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Ciudad Bella
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CRÓNICAS de CIUDAD BELLA por Eloy B.D. Ilustraciones de Margarita V.L.
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Publicado en www.bubok.es agosto de 2012
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http://lagataclara.blogspot.com
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Índice Primera crónica.............................................1 Segunda crónica...........................................7 Tercera crónica...........................................13 Cuarta crónica.............................................16 Quinta crónica.............................................21 Sexta crónica..............................................24 Séptima crónica.........................................28 Octava crónica............................................32 Novena crónica..........................................36 Décima crónica...........................................39
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primera CRÓNICA
No era habitual ver a mamá gansa viajando en metro. Aquel día iba sentada en uno de los vagones delanteros, entre un hombre de cara somnolienta y una joven vestida con traje de ejecutiva que leía el periódico de la mañana. Ciudad Bella 1
Refugiado en las plumas de mamá gansa viajaba también uno de sus polluelos, que no perdía detalle de cuanto pasaba a su alrededor. Era evidente que se trataba de su primer viaje a Ciudad Bella. Aproveché que la joven ejecutiva se bajaba en la estación de Plaza Alegría para sentarme al lado de mamá gansa. Ella me reconoció, saludándome con un cortés movimiento de pico. —Buenos días, mamá gansa. ¿Qué le trae a Ciudad Bella en esta época del año? —le pregunté, tratando inútilmente de esconder mi curiosidad. —Un pequeño accidente doméstico —respondió ella dando un suspiro de resignación—. Este joven polluelo, empeñado en volar del nido antes de tiempo, saltó ayer desde una roca demasiado grande. Al caer se lastimó una de sus tiernas alitas. Lo llevo al veterinario para que lo examine, no sea que tenga algún hueso roto. —Esperemos que se trate de algo menos grave —deseé sinceramente—. ¿Sabe usted en qué estación debe bajarse? —Sí —contestó mamá gansa—. No es la primera vez que voy a la consulta del doctor Caballero. Él es el veterinario de nuestra familia desde hace muchos años. Nos bajaremos en Estación Central. El polluelo lastimado asomaba unos enormes y arrepentidos ojos negros, implorando perdón por su travesura. Acaricié el suave plumón de su cabecita y le dirigí una sonrisa afectuosa. Con
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timidez, volvió a esconderse en las plumas de su madre, piando muy bajito. —¿Quién puede enfadarse con ellos cuando te miran así? —suspiró mamá gansa, rendida ante los tiernos ojillos de su hijo. No hacía falta que yo respondiese a esa pregunta. Dos estaciones antes de llegar a su destino, sin embargo, mamá gansa comenzó a mostrarse muy inquieta. —¿Qué le sucede? ¿Se siente mal? —me interesé. —Creo que voy a poner un huevo ahora — declaró la gansa—. ¡Qué momento más inoportuno! Y para colmo, este asiento está muy duro. —No se preocupe por eso —la tranquilicé. Me levanté, me quité la chaqueta y la coloqué sobre mi asiento, doblándola con cuidado. Mamá gansa se acomodó sobre la chaqueta. El polluelo se acurrucó también entre los pliegues de la prenda, sin comprender muy bien lo que pasaba. A continuación, tiré con fuerza del freno de emergencia. El vagón se detuvo con un brusco frenazo en mitad del túnel. Algunos pasajeros protestaron airadamente, pero se calmaron enseguida cuando les expliqué el motivo de mi acto. Poco después llegó el maquinista, quien había abandonado su puesto en la cabina del conductor para averiguar qué sucedía. —¿Quién ha accionado el freno de emergencia? —exigió saber. Ciudad Bella 3
—He sido yo, señor —me adelanté—. Mamá gansa va a poner un huevo y necesita tranquilidad. La gansa se sentía culpable por la demora que estaba ocasionando. —No tardaré mucho, señor —se disculpó ante el maquinista. —Oh, tómese el tiempo que necesite, señora gansa. No hay ninguna prisa —repuso el hombre. Luego, dirigiéndose a mí, susurró: —Ha hecho muy bien en detener el tren, caballero. El huevo podría haberse caído al suelo al realizar el cambio de vías. Minutos después, mamá gansa puso un enorme y hermoso huevo. Todos la felicitamos efusivamente. —¿Cómo haré para proporcionarle calor tan lejos de mi nido? —se preocupó. —Yo guardaré el huevo en el bolsillo de mi chaqueta —me ofrecí—. Creo que se sentirá bien ahí dentro. Me dirigía a casa, pero puedo acompañarla si quiere al veterinario. —Es usted muy amable —dijo mamá gansa—. No sabe cuánto agradezco sus atenciones. —Entonces, ¿podemos reanudar ya la marcha? —intervino el maquinista. —Cuando usted quiera —contestó la gansa. Llevando el huevo de gansa en uno de mis bolsillos y al polluelo refugiado en el otro, descendí del vagón en la Estación Central, Ciudad Bella 4
seguido por la orgullosa mamá. Desde allí recorrimos a pie y a pata el corto trayecto hasta la consulta del doctor Caballero. Felizmente, el polluelo no tenía ningún hueso roto. El veterinario le recetó unas semillas curativas, que debía tomar tres veces al día durante una semana para que desapareciese el dolor de su alita. También recomendó encarecidamente a mamá gansa que el polluelo guardase reposo absoluto durante varios días. —Aunque sé que eso será difícil. Ya veo que es muy activo y curioso —concluyó el doctor al ver que el paciente picoteaba entusiasmado los muebles de su consulta. —Yo le obligaré a quedarse tranquilo dentro del nido, doctor —prometió la abnegada mamá—. Y hay de él si no me hace caso. —Después añadió: —Ya que estoy aquí, ¿le importaría examinar el huevo que he puesto en el metro? —No faltaría más —accedió amablemente el veterinario—. Déjenmelo ver. Saqué el huevo del bolsillo y se lo entregué. Cuidadosamente lo pesó en una balanza, lo calibró y lo auscultó concienzudamente. Finalmente, dictaminó: —Es un huevo muy sano, señora gansa. Es usted una magnífica ponedora. Dentro de unos días volverá a ser una madre dichosa. Contentos por las noticias recibidas, nos despedimos del doctor y abandonamos la clínica veterinaria. Ciudad Bella 5
—La acompañaré de vuelta hasta su laguna, mamá gansa —dije—. Pero esta vez tomaremos un taxi. Será menos agotador para usted y para sus hijos. Al llegar, mamá gansa me condujo hasta su nido. Allí estaba esperando ansiosamente sus noticias papá ganso, el cual se había quedado al cuidado del resto de los alborotadores polluelos. Después de ser puesto al corriente de los acontecimientos del día, papá ganso me invitó a pasar la tarde con ellos. Disfruté muchísimo, bañándome en las limpias y frescas aguas de la laguna, y jugando al escondite con los polluelos. Al caer la tarde, tras una reparadora siesta, me despedí de la agradecida familia de gansos y emprendí el largo camino de regreso a mi casa. Estaba deseando llegar para contarle todas estas peripecias a mi querida gata.
