de un año después de ese septiembre del 2005, tras la muerte de Alape, cuando me encontré con Un día de septiembre, uno de los primeros libros del escritor, en el que recoge testimonios sobre el emblemático paro cívico del 14 de septiembre de 1977, y con el que sentí la persistente inquietud de emprender una investigación sobre las detenciones y torturas que acontecieron a finales de los años setenta. Pronto conseguí aclararme que mi interés no era documentar las experiencias de tortura, ni hacer un balance de sus modalidades, ni mucho menos clasificarlas y compararlas. Si algo sabía por entonces era que indagar por las 5

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experiencias de detención y tortura que habían sucedido hacía treinta años era una tarea compleja; las mismas condiciones del país se erigían como un muro de piedra que dificultaba preguntar, incluso tímidamente, por estos temas. Me encontraba, además, frente a mis propios límites, pues al sentir que me acercaba a hechos dolorosos surgían muchos interrogantes éticos y políticos acerca de lo que significa estar ante el dolor de los demás. Aunque el camino de la investigación me hizo preguntarme por las maneras en que la tortura se inscribe en los cuerpos, me condujo a situar esa pregunta en el entrecruzamiento entre las posibilidades subjetivas de enunciación de esos hechos, las condiciones sociales que limitan o hacen posible la enunciación y los marcos de representación que intentan contenerla, facilitarla o acompañarla. Ya metido de lleno en una investigación sobre la tortura en Colombia, me encontré con el tercer septiembre, el de 1978, es decir, con el de la promulgación del Estatuto de Seguridad Nacional del presidente Julio César Turbay Ayala. Desde ese momento se tornó indispensable comprender un contexto que hizo posible tratar el conflicto social por medio de la criminalización de diferentes formas de protesta, una tarea que me obligó a indagar no sólo por las prácticas de tortura que se hicieron públicas a finales de los setenta, sino también por las razones por las que dichas prácticas —vigentes mucho antes del Estatuto de Seguridad Nacional— eran acalladas o quedaban en la impunidad y el olvido. La política, el silenciamiento y la impunidad se empezaban a ligar con la pregunta por la tortura, y ello suponía reconocer un marco jurídico y epistémico que determinaba e indeterminaba la posibilidad de las detenciones masivas y arbitrarias y la desaparición y tortura de los detenidos, y delimitaba la resonancia social de sus denuncias y testimonios. El avance en la comprensión de este contexto socio-jurídico pronto mostró que no era posible entender la masificación de una práctica encaminada a infligir sufrimientos sobre los sujetos sin un análisis detallado de los procesos de militarización de la sociedad que recorrieron las décadas de los sesenta y setenta en Colombia. Fue, pues, por medio de los ideales de homogeneización, orden y disciplina de la institución castrense como los anhelos de desaparición y borramiento de lo incómodo y lo diferente empezaron a hacerse hegemónicos, en el curso del proceso civilizatorio que presentó a los militares como los defensores de la nación colombiana ante la amenaza del comunismo. La construcción social de esa amenaza terminó por abrirle camino a una manera particular de tratar los conflictos sociales que derivaría en el desdibujamiento y la deshumanización de quienes se atrevieron a cuestionar el orden político dominante, y enseguida a la posibilidad de su detención, desaparición y tortura. La mayoría de estos casos se reunirá en los miles de registros sobre detención y tortura que las nacientes organizaciones defensoras de los derechos humanos en Colombia compilarán, a inicios de los ochenta, a manera de denuncia. Son estos documentos los que

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registran una memoria de las ignominias y sufrimientos, y sus narrativas también se muestran impactadas por la tortura.

Inscripciones significantes: cuerpo, memoria y sujeto Es en virtud de la sistematización de casos de detención y tortura, compilados en los voluminosos textos de las organizaciones de derechos humanos, como esta investigación propone una inflexión en la comprensión de las memorias de los hechos de violencia política en Colombia y liga la reflexión sobre la tortura y sus memorias con el cuerpo y la subjetividad. El desdibujamiento del sujeto y su reducción a un cuerpo-sufriente, propios de la tortura, parecen recrearse ya no sólo en los anhelos de homogeneización, orden y disciplina de la institución militar, sino también, y de una manera inquietante, en los textos redactados para hacer las denuncias. Así, de la misma forma en que el sujeto es borrado con los sufrimientos infligidos durante las detenciones o en que se expone a ser eliminado o desaparecido en el disciplinamiento militar, también es desdibujado en los documentos destinados a hacer visible y denunciar la tortura en el país (obviamente, sin pretenderlo). La tortura se muestra, así, implacable: el sujeto deviene carne sufriente; el cuerpo se escinde del sujeto: se convierte en un mero objeto de la represión, pero toda vez que poco o nada se sabe acerca del sujeto de tales padecimientos, este también deviene objeto de la sistematización y la clasificación de las denuncias. Este borramiento del sujeto parece, no obstante, estar presente también en la escisión —ya clásica— entre los análisis macro (en algunos casos denominados estructurales, y también objetivos), orientados a dilucidar los factores políticos y sociales de la violencia, la guerra y el conflicto armado en Colombia, y los que privilegian las historias de vida y las narrativas testimoniales, o análisis micro (denominados a veces subjetivos). Mientras que a la línea de investigaciones que se concentra en los “factores estructurales” de la violencia (Bolívar, 2003; González et al., 2002; Pécaut, 1987; Sánchez, 1991) se le critica estar desligada de las dimensiones simbólicas y subjetivas, el conjunto de investigaciones que plantea la necesidad de mostrar que las tramas de la violencia se vinculan con las formas de representación, nominación y silenciamiento de la alteridad y la diferencia, y con las experiencias de los sujetos implicados (Blair, 2005; Jimeno, 2008; Sánchez, 2003; Uribe, 1978, 2004), es acusado de terminar por desligar los hechos de violencia de los contextos sociopolíticos en que se producen1. 1 Esta tensión ha estado presente también en la reciente publicación del documento Contribución al entendimiento del conflicto armado en Colombia, de la Comisión Histórica del Conflicto y

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La demarcación de estas tendencias de investigación sobre la violencia se puede explicar, entre otras cosas, por la importancia que tuvo la crítica formulada por Michel de Certeau a la perspectiva abierta por Michel Foucault, en particular en Vigilar y castigar (1976). Certeau planteaba la necesidad de mirar el orden del poder en las tácticas y estrategias que constituyen las prácticas cotidianas de los sujetos (2007), y sostenía que la lógica del análisis del poder de Foucault en Vigilar y castigar dejaba de lado al sujeto, en cierto modo, pues se concentraba en la forma en que “la violencia del orden se transforma en tecnología disciplinaria”. La propuesta de Certeau en La invención de lo cotidiano se dirigía, por su parte, a “exhumar las formas subrepticias que adquiere la creatividad dispersa, táctica y artesanal de grupos o individuos atrapados en lo sucesivo dentro de las redes de vigilancia” (2007: xlv). Certeau afirmaba, así, que no basta con mirar el poder disciplinar y vigilante, sino que también es necesario indagar por lo que los sujetos hacen en su interior y de forma cotidiana2 . La perspectiva de Certeau permite entonces comprender algo que, posteriormente y de un modo diferente, planteará Judith Butler en Marcos de guerra. Con “marcos de guerra” Butler alude a las formas en que los contextos bélicos regulan las “disposiciones afectivas y éticas a través de un encuadre de la violencia selectivo y diferencial” (2010: 13). Estos marcos determinan, por ejemplo, que unas vidas sean consideradas dignas de duelo, mientras que otras no; así, “la capacidad epistemológica para aprehender una vida es parcialmente dependiente de que esa vida sea producida según unas normas que la caracterizan, precisamente, como tal, o más bien como parte de la vida” (2010: 16). Puesto de esta forma, los marcos de guerra tienen efectos sobre las maneras de entablar relaciones con la alteridad; delimitan nuestro modo de comprender la experiencia de sufrimiento sus Víctimas. Como señala Eduardo Pizarro León-Gómez (uno de los dos relatores del informe), la discusión en torno a los factores que han incidido en la violencia en Colombia se mueve entre quienes “defienden la existencia de ‘causas objetivas’ [y quienes] consideran de mayor relevancia las ‘causas subjetivas’, es decir la decisión política de algunos actores políticos y sociales de empuñar las armas” (Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas, 2015: 50). 2 La crítica de Certeau abrió una brecha que ha permitido pensar la violencia desde una perspectiva centrada en el sujeto (Das y Kleinman, 2001) y que ha señalado el camino del descenso a lo cotidiano de Veena Das (1999). Por otra parte, aún es evidente la prioridad de los planteamientos foucaultianos acerca del poder, que han demarcado no sólo una perspectiva teórica, sino también temáticas comunes hoy por hoy en una parte de la tradición de los estudios sobre el cuerpo en América Latina (por ejemplo, la locura, la sexualidad, la corrección del cuerpo femenino, la higiene, la salubridad, la enfermedad, la medicina y la dietética y la racialización de los cuerpos). Esto se manifiesta, en alguna medida, en una reciente publicación compilada por Hilderman Cardona y Zandra Pedraza, Al otro lado del cuerpo, estudios biopolíticos en América Latina (2014). Como en el caso de los estudios sobre violencia, perspectivas analíticas y temáticas diferentes en los estudios del cuerpo han surgido de la mano con las discusiones desarrolladas por Michel de Certeau y Nobert Elias.

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del otro e, incluso, condicionan nuestro lugar epistémico ante el dolor de los demás. Considerados de otro modo, los marcos de guerra inciden —con el conjunto de sus discursos, retóricas, prácticas y lógicas, que promueven la escisión entre el cuerpo y el sujeto— sobre los marcos epistémicos de la relación con lo humano. De modo que el intento de escindir el cuerpo y el sujeto, presente tanto en los entrenamientos de los combatientes como en las formas de la tortura contemporánea, se extendería también, en las gramáticas de la guerra, a las formas de cognición acerca del otro. Sin embargo, como bien sostiene Butler —y esto es lo que la vincula con la perspectiva abierta por Michel de Certeau—, los marcos de guerra tienden a ser altamente exitosos, pero no necesariamente lo son por completo; “tales marcos estructuran modos de reconocimiento, especialmente en épocas de guerra, pero sus límites y su contingencia se convierten en objeto de exposición y de intervención crítica igualmente” (2010: 42). Así, si bien estos marcos de guerra delinean las formas de la relación con el sufrimiento, no basta simplemente reconocer los modos de enmarcación, sino que es preciso intentar, además, reconocer allí a los sujetos implicados. Esto supone, siguiendo la crítica de Certeau a Foucault, no privilegiar en el análisis solamente el aparato productor de la disciplina, sino también los procedimientos cotidianos de los seres humanos, aun dentro de estos marcos, pues Si es cierto que por todos lados se extiende y se precisa la cuadrícula de la “vigilancia”, resulta tanto más urgente señalar cómo una sociedad entera no se reduce a ella; qué procedimientos populares (también “minúsculos” y cotidianos) juegan con los mecanismos de la disciplina y sólo se conforman para cambiarlos; en fin, qué “maneras de hacer” forman la contrapartida, del lado de los consumidores (o ¿dominados?), de los procedimientos mudos que organizan el orden sociopolítico. (Certeau, 2007: xliv)

Se trata pues, de rescatar al sujeto, aun dentro de la disciplina, la vigilancia, la corrección, el encierro y, para este caso, también en la tortura. Pero rescatarlo no significa entenderlo solamente en el anhelado e idealizado lugar de la resistencia, la objeción o la impugnación3. Indagar por el sujeto en esta investigación 3 Es así como la crítica de Certeau no se completa sino a partir, justamente, de un diálogo con los planteamientos posteriores de Michel Foucault, como lo constató el mismo Certeau en “La risa de Michel Foucault” y en “El sol negro del lenguaje: Michel Foucault”, escritos reunidos en Historia y psicoanálisis (2003). Certeau constata que el trabajo de Foucault era un trabajo en proceso, en el que el mismo Foucault habría de reparar críticamente. Y es en la crítica a un saber y a sus efectos de poder y verdad donde se puede entrever que los planteamientos de ambos autores deben ser leídos en razón de tales efectos. Por lo tanto, hay que establecer si el descenso a lo cotidiano no deriva entonces en una forma inesperada de reapropiación, por parte de una

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supuso, por una parte, comprender de qué forma se constituyen estos marcos que delimitan la experiencia subjetiva y que pretenden o anhelan la escisión entre cuerpo y sujeto, y, por otra, rescatar —o reconocer— allí al sujeto, en sus prácticas cotidianas, en sus artes de hacer, aun dentro de las pretensiones de ruptura y fragmentación propias de la tortura. Muchas de esas prácticas podrán ser entendidas como actos de resistencia, solidaridad y afirmación, pero muchas otras como reveladoras de la duda, el desamparo o la soledad. En cualquiera de los casos se mostrarán como evidencia de un sujeto que no se narra aquí como un cuerpo sufriente ni se reduce a los actos infligidos contra su ser. El lector no encontrará, entonces, descripciones de la tortura ni de sus procedimientos, ni mucho menos puestas en escena del cuerpo sufriente y dolido; sino, por un lado, un análisis detallado de las formas en que fue posible constituir un aparato productor de escisiones entre cuerpo y sujeto, y, por otro, un sujeto que se enuncia más allá de las lógicas y gramáticas delimitadas por dicha maquinaria.

Recorrer el cuerpo Esta investigación indaga por las relaciones entre cuerpo, subjetividad y memoria en contextos de violencia política a finales de los años setenta y comienzos de los ochenta en Colombia. Centrado en entender las formas en que la tortura se inscribe en la experiencia corporal y subjetiva, el texto emprende un recorrido por el cuerpo social y político, el cuerpo militar, el cuerpo militante y el cuerpo detenido y torturado. Este recorrido permite recrear las dimensiones que adquieren la represión de los movimientos sociales, la militarización de la vida cotidiana, la configuración de la subjetividad en los movimientos insurgentes y el cuerpo y el sujeto llevados al límite en la detención y la tortura. Y aunque analizados en apartados diferentes, los cuerpos aquí considerados no se fragmentan; por el ciencia, de esos “saberes sometidos”. La crítica foucaultiana puede entonces ser releída a partir de y en torno a la crítica de Certeau. Allí puede emerger una insurrección de los saberes, “no tanto contra los contenidos, los métodos o los conceptos de una ciencia, sino una insurrección, en primer lugar y ante todo, contra los efectos de poder centralizadores que están ligados a la institución y al funcionamiento de un discurso científico organizado dentro de una sociedad como la nuestra” (Foucault, 2008: 22). Sólo allí es posible entender que el recorrido que va de un dolor a un saber (Certeau, 1993a: 213) puede perfectamente recrearse en las investigaciones que llevan a situar las experiencias de dolor en un texto ejemplar, en un documento didáctico o en un trabajo académico sin cuestionar el problema ético y político que entraña determinada práctica. Ello implica, finalmente, entrever al sujeto implicado no sólo en las experiencias límite que constituyen los hechos de violencia, sino también en los marcos conceptuales y teóricos que intentan narrarlo y explicarlo.

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contrario, intento considerarlos y analizarlos en un tejido que redimensiona la experiencia de los sujetos a partir de sus vínculos afectivos, sociales y políticos y en virtud del reconocimiento de su agencia —actuantes y dinámicos— ante las formas de contención y represión. El libro está dividido en tres partes. La primera abarca los capítulos 1.°, 2.° y 3.°; la segunda, los capítulos 4.° y 5.°, y la tercera comprende los capítulos 6.° y 7.°. En la primera parte se discuten los que he denominado dispositivos biopolíticos de la seguridad nacional en Colombia, entendidos como mecanismos mediante los cuales se promueven lógicas de subjetivación y desubjetivación ancladas en las ideas de amenaza y seguridad. El capítulo 1.° da comienzo a este análisis ocupándose del paro cívico del 14 de septiembre de 1977, y explica cómo este hecho se constituyó en la expresión de un movimiento cívico de gran fortaleza que será reprimido por medio de su caracterización como práctica subversiva, de la aplicación indiscriminada del estado de sitio y de la paulatina militarización de la sociedad. Los capítulos 2.° y 3.° analizan la lógica que entraña la práctica de estas formas de tratamiento de la conflictividad social, una práctica que se concretó en la implementación de la doctrina de la seguridad nacional, en el aumento de las funciones judiciales de las Fuerzas Militares y en un uso habitual de la figura de estado de sitio a lo largo de la segunda mitad del siglo xx. El análisis que presentan estos capítulos muestra el carácter biopolítico de los dispositivos implementados en aras de la seguridad nacional, basados en una lógica inmunitaria que promueve una defensa del cuerpo social basada en la violencia, la promoción del miedo y la generalización del enemigo interno. Se argumentará que las pretensiones de seguridad y defensa de estos dispositivos terminan por estimular una negación de la diferencia y una afirmación de los valores nacionales. En esta primera parte el trabajo se apoyó en la revisión de los periódicos El Tiempo, El Espectador, El País, El Siglo, El Colombiano, Voz Proletaria y El Bogotano, y de las revistas Alternativa, Controversia, Cromos y Semana entre 1978 y 1982; por otra parte, se sistematizaron todos los decretos publicados entre 1960 y 1982 promulgados durante las declaratorias de estado de sitio, con base en el trabajo realizado por Gustavo Gallón (1979). Es importante advertir que el recorrido de la primera parte pretende constituir un panorama complejo del cuerpo y la subjetividad en contextos de violencia política. En tal sentido, se busca subrayar que las prácticas de tortura no pueden ser explicadas si no se comprenden el contexto socio-jurídico colombiano que hizo de la excepcionalidad la norma y el contexto sociopolítico que, como en otros países latinoamericanos durante el mismo período, exacerbó un proyecto civilizatorio orientado por la idea de atacar y borrar lo que se consideraba disfuncional, diferente o incómodo para la nación idealizada —por entonces— a través de las retóricas de la Guerra Fría. El lector podrá ver cómo estos ­contextos se

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expresan en la idea de un cuerpo social al que se busca proteger de una presunta enfermedad que lo amenaza a medida que se extiende en su interior. En la segunda parte se profundiza, por un lado, en los efectos que los dispositivos estudiados producen en la sociedad y la política colombianas, expresados en un proceso de militarización del cuerpo social, y, por otro, en las objeciones e impugnaciones que se gestan en la que he denominado performatividad insurgente; en este último caso he tomado como referencia las acciones y las narrativas del Movimiento 19 de Abril (M-19) contra el militarismo y la seguridad nacional. El capítulo 4.° examina, así, el proceso de militarización del cuerpo social, atendiendo a los decretos y leyes que determinaron la atribución de las funciones de control social, político y judicial a las Fuerzas Militares, y analiza los valores defendidos y el tipo de sujeto anhelado por los militares colombianos en la época y su articulación con una concepción disciplinada y homogénea de la sociedad. Con este fin se revisaron todos los números de la Revista de las Fuerzas Armadas publicados entre 1960 y 1982, las publicaciones realizadas por los generales colombianos que fueron ministros de Defensa o comandantes de las Fuerzas Militares en el mismo período y algunos manuales de contrainsurgencia implementados por el Ejército nacional. El capítulo 5.° muestra, con base en una revisión de las entrevistas concedidas por la comandancia del M-19, de los libros publicados por los integrantes del grupo y de algunos de sus documentos programáticos, las formas en que este movimiento propuso una ruptura con las concepciones oficiales de la nación y la democracia y con la noción idealizada del militante insurgente, de manera que le formuló una profunda objeción al militarismo —a sus valores, a sus ideales de ciudadanía y a su idea de cuerpo-armado— y provocó una fuerte reacción represiva por parte del Ejército. Como consecuencia de ello fueron detenidos y torturados la gran mayoría de los integrantes de dicho grupo guerrillero e integrantes de diversos movimientos sociales. La segunda parte permitirá comprender, justamente con base en la pretensión de inmunizar el cuerpo social analizada en la primera parte, los procesos dirigidos a la militarización del cuerpo ciudadano que se extienden por la vida cotidiana del país, incluso hasta nuestros días, así como una de las expresiones de oposición a sus gramáticas y retóricas. La tercera parte profundiza en las denuncias que se empezaron a formular a finales de la década de los setenta con la finalidad de develar el ejercicio de la tortura por parte de los militares colombianos. Procuro explicar cómo, si con la represión el conflicto social era tratado como una práctica subversiva que legitimaba el intento de borramiento del sujeto a través de la desaparición y la tortura, en el proceso de denunciar y hacer visibles los delitos cometidos por el Estado el sujeto termina también por ser desdibujado. El capítulo 6.° estudia el borramiento que resulta de los intentos de representar y sistematizar las prácticas sistemáticas que llevan al límite a los sujetos. Los documentos de denuncia acerca

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de detenciones y torturas difundidos por el Comité Permanente por los Derechos Humanos4, el Comité de Solidaridad con Presos Políticos5, Amnistía Internacional y el Cinep6 se constituyeron tanto en fuente de información como en objeto de análisis. Estos documentos proveyeron información de gran utilidad para la investigación, pero al mismo tiempo fueron analizados en virtud del campo de representación en que se inscriben. Finalmente, el capítulo 7.° intenta rescatar al sujeto desdibujado tanto por la tortura como por las prácticas de representación y sistematización gestadas en la denuncia. El capítulo muestra en qué medida la memoria de ese sujeto (hombres y mujeres víctimas de la tortura) interpela a las prácticas que persiguieron su borramiento y a las narrativas que pretendieron desdibujarlo. La tercera parte finaliza, de este modo, con un recorrido por las narrativas de quienes, habiendo sido puestos al límite en la tortura, dan cuenta de sus emociones, vínculos y afectos y afirman en su experiencia subjetiva un más allá del cuerpo sufriente.

El camino de las entrevistas En medio del afán investigativo, se tiende a considerar demasiado tarde las inconveniencias y las dificultades de intentar entrevistar a personas que han sufrido hechos de violencia. En mi caso, se trataba de víctimas de detenciones y torturas que se llevaron a cabo a finales de los años setenta en Colombia. 4 El Comité Permanente por los Derechos Humanos tuvo su origen en el Foro Nacional por los Derechos Humanos y las Libertades Democráticas celebrado en Bogotá durante los días 30 y 31 de marzo y 1.° de abril de 1979. El Foro fue un escenario que convocó a diversos sectores de la sociedad colombiana a discutir las violaciones de los derechos humanos que se venían presentando en el país como resultado de las medidas de represión del gobierno de Turbay Ayala. Tras el Foro se acordó crear un comité de carácter permanente que recibiría las denuncias y acompañaría a las víctimas y a sus familiares en los trámites ante las autoridades, adelantaría acciones de cabildeo con organizaciones internacionales y llevaría las denuncias a los medios de comunicación. 5 El Comité de Solidaridad con Presos Políticos surgió en 1973 a raíz de la detención de varios dirigentes sindicales de la uso que participaban en una huelga de la industria del petróleo. Los sindicalistas fueron capturados y procesados en un consejo verbal de guerra.  6 El Cinep fue creado en 1972 como una fundación sin ánimo de lucro de la Compañía de Jesús. Sus orígenes se remontan al año 1944, con la conformación de la Coordinadora Nacional de Acción Social. Desde entonces se ha enfocado en la investigación y la promoción de las organizaciones populares. A finales de los setenta se constituyó en una organización defensora de los derechos humanos, con una Oficina de Derechos humanos que investigaba y daba asesoría para buscar a desaparecidos y víctimas de detenciones y torturas y para hacer las denuncias correspondientes. Estas actividades dieron origen, en 1987, al Banco de Datos de Derechos Humanos y Violencia Política, que sistematiza información relativa a las violaciones de los derechos humanos en Colombia.

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El principal problema —que se esbozaba como un problema estrictamente metodológico o incluso de factibilidad— era cómo y por medio de quién establecería un contacto con estas personas y a cuenta de qué iban a hablar conmigo sobre sus experiencias. Este punto, sin embargo, fue pasando de ser un problema metodológico a ligarse con el problema mismo de la investigación: el afán inicial fue confrontándose con las condiciones de producción de las entrevistas acerca de situaciones límites. Las condiciones sociales y estructurales se ligaban entonces con las condiciones subjetivas y simbólicas de la producción de los testimonios. Esta ligazón, expresada como posibilidad y límite de la realización de mis entrevistas, se constituía en reveladora de esas inscripciones significantes de la tortura, y no ya como un simple reto metodológico. Fueron las condiciones sociales, éticas, psíquicas, afectivas y epistémicas las que mediaron en la producción de los testimonios sobre la tortura. De esta manera descubrí lo que implica hacer de una investigación una experiencia intersubjetiva, pues quienes accedieron a hablar conmigo lo hicieron fundamentalmente porque se sintieron interpelados por el contexto en que se inscribió mi investigación. Al mismo tiempo que en el país se empezaba a hablar de las víctimas de la violencia política, de los crímenes de Estado y de la memoria, las víctimas seguían —y siguen— siendo amenazadas y asesinadas; en todo caso, silenciadas. Esto supuso que sólo a través de un vínculo de confianza se podía establecer una “entrada” al campo de las entrevistas. Lo que me permitió contactar a las personas que quería entrevistar fue un profundo lazo de afecto entre la primera persona que entrevisté y las demás, con quienes ella me puso en contacto, y, en seguida, un voto de confianza, gestado en la relación entre ellas y yo. Mientras unas personas accedieron a hablar conmigo casi de inmediato, otras tardaron más de un año en responder a mi solicitud; otras no respondieron, y otras que respondieron, en la entrevista me propusieron una conversación sobre otros temas. El problema metodológico de la selección y del muestreo se tornó, entonces, un problema ético, político y epistémico que ligaba la memoria con el silencio y con el cuerpo que así dibujaba los límites de la representación del sufrimiento. La selección que supuestamente iba a hacer de mis entrevistadas se convirtió así en la elección que ellas hicieron de mí, en tanto que hablaron conmigo sobre lo que podían y querían hablar7.

7 La entrevista, concebida ya no sólo como una técnica de recolección de información sino como el escenario en el cual se gestiona un indecible, a partir del encuentro con el otro, ha sido estudiada por Veena Das (1996). Por su parte, Ludmila Da Silva Catela (2001), en su investigación sobre las memorias de los familiares de desaparecidos en Argentina, subraya la importancia de la construcción de confianza y de devolver las entrevistas transcritas. Alejandro Castillejo (2009), en su investigación sobre “los siete de Gugulethu”, en Sudáfrica, plantea la relevancia de inscribir el proceso de investigación en una ética de la colaboración. Siguiendo estos planteamientos, en

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Aunque en el país, en los últimos años, se habla sobre la importancia de la memoria de las víctimas de la violencia, las opciones para que las víctimas hablen son limitadas, por causa de las amenazas que aún se ciernen sobre ellas8. En esa medida, la realización de las entrevistas para esta investigación supuso un contacto previo con las personas a entrevistar, y un diálogo inicial; en la mayoría de los casos fue necesario referir a un conocido común o establecer un encuentro a través de él. Sólo tras este contacto previo fue posible empezar a establecer confianza con las personas contactadas, y luego realizar la entrevista. Mientras en algunos casos el tiempo entre este contacto previo y la entrevista fue de un par de semanas, en otros requirió varios meses. En otros casos, aunque se dio el contacto previo, no fue posible llevar a cabo la entrevista por distintas razones expresadas por la persona contactada. De hecho, fueron muchas más las personas contactadas que las efectivamente entrevistadas. El proceso de la investigación estuvo de muchos modos articulado a unas condiciones sociales de producción de los testimonios que hicieron posibles, en ocasiones, las entrevistas, y en otras las impidieron. Así, las entrevistas realizadas no obedecieron a un proceso de selección o muestreo, sino que estuvieron ancladas a estos lugares de producción. Sin pretenderlo, la gran mayoría de las personas que entrevisté fueron mujeres. No era mi propósito hacer un estudio de género sobre la tortura, aun cuando indudablemente la tortura contra las mujeres tiene unas características particulares que merecen ser estudiadas. En todo caso, fueron ellas las que hablaron conmigo, las que hicieron la elección de compartir conmigo sus experiencias, y ello ligó a y en la investigación el cuerpo, la oralidad y los afectos. En la investigación se trabajó con base en trece entrevistas realizadas entre 2008 y 20109. Siete corresponden a personas que fueron militantes del M-19, dos a militantes de otros movimientos de la época, una a un líder indígena del cric y tres más a personas no indígenas que respaldaron el trabajo del cric en los años setenta10. Haber concentrado mi investigación en el cuerpo y en el intento de recuperar al sujeto desdibujado en su representación me permitió descubrir que el cuerpo está invadido de afectos, de lazos sociales que lo envuelven o que lo tiemplan, que lo sostienen o que lo aprietan; el cuerpo, aun en las condiciones de sufrimiento, es ese lazo social que lo constituye. Acaso por eso, las que hay aquí son historias de batallas y de luchas, de desamparo, incertidumbre, miedo, terror Aranguren (2008) subrayo la necesidad de adoptar una ética de la escucha en la relación que se establece con los entrevistados, y de reconocer los límites del proceso investigativo. 8 Al respecto, véase Aranguren (2012). 9 Aunque se realizaron otras entrevistas, no son consideradas en esta publicación. 10 Las entrevistas aparecen referidas con dos letras para proteger la identidad de las personas. Sólo aparecen los nombres de quienes dieron su consentimiento expreso para ello.

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y sufrimiento, pero también de victorias de la dignidad, de la vida y del amor. Quienes han hablado aquí han superado varios retos. Han vencido la muerte que vislumbraron cuando fueron detenidas y que algunas desearon cuando eran torturadas, han vencido en un enfrentamiento consigo mismas al que fueron llevadas por la agonía y el padecimiento. Pero también son cuerpos colectivos que vencieron a una soledad sufriente que buscaba hacerlos sentir fracturados y traicionados, que vencieron a una institucionalidad que intentó despojarlos de su humanidad y que vencieron tanto a las narrativas del silenciamiento como a las de la representación del sufrimiento. Esta investigación ha querido que la memoria de las personas entrevistadas interrogue a estos contextos de producción, a sus narrativas y a sus representaciones, y no a la inversa.

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Primera parte Los dispositivos biopolíticos de la seguridad nacional en Colombia durante los años setenta: inmunización, seguridad deshumanizante y excepción normalizada

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Imagen 1. “Requisa a una familia” (1978). Fuente: Fotografía de Jorge Silva, de la serie “Estado de sitio”.

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1 La común-unidad El 20 de agosto de 1977 las principales organizaciones sindicales del país confluyeron en un propósito: la realización de un paro cívico nacional, que se fijó para el 14 de septiembre del mismo año. La confluencia de las centrales obreras en la idea de un paro nacional constituía una verdadera novedad, no sólo porque todas ellas respondían a intereses de partido que las distanciaban entre sí, sino porque la idea de realizar un paro a nivel nacional era prácticamente un hecho inédito para los trabajadores colombianos. Mientras que las filiaciones partidistas de las centrales sindicales reflejaban la lógica política de la alternancia del poder concertada por los partidos Liberal y Conservador durante el Frente Nacional, la realización del paro cívico de trabajadores tenía antecedentes en las diversas huelgas organizadas por miles de trabajadores en los años previos1. Antes del paro cívico nacional el gobierno de López Michelsen había afrontado varias huelgas de trabajadores, entre ellas la de los trabajadores de Riopaila, que movilizó a “más de 200.000 trabajadores durante 6 meses”; asimismo “la huelga escalonada en el sector bancario; la huelga de los maestros; la huelga de los empleados de la Administración Pública y las huelgas en grandes empresas tales como la fábrica de gaseosas Colombiana, tejidos Vanitex, entre otras” (Carrillo, 1981: 27). El paro de los trabajadores cementeros, la huelga en Indupalma y el paro de la uso en Barrancabermeja constituyeron los hechos más significativos en materia de organización obrera. Las centrales obreras definieron la realización del paro cívico nacional para el 14 de septiembre de 1977 luego de haber formulado un petitorio al Gobierno nacional que fue desatendido por el presidente de la República. Solicitaban una disminución de los costos de los servicios públicos y el restablecimiento de derechos laborales. El Gobierno concertó una reunión con los líderes sindicales 1 La ctc, fundada en 1938, era de orientación liberal, turbayista; la utc, fundada en 1946, era de orientación conservadora; mientras que la cstc tuvo su origen en los sindicatos comunistas expulsados de la ctc. La cgt, por su parte, realizó su primer congreso en junio de 1977 y se declaró autónoma frente al Gobierno (Carrillo, 1981).

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a la que el presidente de la República, Alfonso López Michelsen, no asistió. Los sindicalistas se quedaron durante varias horas con el grupo de ministros, en una reunión que los primeros calificaron de “encerrona”. El gobierno de López subestimó la posibilidad de que se efectuara un paro cívico nacional, toda vez que consideraba que contaba con el respaldo de un sector sindical. Por tal razón, el presidente optó por viajar a Estados Unidos y desestimar los reclamos de las centrales obreras. El paro se convocó en razón de los elevados costos de vida que caracterizaron el período de gobierno del “mandato claro” 2, y orientado por una consigna contra el aumento de los precios de los servicios públicos. El desborde inflacionario al que se llegó durante 1977 fue de tal magnitud que el salario real de los trabajadores disminuyó su capacidad adquisitiva entre un 13 y un 20 %; durante ese año se realizaron tres aumentos salariales, pero el costo de los alimentos aumentó casi en un 60 % (Santana, Suárez y Aldana, 1982). El acuerdo de las centrales sindicales de realizar un paro cívico nacional tuvo un eco generalizado en diferentes sectores sociales que vieron diezmado su poder de compra o incrementado su nivel de pobreza. Aun cuando el presidente López desatendió las concertaciones con las centrales obreras y desestimó la posibilidad del paro nacional, algunas semanas antes del 14 de septiembre expidió, con el amparo del estado de sitio, declarado el 7 de octubre de 19763 con ocasión de la huelga realizada por los médicos del iss, dos nuevos decretos vinculados con la eventualidad del cese de actividades. El 26 de agosto de 1977 el Gobierno nacional dicta el Decreto 2004, que ordena el arresto inconmutable de 30 a 180 días para “quienes dirijan, promuevan, fomenten o estimulen en cualquier forma el cese total o parcial, continuo o escalonado, de las actividades normales de carácter laboral o de cualquier otro orden”. Así mismo, el 2 de septiembre del mismo año expide el Decreto 2066, por el cual se restringen las informaciones y los comentarios relativos a paros “ilegales”, y quedan autorizados únicamente los boletines de prensa oficiales del Gobierno.

2 Eslogan de campaña y nombre del plan de desarrollo del gobierno del presidente López, que, popularmente, se conoció como el gobierno del “mandato caro” por los elevados precios de los alimentos. 3 Durante el período de López (1974-1978), igual que en los gobiernos previos, se apeló a la declaración del estado de sitio. En el caso de López el recurso al estado de sitio incluyó inicialmente su declaración parcial (sólo en algunas regiones) durante la segunda quincena de junio de 1975, y entre el 26 de junio de 1975 y junio de 1976 en todo el territorio nacional. Se volvió a aplicar de manera total entre el 7 de octubre de 1976 y el 7 de agosto de 1978 (día en que terminaba el período presidencial). La declaración del estado de sitio durante el gobierno de López incluyó la expedición de medio centenar de decretos que, en su mayoría, estuvieron destinados a declarar la ilegalidad de las movilizaciones sociales, judicializar las acciones de trabajadores sindicalizados y darles mayor poder jurídico a las Fuerzas Militares (Gallón, 1979).

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Estos decretos se sumaban a los tres ya expedidos bajo el estado de sitio que “ampliaban las funciones de la justicia penal militar y daban atribuciones a los comandantes de brigada para aplicar sin contemplaciones y sin fórmula de juicio sanciones a los promotores de desórdenes” (Santana, Suárez y Aldana, 1982: 41). Entre estos decretos estaba el 2195, mediante el cual se establecía el arresto inconmutable para ‒ quienes reunidos perturben el pacífico desarrollo de actividades sociales ‒ quienes realicen reuniones públicas sin el cumplimiento de las formalidades legales ‒ quienes obstaculicen el tránsito de vehículos o personas en vías públicas y ‒ quienes coloquen escritos ultrajantes (o dibujos) en vía pública [sic]

Por su parte, el Decreto 2578 del 8 de diciembre de 1976 agregaba sanciones pecuniarias y penales para aquellas personas que “por sus antecedentes, hábitos o formas de vida, estén en situación que haga temer que van a incurrir en delito o contravención; [y] los que de ordinario deambulen por las vías públicas en actitud sospechosa en relación con los bienes o personas” (énfasis agregados). Pese a las medidas de represión contra los trabajadores y contra las movilizaciones populares, el 1.° de septiembre fue convocado por todas las centrales obreras del país, en medio de una gran manifestación que recorrió el centro de Bogotá hasta la estación de trenes de la Sabana, el paro cívico nacional para el día 14. La noche del 12 de septiembre el presidente López intervino por radio y televisión con la intención de mostrar que no existían razones justificadas para efectuar la jornada de protesta y amenazar a quienes participaran en ella: El miércoles próximo en las horas de la noche me propongo regresar a la televisión e informar a mis conciudadanos sobre el resultado del paro, en la seguridad de que así como el Gobierno cumple rigurosamente con los deberes constitucionales, apoyado por la opinión pública, y por las Fuerzas Armadas, dentro del binomio Corte Suprema de JusticiaFuerzas Armadas, a su turno quienes se coloquen por fuera de la ley tendrán que sufrir las consecuencias de la posición que voluntariamente van a adoptar. (López Michelsen, alocución del 12 de septiembre de 1977, citada en Delgado, 1978: 190)

Por su parte, el Ministerio de Trabajo había enviado una circular a todos los alcaldes y empresas del país para recordarles las medidas adoptadas contra los trabajadores que “organicen, dirijan, impulsen o participen en el paro nacional”.

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Estas medidas incluían, además del arresto hasta por 180 días, la posibilidad de ser retirados de sus puestos de trabajo por la simple vía de una carta de licenciamiento, el despido sin necesidad de autorización judicial ni indemnización para empleados públicos, la suspensión de la remuneración durante un período de seis a doce meses para quienes participaran en el paro y la suspensión durante un período de dos a seis meses o definitiva de la personería jurídica a los sindicatos que se sumaran a él (Carrillo, 1981: 28-30). El paro cívico del 14 de septiembre de 1977 tuvo gran acogida en varias ciudades, aunque no se extendió a todo el país. En ciudades como Bogotá, Barranquilla, Cali y Barrancabermeja se registró una parálisis del transporte urbano que posibilitó el cese generalizado de las actividades laborales. La protesta adoptó un carácter urbano que contrastó con las movilizaciones sociales rurales extendidas en diferentes regiones de Colombia durante la época. De hecho, en Bogotá no solamente duró 48 horas, sino que además paralizó actividades laborales, burocráticas y comerciales que tenían impacto y visibilidad en el resto del país. Tanto por el tipo de protestas que tuvieron lugar en los barrios populares de la capital como por la influencia que tuvieron las organizaciones barriales durante la jornada, el paro del 14 de septiembre se puede entender mejor si se le atribuye un carácter cívico-urbano en lugar de un perfil estrictamente laboral (Santana, Suárez y Aldana, 1982: 41). Así, además de constituir un primer esfuerzo conjunto de las centrales sindicales, develó la fuerza de las luchas barriales y el descontento generalizado no sólo con los altos costos de los alimentos y los servicios públicos, sino también con las prácticas autoritarias amparadas por las declaratorias de estado de sitio. Los bloqueos del transporte público en diferentes ciudades fueron una expresión del carácter popular del movimiento y descubrieron un descontento generalizado ante las medidas de represión adoptadas por el Gobierno4.

4 Es importante considerar cómo el programa de Acción Comunal, una iniciativa gubernamental destinada a implementar intervenciones militares en las zonas barriales, se transformó en comités barriales y cívicos que organizaron protestas y paros en diferentes ciudades. De hecho, “algunas juntas organizadoras de paros ni siquiera cambiaron de nombre; los instrumentos de integración-participación se convierten en instrumentos de protesta, conservan el mismo nombre pero cumplen una labor diferente más de acuerdo con los intereses populares” (Carrillo, 1981: 66). Esta transformación fue muy similar a la que se dio como resultado de la implementación de las asociaciones de usuarios campesinos creadas por el presidente Lleras Restrepo para garantizar el apoyo popular a sus medidas agrarias. La anuc pronto adquirió independencia y llevó sus exigencias más allá de los límites establecidos por el Gobierno. Las diferencias se agudizaron durante la presidencia de Pastrana Borrero, quien creó una nueva liga de asociaciones, declaró ilegales las primeras y ordenó la represión del movimiento campesino. Durante el gobierno de López Michelsen, con base en el Decreto 2578 del 8 de diciembre de 1976, se expidieron medidas represivas contra la invasión de tierras (Fals Borda, 1978; Rudqvuist, 1983).

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Como se anotó, en Bogotá el paro se extendió hasta el 15 de septiembre. La noche del 14 el alcalde de la ciudad, Gaitán Mahecha, declaró el toque de queda desde las 8 p. m. hasta las 5 a. m. El saldo del paro en todo el país fue de 28 muertos, casi 4000 detenidos y más de 200 heridos. La mayoría de las víctimas mortales, según la revista Alternativa (1977, n.° 137: 21), fueron jóvenes que participaron en las protestas en los barrios populares de la capital y que fueron asesinados por disparos de la Fuerza Pública5. En Bogotá, la mayoría de los detenidos fueron concentrados en improvisados centros masivos, como el estadio El Campín, el estadio de Techo y la plaza de toros6. La noche del 14 de septiembre se transmitió una alocución del presidente López que había sido grabada con anterioridad (Alape, 1980: 120); pretendía dar un parte de tranquilidad y anunciar que el paro había sido un completo fracaso. Mientras tanto, en diferentes barrios de la capital y de otras ciudades, las manifestaciones sociales y la represión continuaban. Con el discurso del presidente López se correspondían las informaciones que circularon en los principales medios de comunicación —restringidas por los decretos expedidos bajo el estado de sitio—, que hablaban de la normalidad del transporte mientras Bogotá estaba totalmente paralizada. «No se trataba de un paro reivindicativo, sino de una huelga puramente política preparada por la subversión y los enemigos del gobierno», dijo esa noche el Presidente en su discurso, que entre otras cosas había sido grabado con varias horas de anticipación. Negó que en Colombia hubiera existido un paro cuando todos lo habían vivido, y agradeció a los trabajadores el apoyo brindado a su gobierno. (Carrillo, 1981: 239)

Varios medios de comunicación se encargaron de reproducir las informaciones oficiales, incluso varios días antes y varios días después del paro. En los editoriales del periódico El Tiempo del 1. ° al 20 de septiembre de 1977 puede reconocerse la circulación de la postura oficial y la condena del paro cívico, considerado una actividad subversiva, terrorista y marxista que se extendía peligrosamente entre los menores de edad. Declaraba uno de tales editoriales que

5 Según cálculos propios, basados en información del periódico El Bogotano y de la revista Alternativa y en el trabajo periodístico de Arturo Alape (1980), el promedio de edad de las personas asesinadas fue de diecinueve años. 6 Algunos testimonios recogidos por Arturo Alape cuentan que varios de los detenidos que fueron llevados al estadio El Campín fueron recibidos por los policías con una “calle de honor”, es decir, con golpizas y garroteras. También cuentan que varios de los detenidos eran niños y jóvenes que fueron constantemente despertados durante la noche por chorros de agua arrojados por los policías (Alape, 1980: 100-120).

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En los desdichados sucesos que vivió el país y que especialmente padeció Bogotá con motivo del disfrazado y subversivo paro cívico decretado y organizado por las cuatro centrales obreras, suceso que degeneró en una serie de bochornosos, delictuosos y peligrosos episodios, por fortuna develados oportuna y laudablemente por las fuerzas del orden, pudo observarse para pasmo e indignación de las gentes de bien, la presencia beligerante de menores de edad, realmente adolescentes, que formaban la audaz y colérica vanguardia de los amotinados, seguramente obligados por los desaforados extremistas. […] No es esta propiamente la escuela que se merece la infancia colombiana, pero como se ha perdido el sentido de la responsabilidad y se quiere hacer daño a las instituciones, no se vacila en los medios, concretamente en escoger a los niños, para comprometerlos con la asonada, como si estuviesen ya adoctrinados por los agentes extremistas de un marxismo que comienza a infiltrarse desde la enseñanza primaria. Como táctica, no puede ser esta más espantosa y escandalosa, en cuanto acusa una perversidad que llega a la podredumbre moral. (El Tiempo, 18 de septiembre de 1977: 3A, énfasis agregados)

Otro editorial sostiene que El capítulo del día 14 aún está abierto para penetrar en la personalidad de una niñez que se asoma a la pubertad mostrando síntomas de peligrosidad evidente, como prueba de que no todo marcha bien dentro del sistema educacional o del familiar, donde han forjado su vida. (El Tiempo, 19 de septiembre de 1977: 4A)

La nominación de las actividades de protesta como un peligro social inminente, e incluso como una práctica de infiltración y contagio, es parte de una narrativa construida en Colombia y en muchos países de América Latina en torno al comunismo, el marxismo y las actividades políticas de izquierda. Dicha narrativa circulaba en el país de la mano de las políticas de contrainsurgencia implementadas por el Estado colombiano desde el inicio de la década de los sesenta y promovidas por Estados Unidos. En el caso del paro cívico de 1977, incluso las mismas centrales sindicales se enfrentaban en calurosas discusiones acerca de la incompatibilidad entre un autodenominado “sindicalismo democrático” y el llamado “sindicalismo comunista” (Santana, Suárez y Aldana, 1982: 36). Las narrativas sobre las posiciones de izquierda que circulaban en la sociedad les permitieron a los gobiernos, en diferentes situaciones, caracterizar como práctica subversiva y amenaza contra los intereses nacionales todo tipo de protesta popular.

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Una revisión de los decretos nacionales expedidos entre 1965 y 1978 para controlar o disminuir la protesta social, sumada a la organización de los estados de sitio propuesta por Gallón (1979), permite identificar algunas tendencias: (a) calificar de interés nacional y público distintas actividades laborales, con el propósito de restringirles a los trabajadores oficiales la posibilidad de hacer huelgas; (b) declarar la ilegalidad de todos los paros de trabajadores; y c) calificar las formas de expresión del movimiento cívico como delitos contra la seguridad del Estado (véase el cuadro 1).

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Limita el derecho de reunión exigiendo que las manifestaciones públicas, reuniones o desfiles cuenten con una solicitud con antelación de ocho días y autorización del Gobierno nacional.

Faculta a gobernadores, intendentes, comisarios y alcaldes para restringir la circulación de personas y vehículos, decretar el toque de queda, efectuar revisión previa de la prensa y prohibir la difusión de noticias.

Decreto 3093 del 24 de noviembre de 1965

Decreto 1690 del 13 de octubre de 1969

Decreto 591 del 21 de abril de 1970

Reforma

Declara en interinidad a los empleados públicos y faculta a los ministros, jefes de departamento y directores de entidades oficiales para declarar la vacancia de los cargos de quienes insistan en el cese de actividades; autoriza al Ministerio de Trabajo para suspender y cancelar la personería jurídica de los sindicatos que participen en la cesación de actividades.

Decreto y fecha de expedición

Cuadro 1

Califica de interés nacional actividades laborales para restringir la posibilidad de huelgas Declara la ilegalidad de los paros de trabajadores

Decretos expedidos entre 1965 y 1978 relacionados con las protestas sociales de trabajadores

Califica las manifestaciones del movimiento cívico como delitos contra la seguridad del Estado

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Faculta al presidente, al ministro de Gobierno y al ministro de Defensa para designar interventores en empresas de servicio público; autoriza la destitución de personal.

Establece como contravenciones perturbar el normal desarrollo de las actividades sociales y escribir leyendas, y fija arresto inconmutable de sesenta días por lo primero y quince por lo segundo.

Impone el toque de queda, la prohibición de formar grupos de más de tres personas y requisas de personas y de vehículos.

Prohíbe reuniones políticas, manifestaciones públicas, concentraciones religiosas, estudiantiles o laborales, actos cívicos y espectáculos públicos.

Decreto 598 del 22 de abril de 1970

Decreto 637 del 30 de abril de 1970

Decreto 1129 del 19 de julio de 1970

Decreto 1131 del 19 de julio de 1970

Decreto 610 del 25 de Autoriza la retención de personas por orden escrita de los comanabril de 1970 dantes de guarniciones militares.

Decreto 596 del 21 de Prohíbe reuniones, manifestaciones, concentraciones y espectáabril de 1970 culos públicos.

Decreto y fecha de expedición

Califica de interés nacional actividades laborales para restringir la posibilidad de huelgas Declara la ilegalidad de los paros de trabajadores

Califica las manifestaciones del movimiento cívico como delitos contra la seguridad del Estado

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Reforma

Prohíbe reuniones, manifestaciones y desfiles políticos, estudiantiles, laborales y de otro orden; y asimismo actos cívicos y espectáculos públicos.

Faculta al presidente y al ministro de Educación para ordenar la suspensión de tareas en centros docentes de educación superior y media cuando estudiantes o profesores promuevan paros o asambleas o inciten la participación en manifestaciones, y faculta a determinadas autoridades para suprimir auxilios oficiales y para cancelar la licencia de funcionamiento y la aprobación de universidades y colegios vinculados con estos hechos.

Faculta a alcaldes para conceder permisos de realización de manifestaciones, reuniones o desfiles, previa solicitud con cinco días de anticipación.

Decreto 252 del 26 de febrero de 1971

Decreto 580 del 16 de abril de 1971

Decreto 78 del 28 de enero de 1971

Establece el toque de queda y el control de la circulación de Decreto 251 del 26 de personas, y prohíbe la formación de grupos de más de tres perfebrero de 1971 sonas.

Decreto y fecha de expedición

Califica de interés nacional actividades laborales para restringir la posibilidad de huelgas Declara la ilegalidad de los paros de trabajadores

Califica las manifestaciones del movimiento cívico como delitos contra la seguridad del Estado

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Amplía la competencia de la justicia penal militar para juzgar actos de violencia, amenazas y daños cometidos contra empresas e industrias.

Faculta al Gobierno para declarar la ilegalidad de las huelgas.

Faculta a los alcaldes para imponer toque de queda y ley seca y prohibir manifestaciones, desfiles y reuniones públicas.

Establece como contravenciones sujetas a arresto inconmutable la reunión tumultuaria que perturbe el pacífico desarrollo de actividades sociales (60 días de arresto), la reunión no autorizada (15 días), la obstaculización del tránsito (30 días) y desobedecer a la autoridad (30 días).

Decreto 1518 del 4 de agosto de 1971

Decreto 276 del 3 de abril de 1971

Decreto 1142 del 13 de junio de 1975

Decreto 1533 del 5 de agosto de 1975

Sanciona a quien participe en huelgas o reuniones tumultuarias o entrabe la prestación de servicios públicos: si es empleado público o trabajador oficial escalafonado, con suspensión de seis Decreto 528 del 18 de a doce meses; si es personal no escalafonado o contratista, con marzo de 1976 terminación de la vinculación; si es estudiante de establecimiento de educación superior y media, con cancelación de la matrícula, inadmisibilidad en otro establecimiento oficial y anotación en la hoja de vida.

Reforma

Decreto y fecha de expedición

Califica de interés nacional actividades laborales para restringir la posibilidad de huelgas Declara la ilegalidad de los paros de trabajadores

Califica las manifestaciones del movimiento cívico como delitos contra la seguridad del Estado

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Reforma

Autoriza a los alcaldes para imponer toque de queda, ley seca y prohibición de manifestaciones, desfiles y reuniones públicas, e impone sanción a quienes participen de huelgas o reuniones tumultuarias o entraben la prestación de servicios públicos: de seis a doce meses para empleados públicos o trabajadores oficiales. También sanciona con suspensión, hasta por un año, de la licencia o matrícula profesional a quien promueva, dirija u organice huelgas, tumultos o el entorpecimiento de servicios públicos.

Le atribuye competencia a la justicia penal militar para que asuma el conocimiento de delitos contra la existencia, la seguridad y el régimen constitucional del Estado.

Sanciona con arresto de 180 días a quienes reunidos perturben el pacífico desarrollo de actividades sociales, realicen reuniones no autorizadas, obstaculicen el tránsito, coloquen letreros, inciten a desobedecer o desobedezcan a la autoridad o utilicen elementos para ocultar su identidad en la comisión de infracciones; y con arresto de 360 días a los organizadores de dichas actividades.

Decreto y fecha de expedición

Decreto 2132 del 7 de octubre de 1976

Decreto 2260 del 24 de octubre de 1976

Decreto 2195 del 18 de octubre de 1976

Califica de interés nacional actividades laborales para restringir la posibilidad de huelgas Declara la ilegalidad de los paros de trabajadores

Califica las manifestaciones del movimiento cívico como delitos contra la seguridad del Estado

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Establece como justa causa para dar por terminado el contrato de trabajo el participar en un cese de actividades o el haber sido sancionado con arresto por organizarlo o promoverlo.

Decreto 2004 del 26 de agosto de 1977

Les ordena a los jefes de personal de las entidades oficiales levantar actas en que consten los nombres de los empleados que participen en el paro, con el fin de imponer las sanciones correspondientes.

Decreto 2932 del 19 de octubre de 1981

Decreto 2933 del 19 de octubre de 1981

Fuente: Elaboración propia con base en Gallón (1979).

Señala que, mientras subsista el actual estado de sitio, a los sindicatos, federaciones o confederaciones que organicen, dirijan, promuevan o estimulen en cualquier forma al margen de la ley el cese total o parcial, continuo o escalonado de las actividades normales de carácter laboral o de cualquier otro orden se les suspenderá su personería jurídica hasta por el término de un año.

Establece la censura de prensa para las informaciones, declaracioDecreto 1923 del 6 de nes, comunicados o comentarios sobre el orden público, el cese septiembre de 1978 de actividades, los paros, las huelgas ilegales y otros asuntos que inciten al delito o hagan su apología.

Reforma

Decreto y fecha de expedición

Califica de interés nacional actividades laborales para restringir la posibilidad de huelgas Declara la ilegalidad de los paros de trabajadores

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Las estrategias gubernamentales tuvieron un relativo éxito en su propósito: como resultado de la implementación de políticas sancionatorias para los trabajadores que participaran en huelgas y protestas, en muchos sectores se redujo el número de manifestaciones públicas. Sin embargo, los trabajadores petroleros, los maestros, los empleados bancarios, entre otros, tendieron a afirmarse en organizaciones sindicales de gran fortaleza7 y se mantuvieron en sus acciones de movilización. Por otro lado, como resultado de la aplicación de un cuerpo normativo que autorizaba la represión por la vía militar, las detenciones masivas, las torturas y los asesinatos, el movimiento cívico se vio abocado a movilizarse en pos de la garantía de los derechos civiles antes que por los derechos económicos. Este cambio de orientación permite explicar el descenso que se presentó entre finales de 1978 y mediados de 1981 en el número de huelgas y protestas en el país (Santana, Suárez y Aldana, 1982: 58). Durante el período comprendido entre 1978 y 1981 las medidas de represión contra el movimiento social se intensificaron debido a la entrada en vigor del Decreto 1923 de 1978, más conocido como Estatuto de Seguridad Nacional8. En consecuencia, de las 93 huelgas que hubo en 1977 se pasó a 68 en 1978, a 60 en 1979 y a 49 en 1980 (Archila y Delgado, 1995; Delgado, 1984). La realización de un paro cívico nacional en octubre de 1981 supuso un repunte de las acciones de protesta, pero fue duramente reprimido por las Fuerzas Militares. Se creó un ambiente de zozobra en los días previos al paro, para hacer ver que su realización era una retaliación de los movimientos armados insurgentes del país, e incluso una muestra de la internacionalización de los movimientos subversivos. Las medidas de represión que se habían implementado in extenso durante los años previos fueron de gran utilidad para sostener el ambiente de zozobra y temor. En esa medida, se administraron el miedo y el terror que se habían gestado en los años previos. En todo caso, resulta interesante que entre 1971 y septiembre de 1977 se realizaran 72 paros, mientras que entre septiembre de 1977 y mayo de 1978 se llevaron a cabo 50 paros cívicos en diferentes regiones del país (Carrillo, 1981: 6).

7 Tal es el caso de la uso, que en el puerto petrolero de Barrancabermeja se constituyó en el sindicato líder de varias iniciativas de protesta popular (Archila et al., 2007) 8 Jaime Carrillo Bedoya señala que con el Estatuto de Seguridad Nacional “una nueva oleada de represión contra los movimientos de oposición se desencadena y bajo la amenaza de los consejos de guerra, los paros cívicos comienzan a desaparecer de la escena política” (1981: 7).

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Tabla 1 Número de huelgas realizadas entre 1971 y 1980 Año

N.° de huelgas

1971

37

1972

67

1973

53

1974

75

1975

109

1976

58

1977

93

1978

68

1979

60

1980

49

Fuente: Santana, Suárez y Aldana (1982: 38 y 53).

Si las medidas restrictivas constituyen una de las causas del descenso de las acciones de protesta, también permiten entender el contexto en que se empiezan a consolidar en el país las luchas de ligas y organizaciones por los derechos humanos. Las detenciones masivas, las torturas y los asesinatos llevados a cabo por agentes del Estado, así como los marcos legales que los ampararon, motivaron a diferentes sectores de la sociedad a movilizarse y adoptar estrategias para visibilizar lo que sucedía. Entre finales de los años setenta y comienzos de los ochenta el movimiento cívico pasó, en cierta medida, de la protesta por las condiciones económicas a manifestaciones que reivindicaban el derecho a la protesta, y luego a acciones destinadas a reclamar la garantía de los derechos a la vida y a la libertad. Es decir, sus miembros pasaron de exigir mejores condiciones laborales a exigir que los dejaran protestar, y finalmente a exigir que no los torturaran ni asesinaran. La comparación de los objetivos del paro cívico de 1977 con los del paro de 1981 revela que, aunque se mantuvieron las mismas demandas laborales, es característica de este último la exigencia de garantías y respeto por los derechos humanos de los presos políticos. Así, en las resoluciones generales del comité organizador del paro cívico de 1981 se definió que el objetivo era “la solidaridad con los presos y perseguidos políticos, con los trabajadores despedidos y sancionados y con todos los que son víctimas de la represión oficial y patronal” (Voz Proletaria, octubre de 1981: 2).

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Cuadro 2 Comparación entre los objetivos del paro cívico de 1977 y los del paro cívico de 1981

Objetivos del paro cívico de 1977

Objetivos del paro cívico de 1981

Levantamiento del estado de sitio y respeto de las libertades sindicales.

Levantamiento del estado de sitio; derogación del Estatuto de Seguridad; amnistía general amplia y sin condiciones para los presos y perseguidos políticos; desmilitarización de las zonas campesinas y cese de los allanamientos, detenciones, torturas y demás violaciones de los derechos humanos y de las libertades democráticas.

Aumento de salarios por encima del 50 %

Alza de salarios y respeto de todas las conquistas económicas y sociales de los trabajadores. Rechazo del salario integral y de la congelación de cesantías.

Congelación de los precios de los artículos de primera necesidad y de las tarifas de los servicios públicos.

Congelación de los precios de los combustibles, los arriendos, el transporte y los servicios públicos.

Abolición de las normas de reforma administrativa para que los trabajadores al servicio del Estado puedan disfrutar de los derechos de asociación, contratación colectiva y huelga.

Plenos derechos de asociación, contratación y huelga para todos los trabajadores, y una reforma laboral democrática elaborada por ellos, en aras del derecho al trabajo, la prohibición de los despidos y un subsidio estatal para los cesantes.

Suspensión de los decretos de reorganización del iss que lesionan los intereses de los usuarios y violan los derechos y conquistas de los trabajadores del instituto.

Reestructuración del iss, las cajas de previsión y demás entidades similares, y efectivos servicios médico y prestacional para los trabajadores.

Derogación del estatuto docente, reapertura y desmilitarización de las universidades, adjudicación de un presupuesto más adecuado a sus necesidades.

Reapertura inmediata de universidades y colegios cerrados, presupuesto suficiente para la educación y respeto por los derechos y libertades de profesores, trabajadores y estudiantes.

Entrega inmediata a los campesinos de las haciendas afectadas por el Incora.

Anulación del contrato del Cerrejón. Nacionalización del petróleo y de su industrialización y comercialización, así como de todos nuestros recursos naturales. Reforma agraria que les dé tierra, crédito barato, asistencia técnica y garantías democráticas a campesinos e indígenas.

Fuente: Santana, Suárez y Aldana (1982) y Voz Proletaria (octubre de 1981).

El paro cívico del 14 de septiembre de 1977 no fue la primera ni la más importante movilización social de trabajadores en Colombia. Sólo entre 1946 y 1958 se habían registrado 72 paros de trabajadores, 21 amenazas de paro, 38 movilizaciones y 110 huelgas (Archila, 1995: 65-66). En dicho período se advierte una

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dinámica muy similar a la de las décadas de los sesenta y setenta: cuando disminuyen las garantías para el ejercicio democrático disminuye también el número de protestas, y por ello mismo dejan de ser visibles. Pero el paro de septiembre 1977 sí constituye la primera movilización urbana, alentada por los movimientos cívicos que empiezan a surgir en las grandes ciudades del país. Poco antes de la realización del paro el historiador Medófilo Medina (1977) publicó un balance de estas formas emergentes de protesta entre 1958 y 1977, y reveló la importancia que iban adquiriendo como formas de movilización social9. Sin embargo, ni la unión de las organizaciones sindicales ni la efervescencia de las acciones barriales, que caracterizaron el paro de 1977, se hicieron constantes, ni fueron plataformas de acciones futuras. Por otra parte, tampoco las formas de represión ejercidas por el Gobierno de entonces fueron novedosas. Ni la aplicación indiscriminada y extendida del estado de sitio ni la apelación a las Fuerzas Militares para imponer medidas de fuerza son exclusivas del año 1977 ni del período del presidente López. Sin embargo, el paro cívico permite analizar las lógicas y dinámicas características de una serie de prácticas de represión y militarización que se establecieron en los años previos y se intensificaron en los subsiguientes. Como se mostrará a continuación, en primer lugar, el tratamiento que le dio el Gobierno a un paro de trabajadores y las formas en que se aplicaron prácticas de represión ya existentes —incluso “probadas” en otras situaciones— permiten estudiar de qué manera la protesta social fue concebida como una amenaza interna para la seguridad de la nación y el modo en que las lógicas de la lucha contrainsurgente fueron implementadas para acallarla. En segundo lugar, la facilidad con que el Gobierno implementó un marco legal acorde con la intención de reprimir el paro cívico, que hizo posible la detención masiva de personas, indica la necesidad de profundizar en las dimensiones que adquirió el estado de excepción10 en la política colombiana y en la vida cotidiana de los ciudadanos. Y en tercer lugar, las facultades que se les otorgaron a las Fuerzas Militares para que juzgaran a civiles involucrados en el paro conducen a la cuestión de cómo se instituyó en el país un proceso de militarización. En los siguientes capítulos se analizan estos tres asuntos en relación con su carácter biopolítico, en tanto formas de administración de la vida. Con este fin se considerarán (1) el trasfondo ideológico y regional en que se desenvolvieron las prácticas represivas en Colombia, a la luz de la doctrina de la seguridad nacional; (2) la lógica que 9 Como explica Alfonso Torres (1993), el trabajo de Medina empleó un modelo de análisis que involucraba la distribución espacial de los paros, las reivindicaciones planteadas, su composición social y dirección, la respuesta del Estado y su significación dentro del conjunto del movimiento popular. Las investigaciones de Medina serán definitivas en los estudios posteriores sobre el tema. 10 La noción de estado de excepción se asimilará a la de estado de sitio; ambos términos se usarán indistintamente.

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entraña el uso recurrente de la figura del estado de sitio en el país; y (3) la instauración de políticas que favorecen la institucionalización del militarismo y la militarización de la sociedad. Estos tres factores serán analizados en virtud de las concepciones que se establecieron o impusieron a propósito de la ciudadanía, la guerra y el tratamiento de la diferencia.

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2 Subversión, contagio e inmunización1 El comunismo acciona insidiosamente y con relativa impunidad para impedir la formación de un bloque opuesto homogéneo […] trata sistemáticamente de socavar los cimientos de las organizaciones supranacionales de Occidente y las estructuras políticas, sociales, económicas, etc., de las naciones que lo componen […] la guerra se desarrolla ya dentro de nuestras fronteras. Sus peligros son tan graves para la seguridad nacional como los de la guerra clásica […] En definitiva, la destrucción de la nación, de la patria y de sus esencias permanentes, es el objetivo de este mortal enemigo […] nunca será exagerado el énfasis con que se señale el carácter antinacional del comunismo […] su propaganda, destinada a enmascarar sus verdaderos y ocultos propósitos […] tiene un solo fin último: la sustitución de la nación, el Estado satélite dócil a los dictados de la central roja internacional […] [En] un Estado cuyas estructuras generales están invadidas por el veneno marxista resulta harto problemático que las instituciones militares puedan mantenerse incontaminadas […] la gravitación de las Fuerzas Armadas sobre el poder político debe estar en relación con la magnitud de la amenaza y la efectividad del gobierno para detenerla. Gral. Osiris Villegas, Guerra revolucionaria comunista En Colombia, durante las décadas de los sesenta y setenta las narrativas acerca de los movimientos sociales hacían parte de un conglomerado de discursos, imaginarios y representaciones sobre el comunismo, los partidos políticos de izquierda, las revoluciones sociales y la lucha de guerrillas extendido por 1

Una versión preliminar de este apartado fue publicada en Aranguren (2015).

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toda América Latina, que ha sido ampliamente analizado por Joseph Comblin (1978). La aplicación de las doctrinas de la seguridad nacional durante los años sesenta inauguró en la región un nuevo militarismo (Rouquié, 1984) que supuso la adopción de principios ideológicos y estrategias contrainsurgentes a partir de los cuales los problemas sociales se definieron como manifestaciones subversivas (Leal, 1994: 12). Mientras los conflictos sociales se entendieron como manifestaciones de la infiltración y expansión de los peligros de la subversión, la sociedad fue imaginada como un cuerpo amenazado por estas enfermedades, que requería con urgencia de conjuros, protecciones y salvaguardas contra ellas. Según el general Fernando Landazábal, Cuando las tensiones internas existentes llegan al campo de la controversia callejera, y se hacen públicas manifestaciones de los desacuerdos, y las desavenencias, exponiendo cada cual los motivos que sostiene en el conflicto ideológico, las masas organizadas para la lucha idealista quedan expuestas a la infiltración de los adversarios políticos quienes, socavando las bases de su organización, expanden el virus de sus acciones dentro del campo compacto de una ideología, que inicia su derrumbamiento por la acción sicológica de quienes tienen interés en destruirla. (1982: 143, énfasis agregados)

Evidentemente, la incapacidad de los estados latinoamericanos para expresar los intereses de la sociedad, y el hecho de que dichos estados sólo fueran instrumentos de dominación de intereses particulares de clase y raza redundaron, como bien señala Norbert Lechner, en que les resultara imposible generar proyectos nacionales, y los condujeron, en cambio, a intensificar su práctica histórica: reprimir las manifestaciones de oposición a los grupos de poder dominantes. Por consiguiente, el Estado, en plena vigencia de las dinámicas de la Guerra Fría y del accionar de los movimientos armados insurgentes, se presentó como “un Estado en emergencia permanente” (Lechner, 1977: 120). En este capítulo propongo que la adhesión del Estado colombiano a la doctrina de la seguridad nacional se apoyó en una cierta concepción de la nación y del enemigo interno, en el recurso de hacer indeterminada la amenaza, en la figuración de la sociedad como un cuerpo amenazado y en la afirmación de que era preciso un tratamiento inmunitario de la diferencia. La aplicación de dicha doctrina en Colombia durante la segunda mitad del siglo xx es considerada aquí en su relación con la reivindicación de una concepción de la nación y la ciudadanía emprendida por los militares colombianos, concepción que se fundamentaba en una postura acerca del

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otro de raigambre decimonónica 2. Para apoyar estas afirmaciones analizo las publicaciones de las Fuerzas Militares colombianas, en particular la Revista de las Fuerzas Armadas y la Revista del Ejército, los libros escritos por militares colombianos durante las décadas de los sesenta y setenta y algunos manuales de contrainsurgencia referidos por las Fuerzas Militares en varios artículos de sus publicaciones seriadas3. Como han mostrado Rojas (2001) y Castro-Gómez (2005), la experiencia del Estado-nación en Colombia —y en muchos países de América Latina— se ha fundamentado en el entramado colonial: se ha sostenido sobre una densa capa de exclusiones políticas y raciales y sobre paradigmas disciplinares que han apuntado a la dominación, el control social y la explotación económica de la alteridad. Si se entiende este entramado colonial no como un aspecto superado del proyecto moderno, sino como su fundamento encubierto, se entrevé que la formación de la nación y la consolidación de la experiencia colonial son dos procesos estrechamente ligados y que uno no es la superación del otro. Con proyecto moderno se hace referencia a una instancia central a partir de la cual se regulan racionalmente los mecanismos de control sobre el mundo natural y social. Dicha instancia central es el Estado, entendido como “la esfera en donde todos los intereses encontrados de la sociedad pueden llegar a una ‘síntesis’, esto es, como el locus capaz de formular metas colectivas, válidas para todos”. La formulación de tales metas demanda la aplicación estricta de “criterios racionales” que le permitan al Estado canalizar los deseos, los intereses y las emociones de los ciudadanos hacia las metas definidas por él mismo. Esto significa que el Estado moderno no solamente adquiere el monopolio de la violencia, sino que usa y abusa de ella para “dirigir” racionalmente el mundo de los ciudadanos, de acuerdo a criterios establecidos científicamente de antemano (Castro-Gómez, 1993: 147, reproduzco los énfasis del original). Una parte importante de este proceso la constituyen las que Beatriz González Stephan ha definido como prácticas disciplinares de los ciudadanos latinoamericanos del siglo xix: las constituciones, los manuales de urbanidad y las gramáticas de la lengua (1996). Evidentemente, los planteamientos de González Stephan siguen la línea planteada por Michel Foucault (2008), Michel de Certeau (1993a) y Norbert Elias (1987) en relación con (1) el proceso de disciplinamiento y control de las sociedades por medio de la institucionalización homogeneizante 2 El análisis que propongo aquí retoma algunos aspectos tratados en Aranguren (2009). 3 El acceso a varios de estos manuales es restringido. Algunos se encuentran en la Biblioteca Central de las Fuerzas Militares Tomás Rueda Vargas, pero aún no se consideran de acceso público. Junto con estos manuales, otros textos producidos por las Fuerzas Militares colombianas, así como los archivos gubernamentales correspondientes al período que estudia esta investigación, aún no son de consulta pública.

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(escuelas, hospicios, talleres, cárceles) (Foucault); (2) el lugar que ocupa la palabra escrita en la construcción de las leyes e identidades nacionales (Certeau); y (3) las topografías y normas del comportamiento adecuado (mapas, gramáticas, constituciones, manuales, tratados de higiene), la producción del autocontrol y la autocoacción (Elias). Con base en estas prácticas disciplinares y en la implementación de estos mecanismos se constituyeron los criterios de la ciudadanía. La adquisición de la ciudadanía es, entonces, un tamiz por el que sólo pasarán aquellas personas cuyo perfil se ajuste al tipo de sujeto requerido por el proyecto de la modernidad: varón, blanco, padre de familia, católico, propietario, letrado y heterosexual. Los individuos que no cumplen estos requisitos (mujeres, sirvientes, locos, analfabetos, negros, herejes, esclavos, indios, homosexuales, disidentes) quedarán por fuera de la “ciudad letrada”, recluidos en el ámbito de la ilegalidad, sometidos al castigo y la terapia por parte de la misma ley que los excluye. (CastroGómez, 1993: 149)

La trama colonial de exclusiones, silenciamientos y disciplinamientos se evidencia así como uno de los aspectos constitutivos del Estado moderno. Su encubrimiento surge de la operación de racionalidades y naturalizaciones sobre la alteridad, que la nombran como salvaje, la signan con las marcas del racismo, la tortura, la humillación y la marginalidad y la acallan con la muerte, el despojo, la desaparición o el genocidio. El otro se presenta como un salvaje que requiere de domesticación o corrección, o como aquel que representa la amenaza y que, por lo tanto, debe ser eliminado. En el interior del Estado colombiano se entrevé una dinámica histórica de exclusiones, violencias y silenciamientos, en un constante intento de apuntalar la eliminación de lo heterogéneo4. Esta dinámica supone un proceso constante de creación y recreación de dispositivos represivos y tecnologías disciplinarias y la circulación de discursos, prácticas y criterios racionales sobre los cuales se pretende instalar la nación imaginada. Sobre la base de tales criterios se administrará el pretendido proceso de homogeneización, que se concreta en un anhelo de borramiento del otro. Si la incipiente nación colombiana del siglo xix se definió con arreglo a los criterios de ciudadanía y a sus dispositivos correccionales, salubristas e higienistas (Pedraza, 1999), paulatinamente se determinaría también con base en la defensa frente a eventuales amenazas externas. En efecto, durante la segunda 4 Como lo plantea Cristina Rojas (2001), el deseo civilizador pasó de ser el deseo mimético de la élite criolla de ser europea al principio organizador de la República, y por ello mismo, de la alteridad, concebida como el otro imperfecto.

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mitad del siglo xx se constituye una narrativa sobre la amenaza interna que implica un reajuste de los criterios de composición de la nación. Con todo, ni los criterios de la ciudadanía decimonónica ni la percepción de la amenaza externa van a desaparecer; en realidad, se van a articular y, en cierto modo, a conjugar con la necesidad de defender la sociedad de una amenaza situada en el interior del cuerpo social. La aplicación de la doctrina de la seguridad nacional resultó definitiva en este proceso, toda vez que fue “el mayor esfuerzo latinoamericano por militarizar el concepto de seguridad. Además, al ubicar el componente militar en el centro de la sociedad, trascendiendo las funciones castrenses, la doctrina se convirtió en la ideología militar contemporánea de mayor impacto político en la región” (Leal, 2006: 28). La doctrina se constituye en la respuesta a los procesos de cambio social en diferentes lugares del hemisferio occidental. En Colombia, las tomas de tierras por parte de los movimientos campesinos, la emergencia del movimiento indígena, la consolidación de movimientos urbanos que reclamaban por los servicios públicos y la consolidación de los movimientos armados insurgentes (farc, eln, epl, ado, M-19 y otros) se convirtieron en los principales motivos de batalla de la versión criolla de la doctrina de la seguridad nacional, que les atribuyó a estas expresiones sociales, por igual, la marca de la amenaza comunista. En el Manual provisional para el planeamiento de la seguridad nacional publicado en 1975 por la Escuela Superior de Guerra, que enseña los esquemas generales requeridos para la planeación de la política de seguridad nacional en Colombia, se le dedica un apartado al “estudio de la situación interna”. El objetivo de este estudio es identificar “las dificultades y obstáculos que ejercen influencia en la Seguridad Nacional para facilitar el establecimiento de las hipótesis generales y la posterior determinación de los objetivos y políticas de seguridad” (Escuela Superior de Guerra, 1975: 20). El texto propone reconocer tales dificultades en el siguiente orden: a) Oposición sistemática b) Subversión c) Insurgencia localizada d) Insurgencia generalizada e) Revolución plena f) Estados aleatorios contra la vida del Estado, aunque no se configure ninguno de los hechos anteriores. (Escuela Superior de Guerra, 1975: 20)

Y propone considerar entre los obstáculos ciertos fenómenos de la situación social del país: “Clases sociales; Sindicatos (actitudes); Relaciones obrero-patronales; Desempleo y sus repercusiones en el orden público; Huelgas, manifestaciones, paros, etc.; Invasión de tierras; Distribución de tierras; Reforma Agraria;

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Planes de mejoramiento social; Otras causas de descontento social” (Escuela Superior de Guerra, 1975: 21). Por otro lado, considera importante evaluar el papel de la Iglesia, “su actitud frente al gobierno y al orden público, su comportamiento como sostenedores de la moral y su comportamiento como elemento moral”; y el rol de la prensa: “¿cumple normalmente su labor informativa?; ¿es moderada?; ¿es violenta?; ¿tiene repercusiones sobre el orden público?” (22). Los postulados de este Manual coinciden con el giro de la política de Estados Unidos para América Latina. Tras constatar que la agresión “comunista” extracontinental en América Latina era poco probable, Estados Unidos adoptó un cambio en su estrategia, por el cual “a fines de la década del cincuenta se adoptó la táctica de la guerra limitada, y dentro de ella se privilegió la guerra antisubversiva, de carácter dominantemente psicológico” (Tapia, 1988: 237; véase Martín-Baró, 1983). En la conformación de la doctrina de la seguridad nacional también tuvieron eco las guerras anticolonialistas. Los militares colombianos recurrieron asimismo a los principios formulados en Francia para repeler los movimientos independentistas de Argelia e Indochina5. Sin embargo, como constata Leal Buitrago, el esquema de aplicación de la doctrina en Colombia fue el resultado de una mezcla de “la mecánica concepción social de la doctrina elaborada en el Cono Sur y de principios del Estado de seguridad nacional estadounidense” (1994: 52). La Escuela Superior de Guerra promovió el conocimiento de textos doctrinarios con estas dos orientaciones. La aplicación de la doctrina en Colombia estuvo definida, fundamentalmente, por la guerra psicológica y la guerra contra la denominada “subversión cultural”, que se habían empleado “exitosamente” en El Salvador (Martín-Baró, 1983). Durante los años sesenta y setenta la mayoría de las acciones emprendidas por los militares colombianos fue de carácter cívico-militar y de inteligencia y contrainteligencia. Las de carácter cívicomilitar se corresponden con los planes Lazo (de 1962 a 1963)6 y Andes (de 1967

5 La “doctrina de la guerra revolucionaria” de los militares franceses y sus tácticas “contrainsurgentes” fueron de vital importancia para la elaboración doctrinaria de la seguridad nacional. El coronel Lacheroy, uno de los teóricos de la guerra revolucionaria, ejerció una influencia decisiva sobre las Fuerzas Armadas colombianas (Echeverry, 1960: 269). 6 El plan Lazo fue desarrollado por el ministro de Defensa, el general Alberto Ruiz Novoa, que había participado en la guerra de Corea. El objetivo del plan, según el general, era “enlazar” las regiones bajo el influjo del Partido Comunista y someterlas por medio de acciones cívicomilitares; estas últimas comprendían tareas de reconstrucción y operaciones de represión en las zonas rurales. Sin embargo, en la época otra versión sostenía que el nombre del plan en realidad era laso, con ese, y que esta era la sigla de Latin American Security Operation. En cualquier caso, el plan consiguió asestar uno de los golpes más fuertes contra los grupos de campesinos y bandoleros levantados en armas en las zonas montañosas de Marquetalia, Riochiquito, El Pato y Guayabero, grupos que vendrían a constituir luego las farc. El plan Lazo se constituyó en una

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a 1976)7, mientras que las del segundo tipo se vieron respaldadas por la creación del batallón de Inteligencia y Contrainteligencia en 19628. La idea de la amenaza interior, como se anotó, se articula con lógicas decimonónicas relacionadas con la independencia y la ciudadanía, y con la noción de la amenaza externa. De acuerdo con el estudio de Costa Pinto (1969), la racionalidad militar que empieza a imponerse se apoya en la idea de que la institución militar es la única fuerza organizada capaz de integrar los principios nacionales, y de que, en consecuencia, es una institución externa a la nación. Así, orientados por una noción mesiánica y demagógica de la salvación nacional los militares justificaron su pretensión de ocupar los vacíos de poder. Sobre estas bases, la institución militar se recreó, según Costa Pinto, en una “fantasiosa ideología de reaccionarismo totalitario” que, en tanto se percibía como originaria, preestablecida, salvífica e integradora respecto a la nación, se representó como el dispositivo privilegiado de la defensa mundial de los valores y tradiciones de la civilización occidental ante la amenaza subversiva. Así lo expresaba el general colombiano Pinzón Caicedo en 1967: El Comandante del Ejército hace también un llamado a la opinión ciudadana, consciente de sus deberes cívicos, a fin de que comprenda que la guerra presente, es una guerra no solamente contra la fuerza pública —como en oportunidades la apatía de ciertos sectores lo hace parecer— sino una guerra contra Colombia, contra sus tradiciones, su conciencia republicana y democrática, su civilización occidental, sus valores éticos cristianos y su respeto a la conciencia individual; es —sin ambages ni ‘macartismo’— la gran guerra entre la democracia y el comunismo, llevadas [sic] al teatro colombiano. (Citado en Alape, 1985: 404, énfasis agregado)9 enorme operación militar al mando del coronel Hernando Currea Cubides, comandante de la Sexta Brigada, con sede en Ibagué. 7 El plan Andes se propuso llevar las acciones cívico-militares a colegios y universidades, valiéndose de la promoción ideológica y el entrenamiento militar, con el fin de ejercer control en las zonas de potenciales conflictos sociales. 8 El origen del batallón de Inteligencia y Contrainteligencia se remonta al 2 de febrero de 1962, cuando el teniente coronel Ricardo Charry Solano ingresó a un curso de inteligencia en Fort Halabird que replicó en años siguientes en la Escuela de Artillería del Ejército. Con la disposición n.° 20 del 2 de noviembre de 1964 se creó el batallón de Inteligencia y Contrainteligencia Charry Solano, que respondía a la necesidad de contar con una unidad especializada en labores de este tipo. El batallón fue célebre por ser uno de los sitios de detención y tortura más importantes del país durante los años setenta y ochenta. 9 Videla, en Argentina, se expresaba en un tono similar: “Por encima de todo está Dios. El hombre es criatura de Dios, creado a su imagen. Su deber sobre la tierra es crear una familia, piedra angular de la sociedad, y vivir dentro del respeto del trabajo y de la propiedad del prójimo. Todo individuo que pretenda trastornar estos valores fundamentales es un subversivo, un enemigo

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Entendidas así las cosas, aun cuando los militares colombianos consideraban la necesidad de emprender la guerra contra una amenaza interna, en realidad lo hicieron siguiendo el imperativo de la defensa de valores globales y la sentencia de que la subversión es resultado de un contagio proveniente de afuera. Por ello sostuvieron que “la Guerra Fría no es un episodio transitorio, sino un hecho fundamental y permanente de la historia, y que la ‘guerra revolucionaria’ o ‘guerra limitada’ es una forma de agresión inventada por la Unión Soviética como medio para establecer el imperio comunista en el mundo” (Leal, 2006: 44). Consideraciones que, en todo caso, no eran exclusivas de los militares, sino también habituales en varios sectores políticos del país. Por ejemplo, un editorial del periódico El Tiempo afirmaba que los insurgentes realizaban sus acciones […] sin importarles que los caídos, los vencidos, son hijos desventurados de ese pueblo que ellos pretenden salvar del represivo “sistema”. Es decir del ordenamiento jurídico que nos ha dado libertad y decoro. Dos palabras que los tales “caudillos” —los de la selva y los de escritorio en la capital— aborrecen más feroz y despiadadamente, en su empeño de convertir nuestra Colombia, con su democracia y su juridicidad enaltecedoras, en un dócil satélite de ese neoimperialismo que tiene en Moscú su sede metropolitana, y que muchos neciamente no creen que pueda interesarse en extender a nuestra América el predominio antidemocrático de su doctrina y el área propicia para hacer de nuestra economía, una economía acomodada a sus intereses expansionistas. ¿Exageraciones? Ojalá lo fueran, y no tuviésemos mañana —parodiando la clásica frase de la madre de un caudillo moro— que lamentar como siervos sin libertad, lo que no supimos defender como demócratas. Y la frase por lo gastada y en veces mal empleada, sí viene al caso, dada la torpe indiferencia con que los liberales, acaso los más interesados en defensa de la democracia, por ir en simples andaduras electorales, desde luego explicables en estas horas de ahora, descuidamos el riesgo y sin pensar que también en la izquierda —en su más dura extrema— está el enemigo, como sobradamente lo prueba la historia contemporánea de otros pueblos. (El Tiempo, 24 de septiembre de 1977: 4A)

Como resultado de la implementación de la doctrina de la seguridad nacional en las políticas de seguridad colombianas cambió el lugar en que se situaba la amenaza. Por encontrarse en el interior de la nación, la amenaza tenía que ser potencial de la sociedad y es indispensable impedirle que haga daño […] El terrorista no sólo es considerado tal por matar con un arma o colocar una bomba, sino también por activar a través de ideas contrarias a nuestra civilización occidental y cristiana” (citado en Calveiro, 2006: 91).

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combatida con dispositivos que penetraran en los núcleos donde se activaban ideas opuestas a los principios nacionales y que reconstruyeran desde adentro los valores agredidos. Sin embargo, de la misma manera que las amenazas y sus ideologías se percibían como el resultado de la instalación, el contagio o la extensión de ideas y valores externos, los principios y valores que se defendían estaban vinculados con nociones universalistas de la libertad, la paz y la seguridad, que se suponían encarnadas por Occidente10. La existencia de este universalismo en los principios de la doctrina de la seguridad nacional supone que la guerra en realidad entraña una concepción del enemigo que no sólo se desprende de la noción de amenaza interna, sino que, además, lo deshumaniza. La deshumanización sobre la que se sostiene esta retórica bélica viene acompañada —y justificada— por la defensa de los valores liberales —presentados como los principios humanos universales— que supone la idea de nación. El general Fernando Landazábal, que fue el comandante del Ejército durante el gobierno de Julio César Turbay Ayala (1978-1982), da cuenta de la importancia del concepto de seguridad nacional para desarrollar el nuevo tipo de guerra en el país; dicho concepto […] abarca nuevos campos, se extiende a nuevos horizontes, se concreta en nuevos criterios, ya que se coloca en el campo sometido permanentemente a un constante hostigamiento, resultante de la vigencia de un

10 La imposición de la doctrina de la seguridad nacional bien parece sostenida por la pretensión universalista propia del pensamiento occidental moderno. Esta pretensión, como señala Grosfoguel (2007), se corresponde con la búsqueda de un conocimiento más allá del tiempo y el espacio, cuya condición fundamental es desvincular al sujeto de todo cuerpo y territorio —es decir, abstraer al sujeto de toda determinación espacial y temporal— para habilitar a un sujeto universal que sería fundamento de todo conocimiento. Este conocimiento, originado en la “hybris del punto cero” (Castro-Gómez, 2005), es decir, donde “el sujeto epistémico no tiene sexualidad, género, etnicidad, raza, clase, espiritualidad, lengua, ni localización epistémica en ninguna relación de poder, y produce la verdad desde un monólogo interior consigo mismo, sin relación con nadie fuera de sí” (Grosfoguel, 2007:64), va de la mano con las pretensiones de homogeneización de la cristiandad colonial, del Estado nación del siglo xix y de las democracias y regímenes autoritarios de los siglos xx y xxi. Así, con mucho interés, vale la pena seguir los interrogantes formulados por Castro-Gómez, pues permiten precisar un problema fundamental que anuda los patrones violentos de homogeneización con la racionalidad moderna y humanista: “¿Qué ocurriría si el colonialismo, la racionalización, el autoritarismo, la tecnificación de la vida cotidiana, en suma, todos los elementos deshumanizantes de la modernidad, estuviesen relacionados directamente con los ideales humanistas?” (Castro-Gómez, 1996: 114). Estos ideales están en el entramado moderno/colonial y transitan, como subraya Grosfoguel, del “cristianízate o te mato” del siglo xvi, al “civilízate o te mato” de los siglos xviii y xix, al “desarróllate o te mato” del siglo xx y, más recientemente, al “democratízate o te mato” (2007: 73).

