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Spanish Pages [168] Year 2010
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Crónicas de Roni Bandini Compilación de crónicas del sitio web http://www.bandini.com.ar Dirección Nacional Del Derecho De Autor Expediente 825624
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Insomnia Venía con problemas para dormir y alguien por ahí decía que era por la presentación de la novela. Es cierto que me pone muy nervioso eso y cualquier otro evento que me tenga en el centro. Por eso no festejo cumpleaños. Pero en este caso, eso no tenía nada que ver. Recapitulando noche a noche. Miércoles: mi vecino nuevo decidió que las cuatro de la mañana era un buen momento parta poner su punchipunchi a 100 watts. Jueves: un peronista borracho desde las 2 hasta las 5 gritando loas a Perón. Viernes: tuve ese sueño terrible sobre un pato zombi que se comía El Sueño Colbert y cuando yo le preguntaba con lágrimas en los ojos ¿por qué? ¿por qué lo hiciste? Se limitaba a contestar cua-cua. Sábado: había logrado conciliar el sueño como cualquier ser humano normal y ahí nomás sonó el teléfono, una chica de Tarjeta Shopping, si podía hablar con SaltoPirula, la empleada de la limpieza que había trabajado una semana en casa como coartada para tarjetearse la vida, le dije a la chica “Yo sé que no es tu culpa” porque me parecía correcto eximirla y ahí agregué “PERO IGUAL SOS UNA HIJA DE REMIL PUTA”, colgué, desconecté el teléfono y volví a la cama. Cerré los ojos pero el sueño no llegaba, no iba a llegar. A eso de las 5am agarré el bolso,
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metí dos remeras, un rollo de dólares, tomé un taxi, fui hasta Retiro y me subí a un Buquebus rumbo a Uruguay. Durante el viaje veía a la gente dormir y los envidiaba como solo puede ser la envidia: de mala manera. Un par de asientos adelante había una parejita. El se había dormido profundamente. De la boca le goteaba saliva, la cara se había relajado hasta quedar como un pedazo de plastilina. Ella tenía los labios sustanciosos y estaba bien despierta y algo incómoda. La miré, me miró, nos reconocimos, ella también debía tener problemas para dormir. Me dio ganas de llevarla al baño y meterle mano porque cuando estás muy preocupado con algo, lo mejor es buscar nuevas fuentes de preocupación. Le hice una seña con la mano. El famoso, vení que te voy a decir algo. Ella corrió la mirada. El famoso conmigo hay que laburarla un poco. Era una montaña muy alta para mi estado. Perdí el interés. Al rato anunciaron un show de Salsa por los parlantes. Me acerqué a mirar. La bailarina era gorda y un poco pasada de años. El bailarín era puto y estaba nervioso. No encajaban bien, parecía una detención policial. Entré al Free Duty y me compré un Absolut y una lata de castañas. Cuando llegué a Colonia estaba algo en pedo y me repetían las castañas pero me había olvidado del sueño, sólo tenía en mente recorrer 300km por la Interbalnearia y llegar a mi hotel metido en el bosque. Un lugar donde había estado años atrás, la única vez en mi vida que había logrado dormir doce horas seguidas.
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El empleado de EuropRentCar me dio un Chevrolet Corsa muy panchito que a los 10km empezó a mostrar ese ícono amarillo de “Check the engine” Los autos son como las mujeres, a veces hay que ignorar sus mensajes. Aceleré a fondo, puse quinta y el cartel desapareció. Atravesé pueblos, pueblitos, motos, muchas motos, uno, dos, tres, cuatro, hasta cinco tipos subidos en la misma moto. Tenía pensado parar en algún lado, para ir al baño, para comer pero el Corsa me pedía seguir, pisé el acelerador hasta el KM118 de la Ruta 10 y doblé en la rotonda para entrar al bosque. Estacioné frente al hotel dejando el auto con las ventanillas bajas y la llave puesta. Cuando estoy en Uruguay me gusta marcar bien las diferencias. Me dieron una habitación con vista al lago. El empleado me hablaba con la voz suave, todo en ese lugar provocaba el sueño. No veía el momento de tirarme en la cama y desfallecer pero sabía que si me dormía a las cuatro de la tarde, me iba a despertar en medio de la noche. Aguanté con muchas microactividades: leí soportando Lady a Red y Careless Whisper en versión flauta, escribí un texto malo, me tiré en la pileta climatizada, jugué pool solo, jugué ping-pong a la Forrest Gump, me senté frente al fuego del hogar, toqué el piano y a eso de las ocho volví a la habitación. Me di un baño, me puse la bata y me tiré en el medio de la cama milagrosa. 2,3 metros x 2,3 metros. Me abrí de brazos como Jesucristo y dejé llegar la magia del sueño. Los párpados se fueron cerrando y me caí, derrapé por los barrancos de la noche, me iba y me iba profundo, caía en picada libre por un
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agujero que podía llegar hasta el centro de la tierra. Entonces sentí el efecto bungee jumping, reboté y me pescaron y me subieron: tum, tum, tum y en dos tirones estaba otra vez arriba, en la cama, en la habitación del Club Del Lago. Toc, toc, toc. La puerta. Me desperté mareadísimo. No sabía dónde estaba, no sabía quién era. Por un momento pensé que era yo en versión 1987. Flor de susto. Me levanté y fui a abrir. Una uruguayita menuda, me preguntaba si necesitaba cambiar las toallas y me ofrecía chocolates Alhambra y una tarjetita con la temperatura del día siguiente. Me froté los ojos, la miraba, miraba la tarjetita y no lo podía creer, la muy puta me había arruinado el momento, el viaje, todo. Le tiré los chocolates, la empujé y salí en bata por el pasillo, tomé el ascensor, salí por la entrada principal y me fui caminando al bosque. Hacía frío, un frío de cagarse, mucho, mucho frío. El viento franco se metía por la bata y me hacía temblar hasta casi no poder mantener el paso. Sentía las orejas congeladas, los ojos llorosos. Crucé una loma y salí al campo de Golf, el pasto estaba húmedo, caminé y caminé y cuando estuve en la mitad del llano me tiré boca arriba, temblando de frío, apretando los dientes. La bata estaba empapada, sentía la humedad en la espalda, en el culo, en las piernas. Cerré los ojos y traté de controlar los temblores. Entonces apareció la uruguayita con una frazada. La miré desde abajo, cagado de frío, en shock y me pareció una visión, la salvación, algo demasiado bueno para ser real. Me ayudó a pararme y me tapó con la frazada. Le dije que estaba congelado y aproveché
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para acercarla un poco. Caminamos de regreso al hotel. El sueño iba a tener que esperar otra noche.
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La Isla de Murano Había viajado a Europa con una rubia de pelo corto. Yo venía muy justo de fondos y la diferencia cambiaria no ayudaba. Estábamos haciendo el check-in en un hotel pegado a la Piazza San Marco. El conserje del hotel mandó a subir las valijas y me preguntó si queríamos hacer la excursión a la Isla de Murano. En voz baja agregó que era gratis. Todo un caballero. Le dije a la rubia que al otro día bien temprano íbamos a subir a un Vaporetto privado y nos mandábamos para la Isla de Murano porque “Venir a Venecia sin conocer la Isla de Murano es un pecado, bla, bla” y que “la plata no es algo importante cuando uno está de viaje” Desayunamos en la confitería del hotel unas mediaslunas microscópicas y unos cafecitos que ni en Cuba. Al rato nos pasó a buscar un gondolero con remera a rayas, bufanda roja y sombrero de ala. Subimos a la lancha con otras dos parejas que hablaban en uno de esos idiomas raros. Por momentos pensabas que era alemán pero no era y después pensabas que era ruso pero no era y después dejabas de pensar en el idioma porque la lancha se movía para todos lados y si algo queda mal en Venecia es vomitarles los canales.
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El gondolero nos ayudó a bajar con una sonrisa y una amabilidad que me hizo emocionar y por un momento pensé que podría vivir en Venecia, rodeado de gente sonriente. Entramos a un galpón que estaba pegado al muelle y nos sentamos en unas gradas. Las gradas apuntaban a unos hornos y a unos instrumentos medievales. En eso un tipo con un micrófono empezó a hablar en Italiano y al lado nuestro apareció así, de la nada un tano que nos hacía la traducción personal al español. Otro tano le hacía la traducción a las otras parejas. Se abrió una puerta del fondo y apareció un tipo de barba con un overol muy gastado. Era el Maestro Vidriero según dijo el traductor. El maestro agarró un pedazo de vidrio, lo metió en un balde, en otro, le tiró fuego por todos lados, le dio vueltas con una pinza engrasada y de repente pum: un caballito. Nos acercó el caballito para que pudiéramos apreciar su arte. Me lo puso tan cerca que casi quedo como Borges en la última época. El caballo era notable. Aplaudimos, gritamos BRAVO MAESTRO!!!! como si fuera una ópera de Giacomo Puccini. Entonces pensamos que se venían pruebas más difíciles: un avestruz, un rinoceronte, la Capilla Sixtina. Pero no , el show había terminado. El maestro tenía que descansar para la otra función. Bajamos de las gradas y seguimos por un pasillo serpenteante hasta una gran sala llena de vidrieras y luces muy fuertes que se reflejaban en el brillo del vidrio. El traductor personal nos explicó al oído que eran obras de arte del maestro vidriero y de otros colegas maestros,
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también. Nos dijo que estaba a disposición para contestar nuestras preguntas y que si queríamos llevar algo nos podía “gestionar la venta”. En las vidrieras había lámparas verdes, enormes, feas, juegos de copas extravagantes, adornos barrocos de sesenta kilos y pelotudeces grandes y horribles que no podrían llamar mi interés en ninguna circunstancia de mi vida. Dimos unas vueltas con el traductor que nos preguntaba cada cinco segundos si nos gustaba esto o aquello. Le expliqué que veníamos de lejos y que íbamos a seguir viaje por toda Europa. Entonces no podía llevar nada tan grande. El traductor me dijo que en la otra sala íbamos a encontrar obras de arte más chicas creadas por discípulos de los grandes maestros vidrieros de Murano. Pasamos a la otra sala. No había tanta luz y las esculturas eran más chicas. Entonces vi un florero medio fulero pero de tamaño razonable. Pensé que podría envolverlo en cartón y regalárselo a mi vieja y decirle que había sido fabricado por un maestro de Murano. Le dije al traductor si me podía “gestionar esa venta”. El tipo agarró la etiqueta, miró una planilla, hizo unas cuentas y me dijo, muy suelto de lengua: “980 Euros” La rubia puso una cara, algo complejo, como si quisiera decir “Te sobran dos ceros y tenés cara de forro” El traductor nos quiso explicar que había sido fabricada por un discípulo de un gran maestro que era muy requerido en los castillos de la concha de la lora y que por eso el precio pero que en
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la otra sala habían algunas esculturas de discípulos de discípulos, más accesibles para turistas de Sudamérica. No tuve tiempo de ofenderme ni nada. Pasamos a la otra sala que parecía en realidad un lavadero o un cuartito de escobas. Ahí arriba, una lamparita de 60 watts iluminaba dos tablones con caballetes. Sobre los caballetes había unas pijaditas de vidrio microscópicas. Eran tan chicas que tenías que adivinar si se trataba de un caballo o un saxofón. Le pregunté el precio de una mierdita roja. 55 Euros, dijo. Le pregunté si podíamos pasar a la sala siguiente. El traductor hizo un gesto de fastidio, nos señaló la salida y desapareció por los bastidores. Cruzamos la puerta al final del cuarto de escobas y terminamos en un muelle por otro lado de la isla. Era la parte de atrás de la fábrica. Un gato estaba revolviendo la basura. No había nadie. Ni barcos ni nada. La rubia me miró. La miré y nos reímos con ganas. No podíamos parar. Un maestro vidriero sacó la cabeza por una ventana para ver qué pasaba ahí abajo. Le gritamos “BRAVO MAESTRO!!!, BRAVO” El tipo nos puteó en Tano. Le hicimos fuck you y salimos corriendo. Media hora más tarde paró un Vaporetto, de esos que se pagan y volvimos a Piazza San Marco.
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Borges, Martin Kohan y yo Me vino a buscar uno de estos tacheros con cara de tragedia. Y yo sabía que no tenía que hablar, era un viaje largo hasta Ezeiza y se iba a complicar pero se nos cruzó un drogado en bicicleta y dije “Quiere morir el pibe…” El tachero se agarró de mi comentario y se puso a hablar y hablar, me contó cosas incómodas, que la mujer lo cuerneaba mientras él viajaba al interior para “poner platita en la mesa” Y que a causa de eso había empezado a tomar y después empezó a ir al hipódromo para dejar de tomar y ahí perdió el trabajo anterior y tuvo que agarrar el taxi y una noche le tocó llevar a un ex compañero del colegio, abogado, muy exitoso y quedó tan pero tan deprimido que trató de electrocutarse pero claro, saltó el disyuntor. No se me ocurría nada para decirle. Ni suerte en el suicidio había tenido. Llegamos a Ezeiza y le dejé cinco pesos. Lástima pura porque nunca dejo más de un peso. Para no generar inflación. Hice los tramites y me mandé para el salon Centurión de American Express. La idea era abrir la notebook, escribir un poco y tomar unos Gin Tonics hasta el embarque pero el salón de American Express estaba cerrado por refacciones. Caminé por ahí, mirando relojes y perfumes y media
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hora antes del embarque me tomé una pastilla de efecto retardado para dormir en el avión. Resultó que la pastilla no era de efecto tan retardado porque en seguida me empecé a sentir bastante cansado. Y ahí estaba, peleándole al sueño cuando apareció Martín Kohan, con una remera Adidas y un bolsito de mano. Y en general yo soy un tipo bastante reservado y respetuoso. A veces ni saludo a la gente que conozco de tan respetuoso que soy. Para no importunarlos. Pero claro, estaba con la cabeza hecha percha por las tragedias del taxista, medio dormido y no pude hacer otra cosa. Extendí la mano y le dije “Martín Kohan” No quedó claro si yo me estaba presentando como un tocayo o qué. En seguida agregué que me llamaba Roni Bandini. Kohan parecía sorprendido. Con el premio Herralde y todo, debía ser la primera vez que lo reconocían. Le dije que había estado en el Malba y en Eterna Cadencia. Ahí Kohan puso una expresión de preocupación. Me vi reflejado en sus anteojos como un Marc Chapman cualquiera. No sabía como explicarle que no era eso, que en realidad mi asistencia a esos eventos no había tenido relación con él. Había ido al Malba porque me interesaba la primera parte de su ponencia “La prostitución y la literatura” Y después, había ido a Eterna Cadencia por una invitación de una escritora amiga. De casualidad estaba él, podía haber estado Paulo Coelho y yo me mandaba igual.
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Así que ahí estábamos, Kohan asustado por el stocker de ojos rojos y yo, el stocker de ojos rojos, que ni entendía por qué lo había saludado, en primer lugar. Kohan dijo que viajaba a EEUU por trabajo pero que no le pagaban honorarios. Yo dije algo como “qué barbaridad” y por adentro pensaba “problemas son los del taxista…” En ese punto la charla se agotó. Kohan me dijo que iba a ver si “encontraba a unos amigos”. Un excusa mala pero mejor que ninguna excusa. Fue y se sentó por ahí, mirando cada tanto de reojo. Y después, en el avión, este azar puto que viene en los momentos menos pensados. Nos tocó la misma fila. Yo, el stocker Chapman, en el asiento 21C, Kohan en el 21G. Pero yo en la mía, me despabilé, saqué un libro y me puse a leer. Kohan también agarró un libro. El mío era más prestigioso, Borges, una edición de Emecé del año del pedo. Lo había encontrado por ahí tirado en la biblioteca y decidí llevarlo porque ocupaba poco lugar. Pero el libro tenía un problema de encuadernación, varios pliegues venían pegados, era imposible leer así. No me quedó otra, agarré el cuchillo de plástico de la cena y me puse a cortar las hojas pegadas. Kohan trataba de no mirar pero el ruido a serrucho era demasiado. Dio vuelta la cara, un poco, apenas para verme de reojo. Vio que estaba acuchillando a Borges y habrá pensado “El próximo soy yo”. Con un movimiento enérgico dobló el libro, levantó el bolso, desabrochó el cinturón de seguridad y huyó para el fondo. Todo el tramite duró tres segundos. Al fin entendí por qué anda siempre con remeras Adidas.
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Yo terminé de separar las hojas pero se me fueron las ganas de leer. Dejé el libro y me acosté. El avión se movía un poco.
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En moto por las rutas de Brasil “I ride the big ones!, The really big fuckers!” H. Thompson, Fear and Loathing In Las Vegas Resulta que el viejo de una amiga se murió de un día para el otro y mientras pensaba algo para decir en el velorio, lo único que venía a mi mente era ese sketch de Saturday Night Live con Phil Hartman, donde repetía “This is something, this is nothing” Entonces se me ocurrió que era hora de viajar. Varias veces le había dicho a mi viejo que me iba a tomar un avión a Brasil y que íbamos a salir por la ruta en moto y es cierto, habían motivos para postergarlo pero ninguno tan fuerte como aquel recuerdo de mi última experiencia sobre dos ruedas. Debía tener unos quince o dieciséis años, estaba subido a una Agrale 3.0 y llegué a la esquina haciendo zigzag, en eso apareció un auto y en lugar de embriagar y frenar, me agarré fuerte al manubrio y la moto se aceleró al tope de revoluciones. Subí a un cantero y me di de frente contra un alambrado de púas. Pero claro, después de un velorio uno sale siempre con hambre, preguntándose quién es el viejo del moño y con ganas de cambiar un par de cosas así que me tomé un vuelo de TAM hasta Porto Alegre y otro en conexión para Florianópolis. Mi viejo me estaba esperando y fuimos a cenar a un restaurante por Itapema, pegado a la playa. Yo tenía bastante hambre porque me había tocado la fila 16 del avión y los carritos de comida se acercaban desde las dos puntas. Justo un
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instante antes de mi fila, el avión se empezó a sacudir y las azafatas suspendieron el servicio. Entonces, nos sentamos en ese restaurante y mi viejo pidió una sopa de mariscos, anchoas grilladas, arroz, farofa y bolinhos de queso. Ataqué la sopa, cargando la cuchara con todo lo que flotaba por ahí. Al rato mi viejo me dijo “no te comas estos cositos rojos” “Que no coma cuántos” “Ninguno. Estas porquerías flotan todo el año en Laranjeiras y cuando salgo a bucear veo los caños de esgoto que tiran todo por ahí… esto es como un filtro…” Yo me había comido tres o cuatro. Mi miedo a las motos había pasado a segundo plano. Hasta el otro día cuando amanecí, entonces me di cuenta de que hace falta mucha mierda para matar a un hombre. Desayunamos café da manha, un poco de pan con manteca y bajamos a ver las motos. Estaba su Kawasaki Shaft 1000 de siempre y mi moto, una Vulcan 750. Me paré al lado, tragué saliva. Esa moto era demasiado grande. Era un elefante, una montaña de cromados incomprensibles. “Cuánto pesa?”, le pregunté. “400 kilos” Ahí me di cuenta, yo, haciendo equilibrio encima de una moto de 400 kilos. No me iba a animar. Mi viejo trató de poner en marcha la Shaft pero estaba con unos problemas de bujías. Yo no sabía lo que era una bujía pero me parecía motivo suficiente para suspender todo el viaje. Mi viejo agarró las herramientas y se puso a desarmar la moto.Tocaba los cables, las bujías, sacó el tanque, chupó nafta, limpió los contactos. Mientras tanto me explicaba las diferencias entre las Honda y las Kawas, cómo funciona el carburador, las ventajas de los carenados y cómo manejar una moto cuando se te rompe el embrague. La Shaft parecía un esqueleto, era imposible
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volver a armar eso y salir andando pero un poco después, el tanque volvió a su lugar y las tuercas y las bujías. La moto respondió con un sonido grave, el motor que despertaba, que estaba listo para salir. Me subí a la Vulcan. Yo estaba tranquilo pero era el corazón, se acordaba de aquella otra vez con la Agrale y empezó a rebotar de un lado al otro, parecía que iba a morir de un infarto. Metí el cambio que entró en un clac y solté el embrague. La Vulcan se movió suave, con precisión. De repente me pareció que podía dominarla, que bastaba con mantenerse en equilibrio. En eso nos mezclamos con el tráfico de la rotonda en la entrada de la Tercera Avenida. Mi viejo se adelantó entre dos autos y yo quedé de garpe. El auto que tenía adelante amenazó con salir y después frenó. Yo hice lo mismo pero cuando frené no llegué a poner el pie a tiempo y la moto se empezó a bandear hacia la derecha. 400 kilos, comiendo el ángulo, acercándose a la humillación. Mi pierna derecha se flexionó y aguantó un par de segundos la caída pero no iba a poder sostenerla mucho más. Me incliné y pegué un grito, era por el honor, no podía fallar otra vez en la esquina. Las bocinas sonaban detrás. Cuando parecía que estaba todo perdido, la moto empezó a subir, un poco y otro poco y después di vuelta el acelerador y se enderezó, firme. Salí andando por la Tercera Avenida como si nada. Mi viejo me esperaba adelante con las balizas. Lo bueno del casco es que no tenés que dar explicaciones. Subimos la rampa y entramos por la BR-101 hacia el norte. Mi viejo pasó a la mano rápida, soltó los cambios y se perdió 100 metros adelante. Yo pasé cada cambio como si estuviera cediendo gradualmente a los reclamos de la ruta.
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Arriba los morros, delante algunos autos y un punto negro, la moto de mi viejo, allá moviéndose. Subí a quinta y giré el acelerador al tope, la moto dio un tirón y empezó a recuperar camino. El viento me pegaba en el cuello y en el pecho y hacía flotar un llavero que llevaba colgado como si estuviera en gravedad cero. Me pareció que estaba yendo muy rápido, me preocupó saber que no estaba en control de esa moto, que era la velocidad atravesándome, guiando mis movimientos y que el equilibrio delicado podía romperse a la primera curva. Giré más la muñeca y puse la moto a 100 millas. Ahí no pude pensar nada. En unos segundos había alcanzado a mi viejo. Fue ese instante, las dos motos a la par, los motores sonando, el viento y los morros allá adelante esperando. Miré al costado y vi por la abertura del casco el perfil duro de mi viejo y lo supe, supe que cuando llegara la hora de los “This is nothing”, iba a recordar ese momento. Me sentí liviano y vivo y contento. Aceleramos y fuimos en busca de todo eso ahí adelante.
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Club Paradiso Había terminado los 500 tests del examen psicotécnico para mi primer trabajo en sistemas y se suponía que tenía que empezar en Diciembre. Ya había trabajado cargando cajas en una juguetería y de encargado en un local de ropa de mujer pero ese iba a ser mi primer trabajo importante, el que mi vieja iba a poder comentar con las amigas de tenis. Entonces llamó Rama y me contó que estaba por viajar a Florianópolis para abrir una disco llamada Club Paradiso y me preguntó si lo podía acompañar, dijo que necesitaba ayuda con el portugués pero creo que necesitaba más bien una persona en quien confiar. Fue uno de esos momentos, sabía que estaba por hacer las cosas mal pero las tenía que hacer así de cualquier manera. Cargué el bolso verde, agarré la guitarra y me fui con Rama. Sabía que Rama había estado trabajando en cosas grandes pero cuando llegamos igual me impresioné con esa terrible propiedad sobre el mar con habitaciones, balcones, salas, sótanos, rincones y una bajada majestuosa a la arena. La casera nos mostró dónde estaban las llaves de luz, el corte de agua y el cartel gigante que decía Club Paradiso - lo habían bajado por el viento -
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Comimos unas pizzas y nos acostamos en la mejor habitación de la casa. Se escuchaban las olas rompiendo y la ventana no tenía cortinas así que entraba la luz de la noche. A eso de las cuatro escuché unos ruidos y me desperté. Rama no estaba. Lo había visto nervioso y pensé que andaría por la casa ordenando. Bajé dispuesto a darle una mano y lo encontré en la planta baja cabalgándose a la casera contra unos cajones de cerveza. Siempre estoy atento para ver qué se puede hacer, yo le digo optimismo, una psicóloga lo rotuló inseguridad y más tarde, cuando empezamos a salir culo-veo-culoquiero. La cosa es que nunca se me hubiera ocurrido que la casera era una posibilidad. Debía tener 40 años para 48, era ideal para un casting de tías cosiendo a máquina. No digo que me pareció mal, al contrario, me pareció bien, muy creativo, como sacar agua de las piedras. A la mañana siguiente estaba leyendo en el balcón y escuché que aplaudían. Era un aplauso insolente. Fui a ver y ahí estaban estos pibes con bolsos y gorritas y aros. Querían entrar. Decían que habían alquilado una barra. Yo no estaba al tanto de nada y Rama había salido así que los tuve esperando al sol unas dos horas. Ahí llegó Rama y los dejó pasar. Los pibes tenían la nuca colorada y estaban transpirados como cerdos. Se quejaron, que cómo puede ser, que ellos pagaron y que habían dicho que llegaban a tal hora. Yo seguí tocando la viola sobre la hamaca paraguaya. Después llegaron más pibes y más y la casa se llenó de una horda invasiva. Rama les había prometido un excelente negocio, alojamiento incluido, mujeres, mar y diversión. Resultó que la casa no tenía suficientes habitaciones para alojarlos a todos. Fuimos al centro a comprar colchones y había
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que verlos durmiendo como indocumentados africanos, usando de almohadas las chombitas Abercrombie. Las obras de apertura avanzaban lentas, tan lentas que no parecía haber ningún progreso y los pibes que llegaron primero - yo los reconocía por el olor a AlivioSol - empezaron a organizar una especie de sindicato y venían con una lista de reclamos y los reclamos eran razonables pero Rama en seguida desarmaba la protesta con unos argumentos muy buenos. A los cinco minutos ya no eran tan buenos y los pibes volvían a refutarlos pero Rama puso esa regla de "1 día, 1 reunión" de modo que no podían hacer otra cosa que caminar por las instalaciones con cara de orto. Yo particularmente les daba mucha bronca. No sé si les jodía que estuviera ahí pero no formara parte de eso. Entonces los veía cargando mesas y me echaba en la hamaca paraguaya a leer el mismo libro de Schopenhauer y a fumar pipa. Estábamos yendo a buscar el "Alvará municipal" - un permiso para abrir la disco que se tramitaba en una galería de tatuajes con un empleado recostado sobre una reposera fumando maconha - cuando Rama sacó el tema aquel del sindicato y me preguntó si no conocía a alguien de confianza para traer como Seguranca. Por aquel entonces yo practicaba Capoeira y el mestre se llamaba Cary y era un tipo con sus bemoles pero tenía mucha calle y por lo tanto mucho código. Además conmigo se había portado muy bien, me enseñó su arte y me entregó varias alumnas. A los dos días caminábamos por la casa con guardaespaldas. Claro que había tipos más grandotes, el de la
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barra al aire libre de hecho medía como dos metros pero nadie se metía con Cary. Tenía la mordida invertida y los ojos eran respiraderos del infierno. Había estado ahí. Todos lo sabían. No sé si para impresionar pero un día se sacó la remera y tenía todo el cuerpo quemado. Esas cosas impresionan. La gente debía imaginar que alguien lo había rociado en nafta para hacerlo confesar y el tipo estaba ahí así que evidentemente no había confesado. Tuve guardaespaldas dos veces en la vida y debo decir que es una linda sensación. Es mejor que tener un buen abogado. Los abogados son tipos muy calculadores, a las siete se van y nunca te meten en un taxi cuando estás vomitado. A poco de la inauguración el DJ no había llegado, el cartel seguía volteado y enterrado en la arena, el Alvará no salía, los tapones saltaban cuando encendían dos lamparitas de 60 watts al mismo tiempo y por ende el sindicato estaba tramando colgar a un empresario de la noche, a un lector de Schopenhauer y al guardaespaldas capoeirista. Con la casa hacinada y los ánimos caldeados Rama alquiló una casa panchita ahí a tres cuadras. Le decíamos "el refugio" y la idea era que los pibes del sindicato no supieran dónde estaba. Así que para hacer esas tres cuadras siempre dábamos un rodeo de 15 minutos. En la casa sobraba una cama y un amigo de Lanús de Rama andaba medio perdido y deprimido así que Rama le pagó el pasaje en micro y lo mandó a traer. Se llamaba Besarión y estudiaba en la UBA. Besarión dejaba cáscaras de naranja en el baño, tenía una mancha de
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tuco en la camisa y usaba mi toallón para limpiarse el culo pero me caía bien, cuando Rama desaparecía me quedaba charlando con él de libros, de aspectos curiosos de las cosas y las charlas podían seguir y seguir por horas. Además era bueno tener a alguien más de nuestro lado con eso del sindicato. Lo que destrabó todo fue el cartel. Era necesario subirlo y como Rama no iba a contratar una grúa no quedó otra que sumar fuerzas. Todos los pibes del sindicato sumaron fuerzas y Cary se sacó la remera y puso a trabajar sus músculos que eran como cables de acero y ahí apareció Rama y tiraba y Besarión y la casera y el DJ recién llegado y era tan emocionante ver a todos ahí que largué el Schopenhauer y me sumé a la tarea pero como no quedaba lugar me puse a tirar de la punta. La mole de 25 metros se empezó a columpiar sobre la base y pegó un rebote y se paró. Yo estaba en la punta y de repente me empecé a elevar, dos, tres, cuatro, seis, ocho metros. Si algo no quería era quedar en la cima como un gato idiota esperando a los bomberos así que tras una breve deliberación con mis neuronas asustadas me tiré. Caí del otro lado de la cerca, sobre un médano de arena ceca y reboté estilo Parkour y salí disparado hacia la orilla. A pesar de la espectacularidad de la caída desde mi punto de vista no fue gran cosa, caí, reboté, me levanté, agarré las ojotas, me sacudí la arena y volví caminando. Aparecí a los cinco minutos comiendo un Milho con manteiga. Los pibes del sindicato me miraban asustados.