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segunda Crónica
La tarde
era ideal para dar un paseo por la costanera. Después de ver cómo los pescadores daban de comer a los lobos marinos, que disfrutaban de los últimos rayos de sol recostados Ciudad Bella 7
sobre las rocas del muelle, Clementina y Gustavo caminaron hasta el final del paseo marítimo para sentarse en la terraza del bar Gaviota, donde servían las mejores empanadas de camarón y queso de Ciudad Bella. Encontraron una mesa libre junto a la puerta, bajo un toldo a rayas blancas y verdes que daba sombra a los clientes que acudían a degustar las deliciosas empanadas del local, en las calurosas horas después del mediodía. Pidieron jugo de arándanos para acompañar la comida. Los veleros entraban al puerto tras un fatigoso día de regatas. Las gaviotas recibían a las ligeras embarcaciones con espectaculares vuelos acrobáticos y estruendosos graznidos de bienvenida. Por encima de estos, sin embargo, Gustavo percibió un lastimero maullido. ¿De dónde podía provenir? Miró debajo de la mesa y no vio nada. Tal vez, pensó, su imaginación le había jugado una mala pasada. —¿No has escuchado a un gatito? —preguntó desconcertado a Clementina. —No, Gustavo —respondió esta—. ¿Tú sí? —Eso me pareció. —En ese preciso instante volvió a sentir el quejumbroso maullido. Esta vez, también Clementina lo oyó. La joven miró hacia arriba y descubrió de dónde procedía el débil maullido. Había un gatito encima del toldo del bar. Tenía el pelo amarillo y blanco, suave y corto. Sus patitas aún eran demasiado jóvenes para
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atreverse a intentar el salto desde el toldo hasta el suelo. —Salta a la mesa, gatito —dijo Gustavo con dulzura—. No puedes quedarte ahí. El cachorrito amasó la lona del toldo, dio unos pasitos hacia el borde y volvió a maullar. La voz de Gustavo le transmitía confianza, pero el miedo y la inexperiencia le hicieron retroceder. —No va a saltar —anticipó Clementina—. Tendrás que usar otra estrategia. —No puedo subir por él —se desesperó Gustavo. El gatito seguía maullando pidiendo auxilio. —¿Cómo has llegado hasta ahí, si puede saberse? —le preguntó Gustavo con tono severo. Por toda respuesta, el gatito lo miró con unos ojos enormes e intensamente negros. —Pobrecito —se apiadó Clementina—. No le riñas así, Gustavo. ¿No ves que está muy asustado? —Está bien, está bien. Perdóname, gatito —se disculpó Gustavo—. ¿Pero, qué puedo hacer para bajarlo de ahí? En ese momento llegó el camarero con las empanadas y los jugos. —¿Tienen en el bar alguna escalera que podamos usar para rescatar a ese gatito? —le preguntó Gustavo. El hombre dejó la bandeja en la mesa, se rascó la barbilla mirando al gatito, y luego respondió secamente: Ciudad Bella 9
—No, señor. Si me disculpa, tengo otras mesas que atender. —Parece que no le interesa demasiado nuestro problema. No vamos a dejarle mucha propina — dijo Gustavo cuando se marchó el camarero. —Deja ya de refunfuñar —sonrió Clementina—. A ver, se me ocurre algo. Levanta los brazos. —¿Que levante los brazos? ¿Para qué? —Tú hazme caso. Levántalos. Gustavo obedeció sin comprender lo que hacía. —Sí, creo que funcionará. Llegas casi al borde del toldo con tus brazos extendidos. Así al gatito no le dará miedo de saltar hasta ti —explicó Clementina—. Toma mi bolso y sostenlo en alto para que caiga sobre algo blando. Gustavo cogió el bolso y puso en práctica la idea de Clementina. Aunque no lo dijo, estaba orgulloso de tener una amiga tan inteligente y tan cariñosa con los animales. El gatito dejó de maullar y avanzó de nuevo hasta el borde del toldo. Midió la distancia al bolso de Clementina y saltó. —Así se hace, gatito —lo felicitó Gustavo bajando los brazos. Clementina se acercó para acariciar al cachorro y acunarlo tiernamente entre sus brazos. El gatito ronroneó. Algunos clientes del bar, en las mesas contiguas, aplaudieron. En esto llegó un policía que había estado observando la escena desde lejos, y pidió a Gustavo y a Clementina que se identificasen.
