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Spanish; Castilian Pages 284 [288] Year 2019
EL ROMPECABEZAS DE LA MEMORIA Literatura, cine y testimonio de comienzos de siglo en Colombia María Ospina Pizano
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Nexos y Diferencias Estudios de la Cultura de América Latina 56
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nfrentada a los desafíos de la globalización y a los acelerados procesos de transformación de sus sociedades, pero con una creativa capacidad de asimilación, sincretismo y mestizaje de la que sus múltiples expresiones artísticas son su mejor prueba, los estudios culturales sobre América Latina necesitan de renovadas aproximaciones críticas. Una renovación capaz de superar las tradicionales dicotomías con que se representan los paradigmas del continente: civilización-barbarie, campo-ciudad, centro-periferia y las más recientes que oponen norte-sur y el discurso hegemónico al subordinado. La realidad cultural latinoamericana más compleja, polimorfa, integrada por identidades múltiples en constante mutación e inevitablemente abiertas a los nuevos imaginarios planetarios y a los procesos interculturales que conllevan, invita a proponer nuevos espacios de mediación crítica. Espacios de mediación que, sin olvidar los nexos que histórica y culturalmente han unido las naciones entre sí, tengan en cuenta la diversidad que las diferencian y las que existen en el propio seno de sus sociedades multiculturales y de sus originales reductos identitarios, no siempre debidamente reconocidos y protegidos. La Colección Nexos y Diferencias se propone, a través de la publicación de estudios sobre los aspectos más polémicos y apasionantes de este ineludible debate, contribuir a la apertura de nuevas fronteras críticas en el campo de los estudios culturales latinoamericanos.
Directores Fernando Aínsa (Zaragoza) Marco Thomas Bosshard (Europa-Universität Flensburg) Oswaldo Estrada (The University of North Carolina at Chapel Hill) Luis Duno Gottberg (Rice University, Houston) Margo Glantz (Universidad Nacional Autónoma de México) Beatriz González Stephan (Rice University, Houston) Gustavo Guerrero (Université de Cergy-Pontoise) Jesús Martín-Barbero (Bogotá) Andrea Pagni (Friedrich-Alexander-Universität Erlangen-Nürnberg) Mary Louise Pratt (New York University) Patricia Saldarriaga (Middlebury College) Friedhelm Schmidt-Welle (Ibero-Amerikanisches Institut, Berlin)
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Iberoamericana • Vervuert • 2019
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«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)»
© Iberoamericana, 2019 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 © Vervuert, 2019 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.iberoamericana-vervuert.es ISBN 978-84-9192-068-7 (Iberoamericana) ISBN 978-3-96456-839-7 (Vervuert) ISBN 978-3-96456-840-3 (e-book) Depósito legal: M-16598-2019 Diseño de cubierta: Rubén Salgueiros Imagen de cubierta: Johanna Calle, Carta (dejarlo todo), tinta sobre papel (2008) © Archivos Pérez & Calle The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706 Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro Impreso en España
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Índice
Agradecimientos...................................................................... 9 Introducción........................................................................... 13 I. Lengua, violencia y gramática. La defensa de la literatura en la obra de Fernando Vallejo..................................................
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II. La conmoción del testigo. Las labores de la memoria en la novela colombiana de comienzos del siglo xxi.....................
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III. Testigos menores. Juventud, ciudadanía y memoria en el cine colombiano contemporáneo....................................... 147 IV. A flote en medio de la tormenta. Relatos epistolares y tácticas de la persitencia..................................................... 205 Epílogo.................................................................................... 257 Bibliografía.............................................................................. 265
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Agradecimientos
Este libro existe gracias a la generosidad y la bondad de muchas personas cuya interlocución, amistad y compañía a lo largo de esta década hicieron posible este proyecto. Agradezco a todos los mentores, colegas, amigos y estudiantes que me han animado a pensar con profundidad y rigor sobre las cosas del mundo. Este libro es el resultado de todas nuestras conversaciones. Diversas personas fueron esenciales para que este proyecto cogiera vuelo en sus inicios. La generosidad, la dedicación y el rigor intelectual de Diana Sorensen, Francisco Ortega, Doris Sommer, Luis Cárcamo Huechante, Mary Gaylord y Ángela Pérez Mejía fueron centrales para comenzar a pensar a fondo en las relaciones entre cultura, historia, política y sociedad, y para definir todas las preguntas que aquí se abordan. Más adelante, las conversaciones sobre cultura colombiana con María Helena Rueda, Alejandro Herrero-Olaizola y Juana Suárez nutrieron mis ideas de manera invaluable. En Wesleyan University, el apoyo, el ánimo y la confianza que mis colegas de Romance Languages and Literatures me han brindado desde 2011 ha sido fundamental para culminar este proyecto. Agradezco en particular a Antonio González por su generosa guía, sus lecturas de mi trabajo y su valiosa amistad, así como a Robert Conn, Michael Armstrong-Roche, Andy Curran, Ellen Neremberg y Typhaine Leservot por su apoyo y su hospitalidad. A todos mis colegas del Department of Romance Languages and Li-
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teratures, que han hecho de mis días en Wesleyan un tiempo estimulante y especial, toda mi gratitud. Finalmente quisiera agradecer a mi familia y a mis amigas y amigos cuya compañía en Bogotá, Estados Unidos y España ha alegrado mi vida. Alba Aragón, Daniel Aguirre, Felipe Arturo, Juliana Camacho, Rosario Caicedo, Irene Donoso, Cristina Gutierrez, Manolo Núñez Negrón, Carmen Ospina, Nicolás Ospina, Juan Carlos Orrantia, Rodrigo Peláez, Federico Pérez, Juan Pablo Rivera, Camille Robcis e Ivette Salom, me han apoyado con infinito amor y humor en este largo camino. Mis estudiantes de Harvard y Wesleyan han sido mis interlocutores más pacientes, animándome a indagar de forma rigurosa y profunda sobre las relaciones entre memoria, cultura y violencia en diferentes momentos de la última década. Nuestras conversaciones han sido fundamentales para permitir que las ideas aquí contenidas encuentren campo fértil en otros y para abrirme nuevas preguntas y horizontes de reflexión que, gracias a ellos, sigo considerando hasta hoy. La publicación de este libro es posible gracias al generoso apoyo financiero del Thomas and Catherine McMahon Fund del Department de Romance Languages and Literatures de Wesleyan University. Agradezco también a la Biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá y a la Subdirección Cultural del Banco de la República de Colombia por invitarme a participar en el proyecto Cartas de la Persistencia y en la construcción de su archivo, abriéndome las puertas de esta maravillosa institución sin cuyo apoyo no hubiera podido darle forma a este libro. Toda mi gratitud a Iberoamericana Vervuert, en especial a Simón Bernal y Auréline Mossoux por creer en este proyecto y por su apoyo logístico para que este libro viera la luz. Agradezco también el riguroso trabajo de corrección de Emma Quirós, y la generosidad de Johanna Calle, artista a quien admiro profundamente, quien me ha permitido utilizar su fantástica obra en la carátula de este libro. La ecuanimidad, la confianza, el apoyo y el enorme amor de mi madre, Luisa Pizano, han sido la más infalible brújula durante este tiempo. En un libro sobre los trabajos de la memoria, no podría dejar de reconocer y recordar el enorme cariño y las generosas enseñanzas de mis abuelos, que ya no están pero a quienes evoco a diario. A ellos
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debo la curiosidad intelectual que ha impulsado mi camino académico y pedagógico: Francisco Pizano, de quien heredé el amor por la literatura y el arte, y Carmen Salazar, quien me enseñó el valor de la solidaridad y me llevó desde niña a recorrer caminos rurales donde aprendí lo fascinante y compleja que es Colombia. La compañía, la devoción y la paciencia incondicional de Simón Parra han sido el más extraordinario regalo que he recibido durante el largo proceso de pensar y escribir este libro. Agradezco infinitamente su amor y su alegre y ecuánime complicidad.
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Introducción
Yo soy la memoria de Colombia y su conciencia y después de mí no sigue nada. Cuando me muera, aquí sí que va a ser el acabose, el descontrol. Fernando Vallejo, La Virgen de los Sicarios
En La Virgen de los Sicarios (1994), la famosa novela de Fernando Vallejo, un narrador que se anuncia como “el último gramático de Colombia” recorre las convulsionadas calles de Medellín y se pregunta sobre cómo relatar la violencia cotidiana que abruma a la ciudad a fines del siglo xx. Comenzamos con este famoso protagonista de la literatura colombiana, sobre el cual tanta tinta ha corrido, pues a lo largo de las páginas de esta importante novela se enuncia una idea fundamental para considerar la narrativa colombiana del reciente cambio de siglo. Es la noción de que la literatura y las reflexiones lingüísticas, éticas, históricas y socioculturales que están activas son centrales para los análisis sobre los alcances y mecanismos de las violencias y los trabajos de la memoria en el ámbito público. A través de la denuncia de su inminente desaparición, el narrador de Vallejo se pregunta por las posibilidades de escribir y relatar en épocas de crisis, defendiendo la urgencia de atestiguar los hechos desde el terreno de la literatura y de hilar la “colcha deshilachada de retazos” que es la ciudad violenta
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a la que retorna después de un largo tiempo de exilio. Su llamado de alerta se encuentra atado a la defensa que la novela hace de la literatura como el lugar desde donde se reflexiona sobre las crisis sociales, desde donde se mapea la relación entre subjetividad y violencia y se examinan las posibilidades mismas de dar cuenta de los eventos violentos que aquejan a una sociedad para darles sentido. Diversos relatos literarios y fílmicos posteriores a la publicación de esta novela fundacional para la literatura del nuevo siglo han aceptado la invitación de este texto al pensar en cómo se habitan las pérdidas en la vida cotidiana, cómo se resignifica el pasado y se vive con este en el presente a la luz de las convulsiones sociales y políticas de este cambio de siglo. En particular, numerosos narradores y protagonistas de ficciones y testimonios posteriores a La Virgen de los Sicarios comparten el interés de Vallejo por reflexionar sobre los parámetros y las posibilidades (éticas, lingüísticas, psíquicas, sociales) de la representación de los acontecimientos violentos. Este libro busca reflexionar más a fondo sobre los aportes críticos alrededor de este tema que surgen de diversas prácticas escritas y audiovisuales en las últimas décadas. Examinaremos aquí el lugar central que ha ocupado la producción cultural de comienzos del siglo xxi en Colombia en el contexto de las discusiones públicas sobre los legados de la violencia y sobre los procesos colectivos bajo los cuales se interpreta la historia reciente de violencias del país. La vida del cambio de siglo en Colombia resuena con una serie de trágicas pérdidas de cuerpos, espacios e ideales, producidas por la compleja imbricación entre conflicto armado y narcotráfico, y por patrones de desplazamiento, violencia social, pobreza y exclusión, alrededor de los cuales se tejen numerosas ficciones y testimonios que circulan en Colombia durante esta época. Al mismo tiempo, y precisamente a partir de esta serie de pérdidas y sus restos, diversas reflexiones desde la literatura, el cine y las artes se preguntan sobre los objetos perdidos y sobre cómo hablar de ellos. En algunos casos, estos textos piensan de forma productiva en la pregunta de qué queda y buscan razones para explicar los hechos e inscriben los eventos de manera que se hacen comprensibles, incorporando el sufrimiento a una narrativa social. En sus reflexiones psicoanalíticas sobre las inscripciones culturales de la pérdida, Eng y Kazanjian sugie-
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ren que esta “es inseparable de aquello que permanece, pues lo que ha sido perdido solo puede conocerse por lo que queda de él, por cómo estos restos son producidos, leídos y sostenidos. […] Esta atención a los restos genera una política de duelo que podría ser activa en vez de reactiva, clarividente en vez de nostálgica, social en vez de solipsista, militante en vez de reaccionaria” (2).1 Diversos relatos de las primeras décadas de este siglo se centran en los restos y en el proceso de hacer sentido del pasado, a la vez que se preguntan por lo que Pilar Riaño ha llamado “las dimensiones humanas y socioculturales de la vida y la reconstrucción” en un presente inmerso en o posterior al acontecimiento violento (2006, xlviii). Para Veena Das esta mirada tiene que ver con la pregunta de “cómo podemos ocupar los signos mismos de la herida y conferirles un significado, tanto a través de actos narrativos como del trabajo de reparar relaciones”, actos que están en el centro del hecho de testificar (2008a, 248). Aquí queremos examinar cómo los artefactos culturales, en particular ficciones literarias y fílmicas, así como prácticas testimoniales específicas, se insertan en las discusiones públicas sobre los legados de las violencias recientes para complicar los relatos dominantes sobre la crisis nacional y expandir la mirada hacia dimensiones de estas violencias que han sido tradicionalmente ignoradas. A partir de allí, estos textos y prácticas intervienen en los procesos colectivos de comprensión de las crisis históricas. A diferencia de diversos análisis literarios que leen la ficción de fines del siglo xx en Colombia como textos que simplemente reflejan la realidad histórica contemporánea, queremos enfatizar la dimensión productiva de la literatura, el cine y el testimonio en procesos de reflexión crítica frente a la violencia y la guerra en Colombia, dimensión que trasciende la simple representación de los acontecimientos.2
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Mi traducción. La cita original se lee: “Loss is inseparable from what remains, for what is lost is known only by what remains of it, by how these remains are produced, read, and sustained. […] This attention to remains generates a politics of mourning that might be active rather than reactive, prescient rather than nostalgic, abundant rather than lacking, social rather than solipsistic, militant rather than reactionary”. Para algunos ejemplos de un análisis de la literatura y el arte colombiano como meros recuentos de una realidad externa, véanse Pineda Botero (1990) y Zea y
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Desbarrancaderos, hilachas, retazos, rompecabezas, destrozos, destrucciones y caos son algunas de las figuras de desmoronamiento psíquico, social y físico que ocupan un lugar privilegiado en diversas narrativas sobre la vida cotidiana colombiana durante el cambio de siglo. En numerosos textos, estas imágenes evocan el poder destructor de las violencias que padece un país marcado por complejos conflictos sociales donde confluyen las acciones de actores armados, la delincuencia organizada, el tráfico de drogas y las guerras que se libran por él, así como diversos tipos de violencias que afectan los lazos sociales, los espacios de interacción cotidiana, la identidad y los procesos colectivos de recuerdo y olvido. En el caso colombiano, las prácticas de memoria, es decir, los procesos por los cuales una sociedad sitúa sus tragedias, elaboran la violencia, comprenden las pérdidas y resuelven simbólicamente las crisis sociales que la aquejan, aquellos que en palabras de Gonzalo Sánchez se articulan a partir de “las huellas, los símbolos, las iconografías, los monumentos, los mausoleos, los escritos, los ‘lugares de memoria’” suelen estar “más asociados a la fractura, a la división, a los desgarramientos de la sociedad” que a la celebración (2006, 21-25). Pero las referencias a fracturas y desgarramientos que aparecen en diversos relatos literarios y fílmicos revelan, a la vez, el ímpetu diametralmente opuesto: cualquier intento por narrar el dolor, la agresión y el sufrimiento, por describir los retazos a los que se reduce el cuerpo social, denota, a su vez, el gesto de trazar y organizar los hechos, de enfrentarse a ellos para dotarlos de sentido y entender cómo estos llegan a incorporarse a la estructura temporal del presente. Todo intento por situar los eventos del pasado, por más infructuoso que este sea, implica desde un comienzo el gesto activo de nombrar lo que queda, de retar el silencio y el dolor que produce el evento violento. Das llama a esto el acto de “regresar las palabras a casa” (2008b, 167). La representación de los eventos que dieron lugar a las pérdidas constituye uno de los medios por
Medina (1999). Este libro se alinea con el trabajo de Juana Suárez, María Helena Rueda y Francisco Ortega, entre otros críticos que localizan en la producción cultural unos aportes críticos ineludibles.
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los cuales una sociedad negocia aquello que es más conveniente en términos sociales. En el caso colombiano, las narrativas que circulan públicamente exceden la memoria privada y median en los escenarios de conflicto. Partimos aquí de la íntima relación que existe entre los artefactos culturales y una memoria que trasciende el ámbito individual, que remite a procesos colectivos que interpelan y convocan a otros.3 En su estudio sobre las formas en que la literatura y el cine colombianos de cambio de siglo abordan las pérdidas históricas a partir de lógicas melancólicas, Jaramillo Morales arguye que “los bienes simbólicos o culturales adquieren un lugar preponderante en la tarea de resignificación y transformación de narrativas que explican la realidad. […] El arte refleja las narrativas sociales, pero también abre espacios para la recomposición de las identidades mismas” (58). En otras palabras, la literatura, el cine y el testimonio ocupan un lugar fundamental en los procesos bajo los cuales una sociedad encuentra la posibilidad de dotar de sentido a las pérdidas históricas. A nivel de la memoria individual, como indican numerosos pensadores de los estudios de la memoria, el acto de dar cuenta de un pasado doloroso no está limitado a procesos psíquicos individuales, sino a la presencia de otros que, en el tiempo presente, responden de manera activa a la narración (así sea a través del rechazo, que sería una forma de respuesta). En este sentido, desde el comienzo las labores de memoria tienen un horizonte social.4 Al mismo tiempo, la formación de la memoria a nivel social es un proceso que depende de las maneras en que grupos sociales, instituciones y relaciones de poder moldean la selección y organización de representaciones del pasado y de cómo estas permean el espacio público.5
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Para una explicación sobre la función de la literatura en tanto portadora de memoria, véanse los artículos contenidos en Bal, Crewe y Spitzer (1999). Elizabeth Jelin (2003) también ha recalcado la importancia de los productos culturales en los esfuerzos sociales de articular el pasado y construir memorias. Dori Laub, a quien citaremos a lo largo de este libro, ha trabajado ampliamente sobre este tema. En palabras de Douglass y Vogler, la memoria no puede concebirse como datos crudos sobre hechos específicos, sino “como mediada en varios niveles y siempre
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Es, en palabras de Nelson, “un proceso móvil y conflictivo […] menos un archivo estático de significados y más una dinámica radicalmente interrogada de repensar las relaciones entre pasado y presente, que potencialmente revela vínculos tentativos, nuevas lecturas o interpretaciones alternativas” (mi traducción, 340). Es en este contexto de múltiples y contradictorias memorias que emergen de pasados recientes (y también lejanos) que surge la memoria cultural, que encuentra en la literatura una de sus expresiones más importantes. Para Mieke Bal esta está siempre abierta a revisiones sociales y a manipulaciones: “La memoria cultural puede localizarse en textos literarios porque estos hacen parte de las ficciones comunes, las idealizaciones, los impulsos monumentalizadores que proliferan en una cultura en conflicto” (mi traducción, Bal, xiii). Hablamos de memoria cultural, entonces, para aludir a la función social de las memorias que se articulan desde el ámbito de la producción cultural y para referirnos a un cuerpo de textos, imágenes y rituales sociales, e incluso espacios, que buscan recordar y articular los acontecimientos que definen la vida colectiva en una trama social más amplia. Coincidimos con Huyssen en que los pasados recientes y no tan cercanos retornan al presente y lo cuestionan a través de las artes, el cine, la literatura, la fotografía y la música. Para este teórico, ciertas prácticas de memoria cuyo horizonte tiene que ver con el trabajo de elaboración, el trabajo de dotar de sentido el pasado, son parte de procesos colectivos absolutamente esenciales para imaginar el futuro y recuperar las coordenadas temporales y espaciales en una sociedad mediática y consumista que crecientemente cancela la temporalidad y colapsa el espacio (6).6 En este contexto, desde el análisis literario, queremos destacar aquí algunas narraciones
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‘administrada’, tanto al nivel de la economía psíquica individual como de la circulación institucionalizada del discurso” (mi traducción, 16). El trabajo de Nelly Richard es también muy útil en este contexto, pues insiste en que la literatura y las artes proveen una densidad simbólico-narrativa a los relatos que complica “el lenguaje desmemorializante del consumo” y las “técnicas del olvido” que emergen de la globalización comunicativa del capitalismo intensivo que aplaude el valor de circulación de estos nuevos signos que lo recorren todo sin adherirse a nada (197).
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que contribuyen de forma productiva a lo que Jesús Martín-Barbero llama un relato social a partir del cual los sujetos puedan “ubicar sus experiencias cotidianas en una mínima trama compartida de duelos y de logros. Un relato que deje de colocar las violencias en la subhistoria de las catástrofes naturales, la de los cataclismos, o los puros revanchismos de facciones movidas por intereses irreconciliables, y empiece a tejer una memoria común, que como toda memoria social y cultural será siempre una memoria conflictiva pero anudadora” (2001, 17). La historia colombiana de este cambio de siglo ha estado marcada por grandes convulsiones políticas y sociales que es pertinente mencionar, aunque sea brevemente, precisamente porque los relatos literarios y fílmicos de las primeras dos décadas del siglo xxi se interesan explícitamente por abordarlas para construir, desde lo cultural, lo que Andreas Huyssen llama “una memoria crítica” capaz de complicar narrativas maestras y nacionalistas (27). En el caso colombiano, esta es una memoria que se encamina a abordar la pluralidad de las violencias pasadas y actuales y a articular relatos que explican y reflexionan tanto sobre las pérdidas como sobre los actos de resistencia al olvido y a la disgregación. La consolidación del tráfico de drogas ilícitas a gran escala en Colombia desde la década de 1980 ha servido de telón de fondo de una serie de circunstancias violentas que han definido la vida nacional y que inciden de forma definitiva en su vida social, económica y cultural. Al crecimiento de un negocio transnacional que insertó a Colombia en la economía mundial, se suma la confrontación entre el Estado y grupos guerrilleros que fueron fortaleciéndose desde la década de 1960 y que encontraron en el narcotráfico nuevas fuentes de financiación. Al mismo tiempo, a partir de la década de 1990 se expande el conflicto armado debido al fortalecimiento económico y bélico de los llamados grupos al margen de la ley, la intensificación de la guerra contrainsurgente a cargo del Estado (financiada por Estados Unidos a través de políticas militares e institucionales como el Plan Colombia) y la implantación del modelo de la llamada Seguridad Democrática instaurado por el Gobierno de Álvaro Uribe Vélez (2002-2010). Como ha sido ampliamente documentado, esto produjo una aguda militarización de la vida rural, la designación de territorios como “zonas especiales de orden público” y la represión
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del activismo social, así como dinámicas de desplazamiento y despojo de gran envergadura. Estas están íntimamente relacionadas con el fortalecimiento de grupos paramilitares desde la década de 1990, que también se lucran del narcotráfico y que durante las últimas tres décadas combatieron el poderío de la guerrilla en diversas regiones del país, al tiempo que se insertaron en los estamentos políticos de varias y alteraron de forma sustancial los patrones de tenencia de la tierra y las posibilidades de participación democrática a través de la violencia, el despojo y el desplazamiento forzado. A esto se suma el fortalecimiento del crimen organizado y el desbordamiento de una violencia social acompañada de altísimos índices de homicidios, particularmente en las décadas de 1990 y 2000.7 En su pluralidad de formas, las dinámicas violentas de esta época afectaron profundamente la vida social a nivel urbano y rural. Los efectos sociales y políticos de estas maneras de violencia diseminadas, fragmentadas y descentradas han sido enormes: para comienzos de este siglo, millones de personas habían sufrido el desplazamiento forzado, cientos de miles habían sido asesinadas, amenazadas, secuestradas, desaparecidas, reclutadas para participar en facciones armadas, disciplinadas en acciones de limpieza social o habían sido víctimas de actos terroristas, de delincuencia común y de diversas formas de violencias de género, étnica y de otro tipo.8 Gonzalo Sánchez resume la complejidad de estas dimensiones de la vida cotidiana cuando se refiere a “una multiplicidad de guerras parciales o sectoriales: por la tierra o por plantaciones de cultivos ilícitos; por centros energéticos y por
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Véanse, por ejemplo, Ramírez (2010), así como estudios históricos como el de Bergquist, Peñaranda y Sánchez G. (2001) o el más reciente trabajo de Palacios (2012) y las diversas investigaciones presentes en Estrada Álvarez (2002). Al proporcionar este panorama general no pretendemos negar que también han existido regiones y lugares en Colombia en los que las violencias no han sido tan ubicuas. Álvaro Camacho Guizado (1991) se refiere a la importancia de evitar este tipo de generalizaciones. Con el repliegue de las guerrillas a regiones fronterizas a fines de la década del 2000, las grandes ciudades colombianas comenzaron a considerarse hasta cierto punto (y en ciertos relatos mediáticos y sociales) como espacios alejados de la guerra.
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los recursos de ellos extraíbles; por territorios convertidos en enclaves de cierta manera sacralizados, en los cuales está prohibido el acceso a los otros; por el acceso a armas y a sus rutas de aprovisionamiento. A todas estas guerras parciales se suma la delincuencia, que alimenta esas guerras o se beneficia de ellas” (2006, 102-103). Esta diversificación de la violencia se ha relacionado tanto con el escalamiento de una guerra de contrainsurgencia como con conflictos violentos alrededor de recursos naturales y proyectos agroindustriales relacionados y la defensa de rutas estratégicas en las fronteras rurales de la nación que se libran entre guerrillas, grupos criminales diversos y ejércitos paramilitares. Al mismo tiempo, sin embargo, el repliegue de las guerrillas a regiones fronterizas y con poca presencia estatal desde fines de la década del 2000, la fragmentación de los grandes carteles del narcotráfico que en décadas anteriores entablaron una guerra urbana contra el Estado y diversos proyectos de renovación urbana (en ciudades como Medellín y Bogotá) fueron alejando las violencias más visibles de la vida cotidiana de las ciudades para la segunda década del siglo, contribuyendo a la noción de que el país ha comenzado a entrar en una etapa de postconflicto. En los primeros años del siglo xxi, mientras se intensifica la migración interna a las ciudades por causa de la guerra que se libra en el campo y se perpetúan diversas formas de violencia rural, el país asiste a un singular escenario transicional marcado por leyes e iniciativas estatales que promueven la reconciliación nacional y establecen procesos de recolección de verdad. Castillejo explica que este escenario se gesta a nivel social, legal, geográfico y cultural “como producto y aplicación de lo que podría llamarse, de manera genérica, ‘leyes de unidad nacional y reconciliación’” (2016a, 111). Dicho escenario se caracteriza “por una serie de ensambles de prácticas institucionales, conocimientos expertos y discursos globales que se entrecruzan en un contexto histórico con el objetivo de enfrentar graves violaciones a los derechos humanos y otras modalidades de violencia” (ibidem). En este escenario, para la primera década del siglo, se combina un conflicto abierto entre el Estado y las guerrillas (FARC y ELN) y la desmovilización parcial de grupos paramilitares que comienza en 2004. Entre 2004 y 2006, el Estado firma acuerdos de desmoviliza-
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ción con diversos grupos paramilitares, dando lugar a su supuesto desmantelamiento (un proceso que en retrospectiva ha sido bastante cuestionado) y a la creación de la Ley de Justicia y Paz (Ley 975 de 2005), que permitió a los integrantes de grupos paramilitares recibir dramáticas rebajas de penas a cambio de su desmovilización y de la entrega de información que condujera a esclarecer crímenes, asesinatos, desapariciones, secuestros y otro tipo de violaciones a los derechos humanos. Este escenario de justicia transicional con los paramilitares dio lugar a la puesta en escena de juicios y confesiones a través de procesos judiciales de versión libre por parte de excombatientes. Como documenta Castillejo, estos procesos han constituido una forma pública de narrar “los rastros y despojos que deja la violencia” y han dado lugar a la configuración de ciertos tipos de víctimas que reclaman en un contexto legal (2016b, 146). A nivel político y jurídico, la categoría de víctima se amplía después de la Ley de Justicia y Paz con la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras (Ley 1448 de 2011) y la creación de la Unidad de Atención y Reparación a las Víctimas, por medio de las cuales el Estado comienza a considerar como víctimas no solo a aquellas personas que sufrieron daños directos por parte de grupos armados al margen de la ley, sino también a las que individual o colectivamente han sufrido cualquier tipo de daño relacionado con el conflicto armado. Estas iniciativas dan lugar a “la acreditación institucional de ciertas personas o ciertos grupos en cuanto víctimas [que] los ubica en un lugar relevante para contar sus historias en determinados marcos legales y sociales” (Guglielmucci, 89). En este contexto se comienzan a implementar, aunque con gran lentitud y dificultad, e incluso frente a la resistencia de algunas élites económicas y políticas, procesos de reparación judicial y administrativa que incluyen la restitución de tierras a lo largo del territorio nacional. Una década después del proceso de desmantelamiento del paramilitarismo comienzan las conversaciones entre el Estado y la guerrilla de las FARC (2012), que dan lugar a la reciente firma de un acuerdo de paz y dejación de armas (2016), ampliando los términos de este escenario transicional. Como nota María Victoria Uribe, los conceptos de memoria y víctima emergen en el discurso público colombiano como categorías
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centrales de discusión pública por primera vez en esta época, algo que sorprende teniendo en cuenta la longevidad del conflicto armado en el país (2013, 18). Más allá de los mecanismos implementados a nivel judicial, surgen en esta época importantes iniciativas de memoria a nivel estatal que incluyen la creación de la Comisión Nacional de Reparación y Reconciliación (que funcionó entre 2005-2011) y el Centro Nacional de Memoria Histórica. Esta institución ha abierto importantes espacios para una interpretación pluriforme de la historia del conflicto armado con un énfasis en las memorias que se han gestado a la luz de sus violencias, poniendo especial atención a las voces de víctimas y a grupos tradicionalmente silenciados por la guerra (campesinos, indígenas, afrodescendientes, mujeres desplazadas, grupos LGBTI, entre otros).9 La planeación de un futuro museo de la memoria en Bogotá y la creación de diversos centros de memoria en varias regiones ilustran la consolidación de lo que Jelin localiza en nuestra época como una cultura de la memoria que adquiere un importante rol social. El trabajo que emerge de estos espacios (que no siempre son estatales) que exceden el ámbito judicial se ha visto fortalecido por un renovado activismo de grupos de víctimas y defensores de derechos humanos que se han insertado en los debates públicos alrededor de conceptos como justicia, verdad, reparación y reconciliación. Suárez recalca que estos grupos “no quieren olvidar, ni voltear la página” e insisten en articular una memoria que no se erija solamente desde el Estado y sus discursos nacionalistas o sea solo mediada por él (198). Más aún, la firma de un acuerdo de paz con la guerrilla de las FARC en 2016, proceso en el que los grupos de víctimas presionaron para ser tenidos en cuenta durante la negociación, prevé la implementación de un complejo sistema de justicia transicional, así como la creación de una Comisión para el Esclarecimiento de la Verdad, la Convivencia y la no Repetición en los años venideros. Esta Comisión tiene como propósito comprender las dimensiones múltiples de la
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El Grupo de Memoria Histórica ha producido importantes informes en los últimos años, incluido el reporte general ¡Basta ya! Colombia. Memorias de guerra y dignidad, publicado en 2013.
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violencia de las últimas décadas en Colombia como un paso central para el reconocimiento de las víctimas y la designación de los perpetradores. Podemos entonces afirmar que a comienzos de este siglo la sociedad colombiana se encuentra en un momento muy particular de revelación pública, marcado por la puesta en escena estatal de confesiones por parte de algunos de actores que libraron la guerra, los esfuerzos específicos que desde el propio Estado se libran —a nivel judicial y de políticas públicas— para investigar y diagnosticar varias de las dinámicas violentas que han definido el presente nacional, así como la movilización de víctimas, sobrevivientes, ciudadanos, activistas y artistas. En este contexto surgen diversas negociaciones simbólicas relacionadas con los trabajos de la memoria, en particular sobre cómo el conflicto armado más largo del hemisferio —y uno que se relaciona directamente con las violentas historias del narcotráfico— debe ser interpretado, narrado y recordado, sobre cómo una sociedad puede y debe recordar las violencias del conflicto armado, sobre quiénes son sus víctimas y sobre las posibilidades de la reconstrucción social. Es en medio de estos debates y procesos sociales públicos que queremos comprender el aporte de diversas ficciones y actos testimoniales que irrumpen como acontecimientos críticos en esta época para reflexionar sobre los horizontes socioculturales de la construcción de la memoria. Al tiempo que se diversifican las prácticas de memoria y sus lugares de enunciación, la entrada de Colombia al nuevo siglo coincide también con la articulación de un discurso oficial que comienza a ocupar un lugar dominante a nivel social. Suárez la llama la “matriz semántica del post-conflicto” (198), que surge, paradójicamente, durante el mandato de Uribe, cuando se intensifica la guerra contra las guerrillas, se criminalizan las disidencias y la lucha social de manera patente y hay cientos de miles de desplazamientos forzados en el campo colombiano, un momento en el que, como arguye Tate, aún no se han contado la mayoría de los muertos. El discurso de postconflicto, que surgió desde la época en que el Gobierno de Uribe comenzó a difundir ampliamente la idea de que en Colombia no existía un conflicto armado (argumentando que lo único que existía era una perse-
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cución estatal a narcoterroristas), plantea el comienzo de una nueva era de paz y progreso en la que la guerra ha quedado atrás. Frazier y Richard, que estudian el caso de Chile, y Vich, que investiga el caso peruano, coinciden en su diagnóstico de que, en diversos países en los que las transiciones a la democracia o la paz han sido orquestadas por gobiernos neoliberales, los discursos oficiales de consenso y reconciliación han emergido con fuerza para insistir en la importancia de pasar la página y dejar atrás el pasado. Así se comienzan a privilegiar conceptos como oportunidad, reconciliación y duelo eficiente en pro de la celebración de un progreso capitalista que tiene como base el aumento de la inversión extranjera. Vich sostiene que dichos discursos tienden a obstruir revisiones críticas de las crisis históricas y obstaculizan que se articulen de forma adecuada los dolores y los sufrimientos sociales. Un fenómeno similar sucede en Colombia en el momento actual. En el caso de los discursos oficiales que emergen en esta época, Castillejo se refiere al “evangelio global del perdón y la reconciliación […] [que] se ha convertido en el lugar central para el intercambio político” (2016a, 119). Estos discursos y prácticas oficiales de memoria eficiente y reconciliación rápida van de la mano de proyectos nacionalistas culturales que celebran una nación que está lista para recibir la inversión extranjera y el turismo, como se evidencia en campañas de propaganda oficial que promueven una marca país a través de campañas turísticas como “Colombia es pasión”, “La respuesta es Colombia” y “Colombia es realismo mágico”, entre otras. A la luz de estos entusiasmos que tienden a silenciar cualquier atención a las heridas abiertas después de un periodo de guerra o crisis política, urge indagar cómo las prácticas simbólicas abren un importante espacio de reflexión crítica sobre las violencias y sobre los modos en que estas han marcado y continúan marcando la vida cotidiana, la construcción de la comunidad y la subjetividad. En su estudio sobre la producción literaria, fílmica, musical, artística y performativa de fines del cambio de siglo, Suárez nos invita a considerar las formas en que esta excede el discurso político convencional sobre la violencia arguyendo, con Huyssen, que “es aquí donde los variados usos de la memoria […] se hacen importantes para generar esferas públicas que contrarresten los regímenes que persiguen el olvido a través tanto de
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la ‘reconciliación’ como de amnistías oficiales o por medio del silenciamiento represivo” (198). A la luz de nuestro interés por examinar la manera en que se inscriben culturalmente las pérdidas históricas y los aportes críticos que desde la producción cultural se hacen a la comprensión de los acontecimientos violentos, es importante entender cuáles son los relatos sobre el sufrimiento social y el daño que han circulado con fuerza en Colombia durante el cambio de siglo y desde dónde emergen. El ámbito judicial es uno de los espacios de mayor importancia para la producción de dichos relatos (a pesar de los altos índices de impunidad). Ya Vallejo, en La Virgen de los Sicarios, hace hincapié en la importancia de los relatos legales al cuestionar la manera limitada en que la violencia cotidiana se articula en sumarios y otro tipo de escritos judiciales. Podríamos, de hecho, leer la novela misma —la narración de los crímenes cometidos por los dos sicarios amantes del protagonista y sus respectivas muertes— como una escritura alternativa del evento violento que compite deliberadamente con la crónica judicial y la complica, cuestionando los modos en que una sociedad narra sus violencias y construye a víctimas y perpetradores. Fuera de las diversas narrativas testimoniales que proliferan en Colombia desde la década de 1990 (a través de la crónica periodística y los estudios sociológicos, en particular), uno de los lugares privilegiados desde donde se articulan relatos sobre el sufrimiento social surge de las epistemologías legales que se generan desde el Estado para mediar las articulaciones particulares de la experiencia violenta. Castillejo ha estudiado en profundidad las maneras en que, en el caso de iniciativas de justicia transicional como las que se dan en Colombia durante estas dos últimas décadas, se inscriben y se delimitan los testimonios de la violencia, se definen tipos específicos de daño y temporalidades del dolor a través de procesos oficiales de recolección de verdad que, además, dependen en última instancia de la palabra escrita (2016a, 116). Este se refiere a mecanismos legales como las comisiones de la verdad o las audiencias en las que perpetradores narran sus versiones libres y las víctimas indagan sobre los acontecimientos como espacios específicos en los que se tipifica la violencia que va a ser testificada. A través de estos espacios y mecanismos se enmarcan las maneras en que los testimonios son articulados. En palabras de Castillejo,
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en estos contextos institucionales, los testimonios de las “víctimas de la violencia” son —gracias a diferentes mecanismos— enmarcados por las prerrogativas discursivas e institucionales del día, del ambiente político. En otras palabras, experiencias “indecibles” se vuelven inteligibles por el trabajo del lenguaje (institucional) como poder. […] Durante el testimonio, la densidad semántica de lo que es narrado está sujeta a las presiones discursivas y a las limitaciones teóricas que definen, hasta cierto alcance, la naturaleza de la palabra y lo que está intentando transmitir. Es importante resaltar las presiones y los múltiples usos mediante los cuales la verdad de lo otro, como lo argumentaría Emmanuel Lévinas —y la violencia impuesta en su cuerpo— están atrapadas por otra, tal vez paradójica, forma de violencia epistémica. Yo llamo a este proceso domesticación, en su sentido etimológico (ibidem, 119).
Las investigaciones de Castillejo y Riaño sobre los trabajos y escenarios de la memoria en las últimas décadas en Colombia, así como los estudios de Theidon sobre el conflicto armado en el Perú, demuestran que las narraciones que se dan en el marco de estos procesos judiciales y proyectos oficiales de memoria relacionados (como las comisiones de la verdad) tienen unas limitaciones muy claras. Estos mecanismos codifican el sufrimiento para determinar las causas y los efectos de la violencia con el fin de distribuir recursos y suelen forzar a quien da testimonio a que su relato se ciña a narrativas lineales y causales simples que ignoran los múltiples modos de expresión corporales, sensoriales y narrativos a través de los cuales los individuos y grupos articulan sus recuerdos sobre la violencia.10 Castillejo insiste en que hay una diversidad de testimonios que se desvían del discur-
10 Numerosos científicos sociales han trabajado este tema en diferentes contextos. Riaño lo hace para el caso colombiano (Riaño Alcalá y Baines, 2011). En su libro Intimate Enemies: Violence and Reconciliation in Peru (2012), Theidon aborda este tema también en el contexto del conflicto peruano de las décadas de 1980 y 1990. Para una discusión sobre cómo los testimonios y las biografías de los sujetos que sufren violencia se enmarcan y se autorizan (por comisiones, expertos, prácticas institucionales, etc.) y la manera en que se ignoran formas testimoniales colectivas y performativas que no encajan dentro de estos teatros de memoria, véase el trabajo de Feldman (2004).
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so público y sus tecnologías de codificación y que la articulación de la experiencia no siempre utiliza los “lenguajes de dolor disponibles” impuestos por el aparato tecnocrático del Estado (119). Así como es limitado ver a los sujetos solo como sujetos de la ley, como nos enseña Foucault, existen otras concepciones de daño, daños que, como indica Castillejo, no son siempre reconocidos por los discursos del poder, que son ininteligibles o que “están más allá de las ‘epistemologías legales’” y que estas terminan silenciando como experiencias históricas concretas (120-121). Das cuestiona los modos en que el Estado y sus discursos y prácticas especializadas “sustituyen la autoridad de la víctima sobre su dolor y condición de doliente por los criterios del lenguaje técnico” (en Ortega 2008, 52). Ortega enfatiza el problema de que el Estado defina la gravedad y pertinencia del sufrimiento al sugerir que “es esa exclusividad la que transforma la dimensión personal del agravio en una consideración de cálculo de razón de Estado: es ella la que convierte víctimas en cuerpos colonizados por el poder soberano del Estado” (38). Recalca, con Das, que “hay espacios alternativos, contrahegemónicos o íntimos” en que los testimonios de las víctimas “le disputan la preeminencia a las versiones oficiales. En algunos casos las contradicen, en otros simplemente las desestabilizan” (38). Estudiar las formas en las que comunidades y sujetos construyen significados sobre las violencias pasadas y articulan un sentido del futuro implica entonces, en palabras de Castillejo, reconocer que las violencias son multiformes y están localizadas en una serie de complejos espacios interconectados (geográficos, corporales, sensoriales, subjetivos y existenciales) y complejas temporalidades (121). Theidon, por su parte, nos invita a fijarnos en las condiciones de la narración y la estructura de estos actos de habla que relatan las violencias y cómo ellos exceden el conocimiento experto y las prácticas institucionales que buscan codificarlos. Para Ortega las víctimas de la violencia hablan tanto dentro de estos géneros “descriptivos, impugnativos o reparativos” oficiales como fuera de ellos, y en el proceso “hacen uso de palabras rotas y cuerpo mudo, grafican gestos, construyen ritos propios, componen sitios de memoria y olvidos [que son] estrategias que permiten al sufriente apropiarse y subjetivar la experiencia del dolor” (2008, 45).
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Estos llamados a atender los modos de enunciación de los eventos violentos por parte de las víctimas, así como las condiciones de la narración y sus estructuras, son parte central del horizonte de reflexión de diversos relatos de ficción y testimonios que surgen en Colombia durante comienzos del siglo xx y que analizaremos a continuación. Desde el ámbito simbólico, ciertos relatos y prácticas testimoniales proponen pensar en la experiencia de la violencia y en el acto mismo de dar cuenta de ella desde lugares que exceden a estas prácticas y epistemologías legales que son tan importantes en el ámbito público en Colombia. En particular, los textos que examinaremos se enfocan en la figura del testigo como sujeto que intenta articular los acontecimientos que producen el sufrimiento y nombrar violencias (muchas veces no consideradas como tal) desde un ámbito en el que el testimonio no tiene un origen ni un fin jurídico y por consiguiente no opera como simple dato enunciado o prueba.11 El testimonio es en estos textos el relato de los hechos producidos por las víctimas que intentan, en palabras de Ortega, “recuperar el territorio de las palabras y la historia” (2008, 40). Al mismo tiempo, ficciones y prácticas testimoniales nos alertan de la pluralidad de formas de hacer memoria y activan la pregunta ética de qué hacer —como escuchar y cómo responder— frente al sufrimiento de los otros.12 Cuando hablamos de las prácticas epistemológicas dominantes desde las cuales se articulan el daño y el sufrimiento social, es
11 Este es el tipo de testimonio que teorizan Agamben, Ricoeur, Das y Feldman y Laub, entre otros. Ricoeur, por ejemplo, toma distancia del testimonio como prueba y propone concebirlo como acto en el que alguien hace pública su convicción. El testimonio, más allá de acto fáctico, funciona para él como diálogo que exige una interpretación y no como afirmación. En el capítulo 2 discutiremos más a fondo estas nociones de testimonio que se alejan de la producción de verdades a nivel judicial. 12 No nos referimos aquí al testimonio como género literario, aquel que anuncia la transcripción de una voz subalterna supuestamente auténtica o que es transformada por un letrado en novela testimonial. Aunque este es un tema importante que estudiosos como Ortiz han examinado en el caso colombiano, hablamos de una reflexión sobre el acto de dar testimonio que surge de forma insistente desde las costas de la ficción.
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importante notar otras miradas que también han ocupado un lugar central en las reflexiones públicas sobre la violencia colombiana en las últimas décadas. Nos interesa mencionarlas, además, porque las ficciones y prácticas testimoniales que analizaremos a continuación las complican de maneras muy concretas. A finales del siglo xx, tras el período conocido como La Violencia (1946-1964), esa guerra irregular de exterminio que dejó más de doscientos mil muertos y que, en palabras de María Victoria Uribe, “permanece latente en el inconsciente colectivo y alimenta muchas de las manifestaciones culturales de los últimos cincuenta años” (2004a, 24), surge la llamada “violentología”. Este nombre ha sido utilizado para designar un saber configurado por científicos sociales interesados en pensar las relaciones entre la construcción de la nación y la violencia armada. De forma paralela al testimonio y a la literatura, desde la década de 1960 en adelante se comienza a configurar en las universidades colombianas desde disciplinas como la historia, la sociología, las ciencias políticas y el derecho un tipo de análisis interesado en las manifestaciones, las causas y las consecuencias de la violencia política. Que la violencia se haya convertido en un elemento clave de la constitución de la identidad colombiana y de la actividad intelectual en y sobre el país se debe, en parte, a la producción sistemática de relatos sociológicos, historiográficos y políticos producidos por los llamados “violentólogos” durante las últimas décadas del siglo. La violentología designa aquel esfuerzo sistemático que sucede durante el cambio de siglo por encontrarle significado a las formaciones históricas y contemporáneas de la violencia en Colombia y determinar las relaciones entre Estado, política y actores armados. Desde allí se ha buscado abordar la violencia como un proceso que debe ser diseccionado y clasificado para ser comprensible. Los primeros intelectuales que realizaron un esfuerzo sistemático por estudiar la violencia contemporánea fueron sociólogos, antropólogos y geógrafos, quienes desde la década de 1960 buscaron hacer una anatomía del período de La Violencia y se posicionaron como críticos del Estado, alineándose con las luchas de los movimientos sociales y marginales. El campo de producción de estos intelectuales se concentró en el análisis de los problemas agrarios y de distribución
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del poder y en la historia de los movimientos sociales en Colombia (Sánchez 1998, 135). Rueda estudia cómo el trabajo de estos sociólogos se distanció del discurso historiográfico que prevaleció en el siglo xix y durante la primera mitad de siglo xx, que se concentró en narrar las guerras del pasado a partir de los relatos de hazañas heroicas y sus actores, así como la vida de los grandes hombres de la nación (2011, 351). La incursión de la sociología en las reflexiones sobre los hechos violentos del siglo xx alteró radicalmente esta tradición historiográfica, pues hizo de la violencia el punto central de discusión, no para olvidarla con el fin de consolidar la comunidad, sino para evocarla (354). Rueda investiga cómo las llamadas “novelas de la violencia”, relatos que durante esta época narraron los horrores de las guerras partidistas, fueron cruciales para la producción de estos saberes, ya que los acontecimientos violentos contados allí, anunciados como hechos reales, fueron utilizados como datos factuales en muchos de estos relatos sociológicos (356). Así, en esta fase inicial en que las ciencias sociales comenzaron a estudiar sistemáticamente la sociedad y el Estado en relación con las violencias, ya la literatura había adquirido un rol importante en las discusiones públicas sobre estos fenómenos (aunque más tarde esta comenzaría a cuestionar los relatos académicos surgidos desde varias de estas disciplinas).13 Como indica Santiago Villaveces, referirse a la constitución de la violentología como disciplina implica observar el lugar de enunciación de dichos proyectos intelectuales y estudiar la consolidación de un tipo particular de académico que desde la década de los ochenta fue convirtiéndose en un intelectual al servicio del Estado (2006, 36). Desde este momento en adelante, los estudiosos de la violencia, en particular los académicos del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales creado en la Universidad Nacional en 1986,
13 Es importante notar que mucho antes del surgimiento de las llamadas “novelas de la violencia” en la década de 1950, La vorágine (José Eustasio Rivera,1924) ya había abierto un lugar importante para la literatura en la discusión de las violencias de la época en que emerge. Véase, por ejemplo, el análisis que hace Rueda (2011) al respecto.
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establecieron una relación de colaboración con el Estado bajo la iniciativa del Gobierno de Betancur (1982-1986), quien los agrupó en la Comisión de Estudios de la Violencia. Invitada a realizar un diagnóstico desde las ciencias sociales, dicha comisión produjo un análisis de las violencias en Colombia desde su carácter multidimensional y una serie de recomendaciones instrumentales para que el Estado las enfrentara.14 Este proyecto, cuyo máximo logro fue ampliar el estudio de la violencia al reconocer su multiplicidad, incluyendo, por ejemplo, la violencia étnica dentro de sus diagnósticos, fue definitivo para fortalecer las relaciones entre estos intelectuales y el Estado. A partir de ese momento, los violentólogos pasaron de ser sus críticos a convertirse en mediadores entre el Gobierno y los grupos armados, participantes en el análisis y la implementación de la nueva Constitución de 1991 y arquitectos de diversas estrategias para el manejo del conflicto armado por parte del Estado. Interesados en incidir en las políticas de Estado y en salir de la marginalidad, estos intelectuales han participado desde entonces en el ámbito estatal a través de sus análisis sobre política, narcotráfico, guerrillas, conflicto armado y la elaboración de reportes y consultorías (Villaveces 2006, 311). Aunque es innegable que la violentología ha contribuido a la reflexión histórica sobre la violencia contemporánea en Colombia al estudiar los elementos políticos e institucionales del conflicto violento, coincidimos aquí con la lectura de Villaveces, para quien, en el caso de los violentólogos, “los vínculos con el Estado han propiciado tanto la concentración en estudios sobre violencia política a costa de la invisibilización de las otras violencias, como el repliegue de la producción intelectual hacia los procesos desarrollados exclusivamente entre el Estado y aquellos actores que se reconocen como actores en conflicto” (1998, 101). La fe de los violentólogos en el Estado moderno occidental, explica Villaveces, los ha llevado, entre otras cosas, a ignorar los legados coloniales que han hecho del Estado colombiano una estructura híbrida que reproduce prácticas autoritarias y de exclusión y les ha impedido cuestionar las ideologías hegemónicas que determinan sus prácticas e instituciones
14 Este informe salió como libro en 1987. Véase Jaime Arocha et al. (1987).
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(2006, 316).15 En este sentido, al tiempo que la violentología se instauró en Colombia como saber dominante encargado de pensar en la violencia a partir de la tensión Estado-grupos armados, el diálogo inicial entre la literatura y las ciencias sociales, por lo menos en lo que respecta al análisis de los fenómenos violentos, fue cerrándose. Mapear los aportes críticos de diversas obras y prácticas que emergen desde espacios culturales distintos al Estado y la academia implica identificar cómo las reflexiones que de allí surgen trascienden y complican el trabajo de los violentólogos y otros saberes hegemónicos (entre ellas, las que surgen de las prácticas jurídicas) que han definido los modos en que se narran las violencias colombianas en el ámbito público. De hecho, es en las primeras décadas de este siglo que tanto narradores de ficción como intelectuales de diversas procedencias, conscientes de lo que Elsa Blair ha llamado “la sobredimensión de lo político —en el sentido tradicional de la palabra— en el análisis de la violencia en Colombia” (8), buscan interrogar el fenómeno de las violencias desde el ámbito sociocultural, complicando lo que Villaveces llama “el proyecto enciclopédico” de los violentólogos (1998, 98). Surgen así múltiples llamados a mirar la experiencia cotidiana de la violencia y sus dimensiones culturales, las prácticas de memoria que se tejen alrededor de los eventos violentos en diversas comunidades, las formas en que se interpretan, se divulgan, se ritualizan o se silencian estos acontecimientos y las maneras en que se responde al dolor frente a las pérdidas sufridas. Bolívar y Flórez (inspirados en pensadores como Das y Kleinman) coinciden con otros científicos sociales en que, frente al tipo de estudios que predominan en el análisis de la violencia en el país, es imperativo “redescubrir los vínculos entre violencia e identidad, violencia y territorio, violencia y subjetividad y atar violencia política a ciudadanía” (33), atendiendo en particular
15 A este panorama se añade la proliferación de una retórica sobre la violencia que proviene de instituciones transnacionales (Banco Mundial, etc.) que tienden a verla como un problema de salud pública o epidemiológico, o como un proceso de decisiones determinadas por un análisis de costo-beneficio, desde las disciplinas económicas.
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tanto a las formas en que la violencia se hace presente en la vida cotidiana como a nivel de la representación.16 Veena Das ha reparado en la carencia de una prolongada atención por parte de los estudios sociales a “la relación entre violencia y subjetividad y la relación entre memoria cultural, memoria pública y memoria sensorial” (citada en Ortega 2008, 53). Ortega hace eco de estas propuestas cuando aboga por la importancia de “descender a la cotidianidad e interpretar los acontecimientos violentos y la respuesta de las víctimas por fuera de los códigos maestros” (60). Das propone fijarse en los modos en que el dolor opera en contextos concretos y en las maneras en que las personas construyen su cotidianidad a la luz del sufrimiento y sus procesos de reparación de los lazos sociales. Ortega define esta dimensión de la reparación como “la no pasividad de la víctima, el valor de la resistencia, entendida estas no siempre como un acto deliberado de oposición a las grandes lógicas opresivas sino como la dignidad de señalar la pérdida y el coraje de reclamar el lugar de devastación” (Ortega 2008, 18). En este libro queremos mostrar los modos en que desde la ficción y el testimonio se han venido investigando estas dimensiones de manera explícita. Dicha atención a procesos de resistencia y reparación complica la prevalencia de un discurso muy arraigado en Colombia (que es anterior, pero que aún coexiste, paradójicamente, con el del postconflicto) que presenta la historia colombiana como una línea interminable de violencias continuas que marcan la vida social. La concepción de la violencia como sino fatal de la nación ha alimentado construcciones
16 Arocha critica la forma en que los estudios de la violencia han ignorado históricamente cuestiones raciales y étnicas, tema que comenzó a estudiarse con mayor atención a partir de la última década (2008). Al mismo tiempo, Jesús Martín-Barbero ha resaltado la urgencia de repensar y rearticular el papel del Estado frente al surgimiento de una esfera pública internacional y de microesferas relacionadas con identidades locales y regionales (1997). También el trabajo de Alonso Salazar, Alejandro Castillejo, María Victoria Uribe, Pilar Riaño Alcalá, Myriam Jimeno, Jesús Abad Colorado, Gonzalo Sánchez y Víctor Gaviria, entre otros artistas e intelectuales, ha contribuido a esta ampliación sociocultural del análisis de las violencias en el país en los últimos quince años.
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identitarias que plantean que el uso de esta es intrínseco a la realidad nacional y a los comportamientos de sus ciudadanos. Myriam Jimeno ha documentado ampliamente los discursos presentes en la literatura académica y en los medios de opinión que por décadas han reiterado la idea de que en una nación que ha padecido un siglo de odio la violencia es la forma natural de convivencia de los colombianos. De esta forma, explica Jimeno: El horror no se oculta, como una vergüenza nacional, narrada en voz baja y en pequeño círculo, sino que alimenta la idea de una identidad nacional perversa. […] El primer plano del discurso es, pues, la reiteración del horror. […] Muy entusiastas, y en buena parte generadores de esa reiteración del horror y de atribuir la violencia a un rasgo de la identidad colectiva, los intelectuales se encargan de precisar fechas, enumerar las guerras civiles, recontar los muertos. Algunas añaden la masacre de los pueblos prehispánicos, otros a los campesinos expropiados, unos más insisten en el sinfín de atropellos contra las capas más pobres de la población, y todos terminan en el continuo hilo fatal de nuestra historia. Es decir, el horror lleva de su mano la fascinación. Fascinación por un ser monstruoso, encarnado, personificado, agente activo de la vida social, sello distintivo de la colombianidad (36).17
En su estudio sobre cultura y melancolía en el cambio de siglo, Alejandra Jaramillo cataloga diversos textos literarios y fílmicos que
17 Un ejemplo de este tipo de lógica se encuentra en las memorias de Gabriel García Márquez, cuando el autor describe la nación de comienzos de siglo xx como un país que “empezaba a desbarrancarse en el precipicio de la misma guerra civil que nos quedó desde la independencia de España” (citado en Posada Carbó 2006, 49). De forma similar, en Noticia de un secuestro (1996) el autor menciona en el prólogo que su crónica busca recordar una tragedia “que por desgracia es sólo un episodio del holocausto bíblico en que Colombia se consume desde hace más de veinte años” (8). Gonzalo Sánchez (2006) ha recalcado esta tendencia a presentar la historia colombiana como una línea interminable de violencias continuas. Para otros trabajos que desde los noventa han planteado la necesidad de cuestionar categorías como cultura de la violencia y cultura de la muerte, véanse Ortiz (1992) y Salazar J. y Jaramillo (1992). Más recientemente Riaño (2006) ha complicado también estas categorías en su libro sobre jóvenes marginales en Medellín.
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producen narraciones en las que prima la imposibilidad de elaborar el dolor frente a las pérdidas causadas por eventos violentos fortaleciendo el modelo de colombianidad violenta mencionado anteriormente. Jaramillo analiza los mecanismos de muchos relatos que abordan diversos tipos de pérdidas históricas demostrando cómo proliferan en ellos representaciones exaltadas y burlescas de los eventos que revelan la tendencia melancólica de ver la realidad como una caricatura, expresiones de queja social que reiteran la imposibilidad de salir de la catástrofe histórica, y la elaboración de panoramas en los que es imposible la vida en comunidad e impera un escenario de todos contra todos. Al convertir la violencia en una especie de fuerza oscura y omnipresente que se hereda de generación en generación, se encubren también las condiciones sociales y culturales de las dinámicas violentas. Se borra, asimismo, la diferencia entre víctimas y responsables de los actos violentos. Para Jimeno, ese tipo de exhibición pública de la violencia (que ella localiza en relatos académicos y provenientes de los medios) difiere ampliamente de la manera en que grupos por fuera de los circuitos letrados y mediáticos hegemónicos piensan la historia nacional. Uno de sus efectos sobre el pensamiento y la acción social es el surgimiento de un régimen de representación que, en vez de promover la enunciación de relatos históricos desde diversos registros, desestima las estrategias de duelo y resistencia de grupos subalternos y víctimas frente a los señores de la guerra. Otro efecto de estos regímenes de representación es el de la fractura de metarrelatos que son fundamentales para ordenar el espacio social, lo que Ortega llama “el guión simbólico para nuestras acciones” (2004, 108). Los textos y las prácticas que examinamos aquí, en donde se investigan diversas condiciones socioculturales de las dinámicas violentas y se piensa en categorías como resistencia y solidaridad, complican, entonces, este tipo de discursos. La literatura, el cine y ciertas prácticas testimoniales se han puesto en la tarea de ofrecer comprensiones alternativas de las violencias recientes, cuestionando, en el proceso, la estrechez de las narrativas hegemónicas. Al mapear los modos en que ciertos relatos contribuyen a ampliar la comprensión crítica de las tragedias sociales y psíquicas que marcan el inicio de este siglo en Colombia, buscamos localizar su
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aporte a las reflexiones públicas de la historia contemporánea que exceden aquellas que emergen del debate político convencional y de las prácticas jurídicas que son centrales para la narración de la violencia. Así, este libro propone una selección de textos que buscan intervenir en las negociaciones sobre los modos de interpretar las recientes décadas de violencias de cara a importantes transiciones históricas. Estos examinan las violencias recientes más allá de sus manifestaciones externas y sus cifras e incluso más allá de los eventos más recordados a nivel colectivo. De hecho, amplían la mirada hacia otros tipos específicos de agresión que trascienden los escenarios bélicos convencionales y reflexionan sobre dimensiones simbólicas y sociales —éticas, lingüísticas, estéticas, genérico-sexuales— que exceden la tensión Estado-grupos armados, para reflexionar sobre aquello que, como insiste Lévinas, está “antes, más allá, fuera el Estado” (citado por Derrida 1998, 26). En el proceso, nos ofrecen parámetros alternativos para considerar los acontecimientos violentos y el sufrimiento de maneras poco abordadas en los análisis dominantes de la violencia en el país. En este sentido coincidimos con Ortega en que “por las fisuras de los grandes relatos emergen, incontrolables, gestos, versiones varias, interpretaciones diversas, interesadas, memorias y silencios, disputas y agravios, todos signos que evidencian el carácter fragmentario del acontecimiento [violento]” (2008, 60). Los textos y las prácticas que estudiamos a continuación operan precisamente desde esas fisuras. Como primer paso, nos adentramos en las reflexiones de Fernando Vallejo sobre la relación entre escritura, lenguaje y violencia, tema que está en el centro de todos los textos que analizaremos en este libro. Vallejo es una figura fundacional para los narradores colombianos del nuevo siglo, algunos de los cuales abordaremos en posteriores capítulos. Aquí analizamos La Virgen de los Sicarios (1994), que se enfoca en la Medellín de fines del siglo xx, en relación con El cuervo blanco (2012), una narrativa híbrida que es una biografía sobre el famoso gramático colombiano Rufino José Cuervo, una autobiografía sobre las pesquisas de Vallejo para reconstruir la vida de este personaje y un ensayo sobre la política del lenguaje y su relación con la historia nacional. En ambos textos, el autor investiga el rol central que han jugado la gramática y el lenguaje en la consolidación de una modernidad
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exclusionista y violenta en Colombia. La atención de Vallejo a la dimensión política del lenguaje y de las jerarquías lingüísticas nos ofrece un lente productivo desde el cual mirar la violencia contemporánea, uno que está ausente de las epistemologías dominantes mencionadas anteriormente.18 Parte del proyecto crítico de Vallejo radica en una defensa de la literatura como el lugar desde donde las fuerzas centrípetas del lenguaje complican los impulsos prescriptivos y proscriptivos de los gramáticos y otros expertos. Vallejo relaciona estos esfuerzos por regular la lengua con la construcción de la hegemonía por parte de un Estado exclusivista y de ciertas fuerzas políticas dominantes. El escritor es aquí concebido como un testigo a cargo de investigar un mundo que se ha tornado confuso por la crisis histórica y de tratar de comprenderlo a partir de la vida cotidiana del lenguaje, de sus usos y sus supuestos abusos. Asimismo, la novela se piensa como espacio desde donde se reflexiona sobre los modos en que la vida cotidiana y las relaciones sociales —siempre marcadas por el lenguaje— se alteran a partir de los acontecimientos violentos. En este sentido, los textos de Vallejo proponen que la literatura tiene la eficacia de cuestionar los regímenes de verdad construidos por el Estado, así como de complicar los diagnósticos que emergen de las ciencias sociales y los medios. Su defensa del rol de la literatura como un espacio privilegiado para la reflexión lingüística y sociocultural nos ofrece un marco crítico para el proyecto general de este libro. El segundo capítulo se enfoca en la narrativa de las primeras décadas de este siglo con el interés de mapear cómo la novela contemporánea colombiana después de Vallejo ha explorado la relación entre las pérdidas producidas por violentos eventos, pérdidas contenidas en discursos y prácticas de duelo, melancolía y trauma, y las maneras en que estas se articulan y recuerdan en el ámbito social. La pregunta de cómo darle sentido al pasado es una de las obsesiones de la ficción colombiana reciente. Novelas como Delirio, de Laura Restrepo (2004),
18 Desde el cine y la sociología, Víctor Gaviria y Alonso Salazar comenzaron también a reparar en la dimensión lingüística y su relación con los fenómenos violentos a finales de la década de los noventa.