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conflicto ideológico, con profundas raigambres de violencia, que incesantemente trata de lesionar por todos los medios, los más auténticos pilares que ayer forjaron la estructura esencial de la organización social y es frente a este fenómeno que los conceptos de Nación, de Estado y de Poder, obligan a los pueblos a aceptar un nuevo criterio de defensa, basado no solamente en las formaciones armadas, sino en la unificación de un consenso nacional, que estructurado, cimentado y sostenido en la conciencia colectiva de las masas, dirija el esfuerzo soberano del pueblo a la conservación y garantía de su primer objetivo: La Seguridad Nacional. (Landazábal, 1982: 89, énfasis agregados)

La doctrina de la seguridad nacional en realidad no supone una ruptura con las formas de concepción de la alteridad, sino que se puede entender como un continuum —incluso como una intensificación— del universalismo occidental moderno, del proceso civilizatorio y de su consecuente lógica deshumanizadora. La lógica de la doctrina no es ajena al proyecto civilizatorio, sino que está ajustada a él11. En la medida en que la guerra en defensa de la nación y sus valores y contra el enemigo interno se hace en nombre de principios democráticos y civilizatorios, las nociones de guerra y enemigo se insertan en una narrativa peculiar que debe ser analizada. Y es que, en Colombia, la incorporación de la doctrina de la seguridad nacional en el intervencionismo militar estuvo adherida no sólo al discurso sobre la protección de la nación, sino también al de la defensa de las instituciones democráticas. Las acciones emprendidas por los militares colombianos fueron justificadas en nombre de la democracia occidental y la custodia de sus instituciones y principios. Así, la ilusión de que se defendían valores universales encarnados en principios democráticos encubrió intereses particulares; y se implementaron estrategias para protegerlos aun cuando ellas mismas los contravenían (Rouquié, 1984). Contribuye a explicar este comportamiento […] [el] carácter abstracto de respeto por la democracia, pues sólo así quienes proclaman estos principios pueden ser los mismos que los trans11 Gabriel Gatti señala, a propósito de la desaparición forzada en el Cono Sur, que “fue algo producto de sus propios logros, resultado del profundo impulso civilizatorio y racionalizador de la cultura política de esta parte del mundo; efecto directo de la formación en el Río de la Plata de un peculiar, a veces protector y en ocasiones hasta eficaz, Estado social de Derecho, un fenómeno derivado de los misteriosos resortes de la construcción de la homogeneidad cultural, étnica y hasta de clase en el Uruguay y en la Argentina; resultado de la peculiar y cuasi-unánime representación de la ciudadanía, la ley y el orden, de la formación de ese lugar simbólico, socialmente mágico, tremendamente eficaz, que es la fábula genuinamente americana de la clase media como lugar social generalizadamente compartido” (2008: 23).

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greden […] De esta manera las fuerzas armadas colombianas adoptaron la dsn [doctrina de la seguridad nacional] dentro de un marco de referencia ideológico que suponía la vigencia, como necesidad, de un régimen político de democracia representativa. (Leal, 2006: 47)

En una nota editorial de la Revista de las Fuerzas Armadas de 1978 se explica que si bien la violencia se ha generalizado a escala planetaria, las circunstancias nacionales se han constituido en sí mismas en […] [una] amenaza para la seguridad, el desarrollo y, en fin, para el bie­ nestar de los colombianos, no sólo por la multiplicidad de sus manifestaciones antisociales, sino porque su persistencia refleja francamente que los tratamientos adoptados no han alcanzado el efecto deseado, pese a los esfuerzos del Gobierno, y a la tenacidad y dedicación de las Fuerzas Armadas, que han llegado hasta el sacrificio heroico en aras de la paz y la armonía social de Colombia […] Entonces, en una nación como la nuestra, con la esperanza de una paz estable, hay que forjar, con mística y dinámica, un propósito que refleje el auténtico poder de la nación, una meta hacia la cual converjan las fuerzas vivas de la sociedad y del Estado para arrancar las raíces de la violencia tan profundamente enquistadas en nuestro medio. Es decir, fijar como objetivo prioritario de Colombia, la seguridad colectiva e individual en forma real y efectiva, no formal como se da en el momento presente, por carencia de voluntad social para mantenerla. (“Nota editorial”, Revista de las Fuerzas Armadas, n.° 88, 1978: 3, 5, énfasis agregados)

Encontramos, pues, una doble paradoja en la aplicación de la doctrina de la seguridad nacional en Colombia. Por un lado, se emprende la salvaguarda de la nación por medio de mecanismos que se dirigen contra ella misma —hacia dentro del cuerpo social—; y por otro, en la defensa de los principios democráticos se recurre a estrategias que los infringen. ¿Qué implica que la amenaza a la nación se encuentre en su interior, y que las prácticas destinadas a conjurar el peligro se dirijan contra la nación misma?, ¿cómo es posible que la defensa de los principios democráticos se efectúe con prácticas que los violan? Para intentar responder estos interrogantes será necesario considerar, en primer lugar, cómo se construyó una lógica inmunitaria en el accionar político y militar colombiano, y, en segundo lugar, cómo la política —como lo propone Michel Foucault, a la inversa del clásico aforismo de Clausewitz— se constituye en la continuación de la guerra por otros medios.

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2.1. La inmunización del cuerpo social12 La defensa de la nación estaba en el centro de los postulados de la doctrina de la seguridad nacional, entre otras razones, porque en la base de la doctrina se encontraba la teoría norteamericana de la nation-building13, difundida a mediados de la década de los sesenta, que sostenía que para contrarrestar la amenaza comunista en el Tercer Mundo eran necesarias acciones políticas y militares que apoyaran o sustituyeran, temporalmente, a los gobiernos que eran considerados débiles o no operativos. En palabras de Tapia Valdés, “la excusa o eufemismo para el caso se encontraba en la opinión de que no se trataba de un ataque a la democracia en sí, sino que el problema residía en la ‘falta de preparación’ de las nuevas naciones para el gobierno democrático” (1988: 241). En diferentes institutos de investigación y escuelas de las Fuerzas Armadas norteamericanas, especialmente durante los años sesenta, se teorizó sobre el papel de las instituciones militares en la construcción de las naciones, y se concluyó que en los países del Tercer Mundo eran necesarios “gobiernos fuertes” para sentar las bases de la democracia (Huntington, 1964). Esta postura encontró correspondencia con la noción de defensa integral, que propendía por integrar acciones clásicamente civiles en el orden militar, y con el autorreconocimiento, por parte de los militares colombianos, y en general de los latinoamericanos, como gestores de las guerras de independencia y, por lo tanto, como responsables de salvaguardar los principios de la nación. Haciendo remontar su origen histórico al ejército libertador los militares colombianos se arrogaron la condición de forjadores de la nación y, con ella, la de responsables de salvaguardar la identidad nacional y afirmar sus valores y símbolos en persistentes rituales. La gesta independentista se hizo objeto de una narrativa según la cual los ejércitos libertadores formaban un continuum con los ejércitos contemporáneos; estos últimos quedaron así vinculados con los valores de la nación decimonónica y se mostraron a sí mismos como la encarnación de

12 Algunas consideraciones de este apartado se sintetizan en mi artículo “Inmunización y militarización del cuerpo social en Colombia: el Estado en emergencia permanente” (Aranguren, 2015). 13 En el libro Nation-Building, editado por Karl Deutsch y William Folz (1966), se trazan las perspectivas de la intervención de los Estados Unidos en el desarrollo de las nuevas naciones. El artículo de Scott (1966) se refiere en particular a América Latina. Una perspectiva histórica del concepto, desde la Guerra Fría hasta las ocupaciones estadounidenses de Afganistán e Irak, puede encontrarse en Fukuyama (2006). Los capítulos escritos por David Ekdbladh y Francis Sutton, así como la introducción de Fukuyama, muestran las formas de intervención en la “construcción de nación” apalancadas por la aid y la Fundación Ford durante los años sesenta y setenta.

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sus símbolos y sus instituciones14. Esa narrativa puede encontrarse en los textos de la Academia Colombiana de Historia acerca de las Fuerzas Armadas y del Ejército. Basta con constatar los homenajes mutuos entre la Academia y los militares en la Revista de las Fuerzas Armadas, en especial el que se encuentra en el n.° 85 de 1977. El general Julio Londoño proclama allí que […] si calláramos los hechos en que figuran como elemento destacado las fuerzas militares, veríamos cómo la historia colombiana quedaría reducida a contornos modestos. Además, hay que pensar que en aquellos lapsos en que parece que los hechos políticos o sociales han podido tranquilamente sucederse lejos del elemento castrense, es porque éste ha estado siempre vigilante para que los ciudadanos puedan obrar con tranquilidad sean cuales fueren sus ideologías. (Londoño, 1977: 49-50)

Intentando trascender en esta concepción, los militares buscaron hacer de la amenaza comunista su principal motivo para defender los valores nacionales. A finales de la década de los sesenta la Revolución cubana, el creciente auge de los partidos de izquierda y la acentuación de los conflictos sociales en la región afianzaron la idea de que era necesario poner en práctica estrategias dirigidas no sólo a frenar el ingreso de o el acceso a ideologías foráneas, sino también a identificar y combatir los focos donde ya se habían instalado15. Como se ha señalado, la amenaza, en sentido estricto, se movía en el discurso entre lo propio y lo extraño y lo interno y lo externo. Un editorial de la Revista de las Fuerzas Armadas declaraba en 1980 que La vida de cualquier Estado está constantemente amenazada por factores internos y externos que pueden permanecer latentes o en situación potencial por largos períodos de tiempo, pero que frecuentemente actúan de manera oculta y sorpresiva, sin dejar lugar a una apropiada reacción. De esta afirmación no puede exceptuarse ningún Estado, por poderoso, avanzado y firme que parezca. (“Nota editorial”, Revista de las Fuerzas Armadas, n.os 94-97, 1980: 403)

14 Con todo, hay que considerar que las guerrillas colombianas han hecho también una genealogía de sí mismas que se remonta a los levantamientos populares en armas que dieron origen a los ejércitos libertadores. 15 Este proceder se remonta al carácter prusiano del entrenamiento de los ejércitos colombianos a comienzos de la década de 1930, y a la influencia de las misiones chilenas que promovieron entre los ejércitos colombianos una sospecha generalizada contra los partidos de izquierda (Velásquez, 2009: 184).

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Si bien la amenaza no deja de ser leída a partir de las retóricas de la Guerra Fría, tampoco es situada solamente en los países de influencia soviética, ni mucho menos es tratada como un problema de seguridad exterior. En la medida en que se empezó a concebir como una amenaza ubicada en las entrañas mismas de la nación, la defensa y las estrategias de la seguridad recurrieron a un conjunto de prácticas concernientes ya no a las formas clásicas de la guerra exterior, para las que los militares colombianos se habían formado y preparado16, sino a una nueva forma de confrontación17. En todo caso, en la medida en que las estrategias de seguridad y defensa no eran exclusivamente locales sino, sobre todo, resultado de la política exterior norteamericana, la percepción del carácter interno o externo de la amenaza dependía en realidad de contra quién se consideraba dirigida. Puesto de esta manera, es necesario subrayar que el doble carácter, interno y externo, estuvo presente tanto en la percepción de la amenaza como en las acciones destinadas a contrarrestarla. El carácter interno/externo de la amenaza permite entender por qué fue asimilada a la propagación de un virus o a la infiltración de un veneno en el cuerpo social. El origen del contagio era atribuido a la Unión Soviética y Cuba18, e incluía en su mortífera extensión el Cono Sur. Así, por ejemplo, el presidente López Michelsen advertía en un discurso del 16 de diciembre de 1974 que, en Colombia, la protesta popular era resultado del “contagio de presiones desestabilizadoras que se originaban en el Cono Sur”, y que no podía explicarse sino por “la presencia de agitadores extraños a los intereses de la nación”. Tales agitadores impulsaban la peligrosa modalidad de “la guerrilla urbana que, en el siglo xx, si los gobiernos no adoptan oportunamente las medidas precautelativas, es el equivalente de las guerras civiles de nuestros abuelos” (López Michelsen, 1974: 297).

16 Los militares colombianos se formaban inicialmente para la guerra exterior, pues su aprendizaje vino de la mano con la profesionalización del Ejército, inaugurada, entre otros factores, por la experiencia en la guerra de Corea. 17 Los programas de contrainsurgencia y la guerra de baja intensidad ocuparon la política exterior norteamericana, en particular para Latinoamérica y el sudeste de Asia, a partir de la década de los sesenta. La noción de guerra de baja intensidad rebasa la noción clásica de guerra y la definición corriente de la violencia; no sólo supone actividades civiles y militares, sino también “operaciones encubiertas de naturaleza política y psicológica, las cuales son denominadas «operaciones especiales», «actividades especiales», o «guerras no convencionales»” (Klare y Kornbluh, 1990: 16). La guerra contrainsurgente de los sesenta sentó las bases de la guerra de baja intensidad desde los años ochenta (Maechling Jr., 1990). 18 En octubre de 1966 se expidió el Decreto 2686, que, entre otras cosas, prohibía viajar a Cuba, so pena del retiro del pasaporte y la prohibición de la expedición de uno nuevo. La imagen de Cuba como un centro de expansión y contagio de ideales subversivos se expresa, entre otros, en el documento Realidad y proyección de la Revolución cubana, de la Escuela Superior de Guerra (1980).

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La percepción de la amenaza y las estrategias de seguridad y defensa se expresaron, en todo caso, no como un problema exclusivamente local, sino hemisférico o global. Tras la Primera Conferencia Tricontinental (llamada de Solidaridad de los Pueblos de Asia, África y América Latina), celebrada en La Habana en enero de 1966, se celebró en Buenos Aires, en octubre del mismo año, la séptima conferencia de los ejércitos interamericanos, y en ella se convocó a una reunión para establecer la forma en que se emprendería la guerra contra el comunismo internacional. Haciendo eco de la estrategia contrainsurgente promovida por Estados Unidos, los representantes de los ejércitos del continente concluyeron que era necesario […] crear centros de operaciones conjuntos en los países; aumentar el intercambio de alumnos entre los institutos militares; llevar a cabo ejercicios prácticos conjuntos de cuadros y tropas para conocimiento mutuo, unificación de doctrinas y procedimientos y realización del trabajo conjunto de los Estados Mayores; acrecentar el intercambio de doctrinas, experiencias y bibliografía; e incrementar la acción cívica cooperando con el desarrollo nacional para mejorar las condiciones de vida en las zonas críticas o donde la actividad privada no tenía medios. (Torres del Río, 2000: 173)

Como resultado de estas conclusiones, el Gobierno colombiano expidió una serie de decretos que tenían por objetivo frenar la infiltración ideológica comunista en el país por medio del adoctrinamiento de civiles y de acciones de represión contra los que se denominaron entonces focos de la subversión (universidades, centros culturales, colegios y escuelas, entre otros). Así, la interpretación de la amenaza externa dio pie a una estrategia con la que se pretendía detener su infiltración y expansión atacando los “núcleos de subversión”; justificaban esta empresa la necesidad de proteger unos pretendidos valores nacionales supuestamente efectivos en un tiempo pretérito y una concepción de la sociedad como un cuerpo invadido por un virus. El ya citado general Fernando Landazábal afirmaba en un libro que en América Latina “la subversión subsiste porque los valores nacionales perdieron preponderancia en la voluntad de las masas y porque las masas dejaron de sentir la importancia de los intereses de la nación, frente a los intereses de partidos que no siempre supieron despertar en ellas el patriotismo y la mística nacional” (1969: 235). Y concluía que era necesaria, […] para garantizar la supervivencia de nuestros pueblos, la elaboración de una estrategia común por los gobiernos demócratas americanos, para defenderse de la amenaza común del comunismo y de la actual agresión

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de que son víctimas por parte de los pueblos que hoy viven a la sombra de la hoz y del martillo en espera de un paraíso que nunca habrán de conquistar. (251)

La comprensión de la amenaza comunista y subversiva se sostiene en la idea de que esta proviene de afuera, se extiende hacia dentro y, en tanto se propaga, atenta contra los valores y principios de la nación. Comparada en distintas oportunidades con un virus, un tumor maligno o una enfermedad contagiosa, la “ideología subversiva” fue combatida atacando los lugares en que ya se había instalado. Dado que la enfermedad, aunque procedente de afuera, se localizaba en el interior de la nación —en sus instituciones y sus habitantes—, tenía que ser enfrentada con dispositivos que minaran las zonas interiores contagiadas. El general Álvaro Valencia Tovar decía en 1964 que Al igual que el organismo del hombre es fácil pasto de las enfermedades cuando carece de defensas externas y existe debilitamiento corporal, también las naciones pueden ser quebrantadas a base de su misma debilidad interior […] El pueblo y el ejército deben adquirir conciencia ofensiva dentro del campo de la defensa nacional, en el sentido de aniquilar el morbo revolucionario antes de que se propague como infección incurable. (1964: 397, 399, énfasis agregados)

En tanto pretende justificarse como una guerra contra el contagio del comunismo internacional, se expresa como una guerra civilizatoria, y en razón de que se dirige hacia dentro, tiene un componente fundamental de autodestrucción; pero, al mismo tiempo, puesto que pretende restablecer un supuesto equilibrio pasado —recuperar unos valores nacionales, casi originarios— se muestra a sí misma como la estrategia fundamental de la reconstrucción nacional. El manual del Ejército estadounidense designado con el código FM-31-15, traducido por el Ejército colombiano con el título Operaciones contra fuerzas irregulares, señala que “el crecimiento y continuación de una fuerza irregular depende del apoyo suministrado por la población civil” (Ejército Nacional de Colombia, 1962: 5). Por su parte, el manual de contrainsurgencia de origen francés La guerra moderna, empleado también por las Fuerzas Armadas colombianas, indica que este nuevo tipo de guerra supone enfrentarse “a una organización establecida en el mismo seno de la población” (Trinquier, 1963: 64). Y el manual Instrucciones generales para operaciones de contraguerrillas, de 1979, resalta la importancia de adelantar operaciones psicológicas, ya que se debe “tener en cuenta que toda operación sicológica busca crear unidad nacional” (Ejército Nacional de Colombia, 1979: 176).

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Esta guerra-hacia-dentro, que es al mismo tiempo una guerra-hacia-fuera, encarna la lógica inmunitaria que, para Roberto Esposito (2005), es la forma primordial de la civilización occidental. Esta lógica inmunitaria supone la existencia de un equilibrio que ha sido puesto en riesgo de ser destruido, como resultado de la presencia de agentes contaminantes en el cuerpo, situados siempre entre lo interno y lo externo: Ya sea el cuerpo del individuo […] el cuerpo político […] o el cuerpo electrónico […] lo que permanece invariado es el lugar en el cual se sitúa la amenaza, que es siempre el de la frontera entre el interior y el exterior, lo propio y lo extraño, lo individual y lo común. Alguien o algo penetra en un cuerpo —individual y colectivo— y lo altera, lo transforma, lo corrompe. (Esposito, 2005: 10)

El lugar de frontera de la amenaza permite entender las características de las estrategias que buscan conjurarla. La amenaza se percibe como tal en virtud de su extensión generalizada e indiscernible dentro y fuera del cuerpo social. El citado manual contrainsurgente de 1963 La guerra moderna explicaba que “[e]l límite entre amigos y enemigos está en el seno mismo de la nación […], se trata a menudo de una frontera ideológica inmaterial” (Trinquier, 1963: 32). Los mecanismos que han de combatirla tienen que extenderse en dicho cuerpo para incidir en los sectores contaminados; en palabras del mayor Raúl Mora Bohórquez, “hay que combatir al terrorista con sus mismas tácticas” (Mora 1976: 325). El cuerpo social debe hacerse refractario ante el peligro del contagio externo; pero cuando el peligro no sólo se sitúa afuera, sino que se encuentra también en el interior, la estrategia de defensa exige contemplar la posibilidad de hacer intervenir algo que, en cierto modo, supone la destrucción del cuerpo social. Esta forma de “inmunidad autoinducida” se presenta como una contrafuerza que impide que otra fuerza se manifieste; se dirige contra aquello que protege, pues Si la vida —que es, en todas sus valencias, el objeto de la inmunización— no es conservable más que mediante la inserción en su interior de algo que sutilmente la contradice, quiere decir que su mantenimiento coincide con una forma de restricción que de algún modo la separa de sí misma. Su salvación depende de una herida que no puede sanar porque es ella misma la que la produce. La vida, para seguir siendo tal, debe plegarse a una fuerza extraña, si no hostil, que inhibe su desarrollo. (Esposito, 2005: 18)

El manual La guerra moderna afirma que la población civil se encuentra en el centro del conflicto y es “el elemento más estable”; por esta razón es necesario

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“hacerla partícipe en el combate; en cierta forma se ha convertido en combatiente” (Trinquier, 1963: 34). El texto añade que Para extirpar la organización terrorista del seno de la población, ésta será duramente atropellada, reunida, interrogada y requisada. Tanto en el día como en la noche, soldados armados harán repentinas incursiones en las casas de habitantes pacíficos para proceder a efectuar arrestos necesarios; se podrán producir hasta combates que tendrán que sufrir todos los ciudadanos […] Pero bajo ningún pretexto, un gobierno puede en este aspecto dejar que surja una polémica contra las fuerzas del orden que solo favorecerá a nuestro adversario […] La operación policiva será por tanto una verdadera operación de guerra. (Trinquier, 1963: 50)

Esta lógica inmunitaria, constituida sobre la idea de que ciertas cantidades de virus o veneno pueden ser útiles para proteger del contagio, entraña la tesis de que es posible proteger por medio de mecanismos autodestructivos, es decir, que es posible prolongar la vida por medio de una dosificación de la muerte. Esposito muestra que la inmunidad se expresa como una modalidad negativa de la comunidad, a través de una inclusión excluyente o de una exclusión incluyente. La inmunidad, en cuanto categoría privativa, no adquiere importancia más que como modalidad, precisamente negativa de la comunidad […] la comunidad parece hoy estar inmunizada, atraída y engullida por completo en la forma de su opuesto. En última instancia, la inmunidad es el límite interno que corta la comunidad replegándola sobre sí en una forma que resulta a la vez constitutiva y destitutiva: que la constituye —o reconstituye— precisamente al destruirla. (2005: 19)

Así, en Instrucciones generales para operaciones de contraguerrillas el Comando del Ejército destaca como una de las estrategias más relevantes para la acción contrainsurgente que Uno o varios soldados de cada unidad lleven vestidos de civil, con el objeto de poder entrar a las casas como trabajadores, visitantes […] Cuando se quiere probar la lealtad y colaboración de un poblador de la región, se envían agentes clandestinos de civil que cumplan y simulen misiones de los bandoleros […] para luego hacer el patrullaje de rigor y preguntar sobre lo visto y oído. (Ejército Nacional de Colombia, 1979: 113)

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Más adelante, el mismo manual indica que para realizar esta infiltración es necesario “tener una historia ficticia preparada [y] demostrar cortesía y generosidad con la población civil pero desconfiar de su amistad” (120-121). Los dispositivos inmunitarios connotan la idea de que para establecer una relación con aquello que protegen deben despojarlo de sus propios rasgos. Se trata de una relación que, tal como la ha caracterizado Walter Benjamin, implica que la política, para relacionarse con la vida, ha de privarla precisamente de sus rasgos vitales y tornarla “pura vida”, “nuda vida”, “vida desnuda”. Pero si la defensa de la sociedad, la vida, la comunidad o la nación sólo es posible a condición de despojarlas de sus propias características, únicamente una empresa que destruya el cuerpo social podrá protegerlo de aquello que lo amenaza. Dirigido no contra aquello que es considerado ajeno, sino por el contrario, justamente contra el propio cuerpo social, el dispositivo inmunitario puede, según Esposito, elevarse a tal extremo “que en determinado momento se vuelve contra sí mismo en una catástrofe, simbólica y real, que determina la implosión de todo el organismo” (2005: 29). Esposito también observa que de la lectura que se haga del cuerpo, la enfermedad y la amenaza dependerán las acciones de inmunización que se emprendan. En tal sentido, recorre diferentes metáforas en torno al Estado que toman el cuerpo como referencia y que definen las acciones de inmunización. De conformidad con el diagnóstico, la lógica inmunitaria establecerá la estrategia de protección que deberá adoptarse en cada caso: si la enfermedad es ubicada en una parte o en un miembro del cuerpo, la parte será extirpada y el cuerpo inmunizado; si se juzga que proviene de afuera, se crearán mecanismos de protección contra la infiltración, tendientes a cerrar cualquier porosidad de las fronteras del cuerpo. Ahora bien, si la enfermedad se concibe como una oportunidad para fortalecer el cuerpo creando mecanismos de autodefensa, se verá la utilidad inmunitaria de la enfermedad. De igual manera, si la cura se aleja de la idea alopática de lo contrario y se acerca a la homeopática de lo similar, la forma de protección supondrá que una dosis de veneno o de virus, o una muestra de la infección, será de utilidad para contrarrestar la enfermedad (Esposito, 2005: 160-183). El recorrido de Esposito permite entender, por un lado, cómo se articulan en esta lógica inmunitaria la amenaza, el cuerpo y la cura, y, por otro, cómo dicha lógica incide en la concepción de la política y del orden social. El autor parte de una crítica de la idea de que en la modernidad se efectuaron progresivamente un vaciamiento y una marginalización del cuerpo que sistemáticamente relegaron de las ciencias sociales y del análisis político su potencia explicativa19. Esposito 19 Cierta crítica de la modernidad ha tendido a concluir, tal vez demasiado rápido, que el cuerpo fue relegado de y sustituido por la razón moderna. Este tipo de análisis, aunque certero al

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sostiene que, por el contrario, la metáfora corporal para representar el Estado o la vida social fue y sigue siendo muy influyente en la política; “la analogía entre cuerpo natural y cuerpo político constituyó el topos con que autores políticos y literarios representaron la constitución y el funcionamiento del organismo político” (2005: 162).

2.2. La subversión como amenaza Como se sabe, la concepción del Estado como un organismo o un cuerpo fue una constante en las comprensiones de lo social en diferentes contextos. Se trata de un proceso que supone una firme articulación entre los saberes que en diferentes ámbitos se constituyen como hegemónicos y los dispositivos con que se administra lo social. Cada articulación implica una lectura del cuerpo social, de lo que lo amenaza y de los mecanismos para conjurarlo. Dependiendo de cómo se conciba la disposición corporal de lo social se definirán los métodos para identificar los peligros que lo amenazan y los dispositivos para protegerlo. En el caso colombiano, mientras en los siglos xvii y xviii el sacrificio, la mortificación y el abandono del cuerpo individual se constituyeron en garantías de preservación del cuerpo social20, ya a finales del siglo xix y comienzos del xx la eugenesia y el darwinismo social (Mac-Lean, 1952; Palma, 2002; Stepan, 1991) terminaron por imponer una interpretación biomédica del cuerpo social que justificaba la corrección y el exterminio, en tanto dispositivos para remediar el atraso o el subdesarrollo21. establecer las formas en que los filósofos modernos intentaron desengañarse de los sentidos, en realidad no descubre una sustitución del cuerpo sino una particular interpretación de él. Puesto así, el giro corporal en las ciencias sociales, desde la década de los setenta, sería en realidad un “retorno” de la fenomenología crítica. 20 Esta particular forma de inmunidad se acerca a la lógica de René Girard (1983), quien sostiene que en ciertos contextos, para preservar el cuerpo social, es necesario ponerlo en condiciones de resistir la violencia, de la misma manera que la intervención médica supone, en ciertos casos, inocular la enfermedad. Para Girard esto indica la relevancia que adquiere la violencia en la defensa de la sociedad. Por otra parte, la experiencia colonial de lo que hoy constituye América Latina influyó en la definición del sacrificio y el sufrimiento como bases de los sistemas de control poblacional. Tomando como modelo la organización de la sociedad medieval europea, los territorios españoles en América se constituyeron en diferentes cuerpos sociales sometidos a un control basado en la idea de que su sacrificio —siguiendo el modelo del cuerpo de Cristo— permitía la salvación de los territorios de ultramar. Esta disposición sacrificial aseguró por mucho tiempo la influencia de la Iglesia católica y de la monarquía española, además de favorecer la concentración oligárquica del poder (Pastor, 2004). 21 Algunos análisis de este tema, para el caso colombiano, se encuentran en Pedraza (1997, 1999) y Díaz (2008).

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Estos registros en los que el cuerpo constituye por excelencia el terreno de la relación entre la política y la vida son el fundamento de las formas inmunológicas de la segunda mitad del siglo xx, y en particular, en Colombia, del carácter que dichas formas adquirieron con la doctrina de la seguridad nacional, los programas de contrainsurgencia y la guerra de baja intensidad. Tanto la concepción barroca del sufrimiento corporal como las lógicas eugenésicas de comienzos del siglo xx —e incluso el pánico moral característico de la sociedad colombiana de los años treinta—22 tuvieron injerencia en la constitución de los imaginarios sobre la nación como cuerpo social y sobre la alteridad y la diferencia como amenazas. Con estos precedentes se ensamblaron diferentes dispositivos inmunológicos tendientes a defender el cuerpo nacional de esa amenaza externa ubicada en su interior. La geopolítica, en tanto discurso científico, adquirió relevancia en el ámbito de la defensa de la nación durante los años sesenta. Desde entonces se estableció una concepción orgánica del Estado que incorporó postulados provenientes de las teorías sociobiológicas y del darwinismo social (Child, 1985; Comblin, 1978), y recurriendo a estos postulados se intentó formular en un lenguaje científico las estrategias de combate contra la subversión. La noción del Estado como organismo supuso el entrecruzamiento entre una mirada biomédica y una lógica militar; como se ha dicho, de ese entrecruzamiento se derivó la idea de que los valores amenazados debían protegerse por medio de la erradicación de las ideas foráneas que los contradecían y de la inyección de las “dosis de corrección necesarias”. A ello se sumó un clásico y maniqueo sistema de oposiciones (amigo-enemigo, bueno-malo) que tendió a situar el origen de la amenaza de forma generalizada e incluso indiscriminada (Comblin, 1978). El proceso de incorporación de principios sociobiológicos, algunos de corte darwiniano y otros exclusivamente racistas, fue el resultado de la influencia que ejercieron en la doctrina de la seguridad nacional y en sus correlatos estratégicos algunos desarrollos conceptuales procedentes de la España franquista23 y de la Alemania de entreguerras. Como explica Joseph Comblin, por medio de la doctrina de la seguridad nacional distintas vertientes teóricas ejercieron una considerable influencia en el desarrollo de la política exterior de Estados Unidos desde la segunda posguerra. Apoyada en la concepción del Estado como un

22 El pánico que despiertan el cuerpo desnudo y la sexualidad, en el ámbito del arte colombiano, es analizado por María del Carmen Suescún (2007). 23 Como se sabe, el partido Conservador, liderado a mediados de la década de los cuarenta por Laureano Gómez, fue un férreo defensor de las ideas del franquismo y el nazismo en Colombia. Laureano Gómez, por entonces, hacía un llamado a las armas para contener el fantasma del comunismo (Centro Nacional de Memoria Histórica, 2013; Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas, 2015).

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cuerpo aquejado por la amenaza de distintas enfermedades24, la doctrina adoptó como principio la idea de que la nación es una unidad, vulnerable ante un enemigo externo que debe combatirse por medio de la guerra total (Do Couto e Silva, 1978). El recurso a la guerra permanente y total tiene por antecedente25 la explicación del general alemán Erich von Ludendorff sobre las causas de la derrota de su ejército durante la Primera Guerra Mundial. Ludendorff sostenía que la guerra se había perdido debido a “la traición del pueblo alemán. Al pueblo alemán le faltó cohesión y energía. Es la retaguardia la que ha cedido, no ha sido el ejército el que ha sido vencido o destrozado. En consecuencia, la guerra debe ser el acto total del pueblo entero. La guerra debe ser absoluta y así se la debe desear” (Comblin, 1978: 49). Este planteamiento se propagó26 en América Latina con la geopolítica promovida por el general brasileño Golbery do Couto e Silva. Los militares latinoamericanos pensaron que la eliminación de la subversión sólo era posible haciéndole una guerra total, una guerra dirigida al interior del propio organismo. El general Alberto Ruiz Novoa, tras precisar las ventajas de la guerra total, sostenía […] que toda la nación debía prepararse para la guerra, en sus respectivos frentes, surgiendo el concepto de “frente interno”, destinado a alimentar las operaciones bélicas y que debía mantenerse tan cohesionado moralmente como las tropas combatientes […] La necesidad de cuidar el frente interno se hizo más evidente a partir de la aparición de una nueva forma de guerra, tan vieja como el mundo pero que había sido archivada por las guerras convencionales: la guerra de guerrillas. (Ruiz, 1983: 199-200)

El desarrollo de las ideas de Ludendorff por parte de varios militares colombianos se corresponde bien con los postulados de la guerra antisubversiva y contrainsurgente que afirman la necesidad de extenderla a niveles diferentes 24 Con todo, esta concepción está presente no sólo en el desarrollo del concepto de geopolítica, sino también en las concepciones del Estado de Hobbes y Rousseau. Un interesante análisis de la concepción del Estado como organismo puede encontrarse en el famoso trabajo de Adriana Caravero Corpo in figure (1995). Puede plantearse, pues, que la concepción organicista no hace parte solamente de la retórica geopolítica, sino de toda la modernidad. 25 Joseph Comblin afirma que algunos fundamentos de la doctrina de la seguridad nacional están en directa relación con los teóricos nazis. Comblin resalta las concepciones biologicistas del Estado de Federico Ratzel, quien retoma la noción de “espacio vital” de Treitschke (autor de la frase “la guerra es el único remedio para las naciones enfermas”), y las ideas de Rudolf Kjellen sobre el Estado como un organismo (Comblin, 1978: 37-38). En la Antología geopolítica traducida por los militares argentinos se pueden revisar las posturas de estos autores (Ratzel et al., 1975). 26 Hay que recordar que los generales estadounidenses declararon que la derrota en la guerra de Vietnam obedeció, en alguna medida, a que el pueblo no respaldó a su Ejército sino que, por el contrario, se opuso rotundamente a la guerra.

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del militar27. El editorial de la Revista de las Fuerzas Armadas n.os 94-97 de 1980, edición monográfica que lleva el título de “Necesidad de la doctrina de seguridad nacional”, recordaba que […] en los tiempos modernos la guerra no se libra exclusivamente en el campo militar, sino que al contrario, se desarrolla en los campos político, económico y social, hay que aceptar la necesidad de un compendio normativo que oriente por igual a todos esos campos del poder nacional y les proporcionen un marco común de seguridad para el desarrollo de sus actividades específicas. (“Nota editorial”, Revista de las Fuerzas Armadas, n.os 94-97, 1980: 404)

La guerra total contra un enemigo que se sitúa en el interior del propio organismo comprende la guerra psicológica, la “guerra sucia” y la acción cívicomilitar. Si la causa de los males que aquejan al organismo se encuentra en su interior, la cura también se hallará dentro. De acuerdo con una lógica inmunitaria los dispositivos a los que se recurre para conjurar el mal se basan, en primer lugar, en la idea de que la manera más efectiva de contrarrestar la “violencia subversiva” es inocular dosis de violencia en el interior del organismo; en segundo lugar, en el principio de que el respaldo de toda la nación a las fuerzas militares es indispensable para ganar la guerra; y, en tercer lugar —es consecuencia de lo anterior—, en la convicción de que todo aquel que no brinde un apoyo deliberado a su ejército tiene que ser tratado con las dosis de violencia requeridas para contrarrestar su potencial de contagio subversivo. El general Landazábal afirmaba que “los indiferentes e indecisos forman parte de las filas del adversario, al que prestan apoyo por el sólo hecho de dejarlo prosperar” (1982: 67). En 1962 el general Alberto Ruiz Novoa destacaba la importancia de las acciones psicológicas y señalaba que este tipo de acciones […] tiende a destruir ese fenómeno de la guerra de guerrillas que estima Mao Tse-Tung, tal vez el principal tratadista de la materia, como indispensable para el éxito de esta clase de campaña cuando dice que la guerrilla debe moverse “entre el pueblo y en la región donde opera, como el pez en el agua”. Esta acción psicológica trata de quitarle el agua a ese pez para poderlo destruir. (Citado en Rueda, 2000: 246)

27 En el caso de los militares colombianos, tuvieron una gran influencia las precisiones sobre geopolítica planteadas en el texto Antología geopolítica (Ratzel et al., 1975). Esta afirmación puede constatarse con la perspectiva del coronel colombiano Daniel García Echeverry, quien publicó algunos artículos sobre el tema en la Revista de las Fuerzas Armadas (García, 1981).

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En el momento en que el enemigo se sitúa en el interior de la nación el carácter de las fuerzas militares cambia significativamente. Puesto que tienen que detectarlo entre el conjunto de los ciudadanos, las fuerzas militares adquieren el carácter de jueces que deben determinar “dónde se traza esa delicada y fina línea entre quién es un enemigo, un ‘tonto útil’ o simplemente un ciudadano cándido” (Sohr, 1991: 21)28. El ya citado manual Instrucciones generales para operaciones de contraguerrillas de las Fuerzas Militares colombianas subraya que al soldado “se le debe hacer comprender que, en guerra irregular, el enemigo está en todas partes y a toda hora” (Ejército Nacional de Colombia, 1979: 29). Este “carácter deliberante” de la institución militar le exigió definir patrones de distinción, y los patrones seleccionados se derivaban de sistemas de clasificación social vinculados con las concepciones sociobiológicas de la guerra y la alteridad y entrecruzados con esquemas históricos de raza y clase social29. De esta manera se definieron los mecanismos que permitieron reconocer a los “ciudadanos de bien” y diferenciarlos de los que atentaban contra los valores de la nación. Sin embargo, esta lógica implicaba, en realidad, una indefinición topológica de la amenaza, en virtud de la cual esta tendía a generalizarse30. El manual contrainsurgente de 1979 explicaba que los civiles debían ser clasificados “como auxiliadores de los bandoleros o leales a las tropas propias” (Ejército Nacional de Colombia, 1979: 29), y añadía que debían ser sometidos a análisis rigurosos para descubrir “sus actitudes, el origen de las mismas, los factores externos que las gobiernan, las vulnerabilidades y susceptibilidades que puedan ser explotadas sicológicamente y las necesidades humanas que originan problemas políticos, sociales y económicos” (177). El general Fernando Landazábal instaló el concepto de subversión desarmada y advirtió que era difícil saber cuándo empezaba la subversión a poner en práctica la revolución armada, pues “se detecta demasiado tarde al 28 El general Landazábal se quejaba de que “el comunismo tomará la investidura de partido político y sus reuniones, propaganda y acción proselitista quedarán amparados bajo el manto protector de la libre lucha democrática, ante la mirada impotente del mando militar, al que en muchos momentos le quedará difícil establecer diferencia entre una propaganda subversiva y una propaganda política y hasta qué punto este o aquel acto se encuadra más en la simple acción política o en la cruda acción subversiva” (1969: 216). 29 En 1960, en la Revista de las Fuerzas Militares se leía que “en los países latinoamericanos hay una clase inferior de la sociedad constituida por elementos de bajo nivel de vida que forman el proletariado y el campesinado, quienes de hace un tiempo para acá vienen siendo aleccionados para odiar a las otras clases de la sociedad y a quienes se están preparando para ser las fuerzas de choque en la ‘revolución social’ que se gesta en el mundo entero” (Muñoz, 1960: 265). 30 Roberto Esposito explica que el resquebrajamiento de este orden topológico marca un cambio significativo en el saber médico y en el manejo de los conflictos sociales. Ello supone que la enfermedad ya no sólo se ubica en una parte específica que debe ser extirpada, sino que puede estar en todo el organismo (2005: 174).

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virus pernicioso que va carcomiendo las conciencias, destruyendo la paz, quebrantando la ley, dominando al pueblo, a la nación y sus formas de gobierno, aumentándose a diario el caudal de los actos delictivos, enseñoreándose en todo el territorio la zozobra, la intranquilidad, la angustia y la inseguridad” (1966: 22, énfasis agregado).

2.3. La acción cívico-militar como dispositivo inmunológico Para que todo el organismo se sintonice con los preceptos de la seguridad y la defensa, para que contribuya en la identificación del enemigo y en la detención del contagio subversivo, es necesario emprender acciones que aseguren el respaldo social a la institución militar. Son las acciones cívico-militares las que satisfacen este objetivo. Ideadas por estrategas contrainsurgentes norteamericanos como el general Maxwell Taylor, las acciones cívico-militares tuvieron la finalidad de acercar al ejército y al ciudadano. Taylor defendió la tesis de que desempeñando una función constructiva los ejércitos del Tercer Mundo podían ganarse el apoyo de la población civil; esa función podía concretarse en labores de alfabetización, vacunación, construcción de caminos e instalaciones sanitarias, auxilio en casos de desastre y otras similares. El ministro de Justicia estadounidense Robert Kennedy coincidió con esta apreciación y sostuvo que las fuerzas militares locales debían establecer un vínculo estrecho con los civiles, destinado a desarrollar un “sistema de alarma para la detección —y posterior eliminación— de los movimientos izquierdistas antes de que éstos se transformasen en rebeliones armadas” (Maechling Jr., 1990: 45). Por su parte, el general colombiano Fernando Landazábal pensaba que Si en la guerra contra las guerrillas se pierde el entendimiento con el pueblo, instantáneamente se divide la influencia nacional ante el problema y la lucha continuará indefinidamente, porque siempre existirán dos adversarios para la institución [militar]: el guerrillero que le hace el traicionero frente de las emboscadas y aquella porción de la población civil que, al alejarse de ella [de la institución militar], prestará directa o indirectamente su apoyo a los maleantes alzados en armas. Cuando se realice en forma total el objetivo del entendimiento, el adversario será uno y el pueblo y su ejército lo vencerán irremediablemente. (Landazábal, 1982: 139)

Ganando el respaldo social y estimulando la participación de toda la ciudadanía en las estrategias de seguridad y defensa, la acción cívico-militar se

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constituye en la principal empresa de la aplicación de la doctrina de la seguridad nacional en Colombia. La acción cívico-militar, en tanto dispositivo inmunológico, puede interpretarse como un proceso destinado a contagiar de un espíritu promilitar al cuerpo social. Esta forma de “cura” supone el uso de una lógica similar a la que se le atribuye al mal que se quiere combatir. Si este tiende a dispersarse en el cuerpo de la nación, aquella tendrá que infiltrar todos sus nódulos vitales. Recurriendo a la lógica misma de la enfermedad, la cura mostrará también su potencial destructivo, su virulencia y su poder de contagio. La cura, por lo tanto, se revela más que nunca como phármakon: remedio y veneno. Este esquema permite precisar un principio inmunológico: la cura requiere que cierta dosis de veneno se constituya en una oportunidad para el fortalecimiento del propio cuerpo, en una contribución a su salud. De esta forma, la definición de la amenaza sirve para definir el grado de protección requerido, es decir, el nivel de virulencia necesario para hacerle frente a la enfermedad. Si este proceder tiene utilidad política, ello se debe a que “en vez de adecuar la protección al efectivo nivel de riesgo, tiende a adecuar la percepción del riesgo a la creciente necesidad de protección, haciendo así de la misma protección uno de los mayores riesgos” (Esposito, 2005: 28). El manual Casos tácticos de guerra de guerrillas en Colombia señala la importancia de emprender acciones en que las tropas adquieran la apariencia de las bandas irregulares. Esta iniciativa se concretó en el llamado Plan de Engaño31, que incluía: ‒ Patrullajes y fintas en una dirección o sobre una zona determinada, en tanto se infiltran hacia el verdadero objetivo fracciones pequeñas en atuendos regionales, con medios adecuados según el propósito, guías y elementos localizadores, para destruir determinado enemigo con emboscadas y golpes de mano. ‒ “Infiltración” de informaciones propias, intencionalmente producidas, para hacer creer en un determinado propósito y actuar luego de manera distinta. ‒ Suplantación de personas: infiltración de personal propio, en fracciones enemigas, configuración de una banda ficticia procedente de otra región por escape ante presión de las tropas o en refuerzo de bandas locales, etc. ‒ Organización de un negocio en la localidad más cercana a la zona afectada, con fines de inteligencia.

31 Este tipo de acciones son analizadas por Rigoberto Rueda (2000).

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→ Parte del plan de engaño, se referirá al enmascaramiento completo de la fracción señalada para la tarea, en cuanto apariencia exterior. (Ejército Nacional de Colombia, 1964: 6)

En Colombia las acciones cívico-militares se materializaron con la puesta en marcha de los planes Lazo, en 1964, y Andes, en 1968. Ambos estuvieron encaminados a generalizar este tipo de acciones, que comprendían desde la construcción de escuelas hasta la formación de grupos paramilitares. El plan Lazo enfatizaba el componente psicológico de la guerra irregular, y proponía que si la institución militar se ganaba a la población civil con jornadas de alfabetización y salud y la realización de obras públicas, conseguiría disminuir el apoyo popular que tenían las organizaciones armadas rebeldes (Leal, 1994: 48). Los objetivos de la acción cívico-militar en el plan Lazo fueron caracterizados por el general retirado Álvaro Valencia Tovar como una forma de […] re-aproximar el ejército con los campesinos, para que los campesinos que habían visto un ejército que los perseguía, entendieran que eso ya había pasado, que eso era de bárbaras naciones y que ahora había un nuevo estilo, había una nueva aproximación, se iba a hacer algo diferente, y eso tuvo un efecto enorme, gradualmente situó al campesino neutral, al campesino que no quería violencia, el campesino que había sido impulsado a la violencia por el mal manejo de la situación, de nuevo al plan de volver a trabajar, protegido por el mismo ejército, con el cual había tenido sus controversias anteriores. Y eso fue un lenguaje que nos permitió recuperar el campesinado por completo […] Se organizó la acción sicológica, que era una forma de hacerle entender al campesino, cuál era el nuevo trato, cuál era el nuevo estilo y eso acabó realmente con la violencia. (Citado en Vargas, 2008: 325-326)

Sin embargo, la misión del plan Lazo iba mucho más allá de mantener una buena relación con los campesinos. Según reza su definición programática de 1962, la misión del plan era “emprender y realizar la acción civil y las operaciones militares que sean necesarias, para eliminar las cuadrillas de bandoleros y prevenir la formación de nuevos focos o núcleos de antisociales, a fin de obtener y mantener un estado de paz y tranquilidad en todo el territorio nacional” (citado en Torres, 2000: 264). Este planteamiento permite entender por qué el plan incluía en su primera fase de operación la iniciación de “programas de adoctrinamiento, selección y organización de unidades civiles de autodefensa”, que se extienden hasta la quinta fase, caracterizada como de “reconstrucción”. Las primeras cuatro fases (acciones preparatorias, iniciación de la ejecución, ofensiva y destrucción de las cuadrillas) les daban prioridad a estrategias típica-

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mente militares y a operaciones psicológicas, de inteligencia y contrainteligencia destinadas a establecer información sobre los grupos armados insurgentes. Las operaciones psicológicas estaban justificadas por el efecto positivo que, se suponía, tendría para las acciones militares que la población civil percibiera a las Fuerzas Armadas como liberadoras de una amenaza y empeñadas en el beneficio de toda la nación. El plan precisaba que cada civil debía ser adoctrinado en los siguientes puntos: a) Las acciones están siendo tomadas por las Fuerzas Armadas y otras agencias del Gobierno, para su beneficio propio y del país en general; b) Las Fuerzas Armadas y otras agencias del Gobierno harán todo lo posible para liberar a la población del pavor y del perjuicio causado por los bandoleros y c) Que el apoyo a las Fuerzas Armadas y al Gobierno es esencial para obtener éxito en los objetivos citados. (Citado por Torres, 2000)

Sin embargo, como se ha dicho, el énfasis en la población civil no estaba destinado solamente a producir una valoración social positiva de las Fuerzas Armadas. Buscaba también la elección de civiles para que recibieran formación y entrenamiento militar y en el manejo de armas. Se trataba, sin más, de la formación de grupos paramilitares compuestos por civiles para actuar “en caso de emergencia”32. Así lo señala el punto siete de las “Instrucciones de coordinación” del plan Lazo: Las unidades de autodefensa civil estarán organizadas con personal escogido, en el que se pueda confiar en caso de emergencia para reaccionar positiva y favorablemente. Como guía general para la selección del personal, los candidatos serán escogidos entre ex miembros de las Fuerzas Militares o de la Policía Nacional e individuos sobresalientes en algunos negocios y otras figuras importantes de la sociedad que satisfagan la satisfacción básica de confianza. No se debe entregar armas inicialmente a las unidades de autodefensas, sin antes llevar a cabo un adoctrinamiento psicológico completo a los miembros de dichas fuerzas. Cuando los comandantes locales determinen que las unidades de autodefensa están suficientemente adoctrinadas para garantizar que son dignas de confianza, las armas serán distribuidas a estas unidades para empleo durante períodos críticos. (Citado por Torres, 2000)

32 Posteriormente, mediante el Decreto 893 de 1966, el Gobierno reglamentó el uso de armas para las organizaciones de defensa civil (Torres, 2000: 177).

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Las acciones cívico-militares del plan Lazo fueron apoyadas por el Programa de Asistencia Militar de la Agencia Internacional para el Desarrollo de los Estados Unidos. Como se sabe, varios programas desarrollados por esta Agencia obedecieron a un giro en las estrategias de cooperación estadounidense por el cual se disminuyó la “intervención en terreno” y se procuró fortalecer y disciplinar las burocracias locales (Corbalán, 2004; Torres, 2000). De tal manera, la acción cívico-militar encarnó también la perspectiva “desarrollista” de la intervención militar de Estados Unidos en el país. En el mismo espíritu del plan Lazo, en 1968 el general Guillermo Pinzón Caicedo formuló el plan Andes, cuyos objetivos comprendían la incorporación de bachilleres y universitarios a las acciones cívico-militares del Ejército colombiano. El plan Andes se presentó como uno de los más ambiciosos proyectos de las Fuerzas Militares de la época, y perseguía la conformación de “grupos de trabajo” integrados por profesionales de todas las áreas. La finalidad de los grupos de trabajo era doble: por un lado, contribuirían a la consolidación de las acciones de alfabetización y las brigadas de salud, y por el otro, ayudarían a vigorizar el espíritu promilitar en la población civil (Torres, 2000). La pertinencia y relevancia de la acción cívico-militar se explicaban, principalmente, por la necesidad de consolidar un espíritu ideológico afín a las Fuerzas Militares. Medidas por su eficacia simbólica, las acciones cívico-militares constituyeron un recurso a la estrategia de lucha que se le atribuía al enemigo, es decir, ganar a la población por medio de dispositivos simbólicos. Esto suponía poner en circulación imágenes, símbolos y representaciones de lo militar destinadas a mostrar su espíritu patriótico, su carácter originario en la historia de la nación y su talante desarrollista33. Con la incorporación de civiles a esta lucha ideológica las Fuerzas Militares apuntaban a encontrar un vehículo para poner en circulación su doctrina. Sin embargo, tras ser declarada ilegal la incorporación de jóvenes civiles el plan Andes no pudo confirmar el cumplimiento de sus metas, y entonces las Fuerzas Militares intensificaron su estrategia en dispositivos más cerrados, como los colegios militares o la universidad militar, con los que consiguieron satisfacer una parte de los objetivos de su promoción ideológica. Según la relación del historiador César Torres, Desde el inicio del gobierno de Carlos Lleras Restrepo y «en el empeño de adoctrinar desde la infancia los futuros forjadores de la nacionalidad, se reglamentaron los Centros de Educación Infantil Primaria y Secun33 En este designio jugó un papel muy especial la red de radio, interconectada con el sistema de telecomunicaciones del país (Telecom), gracias a un proyecto financiado por el Ministerio de Defensa, tal como consta en las memorias del ministro de Defensa dirigidas al Congreso en 1967 (Gerardo Ayerbe Chaux, citado por Torres, 2000: 179).

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daria de las Fuerzas Militares […] y se va a publicar el reglamento sobre Institutos de Enseñanza Militar Privada con el mismo objetivo» […]. Posteriormente el gobierno aprobó el Decreto 546, del 29 de marzo de 1967, que establecía las normas sobre el funcionamiento de los colegios de bachillerato que tuvieran instrucción militar «a fin de capacitar a la juventud en la práctica de las virtudes del ciudadano y preparar las reservas para la defensa nacional». Los colegios para primaria fueron: Liceo Colombia, Liceo Patria y Liceo Santa Bárbara; para el bachillerato se fundó el Colegio Patria. En 1968 se contaba con un total de 1.200 alumnos y 42 profesores. (2000: 178)

A la implementación de los colegios militares se sumó, a comienzos de los años ochenta, la realización del curso sobre defensa nacional para funcionarios civiles de organismos públicos y privados y del curso de seguridad nacional para el programa de posgrado en Ciencia Política de la Universidad Javeriana (Camacho, 1980: 42-43). En 1983 el general Ruiz Novoa declaraba que dichos cursos constituían […] un laudable esfuerzo para divulgar la doctrina de la defensa nacional que no debe ser ignorada por las personas cultas ya que esta defensa debe ser preocupación de todo ciudadano. Estos cursos están destinados a llenar el vacío que existe en la formación de los profesionales colombianos por no existir en las universidades la cátedra de defensa nacional como sí se cursa en la mayoría de universidades extranjeras tanto públicas como privadas. (Ruiz, 1983: 202)

Estas acciones concretas constatan un proceso de incidencia de las Fuerzas Militares en diferentes ámbitos sociales que, si bien va de la mano con su profesionalización, en realidad fue concebido como parte de las estrategias de la lucha contrainsurgente emprendidas en el país desde finales de los años sesenta. Analizadas como originalmente se concibieron, es decir, como parte de las acciones cívico-militares, no sólo suponen la tendencia a la profesionalización militar, sino también la creación de ámbitos de incidencia social. Si las amenazas a la seguridad provenían de la circulación de ideologías “peligrosas” en ámbitos como los colegios y las universidades, las acciones para contrarrestarlas comprendían, por un lado, la formación ideológica de las juventudes en los valores nacionales defendidos por las Fuerzas Militares, y por otro, la represión de las manifestaciones juveniles contrarias a estos valores. En la misma revista de 1983 en que aparecieron las declaraciones del general Ruiz Novoa el coronel Farouk Yanine Díaz recordaba que, junto con los secuestros y la compra de armas, los grupos subversivos acudían a las huelgas con el

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fin de emplear todas las formas de lucha, e indicaba que, en forma paralela a esta actividad, en colegios y universidades el profesorado […] encauza la mente de los alumnos con las filosofías actuales revolucionarias basadas en el marxismo leninismo; y como un hecho digno de mencionar cada vez más exponentes de cierta clase alta y política tienen ya en su vocabulario, no las ideas democráticas que sustentan la nacionalidad, sino la fraseología comunista, por el sólo hecho de estar en el grupo “in” o para el logro de los votos necesarios para llegar al Congreso de la Nación. (Yanine, 1983: 206)

Ya en 1969 el general Fernando Landazábal denunciaba que […] la población estudiantil universitaria, reconocida como esperanza de la nacionalidad, se debate hoy ante el problema de la ausencia de una orientación política, religiosa, sicológica y social, que la constituyen en terreno abonado para el cultivo de ideologías que no han sido suficientemente analizadas, unas veces por temor de los padres o maestros, otras por abandono de las corrientes políticas tradicionales y no pocas, por una imperdonable indiferencia de quienes tienen en sus manos la educación integral del futuro ciudadano. (Landazábal, 1969: 97)

La “acción cultural” se convertía, a ojos del general, en el principal vehículo para […] impartir a todas las capas sociales de los centros urbanos y rurales la ideología marxista, mediante las fachadas de representaciones teatrales, conciertos, recitales, conferencias, concursos, publicaciones literarias de todo género, etc., etc., que han de ir despertando en el público la inquietud por el conocimiento a fondo de las doctrinas y principios del comunismo internacional. (1969: 205-206)

Se trataba, según Landazábal, de una ofensiva del marxismo encubierto que bajo la máscara de la cultura promovía acciones psicológicas y de adoctrinamiento social. La acción cultural será un movimiento de base para despertar grandes masas a favor de la causa comunista y para llevar su ideología a las gentes cultas de la nación y las formaciones estudiantiles universitarias, bajo la sutileza de organizaciones culturales que han de contar de antemano con el respaldo de los mismos órganos publicitarios de derecha e izquierda,

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cuyos redactores no estén en condiciones de extraer el verdadero sentido que se dé a las obras, escritos y representaciones […] La acción cultural será un verdadera ofensiva en el campo de la cultura, y tendrá un fuerte incremento en el próximo futuro, su forma de aplicación estará regida especialmente por la explotación de la población estudiantil para sus propósitos y a no dudarlo habrá de encaminarse a la conquista de prosélitos especialmente dentro de aquellas gentes cultas de la nación, que no han podido descollar en ella por falta de oportunidades para lograrlo […] La ofensiva cultural se intensificará con la creación de casas culturales dentro de los barrios y municipios, para alcanzar desde ellas, bajo la máscara de la cultura, toda clase de ideas contrarias a nuestro sistema, a fin de ganar el apoyo de las gentes para la causa comunista. La máscara de la cultura será pues coros de proselitismo, de acción sicológica, de propaganda y de adoctrinamiento político marxista. (1969: 206)

Landazábal subrayaba así, en 1969, la peligrosidad de la acción cultural, en tanto mecanismo de circulación ideológica del comunismo. En 1982 afirmaba la necesidad de emprender acciones de impacto simbólico en el combate contra la guerrilla, precisamente, acciones cívico-militares; decía el general: Hay necesidad de llevar al pueblo al pleno convencimiento de que el soldado es un hombre que está sacrificando su vida y en forma especial su juventud en pro de la soberanía y que está listo a perderlo todo, hasta la propia vida, en defensa de los intereses de la sociedad, de las leyes que la rijan y de los derechos que la asistan. Pero para ello es necesario que el hombre común se empape por el ejemplo de esas realidades; que la forma de actuar de los hombres de armas y en especial su comportamiento en el sostenimiento del orden, despierte en los ciudadanos de todas las edades aprecio y adhesión a las instituciones armadas; hay necesidad de lograr que el niño salga de su casa con verdadero regocijo a presenciar el paso de los soldados, que las madres se sientan orgullosas de contar en las filas con uno de sus hijos, que la juventud piense en la sublimidad que representa para el hombre el consagrarse a la defensa de la patria; que el pueblo mire en sus soldados la personificación de su carácter y la síntesis uniformada de todas sus virtudes; que los gobernantes estimulen el heroísmo y que [a] la patria misma le palpite en los más íntimo de sus entrañas el sentimiento de que esos hombres consagrados a sus cultos serán los que a cada noche y a cada mañana oficiarán en su altar el oficio divino de su soberanía. Cuando estos objetivos se hayan logrado estará listo el camino para mantener el orden, pues no será necesario comprar la información para localizar el delincuente; ella llegará a los puestos de

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mando en forma directamente proporcional, al aprecio de las gentes e inversamente al desacato que el pueblo ofrezca a sus Fuerzas Armadas. (1982: 149-150, énfasis agregado)

En el mismo texto Landazábal destacaba la importancia de la acción psicológica, manifiesta en el hecho de que […] cuando se realiza eficazmente, es combatida con suma actitud por los intelectuales que guían la organización subversiva, pues ella es el arma más eficaz contra ese fanatismo despertado en sus componentes; la acción sicológica llega a la mente de los hombres al campo exacto de que se erige el fundamento de su fanatismo. (1982: 161)

De esta manera el general suscribía las acciones psicológicas que las Fuerzas Armadas colombianas habían implementado desde 1978 con el Estatuto de Seguridad Nacional. Las acciones cívico-militares asimilaron parte de las estrategias que los militares le atribuyeron a la subversión. Se cuentan entre ellas las acciones psicológicas tendientes a vincular moral y efectivamente a la población civil con los militares, y, al mismo tiempo, otras prácticas cuya finalidad era “desmoralizar al enemigo”34. El Manual de operaciones sicológicas (Ejército Nacional de Colombia, 1982) destaca la interrelación entre la doctrina de la seguridad nacional y las operaciones psicológicas en la guerra contra las guerrillas, pone de manifiesto la relevancia de emplear los medios de comunicación para hacer propaganda del Ejército y contrapropaganda de la guerrilla y menciona la necesidad de establecer mecanismos dirigidos a disminuir afectiva y emocionalmente a los miembros de los grupos subversivos. El uso de un recurso que entraña la misma lógica que se le atribuye al mal que se quiere combatir es recurrente en la práctica de la doctrina de la seguridad nacional. La doctrina supo implementar un recurso de desorden y destrucción hacia dentro, para preservar la percepción social del orden y de la reconstrucción de unos supuestos valores nacionales. Ello, aunque en principio resulta paradójico, en realidad revela, como enseñó Michel Foucault, el fundamento de la seguridad en las sociedades contemporáneas35. 34 El teniente coronel Jesús Narváez recordaba en un artículo de la Revista de las Fuerzas Armadas titulado “Consideraciones básicas sobre la guerra psicológica” la célebre frase del historiador militar inglés Lidell Hart: “Hasta en el plan más inferior de la guerra, un hombre muerto es un hombre menos, en tanto que un hombre desmoralizado es un portador del miedo altamente infeccioso y capaz de esparcir una epidemia de pánico” (1970: 311). 35 Como lo expuso recientemente Giorgio Agamben, “cuando la seguridad se convierte en la categoría central y casi única, todo cambia, porque nunca debemos olvidar que «seguridad»

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Norbert Lechner, en Los patios interiores de la democracia (1988), señala cuán efectivas resultan la producción de violencia y la administración del miedo para los regímenes autoritarios. Para el autor, la cultura del miedo que sobreviene de la mano del autoritarismo no es sólo su producto, sino también la condición de su perpetuación. Al producir la pérdida de los referentes colectivos, la desestructuración de los horizontes de futuro, la erosión de los criterios sociales acerca de lo normal, lo posible y lo deseable, el autoritarismo agudiza la necesidad vital del orden y se presenta a sí mismo como la única solución. En resumen, lo que plantean los miedos y, particularmente, ese “miedo a los miedos” es, en definitiva, la cuestión del orden y ésta es la cuestión política por excelencia. (1988: 98)

De ahí que, más que una paradoja, lo que queda pendiente por resolver es la razón por la cual una sociedad acude al respaldo e incluso a la demanda de una serie de políticas de seguridad que pueden ir en contravía de su existencia misma. La generación de este temor está vinculada con la idea del contagio de lo propio por lo ajeno: ante el peligro de la contaminación y la infiltración se reacciona contra lo que se considera externo y contaminante (Douglas, 1973). Un determinado orden social se presenta como garante de la continuidad de la comunidad ante una diferencia que se percibe como amenaza; la legitimación del orden social obedece a que ofrece “restablecer límites claros y fijos, expulsar al extraño, impedir toda contaminación y asegurar una unidad jerárquica que otorgue a cada cual su lugar ‘natural’. El resultado es una sociedad vigilada, finalmente encarcelada” (Lechner, 1988: 100). Este resultado, que redunda en nuevas sensaciones de miedo e inseguridad, no va en contravía del sostenimiento de un régimen de autoridad, sino que, por el contrario, es su responsable. Cuando surgen nuevos miedos la promesa del orden termina por inducir una experiencia exacerbada de desorden, que permite a un tiempo demandar mayor seguridad y sostener ilusoriamente la sensación de estar protegido. Así, escribe Lechner, El autoritarismo responde a los miedos apropiándose de ellos. Se apropia de los miedos existentes ideologizándolos. Tiene lugar una re significación cuasi-teológica de los miedos que borra la referencia a las amenazas reales, transformándolas en fuerzas demoníacas: el caos, el comunismo. Si antaño la Iglesia se apropiaba de los miedos a la peste o las catástrofes, no significa impedir el desorden. El paradigma de la seguridad se inventó precisamente para lo contrario: gestionar el desorden. Esto ya lo mostró Michel Foucault al hablar de los fisiócratas que inventaron el concepto de seguridad” (en Bauman, 2008: 108).

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reinterpretándolos bajo la forma de un miedo al pecado, hoy el autoritarismo reelabora los miedos concretos como miedo al caos, miedo al comunismo, etcétera. Cuando la sociedad interioriza este “miedo reflejado” que le devuelve el poder, ya no es necesario un lavado de cerebro. El nuevo autoritarismo no indoctrina ni moviliza como el fascismo. Su penetración es subcutánea; le basta trabajar los miedos. Esto es, demonizar los peligros percibidos de modo tal que sean inasibles. (1988: 102-103)

A consecuencia de esta administración del miedo el “comunismo internacional” se percibió como una amenaza de infiltración; cualquier acción ligada a él se constituyó en un riesgo para la seguridad interna. El 21 de octubre de 1981, día del segundo paro cívico nacional, el periódico El Tiempo informaba que El ejército allanó ayer la sede del sindicato de Sofasa y dejó al descubierto un masivo plan de sabotaje, apoyado por agrupaciones extremistas internacionales, entre ellas el “Frente para la Liberación de Palestina” que iba a ponerse en marcha hoy durante el paro cívico de Bogotá. Desde textos panfletarios, invitando a participar en el paro, hasta manuales sobre cómo fabricar bombas, disparar armas, bloquear carreteras y vías, fueron encontrados en esa sede sindical. Más de una tonelada de documentos, tachuelas, libros, afiches, retratos, fueron decomisados por el servicio de inteligencia militar […] En el plan, estaban comprometidos sectores de casi todas las universidades, grupos políticos de izquierda, el partido comunista colombiano y entidades extranjeras. (El Tiempo, 21 de octubre de 1981: 17A, énfasis agregados)

Días antes del paro, el periódico El País de Cali hacía saber que Las fuerzas conjuntas del ejército, la policía y los cuerpos secretos fueron colocados en acuartelamiento de primer grado y en Bogotá desde el viernes 16 se dispuso declarar en “Alerta Roja”, la Brigada de Institutos Militares con todos sus batallones, así mismo la Escuela de Caballería de Usaquén, la Escuela Militar de Cadetes, la Escuela de Suboficiales de la Policía, La Fuerza Aérea y la Escuela de Policía General Santander. (El País, 14 de octubre de 1981: 19, énfasis del original)

Por su parte, el ministro de Gobierno, Germán Zea Hernández, dijo el día anterior al paro que “este no es un desafío que pudiera simplificarse diciendo que se trata de una transitoria confrontación subversión versus gobierno. No. Es y será una batalla planteada entre la subversión y el régimen institucional” (El Espectador, 20 de octubre de 1981: 9A).

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La interpretación del segundo paro cívico nacional como una manifestación de la subversión, infiltrada por el comunismo y el extremismo internacionales y contraria a los valores anhelados por la nación colombiana, se reproducía en los mensajes de respaldo que los gremios económicos le dirigían al Gobierno. Proantioquia declaraba en un mensaje: […] deseamos la libertad, ansiamos la paz y creemos en la democracia. Por ello reiteramos nuestro apoyo total sin una sola reserva a las acciones emprendidas por el gobierno que usted preside para preservar las instituciones y garantizar los derechos de los asociados. Queremos que usted sepa y sienta ese respaldo en la lucha contra la subversión y se extiende a las medidas de índole económica y social que juzgue oportuno en pro del bienestar del pueblo colombiano. (El Colombiano, 18 de octubre de 1981: 8D, énfasis del original)

El proceso de administración del miedo permite operar el doble gesto del poder en el que confluyen la seguridad y la amenaza. En la medida en que la vida se presenta como objeto de protección es, al mismo tiempo, entregada y aprehendida, ofrecida y sacrificable. Las acciones en defensa de la sociedad suponen, así, que para que esta sea protegida es necesario que sea también objeto de gobierno. Como plantea Esposito, “para devenir objeto de «cuidado» político, la vida debe ser separada y encerrada en espacios de progresiva desocialización que la inmunicen de toda deriva comunitaria” (2005, 199). En virtud de este tratamiento inmunitario, la vida ha sido objeto de prácticas que tienden a debilitarla exponiéndola al constante riesgo de la seguridad. Adoptada de conformidad con el imperativo de defender la sociedad y proteger la nación, la deriva inmunitaria de la seguridad entraña la apelación a principios generales y universales como la libertad y la paz, e incluso la humanidad. Tal apelación supone el desdibujamiento del otro-amenazante, pues ha de ser representado como aquel que encarna los valores contrarios a estos principios supuestamente universales. El otro podrá ser deshumanizado, el conflicto podrá ser presentado como una amenaza para la paz y la diferencia como un riesgo para una pretendida homogeneidad nacional. Como se verá, este proceso supone que la guerra no se presente ya como la confrontación con un enemigo externo, sino como una estrategia de defensa contra el mal interior. El cambio que aquí acontece supone entonces una reconfiguración de las nociones de guerra y de enemigo.

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2.4. La guerra no está conjurada A finales de los años setenta cobró mayor relevancia en la política exterior estadounidense la guerra de baja intensidad, pues se consideraba oportuna y adecuada a la necesidad de combatir la revolución. Organizada en operativos que podían ser contrainsurgentes en algunos casos y proinsurgentes en otros, recurría a formas menos visibles de coerción (económica, diplomática, psicológica y paramilitar), por cuyo medio se buscaba restaurar el dominio de Estados Unidos en los lugares donde peligraba o había cesado (Klare y Kornbluh, 1990: 16-18). El coronel estadounidense North afirmaba, a comienzos de los ochenta, que este nuevo tipo de guerra era indispensable para obtener la victoria; para él se trataba, básicamente, de una guerra ideológica: “En mi opinión, la misión más relevante de la actualidad es convencer al pueblo estadounidense de que los comunistas quieren fastidiarnos. Si ganamos la guerra ideológica, habremos de vencer todo lo demás” (citado en Klare y Kornbluh, 1990: 25). Como se ha expuesto, las estrategias de la guerra de baja intensidad fueron adoptadas por los militares colombianos gracias a distintos programas de cooperación, asistencia o “ayuda mutua”, que se correspondían con la aplicación de la doctrina de la seguridad nacional en América Latina y, en particular, con la implementación de la guerra psicológica y las acciones cívico-militares. En Colombia, la aplicación de dicha doctrina, si bien no condujo a una dictadura militar, sí se caracterizó por una represión sistemática de los movimientos sociales (estudiantiles, campesinos, sindicales e indígenas) y una guerra abierta contra los movimientos armados insurgentes. Evidentemente, el Gobierno colombiano intentó restarles legitimidad a las demandas sociales caracterizándolas como subversivas o como manifestaciones políticas de los movimientos guerrilleros36. Sin embargo, esta estrategia no encontró el camino despejado; el Gobierno reconocía el nivel de aceptación que las guerrillas tenían en diferentes sectores de la sociedad. La amenaza, presentada como un contagio ideológico, sería combatida recurriendo a un proceso inmunológico que consistiría en una suerte de contagio contraideológico. A propósito de este nuevo tipo de guerra el general Álvaro Valencia Tovar explicaba que A partir de la segunda guerra mundial, no se trata de articular la maniobra de grandes masas de hombres y de material hasta buscar en la batalla el acto estratégico que permitía imponer la voluntad al adversario. Es algo más profundo y sutil. Se trata de la combinación invi36 Algo recurrente en los gobiernos colombianos en los últimos sesenta años. Véase Franco (2009).

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sible de presiones psicológicas, del manejo de fuerzas políticas, de la penetración ideológica sobre la mente de hombre, de la capacidad para esgrimir la amenaza combinándola con la persuasión, el arte de minar la estructura interior de los Estados para propiciar su derrumbamiento. De la amalgama científica del insulto y la sonrisa, del desplante violento y amenazante con ofertas de paz. (Valencia, 1964: 395)

En la medida en que la amenaza no se percibía únicamente como externa, sino también como una amenaza interior, las acciones para contrarrestarla debían proceder contra la “subversión interior”. Según el general Ruiz Novoa, se trataba de poner en obra “el concepto de guerra total [que] considera que la defensa es asunto que concierne a todos los ciudadanos, pues todos están expuestos a las consecuencias de las operaciones, y es necesaria la cooperación de toda la nación en el esfuerzo bélico” (1964: 238). Concebido así, el procedimiento inmunológico comprende la inoculación del cuerpo social como expediente para preservar un conjunto de valores que se consideran la esencia de dicho cuerpo, y comprende, además, la caracterización del otro (a quien se considera agente de la amenaza) como opuesto a esos valores. Así, lo subversivo no es otra cosa que lo que riñe con los valores de la sociedad. En la medida en que la defensa de la sociedad conjuga la defensa de principios que se estiman universales, la subversión es desprovista de todos los rasgos que la vinculan con dichos principios. El general Landazábal manifestaba: […] queremos que todos los colombianos sepan y entiendan que ha llegado el momento de la definición y la acción y que como consecuencia del ya insoportable crecimiento de la delincuencia y del crimen que socava las bases mismas de nuestra estructura nacional, los militares, como lo hemos venido haciendo, afrontaremos todos los sacrificios y redoblaremos toda nuestra voluntad de servicio, con base en el deber y en el derecho que la Constitución y la conciencia colectiva de las gentes de bien nos otorgan, para restablecer la moral nacional, el orden y la paz y para dar con ello seguridad a todos los compatriotas. Condenamos a ese minúsculo número de medios de comunicación cuya permanente incitación a la subversión ha hecho posible y según sus propios decires “justificable” el sacrificio de innumerables colombianos. Condenamos a quienes permanecen indiferentes o se niegan a comprometerse en la causa de la defensa de las instituciones, como potenciales adversarios. (Landazábal, 1966: 169, énfasis agregado)

Como se sabe, muchos militares latinoamericanos y estrategas estadounidenses afirmaron que los golpes de Estado liderados por militares no constituían

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una oposición a la democracia sino una vía para su fortalecimiento. El general Osiris Villegas sostenía que los regímenes militares no aniquilaban la posibilidad de emprender un camino hacia la democracia constitucional, sino que, por el contrario, la abonaban (Villegas, 1964). En la medida en que se consideraban a sí mismos los creadores de la nación y del Estado, los militares debían legitimar sus acciones como formas de preservar, favorecer o reconstruir los valores esenciales de la ciudadanía. En cierto modo, al apelar a estos principios de defensa y salvaguarda, en realidad no se recurre a una noción clásica de la guerra, ni se caracteriza al otro, en sentido estricto, como enemigo (en el sentido de rival o contrario). En realidad el otro, que se presenta como el origen de la amenaza y opuesto a los valores universales de la sociedad, es desprovisto de sus rasgos fundamentales, de todo aquello que lo pueda hacer parte de dicha sociedad37. De otro lado, puesto que el conflicto social es presentado como subversivo —como amenaza al orden social— la defensa de la sociedad se apoya en el referente utópico de una sociedad homogénea, sin disensos ni conflictos. La defensa de la sociedad y la nación entraña entonces la deshumanización del enemigo y la utopía de la paz liberal, es decir, de la sociedad sin conflictos. En El concepto de lo político Carl Schmitt describe este tipo de guerra, absoluta y universal, como un desdibujamiento del enemigo: Tales guerras son necesariamente de una particular intensidad e inhumanidad, puesto que, superando lo político, descalifican al enemigo inclusive bajo el perfil moral, así como bajo todos los demás aspectos, y lo transforman en un monstruo feroz que no puede ser sólo derrotado sino que debe ser definitivamente destruido, es decir, que no debe ser ya solamente un enemigo a encerrar en sus límites. (1984: 33)

Al emprender una guerra en nombre de principios “universales” como la humanidad, la sociedad, la civilización, la libertad, el progreso o la paz, se niega al otro, necesariamente, en el intento de apropiarse de esos principios: Si un Estado combate a su enemigo en nombre de la humanidad, la suya no es una guerra de humanidad, sino una guerra por la cual un determinado Estado trata de adueñarse, contra su adversario, de un concepto universal, para poder identificarse con él (a expensas del enemigo), del 37 Esto se explica parcialmente, como señala Velásquez, porque la adopción de la doctrina de la seguridad nacional por parte de los militares colombianos corrió paralela con la negativa del Gobierno nacional a firmar los protocolos i y ii de Ginebra, de 1977, sobre la humanización de la guerra y la protección de la población civil (2009: 203).

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mismo modo que se pueden utilizar distorsionadamente conceptos de paz, justicia, progreso, civilización, a fin de reivindicarlos para sí y expropiárselos al enemigo. La humanidad es un instrumento particularmente idóneo para las expansiones imperialistas y es también, en su forma ético-humanista, un vehículo específico del imperialismo económico. A ese respecto es válida, aunque con una necesaria modificación, una máxima de Proudhon: Quien dice humanidad, quiere engañar. (Schmitt, 1984: 51, énfasis del original)

La apropiación de la palabra humanidad tiene, según Schmitt, un efecto de deshumanización del enemigo, pues lo declara por fuera de la humanidad; de este modo la guerra es llevada a una extrema inhumanidad. La guerra se torna absoluta, sin límites bajo la bandera de la defensa de ideales universalizados por el racionalismo iluminista. Se trata, para Schmitt, de un proceso de construcción de un nuevo lenguaje que ha desterrado a la guerra y ha impuesto un discurso pacifista. Al desconocer la existencia de la guerra se habla sólo de […] exclusiones, sanciones, expediciones punitivas, pacificaciones, defensa de los tratados, policía internacional, medidas para la preservación de la paz. El adversario no se llama ya enemigo, pero por eso mismo es presentado como violador y perturbador de la paz, hors-la-loi, y hors-l’humanité, y una guerra efectuada para el mantenimiento y la ampliación de posiciones económicas de poder debe ser transformada con el recurso de la propaganda, en la cruzada y en la última guerra de la humanidad. (Schmitt, 1984: 76)

Schmitt desarrolla así una crítica del liberalismo que muestra cómo los ideales de paz y humanidad se convierten en el caballo de batalla del imperialismo de Occidente38. Si bien los planteamientos de Schmitt son criticados por su fun-

38 Schmitt dice que las ideas de humanidad y paz encubren el mercado liberal. Así, quien se levanta en contra del mercado se levanta en contra de la humanidad y de la paz. Como se verá, este planteamiento puede trasladarse a otros ideales, como la seguridad nacional, la democracia o el bien común. Una crítica del desencanto de Schmitt respecto a la utopía humanista ha sido formulada por Hinkelamert, quien argumenta que en la antiutopía de Schmitt se recrea una utopía aún más destructora: aquella que promete que la destrucción del humanismo conseguirá la humanización. Hinkelamert afirma que esta nueva utopía (antiutópica) de afirmación de lo inhumano permite entender el proceso de exterminio total del régimen nazi (1987: 242).

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cionalidad ideológica durante el nazismo, su crítica del liberalismo no deja de ser pertinente para comprender la lógica bélica contemporánea39. En el seminario Defender la sociedad, de 1975, Michel Foucault estudió cómo la guerra fue borrada del análisis histórico por cuenta del principio de universalidad nacional; es decir, cómo la guerra dejó de ser nombrada como tal en virtud de la existencia de una serie de ideas y valores propios de las nacientes naciones que la hicieron parecer superada (2008). Foucault sostiene que, como resultado de una serie de operaciones historiográficas, tácticas y estrategias la guerra fue sacada de la política, cuando en realidad nunca dejó de existir en su trasfondo. Así, invierte el clásico aforismo de Clausewitz que dice que “la guerra es la continuación de la política por otros medios” para afirmar que “la política es la continuación de la guerra por otros medios”. Esta versión dice que el intento del poder político de promover la paz en la sociedad civil no tiene por finalidad frenar la guerra, sino continuar el combate de otra manera, en una suerte de guerra silenciosa que con el tiempo ha tendido a quedar olvidada. Foucault enseña que en cierto momento histórico la guerra se narró en su efectivo y real esplendor. Este discurso no decía que la ley y los estados fueron el resultado de la naturaleza y de la paz, sino que su origen residía en las batallas, las victorias, las derrotas, las masacres y las conquistas, las tierras devastadas y las ciudades incendiadas. Esta narrativa, que tiende a desaparecer, muestra sin tapujos la esencia bélica de la sociedad, la ley y el Estado (Foucault, 2008: 55-56). Su particularidad radica en que desliga la historia del derecho, de la paz y de la neutralidad, y la vincula con la existencia efectiva de la guerra. Para Foucault, este es el primer discurso que puede ser calificado rigurosamente de histórico-político, pues el sujeto que habla no procura ocupar la posición del sujeto universal, totalizador o neutral, sino que forzosamente está de un lado o del otro, opera en busca de su propia victoria (57-58). Pero se impone una nueva racionalidad que tiende a acallar o encubrir la guerra, como si la gestación de la ley fuese el producto de acuerdos pacíficos o de una cierta condición natural de la sociedad, y no de un conjunto de relaciones de fuerza40. Para Foucault, son los ganadores de ciertas batallas los que imponen esta racionalidad, con el fin de ocupar un lugar ventajoso en la relación de dominación, en tanto que dan por saldada la guerra e instituyen un nuevo lenguaje y una nueva narrativa histórica. Por eso, afirma, es necesario

39 Un análisis de las críticas y usos de Carl Schmitt en la filosofía política contemporánea es desarrollado por Benavides (2008), quien revisa la continuidad y discontinuidad de sus planteamientos, en particular aquellos concernientes al estado de excepción y la guerra. 40 Según Foucault (2008), en realidad en Hobbes no hay una guerra en el punto de partida, sino, por el contrario, el interés de eliminarla del análisis histórico.

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[…] descifrar la guerra debajo de la paz: aquella es la misma cifra de ésta. Así pues, estamos en guerra unos contra otros; un frente de batalla atraviesa toda la sociedad, continua y permanente, y sitúa a cada uno en un campo o en el otro. No hay sujeto neutral. Siempre se es, forzosamente el adversario de alguien […] Una estructura binaria atraviesa la sociedad […] Hay dos grupos, dos categorías de individuos, dos ejércitos enfrentados. Y tras los olvidos, las ilusiones y las mentiras que tratan de hacernos creer, justamente, que hay un orden ternario, una pirámide de subordinaciones o un organismo, tras esas mentiras que intentan que creamos que el cuerpo social está gobernado sea por unas necesidades de naturaleza, sea por unas exigencias funcionales, hay que reencontrar la guerra que prosigue, con sus azares y peripecias. Hay que reencontrar la guerra: ¿por qué? Pues bien, porque esta guerra antigua es una guerra […] permanente. (Foucault, 2008: 56)

Si la guerra está en el entramado de la sociedad, las narrativas históricas que presentan el derecho y la política como formas de conjurar la guerra encubren ese entramado, mientras continúan en una perpetua (pero ahora silenciosa) relación de fuerza, en un continuo (pero acallado) combate. La guerra se gestaría entonces sobre un discurso que la niega, un discurso pacifista que, como señalaba Schmitt, culmina en la deshumanización del enemigo. En la perspectiva foucaultiana, en esa narrativa histórica ya no aparecen las batallas, los vencedores ni los vencidos, sino la gesta por la libertad o por la defensa de la humanidad, y en consecuencia ya no hay, en sentido estricto, enemigo. El enemigo deviene pura amenaza, sin entidad ni humanidad posible. Bajo la capa del discurso de la ley y la justicia se encubren, así, los horrores de la guerra y las relaciones de fuerza que permiten situar la amenaza ya no en el exterior sino en el interior de la sociedad. Ese “contradiscurso histórico” de la guerra que supone la existencia de al menos dos contrincantes tiende, pues, a desaparecer, pero la guerra continúa. La guerra que se desarrolla dentro del orden, la seguridad o la paz entiende al enemigo ya no como otro externo, sino como un subproducto interno de la misma sociedad que se quiere defender. Según Foucault este cambio se verifica, por ejemplo, en el proceso que va de la guerra de razas al racismo de Estado, y supone que, si antes la guerra se presentaba como el enfrentamiento entre dos razas o entre dos grupos sociales marcadamente distintos, pronto se definió como el enfrentamiento desde y contra una misma sociedad o una misma raza. El enemigo ya no es un enemigo externo; no es, en sentido estricto, otra raza, […] no es la que vino de otra parte, la que triunfó y dominó por un tiempo, sino la que se infiltra permanentemente y sin descanso en el

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cuerpo social o, mejor, se recrea constantemente en el tejido social y a partir de él. En otras palabras: lo que vemos como polaridad, como ruptura binaria en la sociedad, no es el enfrentamiento de dos razas recíprocamente exteriores; es el desdoblamiento de una única raza en una súper-raza y una sub-raza. O bien, la reaparición, a partir de una raza, de su propio pasado. En síntesis, el reverso y el fondo de la raza que aparece en ella. (Foucault, 2008: 65)

El combate no se libra más entre dos, sino con base en una instancia única y universalizada que establece marcos normativos contra la desviación y contra los peligros que pueden amenazar este ideal de homogeneización. Las teorías sociobiológicas contribuirán a la definición de los patrones normativos que permitirán identificar aquello que amenaza o degenera a la sociedad, y a la consecuente caracterización de las instituciones destinadas a corregirlo o eliminarlo41. El discurso ya no será el de la defensa contra una sociedad que amenaza a otra, sino el de la defensa de la sociedad contra los peligros que entraña ella misma, que están en su interior. De allí surge, para Foucault, un racismo de Estado, es decir, “un racismo que una sociedad va a ejercer sobre sí misma, sobre sus propios elementos, sobre sus propios productos; un racismo interno, el de la purificación permanente, que será una de las dimensiones fundamentales de la normalización social” (2008: 66). La sustitución de una lucha de razas por una lucha interna conlleva así un cambio en la concepción de la guerra: en lugar de dos contrincantes, sólo hay una raza o una sociedad, internamente diferenciada por una estratificación de carácter evolucionista, una sociedad que en su interior define criterios de clasificación social (Quijano, 2007). El Estado no se presenta como un contrincante o como un instrumento para la lucha de una sociedad contra otra, sino como el protector de los valores esenciales de un ideal de raza o sociedad. La guerra, dirigida ahora hacia el interior de la sociedad, obedece entonces a patrones de exclusión, normalización y eliminación, y se vale de un saber que narra la propia guerra como si hubiese terminado y de un discurso que afirma la necesidad de

41 Foucault estudia el proceso de constitución del poder normalizador en su seminario de 1974 Los anormales (2000), y muestra cómo, a partir de una serie de discursos sociobiológicos, se definen los parámetros de la clasificación social del criminal. Sin duda, las teorías de Lombroso y Ferri y la frenología de Gall incidieron decisivamente en la definición de los perfiles criminales y de los discursos sobre la seguridad, el control, la amenaza y la vigilancia. Aunque estas teorías recibieron diferentes críticas por su marcado racismo y su deficiente rigurosidad científica, varias de ellas tienen todavía relevancia en la psicología del delito. Las caracterizaciones de los perfiles criminales basadas en imágenes cerebrales demuestran cierta cercanía con este tipo de teorías.

