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C rónicas DELA B andolera Los bandidos colom bianos m ás famosos del siglo XX "Sa^grenegra- . Ch:spa¿ ". “T arzár”. "Desquite”. "Eiraín Goozáaez’. C ostuSo ". " J a T G .raido . "Los Tiznados” .
Pedro Cía ver Tellez
PEDRO CLAVER TELLEZ
CRONICAS DE LA VIDA BANDOLERA (Historia de los bandidos colombianos más famosos del siglo XX)
PLANETA
Colección DOCUMENTO Consejo Editorial: Germán Arciniegas - Presidente Germán Vargas Cantillo, Germán Santamaría Germán Castro Caycedo, Camilo Calderón Sch. Dirección de Colección: Mireya Fonseca Leal.
© Pedro Claver TéUez, 1987 © Planeta Colombiana Editorial S.A., 1987 Calle 22 No. 6-27 Piso 3o., - Bogotá, Colombia Primera edición: Octubre de 1987 Digitalizado por: Micheletto Sapiens Historicus
Diseño de Portada: PLANETA Preparación litográfica: Servigraphic Ltda. ISBN 958-614-245-6 Impreso en Colombia Printed. in Colombia
Para Angélika y m is hijos Aimary, Kira y Marvan
"Todavía en nuestros días todo el mundo seguramente teme encontrarse con unos bandidos;pero en cuanto son víctimas de castigos, todo el mundo les compadece. Y es porque el pueblo, tan fino, tan burlón, que ríe con todos los escritos publicados sin la censura de sus señores, hace su lectura habitual de los pequeños poemas que cuentan con pasión la vida de los bandidos más famosos. Lo que hay de heroico en esas historias maravilla la fib ra artística que vive siempre en las clases bajas, y, por otra parte, están tan cansados de las alabanzas oficiales dadas a ciertas personas, que todo lo que no es oficial en este aspecto va derecho a su corazón".
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L A ABA D ESA D E C A ST R O (Tomado del libro "Crónicas italianas” de Stendhal).
Contenido
Introducción
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P or los tiem pos de Virgilio Salinas
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El jinete de la noche ...................................................................
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Los bandidos tam bién saben a m a r .....................................
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Cinco mil y m ás azotes
El m ito de “ sietecolores”
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L a b atalla de las avispas El herm ano Ju a n ito
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...................................................... 103
......................................
L a últim a tarde .........................................................................
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U n a tram p a p ara “ C hispas” .............................................. “ D esquite” no hay sino uno ...................................................... 147 U n narcotraficante condecorado con la C ruz de Boyacá ................... ........................................... 197 Itinerario de la “ M uerte tiznada” ............................................ 209 L a guerra de las esm eraldas
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Introducción
A diferencia de otros libros Sobre el fenóm eno de la violencia colombiana, éste, escrito durante quince años por el periodista PEDRO CLA VER TELLEZ, se alim eniacónlas vivencias directas, los recuerdos personales y sobre todo, con las emociones que en 1950 saltaron en pedazos cuando con su fam ilia tuvo que abandonar el pueblo natal y buscar refugio en otros lugares de un país destrozado después del asesinato de Jorge Eliécér Gaitán. También a diferencia de otras obras de un género periodísticoliterario que ha conocido un escandaloso “boom " en los últimos años, ésta, logra con un lenguaje simple y accesible, ausente de retórica y form alism os, darle huesos y carne y nervios y sangre y sentimientos y logros y frustraciones a personajes que durante todos estos años fu e r o n s ó lo fantasm as citados en libros, periódicos, revistas y documentales, fantasm as que aquí son capaces de m atar y dejarse morir por el cuerpo tibio de una mujer, fantasm as que rozan él heroísmo cuando solitariamente se enfrentan a un enemigo más numeroso y mejor armado, fantasm as que no conocen las dife rencias partidistas pero obedecen órdenes dé Directorios lejanos, fantasm as que rezan antes de disparar y hundirlos cuchillos, fantas m as p a ra quienes p o r encima de todo, aun de la misma madre, valen m ás el afecto y las palmadas de los amigos.
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Los fantasmas rescatados por la paciencia, la memoria, los senti mientos y la destreza del autor: José del Carmen Tejeiro, capaz de los mayores desplantes y dueño de un profundo sentido del humor, exigiendo recibos por los azotes que propinaba; Antonio Jesús Ariza, invencible en el agua, en la tierra y en el aire; Clemente Roncando, organizador de varios grupos de autodefensa y quien murió a comienzos de 1963 en una cruz, cabeza abajo, provocando una romería que no ha cesado desde entonces; Jaír Giraldo, fanático de Rojas Pinilla, loco por la mesera de un bar, Lilia Berna!, por quien habría de ser masacrado por la tropa; Efraín González, quien a pesar de la fam a de asesino que cargaba, era capaz de adjudicarse sólo un muerto, hábil para escapar al más cerrado de los asedios militares. González, fetichista e idólatra con los objetos religiosos obligaba a sus víctimas a un extraño ritual de besos a sus escapula rios, es tal vez el personaje más pintoresco y atractivo de este libro, capaz de vestir un hábito de monje y encarar las patrullas que lo perseguían. Y en esta galería de fantasmas que siguen pesando sobre la historia reciente de los colombianos, aparece también Teófilo Ro jas, Chispas, carteándose con reinas de belleza, muriendo por se guirle el rastro a una muchacha, con los bolsillos llenos de estampitas y fotos del Che; “Desquite ”, José Angel Aranguren, autor de terribles masacres; “Sangrenegra ” y su concepto de la lealtad entre los bandoleros. También aparece el más importante cazabandidos en los anales de la vida bandolera delpaís, Evelio Buitrago Solazar, ganador de la Cruz de Boyacá y autor de un siniestro, libro de memorias. también con los protagonistas de la llamada ”guerra sucia” y la masacre esmeraldífera), en medio de estos recuerdos dolorosos y sangrienteos, el libro de PEDRO CLAVER TELLEZ seguramente reabrirá cicatrices. Para el lector común y corriente, quien todos los días abre los periódicos con tensa preocupación, pasar junto a estos nombres, estos asesinatos, estos momentos angustiosos, es una form a tangible de entender algunas de las. raíces del estado de violencia actual que sacude a Colombia. Téllez no convierte a los bandoleros en héroes, ni magnifica sus fechorías y con su relato, nutrido de recuerdos y experiencias personales, ayuda a comprender el alcance de lo que está ocurriendo.
E n 1975, después de veinticinco años, de ausencia, retorné a Jesús M aría, mi pueblo natal, sólo p a ra ver al poeta Virgilio Salinas. Yo era m uy niño cuando p artió de allí mi fam ilia, en 1950, con destino a Puente N acional y luego a B ogotá para engrosar la larga lista de los exiliados p o r la Violencia que se desató en esos años tenebrosos, a raíz del asesinato de Jorge Eliécer G aitán. La verdad es que no quería husm ear p o r el pueblo que ta n ingratos recuerdos me traía a la m em oria, de m odo que apenas me bajé dé la flota q u em e llevó desde Puente N acional, me dirigí con prem ura a la casa del poeta, un viejo am igo de mi padre. No fue difícil e n c o n trar J a casa. E staba en las afueras, en el extrem o de un a vieja callejuela que desem boca en; el cam ino real. M e acerqué con tem or a que me gruñera un perro negro, lanudo que, com o un cancerbero, g u ardaba la puerta: Lo espanté con una piedra y golpeé con fuerza, pero el perro m e hostigó largo rato antes de que una m ujer abriera. La m ujer tendría unos cuarenta años, vestía u n a larga saya cam pesina, un delantal sucio y un som brero carm elito. Pregunté por Virgilio Salinas. — Mi p ap á está tullido, no se puede mover.
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— ¿Le quiere d a r ésta carta? D ígale que la lea de inm ediato. Es urgente su respuesta. :.
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La m ujer recibió la carta de mala gana, me dio la espalda y, sin decir nada, cerró la puerta de nuevo. El perro volvió a hosti garm e, pero al cabo de unos m inutos de ladridos inútiles, se fam iliarizó conmigo. La puerta se abrió de nuevo. — Siga —dijo la m ujer. M ientras cam inaba a lo largo del zaguán oí, al fondo, u n a voz gangosa, seguida de un acceso de tos. En el patio de la am plia casona solariega, la m ujer me pidió la m aleta y la colocó en un extrem o del corredor. Virgilio Salinas estaba en el centro del patio, bajo un durazno, sentado en una silla de ruedas. Tenía las piernas cubiertas con una ru an a y el som brero gris encim a de ésta. Se m esaba los escasos cabellos entrecanos. T endría unos ochenta años. E ra flaco, cani jo , de ojos claros, lagañosos y la piel llena de pecas, de m anchas rojizas. M e alargó las dos m anos y una sonrisa. Carraspeó. — ¿Con que usted es hijo de G onzalito? ¿Cóm o está el viejo? — A chacoso y enferm o. A caba de cum plir ochenta y cinco años. Pero aún se m antiene en pie. —Yo, com o usted ve, estoy tullido de la cintura para abajo, pero gracias a D ios aún puedo leer, com er bien. D uerm o poco pero no m e falla la m em oria, bendito sea D ios. Virgilio Salinas me m iró a los ojos con vehem encia. — ¿De m anera que desea saber sobre bandidos? Éso dice G onzalito en la carta. — Sí, quiero escribir un libro, un panoram a de la vida ban d o lera, visto desde m uchos ángulos. Virgilio Salinas bajó la m irada y, segundos después, a ú n m ás vehem ente la fijó en m í con malicia. — Me recuerda usted a un periodista, u n escritor, José A nto nio O sorio Lizarazo. Vino hace unos treinta y cinco años en busca de noticias sobre A ntonio Jesús A riza y José del C arm en Tejeiro. ¿Ha leído sus libros? — Sí, mi padre guarda u n viejo libro de él, precisam ente el que narra las vidas de José del C arm en Tejeiro y A ntonio Jesús Ariza,
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Conozco otras novelas suyas. N o me gustan. E n cam bio me apasionan algunas de sus crónicas. E ra un periodista estupendo. Virgilio sonrió. —Yo le conté todo lo que sabía sobre Tejeiro, A riza, Serafín Bernal y Angel M aría Colm enares. Pero sólo escribió sobre Tejei ro y Ariza. Es un buen libro, no fue infiel a m is datos y a la verdad. Pero O sorio Lizarazo no fue im parcial. E ncum bró a Tejeiro y a Ariza que eran liberales y dejó sin m em oria al pueblo conserva dor. N osotros los godos rasos no tenem os ídolos populares. A de más, O sorio escribió con pasión. E ra un sectario im penitente. No escribió sobre los dem ás, de los que tam bién le di inform ación de prim era m ano. Yo conocí a la m ayor parte de ellos. T odos fueron mis am igos. ¿Va usted a hacer lo mismo? —N o. Antes que su color político me interesa conocer el aspecto hum ano, esos datos que no se encuentran en los archivos y en los periódicos. A m í, inclusive, me interesa saber de qué color eran su ru an a y su som brero. ¿Me entiende? — Sí, tiene razón. Los historiadores han disecado la vida y los periodistas, p o r lo general, sólo se atienen a los datos oficiales. ¿Ha leído to d o lo que escribieron sobre E fraín G onzález, mi ahijado? ,
—¿Su ahijado?
— Sí, mi ahijado. Yo fui su padrino de confirm ación. ¿No lo sabía? — N o. Mi padre no hizo referencia a éso... —T odo lo que escribieron sobre él en los periódicos fueron pam plinadas. D a rabia. L a sangre se me alb o ro ta cuando repaso mis viejos recortes de prensa... Pero, bueno... Bienvenido. Sabien do que se tra ta de un hijo de G onzalito, m e:puedo sincerar. Su p ap á es liberal y yo conservador, pero toda la vida fuim os buenos am igos, com o herm anos. D e m odo que siéntase en su casa. Ya tendrem os tiem po de hab lar sobre m uchas cosas que yo sé que le interesan. Será m uy g rato p a ra mí haberle sido útil en algo y ojalá figurar, alguna vez, en u n libro de historia, de historia popular. ¡M ija!—gritó— Ponga u n a nueva cam a y tráigale un tinto a don Pedro. De hoy en adelante será nuestro huésped.
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Virgilio Salinas se volteó con la felicidad pintada en el rostro. —Sí, don Pedro, esoi le venía diciendo. Así es la vida por aquí. Yo le aseguro que entre los dos haremos un buen libro. ¿Verdad que quiere ser mi socio en esta aventura?
El poeta Virgilio Salinas era la memoria del pueblo. Conocía íntimamente a la m ayor parte de sus habitantes —sobre todo a los viejos— y había alm acenado, en cincuenta años de vida trashu mante, la historia de Jesús M aría desde su fundación a finales del siglo XVII. Constituían su pasión y su vicio secreto leery acumu lar cuanto libró, folleto o artículo de prensa se hubiese escrito sobre la región y de tanto leerlos sabía de principio a fin capítulos sobre los más extraños sucesos o documentados estudios sobre aspectos que no lograba entender en form a racional. Pero esto poco le im portaba y en más de una ocasión, frente a políticos y letrados, ganó apuestas y discusiones que hicieron sonrojar a sus adversarios y acrecentar su fama de ilustrado. Hijo de padres extremadamente católicos ,y conservadores, que poseyeron ricas tierras de aparcería, fue consumiendo su herencia en un vagabundaje sin pausas por los más apartados vericuetos de la provincia de Vélez. Aprendió.a leer y escribir en su lejana juventud, en una época en que las escuelas eran una rareza, se carecía de papel y tenían que garrapatear en pizarrones y aprender de memoria la citolegia, una especie de enciclopedia que contenía todas las materias. Según él mismo lo reconocía, gracias a estas necesidades de la época, logró desarrollar una memoria que todos envidiaban y de la que prácticamente se sirvió para pasar la vida, sin haber tocado un azadón o arreado muías ■por los desolados y tortuosos caminos de la m ontaña. Su salud, sin embargo, era precaria. Amigo de la bebida y la parranda, muchas veces se cayó del caballo en que se movilizaba y se fracturó una pierna que andando el tiempo lo dejaría cojo sin remedio. Sólo entonces, reducido a cama y durante la convale cencia, se le oyó echar pestes por no haber desarrollado y fortale cido sus huesos y sus músculos en las faenas del campo y hasta llegó a decir que el ejercicio de la inteligencia iba en detrimento de la salud y no se avenía con gentes nacidas y criadas en el campo.
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“ La inteligencia es un privilegio de la ciudad” , dicen que dijo entonces. H asta los veinte años llevó una vida que le deparó pocos conocim ientos prácticos. E ntregado a ensoñaciones y divagacio nes, que le reportaron fam a de loco y huraño, el joven Virgilio pasaba noches enteras, en ventas y posadas, oyendo a los arrieros y a los viejos contar historias y anécdotas que iban desde triviales acontecim ientos de la vida diaria hasta hechos verídicos dé la G uerra de los Mil Días y episodios de la hecatom be económ ica de los años veinte, distorsionados al antojo de los narradores de turno. D e aquellos, años databa, posiblem ente, la afición p o r la historia de su pequeño universo provinciano, afición que cultivó ininterrum pidam ente to d a la vida. Entre las m uchas cosas que. entonces oyó, perm anecía indeleble aquella que describía nubes de langostas invadiendo los cam pos y las sementeras,, arrasán d o lo todo, y las peonadas de hom bres y m ujeres —incluidos sus parientes y conocidos— que ejercieron el poco creíble oficio de cavar huecos y enterrar la plaga po r cuenta del Estado. Pero m ás lo im presionaban los aspectos heroicos y hum anos de la guerra, . especialm ente aquéllos en que el valor y el coraje habían contri buido a la victoria de su p artid o en la contienda. P o r esos días, supo que cerca de Jesús M aría, en el sitio denom inado Boca de M onte, había tenido lugar u n a de las m uchas batallas en que el general Vargas Santos se enfrentó a Próspero Pinzón. Y atraído p o r esos relatos, viajó varias veces al sitio del com bate, donde, según m uchos testim onios aún se encontraban cráneos y osam en tas de la bestial carnicería, a m edio rem over la tierra. Pero el hecho que incluso llegó a arrancarle más de una lágrim a, fue contado p o r un veterano de la guerra sobre la catástrofe de Palonegro. El anciano conservaba, adem ás de sus recuerdos un ajado y sem idestrüido recorte de prensa en que el d o cto r C arlos P utm an, m édico jefe de las fuerzas del G obierno refería que en la m añana del 27 de m ayo de 1900, el cam po de Palonégro, com o u n a visión del D ante, ofrecía todos los horrores: “A pocos metros de un rancherío humeante nos detuvimos. Una mujer de esas que con heroísmo incomparable acompañan al sol dado, entran a l combate, defienden su hombre, le buscan refugio si cae herido, le consuelan y besan en las horas próximas a su muerte, yacía tendida entre un charco de sangre. A su lado, aún viva', una
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criatura de pocos días sobre el cuerpo fr ío de la madre, cercada por los cuervos ávidos de esa carne frágil, con gesto torpe buscaba él seno exhausto. Eso fu e Palonegro". Virgilio, aprendió de me m oria el p á rrafo y, cada vez que era necesario, lo repetía ju n to con otros no m enos dantescos episodios de la guerra. Pero, p o r sobre to d o , se encargó de difundir entre sus copartidarios conservado res, la im agen del vencedor general Próspero P inzón ap o d ad o “el cruzado cristiano de 1900", quien ju n to c o n sus com pañeros del E stado M ayor, creía que la revolución liberal q u e com andaban V argas Santos y U ribe U ribe, a semejanza de la francesa, era enem iga del culto católico. D esde niño fue extrem adam ente católico y rezandero com o casi todas las gentes de la región. Y su afición p o r las cosas sagradas, que lo llevó prim ero a servir de acólito y m ás tarde de sacristán, le hizo concebir Jas m ás extravagantes, sectarias y a veces originales teorías sobre el m undo, el dem onio y la carne — cóm o solía decir— , parodiando los que la Iglesia consideraba m áxim os enemigos del hom bre. A bom inaba la m o d a fem enina que iba im poniéndose y estaba de acuerdo con la pastoral dé m onseñor Angel M aría Builes, suscrita en febrero de 1927, que censuraba el hecho de que la m ujer había “resuelto aparecer a la fa z del mundo, pásmese el cielo, vestida de hombre y montada a horcajadas con escándalo del pueblo cristiano y complacencia del infierno". Pero ante to d o y, era en lo que m ás pasión ponía, abom inaba del liberalism o com o doctrina política p o r conside rarla esencialm ente anticatólica y p o r la interm inable lista de sacrilegios que había propiciado desde que fue introducida en C olom bia p o r el general Francisco de Paula Santander, un m asón, intrigante y conspirador del siglo pasado que inm erecida m ente ocupaba una página en nuestra historia con el rem oquete de “el hombre dé las leyes". Y durante m uchos años, p o r el m es de diciem bre encabezó ju n to con el cura el pintoresco desfile de prom eseros que a pie o a caballo y sobreponiéndose a to d as las dificultades, se encam inaba a C hiquinquirá, la C iudad M ilagro sa, p a ra rendir u n hom enaje a su patro n a. U n día , siendo aún m uy joven, determ inó dedicarse al servicio civil y fue n om brado secretario de la alcaldía, cargo que ejerció casi a perpetuidad h asta los terribles años de laV iolencia que se inició en abril del a ñ o cu aren ta y ocho. Frecuentó las fiestas
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camestoléndicas de los pueblos vecinos, las partidas de caza, los holgorios privados y colectivos y husmeó en todos los archivos en una insaciable búsqueda de información. Lo llamaban cariñosamente poeta, porque gracias a su prodi giosa memoria y a las frecuentes lecturas, se había hecho a un variado repertorio que a fuerza de repetir por muchos años y en muchos sitios, de acuerdo con la celebración, le granjearon, a falta de otro calificativo, ese que inmerecidamente lo relacionaba con la poesía. Con el tiempo llegó a intercalar y ensamblar con los ajenos, versos de su propia factura, cuando era necesario acomo dar el poema a una circunstancia muy particular, que de otra manera hubiese sonado a falsa. Proclamó desde el principio a Julio Flórez como el gran poeta de Colombia y América Latina y, cada vez que viajaba a Chiquinquirá, visitaba la casa donde Flórez había nacido y se descubría reverente ante la estatua de la plaza prin cipal. A su inspiración se deben las letras de coplas y guabinas que alcanzaron alguna distinción cantadas por los hermanos Ariza y otros juglares de la provincia. La música y la poesía, aunque nunca se atrevió a cantar, y se limitaba al simple acompañamiento, lo convirtieron en figura central de todos los festejos e incluso de los velorios, donde también era solicitado para que desempolvára la interminable retahila de oraciones que eran de usanza en aquel entonces. Durante mucho tiempo, mucho antes de que los noticieros radiales desplazaran por completo la engorrosa lectura de los periódicos, Virgilio Salinas ejerció el inusitado oficio de lector. Con un ejemplar bajo el brazo, casi siempre atrasado, recorría las ca¿as y las fincas de los grandes hacendados que, por tedio o ¡ignorancia, nunca tomaban un diario o un libro, pero a quienes la curiosidad de saber lo que pasaba por el mundo, los obligaba a utilizarlo. Tarea que no sólo le reportaba gajes y prebendas sino que saciaba también su ilimitado deseo de comunicación. En ocasiones, no se tomaba el trabajo de repetir la lectura sino que la contaba y comentaba según su modo de ver y entender. Y, en no pocas ocasiones, cuando consideraba que la noticia debía salirse del reducido círculo de los grandes hacendados, se detenía en los corrillos o a manera de pregonero reunía a la gente en la plaza y, en pocos minutos, les sintetizaba la historia diaria de Colombia y del mundo. En una época en que la ignorancia era el signo común
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y en la que m uy pocos sabían siquiera estam par su firm a, firmó a ruego, hizo m em oriales y escribió cartas de am or por petición de hom bres y m ujeres que no se atrevían de palabra a comunicar sus sentim ientos. Poseía, al fin y al cabo, una gran sensibilidad por las cosas bellas, pero po r sobre todo, rendía un extremado,culto al coraje y a la virilidad. Ya viejo, le dio p o r recopilar las historias de bandidos y guerrilleros, cuyas hazañas bien pudieron alim entar perdidas y tal vez irrecuperables epopeyas. La exaltación del valor personal; el m enosprecio p o r la vida, el heroísm o magnífico que tuvo expre siones ejem plares en las guerras cuya clámide vistió de turbulen cia to d a la extensión del siglo pasado, nutridos por el ejercicio de: las batallas en la cruenta contienda de los Mil Días, se m ostraron com o egregios episodios en la provincia de Vélez, donde rom ánti cos bandidos ejercieron una dom inación implacable, eludieron las persecuciones de la ley y rindieron su vida en una lucha que fue triunfal hasta p ara los cadáveres perforados por las balas innume rables, que fueron necesarias para poner fin a sus proezas estu pendas. ■ ' . T odos com enzaron la trayectoria de sus vidas al margen de la ley p o r un hecho insignificante o po r una infracción de policía. Pero com o los rencores hallábanse vivos, e intacto el anhelo de represalia contra los atropellos de la revolución, los vencedores aplicaban sobre los vencidos todo el peso de su poderío 'para inculparlos bajo la influencia de la flam ígera pasión política. Sentíanse aquellos perseguidos, víctimas de crueles injusti cias, y salían a la defensa de sus vidas con el instrum ento de su propio coraje, porque estaban persuadidos de que les sería nega do el apoyo de la justicia. Para subsistir dedicábanse a la cuatrería y esto acentuaba sus diferencias con la ley, confiaba su supervi vencia a la energía de sus acciones y m agnificaba, hasta la leyen da, el valor personal. El poeta Salinas hasta donde le había sido posible, tenía ante sí, decorándolos a su antojo, las figuras de los más renom brados bandoleros de com ienzos del siglo: José del Carm en Tejeiro, arrogante y poderoso com o un dios olímpico; A ntonio Jesús Ariza, terrible y sanguinario bajo el impulso de una voluntad indom able; el sargento Serafín Díaz, cuya diabólica presencia
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hacía tem blar; y avanzando en nuestro tiem po, el trem endo Angel M aría C olm enares, cuya audacia estuvo a punto de co b ra r una victoria suprem a sobre la m uerte. La Provincia de Vélez se vio sujeta al arbitrio de estos hom bres y los cam inos se obstruyeron con los residuos de las patrullas oficiales em peñadas en u n a persecución grotesca e infecunda. El pueblo los am aba, los tem ía o los auxiliaba; les ofrecía el am paro y el refugio de sus cabañas y les ayudaba a eludir la persecución que sólo se aplacó cuando la m uerte descendió sobre sus jefes hasta entonces invulnerables, que ejercieron su heroísm o fuera de la ley y, luego, elevaron su recuerdo sobre el pedestal de sus hazañas. : E sta circunstancia, unida a los efectos que lo ligaban a la fam ilia, explican, tal vez, su apasionada adm iración p o r Efraín G onzález, a quien conoció siendo un niño y quien según asegura ba, era en estos tiem pos carentes de heroísm o, el único que sintetizaba las m ás auténticas virtudes de su raza y perpetuaba, en el tiem po y el espacio, la ciega religión del coraje.
CINCO MIL Y MAS AZOTES (Las rom ánticas vidas de José del Carmen Tejeiro y Antonio Jesús A riza)
"Concluida la Guerra de los M il Días — dijo el poeta Virgilio Salinas— , en la Provincia de Vélez se desató un bandolerismo tan espantoso que esto parecía la Cueva de A líB a b á o un reducto de la Italia renacentista. Pero muchos de ellos no son dignos de mención. Eran meros asesinos o cuatreros y yo para ellos no tengo memoria. No valen la pena. Yo voy a hablarle de hombres como José del Carmen Tejeiro y Antonio Jesús Ariza, quienes a lo largo de su azarosa existencia fueron capaces de suscribir actos de valor, hom bres que, como dice Borges, obedecían a la ciega religión del coraje. Para m í eso es lo principal, sean del color que sean. Ya le dije que soy conservador y como tal he sido godo raso y hasta chulavita, en el peor de los casos. Es una fatalidad. A l cabo de los años lo he comprendido. Pero el hecho de ser conservador no me impide ver claro donde se encuentra el valor y ni reconocerlo en su fo rm a prístina. Con este preámbulo, sobre el cual quiero que usted haga hincapié más de una vez, vamos a entrar en materia, siguiendo a O sorio Lizarazo, pues desde que ocurrieron los episodios han trans currido m ás de cincuenta años y la memoria, por fiel, tiende a olvidar los detalles. Cuando sea del caso, haré las correcciones necesarias. Ya le he dicho que Osorio Lizarazo, cegado por la pasión liberal, le dio un giro sectario a estas biografías. Manos, pues, a la obra”.
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Según el poeta Salinas, el m ayor Ignacio Cuevas fue uno de los jefes conservadores, “tal vez el más sectario y sanguinario" de la contienda que comandó en esta parte del país el general Aristides Castañeda. Poco después de la guerra, se estableció en cercanías de Güepsa, en las márgenes del río Suárez, donde explotaba u n a próspera hacienda que le tocó en repartim iento. {“¿Sabía usted que los vencedores ejercieron sobre los vencidos un bárbaro despojo y el premio a la victoria fu e en tierra? Eso no está en los libros, ¿verdad?"). Y por esta causa, el m ayor vivía con el alm a en vilo. Según rumores que todos los días llegaban hasta su casa, había gentes, más concretam ente, revolucionarios liberales interesados en cobrarle los castigos que éste había infligido, con extrem a crueldad, a los prisioneros y po r la gran cantidad de tropelías que cometió a lo largo y a lo ancho de la Provincia de Vélez. Los rum ores no eran infundados. A m ediados de enero de 1903, una partida de hábiles cuatreros penetró en sus dom inios, incendió su casa, arrasó las sementeras y se llevó buena parte de sus más preciados y valiosos semovientes, sobre todo ganado y caballos, que el m ayor poseía en abundancia. L a noticia cayó como un baldado dé agua fría entre los conservadores “que lo teníamos por nuestro jefe indiscutible" y fue recibida con alborozo en el lado liberal. “Esos condenados hicieron fiesta, echaron vola dores y llenaron las chicherías para celebrar la hazaña", dijo el poeta, no sin resentimiento. “Pero el gobierno que era conservador —agregó— no abandonó a su suerte al mayor Cuevas que había sido uno de los más eficaces agentes en la contención del movimiento revolucionario de Santander". Y desde la capital de la R epública se enviaron patrullas e investigadores especiales para esclarecer los hechos y hacer justicia. ■ Buena parte de los sospechosos fueron aprehendidos, m enos José del Carm en Tejeiro {"hijo de don M anuel Tejeiro y misiá Manuela Cadena, que, a m í me consta, eran personas honradas y pasaban por ser de las mejores fam iliares de Vélez") y a quien el m ayor Cuevas inculpaba de haber figurado entre los asaltantes. “E l día del asalto estuvo merodeando por la finca — afirm aba el m ayor Cuevas— . Lo vi ocultándose detrás de los árboles, q la orilla del río, m ientras miraba hacia la casa. Era el espía de los incendiqrios". Pero esto no era verdad, según el poeta Virgilio Salinas.