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Los otros y Adelaida, de Gonzalo Mallarino (2007), Los ejércitos, de Evelio Rosero (2007), El ruido de las cosas al caer, de Juan Gabriel Vázquez (2011), y Los estratos, de Juan Cárdenas (2013), giran alrededor de testigos que entablan la difícil (y a veces imposible) tarea de entender y articular las violencias del cambio de siglo. En el proceso, estas novelas reflexionan sobre el acto mismo de dar testimonio y sus límites, aludiendo a un tipo de testimonio que trasciende el ámbito judicial y que es psicoanalítico y social por naturaleza. Estos textos sobre las vicisitudes de atestiguar de cara a acontecimientos terriblemente dolorosos activan importantes reflexiones sobre los mecanismos de construcción de la memoria a un nivel personal y en relación con la comunidad, en un momento histórico marcado por diversas iniciativas mnémicas. En particular, algunos de ellos nos alertan de la naturaleza heterogénea y conflictiva de las memorias y examinan el horizonte ético que se activa en el proceso de dar cuenta del sufrimiento, temas de gran importancia para una sociedad que se enfrenta a la pregunta de cómo encarar el pasado. En estas novelas la búsqueda que entablan estos testigos por una reparación psíquica y social activa reflexiones éticas sobre las maneras en que una sociedad puede escuchar a sus víctimas más allá de la búsqueda utilitaria de la evidencia judicial o la información instrumental que determina muchas prácticas judiciales e historiográficas contemporáneas. Más aún, como parte de la exploración de la figura del testigo, examinamos aquí cómo Delirio propone considerar la masculinidad heteronormativa y sus crisis como una dimensión crucial de las pérdidas colectivas sufridas por la sociedad colombiana en el cambio de siglo y, en particular, de aquellas relacionadas con las violencias del narcotráfico. Esta consideración de las dinámicas genérico-sexuales en la base del orden social nacional emerge aquí como una dimensión importante para un nuevo tipo de análisis cultural de la historia colombiana reciente, uno que ha sido generalmente ignorado en los debates públicos del país. La ficción es entonces el lugar desde donde esta exploración sobre el testimonio en su nivel más amplio, la dimensión ética de articularlo y la configuración de órdenes genérico-sexuales violentos, emerge con gran fuerza. El tercer capítulo examina el cine colombiano contemporáneo como un espacio fundamental para las reflexiones sobre las dinámicas
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y los legados del conflicto armado. La relación entre las narrativas fílmicas y la guerra ha sido poco estudiada en el caso colombiano, en parte porque la producción cultural de las últimas décadas ha estado enfocada casi en su mayoría en cartografías urbanas. Con algunas excepciones (como es el trabajo de Juana Suárez), poco se han analizado literatura y cine de manera conjunta en el estudio de la cultura en Colombia. Aquí partimos de la base de que el cine colombiano de finales de la década del 2000 en adelante ocupa un rol importante en moldear las fronteras discursivas y visuales del discurso político relacionado con el conflicto armado, la militarización y los efectos sociales, psíquicos y económicos de la guerra sobre sujetos y espacios rurales. Examinamos cómo el cine se ocupa de articular el fenómeno del desplazamiento forzado de sujetos rurales —un tema de enorme importancia en el debate político contemporáneo— para repensar la figura de la víctima más allá de nociones dominantes de abyección y parálisis y, a la vez, cuestionar narrativas oficiales de postconflicto que anuncian un futuro de progreso y prosperidad. Enfocándonos en El vuelco del cangrejo (2009), Los colores de la montaña (2010), Jardín de amapolas (2012), La Playa D.C. (2012), La sirga (2013) y Alias María (2015), analizamos aquí la emergencia de la figura del niño y el adolescente de clase rural y trabajadora como sujeto privilegiado de la representación de la víctima que atestigua. Al explorar cómo estas películas expanden las reflexiones sobre víctimas y ciudadanía al ámbito de la minoría de edad, este capítulo investiga el uso sentimental de la figura del niño víctima en películas como Los colores de la montaña y Jardín de amapolas para contrastarlo con el uso de la figura del testigo adolescente en medio de la guerra que aparece en películas como La sirga, La Playa D.C. y Alias María. Estas últimas se enfocan en testigos adolescentes errantes, en tránsito a la adultez, cuya alienación emerge de las dislocaciones producidas por el conflicto armado y por los órdenes económicos que lo sostienen y alimentan. La adolescencia de clase trabajadora emerge en La sirga y La Playa D.C. como un espacio crítico para pensar en el tema de la ciudadanía neoliberal, de lo que implica buscar un lugar en una comunidad nacional de trabajadores y consumidores a la luz de un conflicto armado que supuestamente está llegando a su fin. Aquí sugerimos que la figura del testigo adolescente
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marcado por la guerra complica discursos públicos de duelo eficiente y postconflicto, dando lugar a una crítica del sistema económico y político que ha sostenido la lucha armada. A la vez, estas películas mapean formas de solidaridad y resistencia que complican nociones de abyección y parálisis que han sido centrales para la representación de las víctimas en la Colombia contemporánea. El último capítulo se enfoca en testimonios de resistencia civil que se articulan en ámbitos extrajudiciales. En particular examinamos el proyecto Cartas de la Persistencia, una iniciativa cultural de producción de testimonios que surge entre 2007 y 2008, en un momento importante de revelación pública a nivel estatal y social. A través de esta iniciativa de escritura epistolar, miles de niños y adultos enfatizaron el acto de dar cuenta de uno mismo utilizando la segunda persona, proceso que vino acompañado de una profunda reflexión sobre el sufrimiento y la resistencia cotidiana y sobre la presencia de otros en el proceso de dar testimonio. Al circular en diferentes espacios que exceden aquellos en los que los ciudadanos se construyen como sujetos del Estado (o de grupos armados ilegales), estas cartas democratizan el archivo histórico de diversas maneras, pues descienden a la cotidianidad para revelar cómo los sujetos —entre ellos, los niños— la construyen en medio de diversos obstáculos y sufrimientos, insertando en la esfera pública relatos sobre la vida civil en una época en que esta está saturada con las acciones (de habla y de guerra) de los actores armados y estatales. Ortega propone que la pregunta por el efecto, sentido y percepción, colectiva e individual, de las violencias cobra relevancia, intelectual y políticamente, una vez que permite entender los modos en que estas violencias configuran la subjetividad y a la vez son configuradas —y susceptibles de ser transformadas— por las acciones particulares de las comunidades. Se hace necesario, por tanto, examinar el fenómeno de la violencia desde la perspectiva, el lenguaje y las prácticas de los sufrientes, los modos en que estos padecen la violencia, negocian y obtienen reductos de dignidad (a veces de manera poco evidente), resisten y reconstruyen sus relaciones cotidianas, y sobrellevan la huella de la violencia de un modo que no siempre aparece perceptible para quien viene de afuera (2008, 21).
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Al analizar tanto las implicaciones de la escritura epistolar como la práctica cultural y ética, y también el contenido mismo de los testimonios de miles de personas que articulan el fenómeno de la violencia y sus modos de resistir presentes en este archivo reciente, este capítulo examina la relación entre escritura y reparación, así como las dimensiones socioculturales de la reconstrucción cotidiana de la vida frente a los acontecimientos violentos. En este sentido, dichas cartas complican narrativas esencialistas del desastre y formulaciones monolíticas de la violencia que han ocupado un rol dominante en el fin de siglo en Colombia. En la escena política de la escritura y lectura que estas cartas activan, ellas enfatizan las posibilidades de resistencia y reconstrucción de lo cotidiano, aquello que Ortega llama los “modos en que el dolor opera en contextos concretos y los recursos socioculturales de las personas con los que construyen su cotidianidad y permiten la emergencia de la reparación” (2008, 60), temas tradicionalmente ignorados en diversos modelos de análisis social y en los medios que se encargan de narrar las violencias como objetos de interés público. En suma, este libro examina una amplia gama de prácticas textuales y simbólicas que, a través de diferentes formatos y con diferentes propósitos, comparten un interés por exponer las dimensiones sociales, lingüísticas, éticas, psíquicas y genérico-sexuales de la subjetividad en espacios de crisis.19 En el proceso estas intervienen activamente en los debates sobre la historia contemporánea y la construcción de la memoria, produciendo narrativas más complejas del sufrimiento social que complican relatos dominantes y nos entrenan a pensar en la historia contemporánea a partir de categorías de análisis que han sido tradicionalmente ignoradas desde otras epistemologías y saberes.
19 Por cuestiones de espacio, no alcanzaremos aquí a analizar otros diversos proyectos culturales de gran valor estético y político cuyo trabajo es de gran importancia en esta época. En particular, el trabajo de varias décadas realizado por el colectivo Mapa Teatro amerita gran atención en relación con los temas tratados aquí y podría localizarse en un interesante diálogo con los textos y las prácticas que examinamos. Lo mismo sucede con el trabajo fílmico de Víctor Gaviria, cuyos temas y propuestas, sin embargo, nutrirán nuestras reflexiones a lo largo de este libro.
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De estos textos emerge una comprensión más profunda y polifónica de la vida contemporánea colombiana y, sobre todo, nuevos marcos epistemológicos para pensar en los legados de la violencia y en modos de referirnos a ellos. En un país que, como dice Riaño, “no ha resuelto apropiadamente su relación con el pasado” (2006, xliii) y donde, en palabras de Blair, “la falta de atención o imaginación, en la recepción y elaboración de lenguajes de dolor se convierte ineluctablemente en generadora de nuevas violencias” (55), esta insistencia de los textos que aquí analizamos en reflexionar sobre las maneras de narrar las pérdidas los localiza en la vanguardia de los conflictivos y difíciles trabajos de la memoria. La férrea defensa que Vallejo hace de la ficción como el lugar desde donde se mira el mundo de manera crítica y profunda es, a fin de cuentas, lo que la lectura de las novelas, los testimonios y los largometrajes aquí destacados busca comprobar.
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CAPÍTULO I
Lengua, violencia y gramática. La defensa de la literatura en la obra de Fernando Vallejo
Es indudable que la extensa obra de Fernando Vallejo ocupa un lugar fundamental en el panorama cultural del cambio de siglo en Colombia, así como en el de las letras hispanoamericanas de décadas recientes.1 Ocuparse del tema de la memoria y sus trabajos sin considerar los textos de este autor sería ignorar una voz central en una producción simbólica contemporánea obsesionada con abordar el tema de las violencias, la subjetividad, el lenguaje y el cuerpo social. La prolífica obra de Vallejo es imprescindible en cualquier aná-
1
Los trabajos críticos de Rueda, Hoyos y Franco, entre muchos otros, corroboran este panorama. Así lo demuestra también el dosier dedicado a su obra en la revista Cuadernos de Literatura (2015), donde se han realizado importantes lecturas de la prolífica obra del escritor. Mi artículo “Los embelecos de la gramática: Lengua, literatura y herejías gramaticales en la obra de Fernando Vallejo” es la base del presente capítulo.
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lisis de la literatura colombiana reciente precisamente por el lugar canónico —aunque iconoclasta— que el autor ha llegado a ocupar dentro de la cultura colombiana del nuevo siglo, en particular desde la publicación de La Virgen de los Sicarios (1994), su novela más conocida. Si queremos hablar de los modos en que la literatura se ocupa de los problemas de la memoria hacia comienzos del nuevo siglo, y del surgimiento de la figura del testigo que entabla la labor del recuerdo como sujeto primordial en las reflexiones culturales de esta época, la obra de Vallejo supone un punto de partida fundamental. Fernández L’Hoeste coincide con otros críticos en que “en la obra de Vallejo la literatura se convierte en una excusa para lidiar, de forma crítica, con el pasado. El pasado en sí, tal vez no sea modificable —al fin y al cabo, no tiene remedio—, pero el hecho de problematizarlo encierra, sin lugar a duda, el pasatiempo favorito del escritor” (758). La Virgen de los Sicarios se centra en un protagonista que propone articular la relación entre literatura y memoria cuando retorna a una Medellín en crisis después de mucho tiempo en el exilio. Este personaje, alter ego del escritor, nos anuncia que él es “la memoria de Colombia”, a la vez que nos advierte que escribe desde un lugar de gran vulnerabilidad, pues está en riesgo de desaparecer. Dicha advertencia, que resuena a lo largo de la novela, enlaza la responsabilidad de hacer memoria con la labor de contrarrestar la tendencia hacia el olvido, tan común en una sociedad que busca compulsivamente borrar la memoria de los muertos. En medio de su deambular por una Medellín letal donde el protagonista se ocupará precisamente de narrar cómo van cayendo los cuerpos, este se lamenta: “Me inquieta la fugacidad de la muerte: esta prisa que tienen aquí para olvidar. El muerto más importante lo borra el siguiente partido de fútbol” (39). La atención a los problemas de la memoria y el olvido —temas siempre relacionados con la pregunta de la naturaleza del testigo— es un elemento fundamental de esta novela, así como de muchas obras de Vallejo, incluidas sus biografías noveladas sobre diversos poetas y pensadores colombianos. En El cuervo blanco (2012), obra en la que recuerda y celebra al gramático decimonónico Rufino José Cuervo, las reflexiones sobre la escritura, la temporalidad, la memoria, el lenguaje y la literatura van a
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entrelazarse con el tema de la memoria de formas sutiles pero significativas que nos interesa abordar aquí. De hecho, el interés de Vallejo por la memoria se relaciona con el problema del ordenamiento de la narración y con el lenguaje mismo, temas que aparecen explícitamente en todas sus obras de maneras diversas. En La Virgen, narración en la que un gramático busca reconstruir el pasado (el de las andanzas del protagonista por Medellín, donde se enamora de sicarios que luego son asesinados, pero también el de los cambios sufridos por esa ciudad por culpa del narcotráfico), la duda sobre las posibilidades mismas de ordenar los eventos es un elemento recurrente en el relato. Serra mapea cómo en la novela “la presencia constante del que arregla y selecciona el material” (71) es fundamental para la trama y aparece de forma explícita. No es entonces una coincidencia que la gramática sea una preocupación central del texto, al igual que sucede en su biografía novelada titulada El cuervo blanco (2012), pues como proyecto epistemológico la gramática lidia, entre otras cosas, con la organización de las lógicas temporales y con la clasificación social. La gramática se sostiene sobre reglas de ordenamiento —de la temporalidad, de la diferencia— que definen jerarquías y prescriben los modos en que nos debemos referir a pasado, presente y futuro.2 La búsqueda del tiempo perdido (que tanto interesó a Proust), es decir, la cuestión de la articulación del recuerdo y cómo este convive con el presente y el futuro, es central tanto para la gramática como para la literatura misma. En las ficciones de Vallejo, en las que la literatura misma es un tema de reflexión, hay un explícito interés en la vida social del lenguaje en relación con la pregunta sobre el ordenamiento del pasado y los límites de este en el contexto de la historia personal
2
En su análisis del problema de las violencias del narcotráfico en México y la relación con el horror, Rosana Reguillo propone que la violencia “puede ser metonímicamente asimilada a un lenguaje y a una cultura y por ende susceptible de ser leída o interpretada a través de la gramática: reglas, pautas, usos, dispositivos” (2012, 36). Es útil considerar esta idea de Reguillo a la luz de la obra de Vallejo que insiste en que analizar los desajustes causados por las violencias contemporáneas no puede hacerse sin abordar el tema del lenguaje y de las reglas y principios que lo regulan. Vallejo apunta a algo que luego la socióloga intenta llevar un paso más allá.
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y colectiva. En dicho contexto, diversos novelistas colombianos que escriben a comienzos del siglo xxi, cuyo trabajo abordaremos en el siguiente capítulo, heredan explícitamente el interés vallejiano de atender a las posibilidades de conjugar pasado, presente y futuro. La obra de Vallejo nos recuerda que sin una reflexión sobre el lenguaje y sobre cómo este se conjuga para narrar un presente difícil no se puede abordar una historia marcada por violencias de todo tipo, no se puede elaborar una memoria crítica del pasado. Como dice Jelin, inspirada por Halbwachs y Ricoeur, toda memoria implica una mediación lingüística y narrativa. La experiencia pasada, sugiere, en su actualización en el presente, no depende de forma lineal del evento mismo, sino del lenguaje y de su marco interpretativo (2001a, 14). En La Virgen de los Sicarios y El cuervo blanco, obras que examinaremos a continuación, la reflexión lingüística es la base para la reflexión histórica y política y es precisamente desde allí, nos propone el autor, desde donde la literatura es capaz de revelar dimensiones complejas sobre un mundo en crisis (y sobre cómo este puede narrarse), dimensiones que las epistemologías dominantes no llegan a abordar. Examinaremos aquí las investigaciones que hace Vallejo sobre la vida social del lenguaje en dos obras protagonizadas por gramáticos para trazar la manera en que el autor plantea una idea que va a ser fundamental para los creadores de su época: que la literatura, a partir de su minuciosa exploración sobre cómo funciona el lenguaje, es el medio idóneo para reflexionar de manera más aguda sobre las crisis sociales de su tiempo. La obra de Vallejo opera como una defensa del quehacer literario en el proceso de reflexión de un presente abrumado por el pasado, como una invitación para continuar con el agudo trabajo de la ficción, a pesar de que todos, incluido el escritor, se encuentren en riesgo de muerte en la calle. Los escritores de comienzos de siglo xxi, lectores todos de Vallejo, son interpelados por esta invitación y la comparten.
La gramática y la vida social del lenguaje La gramática, saber que ha estado íntimamente ligado al ejercicio del poder político en Hispanoamérica desde tiempos coloniales, ocupa
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un lugar central dentro de las reflexiones lingüísticas, literarias y políticas de Fernando Vallejo. Desde su tratado de gramática del lenguaje literario, Logoi (1983), pasando por su ya canónica novela La Virgen de los Sicarios, donde un gramático homosexual retorna del exilio a narrar sus travesías topográficas y lingüísticas por la convulsionada Medellín de los años noventa, hasta El cuervo blanco, híbrido entre ensayo y biografía novelada sobre la vida y obra del importante gramático Rufino José Cuervo (1844-1911), las reflexiones de Vallejo en torno a la gramática son centrales para su proyecto literario y su concepción del rol que ocupa la literatura como espacio de reflexión profunda sobre el mundo contemporáneo. La obra de Vallejo —en particular, La Virgen de los Sicarios y El cuervo blanco— investiga la relación entre la gramática, el lugar de enunciación del intelectual que reflexiona sobre el lenguaje y el ejercicio del poder. El proyecto gramatical de Vallejo es contradictorio y seductor: mientras el provocador protagonista de La Virgen invoca al lingüista Cuervo y defiende la reflexión sobre la lengua propia de la gramática en un país en que esta ha sido un saber constitutivo de las violencias de la nación, la novela celebra el carácter cambiante de la lengua y defiende el lugar de la literatura frente a otros saberes y prácticas que no pueden dar cuenta de cómo el uso del lenguaje determina las relaciones sociales. Mientras El cuervo blanco celebra la genialidad de Cuervo examinando su obsesivo proyecto de clasificación del castellano, las reflexiones gramaticales, filológicas y semánticas del autor prueban que el “genio rebelde, cambiante, caprichoso” (2012, 299) de la lengua no se puede encerrar en gramática alguna. Teniendo en cuenta la centralidad de lo que para Vallejo es la “falsa ciencia” y el “embeleco” (2012, 67) de la gramática en su obra, examinaremos la manera en que este articula una profunda crítica contra la sistematización de la lengua y los proyectos políticos e ideológicos que acompañan estos esfuerzos, lo que produce una defensa de la literatura como el lugar donde se pone en escena la vida del lenguaje y se reflexiona sobre el mundo. En este sentido, la literatura va a ser el espacio desde el cual se aborda, para Vallejo, de manera más reveladora la historia de las violencias colombianas. En su atención a la vida social del lenguaje, la literatura es el territorio de una crítica radicalmente distinta de
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aquellas epistemologías producidas por los saberes dominantes que se han encargado de diagnosticar la historia nacional, incluida la ciencia misma de la gramática. La complejidad estilística y temática de La Virgen ha suscitado múltiples lecturas, entre las cuales sobresale el interés por examinar el lugar del intelectual y su relación con la violencia que atestigua y produce. O’Bryen (2004) examina la locación ambivalente de la agencia narrativa en las novelas de Vallejo a partir de la forma en que sus narradores cuasiautobiográficos, que no pueden ser confundidos con el autor, producen el espacio urbano mediante su deambular por Medellín, revelando tanto la reproducción de prácticas espaciales hegemónicas y violentas como su cuestionamiento. En un agudo análisis sobre el proyecto intelectual anticristiano de Vallejo, Hoyos demuestra que la herejía es el principio que gobierna la impronta crítica de varios de sus textos y que produce una refutación sistemática de la existencia del Dios cristiano y una denuncia de la manera en que la religión católica está íntimamente relacionada con un orden político que perpetúa la violencia y la miseria en Colombia. Este capítulo busca contribuir a esta tradición que localiza en la obra de Vallejo importantes aportes críticos a los debates políticos e históricos de nuestro tiempo. En este sentido, nos distanciamos de aquellas lecturas que ven en La Virgen la celebración del desastre que impide que la novela se comprometa con postura crítica alguna (Jaramillo Morales), un texto que expresa de modo transparente el supuesto discurso racista o neofascista de su autor (Polit Dueñas) o una novela que aboga por el retorno a un orden agrario y excluidor heredado de la época colonial (Suárez). Dichas lecturas, que resaltan la impronta reaccionaria, fascista, nihilista o apocalíptica de la novela, tienden a pasar por alto que la contradicción constituye el motor de la obra de Vallejo y la invitación que seduce a sus lectores. Suelen ignorar las múltiples máscaras y posiciones que ocupa el autor para construir su provocadora persona literaria en diversos escenarios y las contradicciones evidentes entre sus afirmaciones sobre la naturaleza ficticia de su obra, el uso de narradores semiautobiográficos y la repetida referencia a su imposibilidad de escribir más que en primera persona.
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La Virgen es el relato de viaje de Fernando, un escritor homosexual que regresa después de muchos años de exilio a atestiguar lo que pasa en las calles de una Medellín transformada por las guerras libradas alrededor del narcotráfico, por el fracaso de los violentos e inacabados procesos de modernización y por la desigual inserción de la ciudad en el orden capitalista global. En sus recorridos por la ciudad caótica y letal, acompañado de los dos jóvenes sicarios de los que se enamora, Fernando reflexiona sobre la posibilidad de escribir y relatar en medio de la ciudad violenta y cataloga, analiza y termina adoptando las expresiones populares y los juegos de lenguaje que utilizan los jóvenes marginales, jerga que para muchos letrados en un país de larga tradición de gramáticos implicaría usos erróneos, incorrectos e impuros de la lengua. Fuera de hacer referencia a su oficio de escritor, Fernando se define a sí mismo como “el último gramático de Colombia” (30), “en este que fuera país de gramáticos siglos ha” (20), e invoca en numerosas reflexiones sobre el lenguaje y la semántica a Rufino José Cuervo, a quien llama un “viejo amigo […] a quien frecuenté en mi juventud” (20). De forma paralela, en El cuervo blanco, texto que el autor introduce como un santoral de Cuervo, sostiene que el trabajo de este “dejó una gran huella en mí” (26) y “definió mi vida” (47). Autor y narrador se construyen así en diversos textos de Vallejo (así como en sus discursos) como herederos de un saber que ha sido central para la construcción del orden político colombiano desde la Independencia.
La limpieza y esplendor de los gramáticos Al posicionarse como el último de los gramáticos colombianos, el narrador de La Virgen evoca una importante tradición de letrados de fines del siglo xix y comienzos del xx cuyo conocimiento y erudito manejo de la lengua castellana y del latín estuvo íntimamente ligado a la actividad política. Deas y Von der Walde han sugerido que el estudio de la lengua y la gramática, junto con el ejercicio de la escritura, durante décadas fue el requisito para ejercer el poder político en Colombia, al señalar los efectos de estas prácticas letradas en la consolidación de un orden político conservador, hispanista y católico
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legitimado por el Estado y la ley que buscó amurallar a la nación de los cambios que traía consigo la modernidad. La gramática, como ciencia que abogaba por la pureza del lenguaje y la articulación de leyes permanentes y perdurables para el uso de la lengua, fue uno de los saberes hegemónicos que determinaron el acceso al poder en Colombia, con importantes consecuencias políticas. El gramático colombiano más importante de esta época marcada por la institucionalización de la ciudad letrada fue Rufino José Cuervo, cuyo fantasma puebla los textos y las alocuciones de Vallejo desde que publicó su tratado sobre el lenguaje literario en 1983. Como uno de los filólogos y gramáticos de la lengua española más reconocidos del mundo a finales del siglo xix, momento de la consolidación del hispanismo como disciplina, Cuervo editó y comentó la famosa Gramática de Andrés Bello (1874), fue autor de las Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano (1872), de un Catecismo de urbanidad (1883) y del inacabado Diccionario de construcción y régimen de la lengua española, que Vallejo analiza en profundidad en El cuervo blanco. Cuervo se lamentó con pesimismo de lo que consideraba la inminente pérdida de la unidad del castellano, que localizaba en una etapa similar a la transición en el Medioevo entre el latín vulgar y las diversas lenguas romances. En sus Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano, tratado comparativo entre el habla local y el castellano de España, que ya para 1885 se había convertido en la obra de erudición más popular en la Colombia de la época, Cuervo observó las diferencias entre las hablas locales desde los parámetros de lo que él consideraba el esplendor lingüístico de la España del Siglo de Oro, que implantó en América su proyecto colonial. En El cuervo blanco, Vallejo explica el propósito de las Apuntaciones de la siguiente manera: Por la época de la gramática latina que escribió con Miguel Antonio Caro, Cuervo empezó sus Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano, un libro que Colombia amó y que decidió mi vida. Parecía un libro de provincialismos o de dialectología pero no, era algo más, mucho más, un libro normativo: su fin era enseñarle a hablar bien a Colombia, y Colombia, hasta donde pudo y le dio su cabecita loca, aprendió, convirtiéndolo de paso en el árbitro del idioma (47).
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Cuervo catalogó los errores y las desviaciones que alejaban a los bogotanos del buen uso de la lengua, lamentó la pérdida de “la copiosa y la más castiza habla de nuestros padres” y localizó el buen uso del idioma en un segmento social definido por “las personas cultas”, que se diferenciaban del “vulgo” que erraba en el uso de la lengua y se desviaba de la norma (xii). Para Cuervo, “en Bogotá, como en todas partes, hay personas que hablan bien y personas que hablan mal, y en Bogotá, como en todas partes, se necesitan y se escriben libros que, condenando los abusos, vinculen el lenguaje culto entre las clases elevadas, y mejoren el chabacano de aquellos que, por la atmósfera en que han vivido, no saben otro” (x). En este sentido, el plan proscriptivo y prescriptivo de Cuervo se relacionaba con la producción de un tipo de ciudadanía: estaba ligado a un proyecto social de entendimiento basado en unas jerarquías particulares de la lengua que estipulaban el uso correcto del lenguaje a partir de una norma proveniente de la lengua literaria de Cervantes. Este bien hablar, que estaba íntimamente ligado a una clase social culta, constituía el requisito para tener acceso a la ciudad letrada y al poder (Walde, 76). El intelectual y político que comprendió de forma más explícita las dimensiones políticas de la regulación de la lengua fue Miguel Antonio Caro, gramático, filósofo, poeta, miembro con Cuervo de la recién fundada Academia de la Lengua, presidente de Colombia (1894-1898) y uno de los artífices del orden político conservador que definió el Estado centralista, autoritario y católico que rigió la vida colombiana de casi todo el siglo xx. Junto con otros presidentes conservadores posteriores, como José Manuel Marroquín y Miguel Abadía Méndez, autores también de extensos tratados lingüísticos, diccionarios y gramáticas, el ímpetu catalogador y prescriptivo de Caro revela la profunda conexión entre actividad política y políticas de la lengua en la historia colombiana (Deas, 31). Como señala Von der Walde, en sus numerosos escritos Caro reparó en la relación entre lengua y orden político sustentando en la gramática un discurso político y religioso antimoderno que produjo una idea de nación definida por la tradición española y católica (76). “El uso correcto de la lengua”, sugiere Von der Walde con respecto a Caro, “remite no solo al orden gramatical. En la lengua se consignan el orden divino, la moral y por tanto
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la conducción de los pueblos” (77).3 Para Caro, la limpieza lingüística del castellano provenía del mayor grado de civilización del lenguaje que él localizaba en la España colonizadora, cuyo esplendor estaba atado a un proyecto moral católico. Como sugiere Deas, “la lengua permitía la conexión con el pasado español, lo que definía la clase de república que estos humanistas [de fines de siglo xix] querían” (47). Durante la colonización española en América, época que sirvió de parámetro del esplendor cultural para los gramáticos colombianos, el lenguaje operó como sistema simbólico para transmitir la doctrina cristiana. De dicha concepción surgen las prácticas amalgamadas bajo el concepto de reducción, que han estudiado Cummins y Rappaport, entre las que se encuentra el ordenamiento de las sociedades americanas a través de una serie de gramáticas de lenguajes indígenas que buscaban ordenar un mundo considerado caótico y que produjeron una jerarquía cultural en la que las lenguas de origen latino tenían primacía. En términos espaciales, se estableció una estrecha relación entre la letra y el espacio urbano, ya que la organización de gramáticas indígenas venía de la mano de la organización de ciudades y pueblos desde el espacio de una plaza que irradiaba el poder eclesiástico a las diferentes regiones periféricas rurales (Cummins y Rappaport, 176). La producción de documentos legales, eclesiásticos y literarios durante la época colonial coincidió con prácticas espaciales que instituyeron el poder sobre los cuerpos indígenas. Así como se pretendía reducir (ordenar, hacer razonar) a los indígenas al conocimiento de Dios, la planeación urbana fue también una instancia de ordenamiento íntimamente ligada a la escritura. Los funcionarios públicos de la colonia, responsables tanto de sumarios como de gramáticas, inscribían el espacio social en documentos, a través de lo que Cummins y Rappaport han llamado un espacio alfabético (176). La reflexión lingüística del protagonista gramático de La Virgen que se da en el proceso
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Recordemos que, fuera de sus tratados sobre la lengua, Cuervo también escribió un manual de urbanidad, haciendo patente la concepción de una íntima relación entre las cosas que hacemos con las palabras y las prescripciones morales y sociales cotidianas.
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de su deambular por el espacio de Medellín y sus iglesias nos remite también a esa historia colonial que encontró continuidad en la Colombia gobernada por gramáticos de fines del siglo xix. El intelectual de esta novela es una figura nómada que, fuera de recorrer las calles más antiguas de la ciudad, nombrar las vírgenes de cada iglesia y los parques, calles y barrios históricos mientras reflexiona sobre los usos del lenguaje, se aventura también con gran curiosidad en la otra ciudad, la de las comunas consideraras por las clases medias y altas como peligrosas e intransitables, que es de donde vienen sus amantes. Este se pierde en los recovecos de una ciudad donde se trunca la reducción colonial y republicana, una ciudad que no es fácil de ordenar, que no es legible bajo los parámetros de la cartografía clásica, que excede el espacio colonial y el ordenamiento territorial republicano de la época de la regeneración de los gramáticos. Aunque los gramáticos-políticos colombianos del siglo xix compartieron la preocupación de Andrés Bello por la unidad del castellano frente a la diversidad de usos del lenguaje y los dialectos y jergas utilizados en las nuevas repúblicas hispanoamericanas, estos entendieron la relación entre lenguaje y política de forma distinta. No abogaban por el derecho de los americanos a participar en la formación de una lengua común que ampliara el castellano peninsular ni consideraban el lenguaje un elemento central para el proyecto liberal de integración comercial hispanoamericana. Von der Walde demuestra cómo estos esfuerzos por fijar el castellano correcto y la doctrina moral católica influenciaron la construcción de un proyecto hegemónico de nación “excluyente de las mayorías mestizas del país y [que] deja de lado también la existencia de más de ochenta familias de lenguas indígenas en el territorio. Los saberes letrados, la fe católica, el hispanismo serán dominio de unos pocos que legitimarán con ello su derecho al poder” (79). En este contexto se enmarca la Constitución de 1886, que rigió la vida colombiana durante más de un siglo, diseñada por Caro y otros letrados interesados en el estudio de la lengua. Esta buscó centralizar un país fragmentado desmontando el modelo de un Estado laico propuesto por anteriores gobiernos liberales, para volver a restituir el poder de la Iglesia en el ámbito educativo y social. Como señala Hoyos, diversos textos de Vallejo aluden precisamente a
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este trasfondo histórico que aportó la consolidación de una identidad nacional íntimamente ligada a lo católico, y en el proceso intentan examinar los vínculos de esa colombianidad cristiana con la historia de sus violencias. Al alejarse de los modelos propuestos por los gramáticos decimonónicos y sus aliados, la Constitución de 1991 buscó romper con el matrimonio entre Iglesia y Estado bajo una impronta liberal y multicultural, reconociendo por primera vez la pluralidad cultural y lingüística de la nación. En los años posteriores a la firma de esa nueva constitución que intentó poner fin, al menos en la letra, al imperio de los gramáticos, surge la novela de Vallejo, en la que un protagonista gramático quiere revisar la relación entre lengua, violencia y nación.
De la reducción a la redacción A la luz del legado de los gramáticos, Von der Walde sugiere que la literatura colombiana es parcial o totalmente antiletrada, pues “buscar cómo viven, hablan y piensan los que están fuera de la ciudad letrada implica una exclusión de ella. Los escritores mismos en muchos sentidos son también unos excluidos y gradualmente irán excluyendo todo aquello que defienden los letrados de la ciudad amurallada tras diccionarios, gramáticas y libros de oración” (80). En La Virgen, los recorridos del gramático que se deslumbra por el lenguaje de los sicarios con el que los letrados de la llamada “Atenas suramericana” de antaño se habrían horrorizado dan lugar precisamente a una radiografía de estas tensiones y choques en la vida del lenguaje que determinan tanto el ámbito político como el espacio de la literatura. Bakhtin nos recuerda que una de las dimensiones fundamentales de la vida social surge de las tensiones existentes en una sociedad entre un lenguaje unitario —aquel que las fuerzas que buscan centralizar la cultura presentan como lenguaje oficial— y un lenguaje vivo marcado por sus fuerzas centrífugas, es decir, por la mezcla conflictiva de códigos que constantemente buscan descentralizar y minar ese esfuerzo unificador (271). La política se localiza en aquellos espacios en los que los lenguajes chocan y evolucionan en un ambiente de heteroglosia social.
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Para Bakhtin, la novela es el género que posibilita la puesta en escena de dichos choques, y allí es donde radica su dimensión política. La construcción del narrador como gramático en La Virgen alude, en primera instancia, a un reconocimiento del lugar central que ocupa el lenguaje en la consolidación del orden político y en la construcción de jerarquías sociales, como bien lo entendieron Caro y Cuervo. Sin embargo, mediante una serie de estrategias narrativas, temáticas y formales, la novela coopta la figura del gramático para cuestionar su autoridad discursiva y el alcance de su esfuerzo prescriptivo y en el proceso crea una defensa de la literatura como el lugar donde se pone en escena la naturaleza movediza y esquiva del lenguaje. Lander ha sugerido que el narrador de La Virgen demuestra una confianza inquebrantable en el estatus que ocuparon los letrados hispanoamericanos hasta mediados del siglo xx y que precisamente esto demuestra su irrelevancia en el Medellín violento al que llega después del exilio (78). Polit Dueñas subraya el lugar hegemónico que ocupa el narrador al ser un sujeto blanco de clase alta que expresa su jerarquía absoluta sobre los sicarios. Dichas lecturas se complican frente a la atención que el propio narrador arroja sobre su dificultad de ordenar el espacio, de recordar, de hilar los acontecimientos y de utilizar el bien hablar que Cuervo elogia en las personas cultas y en la literatura misma. Aunque el protagonista se posiciona al comienzo de la novela como el heredero del legado de limpiar, fijar y dar esplendor a la lengua, sus reflexiones sobre la dificultad de escribir, de hilar la “colcha deshilachada de retazos” (30) que es Medellín pueblan el texto. “Señor procurador”, dice Fernando en su interpelación más emblemática, evocando al abogado poeta de La vorágine, que denuncia en varias cartas la violencia fronteriza a un funcionario del Gobierno, “yo soy la memoria de Colombia y su conciencia y después de mí no sigue nada. Cuando me muera, aquí sí que va a ser el acabose, el descontrol. Señor Fiscal General o Procurador o como se llame, mire que ando en riesgo de muerte por la calle” (21). Este lamento del protagonista frente a un Estado que él mismo critica de corrupto e inoperante revela la conciencia de que el letrado ya no ejerce el rol sagrado de la manipulación de los signos que para Ángel Rama definió el primer siglo de historia de la Hispanoamérica independiente. Esta afirmación resuena
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en la época en que se publica la novela cuando los llamados violentólogos, los académicos que desde las ciencias sociales adquirieron un rol central en la interpretación de los dramas sociales de la nación, se convierten en los intelectuales del Estado y sus diagnósticos, los más solicitados a nivel institucional (Villaveces Izquierdo, 2006, 311). La ansiedad del narrador con respecto a su lugar de enunciación dentro de la comunidad nacional al comienzo del texto inaugura un cuestionamiento sobre las posibilidades de la literatura de producir sentido a partir de las crisis históricas y sobre el rol mnémico del escritor frente a ellas. De hecho, la obsesión con la temporalidad y, a su vez, la pregunta sobre las posibilidades de narrar el pasado desde la literatura (no solo el pasado personal, sino el de toda una comunidad nacional) se establecen desde el comienzo de la novela a través de diversas imágenes. La novela empieza precisamente con el recuerdo del narrador del pueblo “silencioso y apacible” de Sabaneta, aledaño a Medellín, durante su infancia. Esta imagen le sirve para establecer una comparación entre pasado y presente de una región en crisis y comenzar así a articular el tema de cómo recordamos frente al cambio histórico. Justo al comienzo de la novela este acto de evocar el pasado personal está, sin embargo, poblado de dificultades: al pasar en las primeras páginas de comentar su experiencia personal de la infancia a un análisis sobre cuestiones nacionales y sociales más amplias relacionadas con la crisis social, el narrador empieza a titubear con respecto al hilo cronológico de su narración. “¿Pero qué les estaba diciendo del globo, de Sabaneta?” (8), reconoce honestamente aceptando la dificultad de narrar el recuerdo de forma lineal. Un poco más adelante, el momento en el cual finalmente el protagonista-narrador se localiza en épocas presentes, en un apartamento donde conoce a Alexis, su futuro amante-sicario, viene acompañado de una imagen de decenas de relojes detenidos a distintas horas. Dicha imagen alude a la pregunta de cómo se mide el tiempo y se articula el tema de la confluencia de pasados y presentes. Martínez Gutiérrez sugiere que a través de imágenes como esta “el ejercicio de la memoria se muestra desde las primeras líneas como un recurso para desencadenar el relato, al tiempo que proporciona un modelo de comparación [entre el Medellín de la infancia del escritor y el Medellín de fines de la década de los noventa],
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un principio necesario para entender el cambio y decodificar el ahora de su narración” (s/p). Una memoria organizada supondría una gramática organizada, un uso adecuado de pasado, presente y futuro; una concordancia de órdenes temporales, de frases completas, una conjugación que no falla. Pero este autoproclamado gramático suele ser el primero en tener dificultad para utilizar los tiempos verbales de manera apropiada, porque articular la memoria es una tarea ardua: “Después de los dos sicarios de Aranjuez con moto ¿quién siguió?” (47), pregunta, cuestionando su propia autoridad de historiador, así como la narración cronológica simplificada que privilegian los medios para relatar los eventos cotidianos. “¿Pero qué les estaba diciendo […]?” (8), pregunta perdido en su propio relato. “Pero estoy anticipando, rompiendo el orden cronológico e introduciendo el desorden” (30), se lamenta cuando intenta describir el espacio laberíntico de las comunas de Medellín. A veces ni siquiera encuentra el verbo para terminar la frase. En la ausencia de desarrollo cronológico riguroso, en el desorden temporal, incluso en la repetición de eventos que aparece en la novela (que vemos también en otros textos de Vallejo, como El cuervo blanco), “Vallejo se niega a relegar el pasado y la memoria acapara el presente y comparte el futuro” (Fernández L’Hoeste, 760). El orden temporal propuesto por la gramática parece no encajar bien en esta coexistencia de temporalidades. El desorden sintáctico y cronológico de este gramático contrasta con lo que para Barthes es la maestría que el científico, el lingüista, el jurista o el gramático claman sobre el acto de relatar y de construir la frase. Barthes sugiere que el potencial lúdico del texto literario radica precisamente en la manipulación de la jerarquía sintáctica del texto del experto, y que allí es donde la literatura es capaz de producir una crítica epistemológica (50). En el laberinto de los callejones de Medellín por los que camina Fernando invocando a Cuervo, los intentos de sujetar la realidad al tenue orden de la redacción provocan una sintaxis fragmentada y una narración interrumpida. La novela se distancia así de los discursos académicos y científicos y de lo que sería, en palabras de Cuervo, el “uso respetable” de la lengua por parte de los hombres cultos, cuyo paradigma es la frase completa. Al mismo tiempo, si tene-
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mos en cuenta que este protagonista está articulando un testimonio de sus días, sus nostalgias y sus deseos a medida que camina por la ciudad, podríamos considerar que a través de este irrespeto al orden cronológico y sintáctico también se está revelando un comentario importante acerca de la naturaleza desordenada y heterogénea del testimonio mismo, tema que va a ser central para la novela colombiana posterior. Este se resiste a ser la mera transcripción de una voz autoral en control, como aparecerá también en diversas obras publicadas después de La Virgen. La dificultad de ordenar el lugar y sus sucesos se revela también en términos narratológicos a partir de la ausencia de capítulos, índices y demarcaciones que hacen de la novela una compilación de episodios sueltos en la que no se conjugan vidas tanto como se van hilando episodios desconectados. De hecho, La Virgen se puede describir utilizando la misma imagen de la colcha de retazos que el narrador menciona en algún momento para hablar de Medellín. Allí se combinan pequeñas narraciones de eventos sueltos, comentarios gramaticales, análisis lingüísticos, reflexiones sobre la topografía urbana, denuncias contra diversas instituciones y figuras públicas, análisis históricos que no respetan el orden cronológico, interpelaciones al lector y constantes devaneos sobre la relación entre atestiguar y participar en la violencia. Llama la atención la diferencia que marca La Virgen frente a la crónica que sobre la misma convulsionada época elabora García Márquez en Noticia de un secuestro (1996), relato cuya trama depende de una voz autoral en control capaz de transcribir de forma ordenada y económica los testimonios de una época por parte de los protagonistas de las altas esferas del poder político afectadas por la violencia del narcotráfico.4 En sus constantes alusiones a la dificultad de la redacción,
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Con la excepción de algunas referencias a la función de la prensa escrita, la radio y la mediación de los medios en el conflicto entre el narcotráfico y el Estado, el texto de García Márquez pasa de largo cualquier reflexión sobre “la carpintería confidencial del libro” que el autor construyó para evitar “una narración laberíntica” (7). Vallejo, quien ha criticado la obra de García Márquez, entre otras razones, por su confianza total en la tercera persona, escribe una novela que alude explícitamente a la carpintería de su novela y que produce deliberadamente una narración laberíntica.
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el gramático de Vallejo se va revelando como un impostor que se aleja del impulso prescriptivo de sus antecesores y que, al distanciarse del tratado, del ensayo, del diccionario, hila un texto heteroglósico en el que caben todo tipo de discursos, que es, para Bakhtin, lo que define la novela. Nada más alejado, además, de un manual de gramática o de un relato judicial.
El esplendor del lenguaje coloquial Fuera de situarse formalmente en las costas opuestas de una narración organizada y de una trama eficiente, las reflexiones en torno al lenguaje usado en la Medellín de fines del siglo xx le permiten a la novela competir y diferenciarse del periodismo, la crónica judicial y los relatos académicos provenientes de las ciencias sociales que ostentan el monopolio de la narración histórica en épocas contemporáneas y han sido centrales para construir las violencias como objeto de interés público. Anunciar que la novela está de vuelta para mapear la ciudad violenta, encargarse de los muertos cotidianos, trazar los atracos y robos y preguntarse por la vida cotidiana implica defenderla frente a la primacía de los medios masivos. En este sentido, la atención al lenguaje le permite al texto diferenciarse de la narración eficiente y rápida de los eventos diarios que, como opina el protagonista sale de “un televisor furibundo transmitiendo telenovelas, y entre telenovela y telenovela las alharacosas noticias: que hoy mataron a fulanito de tal y anoche a tantos y a tantos” (11). Mientras critica el “desinflamiento semántico” (51) que producen los medios cuando narran la historia y se encarga de definir el lenguaje que se usa en las calles de la ciudad, el narrador arremete contra las ciencias sociales, por su incapacidad de atender a la dimensión lingüística de la vida social en sus análisis sobre la violencia. Al referirse a la comuna nororiental de la ciudad, el narrador cuestiona la mirada gramatical tradicional que plantea la existencia de un orden lingüístico y social frente al cual la lengua viva de las comunas sería el emblema de la corrupción provocada por el desorden.
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El rompecabezas de la memoria Como cuando un muchacho de allí dice: “Ese tombo está enamorado de mí”. Un “tombo” es un policía, ¿pero “enamorado”? ¿Es que es marica? No, es que lo quiere matar. En eso consiste su enamoramiento: en lo contrario. Cualquier sociólogo chambón de esos que andan por ahí analizando en las “consejerías para la paz” concluiría de esto que al desquiciamiento de una sociedad se sigue el del idioma. ¡Qué va! Es que el idioma es así, de por sí ya es loco (56).
La crítica a los científicos sociales, muchos de los cuales se convirtieron a finales del siglo xx en intelectuales de un Estado que para el narrador ha perdido toda legitimidad, sugiere una defensa de la reflexión lingüística como punto de partida para entender la historia colombiana. Si “todo el problema de Colombia es una cuestión de semántica” (49), la novela está allí para examinar el lenguaje vivo, aclarar los malentendidos y trazar la forma en que la vida tensa del lenguaje incide en el ámbito social y sus violencias. La mejor manera de acceder a un momento histórico particular, nos indica el gramático, requiere conocer la lengua que en ese momento se habla, observar las cosas que activamente se hacen con las palabras, comprender el lenguaje cambiante y movedizo que precede y describe la crisis. A diferencia de los medios que con su cacareo solo dan cuenta de los cuerpos que caen y de las ciencias sociales que desdeñan el lugar central que ocupan los actos de habla en la vida social, la novela se posiciona como un texto más relevante para abordar el desastre y recordar la historia. La mejor manera de reflexionar sobre un momento histórico particular —de atestiguarlo— implica aquí conocer la lengua que en ese momento se habla, observar las cosas que se hacen con las palabras de forma activa, desde un lugar distinto al de la estadística y la brevedad del relato noticioso, desde lo que Jesús Martín-Barbero ha llamado “el espesor cultural de las violencias” (citado en Jáuregui y Suárez, 383). En su propuesta de atención a la interlocucióan y a los actos de habla de sujetos considerados amenazantes y extraños (los sicarios) radica la defensa del género novelístico y el ímpetu ordenador de la novela. Comprender los descoyuntamientos sociales de Medellín está íntimamente ligado al análisis de los “vocablos y giros nuevos, feos, para designar ciertos conceptos viejos” (23) que utilizan sus jóvenes
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sicarios, aquel lenguaje que Gaviria ha llamado “un lenguaje que fluye contra la normalidad, contra el lenguaje de los libretistas y el lenguaje literario, o contra la economía de la eficiencia y la comunicación” (Jáuregui 2002, 230).5 La Virgen mapea las cosas que los jóvenes de las comunas de Medellín hacen con las palabras, resemantizándolas, inventando nuevos vocablos, revitalizando los viejos, demostrando la vitalidad de un lenguaje urbano particular marcado por un tiempo y unas circunstancias sociales específicas. Para Martínez Gutiérrez, el proceso de traducción que entabla el narrador entre el registro del argot popular de los sicarios y una lengua estandarizada (la del lector) está íntimamente relacionado con la memoria, ya que el habla de los sicarios que tanto interesa a Fernando está formada por lo que este narrador llama “un viejo fondo de idioma local de Antioquia” (31) que él reconoce que habló en otra época, pero que a la vez ha sido revitalizado y transformado. Así, como indica Martínez Gutiérrez, el sujeto se introduce y se identifica como usuario de la jerga cuyos remanentes se filtran en el nuevo argot. De ahí que podamos mencionar que la competencia lingüística del narrador no se debe solo al conocimiento (paulatino) del argot y del lenguaje culto, sino que dicha comprensión representa la intersección de dos momentos en el tiempo. Así, el proceso de traducción no se revela solo como el paso de un sistema a otro, sino como una constante (auto)actualización (s/p).
El proceso de definir las palabras de los muchachos de las comunas posiciona inicialmente al narrador como un experto que busca comprender y explicar para los lectores la jerga cotidiana de esos jóvenes e 5
Cuando, en la década de los noventa, Vallejo en la novela, Víctor Gaviria en el cine y Alonso Salazar en el testimonio rastrearon este lenguaje de los jóvenes de las comunas conocido como parlache, este todavía pertenecía a una subcultura juvenil específica de Medellín. Décadas después, gran parte de esta jerga ha influenciado de forma definitiva otros lenguajes juveniles, hasta el punto que muchas de sus expresiones han sido ampliamente adoptadas en la cultura popular dominante y constituyen un elemento central de las tramas de series de televisión que circulan a nivel internacional (entre ellas, la exitosísima Narcos, de Netflix) y películas sobre violencia urbana y criminalidad.
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indica una polisemia que desafía al diccionario. Al dar cuenta de los usos locales de la lengua y contextualizarlos en su escenario de uso, la novela coopta así la función del diccionario, a la vez que lo supera y lo desorganiza, activando entonces una reflexión sobre la vida del lenguaje en medio de la situación violenta. En el proceso revela las fuerzas centrífugas del lenguaje que para Bakhtin definen cualquier época histórica, así como la futilidad misma de la reducción producida por el diccionario general que pasa por alto aquello que no hace parte de un lenguaje mayoritario.6 Más aún, el hecho de que la trama de la novela sea sobre el proceso mismo de examinar el lenguaje nos alerta respecto al lugar de enunciación desde donde se produce el conocimiento de la lengua y cuestiona la supuesta objetividad del diccionario. En efecto, el hecho de que Fernando esté enamorado de sus sicarios complica desde el comienzo no solo la relación entre el gramático y el poder hegemónico que este históricamente representaría, sino la ilusión de objetividad del experto o la distancia depurada que predica el escritor o editor del testimonio en el marco de la literatura testimonial. En sus reflexiones sobre la gramática y el lenguaje, Wittgenstein plantea que “los problemas filosóficos surgen cuando el lenguaje se va de vacaciones” (19), subrayando el potencial que tienen los juegos cotidianos con la lengua para provocar la reflexión cultural crítica. En La Virgen, el rastreo de los juegos de lenguaje de los jóvenes de las comunas da lugar a importantes reflexiones que amplían la investigación lingüística hacia dimensiones éticas y políticas. En un momento emblemático del texto, caminando en medio de la ciudad letal, el protagonista presencia un atraco que termina en un asesinato. Alexis, el primer amante de Fernando, interpreta los hechos. El gramático se
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En las últimas décadas surgen en Colombia diversos diccionarios especializados que buscan catalogar los lenguajes relacionados con la violencia con diversos propósitos políticos. Véase, por ejemplo, el Diccionario de parlache en el que Castañeda y Henao buscan demostrar la creatividad del lenguaje juvenil urbano y contribuir a las reflexiones históricas y culturales sobre la realidad nacional. En El lenguaje del hampa y del delito, Arias Echeverri utiliza el diccionario para definir las palabras que usan los criminales en cárceles y escenarios jurídicos, para que su procesamiento y disciplina sean más eficientes.
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posiciona como intérprete de segundo grado para explicar al lector lo sucedido: “El pelao debió de entregarle las llaves a la pinta esa”, comentó Alexis, mi niño, cuando le conté el suceso. […] Y yo me quedé enredado en su frase soñando, divagando, pensando en don Rufino José Cuervo y lo mucho de agua que desde entonces había arrastrado el río. Con “el pelao” mi niño significaba el muchacho; con “la pinta esa” el atracador; y con “debió de” significaba “debió” a secas: tenía que entregarle las llaves. Más de cien años hace que mi viejo amigo don Rufino José Cuervo, el gramático, a quién frecuenté en mi juventud, hizo ver que una cosa es “debe” solo y otra “debe de”. […] Y “debe” a secas significa que se tiene que, como cuando digo: “La ley debe castigar el delito”. ¡Pero cuál ley, cuál delito! Delito el mío por haber nacido y no andar instalado en el gobierno robando en vez de hablando. El que no está en el gobierno no existe y el que no existe no habla. ¡A callar! (20).
Hablando a borbotones desde un lugar de enunciación distinto al del Estado, el gramático se enreda en el habla del sicario que contamina la lengua con voces locales o nuevos giros, alejándose de la obsesión prescriptiva de Cuervo para desenredarla. Analizar el rompimiento de las reglas lingüísticas y el significado del léxico particular de Alexis da lugar a una reflexión sobre otra serie de reglas que están íntimamente conectadas con la gramática, que son las del sistema jurídico y el orden simbólico en general. Las relaciones entre lenguaje y ley se revelan, entre otras cosas, cuando Fernando analiza las diferencias entre el debe de (prescripción moral) y el debe (orden), que Alexis ha colapsado en la frase. ¿Qué pasa en el ámbito social cuando se confunden estos conceptos, cuando la dimensión normativa y ética se desdeña bajo la lógica de la necesidad? La lógica clasificadora del diccionario y el ímpetu prescriptivo de la gramática también se complican en el texto a través de la reflexión del narrador sobre las dimensiones performativas de los actos de habla que nos remite a la densidad ética y política del uso del lenguaje. Al detenerse tanto en la semántica como en la fuerza que tienen los actos de habla, más allá de su contenido literal, como sucede, por ejemplo, con su análisis del término hijueputa, el gramático reflexiona sobre
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cómo se hacen cosas con las palabras, aquello que Austin llamaría las dimensiones ilocucionarias y perlocucionarias del lenguaje que trascienden su dimensión descriptiva (locucionaria) y se relacionan con los efectos que producen las palabras en el mundo (afirmar, cualificar, apabullar, callar a otro en el caso de hijueputa), un elemento fundamental de las relaciones entre los sujetos y de las relaciones de poder. Mientras que la actitud de los gramáticos decimonónicos hacia el estudio de la lengua está marcada por la ansiedad con respecto a su transformación histórica y su divergencia de un canon hispanista que se define como parámetro, el gramático de Vallejo se instala en el corazón de la contaminación y la convierte en el campo privilegiado de la literatura. Mientras que Cuervo insiste en sus Apuntaciones en que las palabras de origen peninsular deben siempre preferirse a las voces locales americanas (indígenas, africanas, campesinas o regionales), el autoproclamado gramático no busca sancionar, pues, como explica, “carezco de reparos idiomáticos […] todo me gusta” (46). Así como ya en Don Quijote, obra de la época idealizada por Caro y Cuervo y a la que Vallejo hace referencia en varios de sus textos (entre otros, a través del uso de la tan coloquial palabra hideputa que utiliza don Quijote varias veces), aparece el lenguaje cambiante de una época específica, La Virgen repara en la maleabilidad de la lengua, en su diversidad de registros y su potencial estético, celebrando su esplendor. Al alejarse de la proscripción, la atención de la novela al lenguaje de sujetos tradicionalmente pensados como peligrosos, violentos y abyectos desde el espacio antaño sagrado de la literatura complica las distinciones entre jerga y buen hablar que han definido los proyectos de nación en Colombia. Ya en Logoi, su tratado sobre el lenguaje literario, el novelista examina todo un léxico, una morfología, una sintaxis y una retórica que apartan a dicho lenguaje del hablado. Sin embargo, aunque la literatura aparece allí como el lugar por excelencia donde se ejerce el dominio de las fórmulas y de los procedimientos gramaticales y retóricos, Vallejo concluye su tratado anunciando algo que aplicará más adelante en sus novelas: “El lenguaje coloquial con su desorden y su encadenamiento fortuito de las ideas”, sugiere, “pasa de los diálogos al relato y se apodera de la novela entera” (536). De hecho,
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el uso de la segunda persona a lo largo de La Virgen, que resulta de la interpelación del gramático a los lectores o a otros personajes sin recurrir al formato de diálogo, hace hincapié en la invasión del espacio de la novela hecha por la lengua hablada. Junto con el vaivén de tiempos verbales que pueblan el relato, esta alternancia entre primera y segunda persona instala a la novela en la problemática de la interlocución, que depende de las categorías gramaticales de persona, tiempo y voz. En El cuervo blanco, Vallejo critica la gramática occidental por depender en gran parte de la lengua literaria para sostener su proyecto prescriptivo y por ignorar que existen importantes diferencias entre la lengua hablada y el idioma escrito (en términos sintácticos, de vocabulario, etc.) (217). Como herederos de esa tradición, Bello y Cuervo utilizan las obras literarias clásicas españolas para dictar la norma gramatical de una lengua viva muy diversa socialmente. En La Virgen, el narrador gramático cuestiona esa jerarquía postulada por sus antecesores. Mientras que José Eustasio Rivera busca en La vorágine (1924) evitar que el lenguaje rural de los llanos orientales que fascina a su protagonista poeta se tome el texto y lo reduzca a un glosario para establecer su menor jerarquía y distancia del lenguaje literario, el narrador de La Virgen deshace cualquier intento de limpieza literaria al contaminarse de la jerga de las comunas, rompiendo la distancia entre vulgo y gente culta elaborada por Cuervo. En vez de proscribirla o contenerla, la narración demuestra la forma en que la escritura del letrado se va impregnando de la lengua que Cuervo llamaría “plebeya”, hasta el punto en que Fernando termina la novela interpelando al lector como “parcero”, una emblemática palabra de las comunas que quiere decir ‘amigo’ o ‘compañero’ y nos entrena para utilizar ese registro. Al buscar colapsar esa distancia entre lenguaje literario y hablado, el gramático está socavando la base misma de la gramática tradicional, cuyos parámetros dependerían, en palabras de Cuervo, de “las obras de los más afamados escritores y en el habla de la gente de esmerada educación” (xiv). En una movida profundamente antigramatical, el novelista construye una novela que, contaminada por el habla cotidiana de sujetos marginales, rehúsa a servir como parámetro de la corrección. Su narrador se conmueve con el lenguaje movedizo
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y cambiante, al tiempo que plantea una interrupción del proyecto catalogador de sus abuelos gramáticos. Las reflexiones lingüísticas de la novela resuenan con las investigaciones sobre la filosofía del lenguaje de Wittgenstein, que desmantelan la gramática prescriptiva para proponer que este no es una serie de signos estáticos y fijos, sino que está sujeto a cambios constantes y a las travesuras que contra los códigos gramaticales se cometen en el uso cotidiano de la lengua. Para Wittgenstein, la gramática está situada en la actividad regular y cotidiana de un lenguaje utilizado pública y socialmente y de los juegos que con él se hacen. Esta determina la relación entre los objetos (nombrados arbitrariamente) no a partir de reglas fijas y naturales, sino a partir de señales (que el austriaco a veces llama “postes de señalización” o ejemplifica con la imagen de las reglas generales para jugar ajedrez) que expresan las normas para el entendimiento básico y para los juegos a los que constantemente los sujetos someten al lenguaje. Si tradicionalmente la gramática buscaba determinar las reglas de un uso sintáctico y semántico correcto, Wittgenstein la piensa más bien como una red amplia e interconectada de reglas que determinan de forma muy general lo que se entiende y lo que no se entiende, expresando un posible orden, pero no el orden final, fijo o natural.7 La metáfora topográfica de Wittgenstein encaja de manera muy precisa con el proyecto de Vallejo. El filósofo arguye que, cuanto más de cerca examinemos el lenguaje corriente, aparece de forma más patente el conflicto entre este y sus requisitos. “Hemos llegado al hielo resbaloso en el que no hay fricción y, en cierto sentido, las condiciones son ideales, pero también, precisamente por ello, somos incapaces de caminar. Queremos caminar: entonces necesitamos fricción. ¡De vuelta
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Para la antropóloga Veena Das, desde su filosofía del lenguaje Wittgenstein nos sirve para pensar también en la vida del testimonio, en particular del que emerge del sufrimiento social. En vez del lenguaje puro, ubicado más allá de la vida, está el discurrir de las palabras en la cotidianidad, que son las que Wittgenstein nos invita a examinar. Das aboga precisamente por un similar descenso a la vida cotidiana, que es donde surge y se actualiza, se negocia y se tramita ese dolor (véase Ortega 2008).
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al terreno agreste!” (46; mi traducción). Al proveer una topografía de la ciudad y un mapa de su lenguaje que excede el ordenamiento colonial y republicano, la novela se instala en este terreno agreste de la calle donde se hacen cosas con el lenguaje coloquial. El gramático de La Virgen camina por las calles laberínticas en las que se usa el lenguaje coloquial mientras registra esas otras vueltas de esquina, esas otras curvas, es decir, los giros de frases y las figuras que se apartan del lenguaje correcto de Cuervo y Caro. La relación que se traza en la novela entre reflexión lingüística y topografía evoca la idea de De Certeau de que el espacio geométrico producido por arquitectos y urbanistas, espacio que el peatón estaría rompiendo con su deambular cuando viola, desde abajo, las leyes de la circulación urbana, comparte el estatus de significado correcto que los gramáticos y lingüistas construyen a nivel de la lengua normativa para referirse al supuesto desvío que supone el lenguaje cotidiano. “En la realidad”, dice De Certeau, “este significado ‘correcto’ sin rostro no se puede encontrar en el uso corriente, ya sea verbal o pedestre; es simplemente una ficción producida por un uso que es también particular” (100).8 Este terreno agreste es, para Vallejo, el lugar privilegiado de la reflexión, una reflexión que no se puede desligar de cómo el lenguaje constituye las relaciones sociales, y donde surge la literatura. En medio de la evidente subversión del ordenamiento gramatical tradicional que plantea La Virgen en varios planos, la novela nos presenta, a la vez, irritantes contradicciones que suponen un complejo desafío crítico. Una de las tensiones más evidentes presentes en el texto radica en que, mientras el protagonista interpela constantemente a sus lectores, la interlocución dentro del universo narrativo de la novela se cancela a partir de la fuerza física de las balas. Al constatar los disparos y describir la violencia cotidiana y su lenguaje, el protagonista se transforma en cómplice y a veces hasta en instigador de los tiros con que los sicarios silencian a otros. La novela mapea así una violencia epistémica que radica en la supresión de la diferencia ejemplificada en un protagonista que, para poder construir su subjetividad, localiza a otros suje-
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Mi traducción. Para una discusión más profunda sobre los cruces entre topografía y gramática en la novela, véase Ospina (2009).
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tos en una relación radicalmente negativa frente a sí mismo. De hecho, como nota Lander, a medida que el texto se va impregnando de jerga, el narrador se va transformando en el autor intelectual de los asesinatos diarios de sus amantes (78). A medida que avanza la trama, Fernando va revelando sus posturas intolerantes —misóginas, racistas y clasistas—, que se relacionarían con un orden social patriarcal, jerárquico y excluidor que ha sido central para diversos proyectos de nación, y así traza una relación entre la violencia de las balas y este tipo de discurso.9 Los antecesores gramáticos de Fernando construyeron un proyecto intelectual que “operó tan eficazmente como sistema de exclusión de sus contrincantes políticos que la letra no pudo funcionar como espacio para la negociación no violenta de los conflictos sociales o políticos” (81). La pregunta que la novela abre es hasta qué punto puede Fernando desligarse de esta herencia y hasta qué punto la perpetúa. Algunos críticos se enfocan en esta dimensión violenta del discurso del protagonista para localizar los aportes críticos del texto. Para Lander, la novela deconstruye la función regulatoria del intelectual, cuyo rol en anteriores épocas históricas habría sido la de árbitro, pedagogo u ordenador (de la ley, de la lengua, etc.). La conversión de Fernando
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Para una crítica de la construcción del espacio peligrosamente masculino de la novela, véase el estudio de Pratt (2002). La violencia de la representación en este texto surge en los múltiples instantes en que las pocas mujeres que aparecen en la narración son reducidas a vaginas o cuerpos embarazados a punto de ser tumbados por las balas. Esta movida produce un espacio peligrosamente masculino donde no tienen cabida las mujeres, lo que nos lanza a reflexionar sobre qué pasa con el proyecto de traer a primer plano a sujetos subalternos si están reproduciendo los paradigmas tradicionales de una cultura patriarcal que silencia a las mujeres y las quiere excluir de la vida pública. A través de un protagonista que apoya este orden patriarcal en el que el hombre es por definición el sujeto de la cultura y el actor del espacio social, la novela está revelando las técnicas y estrategias discursivas por medio de las cuales históricamente el género se ha construido y la violencia epistémica se ha generado en el espacio nacional más allá de las balas. En esta novela, las mujeres no figuran porque este gramático no puede conjugar personajes y vidas, revelando su imposibilidad para dar cuenta del roce social. En la ausencia de contactos entre géneros se revela la necesidad de un lenguaje y de una ética más amplios e incluyentes.
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en el sujeto que dirige los actos de sus sicarios revela la responsabilidad histórica del intelectual en la creación y perpetuación de las fracturas y violencias sociales colombianas (78). Pensando en el lugar de los lectores a quien Fernando interpela como amigos o aliados, Jean Franco sugiere que la misoginia y el racismo del protagonista letrado nos fuerza a preguntarnos si somos cómplices de esta violencia epistémica y qué tan profunda es nuestra identificación con esta ideología fascista (225). O’Bryen propone abandonar los intentos de localizar el discurso fascista del personaje en su autor o simplificar la complejidad crítica de la novela reduciéndola a este tipo de discurso, invitándonos a reparar en las posibilidades interpretativas del texto como ficción. Como hemos notado anteriormente, esta es una novela sobre la vida del lenguaje, un texto volcado a notar su polisemia y la inestabilidad de significantes y significados y, en este sentido, nos entrena a tener en cuenta las estrategias textuales que lo constituyen como texto de ficción. En vez de leer las disquisiciones reaccionarias del protagonista como mimesis, sugiere O’Bryen, debemos enfrentarnos a ellas como semiosis (2004, 201). Este demuestra que muchas de las afirmaciones fascistas de Fernando se vacían o debilitan a través de los deliberados juegos con el lenguaje, la repetición constante, el uso del humor, entre otras, que se despojan de su fuerza y de sus afirmaciones de contener la verdad. Coincidimos con Hoyos en que la coherencia de un proyecto intelectual en la obra de Vallejo —como el que cuestiona el entramado discursivo católico que constituye la colombianidad— “no conduce a resolver las contradicciones dentro del texto”, pues “un elemento central de su poética es escenificar la contradicción […] adoptar al mismo tiempo las voces más contradictorias” (120). En vez de buscar solucionar las contradicciones de la novela, vemos en la oscilación de su narrador entre la crítica a un saber determinante para la construcción de la nación y el discurso intolerante que en muchos casos la ha sustentado la apertura de diversas preguntas sobre la vida social del lenguaje y su relación con el panorama violento. ¿Puede la letra contribuir a ese espacio de negociación social que en el texto aparece truncado? ¿Puede el lenguaje, con sus reglas generales básicas, como diría Wittgenstein, proveer una red de ataduras, nexos, vínculos y códigos que posibiliten el contrato social? La novela nos exige una lec-
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tura que, en vez de buscar síntesis apacibles, reconozca la urgencia de estas preguntas éticas, lingüísticas y políticas. Por último, este relato de un testigo transformado en victimario, aliado con la máquina de la muerte, instala a los lectores en el dilema entre el acto de constatar y el acto de denunciar. Si abordamos la novela como texto contradictorio sin soluciones apacibles, podemos hacernos la pregunta sobre nuestra posible complicidad frente al acto de confirmar y observar (pregunta importante para nuestra época de circulación constante de imágenes de sufrimiento y dolor). Jean Franco lanza una pregunta muy pertinente a partir de su lectura de Vallejo: Does the collapse of law and civil society strip away the trappings of civilized man and woman, leaving the barbarous automat beneath? At least, we can read the denunciations ironically as a reflection on the narrator; but by our doing so, he becomes the most obscene character of the novel, the “invisible man”, the one who gets an erotic charge and vicarious pleasure out of his killer-lovers, whilst absolving himself and those readers who fall into the same position of irresponsibility. As a letrado, he is “our” ally “Mon semblable, mon frère”. The question is whether he is deliberately forcing us to face the “fascist within” or whether he expects our complicity (2002a, 225).