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Inauguró Club Paradiso y resultó que una rubiecita hermosa que me había apretado en la esquina tras decirle "Hola hermosa" era la novia del DJ y cuando saltó el tema, que yo era amigo de Rama la rubiecita no me dio más bola y emborraché con Cachaca mirando a la perrita bailar encima de un parlante. Besarión y yo estábamos en la entrada controlando, éramos la cara visible. La primera noche todo fue bien, la segunda noche un grupo de Paulistas querían tomar alcohol por el importe de la entrada y no entendían el concepto de "consumición mínima incluida" así que hubo trompadas y la policía. La tercera noche vino el maconhero del Alvará a pedir plata y Rama no le dio así que cayó una inspección y Rama decidió cortar la luz para evitar la devolución de la plata. La gente nos reclamaba a Besarión y a mí. Pestanee y Besarión no estaba. Otro pestañeó y yo estaba perdido entre la gente volviendo al refugio. A la cuarta noche vino poca gente y los pibes de las barras organizaron un cónclave destituyente. A la quinta noche me hice un sampler de blow jobs con tres chicas de la zona que no tenían plata para entrar, atajé a una morocha que venía rodando por las escaleras desmayada, me arrodillé frente a la novia del DJ, vomité Cachaca, Cary frenó a un tipo que quería pegarnos un sillazo y era una silla dura, de buena madera, encontré a un tipo con espasmos y espuma en la boca y lo metí en un reservado del baño para no asustar a la clientela y cuando vi venir la camioneta del tipo del Alvará rajamos con Besarión rumbo al refugio. Ahí comí los mejores fideos a la crema de mi vida (Besarión tras cocinar secó la mesada con mi toallón, el mismo que usaba para limpiarse el culo) Estábamos tomando una caipirinha sentados en el cordón de la vereda cuando vi pasar a uno de los pibes del sindicato. El hizo que no nos vio pero me di cuenta que nos había visto. Le dije a Besarión que me iba a acostar un rato,
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junté mis cosas en el bolso verde, agarré la guitarra y me escapé por la ventana. Me tomé un taxi hasta la rodoviaria y ahí un micro hasta Camboriú. Mientras pescaba con mi viejo pensaba en los chicos, en Rama y en Besarión y en Cary y esperaba que hubieran podido salir bien de ahí.
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Viaje a Temuco El chofer del micro me sacude para preguntarme si yo soy el tipo que baja en Temuco. Me despierto sobresaltado y junto mis cosas a los manotazos, el libro de Hamsun, mi cuaderno de apuntes, la botella de agua, las biromes, el paquete de papas fritas. ¿Qué estoy haciendo? ¿QUÉ ESTOY HACIENDO? Y no es una pregunta existencial, es que el paquete de papas fritas está vacío. Lo dejo caer temiendo que el chofer pinochetista me vea y me haga levantarlo. Pero no se da cuenta. Miro el reloj, son las seis y media de la mañana. Bajo los escalones sin poder encontrar el balance en mis movimientos. Abajo veo un tipo parado con una campera azul muy abultada y las manos en los bolsillos y me da un poco de gracia y pena, pobre tipo, salió muy abrigado, pero entonces me doy cuenta que hace mucho frío y que me cae muy mal tanto frío, tan de golpe. Me subo el cierre, como si eso pudiera tener el mismo efecto que una taza de café con leche o el Caribe y corro a refugiarme en la terminal. Terminal es un decir porque el Rodoviario de Temuco es más bien un pasillo triste construido al borde de un cerro. El reloj de la terminal marca 16 grados... no es tanto pero sigo sintiendo un frío imposible. Camino para entrar en calor, de una punta a la otra de la estación y espero que salga el sol para ir en busca de la calle Roni Bandini. En lugar del sol va surgiendo una claridad brumosa que baja del cerro pero sigo teniendo frío y el reloj de la terminal está
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clavado en los 16 grados. Miro atentamente y me doy cuenta de que además dice que hoy es 20 de Noviembre, ojalá, el 20 de Noviembre yo estaba caminando por Ocean Drive en hojotas, tomando un jugo de naranja. Trato de entrar al baño pero hay que pagar 150 pesos. Saco las monedas y de paso la pregunto a la chica si Valle Alcantara está lejos para ir caminando. Dice que no es lejos pero es peligroso ir caminando. "Mucho descampado" Me deja picando esta preocupación. Claro, Santiago es un lugar seguro pero ¿qué hay de Temuco? Miro alrededor y veo caras hostiles, obreros frustrados, siento el aliento a un fin de fiesta con Pisco Sour, me mira un grupo de descendientes de mapuches, parecen con ganas de escalpar turistas. Los miro, me miran. Se ríen, hacen comentarios. Yo pongo cara de conmigo no se metan. No les importa, van a esperar y cuando salga de la terminal y camine unas cuadras por el descampado me la van a dar. Me voy hasta el otro extremo del Rodoviario y me pongo a mirar unos juegos para chicos que parecen afanados del Italpark. No hay chicos, solo hay una vieja loca que toca los botones como si estuviera programando una computadora y sigue ahí, asustando a cualquier chico que quiera acercarse y asustándome a mí también de paso. Voy hasta los andenes y me quedo parado, resistiendo el frío. Parece que la temperatura va a seguir bajando y que podría empezar una lluvia de un momento a otro. En la mochila tengo un paraguas chino de un dólar que nunca se abre completamente. Empiezo a preocuparme. Prefiero morir escalpado antes que quedar encerrado un día entero en esa terminal. En eso escucho una melodía conocida, es el celular de mi vieja, tin tin tiriri, tin tin tiriri. Miro atrás de un
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micro como si mi vieja pudiera estar ahí . No está, claro pero además me siento un pelotudo. La dueña del teléfono se parece a un compañero de la primaria, solo que con peluca, la cabeza hundida entre los hombros y una cicatriz en la mejilla. Vuelvo a la terminal y me siento, me apoyo, me recuesto en un costado y me dejo caer, los ojos se cierran y me desmayo con la mochila agarrada y atada a mis manos. Sueño con mi calle y me imagino una especie de Ocean Drive para transitar en hojotas, chicas bailando, música que sale de parlantes escondidos, sueño con mi calle y me imagino sol y olas y gente linda, como una publicidad de Gancia o todas esas mujeres que me rechazaron alguna vez. Entonces siento un dedo, un dedo duro que me sacude. Abro los ojos y veo un uniforme de poca monta, de esos que quedan un poco ridículos, amarronado. Es un tipo de seguridad de la estación, que no puedor dormir ahí y qué se yo. Le digo que soy cliente porque de repente me confundo y creo que estoy en un shopping o algo. Me mira extrañado y se va. Muy mala actitud hacia el cliente. Ya no siento frío, miro el cartel, clavado en 16 grados pero afuera asoma el sol, y calienta. Me paro, completamente revitalizado. Me cuelgo la mochila y entro a un negocio al lado de la cafetería. Que quiero comprar ese mapa de Temuco, que no está en venta porque es un "servicio a los turistas", que igual lo quiero. La calle Roni Bandini figura en el extremo superior derecho, casi al límite de la ciudad. Paso el dedo por encima. Le doy los 7000 pesos sabiendo que hice mal negocio. Mala suerte. No será el último. Con el mapa
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desplegado, camino hasta Rudecindo Ortega y después doblo en Union Norte hasta Barrios Arana. Camino por unas calles perdidas, veo canchas de básquet abandonadas, veo vías de tren, los molinos de Malterías Unidas, paso por un bar improvisado en una pieza con ventana a la calle. Veo el cartel de cerveza Escudo que me pregunta ME LLEVAI?. Acepto que una cerveza hable Chileno pero nunca tan de día. Así que no la llevo y sigo caminando hasta una fila de casas idénticas con techos a dos aguas. Veo dos señoras que conversan en la vereda y pregunto, sabiendo la respuesta, por preguntar apenas, ¿conoce la calle Roni Bandini? Claro, la próxima. Conocen la calle, para ellas es común, caminar por Roni Bandini, doblar en Roni Bandini. Camino la última cuadra y alcanzo a ver el cartel y me llega un poco, aunque mi calle no se parece a Ocean Drive y es tan uniforme y un poco muerta y aunque no suena ninguna música. Voy hasta el fondo, me siento al pie del cerro y empiezo a cantar algunas melodías de Acoustic Medley. Miro otra vez la calle y ya se ve un poco mejor.
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Crónicas de Camboriú Parte 1 Intro: estoy pasando año nuevo en la costa y la imagen de dos tipos jugando a la paleta me hizo acordar de Camboriú, mi viejo y mi tío y unas paletas en Laranjeiras. Mi viejo le pegaba unas terribles trompadas a un brasilero y mi tío parado al lado con las dos paletas de madera en la misma mano dispuesto a paletear a los amigos del brasilero. Pero antes de eso pasaron algunas cosas y vamos por orden. Era algún día a fines de Diciembre de 1987 y yo viajaba solo en un micro General Urquiza hacia Brasil, Santa Catarina, más específicamente Camboriú. Iba a encontrarme con mi viejo, a quién no veía desde hacía dos años. Sus cartas siempre llegaban desde San Pablo y un día llegó esa carta desde Camboríu, con un pasaje ida y vuelta y un plano de la casa que estaba construyendo. Escribía en hojas casi transparentes usando tinta roja. Yo leía y releía sus palabras, esos relatos increíbles de playas, mujeres, autos, peleas y lanchas y no veía la hora de estar ahí.
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Mi vieja me había encomendado al chofer del micro, un bigotudo garca que apenas salimos me hizo cambiar de asiento con una rubia. “Te paso a una fila de cinco asientos así dormís acostado… lujo total” Resultó que los apoyabrazos de los asientos de atrás no se levantaban y como yo no era una barra de plastilina nunca conseguí dormir acostado pero eso no era todo, el ruido del motor era insoportable y el aire acondicionado no llegaba. En la primera parada para almorzar le pedí al bigotudo si me podía cambiar a mi asiento original pero me miró y se río y me dijo que no, que ya no era posible. No me dio razones, sabía que no hacían falta. Igual supongo que en mi asiento original tampoco hubiera podido dormir de la ansiedad. Leía y releía la carta y miraba cada tanto una foto de mi viejo, estaba sentado sobre un auto deportivo con anteojos Rayban, su piel tenía un bronceado brillante y en una mano sostenía algo, algo que no podía identificar bien, una gorra, la funda de los anteojos, un arma o una agenda llena de teléfonos de minas quizás. El micro paraba cada tres o cuatro horas y todos bajaban a comer y tomar pero yo tenía todo lo que necesitaba conmigo, sandwiches, una botella de agua mineral y pastillas Billiken mentol así que cuando bajaban los demás el micro se convertía en mi lugar privado y exclusivo. Caminaba por el pasillo, entraba a mi baño y estiraba los pies en cualquier apoyabrazos.
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Las horas pasaban y la gente de a poco se iba viendo desmejorada, el micro sucio, el ánimo caldeado. Dos tipos peleaban por el cigarrillo. Que si se podía o no se podía fumar, que las ventanillas y el aire acondicionado y los pulmones. El chofer garca veía que se estaban peleando y se reía. Por la noche pasamos la frontera y todo cambió: los olores, los carteles, los autos, la gente, sólo unos kilómetros de diferencia y todo estaba distinto. En la primera parada del lado Brasilero bajé del micro y fui hasta el mostrador a pedir – lo tenía anotado en un papelito – “Misto-quente e uma guaraná Antártica Champagne” El jamón del tostado se veía sospechoso. Mi vieja me había alertado sobre muchas cosas sospechosas que podían pasar. Gente sospechosa poniendo cosas sospechosas en mi comida. Ese jamón era sospechoso. Saqué el jamón y lo puse arriba de una servilleta de papel. Un tipo que tenía al lado me miraba y se reía. Comí el misto quente que ya ni era misto y tomé la guaraná sintiendo un burbujeó exótico en el estómago. A las dos horas de la parada para cenar, todos parecían dormir y yo estaba mirando por la ventanilla. El micro pasaba por un descampado total y absoluto y era muy de noche y hacía frio. Ahí al costado de la ruta un tipo caminaba en ojotas, sin una mochila, sin nada, caminaba en la oscuridad y yo no pude dejar de sentir lástima por él, por mí.
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A la mañana el micro General Urquiza surcaba unos caminos arriesgados por los morros y la rubia vomitaba en una bolsita y los tipos del cigarrillo seguían con su enfrentamiento verbal y habían dividido a los pasajeros en dos grupos. A mí nadie me había consultado de qué lado estaba y me jodía un poco no hacer peso para ningún lado, ser irrelevante. Me inclinaba un poco por los que no fumaban pero los que fumaban tenían buenos argumentos y elevaban mucho la voz. Antes de Camboriú, el micro paró en algunos lugares olvidables y yo me paraba y miraba a ver si alguien me robaba el bolso verde con mis remeras, ojotas y pijaditas. Estaba muy preocupado por ese bolso. Como si llevara algo importante aunque quizás no quería seguir cuesta abajo. Ya me habían jodido con todo, aunque sea el bolso no. Cuando llegamos a Camboriú yo estaba en estado Alfa, casi desmayado por el sueño interrumpido, dopado por el ruido del motor, por el humo de cigarrillo, por el movimiento y entonces vi que todos se paraban y acomodaban sus cosas y miré por la ventanilla y ahí estábamos. Bajé y saqué mi bolso verde y me subí al primer taxi de la fila. Le pasé un papel con la dirección. El taxista tenía la piel de un lado de la cara roja y estirada, un caso de enciclopedia médica. Me paseó por las afueras hasta que junté coraje y le dije que mejor me llevaba a la dirección que le había dado o no iba a tener más plata para
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pagarle. El no hablaba español pero me entendió perfectamente. Ahí pareció recordar el camino y me dejó frente a un edificio en una calle céntrica. Toqué el timbre pero no me atendía nadie así que toqué el timbre de portería, tal como me había indicado en la carta. Esperaba encontrarme con una portera vieja y ancha. Me atendió una rubia de veintipocos en minishort y remera ajustada. Sonreía. -
Voce e o filho de Carlos?
Dije que sí sin terminar de entender la pregunta. Estaba muy proclive al sí. Me explicó en portuñol que mi viejo ya estaba instalado en la casa y que la casa quedaba a unas cuadras y que me iba a acompañar su hermana menor, una tal Janet. Y ahí salió Janet. Era una morochita muy hot casi de mi edad. Tenía minifalda y el pelo perfumado. Me dio tres besos y yo ya me había olvidado del cansancio, del chofer del micro, de la plata que me había afanado el taxista. Caminamos por Avenida Brasil rumbo a la casa y yo la miraba cada tanto de reojo y miraba a la gente, a ver qué pensaban de verme caminar con semejante brasilera fuertona pero nadie me miraba y la calle estaba llena de brasileras y sol y yo me di cuenta de que estaba empezando otra etapa de mi vida, nada iba a ser igual.
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Parte 2 Dos días más tarde ahí estaba yo con mi viejo, tratando de asimilar información, anécdotas, enseñanzas, tiempo perdido. Íbamos y veníamos de Laranjeiras y me enseñaba a manejar, a colear el auto bajo la llovizna, a pasar una fila de autos en la subida de un morro y ese tipo de cosas. En Laranjeiras conocí a una chica con el pelo parafinado que paseaba una cola publicitaria y me miraba y me miraba y bastante impaciente por mi falta de decisión, finalmente se acercó. No nos entendíamos gran cosa pero no importaba. Caminamos hasta la punta, subimos unas rocas y me dio un beso en el medio de un chiste que le estaba contando y que nunca iba a entender de cualquier manera. A diferencia de otros que había conocido, sus besos eran promesas, eran pasajes a destinos mejores, a destinos seguros. La invité a venir al lugar dónde estaba parando y me dijo que sí pero nunca pudimos arreglar. Ella se iba a las 4, nosotros alquilábamos colchonetas y snorkel hasta la puesta del sol así que la cosa empezó y terminó en esos paseos a las rocas de Laranjeiras. Pero todavía estaba Janet y vivía cerca. Una tarde nublada volvimos temprano de Laranjeiras y mi viejo sacó del garaje la cupé negra descapotable marca Puma. Estuvimos dos horas lavando el auto y después nos bañamos, me pasó un frasco de perfume Azzaro y fuimos hasta el edificio de Avenida Brasil. Llegamos y me dijo:
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- Bajá, tocá el 7.D y decí “shanetedece” - ¿Qué cosa? - “Shanetedece” Toqué el timbre y cuando atendieron repetí esa frase extraña tres veces hasta que del otro lado entendieron que quería decir: Janet, bajá. Y bajó, ahí estaba en minifalda y pelo perfumado y yo me apoyé en el descapotable destilando Azzaro y la invité a salir y ella dijo que claro, que me esperaba después de cenar. Mi viejo armó todo el plan, auto, salida, discoteca y vino él mismo con su novia de veinte para acompañarnos. Bailamos pero Janet no era tan lanzada como la chica de Laranjeiras y yo estaba bloqueado, no conseguía mostrarme ni gracioso, ni enigmático, ni extranjero siquiera. Bailé y bailé y bailé hasta que la noche se extinguió como un asado bajo la llovizna. Al otro día, ahí estábamos en Laranjeiras y en un momento vi que mi viejo se paraba y se sacaba la cadena de oro y empezaba a hiperventilarse y mi abuela le decía “No vale la pena, Carlos” y la novia decía “No vale la pena, Carlos” y yo pensaba “Qué, qué cosa no vale la pena” y mi tío dejaba el mate de lado y agarraba unas paletas. Su brazo musculoso y lleno de venas sosteniendo las paletas
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de madera me hizo pensar que podría bajar una pared a paletazos. Unos metros adelante había un tipo morrudo en zunga, charlando de espaldas. Después me enteré que el tipo ese le había incendiado un bar a mi viejo la temporada anterior. Yo me quedé sentado en la reposera, mirando hacia el mar, de costado a la escena, como si de esa forma pudiera estar menos involucrado en lo que iba a suceder. Mi viejo empujó al tipo, el tipo lo enfrentó y se le tiró encima. Mientras iban cayendo mi viejo se dio vuelta y quedó encima, le trabó las manos con sus piernas y empezó a darle trompadas. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, conté diez trompadas, todas impactando en la cara, sonoras, terribles. Alrededor, mucha gente con ganas de intervenir pero mi tío tenía las paletas en la mano y unos bigotes muy poco amistosos. Nadie se metió y mi viejo en un momento dejó de pegarle. El tipo se levantó y pasó a mi lado, le chorreaba sangre por la cara, por el cuello, pasó a mi lado hablando entre dientes. Le quedaban los dientes al menos. La tarde siguió sin complicaciones, la gente nos miraba pero eso era todo y al otro día volvimos y ya nadie se acordaba de lo que había pasado. En la casa se hizo un asado. No sé si era una conmemoración por la pelea o qué pero ahí estaba mi tío, mi abuela, el segundo esposo de mi abuela, algunos amigos, la portera del edificio y en una parrilla improvisada carné de Cebu, un animal con pretensiones de vaca. En un momento alguien notó que faltaba la novia de mi viejo. La llamamos, la buscamos ahí y acá. No estaba, había desaparecido. Mi viejo clavó un pedazo de Cebú y dijo “La carne se enfría” Volvieron
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a comer y yo fui al cuarto otra vez porque me había parecido notar algo raro. Entré, estaban las persianas bajas, todo a oscuras y en un costado me di cuenta de que había un bulto. Miré con atención y era la novia de mi viejo, hecha un ovillo, llorando. Cuando encendieron la luz resultó que la piba había saqueado una bolsa de remedios que mi tío – médico por cierto- había traído de Buenos Aires. Los blisters de muestras gratis estaban tirados en el piso y la piba lloraba y lloraba. Mi tío miró los blisters y le dijo a mi viejo “Mmmmm… no se va a morir” Volvimos a comer el asado y la mina en un momento se levantó y ordenó todo y se peinó y volvió a comer el postre como si nada hubiera sucedido. Yo estaba metido en la rutina de trabajo en Laranjeiras y eventos familiares pero llegaba la noche y necesitaba salir solo, empaparme en alguna experiencia con mujeres y alcohol. Un conocido de mi viejo era DJ de una disco que quedaba en una esquina. Me pasó las instrucciones y fui a bailar sin pagar la entrada. Esa noche conocí a Eliane, una brasilera morochita, de pelo lacio. Me enseñó varias cosas que yo no sabía, cosas que se podían hacer, en un rincón oscuro, de parado. Hablamos de esto y aquello y tomamos y las horas se estiraron. De fondo sonaba el tema “Camila” de la banda llamada Nenhum de Nos y ella me explicó la letra. Bailamos Camila esa noche y la siguiente y la siguiente y yo ya estaba seguro de que ahí pasaba algo importante. A la cuarta noche me quedé viendo la película “Corazón Satánico” doblada al Portugués y llegué algo tarde. Cuando entré a la disco, Eliane no estaba en ningún lado. Busqué y busqué y salí a uno de los balcones a respirar un poco de
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aire. Ahí estaba ella, colgada al cuello de un morocho grandote, repitiendo las mismas cosas que me había enseñado. Bajé a la pista y me dije que bueno, que así eran las cosas y que podía conseguir a cualquier brasilera porque yo era argentino y tenía el “sotaque” y era diferente y a las chicas les gustaba. Así que empecé a encarar a todas las chicas pero había algo en mis líneas, en mis movimientos, había desesperación y eso se notaba. Igual le di unos besos a una chiquita de Londrina bastante tímida y la llevé al balcón como un trofeo pero Eliane ya no estaba ahí. Dejé a la chiquita de Londrina sin explicaciones y busqué a Eliane. No estaba por ningún lado. El morocho tampoco. El aire de ese lugar se hizo espeso, aburrido, no había nada ahí para mí. Volví caminando por las calles desiertas de Camboriú. En mi cabeza, restos de alcohol, los oídos zumbando, los versos de Nenhum de nos “Depois da última noite de fiesta, llorando, esperando, amanhecer, amanecer…” No recuerdo mucho más de ese primer viaje, salvo que llegué a entender el idioma y que volví muy cambiado. Dos meses en Camboriú y cuando el 132 me llevaba de Retiro a Flores, sentí que estaba visitando una ciudad ajena, todo cerca y gris, mujeres enajenadas, sin gracia, lo que pasaba no tenía ninguna relevancia, estaba todo contenido, circulando por carriles seguros.
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Marqué los meses en el calendario y antes de que lo pensaba, otro año había pasado, era Diciembre y yo estaba con mi bolso verde, esperando el micro en Retiro. Parte 3 Tres años más tarde, ahí estaba yo en mi cuarto viaje a Camboriú. General Urquiza había dejado de operar y ahora viajaba en Pluma, una línea brasilera que pasando la frontera limpiaba el micro y se detenía en varios pueblos y tardaba como cuatro horas más. Claro que te podía tocar una brasilera de 16 años al lado. Y la brasilera podía estar más o menos bien. Me habló todo el tiempo de su novio, de su novio y el jeep. Yo insistí, que lo de su novio estaba bien pero que ahí tenía que pasar algo porque las probabilidades y el azar y las cosas pasan una vez en la vida. Ella se reía pero repetía que no y que no. Me hinchó tanto las bolas que dejé de hablarle. Faltaban tres horas para llegar y yo no tenía por qué escuchar su charla idiota de cosas que sucedían en las tres calles iluminadas de su pueblito pedorro. Ella hablaba y yo no le contestaba y no habían asientos libres para correrse y la mina no lo soportó más, se sacó el chicle, se acercó y me dio un beso que me hizo tirar el libro y el walkman y esas horas hasta la terminal pasaron volando. Obvio que cuando llegamos estaba el novio con el jeep, ella se subió de un saltito y se fue sin saludar. A mí me daba lo mismo. Estaba otra vez en Camboriú.