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“José del Carmen, a quien yo conocí desde niño, era por ese entonces un adolescente, tendría diecisiete años, pero ya había adquirido reputación de pendenciero, bebía aguardiente, jugaba a los dados y criaba gallos de pelea. Poseía caballo y revólver, nada extaño por aquí, y dicen, a mí no me consta, que ya conocía la dicha masculina de tumbar mujeres en el pasto. Y eso„ según después se esclareció, era lo que andaba haciendo ese día. El mismo me contó que esa tarde tenía cita con Ana Francisca, una indiecita que trabajaba en lafinca del mayor Cuevas y esa fue la causa de que andara rondando por allí”. Pero no hubo poder humano capaz de disuadir al mayor y una patrulla de captura, presionada por éste, se presentó en la casa de don Manuel Tejeiro para detener a José del Carmen. “ Dése preso —le dijo el capitán Luis Bernal, quien comandaba la patrulla—,., tenemos todas las evidencias de que usted es un asaltante” . José del Carmen, que en ese momento le daba de comer a unos gallos, reviró. “ Soy inocente, capitán —dijo—. Es verdad que ese día yó estuve por allí, pero detrás’de una mujer, no de las propiedades ajenas” . De hada valieron las explicaciones y como el capitán Bernal insistiera en detenerlo, José del Carmen rogó: “Un mo mento, me despido de mi madre” . Y mientras don Manuel, su padre, insistía en que era una equivocación y una arbitrariedad la que estaban cometiendo, José del Carmen escapó por el solar de la casa. "Se formó una turbamulta de mil demonios —dice el poeta—. Había ese día no menos de cien liberales que protestaban y otros tantos conservadores, amigos del mayor, que pedían a voz en cuello a la policía que hicieran algo, lo persiguieran, lo detuvieran, cualquier cosa. Pero la policía estaba como alelada, los civiles se fueron a las manos, hubo choques violentos, disparos, una confusión espantosa, casi una asonada. De manera que la patrulla, desespera da, disparó a la multitud y no menos de diez personas cayeron mortalmente heridas”. Pero José del Carmen Tejeiro huyó, se lanzó a campo traviesa sobre las colinas y los valles de Vélez, que después sería el teatro de sus hazañas, y se convirtió de un momento a otro, para las autoridades y los conservadores, en un prófugo, un bandido, un hombre fuera de la ley. En los días siguientes, patrullas armadas al mando del capi tán Bernal inspeccionaron todos los sitios de Vélez. Pero las pesquisas resultaron infructuosas. Antes, por el contrario, susci-
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taro n la anim adversión de centenares de liberales que se creían ofendidos, m altratados y despojados de algunos de sus bienes p o r las tropas oficiales.,.. "Esto fu e verdad— dice el poeta Salinas— . Muchos de los policías y soldados, más que una simple captura, se creyeron con derecho, al despojo, como en los días de la guerra y, a m i modo de ver, se les fu e la mano. En eso tenían mucha razón los liberales’’. Entonces, tam bién p o r iniciativa del mayor. Cuevas,, se solicitó a los alcaldes y jefes de policía de los m unicipios vecinos (G üepsa, Bolívar, G uavatá, Cite, inclusive de San José de Pare, al otro lado del río Suárez) que se controlaran todos los cam inos y se les entregó a cada uno de ellos las señas particulares del prófugo. Pero com o, pasado algún tiem po, estas medidas; tam poco dieran resultados, el m ayor Cuevas indignado se dirigió a j o s poderes centrales en un telegram a que a la letra decía: " Seguridad ciudadanos exige inmediata captura bandolero hállase prófugo, impune, estos contornos, Indispensable: envío refuerzos’’. Ofen dido, no sólo p o r el telegram a que lo dejaba m al p a ra d o ante sus superiores, sino porque el m ayor Cuevas lo consideraba un inepto ^públicam ente, el capitán Bem al, en un rapto de cólera, apresó a don M anuel Tejeiro y a su esposa doña M anuela C adena. "Este hecho¡-suscito de nuevo las protestas liberales, mucho m ás cuando se supo que el capitán no solamente los había encerrado en uña celda sino que los había tratado mal. L as cosas se pusieron color de h o m ig a y en todos nosotros quedó la impresión de que esto iba para largo y nos encontrábamos de nuevo al bordé de la guerra”.: Llegaron cincuenta refuerzos que se pusieron a órdenes del capitán B em al. Pero ni aú n así, se logró la c ap tu ra de Tejeiro. Este se h abía evaporado, envuelto én la leyenda que ya com enza ba a surgir en to m o suyo. '
Tres meses después de la fuga de Tejeiro y en m om entos en que su persecución se en contraba estancada, u n jinete se detuvo frente a la alcaldía de Vélez, ciudad que continuaba, no obstante, m ilitarizada com o en los días de la guerra. “ Traigo u n a carta p ara el capitán Bernal — dijo el extraño sin bajarse de la m ontura— . Es urgente” . U n policía que se encontraba allí eñ ésé m óm entov la recibió siq_percatarse de quien se tra tab a y se la entregó segundos
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después al capitán que estaba en el interior del edificio. El capitán la recibió de m ala gana y Se dem oró en leerla, no p o rq u e 'n o quisiera sino porque era sem ianalfabeta y sólo al cabo de un tiem po, cuando la pudo descifrar, se dio cuenta que era u n a carta de Tejeiro. D io órdenes de detener al m ensajero, quien, suponía, era el bandido, pero cuando la policía fue, p o r él, este yá había escapado. La carta decía: " Capitán Luis Berna!. Vélez. Usted ha sometido a injustos martirios a mis padres. Ha cometido toda clase de atropellos contra su respetabilidad. M e persigue injustamente, porque yo no soy responsable del asalto a la hacienda del mayor Cuevas. Pues bien: me lo pagará todo a su hora. José del Carmen Tejeiro”. P o r lo m enos cien policías, o tra vez al m ando del capitán Bernal, salieron de inm ediato tras las huellas de Tejeiro. Ü n poco más adelante, en las afueras del pueblo, se dividieron. U nos tom aron la ruta de G üepsa y otros, los que com andaba el propio capitán, se encam inaron hacia G uavatá. Al atardecer, fatigados po r la inútil búsqueda, la tro p a que dirigía el capitán se detuvo para descansar, antes de em prender el regreso a Vélez. N o habían transcurrido cinco m inutos cuando el capitán que se había ap ar tid o un poco bajo la arboleda, oyó que alguien decía a su oído: “ N o se m ueva porque disp aro ” . E ra José del C arm en Tejeiro quien lo encañonaba con un revólver. “ Siga adelante” le ordenó Tejeiro al capitán. Este, sum iso y con las m anos arriba, obedeció la orden. C am inaron, apartándose de la tro p a, más de un kilóm e tro. Súbitam ente, el capitán cayó de rodillas e im ploró: “N o me m ate” . T ejeiro, sonriente, le dijo: “ ¿D ónde está su valor capitán? ¿Es usted el mism o valiente que ultrajó a mis padres?” . “Perdón — im ploró el capitán— . Yo.no he hecho sino cum plir órdenes. Yo no soy su enemigo, créam e” . Sin responder, Tejeiro le desgarró la blusa militar.' “ Lo voy a azotar con este m anatí —dijo— . Es el rem edió qué apíico a los cobardes” . Y descargó la fusta sobré lá espalda del capitán, com o un energúm eno..C uando hubo term i nado le dijo: “ A hora firme aquí y, por lo p ro n to , quedarem os en paz. C uando lo vuelva a ver lo m ataré” . El flagelador sacó de su cartera papel y lápiz y le pidió a su víctim a que firm ara. El papel decía: ‘‘Recibí de José M anuel Tejeiro cincuenta azotes en pago de mi persecución contra él". Y la firm a: capitán Luis Bernal.
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La noticia de la vapulación del capitán B em al que Tejeiro hizo circular en copias y en form a oral, engrandeció la figura del bandido y pu so en ridículo la im agen del m ilitar que debió desaparecer de la población víctim a del escarnio público. M as la brutal venganza exasperó la iracundia oficial y se redoblaron los esfuerzos p a ra su captura. F ue nom brado un alcalde m ilitar, se intensificó la vigilancia en los cam inos y, p o r supuesto, aum entó la represión contra los cam pesinos liberales quienes, al decir de los m ilitares, daban protección al bandido. N o estaban errados. •Estos, en el fondo, pensaban que Tejeiro se había convertido en un sím bolo de rebelión co n tra el sistem a y com o las injusticias cundían p o r doquier, le daban am paro en sus casas y repartían con él y la gente que lo siguió a la m ontaña los productos que cultivaban y los víveres que traían del pueblo. N o era que Tejeiro se m antuviera oculto del todo. M uchas personas lo vieron en los cam inos y en las casas de sus amigos presenciando riñas de gallos, tom ando aguardiente y com partien do la vida hum ilde de las gentes de los contornos. Su osadía llegó hásta el p u n to de presentarse en la casa de sus padres, en Vélez, a plena luz del día. Y m uchas veces allí, escuchando las súplicas-de su padre p a ra que se m antuviera limpio de una nueva inculpación judicial, llegaron a concebir la idea de que se asilara en alguna parte, en Venezuela p o r ejemplo. Pero José del C arm en se iba y con él to d a esperanza de concretar esta idea. Idea que, p o r o tra parte, sus am igos no com partían ya que Tejeiro se había converti do en el látigo que m ancillaba las espaldas d e los verdugos, era la voz de los que no podían gritar y el sím bolo de la angustia colectiva. . Pero a la par que crecía su prestigio, tam bién iba en aum ento su desprestigio. T odos los robos, los asaltos, los atracos que se com etían en la Provincia le eran achacados a él o a A ntonio Jesús Ariza.
¿Quién era Ariza? Un adolescente, dos o tres años m enor qué Tejeiro. N atu ral de Puente N acional, tenía apenas doce años cuando su herm ano m ayor lo m andó a un p u n to llam ado G uaca m ayo, en jurisdicción de ese m unicipio, p ara reclam ar u n a esco-
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peta que aquel le había prestado a Aquileo Ardila, un rico hacen dado de esos contornos que en ese momento se hallaba acompañado por una partida de trabajadores a su servicio. Pero Ardila se negó a devolver el arma usando, además, términ.os soeces contra Antonio Jesús y su familia. Dicen que el muchacho, indignado, le replicó cón insolencia y Ardila, que andaba a caba llo, le propinó un latigazo. Fue el comienzo del fin. Ariza contra atacó de palabra y de hecho y, entonces, los hombres de Ardila se abalanzaron contra él, machete en mano. Antonio Jesús trató, primeramente, de resistir y luego se echó a correr por un platanal: Y no paró porque los hombres de Ardila, azuzados por éste para que lo agarraran y lo flagelaran, se precipitaron en su seguimien to. Le dieron alcance, pero mientras lo maltrataban con crueldad inaudita (uno de ellos le golpeó la cabeza con un machete), el muchacho se defendía a mordiscos y puntapiés. Viendo Ardila que sus hombres estaban a punto de ser burlados por Ariza, echó pie a tierra y se abalanzó sobre él. Mas Ariza, en un arranque de nuevo valor, le arrebató el arma que Ardila llevaba celosamente en una funda sobre su glúteo derecho. Cayó al suelo, impelido por la fuerza de Ardila, y súbitamente, con el dedo en el gatillo, disparó. Ardila rodó también por el suelo mortalmente herido. La trifulca no paró ahí. Mientras dos o tres trabajadores atendían a su patrón agonizante, los otros intensificaron su ímpetu para dominar al atrevido impúber que era ya un homicida. Pero Ariza disparó de nuevo el revólver y otro más rodó por el suelo. La gritería y los disparos llamaron la atención de las gentes de los alrededores y de un momento a otro Ariza tenía frente a sí, por lo menos, treinta hombres. Con la agilidad de un felino, Ariza los eludía tras el tronco de un plátano, apuntando su arma en todas direcciones.. La sangre le chorreaba por la cara y el cuello, pero no se rendía. Le quedaban tres o cuatro balas en el revólver. Enton ces, viendo que la situación era insostenible a la larga, se echó a correr de nuevo y no paró sino muchos minutos después en la plaza de su pueblo natal. Ariza fue detenido y luego entregado a sus padres, pues en esa época la ley no preveía qué se podía hacer con un niño en situación semejante. Durante un tiempo trabajó al lado de su padre; Ignacio Ariza, apodado “El Chamizo”, rodea do de un aureola de valiente contra el cual era inútil toda tentati va de vencerlo. Eso lo hizo arrogante e invulnerable. Pero tam bién despiadado. Antes de llegar a la mayoría de edad, en un
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nuevo lance, A ntonio Jesús tuvo que m ostrar una vez más el cruento coraje de los doce años y éste episodio lo convirtió en un hom bre fuera de la ley, en un prófugo semejante, salvadas las distancias, a José del Carm en Tejeiro. ‘‘Conviene, desde ya, hacer una advertencia sobre estos dos jóvenes bandidos— dijo en su m om ento el poeta Salinas— .Tejeiro robó pero no era ladrón. Ariza mató pero no era un asesino. El primero se vio compelido a robar para sobrevivir puesto que rio. podía trabajar. Ariza mató pero en legítima defensa. Es fa m a que en todos los altercados de su vida, fu e el último en sacar el revólver. Volveremos sobre él porque hay un momento en que la vida de estos dos hombres se entrecruza y se ahonda”.
O tros m uchos hom bres llevaban una vida semejante. El ban dolerism o llegó á su tope m áxim o. Se m ultiplicaron los asaltos y los robos de valiosos semovientes en las haciendas de los conser vadores y, en estas condiciones, surgió la necesidad de precipitar la cap tu ra de los delincuentes. El gobierno no podía quedar burlado ni desam parar a sus copartidarios. Si bien era cierto que varios de los jefes m ilitares de la m ayor graduación, todos ellos excom batientes de la guerra, habían fracasado en la lucha, era necesario p o n er fin al despojo, así fuera a sangre y fuego y exponiendo la vida a cada paso. L os militares que se adiestraban p a ra el caso tenían órdenes de batirse com o en la revolución: urdir estrategias, com binar planes de cam paña y constituir un Estado M ayor y su jerarq u ía, adiestrarse para la guerrilla. H a sta que al fin, al cabo de largas consultas, de solicitudes de auxilios y de im portantes conferencias, el M inisterio de la G u erra com isionó al general Flavio Pinzón p ara com andar la caza interm inable. P or lo m enos doscientos hom bres an d ab an bajo sus órdenes p o r veredas y senderos, bajó la selva y a lo largó de las corrientes fluviales; Los hacendados cuyas propiedades habían sido saqueadas, contri buían con hom bres, con auxilios, con delaciones a la gran aventu ra. Pero Tejeiro y A riza tenían sus leales entre los labriegos, a quienes protegían pródigam ente. H ab íán reclutado sus com pin ches entre gentes de valor indóm ito que los seguían com o rebaño fiel. ' ■ •• '
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El general Pinzón patrulló como ninguno la región. No dejó nada sin escudriñar: las colinas, los valles, las hondo nadas, los bosques, los sembrados, los ranchos y los trapiches. Ni rastros de Tejeiro. Ni rastros de Ariza. Una tarde dispersó a sus hombres, guiado, por las señas de un hacendado que le había comunicado el sitio donde podría encontrar a Tejeiro, pero como pasaran muchas horas y sus hombres no regresaban se tendió a descansar. Al rato, dominado por el sueño, se echó un periódico sobre la cara para evitar las picaduras de los insectos que rem olinaban a su alrededor, y se quedó dormido. Los arreos militares descansaban a su lado, pero el revólver pendía aún de la cintura, en sitio propicio para la ligereza de la mano habituada al disparo rápido y preciso. Al cabo de tiempo, despertó sobresalta do por las picaduras de los bichos y el ruido de sus hombres que ya comenzaban a regresar después de una búsqueda, al parecer, infructuosa. Entonces, recordó el periódico con que se había tapado la cara pero no lo encontró por parte alguna. Se dijo que la cosa no tenía importancia. Se lo habría llevado el viento. Des preocupado, salió al paso de sus hombres. Los informes de estos eran desalentadores. “Requisamos to dos los ranchos, las piedras, las cuevas, los árboles. Pero no encontramos al reo, mi general —dijo un suboficial—. Escasa mente tom am os prisioneros a dos indios, al parecer, amigos suyos que dicen haberlo visto hoy mismo. Pero nada más, mi general” . El oficial, encolerizado, pidió, que trajeran a su presencia a los dos cautivos. Eran, realmente, unos pobres desharrapados. “¿Dónde está Tejeiro, bandidos?” , preguntó el general. “ No sabemos, señor. El pasa por aquí de vez en cuando, pero no nos atrevemos a decirle nada por tem or a que nos mate, señor. Somos campesinos honrados” . “¿Es verdad que hoy lo vieron?” . Uno de ellos, con la voz agrietada, respondió: “ Sí, mi general. Hoy lo vimos cruzar por el camino real. Pero nos escondimos por temor a que nos hiciera daño” . “ ¿Y qué camino tomó ese bellaco?” , preguntó de nuevo el general. “ No sabemos, señor —dijo su compañero— , simplemente lo vimos cruzar por el camino real” . El general, indignado, ordenó que azotaran a los campesinos. Y ya se iba a ejecutar la orden cuando apareció, por el sendero, corriendo un hombre. Venía jadeando, con el fusil en bandolera y la cara llena de terror. “ ¡Mi general —exclamó—! ¡Allí está Tejeiro!” . El general miró en esa dirección. “ ¿Dónde imbécil?” . “ Allí” —seña-
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ló el soldado aún jadeante— . Me había quedado algunos pasos atrás de mis com pañeros, cuando me dijeron: “ A lto” . Y era él, mi general. M e ap u n tó con un revólver. Entonces me dijo: “ Ni una p alab ra porque lo m ato ” . Y tuve que obedecer. El general no salía de su estupor. “ Después me dio este periódico* mi general” —agregó el soldado— Me dijo: “ Entregúeselo personalm ente al general Pinzón de parte de José del C arm en T ejeiro” . Y luego: “ A hora váyase” . Yo tenía m ucho m iedo, mi general, lo confieso. Y me vine co rriendo” . El general, acom etido p or la iracundia, recibió el periódico y ordenó: “ Diez latigazos a ése m iserable por cobarde” . El alto oficial observó el periódico y vio que era el mism o con que se había cubierto la cabeza. Entonces vio algo escrito de puño y letra en un borde y leyó: “Este es el periódico con que tenía tapada la cara cuando se quedó dormido, como lo ve. Pero yo no soy un asesino. Le tengo, sin embargo, su cuenta abierta. Algún día me la pagará. Suelte a los hombres que tiene presos, porque ellos no saben nada ni tienen que ver conmigo. S i se los lleva, general, y o los libertaré. Y su cuenta conmigo crecerá notablemente”. José del Carmen Tejeiro. H um illado, vencido por la audacia del prófugo, el general Pinzón em prendió el regreso a Vélez. Pero antes de hacerlo pasó revista a sus hom bres y se dio cuenta que faltaban diez. “ ¿Qué se hicieron?” — preguntó a un suboficial. “ N o sabem os, mi general. Son los que se fueron a inspeccionar las orillas del río. Puede que traigan al b a n d id o ” . La tro p a se puso en m ovim iento, pero no habían an dado m ucho cuando alguien gritó atrás: “ A hí viene la patrulla, mi general” . El general Pinzón se dio vuelta y vio un espectáculo insólito. Los diez hom bres venían desnudos. “ ¿Qué pasó?” , —preguntó el general. U no de ellos, acosado p o r la vergüenza, relató el suceso. Buscaban a Tejeiro en la orilla del río, tal com o se les había ordenado, pero el calor ap retab a y decidie ron bañarse. Al cabo de un rato , cuando salieron, no encontraron la ropa ni los fusiles. Sólo una esquela que decía: “Los he podido matar, pero quiero una vez m ás demostrar que no soy un asesino. M e lle v o la ropa y los fusiles porque me hacen falía^ Gracias. José del Carmen Tejeiro”.
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Se ruborizaron las mejillas del general. No por la desnudezde sus hombres sino por el miedo, la vergüenza de sí mismo. Y para hacer menos visible la vergüenza, ordenó a la tropa que le presta ra ropa a los desnudos. Sólo así emprendieron el regreso a Vélez. Pero antes de entrar en la población ordenó, como se lo había pedido Tejeiro, libertar a los prisioneros. Tuvo la impresión, entonces, de que una cola le salía por entre las piernas. "Ahora, dígame usted —anotó el poeta Salinas— . ¿No es esto prueba del más refinado valor e hidalguía?".
Estos hechos no demoraron en conocerse y el general Flavio Pinzón fue relevado de su cargo. La cuatreña aumentó hasta lími tes insoportables. Sólo eran inmunes los bienes y las personas que fueran amigas de los dos bandidos o aquellos que les hubieran prestado algún servicio. De modo que su captura o su muerte se convirtieron en cuestiones de orden público. La gobernación de Santander, con el apoyo del poder central, estableció un premio de dos mil pesos para quien presentara sus cabezas, estuviesen estas sobre los hombros o separadas de sus cuerpos o para quienes entregaran a los bandidos atados de pies y manos a la justicia de Vélez o de los pueblos vecinos de Santander y Boyacá, por cuyos territorios merodeaban con ostentosa osadía. Y debido a esto se estableció, como en los días de la guerra, un pasaporte militar para transitar por un vasto territorio de estos dos departamentos. De Ariza volvió a tenerse conocimiento en un lugar denomi nado Puerto Cuba, en inmediaciones de Chiquinquirá. Tenía en aquel lugar su residencia Paulino González, alcalde de La Flori da, y en ella una hija muy bella llamada Silvia. Antonio Jesús viajaba con frecuencia de Puente Nacional a Chiquinquirá, a causa de los negocios de su familia en los primeros tiempos, y después por los. propios, y en una de esas ocasiones tuvo la oportunidad de conocer a la hija de Paulino. Su fogoso corazón de adolescente ardió de pasión por ella como en las novelas románticas. Entonces, según dicen, hizo más frecuentes sus via jes, celebró negocios con González y buscó la manera de entrar en
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relaciones con Silvia quien le correspondió desde el prim er m o m ento. Pero el destino le tenía reservada una terrible sorpresa. D io la casualidad de que un día que Paulino G onzález viajaba entre La F lorida, donde atendía los asuntos propios de su cargo, y Puerto C uba donde estaba su residencia, se topó con A ntonio Jesús Ariza y ju n to s siguieron po r un buen trecho. N o se sabe qué conversaban, pero iban anim ados, despreocupados, a la vista de los innum erables transeúntes que se m ovilizaban en uno u otro sentido. Lo cierto es que m ucha gente los vio en com pañía, según después atestiguaron. Iban a buen paso porque Paulino G onzález tenía horas después una cita urgente en C hiquinquirá y quería llegar tem prano a su casa para cam biarse de ropa y ver a su familia. ( “ Después se supo que Paulino González, lo mismo que la mayoría de las autoridades de aquellos contornos, tenía numerosos enemigos a causa del m al trato que daba a la gente; especialmente a los liberales, y que un grupo de antiguas víctimas del alcalde sé había propuesto aprovechar la coyuntura de aquel viaje por tan tortuosos caminos para cobrarse una venganza. Por esa razón, un grupo bastante numeroso de jinetes venían siguiéndolo desde hacia varios minutos. Y estaban, sin duda, a punto de ejecutar su venganza cuando el alcalde se encontró con Ariza, quien también iba a Chi quinquirá, lo cual obligó a los asesinos a retardar la ejecución de sus propósitos”). La suerte quiso que am bos llegaran a la casa de Paulino donde desm ontaron p a ra que la bestia de A riza descansara un poco y p a ra to m ar un refrigerio que este le ofreció. Al poco rato , G onzá lez que deseaba llegar tem prano a C hiquinquirá, siguió su cam ino sin esperar a su eventual com pañero de cam ino que prefirió quedarse unos m inutos m ás: charlando con Silvia. N o habían transcurrido dos m inutos cuando los dos jóvenes oyeron una descarga. C on u n negro presentim iento en la cabeza corrió Ariza hacia donde se oyeron los disparos, revólver en m ano, y cuando llegó vio a Paulino G onzález tirad o en el piso cubierto p o r su p ropia sangre. C om o este era un cam inó bastante transitado no dem oró en hacerse un corrillo alrededor del m uerto. Al ver á A riza con el revólver en la m ano supusieron que era eí au to r del delito. Le intim aron prisión y lo ultrajaron de m anera brusca. De n a d a valieron las protestas de este porque no faltó quién los hubiera visto p o r la ru ta m inutos antes y porque no faltó quién se
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acordara de la m uerte de A quileo Ardila. Lo cierto es que p o r lo m enos diez hom bres se abalanzaron sobre A riza sin dar tiem po p ara que aclarara la situación, ni interviniera la propia Silvia, hija del alcalde asesinado, y con cuchillos, m achetes y garrotes tra ta ron de capturarlo para entregarlo a la justicia. Ariza con el revólver en la m ano les gritaba que era inocente y que entregarse era caer en m anos de una justicia inclemente, que no tenía com pasión con los liberales. Pero los hom bres estrecharon el cerco p a ra im pedir que escapara. U no de ellos tom ó una bestia y corrió a C hiquinquirá p ara avisar a la policía. Y com o la situación se to m a b a cada vez m ás aprem iante p a ra A riza este resolvió hacer un tiro al aire y bajó enseguida el arm a apuntando decidido. Los hom bres, frente a la decisión de Ariza, se retiraron un poco y este pudo refugiarse de nuevo en la casa de Paulino G onzález donde reina ba la confusión y el llanto. A pertrechado en la casa, los hom bres que intentaban detener lo am enguaron sus ánim os. Pero Ariza no intentó huir. Revólver en m ano se m ovía en el interior de la vivienda esperando la ocasión de convencerlos de su error. Pero al cabo de algunos m inutos, escuchó un tropel en el cam ino frente a la casa. E ran p o r lo m enos cuarenta policías que venían p o r el asesino de P aulino G onzález. —¿D ónde está Ariza? —preguntó el hom bre que com andaba la patrulla, un m ayor tam bién de apellido Ariza. — ¡Aquí estoy! — ¡Entréguese! — N o me entrego porque soy inocente y la justicia conserva dora no tendrá com pasión de mí. — ¡Entréguese! — repitió el m ayor. —N o me tendrán vivo! El que de un paso dentro de la casa es hom bre m uerto. Y así fue. El m ayor ordenó tom arse la casa y de inm ediato tres policías cayeron m uertos. Enfurecido, el m ayor ordenó que se lanzaran todos a la casa de Ariza. Este volvió a disparar y otros dos hom bres cayeron a l piso m uertos. A riza se replegó hacia el
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solar de la casa y p o r allí se lanzó al río Suárez que hacía un am plio rem anso en aquel lugar. La policía sé precipitó en su seguim iento, p ero A riza que era buen nadador, a ta jó la violenta persecución disparando desde el agua. A lguno que o tro tiro le fallaba, pero al cabo de varias horas de intensa persecución, que se prolongó d u ran te unos cinco kilóm etros, p o r lo m enos doce cadáveres quedaron tendidos sobre la arena de aquellos playones y otros tantos heridos dieron testim onio de su energía, de su destreza y de la cuantía de su coraje. A riza salió del río a la orilla opuesta, anduvo durante largo tiem po hasta M oniquirá, donde consiguió una m ontura y en ella regresó a Puente N acional. “ Y desde entonces se dijo que Ariza era invencible en el agua, en la tierra y en el aire” , anotó el poeta Virgilio Salinas.
L a ruidosa hazaña de A riza, cuyos detalles fueron am plia m ente conocidos, despertó la adm iración de todo el m undo, pero le trajo funestas consecuencias. E n adelante, no sólo se le atribuyó el asesinato del alcalde Paulino G onzález, que dio m argen a la carnicería en las m árgenes del río Suárez, sino que com enzaron a acum ularse sobre él todos los delitos cuyo a u to r no podía ser hallado p o r la ineficacia invéstigadora del poder judicial. De m odo que se echó al m onte de nuevo, transitando p o r senderó^ ocultos, eludiendo la acción de la justicia y com batiendo cuando era necesario con la policía que andaba en una busca im placable acosándolo com o a u n a fiera salvaje. Fue precisam ente esta circunstancia la que le perm itió encontrarse en alguna ocasión con José del Carm en Téjéiro y este encuentro fue im portante para los dos porque de allí salió u n a idea que poco después pondrían en práctica. Lo cierto es que de p ronto dejó de hablarse de Ariza y de Tejeiro en esos contornos. Y circularon los más diversos rum ores sobre su desaparición. Se decía, p o r ejemplo, que A riza había sido cazado, que Tejeiro h ab ía perecido en riña con algunos de sus com pañeros de aventuras o que m alam ente heridos o inválidos se encontraban ocultos en un lugar de la m ontaña de donde nuncá volverían a salir. Pero en realidad, los dos se habían expatriado
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temporalmente con el objeto de eludir la persecución y emprender un negocio nuevo que podría darles jugoso dividendos: el contra bando de armas de Venezuela, para lo cual, antes de iniciarlo, reunieron todos los semovientes robados y los colocaron estraté gicamente a lo largo de los pueblos por donde debían pasar camino del exilio. Era un negocio nuevo y peligroso que consistía en el transporte de armas a lo largo de caminos vigilados celosa mente por esbirros de Juan Vicente Gómez, el anciano dictador de Venezuela, quien había ordenado una estricta vigilancia en las fronteras con Colombia. Con su ausencia retom ó la paz y la tranquilidad a Vélez y a los alrededores. Pero esta no duró mucho. Al cabo de dos meses Tejeiro rompió el negocio y se vino de Venezuela dejando a Ariza a la buena de Dios. Fue entonces cuando surgió en el ánim o de Ariza una obsesionante intención de venganza contra Tejeiro que andando el tiempo los dos habrían de saldar. No sólo porque lo había dejado abandonado en un país extraño, comprometido con deudas comunes, sino porque su súbita desaparición había des pertado el recelo de los contrabandistas de ese país que, creyéndo se víctimas de una traición, alertaron subrepticiamente a las autoridades que desataron una funesta persecución contra Ariza que echaba por el suelo todos sus planes. N o obstante, cinco meses más tarde Ariza emprendió el viaje de regreso. Traía consigo cien revólveres, cincuenta carabinas, veinte pistolas y un variado surtido de puñales, machetes y abun dante pertrecho para hacer frente a un ejército. Para eludir la aduana Ariza buscó un lugar desguarnecido de la'frontera no obstante lo cual fue sorprendido por una patrulla de veinte hom bres que, como es natural, iban tras el valioso botín que constituía no solamente üri fraude a las rentas, sino una violación de los tratados internacionales. Inicialmente Ariza trató de sobornar los, pero como esto no fuera posible, decidió enfrentarlos. Se lanzó impetuosamente contra los funcionarios y les presentó combate, guarecido tras unas rocas en donde se habían refugiado también los cuatro hombres que había contratado para guiar los animales de carga que portaban el valioso equipaje. El tiroteo duró varias horas, pero Ariza salió indemne. Al final del combate, los cuerpos de los aduaneros yacían en el suelo. El núm ero de víctimas ascendía ¿ veinte y de los bandidos sólo pereció uno. Con
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el cam ino libre p o r delante, A riza enriqueció su b o tín con las arm as de los m uertos y penetró en tierra colom biana donde no volvió a tener contratiem pos. D ías después, de nuevo en Puente N acional, supo que aunque su ausencia había d u rad o casi un año, el gobierno no había abandonado la persecución y Tejeiro, su enemigo, a n d ab a p o r los lados de G uavatá flagelando m ilitares y acrecentando su fam a de hom bre invulnerable. L a fam a de este com bate llegó a oídos de J u a n Vicente G ó mez, en cuyo interior palpitaba un corazón de bandolero, y suscitó en él u n a reacción desconcertante aún p a ra sus m ás ínti mos allegados. En vez de poner la debida queja al gobierno colom biano p ara que se persiguiera a A riza p o r h ab er asesinado a varios de sus com patriotas y violado un tra tad o internacional, puso éri cam ino un em isario que llegó a Puente N acional trayéndole uri m ensaje y un regalo. C onsistía este en u n a carabina del más alto precio y de la m ás fina m arca con pavesés e incrustacio nes de oro que tenía grabada una leyenda: “De Juan Vicente Gómez a Antonio Jesús Ariza, en prueba de aprecio y admira ción”. "En la carta, escrita de su puño y letra, el d ictador de m ostraba su entusiasm o p o r la hazaña cum plida en la fro n tera y se refería a o tro s episodios de que había: tenido conocim iento durante la perm anencia de A riza en tierras de su im perio. A riza correspondió al obsequio enviándole uno de sus m ejores gallos de pelea, invicto cam peón en varias riñas. G óm ez acusó recibo del gallo y en adelante siguieron cruzándose una am istosa correspon dencia p o r m edio de la cual el dictador le proponía convertirlo en su guardaespaldas a cambio de una estupenda rem uneración. Pero A riza no aceptó el ofrecim iento aduciendo q u e le placía su exis tencia errante y libre, su lucha, el goce de sus victorias sobre la policía que, sabedora de su regreso, continuaba persiguiéndolo de m anera inclemente. Entonces, un episodio vino a trastro car su felicidad. U n día que Ariza andaba p o r el m onte, la policía cayó sobre su casa y se llevó la carabina que G óm ez le había regalado. Form uló entonces A riza las prom esas más firmes de verter cuanta, sangre fuera ncesaria para recuperar la carabina. Y era que el oficial que se la había sustraído era el que más em pecinadam ente había luchado hasta ahora contra él y contra Tejeiro. Se llam aba Ju an N. Sánchez, un veterano general de la G uerra de los Mil: Días, que había prom etido al gobierno entregarros a estosrnüér-
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tos o vivos. Entonces, empezó para Tejeiro y Ariza, la más denodada lucha a m uerte contra el ejército y la policía. Y la Provincia de Vélez se convirtió en un verdadero cam po de batalla.