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repudiar la diferencia en virtud de valores que pretende universales. Ese saber y ese discurso adquieren, así, la condición de armas de guerra42. Este tránsito hacia una nueva concepción y narrativa de la guerra se acompaña de un saber que se nutre de las teorías evolucionistas, de la medicina y de la biología, y sobre cuya base se impone el racismo de Estado. Se trata de un racismo que no se debe entender solamente en los términos biológicos en que está formulado, sino también atendiendo a sus efectos en tanto discurso de clasificación social y en tanto forma de apropiación de la vida por parte del poder. En la medida en que constituye una estatización de lo biológico, este racismo supone que la vida sea considerada por el poder, y en consecuencia puede reconocérsele como una biopolítica. La introducción de la lógica de la sobrevivencia y de la clasificación sociobiológica se efectúa, pues, por medio de un discurso que apunta a definir aquello que debe vivir y aquello que debe morir. La vida de unos se sostiene en la muerte de otros. En efecto, no se trata ya de una simple relación bélica de enfrentamiento sino, fundamentalmente, de un discurso que, al apropiarse de la vida, afirma la necesidad de dar muerte no sólo para asegurarla, sino también para garantizar su pureza. El enemigo es aquello en lo que se reconoce una amenaza para la vida de la sociedad; la muerte del otro y su deshumanización son admisibles no porque sea necesario derrotar al enemigo, sino porque son la garantía de la eliminación del peligro biológico que él entraña y, por lo tanto, son indispensables para el fortalecimiento de la especie o de la raza (Foucault, 2008: 231). Este proceso se puede entender como la racialización de la seguridad y de la defensa de la sociedad. De la misma manera en que los discursos sobre el Estado como organismo o como cuerpo social se derivaron de la incorporación de saberes biomédicos en la política, la concepción de la seguridad y la defensa con base en un criterio racial fue el resultado de la injerencia de las teorías sociobiológicas en los ideales del liberalismo. En realidad, la concepción orgánica del Estado y la aplicación de los ideales evolucionistas a la sociedad van de la mano y corren en el mismo sentido. La lógica inmunitaria según la cual un cuerpo social debe ser inoculado para ser protegido opera en el mismo sentido que la de una guerra interna dirigida a eliminar el peligro biológico que entraña la diferencia. En la medida en que las estrategias de defensa y seguridad se sostienen en la necesidad de defender la vida, la sociedad o el cuerpo social, tales estrategias se racializan. Si el otro-amenaza pone en riesgo la vida de la sociedad o la existencia del cuerpo social, lo hace porque estos discursos biologicistas implican la idea de que hay un prototipo ideal (de raza, de na42 Foucault (2008) señala que esta guerra se narra de forma silenciosa en la historiografía de la ciencia moderna, pues de esta manera el pensamiento occidental sostiene que su saber está vinculado con el orden y la paz y que, por lo tanto, se opone a la guerra, la violencia y el desorden.

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ción, de sociedad o de vida) que, de alguna manera, hay que alcanzar. El ideal evolucionista sitúa la amenaza en el interior del organismo y plantea la necesidad de producir mecanismos que lo protejan de su propia condición. De esta forma se establece una clasificación social racializada en la que la alteridad, en tanto diferencia, tiene que ser corregida, aislada o eliminada; sólo con la deshumanización de la alteridad puede la inoculación del cuerpo social hacerse posible; sólo así es viable que esta guerra se emprenda hacia dentro de la sociedad. La defensa de la sociedad y la seguridad de la nación hacen eco de esta lógica biopolítica. En el momento en que asume como suyos principios universales la política se apropia de la vida y, al mismo tiempo, cualquiera puede devenir peligro o amenaza. El análisis crítico de la noción de enemigo y del concepto de guerra permite precisar el trasfondo de la doctrina de la seguridad nacional en Colombia. Si sus estrategas concibieron la necesidad de emprender un nuevo tipo de guerra lo hicieron en razón de la necesidad de establecer ya no —en sentido estricto— una confrontación, sino una estrategia de seguridad y defensa de los valores liberales. Evidentemente, este fundamento permite entender que se usen las guerras como mecanismos para garantizar la libertad y la democracia; es posible entender de qué manera se gestan las guerras contemporáneas y la experiencia de colonización y sometimiento por parte de Occidente. Puesto de esta forma, asistimos al desdibujamiento de la alteridad a través de la atribución de una serie de rasgos que la muestran como la amenaza a una supuesta integridad social, como la desviación respecto de unos pretendidos valores nacionales o como la perversión de una anhelada moralidad democrática. Este discurso afirma la necesidad de defender la sociedad de la amenaza comunista porque ella pone en riesgo la posibilidad de la democracia, la estabilidad de la nación y los valores de la sociedad. Si la consecución de los objetivos nacionales y democráticos depende de que se sostengan principios como la libertad, la paz o la humanidad, justifica que se le suprima la humanidad al enemigo, y además justifica que se lo deslocalice, pues así cualquier sector de la sociedad es susceptible de ser identificado como una amenaza. Por ello el general Landazábal explicaba que “el enemigo, no es el soldado extranjero que viola nuestra soberanía, es el propio connacional que se levanta contra sus hermanos. Allí radica la magnitud del problema subversivo; el enemigo está en todas partes, y sin embargo en ninguna se localiza con exactitud” (1969: 31). Puede sostenerse que no hay en este escenario, hablando estrictamente, ni enemigo ni guerra; hay un discurso que hace del otro, simplemente, una amenaza, y que justifica su exterminio. Y puede entenderse que se llame a estas guerras de “baja intensidad” o que se hable de situaciones de “paz beligerante”, y que la política, según propone la inversión del aforismo de Clausewitz por parte de

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Foucault, sea una forma de guerra interna43. De esta manera el sistema social deviene un sistema bélico, pero la guerra está encubierta por los ideales de la defensa y la seguridad nacionales. La doctrina de la seguridad nacional no se corresponde con una concepción de la guerra según el esquema amigo-enemigo, sino con una construida sobre la noción de enemigo interno y en virtud del precepto de la defensa de la nación44. Según observa Tapia Valdés, el sustento ideológico de la doctrina se apoya en el cambio del enemigo exterior por el enemigo interno; la neutralización de este último, objetivo fundamental de la doctrina, justifica el uso sistemático del terror; la guerra no es la misma que conocían los militares latinoamericanos de la primera mitad del siglo xx. Los planteamientos sobre seguridad y defensa se corresponden con objetivos definidos como fines nacionales, y, en consecuencia, todo acto de “oposición a estos objetivos o a su realización se convierte en un acto de agresión, y todo el que lo cometa, es un enemigo […] por consiguiente, no existe oposición política. Los factores internos adversos son vistos como fuerzas antagónicas, que deben ser militarmente eliminadas cuando adquieren la forma de oposición activa de los actos de gobierno” (Tapia, 1988: 247). Si bien este proceso se consolidó bajo el amparo de dictaduras militares en gran parte de la región, en Colombia tuvo el amparo de la legitimidad jurídicopolítica que le prestaron la Constitución y las leyes. Aunque los militares colombianos no asumieron un poder de facto, lograron un aumento significativo de su injerencia en la política y en el control social por medio de una serie de leyes y reformas jurídicas que se realizaron entre 1950 y 1980. En el país el poder militar no se concretó en la figura del golpe de Estado ni en la de la suspensión de la democracia; por el contrario, se renovó de acuerdo con el espíritu constitucional. En todo caso, en Colombia ocurrió, como en el resto de la región —y, como se verá, de acuerdo con la lógica liberal—, que el Estado se presentó en emergencia permanente45. 43 El general Erich von Ludendorff, uno de los precursores de la geopolítica, defendió la idea de que “la guerra es la expresión suprema de vida de la raza” y propuso la inversión del aforismo de Clausewitz (Comblin, 1978). Samuel Huntington (1964) analiza la divergencia de los planteamientos de Ludendorff y Clausewitz. 44 Diferentes análisis pertenecientes al campo de la ciencia política han caracterizado las nociones de enemigo y de guerra que hicieron curso de la mano de la doctrina de la seguridad nacional en América Latina; conservan la idea de que se trata simplemente de una guerra interna. Según lo argumentado hasta aquí, esta postura tiene que ser cuestionada para entrever en lo “interno” de esta guerra una situación distinta de la relación amigo-enemigo y de la represión que la acompaña, una lógica distinta a la del combate contra un adversario. 45 En El 18 brumario de Luis Bonaparte Marx se pregunta por qué los militares franceses de finales del siglo xix apelaron constantemente al estado de sitio y no dieron, en cambio, un golpe definitivo para hacerse con el poder: “[…] ¿no tenían necesariamente el cuartel y el vivac, el sable y el mosquetón, el bigote y la guerrera, que dar por último en la ocurrencia de que era mejor salvar

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a la sociedad de una vez para siempre, proclamando su propio régimen como el más alto de todos y descargando por completo a la sociedad burguesa del cuidado de gobernarse por sí misma? El cuartel y el vivac, el sable y el mosquetón, el bigote y la guerrera tenían necesariamente que dar en esta ocurrencia, con tanta mayor razón cuanto que de este modo podían esperar también una mejor recompensa por sus altos servicios, mientras que limitándose a decretar periódicamente el Estado de Sitio y a salvar transitoriamente a la sociedad por encargo de esta o aquella fracción de la burguesía, se conseguía poco de sólido, fuera de algunos muertos y heridos y de algunas muecas amistosas de los burgueses” (1973: 28).

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3 La excepcionalidad en la política y el Estado en emergencia permanente La preservación del poder legitima el propio ejercicio del poder, y la democracia puede ser desvirtuada en nombre de la democracia. Alfonso Reyes Echandía, “El estado de sitio prolongado y el Estatuto de Seguridad frente a la Constitución”

Uno de los factores que caracterizó a la política colombiana durante la segunda mitad del siglo xx fue el recurso permanente al estado de excepción. Entre 1958 y 1982, es decir, un lapso de 288 meses, en 168 se gobernó bajo el estado de sitio; de estas cifras se sigue que, en promedio, de los 48 meses que duró cada período presidencial 28 transcurrieron en estado de sitio. En particular, cabe destacar el período de Misael Pastrana (1970-1974), en el que durante 39 de los 48 meses, es decir, el 81 %, rigió el estado de sitio; y el del presidente Turbay (1978-1982), que transcurrió en un 97,9 % bajo esta figura (García y Uprimny, 2006). El recurso a los mecanismos de excepción es una práctica común en todas las democracias liberales; a partir de la Primera Guerra Mundial una parte importante de los gobiernos europeos apeló a la excepcionalidad recurrentemente. A finales de la primera mitad del siglo xx prácticamente toda Europa se encontraba en estado de sitio permanente. Una vez terminada la Segunda Guerra la suspensión de la Constitución y el derecho se mantuvo y terminó por ser un recurso fundamental de la política liberal, que comprendía no ya únicamente la emergencia política, sino también al estado de emergencia económica. Giorgio Agamben ha mostrado que la presencia y permanencia del estado de excepción constituyen la cuestión que permite entender la lógica del derecho y la política. Tomando por punto de partida el trabajo de Carl Schmitt, Agamben (2007) argumenta que la excepción no es una concentración de derecho en un soberano, sino que en realidad es el escenario en donde se crean las condiciones

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jurídicas para que el poder pueda disponer del ciudadano, en tanto vida desnuda, es decir, la vida a quien cualquiera puede dar muerte pero que es a la vez insacrificable. La pregunta fundamental de Agamben se refiere al origen y los efectos de la distinción entre vida biológica (zoé) y vida libre (bíos), a partir de la cual se constituye la política. Dicha distinción supone que la vida biológica tuvo que ser excluida de lo público para ser incluida en la política a disposición del poder soberano. Así, para Agamben “la pareja categorial fundamental de la política occidental no es la de amigo-enemigo, sino la de nuda vida-existencia política, zoé-bíos, exclusión-inclusión” (1998: 18). La excepción, entonces, es concebida como un dispositivo por cuyo medio el derecho se ocupa de la vida, incluyéndola a partir de su propia suspensión. En virtud de esta apropiación de la vida por parte del derecho es posible que ella devenga sacrificable, es decir, nuda vida. El estado de excepción instaura una condición particular de guerra —la guerra civil legal— que permite no sólo la eliminación física del adversario, sino también la de las formas de vida que no están integradas en el sistema político, es decir, las que no entran en la categoría de vida digna de ser vivida. Así, la instauración de estados de emergencia es, según Agamben, la práctica esencial de los estados contemporáneos, aún de los denominados democráticos (2007: 25). Este capítulo propone un análisis del uso recurrente del estado de excepción en Colombia durante la segunda mitad del siglo xx, no en tanto excepción a la lógica liberal del Estado, sino, por el contrario, como marco de posibilidad del uso de mecanismos excepcionales en la democracia contemporánea. Se mostrará, por una parte, por qué este recurso, permanente en el caso colombiano, termina por convivir, incluso con cierta armonía, con el sistema jurídico y democrático; y por otra parte, la manera en que el estado de excepción se articula con una lógica que a su vez, como se explicó en el capítulo anterior, está ligada a un tratamiento del conflicto social que considera a la alteridad contraria a los ideales nacionales y la desposee de su humanidad, es decir, la trata como vida desnuda. Todos los presidentes del período llamado Frente Nacional, en que se pactó la alternancia del poder entre los partidos Liberal y Conservador, usaron de manera constante el estado de excepción. Arguyendo la necesidad de enfrentar a los grupos guerrilleros y de bandoleros que emergieron durante las décadas de los cincuenta y los sesenta, los presidentes del Frente Nacional se valieron de los mecanismos excepcionales para gobernar. Sin embargo, como ha demostrado Gustavo Gallón (1983), el uso del estado de excepción en Colombia está marcado por una clara tendencia a reprimir los conflictos sociales, las manifestaciones populares y el descontento social1. 1 Entre 1958 y 1962 existió la tendencia a declarar el estado de sitio en forma parcial en las zonas rurales y no en todo el territorio nacional; a partir de 1968 se tiende a declararlo en forma total

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Durante el período presidencial de Julio César Turbay Ayala, entre 1978 y 1982, los mecanismos excepcionales fueron justificados por la existencia de una amenaza insurgente permanente. El período en mención se caracterizó por la adopción de una serie de medidas represivas amparadas por estos mecanismos excepcionales y consolidadas por el Estatuto de Seguridad Nacional, que fue la materialización más elaborada de la doctrina de la seguridad nacional en Colombia. Durante estos años los militares acrecentaron su poder para el control social gracias a diversas leyes y reformas jurídicas que se concretaron al amparo del estado de sitio. Entendido como un dispositivo biopolítico, el estado de excepción al que se recurrió repetidamente entre las décadas de los sesenta y los ochenta permite observar de qué manera se constituyeron ciertas zonas de indeterminación en el orden jurídico, gracias a las cuales el poder operó sobre la vida y la muerte. De la misma forma y, en virtud de lo anterior, se advierte cómo este vacío de derecho no necesariamente entra en tensión con el discurso propio de las democracias liberales.

3.1. Excepcionalidad permanente Si la excepcionalidad se convierte en una forma de gobierno permanente, como sucedió en Colombia durante prácticamente toda la segunda mitad del siglo xx, se puede afirmar que deviene normalidad. Sin embargo, si el propósito del estado de excepción es actuar en situaciones que, precisamente, se consideran excepcionales, ¿cómo entender esta continuidad del estado de excepción?, ¿cómo se pueden sostener al mismo tiempo una estructura formal de democracia y el gobierno de la excepción permanente? Y, extendiendo esta última cuestión, ¿el uso normalizado del estado de excepción hizo de la democracia colombiana una excepción entre las democracias liberales? García y Uprimny (2006) destacan la particularidad del estado de excepción en Colombia y sostienen que la falta de control judicial sobre las declaratorias de emergencia favoreció considerablemente que el estado de sitio se hiciera recurrente durante los últimos cincuenta años. Los autores muestran, por ejemplo, que la Corte Suprema de Justicia —el único órgano de control judicial existente antes de la Constitución de 1991— ejercía un control estrictamente formal de y se justifica con la necesidad de reprimir, además, los movimientos urbanos de protesta social, especialmente los movimientos de trabajadores y estudiantiles. Desde 1969 y hasta finales de la década de los ochenta el estado de sitio fue un recurso de uso continuo o permanente, que se implementó prácticamente todos los años en cada período presidencial.

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los decretos declaratorios del estado de sitio; verificaba que reunieran todas las firmas requeridas, pero no examinaba los motivos que justificaban la declaratoria. Esta situación permitió no sólo que se declarara el estado de sitio para hacerle frente a cualquier tipo de manifestación de descontento o protesta popular, sino, además, que las medidas tomadas durante el régimen de excepción se extendieran en el tiempo, mucho más allá de la duración de la situación que había motivado la declaratoria. Durante la década de los sesenta el estado de sitio fue declarado en razón de protestas estudiantiles en universidades públicas y de huelgas de trabajadores en empresas como Ecopetrol y el iss, o bien en ingenios azucareros y empresas privadas de textiles y cementos (Gallón, 1979). Durante la primera mitad de dicha década hubo un aumento significativo en el número y la duración de las protestas sociales, y asimismo en la recurrencia y duración de las declaratorias de estado de sitio destinadas a contrarrestarlas. Por ejemplo, en mayo de 1965 se declaró turbado el orden público en todo el país so pretexto de una manifestación estudiantil que tuvo lugar en Medellín contra la invasión estadounidense de Santo Domingo, pero el estado de sitio siguió vigente hasta tres años después de que fue reprimida la protesta. Como observa Gallón (1979), muchas de las medidas tomadas durante los estados de sitio fueron luego adoptadas de forma permanente por medio de decretos y reformas constitucionales, con lo cual el régimen de excepción se convirtió, desde todo punto de vista, en la forma de gobierno por excelencia. Por un lado, el “restablecimiento de la normalidad” o del “orden público” no era justificación suficiente para levantar el estado de sitio, y por otro, aun cuando fuera levantado, muchos de sus efectos se extendían en el tiempo; pasaban de excepcionales a permanentes. Una de las medidas que tendió a prolongarse más allá de los períodos de anormalidad fue la de los consejos de guerra por cuyo medio las Fuerzas Militares ejercían funciones judiciales. De hecho, los militares no eran desposeídos de esta competencia en relación con detenidos que, una vez levantado el estado de sitio, aún no hubieran sido juzgados (Gallón, 1979: 81), y de esta manera asumían el rol de jueces de forma permanente. Se puede fechar en 1965 el comienzo de un proceso de intervención del Ejército en el Estado. La constitución de la jurisdicción penal militar convirtió al consejo verbal de guerra en la forma procesal por excelencia de los años subsiguientes2. A esto se sumaron las medidas que aumentaron los límites máximos de las penas y las que anexaron delitos a la competencia de los jueces militares3. Todo ello coincidió con la transformación 2 Decreto 2686 del 26 de octubre de 1966. 3 Como sucedió con el Decreto 1290 de 1965, que les atribuye a los militares competencias relacionadas con delitos contra la existencia del Estado y contra el régimen constitucional, entre

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del Ministerio de Guerra en el Ministerio de Defensa Nacional por efecto del Estatuto Orgánico de la Defensa Nacional4, y con la promulgación de decretos que les aumentaron gradualmente los sueldos y les otorgaron nuevos incentivos económicos a los miembros de las Fuerzas Militares —se puede seguir esta tendencia a partir del Decreto 3208 del 4 de diciembre de 1965—. En 1968 el Gobierno, tras levantar el estado de sitio, formuló el Decreto 3071, que reconocía la necesidad de recompensar a los militares por su labor en el mantenimiento del orden público durante el período de excepción. La medida ordenaba […] el aumento de sueldos de base, de su subsidio familiar y de su “prima de actividad”; y como privilegio adicional, el tiempo de servicio cumplido durante los estados de sitio anteriores contará doble para el retiro con jubilación y para el ascenso en la carrera militar. Medidas semejantes serán adoptadas inmediatamente después del levantamiento del Estado de Sitio en 1973, lo que indica de hecho una institucionalización de este tipo de compensaciones. (Gallón, 1979: 75-76)

Este tipo de medidas contrastaban con el desmonte progresivo, también de la mano de los estados de sitio, de la seguridad social de los trabajadores públicos y privados, y con el incremento de las restricciones de la protesta social. Mientras los trabajadores asalariados perdían el acceso a primas y derechos básicos, la carrera militar se fue constituyendo en un campo profesional con notables privilegios. Adicionalmente, los trabajadores sindicalizados y el movimiento estudiantil tuvieron que afrontar las restricciones del derecho de huelga, los cierres reiterados de varias universidades públicas y medidas que, como el Decreto 31 del 14 de enero de 1966, prohibieron la realización de reuniones de carácter político sin previa autorización. Este tipo de restricciones también se agravaron gradualmente: en los meses y años subsiguientes el Gobierno fijó nuevas prohibiciones y aumentó las penas para las manifestaciones públicas. En septiembre de 1966 determinó que todos los desfiles públicos, manifestaciones y reuniones tenían que contar con permiso previo, y que de lo contrario sus organizadores se harían a treinta días de arresto y quienes participaran en ellos, a cinco, y fijó multas para los órganos de radiodifusión que los patrocinaran o divulgaran5. Aunque las manifestaciones en las universidades y las huelgas y paros en diferentes empresas y sectores económicos se siguieron realizando reiteradamente, otros. El Decreto 1752 de 1965 le atribuyó a esta jurisdicción competencias sobre delitos cometidos no sólo por militares, sino también por los miembros de la Policía nacional. 4 Decreto 3398 del 24 de diciembre de 1965. 5 Decreto 2285 del 7 de septiembre de 1966. Estas conductas, consideradas ahora delictivas, se vuelven competencia de la Policía, que puede autorizar y fijar los plazos de las detenciones.

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el aparato policivo que se estableció contra la protesta social tuvo incidencia en su disminución. Entre 1967 y 1968 se tomaron medidas para garantizar la vigilancia de personas presuntamente vinculadas con actividades subversivas. Tras la creación de la Junta Nacional de Inteligencia se decretó la prohibición de viajar a Cuba y se autorizó que se les cancelara la licencia de funcionamiento a las publicaciones que incentivaran a subvertir el orden público. Tras el restablecimiento de la “normalidad” y del “orden público” reconocido por el Decreto 3070 del 16 de diciembre de 1968 se produjo una reforma constitucional que permitió adoptar como leyes algunos decretos expedidos durante el estado de sitio. Otros decretos se hicieron habituales en las subsiguientes declaratorias de estado de excepción, y otros se tornaron mucho más represivos. Por lo demás, aun cuando las medidas excepcionales no se volvieran permanentes por medio de decretos o reformas de la Constitución, muchas de ellas se hacían prácticas habituales6. Así, en las zonas rurales tales medidas funcionaban ya sin las declaratorias de estado de sitio. Los mecanismos excepcionales fueron empleados fundamentalmente en las ciudades, para contrarrestar las protestas de las organizaciones de trabajadores, los partidos políticos de izquierda y los movimientos estudiantiles. Las detenciones arbitrarias y las torturas y asesinatos de campesinos fueron prácticas comunes entre los militares en las zonas rurales; en estas zonas el estado de sitio no fue una condición necesaria para llevar a cabo tales acciones7. Desde los años sesenta se hizo visible que el estado de sitio permitió un aumento gradual del uso de las Fuerzas Militares para controlar y disolver las manifestaciones de descontento popular en las ciudades; el estado de excepción se convirtió en una manera de legitimar la represión. Dicho esto, la hipótesis de García y Uprimny según la cual la recurrencia de los estados de excepción en los gobiernos colombianos se debe a la falta de mecanismos de control sobre las declaratorias de estado de sitio y a la duración de las medidas excepcionales no es suficiente, y da lugar a varios interrogantes. Aunque los autores convalidan esta hipótesis mostrando que las declaratorias 6 Al respecto véase la Ley 48 del 16 de diciembre de 1968, mediante la cual “se adoptan como legislación permanente algunos decretos legislativos, se otorgan facultades al presidente de la República y a las asambleas, se introducen reformas al código sustantivo del trabajo y se dictan otras disposiciones”. La ley, además de volver permanentes varios decretos expedidos bajo el estado de excepción, eliminó el pago de la jornada nocturna para los trabajadores. 7 En realidad, tampoco lo fue en ámbitos urbanos. Por ejemplo, en 1963, justificado por la necesidad de hacerle frente a una huelga de trabajadores cementeros en Santa Bárbara, departamento de Antioquia, el Ejército irrumpió a la fuerza en las instalaciones de la empresa y asesinó a doce personas. Estos hechos sucedieron en el mes febrero, y, justamente, entre el 1.° de enero de 1962 y el 23 de mayo de 1963 no se aplicó la figura del estado de sitio en el país (véase Gallón, 1979).

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de estado de sitio se redujeron con la entrada en vigencia de la Constitución de 1991 y de sus mecanismos de control, tienden a dejar de lado un problema más general, que entraña el estado de excepción en sí mismo. En la medida en que García y Uprimny entienden el caso colombiano como una excepción dentro de las democracias liberales, su análisis desconoce la tendencia de las democracias contemporáneas a usar reiteradamente estos mecanismos e ignora que, en muchos casos, ya no se opera según el esquema clásico de la declaratoria de estado de sitio, sino con arreglo al uso legitimado por vía jurídica de los decretos de emergencia o de las prácticas policivas y autoritarias. Si, como sostiene Agamben, el estado de excepción se ha convertido durante el siglo xx en el paradigma de gobierno de Occidente, el carácter permanente del caso colombiano no constituye una excepción al liberalismo democrático sino, más bien, un caso representativo de su funcionamiento. Los planteamientos de García y Uprimny se sostienen en la idea de que el uso recurrente del estado de excepción en Colombia no fue tanto como una dictadura militar. De hecho, los autores señalan que “las limitaciones a los derechos instauradas a través de la excepción en Colombia distan mucho de aquéllas aplicadas por regímenes militares en el sur del continente durante los años setenta y ochenta”, y subrayan que incluso las medidas contraterroristas aplicadas recientemente en Europa o Estados Unidos resultan más restrictivas que las adoptadas en Colombia durante los últimos cincuenta años (2006: 554). Contrastadas entre sí, estas dos afirmaciones permiten proponer un punto de vista diferente. En primer lugar, por apoyarse en la idea de que la convivencia entre una excepcionalidad permanente y una democracia liberal tiene efectos significativamente distintos de los que caracterizan a los regímenes dictatoriales los autores no reparan en las proximidades entre las lógicas represivas y autoritarias verificables en ambas formas de gobierno. En segundo lugar, si las medidas pertenecientes al espectro de la “lucha mundial contra el terrorismo” son fuertemente represivas, ello implica que el entramado de las democracias liberales resulta compatible con medidas que se tienden a adscribir a regímenes totalitarios o dictatoriales o a países caracterizados por una cierta fragilidad o precariedad institucional. Puesto de esta forma, el argumento de García y Uprimny, si bien está encaminado a hacer manifiesta la necesidad de fortalecer las instituciones democráticas colombianas, se soporta en un ideal democrático que, en la práctica, da muestras de su congruencia con las formas represivas que se gestan de la mano de los estados de excepción. Si se contraponen la lógica del estado de excepción y la del Estado democrático la discusión discurre sin reparar en la forma que adquiere la política moderna. La recurrencia del estado de excepción en Colombia puede leerse ya no tanto como una aberración, una particularidad o una situación local, sino, mejor, como la evidencia de que, según afirma Agamben, la excepción es, en realidad,

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el origen y fundamento de la política moderna8. En la medida en que durante la excepción el derecho se suspende para garantizar su continuidad o su existencia, la excepción se sitúa en la frontera misma del derecho, pero a través de un mecanismo jurídico; es decir, se ubica en el intersticio de la norma. De ahí que si el Estado democrático sigue funcionando, por lo menos en su formalidad, es porque el estado de excepción en realidad no lo contradice; es su cara oscura, no su antítesis. Con ocasión del trabajo de campo sobre el informe Casement que realizó en el Putumayo durante los años ochenta, Michael Taussig se vio vivamente cuestionado por la permanencia del estado de excepción en el país. En el relato de su experiencia se refiere a la aplicación del estado de emergencia en Colombia con el término que acuñó Bertolt Brecht para describir la Alemania de los años treinta: un “desorden ordenado” (Taussig, 1995: 31). Taussig se pregunta, retomando un planteamiento de Walter Benjamin, si la situación considerada excepcional es percibida como tal, o si, por el contrario, dada su permanencia en el tiempo, es más bien concebida como la regla. ¿Qué consecuencias políticas y por qué no, también corporales, podrían derivarse de la continua insistencia en los ideales del Orden presentes en los discursos prominentes del Estado, las Fuerzas Armadas y los medios de comunicación, con su incesante y casi ritualista referencia al “estado de orden público”, particularmente cuando es bastante evidente que son justamente estas fuerzas, especialmente las Fuerzas Armadas, en una época definida por el pentágono como de “baja intensidad bélica”, las que tienen más para ganar del desorden que del orden, probablemente mucho más? Es más, en el caso de las Fuerzas Armadas el desorden es una parte intrínseca de su modus operandi, mientras que el poder, con toda la fuerza de su arbitrariedad, se practica como un exquisito arte de control social. Por consiguiente, ¿qué significa definir una situación como la que existe hoy en Colombia como caótica, dado 8 Agamben, que concentra su análisis en las implicaciones del estado de excepción para la política contemporánea, recobra la postura de Benjamin. La octava tesis de filosofía de la historia de Benjamin dice: “La tradición de los oprimidos nos enseña que el «estado de emergencia» en el que vivimos no es la excepción sino la regla. Debemos ceñir nuestra concepción de la historia a este concepto. Recién entonces reconoceremos claramente que es nuestro deber provocar un verdadero estado de emergencia, y esto mejorará nuestra posición en la lucha contra el fascismo. Una de las razones por las cuales el fascismo tiene posibilidades es que, con la excusa del progreso, sus oponentes los tratan como si fuera una necesidad histórica. El asombro que cunde actualmente, que se refiere al hecho de que las cosas que están sucediendo son posibles ‘aún’ en el siglo veinte, no es filosófico. Ese asombro no es el comienzo del conocimiento… a menos que sea el conocimiento de que la concepción de la historia que lo hace posible es insostenible” (2010: 10).

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que el caos es cotidiano, no una desviación de la norma, y, en un sentido político estratégicamente importante, es un orden desordenado tanto como un desorden ordenado? (Taussig, 1995: 32, énfasis agregados)

Así las cosas, el estado de excepción puede entenderse como una forma de gobierno que no necesariamente entra en contradicción con los ideales de seguridad y orden del Estado liberal, sino que, más bien, permite que estos se instalen en la sociedad. El uso recurrente del estado de excepción no habría impedido la configuración de un Estado de derecho pleno en Colombia, sino que pondría en evidencia que tal Estado de derecho no se sitúa del lado contrario, ni se erige en su opuesto. Desde luego, esto no significa equiparar todas las formas de la democracia a la figura del estado de excepción, ni suponer que no existen diferencias entre las democracias y los totalitarismos. Supone más bien que, por un lado, como sucedió en Colombia, la excepción no impide el funcionamiento normal de las instituciones del Estado liberal; y por otro, que, como lo muestra la historia del siglo xx, los ideales de la democracia liberal y el totalitarismo han confluido en distintas ocasiones. En la medida en que la excepción no puede ser ubicada ni dentro ni fuera, es decir, en razón de que crea una zona de indistinción, su comprensión sólo puede partir de esta ilocalización; toda vez que es una ley que permite suspender las leyes, se ubica en un intersticio. No habría, pues, circunstancias verdaderamente excepcionales que justifiquen la afirmación de que el estado de excepción se ajusta a la práctica democrática, dado que la situación de necesidad a la que se apela para declararlo no es un hecho objetivo (si lo fuera, no se determinaría con la denominación genérica de “situación excepcional”). En palabras de Agamben, “sólo son necesarias y excepcionales aquellas circunstancias que son declaradas tales” (2007: 68). Como se ha indicado, la postura de Agamben sobre el estado de excepción, que sigue los planteamientos de Benjamin y Foucault, dice que, con esta figura, Occidente establece un ejercicio de la política que conduce a lo que Arendt denominó una guerra civil legal, este es, una situación en que es posible y permitido eliminar no sólo a los adversarios políticos, sino también a las poblaciones que no entran en la categoría de ciudadanía del sistema político. Agamben piensa que la creación planeada y dirigida de un estado de emergencia permanente se ha convertido en la principal característica de los estados contemporáneos denominados democráticos. La zona de indistinción creada por los estados de excepción (que hoy por hoy, en muchas democracias, ya no son necesariamente declarados) es ejemplificada por el filósofo italiano con las disposiciones de las políticas de seguridad de los Estados Unidos tras los atentados del 11 de septiembre del 2001. A propósito del lugar indistinto en que quedan las personas detenidas tras esos atentados Agamben observa que

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La novedad de la “orden” del presidente Bush es que cancela radicalmente todo estatuto jurídico de un individuo, produciendo así un ser jurídicamente innominable e inclasificable. Los talibanes capturados en Afganistán no sólo no gozan del estatuto de pow [prisoner of war] según la convención de Ginebra, sino que ni siquiera del de imputado por algún delito según las leyes norteamericanas. Ni prisioneros ni acusados, sino solamente detainees, ellos son objeto de una pura señoría de hecho, de una detención indefinida no sólo en sentido temporal, sino también en cuanto a su propia naturaleza, dado que ésta está del todo sustraída a la ley y al control jurídico. (2003: 27)9

Esta zona de indistinción, que también puede encontrarse en la aplicación del estado de sitio en Colombia durante la segunda mitad del siglo xx, es heredera de una clasificación social moderna/colonial. En el entramado de desaparición, detención, sometimiento, exclusión, eliminación y corrección que recorre la experiencia moderna/colonial se puede establecer el carácter de esta práctica de homogeneización nacional de los militares colombianos durante el siglo xx. El estado de excepción, que se abre camino entre militarismos, sometimientos y violencias históricas, está articulado con el orden jurídico (Schmitt, 1984). Se trata de una articulación paradójica porque, como explica Agamben (2007), aquello que debe ser inscripto en el derecho es algo esencialmente exterior a él, esto es, nada menos que la suspensión del propio orden jurídico. El desdibujamiento de las singularidades queda así vinculado al gobierno que sobre la vida y la muerte proporciona un orden jurídico excepcional, a su vez anclado en las dinámicas políticas, sociales, culturales y epistémicas10 fundacionales del orden moderno/colonial. El nomos de la modernidad no sería, como señala Agamben (2000), el campo de concentración, sino la colonización-esclavización que sostiene el proyecto moderno. De tal modo, las expresiones del “excepcionalismo” no se encuentran sólo en los regímenes autoritarios del siglo xx; son, en cambio, todas las prácticas que, integradas en un proceso de desubjetivización, hicieron de la vida y la muerte objeto de su gobierno. Así, estas prácticas no serían un producto monstruoso e incomprensible surgido de una situación excepcional (concepto que se desdibuja a sí mismo), ni la simple continuidad de una larga historia de violencias de más de quinientos años. Son, retomando a Pilar Cal9 El ejemplo de Agamben ilustra muy bien la cuestión de la zona de indistinción; sin embargo, es necesario aclarar que esta zona puede encontrarse tanto en las lógicas de las políticas de la seguridad contemporáneas como en aquellas que caracterizaron la Guerra Fría, y tanto en las prácticas del régimen nazi como en las empresas coloniales de Europa en América y en la esclavización de los pueblos africanos. 10 No se puede desconocer que las zonas de indistinción no son sólo una práctica política o una forma de gobierno; implican también un orden epistémico que les da forma y las legitima.

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veiro, “un hijo legítimo pero incómodo que muestra una cara desagradable y exhibe las vergüenzas de la familia en todo desafiante” (2006: 13). Ello significa que no es estrictamente una fractura institucional la que deviene terror y muerte, sino la contracara de la institucionalidad moderna, la cara fea del proyecto civilizatorio, que se hace evidente. En Colombia, durante los años sesenta el estado de sitio empezó a cumplir una doble función de represión: por un lado, permitió las detenciones, restringió las reuniones en sitios públicos y le dio vía libre a una marcada vigilancia sobre la sociedad; por otro, determinó prácticas como el despido, las multas y las suspensiones contra los trabajadores que participaran en huelgas, paros o convenciones colectivas. A cargo de los militares, ambos tipos de medidas acrecieron su incidencia en el control social y en el gobierno. Justificadas por el imperativo de combatir a los grupos armados insurgentes que empezaron a formarse en los años sesenta, las medidas excepcionales se aplicaron de forma permanente durante los años setenta y ochenta, y se expandieron gradualmente al amparo de la idea de que una amenaza generalizada se cernía sobre la sociedad. La década de los setenta, en especial, fue el período del refinamiento y la expansión de la excepcionalidad en la sociedad y la política, que llegaron de la mano con el proceso de militarización del cuerpo social. Así, es posible precisar al menos cuatro características del estado de excepción en Colombia. En primer lugar, fue la forma de hacerle frente, facilitando las medidas represivas, a la protesta social; en segundo lugar, dada su recurrencia y duración, se constituyó en una práctica habitual, de hecho, la práctica de gobierno por excelencia 11; en tercer lugar, propició una progresiva militarización de la política y la sociedad sin la necesidad de recurrir al golpe militar; y, finalmente, instituyó la detención de personas como la forma de represión habitual.

11 Eduardo Umaña Mendoza indicaba justamente que “en todo proceso político en Colombia, se esté o no en Estado de Sitio, hay una serie de hechos, de constantes, independientes del régimen de excepción, que se mantienen, bien sea que los civiles sean juzgados por los militares o por los civiles. No es problema de la justicia militar, es un problema del Estado colombiano, con o sin régimen de excepción. Por ejemplo, la violación de los procedimientos en los sistemas de interrogatorio donde la constante en el país es la coacción física y sicológica y la tortura. Eso se da con o sin Estado de Sitio. Segundo, la violación de los mismos procedimientos para los sistemas de interrogatorio, es decir, el derecho del abogado, la justicia haciéndole ver al posible sindicado cuáles son sus derechos, eso no existe, ni aun en situación ordinaria. Por lo tanto, hablar de que si frente a los procesos políticos el Estado de Sitio influye o no, es muy relativo, porque de todas maneras las situaciones de hecho desbordan las situaciones de derecho, con o sin Estado de Sitio” (en Alape, 1985: 426).

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3.2. La excepción como represión Entre 1886 y 1949 (después de los hechos del 9 de abril de 1948) el uso de los mecanismos excepcionales ya se había constituido en la forma de gobernar los conflictos sociales. Esta forma de gobierno se consolidó durante los años sesenta y llegó a su auge entre 1970 y 1985. Los primeros resultados de las elecciones presidenciales de 1970, en las que se enfrentaron el general Gustavo Rojas Pinilla, candidato de gran aceptación popular que participaba a nombre de la Anapo, y el conservador Misael Pastrana Borrero, daban como ganador a Rojas. Tras la difusión de estos resultados preliminares, el Gobierno prohibió transmitir los datos hasta que no hubiera una versión oficial. El 21 de abril de 1970 fue declarado el estado de sitio en todo el país, y sólo dos semanas más tarde, aún bajo el régimen de excepción, los resultados de las elecciones fueron publicados; dieron por ganador al candidato conservador, con una diferencia de menos de 60 000 votos sobre su adversario. La movilización social que se produjo tras la prohibición de difundir los resultados fue considerable en todo el país. Se realizaron diferentes manifestaciones públicas para denunciar que había fraude en las elecciones. De inmediato, el Gobierno reaccionó prohibiendo nuevamente las reuniones y manifestaciones públicas. Se autorizó la censura de los medios de comunicación que divulgaran cualquier noticia o información sobre las elecciones y se facultó a los alcaldes de todo el país para declarar el toque de queda si lo consideraban necesario. Los comandantes de las guarniciones militares fueron autorizados para imponer penas de arresto o detención para conductas como “perturbar el normal desarrollo de las actividades sociales, escribir leyendas ‘injuriosas’ o portar armas de fuego sin autorización” (Gallón: 1979: 84). Aunque se declaró restablecida la normalidad el 15 de mayo de 1970, dos meses más tarde se impuso nuevamente el estado de sitio. De esta nueva declaratoria cabe destacar, por una parte, la prohibición de formar grupos de más de tres personas en la vía pública, y por otra, la posibilidad de detener a personas que fueran consideradas sospechosas de subversión (disposición declarada posteriormente inconstitucional por la Corte Suprema de Justicia). Estas dos medidas, reiteradas y fortalecidas en las declaratorias de estado de sitio posteriores, fueron el fundamento de las restricciones sobre la conformación de colectivos, tumultos o multitudes, de la inversión del principio jurídico de la presunción de inocencia y de la atribución de un carácter deliberante a las Fuerzas Militares, que en su rol jueces se orientaron por el principio de la sospecha. Todo fue, sin más, un intento de disciplinar el cuerpo social. La emergencia de un movimiento estudiantil fuerte, de nuevos partidos políticos, como la Anapo y el moir, y de nuevas centrales obreras, como la

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cstc, y con ella la relevancia que adquirieron las acciones del movimiento campesino, fueron las razones del gobierno de Misael Pastrana Borrero para declarar el estado de excepción en febrero de 1971. Aunque la excusa empleada fue un conflicto en la Universidad del Valle que dejó quince personas muertas, las medidas tomadas por el Gobierno incluyeron, además de la restricción del movimiento estudiantil y la ocupación militar y cierre de varias universidades públicas, la suspensión de la repartición de tierras a campesinos, la censura de la prensa, la intervención de empresas de servicios públicos, las sanciones a trabajadores que participaran en huelgas, la consideración de los paros laborales como actividades subversivas y el aumento de los períodos de captura en que la situación del detenido era indeterminada. El estado de sitio se extendió hasta el 29 de diciembre de 1973, cuatro meses antes de las elecciones presidenciales; de manera que estuvo vigente durante 39 de los 48 meses del período presidencial. El editorial del periódico El Tiempo del día 30 de diciembre sostenía que el de Pastrana, que era el último período de los cuatro que correspondieron al Frente Nacional, había sido “tranquilo y normal” a pesar del estado de excepción permanente, por lo que su gobierno constituía un ejemplo de democracia12. Hay que reconocer la ejemplar lealtad democrática con que el actual gobierno ejerció las facultades extraordinarias que le confiere el Estado de Sitio, hasta el punto que la opinión ciudadana se olvidó muchas veces de que vivíamos en un período de emergencia. Ahora el Jefe del Estado, fiel a su palabra, no ha querido terminar su mandato sin restablecer el régimen de la normalidad constitucional en toda su amplitud. Es una medida oficial que el país recibe con patriótica satisfacción. (El Tiempo, 30 de diciembre de 1973: 4A)

El regreso a la “normalidad” era presentado como si se hubiese gestado una victoria para la democracia y el estado de excepción no era considerado una rup12 El mismo editorial indicaba: “La situación nacional es ciertamente de paz y normalidad absolutas. Vivimos en un régimen de Derecho, amparado por las leyes, que no logran alterar incidentes de inconformidad esporádica sin arraigo en la opinión ciudadana. En el orden político, el orden económico y el orden social, el país tiene una vida regular, sin que exista peligro alguno que pueda alterar la legalidad. Los dispersos grupos de insurgentes, que en otro tiempo pudieron tener relativa —y muy relativa— importancia, ya que nunca lograron el apoyo popular, han sido dominados por la acción inteligente y enérgica de las Fuerzas Armadas. Y en este último tramo del Frente Nacional, los dos partidos tradicionales, ambos de tan profunda raigambre democrática, adelantan el debate electoral en ambiente de paz y de cordialidad ejemplares. Colombia es, en realidad, tierra estéril para el desorden; hemos llegado a un claro nivel de civilización política, sin que el panorama nacional pueda alterarse por incidentes imprevistos. Después de muchas y duras experiencias, sabemos vivir ya en un clima normal de libertad y justicia” (El Tiempo, 30 de diciembre de 1973: 4A).

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tura del orden constitucional; por el contrario, se valoraba el restablecimiento de la normalidad como reflejo del respeto y acatamiento de la Constitución y las leyes. El discurso del presidente Misael Pastrana la noche del 29 de diciembre declaraba que el restablecimiento de la normalidad obedecía a que prácticamente estaba ganada la guerra contra la subversión, y destacaba como el mayor éxito del estado de excepción los 328 consejos de guerra realizados contra más de 500 personas. Además, según el presidente, Ninguna de las libertades ha sido desconocida o caprichosamente recortada. Nos hemos limitado a evitar cualquier desbordamiento de las mismas y a controlar los factores de desorden. Los pocos decretos dictados exclusivamente para restablecer el orden quebrantado han sido en su totalidad declarados exequibles por la H. Corte Suprema de Justicia, y algunos de ellos convertidos en leyes por el Congreso Nacional. (El Tiempo, 30 de diciembre de 1973: 6A)

La transformación de decretos excepcionales en leyes de la República era aducida por el presidente como la prueba incontrovertible de su compromiso con la defensa de la Constitución, y las funciones jurídicas que se les otorgaron a los militares eran la muestra de un tratamiento “severo pero justo” que había conducido al país de regreso a la estabilidad institucional. Se trata, así, de la administración de la emergencia13: “La nación se congrega hoy agradecida en torno de nuestros hombres de armas porque en su acción vigilante reposa en buena parte nuestra estabilidad institucional y la fe en el entendimiento, permitiendo a la opinión pública participar sin temores en la búsqueda de las alternativas democráticas” (El Tiempo, 30 de diciembre de 1973: 6A). El Estado se presenta en una situación de emergencia permanente en la que administra, gobierna y reprime. Puesto que no rompe con la formalidad institucional, en tanto que recurre a un mecanismo que está dentro y fuera de la ley, el Estado establece una suspensión del derecho que no va en contravía de la propia existencia del derecho. Además, la decisión de dar por terminado el período de anormalidad le permite presentarse como el gestor y el responsable de la normalidad14. 13 Sobre esta forma particular de gobernar y administrar la guerra y la emergencia en Colombia véase el trabajo de Sandro Jiménez (2014). 14 Al respecto, cobra particular relevancia el planteamiento de Taussig según el cual esta normalidad de la anormalidad obliga a “comprender el flujo de poder que conecta el lenguaje del terror con el uso del desorden por medio de los asesinatos y la desaparición de personas”. Esta comprensión obliga a moverse entre la claridad y la opacidad propias de una experiencia de terror que se vuelve cotidiana (1995: 33).

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Tras un período relativamente largo de “normalidad”, el estado de excepción fue nuevamente decretado en 1975 (aunque en 1974 fue declarado el estado de emergencia económica). Tras la finalización formal del Frente Nacional asumió la presidencia el liberal Alfonso López Michelsen, elegido por una votación más alta que las de sus antecesores del Frente. Pese a que el estado de sitio no fue declarado al inicio del período presidencial, ciertas prácticas militares adoptadas en años previos, que ya se habían hecho corrientes, continuaron; por ejemplo, las requisas en la calle o las detenciones por manifestaciones públicas consideradas potencialmente subversivas. En todo caso, a mediados de 1975 se declaró de nuevo el estado de sitio. Aunque, en general, las medidas implementadas coincidieron con las adoptadas por los gobiernos precedentes, se les sumó la autorización para practicar allanamientos durante cualquier hora del día y el juzgamiento colectivo de delitos contra el orden público. Entre 1976 y 1978 los mecanismos excepcionales se concentraron en la expedición de decretos destinados a frenar las protestas laborales y a conjurar el paro cívico de 1977. Las medidas tomadas por López recuperaron la inversión de la presunción de inocencia, que había sido declarada inconstitucional por la Corte Suprema de Justicia a comienzos de la década de los setenta, e instituyeron, esta vez con el aval de la corte, acciones “preventivas” que permitieron aumentar las detenciones masivas. Pese a los decretos expedidos y las prácticas instituidas, el 14 de septiembre de 1977 se realizó el paro cívico nacional. Como he explicado, el tratamiento que el Gobierno le dio al paro se entiende por referencia al entramado histórico que hizo posibles las medidas empleadas en aquella ocasión. En dicho entramado confluyen (1) una concepción de la protesta social que permitió tratarla como amenaza subversiva; (2) una noción de la seguridad que derivó en el establecimiento de un nuevo tipo de guerra, contra un enemigo interno; (3) un uso recurrente del estado de excepción que les dio sustento jurídico a las medidas represivas, sin romper con la formalidad democrática colombiana; y (4) la entrega gradual de facultades judiciales y de control social a las Fuerzas Militares. De acuerdo con lo expuesto, tales factores comparten un carácter biopolítico, en tanto formas de administración de la vida. Estas formas tienden a crear zonas de indeterminación, vacíos del derecho en los que la vida puede ser gobernada, el enemigo puede ser deshumanizado en nombre de la humanidad o de la defensa de la sociedad y el cuerpo social puede ser violentado con la excusa de protegerlo de una amenaza que se localiza en su interior. En una entrevista realizada días después del paro cívico de 1977 el ministro de Defensa, Abraham Varón Valencia, y el comandante de las Fuerzas Armadas, el general Luis Carlos Camacho Leyva, declararon que la intervención de las Fuerzas Armadas en el paro había obedecido a la necesidad de mantener el orden interno de la nación y defenderla de las amenazas que se cernían contra ella, aun cuando procedían del interior de ella misma. El ministro y el general

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añadían que gracias a la “abnegación, espíritu de sacrificio y disciplina” de las Fuerzas Militares había sido posible garantizar la seguridad de la ciudadanía, y que los promotores del paro no tenían ninguna “razón justificada para colocar al país, a las instituciones en peligro, por el sólo deseo de colmar apetitos personales”, y destacaban el carácter abiertamente subversivo del paro (Alape, 1985: 152-159). Poco después de esta entrevista, el 19 de diciembre de 1977, los militares le enviaron una carta al presidente López para pedirle medidas adicionales a las ya adoptadas durante los estados de excepción, para garantizar la defensa y la seguridad de la Nación. Sin embargo, López, que ya se encontraba en el final de su mandato, optó por no atender estas demandas, que tendrían que ser estudiadas por el presidente entrante. Y, en efecto, Julio César Turbay Ayala, accediendo a las peticiones, designó ministro de Defensa al general Camacho Leyva y tramitó el Estatuto de Seguridad Nacional. Si por medio de los estados de excepción previos se les habían otorgado facultades nuevas a las Fuerzas Militares, el Estatuto de Seguridad generalizó las funciones militares en el Estado, permitió las detenciones indiscriminadas por períodos indeterminados y dio lugar a la práctica de la tortura en todo el país. Como se expuso en el primer capítulo, el paro cívico de 1977 inauguró una expresión urbana de protesta social; aunque tenía precedentes, antes no se había logrado convocar a los trabajadores sindicalizados y a distintos sectores populares en una gran manifestación. El tratamiento del paro por parte del Gobierno supuso también una forma inédita de represión: la detención masiva y el asesinato de personas en diferentes puntos de los centros urbanos. Como se ha dicho, estas prácticas eran corrientes en los ámbitos rurales, pero constituyeron una forma nueva de represión en las ciudades. Recurriendo al estado de sitio, el gobierno de López retomó prácticas de represión probadas en los años previos, también al amparo del estado de excepción. Hasta aquí se ha señalado que, con fundamento en una determinada concepción de la seguridad y la nación y de la mano de los decretos preventivos expedidos durante el estado de excepción, los militares pudieron realizar detenciones masivas. La confluencia de la doctrina de la seguridad nacional, que concebía la nación como un organismo amenazado por un enemigo que había infiltrado el cuerpo social, y de una narrativa que hacía de los militares los defensores originarios de los valores nacionales, redundó en un nuevo tipo de guerra dirigida contra un enemigo situado en el interior de la sociedad. Orientada por el precepto de defender la sociedad, la libertad, la humanidad u otros valores “universales” encarnados por la nación moderna y occidental, esta guerra interna deshumaniza al enemigo, que así puede ser objeto de eliminación, desaparición y tortura, y al mismo tiempo lo deslocaliza y generaliza, de manera que tiene que ser ubicado entre el conglomerado de los “ciudadanos de bien”. Echando mano de un dispositivo inmunológico destinado a inocular a la sociedad y la nación,

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los militares colombianos recurrieron a la acción cívico-militar. De acuerdo con este dispositivo, la acción que puede contrarrestar la amenaza tiene un carácter similar al que se le atribuye a la “enfermedad” que se quiere combatir, y la “guerra contra la sociedad” puede ser justificada y legitimada como forma de “defender la sociedad”. La lógica inmunitaria de la defensa de la sociedad, la concepción de un nuevo tipo de guerra y de enemigo y la normalización de la excepcionalidad en la política conforman el fundamento de las prácticas de represión durante la segunda mitad del siglo xx en Colombia. Entendidos como dispositivos biopolíticos, estos tres fundamentos comparten una concepción del cuerpo que trasciende el saber biomédico para determinar el gobierno de la población. Ya se trate de la concepción de un cuerpo social que hay que contagiar si se quiere contrarrestar la enfermedad que lo aqueja; del cuerpo de un subversivo que debe ser detenido y puede ser desprovisto de todos sus rasgos de humanidad, y que debe diferenciarse del cuerpo de un “ciudadano de bien”; o del cuerpo que debe ser adiestrado y corregido para sintonizarlo con los valores nacionales, es, en todo caso, del cuerpo de lo que se ocupan tales dispositivos. Como se verá en el siguiente capítulo, estos dispositivos conllevan una paulatina militarización del cuerpo que fue objetada por diferentes sectores de la sociedad, entre ellos el M-19, un grupo armado insurgente de carácter urbano.

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Segunda parte La militarización de la nación y las objeciones contra el militarismo

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Imagen 2. “Rifle parado” (1978). Fuente: Fotografía Jorge Silva, de la serie “Estado de sitio”.

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4 La militarización del cuerpo ciudadano El lunes 19 de diciembre de 1977 el Comando General de las Fuerzas Militares eleva una petición al Gobierno nacional a través de una carta que se hará pública al día siguiente en el periódico El Tiempo. En la misiva, suscrita en primer lugar por el general Luis Carlos Camacho Leyva, los militares expresan su preocupación por la inseguridad en el país y porque las medidas concebidas por el Gobierno y ejecutadas por los militares resultan insuficientes para “eliminar la causas de la violencia y el incremento de la inmoralidad”. Tales medidas, dicen, han sido desfiguradas por el conjunto de denuncias que cunden en el país sobre detenciones masivas, torturas y asesinatos cometidos por los militares antes, durante y después del paro cívico del 14 de septiembre del mismo año. Tiene lugar, según ellos, “una campaña sistemática y generalizada de oposición política que está haciendo perder la fe en las instituciones y en la capacidad que ellas deben tener para controlar el crimen e imponer el orden”, como resultado de “injustos ataques de prensa y de especial actividad de abogados y jueces”. Indignados, subrayan que la institución castrense es “una de las pocas […] que le quedan a la república con capacidad de asegurarle su integridad institucional y la defensa de la vida, honra y bienes que tienen derecho todas las personas de bien” (énfasis agregado). Por tal motivo, le solicitan al presidente que “dicte, por el procedimiento de emergencia, eficaces medidas adicionales para garantizarle[s] [a los militares] la honra a que tienen derecho, y a todos los ciudadanos la seguridad que requieren dentro de una patria amable”, y enfatizan que esperan que tales medidas sean respaldadas por la Corte Suprema de Justicia y todos los sectores del país como muestra de su comprensión, solidaridad y colaboración en la salvaguarda de la soberanía nacional (El Tiempo, 20 de diciembre de 1977: 1A, 4A). La respuesta fue dilatada por la administración del presidente López Michelsen, quien cumplía para entonces el último año de su gobierno, y que así delegó

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la responsabilidad de adoptar las medidas adicionales solicitadas a su sucesor. Con todo, ya en enero de 1976 el presidente López había formulado la propuesta de una reforma de la Constitución que pretendió tiempo después, entre otras cosas, acoger los requerimientos de los militares, pero en mayo de 1978 el acto legislativo fue declarado inconstitucional. Al presidente Julio César Turbay Ayala le correspondió, entonces, gestionar dichos requerimientos. La llegada de Turbay a la presidencia les auguraba un éxito rotundo a las peticiones de los militares, pues el primer mandatario era un reconocido defensor de la institución castrense, así lo había hecho saber en sus cargos anteriores como ministro y legislador. Y, en efecto, en 1978 el presidente abrió la edición de la Revista de las Fuerzas Militares con un saludo de gratitud por los servicios, el fervor patriótico y la abnegación de los miembros de las Fuerzas Armadas, y recordaba su labor y compromiso con los problemas de la institución. De tiempo atrás he tenido oportunidad de trabajar muy cerca de las fuerzas armadas, unas veces como miembro del gobierno y otras como legislador interesado en la solución de sus problemas, y de estos contactos conservo gratos recuerdos e insuperables satisfacciones. Presumo ser, entre los civiles, uno de los que más tiempo ha dedicado al estudio y conocimiento de la institución armada y ahora como Presidente de la República experimento el orgullo legítimo de ser su Jefe. (Revista de las Fuerzas Armadas, n.° 89, 1978: 3)

Un mes después de la posesión de Turbay como presidente, y a un año de la ocurrencia del paro cívico nacional, el general Luis Carlos Camacho Leyva, designado nuevo ministro de Defensa, Hugo Escobar, nombrado ministro de Justicia, y Germán Zea Hernández, nuevo ministro de Gobierno, presentaron el Decreto Legislativo 1923 del 6 septiembre de 1978, más conocido como Estatuto de Seguridad Nacional, con el que el Gobierno respondía a los requerimientos de los militares consignados en la misiva de noviembre del año anterior. Su encabezado rezaba, en consonancia con la carta de los militares: “Por el cual se dictan normas para la protección de la vida, honra y bienes de las personas y se garantiza la seguridad de los asociados”. Tan sólo había transcurrido un mes de la suspensión del estado de sitio que había sido declarado el 7 de octubre de 1976 y se había extendido hasta el 7 de agosto de 1978, cuando el Gobierno declaró nuevamente turbado el orden público y en estado de sitio todo el territorio nacional. El Decreto 1923 se justificó con el argumento de la reiteración y agudización de […] las causas de perturbación del orden público, que crean un estado de inseguridad general y degeneran en homicidios, secuestros, sedición,

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motín o asonada o en prácticas terroristas dirigidas a producir efectos políticos encaminados a desvirtuar el régimen republicano vigente o en la apología del delito, actos estos que atentan contra los derechos ciudadanos reconocidos por la Constitución y por las leyes y que son esenciales para el funcionamiento y preservación del orden público. (Decreto Legislativo 1923 de 1978)

Las medidas tomadas al amparo del Estatuto de Seguridad Nacional comprendieron el aumento de penas para diferentes actos considerados ilícitos, la creación de nuevas figuras delictivas, la sanción para cualquier actividad que se considerara perturbadora del orden público, el aumento de la competencia judicial de los militares por medio de los consejos verbales de guerra y la restricción de los medios de radiodifusión y televisión. Si bien las medidas del Estatuto, leídas en perspectiva y contrastadas con las disposiciones adoptadas en años previos al amparo de otros estados de sitio, no constituyen en sentido estricto una novedad, sí dieron lugar a una intensificación de las prácticas represivas y a drásticos aumentos en las penas. Así, para delitos como el secuestro y la tortura se fijaron penas de diez a veinte años (artículo 1.°)1; para quienes participaran en grupos armados con el fin de derrocar al Gobierno nacional, y para los que “simplemente tomen parte en la rebelión”, se determinaba prisión de ocho a catorce años (artículo 2.°); para los grupos de tres o más personas que “invadan o asalten poblaciones, predios, carreteras o vías públicas”, y para quienes “establezcan contribuciones con el pretexto de garantizar, respetar o defender la vida o los derechos de las personas”, la pena oscilaría entre diez y quince años (artículo 3.°); para los que alteraran o perturbaran el orden público se contemplaba prisión de uno a veinte años (artículo 4.°). Entre tanto, se preveían penas de un año para quienes […] ocupen transitoriamente lugares públicos o abiertos al público u oficinas de entidades públicas o privadas, con el fin de presionar una

1 El artículo 1.º del Estatuto de Seguridad Nacional contemplaba una pena para el delito de tortura, prescripción que se constituía prácticamente en una ironía: “Al que con el propósito de obtener para sí o para otro un proyecto o utilidad ilícitos, o con fines puramente políticos o de publicidad, prive a otro de su libertad, planee, organice o coordine tales actos, se le impondrá pena de presidio de ocho a doce años. Quien o quienes secuestren a las personas y para realizar el delito, o en el curso de su ejecución o consumación le causen lesiones o las sometan a torturas o las obliguen a actuar contra su voluntad o exijan dinero y otras condiciones para darles libertad, incurrirán en presidio de diez a veinte años. Si por causa o con ocasión del secuestro se produce la muerte de la persona secuestrada o de terceros, la pena de presidio será de veinte a treinta años. A los sindicados o condenados por el delito de secuestro no les será aplicable, en ningún caso, la suspensión de la detención preventiva o de la pena”.

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decisión de las autoridades legítimas, o de distribuir en ellas propaganda subversiva o de fijar en tales lugares escritos o dibujos ultrajantes o subversivos o de exhortar a la ciudadanía a la rebelión; inciten a quebrantar la ley o a desobedecer a las autoridades o desatiendan orden legítima de autoridad competente; usen injustificadamente máscaras o mallas, antifaces u otros elementos destinados a ocultar la identidad o alteren, destruyan u oculten las placas de identificación de los vehículos; omitan sin justa causa prestar los servicios públicos a que estén obligados. (Artículo 7.°)

Como se ve, el Estatuto de Seguridad Nacional retoma muchas de las disposiciones aplicadas durante otras declaratorias de estado de sitio que, por su reiterada aplicación, se habían convertido en prácticas habituales. Ello puede decirse del otorgamiento de facultades judiciales a los estamentos militares por medio de los consejos verbales de guerra, medida que había sido empleada antes y que, de hecho, estaba vigente durante la formulación del Estatuto. El aumento de las penas y la determinación de nuevas figuras delictivas, por supuesto, también tenían precedentes; se trataba de un proceso paulatino que se había gestado en los años sesenta y que se constituyó prácticamente en una regla durante la primera mitad de los setenta. Las estipulaciones del Estatuto no significaban una ruptura con los años previos, sino que señalaban el punto más alto de un proceso en curso2. De ahí que el Estatuto no puede ser comprendido como un hecho excepcional dentro de la excepción normalizada o la normalización de la excepción que había vivido el país durante lo que iba corrido del siglo xx; debe ser analizado en relación con una serie de habituaciones y hechos comunes en la política, la administración de justicia, los procesos de exclusión y marginación y el tratamiento de los conflictos sociales en Colombia. El Estatuto de Seguridad Nacional puede ser considerado el punto de consolidación de los dispositivos biopolíticos analizados en la primera parte de este libro. Sustentado en la necesidad de emprender un combate eficaz contra los grupos armados insurgentes, de aplacar las expresiones de descontento social, de mantener bajo control las manifestaciones de los trabajadores sindicalizados y de los estudiantes y de impedir las tomas de tierras por parte de las organizaciones indígenas y campesinas, el estatuto retomó el marco de posibilidades legal 2 Curiosamente, la evidencia de este proceso previo le permitió al ministro de Gobierno de Turbay declarar que las medidas promulgadas por el Estatuto de Seguridad no eran más drásticas que las tomadas en los estados de sitio previos. El mismo argumento esgrimió la Corte Suprema de Justicia para declarar constitucional el Estatuto de Seguridad, con excepción de los magistrados que salvaron su voto.

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y “democrático” que le brindaba el estado de excepción y vigorizó las nociones de enemigo interno, amenaza a los valores nacionales y seguridad propias de la guerra contrainsurgente. El Decreto 1923 de 1978 delegó en las Fuerzas Militares importantes funciones de la rama judicial. A la justicia penal militar le correspondía aprehender, juzgar y establecer las penas para los acusados, y además estaba a cargo de los detenidos durante el tiempo que duraran los consejos verbales de guerra. Amparado en el artículo 28 de la Constitución, el presidente delegó también en los militares la retención durante diez días de quienes se sospechara que alteraran el orden público, y otras atribuciones contempladas en el artículo 121 de la Constitución para casos de guerra o de perturbación del orden público3. El escenario que terminó dibujándose con la aplicación del Estatuto de Seguridad Nacional fue el de una militarización progresiva de la política y la sociedad, en razón de la ocupación de una parte importante de las funciones judiciales por parte de las instituciones castrenses 4 . La militarización, como se ha enfatizado, no fue simplemente el resultado de la implementación del Estatuto o de la adhesión de los militares a los principios de la doctrina de la seguridad nacional, sino un proceso en el que sobre las Fuerzas Armadas, en especial durante la década de los setenta, recayó un conjunto de funciones que les permitió ganar autonomía en algunos ámbitos de la vida política y social. Así lo constata el cuadro 3, basado en la exposición de Gallón (1979).

3 Alfonso Reyes Echandía, en un artículo que se publicó un año después de su muerte durante los hechos del Palacio de Justicia, explica que el Estatuto de Seguridad Nacional “presenta frecuentes violaciones al principio de tipicidad en cuanto describe como hechos punibles formas de comportamiento que no vulneran realmente intereses jurídicos vitales para la comunidad, o lo hace mediante el empleo de expresiones vagas e indeterminadas como subversión, ofensas, anticonformismo. Entrega a los militares el poder de juzgar a los civiles por delitos comunes y mediante procedimientos violatorios del derecho de defensa. Suprime o dificulta la real aplicación del habeas corpus. Afecta sensiblemente el ejercicio normal de derechos inalienables como los de reunión, sindicalización, locomoción y expresión” (1986: 3). 4 Según Gustavo Gallón, de las 331 conductas delictivas dispuestas a sanción penal a finales de la década de los setenta, al menos 99 fueron transferidas a las Fuerzas Armadas para su juzgamiento; el autor estima que “prácticamente el 30 % de las decisiones potenciales de privación de la libertad se encuentra oficialmente en manos de la oficialidad militar” (1979: 138-139). En el mismo sentido habría que considerar la práctica, constante durante prácticamente todo el siglo xx, de designar alcaldes militares a lo largo y ancho del país.

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Cuadro 3 Decretos que aumentaron las competencias judiciales de los militares entre 1969 y 1978

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Contenido

Decreto 1661 del 10 de octubre de 1969

Le atribuye competencia a la justicia penal militar para conocer delitos de secuestro, extorsión, asociación delictiva, robo a bancos o cajas de ahorros, robo superior a $10 000 con violencia sobre las personas, delitos conexos con los anteriores, fabricación, adquisición o conservación de explosivos, comercio de armas y municiones y porte de armas y municiones de uso privativo de las Fuerzas Armadas. Ordena trasladar a esta jurisdicción los procesos en curso por secuestro y extorsión en el Valle del Cauca.

Decreto 593 del 21 de abril de 1970

Ordena pasar a la justicia penal militar los procesos en curso por secuestro y extorsión.

Decreto 637 del 30 de abril de 1970

Les atribuye competencia a comandantes de guarniciones militares o, en su defecto, a comandantes de unidades de policía para imponer, mediante resolución, sanciones de arresto por las contravenciones de orden público de que trata el Decreto 637 de 1970. Le atribuye competencia a la justicia penal militar para conocer delitos que se cometan contra miembros o pertenencias de las Fuerzas Militares o de la Policía, y para el delito de invasión de propiedad ajena. Amplía la competencia de la justicia penal militar para que conozca los delitos de instigación para delinquir y apología del delito.

Decreto 593 del 21 de abril de 1970

Autoriza efectuar traslados presupuestales para sufragar los gastos que demande la ampliación de la competencia de la justicia penal militar.

Decreto 1130 del 19 de julio de 1970

Le atribuye competencia a la justicia penal militar para conocer los delitos contra la existencia, la seguridad y el régimen constitucional del Estado, y de asociación delictiva, secuestro, extorsión, incendio y otros que envuelvan peligro común, robo a bancos o cajas de ahorro, y delitos y contravenciones conexos con los anteriores. Autoriza exigirles caución de buena conducta a las personas retenidas por el das que sean liberadas. Autoriza al Gobierno para crear cargos, realizar traslados y abrir créditos necesarios para el funcionamiento y financiación de la ampliación de la competencia de la justicia penal militar.

Decreto 255 del 26 de febrero de 1971

Faculta a los ministerios de Gobierno, Defensa y Comunicaciones para que por resolución conjunta levanten o restablezcan la censura previa de prensa y celebren contratos con determinados medios que se obliguen a cumplirla voluntariamente.

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Contenido

Decreto 2170 del 10 de noviembre de 1971

Regula el servicio militar voluntario: crea una bonificación mensual igual a un 70 % del sueldo básico de un cabo segundo y una bonificación especial de retiro igual a un mes por año de servicio o fracción superior a seis meses. Faculta al Comando General de las Fuerzas Militares para reglamentar estas disposiciones.

Decreto 254 del 27 de febrero de 1971

Le atribuye competencia a la justicia penal militar para conocer delitos contra la existencia, la seguridad y el régimen constitucional del Estado; y los delitos de instigación y asociación para delinquir, apología del delito, secuestro, extorsión, incendio y otros que envuelvan peligro común, robo a bancos o cajas de ahorro y robo superior a $10 000; delitos conexos con los anteriores e infracciones del Decreto Ley 1118 de 1970.

Decreto 1518 del 4 de agosto de 1971

Amplía la competencia de la justicia penal militar a la destrucción de materias primas o instrumentos de producción; a la acción de impedir el ejercicio de industria, comercio, oficio o trabajo o de forzar a ejercerlo; a la de provocar el cierre de un establecimiento mediante el retiro de los operarios por amenazas, violencias o maniobras fraudulentas; y al daño en cosa ajena cuando este se produzca contra bienes pertenecientes o a cargo de empresas destinadas a la prestación de un servicio público.

Decreto 1989 del 9 de octubre de 1971

Amplía la competencia de la justicia penal militar a delitos contra la seguridad de las Fuerzas Armadas y de la Administración, homicidios y lesiones personales contra miembros de las Fuerzas Armadas, lanzamiento de objetos contra vehículos y fabricación, adquisición o conservación de objetos explosivos (art. 260 del Código Penal), y a los delitos contemplados en los arts. 2.° y 3.° del Decreto Ley 522 de 1971.

Decreto 1267 del 19 de julio de 1972

Amplía términos judiciales: traslado de capturados al juez competente (48 horas); indagatoria por delitos comunes adscritos a la justicia penal militar (tres días); definición de situación en los mismos casos (seis días); duplicación de estos términos si hay más de dos capturados en una misma fecha dentro de un mismo proceso.

Decreto 2034 del 8 de noviembre de 1972

Amplía la competencia de la justicia penal militar: (a) en reemplazo de “incendio y otros que envuelvan peligro común” la faculta para conocer de los artículos 254 a 263 del Código Penal; b) restablece su competencia para conocer sobre robos mayores de $10 000.

Decreto 253 del 26 de febrero de 1971

Sanciona con arresto inconmutable de 30 días, imponible por la Policía, a quienes omitan avisar el ausentamiento de su domicilio, si están bajo vigilancia policiva.

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Contenido

Decreto 254 del 27 de febrero de 1971

Faculta al Gobierno para crear cargos, abrir créditos y realizar traslados necesarios para el funcionamiento y financiación de la ampliación de la competencia de la justicia penal militar.

Decreto 2035 del 8 de noviembre de 1972

Autoriza traslados presupuestales para la creación de la sala 4.a del Tribunal Superior Militar.

Decreto 1413 del 17 de julio de 1975

Crea, durante el estado de sitio, tres salas adicionales en el Tribunal Superior Militar y nueve magistraturas, seis fiscalías, dieciocho asistencias judiciales y un cargo de auxiliar de oficina.

Decreto 1250 del 26 de junio de 1975

Le atribuye a la justicia penal militar competencia para asumir conocimiento de delitos de rebelión; sedición; asonada; asociación e instigación para delinquir; apología del delito; incendio, inundación y otros que envuelvan peligro común; secuestro; homicidio y lesiones personales contra miembros de las Fuerzas Militares, de la Policía o funcionarios públicos; robo contra bancos, cajas de ahorro, empresas industriales y comerciales del Estado u oficinas públicas; extorsión y fabricación, suministro y porte de armas, sean o no de uso privativo de las Fuerzas Armadas. También la faculta para conocer delitos contra la salubridad pública, las conductas contempladas en el estatuto de estupefacientes y los delitos conexos con todos los anteriores.

Decreto 1412 del 17 de julio de 1975

Faculta a jueces de instrucción criminal para instruir procesos por delitos de competencia extraordinaria de la justicia penal militar.

Decreto 2407 del 10 de noviembre de 1975

Le atribuye competencia a la justicia penal militar (jueces de primera instancia castrense, mediante el procedimiento especial del art. 590 del Código de Justicia Militar) para conocer de piratería terrestre o conexa con ella y asociación para delinquir, cuyo concepto se amplía.

Decreto 1250 del 26 de junio de 1975

Faculta la creación de cargos, apertura de créditos y realización de traslados para financiar la ampliación de las competencias de la justicia penal militar.

Decreto 2260 del 24 de octubre de 1976

Le atribuye competencia a la justicia penal militar para asumir el conocimiento de delitos contra la seguridad y el régimen constitucional del Estado, y contra la salud e integridad colectivas; de los delitos de asociación e instigación para delinquir, apología del delito, secuestro, extorsión y chantaje; y de delitos conexos con los anteriores. La faculta también para conocer sobre homicidios contra agentes del das. Faculta a los jueces de la primera instancia castrense para comisionar a los jueces de instrucción criminal en la instrucción de sumarios por delitos adscritos al conocimiento de la justicia penal militar.

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Contenido

Decreto 70 del 20 de enero de 1978

Exime de responsabilidad penal a los miembros de la Fuerza Pública que cometan delitos con ocasión de operaciones para reprimir secuestros, extorsiones y producción y tráfico de drogas.

Decreto 1923 del 6 de septiembre de 1978

Le atribuye competencia a la justicia penal militar para conocer las nuevas variedades de secuestro contempladas por este decreto; la nueva figura de asociación para delinquir, también creada por el decreto; la perturbación del orden público; la alteración del pacífico desarrollo de actividades sociales; la provocación de incendios; la provocación de daños por utilización indebida de explosivos y los delitos contra la vida e integridad de los miembros de las Fuerzas Armadas, civiles a su servicio y miembros del das, encuéntrense o no en actos de servicio.

Fuente: Gallón (1979).

Este proceso de militarización no sólo no fue coyuntural, sino que tampoco fue local; suponer que no guardó relación con lo que sucedía en el resto del continente sería ignorar que la doctrina de la seguridad nacional influyó en el rol desempeñado por los militares en las sociedades latinoamericanas. Es evidente que la estructura ideológica de dicha doctrina no fue incorporada plena y eficazmente por los militares colombianos5, pero las formas de su aplicación a lo largo de la región sí influyeron en la concepción del enemigo, de los orígenes de la amenaza y de las prácticas necesarias para combatirla. En sentido estricto, el proceso que sostuvo la aplicación del Estatuto de Seguridad Nacional no fue una ocupación militar del Estado a la manera de una dictadura militar, pero mucho menos fue el reflejo de la plena subordinación de los militares al aparato estatal. Durante los años previos a la entrada en vigencia del Estatuto tuvo lugar una injerencia creciente de los militares en las decisiones políticas del Estado que se guiaba por los límites de la autoridad constitucional y que les permitió actuar con cierta comodidad durante cada uno de los períodos presidenciales. El hecho de que las acciones de los militares colombianos no hayan terminado en el consabido golpe militar no revela cuán respetuosos fueron de los límites constitucionales ni cuán subordinados estaban a la autoridad civil; antes bien, revela que el marco constitucional fue maleable y coherente con los requerimientos de los militares, la represión de las protestas sociales y los intereses particulares de los grupos sociales que históricamente han ocupado el poder. La institución militar no llegó a gobernar tras bambalinas, pero el lugar 5 Al respecto, véanse el trabajo de Leal (1994) y la investigación de Velásquez (2009) en perspectiva comparada entre Chile y Colombia.

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que ocupó en la sociedad colombiana, y que creció gradualmente, le permitió ejercer una influencia en muchas decisiones de gobierno e incidir significativamente en la rama judicial. No sería ilógico concluir que, a lo largo del proceso examinado y una vez alcanzado el punto de elaboración que supone el Estatuto de Seguridad Nacional, se gestó un proceso de militarización de la política y la sociedad colombianas (Gallón, 1979, 1983; Leal, 1994; Vásquez, 1980); pero tampoco sería desatinado afirmar, de acuerdo con el historiador César Torres del Río (2000), que, dado que la institución militar no ocupó plenamente el Estado, no se llegó a imponer como un gobierno cívico-militar y por lo tanto no se consumó un gobierno de facto en el país, a pesar de lo que han sostenido algunos estudiosos que defienden la tesis de la militarización de la sociedad y la política (Reyes, Hoyos y Heredia, 1978). Sin embargo, el hecho de que la institución militar no se haya encaminado a su “emancipación política” no es un indicador de la ausencia de dicho proceso de militarización. Que los militares hayan ocupado una parte importante de la administración de justicia y, en muchos casos, de los gobiernos municipales, con la figura del alcalde militar, es evidencia de ello. Las restricciones de libertades y derechos resultantes de la aplicación de decretos expedidos bajo la figura del estado de sitio consolidaron un campo para el ejercicio del control social y la vigilancia de los ciudadanos por parte de la institución militar. Al mismo tiempo, como consecuencia de las zonas de indeterminación legal creadas por el estado de excepción o derivadas del artículo 28 de la Constitución, los militares tuvieron a su cargo decisiones fundamentales sobre la libertad y la humanidad de los detenidos y los procesados. Por consiguiente, no se puede entender el proceso de militarización colombiano si se lo asimila a las lógicas de los gobiernos militares de facto o de las dictaduras cívico-militares; se ganará mucho, en cambio, si se atiende a la coherencia de los ámbitos constitucional, legal y “democrático” con la conformación de escenarios autoritarios. Si bien la militarización de la sociedad y la política no revela la existencia encubierta de un gobierno militar6, sí sugiere la necesidad de indagar por qué no lo hace. Si se puede evidenciar una tendencia legislativa y constitucional que, valiéndose del estado de excepción, delega en los militares la administración de justicia, habrá que reconocer en

6 John Armitage ha afirmado que el proceso de militarización del cuerpo social puede estar articulado perfectamente con una democracia constitucional, y que así puede verificarse en la experiencia contemporánea de los Estados Unidos (2003). El concepto de militarización del cuerpo supone, entonces, tanto la conversión de los cuerpos de los civiles en instrumentos útiles para el orden militar como el uso de dispositivos tendientes a producir una ligazón entre los militares y los civiles.

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ello un cierto interés gubernamental y una cierta funcionalidad de las leyes y la Constitución para tal fin. En la medida en que el Estado colombiano se muestra como un instrumento útil para los intereses particulares de una clase social, y en la medida en que no responde a la heterogeneidad que constituye la nación, la delegación de la justicia en los militares responde a los requerimientos de control social, exclusión y marginación propios de estos intereses de clase, históricamente defendidos por el poder político en Colombia (Blair, 1993). Los militares no se muestran emancipados de este proyecto político, sino, por el contrario, funcionales para sus propósitos y sus lógicas. En todo caso, esto tampoco significa contemplar sin reparos la tesis de que en virtud de la precariedad institucional y de la debilidad estatal los militares terminaron, casi sin quererlo, por asumir una responsabilidad que no les correspondía. De hecho, este es el planteamiento que el ministro de Defensa, el general Camacho Leyva, esbozó en una nota del periódico El Siglo en 1979; expresaba que “a los militares no nos gusta administrar a los civiles la justicia pero por la salud del país y por la necesidad de restablecer el orden público, tenemos que asumir esa función cuando el gobierno así lo decreta” (El Siglo, 4 de agosto de 1979: 5A). Así, en realidad no nos encontramos ante un Estado que, en vista de su incapacidad para administrar con efectividad la justicia, haya delegado esta función en una institución militar que a su vez, en una posición subordinada, e incluso con resignación, haya asumido su control. Puede pensarse, mejor, que ante una estructura estatal dispuesta en función de los intereses de la élite política —renovada con mínimos cambios en cada período presidencial—, los militares ejercen el control social y la represión de las expresiones de descontento que se levantan contra esa lógica de gobierno. Ejerciendo esta función la institución militar pudo crecer cómodamente, ampliar su influencia social y política y ejercer el mandato que la impelía a aplacar cualquier protesta. La institución militar consiguió, no sin cambios y crisis, cierta sintonía con las funciones que se le encomendaron, pues estas, además de permitirle rebasar los límites que la constreñían a los cuarteles, le permitieron circular en distintos ámbitos de la vida política del país, ascender socialmente, emprender sus estrategias de guerra sin quebrantar el orden constitucional y reforzar su mito fundacional de protectora y guardiana de la nación. Finalmente, ante cualquier intento de señalarle límites a su injerencia —como sucedió en varias ocasiones con la Corte Suprema de Justicia durante el gobierno de Turbay—, los militares levantaron una voz de protesta amplificada y envalentonada por el poder que habían conseguido gracias a las reformas realizadas durante los estados de excepción.

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4.1. Posturas y composturas de la subjetividad militar Igual que en otras instituciones sociales modernas, en la militar han sido decisivas las lógicas de nación y ciudadanía decimonónicas. Tales lógicas fundan una serie de concepciones de los ordenamientos sociales, de las estrategias de control, de los dispositivos de vigilancia y de la regulación y normalización de los individuos. Como ha mostrado Michel Foucault (1976), la constitución del sujeto moderno está atravesada por procesos de adiestramiento, vigilancia, control y disciplina. En el modelo del ordenamiento militar, estos procesos han constituido no sólo las técnicas de regulación de la vida social y los dispositivos de control y ordenamiento de los sujetos, sino también los ideales de paz civil y seguridad. En Vigilar y castigar Foucault advierte que el aforismo de Clausewitz debe invertirse, pues Es posible que la guerra como estrategia sea la continuación de la política. Pero no hay que olvidar que la “política” ha sido concebida como la continuación, si no exacta y directamente de la guerra, al menos del modelo militar como medio fundamental para prevenir la alteración civil. La política, como técnica de la paz y del orden internos, ha tratado de utilizar el dispositivo del ejército perfecto, de la masa disciplinada, de la tropa dócil y útil, del regimiento en el campo y en los campos, en la maniobra y en el ejercicio. En los grandes Estados del siglo xviii, el ejército garantiza la paz civil sin duda porque es una fuerza real, un acero siempre amenazador; pero también porque es una técnica y un saber que pueden proyectar su esquema sobre el cuerpo social. (1976: 172-173)

En el siglo xviii, dice Foucault, de la mano del nacimiento de las estrategias nacionales para controlar las prácticas económicas y demográficas, se implementaron tácticas militares con las cuales los estados buscaron incidir en los cuerpos y en las poblaciones. Este control que opera según los parámetros de la táctica militar, una vez extendido a otros ámbitos de la sociedad, fuera de los campos de instrucción militar y lejos del propósito bélico en sí, adquiere una nueva lógica; su base castrense se diluye en el ámbito civil y se incorpora a la escuela, la fábrica, los presidios y los reformatorios. El proceso de ordenamiento disciplinar supone la ejecución de tácticas y técnicas destinadas a definir la corporeidad adecuada para los propósitos bélico-militares, y transita gracias a su articulación con distintos saberes para instituir la racionalización de las lógicas corporales militares en distintos ámbitos de la vida social (Vigarello, 2005: 5465) y constituir la referencia ideal del sujeto-ciudadano.

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Aunque, de acuerdo con el planteamiento de Foucault, puede encontrarse una institución militar que con sus disciplinas, sus técnicas y sus retóricas sobre el cuerpo ha incidido en las lógicas de las instituciones modernas y las ha proyectado hacia el cuerpo social, habría que, por un lado, preguntarse por la concepción del sujeto que lo militar proyecta hacia la sociedad, y por otro, considerar que la incidencia de lo militar en el Estado moderno no supone que el ejército se sitúe en un punto originario y fundador de las prácticas disciplinarias, de los anhelos de control y homogeneización o de los dispositivos de corrección y normalización. En realidad, si se entiende el ejército dentro del entramado de la modernidad, es decir, atravesado por esta, y no a la inversa, es posible suponer a la institución militar como la realización efectiva de los ideales del proyecto civilizador, y no como la gestora de dichos ideales. Con ello no se invalida el planteamiento de Foucault según el cual el ejército es el punto desde el que se irradian las prácticas de disciplina, control y regulación, sino que se subraya la inoperancia de un análisis que haga del ejército el origen de las prácticas modernas. Visto, entonces, como una suerte de dispositivo ideal de la modernidad, el ejército dispone de un conglomerado de técnicas por cuyo medio no sólo pone en juego los procesos de formación de los conscriptos y los requerimientos para los tiempos de la guerra, sino también las concepciones de la paz civil y del gobierno de los sujetos.