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Le dije a mi viejo que quería aprender a andar en moto. Pensé que la moto solucionaría muchos problemas y me veía acelerando con el pelo al viento. La moto de mi viejo era una Kawasaki Shaft 1000, muy fuera de mi categoría pero tenía otra, una Agrale cross que se veía más liviana y manejable. Arrancó la moto, me explicó algo del embrague y los cambios y me dijo “tené cuidado” Eso fue todo. Salí andando en zigzag y de a poco me fui enderezando y todo iba muy bien. Unas chicas al costado, las miré, me miraron pero entonces llegué a la esquina y venía un auto y quise frenar y embriagar y todo se salió de control, aceleré y la Agrale se subió a un cantero y yo seguía con el acelerador al taco así que prácticamente salté el cantero y me estrellé contra un alambrado de púa. Esto que suena mal no fue tan malo, de hecho el alambrado amortiguó el golpe y me hizo soltar el acelerador. El motor se apagó y la moto se empezó a caer de costado. No quería que se golpeara y me sostuve sin querer del alambrado de púas para hacer contrapeso. Resultado: un corte de cinco centímetros en la palma de la mano. No sé muy bien cómo hice para parar la moto, pasarla a punto muerto, arrancarla, subirme y manejar esas cuadras con la mano chorreando sangre. Mi viejo me vio llegar, la moto bañada en sangre y dijo “Ufff, espero que no tengas AIDS” Esa noche pensaba quedarme en la casa, después de todo tenía la mano vendada y el cielo estaba nublado. Cenamos y hablamos y estaba por el postre cuando vi pasar por la ventana a unas chicas que
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iban para el centro. El acento y las risas me hicieron hervir la sangre. Me calcé un jean, una camiseta blanca sin mangas y con la mano vendada salí a caminar las 10 cuadras que me separaban del centro. Apenas llegué se largó una lluvia torrencial y me quedé esperando en la entrada del hotel Miramar (así es, hay un hotel Miramar en Camboriú…) Cuando la lluvia paró quedaba poca gente en la zona. Casi todos se habían ido a los boliches de la punta. Fui hasta la plaza Tamandaré, me compré una Caipirinha y me quedé ahí mirando el mar, pensando en mis cosas, desconectado del entorno. No sé cuánto tiempo pasó pero miré y al costado había una morochita hermosa de unos 15 años, tomando en pajita una terrible batida con vino tinto. El hermano andaba por ahí con un grupo de amigos y ella parecía triste y desorientada. Me convidó el trago y tomamos y aguantamos las gotas de llovizna. El hermano y los amigos se iban para los boliches de la punta y ella se paró y tenía unas calzas blancas de algodón transparente. Las llevaba como si nada, no tenía conciencia del efecto, no había pose, no había actitud. Se subieron al Bondindinho y nadie me invitó pero salté al trencito y me senté al lado y le conté que era guitarrista de una banda y ella algo de música entendía y me preguntó si ahora iba a tocar todos los temas con taping. Nos reímos y un par de cuadras adelante me preguntó si sabía dónde conseguir maconha. Yo no sabía qué era la maconha y mucho menos dónde conseguirla. Le dije que no, que en Buenos Aires todavía pero que ahí no tenía idea. El hermano entró a
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Baturité con sus amigos y yo me quedé afuera con la morocha y el silencio. Pensé y pensé y el silencio se estiraba y no se me ocurría ningún tema para charlar. Entonces tomé aire y le pregunté si me acompañaba a mi casa. Dijo que sí. Subimos al Bondindinho y volvimos a la plaza y caminamos las diez cuadras oscuras hasta mi casa y la llevé a mi pieza. Fueron horas y horas, tirados ahí en la cama, con la ventana abierta y el ventilador y dos cajitas de Trojans y de a poco me contaba alguna pincelada de su vida, que tenía una pecera con dos latas de cerveza flotando, que estaba tratando de dejar la cocaína, que el recital de Legiao Urbana en Porto Alegre había sido un gran momento y que mirando a todos los adultos del mundo sabía que no tenía ningún interés en pasar los 20. Y yo de a poco fui cayendo en su belleza, en su tono de voz pausado, herido, en su brillo tenue. Amaneció y la llevé hasta su casa y como no tenía la llave tuvo que tocar el timbre y salió el hermano, muy enojado porque lo había despertado y la empezó a insultar, a empujar. Yo me metí a defenderla y el hermano me cacheteó. Me fui encima con la mano derecha cortada, confiando en mis patadas de Taekwondo, le metí una patada circular muy cinematográfica pero ahí nomás me agarró el pie y me tiró al piso y me surtió lindo en el ojo y yo con la desesperación le devolví con la mano cortada y grité de dolor y me empezó a sangrar.
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Aparecieron un par de tipos y nos separaron. Me fui de ahí con la morocha y nos sentamos en un banco frente a la playa, despeinados, transpirados, vestidos de noche, yo con el ojo inflado y la remera enrollada en la mano sangrante. Nos quedamos ahí unas horas, mirando como la playa se llenaba de adultos y nos reímos de sus maniobras, de sus bronceadores y sombrillas y paletas. A eso del medio día nos despedimos y yo volví a casa y mi viejo me vio aparecer con la remera ensangrentada y el ojo morado y no dijo nada. Nada de eso le era extraño. Parte 4 Ella se quedaba unos días más pero estaba aquel tema con el hermano y los amigos y fue imposible encontrarnos. Me dejó plantado dos noches y una tarde y yo podía seguir yendo indefinidamente a esos encuentros donde ella nunca iba a aparecer pero un día llamé y ya no estaba y solo me quedó un pedazo de papel con su dirección en una ciudad cerca de Porto Alegre. No había nada que hacer así que guardé el papel en mi bolso verde y a la noche salí a patear Avenida Atlántica con la mano vendada. Me fui hasta el Marambaia, ese hotel circular en la punta que no habían terminado de construir y andaba por esas calles alejadas cuando dobló un auto lleno de gente a toda velocidad y pegó una frenada y una chica con una peluca plateada me llamó “gato” y me invitó a subir.
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No sabía quién era, no sabía adónde iban, me pareció que si subía podía terminar en una fiesta increíble o bien asesinado al costado de la BR. Ninguna de las dos opciones me desagradaba así que me subí al auto y al rato estaba tomando sorbos a una de esas batidas satánicas del sur. El auto paraba todo el tiempo y subía gente y bajaba gente. El que manejaba era puto y otro que había subido era un gordito piolón, de esos que las minas eligen como almohadón o amigo divertido y yo sentía que mi acento era suficiente para brillar esa noche. Tomé y tomé y sé que en un momento tuve encima a una rubia flaquita con facciones perfectas y que no podía controlar mi situación así que traté de correrla y ella al sentirse rechazada se subió encima, mirándome de frente y me dijo “O qué está acontecendo, será que você não gosta de mim?” y yo me moría de ganas de comerle la boca pero no parecía ser esa la onda, sospechaba que si empezaba algo con la rubia se iba a cortar el clima. La platinada a todo esto miraba y miraba y hacía comentarios mordaces, irónicos. Me gustaba la platinada, parecía con ganas de sacudir las calles. Fuimos a Baturité, la platinada saludó y entramos todos gratis. Éramos un grupo descontrolado y ahí la platinada se encontró con más gente, dos o tres hombres que saludó con besos y abrazos se sumaron, los tipos estaban bien vestidos y tenían tatuajes y aros y eran altos y sabían bailar. Yo me vi reflejado en un espejo, mis movimientos de borracho y mi mano vendada y me di cuenta que mi momento ya había pasado. La rubia bailaba arriba de un parlante, la platinada estaba en otra, haciendo sociales, invitando tragos, yo me sentía mal, cansado y lejos y disfónico para poder usar mi única ventaja.
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Estaba saliendo cuando apareció la platinada, que adónde iba, que por qué me iba sin saludar, que no sabía que los argentinos fueran tan maleducados y que había algo en mi forma de mirar, algo que ella esperaba averiguar. Me sentí un privilegiado, su séquito ahí esperando y ella hablando conmigo. Vinieron los demás y subimos a tres autos y otra vez era un quilombo de gente y bebidas y yo veía que el auto se metía unas calles adentro y rezaba porque no tomaran la BR rumbo a otra ciudad. El auto paró en una Marina privada cerca de la punta y bajamos en el estacionamiento de un terrible caserón. Tenía un Jukebox norteamericano de los 70 a vinilo y una especie de mayordomo llamado Josué y todos le decían “Ey Josué” y el tipo iba y venía y traía bandejas y bebidas. La reunión era al costado de la pileta y desde un ventanal podía verse el interior de la casa, alfombras gruesas y pinturas y un cartel con la foto de un mofletudo postulándose para re-eleción de prefeito o algo así. Miré a la platinada – la hija del prefeito – me sonreía y me señalaba la pileta. Verán, en esa época todavía no se usaban bóxer y yo andaba con uno de esos slips ridículos, color rojo y rezaba para que la fiesta no siguiera en la pileta. Alguien gritó “Josué, as luces” y Josué apagó las luces, quedamos en penumbras y todos se empezaron a desvestir. Escuché el ruido de los cuerpos desnudos entrando al agua, las risas y los chapoteos. Estaban todos adentro, me senté, me saqué el jean, el slip y me mandé al agua. Metí la cabeza y abrí los ojos y vi un remolino de culos y burbujas y pies y
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necesitaba algo más de ese momento, quería dejar una marca en mi memoria. Abrí la boca y tragué agua, agua con cloro, tibia, agria. Un instante después sentí la caricia de un cuerpo esbelto y abrí los ojos y ahí estaba la hija del prefeito, sin peluca, sin nada, su piel era blanca y su lengua estaba fría y rica y yo no quería cambiar nada, absolutamente nada de ese momento pero entonces empezó a llover, unas gotas primero y después baldazos de agua y más agua, una inundación imposible de ignorar. Parte 5 Con la lluvia se hizo un corto y el Jukebox hermoso de los discos vinilo explotó y empezó a largar humo. Ahí apareció el Prefeito en bata y a los gritos. Salimos todos de la pileta y Josué se comió una cagada a pedos que daba lástima. La hija del Prefeito se tapó con una toalla y fue corriendo a enfrentar al padre. Pensé que le iba a hacer fuck-you, a él y su política mofletuda pero tras un breve intercambio, ella bajó la cabeza y entró y nos dejó ahí desamparados. Varios se metieron en los autos y salieron y yo quedé a pie con el gordito. Caminamos por la Marina, con la ropa mojada, viendo cómo amanecía. Todavía esperaba sentir el ruido del motor, iba a venir la irreverente platinada y me iba a invitar a alguna ciudad del norte con la plata sucia del viejo. Miré hacia atrás. Nadie, nada. Seguimos caminando hasta la playa. Sentí que cargaba el cansancio acumulado, el año anterior entero. En un puesto sobre el mar, el gordito me convidó
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Acai. No me gustó pero seguí por inercia y después no pude parar, una cucharada tras otra y nada de peso ni de cansancio. Me levanté y podía ir hasta cualquier lado. Pateamos la Atlantica y charlé con el gordito que resultó ser bastante piola, era plomo de una banda llamada Engenheiros do Hawaii y me contó muchas cosas del submundo del rock, de la noche, de la poesía de Raul Seixas, de la Capoeira. Me fui a dormir a media mañana y a la tarde me compré ropa nueva y a la noche ya estaba en Baturité esperando a la hija del Prefeito. Me encontré con el gordito y me vio todo producido y adivinó de qué iba la cosa. Entonces me dijo “Esqueça, esqueça, cara” No voy a contar el derrotero de plata y esfuerzo de esos diez días para volver a ver a la hija del Prefeito. Solo voy a decir que al final tuve que seguir el consejo del gordo. Pasaron unos días tranquilos. Por las noches conseguí levantarme a unas chicas olvidables, sin pelucas ni lujos en Avenida Atlántica. Pasaba caminando, les decía algo en español, las llevaba hasta la casa, ponía el ventilador en punto 3 y después les bajaba a abrir el candado del portón. A todo esto la herida de la mano no había terminado de cicatrizar pero mi viejo decidió que era buena idea empezar a enseñarme Ski acuático. Sacamos la lancha y salimos a la laguna. Yo estaba con el chaleco salvavidas y los pies temblando en paralelo. No sabía muy bien lo que tenía que hacer, salvo tratar de sobrevivir. La lancha
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arrancó, yo pasé el peso del cuerpo a los esquíes y voilá, ahí estaba, erguido por la superficie de la laguna. Entonces una leve olita me hizo tambalear y como estaba con las piernas estiradas, casi rígidas, no pude amortiguar el impacto, me fui para adelante, me fui para atrás, traté de compensar y la cuerda me dio un tirón. Salí volando de boca estilo 43-70 y caí olímpicamente, tragando agua salada por la nariz. Se suponía que tenía que soltar la cuerda pero la señal no llegaba al cerebro. Me quedé agarrado a la cuerda con la cabeza semi-sumergida, filtrando el agua. En algún momento me solté y quedé flotando y tosiendo. Miré adelante, los Rayban de mi viejo reflejaban el sol, estaba dando la vuelta. En eso sentí el ruido de otro motor. Atrás venía una lancha a todo trapo y parecía que me iba a pasar por arriba. Ya la tenía encima y no se me ocurrió nada, ni agitar los brazos, ni sumergirme, ni escaparme. Me quedé quieto, impresionado por esa mole de fibra que se acercaba rugiendo. El tipo que manejaba la lancha me vio a último momento, volanteó y pasó por el costado. A todo esto mi viejo no llegaba. Miré y me di cuenta de que estaba persiguiendo al tipo de la otra lancha. Parecía la filmación de División Miami y yo ahí, flotando como una boya. Se ve que en algún punto mi viejo se acordó y volvió a rescatarme. Me estaba subiendo cuando apareció el tipo de la otra lancha. Empezó a ladrar “Eu no entendí a tua advertencia” Mi viejo abrió la guantera de la lancha y sacó una manopla de acero. Unos cinco años atrás mi viejo había mandado a fabricar manoplas, una para mí, una para mi hermano, una para mi tío y una para él. Estaba orgulloso de su diseño de manopla. Decía que era liviana y muy resistente. El otro tipo era un barbudo considerable pero al ver el brillo de la
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manopla decidió que la discusión había terminado. Se escapó sin mirar atrás. Yo ya estaba para volver pero mi viejo insistía en que venía bien y que teníamos que probar otra vez así que volví al agua. Evidentemente mi terror por quedar a merced de las lanchas asesinas me dio la habilidad para mantenerme esquiando. Mi viejo avanzó, aceleró, dobló, pasó por encima de las olas, fue hasta Laranjeiras y yo seguía bien plantado y agarrado a la cuerda. Esa noche me dolía todo, al punto en que ni siquiera fui a buscar brasileras a Avenida Atlántica. Al otro día me tomé dos Acai y volvimos a sacar la lancha. Estuve una semana y ahí me empecé a animar con las acrobacias. Lo primero fue saltar las olas, levantaba los esquís y pegaba las rodillas al cuerpo y caía dejando estelas de agua. Después empecé a soltar una mano, la otra, me inclinaba, iba comiendo soga y me chupaba al motor. Después empecé a salir con un solo esquí y ahí circulaba casi paralelo al mar y pasaba al otro lado y miraba el cielo y llegué a sentir que podía vivir así, al lado del mar, como instructor de esquí acuático. Una mañana estábamos por salir con la lancha cuando la novia de mi viejo no encontraba las llaves. No estaban por ahí, no estaban por allá. Tenía otro juego de llaves pero a mi viejo no le cerraba y le había parecido escuchar un ruido a llaves bien temprano en la mañana. Nos mandó a la playa, cerró las ventanas y se quedó escondido con su pistola Bersa calibre 22. Yo pensé que estaba un
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poco tocado, que las historias de detectives y asesinatos se le habían subido a la cabeza. Fui a la playa y estuve tratando de levantarme a la empleada del puesto de Acai sin suerte. A eso del mediodía volví. La puerta de la cocina estaba abierta, la mesa volcada, un vaso roto. Escuché un ruido, alguien se acercaba por el pasillo. Parte 6 Era mi viejo el que venía por el pasillo. Pasó a mi lado, levantó el pie para evitar los vidrios y se sirvió coca con hielo en un vaso. -
¿Entonces? – le pregunté.
Y así, con un vaso de Coca en la mano me contó que estuvo una hora escondido y ahí tocaron el timbre y él no atendió y entonces una mujer empezó a llamarlo por su nombre y después escuchó pasos y la llave. Liberó el seguro de la 22 y esperó en el pasillo. La mujer avanzó y mi viejo le puso el arma en la boca. Me mostró un charco amarillo. -
Se hizo encima la mina. Es muy común.
Y me contó que la conocía, que le había sacado fotos para una revista de desnudos muchos años atrás. La 22 no parecía ser necesaria así que mi viejo bajó el arma y la llevó hasta la puerta y le
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dijo que si la llegaba a ver otra vez por Balneario Camboriú la iba a denunciar. La mina pedía perdón y perdón y entonces agarró su cartera para irse pero sacó de adentro un revolver y gatilló pero la bala no salió. Empezaron a forcejear y mi viejo consiguió sacarle el arma. Me mostró el arma, era un revolver chico marca Taurus que pesaba bastante. Después me mostró la bala con la marca del gatillo. No se habló más del tema. A la otra semana mi viejo me dijo que íbamos a pescar nuestra propia comida. Subimos unas cañas a la lancha y salimos al mar. Pasamos una media hora en silencio con las cañas inclinadas. Su línea picó. La mía nada. Otra media hora y su línea volvió a picar. La mía nada. Le pedí cambiar de caña. Aceptó. Cambiamos cañas y mi ex caña empezó a picar en manos de mi viejo. Los pescados a todo esto no eran muy grandes y a ese ritmo nos íbamos a quedar con hambre. Mi viejo se calzó un snorkel, un arpón y se tiró al mar. Estuvo dando vueltas un buen rato, cada tanto veía el tubito rojo dar vueltas. Yo mientras tanto tomaba sol y escuchaba Legião Urbana en el walkman y envidiaba a los pibes que comían milho quente ahí en la playa. Después de un buen rato la lancha se bandeó y apareció mi viejo. Estaba agitado y colorado. Su arpón estaba clavado en un pescado bastante considerable. Comimos tres personas y sobró pescado para varios gatos de la cuadra.
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Lo de mi viejo con el mar era algo muy natural. Lo veías caminar por la playa, lo veías nadar o flotar o manejar la lancha y ese era su lugar. Las pocas veces que venía a Buenos Aires notabas que el cemento no le iba bien. Lo veías en sus ojos, en sus movimientos. Unos días más tarde del arpón, salimos a esquiar. Yo estaba subiendo a la lancha y se me enganchó una cadena de plata que llevaba siempre al cuello con un Ying Yang. La cadena se cortó y vi como caía y se perdía en el mar. Mi viejo se tiró a buscarla y no pudo encontrarla y lo tomó como algo personal. Volvimos y volvimos y volvimos y al cuarto día con el mar picado, salió de una de sus zambullidas sosteniendo la cadena. El veraneo estaba llegando a su fin, habían pasado dos meses pero como siempre yo sentía que había sido mucho más tiempo. Mi viejo empezó a averiguar si algún conocido viajaba para Argentina y justo consiguió los datos de un tipo que estaba por salir. Al día siguiente me pasó a buscar un canoso derrotado en un VW, cargué mi bolso, la guitarra y salimos a la BR. El canoso parecía muy macanudo, charlaba y charlaba y me dejaba poner Legião Urbana en el estéreo y de a poco se fue soltando y me contó sobre su novia. Según él, era una empleada bancaria jovencita y se la cogía dos veces por día y la tenía enamorada. Según mi viejo, era una ex modelo de fotos en bolas, tenía el trabajo del banco para los meses flacos pero básicamente laburaba de puta. Hablamos y hablamos y hacia la noche, cuando paramos en un hotel me di cuenta de que en
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realidad no habíamos hablado, él se la había pasado hablando y yo tenía el oído izquierdo perforado. A la noche en la habitación el canoso no paró de roncar pero no eran ronquidos, era un derrumbe, una demolición, una tortura inhumana. Estuve toda la noche despierto y cuando salimos recliné el asiento, me puse los walkman y me dispuse a recuperar sueño. Sentí que me tironeaban el cable. Era el canoso. Que no, que eso era una falta de respeto, que qué carajo me creía para ponerme los “watmans” Faltaban muchos kilómetros todavía y no me animé a hacer lo que tenía que haber hecho: mandarlo a cagar. Me comí los mocos y me saqué los walkman. El canoso no paraba de hablar y como yo no le contestaba decía una cosa más pelotuda que otra, era un monólogo de retardado. Me acuerdo de uno de sus tópicos: - Yo los sobrepaso, cuando vienen así, los sobrepaso y listo. Si te quedás atrás es peor. Es riesgoso, por eso… hay que sobrepasarlos. Y eso que ves ahí, el portavalijas es cualquier cosa, te saca la aerodinámia, es como ponerle a una heladera un doble fondo, o sea viene bien el doblefondo pero por algo se fabrica así… además cómo te pensás que sobrepasás a alguien teniendo valijas en el techo… imaginate si una valija se te cae cuando estás sobrepasando… Y seguía y seguía sobre las sobrepasadas y los portavalijas, podía estar 200km con el mismo tema. Entrando a Buenos Aires no aguanté más y le dije:
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Bueno… pará el orto con este tema de sobrepasar… venís hablando lo mismo de San Gabriel. -
Si te molesta bajate.
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Bajame vos.
El canoso no se animó y me alcanzó hasta Retiro. Al año siguiente, apenas bajé del micro en Camboriú, me contaron que el canoso había muerto tratando de “sobrepasar” un camión Scania. Nota: quedan pendientes varias anécdotas: el día que le pegaron el tiro a mi viejo, el choque frontal en la ruta, mi tio contra seis recolectores de basura, el compañero fachero de salidas, las mujeres de Whiskadao “a maior e melhor casa noturna da america latina”, etc Voy a avanzar un poco la novela y quizás después subo algo más. Parte 7 Seguí viajando a Camboriú todos los años, a veces Diciembre y Enero para ahogarme en la multitud de brasileras vestidas de blanco por reveillao, otras Febrero por la locura del carnaval. Me causa
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mucha gracia que los extremistas musulmanes les prometan siete vírgenes a cada suicida en lugar de una visita al Camboriú del 92. Ese año vino de visita mi amigo Rama, alquiló un auto y salimos al centro. Entramos a un bar y caminamos entre las mesas. Mientras paneaba el sector izquierdo sentí que me tocaban el hombro. Me di vuelta, una treintañera de rulos, normal. Me dijo que yo le gustaba mucho, que me había visto entrar y que no se qué y no sé cuánto. No iba a perder toda la noche con ella, no iba a perder ni quince minutos. Menos de quince podía ser. Sin mirarla, le dije que estaba de paso, que me volvía para Argentina esa misma noche y que me quería llevar un lindo recuerdo del sur de Brasil. Miró a las amigas, me miró, agarró la cartera y salimos. Arranqué el auto, me metí en la primera calle perpendicular y a media cuadra encontré un terreno baldío. Las ramas, el pasto y la maleza tapaban el auto. Me puse un Trojan y sacudí la carrocería todo lo que duró la canción Flores do Mal de Barao Vermelho. Después me levanté los pantalones. La rulosa estaba enojada, decía que los hombres brasileros aguantaban una hora, dos horas seguidas. Enojada era bastante fea. A los diez minutos estaba otra vez en el bar, bajó la rulosa, subió Rama y seguimos camino. En el segundo bar Rama se ganó a una rubiecita muy linda, pelo lacio, sonrisa compradora. Me dejó clavado una hora pero la rubia lo ameritaba. Seguimos camino. Fuimos a Baturité y probamos Primera-A-superior-categoría-modelo-si-pinta-me-caso. Era posible técnicamente pero el esfuerzo era sobrehumano, hablamos y hablamos para correrlas un centímetro de su entourage y después los mejores chistes, más charla para robarles un beso. A todo esto Rama se dio vuelta y se chocó con un tipo y le tiró el trago
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y el tipo ya venía marcando que éramos argentinos y que estábamos monopolizando primera-A-superior y no le gustó nada. Quería pelearse. Nosotros éramos peleadores pero no pelotudos. Sabíamos que en dos minutos íbamos a tener encima a 500 brasileros. Yo le dije que lo aguante, Rama entonces trató de razonar, después trató de plantear las reglas de una pelea justa, después le contó algo de la integración latinoamericana, yo a todo esto fui a arrancar el auto y cuando pasé, corrió los cien metros, saltó al auto y rajamos de ahí. Cuando volvíamos de la punta vimos caminar a esta morochita en sandalias, mini y blusa. Estaba caminando por Avenida Brasil para el lado del Marambaia y no tenía ninguna actitud de levante. En Brasil esto no quería decir absolutamente nada. Rama bajó y le habló y subieron al auto. Le dijo que éramos medio hermanos y le contó anécdotas de Argentina y al rato miré por el espejo y le estaba comiendo la boca. Llegamos al Marambaia y Rama fue a manejar y yo fui atrás y le conté mi versión de esas mismas anécdotas. A todo esto Rama estacionó frente al departamento. No fue una enfiestada, fue un one-on-one serial. Empezó él con la piba y yo me tiré ahí a mirar, cada tanto encendía la tele y tomaba cachaca, después fui yo, él pasó al sector cachaca, después volvió él y yo miré el noticiero de Rede Globo y películas dobladas por Herbert Risert, ahí volví yo y liquidé la caja de Trojan. Ella se quería ir pero la situación era muy buena como para no hacer los bises. Agarré el pantalón, las llaves del auto y salí en cuero a buscar una farmacia. Salté las lomas de burro con el cuidado que merecía un auto alquilado, es decir estilo Duques de Hazzard y en una caída casi me llevo puesto a un pibe que esperaba el Bondindinho. La primera farmacia no tenía
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camisinhas, la segunda tampoco, encontré en la tercera y el empleado me dijo un precio ridículo, entendió que era una urgencia. Pagué con dólares y cuando tuve la cajita en la mano lo putee y él dio vuelta el mostrador con un machete. Rajé y me subí al auto y volví saltando las lomas de burro, todo transpirado. La piba estaba en el pasillo y Rama me dijo “Se va, no hay caso” Yo la agarré como a una bolsa de papas y la metí en el departamento. Ella gritaba, en joda supongo porque una vez adentro pedía posiciones y decía “Mais, mais” Ya era de madrugada cuando la dejamos en Avenida Brasil. Nos dio un beso en la mejilla a cada uno. Dijo “A gente se ve” y se fue caminando. Llegué a la casa de mi viejo y cuando entré me estaba esperando la chica que limpiaba. Lloraba y temblaba. Me dijo que a mi viejo le habían pegado un tiro. Parte 8 Me tomé un taxi en la Tercera Avenida y fui hasta el hospital. Parecía una clínica de ruta, las paredes sucias, mosquitos y médicos en ojotas. A mi viejo lo estaban operando y nadie me explicaba lo que había pasado. Esperé en un pasillo asustado, preocupado y una hora más tarde me hicieron pasar a una habitación. Mi viejo estaba entubado, anestesiado, con un vendaje enorme en las costillas y se me aflojaron las piernas, pensé en todas las cosas que nunca había podido preguntarle, en todas las cosas que no habíamos podido compartir por la distancia, por los desencuentros, pensé en que no
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estaba listo para nada salvo para seguir siendo hijo. Entonces él giró la cabeza despacio, me vio y con un esfuerzo terrible levantó la mano derecha y me hizo OK y fue un alivio inmediato y muchos años después una enseñanza de vida. Esa noche mi viejo sobrevivió dos veces, primero al balazo y después a la mala praxis de un médico trasnochado que lo cortó de lado a lado para buscar una bala que estaba entre la piel y las costillas. Al otro día llegó mi tío en un vuelo charter. Trajo un fajo de billetes y consiguió un revolver 38 y varios contactos en la policía. El comedor era un centro de operaciones, hubo varias idas y vueltas pero no pudieron alcanzar a los responsables. A los pocos días mi viejo volvía del hospital y yo volvía a Buenos Aires. Por carta me enteré cómo había sido la historia. Resulta que mi viejo le alquilaba un departamento a un pintor y este pintor debía la plata del alquiler y salió y se emborrachó junto a un alemán grandote y aparecieron en la casa y le tocaron el timbre. Mi viejo bajó y los tipos trataron de pegarle. El pintor cayó de culo con una trompada y mi viejo le estaba trabajando la cara al grandote cuando vio unos movimientos raros al costado. El pintor estaba sacando un revolver de su cartera. Mi viejo se tiró al piso y escuchó dos tiros cerca. El tercero le dio. El pintor y el grandote se escaparon y mi viejo subió a buscar su Bersa 22. Dio unas vueltas a bordo del Jeep pero no los encontró y la herida estaba sangrando demasiado así que se fue manejando al hospital.