E ra el general Ju a n Nemesio Sánchez un m ilitar de los más respetados no sólo p o r su rango sino p o r sus ejecutorias. En el transcurso de la guerra se había distinguido com o un hábil estra tega y a él se debía buena parte de la victoria de las huestes conservadoras en Santander. H acía varios años estaba retirado, com partiendo con su fam ilia las excelencias de u n a finca en cercanías de B ucaram anga, cuando el presidente de la R epública en persona le pidió que se pusiera al frente de la cruzada definitiva contra Tejeiro y Ariza, de lo contrario el gobierno se vería obliga do a reconocer su d errota frente a los bandidos. N o obstante la rigidez con que procedía, el general Sánchez tenía fam a de hom bre ecuánim e y sincero, razón p o r la cual du ran te la guerra llegó a tener m uy buenos amigos entre los liberales. D e esa época d a ta b a , precisam ente, su am istad con don M anuel Tejeiro, padre del bandido que ah o ra se veía obligado a com batir. D e m odo que con el pretexto de solicitar algunos informes de parte de don M anuel, él general Sánchez llegó hasta su casa. Evocaron, en el encuentro que don M anuel supo hacer efusivo, los días de la rem ota intim i dad. Pero al cabo de u n a conversación no p o r am istosa m enos dolorosa, el general declaró la crudeza de sus determ inaciones y la severidad de la com isión que se le había confiado. Pero don M anuel, interponiendo su vieja am istad con el general, le pidió una últim a o portunidad p a ra su hijo: “ Si el m uchacho pudiera irse lejos, p o r ejem plo a Venezuela, donde no lo persiguieran, donde volviera a em pezar una vida, seguro que al cabo del tiem po se convertiría en u n hom bre de bien. ¿No le parece general?” . “ Sería im posible, M anuel — dijo el general— Yo no puedo hacer me cóm plice” . “N o es com plicidad, general — insistió d o n M a nuel— E ntre los dos concebiríam os un plan que no lo perjudica ra a usted. Yo lo he m editado desde cuando supe que usted vendría a dirigir la cap tu ra o la m uerte de mi hijo” . En la m ente del general Sánchez em pezó a form arse un propósito m aligno. “ ¿Y cuál sería ese plan?” , preguntó. “ Convencer al m uchacho de que se refugie en Venezuela, prim ero que todo. Después fijarnos
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u n itinerario de m anera que sus hom bres no se den cuenta qiie se está propiciando u n a fuga. P a ra el efecto usted situaría a 'su s hom bres en lugares distintos a los señalados en la ru ta. ¿Qué le parece?” . El general no se com prom etió a nada, pero le m anifestó que lo pensaría. D ías m ás tard e el proyecto pareció cristalizarse en la cabeza del general. El plan fue aceptado y fijados los lugares que quedarían desguarnecidos p a ra que José del C arm en pudiera escapar. M ientras éste escapaba se fingiría buscarlo p o r otras partes. D e esta suerte el joven bandido p o d ría em prender el exilio que sería su regeneración. D o n M anuel se lo hizo saber a su hijo y este se escurrió h asta la casa de sus padres p a ra discutirlo. La discusión entre p ad re e hijo sería larga de n arra r. Se sabe que José del C arm en le puso de presente varias veces que se tra ta b a de una traición, pero p a ra no alargar la to rtu ra sicológica de su padre, José del C arm en aceptó y se lo hizo saber a sus amigos en los m ás rem otos confines de la m ontaña.
Llegó el día de la p a rtid a y un grupo de am igos acom pañó a José del C arm en en la iniciación de su éxodo. D u ra n te to d a la m añana y el día anterior, sus m ás íntim os cam aradas tra ta ro n de disuadirlo, pero fue im posible. Tejeiro había dado la p alab ra de h o n o r a su padre. D e m odo que em prendieron la m archa y adelante de C ite, Tejeiro quiso seguir solo. Se detuvo el cortejo. El lugar se p restab a p a ra la despedida com o u n a decoración teatral. E charon pie a tierra, se tendieron sobre el p rad o , a la som bra de los árboles, so n aro n las cuerdas tem pladas de los tiples, circuló el aguardiente y em pezaron a ta ra re a r coplas que hablab an del destierro, el valor, la añoranza de la p á tria chica. H o ra y m edia después, José del C arm en m ontó a caballo p ara continuar su cam ino, se acom odó en la silla, tom ó en la m ano el som brero, que batió sobre todas las cabezas entristecidas, y cantó: ‘‘Adiós porque ya me, voy pero no m e voy m uy lejos porque tengo que volver a ver m is rastrojos viejos...".
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JEn esas estaba cuando veinte disparos partieron de los árboles circundantes, subrayando la última vibración de su cantar. Solda dos y policías, luciendo uniformes azules y rojos, se lanzaron a la carrera sobre la banda sorprendida, con las bayonetas caladas. Cundió el desconcierto. José del Carmen no tuvo tiempo de organizar la defensa, sólo alcanzó a gritar: —¡Traición! —¡Huyan los que puedan! Clavó las espuelas en los ijares de su muía, pero al emprender la fuga, la bestia cayó herida por un balazo aprisionando con su cuerpo una pierna del jinete. La tropa se lanzó sobre él, disparan do a quemarropa sobre el corajudo montón de hombres acorrala dos, que trataban de escudar a su jefe. Pero todo fue inútil. Tejeiro los vio caer heridos o muertos y comprendió que sólo podía preservar la vida de algunos de ellos si se entregaba. Enton ces gritó, mientras procuraba, en vano, ponerse en pie: —¡Me entrego yo, José del Carmen Tejeiro! ¡No disparen a mi gente! Al escuchar la voz de su jefe, la cuadrilla alzó las manos en señal de rendición. Tejeiro fue entonces atado de pies y manos, después de haber sido abofeteado, pateado y azotado con un látigo. —¡Ya está bien, general! —dijo— Pero algún día le demostra ré cuán profunda es mi admiración por su lealtad. , Luego, cojeando, echó a andar conducido del cabestro como una bestia domada por los soldados enloquecidos con el triunfo. Y horas más tarde, el general Sánchez entró a Vélez conduciendo a Tejeiro aherrojado a su cabalgadura. Pero, contra lo que suponía el general, el pueblo no aplaudió, ni prorrumpió en exclamaciones de júbilo. Si se arremolinó a su paso fue solo para demostrar su simpatía al bandido que había sabido hacer mella a . la violencia oficial con su propia violencia personal y que repre sentaba, prácticamente, la protesta del partido liberal humillado desde la guerra. José del Carmen fue encerrado en un calabozo, asegurado por mía gran reja de hierro, al cual sólo tenía acceso el cárcelerp José Dolores Arce. Días después se abrió el expediente criminal pero éste se llevaba á cabo con una lentitud exasperante para el general Sánchez que no veía la hora de entregarlo a la
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justicia de San G il, donde había una cárcel m ucho m ás segura que la de Vélez. Pero los dam nificados p o r las tropelías del bandido se abstenían de h ablar, se fingían enferm os o se m archaban de la ciudad, po r tem or a que cuando este saliera libre se cob rara una venganza. Y, en esas condiciones, el expediente no m archaba com o era de esperarse, razón por la cual todo el m undo se dio cuenta que las inculpaciones de robo y de asesinato que se le atribuían eran pura invención de la gente y quedaba claro que se tratab a de un perseguido político más que de un crim inal.
O tro tan to ocurría con A riza, quien después de su aventura en Venezuela y la terca prom esa de recuperar su carabina, se había retirado al cam po p a ra llevar una vida tranquila de a gricultor; en cercanías de Puente N acional. Se había exiliado voluntariam ente en la finca de’su padre, pensando en que la captura de su ahora enemigo José del C arm en Tejeiro abriría un com pás de espera en su persecución. Pero A ntonio Jesús se equivocaba. Su nom bre no se había b o rrad o ni un solo m inuto de la cabeza de sus persegui dores. U n día recibió una citación del alcalde de Puente Nacional para que concurriera a su despacho, pero en la citación no sé m encionaba el m otivo. ¿Se tratab a de una tram pa p a ra capturarlo lo mismo que a Tejeiro? ¿Pretendían cobrarle en S antander la m atanza de Boyacá? N o, no era posible, se dijo. H abía transcurri do ya m ucho tiem po de esto y había quedado claro que fue en legítima defensa. Pero accedió a la citación p a ra que no se le tachará de cobarde. Pero esta vez no iría solo. C am inó del pueblo buscó a su gente y con diez de ellos, entre quienes estaba su herm ano M iguel, entró a Puente N acional. El alcalde se com pla ció en tenerlo frente a su escritorio durante un tiem po indefinido, m ientras le preguntaba trivialidades, sin aclarar el m otivo concre to de su citación. D e m odo que, al cabo de u n a larga espera, se encam inó a la puerta, pero los guardias dispersos alrededor del edificio le im pidieron el paso en form a violenta. Volvió a inquirir el m otivo de la citación y dijo que estaba dispuesto a responder sobre lo que fuera, pero el alcalde se obstinó de nuevo en tenerlo consigo guardando silencio. Al cabo de algunos m inutos, creyén dose burlado en su am or propio, se abrió paso a em pellones y salió a la plaza^ Entonces, desde su despacho, el alcalde ordenó
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que abrieran fuego sobre él. Así ocurrió. U n agente disparó sobre Ariza que se refugio detrás de un árbol y desde allí ordenó a sus hom bres que entraran en acción. M iguel, su herm ano, saltó a su lado y le entregó un revólver. Y m ientras se cruzaban los prim eros disparos, A ntonio Jesús com prendió que se le pretendía aplicar la ley fuga y ju n to con Miguel ganó un lugar adecuado p ara la defensa. Se replegaron, protegidos por los árboles, hacia la calle de "L a Cantarrana" que era (y es) algo así com o un hito en la historia de la población. ("P or allí entraron los Comuneros al mando de Berbeo, por allí los ejércitos que libraron singulares combates en la Guerra de los M il Días. ‘La Cantarrana’, callé de auténticas leyendas, de amor y de sangre, calle digna de un romance heroico"). Desde allí se defendían los herm anos Ariza. Pero, de pronto, Miguel fue alcanzado p o r el fuego. Entonces, A ntonio Jesús se lo echó al hom bro y andando hacia atrás, sin dejar de disparar, continuó la retirada, protegido p o r el resto de sus amigos que se habían replegado hacia la m itad de la cuadra. El com bate enardeció a los civiles. A los conservadores p o r solidari dad con el alcalde y la policía y a los liberales, que tra ta ro n de m antenerse neutrales p o r algunos m inutos, por la vileza del p ro cedim iento y entre todos se trabó el más intenso com bate de que se tenía noticia en esa población. Pero A ntonio Jesús, aprove chando el furor con que luchaban sus amigos, ganó la quebrada de Las Flores, en el extrem ó de la calle y en el punto en que esta se fundía con el cam ino real, sin ab an d o n ar p a ra n ad a a herm ano Miguel que perdía m ucha sangre. “ Me m uero, h e rm a n o —le dijo M iguel— ..D éjam e y escapa. Ya no tengo salvación” . A ntonio Jesús descargó, p o r unos instantes, el cuerpo de su herm ano detrás de un barranco p ara protegerlo, cargó de nuevo su arm a y se disponía a hacer frente hasta el final, cuando sintió el tropel de caballos y voces alentadoras. — ¡Téngase, A ntonio Jesús! Aquí estamos! E ra la cuadrilla. Lleno de júbilo, A ntonio Jesús, al frente de sus hom bres, inició un violento contraataque que llevó a sus enemigos hasta las puertas mismas de la alcaldía, donde se refu giaron, pero dejando el descam pado lleno de cadáveres. El alcal de escapó, mas no quiso perseguirlo porque la vida de su herm ano estaba de p o r medió. Y, después de hacerle algunas curaciones, y viendo que m om entáneam ente no se encontraba en peligró de
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m uerte, cargó con él cam ino de Vélez en busca de m édicos capa ces de salvarlo. Lo aco m pañaba la cuadrilla, dueña de su orgullo, m ientras el po d e r de la au to rid ad y de la ley yacía, sin vida, en la plaza y a lo largo de “La Cantarrana".
Pero en Vélez lo esperaba la gran sorpresa de su vida. A riza llegó confiado, en busca de un m édico p a ra su herm ano, creyendo que lo hacía prim ero que la noticia del trem endo com bate en Puente N acional. Pero no ocurría así. La noticia había circulado sobre la base firm e de un delito p ro b ad o y con ella la orden de detenerlo. E or eso, m inutos después de haber hablado con el m édico y cuando se disponía a p artir, se vio rodeado p o r un tropel que salía de las casas y las tiendas vecinas. N o tuvo tiem po de sacar su revólver, que lo hacía invencible, cuando se echaron sobre él y aunque se defendió a puños y m ordiscos, com o una bestia salvaje, fue conducido a la cárcel donde, irónicam ente, estaba preso su enemigo José del C arm en Tejeiro. E m pezó, com o en el caso de Tejeiro, a instruirse el proceso. Pero tam bién, com o en el caso de Tejeiro, éste m archaba m uy despacio y sin m ayores pruebas en su contra. N inguno de los hechos que se le im putaban podía ser com probado. D e m odo que aprovechando esta circunstancia, A riza que en épocas electorales había sido un valioso p un tal, p ro n to a cum plir las órdenes que se le im partieran, solicitó el auxilio de sus antiguos benefactores políticos p a ra que, m ediante u n a altísim a fianza, se le concediera la libertad condicional. C o n tó p a ra el efecto con el apoyo de u n habilidoso abogado que echó p o r tierra to d o s los cargos del proceso, alegando en to d o s los casos legítim a defensa. A riza salió de la cárcel, m ediante la fianza de don E duardo A riza, acaudala do ciudadano que aunque llevaba su m ism o apellido no era pariente del b an dido, con la condición dé presentarse regular m ente o cuando se lo citara. L a decisión judicial causó estupor entre los conservadores y alegría entre los liberales que creían, con este antecedente, lograr lo m ism o p a ra Tejeiro quien, inexpli cablem ente y aunque no se le h a b ía podido p ro b ar nad a, seguía en prisión. Prisión de la que tam bién iba a sacudirse T ejeiro p ero p o r m edios m enos expeditivos. "H ay en estos episodios una tremenda
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ironía —anotó el poeta Salinas—. Salió de la cárcel Ariza, un hombre que hasta ese momento debía, por lómenos, treinta muertos a la justicia de los hombres, no importaba que fuera en legítima defensa y quedaba adentro Tejeiro que hasta ese momento no había siquiera pellizcado a nadie. La verdad es que todo el mundo quedó estupefacto. Yo estaba en Vélez por esos días y seguí paso a paso todos los incidentes de los dos procesos y aunque han transcurrido más de cincuenta años, todavía me hago cruces. Pero la vida me habría de deparar la dicha de presenciar lo que poco después ocu rrió. Porque Tejeiro, tal vez poseído por un profundo sentimiento de injusticia, se fugó de la cárcel y propició la fuga de por lo menos veinte presidiarios, en su mayoría liberales”.
Libres los dos bandidos volvió a reinar la intranquilidad y la angustia, sobre todo para el general Sánchez quien tenía una cuenta pendiente con Tejeiro. Y, la verdad, es que no fue tarde cuando se satisfizo en parte. Mes y medio después de la espectacu lar fuga, el general, que iba de regreso a Vélez, tras una infecunda exploración en busca del bandido, se topó de manos a boca con Tejeiro y sus hombres. La banda rodeó la tropa en escasos segundos y les intimó rendición. “ No se entreguen, cobardes —gritó el general Sánchez— ¡Disparen!” . “No se desespere en balde, mi general —le dijo Tejeiro— ¡Sea sensato! ” . Las manos del general temblaban en el aire. “Su cuenta es muy larga conmigo, ¿verdad general? Podría dispararle y acabar de una vez por todas. Pero usted es casado, mi general, y tiene hijos... No, no podría hacerlo. Yo no he matado a nadie, mi general. Pero, como de todas maneras tiene una cuenta pendiente conmigo, bájese los pantalones, mi general. Serán cerca de cien azotes”.El militar no obedeció de inmediato. Entonces Tejeiro se le acercó y le puso la pistola en el corazón. “No me haga disparar, mi general. Sería lamentable...” . “ No lo haré nunca —gritó de pronto el oficial— No me someteré a semejante humillación” . Tejeiro hizo una señal a sus hombres y dos de ellos se abalanzaron sobre el general, lo ataron a un árbol, le desgarraron la casaca y le bajaron los pantalones. Tejeiro descabalgó lentamente, con una maliciosa sonrisa en los labios y susurró a los oídos del militar en tono burlón: “Tiene usted unos glúteos sonrosados, de niño, mi gene-
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ral. N o sabe cuánto lam ento estropeárselos” . Y em pezó a azotar lo con el m anatí que no dem oró en dilacerarle las carnes. E ra tan intensa la ira de Tejeiro que, sin im pórtale la sangre que chispeaba por el aire y le m ojaba las m anos y la ropa, lo azotó ciento veinte veces. El general se desm ayó. Entonces, con sus propias m anos, lo levantó y lo tiró com o un fard o encim a de su cabalgadura. M ás tranquilo, m iró a los soldados y a los policías y les dijo: “ ¡Quíten se los pantalones! ¡Pronto!” T odos obedecieron sum isos, en tanto que los hom bres de la cuadrilla ib an levantando la ro p a de éstos entre burlas y risas. “ Sigan p a ra Vélez —ordenó Tejeiro— Y llévense “ eso” a su casa” . “ Eso” era el general. Y la grotesca colum na se puso en m archa. Tejeiro y sus hom bres los vieron desfilar en m edio de la risa. “ Ojalá tenga el placer de repetirle la dosis, mi general” , dijo y, al lom o de sus m onturas, los bandidos se perdieron en la espesura. “Santo remedio —exclamó el poeta Virgilio Salinas— . Con esta muenda, según cálculos, Tejeiro tenía constancia de por lo menos tres m il azotes a los militares y de ello hizo ostentación por pueblos y veredas. De modo que las fuerzas del orden terminaron por hacerse los de la vista gorda y, en adelante, los dos bandidos reinaron a su antojo en aquellos parajes. Lo que sigue son, pues, episodios aislados de sus vidas hasta que les sobrevino la muerte. M uertes absurdas, por otra parte, como veremos m ás adelante”.
U na m uestra concreta de la preem inencia que habían logrado estos dos bandidos puede medirse p o r lo que ocurrió durante las fiestas anuales de G üepsa en diciembre de 1918. Ese día, Tejeiro, a caballo en una briosa m ontura, se apareció en el parque central de la población, debidam ente engalanado para holgorio, en com pañía de algunos de sus hom bres y en m edio de vivas y de gritos desm ontó frente al estanco, donde repartió aguardiente a todo el m undo. Dicen que el alcalde, E dm undo Téllez, sabedor de la noticia, perm aneció indeciso durante un buen rato pensando que su deber lo obligaba a presentarse ante el bandido e intim arle rendición. Pero tam bién contaban el m iedo y las am biciones. En ese entonces, las recom pensas p o r su captura, m uerto o vivo, habían sido aum entadas y constituían una pequeña fortuna: Pero
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com prendió tam bién que cualquier movimiento en falso, cualquier tentativa le costaría la vida o p o r lo m enos .una flagelación parecida a la que había recibido el general Sánchez. D e m odo que, abrum ado p o r la osadía del bandido, y abriéndose paso p o r entre la m uchedum bre y las cabalgaduras que se agolpaban frente al estanco, abrazó cordialm ente a José del C arm en y le dijo: — Puede estar en el pueblo sin tem or. Yo me hago responsable de las consecuencias. A quí todos som os sus amigos. La m ultitud llegó al delirio. — ¡Que sigan las fiestas! — gritó el bandido— ¡Y ay del que no esté alegre! ¡Las fiestas son p a ra divertirnos y vam os a hacerlo sanam ente! D icen que durante to d a la tarde, Tejeiro se paseó po r la plaza de la población ebria de regocijo; jugó en las mesas de los vivido res que se sintieron honrados; apostó gruesas sum as a los gallos; anduvo p o r entre los más bellos semovientes que se exponían en la plaza de ferias y enfrentó a un toro bravo, acto del que salió airoso en hom bros de sus seguidores, en tan to los hom bres que lo acom pañaban entonaban estribillos com o este: “Cuando haya fiestas en Güespa yo no dejo de venir Dicen que me han de matar Yo nací para morir...’’ “Nosotros los de Tejeiro por nada nos afanamos parrandiamos toda la noche por la mañana nos vamos...”
“Pero dio la casualidad— an o ta el poeta Salinas— de que por la noche se robaron la plata del estanco y la culpa, como era de esperarse, recayó sobre José del Carmen Tejeiro y su gente. El alcalde, Edmundo Téllez, y su secretario, R odolfoRuiz, pusieron el grito en el cielo y pensaron que el bandido les había pagado con ingratitud la hospitalidad franca y abierta que le habían ofrecido.
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De modo qué ellos, en persona, se pusieron a la cabeza de un grupo de gente, entre quienes-se contaba, por supuesto, el estanquero, y salieron en persecución de Tejeiro y su banda”. Al cabo de los días, supieron que Tejeiro an d ab a p o r los lados de Santa A na y hacia allí se dirigieron. Sabían que era im posible com batir con él, pero tenían la certidum bre de lograr su p alab ra de h o n o r y u n a posible pista sobre el culpable. Y, en efecto, se to p aro n con Tejeiro que en ese m om ento iba cam ino de su casa en Pozo H o n d o y llevaba en la grupa de su caballo a u n a m ujer. Se llam aba A rm inda Tovar y, según todas las trazas, h ab ía decidido vivir con el bandido. El estanquero, que m archaba a la cabeza del grupo, detuvo su cabalgadura ju n to a la de Tejeiro. —¿Y eso p a ra dónde van? —preguntó Tejeiro cuando los reconoció. —Buscam os al hom bre que se robó el estanco la noche de las fiestas. —¿No pensarán que fui yo, verdad? — preguntó Tejeiro con energía. — D e ninguna m anera — cortó el estanquero— Sin em bargo, la coincidencia de que usted haya estado en las fiestas ha hecho pensar a m uchos que... — ¡Que soy el ladrón! ¿No es así? El estanquero no respondió de inm ediato. — Ustedes sospechan de mí, ¿verdad? El silencio fue m ás elocuente que las respuestas, que las pala bras. Tejeiro, visiblem ente disgustado acarició suavem ente el m anatí y la culata de su revólver. — Sigan su cam ino —les dijo en tono agresivo— Ustedes saben que José del C arm en Tejeiro se cobra todas las agresiones a su persona. Es m ejor que no me toreen. Yo no he robado el estanco. Y al finalizar estas palabras apresuró el paso de su m ontura. El alcalde, el secretario, el estanquero y los dem ás hom bres, se detuvieron u n rato en el cam ino. Los criterios se dividieron.
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Algunos de ellos creyeron a Tejeiro y otros no. Uno de estos últimos sugirió entonces pedir ayuda al alcalde de Santa Ana y con una partida más grande de hombres tratar de capturar a Tejeiro. Así se hizo. El grupo entró en Santa Ana. y se puso en contacto con el alcalde Salvador Zambrano. Pero todos los áni mos se fueron al piso cuando se encontraron de nuevo frente a frente con Tejeiro. Este negó una vez más que él o sus hombres estuvieran mezclados en el robo y con Arminda en la grupa de su caballo prosiguió la marcha. Vencidos, cabizbajos, sin una sola pista del ladrón, regresaron a sus lugares de origen.
No demoró Tejeiro en aparecer de nuevo en Güepsa, pero esta vez con una compañía insólita. Traía a dos hombres del pueblo y a una mujer enlazados por el cuello como si se tratasen de bestias salvajes. Su presencia en el pueblo causó estupor y en pocos minutos la plaza parecía un desierto. Se temía lo peor: una represalia, un enfrentamiento con el alcalde y su gente. Y, efecti vamente, hacia la alcaldía se dirigió. Desmontó a la puerta y le dijo a un agente que estaba de guardia. —Necesito hablar con el alcalde. • El agente, atemorizado, entró en el edificio. El alcalde no demoró en salir. —A la orden —dijo cabizbajo el alcalde. —Le traigo a los ladrones del estanco —dijo Tejeiro— Ahí tienen el dinero todavía. Lo he hecho así para que sepan, de una vez por todas, que José del Carmen Tejeiro no podía correspon der con ingratitud a la hospitalidad que le han brindado en este pueblo querido de Güepsa. Ahí los dejo, pues, a sus órdenes. —¿Es cierto eso? ¡preguntó el alcalde a los cautivos! Estos respondieron afirmativamente con las cabezas. —¡Á la cárcel! —ordenó el alcalde— Y a usted muchas gra cias. Lástima que todavía pese sobre usted la orden de detención. —Ya lo sé —anotó Tejeiro— . Pero no importa. Algún día habré de pasearme entre ustedes sin mayores apremios. ¡Hasta luego! •
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Y dando u n a vuelta sobre su cabalgadura, se pferdió calle abajo p o r la salida hacia Vélez. Pero esa m ism a noche, hacia las doce, m ientras el pueblo dorm ía plácidam ente, los ladrones del estanco rab iab an contra Tejeiro a quien consideraban un traidor. Sí, efectivam ente, h a bían ro to la p u erta del estanco, aprovechando la fatiga de la noche de fiesta, y se habían apoderado de todo el dinero y unas botellas de aguardiente. Pero dio la casualidad de que én días posteriores se habían encontrado p o r el cam ino a Tejeiro y cuán do supieron de quien se tra tab a , creyendo congraciarse con él, le contaron cóm o habían robado el estanco. E ntonces, Tejeiro, -hallando un m otivo p a ra dem ostrar su inocencia, sin pen saren la suerte de los ladrones que ta n abiertam ente se le habían confiado, los echó p o r delante cam ino de la cárcel, bajo terribles am enazas. P or eso, a esa hora de la noche sin poder conciliar el sueño, sentían que su rabia crecía contra el hom bre que los traicionó y planeaban escapar p ara vengarse. Y en esas estaban cuando oyeron un ruido extraño. El ruido se prolongó p o r algunas m inu tos y era cada vez m ás cercano a la celda donde se encontraban. E ra u n a celda de paredes de adobe p o r los cuatro costados. De pronto sintieron que la pared que daba a la calle com enzaba a fraccionarse y aparecía ante sus ojos un enorm e boquete p o r el que cabía una persona. Alguien se deslizó dentro y les puso en sus m anos una botella de aguardiente. “ T ra n q u ilo s:— les dijo— Soy Tejeiro y vengo por ustedes” . Y uno a uno los fue echando afuera por el boquete. Los ladrones, sin salir de su estupor,T e'oyeron decir: ; .. , — Pueden irse. Llévense esos caballos. Los he traído para ustedes. Que les vaya bien. — Pero, señor Tejeiro, entonces ¿por qué nos traicionó? —P or u n a sencilla razón — les dijo— porque me estaban atribuyendo el robo y yo no soy ladrón de estancos, m ucho menos en un pueblo donde hay gentes que me quieren y yo respeto. Luego brin d aro n con aguardiente y los ladrones escaparon entre risas. N o se oyéron las pisadas de los caballos porque Tejeiro, inteligentem ente, les había envuelto las patas con trapos. Al otro día, las autoridades encontraron una no ta que decía:.
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“Señor Edmundo Téllez, alcalde de Güepsa: Traje a los que se robaron el estanco, para que no se me creyera un ingrato, después de la buena acogida que me han dado aquí. Pero como yo_ no estoy al servicio de la policía, ni .del gobierno, sino contra ellos, los he vuelto a libertar, y les he ayudado para que se escapen. Están bajo m i salvaguardia. Su amigo, José del Carmen Tejeiro”.
“ Poco después — a n o ta el poeta Virgilio Salinas— , yo me erícontraba en El Cristal, cerca de B arbosa, donde uno podía encontrar los m ejores gallos de pelea de la Provincia de Vélez. D ebo confesar, valga la verdad, que p o r entonces yo era un ju g ad o r em pedernido. T endría, diga usted, unos treinta y cinco años y los bolsillos bien apertrechados de billetes porque aú n no había dilapidado la fo rtu n a que me dejaron mis padres y m e la pasaba de venta en venta, de gallera en gallera. Y p o r eso m e tocó ver, con estos ojos que se han de com er la tierra, cosas com o la que le voy a contar. “ Pásm ese usted. P o r fin los dos hom bres se encontraron. La gallera estaba a rebotar p o r m uchas razones: ese día se peleaban allí los m ejores gallos del año y corría la bola de que el m ejor encuentro lo iban a protagonizar el giro de Tejeiro y el “colorad" de A riza. Pásmese usted. Súbitam ente, los dos hom bres irrum pieron en el lugar. B ajaron en zam arros de sus m onturas y así en tra ro n en la gallera. Inicialm ente se pensó echar vivas a aque llos hom bres, pero la b a rra los vio e n trar y guardó silencio. A penas se cuchicheaba algo en los oídos del vecino. Tejeiro y A riza ocuparon posiciones distintas, pero se tenían frente a fren te. E staban en los lados opuestos del ruedo. El silencio era ya sospechoso. D e p ro n to , Tejeiro se pone de pie y A riza brinca, al . otro lado: •—N o me gusta el silencio. Estam os en un ruedo, en una gallera y aquí, pase lo que pase, va a tener que im perar el holgorio, la alegría. No me gusta este silencio de tum ba. A riza carraspeó al o tro lado.