4.2. Totalidad y mortificación del yo Elsa Blair, retomando las ideas de Erving Goffman sobre las instituciones totales, caracteriza el proceso de formación del futuro combatiente en el interior de las instituciones militares en Colombia. Blair constata, con base en algunas entrevistas con militares, que, en tanto institución total, la institución militar se caracteriza por marcar el ingreso del neófito con un ritual de paso o una ceremonia, el aislamiento del mundo exterior, la confiscación de bienes, la degradación de la imagen de sí, la totalización, las normas que regulan la intimidad del sujeto y todos los detalles de su vida cotidiana y la referencia constante a una ideología consagrada que constituye el único criterio de apreciación de todos los aspectos de la conducta (1999: 145-182). Blair sostiene que el imperativo de entrega total a la institución implica la introyección de los valores que definen la visión del mundo del militar y que, en Colombia, determinan su concepción del conflicto armado. Además, la lógica de la institución militar da lugar a una adhesión afectiva a un conjunto de símbolos que perdura incluso tras el “regreso” a la vida civil (1999: 147-148).

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Blair estudia los dispositivos de formación militar propios de la conscripción y atiende en especial a su incidencia en las formas en que la institución militar concibe el Estado y la sociedad. El suyo es un punto de vista novedoso en los estudios sobre militares en Colombia, interesado en el entramado subjetivo que subyace en la institución castrense y en la relación que tiene con sus posturas políticas. Apoyándose en su trabajo puede observarse que las características que hacen del Ejército una institución total están constantemente presentes en los ideales de modernidad de una élite política. En la medida en que, como señala Blair, la institución castrense colombiana responde a las demandas de una élite y tiende a ajustarse a los límites que esta le define, es necesario analizar los vínculos entre las pretensiones de control social de dicho poder político y los dispositivos que hacen de la militar una institución total. En otras palabras, hay que considerar las articulaciones entre la lógica de la institución total llamada Ejército y los anhelos modernos de la élite que ha detentado el poder político en Colombia. Refiriéndose al Ejército, la autora explica que […] queremos mostrar que su deterioro y su degradación como institución, no son ajenos a procesos mucho más complejos que la naturaleza perversa que se les atribuye y sobre todo, que en esos procesos están comprometidos —de múltiples maneras— muchos otros sectores sociales civiles y otros factores que, tradicionalmente, se ignoran cuando se condena la acción de los militares. (1999: 149, énfasis del original)

De ello se sigue que el Ejército no es heredero solamente de los valores de su propia tradición militar, sino que lo es también, y fundamentalmente, de ciertas concepciones de la civilización, el progreso y el orden, e incluso de valoraciones de la humanidad y la libertad que, cómo se ha señalado, pertenecen a una tradición occidental en la que se encuentran el cristianismo, los procesos de colonización, las democracias y el liberalismo. En el mismo sentido, hay que considerar que la caracterización de las instituciones totales propuesta por Goffman (1972) no revela solamente el funcionamiento interno de un conjunto de espacios propios de la modernidad, sino que también evidencia una lógica que se extiende en diferentes modos a toda la sociedad. Por lo tanto, al constatar que, en efecto, el conscripto accede a una institución que tiende al control totalitario de la vida de sus miembros, se puede hallar también la dimensión totalitaria de los valores que una sociedad ha convertido en sus ideales. Así, del proceso de formación dentro de la institución militar7 en 7 No haremos referencia al proceso de formación de la institución militar pues este ya ha sido tratado en detalle por Elsa Blair (1999) con base en los planteamientos de Goffman sobre las instituciones totales (1972). Además de Blair, Atehortúa (2006) se ha acercado a una visión sub-

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tanto que institución total se pueden considerar tres aspectos principales: (1) el aislamiento del mundo exterior; (2) la existencia de mecanismos encaminados a lo que Goffman denomina la “mortificación del yo”; y (3) la adhesión a un sistema de símbolos y valores de carácter identificatorio que le otorgan a la institución su propia legitimación. Como señala Blair, estas características están orientadas a uniformar las conductas y a producir marcas permanentes, que se expresarán como comportamientos homogéneos o hábitos. El proceso de formación del combatiente contempla una constante ruptura con el “mundo civil”, encaminada a posibilitar la incorporación de un conjunto de normas, posturas, ritmos, objetos, ropajes y hábitos8. El ordenamiento resultante inscribe en los cuerpos sus marcas; el recorrido que va del “cuerpo civil” al “cuerpo militar” incluye un proceso de desasimiento interior con el que se busca que el sujeto responda a los requerimientos del colectivo armado. Si la institución militar se sostiene en el aislamiento del mundo exterior y en mecanismos destinados a la “mortificación del yo”, con ello apunta a tres objetivos fundamentales en la formación de un combatiente: (1) la uniformidad, tanto en el uso de prendas como en las acciones y los movimientos; (2) la distinción, que se consigue por medio de la transformación de los volúmenes y densidades corporales, del uso del uniforme y las armas y de la representación imaginaria que supone este uso; y (3) la subordinación, que supone operar bajo el régimen de una voz de mando9. Estos tres objetivos permiten comprender mejor las lógicas que vinculan las pretensiones de la formación del combatiente con las que se dirigen al cuerpo social y al cuerpo del ciudadano10. El cuerpo inmerso en el disciplinamiento jetiva en los estudios sobre militares, que si bien constata la operatividad de la institución revela también a los sujetos implicados en ella. 8 Estas consideraciones son desarrolladas en Aranguren (2011). 9 El subordinado delega en el colectivo armado su responsabilidad, la comparte, pues él mismo ha delegado su cuerpo, en el entrenamiento y la instrucción, a los requerimientos del grupo. Todo juicio moral es aplazado por el deber de obedecer, y las acciones quedan así libres de cuestionamientos y limitadas al cumplimiento de la orden (Calveiro, 2006: 12). Ofrecido al colectivo, el cuerpo del militar sólo parece funcionar por la disposición de la voz de mando, que entraña tanto poder como temor, y cualquier acción parece ocurrir fuera del control de la voluntad de los individuos. Sin embargo, el cuerpo y el sujeto no se dan todos al ordenamiento bélico y el colectivo no logra desdibujar plenamente a los sujetos. Así, ante el argumento de “obediencia debida”, como señala Calveiro, lo que se entrevé es el carácter desdibujante del aparato bélico, su intento de deshumanización, y por lo tanto la necesidad de rescatar la humanidad del militar; no para absolverlo, sino para excluirlo de lo monstruoso y lo sobrenatural e “incluirlo en lo humano, en la escala de lo que se puede valorar y juzgar” (2006: 140). 10 Es preciso anotar que la noción de ciudadanía se fundamenta en la del soldado, y viceversa. Como explican Nievas y Bonavena, “la condición para ser soldado es ser ciudadano, pero la confirmación de la ciudadanía se obtiene tras el servicio de armas” (2008: 227).

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militar, sometido a los arreglos institucionales según una lógica bélica, pervive en los regímenes autoritarios de las décadas de los setenta y ochenta en América Latina y cala, incluso en la década actual, en los imaginarios identitarios. Esta concreción de la lógica militar en lo corporal no sólo opera como una pedagogía de la postura y la corrección, es decir, no solamente constituye una actitud física, sino también una disposición moral del cuerpo individual y del cuerpo social. El cuerpo formado del soldado es el resultado del intento de “borrar cualquier anomalía indiscreta” (Vigarello, 2005: 58), de hacerlo funcional para el colectivo armado y desdibujar, recurriendo a técnicas que lo llevan a sus límites, cualquier singularidad que lo haga inoperante para los requerimientos bélicos. En la misma lógica, el cuerpo social sometido a la disposición militar debe funcionar disciplinadamente e incorporar las actitudes y técnicas que el orden bélico adopta para sí mismo (Aranguren, 2011). En primer lugar, el objetivo de la uniformidad revela la valoración que tendrá cualquier tentativa de aparición de lo diverso, de lo singular, y así mismo manifiesta una lógica tendiente a encubrir las diferencias con el discurso del orden11. En segundo lugar, el objetivo de la distinción muestra que por medio de la adopción de criterios de regulación se establecen las marcas diferenciales del orden social. Finalmente, el de la subordinación pone en evidencia la relevancia que se le da al seguimiento de normas, que no pueden ser objetadas o impugnadas. Estas lógicas son evidentes en diferentes instituciones modernas y en otros esquemas de ordenamiento social que exceden el ámbito militar. La institución militar, como advertía Foucault, proyecta este orden social y de este modo se constituye en la forma ideal de funcionamiento de la sociedad y en una generadora privilegiada de métodos de control, disciplina, regulación y castigo, pero no por ello es la única institución en que estos son visibles. Se trata, en realidad, de una lógica que recurre a diferentes técnicas de poder y procedimientos de saber. Con su pretensión de organizar uniformemente lo múltiple persigue al mismo tiempo una diferenciación social respecto de lo “desordenado”. En aras de dominar esa multitud heterogénea, la somete a sus ordenamientos12.

11 La coincidencia entre una arquitectura del cuadro (filas e hileras de baldosas o adoquines) y la formación militar (columnas de hombres en perfecta formación), como han señalado Vigarello (2005) y Foucault (1976), es la principal proyección del orden en la pedagogía militar. Engels, por su parte, explicó que la adopción de la formación en columnas les permite incluso a tropas poco entrenadas moverse de un modo bastante ordenado (Engels, 1968). Sin embargo, hay que considerar que este ordenamiento se proyecta más allá de lo visual. El análisis trata aquí de ese ordenamiento visible, pero también de lo que “no se ve” en esta uniformidad. Cuando la rectitud, la uniformidad o el orden se racionalizan, pasan de una descripción de lo visible (Vigarello, 2005: 61) a una concepción de las regulaciones del orden social. 12 Vigarello observa que al soldado se lo quiere imaginar como un modelo de actitud (2005: 54).

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La institución militar colombiana ha sido una de las que mayor relevancia le ha otorgado a la adhesión afectiva a un sistema de símbolos, que es expuesto constantemente en todo tipo de rituales. El vínculo estrecho que la institución militar establece con el sistema de los valores nacionales obedece, entre otras cosas, a la ya mencionada narrativa sobre los militares como gestores de la Independencia; gracias a ella los militares se constituyen en los defensores de los valores nacionales promovidos y recreados por las élites del país.

4.3. Los valores militares Las narrativas sobre la patria y la nación en la institución militar garantizan que el sometimiento y las “mortificaciones del yo” sean asumidos a voluntad e incluso con interés por parte de los conscriptos. Esa “adhesión afectiva”, como la llama Blair (1999), consigue que el carácter total de la institución se perciba, con orgullo, como fuente de goce y prestigio y como evidencia del compromiso, sacrificio y valentía de quienes la integran; una percepción que, como se ha dicho, perdura incluso tras el “regreso a la vida civil” (1999: 147-148). Aunque, en todo caso, como señalaba el mayor retirado Gonzalo Bermúdez Rossi, con el ingreso del joven al cuartel comienzan […] la frustración, la angustia, el marginamiento y el traumatismo psicológico, o mejor, la tergiversación de su personalidad a través de un largo año de enclaustramiento forzado con evidentes deseos de “lavado de cerebro”. Comienza el abrupto rompimiento de una carrera universitaria por un año, tal vez por dos o de por vida, ya que el reservista al salir desacuartelado, se encuentra con un mundo casi extraño para él. (Bermúdez, 1982: 44)

Pese a que se trata de un proceso de “mortificación del yo”, la adhesión afectiva a ideales patrióticos y disciplinarios termina, en muchos casos, por hacer que el soldado lo justifique y se exprese con regocijo acerca de él. De la mano con los planes de acción cívico-militar que hemos reseñado, los militares divulgan esta imagen de una institución portadora de la identidad nacional, expresión del sentir patriótico y garantía de la seguridad de la sociedad. Así, en palabras del general Fernando Landazábal, El entendimiento con el pueblo debe llegar a tal punto que instintivamente al referirse a la institución [militar], cualquier ciudadano la señale con el posesivo “mi”, sintiendo orgullo de referirse a «mi ejército», el

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«ejército de mi país»; que cada hombre al ver desfilar las formaciones de su ejército, deje expandir el patriótico sentir de su pecho, si no en alabanzas, sí por lo menos en afecto, aceptación y deferencia para con la noble institución de la patria; que se entienda, sin discusiones pueriles o insensatas, que todo pueblo necesita de un ejército para su defensa, que lo represente como la síntesis de todas sus tradiciones, de todas sus glorias, de toda su historia y de todas sus virtudes y que en consecuencia ese ejército no es más que el reflejo de ese pueblo, la copia más fiel de su idiosincrasia, de su moral, de su cultura, de su pujanza, de su honor y de su estirpe. Por ello, estos dos elementos esenciales de la nacionalidad no podrán separarse sin que ésta sucumba en la catástrofe de sus rencillas. El pueblo tiene que ver en el ejército algo que no le es extraño, algo que le pertenece, que brota de sus propias entrañas, que recibe la vida de su vida y que es el alma de su alma, sangre de su sangre, gloria de su gloria y esencia de su esencia. A su turno el ejército tiene que pensar en que no se pertenece a sí mismo, que pertenece a su pueblo, que es su protector, su guardián y defensor absoluto, que tiene que sufrir lo indecible por él, para que pueda subsistir con honor entre los pueblos grandes y libres de la tierra. (Landazábal, 1982: 139-140)

En efecto, la institución militar se reconoce protectora de los valores nacionales, y proyecta su propio sistema de formación, orden y disciplina como garantía de su compromiso en esa defensa. El sistema de valores que defiende corresponde a la idea de nación ilustrada y a las tradiciones de la élite política en relación con la religión y la ley. Para Landazábal es, entonces, deber de los hombres de armas […] hacer que el pueblo los quiera, los aprecie, los respete y los acoja, como a seres que él mismo ha seleccionado para que en los vaivenes de la vida le señalen la vertical indeclinable de su destino, hacia el horizonte que desde la eternidad le ha fijado la Suprema Voluntad, el Dios de los cielos y la tierra, siendo los guardianes de su constitución, de su gobierno legítimo, los depositarios de sus tradiciones, los celosos centinelas de su honor, de su dignidad y de su prestigio. (1982: 140)

La amenaza que entraña para los militares el comunismo es dibujada como una duda que se cierne sobre ese sistema de valores de clase, como una impugnación de la regulación de las emociones y las conductas propia de la nación ilustrada y como una objeción a las formas de autoridad que encarnan los militares. En 1981 un artículo de la Revista de las Fuerzas Militares enseñaba que, desde el punto de vista del subversivo,

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A través de la cátedra proselitista y malintencionada hay que convencer al estudiante de secundaria y de universidad que la raíz de todos los males procede del militar; por eso mismo, hay que educarlo en la rechifla, en la ordinariez vuelta hábito, en la insumisión rotunda ante cualquier tipo de autoridad, en el odio, principio y fundamento de la sabiduría marxista. (Ortiz, 1981: 124)

La corrección de los hábitos considerados bárbaros o groseros y del lenguaje gestual que expresa insubordinación es importante en la defensa de los valores nacionales. En esta pedagogía de los hábitos corporales es evidente la sintonía entre la repetición que promueve la institución militar y la que los manuales de urbanidad y buenas maneras promovían desde mediados del siglo xix13. El problema, para los militares, no es únicamente que haya “decaído” la formación en las aulas; también existen falencias en otros ámbitos de la vida social. La falta de orientación familiar y la extensión de ciertos “fenómenos transculturales” explican, según el criterio militar, que el sistema de los valores ciudadanos esté amenazado y que la delincuencia encuentre un suelo abonado. Un artículo de la Revista de las Fuerzas Armadas informaba que […] el resquebrajamiento de los valores morales desde el propio núcleo familiar, motivado en parte por fenómenos transculturales, subproducto de una evolución rápida de los hechos económicos, políticos, religiosos, etc., para los cuales no se había preparado el país, y la pérdida del sentimiento ciudadano, son posiblemente, al decir de algunos sociólogos y criminólogos, causas del aumento de la delincuencia. (Hincapié, 1981: 81)

Según se ha expuesto, desde el punto de vista militar las guerrillas habían emprendido un adoctrinamiento ideológico que podía describirse como un contagio de la sociedad colombiana por parte del comunismo internacional. Este contagio ideológico, según el general Landazábal, amenazaba las tradiciones sobre las cuales se apoyaban los valores nacionales. El adoctrinamiento ideológico de las guerrillas apunta a destruir

13 Así, por ejemplo, el conocido manual de urbanidad y buenas maneras de Manuel Antonio Carreño, publicado en 1855, señala que “las costumbres domésticas, a fuerza de la diaria y constante repetición de unos mismos actos, llegan a adquirir sobre el hombre un imperio de todo punto irresistible, que le domina siempre, que se sobrepone al conocimiento especulativo de sus deberes, que forma al fin en él una segunda voluntad y le somete a movimientos puramente maquinales” (Carreño, 1927: 227-228).

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[…] los mitos de los héroes, los halagos de las tradiciones, las creencias religiosas, al tiempo que se desprestigian los sistemas políticos vigentes y en forma especial se destruye el mito de las clases dominantes, para presentarlas mediante la acción sicológica y política, como a castas que se deben destruir, para alcanzar la libertad de los pueblos y la absoluta igualdad entre los asociados. (Landazábal, 1969: 231)

Y la impugnación de ese sistema de valores suponía una amenaza para las narrativas históricas tradicionales. Según otro artículo de la Revista de las Fuerzas Armadas en Colombia el marxismo ha […] retorcido y deformado a su antojo la historia en textos que son oficiales y obligatorios, ha inculcado en la mente del educando un odio patológico por todo lo que presuma sabor hispánico, sabor de cruzada, sabor misionero, sabor de infinito. A este representante de una visión secular, materialista y atea de la existencia, le falta solamente para cumplir sus anhelos desmoralizar y dividir al Ejército. Pero eso, afortunadamente, no lo ha logrado. (Ortiz, 1981:125)

Por otra parte, el uso que hace la institución militar del sistema de símbolos patrios en desfiles, conmemoraciones de las batallas de independencia, odas a la bandera y entonaciones del himno nacional se vincula con una concepción de la historia que no sólo enaltece al militar sino que suscribe posturas colonialistas sobre la evolución y la clasificación social. En la Revista de las Fuerzas Armadas se encuentran alusiones a la “desafortunada influencia” de “una tropical inconformidad” histórica que habría limitado la proyección universal del país (Ibáñez, 1978: 47), y a la “inmadurez de nuestro pueblo”, cuya “idiosincrasia díscola” le habría impedido disfrutar del “exceso de libertad” (Andrade, 1978: 271). De esta manera la narrativa histórica en la que se inscribe la institución militar se conjuga con las narrativas republicanas sobre el desarrollo y la evolución, y posteriormente sobre la defensa de la democracia, la Constitución y las leyes. Esta coincidencia revela los tópicos con que se legitima la exclusión de las diferencias. En la medida en que dichas narrativas históricas defienden la tradición sobre la que se fundan la clasificación social colonial y la segregación republicana, expresan también la herencia patriarcal. En efecto, atienden, como lo hicieron las constituciones decimonónicas, a un sujeto masculino que es el “único agente privilegiado de la vida pública de los asuntos administrativos del Estado, del sufragio, de la educación, del cuidado de la moral, de los oficios, de los bienes, de la libertad de expresión” (González, 1996: 30). Para los militares, el “sistema de valores” nacionales y ciudadanos es objetado y amenazado por estéticas “de

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vanguardia” que atentan contra el fundamento de los cánones del poder masculino, la sexualidad y la desigualdad. La revolución parece ser hoy, pues, un imperativo de todas las mentes desprovistas de aquilatados valores en las ciencias sociales, políticas y económicas y de las más adelantadas y aquilatadas en los mismos campos; la revolución es la panacea, hay que realizarla a todo precio; aún a costa de sacrificarlo todo, de trocarlo todo; de que la mujer tome el lugar del hombre, que la juventud se haga rebelde, inconforme, insatisfecha; que se libere el sexo; la igualdad de todos los valores debe ser un dogma insustituible e indiscutible; la cultura debe enriquecerse con la nueva invención modificadora de la creación misma del arte en todas sus manifestaciones, para evitar el aprendizaje histórico de lo pasado, buscando así borrar los rasgos tradicionales de la contextura anímica y espiritual del hombre; los hijos deben ser la contestación de los padres y estos deben apartarse de su camino para que aquellos se realicen plenamente; la vieja estructura familiar diríase también que no tiene razón de ser, en un medio social en el que el intruso asiste a la intimidad de las alcobas ya con la presencia física de su imagen en las pantallas de televisión, ya con el eco de su voz a través de los transistores, que permanentemente motivan las apetencias del nuevo ser. El mismo sentido de lo religioso pierde su condición tradicional de piedra salvadora, para pasar a ser instrumento de convicción política en el nuevo ambiente. Todo pues en la vida presente se confunde con la necesidad del cambio, y parece que en los más equilibrados cerebros de la humanidad en conflicto, los términos de transformación y evolución han desaparecido en las tinieblas del subconsciente humano. (Landazábal, 1982: 64-65, énfasis agregados)

La actitud conservadora que se revela aquí da cuenta tanto de aquello que se debe preservar como de aquello que se considera amenazante (el comunismo, la teología de la liberación, la diversidad sexual, la crítica historiográfica, etc.). En todo caso se subraya que ante un conjunto de emociones desbordadas, ante el “despertar casi repentino del gusto por el desparpajo y la claridad, obscenidad y libertinaje”, se ponen en tensión “lo tradicional y lo nuevo que permanentemente violenta las pasiones de sectores considerables de la sociedad, para forzarlos, frente a la nueva presentación que se hace de los mismos aspectos como irracionales e indignos de la condición humana” (Landazábal, 1982: 65). Las narrativas de la institución militar sobre la corrección, el orden y la disciplina, y también sobre el comunismo y la subversión, se revelan así en las pedagogías del cuerpo ciudadano. La amenaza proveniente de las “ideologías marxistas”, impulsadas en el país por la “subversión cultural”, significa para la

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institución militar la impugnación del conjunto de los valores decimonónicos sobre las emociones y las pasiones. El ideal de la polis ilustrada propone expulsar las “emociones descontroladas” al orden de lo anormal o lo patológico, de lo que debe ser corregido, contenido, regulado o eliminado; y recrea así la clasificación social, colonial y racializada, por la cual el otro deviene bárbaro o incivilizado. Considerado inacabado e imperfecto, y además amenazado por la subversión, el proyecto nacional ilustrado, y con él su ideal de ciudadanía, son defendidos por los militares14. Sin embargo, igual que las instituciones coloniales, la institución militar funciona como un aparato sostenido e integrado por quienes, según este ideal de ciudadanía, son el objeto de su exclusión. El ingreso a la cúpula militar fue un criterio de ascenso social durante la Colonia, del que estaban excluidos los pobres, los campesinos y cualquier nacido en América. El ingreso a este sistema de privilegios del fuero militar en la Nueva Granada fue rechazado por las élites criollas, hasta que ellas mismas lograron su acceso al grado de coronel, que a su vez otorgaba la condición de señor. Los ejércitos se convirtieron, entonces, en uno de los instrumentos con que las élites criollas ejercían el control social y político sobre los sectores populares urbanos y campesinos. La tropa que estaba al mando del coronel/señor estaba conformada en la mayor parte de los casos por peones y aparceros de sus haciendas (Marchena, 1992: 84); este hecho determinó la fuerza de las milicias independentistas, pero también los vínculos clientelares y de control social de los sectores populares, que las élites criollas salvaguardaron para sí. En efecto, la obligación de “prestar el servicio militar” fue una constante inapelable en el ámbito rural, aunque susceptible de ciertas excepciones a nivel urbano. El Ejército colombiano se formó, fundamentalmente, con soldados de extracción rural. Considerados más sumisos y adecuados para el proceso de formación, los reclutas campesinos fueron preferidos sobre los urbanos. Así se refiere al tema un artículo de 1979 de la Revista de las Fuerzas Armadas: La mayoría de los incorporados provenían de las áreas rurales donde la juventud estaba acostumbrada a una vida fuerte y se ajustaba fácilmente al servicio y la disciplina militar. En contraste el recluta urbano de hoy vive en una sociedad libertina, permisiva, complicada y está sujeto a la influencia de varios factores: un creciente concepto de individualismo que puede llegar a conducirlo a retar la autoridad; falta de interés por la disciplina; actitudes negativas hacia el trabajo físico; mayores exigencias 14 Como afirma Nievas, “la constitución del ciudadano como cuerpo dócil, pacificado, derrotado en su rebeldía, sometido a explotación ‘libremente’, logrado mediante las disciplinas, tiene como trasfondo necesario la constitución de ejércitos nacionales permanentes” (2011: 52).

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de esparcimiento; decreciente lealtad a la religión y al país; crecientes tensiones sicológicas y emocionales; propensión al uso de drogas y otros vicios. (Puentes, 1979: 222-223)15

El Ejército recrea la lógica de que sólo una élite ilustrada puede gobernar el cuerpo social. La idea de que los sabios de las repúblicas son el alma de un cuerpo que no sabe obrar por sí mismo y que sigue encerrado en los barrotes del “sentido común”, planteada por los intelectuales criollos a finales del siglo xviii (Castro-Gómez, 2005), sigue presente en las que Jordi Claramonte llama las “fantasías de dominio” de los militares. Movidos por estas fantasías los militares, dice Claramonte, […] asumen que sólo determinados sujetos escogidos: los generales y los estrategas, cuentan con un espíritu y una voluntad genuinas, mientras que el resto de factores a considerar: tropa, animales de carga y ataque, tipos de munición, fortificaciones o depósitos de abastecimiento son objetos carentes de iniciativa, elementos inertes que pueden someterse a un cálculo geométrico de masas y ángulos. (2009: 35-36)

La fantasía de dominio es complementada por una “fantasía de aceptación” por la cual la institución militar se hace a la idea de que el soldado tiene una animación y una convicción propias que lo motivan a cumplir las órdenes del comandante. Se trata, pues, de darles relevancia a las “fuerzas morales” de una nación en armas, y no sólo de la movilización mecánica del ejército. Pero ello, como enfatiza Claramonte, se trata solamente de una fantasía de aceptación y una ilusión de autonomía, es decir, un “cínico aprovechamiento de la iniciativa táctica de los combatientes para mejorar la eficacia de un dispositivo de conjunto sobre el que los soldados, obviamente, no podían ejercer ningún tipo de control o cuestionamiento” (2009: 116). La movilización afectiva es una estrategia de persuasión dirigida al deseo; instaura en el combatiente no sólo la motivación para participar en una guerra sino también la disposición para legitimar los padecimientos que la formación y el entrenamiento comportan. Un texto de la Revista de las Fuerzas Armadas declara que La disciplina militar no está basada en el temor, ni en las consecuencias de la violación de reglamentos. Hoy las Fuerzas Armadas basan sus principios y órdenes en una alegre y espontánea disciplina a la que 15 Sin embargo, ya desde 1933 se enseñaba que el reclutamiento debía hacerse “preferiblemente entre campesinos ingenuos, frugales, robustos y no contaminados con las ideas subversivas” (Bermúdez, 1997: 78).

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gustosamente los hombres que desean ser verdaderos ciudadanos se someten por sí mismos, porque comprenden que servir a la República y a sus compatriotas, es un estímulo que emana de la fe en el ideal que nos legaron con sangre, esfuerzo y disciplina nuestros héroes libertadores […] Las mentes sanas son un campo fértil, listo para ser cultivado con la semilla de una auténtica disciplina. Los conocimientos y habilidades militares, nuestra historia patria, la práctica religiosa, la enseñanza por el buen ejemplo formarán individuos más útiles a la sociedad y a las instituciones armadas. (Otálora, 1970: 44-45) El ejército puede y debe ser un insuperable modelador del carácter nacional; una escuela de energía y disciplina, virtudes que hacen no poca falta en la actividad colombiana y de las cuales depende todo nuestro porvenir. La vida fácil y desordenada puede tener atractivos para los espíritus débiles pero no es camino que lleve a la prosperidad y satisfacción personal, ni a la grandeza colectiva. Frente a ella el Ejército debe ser una escuela permanente de esfuerzo viril en que se reconozcan y se acaten las jerarquías indispensables para toda organización humana de esta naturaleza y en que se desarrolle la acción basada en claras líneas de disciplina, única manera de garantizar el éxito ambicionado. […] [El ejército es] el guardián de una tradición de disciplina y de ética que arranca desde la independencia; núcleo vigoroso y sano de hombres consagrados por entero al servicio de la nación; el pueblo tiene en ellos toda su confianza y toda su fe. (Bedoya, 1975: 318)

La docilidad para la disciplina militar que se les atribuye a los conscriptos de origen rural encuentra otra justificación en la defensa del servicio militar obligatorio como una “escuela de la nación”, para que quienes no han “incorporado” a plenitud los valores ciudadanos/nacionales lo hagan prestándole un servicio a su patria. Esto vale no sólo para los jóvenes provenientes de ámbitos rurales, también lo es para los que no pueden pagar por la libreta militar16, y pone en

16 La práctica ilegal de las clases medias y altas de pagarle a un militar en servicio o a un militar retirado una suma de dinero para conseguir que sus hijos sean declarados “no aptos” para el servicio militar obligatorio y reciban su libreta militar sin prestarlo es todavía hoy corriente. La libreta militar es aún un requisito para obtener un empleo o un diploma universitario. Hoy en día el Ejército sigue practicando redadas en búsqueda de “remisos” —jóvenes que no se presentaron al reclutamiento cuando fueron requeridos y que, por lo tanto, no tienen la libreta militar—, dirigidas notablemente a los jóvenes de las clases sociales pobres. Además de las sanciones económicas, asistir al Ejército en calidad de remiso supone exponerse a un régimen más estricto y a un servicio militar de mayor duración que el que le corresponde al “soldado bachiller”. El “soldado remiso” normalmente es llevado directamente a las zonas de combate. El término remiso es sinónimo de reacio y renuente, pero también de dejado y flojo.

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juego una nítida diferenciación social17. En 1968 un artículo de la Revista de las Fuerzas Armadas hacía referencia a […] la cantidad de soldados que van a los cuarteles en cumplimiento de un deber, con una formación casi rudimentaria, hasta analfabetos, sin bautizar, ni confirmar, sin recibir por primera vez la Sagrada Eucaristía, es decir sin vivir aún el día más feliz de su existencia; y cuando regresan a sus hogares después de pasar por el cuartel han sido bautizados, confirmados, hecha su primera comunión, saben leer y escribir correctamente, se tecnificaron en diversas artes manuales, aprendieron a conducir vehículos, a laborar en el campo, aprendieron repostería y construcción, y lo que es mejor y más honroso, aprendieron a manejar las armas, a respetar las Instituciones Patrias, y a llevar con orgullo el nombre inmortal de una Colombia sana, libre y democrática, y ante todo aprendieron a ser ciudadanos responsables y respetuosos de la Constitución y las leyes, dones estos de los que muchas personas aún no están investidas. (Hincapié, 1968: 229-230)

Durante los años sesenta y setenta el interés de la institución militar por incidir en otros ámbitos18 la condujo a procurar el ingreso y la adhesión afectiva de jóvenes universitarios y profesionales en la figura de “profesionales oficiales de reserva”19. El reclutamiento se hizo más activo en las ciudades durante este período, como resultado de la necesidad de aumentar el “pie de fuerza” para enfrentar a los grupos armados insurgentes. No obstante, como precisa Saúl Rodríguez, “en medios militares se siguió prefiriendo al soldado de origen rural, pues se consideraba que este era —o es— más noble, fuerte y hábil que el soldado citadino que es más impulsivo y lleva a las filas militares y a los cuarteles numerosos vicios de la sociedad urbanizada, los cuales de cierta manera socavan la autoridad y las normas internas de la milicia colombiana” (2008: 71). 17 Así lo plantea Meznar (1992) en su investigación sobre el servicio militar obligatorio como rango de los pobres y campo de diferenciación social a mediados del siglo xix en Brasil. 18 Un buen ejemplo de cómo se gesta esta vinculación a través de la persuasión de los afectos, no sólo patrióticos, sino también en relación con los ideales de poder, coraje y distinción social, se encuentra en el análisis de Paul Virilio sobre la guerra y el cine. Virilio (1989) muestra cómo la ligazón con el orden militar se da por medio de la militarización de la percepción que la humanidad tiene de sí misma; en ese sentido, la verdadera victoria en una guerra pasa no sólo por el campo de batalla, sino también por el de las imágenes. 19 El Cuerpo de Oficiales Profesionales de Reserva, creado en 1976 por iniciativa del general Rafael Navas Pardo, hizo parte de las estrategias de acción cívico-militar desarrolladas por el Ejército en el marco de la lucha contrainsurgente. El por, como se conoce hoy, tiene por finalidad “fortalecer la integración del estamento militar y el civil, para lograr una proyección de la imagen positiva de las instituciones legítimamente armadas” (Ejército Nacional de Colombia, 2010).

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La diferenciación social que se establece dentro de la conscripción también circula hacia fuera por medio de la valoración que la institución militar hace del origen de la subversión. Cuando la amenaza se sitúa solamente en las guerrillas rurales, los militares explican la subversión como un producto del “subdesarrollo” y “atraso” del país (“Nota editorial”, Revista de las Fuerzas Armadas, n.° 88, 1978: 4); las acciones del guerrillero rural son atribuidas a su “perspicacia”, “malicia” e “intuición natural”; y sus motivaciones son atribuidas a las “asperezas y azares de la vida campesina” y no a una convicción política. Por su parte, el guerrillero urbano es guiado por el “altruismo de sus deliberaciones” y por un “fanatismo refinado” adquirido “al calor de la cultura un poco más vasta y hasta cierto punto más consciente” (Landazábal, 1982: 158). Aunque esta caracterización de la diferencia entre la procedencia rural y la urbana es distinta a la que se refiere a los conscriptos, tienen en común la idea de que en el ámbito rural hay una suerte de estado de naturaleza dócil y corregible, mientras que en el ámbito urbano existe una conciencia ideológica propensa al desacato y a la insolencia. Si los jóvenes del campo son el resultado del subdesarrollo y por lo tanto deben ser corregidos por el proyecto civilizatorio, los de la ciudad son productos refinados de dicho proyecto, y su influencia resulta nociva para los primeros. En esa medida, si bien el proyecto civilizatorio continúa su curso correctivo en el ámbito rural, tiene que enfrentarse a los jóvenes de clase media con educación universitaria20 que empiezan a copar los movimientos armados insurgentes durante la década de los setenta. Al mismo tiempo, la institución militar, en su condición de “dispositivo ideal” de los valores ciudadanos, funge como el campo por cuyo medio la concepción de ciudadanía de la élite colombiana se proyecta en el cuerpo social. Funciona, igualmente, como dispositivo pedagógico y de adiestramiento para favorecer la incorporación del “sentimiento nacional” y corregir o eliminar las desviaciones o las fuentes de contagio de ideologías foráneas que puedan cuestionar ese lugar de poder. La responsabilidad que las élites colombianas le encargaban a la institución militar consistía efectivamente en defender el lugar privilegiado que habían detentado a lo largo de los años y veían amenazado por protestas sociales de distinto orden: en un primer momento, movimientos campesinos e indígenas y grupos armados insurgentes que constituían núcleos de poder (“repúblicas

20 En el Cono Sur se puso en marcha, como anota Gabriel Gatti, una “maquinaria de desaparición que […] atacó a su producto más preciado y acabado: el individuo, el ciudadano” (2008: 27). Hay que considerar que el proyecto civilizatorio no es total ni completo, sino que se recrea constantemente y dirige sus lógicas de corrección, disciplinamiento y desaparición contra unos “otros” que varían constantemente. Ni en Colombia, ni en Argentina, ni en Uruguay el exterminio de “los otros” del proyecto nacional ilustrado fue completo.

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independientes”) en las zonas rurales del país; y después, sumados a los anteriores, movimientos sindicales, paros laborales, protestas relacionadas con los servicios públicos o motivadas por el desempleo y la inflación, y una guerrilla urbana que, literalmente, iba “apareciendo en escena”: el M-19.

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5 Desarmando el militarismo: performatividad revolucionaria y retórica de los afectos Pocas horas antes del final del año 1978 un comando del grupo guerrillero Movimiento 19 de Abril, más conocido como M-19, ingresó a través de un túnel al depósito de armas de las Fuerzas Militares ubicado en el Cantón Norte, en Bogotá. El comando guerrillero se hizo con un arsenal de alrededor de 7000 armas, que fueron extraídas sin disparar un solo tiro y sin que el personal del Ejército se percatara de lo sucedido. A su salida, los integrantes del comando guerrillero pintaron grafitis en el depósito de armas y se tomaron fotografías. Pasaron dos días para que, con asombro, los medios de comunicación le prestaran atención al comunicado con que el propio grupo insurgente daba a conocer el golpe que les había dado a las Fuerzas Militares. En el comunicado, del 1.° de enero de 1979, el M-19 relataba el robo de 5700 armas1 de distinto calibre, entre fusiles, armas cortas y otras de tiro olímpico, y destacaba que se había recuperado el fusil del emblemático cura Camilo Torres2. Asimismo declaraba que las armas habían sido recuperadas para el pueblo, y que se había actuado atendiendo a la consigna que el 14 de septiembre de 1978, a un año de la realización del paro cívico nacional, formulara el ministro de Defensa, el general Camacho Leyva: que en vista de la inseguridad reinante en el país era necesario que el pueblo se armara y se procurara su propia defensa3 (imagen 3). 1 En realidad eran más de 7000 armas, pero, según contó tiempo después uno de los integrantes del comando del M-19 a cargo de la operación, el comunicado fue hecho con un número aproximado, poco antes de escrutar la totalidad del arsenal, de allí el número de 5700. 2 Camilo Torres fue muerto en Patiocemento, Santander, poco tiempo después de su ingreso a las filas del eln. 3 “Todo ciudadano debe armarse y defenderse como pueda”, declaró el ministro de Defensa tras el asesinato del exministro Rafael Pardo Buelvas, ocurrido el 12 de septiembre de 1978 a

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El comunicado del M-19 venía acompañado por algunas fotografías de hombres y mujeres que, con los rostros cubiertos por capuchas, empuñaban algunas de las armas robadas. En el fondo se veían las banderas del grupo armado insurgente. Estaba firmado por Carlos Toledo Plata, Pablo García y Felipe González, con lo que el grupo daba a conocer la identidad de uno de sus integrantes y los seudónimos de otros dos. El primer caso era el de Toledo Plata, un reconocido médico santandereano, graduado en la Universidad de Buenos Aires en 1960, que había sido parlamentario por la Anapo. Los seudónimos pertenecían a Jaime Bateman Cayón (Pablo García) e Iván Marino Ospina (Felipe González), ambos exintegrantes de las farc y militantes de la Juventud Comunista (juco). El comunicado hacía mención del discurso que el presidente Julio César Turbay Ayala había pronunciado el 30 de diciembre, en el que, por un lado, invitaba “a los violentos a deponer las armas”, y por otro, justificaba la prolongación de la vigencia del Estatuto de Seguridad, cuya responsabilidad atribuía a “la actitud de los grupos subversivos” (El Tiempo, 31 de diciembre de 1978: 1-A). El M-19, por su parte, le proponía al presidente […] llegar a acuerdos sobre un alto en las operaciones en base a considerar las aspiraciones del país en cuanto a: a) una reforma agraria democrática; b) las peticiones de las 4 centrales que dieron origen al Paro Cívico: alza de salarios, por encima del alza del costo de la vida; congelación de los precios de los artículos de primera necesidad y cese de la represión sindical y la ilegalización de las huelgas; c) un freno a las actividades desbocadas de los grandes monopolios; d) recoger las aspiraciones de los obispos, de magistrados, jueces, de demócratas, de periodistas y de las organizaciones populares, porque en Colombia se respeten los derechos humanos, levantamiento del Estado de Sitio y el Estatuto de Seguridad y separando tajantemente la justica civil de la justicia penal militar. Estas, que son las aspiraciones de la mayoría del país, serían las bases para entrar a discutir un cese de operaciones, cuestión que el M-19 está dispuesto a hacer, y sobre todo por una patria en paz, pero también por una patria justa, soberana y democrática. (M-19, “Comunicado”, volante, 1.° de enero de 1979)

Como se dijo, tras sacar las armas del lugar algunos de los guerrilleros se tomaron fotos con el arsenal robado. Uno de ellos, Rafael Arteaga, posó manos del grupo ado. Pardo Buelvas fue ministro de Gobierno del presidente López y tuvo a su cargo una parte importante de las decisiones que se tomaron durante el paro cívico del 14 de septiembre de 1977.

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para la foto sin capucha; otros pintaron grafitis, pensando en una posterior llegada de la prensa: encima de la boca del túnel pintaron una flecha grande, y en las paredes del garaje, que se dejó entreabierto, otras flechas que conducían hasta la boca del túnel. Los grafitis y volantes decían: “Síganme los buenos - M-19”, “No contaban con nuestra astucia - M-19” y “Feliz año nuevo con armas para el pueblo - M-19” (Morris, 2001: 166). Al día siguiente, miembros del grupo llamaron a emisoras y diarios para anunciar que había “algo espectacular” en el Cantón Norte; sin embargo, ningún periodista asistió para constatar la escena. Sólo algunos días después se conoció la noticia en los principales medios. Imagen 3. Volante del robo de armas del M-19

Fuente: facsímil del robo de armas del M-19.

La operación del robo de armas del Cantón Norte, conocida dentro del M-19 como Operación Ballena Azul, fue sin duda uno de los golpes de mayor espectacularidad consumados por este grupo. Varios periódicos nacionales e internacionales se refirieron al hecho como el “golpe más audaz” dado por una guerrilla en toda la región. Este no era el primer gesto espectacular del M-19, pero fue, por afectar directamente la seguridad militar, uno de los de mayor resonancia. De hecho, algunos periódicos, como El Tiempo, señalaban durante los primeros días de enero de 1979 que, tras el robo de armas, se podía por fin constatar la existencia real del grupo, que en diferentes sectores se consideraba un mito. Sin embargo, justamente por su espectacularidad y por haber puesto

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en duda la efectividad de unas instituciones militares que pocos meses atrás habían logrado que el Gobierno implementara “medidas adicionales” para “garantizar la honra de las instituciones militares” y “la seguridad de todos los asociados” por medio del Estatuto de Seguridad Nacional, el robo de armas se convirtió en la bandera de batalla del Gobierno y en la justificación para poner en práctica las medidas excepcionales dispuestas en el mencionado estatuto, es decir, las medidas de represión.

5.1. La puesta en escena El M-19 se dio a conocer por medio de una campaña publicitaria de amplia difusión en los periódicos nacionales. En lo que en el mundo de la publicidad se conoce como campaña de expectativa, el grupo diseñó un conjunto de avisos que empezaron a aparecer en los periódicos de circulación nacional en enero de 19744 (imagen 4). En el diseño de la campaña participaron algunos integrantes que sabían algo de diseño o publicidad, como Germán Rojas, Argemiro Plaza y Nelson Osorio; hicieron un diseño que presentaba al M-19 como un poderoso producto farmacéutico de gran efectividad. Finalmente, el 17 de enero apareció el último aviso, que decía “Ya llega M-19”, y el mismo día el grupo hizo su aparición pública robando del museo Quinta de Bolívar la espada del Libertador. La audacia y la espectacularidad fueron destacadas por los grafitis que quedaron en las paredes del museo y por una difusión similar y simultánea en el Concejo de Bogotá5. El robo de la espada, que recordaba otras acciones similares realizadas por guerrillas urbanas en los países del Cono Sur6, fue la “presentación en sociedad” del movimiento y se constituyó en un hecho paradigmático, en la medida en que estableció el carácter de sus acciones en los años subsiguientes. 4 Según Darío Villamizar (2002) la campaña pudo costar alrededor de medio millón de pesos de la época, que fue cancelado con la suma pagada por un secuestro realizado en conjunto con las farc, del cual le correspondió el 30 % al M-19. 5 Los detalles del robo de la espada y de la toma del concejo son presentados por Darío Villamizar (1995, 2002). 6 En efecto, según contó tiempo después Lucho Otero, que participó en el operativo de la espada junto con Iván Marino Ospina, Helmer Marín, Jaime Bateman y otros, el robo de la bandera de los Treinta y Tres Orientales en Uruguay, realizado por la Organización Popular Revolucionaria 33 Orientales, facción armada de la Federación Anarquista Uruguaya, y el robo del sable corvo del general San Martín en Argentina a manos de la Juventud Peronista influyeron en la idea de robar la espada de Bolívar. En una entrevista Jaime Bateman dijo: “De los Tupas tomamos la audacia en la propaganda armada. De los Montoneros la capacidad de ligar las acciones militares a un criterio político” (Jimeno, 1983).

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Imagen 4. Campaña de expectativa del M-19, enero de 1974

Fuente: campaña de “expectativa” del M-19, enero de 1974.

En primer lugar, el robo de la espada fue la puesta en escena del carácter espectacular y del sentido del humor con que esta guerrilla consiguió aceptación y simpatía en diferentes sectores del país a lo largo de las décadas de los setenta y los ochenta. En segundo lugar, el robo fue un referente de la orientación nacionalista que motivó al grupo; al reivindicar para sí la imagen de Bolívar hacía suyos también unos principios ideológicos que se pueden seguir a lo largo de su existencia como movimiento armado insurgente. Así lo constata el volante que el M-19 dejó tras el robo de la espada y que se repartió también en el Concejo de Bogotá (imagen 5). Bolívar, tu espada vuelve a la lucha

“No envainaré jamás la espada mientras la libertad de mi pueblo no esté totalmente asegurada”. Discurso pronunciado el 2 de enero de 1814 Simón Bolívar Y la libertad no está asegurada. No existe. De México a la Tierra del Fuego, el obrero, el campesino, el trabajador, el estudiante, la mujer del pueblo, el indio...

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Nosotros los latinoamericanos vivimos el hambre. Nos debatimos en la miseria. Nos desangramos en la injusticia. Sentimos nuestra cultura castrada, deformada, vendida. Es que las cadenas españolas rotas por Bolívar, hoy son reemplazadas por el dólar gringo. Y es que en el solio de Bolívar, cada cuatro años se han turnado los representantes de las oligarquías asesinas del pueblo colombiano. Y es que esos explotadores, hablan de una patria soberana mientras la entregan al amo extranjero. Hablan de una patria justa mientras la riqueza de unos pocos privilegiados se amasa en la angustia de los trabajadores. Del campesino sin tierra. Del niño con hambre y sin escuela. Del desempleado y su miseria. De la mujer sometida. Del indio acosado como fiera. Del inconforme encarcelado. Del estudiante amordazado. Por eso la lucha de Bolívar continua, Bolívar no ha muerto. Su espada rompe las telarañas del museo y se lanza a los combates del presente. Pasa a nuestras manos, a las manos del pueblo en armas. Y apunta ahora contra los explotadores del pueblo. Contra los amos nacionales y extranjeros. Contra ellos, los que la encerraron en museos, enmoheciéndola. Los que deformaron la idea del Libertador. Los que nos llamarán subversivos, apátridas, aventureros, bandoleros. Y es que para ellos este reencuentro de Bolívar con su pueblo es un ultraje, un crimen. Y es que para ellos su espada libertadora en nuestras manos es un peligro…  Pero Bolívar no está con ellos —los opresores— sino con los oprimidos. Por eso su espada pasa a nuestras manos. A las manos del pueblo en armas. Y unida a las luchas de nuestros pueblos no descansará hasta lograr la segunda independencia, esta vez total y definitiva… Movimiento 19 de Abril, enero 17 de 1974

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Imagen 5. Facsímil de un volante del M-19, 1974

Fuente: facsímil del M-19, 1974.

En tercer lugar, estableciendo como punto de partida de sus reivindicaciones las elecciones presidenciales acusadas de fraude que dieron por ganador a Pastrana frente a Rojas Pinilla, la propuesta del M-19 se orientó a la búsqueda de caminos de crítica de la democracia. El grupo tuvo inicialmente una vinculación con la Anapo, pero con una voluntad de ruptura respecto de algunos valores políticos cultivados por las élites del país. Un documento explicaba: Nuestra organización empieza a gestarse el 19 de Abril de 1970; ese día las oligarquías mediante el fraude y la violencia, pisotearon la decisión de grandes mayorías de nuestro pueblo agrupadas en el movimiento político Anapo. Ese día estas masas anapistas, esperanzadas en obtener el poder mediante las elecciones votaron contra las propuestas de la oligarquía y por una dirección que a la hora de la verdad se mostró incapaz de defender el triunfo obtenido en las urnas. El Mo-

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vimiento 19 de Abril surge entonces de la frustración de estas masas. Y su objeto inicial es el de organizarse para respaldar con las armas la voluntad popular. Es así, como en sus comienzos el M-19 se define como «el brazo armado del pueblo anapista». (M-19, “Nacimiento y principios”, volante, 1978)

El pronto distanciamiento con la Anapo y con María Eugenia Rojas, la hija de Rojas Pinilla, hizo que el M-19 pasara de presentarse como el “brazo armado de la Anapo” a llamarse “el brazo armado de todos los explotados de Colombia”, y a caracterizarse como […] una organización político-militar, patriótica, anti-oligárquica, antiimperialista, que lucha por la construcción de un poder de obreros, campesinos y trabajadores en general, el cual destruyendo el actual estado oligárquico mediante una guerra en donde participen todos los explotados, logre la liberación de nuestra patria y la instauración del socialismo. Por lo tanto, nuestra ideología se inspira en los principios del socialismo científico, aplicado a nuestras condiciones concretas. De ahí que las fuerzas fundamentales de la revolución están constituidas por la clase obrera como fuerza de vanguardia, en alianza con los campesinos y demás sectores populares. (“Nacimiento y principios”)

Su referencia al “socialismo científico” (inspiración que poco a poco irá abandonando) aplicado a las “condiciones concretas” del país lo distanciaba de la herencia comunista que caracterizaba la formación política de varios de sus fundadores e integrantes. Jaime Bateman, Iván Marino Ospina y Carlos Pizarro habían hecho parte de las filas de las farc; los dos primeros habían sido expulsados y el último había desertado. Bateman había sido un desta­c ado líder de la juco y del Partido Comunista, y se granjeó grandes simpatías en el interior de las farc. Su interés de llevar la lucha armada a las ciudades lo distanció de Manuel Marulanda Vélez y de la tradición comunista de las farc, que insistía en la necesidad de mantener la tradicional lucha de guerrillas en las montañas de Colombia. Inicialmente, con la autorización de Tirofijo, Bateman realizó acciones urbanas, pero pronto fue acusado de alte­­rar las relaciones de autoridad en el grupo insurgente. Igual que a Iván Marino Ospina, a Bateman se le acusó de provocar rupturas en el interior de las farc, y a ambos se les acusó incluso de ser infiltrados. En todo caso, la expulsión de Bateman y Ospina de las farc le dio al M-19 un carácter crítico, en con­t raste con un “comunismo ortodoxo”, aunque sin romper totalmente los vínculos que lo relacionaban con este ni con las demás guerrillas del

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país7. Los lazos y rupturas del M-19 con la tradición comunista, así como el propósito de la espectacularidad de sus acciones, se evidencian en el “Documento No. 2”, de finales de 1973. Seguiremos siendo una organización marxista-leninista que desarrollará la lucha armada en los centros urbanos, trabajaremos para el aglutinamiento y la unidad de acción del movimiento revolucionario nacional como condición para la toma del poder […] Las acciones serán de carácter espectacular, pero no pueden ser relacionadas, en lo posible, con el concepto negativo que sobre la lucha armada existe; procurando que no sean de tipo sangriento, ya que se busca atraer la atención sobre nuestra organización. Para que las masas nos acepten es imprescindible que las acciones se realicen al nivel de sus necesidades inmediatas (alimentación, salubridad, transporte, educación, etc.) […] Es indudable que este paso táctico será una piedra de toque para las izquierdas. No somos optimistas respecto a su aprobación inmediata. Por el contrario, creemos que algunos sectores no nos aceptarán. No tenemos peso. La respuesta del pueblo será decisiva […] Al hecho político de la permanencia de tres movimientos armados en el campo, sin la actividad en la ciudad se le va a agregar una nueva práctica de lucha urbana, partiendo de momentos tácticos y sin ligazón orgánica con ellas. Esta acción va a llenar un vacío manifiesto al traer la lucha armada del puro nivel estratégico de la vida cotidiana de las masas que, de hecho, liga también en la acción de las masas, la significación de las luchas armadas rurales. Esto irá rompiendo la relativa asfixia política en que se hallan las vanguardias armadas. (M-19, citado en Villamizar, 2002: 354-355, énfasis agregados)

Así mismo lo expresaba Álvaro Fayad, cuando narraba cómo las primeras reuniones proponían, más que un plan de lo que querían ser, una serie de cuestiones que definían lo que no querían ser. No teníamos demasiado claro qué debíamos hacer, pero sí qué no queríamos hacer: no queríamos conformar una simple guerrilla para sobrevivir; ni un movimiento popular, como el de la Anapo, que no fuera capaz de enfrentar los fraudes de la oligarquía; ni un movimiento obrero, dividido, que no saltara a la lucha política; ni un movimiento campesino, 7 El epl, el eln y las farc se caracterizaban por realizar acciones principalmente rurales. Sin embargo, su composición no era solamente campesina; también contaban con la participación de jóvenes de extracción urbana que se vinculaban a través de su militancia en organizaciones políticas presentes en las universidades del país.

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de toma de tierras solamente, que no se expresara en lo político ni en lo militar. Quienes concurrimos a esa reunión no éramos 20 individuos aislados, sino la suma de experiencias políticas, militares y populares. (Citado en Lara, 1986: 126)

Esta primera definición en negativo daba cuenta de las búsquedas de sus integrantes por formular un “proyecto revolucionario” que rompiera con las controversias ideológicas de la izquierda colombiana de entonces. Los fundadores del M-19 intentaban hacerles un quite a las tensiones que resultaban de las diferencias entre maoístas, leninistas, trotskistas, procubanos, prosoviéticos, prochinos, en fin, y a las diferentes formas de expresión de sus luchas; compartían un interés por desarrollar una guerrilla urbana y de corte nacionalista. En un artículo atribuido a Jaime Bateman, pero que según Villamizar es de autoría de Enrique Santos Calderón8, se destacaba la importancia de conformar una guerrilla urbana, pero se advertía que no debía consistir en “un puñado de personas que se reúnen en un apartamento a planear la colocación de una bomba, ni un pequeño grupo audaz que realiza de vez en cuando golpes espectaculares”, y se señalaba la necesidad de “manejar con efectividad el elemento nacionalista” y de “quitárselo a la gran burguesía que hasta ahora lo ha manipulado a su manera” (Villamizar, 2002: 339).

5.2. Vínculos y rupturas fundacionales La propuesta del M-19 no puede ser entendida, entonces, sin las bases y las rupturas sobre las que se erige: un partido político de gran aceptación popular (la Anapo), una lucha armada de raigambre comunista (las farc y el eln) y un conjunto de nociones de democracia, nación y ciudadanía constituidas a partir de la Constitución Política de 1886. De ahí que su concepción de la revolución estuviera vinculada, en sus orígenes, con la idea de apoyar la candidatura política de María Eugenia Rojas y que la fecha que dio origen a su nombre fuera la de 8 Enrique Santos y Jaime Bateman coincidieron en la revista Alternativa, en la que se expresaban los puntos de vista y las tensiones de la izquierda colombiana. El surgimiento de Alternativa es prácticamente simultáneo con el del M-19; de hecho, una parte importante de sus colaboradores fueron parte de aquel. Las controversias que surgieron en el interior de la revista —que ilustran distintas vertientes del pensamiento de izquierda—, alimentadas por varios de sus integrantes, entre ellos Gabriel García Márquez, Orlando Fals Borda y los mismos Jaime Bateman y Enrique Santos, constituyen una importante evidencia del lugar de los intelectuales de clase media en la producción de críticas a la extrapolación e importación de pensamientos de izquierda que no eran acordes con las dinámicas locales. León Palacios (2008) ha realizado un estudio de estos debates y tensiones en el seno de Alternativa.

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unas elecciones acusadas de fraudulentas. Su concepción de la guerrilla urbana vino a ser en realidad la derivación de una necesidad percibida en el interior de las farc y el resultado del recorrido de Jaime Bateman y otros integrantes del M-19 por el Partido Comunista. Aunque críticos de la ortodoxia, reclamaron para sí la lucha armada e hicieron suyos varios principios organizativos aprendidos de los soviéticos y los cubanos, en vez de optar por fundar un nuevo partido político de izquierda. Finalmente, aunque marcados por las lógicas de nación y ciudadanía que habían hecho curso desde finales del siglo xix, los integrantes del grupo forzaron e impulsaron reformas profundas a la democracia colombiana. En esa medida el M-19 intentó romper con unas herencias que, no obstante, lo condicionaron constantemente. De sus particulares interpretaciones surgió entonces un movimiento insurgente de carácter urbano que reivindicaba valores democráticos y principios nacionalistas y criticaba el hermetismo de las guerrillas comunistas. Con la espectacularidad de sus acciones cuestionaba al mismo tiempo la que consideraba ortodoxia de la izquierda y los valores de las élites, y además ganaba simpatías no sólo entre las clases populares, sino también entre las clases medias. Estos sectores sociales se vieron de algún modo interpelados por el sentir nacionalista de corte bolivariano, por la emergencia de una ruptura con el “sectarismo endógeno” que se le atribuía a la izquierda en ese momento y por la crítica a la democracia restringida y a la militarización de la sociedad y la política que cundía en el país. Pero la definición en negativo motivó una crítica permanente por parte de la izquierda y de varios militantes de las vertientes anapistas, y un rechazo de varias de las acciones del M-19. En una entrevista realizada por Alfredo Molano y William Ramírez Tobón, que fue publicada en la revista Cromos y recogida luego en un volumen realizado por Darío Villamizar, Bateman reconocía que Al M-19 le costó mucho trabajo soltar el lastre que heredó del izquierdismo, y por eso cuando salimos a la luz pública nadie nos entendía. O mejor, no nos entendía la izquierda porque la izquierda es un mundillo […] El mundillo izquierdista no nos aceptó cuando nos lanzamos a la publicidad. Porque hay que aceptar que así comenzamos: como un show, como un espectáculo tendiente a apoyar la candidatura de María Eugenia. Claro, todo el mundo quedó azul porque de entrada rompíamos con un poco de mitos pendejos en que el izquierdismo estaba encasillado. Nosotros dijimos: entre los fierros y los votos no hay contradicción, tampoco entre el socialismo y la democracia y si la Anapo es la que tiene el pueblo, pues a trabajar con la Anapo […] Cuando hicimos el allanamiento a la Anapo, porque nosotros también hacemos allanamientos, ya éramos una organización de masas,

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de masas en sentido amplio, no en sentido leninista. En sentido leninista, olvídate, éramos cincuenta tipos decididos a quemarnos el rabo. Cuando dimos el golpe de la espada, a la izquierda se le creó un problema, una contradicción, robarse la espada de Bolívar, ¿y eso para qué? (En Villamizar, 1995: 156-157, énfasis agregados)

Al final de la entrevista Bateman se refiere al intento de superar la contradicción entre socialismo y democracia, y afirma que un problema de la izquierda es haber trazado una diferenciación tajante entre estos dos caminos. La izquierda le ha hecho creer a la gente que la democracia es para la burguesía y el socialismo para los revolucionarios. Entonces les dejamos a ellos las banderas de la democracia y nosotros alzamos las del socialismo. Pero las banderas socialistas no te dejan marchar porque el socialismo es el desarrollo de un problema democrático profundo. Y lo ha sido en todas las revoluciones del mundo. Nosotros, digo la izquierda, hemos cometido un error gravísimo, hemos enfrentado la gente con el socialismo, no con la democracia. En este país un proyecto democrático es un proyecto revolucionario porque la situación de la democracia es aberrante. Hacia la democracia debemos dirigir la lucha, el proceso. Eso ya es suficiente. Es paradójico, brutalmente paradójico, que debamos optar por la guerra, el procedimiento más autoritario y menos democrático, para imponer el pluralismo, la democracia. Pero es la realidad. (Citado en Villamizar, 1995: 160, énfasis agregado)

La espectacularidad, el nacionalismo, la crítica al comunismo ortodoxo y la reivindicación de la democracia definen el entramado ideológico del M-19. Como se verá, la propuesta del grupo estableció un quiebre con la concepción clásica de la guerra de guerrillas en el país, con los valores nacionales heredados de las élites ilustradas, con su concepción de la política y la democracia y con el proceso de militarización amparado por la recurrencia del estado de sitio9.

9 Carlos Pizarro, en una entrevista con Ángel Becassino, sostuvo que el problema en sí mismo no eran los militares, sino el hecho de que estuvieran en función de la oligarquía: “La oligarquía ha corrompido nuestras costumbres políticas, ha permitido que se entronice la descomposición moral dentro del Estado, ha mantenido en la marginalidad social, económica y política a grandes sectores de la sociedad colombiana, ¿y aún vamos a preferir a esa oligarquía que a militares democráticos, nacionalistas? No, nosotros no somos antimilitaristas ni anti-nada. Somos contrarios a soluciones autoritarias, somos contrarios a todo proyecto que busque castrar las posibilidades de reordenarnos en la dirección que favorezca a las mayorías nacionales” (en Becassino, 1988: 18).

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5.3. Pluralismo, apertura y heterodoxias Sin embargo, distanciarse de la tradición y de la herencia significaba establecer formas de acercamiento distintas tanto con los sectores populares como con sectores sociales que estaban lejos de los movimientos armados insurgentes. Con este fin, el M-19 optó por un lenguaje espontáneo, pero al mismo tiempo buscó incidir, recurriendo a los medios de comunicación, en sectores intelectuales que se reconocían de izquierda o con afinidades con ella, pero que no necesariamente respondían a los esquemas de su ortodoxia10. El M-19, y en esto fue destacable la orientación de Jaime Bateman, usó un lenguaje cotidiano porque entendía la idiosincrasia nacional como un marco de posibilidad y no como un obstáculo para la consecución de sus objetivos. En palabras de Vera Grabe, “[e]ra la búsqueda de un lenguaje más propio, más afín, más cercano, de mayor flexibilidad, de menos ortodoxia, de menos esa ideología del hombre perfecto, del hombre nuevo. La búsqueda de un lenguaje más fresco, más cercano al sentir de la gente” (en Madariaga, 2010: 249). El lenguaje plural y heterodoxo del M-19 le permitió, efectivamente, incidir en sectores sociales que no necesariamente se sentían interesados por las propuestas de la izquierda tradicional. La espontaneidad y la aceptación de perspectivas diversas ayudaron a seducir a jóvenes que comenzaban su militancia. Además, las relaciones entre los integrantes se establecían también de manera más abierta que en otras organizaciones. A propósito de su ingreso al grupo, Vera Grabe recuerda que Era gente muy diversa, pero con un denominador común: descomplicada, animosa y alegre. Lo único que se necesitaba era querer echar pa’lante […] no pedían más de lo que uno pudiera dar, daban por sentado con tranquilidad que cada cual tiene sus procesos, y que un gran paso es a la larga la suma de un montón de pasitos […] Me cautivó. Que no hubiera un discurso de reclamo o exigencia, sino actitud de frescura y confianza. Confianza en la gente, que mostraban confianza en sí mismos y en lo que estaban haciendo. Lo que a mí —y a muchos— nos sorprendió fue que en este grupo todo no sólo era más informal, sino también más real. Había espacio para la duda. No era un callejón sin salida. No se trataba de romper lo que uno era, sino precisamente hacer las cosas con todo y como todo el mundo […] Seguro que si hubieran sido distintos,

10 Un ejemplo de ello fue el rol jugado por el M-19 en Alternativa. Después de la escisión de la publicación, el M-19 siguió usando Alternativa (la oficial) como espacio de difusión, pero también usó Alternativa del Pueblo (su versión disidente). Véase León Palacios (2008).

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acabo por retirarme. En cambio, así a todas luces era una decisión que podía tomar con libertad. Tampoco tenía que ser la superchica y atravesar una carrera de obstáculos, compliques, trámites, condiciones y pruebas para llegar a ser del M-19… se trataba de hacer cosas, con buen humor, amabilidad, y sobre todo buscando, ojalá, que tuvieran un desenlace feliz y positivo. (2000: 54-55)

En efecto, el M-19 efectuó, con su discurso y sus prácticas, un quiebre con la imagen del guerrillero heroico y con la idea sacrificial del militante. Adoptando unos procedimientos menos rígidos para la vinculación de nuevos miembros permitió que estas adhesiones no implicaran una ruptura total con sus vidas cotidianas, sino, más bien, la articulación de su cotidianidad con el proyecto político. Así, mientras las narrativas de los grupos armados insurgentes de la época enseñaban que el compromiso se demostraba con renuncias y sacrificios, para el M-19 el compromiso se evidenciaba en las formas de vida y de acción y en las relaciones que se construían, siempre según las posibilidades de cada uno. Ello explica, en alguna medida, que contara con un gran número de militantes silenciosos, casi desconocidos entre sí, que sintieron la necesidad de sumarse al movimiento, no sólo como simpatizantes, sino como parte de su estructura; y aquella misma disposición ayuda también a entender por qué el M-19 pudo dialogar con sectores que no se sentían interpelados por la izquierda tradicional. Atentos a la existencia de religiosidades alternativas y abiertos a la crítica del cientificismo moderno, Bateman y Pizarro concretaron otro aspecto de la posición del M-19. En una entrevista con Alfredo Molano, publicada por la revista Semana en 1983, Bateman contaba que la “cadena de afectos” liderada por su mamá, fundadora de la comunidad gnóstica de Santa Marta, era fundamental para protegerlo. A la pregunta de si los gnósticos lo quieren Bateman responde: Sí, hermano, ¿por qué crees que me hacen cadena? Van a la cárcel a visitar a nuestros presos, nos ayudan de un modo o de otro. Y no solamente los gnósticos, también los protestantes. Las mil sectas protestantes que hay en Colombia. Porque Colombia dejó de ser un país exclusivamente católico. Esos son cuentos de la Constitución del 86. A la gente hay que tratarla, hay que oírla, hay que sentirla. La izquierda tradicional con la posición pendeja y racionalista del marxismo, que supone que la única manera de mirar el mundo es a través de la ciencia, se ha negado a ver la riqueza y las potencialidades de las manifestaciones mágicas, religiosas, culturales, y de sus cambios rapidísimos, ligerísimos. La ciencia anquilosa el mundo y anquilosa el pensamiento. Cuando a un marxista se le aparece un brujo con barbas y cucharas, con yerbas y sonajeros no sabe qué hacer, se caga del susto, no lo mira, no lo respeta, porque el brujo no

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es científico, no es marxista... Olvida que este país está lleno de brujos y de brujerías. La izquierda tradicional se niega a ver la importancia que tienen las sectas, el pensamiento mágico, las manifestaciones religiosas. Se niega a ver la pasión del pueblo. La gente de izquierda la única posibilidad idealista que se permite es el marxismo-leninismo y la teoría de la plusvalía. (Molano, 1983)

Esta postura heterodoxa y abierta que aceptaba los afectos en realidad no le quitó fuerza al movimiento, ni coherencia al colectivo; por el contrario, terminó por animarlo con constantes adhesiones en todos los niveles: desde los que daban los golpes hasta los que guardaban parte de las armas robadas, desde los que usaban un fusil hasta los que usaban aerosoles para “grafitear” la ciudad. Con todo, como bien señala Madariaga, “la pertenencia al M-19 implicó para sus miembros una larga serie de renuncias, algunas de ellas irrevocables” (2010: 267).

5.4. Afectividad y subjetividad del militante Aunque los integrantes del M-19 no se representaban ni se reconocían en la imagen del guerrillero heroico, sería equivocado suponerlo un colectivo conformado por voluntades individuales, sumadas sin más. Y aún más errado sería creerlo integrado por hombres y mujeres que, aunque comprometidos, no tenían que afrontar las renuncias propias de quien se une a un colectivo armado insurgente y clandestino. Ingresar al M-19 implicaba renuncias, sacrificios, pérdidas, entregas, vida clandestina, persecución, etc. Estas renuncias y entregas estaban vinculadas con la lógica de la lucha armada y con la vida guerrillera, y no eran exclusivas de las guerrillas comunistas ortodoxas. Toda vez que el M-19 tenía que mantener una estructura militar y que sus integrantes, de distintas formas, tenían que operar en la clandestinidad11, no era posible dejar de lado las “renuncias” y los “ofrecimientos”: “[…] si éramos buenas guerreras no éramos las esposas ideales para nadie. Construir vida familiar significaba renunciar a la organización. Muchas renunciamos a ser madres y esposas por mantener los espacios de guerreras. Y los hijos se quedaron solos” (María Eugenia Vásquez, en Salazar, 1993: 314). 11 Aunque el M-19 formulaba también una crítica sobre el tema de la clandestinidad y planteaba la necesidad de romper el aislamiento y la soledad del revolucionario y la urgencia de ponerse “de cara al pueblo”, la vida clandestina, en todo caso, era una necesidad de sobrevivencia. Vera Grabe explica que “la clandestinidad, el no poder ejercer a plenitud lo que uno quiere, por estarse cuidando, limita mucho lo que uno es, y llega a sentirse como un ostracismo, como una muerte… Esa muerte del no poder aportar por tener que estar escondido” (en Becassino, 1989: 190).

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La participación en el grupo es descrita por varios de sus integrantes como una experiencia afectiva, en la que se establecían amistades y se ejercía la solidaridad, pero asimismo expresan las rupturas que exigía esa articulación de la vida cotidiana con la militancia política y la lucha armada. Sumar la cotidianidad a la militancia suponía el ingreso del M-19 en la vida afectiva de cada uno de sus integrantes, pero también, inevitablemente, el aplazamiento de intereses, afectos y protagonismos particulares e individuales: Después de esos primeros años tal vez adquirí conocimientos técnicos, pero en la primera fase mi cuerpo y mi corazón se forjaron para el empeño de conspirar. No como un pesado deber, sino como una opción personal. Creo que nuestros jefes desacralizaron la actividad revolucionaria. La acercaron a los anhelos juveniles de la época, la hicieron compatible con el amor, con la rumba, con la risa y con el estudio. No nos exigieron sacrificios, nos ofrecieron alternativas de vida. ¿Peligrosas? Sí. Pero explorar nuevos caminos siempre trae su riesgo. (Vásquez, 2000: 112)

Aun cuando estos ofrecimientos y renuncias responden a una apuesta que intenta ligarlos no sólo con el convencimiento ideológico o con el disciplinamiento militar, sino también con las emociones y los afectos, se revelan, en todo caso, con la violencia que entraña en sí mismo el sacrificio. Como lo ha entendido Girard (1983), tanto en el acto amoroso como en el emprendimiento bélico o religioso el ofrecimiento y la renuncia sirven para restaurar la armonía de un propósito común, que a su vez refuerza la unidad social. En ambos casos opera un desasimiento interior, ya sea en el plano personal-metafísico, que supone sentirse parte de un colectivo unido por solidaridades eróticas y afectivas, o en el plano ideológico y militar, que implica estar dispuesto a entregarles el cuerpo y la vida a los requerimientos del grupo. Tal vez por la relevancia que el M-19 le dio a lo primero tuvo poco éxito como estructura militar y varios de sus integrantes perdieron rápidamente su condición clandestina12. Hacer parte del M-19 suponía entregas y renuncias, vínculos y desprendimientos. Por esta razón las emociones y los afectos se percibían como parte del colectivo, y no relegadas a un segundo plano: “[…] nos sentíamos parte de algo mayor y empezábamos a unir unos lazos como tendones de un cuerpo que se forjaba” (Grabe, 2000: 198). Se trataba de un momento de comunión sostenido por los vínculos que se establecían entre los miembros del colectivo: “[…] éramos 12 Con todo, es difícil pensar que en el plano ideológico y militar no se vinculan las solidaridades eróticas y afectivas, o que en el plano personal-metafísico no tiene lugar la entrega de la vida material y del cuerpo.

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un todo y así como cada cual buscaba dar lo mejor para contribuir al ritmo y la agilidad de la columna, nadie dejaba a nadie. La gente se medía por destrezas pero también por su solidaridad. Siempre había la mano tendida o qué tender cuando alguien se caía o hundía en el fango” (Grabe, 2000: 204). Pero el aprendizaje supone también desligarse, abrirse para hacer posible que la “energía de grupo” tome posesión. Las dinámicas del colectivo se encarnan y se incorporan; toman entidad e identidad en el ser-guerrero, en el ser-clandestino: “El aprendizaje comenzaba por no tomarme tan en serio, despedir o relegar la importancia personal, para dejar de sentirme pesada y torpe, y sentirme liviana y fluida en todo sentido. Así podría ir descifrando cómo Catalina iba a ser habitada... o mejor cómo me iba a habitar” (Grabe, 2000: 196)13. En el M-19 la cohesión se consiguió en virtud de la valoración de los afectos, pues sus miembros le daban más relevancia a la sensibilidad que a la racionalidad; de esta manera se conformó la que puede definirse como una comunidad emocional (Madariaga, 2010)14. No obstante, una parte de su lógica estaba condicionada por su carácter de cuerpo-armado; y dado que la actividad del grupo inevitablemente les exigía a sus miembros renuncias a sus deseos y anhelos individuales y una sintonía con los propósitos colectivos, conllevaba rupturas en sus vidas afectivas. Justo en este aspecto el M-19 es asimilable a los otros movimientos insurgentes del país, y más aún, su dinámica coincidía con aquella que trascendía del entrenamiento en las instituciones militares. Un integrante del M-19 lo expresaba así: “[…] uno ya no es de uno. Se acabaron esas salidas individualistas. Uno ya está entregado a un pueblo, a un proyecto… son los pequeños saltos que uno ha tenido que dar hasta entregarlo todo por la patria” (Marcos Chalita, citado en Madariaga, 2010). Analizadas en detalle, las rupturas y renuncias que asimilan la del M-19 con las dinámicas de otras guerrillas y con la de la institución militar revelan, precisamente, que también esas otras guerrillas y el Ejército —como se ha explicado— se sostienen en una adhesión afectiva esencial. Las emociones, las pasiones y los afectos están también presentes en la unidad y cohesión de otros colectivos armados, aun cuando en su interior tales afectos se consideren nocivos o perturbadores de la efectividad militar y de la apropiación ideológica. En realidad, en el M-19 no había una sobrevaloración de los afectos; más bien se comprendió que la posibilidad de renunciar a ellos o acallarlos era tan sólo una ilusión o, si se quiere, una fantasía15. Y justamente en el momento en que el M-19 13 Catalina y Julia fueron algunos de los sobrenombres de Vera Grabe en los tiempos del M-19. “Dejaba de ser Julia para asumir el papel de la comandante Catalina” (2000: 196). 14 Según la definición de “comunidad emocional” de Cerbino, retomada por Madariaga (2010: 268). 15 Fantasía tanto de dominación como de aceptación, como señala Claramonte (2009).

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puso en evidencia la existencia de esos lazos afectivos inevitables, sobrepuso a la enunciación del colectivo la del ser humano que, con sus dudas e intuiciones, le da coherencia a un proyecto común. En la medida en que buscamos afirmar la totalidad del hombre colombiano, el M-19 le está dando juego a instintos, a creencias. A explorar, en cierta manera, lo desconocido. Creemos en la intuición profundamente. Creemos en ese universo desconocido que nos rodea. Creemos en la necesidad de crear el espacio necesario para que la intuición pueda jugar, para que el instinto juegue, para que las creencias mágicas puedan jugar. (Carlos Pizarro, en Becassino, 1989: 35)

Cuando subraya la humanidad del combatiente o del militante el M-19 pone de manifiesto que las lógicas de desubjetivación que intentan operar en los procesos de formación bélico-militares son ilusorias, por una parte, porque hay algo de esa humanidad que siempre resistirá o impugnará este proceso, y por otra, porque los ordenamientos, las disciplinas y las técnicas se sostendrán fundamentalmente en el reconocimiento y en la incidencia sobre esos afectos, emociones y pasiones humanas. De ahí que sería errado considerar que el ordenamiento bélico-militar es, sin más, una incorporación efectiva de sus marcas disciplinarias. La idea de la subsistencia de esas marcas y, al mismo tiempo, la forma en que se establecen en el cuerpo dependen más del modo en que cada sujeto se las apropie, de sus tiempos y sus ritmos, que de los estándares de ordenamiento establecidos por el discurso bélico-militar (Aranguren, 2011). A pesar de que la guerra y el ordenamiento militar pretenden definir estándares de corporeidad, no logran ordenar todo el cuerpo en esas formas estandarizadas; algo del cuerpo escapa, algo hace que el cuerpo no se dé todo a la regulación. Como lo plantea Jacques Lacan, esta objeción al estándar de goce se sitúa en el nivel del síntoma, que es el lugar, tal como destaca a su vez Soler, donde el cuerpo no se entrega al amo; “el cuerpo sintomático no camina como los demás, no entra en las normas propuestas. Es un cuerpo del cual podemos decir que tiene algo de rebelde” (Soler, 2003: 64). En esa medida, la lógica alternativa de formación corporal del M-19 es objetada e impugnada constantemente. En otras palabras, los procesos de formación bélico-militar en realidad no desconocen estas dimensiones humanas, por el contrario, inciden directamente en ellas. El M-19 rescata estas dimensiones haciendo hablar lo silenciado, lo acallado y lo encubierto; los lazos afectivos y los rasgos de “humanidad”. Es que hay una izquierda que en vez de permitirle a la gente sacar lo que tenía, la formó en una serie de principios, dentro de una camisa de

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fuerza y sacó unos seres deformes y contrahechos. Entonces esa gente dice la gloria no, eso es pequeño-burgués, y la lucha por la grandeza no, que eso es pequeño-burgués, y las ambiciones no, eso es síntoma de un individualismo mandado a recoger…. Entonces castran al individuo. (Carlos Pizarro, en Becassino, 1989: 62)

El M-19 se propone, entonces, como un lugar posible para la enunciación de esos rasgos de “individualidad”, lo que no significa que en los otros movimientos no estuvieran presentes, sino que circulaban opacos, invisibles, silenciosos o encubiertos. En todo caso, el M-19 tensionó esas críticas que suponían al individualismo incompatible con los proyectos colectivos o con la construcción de solidaridades sociales, y propuso, por el contrario, la posibilidad de construir nuevas (o reconstruir viejas) solidaridades colectivas en un movimiento formado por jóvenes de clase media que, justamente, estaban atravesados por los anhelos del individualismo moderno. La puesta en tensión de estas críticas y la interpelación al individuo impugnaban las lógicas de la izquierda tradicional y ortodoxa, al mismo tiempo que objetaban el militarismo de la época16. Según Carlos Pizarro, se trataba de “provocar la sublevación de todos esos hombres que van uniformados, tornados grises. Sublevarlos para que esos hombres nos enriquezcan, nos desestabilicen, nos entreguen lo distinto que tienen […] Decirle a la juventud que no hay fronteras. Romper todas las fronteras ideológicas, políticas, doctrinarias. Todas. Aún las de la fidelidad al pasado” (en Becassino, 1989: 44). Se adoptó así una distancia crítica respecto de los principios doctrinales de las guerrillas de la época y la militarización de la vida social, pero más aún, se cuestionaron e invirtieron los procesos de uniformización y subordinación en los que los unos y la otra se sostenían. Pizarro pensaba que la […] unificación de la humanidad en un mismo nivel de supervivencia mata la creatividad, vuelve pecaminosa la idea de progreso humano individual […] Tenemos que ser capaces de integrar un modelo que armonice ese individuo creativo con el esfuerzo de ese individuo hacia la comunidad. […] la barrera de la burocracia, que son los hombres que están ahí porque son los más leales, los compadres del que mandan. […] Y además están los hombres que ni siquiera son los más leales, que sólo

16 Bateman reconocía el crecimiento de las Fuerzas Militares y el rol de la acción cívico-militar: “[…] hasta el cardenal, Monseñor Vega Duque es General de la República. Es el único país de América Latina que tiene cardenal-militar. Y el Papa no dice una palabra de esto. Turbay Ayala es coronel; es el único país donde todos los gerentes de empresas son tenientes y capitanes del Ejército, de reserva. Y hacen entrenamientos sábados y domingos” (en Jimeno, 1983: 178).

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son los que siempre dicen sí a la autoridad, sí a la jerarquía superior. (En Becassino, 1989: 57)

En consecuencia, el M-19 apostó por despertar pasiones y emociones, persuadir y seducir, como decían Bateman y Pizarro, para cautivar los afectos más potentes y cotidianos. “Trabajo con la absoluta certeza en la eficacia de la transmisión de la pasión. Yo no creo que se pueda hacer una revolución sin desatar los sentimientos y afectos más profundos de la gente. Creo más en la transmisión de la pasión que en la ideología, o que en la teoría; es más, sólo cuando una ideología se vuelve apasionada, sentida como su propia carne, se transforma en fuerza real” (Bateman, en Molano, 1983). Esta postura fue criticada por “burguesa”, y fue considerada más cercana a la religión y a la mística que al ideal revolucionario17. Se sostuvo que la reivindicación de la individualidad y de los afectos fue la causa de los fracasos militares del M-19; pero al mismo tiempo, se le atribuyeron la creatividad y singularidad de sus éxitos y la popularidad de sus acciones. Su eficacia militar disminuyó sólo relativamente; aunque el grupo no emprendió el proceso de “normalización” y uniformización destinado a hacer de sus miembros piezas eficaces de la máquina de guerra18, esta opción le permitió crear estrategias de lucha novedosas. Por otro lado, al convertir el de la autoridad en un tema de concertación, rompió con las estructuras jerárquicas y ganó una pluralidad de voces que participaron en las discusiones político-militares y favorecieron la incidencia del colectivo (Madariaga, 2010: 270-271). Ahora bien, que la aceptación de estas dimensiones emocionales pueda entenderse como una crítica de las concepciones del individuo características de la izquierda tradicional y del militarismo se debe a que la cuestión se integra en un debate sobre lo político. El proyecto político del M-19 y su organización como movimiento estaban también marcados por una particular comprensión de la democracia y de los valores nacionales que cuestionaba el ideal del ciudadano ilustrado que la Constitución de 1886 había legitimado. En 1989 Pizarro decía 17 Cuando Bateman le habla a Alfredo Molano de la cadena de los afectos, este le dice: “«Flaco», te has vuelto místico. No te conocía esa debilidad, siempre te había creído un marxista”. Bateman responde: “¿Marxista? ¡Bah! Místico o no, hermano, estoy persuadido que eso funciona. En este paseo de la revolución, la pasión es la gran palabra, es verbo, y tú sabrás qué es eso...” (Molano, 1983). 18 Pocas veces el M-19 usó prendas militares, como los uniformes camuflados. Al respecto decía Carlos Pizarro: “Yo detesto el unanimismo, detesto el uniforme, así haya vivido en lo uniforme muchas veces… Pero creo que no tenemos que uniformar a los hombres. Tenemos que proponernos un universo donde la libertad mía, personal, y la libertad colectiva, se amplíen. Yo creo que con hombres libres, así sean enemigos, siempre se puede llegar, en algún momento, a una perspectiva común” (en Becassino, 1989: 55).

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que “cien años después esa Constitución se ha vuelto una mordaza para el país. Aquí, para que haya paz, necesitamos tener una dinámica nueva, reconocer nuestra diversidad” (en Becassino, 1989). La apuesta del M-19, identificable ya desde sus inicios con la Anapo, era por una democracia en que se trastocaran los valores ciudadanos de la época. Vera Grabe explicaba que […] lo nuestro no ha sido la búsqueda de un régimen político solamente, sino de una cultura nueva donde esos valores de la tolerancia, de la solidaridad, del respeto, del apoyo, de los afectos, de todo eso, irradien sobre el conjunto de la sociedad. El sueño es una democracia en todo, en lo privado, en lo público, en lo chiquito, en lo grande, en lo cotidiano, en lo nacional. Es que la democracia es una vaina integral, es un comportamiento en la vida. Entonces rige para la casa, para la relación de pareja, para la relación con los hijos, para el trabajo, para todo. (En Becassino, 1989: 193)

Esta se formulaba, entonces, como una propuesta de vanguardia que buscaba romper con un conjunto de tradiciones. Así se explica la simpatía que encontró entre la juventud de la época. Todo lo nuevo tiene una belleza, que es la vitalidad, mientras que todo lo que se repite me parece que está en decadencia. Y esa repetición viene con la solemnidad, con el respeto por lo que ya ocurrió, lo que se está muriendo, el culto a lo que se está muriendo o ya está muerto… Y tú nunca te puedes soyar, nunca puedes escandalizar, nunca puedes sorprender a nadie, todo tiene que ser calculado, todo el mundo tiene que saber hacia dónde tú vas a caminar. Yo no me mamo eso. (Carlos Pizarro, en Becassino, 1989: 43)

Influida por la vanguardia de la época, la propuesta del M-19 estaba también articulada con una crítica del colonialismo y de su incidencia en la política contemporánea; de una racionalidad moderna que fantaseaba con la exclusión de las emociones y los afectos; del privilegio de la mirada como forma de conocimiento —en perjuicio de los otros sentidos y de otras formas de acceder al saber—19; de las actitudes colonizadoras que subyacen en el emprendimiento racionalizador; del machismo en las estructuras militares y del autoritarismo

19 Afranio Parra planteaba, por ejemplo, la necesidad de quemar los mapas para recuperar el espacio y perderse en él. Insistía en romper las referencias a partir de las cuales se conoce, para llegar a una nueva forma de conocimiento.