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Mi viejo se recuperó y empezó a investigar. El pintor había asesinado muchos años atrás al hijo de un policía. Con este dato consiguió movilizar unos contactos y ubicaron el paradero del pintor pero se había escapado unas horas antes. Lo siguió y lo siguió y al final consiguió meterlo preso. Dicen que la cárcel estaba superpoblada, dicen que al pintor lo violaron y que se agarró Sida y por eso lo soltaron. Afuera no le fue mucho mejor. Un par de meses más tarde lo encontraron tirado en un zanjón. Tenía un cuchillo clavado hasta el mango. Parte 9 Al año siguiente llegué a Camboriú un poco preocupado por encontrar todo diferente pero mi viejo estaba absolutamente recuperado, andando en moto, arreglando el techo, piropeando mujeres y me hizo ver que la profundidad de las heridas es una decisión personal. En uno de los departamentos de abajo estaba parando un pibe argentino, rubio de pelo largo. Se había fundido con un boliche cerca de Avenida Brasil y estaba liquidando su caja de CDs. Le compré algo de Pink Floyd y U2 y a la tardecita cuando estaba por salir, lo vi subiendo a una cupé Fuego y salimos juntos. En las treinta cuadras que hicimos hasta la punta se la pasó hablando de mujeres, que cómo le gustaban las mujeres, las cosas que había
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hecho con cuatro, cinco, seis mujeres a la vez, que se había fundido pero quién le quitaba lo garchado, etc, etc No le creí mucho pero pensé que igual iba a estar bien tener un compañero de salidas motorizado. Cuando pasamos frente a Baturité aparecieron dos mujeres de poster, esas mujeres que uno no sabe bien si está permitido tocarlas. Pero ahí estaban y se reían y nos miraban y le dije “Pará, pará” Estaban de su lado, el pibe clavó los frenos y bajó la ventanilla. Las chicas se acercaron y cuando estaba todo dado para esa charla relajada, ese diálogo sencillo de Brasil, simplemente hola-me-gustás-estamos-yendo-a-tal-lado, el pibe largó “Hola, ju, ju, vamos fazer un negozinho…” Llegué a pestañear y las chicas ya no estaban, habían desaparecido. Dimos unas vueltas por la zona y paramos a dos o tres grupos de chicas más pero siempre salía con el negozinho y se jodía el clima. No pudimos ganar nada en la calle y entramos a un boliche y ahí como la música estaba alta y no le escuchaban lo del negozinho conseguimos apretar a dos amiguitas de Curitiba. Volvimos a eso de las cuatro y el pibe estaba muy emocionado “Qué noche” decía y le pegaba al volante de la cupé Fuego. No me lo podía sacar de encima y era peor que la yeta, era la certeza de desaprovechar situaciones memorables por su idiotéz porque no era solamente el negozinho, tenía otras frases y todas ofendían a las mujeres, sin ir más lejos se comió dos cachetazos la misma hora. Ahí estaba a la quinta noche de haber llegado, desesperado por tanta mujer desaprovechada, debían ser las nueve y ya le había dicho al rubio que no iba a salir, que me quedaba mirando la tele, que no me sentía bien. Entonces vino la novia de mi viejo y me golpeó la puerta
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de la pieza y apareció con una nena de 16 años, hermosa, pelo castaño lacio y perfumado, los labios rojos y la voz dulce. Me dijo que estaba alquilando abajo y que había venido con la familia y que le gustaba el rock. Tardé en reaccionar, no sabía si estaba soñando, si era una cámara oculta pero la nena de 16 se sentó en mi cama así que agarré la guitarra y me puse a cantar los temas caza-bobas. Ella sonreía y cantaba alguna canción conmigo de Legiao, de Engenheiros y de Cazuza. Después le di un beso y cuando traté de sacarle la remera me dijo “Hoje nao” y no insistí, todo eso era muy raro, un delivery de nena-hermosa-irreal. Bajó las escaleras y me tiró un beso volador y los otros días no nos coincidieron los horarios, yo salía, ella entraba, ella entraba yo salía y al final se fue y nunca más la vi. La semana siguiente me fui hasta la playa con una novela rusa bastante pesada y pasando la plaza Tamandaré vi a esta preciosura en minishort, cerré la novela y me puse a perseguirla sin otro propósito que desmitificar su belleza. Medía 1,70 y era una escultura de Rodin mejorada con una cola publicitaria y un tatuaje en la cintura. Ella se dio vuelta y me miró y se tropezó, entonces me dijo “Tua culpa” Me puse a la par y hablamos todo el camino hasta el Marambaia y toda la vuelta hasta la plaza y le compré un helado y tomamos helado y seguimos hablando y no podía hacer otra cosa que estar ahí con ella. Ni siquiera miraba otras mujeres, lo cual era muy difícil en Camboriú por aquel entonces. Se llamaba Simone Vieira Santána, era paulista, tenía 22 años y estaba en la universidad y la madre había muerto y el padre era medianamente alcohólico y el novio se drogaba. Sin ir más lejos ella se había escapado sola a
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Camboriú para perderlo, para respirar un poco “Ele e muito ciumento” Lo llamó desde un teléfono público y mirandome fijo le dijo que ya no quería verlo, después nos fuimos a comer y a tomar algo y a mi casa y me di cuenta, me voy, me voy, pensaba y me perdí en esa belleza, como un idiota, como el mismo pibe del primer viaje. Pasé una semana con Simone, todos los minutos, todos los pensamientos y un día se fue y no me animé a seguirla. Nos despedimos en la Rodoviaria y yo volvía caminando por la Tercera Avenida, quebrado al medio, con la piel latiendo pero decidí no enloquecerme, decidí ser adulto, tomar eso como lo que había sido, seguí por inercia con mi vida, mis cosas, tomé Caipirinha y batidas, me levanté algunas chicas olvidables de Avenida Atlántica y así hasta que terminaron mis vacaciones. Ella me llamó ese invierno desde San Pablo. Lloraba. Me preguntaba por qué yo nunca la había llamado. Me llamó también en Noviembre y me dijo que el padre había muerto y que se sentía muy sola. Me pedía que fuera a verla. La última vez que llamó le patinaban las palabras, me pidió plata prestada y me dijo que necesitaba esa plata porque sino el camino más fácil para ella era la noche, trabajar de noche, ya le habían ofrecido, ella no era una puta pero tenía deudas y qué podía hacer. Te necesito, me dijo y fue la única vez que me llegaron esas palabras. Le prometí que le iba a mandar la plata y que la iba a visitar pero no hice ninguna de las dos cosas y un día la olvidé. Mucho más tarde olvidé la culpa.
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I’ve got It Siempre me llamaba la atención cuando estaba en Miami y me atendía un sudamericano y él sabía que yo hablaba español y yo sabía que él hablaba español pero me hablaba en inglés y yo le contestaba en inglés y todo parecía un sketch malo de televisión. Hoy fui a jugar al vóley a las canchas de Collins y di unas vueltas por ahí pero no había nadie. Soplaba un viento considerable y ya me estaba por ir cuando reconocí a Facundo, uno de los pibes con los que había jugado en otro viaje. Era un dominicano muy competitivo. Tenía puesto un buzo con capucha y mordía una hamburguesa con desesperación. Lo saludé – obviamente en español – pero él contestó en inglés. Me dijo que todavía era temprano y que quizás el resto de la gente iba a llegar en media hora, una hora a más tardar. El viento soplaba cada vez más fuerte y yo pensé que ya ni siquiera era un problema de gente, la pelota se iba a volar hasta Tampa. Justo ahí cayó otro chico en bicicleta, un peruano muy macanudo. Saludó y se puso a hablar con Facundo, también en inglés. Le preguntó por qué motivo había faltado la semana pasada y la otra. Facundo dejó la hamburguesa por un segundo y dijo que había estado preso.
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Yo sé que en esos momentos lo mejor es no preguntar nada pero el peruano, más joven y con menos prejuicios, le preguntó el motivo y Facundo se encogió de hombros y dijo que siempre lo metían preso y que ya ni importaban los motivos. El mismo había agotado el tema así que pasamos a hablar de vóley, que si venía gente o no, que el viento o no. Pero al rato Facundo contó de la nada que el mismo policía lo había metido preso tres veces sin ir más lejos y que además del time served ahora tenía que pagar los costos de la detención: u$430. Claro que podía apelar pero para eso necesitaba un abogado y en ese caso le tenía que pagar al abogado sin tener la certeza de no tener que pagar también los u$430. Además seguro que lo iban a echar del trabajo por la cantidad de días que había faltado. El viento seguía golpeando. Facundo se señaló los pies y dijo “And look at this”. Tenía hongos alrededor de los dedos, y varios cortes en la planta del pie. Contó que siempre le pasaba en la cárcel porque lo encerraban con los homeless y las duchas estaban todas infectadas. Los cortes en la planta eran por las 30 millas que había tenido que caminar cuando lo soltaron cerca de un highway. Después mostró la nuca, tenía una hinchazón considerable. Dijo que uno de los policías le había metido una trompada minutos antes de su liberación. “He didn’t like my face or something” Y que no se podía hacer nada. Si se resistía iba a ser peor. Una vez le había pedido consejo a otros presos y lo acusaron de organizar un riot. Entonces lo mejor era caminar solo por ahí, sin hacer preguntas, sin hablar con nadie y esperar. El viento seguía soplando. No había forma de remontar eso. Yo solo estaba tratando de encontrar el momento adecuado para
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levantarme y ahí sí, irme a la mierda y llamar por teléfono a una venezolana que había conocido en el Publix de Biscayne y llevarla de paseo en el Pontiac Solstice que había alquilado. Justo ahí aparecieron dos cubanos jóvenes con bermudas azules y camisetas blancas. Sonreían y saludaban sacudiendo las manos con mucha energía. Se presentaron en inglés pero al rato ya estaban hablando en español y lo mismo, que por qué había estado faltando Facundo y cuando Facundo repitió la historia agregó un pedazo de información, que esta vuelta lo habían encerrado por un supuesto Trespassing. Uno de los cubanos entonces le dijo “Y mira, si haces dos passing vaya y pase pero tres ya es para cárcel” y ahí risas, un mal chiste en el momento justo a veces es mejor que un buen chiste, todos nos reíamos en serio y hasta Facundo pareció recordar cómo era eso de reírse. Cayó después un uruguayo en bicicleta y otro centroamericano y uno trajo la pelota, otro la cinta para marcar la cancha y al rato ya estábamos jugando, con viento y todo. Recibí la pelota y le armé a Facundo. Se veía que le costaba pisar pero igual pegó un salto y me dijo “I’ve Got It” Lo entendí perfectamente.
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San Francisco El viaje fue tranquilo dejando de lado que el vuelo iba lleno y que el tipo de atrás tocaba la pantalla touchscreen como si fueran los botones de un radiograbador y me sacudía el respaldo y el respaldo me sacudía la cabeza. Lo miré, una, dos, tres veces pero el tipo no pudo conectar mi mirada con nada en particular y hubiera tenido que pelearme pero ya me había tomado 15mg de Valium y estaban empezando a surtir efecto. Ni bien terminé el flan le dije buenas noches a la azafata más joven, me puse los antifaces y palmé. De fondo me pareció sentir que alguien me sacudía el asiento pero ese ya no era mi problema. Me desperté igual, unas 10 o 15 veces pero la pastilla me volvía a dormir y así llegue a Dallas. Hice migraciones, agarré la valija y corrí para alcanzar la puerta del vuelo a San Francisco. El segundo vuelo duró unas tres horas y me tocó una rubia al lado. Era una de esas rubias que evidentemente habían sido muy guerreras en sus veinte pero que después pusieron la lívido en el trabajo. La rubia lividinaba unos informes en su notebook. Me vio que estaba medio perdido y me ofreció una clave gratis para conectarme a Internet. Encendí la Thinkpad y ahí estaba contestando los insultos de siempre en el blog, chateando por Google-Talk con Rama y mirando la Wifi cam que dejé en el estudio. Había algo increíble: por la
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ventana las montañas de New Mexico y por la pantalla todo mi mundo porteño. Le dije a la rubia, gracias, muchas gracias y ella pensó que volvían sus días pero no, eran gracias apenas. Aterrizamos y me tomé el BART hasta la estación de la calle Powell y caminé dos cuadras hasta el Nikko Hotel. Era mi primera vez en una cadena japonesa y debo decir que es bastante parecido a cualquier otro 4 estrellas dejando de lado que no se entienden algunos carteles. La japo de la recepción me dio una habitación en el piso veinte con vista hacia algunos lugares interesantes como las ventanas del Parc 55, donde pude ver una mujer imprecisa que andaba en paños menores por el cuarto. Me di una ducha y salí a comprar un celular prepago, necesitaba línea para cierta conversación que debía mantener al otro día con Clarisa, de la empresa que me había invitado a la conferencia. Compré un Motorola muy panchito en Radioshack y caminé un poco el Chinatown pero me había entrado un cansancio milenario así que volví al hotel. Recién eran las siete de la tarde. Aguanté una hora tratando de hackear el sistema de checkout desde el control remoto. No pude y me fui a dormir. Ya saben este tema que tengo con el sueño. Duermo poco, cuando duermo y en general duermo mal. Resumiendo, a las 4AM estaba despabilado, mirando el techo. Son esas horas de tragedia que aprendí a soportar con pastillas o bien escribiendo. Esa vuelta me tocaba escribir. Corregí la novela nueva con la tele de fondo. Tome
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dos cafés bien cargados, me di una ducha y cuando dieron las ocho salí para la conferencia. La empresa organizadora había sido uno de esos start-ups por los noventa que servía para pagar con una cuenta de email a un amigo. Uno de esos proyectos que podía haber terminado en el tacho a las dos semanas. Pero creció y creció y cómo… En la entrada había un escenario con cinco minas lindas vestidas de blanco y eran definitivamente lindas para verse bien a la mañana, vestidas de blanco. Tocaban chello y violines eléctricos. Me gustó, me gustó tanto que pensé en contratarlas para todas las mañanas. Una me saludó. Yo sabía que era su trabajo pero me gustó igual. Me acredité y me dieron una bolsa con las pelotudeces de cualquier conferencia. Pase a la sección desayuno. Era una de esas cosas que nunca funcionarían en Argentina: heladeras llenas de bebidas, mesas y mesas con donuts, scons, cupcakes, yogur y frutas. Me serví el famoso desayuno continental y después le agregue un donut/nutella y un energizante. Ahí pase al escenario principal. Entró el gerente de no sé qué con música hip hop, agitaba los brazos, parecía una celebridad. Sus subordinados gritaban y festejaban los chistes. Había una sección reservada para bloggers. Increíble, era toda una fila, una muy buena fila llena de bolunabos 2.0 Después vino el jefe del jefe y el jefe ultra capo del jefe. Leían sus discursos en una pantallita y se notaba y no tenía ninguna
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naturalidad. Básicamente dormité pensando en mis cosas, en darle salida definitivamente a la chica de veinte, en esa nueva editorial irreverente pero de repente volví a la realidad, los gritos y aullidos ya no eran solo de los subordinados, al lado mío un gordito deliraba y estaba todo colorado por los gritos.”Qué pasa, qué pasa” le pregunté y me dijo que le iban a regalar una netbook a cada asistente. Macanudo. Terminó la presentación y empezaban las sesiones de codificación sobre la nueva API y las conferencias. Mire el schedule y no me interesó nada en particular así que me fui al sector de esparcimiento y me puse a jugar con mi arcade preferido de los ochenta, el Spy Hunter. Al rato fui a buscar la netbook que me correspondía, una ASUS EEPC con Windows preinstalado y después le mande un mensaje de texto a Mandy. Le dije que esa noche estaba libre y que la esperaba en el hotel a las ocho. Mandy dijo que ok pero al rato llamó. Quería saber por qué ahora estaba dispuesto a verla cuando en su momento la había ignorado días y semanas. Mencionó algo de histeria masculina pero yo soy de Floresta y no existe tal cosa en Floresta. La cosa con Mandy había sido así: un tiempo atrás, ella estaba de visita en Buenos Aires y se me había presentado como una interesante mezcla de surfer-escritora de California. La cogí sobre el sillón e inmediatamente después se levantó y estaba toda encorvada y miraba con cara de un corderito a punto de ser atropellado y me preguntaba con la voz desvariada “Me vas a llamar
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mañana? Porque si no me vas a llamar mañana es mejor que me lo digas ahora” Y caminaba por ahí, desnuda, con el culo blanquecino sin gracia. Yo ya había tenido algunos incidentes Glen-Closescos en el pasado y fueron muy desagradables así que cuando pude dirigirla hacia la puerta prometí no abrirla más. Claro que yo nunca cumplo mis promesas y por eso la estaba llamando. Igual no le dije mis verdaderos motivos. El secreto con las mujeres es esconder los motivos, que ellas de cualquier manera conocen. Es un asunto de formas. Obvié su pregunta, le dije que la esperaba a las ocho y volví a jugar al Spy Hunter y entonces me entró un llamado y pensé que era otra vez Mandy pero era Clarisa de la conferencia. Quería conocerme y tenía una sorpresa. Yo odio las sorpresas. Nos encontramos en el salón Xcelence y resulto ser una rubiecita de Arkansas muy probable. La sorpresa era una presentación pública con la audiencia y ciertos gerentes. Me aplaudieron por aquello de antes, esa aplicación open source que me suele poner del lado de los guru-altruistas cuando en realidad en aquel entonces yo estaba muy aburrido como para dedicar más tiempo a proteger el código. Por eso lo había distribuido open source. Saludé, dije algunas palabras sin mucho sentido y me fui de ahí apenas pude. A la hora del almuerzo aparecieron mozos, mozos, mas mozos y miles de mesas con variedades de pizzas, sándwiches, frutas, bebidas, energizantes, jugos, postres, barras de cereales, chupetines, M&M, todo de todo. Me serví una porción de pizza y un
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sparkling water y al rato empezó a sonar el teléfono. Era Mandy. Preguntaba qué tipo de ropa necesitaba para la noche. Le dije que tenía que venir toda de blanco. Corté. Circulé por el lugar y me crucé con Clarisa y estuvimos charlando un rato de temas que podían parecer importantes pero que pierden relevancia cuando hay un incendio. Un chino se acercó por el costado y lanzó el 99% del almuerzo en un tacho de basura. Lo lanzó con ruido. Se fue y a los cinco minutos regresó al mismo tacho y volvió a lanzar. Asqueroso. Solo vi una sola cosa más asquerosa que esa y sucedió en los límites de Paris (lo voy a contar en privado, first come first serve) Seguimos hablando con Clarisa y sus posibilidades eran más ilimitadas que nunca. Me contó que había una fiesta de la empresa a la noche y que cuando terminaba la ultima charla salíamos para un lugar llamado The Galleria. Le pregunté si iba a ir vestida de blanco. Se río y como vio que iba en serio me dijo que iba a tratar de conseguirse algo. A eso de las cinco volví al hotel, me di una ducha, me puse un jean gastado y un sweater negro y salí para la conferencia. El celular sonaba, era Mandy, que estaba en el hotel esperando. Le dije que había cambio de planes y que nos encontrábamos en el Civic Center. En el Civic Center no quedaba nadie. En una de las salidas habían montado un esquema de cadena humana hasta The Galleria, a tres cuadras de distancia. Caminé las tres cuadras y me recibieron con cocktails y vinos y manjares étnicos. Clarisa estaba vestida de
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blanco y no le quedaba mal, las promesas estaban más cerca. Un grupo estilo Stomp se puso a tocar y un tipo hizo una performance de pinturas con las manos. Clarisa aplaudía y sonreía y me miraba. El pintor se mandó un Einstein muy bueno y un Dart Vader no tan bueno. El celular empezó a sonar. Era Mandy. Estaba en el Civic Center, algo enojada. Le pasé las nuevas coordenadas y apague el teléfono. Media hora más tarde estaban llamando por los micrófonos, que había una Mandy tal y tal en la entrada. Fui con Clarisa hasta la puerta. Las dos estaban vestidas de blanco. De repente, con las dos juntas, ninguna se veía demasiado bien. Mandy era una espigada sin gracia y Clarisa era una provinciana vestida con ropa prestada. Clarisa se enojo. La dejó pasar a la fiesta pero después se escondía por ahí, haciéndose la ofendida. Mandy también estaba ofendida pero en vistas a que no tenía competencia quería seguir con lo que había empezado, lo que había continuado mas bien. A toda costa quería ir para el hotel. Yo me imaginaba el después. Ella ahí tirada como un bofe y yo en su país, con sus reglas, intentando convencerla de retirarse. Me imaginaba a la policía, a esos tipos de Cops llevándome preso “Usted sabe que en EEUU es delito arrojar a una ciudadana vestida de blanco por las escaleras”. Además ya sabía que no iba a acabar. Últimamente estoy muy selectivo con eso. Es como un privilegio que no se merece una psycho disfrazada de fantasmita. Me escapé, literalmente, dije que iba al baño y me tomé un taxi y volví al hotel. Sabía que ella nunca iba a poder localizar el número de cuarto.
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Ventajas de escribir con seudónimo.
La Barra Parte 1 Llegué a la terminal luego de un viaje tranquilo de cuatro horas en micro desde Colonia. Soplaba un viento seco y estaba nublado así que me puse la campera de tela de avión y caminé un par de cuadras hasta el hostel. Se me ocurría que el hostel iba a estar desierto. Después de todo era un martes fuera de temporada, ventoso y nublado y las bolsas de valores de todo el mundo saltando como el electroencefalograma de un sicótico. El encargado del hostel era un uruguayo tipo: respetuoso, muy respetuoso, tan respetuoso que por momentos me daba la sensación de que me estaba gastando. Se tomó como media hora en comprobar mi reserva, cobrar y asignarme una habitación. Subí las escaleras en busca del cuarto número 1 y cuando abrí la puerta me encontré con cinco pendejos norteamericanos que se tiraban la Lonely Planet de cama a cama. Me habían dejado una cama de arriba con vista al baño. Guardé la mochila en el locker, extendí las sábanas en la cama – no fuera cosa que otro huésped
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quisiera robarme la cama más chota del lugar – y salí para la terminal. Una cuadra antes de llegar a la terminal me encontré con un Ford Mustang manejado por un viejo heroinómano estilo Keith Richards. El viejo percibió que yo estaba ahí para apreciar el Mustang 67 GT500 así que pisó el acelerador y quemó caucho para doblar la rotonda. Me gustó la actitud del viejo. Le hice un ok y me saludó. La señora de Informaciones de la terminal era respetuosa, muy respetuosa, demasiado respetuosa. También me estaba gastando. Me dijo que iba a tener que esperar una hora para la próxima combi a la barra. Pero claro… quizás el colectivo 14. Me señaló un colectivo que estaba saliendo de la terminal. Ya que no podía recuperar esa novia rubiecita de los trece años, estaba dispuesto a recuperar aunque fuera esos cincuenta minutos. Salí corriendo como un maratonista africano detrás del colectivo. El 14 dio vuelta la rotonda y paró. Corrí y corrí y subí las escaleras. Le pedí un pasaje a La Barra. Imposible. Ese colectivo iba para Maldonado. Al final no quedaba otra que esperar así que pensé en aprovechar el tiempo conectándome a Internet para responder los mails injuriosos de feministas en desacuerdo con mi post sobre las planchas Atma. Volví al hostel pero las tres computadoras estaban ocupadas por los norteamericanos de la Lonely Planet. Los miré tecleando pelotudeces sobre sus cuentas de facebooks y subiendo fotos a sus fotologs de viajes. Tenían caras de boludos. Me pregunté si yo
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también tendría esa cara de boludo, desde el punto de vista de un veedor independiente, claro. Volví a la terminal y esperé leyendo fragmentos de “El aburrimiento” de Moravia. El libro era una bosta. Me hubiera gustado canjearlo por uno de Bernardo Kordon. Pero no había puestos de canje de libros. Había un macetero marrón largo, y un obrero uruguayo sentado encima, con las piernas del jogging verde metido en las medias y un termo azul columpiándose entre el mate y el cielo. Al final llegó la combi, pagué $20 y miré por la ventanilla la belleza del mar atlántico sin entenderla del todo. Todavía tenía encima el recuerdo de Buenos Aires, como un velo, como una frazada sobre un parlante donde suenan las mejores notas de Steve Ray. El micro avanzaba por la ruta y ahí adelante ya veía los puentes ondulantes de La Barra. Parte 2 Mi papel decía que tenía que bajar frente al hotel Montoya, KM45 ½. Le pregunté a un obrero que venía sentado a mi lado y se empezó a reir: - Ja, ja… noooo si estamos por el KM 150… seguro que te dijeron que bajes en la parada 45
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Le faltaban todos los dientes pero se reía de mí sin simular amabilidad y me cayó bien. Me preguntó de dónde era, hablamos de Buenos Aires. Me contó que había viajado a Buenos Aires en el 82. Después me iba señalando casas lujosas en el camino y me decía “Yo trabajé en esta… y en esa… y en esa otra” Me avisó cuando tenía que bajar y lo despedí con mi famoso saludo del indio. Caminé para atrás hasta que llegué a un local bien decorado con computadoras modernas, paredes pintadas de blanco y muchas ventanas. Me atendió Lory, una chica flaquita, linda. Me dijo que Johana había tenido que salir para llevar a los hijos a no sé dónde pero que ella me iba a acompañar. Me puse algo contento de que Johana tuviera hijos. Subimos a un auto chiquito, naranja, el cinturón de seguridad del acompañante estaba todo suelto. Me dijo que lo use igual. Como si en Uruguay hubiera algún policía o alguien dispuesto a hacer multas. Le hice caso, abroché el cinturón y quedó flotando estirado por todos lados. Le pedí por favor que no chocara. Imaginé mi cuerpo volando por el parabrisas y aterrizando en la arena desierta de Montoya. No era el final que tenía pensado. Pero Lory manejaba bien y podía hablar al mismo tiempo con gracia. Dimos unas vueltas por ahí, para reconocer la zona. Entonces llegamos a la primera casa.