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— U sted ya se la huele, com pañero, ha dicho la verdad. Esto tiene un olor a tum ba. P o r u n a sencilla razón, com pañero, porque aquí uno de los dos sobra esta tarde. Tejeiro levantó la m ano. — Perdone la interpelación, com pañero. L a gallera es u n lugar público, pero tam bién privado. E sto tiene un dueño y vam os a respetarlo. U n a vez que se term ine la pelea entre el colorao y el giro, los dos podem os ha b la r al respecto. ¿Entiende, com pañero? A riza se q u itó el som brero. —M e parece bien, com pañero. T odo tiene su h o ra en el m undo. Y cada cual se ocupó de lo suyo, con el consentim iento general. L a gente com prendió, com prendim os — dice el poeta Salinas— , rápidam ente. T ras la pelea de los gallos venía la de los dos hom bres, hasta a h o ra irreconciliables. L a tensión e ra general. U no no sabía qué pensar, claram ente, sobre lo que allí estaba ocurriendo. U no participaba del m om ento, del instante, pero instintivam ente sabíam os que aquello iba a term in ar con una a n d an ad a de plom o y que la gallera sería el escenario de u n duelo m ucho m ás grandioso y significativo. Ponga atención. —Pago las apuestas y doy g a b e la — gritó de p ro n to Ariza. Entonces T ejeiro, que estaba acurrucado p a ra seguir m ejor las m aniobras de su pupilo, el giro, alzó lentam ente el rostro para m irar a su contrario. ■' —¿Diez a treinta? E stá bien, com pañero. Pongo trescientos pesos a mi gallo. — Eso es barato , com pañero —dijo Ariza— . Voy la m uía rucia que esta afuera co n tra la suya, con m ontura y todo. -^P ag o , com pañero —repuso Tejeiro— , pago. Los gallos saltaro n al ruedo y se trenzaron en u n a lucha frontal, con el revuelo de sus alas y sus patas filudas. A riza dijo, abruptam ente. — Q uería decirle u n a cosa, com pañero/ A dem ás de lo que hem os apostado, deseo hacerle saber que le encim o algo que le tengo reservado hace aleún tiem nó.
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Subió la tensión en el ruedo y cesó por un instante el alboroto, el ritmo habitual de las apuestas. Todos estábamos a la espera del desastre definitivo. Todos comprendimos que en la gallera empe zaba otro duelo, esta vez entre hombres, y los dos parejos en el coraje. —También lo acepto —contestó Tejeiro— ¿De qué calibre? Los dos hombres acrecentaron la ira. —Usted escogerá, compañero —le dijo Ariza— Tengo treinta y ocho y también cuarenta y cinco. ¡Ah!, olvidaba, también voy a la pelea sus zamarros de cuero de león. Porque ha de saber, compañero, que a mí no me gusta despojar cadáveres, sino tomar de los vivos lo que necesito. Tejeiro soltó una carcajada. —¿Es que piensa volver a montar a caballo con dos o tres píldoras en el cuerpo? —Haré todo lo posible —le respondió Ariza—, si no es usted el que sale de aquí agujereado. Entre tanto, los gallos se debatían en el ruedo. Hubo un momento en que el colorao de Ariza estuvo a punto de dar cuenta de su rival. Las exclamaciones llegaron a su tope. Ariza emocio nado, gritó: —Yo pago a todo. No quiero gabela. Y voy quinientos pesos más. Como si Tejeiro conociera las reacciones de su animal, como si entre los dos hubieran hecho un pacto, gritó de inmediato. —Pagó. Es la última apuesta que usted puede hacer en el reino de los vivos y a los moribundos hay que darles gusto. Los gallos sangrantes, agotados, daban sus últimos aletazos. Todo el mundo tenía la mirada fija en los dos rivales, de los cuales dependía, a mi modo de ver, la suerte de los que presenciábamos el espectáculo. Pero súbitamente ocurrió lo inesperado. Los dos gallos quedaron qüietos, exhaustos, en el piso. Ambos muertos. Se oyó, entonces, una exclamación, pero no de júbilo sino de estupor.
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¡Carajo! — gritó uno de la b arra— Esto quedó en tablas. Es como si no hubieran peleado. Es un buen augurio. Creo que al final vamos a poder respirar de nuevo. La gente com enzó a recoger su dinero. — A hora falta la de verdad — anotó A riza, y el vocerío volvió a aplacarse— . Refresqúese, com pañero, porque ah o ra viene lo bueno y será lo últim o que se tome. Tejeiro lo m iró con sorna y anotó. — Eso le digo' yo, com pañero. Refrésquese bien el gaznate p ara que tenga alientos de hablar con San Pedro, si es que lo llega a'ver. Los dos hom bres pidieron una tan d a de chicha. La tensión crecía segundo a segundo. Pero Tejeiro llevó su insolencia y su m enosprecio hasta dar la espalda a su rival para pedir un tabaco a uno de sus amigos. Se lo llevó a los labios y con él en la boca cam inó alrededor del ruedo, rum bo a la posición de Ariza. P or el cam ino encontró un tiple colgado de una viga del techo, lo tom ó, sacó del bolsillo una escarpia y empezó a cantar: “Ahora sí cantó gallito como vos sabés cantar que ha venido gallo nuevo a cantar en tu lugar”. C uando term inó la copla, aún con el tabaco en la boca, se fue acercando a A riza que lo esperaba plantado en la pista del ruedo, con los brazos cruzados, y un tabaco encendido en un extrem o de la boca. Lo m asticaba. El ro stro de A riza estaba envuelto en una gruesa capa de hum o. — Le quiero pedir un favor, com pañero — dijo Tejeiro— . Me quiero fum ar con usted este tabaco, pero nó tengo candela. ¿Me lo quiere prender, com pañero? A riza bajó los brazos, desconcertado, y lo pensó dos veces. N o lo había prem editado. Colocó las m anos a la altura de los muslos, listo p ara accionar su revólver. Pero Tejeiro se le acercó aún más. Ariza echó pie atrás, desconcertado. ¿Qué se traía entre manos?
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— ¿Me quiere d ar candela, com pañero? Démele gusto al tab a co, se lo ruego. Q uiero cruzar dos palabras con usted. A riza alejó to d a du d a de una celada y dijo: — Con m ucho gusto, com pañero. ¡Arrímese, si no le da miedo! Tejeiro cam inó, decidido, al encuentro. A riza sacó el revólver que tenía cintado al lado derecho y colocó el tabaco que fum aba en el cañón. — Encienda aquí, si es tan verraco. Sereno, Tejeiro se inclinó con el tabaco en la boca y buscó el cañón del revólver de su rival. C hupó con fuerza y después escupió u n a b ocanada de hum o espeso y gris que se disolvió en el aire. — G racias, com pañero — dijo Tejeiro, m irándolo a la cara. N osotros veíam os llegar la h o ra decisiva. Estábam os tensos, espectantes. Entonces ocurrió, nuevam ente, algo insólito. Tejeiro le dio la espalda a A riza y empezó a Caminar de regreso a su sitio. Ariza tem blaba con el revólver en la m ano. N uestros ojos iban de uno a otro. — ¡M aldita s e a !— exclam ó A riza— . N o le puede disparar. Es m ucho m acho ese hom bre. ¡M ucho macho! A riza tiró el revólver a un lado y salió afuera, abriéndose paso entre am igos y enemigos. C abalgó en su m uía que esta b a am a rra da a la en trad a de la gallera y se perdió en la distancia. Tejeiro tam bién fue h asta la puerta p a ra verlo p a rtir y cuando ya A riza estaba lejos dijo p a ra que lo oyéram os y no lo olvidáram os. — N o fue fácil com pañeros. Creí, p o r un m om ento, que A riza me iba a disparar p o r la espalda. Pero es dé temple, de ley, ese hom bre. N o valía la pena m atarnos, ¿verdad? L a gente, todos nosotros, exclam ám os que no. Y lo que siguió fue tina fiesta y en ella no se dejó de hab lar todo el tiem po del valor de estos dos hom bres y entre todos nació la confraternidad. U n im pase de largos años, se había solucionado en m edio día” .
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M uchos o tro s episodios, algunos de ellos m em orables, habrían de suscribir Tejeiro y A riza. C on el p aso de los años lograron, inclusive, que dism inuyeran la vigilancia y la persecu ción y du ran te ese tiem po fueron felices al lado de los suyos. Tejeiro en Pozo H o ndo, donde había form ado u n h o g a r con A rm inda T ovar, y A riza en Puente N acional, en la hacienda de sus padres, donde vivía con Silvia G onzález. Pero estos hom bres habían sido escogidos p o r el destino p ara llevar u n a vida azarosa hasta el final y hasta la m uerte se vieron perseguidos p o r la justicia. “ Yo estoy seguro de que el proceso que aceleró sus muertes fue la circunstancia de que, hacia el fin a l de sus años, Tejeiro y Ariza se convirtieron en líderes políticos y esto no lo podía tolerar el gobierno que estaba dispuesto a prolongar su hegemonía p o r muchos años. Especialmente Ariza, pues Tejeiro, como veremos, fu e víctima de una tragedia pasional”, a n o ta el poeta Virgilio Salinas. Efectivam ente. A riza lideró en Puente N acional la cam paña de 1924. Innúm eros p artidarios surgieron de to d as partes y la agitación política sustituyó a las actividades cotidianas. A riza brindó su denuedo p a ra escoltar a los jefes liberales y a los oradores que recorrían aquellas regiones en giras de propaganda, celebró reuniones en su casa y distribuyó, con tiem po oportuno, las papeletas de los candidatos liberales. Entonces las autoridades de Puente N ació nal y Vélez recorda ron que co n tra él había num érósas acusaciones, las cuales se habían a b an d o n ad o porque n a d a podía hacerse frente a sil au d a cia. Pero escarbaron viejos expedientes, rem ovieron sum arios inconclusos, apelaron a viejos falsos testim onios y, de esta suerte, volvieron a vestirle su indum entaria crim inal, de la cual estuvo tem poralm ente despojado. Y apoyadas en ello, las autoridades, designadas con especiales instrucciones, recrudecieron, de súbito, la persecución. Y un día, recién nacido su hijo, fue-hecho prisione ro delante de su m ujer y conducido a la cárcel de Puente Nacional. D os meses después, A riza fue conducido a Vélez p a ra ser juzgado. Lo condenaron y le dieron el pueblo p o r cárcel, gracias a las influencias políticas de que gozaba. E stando allí supo que su hijo, de apenas tres meses, había enferm ado gravem ente. A riza solicitó un perm iso p ara verlo pero com o éste le fuera denegado escapó de la población con la com plicidad de sus am igos. N ueva m ente perseguido, A riza fue sorprendido en el patio de su casa
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por una partida combinada de soldados y policías. No tuvo tiempo de hacerles frente y fue alcanzado por las balas oficiales. Herido, intentó correr hasta la puerta de la casa, pero una nueva descarga lo abatió. Un soldado se adelantó hacia el cuerpo agoni zante y le clavó la bayoneta en el pecho. Silvia González, con su hijo en brazos, corrió hasta el cuerpo exánime de su hombre y lanzó un grito de dolor qué se confundió con el grito de victoria de los militares; La noticia de su muerte produjo revuelo en la comarca. Más de mil personas desfilaron frente a su cadáver y a los dos días fue enterrado en el cementerio de su pueblo natal. Políticos liberales llevaron la palabra en su sepelio y una corona adornada con un clavel rojo y una cinta del mismo color permaneció por varios días colgada de los brazos de la cruz que señalaba el sitio de su tumba.
Hacia el final de su vida Tejeiro conoció la traición y como consecuencia de esta por fin mató a un hombre. El hombre se llamaba Teodosio Quiroga y había sido durante muchos años integrante de su banda. Compañero de Tejeiro en sus más peregri nas empresas, camarada de recio valor y ánimo alegre, Quiroga disfrutaba de la confianza y el cariño de su jefe. Pero Teodosio estaba intrigado por las sumas prometidas y pensaba que con mucha facilidad podía adquirir algunos bienes de fortuna con el solo esfuerzo de expedir a los militares una información de relativa exactitud. Y cierta mañana, cauteloso, se llegó hasta Vélez y concretó una entrevista con el alcalde.Este, ansioso dé la victoria, le prometió no sólo la recompensa sino que le dio la oportunidad de que se fuera lejos donde nunca más Tejeiro tuviera noticia de su nombre. Y una noche, no mucho tiempo después, Quiroga guió a la patrulla que le dio captura. La caravana entró triunfante en Vélez, al amanecer. Era la segunda vez que la policía se apoderaba del bandolero. Y José del Carmen ingresó, primero a la cárcel de Vélez, y luego al penal de San Gil donde se tramitaba el tremendo sumario que debía contener la enumeración de todos los delitos previstos en el Código Penal. Durante ocho meses, lo jueces de San Gil se
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dedicaron a acum ular pruebas que certificaran sin lugar a dudas la peligrosidad de Tejeiro. Pero la em presa resultó u n a vez más exasperante. A la postre no hubo ninguna prueba evidente, nin gún delito com probado, a no ser la renuencia a com parecer ante justicia y los azotes de que había hecho víctimas a los m ilitares y policías que lo buscaron p ara detenerlo o-m atarlo. Y el juez no pudo hacer cosa distinta a decretar la libertad del sindicado “ p o r falta de p ruebas” . Y tal actitud hubo de ser confirm ada p o r el T ribunal, a donde subió el negocio en segunda instancia. Protegido p o r la sentencia judicial, José del Carm en regresó a Vélez. Los cam inos le eran libres p o r prim era vez desde la adoles cencia y podía a n d a r a plena luz, sin buscar entre los m atorrales el oculto enemigo que p odría acecharlo. Y prevalido de esa libertad se dio a buscar a Teodosio Q uiroga para cobrarse la deuda. U n día supo dónde se encontraba y hasta allí llegó, en el preciso instante en que Teodosio Q uiroga, sabedor que Tejeiro lo busca ba, intentó escapar. —¿Y eso p a ra dónde va con tan to afán? —le preguntó salien do de la espesura. — ¡H ola, querído amigo! —exclamó Q uiroga tratan d o de congraciarlo— ¡Tanto tiem po sin verlo! -----Eso le digo yo — respondió Tejeiro— . N unca es tardé. Y com o no hay plazo que no se venza... i sa.
—¿Va p a ra Vélez? — interrogó Q uiroga con la voz tem bloro ■ —N o, precisam ente. Para decir la verdad, lo esperaba.
Teodosio tem ía la flagelación, una flagelación que segura m ente lo tendría durante m uchos meses en la cam a, cubierto de heridas, acaso de pústulas im presionantes. Pero Tejeiro deshizo ese tem or y lo sustituyó po r o tro. Sacó de la chapuza su revólver y se puso a ju g a r con él. — ¿Acaso... a mí? ¿Pero p o r qué? Tejeiro soltó una carcajada. ' —U sted sabe p o r qué, no Se haga el m ajadero. Usted me delató, usted me entregó y p a ra castigar eso no hay látigo qué valga.
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Q uiroga desm ontó del caballo y se arrodilló en tierra. — Perdón, com pañero, perdón. — Me duele m atar un hom bre, palabra. ¿Pero cóm o dejar vivo un traidor? . Y disparó. Tejeiro, en lugar de dirigirse a Vélez, se perdió entre la maleza. Em pezaba otra vez su vivir inseguro de prófugo perpetuo.
El gobierno dispuso que un nuevo oficial, el capitán Luis V argas, se pusiera al frente de la búsqueda. Pero tras m uchos fracasos, se convenció de que nunca lograría el éxito de reducirlo, de m odo que buscó la am istad del bandolero. Entonces le envió una am able c a rta a Pozo H ondo que decía: “Señor Tejeiro: Durante varios meses, sin odio ni rencor, he dirigido las operaciones de captura contra usted, por orden de m is superiores. N o he tenido fortuna, porque su audacia y su valor son superiores a toda previsión. H e decidido abandonar la lucha infructuosa, presentando m i renuncia del cargo. Pero no puedo ausentarme sin haber estrechado su mano y sin haber tenido el gusto de conocerlo. S i le parece, déme una cita para que podamos departir”. La respuesta no tardó. Al d ía siguiente un hom bre llegó hasta la plaza de Vélez y le entregó en su m ano la siguiente misiva: “Señor capitán Vargas: Siempre ha procedido usted con ga llardía y con gentileza contra este enemigo suyo. M e será honroso recibirlo en m i casa esta tarde, si le parece bien". Y el encuentro tuvo lugar horas después. Los dos hom bres se abrazaron sin receló ni inquietud. Tejeiro reconoció que el capi tán Vargas se había lim itado a cum plir con su deber, sin que tra tara de llevar a cabo las sanguinarias tentativas de los otros jefes m ilitares que habían recorrido hasta la últim a arru g a to p o gráfica de aquella región sin resultado alguno. Am bos eran jóve nes aún, tenían tal vez un espíritu sim ilar, que se había orientado en distintas direcciones, de acuerdo con las circunstancias que les trazó la vida.
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— N unca pensé — dijo el capitán Vargas— que el tem ible José del C arm en Tejeiro füera un hidalgo a la m anera antigua. Y estoy feliz de haberlo com probado. — Es una lástim a— le respondió Tejeiro— que la vida nos haya colocado en los dos extrem os. U sted a u to rid ad y yo bándido... —N o im porta — le dijo el m ilitar— , hay veces en que todo se me hace relativo. H ay hom bres que, com o usted, resultán convic tos de un delito que no com etieron. Se les calum nia y se les persigue, inclusive se les encarcela, pero no se les p ru eb a nada. ¿No le parece suficiente castigo todos los años de fuga, de sufri m ientos, de persecución? Es verdad, usted ha m atado a un hom bre, a Teodosio Q uiroga, un hom bre de su cuadrilla, de su banda. U n hom bre, com o usted, fuera de la ley. E ra un traidor. U n traidor a su código, a su ley. Se ha hecho usted justicia p o r sus propias m a nos. ¿Con qué vara, acaso, se podía m edir esta traición? ¿C on la de la ley com ún y corriente? N o, señor Tejeiro. Q uiroga tenía que ser ajusticiado según su p ropia ley. Eso fue lo que me hizo pensar seriam ente en a b a n d o n ar la persecución contra usted y retirarm e del cargo. N o podía yo hacer justicia con usted p o r la m uerte de un hom bre que tam poco pertenecía a la justicia m ía. H a hecho usted lo debido y no es a mí a quien tiene que rendirm e cuentas. El tribunal que ha de juzgarlo a usted no pertenece a este m undo. Puede usted qued arse‘tranquilo y saber que esta m anó que le tiendo es la de un exm ilitar, la de un am igo que lam enta m ucho el hecho de que usted se hubiera visto enredado en u n delito que no com etió y hubiera com etido otros delitos que no me corresponde juzgar. A diós am igo, y que sus últim os años sean de paz y tranquilidad. “ Todas las personas con las que yo he tratado este tema — anotó el poeta Virgilio Salinas— , coinciden en sostener en que después de este insólito episodio, Tejeiro tenía derecho a una vida holgada, de tranquilidad, de paz. Pero el hombre estaba signado por una suerte atroz y los episodios que concurrieron para hacer de su muerte un acto no menos atroz, son absurdos y por absurdos dignos de figurar en cualquier antología de lo insólito. No he conocido, en m i ya larga vida, otro destino semejante.
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En los últimos tiempos el mejor amigo de Tejeiro fue Belisario Calderón. Era un hombre de su “cuerda", casado, con hijos, que vivía con su mujer en un predio vecino al de Tejeiro en Pozo Hondo. Los dos lo, compartían todo: las riñas de gallos, los pequeños hurtos, los negocios sucios y los negocios honestos. Y las malas lenguas, que no faltan, decían que inclusive compartían la mujer. La mujer de Calderón. Y estos chismes, aumentados por la imaginación popular, que conocían las aventuras amorosas a que era adicto Tejeiro, convirtieron en un infierno la amistad de estos dos hombres. Pero Calderón no tuvo el animo, la fuerza, el coraje necesarios para enrostrarle su comportamiento. No pudo tampoco, como Teodosio Quiroga, delatarlo a lájüsticia que aún lo perseguía por asesinato, al parecer, su único delito comproba do. Y esta situación obligó a Belisario Calderón a concebir un plan para asesinarlo en que aparentemente no se viera mezclado su nombre. Efectivamente. Una tarde regresaba Tejeiro de una de sus acostumbradas correrías y para llegar a su casa era necesario abrir una puerta de golpe y como esta se aseguraba con una cadena no podía maniobrarse desde la cabalgadura, sino que era preciso desmontar y hacerlo a pie. Aprovechando esta circuns tancia, Calderón colocó una escopeta en el soporte de la puerta. El cañón apuntaba a la cadena que la cerraba, pero el blanco convergía algunos centímetros atrás. Aseguró el arma con alam bres y con clavos que había ido colocando oportunamente y luego ató un cordel al gatillo. El otro extremo del cordel lo conectó con la puerta de golpe, de suerte que al abrirse esta tiraba del hilo y el arma se disparaba. No demoró en aparecer Tejeiro. Venía ligeramente ebrio, venía cantando. Descabalgó. Se aproximó hasta la puerta. Se pu so, sin dejar de cantar, a soltar la cadena que la cerraba. Cayeron los eslabones y quedaron colgados de la escarpia que los sostenía. Se abrió la puerta y el artefacto de Calderón funcionó con exacti tud. El disparo rompió el silencio y penetró por el costado dere cho, un poco más abajo del sobaco. Los proyectiles se dispersaron en el interior de su cuerpo y salieron por el costado izquierdo hacia la espalda. Pero Tejeiro no murió en el acto. Gravemente herido fue recogido por algunos amigos que lo condujeron de inmediato a Vélez. Según el médico los balines no habían causado
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desgarraduras incurables. Pero C alderón hab ía puesto en la vieja escopeta de fisto fragm entos de basura, de fique, de cagajón y esto le provocó u n a infección y p o r supuesto u n a septicem ia general. N o pudo n a d a contra esto la incipiente m edicina de entonces y José del C arm en Tejeiro m urió rodeado p o r el d o lo r de su m ujer y algunos amigos qué lo am aban de verdad. D icen que sus últim as p alabras fueron: —D octor, haga lo que esté a su alcance y perm ítam e pararm e p o r unas horas. Quiero ir a Pozo H ondo, a la casa de Belisario C alderón, cobrarm e una cuenta y volver. N ad a m ás, doctor, Es todo lo que pido... Pero la m edicina nada pudo y José del C arm en Tejeiro no logró cobrarse la últim a y definitiva venganza. Es fam a que Belisario C alderón lo sobrevivió algunos años. D icen que lo aniquiló el rem ordim iento.
EL JINETE DE LA NOCHE (U n encuentro con C lem en te R o n c a n d o )
Él bus me dejó en un sitio denominado Bocademonte. Eran las cinco de la tarde y el cielo estaba encapotado, pero aún se divisaba la cresta de la Cuchilla hasta donde yo debía ascender. Al otro lado, bajando, a media hora de camino estaba San Antonio de Leones, el minúsculo caserío meta de mi viaje. No encontré por ninguna parte al muchacho que quedó en traerme la cabalgadura en que debía hacer la dura travesía Alguien me dijo que éste había esperado un día, pero como no aparecí a la hora y fecha de la cita, había regresado a San Antonio. Eso era lo convenido. Sí, yo había llegado con dos días de retraso, por una razón explicable. Mis padres se habían opuesto tenazmente a mi viaje llenándome la cabeza de cuantas cosas malas podían ocurrirme y esbozando un panorama lo más sombrío posible de lo que iba a ver y de los peligros que afrontaría. Pero fue mi madre, con su llanto y sus súplicas; quien estúvola punto de hacerme desistir. Y tenía toda la razón. Era diciembre d e 1961 y en aquella región de Santander se vivía una tensa situación. Merodeaban en los con tornos bandas armadas, como la de Efraín González, y eran frecuentes los asaltos a buses y camiones, las emboscadas a tropas del ejército y la policía. En la prensa y en la radio no se
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h ablaba de o tra cosa. Pero haciendo caso om iso a sus adverten cias, me lancé a la aventura. E staba escrito que iría y lo que allí viera y oyera se convertiría, andando el tiem po, en uno de los principales m otivos de m i reflexión sobre la vida, la m uerte y el destino. T am bién sobre lo que estaba pasando en el país.
. M e eché el m o rral al hom bro y empecé a cam inar. A pie, según me dijeron, gastaría cuando m ás una h o ra hasta la cim a de la Cuchilla y m edia h o ra m ás h asta el pueblo. D e m odo que esperaba llegar a eso de las seis y m edia, con las prim eras som bras de la noche. Pero eso no fue posible porque entonces yo ignoraba que todo cam ino trae sorpresas e inconvenientes. L o prim ero que topé al com enzar la subida fue una p atrulla de soldados en traje de cam paña y con las m etralletas en bandolera. V iéndom e atavia do con tan extraña indum entaria (botas, cachucha y cazadora habana), m e tendieron las m etralletas y me rodearon en segundos com o si fuera u n peligroso guerrillero o un asaltante de caminos. — ¡Quieto! — ordenó el sargento que los com andaba— ¡Le vante las m anos! Yo obedecí, tem blando de m iedo, porque recordé de inm edia to las advertencias de mi padre: “ Tenga cuidado, hijo. Los cam i nos te pueden d a r más de un susto. No olvide, p o r ejem plo, que los bandoleros suelen aparecerse disfrazados de m ilitares, en cualquier recodo del cam ino” . El sargento avanzó hasta mí sin quitarm e la vista de encima: . —¿Quién es usted? Le di mi nom bre y agregué: —Voy cam ino de San A ntonio de Leones p a ra visitar a mi fam ilia. . ■ Él sargento me m iró con sorna, com o diciendo: “Otro cuento m ás de tantos que se inventan estos bandidos”. — ¿San A ntonio de Leones? ¿De qué fam ilia me habla usted? E ntre tan to , dos soldados me requisaban de pies a cabeza y otro m ás indagaba en el fondo de mi m orral.
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—Tengo una tía y p o r lo m enos veinte prim os en esta región. La fam ilia Téllez, los F ajard o , los Meló. El sargento me m iró c o n alacridad. ; •;—¡Identifiqúese! — ordenó. Ya rríás tran q u ilo , introduje la m ano en el bolsillo de atrás y saqué mi billetera. Le m ostré la cédula recién estrenada y mi carnet de estudiante. —Tengo m ucha fam ilia p o r aquí. A dem ás de los que le he m encionado soy pariente de los Acero G onzález, de los G onzález Téllez. N o debía haber m encionado esta últim a com binación de apellidos. Pero ya era tarde. El sargento avanzó un paso y me espetó en la cara: —¿No será, p o r casualidad, fam iliar del bandido E fraín G o n zález Téllez? — Sí — le dije, ingenuam ente, cuando recordé }o que nos contaba mi padre— . T odos los Téllez som os astillas de un m ism o palo. ¿Los conoce, sargento? —N o — me contestó serio— pero sé que son parientes de ese tem ible crim inal. Sólo entonces caí en cuenta que había com etido u n a torpeza. Pero tuve fuerzas p a ra decir: —N o se puede generalizar, sargento. Que Efraín G onzález Téllez sea un bandido no significa que todos los G onzález Téllez lo sean. _ El sargento hizo u n a m ueca de disgusto. —Tiene razón. N o todos son bandidos, pero la m ayor p arte de ellos lo protegen p o r debajo de cuerda. La sangre tira p a ra su lado. El sargento me hizo indignar. —Y o de eso no sé, sargento. V engo de vacaciones de vez en cuando, tra to con m uchos, pero no sé cóm o actúa la gente en el
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fondo. Sólo vengo p a ra verlos y gozar con ellos. Son gente honrada y honesta, sargento. , U n m ilagro se operó en el rostro del m ilitar. Yo intuí que había com prendido todo el significado de mis palabras y se p reparaba p a ra disim ular con otras preguntas, p a ra diluir la inicial im agen de arrogancia. El sargento se to m ó patern alista.' —¿N unca le advirtieron que podía correr peligró, qué esta región está en guerra? Volví a recordar a mi padre. — Sí, sargento. Pero me vine porque pudo m ás el entusiasm o que la razón. A m o a esta tierra. P o r eso estoy aquí. P o r n ad a más. ¡Créame! — D e todas m aneras es una insensatez. Éstos cam inos están infestados de bandoleros. ¿Desconoce acaso los riesgos del se cuestro? f -. Sonreí. —-Somos gente'pobre. T o d o el m undo lo sabe. D e vérdad, sargento, N o soy secuestrable. — No im porta —dijo— ¡Vamos al cuartel! D orm irá allá está noche y m añana tem prano... •• ° — N o, sargento — lo interrum pí— . D ebo llegar hoy mism o a San A ntonio dé Leones. M e esperan. Tal vez encuentre a uno de mis prim os p o r el cam ino ah o ra m ism o. Le agradezco, sargento. El sargento me clavó la m irada. — Está b ie n —dijo— . Es decisión suya. Soldado advertido no muere en guerra. La patru lla se movilizó y yo tám bién, pero en sentido contra rio. Yo iba p o r el cam ino que ellos desandaban.