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Ambos les dieron sus nombres y apellidos, y entonces el policía les informó: —Señores, en nombre de Ciudad Bella les felicito por el acto de civismo que acaban de realizar. Mi deber ahora es pedirles por favor que cumplan con la ordenanza municipal mil cincuenta, relativa al rescate de animales indefensos. —¿Qué ordenanza es esa? —preguntó Clementina un poco cohibida. —En ella se establece la obligación que tiene el rescatador, rescatadores en este caso, de adoptar al animal rescatado —aclaró el policía. —Humm... es una ley justa, agente. Mi amiga y yo la acataremos. ¿No es cierto, Clementina? — dijo Gustavo. —Por supuesto que sí. Con mucho gusto nos haremos cargo del gatito. Prometemos cuidarlo muy bien —declaró Clementina. —Me alegra mucho oír eso —dijo el policía—. Entonces continuaré con mi ronda si no les importa. Mis felicitaciones por su nuevo gatito, señores. Buenas tardes. —Buenas tardes —se despidió Gustavo. —Buenas tardes, agente. Que tenga una buena ronda —le deseó Clementina. Después se sentaron a comer las empanadas, que ya estaban frías. Gustavo encargó al camarero un platito con leche para el gatito. Al pagar la cuenta a medias con Clementina, Gustavo se olvidó de lo que había dicho antes, y dejó una Ciudad Bella 11
excelente propina para el camarero. Estaba contento. La pareja pasó el resto del día visitando las tiendas de artesanía del paseo marítimo y comprando juguetes para el gatito. El faro de Ciudad Bella ya estaba escudriñando el mar con su ojo intermitente cuando Clementina y Gustavo dejaron atrás el puerto. En el bolso de Clementina, el gatito dormía plácidamente con los bigotes llenos de leche. Gustavo, silencioso, caminaba pensando qué nombre sería apropiado para él.
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tercera crónica
Los
habitantes de Ciudad Bella tenemos gran afición por los llaveros. Compramos llaveros, regalamos llaveros, coleccionamos llaveros. En las Ciudad Bella 13
ferias y mercadillos, los vendedores de llaveros son personas muy apreciadas y queridas. Los diseñadores de llaveros son también profesionales valorados y muy bien remunerados. Cuando dos viejos amigos se cruzan en la calle, se muestran el uno a otro sus respectivos llaveros. —Este con forma de pez no lo tenías la última vez que te vi —se oye decir a uno. —Sí lo tenía —replica el otro—. Recuerda que te hablé de cómo lo conseguí. Lo compré cuando fui con mi familia de vacaciones a Ciudad Tropical. —Ah, ya lo recuerdo —dice ahora el primero—. Mi memoria no es lo que era. —Es que ha pasado mucho tiempo sin vernos. Tenemos que llamarnos más a menudo. —Es cierto —se apena entonces el amigo olvidadizo—. Y tienes que venir a mi casa para que te enseñe la colección de llaveros que tiene mi hijo. ¡Pronto va a tener más que yo! —Crecen tan deprisa que uno no se da cuenta... Esas y otras conversaciones igual de interesantes tienen lugar frecuentemente en las calles de Ciudad Bella. Cuando alguien se encuentra un llavero perdido en la mesa de un bar o en un banco del parque, suele llevárselo a don Cristóbal, el detective de llaveros. Don Cristóbal ha encontrado a los dueños de todos los llaveros extraviados en la villa desde hace más de cuarenta años. La Asociación de Llaveristas de Ciudad Bella lo homenajeó Ciudad Bella 14
recientemente, concediéndole el prestigioso galardón del Llavero de Oro. Son cosas que suceden en nuestra villa. Así es la vida en Ciudad Bella.
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cuarta crónica
Hace
unos meses me enteré por la prensa que la perrita Pilla iba a comparecer ante un Tribunal de Animales, acusada de robar un osito de peluche. Yo conocía bien a Pilla, pues todas las mañanas acostumbraba a pasar por delante de mi casa, con la cabeza alta y cierta altanería al caminar. Ladraba furiosa a los automóviles y a los niños que jugaban en sus patinetes. No congeniaba con ninguno de los perros del vecindario, lo cual era un hecho muy notable, Ciudad Bella 16
pues todos ellos eran cariñosos, amistosos y juguetones. Una vez, Pilla intentó morder en la pierna a la adorable hijita de mis vecinos, los Fernández, cuando la pequeña estaba jugando a la rayuela con sus amiguitas en la calle. Ya entonces estuvo a punto de ser detenida. Aquel día me di cuenta que Pilla no llevaba placa ni collar. Era una perrita callejera. Pero entonces, ¿cómo sabíamos todos cuál era su nombre? Al ser detenida, ese interrogante volvió a mi cabeza con insistencia. Haciendo preguntas en el vecindario, me enteré que algunas personas recordaban haber visto años atrás al dueño de Pilla. Era un hombre de mediana edad, pelirrojo y pecoso. Cuando sacaba a su perrita de paseo, solía impacientarse con ella porque se quedaba atrás olisqueando las hojas caídas de los árboles. La llamaba tantas veces a gritos, que a muchos vecinos se les quedó grabado su nombre para siempre: Pilla. El hombre pelirrojo dejó de verse por el vecindario, sin que nadie supiese a ciencia cierta qué le había sucedido. Mis indagaciones me llevaron hasta una casa abandonada en la parte vieja del barrio. La anciana que vendía castañas asadas en la esquina de la calle me aseguró que Pilla salía antaño de aquella casa con su dueño. También me contó que la perrita aún aparecía por allí de vez en cuando, llevando entre sus dientes cosas que escondía en el hueco bajo la escalinata Ciudad Bella 17