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Me hizo acordar de esa época, cuando conocía mujeres por Internet. En las fotos se veían bien pero después las conocías y les veías las piernas chuecas, feas, el culo ancho o escuchabas la voz de pajarito resfriado. La casa se veía bien en fotos pero tenía unos lamparones de humedad, como si la hubieran construido encima de un pantano. Lory me dijo que quizás, quizás en una de esas no era tan grave. Pero se veía que a ella tampoco le gustaba la casa. Entramos a una pieza, las persianas estaban bajas, la luz tenue de la tarde se filtraba en rayas sobre dos camas tendidas. Debo ser muy elementar pero ahí estaban todos esos elementos: la oscuridad, la pieza, las camas, una mujer linda y no pude dejar de pensar en las posibilidades. La miré. Me estaba mirando. Me frené porque de repente me di cuenta que nunca había estado con una uruguaya. Había algo indescifrable en las mujeres uruguayas, en su forma de saludar y de relacionarse, como afectuosas, ingenuas. Había algo en todas y en Lory particularmente que me hacía dudar. Entonces controlé mis impulsos – una de las pocas veces, no es bueno controlar mucho los impulsos , dicen que provoca stress y el stress provoca hiperhidrosis y la hiperhidrosis provoca dolores de cabeza constantes – y seguí recorriendo esa casa sobre el pantano.
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De ahí fuimos a ver otra casa, se veía bien, un poco caída pero muy práctica y cálida. Linda por acá, por allá, entonces salí al jardín y miré para atrás. Casi pegados a la casa habían dos módulos de ladrillo gris descuidado. Le pregunté a Lory si habían dejado un depósito a medio construir adentro del terreno. Me dijo que no. Eran las casas de los vecinos. Me asomé. Los dos ranchitos estaban obscenamente pegados a la casa. Como si de esa forma pudieran contagiarse la onda o algo. Adentro de uno de los ranchos había una señora tomando mate y acariciando a un perro que parecía tener sarna y peste bubónica. En el otro rancho estaba todo cerrado pero se escuchaban unos ruidos secos, como una cabeza golpeando contra la pared. Le dije a Lory que esa casa no era exactamente lo que estaba buscando. O sea no estaba buscando algo tan pegado al penal de Marcos Paz, por ejemplo. Entonces dimos unas vueltas con el auto y vi esta casa naranja. Unos bloques modernos de concreto, irregulares, respirando transparencia por las ventanas, armónica, con un espacio lleno de piedras y rayos de sol rebotando ahí y acá. Me dijo que estaba en venta y que la podíamos visitar al día siguiente. Ya era tarde y Lory se ofreció a llevarme hasta el hostel. En el camino hablamos. Me contó que había estado viviendo en San Francisco y que estaba estudiando para terminar su carrera universitaria. De repente me pareció que volvía esa posibilidad
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porque ella hablaba y no aparecía la presencia tangencial de ningún hombre por ningún lado. Podía ser lesbiana o estar libre en alguna medida. Me gustaban ambas opciones. El auto chiquito de Lory paró frente al hostel. Le di un beso y bajé. En la puerta del hostel había una negra norteamericana, un morochito inglés y dos rubias suizas o suecas que parecían un chiste de tan lindas. El auto de Lory dio la vuelta y me pareció que ellos me miraban pensando que yo era una especie de chulo porteño. Dije “hi” y me mandé a mi habitación hipercompartida. Por suerte no había nadie. Me bañé tranquilo. Canté una de Marley con sobreagudos y me puse un jean y una remera blanca. Estaba muerto de hambre, había pasado de largo el almuerzo porque no me había gustado la pinta de esos chivitos uruguayos en el parador que más coima le ofreció al chofer del micro. En el sector común del hostel estaban reunidos las suecas, la negra, una rubiecita muy putona y varios tipos que daban vueltas alrededor, poniéndose en el lugar de predadores, ignorando que ni hacía falta. Me vieron aparecer y me ofrecieron cerveza y charla y la posibilidad de maniobrar incómodo en una cama de una plaza. Les dije que tenía que hacer un llamadito a Buenos Aires y me fui por Gorlero en busca de un restaurante. Hacía tiempo que no comía un buen pescado así que fui hasta Los Caracoles. Me senté en una mesa frente a la ventana y pedí un vino Malbec y un salmón a la Maitre de Hotel con papas gratinadas. En un tenedor tenía pinchado un pedazo considerable de salmón, en la
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otra mano tenía la copa de vino y entonces miré por la ventana y vi aparecer a las suizas que cargaban con un paquete de galletitas . Seguro que habían hecho una vaquita para comprar ese paquete. Las vi, me vieron. Algo no estaba funcionando en ese saludo. La posibilidad de pasar una noche memorable se iba como arena entre los dedos. Ellas mantuvieron la mirada un instante, seguro que se preguntaban quién era yo, qué estaba haciendo en un Hostel. Yo me hacía las mismas preguntas. Nadie tenía las respuestas. Parte 3 Volví al Hostel después de terminar el pescado, el vino, las papas, una mousse de chocolate y un café bien cargado. Ahí estaban las suecas cuchicheando con la negra y con la rubia putona y con los norteamericanos. Me miraron mal. En la escala de valores de los backpackers comerte un pescadito regado con Malbec frente a un ventanal está mal visto. Seguí de largo por las escaleras. Igual. Para qué. La habitación estaba vacía. Me lavé los dientes, me saqué los pantalones y trepé por los parantes de la cama de al lado para llegar a mi lugar. Ahí me puse a leer el libro malo de Moravia y esperé la magia del sueño pero la magia del sueño no estaba llegando y para colmo me parecía que la cama se movía.
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A lo largo de mi vida experimenté muchas veces eso de la cama movediza pero comunmente asociado al consumo profundo de Vodka y en esos casos la cama se mueve como el Matter Horn del Italpark. En ese caso eran temblores eventuales. Me asomé y miré para abajo. Uno de los norteamericanos estaba echado como una foca herida entre las sábanas. Se movía y emitía unos ruidos del tipo “hhjjjj… mmmmoooo… ffffffffgggg” Esperé 10, 15, 20 minutos. La magia del sueño nunca iba a aparecer con el sobrino bobo del Tio Sam ahí abajo. Me clavé 10mg de Valium. A veces la magia necesita ayuda. Mientras iba entrando al sueño me acordé de Lory pero mi imaginación fue torciendo lévemente los acontecimientos. Esta vez Lory me decía “Vos sos Bandini, el escritor” y yo entonces me acercaba, levantaba su remera y dejaba fluir la leyenda. Parte 4 Con la crísis subprime se derrumbaron muchas cosas en las que confiaba. Esa mañana sólo me quedaba confianza en la cafiaspirina. Me levanté y tragué una cafiaspirina plus con un sorbito de agua de la canilla. Ni siquiera sabía si el agua de Uruguay era potable pero no iba a alcanzar con mi saliva. La pastilla hizo efecto y a la media hora ya era un tipo normal que podía enfrentar el viento de la punta.
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Fui hasta la terminal y me tomé el micro hacia La Barra. Caían unas gotas hinchabolas, como escupidas desde un puente. Bajé del micro para encontrarme con Lory pero Lory no estaba. Me sentí como esos Eneros a principios de los noventa en Brasil, cuando arreglaba para salir con una brasilera únicay me clavaba y andaba deprimido una o dos horas por la playa hasta que me cruzaba con la próxima brasilera única. Esperé a Lory sentado en un sillón de madera, al lado de una perra moribunda. La perra se acercó en busca de una caricia. Parecía a punto de morir. Con las manos en los bolsillos le pregunté a la perra “¿Marcha bien la temporada?“ La perra me miró sin entender. Después se tiró por ahí. A la media hora apareció un tipo, después una mina, después otro tipo, empezó a caminar gente por la zona pero Lory no estaba por ningún lado. Ya estaba por salir a ver la casa con un reemplazo y en eso apareció Lory. Que perdón, perdón, mil perdones, se había quedado estudiando y entonces el despertador y resulta que tal cosa. Me daba lo mismo. No estaba descepcionado ni nada. Simplemente tenía ganas de verla aparecer. Subimos a su mini auto y fuimos a encontrarnos con un tipo de otra inmobiliaria que tenía la exclusividad sobre la casa que me había gustado. Bajamos del auto, entré, miré ahí, allá, di unas vueltas por el jardín, la parrilla, la cocina. Metí la mano en el bolsillo, saqué un fajo pesado y le dije a Lory: “me gusta”
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Lory casi se desmaya, miró al tipo, el tipo me miró, agarraron los celulares, empezaron a hacer llamados, escribanos, señas, comisiones, café de acá, de allá. Y entonces, dueño casi de una casa pero habiendo perdido toda posibilidad de éxito con Lory. Todo estaba sepultado por esa inmediatéz, por la operación, las condiciones. Creo que Alfonsin hablaba de esto cuando se refería a la “tristeza del chico rico” Pensé en decirle a Lory que en otra vida yo era escritor y algo pobre y que me valía de mis palabras. Pensé en decirle esto y que le iba a regalar un cuento o algo parecido pero Lory estaba ahí pegada al teléfono, negociando cosas de grandes y anotando números en un cuaderno. Miré por la ventana, el puente de la barra a lo lejos brillaba y se deformaba como un espejismo.
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Los premios Soriano Llegando a Mar Del Plata Salí el viernes a la mañana con una rubia en el asiento del acompañante, el tanque lleno de nafta y cinco bolsos en el baúl. El japonés que diseñó mi auto pensaba en rutas desiertas al costado del mar, nunca se imaginó a esa coupé sumergida un día de semana porteño entre colectivos, camiones de soda y pickups F-100. Tardamos unos cuarenta minutos en subir a la autopista por la avenida Jujuy y en cada minuto pensé que había sido una muy mala idea eso de romper las rutinas de un viernes tranquilo para ir a recibir el Premio Soriano de Novela a Mar Del Plata. Pero cuando vi por el espejo retrovisor que se achicaban los edificios mi ánimo empezó a cambiar. Paramos en una estación de servicio y le saqué el techo a la coupé. Necesitaba sentir el viento, limpiarme los restos de ciudad. Moví la palanca a D4 y el motor VTec salió disparado, nos lanzó como una catapulta porque para eso fue diseñado. Mi pie se hundía en el acelerador como un cuchillo caliente en un pan de manteca.
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Entonces apareció la policía y ni tuve tiempo de mirar el tacómetro. De cualquier manera está en millas y hubiera necesitado una calculadora para determinar si estaba excedido o muy excedido o bien obscenamente excedido como parece que fue el caso. Los polis de la Ruta 2 usan borcegos amenazantes. El borcego fue diseñado para patear. Pensé en decirle al poli “El auto me pide…” pero no era momento para chistes. Me pidió los papeles, fue a conversar con el otro, volvió y me preguntó: - ¿Esta es la versión americana, no? Te veíamos venir desde la curva y es increíble como se agarra al piso porque venías a 180 y dobló como un autito del Scalextricssss Era un poli muy metafórico y se ve que intentaba suplir la falta del Scalextric en su infancia con un gran plural. Yo hago lo mismo con las mujeres(sssss) así que no soy nadie para juzgar. Al final me dejaron ir sin multa ni cagada a pedos ni nada. Me había imaginado un viaje tranquilo, comiendo medialunas en Atalaya, sacando unas fotos frente el castillo de Felicitas Guerrero y parando aquí y allá. Al final pasamos de largo bares, cruces, vías de tren, estaciones de servicio, autos, motos, curvas y entonces llegamos – todavía de mañana – al KM 399. Doblamos por la rotonda y avanzamos por Luro hasta ver el mar. Mar Del Plata es uno de los pocos lugares donde el mar es apenas un accesorio, un
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marco que delimita una ciudad vibrante, de buscas y talentos dormidos, una ciudad de luces y sombras y rincones para descubrir. Paré el auto en la esquina de Luro y Corrientes y miramos hacia el hotel que había reservado mi agente de viajes en Buenos Aires. El cartel decía “Gran Hotel Manila” La rubia me preguntó “¿Seguro que es acá?” Empecé a bajar los bolsos, bastante seguro de que ese lugar de mierda era nuestro hotel. El Gran Hotel Manila El Gran Hotel Manila tiene dos ventajas: 1. Está bien ubicado 2. Si te gusta Carmen Barbieri y Tristán está muy bien ubicado. Le dije al conserje que era periodista y le pedí una buena habitación. Me dio la llave de la habitación 50. La habitación 50 resultó ser una pieza chiquita donde resaltaba un cenicero con seis colillas de cigarrillos, una alfombra roja – presunto rezago del viejo Hotel Provincial - cortada a cuchillo y llena a basura volcada al descuido como envoltorios de Cabsha y fósforos usados. Parecía un
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aguantadero de la mafia, un agujero anónimo que podría usar un asesino a sueldo para enfriar el clima tras un asesinato. Pero yo no soy asesino a sueldo ni periodista de garrón para merecer semejante depósito mierdoso. Fui a quejarme al conserje y conseguí un cambio por la habitación 10. La habitación 10 era muy parecida a la habitación 50 pero cuatro pisos más abajo y sin colillas de cigarrillos en el cenicero. Lo más gracioso del Gran Hotel Manila es que por todos lados mostraba tres estrellas: en la marquesina, en la papelería, en el bar, en el baño. Es como un triste eunuco repitiendo que la tiene de veinte centímetros. La decoración y ambientación del Gran Hotel Manila era uniformemente deprimente. Es necesario talento y dedicación para lograr la misma experiencia decadente en el pasillo, en el lobby, en el baño, en un piso, en el otro. Las tulipas sobre la cama, por ejemplo… yo creo que Narciso Ibáñez Menta las hubiera rechazado por ser demasiado escabrosas. La rubia miraba un poco preocupada pero no hablaba por suerte. Cualquier otra mujer me hubiera cebado y todo iba a terminar muy mal, con sillas marrones volando hacia los espejos. Faltaban un par de horas para la entrega de los premios Soriano así que prometí algunas compensaciones, dejamos las cosas en la habitación 10 y salimos a recorrer la ciudad.
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El acto de entrega de premios Caminábamos por la rambla y cuando pasamos frente al casino casi convenzo a la rubia de que era necesario entrar para probar mi nuevo método de ruleta. Pero había un problema, ella había sido testigo del fracaso de mi anterior método de ruleta. Estábamos a bordo del Norwegian Dawn, anclados frente a las costas de Samaná y cuando volvíamos de cenar yo decía “Me voy a trabajar” y volvía una o dos horas más tarde tirando billetes de diez y cincuenta al aire como papel confeti. Pero claro, todo lo que sube tiene que bajar. La última noche estaba trabajando en la misma mesa y ya fantaseaba con vivir a bordo de los cruceros y dedicarme básicamente a la ruleta, entonces no sé lo que pasó, una ola o un vientito que agitó al barco y la ruleta empezó a funcionar en contra de las reglas elementales del azar. Yo me agarré al método porque sabía que ese suele ser el error de los amateurs: la improvisación en momento de tensión. Pero así y todo, bien aferrado a mi método de ruleta vi como el casino del Norwegian me garchaba de parado en cinco segundos. En fin, ahí estábamos con la rubia que es muy hábil para ciertas cosas y cuando pasamos frente al casino me dijo “Estuve pensando en eso del trío…” Trío mata casino. Siempre fue así, siempre será. Seguimos de largo y llegamos a la feria y de repente el tema del trío era un plan a futuro muy difuso y un tipo alto con badge al cuello me agarraba del brazo y me llevaba a recorrer la feria del libro. No sé si a propósito o qué pero me dejó estacionado entre el stand de las
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Madres De Plaza de Mayo y el de Cuba. Justo a mí que soy el más Kansas del grupo Kansas. La feria estaba bien, muy bien. Entrada gratuita, muchas ofertas, libros de segunda selección, buenas editoriales. Pasé por el stand de Galerna. Todos saben que cuando Galerna abre un stand en una feria es necesario ir a robar un libro de Abelardo Castillo. Es una cábala. Miré y miré pero no encontré ningun libro de Abelardo. Cuando les pregunté a las vendedoras me señalaron un par de libros, altos, detrás del mostrador. “Instrucciones de Hugo…” repitieron a coro. Me fui puteando y pensé seriamente en manotear algo en el stand de Planeta. Después me arrepentí. A eso de las siete entré con la rubia al salón del acto y me presentaron al Secretario de Cultura. Los políticos en persona tienen un no sé qué, no compiten ni te juzgan, simplemente generan ondas, sonríen y la charla fluye y te sentís bien, cómodo, como en la casa de tu vieja. El tipo me hizo acordar mucho, mucho a mi amigo Manussone. Me presentaron también a los otros ganadores de los premios de novela. Uno era Cambas Sabaté, un tipo entrañable, ex trompetista de Jazz, muy divertido. El otro era Martín Doria, un médico joven recién salido de un caso grave de Burn-Out que había volcado la experiencia en su novela.
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Empezó el acto a sala llena. Era un día de playa pero algo nublado. Hablaron los políticos y los jurados de cuento y poesía. El jurado de novela no estaba en el acto. Me dieron que Saccomano tuvo familia recientemente, que Juan Forn tiene miedo a viajar en micro y que Pradelli vive lejos. Mejor, yo prefería no verle la cara al jurado porque había mandado una versión apurada y sin terminar de La Gran Monterrey y no quería escuchar más cagadas a pedos de las que me había hecho yo mismo. Nos llamaron por el micrófono, pasamos y nos entregaron los diplomas y una pila de libros. En eso el Secretario de Cultura me ofreció el micrófono pero lo hizo como una cortesía, como quien pregunta cómo-estás sin querer saberlo. Manotee el micrófono y me puse a hablar sobre La Gran Monterrey, sobre el blog, el concurso, la desprolijidad de mi manuscrito, sobre el Gran Hotel Manila. Cambas Sabaté también largó su speech con gusto, habló del jazz y de sus amigos de andanzas y Doria se sumó y encontró puntos de contacto entre las novelas premiadas. La velada se extendía, entonces el Secretario de Cultura - que como cualquier político, conoce muy bien el arte de la sutileza - interceptó el micrófono y lo alejó de nuestra locuacidad. Pero lo hizo de tal forma que no nos sentimos desplazados ni nada. Todo lo contrario, a mi me dieron ganas de tenerlo de tío o de invitarlo a comer a casa incluso.
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Al término del acto se me acercaron tres mujeres, una de 70 y las otras dos jovencitas, de 65 más o menos. La rubia miraba divertida. Que felicidades, que de dónde soy, que ellas también escriben, que cuál era la dirección de la página. Les expliqué que encontrarme en Internet es fácil, prácticamente cualquier cosa que busquen va a desembocar en mi página. Les dije que si buscan Zapatilla+Topper+Neo aparece mi sitio y que si buscan a otros escritores también aparece mi sitio. Les dije “Google es mi amigo” No entendieron el comentario. La mujer de 70 me siguió hasta el baño. Me lavé las manos durante ocho minutos y cuando salí ya no estaba. A la salida del Provincial me encontré otra vez con Cambas Sabaté. Me presentó a un amigo músico y me invitó a ver jazz en vivo en la confitería Orión de Luro y la costa. La rubia no es amante del jazz particularmente pero sabía que eso me iba a mantener alejado del casino así que se apuró en aceptar la invitación y fue a buscar una birome y un papel para anotar los datos. Jazz en el Orion La banda de jazz de los amigos de Cambas Sabaté empezaba a tocar a eso de las doce. Teníamos cuatro horas para llenar, lo cual hubiera resultado fácil en el casino o en un hotel normal – remarco que estábamos alojados en el “Gran” Hotel Manila – pero en esas condiciones se complicaba la planificación y temía no llegar despierto al Orion.
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Pasé por la cochera a buscar el J.B. de la guantera y empezamos la noche tomando y pateando la peatonal San Martín y la calle Rivadavia. La rubia es sociable. Cuando alguien se acerca no piensa que la están por robar o violar o las dos cosas así que ahí estaba, divertida contestando una encuesta. El pibe de la encuesta era macanudo, entrador “Uuuu, ni parece que tenés 27 años… yo te daba 22” Entonces llegó la magia: de alguna forma la encuesta se transformó en un juego. Ahí teníamos una planilla plastificada con casilleros. “Digan un número” Yo me involucré con el alma, ahí estaba otra vez tomando revancha de la cogida en el Norwegian Dawn. “Diecisiete” dije con seguridad. El tipo empezó a avanzar por los casilleros y pumba! Ganamos. Yo estaba contento. La rubia más. El pibe de la encuesta nos explicó que acabábamos de ganar una semana de alojamiento en Mar Chiquita o Cariló para ocho personas, to-tal-men-te-gra-tis. La rubia cada vez más contenta. Yo no tanto. En primer lugar no tengo ocho amigos, en segundo lugar nunca quiero veranear en Mar Chiquita ni en Cariló. Y por sobre todo ya iba oliendo las intenciones. El pibe de la encuesta sacó un voucher muy profesional y entró a anotar unas pelotudeces acá y allá. Ahí largó “Bueno… y esto se cobra en Santiago Del Estero 1666, primer piso… o sea acá a la vuelta… subimos un segundito y se van con el premio inmediatamente” Me costó convencer a la rubia de que habíamos caído en las garras de los vendedores de Tiempo Compartido y de
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que esa semana en Mar Chiquita para ocho amigos nos iba a costar muy cara. Le dije al pibe de la encuesta que teníamos que ir al cine y a cenar y a ver jazz y que la idea de subir a un primer piso de una calle desconocida durante la noche no me seducía del todo. Lo dejamos ahí en la esquina con las planillas y el voucher pintarrajeado y seguimos nuestro camino. Un par de cuadras adelante comimos algo al paso con la tristeza de las no-vacaciones en Mar Chiquita ahí flotando. Después entramos al cine a ver la de Ghandi-Ben-Kingsley pistoléandose a Penelope Cruz. El cine era un lugar raro, se entraba por el fondo de una galería y había que bajar dos tramos de escaleras. Era exactamente el cine porno que había imaginado en mi novela La Gran Monterrey. Me tomé el resto del J.B. y ni siquiera así me pareció verosímil ver a Ghandi garchándose a Penelope Cruz. Cuando salimos ya era hora de pasar por el Orion así que caminamos hasta Luro y doblamos para la costa. No tenía expectativas pero a veces me gusta dejarme llevar y rebotar por la noche. Me habían invitado, ahí estaba.
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El Orion es un bar ubicado en la planta baja de un hotel perteneciente a la Marina. En la entrada dije que era Bandini y que me habían invitado, bla, bla. A los dos minutos estábamos sentados frente al escenario y el mozo apuraba nuestros pedidos. Cambas Sabaté me presentó a varios músicos de jazz, otros trompetistas, pianistas, gente de primera con vasos de Whisky en las manos y sonrisas amplias, sinceras. El mozo me acercó mi Gin Tonic. Era un vaso enorme lleno de Gin y la botella de tónica al costado. Tuve que zamparme medio vaso de Gin puro para hacerle lugar al agua tónica. A todo esto Cambas Sabaté subió al escenario y avisó por el micrófono que acababa de llegar el Primer Premio de novela del concurso Osvaldo Soriano. El público me aplaudía y tuve que levantar la mano como un indio para agradecer. Habrá sido el Gin o ese aire de Mar Del Plata o todo un poco pero ni siquiera me sentí incómodo. En el escenario sonaba “All of me”, la trompeta vibraba y se abría paso por la armonía y las apoyaturas rítmicas, el baterista iniciaba un scat-singing. Todo indicaba que esa noche en el Orion iba a ser memorable.
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Uruguay en Noviembre Parte 1 Anthony Bourdain decía que las cadenas de comida rápida como McDonalds te dan uniformidad a cambio de todo lo demás. Lo decía como algo negativo. Yo iba otra vez desde Colonia a La Barra, apoyado contra la misma ventanilla en la misma fila de asientos del mismo micro con el mismo chofer – un viejito de 230.000 años que tomaba mate, hablaba por celular y tocaba bocina para saludar a un policía, todo al mismo tiempo – y de repente la uniformidad no me caía mal. Sabía a qué hora íbamos a parar, sabía en dónde íbamos a parar, sabía dónde quedaban los baños (la gilada se mandó para el baño de camioneros y yo entré cómodo y solo al baño presidencial) Para el camino me había llenado el iPod de películas, series y documentales. Tenía material como para viajar hasta Polonia ida y vuelta. El primero de la lista era “Wal-Mart, the high cost of low prices” Me gustó. El CEO con esa cara de garca, con esa labia que solo puede atribuirse a los sueños de roquero frustrados. Había mucha mierda derramándose en los fotogramas pero una buena era esa parte, cuando mostraban que Wal-Mart les pedía a sus propios
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empleados donaciones para campañas filantrópicas. Los supermercados como Jumbo hacen algo parecido, les piden a los clientes donaciones del cambio, para no tener que dar vuelto ni donar plata. Derivan, son buenos derivando. Parece el juego del avión y los pasajeros ensartados son siempre los mismos. Entonces me vi todo el documental, después abrí una lata de sardinas brasileñas, tostadas saborizadas y un agua mineral y me mandé un almuerzo con los paisajes ahí desfilando en la ventana y la música de Miles en el iPod. Dos asientos atrás tenía a una nena de 16 muy interesada en mí o en Wal Mart o en las sardinas brasileñas. En cualquier caso me parecía que lo mejor era la indiferencia. Bajé en la terminal de ómnibus exactamente a la hora que había calculado, caminé las mismas cuadras y fui al mismo hostel. Esta vuelta elegí la habitación sin baño. No hay nada peor que el ruido de una cadena o el vómito de un holandés cuando estás tratando de dormir. La habitación estaba vacía. Elegí la cama del fondo, pegada a la ventana. Después metí mis cosas en el locker y salí a llamar a Lory. Era una tarde notable, llena de ese sol macanudo, que acaricia y ni parece dar cáncer. Lory paró el auto frente al hostel. Tenía un jean algo suelto, una musculosa blanca y anteojos negros. Simple, linda.
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Arrancamos y fuimos a ver lugares, paisajes, ambientes, paredes, camas, baños. Por momentos no me podía concentrar y se me ocurrió terminar de una vez con el problema. La tenía casi pegada, a mi lado, un poco inclinada, señalaba algo afuera de la ventana. Yo hacía que miraba la ventana pero estaba mirando su cuello y el brillo en la piel en el escote. Estuve a punto de agarrarla del pelo, ponerla contra la pared y hacerle sentir el peso de mi cuerpo. Entonces conté hasta tres. No funcionó. Conté hasta diez. Ahí pude volver a la normalidad. A tomar decisiones, a hacer las preguntas justas, atinadas. En el camino de vuelta le conté sobre el documental y entonces pasó algo raro, Lory se reía, que jaja, que nunca se le ocurriría ver algo así, que cómo pude haber visto ese documental y para peor, como puedo hablar del asunto con terceros. Entonces nos separaba un abismo, la anchura de la 9 de Julio. Era un documental razonable, no era la vida de Tracy Lords ni “Pasión por los relojes Panerai” Puse el automático y otra vez era la charla práctica, comisiones, conveniencias, vistas, zonas. El sol caia y por un momento me dio la sensación de que Lory quería seguir ahí. Que podía pasar las primeras horas de la noche confundida por una Pilsen, escuchando mis anécdotas del ejercito. Dábamos vueltas con el auto por la rambla, el tema de Wal Mart olvidado, el sol de costado, bajo, poniendo las sombras en los lugares correctos. Y no dije nada. Resulta que al chico rico no le excita el poder. Le gusta perder todo y seducir con aire.