Rastrear los actos violentos e involucrar al propio sujeto de la escritura en ellos es una manera de cuestionar el alcance de los productos culturales en la violencia misma, de invitar al lector a una reflexión sobre el funcionamiento de un sublime cotidiano bajo el cual la experiencia de la violencia trae consigo el éxtasis o la intoxicación. Como la exploración de un panorama en el que hacerle daño a otro cuerpo termina siendo un fin en sí mismo, La Virgen lanza a su lector preguntas sobre el acto de declarar y de escuchar al testigo, que son de gran relevancia para la época contemporánea. ¿Cómo respondemos a la muerte del otro y de la otra?, ¿qué tiene que ver el lenguaje, como interlocución y sistema que usamos en la vida cotidiana, con este panorama violento? Desde el plano ético, las preguntas sobre los actos de atestiguar, denunciar y presenciar que deja abiertas la novela nos alertan de la idea de Lévinas de que “antes de la muerte del otro, mi vecino, la muerte misteriosa se me aparece como el surgimiento de
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una soledad frente a la cual no puedo ser indiferente. Me despierta al otro” (mi traducción, 1999, 101). Ante la parálisis inicial que podrían producir las diversas contradicciones y el panorama de aniquilación de La Virgen, el énfasis en la lengua nos alerta a través de toda la novela de la importancia ética de la interlocución frente al tiroteo aleatorio y a las relaciones asimétricas entre sujetos. Es decir, la puesta en escena de la violencia a través del problemático panorama social que se presenta aquí y la contradicción presente entre la defensa de la lengua y los quiebres de la interlocución proveen un entrenamiento para reconocer la relación ética entre actos de habla y lenguaje. Al incluir en la narración los fallidos momentos de la interlocución (no simplemente en su contenido, sino la dimensión de su suceder), el texto sugiere que, más allá de lo dicho, el sujeto está obligado al encuentro con la cara del otro, sobre el cual el lenguaje está erigido.10 El segundo exilio con el que el gramático cierra su narración marca el final con una irritación ética, con un reto. En el adiós entre el gramático y sus lectores, cara a cara simbólico que el texto insiste en poner en escena, el narrador se despide de nosotros, lectores neuróticos, a veces llamados “bobitos”, pero también amigos suyos, retándonos a fijarnos en el momento ético: Bueno parcero, hasta aquí me acompaña usted. Muchas gracias por su compañía y tome usted, por su lado, su camino que yo me sigo en cualquier de estos buses para donde vaya, para donde sea. Y que te vaya bien, que te pise un carro o que te estripe un tren (121).
10 Articular los momentos del mal decir precisamente nos remite a la dimensión ética que Lévinas nombra como el “decir”. Según Eaglestone, los sujetos no pueden simplemente vivir sin conversación: “Saying has already placed the individual, without engaging his will or choice. To choose not to discuss the weather would lead to a pregnant silence, which is also a means of communication” (142). En palabras de Lévinas, el saludo está presente en toda actitud relativa al ser humano, incluso aunque sea como rechazo del saludo. Véase, por ejemplo Entre nosotros. Ensayos para pensar en otro (1993).
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Contaminado por la jerga que horrorizó a Cuervo, el gramático utiliza la palabra parcero para interpelarnos.11 Finaliza su relato citando un juego de niños que él transforma en verso, una frase coloquial que nada tendría que ver con el esplendoroso y limpio discurso de los gramáticos de antaño (ni con la alta cultura que estos añoraban). A través de un gesto lúdico que revela una apertura al otro a través del tú, el narrador nos dedica un canto popular de niños en el cual el que canta le invoca el desastre al otro deseándole la desgracia en forma de juego, para conjurarla al nombrarla. Nos reta, a nosotros, los interpelados parceros, a ver cómo respondemos a sus palabras (¿las leemos con malicia?, ¿nos ofendemos?, ¿respondemos con un tiro, al estilo sicaresco?). Muchos de nosotros, lectores que, gracias al texto mismo reflexionamos ante la aniquilación de otros irresponsables que en este universo responderían con un tiro, nos enfrentamos a la pregunta ética de si es posible conseguir la proximidad de la que habla Lévinas, que trasciende las ideas que se intercambian (la semántica) y dura aún después de que el diálogo se ha hecho imposible, lo que el filósofo llama “una nueva paciencia para problemas irresolubles” (mi traducción, 1999, 87). O hacemos de la irritación que producen las contradicciones del texto oportunidades productivas de reflexión ética enfrentando el desafío de la novela, o aniquilamos nosotros mismos la voz del narrador justificando el frígido panorama de dominación que el texto pone en escena.
Los embelecos de la gramática y el espectro de Cuervo En la época de las celebraciones del bicentenario de la independencia de Colombia y del aniversario de la muerte de Rufino José Cuervo, 11 La palabra parcero, utilizada aquí por el gramático para cerrar el texto, es emblemática de los juegos de lenguaje que este pone en escena. Parece venir de la adaptación que de la palabra inglesa partner se hizo en el lunfardo y que fue luego adoptada en el bajo mundo barrial de Medellín y exportada al resto del país, donde se utiliza en diversos espacios y por diversas clases sociales. Véase Castañeda Naranjo y Henao Salazar, 154.
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Vallejo retorna a la gramática para reflexionar sobre lenguaje y cultura y examinar la conflictiva historia nacional desde fines del siglo xix. En su libro El cuervo blanco (2012), Vallejo entabla una profunda reflexión sobre la vida y la sombra de Cuervo a partir de una investigación de miles de documentos que incluyen cartas, diarios, artículos, así como los tratados de lexicografía, gramática y filología del autor. El fantasma de Cuervo se aparece también por estas épocas en discursos y artículos del escritor en los que denuncia el olvido público en el que ha caído el gramático y elogia su vida dedicada exclusivamente a la reflexión del lenguaje y sus usos.12 En una conferencia titulada “El extraño país de Rufino José Cuervo”, que impartió rodeado de perros callejeros en 2006, Vallejo invoca a Cuervo para lamentarse de que “el lenguaje está tan indefenso como los animales” y sostiene que la mayoría de las personas, incluidos importantes novelistas como Vargas Llosa, cometen errores con la lengua que él, como experto en gramática, sí es capaz de depurar. Este rol de discípulo de Cuervo se suma, a veces de manera contradictoria, a la construcción multifacética que Vallejo ha hecho de su figura autoral como enfant terrible, iconoclasta, crítico acérrimo del Estado, de la Iglesia católica, de la religión y del nacionalismo, defensor de los animales, crítico de la reproducción y de la heteronormatividad, etc. El cuervo blanco es una obra densa y extensa, híbrido entre biografía novelada, ensayo, reconstrucción histórica de una época y novela en primera persona sobre un escritor que busca a su maestro fallecido un siglo atrás para canonizarlo. A diferencia de la organización formal del texto historiográfico, el tratado lingüístico e, incluso, la biografía convencional, El cuervo blanco está anclado en las costas de la novela: es un texto desordenado, repetitivo y deliberadamente largo que carece de capítulos o secciones e irrespeta la cronología. Es una obra circular que empieza y termina con la muerte del gramático, pero se adentra a su vez en otras épocas históricas más recientes, en particular
12 Véanse, por ejemplo, sus discursos “El lejano país de Rufino José Cuervo” (2006) y “En el centenario de la muerte de Rufino José Cuervo” (2011), que dio en Bogotá en la última década, publicados luego en Peroratas (2013).
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momentos del siglo xx posteriores a la vida del mismo. En términos formales, esta biografía, que complica la temporalidad lineal, demuestra, en su vaivén y en su atención explícita al proceso investigativo del autor mismo, una preocupación similar con el tema de la articulación de la memoria que está presente en La Virgen, así como en obras de otros autores que consideraremos más adelante. Al poner en relieve la imposibilidad de utilizar la tercera persona, el autor sostiene que reconstruye la vida de Cuervo como “novelista que inventa” (95), lo cual sugiere que la escritura histórica depende de la construcción narrativa y no puede asumirse nunca como objetiva.13 Pero, aunque el uso de la primera persona localiza el texto en el territorio de la novela, este está cruzado por extensos análisis sobre lengua y cultura que lo acercan también al género del ensayo. El trabajo archivístico que da lugar a la narración, y que implica un retorno a los espacios emblemáticos de la ciudad letrada, le permite al texto reconstruir la conflictiva historia de Colombia de fines del siglo xix, en particular la vida política y cultural de sus élites, relatar el surgimiento de los presidentes gramáticos, las tensiones partidistas y las guerras y sublevaciones que se libraron, “de las que hoy nadie se acuerda” (112). Al articular un nuevo relato sobre la vida de Cuervo, el texto de Vallejo complica la institucionalización de su figura por parte del Estado y la academia, que suele pensar a Cuervo de manera conjunta con Caro y los políticos gramáticos de la “Atenas suramericana”. ¿Cómo encaja la canonización que Vallejo busca hacer de Cuervo en El cuervo blanco con el cuestionamiento de la gramática articulado en La Virgen? Nos encontramos aquí con otra movida contradictoria típica de los textos vallejianos. Aunque el autor describe su proyecto textual como una hagiografía, su libro articula una profunda crítica del ímpetu ordenador de la gramática que desarrolla aún más a fondo
13 A pesar de la naturaleza híbrida de este texto, cuyo trabajo de investigación de archivo debería complicar categorizarla dentro del campo de la ficción novelada, El cuervo blanco ha sido catalogado por muchos como novela. De hecho, fue uno de los libros considerados para el Premio Nacional de Novela del Ministerio de Cultura de Colombia en 2014.
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la idea, ya expuesta en La Virgen, de la fuerza cambiante del lenguaje y la importancia de examinarlo en sus usos cotidianos y contemporáneos. Explicando el interés normativo de los proyectos de Bello y de Cuervo, el autor pregunta: “¿Pero cuál norma? ¿La de hoy o la de ayer? ¿La de Colombia o la de México? ¡Cuál norma puede haber en un idioma que tiene mil años y está repartido en veinte países díscolos, cada uno con la suya!” (217). Su crítica de las premisas de Cuervo y otros gramáticos de su época sirven para demostrar cómo las normas que intenta establecer la gramática son arbitrarias y limitadas frente a la vitalidad y diversidad de usos del español. Al denunciar que “la gramática no se ocupa de los contextos” (290), Vallejo despliega su experticia demostrando que él está ahí para suplirlos y, a su paso, revelar su superioridad frente a sus maestros. Los gramáticos, desde Panini y Dionisio de Tracia, han creído que pueden dar cuenta de su idioma con un acto de prestidigitación metiendo las infinitas palabras en unas cuantas categorías artificiosas de lo que llaman morfología, y en unas cuantas construcciones de lo que llaman sintaxis. Imposible. El genio del idioma no se deja meter en una botella, como los de las Mil y una noches. Inmenso y escurridizo, se burla de las categorías y terminologías de los gramáticos, y de paso de la lógica porque no es lógico sino eficaz. Voy a poner unos cuantos ejemplos, de muy diverso orden, para ilustrar el fracaso de los colegas de don Rufino (267-268).
En largos fragmentos, Vallejo somete las categorías gramaticales a un riguroso cuestionamiento a través de ejemplos diversos que prueban su vasto conocimiento de la lengua, de sus categorías gramaticales y de las diversas variantes del español actual de España y las Américas. A partir de una escritura en primera persona que se sale del registro formal y especializado del lingüista experto, el autor demuestra cómo las categorías sintácticas establecidas por los gramáticos son demasiado estrechas y prueba los diversos usos que las exceden. Tal es el caso del adjetivo que se convierte en gerundio; de la oscilación de muchos verbos entre la dimensión transitiva, intransitiva y de significación absoluta que socava la rigidez de esas categorías, y de la ausencia de
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una categoría gramatical que dé cuenta de lo que él llama el “proverbo”, entre muchos otros ejemplos. Esta crítica a la gramática viene de la mano de un profundo cuestionamiento del diccionario como tecnología de sistematización semántica y sintáctica de las palabras que solo las captura cuando están muertas (279). Vallejo critica, además, a la Real Academia de la Lengua por operar bajo una perspectiva iberocéntrica frente al español americano y omitir un diverso vocabulario de uso en las Américas.14 Este rechazo profundo al lugar central que ocupa el español de España en los proyectos de sistematización lingüística le permite al autor alejarse aún más del proyecto decimonónico de los gramáticos que celebraban las raíces hispánicas de la lengua y de la nación. En lo que termina siendo un tratado antigramatical, Vallejo concluye que la diversidad del español, con sus “miles y miles de caprichos cambiantes: fonéticos, ortográficos, semánticos, morfológicos, sintácticos” (273), hace del proyecto de limpiar y fijar la lengua un esfuerzo fútil e imposible. El idioma, concluye Vallejo, “no se deja sistematizar, ni en gramáticas ni en diccionarios, y el río que un día logras meter en un caño mañana se crecerá y se saldrá de caño y de madre” (285). Pero, si la gramática es “una pseudociencia […] un ejercicio de la mente ociosa, una pestilencia de las neuronas” (227), ¿en qué consiste entonces la hagiografía que hace Vallejo de Cuervo y de su obra? En el Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana que Cuervo no alcanzó a terminar (para 1893 había publicado dos mil páginas de lo que eran solo los dos primeros tomos), Vallejo localiza un proyecto monumental, genial y sin precedentes que pone en duda todos los cimientos de la gramática misma. A diferencia de las gramáticas de sus antecesores, que intentaban hacer caber el lenguaje movedizo e infinito dentro de unas pocas categorías morfológicas y sintácticas,
14 En diversos artículos y entrevistas, Vallejo ha criticado la desmesurada centralidad de la cultura ibérica en la reflexión semántica del español, arguyendo que España es un país más de las decenas de países hispanohablantes y que, por consiguiente, no debe determinar la norma. Véanse, por ejemplo, algunos de sus ensayos en Peroratas (2013).
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Cuervo buscó describir las funciones y los problemas gramaticales de miles de palabras clave del español en sus diversas acepciones. El resultado fue una obra que trasciende los parámetros de diccionarios y gramáticas exponiendo sus límites. Explica Vallejo del proyecto de Cuervo: Con el Diccionario de construcción y régimen de la lengua castellana lo que él pretendía era apresar el río caudaloso de este idioma, que venía del año 1000 cuando se bifurcó del latín, y que arrastraba en sus aguas torrentosas mucha basura recogida de aquí y de allá de siglo en siglo aunque eso sí, mezclada con unas cuantas joyas. Cuervo en su desmesura lo quería todo: la basura y las joyas. […] La ambición del desmesurado Rufino José Cuervo era meter en un diccionario todas las frases pronunciadas y escritas por los millones y millones de hispanohablantes que habían vivido en los novecientos años que lleva de existencia el castellano (237).
El intento inicial de Cuervo de examinar las características combinatorias de las palabras en sus usos normales y correctos lo llevó a enfrentarse a su naturaleza movediza, obligándolo a rastrear las modificaciones de sus significados, a determinar su etimología y sus cambios ortográficos. Para ello debió establecer la historia del uso de cada término remontándose hasta el romance medieval. El resultado de este proyecto histórico monumental fue un “tratado de morfología, de sintaxis, de etimología, de fonética, de ortografía y de semántica” que “tiene que ver además con la historia del idioma” (278). Y también una especie de historia literaria, pues recoge el uso de las palabras por parte de los autores canónicos de la lengua castellana, al tiempo que produce un diccionario de citas y autoridades. Para Vallejo, la genialidad de este mal llamado Diccionario radica en que deshizo el andamiaje epistemológico y discursivo de donde surgía, pues terminó probando, a través de sus intentos de sistematización, que la enrevesada historia del español y de su literatura no es sino el relato de sus cambios constantes. De hecho, el objeto de estudio de Cuervo probó ser tan movedizo y las transformaciones de las palabras por rastrear tan complejas que el gramático solo alcanzó a publicar miles de páginas que llegaron hasta la letra d y a redac-
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tar las entradas hasta la palabra empero, por lo que dejó inacabada la mayoría de una obra que fue completada un siglo después por el Instituto Caro y Cuervo, en Bogotá. A pesar del gesto enciclopédico que dio aliento al proyecto, para Vallejo el tratado se convierte en un texto sobre la imposibilidad de la catalogación, pues pone en duda los intentos de fijar la lengua que han estado en el centro de la historia cultural de España en las Américas y en el de la vida política colombiana. “¿Fracasó entonces Cuervo, como el común de los gramáticos, en su intento de apresar este idioma?”, pregunta Vallejo, “Sí pero no. Con su diccionario-gramática atiborrado de decenas de miles de citas hizo ver como nadie que el idioma no es como el genio de Aladino que se deja encerrar en una botella, sino un genio rebelde, cambiante, caprichoso, que se sale de donde lo quieren meter y no lo agarra ni el loquero” (299). La literatura en la que se basa Cuervo para aportar los ejemplos que sostienen su rastreo de cada palabra es el artefacto en el que el río del lenguaje demuestra su fluir. Si por sus páginas cruza la lengua en toda su contingencia histórica, la literatura no sirve de parámetro desde el cual se determina la corrección lingüística. Esto es precisamente lo que se pone en escena en La Virgen. En su discurso sobre el centenario de la muerte de Cuervo (2011), Vallejo sugiere que la genialidad de su tratado radicó en convertir el diccionario en gramática y la gramática, en una obra de arte. Quizás el horizonte estético al que se refiere Vallejo para hablar del Diccionario lo aporta precisamente la literatura: las numerosas citas literarias que van llenando cada entrada del texto de Cuervo y revelando la naturaleza cambiante de cada palabra a lo largo del tiempo terminan por tomarse el tratado entero. Minan su ímpetu catalogador y sus intentos de contención. La literatura, en su capacidad de capturar la historia de una época (y de reflexionar sobre los límites de este proyecto mnémico), corrompe el territorio de la gramática, se impone sobre el plan enciclopédico y lo trastoca desde adentro. También lo hace desde afuera, pues la escritura novelística de Vallejo encapsula el tratado de Cuervo y lo desmantela. La redacción supera aquí a la reducción. Como en La Virgen, en el Diccionario cualquier intento de catalogación termina transformándose en literatura. Como en La Virgen, la reflexión sobre el lenguaje y su relación y usos
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en el terreno agreste de la vida diaria solo puede hacerse bien desde la novela. Algunas cartas de Cuervo escritas al final de su vida revelan su toma de conciencia de lo que él llama su “herejía gramatical”. Cuervo acepta que la gramática es deficiente, porque su nomenclatura se aleja de los usos concretos de la lengua. Vallejo lo cita cuando sugiere que “impuesta la nomenclatura a una cosa tan fluida y movediza como el lenguaje, se encuentra uno a menudo con que los hechos no casan ya con aquella pauta, y no halla nombre ni cajilla en que acomodarlos. […] [L]as líneas rectas, las figuras geométricas puede decirse que no existen en la naturaleza, son puras abstracciones” (295). Podríamos localizar en este cuestionamiento de las abstracciones producidas por la gramática, con el que está de acuerdo Vallejo, esa defensa de la producción estética y literaria que ya se había comenzado a articular en La Virgen. En este contexto, El cuervo blanco está dándole continuidad al proyecto de celebrar la literatura como el lugar por excelencia por donde pasa la vida del lenguaje y donde suceden sus reflexiones. La literatura se convierte así en una de las prácticas que socavan los grandes sistemas de conocimiento occidentales, que para De Certeau definen, entre otras cosas, el espacio urbano y la circulación de los cuerpos y que incluyen las abstracciones, mapas y normas de gramáticos, cartógrafos, retóricos, académicos y científicos. Fuera de defender el rol de la literatura en un texto literario sobre una gramática que se torna literatura, Vallejo localiza en la biografía de Cuervo un modelo de autonomía intelectual que lo distancia de los presidentes letrados políticos, como Miguel Antonio Caro, que tradicionalmente ostentaron el poder político en Colombia. De hecho, El cuervo blanco cuestiona el relato histórico que localiza a Caro y a Cuervo dentro de una misma tradición, al hacer hincapié en sus diferentes trayectorias vitales y, en última instancia, en las direcciones a la que llevaron sus reflexiones lingüísticas. Aunque Vallejo es consciente de la inserción de Cuervo en diversos regímenes discursivos que sostenían el poder en su época —su fervor católico y su interés por prescribir la norma lingüística son ejemplos de ello—, el autor resalta su autodidactismo, su rechazo a participar en la política convencional de su época y su exilio voluntario a Europa, de donde nunca regresó,
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como pruebas de una autonomía intelectual distanciada del ejercicio de la política convencional. Habiendo ya celebrado en obras anteriores a los poetas José Asunción Silva y Porfirio Barba Jacob como figuras ejemplares de esa búsqueda de autonomía estética y crítica, subrayando su rechazo a ser voceros de una colectividad social o nacional, Vallejo posiciona a Cuervo dentro de ese mismo linaje intelectual que se deslinda del matrimonio entre política y literatura que rigió la vida intelectual colombiana hasta bien entrado el siglo xx.15 La figura de Cuervo le sirve a Vallejo para articular una visión de la autonomía de la cultura en la que la actividad intelectual es superior en la escala de valores a la actividad pública, que es precisamente lo que plantearon los modernistas hispanoamericanos en la misma época en la que el gramático escribió su Diccionario. En el contexto de las reflexiones públicas sobre la construcción de la nación que surgen durante la celebración del bicentenario de la independencia, esta biografía de Cuervo complica cualquier apropiación oficial del gramático como prohombre ejemplar que habita el panteón de los grandes hombres de la patria (y aquí el género sí que es importante si recordamos, además, que el gramático que Vallejo inventa en La Virgen es homosexual). Vallejo imagina a través de él la posibilidad de ejercer la acción crítica desde coordenadas desligadas de la política convencional y de las estructuras del poder hegemónico religioso, estatal y heteronormativo. Esta acción crítica siempre tiene que ver con la reflexión sobre la vida cotidiana del lenguaje y, a partir de allí, con una mirada a las estructuras políticas y sociales que la determinan y que, de manera relacionada, también han determinado las historias de violencia. La indignación que Vallejo expresa en novelas y discursos frente al empobrecimiento de la lengua en su uso cotidiano, frente a su anglificación y a los errores que cometen presidentes, escritores, políticos y
15 Véanse Barba Jacob el mensajero y Almas en pena chapolas negras, las biografías noveladas de Barba Jacob y Silva en las que Vallejo reconstruye a través de minuciosas pesquisas la vida de estos dos poetas colombianos, una marcada por la migración y los viajes y la otra, por el suicidio.
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el común de la gente, viene acompañada de sus constantes lecciones pedagógicas sobre reglas gramaticales básicas que garantizarían un uso adecuado del lenguaje común. Así, en una clásica movida dialéctica vallejiana, la crítica al ímpetu normativo de la gramática y a la fantasía de fijar un idioma muy amplio y cambiante no implica un llamado al desmantelamiento radical de todos los códigos del uso de la lengua o a la celebración de la arbitrariedad total de los signos. Más bien, podríamos leer en sus constantes lecciones sobre el uso adecuado de reglas gramaticales generales, con las que el autor se convierte en maestro (y defiende su rol), una defensa de un mínimo de códigos y reglas de juego compartidas que provean los nexos y los vínculos que posibilitan el contrato social. La herejía gramatical de Vallejo consiste en que socava las premisas lógicas y epistemológicas de un saber que ha servido para sustentar una ideología política y religiosa determinante para la conflictiva historia de Colombia, a la vez que usurpa para la literatura la responsabilidad de documentar el paso del río cambiante del lenguaje, adjudicándole la tarea de enriquecerlo de nuevo, de demostrar su esplendor y de reflexionar sobre el contrato social que este habilita o impide. Despojada de los embelecos, la literatura documenta la accidentada, caudalosa y cambiante vida del lenguaje y, con ello, la historia del mundo.
De la cambiante vida del lenguaje a la memoria Documentar la lengua como sistema cambiante, notar los modos en que heredamos el lenguaje y lo transformamos, abordar esa complicada y nunca lineal relación entre pasado y presente que habitamos desde nuestros usos y abusos del lenguaje, le permite a Vallejo activar una reflexión sobre la memoria como actividad difícil y siempre incompleta que está en el centro de nuestras prácticas habladas y escritas. La ficción, para Vallejo, no solo se ocupa de la vida social del lenguaje, sino, con esta, del cambio histórico que está indiscutiblemente ligado a ella. Más aún, la obra de Vallejo nos invita a pensar en el lenguaje como una categoría de análisis fundamental para comprender las dinámicas violentas a nivel social, ideológico y epistémico, ya que,
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como se enfatiza en La Virgen y en El cuervo blanco, este ha estado en el centro de los violentos proyectos coloniales y modernizadores, así como de la producción de la diferencia. Al ocuparse de la gramática mientras investiga dos fines de siglo de la historia colombiana (el cambio del siglo xix al xx y del xx al xxi), Vallejo establece la relación entre lenguaje y memoria como un eje teórico fundamental. La gramática, obsesionada con organizar bien los tiempos, es lo que perdura como regla, lo que asegura el control de la lengua que el novelista va a complicar una y otra vez al documentar el paso desordenado del tiempo y las transformaciones sociales y culturales que ocurren en el presente. Como modelo prescriptivo, la gramática se sostiene sobre la fantasía de un tiempo rectilíneo, lineal, que se compone de unos tiempos (pasado, presente, futuro) que supuestamente podemos diferenciar con claridad. La gramática quisiera ignorar esa convergencia de temporalidades que abruma cualquier delimitación ideal, pero Vallejo va a revelarla explícitamente en sus obras. Como señala Martínez Gutiérrez, existe una profunda relación entre la norma que rige el uso de las palabras (gramática), la norma que se instaura a través de la palabra (entre ellas, diríamos nosotros, la ley) y el archivo que busca hospedar los documentos de la memoria (archivo que tradicionalmente se ha compuesto de textos escritos en los que el lenguaje correcto es especialmente importante). Al cuestionar la gramática y complicar el ímpetu ordenador del archivo, al reflexionar sobre lo que significa relatar desde los márgenes de estas constelaciones prescriptivas, Vallejo prepara el terreno para los escritores que le siguen, que, como veremos, se instalan en la pregunta del recuerdo y sus limitaciones, aceptando la invitación a utilizar el río cambiante del lenguaje para abordar presente y pasado.
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CAPÍTULO II
La conmoción del testigo. Las labores de la memoria en la novela colombiana de comienzos del siglo xxi
Las ficciones colombianas de comienzos del siglo xxi están pobladas de testigos que entablan una labor detectivesca para explicar los hechos violentos que los han marcado a nivel psíquico y material. Sus conmociones y búsquedas resuenan de manera significativa en una época de reflexiones históricas, simbólicas y jurídicas alrededor de las violencias colombianas de cambio de siglo. Numerosas novelas de esta época, entre las que se encuentran Delirio (Laura Restrepo, 2004), Los otros y Adelaida (Gonzalo Mallarino, 2007), Los ejércitos (Evelio Rosero, 2007), El ruido de las cosas al caer (Juan Gabriel Vázquez, 2011) y Los estratos (Juan Cárdenas, 2013), relatan la búsqueda de personas que sufren psíquicamente por eventos pasados y se dedican a esclarecer la violencia que presenciaron, intentando, a su vez, comprender las dinámicas históricas que produjeron esos hechos. Al enfatizar el proceso
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de otorgarle sentido a la historia personal y colectiva, estos textos buscan reflexionar sobre la posibilidad misma de la articulación de la memoria en un momento histórico en el que estos temas irrumpen con gran fuerza en el debate público. Más allá de narrar la conmoción que producen los eventos violentos en la vida cotidiana, tema que ha sido central para la ficción colombiana por décadas, la pesquisa, el intento de no sucumbir a la opacidad de los hechos dolorosos o traumáticos y la posibilidad de la producción del testimonio constituyen el motor de estos relatos, marcando su forma narrativa de modos fundamentales. Los testigos conmovidos de estas novelas, algunos hasta delirantes, más allá de simplemente cargar con la verdad del pasado, lo investigan y organizan, insistiendo en la posibilidad de un testimonio que tienda puentes entre la historia personal y la colectiva. Como novelas que plantean misterios, pues se preguntan por las complejas causas de la conmoción que sufren sus protagonistas, estos textos le hacen un guiño a la literatura detectivesca, en la que se desentrañan y articulan los detalles de un agravio que inicialmente parece opaco. Lo que sobresale en estas novelas, sin embargo, es que sus protagonistas buscan una reparación psíquica y social que no pasa necesariamente por el ámbito jurídico o policial, sino que, más bien, tiene en su centro una investigación sobre los mecanismos de la construcción de la memoria y las condiciones de producción del testimonio. La pregunta de cómo localizar los hechos del pasado, recordarlos, re-inscribirlos en el presente y dotarlos de significado determina la construcción de estos relatos. A diferencia de los protagonistas de la ficción detectivesca clásica y de diversos relatos colombianos que se enfocan en detectives, los que investigan aquí son testigos que operan por fuera del ámbito judicial, no están regidos por el afán de hacer justicia por cuenta propia y no tienen como horizonte de acción el juicio legal.1
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Dentro de la producción narrativa colombiana contemporánea hay numerosos relatos detectivescos en los que policías, jueces y detectives se encuentran embrollados en investigaciones sobre asesinatos y corrupción. Véanse, por ejemplo, Perder es cuestión de método (tanto la novela como la película) y películas como La historia del baúl rosado, Detective Marañón y La semilla del silencio, entre otras.
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Estos testigos serían lo que para Agamben denota el segundo significado de testigo, en su raíz latina testis: no los (potenciales) participantes en un juicio legal, sino los sobrevivientes, cuyos testimonios están desligados de la adquisición de hechos para un juicio. Agamben precisa que, en vez del perdón, el motor de búsqueda de este testigo sobreviviente es tanto el elemento no jurídico de la verdad como la revelación de la ambigüedad y la complejidad de los hechos. En un sentido religioso, Ricoeur sugiere que el testigo aporta aquello que no puede ser visto, es decir, da testimonio de la fe, trascendiendo así el ámbito jurídico e historiográfico. Para Oliver, esta dimensión del testimonio como algo que trasciende la prueba empírica colinda con la concepción del testimonio a nivel psicoanalítico. Según Dori Laub, el testigo de los hechos catastróficos o traumáticos está atestiguando la veracidad histórica del evento, pero su función no es corroborar los datos empíricos del historiador. “What ultimately matters in all process of witnessing, spasmodic and continuous, conscious and unconscious”, indica Laub, “is not simply the information, the establishment of the facts, but the experience itself of living through testimony, of giving testimony” (1992, 85). En el escenario psicoanalítico y social que trasciende lo jurídico o lo historiográfico, el testigo ofrece una verdad (de la violencia) que no es la verdad de la dimensión legal o de la disciplina histórica. Estos modos testimoniales están en el centro de las reflexiones de las numerosas novelas ya mencionadas, cuyo motor narrativo es el proceso por el cual sus protagonistas, personas que han presenciado actos violentos, intentan narrar y entender lo sucedido, hilarlo en un relato, someterlo al andamiaje que provee el lenguaje y explicarlo a otros. En algunos casos este acto tiene como fin poder trascender el dolor, la parálisis y la disgregación de las pérdidas que han padecido ellos o su comunidad. En el sentido en que el problema vital de estos personajes se relaciona con la dificultad y la posibilidad de recordar, las novelas que analizaremos a continuación proponen profundas reflexiones psíquicas y éticas sobre la posibilidad misma de articular la memoria, tema de enorme relevancia política en el momento histórico en que emergen. Más aún, en una época en que la categoría de víctima irrumpe con gran fuerza a nivel jurídico, político y social,
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algunas de estas ficciones nos invitan a repensar a la víctima como testigo activo, capaz de responder al dolor y a las disgregaciones sufridas, cuestionando la noción de que la víctima es un sujeto radicalmente paralizado y sufriente, sumido para siempre en su dolor. En una época de debate público sobre los procedimientos y alcances de la justicia estatal para juzgar a los culpables del conflicto armado, reparar a las víctimas, explicar lo sucedido a nivel histórico y contribuir a la verdad, estas novelas proponen una importante reflexión sobre las posibilidades de comprender el pasado a nivel colectivo, más allá del ámbito legal y desde discursos distintos a aquellos producidos por la historiografía y otros relatos académicos hegemónicos. Invitan a abordar el pasado desde sus dimensiones psíquicas y sociales, es decir, a través de categorías como el trauma, la melancolía, la parálisis, la elaboración, la reparación, etc., aportando un enfoque que, como indica Gonzalo Sánchez, ha estado ausente en las narrativas históricas colombianas recientes. Sánchez nota que, mientras que en países como Argentina el psicoanálisis ha ocupado un lugar central en las discusiones públicas sobre la historia y la memoria, en el caso de Colombia este enfoque, poco utilizado, tiene un potencial renovador que es indiscutiblemente muy grande en temas como este de la violencia, respecto del cual ha habido en los últimos tiempos mucha información, pero, creo yo, un gran déficit de interpretación, que es precisamente uno de los fuertes, si no el más, del discurso psicoanalítico. Adicionalmente a ese déficit de interpretación, hay otro […] el déficit de la capacidad expresiva, o si se quiere, los límites de la narrativa histórica, sociológica y politológica para dar cuenta de muchos aspectos asociados a estos temas de la memoria, la crueldad, el dolor, el miedo, el desarraigo y tantos otros que atraviesan nuestra cotidianidad (2006, 131).
Como sugiere Oliver en su reflexión sobre la ética del testimonio, la posibilidad misma de dar cuenta de la opresión, el dolor y la catástrofe, que es central para el sobreviviente de la violencia, activa las preguntas sobre la dimensión social, es decir, sobre el lugar del otro que escucha y responde. Esta dimensión es parte central de las reflexiones
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sobre la vida psíquica que estas novelas articulan. Fuera de proponer una mirada que aborde la dimensión psíquica de la vida cotidiana a nivel individual y colectivo, algunas de las novelas que examinaremos a continuación extienden su investigación a una consideración de las formas en que las dinámicas genérico-sexuales, los discursos y las prácticas que han tenido un lugar marginal en la conceptualización de la historia de violencias colombianas recientes inciden y definen los conflictos violentos que ha padecido Colombia. En el presente capítulo analizaremos la relación entre las diversas pérdidas producidas por el florecimiento del narcotráfico y el conflicto armado —pérdidas contenidas en discursos y prácticas de duelo, melancolía, nostalgia, dolor y trauma— y los modos en que estas se articulan en el campo cultural. Nos interesa en particular la novela colombiana de comienzos de este siglo, por ser allí donde, de forma reiterada, sobresale una preocupación temática y formal con el complejo proceso de atestiguar y recordar frente a la conmoción producida por las violencias contemporáneas, así como un interés por investigar los modos en que una sociedad puede entender y cuestionar los eventos violentos, más allá de reiterar su desastre, magnitud y opacidad. Examinaremos aquí la novela Delirio (Laura Restrepo, 2004) como un texto que se distancia deliberadamente de una tradición de ficciones, crónicas y relatos mediáticos que plantean un espacio social marcado por la desintegración, la catástrofe y la imposibilidad de los sujetos de hacer sentido del mundo. La novela de Restrepo resalta la manera colectiva y dialógica en que una testigo puede elaborar sus dolores y narrar su pasado familiar y, en el proceso, reflexionar sobre un orden social que ha marcado la historia nacional. Nos interesa leer esta novela a la luz de otros relatos que se enfocan en testigos cuyos intentos de recordar y ordenar el pasado fallan, como es el caso de Los otros y Adelaida (Gonzalo Mallarino) y Los estratos (Juan Cárdenas), y de testigos que están en pleno proceso de comenzar a articular un testimonio de la catástrofe, como es el caso de Los ejércitos (Evelio Rosero). A partir de una profunda reflexión sobre los trabajos de la memoria, Delirio invita al lector a trazar los modos en que las historias de violencia están íntimamente relacionadas con dinámicas genérico-sexuales sin las cuales no podría entenderse la historia de cambio de siglo en Co-
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lombia. Delirio también nos da la clave para leer una novela posterior e igualmente exitosa en el mercado internacional titulada El ruido de las cosas al caer, de Juan Gabriel Vázquez. Esta ficción también aborda las historias del narcotráfico en Colombia a partir de la lucha de un testigo por desentrañar historias familiares y colectivas desde la década de 1970. En ambas novelas (así como en otros textos que mencionaremos brevemente), aunque de diferente manera, la crisis de la sexualidad heteronormativa y la configuración de identidades masculinas emergen como dimensiones centrales para considerar la historia contemporánea colombiana y las posibilidades de la construcción de la memoria. El trabajo crítico que aquí nos concierne, entonces, radica en mapear los diálogos que entre estas novelas se establecen sobre la subjetividad de la víctima, la producción del testimonio y, para utilizar las palabras de Elizabeth Jelin, los trabajos de la memoria.
Relatos de la pérdida: las dificultades de articular el pasado Delirio forma parte de una tradición de narrativa urbana que busca reflexionar sobre cómo una sociedad enfrenta las múltiples explosiones económicas, materiales y psíquicas que han traído consigo el narcotráfico y el conflicto armado en la ciudad, flagelos que han marcado la memoria colectiva nacional.2 Más aún, la obra de Restrepo comparte el gesto metarreflexivo de algunas novelas de fines del siglo xx, como La Virgen de los Sicarios, que se preguntan por cómo entender y cómo escribir las crisis históricas nacionales. Así como la narrativa es un pro-
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Entre los textos que describen la vida cotidiana en la ciudad aquejada por los eventos históricos de fines del siglo xx se encuentran Opio en las nubes (Fernando Chaparra Madiedo, 1992), Prohibido salir a la calle (Consuelo Triviño, 1998), Líbranos de todo mal (Fanny Buitrago, 1989 ), Leopardo al sol (de la misma Restrepo, 1993) y La Virgen de los Sicarios (Fernando Vallejo, 1994), así como las novelas que analizaremos a continuación y diversos largometrajes que indagan sobre la historia reciente de las grandes ciudades colombianas, como es el caso del cine de Víctor Gaviria.
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ducto fundamental para aprehender y darle sentido a la experiencia urbana, ciertas obras que trazan la ansiedad y la dislocación colectiva de la sociedad colombiana de cambio de siglo son determinantes para la construcción de una memoria cultural que, más que un fenómeno individual o social, pasa por la revisión y la manipulación que logra, entre otras, la literatura.3 El rapto, la confusión y la desorientación de las facultades mentales, el exceso que desborda la razón con actos de habla incoherentes y el desorden lexical y semántico son síntomas que padecen los protagonistas de diversas narrativas colombianas, en particular aquellas que buscan abordar fenómenos como la violencia del narcotráfico y el conflicto armado, la inseguridad y el miedo. Delirio expresa esta conmoción psíquica desde su título, utilizando una palabra que evoca un síntoma de la disgregación mental (la manía, la esquizofrenia, la alucinación) y que etimológicamente nos remite al latín delirare o ‘salirse del surco’, al acto de pensar desde los márgenes de la razón, como le pasa de vez en cuando al gramático de La Virgen de los Sicarios cuando pierde el hilo de lo que está contando. Preocupada con el tema de la disgregación psíquica y el ordenamiento de la memoria —a nivel personal y nacional—, Delirio indaga sobre la posibilidad misma del testimonio (y de la escritura) para narrar la pérdida, mientras que reflexiona sobre conceptos como dolor, duelo, recuerdo y memoria colectiva.4 En su investigación sobre la posibilidad de la construcción de la memoria, la novela de Restrepo se distancia de forma significativa de diversos relatos que construyen una urbe caótica en la que los sujetos sufren para siempre de los efectos disgregadores de sus pérdidas. De forma paralela a las reflexiones recientes realizadas desde la academia, en particular desde el psicoanálisis, los estudios culturales y la historia, Delirio reflexiona sobre las posibilidades de recordar y de actuar frente
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Para una discusión de la relación entre textos literarios y memoria cultural, véase la introducción de Mieke Bal en Acts of Memory: Cultural Recall in the Present (Bal, Crewe y Spitzer). La novela de Restrepo fue ganadora del Premio Alfaguara de Novela ese año. Todas las citas aquí utilizadas provienen de Restrepo (2004).
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a la crisis social, apartándose de una tradición literaria y cinematográfica en la que impera lo que Alejandra Jaramillo Morales identifica como una tendencia melancólica de representación. Para Jaramillo Morales, esta tendencia se evidencia en diversas ficciones colombianas cuyos relatos están regidos por “un estado de cosas que dificulta el duelo por las destrucciones y pérdidas atribuidas a la violencia” (36). En ellas se articulan espacios urbanos marcados por la pérdida que, en última instancia, dan lugar a “un campo simbólico en el que el mundo creado por el artista pone en evidencia la dificultad de elaboración del dolor” (42). La destrucción y las pérdidas atribuidas a la violencia aparecen en estos textos como obstáculos que imposibilitan el duelo, dando lugar a la parálisis y la dificultad de reflexión por parte de sus personajes. De hecho, en muchos de estos relatos se construyen universos en los que, a nivel temático, priman las respuestas melancólicas y traumáticas de los sujetos que quedan abrumados por la experiencia de sufrimiento. A la vez, en términos formales, estos textos sobre la catástrofe suelen volverse catastróficos, en el sentido de que el mismo proceso de dar cuenta se contamina de la actuación melancólica de los personajes y la perspectiva narrativa se impregna de la catástrofe.5 El resultado es que la propia narración evidencia lo que Ortega, refiriéndose a las vicisitudes del duelo, llama la dificultad de “establecer distancias cognitivas, emocionales, morales o ideológicas entre el sujeto y los eventos. En el relato, dar cuenta de la experiencia equivale a perder agencia, a ser poseído por los eventos” (2004, 114). Hay diversas novelas sobre testigos investigadores donde se reitera esta tendencia melancólica de representación. Tal es el caso de Los
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Un texto paradigmático de una escritura que plantea un panorama catastrófico es la novela Opio en las nubes, de Fernando Chaparro Madiedo (1992), en la cual, a través de un relato fragmentado, varios personajes cuentan sus impresiones y experiencias fugaces a medida que circulan, perdidos, por una ciudad letal y apocalíptica. Allí la recurrencia de imágenes de fragmentación y destrozo se combina con enumeraciones aleatorias, verbos que no cuadran con su predicado, listados heterogéneos que interrumpen la voz de los personajes, párrafos sin puntuación y fragmentos de diversos tipos de escritos, síntomas de una escritura de la catástrofe que se rehúsa a hilar los eventos y evoca la dificultad de hacer sentido del mundo.
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otros y Adelaida (Gonzalo Mallarino, 2006), que busca examinar los modos en que una víctima de una bomba del narcotráfico lidia con su conmoción en medio de una ciudad en crisis. La novela de Mallarino comparte con Delirio el interés por indagar la subjetividad de un testigo conmovido que intenta recordar. Narra el trauma de Adelaida, una mujer de clase media que trabaja para la agencia de desarrollo urbano de Bogotá, instituto encargado del patrimonio material de la ciudad, es decir, de una parte importante de la memoria urbana de la capital. La mujer ha sido testigo de la reciente muerte de su hija pequeña en la explosión de la bomba que el narcotraficante Pablo Escobar mandó detonar frente al edificio del DAS en 1989. Esta bomba, una de los más violentos ataques de Medellín, figura también en Delirio de forma explícita y, al igual que en la novela de Mallarino, contribuye a la crisis psíquica de la protagonista. Convulsionada por la muerte de su hija, Adelaida sufre de una respuesta traumática, es decir, una reacción psíquica frente a un evento que toma al sujeto por sorpresa. Para Ortega, la tradición psicoanalítica describe el trauma como una actuación en la cual se “exhibe un temporalidad particular en la que el pasado coexiste e incluso agobia efectivamente al presente de tal manera que su inscripción en el registro de la memoria y la historia es a la vez solicitado y frustrado” (2004, 107).6 Adelaida se ve asaltada por un evento violento —la pérdida de su hija en una bomba y su
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En su genealogía sobre las maneras en que el trauma como categoría ha cambiado históricamente, Leys utiliza a Freud para definirlo como una relación entre dos eventos: uno que llegó demasiado temprano (en el desarrollo del niño) para ser entendido o que tomó al sujeto por sorpresa (el accidente, por ejemplo, es la escena ejemplar del trauma cuando Freud escribe) y otro que disparó una memoria de ese evento inicial y que solo en ese momento fue adjudicado con un sentido traumático y por eso reprimido. Mucha tinta ha corrido sobre lo que constituye la respuesta traumática. Leys, por ejemplo, ataca los análisis casuísticos del trauma que arguyen que los eventos traumáticos asaltan al sujeto desde afuera. La mirada psicoanalítica freudiana lo interioriza, sugiriendo que el trauma externo deriva su fuerza y eficacia de los procesos internos y psíquicos de elaboración que hace cada sujeto. En el análisis aquí realizado nos aliamos con este concepto, que tiene como base la elaboración psíquica que hacen los sujetos. Véase su análisis en Trauma: A Genealogy (2000).
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propia supervivencia— y este regresa a ahuyentarla constantemente en el presente en forma de pesadillas, alucinaciones, momentos de amnesia y disgregación y episodios en los que se hace daño a sí misma. Al comienzo del texto, por ejemplo, Adelaida se considera incapaz de recordar la explosión, evento que para ella es “un pozo negro”, preguntándose: “¿Pero cómo seguir? ¿Cómo reemplazar esto tan horrible? Todo lo de antes está maldito. Todo está dañado”. Concluye, entonces, que “no debe recordarse nunca […]. A veces siento que todo lo que hice está podrido y que sería mejor que no hubiera sido. Que no hubiera pasado nada en lo que yo hubiera tenido que ver. Nada en lo que yo esté. Nada de lo que yo haga parte. […] Prefiero no haber nacido yo” (17). La dificultad de Adelaida de realizar un duelo (hasta el punto de preferir no estar viva) y sus episodios de actuación traumática están íntimamente relacionados con su experiencia en la ciudad, espacio que corrobora la desorientación que sufre el personaje. El único momento en que la mujer sale de su postración y recorre la ciudad es cuando está impulsada por un delirio producido por sus pesadillas. Convencida de que existe una poderosa red de tráfico de niños que opera en el centro histórico, la ahora exempleada del Instituto de Desarrollo Urbano sale a consultar mapas e investigar archivos, recorriendo el centro de Bogotá en una investigación que parece estar más motivada por la culpa que surgió de no poder proteger a su hija de la bomba que por un hecho presente y concreto. Así, Adelaida encausa todas sus labores detectivescas hacia otra supuesta tragedia: la trata de niños indefensos por parte de una red de traficantes en el centro de la ciudad, situación imaginada con la que se obsesiona y que le impide ocuparse directamente de su propia pérdida. A pesar de su intento por ordenar la ciudad a través de sus investigaciones y mapas, esta no deja de ser para la protagonista y para la novela misma un territorio misterioso y peligroso que se recorre en un estado intermedio entre el sueño y la vigilia. Los caminos que Adelaida transita no dan lugar a ningún tipo de trazado. Las calles y las construcciones del centro de la ciudad, ese espacio fundacional de la historia nacional, son espacios fantasmales que un día están allí, pero al otro son imposibles de encontrar, que un día están habitados y al otro, abandonados. La novela misma, narrada
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por su protagonista, reitera entonces este ethos misterioso y opaco, al no poder aclarar nunca si la organización de tráfico de niños que supuestamente opera en el centro histórico era real o si constituía simplemente un delirio más de su protagonista. Hacia el final del relato, habiéndose mudado al campo tiempo después de la bomba, Adelaida recupera la lucidez que le permite comenzar a reflexionar sobre su dolor: “¿Cómo pasé por ese tiempo? ¿Cómo pude? ¿Cómo no me quedé en la zanja oscura? Hoy no lo puedo creer”, se pregunta (218). Pero tampoco allí queda claro si la mujer va a poder salir de la parálisis psíquica del dolor y el miedo. Desde su exilio rural, Adelaida decide dejar “de pensar en esas personas. En lo que hacían. Yo no sé qué pasó allá. Todo se ha ido yendo de mis ojos y de mi corazón” (253). Se construye así un peligroso panorama de olvido, donde lo que se pierde no habilita un proceso creativo de reelaboración psíquica y testimonio, sino de silenciamiento. La novela busca suplir su propia imposibilidad de imaginar la recuperación de su personaje haciéndole dar a luz a una nueva hija, como si la maternidad aplacara la fuerza de un trauma irresoluto. Así, Los otros y Adelaida produce un relato de la pérdida en la que el sujeto no puede enfrentar los eventos históricos que lo han marcado de forma que pueda reconstituirse en el tiempo presente como testigo. El lector tampoco. A pesar de que su crisis inicialmente habría podido motivarla a entender la ciudad de otra manera, a denunciar a sujetos violentos que posiblemente la habitaban, la historia la abruma, la ciudad la expulsa y su única posibilidad de participar en la vida cotidiana, de reconfigurarse, es a partir de una maternidad que no es prueba de reconstitución psíquica alguna.7 Otras ficciones de esta época también reiteran similares panoramas de opacidad frente a los trabajos de la memoria. En Los estratos (Juan
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La novela de Mallarino acude a una noción de identidad femenina tradicional y conservadora en la que la mujer se imagina siempre como madre. En su revelador estudio sobre el lugar de la mujer en el arte y la literatura escrita por mujeres en Colombia, Deborah Martin señala que la feminidad en el país ha operado tradicionalmente en el imaginario cultural como sinónimo de la maternidad. La madre omnipotente y abnegada, figura mítica y grandiosa, se ha vuelto un componente dominante de la identidad femenina (8).
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Cárdenas, 2013) un hombre en crisis busca esclarecer un vago y angustioso recuerdo de un evento sucedido en su infancia que retorna a abrumarlo en la adultez. El vago recuerdo que inaugura la novela y reaparece a lo largo del relato inquietando a su protagonista tiene que ver con un suceso violento presenciado por él en su niñez que involucró a su padre y a su niñera en un puerto del Pacífico colombiano. A medida que este recuerdo lo inquieta y paraliza, el protagonista interrumpe su vida cotidiana para volcarse en la reconstrucción del pasado, en un intento por definir qué fue lo que sucedió exactamente en ese álgido momento de décadas atrás. En esta búsqueda, el narrador deja a su mujer, se va de su casa y abandona su trabajo como ejecutivo de la empresa de la cual es accionista. En su deambular aleatorio por la ciudad, el protagonista, quien anteriormente había estado en un hospital psiquiátrico, va revelando un espacio marcado por el consumo y la estratificación social (de donde viene, en parte, el título de la novela), a su vez que va narrando historias familiares marcadas por diversas formas de violencia histórica. Después de buscar a su antigua psicoanalista, quien no logra aliviar su desazón, el hombre viaja a un puerto en el Pacífico que no se nombra, pero que alude a Buenaventura, ciudad aquejada por las guerras alrededor del narcotráfico, emblemática de los desastres que ha traído consigo la violenta e inconclusa modernización nacional y la desigualdad social que ha condenado a los afrocolombianos a la pobreza. En este puerto, que parece ser donde también sucedió el evento de su infancia, en medio de un ambiente enrarecido por el comercio rampante, las desapariciones, los asesinatos y la paranoia, el narrador encuentra a un detective indígena que, lejos de ser un detective convencional, es una suerte de mago, curandero y chamán que utiliza medios esotéricos para develar los misterios del pasado. La novela cuestiona los obstáculos que las instituciones judiciales y policiales ponen para esclarecer los hechos criminales y juzgar a los culpables en Colombia a través de este detective chamán que trabaja para la fiscalía ayudando a resolver casos de desaparición forzada en la zona por medios esotéricos. El detective logra conectar al narrador con el hijo de su difunta niñera, quien conoce algunos detalles que podrían servirle para esclarecer el evento detonante de su infancia. En su casa
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en la selva, el hombre cuenta cómo su madre llegó un día del trabajo a la humilde casa familiar cargando al niño pequeño que estaba contratada para cuidar. Tras dejar un fajo de billetes sobre la mesa, anunció que algo terrible le había sucedido en casa del patrón y desapareció por décadas, hasta que su hijo la encontró enloquecida y mendigando en la calle, sin poder nunca esclarecer lo que sucedió ese día. De esta forma, a pesar de que aquí se hace referencia a una violencia detonante que marcó la vida de la mujer, de su hijo y del protagonista, el relato nunca esclarece el evento que dio lugar a la crisis. El detective-chamán, por su parte, en vez de aclarar el misterio del pasado, le ofrece al protagonista una especie de purga física y espiritual: en un ritual de toma de yagé (alucinógeno), el indígena guía al protagonista a hacer una catarsis corporal y espiritual de su dolor. La dimensión detectivesca se diluye aquí para dar lugar a una lógica de pesquisa relacionada con el ritual indígena que apela a una dimensión espiritual y corporal que excede la razón. Pero, aunque el ritual posiblemente aplaque la fuerza del trauma del protagonista (el alucinógeno como una alternativa a la terapia psicoanalítica), la purga no arroja suficiente claridad sobre los sucesos violentos del pasado. Fuera de que el detective se revela como quien realmente es (un chamán), ninguna labor detectivesca resulta exitosa. Así, la novela termina rehusando definir qué fue lo que sucedió ese día de la infancia del protagonista, frustrando deliberadamente las expectativas del lector de encontrar resolución después de acompañar al narrador en sus pesquisas.8 De
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En el proceso de búsqueda, la historia personal de este protagonista va entrelazándose con la historia política y social del país. Como en las demás novelas aquí mencionadas, la reflexión sobre cómo se constituye la subjetividad y la memoria siempre está anclada en la historia colectiva más amplia. El protagonista de esta novela, hombre urbano de clase alta, termina buscando su pasado en el lugar más violento del país. Los estratos comparte con Delirio un interés por la exploración formal en relación a la articulación de la memoria. El relato del protagonista está interrumpido por breves capítulos donde se mezcla un registro coloquial de un diálogo de afrocolombianos del Pacífico con anuncios publicitarios, noticias de un periódico antiguo, etc., en un verdadero popurrí heteroglósico que fuerza al lector a conectar diversas historias y tiempos con el conflicto de su protagonista.
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esta forma, el impulso de la ficción detectivesca se trunca y el pasado retiene su naturaleza inquietante, abierta y perturbadora. Frente al pasado irresoluto que provocó la crisis, el lector debe preguntarse no solo por esta búsqueda, sino por el futuro mismo de unos protagonistas que nunca podrán aclarar los hechos que los abruman. La insistencia de varios relatos colombianos en la dificultad de esclarecer el pasado que conmueve al sujeto es significativa a la luz del contexto de impunidad que históricamente ha imperado en Colombia y de las discusiones públicas sobre lo que constituye la verdad y la reparación para las víctimas en el marco de los discursos de postconflicto y justicia transicional. En estos relatos, lo que se pone en escena son los límites de los trabajos de la memoria y la imposibilidad del esclarecimiento de la verdad. De esta forma, las novelas se alejan deliberadamente de las ficciones detectivescas clásicas, en las que, como sugiere Holquist, la pesquisa es central para la trama y a través de ella se dramatiza el poder de la razón para solucionar la historia. Por un lado, este tipo de textos que rehúsan aclarar el evento detonante, o cuyos protagonistas no pueden nunca transformarse en testigos que articulan un testimonio de la catástrofe, entrenan al lector para recolectar pruebas, no para llegar a una solución, sino para entender el proceso de entender, el acto de pesquisa que está en el centro de la comprensión del pasado.9 En este sentido, esta novela busca enfatizar el gesto vital de indagar, dejándolo en el centro de la reflexión: ¿qué consecuencias tiene investigar lo que sucedió?, ¿para qué sirve la investigación?, ¿cuáles son los límites del acto de recordar? Si tenemos en cuenta que la ficción colombiana contemporánea quiere reflexionar sobre la construcción psíquica y social del sujeto frente a las violencias a partir de parámetros distintos a los del discurso legal, podríamos leer dicha opacidad como un rechazo a reducir la
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Dentro de estas novelas que plantean misterios que no se logran resolver del todo, se encuentra también Los niños, de Carolina Sanín (2015), en la que una mujer solitaria se encuentra con un niño abandonado frente a su casa. El niño no puede explicar de dónde viene y, luego de acogerlo en su casa, la mujer nunca es capaz de solucionar el misterio de su llegada.
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complejidad del pasado a la investigación judicial cuyo horizonte es la resolución del suceso dentro del ámbito jurídico, es decir, la identificación de culpables, la determinación de los mecanismos de los hechos, el juicio, el perdón que pide el victimario y otorga la víctima, etc. La imposibilidad de explicar los mecanismos de una violencia específica en su totalidad funcionaría aquí como una crítica a los límites de la reconstrucción histórica, judicial y personal en momentos en que en el debate público se plantea la reconstrucción de ese pasado a ese nivel y se promete la verdad para las víctimas a través de mecanismos judiciales, mientras que impera un escenario de gran impunidad. Transpira por estos relatos un comentario sobre los posibles límites del esclarecimiento de la verdad que tantas veces el Estado promete a través de discursos de justicia y postconflicto, que enfatizan la posibilidad de establecer con claridad los sucesos del pasado. Al mismo tiempo, lo que queda sobre la mesa en estas ficciones de misterios irresolutos y ausencia de cierres narrativos (tanto para testigos como para lectores) es la pregunta sobre los efectos psíquicos de la violencia a nivel colectivo —la crisis, el delirio, el trauma—, precisamente porque estos relatos cuestionan la posibilidad de comprender la pérdida para situarla en un campo simbólico sanador, poniendo en duda el horizonte mismo de la reparación psíquica. En el contexto del discurso psicoanalítico, Freud y Lacan se refieren a “la memoria del olvido” para notar aquello que se mantiene más allá del orden simbólico y que el acto de recordar no alcanza a abarcar. En sus seminarios sobre la ética del psicoanálisis, Lacan manifiesta la imposibilidad estructural para abarcarlo y saberlo todo, y en ese sentido todo decir es un medio decir (1995). Hirsch y Sptizer hablan de la gran contradicción a la que apuntan más de medio siglo de discusiones filosóficas y culturales sobre el testimonio: la necesidad del testimonio, pero la imposibilidad de dar cuenta de manera completa del pasado traumático (152). Pero, aunque estos relatos sobre delirantes solitarios enfaticen los límites de los trabajos de la memoria, se inscriben en una tradición de escrituras melancólicas que reitera la dificultad de la elaboración del dolor y la imposibilidad del duelo, privilegiando el lamento y la dificultad de recordar. Para Jaramillo Morales, estos relatos inciden de manera importante en la construc-
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ción de lo que ella llama “la fantasmagoría melancólica de los colombianos” (27). LaCapra critica los discursos melancólicos que insisten en la imposibilidad de localizar la pérdida en un campo simbólico sanador y se niegan a dar cuenta de posibles modos de elaboración que puedan debilitar la repetición compulsiva sin ser equivalentes al total empoderamiento del sujeto o a un cierre final.10 Como sugiere Jaramillo Morales, esto impide imaginar la manera en que la víctima también es potencial agente, capaz de reconstruirse como sujeto que se dirige a otros, que nombra las injusticias cometidas (así sea con dificultad y límites) y que actúa dentro de un horizonte político amplio.11 Como indican Hirsch y Spitzer, el énfasis hiperbólico en el trauma y el quiebre del lenguaje, que ocurre, por ejemplo, en los estudios sobre el holocausto judío, puede borrar la importancia de la transmisión del testimonio, del hecho de que muchos testigos quieran aportar su conocimiento e información para dar cuenta de la victimización y el dolor sufridos (152).
El día después de la catástrofe o la performance del testimonio En Los ejércitos (Evelio Rosero, 2006), el testigo conmovido que se pregunta por cómo narrar los hechos reaparece en un contexto rural, como un hombre de un pueblo pequeño que presencia los enfrentamientos entre grupos armados, similares a los que azotaron a cientos de pueblos colombianos durante la época de la intensificación del
10 La pregunta de LaCapra es relevante para nosotros aquí: “Are critical theory and conceptions of performativity confined to imposible mourning and modalities of melancholic of manic acting-out of post-traumatic conditions (at times including a belief in creation ex nihilo)?” (2001, 72). 11 Numerosos testimonios de víctimas del conflicto armado, por ejemplo, sugieren precisamente este horizonte de agenciamiento. Véase el trabajo hecho por las Madres de la Candelaria o la Asociación de Víctimas de Trujillo, entre otros. Véase también la discusión sobre el trabajo de elaboración que aparece en el capítulo 4 de este libro.
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conflicto armado en este cambio de siglo.12 La novela aparece en un período convulsionado de la historia nacional durante el cual diversos grupos de víctimas visibilizan sus denuncias contra el desplazamiento forzado y otras violaciones de los derechos humanos causados por ejércitos de diversa índole (incluyendo grupos paramilitares y guerrilleros), buscando legitimarse frente a una sociedad que, en muchos casos e incluso desde el propio Estado, ha querido minimizar la existencia del conflicto.13 Mientras en la novela “el presidente afirma que aquí no pasa nada, ni aquí ni en el país hay guerra” (161), el testimonio de Ismael Pasos, el protagonista sobreviviente, cuestiona las afirmaciones oficiales al relatar cómo la guerra va transformando la vida cotidiana de su pueblo. Pero, en vez de enfocarse en la actuación de los ejércitos que el título menciona, el relato trae al centro de la escena a los habitantes del pueblo como víctimas de los enfrentamientos, evitando desplazarlos retóricamente o relegarlos a sus márgenes como sujetos inquietantes, tendencia muy común en las representaciones del exilio interno en la cultura colombiana (Castillejo 2000, 38). Al enfocarse en las formas en que los civiles son desterrados por los enfrentamientos armados, la novela busca reflexionar sobre los efectos cotidianos del conflicto desde la perspectiva de aquellos que presencian la historia, pero no manejan sus armas ni ostentan el poder. La trama de Los ejércitos se desarrolla en un pueblo llamado San José, que la novela equipara explícitamente con pueblos colombianos concretos (Apartadó, en Antioquia, y Toribío, en Cauca) que han
12 Los ejércitos ganó el Premio Tusquets de Novela en 2006 y el Foreign Fiction Prize del periódico británico The Independent en 2009. Traducida a varios idiomas, la novela ha tenido una circulación internacional bastante significativa. Todas las citas aquí presentadas provienen de la referencia recogida en la bibliografía. 13 Esto fue muy común durante el gobierno de Álvaro Uribe Vélez (2002-2008), cuando desde el Estado se anunció que no existía conflicto armado y que Colombia ya había entrado en una época de postconflicto, a pesar de que la guerra continuaba en diversas regiones del país. Durante el gobierno posterior (Juan Manuel Santos), se comenzaron a instaurar procesos institucionales de reparación a las víctimas y de restitución de tierras, que han abierto un camino para la legitimación de estos grupos a nivel social.
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ocupado un lugar prominente en la historia del conflicto armado por haber sufrido masacres, tomas militares y desplazamientos forzados. La nación imaginada que aquí se proyecta, entonces, es una nación conformada por sujetos rurales que son testigos de la guerra, por desplazados de muchos pueblos que se van uniendo, como los de esta novela, a la fila de un éxodo enorme. De esta forma, el espacio nacional se traza aquí no a partir de la lógica de la modernización (recursos naturales, infraestructura, etc.) o a partir de los tráficos de drogas y armas, sino desde los movimientos de sus víctimas. Fuera del nomadismo que revela el nombre del protagonista —Ismael Pasos—, que alude al hijo del Abraham bíblico que fue expulsado por Sara y deambuló por mucho tiempo en el desierto, la referencia al acto de caminar del apellido traza una relación entre este personaje y los imaginarios del desplazamiento en Colombia, a partir de los cuales caminar ha servido como metonimia de este flagelo.14 La novela de Rosero es sobre el proceso por medio del cual la víctima se transforma en testigo de la catástrofe, lo que hace que la cuestión del testimonio —su construcción y su horizonte ético y político— se convierta en una pregunta central del texto. Pasos narra la llegada de unos ejércitos al pueblo de San José, la partida masiva de sus habitantes y las desapariciones de muchos civiles, incluida su esposa Otilia, a quien no vuelve a ver más. Su relato se centra en las decisiones vitales que debe tomar en medio del terror que sufre tras presenciar la destrucción que dejan los ejércitos. A medida que los últimos habitantes del pueblo parten para unirse al éxodo de desplazados de la región, Pasos se pregunta si debería quedarse en un lugar que ya no reconoce: “Aquí puede empezar a atardecer o anochecer o amanecer sin que yo sepa, ¿es que ya no me acuerdo del tiempo?, los días en San José, siendo el único de las calles, serán desesperanzados” (193). La duda sobre cómo actuar después de la tragedia, es decir, sobre la reconstrucción del día después, pregunta que constituye el
14 En La multitud errante, de Laura Restrepo, por ejemplo, se reitera esta imagen del desplazado que camina en una “lenta romería [que] se prolongó año tras año, hasta que se hizo larga como la vida misma” (2001, 36).
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motor de la novela, está marcada aquí por el quiebre epistemológico y psíquico que afecta al testigo de la catástrofe.15 De hecho, la disgregación física de Pasos complica las posibilidades del testigo de narrar y explicar su entorno. Como en el caso de muchos relatos colombianos de la época, las calles, esquinas y espacios públicos del universo de la novela dejan de ser referentes para orientar al sujeto una vez este se transforma en víctima. De ser un espacio comprensible para el transeúnte, el San José cooptado por los ejércitos se vuelve un lugar confuso y fantasmal que evoca la Bogotá de Los otros y Adelaida. “Vanamente miro a todas las esquinas”, dice Pasos, “son la misma esquina, el mismo peligro, las veo idénticas. De cualquiera de ellas puede asomar otra vez la desgracia” (182). A medida que al protagonista se le desintegra el orden mental del espacio, la autoridad de su voz para hilar la historia se trunca también. A nivel temático, en su imposibilidad de definir cuáles son los ejércitos que llegan al pueblo, la novela corrobora dicha confusión. Como le sucede a toda una serie de personajes de la narrativa colombiana, Ismael Pasos padece un delirio que alude a una respuesta traumática: pierde la cuenta de los días, desconoce si está vivo o está muerto y comienza a escuchar voces. La desorientación del protagonista afecta su sintaxis y, por consiguiente, la construcción misma de la novela. Así, esta constituye un testimonio (ficcional) de la disgregación psíquica que produce la catástrofe. La dificultad misma de narrar lo sucedido, de dar testimonio al lector, está en el centro del relato, precisamente porque lo que el protagonista cuenta no es simplemente lo que pasó, sino, sobre todo, cómo la conmoción psíquica de la que es víctima por causa de la violencia afecta su relato, es decir, las posibilidades mismas de la performance del testimonio. Para Shoshana Felman, lo que está en juego en el testimonio del sobreviviente es algo distinto a la fidelidad histórica. La verdad que emerge del testigo no es la del historiador, pues no es una verdad exacta
15 Para Alejandro Castillejo, “una de las cuestiones en la zona de guerra es la relativa a la confusión categorial y a la ambigüedad. Esta ambigüedad permite que la muerte prolifere como una epidemia. La ambigüedad, tanto de los generadores de muerte como los muertos mismos [sic], es una condición del terror” (2000, 38).