de entrada de su antiguo hogar. «Pregúntele a las palomas de aquel banco —me sugirió—; ellas llevan aquí más tiempo que yo». Con ánimo de llegar hasta el fondo del asunto, pregunté a las palomas qué sabían acerca de la vida de Pilla. —Es una historia muy triste, caballero —me respondió una de ellas sin dejar de buscar semillas en el suelo—. A nosotras no nos gusta hablar mal de nadie, pero el dueño de Pilla no era una buena persona. Cuéntale tú lo que pasó, Azulada. Azulada era otra de las palomas, esbelta y algo tímida. Moviendo tristemente la cabeza, me habló con suaves susurros: —Sí señor, yo sé lo que pasó, pues un día me encargaron llevar un mensaje a esa casa —dijo señalando con el ala hacia la casa abandonada—. Era una carta de otra ciudad ofreciéndole al dueño de Pilla un trabajo remunerado con dinero... —Ah —la interrumpí—, así que era de esa clase de personas—. En Ciudad Bella no apreciamos mucho a las personas que trabajan a cambio de dinero. —Al día siguiente lo vimos partir precipitadamente —prosiguió la paloma—, llevándose varias maletas y dejando a Pilla gimiendo desconsoladamente en mitad de la calle. Un tiempo después, ella misma se quitó el collar
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enganchándose en una verja. ¿Cómo puede alguien hacer una atrocidad semejante? —Alguien capaz de hacer algo así no es digno de vivir en Ciudad Bella. Mejor que se haya marchado —dije abochornado. Luego, olvidándome ya de aquel incívico conciudadano, me concentré en lo que era verdaderamente importante: ayudar a Pilla—. ¡Hay que poner en conocimiento del Juez de Animales la historia que me has contado, Azulada! —exclamé— El abandono y la soledad han convertido a Pilla en una perrita agresiva, pero ella es buena por naturaleza. ¿Estarías dispuesta a declarar en su favor delante del juez y repetir la historia que me has contado? —Por supuesto que sí —respondió Azulada—. Aunque a veces Pilla nos acosa con sus ladridos, sus ojos siempre han dejado entrever que tiene un buen corazón. No me gusta saber que está encerrada en una perrera. Informado de los nuevas circunstancias que yo había descubierto sobre el caso, el juez determinó que Pilla debía recibir el cariño y las atenciones que le faltaban, dado que la ausencia de amor en su vida había sido la causa de su mal comportamiento. El alguacil del juzgado se ofreció voluntariamente a sacar de paseo a la perrita todos los días, a premiarla con galletas cuando estuviese relajada y a jugar con ella al menos un par de horas por semana.
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Pilla ha vuelto a pasar por delante de mi casa, pero ahora lo hace sin gruñir y sin mostrar los dientes a nadie. Sigue siendo una perrita callejera, pero ahora es feliz porque todos la quieren y la acarician. La semana pasada la vi con un osito de peluche en la boca. Azulada y las otras palomas la seguían volando a poca altura. —Pilla va a devolver el peluche a la niña a quien se lo robó —me susurró Azulada al pasar por mi lado. —Pues entonces, seguro que va a recibir a cambio un montón de halagos y tiernas caricias — repuse con expresión feliz—. Así deben ser las cosas en Ciudad Bella.
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QUINTA CRÓNICA
Me
gusta pasear por el barrio musical de Ciudad Bella. Las baldosas de sus aceras son teclas de piano que emiten notas musicales al ser pisadas por los transeúntes. En los cruces de las calles no hay semáforos, sino guardias que cantan las órdenes a los automovilistas y bailan al ritmo de sus silbatos. Los tenderos y vendedoras del barrio musical son tenores y sopranos, que atraen Ciudad Bella 21
a los clientes cantando a capela las excelencias de sus productos. Allí siempre reina la alegría y una gran algarabía. No hay diarios ni revistas; en las esquinas los muchachos vocean, con partituras en las manos, los éxitos musicales del momento. En el mercado no se venden carnes ni pescados — eso es cosa de otros barrios—, pero en él puede encontrarse el instrumento musical más raro, el más extraño, el más difícil de afinar, aquel que tan solo conocen unos cuantos chiflados melómanos. Si uno se queda hasta tarde recorriendo las calles más estrechas y antiguas, verá cómo a los balcones salen guapas jovencitas con flores en el cabello, que entre alegres risas esperan las románticas serenatas de sus enamorados. Aunque cueste creerlo, el barrio musical fue una vez un lugar silencioso y siniestro. No era placentero atravesar sus calles y plazas. Las ramas desnudas de los árboles no daban cobijo a gorriones que alegrasen con sus cantos las frías mañanas. Las casas siempre parecían estar envueltas por una sucia y oscura nube de hollín. Cuando Diego comenzó a trabajar de cartero en el barrio, el polvo negro acumulado en las fachadas le impedía ver el número de las casas. Rodeado de furiosos ladridos de perros, repartía las cartas a diario con angustia y temor. Para alejar de sí el Ciudad Bella 22
miedo, Diego empezó a silbar mientras trabajaba. Además de sentirse mejor, el cartero descubrió que sus silbidos espantaban a la nube negra, atraían a los pájaros y hacían florecer las plantas. El prodigio efectuado por los silbidos de Diego no pasó desapercibido en el vecindario. Era tal la tristeza que reinaba en el barrio, que nadie había sentido antes ganas de cantar o de silbar, ni siquiera de tararear. Pero, de repente, mucha gente empezó a imitar el proceder de Diego el cartero. Y cuando perdieron el miedo, salieron a las calles con panderetas, maracas y cornetines. El barrio cambió de la noche a la mañana: la nube de hollín se disipó por arte de magia y la música se adueñó de las calles del barrio. A menudo, mientras paseo por el barrio musical, me he encontrado a Diego cumpliendo con su trabajo. Aún silba al repartir la correspondencia, pero ya no lo hace para espantar sus temores. Mientras suene la música, ya nadie sentirá miedo en el barrio musical de Ciudad Bella. Nunca más.