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Bajé del auto y entré al hostel. Todos me saludaban. Esa cosa de los hostels. No tenemos un carajo que ver pero somos todos amigos porque esto es bien diferente a un hotel, hay una ese de más. Salí a comer. Esta vuelta me senté lejos de la ventana. Miré la columna de la derecha en el menú y pedí el plato más caro y una Pilsen que la sirvieron otra vez en balde, como si fuera un Champagne. Después volví al hostel y me tiré entre los almohadones del lounge a mirar capítulos de Tina Fey. El lounge era grande, había mucho lugar pero de repente apareció una rubia californeana con su librito gastado de Ken Kesey. Hacía que leía pero me miraba. La página no cambiaba nunca. Puse pausa en el ipod y Tina Fey quedó congelada en la pantalla. Parte 2 La rubia estaba ahí nomás, muy al alcance, pero no me decidía a hablarle y lo de Tina Fey en el iPod estaba bueno así que seguí mirando ese capítulo de “30 Rock” y cuando me di cuenta, la rubia había desaparecido. Me quedé un rato más, ahí tirado entre los almohadones pero nunca volvió. Después llegaron dos holandeses. Hablaban y se reían. Desde que visité la casa de Anna Frank me cuesta sentirme cómodo entre holandeses así que volví a la habitación.
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La habitación estaba vacía. Por la ventana entraba un hilo de luz y un poco de olor a mar. Mastiqué 5mg de Valium y mientras esperaba los efectos me puse a rescatar mujeres del olvido. Me acordé de esa vez. Yo entraba al Musimundo de Rivadavia y Granaderos y justo estaba saliendo una morocha alta con los labios gruesos y el pelo batido con rulos. Muy hot. La miré y le dije “Adios muñeca” (se ve que estaba leyendo a Chandler) Ella entonces se paró en seco y me largó una sarta de recriminaciones. Que cómo puede ser (ni idea, pensaba yo) que si puedo dormir a la noche (claro y por esa época dormía sin Valium de hecho), que todo vuelve (a mí nunca me volvió la plata del corralito) y que bla, bla, bla. Me sentí estafado porque no me acordaba haberme volteado a esa mina en particular. La mina seguía y seguía y ya no me parecía linda ni hot ni nada, era una esposa culona en un vestido a lunares, gritando desde la ventana. La dejé seguir, mientras trataba de acordarme pero nada, nada de nada. Un tipo flaquito con un disco de Sergio Denis en la mano se acercó dando pasos laterales desde la otra punta del Musimundo. Quería ver si la cosa se ponía mejor, si había cachetazos o algo. Decepcionamos al tipo porque la mina se fue sin cachetazos, yo compré dos cassettes TDK y listo. Cerré los ojos pensando en esta anécdota y dormí de corrido hasta las 4. Me pasa mucho cuando viajo. Me despierto a las 4. No importa el cambio horario, a qué hora me acosté, si me tomé una pastilla o qué. Así que ahí estaba, 4 de la mañana, oscuridad, los ronquidos de dos salames adolescentes y el olor a mar llegando
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desde la ventana. Agarré el iPod y puse algo de Bach en Cello. Empecé a ver las notas en un pentagrama mental, me vi corriendo por el pentagrama, cayendo por el pentagrama. Entonces tup… milagro … me quedé dormido hasta las siete de la mañana. Me levanté contento, era una hora feliz, adecuada. El Hostel estaba silencioso. Contesté unos mails y después me senté al lado de los ventanales a mirar el mar. A las 9 me pasó a buscar Gabo en una Rover Defender del año 50. Tomamos por la ruta 10 a 50km-hora. La Defender hacía ruido y parecía que se iba a desarmar en quinientos pedazos. Pero llegamos a Santa Mónica y bajamos y subimos por las lomas y dimos la vuelta a la laguna de José Ignacio y salimos otra vez a la playa. La arena se extendía como la sábana de un hotel fino. No había marcas de pisadas, ni gente a la vista. Estaba el mar y algo de viento y daban ganas de reflexionar, de pensar en el sentido real de las cosas. Pero bueno, iba a tener tiempo para eso más adelante. Le dije a Gabo que cerrábamos la operación. Me felicitó. Yo debería haberlo felicitado a él. Acababa de ganar una comisión importante. Cuando volví a la inmobiliaria me esperaba Lory para invitarme a comer. Había preparado la mesa debajo de una pérgola. Comimos queso y ensaladas y castañas de cajú y tomamos agua mineral. Me contuve para no hablar de cine, ni de documentales, ni de música, ni de literatura. No quería romper ese clima elemental que funcionaba tan bien con ella. La miré. Justo se pasaba una uva brillante por los
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labios. Me miró inclinada, desde abajo y dijo que estaba lindo para ir a la playa. Entonces pensé en romper el pasaje de Buquebus y mandar todo a la mierda para darme un chapuzón con Lory en las playas desiertas del este. Pero no dije nada y seguí tomando el agua y mirando cada tanto a Lory. Después me llevó hasta la terminal, le di un beso ligero y me puse en la cola para entrar al micro. Me senté en el mismo asiento, del mismo lado. Quedaban varios asientos vacíos. En eso apareció la rubia del Hostel con una mochila al hombro. Caminó con el pasaje en la mano, achinando los ojos. Y de repente, como el 17 en la ruleta… ahí estaba, sentadita al lado mío. Le pregunté si era su primera vez en Punta Del Este. Me dijo que sí y que hablaba poco español porque era de California, surfer de California. Respiré profundo y empecé a hablar acerca de aquel documental de Wal-Mart. Ella se reía y su pelo, rubio, natural, perfumaba el aire.
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Me caí del caballo (lease literal) Jueves, 15hs, sol a pleno, un lindo día en el club hípico. Me señalaron un caballo nuevo y fui a buscarlo. Desaté la cabezada, agarré las riendas y lo hice caminar hasta la pista. El caballo dio un par de pasos pero se veía que no andaba con muchas ganas. Le hice esos chistidos comunes y de a poco conseguí llevarlo. Algunos jinetes les traen zanahorias o terrones de azúcar pero a mí no me gusta hacer regalos, eso emputece las relaciones, ya sea con un caballo o una persona. Ya en la pista ajusté la cincha, bajé el estribo izquierdo y traté de subir. Estaba con medio cuerpo sostenido del estribo y justo ahí el caballo empezó a caminar. Esto en el código de etiqueta de los caballos es lo menos, es como una mojada de oreja. No sé si estaba resentido por el tema aquel de las zanahorias o qué. Aborté la subida y lo hice parar. Ahí me acomodé y traté de subir nuevamente. El caballo otra vez se puso a caminar pero yo fui más rápido y llegué a sentarme. Estaba por estribar el pie derecho pero ahí el caballo dio un giro brusco y empezó a bajar el cuello y a subir las patas traseras. Era como el juego del toro mecánico pero sin cerveza ni chicas gritando ni almohadones alrededor. El caballo hizo el subibaja varias veces y yo resistí arriba haciendo equilibro y manoteando las riendas, entonces sentí un par de giros centrífugos y sospeché que no
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iba a poder dominar a ese caballo. Si bien no recuerdo haberme tirado, sé que no hice lo suficiente para mantenerme montado. Son esas decisiones que toma el instinto por uno en momentos de stress, como pestañear cuando se viene una escupida. Mientras caía me acomodé – gracias al Sipalki una vez más- y di con la parte blanda del flanco izquierdo. Mi casco rebotó contra un tronco blanco y lo primero que pensé fue en las patadas del caballo. Me cubrí la cara con las manos pero las patadas del caballo pasaron bastante lejos. Ahí me di cuenta de lo peor: mi pie izquierdo seguía enganchado al estribo. Uno piensa que es gran cosa con sus 70 kilos y de repente la fuerza bruta de un caballo te hace serpentear como un recorte de papel. Me arrastró por la pista y sentía cada tanto alguna piedra, algo filoso que me cortaba la espalda. Recuerdo que pensé “Por favor… la cerca no” y el caballo me leyó la mente porque giró y yo salí disparado contra la cerca. Pude sentir el “Uuuuuuuu” de la hinchada. Ahí el caballo enfiló para el llano y se mandó al galope. Y una vez más la suerte que vino en mi ayuda. El pie se descolgó del estribo, yo me paré y salí de la pista corriendo. Por las dudas si el equino venía a rematarme. Me acercaron una silla y una botella de agua. Les dije a todos que estaba bien. Mi chomba estaba embarrada y por un momento pensé que bueno, que podían traer al caballo así empezaba los saltos de una vez. Entonces noté un ardor en el brazo y después los cortes en la espalda y las repercusiones de la caída en el cuello. Naty, mi profe se sentó a mi lado, me hablaba despacio, pude ver la gravedad
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del caso en sus ojos. Y después en los ojos de todos los demás. Que la ambulancia estaba en camino, que esto, que lo otro. Al rato de estar sentado empezó a bajar la adrenalina y me sentí un poco desmejorado. Tomé la botella de agua y traté de seguir la conversación con Naty. Hablamos del mercado editorial, de El Sueño Colbert, de la pobreza inicial de Stephen King, del clima y de mil cosas chicas. Cuando llegó la ambulancia pude ver la decepción en los ojos del médico, creo que esperaba encontrarme un poco más hecho mierda. Hizo las primeras curaciones, me dio una orden para radiografías y se ofreció a llevarme haciendo sonar la sirena. Le dije que estaba bien y que prefería manejar. Pasé por casa a darme un baño y todavía estaba en caliente así que no sentía mucho los dolores. Un rato más tarde noté que mi rodilla derecha tenía un golpe considerable. Fui rengueando a la guardia de traumatología y cuando le conté al médico lo que había pasado detecté otra vez la mirada de preocupación. Me hizo acostar en la camilla y empezó con ese procedimiento para encontrar fracturas. Me bombardearon a rayos X y resultó que no había ningún hueso roto, ninguna lesión cervical, nada de nada. El traumatólogo me dijo “Fijate vos… hay gente que se tropieza con una baldosa y se rompe todo”
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Me recetó mucho Flexidol y me dijo que ese era el Mercédes Benz de los relajantes musculares así que iba a tener una buena noche. Volví a casa, tomé el Flexidol y dejé llegar la magia del sueño.
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Flores, who loves ya, baby? Me llegó un email de Marge preguntándome si era verdad que yo era de Flores y esta es una pregunta muy expat porque Flores permite muchas cosas menos alardear. Le dije que sí, que claro, que Granaderos y Rivadavía, que la galería Le Boulevard y todo eso. Entonces Marge me contó que la habían invitado a grabar una entrevista en Cuento Mi Libro y que no se sentía segura yendo sola hasta Flores. Curioso, porque en Flores te pueden robar, te pueden golpear, hasta te pueden violar pero nunca esa crueldad colombiana de tenerte quince años corriendo por una selva llena de mosquitos. Entramos al edificio y había otro escritor grabando así que nos hicieron esperar. Yo saqué un chupetín del bolsillo y me lo puse en la boca al estilo Telly Savalas. El chupetín llamó la atención de una de las chicas del estudio y casi le digo la famosa línea de Kojak “Who loves ya, baby?” pero me pareció que era un chiste para su mamá, más bien. Y ahí hay un gran problema porque tengo muchos chistes de madres y prefiero a las hijas. Al rato salió del estudio el escritor Alberto Ruy Sánchez. Marge conoce a todos los escritores y periodistas y cocineros y DJs de Latinoamérica así que en seguida se puso a hablar, de salsa, de rumba, de lambada, del boliche Salomé. Yo soy buen bailarín, pero
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de lentos, estilo “I should have known better” así que no tenía forma de meter un bocadillo. No sé si fue por mi expresión de desamparo o el chupetín pero Ruy Sánchez me confundió con un empleado de Editorial Planeta y me hizo una pregunta y yo le contesté porque era más corto que corregirlo. Marge comentó que se iba a Colombia y resulta que Ruy Sánchez también iba a Colombia y yo pensé que si las Farc los secuestraban a los dos, iba a tener una crónica de puta madre para venderle a La Mujer De Mi Vida. Nos despedimos de Ruy Sánchez y entramos al estudio con el entrevistador y el camarógrafo. A mi lado había una cámara Sony llena de botones. Le pregunté al camarógrafo: “Che, ¿esta es una Betacam?, ¿nocierto?” El camarógrafo me miró con muuuuuucho desprecio y contestó “Eso no corre más… ahora es todo digital” A algunas personas eso les sale bien, hablan de cualquier cosa con cualquiera. De salsa, de rumba y de cámaras filmadoras. Yo, si no es uno de mis pocos temas, siempre quedo mal parado. El entrevistador disparó las primeras preguntas, que estaban bien, se notaba que había leído el libro, que sabía hacer lo suyo. Marge contestaba con soltura y justo estaba en el medio de una respuesta memorable pero tuvieron que parar todo, había como un ruido, un chupi, chupi. Se dieron vuelta y me miraron. Era mi momento. Estaba todo dado para el “Who loves ya, baby?” pero no me animé. Dejé el chupetín a un lado y la entrevista siguió su curso y después Marge se inclinó para leer. Yo cada tanto miraba la pantallita de la cámara y justo lo agarré al cameráman cuando apuntaba el zoom al
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escote. Se ve que algunas cosas no cambiaron tanto desde la época Betacam. Marge estuvo impecable, menos citas que Terranova, mucho mejor peinada que Incardona , en fin, de primera. Antes de salir le hice unas preguntas al entrevistador sobre Gabriel Bañez porque tengo mis ideas al respecto y estoy compilando data. Después salimos y le mostré el barrio a Marge. “Ahí estaba el Bar de la Cortada” (ahora hay un edificio) “Ahí estaba el veterinario” (otro edificio) “En ese video club me alquilaban las de Tracy Lords a $1,50” (edificio con ammenities) Miré y miré y ya nada estaba donde yo lo había dejado. Avanzábamos por Avellaneda. En el espejo retrovisor desfilaban los restos del barrio. Ahí me pareció que era el momento justo para la frase de Telly Savalas y la dije, claro.
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Cuatro de la mañana Resulta que cuando era chico nadie sabía muy bien qué hacer conmigo. Era maleducado, inquieto, algo violento y no encajaba en ningún lugar. Algunos dirán que no cambié gran cosa pero déjenme ilustrar la situación: una vez incendié las cortinas en la casa de mis abuelos maternos. Mi abuelo con ayuda de los vecinos controló el fuego y después me pegó diez chancletazos duros en una mano. Cuando terminó le dije “Total… lo hice con la otra” Otra vez me fugué de la casa de unos tíos colgando un cable por el patio. Bajé como quince metros estilo Swat hasta un terreno baldío. Me buscaron todo el día con el corazón en la boca. Pensaban que me había desintegrado. Por el barrio me tenían prohibida la entrada a los negocios. Era el ladrón de pelotudeces: jabón para lavar la ropa, broches de madera, postales cristianas, tornillos y arandelas. En el colegio me suspendían casi todas las semanas y la diplomacia de mi vieja me salvó cagando de la expulsión. En esa época solamente había un lugar donde me recibían siempre: la casa de Felisa en Honorio Pueyrredón y Galicia. Felisa, la madre de mi viejo, nunca me gritó ni me pegó chancletazos ni me encerró con llave. Ella amasaba ñoquis caseros y me contaba historias sobre mi viejo y mi tío y yo era otra persona ahí adentro, me calmaba, la escuchaba y la ayudaba a ordenar el
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departamento. A la hora de dormir mi abuela tiraba un colchón en el piso y le ponía dos sábanas y me decía “Cama India” Yo me tiraba en la Cama India a mirar Titanes en el Ring. A veces, después de comer, Felisa hacía unas galletitas caseras de vainilla y chocolate y me dejaba darle formas y yo usaba casi toda la masa para hacer un auto monstruoso pero a ella no le molestaba. Dejábamos enfriar las galletitas y nos íbamos a dormir y yo me despertaba – como me despierto ahora – a las cuatro, cinco de la mañana y ella ya estaba ahí en la cocina con mate de leche y las galletitas. La cocina era chica, apenas entrábamos y nos sentábamos en unas banquetas a tomar y comer en silencio. Después perdimos el contacto. Por peleas de otros, por mis viajes y mis cosas. La veía una vez por año, a veces ni eso. Mi abuelo Vittorio falleció y Felisa tuvo otro marido que había sido boxeador y se llamaba Arón y cuando Arón murió tuvo otro que se llamaba Iakov y yo me hacía una ensalada bíblica en la cabeza y los confundía. Le decía Arón a Iákov y este Iákov era macanudo y no me corregía pero no le debía hacer ninguna gracia que lo confundieran con el último marido muerto de mi abuela. Felisa veraneaba siempre en el sur de Brasil y hablaba un portuñól muy fluido, todos la conocían en la playa y le confesaban cosas y le pedían consejos. Una vez estaba de gira con la banda por Camboriú y pasé a verla y me dijo algo sobre la expresión en mis ojos y sentí que me conocía, me conocía bien y yo no sabía quién era ella.
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Al tiempo se enfermó y la internaron y mi viejo me pidió que pasara a visitarla así que fui al hospital y me dijeron que estaba en la habitación tal y tal. Entré la vi muy cambiada, en cinco años era prácticamente otra persona. Ella no hablaba, me senté al lado y le empecé a contar cosas, entonces pasó la enfermera y me dijo que mi abuela estaba del otro lado de la cortina. Le pedí disculpas a esta vieja y pasé al otro lado, mi abuela dormía, no había cambiado tanto. Cuando se despertó le repetí las mismas cosas que le había contado a la otra vieja. Hace unos días me llamaron a casa y me contaron que Felisa murió y yo dije ok, corté y seguí con lo mío. No lloré, no sentí nada, pasó el jueves, el viernes, el sábado, el domingo, el lunes. Hoy me desperté a las cuatro de la mañana, fui hasta la cocina y todos estos recuerdos me cayeron en la cabeza y sentí mucha falta de Felisa, de un mate de leche, de alguien que me conozca bien para hablar cuando todos duermen.
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Viaje a Rosario Marge presentaba su libro en Rosario y la idea era ir y volver en el día. Tenía preparada la mochila con la guitarra de viaje, 1 petaca de Jack Daniels, cámara de fotos, el libro de Bizzio, el manuscrito de la novela nueva, CD con 500 mp3 de Legiao Urbana, anteojos, gorra, guantes y un cuaderno. La cosa es que siempre me gustó viajar cargado a pesar de lo que dijo el falso Borges en todo esos posters y señaladores. A eso de las dos y media llamó M. Oliver y me lanzó un verso atómico, decía que le habían roto la luneta del auto y que con el frío que hacía no podíamos viajar así. Dejó los puntos suspensivos comiendo crédito y ahí agregó “¿Suspendemos?” A mí no me gusta suspender. De haber estado en el Challenger conociendo ese problemita en las juntas hubiera despegado igual. Propuse ir con mi auto. M. Oliver me había hecho La Tucumana una vez más. Llegó Vero, llegó M. Oliver, cargamos las cosas y pasamos por una gomería a revisar la presión. El tipo de la gomería me miró con desprecio, con ese desprecio que tienen los fierreros hacia los que usamos el auto para ir hasta el subte. Bajé del auto y le dije “Ponele 29 a las cuatro gomas” Me pareció que 29 le iba a dar la pauta de
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que yo no jodía con el auto, necesitaba exactamente 29, ni 28 ni 30. Pero después de ese pedido magistral le alcancé las llaves del auto como si fuera un valet parking. El tipo miró las llaves y me miró, ya no tenía el desprecio de fierrero hacia no fierrero, ahora era el desprecio del tipo común hacia el pelotudo. Se puso a laburar y yo busqué en los bolsillos de la campera una moneda de 50 centavos. Nunca doy más, soy muy consciente de la inflación. Pero M. Oliver bajó y se puso a monitorear y me dijo “Che, le dejamos dos pesos mínimo, ¿no? “ “Sí, claro” le contesté y guardé la moneda y me puse a buscar un billete de dos en la billetera. A todo esto el tipo intentó sacar la rueda de auxilio y el tornillo del soporte estaba oxidado. Estuvo cinco minutos a manopla pura tratando de aflojarlo y después lo sacó, fue hasta una máquina, lo limó, le puso grasa, revisó la goma de auxilio, limpió un charco de aceite, puso todo en su lugar y me dijo “Bueno… fue bastante laburo al final” Lo tenía a M. Oliver ahí pegado, era la expresión de los oprimidos del mundo y no me quedó otra que sacar cinco pesos. Cinco pesos por un poquito de aire. Después paramos en una estación de servicio. Vero y M. Oliver bajaron a comprar provisiones para la ruta, yo cargué nafta y seguimos camino. M. OIiver conocía un atajo para subir al Acceso Norte, me fue guiando por unas calles de Colegiales y en una esquina me señaló a la izquierda y me dijo “derecha”. Lo miré “Derecha, derecha” Yo no sabía si eso era un chiste en Tucumán o qué carajo. Igual agarré para la izquierda, por sentido común. No habíamos hecho cincuenta kilómetros cuando Vero largó con los pedidos. Que si podíamos cerrar el techito, que le daba el sol en los ojos, después que si
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podíamos bajar la música, que estaba muy fuerte y le hacía mal a los oídos, después preguntó si había una bolsa porque el movimiento le hacía vomitar a veces y que estaba mucho mejor porque antes vomitaba siempre y después, calefacción, que se estaba congelando los dedos de los pies. A eso del kilómetro 200 M. Oliver empezó a insistir que quería manejar “Ponelo ahí, ahí tenés banquina” Me pasé a la derecha, fui bajando la velocidad y en eso vi por el espejo retrovisor que se acercaba un camión con acoplado a todo trapo. Resultó que eso no era una banquina, era el empalme de una ruta menor. Lo saqué arando y seguí hasta una banquina verdadera mucho más adelante, ahí le pasé el volante a M. Oliver y fui a revisar las provisiones. Lo primero que encontré fue una bolsa enorme de las papas más tristes de todo el país. Las Lays “clásicas”. Desde las Pringles, todo el mundo sabe que lo que vale no son las papas, las papas son apenas un soporte para un buen condimento. Sin condimento no hay gracia. Además de las papas compraron dos paquetes de Mentos y una bolsa de tiburoncitos de goma. No había coca ni Mate Listo ni biscochos de grasa ni pochoclos ni nada adecuado para la ruta. No me quedaba otra así que comí las papas y las pasé con Mentos y después de postre me mandé un tiburoncito que tenía gusto a limpia pisos. Mientras tanto M. Oliver ponía el auto a 150km y aprovechaba cualquier circunstancia para hacer rebajes deportivos. Pasaba de quinta a segunda. Yo miraba el reloj de revoluciones, la aguja tenía muchas ganas de dar la vuelta olímpica.
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Empezamos a hablar de contratos, tiradas, encuadernaciones, microcríticas literarias, de la brecha entre ricos y pobres, del capitalismo, del sistema de salud norteamericano, de películas chilenas, del Bafici, discutimos una visión de Sipalkista sobre el arte en general y la literatura en particular y a todo esto se fue haciendo de noche. Entramos a Rosario a eso de las siete. Rosario no estaba nada mal, había gente, había ritmo. Pasamos por una plaza que parecía ser Villa Cariño local, después cruzamos una especie de barrio Once y dejamos el auto a media cuadra de una peatonal muy piolona. Me sorprendió ver un local de Subway. No me sorprendió, me dio envidia en realidad. Yo me comería un Footlong de tanto en tanto. En el camino hasta la librería Ross noté que Vero estaba temblando. Había venido con una campera liviana, una especie de rompevientos que ni viento rompía. Estuve por ofrecerle mi campera pero como eran cinco cuadras me pareció que iba a sobrevivir. Entramos a la librería y los labios de Vero empezaron a restaurar su color original. A todo esto, Margue no había llegado así que empezamos a dar vueltas por el lugar: preguntamos si tenían El Sueño Colbert, revolvimos estantes, nos metimos en el ascensor, el ascensor no arrancaba y a los cinco minutos una rubia potable tuvo que venir a darle un toque final a la puerta, bajamos por escalera, volvimos a meternos en el ascensor, otros cinco minutos, la rubia tuvo que hacer el numerito de la puerta otra vez, pedimos dos café y un Capuccino a una colorada flaquita que atendía el bar, sacamos varias fotos a las
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paredes. Ahí M. Oliver expuso su teoría: “Voltearse una pelirroja da siete años de buena suerte” Con la suerte no se jode. La pelirroja se acercaba con la bandeja. Preparé mi mejor sonrisa.
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Timbre a las seis Noche de viernes. Mi vecino, ese que invita quince amigos a jugar a la PlayStation y grita GOOOOOL de madrugada está de vacaciones. El otro vecino, un nuevo rico que se hace el Gran Gatsby, dejó de dar fiestas ruidosas hace dos semanas. Y yo duermo. Duermo sin sobresaltos. Duermo sin terapia. Sueño con mujeres y libros. Estoy en una fiesta y hay una mesada llena de libros y yo me revuelco entre los libros de Anagrama con una pelirroja hermosa. RIIIINNNGGG. Me despierto. Miro el reloj. 6:10 de la mañana. Corro a atender. - Ehhhh, amigouuuu, ¿no tené una bolsa de comida? Miro el reloj del microondas. Sí. 6:10 de la mañana. - Pero flaco son las seis de la mañana. Escucho que se suman las voces de mis vecinos a la charla. Se ve que les tocó el timbre a todos. L a arquitecta del tercero le grita “PENDEJO, BAJO Y TE ROMPO TODOS LOS DIENTES, SON LAS SEIS DE LA MAÑANA. TOCAS OTRA VEZ Y TE MATO”
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No hay nada más a la derecha que la arquitecta del tercero. Le das pista y Mussolini es un poroto. A todo esto el amigou no desiste. Sigue pidiendo comida. Me doy cuenta de que mi sueño está irremediablemente arruinado y tengo una idea. Una mala idea. Todas las ideas de las 6am son malas. Voy hasta la heladera, agarro dos huevos, salgo al balcón, mido bien y lo cago a huevazos. El primero lo salpica. El segundo le da en la pierna. El pibe se asoma, achina los ojos y me mira. - Vos pediste comida. Ahí tenés. Vuelvo a la cocina. Me siento victorioso. La noche está arruinada pero el pibe fue ajusticiado. Ring. RINNNNGGG. - Ey, locou… qué tiran huevo… locou, yo les pedí bien. RING. RIIINNNNGGGG. Se da una charla entre mis vecinos vía el portero. Que quién tiró los huevos. Que llamen a la policía. Que debe ser el pibe del quinto. El que siempre tira cosas. Ahora claro, dejan de lado el origen del problema y atacan al único que intentó imponer justicia. RING. RIIIIINNNNG. El pibe se pega a los botones con zaña. Me pongo las zapatillas y bajo. Mi cara en el espejo muestra que necesito tres horas más de sueño. Abro la puerta del ascensor y lo veo al pibe. A lo sumo tiene doce años. Está un poco borracho. No
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quiere dejar de tocar el timbre. Me acerco a la puerta y hago que voy a abrir para cagarlo a trompadas. Pero no se mueve. Piensa que su edad lo pone a salvo. Tiene razón. Pruebo con otra cosa. Le digo que llamaron a la policía. Sigue tocando los timbres. No sé qué hacer. Le pido por favor que deje de tocar el timbre. Sigue tocando. Mis vecinos putean, algunos salen al balcón y gritan. Ahí me ilumino y tengo una gran idea. Una idea que toma lugar a las seis pero podría ser una idea de las ocho de la mañana tranquilamente. Le pido perdón. Perdón por los huevos. Sinceramente perdón. Es el primer perdón que lanzo en todo 2009 y le toca a él. El pibe me mira. Levanta la mano derecha del tablero y con una pausa ceremoniosa apoya la izquierda. Ring. RIIINNNNG. RIIIINNNNNGGG. Vuelvo sobre mis pasos. Entro al ascensor.