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que pueda ser simplemente reportada o repetida por cualquiera. Es la performance del testimonio, no simplemente lo que se dice, la que hace efectivo recrear el evento. Es decir, que el testimonio no es una repetición de los hechos del evento o su estructura, sino de los silencios que lo invaden y la ceguera inherente en el evento. Lo que hace al testimonio poderoso es su puesta en escena de la imposibilidad de atestiguar el evento (citada en Oliver, 86). Esta atención del relato a la dificultad de narrar resalta precisamente esa verdad del testimonio que excede la veracidad histórica y jurídica, otorgándole validez a un relato que, desde las prácticas legales o historiográficas, desde los modos discursivos hegemónicos, se consideraría incompleto, erróneo, incluso falso. Hacia el final de la novela, la investigación sobre la naturaleza de la parálisis y el dolor que sufre la víctima activa las preguntas de cómo el testigo sobreviviente enfrenta el día después y de sus posibilidades de reconfigurarse como el detective de sus pérdidas.16 Una vez el pueblo ha sido vaciado, Pasos sugiere, de forma ambivalente, las posibilidades de reconstrucción de su subjetividad tras la catástrofe: Desconozco esta calle, estos rincones, las cosas, he perdido la memoria, igual que si me hundiera y empezara a bajar uno por uno los peldaños que conducen a lo más desconocido, este pueblo, quedaré sólo, supongo, pero de cualquier manera haré de este pueblo mi casa, y pasearé por ti, pueblo, hasta que llegue Otilia por mí. Comeré de lo que hayan dejado en sus cocinas, dormiré en todas sus camas, reconoceré sus historias según sus vestigios, adivinando sus vidas a través de las ropas que dejaron, mi tiempo será otro tiempo, me entretendré, no soy ciego, sanará mi rodilla, caminaré hasta el páramo como un paseo […] (194).
Como indica el fragmento anterior, el uso del tiempo futuro al cierre de la novela revela la posibilidad de una resistencia frente a la
16 La pregunta sobre el trabajo de dar cuenta del día después la plantea la artista plástica Doris Salcedo de forma muy patente. Desde la escultura, Salcedo comparte un interés similar por documentar los vestigios de la guerra en la vida cotidiana colombiana, utilizando los rastros físicos y los objetos arruinados que produce la catástrofe. Véase, por ejemplo, su serie titulada Atrabiliarios.
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parálisis del trauma, matizando el escenario catastrófico que inicialmente parecía plantear el relato. Esta imagen de un sobreviviente que decide resistir a los grupos armados que quieren vaciar el territorio implica una reconceptualización de la figura de la víctima frente a representaciones hegemónicas del campesino resignado al destierro (que es nombrado oficialmente como desplazado, es decir, expulsado de su plaza). La posibilidad de que Pasos reconstruya su vida en medio de las ruinas del pueblo y se vuelva un testigo elocuente que investiga y revela las historias de otros a partir de los vestigios alude a aquella dimensión central pero poco atendida de las historias de violencia que diversos antropólogos de la misma urgen examinar: la dimensión de la reconstrucción física, psíquica y social de los sujetos después de la destrucción y la catástrofe. Esta dimensión, tan presente en los actos y relatos de las víctimas colombianas del cambio de siglo, adquiere especial importancia al final de Los ejércitos. La reconstrucción de la vida de cara a las ruinas materiales y a las pérdidas afectivas que trae consigo la guerra implica en esta novela transformarse en sobreviviente en proceso de convertirse en un testigo capaz de mapear la destrucción y recordar a los muertos. En este sentido, el protagonista de la novela encarna lo que Oliver llama el impulso de dar testimonio tanto de la propia subjetividad como de la historia de la deshumanización y el silencio impuestos para borrarla. Inspirada en las reflexiones sobre el testimonio planteadas por Laub y Felman, Oliver sostiene que “dar testimonio le da la oportunidad al sujeto de reconstruir la experiencia de objetificación de maneras que le permitan reinsertar subjetividad a una situación diseñada para destruirla” (98). Oliver coincide con Laub en resaltar el poder transformador del testimonio que tiene que ver con la posibilidad de reinscribir humanidad y agencia en la vida social y psíquica de las personas. En el proceso de dar testimonio, sostienen Felman y Laub, la víctima puede conocer su experiencia al representarla, elaborarla e interpretarla (57). Este potencial del testimonio es lo que la novela busca considerar, al ofrecernos un personaje que relata en primera persona la experiencia reciente de la catástrofe, enfatizando, más que los sucesos como hechos empíricos (que de hecho nunca son del todo
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claros para la víctima), los esfuerzos de configurarse como testigo activo que los narra.17 Lo que el lector recibe como relato, entonces, es el acto por el cual una víctima da testimonio del proceso de atestiguar. “¿Qué significa dar testimonio desde adentro, desde la experiencia de la víctima?”. Esta pregunta que se hace Felman (Felman y Laub, 228) es quizás la pregunta central que rige una novela que investiga la subjetividad del sobreviviente. Aunque en Los ejércitos quedarse implica resistir a las fuerzas que buscan borrar la historia del territorio, también es arriesgarse a la muerte. Dicha tensión entre agenciamiento y muerte se reitera al final del relato, cuando, caminando hacia su casa, en medio de la destrucción generalizada del pueblo, unos soldados le piden a Pasos que se identifique. En ese momento en que el sujeto debe nombrarse a sí mismo ante el grupo que ejerce autoridad a través de las armas (lo que podría constituir una escena más de la construcción de la subjetividad que excede el modelo de los aparatos ideológicos expuesto por Althusser), Pasos no sabe qué responderles: “¿Qué les voy a decir?, ¿mi nombre?, ¿otro nombre?” (203), se pregunta, resistiéndose a la catalogación que los ejércitos quieren ejercer sobre él. Por un lado, la violencia de estos ejércitos ha buscado aniquilarlo, alterando de forma incuestionable su identidad social. Es por eso que Pasos no puede dar su nombre original, cuyo peso simbólico y psíquico se deshace frente a la tragedia. Pero, al mismo tiempo, a diferencia del Ismael bíblico, en un gesto que revela la tensión entre 17 Para Laub, “lo que finalmente importa en el proceso de dar testimonio, espasmódico y continuo, consciente o inconsciente, no es simplemente la información, el acto de establecer los hechos, sino la experiencia de vivir a través del testimonio, de dar testimonio” (1992, 85). La película Oscuro animal (Felipe Guerrero, 2016) aborda el universo de tres víctimas femeninas del conflicto armado, en su periplo de escape del territorio de guerra hasta la capital. Aunque su exploración de la supervivencia femenina frente a una violencia que es, ante todo, sexual es muy sugerente, el silencio radical que marca a estas víctimas en toda la película, la carencia casi absoluta de diálogo, indica una total imposibilidad por parte de las testigos de articular una historia para otros. Esta ausencia total de testimonio supone un problema conceptual bastante significativo que reduce la fuerza visual y retórica de la obra.
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la resistencia y el silencio, Pasos ha decidido quedarse en el pueblo, resistiéndose al éxodo que desde el comienzo auguraba su nombre. Pasos responde: “Les diré que me llamo Jesucristo, les diré que me llamo Simón Bolívar, les diré que me llamo Nadie, les diré que no tengo nombre y reiré otra vez, creerán que me burlo y dispararán, así será” (203). Con esta profunda ambivalencia sobre el agenciamiento del testigo sobreviviente (que de la figura sobrehumana de Jesús pasa al prócer histórico y termina en el sujeto anónimo) termina el relato de un protagonista que busca ejercer la resistencia a través de la respuesta (la respons-abilidad que menciona Oliver), al tiempo que parece resignarse a la muerte. De esta forma, se reitera la dificultad del proceso testimonial no solamente a nivel psíquico, sino a nivel social. El testigo es un sujeto incómodo en un doble sentido: está incómodo por las pérdidas sufridas e incomoda a otro por la performance de su testimonio. Al ser el protagonista quien narra en tiempo presente al lector su experiencia singular durante los días antes y después de la catástrofe, la novela pone en relieve la pregunta del lugar del lector como escucha. Tanto el recuento de los hechos por parte de Pasos como su condición solitaria de testigo que se queda en un pueblo abandonado nos llevan a preguntarnos si podríamos operar como testigos del testigo. La supervivencia psíquica, así como la misma construcción de la subjetividad como tal, dependen de la posibilidad de dirigirse a otros (address) y de la presencia de otro a quien uno pueda dirigirse. Oliver refina esta idea propuesta por filósofos como Lévinas, Derrida y Butler para sugerir que la subjetividad, que en el caso de la víctima se reconstruye a través del testimonio, solo es posible a través de la habilidad de responderle a otros (la respons-abilidad). En este sentido, la pregunta que activa el texto es la de nuestra responsabilidad para entablar una conversación con el testigo. ¿Qué hacemos con la interpelación del sobreviviente? ¿Podemos volvernos escuchas de su testimonio? ¿Qué tendríamos que hacer como comunidad para alterar el escenario de radical soledad a la que Pasos se enfrenta? ¿Cómo reconocemos a otros cuando sus experiencias son ajenas a nosotros y, quizás, incomprensibles? ¿Qué tipo de reconocimiento necesitan y quieren los sobrevivientes? De esta forma, la novela pone en escena el horizonte dialógico del encuentro
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entre quien llama y quien escucha, es decir, la dimensión ética del sujeto frente al otro.18 Fuera de indagar sobre la naturaleza del impulso de dar testimonio y de la responsabilidad de los otros frente al testigo, la novela investiga la dimensión de la manera en que el sobreviviente en proceso de volverse testigo es capaz de responder a la pérdida. A través de este sobreviviente vulnerable que oscila entre la dificultad de dar testimonio, el esfuerzo por narrar desde la ruina e imaginar un futuro y la posibilidad de morir en el intento, la novela nos presenta un testigo in media res, que tiene la necesidad de comunicarse y siente la responsabilidad de dar testimonio, pero que se enfrenta con los límites de narrar la historia catastrófica. En este sentido, el relato deja abierta la pregunta sobre las posibilidades del duelo y la reparación. Para Jill Petersen Adams, la figura del que sufre, perdura y da testimonio de las catástrofes es compleja y contradictoria y no encaja fácilmente con los modelos de redención y duelo eficaz que tienen como finalidad una clausura: Those who endure, who remain —those who Agamben conceives as remnants— assume the task of transmission on behalf of the dead and the living, suspended at the inscrutable border between life and death. The remnant is an excess more than a “survivor” —between sayable and unsayable, human and inhuman, fragmentary and whole, living and dying. In other words, the remnant represents what exceeds contradictory conditions while holding them together, in a mode of enduring contradiction that resists closure. […] The remnant is the witness in the act of testimony as irreconcilable mourning. […] She speaks on behalf of the dead others; she is a remnant of, but non—identical to, the cataclysm (234).
18 Para LaCapra, -”opening oneself to empathic unsettlement is, as I intimated, a desirable affective dimension of inquiry which complements and supplements empirical research and analysis. Empathy is important in attempting to understand traumatic events and victims, and it may (I think, should) have stylistic effects in the way one discusses or addresses certain problems. It places in jeopardy fetishized and totalizing narratives that deny the trauma that called them into existence by […] harmonizing events, and often recuperating the past in terms of uplifting messages or optimistic self-serving scenarios” (2001, 78).
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En vez de considerar el testimonio como un relato transparente, sin fisuras y fácilmente transmisible y apropiable, la novela sugiere una noción de testimonio truncado, interrumpido, difícil de transmitir, a veces poco claro, marcado por interrupciones y silencios, que no produce una narrativa unitaria que pueda redimir el pasado ni da lugar a un duelo fácil. A través de la figura radicalmente solitaria y vulnerable de Ismael Pasos, la novela deja abierta la pregunta sobre las posibilidades de que la víctima tenga un espacio social para dar testimonio de la historia.
La labor detectivesca como proyecto de cordura Frente a diversos textos de ficción que plantean testigos adoloridos cuyos trabajos de memoria se truncan y colapsan, es importante preguntarnos si existen ficciones que den cuenta de procesos de elaboración y duelo capaces de plantear espacios discursivos en los que se entienden y cuestionan los eventos violentos en vez de reiterarse su desastre, magnitud y opacidad. A la luz de diversas ficciones colombianas que insisten en la imposibilidad de elaborar psíquicamente los dolores del pasado, Delirio, de Laura Restrepo, aborda directamente la investigación sobre la naturaleza de la construcción del testimonio que Los ejércitos plantea, así como la posibilidad de la elaboración y recuperación de un agenciamiento frente a la compulsión melancólica, tema que la novela de Rosero deja como pregunta abierta. Para Jaramillo Morales, Delirio es “un ejercicio juicioso de reparación del dolor social y personal”.19 A nuestro modo de ver, la novela se distancia de narrativas que enfatizan la dificultad de hacer memoria al reflexionar sobre la reparación, concepto que Jaramillo define como “la capacidad de comprensión de la pérdida que permite situarla y elaborarla en un campo simbólico sanador, campo que a su vez reconoce el vacío que
19 Para Jaramillo Morales, la novela de Restrepo es también una narrativa melancólica más dentro de las que llama “narrativas de una melancolía obstinada”. Estas privilegian la queja, el lamento y la dificultad de recordar y producen lo que ella llama “la fantasmagoría melancólica de los colombianos” (127).
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esa pérdida ha dejado para siempre” (51). En su interés por documentar el proceso mismo de dotar de sentido los hechos pasados en un contexto colectivo, al rastrear cómo se pasa de la dificultad de hilar el pasado a la conjugación de tiempos necesaria para relatar (que es una de las premisas de la gramática), Delirio se aparta de este corpus de escrituras melancólicas de manera significativa. La novela de Restrepo reflexiona sobre el proceso de enfrentar las pérdidas para articularlas a nivel colectivo y, en el proceso, cuestionar configuraciones sociales y genérico-sexuales que determinan la historia nacional.20 Al referirse a la escritura de Delirio, Restrepo ha expuesto su interés por investigar las respuestas psíquicas de los sujetos y de la colectividad frente a las grandes convulsiones históricas de fin de siglo en Colombia: “Yo venía escribiendo una novela. De golpe por la mitad me pareció que no era juego limpio partir de la base de que personas que vivimos realidades exteriores tan delirantes estábamos cuerdos. Tenemos que estar muy locos para podernos adaptar a esta convulsión brutal que es el mundo de afuera. […] Entiendo esta novela como un intento de no sucumbir a esa locura”, expresa Restrepo a la luz de la publicación de su novela (Santodomingo). Como Vallejo, la escritora defiende el acto de dotar de sentido a la historia a través de la novela, rescatando el lugar de una escritura que, desde la ficción, hila y explica la imbricación de eventos personales y sociales. En la obra de Restrepo, en la que la historia colombiana ocupa un lugar fundamental, sobresalen los gestos detectivescos de investigar, cuestionar, buscar y comprender, actos todos que se basan en la cuestión de la búsqueda del sentido frente a la crisis histórica.21
20 En la misma época en que aparece Delirio, Héctor Abad Faciolince publica El olvido que seremos, su crónica sobre el asesinato de su padre, un activista de los derechos humanos en Medellín. Allí también reflexiona sobre el acto de recordar frente a la conmoción que produce el dolor, indicando que la escritura del texto es producto de la posibilidad de “conservar la serenidad al redactar esta especie de memorial de agravios. La herida está ahí, en el sitio por el que pasan los recuerdos, pero más que una herida es ya una cicatriz” (255). 21 La obra de Restrepo está íntimamente relacionada con la crónica periodística, en la que el periodista es, de alguna manera, siempre un detective. Un ejemplo de
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Narrado bajo una multiplicidad de voces, Delirio es un relato sobre el complejo acto de entender la historia personal y colectiva y una reflexión sobre lo que significa ser testigo de una crisis histórica. La novela narra las formas en que Agustina Londoño enfrenta, con la ayuda de otros, el delirio que padece cuando, “furiosa y desarticulada y abatida”(10), anuncia el regreso de un padre que ya murió, llena su apartamento de vasijas de agua y agrede a otros. En ese estado trastornado la encuentra su pareja, un ex profesor de literatura llamado Aguilar, al regresar a Bogotá de un viaje. La novela cuestiona la premisa de un testimonio que se construye a partir de un relato personal organizado, claro y enunciado por un solo sujeto, ya que es a través del tejido de versiones y memorias de varios personajes que conversan entre sí que Delirio representa el proceso mismo de descifrar lo que a primera vista es el enigma de la locura. A Agustina” el cerebro le estalló en pedazos”, “es como si hablara en una lengua extranjera que Aguilar vagamente reconoce pero que no logra comprender” (12). Cuando su compañero le pregunta sobre las causas de su malestar, ella no logra contestar, pues “la tormenta que se le ha desencadenado por dentro” (23) no le permite inicialmente hilar las razones de su desazón. El relato se centra desde el comienzo en estas imágenes del desmoronamiento psíquico para describir el difícil proceso por el cual Agustina va precisando gradualmente las causas del malestar que la abate, aquello que sería, en términos psicoanalíticos, el acto de recordar, lo que Ortega, invocando a Lacan, llama “el proceso por medio del cual el evento que quedó ‘registrado en la cadena significante y dependiente de su existencia’ es actualizado en el presente” (2004, 102).
ello es su crónica titulada Historia de un entusiasmo (1986), narración sobre el fallido proceso de paz entre el Estado y la guerrilla del M-19 durante la década de 1980. A partir de los años noventa, Restrepo examinó los vínculos entre historia, periodismo y ficción en diversas obras de ficción. Entre ellas se encuentran la novela histórica La isla de la pasión (1989), El leopardo al sol (1992) y La novia oscura (1999). En su novela sobre el desplazamiento titulada La multitud errante (2001), Restrepo les hace un guiño directo a los testimonios rurales del conflicto armado recopilados por autores como Alfredo Molano.
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Frente a los síntomas de su compañera, Aguilar se vuelve un “observador que se pregunta a qué horas se perdió el sentido, eso que llamamos sentido y que es invisible pero que cuando falta, la vida ya no es vida y lo humano deja de serlo” (18). Esta noción de encontrarle sentido al pasado es precisamente uno de los ejes centrales del psicoanálisis, en particular su interés en los procesos bajo los cuales se registra psíquicamente la experiencia del pasado y las maneras en que estos informan el presente del sujeto. Evitando caer en un relato cronológico y completamente fluido de los eventos, que sería igual de sospechoso que el desorden narratológico que celebran algunas ficciones de la misma época, la novela de Restrepo se enfoca en los actos de descifrar, preguntar, responder, encontrar palabras frente al silencio y organizar el pensamiento frente a la disgregación que la protagonista ha sufrido en diversos momentos de su vida y que vuelve a sufrir cuando nos la topamos en las primeras páginas de la novela paralizada entre silencios y gritos. La trama pone en escena el proceso de selección de lo memorable frente a una tradición familiar de “recurrir al amparo del silencio”, aquel “no se habla de eso luego no ha sucedido” (67), que es el acicate del delirio de Agustina. El énfasis en el proceso de actualizar los eventos pasados en el presente como forma de evitar la disgregación es precisamente uno de los motores del relato. Esto cobra importancia si tenemos en cuenta que la novela se publica durante un momento histórico en el que categorías como memoria colectiva, duelo, recuerdo y reparación están al orden del día en los debates públicos colombianos. De forma similar al interés del narrador-gramático de Vallejo, en Delirio, que sucede en la Bogotá de esa misma década y frente al similar telón de fondo del narcotráfico, el compañero de Agustina se convence de que “sería decisivo salvar el rompecabezas de su memoria” (10). Este hombre se convierte entonces en una especie de detective mnemónico que busca ayudar a su compañera a encajar de nuevo esas piezas. Pero Delirio complica la estructura de la novela detectivesca tradicional al introducir a numerosos investigadores, incluida Agustina, que luchan contra el silencio a varias voces. La novela se presenta como la acumulación de los testimonios que resultan de ese proceso de ordenamiento, de diálogo y de reconstrucción de la historia fami-
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liar y nacional que hacen tanto Agustina como quienes la animan a recordar. Esta labor investigativa, que no se desarrolla en un escenario jurídico público, sino que surge de un proyecto de reconstitución psíquica e histórica a nivel familiar y privado, da lugar a una reflexión sobre las violencias implícitas en el orden heterosexual normativo que rige la vida social en la Colombia contemporánea. A diferencia de la abuela de Agustina, que no quiere permitir que su esposo recuerde demasiado, Aguilar está constantemente animando a su compañera a armar un rompecabezas que llevará a un profundo cuestionamiento de un orden que se mantiene a partir de la exclusión y la violenta supresión de la diferencia. Marcada por la segunda persona, la estructura narrativa del relato también complica el formato de la novela detectivesca y de la crónica periodística, que suelen precisar de un narrador que enuncie ordenadamente los detalles de la investigación.22 Delirio teje gradualmente la historia fragmentada y a varios coros de tres generaciones de una familia, y en particular de su configuración genérico-sexual, que determinan tanto las pérdidas personales de Agustina como la vida nacional de fines del siglo xx. Como lectores de la novela asistimos a la costura de las piezas del rompecabezas de la vida de Agustina por parte suya y de otros testigos. Fuera de Aguilar, Sofi, tía de Agustina y antigua amante de su padre, regresa de México a ayudarla. También participan de esta reconstrucción del pasado Midas McAllister, amigo de la familia y empresario que conecta a los hombres de la élite capitalina con Pablo Escobar, y los abuelos muertos de Agustina, cuyo recuerdo está plasmado en los diarios que ella y Aguilar leen a lo largo del relato.
22 En Los estratos, de Juan Cárdenas, la inserción de breves capítulos enigmáticos en donde conversaciones coloquiales se mezclan con textos de anuncios publicitarios y noticiosos también da lugar a un comentario sobre la construcción del recuerdo como proceso que trasciende una voz unitaria y única. Esta voz coloquial que pertenece a una persona negra podría ser, por ejemplo, la voz de la niñera del narrador. A través de esta interrupción del relato del protagonista, la novela anima al lector a pensar en el proceso de atestiguar, así como en la escritura misma y lo que la excede.
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En sus reflexiones sobre las causas del delirio de Agustina, Aguilar recuerda que la conoció por primera vez cuando él era profesor de literatura y ella lo buscó para pedirle ayuda para escribir su autobiografía. “Ahora estoy convencido de que realmente me estaba suplicando auxilio, que necesitaba repasar con alguien los acontecimientos de su vida para encontrarles sentido” (211). Pero la escritura que se produce para encontrarles sentido a los acontecimientos es muy distinta de la de la primera persona de la autobiografía. La salida del delirio de Agustina requiere que otros intervengan y, en muchos casos, que otros tomen la palabra. La ayuda de otros en este proceso da lugar a otro tipo de grafía, una que se arma a varias manos, que remite a escrituras anteriores (como los diarios de los abuelos que ayudan a Agustina a entender mejor la historia familiar), una escritura que se resiste al pretérito y al ordenamiento por parte de una sola voz independiente que lo controla todo. La noción de un recuerdo que se arma a partir de la intervención de varios sujetos le permite a la novela no solo experimentar con la forma del relato, sino ampliar el concepto de memoria privada y comenzar a pensar en las formas en que, en una comunidad, los procesos mnemónicos nunca son del todo individuales.23 La intervención de otros en la reconstrucción de la historia de Agustina revela la dimensión genérico-sexual de su dolor, dimensión que la novela relaciona explícitamente con una historia social más amplia. Fuera de Aguilar, la tía Sofi contribuye a esclarecer la historia de infancia de Agustina y sus hermanos dentro de una tradicional familia adinerada de la élite bogotana. En particular, el relato de la tía ayuda a recordar los momentos de violencia del padre de la familia contra el hijo menor, apodado Bichi, quien se resiste a actuar dentro de los modelos hegemónicos de masculinidad. Estas tensiones familiares, que
23 Esto encuentra resonancias con el concepto de memoria colectiva elaborado por Halbwachs. La novela La oculta (Abad Faciolince, 2014) intenta también enfatizar esta construcción de la memoria colectiva al hilar las voces de un hombre y sus dos hermanas, que cuentan su vida en la convulsionada Antioquia rural durante este cambio de siglo. Esta estructura coral que se resiste a la voz unitaria parece ser un modelo que interesa a autores colombianos que buscan reflexionar sobre la memoria.
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el lector va descifrando con esfuerzo con el transcurrir de la novela, inscriben a Agustina como un testigo de la violencia homofóbica que, como sugiere Judith Butler en The Psychic Life of Power, está en la base de todo orden heterosexual. Fuera del testimonio de la tía de Agustina que articula parte de la historia de la familia Londoño, al proceso de reconstrucción contribuye también Midas McAllister, amigo cercano de la familia y antiguo novio de la protagonista. En el presente de la novela este hombre le hace un recuento detallado a Agustina de la manera en que acumuló grandes sumas de dinero gracias al florecimiento del narcotráfico. McAllister cuenta cómo se vuelve intermediario entre la élite bogotana, de la cual el hermano de Agustina y su padre son fieles representantes, y la red narcotraficante de Pablo Escobar, revelando el tema de las alianzas entre una naciente clase narcotraficante y una élite que tradicionalmente manejó el poder político.24 El relato de Midas también revela los procesos de construcción de un orden heterosexual basado en la violencia de género y la ansiedad con la homosexualidad, que es el caldo de cultivo del delirio de Agustina. A los ojos del lector, la narración sobre las violencias de la que son partícipes un grupo de empresarios de la élite capitalina, historia que se intercala con los otros relatos, parece darse luego de que Agustina ha recuperado cierta calma, ya que Midas se refiere al delirio de la protagonista en tiempo pasado y le explica cómo fue que se disparó su último episodio de locura. El hecho de que Agustina haya buscado a Midas con el fin de conocer su versión de los hechos implica que la mujer ha podido tomar las riendas de la investigación de su propia vida, es decir, ir en busca de la historia del otro para esclarecer la suya propia, con el fin de comenzar a organizar sus recuerdos para reinscribirlos en el presente. Finalmente, hay un último relato que atraviesa el texto entrelazándose con las anteriores y que los lectores deben hacer encajar. Este se remonta a comienzos del siglo xx, cuando el alemán Nicolás Portulinus, abuelo de Agustina, se instala en el pueblo rural de Sasaima y se
24 Este tema ha sido importante en la ficción colombiana del cambio de siglo. Véase, por ejemplo, la película Sumas y restas, de Víctor Gaviria (2003).
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casa con Blanca, una mujer de la región. Este pianista alemán, cuya nacionalidad no es fortuita en una novela sobre la pérdida y la responsabilidad colectiva, padece de episodios de delirio y se ahoga en el río cuando su esposa lo descuida, pensando que está en el río alemán de su pueblo natal. La historia de los abuelos y sus hijas se va hilando y va adquiriendo sentido gracias a los diarios de ambos y a las cartas que estos han dejado tras su muerte, escritos que Agustina y Aguilar recuperan, y que contribuyen a que Agustina pueda entender el pasado. En términos formales, la historia de los abuelos, historia de delirio y de las maneras como una comunidad familiar se ocupa o no de la disgregación de sus miembros, aparece intercalada a lo largo de la novela como el resultado de la lectura, el análisis, la reconstrucción y la citación que de los diarios y las cartas hacen Agustina y su compañero. Esta reconstrucción estratégica del recuerdo sirve para desmontar la noción de un trauma intergeneracional que se hereda, pues los diarios revelan que el delirio del abuelo, aunque tenga raíces sociales similares a las de Agustina, no es igual al de la nieta, sino que es producto de su historia personal y cultural específica. En términos estructurales, para encajar estos diversos relatos presentes en la novela, el texto prescinde de la lógica de los capítulos para dar cuenta de la complejidad del proceso de rememorar y hacer sentido. En vez de valerse del orden cronológico o de fragmentos que anuncian el turno del testimonio de cada personaje, la novela presenta los diversos relatos de forma coral, es decir, intercambiando tanto las voces que dan testimonio como diversas personas gramaticales. Así, la lectura exige de sus lectores un proceso activo de ensamblaje narrativo, un ejercicio concienzudo de poner las piezas del rompecabezas en su lugar, que es precisamente lo que están haciendo Agustina y Aguilar en el presente de la novela para poder entender el pasado. Por un lado, esta mezcla de relatos, que podría inicialmente leerse como una celebración del desorden narratológico que produce la catástrofe, invita a ser hilada para poder producir una explicación de los hechos. Por otro lado, esta compleja estructura coral erosiona la voz de un narrador omnipresente que funge como testigo y organizador supremo de los hechos, que lo aclara todo a partir de un orden cronológico sencillo. Es precisamente a través de esta compleja es-
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tructura narrativa coral carente de capítulos que la novela evita lo que Tania Roelens llama el fetiche del deber de memoria, es decir, la idea de que la recolección positiva de recuerdos conscientes produce una historia lineal y es un proceso transparente y siempre eficaz (178). Al mismo tiempo que reconstruye la historia familiar de la protagonista y la historia de una clase social en un determinado momento histórico, Delirio enfatiza también las dificultades de descifrarlo todo, la imposibilidad de construir un recuerdo totalizante y completo del pasado.
La irrupción de la segunda persona Mientras Delirio se enfoca en la caída de Agustina en “zonas de devastador aislamiento” (209), la novela enfatiza el escenario intersubjetivo en el que otros animan a quien sufre estas inscripciones melancólicas para que pueda salir de la parálisis del sufrimiento, contribuyendo a la construcción del recuerdo. La marca más clara de esta presencia de una comunidad de memoria que rompe la trágica soledad del delirio es la irrupción constante de la segunda persona en el relato, la entrada de un tú que cuestiona y escucha al que sufre cuando este se ocupa de su historia, de alguien que lo invita y lo incita a romper el silencio. Para Mieke Bal, el estado trágicamente solitario de la actuación traumática consiste en que, mientras el sujeto a quien le sucedió el evento carece de la maestría narrativa para poder actuar como un narrador articulado, la otra presencia crucial en el proceso, el destinatario (addressee), también está ausente. Aquello que Bal llama la presencia de la segunda persona que incita el testimonio y facilita la memoria es fundamental para la producción de cualquier acto de memoria (Bal, x). Como explica Laub, dar testimonio del evento traumático es un proceso que incluye al escucha: “Para que el proceso testimonial tenga lugar es necesario tener una vinculación afectiva, la presencia íntima y total de un otro en la posición de alguien que escucha. Los testimonios no son monólogos, no pueden darse en la soledad. Los testigos están hablando a alguien […]. El testimonio es la demanda que la narrativa hace al escucha; porque solo cuando el sobreviviente sabe que está
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siendo escuchado este se detendrá a oír y a oírse a sí mismo” (mi traducción, 1992, 70-71). La presencia de los múltiples relatos intercalados es lo que permite la entrada de la segunda persona en la novela. Desde el comienzo, el lector se ve en la tarea de sortear la aparente confusión que a primera vista presenta cada testimonio (de Midas, de Aguilar, de Agustina, de Sofi, de los abuelos). En una sola frase pasamos de leer a un personaje que enuncia en la primera persona a toparnos con un narrador que anuncia los actos de habla de otros y a la segunda persona que denota la conversación entre dos personajes. Por ejemplo, la novela se inaugura en la primera persona con Aguilar detallando el momento en que encuentra a su compañera delirando en un cuarto de hotel. El texto empieza con Aguilar diciendo: “Supe que había sucedido algo irreparable en el momento en que […] vi a mi mujer sentada al fondo […] de muy extraña manera”, para pasar, unas líneas después y sin siquiera la interrupción de un punto, a la tercera persona, en la que un narrador-testigo observa a Aguilar contando los avatares de ese incidente en particular: “Él [Aguilar] ha tratado por todos los medios de hacerla entrar en razón […] y sólo Dios sabe, dice Aguilar, lo que eso ha trastornado nuestras vidas” (11). Aquí el narrador omnisciente entra y sale del relato operando ante todo como un testigo de la narración de otros. La mayoría de las veces se revela con expresiones como “dice Aguilar”, “dice Agustina”, “cuenta Aguilar”, ejemplificando la presencia de un escucha, que es en lo que también nos convertimos los lectores con el pasar de las páginas. Está ahí para hacer visible lo que Caruth llama “la posibilidad de dirigirse a otros” (“the possibility of address”), es decir, el hecho de que “la experiencia histórica, que implicaría la historia de supervivencia y, con ello, la posibilidad de transmitirla a otros (o hacer memoria), tendría que involucrar […] alguna noción del acto de dirigirse a otros o de su horizonte de posibilidad” (116). ¿Qué son ese “dice Agustina” y ese “cuenta Aguilar” que tantas veces cruzan el texto sino la marca de que hay alguien que escucha (como nosotros), de que la narración de la historia entre unos y otros se actualiza en la transmisión? La presencia de un narrador que por veces se hace visible en sus referencias al acto de habla de los personajes cumple la función del escucha que Laub identifica, en el caso de los relatos traumáticos,
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como el “activador del testimonio”, el guardián del proceso de narrar y de su impulso. Para Laub, “la tarea del escucha es estar presente de manera discreta” (1995, 71). Esta noción psicoanalítica de que el escucha está presente, pero no obstruye el testimonio de la víctima, nos sirve para comprender el lugar que ocupa el narrador de Delirio. Delirio enfatiza los momentos de irrupción de la segunda persona en el escenario de la crisis psíquica, como lo demuestra un fragmento en el que Aguilar no solo describe los síntomas de su compañera, sino que la llama en el proceso, complicando tanto la autoridad del portavoz como el aislamiento de la víctima: […] Agustina hablaba sin parar sobre su padre y su próxima visita, pronunciando las palabras a tal velocidad que era imposible entenderle, […] aspirando las frases como si en vez de sacarlas de sí, las recogiera del aire y se las quisiera tragar, Agustina, amor mío, no te tragues las palabras que te vas a atorar, pero mi voz no le llegaba, todo lo nuestro era extrañeza y distancia, éramos dos animales agotados que no logran acercarse el uno al otro pese a estar en la misma cueva, mientras que abajo la ciudad palpitaba en silencio, agazapada y rota, […] Agustina vida mía porque detrás de tu locura sigues estando tú, pese a todo sigues estando tú, y a lo mejor, quién quita, allá en el fondo también sigo estando yo, ¿te acuerdas de mí, Agustina? (209, énfasis mío).
La descripción del delirio de Agustina que hace Aguilar en tiempo pasado se ve aquí interrumpida por ese tú (como indica el “¿te acuerdas?”) que dramatiza el acto de dirigir la palabra, el momento en que la interlocución solicita la atención de quien antes deliraba solo. Al hacer visible a nivel formal la dimensión de la interlocución a través de la irrupción de varias segundas personas en diferentes contextos, la novela plantea alternativas frente al panorama de soledad de quien sufre la pérdida, delineando un universo donde se generan las condiciones para narrar los eventos trágicos y dolorosos. En este sentido, las numerosas irrupciones del tú y el cierre del texto con una pregunta de Aguilar para Agustina, fuera de producir la fenomenalización de la voz, plantean una defensa de la interlocución que, junto con la gramática, determina y posibilita cualquier discurso. Mientras en el testimonio, como indica Lucía Ortiz, la narración en primera perso-
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na “cumple con la función de acercarnos, como lectores, al discurso del personaje participativo” (372), en el caso de Delirio la segunda persona dramatiza tanto el acto de ser confrontado por otros como la responsabilidad de quienes están cuerdos de confrontar a quien está trastornado por los eventos del pasado. La incursión constante de una segunda persona en el relato posibilita una profunda reflexión sobre el horizonte social de recordar. Nos recuerda aquello que a veces en espacios de crisis histórica se pierde de vista, que las personas son también segundas personas, o, como sugiere Brison, “esencialmente sucesores, herederos de otras personas que las formaron y las cuidaron” (41). De igual manera, la constante irrupción del tú podría leerse como la puesta en escena de una ética del acompañamiento, en el sentido propuesto por Emmanuel Lévinas, para quien el sujeto no existe como totalidad, sino que siempre es un ser que habla y le hace frente al otro: en vez de un “cada-cual-para-sí-mismo”, la dimensión primordial del sujeto es ser “para-otro” (1993, 43). Al final, es gracias a esa interlocución que se logra abrir “la puerta blindada de ese delirio” de Agustina “que ni la deja salir ni me permite entrar” (112). La pregunta de la responsabilidad de otros en el proceso de dar testimonio del pasado que se activa a través de la segunda persona constituye un tema fundamental para pensar en las formas de narrar y representar los sucesos históricos de la Colombia contemporánea. Es importante enfatizar, sin embargo, que el uso de la segunda persona en esta novela, lejos de proponer un modelo de consenso simple, de diálogo fácil, más bien enfatiza las condiciones necesarias, las posibilidades del llamado a otros que podrían dar lugar a procesos de reconocimiento entre los sujetos. Asimismo, propone la construcción de un espacio político que, como nos recuerda Butler, es imposible de configurar sin esta posibilidad de llamado (lo que ella llama en inglés “possibility of address”) (2005, 32).
El duelo posible de los testigos Uno de los misterios que va develando el tejido de relatos que pueblan la novela es que quien sufre los efectos disgregadores de la pérdida, es
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decir Agustina, no es la persona a quien iba dirigida directamente la agresión que detonó su delirio. Esta revelación nos invita a reflexionar sobre el lugar de los testigos secundarios, aquellos que no son víctimas visibles o directas de la catástrofe, pero que, de una u otra forma, se encuentran marcados como testigos. A la vez, al ir especificando la naturaleza de las pérdidas de Agustina y su familia, la novela busca reflexionar sobre los modos en que una comunidad responde psíquicamente ante el dolor y la violencia que afecta a miembros específicos del grupo. Esta pregunta sobre el lugar del testigo secundario es crucial para pensar el caso colombiano de cambio de siglo en relación con las violencias del narcotráfico y el conflicto armado. Como ha señalado LaCapra, en contextos de guerras y crisis históricas, la fuerza y el significado de las pérdidas históricas particulares pueden ser opacados o generalizados, produciendo como consecuencia “la dudosa idea de que todo el mundo es una víctima, de que toda la historia es trauma o de que todos compartimos una esfera pública patológica o una ‘cultura herida’” (1999, 712). Para LaCapra, el problema surge cuando, a pesar de que la naturaleza de las pérdidas varía con la naturaleza de los eventos, haciendo que unos produzcan respuestas traumáticas y otros no, la experiencia de la empatía con la víctima puede transformarse en una victimización vicaria (vicarious victimhood), haciendo que la empatía mute en identificación. Al centrarse en el lugar que ocupa Agustina como testigo de la agresión sufrida por su hermano, Delirio trae a primer plano la pregunta sobre la responsabilidad de responder frente al escenario en que otros son violentados. La violencia homofóbica contra el hermano menor y su posterior exilio, agresión que el lector descifra a través de los relatos de Sofi y Agustina, es para la protagonista una pérdida marcada por la culpa de no poder ayudarlo. Cuando, en la adolescencia, ella quiere confrontar al padre y cuestionar su sistema de exclusiones y violencias, “a fin de cuentas no le digo nada porque los poderes huyen en desbandada y el pánico se apodera de mí” (52). A pesar de que a lo largo de la infancia Agustina le ha prometido al hermano menor protegerlo, esta termina siendo incapaz de cuestionar las dinámicas familiares constituidas a partir de un orden sexual violento. Ante el golpe, el hermano menor se va de la casa, es decir, se moviliza para
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rehacer su vida en un espacio que le permita desmantelar la prohibición homosexual. Agustina, por su parte, queda conmovida ante las demandas de la solidaridad. ¿Hasta qué punto su silencio frente al padre la hace cómplice de su agresión? Más aún, la novela nos lleva a preguntar hasta qué punto la dificultad de intervenir por el otro legitima una respuesta melancólica en el testigo. En su análisis del caso freudiano del padre que dormía mientras un incendio consume a su hijo y que luego revive el evento en sus sueños, Lacan indica que la imposibilidad de ayudar al otro, el hecho de no haber visto a tiempo, en vez de resultar en una inscripción traumática, puede ser transformado en el imperativo de una voz que despierta a otros.25 Estas preguntas sobre los límites de la actuación del testigo y las posibilidades de responder ante la violencia atestiguada son fundamentales para el contexto histórico en que emerge Delirio. La novela las lanza en medio del surgimiento de importantes movilizaciones publicas frente a la violencia (por ejemplo, movilizaciones civiles contra el secuestro, contra los asesinatos de los paramilitares, contra la persecución de sindicalistas, etc.). Al revelar que parte de la disgregación sufrida por Agustina tiene que ver con su posición como testigo de la victimización de otros, la novela deja sobre la mesa la pregunta de la empatía y la responsabilidad ante el sufrimiento ajeno que tiene profundas implicaciones políticas y éticas para una sociedad que ha vivido la guerra. ¿Hasta qué punto atestiguar puede dar lugar a una respuesta empática a nivel social y político? El delirio de Agustina, su respuesta melancólica a las pérdidas, su fractura y disgregación se podrían pensar como una crisis psíquica productiva, en el sentido de que finalmente conduce a la reflexión, produce el cuestionamiento del mundo y permite comprender las costuras de un orden heterosexual y sus ficciones. Perder la razón da lugar aquí al intento colectivo por articular lo sucedido, es decir, a un proceso de elaboración que para LaCapra implica un trabajo de memoria que es activamente social. A través de este proceso, se reconoce el pasado y lo sucedido y se relaciona, pero no se iguala, al presente
25 Véase la discusión de Lacan (1973) sobre el trauma y la repetición.
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(2001, 65). El énfasis de la novela en las posibilidades de entender y localizar la naturaleza de la pérdida sirve para cuestionar el ubicuo discurso de que las víctimas están para siempre atrapadas en la prisión del pasado. Este discurso, que circula con gran fuerza en la cultura colombiana, opera bajo un modelo de dolor intergeneracional en el que las pérdidas de un individuo o grupo particular se ven como capaces de ahuyentar o contagiar a futuras generaciones, como ha sugerido Jimeno. En este contexto, individuos o grupos que no experimentaron los eventos que produjeron las respuestas traumáticas directamente se imaginan como heredando las memorias de aquellos que murieron antes que ellos. El efecto de dicha confusión (lo que muchos teóricos del trauma llaman “trauma indirecto”) es que la experiencia histórica que causó la disgregación termina por ser ilocalizable, sugiriendo que todos estaríamos afectados de manera irremediable, pues somos simultáneamente testigos y víctimas.26 En Delirio, por el contrario, para el momento de la inminente visita de su hermano desde el exilio en México, anunciada al final, Agustina ha podido encontrar explicaciones y comprender el universo de víctimas y de responsables. Este estado de elaboración se hace evidente en la forma narrativa en que se va insertando la investigación de los eventos de su infancia. Justo al narrar el momento de la disolución familiar, cuando el padre le pega al hermano y este se va de la casa, la narración de Agustina pasa de ser un monólogo de tono infantil (que sugería que la protagonista estaba completamente abrumada por el
26 En su genealogía sobre el concepto de trauma, Leys critica a Caruth y a otros pensadores de este concepto por privilegiar un panorama en el que el sujeto traumatizado sufre “a literal registration of the traumatic event that cannot be known or represented but returns belatedly in form of flashbacks, nightmares and other repetitive phenomena” y solo puede dar testimonio del evento que le ocasionó el trauma precisamente a través de su imposibilidad de representar. Para Leys, este modelo de la crisis traumática suele estar atado a una estructura bajo la cual no hay cura posible, sino simplemente una transmisión del trauma. Esta crítica es fundamental para cuestionar aquellos modelos en los que el sujeto no puede reconstituirse frente a los eventos del pasado, más allá de la actuación traumática (266).
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pasado) a una conversación con su compañero: “¿Entiendes Aguilar? dice Agustina [cuando termina de contar sobre la violencia homofóbica que atestiguó] con otra voz, la voz de todos los días, lo que te quiero decir es que a partir de ese momento nuestras vidas ya no volvieron a ser las mismas, ahora lo entiendo así pero a veces se me olvida. Yo clavé los ojos en el piso, dice Agustina, se lo dice al hombre de la barba que está allí para escucharla” (255). Entender el pasado está aquí íntimamente ligado al acto de definir los momentos claves de la historia propia para clasificarlos como recuerdo. Así, la protagonista se vuelve una testigo que transmite —y les transmite a otros, incluidos los lectores— la empatía del sufrimiento. En este contexto, la novela puede entenderse como un relato que narra la trayectoria de pasar de ser un testigo paralizado, poseído por el pasado, a un testigo alterado, cuya reflexión le permite construirse un lugar en espacios y tiempos distintos a aquellos que causaron el dolor en primera instancia. Para LaCapra, este testigo secundario se diferencia de la víctima en tanto su lugar es el de reaccionar y transmitir no un trauma sino una perturbación —o lo que [Claude] Lanzmann llama “una especie de sufrimiento” que manifiesta empatía (pero no total identificación) con la víctima […]. Uno podría argüir que este intento, en la medida de lo posible y sin evitar o negar la insistencia de la actuación traumática, se relacione con la elaboración psíquica de los problemas, especialmente en términos de adquirir un sentido de agenciamiento que permita resistir la reexperimentación del pasado o que el sujeto sea poseído por él, y que produzca consideraciones éticas que involucren responsabilidad y obligación (1997, 267).
En Delirio, este proceso de elaboración del dolor no implica una salvación total o un retorno a una comunidad o plenitud perdida, que es lo que algunos discursos simplistas de la memoria terminan proponiendo. Inspirada en los testimonios de los sobrevivientes del holocausto judío, quienes demuestran lo que ella llama un “duelo irreconciliable”, Petersen Adams critica los proyectos que enfatizan el duelo como proceso de resolución total, cierre y reincorporación
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del sujeto en un orden social particular.27 En Delirio, el proceso de elaboración psíquica no equivale a imaginar el retorno a una supuesta plenitud perdida o a un panorama futuro de total redención. La novela nos deja en el momento de comprensión y denuncia del pasado que permite a la protagonista volverse un sujeto crítico capaz de narrar el pasado en vez de delirarlo. “Ésa fue una mañana alegre, dice Aguilar”, cuando Agustina ya ha podido hacer sentido de su historia, “había en la cara de Agustina una expresión liviana que para mí fue pura vida” (316). Esa expresión liviana de la protagonista no indica el olvido o el cierre: por el contrario, en vez de la negación de los problemas históricos y sociales que definen la vida cotidiana, en vez de la fantasía de una cordura armónica, lo que indica la calma final de Agustina es la posibilidad misma de atestiguar activa y empáticamente, lo que incluye dejar al descubierto los diversos mecanismos bajo los cuales funciona un orden sexual y social específico, enfatizando las maneras de no sucumbir ante la catástrofe. Por otro lado, uno de los efectos de este acto de elaboración es el de la configuración de unos vínculos que exceden la familia tradicional como estructura reproductora de la violencia. Así como Agustina logra narrar la violencia familiar y entender la responsabilidad del padre, su hermano reconstruye su vida lejos de la familia, cuestionando la jerarquía familiar, que es uno de los pilares de la nación moderna (y de la tradición novelística en América Latina). Más aún, el despertar de Agustina da lugar a un espacio social que trasciende el número dos de la pareja heterosexual tradicional, que sería el dos que marca el universo cerrado de un tú y un yo, para proponer un panorama de interacción más amplio. La novela termina con la inminente llegada de México del hermano menor a una comunidad que lo acoge,
27 Petersen Adams aboga por un acercamiento que se aleje del modelo de duelo postfreudiano que se basa en un proceso de resolución y cierre. Para ella, el duelo irreconciliable “se resiste a la resolución, al cierre y a la redención a favor de una atención continua a los otros muertos, al cataclismo y al sufrimiento catastrófico. Esta atención subvierte el impulso redentor que puede colapsar la singularidad del testimonio y la complejidad del testigo en una narrativa redentora y resuelta” (228).
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conformada por Agustina y Aguilar (amantes y compañeros) y su tía (una mujer soltera, también recién regresada del exilio para ayudar a su sobrina durante su crisis). A ella se unirán su hermano y su pareja. Esta es una comunidad no jerárquica que trasciende las estructuras hegemónicas del patriarcado (matrimonio, familia nuclear). En ella prima una solidaridad que se opone a la homofobia y a la masculinidad violenta y que no se elabora a partir de los vínculos afectivos y libidinales normativos que requiere la familia convencional. Esta reconfiguración social, que no se idealiza porque no se proyecta como eterna (el hermano está de visita, la calma se define como temporal), es uno de los efectos del trabajo colectivo entablado contra el delirio. Hacer duelo, entonces, es en este caso establecer una multiplicidad de relaciones diferentes a las institucionalizadas, una serie de alianzas entre grupos marginalizados sexualmente que reconfiguran el espacio social, aquello que Foucault identifica como la ocasión de reabrir virtualidades afectivas y relacionales.28 En las escenas finales de la novela, el texto traza la posibilidad de estas relaciones afectivas no normativas bajo la gramática de cierta cordura.
Memorias de un orden heterosexual En el centro de sus reflexiones sobre la ética de la memoria, a través de los múltiples relatos de los personajes que el lector debe entrelazar de forma activa, Delirio examina una dimensión central de la historia colombiana que poca atención ha recibido en el contexto académico y cultural: la de las intersecciones entre la cultura patriarcal dominante, la construcción de las identidades masculinas y la heterosexualidad compulsiva presente en la sociedad colombiana de cambio de siglo. Al revelar que la crisis psíquica de la protagonista está atada a las regulacio28 Para Foucault, la homosexualidad establece una multiplicidad de relaciones que se diferencian de las institucionalizadas: “Homosexuality is an historic occasion to re-open affective and relational virtualities, not so much through the intrinsic qualities of the homosexual, but due to the biases against the position he occupies” (1996b, 311).
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nes genérico-sexuales de la familia y la sociedad más amplia, al entrelazar la crisis doméstica con la esfera pública, la novela propone que los trabajos de la memoria en el caso de la historia colombiana deben pasar por una reflexión sobre género y sexualidad. Martin localiza la obra de Restrepo dentro de una genealogía de pensamiento feminista colombiano que ha cuestionado las divisiones que se asumen entre las esferas privada y pública, planteando más bien un continuo entre la violencia política colombiana, diversas formas de violencia doméstica y sexual y configuraciones hegemónicas de la feminidad y la masculinidad. Martin muestra cómo en anteriores novelas de Restrepo, como Leopardo al sol y La novia oscura, se plantean relaciones entre los eventos nacionales construidos como públicos y aquellas esferas genérico-sexuales consideradas como parte del ámbito privado, pero que en realidad no lo son.29 En un primer plano, el proceso de revisión de la infancia y juventud de la protagonista de Delirio da lugar a una profunda investigación sobre la relación entre el orden familiar patriarcal y la historia nacional. Para Martin, la crisis psíquica que está en el centro de la trama de Delirio hace eco de otras narrativas colombianas escritas por mujeres que han trazado, a partir de una reflexión sobre género y sexualidad, los efectos psíquicos que tienen la familia burguesa y sus jerarquías patriarcales sobre sus miembros femeninos (90).30 El re-
29 En este sentido, Delirio dialoga con la novela de Marvel Moreno titulada En diciembre llegaban las brisas (1987), que teje las relaciones entre memoria, familia y sexualidad a través de la historia de varias mujeres en la Barranquilla de mediados del siglo xx. El estudio de Martin sobre otras novelas de Restrepo como El leopardo al sol también apunta a esta exploración de las dimensiones homosociales y homosexuales en el contexto de la historia colombiana. El estudio de María Helena Rueda nos recuerda que novelas como Cartas cruzadas, de Darío Jaramillo Agudelo, y La Virgen de los Sicarios, de Fernando Vallejo, también están interesadas en entrelazar la historia pública de violencia (en este caso, del narcotráfico) con los desplazamientos de los que son víctimas aquellos que ejercen sexualidades homoeróticas. 30 El tema del delirio femenino vuelve a surgir en la novela Temporal (2013), de Tomás González, relato en el que se critica, como en Delirio, la figura del padre. Allí la familia está marcada por el delirio de la madre y por el inestable lugar del patriarca. En ella coexisten una madre psicótica y unos hijos que odian al padre y desean su muerte.
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cuerdo que Agustina construye de su infancia se remonta a las décadas de 1950 y 1960 en una ciudad que se transforma vertiginosamente con la llegada de la inmigración masiva del campo y las primeras olas de desplazamiento de la violencia bipartidista, así como grandes marchas estudiantiles, etc. Las reflexiones de Agustina sobre lo que implica crecer en una ciudad en pleno proceso de modernización desigual revelan el lugar central que ocupa el poder patriarcal, encarnado en la figura del padre, en la manutención de la ideología de la familia y del orden heterosexual que ella representa. Este es un padre que “cierra bien la casa […] con todos nosotros resguardados adentro mientras que la calle oscura quedaba afuera, del otro lado, alejada de nosotros como si no existiera ni pudiera hacernos daño con su acechanza; esa calle de la que llegan malas noticias de gente que matan, de pobres sin casa, de una guerra […] que ya va llegando con sus degollados” (91). Examinar el pasado familiar implica, entonces, reflexionar sobre la relación entre la vida familiar y la vida social más amplia y sobre cómo se regula el control de la diferencia a una escala social. A medida que va trazando intersecciones entre las estructuras del patriarcado y aquellas que perpetúan la violencia, Delirio relaciona la figura del padre con la imposibilidad misma de articular la memoria: los hijos de la familia Londoño crecen con un padre que afirma que “las cosas son como son y no hay para qué estar hablando de ellas” (135), imponiendo un legado de silencio que obliga evitar todo repaso de la historia y que implica, precisamente, no cuestionar el orden patriarcal que define la familia burguesa y determina los proyectos de construcción de nación. Las costuras de este orden son puestas al descubierto por la crisis psíquica de Agustina y por el imperativo de recordar que de ella surge. La idea de que la disgregación de Agustina está relacionada con un legado de silenciamiento intergeneracional nos remite, dentro del contexto de la Colombia contemporánea, a lo que silencia y recuerda una comunidad y a los lugares de enunciación de la memoria, es decir, a la pregunta de quién reclama la memoria (qué grupos, qué géneros, etc.). La tensión entre el silencio impuesto por el padre y la reflexión a partir de los varios testimonios de quienes no ocupan el lugar del sujeto masculino tradicional sirve precisamente para enfatizar la construcción de una memoria alternativa.
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El planteamiento de la novela de que la imbricación entre historia nacional e historias familiares pasa por una consideración de las relaciones genérico-sexuales aparece claramente resumida por la tía Sofi en el momento en que esta se refiere a la historia de la familia Londoño. Ella le cuenta a Aguilar que esa compulsión a censurar y reglamentar la vida sexual de los otros fue una actitud que ella [la madre de Agustina] compartió con Carlos Vicente [el padre], en esa inclinación sombría se encontraban los dos, ahí coincidían, ahí eran cómplices y ése era el pilar de la autoridad tanto del uno como del otro, algo así como la columna vertebral de la dignidad de la familia, como si por aprendizaje hereditario supieran que adquiere el mando quien logra controlar la sexualidad del resto de la tribu, no sé si entiendas a qué me refiero, Aguilar, Claro que entiendo, dijo Aguilar, si no entendiera eso no podría descifrar este país, […] lo que sí sé es que ahí anida el corazón del dolor, un dolor que se hereda, se multiplica y se transmite, un dolor que los unos le infligen a los otros […] (245-246).
La noción de que el control y la regulación del deseo sexual son fundamentales para la configuración psíquica de una comunidad y para cualquier comprensión de la historia social más amplia, expuesto aquí por Sofi, es precisamente el planteamiento más amplio que busca hacer la novela. Es por ello que el evento detonante del delirio de Agustina, como vamos descubriendo los lectores Aguilar y la protagonista misma, es el momento en la adolescencia de los hijos Londoño cuando el padre agrede violentamente al hermano pequeño porque su masculinidad no encaja dentro del modelo normativo. El clímax de la novela, el momento en que la protagonista —y los lectores— entiende la raíz de su dolor, sucede cuando Agustina logra articular cómo su padre golpeó a su hermano menor por no “hablar como un hombre”, después de años de haber acosado al niño por no ceñirse a sus modelos de masculinidad. En ese momento el joven, cansado de soportar esa “mano potente” (98) de la Ley del padre, se va de la casa para no regresar nunca. La prohibición de la homosexualidad produce en este momento una primera grieta al nivel de la estructura familiar. El poder del padre se somete aquí a un profundo cuestionamiento por
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medio del acto de resistencia del hijo, quien, después de sacar a la luz las infidelidades del padre, rehace su vida en otro lugar, encontrando la posibilidad de ejercer su sexualidad libremente, algo que también Agustina busca hacer en su adultez. En el caso de Agustina, fuera de verse obligada a responder ante la pérdida de su hermano por culpa de la violencia del padre, la novela revela que la crisis de la protagonista responde al colapso de lo que Kaja Silverman llama “la ideología de la familia”, el sistema que determina los lazos físicos, económicos, legales y psíquicos entre padres e hijos y da lugar a deseos e identificaciones edípicas convencionales (39). Lo que el trabajo detectivesco del relato revela, entonces, es que la conmoción de Agustina está íntimamente ligada tanto a las demandas del patriarcado sobre su feminidad como a la prohibición de la homosexualidad. Para Butler, esta última funciona a través de la cultura heterosexual como una de sus operaciones definitivas. Desentrañar las dinámicas familiares implica reflexionar sobre lo que Butler llama la ritualización de las convenciones que producen una heterosexualidad compulsiva (1997, 143).31 En este contexto, Delirio relaciona las convenciones que delimitan el lugar de la mujer dentro de una estructura profundamente patriarcal con aquellas que se encargan de excluir cualquier sexualidad no normativa, ampliando la mirada del género (tema del que ya se habían ocupado diversas autoras colombianas antes de Restrepo) a una consideración más profunda, que incluye la cuestión de la diferencia sexual. Así, la novela busca también señalar el lugar central que ocupan las construcciones identitarias masculinas dentro de la historia de violencias contemporáneas, que son las que proveen el marco histórico de la novela. A través de la escena que posiciona a Agustina como testigo del evento detonante de la violencia homofóbica, la novela junta y encaja las fichas del rompecabezas genérico-sexual que permite mirar la historia de las violencias nacionales desde un enfoque que tiene en cuenta tanto la
31 Para Butler, “la heterosexualidad es cultivada a través de prohibiciones, y estas prohibiciones toman como uno de sus objetos los apegos homosexuales, forzando así la pérdida de estos apegos” (1997, 136-137).
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construcción de la heterosexualidad como el deseo homosexual que la pone en crisis.32 Hay también otro relato que cruza la novela a través del cual se activa una importante reflexión sobre la relación entre patriarcado, sexualidad e historia. En particular, esta se enfoca en la relación entre la construcción de masculinidades heteronormativas y el florecimiento del narcotráfico a fines del siglo xx en Colombia. A lo largo de la novela, el testimonio de Midas, el amigo de Agustina que la ayuda a esclarecer el pasado, se centra, entre otras cosas, en las alianzas entre la élite bogotana y Pablo Escobar. Midas relata a Agustina la manera en que él y sus amigos de la oligarquía bogotana, incluido el hermano de ella, comienzan a hacer alianzas con el cartel de Medellín a fines de la década de 1980. Se hace así referencia a una homosocialidad masculina, a hombres que hacen alianzas entre sí (pensamos que las estructuras mafiosas constituyen un espacio típico de relaciones homosociales), que está rígidamente separada de la homosexualidad, dicotomía que, como anota Sedwick, es integral al patriarcado (en Martin, 124). La historia de la construcción del imperio de Escobar, que en otras partes de la novela resuena con la referencia a las bombas que el cartel de Medellín pone en la ciudad, se entrelaza a lo largo de la novela con otro relato que Midas le cuenta a Agustina, que sugiere la relación entre virilidad y violencia. Este es el relato sobre lo que le sucede a “la Araña” Salazar, un poderoso empresario amigo de Midas McAllister y compañero en sus negocios con Pablo Escobar. Salazar está obsesionado por superar la impotencia sexual que sufre por causa de un accidente montando a caballo. Las tentativas inútiles de este hombre por recuperar su masculinidad viril dan lugar a un episodio de sadomasoquismo en el que violenta a una mujer hasta matarla a
32 Desde la década de los ochenta, novelistas como Marvel Moreno, Alba Lucía Ángel y Fanny Buitrago y cineastas como Marta Rodríguez, entre otros, comenzaron a pensar en los cruces entre historia personal, género e historia política. Delirio amplía estas reflexiones al explorar las intersecciones entre género y la diferencia sexual. Más recientemente, la novela de Giuseppe Caputo Un mundo huérfano (2016) explora también estas dinámicas, específicamente a partir del homosexualismo masculino, desde el espacio indeterminado de una ciudad distópica que no se nombra.
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golpes con la ilusión de recuperar el movimiento de su pene. Midas queda situado en el centro del escándalo, pues ha prestado su gimnasio para este juego sádico que termina en asesinato. Al intercalar estos eventos de violencia sexual por parte de un empresario de la élite que participa del narcotráfico mientras lo consume su ansiedad con la virilidad perdida con la narración del poderío construido por Pablo Escobar y al relacionar dicha violencia con el delirio mismo de la protagonista, la novela nos invita a tender puentes entre la construcción de las identidades masculinas hegemónicas y las violencias del narcotráfico. En palabras de Camacho Guizado, la cultura del narcotráfico está basada en “viejas concepciones sobre el ordenamiento jerárquico de la sociedad, los credos religiosos y las verdades sempiternas que negaron la existencia social de las diferencias y los diferentes”. Estas concepciones “apuntalaron nuestra supuesta configuración como nación y una estructura particular de dominación [el narcotráfico] busca ratificar su vigencia” (302).33 Los intentos de Salazar de reconstruir su hombría a través de la violencia terminan siendo fallidos. Fuera de revelarse como asesino, el empresario pierde millonarias sumas de dinero cuando Escobar decide no pagarle lo prometido por su inversión en el transporte de cocaína hacia Estados Unidos. La crítica de la novela aquí es entonces rotunda: en la base de los tráficos capitalistas, en el centro de la producción del capital y las jerarquías sociales que de allí surgen, existe un orden identitario masculino que necesita de la violencia (violencia de género, homofobia) para constituirse. Al entrenarnos a atender la dimensión genérico-sexual presente en la base de muchos actos violentos y, particularmente, en el contexto de una élite profundamente aliada con el narcotráfico y con el control del Estado, Delirio propone considerar una categoría de pérdidas específicas que son centrales para la producción de la memoria: aquellas sufridas tanto por las mujeres como por aquellos con identidades genérico-sexuales no normativas. Para LaCapra, “los fantasmas específicos que habitan al sujeto o a la comunidad pueden ser enterrados
33 Para un análisis más reciente de la relación entre género y narcotráfico, véase Valencia Triana (2011).
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a través del duelo solo cuando son especificados y nombrados como pérdidas históricas. Además, en particular aquellas formas de prejuicio (como el anti-semitismo, el racismo o la homofobia), formas que en algunos casos interactúan entre ellas, pueden ser abordadas ética y políticamente solo cuando son detalladas en términos de su incidencia precisa e históricamente diferenciada” (2001, 65). Al proponer que en el centro de los trabajos de la memoria debe haber una consideración de los mecanismos de la supresión de la diferencia, Delirio aporta una importante reflexión a nuestro análisis de la producción cultural colombiana, así como a los debates políticos relacionados con la memoria histórica en la Colombia contemporánea. Más allá de indagar sobre las formas en que las identidades genérico-sexuales se ejercen y se regulan en un amplio contexto social, Delirio dialoga con reflexiones recientes (antropológicas, históricas) que comienzan a investigar el lugar cultural y social que ocupa la heterosexualidad normativa y la constitución de las identidades de género en las historias de violencia en Colombia. Como afirma Serrano Amaya, en Colombia “[l]a dimensión de género y sexualidad de la violencia atraviesa hechos tan contundentes como el que los cuerpos de hombres jóvenes sean la carne de cañón de las guerras y de los efectos de formas de masculinidad hegemónica que privilegian el riesgo sobre el propio bienestar, así como el que los cuerpos de las mujeres sean tanto campos de batalla de las relaciones de género como el botín que se reparten los actores de los conflictos armados” (11). Riaño Alcalá (2010) ha estudiado cómo las prácticas de guerra en Colombia operan a partir de una masculinidad de ocupación territorial en la que el cuerpo femenino es un territorio en disputa sobre el cual la violencia se actualiza a diario. A su vez, Martin subraya el lugar central que ocupa en la sociedad colombiana el macho guerrero como parangón de la masculinidad (180), y el trabajo de Theidon (2009) revela las formas en que se constituye un modelo de masculinidad belicosa dentro de los grupos armados que se disputan el poder en Colombia. Desde el activismo, la denuncia y la performance, grupos feministas, colectivos de mujeres y asociaciones que defienden los derechos LGBTI han trabajado en las últimas dos décadas denunciando la discriminación y exclusión frente a la diferencia genérico-sexual. En este sentido, la
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novela se inserta, desde la ficción, en una dimensión de análisis que ha estado ausente en las ciencias sociales y jurídicas que han dominado el debate público por décadas, enfocándose en los actores del Estado, insurgencia y narcotráfico. Desde el territorio de la novela, Restrepo propone una atención sostenida a la relación entre violencias históricas y la regulación y prohibición de la diferencia sexual que va de la mano con este tipo de miradas renovadoras de la historia nacional.