A m edia cuesta empezó a tro n ar. Sentí un estrem ecim iento. A preté el paso. Ya sobre la Cuchilla cayeron los prim eros gotero nes y el viento aullaba en las ram as de los árboles. H acía frío y
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comencé a trotar para calentarme, pero resbalé y estuve a punto de caer. Avancé a paso largo, haciendo caso omiso de los gotero nes, los truenos, la oscuridad y el frío. No demoró en ser noche cerrada. Súbitamente, vi una fugaz ráfaga de luz a unos doscien tos metros, ¿Una linterna? Segundos después, otra, y así] por espacio de varios minutos, por lo menos cinco ráfagas más. Ño se oía cosa distinta que los ruidos propios de la noche en un paraje semejante. Cuando pasé frente al sitio donde había percibido la luz, un caballo resopló, de pronto. Yo con él. Pero lo mío fue un estremecimiento de espanto, porque al instante éscuché'una car cajada burlona y comprendí que me cegaban con el foco de una linterna. La luz me dibujó los contornos de un rancho abandona do, semidestruido. —¡Siga! —ordenó una voz tronante!— ¡Venga, escampe un rato! . : . -.bff' Yo quedé como petrificado. El rancho era oscuro, pero se veía relumbrar el ascua de un cigarrillo en el fondo. Aprecié la silueta de un caballo blanco, amarrado a una desvencijada columna y recobré la imagen de un fantasma de cuento infantil y el estreme cimiento se generalizó. Yo temblaba como una llama a punto de extinguirse. ^ —¡No tenga miedo! —digo la voz—. Soy hombre de paz. Siga para adentro. No se moje. Caminé entumecido hasta el umbral de la puerta. El hombre, sea quien fuere, vivo o fantasma, estaba tendido en el piso, sobre un costal, con la cabeza apoyada en la silla de montar y las piernas cruzadas. Cuando me vio ya más cerca, se quitó de los labios el cigarrillo y mientras echaba a volar la bocanada de humo, me alumbró de nuevo la cara con la linterna. Soltó una carcajada inexpresiva. —Yo conozco su cara. No me es desconocida. Es usted de apellido Téllez, ¿verdad? ■; ^ . Le dije que sí y le di mi nombre. Entonces guardó silencio por unos segundos. Se atusaba, de vez en cuando, los poblados bigotes que le escurrían por las comisuras. Tendría unos cuarenta y cinco años. —¿No es usted hijo del patrón Gonzalo Téllez?
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El extraño me m iró con júbilo en el rostro. — ¡Ah, el p a tró n Gonzalo! — exclamó— .Y o trabajé con él por m uchos años y cargué en mis brazos a sus hijos. Es usted el m ayor , ¿verdad? — Sí, tengo dieciocho años. — ¡Cóm o pasa el tiempo! U sted era un niño de meses cuando lo tuve en mis brazos. E ra la época buena, cuando m andaba el partido liberal y esta tierra bendita producía com ida hasta p ara regalar. P or entonces nadie presentía lo que nos esperaba con el correr de los años. M e alegra verlo, señor Téllez. Recuperé mi tranquilidad. A hora, con más calm a, pude apfeciar m ejor el sitio donde nos encontrábam os. Entonces com pren dí que se tra tab a del rancho cam inero que poseía en A rrayanes mi tía y que allí había pasado algunas horas en mis anteriores excursiones. Me volvió el alm a al cuerpo. ; — ¿Con quién tengo el h o n o r de tratar? Él hom bre no p aró bolas a mi insinuación y anotó: — ¡Siga m ás,p ara adentro! Venga conversam os.un rato . Va p a ra San A ntonio, ¿verdad? .... •. Le dije que sí y me acom odé al lado suyo, aú n de pie. —N o se im paciente. C uando escampe lo llevaré en ancas h asta las goteras del pueblo. T ranquilo. M ejor cuéntem e ¿qué es de la vida d e í p a tró n Gonzalo? — E stá m uy viejo. Vive en Bogotá con m i m adre y mis herm a nos. , . . . . ;V El h om bre suspiró: — H ace, p o r lo m enos, diez años que no lo veo. N i a su señora m adre, tam poco. ¿Todos bien de salud? — ¡S í!— le dije secam ente. ;
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— ¡G racias á Dios! — prosiguió— . Los que pudieron ab ando n ar a tiem po esta tierra p a ra irse a Bogotá, están hoy en día bien. Pero uno p o r aquí...
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— Sí — atajé— , me dicen que p o r aquí la situación es difícil. — Difícil no, patrón. ¡Horrible! Aquí estam os vivos sólo para defender la vida. Para nada más. Pero así ha sido desde 1948 cuando m ataron al doctor G aitán. Ya va p ara catorce años y seguimos dándonos plom o godos y cachiporros. ¡Quién sabe cuándo acabará esta guerra! Usted qué dice, patrón: ¿habrá posibilidades de paz a corto plazo? No supe qué responder pero aventuré una hipótesis. :—D icen que el presidente Valencia está em peñado en acabar con el bandolerism o qué es una peste en nuestro país. P ara nadie es un m isterio que es el problem a más grave que afrontam os. El hom bre guardó silencio. ---Para el gobierno todos los liberales somos unos bandidos; Nos persiguen discrfm inadam ente. ¿Dónde se ha visto que persi gan con igual despliegue a Efraín González, por ejemplo? No crea que las autoridades son imparciales. ¡Eso ya se acabó! A Efraín G onzález lo protegen en las alcaldías, en los juzgados, en las casas cúrales y hasta en los conventos. ¿Sabía usted eso? En cam bio, a nosotros los liberales no nos dejan en paz ni siquiera en los cam pos, éri nuestra p ro p ia tierra. ¡Aquí la justicia es p a ra los de ruana! Esto está peor que nunca. ¡Créame! :: — D ebe tener usted razón. Yo, la verdad, no estoy m uy entera do de la situación. E staba hundido en los libros, ¿me entiende?, y tantos árboles no dejaban ver el bosque. — No im porta — dijo— . H ablem os de o tra cosa. ¿Piensa el p atró n G onzalo regresar a la finca? — Si prosigue la violencia, no, que yo sepa. Su vida aquí corre peligro. . ' El hom bre volvió a callar.
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— Es triste —agregó después de un ra to — Es m uy triste ver estas tierras prácticam ente solas. P o r aquí hay p o r lo ' menos veinte fincas ab andonadas y en algunas, de ellas los ranchos se han caído. Es lam entable lo que pasa en el país. Estam os envene nados hasta el alm a. Pero hay que resistir hasta el próxim o gobier-
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no liberal. M ientras m anden los godos siempre h a b rá persecución política y b a la a diestra y siniestra, ¿verdad, patrón? El hom bre me brindó un cigarrillo y me invitó a to m a r un trago de su botella de aguardiente chirrincho. —Es lo único que puedo ofrecerle. Soy un hom bre sin casa, que va p o r ahí, que duerm e donde lo topa la noche. —¿Cóm o es que se llam a usted? — Ya lo sab rá a su hora, patrón. N o se im paciente. T al vez m añana m ism o, si es que no se lo cuentan esta m ism a noche. Pero vam os a ensillar. Ya dism inuyó la lluvia. V ám onos. El hom bre se levantó de un salto y ya de pie echó m ano a la silla que le h ab ía servido de cabecera. C on ella al h o m b ro fue h asta el caballo y com enzó a aperarlo. Al cabo de unos m inutos, se trepó a la silla y m e alargó su m ano p a ra que yo sa lta ra en ancas de la bestia. Y bajo una llovizna m enuda cabalgam os en la oscu rid ad .; —E n veinte m inutos estarem os a la vista del pueblo — dijo y aguijoneó al caballo. , ¡Héme ahí!, pensé, en la grupa de un caballero desconocido, en la oscuridad, bajo u n a pertinaz llovizna y en el clim ax de una caótica situación de orden público. Yo no sabía qué pensar de todo lo que m e h ab ía ocurrido en ta n corto tiem po. P ero estaba seguro que esta aventura era infinitam ente superior a cualquiera de las vividas en m edio de la ab u rrid a vida cotidiana de Bogotá. R ecordé vagam ente a mis padres y, p o r un m om ento, m e im aginé protagonista de un exótico episodio del oeste .norteam ericano. — Perdone, p a tró n — dijo el hom bre— , he venido pensando que usted, de to d o s m odos, com etió ú n a im prudencia al venirse solo a esta h o ra y bajo la lluvia. E sta es la h o ra en que em piezan a salir los bandidos y los chusm eros. ¿No pensó en. eso? , —— Reconozco que se tra ta de u n a m etida de p a ta , p ero ya no hay n ad a que hacer. ¿No le parece? V • —Eso es verdad, patrón. A hora lo que hay que hacer es ponerle bu en a cara al m al tiem po. Pero, dígam e,-en confianza ¿tiene miedo?
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—Ya me pasó. Antes de encontrarme con usted sentí algunos estremecimientos de espanto. Pero ahora, sabiendo que voy con usted, me ha vuelto el almá al cuerpo. No hay como la compañía de alguien en quien se pueda confiar, ¿verdad? —Eso es verdad, patrón. Se lo digo yo que soy un hom bre solo, que tiene que ponerle el cuerpo a la intemperie, de día o de noche, con lluvia o con sol. Y para colmo, sin hablar con nadie durante semanas y, a veces, varios meses. —¿No entiendo por qué? ¿No tiene usted familia? —Sí, tengo una mujer y una hija. Viven abajo, bien abajó, en la tierra caliente. Hace rato no las veo, por cierto. Pero no puedo asomarme p o r allí. El ejército y la policía me tienen ojeriza. Dicen que soy un criminal espantoso y no descansan en la persecución. Yo soy, injustamente, un prófugo hace catorce años. Sentí un estremecimiento momentáneo. No sabía qué contes tarle. Estaba con la mente en blanco. Pero mi ocasional compañe ro adivinó mi situación. —No se angustie, patrón. Mientras vaya conmigo no le pasará nada a su persona. Primero me joden a mí. Ahora, cójase duro de la pretina que vamos a saltar un callejón. u; El caballo trastabilló al otro lado y estuvimos a punto de rodar por el piso, pero el hombre lo sofrenó a tiempo y la bestia recobró el paso. ' —Me va a perdonar, eso sí, si lo dejo üh poquito lejos del pueblo. No puedo llegar hasta allí. Ya le he dicho que me tienen ojeriza los militares y algunos civiles. Usted comprenderá, pa trón. —No se preocupe—le dije— De todas maneras le estoy muy agradecido. Usted ha hecho menos ingrata esta jornada. G ra cias... Nos detuvimos al pie del cerro de la Cruz. Recordé que hace algunos años los curas misioneros pusieron esa cruz allí y desde entonces este cerro se llama de la Cruz. Echamos una m irada al pueblo que se veía ahí abajo, en medio de la sombra. Sólo se veía una luz encendida en la casa de mi tía.
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—Bueno, p a tró n — dijo de p ro n to — Me encanta haberle servido y bu en a noche. O jalá nos volvam os a ver. Le tendí la m ano y lo miré de frente. —¿Cóm o se llam a usted? ¿A quién debo quedarle agradecido? — ¡Caray! — exclam ó— . Puede decirle a todo el m undo que estuvo charlando con Clemente R o n can d o y que él lo trajo sano y salvo, sin hacerle un rasguño. Quizá así me quiten la deshonra de encima! Buena noche, patrón. , ¡ Clem ente R o n c a n d o espoleó la bestia y se perdió en la oscuri dad. C on el m orral al hom bro enderecé mis pasos hacia San A ntonio de Leones. C uando iba a e n tra r a la casa de m i tía un perro ladró arriba, bien arriba, po r los lados del cam ino real. Mi tía se hacía cruces cuando empecé a narrarle los porm enores de mi viaje. Y cuando le revelé el nom bre de la persona que me había llevado en ancas de su caballo, exclamó: • — ¡Ave M aría Purísima! Estuviste al bordé de la m uerte o del secuestro. Ese es el m ás terrible crim inal de esta tierra. Es el mismo dem onio. ; ; c A p a rtir de ese m om ento, du ran te mes y m edio, tiem po que d u raro n las vacaciones, no hice o tra cosa que h a b la r dé mi encuentro con Clem ente R oncancio y averiguar, p o r debajo de cuerda, sobre su vida. Al principio fue difícil. D escubrí que todos* inclusive mis fam iliares m ás cercanos, se abstenían de hacer cualquier com entario, no porque no conocieran a fondo los pasos de R oncancio, sino porque una sutil malicia les im pedía develar una vida dem asiado cercana a sus afectos y con la que, dé alguna m anera, se encontraban com prom etidos. U na tarde, en el m olino, m ientras arreab a el caballo que m olía la caña de azúcar, m i prim o D adey Sánchez dejó caer u n concepto que me hizo pensar, larga mente. —:Si no fuéra p o r Clem ente, hubieran quem ado el pueblo de nuevo. Ya van tres incendios en m enos de diez años. " Sí, efectivam ente. A San A ntonio de Leones lo habían quem a do en 1948, poco después del asesinato de Jorge Eliécer G aitán.
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Una turba de albanenses (así se denominan los habitantes de Albania, pueblo conservador a una hora de camino) al m ando de Segundo M arín le prendieron fuego a diez casas y a la iglesia, dejando el incipiente caserío reducido a cenizas. Entrelos dam ni ficados estábamos nosotros, sobre todo mi abuelo, quien perdió la casa, los aperos y las herrramientas de labranza. Un año después, se fue.a vivir allí con toda su familia, Pedro Antonio Sánchez, esposo de mi tía M aría Fajardo. Por un tiempo largo fueron los únicos habitantes del casco urbano. Recuerdo muy bien que un día me asomé a San Antonio cuando era una ruina de adobes y m adera cham uscada por las llamas. La iglesia seguía en pie, pero el interior estaba lleno-de pasto y en él pacían las vacas y los caballos y en el altar m ayor ponían huevos las gallinas. San Antonio tam bién se m antenía en pie, pero sin su cabeza, y con un m uñón del niño Jesús en brazos. Lo volvieron a quemar en 1953, cuando subió al poder. Gustavo Rojas Pinilla en medio de acata miento general. Esa vez, los conservadores no hicieron mayores daños en la casa de Pedro Antonio Sánchez, pero incendiaron de nuevo la iglesia y el rancho en que habían improvisado una escuela. También lo incendiaron al caer la dictadura, en 1957, y cuando había de nuevo p o r lo menos cinco ranchos en pie. Era una maldición, decían. Según esta conseja popular, un cura mal dijo al pueblo en 1936, cuando los überales hicieron fe pública de masones y ateos y el cura había predicho que de San Antonio de Leones no quedaría piedra sobre piedra. “ Ya llegará el día en que de ti no quedarán sino los cimientos, pueblo ateo e ingrato” , habría dicho el cura. Y el presagio se había cumplido pero, tercam ente, se continuaban levantando viviendas sobre los anti guos cimientos. —Le repito que Clemente jugó un papel im portante para que no lo volvieran a quem ar —me dijo Dadey— . Con él rondando p o r aquí cerca estamos más tranquilos. De todas maneras es un ................... hom bre de temer. . Se abrió el telón sobre R oncando. Supe que había nacido allí cerca, en la vereda de E l Zárcito, probablemente a finales de los años veinte y que contaba en ese entonces p o r lo menos treinta y cinco años. H abía sido un campesino común y corriente hasta mediados del siglo, cuando, tras el asesinato de Gaitán, se lanzó al m onte para defender su vida y la de los suyos. Unos dicen que
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prestó el .servicio m ilitar otros que no. De lo que sí están seguros es de que perteneció a la guerrillla liberal de esos años nefastos. N o era propiam ente un grupo guerrillero, sino de autodefensa, com o tan to s otros que se fo rm aro n a lo largo y a lo ancho del país en esa década tenebrosa. En ese grupo se alistaron, inclusive, algunos m iem bros de m i fam ilia. H acia finales de 1953, tras el golpe m ilitar de Rojas Pinilla, el grupo fue am nistiado y sus integrantes favorecidos con dinero, herram ientas y préstam os de la C aja A graria. T odos, m enos R oncancio, quien: p o r entonces había m atado un hom bre a m ansalva. O ptó p o r la fuga. Se refugió de casa en casa p o r toda la vereda y sobrevivía gracias a las m igajas que le p ro p orcionaban sus copartidarios y fam iliares. Ñ o tenía paz. Pero se llegó el día en que ya ni eso p u d o hacer y tuvo que alim entarse de lo que ro b ab a en las huertas p o r la noche, con la com placencia de sus propietarios. “ Clem ente no confía en que la justicia lo absolverá de su crimen. Dice qúe la vida es m uy corta p a ra pasarla en la cárcel y que m ientras viva se defenderá en su ley, pero libre de to d a atad u ra. P ara él m ás vale un hom bre y libre aunque perseguido que diez m etidos en la cárcel. Es un hom bre fuera de la ley, pero es nuestro am igo y sabem os qué es un hom bre bueno, honesto. N o es un m alvado de nacim iento. Sim plem ente un hom bre al que se le enredó la pita y a h o ra no puede desenredarla. Pero no es un crim inal despiadado. U na situación com o la suya, puede vivirla cualquiera. A rrieros som os y en el cam ino andam os. ¿Entiende, prim o?” . ■ E ntendí. Clem ente fue el que no entendió en su m om ento oportuno. Lo desbordó la situación, ingenuam ente le hizo el juego al sistem a. Se creyó un perseguido y así fue estim ado p o r la justicia. D u ran te el gobierno de Rojas Pinilla estuvo a punto de enderezar su vida, pero había algo en él que le im pedía sentar cabeza. C aída la dictadura, bajo el F rente N acional, com etió el grave erro r de alinearse con el M ovim iento R evolucionario Libe ral, M R L, y se colocó a la cabeza de un grupo de desesperados que pretendía recuperar las parcelas perdidas en los anteriores años de violencia. El embelecó em errelista no duró m ucho, pero exa cerbó las pasiones inconfesables de los cam pesinos sin tierras. R oncancio m ilitó en la cuadrilla em efrelista de C arlos Bernal, el hom bre que en la Provincia de Vélez enarboló la ban d era roja y liberó u n a b atalla justa, pero m al orientada. B ernal no era una
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santa paloma. Dentro de su código cabía, también, el asesinato, el pillaje y el robo. La brutalidad esgrimida durante su reinado, entre 1958 y 1960, se traduce en una espantosa cifra de muertos. Roncancio estuvo muy cerca de Bernal. Llegó, inclusive, a ser su segundón, su lugarteniente. Dicen que por entonces le contabili zaban a Roncancio una docena de muertos y con esa carga espantosa al hombro siguió trasegando los caminos y las m onta ñas, completamente marginado del común de los hombres, con vertido en un paria en medio de la naturaleza. Fue tan espantosa la situación para el conservatismo de la Provincia de Vélez, que éstos pusieron el grito en el cielo. Pero su cielo no era exactamente la justicia. Su cielo era Efraín González, quien por entonces se hallaba en el Quindío pero ya gozaba de una fama atroz. Militaba en la banda de Jair Giraldo, el capo de los pájaros del Quindío y uno de los más audaces y tenebrosos del país. Hasta ese momento le endilgaban a González catorce asesi natos, incluido el del periodista Celedonio Martínez Acevedo en Armenia. Muerto Giraldo a finales de 1959, González alzó las banderas de la extinguida banda, en que militaban “ Melco” y “Polancho” . Ese prestigio desbordó las fronteras del Quindío y llegó a oídos de los santandereanos, sus paisanos, quienes lo reclamaron con urgencia. González era el único hombre nacido en esa tierra capaz de enfrentara Carlos Bernal, en un momento decisivo de la lucha. Eso ocurrió a comienzos de 1960, año si se quiere el más nefasto en los anales de la provincia de Vélez. González y Bernal libraron una enconada guerra a cual más cruenta. Pero fue González el vencedor. Ex militar, dotado de una gran capacidad táctica, ducho en el arte de la guerra, González se tomó la calle de “La Cantarrana” ,en Puente Nacional, duranteel novenario de Eustorgio Ariza, asesinado por éste el día anterior. Bajó de la Cuchilla como un ángel exterminador, arrasando con personas, ranchos y enseres, al frente de una banda cruel e insa ciable. Dejó viva a una mujer y a un niño de diez años. Esta, con el niño a rástras, apareció súbitamente en el novenario y contó lo sucedido. Pero lo que no dijo fue que Efraín González venía tras ella y en menos de lo que canta un gallo cayó sobre el grupo de ingenuos campesinos que estaban parados oyéndola. El saldo fue brutal: nueve muertos, entre ellos algunos niños, y veinte heridos. El suceso fue comentado en el país como uno de los golpes más
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certeros dados p o r el bandolerism o en los últim os años. D urante m ucho tiem po se habló de esta tragedia, de la increíble audacia y sangre fría del b andido, quien planeó la m asacre con un a lucidez im presionante. B em al no fue capaz de sofrenar la ira im placable de Efraín G onzález, en ese entonces patrocinado p o r u n a enigm á tica m ujer, M atilde C astañeda, a quien ap odaban “ La Cenicien ta ” . E ra esta u n a terrateniente conservadora de arm as tom ar, hija del fallecido general A ristides C astañeda, uno de los vencedores en la G u e rra d e los M il D ías. T ras la m uerte de B em al, a m edia dos del año, se disolvió la banda y Roncancio, sin piso p ara continuar en pié de lucha, retornó a San A ntonio de Leones, cargado de experiencias y con el prestigio m ás negro del m undo. Le atribuían m ás de cincuenta asesinatos y ah o ra era m ás busca do que nunca. Ofrecían veinte mil pesos p o r su cabeza, m uerto o vivo. L a vereda no lo rechazó inicialm ente. C ontinuó, com o antes, recibiéndolo a horas im previstas y dándole de com er subrepti ciam ente. Pero el ejército supo, m ediante el soplo, que la vereda am paraba al tem ible crim inal y m ontó un retén en sus cercanías. Fue una época de penurias y desastres. N o sólo p ara R oncancio, com o prófugo, sino p ara el corregim iento y las veredas. Estrecha mente vigilados po r el ejército, los cam pesinos le dieron la espal da. No del to do, pero se prom etieron, inclusive, a p a re n ta r que todas las relaciones con él se habían roto y que constituía/un estorbo. Eso de boca p ara afuera, porque interiorm ente le guar daban afecto, com pasión y era el objetivo de m uchas de sus' oraciones. Se ap artó, p o r com pleto, de la vida en sociedad y andaba por,el m onte, las cañadas,y los abism os, com o alm a en pena. Se.sobrepuso al silencio, a la soledad. Se acostum bró. Sólo salía de noche a los cam inos. Transeúntes, previsivos lo vieron pasar m uchas veces, al lom o de su m ontura, hablando consigo mismo o con su caballo y ensartando m aldiciones, u n a tras otra, com o una letanía. H acia el am anecer, provisto de sal, panela, cigarrillos y aguardiente, se ocultaba en la m ontaña; Dicen que, por un tiem po, vivió en una cueva. Pero aseguran tam bién que tenía noches com pensatorias en los brazos de rozagantes cam pe sinas de los alrededores y es fam a que dejó uno o dos hijos. “ Son su viva persona: los m ism os ojos de gato en acecho^ la piel blanca y el cabello rubio, bigotes oscuros y dientes parejos” . Esa era el
Implementos de guerra característicos de los bandidos de los años sesentas. Junto a las armas, el infaltable sombrero, prenda de uso común entre ellos. Faltan, desde luego, las estampas religiosas y los
santos de su devoción..
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Clemente R o n c a n d o que yo había conocido en persona y de quien oiría h a b la r en adelante.
En 1962, cuando quise repetir la experiencia y a h o n d ar aún más en la vida de Roncancio, ocurrieron sucesos que, lam enta blem ente, no puedo atestiguar, pero que me fueron relatados posteriorm ente. Roncancio fue detenido p o r la tro p a y conducido am arrad o a A lbania, donde quedó a órdenes del juez y el cura. Volvió la tranquilidad a las veredas y a los soldados de los alrededores y el recuerdo de R oncancio se fue diluyendo en la m em oria. Se cam inaba desprevenido p o r los cam pos y los cam i nos, sin ángel de la guarda, p orque inclusive E fraín G onzález, descontento en su tierra, se fue al occidente de Boyacá, en la zona m inera, donde se convirtió en cabecilla de las bandas de m alhe chores que am paraban a los capos de las esm eraldas. Se respiró tranquilidad p o r un tiem po. G onzález y Roncancio eran vagas som bras del pasado. A com ienzos del año 63, durante la Sem ana Santa, Roncancio ' fue sacado de la cárcel y conducido hasta la iglesia donde lo expusieron com o escarm iento ante los feligreses. Al cabo del oficio religioso, a alguien se le ocurrió hacer con Roncancio una parodia de la Pasión y m uerte de Jesús. El hom bre, ya m altrecho a bofetadas, patadas y escupitajos, fue llevado a em pellones a la plaza y colocado bajo una pesada cruz. C on ella al hom bro le dio una vuelta a la plaza, en m edio de las blasfem ias y los insultos físicos y m orales. Ya con la tarde, fue conducido a un cerro de los alrededores donde lo crucificaron patas arriba, com o a San Pe dro. Su agonía no duró m ucho. Clemente R oncancio estaba prácticam ente desnutrido, esquelético y achacoso. Al otro día fue sepultado en u n lugar desconocido p ara la m ayoría. Pero con el tiem po, algunos dolientes, descubrieron una cruz en m edio de la m ontaña, creyeron que era la de R oncancio y a: ella le hacen peregrinación todos los años, p o r Sem ana Santa. Yo rio quería dejar pasar desapercibido este episodio, porque Roncarició fue el bandido más solo y m ás triste del m undo.
LOS BANDIDOS TAMBIEN SABEN AMAR (La vida bohemia de Jair Giraldo)
Ja ir G iraldo, uno de los pocos bandidos sin alias conocido (no porque le faltaran, sino porque no los toleraba), salió del cuartel en 1957, tras la aparatosa caída del teniente general G ustávo Rojas Pinilla. V eneraba al general “ y los terribles hechos que lo tum baron — según escribió en una carta— , me produjeron u n a honda p en a” . Pidió la baja, y se la concedieron, con el propósito de establecerse en M ontenegro, Q uindío, donde había nacido en 1928. Allí, m uy cerca de sus padres que aú n vivían, se convirtió en ayudante de peluquería en el único establecim iento del pueblo. En la peluquería se aficionó a los juegos de azar. T odos los días, al salir del trabajo, se reunía con los am igos p ara jugar un chico al billar, u n a m ano a las cartas, al cacho, a los dados. Poco después, en uno de los bares del pueblo, conoció a una copera, Lilia B em al, y de ella se enam oró. “ Las mujeres y el azar, que son u n a m ism a cosa, eran mi pasión. Y p o r culpa d é la traga com encé a beber y ya no salía del b a r, incluso descuidé el juego y el tra b a jo en la peluquería” , confiesa en la m ism a carta enviada a la s autoridades para explicar los m otivos que lo obligaron a convertirse en un bandolero. Lilia era u n a m ujer de arm as tom ar, entre las m ujeres de su especie, en u n a época en que escaseában las hem bras de carácter. No era que Lilia le correspondiera con igual pasión, según escribe J a ir en o tra de sus m uchas cartas. “ Me hacía fieros con u n tal
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Julián Z apata, m ayordom o de P atio Bonito, un hom bre de dine ro y de m ando, orgulloso y agresivo que había m ontado su residencia en el b a r y traía a Lilia de un ala” . Y el destino quiso que los dos se encontraran una noche, frente a frente, p ara protagonizar un escandaloso duelo pasional. A firm an que G iraldo disparó a quem arropa y, con el m uerto al hom bro, huyó a la m ontaña. G iraldo rechazó siempre este infundio. “ N os dim os bala y le gané la p a rtid a ” , dijo a las autoridades. “ El hom bre ganó lim piam ente — afirm ó Lilia Bernal— Yo siento m ucho que haya m atado a Julián Z apata, pero ju ro que Ja ir actuó en legítim a defensa” , atestiguó la m ujer durante la investigación que final mente lo sindicó de fuga y asesinato prem editados. G iraldo se refugió en lo m ás oculto de las m ontañas de M ontenegro, Q uim baya y Pijao. H izo cuatro o cinco amigos ocasionales que le dieron trab ajo , com ida y posada, pero a la larga se convirtió en un estorbo. N o sólo p o r su condición de prófugo sino porque el juego y la bebida le trajeron graves conse cuencias. L o s cam pesinos solían eludirlo o francam ente le daban la espalda. “ E n vista de la situación —escribió G irald o — , me arriesgué y les propuse que funcionáram os en cuadrilla porqué ésa era la única alternativa. Pusim os m anos a la obra y en un dos p o r tres conseguim os un fusil y varias escopetas. T iram os p a ra el m ónte, como, quien dice, aunque hacía m ucho rato que estába mos allí” . E n contrar aliados fue problem a grave y dispendioso. íniciaím ente contó con cinco hom bres y en su com pañía em pezó a salir p o r los alrededores en busca de adeptos p ara sü causa. N o exigía que todo él m undo m ilitara en sus filas sino que le brin d ara su protección y apoyo. “ Sólo necesitam os unos pocos pesos, a cam bio de la seguridad de sus vidas y pertenencias” , escribió a los hacendados quindianos. Y éstos com enzaron a corresponderle de m anera rigurosa, puntual. E xaltado p o r estas m uestras de con fianza, G iraldo se creyó capacitado p ara cualquier cosa y se lanzó al asalto de u n a finca de la que se llevaron varios bultós de café, dinero y arm as. El m ayordom o y algunos peones fueron sorpren didos y heridos de gravedad. Nadie m urió, pero G iraldo y sus hom bres fueron sindicados .del asalto y; puestos en la picota pública. “ Fue lo prim ero que escribieron de mí en el ‘D iario del
MA.N1KAT.e s , S, .'.(Via Telexl Hav a tas once y mertin de ¡a nm ñnnn, so luco de la cárcel de Arm enia, el m ás peligroso ham pón y : bandolero. del de p artam en to do Caldas. Jn lr Giraltio. por cuya cap tu ra, h a • . bia dudo la gobernación la sumtt de cinco mil pesos, ■Inform aciones procedentes de Arm enla, indican que el ci tad o forajido se fugó en la m ás ex trañ a form a, llevándose un fusil. Eslpreciso tener en cuen ta que la de A rm enia, cárcel hech a por rehabilitar: está considerada como la m ás se gura del país, rnzón por la'.cual se presum e que hay com pli cidad de los guardianes, uno de los. cuales dice que estaba dorm ido cuntido se produjo la fuga. , • .Jair G lraido ' está sindicado de h ab er dado m uerte a más de n ta re n la personas, tan to
‘ocio lo que esté a n u es tro A lcance p ara bregar n r e c a p ’m a r a ta n peligroso a n ti social. P or su parte, varios ciu d a danos que fueron In terro g a dos expresaron que J a i r G íraldo debió h a b e r sido e n v ia do por el gobierno desde lineo tiem po a 1a isla prisión de G o rgona. . ZOZOBRA Ahora la fuga de J a i r 'G í raldo créa zozobra e in q u ie - tu d en el Q uindio y ei n o r ia ' dei Vahe, b ARTAS, C orresponsal, CUATRO DETENTOOS ARMENIA, 5. Según In fo r mó e sta ta rd e el alcalde, doc to r E rnesto M cjia .TaramiHo, se en cu en tran c u a tro g u a rd ia nes de la cárcel de A rm enia detenidos e Incom unicados, co m o C p, , _resu n to s responsables do 1_ _ A i_» a __ *_______________
Los recortes de prensa de la época, que dan cuenta de actos protagonizados por
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Quindío’ ”, contó a sus am igos y de ello se ufanaba m ostrando el recorte de prensa. Sucesivos golpes lo hicieron fam oso y la banda fue creciendo con los días, m ediante la incorporación de varios hom bres atraí dos p o r la sed de aventuras parecidas. Llegó Garlos M arín Vela, alias "La Seca”, quien an d an d o el tiem po habría de convertirse en el secuaz de E fraín G onzález en el asesinato del radioperiodista Celedonio M artínez Acevedo; llegó Salvador G onzález, alias ‘‘El largo”, y ju n to con él un cincuentón bajito, delgado y patiabierto, Laureano A riza, a quien ap o d ab an “Paterrana” . Este se convir tió en el bru jo de la cuadrilla y en poco tiem po cogió fam a de cu rar dolencias físicas y espirituales con pócim as, bebedizos y oraciones. D icen que tenía la facultad de adivinar el pensam ien to , prever el fu tu ro , pleno de desgracias. E ra un agorero.