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Terapia Handyman Parte 1 El día anterior había negociado con Rama el horario de salida, algo que no tenía ninguna relevancia porque igual iba a llegar tarde. Apareció 7:25 y teníamos que estar en el puerto 7:30. De más está decir que no vivo al lado del puerto así que le metimos pata. Cuando estábamos llegando a Madero, le pregunté a un taxista cómo se entraba a la terminal. Me dijo “Todos vamos para el mismo lugar” Repregunté “La muerte?” Me miró como si fuera contagioso y cerró la ventanilla. Buquebus estaba repleto. Los mostradores a Colonia tenían colas de cincuenta personas. La mayoría eran alemanes regordetes y rojizos. Nos colamos sin culpa. Ellos tienen Awschitz en su haber y a eso no hay con qué darle. Después del check-in volvimos para entrar el auto. Adelante de la camioneta había un VW Bora negro tapando el paso. Rama trató de empujarlo pero apareció trotando un tipo con corte de pelo polista. “¿Qué necesitás?” lanzó. “Lo estaba moviendo para pasar” dijo Rama. “No podés moverlo, está frenado” y se paró como un gallito. Bajé del auto con mi pantalón de obra: manchas de pintura, aceite, roturas y hasta escupidas. Lo miré y sonreí con cara insana. Pelito polista se comió los mocos. “Sabés qué? Sta bien, sta
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bien” dijo y se metió al VW. A todo esto mi pantalón de obra es un Abercrombie de u$150. Las manchas de pintura salieron de fábrica En el barco nos ubicamos en el sector bar, al rato aparecieron tres suizas necesitadas de sillas. Nosotros teníamos sillas. Nos pusimos a hablar en inglés. Una era rubia con arito en la nariz y escote muy prometedor pero le faltaba onda. Había otra, algo excedida de peso pero muy simpática. La tercera era pastelera y casi no hablaba. Tenían una guía de viaje en alemán, nosotros tratábamos de pronunciar y ellas se reían. En un toque estábamos del otro lado del río. Nos despedimos de las suizas y fuimos a buscar la camioneta. La sección de aduanas para los autos es básicamente un corredor entre dos containers. Vino un viejo hecho percha y se puso a mirar las 7000 cosas que llevábamos en la camioneta sin prestar mucha atención pero se detuvo en la heladerita. “¿Qué hay adentro?” Les gusta jugar a las adivinanzas porque pueden mirar por su cuenta. Abrí y les mostré las 20 latas de Speed y los sándwiches. Nos banneó los sándwiches. Pero yo no me sentía bien con la idea de dejárselos, eran delikatessen de jamón parma, queso sardo, aceitunas y mostaza Heinz. Paramos la camioneta con vista al río y nos mandamos los sándwiches con calma. Por mi ventanilla tenía metida la caripela del viejo de aduana. Su mirada gris me pedía comida como un perro de obra. Claro que esos sandwiches necesitaban alguien que los apreciara. Rama y yo sin ir más lejos. Mientras comíamos el viejo me enumeraba las cosas que podían entrar y las que no. “Carne no puede entrar, huevos sí pero cocidos, fruta no
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pero en lata sí, chocolates sí, empanadas de carne picada no, empanadas de atún sí…” Yo escuchaba y masticaba. Enfilamos por la ruta y aproveché los peajes para cambiar dólares. Los peajes en Uruguay están distribuidos en cómodas cuotas de UR $50. La mina del primer peaje me dijo “No te conviene cambiar acá” Sé por experiencia que el cambio del peaje es igual o mejor que el cambio en Punta Del Este pero algo en la expresión de la mina sumado al partido por las eliminatorias del mundial me dejó esa idea ridícula de que los uruguayos buscaban cagarme. La ruta estaba despejada, el parabrisas reflejaba la potencia del sol así que metimos acelerador hasta la Interbalnearía salpicando las gargantas con latas de Speed. Paramos a mitad de camino para cargar nafta y vi que vendían unas cross de 250cm3 bastante facheras a u$1500. Me dieron ganas pero entendí que una moto china es como salir con una leucémica, a la larga no dura. Un poco más adelante aparecieron los increíbles paisajes escalonados de Punta Ballena. Bajamos un poco la velocidad para apreciar esa zona preferida por los europeos. En media hora estábamos cruzando el puente ondulante de la barra. Estacionamos frente a la casa y comprobamos que los trabajos estaban muy atrasados. Las tareas que habíamos planeado dependían de ciertas precedencias, inexistentes y prácticamente no convenía hacer nada. Recorrimos el jardín y encontramos un techado de cañas destruido por el temporal. Nos miramos y decidimos darle curso.
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Fuimos hasta una maderera pasando El Jaguel y compramos 75 cañas, ocho listones y 150 clavos galvanizados a precio de oro. El peón de la maderera se movía despacio y tenía la cara curtida, casi embalsamada por el sol. En la sección de las cañas encontré un zapato de taco plateado y me dio la sensación de que el peón se había descuidado con la evidencia. Miré un poco el amontonamiento de cañas pero no apareció ningún brazo así que olvidé el asunto. Cosa de ellos. Subimos las cañas al techo de la camioneta y antes de irme le regalé dos latas de Speed y un blíster de Cafiaspirina Plus. Le expliqué cómo tenía que armar el cocktail y le dije que probablemente iba a tardar un poco en dormirse la noche siguiente. No parecía preocupado con el sueño. Volvimos a la casa. Los obreros habían terminado con la pintura y mientras esperaban el transporte se ubicaron para divertirse con nuestro proyecto del techo. Teníamos el equipo, teníamos las herramientas y nos pusimos a trabajar. Parte 2 Rama cortó las puntas de varias cañas con la ayuda de una amoladora perversa y me preguntó si quería probar. Los obreros se
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miraron entre ellos. Dije que sí, que claro. Me acomodé, agarré la amoladora y le entré a varias cañas. Cada una de las veces me pareció que la amoladora se me iba a patinar y que íbamos a ir a un hospital de ruta sin personal y que desde ese momento se iban a referir a mí como “Bandini, el manco” Corté varias cañas como para demostrar que no era miedo y después logré devolverle la amoladora a Rama. Yo me ocupé de clavar las cañas cortadas a los listones. Medí, acomodé la estructura y agarré la primera caña. Teníamos dos martillos, uno era un martillo estándar y el otro una monstruosidad matabúfalos. No quería quedar como el pelele del minimartillo así que agarré el matabúfalos. Las cañas desde luego tienen la superficie circular y al apoyar el clavo se desplazan, tuve que medir y sostener. Los guantes me sacaban precisión, el peso de la maza me cansaba el brazo. Tic, tic, tic. La caña se mataba de risa. Los obreros también. Tic, tic, tic. La caña parecía de acero. Levanté la maza y le di con ganas. Patinó sobre la cabeza del clavo galvanizado y me dio en el dedo gordo. Fue un buen golpe. Incluso me pareció que me podría haber saltado la uña entera. Así y todo no expresé emoción. Puse la cara del peón momificado y seguí probando. Logré clavar la primera caña y la segunda pero era lento y difícil y faltaban 23 cañas para el primer panel y ya me dolía la cintura. Como dice siempre Kano - un amigo muy amante de los slogans norteamericanos – “Si quieres resultados diferentes, debés hacer cosas diferentes” Largué la maza matabufalos y agarré el martillo
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gay. Era más fácil controlarlo pero los martillazos tenían que ser enérgicos y para meter un martillazo enérgico lo mejor era que los dedos no estuvieran controlando la estabilidad del clavo. Desarrollé una técnica de tres golpes cortos para afirmar el clavo y un martillazo potente con backswing. Los primeros martillazos potentes hicieron saltar los clavos pero de a poco le fui tomando la mano y lograba un ritmo cada vez mejor. Empecé a detectar también por dónde entrarle a cada caña y apoyé unas maderas abajo para nivelar el terreno. Rama seguía avanzando con la moladora. Clavamos unas diez cañas completas hasta que pasaron a buscar a los obreros y yo pensaba que con eso ya nos habíamos ganado el respeto de los tipos pero no existe tal cosa en la vida real. Nos cargaban y se reían. Parte 3 Terminamos el primer panel cuando se hizo de noche. Lo subimos al techo y no lo podíamos creer. Hay algo muy elemental que funciona en relación al hombre y las herramientas. Cuando estaba ahí con el martillo, no pensaba en otra cosa que en hacer esa tarea, en hacerla bien. Había limpiado mi cabeza de preocupaciones, de la industria editorial, de El Sueño Colbert, de mi entrevista para CuentoMiLibro, era yo y un martillo y una tarea concreta. Era de noche y hacía frío y necesitábamos leña y comida. Nos subimos a la camioneta y agarramos la ruta. Paramos en una estación de servicio Ancap pasando una rotonda, lo cual no significa nada porque todo Uruguay está lleno de rotondas y Ancaps. Bajé
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con la consigna de hablar lo mínimo necesario para no delatarme como argentino. Desde aquel incidente con la mina del peaje me había propuesto no ser cagado en lo que quedaba del viaje. Le mostré el agua y el tipo me preguntó si necesitaba algo más. Dije “Leña” Me cobró UR$50, perfecto. Compramos dos chivitos en un puesto con la misma técnica. Sólo dije “Chivito completo” El sabor de la comida después de un día de ruta y trabajo es definitivamente otro. Bajé el sándwich en tres mordiscos y aunque el color del huevo era sospechoso, sabía que nunca me iba a hacer mal. Volvimos a la Ancap y nos llevamos una Pilsen. Ya en la casa encendimos fuego y acercamos dos colchones al hogar. Unos minutos más tarde estábamos durmiendo. Yo soñé que uno de los obreros churrúas entraba con una moledora y me quería cortar un brazo. En realidad no era un sueño, era un sueño de un sueño. Es decir, yo soñé que soñaba eso. Tuve que despertarme dos veces para volver a la realidad y ahí estaba, el fuego consumido, cagado de frío, incómodo, con dolor de espalda y con la certeza de que la mañana estaba bien lejos. Aguanté pensando caminos posibles para la novela nueva. En mi cabeza sonaba una y otra vez “International Love” de Fidel Nadal. Habíamos escuchado esa canción en un CD compilado de Rama y no me podía desprender. Probé taparlo con ACDC pero nada. En un momento escuché el primer ruido significativo, un auto surcando la ruta, algo más tarde un pájaro. Eso era suficiente, la luz iba a llegar de un momento a otro. Me levanté y salí a la calle. Hacía frío. Las luces del puente ondulante se distinguían ahí a lo lejos. Saqué la Thinkpad de la camioneta y probé señal. Nada. Caminé hasta la mitad de la
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ruta y probé otra vez, tenía dos líneas de un router Wifi. Me puse a chequear emails en el medio de la ruta. La chica de 20 decía que se había dado cuenta de todo, que había estado leyendo a Heidegger y que teníamos que volver a probar. No encontré una relación directa entre Heidegger y su culo. Cerré la notebook y volví a la casa. Rama seguía durmiendo. Era un tipo de buen sueño. Lo envidié como solo puede hacerlo un insomne. Mientras tanto saqué adornos, cuadros, catalogué, separé las cosas que iban a quedar y de a poco fui entrando en calor. Apenas clareó salí al jardín y enchufé la bordeadora. Vi que había un sapo en la pileta. Estaba ahí, medio duro, flotando con la cabeza afuera. Empecé a darle al pasto. El sonido de la bordeadora era el único sonido de La Barra. Parecía sencillo pero nada es tan sencillo como uno lo imagina sentado en la comodidad de un bar. El pasto estaba alto, la tanza de la bordeadora se consumía, el cable se enganchaba, había que dar toques manuales para remover yuyos, agacharse, pararse, empezar, volver a empezar. A eso de las ocho apareció Rama. Se acomodó con un café y unas galletitas en el parrillero y me miró trabajar un buen rato. Se fue metiendo de a poco, primero esto, después aquello y ahí estaba a toda máquina dándome una mano con la pala y el rastrillo. Le dimos tres horas al jardín con ayuda de varias latas de Speed y después volvimos a las cañas. Liquidamos el segundo panel en una hora y el tercer panel salió en media hora. Yo llegué a desarrollar buena
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velocidad y mucha precisión con el martillo y me dio algo de pena terminar. Resulta que hay una gratificación inmediata en la acción de clavar. Son pequeñas victorias freudianas. En algunos momentos me levantaba y sentía la inminencia del desmayo. Pero teníamos la heladerita ahí al alcance y me hice un par de cocktails de Speed y Cafia. Cuando terminamos nos detuvimos a analizar si convenía refrescarnos en la pileta. Claro que en la pileta estaba el sapo y era necesario desalojarlo. Rama lo sacó con ayuda de una red y el sapo en lugar de huir despavorido se quedó quieto y entró a largar espuma por la boca. No era una buena señal. Llamé a la encargada del mantenimiento de la pileta. Una hora más tarde apareció Sandri. Se alarmó con el nivel de agua. Revisó los equipos y me dijo que “alguien” estaba saboteando las instalaciones y que ese “alguien” tenía ciertos conocimientos. Yo solo podía pensar en el sapo. No conocía a nadie más. Solucionamos el tema rompiendo el candado y colocando un candado con combinación. Para teorías conspirativas prefiero el ambiente macro más bien. Sandri no se iba, hablaba y hablaba y hablaba de cosas que no se aplicaban a mi circunstancia. Le expliqué lo más amablemente que pude que teníamos que seguir con los arreglos. Abrí otra lata de Speed, le alcancé una a Rama y nos subimos al techo de la cochera para colgar la media sombra.
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Parte 4 La colocación de la media sombra implicaba tensar, poner listones y clavar. Yo ya estaba muy pro con el martillo así que no encontré ninguna dificultad. En media hora lo teníamos resuelto. Teníamos una hora para almorzar, bañarnos, cargar muebles, reducirlos en casas de antigüedades y salir para Colonia. El tiempo no daba pero con Rama el tiempo es una especie de chicle. Fuimos a todo o nada. Cargamos las cosas, recorrimos La Barra arriba y abajo, ofrecimos, negociamos, paramos a comer chivito, volvimos, nos bañamos, cargamos la camioneta y salimos. Era un poco tarde pero íbamos a recuperar tiempo en ruta. El cansancio, sumado a la Pilsen y los chivitos nos estaba matando. Abrimos las últimas latas de Speed y le dimos duro y parejo hasta Montevideo. Ahí analizamos las posibilidades y nos decidimos por evitar el quilombo costero por Avenida Italia. Claro que Avenida Italia tiene semáforos y que no es nada fácil encontrar el empalme a la Ruta 1. Nos enredamos en el tráfico de Montevideo, veníamos bien, sin holgura pero tranquilos para estar en Colonia 19:30, considerando la salida de las 20:30. Entonces miré un reloj público y vi que en lugar de las 17:30 decía 18:30. Bienvenido el cambio de horario Churrua. Empecé a zigzaguear, encerré Old Beetles, Fiat 600 y carromatos de todo tipo. Pisé el acelerador y saqué un pañuelo por la ventanilla. La necesidad nos hacía estar con los sentidos alerta así que empalmamos la Ruta 1 sin
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equivocaciones. Avancé unos kilómetros y ahí le pasé el volante a Rama con la camioneta en movimiento. Sin perder un segundo le metimos pata acelerando en los claros pero atentos a la policía. En un momento vimos un puesto policial y una mierdita marrón nos hizo señas para parar pero las señas no eran unívocas. “Nos paró a nosotros?” “Naaaa” Seguimos de largo. El último tramo siempre se alarga, pasamos Nueva Helvetia, el Riachuelo y quedamos enfrascados en un embotellamiento. Banquinamos y sorteamos un camión volcado. Eran las 20:15 y la camioneta chirriaba ruedas en la última rotonda. Le pregunté a la empleada por dónde enfilábamos para el barco de las 20:30, le dije que teníamos que estar ahí sí o sí. La perspectiva de pasar la noche de viernes en Colonia no me hacía ninguna gracia. La empleada se reía. “Nooo, por el cambio horario sale 21:30” No lo podía creer. No sabía si putearla o darle un beso. Rama me dijo “Tenemos una hora. Podemos buscar un bar cerca de la plaza” Era un riesgo pero así son los viajes con Rama. Salimos del puerto y fuimos a buscar un bar
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Los gordos y el BMW El otro día me encontré con mi ex maestro de Sipalki, fuimos a comer a una parrilla y lo bombardee a preguntas para componer algunas peleas de la novela nueva. En un momento dijo algo acerca de que cada palabra es una especie de movimiento hacia la acción. Y que uno solo debe hablar – o putear - si está dispuesto a enfrentar las consecuencias. Entonces me acordé de un incidente extraño que sucedió hace varios años en Belgrano y mientras se lo contaba me di cuenta de que no lo iba a poder aprovechar por inverosímil y porque las personalidades de mis protagonistas no hubieran logrado ese curso de acontecimientos. Entonces pensé… una anécdota real y medio inútil, eso es casi el manifiesto de mi blog. Así que acá va: “Los gordos y el BMW” Pampa y Libertador. Venía manejando mi Peugeot 205 y charlando con Rama. Cuando intenté doblar a la izquierda por Libertador me
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encontré con un BMW 325 gris que estaba sobre la senda peatonal, avanzando de a poco, como si su semáforo hubiera cambiado a verde. Tuve que dar un rodeo para esquivarlo y en eso quedamos ventanilla con ventanilla. El 205 apuntando a provincia, el BMW apuntando a capital. Uno de los problemas de la gente que tiene peleas frecuentes a bordo de los autos es querer aleccionar al prójimo. Ese era mi problema en aquel entonces. Bajé la ventanilla, vi que había dos especímenes sin remera, grandotes, con gordura sindicalista y lancé la frase “Gorrrrddoo gronchhoo” No puedo decir que no vi lo que había adentro del BMW, por algo compuse esa frase a medida y no una frase genérica. Las frases genéricas como “Pero la concha de tu hermana” generan diálogo. El otro te contesta “La concha de tu hermana, vos” y la cosa se queda ahí. Ahora bien, las frases a medida, cuando pegan en el blanco son catalizadores irreversibles. Una cuadra adelante me paró el semáforo. Por el espejo retrovisor vi como el BMW se mandaba una vuelta en U en pleno Libertador y venía a buscarnos. Le dije a Rama: “Fijate que hay un machete en la guantera… ” Rama se puso a revisar la guantera con un ritmo frenético y todavía estaba buceando entre los CDs de Prince cuando el BMW se paró a la par por la izquierda. El conductor (alias gordo groncho) salió del auto y vino hacia mi ventanilla.
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Qué me dijiste, qué me dijiste, gordo qué.
Su corpulencia era algo descomunal, tapaba el sol. Miré al costado. Rama tenía el CD de Diamonds and Pearls en una mano y unos carilina en la otra. Necesitaba una jugada audaz. - La verdad. Te pido disculpas. Estoy my nervioso por el tema este del corralito. ¿Viste? Me quedó la plata adentro y bueno… qué querés… El gordo me miró y por un momento pensé que iba a funcionar. Que me iba a dar un abrazo o algo así. Entonces se dio cuenta de que ese era el peor argumento que alguna persona pudo usar alguna vez para evitar una pelea y le dio más bronca y se vino al humo. Me tiró dos manos imprecisas. Cualquiera sabe que pelear sentado en un auto contra un tipo que está libre afuera es una mala decisión. Esquivé las manos como pude y dejando de lado que me había querido trompear, volví a la carga con mi disculpa. En serio. Cavallo me cagó. Estoy medio sacado. Te pido disculpas otra vez. Y ahí vino lo más raro. El gordo desistió de cagarme a palos y pasó a modo-robo.
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- Disculpas nada. Ahora si te querés ir dame cinco pesos o dame la cadenita. Metió su mano gorda y me arrancó la cadena de oro. Yo agarré un extremo de la cadena con la mano izquierda y al mismo tiempo metí primera. El gordo soltó la cadena y metió la cabeza por la ventanilla para sacar el cambio. En ese momento solté el embrague y saqué arando el 205. La cabeza del gordo se dio un palo mayor contra el marco de la ventanilla. Unos treinta metros adelante miré por el retrovisor y el gordo seguía dando tumbos en el pavimento. Y listo. Eso fue todo.
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Asado de escritores No suelo juntarme con escritores. Son gente cruel, se bañan poco o muy seguido, usan el pretérito pluscuamperfecto, adjetivos rebuscados y toman vino de a sorbitos. Pero si me invitan a un asado, voy. Verán, son secuelas de mi infancia en Floresta, no lo puedo evitar- ¿Comida y bebida gratis? ¡Macanudo! ¿Organiza el Ku Klux Klan? Agujeréo la sábana y me aparezco. Entonces ahí estaba, en la terraza de un edificio por Nuñez, comiendo morcilla y pan y papas con mucha pimienta y zampándome vasos cargados de vino en todas sus variedades. Los escritores conversaban y yo rotulaba mentalmente cada segmento. “Mendoza, proyecto de país alternativo” “La escuela cirenaica, sus orígenes, influencias y problemáticas” “Nehohistoricismo y blogs” En un momento se hizo silencio. Resulta que venían escalando la montaña de la erudición y se quedaron sin oxígeno como aquel pibe que engancharon a la soga en el Aconcagua. Mastiqué un pedazo de pan, mojado en la ensalada, me aclaré la garganta y pregunté si alguien había visto la última de Mickey Rourke. Un escritor confesó, que sí, que la había visto al pasar, que se había equivocado de sala, en realidad estaba por ver un
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documental de Werner Herzog en la Lugones pero bue, se equivocó, entró a ver El Luchador al Hoyts y no estaba mal – nunca dicen que algo está bien – Entonces hablamos del catch y de Titanes En El Ring. Se sumaron dos, tres. Alguien preguntó por el secreto del Cortito. Otro había visto al Ancho Peuchele cargando nafta en Godoy Cruz. Y ahí pasamos a hablar del enfrentamiento Karadagian-Gatica y de las artes marciales populares en cada década. Los ochenta y el Karate, los noventa y el Taekwondo, la brutalidad del Sipalki, la efectividad del Brazilian Jiu Jitsu. Ya no eran escritores, eran civiles, comiendo, tomando vino y pasando un buen rato. Pensé que podía invitarlos a ver el baile del caño al bar de Rama, hacerme nuevos amigos, qué se yo. Entonces uno de mis amigos potenciales tomó un sorbito de vino, se arregló el pelo y dijo: “Volviendo al tema de antes…” Y otra vez el Nehohistoricismo, la publicación de blooks, las becas Banff Centre For The Arts y muchas sentencias del tipo “La primera persona del singular está muy, muy pasada de moda” Corté un pedazo de carne y seguí comiendo con la vista en el plato. En mi cabeza sonaba la musiquita de Titanes En El Ring.
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Gotas de batido cayendo sobre mis ojotas South Beach. Era un sábado algo nublado, sin viento, ideal para jugar Beach Voley. Estacioné sobre Washington Avenue y caminé un par de cuadras hasta las canchas de Ocean Drive. Era temprano y los mejores jugadores no habían llegado así que me senté al lado de un viejito que vendía agua mineral. En una de las canchas jugaban cinco latinos malos contra cuatro franceses peores. Faltaba uno. Me miraron, los miré, que si quería jugar. La verdad es que quería entrar pero sabía que si los jugadores de duplas me veían en esa cancha después no me iban a tomar en serio para las duplas. Dije que no y esperé un rato hasta que la cosa se empezó a armar. Ahí formé pareja con un tal George, un tipo ancho y bajo, todo marcado que trabajaba para una contratista del gobierno y había pasado cuatro años en un barco militar frente a las costas de Italia. George no conseguía saltar lo suficiente para marcar buenos remates pero recuperaba pelotas tirándose como el loco Gatti para un lado y para el otro. Tardamos en encontrar sintonía y mientras tanto hicimos felices a todo sud y centroamérica: perdimos contra brasileros, cubanos, puerto riqueños, y uruguayos. Ganamos un solo partido contra una pareja formada por un japonés espástico y un inglés flaquito y alto que gritaba “SEEEERRVEEEEE” antes de cada saque.
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A eso de las cuatro George se cansó del fracaso y dijo que se tenía que ir. Yo que ando en esto de la escritura puedo soportar mucho más que varios partidos de vóley perdidos así que me compré un batido de frutilla y me quedé al costado, buscando más. Entonces sentí unas sirenas y vi aparecer un cuatriciclo lleno de luces parpadeantes saltando por una loma de arena. Ya sé que no es posible pero me pareció que el cana saltaba, al mismo tiempo hablaba por el Handy y se acomodaba los anteojos de sol. El cuatriciclo cayó con elegancia, rebotando, sin despeinar siquiera al cana y después coleó levantando una ola de arena seca muy pero muy cinematográfica. Fue un espectáculo digno de ser visto y lo hubiera disfrutado de no haber quedado frente a frente con el cana. Me quedé congelado, con la boca abierta camino a la pajita. El cana era uno de esos pibes que habían visto mucho Harry El Sucio en el cine del barrio, él solo hubiera bastado para descomprimir una marcha de Quebracho. Igual llegaron casi al mismo tiempo dos cuatriciclos y un patrullero por Ocean Drive. Tuuuuu, Tuuuuuuuu!!!! Frenadas, handys, puertas, muchos Dirty Harry con anteojos RayBan. Sabía que cuando un cana de EEUU te para con el auto tenés que dejar las manos en el volante. Hice lo mismo con el batido. Las gotas del batido en tanto se resbalaban por el canto de mi mano y goteaban hasta mis ojotas. Pensé en todos mis pecados, muchos, la mayoría relacionados a mujeres, algunos graves pero ninguno en suelo norteamericano.
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Entonces el primer Dirty Harry encaró al negro viejo que estaba sentado a mi lado con la heladerita llena de botellas de agua. -
Is this yours?
El negro no hablaba, las pupilas rebotaban entre la heladera y Dirty Harry. Entonces se largó a llorar. -
Please, please…
El cana sacó las esposas y le hizo una seña de “date vuelta” El negro seguía llorando. Todos los partidos de Voley se detuvieron y los jugadores se amontonaron alrededor de la policía a ver. Uno gritó “Dejenlo ir”, así en español, otro gritó “C´mon” I´m a good guy… why? Why are doing this to me? – dijo el negro, angustiado como un chico de cuatro años. Y yo estaba cerca, muy cerca así que lo vi claro. Dirty Harry se reía mientras le ponía las esposas. Metieron al negro en el patrullero y se fueron en un segundo. Las nubes le daban un color pesado, artificial a esa tarde. Entonces uno de los brasileros hizo rebotar la pelota. Otro se puso los anteojos. De
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a poco volvieron a las canchas y South Beach se parecía mucho a lo que solía ser. Las gotas del batido seguían cayendo sobre mis ojotas.