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SEXTA CRÓNICA
En
casi todas las casas de Ciudad Bella habita algún duendecillo cambiacosas. Los duendecillos cambiacosas, como su propio Ciudad Bella 24
nombre indica, se divierten cambiando las cosas de sitio, escondiéndolas o, simplemente, volviéndolas invisibles. Cuando las tijeras desaparecen del costurero, o cuando nadie sabe dónde hallar las llaves que justo un minuto antes estaban sobre la mesa de la cocina, es muy probable que el duendecillo de la casa haya estado haciendo de las suyas. En ese caso, lo peor que uno puede hacer es ignorar la situación, esperando que el duendecillo se canse y devuelva a su lugar el objeto extraviado. Porque si hay algo que irrite de veras a un duendecillo cambiacosas es que los habitantes de la casa no participen de sus juegos. Por eso, si vives en Ciudad Bella y algo se te ha perdido dentro de la casa, lo mejor que puedes hacer es sorprenderte, enfadarte, y buscar después por todos los rincones el objeto extraviado, como si no supieras que ha sido el duendecillo quien se lo ha llevado. Si aguzas el oído, podrás incluso escuchar su risita burlona y divertida. Cuando se canse de jugar, él mismo devolverá el objeto sustraído a su lugar. Aunque uno se enoje en ocasiones con sus travesuras, lo cierto es que los hogares de Ciudad Bella no serían lo mismo sin estos duendecillos. Aníbal Bisiesto, un afamado fabricante de globos, se dio cuenta un día que en su gran mansión hacía tiempo que no se extraviaba ni una simple cuchara; nada faltaba que pudiera achacarse a la acción del duendecillo cambiacosas que habitaba la casa desde su construcción. Intrigado y Ciudad Bella 25
preocupado al mismo tiempo, fue a visitar a un experto en duendecillos, el doctor Davidovich Rofenscastell. Este, tras estudiar el caso minuciosa y concienzudamente, y después de recorrer palmo a palmo la mansión, entregó un informe al dueño de la mansión, En dicho informe —extenso y detallado—, se especificaba que el duendecillo cambiacosas seguía viviendo en algún rincón de la mansión, lo cual constituyó una gran sorpresa para Aníbal Bisiesto. ¿Por qué no daba entonces señales de vida? Para el profesor Davidovich Rofenscastell, la razón de ello era el aburrimiento. Ocupado en sus negocios, el fabricante de globos hacía muchos años que no compraba nuevos enseres para la casa; la vajilla y la cubertería seguían siendo las mismas, y ni siquiera tenía tiempo para leer, así que en las estanterías de la biblioteca se acumulaba el polvo sobre los mismos viejos volúmenes de siempre. El duendecillo había cambiado de lugar tantas veces todos los objetos que había sobre las mesas, aparadores y vitrinas de la mansión, que ya no se divertía nada volviéndolo a hacer. El profesor Davidovich opinaba que una completa renovación en la decoración de la casa, incluyendo lápices, posavasos, mecheros y cepillos de dientes, solucionaría el problema de manera satisfactoria durante muchos años. Aníbal Bisiesto siguió al pie de la letra el exhaustivo informe; sin reparar en gastos, cambió hasta el timbre de la puerta. Ciudad Bella 26
Días después de concluir la reforma de su hogar, el fabricante de globos se hallaba desayunando tranquilamente en el salón comedor cuando escuchó la voz del jardinero a través de la ventana: —¿Quién se ha llevado mis nuevas tijeras de podar? —reclamaba con cierto tono de incredulidad—. Hace un minuto las dejé justo aquí, al lado de las azaleas. ¿Cómo es posible que hayan desaparecido? —No te apures, Raúl. Te las habrás dejado olvidadas en el invernadero cuando fuiste a buscar la regadera —se oyó decir a la cocinera, que estaba poniendo en esos momentos una tarta sobre el alféizar de la ventana. Dentro de la mansión, Aníbal sonrió mientras sorbía con satisfacción su taza de café caliente. Era grato tener de vuelta en casa al pícaro duendecillo.