Memoria y masculinidad en otras ficciones colombianas Al indagar sobre las relaciones entre guerra, sexualidad y construcción de la nación, el estudio de González Stephan nos invita a notar cómo, en el contexto de los traumas de la guerra, el nacionalismo tiende a favorecer las identidades masculinas basadas en la virilidad y el heroísmo. Su trabajo propone rastrear cómo se construyen estas identidades hegemónicas a nivel cultural y cómo se cuestionan o se reinscriben a través de la literatura. Esta es una invitación útil para considerar la producción literaria colombiana del siglo xxi, donde aparece de forma patente la violencia sexualizada, la homofobia, la misoginia y una ansiedad sostenida con respecto a la diferencia sexual. Al alertarnos sobre cómo las ficciones dominantes y la violencia se construyen a partir de la heterosexualidad compulsiva y de la hegemonía de aquellos que ostentan masculinidades normativas, Delirio nos ofrece un lente para leer diversas ficciones colombianas de la misma época que evidencian una ansiedad con respecto a la crisis de hegemonía del hombre viril, fuerte y poderoso, buscando reinscribir su poderío en el relato. Un gran número de ficciones sobre el narcotráfico reproducen una profunda ansiedad con respecto a la diferencia sexual, alrededor del homosexualismo y a la construcción de masculinidades alternativas. Novelas como Rosario Tijeras (Jorge Franco, 1999), la película El Colombian Dream (Felipe Aljure, 2006), así como la serie televisiva El cartel de los sapos (cuya primera temporada se estrenó en 2008) y la novela El ruido de las cosas al caer (2011), entre otras, textos todos que están interesados en reflexionar explícitamente sobre la historia nacional de las últimas décadas, evidencian en sus tramas una gran preocupación
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por el posible resquebrajamiento de las masculinidades heteronormativas. Silverman sugiere que los traumas históricos como las guerras se extienden más allá de la psiquis individual, produciendo una interrupción en lo que una sociedad asume como sus narrativas maestras, ficciones dominantes que plantean el poderío del sujeto masculino, la función del padre, la familia nuclear. Estos eventos, que tienen un impacto cultural que trasciende las crisis individuales, pueden funcionar para desintegrar o poner en peligro la masculinidad normativa. En su atención a cómo el trauma de la Segunda Guerra Mundial en la cultura estadounidense sacó a relucir las fallas de la función paterna y cómo esto aparece de manera particular en el cine de Hollywood de la época, Silverman nos sugiere notar dónde se registran estas grietas en las ficciones dominantes en la producción cultural de una sociedad. En el caso colombiano, un gran número de textos demuestran una evidente ansiedad frente al relato de la primacía del sujeto masculino, intentando reinscribir el orden sexual normativo que lo sostiene. A diferencia de Delirio, diversas ficciones que abordan las historias materiales del narcotráfico y sus explosiones construyen personajes masculinos que buscan retener a toda costa su masculinidad compulsiva, ejerciendo poderío, fuerza y virilidad frente a los resquebrajamientos del orden social. Tal es el caso de la exitosa serie de televisión El cartel de los sapos, estrenada en 2008, que fue luego adaptada al cine en 2011. Esta narra la historia de la conformación del cartel de Medellín a través de las vidas, alianzas y relaciones de los grandes narcotraficantes de la década de los ochenta y noventa en Colombia.34
34 Como en muchos relatos del narcotráfico, la estructura mafiosa constituye el espacio de las relaciones homosociales en la que se articulan tramas masculinas, es decir, relatos sobre una comunidad de hombres que hacen alianzas (en vez de tramas enfocadas en la familia o la pareja heterosexual). La serie revela una profunda ansiedad con la dimensión homosocial a partir de diversas referencias al posible deseo homosexual de los protagonistas, quienes comentan reiteradamente sobre la posible homosexualidad de los demás narcotraficantes. La repetición de estos chistes se convierte en una imprecación profundamente homofóbica a lo largo de todos los episodios. Frente al fantasma del deseo homosexual, cada narcotraficante reitera su hombría y su identidad de macho heterosexual poderoso a través de la serie.
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En El ruido de las cosas al caer, de Juan Gabriel Vásquez, otra novela sobre un testigo investigador, que comparte con Delirio importantes reflexiones sobre la memoria, la reinscripción de la masculinidad normativa ocurre de un modo más sutil, pero con gran importancia para la trama.35 Como en muchos relatos del narcotráfico donde aparece el tema de la impotencia sexual masculina como el síntoma de una ansiedad fálica que está atada al lugar del hombre dentro de una estructura social marcada por la violencia, esa impotencia también opera aquí de forma contundente bajo el telón de fondo de las crisis del narcotráfico.36 Como Delirio, El ruido de las cosas al caer es una
35 Como Delirio, El ruido de las cosas al caer ganó el Premio Alfaguara de Novela. Al ser traducida al inglés, cobró gran fuerza mediática, siendo reseñada en la portada del New York Times Book Review y en varios medios nacionales estadounidenses, entre otros. Es importante notar que, revelando su consciencia de escribir una novela que circulara por los circuitos de la literatura global (en la que los relatos sobre el narcotráfico tienen mucho éxito), Vásquez inserta constantes explicaciones para el lector sobre la historia de Colombia, los cambios sufridos por Bogotá con el cambio de siglo, la geografía nacional, etc., interpelando a un lector internacional que desconoce la historia local. Ya Vallejo, décadas antes, se había burlado de este gesto pedagógico de los narradores locales que buscan legitimarse frente al lector internacional. En una novela sobre la construcción del recuerdo, a veces este ímpetu explicativo reduce la eficacia del importante acto de hacer memoria del narrador protagonista: de la elaboración reparadora para el sujeto, los trabajos de la memoria pasan a ser algo meramente instrumental. 36 Tal es el caso de la exitosa novela Rosario Tijeras, que fue luego adaptada al cine (2005). En esta novela, la protagonista, una mujer sicaria que trabaja en Medellín, les corta los testículos a sus víctimas masculinas con unas tijeras. Pero allí el supuesto rechazo de Rosario hacia el género masculino, que podría activar una reflexión productiva sobre la relación entre los géneros, pierde cualquier efectividad, pues opera ante todo como un cuerpo bello, como objeto de deseo de los hombres. La agresión de Rosario implica, al final de cuentas, una fantasía violenta de un mundo sin hombres que conlleva una supresión de la diferencia y no la posibilidad de una reconfiguración de las relaciones entre géneros. Las tijeras de Rosario, como un mal chiste sobre el feminismo, no producen a nivel narrativo ni formal un cuestionamiento riguroso del sistema patriarcal y genérico sexual normativo en el que la protagonista está inscrita y desde el cual es representada. La asesina mutiladora de hombres carece de la fuerza narrativa para alertarnos de los problemas de una compleja estructura social. Es el equivalente femenino
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novela sobre un testigo que busca entender un pasado marcado por las historias del narcotráfico de fines del siglo xx y comprender cómo estas marcaron a toda una generación. Este es el relato del “ejercicio de la memoria” (14) que entabla Antonio Yammure, un joven abogado y profesor universitario que busca esclarecer el rompecabezas de eventos que llevaron al asesinato de Ricardo Laverde, un compañero suyo de billares a quien vagamente conocía cuando fue abaleado frente a sus ojos. Yammure resulta herido en el tiroteo y, a pesar de recuperarse físicamente, el insomnio, la ansiedad, la paranoia y la parálisis se revelan como los efectos de una crisis psíquica más profunda que el impacto de las balas.37 La novela se inicia con una referencia al acto de recordar como un proceso doloroso y de beneficios inciertos. Su narrador protagonista se lamenta: Con qué presteza y dedicación nos entregamos al dañino ejercicio de la memoria, que a fin de cuentas nada trae de bueno y sólo sirve para entorpecer nuestro normal funcionamiento […]. Nadie sabe por qué es necesario recordar nada, qué beneficios nos trae o qué posibles castigos, ni de qué manera puede cambiar lo vivido cuando lo recordamos, pero recordar bien a Ricardo Laverde se ha convertido para mí en un asunto de urgencia. (14-15)
A pesar de este inicial escepticismo con respecto a los trabajos de la memoria, el impulso por esclarecer el pasado es el motor de la novela, aquello que motiva a su protagonista a enfrentar su crisis psíquica. Recordar es lo que alimenta el misterio detectivesco que da lugar a la escritura que el protagonista entabla y también a nuestra lectura.
al hombre que violenta a la mujer para ejercer su identidad. Lo que resulta de esta novela, entonces, es un relato que solo permite ver una gran ansiedad con respecto a la impotencia sexual del hombre y su posible pérdida de poder social. 37 Más allá de la crisis psíquica individual, en el relato se hace referencia a una crisis psíquica colectiva: “El miedo era la principal enfermedad de los bogotanos de mi generación” (58), cuenta el protagonista a su psiquiatra, quien le aconseja escribir para poder descifrar sus fantasmas.
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A través de un protagonista que se obsesiona con esclarecer los hechos que dieron lugar al asesinato de su amigo, tornándose detective en el momento en que se vuelve víctima, la novela defiende el gesto de recordar como un acto fundamental de reconfiguración y agenciamiento. La obsesión de Antonio Yammure lo lleva a responder al llamado de Maya Fritts, la hija de su compañero asesinado, una mujer de su misma generación que lo invita a visitarla a su casa, localizada en una zona rural en la región del Magdalena medio. Sin dar demasiadas explicaciones, Yammure abandona a su esposa y a su hija pequeña para internarse por unos días en la casa de Maya, quien le pide ayuda para que entre ambos traten de descifrar lo que le pasó a su padre, con quien no tenía relaciones hace mucho tiempo.38 Maya y Antonio se ponen a la tarea de entretejer cartas, grabaciones, artículos periodísticos y testimonios de la familia Laverde para recomponer su historia. A través de esta reconstrucción de la vida y muerte de Laverde y su esposa estadounidense, la novela busca revelar los orígenes del narcotráfico y su posterior auge desde la década de 1970 hasta la entrada en el nuevo siglo. El narcotráfico se revela como el proceso histórico central que definió el destino de Laverde y su esposa, puesto que este se convirtió en piloto de cargamentos de cocaína a los Estados Unidos cuando apenas comenzaba a florecer el negocio y terminó en la cárcel. Durante el tiempo que están dedicados a juntar las piezas del rompecabezas en la casa de Maya, esta y Antonio aprovechan para visitar las ruinas de la legendaria hacienda Nápoles, aquella que alguna vez fue la casa de campo y zoológico de Pablo Escobar. De esta forma, la novela va atando, como Delirio, historias familiares —la de la joven familia de Yammure (que sufre los efectos de su crisis) y la de Ricardo Laverde y su hija Maya— con la historia de la institución estadounidense de los PeaceCorps en Colombia y los momentos más emblemáticos
38 El viaje a esta región tiene importantes resonancias históricas, ya que este ha sido un espacio central para el surgimiento del narcotráfico, del paramilitarismo y de patrones criminales de acumulación y despojo de tierras en Colombia. Para Rory O’Bryen, este territorio ha sido fundamental en la construcción de imaginarios de la nación a lo largo del siglo xx en Colombia (2013).
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de las guerras del narcotráfico que marcaron la historia nacional. Al mismo tiempo que esclarecen la historia de Laverde, Maya y Antonio reflexionan sobre su vida infantil y juvenil en una ciudad y un país marcados por la crisis social. El acto de esclarecer el pasado individual y nacional en esta novela está íntimamente ligado a la defensa de la escritura como proceso central para la configuración de la memoria. La narración misma de la crisis de Yammure y de las pesquisas que lo llevaron a conocer a Maya se presenta como el testimonio que el protagonista escribe más de una década después de sucedidos los hechos, hacia 2009. Para este momento, el imperio de Escobar y de los grandes carteles se ha desmoronado y la nación ha salido del baño de sangre en el que estaba sumida. En ese presente de la novela, Yammure ha terminado sus pesquisas. En sus primeras páginas, el narrador nos explica los mecanismos que lo llevaron a sentarse a escribir. Nos cuenta cómo esos eventos violentos sucedidos en la década de 1990 le vuelven a la mente por causa de la legendaria noticia que ve en el noticiero de televisión de que los hipopótamos que alguna vez pertenecieron al zoológico del fallecido Pablo Escobar, emblemas de la época de bonanza del cartel de Medellín y su violento legado, rondan libres por los campos, poniendo en peligro el ecosistema y la vida de los pobladores de la región donde quedaba la hacienda Nápoles. Este retorno del fantasma de Escobar a través de sus animales exóticos, otros sobrevivientes más de su extravagante imperio global, constituye el motor de la escritura del narrador. Así, las historias personales de Laverde y Yammure, y la posibilidad misma de escribirlas, están aquí atadas a los grandes eventos nacionales. El espectro de Escobar activa la escritura sobre la violencia que detona la crisis y sus pesquisas. A pesar de que la novela comparte con Delirio el énfasis en la construcción de un recuerdo colectivo y que su motor también radica en el afán de sus personajes por entender el pasado para salir de la crisis, El ruido de las voces al caer encuentra sus límites críticos en el horizonte genérico-sexual que allí se plantea. El fantasma de la impotencia masculina aparece allí como problema que amenaza la autoridad del protagonista para investigar y narrar. Después del tiroteo del que es víctima, la crisis psíquica de Antonio produce también una pérdida
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de deseo sexual e impotencia, hasta el punto de resquebrajar la estabilidad de su joven familia. Cuando su esposa, frustrada, consigue un vibrador para suplir la disfunción de su esposo, Yammure rechaza usarlo categóricamente, revelando su ansiedad con respecto a su masculinidad herida. Al comienzo de la novela, el narrador cuenta que, fuera de ser abogado (figura central para el modelo del hombre letrado en Colombia desde la independencia), es un hombre de gran virilidad que tiene mucho éxito entre las mujeres, incluidas las alumnas a quienes enseña Derecho, entre las que conoció a su esposa. La impotencia del protagonista indica, entonces, que el evento violento, que está relacionado con los amplios legados del narcotráfico, pone en crisis su identidad masculina de forma contundente y conmueve la estabilidad de la familia. Pero esta crisis, que podría activar una reflexión sobre la construcción de los regímenes genérico-sexuales dominantes y las formas en que estos se conmueven y se desnaturalizan, como sucede en Delirio, es expresada como un obstáculo que el relato busca resolver a toda costa. Frente a la ansiedad causada por la impotencia sexual del protagonista, el relato se convierte, entre otras cosas, en el proceso de recuperación de la virilidad y del vigor sexual de este narrador. Esto pasa a través del encuentro de Yammure con Maya Fritts, que sucede el día después de que este pelea con su esposa por su disfunción sexual y se va de la casa. Dicho encuentro le sirve no solo para comenzar a reconstruir el pasado que le aclarará las circunstancias de la violencia en la que se vio envuelto, sino para recuperar su virilidad herida. En esta parte del relato, vuelve a surgir la mirada erotizada hacia la mujer que confirma que Yammure, quien narra, es un hombre con una energía libidinal normal (“me gustó la proximidad de su cuerpo (creí sentir la presión fantasma de sus senos sobre mi espalda)” (100)). Poco tiempo después de conocer a Maya, el protagonista sostiene relaciones sexuales con ella, curándose así de su impotencia y recuperando la virilidad. En términos narrativos, esto dota al protagonista de renovada autoridad para contar el relato. Al relacionar la superación de la crisis psíquica y el esclarecimiento del pasado con la recuperación de la hombría, aquí los trabajos de la memoria, en vez de desmontar las ficciones dominantes, las reinscriben. Al final de la novela, Yammure
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regresa a su casa en Bogotá para enfrentar el hecho de que su esposa lo ha dejado, llevándose a su hija con ella. Aunque esta crisis familiar y la ambigüedad del final con respecto a si recupera a su mujer podrían servir para desnaturalizar la ficción de la familia nuclear y restarle poder al narrador de forma productiva, el hombre termina su relato indicando que, tras su estadía en la casa de Maya, está listo de nuevo para brindar protección a su mujer y a su hija, añorando la recomposición del orden familiar. Mientras en Delirio la crisis de Agustina provoca el cuestionamiento y la reconfiguración de los lazos sociales, es decir, un cambio concreto en medio de la violencia del orden, en El ruido de las cosas al caer se postula un anhelo de retornar al orden familiar patriarcal conducido por el hombre viril, en un gesto profundamente conservador. Restrepo, por el contrario, traza la forma en que estas mismas estructuras patriarcales están en el centro de la violencia social, violencia que la novela de Vásquez busca también denunciar, topándose precisamente con esos límites. Al indagar sobre el lugar de la sexualidad y el género en el contexto de un orden violento y reflexionar sobre la relación entre crisis histórica y masculinidad normativa, la novela de Restrepo insiste en un proceso de hacer sentido que traza cómo la construcción de la primacía del sujeto masculino ha sido determinante para la historia del narcotráfico en Colombia. A la luz de Delirio, en El ruido de las cosas al caer, en vez de interrumpirse de forma productiva el orden genérico-sexual normativo poniendo al descubierto la ilusión de la maestría masculina, las crisis (históricas, sociales y personales) conducen a la añoranza por la reinscripción de ese orden.
Los límites de la memoria y las posibilidades de la reparación En Delirio, la atención a las posibilidades de articular el pasado de forma activa y crítica supone una afirmación y defensa del alcance de los trabajos de la memoria a nivel colectivo. Al poner en escena las formas en que una comunidad reflexiona sobre eventos históri-
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cos de gran envergadura y su relación con la vida cotidiana, Delirio defiende el acto de comprender el mundo después de que este se ha vuelto extraño y misterioso por culpa de la experiencia desoladora de las violencias. Sugiere, finalmente, que el dolor, en vez de retornarnos a una situación solitaria y privada, puede dar lugar a una comunidad de orden complejo, al resaltar los lazos intersubjetivos que surgen de la responsabilidad ética y del acto de dar testimonio más allá de la parálisis. En esta movida antimelancólica, la novela se distancia de toda una tradición que enfatiza el dolor y la disgregación solitaria por encima de la construcción de una memoria que se construye a través del diálogo. Esta atención a la reparación, a las posibilidades de reconstitución psíquica que trascienden las inscripciones traumáticas o melancólicas que paralizan al sujeto, implica un modelo de agenciamiento postmelancólico en el que el testimonio adquiere fuerza para explicar y reconfigurar el mundo. El complejo proceso por el cual la memoria se articula a través del lenguaje se pone en escena tanto en Los ejércitos, a través de una víctima que representa el proceso de convertirse en testigo, como en Delirio, donde el testigo encuentra escuchas y logra repasar activamente el pasado gracias a ellos, y, en menor medida, en El ruido de las cosas al caer. A su vez, estos relatos indagan lo que Hirsch y Spitzer llaman “la manera en que el testigo cambia en el proceso de recontar o revivir lo sucedido”, poniendo sobre los quiebres, los silencios, y la imposibilidad de producir un relato unitario, completamente coherente y lineal del pasado (163). Más aún, estos textos que se enfocan en el acto del recuento del pasado personal ofrecen una investigación ética del horizonte del testimonio como relato más amplio que aquel que producen las prácticas jurídicas o historiográficas positivistas: los testimonios que aquí se transmiten, aunque ficticios, llaman la atención del hecho de que el testigo y sus relatos operan en un ámbito que trasciende la evidencia que da lugar al cierre del juicio legal o a la narración historicista de los sucesos. Estas novelas proponen aquello en lo que Riaño Alcalá y Baines insisten: la necesidad de complicar la noción hegemónica del testimonio como acto estrictamente legal (tan común en países que viven procesos de justicia transicional), como memoria traumática o como evidencia historiográfica de datos em-
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píricos (416).39 Los testigos de estas novelas no proveen relatos que confirmen hechos, de sus testimonios no se extrae fácilmente un conocimiento objetivo de unos sucesos concretos que pueden traducirse en información histórica (factual knowledge). Como explican Hirsch y Spitzer citando a Wieviorka, las narrativas testimoniales que circulan en contextos de historias de violencia (como la del holocausto nazi) tienen también otra misión, una que trasciende la producción de información empírica. Esta misión “no es más dar fe de unos eventos que nunca se conocerán de forma suficiente sino permitir que estos sigan apareciendo frente a nuestros ojos” (155). Así, el testigo se convierte en un portador de la historia, en una encarnación de la memoria, dando fe del pasado y, sobre todo, de la continua presencia de este. Así, en estas novelas los testigos ponen sobre la mesa las tensiones evidentes entre la articulación de la memoria y los eventos a los que esta alude. Estas novelas de testimonios que se oponen a su apropiación fácil dentro de prácticas judiciales o históricas dominantes proveen así una defensa de la validez histórica y social de una articulación testimonial (testimonial rendering) que ocurre afuera de las instancias oficiales y académicas, produciendo relatos que Hirsch y Spitzer llaman una evidencia “débil” construida a partir de actos individuales de recuerdo (160). Estos protagonistas testigos que quieren esclarecer lo sucedido y, sobre todo, buscan un lugar de enunciación para contar la propia historia, librando una lucha por adquirir el poder de representarse a sí mismos, nos alertan de la pregunta propuesta por Nelson (353) de quién tiene el poder de determinar la historia que se cuenta y cómo se cuestionan o complican las versiones oficiales desde los márgenes o desde adentro. A fin de cuentas, Ismael Pasos, Agustina Londoño y otros testigos que pueblan la literatura colombiana reciente nos entrenan a entender que la formación de la memoria es un proceso conflictivo, lento, discontinuo y fragmentario que produce nuevas interpretaciones del pasado y que permite
39 A esto alude también Diana Taylor cuando habla de un repertorio de significados que trascienden el archivo y que producen las múltiples memorias que surgen del pasado reciente de un país.
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repensar las relaciones entre este y el presente. Al poner sobre la mesa la performance del testimonio, no aquello que se dice solamente (los datos que dotan la historia), sino el acto de darle vida, estas novelas están repensando los trabajos de la memoria y su transmisión en un contexto que excede al del archivo. Como nos recuerdan Riaño Alcalá, Baines y Taylor, hay otros modos y acercamientos al pasado (performativos, artísticos, personales, rituales, simbólicos), algunos de los cuales tienen efectos reparativos, que surgen fuera de los escenarios judiciales, del horizonte de acción del Estado y de la producción historiográfica convencional, frente a los cuales debemos estar atentos como sociedad. Estos textos suponen, a fin de cuentas, una defensa de modos epistemológicos alternativos de abordar y explicar las violencias nacionales distintas a aquella acumulación de evidencia documental que define las prácticas oficiales de construcción de la historia. A través de su reflexión sobre el dolor y la compleja relación entre enunciación, recepción y verdad, surge en estas novelas la pregunta de cuál es el horizonte colectivo de los testimonios individuales y la autoridad semántica de este tipo de actos testimoniales, como ha sido planteado por Hirsch y Spitzer, inspirados en Felman (153). ¿Cómo hacer para que estos también obtengan el reconocimiento y la validación reservados para aquellos testimonios que se articulan en espacios institucionales (cortes, comisiones de verdad, instituciones policiales, espacios académicos designados para ello)? El acto testimonial en estas novelas transmite una provocación ética a la que, en este caso, se enfrenta el lector. ¿Cómo puede transformarse el destinatario en escucha? Desde la primera y la segunda persona, las novelas interpelan a los lectores a reflexionar sobre su capacidad de ser escuchas, sobre una ética de la respuesta frente a quien vive la catástrofe, subrayando aquella dimensión que es central en el tenso proceso de producción de memoria: la tensión entre el evento pasado, el momento en que se recuerda y el momento de la recepción e interpretación. Para Laub, más que la verdad histórica de los hechos, hay una verdad más esencial que transmite el testimonio a quien escucha: la de la enunciación, que radica en el ámbito de los afectos que la testigo proyecta y provoca en quienes la escuchan (1995, 65). Como sugiere Theidon (2007), en
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cualquier proceso de justicia transicional, la noción de cómo escuchamos a los demás es central. Estas novelas están preparando el terreno para una reflexión social que es urgente a un nivel más amplio: ¿cómo escuchar a los testigos de modo que se trascienda la búsqueda utilitaria de la evidencia judicial, la información instrumental que se traduce en datos y cifras? ¿Cómo atender las voces que interrumpen y subvierten las narrativas dominantes en busca de poder de representación? Así, las novelas nos alertan de la naturaleza heterogénea y conflictiva de las memorias y los testimonios a un nivel colectivo. Ismael Pasos, Agustina Londoño y otros personajes de la literatura colombiana contemporánea nos invitan a considerar estas preguntas de forma activa y crítica.
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CAPÍTULO III
Testigos menores. Juventud, ciudadanía y memoria en el cine colombiano contemporáneo
Frente al lugar central que han ocupado la literatura y las artes visuales en la reflexión sobre las crisis colombianas, el cine se ha consolidado en las primeras décadas de este siglo como un espacio fundamental para pensar los legados del conflicto armado y su relación con el espacio rural como epicentro de la guerra. Con pocas excepciones, la narrativa literaria colombiana de cambio de siglo se ha enfocado en relatos urbanos en los que tiende a prevalecer una obsesión con las violencias urbanas relacionadas con la criminalidad del narcotráfico. En este contexto, las artes visuales y, más recientemente, el cine se han ocupado de ampliar los límites discursivos del discurso político y ético relacionado con las historias del campo, los usos y abusos de la
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naturaleza y los conflictos armados que se nutren de ellos.1 Numerosas obras visuales y fílmicas han querido investigar los efectos sociales, psíquicos, corporales, afectivos, ecológicos y económicos de las crisis bélicas y políticas en sujetos y espacios rurales. En este sentido, el cine de ficción y documental entra a competir, y en muchos casos cuestiona, con las narrativas mediáticas convencionales que articulan la guerra y los conflictos del campo colombiano como objetos de interés público. En medio de la gran visibilidad que el cine nacional ha adquirido en la esfera transnacional desde que se consolidó la ley del cine (aprobada en 2003 y revisada en 2013), diversos largometrajes se han volcado al espacio rural para narrar historias de la vida campesina y abordar los legados del conflicto armado, así como para pensar en los modos en que se codifica y explota la naturaleza.2 En el contexto de este evidente giro rural, un número creciente de largometrajes colombianos se enfoca en la juventud y la niñez para examinar las secuelas del conflicto armado en las víctimas y para registrar geografías culturales y formas de vida rurales amenazadas por dinámicas violentas. Los niños y jóvenes de extracción rural y trabajadora emergen en muchos largometrajes como agentes focalizadores que atestiguan la guerra, sirviendo para articular importantes reflexiones alrededor de la memoria, la constitución de la comunidad y la ciudadanía. En largometrajes de ficción como Pequeñas voces (2010), Los colores de la montaña (2010), Jardín de amapolas (2012), La Playa D.C. (2012), La sirga (2013), Mateo (2014), Alias María (2015) y, en menor grado, El vuelco del cangrejo (2009), Nacimiento (2015), El silencio del río (2015) y Oscuro animal (2016), la infancia y la juventud de clase trabajadora adquieren una visibilidad diegética que contrasta con la relativa marginalización de los menores de edad en el mundo nor1 2
En el contexto de la producción escrita, más que la ficción, el testimonio y la crónica se han ocupado de investigar las dinámicas del conflicto armado que han determinado la historia colombiana reciente. Para un análisis del lugar de la naturaleza en el cine colombiano reciente, véase mi artículo “Natural Plots: The Rural Turn in Colombian Cinema” (Ospina 2017).
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mativo de la producción capitalista y de la realpolitik de la guerra y los conflictos políticos.3 Este es un cine producido en su mayoría por una joven generación de cineastas cuyo tránsito mismo de la infancia a la adultez sucedió durante la época de la intensificación de la globalización, el narcotráfico y la guerra, por realizadores interesados en presentar sus concepciones propias del pasado, que en el caso colombiano resulta ser muy cercano. Como género, el cine nos aproxima más que la literatura a la dimensión corporal, a la relación entre cuerpo y espacio, cuerpo y testimonio, cuerpo y violencia, cuerpo e imagen. Es aquí donde cuerpos infantiles y jóvenes figuran de manera muy importante. Frente a la proliferación de tramas de niñez y juventud en las que el acceso del espectador a un pasado violento está mediado por protagonistas niños y jóvenes, debemos indagar sobre lo que está en juego en el uso de la figura del menor de edad en el contexto de la producción de relatos sobre la guerra y la paz y frente a la construcción pública de la memoria. ¿Cómo contribuyen estas narrativas de niñez y juventud a las reflexiones sobre memoria e historia que han sido tradicionalmente articuladas en términos de subjetividades adultas? ¿Qué tipo de reflexiones éticas, políticas e históricas surgen alrededor de conceptos como víctima, testigo, ciudadanía y comunidad desde estos relatos enfocados en la minoría de edad? En términos históricos, a pesar de la importancia que tiene la infancia para el Estado-nación moderno y para los discursos de progreso social, el archivo poco se ha ocupado de alojar registros de las vidas de niños y jóvenes o de capturar la experiencia de la infancia de manera profunda, como estudia Hecht. Los niños y jóvenes suelen tener poca voz en los debates políticos convencionales y menos aún en las decisiones que se toman
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En esta época surgen también diversos documentales y largometrajes de ficción que, aunque no se enfocan directamente en los legados de la guerra, lo hacen en el joven y su lugar en una comunidad que trasciende la familia o la escuela. Entre ellas se encuentran las películas Gente de bien, Reina del sur, Los hongos, Los nadies, Keyla, Niña errante y documentales como La selva inflada y La eterna noche de las doce lunas. Numerosos cortometrajes premiados incluyen Leidi, Solecito, Madre y Alén (entre otros).
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sobre la guerra (ejemplo de ello son las recientes negociaciones de paz entre el Gobierno colombiano y la guerrilla de las FARC, frente a las cuales grupos de jóvenes se quejaron por su falta de inclusión y luego tuvieron un rol central en las movilizaciones ciudadanas ocurridas después de la refrendación de un acuerdo). Como indican Wolseth y Babb, en el contexto latinoamericano, aunque la juventud ha tenido gran influencia en el tono y las demandas de movimientos políticos y culturales en la región, poca atención se le ha dado a este grupo como categoría significativa dentro del análisis académico (3).4 En el contexto legal, Malkki sugiere que, aunque los discursos humanitarios y liberales relacionan a los niños con la verdad, este estatus del niño como visionario suele solo articularse en relación a verdades emocionales. Los menores de edad no suelen ser vistos como testigos creíbles en las cortes judiciales, ni siquiera en casos de abuso infantil (69). Malkki cita a Stephens, quien sugiere que “on the one hand, they are seen as vessels of unmediated truth, bearing witness to the artificialities and duplicities of adults. On the other hand, they are seen as irrational, fanciful, unable to tell reality from imagination. In both cases, children are denied existence as complex social beings who know the world and represent themselves through language and culturally mediated understandings” (Stephens, citada en Malkki, 70).5 Diversos investigadores de la niñez coinciden en que, debido a que los niños no son simples apéndices de sus padres, sino actores en sí mismos, urge reexaminar los períodos cruciales de la historia como las guerras y las crisis históricas (frente a las cuales los niños suelen ser ignorados como objeto de estudio) a partir de una consideración de sus vidas (Hecht, Giroux, Jones, Jenkins). Para Jenkins, fuera de la
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En el contexto latinoamericano, desde la antropología, la sociología y los estudios de la comunicación, pensadores como Reguillo y Martín-Barbero se han ocupado de pensar las formaciones sociales juveniles. En el caso colombiano, solo a partir de 2006 se autorizó la práctica de tener en cuenta el testimonio de los niños en las audiencias de juicio. El estatus del testimonio infantil tendrá que ser considerado en los años venideros en relación con los procesos de justicia transicional que se realicen en el marco de la paz con la guerrilla de las FARC.
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importancia de considerar los modos en que el niño es utilizado como figura para movilizar todo tipo de discursos políticos y sociales, es necesario proveer relatos más complejos sobre su vida cultural , sobre lo que significa ser niño en un periodo histórico específico, sobre los modos en que las instituciones adultas le impactan, acerca de cómo construye su identidad y las relaciones de poder que se establecen con los adultos, entre otras cosas (2-5). En este sentido, algunos textos fílmicos que se enfocan en el testigo menor en medio de las crisis contemporáneas colombianas buscan ampliar la mirada histórica a partir de una consideración de las vidas de aquellos actores, como los niños, que no han tenido fácil acceso al discurso político o histórico adulto ni al ejercicio del poder, a pesar de ocupar un importante rol simbólico dentro de dichos discursos que surgen en este contexto.6 A nivel cinematográfico, a pesar de que, como sugiere Lury, el niño o el joven no pueda proveer gran autoridad sobre los hechos de la guerra, la re-
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En el caso colombiano, el trabajo histórico archivístico del Centro Nacional de Memoria Histórica ha sido importante para comenzar a dar cuenta de las vivencias de niños y jóvenes frente al conflicto armado. Recientemente, el informe Una guerra sin edad (2018) documenta la manera en que guerrilla, paramilitares y grupos armados han instrumentalizado el cuerpo de los niños para la guerra. El informe les da un lugar privilegiado a los testimonios de diversos niños y jóvenes y los considera sujetos históricos dentro de la historia del conflicto. Han existido también otras iniciativas organizadas por dicha institución para visibilizar testimonios infantiles. Algunos estudios anteriores, por ejemplo, Como corderos entre lobos: Del uso y reclutamiento de niñas, niños y adolescentes en el marco del conflicto armado y la criminalidad en Colombia, expresan su interés por documentar las vivencias infantiles del conflicto, pero al final termina rigiendo en ellos una mirada cuantitativa que invisibiliza directamente el conocimiento que sobre esta época histórica se produce desde la infancia, con sus modos específicos de narrar y articular el mundo, modos que siempre serán distintos a la producción adulta del conocimiento regida por el discurso académico y científico. En términos del relato testimonial, han surgido en las últimas décadas otros esfuerzos por abordar este tema con un interés menos cuantitativo y academicista, como, por ejemplo, Los niños de la guerra (2002), de Guillermo González Uribe, una compilación de relatos testimoniales de menores de edad pertenecientes a grupos armados. En el próximo capítulo nos referiremos también a una iniciativa de recolección de relatos de las violencias narrados por niños (no combatientes).
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presentación de su experiencia como visceral, de y sobre el cuerpo, da lugar a un entramado textual de historia, memoria y testigo que puede ser muy poderoso en términos afectivos (7). En este capítulo indagaremos sobre los usos políticos, afectivos y éticos del testigo menor en las ficciones fílmicas colombianas al examinar algunas películas sobre niños, así como numerosos largometrajes de ficción en los que las subjetividades jóvenes en tránsito hacia la adultez están en el centro de la obra fílmica. Analizaremos obras que se enfocan en niños y adolescentes de proveniencia rural o trabajadora, jóvenes cuerpos errantes cuya alienación y dolor emerge de las dislocaciones producidas por la guerra y por las fuerzas económicas que los sostienen y alimentan. En este cine sobre jóvenes en tránsito o en el umbral de la mayoría de edad, la adolescencia o juventud de clase trabajadora y campesina emerge como una figura crítica que da lugar a una reflexión sobre lo que significa encontrar un lugar en una comunidad nacional de trabajadores y consumidores a la luz de los legados del conflicto armado. En particular, la figura del testigo adolescente marcado por la guerra complica discursos de gran arraigo en la sociedad colombiana sobre la peligrosidad del joven marginal y propone pensar en formas de solidaridad y resistencia que cuestionan una tradición de representación de la víctima como abyecta y paralizada. Aquí examinaremos cómo, al investigar la imbricación de vidas infantiles y juveniles con lo político, algunas obras del cine colombiano reciente están recuperando al joven como actor político, poniéndolo en el escenario público para reflexionar sobre la historia reciente del país. En su estudio sobre el lugar central que ocupan los niños y adolescentes en el cine, Karen Lury sugiere pensar más allá del convencional como representante simbólico del futuro de la nación. Lury nos propone considerar cómo esta figura influye en la manera en que las historias de guerra y ciudadanía se cuentan y se reimaginan en la pantalla. No invita a pensar en “how a number of films articulate the relationships between witness, memory and history through the character and presence of the child. In rejecting the more common assessment of the child symbolically representing the nation, I choose to concentrate on the way in which the child in films about war influences the manner in which history or stories of war are told and
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re-imagined on screen” (6). Para Lury, el cine sobre guerra protagonizado por menores de edad, tan importante en la tradición fílmica del siglo xx, tiene el potencial de revelar la materialidad de la experiencia de los cuerpos, precisamente a través de la presencia del niño, quien “allows for a sensual impression and response that takes the viewer beyond meaningful/meaningless silence to a more visceral or haptic confrontation with the violence of the war-time environment” (125). A la luz de las numerosas películas colombianas en las que niños y adolescentes sirven como testigos centrales de pasados y presentes violentos, es importante preguntarnos cómo estas narrativas definen los límites de contenido y visuales del discurso político sobre el conflicto y el postconflicto: ¿cómo articulan estas obras los efectos sociales, psíquicos y económicos de la guerra sobre los sujetos de clase trabajadora y rurales? ¿Cómo expanden categorías como memoria, testigo, víctima, ciudadanía y postconflicto a partir de una consideración de la dimensión de la minoría de edad? Las películas que analizaremos a continuación construyen nuevas representaciones de subjetividades jóvenes, a la vez que reflexionan sobre la historia para investigar la complejidad del desplazamiento forzado y el trauma de la guerra.
Tramas menores en el cine colombiano contemporáneo En la cultura occidental contemporánea, la figura del niño condensa diversas ansiedades sobre el legado histórico de cara al futuro. Como nos recuerda Giroux, la juventud ha servido como “una metáfora de la memoria histórica y un marcador que hace visible la responsabilidad ética y política de los adultos hacia la generación siguiente” (10). Numerosos críticos señalan que la juventud ocupa un lugar central en la producción de la memoria cultural en relación con las historias de violencia. Esto se ha visto reflejado por décadas en el cine global, en donde el niño y el joven ostentan un gran peso simbólico. Para Miller, “child consciousness has been a crucial means for filmmakers in gaining an imaginative purchase on 20th century history” (209), fenómeno que, como vemos en el
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caso del cine latinoamericano contemporáneo, se extiende también a nuestro siglo.7 En el contexto de la construcción de una memoria cultural, el menor de edad sirve en muchos textos para reforzar la conexión entre el pasado y el futuro. En otros casos, como el del cine italiano y alemán de posguerra, los menores entran a circular por las ruinas que dejó la guerra, quebrando, como sugiere Deleuze, el movimiento narrativo y visual hacia la acción, la resolución de los conflictos con los que se encuentran los personajes adultos, la actividad instrumental. Es decir, para Deleuze en este cine la teleología misma de la ficción fílmica viene a complicarse con la irrupción del protagonista infantil (3-4). La figura de los niños y los jóvenes como víctimas y testigos de sociedades en crisis ha sido fundamental para el cine latinoamericano de las tres últimas décadas. El menor de edad ocupa un rol central en la producción de la memoria cultural de la región, en particular en lo que concierne al cine (aunque también en el caso de la literatura latinoamericana el relato de crecimiento ha sido determinante durante el último siglo). Numerosas películas latinoamericanas que abordan historias de violencia, crisis política y pobreza han utilizado la figura del niño o el joven en la pantalla para articular la relación entre testigo, memoria e historia y reflexionar sobre categorías como nación, identidad, clase social y género sexual. En el caso colombiano, en particular, las influyentes películas de Víctor Gaviria Rodrigo D: No futuro (1990) y La vendedora de rosas (1998), que narran historias de jóvenes y niños de los barrios marginales de Medellín, cuyos guiones fueron armados en colaboración con los menores, pusieron a la juventud en el centro de las reflexiones sobre violencia y marginalización. Estas insisten en la urgencia ética de articular la perspectiva de los jóvenes en relación con las discusiones públicas 7
Junto con Lury, varios críticos de cine han estudiado la importancia de la figura del niño en el cine global que aborda la guerra y la catástrofe. Seminet y Rocha, citando a Douglass y Vogler, arguyen que el cine sobre la juventud se ha convertido en décadas recientes en una tendencia cinematográfica de gran popularidad en el circuito del cine-arte y del cine independiente que circula en festivales a nivel mundial (84).
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sobre las crisis históricas colombianas y sus desiguales procesos modernizadores.8 Para Seminet y Rocha, la infancia y la juventud emergen en el cine latinoamericano como un lugar de crítica social, pues, en una inversión de roles, niños y jóvenes, que normalmente forman parte de una minoría de edad con poco poder en la sociedad, se utilizan para escrutar las acciones de los adultos (4). En el caso del cine latinoamericano, numerosas narrativas fílmicas que giran alrededor de la memoria histórica y el trauma son protagonizadas por niños preadolescentes, ya que, como indican Seminet y Rocha, dichos personajes funcionan como figuras hipotéticamente incontaminadas de ideología (4). Tal es el caso de numerosas películas colombianas en donde los niños actúan como testigos que sufren directamente las consecuencias de la guerra. Rocha sugiere que una de las maneras en que el cine apela a las audiencias domésticas para hablar de períodos de profunda polarización social y de tensiones ideológicas (como la que sufre Colombia a comienzos de este siglo) es a través de tramas específicas que buscan evitar despertar el elemento conflictivo del pasado: “One strategy is the use of children’s dual role of actor and witness. Their presence engages spectators, who identify with their powerlessness and limited agency. As focalizers, children, who have traditionally been associated with purity, seem to provide audiences with a neutral view of a tumultuous past. Consequently, their innocence is emphasized so as to highlight how traumatic violence irrevocably marks them as survivors and witnesses” (85). En Los colores de la montaña (Carlos César Arbeláez, 2011) y Jardín de amapolas (Juan Carlos Melo Guevara, 2012), largometrajes de ficción sobre niños testigos del conflicto armado que utilizaron actores naturales de las regiones donde sucede la trama, así como en el documental animado Pequeñas voces (Carrillo y Andrade, 2011), que reúne los testimonios orales y pictóricos de niños y niñas desplazados por la guerra, los niños campesinos operan como testigos inocentes de una
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Después de las películas de Gaviria, pocos largometrajes se enfocaron en las experiencias infantiles o juveniles hasta la llegada de la segunda década de nuestro siglo.
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guerra que destroza su vida social y los expulsa de sus espacios vitales. El director de Jardín de amapolas, Juan Carlos Melo Guevara, alude a la importancia de la figura del niño como víctima cuando sostiene que uno de sus propósitos con su película era “que la gente se sensibilizara con las víctimas. Algo que no pasa mucho en la televisión donde el protagonista es el victimario” (s/p). De forma similar, comentando sobre su interés por dejar la violencia de los actores armados fuera de cuadro, el director de Los colores de la montaña, Carlos César Arbeláez, plantea que, con el propósito de hacer una película antibélica, “quería poner la cámara en los actores de mi película que [son] los niños, y a través de ellos ver todo lo demás, y de esa manera lograr que los ‘malos’ no fueran en ningún momento protagonistas” (Zuluaga, s/p). Aunque este interés por investigar la experiencia infantil no se traduzca siempre de manera rigurosa en un trabajo audiovisual en el que prevalezca el punto de vista del niño, en estas películas los actores del conflicto (gobernantes, narcotraficantes, guerrilleros, militares, paramilitares) dejan de ocupar el primer plano que tradicionalmente han tenido en series de televisión y ficciones fílmicas anteriores, para darle cabida a una consideración de la experiencia de niños y niñas que ven interrumpidas sus vidas cotidianas y sus espacios de juego y aprendizaje por el horror de la guerra. En su intento por indagar sobre las formas de vida campesina afectadas por la violencia, Los colores de la montaña se enfoca en el destino de un grupo de niños que viven en una zona rural de Antioquia cuando el conflicto entre guerrilleros y paramilitares llega al seno de su comunidad, fragmenta sus familias e interrumpe su vida cotidiana. Manuel vive con sus padres en una finca campesina localizada en una vereda cuya geografía montañosa alude al título. La película traza la amistad de Manuel con Julián, un vecino suyo que va a su misma escuela y cuyo hermano se ha unido a la guerrilla, como se va revelando en las conversaciones que tienen los amigos a lo largo de la trama. La amistad entre ellos y otros chicos de la zona se teje alrededor del fútbol, pero el juego se ve interrumpido cuando el balón que Manuel recibe de cumpleaños cae en un campo minado sembrado por la guerrilla. Aunque los adultos les prohíben entrar a recuperar la pelota, Manuel, Julián y su otro amigo, apodado Pocaluz, tratan de recobrarla
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a pesar del peligro de que explote una mina en el intento. En medio de sus esfuerzos fallidos por recuperar el balón para volver a jugar, la guerra empieza a colarse en todos los ámbitos de su vida. Los espacios cotidianos de los niños (la escuela, la cancha de fútbol y hasta su casa) van siendo colonizados gradualmente por paramilitares y guerrilleros con sus reuniones, proselitismo y escarmiento. En la escuela, Manuel y Julián ven cómo el salón de clase se va vaciando a medida que las familias de la zona parten en éxodo a otros lugares. En su casa, Manuel es testigo de las visitas amenazantes que hombres armados le hacen a su padre para que asista a reuniones de apoyo a su causa. También escucha las tensas discusiones que tienen sus padres a la luz de la insistencia de su madre de escapar del miedo y la intimidación que se van apoderando de la comunidad. A medida que sus juegos y espacios se vuelven más restringidos, Manuel, Julián y Pocaluz se ven obligados a separarse. El asesinato del padre de Julián fuerza a su familia a abandonar la vereda. Pocaluz también se va con la suya. Al final, la profesora, por quien Manuel sentía especial aprecio, escapa amedrentada, luego de su intento de tapar los lemas subversivos pintados en una pared del colegio con un mural del paisaje (de los colores de la montaña), hecho por los niños. Aunque Manuel finalmente es capaz de recuperar su balón, evadiendo las minas, ya no tiene nadie con quien jugar. Cuando un grupo armado se lleva a su padre, se une con su madre y su hermano menor a la larga fila de desplazados que huyen del pueblo. En Jardín de amapolas, la amistad infantil también se expone como modelo de sociabilidad armónica destruida por los conflictos adultos. La película se enfoca en una amistad que se desmorona trágicamente por la guerra, en este caso en la región de Nariño, otra de las zonas que han sido fuertemente azotadas por el conflicto armado. Narra la historia de Simón, un niño que desde el comienzo se presenta como víctima del desplazamiento forzado. Al inicio lo vemos viajando con su padre en busca de la casa de un pariente donde asentarse. Como aprendemos más adelante, los paramilitares asesinaron a su madre y a sus hermanos, forzándolos a huir de su casa. En el pueblo a donde llegan a vivir, Simón entabla una amistad con una vecina de su edad llamada Luisa. Reciclando el motivo de la amistad infantil (que en este caso se conjuga con el cliché del amor incipiente entre un niño y
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una niña, tan común en el cine sentimentalista sobre la infancia), una parte importante de la película se enfoca en el juego inocente de los niños, localizándolo en contraposición a los conflictos bélicos y económicos de los adultos. Luisa y Simón sacan a escondidas al perro de la vecina para jugar con él y pasean por un campo que se va revelando peligroso, a pesar de su evidente esplendor. El gozo y la diversión que la amistad brinda a los niños se ven interrumpidos por una guerra librada alrededor de los jardines de amapolas que proveen la materia prima de la heroína y son centrales en la disputa de grupos armados por el poderío de la zona. En sus paseos por el campo, Luisa se enferma con el herbicida con el que el ejército lo fumiga para destruir los cultivos ilícitos. Simón espía a su padre y descubre que, impulsado por la necesidad, este ha comenzado a trabajar en uno de esos cultivos, donde también hay un laboratorio de procesamiento de heroína. Eventualmente, Simón termina acompañándolo al trabajo y ayuda con algunas labores del laboratorio. Cuando la guerra frontal entre grupos armados convierte al pueblo en escenario bélico, las familias de Simón y Luisa sobreviven a un ataque guerrillero. Pero más tarde, con la llegada de los paramilitares a ajusticiar a los supuestos colaboradores de la guerrilla, Luisa es asesinada junto con su familia en la plaza del pueblo. Simón es testigo de la masacre y de la muerte de su amiga. Como en el caso de Los colores de la montaña, la película se cierra con un plano de Simón en un camión partiendo con su padre en un nuevo éxodo. Un flashback de su último paseo con Luisa a una legendaria laguna verde en lo alto de las montañas establece su cercanía con la naturaleza y reitera su distancia del mundo adulto de la guerra. La figura del niño exilado atravesando el paisaje de guerra, tema recurrente de muchos relatos que cuestionan las ideologías bélicas (Myers, 21), cierra así ambas películas, aludiendo al fin de la infancia campesina y a la imposibilidad de la transmisión del legado rural de padres a hijos. Junto con otros largometrajes colombianos en los que los niños son centrales para las tramas sobre la guerra en el campo (por ejemplo, Alias María, Pequeñas voces o El silencio del río), estas películas de testigos menores se aprovechan del poder afectivo que tienen los niños por encima del de los personajes adultos. Como sugiere Malkki en su estudio sobre el uso de la figura del niño dentro de los discursos liberales
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humanitarios contemporáneos, el hecho de que el menor genere mayor autoridad afectiva que las víctimas adultas está en el centro de las representaciones de crisis sociales y políticas (65). Douglass y Vogler recalcan que el poder afectivo de los niños está íntimamente ligado a la denuncia: “When victims are considered innocent, like children, the violation is considered more heinous” (citados en Seminet y Rocha, 89). En el caso de estas películas que proponen narrar la violencia histórica desde un enfoque en la experiencia de los menores de edad, la concepción del testigo se basa hasta cierto punto en una imagen del niño como sujeto sentimentalizado, despolitizado y sufriente, un otro a través de cuyos ojos supuestamente inocentes se critica el statu quo. Aunque de estos relatos podría surgir un atisbo de crítica social —la indignación moral frente al sufrimiento de los niños, la crítica a la transformación del espacio rural en escenario de guerra y a los grupos armados que destruyen la vida campesina de los herederos legítimos del campo—, estas tramas sobre niños inocentes en un mundo cruel tienden a despojarlos de sus posibilidades de acción y de sus agencias de varias maneras.9 Por un lado, la gran mayoría de los niños en estas películas se presentan como seres que encarnan la bondad más básica mientras padecen el sufrimiento que imponen actores externos que llegan a destruir su mundo lúdico, armónico y alegre: el del juego con el balón, el del dibujo exaltado de la naturaleza circundante, el del amor hacia un animal doméstico. En Los colores de la montaña, los niños como emblemas de la sencillez campesina están constantemente asociados aquí al paisaje bucólico —un territorio de bellos ríos, montañas y caminos rurales que se registra en varios planos a lo largo de la trama—, al que precisamente alude la película con su título (esta conjunción entre
9
En su artículo sobre la figura del niño en el cine argentino, Sarah Thomas se refiere a la importancia que tiene el personaje infantil en películas que están abordando pasados nacionales violentos y polémicos (236). En el caso de Argentina, Thomas sugiere que el niño tiene una herencia especial como “locus of cultural memory in relation to the dictatorship”. Frente a la proliferación de relatos de menores en el cine colombiano, parece también como que la figura infantil termina condensando estos esfuerzos por consolidar una memoria cultural.
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niño y espacio natural es bastante recurrente en representaciones de la simpleza infantil). Esto añade peso simbólico a su representación como sujetos fuera de la historia que son ajenos a los conflictos adultos. Las tensiones sociales, la desigualdad o el sufrimiento que históricamente han marcado la vida en el campo colombiano aparecen en esta película impuestas en su mayoría desde afuera por los grupos armados que llegan a interrumpir la vida simple del campo.10 La atención a las dinámicas de las familias de Julián y Manuel, sin embargo, terminan por matizar un poco esta noción inicial de un campo bucólico marcado por la felicidad: el padre de Julián llega borracho de vez en cuando y el hijo mayor se ha unido a la guerrilla, lo que sirve parcialmente para complicar esta fantasía rural. Aunque en Jardín de amapolas hay mayores referencias en el diálogo de los adultos a los problemas sociales y económicos del campesinado, como, por ejemplo, su precariedad y la desaparición de las economías de pequeña escala, las secuencias que se enfocan en la vida cotidiana de los niños enfatizan su bondad, su solidaridad y una relación innata con la espectacular naturaleza donde juegan, ajena a los problemas sociales de los adultos. A pesar de que tanto Manuel como Simón rompen algunas órdenes de sus padres al transitar por ciertos espacios peligrosos, lo que los salva de ser personajes completamente pasivos, en general este desafío proviene de la ingenuidad y la ignorancia de los peligros que los acechan, es decir, de la inocencia que los determina como personajes. Sus breves y pequeños actos de rebeldía son simples instrumentos narrativos para enfatizar la vulnerabilidad del menor frente a la guerra (pues este puede morir si explota una mina o si termina atrapado en el fuego cruzado), sirven ante todo para maximizar la respuesta afectiva en el espectador, en quien surge el impulso de querer proteger al niño inocente. Así, los movimientos de los niños por este espacio disputado no emergen para indicar algún tipo de resistencia, cuestionamiento
10 Esta es una representación común del entorno rural en diversos relatos de la guerra. En el documental animado Pequeñas voces, por ejemplo, el campo donde vivían los niños desplazados por la guerra es representado como lugar de belleza, armonía y felicidad.
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del orden social o reflexión sobre el conflicto desde sus márgenes. Con excepción del desaparecido hermano de Julián, que se ha ido a la guerrilla en Los colores de la montaña, las leves desobediencias de los chicos no indican una postura más profunda que desafíe el statu quo de la vida familiar, que dé lugar a un cuestionamiento de las lógicas de la guerra o que critique la violencia patriarcal que las determina (como sí lo hace el cine anterior de Gaviria), pues al fin de cuentas ni personajes ni tramas cuestionan las instituciones familiares o educativas que definen la vida del niño rural. De hecho, ambas películas terminan por elogiarlas como parangones de la estabilidad y la reproducción social que los ejércitos ilegales quieren socavar.11 Por otro lado, las películas proveen solo una tímida exploración de la perspectiva subjetiva del niño sobre la violencia que atestigua, obstruyendo así una mirada novedosa o profunda sobre los eventos históricos que allí se narran. Quizás lo que más neutraliza la posibilidad de examinar la historia desde la visión del niño como sujeto capaz de poner en crisis los parámetros convencionales de representación del conflicto es la pasividad de estos testigos menores, que los relega a la victimización. Tras atestiguar la violencia, estos personajes se transforman en víctimas silenciosas, como las que abundan en las representaciones del conflicto en Colombia. Con la excepción de Julián, el amigo de Manuel en Los colores de la montaña, quien colecciona las balas que encuentra en el campo y se pregunta si él también debería unirse a la guerrilla como su hermano, los demás personajes infantiles de estas tramas no articulan ideas de ningún tipo sobre la guerra y la destrucción del mundo de las que son testigos, aunque marcan de forma evidente todas las dimensiones de su vida. De esta forma, las películas no alcanzan a pensar en la víctima como testigo que busca
11 En contraste, en el cine de Víctor Gaviria, la crisis histórica está desde el comienzo marcada por el desmoronamiento de la familia patriarcal, sin que ello genere una actitud nostálgica hacia esa formación social: los mundos de los chicos de estas películas están construidos a pulso en la ausencia de esa fuerza adulta del proveedor masculino tradicional. Allí los niños generan la mayoría de la agencia efectiva: son ellos los que se mueven, deciden, se movilizan, compran, venden, reclaman, se rebelan de los padres, etc.
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comprender o resistir activamente y, en muchos casos, cuestionar el conflicto que presencia.12 En Jardín de amapolas, la voluntad de Simón de salir de su casa y recorrer el nuevo pueblo donde vive (contra las órdenes de su padre, que le ha pedido quedarse en casa) indicaría, a primera vista, un agenciamiento incipiente que señala la voluntad de atestiguar y funciona para complicar las geografías del miedo que surgen con el conflicto armado. Pero la trama termina por neutralizar su capacidad de investigación. Aunque Simón recorre y observa ese complejo mundo —y algunos planos del punto de vista corroboran su voluntad de examinarlo—, nunca sabemos lo que opina o siente con respecto a la guerra que ha fragmentado a su familia, pues no se exploran en profundidad sus reacciones afectivas ante el mundo
Manuel y su amigo Pocaluz leen un aviso dejado por un grupo armado en su escuela (Los colores de la montaña).
12 En los testimonios sobre la resistencia en Colombia de los que se ocupa el capítulo 4 de este libro, se evidencia cómo los niños, desde sus lugares y su lenguaje específico, distinto del de los adultos, sí buscan comprender y articular emociones alrededor de este tipo de vivencias.
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violento que ha tenido que vivir. No hay en él ni en el protagonista de Los colores expresiones de rechazo, indignación o dolor frente a los actos de los grupos armados ni tampoco hay preguntas que indiquen un intento de comprensión activa de la violencia que presencian. Aquí surge un contraste muy grande con el cine de Víctor Gaviria, donde niños y jóvenes hablan de manera explícita de la dureza de la vida que atestiguan y buscan modos de negociar esos espacios difíciles. A su vez, la dimensión psíquica del complejo acto de atestiguar la violencia, tema que tantas novelas colombianas nos invitan a considerar, no alcanza a explorarse con suficiente profundidad en estas tramas. A pesar de que hay algunas escenas en ambas películas donde los niños aparecen espiando los conflictos adultos y otras en las que están silenciosos o pensativos como resultado de eventos dolorosos, hay poca atención fílmica al miedo, al dolor o al trauma de atestiguar la guerra. El caso más evidente es el de Simón en Jardín de amapolas, cuya madre y hermanos han muerto asesinados ante sus ojos, pero cuyas marcas psíquicas frente a esta tragedia no se revelan nunca en la trama. Simón actúa como un niño alegre y sencillo que solo quiere jugar y divertirse, funcionando entonces más como un arquetipo del niño inocente, que, como los “real knowing subjects” que tanto Ferguson como diversos geógrafos y antropólogos nos recuerdan, son los niños (Jones, Malkki). La única referencia directa a la disgregación psíquica aparece en una breve escena en la que Simón sueña con perderse en un bosque minado, pero esta parece aludir más a los peligros externos que al miedo o al dolor que el niño enfrenta. En Los colores de la montaña, Manuel es testigo directo de la militarización de su entorno, de la visita de grupos armados a su casa y de las discusiones de sus padres sobre las posibilidades de partir, pero, más allá de los planos que lo muestran observando estos fenómenos, poco conocemos acerca de sus preguntas u opiniones. Cuando dibuja con los colores que le regala su profesora, produce imágenes bucólicas del campo en el que vive que no aluden a la crisis. Al mismo tiempo, cuando su amigo, cuyas gafas se han roto, le pide que lea el grafiti que los subversivos han dejado en el muro del colegio, este inventa que dice otra cosa (“Queremos más fútbol y menos clase”), lo que alude a su rechazo de las circunstancias, que es bastante obvio, pero no ilumina la complejidad
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psicológica de su situación. La única ocasión en que lo vemos abordar conscientemente el fenómeno de la guerra es en su breve conversación con su amigo Julián en la que ambos hablan del camino que ha tomado el hermano de este al irse a la guerrilla. En general, estos son protagonistas dóciles que se adaptan fácilmente a los deseos y órdenes adultas y que parecieran no tener la capacidad intelectual de preguntar por qué sucede lo que sucede, de quejarse de la injusticia de sus pérdidas o de expresar dolor o miedo. Este silencio de los protagonistas frente a la realidad histórica que atestiguan produce una imagen del niño como víctima pasiva con poco espacio para actuar en el mundo.13 En el caso de estas películas, el enfoque en la mirada infantil no provee nada distinto a la clásica narrativa de victimización en la que los niños son los dolientes silenciosos de una guerra externa que llegó a destruirles la vida. En ambas, los adultos son de principio a fin los responsables del espacio que ocupan los hijos, como demuestran las escenas finales en que los padres se los llevan del pueblo en busca de un nuevo destino y ellos se someten a la autoridad familiar. Aunque la familia se ha fragmentado con la violencia, todavía las figuras paternas o maternas proveen sentido y dirección en el mundo, reiterando el imperativo de cuidar al niño vulnerable.14 A lo largo de estas tramas, el niño como sujeto que opina causa disonancia, pregunta, odia, expresa dolor, clama; el niño como testigo incómodo, más allá de simple sujeto sufriente, no logra construirse con suficiente fuerza. De esta forma, hay poco espacio aquí para las miradas inquietantes, desestabilizadoras o impertinentes sobre la historia por parte de los testigos menores, aquellas que Gaviria logra documentar en sus fic-
13 Aunque Lury habla de una opacidad que proyectan los niños en las tramas fílmicas y de cómo su presencia produce una resistencia a la interpretación, en estas películas se borra tal opacidad debido a que los niños aparecen como víctimas vulnerables que dependen de la mirada del adulto. 14 De hecho, parte del sentimentalismo de estas películas proviene de su lamento por la destrucción de la familia nuclear (en un caso, es el padre quien parece morir al final y en el otro, es la madre). Aunque este sea un problema concreto en la realidad de numerosos niños que viven en escenarios de guerra, la imposibilidad de pensar al niño aquí más allá de su rol como hijo añade a esta pasividad problemática.
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ciones armadas con los testimonios de sus actores naturales, que él llama “un realismo con testigos” (2009, 28). Rocha pregunta: “To what extent can plot overcome the divisiveness of the past so as to guarantee these film’s acceptance?”, al referirse a algunas películas latinoamericanas en donde los niños son agentes focalizadores de la violencia estatal de los años setenta (en particular, en Argentina y Brasil) (85). Frente a la enorme polarización social que surge en sociedades marcadas por conflictos ideológicos y violentos, que es el caso de la colombiana, esta pregunta es de gran relevancia. Estos personajes menores que exponen la injusticia de la guerra, pero que no sirven para examinar más a fondo sus mecanismos ni la complejidad del acto de atestiguar, estarían construidos a la luz de un interés conciliador de narrar el conflicto sin polarizar demasiado a los espectadores. Para Malkki, la figura sentimentalizada de los niños como sufrientes produce un trabajo afectivo importante, pues los separa de los adultos y los concibe como una tabula rasa, inocentes de todo lo que tenga que ver con la política y la historia, inocentes (en el sentido de ignorantes) de las causas de la guerra y los conflictos (62). Así, sugiere Malkki, los niños habitan una dimensión utópica infantil que es fácil de celebrar, pero también de ignorar (79). Malkki se pregunta por los espacios y las representaciones en los que los niños no aparezcan tan despojados de agenciamiento, donde no estén “sealed off and made sacred”. Nos invita a indagar dónde están los niños que no caben dentro de la fórmula sentimental de la inocencia, que actúan en el mundo como sujetos históricos y políticos. En su estudio sobre el cine de la infancia capitalista, Ferguson arguye que la figura del niño en peligro suele utilizarse para reiterar el panorama de inocencia y bondad que nos mueve afectivamente a querer socorrer al niño, no a entender lo que este puede aportar al mundo como testigo. Para Ferguson, en muchos relatos fílmicos de niños inocentes, tramas que ella considera herederas de Oliver Twist (el personaje de Dickens emblemático de la lucha del niño inocente en un mundo duro y antinatural), la abstracción esencializada del niño en peligro surge de manera muy problemática: Child characters are uniquely capable of evoking “an erased past” and their gaze denaturalizes the adult world invoking standards of innocence
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to judge it by holding adults accountable to it. Insofar as it recalls an idealized, objectified childhood triggering sympathy and moral outrage, the power can end up being as trivial as the sentimentalization it banks on. […] [W]hile the Dickensian child can indeed suggest a social critique, it does so at the cost of reaffirming an essential difference between “them” (children) and “us” (adults). As such it inspires sympathy, not solidarity, philantropic paternalism, not radical transformation.
Las películas que proyectan imágenes de niños inocentes, sugiere Ferguson, suelen impedir que el niño sea mostrado como sujeto o agente en sí mismo. Tanto en Jardín de amapolas como en Los colores de la montaña, frente al imperativo de socorrer al niño, no queda claro qué tan relevante sea la singularidad de su testimonio, en parte porque ni siquiera sabemos si este puede articularse. Son su inocencia y su victimización las que determinan la trama, no lo que pueda emanar de su acto de observar un mundo violento. En este sentido, las películas no permiten visualizar lo que Ferguson llama “the critical meaning of childhood”, es decir, los modos en que las vidas cotidianas de los niños están entrelazadas con procesos (nacionales, globales) más amplios y, más importante aún, cómo estos interactúan con el mundo y transforman sus vidas a través de diversas prácticas (tema del que se ocupa precisamente La vendedora de rosas). Ferguson elogia un cine sobre niños en que estos son aprendices de ciudadanos (“apprentice citizens”) y presentan alternativas al imperativo de la inocencia infantil. La dificultad de imaginar al niño como agente en sí mismo se evidencia en estas películas por la ausencia de un trabajo de cámara sostenido que busque articular un punto de vista infantil, que active una reflexión sobre cómo se vería la guerra desde los ojos de un niño. Visualmente, estas películas se articulan para que la audiencia mire lo que les pasa a estos chicos, pero no hay en ellas un redireccionamiento suficientemente sostenido de la mirada que invite al espectador a ver a través de sus ojos para explorar una subjetividad infantil particular. Esta exploración se ve seriamente limitada en estos textos a través de una narrativa audiovisual controlada que produce una mirada que tiene poco que ver con la vida infantil de confusión, dolor, caos y
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cuestionamiento de un niño frente a la violencia. Esto sucede porque prevalece en estas películas lo que Ledesma llama una “focalización externa”, un trabajo de cámara en el que la perspectiva de un personaje, en este caso el niño, se establece a través de una cámara que sigue o acompaña al personaje y con solo ocasionales planos subjetivos (de punto de vista) (152). Ledesma nos invita a pensar en cómo algunas películas de personajes infantiles o juveniles (como Rodrigo D.: No futuro, de Gaviria) construyen una aproximación afectiva y ética a la posición del menor como sujeto a través de una focalización interna en la que la cámara se alinea con el punto de vista de los personajes para mirar a través de sus ojos. La focalización interna, subraya Ledesma, articula la perspectiva física del personaje, pero también, posiblemente, su perspectiva psicológica o mental, algo que es mucho más difícil de mostrar si al protagonista no se le da participación o voz en el proceso (152). En el caso de las películas aquí analizadas, la articulación de la perspectiva visual del protagonista infantil es esporádica, lo que hace mucho más difícil plantear su subjetividad psíquica u otorgarle un rol que trascienda el de víctima a quien los espectadores quisiéramos socorrer. En los momentos en que estas películas revelan un trabajo de cámara enfocado en el punto de vista del protagonista, nunca se representa visualmente su mirada subjetiva como distinta a la de los adultos, aunque su conocimiento, experiencia y comprensión del mundo violento sean radicalmente distintos. Esto impide al texto examinar a fondo la experiencia infantil, en particular aquella de desorientación y confusión que causa la guerra.15
15 El documental animado Pequeñas voces busca reunir los testimonios y dibujos de varios niños de diferentes regiones y edades que han sido testigos de la guerra y han tenido que desplazarse a la ciudad. Aunque parte de la premisa de que estos testigos menores tienen algo que narrar y rescata el dibujo como una forma de narración infantil que tiene legitimidad para contar la historia, el documental termina cooptando la voz de los niños para un proyecto adulto de diversas maneras, simplificando sus relatos. Por su género dejaremos este texto fuera del análisis más profundo, pero vale la pena ponerlo en conversación con las películas mencionadas anteriormente, por surgir en la misma época y por la confluencia de temas que trabajan.