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que lo sostiene20; y de la apropiación, por parte de las élites, de los “valores nacionales” como expediente para la exclusión y marginación de la diferencia21. Como lo entendía Pizarro, […] el problema central es que tú sepas tu punto de partida y que desde ese punto de partida vayas hacia adelante, armado de un conocimiento, de algo… que pueda ser tan rígido que te lleve a una actitud colonizadora sobre lo nuevo que encuentres, que simplemente lo que haces es expandir una cultura, trasplantarla de un espacio a otro. […] Entonces lleguemos a nuevos universos, a intentar el mestizaje, el encuentro, no el desencuentro. Llegar sin nada es asimilarse a lo que uno encuentra y asimilarse es fácil. Llegar a imponerse es igualmente un camino fácil: asimilarse a otros. Creo que hay que ser capaz de mirar con respeto, con amor, abierto a aceptar cosas nuevas […] Yo hablo de lo que supera la razón […] La razón aquí, en ningún momento nos esclaviza a formulaciones pasadas, sino que se enlaza con los sueños para intentar nuevas realidades. […] ¿Por qué limitar tu enfoque de la realidad a esta forma política excluyente que es la República de Colombia donde se han amontonado en un corral de fronteras identidades que no tienen mucho en común, cuando se puede intentar comenzar de cero, independizarse realmente de la organización colonial? (En Becassino, 1989: 61-74)

5.5. Vanidad de vanidades, todo es ingenuidad Si el robo de la espada de Bolívar, además de fundar la espectacularidad de sus acciones, le daba al M-19 un carácter esencialmente nacionalista que reñía 20 Al respecto, Vera Grabe señala: “¿Saben qué pasa con el machismo? Como no es tangible, uno no lo puede agarrar y decir: mire, eso es cuadrado, rojo y tiene tantas páginas… Está a muchos niveles. Es el mismo autoritarismo, la misma actitud intolerante, de no reconocer que algo es distinto […] Yo tuve muchos años el reto de comandante militar, de poder dar órdenes, y a mí no me nace esa vaina, ese estilo de mando que se basa como en esas fórmulas. A mí eso no me funciona. Entonces mucho tiempo fue como un conflicto de ser así, de pensar que uno se tiene que parar frente a la tropa y pegar unos gritos… Y después uno decir, ¿pero por qué? O sea que yo creo que lo primero para romper el machismo es decir no, así yo no voy a ser” (en Becassino, 1989: 188). 21 “El M-19 define […] que tiene un solo enemigo y es la oligarquía, que no es su enemigo, sino que es el enemigo histórico de la nación colombiana […] Y les dijimos: esta guerra que ustedes han propiciado con su comportamiento excluyente de la vida nacional, con sus compromisos alrededor del privilegio, puede desenredarse en algo totalmente inesperado para ustedes, comprometiendo su propia supervivencia” (Carlos Pizarro, en Becassino, 1989: 21).

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con la reivindicación de la gesta independentista por parte de las élites y las Fuerzas Militares, el robo de las armas del Cantón Norte constituía, por su parte, un golpe fundamental a la estructura militar y a los ideales de seguridad que guiaban la política represiva de Turbay Ayala. El robo de las armas fue una respuesta al Estatuto de Seguridad Nacional y a la militarización de la sociedad, que venían gestándose durante más de dos décadas. Con el golpe, el M-19 tocaba las entrañas de la institución militar, fracturaba la identidad militar, minaba su autoridad, incluso ponía en duda su capacidad para brindar seguridad. La respuesta del Gobierno no se hizo esperar. Las medidas represivas formuladas en el Estatuto fueron probadas entonces por los militares, para “demostrar su efectividad”. Una oleada de detenciones, allanamientos y torturas permitió dar con las primeras caletas de armas; varios dirigentes y militantes del M-19 fueron encarcelados, y otros tantos integrantes de movimientos de izquierda, estudiantes, campesinos, indígenas y guerrilleros de otras agrupaciones. En parte, la efectividad de la respuesta del gobierno de Turbay se fundamentaba en la facultad que el Estatuto de Seguridad Nacional y el artículo 28 de la Constitución le otorgaban para detener a cualquier persona que se considerara sospechosa. Al mismo tiempo, la indeterminación jurídica que creaban el estado de excepción y el artículo en mención permitió que las personas detenidas permanecieran incomunicadas y sin ninguna garantía procesal durante varios días. Durante estos períodos de vacío del derecho, creados por la misma ley, muchos detenidos fueron torturados, y el Ejército obtuvo de esta forma información que le permitió dar con el paradero de muchas armas y de varios de los integrantes del M-19. Pero sucedió además que varios miembros del movimiento, en medio del furor por el éxito de la operación del robo de armas, dejaron evidencias que facilitaron el trabajo de la inteligencia militar. Las fotos que algunos se tomaron con el rostro descubierto y el haber revelado la identidad de uno fueron parte de los errores de la operación. En alguna medida la razón de estas acciones que los ponían al descubierto era el propósito de hacerle publicidad al grupo, pero también las explican parcialmente los anhelos individuales de gloria y el deseo de salir de la clandestinidad y mostrarse de frente al pueblo. Como quiera que fuese, esas acciones revelaban también la ingenuidad e inexperiencia de muchos miembros del colectivo; por eso Jaime Bateman dijo que en ese momento eran “la pureza en chanclas”. En efecto, había fallado la compartimentación de la información; quienes debían pasar a la clandestinidad o salir del país no lo hicieron, y quienes debían buscar un lugar seguro para esconderse se fueron a sus propias casas o a las casas de familiares. El M-19 mostraba así su creatividad para dar un golpe espectacular, pero también sus falencias a nivel táctico o estratégico para protegerse de la represión existente.

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Así como el robo de armas del Cantón Norte fue el golpe más audaz y espectacular que una guerrilla hubiera llevado a cabo hasta entonces en el país, la reacción represiva que desencadenó en los centros urbanos fue la de mayor violencia y la más extendida. Aunque, según Jaime Bateman, una parte del botín estaba dispuesta para apoyar la lucha sandinista (con la que el grupo tenía múltiples contactos), en realidad el M-19 no parecía tener muy claro el destino, por lo menos no a largo plazo, de las armas robadas. Para Bateman el robo de armas era, más bien, un fin en sí mismo. Nosotros estábamos pensando en la guerra, porque teníamos que hacer una guerra para lograr lo que queríamos. Estábamos también pensando en la solidaridad internacional. En ese momento, era enero de 1979, a seis meses del triunfo sandinista. Estábamos pensando en que parte de ese armamento se lo íbamos a dar al movimiento sandinista. Estábamos pensando en el movimiento guerrillero colombiano. Estábamos pensando en una guerra. Cinco mil fusiles para una guerra... eso es huevo. Ahí es donde la izquierda demostró ser cretina, porque pensaron que habíamos sacado demasiado. Nosotros siempre hemos dicho que sacamos muy poco porque estábamos pensando en función de poder, no en función de demagogia. No importaba que en ese momento no hubiera gente para recogerlas. Lo que importaba era el hecho político. La actitud, la consecuencia con lo que se estaba diciendo. Porque las palabras por lo general están cargadas de demagogia o de inconsecuencia. Nosotros preferimos ser consecuentes, aunque eso nos costaba la cabeza. Ahora, ¿que nosotros medimos o no medimos las consecuencias...? Las medimos... lo que pasa es que uno nunca puede medir todas las consecuencias. Eso es subjetivo. Eso hay que abstraerse de muchas cosas. Nosotros enfrentamos la estructura a la realidad. La realidad fue cruda, tremenda. Pero nos dio un resultado importante en política. (En Jimeno, 1983: 91-92)

De esta manera declaraban que su prioridad no estaba del lado de la efectividad militar, sino de la efectividad política y mediática. Según Bateman, con el robo de las armas y la represión posterior aprendieron que más que la estructura militar importaba la política, y que más allá de la derrota del aparato militar se abría la oportunidad, para el país, de enfrentar la represión. Si se quiere, la oportunidad de verla cara a cara. Ahí aprendimos todo: que valen huevo las armas, los carros, las casas, los regionales... mierda... todo eso vale huevo. Y lo aprendimos porque nos “derrotaron” (entre comillas). O sea nosotros sufrimos un golpe diez veces más fuerte que el que sufrieron los Tupamaros. Siete mil detenidos,

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todos nuestros cuadros medios presos. Toda nuestra Dirección Nacional presa. Quedamos libres del Comando Superior Toledo Plata, Fayad y yo. Al final quedé yo. Nos desbarataron como aparato. Como política no sólo nos fortalecimos sino que nos convertimos en un monstruo. El Cantón nos colocó frente a una realidad. Nos ubicó con una crudeza muy grande ante la alternativa nuestra: la posibilidad de crear un ejército revolucionario solamente estaba en el campo, en el monte. Pero yo te estaba diciendo que la primera enseñanza grande fue el aparato, la segunda enseñanza, la política. Estábamos derrotados como aparato, habíamos triunfado como política. Destapamos la olla podrida de este país. De cincuenta años de represión, de control militar, de engaños, de represión, de frustraciones. (Bateman, en Jimeno, 1983: 92-93)

Para el M-19 el robo del Cantón Norte importaba en sí mismo porque representaba un golpe contundente a las tramas de la política de seguridad del Estado, a la entraña misma de su dispositivo, al estado de excepción, a las políticas contrainsurgentes y a la militarización de la sociedad. El robo de las armas significaba una amputación al estamento militar que evidenciaba que el Estatuto de Seguridad Nacional podía ser impugnado, que la militarización podía ser objetada, que ambos podían ser desnudados. Sin embargo, es difícil imaginar que al asestar este golpe el M-19 hubiera previsto todas sus consecuencias. La represión subsiguiente no parece haber sido contemplada. Nunca se llegaron a imaginar que, al ser llevado ante la monstruosidad de la violencia de Estado, el país lograría fortalecer su capacidad de movilización social22. En la entrevista publicada en Cromos se cuestiona a Bateman por las implicaciones de interpretar el robo de armas de esta forma. Se le pregunta si su planteamiento sigue la lógica de “a mayor represión, mayor conciencia política”. La respuesta de Bateman, sin embargo, no contradice esta lógica: Nunca antes el Ejército había hecho un operativo tan grande en las ciudades. En el campo sí, pero ése es otro cuento. ¿Y qué pasó? Que se armó tremendo escándalo, un escándalo que determinó la política en este país, durante dos años. ¿Y ante la represión la gente se echó para atrás? No, no se echó para atrás. En los sindicatos, en las universidades, en las oficinas, en la prensa se comienza a hablar de las torturas, de los

22 De hecho ese era, en realidad, el argumento del presidente Turbay en su discurso de año nuevo, horas antes del robo de las armas: “Los militares son colombianos a quienes les duelen los males de la Patria y quienes quisieran que para satisfacción de todos, el comportamiento de sus conciudadanos no los obligara a hacerles sentir el rigor de su acción restauradora” (El Tiempo, 31 de diciembre de 1978: 6-A).

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derechos humanos. Eso de los derechos humanos antes era teórico, pero ahora la gente comenzó a reaccionar porque ya no estaba en juego solamente la comida sino la vida. (En Villamizar 1995: 159)

La respuesta de Bateman, en todo caso, opera más como legitimación o encubrimiento de los que él mismo reconocía como errores: “[…] ahora sabemos que fueron errores de organización. No compartimentamos. Es decir, unos debían sacar armas, otros, diferentes, debían transportarlas y un tercer equipo, que no conocía a los dos anteriores, debía guardarlas. Ese fue nuestro error y lo pagamos duro” (en Morris, 2001: 169). La compartimentación que tan rigurosamente habían observado los militantes que participaron en la compra de la casa, en la fabricación del túnel y en otras acciones que decidieron el éxito de la operación Ballena Azul, fue negligida en medio de la emoción de haber ingresado al depósito, fue rota por cierta ingenuidad que subestimó la reacción del Gobierno y del Ejército. Por esta razón el M-19 fue acusado por muchos de irracional y disparatado, de ser “un grupo de jóvenes pequeño-burgueses que aún vivían en sus casas de familia y jugaban a la guerra, pero lo hacían bien, y de pronto asumieron la responsabilidad de un golpe militar impensable” (Morris, 2001: 170). Y, en alguna medida, así era23. Sin embargo, tampoco es errado afirmar, como lo hizo Bateman, que como consecuencia de la masiva represión diferentes sectores sociales se vieron impulsados a expresar su rechazo, no sólo a las detenciones y torturas, sino también a la normalización del estado de sitio y a la militarización de la justicia. En este sentido, no era la represión la que incrementaba la movilización social, sino más bien el hecho mismo del robo de armas, que había constituido una impugnación de las formas autoritarias del ejercicio de la democracia y de la ciudadanía en el país. Sin duda, a consecuencia del robo de armas la represión se intensificó y alcanzó a sectores sociales que no la habían conocido; pero esa acción, como otras que realizó el M-19, tocó las fibras de la seguridad, el militarismo y el estado de sitio. Los perfiles de sus integrantes y sus formas de provocar a la sociedad ligaban al grupo con sectores sociales diferentes de los que alentaban a la izquierda clásica, mientras que su carácter urbano traía a la ciudad la realidad represiva del Estado, hasta entonces sentida con toda su fuerza, principalmente, en las zonas rurales.

23 Bateman admitía que “si una persona discurre lógica y desapasionadamente sobre lo del Cantón del Norte, colige —como se diría en ese lenguaje— que es imposible hacerlo. Porque una persona razonable nunca hubiera intentado hacer tal cosa. A sus ojos sería un disparate, y lo era. Pero los disparates son necesarios. […]. Si uno se sienta a pensar en hacer una locura de ésas, nunca se para a hacerla. Se necesita mucha locura, locura apasionada, para llevar a cabo con éxito una operación de ésas” (Molano, 1983).

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La movilización social, entonces, obedeció no sólo al aumento de la represión estatal; más bien, fue el resultado de la extensión de la interpelación social emprendida, entre muchos otros grupos, por el M-19. Una muestra de ello fue la realización del Primer Foro Nacional por los Derechos Humanos, que reunió no sólo a los sectores de izquierda y a abogados defensores de los derechos humanos, sino también a representantes de sectores políticos tradicionales. Con esa manifestación, efectivamente, se empezó a fortalecer en Colombia la discusión sobre los derechos humanos, ganando visibilidad ante organismos internacionales e impulsando notablemente la reflexión sobre las disposiciones constitucionales y jurídicas que admitían las zonas de indeterminación legal que, a su vez, amparaban las torturas. El robo de las armas se constituye, entonces, en un intento de objetar la concepción de ciudadanía vinculada al poder excepcional. Pero la represión también tuvo efectos en el M-19, pues la gran mayoría de su cúpula fue detenida y varios de sus integrantes torturados. El robo de las armas había tocado la virilidad misma de la militarización de la seguridad del Estado. Aquellos jóvenes de clase media (justamente un producto elaborado de la noción de ciudadanía) que entendían la revolución como algo lúdico y festivo, que tomaban con humor y desenfado la vía armada (o sea, desatendían los principios formativos de la revolución armada) y estaban unidos por un propósito colectivo sostenido por afectos, emociones y pasiones (es decir, desobedecían la concepción de ciudadanía que los atravesaba), tendrían ahora que enfrentarse a la represión en toda su enormidad.

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Imagen 6. Sin título (1978). Fuente: Fotografía de Jorge Silva, de la serie “Estado de sitio”.

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6 El volumen de la represión De las 60 325 detenciones registradas entre 1970 y 1981 por el Cinep (Torres y Barrera, 1982)1 más de 7000 (12 %) corresponden a la modalidad de represión individual2. En esta modalidad represiva, los datos del Cinep establecen que alrededor de 4000 fueron detenciones efectuadas entre 1976 y 1982. Se calcula3 que del total de personas detenidas en la modalidad de represión individual 943 lo fueron entre 1976 y 1977 4, 557 en el año 1978, 1833 en 1979 y aproximadamente 1216 entre 1980 y 1981 (tabla 2). En lo que respecta a 1979 las cifras registradas indican que tan sólo en enero de ese año 235 personas fueron detenidas, mientras que en diciembre esa cifra descendió a 24 personas (tabla 3). Aproximadamente 1 La investigación en mención fue realizada por Jaime Torres Sánchez y Fabio Barrera (1982), y fue publicada en dos volúmenes. El trabajo documenta el número de asesinatos realizados por las Fuerzas Armadas, clasifica las acciones represivas según los responsables, registra la frecuencia de los atropellos y torturas y presenta cuadros con información sobre la represión individual y colectiva entre 1970 y 1981. Las bases de datos elaboradas por los autores incluyen algunos datos que se remontan a 1967. 2 La sistematización realizada por el Cinep establece una diferencia entre represión individual y colectiva. La figura “hechos represivos colectivos” se refiere a acciones contra grupos sociales particulares, mientras que la de “represión individual” alude a hechos contra individuos determinados (Torres y Barrera, 1982, vol. 1: 11). Mientras los datos sobre represión colectiva registran los hechos ocurridos en el marco de movilizaciones sociales o acciones de protesta, los datos sobre represión individual relacionan, caso por caso, las detenciones, asesinatos y torturas realizados específicamente contra individuos. La distinción entre represión individual y colectiva, como se verá, dificulta el cálculo del número total de personas detenidas en el período estudiado. 3 Las cifras son aproximadas, pues en la base de datos hay algunos vacíos y errores de digitación. El cálculo que presento se realizó con base en una nueva sistematización de los datos sobre represión individual en la que se eliminaron los datos incompletos o se los completó cuando fue posible. 4 Dado que los datos sobre represión individual del Cinep no incluyen información sobre las detenciones efectuadas durante movilizaciones colectivas, no están sumadas las 4000 personas que, se calcula, fueron detenidas durante el paro cívico del 14 de septiembre de 1977. Estos datos se calculan en la sistematización de la represión colectiva (tablas 3 y 4).

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un 40 % de las detenciones correspondientes al criterio de represión individual realizadas durante el año en mención se realizaron en Bogotá (513 personas), Medellín (127 personas) y Cali (94 personas). Tabla 2 Cifras de personas detenidas entre 1976 y 1981 (detención individual) Porcentaje Año

Número de detenidos

(del total de personas detenidas entre 1970 y 1981 en la modalidad de detención individual)

1976

588

13 %

1977

355

8 %

1978

557

12 %

1979

1833

40 %

1980

590

13 %

1981

626

14 %

Total

4549

100 %

Fuente: Elaboración propia con base en datos del Cinep (Torres y Barrera, 1982, vol. 1).

Tabla 3 Cifras de personas detenidas por mes durante 1979 (detención individual) Mes

Número de personas detenidas

Enero

235

Febrero

173

Marzo

238

Abril

144

Mayo

218

Junio

173

Julio

148

Agosto

128

Septiembre

176

Octubre

102

Noviembre

74

Diciembre

24

total

1833

Fuente: Elaboración propia con base en datos del Cinep (Torres y Barrera, 1982, vol. 1).

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El análisis del número total de detenciones (en las modalidades individual y colectiva) permite estimar que, si se descarta la categoría “pobladores”, que corresponde a personas cuya actividad y condición social se desconocían en el momento de la sistematización de la información, los sectores sociales contra los cuáles se dirigieron las detenciones son principalmente los estudiantes y los campesinos (tabla 4). Entre 1974 y 1977 se registró el mayor porcentaje de detenciones (48 % del total del período comprendido entre 1970 y 1981), con un promedio de detención anual de 7230 personas. Esto indica que entre 1974 y 1977 alrededor de 20 personas fueron detenidas5 por día. Tabla 4 Cifras de personas detenidas entre 1970 y 1981, según su actividad (represión individual y colectiva) Porcentaje Tipo de población

N.° de personas

(del total de personas detenidas entre 1970 y 1981 en las modalidades de detención individual y colectiva)

Campesinos

16 300

27 %

Estudiantes

15 125

25,1 %

Militantes políticos

2653

4,41 %

Obreros

2049

3,7 %

Empleados

2031

3,4 %

Indígenas

1607

2,7 %

Profesionales

1417

2,3 %

Religiosos

42

0,07 %

Pobladores

19 101

31,7 %

Total

60 325

100 %

Fuente: Cinep (Torres y Barrera, 1982, vol. 1).

5 En estas cifras sólo están incluidas las detenciones por motivos políticos, no se incluyen las detenciones por delitos comunes.

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Tabla 5 Personas detenidas por año entre 1970 y 1981 (represión individual y colectiva) Porcentaje Año

N.° de personas

(del total de personas detenidas entre 1970 y 1981 en las modalidades de detención individual y colectiva)

1970

615

1,0 %

1971

3968

6,6 %

1972

4297

7,1 %

1973

4271

7,1 %

1974

7846

13,1 %

1975

6217

10,3 %

1976

6940

11,5 %

1977

7915

13,1 %

1978

4914

8,1 %

1979

4098

6,8 %

1980

6819

11,3 %

1981

2425

4,0 %

Total

60 325

100 %

Fuente: Cinep (Torres y Barrera, 1982, vol. 1).

Dado que las cifras del Cinep indican que de las 60 325 detenciones registradas entre 1970 y 1981 poco más de 7000 se ubican en la modalidad de represión individual, es importante contrastar algunas diferencias entre las cifras por año, según la modalidad de represión. Mientras el registro total de detenciones indica una disminución en los años 1978 y 1979 con respecto a los años anteriores (tabla 5), los datos sistematizados en la modalidad de represión individual muestran un aumento significativo para estos mismos años (véase la tabla 2). Así, si de 1977 a 1979 se registra un descenso en el número de detenciones totales de casi el 50 % (pues se pasó de 7915 a 4098), cuando se contrastan estos datos con el número de detenciones registradas en la modalidad de represión individual se encuentra que de 355 detenciones en 1977 se pasó a 1833 personas detenidas en 1979, es decir, un aumento de casi el 600 %. Del total de detenciones realizadas durante el año 1979 el 45 % corresponde a la modalidad de detención individual, mientras que en los años previos las detenciones en la modalidad individual aportaban en promedio el 8 % (tabla 6).

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Tabla 6 Cantidades y porcentajes aportados por las detenciones individuales al número total de detenciones entre 1976 y 1981  

1976

1977

1978

1979

1980

1981

Total

588

355

557

1833

590

626

4549

Número total de detenciones

6940

7915

4914

4098

6819

2425

33 111

Porcentaje de las detenciones individuales

8 %

4 %

11 %

45 %

9 %

26 %

14 %

Detenciones individuales

Fuente: Cálculos propios con base en Cinep (Torres y Barrera, 1982, vol. 1).

La diferencia entre el comportamiento global de las detenciones y las detenciones individuales puede obedecer a la disminución de las acciones de movilización colectiva o de protesta que se dio a finales de los setenta, después del paro cívico de 1977 y de la entrada en vigencia del Estatuto de Seguridad en septiembre de 1978. Ello permite entender por qué el número total de detenidos global disminuye, mientras que el número de detenidos en la modalidad de represión individual aumenta (gráfico 1). Las cifras de detenciones individuales indican que 1579 hombres y 254 mujeres fueron detenidos en esta modalidad durante 1979. Ya en 1977 las detenciones en las ciudades habían llegado a un número sin precedentes como consecuencia del paro cívico; sin embargo, tras la entrada en vigencia del Estatuto de Seguridad Nacional, que aumentó las penas y extendió las acciones que se consideraban delictivas, de manera que criminalizó diferentes manifestaciones de protesta social, las acciones de movilización colectiva tendieron a disminuir, y por ello mismo, las detenciones de tipo colectivo, pero al mismo tiempo las detenciones de forma individual o “seleccionada” se incrementaron. Gráfico 1 Comparación entre el número total de detenciones y las detenciones individuales entre 1976 y 1981 10.000 8.000 6.000 4.000 2.000 0 1976

1977

1978

TOTAL DETENCIONES

1979

1980

1981

DETENCIONES INDIVIDUALES

Fuente: Elaboración propia con base en datos del Cinep (Torres y Barrera, 1982, vols. 1 y 2).

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Como se señaló en el primer capítulo, a finales de los años setenta se registra un importante descenso del número de huelgas en el país. Con respecto a las casi 100 protestas de trabajadores registradas en 1977 se verifica un descenso de casi el 50 % en los dos años siguientes. En todo caso, según se puede observar en la tabla 6, el número global de personas detenidas en 1979 es bastante alto (4098), y aunque un 45 % lo aportan las detenciones individuales, el restante 55 % es indicador de una tasa alta de detenciones en el marco de acciones colectivas. Ello se debe, en parte, a que las movilizaciones de protesta social no dejaron de realizarse pese a la puesta en marcha de las acciones represivas previstas en el Estatuto de Seguridad de 1978. Dada la severidad de las medidas contempladas en el Estatuto se disminuye la intensidad de la movilización social, pero ello no significa una parálisis en términos de la acción colectiva. Por su parte, la modalidad de las acciones represivas tiende a concentrarse en los allanamientos de casas y oficinas y en las detenciones y seguimientos “uno a uno”6. Este capítulo analiza, con base en las denuncias sobre detención y tortura referidas al período comprendido entre 1978 y 1982, el lugar que ocupa el sujeto. Con este fin revisa los documentos (fotografías, denuncias, testimonios) que sistematizan las prácticas de tortura y que ponen en evidencia su existencia, y problematiza el régimen de representación en que se inscriben.

6.1. Visibilidades e invisibilidades históricas El gobierno de Julio César Turbay Ayala había obtenido del Consejo de Estado el aval para aplicar el artículo 28 de la Constitución tras el asesinato del exministro Rafael Pardo Buelvas, cometido por el movimiento ado. Dicho aval le permitía ordenar la retención de personas “sospechosas de atentar contra la paz pública”. Por su parte, el robo de armas del Cantón Norte se convertía en la justificación para que, a comienzos de 1979, se pusieran en práctica estos mecanismos, con 6 La diferencia que establece el sistema de clasificación de información propuesto por el Cinep entre represión colectiva y represión individual, útil porque permite reconocer esas tendencias, no debe conducir a desligar los conceptos de colectivo e individuo. Desde luego que la represión ejercida en acciones de reivindicación, gremiales o sindicales, afecta significativamente a los colectivos sociales, pero no es menos cierto que se ejerce contra las personas que los conforman. A la inversa, las acciones represivas que no se realizan en el marco de movilizaciones o protestas sociales, sino en forma de allanamientos o detenciones “uno a uno”, no dejan de estar dirigidas contra los colectivos. De ahí que no haya, en sentido estricto, detenciones, torturas o asesinatos que no afecten al mismo tiempo a los colectivos, pues no hay acciones represivas que se dirijan solamente contra individuos; y que las acciones emprendidas contra los colectivos estén dirigidas contra individuos. No todas las acciones de protesta se manifiestan en huelgas masivas o movilizaciones multitudinarias; también en aquellas objeciones gestadas desde el “uno a uno”.

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el fin de recuperar el arsenal robado. Germán Zea Hernández, ministro de Gobierno de Turbay, se refería así a la efectividad de los mecanismos contemplados por el Estatuto de Seguridad Nacional: A mí me llamó Turbay esa madrugada de año nuevo y me dijo: “Se robaron las armas”. Nunca pensamos que esas armas se iban a recuperar. La energía de Turbay fue tremenda. Llamó a Camacho Leyva y a todos los militares y les dijo: “Ustedes en un mes me recuperan esas armas, hagan lo que tengan que hacer, pero las armas hay que recuperarlas”, porque el país no podía seguir con esa espada de Damocles, con el peligro permanente de las gentes que pueden salir en cualquier momento a la Plaza de Bolívar y liquidar una manifestación y liquidar un montón de gente. Y el ejército se apuntó un “hit”, porque en un mes recuperó todas las armas, y además cogieron a los asesinos de Pardo Buelvas. Y fue también el inicio de las acusaciones al gobierno sobre las torturas. (En Behar, 1985: 180)

Pero en realidad las torturas por parte de agentes del Estado, y sus denuncias, se venían realizando desde mucho antes. En las zonas rurales la tortura era una práctica común con la cual los militares administraban el control territorial que las élites políticas les encargaban, y era una manera de amedrentar a los campesinos que participaban en tomas de tierras y a quienes simpatizaban con los grupos armados insurgentes7. Como señala Amnistía Internacional, los métodos de control de las zonas campesinas incluían (e incluyen aún) la obligación de inscribirse en un puesto militar, la exigencia de un salvoconducto con foto y la fijación de la cantidad de mercado que cada familia podía comprar. Este último procedimiento les exige a los campesinos “pasar antes por el puesto militar, para que el comandante firme la lista de mercado; al regreso tiene que pasar de nuevo por el puesto, para que revisen el mercado, operación en la cual frecuentemente le dañan los paquetes de comida (sal, azúcar, arroz, etc.), le hacen sufrir largas esperas y no pocas veces recibe insultos y malos tratos” (Amnistía Internacional, 1980: 73). De hecho, los testimonios sobre torturas en las zonas rurales revelan que en muchos casos —y todavía hoy— ni siquiera se llevaba al detenido a otro lugar, sino que se le torturaba en su propia casa, se le obligaba a preparar alimentos 7 El 47,8 % de los asesinatos ligados a represión estatal en la década de los setenta se inscribe en las categorías “campesinos” (40,3 %) e “indígenas” (7,5 %). El 40 % de las detenciones realizadas contra campesinos y el 79 % contra indígenas tuvieron relación con luchas por la tierra. El mayor número de acciones de violencia contra campesinos se dio entre 1971 y 1974, mientras que contra la población indígena ocurrió en 1978 (Torres y Barrera, 1982, vol. 1).

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para los militares y los miembros de su familia eran víctimas de violaciones, abusos sexuales, ultrajes y malos tratos. Un testimonio recogido por Amnistía Internacional relata que El martes 25 de septiembre [de 1979] a las 5 a. m. llegó la tropa [del batallón Palacé] a una vereda vecina a Puerto Frazadas, a casa de unos campesinos. Tumbaron la puerta. Sacaron a sus moradores, quienes aún dormían, y a uno de ellos le metieron la cabeza en una canoa llena de agua. Le golpearon la cara y lo hicieron sangrar. Luego lo llevaron detrás de la casa y lo levantaron de los testículos. Mientras tanto, apuntaban un fusil apoyándolo en el vientre de su esposa, quien estaba embarazada de ocho meses, y la insultaban. Forzaron un baúl, del cual desaparecieron un reloj, un anillo y 900 pesos. Fueron detenidos dos campesinos, quienes fueron vistos pasar por Puerto Frazadas en un camión militar: iban vendados, con las manos atadas atrás, boca abajo y con los morrales de los soldados encima. (Amnistía Internacional, 1980: 75)

Una carta firmada por ochenta campesinos de La Dorada, Puerto López y Puerto Boyacá informaba que Desde mayo pasado el capitán Hernán Martínez consecutivamente, ha venido reuniendo sábados y domingos a los campesinos que residimos en la región y en el caserío, nos hace cantar el Himno Nacional a manera como de castigo y a continuación procede a insultarnos con palabras soeces sin respetar niños y mujeres, nos amenaza que nos van a dar plomo y adelanta una campaña de terror contra nosotros para obligarnos a abandonar nuestras humildes parcelas. Dice por ejemplo que va a envenenar las aguas, para que se nos mueran los animales. Que nos va a incendiar las cosechas para que aguantemos hambre. Numerosos campesinos hemos sido detenidos sin causa justificada y sometidos a torturas de sol y agua dos y tres días y además al improperio de la noche, haciéndonos aguantar hambre. Cuando algunos conseguimos trabajadores, hace que los presentemos y nos los detiene 2 y 3 días perjudicando nuestra labor agraria y nuestra economía hogareña. En acto como de un demente organiza a sus soldados y pasa tarde de la noche golpeando casa por casa humillándonos a ni tan siquiera tener el derecho de mantener una esperma prendida, así haya enfermos. Si un niño llora golpea salvajemente la puerta y dice cállenlo o lo callo a plomo. Nos echa la madre en la casa. Impide el normal funcionamiento del transporte y sistemáticamente apresa a quien se le da la gana. (Amnistía Internacional, 1980: 83)

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Muchos campesinos fueron golpeados con azotes, obligados a cavar zanjas en las que eran enterrados vivos casi hasta la asfixia, amarrados o colgados a un árbol y arrastrados por caballos, como en el caso de José Sifail Ortega, residente en Cimitarra, detenido el 1.° de octubre de 1979. Me detuvieron estando en la casa almorzando, a eso de la una y media de la tarde; me llevaron al puesto móvil que queda frente a mi finca, allí estuve unos 10 minutos, luego me llevaron a una montaña donde me amenazaron con colgarme de un árbol si no les decía todo lo que supiera de la guerrilla, pues decían que yo era auxiliador. Me preguntaron por nombres, pero como yo no sé nada ni conozco las personas que señalaban, me amarraron a un árbol con las manos atadas atrás, me colgaron como a unos 4 metros del suelo. Un teniente de apellido Patiño halaba el lazo y me decía que cantara; luego puso a los soldados a tener el lazo y comenzó a golpearme, primero con un garrote y luego con un machete; no supe cuánto tiempo estuve allí colgado por cuanto perdí el conocimiento; cuando volví en mí, estaba en el suelo, en cuclillas como encalambrado; los soldados me empujaban para que me parara, pero como no podía, me trataban con grandes insultos y malas palabras. […] Me amarraron las manos con cinturones, me colocaron una soga al cuello, me arrastraron por entre matorrales, a la vez que me golpeaban; yo les pedía que me mataran antes de seguirme arrastrando. Así me condujeron hasta un camino real donde oí un caballo mordiendo freno; en ese momento me golpearon muy fuerte en la cabeza pero no perdí el conocimiento; cambiaron las ataduras de las manos por otras más fuertes, me ataron los pies y en ese estado me amarraron de la cabeza de la silla del caballo y comenzaron a arrastrarme por el camino hasta llegar a otro sitio, donde hay un puesto oculto en una montaña, donde la mayoría viste de civil, traje de campesinos. (Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos, 1980: 336-337)

La mencionada restricción en la compra de alimentos obedecía al argumento de que los campesinos les colaboraban en la preparación de comida a las guerrillas. La Comisión Segunda de la Cámara de Representantes, tras la visita de varios de sus miembros8 a las localidades de Barrancabermeja, La Rochela (Simacota), Puerto Parra, Carare y Campo Camote, mencionaba en un informe presentado el 3 octubre de 1979

8 Los parlamentarios que hicieron la visita fueron Horacio Serpa, Mario Montoya y Octavio Vásquez.

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[…] el malestar existente entre los habitantes por los procedimientos de algunos oficiales y suboficiales del ejército y la policía allí acantonados. Refieren por ejemplo el permanente estado de temor por la calidad con que, con acusaciones temerarias, las Fuerzas Armadas detienen a las personas “por ser auxiliares de las farc” y a las pruebas físicas y psíquicas a las que los someten para obtener informes: por ejemplo vendarlos, amarrarlos, golpearlos […], chuzarlos con aguja, quemarlos con cigarrillos, obligarlos a tenderse en el suelo, encapucharlos, exponerlos a la “pista” o someterlos a la “prueba del pozo”, no dejarlos dormir, hacerlos arrodillar, amenazarlos con armas de fuego, decirles “que los van a matar” […] o humillarlos ante su esposa e hijos con frases soeces y actitud prepotente. (Comisión Segunda de la Cámara de Representantes, 1979: 1372)

Según el libro Documentos testimonios (Foro Nacional por los Derechos Humanos, 1979: 183) en el Urabá antioqueño los campesinos eran llevados a un sitio de detención conocido como Casa Verde, donde se practicaban distintos tipos de tortura, entre ellos el colgamiento y el submarino, en las orillas del río. En Puerto Berrío los detenidos eran colgados de los árboles y obligados a caminar sobre clavos, mientras que en el Chocó eran encerrados durante tres días en una jaula encarpada, con una lámpara de quinientas bujías destinada a impedir el sueño (Amnistía Internacional, 1980: 84-85). El caso del dirigente agrario Julio Rodríguez, que se dio a conocer gracias a la visita de la Comisión de Derechos Humanos del Caquetá a mediados de 1979, revela que la experiencia de detención y tortura en las zonas rurales se daba en medio de travesías que signaban diferentes espacios de la vida cotidiana con la experiencia del sufrimiento. Fui detenido el 4 de junio de 1979 en la vereda La Esperanza por una patrulla de la contraguerrilla. Eran unos 40 hombres comandados por un sargento de apellido Cañón. A las 6 de la mañana llegaron a la casa donde yo estaba y me dijeron: “Arriba las manos H.P., ¿dónde están tus compañeros?” — ¿Cuáles compañeros?, les respondía. Me contestaron: “Los guerrilleros, H.P.”. De inmediato nos hicieron tender boca abajo con las manos atrás, las cuales amarraron después de la requisa. Cerca del lugar habían enterrado un caballo había 20 días; al enterarse de eso nos ordenaron desenterrarlo con las manos. El olor era insoportable y nauseabundo. Con las manos tuve que remover ese lodo con carne podrida y llena de gusanos en busca de los cascos del animal, los cuales eran exigidos por los militares para cerciorarse que efectivamente se trataba de un caballo. Después de enterrar nuevamente esos restos nos dieron un minuto para lavarnos las manos y los pies.

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De ese lugar regresamos nuevamente a la casa; allí hallaron un morral de mi propiedad que contenía: ‘Documentos Políticos’, ‘Problemas de la Paz’, ‘Qué es y por qué lucha el pcc’ y un ejemplar de ‘Voz Proletaria’. Al hacer este hallazgo se dirigieron a mí diciéndome: “Ah! Ese H.P. es guerrillero, este es el jefe, es el que recoge la plata de esos H.P.”. Entonces me llevaron a un monte cercano donde procedieron a colgarme de un árbol. En esa posición me golpearon brutalmente en el abdomen, como si se tratara de un saco de arena. Con una peinilla me dieron planazos en la cara y en todo el cuerpo; con el lomo de la misma me golpearon repetidamente las canillas. Como no decía nada me agarraron por el cabello y echaban la cabeza hacia atrás para estrellarla luego contra mi pecho. El que más fuerte me golpeaba era un contraguerrillero apodado “Guacharaco” el cual me pregunta por la guerrilla diciendo: “¿Dónde están esos H.P?”. […] Hacia las 3 de la tarde me pidieron que los llevara a la vereda “El Lobo”, pero al estar listos para salir cambiaron de parecer, pues me dijeron: “Tú no nos llevas porque sos un H.P., porque sabés dónde están los guerrilleros y vas a hacernos matar”. Partimos entonces hacia la finca de Tulio Franco; allí dormimos en el patio. De esa casa, un soldado apodado “Carranchil” se robó 9 gallinas y obligó a otro detenido que las cargara. […] A las 5 de la madrugada del día siguiente salimos en dirección al río. Yo iba adelante bajo la vigilancia de Rojas; doscientos metros atrás venía el resto. En un motor pasamos el río arribando a una bodega de la vereda Palermo. De allí salimos hacia la vereda Cristalina, a la cual llegamos hacia la media noche. Observé cómo colgaban a un señor de nombre Lalo Esguerra, quien presionado con esa tortura física dijo que él arreglaba armas en su taller. Después supe que lo habían soltado al mes y medio […]. Al amanecer nos echaron a un camión rumbo a Florencia; a la altura de Puerto Arango nos quitaron las camisas y nos vendaron con ellas. Al poco rato estábamos en una celda oscura del Hospital de Venecia. En ese lugar un cabo apodado “Machete” me hizo una serie de preguntas relacionadas con mi identidad. Dentro del calabozo había un fuerte olor similar al del esmalte, que no dejaba respirar. Afuera golpeaban un tubo o campana que producía un ruido ensordecedor, se escuchaban además lamentos, luego risas, para concluir nuevamente en el sonido […] Al día siguiente me obligaron a trotar casi todo el día dentro de una pieza; si me detenía me golpeaban. En esas condiciones me interrogaban cada diez minutos aproximadamente. Tres noches seguidas fui torturado, en las cuales repitieron los mismos tratos crueles de la primera noche. En una de ellas mientras estaba colgado trataron de introducirme un

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palo por el ano; me alcanzaron a romper los pantaloncillos y a lastimarme. En la segunda y en la tercera noche no pude resistir la tortura. Perdí el conocimiento. Siempre que lo recobraba estaba mojado; me echaban agua fría para reanimarme. […] El teniente Domingo me acusó falsamente diciendo que yo le llevaba a la guerrilla pólvora, armas y drogas; dijo que […] yo había reclutado a 27 guerrilleros y que en el momento de mi detención yo estaba dictando un curso de autodefensa. Yo rechacé airadamente esas falsas acusaciones y tildé de mentiroso a ese sujeto. El teniente intervino entonces diciéndome: “Dele duro a ese H.P. para que no se niegue en su propia cara”. El procedió a golpearme pero yo ya no sentía porque tenía el cuerpo adormecido por los golpes que había recibido. El abdomen lo tenía moreteado y los brazos ya no me servían; aún conservo las huellas de las sogas en mis manos. (Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos, 1980: 318-322).

Con el cuerpo adormecido tras las torturas, Julio Rodríguez fue nuevamente instado a confesar que era parte de la guerrilla y que realizaba actividades de entrenamiento militar. En vista de su negativa, sus torturadores pasaron de exigirle una confesión recurriendo a la tortura a sencillamente pedirla, e incluso a ofrecerle dinero a cambio. Un día de esos que pasé en Venecia fui visitado por el mayor Hernán Henao. Este mayor me hizo la siguiente propuesta: “Voy a darle una oportunidad; colabore con nosotros y lo dejamos en libertad, si quiere le pagamos para que trabaje con la contraguerrilla, de lo contrario le metemos de dos a tras años de cárcel y puede ir a Gorgona”. Yo le repliqué que no quería ser guerrillero ni contraguerrillero, pues yo estaba muy viejo para esas cosas —voy a cumplir 53 años—. Este señor me preguntó nuevamente por las guerrillas, que dónde estaban, qué hacían, por dónde pasaban. Para concluir me hizo otra propuesta: “Colabórenos entonces, internamente”. Yo le respondía diciendo que no sabía qué era eso de la colaboración interna. Al día siguiente volvió para explicarme lo del trabajo interno. Me dijo: “Eso quiere decir que a todo el que nosotros cojamos, usted lo acusa de colaborador y enlace de la guerrilla. De esta manera queda libre y ganando plata”. (Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos, 1980: 322)

Las torturas eran una práctica común en las zonas rurales desde mucho antes de 1977; por otra parte, en las ciudades las torturas cometidas por militares tampoco eran extrañas en la década anterior. Entre 1965 y 1976 —y hasta

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hoy— las detenciones por motivos de orden público incluían palizas y golpizas, y era común que a los detenidos se los sacara semidesnudos a un patio en horas de la madrugada para rociarlos con un poderoso chorro de agua helada. Los detenidos no eran sólo militantes de movimientos estudiantiles, sindicales o de partidos de izquierda, también había entre ellos habitantes de la calle, personas homosexuales9 y jóvenes que infringían la ley. Acerca de los episodios de persecución, detención y malos tratos contra personas homosexuales que tuvieron lugar a finales de los años setenta Manuel Velandia recuerda: […] fuimos perseguidos por radio-patrullas e inclusive, fuimos detenidos en varias oportunidades, por lo que las autoridades consideraban nuestra actividad subversiva; sin embargo, Cortés, que era nuestro abogado, pagaba nuestras multas con el dinero de los apoyos de solidaridad que muchas veces se complementaban con dineros recogidos de emergencia, para hacer esos trámites y también para llevarnos algo de comida durante el tiempo que permanecíamos detenidos en alguna de las comisarías de la estación tercera de policía, como las de Monserrate y de La Perseverancia. En otras oportunidades, junto a otros homosexuales y travestis en la prostitución, nos subían a los camiones o a las patrullas de la policía; nos conducían a altas horas de la noche o en la madrugada, luego de dar muchas vueltas por la ciudad, hasta la carretera circunvalar cerca de la entrada del teleférico que conduce al cerro de Monserrate, y ya estando en ese lugar nos obligaban a desnudarnos, nos bañaban con agua fría que llevaban en canecas en los mismos camiones o que tomaban de la estación de policía que se encontraba cerca de la Universidad de los Andes. Es importante recalcar que la temperatura a esas horas oscilaba entre los 2 y 5 grados centígrados y que muchas veces estaban cercanas al cero. Las ropas nos las dejaban botadas en la carretera, algunos metros más abajo, pero las prendas y accesorios de las travestis quedaban destruidos, ya que a ellas les rompían sus vestidos, pelucas y tacones. En muchas oportunidades cuando bajábamos a recoger nuestras prendas y documentos, los habitantes de la calle que ya conocían esa rutina, se habían robado nuestras pertenencias y debíamos

9 El mlhc, creado a finales de la década de los setenta, se proponía proteger de la discriminación y las agresiones violentas a las personas homosexuales. Inicialmente funcionó de manera clandestina, pues la homosexualidad se definía en esa época en el país como “peligro social”. Inspirado en el Movimiento Español de Liberación Homosexual, el colectivo colombiano adoptó una lectura marxista de la sexualidad que le permitió afirmar la liberación homosexual de la mano de la liberación de la clase obrera (Velandia, 2008).

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llegar desnudos o en ropa interior a nuestras casas o a las viviendas de amigos que vivían cerca de la zona. Las travestis, a pesar de los atropellos que sufrían, generalmente nos cuidaban y nos protegían de las violencias ejercidas por los policías, quienes en algunas oportunidades además las obligaban a realizarles prácticas orales e incluso a dejarse penetrar, esto sucedía bajo la mirada de todos quienes ahí estábamos. Algunas de ellas para evitar ser subidas a las patrullas o a los camiones o para que no las recluyeran en las comisarías, se producían en sus muñecas cortes hechos con cuchillas para afeitar, pues así los policías no las detenían para evitarse problemas con las autoridades de rango superior. (Velandia, 2008)

Las dimensiones de las detenciones y torturas contra personas homosexuales se hicieron visibles a partir de 1985, con las primeras indagaciones sobre ciertos asesinatos ocurridos en la ciudad de Villavicencio y con las denuncias del periodista Jairo Alberto Marín sobre la muerte y tortura de más de 740 hombres homosexuales por cuenta de organizaciones como la Mano Negra, Muerte a Homosexuales, Amor a Medellín, Limpieza de Cali y Escuadrón de Limpieza Social entre 1985 y 1992. Según Velandia, las persecuciones contra personas homosexuales se justificaban no sólo porque la homosexualidad era tipificada como delito en el Código Penal, sino además porque era consideraba un indicio de ser parte de un movimiento guerrillero. Lo paradójico es que si, por un lado, de las personas homosexuales se sospechaba que eran subversivos, guerrilleros y comunistas, la izquierda, por su lado, les atribuía la condición de “escoria política” (Velandia, 2008). Por su parte, el movimiento homosexual intentó distanciarse de cualquier asociación con los movimientos insurgentes, en un intento por liberar la homosexualidad de la categoría de delito. La primera marcha del movimiento afirmaba en una de sus arengas: “Ni delincuentes ni antisociales, simplemente homosexuales”10. 10 “En 1982 desde el mlhc y con el apoyo de ‘Ventana Gay’ planeamos y realizamos el ‘Primer Encuentro Latinoamericano de organizaciones homosexuales’. La sede de este evento internacional fue la de la ade, Asociación Distrital de Educadores, en Bogotá, y como culminación de tres días de deliberaciones se llevó a cabo la ‘Primera Marcha del orgullo gay colombiano’, el miércoles 28 de junio de 1982. El interés de la Marcha fue destacar la importancia que tenía lograr el cambio del Código de Policía de Bogotá ajustándolo al nuevo Código Penal, mostrar los logros obtenidos a partir del cambio en el Código Penal colombiano y distanciarnos de la idea de que por ser homosexuales éramos guerrilleros o delincuentes. En esta marcha tan sólo hubo unos 30 participantes de Bogotá, algunos caminantes procedían del ‘Greco’ de Medellín, y muy pocos eran nuestros visitantes internacionales; un contingente de 100 policías estuvo rodeándonos desde que iniciamos el desfile hasta que culminó en la Plazoleta de las Nieves, con un acto político discursivo, realizado desde una tarima cedida por el Sindicato de trabajadores de la etb, Empresa de Teléfonos de Bogotá. En esa oportunidad León Zuleta y yo, nos dirigimos a los asistentes. No

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Las detenciones, las redadas, los tratos crueles durante el proceso de detención y los abusos cometidos por los captores fueron habituales a lo largo y ancho del país. Ello obliga a preguntarse si en lo referente a estas prácticas conocemos apenas la superficie, y muy poco sobre el entramado de violencias de larga duración que las sostiene. Durante los años setenta y ochenta las prácticas de represión política llevaron al límite las formas de constitución de subjetividad, hasta situar la humanidad en los bordes. Cuerpos puestos al límite de su resistencia en la tortura, o en los márgenes de lo ontológico en la desaparición forzada11 dan cuenta de las fronteras de humanidad que se traspasan en los órdenes autoritarios y totalizadores. Este ordenamiento social caracterizó lo diferente como peligro inminente o latente, y dispuso toda su fuerza para conjurar la diferencia y conseguir una realidad única y total. Se apuntaba a fracturar, desligar y desanudar las formas de organización social que no eran coherentes con la unidad nacional a la que se propendía con el uso recurrente de la excepción jurídica. Autoritarismo, machismo, latifundismo, racismo y militarismo se exacerbaron durante la segunda mitad del siglo xx para emprender la guerra total contra lo que se consideraba una amenaza permanente. Estas cadenas de violencias, que constituyen el horror y el espanto, no son ajenas al proyecto civilizatorio, sino parte de él. La tortura y el conjunto de tratos crueles y degradantes son prácticas comunes que se pueden verificar en diferentes épocas. Su esquema de funcionamiento y su lógica son prácticamente los mismos; algunos métodos son más elaborados que otros, y algunas pretensiones se agregan o se quitan de acuerdo con el contexto específico. Según el enfoque que se ha propuesto en este trabajo, la tortura no es una excepción en la historia, ni un producto monstruoso surgido de las antípodas de la ciudadanía; debe ser entendida en los contextos en que se produce, y como un continuo desdibujamiento de lo múltiple. El horror de la tortura no se presenta entonces como irrastreable e indiscernible, ni como la antítesis del teníamos un discurso preparado, así que ambos improvisamos; León hablo se sexo y política, yo lo hice sobre las razones por las que habíamos marcado nuestras mejillas con un triángulo de color rosa (símbolo con el que marcaban a los homosexuales y objetores de conciencia en los campos de concentración en Alemania) e identificado con el número de nuestro documento de identidad, también sobre por qué marchábamos enarbolando dos pendones que, igualmente a la estrategia del rostro pintado, yo había ayudado a diseñar, y cuyos textos decían ‘Ni delincuentes ni antisociales, simplemente homosexuales’ y ‘Madre, si tu amas a tu hombre, deja que yo ame el mío’. ¿Yo, delincuente? Fue la pregunta que durante la preparación de la marcha, se hicieron y respondieron algunos de los treinta participantes que se atrevieron a dar públicamente la cara. Claro que sí lo éramos y lo habíamos sido según el Código Penal colombiano del 36” (Velandia, 2008). 11 Recuérdese que la detención durante diez días, autorizada por el artículo 28 de la Constitución colombiana de 1886, permitió desaparecer a los detenidos y torturarlos en distintos centros militares.

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proyecto civilizatorio, mucho menos en contravía de los anhelos de progreso, orden y seguridad de una sociedad; sino como su contracara, incluso como lo que hace posible la realización de los anhelos del proyecto moderno. De ahí que los dispositivos biopolíticos de la seguridad nacional y las ideas del militarismo contemporáneo sobre la alteridad no pueden ser estudiados sin reparar en el proceso de desdibujamiento de las diferencias. La fantasía de la homogeneización nacional, las estrategias inmunitarias para la defensa de la sociedad y la excepcionalidad del derecho están construidos sobre, y continúan, un entramado histórico de larga duración. En consecuencia, llevar a cabo un estudio de la tortura contemporánea requiere avanzar en una mirada genealógica de esta práctica y describir las racionalidades que la recrean, encubren o legitiman12. La evidencia de la tortura a finales de la década de los ochenta, si bien se revela como una ampliación de los criterios de aplicación, también da cuenta de su invisibilidad histórica. Y es que, en el momento en que la tortura pasa de ser una práctica generalizada, masiva y dirigida contra los sujetos históricamente marginados y excluidos de la ciudadanía ilustrada, a una forma de administrar el interior mismo de esa ciudadanía (es decir, una práctica dirigida contra la población urbana, universitaria y de clase media), se produce un nuevo lugar de inscripción, y también un nuevo lugar de enunciación de sus víctimas. No es, pues, el carácter masivo de la tortura durante los setenta y los ochenta lo que le otorga su visibilidad —la tortura era ya masiva en las zonas rurales—, sino la enunciabilidad de sus víctimas; estas ahora están también en las ciudades, por lo que sus denuncias adquieren otra sonoridad. La tortura se hace visible cuando sus víctimas pertenecen a sectores urbanos de clase media que tienen la posibilidad de denunciar y los medios para incidir en lo público; así empieza a develarse masiva, generalizada o sistemática, y se empieza a saber que sus víctimas no sólo han sido jóvenes de clase media de los centros urbanos, sindicalistas o integrantes de movimientos de izquierda, sino también campesinos, indígenas, personas homosexuales y habitantes de la calle, que la padecían desde mucho tiempo atrás, bien fuera en los campos o en las ciudades. Ahora bien, es cierto que la denuncia que resulta posible con la existencia de un nuevo tipo de víctimas amplifica el ruido de las violencias históricas silenciadas, pero revela también la violencia epistémica que determina este acallamiento y la subal-

12 Por ejemplo, la noción de estado de excepción permanente, caracterizada por Benjamin y Agamben, puede ser objeto de una mirada crítica basada en la experiencia colonial que, como una excepción-regla, transita por todo el proceso moderno. Al respecto, Anthony Bogues (2010) ha propuesto que, más que en la de estado de excepción, habría que profundizar en la idea de lugares/sitios de excepción propios de los sistemas de esclavitud racial y colonialismo. Tales sitios, en tanto operan sobre individuos que no son libres, tienen mucho que mostrar acerca de los contextos en que la excepción es la regla.

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ternización implícita en el hecho de que aquella vía fuera la única opción para recuperar las voces acalladas13. Comprender el entramado histórico de la tortura contemporánea supone reconocer el papel que juegan las estructuras de segregación y marginación de la alteridad en la relación entre el victimario y su víctima. Al respecto, es significativo que entre los tratos denigrantes contra las víctimas se encuentran su “feminización” y su nominación como “indios”, “putas” o “negros”. Que la feminización y la nominación racializada o sexualizada del otro puedan ser tratos denigrantes revela el entramado colonial con que se construyen estas representaciones del otro. Una mirada genealógica de la tortura permite considerar lo que esta superficie de la denuncia revela. En Colombia, para finales de la década de los setenta la tortura entró, pues, en un campo de visibilidad por causa del lugar de enunciación de sus víctimas. Un conjunto de denuncias hizo posible que estos hechos adquirieran resonancia nacional e internacional —fueron objeto de debates en el Congreso y motivaron las visitas e informes de Amnistía Internacional y de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos—. Por primera vez en el país se asistía a discusiones nacionales sobre las violaciones de los derechos humanos. Aunque algunos periódicos de gran circulación, como El Tiempo, hicieron eco de la posición del Gobierno según la cual la tortura era un mito o los presos se torturaban a sí mismos para desprestigiar al Gobierno y a los militares, en periódicos como El Espectador y El Bogotano y en revistas como Alternativa se hicieron importantes denuncias que hicieron insostenible la postura del Gobierno. Imagen 7. Caricatura de Héctor Osuna, 1979

Fuente: Osuna (1983).

13 En el caso de la prensa, la sonoridad de las denuncias de tortura se amplifica en las caricaturas de Héctor Osuna en el periódico El Espectador (imágenes 7 y 8). En 1985 la caricatura de Guerreros expresaba mejor que ninguna las concepciones de la tortura y la democracia (imagen 9).

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Imagen 8. Caricatura de Héctor Osuna, 1979

Fuente: Osuna (1983).

Imagen 9. “La democracia sigue en pie”

Fuente: Guerreros (1985).

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Dos casos tuvieron particular resonancia en los medios de comunicación: el de la médica Olga López de Roldán y el de María Etty Marín. La detención de la médica se hizo dos días después del robo de armas del Cantón Norte14, junto con su hija Olga Helena Roldán López, de cinco años15. Olga López fue brutalmente torturada durante doce días en las caballerizas de Usaquén, en Bogotá, y en el municipio de Facatativá, en la Escuela de Comunicaciones del Ejército, en el sitio conocido como Piedras de Tunja. El caso fue el primero en ser denunciado y motivó la primera condena por tortura contra el Estado, fallada por un tribunal del Consejo de Estado16. Imagen 10. María Etty Marín en muletas ante el consejo verbal de guerra

Fuente: Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos (1980).

14 El juez 106 de instrucción penal militar decretó el allanamiento de la vivienda de Olga López de Roldán porque sospechaba que era parte de un grupo subversivo. Para la fecha, Olga le brindaba atención médica a Augusto Lara Sánchez, tristemente célebre por ser el detenido más torturado de Colombia. En un allanamiento previo, Lara había sido detenido junto con su esposa; su hija recién nacida quedó sola y murió posteriormente de inanición (Morris, 2001: 181-182). 15 Según el expediente 3507, “la menor Olga Helena Roldán permaneció retenida por espacio de diez (10) horas durante las cuales fue incesantemente interrogada y amenazada con hacerle daño a su madre, le hicieron grabaciones magnetofónicas de su llanto y de las llamadas angustiadas a su madre, a quien vio cuando la encapucharon y alejaron a empellones hacia las caballerías de la Brigada de Institutos Militares en Usaquén” (Sentencia del Consejo de Estado del 27 de junio de 1985: 5). 16 El fallo del Consejo de Estado es de 1985 y reza: “Declárese a la Nación colombiana, administrativamente responsable de los perjuicios causados al doctor Iván López Botero, a la doctora Olga López Jaramillo de Roldán y a la menor Olga Helena Roldán López como consecuencia de las torturas morales a que ellos fueron sometidos y de las lesiones psíquicas y corporales causadas a la doctora Olga López Jaramillo de Roldán durante el tiempo transcurrido entre el 13 de enero de 1979 hasta el 13 de enero de 1981, en las instalaciones de la Brigada de Institutos Militares (bim), y otras dependencias oficiales” (Sentencia del Consejo de Estado del 27 de junio de 1985: 20). La sentencia también condena a la Nación colombiana (Ministerio de Defensa Nacional) a pagar el equivalente a 1000 gramos de oro puro, a título de perjuicios morales.

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El caso de María Etty Marín fue conocido porque sus fotografías circularon en varios periódicos nacionales; fue el primero en poner en evidencia las torturas y la violencia sexual contra las mujeres. Como consecuencia de ellas, María Etty quedó gravemente afectada en sus piernas y asistió al consejo verbal de guerra en muletas (imagen 10). Posteriormente, en testimonio ante el Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos, declaró: Soy una empleada de una fábrica en la ciudad de Cali y conocedora de que ustedes me pueden brindar la oportunidad de denunciar ante el pueblo colombiano y autoridades en general la forma como fueron pisoteados tanto mi integridad física, moral, psicológica, como mis oportunidades legales de defensa. Envío la presente esperando se cumpla su objetivo. Fui secuestrada por cuatro señores (a quienes nunca antes había visto) el día 10 de mayo del presente año (1979). No me dijeron quiénes eran ni qué pretendían. Estos señores me sometieron a la fuerza y me montaron en un jeep blanco, allí me vendaron y amarraron. Fuimos a un sitio, luego volvimos a salir, dieron varios rodeos para finalmente dejarme en el Batallón Pichincha de la ciudad de Cali, en un lugar que llaman “La Remonta” (una especie de caballeriza). Allí fui víctima por parte de estos señores de una serie de torturas tanto físicas como psicológicas, entre las cuales le detallo las siguientes: Me pararon en la lluvia horas y horas enteras, me golpeaban por todo el cuerpo; me decían que les entregara unas armas de las cuales no tengo el menor conocimiento; a raíz de esto me llevaron y me pararon en un hormiguero, bajándome el bluyín y la ropa interior, introduciéndome hormigas por los órganos genitales; esto causa una piquiña terrible y yo estaba vendada y atadas las manos fuertemente. Posteriormente me llevaron a un lago o piscina (todos estos lugares están allí en “La Remonta”), me pararon al borde, allí tenían suspendido a un hombre al cual lo sacaban cuando empezaba a chapalear. Me decían que aceptara que yo tenía arma o si no me harían lo mismo. Como no podía aceptar algo de lo que no soy responsable, me negué. Inmediatamente me zambulleron en el agua; cuando no tenía ya fuerzas para respirar y estaba prácticamente ahogada, me sacaban la cabeza tomándome del pelo, y me presionaban a que aceptara. Viéndome muy ahogada me retiraron del lago y me dejaron desahogar, haciéndome arrojar la cantidad de agua que se había alojado en mí. Después me llevaron a una pieza, me mostraron a una muchacha que estaba llorando, muy sucia, pálida, con expresión de cansancio y el cabello revolcado; me dijeron que de no aceptar lo que me decían me pasaría lo mismo que a ella. No sé qué le habrían hecho, pero en todo caso, minutos más tarde estos señores me sacaron de nuevo a la intem-

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perie, estando allí me quitaron la ropa —quedando semidesnuda—, me forzaron a abrir las piernas y me violaron, haciéndome arrodillar alternadamente. Todo esto lo llevaron a cabo estando yo amarrada. Después de esto me siguieron golpeando, dejándome parada en hormigueros y en la lluvia horas enteras, diciéndome que traerían a mi hermana y ante mí le harían las mismas torturas, de no aceptar lo que ellos me pedían: firmar hojas en blanco, escribir lo que me ordenaran o aceptar por escrito que tenía armas. A consecuencia de aquel acto sufrí una hemorragia que empezó el viernes en la mañana y no fui atendida, ni llevada a bañar sino hasta el sábado por la tarde, en que me llevaron a bañar (a la guardia) y de nuevo a “La Remonta”, estando aún enferma, con un dolor agudo en la pelvis y en la pierna derecha. Durante todo este tiempo no me dieron ninguna clase de alimentos, ni gota de agua. El domingo fui llevada a la enfermería del batallón porque ya mi cuerpo y mis sentidos no respondían siquiera a la tortura, allí me tuvieron que aplicar suero, desinflamatorios, analgésicos y ungüentos para subsanar los golpes, al igual que unas pastas para prevenir la infección vaginal. Quedé con un flujo vaginal, un intenso dolor en la pelvis, diarrea, vómitos; la rodilla derecha y la columna bastante golpeadas me dolían mucho. Allí me tuvieron como diez días, luego me trasladaron a una celda estando aún enferma y en este lugar no me siguieron suministrando los remedios cumplidamente. Durante este tiempo no me permitieron ver a mi familia, pero sí utilizaban el sentimiento familiar para torturarme psicológicamente; además utilizan grabadoras con extraños sonidos y voces, también de animales (por ejemplo caballos, marranos, etc.) para amenazarla a una constantemente. La tortura física es poca cosa comparada con la psicología a que somos sometidos los detenidos a los cuales escapan de matar estos señores (del B-2 y el autodenominado Servicio de Inteligencia, según ellos mismos decían) y a la presión ejercida por parte de los jueces penales militares que se hacen acompañar de estos señores algunas veces en las indagatorias, llegándose a presentar situaciones como esta, en mi caso: Estando a pocos pasos de mi abogado fui arrastrada a la celda, no permitiéndome firmar el poder que traía en la mano, ni siquiera hablar con él. Esto delante del juez y los altos jefes militares, siendo que llevaba más de veinte días, detenida e incomunicada y aun cuando ya había sido indagada sin haber permitido la presencia de mi abogado para ello, nombran sin mi consentimiento un militar para que me asistiera. Fui trasladada a la Penitenciaría Nacional de Palmira el día miércoles 6 de junio, sindicándome de pertenecer a la organización revolucionaria

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M-19. Este traslado directamente del batallón, se hizo en las primeras horas de la tarde, precisamente el día en que gracias a la intervención de mi abogado, le habían dado a mi familia permiso para verme a partir de las cinco de la tarde. Por estos “inconvenientes” sólo pude ver a mi familia el día de visita en el penal (domingo 10 de junio), después de un mes de haber sido detenida y no verlos. Como es de mi conocimiento el interés que ustedes han mostrado por el respeto mutuo entre los seres humanos, tanto de su integridad física, moral, psicológica, como de sus oportunidades legales de defensa, me animé a enviarles esta carta como testimonio humano de lo que realmente se nos hace a los detenidos en Colombia (especialmente aquellos que deberían ser tratados como presos políticos según las sindicaciones lanzadas). Esto, señores, es sólo un somero resumen de lo que me ocurrió. Si ustedes están interesados en verificar lo que digo en la presente, les comunico que aún tengo pruebas de ello. (Comité Permanente por la Defensa de los Derechos Humanos, 1980: 313-315)

La denuncia de María Etty Marín fue una de las más sonadas en los medios de comunicación, particularmente como resultado de la difusión que realizó la revista Alternativa en sus ediciones 241 y 248 de 1979 y 1980, respectivamente. El caso de María Etty constituyó una evidencia contundente de las torturas, comoquiera que asistió gravemente lesionada y en muletas al consejo verbal de guerra, y en virtud de que su denuncia estuvo dirigida concretamente contra el coronel Eduardo Plata Quiñones, quien había participado en las torturas. Como informó el periódico El País de Cali, un alto oficial del Ejército nacional, durante una recepción que se ofreció para despedir al entonces teniente coronel Eduardo Plata Quiñones, de la comandancia de la escuela de suboficiales Inocencio Chincá, afirmó que las mujeres eran más difíciles de interrogar. “El alto oficial que fue descorriendo un velo de incógnitas sobre los episodios que siguen a las detenciones de los integrantes y miembros del M-19, dejó saber cómo las mujeres fueron «un verdadero dolor de cabeza para interrogarlas y someterlas a declaraciones o indagatorias legales»” (El País, 1.° de junio de 1979: 8). Las denuncias de la época permitieron conocer las magnitudes y densidades de la tortura y crearon para estos hechos un campo de visibilidad nuevo en el país. Al mismo tiempo, permitieron fijar un listado de nombres, edades, fechas y lugares de detención, tipos de tortura, presuntos responsables y otros datos que revelaban la sistematicidad de la tortura. Así se constituía la base de datos del Cinep, referida al inicio de este capítulo, pero también el informe de Amnistía Internacional y otros documentos de la época, como los libros Documentos

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testimonios (1979) y Represión y tortura en Colombia (1980). Todos los documentos son de incuestionable relevancia para conocer sobre las denuncias. La base de datos del Cinep incluye datos de más de 7000 detenciones y torturas entre 1970 y 1981; el informe de Amnistía Internacional cuenta con una recolección de testimonios procedentes de todo el país y la complementa con peritajes médicos realizados en casos seleccionados; y los libros mencionados, además de hacer síntesis de los documentos, revelan nuevas denuncias e informan sobre las discusiones de representantes de distintos sectores políticos durante el Foro Nacional por los Derechos Humanos. Estos documentos, si bien proporcionan información relevante sobre el tema de esta investigación, serán también considerados críticamente en virtud del campo representacional en que se inscriben y de sus efectos de visibilidad, amplificación, opacidad y silenciamiento. Finalmente, serán considerados también en virtud de lo que no dicen.

6.2. Sistematización del sufrimiento e invisibilidad del sujeto El documento del Cinep (1982) da cuenta de los casos de tortura reportados entre 1970 y 1981. Los casos están clasificados según una tipología y presentados en tablas. El segundo volumen hace referencia a las formas de represión individual y presenta tablas con numerosas columnas. En la primera columna aparecen los nombres de las víctimas, y en las siguientes, abreviaturas o números que constituyen códigos. Los códigos de las primeras columnas especifican el género y la edad de la persona y el tipo de actividad que desempeña. Las siguientes columnas refieren el tipo de organización a la que pertenece el detenido, la fecha y lugar del allanamiento, el sitio de reclusión y la situación jurídica del detenido. De ahí en adelante, la clasificación se enmarca en una categoría general llamada “atropellos y torturas”. Esta sección se subdivide en ochenta números (ochenta casillas). Cada número corresponde a un tipo de práctica asociada a la tortura; así, por ejemplo, el número 1 corresponde a “ahogamiento en agua (‘submarino’)”; el número 12, a “asfixia”; el número 20, a “crucifixión”; el número 65, a “unción de miel”. Al 80 le corresponde la anotación “secuelas de tortura”17. 17 El total de las categorías se presenta así: “1-Ahogamiento en agua (‘Submarino’); 2-Ahogamiento por introducción de objetos en la boca; 3-Ahogamiento por vendas; 4-Aislamiento e incomunicación; 5-Allanamientos; 6-Amarradas; 7-Amenazas; 8-Amenazas a familiares; 9-Aplicación de reflectores luminosos; 10-Arrastramientos; 11-Asesinato; 12-Asfixia; 13-Capuchas y capirotes; 14-Caminatas; 15-Caminar sobre vidrios, piedras calientes, etc.; 16-Cambios bruscos de temperatura; 17-Chantajes; 18-Colgadas; 19-Columpio; 20-Crucifixión; 21-Decomi-

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Las siguientes catorce columnas están agrupadas en una categoría llamada “responsables”, que a su vez se subdivide en “responsables colectivos” (Ejército, Policía, das, F2, otros, funcionarios públicos, particulares), “responsables individuales” (nombre, cargo o actividad) y “responsable de” (allanamiento, detención, heridas, torturas, asesinato). La clasificación de la tabla permite, así, que a cada nombre de una víctima (en la primera columna) le correspondan equis, datos o espacios en blanco, según el tipo de tortura infligida y el presunto responsable (en cada una de las siguientes columnas). Como herramienta para la denuncia, efectivamente, la base de datos resulta de gran utilidad, y por la cantidad de los datos recolectados revela que no se trataba de hechos aislados. Sin embargo, el listado de personas y las casillas que clasifican el “tipo de tortura y atropello” operan en un régimen de representación en que los sujetos son desdibujados y convertidos en datos que pueden ser ordenados y sistematizados, y así mismo seleccionados, borrados o desaparecidos. En esa medida, la sistematización de seres humanos y de sufrimientos humanos adopta un régimen de representación que parece recrear la lógica de la sistematicidad de la detención, tortura y desaparición de personas. De la misma manera que las denuncias de torturas presentadas a finales de los setenta pueden oscurecer la existencia de una empresa sistemática que había recorrido el país a lo largo y a lo ancho durante los años previos, el intento de sistematizarlas termina por enmascarar o sepultar, “dentro de coherencias funcionales o sistematizaciones formales” (Foucault, 1992: 21), la dimensión subjetiva y humana implicada. El antropólogo Jack Goody (1985) ha sostenido que el uso de sistemas de representación lineales y escriturales para dar cuenta del pensamiento y la organización de sociedades ágrafas es una práctica etnocéntrica que con-

sos; 22-Desaparecido; 23-Desnudadas; 24-Destrucción de objetos; 25-Esposadas, 26-Exigencia de salvoconductos; 27-Fracturas; 28-Golpes; 29-Golpes amortiguados; 30-Golpes con objetos diversos; 31-Heridas; 32-Inhalacion de gases; 33-Ingestión de excrementos; 34-Insultos e injurias; 35-Impedimentos para realizar actividades fisiológicas; 36-Intento de envenenamiento; 37-Introducción de objetos por la vagina; 38-Introducción de objetos por el ano; 39-Inyeccion de Pentotal u otras drogas; 40-Lanzamientos; 41-Lavadas; 42-Levantamiento de las uñas; 43Mordeduras; 44-Mutilaciones; 45-Obligada imitación de animales; 46-Patadas; 47-Picana (choques eléctricos); 48- Pinchazos; 49-Plantón; 50-Privación de alimentos; 51-Prohibición de alimentos de primera necesidad; 52-Puños; 53-Quemaduras; 54-Robos y saqueo; 55-Ruidos; 56-Secuestro; 57-Sentadas en hormigueros; 58-Sentadilla y ejercicios forzados; 59-Tentativa de asesinato; 60-Simulacro de fusilamiento; 61-Soborno; 62-Suplicio chino; 63-Torturas psíquicas; 64-Trotes; 65-Unción de miel; 66-Violaciones y abusos sexuales; 67-Vendas en la cara; 68-Expulsión o extrañamiento de la región o del país; 69-Procedimientos para la pérdida sensorial; 70-Interrupcion de tratamiento médico; 71-Castración o intento; 72-Interrogatorios prolongados; 73-Despido; 74-Desalojo; 75-Ahorcamiento o intento; 76-Obligada aceptación de buen trato; 77-Suicidio; 78-Introducción de armas en la boca; 79-Seguimiento y hostilidad; 80-Secuelas de tortura” (Torres y Barrera, 1982).

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lleva cierta violencia epistémica. Goody piensa que recurrir a la escritura para describir las formas de organización de estas sociedades disminuye las posibilidades de comprender su complejidad. Cuando elabora tablas, listas y otros recursos gráficos que tienden a formar conjuntos de asociaciones fijas y lineales, cuerpos de datos definidos y correspondencias unívocas el etnógrafo termina por violentar el pensamiento de las sociedades ágrafas, pues lo ajusta a la coherencia interna de sus propios marcos de interpretación. La exégesis escritural del pensamiento ágrafo tiende a eliminar la ambivalencia y la ambigüedad, el azar y la contradicción, pues tales nociones son incompatibles con la razón escritural; “muchos antropólogos”, dice Goody, “parecen ver la ambivalencia y la ambigüedad como inaceptable para el «pensamiento salvaje», como teniendo que ser eliminadas por la clasificación o sofocadas por el tabú. ¿Podría tal aproximación, tan enemiga del análisis de muchas hablas poéticas, ser un resultado de nuestras tablas más que de sus pensamientos?” (1985: 79). Según Goody, desde el punto de vista de una lógica escritural-estructural la actividad intelectual y creativa de las sociedades sin escritura parece inexistente, pues dicha lógica espera identificar la autoría individual plenamente, y así desconoce que en estas sociedades la firma individual está siempre borrada en el proceso de la transmisión generativa. En las sociedades sin escritura el proceso de creación es continuo, y cada recitante es un autor, no un producto más de una supuesta conciencia colectiva. En últimas, lo que Goody pone en evidencia es que la manera en que se narra al otro puede impedir que se lo comprenda y que se le haga justicia a su forma de pensar, y, en cambio, puede terminar por reducirlo a formas más simples de cognición. Así sucede, en muchos casos, con las tablas y las listas elaboradas por los científicos sociales, que obedientes a una lógica binaria terminan por “ordenar y formalizar estos conceptos en una forma que parece más consistente en el caso de los modos de comunicación y tradiciones con utilización de escritura que con la carencia de ésta” (Goody, 1985: 66)18. Estas reflexiones, aunque referidas a la interpretación de las culturas ágrafas, bien pueden ser pertinentes cuando se trata de las mismas sociedades escriturales. Toda vez que el etnógrafo se encuentra ante narraciones, enunciaciones, memorias y prácticas que no necesariamente tienen un correlato en las lógicas

18 Los ejemplos planteados por Goody son de distinta índole. Tal vez el más relevante tiene que ver con la escriturización que él mismo hizo del rito del bagre de los lodagaá. Tras su publicación, la versión de Goody terminó presentándose en el interior de la comunidad como la “versión oficial”. Goody reflexiona críticamente sobre este tema y cuestiona el lugar de la representación escritural occidental respecto de prácticas orales y ágrafas que se recrean y se renuevan constantemente en cada intérprete y en cada narrador.

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de las escrituras con que se las analiza, y toda vez que las ambivalencias y ambigüedades son constitutivas de las identidades humanas, los planteamientos de Goody pueden ser extrapolados a ámbitos sociales en que la comunicación escrita es común. Sus reflexiones bien pueden ser útiles para pensar en lo que supone transitar de algo tan emocional, corporal y oral como el sufrimiento humano a una escritura y sistematización de esa experiencia. Lejos de querer subestimar la sistematización de la información sobre víctimas y violencia, considero, no obstante, que es importante preguntarnos si las tablas, las encuestas y otras formas de clasificación no pueden terminar por sustraer de las catástrofes humanas asociadas a la violencia y al sufrimiento aquello que justamente las determina como humanas, o por borrar al sujeto implicado en esas experiencias. En el reconocimiento de los límites de estos procesos de sistematización, clasificación y tipificación bien podrían hallarse tanto las interpelaciones de ese sufrimiento humano al orden social como los caminos para construir narrativas de otro modo sobre el sufrimiento. ¿Cómo dar cuenta de lo ambivalente y lo ambiguo del sufrimiento?, ¿cómo narrar la corpo-oralidad de la violencia?19 Dadas estas razones, cabe pensar en las formas en que se construye memoria e historia por medio de la escritura, y también emprender procesos de memoria e historización de las condiciones de producción de los textos escritos. Sobre esta base, parece indispensable pensar en la escritura no sólo como fuente o como técnica, sino como objeto de investigación; y de inmediato surge el interrogante sobre lo que implica hacer de la memoria de los “informantes”, de las prácticas de los “nativos” y de los cuerpos de los “observados” un saber científico-escritural. La escritura, en tanto práctica, puede ser considerada en su cara dominante, que apunta a una supuesta captura de la evanescencia del pensamiento, como en sus efectos sobre la individuación, que favorecen la jerarquización social. Al mismo tiempo, se puede entender que lo que transita de una voz, de una práctica o de un cuerpo a un saber es a la vez una pérdida irremediable de la presencia y una ganancia en el entramado de interrelaciones que supone su producción. Porque hacer hablar al cuerpo que calla la escritura puede ser una posibilidad de hacer resonar en el propio cuerpo-de-la-letra las marcas significantes del encuentro con el otro. No cabe duda de que los esfuerzos por construir una sistematización de los hechos de detención y tortura ocurridos a finales de la década de los setenta y durante los ochenta son fundamentales para formular denuncias; además, no puede olvidarse que respondieron a la necesidad de hacer visibles prácticas que las narrativas gubernamentales pretendían negar. Pero dicha sistematización muestra a los sujetos sólo como los objetos de tales padecimientos, los presenta 19 El concepto de corpo-oralidad fue acuñado por Londoño (2005) para ayudar a comprender las singularidades del cuerpo y el lenguaje en casos de mujeres excombatientes en Colombia.

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según la clasificación de sus padecimientos o según la relevancia y precisión de sus denuncias, es decir, no abandona la narrativa misma que la lógica de la tortura ha producido, la de la administración del sufrimiento. Las sistematizaciones revelan cualidades, cantidades y clasificaciones en los esquemas del horror, pero poco o nada dicen de estos sujetos, ni mucho menos de su sufrimiento. Un nombre, una edad, una ocupación, un lugar y una fecha de detención, tres, cinco o quince formas de tortura y algún dato sobre su torturador. El documento es eficaz en la denuncia, pues identifica sistemáticamente la empresa del horror, pero es completamente limitado en cuanto a revelar las formas en que los sujetos se rinden, se aplacan, se unen, resisten, viven o mueren. En sentido estricto, poco o nada dicen del sufrimiento humano que se vincula a estas prácticas, aun cuando podamos suponer e intuir el sufrimiento en los nombres que clasifican las formas de tortura. El régimen de representación en que se inscribe la sistematización tabular se anuda con el carácter burocrático de la tortura. No hay pues sufrimiento, ni emociones, ni sujeto, ni cuerpo, sólo datos que se suman uno tras otro en un voluminoso texto. El texto se muestra entonces impactado por la tortura misma: datos que parecen inagotables, a los que podría siempre sumarse uno más, o alguien más. El sujeto desaparece, es borrado, pero también escapa a esta representación; sus emociones, sus tácticas y sus estrategias, sus entregas y sus resistencias no circulan en el texto. Vera Grabe, que hizo parte de la comandancia del M-19, al empezar a describir su experiencia de tortura en su libro Razones de vida expresa: Tanta gente lo ha vivido, y en esencia siempre es lo mismo. No importa el país, ni la época. Es una larga cadena, caso tras caso. Pero así tu nombre se incorpore a las largas listas donde se pierden los rostros, cada uno es una persona que enfrenta a una antigua y primitiva práctica inhumana, sustentada en el dolor, la humillación, en quebrar la voluntad, lealtad y fe de los seres humanos. Y pone en jaque su fe religiosa, la lealtad a sus amigos, el amor a su pueblo, su convicción política. Cada caso es una denuncia. Pero también el testimonio de una batalla ética y afectiva. (2000: 98)

6.3. La visibilidad del secreto El informe de Amnistía Internacional resultante de la visita que realizó este organismo entre el 15 y el 21 de enero de 1980 presenta testimonios de las víctimas de tortura, entrevistas y fotografías de peritajes médico-legales. Se trata de una

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investigación realizada por el sociólogo filipino Edmundo García, el abogado español Antonio Carretero y el médico y psiquiatra canadiense Federico Allodi. Como se sabe, la respuesta del Gobierno colombiano, de abril de 1980, rechazó tajantemente el informe, cuestionó la imparcialidad del organismo de derechos humanos y lo acusó de intentar “desacreditar ante la comunidad internacional a la democracia colombiana” (El Espectador, 21 de abril de 1980). El informe presenta testimonios sobre detención y tortura procedentes de diferentes sectores del país y clasifica las denuncias según el grupo poblacional: indígenas, campesinos, sindicalistas y profesionales. El documento presenta también un informe médico que incluye un análisis detallado de treinta casos estudiados por el delegado médico de Amnistía Internacional, y adjunta el soporte fotográfico de dicho peritaje. Sin duda, se trata de un documento de gran importancia para el proceso de documentación de la tortura, y cuenta con la contundencia de pruebas testimoniales y de los peritajes médicos. Además, cada una de las secciones dedicada a un grupo poblacional comprende una corta introducción que informa sobre las prácticas de exclusión, marginación, explotación y amenaza que operan en una historia de larga duración en el país. El informe de Amnistía Internacional respondió a la necesidad de demostrar la existencia efectiva y generalizada de la tortura en el país, con el fin de desvirtuar la negación reiterada del Gobierno colombiano y su presentación de algunos casos como hechos aislados en ciertos contextos específicos de detención. El ministro Zea Hernández afirmó que las prácticas denunciadas como tortura eran en realidad una cuestión de método, por lo demás común en todas las policías secretas del mundo, para arrancarles confesiones a los detenidos. Dentro del sistema policivo mundial, no digamos ya en los estados de policía en donde hay unas organizaciones exclusivamente establecidas para perseguir el delito y para desenmascarar a la gente, por ejemplo como la Gestapo en Alemania, la cia, el fbi, la kgb de los rusos, sino en los sistemas policivos del mundo entero, cuando se captura a un individuo se le hace confesar. Y eso de que se le hace confesar por las buenas no existe, el tipo no confiesa y va a la cárcel. En todas partes del mundo se hace: Usted puede ver cómo se reprimieron las manifestaciones en Francia, y ahora en la época socialista de Mitterrand, y también en Colombia. El ejército de Colombia y la policía de Colombia también tienen esas prácticas, cogen a un tipo y lo interrogan hasta que se le saca la información, sin tener que acudir a actos violentos: pero naturalmente como los interrogadores buscan informaciones precisas, por ejemplo, para saber dónde está un secuestrado para rescatarlo, o dónde están las armas para recuperarlas, entonces no se conforman con la simple información que el detenido proporciona. Muchas veces éste dice que

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no sabe nada. Probablemente sí los llevaban, como dicen, a las albercas y les metían la cabeza en el agua, pero eso no fue masivo. (Behar, 1985: 180-181, énfasis agregados)

El ministro, que se presentaba a sí mismo como la “personificación de la defensa integral de los derechos humanos” en Colombia, decidió constatar con sus propios ojos y asistir de manera “sorpresiva” a los centros de detención; al respecto contó: […] una madrugada, concerté con Hugo Escobar una visita, sin decir nada al general Vega Uribe, en ese momento Comandante de la Brigada de Institutos Militares, nos presentamos en las caballerizas de Usaquén, donde tenían a los presos; los tipos estaban siendo interrogados, lo único que tenían era gente vendada, a la que interrogaban miembros de la policía. Les preguntaban cosas y apuntaban, en celditas. En las caballerizas habían hecho celditas en donde los detenidos dormían, con unos fríos me imagino tremendos. Yo llevé, con Hugo, un informe al Concejo de Ministros, que decía que no había delitos atroces, no vimos que los colgaran de los pies, que los colgaran de los testículos, eso no ocurrió nunca, lo puedo garantizar. Lo que hacían eran cosas en las albercas, “usted se va a ahogar ahí, es mejor que confiese”, pero ponerlos como en un blanco y amenazar con dispararles hasta que confesaran no lo hicieron nunca. (En Behar, 1985: 181, énfasis agregados)

El argumento del ministro es común y se les ha oído casi de la misma manera a muchos funcionarios estatales a lo largo de la historia y en diferentes lugares: “Las cosas que hacemos son horribles, pero no diferentes de las que se hacen en otros lugares ni tan horribles como se puede llegar a imaginar”. Como todos los argumentos justificatorios, este se sostiene, por un lado, en la idea de que siempre hay actuaciones peores: más violentas, más deshumanizantes o extendidas en un mayor período de tiempo; por otro lado, en el hecho de que hay otros contextos en los que tales prácticas son de uso común, de modo que las propias se hacen menos condenables: “Nada nos diferencia de otras democracias que torturan igual”, “no hacemos nada que no sea habitual en las policías del primer mundo”. Analicemos la opinión del ministro Zea: Quiero insistir en que los sistemas policivos de todas partes del mundo, en las naciones más civilizadas, son implacables. En los Estados Unidos, no hay nada que inspire más terror que el sistema policivo, igual en Londres; por eso se respeta tanto a la policía. Tal vez los sistemas de torturar físicamente y de herir a las gentes no se practiquen. Pero sí por

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ejemplo vendan al individuo un día y una noche, frente a una luz, sin dejarlo cerrar los ojos, que es una tortura moral tremenda, para que vaya confesando. Si no se hubieran empleado esos sistemas en la policía, tal vez nunca se hubiera descubierto dónde estaban las armas del Cantón Norte. El hecho de haber recuperado esas cinco mil o más armas, ha sido una de las proezas más grandes que haya podido hacer el gobierno. La gente se aterró con el robo y pensaba, “mañana van a entrarse a las ciudades con esas cinco mil armas y es una guerra”. El presidente le dice al ejército “ustedes tienen un mes para recobrar esas armas”, y las recuperaron. Yo creo que para eso se pudieron utilizar medios muy crueles quizá, pero no se mutiló a las gentes y cosas de ese estilo, como ocurría durante la violencia contra los liberales, no hubo ensañamiento contra los cientos de detenidos por violar la constitución y la ley. (En Behar, 1985: 181, énfasis agregados)

Como se ve, esta doble cara del argumento justificatorio lo hace —justamente por eso es justificatorio— contradictorio: empieza con “no somos crueles”, o “no torturamos”; sigue con “aplicamos algunos métodos violentos, pero no tan violentos como en otros lados”, y con “en otros lados también se aplican“, “en otros lados también se tortura”; y termina diciendo “somos crueles, torturamos, y gracias a ello nos parecemos a una nación civilizada y democrática y podemos garantizar la seguridad a todos los ciudadanos”. Se trata de un esquema similar al que se encuentra en las justificaciones de los funcionarios del Gobierno de Estados Unidos acerca de las torturas cometidas en Guantánamo y Abu Ghraíb: han llegado a sostener que el “submarino”, “bien usado”, no constituye una práctica de tortura, y que se ha demostrado la efectividad de esta “técnica” a la hora de obtener confesiones. No llamarla tortura es una manera de alivianar la violencia que entraña y una forma de garantizar que el respaldo a las políticas de seguridad se mantenga; así lo sostenía Susan Sontag (2004) cuando con indignación comparaba la reticencia a usar la palabra genocidio para referirse al asesinato de 800 000 tutsis en Ruanda con la negativa a usar la palabra tortura para referirse a lo sucedido en Abu Ghraíb o Guantánamo. La tortura se configura como campo de tensión y acción dependiente de fines ulteriores; pasa de ser ética o moralmente inaceptable e hipócritamente condenable a ser un campo en disputa, que puede resultar plausible y viable. El problema se desliza hacia el intento de nominar lo execrable con los matices que proveen las retóricas de la seguridad o de lo militar. Acerca de los nombres usados para evitar designar los actos de violencia como tales Pilar Calveiro dice que […] en los campos no se tortura, se «interroga», luego los torturadores son simples «interrogadores». No se mata, se «manda para arriba»

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o «se hace la boleta». No se secuestra, se «chupa». No hay picanas, hay «máquinas»; no hay asfixia, hay «submarino». No hay masacres colectivas, hay «traslados», «cochecitos», «ventiladores» […] También se evita toda mención a la humanidad del prisionero. Por lo general no se habla de personas, gente, hombres, sino de bultos, paquetes, a lo sumo subversivos, que se arrojan, van para arriba, se quiebran. […] El uso de palabras sustitutas resulta significativo porque denota intenciones bastante obvias, como la deshumanización de las víctimas, pero cumple también un objetivo «tranquilizador» que inocentiza las acciones más penadas por el código moral de la sociedad, como matar y torturar. (2006: 42)

Recurriendo a una nueva nominación la tortura extiende sus efectos y su poder deshumanizante al orden del lenguaje. Cuando el torturador reviste sus acciones de honorabilidad, también lo hace con los ropajes de la impunidad (Garretón, 2004: 145), enriqueciendo el argot con el que se nombra la tortura, ya sea como un trabajo, una orden bien cumplida o un compromiso o sacrificio patriótico. De ahí que el ministro Zea Hernández recurriera a eufemismos para nombrar la detención en condiciones de aislamiento (“celditas” donde los detenidos “dormían”), y que reconociera que se vendaba a los detenidos y se los amenazaba con el ahogamiento u otras prácticas, pero alegara que ello no constituía en sí mismo una tortura, o que recurriera a la justificación por comparación con sistemas policivos “más civilizados”. En todo caso, la tortura se desliza encubierta por un lenguaje que, por ser eufemístico y justificatorio, clasifica y estratifica los niveles de horror y sufrimiento, pues hace que unos sean reprochables y condenables y otros necesarios o indispensables. Como precisa Slavoj Zizek (2007), resulta aún más preocupante hallar no sólo —como es habitual— a quienes se niegan a reconocer la tortura que practican en secreto, sino a quienes la revelan por alguna razón y a quienes la aceptan como un tema de debate. Zizek se pregunta por qué empieza a hablarse de las torturas practicadas en los centros de detención de Estados Unidos en Abu Ghraíb y Guantánamo, cuando en realidad estas operan en forma secreta. Es decir, ¿por qué hablar ahora de ello y no simplemente seguir haciéndolo en silencio, de manera encubierta, como hasta ahora? Aunque la respuesta de Zizek no va más allá de mostrar el proceso paradójico de ilegalidad y deshumanización que entraña el derecho cuando es aplicado en el escenario de la “guerra global” contra el terrorismo, permite inferir que, justamente, hacer pública (con cinismo o hipocresía) la existencia de la tortura permite convertirla en un tema de debate. Haciendo público el secreto, el secreto puede legitimarse. Ello explica que pudieran tener lugar los acalorados debates en el interior de la apa durante el 2007 en los que varios miembros de la junta directiva se negaron a firmar una moción que re-

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chazaba la presencia de psicólogos durante las prácticas de tortura en los centros de detención20. Como se sabe, la apa fue el primer escenario en que aquello que se suponía éticamente inaceptable devino debatible. La efectividad del reconocimiento público del “lado oscuro”21 quedó así probada. Algo similar se puede decir acerca del reconocimiento público del “secreto de la tortura” con que terminaba cínicamente su discurso el ministro Zea Hernández a finales de los setenta. Este secreto constitutivo de la tortura es, como señala Michel Foucault, una parte significativa del cambio que se gesta de la mano del poder normalizador. La diferencia entre el suplicio realizado en la plaza pública y la tortura que se realiza en secreto no solamente consiste en una modificación técnica; es, fundamentalmente, un cambio de paradigma. Hacer público el sufrimiento del otro tiene una finalidad penalizadora, pero también reguladora, en relación con la sociedad. Al condenado que es llevado a la plaza para sufrir en público se le aplican regularmente tormentos que están destinados a matarlo, pero están acompañados de un saber médico que debe regularlos de modo que el condenado no muera demasiado rápido, pues su sufrimiento debe durar lo suficiente para hacer evidente la fuerza del poder soberano en la sociedad. La tortura, por su parte, constituida en secreto, en el “lado oscuro”, supone el tormento, pero habitualmente regulado por un saber médico destinado a que el prisionero no muera; en la tortura se espera del prisionero fundamentalmente una confesión, y no una ejemplaridad. A diferencia del suplicio, la tortura es una práctica sustraída de la publicidad (Caravero, 2009: 172). La tortura no opera en el mismo régimen que el suplicio público; son en realidad dos momentos diferenciados en la administración del juicio y la pena, pero ambos están presentes tanto en los patíbulos de las plazas como en la racionalidad disciplinaria de las cárceles. Según Foucault (1976) la confesión extraída mediante tortura no fue, durante el siglo xvii, un exceso producido subrepticiamente, sino, más bien, una práctica reglamentada para obtener una 20 Varios militares uniformados asistieron a la convención anual de la apa en 2007, y algunos de ellos tomaron la palabra para sostener que la garantía para que los interrogatorios fuesen seguros, éticos y legales era la presencia de los psicólogos, que ayudarían a impedir que hubiera abusos. Al final, aunque hubo un debate acalorado, se aprobó una resolución que describía 19 técnicas agresivas de interrogación, que serían prohibidas únicamente “si fueran usadas de forma que suponga un dolor o sufrimiento significativo o de manera que una persona razonable considerara que pudiera provocar un daño duradero”. Es decir, se impedía solamente el “daño permanente” (Goodman, 2008). Al respecto véase Physicians for Human Rights (2010). 21 En el episodio de la apa el Dr. Steven Reisner representó la oposición radical: “Si no somos capaces de decir ‘No, no participaremos en interrogatorios agresivos en las prisiones secretas de la cia’, creo que tenemos que preguntarnos seriamente qué es lo que somos como organización y, desde mi punto de vista, cuál es mi lealtad para con esta organización, o si tendremos que criticarla desde fuera de ella en este momento”, sostuvo justo antes de decidir presionar, junto con otros colegas, por la prohibición de las mencionadas “técnicas de interrogación” (Goodman, 2008).