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séptima crónica
Al
este de Ciudad Bella, más allá de los campos de girasoles y del bosque de los álamos cantores, se elevan al cielo unas montañas perpetuamente cubiertas de nieve. En ocasiones, sus entrañas tiemblan con un eco lejano y apagado, un sonido misterioso que los montañistas y excursionistas procedentes de otras tierras perciben con temor y angustia. Paralizados Ciudad Bella 28
por el extraño suceso, se sorprenden aún más cuando observan que los lugareños sonríen tranquilamente al sentir bajo sus pies aquel sonido, semejante al redoble de mil tambores lejanos. Y es que ningún habitante de Ciudad Bella se asusta cuando tiemblan las montañas, porque todos ellos saben que son los ronquidos de un gigante dormido los que hacen que la tierra se estremezca. Hace cien años, un estornudo del gigante provocó un alud de nieve que dejó al descubierto su cabeza, tan majestuosa como las cimas montañosas que la rodean. Una aldea al pie de las montañas estuvo a punto de ser sepultada por el alud, pero, en el último instante, el gigante desenterró su pie derecho y detuvo con la punta de la bota la avalancha de nieve. La Sociedad de Amigos Montañeros de Ciudad Bella organizó rápidamente una expedición para subir a la cumbre del monte Rebeco, que había quedado a escasos metros de la nariz del gigante. Los montañeros alcanzaron la cima una semana después de su partida, en medio de una tormenta de nieve que había empezado a cubrir de nuevo la cabeza del gigante. Haciéndose oír por encima del fragor de la tormenta, el capitán Custodio Pedernal, jefe de los expedicionarios, gritó al gigante: —¿Cómo te llamas? —Abelargo Milenario —respondió aquel con voz amodorrada y grave. Ciudad Bella 29
—Encantado de conocerte, Abelargo —vociferó el capitán—. En nombre de Ciudad Bella, te doy la bienvenida. Todos allá abajo ansían saber si vas a levantarte. El gigante abrió la boca, pero en lugar de responder dio un largo bostezo. Los montañeros tuvieron que aferrarse a las rocas para no ser arrastrados por el vendaval. Abelargo parpadeó pesadamente un par de veces, y luego contestó: —Todavía tengo mucho sueño. Dormiría otros mil años, pero me pican mucho las orejas y la nariz. Me he despertado al estornudar. —No te muevas, Abelargo —le conminó entonces el capitán Pedernal—. Vamos a echarte un vistazo. Los montañeros se dividieron en tres grupos, que avanzaron por diferentes zonas de la montaña. Uno consiguió llegar a la oreja izquierda de Abelargo, otro a la derecha, y el tercer grupo alcanzó su colosal nariz. Se internaron en los órganos del gigante cual espeleólogos que exploran cavernas subterráneas. Así descubrieron que el picor que sentía el coloso se debía a las raíces de algunos árboles de alta montaña que estaban creciendo allí adentro. Con sus picos de escalada y con sus propias manos, los montañeros de Ciudad Bella limpiaron y despejaron la nariz y las orejas del titán, el cual intentaba contenerse las cosquillas que aquellos le producían.
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Terminado el trabajo, los hombres volvieron a la montaña justo antes de que la tormenta de nieve volviera a cubrir las orejas de Abelargo. La boca de este ya estaba tapada de nuevo por la nieve, pero sus gigantescos ojos expresaban claramente la gratitud hacia sus diminutos amigos. Estos se despidieron de él y comenzaron el peligroso descenso, extenuados pero contentos. Abelargo esperó que llegasen al valle, y antes de quedarse dormido, abrió con su mano derecha un agujero en la montaña. Un manantial de agua límpida y helada brotó del agujero, formando una hermosa cascada que los lugareños bautizaron al día siguiente como la Cascada del Gigante. Todos los años se conmemora en Ciudad Bella el Día del Despertar de Abelargo, con multitudinarios desfiles y homenajes a las estatuas de los héroes que limpiaron las orejas y la nariz del gigante. En todas las casas se bebe agua de la cascada, y se brinda deseando felices sueños al gigante dormido de la montaña.
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octava crónica
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Juan era delgado. Muy delgado. Un día que había desayunado menos de lo que en él era habitual y se hallaba esperando el autobús para ir al trabajo, una ráfaga de viento lo levantó del suelo y lo subió a la rama de un árbol que había junto a la parada. Unos transeúntes le ayudaron a bajar de allí, pero el viento arreció con más fuerza y elevó a Juan hasta lo alto de una farola. Agarrado a ella, sintió miedo de estrellarse contra el suelo y romperse un brazo o una pierna; pero entonces, comprendiendo que su cuerpo era ligero como una pluma, se soltó de la farola y se dejó llevar. Contrariamente a lo esperado, el escuálido personaje no descendió a tierra, sino que, cual cometa sin hilos o cual globo soltado de la mano de un niño, se elevó más y más hacia el cielo, pataleando y braceando como alguien que se ahoga en el mar y lucha con todas sus fuerzas por mantenerse a flote. Los viandantes que estaban contemplando aquel extraordinario suceso creyeron que Juan se perdería para siempre entre las nubes, cuando lo vieron planeando sobre sus cabezas con los brazos extendidos y gritando: —¡He aprendido a volar! ¡Puedo volar! Una niña que estaba asomada al balcón de su casa lo vio pasar y aprovechó la ocasión para pedirle un favor: —Señor, ¿podría usted traerme mi pelota? Mi hermano la pateó hasta el tejado. Ciudad Bella 33
—¡Cómo no, pequeña! Enseguida te la alcanzo —respondió Juan. Y aunque todavía no controlaba bien todos sus movimientos, se las ingenió para aterrizar en el tejado y recuperar la pelota de la niña. —¡Oiga, oiga! —se oyó una voz en ese instante. Procedía de otro balcón de una casa contigua—. Ya que está usted ahí, ¿no podría enderezar la antena de la televisión? Van a retransmitir un partido muy importante y no sintonizo bien la emisora. Un tercer individuo le pidió que desatascase las canaletas del desagüe, y una señora le dio unas migas de pan para que las dejase en el nido de golondrinas que había en el alero, porque los polluelos tenían hambre y no dejaban de piar reclamando comida a sus padres. Aquella buena mujer le ofreció a Juan un vaso de agua, pero él lo rechazó con amabilidad: —Muchas gracias, señora, pero no me cabría en el estómago, aún lo tengo lleno del desayuno. Aquel día Juan llegó a su casa agotado pero feliz. En los días siguientes usó suelas de plomo para caminar por las calles, pero en la oficina no dejaba de mirar por la ventana, suspirando melancólicamente. Finalmente, renunció a su trabajo y a las suelas de plomo. Desde entonces es normal ver su enjuta figura planeando sobre el cielo de Ciudad Bella. Ha creado su propia empresa de mensajería aérea y, entre paquete y paquete, aún encuentra tiempo Ciudad Bella 34
para rescatar cometas de los árboles y llevar a los nidos comida para los polluelos. Esta es la historia de Juan Delgado, el hombre volador de Ciudad Bella.