Seis meses después, ya consolidados, com pareció ante G iral do un joven de veinticinco años. E ra rubio, de ojos claros y huía de la justicia po r varias razones. Se llam aba C arlos E fraín G onzá lez Téllez y tenía p o r orgullo haber eludido la persecución del ejército sin causar bajas ni ro b ar a nadie. G iraldo lo acogió con afecto, com o a un desprotegido. Era reservado, silencioso, pensa tivo. Veía y aprendía rápido. D em ostró grandes dotes de estrate gia, era buen tira d o r y p u n donoroso en el com bate y en la em boscada. G iraldo le b rindó íntim a am istad. Pero sólo u n mes después le confesó que había sido suboficial, en el grado de cabo prim ero, y tenía p o r orgullo haber sido seleccionado, mas no enviado a C orea con el fam oso B atallón C olom bia. G onzález poseía varios ascensos y condecoraciones. Un encontronazo con un teniente fue su desgracia. El teniente resultó m al herido en un lance y G onzález desertó llevándose el fusil, el uniform e y otras prendas m ilitares. Intentó eludir la persecución em pleándose com o m ayordom o en haciendas cafeteras, pero h asta allí lo persi guieron con saña. Su padre, M artín G onzález, fue sindicado de com plicidad, hostigado varias veces y obligado a m atar a un hom bre. Se les hizo la vida im posible. M artín se fue a S antander y Efraín buscó la com pañía de G iraldo de quien había oído hablar hasta el delirio. Fue un encuentro a la m edida. Ya con to d a la
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confianza, G onzález le confió a G iraldo que durante su vida en el cuartel había sido enferm ero. Y eso, de hecho, lo colocó en el segundo lugar de la cuadrilla y en el hom bre consentido de G iraldo. La pareja G iraldo-G onzálezse convirtió en un em blem a de batalla y su fam a atrajo a varios hom bres a la deriva com o ellos. N o d em oraron en aparecer ‘‘M elco" y “Polancho”, quienes fueron la sim iente de Ib., cuadrilla de pájaros más espantosa que haya registrado región alguna. Inseparables, G iraldo y G onzález com enzaron a Salir más allá de sus dom inios, ya fuera p a ra cum plir una cita a Lilia Bernal (que se había m antenido-fiel a G iraldo), tom arse unos tragos y echar un chico al billar.. Frecuentaban el “Bar Candilejas”, en A rm enia, donde Lilia trab ajab a de copera y " sus rodaditas” duraban hasta una sem ana. G iraldo descuidaba la b an d a, la . m enospreciaba, no la evaluaba con justicia y en m ás de una ocasión la cuadrilla se le envalentonó. Los hom bres le reclam a ron, con razón, los riesgos a que se exponía, los días m uertos a la espera de una orden que nunca llegaba. Le sacaron los cueros al sol. Uno de los m ás airados era ‘‘Paterrona”, quien no se cansaba de predecir a G iraldo que esa m ujer sería su perdición. “Páterrana” an d ab a en lo cierto. Pero G iraldo continuaba em pecinado en cortejarla. Y G onzález lo secundaba. H ab ían perdido la sensatez. Lilia los esperaba en fechas y sitios acordados de antem ano, p ara eludir a los detectives que ya " tenían chequiado” el “Bar Candilejas”. Les d ab a cita en u n a habitación que Lilia com partía con Alicia Velásquez, su com pañera en el tra b a jo n octurno del “Bar Candilejas”, v las dos m uy dadas a este tip o d e aventuras. Fue allí, en esa habitación, donde G onzález entró en am ores con Alicia y G iraldo m ataba el aburrim iento de la m o n ta ña en los brazos de Lilia Bernal. D e allí salieron, tam bién un día, del brazo, A licia Velásquez y Efraín G onzález. Los dos se fueron a com partir los rigores de la m ontaña y el inesperado cam bio de dom icilios. E fraín y Alicia serían durante m ucho tiem po la pareja de bandoleros m ás célebre de la historia colom biana. Sin la com pañía de G onzález, quien tom ó el m ando de la cuadrilla p o r voluntad de su jefe y con el beneplácito de todos, G iraldo dio en ausentarse solo p a ra cum plir citas a Lilia en los sitios m ás inesperados, cada vez con m ás riesgos. En los últim os
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meses, habían cam biado de táctica. N o era él el que iba en busca de ella, sino ella tras él. Pero Lilia, aunque Se m antenía firm e y cum plía al pie de la letra las instrucciones de su hom bre, estaba tam bién en la m ira de las autoridades que le seguían los pasos de cerca. U n día estuvieron a p unto de caer. Se habían encontrado en una pensión de Sevilla y, en el m om ento en que ella salía, un detective le salió al paso en la puerta. J a irtu v o tiem po de escapar. Vio a través de los visillos de la v entana cuando la m ujer era a b o rd ad a p o r un extraño y escapó p o r el solar, con el alm a en vilo, sin saber qué había sido de ella. G iraldo regresó a la m o ntaña con el ánim o p o r el suelo. U na tarde le confío a E fraín que lo envidiaba p o r haber conseguido una miijer com o Alicia: “ U na m ujer así, com o la suya, es la que necesito. Yo nácí p ara tener al lado una m ujer, sin ellas yo rio funciono, y Lilia, aunque la am o, me cuesta un ojo de la cara. C ada vez que salgo con ella, acabo con mis ahorros, y pongo en peligro mi vida. T odos ustedes tienen razón, yo arriesgo la Vida p o r una pendejada. Pero ¿cóm o olvidar a Lilia, herm ano? ¿Cómo convencerla de que se venga conm igo a la m ontaña?” . G onzález se quedó m irándolo a lo s ojOs:“ ¿Sabe una cosa, herm ano? Usted se está achicopalando p o r una pendejada. M ujeres com o Lilia hay pocas, lo reconozco. Pero vida tam bién no hay sino u n a y usted la está desperdiciándo. U sted tiene un com prom iso con la ban d a, ¿sí o rio? Bueno, entonces pongám osle todo el entusiasm o a la lucha y dejemos, p o r un tiem po, las mujeres a un lado. Ellas vendrán solas. H aga el sacrificio, herm ano. Escríbale una carta a Lilia y puntó. M ientras tan to , por; aquí no habrá de faltarle mujeres para echar una caria al aire, ¿verdad, herm ano?” . Dicen que G iraldo no le chistó palabra. D io un paso y se abrazó a él con fuerza. “ Tienes razón — le dijo, llorando— , las mujeres pueden esperar” . G iraldo cum plió su palabra p o r un buen tiem po. “ Se ajuició, por fin, —com entaba “ P aterran a” — y ah o ra le veo mejores augures a esta com pañía” . Y no dem oró G iraldo en certificar su prom esa. Se reanudaron golpes decisivos. Se consolidó, p o r u n a parte, la “cofradía de m ayordom os", com prom iso po r m edió del cual se entablaba la m ás siniestra com ponenda entre bandidos y m ayor dom os de las fincas cafeteras con el exclusivo fin de ro b a r a sus propietarios. Se estableció, p o r prim era vez, el pago de tributos, un anticipo del boleteo, y la incipiente industria del secuestro
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cobró forma en sus manos. La fama de Giraldo llegó a su tope máximo, hasta el punto de convertirse en un ejemplo para todos los antisociales del país. Llegó tan alto en su audacia que, desde entonces, fue tenido, en concepto de todos, como el más osado “dirigente de la oposición” , no sólo en el Quindío, sino en toda la nación. Ustedes leerán a continuación cuál fue la osadía mayor de Giraldo.
La chifladura mayor de Giraldo fue hacer una parodia del Frente Nacional. Se puso a analizar fríamente la situación del país. Encontró que era más confusa que nunca y que los hombres alzados en armas, ya fueran guerrilleros o simples asaltantes de caminos, andaban despistados. Planeó largamente una reunión nacional con el mayor número de cuadrillas pero antes les envió una carta donde sintetizaba su pensamiento político: " Ustedes sé habrán podido dar cuenta que la oligarquía se unió por lo alto y nosotros somos los únicos pendejos que nos seguimos dando bala por el partido liberal o el conservador. A partir de este momento el país, mediante el Frente Nacional, se propone adormecer las conciencias y cogernos corticosy liquidarnos. Acuérdense de mí, Jair Giraldo". Y era que entonces, hacia 1958, Alberto Lleras Camargo y Lau reano Gómez, antes enemigos irreconciliables, se habían unido y firmado un pacto de 16 años, por medio del cual se alternában en la presidencia y los ministerios, amén de otros gajes burocráticosTodos los bandidos y los pájaros entendieron la jugada y se indignaron. Por eso unos echaron mano del Movimiento Revolu cionario Liberal, MRL, o se declararon en franca batalla contra el ejército y la policía. Contra el Estado. Y en la propuesta estuvie ron de acuerdo su guardaespalda, Efraín González Téllez; un enemigo irreconciliable de éste, Teófilo Rojas, alias "Chispas”', William Angel Aranguren, alias "Desquite”', Jacinto CruzUsma, alias"Sangrenegra”. Todos los hombres que de una u otra mane ra se encontraban enfrentados a la justicia por diversas causas: Y que antes habían sido enemigos acérrimos, pongamos por ejem plo, el caso dt "Chispas" y Efraín González. Más de una Vez habían prometido dirimir querellas en el campo del honor. Pero eso es harina de otro costal.
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Fue una. cumbre de grandes proporciones. Al aire libre, en m edio de las m ontañas de Salento, los hom bres se dieron, po r prim era vez, la m ano ,llena, calurosa, franca. Sí, llegaron a la conclusión de que “ los gobiernos lo único que pretendían era sacar tajad a del erario público y sentarse a m anteles, m ientras ellos se d a b a n plom o en el m onte com o unos idiotas. N o, com pa ñeros, debem os tener claro que, de ahora en adelante, nuestro enemigo no es el pobre cam pesino que sufre com o nosotros, sino el E stado, representado p o r sus Fuerzas A rm adas. Ellos son nuestros verdaderos enemigos. No más sangre conservadora o liberal. N uestros enemigos son los detectives, los soldados y los policías que sirven al sistem a. N adie más. H acia ellos debem os enderezar los fusiles y las m etralletas” . Adem ás de los cabecillas antes m encionadas (y que luego fueron célebres p o r sus “ haza ñas” ) estuvieron presentes p o r lo menos cien hom bres ya curtidos en la vida bandolera y este hecho, sin precedentes en el país, em pezó a ser com batido en la prensa y en la radio. N unca, al hab lar de G iraldo, separaban su nom bre del de E fraín González.
En A rm enia, el dirigente cívico y radioperiodista Celedonio M artínez Acevedo fue el prim ero en poner el dedo en la llaga. En sucesivas em isiones de su noticiero, que se transm itía p o r la Voz del Café, denunció valerosam ente el siniestro pacto de las bandas y al gestor de este, Ja ir G iraldo, U na y o tra vez, M artínez Aceve do insistía en su tem a, porque había acum ulado una valiosa docum entación y más tarde lo.reprodujeron otros m edios escritos y radiales que lo dieron a conocer a nivel nacional. Y así firm ó su sentencia de m uerte. G iraldo definió la situación: quitárselo de en m edio. Y un día ctió a sus hom bres a una reunión en la m ontañas de Q uim baya y echaron la decisión al azar. Com o buen jugador, o c o m o ju g ad o r em pedernido, G iraldo solía echar a la suerte las m áxim as decisio nes de su vida. Hizo u n a "porra" y se la ganó Efraín G onzález, su com pañero del alm a. N o dejó de preocuparlo la situación, pero la verdad es que G onzález aceptó gustoso el golpe de suerte. “ De todas m aneras, — dijo G onzález— , Celedonio me la tiene velada. Se puede decir que hoy es un día de suerte para mí, qué carajo, voy
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a enfrentarm e a la situación” . G onzález eligió un com pinche para ejecutar el m andato de la banda. Se llam aba Carlos M arín Vela, y tenía p o r alias " La Seca”. Y con él se fue a Arm enia para cum plir el pacto fatal. Se instalaron en una pensión, eludiendo a los detectives, policías y soldados que pululaban por doquier. La prim era etapa del plan consistía en el reconocim iento del terreno donde se movía M artínez Acevedo. N o fue difícil encontrarlo y m ucho m enos seguirlo. Celedonio era un líder p opular y se daba con todo el m undo. M uy pronto supieron donde vivía, donde era la oficina y a qué hora se dirigía a la em isora para producir su program a. T odo fue m eticulosam ente preparado. P o r fin, un día, a b o rd o de un taxi que co n trataro n p o r horas, lo siguieron desde la em isora hasta la casa de su suegra a donde había quedado de alm orzar y recoger a su m ujer, y a su pequeña hija. Ya con la tarde, M artínez Acevedo, su esposa y su hija, subieron al autom óvil y se dirigieron a la Plaza de Bolívar donde com partían un apartam ento. Celedo nio descendió del autom óvil con la niña en brazos y se dirigió a la puerta p a ra ab rir la chapa. La m ujer, cerró la puerta y fue atrás p ara sacar unos enseres del baúl. En esas e'staban cuando se detuvo un taxi m uy cerca de ellos y cuando M artínez Acevedo, con la niña en brazos, se disponía a a b rir la puerta de su residencia fue abaleado sin m isericordia. L a niña recibió un tiro en la pierna derecha y la m ujer resúltó ilesa; Los bandidos, abordo del taxi, huyeron sin ser perseguidos y regresaron con presteza a la m o n ta ña. G onzález había m anchado sus m anos de sangre. La m uerte de M artínez A cevedo fue el acabóse de la banda. En adelante debie ron so p o rta r la m ás enconada persecución de centenares de solda dos y policías desplazados p o r todo el Q uindío en busca de los asesinos.
Poco después, tras un exitoso operativo J a ir G iraldo cayó en p o d e r del ejército . El ban d id o an d ab a m erodeando p o r los alrede dores del “Bar Candilejas-y, horas más tarde, cuando se disponía a e n trar en el apartam en to de Lilia Bernal, fue detenido p o r un sargento vestido de civil. Se cum plieron los vaticinios de “Paterrana”, quien ese día aseguró: “ Esto no es siquiera una cu arta
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parte de lo que puede sucederle todavía” : G iraldo fue som etido a un interrogatorio prolongado y poco a poco se fueron conocien do las intim idades de la m uerte de M artínez Acevedo, el paradero de m uchos m iem bros de la banda y los recovecos que estos frecuentaban. En consecuencia, Carlos M arín Vela, alias “La Seca”, el m ás cercano com pañero de G onzález en la ejecución del periodista, fue m uerto en com bate con el ejército cuando preten dieron echarle m ano. G onzález volvió a ser el capo de la cuadrilla en lo más arduo dé la persecución. Se refugió, po r un tiem po, en Salento con “Paterrana” y “El largo”, sus hom bres de confianza, y allí esperó pacientem ente que el tiem po definiera la situación. Pero no hizo buen tiem po. Alicia parió a su prim er hijo, C arlos A lberto, en m edio de la fuga y el acose incesante de las autoridades. Y con él en brazos a n d ab a en los confines de la m ontaña. El m al tiem po am ainó meses después. Entonces ocurrieron cosas inesperadas. G iraldo fue trasladado de A rm enia a Q uim baya donde se lo sindicaba de la m uerte del alcalde y otros delitos. Y de allí escapó en circunstancias no m uy claras y com prom etedoras p a ra varios políticos locales. El episodio dio m ucho que hablar. Se dijo, entonces, que G iraldo había logrado fugarse gracias a la com pli cidad de los carceleros que fueron com prados p o r el directorio conservador de esa población, donde G iraldo contaba con bue nos amigos. Pero lo cierto fue que huyó. G iraldo huyó a las m ontañas de Pijao p ara reunirse con/su gente. Escarm entado reconoció ante todos que un jefe com o él no podía exponerse de esa m anera. Les ratificó su decisión de seguir adelanté con la línea política que se habían trazado inicialm énte y el firme propósito de no claudicar ni poner en peligro la integri dad de la cuadrilla. H ubo apretones de m anos, ustedes se podrán im aginar. El reencuentro fue celebrado con grandes borracheras y com ilonas. Su antigua aureola de jefe im batible se acrecentó aún más y nueva gente se incorporó a la cuadrilla. C ada rato lo ponían contra la pared. “Paterrana”, p o r ejem plo, le dijo pacien tem ente un día: “ Si usted sigue en las mism as, no sólo encontrará la cárcel sino la m uerte. M il veces le he dicho que esa m ujer será sú perdición” . P or entonces, G onzález estaba alicaído, no se encontraba consigo m ism o, se sentía fatigado, con ganas de ver a “ los viejos”
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en Pijao y se dio las mañas de zafársele, por un tiempo, a Gira Ido. Con Alicia y su hijo, visitó, a hurtadillas, la casa de su padre, en Pijao, y allí se encontró con Virgilio Salinas, viejo amigo de la familia y padrino de una de sus hermanas. El viejo Salinas había llegado hacía una semana, procedente de Jesús María, especial mente de “Cachoenao”, en Santander, con la importante misión de contactarlo y enterarlo de la situación que por allí se estaba viviendo. Efraín supo, por boca de Salinas, que su fama de hombre macho se había extendido hasta su tierra natal y que en Jesús María, Puente Nacional, en fm,: en la totalidad de los municipios que integran la Provincia de Vélez, habían pensado en él para enfrentarlo a Carlos Bernal, un liberal emerrelista que anda alebrestando a todo el mundo con la promesa de un pedazo de tierra y la misión de acabar con los godos. Y, aconsejados por “Patenana” que veía nubes negras sobre la vida de Giraldo y el porvenir de la cuadrilla, González determinó regresar a su tierna, en compañía de su padre. “Es lo mejor —le aconsejó "Patenana”—.Yo sé por qué se lo digo. Giraldo volverá a las andadas. Ese hombre se derrite por unas faldas, es un perro faldero y así no vamos a ninguna parte” .
“Patenana” estaba en lo cierto. A comienzos de abril, Gi raldo, echando por tierra la promesa y descorazonado a sus hombres, volvió a las andadas con Lilia Bernal. Y la policía supo que la pareja se había dado cita en Cartago. La policía departa mental designó al capitán Lorenzo Aldana y a un grupo de civiles para integrar un comité cívico-militar en busca de Giraldo. Pistearon a la mujer, calcándole los pasos. Hasta que se presentó la ocasión. Muy de mañana, Lilia salió de Armenia abordo de un bus que debía conducirla a la estación de ‘‘La Victoria”, uña encru cijada de carreteras. Lilia se apeó en “La Victoria”, lo estrictamente necesario: al morzó, compró frutas en los toldos camineros y una camisa para hombre. Compró otras chucherías. La policía no le despintó pisada. La vio, por un momento, durante el almuerzo, completa mente desolada y triste, sin lavantar la vista del plato. Era una mujer alta, maciza, de senos abultados y caderas redondas. Era
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trigueña, de ojos grandes y m irada dulce, tierna. Lilia Bernal era, tam bién, la triste im agen de una m ujer en derrota. H o ra y m edia después, le puso la m ano a una flota con destino a C artago y ocupó un puesto interm edio en el bus. La policía la escoltó m etro a m etro. Pero ella no estaba: en este m undo, estaba lejos, transpor ta d a p o r u n a pasión intensa. A m aba a G iraldo, intensam ente. No se había ido con él a la m ontaña, pero libraba con él su b atalla en la zona u rb an a , am ándose a los ojos de todo el m undo, en los sitios m ás inesperados. Ya los tenían chequeados. D u ran te la detención anterior, Lilia Bernal dio m uchas pu n tad as sobre la pista de G iraldo. Sin pretenderlo había soltado la lengua, tan hábil fue el interrogatorio. Y p o r culpa de esto, G iraldo era cada vez m ás visible, m ás n o torio a los ojos del ejército y la policía. Sí, la m ujer estaba com pletam ente enajenada. Sabiendo, p o r to d a clase de experiencias anteriores, que no convenía exponerse a los ojos de las autoridades, se exhibía oronda d an d o to d as las puntadas que podía conducirlos a una pista segura. N o tuvo, po r ejem plo, la precaución de llegar a un determ inado sitio, ocultarse unas horas, y luego salir, subrepticiam ente. N o, se bajó de la flota y se dirigió presurosa a la casa de la cita. E ra u n a casa ubicada en las afueras de C artago, en u n a hum ilde barriad a. U na puerta se abrió y p o r ella penetró la mujer.’L á policía no sabe qué pasó allí dentro, pero allí pasó algo que es bueno ponerlo a la vista de los lectores que se recrean con los detalles m ínim os de u n a historia patética. Lilia se detuvo ante la puerta de u n a alcoba, golpeó tres veces y se lanzó en brazos de su am ante. G iraldo estaba tendido bocarrib a en la cam a y allí la recibió to d a entera. Ju g u etearo n un rato. D espués ella se puso de pie, le entregó las frutas y le puso la cam isa. Ella m ism a lo desvistió y le acom odó la cam isa nueva. E ra u n a cam isa blanca; de m anga co rta y cuello pequeño, que le dibujaba perfectam ente el tronco y el talante de sus músculos. G iraldo, envanecido, se m iró al espejo. D esde allí se volteó y la m iró fijam ente; “ Te a m o —le dijo— , p o r ti he ro to todos los códigos de la cuadrilla, te am ó y quiero que vengas conm igo a la m ontaña. Te lo digo po ru n d écim a vez. Ven conm igo, m ujer” . Lilia lo escuchó atentam ente, pero m eneó la cabeza y dijo algo que merece recordarse: “ N o soy capaz de soportar el silencio, tal vez la soledad sí, pero el silencio no. El silencio es venenoso, insidioso,
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hacer volar la fantasía. A prem ia, angustia. Prefiero am arte a distancia y saber que estás vivo y que yo puedo ir en pos tuyo, siempre que sea necesario. Yo tam bién te am o y pongo en peligro el pellejo p o r ven irte,a buscar. Pero te ju ro que no podré vivir contigo en la m ontaña. Reconozco que soy u n a cobarde. Lo sé” . Pero la discusión, la reafirm ación de estos principios, no fue im pedim ento para am arse y se tiraron a la cam a plácidam ente. C on las prim eras som bras, el comité cívico-m ilitar, advertido po r un p ar de detectives, rodeó la casa y le pidió a G iraldo que se rindiera. Pasaron dos o tres m inutos, m áximo. Le repitie ron que se entregara, pero una descarga fue la respuesta de este. La tro p a abrió fuego sin m ás m iram ientos. A dentro, G iraldo ab razab a a Lilia con la camisa blanca a medio abotonar, el revólver en la m ano y sin saco. Tenía un som brero arrugado en la cabeza. E staba delgado y su palidez era más n o to ria al contraste con un bigote finam ente cortado, com o pintado a lápiz. Un bigote de galán en acecho. La tom ó p o r los brazos y le dijo: — ¡Cuídate, mi am or. M uy p ronto estarem os juntos, si no es aquí, entonces en la eternidad. ¡Encomiéndem e a Dios! G iraldo salió a l corredor interior y corrió hacia el fondo de la estrecha pensión. A brió una puerta y salió a un patio pequeño. Trepó p o r la p ared y p o r esta, en equilibrio, llegó hasta un extrem o de la casa. Al o tro lado había un solar igual. Pero no se tiró a él. Se volteó y trepó p o r la pared hasta el techo de la habitación. Desde allí vio un grupo de curiosos en la calzada. Estaban a la expectativa. U no de ellos gritó: — ¡Véalo! -e x c la m ó -— está en el tejado. Varios soldados se ap u n talaro n en el andén y m ontaron sus arm as co n tra Giraldo., Este se m ovía, con dificultad, en el techo. Su presencia era m ás n o to ria p o r la camisa blanca que p o r el resto de la indum entaria. — ¡Atájenlo! ¡Va a escapar! — volvieron a gritar en la calle. G iraldo se escurrió, ap u ntalado en la cim a del tejado, p o r un leve distancia de centím etros y las balas resbalaban en el techo sin hacerle daño. Pero no p o d ía seguir ahí, indefinidam ente, y
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tenía que m overse. C uando lo intentó, u n a bala le arañó el brazo derecho. G iraldo se m ovía con lentitud p ro cu ran d o no echar abajo el techo que era su flanco m ás invulnerable. Pero lo que nunca previo G iraldo es que u n par de civiles y u n policía ganaron el techo de la vivienda del frente y hubo u n m om ento en-que los tuvo frente a frente a unos cincuenta m etros. Se tiró de bruces sobre las tejas y se arrastró . D el o tro lado disp araro n sin com pa sión. G iraldo fue, de nuevo, a tra p ad o p o r u n a b a la que le penetró en el h o m bro derecho. Y a no p o d ía accionar la p istola con esa m ano. H izo unos pocos tiros esporádicos que sonaban débilm en te en fnedio del plom eo con que era acosado. L a p atru lla de la casa vecina disparaba sin cesar. G iraldo no respondía. Se escurrió hacia abajo, en la p arte inferior del techo, y rodó aparatosam ente al p atio interior. El cuerpo de G iraldo aún con vida tra tó de levantarse, pero fue rem atado p o r un certero balazo del capitán Aldaria que ya se encontraba en el interior de la viviendas Lilia Bernal, aún en la alcoba, se tiró de rodillas y le im ploró a los santos de su devoción que no lo fueran a m atar o a herir grave mente. Pero cuando escuchó la algarabía de la tro p a cantando victoria supo que su hom bre h ab ía sido detenido o m uerto. Lilia Bernal salió de la alcoba y corrió h asta el cuerpo desfallecido de G iraldo, rodeado p o r varias personas. Se lanzó sobre él, sin dilación. Le abofeteó cariñosam ente las mejillas, lo besó y se echó a llorar sobre su tórax, quieto p a ra siempre. —Te am aré eternam ente, — dijo Lilia Bernal, delante de todos y con voz firm e. • Luego levantó los brazos y se entregó a las autoridades. —¿■“ Yo se lo advertí varias veces —com entó ‘Paterrana’ días después— , yo le predije que esa m ujer sería su perdición. ¿Ahora sí me creen, com pañeros?” . D ías después, “ P a terran a ” y “ El L argo” , se ju n ta ro n a Efraín G onzález y se fueron con él a Santander, dónde protagonizarían aparatosos incidentes. Pero eso es harina de otro costal.
EL MITO DE SIETECOLORES (T r e s ep iso d io s en la vida d e E fr a ín G o n zá le z)
La batalla de las avispas En la batalla de las Avispas lucharon González, “Paterrona” y "el Largo” contra doscientos soldados del Ejército. L o s pri meros protegían a la fam ilia del bandolero. De esta murieron cuatro personas. D el Ejército nueve unidades. Los tres bandi dos quedaron sanos y salvos. Esta es la increíble historia de un hombre que nació para ser “el ángel exterminador". ; E ra m em orable la “Batalla de las A vispas”. A trincherado en ej viejo caserío de “El Recreo”, E fraín G onzález resistió un asedio m ilitar de catorce horas, desde el alba hasta las som bras de un inolvidable dom ingo de abril. Fue tan enconado e l ataque y ard o ro sa la defensa que no. b astaron al Ejército sucesivas arrem e tidas ,de m orteros, granadas y m etralletas p a ra reducirlo y éste logró escapar, en m edio de la tropa, p ara entrar en la leyenda. H ubo catorce m uertos en am bos bandos. G onzález perdió cuatro m iem bros de su fam ilia y el Ejército nueve unidades, sin co n tar al cabo Sim ón C arrero que m urió destrozado p o r una g ran ad a que estalló en sus m anos cuando el caserón se vino abajo y la tro p a can tab a victoria. La b atalla era recordada-no solam ente p o r eso
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sino porque el Ejército utilizó doscientos soldados y G onzález sólo contaba con dos efectivos: “ P aterrana” y “ el L argo” , sus hom bres de confianza. Los dem ás fueron considerados u n estor bo. E staban allí su padre, M artín G o n zález: su pad rin o d e b autizo. A dolfoT lerreñóT uña herm ana de éste, la vieja E ustaq u iarquien sobrevivicTpara contarlo; su am ante, Alicia Velásquez, y su peq u e ñ d h ijo d e u ñ a ñ ó ,C a rlo s A lberto -, Él caserón h a b ía sido construido hacia 1910 p o r orden del b árbaro general A ristides C astañeda, vencedor en la G u erra de los M il D ías. C astañeda m ilitó en las filas del conservatism o, al m ando del general Próspero Pinzón, azote de U ribe U ribe, a quien ap o d ab an “el Cruzado de 1900”y , com o a to d o m ilitar de alto rango, le tocaron en rep arto m edia docena de haciendas en tres m unicipios de la Provincia de Vélez. “E l Recreo”, ubicada en la vereda de Cachovenao del m unicipio de Jesús M aría, era la principal de ellas y su hacienda preferida. C oncluida la guerra, el general C astañeda anduvo de un lado p a ra o tro y, hacia 1915, resolvió establecerse allí con su últim a esposa, M atilde Pinzón, treinta años m enor que su m arido. Engendraron u n a hija, M atil de, tal vez el último, acto valeroso del general que súbitam ente entró en achaques. “ Ya no soy hom bre” , com entaba a sus más íntim os amigos. Dicen que p o r está causa, M atilde, que era joven y ardorosa, lo abandonó p a ra siem pre llevándose consigo a la pequeña. Y allí m urió, en 1920, com pletam ente solo y "E l Recreo” pasó a ser parte de uná notable herencia sin destinatario conocido y seguro. C uentan que antes de m orir, el general C astañeda hizo llam ar a su íntim o am igo H eliodoro Téllez y le dejó en prenda, a cam bio de un solem ne funeral, la hacienda con todos sus haberes con la condición sagrada de que esta fuera entregada a la persona que al cabo de los años preg u n tara p o r él y p ro b ara su parentesco. Dicen que le dijo a H eliodoro: “ M ira, viejo, m uero solo pero ya verás cóm o sobre mi carroñ a vendrán a com erlas aves de rap iñ a que me acom pañaron a lo largo de la vida” . H eliodoro aceptó, como quien acepta u n encargo, sin m edir las consecuencias y p o r m u chos años se le conocería com o único dueño de “E l Recreo", p o r voluntad del caprichoso general. H eliodoro perm aneció fiel a su prom esa. Entonces valía la p alab ra em peñada. D isfrutó p o r m ás de diez años la hacienda y en 1930 m urió esperando inútilm ente
En compañía de su amante, Alicia Velásquez, quien fue dada de baja en la “Batalla de las Avispas” .