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parte importante de la prueba. La tortura constituyó una práctica ordinaria del procedimiento penal, es decir, una técnica tendiente a indagar por la verdad del crimen con el ánimo de producir una sentencia “justa”. Por su parte, el escarnio público y el suplicio que lo acompañaba eran una manifestación de la fuerza del rey para incidir en el orden social; se trataba, sin más, de una expresión ritual fundamentada en el espectáculo y la venganza, que terminaba, usualmente, con la muerte dosificada del condenado. Lo que viene a cambiar en la racionalidad disciplinaria carcelaria es que la obtención de la información y de la prueba se reglamenta de tal modo que se tiende a prohibir la tortura, y que la pena progresivamente se transforma, de forma tal que se rompe su vínculo con la espectacularidad y la vendetta22. La práctica penal contemporánea supone, en virtud de una reglamentación que la prohíbe, no la desaparición de la tortura, sino su ubicación en un campo de invisibilidad. Su ilegalidad constriñe la aplicación de la tortura al secreto. Pero en la escena contemporánea la tortura abandona el “lado oscuro” para empezar a situarse del lado del cinismo y la ficción, que le confieren su abierto reconocimiento. Como explica Adriana Caravero, la tortura, cuando se hace pública, es “perpetuada materialmente sobre los cuerpos pero ya no escondida, sino exhibida, es más, recitada para aquella platea mundial que la red asegura, la tortura se convierte así en espectáculo” (2009: 177). Pero si el problema se sitúa del lado del espectáculo y de las implicaciones de la divulgación pública de los hechos de tortura, ¿hay que considerar desde el mismo ángulo los testimonios que revelan las acciones cometidas durante una detención, las denuncias y las fotografías de los peritajes médico-legales que se hacen públicas, como en el caso de los informes de Amnistía Internacional? Poner en circulación testimonios de actos execrables o de los sufrimientos de las víctimas, o fotografías de los detenidos o de las marcas corporales es una manera de hacer público el secreto de la tortura, una manera de revelar la contracara sucia, fea o genocida del Estado23. Los testimonios y las fotografías del informe de Amnistía Internacional de 1980 sobre las torturas en Colombia (imágenes 11 a 16) son tan reveladores del secreto como las fotografías de Abu Ghraíb que fueron publicadas en internet. La tortura se muestra ante el espectador de un modo que se puede llamar contundente, aun cuando la finalidad de unas y otras y el lugar 22 Sin embargo, como ha planteado Luigi Ferrajoli, el uso de las penas en las sociedades democráticas demuestra que la prisión opera todavía según la lógica de la venganza; y la tortura, aunque prohibida por la ley, de hecho se practica con las condiciones mismas de los lugares de detención (2003). 23 Sontag, en su ensayo “Ante la tortura de los demás”, sostiene que las fotos de Abu Ghraíb son reveladoras de la cara fea de los ideales de seguridad estadounidenses, de sus virtuosas intenciones y de la universalidad de sus valores, y cuestiona así que puedan servir como justificación para emprender acciones unilaterales en cualquier lugar del mundo (2004).

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de quien toma la fotografía sean completamente distintos; mientras en las fotos de un peritaje médico se persigue una valoración del daño encaminado a hacer pública una denuncia, en las fotos de Abu Ghraíb se busca un goce del daño basado en el registro de un momento “memorable”. La contundencia de los testimonios y fotografías radica en que constituyen una ventana que deja entrever la clandestinidad de la tortura. Lo que muestran es la existencia efectiva de la tortura, su contundencia la hace innegable: un individuo o un grupo de individuos que narran los crueles procedimientos, una fotografía de las marcas corporales —en el caso del informe de Amnistía Internacional— o la descripción de una acción en proceso que revela la crueldad, el cinismo y el regocijo de los torturadores24. Imágenes 11 y 12

Fuente: Amnistía Internacional (1980).

24 En el caso de Abu Ghraíb, es pertinente considerar el rol de la fotografía en las sociedades contemporáneas. Al respecto, Sontag observa que “algo faltaría si, tras apilar a hombres desnudos, no se les pudiera hacer una foto” (2004). 

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Aunque respondan a finalidades completamente distintas, las fotografías de los peritajes (o los testimonios de las denuncias) del informe de Amnistía Internacional sobre la tortura en Colombia y las fotografías de Abu Ghraíb comparten el carácter de ser evidencia efectiva de la tortura. Unas y otras producen indignación, aunque en el caso de Abu Ghraíb a la indignación por la tortura se le suma la que produce la participación cómplice del fotógrafo en la escena; la fotografía hace parte del conjunto de prácticas ultrajantes que constituye la tortura. Esta forma de indignación revela la importancia de discutir qué supone estar ante el dolor de los demás, sea en el mismo acto de infligir sufrimiento, en el de documentarlo para la denuncia, en la búsqueda de alivio, en la escucha de un testimonio o como observador de fotografías25. ¿Esta manera de estar ante el sufrimiento del otro supone que en cierto modo todos guardamos cierta ligazón, a manera de complicidad, ante la tortura del otro?26. Si los testimonios y fotografías recogidos en el informe de Amnistía Internacional son análogos a las imágenes de Abu Ghraíb en el hecho de que muestran el secreto de la tortura, ello obedece, en parte, a que unos y otras dan cuenta de los procedimientos de detención y sometimiento, o bien de la administración del sufrimiento; en fin, de la lógica misma de la tortura. Lo que resulta relevante en la denuncia es que muestra la existencia de la tortura, y, detalladamente, los procedimientos de producción de sufrimiento que la constituyen; revela el lado oscuro de los procedimientos penales, el secreto a voces de las políticas de seguridad del Estado; revela el trato cruel y deshumanizante perpetrado contra los detenidos27. En todo caso, una vez más, la enunciación de la denuncia se remite al lenguaje de la tortura, a sus procedimientos y a sus mecanismos, pero no a los sujetos implicados ni a sus experiencias personales o grupales. Los cientos 25 No hay indignación sino complicidad en la descripción del ministro Zea Hernández de la visita “sorpresiva” que hizo a las caballerizas de Usaquén. Aunque, sin quererlo, describe prácticas asociadas a la tortura. El ministro, por las dudas, intenta salvar su juicio cuando dice “no lo vi” (y pretende que ello signifique “no ocurrió nunca”). 26 Rosana Reguillo afirma que la información fundamental que brindan las fotografías de Abu Ghraíb es la de la complicidad del ojo que mira; por ello mismo, sostiene, “el estatuto de visibilidad propone un pacto de lectura: todos los presentes, aún los lectores de diarios o televidentes, estamos involucrados en la escena y sólo es posible resistirla mediante el recurso de transformar al cuerpo torturado en una anomalía, suspendiendo cualquier posibilidad de conferir humanidad al cuerpo sometido” (2007: s. p.). Esta no es una particularidad de las fotos de Abu Ghraíb; es una situación propia de lo que implica estar ante la escucha u observación de testimonios o imágenes de violencia. 27 De hecho, la estructura de las denuncias es prácticamente la misma: empiezan describiendo el momento y el lugar en que se efectuó la detención, continúan con los tormentos infligidos y finalizan con la descripción de los daños físicos y emocionales que el detenido percibe en sí mismo. Evidentemente, esta estructura obedece a la sistematicidad de la práctica, pero queda reducida a ella misma.

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de fotografías de Abu Ghraíb pueden compararse a los cientos de testimonios y denuncias que revelan cada una de las técnicas aplicadas contra la humanidad de los detenidos, porque su nivel de enunciación no es el del sujeto sino, fundamentalmente, el de la tortura. Por ello, aun cuando un nombre, un perfil o una edad antecedan a la presentación de cada testimonio, bien podrían corresponder a otro prontuario, pues las formas del sufrimiento aparecen narradas y recopiladas de maneras similares. Así lo expresaba Vera Grabe en una entrevista de 1985, pocos años después de su detención y tortura: Fui detenida el 26 de octubre de 1979 en la calle 34 cerca al Concejo de Bogotá por unos hombres de civil que después de sujetarme me introdujeron a una ambulancia y me llevaron a la Brigada de Institutos Militares en Usaquén. Así empiezan todos los relatos y testimonios de estos años que se amontonan en el gran compendio de denuncia de la violación de los derechos humanos en Colombia. Se pueden colocar en ellos todos los sitios imaginables de la geografía nacional, todas las horas del día y todas las fechas del año, desde enero hasta diciembre. Cambian los escenarios, las historias se repiten hasta el cansancio. El caso individual sólo ilustra un método que se aplica con mayor o menor intensidad según el caso, según la persona. Es la historia que vivimos miles y miles de colombianos después del Cantón, cuando se destapó la olla del militarismo; los militares sacaron las garras para decir “acá mandamos nosotros y estas son nuestras reglas de juego”. La tortura no era nueva en Colombia, pero nunca había sido tan masiva, tan para todos. Hombres y mujeres de todas las edades, de todos los orígenes sociales, de todo el país, pasaron por las caballerizas en Bogotá, o por las Brigadas en las demás ciudades del país. Se puso en evidencia la total ausencia de democracia, se aplicó en rigor y sin discriminación la tortura como método de investigación y de terror en una cacería de brujas sin antecedentes. Y brujas era todo lo que tenía color de opresión, a movimiento guerrillero, a pueblo, a democracia. Todo el mundo era en principio sospechoso, subversivo, y la tortura y la detención tenían que probar lo contrario para que la persona recuperara su libertad. (En Behar, 1985: 165, énfasis agregados)

En todos los casos hay crueldad, horror y sufrimiento, se repiten unas técnicas, se aplican otras nuevas, todas destinadas a borrar al sujeto; y los testimonios y las fotografías se sostienen en este mismo nivel de narración. ¿Es la persona la que habla en la denuncia?, ¿o su cuerpo dolorido?, ¿o es el lenguaje mismo de la empresa genocida? Las fotos de Abu Ghraíb y los testimonios e imágenes del informe de Amnistía Internacional revelan, en todo caso, la faceta underground del Estado y

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de la seguridad y, en esa medida, su nivel de enunciación no es el del sujeto sino el de las técnicas y la crueldad. Las fotografías de los peritajes médico-legales del informe, igual que las fotos de Abu Ghraíb, son pruebas testimoniales. Para Susan Sontag no hay atrocidad sin pruebas que la demuestren; la noción actual de atrocidad exige la prueba fotográfica. Judith Butler señala que, puesto así, la fotografía queda incorporada a la noción de atrocidad y a la de verdad, como si fuera solamente una imagen a la espera de interpretación y no el ejercicio de interpretación que en sí misma constituye (2010: 103-104). En todo caso, la fotografía, aunque no puede restituirle la integridad al cuerpo que registra (106), se puede salir de su propio marco, circular en forma soterrada y producir efectos de humanización y subjetivación, no en virtud de lo que en sí misma revela, sino en razón de sus efectos. Ahora bien, si la fotografía mantiene esta relación dialéctica con la atrocidad, ello obedece a su carácter objetivador; al otro que aparece en la fotografía de la tortura se le tiene, de acuerdo con la vieja usanza colonial del saber etnológico, por alguien que ha de ser visto, y no por alguien que, como los que miran las fotos, también ve (Sontag, 2003: 86). La objetivación de que es capaz la fotografía recrea la apropiación y captura de la detención y la tortura, y, además, produce la ilusión de la objetivación de quien la mira, pues favorece el supuesto de que es un inmóvil espectador sin capacidad de acción. Si la tortura lleva al sujeto al límite, hasta producir un cuerpo sin voz, ¿lo hace también la fotografía cuando produce cuerpos marcados, paralizados y silentes? La fotografía, como apunta Sontag, “ofrece señales encontradas. Paremos esto, nos insta. Pero también exclama: ¡Qué espectáculo!” (2003: 94). De esta manera, la fotografía no es sólo el cuerpo sin voz del torturado; en el momento en que es vista por alguien, es también el cuerpo del espectador. El efecto y el afecto que produce la fotografía no dependen del grado de horror, ni de la contundencia de la imagen, ni de su contexto de producción, sino más bien de quien la ve. Se puede tratar de una foto tomada por un torturador, o bien por un médico que quiere documentar la tortura para denunciarla, en todo caso sus efectos se ubican más allá de un imperativo ético que rechaza de plano y universalmente la tortura; se manifiestan en el nivel de afectación que ella produce. Por tal motivo, la relación intersubjetiva que está en su base es la vía para rescatar la humanidad del cuerpo sufriente. El tránsito del orden de lo secreto hacia el espacio de lo público, y también hacia el espectáculo, revela entonces que el problema en realidad no es que la tortura de repente empiece a dejar de ser condenable, pues en realidad ha estado desde siempre alojada en la contracara del Estado, con el conocimiento público de que opera en el “secreto” del sistema penal contemporáneo. Muchas voces y acciones se han levantado contra ella en todo el mundo, y muchas otras a favor de ella o de discutir su pertinencia para “ciertos procedimientos”. Cuando se hace pública, si bien entra en el campo de lo discutible, la tortura pasa de ser

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un secreto a gritos a mostrarse como la realidad esencial sobre la que se han construido las políticas de seguridad de los estados. En cierta medida, revela su hipocresía. Aunque con motivo de sus entradas al campo de lo debatible muchos han abogado por su legalización, como un recurso para “avanzar” en el camino de la “humanización” de las políticas de seguridad28, por ello mismo ha sido posible constatar que muchos de quienes se suponía la rechazaban en realidad la avalaban en secreto, la veían con buenos ojos e incluso participaban en su diseño29. No sorprende, pues, encontrar posturas como las del abogado estadounidense Alan Dershowitz, quien sostiene en el artículo “Want to Torture? Get a Warrant” (2002) no estar a favor de la tortura, pero que, en caso de que fuera necesario recurrir a ella, sería mejor que estuviera aprobada judicialmente30. El problema no es la crisis de un supuesto imperativo ético o moral que la sociedad habría construido para condenar y rechazar abiertamente la tortura31, sino más bien las implicaciones de suponer que, por ubicarla en el secreto, se la rechazaba y condenaba; en realidad, simplemente era invisibilizada. El secreto y el reconocimiento público del secreto —su espectáculo— pueden entenderse como las dos caras de la administración cínica e hipócrita del ocultamiento, y no como la crisis de unos supuestos valores del proceso civilizatorio. Ahora bien, el problema no consiste simplemente en el reconocimiento de la espectacularidad o de la circulación pública del secreto de la tortura, pues si bien hay que estimar que en los testimonios o en las fotos la enunciación queda del lado de lo que la tortura dice de los cuerpos, su resonancia o su proyección pueden posibilitar que se deslice, de modo que revele lo que los cuerpos dicen de la tortura. Deslizarse hacia este lugar de enunciación exige percatarse de que el lenguaje no es imposible ante la tortura, pero también de que, en todo caso, la tortura sí implica un proceso de deconstrucción del lenguaje, a través del cual los cuerpos devienen puro sufrimiento. Por eso la narrativa y la imagen de la denuncia pueden quedar reducidas a lo que la tortura quiere del cuerpo, esto es, la lógica 28 Zizek (2009) sostiene que Abu Ghraíb no fue simplemente un caso de arrogancia estadounidense para con un pueblo del Tercer Mundo. Al someterlos a humillantes torturas, los prisioneros iraquíes fueron iniciados efectivamente en la cultura americana. Esta cultura americana, para Zizek, es la que, hoy por hoy, discute si existen formas de legalizar algunos de estos procedimientos para garantizar un trato “más humano”. 29 Al respecto, véase el artículo de Mark Benjamin “The cia’s Torture Teachers” (2007). 30 “The real question is not whether torture would be used —it would— but whether it would be used outside of the law or within the law” (Dershowitz, 2002). 31 De hecho, sostener la idea de la crisis de este imperativo ético implica concebir que el “proceso civilizatorio” supuso una condena moral de la tortura, cuando lo que se ve, como se ha sostenido, es que la tortura está en la contracara de dicho proceso.

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sufrimiento-confesión. El cuerpo que habla en el testimonio de la denuncia o en la fotografía del peritaje médico, y también en la investigación académica, puede quedar reducido así a la enunciación provista por la tortura: la del cuerpo sufriente que se increpa en pos de una verdad. Recreando incesantemente el proceso que va de un dolor a un saber, el sujeto puede solamente volver sobre la imagen que de sí mismo le provee la tortura, es decir, la imagen que permite sostener el argumento del victimario: la de un cuerpo sucio y maloliente, maltrecho y dolorido, reflejo de la podredumbre con la que el torturador obliga al torturado a identificarse32. Si, como señala Michel de Certeau, “la tortura, en efecto, busca producir la aceptación de un discurso del Estado, por la confesión de una podredumbre” —es decir que “lo que el verdugo quiere finalmente obtener de su víctima al torturarla es reducirla a sólo ser esa cosa, una podredumbre, a saber lo que el mismo verdugo es y lo que sabe que es, pero sin confesarlo”33— (2003: 132), hay que preguntarse si las narrativas construidas para denunciar/nombrar/representar la tortura pueden perpetuar la fantasía de cosificación en la medida en que sólo nominen los detalles de la tortura, sin reparar en los sujetos implicados. U. T., que fue militante del M-19 y víctima de detención y tortura, expresa que la tortura significa, justamente, “tener el poder del Estado sobre ti, allí tú no eres nada, no eres nadie, eres lo que el torturador te obliga a decir de ti misma” (entrevista, 2009). Aun cuando se puede suponer que ciertos aspectos de la lógica narrativa de las denuncias de tortura son solamente una cuestión de método, vinculados al tema de la representación del sufrimiento pueden entenderse también como evidencia de la inscripción de las lógicas de la tortura en el régimen de representación o en la episteme que lo sostiene.

32 Una de las viñetas realizadas por Viñar a propósito de la tortura lo expresa bien. Se trata de un joven que, expuesto a la soledad y la tortura, ve cómo la suya se transforma en una silueta difusa que se impregna de mugre y excrementos, y que contrasta con la imagen limpia y lustrosa de su torturador. La víctima desliza sus propias ideas y convicciones hacia la imagen corporal que le provee el torturador. La presión ejercida por esta imagen opera también como tortura, pues contribuye a minar la resistencia del sufriente (Viñar y Ulriksen, 1993: 35). 33 En contraste, la del torturador es una imagen límpida y pulcra que aumenta el sufrimiento de la víctima y la compele a confesar. Este no es un hecho fortuito; la actitud y la disposición corporal encubren el rostro perverso del torturador. Como lo plantea Calveiro a propósito de la represión en Argentina, el uso de “los uniformes, el discurso rígido y autoritario de los militares, los fríos comunicados difundidos por las cadenas de radio y televisión en cada asonada, no son más que la cara presentable de su poder, casi podríamos decir su traje de domingo. Muestran un rostro rígido y autoritario, sí, pero también recubierto de un barniz de limpieza, rectitud y brillo del que carecen en el ejercicio cotidiano del poder, donde se asemejan más a crueles burócratas avariciosos que a los cruzados del orden y la civilización que pretenden ser” (2006: 24).

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6.4. Hacer hablar al cuerpo: de un dolor a un saber34 El tránsito de una experiencia de violencia y sufrimiento —que en sí misma está cargada de emocionalidad, de vacíos, silencios y vacilaciones— a un documento público35 —que busca develar el sentido de la violencia, hacer comprensibles las condiciones que la desataron o simplemente divulgar una serie de hechos para su conocimiento público— permite precisar varias problemáticas asociadas a las formas en que el testimoniante se relaciona con las condiciones sociales de su escucha. Uno de estos problemas es el del marco epistémico que guía la escucha en casos de marginalización, destierro, exclusión, genocidio o colonización. Como se ha señalado, con el reconocimiento de que las condiciones de producción de la episteme moderna están anudadas a las condiciones de producción de la violencia surge necesariamente el interrogante de si los criterios racionales que guiaron los procesos de colonización y exterminio del otro son criterios válidos para establecer ahora los marcos de la escucha. Es importante identificar el problema que significa seleccionar casos y testimonios como recurso para dar cuenta de diferentes contextos de violencia, sin tener que recurrir a todas las víctimas o sin tener que describir todos los hechos de violencia. Aunque este problema va de la mano con el tema de los límites de la representación, recurrente en los estudios sobre la violencia concentracionaria —ya desde el debate motivado por la sentencia de Adorno que decía que no era posible la poesía después de Auschwitz, y, más recientemente, en la discusión historiográfica propuesta por Friedlander (2007)—, es importante considerarlo, no sólo por lo que supone encontrar símbolos o significantes que den cuenta de la violencia, sino también por lo que implica que otro asuma el sentido de sí o la palabra propia. Es decir, la representación en la lógica asumida por la política y la democracia, la representación entendida como delegación. En su clásico “¿Puede hablar el subalterno?”, de 1988, Gayatri Spivak analiza las diferencias entre la representación en el sentido de “hablar a favor de”, como en la política, y la representación en tanto re-presentación, como en arte 34 Una versión preliminar de este apartado fue publicada en Aranguren (2010). 35 La transformación de las voces del dolor en escrituras y narrativas es entonces un camino que va de una experiencia de encuentro con el otro a la construcción de un saber. Este camino ha sido ya trazado en debates inscritos en diferentes campos disciplinares, notablemente en la antropología, sobre los supuestos epistemológicos que subyacen en la escritura etnográfica. Las discusiones clásicas se encuentran principalmente en Clifford (1991), Marcus (1991) y Geertz (1989). En los trabajos antropológicos más recientes se actualiza el debate en relación con aspectos éticos y políticos, y las perspectivas teóricas abogan por una relectura de la fenomenología, con particular énfasis en la filosofía de Merleau-Ponty. En esta línea teórica se destaca la propuesta de Michael Jackson (1998), quien analiza la relación entre la experiencia vivida/corporal de los individuos y la experiencia virtual de la tradición, la cultura y la biología de la especie humana.

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o en filosofía (2003: 308-310). Aunque ambos significados están relacionados, son irreductiblemente discontinuos. En el revelamiento de esta discontinuidad encubierta se puede comprender que la representación de los subalternos efectuada por los intelectuales no es en realidad sino una re-presentación en la que los intelectuales se pretenden transparentes (2003: 309). La cuestión permite pensar que al tratar el problema de los límites de la representación también se debe considerar qué supone hablar en nombre de otro. La selección de casos representativos en las comisiones dedicadas a recuperar memorias o a establecer la verdad, en las indagaciones jurídicas y en las investigaciones académicas se apoya en la idea, recurrente en las ciencias sociales, de que es posible determinar una “muestra representativa”. Sin embargo, este concepto, como ha señalado Michael Pollak —y como recordaba con vehemencia Primo Levi—, se ve fracturado cuando la muestra son las víctimas de la violencia y el horror. Pollak advierte que casos como los de la violencia concentracionaria se resisten a toda tentativa de obtener una representación estadística, pues la desaparición física del testigo implica problemas muy serios para la investigación. Puesto que no tiene nada que ver con el muestreo, sino con las características del objeto —individuos llevados al exterminio— el problema es ético y no científico; así, “nos sobresaltamos, por supuesto, ante el cinismo de esas concepciones, cuyo carácter psicológico o moralmente inaceptable culmina con el empleo del término ‘selección’, utilizado aquí en el registro de la técnica del muestreo mientras que se está igualmente autorizado a leerlo en el contexto de una empresa genocida y de asesinato a gran escala” (Pollak, 2006: 58). Para Pollak no sólo la desaparición física limita la posibilidad de valerse de muestras representativas; también la cuestión de la supervivencia psíquica y moral del testigo puede afectar esas muestras36. El procedimiento de muestreo y selección es problemático, en palabras de Elias, porque exige “imponer el distanciamiento, allí donde el objeto de estudio llama espontáneamente a una extrema implicación” (citado en Pollak, 2006: 58). Esta es, al parecer de Pollak, una constante en las ciencias sociales y humanas: producir frío allí donde sopla lo caliente, tomar una prudente distancia respecto de algo que grita “esto nos insta”.

36 En parte porque quien testimonia no puede hacerlo en representación de los que no sobrevivieron; enfrenta, por el contrario, la desesperación, como explica Primo Levi cuando hace referencia a los hundidos y los salvados en el exterminio judío (2005). A propósito de quienes sobrevivieron a la desaparición en Argentina, Da Silva Catela dice que “cargan sobre sus espaldas el hecho de haber ‘sobrevivido’, estigma que moviliza ideas ambiguas sobre la ‘suerte’ o la sospecha de ‘por algo será’. Están vivos para relatar aquello de lo cual ‘es mejor no hablar’: por un lado la lucha armada y la militancia de los setenta, por otro, las aberraciones de la tortura, la deshumanización de los centros clandestinos de detención, las respuestas individuales ante una situación límite” (2000: 73-74).

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Entender el problema de la representación supone entonces considerar que cuando se trata de situaciones de violencia y horror nadie puede, en sentido estricto, hablar en nombre de otro, y que las “desviaciones del muestreo” entrañan nada más y nada menos que el rostro mismo de la empresa genocida. Las condiciones sociales de la escucha, pero también las condiciones físicas, psíquicas y morales del testimoniante, obligan a revisar y replantear la posibilidad del muestreo y de la representatividad. La angustia de Levy, manifiesta en sus escritos de 1958 (2005), y de Semprún (1998) ante la imposibilidad de testimoniar sobre el sufrimiento del otro y ante el peso de ser un sobreviviente es señal de advertencia acerca de lo que implica la presentación pública de testimonios en un documento o en un informe que pretende “dar voz” a los que “no la tienen”. Por una parte, la selección de testimonios representativos implica tanto la angustia de las víctimas que asumen el rol de representar el dolor de los demás —y advierten la imposibilidad de lograrlo— como la marginación de los testimonios de otras víctimas, que revelan otras dimensiones de la violencia, incluso en su silencio o en su silenciamiento. Por otra parte, el problema atañe al fondo mismo de la producción de conocimiento: plantea la necesidad de cuestionar el rol del juez, el intelectual y el experto que autorizan la voz del otro. Pero ambas observaciones hacen referencia a un problema más general: ¿de acuerdo con qué criterios se seleccionan los testimonios representativos?, ¿quién determina que un testimonio o un caso puede representar a o ser emblema de otro? En Colombia, los documentos sobre torturas producidos a finales de los años setenta y comienzos de los ochenta hacen el tránsito de las narrativas crudas y fracturadas de las víctimas sobre sus experiencias y su sufrimiento al lenguaje austero y sistemático de la denuncia37. Este proceso entraña una traducción por la que las expresiones de violencia y sufrimiento son vertidas a un lenguaje estadístico: un grupo de categorías y un sistema de información que ordena y clasifica

37 Un proceso de tránsito equiparable al que va de la denuncia de las víctimas al lenguaje de los derechos humanos, como lo caracteriza Rebeca Saunders (2008) a propósito de la Comisión Surafricana de Verdad y Reconciliación. Saunders señala que, aunque las audiencias que propició la Comisión buscaron producir efectos pedagógicos y catárticos, se mantuvieron en un plano expresivo y no consiguieron tener injerencia en los procedimientos de reparación de las víctimas. Según la autora, la Comisión terminó por seleccionar un grupo de testimonios que consideró simbólicos o paradigmáticos para las audiencias públicas y desintegró las experiencias individuales de los testimonios en fragmentos seleccionados según los estándares de los derechos humanos, todo en aras de la reconciliación de la nación (Saunders, 2008: 56). Así, lo que empezó como un ejercicio catártico para las víctimas pronto se convirtió en un proceso de selección, según intereses racionales y nacionales.

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cada experiencia38. En la medida en que suprimen el relato de las emociones y de las sensaciones subjetivas las denuncias efectúan un borramiento del sujeto. En la traducción de las experiencias de sufrimiento a un lenguaje científico, académico o legal bien puede operar una violencia epistémica que desdibuja a los sujetos involucrados. El proceso de sistematización y presentación pública de testimonios tiende a agotarse en muchos casos en la idea del testimonio o el caso representativo. Así, se tiende a pensar que los casos que no son testimoniados, o que son silenciados como resultado del asalto a la intimidad que entrañan, o como parte del silenciamiento que socialmente se impone, están representados por los casos paradigmáticos. En realidad, opera una invisibilización del sujeto39. Los límites de la representación de los hechos de violencia y sufrimiento están determinados por las características sociales y políticas de cada contexto, por las condiciones emocionales de las víctimas y por los presupuestos acerca de la escucha sobre los que se apoya cada investigación o indagación. La idea de un muestreo representativo y la lógica de la selección de los casos o los testimonios de acuerdo con criterios estadísticos resultan inaceptables aquí, porque encubren la dimensión misma de los hechos de violencia. En la imposibilidad de narrar debido al impacto emocional y en la imposibilidad de dar cuenta de lo sucedido por pudor, miedo o vergüenza se revelan las condiciones en que tales hechos han impactado no sólo a los individuos, sino también al cuerpo social; por otra parte, en los límites de las representaciones escriturales se anudan los vínculos entre las condiciones de producción de conocimiento y los dispositivos de violencia. Intentar solventar el problema recurriendo al muestreo es encubrir estas condiciones sociales, personales, emocionales, psíquicas y epistémicas. Estas condiciones reflejan la manera como la violencia se inscribe en el cuerpo 38 Entendida como palimpsesto, la traducción no sólo nunca es completa, sino que en realidad oculta algo. En este ocultamiento otorga fuerza retórica o semántica a lo que oculta (Crapanzano, 1997, 2001). 39 Felipe Agüero ha sostenido que, en Chile, la creación de la Comisión Ética contra la Tortura y de la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura se convirtió en “un tapabocas a los que siempre presionaron por que se diera vuelta a la página sin siquiera haber abierto antes el libro. Y también un gran tapabocas a los que siempre quisieron limitarse únicamente a lo que denominaban ‘casos emblemáticos’. Cada uno de los miles de casos es emblemático. Toda la tortura, como práctica generalizada, fue emblemática” (citado en Verdugo, 2004: 44, énfasis agregado). De esta manera Agüero destaca cómo a la violencia y el sufrimiento se suman no sólo la impunidad, sino también el silencio social, que con frecuencia se combina con la idea de que es posible la emblematización de los casos, la selección de los testimonios y la representación de las víctimas. El silencio de las víctimas, en esa medida, debe entenderse en virtud de las condiciones sociales de producción del testimonio o la denuncia, de los límites que le imponen los marcos sociales a la voz de las víctimas, y no sólo como la incapacidad de elaborar su sufrimiento en el orden del lenguaje.

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individual, en el cuerpo social y en el cuerpo de una letra o una palabra que intenta funcionar como vigía de la angustia40. Considerarlas aquí no es solamente una elección metodológica, sino parte del problema mismo de investigación. 6.4.1. Escritura, silencio y sufrimiento Michael Pollak, caracterizando las formas de enunciación de experiencias que llevan al sujeto al límite, considera que el testimonio histórico, la declaración judicial y los relatos biográficos se constituyen41 sobre formas narrativas que definen lugares diferentes de escucha y de producción: cada uno es el resultado del encuentro entre la disposición del sobreviviente/víctima para hablar, las solicitudes de escucha y la posibilidad de ser escuchado. Este encuentro afecta de forma significativa la posibilidad misma de lo decible; “entre aquel que está dispuesto a reconstruir su experiencia biográfica y aquellos que le solicitan hacerlo o están dispuestos a interesarse por su historia, se establece una relación social que define los límites de lo que es efectivamente decible” (Pollak, 2006: 56). Estos lugares de producción del testimonio, con sus modalidades de enunciación, redundan en relatos con contenidos diferentes y ocasionan que la toma de la palabra adquiera diferentes funciones (Pollak, 2006: 60). Ello significa que la cuestión “no es solamente saber lo que, en estas condiciones ‘extremas’, vuelve a un individuo capaz de testimoniar, sino también lo que hace que se lo soliciten, o lo que le permite sentirse socialmente autorizado a hacerlo en algún momento” (60-61). Resulta, pues, importante percatarse de que los testimonios se anclan con fuerza en las condiciones sociales que los hacen comunicables, y de que tales condiciones cambian con el tiempo y con el lugar en donde se originan. María Eugenia Vásquez, una de las mujeres comandantes del M-19, escribió uno de los pocos testimonios42 sobre la experiencia de la militancia en el grupo. En una entrevista describió el proceso de poner por escrito esta experiencia.

40 Olievenstein sostiene que el lenguaje “es apenas el vigía de la angustia… Pero el lenguaje se condena a ser impotente porque organiza el distanciamiento de aquello que no puede ser puesto a distancia. Es allí que interviene, con todo el poder, el discurso interior, el compromiso de lo nodicho, entre aquello que el sujeto se confiesa y aquello que puede transmitir al exterior” (1988: 57). 41 El testimonio histórico es aquel que, por ejemplo, solicitan las comisiones de verdad histórica; el testimonio judicial, aquel que se rinde ante instancias jurídicas, solicitado por un juez como parte de un proceso; el relato biográfico puede haber sido publicado o permanecer inédito, y puede responder a la solicitud de una editorial o a una iniciativa personal. 42 Existen dos libros testimoniales conocidos sobre el tema. El primero es Escrito para no morir, de María Eugenia Vásquez, que ganó el Premio Nacional de Testimonio en 1998. El otro es Razones de vida, escrito por otra mujer, Vera Grabe.

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La escritura en ese momento de la vida fue tan importante porque me permitía procesar a la vez una serie de duelos y una serie de reflexiones que yo estaba haciendo sobre la marcha. La primera sensación es una sensación de vacío profundo, de ¿yo qué voy hacer con mi vida?, una sensación de “yo porqué estoy viva si los otros no están vivos”, y una sensación de “yo quién soy y qué soy ahora, qué tengo frente a mí”. Entonces, escribir en ese momento me permitió las reflexiones fundamentales, no solo para ligarme a la vida, porque lo único que yo tenía encima era muerte y deseos de morir […]. En ese momento la escritura fue importantísima, era una primera manera de hablar conmigo misma, de hacerme preguntas por dentro, y en eso tuve buenos interlocutores. (Entrevista con María Eugenia Vásquez, 2009)

La escritura se le revelaba a María Eugenia como un proceso ligado profundamente a sensaciones y emociones que no habían sido elaboradas. Recuerdo que capítulos enteros yo lloraba, lloraba y lloraba mientras escribía, y volvía y paraba y al otro día trataba de recomponer el texto, y lloraba y lloraba. Incluso cuando ya tenía los capítulos terminados había episodios y momentos que yo iba a corregir simplemente la ortografía y volvía a llorar sobre los textos. Como que yo lo que estaba procesando era mi dolor interior […]. Hubo pedazos en la escritura en los que dejé de escribir por un año, y debía ser que algo profundo se estaba cocinando ahí, que algunas de las preguntas profundas no se resolvían. (Entrevista con María Eugenia Vásquez, 2009)

Pero la elaboración no era, en sentido estricto, el resultado del proceso escritural; este, más bien, la acompañaba. La elaboración de muchas de esas emociones no se originaba en la letra, pues en realidad esta operaba como vigía del sufrimiento. Sólo por medio de la relación que se establece con el otro en la escucha es posible emprender el proceso de elaboración, y la escritura se constituye en una vía para establecer la interlocución. Cómo pude y por qué pude procesar, pensándolo después de tanto tiempo, diez años después de haber escrito, yo pienso que tenía en la vida muchos elementos de amor y de ilusión… [Silencio] que me permitieron procesarlo bien. Si no hubiera tenido todas esas cosas lindas no hubiera llegado al otro lado, y tuve gente, amigos y amigas, por montón. Además que fue muy lindo porque recibieron todo el dolor de tan bonita manera, sin compadecer, sin hundirse más, no sé, como acompañándome, acompañando lo que salía. Los amigos de hoy y de

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siempre, de toda la vida. Tuve cosas muy lindas. Yo creo que lo que viví fue tan bonito, había tanto afecto que eso es lo que permite echar pa’ delante, procesarlo bien […]. Esa gente linda y esas cosas lindas son las que le permiten a uno, también, que la experiencia se procese bien… Y creo que sólo fue eso. Las interlocuciones fueron claves. (Entrevista con María Eugenia Vásquez, 2009)

La escritura se le presentaba a María Eugenia como un antídoto contra el olvido, como un vehículo en el proceso de elaboración. Era un camino para “armar la historia”, una vía para “construirse como sujeto de la historia”, “una pieza clave para seguir viviendo” y una forma de “volver a situarse en ese dolor y dejarlo estar”. La escritura, definitivamente, fue ese vehículo de situarme de nuevo donde debía situarme y dejar estar el dolor, la rabia, la impotencia, la soledad, el abandono… [silencio], la confusión. Dejarla estar. Yo muchas veces volvía a elaborar el texto y lo rearmaba, y no era esa pregunta ya la que hacía y no era ese matiz el que quería sino que era otro. Y el texto fue retocado mil veces, porque el texto obedecía a los procesos internos que yo tenía también. Muchas veces fue cambiado. Por eso casi no lo termino nunca, por eso, si no le pongo un punto final, no lo acabo. (Entrevista con María Eugenia Vásquez, 2009)

Sin embargo, muchas experiencias de violencia y sufrimiento llevan al límite también la posibilidad misma de lo narrable: fracturan el lenguaje, develan lo impotente que puede resultar para captar el horror de la experiencia extrema. En estos casos también se pone en evidencia la importancia de la relación entre el testimoniante y el marco social de su escucha, pues entre los límites que traspasa el horror puede encontrarse el de lo creíble, o el de lo imaginable. Vera Grabe, que fue comandante del M-19, alude en su libro Razones de vida a los límites de este marco relacional cuando se trata de experiencias de tortura: “Es difícil creer que las torturas existen en el mundo real, a menos que las hayas vivido y muy de cerca. Si se lo cuentas a alguien que no lo ha vivido en carne propia, te puede creer, pero le parece ficción, y le asalta un extraño morbo por saber detalles: cómo fue, por cuánto tiempo, qué te hicieron…” (2000: 98). Ahora bien, el enunciado testimonial acerca de situaciones límite también puede estar cargado de silencios. El silencio, lejos de entenderse como el olvido, puede constituir una representación de lo traumático que revela la insuficiencia de las palabras para dar cuenta de una situación extrema; pero, al mismo tiempo, puede ser expresión de las formas de inscripción de los hechos vio-

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lentos y reflejo de las intenciones de sus perpetradores, en cuyo caso se puede considerar el éxito del silenciamiento obtenido por medio de las prácticas de tortura, muerte o desaparición. En un sentido similar, el silencio puede ser el resultado de la vigencia de las situaciones de violencia, y entonces será un indicio del miedo o de la opción de preservar la propia vida. Finalmente, el silencio puede ser una forma de preservar unas condiciones psíquicas, morales o sociales que dependen de la omisión de los episodios relacionados con la situación límite. María Eugenia Vásquez explica que en la escritura de su libro hubo diferentes tipos de silencio, vinculados con sentimientos y sensaciones ligados a diversos episodios, uno de ellos, la tortura. Hubo momentos muy difíciles de escribir… Uno de los momentos más difíciles de escribir fue el dolor por la muerte de mi hijo… Ese fue muy difícil porque dolía mucho y no habían palabras. Hubo otros silencios que obedecían a lealtades: no describí nada de lo que fue mi estadía en Cuba. Por lealtad con los cubanos hasta el día de hoy. Hubo otras cosas que no incluí por lealtad con la organización, en el sentido en que haber descrito ciertas fallas humanas, fallas éticas al interior de la organización… no me lo permitía y no sé si hoy en día las contaría, o para qué las contaría también. Y la otra parte fue cuando hablo de la tortura, pero ahí hubo un silencio más racional. (Entrevista con María Eugenia Vásquez, 2009)

En su libro de 1998 María Eugenia alude a la tortura que siguió a la detención de un grupo de combatientes del M-19 por parte del Ejército en el río Mira, en la frontera con Ecuador. La pesadilla de los interminables días siguientes es mejor dejarla en un compartimiento de la memoria donde no husmeo para mantener controlados los sentimientos de desasosiego. La tortura, sin importar su grado de sofisticación ni la intensidad de dolor o terror que produzca, es una práctica orientada a quebrar la dignidad de los seres humanos. Nada hay más aberrante que someter por la fuerza a una persona, la impotencia lastima lo más profundo del ser. Quiero olvidar esas sensaciones que asocio con el paso por un túnel estrecho, sin tiempo y sin otra noción de vida que el sufrimiento del propio cuerpo. (Vásquez, 2000: 206)

El silencio puede señalarle un límite al académico que anhela la exhaustividad en la comunicación con sus entrevistados si supone que el silencio

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es nada, vacío. Evidentemente, el imperativo de comunicar, de poner en palabras tiende a cuestionar la legitimidad del silencio y a desestimar la posibilidad de reconocer en él una interioridad y una forma de enunciación. Tal imperativo “no deja tiempo para la reflexión ni permite divagar […] reclama urgencia, transforma al individuo en un medio de tránsito y lo despoja de todas las cualidades que no responden a sus exigencias […] La ideología de la comunicación asimila el silencio al vacío, a un abismo en el discurso y no comprende que, en ocasiones, la palabra es la laguna del silencio” (Le Breton, 2006: 2). El silencio puede ser, de esta forma, también una postura ética del testimoniante, y la expresión de una profunda reflexión interior sobre la violencia padecida. El silencio puede ser una forma de elaboración reflexiva. Así lo explica María Eugenia Vásquez al referirse, en entrevista, a ese “silencio racional” vinculado con la detención y la tortura de las que fueron víctimas ella y un grupo de compañeros del M-19 en el río Mira: Describir los detalles, primera cosa. Me hacía una pregunta: primera pregunta: ¿qué es la tortura y qué fue para mí la tortura y cuándo fue tortura? Entonces era toda una polémica que se había dado en la cárcel sobre quiénes habían sido más torturados que quiénes. Quiénes habían hablado y quiénes no, y qué tortura era aguantable y qué tortura no… ¿Cuál es la tortura? Finalmente, para mí es una cosa morbosa la descripción de la tortura, pero además la tortura es una sensación… A ver, es algo tan intangible como pensar en lo siguiente: puede que te apliquen un dolor físico en el que tú te fortalezcas, y si bien hay una tortura física, hay un engrandecimiento moral y personal, pero puede haber otro momento en que, sin infligirte el dolor físico, te lleven a una profunda debilidad emocional o moral, que te haga traicionarte a ti mismo. ¿Quién ha sido más torturado que quién? Eran discusiones que dábamos en la cárcel. Porque somos muy duros al actuar. Por ejemplo, en un momento discutíamos eso alrededor de una compañera que había contado todo lo que su compañero hacía, porque ella no era, ni siquiera, digamos, una militante, ni comprometida, sino su esposo, pero su esposo le contaba y ella contó todo lo que su esposo le contaba. Entonces la tenían a un lado porque ella había hablado y ella era una traidora, y resulta que a esta mujer la habían cogido con su hija de dos años y habían bañado la niña en gasolina y con un encendedor en la mano le decían: “O habla o quemo la niña”. Y la niña lloraba porque le ardía la gasolina. Yo les decía a las compañeras: ¿cómo pueden exigirle a una madre que se calle frente a eso?, ¿cómo podemos exigirle a ella que no diga lo que dijo?, ¿cómo podemos juzgarla?, ¿cómo podemos juzgar a quien ha hablado?,

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¿cómo podemos juzgar quién es más torturado o menos torturado? No le tocaron un pelo, le tocaron a su hija que, además, si lo vemos hoy en día, es una tortura con un claro enfoque de género… No la toco a ella, toco a la hija. Entonces, para mí, ese era un dilema. Si yo me pongo a detallar cosas que sucedieron me pongo en el morbo descriptivo, cuando lo que estoy detallando es una manera de actuar que nos dolió y que nos torturó a todos, o que a cada uno de nosotros, para cada uno de nosotros, significó tortura. Entonces no quise entrar en esa polémica descriptiva porque yo pienso que la tortura fue todo. Es decir, la tortura fue desde la captura, los interrogatorios, cómo nos interrogaban a nosotras las mujeres tildándonos de putas, cómo nos amenazaban con la violencia sexual, que en mi caso no llegó a suceder, pero que yo sé que sucedió con otras compañeras, y si alguien lo contó o no lo contó. ¿Sí? Cómo nos sumergían en el río, en el agua, y sentíamos que el río subía, subía y subía hasta que nosotros sólo teníamos la cabeza afuera. ¿Me van a ahogar?, ¿no me van a ahogar?, ¿hasta cuándo me van a ahogar? ¿Cierto? Cómo durábamos sin comer cuántos días, cómo durábamos sin dormir, cómo no nos dejaban dormir, cómo no nos daban de comer, cómo le mostraban a una de las compañeras embarazadas los cuerpos descuartizados de los muertos para que hablara estando embarazada. Qué podemos describir qué fue tortura o no fue tortura. Entonces, yo dije: no voy a entrar en ese terreno. Y lo más doloroso era la sensación… Siempre te infligen dolor físico, pero sobre todo está el terror, está la sensación de terror, desde trasladarnos en un helicóptero viendo el vacío, sintiéndonos que nos van a tirar, sabiendo que nos pueden tirar, porque además ya han tirado cuerpos desde los helicópteros. Después, las sumergidas en el agua, después los manoseos y las amenazas de violencia sexual, los golpes, el hambre, la sed, el miedo… el miedo, el terror permanente, los ojos cerrados, las manos amarradas, la impotencia total, la incertidumbre de qué me va a pasar. Estamos en una selva, estamos abandonados, quiénes estamos, cuántos estamos, no sabemos a cuántos mataron. Todo eso es una tortura y entrar a describirlo me parecía morboso, comparativamente. (Entrevista con María Eugenia Vásquez, 2009)

Las referencias de Vera Grabe y María Eugenia Vásquez a una cierta morbosidad implícita en la descripción de las torturas revelan los puntos de tensión de la representación del sufrimiento y la violencia; es decir, revelan los límites de la representación de situaciones límite. Y no porque la tortura no pueda ser puesta en palabras o porque no pueda ser narrada, sino porque la violencia contra la intimidad, contra el cuerpo individual, contra el cuerpo social o contra las solidaridades colectivas transgrede también las posibilidades del sentido. Ya porque

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estas experiencias se tornan increíbles, incomprensibles o inimaginables para el otro que escucha; ya porque ponerlas en palabras puede dar por resultado tan sólo un listado de sufrimientos, ignominias y horrores que se limita a recrear la violencia contra la intimidad y la dignidad y que puede estar encabezado por cualquier identidad; o ya porque al detallarlas y compararlas sólo se consigue elaborar una jerarquía del horror y el sufrimiento humano. María Eugenia continúa su explicación del silencio racional acerca de la comparación y la gradación de la tortura preguntándose: ¿Es menos tortura la tortura con picana que sabíamos que pasaba en Argentina o en Chile?, ¿puedo yo comparar mi tortura con la de Vera? Entonces, ese silencio es muy en ese sentido. O sea, para mí fue tortura porque sólo yo sé la angustia interior que había por no rajarse, por no hablar más de la cuenta, por no decir lo que no había que decir, por mantener la dignidad, es decir, la única angustia era morirse con dignidad. Para mí esa era la única angustia. ¿Qué va a pasar?, ¿cuándo nos va a pasar?, ¿el día de mañana?, ¿el instante siguiente?, ¿cuántos de nosotros sobrevivimos?, ¿a cuántos de nosotros mataron? Por ejemplo, en medio de todo, inclusive, yo ni siquiera sabía dónde estaba mi compañero, dónde estaba, si lo habían matado o no lo habían matado, ¿es eso menos tortura? ¿Y qué es lo que finalmente hace la tortura? Es quebrarte para que te entregues y nosotros lo que teníamos, o yo, lo que sentía en ese momento que tenía que hacer, era resistir. (Entrevista con María Eugenia Vásquez, 2009)

En cierto modo, la resistencia durante la detención y la tortura a la que alude María Eugenia se vincula con la resistencia a insertar una narración de estos hechos en el orden escritural. A la resistencia frente a la tortura que busca arrancar una confesión denigrando el cuerpo o la identidad individual y colectiva de la víctima se suma la resistencia a insertar la narrativa de esta experiencia en el orden de lo comparativo, lo clasificable, lo jerarquizable y lo juzgable. En ambos casos se resiste por medio de un silencio que no es vacío o nada, sino una apuesta ética, estratégica o política del sujeto43. 43 Una imagen de esta resistencia y de las tensiones que supone en el orden de la representación se encuentra en un pasaje de la película Los rubios, de Albertina Carri: “Me acuerdo que cuando fui a enmarcar esta foto me encontré en la casa de marcos con un trabajo fotográfico increíble: eran fotos en un matadero. Yo estaba con una amiga y nos quedamos anonadadas viendo esas fotos. Ella me dijo: ‘A esta persona la torturaron’. Yo pensé: ‘Las fotos son buenas, pero mi amiga está loca’. La autora de las fotos se llamaba Paula, tan solo Paula, y el marquero no tenía más datos. Me sentí un poco ridícula al verme enmarcando una foto tan frívola, pero, así soy, pensé. No me gustan las vacas muertas, prefiero las arquitecturas bonitas. Y me fui. Unas semanas más

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El silencio cuestiona e interpela el estatus de la comunicabilidad en las lógicas de la representación del horror y el sufrimiento humano, y el imperativo de usar la palabra como acto liberador44. Si bien usar la palabra puede resultar sanador, tal posibilidad no depende de la palabra en sí, sino del marco social en que esta se inscribe. De ahí que, emerjan miles de palabras o el silencio, pueden ser insignificantes socialmente o representar una amenaza para la seguridad física, psíquica o moral del testimoniante. Cuando las vibraciones de la palabra del testimoniante chocan con la imposibilidad de resonar en el otro, su silencio tampoco hace eco en la escucha. La buena voluntad de la escucha, en todo caso, no es suficiente para hacer inteligible el sufrimiento; la palabra se confronta también con lo indecible, se retuerce en el grito del cuerpo sufriente, se desvanece en el silencio y se salvaguarda en el secreto. El problema planteado surge en virtud de los efectos que la tortura produce en el testimoniante, en el lenguaje, en las condiciones sociales que hacen posible el testimonio y en la representación. En todo caso, la escritura tan sólo bordea la tortuosidad del sufrimiento, pues la escritura supone el aislamiento de la presencia, el abandono del cuerpo, su entrega sacrificial en la letra (Certeau, 1993b). El cuerpo sufriente se narra en el vacío, en el silencio o en los intersticios de la palabra escrita. En lo que no dice. La emergencia del silencio también testimonia; el silencio no es el sobrante del testimonio, el vacío incómodo por llenar en la entrevista, sino el contenido de las condiciones de producción del relato. El sujeto que testimonia bien puede retener su palabra con el fin de mantener ciertas condiciones psíquicas o morales, o de mantener el control de la interacción con el otro que escucha. Como lo expresa Le Breton, esta retención “concede un cierto distanciamiento a la espera del momento más favorable, sin tarde mi hermana me llama llorando y me dice que conoció a la única persona que sobrevivió al centro clandestino en donde estuvieron nuestros padres. La persona era la autora de las fotos. Ella no quiere hablar frente a la cámara. Se niega a que le grabe su testimonio. Me ha dicho cosas como ‘Yo no hablé en la tortura, no testimonié para la Conadep, tampoco lo voy a hacer ahora frente a una cámara’. Me pregunto en qué se parece una cámara a una picana. Quizás me perdí un capítulo de la historia del arte, no sé. Pero en ese caso me pregunto: ¿en qué se parecerá su cámara al hacha con la que matan a la vaca?” (Carri, 2003). 44 La tradición judeocristiana y una parte del campo disciplinar de lo psi, en la que se puede incluir o excluir el psicoanálisis según sea entendido, concibe el habla como acto liberador por excelencia. Varias comisiones de la verdad dedicadas a la recolección de testimonios caracterizaron los procesos de reparación basados en el uso de la palabra como actos de sanación. Las “cuentas de conciencia”, elemento del sacramento de la confesión en el dogma cristiano, expresan el doble sentido que tiene la “puesta en palabras” en la constitución de un sujeto moderno que transita entre la autorreflexividad que le permite pensarse a sí mismo y el disciplinamiento de sus hábitos y la vigilancia de sus comportamientos. Cuando la necesidad de escritura se liga al mundo confesional cristiano se pasa del “cuidado de sí” al “descubrimiento de sí” (Foucault, 1996). Tal descubrimiento se presenta como un acto de revelación, pero también como el acto de desnudarse.

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tener que exteriorizar la eventual vulnerabilidad o las propias dudas” (2006: 59). El silencio también constituye la protesta, la resistencia a entrar en un orden comunicacional que cuestiona, violenta, burla o humilla. Es, por lo tanto, diciente de una manera de gestionar lo indecible. 6.4.2. El cuerpo, la oralidad y el sujeto La construcción de narrativas de otro-modo acerca de las experiencias de las víctimas de tortura puede apoyarse en una perspectiva fenomenológica que resitúa la experiencia del encuentro con el otro y analiza críticamente el tránsito de un dolor a un saber (Aranguren, 2010), y en una perspectiva ético-política que critica las prescripciones de la ciencia moderna sobre el distanciamiento (Lefranc, 2002) y sobre la posición del investigador ante el dolor de los demás (Aranguren, 2008; Sontag, 2003). Dicha construcción exige comprender, en primer lugar, que aquello que se presupone un acto liberador (el ejercicio de la palabra, la recolección de memorias y testimonios) bien puede terminar en una nueva cadena de sujeciones o constreñimientos en el momento mismo en que el dolor del otro transita hacia la construcción de un saber. En segundo lugar, exige detenerse en las condiciones de producción de las narrativas sobre el sufrimiento, teniendo presente que la palabra del sufriente no sólo se gesta en virtud de unas ciertas condiciones individuales que le permitirían “elaborar” lo sucedido, sino también en razón de las disposiciones sociales a escuchar esa voz, incluso en formas que no se ajustan necesariamente a las estructuras narrativas legitimadas por los campos disciplinares. En tercer lugar, requiere retirarles al juez y al experto su papel privilegiado en la escucha, pues en virtud de ese privilegio se tiende a valorar la voz del sufriente en función de la verdad procesal y a usar eufemismos para nombrar al victimario y los hechos violentos con arreglo a un criterio de imparcialidad o neutralidad. Y en cuarto lugar, requiere una revisión de la supuesta representatividad que guía la recolección de testimonios, revisión que debe tener presente el límite ético que se traspasa con el anhelo de “dar voz a” y “hablar en nombre de” otro. La experiencia de encuentro con la voz del sufriente puede poner en tensión el marco epistémico que supone que el ejercicio de la palabra es necesariamente un acto liberador. Esta tensión no significa que la puesta en palabras de las experiencias de sufrimiento sea imposible, inadecuada o potencialmente opresiva, o que la recolección de memorias y testimonios sea éticamente inaceptable, ni mucho menos que la sistematización de datos sea innecesaria, sino que en muchos casos unas y otras obedecen a principios como el de la justa distancia o el de la neutralidad axiológica, ligados a criterios científicos que se usan sin ningún reparo tanto en las empresas genocidas como en los procedimientos

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con que se pretende explicar dichas empresas, como el muestreo representativo o la selección de casos. Es decir, terminan, en la gran mayoría de los casos sin pretenderlo, por realizar un desdibujamiento de las subjetividades. En aras de ganar en intensidad, incidencia, visibilidad o contundencia, estos emprendimientos terminan por operar con una lógica que entraña la misma violencia de la empresa genocida. En el momento en que se desconocen la invisibilización y exclusión que conlleva la selección de unos casos en perjuicio de otros, es decir, cuando se construyen narrativas acerca de un “pasado violento” sobre la base de la selección de unos hechos y no de otros, el acto liberador sobre el que se supone se cimienta el trabajo de la memoria bien puede quedar diluido en retóricas que desmienten la pertinencia de otras voces o que, incluso, las consideran potencialmente nocivas para la integridad y la paz de una nación o para la coherencia de una investigación académica. Por cierto, en muchos casos la voz de las víctimas, y en particular la de las víctimas de tortura, emergerá como una de esas voces impertinentes, porque puede poner en evidencia la contracara del proyecto civilizador, el envés de los estados modernos, su secreto. Pero, por otra parte, como resultado de las condiciones éticas, políticas y afectivas que se establecen entre el testimoniante y el otro de la escucha, el testimonio no será solamente lo que se pone en palabras, sino también lo que se resiste a entrar en el orden de la representación. Esa resistencia testimonia la ruptura del sentido que se opera en la tortura, y es significativa acerca de las condiciones de producción del testimonio. 6.4.3. Una ética de la escucha La reflexión sobre estas fronteras se fundamenta en el hecho de que no es posible decirlo todo acerca de uno mismo, ni saber todo acerca del otro; hay una intimidad que se reclama siempre. Secretos, dignidades y memorias que no son “comunicadas” por la necesidad de preservar algo de sí. El sujeto, ante la escucha, descubre en la resonancia de su(s) sentido(s) —en su cuerpo y su comprensión— los límites de lo inteligible. No sólo en el relato del otro, sino en eso que resuena para sí como doloroso y sufriente, o como intimidad y secreto, o como silenciamiento impune. Esta puesta en resonancia acaso se muestre, del lado de la escucha, preferible a la puesta en evidencia que emerge en la mirada (la clínica, la científica, la colonial), aunque “cada uno de esos lados también toca al otro y, al tocar, pone en juego todo el régimen de los sentidos” (Nancy, 2007: 13). Es un sentirse sentir: “un sujeto se siente: esa es su propiedad y su definición. Es decir que se oye, se ve, se toca, se gusta, etc., y se piensa o se representa, se acerca y se aleja de sí, y de tal modo, siempre se siente sentir un ‘sí mismo’ que se escapa o se parapeta, así como resuena en otra parte al igual que en sí, en un mundo y en otro” (24).

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De ahí que, siguiendo con Nancy, estar a la escucha sea siempre estar tendido hacia o en un acceso al sí mismo. En este sí mismo resuena un sentido en relación con el cuerpo que vibra y en relación con el régimen de lo inteligible. En esta última acepción —la del sentido como lo inteligible— es también necesario reconocer su resonancia; su marco de posibilidad viene dado por el resonar de sí en el otro. Sin embargo, el sí mismo (el del otro y el de sí) no es algo “disponible (sustancial y subsistente) en el que se pueda estar ‘presente’, sino justamente la resonancia de una remisión” (Nancy, 2007: 30). Estar a la escucha es una “presencia de sí”, no en tanto que acceso al sí mismo sino como la realidad de ese acceso, “una realidad, por lo tanto, indisociablemente ‘mía’ y ‘otra’, ‘singular’ y ‘plural’, así como ‘material’ y ‘espiritual’ y ‘significante’ y ‘asignificante’” (31). Escuchar supone, por lo tanto, ingresar a una suerte de espacio del otro, y al mismo tiempo ser invadido y penetrado, abierto por dicho espacio. El silencio45 hace de sí una vibración y una resonancia, y dispone la posibilidad de la invasión y la apertura, como en el encuentro de un diapasón ante otro. La resonancia de (los) sentido(s) cuando se está a la escucha es la del propio cuerpo (los sentidos) ante la vibración de otro cuerpo, y la del sentido de sí ante la vibración del otro (el sentido). Una ética de la escucha podrá erigirse en el reconocimiento de esta resonancia, condición de posibilidad para empezar a pensar en el(los) sentido(s) de la escucha y en la forma en que el otro también vibra y resuena en mí46. Es, pues, una puesta en vibración de todo el cuerpo, de todo(s) (los) sentido(s), y, por lo tanto, una posibilidad de reclamar para esos momentos en que se está ante la escucha una experiencia que cuestiona nuestra propia corporeidad. Esta ética de la escucha se sitúa también en una postura deliberante y crítica respecto a la ciencia moderna que ha silenciado el cuerpo y que opera en la narración y en la escritura de la historia47. Además, entra en tensión con la en45 Para Nancy el silencio es no sólo una privación, sino una disposición de resonancia; “un poco —y hasta exactamente— como cuando, en una condición de silencio perfecto, uno oye resonar su propio cuerpo, su aliento, su corazón y toda su caverna retumbante” (2007: 46). En un sentido similar, para Agamben (2000; 2003) es un problema político esencial cómo se hace posible cierto hablante, cómo este llega a emerger bajo los imperativos normativos de un Otro que está en constante cambio según el devenir histórico. Agamben considera que el testimonio puede ser pensado, entonces, por sus efectos políticos, en virtud de la relación con ese Otro. El testimonio será pensado como el “sistema de las relaciones entre el dentro y el fuera de la langue, entre lo decible y lo no decible en toda lengua; o sea, entre una potencia de decir y su existencia, entre una posibilidad y una imposibilidad de decir” (2000: 151-152). 46 En cierto modo, en el mismo sentido que la transferencia y la contratransferencia en el psicoanálisis. 47 La escritura científica ha tendido a relegar las emociones y la corporalidad de sus narrativas, pero ambas indefectiblemente están presentes, como señala Merleau-Ponty (1993), en la produc-

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trevista, pues en lugar del ver y el decir hace de la experiencia corporal el centro del encuentro con el otro, ya como una semiología práctica (Grosso, 2007), ya como el retorno de lo rechazado, “de todo aquello que en un momento dado se ha convertido en impensable para que una nueva identidad pueda ser pensable” (Certeau, 1993b: 18). Esta concepción permite rescatar al cuerpo y al sujeto de los dispositivos biopolíticos, de la guerra deshumanizante y de la fantasía militar de apropiación y sometimiento, pero también de los marcos epistémicos y de las narrativas que, en su afán de denunciar, impiden que el sujeto se enuncie. Unos y otros obedecen a los mismos principios: capturar, exigir una confesión y producir, a partir de un cuerpo sufriente, una verdad. En la obsesión por reconstruir el cuerpo o el sujeto sufriente en la coherencia formal del sentido, de la palabra y de la razón se pueden relegar el sinsentido, el silencio y la emoción. La experiencia humana —con sus ambivalencias, contradicciones48, azares e incertidumbres— contrapone a los dispositivos de la tortura, a la guerra deshumanizante y a la fantasía de cosificación un cuerpo y un sujeto que interpelan, que no se dan del todo al deseo del otro.

ción de conocimiento. No hay, en realidad, posibilidad de un conocimiento situado fuera de las emociones y el cuerpo, aun cuando el orden científico moderno considere que lo emocional y lo corporal son potencialmente peligrosos, o que deben ser aplacados. 48 Michael Jackson (2004), gracias a su trabajo de campo con los kurancos, en Sierra Leona, encontró que la antinomia, el cambio, el desorden y la ambivalencia resultan tan importantes para la existencia humana como el orden, la seguridad y la rutina. Según Jackson, mientras el estructuralismo tendía a producir una reificación del orden social, la fenomenología le permitió reconocer cómo los individuos se constituyen y desarrollan su vida social en la praxis intersubjetiva.

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Imagen 17. Sin título (1978). Fuente: Fotografía de Jorge Silva, de la serie “Estado de sitio”.

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7 Al límite, en los bordes y en la frontera 7.1. Que tengas un cuerpo para exponer En los principales centros urbanos de Colombia la movilización social de los jóvenes universitarios se caracterizó por su militancia en movimientos políticos de izquierda y en movimientos de vanguardia como el hippismo y el nadaísmo1. El activismo constituía un imperativo para las juventudes, tanto en las universidades públicas como en las privadas, y se extendió en diferentes sectores sociales, pero particularmente en las clases medias. Discursos de todo tipo motivaban a los jóvenes a adherirse a colectivos u organizaciones políticas para emprender actividades que comprendían las tertulias literarias o políticas, las iniciativas pedagógicas en barrios marginados, el apoyo a movilizaciones y protestas y la militancia clandestina en grupos armados. Las formas de filiación con los movimientos políticos, en particular con los de izquierda, eran muy variadas, y los integrantes de estos movimientos —jóvenes de clases populares y medias— articulaban su militancia con otras, dicientes también del “ser revolucionario”. Refiriéndose a los estudiantes de la Universidad Nacional de Colombia María Eugenia Vásquez recuerda que Había otros estudiantes que estaban en la honda del hipismo, el rock, la marihuana y el amor libre, pero, incluso entre ellos, ser revolucionario era una característica inevitable. Ser revolucionario, creer en el cambio, ir contra el orden establecido, luchar por la libertad, entregar la vida por 1 Fue un movimiento intelectual de vanguardia que, a comienzos de la década de los sesenta, criticó la moralización de la literatura colombiana.

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los intereses del pueblo, todas esas ideas se cruzaban, se entretejían, se confundían en los prados y aulas de la universidad. (2000: 63)

La militancia de un joven universitario era, en todo caso, prácticamente inevitable. En esa época, uno se afiliaba a algo o lo afiliaban. Casi nadie andaba suelto, la mayoría de estudiantes militaba o simpatizaba con organizaciones de izquierda. Pertenecer a un grupo armado daba un halo de respeto. Claro, eso nunca era del todo evidente, más bien, pertenecía al ámbito de lo secreto que, sin embargo, se balbuceaba en corrillos. (Vásquez, 2000: 68)

Mientras los grupos de la “izquierda ortodoxa” usualmente rechazaban las actividades sociales por considerarlas burguesas, entre los jóvenes eran frecuentes los bailes y fiestas, como los que realizaba la juco en la Universidad Nacional. Esta disposición jovial y abierta de los jóvenes militantes fue recogida, en particular, por el M-19, pero también por diversas organizaciones estudiantiles y movimientos políticos. El espíritu de la época no obedecía sólo a la actitud del M-19, sino que cundía en los ámbitos universitarios y en otros movimientos insurgentes que marcaban las trayectorias y las vocaciones de muchos jóvenes. D. A., hija de una familia bogotana de clase media y educada en un colegio religioso, manifestó en una entrevista: Realmente, tal vez para mí los setenta fueron definitivos en mi vida, ¿no?, porque mis primeros dos años, mis primeros años de los setenta me gradué de bachiller. Yo estudié toda mi vida con monjas, estudié interna mucho tiempo de mi vida. Me gradué. Los últimos tres años los hice acá en Bogotá y el último año lo hice en un colegio que era nocturno. Entonces, pues, fueron como mis primeros años, digamos, de conocer el mundo, de entrar a la realidad, porque yo había sido una niña educada por monjas y estaba en colegios internos todo el tiempo. Entonces fue como conocer, como descubrir muchas cosas. Era la época del hippismo, la música rock, la época de El Lago, del parque de la sesenta y tres, vivimos las drogas, lo que era el amor libre. O sea, somos hijos de esa generación. Yo me siento hija de esa generación, ¿sí? Entonces teníamos unos contrastes muy fuertes que estábamos viviendo, y que yo los viví a plenitud, yo, personalmente. O sea, mucha gente no vivió esas experiencias. Nosotros en mi familia, en mi entorno, estábamos muy a la moda, muy a lo que estaba pasando. Entonces, mis primeros cinco años, fueron años como de estar muy metida en eso, ¿no?, como de estar conociendo el mundo. Yo me fui para el

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exterior como en el 73, duré dos años aprendiendo inglés. Conocí muchas cosas. Después, en el 75, regresé acá y entré en la Universidad Nacional. Esos primeros años, del 76, para mí significaron mucha libertad, mucho goce de la vida, mucho conocerme a mí misma y conocer el mundo. O sea, fue como descubrir el mundo, ¿no? Cuando llegué acá, en el año 75, pues yo siempre… O sea, mi objetivo siempre fue muy como de meterme en las cosas y hacer (de transformar, de crear), entonces yo llegué acá y dije bueno, me meto a la Nacional. (Entrevista con D. A., 2009)

La llegada a la universidad traía consigo la posibilidad, muy a la mano, de ingresar en el activismo político y de conocer otras realidades del país. “Cuando uno llega a la universidad tiene una característica de ser como las esponjas, de coger todo. Uno se va metiendo y, finalmente, haber estudiado en la Nacional le permite a uno relacionarse con las situaciones del país, ¿cierto? Pero lo social lo lleva uno en la sangre” (entrevista con D. C., 2009). Así mismo, ofrecía la oportunidad de dedicar tiempo a reflexionar sobre dichas realidades. Algo que me encantaba de la universidad, de esa época de los años setenta […], era, precisamente, esa actividad que nosotros teníamos tan fluida de tirarnos en el jardín de Freud, de tirarnos a hablar paja y a discutir. Eso me parece hermoso. Y yo siempre, por ejemplo, le dije a mi hijo: “Gózate la irresponsabilidad, porque eso no se repite”, o sea, cuando uno no tiene que preocuparse de nada, que yo no tenía que preocuparme si tenía pa’l arriendo, si tenía que pagar los recibos de la luz, si tenía hijo, pa’ darle de comer. Nada. O sea, mi única preocupación era si lo que decía Freud estaba bien dicho […] o si Habermas estaba en lo correcto. O sea, ese momento del ser humano en que puede darse ese lujo, que es lo que los griegos llamaban el ocio, ese momento en el que uno puede tirarse ahí a pensar, a hablar y a discutir, sin ninguna preocupación diferente a hacer lo que se le dé la gana. Yo creo que es el momento más hermoso del ser humano, o sea, cuando puede ejercitar su razón con toda libertad. (Entrevista con D. A., 2009)

Las discusiones favorecían la constitución de grupos y los movimientos de todo tipo: literarios, artísticos, insurgentes o de mujeres2, pero en todo caso 2 V. M. estuvo entre las fundadoras de una de las primeras organizaciones de mujeres del país, cuya vigencia fue interrumpida por la detención y la tortura en 1978. V. M. señala que la experiencia de esa organización posibilitó “haber formado una serie de conocimientos, haber conocido muchas mujeres (que en esa época las mujeres nos reuníamos y ellas creían que nos reuníamos era pa’ tejer y pa’ hablar del sexo con los maridos), o sea, era cambiar un poco esa

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políticos. C. A. menciona “toda esa historia de la gente que lo mete a uno, que me metía a las sesiones de poesía, a las discusiones, a la pedrea, a estudiar otras cosas, o sea todo eso para mí era, mejor dicho, yo me sentía protagonista” (entrevista con C. A., 2009). Pero los movimientos no sólo se gestaban en el interior de las universidades, sino también en las fábricas y las industrias. O. E. cuenta: Al comienzo de los setenta, yo era obrera, empecé a trabajar en una fábrica para poder estudiar, para poder ayudar a mi familia, y cuando eso fue cuando yo conocí a la gente así, a la gente que tenía ideas nuevas […] Yo tenía catorce años […] pero también tenía experiencia y muchas cosas. Trabajaba en una empresa y al comienzo conocí obreros, todos mayores que yo. Y la gente obrera tiene una forma de ser, de vivir y de ver las cosas. Yo me metí ahí, o sea, yo viví en ese mundo de ellos también. […] Entonces allí, pues, por ejemplo… pues empecé a conocer, empecé a pensar en defender los derechos de uno, dentro del trabajo, empezar a darse cuenta que lo explotaban […]. Yo trabajé, después de eso, en otra fábrica. Una fábrica de confecciones donde trabajaban sólo mujeres, en su mayoría. Había muchas mujeres allí. Yo pienso que hice una tarea importante, digamos, porque era como combinar la parte armada con la parte política, ¿no? Entonces, por ejemplo, yo aprendí muchísimas cosas. Ya en la fábrica anterior había aprendido muchas cosas, pero en esta aprendí muchas cosas de derechos de los trabajadores, de las cosas de las mujeres. Entonces, yo, siendo tan joven, porque yo era una muchacha muy joven, una niña, les enseñaba a las mujeres cómo defender sus derechos, que ellas, por ejemplo, en las cosas de las parejas, que los maridos tenían que ayudarlas a ellas, que los maridos tenían la responsabilidad con sus hijos, que ellas no tenían por qué cargar solas a sus hijos; que, por ejemplo, si no les pagaban horas extras, cuánto les cuesta una hora extra, por qué uno tiene que cobrar su hora extra, ¿sí? Bueno, muchísimas cosas que yo sabía. Entonces, allá los compañeros y las compañeras mías, todo el tiempo estaban preguntándome. Yo les contaba, les decía, les explicaba todo el tiempo. La gente me quería muchísimo, decían visión de las mujeres: tocaba era reunirse pa’ cambiar nuestra posición frente a la sociedad, era como meterle mucha más política al cuento femenino. No era, simplemente, votemos pa’ apoyar a los hombres (porque así fue que se creó todo el movimiento feminista en Colombia, en torno al voto, y apoyado por los hombres, porque ellos necesitaban los votos de las mujeres), entonces era: ‘No nos dejemos utilizar’. Yo creo que fue como un período de descubrir todas esas temáticas y de trabajarlas, compartir con ellas, y también como un reconocimiento al liderazgo que uno puede llegar a generar con la gente, ¿no?” (entrevista, 2009).

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que yo era muy saludable… Y, además, eso yo era… ¡Yo vivía feliz! Entonces yo, en esa etapa, digo, que era una etapa muy feliz de mi vida, una etapa chévere, porque me sentía contenta, me sentía realizada. Entonces yo iba a la fábrica, trabajaba en la fábrica, salía de la fábrica, iba a los operativos, participaba en los operativos y… bueno, en muchas cosas, ¿sí? (Entrevista con O. E., 2010)

La participación en grupos y movimientos conducía a relacionarse con otras dinámicas colectivas, con otras realidades sociales que influían significativamente en la constitución de la militancia juvenil. Cuando D. C. se refiere al tema, con cierta timidez, duda, en vista de lo que significa actualmente en Colombia llamarse militante. Todo eso va marcando, como que uno llegue a la universidad. Uno se encuentra con gente que, frente a esa situación, piensa, ¿cierto?, que hay una pedrea, entonces vamos a la pedrea, vamos a mirar o vamos a… Entonces uno quiere, ¿sí?... Entonces uno empieza a entrar en eso y ahí, ahí yo conozco personas de otras facultades. Empieza la situación de que estudiemos el marxismo… Empezamos a desarrollar unos procesos, a participar en… eh, eh, eh, en eventos… En ese momento, era un momento muy especial porque había un movimiento social fuerte, un movimiento sindical fuerte, entonces empezamos a conocer líderes de barrios, líderes sociales, indígenas. Había unas luchas en el sur del país. Yo, siendo estudiante, me fui en una ocasión… Conocí unos indígenas paeces y me fui a Santander de Quilichao con un grupo de compañeros, por allá a conocer y a charlar con ellos y a conocer cuáles eran sus problemas, cuál era su situación. Digamos, ahí uno empieza a conocer… líderes sindicales. En ese momento, el movimiento sindical era muy fuerte, ¿cierto?, y uno se va involucrando en eso, ¿cierto?, uno se va involucrando en eso y empieza a darle como sustento, ¿cierto?, a sus condiciones sociales, ¿cierto? Que hay miseria, hay hambre, hay inequidad, ¿cierto? La concentración del poder está en pocas manos, no hay redistribución, ¿cierto? El que tiene quiere más y más, entonces empezamos, ¿cierto?, en situaciones, ¿cierto? […] Y en todo eso pues, pues, pues uno cada día avanza, avanza. Y pues éramos de las personas más fogosas. La Universidad Nacional, en ese momento, tenía unos movimientos muy fuertes, con diferentes tendencias, ¿cierto? De independientes hasta gente que era amiga o simpatizante de las diferentes organizaciones clandestinas. (Entrevista con D. C., 2009).