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NOVENA CRÓNICA
En
la torre del ayuntamiento de Ciudad Bella, presidiendo la Plaza Mayor, giran las manecillas de un reloj mágico. Hubo un tiempo en el que todos creíamos que se trataba de un reloj corriente; pero entonces, casi inadvertidamente, las horas comenzaron a alargarse en la villa de un modo preocupante. La noche parecía que no iba a llegar nunca, la espera en los semáforos se hacía eterna, y el amanecer se hacía tan largo que no Ciudad Bella 36
era necesario levantarse temprano para admirarlo. Los ciudadanos vivíamos soñolientos y cansados, preguntándonos con angustia qué estaba sucediendo. La alerta se propagó cuando aquellos que viajaban fuera de Ciudad Bella regresaron contando que en algunos lugares nos sacaban ya una semana de ventaja. ¡Nos estábamos quedando anclados en el tiempo! Fue entonces cuando las autoridades decidieron consultar a Sibelius, el mago del Barrio Encantado. Él señaló que el problema estaba en el reloj de la torre, y después aconsejó contratar a un mago relojero, uno que fuese experto en Magia Cronológica. Se contrató al mejor, un mago que, según decían, podía recordar el futuro y regresar al pasado. Llegó a Ciudad Bella acompañado de un ejército de hormigas relojeras, capaces de adentrarse en los misteriosos engranajes de los relojes y reparar hasta el más mínimo desperfecto en ellos. Antes de que se perdiese más tiempo, el mago relojero y sus hormigas comenzaron el trabajo en la torre del ayuntamiento. Con los insectos relojeros hurgando en su mecanismo, el reloj mágico pareció volverse loco de repente. Tan pronto se hacía de día como de noche, y un momento después Ciudad Bella disfrutaba de un hermoso atardecer. El mago relojero, tras un tiempo impreciso de arduo trabajo, comunicó al alcalde que un duende se había quedado a vivir en el reloj, y que estaba Ciudad Bella 37
intentando congelar el tiempo de Ciudad Bella en un instante eterno. Según su opinión, dicho duende quería conservar para siempre a Ciudad Bella tal y como estaba en ese momento, pues le gustaba así y no quería que cambiase nunca. «¿Qué podemos hacer para que atienda a razones?», preguntó el alcalde. «No se preocupen —respondió el mago relojero—, yo convenceré al duende para que se vaya de Ciudad Bella. Le hablaré de un reloj muy antiguo que existe en una plaza de la ciudad de piedra de Eternia. Hace miles de años que las manecillas de ese reloj no cuentan las horas. Allí será feliz sin interferir en la vida de nadie. Y cuando se vaya el duende, mis hormigas pondrán de nuevo en hora el reloj de la torre». El mago relojero cumplió lo que había dicho. El duende se marchó con él una mañana y nunca más lo hemos vuelto a ver. El tiempo regresó a la normalidad en Ciudad Bella, pero yo, a veces, cuando me levanto tarde y pienso que me he perdido el amanecer, extraño aquellos días en los que el duende del reloj mágico controlaba a su antojo el paso del tiempo.
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DÉCIMA CRÓNICA
Uno
de los principales atractivos turísticos de Ciudad Bella es el acuario gigante del capitán Floteau. Descendiente de grandes marinos y navegantes, el capitán Floteau había recorrido en su juventud los siete mares de ancho a ancho, enfrentándose a innumerables peligros, atravesando huracanes monstruosos y esquivando atolones traicioneros. Se jactaba de haber sido el marino que más veces había Ciudad Bella 39
naufragado y el que más peces exóticos había visto. Ya cercano a cumplir treinta años como marinero, se perdió con su goleta, la Flecha del Océano, en la inmensidad de un espeso y misterioso banco de niebla gris. Nadie sabe cómo consiguió salir de allí, pero cuando lo hizo, llevaba a bordo ejemplares de los peces más originales y divertidos de los que se tenía noticia. Nunca vistos hasta entonces, el capitán Floteau invirtió todo su dinero en crear el acuario de Ciudad Bella, donde todo el mundo pudiera admirar su colección de peces extravagantes. En él se puede contemplar al curioso pez-tijeras, cuya boca finaliza en unas poderosas tijeras con las que siempre anda persiguiendo al escurridizo pez-libro. Cuando consigue alcanzarlo, le recorta sus aletas haciendo gala de una gran imaginación, y creando con ello una nueva especie de pez. También contiene el acuario un ejemplar de pez-peluquero, que se pasa todo el día haciendo rizos y tirabuzones con los tentáculos de las medusas. Quizá el que más ternura despierta sea el pez-almohada, que acuna sobre su espalda a sus hijos —semejantes a bolitas de algodón—, mientras de su boca sale un sonido relajante y adormecedor. Cuando el asombroso acuario llevaba ya abierto más de un año, el capitán Floteau recibió la visita de un hombre de aspecto muy extraño, de edad indefinida, cuyas ropas estaban húmedas y cubiertas de algas y mejillones. Sus manos eran Ciudad Bella 40