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Numerosos teóricos y críticos han hecho hincapié en que el uso del punto de vista del niño es una estrategia de desfamiliarización de la mirada, ya que este no está marcado de igual manera por la ideología y la costumbre, pero experimenta el mundo con gran intensidad (Rocha, 89). Para Miller, algunas películas de protagonistas infantiles en crisis históricas se destacan porque la representación de la experiencia del niño da lugar a innovaciones formales o a la reimaginación de formas de narración histórica o testimonio (209). Al analizar diversos filmes sobre niños en la guerra, Lury señala el surgimiento de un andamiaje audiovisual y narrativo marcado por temporalidades anormales y formas narrativas extrañas. En el caso de estas dos tramas colombianas del conflicto armado, más allá de reforzar los relatos convencionales que culpan a los ejércitos del daño y repudian la guerra en términos generales, no ocurre una investigación profunda alrededor de cómo se configura la mirada de la víctima y de lo que esta puede aportar al mundo ni una reflexión metafílmica sobre la representación histórica y sus posibilidades. A diferencia de una larga tradición de cine de personajes menores (celebrada por Deleuze), estos protagonistas no permiten a las películas jugar de forma productiva con la imagen fílmica. A fin de cuentas, no basta con presentar una trama sobre un niño inocente para narrar de otra forma la guerra. Esto no es renovador de por sí, especialmente si no hay un trabajo con la perspectiva de la cámara o si, a nivel de la trama, no se hace nada con el exceso que implica que estos niños hayan visto demasiado. El vuelco del cangrejo (Ruiz Navia, 2009) contrasta con los largometrajes anteriores, pues aquí el testigo infantil opera de una manera desestabilizadora que trasciende la abstracción generalizada del niño en peligro, activando una reflexión más profunda sobre la crisis histórica. La película se enfoca inicialmente en Daniel, un hombre blanco de la ciudad que llega al pequeño pueblo de La Barra, una comunidad de campesinos negros localizada en la costa Pacífica colombiana, región que ha sido uno de los epicentros del conflicto armado y del narcotráfico. Busca una lancha que le permita escapar de un pasado que no se narra. Allí es alojado por Cerebro, uno de los líderes de esa comunidad negra, quien alquila cuartos para forasteros. Como recién
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llegado a este caserío al lado del mar, una tierra que es propiedad colectiva de esa comunidad de pescadores, Daniel teje una amistad con Cerebro, con su sobrina y con Lucía, una pequeña niña que visita a diario al recién llegado para intentar venderle la comida de su madre y cuya presencia se va haciendo cada vez más importante en la trama. Al trazar la vida cotidiana de estos personajes, anclando el relato en la vida del pueblo, se va diluyendo el enfoque en el viaje de llegada y partida del citadino. La película mapea las tensiones que emergen en una pequeña comunidad campesina que debe enfrentarse a la inminente llegada de la guerra y responder ante los intereses de forasteros que quieren transformar este espacio bajo la lógica del turismo y la acumulación.
Lucía ayuda a Daniel a recoger la basura que trae el mar a las playas de su pueblo (El vuelco del cangrejo). Foto: Santiago Lozano.
En El vuelco del cangrejo, la primacía del sujeto urbano que penetra una tierra considerada peligrosa o misteriosa (como han solido ser las regiones fronterizas de la nación y en particular sus selvas) se desmantela visual y narrativamente, complicando la manera en que el espacio rural ha sido registrado históricamente en diversos textos
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sobre la región.16 En términos visuales, El vuelco desarma el punto de vista del sujeto urbano que se adentra en la selva misteriosa y es responsable de su catalogación, ya que la película rehúsa convertir su mirada viajera en el motor de la codificación del espacio. La atención inicial proyectada sobre Daniel se diluye después de las secuencias iniciales a medida que su comprensión del espacio es determinada por la mirada de los pobladores locales, en particular, por la niña que lo confronta, lo guía y lo interroga. En términos cinematográficos, el punto de vista de Daniel nunca llega a ocupar un lugar privilegiado en el proceso de registro audiovisual de este mundo. En vez de ser sobre el viajero, la historia se vuelve sobre lo que Pratt (2008) ha llamado “el visitado”, “el local”. La niña tiene un rol fundamental en este proceso, pues, aunque a primera vista ocupa una posición marginal —es menor de edad y mujer en un pueblo cuyo destino está regido por hombres—, parte de la película se enfoca en sus tiempos y preguntas. Como su escuela está cerrada por culpa del conflicto armado, Lucía espía e interrumpe constantemente al forastero, cuya historia de viaje termina dejando de ocupar el lugar primordial. Al circular de forma autónoma por el pueblo (en vez de operar simplemente dentro de la dimensión de la familia, como los otros protagonistas infantiles de las películas mencionadas anteriormente), Lucía intenta comprender activamente lo que pasa allí. Su conocimiento de una de las dinámicas de violencia más complejas del pueblo —la privatización de la tierra y la comida por parte de otro forastero que ha llegado antes de Daniel a poner un hotel en la zona— es el que le permite a Daniel salir de la parálisis que lo abruma. Es solo gracias a Lucía y a su comprensión activa de la vida local que este logra encontrar una lancha para salir de allí. Al mismo tiempo, la niña intenta vender el almuerzo de su madre y cazar cangrejos, buscando contribuir a una precaria economía familiar, claramente golpeada por la situación política que vive una región en guerra. La trama alude a la posibilidad de que ella haya sido
16 Para un análisis de cómo la película complica las representaciones hegemónicas de naturaleza y espacio rural, véase mi artículo “Naturalezas de la guerra: Topografías violentas de selvas en la cultura colombiana contemporánea”.
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quien roba el dinero de Daniel hacia el final de la película, cosa que sugiere su rol activo en la supervivencia de su propia familia. Más aún, Lucía tiene la capacidad de expresar sus críticas del mundo, lo que se ejemplifica en las constantes súplicas a Daniel de que la lleve consigo a vivir a otro lado. Así, al atender a sus prácticas de reproducción social, al notar sus interacciones con y dentro de las estructuras materiales de su vida cotidiana (algo que Ferguson elogia en cierto cine global sobre la infancia) y al responder a la violencia de su mundo de forma activa, la película inserta a esta testigo menor en la historia local de manera productiva. La introducción de la mirada de Lucía sobre los sujetos masculinos, en particular sobre el protagonista confundido y enigmático que llega a su pueblo, transforma al hombre adulto que mira en el sujeto de la mirada. Recurrentes planos de punto de vista de Lucía hacen que las identificaciones del espectador sean redirigidas a través de los ojos de la niña. La agente menor que mira se interpone entonces entre el espectador y el protagonista masculino, disipando cualquier atención directa de la trama tanto en el viajero urbano que observa como en el conflicto armado mismo (al que se alude en el radio y la televisión, así como en el paso de soldados por la playa y otras imágenes). Daniel es confrontado constantemente por Lucía, cuya actividad y movilidad contrastan con la abulia, melancolía y silencio de este. Mientras en el cine convencional la agencia adulta masculina es la que determina la acción —lo que Fisher llama “the dominant system of specularity” del cine (31)—, en esta película la niña es quien mira, sintetiza y actúa, claro está, desde los límites de su corporalidad y comprensión infantil. En su estudio sobre la figura del niño en el cine alemán y el cine neorrealista italiano de postguerra, Fisher analiza una serie de películas estructuradas a partir de la actuación de personajes infantiles que, aunque sean por momentos pasivos (es decir, simples observadores de la realidad o sujetos limitados por su edad, tamaño y circunstancia), operan en varias escenas como agentes activos de manera evidentemente más efectiva que los protagonistas adultos, revelando una especie de agencia vulnerable que sirve al texto para cuestionar las relaciones y formaciones sociales existentes, entre ellas la crisis de la masculinidad adulta que resulta de la Segunda Guerra Mundial
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(33). En el caso de El vuelco, el hombre tampoco es quien observa, entiende y actúa, sino que este está marcado por una búsqueda pasiva y una observación confusa. Como pasa en algunas películas del cine neorrealista italiano que Fisher examina, el hombre se vuelve un espectáculo, mientras niños y mujeres, los antaño observados, miran, sintetizan y actúan.17 En esta película, los pocos momentos en que vemos a Daniel actuando en el mundo son incitados, en su mayoría, por Lucía, quien lo lleva hasta la playa para enseñarle a cazar cangrejos y lo invita a jugar con ella. Aquí pasa, entonces, lo que Fisher identifica en cierto cine neorrealista italiano marcado por la figura de personajes infantiles: “The presence of the child highlights the limits of the male, the horizons of his effective agency, and the twilight of his conventional role in the masculine action-image” (33). Esta película plantea la alteridad del testigo menor, que interrumpe la trama de la acción de manera crucial. Desbanca el lugar del hombre adulto como agente del mundo y se pregunta por los modos en que los niños habitan, circulan y negocian un espacio marcado por la guerra. Frente a un cine donde la víctima infantil es un sujeto frágil y pequeño que requiere protección, simpatía y ayuda adulta, esta película se localiza en una costa opuesta, en la que la niña es entendida como sujeto y agente. En vez de ser víctima de un sufrimiento innombrable, es una testigo que ha visto demasiado, y en ese sentido es portadora de un exceso que la hace inquietante. Más aún, la atención a los modos en que los proyectos bélicos y extractivos amenazan la vida de una comunidad y afectan formas locales de habitar el territorio desde la perspectiva menor de una pequeña que no solo observa o sufre, sino que construye tácticas de supervivencia específicas, permite un reencuadre de la manera en
17 La centralidad de la película en el testigo local encuentra sus límites en la inserción de otro personaje femenino, una mujer negra, a quien Daniel desea y con quien finalmente termina teniendo relaciones sexuales. Esta aparece también al final con el otro forastero que ha llegado antes que Daniel y es rechazado por la comunidad. Aquí la mujer aparece como el objeto sexual y de intercambio de los hombres blancos, como otro modo más de conquistar el territorio, sin que esto sea en ningún momento cuestionado por la trama.
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que se narra el conflicto armado que deja de privilegiar aquello que Zuluaga llama “los grandes relatos y las grandes interpretaciones” que suelen prevalecer sobre la guerra colombiana (s/p).18
El inquietante testigo joven en el camino Alejándose deliberadamente de las representaciones convencionales del menor como víctima silenciosa, un importante número de películas colombianas estrenadas en años recientes se centran en jóvenes en camino a la adultez marcados psíquica, social y económicamente por los legados del conflicto armado. La sirga (William Vega, 2012), La Playa D.C. (Juan Andrés Arango, 2012), Oscuro animal (Felipe Guerrero, 2016) y, en menor medida, Alias María (José Luis Rugeles, 2015), que han tenido amplia circulación en los circuitos internacionales de festivales, buscan otorgarle al joven testigo un estatus político y localizarlo explícitamente en el espacio público.19 Junto con otros críticos del cine latinoamericano, Laura Podalsky ha trazado cómo numerosas películas sobre jóvenes en la región están íntimamente relacionadas con el espacio político y económico del que emergen. Podalsky sugiere que it is important to situate recent youth films alongside concurrent public discussions about “the problem of today’s youth”, which vary regionally but frequently intersected in the Latin American context with issues over the legacies of the past and the significance of neo-liberal economic globalization. Do young adults ignore local histories of repression […]?
18 Zuluaga sugiere que Los colores de la montaña permite este tipo de nueva mirada sobre el conflicto. Pero, teniendo en cuenta la anterior crítica de esa película, hallamos un gran contraste entre ella y la obra de Ruiz Navia que sí logra escapar de la trampa del discurso humanitario que privilegia la figura del niño al que hay que salvar y quien solo merece nuestra simpatía. 19 Otras películas colombianas sobre la juventud estrenadas en la última década que han tenido una importante trayectoria son los largometrajes de ficción Los hongos y Los nadies, documentales como La sierra y La selva inflada y cortometrajes como Leidi y Madre.
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Are young adults apolitical? If so, what does this mean for the future of the nation? And, of particular importance, in an economic climate that supports the unfettered flow of goods across national borders, have young adults abandoned social commitment to follow the siren call of individualistic consumerism and the seductive beats of transnational youth culture? (145).
La pregunta sobre el estatus político y económico del joven y su relación con el pasado —que, en el caso del cine colombiano, es un pasado muy reciente— y con el futuro es central para muchas películas enfocadas en la figura del mismo en América Latina. Muchas de ellas comparten un interés explícito en reflexionar sobre la agencia política de los jóvenes y sus posibilidades de cuestionar el statu quo afuera de los espacios tradicionales de la familia y las instituciones (escuelas, universidades, etc.). Seminet y Rocha nos invitan a pensar en la presencia de adolescentes en el cine latinoamericano en relación a la historia política y económica de la región. Señalan que, en el cine interesado en la representación del pasado histórico, los adolescentes son figuras más difíciles para repasar lo que ha acontecido que los niños, ya que no se pueden despolitizar fácilmente y su edad produce gran con respecto al futuro de una manera más explícita y urgente que la de un niño (5). Más aún, los personajes jóvenes en tránsito hacia la adultez sirven para señalar de modo más claro las condiciones sociales a las que se enfrentan y la difícil entrada en el mundo de la ciudadanía adulta. Para estas críticas, “adolescents have been screened in Latin American films to characterize the transnational period from 1990s to the new century when globalization has intensified due to neoliberal policies implemented in the region. Rite of passage, the central feature of adolescence, and the volatility it implies, mirrors the insecurity and instability of many Latin American societies as they veer away from solid paternalist states to uncertain free-market economies” (10). Aunque la prevalencia de adolescentes de clase rural y trabajadora en el cine colombiano difiere claramente de la juventud de clase media en que se enfocan otros cines de la región, la referencia que hacen Seminet y Rocha a la importancia de la volatilidad y vulnerabilidad del sistema neoliberal dentro de estas tramas nos sirve para
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pensar en la relación que estos directores buscan plantear entre testigo joven y economía. En sus reflexiones sobre el estatus de la juventud en el marco del capitalismo neoliberal, Jean y John Comaroff han sugerido que, aunque la juventud, como formación histórica moderna, ha sido considerada como el espacio central de la reproducción cultural de la sociedad capitalista y del Estado-nación, los jóvenes representan mucho más que la promesa idealizada del futuro. La juventud condensa lo que ellos llaman “los terrores del presente, los errores del pasado” (268, traducción mía). Los jóvenes suelen entrar a numerosos relatos públicos contemporáneos cuando representan el disturbio, que no debería ser considerado como negativo, sino que, más bien, puede implicar “the productive unsettling of dominant epistemic regimes under the heat of desire, frustration or anger. Youth, in other words, are complex signifiers, the stuff of mythic extremes, simultaneously idealizations and monstrosities, pathologies and panaceas” (268). Para los teóricos, “their anomalous agency asserts itself in honor or breach of communal order. Often, they are the mutant citizens of the modern nation, purveyors of its violent undersides” (280). En el caso latinoamericano en particular, los jóvenes ocupan un lugar complejo en las historias nacionales y regionales contemporáneas. Wolseth y Babb señalan la profunda influencia de la juventud latinoamericana en el tono y las demandas de los movimientos culturales y políticos (3). Podríamos añadir que, más allá de la figura del joven estudiante que articula sus demandas a nivel público (vienen a la mente desde los estudiantes de la plaza de Tlatelolco en 1968 hasta los que hoy protestan en las calles de Santiago de Chile, Bogotá o Buenos Aires), los jóvenes también han sido centrales para la consolidación de diversos movimientos subversivos y guerrilleros en la región (con el Che Guevara como el joven revolucionario por excelencia). Resumiendo las investigaciones de varios estudiosos, Wolseth y Babb concluyen que, mientras los jóvenes ocupan un espacio central en las políticas culturales de la nación, el joven de clase trabajadora, gran protagonista del cine colombiano de comienzos de siglo, es una figura muy compleja en medio de este panorama: “Working-class youth, both urban and rural, hold a double position in the popular and state-level imagina-
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tion, being both held up as the cornerstone of the future and derided as a national embarrassment if discovered to be out of their proper place. Youth, like children, are the preoccupation of national debates on citizenship, cultural rights, and environmental policy” (7). Como han estudiado Riaño Alcalá y Martín-Barbero, entre otros, en el contexto colombiano de fines del siglo xx en adelante, los jóvenes pobres adquirieron una gran centralidad como agentes de violencia. MartínBarbero se refiere al surgimiento de un “malentendido que asocia juventud con amenaza social, desviación, violencia” (1998, 22) promulgado desde los medios, la academia y numerosos regímenes institucionales (como la sociología, la planeación urbana y diversas políticas públicas).20 Lo que tenemos, entonces, con alguna excepción, es un acercamiento al mundo de la juventud básicamente preocupado por la violencia juvenil, por lo joven-violento: pandillas, bandas, parches, asociadas al lumpen, al sicariato, a la guerrilla, etc. Lo que nos devela que la preocupación de la sociedad no es tanto por las transformaciones y trastornos que la juventud está viviendo, sino más bien por su participación como agente de la inseguridad que vivimos, y por el cuestionamiento que explosivamente hace la juventud de las mentiras que esta sociedad se mete a sí misma para seguir creyendo en una normalidad social que el desconcierto político, la desmoralización y la agresividad expresiva de los jóvenes están desenmascarando. (1998, 23)
Riaño Alcalá (2006), por su parte, ha resaltado la profunda desproporción entre estas representaciones del joven pobre como sujeto violento y su visibilidad, entre la falta de comprensión acerca de sus vidas y su marginación. Su trabajo se pregunta por cómo los jóvenes exteriorizan las hondas heridas sociales que afectan a la sociedad co-
20 Alonso Salazar, desde la sociología y el testimonio, y Víctor Gaviria, desde el cine, se interesaron también en el cambio de siglo por este fenómeno, en busca de otorgarles visibilidad a los jóvenes pobres desde un lugar distinto al de la criminalización. En La Virgen de los Sicarios, Vallejo también intenta abordar al joven pobre como actor de la violencia. La travesía del protagonista de la novela por Medellín está íntimamente relacionada con su estudio del lenguaje y las acciones de los jóvenes sicarios.
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lombiana y propone examinar las maneras en que los individuos, y los jóvenes en particular, hacen frente a la violencia y se construyen como sujetos, cómo reconfiguran sus vidas y universos culturales en medio de violencias generalizadas (2006, xlix). Desde el territorio de la ficción, esta es la pregunta que interesa a numerosas películas colombianas enfocadas en protagonistas jóvenes que sufren las secuelas del conflicto armado. Teniendo en cuenta el potencial de la figura del joven para perturbar órdenes epistémicos, burocráticos, sociales, y culturales, así como la ansiedad que causa el de clase trabajadora en los debates públicos y las prácticas institucionales (Comaroff, Wolseth y Babb), la escogencia de protagonistas adolescentes que atestiguan la violencia en varias películas colombianas es deliberada. ¿Qué está en juego en un cine que pone al joven pobre y de extracción rural en el centro de la pantalla como testigo histórico? Estrenadas en 2012 en el Festival de Cannes, La sirga y La Playa D.C. se enfocan en la experiencia migratoria de adolescentes que son testigos y víctimas de la guerra en medio de su tránsito a las incertidumbres de la adultez. Ambas películas examinan las geografías psíquicas, afectivas y materiales de estas vidas adolescentes a medida que sus protagonistas luchan por su supervivencia como sujetos autónomos fuera de hogares que han sido destrozados por el conflicto armado. Alejándose de las geografías mediáticas de la guerra colombiana que circulan ampliamente en la televisión, estas películas dejan la confrontación armada fuera del marco para enfocarse en los actos diarios de reproducción social y supervivencia de jóvenes que tratan de reconstruir sus vidas fuera del espacio doméstico y de las instituciones de la escuela y la familia. Como tal, ambas tramas indagan sobre el lugar del testigo joven en el orden comunal y sus posibilidades de encarnar o interrumpir una ciudadanía funcional en un futuro de postconflicto que se anuncia de diversas maneras en discursos estatales de épocas actuales.21
21 Durante la primera década del siglo, el Gobierno del presidente Álvaro Uribe negó que el conflicto armado existiera como tal, dudando entonces de la existencia de una guerra que afectara directamente a sujetos campesinos. Al referirse directamente a estos temas, estas películas buscan ponerlos sobre la mesa en el debate público.
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Es importante notar que ambas películas aluden al Pacífico colombiano, ya sea por su locación directa o como lugar de origen de los protagonistas, una región que es epicentro del conflicto armado y de la violenta extracción de recursos naturales en Colombia hoy, así como un territorio importante de movilización y resistencia étnica y campesina. Podríamos decir que este es un espacio rural donde los golpes y las violencias del capitalismo neoliberal (tráfico de drogas, desplazamientos causados por la explotación de recursos y proyectos agroindustriales, etc.) se han materializado de diversas maneras (Serje de la Ossa, Oslender, Escobar). Localizar a estos jóvenes protagonistas en relación con estos espacios los ancla desde el comienzo en una compleja coyuntura política y económica. Más aún, este es un cine en el que, al igual que en las películas infantiles ya mencionadas, pasa aquello que Deleuze notó en su estudio del cine neorrealista italiano de postguerra: el importante hecho de que el testigo menor (lo que este llama “the child-seer”) está localizado en el presente de la producción de la película y en el de la historia catastrófica que se narra (Martin-Jones, 69). El hecho de que estas geografías por las que circulan estos personajes infantiles y juveniles sean el epicentro de la guerra durante el momento en que se filman las películas las dota de una densidad histórica importante que replantea los límites entre documental y ficción. Esta densidad testimonial también se evidencia en el trabajo investigativo que precede a la película, en el que ambos directores realizaron un cuidadoso acercamiento antropológico al lugar y a la comunidad que buscan representar (como también sucedió con El vuelco del cangrejo, cuyo equipo de producción es el mismo que el de La sirga). En el caso de esta última, Vega realizó un trabajo investigativo de largo tiempo con comunidades campesinas en la laguna de la Cocha en Nariño, donde se desarrolla la película (lo que dio lugar a su cortometraje Simiente). Arango realizó una investigación de dos años con jóvenes afrodescendientes que llegaron a Bogotá tras su desplazamiento forzado del Pacífico. Las entrevistas con ellos y los talleres de actuación que siguieron le brindaron el material para construir el guion inicial que sirvió de sustrato de la película, pero no fue utilizado durante el rodaje como tal (Ríos, s/p). Ambos guiones, armados a partir de testimonios
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directos de las comunidades específicas sobre las que se enfoca cada largometraje, localizan la ficción desde el comienzo en íntima relación con el testimonio de poblaciones marginadas como son los campesinos de Nariño que sobreviven en medio de la guerra y los jóvenes afrocolombianos que han emigrado del norte del Pacífico a Bogotá durante la intensificación de la guerra a comienzos de este siglo. Esta hibridez entre documental y ficción también se articula, en el caso de estas películas y aquellas con protagonistas infantiles mencionadas anteriormente, a través del uso de actores no profesionales que ocupan los roles protagónicos en la mayoría de estas tramas. Los niños y jóvenes que encarnan los protagonistas de estas películas provienen en su mayoría de las regiones a las que alude cada una. Más importante aún, han sido testigos directos del conflicto armado que allí se gesta y que es central en estas historias fílmicas.22 Este estatus de testigos que tienen los niños o jóvenes que actúan, así como su anclaje a una geografía marcada por el conflicto armado, tiene importantes efectos en la construcción y en el impacto de estas tramas. Aunque difieren de muchas formas de la obra fílmica de Víctor Gaviria, estas películas son herederas del trabajo realizado por el director con actores infantiles y juveniles provenientes de las calles de Medellín y de sus reflexiones sobre las contribuciones que los actores naturales aportan a la ficción. Tanto en La sirga como en La Playa D.C., por ejemplo, los elementos biográficos de la vida de los actores han sido definitivos para la dirección que toma la historia ficcional, tal como lo ha propuesto Gaviria. Los guiones, aunque existían antes de la filmación de cada película, no se utilizaron durante el rodaje, con el fin de aportarles a los actores naturales la posibilidad de insertar sus propias expresiones y los residuos de sus vivencias a los eventos de la trama, ficcionalizando así elementos biográficos de ellos mismos. Surgen así historias híbridas que se construyen en el en22 La actriz y protagonista de La sirga (Joghis Arias) es una de las pocas actrices con formación actoral en esta diversa lista de películas. Sin embargo, a pesar de tener experiencia en el teatro y de no provenir de la zona donde sucede la película, su desplazamiento en la infancia y su paso por zonas muy complejas de guerra (entre ellas, Caquetá) fueron centrales para la construcción del personaje, como lo han reconocido ella y el director en diversas entrevistas (García, 2012).
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trelazamiento de las experiencias vividas de los actores y de la ficción de la historia que se narra. Gaviria se refiere a las resonancias políticas de un tipo de realismo que se articula con testigos, que es como él nombra a los actores naturales que pueblan y determinan sus películas: Los actores naturales son testigos. Interesados, partícipes, subjetivos, hasta tendenciosos y todo lo que se quiera, pero testigos al fin y al cabo. En su lenguaje, además, surgen memorias olvidadas inalcanzables mediante los procedimientos tradicionales de investigación. […] La participación activa del actor natural desafía cualquier afán de unidad de sentido. El personaje se produce entre la narrativa de la propia vida y el proceso de la narración fílmica. […] Desde el director hasta el espectador cómodamente sentado en una sala de cine, o en su casa, debemos permanecer intranquilos frente a esa niña que nos mira desde la pantalla, o a ese niño hundido en la botella de pegamento. El argumento puede ser ficción, la historia es verdad. No se trata de una alusión a la verdad sino de una verdad enorme que sería imposible sin la presencia de estos niños en la película. […] El actor natural señala ese afuera de la película, siempre inasible (Jáuregui 2002, 224-227).
A través de los actores naturales, el espectador se acerca a la realidad histórica concreta, pues ellos exceden la historia que se narra en la ficción, movilizando así la realidad extrafílmica de la película. En el caso de Gaviria, que es también el de estas películas recientes, los actores naturales insisten en la realidad y en la exterioridad del acto de representación (Jáuregui y Suárez, 389). Bazin elogia la potencia de la actuación del actor no profesional en el cine, ya que su cuerpo contamina la imagen fílmica con su autenticidad (24). Surge entonces lo que Lury llama un tipo de actuación y performance que activa o deliberadamente confunde la relación entre no actuar y actuar o complica las distinciones entre ser y parecer. Lury llama a esto “the impropriety of performance” de la actuación de los menores de edad en el cine (11). Más allá de que las tramas y el desarrollo de los personajes activen una reflexión dentro de la ficción sobre el acto testimonial, sobre lo que puede contar o no el testigo de la crisis y sobre quién lo escucha, el exceso de realidad que traen consigo los actores naturales que atestiguaron la guerra en sí mismos alude de manera aún más densa
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y poderosa a la historia de violencia que se menciona en la pantalla. En este sentido, debido a que los actores y los lugares tienen conexión con unos hechos históricos, es decir, con un pasado extradiegético, hay aquí un sustrato testimonial que acerca estas tramas a procesos de rememoración que están sucediendo en otros ámbitos de la esfera pública colombiana (sociales, culturales, archivísticos). Los espectadores tienen la oportunidad de aproximarse al pasado histórico reciente a través del lente de una ficción actuada por unos individuos específicos que vivieron procesos semejantes. Se activa así la pregunta sobre la transmisión y la mediación, temas que interesan a Hirsch, quien se pregunta sobre las posibilidades de comunicación de la historia por parte de los sobrevivientes y las generaciones siguientes. ¿Cómo transmitir los eventos históricos catastróficos? ¿A través de qué tipo de mediaciones? Gracias al sustrato testimonial que hay en estos textos, la ficción fílmica adquiere un lugar central como espacio de reflexión sobre la construcción de las formas del recuerdo. La sirga es una pausada meditación poética sobre los esfuerzos de Alicia, una joven adolescente, por reconstruir su vida después de que un grupo armado destruye su pueblo natal en Nariño y sus padres mueren quemados en el ataque. La historia sucede en las semanas que siguen al momento en que Alicia escapa y llega al hostal de su tío en la emblemática laguna de la Cocha, un lugar sagrado para diversas comunidades indígenas y campesinas de la región. Vale la pena anotar que esta laguna fue un destino turístico importante antes de la intensificación del conflicto armado en la zona, lo que hace de la localización un espacio estratégico para una película que busca complicar los imaginarios oficiales del campo colombiano como un destino turístico de postconflicto. Cuando su tío Óscar acepta su pedido de refugio, Alicia intenta abrirse un lugar en este nuevo espacio, ayudándole con labores domésticas mientras alberga la esperanza de prolongar su estadía. La película acompaña a la protagonista en las rutinas diarias en la casa enclenque a medida que ayuda a su tío a arreglar algunas partes de la gastada estructura de madera, con la ilusión de preparar el hostal para unos turistas que nunca llegan. Este viejo hostal poroso, cuyo nombre le da el título a la película, opera aquí como el umbral entra la adolescencia de Alicia —ella era, hasta el ataque que precede su desplazamiento en la película,
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una hija— y su orfandad y nomadismo adulto. Es aquí donde es forzada a enfrentar el problema de la supervivencia económica individual, pues ya se encuentra fuera de la economía de la familia nuclear. Al mismo tiempo, se plantea aquí el problema de su inserción dentro de la lógica masculina de la visión dominante: a lo largo de la trama, Alicia se convierte en el objeto de deseo de su tío, su primo y otros hombres de la zona que circulan por esta casa porosa. Surgen así sutiles referencias a la vulnerabilidad del cuerpo de la mujer y a la posible violencia sexual que ella tendría que enfrentar.23 Así, el hostal funciona también como el umbral de la niñez a la adultez femenina en un espacio marcado por la dominación y agresión de los cuerpos femeninos.24
Alicia en la casa-hostal de su tío en donde intenta reconstruir su vida tras escapar de los enfrentamientos armados en su pueblo (La sirga). Foto: Carolina Navas.
23 La película Oscuro animal (Felipe Guerrero, 2016) busca explorar de forma más explícita este tema de la violencia contra el cuerpo femenino en el contexto de la guerra que La sirga comienza a sugerir de manera sutil. 24 Como estudia Riaño Alcalá (2010), en espacios de guerra los cuerpos femeninos son parte de la territorialización de los cuerpos masculinos. El cuerpo femenino es un espacio cargado que representa el territorio en disputa sobre el cual la violencia se actualiza.
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La sirga se enfoca en el precario proceso de reconstrucción psíquica y social que emprende Alicia tras escapar de su pueblo destruido y su entrada gradual a una nueva comunidad de adultos que trasciende la familia nuclear. Este proceso se evidencia en su amistad con Mirichis, un joven lanchero que trabaja en el lago, así como en la creciente confianza entre ella y su tío, quien comienza a darle a Alicia un papel más importante en el manejo de la casa. Pero estas relaciones de solidaridad se interrumpen hacia el final de la película, retornando a Alicia a la soledad inicial. Aunque el conflicto armado se quede fuera del marco, varias señales anuncian la inminente llegada de la guerra, entre ellas los rumores de los campesinos de la zona, los presuntos sonidos de combates en las montañas, el tráfico de armas que secretamente ocurre en el lago, el retorno de Fredy, el hijo de Óscar (y primo de Alicia) a la casa paterna, quien parece trabajar para un grupo paramilitar, y el asesinato de Mirichis. Al final, la inminente desintegración de la precaria comunidad fuerza a Alicia a escapar en una nueva travesía. La película termina como empezó: con el cuerpo errante de Alicia cruzando los bosques empantanados de la zona, en un nuevo desplazamiento, un tránsito sin ruta clara en busca de un incierto anfitrión. Alicia es un cuerpo inquieto y a la deriva en el camino, encarna a una testigo joven que ha visto demasiado y que no tiene casa que la acoja. La Playa D.C. comienza donde La sirga termina: es una película que investiga la experiencia del joven rural cuando este ya ha llegado a la ciudad. Se enfoca en los desplazamientos de Tomás, un joven negro que, como se revela gradualmente, ha migrado de la costa Pacífica hasta Bogotá con su madre y sus hermanos luego de que su padre fuera asesinado por paramilitares años atrás. Al mapear las maneras en que este joven cruza los espacios que la población negra se ha abierto en la ciudad, en particular el centro de la capital, la película narra su salida final de la precaria casa de su madre en busca de su hermano menor, quien se ha ido a vivir a la calle. Tomás se muda con su hermano mayor, quien acaba de llegar a Bogotá tras ser deportado de los Estados Unidos, y encuentra trabajo limpiando carros en una zona de comercio de partes de autos en el centro de la ciudad llamada La Playa. Su pasión por el dibujo y los rituales del cabello que su madre le legó desde la infancia —que se revelan a través de algunos flashbacks
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donde aparece trenzando a sus hijos en el campo— alimentan su interés por plasmar diseños pictóricos sobre la cabeza a través de cortes en el pelo. Esta práctica corporal relacionada con el cabello parece condensar tanto la centralidad que el pelo ocupa dentro de las historias de la diáspora africana en las Américas (donde las trenzas se utilizaban en ocasiones para plasmar mapas) como las prácticas contemporáneas de una cultura juvenil global que utiliza el cuerpo como espacio central de la expresión. Para poder sobrevivir en una ciudad que se muestra como un espacio de intensas transacciones comerciales y está marcada por la desigualdad y el racismo, Tomás encuentra trabajos precarios hasta que consigue volverse aprendiz de un peluquero que se especializa en este tipo de cortes. Al mapear el panorama individualista del intercambio que permea los espacios públicos por los que circulan estos jóvenes, la película va rastreando diversas formas de solidaridad que emergen dentro de esta comunidad diaspórica que reconfigura sus legados y comunidades en un nuevo lugar.25 Pero, así como en La sirga Alicia sufre de la disolución de la precaria comunidad que había construido en el hostal, Tomás debe enfrentarse a la desaparición de su precaria comunidad fraterna cuando su hermano pequeño, dedicado a las drogas, es asesinado y el mayor decide partir de nuevo a buscar fortuna en los Estados Unidos. La película cierra con el intento de Tomás por consolidar una vida independiente en la ciudad del rebusque: decide poner un puesto de corte de pelo en la calle, transformando las creencias y los rituales en torno al cabello que le pasó su madre desde la infancia en sus propias prácticas estéticas sobre el cuerpo en la ciudad. En este sentido, no hay en esta conclusión del film una resolución final a su deambular, una solución explícita a su situación solitaria y precaria, pero sí un interés por mostrar las tácticas de persistencia que este desplazado de la guerra encuentra frente a la difícil situación a la que lo lanzó la violencia.
25 Es importante recordar que las comunidades afrocolombianas, junto con las indígenas, han sido las más afectadas por el conflicto armado colombiano y las que han sufrido el mayor desplazamiento a lo largo del mismo.
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Tomás camina con sus hermanos por una zona comercial de Bogotá (La Playa D.C.)
Estas tramas sobre víctimas y testigos jóvenes que andan solos por el mundo activan importantes preguntas sobre las posibilidades de la ciudadanía frente a los legados del conflicto armado y del orden neoliberal que lo sostiene, incluido el desamparo del Estado y la familia. Como en muchas películas sobre juventud en América Latina, la orfandad aquí es una manera de revelar las tensiones entre sujeto y sociedad de manera más patente. Como nota Ferguson, la existencia misma del chico como huérfano rebasa la pregunta de la responsabilidad parental y demanda una respuesta social y, por consiguiente, política. A un nivel más abstracto, el huérfano también subraya la pregunta sobre el anfitrión, sobre quién y cómo hospeda al otro. La pregunta sobre la acogida es central en la Colombia de principios del siglo xxi, a la luz del enorme desplazamiento de personas a causa de la guerra (en particular a las ciudades). No es una mera coincidencia que estas películas, a través de una gramática específica de planos, desplieguen un profundo interés en los cuerpos de estos jóvenes protagonistas en su proceso de ocupar espacios de tránsito: hoteles, barcos, centros co-
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merciales, calles y caminos rurales. Aquí, como en diversas películas colombianas, las instituciones convencionales del Estado-nación y la familia (la casa familiar, la escuela y otros espacios) están del todo ausentes, señalando la pregunta sobre las posibilidades de articulación de una comunidad política de forma explícita. Esta pregunta es importante en el contexto de un sistema neoliberal en el que, como indica Wendy Brown, las ideas de lo colectivo y del bien público, incluida la solidaridad social, se vuelven sospechosas, donde el individuo se piensa solo como representante de sí mismo y “citizenship is reduced to self-care [and thus] divested of any preoccupation with the social” (s/p). En evidente contraste con las concepciones sobre la juventud burguesa en las que la adolescencia figura como una moratoria, como un tiempo de consumo, ocio y estudio, como sucede, por ejemplo, con el cine mexicano reciente que explora los esfuerzos de los adolescentes por postergar el encuentro con las incertidumbres de la adultez neoliberal a toda costa (Sánchez Prado, 121), la atención de estas tramas al tema de la supervivencia económica reposiciona a la juventud como un grupo social que está inserto desde el comienzo en la historia y la economía nacionales. El enfoque en el joven como actor económico (en vez de solo como cuerpo con afectos) y como sujeto de una historia que ha atestiguado intensamente pone sobre la mesa la reflexión sobre su lugar en la economía, tema que también obsesiona al Estado.26 Es a través de la atención diegética y visual a estos cuerpos como trabajadores que estas películas complican el acercamiento sentimentalista al niño inocente, así como la supuesta separación entre la infancia y la adultez que funciona de manera tan robusta en la cultura occidental contemporánea. De hecho, estos cuerpos que se encuentran al final de la llamada adolescencia (aunque no adolezcan de experiencia en el mundo exterior) están marcados por una gran ambigüedad temporal: dejaron la niñez hace más bien poco
26 El tema de la XXV Cumbre Iberoamericana de Estados celebrada en 2016, titulada “Juventud, emprendimiento y educación”, ilustra esta preocupación estatal y mercantil con la juventud como grupo a considerar dentro de proyectos desarrollistas.
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y se acercan pronto a la adultez. Esta edad imprecisa de los chicos en películas como La sirga, La Playa D.C. y Alias María produce cierta confusión epistémica y una dificultad de catalogación muy productiva: ¿deberían estar estudiando en vez de trabajando?, ¿los debería amparar alguien o están en edad de cuidarse solos? A nivel ético, la posibilidad misma de que estos adolescentes que sufren (que ya no operan dentro de los límites del infante inocente) sean sujetos de la empatía se complica. A nivel de la producción misma de las películas, estos cuerpos jóvenes tienen un trabajo como actores de la película (y reciben un salario por ello), dimensión que de por sí alude a su potencial como cuerpos trabajadores. En La sirga, una película que se distancia deliberadamente de la acción y que construye una gramática visual detenida y sobria del espacio rural, hay una atención explícita al trabajo cotidiano de Alicia en el hostal de su tío: numerosas secuencias se enfocan en cómo prepara la comida y en los arreglos que les hace a las paredes y al techo de la averiada casa. De hecho, podríamos decir que la poca acción que hay en esta película gira en torno al trabajo rural y manual. Estas labores que establecen un vínculo comunal insertan a Alicia dentro de una economía de subsistencia y le permiten comenzar a reconstituirse frente al miedo y al dolor causados por la violencia. El tema del trabajo aparece también a través de otros personajes jóvenes que se preguntan constantemente por su futuro, como es el caso de Mirichis, el lanchero que hace amistad con Alicia y que resulta transportando armas a la guerrilla, así como el primo de Alicia, quien retorna al hostal del padre hacia el final de la película después de una temporada de trabajo con lo que intuimos es un grupo armado. Ambos jóvenes, quienes, como se sugiere sutilmente, tejen lazos laborales con los actores armados, intentan convencer a Alicia de que la única opción frente a la inminente llegada de la guerra es migrar a la ciudad, indicando así el futuro vaciamiento de la zona rural, la dificultad de la reproducción social de la vida en el campo y el posible quiebre de los legados campesinos. Al mismo tiempo, la atención de la trama a la cooperativa de pesca que el tío de Alicia está comenzando a organizar con los vecinos y al consumo de peces en la casa ponen sobre la mesa el tema de las economías campesinas y solidarias, que suelen desapa-
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recer con la llegada de los ejércitos y el despojo que produce la guerra. En los fallidos esfuerzos de transformar la casa de espacio doméstico familiar en hostal turístico, es decir, en espacio de trabajo e intercambio económico; en la atención de la película a una economía de subsistencia que está a punto de desaparecer por una guerra que suele despojar a los campesinos de sus tierras, alimentando la acumulación por parte del gran capital; en la destrucción de los precarios lazos de solidaridad que habían permitido que Alicia empezara a reconstruir su vida, y en la dificultad final de la protagonista de asentarse, el lugar de este joven cuerpo trabajador se complica de manera profunda. En la incertidumbre sobre el destino final de Alicia, la película rehúsa convertir a la protagonista en el cuerpo dócil del migrante que constituiría la futura mano de obra urbana (o agroindustrial) o en el cuerpo combativo que se uniría a la máquina de la guerra (como lo hacen los otros dos jóvenes). Desde su título, La Playa D.C., plantea el tema del trabajo y de su relación con la memoria de forma bastante explícita. El término la playa alude al tránsito del lugar rural de la infancia, la playa del río del Pacífico donde la madre de Tomás cantaba y trenzaba el pelo de sus hijos, a la ciudad mercantil donde se sobrevive con el rebusque: La Playa, del Distrito Capital (D.C.), un sector comercial de la ciudad donde se venden repuestos y decoraciones para coches, que es a donde Tomás va con su hermano y con otros muchachos negros en busca de trabajo limpiando carros. Al igual que en La sirga, aquí la atención a la experiencia del cuerpo que se mueve a través del trabajo es central para la trama y la cinematografía. La película se abre y se cierra con secuencias de un cuerpo que trabaja. Los planos iniciales muestran a Tomás cargando bultos en Corabastos, el gran centro de acopio de alimentos de la ciudad, localizándolo desde el comienzo como cuerpo obrero: lo vemos por primera vez en un trávelin que nos muestra el dorso de su cuerpo encorvado bajo el peso de un gran bulto recorriendo los corredores del gran mercado. Este cuerpo sin rostro se va revelando gradualmente con mayor detalle en los planos siguientes, que nos muestran a Tomás quitándose la ropa de trabajo y continuando con el boceto de un bosque y un río sobre una pared hecha con cartones de cajas de mercancía. Este dibujo es un palimpsesto que
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alude al río de su infancia (que aparece luego en diversos flashbacks) y, por consiguiente, a su origen campesino, pero también al mundo del consumo y del intercambio develado por las marcas de alimentos de las cajas sobre las que se plasma este bosque que Tomás esboza en su afán de expresión simbólica. Solo después de este acto de dibujar, un primer plano nos revela de frente el rostro del protagonista, quien dejará en las siguientes secuencias este trabajo alienante para buscarse la vida dibujando sobre otros cuerpos (negros, económicamente marginados). La secuencia final de la película muestra a Tomás en otro espacio del comercio, en el barrio de los repuestos de carros del centro de la ciudad, donde decide ofrecer sus servicios de peluquero para que otros chicos lleven sus llamativos diseños en la cabeza. En vez de migrar al norte, como ha quedado con su hermano mayor, Tomás decide quedarse en Bogotá haciendo un tipo de trabajo que podríamos llamar liminal y contracultural en el contexto capitalista urbano: todavía sostiene una identidad social y se relaciona con un sueño artístico personal, que contrasta con el trabajo alienado de cargar bultos en el mercado o ser explotado como un indocumentado en Estados Unidos. Aunque queda abierta la pregunta de si va a poder sobrevivir haciendo esto, hay algo en el trabajo que escoge que lo retorna a cierta dignidad y empoderamiento, a la posibilidad de ejercer su capacidad de producción simbólica y de expresión, que lo conectan con una cultura juvenil global, pero también con las técnicas de sus ancestros alrededor del cabello.27 La atención de la película al cuerpo joven como lugar de las prácticas sociales apunta también a una dimensión política. Como dice Martín-Barbero en su análisis de las formas de actuación política no institucionalizada de los jóvenes del cambio de siglo, la contracultura política [de los jóvenes] apunta, de un lado, a la experiencia de desborde y des-ubicación que tanto el discurso como la acción
27 Junto con esta, un gran tema del cine latinoamericano de comienzos del siglo es la expresión artística de los jóvenes y sus dimensiones políticas. En el caso colombiano, Los hongos (Ruiz Navia, 2014) y Los nadies (Mesa, 2016) también ponen en escena el arte (grafiti, música) de los chicos de clases bajas en las calles de la ciudad para pensar en la pregunta de la expresión política.
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política atraviesan entre los jóvenes. La política se sale de sus discursos y escenarios formales para reencontrarse en los de la cultura, desde el graffitti callejero a las estridencias del rock. Entre los jóvenes no hay territorios acotados para la lucha o el debate político, se hacen desde el cuerpo o la escuela: erosionando la hegemonía del discurso racionalistamente maniqueo que opone goce a trabajo, inteligencia a imaginación, oralidad a escritura, modernidad a tradición. (1998, 35)
En este sentido, la película está interesada en trazar las experiencias afectivas de Tomás a medida que busca trabajo y una comunidad diferente a la familia por la ciudad, abordando la pregunta sobre la forma en que la economía cruza estos cuerpos jóvenes migrantes en la ciudad mercantil del intercambio y el consumo. En el proceso, investiga los tránsitos del protagonista —de la casa materna al cuarto del inquilinato que arrienda su hermano, de un empleo precario al desempleo y al empleo informal en la calle, del estatus de hermano en una comunidad fraterna a la independencia de la incipiente adultez— en relación con una geografía urbana saturada con los sonidos y espacios de la actividad comercial, el consumo y el intercambio capitalista. En este mapeo de una ciudad cruzada y habitada por cuerpos jóvenes, negros y de clase trabajadora, el problema de la supervivencia económica, de la ciudadanía asalariada, queda abierto como pregunta. Como en La sirga, el acto de transitar hacia otro estadio de la vida (que es central para el Bildungsroman) se expresa aquí evitando las teleologías. No sabemos si Tomás, en su orfandad radical, va a poder sobrevivir como peluquero callejero, que es lo que ha escogido, e ignoramos a dónde irá Alicia, quien comenzaba a reconstruir su vida gracias al trabajo en la casa del tío cuando debe partir en un nuevo deambular. Cualquier optimismo con respecto a su futuro se ve limitado por su precariedad y por el dolor y la vulnerabilidad después de la violencia. Al quedar en un estado radicalmente liminal, transitando solos por calles y caminos, estos personajes inquietos y desubicados, que no tienen certeza sobre su lugar en la polis, pero que, sin embargo, ocupan activamente sus calles y caminos, funcionan como figuras perturbadoras. En este sentido, ambas películas dejan abierta la pregunta de la naturaleza social y moral del vínculo de estos jóvenes con una comunidad nacional más amplia.
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En su exploración de cómo la juventud se la rebusca en estos espacios que no son domésticos, ambas películas plantean la relación entre los legados psíquicos y emocionales de la guerra y el trabajo y la supervivencia económica, un tema que es central para cualquier escenario de postconflicto y que en el caso colombiano se relaciona con debates sobre el pasado (memoria, reparaciones, justicia) y el futuro (por ejemplo, la reintegración de combatientes y la reorganización de la ciudad en paz). Como es el caso de numerosas narrativas colombianas contemporáneas, los protagonistas de estos dos largometrajes son testigos conmovidos por la guerra: la trama es, en parte, sobre su dolor. Los silencios de Alicia y su sonambulismo en las noches en las que su tío debe impedirle que se hunda en el lago con una vela que alude al fuego en su casa materna son las manifestaciones psíquicas de las terribles pérdidas que sufrió por culpa del conflicto armado y de los miedos con los que carga. Como se evidencia en numerosas escenas, Tomás y su hermano menor sufren el dolor de su desplazamiento forzado y del asesinato de su padre: fuera de evocarlo en sus conversaciones, la caída del pequeño Jairo en las drogas y los flashbacks que tiene Tomás del escape de ambos por el río son síntomas de este trauma. Esta relación que se traza entre las heridas psíquicas que movilizan a estos protagonistas jóvenes y su movimiento incierto como cuerpos en el espacio público sirve para cuestionar lo que Jean y John Comaroff llaman “the dominant promises of neoliberal citizenship whereby the young are vouchsafed a future under the sign of development” (272). Hay una historia que marca a estos cuerpos adolescentes que no adolecen de memoria que complica este optimismo desarrollista. Además, queda la duda sobre su docilidad como cuerpos de trabajo en un espacio capitalista de producción. En este sentido, los protagonistas no pueden encarnar fácilmente la fantasía liberal del empoderamiento individualista (aquella que propone que el ciudadano libre encuentra oportunidades gracias a sus méritos), que para Ferguson ha sido central en diversas tramas de jóvenes en el espacio capitalista.28 La atención fílmica a las
28 Al mismo tiempo, como recalca Wendy Brown, en la sociedad neoliberal (construida a través de políticas económicas, prácticas institucionales, formas de go-
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marcas psíquicas que conmueven a estos testigos jóvenes y que muchas veces afectan su deambular y su trabajo implica una primera manera de complicar la noción del tránsito eficiente de la infancia hacia la ciudadanía neoliberal en un contexto de crisis histórica.
Alicia deambula por los caminos rurales de la nación (La sirga). Foto: Carolina Navas.
Por otro lado, complicando el tropo común de la víctima que está paralizada completamente por el peso de la historia y a la que se
bernabilidad y valores que definen la vida cotidiana), el individuo se define como “emprendedor”, como sujeto que invierte en sí mismo para competir y consumir en el mercado. Brown usa la categoría de “capital humano” que circula en nuestras épocas para referirse a los individuos en el espacio público, para advertir que bajo diversas políticas y prácticas gubernamentales todos nos volvemos capital y somos concebidos como seres prestos a competir por nosotros mismos en un espacio social que, en vez de pensarse bajo el signo de la igualdad, se concibe como desigual por naturaleza. “When citizenship is reduced to self-care”, dice Brown, “it is divested for any preoccupation with the social”(s/p). El modelo del ciudadano emprendedor se cuestiona en estas películas a través de estos jóvenes marcados por el desplazamiento y el dolor.
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le imposibilita elaborar su dolor, ambas películas imaginan modos cotidianos de reconstrucción y solidaridad que son centrales para entender la historia de la vida diaria en Colombia (en clave de lo que Riaño Alcalá llama “la agencia de los sujetos” para darle sentido y experiencias deshumanizadoras y denigrantes). La amistad entre Alicia y Mirichis, el joven lanchero que la ayuda a encontrar la casa de su tío en La sirga y el apoyo que se dan Tomás y su hermano mayor, que se van a vivir juntos a un cuarto y luego buscan al menor para rescatarlo de la calle muestran una solidaridad entre pares, más horizontal que la que provendría de instituciones tradicionales o jerárquicas (que, de hecho, aquí están del todo ausentes). Pero, a pesar de las posibilidades que encuentran estos adolescentes para moverse, escapar y reconstruir sus vidas después de que la violencia ha destruido los referentes físicos y sociales ligados a los lugares de donde provenían, es evidente que son los depositarios de un pasado doloroso. Asimismo, son los portadores de una memoria indeleble que se proyecta hacia el futuro. Estos cuerpos que ocupan espacios públicos decididamente no domésticos, cargando el peso de las pérdidas producidas por una guerra que ellos no han librado, estos jóvenes descontrolados o desatados que saben mucho y necesitan mucho, representan los cuerpos perturbadores de aquello que los Comaroff han llamado la “alien-nación” (“alien-nation”, 272). Como tal, estos protagonistas sirven para cuestionar el discurso dominante neoliberal típico de sociedades en transición que privilegia conceptos como oportunidad, reconciliación y duelo eficiente, discursos que tienden a obstruir revisiones críticas de las crisis históricas en pro de pasar la página. Alicia y Tomás personifican el otro lado del capitalismo optimista. Su vitalidad ansiosa no se puede traducir fácilmente en materia prima de ninguna utopía o proyecto de progreso. Wolseth y Babb han recalcado la ansiedad social que existe en el contexto latinoamericano con el joven en/de la calle frente a valores y normas culturales de profundo arraigo que sugieren que este debe estar en la casa con la familia, en la escuela o trabajando en la economía formal (8): “The distinction between youth on the streets and of the streets receives little public recognition. Often in these contexts, any poor, young person found on the streets […] is coded as a threat to public
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safety and the national image. […] Youth found outside the control of institutions are usually coded as transgressors”. Estos jóvenes que terminan recorriendo solos los caminos de la nación emergen entonces como cuerpos transgresores que habitan fuera de las instituciones de la familia o el Estado, en un limbo indeterminado, y saben demasiado (de la guerra, de la historia). Además, al enfatizar su soledad no se plantea aquí ningún tipo de relación erótica o amorosa que los pueda salvar, lo que aleja a estas ficciones de la común tendencia narrativa de construir lo político sobre lo erótico, aquello que para Sommer ha sido central en las ficciones latinoamericanas, en las que el romance se relaciona con proyectos conciliatorios y pacificadores. La figura de una joven a la deriva que escapa de un campo en guerra resuena también en otra película de la misma época, que utiliza otra protagonista juvenil para expresar ansiedades con respecto a la comunidad y a los legados de la guerra sobre las nuevas generaciones. Alias María (José Luis Rugeles, 2015) se enfoca en la última misión de una guerrillera de trece años que queda embarazada de un camarada adulto de mayor rango, pero evita abortar, como es la obligación impuesta a todas las guerrilleras.29 María, cuyo nombre de cuna no conocemos, deserta finalmente de las filas de la guerrilla cuando es enviada a participar de la misión de llevar a un bebé recién nacido —el hijo del comandante del frente y su pareja, cuyo nacimiento inaugura la trama— a un pueblo donde un doctor aliado se ha ofrecido a criarlo para que crezca fuera del peligro de la guerra. La trama gira en torno a esta angustiosa misión que deben cumplir María y otros jóvenes bajo el mando de Mauricio, el guerrillero de alto rango que la ha dejado embarazada, pero que desconoce su secreto. Aludiendo al tema concreto del reclutamiento infantil en la guerrilla de las FARC y el ELN y utilizando esta problemática social como gancho publicitario en la promoción del largometraje, la película inserta varios cuerpos infantiles y adolescentes en el escenario directo
29 Esta película tuvo un éxito similar a La Playa D.C. y La sirga, al ser seleccionada para el Festival de Cannes y recorrer el circuito internacional de festivales.
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del combate.30 Fuera de María, cuyo cuerpo juvenil está marcado por su incipiente embarazo secreto, aparecen en la película diversos adolescentes y niños que participan en la guerra. Sobresale aquí el personaje de Yuldor, un chico de unos diez años que participa en la misión con María e intenta escapar con ella, pero es herido y ejecutado por su superior por tratar de fugarse. Byron, un joven mayor que ellos, también forma parte de la misión y cuida a Yuldor como si fuera un hermano pequeño, pues extraña a sus propios hermanos. El bebé que
María cruza la selva con sus compañeros guerrilleros llevando al bebé del comandante en brazos (Alias María). Foto Max Morales.
30 El reclutamiento de miles de niños y niñas por parte de las guerrillas de las FARC y el ELN ha sido un modo fundamental de consolidar la tropa de estos ejércitos alzados en armas en las últimas décadas y un tema importante en las denuncias que a nivel político y judicial han deslegitimado a estos grupos, así como para las negociaciones de paz de los últimos años. Véase, por ejemplo, Fagan y Owens.
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deben sacar del peligro de la selva y a quien María está encargada de cargar y cuidar a lo largo del camino funciona como el emblema más sólido del niño inocente, un cuerpo silencioso ajeno a los designios de la guerra, pero que sufre bajo su estruendo. Este personaje le sirve a la trama para condenar de manera poderosamente afectiva y sentimental la violencia entre la guerrilla y los paramilitares con quien esta se enfrenta. Este bebé indefenso que inspira ternura en la audiencia contrasta inicialmente con los otros cuerpos menores que, a pesar de aparecer atrapados dentro de un grupo militar que los disciplina, son también operadores de su máquina. Mientras el bebé en esta película es emblemático de la vulnerabilidad infantil más radical y funciona como el niño en riesgo, la figura del niño soldado es bastante más complicada porque alude al niño como riesgo. Como indica Higgonet, citado por Malkki, la figura del niño soldado, del niño que trabaja en la guerra, conlleva una profanidad y una ambigüedad particular, ya que esta “is a figure that gravely troubles the image of the child as an innocent and yet the current international moral shock about child soldiers may derive its significance from the generalized, universalizing expectation of children’s innocence, the expectation that children are beings not yet caught up in history or politics – perhaps not yet caught up in time” (63). Frente a la centralidad de la imaginación social de la inocencia, la figura del soldado menor de edad quiebra el binario moral entre niño y adulto, produciendo una indiferenciación entre ambos, impidiendo imaginar al niño como una figura trascendente. Por un lado, la inserción de cuerpos infantiles armados y desarmados en esta trama de guerra complica de manera evidente el relato sobre el combate como un asunto adulto. De hecho, la preocupación de la película con las formas en que los menores se han visto involucrados en el conflicto armado (también expresada en el documental animado Pequeñas voces) se manifiesta en el hecho de que los niños que actúan en la película (actores no profesionales) fueron buscados en regiones donde los menores tienen mayor riesgo de ser reclutados para la guerra. Asimismo, tanto la producción de la película como el dinero recolectado en taquilla apoyaron a organizaciones que trabajan para prevenir este fenómeno. Pero, a la vez, la trama intenta neutralizar la ansiedad so-
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cial que pueden producir en la audiencia unos niños o adolescentes (como María y Yuldor) que participan en la guerra (y no son simples testigos, como los demás protagonistas que hemos mencionado), es decir, menores que no encarnan fácilmente la inocencia, sino que están atrapados en la política y la historia, y, en particular, en los eventos mundanos moralmente más condenables para una sociedad como la colombiana de cambio de siglo. La película intenta taimar este estatus profano y controvertido del menor que combate de diversas maneras. Una de las formas más evidentes es la de proponer la redención de estos chicos a través de la fuga: parte de la trama se enfoca en cómo María y Yuldor buscan escaparse de la explotación que viven dentro de un sistema militar jerárquico y violento, lo que los dota de un estatus de víctimas que matiza su rol como perpetradores de violencia. Así la audiencia siente simpatía por estos chicos atrapados en la selva y sale en su defensa; la película nos anima a querer salvarlos. Esto se fortalece con el hecho de que esta no provee contexto alguno sobre por qué entraron a la lucha armada —tema que sería muy importante explorar si queremos profundizar en las vidas infantiles en vez de usar al niño como arquetipo— ni llegamos a comprender sus ideas u opiniones al respecto. La figura de Yuldor, cuyos comportamientos infantiles e incapacidad de completar las tareas que le piden en medio de la misión produce un personaje que es más niño que guerrero (se queda dormido cuando debe hacer guardia, no puede soportar las marchas) y motiva a la audiencia a querer salvarlo, taimando su estatus subversivo. Al final, su muerte lo constituye como un mártir, pues es ejecutado por intentar escapar en busca de una vida mejor donde pueda tener otro tipo de infancia. Por otro lado, el caso de María es más complejo por la manera en que se resuelve la potencial ambigüedad de este personaje —doblemente ambiguo por su condición de adolescente (al estar en una edad en que no sabemos si clasificarla como niña o como adulta) y de mujer guerrera—. A través de su personaje, la película quiere lanzar una crítica enfática del poder que ejercen los hombres sobre los cuerpos femeninos jóvenes en el escenario de la guerra al mostrar cómo las mujeres son forzadas a abortar, cómo los comandantes con mayor poder las fuerzan a tener relaciones sexuales con ellas, etc., todos fe-
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nómenos que han sido ampliamente documentados. Pero surgen aquí problemáticos modelos de feminidad que se condensan en la imagen recurrente de María cargando al bebé en sus brazos, al tiempo que sabemos que lleva uno en el vientre, lo que la incapacita para usar el arma en medio de los terribles combates a los que debe enfrentarse su grupo. Esto le resta peso a su carácter inquietante de guerrera, dotándola, más bien, junto con su silencio generalizado a lo largo de la trama, de un aura de cuidadora que la sujeta a los parámetros clásicos de la representación de la mujer. Esta aura se fortalece aún más con el hecho de que esta madre sustituta va a ser una real si logra sobrevivir a la guerra y dar a luz al hijo que lleva en el vientre (y a quien la audiencia quiere también salvar). Como personaje, María se redime, entonces, no solo por su intento de escapar, sino, más importante aún, por su maternidad. De esta forma, el modelo de feminidad que se plantean aquí frente a lo que se califica como la opresiva condición de ser guerrillera es, en primera medida, el de la mujer como madre. Ante la ausencia de un diálogo que nos indique los motivos claros que tiene María a lo largo de la película, asumimos que su fuga está impulsada por su vocación de ser madre, por querer darle a su hijo otro tipo de vida (ya que, de hecho, su retorno a la guerrilla implicaría tener que abortarlo). A fin de cuentas, pareciera que la única alternativa de María frente a la de una vida guerrillera marcada por el control del cuerpo femenino es la de la maternidad. La trama invita al espectador a querer socorrer a esta protagonista embarazada que busca ejercer una libertad que, ya que la película no le otorga una subjetividad suficientemente sólida o una posición desde donde hablar y expresar sus deseos, críticas y concepciones del mundo, está determinada por su deseo de ser madre. Se nos interpela emocionalmente para desear verla salir victoriosa de la selva y entrar en lo que convencionalmente se ha considerado la adultez funcional de la mujer, aquello que tantas adolescentes terminan ejerciendo desde temprana edad en Colombia: la maternidad y la vida familiar. De esta forma, cualquier destello de profanidad en este personaje —el de la adolescente subversiva que combate, el de la chica que quiere rebelarse, con razón, del control militar masculino sobre su vida y su cuerpo— se neutraliza entonces con su actuación en el presente de la
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trama (cuidadora de un bebé) y su condición (portadora de otro). Esto le devuelve a su nombre el aura sagrada que tiene en un contexto cristiano, borrando las connotaciones subversivas de su nombre de guerrera que el título de la película indicaría a primera vista. Haciendo eco de diversas feministas colombianas, Deborah Martin recalca que históricamente la feminidad en Colombia ha sido sinónimo de la maternidad, funcionando como un componente dominante de la identidad femenina. La madre figura de manera prominente en el imaginario cultural nacional, en particular como madre omnipotente y abnegada, figura mítica y grandiosa, aunque también limitada. La maternidad, sugiere Martin, se asocia al orden social, a la moralidad y al patriotismo, dimensiones que han estado en el centro de las violencias colombianas de fin de siglo (20-21).31 Aunque hay algunos textos visuales y literarios que han sido capaces de resignificar la feminidad y la maternidad, la figura de la mujer-madre, de la mujer reproductora, funciona en el caso colombiano, según Martin, como la encarnación de la identidad colectiva (21). En este sentido, con su fuga de la selva María estaría entrando al orden comunal para dejar de ser guerrillera y volverse madre: una mujer que será readmitida en el espacio público en tanto va a construir una familia fuera del que se representa como antitético a los valores de la familia. De esta forma la trama, aunque la despoja de sus cualidades infantiles (ya no es una muchacha huérfana, sino madre de un hijo que no lo será), busca restablecer su normalidad social a través de la fuga hacia una feminidad normativa. Más aún, fuera de la maternidad la única otra opción subjetiva que la trama plantea para María es la de una feminidad convencional marcada por el cuidado del cuerpo femenino bajo los parámetros de la mirada masculina. Así lo indica una escena en la que María, habiendo llegado a la casa del médico encargado de recibir al bebé del comandante, espía con envidia a la hija de este hombre mientras esta se arregla frente al tocador, acicalándose para verse como una mujer deseable. María intenta más tarde arreglarse de manera si-
31 Martin recalca que “in Colombia, as in other places, patriarchal imagining and prescriptions of femininity have been figured as patriotic duty; the womanmother somehow is the nation” (21).
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milar frente al espejo del baño, practicando su entrada al orden social externo al combate como madre y mujer deseable para el hombre. Al igual que La sirga y La Playa D.C., Alias María termina con el anuncio del destino incierto de este cuerpo joven que deambula por un camino rural después de escaparse, al menos temporalmente, de las garras de la guerrilla y los paramilitares. Camina por una carrilera, aquel símbolo clásico del progreso y del desarrollo que las guerrillas precisamente han cuestionado con su lucha de décadas. Huérfana del Estado (pues ha crecido, en cierta medida, por fuera de sus confines), de la comunidad guerrillera de la que proviene y de su propia familia, el lugar de esta migrante en el escenario social es totalmente incierto. Este es un tema central para la Colombia contemporánea a la luz de la desmovilización de miles de guerrilleros, antes y después de la firma del acuerdo de paz con la guerrilla de las FARC en 2016. ¿Podrán María y su futuro hijo encontrar una vida más allá de la guerra? ¿Quién será su anfitrión? ¿Podrá ella, tras encontrar acogida, hospedar a su hijo? A pesar de que, al terminar con la imagen de María en medio del camino en una situación transitoria e incierta, la película deja estas preguntas sin responder, esta ambigüedad productiva se matiza con la insistencia de la película en su maternidad y en su silencio. Fuera de aplacar la fuerza inquietante de su estatus en el espacio social —una excombatiente adolescente que debe reintegrarse a un nuevo contrato social—, no es fácil localizar las posibilidades de María de atestiguar, pues la película no la construye tanto como sujeto hablante como como cuerpo maternal y la omisión de su voz dificulta pensarla como transmisora.32 La pregunta de los legados psíquicos
32 Esto sucede también con las protagonistas de la película Oscuro animal (Felipe Guerrero, 2016), que narra la experiencia de tres jóvenes en diferentes contextos de la guerra, pero cuyo silencio es emblemático de la figura de la víctima silenciosa, en particular de la mujer, que no puede articular nada a causa del dolor que sufre. Estas películas le niegan una subjetividad más compleja a la mujer al no atender la dimensión de la posición desde la que esta puede o quiere hablar. En este sentido, la protagonista de La sirga es un personaje mejor construido y más complejo, pues, a pesar de su trauma y vulnerabilidad, es capaz de expresar ciertos deseos, necesidades y opiniones.