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La participación en las organizaciones clandestinas o en los movimientos políticos de izquierda reconocidos exigía arrojo, atrevimiento, pues en las condiciones sociopolíticas de la época implicaba una exposición. Yo creo que en esa etapa de la vida de uno, uno es tan arrojado que no se pone a… pensar en el miedo, ¿cierto? Y nunca, y nunca el miedo… ¿Yo, yo, que yo, que yo sienta que tenía miedo? No. Antes, por el contrario, cada día, estando en ese momento estudiantil, era como más arrojado, ¿cierto? Las cosas le parecían a uno muy pequeñas y que era posible hacerlas. De pronto, muy ilusos, muy… Pensando que las cosas son supremamente fáciles de hacer, de desarrollar. Y, finalmente, pues ahí hacíamos tantas cosas, hicimos tanta cosas, que… Y uno participó, ¿cierto? Eso cuando se dan las cosas y hay grupos de personas, eso son cosas fáciles, ¿cierto? Uno da, uno da fácilmente. Uno ahí se mete y uno no piensa la opción de que le pueda llegar a suceder nada, ¿cierto? En esas situaciones que contaba de la universidad, pues ahí mataron muchachos que estaban muy cerca. Entonces, nosotros nunca… Como de esa situación de que nos llegara a pasar, de que vengan… Como hay personas que sí, que en esas situaciones se hacían por allá más atrás… No, no, no. Yo, realmente, lo que yo me acuerdo… Muy arrojado. Como decían, de los de primera línea, muy cercanos a los de primera línea, entonces el miedo… Yo… No, no, yo de miedo, no, no… no tengo como la situación de decir “me daba miedo”. En ese momento, como el mundo era… ¡Uno lo veía tan pequeño! Los hechos eran… En ese momento, lo que le pusieran, uno lo hacía. O sea, no… Yo no, no, ¡miedo en ese momento no! Ya las situaciones, por ejemplo, cuando lo de Patricio Silva, ahí, que estábamos en una pedrea, que entraron, estábamos muy cerca… Ya después uno pensaba: sí, podía haber sido yo, pero que después dijera, a raíz de eso, “yo no voy a estar”, no. Cuando habían esos tropeles… En el caso mío, estaba allá, estaba en primera línea, estaba allá, ¿sí?... Incluso porque eran cosas que se daban, incluso, sin tanta organización… Sino eran cosas por a, be, ce… ¡Hagámoslo! Por ejemplo, ahí estaban los anarcos que, muchas veces, sin necesidad de organizar… Empezaban a organizar las cosas y allá terminábamos. (Entrevista con D. C., 2009)

Exponerse, sin embargo, era parte de lo que implicaba vincularse a propuestas de transformación, acercarse a nuevos mundos y conocer otras realidades. Es una época de mucha actividad, de mucho desarrollo… Como de conocer cosas, de crear cosas. Era, pues, una época… para mí, una época

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muy bonita, de trabajo. Fue como un despertar, no tanto un despertar, sino como conocer… como cosas nuevas, ¿no?, conocer que había gente que quería hacer un país diferente, había gente que tenía un poco de ideas, ¿sí?, conocer como nuevos pensamientos. Digamos, era un intercambio, era un intercambio de lecturas, un intercambio de conocimiento e intercambio de experiencias. Era abrirse camino, ¿no?, me parecía. Yo… Para mí, de joven y de toda la vida, en esa época era muy inquieta, inquieta, y buscaba mucho, buscaba cosas. No me gustaba lo que fuera plano, sino que buscaba que me diera respuesta a las inquietudes que tenía, ¿no? Entonces para mí todo era muy bonito, era… fue una época bella. (Entrevista con O. E., 2010)

Muchos construyeron lazos afectivos de gran intensidad, incentivados por una propuesta de transformación. Para C. A., que fue militante del M-19, fue […]un periodo donde tuve la oportunidad de darle rienda suelta a mi rebeldía, de una gran actividad con mucho afecto, con mucha gente que quiero y que quise mucho, entonces era como un juego, fue un juego, fue un periodo muy vivo, muy agradable. […] Nosotros éramos una fuente de iniciativa cada día. Había un compañero que me decía: “Pare la ametralladora; ¡ya pare!”, porque empezaba a disparar diez mil propuestas y cosas de esas, en medio de lo que se supone era una planificación, pero mentiras, porque realmente era mucho juego, era risa, era alegría, era afecto, entonces. Yo, por ejemplo, nunca me sentí… Al final, solamente al final, al final, cuando ya estuve preparándome para ir al monte y esas cosas, sentí que estaba en una estructura militar. Pero eso para mí era un goce realmente, era un goce reunirnos y estaba de por medio la clandestinidad y todo el cuento, pero uno iba a las citas a pesar de los problemas de seguridad y todo, yo iba alegre. O sea, de reunirse con los compañeros, claro, de estar desarrollando cosas. Entonces, pues uno iba a las citas con las medidas y con ciertos temores, pero por encima de eso estaba la alegría […], más que una amistad es una hermandad. Yo puedo decir que la familia del Eme [M-19] era más que una familia en el sentido de que no solamente… Era como… estamos en este mundo, en el aquí y en el ahora juntos, sino que nos acompañamos y somos solidarios y somos hermanos y esa es mi familia. Para mí el Eme era todo eso, la posibilidad de construir algo mejor, de hacer realidad un sueño. (Entrevista con C. A., 2009)

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Algo similar cuenta A. Z, que se vinculó muy joven al M-19. Yo comencé a militar con mi mejor amiga. Empezamos a estudiar y de pronto nos hicimos amigas, comenzamos a hablar un poquito de política y de lo que pasaba en el país. Comenzamos a hablar de eso, yo era menor de edad […]. Un buen día ella me dijo yo pertenezco a tal y tal cosa, en ese movimiento se hacen tales y tales cosas, me explicó qué era ser clandestino y me pareció genial. Después ¿qué pasa?, después te encuentras como en otra familia. Yo siento que si algo nos dejó avanzar es que nosotros volvimos el Eme una familia. No éramos familia, pero en realidad así lo hicimos. Cuando uno habla con la gente, eso fue lo que nos quedó. En el Eme había gente más madura, pero en todo caso para mí fue un poco eso, las cosas que se hacen a esa edad, y donde, claro, tú te sientes realizado como adolescente, madura. Porque yo era una sardina inmadura, era una muchacha, pero, de todas maneras, soñadora. Para mí era también un momento de adolescencia. (Entrevista con A. Z., 2009)

O. E. describe así algunas de las actividades que realizaba en la fábrica: Sacábamos un periódico que se llamaba La Verdadera Aguja. La Verdadera Aguja era una mujer que hablaba. ¡Eso era una habladora!, hablaba muchísimo. Ella salía en el periódico hablando con otras agujas. Las otras agujas eran otras mujeres, ellas hablaban de todos los temas: lo que pasaba en la fábrica, lo que pasaba en el país, que no sé qué. Y todo el tiempo estaba hablando, era una orientadora, era una verdadera aguja, muy orientadora. Hablaba todo el tiempo, a las otras. Una aguja… Así era la aguja: aquí tenía una cabecita así, salía así, y tenía ojitos, ¿no? Entonces, el periódico yo lo ayudaba a entrar. Algunos periódicos se repartían en la puerta y otros los entrábamos a la fábrica, clandestinos, los dejábamos en los baños, por ahí, en las máquinas, donde se podía, pero era difícil, era una tarea dificilísima. […] Pero también perseguían a La Verdadera Aguja, o sea, era una cacería terrible […]. En muchas ocasiones tuve mucho susto, mucho, pero nunca me cogieron, ni con eso. Además, uno tenía que ser muy sutil con la información porque la información era la información de la misma fábrica que se ponía ahí. Había gente que le daba información a uno para ver si uno caía. (Entrevista con O. E., 2010)

La participación en estos movimientos comprendía, en muchos casos, una formación para eventuales acciones de represión, detención y tortura, que se

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adivinaban ya en las ciudades; o, por lo menos, el conocimiento de documentos e información sobre estos temas. Cuando ya empezó la época de Turbay y todo el Estatuto de Seguridad y esa cosa, incluso antes de eso (cuando el primer paro cívico y toda esa cosa), ya la gente empezaba a sentir temor. Yo me acuerdo que mi mamá (una mujer totalmente, digamos, cultivada, autocultivada, no muy educada, pero cultivada por ella misma, y ciertamente sagaz, que andaba al tanto de la política y todo eso), ya mi mamá me decía: “No salgas todos los días con la misma chaqueta, ¿por qué no te cambias la chaqueta?”. O sea, ya hay actitudes de la gente, de prevención. De hecho, nosotros en la universidad rodábamos, en mimeógrafo, cantidad de manuales de cómo ser un buen… guerrillero, no sé qué, un manual que había hecho el Che. Nosotros en la universidad rodábamos diez mil cosas, o sea, de cómo evitar ser perseguido, porque vivíamos en un mundo… Aunque nosotros, yo personalmente, nunca tuve realmente… No conozco un arma, el arma que he usado en mi vida es el arma personal que tenía mi mamá para defensa personal, con licencia y todo. Yo jamás estuve con armas, nada de eso. Pero nosotros vivíamos en el ambiente de la universidad (y los años setenta era el ambiente de la guerrilla), y obviamente teníamos diez mil manuales de cómo asistir a un interrogatorio para no entregar gente, de cómo separar las células para que no nos siguieran. O sea, había diez mil manuales rodando y nosotros teníamos acceso, obviamente. Entonces sí se vivía como un mundo, digamos, en eso. Era un juego. Para nosotros era como ese juego, digamos, que nosotros lo vivíamos muy seriamente y lo veíamos con mucha conciencia (yo, como venía de la religión, una cosa casi que religiosa), con mucha ética, con mucha entrega. (Entrevista con D. A., 2009)

Los manuales que enseñaban a mantener la clandestinidad y salvaguardar la identidad, o cómo comportarse ante la eventualidad de una detención o la inminencia de la tortura, eran constantes en los diferentes escenarios de militancia política3. Muchos de estos manuales provenían de organizaciones guerrilleras como los Tupamaros o los Montoneros. También circulaban

3 Uno de los libros de mayor circulación fue el clásico de Víctor Serge Lo que todo revolucionario debe saber sobre la represión. El texto insiste en las actitudes corporales y subraya que “la mayor virtud de un revolucionario es la sencillez, el desprecio de toda pose, incluso... ‘revolucionaria’, y principalmente conspiradora” (1925: 34).

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libros destinados a formar buenos guerrilleros4. U. T., por entonces militante del M-19, relata: Lo primero que leí (no sé si lo primero), pero de las primeras cosas que leí fue… No me acuerdo cómo se llamaba; era un libro que circulaba entre nosotros y era un trabajo que habían hecho los Tupamaros. Era una cosa que tenía que ver, sobre todo, con aprender a moverse en las ciudades, con la seguridad y con el enfrentamiento a la tortura. Eran casos tremendos, tremendos. Yo creo que sí fue importante para mí porque me dio la dimensión del mundo en el que me estaba metiendo. Cuando entras, no te imaginas lo que puede ser, y cuando estás ahí tampoco te imaginas que sea verdad tanta porquería la que te toca […] Yo creo que lo de los Tupamaros me sirvió para eso, me enseñó a caminar en la ciudad, yo todavía lo sigo haciendo. O sea, para la ciudad, sí. (Entrevista con U. T., 2009)

En vista de la inminencia de detenciones y las torturas, en los grupos se enfatizaba la necesidad de seguir las recomendaciones de los manuales; cada organización, además, adoptaba sus propias medidas; especialmente importante era la llamada compartimentación de la información5. Los manuales difundieron con efectividad preceptos sobre la actuación clandestina en las ciudades e información sobre las estrategias de seguimiento y sobre los mecanismos de represión y tortura. Esto suponía aprender de experiencias de otras latitudes. A propósito de los Tupamaros Gustavo Petro ha contado: […] nos organizábamos igual que ellos, y de su escuela militar aprendimos las técnicas de guerrilla urbana que habían implementado en Montevideo; formamos varios comandos que no se conocían entre sí, que es lo que se denomina una estructura compartimentada. Esta formación en comandos se movía a través de una red jerarquizada, piramidal, con unos criterios militares de estructuración que básica4 Circularon varios textos de los Tupamaros, especialmente dentro del M-19, entre ellos un documento titulado La organización de los Tupamaros. Documentación del mln, y otro compilado por Omar Costa, Los Tupamaros (1972). De los textos de los Montoneros que circularon en el M-19 se destaca el Manual del oficial montonero (1973); los documentos llegaron con algunos militantes de la agrupación argentina que vinieron a Colombia, entre ellos el Gordo Paco. Al respecto véase Villamizar (2002: 392, 407-409). 5 La compartimentación es la división de la organización en subgrupos herméticos, separados entre sí, de modo que si una parte de la organización es detenida las otras no resulten afectadas. Ello supone que cada integrante debe saber sólo lo necesario para actuar. Estas actitudes juegan un rol importante en la configuración del ser militante.

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mente se conformaba a través de unidades integradas por un máximo de cinco personas, y un mínimo de tres. La gente sólo se conocía al interior del comando, es decir uno no podía conocer más de cinco compañeros del Eme. Ese comando tenía un responsable al cual se le denominaba oficial segundo, y un máximo de cinco oficiales se reunían en lo que se llamaba la Dirección Intermedia, que tenía un responsable a quien se denominaba oficial primero. Podían reunirse hasta cinco oficiales primeros que conformaban la dirección de la columna, que a su vez tenía un responsable que se denominaba oficial superior. Estos oficiales superiores conformaban la dirección del M-19, Bateman por ejemplo, era un oficial superior […] Esa red […] resultaba muy segura porque permitía que al caer presa una persona sólo pudiera delatar un máximo de cinco compañeros. Usar nombres de guerra era también una estrategia de clandestinidad […] [A las reuniones] acudíamos con capuchas para no reconocer los rostros, eran reuniones que parecían verdaderos aquelarres […] Aprendimos a movernos en las ciudades, a usar de manera eficiente el tiempo de las citas, los automáticos, la forma correcta para evadir las persecuciones, cómo darse cuenta si uno era seguido, bien caminando o en vehículo, a detectar movimientos extraños, a detectar redes de vigilancia secreta, en fin, un sinnúmero de técnicas de guerrilla urbana que pudimos aplicar con éxito. (Petro y Maya, 2006: 30-31)

La información sobre la protección y la compartimentación adquirió más relevancia cuando las detenciones y las torturas se hicieron masivas en los centros urbanos. O. E. explica que tras la detención, y ante la eventualidad de la tortura, la información procedente de libros, manuales y películas fue decisiva en su conducta. Yo había leído hacía poquito el Reportaje al pie del patíbulo, de Fušcík. Y eso me sirvió muchísimo. Porque era la forma como él habla, porque dice que uno tiene que ser fuerte, tiene que tener mucha moral, mucha dignidad humana, no creer que esos que le hablan a uno son amigos. No creer nada. A mí esa parte me sirvió muchísimo. Yo creo que si no hubiera sido por eso y por otras cosas, de películas y cosas que yo había visto, la vida hubiera sido distinta, porque, desde el comienzo yo dije: “Bueno, estos no son amigos, no me van a ayudar, nunca debería confiar en estos”. (Entrevista con O. E., 2010)

Marta Botero, militante del M-19, piensa que los manuales pudieron prepararla para los tormentos físicos, pero no para los psicológicos.

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Yo creo que, en mi caso, la parte más dura, fue la tortura psicológica. Esa parte sí es… Además, porque es para la que uno no está preparado, ¿no? Nosotros, pues, leíamos muchos libros de los Tupas, veíamos películas y una serie de cosas como que lo preparaban a uno para un evento de resistencia física […] Yo no sé si es que el impacto de eso… Nada que uno se imagine es como la realidad. ¡No! Ni viendo la película ni nada de eso. Una cosa es imaginárselo y otra cosa vivirlo. Ahí se da uno cuenta que las realidades, muchas veces, impactan mucho más a nivel mental y a nivel psicológico. Pero, lo que decía, yo, en el caso mío yo destaco que yo me preparé (creo que me preparé) para lo físico, pero nunca para lo psicológico. (Entrevista con Marta Botero, 2009)

Si la militancia implicaba un riesgo que debía asumirse con osadía, también exigía autocontrol y disciplina para obedecer las disposiciones encaminadas a encubrir la propia identidad y a saber poco sobre los demás. El cuerpo se exponía en las acciones urbanas, en las marchas, en las pedreas o en los tropeles —“A mí como en dos o tres ocasiones me cogieron y eso me subían a esas jaulas… y las garroteras que nos dieron, ¡fueron tenaces!” (entrevista con D. C., 2009)—, pero tenía que ser salvaguardado del conocimiento público; ni fechas ni nombres podían circular públicamente: “Nosotros teníamos una relación y yo no sabía cuál era el apellido de él, porque uno de los compartimientos que nosotros teníamos que saber era que no preguntábamos nombres ni dirección, ni teléfonos, ni nada. Y a mí me torturaron todo lo que quieras, porque yo no me los sabía. Yo no sabía dónde vivía él, ¿sí?, yo no tenía ni idea, y ellos no podían creer que yo no supiera eso” (entrevista con D. A., 2009). El cuerpo se expone en cada acto, pero su identidad se encubre con la clandestinidad y la compartimentación; son dos roles simultáneos y contradictorios que resultan de la militancia y de la represión. Alix Salazar, del M-19, recuerda que Para ese entonces la tortura, para nosotros, era un temor muy grande. La reconocíamos como un arma contra el colectivo. Un arma para obtener información. Entonces internamente se tenía conciencia de que esa era la estrategia y que había que hacer algo para contrarrestar sus efectos. Por eso era necesario no tener información innecesaria y saber distribuir la información. No saber más de lo que uno necesita saber y, fundamentalmente, hacer un ejercicio de olvidar. Sí, olvidar aquellas cosas que no eran necesarias: rostros, nombres, datos. No preguntar de quién es esta casa o quién es esta persona, saber sólo lo básico. Eso se convirtió en un arma contra la tortura, porque sabíamos que la estrategia era usar la tortura para sacar información […] Nosotros ya sabíamos cómo se estaba operando, conocíamos además otros casos en otros

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países, leíamos mucho, se sabía. Además la tortura, como estrategia, intentaba amedrentar, y la idea era generar terror. Era puro terrorismo. (Entrevista con Alix Salazar, 2008)

Algo similar expresa O. E., refiriéndose al ambiente de represión que se vivía a mediados de los setenta: En una huelga, una manifestación que había, no sé si sería un 1.° de mayo o qué sería, pero la cuestión fue que en esa manifestación nos dieron mucho palo. A mí, por ejemplo, casi me cogen ese día, porque eso era el Ejército dando palo a todo el que se atravesara y le daban garrote y tiraban disparos al aire. ¡Eso fue terrible! Entonces, las cosas empezaron a cambiar, a ponerse difíciles. Entonces comenzamos a hablar de que había que tomar distintas posiciones. Ya no podíamos estar hablando así, abiertamente, en todo lado. Fue cuando decidimos que tocaba armarse, que había que armarse. Porque si no, cómo así que a uno le dieran así, garrote, y uno también dejándose. Y había gente a la que habían cogido presa, por cualquier cosa. Una vez nosotros salimos, fuimos a una obra de teatro, y en esa obra de teatro… La obra se llamaba El tío Sam, entonces en la obra hicieron un juego entre dos tipos ahí: uno era el tío Sam, era un pato, y el otro como el pato Donald, más o menos… Pero, entonces, él hacía un juego con otro, que era jugar al tío Sam. Un día uno mandaba, y el otro día, el otro. Se cambiaban los roles. Y bueno, todo el tiempo estaban en eso, pero cuando era el rol de mandar había uno que no quería cambiar, no quiso cambiar cuando le tocó ser el tío Sam. Entonces, no quiso cambiar. Entonces el otro le tocaba hacerle todas las cosas a él. Era así, la obra de teatro era así. Pero entonces todo el tiempo decía “cuac cuac” en la obra. O sea, cuando el otro no se sentía bien, era “cuac cuac” y “cuac cuac”, era como esa forma de comunicarse, porque como eran patos. Salimos de la obra y nos fuimos caminando por la carrera séptima o por ahí. Bueno, nos fuimos caminando. Entonces, venían un poco de policías y nosotros comenzamos a decirles “cuac cuac, cuac cuac” [risas]. Y “cuac cuac”, y a nosotros nos daba muchísima risa, nosotros nos reíamos. Mientras les decíamos así, de pronto los policías nos empujaron y dijeron: “Estos no sé qué…”, nosotros empezamos a correr y nos corrieron los policías pa’ cogernos a nosotros. Y nos corrieron muchísimo, y no, pues no nos dejamos coger, pero de todas maneras los tipos nos corrieron varias cuadras. Eso fue una cosa… Me acuerdo de eso y como… Era ya todo lo que nosotros empezábamos a sentir. O sea, que uno… Ya no era lo mismo. Decir algo era tenaz […]. Mucho después, nosotros, por ejemplo, cuando eso, poníamos consig-

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nas: “¡Abajo la oligarquía!”. Uno sabía que tenía que poner la consigna rápido y salir a correr porque lo podían matar o… Ya había gente que habían desaparecido y también nos enteramos que a los campesinos los estaban persiguiendo, ¿cierto? El país no era una… una mansión de flores. No, no, no. El país estaba difícil y era lo que nosotros hablábamos y entonces en esas reuniones se hablaba eso. Empezamos a decir que teníamos que tomar medidas, que no podíamos soltarle los teléfonos a todo mundo, estar yendo a la casa de todo mundo así como así. Como puntadas para nosotros ir… ir siendo diferentes, tomando medidas, porque nosotros éramos amigos, todo el mundo sabía dónde vivía cada quién, cuál era su familia, cuáles eran sus hermanos, qué hacían, si tenía novia o si no tenía, si estaba casado… Todo. Se sabía toda la vida de cada quien. Ya de pronto empezamos a ser un grupo más pequeño, ya clandestinos, ya no formábamos más parte del grupo grande. (Entrevista con O. E., 2010)

Para D. A. y C. V. militar en un movimiento estudiantil implicaba los sacrificios de la doble actividad de exposición y encubrimiento; la disposición para hacerlos, en cierto modo, estaba implícita en su compromiso social y en sus trayectorias de vida: “Porque uno tiene corazón de mártir, ¿sí? Y por lo general, cuando uno es social y ha estado en esto, no es que uno sea malo, es que es tan sensible a todo lo que sucede que quisiera que las cosas sean totalmente diferentes” (entrevista con D. C., 2009). D. A., por su parte, señala que su actitud revolucionaria no era otra sino la misma que había tenido toda su vida: “Yo fui criada cristiana, pa’ ser mártir, y eso a uno lo marca” (entrevista, 2009). U. T. habla de la intensidad con que se vivía: “Nosotros le llamábamos ‘vivir al borde’, o sea, porque podíamos caer presos, nos podían matar, estábamos en un borde, literalmente. Eso da una adrenalina en la vida que es una cosa maravillosa, vives los instantes, pero con todo, porque se te puede ir la vida […], es esa cosa de vivir, con todas las consecuencias, ¡con todo!, con alegría, con vértigo” (entrevista, 2009). El 17 de octubre de 1978 fueron detenidos varios estudiantes en diferentes lugares de Bogotá, entre ellos estaban D. A. y C. V. Tras la detención fueron conducidos a varios establecimientos militares de la ciudad y fueron torturados. En la fecha de detención D. A. tenía 25 años y D. C. 22, ambos eran estudiantes universitarios. Las detenciones y torturas se realizaron un mes después de la expedición, el 6 de septiembre de 1978, del Decreto 1923, conocido como Estatuto de Seguridad Nacional, y dieron lugar a las primeras denuncias de tortura. Aunque el rector de la Universidad Nacional, Ramsés Hakim, denunció los hechos ante el Congreso de la Nación, sólo hasta el 29 de noviembre de 1978 la Cámara de Representantes designó una comisión para

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investigar los hechos, que también fueron denunciados por los familiares de los jóvenes detenidos (Foro Nacional por los Derechos Humanos, 1979: 209). El periódico El Tiempo informó en su edición del 20 de octubre de 1978 que en una operación secreta el Ejército había detenido a importantes cabecillas de grupos subversivos en varios barrios de Bogotá. A la comisión de la Cámara de Representantes se le impidió conocer los documentos relativos a la detención porque eran considerados de reserva del sumario; tampoco pudo conocer los exámenes que el Instituto de Medicina Legal les practicó a los detenidos en vista de las denuncias de tortura y atropellos6. En todo caso, la comisión constató, como lo hiciera Amnistía Internacional por medio de peritajes médicos, la evidencia de tortura, y entrevistó a varios de los detenidos. Las fotos de los peritajes y los testimonios se publicaron en el informe de Amnistía Internacional, y algunas declaraciones de los detenidos aparecieron en la edición del 11 de noviembre del periódico El Espectador. D. A. explica que el período de aplicación del Estatuto de Seguridad Nacional tomó por sorpresa al movimiento estudiantil. Pese a que ya habían vivido varias experiencias de represión en los años previos, la forma en que se procedió durante el gobierno de Turbay superó con mucho las estrategias del movimiento. En el año 78 subió Turbay al poder y nosotros veníamos desde el año 75, 76, en la Universidad Nacional, entonces, cuando subió Turbay, realmente nosotros fuimos las primeras víctimas. Nosotros no alcanzamos a cambiar, porque nosotros veníamos ya con, digamos, con una actitud de prevención: de estar prevenidos frente a lo militar, de estar prevenidos frente a muchas cosas. Nosotros habíamos organizado el primer paro cívico, digamos, los estudiantes habíamos participado muy activamente en ese primer paro cívico, entonces nosotros nos cuidábamos (como parte de ese cuidado general). Sabíamos lo que había pasado en Chile, sabíamos lo que estaba pasando en Argentina, estábamos enterados, pero tampoco era una cosa como que nosotros dijéramos “ahoritica entra Turbay, pongámonos alerta que nos va a pasar lo mismo”. No. A nosotros nos cogió Turbay… Turbay entró y el Estatuto de Seguridad se declaró a los dos meses, o al mes. O sea, y nada, ahí no hubo tiempo de reaccionar ni nada. […] Ya cuando nos cogen a nosotros, ¡quinientos estudiantes detenidos!, con todo ese 6 El director del Instituto de Medicina Legal, Odilio Méndez, fue relevado de su cargo tras haber respaldado los informes de los médicos legistas que hallaron la evidencia de lesiones traumáticas en los jóvenes detenidos. Los informes desaparecieron y Méndez fue reemplazado por el doctor Silva Pilonieta en la dirección del instituto.

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rollo, desmontaron el movimiento estudiantil. Nosotros no éramos guerrilleros. O sea, nosotros sí estábamos, digamos, en el ambiente: estábamos cerca, conocíamos, sabíamos de… Porque estábamos interesados por la política, nos interesaba el Che, nos interesaba lo que… Es más, nosotros éramos antisocialimperialistas, porque nosotros estábamos en contra de Rusia, estábamos enterados de Mao, de Albania, o sea, vivíamos toda la política, la vivíamos, estábamos muy cerca […]. Lo de Turbay no era nuevo, lo que venía haciendo Turbay… Es decir, el país venía en un estado de sitio desde mucho tiempo atrás. O sea, Turbay no era que rompiera con una democracia anterior, sino era, simplemente, como una continuidad normal. Que Turbay tenía unas características bien específicas, claro. Nosotros vemos a Lleras que, a pesar que no era un profesional, era un tipo capaz, inteligente, estratega, ¿sí? Y después, éste, López, un economista. Después llega este tipo Turbay (con todos los chistes flojos que hay), un tipo que la gente se burlaba de él porque decían que era bruto, todo lo que tú quieras, ¿sí? Y tú hablas con los liberales hoy y era el doctor Turbay, era el caudillo, el líder. Era un maquiavélico tenaz, era un tipo que se podía quedar dormido hablando pero que tenía una capacidad de maniobrar y de manipular de esa forma, digamos, de esa forma como la que tienen nuestros criminales; de una forma como un gánster: es esa maldad, que es una maldad que la puede poner en función de una industria, de un Estado, o sea, tenía una capacidad aterradora. (Entrevista con D. A., 2009)

El movimiento estudiantil7, sin embargo, continuó sus actividades normalmente, incluso resultó fortalecido. Aunque el asesinato del estudiante Patricio Silva fue un golpe duro, la decisión de recoger su cuerpo y llevarlo a la Universidad Libre, e impedir así que el Instituto de Medicina Legal hiciera el levantamiento, fortaleció al movimiento y mostró su capacidad organizativa. Sin embargo, tras la entrada en vigencia del Estatuto, los estudiantes, como otros movimientos y organizaciones, tuvieron que afrontar las detenciones y las torturas, prácticas, como se ha dicho, ya frecuentes en las zonas rurales. La represión no tomó por sorpresa a los movimientos urbanos, pero sí sobrepasó su capacidad de respuesta.

7 La noción de movimiento estudiantil engloba no sólo diferentes organizaciones universitarias, sino también diferentes formas de organización. Las particularidades del movimiento estudiantil en Colombia obligan a ver su potencia organizativa en su heterogeneidad (Archila, 1999).

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7.2. Resistir al cuerpo contra sí mismo Mientras la militancia implicaba una exposición del cuerpo, la represión obligaba a ocultar la identidad y a disimular las actitudes propias del “ser militante”. La exposición requería ser discreto y evitar el protagonismo, mientras que la compartimentación y la ocultación exigían un nivel razonable de cotidianidad y de vida pública. Con la aprobación de las detenciones motivadas por la presunción de culpabilidad el aspecto físico se hizo determinante en la clasificación que las Fuerzas Militares hacían entre “ciudadano de bien” y “guerrillero”. Como era de esperarse, aumentó el número de personas detenidas; pero ocurrió también que los militantes de las organizaciones políticas de izquierda intentaron adoptar el aspecto que los militares consideraban propio de los “ciudadanos de bien”. Al respecto dice O. E.: Yo siempre pensaba que yo siempre iba a la segura, que yo nunca me iba a dejar coger. Y tuve también mucha suerte. Digamos, el hecho de estar también viva, es tener suerte. Pero también yo tuve mucha suerte porque yo recorrí este país, después que me pasó eso que me cogieron, y todo. Después yo viajé muchísimo. Viajaba por muchas partes. Llegaba donde estaba el Ejército… Hubo partes donde el Ejército me decía: “Pase que usted no tiene cara de guerrillera”, como si las guerrilleras tuvieran una cara especial. Para ellos yo tenía una cara así como de gente, como muy noblecita, como muy de monja. (Entrevista con O. E., 2009)

Con la detención y la tortura empezaba un proceso de exposición corporal, pero en secreto, clandestino. La tortura supone llevar el cuerpo al límite, no sólo por la vía del dolor físico, sino también porque produce en el sufriente una “sensación ambigua de estar a la vez en exposición y aislado, es decir, en una forma de relación con el otro que impide compartir experiencias y en una forma de soledad que excluye la seguridad y la intimidad” (Marrades, 2005: 30). Por esta razón el dolor infligido no puede ser entendido sólo como un ataque a la piel, a los huesos o a la resistencia muscular. Los actos contra la carne son también sentidos o padecidos en el ánimo y en los afectos; sus marcas se inscriben en la misma trama donde se alojan los vínculos con el mundo, las caricias, los hábitos y los recubrimientos sociales del cuerpo8. 8 Las inscripciones en el cuerpo no sólo son trazas en su superficie, no sólo se imprimen en su “zona evidente”; son también filigranas grabadas “más allá” de la piel, que atraviesan las entrañas y tocan el alma. Como marca, como huella significante, el ordenamiento se inscribe en el cuerpo para signarlo, estampa la pertenencia para reclamar su posesión sobre el cuerpo. Estos ordena-

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La degradación y destrucción del cuerpo, de acuerdo con Viñar, operan como preparatorias y desencadenantes del quiebre y la claudicación psíquicas, pues la tortura supone el reconocimiento de ese vínculo esencial con el cuerpo que hace posible la adhesión a los ideales. Atacar el cuerpo es una forma de quebrar esa adhesión afectiva que está en el trasfondo de un colectivo, de sus valores o sus ideas, pues estos se fundan en “una relación objetal en la que el yo corporal y una erogeneidad patente estuvieron implicadas” (Viñar y Ulriksen, 1993: 39). De ahí que, si la tortura persigue someter y fracturar al sujeto por medio del sufrimiento, las repuestas humanas a la tortura —ese reducido margen de acción y pensamiento— no son solamente el reflejo victorioso del torturador y de los sistemas de represión, son también una evidencia de la singularidad humana para afrontar situaciones límite. Así pues, es posible entender que las respuestas humanas a la tortura son del mismo material del que están hechos los deseos y los sueños —aun los más pequeños— de la vida humana, ya se trate de la solidaridad y la amistad que proporcionan la fuerza, del sentido de una lucha o de los anhelos de preservar las condiciones corporales básicas de intimidad y confortabilidad o la coherencia, el tesón y la abnegación. En la medida en que la tortura tiende a producir “la falsa percepción de que no es el cuerpo el que padece, sino el que hace sufrir, por lo que debe de haber un objeto del daño —el yo— que es el verdadero sujeto del dolor y con respecto al cual el cuerpo del sufriente se comporta como un verdugo” (Marrades, 2005: 30), el cuerpo mismo no sólo se vuelve el enemigo9, sino que a partir de sus padecimientos reclama para sí una salida urgente, un nuevo lugar que se muestra difícil de hallar, salvo por la vía de la muerte, el delirio10 o el mientos discursivos le dan forma al cuerpo, se formalizan en el cuerpo. Es una formalización que se “graba a fuego” en el cuerpo y deja a su paso un surco sobre él; son inscripciones que se experimentan como muestra evidente de que la construcción de la historia no es una arqueología de los vestigios pasados, sino una relación social con el presente (Al respecto, véase Aranguren, 2010). 9 Así lo expresa Améry: “Quien, en efecto, durante la tortura se siente vencido por el dolor, percibe su cuerpo de un modo totalmente novedoso. Su carne se realiza de forma total en la autonegación. En parte la tortura pertenece a aquellos momentos de la vida, de los cuales, en forma más mitigada, es consciente también el paciente que espera recibir socorro; y el dicho popular según el cual estamos bien mientras no sentimos nuestro cuerpo, expresa, efectivamente, una verdad indiscutible. Pero sólo en la tortura el hombre se transforma totalmente en carne: postrado bajo la violencia, sin esperanza de ayuda y sin posibilidad de defensa, el torturado que aúlla de dolor es sólo cuerpo y nada más” (2001: 98). 10 Muerte como control total. Delirio como un abandono de sí. Eduardo Galeano recuerda la historia de Jorge Rulli, quien tras haber padecido los horrores de la tortura y haber tenido que llevar su cuerpo a los límites de la resistencia, supo que en el suicidio podría encontrar el escape hacia la dignidad: “Elegir la dignidad era como elegir la muerte. Cuando lo bajan de la camioneta,

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abandono11, o incluso por una inusitada perseverancia en el autocontrol y la abnegación. Yo creo que es muy personal, o sea, yo creo que eso es muy religioso (así uno sea ateo), pero es una actitud muy mística, ¿no?, porque en ese momento pues la gente puede hablar barbaridades, la gente siente que es muy generosa y que lo hace por la causa y que… Yo no creo eso, o sea, yo creo que uno en ese momento lo que está siendo es uno, auténtico, lo que uno es. Entonces uno dice: “Yo tengo que hacer esto”, porque es como mi deber ser, ¿sí? En el caso mío, particular, o sea… Mucha gente dirá: “Es por salvar a, o por…”. Yo no creo en la generosidad. Como te dije, yo rompí con la religión por ese hecho. Uno es muy egoísta y uno, normalmente, actúa de inmediato, ¿sí? Yo creo que en ese momento, lo que uno está es ante sí mismo… “Bueno, esto soy yo”, y poniendo en práctica lo que uno es, lo que uno es. Entonces, si a ti cuando chiquito te van a pegar y tú suplicas porque no te peguen y lloras, tú vas a hablar con las torturas, ahí no hay nada qué hacer. Cuando yo era chiquita, yo no lloraba, de rabia. A mí, mi mamá me daba un juetazo y me pegaba, y yo de rabia no lloraba, me le enfrentaba. Es una actitud, eso son actitudes de la vida, eso no es que uno esté defendiendo a nadie. Nada. Eso es uno. (Entrevista con D. A., 2009)

Vinculada menos con la actitud heroica del militante y más con las tramas de una vida personal en que se ligan el silencio y el dolor, la respuesta de D. A. a la tortura se elabora a partir del sufrimiento que entraña una actitud mística o estoica. Esos cinco días que a uno lo tienen ahí, le pegan; a mí (yo no puedo decir que a mí me violaron, porque no me violaron) me pegaron, en los senos me pegaban terriblemente (me espichaban, me pellizcaban), pero la mayor tortura… La tortura psicológica es bravísima. A mí me tenían Rulli cobra conciencia de que no va a salir con vida y se asegura una muerte con dignidad. Esto es, paradójicamente, lo que le permite salvar con dignidad la vida” (1989: 158). 11 Semprún relata: “De repente mi cuerpo se volvía problemático, se despegaba de mí, vivía de esta separación, para sí, contra mí, en la agonía del dolor […] Mi cuerpo se afirmaba a través de una insurrección visceral que pretendía negarme en tanto que ser moral. Me pedía que capitulara ante la tortura, lo exigía. Para salir vencedor de este enfrentamiento con mi cuerpo, tenía que someterlo, dominarlo, abandonándolo al sufrimiento del dolor y de la humillación […] aunque alejara de mí mi cuerpo, carcasa jadeante, me acercaba a mí mismo. A la sorprendente firmeza de mí mismo: orgullo preocupante, casi indecente, por ser hombre de esta forma inhumana” (1998: 126).

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cinco días así, con las manos acá atrás, con una venda amarrada, y si yo me llegaba a medio mover, me pellizcaban, me pegaban. Obviamente, eso lo va minando a uno. Uno en ese momento, yo, personalmente, ni me dolía (pues sí, uno siente la incomodidad, todo lo que tú quieras, pero uno vive eso). Uno en eso, estoicamente, uno vive lo que le tocó vivir, además uno está preparado para eso, porque yo me había leído diez mil manuales y diez mil bollos donde decía qué iba a pasar. O sea que yo sabía más o menos, estaba en control, digamos, de eso. (Entrevista con D. A., 2009)

Se expresa aquí el intento de controlar una situación límite con los materiales psíquicos a partir de los cuales se han constituido las respuestas del sujeto a sus experiencias de crisis, dolor, sufrimiento, encierro o abandono. La abnegación y el “aguante” no son, pues, solamente la expresión de un heroísmo militante; también corresponden a una singular concepción del sufrimiento, que D. A. sintetiza en la “actitud mística”. Es más, cuando a mí me quitaron la venda por primera vez, eso a ellos les dolió mucho, por eso a mí me condenaron tan fuerte, por eso me condenaron tan fuerte, porque, cuando a mí me quitaron la venda por primera vez, habían como cinco personas más que habían torturado. A mí me quitaron la venda y lo primero que hice fue sonreírme, ¿sí? Yo me sonreí y empecé a saludar a todo el mundo de beso. Y el juez —militar— decía, aterrado: “Oiga, ¿usted por qué se ríe?”, o sea: “Después de todo esto que usted…”. […] Cuando nos condenaron la gente lloraba, y yo como que nunca quise demostrarles eso, pero es parte de lo que yo soy, o sea, desde chiquita yo siempre fui muy orgullosa, terriblemente orgullosa. A mí, por ejemplo, mi papá no me compraba lo que yo quería, mi mamá no me compraba lo que yo quería, y, sencillamente, no lo pedía dos veces, o sea, yo no rogaba, yo no pedía dos veces. Si no me compraban lo que yo quería y me compraban otra cosa, la otra cosa ni la determinaba. Siempre fui muy consentida en ese sentido y muy fuerte en eso. Eso hace parte de mi personalidad. Yo jamás quise que me vieran doblegar. Cuando nos condenaron, todo el mundo decía: “Pero parece que estuviera feliz de que la hubieran condenado”, porque todo el mundo decía: “Jueputa, nos condenaron”, pero yo era con una sonrisa, ¿sí?, despidiéndome de todo el mundo. Entonces, es como esa parte de uno. (Entrevista con D. A., 2009)

La actitud orgullosa, el aguante, la abnegación o la persistencia concretan el intento de mantener el control de una situación que persigue, precisamen-

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te, eliminar esta posibilidad. Esta actitud singular respecto del sufrimiento conlleva una valoración de lo que implica quebrarse o no quebrarse ante la tortura. En esto de la tortura juega una cosa muy importante: cuando la gente se asusta, o sea, eso somos los seres humanos; o sea, yo no puedo exigirle a una persona que no llore cuando le pegan; esa persona que habló es un ser humano, ¿sí?, que tiene una trayectoria y toda una vida que lo han hecho así, débil, frágil o lo que tú quieras. Entonces mucha gente, en esas circunstancias, empieza a hablar y empieza a decir lo que ellos quieren que diga. Porque, por ejemplo, a mí me torturaban y me torturaban para que yo dijera cosas, pues es que yo no tenía nada qué decir, yo no sabía nada de lo que ellos querían. (Entrevista con D. A., 2009)

La víctima de tortura es llevada a una relación perversa con su propio cuerpo y con su propia voz. En esta relación el yo puede devenir enemigo. El cuerpo del torturado padece de tal manera que cualquier acción o movimiento producen más dolor. Pero el torturado padece no solamente por el dolor infligido a su cuerpo, sino por el intento de encontrar mecanismos para detener el suplicio; es decir, padece cuando accede a la presión del victimario —convertida durante la tortura en la presión de su propio cuerpo— para que confiese, delate a otros o se refiera a sí mismo como podredumbre. Entonces, ¿cuál es el eje de la tortura? Como lo siente uno. Eso se lo enseñan, eso está en los manuales de tortura, porque ellos tienen manuales de tortura. ¿Cuál es? Lo tienen a uno cinco días sin comer, sin dormir, sin descansar, ¿sí?, en una posición totalmente incómoda, ¿sí?, hasta que uno empieza a desvariar. En el momento cuando la persona comienza a desvariar es cuando empieza el quiebre, porque la persona empieza a hablar lo que tiene en el inconsciente, entonces empieza a decir cosas que no maneja. ¿Cuál es la táctica de ellos? Llevarlo a uno a ese momento de desvarío, porque en ese momento que uno empieza a desvariar uno ya no sabe y uno empieza a hablar cosas, incoherentemente. (Entrevista con D. A., 2009)

D. A. fue detenida tras la confesión bajo tortura de una de sus compañeras de militancia; D. A. había acordado con sus compañeros y compañeras que, en caso de detención, ella asumiría la responsabilidad de todo. Esta disposición, sumada a su liderazgo, condujo a que los demás accedieran a atribuirle a ella todas las acusaciones que surgieron durante la detención y la tortura.

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Yo lo que les dije a ellos fue “échenme la culpa a mí”. ¿Por qué?, porque todo lo que había ahí era de [la organización de mujeres]. Yo sabía qué era lo que yo tenía que decir, o sea, como, digamos, mi cuartada, en los términos de mis manuales. Yo sabía qué iba a decir, o sea, porque era verdad. La organización no era ilegal, era una organización de mujeres, entonces yo tenía… Pues yo les dije: “Échenme la culpa a mí”, ¿sí? Pero una cosa es lo que uno piensa y otra cosa es lo que los demás piensan. Entonces yo dije: “Échenme la culpa a mí”, fue “digan todo eso es mío”. Lo que yo pensaba en mi cabeza es “todo eso es de D. A., nosotros no tenemos nada qué ver”, pero ellos pensaron que yo iba a reconocer quién sabe qué cosas más. […] A mí me conocía mucha gente y me admiraba, ¿sí?, entonces ellos creían que yo era mejor dicho. Empezaron a hablar y a decir todo lo que se imaginaban. No lo que sabían, lo que se imaginaban, y eso era lo que querían los militares, ¿sí? Ellos necesitaban hacer era una cacería de brujas y necesitaban justificar todo lo que estaba pasando a nivel social (toda la protesta y todo eso), pues tenían que juzgar a alguien, meter a alguien y acusarlo de ser el gran guerrillero […]. Ellos creían que yo era, pues, la tapa, la gran dirigente estudiantil, mejor dicho, el máximo, ¿sí? Como la gente hablaba tanto, y con las torturas cualquiera dice lo que le digan que diga. (Entrevista con D. A., 2009)

En un intento por suspender los padecimientos, por atender a los llamamientos de un cuerpo vuelto contra sí mismo, la víctima accede a que su voz enuncie los requerimientos del victimario. La voz también se vuelve contra la víctima, se convierte en un arma contra ella (Scarry, 1985), produce la sensación de culpa o de traición, de ser un disidente de uno mismo, un enemigo de las propias luchas12. La tortura hace que el cuerpo y la voz del sufriente se vuelvan contra él, pero también que los otros se vuelvan enemigos. —Yo creo que la gente que terminó hablando sufre mucho más. —¿Por qué? 12 Como señala Marrades, la confesión que se produce en la tortura es sólo una ficción; para empezar, la pregunta no es “el motivo de la tortura, pues […] en la mayoría de los casos el régimen en cuya representación actúa el torturador carece de fundamento para suponer que el prisionero tiene información relevante; ni la respuesta es una traición, pues sólo puede ser calificado de tal un acto intencional y libre, mientras que la respuesta que da el torturado, en tanto que provocada por el dolor, es siempre forzada y ciega” (2005: 36). Terestchenko sostiene que la palabra del torturado es “una palabra devaluada que no es verídica ni mentirosa y en la cual el sin sentido deriva de la total desvalorización del ser de quien la misma emana: el individuo y lo que dice no tiene más sentido” (2008: 155-156).

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—Por el remordimiento. Sufre mucho más. Cuando a nosotros nos llevaron a todos al consejo de guerra, por ejemplo, la muchacha que nos delató a todos nosotros —G., se llamaba—, ella era de las que me admiraba. Entonces dijo cualquier cantidad de barbaridades mías que no son verdad, mejor dicho, ella creía que yo era la máxima dirigente. Cuando llegamos allá, todo el mundo, incluso los que habían hablado, la trataba terriblemente duro, porque ella fue la que entregó nuestras direcciones, todo, ¿sí? La gente era muy dura con ella y yo no, o sea, a mí no me nació ser dura con ella y ella un día me lo dijo, me dijo: “A mí lo que más me duele es que usted es la única que, conmigo, es querida, mientras que todos estos que son unas mierdas y hablaron peor que yo, y fueron unas niñas que lloraron, que pidieron que no les pegaran, son los que más duro me tratan”. Esa es nuestra condición humana. De eso uno se da cuenta. (Entrevista con D. A., 2009)

Con la tortura se busca romper el lazo social que funda las relaciones humanas por medio de la relación perversa y dolorosa que la víctima establece con sus propias funciones corporales, con los objetos que le rodean, con sus vínculos y con las instituciones sociales; se fractura la confianza, núcleo de la participación y del debate público. La tortura se ensaña contra la corporalidad, pero se dirige al mismo tiempo contra los vínculos afectivos y sociales que hacen posible la construcción de esa corporalidad. En la confesión arrancada por medio de la tortura los vínculos afectivos y sociales, y el conocimiento que la víctima tiene de ellos, se vuelven contra ella misma. En el intento de no hablar, de no comprometer a nadie, de resistir a los más tremendos suplicios se manifiestan valores como la gallardía, el tesón y la fortaleza. Sin embargo, no es posible decir de aquel que habla en el interrogatorio que actúe con cobardía o que traicione. La confesión sólo se puede entender como una suma a los padecimientos y al horror. La confesión, en realidad, es un mecanismo para dar lugar a nuevas detenciones y torturas, y hace parte de un mecanismo más amplio, que revela que la represión no se puede reducir a la relación del torturador con su víctima. Se extiende a lo largo de las relaciones sociales. Es necesario insistir en que la confesión bajo tortura no solamente se entiende como el triunfo o la victoria del torturador sobre su víctima, sino también, desde el punto de vista del sufriente, como un recurso para la preservación. No se trata, así, de una abdicación de los códigos éticos personales, ni de una renuncia total a la voluntad personal, sino de un intento —doloroso, incluso un acto fallido— de detener el suplicio13. 13 Un caso que se hizo emblemático fue el de Carlos Duplat, detenido el 15 de enero de 1979 —pocos días después del robo de armas en el Cantón Norte—. Duplat fue torturado durante

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La presión ejercida por el torturador no sólo obedece a la necesidad de obtener una información particular; el victimario presiona a la víctima no sólo a revelar vínculos, lugares o contactos, sino que busca que el torturado profiera una afrenta contra sí mismo, contra lo que constituye su identidad. D. A. explica: Hubo un momento en que yo empecé a desvariar, y fue el momento en el que esta gente aprovechó para decir eso, y yo así entendí, yo dije: “Eso es lo que ellos quieren”. O sea, porque yo entendí. Cuando yo empecé a desvariar, yo estaba ahí y empecé a hablar con mi hermano, empecé a hablar con él: “Sí, imagínese que…”. Entonces caí en cuenta, inmediatamente caí en cuenta, ¡claro! Uno empieza a hablar y empieza a hablar cosas donde ahí cae, ahí cae. (Entrevista con D. A., 2009)

El delirio, en todo caso, es más que la expresión del límite perverso al que es llevada la víctima de tortura; la alucinación es más que el resultado de la forma en que el sujeto es reducido a una fractura identitaria. Evidentemente es la tortura la que lleva al sujeto al delirio, pero los elementos con que se construye la alucinación son aquellos de los que dispone el sujeto, y son tomados de los marcos sociales que hacen posible su identidad. La solidaridad, la amistad, el amor o la militancia son arrancados de su lugar de existencia, pero aun así son los recursos del sujeto para preservar su humanidad, para escapar al estremecimiento14. De ahí que cada asalto a la intimidad y cada presión en pos de la confesión sean embates contra la sociedad misma y evidencia del trasfondo ideológico de la tortura, de las tramas histórico-políticas que la envuelven y del impacto que persigue en el orden social; pero también de que las resistencias y los “escapes” del sujeto se construyen con los materiales de los que están hechas las identidades humanas. Dice O. E.:

su detención en el lugar conocido como cuevas de Sacromonte, en la zona de Facatativá, en las afueras de Bogotá. Algunos de sus compañeros de militancia lo acusaron de ser el responsable de las capturas posteriores, y llegaron incluso a tildarlo de traidor. El caso fue conocido, entre otras razones, por la férrea defensa que hizo el abogado Jorge Cipagauta, cuyos términos pueden leerse en el libro Mis días de ignominia (Cipagauta, s. f.). En una entrevista reciente Duplat habló sobre su experiencia durante la detención y la tortura (“Por primera vez, Carlos Duplat cuenta cómo lo torturaron”, Kyenyke, 7 de octubre del 2011). 14 En ese sentido se refiere Freud al delirio en el caso de Schreber, cuando señala que “[e]so que tomamos por una producción mórbida, la formación del delirio, es en realidad un intento de cura, una reconstrucción” (1980: 1), o cuando subraya que la alucinación, en realidad, no busca sino anular el sentimiento de precariedad y confusión, al suprimir el abismo abierto por la ausencia del otro amado y necesario (1982: 323). El caso de Schreber es analizado, con referencia a la relación entre la institucionalidad, la tortura y el delirio, por Michel de Certeau (2003: 125-139).

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Me acuerdo mucho de los ahogamientos, me acuerdo que me decían: diga el nombre de tal, diga no sé qué, diga no sé cuánto. Cosas que yo sabía y cosas que no sabía, eso habían muchas cosas que yo no tenía ni idea, y el tipo: ¡que diga!, que si no dice la vamos a ahogar, entonces me metían al agua y me decían: “Cuando vaya a hablar, saque una mano”. Entonces yo estaba que ya no daba más de todo eso, y me acuerdo que después me dije: “Ah, se las voy a hacer a estos tipos, porque estos me van a sentir”, ¿sí?… Ellos llegaban con ruanas, todos con sus ruanas, eso era de noche, y uno sin ropa ni nada en la noche de Bogotá que es fría y todo. Esa agua es fría, esa agua es helada, no sé si le echarían hielo o qué, pero esa agua de las caballerizas es helada. Entonces, lo metían a uno entre el agua, nos metían entre el agua y cuando decían: “Cuando ya vaya a decir que sí, saque la mano”, entonces yo decía “sí”, y sacaba la mano, y cuando yo ya sabía que me soltaban, yo llegaba y movía los brazos y sacaba toda esa agua… y les echaba agua [risas]. Y los tipos me daban golpes, pero golpes ¡huy!, me dieron muchísimos golpes por eso, patadas, golpes, de todo. Pero yo los mojaba. […] Y yo decía… yo siempre decía: “Yo soy más superior que estos”. O sea, yo pensaba: “A mí estos tipos no me dan ni por los tobillos, yo soy una persona que estoy haciendo cosas que son justas, yo creo que estos son unos maniáticos, porque yo no estoy haciendo nada malo, yo lo que estoy haciendo es justo, lo que he hecho es justo por este país, por defender unos ideales, yo soy superior que ellos, esos son unas bestias. Yo no me puedo dejar doblegar por ellos”. Era lo que pensaba. Y siempre tenía como esa… Como que yo estaba convencida por lo que yo peleaba, por lo que yo luchaba era justo. No podía dejarme que ellos fueran más grandes que yo, y todo el tiempo era como la cosa que yo manejaba. (Entrevista con O. E., 2010)

7.3. Un cuerpo hecho de afectos Varios dirigentes del M-19 fueron detenidos a comienzos de 1979, pocos días después del espectacular robo de armas del Cantón Norte. Entre los detenidos estaban Vera Grabe y Álvaro Fayad, de la comandancia del grupo. A sus detenciones se sumarían las de miles de personas que a partir de ese momento serían acusadas de ser integrantes o simpatizantes del movimiento o de ocultar información que podía conducir a la detención de sus miembros o a la recuperación de las armas robadas. Varias residencias fueron allanadas y muchas personas desaparecieron entre cinco y quince días y fueron torturadas en instalaciones

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militares y juzgadas en consejos de guerra en que se les fijaron penas de más de tres años de cárcel. Las caballerizas de Usaquén se convirtieron en un paso obligado para las personas detenidas en Bogotá. Intentando conjurar la afrenta a la dignidad militar que había constituido el robo de armas, los detenidos eran encerrados y torturados en el mismo lugar del que el M-19 había sustraído el arsenal el año nuevo de 1979. Los detenidos eran llevados al interior de las caballerizas, que habían sido adaptadas como improvisadas celdas y centros de tortura, aprovechando al máximo los recursos del lugar: los pozos de agua para los caballos, las cuerdas de los estribos, los establos y hasta los caballos fueron empleados sistemáticamente en las torturas. Si del Cantón Norte se habían extraído las armas, en el mismo Cantón, pero en la zona de las cabellerizas, los militares intentaron reconstituir su poder represivo y poner a prueba la efectividad del más elaborado producto del estado de sitio en el país: el Estatuto de Seguridad. Allá en ese lugar siempre me ponían junto con los caballos, me metían en donde estaban las caballerizas y me decían que me iban a echar los caballos para que los caballos me violaran, y nos mandaban los caballos encima. Una cosa que yo me di cuenta es que los caballos nunca lo pisan a uno. Un caballo, por más que sea el caballo, no quiere pisar a la gente. El caballo a veces es más humano que el ser humano. Porque los otros tipos les daban golpes a los caballos, los empujaban para que ellos se fueran encima de mí y el caballo se echaba para atrás. El tipo era dándole golpes y el caballo echándose para atrás pa’ no pisarnos. (Entrevista con O. E., 2010)

Muchos militantes del M-19 conocían historias de militantes de otras organizaciones de Colombia u otros países latinoamericanos que habían sido torturados. La inminencia de las torturas, en Colombia, se empezó a percibir tan sólo unos meses después de la entrada en vigencia del Estatuto de Seguridad Nacional, con la detención masiva de estudiantes universitarios y con las denuncias que sobre estos hechos se conocieron a finales del año 1978. Con todo, el M-19 no alcanzó a dimensionar lo que se venía tras el robo de las armas. Por un lado, porque la compartimentación no resultó efectiva para esconder las más de 5000 armas robadas ni para salvaguardar la información sobre el paradero de los militantes; por otro, porque, en realidad, no era posible prepararse para la tortura. El comienzo de las detenciones de varios de los dirigentes constituyó una nueva etapa para el movimiento insurgente. El grupo tuvo que reorganizar sus fuerzas y emprender nuevos tipos de acciones; los militantes detenidos afrontaron una situación límite, que conocían de oídas pero que no habían padecido: “Aunque mil veces nos hablaran de ella, de cómo resistirla, aunque mil veces nos

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conmoviéramos al escuchar historias de compañeros nuestros, de compañeros de otros países latinoamericanos, no es lo mismo” (Vera Grabe, en Behar, 1985: 165). Mientras los que estaban afuera debían garantizarse su libertad y clandestinidad y al mismo tiempo intentar liberar a los compañeros detenidos, los que estaban sometidos a tortura eran llevados a enfrentarse contra sí mismos, contra sus propias convicciones, contra su propio cuerpo, contra sus propios afectos y lealtades: “[…] sólo quienes han pasado la tortura saben lo que ella significa para la convicción, la lealtad, el amor, la firmeza” (166). Para varios integrantes del M-19 la tortura determinó el paso a una nueva etapa de la militancia. A este grupo de jóvenes de medios urbanos la guerra colombiana se les presentaba ahora en su rostro más perverso; si el movimiento se había ganado la simpatía de distintos sectores sociales, la tortura se constituía en una prueba en que sus miembros podían demostrar si los valores que sostenían al colectivo podían resistir los embates de la represión. Dar este combate, para quienes estaban detenidos, suponía hacerlo en la soledad de la ignominia y del cuerpo sufriente. Vera Grabe explica que “se trataba de pasar a una etapa superior: el combate directo, donde ya no se trata de enfrentar el dolor y la presión, sino de vencer. La tortura es un combate, un combate solitario, en el que la única arma es la firmeza, el valor, el amor y la lealtad por la gente, la confianza en lo que hacemos. También es una batalla donde puedes salir vencedor o vencido, eso depende de ti” (en Behar, 1985: 166). El valeroso relato de Vera Grabe, cinco años después de su tortura, se revela como una victoria obtenida al calor de las solidaridades y los afectos y de una entereza ante los embates de un poder que vuelve al sujeto contra sí mismo. Para Vera, la resistencia, más que poner en juego la coherencia política del movimiento, ponía a prueba los lazos afectivos de los que este se suponía constituido. Es todo un andamiaje de formas de presión que varían entre buscar convencer a las buenas y a las malas, de apelar a la vanidad de las personas, a la profesión, a la edad, al origen, la familia, los amigos, la organización, para quebrarte. A partir de su información sobre la organización, del manejo de la concepción por parte de especialistas, buscan destruir tu confianza en ella, en los compañeros, en los dirigentes. Que “a Lucho Otero lo tenemos ya”, que “Pablo está construyendo urbanizaciones en Venezuela, que el otro habló”… a destruirle la gente en la que crees, en la que confías, en quienes quieres. Todos los compañeros me desfilaban por la mente; sus caras, lo que son, lo que valen, lo que significan, y eso me daba más fuerza. Esos no son momentos de grandes elaboraciones políticas, sino de los valores reales, de las convicciones sentidas, de los lazos y del amor por la gente. Es el momento de la desnudez, no sólo física sino humana”. (Grabe, en Behar, 1985: 167, énfasis agregados)

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Pese a que la resistencia física es puesta a prueba permanentemente, el cuerpo torturado no se entrega ni se quiebra por completo, pues una parte fundamental de esa identidad corporal está constituida por las relaciones afectivas, por la presencia del otro-significante en la carne, que la dota de sentido y consistencia, de afectos, ideales y pasiones; de ahí que el torturador se ensañe también contra este lazo social que sostiene el cuerpo del sufriente; un terreno donde el intento de doblegar al sujeto puede resultar mucho más complejo. Vera agrega que Luego venían los “buenos” a convencerte de que no era sino una batalla perdida, no la guerra, y que por eso más valía entregarlo todo, negociar, que la lucha seguía, pero que no de esta manera, que no debía aferrarme a algo que ya estaba derrotado. Pese a lo largo de esos días, se ve cómo la sensación de derrota se va apoderando de los interrogadores hasta que el arrogante que te amenaza acaba rogándote una “lucecita”, una información para encontrar algo que lo justifique todo, para probar que el método sí es eficaz. (En Behar, 1985: 167)

En el intento desesperado de proseguir la humillación contra un cuerpo sufriente, el torturador se revela a sí mismo como la podredumbre que exige en la confesión de su víctima, se revela humillado al humillar, degradado al ofender. Es, según Vera Gabe, el vencedor vencido. En el relato de Álvaro Fayad, La lucha se da en la medida en que uno crea en algo, tenga ciertos valores. El dolor físico te llega por todos los poros, pero lo que hace que uno sea hombre es el hecho de creer en algo. Entonces empieza la burla, la mamadera de gallo. Cuando hacen preguntas estúpidas, uno se ríe. Y a ellos les emputa que uno se ría. Y mientras tanto, pensaba en mi hija, en los ojos de mi hija y me decía: “Si yo hablo aquí, si yo me humillo aquí, con qué cara le voy a decir a mi hija después que no diga una mentira, o que sea digna”. Y recordaba una escena imborrable: cuando era un niño, vi a unas putas que se dejaron matar, las mataron y no dijeron lo que sabían. Las putas de mi pueblo, las putas de Cartago, por pasión, por amor, se hicieron matar. Y no estoy solo, la Mona [Vera Grabe] está muy cerca. Estamos en lo mismo, y sé que ella confía en mí y yo confío en ella. Oigo sus gritos, cuando la cuelgan y yo entonces grito también para que me oiga, para que sepa que estoy con ella. Y grito también de dolor, porque duele la tortura. Eso es lo que el enemigo no acepta, que duela tanto, y que a pesar de ello no sólo no “cante” sino

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que uno les mame gallo, se burle de su incapacidad, de su incoherencia mental. (En Behar, 1985: 174, énfasis agregados)

Los impactos destructivos de la tortura terminan por alojarse en el cuerpo de la víctima, pues en el padecimiento sostenido, en el horror, el cuerpo queda reducido a mera carne, a su pura dimensión física, en una dolorosa escisión con el cuerpo social. “Sólo me mantiene una rabia muy grande. Gente así no merece que yo les dirija ni una palabra. El cuerpo anda por un lado, todo desbaratado, y la mente por otro. Me da igual, ese cuerpo que ya no siento, no me pertenece. Lo pueden destrozar porque el corazón está intacto, y no lo pueden alcanzar jamás. Los que se humillan son ellos” (Grabe, 2000: 100). El cuerpo llevado al límite busca quebrar fundamentalmente el entramado social que constituye su corporeidad, la relación efectiva y afectiva que se constituye entre el cuerpo y el mundo. Hay un jabón que no puedo ni oler, es el que me echaban después de la tortura, y hay un disco bailable que ponían por esa época, cuando ya se acercaba diciembre, que me pone los pelos de punta cuando lo escucho… habla de un cigarrillo y algo. (Fayad, en Behar, 1985: 175) Después de los golpes, viene la desnudez y los ultrajes a tu condición de mujer. Los golpes, pellizcos, punzadas a tus senos y órganos genitales, el palo de escoba en la vagina. Y la macabra noche de las brujas (el 31 de octubre) anunciada de antemano, cuando los torturadores llegaron borrachos, se percibía su tufo, y con un radio que tocaba música estridente —la música rock de moda en esa época que aún hoy no puedo escuchar—. (Grabe, en Behar, 1985: 167)

En efecto, la tortura busca afectar no sólo la dimensión presente e identitaria del cuerpo del sufriente, sino su relación futura con el mundo, los vínculos fundamentales que hacen de esta carne sin sentido el punto fundador del lazo social. Así, Cuando el verdugo amarra al prisionero a una cama para aplicarle descargas eléctricas, la convierte en un arma contra él y la destruye como cama. Aunque la electricidad no deje señales en su cuerpo, cuando el prisionero más adelante se acueste en una cama para descansar, hacer el amor o reponerse de una enfermedad, algo dentro de él le dificultará hacerlo con naturalidad, o incluso puede llegar a impedírselo: esos bienes habrán quedado dañados para siempre y, en esa medida, extirpados de su vida, expulsados de su mundo personal. (Marrades, 2005: 34)

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Muchos elementos que en la vida cotidiana se espera que proporcionen bienestar, placer o satisfacción se vuelven como poderosas armas contra el yo. Espacios, sonidos, sabores, sensaciones y movimientos corporales se inscriben, tras la tortura, en el código inédito del horror y del displacer. Llevando al límite la experiencia corporal, la tortura pretende que la víctima disocie su cuerpo del entramado social que lo sostiene; espera que el sujeto devenga puro individuo. Vera Grabe explica que En la tortura no hay medias tintas, o se vence o te vence. Los métodos poco importan porque todos ellos, porque todos están enfilados hacia un fin: buscarte el lado flaco, que no es otra cosa que el individualismo. Escoger entre la vida y todo lo que implica, y la de los demás. Vida en todo lo amplio y ancho sentido de la palabra: la vida a cambio de la entrega es una vida pobre, indigna. (En Behar, 1985: 166)

Pero el sujeto no es esa ruptura que pretende la tortura; el lazo social que lo sostiene anuncia su resistencia… o su victoria: Una noche oigo los gritos de Álvaro. Está en una celda cercana. En otra, mientras me sacan al recinto donde va a empezar la sesión nocturna, alcanzo a verlo: lo llevan de vuelta a la celda, desnudo, flaco, atrozmente golpeado. Y cuando regreso a mi celda, empiezo a cantar a toda voz, todo lo que se me atraviesa por la cabeza, canciones de mi niñez, boleros, cantos rebeldes, el himno de la alegría, para decirle a él que estoy viva, firme y bien. Y que estoy con él. Una vez más compruebo el valor de la música y les doy gracias a mis padres por haberme entregado ese tesoro. (Grabe, 2000: 100)

Tiempo después, ya en el batallón Rincón Quiñones, Grabe pudo ver a Fayad, y entonces reconocieron en la mirada del otro la sensación de victoria. Vera cuenta que A Álvaro lo habían ubicado en un cuarto contiguo, pero no nos dejaban hablar. Sin embargo, el día que nos vimos a través de la ventana grande, él abajo tomando el sol, y yo arriba, nuestras miradas lo dijeron todo. Radiantes, hicimos la señal de victoria. Ésta la habíamos ganado, con dignidad y entereza. Cuando nos volvimos a ver en el 82 tras la amnistía, él me contó que escuchaba mis cantos. Y ambos recordamos la fuerza y el significado de las miradas que se encontraron esa vez a través de la ventana del Rincón Quiñones. (Grabe, 2000: 102)

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7.4. Poner el cuerpo A comienzos de la década de los setenta diversos sectores académicos empezaron a tejer vínculos con los movimientos sociales, a apoyar sus investigaciones y a difundir sus acciones. Un grupo de académicos apoyó al naciente movimiento indígena, específicamente al cric, que reclamaba el respeto de los derechos a la tierra y al territorio. Z. R. recuerda que Ya hacia el setenta y seis empezamos a trabajar: ¿cuál era el trabajo nuestro? El trabajo nuestro era un trabajo organizativo, legal, era un trabajo de capacitación, era un trabajo de explicar la legislación indígena, de explicar los derechos de la gente, de una relación muy vivencial. No era el intelectual, no lo veían a uno así. Lo veían como su compañero. Uno llegaba a las casas de la gente y era un amor por su movimiento, un amor por su identidad. Era muy interesante. (Entrevista con Z. R., 2009)

La antropóloga y profesora de la Universidad Nacional de Colombia Myriam Jimeno cuenta a propósito de esa experiencia: Paralelamente al trabajo de investigación, teníamos un pequeño grupo de intelectuales que apoyábamos el movimiento indígena y hacíamos como pequeñas labores de difusión, a veces apoyábamos distribuyendo el periódico Unidad Indígena, otras veces recibiendo gente en la casa, discutiendo con ellos ciertos temas. Era como eso, exactamente un grupo de apoyo, en el que había unos abogados, unos antropólogos, básicamente éramos abogados y antropólogos, que nos conocíamos de tiempo atrás y que teníamos afinidad en la simpatía por apoyar el movimiento indígena […]. Habían sucedido varios asesinatos de líderes indígenas, entonces nosotros, en el periodiquito, por ejemplo, le dedicamos un número a Benjamín Dindicué, a los distintos asesinatos, cuando habían matado a Gustavo Mejía. Porque —había empezado desde muy temprano en el cric— empezaron a asesinar dirigentes, generalmente, indígenas, pero no indígenas también, como Gustavo Mejía, que era, pues, simplemente, una de las personas que ayudó a crear el cric. Entonces, lo que hacíamos nosotros era ayudar a denunciar lo que había pasado. De pronto viene lo del año 79, es decir, ya estábamos, llevábamos varios años haciendo ese mismo papel: si metían a la gente a la cárcel, sacábamos una cosa; si había un atentado (porque había muchos intentos de matar personas, encarcelarlos)… lo sacábamos en el periódico. […]

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Entonces en buena medida nuestro papel era… hacer conocer que se estaba gestando una organización indígena, qué pedía esa organización y también aprovechar para hablar. Hicimos otra cosa que ahora, viendo en perspectiva, fue interesante, y es que en ese momento los indígenas no tenían, por supuesto, un vínculo nacional. En general, no se conocían entre sí. Los contactos eran muy esporádicos. Entonces también hicimos eso. O sea, como funcionarios, no tanto yo que trabajaba en colonos, pero los otros sí, trabajaban haciendo conceptos para los territorios indígenas, le hablaban a una comunidad de la otra, o sea, empezaron a poner en contacto a unos con otros. O sea, el trabajo ahí fue doble. Uno, contactar comunidades entre sí, que se conocieran, y luego, la difusión. Sacábamos el periodiquito este que se llama El Yavi, y que tratábamos de (el conocimiento que daba el terreno de los funcionarios) conocer a quién se le podía enviar ese periodiquito en las comunidades, porque era escrito en un lenguaje muy sencillo (divulgativo, completamente divulgativo). Contábamos los problemas que íbamos conociendo de los sitios, escribíamos cositas de una página, página y media, con dibujitos, muy sencillo. Hacíamos todo, pues no había computador, todo muy manual, escribiendo pues a máquina, muy artesanal; sacábamos unos quinientos números, de los que distribuíamos unos entre personas de Bogotá, donde se fuera conociendo el problema indígena y la organización indígena, y entre indígenas. […] En ese momento Adolfo Triana va a salirse del Incora y crear una organización de abogados, un grupito de abogados, cuya meta era apoyar a los indígenas que metían a la cárcel. Creó una fundación que se llama, hasta el día de hoy, Funcol, que recibía ayudas de distintas ong, de estas humanitarias, con el único propósito de apoyar la defensa jurídica. Por supuesto, también conocíamos a los del cric. Estando en esas actividades… Él hacía defensa jurídica, participaba del grupo Yavi, yo participaba del grupo Yavi, esos otros amigos también; y estando en eso sucede lo del año 79. Nosotros conocíamos, por supuesto, a Pablo Tatay, a los que llamaban ellos, en esa época, colaboradores no indígenas que trabajaban con la organización indígena allá: principalmente, Pablo Tatay, Graciela Bolaños, Guillermo Amórtegui y un muchacho que llamaban Moncho […], y O. D. y Z. R. Era el grupo de colaboradores con el cual se inició el cric, y ellos trabajaron, digamos, entre los años setenta y, prácticamente, mitad de los ochenta, y ya después de eso hay nuevas generaciones de eso. Entonces nosotros teníamos con los dirigentes y con los colaboradores mucha relación… (Entrevista con Myriam Jimeno, 2009)

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Z. R. continúa su relación mencionando que El Estatuto de Seguridad tenía algo, y era que no podía haber reuniones de más de tres personas. Nosotros, con O. D., éramos profesores de la Universidad, los dos… Los viernes no trabajábamos […]. Muchas veces uno organizaba el horario de tal forma que le quedaran los viernes libres, y los lunes por la tarde llegábamos y no eran las primeras horas sino las últimas horas. Entonces podíamos irnos el viernes (no teníamos hijos, entonces nos íbamos el viernes), llegábamos a la comunidad, en fin, estábamos viernes, sábado, domingo y nos veníamos el lunes por la mañana. O sea que nosotros le dedicábamos más de tres días y medio al movimiento. […] Nosotros comprábamos nuestro pasaje, incluso nosotros apoyábamos, cuando había necesidad, con algún recurso, muy poco, pero apoyábamos. Cambiamos el horario y nosotros teníamos que caminar de noche, ahí empezamos a caminar de noche, a llegar a las comunidades de noche. Las reuniones las hacíamos de noche, porque ya se avizoraba que venía una gran represión. (Entrevista con Z. R., 2009)

Tras el robo de armas del Cantón Norte se hicieron más frecuentes las detenciones de integrantes del movimiento indígena, aunque antes de este episodio los asesinatos, el sometimiento y los malos tratos contra los indígenas eran ya corrientes. Entonces ¿Cuál es la respuesta del movimiento indígena?, ¿por qué surge con tanta fuerza el movimiento indígena? Porque había unas condiciones de una estructura del sometimiento, de una estructura feudal, unas relaciones feudales (realmente feudales) que nosotros conocimos y que fuimos testigos. Por ejemplo, el terraje. Fuera de eso, no solamente el terraje sino la subcultura (sociológicamente yo le llamo sometimiento). Era una subcultura en el Cauca, en general, en la zona nororiente del Cauca, en todo el Cauca (incluso, podía ser también así con los afros del Cauca). Pero a los indígenas, cuando llegaban a las áreas de población, al mercado del pueblo, a la tienda a comprar sus víveres, les daba pena y miedo hablar en lengua. Yo muchas veces acompañé indígenas a comprar al mercado, a vender el café a algunas plazas de Popayán, a diferentes barrios donde había mercados los viernes, y les daba miedo, les daba pena hablar en lengua. Esa es una expresión de sometimiento espantosa… Otra situación era que los indígenas sacaban la yuca, el café, la frutica (no era mucho mucho lo que sacaran, eran bulticos), se sentaban, llegaban las señoras de la plaza y les sacaban por los lados la yuca, le robaban la yuca a la gente. Uno viendo esa vaina. Nosotros fuimos al

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mercado de Inzá, y una vez, viendo eso (veíamos cómo la gente, que se friega tanto con la yuca o con su remesa, para después comprar la sal, el arroz y la panela, lo que ellos compraban para su consumo diario), nos fuimos a hablar con la oficina de pesos y medidas de la Alcaldía y le dijimos al tipo: “Mire, mire lo que está pasando”. Hicimos todo ese trabajo y hacia las tres de la tarde nos detuvieron, a los dos, con O. D. (Entrevista con Z. R., 2009)

El grupo de apoyo favoreció el conocimiento público de lo que sucedía en el Cauca: De pronto empieza lo del año 79, lo del M-19, y empiezan los del Cauca a llamarnos, a decirnos: “Detuvieron a…”. El primero fue Guillermo Amórtegui, que era antropólogo, que no se había graduado, pero era antropólogo; Guillermo era uno de esos colaboradores, estaba viviendo en el norte del Cauca, y fue uno de los primeros que detuvieron. A Guillermo lo torturaron. Yo nunca más supe qué fue realmente de él. Y parece ser que, se empezaba a decir en esa época, él empezó a involucrar a algunos de los otros, porque allí encontraron, dónde él vivía, que había armas, que había… Y encontraron una conexión con el M-19. Y eso se volvió entonces una cosa de dominó, porque después de Guillermo vino Moncho, después vinieron los Avirama, después otro grupo; vinieron Z. R., después Graciela. Fueron, paulatinamente, como deteniendo. Los otros ya se fueron ocultando. Pablo Tatay también, porque habían detenido a Graciela (a Graciela la trajeron acá, al Buen Pastor, y los otros sí estaban en Cali, en la Tercera Brigada, al comienzo, y después los pasaron a Popayán a la cárcel, y a la cárcel de mujeres ahí en Popayán). Entonces, ¿qué pasó? Que cuando nos fuimos enterando de que eso pasaba… Muy rápido llegó una información de que a Guillermo Amórtegui lo habían torturado y que, entonces, era muy importante avisar muy rápido las detenciones para que los abogados fueran a la Brigada (en Cali) para decir: “Estamos preguntando por fulano de tal”, e impedir la tortura. Eso se intentó hacer. Se fueron a Cali, a Popayán, a preguntar por los Avirama, por los otros que habían detenido y también por Graciela. Bueno, de alguna manera, hizo que no durara mucho todo ese proceso de detención y tortura, pero de todas maneras, hasta donde después supimos, pues a todos los torturaron, y los acusaban, involucrándolos con el M-19. (Entrevista con Myriam Jimeno, 2009)

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Sin embargo, pese a la divulgación y a la movilización en torno a las detenciones y torturas de los compañeros, una suerte de silencio se instaló después de las experiencias de tortura. La profesora Jimeno percibía que —Se hablaba poco de eso. Yo ahora, pensando en eso, todo el mundo decía que lo de las torturas. Marcos [Avirama], nosotros le pedimos que escribiera, cuando ya pasó un poco la cosa. A Marcos lo trasladaron, y a Édgar también, a la Picota, aquí, nosotros íbamos a verlo y le pedimos que escribiera. Y nosotros sacamos (fuimos nosotros quienes sacamos) ese folletico en el que Marcos contaba15. Pero, aparte de ese testimonio, se hablaba muy poco de eso, o sea, era como una cosa que todos sabíamos, que se decía “hay torturas”, pero no era que se hiciera una cosa que hoy se hace con mucha más fuerza y claridad, que era pues cuente cuál fue su experiencia y sacarla. No. Simplemente, se decía que los indígenas fueron torturados. Lo de Marcos fue lo único que se hizo así. Nunca le preguntamos a las mujeres, por ejemplo, qué pasó. Nunca. Era como un entendido ahí. De manera que se hablaba de que existió la tortura, pero jamás nos deteníamos a preguntarles, a narrar eso. Pues, no sé, yo creo que jamás hicimos una discusión de cómo hablar o no hablar de eso ni por qué hablar. Era una especie de subentendido, básicamente, de silencio. Ahora lo veo así. —¿Aun después de la liberación de ellos? —¡Claro! Nunca. Nunca. O sea, lo que hacíamos era, ya le digo, decir “ha pasado esto”, “miren el Gobierno, que está haciendo esto, está torturando a los indígenas, que…”, pero no más. Nosotros íbamos: yo visité a Graciela en el Buen Pastor, a Marcos en la Picota, a Édgar en la Picota, a Guillermo, apenas salió, pues lo vimos. Y, ya le digo, no es que se hubiera discutido “eso es inconveniente”, una especie de acuerdo tácito de todos de no hablar de eso. Nunca se habló de eso, de lo que yo recuerde. Yo no sé si en otros círculos de ellos (porque, de todas maneras, nosotros éramos categoría colaboradores), si en unos círculos familiares o más íntimos eso se hablaría, pero con nosotros, que éramos los apoyadores, colaboradores del cric, jamás. O sea que jamás se entró a ningún detalle, a nada. (Entrevista con Myriam Jimeno, 2009)

La asociación del cric con el M-19 fue el resultado de la persecución contra el movimiento indígena durante los años previos, y de las simpatías y alianzas que el M-19 había construido con varios sectores sociales del país. Es decir que, en

15 Se refiere al volante “El cric denuncia”.

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cierto modo, existía —como existía con otros movimientos— un vínculo entre el cric y el M-19, pero también una creciente ola represiva que, como hemos explicado, hizo del M-19 el chivo expiatorio y de la recuperación de las armas robadas la justificación. La simpatía inicial entre el cric y el M-19 fue favorecida incluso por varios líderes indígenas. Era clarísimo que ellos, ya en el año 79, llevaban siete años de organización, de empezar a recorrer el país hablando de la organización indígena, de las reivindicaciones indígenas; o sea, sí se había creado una conciencia de que el movimiento indígena tenía una especificidad, de que era algo concreto, con banderas concretas que los diferenciaban de otros movimientos. Eso es cierto. Pero, también en esa época, también es cierto que, tanto la dirigencia indígena (Marcos y ellos) como los colaboradores (que les influían mucho en las discusiones políticas), también pensaban que había que hacer alianzas, también pensaban que había que tener contacto con la izquierda, pues, colombiana, con los movimientos sociales, incluyendo los movimientos armados. Eso sí, decir que no era así, es decir boberías. Incluyendo los movimientos armados, porque ellos empezaron a contemplar esa posibilidad. [Muchas] personas que habían sido asesinadas por “pájaros” (se decía en esa época). No sé, cincuenta personas. Entonces ellos mantenían bajo una gran presión de ser asesinados (los líderes o los colaboradores). Entonces ellos empezaron, ya a final de los setenta, a contemplar la posibilidad de tener un movimiento armado de defensa y, contemplando esa posibilidad, sí tuvieron mucho contacto con el M-19. (Entrevista con Myriam Jimeno, 2009) El Estatuto de Seguridad se dio en contra no solamente del M-19, sino con el interés de afectar y no permitir las reuniones de los movimientos sociales que había en ese momento, que eran tres: el movimiento de los maestros, que era fuerte; el movimiento campesino, que todavía venía desarrollándose; y el movimiento indígena. El paro del 77 mostró la fuerza, aunque fue muy reprimido, pero mostró una fuerza social en el país, un rechazo a todo lo que estaba pasando. Entonces, como nosotros seguíamos continuando… Como surge el crac16 y hubo eventos, por ejemplo en la zona de Caldono (era muy difícil porque había recuperaciones de tierras, en fin), por el camino que va a los resguardos, los indígenas contaron que había un camión que dejaba personas 16 El crac fue la respuesta gubernamental al cric, pretendía contrarrestar su fuerza. Se trataba de una organización de terratenientes cuyo objetivo era impedir la recuperación de tierras liderada por el cric.

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armadas, pájaros. Ante esa situación tan complicada, los indígenas sí tuvieron que buscar un cierto apoyo del M-19. Pero, ¿por qué? Porque… ellos no eran un grupo armado, era un grupo completamente legal, del movimiento social legal, pero tampoco se iban a dejar matar. No buscaron a las farc, porque las farc habían matado indígenas. Las farc nunca reconocieron el movimiento indígena, porque la concepción de las farc era el proletariado. La parte indígena era cuestionaba allí; se les decía: “Ellos son atrasados”. Incluso las farc no apoyaron el movimiento campesino, sino el armado, pero no apoyó un movimiento social. Con el M-19 pudo haber existido algunas simpatías, pero el cric no fue M-19, como eso no. Tuvo sus relaciones, sus simpatías, en fin… (Entrevista con Z. R., 2009)

Este vínculo es difuso y difícil de precisar. Marco Aníbal Avirama señalaba que, aunque el cric mostró inicialmente simpatía por las acciones del M-19, pronto su “actitud folclórica y nacionalista y su misma amplitud, los terminó por acercar a los terratenientes, por poner de lado de la oligarquía y por eso retrocedió y el cric tomó distancia de ellos” (entrevista, 2009). En todo caso, el M-19 intentó permanentemente acercarse al Cauca a través del cric, y la lucha armada fue una opción del movimiento indígena que se concretó en el Movimiento Armado Quintín Lame17, aunque fue condenada y rechazada tiempo después por el cric. Entre los primeros detenidos se encontraba Guillermo Amórtegui, uno de los colaboradores “externos” del cric. O. D. comenta que En el cric todos teníamos asignado un territorio, una zona del cric. Por ejemplo, nosotros dos, con Moncho, teníamos asignado Tierradentro, y Guillermo estaba asignado a la zona norte. Guillermo era una persona absolutamente entrada, era el compañero querido, o sea, ese se hacía querer por los indígenas muchísimo, era un burro pa’ pegarse las caminadas. Le tocaba occidente. Las idas a occidente era el triple de ir a Tierradentro, y eso que Tierradentro era lejos. Pero a él le tocaba a pata, porque allá no había transporte. Era terrible, pero Guillermo era dispuesto, era absolutamente dispuesto a esa vaina. Casi como, qué te digo… un monje. Además, qué te puedo decir, él era muy orgánico, era un tipo absolutamente obediente de lo que se decidía, de la línea, de todo eso. A él lo torturaron. La vaina es que eso a Guillermo lo dejó muy mal psicológicamente. (Entrevista con O. D., 2009) 17 Sobre la construcción de identidad del movimiento indígena y sobre las relaciones con el M-19 véase Archila (2009).

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Luego vinieron las detenciones de Luis Ángel Monroy, Marco Aníbal Avirama (entonces presidente del comité ejecutivo del cric), su hermano Édgar Avirama, Miguel Ñuscué, Taurino Ñuscué y Mario Escué18. En enero de 1979 fue detenida Z. R.: Yo me fui el 18 de enero, porque tenía una reunión. Había un principio que teníamos y era que nosotros no dejábamos metida a la gente. Cuando era con comunidad, era con comunidad. O. D. me dijo: “No vaya, mire que está prohibido”, le dije: “No, pero cómo no voy a ir”. Una reunión de una tienda comunal, porque yo iba a hacer el balance de una tienda comunal. Teníamos organizada una tiendita comunal, porque para los indígenas era muy difícil, como los robaban tanto en Inzá, entonces la idea era hacer tienditas comunales, con platica que recogía el cabildo y la gente, y vendían tres, cuatro cosas: arroz, café, manteca, panela, fríjoles, sardinas; y con la venta del café, parte lo dejaban para la tienda. Entonces tenía que ayudarles a sacar un balance para saber cómo iban las cuentas, eso era una cosa sencillísima. O. D. me dijo: “No vaya”, sin embargo, me fui y O. D. me dijo: “Tome, entonces llévese estos veinte mil pesos”; veinte mil pesos eran como ahora cien mil. Estaba yo reunida haciendo el balance de la tienda, cuando yo empecé a ver que ellos se miraban, yo les dije: “¿Qué pasa?”. Nos rodearon. La Policía nos rodeó, como si fuera a coger la peor delincuente, el peor guerrillero o el peor matón, y yo en ese momento estaba en embarazo, pero no sabía que estaba en embarazo. Yo cada rato iba al baño, porque estaba en embarazo. Les dije: “Espere un momentico, déjenme ir al baño”. Me dejaron ir al baño, que era una letrina, y me llevaron a Inzá, pero la gente se fue conmigo, llegaron a pie. A mí me llevaron a las instalaciones de la casa, no me llevaron para la cárcel de Inzá, sino para las instalaciones de la Alcaldía, en un segundo piso. Allá me tuvieron todo el día y la gente afuera, la gente de la comunidad afuera. Como a las siete de la noche vino la secretaria de la Alcaldía y me dijo: “Señora, no se quede aquí en la Alcaldía porque ha habido casos en que a las mujeres que detienen o a las personas, los policías, las… las violan, las torturan, a veces las matan y las botan”. Me dijo eso. ¡Púchica!, me llené de angustia. Cuando vino un policía le dije: “Mire, lléveme, yo tengo relación con el doctor tal, que es del movimiento izquierda liberal, con el doctor Velasco”. Y en ese marco, la reacción era “cómo así que el Gobierno le está dando a un movimiento liberal”, entonces yo dije: “Yo soy de la izquierda liberal, del 18 Las denuncias fueron publicadas en el documento “El cric denuncia”, y posteriormente reproducidas en el texto Indígenas y represión en Colombia, de la serie Controversia (Friede, 1979).