escamosas, y de sus labios se escapaban graciosas burbujas cada vez que hablaba. Sin decir su nombre ni de dónde era, dijo a Floteau: —Usted se llevó mi pez-secretario. —¡Cúanto lo siento, caballero! Algo imperdonable por mi parte, pero no sabía que era suyo —se disculpó el creador del acuario—. Haré que se lo devuelvan de inmediato. —No hace falta —replicó el hombre misterioso —. Ya tengo otro pez-secretario. Pero el que usted se llevó tiene la combinación para abrir mi ostra de caudales. Necesito coger unas cuantas perlas y he olvidado la clave secreta. Quisiera entrar a su acuario a pedírsela. —Entiendo, entiendo —dijo el capitán—. Le doy permiso para ello, no faltaría más. Bucee libremente en el acuario el tiempo que quiera. —Gracias, señor —respondió escuetamente el hombre. Después, se dirigió al acuario y, ante el asombro de todos los presentes, se zambulló en el agua sin quitarse siquiera el sombrero que llevaba. Se desenvolvía bajo el agua con la misma facilidad que en tierra firme. Caminando sobre el fondo de arena y rocas del acuario alcanzó a un pez de escamas blancas y negras que tenía la boca igual a la de un pelícano. Después de intercambiar con él algunas palabras, el hombre metió su mano en la boca del pez, como si la metiera en el cajón de un archivador, y sacó un papel mojado. Se lo guardó en el bolsillo y cerró la Ciudad Bella 41
boca del pez. Después, salió del acuario y, chorreando, fue a hablar de nuevo con el capitán Floteau. —Me marcho —dijo, llenando de burbujas el lugar—. Su acuario es cómodo y acogedor; los peces se sienten bien viviendo en él. Cuide de ellos, todos son buenos chicos. —Así lo haré —prometió el capitán. —Y otra cosa —añadió el húmedo personaje—. Le agradecería que nunca revelase la ubicación del Mar de las Curiosidades. No me gustaría ver mis playas llenas de bañistas y niños jugando a la pelota. El capitán lo tranquilizó, dándole su palabra de no contar nunca a nadie cómo llegar al mar de donde procedían aquellos increíbles peces. Agradecido, el extraño se marchó dejando el suelo mojado y un halo de misterio a su alrededor. Nunca más se le volvió a ver por Ciudad Bella. El capitán Floteau viajó varias veces más al Mar de las Curiosidades; consiguió nuevos y asombrosos ejemplares para el acuario, como el pez-linterna, el calamar que expulsa tinta de todos los colores, o el incomparable pez-flauta, cuyos sonidos embriagan a cuantos tienen la suerte de oírlos. Sin embargo, el capitán cumplió la promesa hecha y nunca ha desvelado a dónde va cuando se embarca en su vieja goleta. Pero eso no importa mucho en realidad, porque siempre puedes acudir a Ciudad Bella y hacer volar libremente la imaginación visitando el Ciudad Bella 42
acuario del capitán Floteau, el barrio musical o su famoso mercadillo de llaveros. Y si alguien, por cualquier circunstancia, no puede venir a Ciudad Bella, para ellos he escrito estas humildes crónicas, que son solo un breve recuento de los cientos de anécdotas deliciosas, historias fantásticas y sucesos fabulosos que tienen lugar a diario en las calles de esta apacible y próspera localidad.
¿FIN?
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...Y un cuento de regalo... Las casas vivientes
En el país de las casas vivientes las casas son como en otros lugares, pero sus puertas hablan, sus ventanas ven y sus paredes oyen. Si las tuberías se atascan, los propietarios avisan al médico, no al fontanero. En la esquina de una céntrica calle, se erigían majestuosas dos mansiones vivientes. Una se llamaba Enladrillada, y estaba abandonada y ruinosa. Desde la muerte de su antiguo dueño, sucedida hacía varios años, nadie la habitaba; la humedad se filtraba por sus muros, las malas hierbas se habían apoderado del jardín, y las persianas estaban atascadas, impidiendo que Enladrillada pudiera ver lo que pasaba en la calle. Enfrente se hallaba Porticada, la cual sí tenía inquilinos, aunque ella hubiese preferido estar sola como su amiga Enladrillada. Sus moradores no la trataban con delicadeza: el dueño daba portazos que la sobresaltaban continuamente. La mujer ponía tan bajo el aire acondicionado que Porticada se resfriaba frecuentemente en verano. Y los tres hijos del matrimonio la ensordecían con la estridente música que escuchaban por la radio a todas horas. Además, nunca hablaban con ella, como era costumbre del país, ni le pedían opinión a la hora de comprar muebles nuevos. Ciudad Bella 44
Cansada de ellos, un buen día llamó por teléfono a la desvencijada Enladrillada y le dijo: —Ya estoy harta. La próxima vez que vayan todos a visitar a la abuela me marcharé lejos de aquí para no volver. ¿Querrás venirte conmigo? —No sé si mis ladrillos resistirán el viaje, pero será mejor intentarlo que quedarme aquí esperando que me derriben. Dicho y hecho, las dos se levantaron una tarde de sus cimientos y se marcharon, organizando un tumulto en las calles. Abandonaron la ciudad y, al cabo de varias semanas, llegaron al borde de un acantilado, desde donde gozaban de unas magníficas vistas al mar. Enladrillada y Porticada abrieron sus ventanas, airearon las habitaciones con la brisa marina y respiraron por sus chimeneas el aire puro del campo. Bien pronto decidieron que aquel sitio les encantaba, y se instalaron allí con intención de quedarse. Pero, sin el cuidado de unas manos humanas, las casas se deterioraban poco a poco. Un día pasó por el lugar un viejo vagabundo, que en su juventud había sido un reputado arquitecto. Honrado y trabajador, la vida le había tratado injustamente y deambulaba sin fortuna. —¿Qué hacéis aquí tan apartadas?- preguntó a las dos. —Queremos vivir tranquilas y felices contemplando siempre el mar- contestaron ellas al unísono. —Pero pronto os caeréis a pedazos si no os Ciudad Bella 45
habitan. Os propondré una cosa: dejadme que arregle vuestros desperfectos y os convierta en coquetos hostales para veraneantes. Yo os regentaré y prometo que solo alojaré a huéspedes amables y pacíficos. Enladrillada y Porticada aceptaron gustosas y el hombre las restauró. Rutilantes y esplendorosas, se convirtieron en las casas de huéspedes más solicitadas del país. Y ahora sí...
FIN
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