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y de la transmisión de la memoria (de madre a hijo, por ejemplo) pierde fuerza aquí. Sin embargo, es notable que esta película también insista en la imagen de la joven desubicada deambulando por un espacio público arruinado por la guerra como aquellas otras ya mencionadas que buscan mapear las historias de conflicto en el campo colombiano, contribuyendo a construir una representación del espacio social en la que el hogar (y, con este, la familia) ya no funge como lugar de redención al que retorna el joven exilado por la guerra, tropo que suele ser muy importante en los relatos bélicos (Myers, 20). Sus viajes los llevan a futuros inciertos en los que las estructuras del orden comunal son poco claras. Si el hogar ya no es el espacio que rige la vida social, ya no es el lugar estable donde se escenifican el destino o la subjetividad, y el Estado tampoco provee un claro y estable universo de mediaciones, la pregunta política sobre la comunidad surge aquí de manera más explícita. Al mismo tiempo, estas películas, incluidas Los colores de la montaña y Jardín de amapolas, que se enfocan en niños, nos retornan al tema de la tierra y a la pregunta, tan importante en el caso colombiano, de quién va a heredarla y a ocuparse de ella. La cuestión de la supervivencia del campesino, que está en el centro del conflicto armado desde sus inicios, queda aquí de nuevo sobre la mesa con estos personajes menores exilados de sus antiguos territorios vitales. En su exploración de las experiencias económicas, afectivas y corporales de víctimas jóvenes, en su atención a las tramas menores de supervivencia de una juventud migrante que ha visto la guerra, este cine continúa documentando los diversos modos en que esta está inmersa en la historia y en la política más allá del espacio doméstico. En su interés por imaginar el agenciamiento del joven testigo, en su atención a las prácticas cotidianas de solidaridad y supervivencia y los modos de vida de una juventud rural y migrante que busca reconstituirse frente a la guerra, películas como La sirga, El vuelco del cangrejo o La Playa D.C. le dan al niño y al joven un rol en la reflexión de los legados del conflicto armado, investigando de manera productiva la posibilidad de una subjetividad política infantil o juvenil. Además, este tipo de cine estaría ampliando las consideraciones sobre las múltiples formas de ser joven que coexisten en un momento histórico determinado:
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complica el imaginario del pobre como agente de violencia —sicario, criminal, combatiente— típico de los discursos hegemónicos y policiales que asocian la juventud con amenaza social, desviación, y criminalidad; se aleja del imaginario de la juventud heroica o rebelde típico de los discursos de la izquierda radical y de los nacionalismos del siglo xx, y, a la vez, presenta la noción de la juventud como apolítica, como desligada del pasado, olvidadiza, obsesionada con el presente del consumo y el consumo del presente. Los jóvenes en tránsito de estas películas tampoco se asemejan al emblemático protagonista desilusionado, al joven del “no futuro” de Rodrigo D: No futuro que salta de un edificio en el centro de Medellín para ofrecer su cuerpo muerto a la pujante ciudad industrial que lo rechaza. En este sentido, son como prefiguraciones de un sujeto político presente y futuro: apuntan a la posibilidad de una conexión histórica entre la época de la guerra y el tan mentado postconflicto. La soledad psíquica y social de estos jóvenes protagonistas se erige en este cine como un deseo doloroso de algo más, de algo que no se ha cimentado en el presente. Para MartinJones, la figura del protagonista infantil que observa el surgimiento de la historia en el presente es importante a nivel político: “The child seer represents someone at once politically powerless, and yet with a remarkable capacity for historical (hind)sight” (70). Este observador menor, en el caso del cine colombiano, es aún más inquietante en su versión adolescente, ya que estás más cerca de la adultez. La minoría de edad en estas películas colombianas de testigos jóvenes funciona como repositorio de la memoria: es en esas vidas menores en donde emerge un potencial futuro de articular la memoria, de actuar con el conocimiento de lo sucedido en el pasado, en particular, frente al poder que en nuestras sociedades han adquirido las técnicas del olvido. La pregunta que lanzan estas películas, fuera de aquella de cómo se configura la comunidad nacional, es la de la posibilidad de acción política futura de estos menores, que los Comaroff llaman los “ciudadanos mutantes de la nación moderna” (mi traducción, Comaroff y Comaroff, 280). Quiero sugerir que las dudas sobre el futuro de este sujeto político que estas películas dejan abiertas emergen en un momento histórico crucial en el que, fuera de la circulación de discursos sobre el postcon-
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flicto que surgen desde diversos espacios públicos, numerosos grupos juveniles están construyendo formas contestatarias de ciudadanía a través, entre otras cosas, de la protesta pública y de prácticas artísticas y sociales que exceden los discursos y escenarios de la política tradicional (rituales, corporales, artísticas, musicales, etc.). Al mismo tiempo, estas películas emergen en un momento en que el tema de la llamada “reinserción” de miles de combatientes de los grupos armados, muchos de los cuales son jóvenes de extracción rural marcados por los traumas de la guerra, está sobre la mesa, y frente al cual no hay una respuesta clara con relación a cómo serán integrados en la sociedad neoliberal. La visibilización de los dolores, rituales, solidaridades y tiempos de estos protagonistas rurales que transitan hacia la incierta y desigual ciudadanía adulta del orden actual activa preguntas críticas para estas épocas de posibles transiciones que auguran el final del conflicto armado y de la guerra que ha desangrado a Colombia, en particular en el campo. Interesado en otorgarle al joven marginal una narrativa de formación, este cine lo pone en el centro de los debates sobre la nación futura, la nación del postconflicto.
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CAPÍTULO IV
A flote en medio de la tormenta. Relatos epistolares y tácticas de la persistencia
¿Crees que haya estaciones de escucha? ¿Que alguien abra nuestras cartas? Jacques Derrida, La tarjeta postal
En octubre de 2007, tras soportar seis años de cautiverio en las selvas del suroeste colombiano secuestrada por la guerrilla de las FARC, la política Ingrid Betancourt escribió una carta a su madre, también llamada “prueba de supervivencia”, que fue interceptada por el Ejército antes de llegar a su destino y posteriormente divulgada en los medios de comunicación. Las numerosas páginas atiborradas de letras de la misiva expresan el lamento de Betancourt por el cansancio, la desolación y el hastío que comenzaban a afectar su lucha cotidiana y su
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desesperada espera frente a la remota posibilidad del reencuentro. La carta se detiene en los detalles de la persistencia cotidiana de Betancourt por sobrevivir, denuncia el maltrato de sus captores y solicita a gritos que alguien se entere de su sufrimiento, que alguien reconozca que está viva y que espera. Como escritura que convoca y denuncia en medio de la degradación y la violencia, como documento viajero que alcanzó lugares que la encadenada no podía recorrer, esta carta encarna el urgente esfuerzo vital y textual de una víctima de un grupo armado en medio de la soledad y frente a la prohibición de reclamar, leer y escribir. Filtrada a los medios de comunicación sin la aprobación de su destinataria y posteriormente impresa en un libro, esta carta se convirtió en un importante testimonio del conflicto armado colombiano y sirvió de acicate para el multitudinario rechazo civil contra la práctica del secuestro, una de las formas más emblemáticas de la violencia en el cambio de siglo en Colombia. La carta de Betancourt nos anima a reflexionar sobre otras cartas que también circularon en Colombia a partir de 2007 a través de la convocatoria de escritura epistolar titulada Cartas de la Persistencia. Por un lado, esta misiva, enunciada desde un lugar distinto a las instancias estatales, se diferencia de aquellas cartas que notifican, ordenan y amenazan o exigen algo a un sujeto subalterno desde un lugar de autoridad. Partimos aquí de la noción de que las epístolas funcionan de forma discursiva, constituyendo a los sujetos e instalándolos en relaciones sociales en el ámbito público a partir de dinámicas de propiedad, mercantilización y colonizadoras, entre otras. Como estudia Gerald MacLean, a través de la historia numerosas cartas han sido instrumentos de poder que construyen y disciplinan a los sujetos de diversas maneras. Tampoco constituye una solicitud burocrática por medio de la cual la remitente responde a la interpelación proveniente de un aparato ideológico del Estado, como aquella famosa carta cuya respuesta el viejo coronel de El coronel no tiene quién le escriba (1961) espera infructuosamente.1 Frente a la dificultad de reclamar, de narrar
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La carta burocrática que el coronel espera urgentemente con el pago de su pensión por pelear en una de las tantas guerras libradas en Colombia nunca llega.
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y de escribir de la respuesta traumática tan común en escenarios de guerra, esta carta, melancólica en su insistencia en la desolación y el dolor, funciona como una escritura de resistencia, pues posibilita la denuncia y la crítica. Ingrid insiste tercamente en la fuerza del testimonio en medio del silencio impuesto por los captores y los discursos oficiales en pro de la guerra, que Martín-Barbero ha definido en esa imagen “tan expresiva como estremecedora: la de un país atrapado entre el blablabla de los políticos y el silencio de los guerreros” (2001, 18). Al mismo tiempo, como carta interceptada que trasciende el espacio íntimo familiar, esta misiva evoca el hecho de que la escena epistolar nunca se agota en la díada remitente-destinatario, sino que en su horizonte aparece una tercera persona que amplía la escena de la interlocución con importantes efectos políticos. Consciente de la importancia del testimonio en tiempos de guerra y de los efectos múltiples de la escritura epistolar, el proyecto Cartas de la Persistencia buscó incentivar la escritura de misivas y activar una cadena de lecturas y respuestas que trascendiera los circuitos letrados de los que proviene la misma Betancourt. Esta iniciativa fue liderada por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República y se lanzó como parte de la designación de Bogotá por parte de la Unesco como Capital Mundial del Libro 2007.2 Acudiendo al milenario y cotidiano ritual de escribir cartas, más de cinco mil trescientos colom-
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Sin la certeza siquiera de poder reclamar, este lector epistolario carece de reconocimiento por parte del Estado y su espera lo reduce a una orfandad urgente y trágica. Para un estudio del lugar de la carta en las novelas de García Márquez y una discusión de cómo las misivas funcionan allí para reiterar panoramas de incomunicación que desmantelan el control que el lector tiene sobre el texto, véase Dopico Black. La relación entre el género epistolar y la guerra es muy rica y compleja y podría utilizarse para analizar más a fondo la novela de García Márquez. MacLean sostiene que, en las guerras civiles, las cartas eran utilizadas para ayudar a la gente a decidir de qué lado estar o para describir al enemigo. Así lo demuestran los afiches que utilizan el formato epistolar para dar noticias de las guerras civiles en el siglo xix en Colombia. Esta iniciativa contó con el apoyo del Instituto Pensar de la Universidad Javeriana, la Secretaría Distrital de Cultura y Turismo de Bogotá y la Fundación BAT, entre otras.
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bianos imaginaron uno o varios destinatarios, escribieron y dibujaron para ellos y, para usar esa imagen tan antigua como las prácticas epistolares, lanzaron sus cartas al mar. A diferencia del viejo coronel de García Márquez que nunca recibe respuesta y que no puede reclamar, Cartas de la Persistencia impulsó a las personas a contradecir la imposibilidad de reclamar y resistir que sufre el viejo de la famosa novela y a dar cuenta a otros de las formas de responder a las pérdidas más allá de las interacciones tradicionales a partir de las cuales el sujeto se constituye frente al Estado. Como proyecto de fomento de la escritura, esta iniciativa animó a los colombianos a contar la propia historia cotidiana sobre “cómo se enfrenta la adversidad” tanto dentro del país como en los enclaves de la diáspora colombiana en otros países.3 Siempre marcando la presencia de un interlocutor, las personas que respondieron a la invitación de la Biblioteca hacen público su testimonio sobre las formas de enfrentar los obstáculos de su vida cotidiana, dando cuenta no solo de las tragedias, sino, sobre todo, de las posibilidades vitales más allá de la disgregación y la parálisis. En estas cartas, que saben desde el comienzo que un tercero las conocerá, personas de todas las procedencias y edades narran su persistencia frente a diversos tipos de adversidad y violencia. Dan cuenta de la resistencia frente al maltrato y la violencia domésticos, frente a los problemas familiares y las dificultades económicas, frente a la muerte, al desplazamiento, al conflicto armado y al secuestro, frente a la necesidad de emigrar, frente a la intolerancia racial, de género y de orientación sexual y frente a las dificultades más sutiles o más abrumadoras. Para algunos, el simple hecho de escribir una carta es ya una forma de persistir; otros escriben misivas de resistencia donde explican su dolor, de-
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La invitación de la convocatoria, en el plegable de divulgación, decía: “Ésta es una invitación a que escriba una carta sobre cómo ha enfrentado la adversidad. Escríbale a quien ya no está, a quien está lejos, a quien no quiera escucharle o a un desconocido. Cuéntele a sus hijos cómo tener esperanza a pesar de la violencia o muéstrele a quien usted ama cómo ha hecho para continuar soñando en un mañana. Invite a los niños a que nos cuenten cómo han logrado resistir el miedo. Nos interesa su historia grande o pequeña”.
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nuncian a los responsables o imaginan posibles futuros desde el ojo de la tormenta. Como respuesta a una campaña de divulgación nacional que implementó la Biblioteca durante 2007, las cartas llegaron a través del correo tradicional y electrónico o fueron depositadas en urnas dispuestas en diversas bibliotecas del país. Una vez recibidas, fueron leídas por un grupo de estudiosos de las humanidades, las artes y las ciencias sociales con el propósito de comenzar a ordenar y catalogar estos testimonios para un archivo histórico que la Biblioteca inauguró para el público general en 2008, tanto de forma digital y virtual (Internet) como de forma física.4 Al mismo tiempo, esta primera lectura, y la discusión que generó, permitió realizar una inicial selección de testimonios de acuerdo a temas específicos (violencia de género, homofobia, violencia armada, vivencias de la guerra por parte de los niños, etc.) que ha facilitado la posterior divulgación del material en diversos formatos (prensa, radio, lecturas, etc.) en organizaciones sociales que trabajan en pro de los derechos humanos y a través del arte, la performance y otras prácticas que trascienden las lógicas textuales. Compiladas en una antología,5 insertadas de forma aleatoria en los libros de la Biblioteca, distribuidas en espacios públicos, publicadas en Internet, expuestas en las paredes e interpretadas por artistas, entre
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La creación de un archivo permite compilar un material significativo para el estudio sobre distintos aspectos de las identidades e imaginarios nacionales, historias de la vida cotidiana, eventos históricos relevantes y otras categorías fundamentales para estudiar la historia de comienzos del siglo xxi en Colombia. Por ejemplo, este material servirá para establecer algunas de las ansiedades que comparten los colombianos: sobre la diáspora y quienes se van del país y la incidencia de campañas estatales como “Colombia es pasión”, que tienen que ver con construir una cierta identidad nacional por parte de un gobierno neoliberal, etc. Estas interesantes revelaciones a partir del material heterogéneo recibido sugieren futuros análisis de gran interés. Véase el archivo Cartas de la Persistencia localizado en la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República, Bogotá. Todas las misivas citadas a continuación provienen de este archivo e incluyen detalles de las fechas (más allá del año) si allí aparecen. Véase la antología distribuida por la colección Libro al Viento que circula de forma gratuita en lugares públicos de Bogotá, titulada Cartas de la persistencia.
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otras, estas cartas comienzan a conocerse en Colombia de formas múltiples que trascienden la simple catalogación de trazos en un vigilado archivo bibliográfico. La manera en que los eventos se recuerdan depende no solo de cómo son vividos, sino de cómo se perciben por otros, es decir, de cómo responden aquellos en la cultura del sobreviviente y de las condiciones de posibilidad de que se produzca una memoria colectiva. “As a society”, plantea Brison en su estudio sobre la relación entre trauma y narración, “we live with the unbearable by pressuring those who have been traumatized to forget and by rejecting the testimonies of those who are forced by fate to remember” (49). Para que sea posible lo que Martín-Barbero llama “una trama compartida de duelos” (2001, 17), es necesario que exista un registro público de los acontecimientos, es decir, que estos dejen de ser considerados simplemente como individuales y privados, que se inscriban públicamente. “Sin ese referente simbólico de lo público”, explica Blair, “el sujeto individualmente considerado no logra procesos efectivos de elaboración” (192). El archivo histórico que se construye a partir de las cartas de la persistencia insiste en la importancia de los testimonios sobre la vida cotidiana en un país en el que diversas comunidades viven situaciones complejas y dolorosas de violencia. Este archivo garantiza que, más allá de un inicial esfuerzo de divulgación, existan más destinatarios a largo plazo, es decir, encarna la promesa de una escena de lectura y recepción que trasciende lo que Lévinas ha llamado “una sociedad íntima, una escena social limitada por el tú y yo familiar donde el tercero está excluido” (1993, 34). Al mismo tiempo, esta compilación de escritos de gente del común multiplica las voces civiles en un espacio tradicionalmente designado para guardar la memoria de los grandes próceres y letrados, ampliando el espacio de la biblioteca colombiana, en donde, con contadas excepciones, es reducido el trabajo que se ha hecho por organizar memoria de la vida cotidiana de décadas recientes en Colombia.6
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Un repaso de los manuscritos presentes en la sección Libros Raros y Manuscritos de la Biblioteca Luis Ángel Arango demuestra que, en su gran mayo-
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Frente a una historiografía que ostenta pretensiones objetivadoras y distantes con respecto al pasado, cuyo efecto es, en palabras de Dosse y Ricoeur, la tendencia a diluir las memorias particulares (citados en Sánchez, 2004), las cartas de este archivo resaltan la pluralidad de relatos que muchas veces la disciplina histórica tiende a ignorar.7 Al invitar a que las personas se hagan cargo, a través de su propia escritura, de los diversos escenarios cotidianos de dificultad y conflicto en Colombia, Cartas de la Persistencia amplía la articulación de las experiencias cotidianas de la crisis histórica a una polifonía de voces que tradicionalmente no han tenido voz o cuya palabra ha sido cooptada y empaquetada por los medios para su propio proyecto informativo. Los relatos múltiples y variados sobre las respuestas del sujeto, sus actos reparativos frente a las violencias que pone en escena Cartas de la Persistencia, complementan otras iniciativas de construcción de memorias que toman fuerza en la Colombia contemporánea desde comienzos de este siglo.8 Frente a las claras dificultades que ha enfrentado el Estado colombiano en los últimos
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ría, sus colecciones epistolares y testimoniales están conformadas por cartas y documentos de letrados y gobernantes que ocuparon importantes posiciones hegemónicas. Con esto no pretendo sugerir que estos archivos sean insignificantes o que no existan otras colecciones que conserven la memoria de sujetos subalternos (como es el caso de los documentos de esclavos contenidos en el Archivo Nacional de Colombia, el material de la iniciativa Cartas y Conflicto de la Universidad Javeriana, o los documentos recogidos por la Comisión de la Verdad Histórica en años recientes), sino que los documentos archivados en diversas instituciones nacionales tienden a provenir de las esferas letradas y urbanas. Para una discusión sobre una memoria viva que se interroga sobre su propia construcción y se proyecta en el presente frente a una memoria historiográfica que insiste en el quiebre entre pasado y presente, véase el trabajo de Pierre Nora en “Between Memory and History: Les Lieux de Mémoire”. Otras iniciativas importantes incluyen el programa “Las voces del secuestro” en la que los familiares de los secuestrados mandaban mensajes radiales a sus seres queridos a través de la radio, los programas desarrollados por la Fundación para la Reconciliación, en particular sus Escuelas de reconciliación y perdón (ESPERE), así como las numerosas iniciativas locales de memoria documentadas y apoyadas por el Centro de Memoria Histórica.
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años al momento de producir políticas que le permitan a la sociedad confrontar el pasado de forma detenida y valorar los testimonios de las víctimas, iniciativas como Cartas de la Persistencia, que insisten en inyectar al ámbito público las voces de cientos de personas que han sufrido las convulsiones históricas de las últimas décadas, se vuelven fundamentales. Teniendo en cuenta el peligro de que el archivo, como lugar designado para la memoria, “may not house memory-work so much as displace it with claims of material evidence and proof ” (Frazier, 111), podemos ver en las prácticas estéticas, las lecturas y los eventos inaugurados a partir de este proyecto una manera de contrarrestar su potencial rigidez. Entre estas prácticas se encuentran las obras de seis artistas colombianos que dialogan con las cartas de la persistencia recibidas y median entre remitente y destinatario, proponiendo modelos de lectura crítica.9 Asimismo, la divulgación del material epistolar de formas no tradicionales (lecturas públicas, circulación entre libros aleatorios en las bibliotecas, pilas de cartas que la gente puede hojear y llevarse), la publicación de un libro que se distribuye gratuitamente fuera del circuito comercial de las grandes editoriales y la creación de un archivo digital que permite a la gente leer las misivas desde Internet amplían los lugares de circulación de memoria dentro de la cultura en la que el sujeto sobrevive. Frente a la necesidad de un trabajo crítico que dé cuenta y reconozca las maneras y tácticas de actuar que refuerzan la vida democrática a través de la intervención cultural y como partícipe del proyecto Cartas de la Persistencia desde sus comienzos, damos cuenta aquí de dicha iniciativa como un esfuerzo que inaugura importantes prácticas de memoria, enriquece el debate sobre las violencias y multiplica las voces que reflexionan sobre la vida contemporánea en Colombia
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Estas obras incluyeron el trabajo de Johanna Calle titulado Cartas y los trabajos de Franklin Aguirre, Mateo López, Adriana Bernal Zúñiga y María Elvira Escallón. Estos fueron presentados en la exposición “Las cartas sobre la mesa: la escritura epistolar y su público”, Biblioteca Luis Ángel Arango, mayo a julio de 2008.
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en un momento crucial para las reflexiones sobre categorías como perdón, reconciliación, memoria y víctimas.10 Los testimonios que surgen de este proyecto contribuyen a pensar la pregunta de Pérez Mejía de “cómo responder al horror persistiendo en ser civiles, en hablar y leer a otros, en mantener por escrito lazos de afecto que nos ayuden a pensar una coexistencia después del conflicto” (147). Sommer (1999) insiste en la importancia política de desafiar la noción de que conocemos al otro lo suficientemente bien como para hablar por él. Animando a que el otro se dé a conocer y construya su subjetividad a partir de la compleja escena epistolar, los testimonios personales que surgen a partir de este proyecto contribuyen a la formación de una memoria colectiva. Lo hacen al permitir la entrada de una multiplicidad de voces que desbordan la narración histórica producida desde el Estado o por parte de grupos que ostentan el poder (incluidos los paramilitares, que dan su versión de lo ocurrido en las versiones libres tras firmar los acuerdos de paz) y mediados por los grandes conglomerados mediáticos y plantean un reto a las propuestas simplistas que asumen que la reconciliación y el proceso de sanar heridas es sencillo y eficiente.11 Es en este contexto que el lugar de la Biblioteca Luis Ángel Arango como institución oficial se hace particularmente relevante precisamente por el sitio contradictorio que ocupa: a pesar de pertenecer al Estado, en el caso de esta convocatoria, se sustrae de las dinámicas estatales tradicionales —de sus funciones jurídicas, policiales e ideológicas (cuya eficiencia es de por sí bastante cuestionable en el caso colombiano)— que configuran al sujeto de ciertas
10 Como coordinadora de Cartas de la Persistencia durante el año 2006-2007, estuve a cargo de implementar la convocatoria, asegurar su llegada a diversos lugares del país, coordinar la curaduría y catalogación del material e intervenir en los futuros proyectos que nacerían a partir de la iniciativa. Al mismo tiempo, parte fundamental de mi labor fue ser lectora de los miles de cartas recibidas. 11 Para una discusión de la importancia de la literatura en el proceso de complicar las formas en que la historia se reproduce oficialmente, véase el trabajo de Jean Franco sobre la producción literaria y su relación con la memoria (2002b).
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maneras.12 Como veremos a continuación, aunque, por un lado, la institución rescata temporalmente la dinámica del correo, que es una tecnología íntimamente relacionada con la consolidación misma del Estado decimonónico y sus configuraciones excluidoras, la escena de la interpelación (que estudia Althusser) de la que este proyecto depende es distinta, pues, fuera de no tener en cuenta las categorías de minoría o mayoría de edad, la institución invita, no obliga, solicita sin coerción y abre una urna para recibir (no el voto) el testimonio del sujeto buscando usarlo en un contexto distinto al del ámbito jurídico. Busca implementar iniciativas que hagan públicas las memorias heterogéneas de sujetos tradicionalmente pensados como no letrados y transformar los abusos del pasado en memoria. Le propone al sujeto que es digno de ser escuchado; en vez de enviarle una carta de notificación, espera la carta de su puño y letra.13
12 La Biblioteca Luis Ángel Arango y sus dieciocho bibliotecas sucursales utilizadas para organizar esta convocatoria pertenecen al Banco de la República, el banco central de la nación. Es una entidad del Estado, pero, paradójicamente, por pertenecer al Banco Central no está tan sujeta a cambios políticos a corto plazo. Como explica Jorge Orlando Melo, esta biblioteca patrimonial, de investigación y de referencia es difícil de clasificar porque “a diferencia de las bibliotecas patrimoniales, se llena de libros extranjeros, se preocupa por tener una buena colección de libros sobre cocina o sobre ajedrez, y permite que los usuarios se lleven los libros a su casa. Este confuso perfil inquieta e incomoda a veces a expertos que reclaman orientaciones más claras y definiciones más precisas de la ‘visión’ o la ‘misión’, aunque probablemente de allí provienen muchas de las inesperadas virtudes de la Luis Ángel Arango. Ni biblioteca pública, ni escolar, ni patrimonial, ni universitaria, pero en cierto modo un poco de todas: un perfil contradictorio, una biblioteca que desafía la mentalidad ordenada y clasificadora de los bibliotecarios” (s/p). 13 Parte del éxito de la convocatoria se debió a que esta llevaba el nombre de la Biblioteca Luis Ángel Arango y no de instituciones estatales. De hecho, muchas personas que fueron invitadas a escribir en la calle durante la inauguración del proyecto en Bogotá expresaron su interés por hacerlo si este proyecto no provenía de la alcaldía o de las instituciones tradicionalmente asociadas con “el Gobierno”. Muchos remitentes también muestran su agradecimiento a la Biblioteca en sus cartas, demostrando su confianza en esta institución por encima de los espacios jurídicos tradicionales a los que se asocia la rendición de testimonio.
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Reflexionar sobre el lugar de Cartas de la Persistencia en el contexto colombiano implica tener en cuenta esos otros usos de las cartas en Colombia, que también atraviesan el ámbito político y colectivo. Entre ellos se encuentran las de los secuestrados, escritas o audiovisuales, también llamadas “pruebas de supervivencia” por ser los únicos testimonios de vida tras años de cautiverio, que trascienden el circuito familiar. Estas se publican en los periódicos, se entonan en la voz de los familiares, se leen en la televisión. Los testimonios y súplicas expresados en ellas han afectado de forma definitiva los debates políticos del país. Ante todo, conmueven, movilizan y alertan. Como escritos desde el cautiverio, son la única forma que tienen miles de personas en la Colombia contemporánea de lograr el acto básico de interactuar con otros, de ser remitentes y destinatarios, de ejercer la humanidad y de resistir la violencia del secuestro.14 Pero también hay otro tipo de prácticas epistolares, que son las que producen aquellas cartas que no buscan animar sino desanimar, cartas que buscan bombardear el aliento, la voluntad, el valor, el esfuerzo, la energía, la atención y el pensamiento, cartas que buscan paralizar las fuerzas del destinatario. En Colombia circulan muchas cartas de miedo: anónimas como la que en Crónica de una muerte anunciada recibe Santiago Nasar avisándole lo que le espera; amenazas que les llegan a personas en todo el país insultándolas, anunciándoles que no denuncien, que abandonen sus tierras, que no hagan ciertas cosas, que no ocupen puestos políticos o que no ejerzan su trabajo, so pena de asesinarlos, desaparecerlos, desmoralizarlos o generarles miedo a través 14 Fuera de narrar las experiencias personales de supervivencia frente a situaciones de dolor también causadas por grupos armados, cientos de cartas de persistencia fueron dirigidas explícitamente a los secuestrados de los grupos armados, un gran número de personas que en ese momento se encontraban en cautiverio, expresándoles su apoyo y su preocupación, enviando mensajes de solidaridad y pidiendo a las guerrillas su liberación. Son cartas que, sin ser solicitadas, dialogan con esas otras enviadas por los secuestrados desde la selva. Fuera de demostrar la importancia de este tipo de categorías relacionadas con la guerra en el imaginario nacional contemporáneo, los cientos de cartas de la gente denunciando la violencia del secuestro y expresando su apoyo frente a quienes lo padecen traen a la luz prácticas de solidaridad y contra la indiferencia por parte de muchos niños, adultos y viejos que activan la escena del reconocimiento, siempre política.
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del insulto. Miles de campesinos, por ejemplo, han recibido este tipo de cartas que logran generar terror y desplazamiento a través de las palabras, en medio de la odisea de intentar recuperar tierras que les han quitado los paramilitares, justo antes de que una bala les confirme lo que la carta amenazaba. Y están esas otras cartas, las cartas-bomba que funcionan ya como la forma de materializar, sin lenguaje, aquello que busca una carta violenta: achicharrar los ojos del destinatario, destrozar las manos con las que se dispone a leer, eliminar la condición de toda carta de estar sujeta a una respuesta. En este caso, ya ni siquiera hay alocución verbal, esta es simple y violentamente explosiva. Frente a la carta explosiva que no busca sino aquella respuesta difícilmente verbal del dolor, la melancolía o la disgregación, frente a la carta como instrumento de poder que construye, disciplina y subordina a ciertos sujetos, frente a las cartas que se estructuran retóricamente a través del deseo del autor de expresar su fuerza o hacer constar su propiedad, nos topamos con las cartas de persistencia, que en su mayoría buscan una respuesta, generan la disonancia que se requiere para la negociación democrática. Al interpelar a los persistentes, la convocatoria y sus cartas contribuyen a la constitución de una esfera pública mucho más heterogénea que la tradicionalmente llamada “sociedad civil” (categoría privilegiada por los politólogos y violentólogos), que en épocas recientes se ha polarizado en bandos opuestos a partir del conflicto armado: las víctimas del Estado y el paramilitarismo y aquellos grupos de víctimas que se expresan en contra de la guerrilla de las FARC. Para ofrecer un análisis profundo y polifónico de la realidad nacional es imperativo hablar desde lugares de enunciación diferentes al del Estado y al de esos otros que se definen en oposición a este, como narcotraficantes, paramilitares y guerrilleros, que hacen llegar sus comunicados y amenazas de forma bastante efectiva. Las cartas de persistencia que han llegado desde lugares donde sucede un conflicto armado analizado por los violentólogos dan a conocer las experiencias de supervivencia cotidianas de los habitantes, muchos de ellos niños, que tienen que vivir en medio de los actos de guerra de grupos guerrilleros y paramilitares y del ejército. Al recoger las voces de los civiles que se encuentran sobreviviendo en medio del fuego cruzado, cientos de cartas apuntan a la consolidación de una esfera pública alternativa frente a la que determinan los actores
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armados a través de sus portavoces y comunicados, o aquellos que seleccionan los medios noticiosos para transmitir. Las cartas contribuyen a la multiplicación de la mirada y de los lugares de enunciación por los que abogan Martín-Barbero y Pineda Cadavid, entre otros. Cientos de cartas de la persistencia no solo se preguntan por las causas de los conflictos armados, el secuestro y otras tragedias, sino que comparten una insistente marca autorreflexiva que indaga por el lugar de quien escribe frente a los eventos, es decir, por el lugar del testigo. Así lo ilustra la carta de una joven que le escribe a un guerrillero narrando la incursión de un grupo armado en Granada, Antioquia, en 2000: Guerrillero: En este día traigo a mis pensamientos muchos recuerdos de lo sucedido 6 años atrás. Siendo muy niña viví un acontecimiento con todas las personas del pueblo. Vi cómo apagaban la llama de sus vidas en una guerra sin sentido; hombres armados alrededor de nuestro pueblo, en nuestras calles, nuestras veredas, que interrumpían la tranquilidad en el estudio, en el juego, en el descanso nocturno con el detonar de las bombas, con el sonido de los fusiles, en donde caían seres inocentes, ancianos, jóvenes, madres dejando a sus familias en la más desgarradora orfandad. Estos acontecimientos marcaron a muchos habitantes y yo sé que a ti también. […] Mira ahora en tus recuerdos tantos rostros llenos de angustia y dolor […].15
El lugar de enunciación desde el que se escribe aquí es distinto a la interpelación que a la guerrilla se hace desde el Estado, los medios de comunicación o los considerados expertos. La carta se escribe desde la mirada de una testigo que, en vez de permanecer en silencio, habla de la experiencia terrorífica de quienes suelen quedar en medio del fuego cruzado.16 Desde su rol de observadora que se salvó de la muerte —y de ahí que su reiteración del verbo ver sea clave para definirse como testigo que da fe de algo—, esta mujer interpela a actores armados que no le permitieron hablar cuando interrumpieron la vida cotidiana de su pue-
15 Carta de Natalia Buriticá Sánchez a “Guerrillero”, Granada (Antioquia), julio de 2007, Archivo Cartas de la Persistencia. De aquí en adelante, todas las cartas citadas pertenecen a este archivo, a no ser que se indique lo contrario. 16 Esta experiencia está ampliamente documentada por María Victoria Uribe (2004a).
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blo. Al dirigir su carta a quienes ella vio, pero a quienes no la dejaron hablar en su momento, y ser insertada en un circuito de circulación más amplio, la joven está usurpando el lugar de enunciación de la autoridad, que es la que tradicionalmente y de forma pública se dirige a la guerrilla para descalificarla, amenazarla o desnombrarla.17 Al escoger a su destinatario, reta al violento a través de la escritura asumiéndolo como interlocutor. Es a partir de su relato testimonial que toma las riendas de una escena de interlocución que otros preferirían que no ocurriera. Una de las formas en que este proyecto tiende a complicar los relatos sociales dominantes a través de la insistencia en la experiencia del civil, de hecho, es recoger la escritura de los niños, quienes se posicionan como testigos directos de la guerra. Así lo ilustra el caso de la carta de una niña del Putumayo que enfatiza el acto de ver que la constituye como testigo, rol que refuerza la escritura de la carta: Les voy a contar cómo afronto la adversidad y cómo he resistido al miedo con tanta violencia […]. Yo he sufrido la violencia. Viví en El Placer, Putumayo: he visto y sufrido la violencia. He tenido varias anécdotas. Una vez y en mi edad de cuatro años vi como a una mujer la mataban y abrían su vientre para sacar el feto de su hijo. Mi mamá me quitó porque donde me vieran me podrían haber matado o golpeado. Y eso fue muy duro ver a esa mujer embarazada […] vi cómo los paramilitares tiraron muchos muertos […]. Bueno, a mí me gusta mucho vivir en Ibagué pues aquí no hay violencia […] voy a cambiar de tema, a mí me gusta mi colegio […] me gusta la lectura […].18
Esta insistencia en el acto de ver de primera mano, así como la referencia a un nuevo momento vital (“a mí me gusta la lectura”) ponen sobre la mesa la transición fundamental de ser víctima a ser testigo que se reconfigura.
17 Los esfuerzos recientes de un grupo de civiles denominados Colombianos y Colombianas por la Paz, que les han escrito cartas a los líderes de la guerrilla de las FARC para proponer el diálogo y el fin de la práctica del secuestro, emulan, de alguna manera, este tipo de interpelación. 18 Carta de Karen Lozano Santos a un lector indeterminado, Ibagué, 2007.
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Testimonios epistolares Basta un breve repaso a la historia de la literatura para ver que la escritura epistolar ocupa en la ficción un lugar fundamental. La literatura utiliza la carta para poner en escena el roce entre sujetos y permitir la entrada de una multiplicidad de voces que, en vez de simplemente postular intimidad y armonía, generan relaciones asimétricas, negociaciones y tensiones.19 Derrida llega a pensar la carta como emblema de toda la literatura, pues esta depende del acto de “poster, poner en el correo, enviar contando con un alto, con un relevo o un plazo suspensivo, el sitio de un cartero, la posibilidad de la desviación o del olvido” (2001, 70). En el contexto colombiano, las cartas de la persistencia, como las cartas del secuestro, comparten un vínculo estrecho con la escritura literaria.20 Uno de los pasos para sobrevivir en un lugar violento radica en encontrar la posibilidad de escribirlo, de, a través del lenguaje, organizarlo y atender los eventos dolorosos que asaltan y exaltan al sujeto. Como hemos sugerido en los capítulos anteriores,
19 Inspirada por los aportes de Bakhtin al estudio de la novela, Pagés-Rangel enfatiza la “capacidad de la carta para alojar casi cualquier mensaje, desde lo íntimo y secreto hasta aquello que pertenece al dominio público […] adentrarse en múltiples territorios discursivos y ensayar diversos registros lingüísticos” (72). También nos recuerda la forma en que muchos autores construyen su persona literaria a través de la carta (destinada al editor, a otros escritores, etc.). 20 En el contexto de la narrativa colombiana, las cartas han sido soporte fundamental de ficciones que reflexionan sobre situaciones históricas contemporáneas de violencia, como es el caso de la novela Cartas cruzadas, de Darío Jaramillo Agudelo (1995), que se encarga, a través de lo epistolar, de explorar la influencia del narcotráfico en la vida cotidiana de una familia de clase media durante la década de los ochenta. La literatura de García Márquez utiliza la carta para explorar el rol del autor y la relación entre el sujeto y el Estado, entre otras. Dentro de novelas que no se consideran epistolares también se ha utilizado el formato de la conversación sostenida a distancia que facilita la misiva. Las cartas que en La vorágine manda Arturo Cova desde los confines de la nación con el fin de salvar a los colombianos explotados en las caucherías instalan a la novela como documento de protesta social y evocan la truncada escena de constitución del sujeto frente al Estado, que después vuelve a surgir en El coronel no tiene quien le escriba. Véase también la novela epistolar de Julio Paredes titulada 29 Cartas (2016).
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los escritos que se ocupan de estos eventos tienden a estar marcados por reflexiones sobre las posibilidades de comunicar por escrito los hechos violentos y sobre las condiciones de producción de los relatos, sobre la posibilidad misma de articular la memoria. Al invitar a someter las violencias y sus efectos al escrutinio del lenguaje, al proveer un espacio para articular la dificultad y la vivencia de las crisis, recuerdan lo que otros prefieren borrar y plantean la posibilidad de ejercer dominio sobre la vida propia. Tanto las cartas de persistencia como los textos literarios analizados en este libro intentan darle palabras a las pérdidas y las catástrofes y se preguntan por las formas de resistir las vorágines. Pero, como textos que circulan en la escena pública, los testimonios epistolares producto de Cartas de la Persistencia enriquecen el campo de la producción textual en Colombia. El formato epistolar reemplaza lo impersonal con lo interpersonal y promueve la entrada de un mayor número de voces a la escena pública, impulsando, como señalan Gilroy y Verhoeven, el sentido de comunidad que ha sido valorado por gran parte del pensamiento feminista.21 Así lo revela, entre otras, la carta de un niño del Cauca, región rural e indígena al sur de Colombia que es uno de los escenarios de la guerra actual, dirigida a los “señores escritores”. Este niño, que vive en una zona marcadamente indígena y mestiza y que es considerado por el Estado como un menor de edad, firma con un nombre y autoriza la publicación de su carta utilizando otro, gesto que desde el comienzo implica una resistencia a identificarse plenamente, acto digno de cualquier autor literario. En ella reflexiona sobre la relación entre el quehacer literario de quienes pertenecen a circuitos letrados y el acto de escribir desde un lugar marginal:
21 Según Gilroy y Verhoeven, “[there are] ways in which the epistolary genre may help us to think throguh those questions of critical address that have preoccupied theorists. Epistolary form can provide alternative to the authoritative and often adversarial discourse of the critical article […] epistolary form questions the basis of critical authority and encourages entry to a greater range of voices, thus promoting the sense of community that has been valorized by much feminist criticism” (18).
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Señores escritores la presente es para conversar y ayudarnos mutuamente, por eso les escribo estas cuantas palabras para escribirme. Para Uds. señores escritores me permito informarles para que me entiendan por la situación que estoy pasando…: hace mucho tiempo yo tenía un perro y ese perro era de raza chiguagua, pero era inteligente pero un día se murió de un ataque… señores porque es importante que me escuchen … es la única opción para desahogarme, por eso les cuento amigos, no sé si les importe pero a mí me importa mucho porque mi perro fue el más lindo del mundo pero… lo mataron, le colocaron en una carne veneno para ratones. Por eso señores escritores es para mí un orgullo que Uds. me escuchen, señores escritores, es importante para mí que me he apurado de escribirles: era un miércoles cuando yo jugué con él, me cansé y me fui a despedir […] en la madrugada yo oí que mi caballo relinchaba como el viento cuando le dije ¿qué te pasa? Encontré a mi perro con baba en el cuello y con un pedazo de carne en el hocico…. Por eso es pero sumamente importante que me aigan escuchado, por eso yo sé que es. Pero solamente importa que me hayan escuchado.22
A través de ese género supuestamente menor, un niño que vive en una de las regiones más marginadas y rurales del país hace un llamado a esa figura del letrado no para adjudicarles a los “señores escritores” el estatus de informantes o cronistas de su dolor, sino para “conversar”, es decir, para insertar su vivencia desde sus propias palabras. En su evidente reflexividad, este testimonio epistolar busca dialogar con las narraciones públicas de los “señores escritores” y, por consiguiente, es narrado bajo la premisa de que es posible escribir a la par de ellos. La carta desmantela el modelo testimonial de un letrado que transcribe el relato de un sujeto marginal acudiendo a la primera persona porque reitera la diferencia entre este autor que escribe a mano y a veces de forma ininteligible y esos “señores escritores”. Aquí, ni es el letrado quien transcribe ni prima simplemente el uso de una primera persona que nos acerca al discurso del personaje participativo, como suele suceder en el caso del testimonio transcrito por el primero. Como conversación a distancia, plantea un diálogo entre los escritores y este es-
22 Carta de Harold Alexander Arias Medina a “Señores escritores”, Inzá (Cauca), 2007 (énfasis mío).
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critor subalterno (y legalmente considerado menor de edad): él no pide simplemente representación, no aboga por que lo escriban; se escribe, ofrece su escritura, se adjudica agenciamiento mientras denuncia.23 El autor de la carta anterior comprende a cabalidad la promesa que hizo el proyecto de hacer circular públicamente los escritos de la gente del común. El tono urgente de la misma, su insistencia en hacerse pública al rogar que los escritores lo escuchen, revela que el sujeto se reconoce como protagonista de su propia narración, pero, como productor de una memoria subalterna, entrar a la escena pública implica trabajo (tejer una historia, solicitar la atención, jugar con la identidad al dar dos nombres). Como en el caso de las cartas desde Rusia de Juan Valera estudiadas por Pagés-Rangel como textos que sirven de soporte para la producción literaria del novelista, quien escribe “manipula la carta privada y sus condiciones como artificio literario para instalarse en el mundo de las letras y acceder al mundo de la política. Las cartas son entonces un proyecto, uno que tiene como base utilizar la carta privada como artificio, como instrumento público” (86). En un gran número de misivas sobresale, de hecho, una autorreflexión productiva, a partir de la cual quien escribe se pregunta (y les pregunta a otros, gracias al formato epistolar) por el acto mismo de articular su historia para otros. Esta especie de metapoética podría considerarse como un entrenamiento necesario para la participación en una esfera pública más incluyente de grupos marginales y alternativos. En Colombia, el testimonio es un género que experimenta un auge desde los años ochenta y noventa a raíz de la crisis política y social para darle expresión a asuntos que han afectado a grupos marginales y sujetos subalternos.24 Recientemente, ha tenido un nuevo despliegue
23 En este sentido, el subalterno intenta hablar, para utilizar el lenguaje de Spivak, en el acto de reflexionar sobre su posibilidad de conversar con los escritores que suelen ostentar el poder de narrar la vida cotidiana que ahora él quiere narrar. 24 Algunos autores de testimonio, como Olga Behar y Mary Daza Orozco, y testimonios compilados por Alonso Salazar y Víctor Gaviria, entre otros. Lucía Ortiz coincide con Fals Borda en que a través del testimonio los intelectuales se han acercado más a las zonas rurales y periféricas de la nación y han articulado una política de coalición con los sujetos subalternos (343).
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gracias al trabajo del Centro de Memoria Histórica, que busca hacer públicos los testimonios de las víctimas del conflicto armado colombiano. Pero, aunque las cartas de la persistencia pasen por un proceso de mediación como otros testimonios (pues su divulgación siempre está sujeta a un proceso de selección, a la intervención de compiladores y lectores que filtran el material, que lo organizan), emergen en el acto mismo de tomar el lápiz o presionar el teclado, es decir, que desechan desde un comienzo la ficción de una oralidad prístina anterior a la escritura y complican la idea de que el testimonio es la manifestación de una voz popular no mediatizada.25 Las constantes reflexiones sobre el acto de escribir que aparecen en la gran mayoría de las cartas, como aquella del niño del Cauca citado anteriormente, indican precisamente que el testimonio es un espacio textual de maniobras variadas y no el mero lugar de transmisión de una voz simple que busca contar una verdad. Coincidimos aquí con la noción de Sklodowska de que los relatos testimoniales pueden ser vistos desde la perspectiva de la práctica literaria, pues hay en ellos la presencia de recursos poéticos y retóricos que enmarcan la denuncia contenida en sus páginas. Al mismo tiempo, estas cartas difieren de aquellos proyectos etnográficos que presuponen la existencia de un recolector de historias, de un mediador que solicita, escucha y compila las historias de vida narradas por otros para reescribirlas según el canon de su disciplina. Aunque recolectadas por una institución, las cartas de persistencia insisten en hacerse públicas desde su forma misma, como veremos a continuación, pues revelan una autoconstrucción del sujeto que se expone a otros, a los remitentes. Estas misivas demuestran el concienzudo trabajo de selección textual, el complejo andamiaje que requiere dar testimonio: allí el sujeto se construye a sí mismo y a sus destinatarios, selecciona estratégicamente las partes de la historia que va a narrar, organiza cuidadosamente la estructura de una historia que lanzará al buzón virtual o físico. En muchos casos, un remitente cita o copia anteriores cartas suyas, adjunta copias u originales de cartas
25 Para una crítica de la noción de testimonio como transcripción de una voz popular auténtica, véanse los artículos de Beverly y Sklodowska, entre otros.
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pertenecientes a sus seres queridos, envía cartas encontradas, añade fotos, etc.26 En este proceso de selección activa de lo que se relata y lo que se envía, quienes escriben ejercen un agenciamiento sobre su propia historia no solamente a través de lo que cuentan, sino a través del bricolaje que realizan. En su análisis del testimonio de Rigoberta Menchú, Sommer (1999) nos enseña a fijarnos en las tácticas de resistencia que el sujeto subalterno ejerce a través del testimonio, animándonos, con la guatemalteca, a notar aquellos momentos en que dicho sujeto restringe el acceso a los lectores, traza fronteras, se niega a darse a conocer del todo. Es precisamente al fijarnos en este tipo de tácticas en que se vuelve urgente dar cuenta del testimonio no solamente desde su valor referencial, es decir, a partir de los contenidos que, como nos recuerda Ricoeur, invita a interpretar, sino a partir de la forma, es decir, de la escritura como vehículo de agenciamiento. Sommer destaca en el testimonio de Rigoberta el juego estratégico que lo hace posible, “un speech act performativo […] y no simplemente un informe” (1999, 51). Es en este sentido en que debemos pensar en las cartas de persistencia más allá del análisis etnográfico de su contenido. La carta de Melisa Restrepo dirigida a otros escritores de cartas de persistencia resume la importancia performativa de la misma cuando anuncia: “Si logro re-escribirme y re-inscribirme en mi memoria por encima de aquella que me impuse para negar un abuso sexual que no quise comprender […], esta carta, como primer ejercicio de escritura sobre el doloroso y arduo proceso de reconocimiento que estoy emprendiendo, habrá demostrado ser la mejor manera que tengo de persistir en mi lucha por mí misma, contra mí misma, para mí misma y a pesar de mí misma”.27
26 Véase, por ejemplo, la carta enviada por Gloria María Posada, que originalmente fue escrita en 1999 e iba dirigida a un profesor con el fin de explicarle por qué debía aceptar a una ama de casa en su clase de escritura creativa. Otro ejemplo son cartas que gente leyó en el funeral de un ser querido y que después enviaron a la convocatoria o copias de cartas que fueron enviadas al Estado para denunciar algo y que nunca recibieron respuesta o solución. 27 Carta de Melisa Restrepo “a quien pueda interesar”, Bogotá, 2007.
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La escritura de cartas es, como Restrepo lo formula, una forma de construcción de la subjetividad a partir de la cual los sujetos se detienen a poner atención a su vida, a descifrar, a reconocerse a sí mismos como sujetos de persistencia, dentro de un contexto histórico particular de violencias y dificultades.28 Como nos enseña Foucault, el sujeto se constituye de formas específicas como loco o cuerdo, delincuente o no delincuente, por ejemplo, a través de ciertas prácticas que son, entre otras, de poder. Pero, al mismo tiempo, también se constituye a través de lo que Foucault llama “prácticas de ser” (practiques de soi), que son propuestas, sugeridas o impuestas por su cultura, su sociedad, su comunidad (1996a, 441). Foucault sostiene que en las sociedades actuales el cuidado de sí mismo se ha vuelto sospechoso y propone el modelo griego antiguo, que defendía una ética del cuidado de sí mismo ejemplificada en la pregunta socrática “¿Cuidas de ti mismo?”, que implica conocerse a sí mismo para así conducirse bien hacia otros y para otros (pregunta que se relaciona con la de “¿quién eres?”, que propone Adriana Cavarero) (435). La escritura de cartas es una práctica a partir de la cual el sujeto puede preguntarse a sí mismo, o, en palabras de Foucault, conocerse a sí mismo, al detenerse a indagar, entre otras cosas, sobre su fuerza vital. Foucault replantea el significado de confesión como un acto de habla en el que el sujeto se publica a sí mismo (verbo que proviene de publicar, hacer público), se da a sí mismo en palabras, se da a sí mismo en un modo de apariencia público más allá de la producción de un relato que provenga de tecnologías punitivas. Este acto de habla es precisamente lo que Cartas de la Persistencia estaría buscando instaurar: un escenario comunicativo en el que las personas se publican a sí mismas ante otros, se vuelven reflexivas cuando, al relatar su historia, se relacionan con el otro ante quien hablan. El psicoanálisis amplía esta dinámica al recordarnos que
28 Esta noción proviene de “The Ethics of the Concern for Self as a Practice of Freedom”, en la que Foucault propone “what one would call an ascetic practice, taking asceticism in a very general sense, not in sense of morality of renunciation but as exervise of self on the self, by which one attempts to develop and transform oneself, and to attain a certain mode of being there” (1996a, 433).
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cuidar de sí mismo también requiere cuidado por parte de otros, en el sentido de que debe haber alguien presente para oír el testimonio, es decir, que en el escenario comunicativo hay otro que funge de escucha. Las cartas indican esa necesidad de que haya alguien para escuchar, y, al menos figurativamente, fugitivamente, construyen a ese alguien.
La escritura epistolar y los terceros Entre los recientes análisis sobre la escritura epistolar, Janet Gurkin Altman sugiere que cualquier reflexión alrededor de la carta conlleva un análisis crítico sobre categorías como autor, lector, intención, recepción, firma, intimidad, subjetividad, alteridad, propiedad privada, etc. Enfrentarse a la escritura epistolar implica considerar las tecnologías y la influencia de las relaciones de poder y de posiciones de sexualidad y clase en el acto comunicativo.29 Nos alineamos aquí con numerosos críticos que desmantelan la noción de que la llamada carta familiar, es decir, aquella enviada entre quienes mantienen lazos cercanos (o con el fin de inaugurarlos), es un documento de la interioridad (categoría que tradicionalmente se ha asociado a lo femenino) y complican la idea de que esta da lugar a una transacción privada a través de la cual se intercambian eficientemente secretos entre el lector y el destinatario elegido o que revelan la voz impoluta de un autor que construye su individualidad en el papel. Coinciden en que las cartas familiares se han utilizado de diversas maneras que trascienden la dimensión íntima y las esferas domésticas o aquellas que cada sociedad define como privadas (Gilroy y Verhoeven, etc.). De hecho, partimos aquí de la
29 La carta se ha convertido en nuestra época en foco de una nueva atención crítica: por su carácter relacional y por la manera en que siempre contempla lo dicho por otros, el acto de cartearse plantea, entre otras, preguntas sobre la subjetividad, la dualidad del lenguaje, las marcas de lo transnacional en la escritura y la regulación de las relaciones afectivas. Pensar en la carta implica considerar la autoridad que ejerce el Estado frente a sus ciudadanos a través del sistema postal, de las leyes de privacidad y de la vigilancia a la que se somete la correspondencia.
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premisa de que la escritura epistolar, por más íntima que pretenda ser, es una práctica textual que cuestiona la categoría misma de privacidad y resquebraja la oposición entre esfera privada y pública.30 Las cartas son y serán siempre cartas robadas: pueden insistir en la identidad de la primera persona que las escribe y en la particularidad de la segunda persona o personas a quien están dirigidas, pero esta insistencia en una díada estable e intransferible que solo tiene sentido a la luz de un tercero ausente y excluido (MacLean, 177-78). En otras palabras, en vez de asumir que el escenario de la interacción epistolar está constituido por una pareja cerrada compuesta por remitente y destinatario, cada carta revela la marca de una conciencia de que hay un tercero, un ladrón, un fisgón a quien la carta insiste en dejar afuera, en excluir, en evitar que la intercepte. Las cartas personales que buscan obsesivamente no circular más allá de remitente y destinatario son las que demuestran, de hecho, la presencia del tercero de forma más explícita. Numerosas cartas de la persistencia ponen en escena esta tensión entre el remitente y el tercero excluido que otras, como las remitidas al editor en el periódico, han evidenciado por siglos, al hacer explícita en la escritura la inclusión del tercero, evidenciando las grietas que marca toda díada epistolar. En estas cartas, quienes escriben suelen escoger a un destinatario conocido, pero el solo hecho de enviar su carta a la Biblioteca Luis Ángel Arango evidencia la aceptación de que serán intervenidas por terceros y de que el autor dejará de ser su dueño. Al igual que pasa con la literatura, la carta dramatiza el conflicto de poder del autor sobre lo que ha escrito, pues invita a una reflexión acerca de las relaciones promiscuas que existen entre escritor, lector y
30 Por esfera pública nos referimos aquí al concepto de Habermas de un espacio social en el que se articulan, distribuyen y negocian significados y se constituye un cuerpo colectivo, espacio que durante el siglo xx es cooptado por dinámicas capitalistas. Sin embargo, consideramos necesario reconocer los aportes que Nancy Fraser, Michael Warner y Sayla Benhabib hacen al considerar que la esfera pública está siempre constituida por un número de exclusiones significativas y que hay grupos marginalizados que suelen ser excluidos de un ámbito considerado universal pero que suele ser masculino y hegemónico. Véanse sus ensayos en Habermas and the Public Sphere.
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texto. ¿Quién es el dueño del documento? El lector es definitivamente uno de ellos. Las cartas abiertas y las expresamente enviadas “a quien pueda interesar”, como las miles que así fueron escritas dentro de este proyecto, se rigen bajo la noción de que tiene un horizonte colectivo o un destinatario indeterminado, de que, como dice Derrida al explorar las relaciones postales, “están los demás, los demás dentro de nosotros. […] Hay una muchedumbre, pues, he ahí la verdad” (2001, 50). Esto explica, en parte, por qué muchas cartas de persistencia apelan a categorías de la colectividad como “queridos amigos”, “a la gente”, “a los colombianos”, “a las personas que les llegue esta carta” o al anónimo y colectivo “querido lector”, que hacen explícita la búsqueda por interrumpir nuestra existencia como terceros, por animarnos a detenernos un momento, por invitarnos a escuchar. Más aún, los rastros de esos otros destinatarios aparecen incluso en algunas cartas donde, en la mitad del escrito, el destinatario deja de ser una persona a quien originalmente la misiva interpelaba y el autor se termina dirigiendo a una colectividad, ampliando el horizonte de destinación a medio camino, como dándose cuenta de que, una vez se escoge al tú, se puede hacer el salto a más de uno. Por ejemplo, en una carta a su hermano fallecido, una niña le cuenta la dificultad que experimentó tras su muerte ,para pasar a expresarnos directamente a los terceros: “Quiero que esta carta sea publicada para que todos se enteren que podemos vencer al miedo y los temores que nos invaden y que no nos permiten salir adelante”.31 En otra, una niña le escribe a su hermano que se fue de la casa años atrás, contándole de su vida y pidiéndole que se ponga en contacto con ella, pero, al mismo tiempo, añade una foto de su hermano por si alguien lo ha visto y logra reconocerlo, consciente de la amplitud de la escena epistolar en la que siempre se vislumbra un tercero.32 En las cartas de persistencia, el constante vaivén entre el tú íntimo y los terceros, vaivén explícito en ciertas misivas que navegan entre varios destinatarios o implícito en la exclusión misma del tercero en
31 Carta de Yenny Katherin Perilla a “Querido hermano”, Chiquinquirá, 10 de julio de 2007. 32 Carta de Laidy García a “Hermanito”, Bogotá, junio de 2007.
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otras, complica el pacto autobiográfico bajo cual el remitente escribe bajo la promesa de sinceridad y el lector acepta leerlo dentro de esa dinámica contractual. La presencia del tercero disloca la identificación sentimental del lector con el yo que escribe, dando lugar, como en el caso del testimonio de Rigoberta Menchú, a una dificultad de asimilarlo. ¿A quién está hablando? ¿Es a mí o no es a mí a quien se dirige? ¿Cuáles son las consecuencias de mi fisgoneo? Surge de la ambigüedad de destinación presente en cada carta una potencial reflexión sobre los procesos de identificación y empatía que son determinantes para cualquier escritura y también para cualquier relación política. El vaivén entre el tú y terceros, la distancia marcada que revela el paso del “querido papá” al “querido lector desconocido”, es un obstáculo para la total identificación con el yo que narra y sugeriría más bien otro tipo de relación en la que se recuerdan las distancias, pues el lector no puede simplemente ocupar el sitio de quien escribe o el sitio del tú que tantas veces aparece en las cartas.33 En el caso colombiano, la irrupción del tercero que estos documentos enfatizan tiene efectos significativos. A través del estudio de la comunicación, Martín-Barbero sugiere que la política neoliberal “erosiona el tejido societal y quiebra un horizonte mínimo común”. En términos del funcionamiento social, concluye que “lo que ahora tenemos es la desagregada individualizada experiencia de los televidentes en la casa. La atomización de los públicos trastorna no sólo el sentido del discurso político sino aquello que le daba sustento, el sentido del lazo social” (1997, 27). En este contexto, la conversación entre generaciones y la relación con las comunidades del pasado se trunca. Al mismo tiempo, en un universo comunicativo que funciona bajo el lenguaje de la televisión y la publicidad, universo en
33 Esto es lo que Sommer llama, en el caso del testimonio de Rigoberta Menchú, la reiteración de ciertos límites que dan lugar a “una identificación lateral que reconoce las posibles diferencias entre nosotros, en cuanto componentes de un todo sin centro. Ahí es donde podemos entrar como lectores, invitados, en palabras de Lévinas, a estar con otros. Todas esas relaciones son transitivas. Toco un objeto, veo al otro; pero no soy el otro. Eso es estar con el que habla y no ser esa persona” (mi traducción, 1999, 118).
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el que los mensajes dirigidos a los habitantes de las sociedades latinoamericanas son esencialmente antidialógicos, pues no establecen conversación, las cartas de la persistencia estarían rompiendo con esa lógica del anuncio (publicitario, presidencial, noticioso) que no busca —de hecho, no quiere— la respuesta verbal del destinatario (sino que solicita su consumo).34 En una movida profundamente contracultural, las cartas de persistencia no solo reflexionan de forma dialógica acerca de los efectos de las violencias, complicando lo que narran los medios masivos, sino que ponen en escena una interlocución entre sujetos que no depende de un modelo de total identificación, sino del reconocimiento de las distancias necesarias para cierta contigüidad democrática. Al igual que Reguillo y Martín-Barbero, Monsiváis sugiere que la ciudad latinoamericana ha estado marcada en el cambio de siglo por “la fiereza del medio que cancela los dispositivos de solidaridad a favor del egoísmo de la sobrevivencia, bajo la luz de una premisa de la indefensión: ‘Si es tan poco lo que puedo hacer por mí y por los míos, imposible hacer algo por los demás’” (s/p). Las cartas que comparten los modos de persistencia rompen con esa lógica y reactivan los dispositivos de solidaridad. En su plena conciencia de estar llegando a lectores desconocidos, cientos de cartas se encargan de dar consejos y consuelo a otros tanto a partir de la experiencia personal como a partir de la abstracción. “Aunque no te conozco ni tú me conoces a mí espero que leer esto te sirva de algo”, dice una joven tras narrar su historia de persistencia cotidiana imaginando a otros más allá de su comunidad inmediata. En un poema, Doly Enríquez, una mujer que pertenece a la Corte de Mujeres del Valle, asociación que agrupa a mujeres de diversas procedencias que se movilizan por los derechos de género y por la reparación y la reconciliación, describe precisamente lo que conlleva escribir teniendo en la mira al otro:
34 José Teixeira Coelho Netto investiga el caso de los medios brasileros, que es muy similar al de Colombia, y sugiere que la ausencia de lo dialógico está en la raíz de la personalidad ansiosa y violenta que marca el momento presente en la región.
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Escribo y te escrito porque me niego a morir, a callar, a olvidar. […] Escribo y te escribo porque no quiero ser portadora de un corazón insensible no quiero ser portadora de un alma que no suspenda el baile cuando al otro, a la otra les oprime la muerte […].35
Aquí, los dispositivos de solidaridad, como ayudar y aconsejar al extraño, al tercero antes excluido y ahora incluido, detenerse a fijarse en su sufrimiento, protestar ante su asesinato, entre otros, se hacen explícitos. El hecho de que la carta contemple la existencia del tercero permite que la escena solidaria pueda comenzar.
Escrituras persistentes: una melancolía necesaria En vez de buscar un relato totalizante en el que el sujeto dé cuenta de toda una vida, la invitación de Cartas de la Persistencia buscó ser más puntual, animando a otros a pensar en el día después, es decir, a narrar las experiencias cotidianas de agenciamiento en el presente. Las prácticas cotidianas frente a las tragedias, los sufrimientos y las dificultades se pueden pensar utilizando la categoría de tácticas, que para De Certeau son procedimientos cotidianos de creatividad que se diferencian de las estrategias utilizadas por instituciones dominantes (como ejércitos, corporaciones, etc.). Para De Certeau, hay maneras en que aquellos que no tienen poder circulen en un espacio constituido tecnocráticamente y funcionalizado, no simplemente de forma pasiva, sino precisamente a partir de una creatividad cotidiana que
35 Doly Enríquez, “Poema de memoria”, en carta dirigida a un lector no identificado, Cali, 28 de mayo de 2007.
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transforma el espacio de forma favorable. Para De Certeau, las tácticas tienen que ver con un mapeo de la experiencia, que es precisamente al que aludía el proyecto cuando buscó reconocerlas, legitimarlas y hacerlas públicas. Persistir se define “como mantenerse firme o constante en algo” y “durar por largo tiempo” (DRAE). Esta última acepción tiene especial resonancia en el contexto de las representaciones mediáticas y en otras narrativas en Colombia, en particular si tenemos en cuenta ciertas tendencias del cine colombiano reciente y de los medios que reiteran un panorama en el que la vida del sujeto se ve amenazada constantemente por el asesinato, la balacera, la desaparición y el desastre.36 Al intentar insertar en la escena pública aquellas narraciones de los ciudadanos sobre cómo sobrevivir en el mundo, Cartas de la Persistencia también se interesa en que estas historias persistan en el ámbito público, es decir, busca que se conserven, que adquieran el estatus de memoria, que es precisamente lo contrario a lo que sucede con las historias marcadas por la fugacidad bajo la que operan los medios de comunicación. Al analizar la escritura epistolar, Derrida se refiere precisamente a la parálisis que ella rebasa, subrayando el vínculo entre escritura y supervivencia: “La parálisis no significa que ya no puede uno moverse ni caminar, sino en griego, hágame usted el favor, que ya no hay vínculo, que todo lazo ha sido desatado (o sea, por supuesto, analizado) y que, por ende, porque queda uno ‘exento’, absuelto de todo, nada funciona ya, nada permanece junto ya, nada avanza ya. Se necesita algo de lazo, y algo de nudo para dar un paso” (2001, 127). Planteamos pensar aquí en la persistencia y en su articulación como el proceso que permite tejer el nudo que vincula al sujeto con otros sujetos y, sobre todo, al pasado con el presente. ¿En qué consiste la carta de
36 Basta con pensar en la categoría del sicario o del habitante de las comunas y los barrios marginales para observar que se ha construido todo un imaginario sobre la existencia de estas personas para la muerte temprana, como nos recuerda el documental sobre los jóvenes de las comunas de Medellín titulado La sierra (2005). Para un estudio importante sobre la forma en que estos jóvenes recuerdan, ritualizan y negocian la muerte y configuran su comunidad, véase Riaño Alcalá (2006).
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persistencia sino, en alguna medida, en un acto melancólico? Si el proceso de duelo implica declarar resuelto el pasado, las cartas de la persistencia eluden esa declaración a propósito al revisitar el momento de la pérdida y revivir el pasado en el presente sin sumirse, sin embargo, en la escritura catastrófica. Proponemos entonces pensar en estas misivas como espacios de una melancolía productiva, pues encarnan una mirada que permite entablar una relación abierta y continua con el pasado y traer a primer plano a sus fantasmas y espectros, no para insistir simplemente en el dolor y la disgregación, sino para evaluar el lugar del sobreviviente en el mundo. Narrar las pérdidas implica aquí detenerse en ellas, aunque no perderse en ellas, reescribir y reinscribir al sujeto, como lo menciona la carta anteriormente citada, que es un requisito para la reimaginación del futuro.37 Uno de los ejemplos más claros del funcionamiento de estas cartas como actos melancólicos productivos, o reparadores, son los cientos de misivas a los muertos recibidas por la convocatoria. Escribir a los muertos supone, como dice Claudia Anchique, una mujer que le escribe a su padre asesinado por pertenecer al partido de izquierda de la Unión Patriótica durante la década de los noventa, entablar una “particular comunicación” en la que “uno pregunta, uno responde, uno supone, uno asume, uno quisiera, uno se representa y representa al ausente”.38 Cientos de cartas a los muertos, en particular a aquellos que murieron por causa del conflicto armado, demuestran la necesidad de un paso intermedio entre el momento trágico y el duelo: el de nombrar a quien ya no está, invocarlo para denunciar la injusticia de su muerte, detenerse en el diálogo con el fantasma. Dialogar con los muertos es un prerrequisito para el duelo, que en el sentido freudiano implica la posibilidad de representar la ausencia haciéndole posible al sujeto continuar viviendo como un agente en el mundo. Pero en el 37 Aquí planteamos, entonces, un uso más amplio de la categoría de melancolía, como la utilizan Eng y Kazanjian, entre otros, para quienes, “while mourning abandons lost objects by laying their histories to rest, melancholia’s continued and open relation to the past finally allows us to gain new perspectives on and new understandings of lost objects” (4). 38 Carta de Claudia Victoria Anchique a “Papi”, Duitama (Boyacá), 2007.