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que alguien to cara su puerta p a ra redim irlo de su carga. En consecuencia heredó su única hija, A na Rosa, quien hab ría de ser la prim era esposa de M artín G onzález y m adre de C arlos Efraín, nom bre con que se lo bautizó en la iglesia de Jesús M aría el 20 de octubre de 1933. C arlos E fraín y sus herm anas A n a Rosa, A na Elvia y B arselina no conocieron al abuelo H eliodoro, ya que nacieron uno tras o tro a la m uerte del viejo. Pero h ab rían de conocer la aflicción. A na Rosa, su m adre, m urió de un vóm ito rojo cuando C arlos Efraín, el m ayor, apenas c o n tab a seis años. Entonces M artín, acosado po r las deudas y perseguido por razo nes políticas, se fue al Q uindío. D ejó sus hijas al cuidado de los fam iliares y se llevó consigo a Efraín. “El Recreo" era, hacia 1960, apenas la som bra de lo que había sido en otros tiem pos. U n caserón sem idestruido, salvado varias veces del derrum be definitivo. E stab a ubicado en u n a explanada, a dos h oras de cam ino de Jesús M aría, rodeado de cafetales y platanales. El cam ino real p asab a a doscientos m etros y había cam initos adyacentes que facilitaban su acceso. P o r el oriénte d ab a sobre u n a cañada, u n desfiladero, producto de la erosión que estuvo a p u n to de sepultarlo p a ra siem pre. U na h o n d o n ad a ah o ra recubierta de arbustos y yerbazales p o r donde se escurría una quebrada de aguas cristalinas y m ansas. U n caserón am plio, rodeado de barandales que da b a n al patio y éste lim itaba con los sem brados de hortalizas y el prim er surco del cafetal. T enía las paredes sólidas y gruesas de adobe doble que resistieron los em bates de los años, salvo el techo que, en m ás d e u n a ocasión, am enazó ruina. U n tejado caedizo de b arro cocido y un halo m isterioso de abandono y desolación. Así lo encontró M artín González a comienzos del año, cuando, p o r arreglo directo con su propietaria, M atilde C astañeda, “La Cenicienta", hija legítim a del general Aristides C astañeda, o b tu vo el perm iso p a ra ocuparlo. M artín te n ía p o r entonces sesenta y tres años y hacía exactam ente veinte que se había ido al Q uindío en busca de m ejores horizontes. Allí, en Pijao, contrajo de nuevo m atrim onio con R osa M aría G uerra, u n a boyacense fuerte y dinám ica que le dio ocho hij o s, uno tras de o tro . Pero nunca pudo encontrar la paz que deseaba. Envuelto en líos judiciales p o r d ar cobijo a un desertor, prim ero, y a un bandido, después, el viejo fue com plicando su existencia, hasta que se vio obligado a aban-
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donar a su m ujer y a sus hijos, a los que había dejado una casa y una finca cafetera, pro d u cto de sus trabajo de veinte años. Dicen que m ató a un hom bre, pero nunca se lo pudieron com probar y los fam iliares del m uerto, poseídos p o r la venganza, lo buscaban para m atarlo. P o r eso y porque E fraín había decidido regresar a la tierra que lo vio nacer, se vino adelante p a ra asegurar un sitio y después de m ucho an d ar de un lado para otro, retornó a “El Recreo”, hacienda que, al parecer, estaba destinada a m antener los atados p a ra siem pre con lazos indisolubles. El prim ero en visitarlo fue su com padre, el poeta Virgilio Salinas, padrino de una de sus hijas, A na Elvia, quien aún ejercía el cargo de secretario de la A lcaldía en Jesús M aría y había cobrado fam a de letrado y sabelotodo. El poeta Virgilio Salinas era la m em oria del pueblo. C onocía, íntim am ente, a la m ayor p a rte de sus habitantes —sobre to d o a los viejos-^, y había m em orizado en sesenta años de vida trashum ante, la historia de Jesús M aría, desde su fundación a finales del siglo X V II. C onstituían su pasión y su vicio secreto leer y acum ular cuanto libro, folleto o artícu lo d e prensa se hubiera escrito sobre la Provincia de V élezy, de tanto repasarlos, sabía de principio a fin capítulos enteros sobre íos m ás extraños sucesos o docum entados estudios sobre aspectos que no lograba entender en form a racional. Pero esto poco le im p o rtab a y, en más de una ocasión, frente a políticos y letrados, ganó discusiones y .apuestas que hicieron sonrojar a sus adversarios y acrecentar su fam a de ilustrado. Sus afirm aciones de tipo ideoló gico eran endebles, confusas y arbitrarias porque echando m ano de su prodigiosa m em oria las reforzaba con una referencia, u n a cita o u n a m áxim a que, en vez de arro jar luz sobre el m otivo de discusión, term inaba p o r crear u n a aureola de im precisión, de duda, de escepticism o. Su conversación era am pulosa, grandilo cuente. T enía un diccionario de palabras de su creación o arbitrio, u n a especie de código cifrado. A lgunas de ellas eran realm ente castizas, pero pronunciadas a su m odo o ligeram ente deform adas m ediante la adición o supresión de letras necesarias p a ra su cabal com prensión. N adie m ejor que él p a ra entablar las relaciones y efectuar los com prom isos que llevaron a Efraín G onzález a con vertirse en el jefe de la resistencia contra el bandido liberal Carlos Bernal y en el em blem a de su raza y su partido en la Provincia de Vélez.
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E fraín y su gente llegaron a comienzos de abril, poco después de la m uerte de J a ir G iraldo, en C artago, y cuando, perseguido y con la banda diezm ada, resolvió aceptar la oferta y venirse a su tierra p a ra liderar la resistencia contra Bem al. N o se sabe cómo eludieron la vigilancia a lo largo de cuatro departam entos ni cóm o lograron tra e r el arsenal, em pacado en cajas y costales. Lo cierto es que m uchos vecinos de “Cachovenao” que ya estaban "hablados" y com partían sus propósitos, ayudaron a tran sp o rtar el arm am ento que poco a poco fueron acum ulando en el zarzo del vetusto caserón de “El Recreo”. U na vez instalados, Efraín ordenó a sus hom bres, “Paterrana” y "E l Largo”, ab rir huecos en las cuatro paredes del caserón, com o si ya hubieran previsto que allí iba a tener lugar la batalla que habría de traer consigo la desgracia y la m uerte de su fam ilia y que sería el punto de p a rtid a de u n a inacabable leyenda de sangre com o si hubiera nacido p a ra ser un ángel exterm inador. El sábado 18 de abril, vísperas de la batalla, se habían congregado alrededor de un asado en hom enaje a su p adrino A dolfo H errefio y a su herm ana E ustaquia que les caye ron de sorpresa. E ra un p a r de viejos sanos y vigorosos que pasaban de los setenta años y vinieron desde A lbania, a m uchas horas de cam ino, p a ra saludar a M artín G onzález y conocer a Efraín. N o lo veían desde 1940, cuando tenía siete años, y M artín, recientem ente viudo, se lo llevó al Q uindío. Supieron que había llegado a "E l Recreo", días antes, y no ag u antaron la tentación de verlo, no obstante la aureola de picaro y asesino que le atribuían. “ Es su vivo retrato , com padre” , dijo A dolfo. “ Tiene la misma pinta que yo le conocí a usted cuando éram os jóvenes y andába m os én parran d as de un lado p a ra otro. H a sacado sus arrestos porque usted, com padre, era un trom padachín, u n ju g a d o r y un enam orado de siete suelas. ¿No es cierto, com padre?” . M artín se quedó viendo a su hijo que, poco antes del m edio día, pasada la euforia de la llegada de los viejos y tras un recorrido p o r el caserón, entró en u n trance silencioso. A h o ra se había ap artad o a un extrem o'del corredor, desde donde contem plaba el paisaje con u n a m irada lánguida com o si h ubiera sido a rre b a ta do p o r el éxtasis y de vez en cuando echaba u n a ojeada a "Paterra na” y "Él Largo", que atizaban la candela p a ra el asado con la tap a dé u n a olla. “ N o sé, com padre, la verdad es que pocas veces m e m iré al espejo y no me acuerdo cóm o era yo en ese entonces.
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Pero si usted lo dice, compadre...”. Efraín era, a los veintisiete años, un hombre de regular estatura, cabello claro, casi rubio, ojos azules y la piel tostada por el sol. Estaba delgado pero era musculoso, sólido y nervudo, como consecuencia de su paso por el cuartel, donde alcanzó el grado de cabo primero, y de la dura vida que llevó en la montaña al lado de Giraldo, por quien sentía aún después de muerto, una gran admiración y afecto. Así lo dio a entender cuando dijo, sin que todavía hubiera entrado en detalles de su vida: “Difícilmente encontraré un amigo igual” . d Aunque no aprobaban del todo la vida licenciosa y la aureola de asesino que tenía Efraín, los Herreño encontraron justificable que se pusiera freno a Carlos Bernal y a sus intenciones de liberalizar la Provincia de Vélez y nadie mejor que él para dete nerlo. Bernal era, según su decir, un comunista, agazapado en el Movimiento Revolucionario Liberal, que andaba alebrestando a todo el mundo con peligrosas consignas y un hombre que había jurado ‘‘no dejar un godo con vida”. Adolfo recordó: “ Tiene las trazas de convertirse en una especie de Tejeiro. ¿Se acuerda de José del Carmen Tejeiro, compadre? Y si es verdad, como dicen, que está patrocinado por políticos como López y recibe ayuda de Cuba, la situación se pondrá grave, compadre. Volverá la violen cia. No cabe la menor duda. De modo que si hemos de entraren guerra, está bien que sea mi ahijado quien se ponga al frente déla defensa” . Por eso no se sorprendieron de ver el arsenal, en el zarzo, ni repudiaron la presencia de su amante Alicia Velásquez y los dos hombres que los acompañaban, ‘‘Paterrona” y ‘‘El Lar go”. Bastó que los presentaran y hablaran un rato con ellos para que naciera una estrecha amistad y el holgorio alcanzara momen tos de exaltación, donde incluso se escucharon vivas al partido conservador y abajos a los liberales y a los comunistas, que, según ellos, eran la misma cosa. Alicia Velásquez era una caldense de armas tomar, delgada y enérgica, cabello castaño y lacio que le chorreaba sobre los hom bros. Tenía veinte años, vivía con Efraín hacía dos y ya le había dado un hijo. La conoció en Armenia en circunstancias especiales y desde un comienzo pensó que era la mujer de sus sueños, tal vez la única que era capaz de soportar la dura vida que llevaba. Era amiga de Lilia Bernal, la amante de Giraldo, y una noche que andaban de farra, las llamaron a su mesa1 Las dos eran coperas en
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el b a r “ Candilejas” y los cuatro sim patizaban entre sí. M ientras bebían, E fraín le preguntó: — ¿Te irías conm igo a la m ontaña? — H ace tiem po esperaba u n a propuesta así. — ¿Nó te d a miedo? — No. E stoy h a rta de los hom bres de la ciudad. M e parecen unos m aricas. Y o tam bién busco hace rato un hom bre de verdad. Al o tro día, bien tem prano, Alicia em pacó su ropa y se fue con él a la m o n tañ a. Tuvieron crisis violentas. Alicia no soportó al principio los frecuentes cam bios de residencia, pero al fin se habituó. D espués quedó em barazada y una noche le dijo: —Y a nunca m ás me separé de ti, pase lo que pase. Q uiero aprender a d isparar. -------Y E fraín, p o r naturaleza escéptico, pensó que, p o r fin, D ios le había concedido lo que ta n to anhelaba: una com pañera de ver, dad., E fraín recuerda que G iraldo le dijo p o r el cam ino: —Te envidio, herm ano. Yo hubiera querido que Lilia hiciera lo m ism o p ara no exponer tan to el pellejo viniendo a la ciudad. L aureano A riza, alia.s " Paterrana” , y Salvador G onzález, a quien ap o d ab an , El Largo” con ju sta razón, eran los únicos sobrevivientes de la diezm ada cuadrilla de Ja ir G iraldo que, de com ún acuerdo, resolvieron acom pañar a Efraín en su viaje de regreso a la tierra natal. Los dos eran inseparables en la buena o en la m ala, y los dos dem ostraban una reverencia especial p o r su jefe a quien atendían con am able solicitud y g u ardaban respeto y obediencia. "Paterrana” era un hom brecito cascorvo, enclenque, desmi rriado y feo, con la cara salpicada de pelos hirsutos, que pasaba de los cincuenta años, pero tenía los arrestos de un joven de treinta. Se defendía en todos los terrenos y a pesar de su notorio;defecto físico era un buen cam inante. No lo a rred rab a nad a ni nadie, y en más de una ocasión resistió solo prolongados enfrentam ientos con la tro p a y siem pre salió bien librado. E ra el brujo de la cuadrilla de G iraldo y tenía fam a de curar dolencias físicas y espirituales a base de riegos, pócim as y rezos y la no menos
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preciada facultad de entrever el futuro y adivinar el pensam iento. M isiá E ustaquia H erreño recuerda haberle oído decir esa tarde, m ientras le leía las líneas de la mano: — U sted tiene m ucha vida p o r delante a pesar de su avanzada edad. Los que parecen estar en grave peligro son su herm ano A dolfo y el viejo M artín. H ay algo en sus ojos que anuncia la desgracia. Parece que se estuvieran despidiendo de la vida. M ire, no paran de hablar y recordar cosas pasadas. E ran terribles los anuncios de “ P aterran a” . El había vaticina do la m uerte de G iraldo por culpa de u n a m ujer y los hechos le habían dado la razón. “ Yo presiento, pero no puedo evitar el destino. Nadie escapa de la m uerte y todos tenem os nuestro día señalado” , agregó. Salvador G onzález, a quien apodaban “El Largo”, era su opuesto: callado y práctico, parecía obedecer al llam ado del m om ento. E ra pariente cercano de Efraín y se habían conocido, sin proponérselo, en la banda de G iraldo. “Cachudo”, de naci m iento, se había criado, com o Efraín, en el Q uindío, a donde sus padres fueron a dar, debido a la persecución política de los años treintas. E ra alto com o su apodo, delgado y extrem adam ente serio, h asta el p u n to de que nadie nunca lo vio sonreír. Vivía agobiado p o r la nostalgia de su m ujer, asesinada en una m atanza de “Sangrenegra”, p o r quien sentía un odio terrible y a quien buscó inútilm ente p a ra m atarlo. H acia el atardecer se sentaron en butacas a lo largo del corredor, desde donde se podía divisar, en el horizonte, la cim a del Furatena ap u n tan d o hacia el cielo. El sol era esa tarde u n disco anaran jad o y las nubes esbozaban paisajes y castillos fabulosos, com o si hubieran sido pintados p o r un pincel mágico. T odos bebían chirrincho, salvo m isiá E ustaquia y Alicia que p o r fin, había sacado a C arlos A lberto del chinchorro donde berreaba y ah o ra lo m antenía despierto entre sus brazos. El alcohol los había . sincerado. A dolfo preguntó a Efraín: — Bueno, ahijado, ¿es verdad que h a m atado tan ta gente com o dicen en los periódicos y en la radio? E fraín hizo u n a m ueca, entrelazó las m anos, m iró el horizonte y respondió enarcando las cejas:
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—Mi fam a de m atón es puro cuento — dijo— . N o me im porta que anuncien a los cuatro vientos que soy un asesino. P o r el contrario, eso me conviene. Pero le ju ro , padrino* que nunca he robado y sólo he m atado a un hom bre. A Celedonio M artínez Acevedo, un periodista de A rm enia. Cosas del azar y p o r fideli dad con Ja ir G iraldo. Pero no se im aginan ustedes lo que pesa en la conciencia la m uerte de un hom bre. Se durm ieron achispados p o r el licor y hacia la m edianoche los despertó el graznido del guaco. Todos quedaron sentados, salvo el pequeño que yacía en un chinchorro colgado en un extrem o de la habitación. Fue un graznido feroz agorero que los hizo m editar p o r varios m inutos. E ra siniestra la leyenda del guaco: traía consigo la desgracia y la m uerte. Pero el sueño volvió a reconciliarlos con las alm ohadas. A las cuatro de la m añana, "Paterrana” despertó víctim a de una pesadilla tenaz.)Soñó que los árboles y los platanales y los cafetales que había en los alrededores del caserío los estrechaban hasta asfixiarlos y vio que los árboles se convertían en oficiales y los arbustos en soldados y un batallón com pleto rodeaba la guarida. Y "Paterrana” desper tó con un grito que alebrestó a to d o el m undo. Los cinco hom bres y las dos mujeres se reunieron de inm ediato en el centro de la sala. Entonces asociaron el sueño al graznido del guaco y la m alicia se apoderó de todos. Las m iradas se clavaron en "Paterrana” que perm anecía agachado, com o arrepentido de ser el agorero de todas las desgracias. “ Los siento venir y son m uchos. T odo un batalló n ” dicen que dijo "Paterrana” y p o r la puerta de atrás salió al p atio para otear el horizonte. C om enzaban a c a n ta r los prim eros gallos y la luz del día surgía incontenible. “ Tenem os tiem po de h uir” , sugi rió “Paterrana” , que regresó con presteza. Efraín ordenó: —N o vam os a h uir dejando las arm as ni voy a co rrer arras trando una m ujer y un niño. Sea quien sea, vam os a hacerle frente. “Paterrana” andaba en lo cierto. Esa m ism a noche, a eso de las doce, en el m om ento en que el guaco despertaba a la gente que dorm ía én “E l Recreo”, Una com isión cívico-m ilitar, com andada p o r el capitán C alderón, llegó a Cachovenao. La com isión dem o ró un buen ra to en casa de A nastasioR om ero, u n anciano agricul to r que se vio presionado a decir dónde se encontraba Efraín
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González y de paso traicionar el pacto que habían jurado los cachudos (así se los denominaba), alrededor de su jefe. Romero no sólo les dijo que podía estar en la hacienda "El Recreo” sino que los hizo guiar por uno de sus hombres. Hacia el amanecer, la comisión se detuvo a trescientos metros del caserón y el capitán comprendió que se encontraba frente al gran reto de su vida. Recordó que González había sido también miütar y era ampliamente conocida su capacidad en la defensa y el ataque. En su momento había hecho varios cursos de ascenso en el ramo de la artillería y por muchos años fue instructor de tiro al blanco. Era fama que antes de escaparse había hecho un curso de inteligencia que lo capacitó para la búsqueda de malhechores, subversivos y desertores. Un hueso duro de roer, un hombre curtido en el campo de batalla, un producto de la legalidad convertido en fuera de la ley. El capitán Calderón sintió un leve estremecimiento, previno a los sargentos de asalto y ordenó avanzar en abanico. Caminó a la cabeza de la tropa, con un megáfono en la mano derecha e impartió órdenes con extrema cautela. Entonces dijo a través del megáfono “ Ríndase González, está rodeado” . Una descarga ce rrada fue la respuesta y la tropa se tiró al piso bajo un diluvio de balas. “Salga con las manos en alto” , repitió, y nuevas descargas arrasaron las copas de los árboles y las sementeras. “Vamos a tomar la casa por asalto” , dijo, y ordenó disparar. Fue terrible la andanada que atronó contra las paredes del caserón. El sol alumbró en todo su esplendor, la tropa se dividió en grupos, cruzó en todas direcciones el campo de batalla y en menos de media hora el caserón estaba rodeado. Durante una tregua fugaz se oyeron disparos aislados en varios sitios de la vereda. “Los campesinos están alerta. Nos pueden atacar por detrás” , pensó el capitán Calderón. Pero dos horas después los facinerosos no daban muestras de entregarse. A través de la radio, el capitán Calderón pidió refuerzos al Batallón Sucre .de Chiquinquirá. Apretaba el calor y el fuego cruzado levantaba polvo de desastre en la vereda. Adentro reinó la confusión. Una bala penetró por el hueco dónde apuntaba "El Largo", le estropeó el arma y lo cegó por varios minutos. Viéndolo sangrar y con la cara chamuscada,
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creyeron que estaba herido de gravedad y descuidaron el frente. La tro p a, suponiendo que estaba p o r producirse la entrega cesó el fuego tam bién. D urante la pausa, “Paterrana” auscultó la heri d a de su com pinche y dijo: “ N o es nada grave. U n leve rasguño que ni siquiera le dejará cicatriz” . C arlos A lberto berreaba debajo de la cam a, en la pieza vecina. Alicia ab andonó su arm a y term inó por m eterse debajo de la cam a, cubriendo con el suyo el cuerpo de la criatura. L os dos gem ían levem ente. “ Es inútil, llevamos cuatro horas de candeleo y los soldados no dan m uestras de retirarse” , dijo M artín. “ Ni se retirarán ” , respondió Efraín, encarando a su padre. “ N osotros nos entregam os” , dijo el viejo. “ No es cobardía. H agám oslo p o r el chino” , agregó. “ U stedes pueden hacerlo, si así lo desean” , dijo Efraín. “ Pero no voy a perm itir que m i m ujer y m i hijo se p u d ran en la cárcel” . El fuego volvió a reanudarse con más, ím petu. El viejo M artín h ab ía perdido del to d o los arrestos y ya ni siquiera disparaba. Se le n o tab a el pánico pintado en el rostro. Sólo “Paterrana" y “E l Largo” m antenían la tran q u ilid ad .“ Se acercan los chulos —dijo ‘P a terran a ’ — . E stán ganando terreno” . A dolfo y E ustaquia estaban com o petrificados, y Alicia seguía debajo de la cam a m urm urando una oración. “ E stá bien — dijo Efraín-—, váyanse ustedes tres. Yo respondo p o r A licia y el chino. A listen trap o s blancos” . N o cesaron de disparar pero los solda dos ganaban terreno. E fraín enarboló u n trapo blanco en el cañón de la m etralleta y lo blandió en señal de entrega. Los disparos se fueron extinguiendo lentam ente. “ A diós, hijo. N os verem os, si D ios quiere, en la o tra vida” , fue la despedida de M artín en ese m om ento suprem o. A fuera, alguien cantaba victoria en el cam po enemigo. El capitán C alderón contem pló con estupor, a través de los binóculos, la entrega de los viejos. Los vio acercarse tím idam ente con las m anos a rrib a y tuvo u n vago sentim iento de culpa. ¿H a bían m ontado to d o un aparataje, m algastaban m illares de m uni ciones, exponiendo todo el batallón, p ara llevarse com o trofeo tres m iserables viejos, entre ellos, para colm o, u n a m ujer que le recordaba a su abuela? El capitán Calderón estaba fuera de sí y gritó al suboficial que estaba m ás cerca p a ra que lo oyera: “ ¿Qué pasa
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aquí? ¿Esos tres viejos nos dan guerra cinco h oras y nos tum ban cuatro hom bres? ¿Qué clase de cabrones com ando yo a la h o ra de la verdad? Sargento Tam ayo, tráigam e esos viejos de inm ediato” . El sargento Tam ayo no dem oró. El capitán una vez que los tuvo al frente, preguntó el nom bre a uno de ellos: “ M artín G onzá lez, servidor” , le respondió. “ ¿Usted tiene un hijo que se llam a E fraín G onzález?” . Y, el viejo, en tono m anso pero seguro, dijo: “ Sí, mi capitán. A m ucho h o n o r” . El sargento Tam ayo le hurgó el estóm ago con el cañón de la m etralleta. “¿D ónde está G onzá lez?” , le espetó casi en la cara. “ N o sé —dijo el viejo— . N o pasó la noche en la casa. Lo esperábam os p a ra m adrugar al pueblo” . El capitán preguntó a la vieja: “ ¿Quién está adentro?” . “ N adie mi cap itán ” , respondió la vieja, agachada. El capitán tenía los ojos colorados. Fue preciso que el sargento Tam ayo le dijera, p a ra calm arlo: “ Se acercan los refuerzos, mi capitán” . Y este echó u n vistazo en la dirección que le indicaba el sargento. “ Está bien — ordenó— . Llévenlos bajo el yarum o y am árrenlos hasta nueva o rd en ” . Y avanzó en sentido contrario a los refuerzos que asom a b a n en la vuelta del C am ino Real. E ra to d o un escuadrón, al m ando del teniente H ernández, un hom bre alto y fornido, de m irada im petuosa, que tenía orden de relevar al capitán. M iró con desprecio a los viejos y después observó el objetivo: el caserón estaba en silencio, quieto, en la m añana radiante, con las paredes llenas de agujeros. “ A hí dentro hay alguien —dijo— . G onzález se está haciendo el pendejo. Pretende engañam os” . El teniente im p artió órdenes a su ayuda de cam po y a la suboficialidad. El subteniente V illarreal asum ió la disposición de los m orteros y se colocó frente a la operación. T rabajaban con celeridad. M inutos después, cuando los cañones apuntaban hacia el objetivo, se le ocurrió al teniente H ernández: — Echem os a los viejos p o r delante. El subteniente Villarreal avanzó rum bo al objetivo, detrás de los viejos, secundado p o r tres suboficiales. A cincuenta m etros del caserón pidió, a través del m egáfono, que se entregaran. N adie respondió. Avanzó un poco m ás h asta el patio, en un acto de tem eridad. A dolfo y M artín continuaban con las m anos en alto. “ Entregúese, G onzález — gritó el subteniente V illarreal— . D e lo contrario entrarem os disparando y no responderem os p o r la
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suerte de los viejos” . E ra cerca del m ediodía y el sol calentaba en todo su esplendor. Efraín G onzález saltó de la trinchera y dijo a su gente: “ Los traen com o carn ad a” . El niño lloraba y Alicia gemía levem ente en la pieza vecina. “ N o los pierdan de vista” dijo Efraín y cam inó hasta la alcoba. “ N o te dem ores — dijo ‘P aterrana’— . Se acercan en m anada. Los tenem os a m enos de doscientos m etros” . El silencio hacía m ás notorio el llanto del niño y los quejidos de la m ujer. Alicia estaba herida en un hom bro y la sangre la ponía histérica. E staba sentada al borde de la cam a con el niño en el canto. “ N os van a m a t a r — dijo Alicia— . Al niño tam bién” . Efráin la tom ó p o r el brazo, “ Vam os al zarzo, allí estarán más seguros” . E m pujó a su m ujer escaleras arriba, la ubicó en un rincón y bajó p a ra colocarse al lado de “Paterrana”. Espió el patio a través del orificio. Los viejos seguían ahí, con las m anos arriba. D etrás de ellos el subteniente Villarreal y tres suboficiales, esgrim ían el m egáfono. “ Tiene cinco m inutos, G onzález — di jo — .V am o s a echar el caserón abajo. A tacarem os con todo y no responderem os p o r los adultos y el chino que se oye llo rar” . Efraín intentó volver al zarzo. " Paterrana” lo contuvo: —No seas .bruto —le dijo—:. No hay que perderlos de vista y definir la situación ahora mismo. ; —A ún es tiem po de que se entregue —gritó el subteniente— . Hágalo p o r el niño. Efraín seguía con la vista clavada en él patio. N o despintaba los m ovim ientos de los militares parapetados detrás dé los viejos. Estos cam inaron un poco más hacia el corredor, con los cañones de las m etralletas en la espalda. “ Faltan treinta segundos --g ritó Villarreal— . Entregúese González. No tiene otro rem edio” . Efraín dijo a sus hom bres, quedamente: —Voy a disp arar al aire. No se me ocurre otra cosa. “Paterrana" y El Largo” perm anecían impasibles. Efraín apretó el gatillo. Entonces ocurrió lo inesperado. Se oyó una descarga cerrada. Escuchó las detonaciones que no eran de su arm a y vio que los viejos se escurrían lentam ente, doblando las rodillas, hasta caer postrados y d ar de bruces co n tra la tierra apisonada del patio.
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El subteniente y el cabo se replegaron disparando. Efraín apuntó entonces. Cayó el cabo, cayó el subteniente. “Vamos a darles candela —dijo Efraín—, toda la que se coman”, y redobla ron el contraataque. Tres soldados más cayeron al piso. Cundió el desconcierto en la tropa. —Malditos —dijo Efraín— Mataron a los viejos y ahora corren como ratas. Los dos viejos yacían al pie del megáfono, que habían abando nado en la fuga. El sol dejó de alumbrar y la tarde, ya encapotada, se tornó sombría. Amenazaba lluvia. Eran las dos y ya llevaban nueve horas de encarnizado combate. El teniente Hernández observó el repliegue de la tropa e intuyó que regresaban con una mala noticia. Efectivamente: el subteniente Villarreal, el sargento Tamayo, el cabo Cabrera y dos soldados habían caído en la intentona. Según el informe del cabo Simón Carrero, único suboficial que salió ileso, los dos civiles habían perecido en la refriega. —La chusma disparó contra ellos —dijo el cabo Carrero—, Efraín González dispara sobre lo que ve. No respetó siquiera a su padre. Es una fiera humana. Nosotros lo vimos moverse, como un felino, con la metralleta en la mano. Ese condenado no tiene figura humana ni comparación en este mundo. Mató a su propio padre. , El teniente Hernández ordenó una andanada de morteros. —Hay que destruir el caserón —dijo—. No demora en venirse la lluvia y eso va a dificultar la operación. Ya se puede decir que González no se entregará vivo. Los morteros repicaron con estruendo. El caserón seguía impasible. De adentro vomitaban fuego de metralla. Ya casi no se lo percibía, a la escasa luz de la tarde moribunda y opaca. Tres grandes troneras amenazaban ruina. Los morteros no cesaban. Un helicóptero planeaba sobre el campo de batalla, buscando un claro donde posarse. Caían los primeros goterones. Treinta hom bres con granadas en las manos avanzaron en la tarde lluviosa. Otra andanada de morteros y el viejo caserón se iría abajo. La lluvia se convirtió en borrasca. Las sombras apremiaban cada vez más. El teniente Hernández se jugaba la última, carta.