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Paseo en barco por el Mississipi New Orleans es una ciudad para recorrer a pie. Imaginate ir manejando y encontrarte con Bourbon Street cortada y la gente divirtiéndose del otro lado. Por más que manejes un Lotus o un Aston Martin, las cosas pasan por otro lado, la gente camina y mira y para a comprar un Cocktail Grennade, a escuchar la mejor versión cover de Superstition o a darle una mirada a una vidriera llena de sombreros de marinero. Entonces estos días en New Orleans me la pasé caminando de acá para allá, con ayuda de una botella de agua y una tableta de cafeína. En mis recorridos me cruzaba con el Trolley que los residentes llaman Street Car. No me pareció gran cosa. Me hizo acordar al Tren Fantasma de Italpark pero sin los fantasmas. Seguí caminando y caminando hasta que vi los folletos de los Steam Boats. Me imaginé, ahí arriba, apoyado contra la baranda, surcando las aguas tranquilas del Mississipi y no lo dudé. Además siempre me gustaron los barcos. Se muere menos gente que en la ruta y siempre queda la ilusión de nadar si se viene a pique. Cuando iba para el muelle me crucé con el casino Harrah´s. Tenía que pasar a recuperar algo que había dejado en un Harrah´s de las
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Vegas. Desde entonces sentía como un peso, una responsabilidad. La visita al casino fue positiva en ese sentido. Me fui más liviano, salí con cien dólares menos. Eso sí, me tomé un juguito de naranja gratarola y aprendí que mi nuevo sistema de ruleta tampoco sirve. Al menos no en la tierra del Voodoo. Al costado del rio estaba la casilla de tickets para los paseos en barco. Pagué veinte guitas y le pregunté si tenía que esperar en el muelle de ahí atrás. La mina que atendía me dijo: -
¿Ves el Acquarium?
-
¿Ese que está ahí lejos?
- Claro, ese. Tenés que cruzarlo y seguir de largo unas dos millas hasta que encuentres el segundo muelle Caminé y caminé, crucé el Acquarium, llegué al muelle pero resulta que tampoco salía de ahí. Me subieron a un micro con otros turistas sorprendidos y el micro dio la vuelta por una serie de callejones desiertos del puerto. Parecía que nos iban a robar y matar. Violar no, porque no había nadie violable. Todos mis compañeros de excursión estaban bastante excedidos. Era el efecto del fast food comemielda.
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Dimos un par de vueltas y al final apareció el Steam Boat. Mis compañeros de excursión festejaron. Yo no festejé. Todavía me dolían esos cien dólares del Harrads. Subimos al barco y di unas vueltas por ahí. Se veía bien. El comedor estaba lleno de madera, luces y vajilla lujosa, había una banda de Jazz con clarinete, contrabajo y batero con escobillas, todo el lugar traía reminiscencias de otras épocas. De esos tiempos cuando en lugar de mexicanos y cubanos desagradecidos, usaban la mano de obra esclava. Bajé hasta la sala de máquinas a sacar unas fotos. El lugar estaba lleno de engranajes y pistones y tuercas y manijas y manivelas y relojes indicadores. Me acerqué a un pistón grande que temblaba engrasado, como esperando para entrar en acción. Apunté la lente de mi Leica y en eso salió un vaho humeante que me rodeó la cara. Yo sabía que no tenía que hacerlo pero olí igual, olí profundo. Quizás esperaba encontrar el perfume de las Lisa Bonet en Angels Heart. En lugar de eso me di de lleno con la transpiración profunda de 1000 esclavos hacinados. El olor me mareó, casi caigo redondo e n la sala de máquinas y ahí ya no iba a poder seguir diciendo que los barcos eran seguros. Me recuperé de a poco y volví a cubierta, agarrado de la baranda. Necesitaba aire fresco. Llegué al último piso y cuando pasaba al lado de la cabina del capitán, el tipo hizo sonar la bocina que era una bocina pero podía ser también un mataelefantes. Me dio de lleno en
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el timpano y quedé sordo y bobo por varios minutos. Miré al capitán para ver si lo había hecho a propósito. Su cara no me dio ningún indicio. Seguí de largo y me senté al costado de una baranda. Justo estaba empezando a hablar el guía por los parlantes. “A su izquierda pueden ver…” “Ese barco que aparece del lado izquierdo….” “El canal que se abre hacia la izquierda” Yo estaba en la derecha. Me levanté , di toda la vuelta y me fui a sentar del otro lado. Entonces el guía empezó “Ahora podemos ver a la derecha una formación…” “Pocas cosas son tan características del rio como eso que ven flotando a su derecha” Me levanté y di la vuelta al otro lado, cuando pasaba frente a la cabina del capitán largó la bocina mataelefantes otra vez y me emparejó los oídos. Ahora los tenía igual de arruinados.
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Noche en New Orleans No soy un tipo fácilmente impresionable. El día que visité el muro de los lamentos en Jerusalén, mis compañeros de excursión se desmayaban, lloraban, se reían, se abrazaban unos a otros. Yo miré de reojo y pregunté “Seguro que es acá?” Tampoco me impresioné demasiado cuando conseguí voltearme a una guarrita preciosa que había sido mi fantasía de la infancia o cuando dos tipos de Sillicon Valley me ofrecieron 250.000 dólares por desarrollar una aplicación de envío de SPAM que pudiera perforar las defensas de AOL y Hotmail. Soy así, voy por ahí con el impermeable puesto. Ahora hablemos de New Orleans. Salí a las 5 de Miami y llegué a New Orleans casi al mismo tiempo por el cambio horario. Me gustó la idea, eso de ganar tiempo, por un momento pensé en viajar hacia zonas con husos horarios diferentes permanentemente y retroceder o al menos permanecer ahí suspendido. Otra idea pelotuda, por supuesto. Bajé del taxi en la entrada del Intercontinental y se me acercó un negro – en el buen sentido, de hecho a mí me gustaría ser negro a veces, para tocar la trompeta, para bailar, si me pierdo en algún barrio periférico de Los Angeles, etc – El negro me dijo que el
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hotel se había incendiado y que iba a tener que ir a otro hotel. Miré el Intercontinental. No parecía incendiado. Le dije al negro “Yeah, sure…” y traté de entrar al lobby. El negro insistió, me dijo que era empleado del hotel y me mostró un Handy en la cintura. Quizás eso es suficiente para ellos pero para alguien de Floresta… mostrame tu documento, el último recibo de sueldo y un testimonio grabado de tu jefe certificando tu contratación. Le dije que yo también tenía un Handy de esos, que lo había comprado en Radioshack por u$50 y que eso no me hacía empleado del Intercontinental. Después seguí de largo y entré al lobby. La historia del negro resultó ser cierta. Parte del hotel se había incendiado y me iban a transferir el Hilton, cruzando la calle. Había que ver la cara de satisfacción del negro cuando salí. Contento el tipo, me mostraba el Handy y se reía. Yo entendía su risa y todo pero ser desconfiado no es algo que se elige cuando te toca nacer en Gaona y Goya. Hice el check-in en el Hilton, dejé mis cosas y salí a dar una vuelta por la zona tratando de aprovechar la última hora de luz. Subí por St Charles, crucé Canal St y desemboqué por Royal hacia el French Quartier. La luz se iba, yo me iba metiendo en el corazón del French Quartier y esas calles dejaban de ser un lugar cualquiera. Primero me crucé con una cantante de blues, estaba ahí en una esquina y apenas veía que se acercaba alguien largaba su vozarrón potente y apoyaba con las palmas. Era excelente, para quedarse escuchando pero ahí nomás había un montón de negocios bizarros, lugares con vidrieras que
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inmediatamente hicieron polvo mi recuerdo de París, donde había encontrado el gato embalsamado de Edith Piaf. En la otra cuadra me crucé con un guitarrista viejo, tocando y soplando una armónica, agonizando la tristeza del Katrina, más adelante un grupo de gente rodeaba a una vieja llena de collares, que les contaba historias de fantasmas y espíritus en la entrada de un parque y a todo esto pasaban constantemente carruajes clásicos tirados por caballos, transportando italianos, franceses y gente callada, atenta. Yo caminaba por ahí queriendo chupar todo, con una sensación de vértigo y un malestar del costo de oportunidad en cada esquina. Era todo interesante y no me animaba a tomar una decisión, seguía adelante. Me acordé de esa frase de mi viejo cuando nos subimos a dos Kawa de alta cilindrada “Vos dale todo derecho” Seguí derecho entonces, hasta los límites del French Quartier y di la vuelta por Bourbon Street. En la primera esquina de Bourbon había un bar enquilombadísimo, luces y música y gritos. Ya andaba con ganas de una cerveza así que entré. Algo no andaba bien, muchos tipos, pocas minas, es más, ninguna mina y un rubio bailando sobre la barra con slip de leopardo. Salí de ahí sin mi cerveza. Un barbudo gordo – Osos, le dicen – me miró como diciendo “Tan temprano te vas?” Como explicarle que era tarde, siempre es tarde. Volví a Bourbon Street. Más adelante un grupo de chicas agitaban sus escotes para recibir collares que tiraban unos tipos desde los
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balcones, un negro zapateaba tap y transpiraba como un toro aceitado, los bares y las calles se iban llenando. Pasé por un bar llamado Funky algo cuando escuché el yeite inconfundible de Superstition. El escenario estaba montado en la esquina y por los costados tenía ventanas de la construcción histórica. Me paré en la ventana y me puse a mirar el show de costado. Cantaba un viejo flaquito con anteojos. Me vio que estaba ahí al costado y en el medio de la estrofa me preguntó “Ok?” Claro que ok, hijo de remil puta. Era la primera vez que escuchaba Superstition bien cantado. Seguí de largo porque, aunque había dejado la música hacía muchos años, me agarró como un reflejo de esa envidia por escuchar a otra gente tan talentosa. A mitad de cuadra también había un bar, tenían una banda de rubios farmers con los jeans gastados y subidos apretandoles las bolas. Estaban tocando “As long as I can see the light” de Creedence. Después siguieron con “Mustang Sally”, los tipos me leían la mente, sabían los temas que yo necesitaba escuchar. Además sonaba bien, sonaba bárbaro, el bajo lleno, grueso, la viola definida, vibrante, los coros afinados y el ritmo, preciso, fresco. Daban ganas de quedarse ahí pero sonaba la voz de mi viejo “Vos dale todo derecho” Adelante llegué a un cabaret fino, montado en una casona de arquitectura francesa. El manager estaba ahí afuera, el pelo con fijador, traje negro, un bastón de calidad con la punta de plata bien
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lustrada. El tipo parecía conocer varios secretos, de ahí y de todos lados. A unos metros estaba el local de Hustler con una flaquita de ensueño en la puerta vistiendo bombacha, corpiño y portaligas. Usar esa mina para atraer hombres era como usar una bazooka para matar un mosquito. Cualquiera hubiera entrado por las fotos y los tragos gratis. Los tipos la miraban y entraban de a montones. En el medio de los bares y los cabarets habían varios negocios Vudú: fauces de cocodrilo, velas, patas de gallo, frascos con pedazos de vidrio, muñecos pinchados y collares, muchos collares. En uno de estos negocios, tenían un apartado para hacer “trabajos”, me asomé por la cortina: había una mesa redonda chiquita y una vieja con los ojos invertidos, con la mirada hacia adentro. De repente cruzamos miradas y vio todo, lo supo todo. Seguí de largo, yo no estaba ni estoy listo para las revelaciones, ni para el psicoanálisis ni para las clases de teatro.
Venía con hambre así que paré a comer Shrimp Creole en una esquina. Pedí una Miller authentic y traté de pasar la comida rápido. Estaban pasando cosas ahí afuera. Pero la comida tardó un poco y pensé que se iba a disipar el hechizo, pensé que iba a salir y Bourbon street iba a ser una calle más de un lugar cualquiera.
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Me había equivocado otra vez. A unos pasos del restaurante, un viejito hecho mierda le pedía un dólar a una pareja de alemanes. ” Si me dan un dólar voy a hacer algo que los va a sorprender” El alemán le dio un dólar pensando que el viejito iba a silbar “O When the saints go marchin´ in” Yo pensaba eso, al menos. El viejito se guardó el dólar en el bolsillo, dio un impulso menor con los brazos y pegó una vuelta mortal para atrás, cayendo exactamente en el mismo lugar donde estaba, mirando de una forma, como si nunca hubiera saltado, como si hubiera sido obra de un hechizo Vudú. Demasiado para mí. Apuré el paso, crucé Canal St y volví a mi hotel, a escribir todo esto, a escribir nada más que para tratar de entenderlo.
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El chofer del shuttle Era el único pasajero esperando en el lobby para ir al aeropuerto. Me pasó a buscar un chofer peruano, bastante viejo. El viaje iba a durar cinco, seis minutos, así que no me arriesgaba a nada y le di charla. Que de dónde sos, que de Perú, y tú, que de Argentina, qué como va todo, que bien (porque así se estila), qué como le va a un peruano en Miami. Ahí se descarriló la charla. En lugar de decir “bien” o “tirando” empezó la historia:1970, Perú, trabajaba para la aduana y había hecho un curso de certificación, especialista en despachos o algo así. Las cosas iban bien pero claro, otra gente hizo el mismo curso y había tantos con el mismo conocimiento que dejó de ser una actividad redituable. Para la economía es la ley de la oferta y la demanda. Para el peruano fue el fracaso y el exilio a Miami. En Miami consiguió trabajo para DHL, hacía una jornada de ocho horas y le daban dos jackets, cuatro pantalones, cuatro camisas, zapatos y muchas medias. Estaba muy contento con las medias. Decía que las medias se gastan mucho cuando trabajas en ese tipo de cosas. De a poco fue armando un buen historial de crédito y estabilidad laboral y pensó que al fin le había llegado la hora de progresar. Se embarcó
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en una hipoteca, compró un auto, mandó a los chicos a estudiar. Entonces las cosas cambiaron: inflación, desempleo y después con el ataque del 9-11 se vino todo en banda. Unos pibes de corbata del departamento de recursos humanos de DHL lo entrevistaron en una oficina chiquita, sin aire acondicionado y le hicieron unas preguntas para ver si lo reubicaban. Transpiró mucho en esa entrevista. Los pibes de corbata no transpiraban. Al final lo reubicaron del otro lado de la empresa. Perdió el crédito, perdió su casa, perdió a su mujer, los hijos viajaron a Boston. Se quedó solo. “Quise matarme, sabes?” Al final no se mató pero las cosas no mejoraron gran cosa. Trabaja doble turno, de 5 a 16 llevando pasajeros y de 17 a 23 como empleado de un supermercado. Llega a las doce, duerme cuatro horas y vuelve a empezar. Dijo que tiene la misma camisa desde hace dos años. Llegamos al aeropuerto, metí la mano en el bolsillo y le di todos los billetes que encontré. Eran como quince dólares, un montón de billetes arrugados. Eso mismo en Buenos Aires no me hubiera hecho sacar ni una moneda de 5 centavos. El peruano rechazó la plata. Me dijo “Amigo, no te estaba pidiendo limosna…” Entré al aeropuerto y puse los billetes sobre la barra del bar. Estaba seguro de que ahí no me los iban a rechazar.
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La boca incendiada de victoria El vuelo salía a las 5AM así que tenía que estar en el aeropuerto de Ezeiza a eso de las 2. La empresa de radio taxi me había tarifado $81 de Palermo al aeropuerto con peaje incluido pero era una licitación abierta y terminó ganando mi amigo Rama. Si lo invitaba con un vodka en el bar del aeropuerto me llevaba gratis. - Necesitás que hablemos de…. - Noooooo, de ninguna manera, imaginate… ya estoy cansado de hablar de lo mismo Igual hablamos de convivencia y matrimonio y separación porque de eso se trataba andar juntos un domingo a las 2am por la Richieri. Me despedí de Rama en la escalera de embarque y tras un paso glorioso por el renovado salón Centurión de American Express me colé con los discapacitados, los bebés y los de clase ejecutiva para el primer llamado a embarque. Atrás mío iba sentado un tipo de 1.95mts, las piernas no le entraban y las pasaba por debajo de mi asiento y me tocaba los talones. Me daban ganas de trompearlo pero me había clavado 10mg de Valium y el tipo medía 1.95mts así que las
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posibilidades de suceso no eran buenas. La temperatura de la cabina pivoteaba entre los 30 grados y los 5 bajo cero. Me puse y me saqué la campera 84 veces, en el medio leí unas páginas de Symns, desayuné huevos revueltos y miré unos clips de “30 Rock” en mi i870. En eso pasó una azafata y me dijo que tenía que apagar el teléfono. Yo me estaba riendo, eso no pasa muy seguido. Puro mérito de Tina Fey. Miré fijo a la azafata pero no dije nada. Ella repitió lo mismo pero en inglés. Pensaba que yo no entendía y de hecho yo no entendía cómo podía ser tan pelotuda para pensar que la seguridad del vuelo dependía de mi i870, que entre otras cosas, tenía los transmisores apagados. En todo caso debería haber estado monitoreando al piloto. A juzgar por las boludeces que anunciaba, debía haberse tomado cinco petacas de Cachaca. También podía monitorear el estado de la pista porque según los entendidos, el aeropuerto de Guarulhos es el Holiday On Ice de la aviación. Apagué mi teléfono y traté de no darle mayor importancia. Era otro ser humano aplicando su cuotita de poder. Cuando bajé para la escala en San Pablo empezó la danza de la fortuna. Nadie sabía en qué puerta embarcaba el vuelo. Con suerte era en el mismo sector pero también podía ser en el sector B y si era en el sector B iban a avisar un rato antes y los tiempos apenas daban como para salir corriendo y tirarme con el carrito por las escaleras mecánicas. Tuve suerte, terminó siendo un gate del mismo sector. Ocho horas más tarde estaba aterrizando en el Miami International Airport. Migraciones, Baggage Claim, Shuttle, Check In, Acceso a Internet, Fitness Room, correcciones a mis trabajos de Tax Writer y cuando me di cuenta eran las 22:05. El restaurante del hotel estaba
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cerrado y los locales de delivery ya no mandaban. Cerré la notebook y bajé al bar del lobby. Era un típico bar de hotel 4 estrellas: pantallas planas con partidos de béisbol, mucha madera y barandas doradas, dos o tres parroquianos aferrándose a sus cervezas y sus gin tonics. Desentonaba una versión exquisita de My Funny Valentine. Le pregunté al tipo de la barra qué podía comer. El tipo no tenía ganas de servir comida. Estaba aplicando su cuota de poder Me dijo que sólo tenía Buffalo Wings pero ultra picantes. No me iban a gustar. Le pedí los Buffalo Wings bien picantes. Estaba buscando exactamente eso. Al rato me alcanzó una fuente con doce alitas bañadas en salsa roja, espesa, un bol de queso y varios listones de apio. Probé el primer pedazo de pollo bajo la mirada atenta del tipo. Al instante sentí que se me dormía la boca, después la punta de los dedos. Era peor que una mezcla de xilocaina y wasabi concentrado. En todos estos años, pasé varias noches comiendo Buffalo Wings en los hoteles, comí buenos, malos, picantes, muy picantes pero nunca algo así. Ese pollo estaba poseído, estaba tan pero tan picante que apenas podía tragarlo. Dormía todo a su paso. Se me ocurrió que habían alimentado a ese animal con litros de Tabasco. El tipo me miraba desafiante. Yo no pensaba abandonar. Me metí otro pedazo de pollo y otro y otro. Tenía la boca tan dormida que ya ni sentía si estaba comiendo pollo o un pedazo de dedo del cocinero. Terminé
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las doce piezas, después comí los listones de apio, me limpié con la servilleta y firmé la cuenta. Era una noche más en un bar cualquiera de un aeropuerto cualquiera y yo subía por un ascensor, con la boca incendiada de victoria.
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Crónicas de EEUU Nunca perdí un vuelo. Es que no estoy de acuerdo, me parece que uno puede perder algo de plata, un colectivo, definitivamente mujeres pero un vuelo, nunca. Por eso yo ya estaba en la puerta del edificio tres horas antes, con la valija y el bolso de mano. El tiempo pasaba, cinco, diez, quince, veinte… A la media hora vi aparecer el auto de Kano, mi amigo abogado o remisero, depende el caso. A su lado venía Rama, empresario nocturno y compañero de viaje. Bajaron del auto y salió la peor humareda londinense-jamaiquina. Los dos sonreían claro y después no había forma de acomodar las valijas en el baúl. Porque en el asiento de atrás había una silla de bebé, dos raquetas de squash, un colchón inflable rosa, la caja de un monitor de 19 pulgadas, latas vacías de Pringles Cheddar y clips que no cuentan pero joden. Tardamos como media hora en acomodar todo y salir. Kano enfiló por Libertador pero ahí se le ocurrió que los aviones salían del Buenos Aires Lawn Tennis y dobló en Lisandro de la Torre. Rama se reía, juaaa, juaaaa. Dimos unas vueltas a paso de hombre por la zona del golf, después retomamos Libertador pero entonces se le ocurrió que había mucho tráfico (eran apenas tres autos parados por el semáforo), siguió por Pampa y cuando iba a subir a la autopista de vuelta le pareció que había mucho tráfico (cinco autos esta vez). Rama se reía juaaaa y entre la risa propuso dar la vuelta por la Lugones. Dimos la vuelta, llegamos a 9 de Julio
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y ahí de verdad había mucho tráfico por una marcha de piqueteros remanentes o alguna otra pijadita. Cruzamos en U, agarramos Paséo Colón y a paso de hombre fuimos avanzando hasta una subida cerca de Av San Juán. A todo esto habían pasado dos horas y ya estaba bastante seguro de que íbamos a perder el vuelo. Claro que la Richieri tiene ese efecto mágico: si vas para Ezeiza te da ganas de acelerar a fondo para irte bien a la mierda. Con el humo, la inercia, el acelerador a fondo y la responsabilidad pesando sobre la cabeza de mi amigo abogado logramos el milagro: llegamos a tiempo para despachar. Me despedí de Kano con esa ambigüedad, no sabía si agradecerle o cagarlo a trompadas. Me despedí apenas y fuimos a hacer el check-in. La chica de American era una de esas gorditas, buenas alumnas del secundario, una de esas que nunca van a superar el paso a la vida real. Y por algo le caí mal y me separó la valija de la fila. Resultado: llegué a Nueva York y mi valija quedó en Buenos Aires. Estuve tres días disfrazado con la ropa de mi amigo Rama: pantalones achupinados, anteojos Ray-Ban y chombas pasteles. No es mucho lo que se puede hacer con esta indumentaria. Y además los ojos irritados por el aire seco de Manhattan. La Gran Manzana fue básicamente una serie de malos entendidos incluyendo una cuenta kilométrica de llamados telefónicos a números de camareras que trabajan en todos los bares y restaurantes por la 7ma, la 6ta y el Meat Packing District. No íbamos a pagar la cuenta de teléfono, le dije a la señora del lobby que en Buenos Aires con un llamado se solucionaba una noche entera. Ella no entendió. Igual no pagamos.
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Salimos para el aeropuerto, volamos a Miami, apareció mi valija, me puse las gotas para los ojos, y la suerte de a poco volvió. Porque solo se pinchó una vez la goma del Ford Taurus Beige y eso que subimos varios cordones. Entonces parecía que todo iba hacia delante, nos aceptaban la credencial de prensa y entrábamos tranquilos. Bueno, hubo algunas demoras, por ejemplo un final de noche en Clevelander. Rama se puso a stockear a una camarera que estaba junto a una especie de juguete sexual, un ruso ambiguo de 16 años, recién importado de St. Petersburg. Y al rato los había comprado a los dos y me llamó de lejos. Tragos gratis, repetía. Me acerqué, le di la mano a la camarera – por cierto, le faltaba un dedo – y acepté un Seven Vodka pero entonces apareció el ex novio, un seguranca borracho, con los brazos largos, le caían los brazos, casi le rozaban el piso. Y me decía que yo iba a tener que levantar los papeles en el piso del Clevelander. En su lógica de mono, esa debía ser mi retribución por aceptar el Seven Vodka. Y yo que no puedo levantar papeles, es algo genético. Entonces el seguranca pensó en pegarme pero las camareras con dedos faltantes si algo saben es como tratar segurancas. Se puso en el medio y cobró ella un par de trompadas, nada grave, algún diente a lo sumo. Rama salió corriendo por el callejón. Yo me agaché y salí por la puerta que da al bar y de ahí a Ocean Drive. Miré una vez antes de seguir. El seguranca le estaba dando un cabezazo al rusito ambiguo que no lo pudo absorber bien. Era de la post perestroika, no había sido diseñado para tanto impacto.
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En fin, tuvimos que seguir. Entre todas las micro-actividades, levanté datos suficientes para escribir la guía y se que en algún momento le di un curso a un tal Bolangi, una especie de Malcolm X más flaquito y vivo que escuchaba atento y comía unas barras de cereal como si fuera salmón. Y además las compras azarosas claro, relojes en los Pawn Shops, frascos y frascos de honey barbeque y manteca de maní, dos routers, libros de Hunter, pastillas de cafeína. Ahora de regreso en Buenos Aires. La valija abierta, el piso lleno de cosas. Y yo, con tanto movimiento, casi, casi en el mismo lugar que antes.
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Acerca de Roni Bandini
Roni Bandini nació en la Ciudad de Buenos Aires. Fue guitarrista y cantante de una banda de rock under por diez años. Luego trabajó como redactor, colaborador de medios gráficos y ghost writer. Sus cuentos fueron publicados en España y Argentina. En 2006 escribió y dirigió una obra de teatro llamada 600 Servilletas. Tiene dos novelas publicadas, La Gran Monterrey, editada por la Municipalidad de Mar Del Plata, ISBN 978-987-543-309-0 y El Sueño Colbert, Editorial Galerna, ISBN 978-950-556-544-3.
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Contenido
Insomnia .............................................................3 La Isla de Murano................................................8 Borges, Martin Kohan y yo................................12 En moto por las rutas de Brasil..........................16 Club Paradiso.....................................................20 Viaje a Temuco..................................................27 Crónicas de Camboriú .......................................31 Parte 1...........................................................31 Parte 2...........................................................36 Parte 3...........................................................41 Parte 4...........................................................45 164
Parte 5...........................................................48 Parte 6...........................................................52 Parte 7...........................................................56 Parte 8...........................................................59 Parte 9...........................................................61 I’ve got It...........................................................65 San Francisco.....................................................68 La Barra.............................................................75 Parte 1...........................................................75 Parte 2...........................................................77 Parte 3...........................................................82 Parte 4...........................................................83 Los premios Soriano..........................................86 165
Llegando a Mar Del Plata ..............................86 El Gran Hotel Manila .....................................88 El acto de entrega de premios ......................90 Jazz en el Orion .............................................93 Uruguay en Noviembre ....................................97 Parte 1...........................................................97 Parte 2.........................................................100 Me caí del caballo (lease literal)......................104 Flores, who loves ya, baby?.............................108 Cuatro de la mañana.......................................111 Viaje a Rosario ................................................114 Timbre a las seis..............................................119 Terapia Handyman..........................................122 166
Parte 1.........................................................122 Parte 2.........................................................125 Parte 3.........................................................127 Parte 4.........................................................131 Los gordos y el BMW.......................................133 Asado de escritores.........................................137 Gotas de batido cayendo sobre mis ojotas......139 Paseo en barco por el Mississipi......................143 Noche en New Orleans....................................147 El chofer del shuttle.........................................153 La boca incendiada de victoria........................155 Crónicas de EEUU............................................159 Acerca de Roni Bandini....................................163 167
Contenido........................................................164
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