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acto de nombrar a sus muertos, o de dar cuenta de las masacres, los asesinatos y las injusticias presenciadas, estas cartas no resuelven el dolor ni le ponen un punto final a la pérdida: no enfatizan el descanso de los fantasmas, sino un despertar que ahuyenta al sujeto de forma productiva, pues le permiten reflexionar sobre su lugar en medio del panorama de la pérdida. Como dice un remitente a su madre muerta: “Me despido de ti, mamá, pero esta no es la primera ni la última carta que vas a recibir de mí”.39 El proceso de recordar a quien ya no está, que aquí está íntimamente ligado a la escritura, se vislumbra como un ejercicio que no termina nunca. La escritura de cartas a y sobre los muertos, muchos de ellos asesinados o muertos dentro de dinámicas violentas, implica un ejercicio de localización del sujeto frente al pasado de manera activa. En el caso de muchas cartas, invocar a los muertos de la violencia política y social en Colombia es un ejercicio que da lugar a la denuncia y a la crítica que muchas veces los sujetos no han tenido la oportunidad de elaborar por las vías tradicionales que ofrece el Estado o la sociedad civil tradicional. “No ha sido fácil para nosotros aceptar tu muerte […]. Te silenciaron tu palabra y oscurecieron tu amor”, escribe Jairo Tamayo a su hermano asesinado en una carretera, explicando las circunstancias de su muerte, denunciando la ineficiencia del sistema jurídico y contando la manera en que la familia intenta enfrentar el dolor. En “La carta que nunca escribí”, un campesino del Caquetá, región azotada por la guerra, le escribe a su hijo asesinado contándole cómo la familia se convirtió en desplazada después de que los grupos armados intentaran reclutar al joven para la guerra. Denuncia el alistamiento forzado y critica el manejo burocrático que se le da al tema del desplazamiento en la ciudad.40 Para Ortega, el valor de muchos testimonios está en que logran trascender la insistencia en “el carácter irredento de la pérdida” y “se convierten en vehículos para elaborar exigencias políticas más contundentes”. Con frecuencia, escribe Or-
39 Carta de Nelson a su madre, Bogotá, 2007. 40 Carta de Rodrigo Pascuas Forero a Rodriguito, Valparaíso (Caquetá), 16 de julio de 2007.
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tega al leer a Das, las víctimas “tienen la experiencia del sufrimiento social total y abyecto pero no detentan el lenguaje para transformar esta experiencia en formas que tuvieran sentido en el dominio político”. […] El ejercicio testimonial permite forjar palabras e hilvanar relatos con una carga política más satisfactoria, palabras e historias que desmonten la idea de que son culpables y les permitan comenzar el proceso de denuncia e impugnación” (2008, 41). Escribir a los muertos es no solo recordarlos, sino reiterar que quienes quedaron vivos son sobrevivientes no a través de dinámicas de venganza, sino a través de actos que implican respuestas distintas a las violentas.41 Claudia Victoria Anchique, por ejemplo, explica cómo enfrentó el asesinato de su padre, una de las miles de personas asesinadas a finales de la década de los ochenta por pertenecer al partido de la Unión Patriótica, combinando la denuncia sobre esta sistemática masacre en la que participaron paramilitares y fuerzas del Estado con las reflexiones sobre el día después: Los 21 años que han pasado desde tu muerte representan el tiempo en forma absolutamente relativa […]. Y aquí viene la siguiente confesión: […] si bien al principio sentía un dolor casi inaguantable cuando te nombraban, sentía que no podía seguir […] en un mundo tan absurdo; después, poco a poco, fui moldeando de diferente manera este eterno duelo: fui recogiendo tus pasos y entonces cada ocasión para escuchar algo de ti, […] se volvió indispensable.42
41 Esto se vislumbra, por ejemplo, en el siguiente fragmento de una carta de una mujer anónima: “La verdad es que, días después, los dos grupos armados dejaron de hacer presencia allí”, cuenta la joven anónima a su amigo asesinado por los paramilitares, “pero su paso dejó corazones rotos, familias, madres, padres, esposas, esposos, hijas e hijos en su peor estado, a tal punto que las consecuencias se viven hoy. […] Para mí las cosas no han mejorado mucho, mi familia ha sufrido altibajos, pero tratamos juntos de solucionar esas situaciones y levantarnos, seguir luchando porque nos aferramos […] a que nosotros como seres humanos tenemos un corazón noble, y que nuestros hermanos y sobrinos no deben vivir lo que nosotros”. Carta de Anónima a un amigo, Caquetá, junio de 2007. 42 Carta de Claudia Victoria Anchique a “Papi”, Duitama (Boyacá), 2007 (énfasis mío).
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En esta carta sobre la manera en que una hija se localiza en el mundo frente al asesinato de su padre, sobresale lo que Frazier identifica como una manera particular de hablar a través de los muertos a partir de la cual “los sujetos políticos se definen por la pérdida pero no están subjuzgados a ella. Están en un diálogo oposicional perpetuo con los muertos por la búsqueda de la justicia” (116).43 Tras este diálogo oposicional, se vislumbra el acto de poner la cara frente al evento violento a través de la reinvención y del uso del recuerdo. Esta mujer le cuenta a su padre que gracias a la forma en que lo ha recordado, de la cual esta carta es un ejemplo, ha podido evitar verse paralizada por la pérdida. El después en esta carta marca el reconocimiento de que hubo que reconstituirse a partir del recuerdo, llevándolo encima como un tatuaje, metáfora de una melancolía productiva. Esta salida de la parálisis está, de hecho, encarnada desde un principio en el acto mismo de escribir. Como analiza Frazier en el caso de los funerales y otros rituales alrededor de la muerte en el Chile de la dictadura, el diálogo con los muertos implica la apertura de un espacio de protesta política. Hablar a través de ellos es un acto de gran importancia para la construcción democrática en un escenario de postconflicto que, en vez de incitar el olvido o las reconciliaciones superficiales, ponga sobre la mesa la crítica, como hacen estas cartas, la necesidad de justicia. En la misiva a su hermano asesinado, Jairo Tamayo pone en palabras la compleja relación entre representar la ausencia, narrar el lugar del sobreviviente y pedir justicia: “Ahora nos dicen que reclamemos justicia. Pero ¿a quién se le puede reclamar?, si los que te mataron nunca dieron la cara y ahora parece que todos les tenemos que olvidar las muertes que oficiaron pero que tienen miedo de reconocer qué hicieron”.44 La carta es un primer reclamo público en el que, a través del diálogo con un
43 Frazier se refiere a este proceso como un contraduelo, para diferenciarlo de las leyes de punto final y de diversos discursos que proponen un proceso fácil y transparente de cerrar heridas, en particular en el caso de las transiciones a la democracia en el Cono Sur. Sin embargo, para evitar caer en términos que pueden terminar denotando una exaltación de la disgregación, nos quedamos aquí con la noción de melancolía productiva. 44 Carta de Jairo Tamayo a su hermano, 30 de junio de 2007.
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muerto, se critican las políticas de olvido y se comienza a preguntar por las posibilidades de la justicia. Frente a las representaciones de una nación desmoronada, aquellos relatos que enfatizan la posibilidad de narrar el escenario del dolor son fundamentales, pues inauguran nuevas perspectivas y preguntas para repensar la categoría de una colombianidad violenta. En el contexto de un país donde se producen importantes reflexiones sobre las posibilidades de rememorar y sobre cómo hacerlo, las cartas de la persistencia se convierten en documentos que dan cuenta a otros de un trabajo que posibilita la articulación de la memoria. Así como la visibilización del dolor de las víctimas es fundamental para enriquecer las reflexiones en torno a la historia y a las políticas a seguir para reconstituir el tejido social, la existencia de testimonios en los que la memoria del día antes y del día después se articula es fundamental para ampliar las narrativas históricas sobre la vida cotidiana en la Colombia contemporánea. Es decir, que, cuando hablamos de documentos en los que se posibilita la memoria, no estamos abogando por un modelo simplista de duelo en el que todo puede ser narrado y superado, una especie de resiliencia ligera, rápida y sin tropiezos, sino que nos referimos a la entrada de testimonios cuyo enfoque permite dar cuenta de la diversidad de respuestas y tácticas que utilizan los sujetos en un mundo conflictivo y difícil. Das nos invita a fijarnos en la multiplicidad de labores de reparación cotidianas que llevan a cabo las víctimas, entre ellas las que se hacen a través del acto testimonial mismo. Como dice Ortega sobre los testimonios de las víctimas: Su valor etnográfico radica no solo en la posibilidad de señalar la pérdida, sino que fundamentalmente pone en evidencia el temple y la recursividad de los seres humanos para sobrellevar el sufrimiento, para apropiarse de las perniciosas marcas de la violencia y re-significarlas mediante el trabajo de domesticación, ritualización y re-narración. Esta voluntad de vida agita el tiempo y lo pone en circulación de nuevo, sacude la presencia de la ausencia, e inicia un modo de estar [en palabras de Das] “en que el tiempo no permanece congelado sino que se le permita hacer su trabajo” (2008, 43-44).
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Respuestas al acto violento Judith Butler utiliza la noción Lévinasiana de la ineludible responsabilidad que surge frente a quien me persigue o me violenta para sugerir la idea de que incluso aquellos que nos hacen sufrir tienen un rostro. Nuestra relación con aquellas personas no se puede simplemente negar, así yo nunca haya escogido tenerlas. “In what sense can we understand a heightened sense of responsibility to emerge from the experience of injury or violation? What might it mean to undergo violation, to insist upon not resolving grief and staunching vulnerability too quickly through a turn to violence, and to practice, as an experiment in living otherwise, nonviolence in an empathically nonrecirpocal response?”, pregunta Butler (2005, 100). Esta pregunta es fundamental para Cartas de Persistencia, pues muchas epístolas reflexionan explícitamente sobre cómo responder a la acción violenta ejercida en su contra. Primero, quienes escriben logran dar el paso de ser el objeto de los actos de habla de alguien más (el victimario) a volverse el sujeto de sus propios actos de habla, paso esencial en el trabajo de memoria (Brison, 39). Tras narrar los actos violentos de los que fue víctima o testigo quien escribe, tras detenerse en la explosión, la mayoría de estas misivas documentan las posibilidades pacíficas de responder ante estos actos y frente a sus responsables y evidencian la cuestión de la responsabilidad que se adquiere luego de presenciar la violencia: un ejemplo lo dan los relatos de las personas que deciden dedicarse a la docencia porque se sienten responsables de cambiar su entorno. En estas cartas, el experimento no violento comienza por responder al evento de una forma que inaugure la reflexión sobre el asunto. A veces quien escribe se dirige directamente a quien lo agredió y otras veces lo hace a alguien más, pero con la narración de la agresión en la mira. Entre las cartas de persistencia frente al conflicto armado en Colombia, sobresalen aquellas que logran precisamente articular una compleja reflexión ética. Pedro Conrado Cúdriz, por ejemplo, ante la sensación de desasosiego cotidiano, cuenta lo siguiente: Construí a pulso de alma un micromundo para poder vivir como un ser humano […] para poder plantear desde allí las preguntas más
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incómodas de la existencia […] he comenzado a observar otras salidas: sobre todo, no quiero que mis hijos me reclamen mañana lo que yo no fui capaz de reclamarle a mis padres: ¿Por qué no hicieron nada para legarnos otro país? […] Hoy tengo, afortunadamente, la certeza que sobre el cadáver de ningún hombre es posible construir bienestar ni esperanza. Nosotros hombres humildes y desarmados, civilistas para más señas, hemos logrado sobrevivir porque no nos hemos involucrado en ninguna guerra, ni hemos patrocinado ni física, ni política, ni ideológicamente la violencia política; no hemos, en fin, empuñado un arma ni para matar un reptil. Creo que aquí está la fuerza interna de la esperanza, en esta civilidad a prueba de fuego, en este lugar no común que nos alienta a respetar al otro para atravesar almas sin la necesidad de violentarles su tranquilidad o asesinarlas.45
Esta carta plantea las posibilidades de actuar frente a la violencia política, de responder a la agresión que sucede frente a uno de forma pacífica. De ahí que enfatice un comportamiento democrático, el repudio a las armas, la “civilidad a prueba de fuego” que nos remite a una sociabilidad que continúa existiendo a pesar de las armas. Dentro de los diversos temas que exploran, la mayoría de cartas, en su aceptación de que serán leídas por terceros, logran formular tácticas cotidianas de persistencia o resistencia cuya fórmula radica en la interacción con otros sujetos. Como testimonios de la manera de no caer en la parálisis, las cartas de la persistencia expresan la necesidad de la presencia de otros para enfrentar la adversidad, reforzando el hecho de que se narra para otros, con otros y a partir de otros, de que el tercero está siempre en la mira tanto de la carta como de las múltiples formas del persistir cotidiano que allí se narran. David Alberto Zuluaga, un joven de Antioquia, cuenta el dolor que le causó la llegada de grupos armados a su región que asesinaron a sus hermanos y entraron a su escuela. Finaliza su carta diciendo: “Hoy 7 años después, muchas personas me motivaron para que siguiera con el estudio y ahora estoy en el grado octavo, estudio en la mañana y diario en la tarde salgo a vender empanadas a la calle […]. Ahora estoy
45 Carta de Pedro Conrado Cúdriz a “un lector desconocido”, 10 de junio de 2007.
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tratando de superar todo el daño que me ha causado la guerra, con la ayuda de mis amigos […]”. Así, la historia de persistencia de muchos es una historia sobre el encuentro con otros, encuentro que revela la responsabilidad que uno como sujeto tiene hacia el otro, encuentro que revela que la relación con un tercero, que, como dice Lévinas, no es un hecho contingente, sino de nuestra existencia como sujetos. Este niño superviviente de la masacre de sus hermanos y de la incursión de grupos armados en su pueblo demuestra en su carta a otros que sobrevivir implica reintegrarse a una comunidad, reestablecer conexiones que son esenciales para la supervivencia psíquica. Para Lévinas, en la tragedia de la persecución lo ético consiste en pasar de la indignación y el dolor a la responsabilidad por el perseguidor, del sufrimiento a la expiación del otro (en Butler 2005, 92). Ese proceso expiatorio que asume la responsabilidad hacia quienes nos hacen daño se evidencia en la carta de Yesid, de catorce años, que escribe desde Risaralda a sus padres ausentes expresándoles su rabia y tristeza por su abandono.46 En ella, el niño finaliza articulando el perdón y dando cuenta del proceso difícil y complejo de la expiación de quien ha ejercido la agresión, que en este caso tiene como base el abandono. En medio de las discusiones sobre perdón y reparación que se han generado frente a los procesos de paz en Colombia, la carta de Yesid contribuye a la reflexión dando cuenta de las tensiones entre perdonar y olvidar. La memoria de este niño, aquel “nunca se me olvida todo lo que me ha pasado en la vida”, está atado al acto de perdonar a los padres a través de una carta que les dirige a ellos, pero que a la vez
46 “Mamá y papá, no los pude conocer sólo porque el destino quiso que fuera así. Lo único que espero es que por favor estén bien, porque yo no guardo rencor a ustedes por lo que me han hecho […]. Mamá estoy triste contigo porque me he dado cuenta de muchas cosas que no me gustaron, no entiendo por qué las hiciste. […] Papá en estos momentos no te quiero decir nada porque me tienes con mucha rabia […] ni siquiera te mereces que en esta carta te nombre como ‘papá’ pero lo hago porque sé que eres un ser humano y todos los seres humanos merecen respeto […]. Y les quiero decir que de corazón los perdono, pero no de conciencia. No sería capaz porque nunca se me olvida todo lo que me ha pasado en la vida”. Carta de Yesid a “Mamá y Papá”, Pereira (Risaralda), julio de 2007.
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hace pública. La rabia, la tristeza y el dolor que la carta anuncia pasan a su vez por el lente del perdón, con el que esta termina, no en tono amenazante sino expiatorio. Es un perdón sin olvido, una expiación en la que la escritura precisamente posibilita el recuerdo de la dificultad de vivir la experiencia y de perdonar y olvidar. Así, muchas cartas dan cuenta de ese proceso de reflexionar sobre los actos injuriosos, más allá de ser simplemente una confesión de estos desde la absoluta indignación.
Escribir es resistir Si de algo son testimonio histórico estas cartas de persistencia es de que no todo está resuelto, de que, como recuerda la Comisión de la Verdad Histórica, la noción de postconflicto debe matizarse, pues nunca hay una fácil resolución de las tragedias que han aquejado a la sociedad. En su estudio sobre el duelo en el Chile postdictatorial, Frazier analiza cómo el vocabulario neoliberal enfatiza compromiso, oportunidad, ventaja y reconciliación y censura palabras como lucha, libertad y conflicto, acudiendo a un discurso de duelo en el que el dolor se calma y se supera (112). Frente a la idea de un duelo eficaz y rápido, de un proceso simple de sanar heridas (muy presente en los comunicados de Gobierno), algunas cartas nos recuerdan que las hay difíciles de curar, que hay gente sufriendo procesos de disgregación y memorias traumáticas que complican los procesos de reconstitución. Estas personas aceptan la invitación a escribir, pero sus cartas cuestionan precisamente la noción de que las heridas son fáciles de sanar, de que el postconflicto va a ser un proceso fluido y fácil. En estos relatos de resistencia, la escritura a la que se invita a la persona le permite al menos comenzar a establecer un relato de sí mismo y a pensar en posibles soluciones. Resistir es pensar desde el ojo de la tormenta. Hay un sinnúmero de cartas que todavía no pueden localizarse en ese metafórico día después, pero cuya persistencia radica en el hecho de imaginar una salida, de expresar un “ojalá” o un “me gustaría” o incluso de desearle a otros que no les suceda lo mismo, lo que implica comenzar a nombrar el problema. Es a través de la
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escritura misma que se obtiene una “fuerza que ayude a vislumbrar la esperanza”, como dice Cecilia Lamprea en su carta. De esta forma, escribir es fundamental para localizar la experiencia de persistencia en el futuro, es decir, para imaginar y revelar que se planea un cambio en la vida propia. Por ejemplo, una joven de quince años que sufre por culpa del abuso físico de su padre intenta imaginar una situación distinta localizándose, así sea de forma imaginaria, en otro momento, en vez de sucumbir al derrumbe: He intentado varias veces de escaparme […]. La última vez [mi padre] me pegó muy fuerte, eso fue hace siete meses y todavía tengo las cicatrices de ese duro golpe […]. No sé qué hacer, pero estoy haciendo el esfuerzo por terminar mis estudios con éxito e irme lo más lejos posible, donde no lo pueda ver para no recordar esos momentos tan difíciles que he pasado al lado de él. […] Son muy largas mis historias pero con este papel he tenido en qué desahogarme y despejar un poquito mi mente de los problemas.47
El presente progresivo, el subjuntivo y el futuro marcan la táctica de comenzar a articular un futuro distinto. Al mismo tiempo, la escritura de la duda, del “no sé qué hacer” dirigido a otro, representa una forma de pedir ayuda al denunciar el problema y al mismo tiempo abre la posibilidad de reflexionar sobre qué hacer, como lo demuestra el “pero estoy haciendo el esfuerzo” que le sigue a la pregunta. Así, estas cartas, cuya escritura misma supone desde el comienzo la persistencia, dan testimonio de un posible agenciamiento frente a una situación conflictiva, dolorosa y de sufrimiento, más allá de la parálisis. Otras cartas, que podríamos llamar “de resistencia”, no alcanzan siquiera a pensar en el futuro, pero logran denunciar el abuso de la policía, los paramilitares o la guerrilla, las acciones de funcionarios corruptos, el asesinato y el secuestro, el maltrato o el abuso, y también son pedidos de ayuda por situaciones marginales como la pobreza extrema. “La presente es para contarles cómo nos tocó desplazarnos. 47 Carta de Dolly Milena Palmito a Chuchito, Inzá (Cauca), 21 de julio de 2007 (énfasis mío).
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Nos tocó vivir una guerra muy dura”, cuenta una niña de un pueblo de Antioquia narrando cómo, tras la desaparición de su hermano y los asesinatos de gente en su comunidad, ella y los diez miembros de su familia se vieron forzados a salir de sus tierras y emigrar al pueblo. “Pasaba el tiempo y la guerra seguía […] fue así como el 12 de abril del 2004 decidimos abandonar nuestra pequeña parcela y venirnos a vivir al propio pueblo pues ya no fuimos capaces de resistir más el miedo”. Enfrentar el miedo y armarse de valor para partir es una forma de resistir, así como lo es escribir un relato. Pero resistir no es superar. Esta carta se escribe en medio de un panorama de guerra (“la guerra seguía”). Pero, aunque narrar los eventos traumáticos puede no ser suficiente para una recuperación, los intentos de transformar la memoria emocional en memoria narrativa contribuyen significativamente a los procesos de recuperación (Brison, 45) y de reparación (Jelin, Das, Ortega). Muchas de las cartas de resistencia constituyen interpelaciones a grupos diversos que ostentan el poder e incluso aconsejan a otros a resistir y a persistir. El horizonte de estas cartas parte de lo que para Foucault supone la resistencia, es decir, aquellos actos que buscan determinar las fuentes del poder, denunciar y hablar en la escena pública, actos que fuerzan a las redes institucionales de información a escuchar, que producen nombres, que señalan y encuentran responsables. Este, según Foucault, es el primer paso en la iniciación de nuevas luchas contra formas existentes de poder.48 Dentro de esta categoría se encuentran, por ejemplo, las cartas de los presos sobre su situación en la cárcel, que son importantes porque confiscan, al menos de forma temporal, el poder de hablar sobre las condiciones carcelarias; las cartas denunciando el abuso de la policía, y las misivas de mujeres exponiendo el maltrato por parte de los hombres, mencionadas anteriormente, que tan pocas veces son juzgados por sus actos en Colombia. La posibilidad de denunciar en la escena pública, en un lugar que trasciende el juzgado, cosas que suceden tanto en el espacio doméstico
48 Véase, por ejemplo el artículo “Intellectuals and Power: Conversation with Deleuze” (Foucault 1996b, 79).
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como en otros lugares hace de estas cartas documentos testimoniales de situaciones que la gente incluso se niega a expresar en un ámbito jurídico tradicional. Por ejemplo, nos topamos con la carta-testimonio de un joven que presenció un asalto a un bus y el asesinato de un hombre por parte de los paramilitares; la descripción de la tortura de un joven por unos policías; la interpelación a estudiantes de una universidad pública por parte de otros estudiantes que los retan a dejar las capuchas y los explosivos a un lado; la historia de un ex guerrillero que, tras ser fusilado por los paramilitares, se salvó de la balacera y se acogió a los acuerdos de paz, y cientos de historias testimoniales de actos que causan sufrimiento, dolor o ataques a la dignidad de las personas. Algunas de las personas que denuncian estos hechos piden permanecer anónimas, pero el hecho de que hayan al menos incursionado en el ámbito público enviando su carta demuestra la importancia de lo que Spitzer llama “memoria crítica”, una memoria que incorpora lo negativo y lo amargo del pasado inmediato y estimula respuestas al mismo y posibilidades de articular los retos del presente (96), una memoria que, a fin de cuentas, les permite a estos autores hilar y narrar los acontecimientos y buscar una inicial plataforma para hacerse oír.
La persistente escena del reconocimiento Generar un reconocimiento de la historia del otro, no solamente a partir de sus dificultades y tragedias, sino de la creatividad y tenacidad con las que se enfrenta la adversidad y con que esta se articula por escrito, ha sido uno de los propósitos más importantes de este proyecto. ¿Cómo se recibe y qué dinámicas inauguran los testimonios epistolares sobre la perpleja y particular experiencia de supervivencia en medio y en contra de las violencias que son ejercidas en Colombia hoy? Una carta enviada por Carlos Arturo Jaramillo, de Cartagena, dirigida a la “Querida Madre Colombia”, pone en evidencia la relación entre persistencia y reconocimiento que Cartas de la Persistencia buscó elaborar. Después de narrar su historia sobre la dificultad de encontrar trabajo, Jaramillo concluye su carta abogando por ese reconocimien-
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to: “Por ello deseo con mucho ahínco que algún día se me reconozca por estar en pie y no tirarme desde un tercer piso o hundirme en el mar de la desesperanza para luego estacionarme en una depresión […] para mí, ese sería el mayor de los logros […]”.49 Esto revela uno de los puntos fundamentales del proyecto: siempre se requiere de la mirada de otros más allá del acto de reconocerse a sí mismo. Haciendo eco de Hegel, Judith Butler sugiere que uno como sujeto persiste a partir del reconocimiento que otros le dan. El deseo de mantenerse y el deseo de ser reconocido van de la mano.50 El uso de la construcción “se me reconozca” en esta carta se vale del pasivo porque indica precisamente que existir implica que otros, en este caso una comunidad nacional a la que el autor apela a través del encabezamiento, escuchen activamente cómo uno actúa en la vida cotidiana. El triste coronel de García Márquez espera, precisamente, ese reconocimiento, que se haría realidad en forma epistolar y monetaria y del cual, literalmente, depende su supervivencia. Narrar para otros es activar la escena del reconocimiento a través de lo que la filósofa feminista Adriana Cavarero llama la pregunta de quién eres y no simplemente la pregunta de quién soy. “¿Quién eres?” marca la escena del reconocimiento, pues supone un espacio compartido donde el que intenta responder se exhibe frente a otros. El pedido de este hombre para que se le reconozca su tenacidad revela la búsqueda de una escena compartida de coaparición, un espacio interactivo de exhibición que, para Arendt y Cavarero, es el único que merece ser designado como político. El poder político, propone Elaine Scarry, no
49 Carta de Carlos Arturo Jaramillo Ángel a “Querida Madre Colombia”, Cartagena, 5 de julio de 2007. 50 Butler (2005, 43). Esta idea del reconocimiento ya la había sugerido Hegel en su Fenomenología (capítulo 4), cuando plantea que cualquier tipo de conciencia en el sujeto depende de relaciones intersubjetivas. La capacidad del sujeto de ser consciente de un objeto externo que se diferencia de él depende de una autorreflexión, a partir de la cual este solamente puede existir como sujeto vis a vis con un objeto reconocible. Para Hegel, este último es un objeto con conciencia, lo que implica que su modelo se basa en la escena de reconocimiento entre dos o más sujetos.
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es posible sin el acto de describirse a sí mismo (278). Es precisamente en una carta donde Arendt denuncia la desaparición de la costumbre de contar historias en épocas contemporáneas y arguye que una parte fundamental de la interacción entre sujetos se basa en los momentos en que cada uno se revela ante el otro, con palabras y actos, dejando atrás una historia51 que pide que el otro haga un momento de silencio para escuchar. “Gracias por escucharme por medio de la escritura”, dice Karen Diana Lozano, una niña que narra haber visto incursiones armadas en la región del Putumayo, aludiendo a ese intervalo en el que es posible que otro se detenga. La relación tenaz de deseo que Cavarero identifica entre identidad y narración la revela el “por eso deseo con mucho ahínco” de la carta del hombre que pide reconocimiento. De esta manera, en este tipo de misiva que se sabe pública, el sujeto se conoce a sí mismo en el acto de narrarla y la cuenta para que otros lo reconozcan desde su historia narrable. Inspirada por Arendt, Cavarero apunta a la diferencia entre aparecérsele a otros simplemente porque uno se los topa, como le sucede tantas veces al gramático de La Virgen de los Sicarios en su caminar por Medellín, y el acto activo de darse a conocer, que es precisamente el que abre espacios de interacción política. A diferencia del rol moderno de la memoria personal, a través de la cual el sujeto articula su autobiografía como una construcción íntima de sí mismo que se narra a sí mismo para él mismo, el formato epistolar enfatiza el hecho de que el relato de uno mismo depende de una estructura alocutiva, pues la carta implica el acto consciente de escoger a otros en el momento de narrar. De hecho, cartearse, que desde el primer trazo o el tecleo de la primera letra tiene a otros en la mira, consiste la mayoría de las
51 Le escribe Arendt a Mary McArthy: “Me gustaría que escribieras sobre: ¿qué es lo que hace que la gente desee oír una historia? Contar cuentos. La vida cotidiana de la gente común, como en Simenon. No hay otra forma de decir cómo es la vida, cómo el azar o el destino trata a la gente, que contando una historia. […] La vida misma está llena de historias. ¿Por qué han desaparecido los cuentos? ¿Son acaso los hechos abrumadores ocurridos en este siglo los que transforman los acontecimientos comunes y corrientes que le suceden a uno en algo tan insignificante que no merecen ser contados?” (295).
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veces en invitar a que el tú al que nos dirigimos se vuelva un yo que responde. Darse a conocer le permite a quien escribe tender puentes, volverse interlocutor, denunciar, negociar, pedir ayuda, corregirse, preguntarse, reflexionar. Cecilia Lamprea de Guzmán, una mujer de setenta y cuatro años, escribe una carta de persistencia dirigida a un amigo, pero también dirigida a todos nosotros: “Quiero ser una compañía, un apoyo para ti […]. Por eso, quiero contarte mi caso y te invito a que escribas y describas tu dolor. […] Escribe, porque así tendrás cómo desahogarte de lo que ahora te turba y te contrista. Anímate. Produce fuerza desde tu interior ingenio, fuerza poderosa que te haga sobreponerte, como yo lo hice, cuando me encontré en una situación parecida, que quiero compartir contigo, con cariño, para ayudarte a vislumbrar esperanzas”.52 La invitación de esta mujer a su destinatario revela la posibilidad de complicar una comunicación diseñada simplemente para que otro escuche. Esta es, ante todo, una invitación a la respuesta a partir de la articulación de la historia propia. “Anímate”, le pide la mujer a su destinatario, yendo más allá del mero imperativo o del desahogo. El ánimo está inducido por la escritura de un impulso anterior. Es como si, para que alguien se anime —a persistir, a escribir, a sobrevivir—, fuera necesario saber que otros lo hicieron también. Así, el testimonio de esta mujer se produce a partir del sufrimiento del otro, debido a la situación difícil que este enfrenta, es decir, con la presencia de otras personas en mente que también afrontan problemas. Contar el caso propio e invitar al otro a la escritura aparecen aquí en la misma oración: “Quiero contarte y te invito a que escribas”. Un evento jalona al otro, ambos son parte de un proyecto conjunto.
Género epistolar y género sexual Innumerables cartas escritas por mujeres constituyen una subversión del modelo de silencio y represión asociado a ellas, precisamente por-
52 Carta de Cecilia Lamprea de Guzmán a “Querido Amigo”, Bogotá, junio de 2007.
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que han utilizado la interacción epistolar para crear amistades, resistir la soledad de la domesticidad y el silencio impuesto por sus victimarios o convertirse en agentes de crítica y rebeldía, como lo demuestra la escritura epistolar de sor Juana Inés de la Cruz. Entre otros, el diálogo mediante misivas ha sido uno de los soportes para las movilizaciones gracias a las cuales las mujeres obtuvieron derechos como el sufragio y han desarrollado el pensamiento feminista. Hoy en día, en muchas cartas de la persistencia, mujeres colombianas narran, denuncian y dan consejos sobre temas vigentes como el abuso, la violación, la discriminación y otras violencias de género antes consideradas problemas domésticos y privados, así como sobre sus experiencias en el espacio de la guerra o en el mundo laboral, apelando a una comunidad política de apoyo y cuidado. Como revelan Jolly y Gilroy y Verhoeven, el procedimiento epistolar permitió, y continúa haciéndolo, a las mujeres politizar el espacio doméstico, entre otros, apelar a una comunidad política de lectores y lectoras, cuestionar los deberes de la carta familiar y dar a conocer voces femeninas que no se agotan en lo íntimo y lo cotidiano. Entre otras cosas, las cartas de persistencia prueban lo que Cavarero identifica como una larga y heterogénea tradición femenina de narrar historias de vida en un contexto que no es jurídico ni estrictamente estatal, gracias a la cual las mujeres desmantelan la omnipresente figura del hombre letrado profesional (59). En este contexto, sobresalen los cientos de misivas enviadas sobre las posibilidades, condiciones y tribulaciones de ser mujeres en la Colombia contemporánea. Frente a los reducidos espacios de exhibición plurales en los que pueden participar las mujeres en Colombia y en medio de representaciones en el cine y la narrativa colombianas que apelan a modelos normativos en los que el hombre es quien dirige las interacciones sociales y las mujeres, fuera de su función sexual, son redundantes,53 miles de cartas les facilitan a estas, sea cual sea su procedencia, el acto de presentarse y hacerse públicas. Junto con otras iniciativas de género que se han consolidado en
53 Véanse, por ejemplo, las películas La mansión de Araucaima, El Colombian Dream y Perro come perro y textos como La Virgen de los Sicarios.
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las últimas décadas en Colombia, estas mujeres no dependen de que alguien las escriba, sino, más bien, encuentran cómo escribirse y cómo inscribirse en la narración histórica nacional. “Mi abuela me contaba que sólo estudió hasta segundo de primaria pues a las mujeres no se les daba más estudio pues decían que si aprendían a leer o escribir era para conseguir novio”,54 escribe Maritsa Liliana Villacorte, contándole a sus hijos la historia de discriminación sufrida por las mujeres de su familia durante generaciones anteriores. Ella, que sí puede leer y escribir, se inserta en el circuito de la escritura para narrar su interés por contrarrestar esa violencia a través de la docencia y, como un primer paso, de la denuncia del maltrato y la violencia de género. Las cartas de persistencia escritas por mujeres nos permiten indagar sobre el lugar del género en el campo del saber, de la historia y del discurso político de comienzos de este siglo en Colombia. Para Carmiña Navia, las mujeres acosadas diariamente por múltiples violencias, están disminuidas y constreñidas a la hora de realizar su aporte a una eventual salida del túnel, a una cultura nacional de paz. Nos queda mucho por averiguar —en un terreno muy amplio— sobre las mujeres en sus guerras y batallas contra un sistema injusto que las excluye y arrincona o contra el comportamiento machista de sus hombres: averiguar y sistematizar sus condiciones, sus afectos y aportes, sus posibilidades y condicionamientos. […] Recoger el aporte de las mujeres en el proceso hacia la paz, es un reto, hay que recoger y escuchar sus voces, retomar sus evaluaciones e incorporar en los análisis globales el ángulo de su mirada y los matices de sus propuestas.55
Deborah Martin recoge algunos de estos aportes, precisamente, al realizar una genealogía de pensadoras feministas colombianas que en el cambio de siglo se han ocupado de reflexionar sobre la violencia y la paz. Al mismo tiempo, es fundamental reconocer el trabajo que desde el activismo han hecho diversas asociaciones y grupos de mujeres que
54 Carta de Maritsa Liliana Villacorte a “queridos hijos”, 2007. 55 Jaramillo, Robledo y Rodríguez-Arenas (404-409).
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cuestionan las lógicas bélicas que sostienen la guerra en Colombia y luchan por los derechos humanos desde la marginalidad.56 En el caso de este proyecto, miles de mujeres escriben cartas para referirse a su experiencia frente al conflicto armado, conflicto en el que el género juega un rol fundamental, y otras miles se ocupan de hacer pública la vida doméstica y cotidiana, tradicionalmente considerada privada. Leyendo a sor Juana Inés de la Cruz, Josefina Ludmer nos recuerda que también desde esos espacios catalogados como domésticos y cotidianos las mujeres están actuando en el mundo, o, como propusieron las primeras feministas, que aquello tradicionalmente considerado como privado en el modelo europeo burgués es el espacio de lo político.57 En el caso de las mujeres, el acto testimonial y epistolar implica una doble participación: en el ámbito público, desde su inicial llamado a que otros escuchen, y, a su vez, en gran parte, sobre cómo se logró inicialmente esa participación. Escribir la carta, en este caso, es continuar tomando parte, asegurarse y reiterar que se habla en público, preguntarse sobre las posibilidades de poder contar la historia de lucha contra la violencia de género o la discriminación, la praxis. Aprovechando la posibilidad de narrar la escena doméstica y sus irrenunciables vínculos con la política y de hacerse más públicas y reconocibles, las mujeres denuncian las violencias de género relacionadas con el abandono del hombre, la educación machista, el maltrato físico y la violación, entre otras. “Survivors of rape and sexual abuse
56 Entre estas se encuentran la Ruta Pacífica de las Mujeres, que reúne a trescientas cincuenta organizaciones femeninas la Asociación Madres de la Candelaria, Asfamipaz, etc. 57 Para Ludmer, “estos géneros menores (cartas, autobiografías, diarios), escrituras límite entre lo literario y lo no literario, llamados también géneros de la realidad, [son] un campo preferido de la literatura femenina. Allí se exhibe un dato fundamental: que los espacios regionales que la cultura dominante ha extraído de lo cotidiano y personal y ha constituido como reinos separados (política, ciencia, filosofía) se constituyen en la mujer a partir precisamente de lo considerado personal y son indisociables de él. Y si lo personal, privado y cotidiano se incluyen como punto de partida y perspectiva de los otros discursos y prácticas, desaparecen como personal, privado y cotidiano; ese es uno de los resultados posibles de las tretas del débil” (53).
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have never been awarded the same moral authority to speak as survivors of historical trauma”, recuerda Sturken (242). Contar este tipo de eventos y sus supervivencias es una forma de articularlos en el ámbito público. Muchas cartas de la persistencia documentan cómo los actos de enseñar, emigrar, trabajar y criar son condiciones vitales marcadas por la violencia de género. Una mujer de Antioquia, por ejemplo, relata cómo se armó de valor para educar a sus hijos sola durante la época de las mafias de Pablo Escobar en un pueblo aledaño a Medellín: Se convirtió en un infierno mi vida: [mi esposo] me pegaba, me encerraba, y mis años de adolescencia se convirtieron en un corre corre por salvar mi vida y la de mis hijos […]. A mis 19 años y estando mis hijos aún muy pequeños decido enfrentarme a la vida sola sin ayuda y sin apoyo alguno. […] Ya más tranquila sin mi verdugo, empecé a luchar para salir adelante, trabajar, terminar mis estudios., levantar a mis hijos, darles todo lo necesario […] y defenderme de mi esposo que me perseguía como fiera a su presa.58
La persistencia que muchas mujeres quieren que se les reconozca se relaciona con su proceso de transformar una situación de agresión y dolor, que hacen pública, trabajando, consolidando iniciativas comunitarias, dedicándose a la docencia, denunciando, escribiendo por primera vez sobre ella. La masiva participación de mujeres que cuentan y denuncian está informada por las reivindicaciones de género en la Colombia actual, no solo a nivel de denuncias e intervenciones públicas y estéticas contra la violencia intrafamiliar y de género, sino a nivel de la construcción de grupos de mujeres que se manifiestan contra el conflicto armado, por la memoria de las víctimas, contra la discriminación de género, organizaciones que han logrado múltiples manifestaciones de resistencia pacífica.59 Junto con estas cartas, diver-
58 Carta de Ruma Mejía a un lector no identificado, Caldas (Antioquia), 2007. 59 Véase, por ejemplo, el trabajo de la artista Libia Posada en museos de Medellín y Bogotá, donde ha intervenido las salas de los próceres decimonónicos con fotografías de mujeres golpeadas, invitando a una reflexión sobre los proyectos de nación y las comunidades políticas y su relación con la violencia de género. Su trabajo con mujeres desplazadas y mapas corporales también es relevante en este contexto.
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sos grupos comienzan a trazar las relaciones entre violencia de género en el espacio doméstico y situaciones de conflicto y guerra. Como lo recuerdan varios estudios recientes que comienzan a enfocarse en las experiencias y los procesos vividos por las mujeres en medio de la guerra, las violencias de género son un grave fenómeno en las zonas de conflicto.60 Así lo ha comenzado a documentar el trabajo del Centro de Memoria Histórica a través de análisis como Expropiar el cuerpo. Seis historias sobre violencia sexual en el conflicto armado (Prada Prada). Meertens ha documentado cómo en los espacios de conflicto se exacerban las discriminaciones tradicionales impuestas a las mujeres (violencia sexual, esclavitud doméstica, violación, horarios, normas de conducta, etc.), que es lo que precisamente ha ocurrido en décadas de confrontación armada en Colombia. Así lo corrobora el testimonio de una mujer del Putumayo sobre la llegada de la guerrilla a su casa: Pensábamos que también nos iban a matar, entró otro guerrillero y nos hizo arrodillar y nos puso un arma en la cabeza y nos decía que no servíamos para nada y que teníamos 24 horas para largarnos del pueblo y que si nos volvían a ver nos mataban. Entonces nos tocó salir para siempre mis hijas y yo […] caminamos a la madrugada hasta salir a Mocoa, mi hija mayor estaba embarazada producto de una violación de unos guerrilleros.61
Meertens afirma que, en el contexto de políticas públicas que buscan enfrentar estos fenómenos, las mujeres han sido catalogadas como grupo vulnerable, pero insiste en que hace falta un enfoque de derechos que posibilite comenzar a pensar en el problema desde ámbitos de agenciamiento (5). Bianca Marina López, una joven que escribe una carta de persistencia a su hermana desde Mapiripán, Putumayo,
60 El Centro de Memoria Histórica ha publicado diversas relatorías sobre guerra y género que han empezado a mapear estos fenómenos. Véase, por ejemplo, Mujeres y guerra. Víctimas y resistentes en el Caribe colombiano (2011). 61 Testimonio anónimo que acompaña a la carta de Doly Enríquez, dirigida a un lector no identificado, Cali, 28 de mayo de 2007.
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pueblo azotado por una de las más sangrientas masacres de la historia reciente, comienza a formular su situación acudiendo precisamente a este lenguaje de derechos cuando arguye que “aunque grande el problema, vale más la resistencia con sentido de pertenencia, porque aquí estamos. Aunque el despertar fue el sonido de los cilindros y las bombas, hemos convivido todo esto, que es una violación a nuestra juventud y a nuestros derechos como ciudadanos que merecemos que no nos mezclen en la guerra”.62 Uno de los trabajos más importantes del Centro de Memoria Histórica, de hecho, ha sido el de investigar cómo la política y la guerra se viven de determinadas formas según las identidades de género. Es importante, sugieren, determinar comportamientos diferenciados frente a hechos de violencia, traumas, modos de elaboración del relato, procesos emocionales de reconstrucción y resolución, etc. Este enfoque también ha sido fundamental para la articulación del acuerdo de paz con la guerrilla de las FARC (2016), que dedica una sección completa a ello.63 Estas cartas se localizan entonces en esta línea de reflexión reciente y, junto a novelas como Delirio, nos animan a pensar en las dimensiones genérico-sexuales de las violencias contemporáneas.
Acusar recibo o cómo recoger las cartas del mar En toda carta, la existencia del tercero perturba la ilusoria intimidad entre autor y destinatario, pero, a la vez, el narrador de la carta perturba la tranquilidad del primero, pues de forma directa o indirecta lo interpela, lo denuncia, lo impresiona, lo afecta, lo tiene en cuenta, le revela su historia por partes, le esconde algunos pedazos. Para Altman, “in no other genre do readers figure so prominently. What distin62 Cartas de Bianca Marina López a su hermana, Mapiripán (Meta). 63 De hecho, este llamado “enfoque de género” que se aplicó al texto del acuerdo de paz con las FARC fue una de las manzanas de la discordia que movilizó a grupos religiosos y reaccionarios para votar en contra del referendo que pretendía blindar el proceso de paz en 2016. Véase el trabajo de Viveros Vigoya sobre género, sexualidad y política en la Colombia actual.
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guishes epistolary narrative is the desire for exchange […] the reader is called upon to respond as a writer and to contribute as such to the narrative” (88-89). Por un lado, a un nivel colectivo, las cartas logran lo que Butler llama “the chance to be ethically educated or ‘adressed’ by a consideration of who [people] are” (2005, 45). Varias preguntas claves inauguran el relato de uno mismo a otros y el de otros dirigido a uno: “When we come up against the limits of any epistemological horizon and realize that the question is not simply whether I can or will know you, or whether I can be known, we are compelled to realize as well that “you” qualify in the scheme of the human within which I operate, and that no “I” can begin to tell its story without asking: “Who are you?” “Who speaks to me?” “To whom do I speak when I speak to you?” (134). El acto de toparnos con las cartas de otros implica poder ver que ese tú que está narrando vive, persiste, brega, sufre, narra, circula y ocupa espacio. Al mismo tiempo, el narrarse a sí mismo implica enfrentar la pregunta de a quién le hablo, quién es mi remitente. En este ir y venir, entre las preguntas de unos sobre otros, la correspondencia estaría poniendo en escena una de las instancias básicas de lo que Lévinas llama un giro ético que se pregunta por la forma en que los sujetos siempre se ubican en relación con una exterioridad. La carta que circula también invita a la pregunta tan fértil para el pensamiento ético de qué significa ser destinatario. En este caso particular, abrir los sobres para encontrarse con la representación de un encuentro es participar en una comunidad de lectores que se enfrenta al pluralismo interpretativo al que invita toda misiva. Destinatario es quien recibe la carta, pero también puede “entenderse como el que puede forjar el destino; en este caso, el destino de estas palabras al viento” (Pérez Mejía, 148). Hay un enorme sentido de la responsabilidad que está en juego en estas interacciones epistolares. Al volvernos destinatarios, nos enfrentamos a la pregunta de nuestro papel como testigos, como agentes, como participantes de un lugar que habitan muchos otros. Quienes se han armado de valor para narrar buscan no solo palabras para construir sus narraciones, sino un público que quiera y esté dispuesto a escuchar y a entenderlas. Como destinatarios, nos enfrentamos a la responsabilidad de ser los guardianes de las historias de otros, pero, a la vez, nos encaramos con los riesgos que
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implica su lectura. “Existe siempre la trampa de una inclinación voyerista ante la abyección sufrida por el que padece la violencia política, el desastre, el exilio forzado, la exclusión”, sugiere Roelens, sosteniendo que “hay que encontrar una instancia tercera entre el doliente y quien lo atiende: éste logrará atender lo traumático sólo cuando acepte su ambivalencia y perplejidad, entre huida y fascinación, cuando sabrá aprender algo de este otro y así contribuir a abrirle un lugar” (178). En el reconocimiento por el que claman estas cartas, en sus silencios, sus puntos suspensivos y la resistencia de muchas de sus autoras y autores a dar cuenta de la totalidad de la experiencia vital, en su interpelación directa a otros sujetos que no siempre somos la colectividad y en su explícito uso del lenguaje para llamar a otros, se inscribe la posibilidad de activar ese proceso de aprendizaje que se diferencia del consumo voyerista. A través de Cartas de la Persistencia se construye un escenario donde las personas tienen a quien escribir y quien les escriba. La vida narrable de otros, formada por una gran diversidad de versiones de los acontecimientos, viene al encuentro de destinatarios, les solicita atención, los interpela, busca amplificar las relaciones éticas de cuidado y respuesta. Coincidimos con Ortega en que “hay espacios alternativos, contrahegemónicos o íntimos en que [los] testimonios […] les disputan la preeminencia a las versiones oficiales. En algunos casos las contradicen, en otros simplemente las desestabilizan” (2008, 38). Las cartas y sus escenas de lectura constituyen uno de esos espacios desestabilizadores. Las dinámicas que activa esta iniciativa alteran de forma importante los modos de pensar sobre la vida cotidiana en la Colombia contemporánea. ¿Acusamos recibo?
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Siguiendo con la tradición de tantos escritores colombianos contemporáneos, Humberto Ballesteros explora en su novela Juego de memoria (2017) el esfuerzo por aclarar y contar los eventos violentos frente al peligro del olvido, así como el tema de los límites de la narración del testigo. En este relato, la memoria y el olvido ocupan un lugar fundamental a través de la figura de un militar retirado, culpable de la tortura y el asesinato de activistas y campesinos, que sufre de la enfermedad de Alzheimer. Este mal sirve aquí de metáfora de un proceso de olvido imparable que daría lugar a la amnesia total. La protagonista, una médica asignada a cuidar de este militar enfermo en el hospital en el que está confinado, descubre que fue el responsable de la tortura, la violación y el asesinato de su ex novia, cuando era una joven activista de izquierda. La novela se presenta como el esfuerzo de la médica por escribir acerca del dolor y la confusión que surge cuando debe cuidar a este asesino, a medida que incrementa su galopante desmemoria. La ciencia médica, otra de las epistemologías que ocupan un rol central en los modos en que los dolores de las víctimas son obligados a tramitarse en épocas contemporáneas, es incapaz de proveer soluciones para restaurarle el recuerdo al militar con el fin de que pueda conocerse la verdad. Los estudios médicos sobre el alzhéimer no arrojan luces sobre cómo curar al paciente. Tampoco el sistema judicial permitió que se aclarase lo sucedido,
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pues tiempo atrás el militar y sus colaboradores fueron absueltos en un juicio por falta de pruebas. En el proceso de escribir sobre la imposibilidad de articular lo sucedido con claridad para poder denunciarlo, la protagonista reconstruye cómo fue su relación con su amante asesinada, a la vez que intenta narrar la violencia a la que fue sometida por los militares, de la cual ella no fue testigo, pero que se menciona en una investigación periodística sobre los excesos de estos. La pregunta de cómo acceder a esos recuerdos, que podrían continuar morando en algún recoveco de la memoria del anciano militar, permite a la novela examinar los límites del acto de contar un evento no presenciado directamente cuando los testigos, tanto víctima como victimario, ya no están presentes para hacerlo. La protagonista se enfrenta así a la necesidad de actuar frente a la pérdida de la memoria del perpetrador, lo que la lleva a obsesionarse con cómo obtener de este hombre un testimonio de lo sucedido tiempo atrás. De esta forma, la novela de Ballesteros aborda el tema de la responsabilidad social del recuerdo que trasciende la díada víctimavictimario, que también está presente en novelas como Delirio y en algunas películas sobre víctimas jóvenes que tratamos en este estudio. El proceso de escritura, de nuevo, ocupa un rol explícito dentro del relato, con importantes resonancias con otras novelas ya mencionadas e incluso con los testimonios epistolares también estudiados anteriormente.1 Seguimos así frente a una tradición textual anclada al tema de los avatares de la memoria, tradición obsesionada con la pregunta de los horizontes del acto de recordar a nivel social y que, en este sentido, es partícipe de lo que Jelin ha llamado “la fiebre memorialista del presente” (2001b, 13).
1
Al mismo tiempo, vale la pena notar que, a través de la identidad sexual de la protagonista y su amor homosexual, surge en este texto de nuevo la exploración de cuestiones genérico-sexuales en relación con los procesos de articulación del recuerdo, siguiendo con la tradición inaugurada en obras como La Virgen de los Sicarios, Delirio y otras que hemos destacado en este libro, lo que nos remite otra vez a la atención que la producción cultural colombiana ha querido poner a dimensiones sociales que están en el centro de la historia nacional, pero que han sido tradicionalmente ignoradas o minimizadas.
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De una manera más sutil y más poderosa a nivel emocional y simbólico, el trabajo más reciente de Víctor Gaviria aborda el tema de la violencia de género a partir del testimonio de mujeres de los barrios más pobres de Medellín. La mujer del animal (2017), el último largometraje del director antioqueño, se gesta a partir del testimonio de una mujer maltratada y secuestrada por décadas por un hombre, frente al cual intentó sobrevivir sin que nadie pudiera ayudarla. El guion se nutre también de cientos de entrevistas realizadas por Gaviria a otras mujeres abusadas dentro del mismo contexto. Para Gaviria, “las películas que tenemos que hacer en el futuro son películas que realmente muestren el mecanismo de la reproducción de la violencia. Una película como esta expone la gestación y la alimentación de la violencia: descubre cómo la violencia ha funcionado en la sociedad más allá de los eventos puntuales” (Guerrero y Matusiak, 142). A la luz de esta propuesta de Gaviria de examinar los mecanismos y las dinámicas de la violencia a nivel social a través del cine, estamos de nuevo con este cineasta y con y Ballesteros frente al tema que comparten muchas de las obras destacadas en este libro: cómo se articula el recuerdo sobre la tragedia y sus posibilidades de circulación, así como quiénes pueden ser los interlocutores que sirvan de escuchas y transmisores de la tragedia. En la película de Gaviria, realizada con actores naturales, la pregunta de cómo se incorporan los testimonios de tantas mujeres abusadas, algunas de las cuales actúan allí, surge desde el primer momento como una investigación filosófica, ética y narrativa central. Al mismo tiempo, vuelve aquí a surgir la reflexión sobre el lugar de los testigos: ¿por qué se cruzaron de brazos los que presenciaban esta violencia? Y, al mismo tiempo, ¿en qué medida somos los espectadores —que tantas veces queremos taparnos los ojos para no ver la pantalla frente al maltrato allí representado— interlocutores inseguros que debemos plantearnos cómo actuar? Todas estas cuestiones que activa la obra más reciente y quizás más devastadora de este director, la cual pone sobre la mesa de nuevo el tema de la violencia de género como dimensión central de los relatos de la historia colombiana reciente, son fundamentales en muchos de los textos trabajados en este libro. El presente estudio ha sido escrito en un momento en que Colombia pasa por un periodo de intensas luchas por la representación del
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pasado por parte de diversos actores y a través de múltiples estrategias, época que se anuncia de forma dudosa como “el postconflicto” y en la que algunos aplauden, quizás de forma prematura, la llegada de un tiempo en que la línea entre pasado y presente podrá hacerse fácilmente delimitable. A la luz de esta categoría utilizada con tanta ligereza, las interpretaciones sobre las convulsiones de las últimas décadas ocupan un lugar central en los debates culturales y políticos del momento. Frente a ello, nuestro propósito aquí ha sido entender cómo la producción simbólica abre espacios y marcos de reflexión novedosos y cruciales para comprender las dinámicas violentas que han sido poco consideradas por epistemologías y prácticas hegemónicas legales, mediáticas y académicas. En este sentido, podríamos concluir que uno de los elementos más importantes que los diversos textos y las prácticas aquí destacados tienen en común es que nos entrenan, a través del trabajo con el lenguaje y la forma y de sus obsesiones temáticas y su interés por abordar dinámicas sociales centrales para las crisis de nuestro tiempo, para complicar la categoría misma del postconflicto. Estas obras nos interpelan a reflexionar, tanto a nivel de la ficción narrativa y el testimonio como de las operaciones individuales de la memoria, sobre los modos culturales y sociales de representar el pasado que hacen posible (o imposible) su presencia en el presente. Como ya hemos mencionado, a nivel institucional y estatal destacan en esta época importantes esfuerzos por construir museos y casas de la memoria, por consolidar archivos y por reflexionar sobre los modos de documentar los acontecimientos violentos en diversos escenarios.2 Conjuntamente, se gesta un esfuerzo jurídico de enorme envergadura para establecer una compleja estructura de justicia transicional (como la Jurisdicción Especial de Paz, que ha comenzado a operar en 2018) y crear una Comisión de la Verdad que investigue cincuenta años de conflicto armado en el país. Frente a esta coyuntura surge
2
Fuera de los museos de la memoria en Bogotá y Medellín, vale la pena destacar las diversas iniciativas organizadas por comunidades de víctimas en distintas regiones del país (casas, asociaciones, memoriales), que el Centro de Memoria Histórica ha apoyado y ayudado a visibilizar en los últimos años.
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un verdadero afán archivístico, lo que Nora y Huyssen coinciden en identificar como un espíritu memorialista o una gran obsesión con la memoria, afán que da lugar a un debate sobre cómo y dónde organizar diversos tipos de documentos legales, así como aquellos recogidos por organizaciones sociales y de derechos humanos relacionados con las violencias del conflicto armado. Estos documentos, que Jelin llamaría “reservorios pasivos”, pues no equivalen al uso que se les pueda dar (2001b, 1), podrían servir de evidencias en futuros procesos jurídicos y como parte de la construcción de la memoria histórica.3 Dichas iniciativas de recolección de restos y rastros no están exentas de tensiones y conflictos, entre otras razones porque no queda claro aún si el acuerdo de paz con las FARC, que ha servido de acicate para su recogida, sobrevivirá o si será aniquilado en los años venideros. En el momento de terminar este libro, queda por ver si el afán de borradura y olvido que promueven algunos grupos políticos poderosos interesados en ocultar y silenciar procesos de recuperación de la memoria será eficaz y si terminan minimizándose estos esfuerzos. Numerosos pensadores de este tema han hecho hincapié en las tensiones y luchas presentes entre individuos y grupos que buscan documentar y defender la construcción de memorias múltiples de una época de fractura social y otros que quieren evitar que los acontecimientos pasados se actualicen en el presente. En medio de estas hostilidades se sitúan los relatos que, desde la ficción y el testimonio no judicial, intervienen en los procesos de articulación de memorias múltiples al imaginar sujetos y comunidades que entablan este difícil trabajo y reflexionar sobre los horizontes sociales, genérico-sexuales y psíquicos de este proceso.
3 Un ejemplo son los archivos de derechos humanos del Centro Nacional de Memoria Histórica, donde se hospedan documentos jurídicos como copias de expedientes de sentencias de restitución de tierras y de procesos legales como los surgidos durante el juicio a grupos paramilitares. Entre los cientos de miles de documentos, también hay investigaciones propias del CNMH y archivos donados por organizaciones sociales. El fin de este archivo es contribuir a la articulación de una memoria histórica y servir de repositorio de material para los procesos jurídicos de la justicia transicional (Justicia Especial para la Paz) y para la futura Comisión de la Verdad.
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Para Jelin, “la memoria-olvido, la conmemoración y el recuerdo se tornan cruciales cuando se vinculan a experiencias traumáticas colectivas de represión y aniquilación, cuando se trata de profundas catástrofes sociales y situaciones de sufrimiento colectivo. Son estas memorias y olvidos los que cobran una significación especial en términos de los dilemas de la pertenencia a la comunidad política” (2001a, 98). Mientras a nivel judicial e institucional existe una lucha por construir archivos que permitan alojar todo tipo de pruebas, con los límites que esto conlleva, desde la producción cultural (incluidas las artes plásticas y la performance, que aquí no hemos tenido tiempo de abordar) se revela una insistencia en pensar más allá de los hitos históricos más conocidos de la trágica historia nacional —eventos que desde los medios u otros espacios hegemónicos se han identificado como los que merecen ser recordados— para atender a lo que Jelin llama “el cómo y cuándo se recuerda y se olvida”. En otras palabras, se aborda aquí cómo el pasado (rememorado u olvidado) es activado en el presente “y en función de expectativas futuras” (2001b, 18). En la búsqueda de resonancias entre textos muy diferentes, este libro explora una de las preocupaciones centrales de la cultura colombiana contemporánea: cómo se evocan y se ubican en un marco de sentido las huellas, ruinas y marcas que dejan los acontecimientos violentos a nivel material, psíquico y simbólico, es decir, el proceso de construcción de las memorias personales y sociales, su legitimidad social y sus límites, silencios y fracturas. En sus reflexiones sobre la posibilidad de expresión del recuerdo, dichos textos comparten la pregunta de cómo la experiencia vivida (por la víctima, por el testigo, por una comunidad más grande) se vuelve culturalmente compartida y transmisible. Es decir, hay aquí una atención intensa a la dimensión intersubjetiva y social de la articulación de la memoria a través de la cual se piensa en la manera en que circula socialmente. Para Jelin, esta es una de las operaciones analíticas más importantes dentro de las trabajosas labores por la memoria, pues conduce a “reconceptualizar lo que en el sentido común se denomina ‘transmisión’, es decir, el proceso por el cual se construye un conocimiento cultural compartido ligado a una visión del pasado. Pensar en los mecanismos de transmisión, en herencias y legados, en aprendizajes y en la conformación de tradi-
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ciones, se torna entonces una tarea analítica significativa (2001b, 16). En el proceso de reflexión sobre la memoria, los textos y las prácticas seleccionados aquí intervienen en la discusión pública al considerar los efectos de los enormes cambios sociales, políticos y económicos de cambio de siglo en la identidad y la subjetividad; exploran la relación entre los eventos nacionales, la vida psíquica, el lenguaje y sus articulaciones y las estructura genérico-sexuales que determinan la vida social, y ponen sobre la mesa el complejo tema de la reconstrucción de la vida después de la tragedia, que es central para las luchas políticas presentes y los proyectos de futuro. En 1959, año crucial para el comienzo del conflicto armado colombiano, poco tiempo antes de publicar Cien años de soledad, García Márquez publicó un ensayo titulado “Dos o tres cosas sobre la novela de la violencia”, donde quiso reflexionar sobre cómo narrar las fracturas sociales que habían producido tantas tragedias en Colombia Y criticó las novelas sobre la violencia escritas hasta ese momento —un género que Rueda ha demostrado es central para la tradición literaria y sociológica colombiana— de la siguiente manera: No es justo que cuando en Colombia ha habido 300.000 muertes atroces en diez años, los novelistas sean indiferentes a ese drama […]. Apabullados por el material de que disponían, [a los novelistas de la violencia] se los tragó la tierra en la descripción de la masacre, sin permitirse una pausa que les habría servido para preguntarse si lo más importante, humana y por tanto literariamente, eran los muertos o los vivos (citado en Vargas).
Esta tensión entre muertos y vivos, entre quien desaparece y quien queda para recordar las tragedias, la pregunta sobre el lugar del sobreviviente y del testigo y la cuestión de lo que sucede con los vivos el día después de la tragedia están en el centro de la producción cultural colombiana de comienzos del siglo xxi. Su intervención frente a la producción hegemónica de las violencias en Colombia es y seguirá siendo valiosísima e ineludible y sus aportes a la reflexión pública serán cruciales para la construcción de futuros menos violentos y más inclusivos.
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otros libros de iberoamericana vervuert
Colombia. Caminos para salir de la violencia / Linda Helfrich, Sabine Kurtenbach (eds.). 2006, 526 p. ISBN 9788484892144 * A lo largo de 17 estudios otros tantos especialistas discuten sobre la violencia en Colombia analizando sus causas y las estrategias de sus protagonistas.
Corbalán Vélez, Ana. Memorias fragmentadas: una mirada transatlántica a la resistencia femenina contra las dictaduras. 2016, 249 p. (Ediciones de Iberoamericana, 85) ISBN 9788484899235 * Analiza la construcción y representación del pasado llevada a cabo por varios discursos culturales que enfatizan la militancia femenina contra los regímenes autoritarios del siglo xx en España y en Latinoamérica.
Forcinito, Ana. Los umbrales del testimonio. Entre las narraciones de los sobrevivientes y las señas de la posdictadura. 2012, 180 p. (Ediciones de Iberoamericana, 64) ISBN 9788484896968 * Relectura de testimonios de sobrevivientes de centros clandestinos de detención y de ex presos políticos en Argentina, así como del rol central que desempeñaron en las luchas contra la impunidad.
Las luchas por la memoria en América Latina: historia reciente y violencia política / Eugenia Allier Montano, Emilio Crencel (coords.). 2016, 427 p. (Tiempo Emulado. Historia de América y España, 47) ISBN 9788484899211 * Análisis de los procesos de violencia política que atravesó América Latina en la segunda mitad del siglo xx en un marco histórico de las luchas por la memoria de estos pasados a escala continental.
Narcoficciones en México y Colombia / Brigitte Adriaensen, Marco Kunz (eds.). 2016, 260 p. (Nexos y Diferencias. Estudios de la Cultura de América Latina, 45) ISBN 9788484899471 * Este volumen va más allá de los enfoques habituales preguntándose cómo la ficción contemporánea adopta nuevas formas de expresión estética para reflexionar sobre la violencia engendrada por el narcotráfico.
Pasados contemporáneos. Acercamientos interdisciplinarios a los derechos humanos y las memorias en Perú y América Latina / Lucero de Vivanco, María Teresa Johansson (eds.) 2019, 336 p. (Nexos y Diferencias. Estudios de la Cultura de América Latina, 54) ISBN 9788491920618
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* Abordaje a las violaciones de los derechos humanos, memoria social y violencia en América Latina, desde una perspectiva en la que convergen los ámbitos jurídico, político y ético, la crítica literaria y cultural, los estudios sobre visualidad, la historia y la psicología social.
Representaciones de la violencia en América Latina: genealogías culturales, formas literarias y dinámicas del presente / Ana María Amar Sánchez; Luis F. Avilés (eds.). 2015, 250 p. (Nexos y Diferencias. Estudios de la Cultura de América Latina, 44) ISBN 9788484899082 * Analiza las representaciones de la violencia política en América Latina y reflexiona sobre sus implicaciones éticas e históricas, el nexo entre memoria y violencia política, y los dilemas estéticos que plantea.
Riekenberg, Michael. Violencia segmentaria: consideraciones sobre la violencia en la historia de América Latina / Traducción del alemán por Laila Miralles Ribera. 2015, 168 p. (Tiempo Emulado. Historia de América y España, 46) ISBN 9788484899143 * Estudio sobre la violencia colectiva en la historia de América Latina que aborda los diversos modos de describirla, desde un punto de vista teórico, y la forma narrativa empleada en dichas descripciones.
Rueda, María Helena. La violencia y sus huellas. Una mirada desde la narrativa colombiana. 2011, 200 p. (Nexos y Diferencias. Estudios de la Cultura de América Latina, 32) ISBN 9788484896173 * Una mirada sobre relatos colombianos que se ocupan de las violencias que azotan al país desde inicios del siglo xx, y sobre las reflexiones éticas que plantean.
Suárez, Juana. Sitios de contienda. Producción cultural colombiana y el discurso de la violencia. 2010, 276 p. (Nexos y Diferencias. Estudios de la Cultura de América Latina, 28) ISBN 9788484892793 * A partir de las últimas discusiones sobre modernidad y posmodernidad en América Latina replantea el concepto de violencia en Colombia analizándolo como un complejo heterogéneo de manifestaciones.
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