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movimiento del doctor Velasco” y todo. Le dije al policía: “Yo pago, tengo plata, tengo veinte mil pesos, ¿cuánto me vale la llevada a Popayán?, pero llévenme esta noche, yo no me quedo aquí”. Después de la angustia que me metió la secretaria de la Alcaldía, que era joven (“váyase”), la alcaldesa era una vieja. Entonces dijeron “sí”. Me trajeron en una volqueta y el viejito Víctor se subió en la parte de atrás de la volqueta, sin arroparse ni nada, y por ahí uno pasa el páramo (un páramo tenaz). Me trajeron por la noche, pero como yo estaba en embarazo, la angustia de que a uno lo vayan a violar, y yo era una mujer joven, imagínese cuántos años, yo sudaba para ir al baño, todo el camino eso me escurría la gota. Si pedía que me bajaran ahí en el camino al baño, me daba miedo, porque iba con dos tipos del F2 y un policía. El viejito Víctor atrás, porque era una de esas volquetas que tienen al lado de acá un asiento para otras personas. Cuando yo llegué a la cárcel de Popayán… A mí no me llevaron directamente a la cárcel sino a las instalaciones de la Policía, en la calle 12 como con 4.a, y cuando (yo sabía que el viejito Víctor venía atrás), tan pronto entré a las once o doce de la noche, estaba un muchacho que era estudiante de matemáticas, un mono que era estudiante de O. D. y estudiante mío (porque yo era profesora en la Universidad), y tan pronto me ve, me dice: “Profesora, ¿qué le pasa?, ¿qué le pasó?”, pero no me dejaron hablar con él. Pero entonces él movió algo para que no me llevaran por allá a una celda sino para que me dejaran dormir en la enfermería de la estación de Policía. Cuando yo llegué, lo primero fue buscar un baño. Ese trayecto me infectó mis trompas, la orina me había infectado las trompas, entonces yo perdí mi bebé. […] El viejito Víctor se quedó toda la noche en la puerta de la Policía, cuidándome. Eso es lo que yo digo, esa es la relación afectuosa de un movimiento con la gente. Yo creo que la relación de “asesor” que le dan a uno no es. Es otra cosa. Es otra relación. Entonces, pues ya el rector de la Universidad del Cauca se movió, dijo “no, una profesora, pues…” (Me acusaban de unas vainas). El rector se movió y lo mismo el rector de la Universidad del Valle, y aspu (Asociación de Profesores Universitarios). Me llevaron a Cali y ahí sí me tuvieron en celda, en celda horrible. Pero ahí, en esa entrevista, cada media hora, siempre buscaron criminalizar el movimiento y que yo dijera que había relación con el M-19. […] Esa vaina del Cantón fue una embarrada porque deslegitimó muchas cosas. Para mí eso fue una embarrada porque deslegitimó mucho el movimiento. El movimiento indígena logró sostenerse y consolidarse, a pesar de eso, porque, si no, lo hubieran exterminado. Pero, a pesar de eso (por lo que digo, por ese fervor del movimiento de la identidad cultural, de la organización, la unidad), la misma organización que,

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estructuralmente, tenían los indígenas, que eran los cabildos (desde 1890), también hace que el movimiento se sostenga, porque los cabildos es una organización cultural: la organización de los gobernadores de los cabildos y la organización, o sea, las personas de las regiones que venían del occidente, del oriente, del norte, de la zona sur, eran personas que salían de la autoridad indígena. Esa es una parte importantísima, porque no deslegitimaba el movimiento indígena, porque era una cuestión de carácter ancestral. La organización no fue paralela a los cabildos, la organización fue apoyo a los cabildos, a la consolidación de los cabildos. Este es un punto clave de lo que es el movimiento indígena ahora. […] Por eso yo creo que el cric era mucho más afectivo que político. Es importante ver el papel del afecto, y algo que era fundamental: el fortalecimiento del sentido de pertenencia, el fortalecimiento de la identidad cultural. Eso fue muy psicológico. Fue más bien romper las cadenas a nivel sociocultural, psicológico, que político. (Entrevista con Z. R., 2009)

Mientras las detenciones y las torturas se extendían por todo el país, los integrantes del M-19 que aún estaban en libertad intentaron demostrar que el movimiento seguía activo y que no había sido derrotado. Varias acciones se realizaron desde comienzos de 1979. En una de ellas participó Marta Botero: Yo era de la junta directiva del sindicato de la empresa donde trabajaba. Ahí trabajaba la hermana de Carlos Pizarro, y a ella la habían detenido a principios de enero. Ella estaba embarazada, tenía como ocho meses de embarazo. Nosotros nos movilizamos muchísimo en solidaridad con ella. Y el — ¿qué sería?—… el 17 de abril hubo la toma de un diario, que ahora tengo como la duda, ¿no? Yo tenía la idea de que había sido como El Bogotano, pero en una conversación en estos días, precisamente con Alix, me decía que no había sido El Bogotano sino El Caleño, entonces estoy en la duda, ya no tengo claro si fue El Caleño o El Bogotano, pero… ahí, le doy un campito a la duda, porque la memoria a veces falla. Ese 17 de abril, que hubo la toma de ese periódico, dieron una entrevista muy larga los tres comandantes del Eme. Una entrevista muy linda que le tocaba a uno la conciencia. Hablaron de los revolucionarios de guantes blancos (en ese momento estaba en furor todo lo de Nicaragua). El mismo día apareció una entrevista de la comandante Ana María, una comandante sandinista, ¡hermoso! Eso nos subió la moral impresionante. Una cosa que decían los compañeros en esa entrevista, en ese reportaje que les publicaron, era que donde hubiera (en ese momento teníamos más de doscientos compañeros detenidos, estaban presos ya), donde hubiera un miembro del M-19, ahí estaba el Eme, y que no nos habían

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derrotado. Eso fue un llamado impresionante. Entonces nosotros nos reunimos cinco personas y dijimos: “Donde haya uno, ahí está el Eme, y nosotros somos cinco, entonces aquí somos invencibles”. Y entonces programamos una tarea: programamos salir a llenar la ciudad de pintas. Estábamos tan moralizados, que pensamos que nosotros íbamos a ser capaces de llenar a Bogotá de pintas para que el 19 de abril amaneciera llena de pintas. Y la pinta era M-19, nada más. Hicimos la programación y nos salimos a hacer las pintas. Alcanzamos a hacer dos y nos detuvieron [risas]. Yo no alcancé a hacer mi pinta. A mí todo me lo quedaron debiendo. Yo después tuve que pedir mis vueltas porque me condenaron, y todo, y yo ni siquiera alcancé a hacer pintas. Yo no, no… La que seguía era la mía, no la alcancé a hacer. Y, sin embargo, me condenan por el delito de presunción, que es lo que dejó el Estatuto de Seguridad de Turbay. Entonces, porque presumieron que hacía parte de una célula subversiva, me condenaron. Y ya después uno de haber pagado por adelantado, pues no le queda de otra que ejercer dignamente, ¿no?, su acusación [risa]. (Entrevista con Marta Botero, 2009)

Otro grupo se tomó la sede de la embajada de la República Dominicana en Bogotá, durante una cena que reunía a los cuerpos diplomáticos de varios países. El propósito de la toma era negociar la liberación de los detenidos. Aunque este objetivo no se cumplió, sí se consiguió darles visibilidad internacional al M-19 y a las violaciones a los derechos humanos que se cometían en Colombia amparadas por un estado de sitio permanente. Si bien ninguno de los presos políticos fue liberado, la negociación se constituyó en una nueva puesta en escena del grupo y de la violencia política que vivía el país. La operación Libertad y Democracia, como el M-19 denominó la toma de la embajada, terminó con la salida hacia Cuba de los guerrilleros que participaron, pero sin la libertad de ninguno de los compañeros detenidos. Se trataba, para ellos, de una victoria a medias. 7.5. Al límite y en la frontera Tras terminar un curso en Cuba, varios guerrilleros del M-19 fueron trasladados a Panamá, mientras se determinaba la estrategia para que ingresaran a Colombia. Villamizar informa que El curso en Cuba culminó en la última semana de enero. De inmediato los guerrilleros fueron trasladados a Panamá, donde los ubicaron en ca-

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sas de seguridad mientras se daban las puntadas finales para que entraran a Colombia. Era una operación bastante compleja; dos operaciones. Se trataba de llevarlos por mar hasta las costas colombianas; un primer grupo de 48 a la ensenada de Utría, en el Chocó, el otro, de 86 hombres y mujeres, debía desembarcar en el departamento de Nariño. (2007: 511)

El grupo que se dirigía a Chocó salió el 5 de febrero, mientras que el que iba camino a Nariño salió de Panamá el 24 del mismo mes. “Al mando de este grupo estaba Carlos Toledo Plata y lo acompañaban Rosemberg Pabón, Rafael Arteaga, Gerardo Perilla, María Eugenia Vásquez, cinco panameños y tres costarricenses, entre otros” (Villamizar, 2002: 512). Durante la estancia en Cuba habían recibido entrenamiento militar con miras a la lucha de guerrillas en las montañas de Colombia. Los dos contingentes que salían de Panamá desembarcarían finalmente en el sur del país y se encontrarían en el Putumayo con el grupo que Jaime Bateman comandaba en el Caquetá. El entrenamiento militar parecía necesario para un grupo de hombres y mujeres que sabían poco de táctica y estrategia, pero, por otro lado, constituía el ingreso a los ritmos de la guerra en los términos que el M-19, justamente, había cuestionado. En consecuencia, María Eugenia Vásquez manifiesta: Todo eso me costó mucho. No soportaba la invasión a la privacidad que implicaba convivir en una estructura militar de manera permanente, ni la renuncia a mi ser individual; tras el uniforme se agazapa la homogenización […] Fui una alumna excelente según los puntajes, pero descubrí que no tenía vocación para la milicia, a pesar de llevar el uniforme con gracia […] La escuela militar nos adiestró para el combate. Templó la voluntad, nos acostumbró a la presión psicológica […] afianzó nuestra moral combativa con argumentos ideológicos […] Pero nadie nos dijo qué hacer con los sentimientos de asombro y de dolor frente a la destrucción causada por uno mismo, nadie nos contó que la maquinaria de la guerra avería el alma, que en algunos momentos, es mejor morir que sobrevivir con una carga tan pesada. Nadie nos dijo nada… (2000: 187-188)

La estrategia que se adoptó para que entraran los dos contingentes fue un completo fracaso; una parte importante de sus integrantes fue asesinada en combates con el Ejército; otros fueron detenidos. El grupo que entró por la zona de Nariño se dividió en dos, intentando evadir el acoso del Ejército, pero se encontró con la dificultad de moverse con pesados equipos y armas y de orientarse en la selva empleando un precario mapa fluvial de escuela secundaria. Un grupo quedó a cargo de Rosemberg Pabón y otro a cargo de Carlos Toledo Plata. Este

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último grupo combatió sin cansancio durante varios días seguidos, mientras el grupo de Pabón avanzaba, combatiendo pero replegándose, hacia la frontera con Ecuador, tras perder a algunos de sus integrantes y con otros heridos. Quienes sobrevivieron a los combates consideraron cruzar la frontera con Ecuador para pedir asilo político. Pabón partió rumbo al municipio ecuatoriano de San Lorenzo y su grupo quedó a cargo de Rafael Arteaga; confundieron a los militares colombianos con militares ecuatorianos y fueron detenidos. El grupo de Toledo llegó a San Lorenzo, pero fue detenido por militares ecuatorianos que ya habían acordado entregarles los guerrilleros al Ejército colombiano. Detenidos, con las manos esposadas, con el dolor por la muerte de los compañeros, con las heridas de los combates y el trasegar, los dos grupos fueron reunidos en un campo de detención en medio de la selva, cerca de la frontera. María Eugenia Vásquez recuerda que “después de evadir el cerco, perder once compañeros y más de cincuenta horas de combates, las dos partes de la columna Antonio Nariño nos juntamos de nuevo, esta vez como prisioneros, en un campo de concentración improvisado por los militares” (2000: 206). A. Z., que por entonces tenía veinte años, había sido herida en uno de sus brazos y apenas había recibido una atención de emergencia. Continúa María Eugenia: Cuando vi el estado de su brazo, reconocí lo valiente que era la chiquita. Comenzamos por quitar la venda de emergencia, retiramos la sangre seca y la piel sobrante y descubrimos que aún tenía la ojiva de la bala en el orificio. La extrajimos con un gancho-nodriza y quedó un hueco que traspasaba el antebrazo de lado a lado sin tocar el hueso. ¡Suerte la de esa muchacha! Metimos una gasa con desinfectante a través de la herida y la baqueteamos como se hace con el cañón de un arma, hasta que sangró de nuevo. (2000: 201)

Tras ser alcanzada por un proyectil A. Z. padeció constantemente, pero quedó en un estado de adormecimiento que le impedía tener plena conciencia de la herida. Tras afrontar la muerte de uno de sus compañeros, tomó conciencia de su dolor y tuvo una intensa sensación de desamparo; vislumbró la muerte y sintió que lo hecho hasta entonces carecía de sentido, corrió con el arma, se la entregó con violencia a su comandante y le dijo: “Tome, yo no quiero saber más, yo no puedo hacer más…”. Y comencé a llorar. Ahí empezó el dolor físico. Ahí empezó ese brazo a doler. Algo así como que no me dejaba vivir, como que yo me sentía… Entonces yo les decía: “¿Vio, vio? Si yo me hubiera quedado allá, si me hubieran matado no tendrían que andar conmigo con el brazo así, yo ya ahora no puedo

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caminar”. Entonces comenzó ese brazo así, así a crecer… Yo me acuerdo que eso como que no me cabía el brazo. Y entonces, bueno, me pusieron una cosa ahí, un pañuelo. Entonces uno con un brazo así, pa’ caminar en semejante monte, y entonces yo no me quejaba para nada… No decía nada. Pero yo creo que tenía más el dolor afectivo, yo me acuerdo que caminábamos y caminábamos y yo iba reflexionando y reflexionando siempre. Dije: “Hola, pero qué pasa, qué pasó aquí, y por qué se murieron mis compañeros, y por qué tengo este brazo así, ahora cómo vamos hacer”. […] Ese dolor pues empezó ahí primero… Mi brazo estaba ya en un estado deplorable, me comenzó a doler demasiado, ya el dolor me subía, era muy duro, y entonces Rosemberg decidió que era mejor pues sacar el casquillo que se había quedado, eso era lo que había infectado el brazo, entonces. Bueno, eso fue un dolor como que yo no se lo deseo a nadie, como decía mi madre: ni a mi mejor enemigo. Una compañera que hacía de enfermera sacándome el casquillo lloraba porque ella sabía el dolor que me estaba causando, y al mismo tiempo sabía que si ella no me sacaba esto no tendría brazo. Estábamos con otro compañero y entonces él me dijo: “No puedes llorar, no puedes gritar, porque si gritas aquí en el monte…”. Mejor dicho. Entonces yo no grito, y entonces él me dijo: “Yo te presto mi brazo y me muerdes duro y yo tampoco grito”, entonces él me prestó su brazo, y afortunadamente era gordo. Entonces yo lo mordí durísimo, porque no podía ser de otra manera. La negra [María Eugenia Vásquez] puso una nodriza, […] entonces fue y me lo calentó con una vela, y bueno, me sacó el casquillo. Yo, por ejemplo, me acuerdo mucho, tengo ese recuerdo cuando ella puso ese chuzo ahí en la carnecita y mi carnecita se quemó, pero afortunadamente eso sirvió porque fue así como de pronto el brazo un poquito se deshinchó, y después ella me hizo una curación y algo así, seguí con ese brazo hasta el doce, cuatro días después… Sí, fue el 12, fue el 12 de marzo que nos cogió el Ejército ecuatoriano […], efectivamente no era el Ejército ecuatoriano, era el colombiano. (Entrevista a A. Z., 2009)

Cuatro personas, entre quienes estaba A. Z., pudieron huir y se refugiaron en medio de la selva. De acuerdo con el relato de A. Z., […] no nos podíamos quedar ahí sentados, pues, comiéndonos tres bananos. Entonces uno de los compañeros dijo: “Yo me voy a mirar, a ver qué pasa. Si ustedes ven que yo no vuelvo es porque mejor dicho, me cogieron, porque si no, yo voy un poquito y me devuelvo pa’ decirles”. Efectivamente, no volvió, entonces nosotros empezamos a caminar y nos fuimos, y llegamos a una casita de una señora muy simpática, y

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entonces, cuando llegamos, ella nos dijo: “Ay, ustedes son los que están persiguiendo”. Nosotros le dijimos: “No, no, nosotros no”. Entonces la señora me regaló una faldita de florecitas y una blusita azulita, pero la señora nos dijo: “De todas maneras, aquí no hay nada que hacer, porque mi esposo es el policía de este pueblo… Yo lo único que les puedo brindar, si ustedes tienen hambre, una comidita”. Nos hizo arroz con plátanos maduros, estaba deliciosa la comida, me acuerdo que le puso hojas de plátano. Nosotros dijimos: “Ya aquí ya no nos podemos mover, ya lo esperamos”, entonces comimos. Llegó el esposo de la señora, pero no llegó sólo, sino que llegó con un carro lleno de ejército […]. Nos montaron en ese camión y […] nos llevaron a un pueblito que se llama San Lorenzo, y después nos llevaron, bueno, ahí, más abajito. En San Lorenzo había como una base, como una especie de batallón, era inmenso, donde además aterrizaban helicópteros, y ahí llevaron a todo el mundo y nos fueron metiendo como en unas celdas grandes. (Entrevista con A. Z., 2009)

Posteriormente, el Ejército colombiano llevó a todos los detenidos al otro lado de la frontera. Con las manos esposadas y los ojos vendados los subieron a un helicóptero. Llegamos a Tumaco y pusieron como una especie de campo de concentración. Tenía alambres, así, así, como donde meten las vacas. Todos sentados, vendados, esposados. Había carpas, carpas de militares. Allá llegamos todos los ochenta que éramos. Ese día fue terrible, ese día fue el día que yo me acuerdo de un compañero que comenzó a correr y a gritar, y gritaba: “Ya máteme, yo no quiero vivir más”, y gritaba, gritaba y gritaba porque tenía una herida en la cabeza y tenía gusanos en la cabeza. Solamente uno lo oía, porque estábamos esposados y nos sentaron a todos esposados ahí, todo el mundo tirado ahí en el suelo, con esposas y con vendas. Dormíamos ahí encima de barro que estaba mojado, y el espacio era reducido. Después, al otro día, comenzaron los interrogatorios. Cuando comenzaron los interrogatorios, nos sacaron a caminar esposados, descalzos (a todos los que tenían zapatos les quitaron los zapatos). El interrogatorio era individual. Lo sacaban uno por uno, venían unos militares a interrogarnos, nos sacaban uno por uno y nos hacían caminar por encima de una planta, hecha de espinitas… Esa era una de las torturas que había. (Entrevista con A. Z., 2009)

Por otro lado, en el grupo de Carlos Toledo iba U. T., que estaba embarazada en el momento de la detención. Así describe ella esa experiencia:

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Yo fui del primer grupo. Éramos una columna que se dividió en dos, y a mí me tocó estar en el grupo de Carlos Toledo. Como él era médico, nosotros nos demoramos una noche más que los otros que salieron… porque había un compañero herido. Toledo lo operó, le hizo una intervención en la orilla de un río (no era cualquier río, era el río Mira). Y entonces pasó que en nuestro equipo se quedaron muchos campesinos, indígenas, precisamente porque nosotros íbamos, en tiempo, más retrasados que los otros. Nosotros, al otro día de la operación, caminamos, caminamos, caminamos mucho. Yo creo que es uno de los recuerdos más fuertes en mi vida, porque recibí la lección de humanismo más bonita, en el sentido de que Toledo dijo: “Yo no quiero ochenta héroes caídos en combate, yo quiero ochenta seres vivos que siguen pensando, que siguen haciendo cosas”; o sea, a veces se pierde el sur, la salida. Para eso, ya Toledo sabía que yo estaba embarazada, pero él no me creía. Sí, pasaron los días y yo fui y le dije: “Sí, yo me siento rara”. Yo me sentía como con mucha fuerza. Era muy chistoso, porque caminaba a una velocidad que… Como que iba siempre con todos y tal, pero adquirí como una fuerza de caminar, caminaba y me regresaba y hacía cosas así. Entonces, por esto del embarazo, ya después de que pasó todo, que quedó nuestro compañero herido y que luego el Ejército lo mató, nosotros llegamos a la frontera y ahí empezó un combate (nos tocaron dos combates), que era muy raro, porque, por lo menos para los que no habíamos disparado, era muy raro, se convertía en la experiencia de tu vida. Nosotros ahí logramos contener al Ejército, porque, si no, nos hubieran matado a todos, porque era el cañón del río y abajo estaban todos los compañeros. Toledo estaba abajo. Los que tenían experiencia fueron los que organizaron toda la contención para que los de abajo pudieran subir. Ya sabes, el río de un lado era Colombia y del otro era Ecuador. Los jefes empezaron a ver cómo organizar la salida. Nosotros no sabíamos nada del otro grupo, no teníamos ningún contacto con ellos, entonces me escogen a mí, junto con el padre de mi hija, para que saliéramos con otros tres compañeros, y la idea era que los tres compañeros iban a ver, a reconocer el terreno, a ver cómo estaba la cosa; uno de ellos iba a comprar comida y nosotros a salir a llegar hasta Ibarra. Pero pues no, estaba el Ejército ecuatoriano del otro lado, y me tocó ser la primera mujer detenida por el Ejército ecuatoriano. (Entrevista con U. T., 2009)

Una vez fueron llevados a la base naval de San Lorenzo tomaron la decisión de redactar una carta para solicitar asilo político.

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Nosotros llegamos y discutimos qué hacer: pedimos hablar con algún alto mando de los de la Marina, y le dijimos que nuestra intención era hacerle llegar una carta a Roldós, el presidente Roldós (en ese momento presidente ecuatoriano). Entonces fue muy loco porque nos dijeron que sí, que claro, que hiciéramos la carta y que ellos se encargaban de hacerle llegar la carta. Ahí discutimos si era conveniente que se supiera que estaba el comandante uno [Rosemberg Pabón], nada más ni nada menos, que era una suculencia para el Ejército en ese momento. Y sí, se decidió que sí… Claro, porque era la única manera de salvar nuestras vidas y de salvar la vida de los compañeros que estaban presos por el Ejército colombiano. Fue la razón como primordial, decir: “Bueno, aquí la única manera de salvarnos es que esto salga a la luz”. Y ya, nos sentamos a redactar entre todos, porque sí fue una carta redactada como entre todos, explicando lo que había pasado, las condiciones en las que estábamos, y pidiendo asilo político, y, además, que se denunciara que el Ejército colombiano había entrado a territorio ecuatoriano y que estaban presos más de treinta compañeros. […] Además, esa carta yo la escribí con mi puño y letra, porque todos votaron porque era la letra más bonita. (Entrevista con U. T., 2009)

Finalmente, se consiguió difundir la carta de solicitud de asilo del 14 de marzo de 1981, que describía la situación de los detenidos. El procedimiento de detención y entrega a los militares colombianos constituía una violación de los tratados internacionales y de los procedimientos estipulados para la consideración de solicitudes de asilo y de extradición. Se produjo entonces un revuelo internacional y diferentes organizaciones de derechos humanos de la región discutieron las implicaciones de este tipo de acciones19. Haber dado al conocimiento público la situación de los detenidos no impidió que, durante casi veinte días, fueran interrogados en medio de torturas físicas y psicológicas, pero sí les otorgó cierta protección. El traslado a territorio colombiano suponía una amenaza de muerte. En palabras de U. T., Habían unos helicópteros, nos fueron encaminando, allí nos subieron con unos compañeros que estaban heridos. Cuando a nosotros nos suben al helicóptero, es una sensación muy rara, pues —imagínate— tú no sabes ni para dónde va el helicóptero, ni quién lo maneja, ni nada. No veíamos nada, entonces lo que hicimos fue tomarnos, no me acuerdo si fue de las manos, porque no sé si teníamos las manos sueltas, pero 19 Este tema fue tratado en el número 95 de Controversia (Vázquez et al., 1981) y en la edición del 24 de marzo de 1981 de El Espectador.

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tengo la sensación de que sí hubo como una cosa de manos, y cantamos el himno nacional como si fuera la última vez que lo íbamos a cantar en la vida. Cuando llegamos (después supimos) hubo un momento en que nos empezaron a botar del helicóptero; tú te imaginas que la caída no tenía fin, y no, esos eran unos tramacazos contra el piso, porque nos sostenían, y eso lo hicieron varias veces, o sea, ya después, no con el helicóptero, sino como estaba el río cerca, abrieron como una zanja, como una cosa, como un escalón, y ahí caían al lado del río en el hueco […]. Ya cuando llegamos a territorio colombiano, ya nos vimos todos, nos quitaron las vendas, vimos el Ejército y […] ahí empezó duro para nosotros, duro… (Entrevista con U. T., 2009)

Y según el relato de María Eugenia Vásquez, Una de las sensaciones más torturantes es el no sé qué va a pasar con nosotros, porque es que además cuando uno es jefe y es mando, uno no siente la responsabilidad sólo por uno, sino ¿qué va a pasar? Cualquier palabra mía, gesto mío repercute sobre el resto. Yo aquí soy un pilar o un soporte de otra gente que está más joven… Como nosotros éramos los mayores y había otra gente mucho más joven que nosotros, y nosotros lo sentíamos. Yo recuerdo que después, hablándolo con dos o tres compañeras y con el Gordo, nos sentíamos responsables de los chiquitos. Juepucha, si uno se muere, pero esta gente tiene diecinueve, veinte años… Entonces esa sensación de no sé qué va a pasar ahora conmigo y con los demás, no sé qué van hacer conmigo, no sé dónde vamos a terminar, no sé qué van a usar ahora, no sé qué estrategia tienen, no sé a dónde nos conducen… No sé, no sé, no sé: esa incertidumbre y la impotencia total… Nada está en tus manos; lo poco, lo que está en tus manos es el comportamiento tuyo, y es ahí donde uno se centra… No pido favores, no lloro, no transo, juego inteligentemente, no respondo lo que me preguntan, respondo a medias. (Entrevista con María Eugenia Vásquez, 2009)

El Ejército colombiano encontró con sorpresa que en el grupo de detenidos estaba una parte importante de los guerrilleros que habían participado en la toma de la embajada de República Dominicana. Curiosamente, fue mucho más fácil identificarlos porque quienes habían participado en la operación se habían teñido el pelo del mismo color. Seguramente en Cuba no había muchas posibilidades de escoger colores en aquel entonces; entonces ellos ahí les pintaron el pelo y todos salieron

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así. La “Negra” Vásquez no, por ejemplo. Ella no. Pero sí, la mayoría tenían el pelo medio anaranjado, chistosísimo. Incluso había otros que tenían el pelo pintado por otras razones, y como que los vinculaban, como que empezaron a darse cuenta que eran los pintados los de la embajada. (Entrevista con U. T., 2009)

Además de contar con esta seña particular, los militares empezaron a obtener “confesiones” por parte de un detenido que tenía una grave herida en la cabeza. Entonces, ellos… Yo creo que ellos rápidamente supieron qué había pasado, cómo había estado, por el compañero que fue herido, porque a él lo dejaron engusanado, lo dejaron engusanar. Acá, en la cabeza. Fueron esquirlas acá. Yo creo que eso fue lo más horrible que yo vi en términos humanos: cómo una persona puede ser capaz de decir lo que sea para que le quiten esa vaina de ahí. ¡El muchacho gritaba! Estábamos nosotros, y ese fue un momento muy duro porque había quienes lo querían golpear, había reacciones encontradas entre nosotros, porque cómo alguien iba a cantar. Para nosotros eso era como… Sí. Nosotros no teníamos que decir nada, por ética. Él dijo todo, hasta lo que no. Y sí. Lo dejaban y él gritaba: “Quítenme esto, yo digo lo que quieran”. Compañeros quisieron golpearlo, eso fue discutido por nosotros, estábamos como divididos: “Juepucha, si yo tuviera eso ahí, quién sabe cómo reaccionaría”. Eso es muy berraco irse contra alguien así. Pero a él lo separaron pronto de nosotros porque él no aguantó. Ya después, muchísimo tiempo después, vimos las fotos de él en Tolemaida, es impresionante… Uno se imagina a ese sardino, lo que debió haber sido para él, era muy joven. Imagínate, eso eran un enjambre de micrófonos, de prensa, y él diciendo una cantidad de pendejadas, porque, además, es que eso de García Márquez era increíble. (Entrevista con U. T., 2009)

El joven con las heridas de esquirlas en la cabeza dijo, bajo tortura, que el escritor Gabriel García Márquez había estaba involucrado en la compra de armas para el M-19 y que había facilitado e incluso participado como profesor en los entrenamientos en Cuba20. Las “confesiones” arrancadas con la tortura revelaban también el interés obsesivo de las Fuerzas Militares de vincular a ciertos sectores sociales y políticos del país con la guerrilla; la “verdad” de la tortura busca legitimar la violencia. El interrogatorio buscaba obtener información que justificara nuevas detenciones e interrogatorios: un ciclo de producción de de20 La confesión bajo tortura de quien se conoció como el “guerrillerito de Tolemaida” fue el hecho que desencadenó el exilio de Gabriel García Márquez en México (Vidal, 1981).

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tenidos, de sufrimientos y de “verdades” que funcionaba uno a uno, individuo por individuo. No “quebrarse”, no “rajarse” en la tortura significaba romper la cadena productiva: una producción de sufrimientos sin obtención de confesiones; allí estaba en juego la cohesión del colectivo y la manera particular de sentirse parte de él o de sentirlo parte de sí.

7.6. La salud mental al calor de los demás Que la salud mental se halle en el calor de los demás […] es una prueba de precisión casi científica acerca de la cuota de verdad que contienen las utopías que hacen de la solidaridad su esencia.

Marcelo Viñar y Maren Ulriksen. Fracturas de memoria. Crónicas de una memoria por venir Todos los detenidos en el río Mira fueron interrogados individualmente. En el caso de U. T. el embarazo les sirvió a los torturadores para aumentar la presión durante los interrogatorios; pero, al mismo tiempo, fue un recurso con el que ella intentó construir su propia protección. Se trataba, fundamentalmente, de los lazos colectivos que perduraban en medio de la detención. Mientras tanto, a nosotros nos estaban interrogando. A mí me interrogaban porque ellos querían saber dónde estaban las armas que habíamos enterrado; y fui de las primeras, y de los interrogatorios más largos, por ser mujer y porque, como a la segunda o tercera noche, se enteraron que estaba embarazada. Ahí fue donde se puso pesado conmigo, porque ya era mucho más intenso el interrogatorio, era mucho más violento, era mucho más amenazante. La cosa era: “¿Va a perder el hijo?”. Eso fue de las primeras, no sé cuántas noches, pero ahí estuvieron, duro, duro, duro. Como a las diez de la noche yo creo que empezaban los interrogatorios. A mí me llevaban y me soltaban a las dos, tres de la mañana, y por agotamiento creo que tenían que soltarlo a uno. No había golpes, yo creo que no había golpes. Por ejemplo, me amenazaban con mi familia, pero yo nunca dije mi nombre y nunca dije el nombre de mi familia. Yo dije mi nombre ante un juez. Nunca dije mi nombre y les inventé nombre a mi papá y a mi mamá. Ellos llegaban y me decían: “Su papá y su mamá ya están en la estación cien”, o no sé cuál. Imagínate cómo me sentía yo de dichosa si así no se llamaban, porque, además, me decían: “Don

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Fulanito y doña Perenganita”. Como que eran los pequeños triunfos, en medio de todo. Yo creo que era muy serena para eso, nunca me angustié, porque, además, como ya sabía que estaba embarazada, yo estaba muy en la cosa de si yo no protejo a mi bebé, nadie lo protege. Como que eso me dio una coraza que a mí me permitió salir de allí sin angustia, ¿sabes? Yo ahora lo recuerdo y digo: “Yo era como fría, de verdad”. Además, sentía la protección de los otros compañeros. Por eso se enteraron, porque nosotros nos numerábamos, como no sabíamos, como estábamos vendados todo el tiempo, de pronto uno gritaba “uno”, entonces ya por derecha, hasta que llegábamos al número trece y ya, estábamos todos, y algún compañero, en una noche de esas, me preguntó cómo estaba el sobrino. Y ahí fue que se enteraron […]. Habían muchas ocasiones en que se ponía muy pesado, ya uno no sabía qué estaba pasando con los demás, además no sabes el mecanismo del interrogatorio, no lo conoces; ya después de ciertas noches empiezas a entender cómo es que funciona, pero al principio no. Entonces era terrible porque cuando nos llamaban no sabíamos si íbamos a volver. Eso era… Yo creo que a todos nos pasó eso. No sabíamos, por eso siempre nos estábamos contando, para saber que ahí estábamos, que ahí seguíamos, aunque nos estuvieran interrogando, aunque nos estuvieran jodiendo, ahí estábamos completos. (Entrevista con U. T., 2009)

En la permanencia del colectivo cada quien podía encontrar un alivio, no sólo porque la suerte de los demás era la propia, sino porque en el grupo había pequeñas expresiones de afecto que iban recubriendo el cuerpo dolorido, el desamparo y la incertidumbre. Era, en palabras de C. A., detenida con el grupo de Toledo, “estar vendada y amarrada, pero al mismo tiempo estaba con mi grupo, aferrada a la vida” (entrevista, 2009). Tras casi veinte días en el campo de detención un grupo fue llevado a Ipiales; otro fue llevado a Bogotá. Ambos grupos estuvieron detenidos en calabozos, mientras se efectuaba el consejo de guerra. Entonces sus miembros reafirmaron sus lazos. Yo creo que nosotros, todos, teníamos una cosa de dignidad increíble entre nosotros. O sea, yo creo que es lo que más recuerdo y creo que es lo que más nos dio alegría, además porque, en medio de todo, las salidas eran de broma, eran de risa: inventarles canciones a los jefes, armar obras de teatro (una compañera era la que las organizaba y otro escribía el guión). Entonces necesitábamos un radio, y entonces a la compañera que le gustan los policías que vaya y se consiga un radio (porque había una compañera que era así, ella había sido empleada del servicio y se

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enamoraba de los tombos, no podíamos hacer nada, además qué hacíamos) [risa]. Ella nos consiguió un radio y con ese radio podíamos enterarnos de cómo estaba la cosa. Eso fue en Ipiales. Muy divertida esta mujer… El Eme tenía una apertura que era capaz de entender hasta eso: que una compañera nuestra se estuviera enamorando de un tombo. Y fue tal nuestra actitud (éramos un solo grupo) que nosotros éramos así [indica entrelazando los dedos de las manos], éramos unidos. Se llevaron a los de la embajada a La Picota y quedamos nosotros ahí en Ipiales, y entonces nos pasaba de todo: nos ponían plantones porque sí, porque no, entonces eran noches enteras en el frío de Ipiales, parados; pero también fuimos capaces de defender que no se llevaran a una compañera porque tenía leishmaniasis y las esposas le rozaban la vaina, se las quitó y llegaron los del Ejército y la pescaron sin esposas, se la iban a llevar a un plantón a ella sola y ahí nos tienes a todos defendiéndola. Ella pegada en una reja y nosotros metiéndola. Es que en realidad era la actitud lo que a ellos los desarmaba, ¿no?, porque nos podían haber hecho cualquier cosa. Y nosotros éramos como una fuerza, una cosa invencible. Nos podían matar, pero ni así nos vencían. (Entrevista con U. T., 2009)

La fortaleza del colectivo perduró incluso después de la detención. Como lo expresa María Eugenia Vásquez, La militancia no es la misma cuando uno es urbano y está solo frente al enemigo, siempre solo, o sola en este caso, que cuando uno está en grupo. El grupo da una fuerza increíble, y aun estando en las peores el saber, el sentir que alguien está aquí… Yo recuerdo, por ejemplo, en algunos de esos momentos tocar las manos del “Gordo” Arteaga y reconocer que eran sus manos… Que estaba ahí da mucha fuerza: no estoy sola, están aquí. Cuando Tutúi, que era una compañera que cantaba boleros, y entonces uno oía la voz de Tutúi cantando boleros, y entonces eso da mucha fuerza. Saber que no estamos solos, que estamos aquí, que estamos resistiendo, eso nos dio muchísima fuerza, y en el consejo de guerra mucho más, porque ya ahí podíamos armar grupos, recomponer mandos, recomponer estructuras. Y el grupo da unas solidaridades que todavía nosotros nos seguimos encontrando. Los del Mira nos seguimos reuniendo (los que estamos cerca), y son unas hermandades porque pasamos lo que pasamos juntos. Somos de una solidaridad muy… Se crean unos lazos que yo creería que son muy difíciles de romper… No digo indestructibles (ya nada puede decir uno que es indestructible), pero que son unos lazos muy fuertes, incluso con los compañeros de cárcel,

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y unos cariños y unos afectos y unas confianzas muy duraderas, muy sólidas. (Entrevista con María Eugenia Vásquez, 2009)

De la misma manera que la cadena de afectos que comentaba Bateman incidía en las estrategias con que afrontaban la detención y la tortura, la teatralidad que había caracterizado las acciones del M-19 jugó un papel significativo, en tanto forma de escape: Logré una postura de escabullirme, de no confrontar, pero de representar el papel menos peligroso. Es decir, yo logré convencerlos […]. Entonces yo lo que hice ahí fue una muy buena representación teatral que después me hace sentir muy bien con el papel que jugué en ese tiempo, en el tiempo del interrogatorio y el tiempo de la cárcel. El papel de “yo soy inofensiva y no sé nada”. Y esto pasó así, y logro que me crean exactamente, hasta que después se dan cuenta, pero bueno, ya es tarde cuando se dan cuenta. Pero logro jugar con eso, no fui, pues, la fiera resistente. No está en mi talante. Entonces eso fue un juego que me fortaleció posteriormente. (Entrevista con María Eugenia Vásquez, 2009)

En el mismo sentido funcionaron el sentido del humor y la irreverencia propios de las acciones del movimiento. Nosotros, por ejemplo, cuando nos condenan, nosotros hicimos una fiesta y ellos estaban muy sorprendidos: “¿Esa gente por qué canta, baila y hacen fiesta?”. Primero, porque era el desafío de “no me importa lo que ustedes hagan”, y, segundo, porque todo el grupo pensaba que iban a ser más años… Todos decíamos: “Uy, me la dejaron bajita”. (Entrevista con María Eugenia Vásquez, 2009) Yo creo que para ellos nosotros éramos insólitos, o sea, no podían vernos como delincuentes ni terroristas (terrorista es un término muy moderno), pero no podíamos ser los matones que decía la prensa. ¿Cómo? Un montón de culicagados ahí, y además todos súper alegres y contentos. (Entrevista con U. T., 2009)

Al constatar que el afecto del que están constituidos los lazos sociales opera en situaciones extremas como una coraza para el sujeto se comprende que la vulnerabilidad propia del cuerpo humano es permanentemente recubierta por los ropajes de la identidad y la cultura, por vínculos filiales que han grabado en el cuerpo las marcas de la pertenencia. Pero en el cuerpo también se inscriben los padecimientos, las cicatrices y los horrores, que dejan la huella mnémica del desamparo y la incertidumbre y anuncian permanentemente, como en un

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recordatorio, la vulnerabilidad del cuerpo. Recordar la pertenencia, hacerla presente en la memoria, le restituye al cuerpo su identidad y lo sitúa en el centro de una historiografía. O. E., detenida en las caballerizas de Usaquén, encerrada en un lugar lleno de excrementos y expuesta al frío y al desamparo de su desnudez, encontraba en su hermana, detenida con ella, el calor del cuerpo y el afecto, que recorren la piel. A propósito cuenta: Eso fue algo muy desagradable, muy… Pues no tenía otra alternativa, no podía pasar, no podía salir, no podía nada. Quedarme ahí en ese encerrón, en ese lugar que me pusieron, que nos pusieron. De ahí nos sacan, me sacan de eso, me meten a otro calabozo […]. Tenía un espaciecito donde uno podía como estar, como un asiento, había como un asiento. Ahí llevan a mi hermana, que también la torturaron, también la habían cogido conmigo. Yo estaba muy mal ahí porque tenía muchísimo frío en el cuerpo, tenía los huesos como tiesos, como que ya no me respondía el cuerpo. Cuando la llevan a ella y la meten ahí, a mí el cuerpo no me respondía, no podía… Estaba como en una situación muy tenaz, diríamos… Es que no sé… No la puedo decir porque es como una cosa que yo no sabía de mí, yo estaba como muy mal, ¿sí? […] El frío, el shock, el todo, como que algo me había afectado mucho y yo estaba… Yo no tenía calor en el cuerpo, ¿sí?, no tenía nada, no tenía calor […]. Estaba yo ahí cuando metieron a mi hermana ahí y, entonces, en ese pedacito que estaba, que era como una varilla, como un asientico chiquitico. Entonces yo me caí ahí. Entonces, mi hermana entra, llega y me cubre, con el cuerpo de ella me da calor. Es una cosa que yo tengo siempre, recuerdo de mi hermana, muy importante en la vida. O sea, para mí, ese es un recuerdo muy importante, porque ella me daba calor con su cuerpo, ¿no? Ella estaba fría también, pero, de todas maneras, ella tenía calor del cuerpo. Ella me da el calor del cuerpo de ella a mí. Y me calentó. Y, pues, por ejemplo en la vida, ¿cierto?, en las cosas de la vida, cuando yo con mi hermana peleo, ¿no?, peleamos, esas cosas normales de hermanos… Y nos ha tocado vivir muchísimas cosas, entonces yo siempre me recuerdo de eso. Y yo digo, ella es más grande que todo. Porque ella hizo eso, ella me dio calor. Ella me decía: “Yo te quiero”, ¿no?, “yo te quiero, hermanita, y eres importante para mí”, ¿no?, cosas así, porque yo estaba en esa situación así, que no tenía calor, en el cuerpo… en la vida. (Entrevista con O. E., 2010)

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7.7. Descubrir la humanidad en los bordes En el quiebre que supone la solidaridad de un soldado o de un militar con un detenido se constata que el dominio y la aceptación de la institución castrense operan como ficciones y fantasías, y no suponen el borramiento pleno del sujeto; en parte porque en su interior, en sus procesos de formación, hay también implícito un componente de tortura cuya objeción tiende a ser acallada, o circula en el secreto. Elsa Blair, siguiendo a Pierre Clastres, señala que entre la tortura y el rito de iniciación de los guerreros novatos —ambas formas de infligir dolor y sufrimiento sobre el cuerpo del otro— existen diferencias significativas, pues “a diferencia del rito de iniciación, la tortura no hace intervenir ningún aprendizaje y más bien envilece, degrada, y destruye. El novicio que soporta su sufrimiento demuestra su coraje y su fuerza viril. En un caso el dolor deviene fuente de honor y en el otro no” (2001: 86). Blair agrega que los ritos de iniciación son formas exacerbadas del sufrimiento que se le inflige al otro, mientras que la tortura no está marcada tanto por el sufrimiento como por su utilización; “la tortura opera clandestinamente de manera ilegítima el envilecimiento de los sujetos, su degradación y destrucción, mientras que la iniciación afirma públicamente la ascensión legítima de novatos a un nuevo estado” (2001: 86). Pese a estas diferencias, es preciso reparar en el hecho de que ese nuevo estado por el que propende la iniciación de los guerreros está marcado por un proceso de administración del sufrimiento que, aunque en algunos casos es dignificado por el halo de honorabilidad propio de un rito de paso, no deja de ser una degradación del sujeto. La tortura, en tanto prueba de la entrega de los sujetos a la causa colectiva, en tanto muestra del ofrecimiento sacrificial de la propia existencia a la causa bélica, no deja de ser tortura; y menos en un contexto en que la prueba ha dejado de ser un rito de paso o iniciación para convertirse en un aprendizaje con que el degradado y el humillado se hacen capaces de degradar y humillar. Elaine Scarry explica que entre la tortura y la guerra existe una diferencia esencial: la guerra parte de un ofrecimiento consentido del cuerpo, mientras que la tortura es un acto que no cuenta con la aprobación del violentado: “[…] in war the persons whose bodies are used in the confirmation process have given their consent to over this most radical use of the human body while in torture no such consent in exercised” (1985: 21). Scarry advierte, sin embargo, que la guerra contemporánea se acerca a la tortura porque los cuerpos que participan en aquella no lo hacen con consentimiento. En Colombia (y no sólo en la guerra contemporánea), las experiencias de los conscriptos y también de los jóvenes vinculados a grupos armados

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ilegales revelan que la convicción o el consentimiento no necesariamente son el fundamento de su vinculación, por lo que la noción misma de elección hace aguas en este contexto. En todo caso, el envilecimiento del cuerpo en el ritual de iniciación —la tortura— queda silenciado no sólo por la honorabilidad que supuestamente acompaña el proceso, sino porque, como la misma tortura, la institución militar reduce las posibilidades de enunciación del sujeto. No obstante, en la totalidad que constituye la institución militar se verifican escapes y rupturas. Según los relatos de sus propias víctimas, Se viven otros aspectos que también te fortalecen y que muestran que el ejército no es monolítico, que también existen allí personas permeables a lo nuevo, a la democracia, y que tienen simpatía con los guerrilleros, que respetan a quienes luchan por un país mejor. Es el soldadito que te lleva un ponqué y una gaseosa, el soldado que se avergüenza cuando lo ponen a comer pollo delante de ti para que por hambre cedas a la presión. Es el oficial que un día entró y que contó que afuera estaba Álvaro Fayad hablando con un grupo de militares explicándoles su pensamiento sobre el monopolio y la anti-democracia, y me dijo que estaba de acuerdo, porque lo que pasaba en Colombia era que unos cuantos políticos y poderosos ponían a pelear a los militares con el pueblo para ellos repartirse la torta; el hombre que hablaba de que nosotros teníamos un noventa y cinco por ciento de simpatía en las Fuerzas Armadas. Y la última noche, antes de ser trasladada al Rincón Quiñones, que quedaba en frente de Caballería, dos interrogadores entraron a la celda y comenzaron a conversar. Yo les decía que eran unos idiotas útiles a intereses ajenos, que ellos le servían a la oligarquía… que el militar debería ayudar al país y no luchar contra su propio pueblo. A las tres de la mañana, uno de ellos se para y empieza a gritar: “claro que somos unos payasos, unos idiotas útiles”, el otro lo calla, porque teme que lo castiguen. Eso iba más allá del juego del bueno y el malo, era una reacción espontánea. (Grabe, en Behar, 1985: 167-168) A veces, un soldado que hace guardia me trae a escondidas algo de comer: Cuidado, que no me pillen. Una taza de chocolate y un ponqué Ramo. (Grabe, 2000: 101) Estos soldados nos los tuvieron que comenzar a cambiar, porque… Una noche nos dejaron sin comida (porque esas eran otras vainas; como hacíamos locuras y cosas, como nos burlábamos de todo, nos decían: “Sin comida”), pero los soldados nos metían la comida por la ventanita del baño; nos dejaban sin cobijas y ellos nos metían cobijitas por la ventanita del baño. (Entrevista con U. T., 2009)

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Un día, un centinela se me acerca y me dice… Bueno, se puso a hablar algo conmigo, me dijo: “¿Tú quieres mirar a los que a ti te torturan? Entonces yo, pues dije “sí”. Entonces dijo: “Ahorita yo te abro la ventanita y tú miras. Cuando yo te avise, tú te acercas a la ventana y tú miras”. Entonces, listo, me acerqué a la ventana y miré, y ahí estaban todos los que me habían torturado… Eso fue una cosa que yo siempre digo: “¿Por qué él hizo eso?”. Yo nunca he sabido. Y no sé si era el mismo o era otro, otro centinela el que me dijo: “¿Tú quieres comer algo?”. Yo ya estaba dispuesta, yo… yo… yo ya dije: “Estos me van a matar ya, eso ya aquí me matan, ya no importa”. Entonces el tipo me dice que si quería comer algo, que si quería mantecada. Yo le dije: “Bueno”. Entonces dijo: “Bueno, entonces ahora yo te voy a llevar al baño. Cuando vayas al baño, yo te voy a dar una mantecada”. Yo fui al baño, los baños eran sucios, unos baños tétricos, tétricos, ¡tétricos! Fui al baño. Cuando fui al baño, él me alcanzó una mantecada, buena, rica, toda bien hecha. ¡Una mantecada!, con papel, con el papelito que tiene la mantecada. Me la entregó ahí y me dijo: “Cómetela y, mientras, yo te cuido”. Entonces, esa parte me parecía una cosa muy bella, me pareció, del tipo, del centinela. (Entrevista con O. E., 2010) Había momentos en que los soldados le decían a uno: “Tranquila, tranquila que nada le va a pasar”… Habían seres humanos respetando seres humanos… Se encuentra en todas partes… (Entrevista con María Eugenia Vásquez, 2009) Una vez a mí, en ese campo de concentración, yo no sé a quién, a un tipo de esos le había dicho yo no sé qué palabrota, entonces me castigaron. Me pusieron al sol y al agua todo el día. En la noche, yo estaba así que me caía. Al otro día, al sol y al agua, y llegó un soldadito y me dijo: “Venga, X 21, yo le voy a hacer un gorrito” (porque a mí me decían X, hasta los torturadores me decían X), entonces me dijo el soldadito: “Ay, yo le voy a hacer un gorrito”. Fue y se consiguió un periódico e hizo un gorrito como un barco y me lo puso en la cabeza. Me dijo: “Cuando llegue el teniente yo se lo quito, pero es que me da un pesar verla a usted ahí en ese solazo”. […] Al lado de eso venía el torturador que me amenazó con una pistola en la cabeza, el que decía que me iba a ir a tirar al río, que fue el que me hizo caminar por un espinero, que era una cosa impresionante… Pero el soldadito aquel una vez llegó por la noche y me dijo: “X, le traje una cosita, pero shhh, no vaya a hacer tanta bulla”: una gaseosa sabor a manzana, helada (debe ser

21 Omitido.

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por eso que a mí me encanta la Manzana Postobón, yo me muero por ella). Y me dice: “Yo le traje una gaseosa fría, porque usted todo el día aguantó sol”, y me trajo una Manzana, que la había metido en el bolsillo, escondida: “Tómesela rapidito, antes de que venga alguien”. (Entrevista con A. Z., 2009)

Estas muestras de “humanidad” se revelan como un intento de romper la inmovilidad a la que queda reducido el sujeto cuando es obligado a estar ante el dolor del otro. Como se sabe, en muchos casos, parte de la tortura consiste en hacerle presenciar al detenido la tortura de compañeros, familiares o desconocidos. El detenido difícilmente tiene la oportunidad de hacer algo, y esa suerte de presencia cómplice se convierte en el origen de su tormento. Así lo narra Marta Botero: A nosotros nos detuvieron a tres, una compañera, un compañero y yo. A los tres nos llevaron. Todo el recorrido que nos hicieron durante la detención, la estación de Policía, los calabozos del F2, y luego la brigada, estuvimos diecisiete días en la brigada, y estuvimos en sitios cercanos. A mí me sacaban, y luego supe que a la otra compañera también, nos sacaban, nos levantaban la venda de noche a mirar cómo le hacían ahogamientos al compañero. Uno le veía los pies, cómo los agitaba en el aire, cuando lo sacaban del agua del abrevadero, él apenas gritaba y movía sus manos: “¡Mátenme!”, decía, y volvían y lo colocaban allá. Esa era la parte que como que a uno lo desbarataba ahí, porque uno quisiera, de alguna manera, poder ayudarlo; pero no. Uno ahí, parado, mirando, sin poder hacer ab­ solutamente nada. Y lo golpeaban. Horrible. A la compañera, a ella la golpearon bastante, bastante duro. Yo la oía a ella gritar, la oía llorar, y a veces la oía llorar como de rabia, como que lloraba de impotencia, gritaba. Y esa impotencia que también uno siente es terrible. Yo, hubo un momento en que me quería morir. Yo sentía como que no iba a aguantar más, pero no por mí, porque a mí no me estaban dando así de espantoso, o yo no sé si es que uno no siente. No sé. No sé. El hecho es que lo que lo doblega ahí a uno, realmente, es ver ese maltrato tan terrible a las demás personas. (Entrevista con Marta Botero, 2009)

En el caso del soldado que es llevado a participar en la tortura, sus posibilidades de objetar y reaccionar, aunque reducidas, existen, y esas protestas se cuelan por los intersticios del poder torturador, anunciando que el dolor del otro incide también en sus afectos y lo motiva.

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7.8. El Cantón Casi veinte años después de las torturas Marta Botero fue designada alcaldesa de la localidad bogotana de Usaquén. En su condición de alcaldesa un día fue invitada a una reunión en el Cantón Norte, el sitio donde había sido detenida y torturada con sus compañeros22. —Me invitaron al Cantón (yo allá no volví jamás; pasaba y miraba para otra parte). Un periodista, Yesid Lancheros, me preguntaba que yo qué sentía cuando pasaba por El Cantón, y yo le decía que se me encogía todavía el estómago cuando pasaba frente al Cantón. Y, sin embargo, recién llegada a la Alcaldía nos hizo una invitación el comandante del Cantón a las cinco alcaldesas del distrito militar. Y yo decidí que no iba. Yo dije: “No voy porque no soy capaz de entrar a la Brigada; no, no entro”. Y hablé con una compañera alcaldesa, la de Suba, y le dije: “No voy a ir porque…”; me dijo: “Tiene que ir, usted es la alcaldesa anfitriona”. Y el general me llamaba a cada rato, me mandó un estafeta y el estafeta se sentaba en la oficina, tardes enteras a esperar que yo le confirmara (“y usted no puede faltar, no puede faltar”). Finalmente, yo dije: “Listo, yo voy a ir”. No pude probar desayuno ni nada, pero ese día sentí la necesidad de ir y recorrer el sitio… Cuando terminó la reunión, yo le pedí a él que me regalara cinco minutos y le pedí que me llevara a las caballerizas. El hombre me preguntó: “¿Por qué quiere ir a allá?”. Cuando íbamos caminando y “¿por qué quiere ir a allá?”, yo le dije: “Porque yo —y me ataqué a llorar— estuve detenida ahí”. El me abrazó, me puso el brazo por encima y me dijo: “Tranquila, tranquila, sí, las cosas han cambiado mucho, todo es distinto, ¡tranquila!”. Sin embargo, se quedó callado y me dejó llorar, ahí. Caminamos, llegamos a la oficina de él, me mandó traer un vaso de agua. Fue y dio su informe, salió y dijo: “Listo, vamos”, y me llevó. Yo fui, recorrí el sitio, logré encontrar la caballeriza donde yo estuve, logré encontrar la caballeriza donde estuvo la compañera, con la que nos detuvieron, pero ya los abrevaderos esos donde hacían los ahogamientos a la gente, ya no estaban. Entonces yo miré y le dije: “¿Y esto aquí qué pasó?”, eso le hicieron un monumento, con un caballo encima, está cambiadísimo, pero la caballeriza sí está igual. Cuando yo encontré la caballeriza donde yo estuve, yo me asomé por encima de la puertica esa, vi un caballo 22 Su experiencia fue narrada en “Testimonios. Martha Eugenia Botero, alcaldesa de Usaquén”, Fucsia, n.° 74, agosto del 2006.

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echado allá en el piso, y yo me acordé de mí, echada allá en el piso. Yo me ataqué a llorar. Yo no hice sino llorar ese día, todo el tiempo, como que estaba exorcizando toda esa… En un respeto total, él se hizo a un lado, puso las manos atrás y espero ahí que yo paseara. Fui a ver dónde es que tenían el famoso caballo, Pinocho, porque a mí me llevaron allá donde el caballo y me preguntaron si quería ir donde el caballo, y como yo no sabía y a mí me fascinan los animales, yo dije que sí. Yo fui, le cogí la trompa, lo acaricié y le puse mi cara. Imagínese uno en esa situación y poder tener un momento de ternura con un ser vivo, ¡impresionante! Yo acaricié ese caballo y el caballito también me sobó la cara. Claro, no era el mismo caballo… Después que recorrí los sitios y toda esa cosa, nos pegamos una abrazada con el comandante de la brigada, una cosa, una cosa… Es que es muy complicado describirlo, ¿no?, fue una cosa como del impulso, del sentimiento puro. Ahí no hay racionalidad de ningún tipo, es como el sentimiento. —¿Y qué significa para ti que el Cantón siga existiendo como una guarnición militar y no como un sitio de memoria? —Tristeza, porque uno oye de algunas personas que siguen llevando gente al Cantón y la siguen golpeando, sigue siendo un sitio de dolor, sigue siendo un sitio… Uno, en lo ideal, ¿no?, quisiera como que la relación fuera de otro tipo. […] Pero yo creo que el problema no es el del sitio. Ya hoy como que, ya en la tranquilidad de tantas cosas que han sucedido, el problema no es del sitio. El problema es que haya gente que está en ese sitio. Ese es el problema grave, porque el sitio bien puede ser utilizado para bien o para mal. Así como es un sitio de tortura, de dolor, de muerte… Mire que, hoy por hoy, no solamente la brigada, no solamente aquí El Cantón, por allá en otras guarniciones militares en donde uno sabe que la violación de los derechos humanos fue terrible, y no solamente la violación de los derechos para la gente que detenían, sino para los mismos soldados. Y sigue siendo dura: los maltratan, los sacan. Es ese verticalismo de la mentalidad militar que yo pienso que tiene que pasar por una transformación cultural impresionante. (Entrevista con Marta Botero, 2009)

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7.9. Anestesias del cuerpo político —¿Cuál es la historia del M-19? —Cada uno tiene una historia en el M-19. U. T., entrevista, 2009 Alix Salazar, militante del M-19, fue detenida en 1982 tras participar en un operativo cuyo objetivo era poner un explosivo en la embajada de El Salvador en Bogotá, como señal de solidaridad con el Frente Farabundo Martí. De este episodio salió gravemente herida por una bala que le atravesó el intestino y el iliaco. Fue llevada al Hospital San Juan de Dios, donde recibió atención médica de emergencia, al tiempo que era vigilada día y noche por el Ejército. Alix recuerda que “para ese entonces en el Hospital San Juan de Dios los estudiantes de medicina de la Universidad Nacional hacían sus prácticas y había un tropel de los estudiantes, por lo que me tocó estar en un hospital tremendamente militarizado, y llegó también la prensa; entonces me tocaron las tres pes: plomo, prensa y prisión” (entrevista, 2008). La precaria condición de salud tuvo un lugar importante en la experiencia de detención y tortura de Alix. Debido a la presión de los militares no recibió la atención médica que requería, y en cambio fue trasladada a un calabozo del Cantón Norte para ser interrogada. Sin embargo, a Alix no podían comprobarle ningún vínculo con el M-19 ni con los hechos ocurridos en la embajada de El Salvador. Como había tanto ejército alrededor de mi cama yo empecé a hablar con ellos, a decirles que ellos tenían una misión muy importante para el país. Y me acuerdo que un militar se me acercó y me dijo: “Usted no le diga a nadie que es guerrillera, y si dice que es guerrillera, diga que es del M-19, sino, la matan”. Y eso yo lo tenía claro. Yo no iba a reconocer militancia. Reconocerlo era como abrir una puerta. Porque yo sabía que a la gente la torturaban, que a la gente la mataban. (Entrevista con Alix Salazar, 2008)

Todos los esfuerzos de Alix, pues, se concentraban en la detención, a despecho de su situación de salud. La detención es un corte. Uno no piensa en nada que tenga que ver con su cuerpo. Mi cabeza se ocupa solamente de lo que voy a hacer frente a la detención, no siento mis dolores, no me preocupo de mi cuerpo […].

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Me llevan en la patrulla y escucho que a mi compañero lo están persiguiendo, que se subió a un bus, que se bajó, que va en un taxi, que al fin se les voló. Entonces pienso: estoy yo sola. (Entrevista, 2008)

Está prácticamente detenida en el hospital, pero allí está protegida por los médicos y las enfermeras que se resisten a la presión del Ejército, que quiere sacarla de allí; insisten en que sus condiciones de salud obligan a que permanezca en el hospital. Un médico me dice que no hay cama. Los militares me quieren llevar. Un médico dice: “Toca buscar cama porque se la van a llevar, no la vamos a dejar sacar”. Entonces una enfermera recoge plata para pagarle a otra enfermera para que me cuide esa noche, pero luego siento la luz de una linterna en la cara… Me interrogan. Me dicen: “Se va para el Cantón”. […] Pienso entonces: desde aquí es la lucha por la información. (Entrevista con Alix Salazar, 2008)

Alix estuvo entre cuatro y cinco días en el Cantón. Antes de salir del hospital unos estudiantes de medicina de la Universidad Nacional recolectaron dinero y le compraron un maletín con productos de aseo. Al llegar al cantón fue encerrada en un calabozo que tenía una puerta de madera, un hueco por el que introducían la comida, una cadena con candados y un pozo o pileta; se trataba de una caballeriza. “Rumbo al calabozo voy por un andén y veo que en tres de los calabozos había gente mirando por esos huequitos. En la caballeriza, en el calabozo, veo un escrito en la pared, con sangre, que dice “Viva el ffmln” (entrevista, 2008). Los interrogatorios comienzan justo al llegar al calabozo, […] me empiezan a preguntar mi nombre, mi edad, de dónde soy, etcétera. Y van llenando una ficha con una máquina de escribir. Me sientan en una silla verde metálica y me ponen en frente de unos militares. Una señora se pone en frente de mí, es una señora del aseo y me lleva un vaso de leche con bocadillo. Se pone frente de mí sin que los militares la detengan, con una actitud temeraria frente a los militares. Luego el militar me dice: “Hoy estamos hablando de unas cosas, pero en seis días hablaremos de otras”, como diciéndome: “Ahora usted dice esto, pero espere que la ablande y usted empieza a hablar de otras cosas”. (Entrevista, 2008)

Alix intuye que sobrevendrá la administración de sufrimientos en pos de información, comprende que su cuerpo va a ser persuadido por la vía del dolor

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y de la angustia, y por eso intenta realizar acciones que le constaten que aún no ha perdido el control de sí misma, que le permitan sentir que aún gobierna su existencia. “El militar manda a un soldado a traer un plato de comida y lo pone entre él y yo, en el piso. Yo sabía que si me acercaba a comer él iba a golpear el plato con la bota y lo iba a botar. Así que no comí, aunque tenía hambre. Y el militar se emberracó y me dijo: ‘Coma, carajo’, pero yo no comí. Me resistí al hambre, pero prefería mi dignidad” (entrevista, 2008). Alix intentaba por diferentes medios que su precaria condición de salud se agravara. Como no estaba comiendo, y como mi problema de salud era gástrico, en lo único que pensaba en que tenía que hacer visible mi condición. Esperando la visita del médico dejé que se me secara la boca al máximo, de modo que cuando el médico fuera a visitarme me encontrara deshidratada. Efectivamente, el médico me vio y les dijo a los militares que mi estado de salud era deplorable y que él no se iba a hacer responsable de mí si los militares no seguían la dieta que me habían recomendado. (Entrevista, 2008)

Los interrogatorios continuaron y la salud empeoraba. Pero el interrogatorio no era lo más grave… Lo más grave era que no me entregaron las bolsas de la colonostomía y no podía reemplazar la bolsa. Yo metía la mano y sacaba pedazos de piel podrida. Me estaba pudriendo por dentro. Llevaba dos días de deshidratación porque yo decidí no recibir alimentos. Los jugos gástricos me quemaban por dentro. (Entrevista, 2008)

Mientras su cuerpo se debilitaba, intentaba mostrarse fuerte en los interrogatorios, su persistencia consistía en no confesar, en no revelar ninguna información. En la noche venían los interrogatorios. Yo tenía la preocupación de que me fueran a violar. Me preguntaban que de dónde venía… Yo les dije que de dormir con un hombre, que quién era el hombre, yo les dije que no sabía quién era… “¿Entonces usted acostumbra a acostarse con hombres?”. Y yo les dije: “Pues sí. Yo lo conocí en la [calle] 19 y nos fuimos en un taxi hacia el norte”. Y entonces me preguntaron que qué hacía el hombre, y yo les dije: “¡Pues trabajaba en el B2!”. […] En otro interrogatorio había un tipo más activo, más fuerte, hablaba más duro. Y me preguntó: “¿Cómo era el tipo con el que se acostó? Descríbalo físicamente”. Y yo le respondí:

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“¡Pues era muy parecido a usted!”. Y los demás militares lo miraron. Y el tipo como que se amedrentó. (Entrevista, 2008)

Tras días de mucho sufrimiento Alix fue trasladada a diferentes lugares, hasta que al final fue recibida en pésimas condiciones de salud en un hospital. Sentía que había ganado, que su valerosa lucha había valido la pena, que no se había quebrado. Pero Alix había aplazado su cuerpo, había aplazado su dolor. Había aletargado los sufrimientos para darle lugar a su coherencia como militante y a su lucha por la dignidad. Mucho tiempo después de este episodio, a raíz de un dolor muy fuerte que le sobrevenía en el pecho cada vez que movía los brazos, Alix consultó a una médica que hacía terapia neural, Y ella me revisó y me dijo: “¿Usted tiene alguna cicatriz en su cuerpo?”. Y yo le mostré la cicatriz del estómago, y ella me dijo: “Usted no ha llorado estas cicatrices”. Y luego me dijo: “Llore, llore todo lo que quiera, porque lo que a usted le hace falta es llorar”, y lloré toda la tarde. Y varios días seguidos seguía llorando. Descubrí que durante todo ese tiempo había como ignorado ese cuerpo. Lo que estaba era ignorando el cuerpo. Porque en el primer plano estaba lo político, la resistencia mía fue política, no ceder, no dejar que me sacaran ninguna información, “si yo salgo vuelta mierda estos no lo van a saber”, decía. Pero como puse en primer plano lo político no pude pensar en mí, en mi cuerpo y en mis dolores. (Entrevista, 2008)

Aun cuando los cuerpos que constituían los movimientos políticos de la época, y en particular el M-19, estaban cargados de afectos y unidos por lazos de solidaridad y filiaciones que subrayaban la pervivencia del sujeto dentro del movimiento, la posición del militante demandaba que sus rasgos subjetivos operaran en función del compromiso con el colectivo. La actitud de resistencia de Alix, que estuvo determinada en primer lugar por la dignidad, le exigió silenciar el cuerpo sufriente. Aunque luchador y vencedor, al cuerpo se le aplazó el llanto de sus dolencias; el duelo fue reemplazado por la victoria. Alix pospuso el sufrimiento con la satisfacción de saberse triunfante en una batalla éticapolítica consigo misma. Resistir con dignidad, en todo caso, es posible, como subraya María Eugenia Vásquez, por el amor y no por la ideología. Estoy convencida de que no es la ideología, porque es un asunto de lealtad con la gente que uno ama y con las cosas que uno ama. Yo no hubiera traicionado jamás a la gente que he amado, como al Flaco, como a Fayad, como a mi gente, es decir, era la gente con la que yo había sido

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profundamente feliz, con la cual creía. Es que eran mis amigos, es que eran mis hermanos, es que eran mis amantes, es que yo no los hubiera traicionado jamás. Sólo el amor. La ideología va pa’ un segundo plano, tu no traicionas a la gente que amas, ni en la gente que crees, y menos si tú crees que lo que están haciendo está bien y que tu caíste en esa… Pero que el resto de gente va pa’ delante. Por ahí todavía hay una convicción de que no lo hemos perdido todo, que eso mantiene la dignidad, y una profunda convicción que lo que estamos haciendo no se ha acabado. En eso consiste no sentirse totalmente derrotado. (Entrevista con María Eugenia Vásquez, 2009)

En efecto, lo que en últimas se pone en tensión y en juego en la experiencia de resistencia a la tortura, en esa pervivencia de la lealtad a los otros, pero al mismo tiempo de la dignidad personal, es el anudamiento entre el cuerpo individual y el cuerpo político, es la conjugación de los afectos que se suponen desligados de la experiencia militante23. El M-19, como otros movimientos y colectivos políticos, se situaba en una suerte de intersticio entre lo afectivo y lo político, y así intentaba crear una nueva retórica de la militancia. En ese lugar intersticial los afectos, que se suponían característicos del individualismo neoliberal, empezaban a vincularse con el compromiso y la entrega social que se consideraban la esencia de la verdadera militancia de izquierda. Si los dolores, los llantos y los duelos se aplazaron y emergieron mucho después de los tiempos de la militancia fue, por un lado, porque el colectivo —con sus solidaridades y sus afectos— se transformó, fue fracturado, diezmado, o en todo caso dejó de percibirse de la misma manera, dejó de ser el soporte afectivo e ideológico de las acciones del militante; y por el otro —pero ligado con lo anterior—, porque, en un giro de época, el sujeto tuvo que afrontar en su soledad la gestión de sus duelos y sus dolores. Los tiempos de la militancia suponían un ritmo diferente para la gestión de las emociones:

23 Durante las décadas de los setenta y los ochenta la suposición de que existía una separación entre la afectividad y lo político se manifestó en la idea de que la detención y la tortura eran pruebas que revelaban el carácter heroico del verdadero militante: aquel que resistía y era capaz de no confesar. Alix Salazar se refiere a este tema cuando habla de los relatos imaginarios, que “cuentan episodios que no sucedieron de la manera como se cuentan, o que se cuentan como propios cuando en verdad les sucedieron a otros” (entrevista, 2008). Pero también es el caso de quien cuenta lo que le sucedió de una manera que enfatiza el compromiso. En todo caso, si una experiencia que degrada la humanidad de quien la padece puede valorarse positivamente, esta valoración se relaciona más con la represión que con la transformación de la sociedad.

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Fue todo tan vertiginoso y, además, porque la vida había que vivirla con todo, que no había tiempo para llorarnos, ni llorar a nadie ni para pensar en nada […]. Yo creo que a mí me viene a suceder eso cuando se murió un amigo, que no tenía nada que ver con política, un pintor que murió de cirrosis, un ser absolutamente maravilloso. Ese día (yo creo que yo lloré como dos días) empecé a llorar, y al otro día seguía, seguía. Era una cosa que fue como eso: por fin dar la oportunidad a llorar lo que no había podido llorar. (Entrevista con U. T., 2009)

En la entrevista, tras referirse al duelo por la muerte de su amigo, U. T. recuerda inmediatamente otros hechos ocurridos durante su detención y tortura. Me acabo de acordar de una imagen. Otra cosa que nos hacían cuando nos interrogaban, sobre todo a mí. Me mostraban las fotos de los compañeros muertos, masacrados, totalmente masacrados, y hay dos fotos que a mí me impactan muchísimo, que es la de nuestra compañera que muere en el primer combate […] y un compañero que yo había conocido antes de todo esto, lo había conocido aquí en Bogotá. Entonces, como verla a ella, que era una muchacha absolutamente dulce, dulce, era muy… dulce, es que esa es la palabra, era muy tierna, muy así, y además la oímos gritar como guerrera, que no nos imaginamos que era ella, y la oíamos en el combate hasta que la mataron. Entonces por eso a mí me daban tan duro, porque decían: “Es que usted, las mujeres son, ya vimos a esta…”. […] Hay cosas que se han quedado por ahí y —mira— que ahora me sacas esto, pero sí, yo creo que esa imagen a mí me dolió mucho, mucho, o sea, me acuerdo muchas veces de esa imagen, como con rabia y como que con mucho dolor. Creo que me salió cuando murió ese pintor. Que lloraba, lloraba, lloraba y lloraba, y decía: ¿pero qué llanto es este?, ¿pero qué es esto? (Entrevista con U. T., 2009)

O. E., por su parte, cuenta algo similar: Lo que sí es que ya uno es diferente. Después de eso que yo viví, uno es diferente. O sea, ya no es la misma alegría, por ejemplo, toda esa bacanería con la que yo viví. Yo creo que la tortura fue lo que a mí me cambió. O sea, como que ya yo no volví a ser la misma, nunca. Y eso se recuperó en una parte, pero plenamente no. No, yo sigo teniendo muchísimos problemas de salud de esa época, sigo teniendo muchas cosas: el oído siempre se me dañó… Eh… el cuerpo. O sea, yo no. No. Pasaron muchos años que yo olvidé eso. Como que eso no me importaba. O sea, yo salí de allá y eso me pasó y… yo decía: “A mí no me pasó nada”, “a mí no me

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importa”, “eso no fue nada”. Y pasaron muchos años así. Pero, después, cuando se dio la desmovilización, a mí me repercutió todo. O sea, fue cuando yo empecé a sentir lo que no había sentido. ¿Me entiendes? Vino como esa tristeza, empecé yo a llorar, empecé yo como a sentir ese dolor que yo había sentido allá, ¿sí?, como a sentirme triste, a sentir una cantidad de cosas que yo no… Nunca las había mirado antes, porque la dinámica de mi vida era muy rápida. Yo no tuve tiempo, no tenía tiempo de nada, porque yo no tenía tiempo de estar pensando y de estar aquí… ¡No, no, no! Yo vivía una vida así, veloz. (Entrevista con O. E., 2010)

Si bien parece que los tiempos de la vida afectiva y los tiempos de la militancia corren en paralelo, tienden a encontrarse cuando la experiencia de la vida afectiva se entiende también como una militancia política. Esta confluencia se revela como el lugar en donde anida la experiencia de un sujeto que es tanto su militancia como sus afectos, tanto sus dolores como sus resistencias: Los plazos de la vida y de la militancia no me daban tiempo a llorar, y yo quizá en el libro cuento cómo en algunos momentos […] me montaba en un bus y en el bus las lágrimas caían, caían y caían, pero yo estaba en una misión y tenía que llegar a la misión y tenía que ser otra y tenía que ser la que hablaba, tenía que ser la que decía… Yo jamás me hubiera permitido lo que te decía que me permití hace dos días, y es que, en un taller, me siento a llorar, yo allí no lo habría podido hacer… Entonces había situaciones, momentos para la expresión de las emociones que eran mediados por la militancia, que no daban lugar, no daban lugar por lo que nos habíamos creído y nos habíamos forjado con las ideas de la militancia política y de lo político, y todavía, hoy en día, es muy pesado el rótulo de lo político. ¿Qué es político y qué no es político? ¿Por qué las emociones no están en el terreno de lo político?… Entonces, precisamente hoy, que es el tiempo de las víctimas ¿diríamos que las emociones no son políticas?, ¿que el discurso emocionado de una víctima, que el llanto clamando al cielo por justicia para las víctimas no es político? (Entrevista con María Eugenia Vásquez, 2009)

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Conclusiones A finales de la década de los setenta se consolidó en Colombia una forma de gobierno que hizo de lo excepcional la norma. El proceso que dio origen a esta normalización de la excepción fue el resultado de una Constitución política que rigió al país durante más de un siglo y que permitió, entre otras cosas, que el estado de sitio pasara de ser un recurso de gobierno a la práctica de gobierno por excelencia. Concebida en un contexto de guerras civiles y tras el intento fallido de establecer el federalismo, la Constitución de 1886 intentaba constituir, con la fuerza de la ley, la unidad del país. Sin embargo, la realidad de la diversidad, que se expresaba día a día en conflictos y guerras, mostró que el sueño de la República unitaria (como se quiso caracterizar a la nación colombiana a lo largo de los 105 años de vigencia de la Constitución de 1886) era sólo el interés de una élite gobernante que intentaba aplacar los conflictos ideológicos que ya se expresaban, mucho antes, en lo que se conoció popularmente como la Patria Boba. Aunque la “unidad nacional” se propuso a sí misma como la vía necesaria para dirimir los conflictos internos que desangraban al país, fue en realidad una manera de administrarlos: les superpuso el entramado simbólico de la nación imaginada y permitió que lo que estaba afuera de la narrativa nacional —lo excluido— quedara adentro de ella, y que lo estaba adentro —el conflicto— quedara afuera. La exclusión inclusiva que derivó de la administración del conflicto y la diferencia, de acuerdo con las narrativas de la república unitaria, posibilitó el uso sistemático y sostenido de las medidas excepcionales para conjurar las perturbaciones del orden público o el estado de conmoción interior. En vista de la emergencia constante de expresiones de protesta y de conflictos sociales —y ante la realidad de la diferencia y la multiplicidad— las medidas excepcionales se destinaron a contener lo heterogéneo y a recrear la expresión del poder unitario. Tratados según una lógica inmunitaria por un poder excepcional que devino la norma, los conflictos sociales, y los recursos que se usaron para silenciarlos, se convirtieron en la constatación misma de la ficción de la unidad nacional. Apoyada en el universalismo moderno, la categoría decimonónica de ciudadanía se desliza sin problema entre la exclusión, la marginación, la corrección y el tratamiento inmunitario de la diferencia; y a esta última le da un tratamiento

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ambiguo: entre amenaza externa y contagio interno. La deriva inmunitaria se sostiene, así, en un ideal de ciudadanía que entraña, a su vez, los ideales de homogeneización, uniformidad y orden. En este contexto, en Colombia la institución militar asumió un papel preponderante en los órdenes político y social. Sin recurrir al gobierno de facto, los militares colombianos lograron incidir significativamente en las tres ramas del poder público: tuvieron a su cargo alcaldías y gobernaciones, les fue delegada la administración de justicia en casos relacionados con el orden público y presionaron con éxito para que se aprobaran leyes que favorecieran el ejercicio de su poder. Si siguieron subordinados a la Constitución y las leyes fue porque les permitían actuar cómodamente y sin reparos, incluso sin la responsabilidad de detentar plenamente el poder. La prolongación de esta particular forma de democracia dio lugar a una militarización gradual de la sociedad colombiana, un proceso que, como se ha constatado en esta investigación, se vio favorecido porque el poder militar no se contrapuso a la democracia formal, sino que esta se ajustó a aquel. Las lógicas de la seguridad nacional —sus dispositivos biopolíticos— encajaron plenamente en la deriva democrática, de manera que, en el país, la excepción normalizada no se muestra como la excepción del liberalismo, sino como su regla. Las zonas de indeterminación jurídica que legitimó la Constitución de 1886 fueron administradas por una institución militar que se consideró detentora de los valores de la nación unitaria y del universalismo moderno, acaso por saberse a sí misma producto de esas ficciones. En esa medida, la institución militar se constituyó en el instrumento fundamental del ejercicio del poder por parte de la élite, pues en los militares se delegó el trabajo sucio de aplacar el conflicto social, silenciar las diferencias y hacer desaparecer lo que esa élite juzgaba incómodo y disfuncional. Por estas razones la institución militar participa en la dinámica de la exclusión inclusiva; en su interior, también gestiona la diferencia como un excedente poblacional que debe ser adiestrado en los valores y las disciplinas nacionales, y opera así como el soporte del aparato ideológico-político que, justamente, hace de la población un excedente. El entramado de los dispositivos biopolíticos que confluyen en el proceso de implementación del Estatuto de Seguridad Nacional a finales de los años setenta posibilita, pues, una militarización del cuerpo social que recorre cómodamente los ideales de la democracia y la ciudadanía decimonónicas. El cuerpo del ciudadano debe asemejarse al cuerpo ideal del militar, en virtud no sólo de la homogeneidad, el orden y el sometimiento a la disciplina, sino además por la adhesión afectiva a los valores patrios que encarna la institución castrense. De ahí la relevancia de la acción cívico-militar en este proceso de militarización. Entendida como una estrategia de guerra, expresa el interés de los militares de incidir en diferentes ámbitos de la vida social, más allá de los cuarteles, para

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conseguir una vinculación efectiva y afectiva entre el cuerpo del ciudadano y el cuerpo del soldado. La pervivencia de los programas de acciones cívico-militares en la actualidad supone que el proceso de militarización de la sociedad colombiana sigue su curso. La descripción del funcionamiento de los dispositivos biopolíticos de la seguridad nacional, del proceso de militarización de la sociedad en que derivan y de su ligazón con las tramas de la ciudadanía decimonónica reveló, también, que la sociedad colombiana no se paralizó ni funcionó de acuerdo con los preceptos de tales dispositivos, ni según las lógicas del militarismo. En este trabajo las acciones de los movimientos sociales se entendieron como una particular objeción a los preceptos de la doctrina de la seguridad nacional, al estado de sitio permanente y a la militarización de la sociedad colombiana. Es de notar que, por ello mismo, el grupo insurgente M-19 fue capaz de interpelar a amplios sectores sociales y granjearse simpatías y adeptos. Aunque, como se ha mostrado, la experiencia del M-19 recorre los caminos de la izquierda colombiana de la época, supuso rupturas con el imaginario del guerrillero heroico y con la idea de que el lugar propio de la lucha armada era el ámbito rural. Este carácter le permitió al M-19 proponer un discurso descomplicado, juvenil y urbano y una lectura crítica del entramado moderno/colonial de la ciudadanía decimonónica y de los lazos que la unían con el militarismo y con los ideales de la seguridad nacional. Sus acciones despertaban simpatía y se caracterizaban por un toque de humor (justamente por ello fueron al mismo tiempo objeto de críticas que censuraban su improvisación y su falta de rigor militar), y consiguieron tocar las entrañas de los dispositivos de seguridad y del militarismo. En cierto modo, se puede sostener que el M-19 determinó un quiebre en la militarización de la sociedad colombiana, no sólo porque se enfrentó, en tanto que grupo insurgente, al Estado, sino porque lo hizo cuestionando la mentalidad militar que circulaba en la sociedad en general, incluso en los movimientos insurgentes. También es posible afirmar que el M-19 experimentó un proceso de apertura que le permitió dialogar con diversos sectores sociales que compartían la idea de que era imperioso acabar la excepcionalización y la militarización de la política. Tal apertura, como se constató aquí, fue decisiva en la consolidación de su proyecto político, y supuso ampliarlo también conceptualmente. Así, a un cuerpo ciudadano signado por los ideales decimonónicos y militares el M-19 le opuso cuerpos insurgentes, atravesados por la retórica de los afectos; hizo de la insurgencia una vía de persuasiones y seducciones y llevó el cuerpo al terreno de lo político, más allá o más acá de la vía sacrificial del heroísmo. Sin embargo, esta actitud de impugnación no fue exclusiva del M-19; fue característica de un cierto espíritu de época que convocó a la militancia política pero también al desenfado y a una puesta en escena del cuerpo para criticar los valores decimonónicos nacionales. Así, circularon junto con los movimientos

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insurgentes organizaciones de mujeres y colectivos de campesinos, indígenas, estudiantes, poetas, artistas, músicos y otros que objetaron la militarización, las detenciones y las torturas exponiendo nuevas narrativas corporales que, aunque no fueron estudiadas en esta investigación, están presentes de muchos modos en las narrativas que sí lo fueron. En vista de la desubjetivación que suponen los dispositivos biopolíticos de la seguridad nacional y la instrucción militar de la sociedad, el análisis propuesto en esta investigación tuvo que emprender una búsqueda de las subjetividades y los cuerpos, para no quedar atrapado en la sin-salida biopolítica. Por eso, al indagar por la tortura, la investigación tuvo que hacer de lo que en principio se consideró un simple problema metodológico una parte del propio problema de investigación. Si las formas de inscripción de la tortura en los cuerpos circulan también en el cuerpo social, el marco epistémico de su representación y el acceso a un saber sobre ese cuerpo sufriente está también condicionado por las lógicas de la tortura. En este aspecto hay tan sólo una primera exploración. Sólo se constata que el camino que va de un dolor a un saber lleva implícitos límites éticos, políticos y epistémicos alojados en las relaciones intersubjetivas a partir de las cuales se construye el conocimiento. Al respecto hay por delante todo un recorrido de discusiones y de construcción de prácticas de investigación. En todo caso, esta investigación encuentra que en la experiencia humana, del lado de sus azares, ambivalencias y contradicciones, del lado de los lazos afectivos, de las actitudes obstinadas por el amor o impertinentes del buen humor, de dosis mínimas o sobredosis de solidaridad, se hallan las evidencias de un cuerpo y un sujeto implicados en los mecanismos destinados a la detención y el silenciamiento, a la confesión y apropiación de las emociones y a la captura de la experiencia de vida. Allí quedan trazados los intersticios que ligan el cuerpo con la política y los afectos con la ideología, pero también la investigación con el activismo.

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gas ilegales y otras noticias que inciten al delito o hagan su apología. Diario Oficial 35101. Colombia, Decreto 2932 del 19 de octubre de 1981, Por el cual se señala que mientras subsista el actual estado de sitio, a los sindicatos federaciones o confederaciones que organicen, dirijan, promuevan fomenten o estimulen en cualquier forma al margen de la ley el cese total o parcial, continuo o escalonado, de las actividades normales de carácter laboral o de cualquier otro orden, se les suspenderá su personería jurídica hasta por el término de un año. Diario Oficial 35881. Colombia, Decreto 2933 del 19 de octubre de 1981, Por el cual se ordena a los jefes de personal de las entidades oficiales el levantamiento de actas en las que conste el nombre de los empleados que participen en el paro con el fin de implantar las sanciones correspondientes. Sin referencia en el Diario Oficial. Colombia, Decreto 3070 del 16 de diciembre de 1968, Por el cual se declara restablecido el orden público y se levanta el estado de sitio en todo el territorio. Diario Oficial 32686. Colombia, Decreto 3070 del 16 de diciembre de 1968, Por el cual se declara restablecido el orden público y se levanta el estado de sitio en todo el territorio de la República. Diario Oficial 32686. Colombia, Decreto 3071 del 17 de diciembre de 1968, Por el cual se reorganiza la carrera de oficiales y suboficiales de las Fuerzas Militares. Diario Oficial 32724. Colombia, Decreto 3093 del 24 de noviembre de 1965, Por el cual se declara en interinidad a los empleados públicos y faculta a los ministros, los jefes de departamento y directores de entidades oficiales para declarar la vacancia de cargos en quienes insistan en el cese de actividades; autoriza al Ministerio de trabajo para suspender y cancelar la personería jurídica de los sindicados que participen en el cese de actividades. Sin referencia en el Diario Oficial. Colombia, Decreto 31 del 14 de enero de 1966, Por el cual se autorizan reuniones políticas por proximidad de elecciones. Sin referencia en el Diario Oficial. Colombia, Decreto 3208 del 4 de diciembre de 1965, Por el cual se aumentan sueldos de oficiales y suboficiales de las FF.MM y de la Policía Nacional y del personal civil al servicio del ramo de guerra. Sin referencia en el Diario Oficial. Colombia, Decreto 3398 del 24 de diciembre de 1965, Por el cual se dicta el Estatuto Orgánico de la Defensa Nacional. Diario Oficial 31842. Colombia, Decreto 528 del 18 de marzo de 1976, Por el cual se sanciona a quienes participen en huelgas o reuniones tumultuarias o entraben la prestación de servicios públicos: si es empleado público o trabajador oficial escalafonado,

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suspensión de 6 a 12 meses; si es personal no escalafonado o contratista, causal de terminación o vinculación; si son estudiantes de establecimiento de educación superior y media, cancelación de matrícula, inadmisibilidad en otro establecimiento oficial y anotación en la hoja de vida. Diario Oficial 34524. Colombia, Decreto 580 del 16 de abril de 1971, Por el cual se faculta al presidente y al ministro de educación para ordenar la suspensión de tareas en centros docentes de educación superior y media cuando estudiantes o profesores promuevan paros, asambleas, incitación o participación en manifestaciones y faculta a autoridades para suprimir auxilios oficiales y para cancelar la licencia de funcionamiento y de aprobación a universidades y colegios vinculadas con estos hechos. Diario Oficial 33313. Colombia, Decreto 591 del 21 de abril de 1970, Por el cual se faculta a gobernadores, intendentes, comisarios y alcaldes para restringir la circulación de personas y vehículos, decretar el toque de queda, someter la revisión previa de la prensa y prohibir la difusión de noticias. Diario Oficial 33053. Colombia, Decreto 596 del 21 de abril de 1970, Por el cual se prohíben reuniones, manifestaciones, concentraciones, espectáculos públicos. Diario Oficial 33053. Colombia, Decreto 598 del 22 de abril de 1970, Por el cual se faculta al Presidente, al ministro de Gobierno y al ministro de Defensa para designar interventores en empresas de servicio público y autoriza la destitución de personal. Diario Oficial 32082. Colombia, Decreto 610 del 25 de abril de 1970, Por el cual se autoriza retención de personas por orden escrita del comandante de guarnición militar. Diario Oficial 33057. Colombia, Decreto 637 del 30 de abril de 1970, Por el cual se establecen como contravenciones y fija arresto inconmutable por: perturbar el normal desarrollo de las actividades sociales (60 días) o escribir leyendas (15 días). Diario Oficial 33064. Colombia, Decreto 697 del 21 de marzo de 1966, Por el cual se aumentan los sueldos de empleados de la Justicia Penal Militar y de su Ministerio Público. Sin referencia en el Diario Oficial. Colombia, Decreto 744 del 28 de abril de 1967, Por el cual se autoriza a los agentes de inteligencia rendir informes judiciales sin suministrar la identidad. Sin referencia en el Diario Oficial. Colombia, Decreto 78 del 28 de enero de 1971, Por el cual se faculta a alcaldes para conceder permiso de realización de manifestaciones, reuniones o desfiles, previa solicitud con 5 días de anticipación. Sin referencia en el Diario Oficial.

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Colombia, Decreto 978 del 26 de mayo de 1967, Por el cual se crea la Junta Nacional de Inteligencia. Sin referencia en el Diario Oficial. Colombia, Ley 48 del 26 de diciembre de 1968, por la cual se adopta como legislación permanente algunos decretos legislativos, se otorgan facultades al Presidente de la República y a las asambleas, se introducen reformas al Código Sustantivo del trabajo y se dictan otras disposiciones. Diario Oficial 32679. Colombia, Sentencia del Consejo de Estado del 27 de junio de 1985. Declaración de responsabilidad de la Nación por perjuicios causados al doctor Iván López Botero, a la doctora Olga López Jaramillo de Roldán y a la menor Olga Helena Roldán López como consecuencia de las torturas morales a que ellos fueron sometidos y de las lesiones psíquicas y corporales causadas a la doctora Olga López Jaramillo de Roldán durante el tiempo transcurrido entre el 13 de enero de 1979 hasta el 13 de enero de 1981, en las instalaciones de la Brigada de Institutos Militares (bim), y otras dependencias oficiales.

Entrevistas A. Z., 2009. C. A., 2009. D. A., 2009. D. C., 2009. O. D., 2009. O. E., 2010. U. T., 2009. Z. R., 2009. Marco Aníbal Avirama, 2009. Martha Botero, 2009. Myriam Jimeno, 2009. Alix Salazar, 2008. María Eugenia Vásquez, 2009.

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