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—Viene otra m anada de chulos—dijo “El Largo”— . Corren como ratas. El cafetal está lleno. Efraín se apartó de la trinchera cuando comprendió que algo anorm al ocurría arriba. Alicia ya no se quejaba y el chino había dejado de llorar. Subió rápidamente por la escalera. —Van a invadir la casa —gritó “Paterrana”. Alicia yacía bocabajo sobre el entarim ado y Carlos Alberto no se veía por ninguna parte. Estaba ahí quieta, m uda. Ya no respiraba. Efraín la jaló de las piernas. Aún estaba caliente pero rígida. La volteó y entonces vio que el niño estaba debajo de ella, también rígido. Los dos habían muerto, alcanzados por los mor teros. Alicia apretujaba el cadáver de su hijo y tenía los ojos desorbitados. Efraín se arrodilló junto a sus cadáveres, tomó al niño y empezó a sacudirlo como si quisiera restituirlo a la vida. Entonces lo abrazó tiernam ente contra su pecho y luego lo colocó al lado de su madre. Estalló en llanto, meneando la cabeza, como diciéndose que eso era imposible. Hizo una cruz con los dedos y la besó. Entonces juró que la muerte de su padre, de su mujer, de su padrino y de su hijo, no se quedarían impunes y se la iban a pagar muy Cara. Casi al tiempo sintió que un bicho le atenazaba la espalda, a la altura del om oplato. Fue un pinchazo terrible que le hizo llevar la m ano al sitio del escozor. Entonces comprendió que eran las avispas. Y miró arriba, al techo semidestruido y vio que había cientos, miles de ellas alrededor del panal deshecho. Estaba rodeado y lo picaban p o r todas partes. —Se metieron a la casa — oyó gritar a "Paterrana”. Efraín ganó la escalera en el momento en que ho menos de cinco soldados abrían la puerta, protegidos p o r la lluvia de me tralla que venía de afuera. Se echó la bendición y se escurrió escaleras abajo, envuelto en. nubarrón de avispas, disparando como un rayo en dirección de la puerta. H ubo confusión en la sala. Todos disparaban contra todos. Cayó un soldado. “ El Largo” gritó: “ Me dieron en el hom bro, estoy herido” . Cayó otro soldado. La sala estaba semioscura y olía a pólvora. “ Nos ¿tacan las avispas” , gritó “Paterrana". Cayó eltercer soldado. “Patenaría” estaba en su rincón, “ElLargo" enel suyo. Efraín, sólo Efraín González estaba en el centro, de pie, ligeramente perfilado por los
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últim os rayos de luz que venían de afuera. “ Se nos va a venir el techo encim a” — gritó "Paterrana", incorporándose— . Los tres estaban con vida. E fraín respiró tranquilo. A fuera atro n ab an los m orteros y las granadas. “ Echenle m ano a los uniform es — dijo E fraín— . Yo voy a seguir disparando. Están de nuevo en el p a tio ” . “Paterrana” y “El Largo" desnudaron a los soldados caídos en m itad de la sala. Oscureció. En m edio de las som bras se despojaron de sus ropas y se acom odaron las prendas m ilitares. La lluvia no cesaba. El caserón se venía abajo. C rujían los tab i ques y el cielo raso. “ V am os afuera —gritó E fraín, abotonándose la cam isa del nuevo uniform e— . Vamos. N o me pierdan de vista. V am os a confundirnos con la tro p a ” . Y se lanzaron afuera. El techo se desplom ó. Desde el patio, la tro p a vio com o el caserón se derrum baba. H ubo un grito de júbilo. Se cantó victoria. El objeti vo había sido tom ado. A pretó la lluvia. En la confusión, una g ran ad a estalló en la m ano del cabo Simón C arrero. L a noche se vino encim a.
El hermano Juanito “Una canción de gesta se ha perdido en sórdidas noticias policiales’ Jorge Luis Borges En octubre de 1963 Efraín González hizo una ominosa cose cha de sangre y sufrió uno de los más grandes reveses de su carrera delictiva. En tres asaltos segó la vida de veinticinco personas, perdió cinco de sus hombres y fue traicionado por “El Ganso” Ariza, uno de sus lugartenientes. Clotilde Mateus, su concubina abortó y estuvo al borde de la muerte; el inválido e inofensivo Cristóbal Ruiz, un campesino que difícilmente se sostenía en pie, lo hirió peligrosamente en la tetilla izquierda,,incapacitándolo^ por varios días. Y, como si fuera poco, huyendo del ejército, . después del genocidio de La Mesa, tuvo que saltar a caballo un peligroso abismó a riesgo de su propia vida. El episodio, sin embargo, los favoreció. El soldado que lo persiguió hasta último momento narró con admiración el valeroso acto, pero no tuvo
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recato en difundir la especie de que Efraín G onzález le hizo frente a balazos y que éste había optado p o r la retirada. La m entira lo dejo bien p arad o ante sus com pañeros y la oficialidad y el suceso corrió de bo ca en boca, desfigurado p o r la im aginación, de m odo que en poco tiem po su h azaña se corLVÍrtió__en_Jevenda_v_no faltaron quienes afirm ar on que tenía pacto con eLdiablo_v_era..un frenético practicante de la m agia negra. G onzález asum ió los hechos en form a real, pero no dejó de preocuparlo el haber desem bocado inesperadam ente en aquel abism o y h asta llegó a pensar que constituía un sím bolo de su irrem ediable destino.
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T raum atizado p o r todos estos acontecim ientos, G onzález de cidió a b a n d o n ar la vida que llevaba y hacerse m onje. N o un monje com ún y corriente, sino un m onje a la fuerza, pues no reunía las condiciones necesarias p ara ab ra z a rla s órdenes religio sas. VPárece insólito pero en el fo ndo era un sacerd o teT rústiado. Aprerídió a conocer, siendo niño, las cosas santas en la Basílica de C hiquinquirá, donde, cada año, p o r época de la fiesta de su p atrona, su m adre lo alzaba para que pudiera to car con sus m anos las figuras de cera colocadas en el altar. D ondequiera que veía un sacerdote se p o strab a a sus pies y le pedía la bendición. Cuentan que tuvo por amigo un cura, cuyo recuerdo siempre vene ró, que le enseñó a hablar con los pájaros y demás animales del cam po. González ejerció, efectivamente, un inexplicable dominio sobre los animales toda su vida. Fue, por lo demás, uno de los pocos niños del vecindario de Jesús M aría que po r Semana Santa vio volar palo mas que se convertían en ángeles o sapos con corbatín saltar entre las hortalizas. Su deseo de en trar en un sem inario se vio frustrado, no obstante, p o r falta de recursos económ icos y porque, puestos a escudriñar el pasado y el presente de su fam ilia, encontraron que varios de sus parientes llevaron u n a vida disipada y practicaban extraños ritos que atribuyeron a m agia y brujería. Lo cierto es que G onzález guardó un profundo rencor a su tío E m ilio, a quien atribuía buena parte de su fracaso y de quien al cabo se vengór ab andonándolo a su suerte, cuando estuvo a p u n to dé caer en una celada tendida p o r el ejército en cercanías de C hiquinquirá. C on el tiem po G onzález llevó h asta el fetichism o y j a idolatría su afición p o r las cosas sagradas. Poseyó un variado surtido de libros, escapularios, estam pas y m edallas de los santos de su devqción que conservó h asta el m om ento de su m uerte.. Pocas
Como recompensa al particular o particulare que entreguen o faciliten la captura de
T E O F IL O
R O JAS
A CHISPAS-
f e ' m n i a c h m ríe Caldas
$ 50.0(1;
Tnanúri m>T'l oh nía > 50.000 TOTAL $ 80.000 Y a quienes entreguen o faciliten la. captará de
TEOFILO ROJAS
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tic Oiltírts ! sEO.m)íi
(a. Chispas)
OTA: las informaciones dadas por usted serán mantenidas bajo la más rigurosa y es tricta reserva y no serán dadas a cono cer pífr ningún motivo. Contribuya usted a afianzar la seguri, dad social y su propia seguridad de nunciando sin ningún temor los anti sociales. En esta forma le prestará usted el me jor servicio a la sociedad v podrá ganar: se la apreciable suma 'cíe
CIENTO VEINTE MIL PESOS.
EFKAIN GONZALEZ ,
Chispas y Efrain González, unidos solo en este cartel p o r cuanto en la vida real eran enemigas. “Chispa?* portaba una foto de González con esta
leyenda: “No descansaré hasta verte muerto’’.
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veces faltó a un oficio religioso en dom ingo o fiesta d e s u a rd a r y cuando, p o r cualquier-m otrvoTnd pudo asistir a u n a iglesia para cum plir con los ritos propios de la festividad, se som etió a indeci bles to rtu ras o cum plió agotadoras penitencias en los confines de la m ontaña. Am igos y enemigos aseguran que era víctim a de un extraño sortilegio.^M uchas veces, antes de m atar, exigió u n a o ración a sus víctim as v en ocasiones les hizo besar la sarta de escapularios que llevaba a ta d a en el cañón del fusil. N o es raro, pues, que en esta encrucijada haya elegido la vida del convento. D urante dos largos meses, entre noviem bre y diciem bre de 1963, G onzález intercam bió cartas con varios sacerdotes de Chiquinquirá. Les pidió su consejo respecto de la nueva vida que iba a em prender y ellos decidieron que el sitio m ás indicado para pasar inadvertido y poder cum plir a cabalidad con el santo minis terio, era el C onvento de “ El D esierto de la C andelaria” , en inm ediaciones de R áquira, donde p o r tradición se expiaban los más tenebrosos pecados. Supo p o r boca de los sacerdotes que, en otros tiem pos, el desierto estuvo poblado de erem itas nim bados de claridades sobrenaturales. Vivían en rústicas cabañas y, a im itación de los cenobitas y anacoretas, llevaban u n vida de oración y recogim iento, llena de privaciones. E ran, según éstos, los legítim os descendientes de M acario de A lejandría, quien duró cuarenta días y cuarenta noches de pie, sin com er, sin beber y sin dorm ir. O de M oisés, llam ado cariñosam ente “ El N egro” , quien en úna época de su vida, al ser soprendido p o r cuatro bandoleros, los desarm ó sin hacerles daño, se los hecho al hom bro y los llevó a la capilla m ás cercana p a ra que a d o raran al Señor. H istorias sim ilares, así com o las leyendas y consejas que ro deaban la vida del convento y sus pobladores, term inaron p o r reducirlo, de tal m anera que p a ra com ienzos del año 63, .G onzález anunció su traslado a R áq u ira y su voluntad de ingresar al convento en el a m enor tiem po posible. C uando llegó allí, lo prim ero que observó fue que el convento en n a d a se p arecía que le h ab ían descrito. Ya no existían las rústicas cabañas y los m onjes recogidos en un viejo caserón, asediado de enredaderas y girasoles; salm odiaban sus rezos en com unidad, sem braban ellos m ism os sus tierras y engordaban sus propios anim ales. Las celdas eran frías y sórdidas. El herm ano J u a nito-.¡asLdecidÍQ-llamarseLsolía_discurrir, leyendo u o ran d o ,
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por los largos y fríos pasillos, la mayor parte del día. La vida era dura y llena de privaciones. Continuaban las viejas tradiciones de penitencia y mortificación, pero acostumbrado como estaba a dormir a la intemperie, a pasar hambre y sed, el cambio no significó un sacrificio. Se levantaba al alba, hacía oración, desayunaba parcamente y después se dedicaba al estudio de textos sagrados y a leer la historia de la comunidad. En las noches, se reunían alrededor de una larga y desmantelada mesa para pasar un rato de esparcimien to y consumir la mejor comida del día. Se contaban entonces las más diversas historias, leyendas y consejas. No faltó quien dijera que por aquellos desolados parajes vagaban desde tiempos inme-r moríales ángeles de apariencia juvenil, sostenidos en largos caya dos y que se escuchaban las voces pacientes y doctas de eremitas llenos de sabiduría y santidad. Los malignos, por su parte, en figura de animales, erraban en torno a los solitarios para distraer los de sus rezos y meditaciones e inducirlos al pecado. No vacila ron éstos en tomar la forma de bellas y rozagantes campesinas que se acostaban al paso de los eremitas. Aseguraban, también, que sobre las arenas rutilantes del Gachaneca —río que atraviesa la región— aparecían copiados en la mañana los pasos de sátiros afrentosos que en las noches se entregaban a desenfrenos y orgías con las bacantes lujuriosas del trópico. La Candelaria era, según los monjes, un campo de batalla donde las fuerzas del bien y del mal libraban singulares combates. Era el mundo. Y ellos estaban allí para lavar con sus sacrificios y meditaciones los pecados de la humanidad. No tardó Juanito en abandonar el encierro y salir por los alrededores para conocer y servir a las gentes. Por los intrincados caminos de Ráquira, Tinjacá, Sutamarchán y Villa de Leyva, lo vieron pasar muchas veces, ausente y pensativo, tratando de socorrer oportunamente a los necesitados. Alguien escribió que "asistió a los enfermos, les llevó medicinas y hasta les aplicó inyecciones que prescribían los facultativos, con el más edificante espíritu de sencillez y candor”. Por la noche regresaba, comía muy poco y después de la oración se refugiaba en su celda, donde se flagelaba y torturaba hasta el desmayo. í Mientras tanto- los periódicos y las autoridades especulaban sobre su paradero. Le atribuían asaltos que no cometió y publica-
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ban relatos inverosím iles de sus hazañas. H a sta en los m ás a p a rta dos caseríos y veredas oyó com entar con asom bro las b a rb a rid a des que le endilgaban. Pacientem ente, sin decir nad a, sin dem ostrar la lucha interior que le devoraba las entrañas, oía hab lar de sí m ism o com o si se tra ta ra de o tra persona. Los ' porm enores de las hazañas de E fraín G o nzález, que la im agina ción de las gentes d esvirtuaron hasta_hacer de él un personaje de 'leyenda. no le m erecían n in gún com entario. Pero sin que su In te rlo c u to r lo n o tara , hábilm ente le hacía cam biar de tem a. N o obstante, escuchaba silencioso, cabizbajo, dejando entrever una profunda am argura, cuando se referían a su diezm ada cuadrilla o Cuando, com o en el caso de “ El G anso” A riza, decían que había hecho u n a incalculable fo rtu n a en las minas de M uzo y Peñasblancas. Pero su paciencia no tenía límites cuando las gentes lo confun dían con “ El G an so ” y le atribuían las horribles m asacres que éste dejaba a su paso p o r tierras santandereanas. Entonces llegó a decir barbaridades que las gentes, p ara su fo rtu n a, no lograron asociar ni a trib u ir a una defensa del peligroso y a veces adm irado asesino. Ju á n ito recelaba de las gentes porque sabía que en el fondo eran astutas e intuitivas, dueñas de u n a cultivada m alicia indígena que era parte de su idiosincrasia. Por eso, cuando súbita m ente le preguntaban si era verdad que los sacerdotes protegían al tem ible antisocial, palidecía, pero candorosam ente les repondía que se tra tab a de invenciones de los enemigos de la Iglesia que no perdían la m enor opo rtu n id ad p ara desacreditarla. Los co m entarios e inusitadas preguntas de los feligreses com enzaron, sin em bargo, a inquietarlo. . U na tarde, en R áquira, supo ocasionalm ente p o r b o ca de un p arroquiano que u n detective seguía las huellas de E fraín G onzá lez p o r esos contornos. Im perturbable, Ju a n ito com entó que las autoridades veían la som bra del oscuro forajido p o r todas partes, pero nunca donde verdaderam ente estaba y que, según su m odo de ver las cosas, éste nunca buscaría refugio en tierras de hom bres pacíficos, honrados y trabajadores, com o los de aquella com arca. Agregó, convincente, que las buenas gentes boyacenses nunca darían cobijo a sem ejante m onstruo de la naturaleza. Y, com pun gido, regresó aquella tarde al convento. Presintió el final de la tranquila vida que llevaba e intuyó que lo esperaban de nuevo la
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m o n tañ a y la cuadrilla, com o única garantía de supervivencia. Ya casi al am anecer, vencido p o r el sueño, decidió encerrarse definiti vam ente en su celda y estar a la expectativa. M uchos días estuvo urdiendo la form a de com unicarse con los suyos, pero desconocía sus p araderos y su suerte final. U na noche decidió escribirle a Cleotilde, a quien im aginaba asediada p o r las autoridades de Puente N acional. L a respuesta no se hizo esperar. La m ujer se quejaba de las largas noches de desvelo pensando en su vida, de la cruel y despiadada m uerte de “ C om ino” y de “ Aguila” , quienes se negaron h asta últim o m om ento a decir dónde se refugiaba. Y se enteró, con satisfacción, de la propuesta que “ El G anso” le había hecho de sald ar las viejas querellas y reagruparse p ara sobrevivir, d a r solidez a la diezm ada cuadrilla y ánim o a los fieles pero tem erosos seguidores que llevaban un vida de sacrificio y m iseria en los confines de la m ontaña. En la últim a carta, Clotilde le\ co n tab a que dirigentes políticos del conservatism o lo necesitaban p a ra co n tro lar los votos de A lbania, Jesús M aría, Saboyá y C hiquinquirá en las elecciones de m itaca del año 64 y que tenía tam bién grandes perspectivas de integrarse a la A napo, el nacien te m ovim iento político que pretendía restau rar la perdida digni dad del general G ustavo Rojas Pinilla. Las propuestas eran h a la gad o ras. sobre todo la últim a, para salir d elo aso . Pero en el fondo no quería volver a servirle al p artido con servador q ue, al h acer parte_del F rente Jáaeio n al,. .había,.desvirtuado, la_ esencia de su d o ctrin a y defrau d ad o las esperanzas de m illones de com patriotas ¿Efundirse con.su.encarnizado rival de to d os los tiem pos. Recela b a tam bién de la A napo, aunque creía que el general Rojas Pinilla había sido el m ejor presidente de los colom bianos. El único que había puesto orden, restau rad o la paz y la concordia entre las gentes. T enía m ás de u n a cosa que agradecerle al general, p ero la insidia, la traición y las frustraciones, que eran las m ás frescas experiencias de su lucha política, habían puesto un velo de escep ticism o en su m ente y endurecido su conciencia. M uchos días y noches pasó Ju a n ito recuperando su pasado y tra tan to de darle úna nueva dirección a su agitada vida. Silencioso y cabizbajo, totalm ente enajenado p o r la urdim bre de sus pensam ientos y a p a rtad o de las cosas de D ios, recorría los largos y angostos corredores del convento. Sólo de vez en cuando, instado p o r los m onjes, se integraba a la oración y a la charla en com unidad.
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E ntre ta n to , la idea de que los padres dom inicos protegían al desalm ado E fraín G onzález fue cobrando fuerza. N o sólo en la capital y en las grandes ciudades, sino h asta en los m ás ap artad o s rincones, donde quiera que llegaba u n periódico o se escuchaba la radio. Y, concretam ente, en los alrededores de “ El D esierto” , se tejieron los m ás variados com entarios a raíz de su ausencia. N o faltó, inclusive, quiena aventurara que n ad a tenía de raro que bajo las investiduras sagradas del herm ano Ju a n ito o en las más oscuras celdas del viejo convento, se am p arara al tem ible ban d o lero. P ara co n trarrestar la avalancha de com entarios y desviar la dirección que estos iban tom ando, los m onjes tuvieron que urdir la increíble historia de que era víctim a de u n a enferm edad que le exigía reposo. E inclusive, cuando se dieron cuenta que la excusa atizaba la suspicacia, le aconsejaron que saliera de nuevo p o r los cam pos, p ero que se lim itara a cortas y superficiales visitas a las gentes que estaban acostum bradas a verlo, cediera poco en las conversaciones y desvirtuara to d o el andam iaje que oscuros ene migos de la Iglesia tenían m o n tad o contra sus servidores. Y Ju a n ito salió de nuevo, disim ulando el tem or que lo em bargaba y luciendo descom puesto y transparentado p o r la palidez y las consecuencias de la penosa enferm edad. Pero si bien es cierto que inteligentem ente fue rehaciendo su im agen, tam bién es verdad que arreció la búsqueda y la persecución. Los cam pesinos eran interrogados diariam ente a quem arropa, pues el ejército intuía que en el fondo lo, protegían. Ju an ito se hizo cada vez menos visible. V isitaba a las gentes m ás crédulas e ingenuas, pero eludía los cam inos concurridos, los corrillos y, sobre to d o , a las au to ridades. Sabía, no obstante, que llegaría el día en que esto ya no fuera posible y debía estar preparado. Y ese día llegó. Ju an ito an d ab a p o r los alrededores de R áquira y ya tarde fue interceptado p o r una p artid a de soldados. Les dio la cara abierta mente. Bajo el som brero de “ corcho” y u n par de cejas pobladas, unos ojos redondos y vivos de felino, abarcaron el.ám bito en que se em plazaron cerca de diez soldados. Su m ano izquierda desean^ saba sobre la cabeza de la silla y tenía la derecha, ligeram ente desgonzada a la altura del m uslo. Recuperó una perdida imagen de soldado que le recordaba épocas aciagas. C on voz pausada y serena, respondió al sargento que los com andaba to d as las pre guntas que le form uló. Un soldado joven, cetrino, de m irada
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maliciosa, rectificó su imagen en una fotografía y la mostró al resto de sus compañeros. Con un movimiento de cabeza, que Juanito creyó favorable, concluyó el interrogatorio. Juanito es poleó su cabalgadura y siguió de largo, pausadamente. ¡Estaba a salvo! Pero no sospechó que, tercamente, el soldado de la foto insinuó seguirlo a prudente distancia. Más adelante, desde un recodo del camino, observó que lo seguían. Súbitamente com prendió y en segundos concibió un plan. Supo que, de persistir la disimulada persecución, no podría volver al convento. Entendió que debía seguir de largo y huir, abandonar para siempre toda tentativa de rehabilitarse, volver a la montaña, organizarse y pelear furiosamente contra sus encar nizados rivales. Su vida no tendría descanso. Apuró el paso. Los soldados también. Cruzó de largo, atropelladamente, frente al ya casi invisible caserón del convento y se perdió en la noche, sin que los soldados lograran encontrar su guarida o sus huellas. Y como era campo abierto, el mito de “Sietecolores” volvió a tomar fuerza. La imagen de un sacerdote montado en una muía zaina que, tras una carcajada salvaje, se pierde súbitamente en la noche, quedó grabada para siempre en la memoria de las gentes.
La última tarde La tarde se vino encima pero todavía calentaba el sol. E nton ces decidí salir a dar una vuelta. ¿Sería la última? No lo sabía. La - carta era terminante: " Tiene plazo hasta el domingo para abandonar el pueblo o no respondo por su vida. Yo soy quien manda aquí y siempre cumplo lo que prometo. Atentamente, Éfraín González”, Alcibiades sonreía detrás del m ostrador de la pesa, donde no quedaba sino m ortecino y un enjam bre de moscas. M ostraba con satisfacción su diente de oro y un talegado de billetes y ya se quitaba el delantal blanco m anchado de sangre. — ¡Increíble, teniente —dijo—, vendí cuatro novillos y dos cerdos. Estoy medio m uerto. Mi mujer y yo no dábam os a basto. La gente tuvo que hacer cola. — Me alegro —le respondí y lo dejé con la m ano tendida. Los comerciantes recogían los toldos. En el almacén de la esquina, don Eleuterio y su m ujer practicaban el trueque colonial.
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E ra la hora del botín, cuando los cam pesinos, desesperados, vendían sus esm eraldas a m enos precio o las cam biaban p o r driles y sedas relucientes y baratos. Em pezaba el negocio en tiendas y cantinas. M edia docena de cam iones cargados de m aíz, cacao y café, estaban aparcados en la calle de Las C huchas, donde choferes y negociantes se bebían la últim a cerveza y no term inaban de acariciar a las coperas. Olía a m iaos y a cerveza derram ada. A lrededor del cacho, un grupo de jugadores arm ab a un alboroto del dem onio. No rep araro n en mí, ni mi presencia bastó p ara desanim arlos. Este es u n pueblo de m ierda. A quí la au to rid ad no vale nada. D on M ilciades se balanceaba sobre la m ontura de “ C atire” , m ientras echaba pico a la botella de cerveza y se lim piaba con la m anga. D espués puso a cabriolear el alazán que taconeaba sobre el em pedrado com o u n a bailarina española. U n bellaco en u n bello anim al, pensé, m irándolo de frente. D o n M ilciades levantó la fusta y desbocó a “ C atire” que pasó zum bando a mi lado. — ¡H ola teniente! — dijo, tiran d o la rienda del alazán que estaba de regreso, em bistiendo com o un to ro b rav o — No se atortole, teniente... “ C atire” es brioso y se encabrita cuando ve un uniform e. Es antim ilitarista, pero inofensivo. —Eso veo — le dije— Es un anim al m uy inteligente; M ucho más inteligente que algunos cristianos. — P or eso vale lo que pido — dijo riendo con sorna— Y no rebajo un solo centavo. “ C atire” se revolvió com o u n a serpiente y corrió calle arriba hasta la plaza principal. Algo raro ocurría p o r allí; T odo el m undo estaba congregado frente a la casa cural. Tres agentes venían a mi encuentro. —¿Qué pasa? —les pregunté. E staban pálidos y acezantes, com o si hubieran corrido varios kilóm etros. — D icen que E fraín G onzález está en el pueblo y viene a cum plir u na prom esa. Su Willis está estacionado frente a la casa curial. Es increíble, teniente. H asta el m ism o cura lo protege. Cam iné, sin responder, hacia la casa cural. Los agentes, sor prendidos: v atem orizados, m archaban a m i lado. >
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—No vaya, teniente —dijo Rodríguez—, ese hombre es el mismo demonio. No exponga su vida. Me detuve en la mitad de la plaza, donde un grupo de curiosos hablaba en voz baja. Alguien dijo cuando me vio: —Efraín sí los para a todos. Con él no hay vainas. Apuesto lo que quiera que ese sí lo saca del pueblo. No los determiné para nada. Entonces ordené a los agentes que aún seguían a mi lado. —Ustedes váyanse para el cuartel Yo voy a entrar solo en la casa cural. "Los agentes se miraron entre sí, mudos, más pálidos que antes. Así los dejé y caminé, decidido, hacia el Willis que estaba a pocos metros. —Va derechito a la muerte —dijo alguien. Comprobé las placas del Willis con el número que había memorizado. Era el mismo. Un Willis azul, descapotable, lleno de polvo, que le habían obsequiado los mineros de Peñasblancas._ Golpeé a la puerta de la casa cural. El padre Medina, en persona, a b rió .' —Vengo a detener a Efraín González—dije en tono enérgico. El padre Medina parpadeó y frunció el ceño. —Es mejor que se vaya, teniente. Efraín no está molestando a nadie. Sólo viene a oír la Santa Misa y a cumplir una promesa. Quiere confesarse... —... y comulgar conmigo —lo atajé, al tiempo que sacaba la carta del bolsillo— Mire la propuesta que viene a cumplir. El padre Medina le echó mano a la carta. La leyó y me miró sonriendo. ; r—No se preocupe, teniente. Es uno de los chistes de González. No la tome como una amenaza. Cuando el quiere confesarse y comulgar, escribe barbaridades como esa sólo para amedrentar para hacerse campo en el pueblo. Pero luego se arrepiente. Hay que tomarlo con calma, teniente. No darle trascendencia. Efraín
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me ha prom etido, bajo ju ram en to , que se p o rta rá bien. Y yo estoy aquí p ara hacer cum plir su palabra. El pad re M edina intentó cerrar la puerta, com o si ya me hubiera convencido, pero coloqué m i b o ta a tiem po p a ra im pedir lo. —Vea, p adre, G onzález es un delincuente y yo la a u to rid ad y es mi deber hacer cum plir las leyes. — Confíe en m í, teniente. Soy un m inistro de C risto y es mi deber tam bién pro teg er al descarriado que quiere volver al redil. E ntienda, teniente. El m urm ullo de la gente creció a m i alrededor. A lguien protes tab a po r m i introm isión. — P o r eso es que pasa lo que pasa —dijo— D éjenlo tranquilo y verá que nada m alo ocurre. —Ese hom bre tiene razón, teniente — dijo el pad re M edina— G onzález es inofensivo si no lo tropican. Y es u n buen cristiano. C ualquier bandido no hace esto: arriesgarse sólo p a ra cum plir una prom esa a la Virgen del R osario. ¿Se d a cuenta? —E n la carta dice que él m anda aquí y siem pre cum ple lo que prom ete. ¿Cóm o debo entender su orden de a b a n d o n ar el pueblo hoy mismo? : — Y a le dije que son puros aspavientos y hace eso sólo p a rá sentirse seguro de que nadie lo va a m oletar. ¿Entiende, teniente? — Y a entiendo — dije— U sted está de su lado. —Yo, com o C risto N uestro Señor, estoy del lado de los pecadores arrepentidos. Acuérdese que él tam bién recibía a los pecadores e invitó a D im as p a ra verse con él en el Paraíso. — E n el P araíso es que voy a estar yo p o r inocente, padre. —N o tem a, teniente. Se lo prom eto y pongo al pueblo p o r testigo. L a gente apoyó las palabras del padre M edina. H ab laro n al tiem po, én u n m urm ullo, com o si respondieran la letanía de una oración. M e acosaba el a m o r p ro p io y la vergüenza de-la-áutóridad pisoteada que estaba en mis m anos. Pero me dije qué este era
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un pueblo de m ierda, incluyendo al cura. U n pueblo que no valía la pena el sacrificio. — Perm ítam e entrar, padre — dije— , es p o r cum plir un form u lism o. La a u to rid ad no puede quedar desacreditada ante la gente. ¿Con qué derecho voy a aplicar la le y a los que la violan? — Eso es verdad — reflexionó el padre M edina— , pero si pasa algo aquí dentro es culpa suya. El vocerío respaldó sus palabras. Me franqueó la puerta. Entré. —H ablen un p a r de m inutos —anotó el padre M edina— Es m ejor que arreglen p o r las buenas. M uestre el revólver, teniente. Efraín está desarm ado. N o quise obedecerle y cam iné en dirección al interior p o r el largo zaguán. En el patio florecían las bugam bilias y los claveles y un arom a de chocolate llegó de la cocina donde una m ujer echaba leña al fogón. E l padre M edina, nervioso, se adelantó en el am plio corredor de barandales y me guió a la sala que estaba al final del pasillo. A ntes de en trar advirtió con el índice levantado. —T ranquilo, teniente, y verá que n aaa m alo ocurre. V am os, le dije con la cabeza, y el padre M edina abrió la pu erta de la sala y entró prim ero que yo. E ra un cuarto pequeño, con las cortinas cerradas, convertido en sala de recibo. Las paredes esta b an llenas de cuadros alusivos a pasajes bíblicos e im ágenes de santos y m ás grande que to d o s el cuadro de la Virgen de C hiquinquirá. H a b ía tam bién u n a m esa y varias sillas de alto espaldar en el centro de la habitación. Y p o r los lados tres o cuatro sillones am plios y cóm odos. E fraín G onzález estaba sentado sobre u n o de los sillones, tirad o de espaldas, con el som brero echado sobre los ojos. E staba en m angas de cam isa, con la falda p o r fuera, y lucía un p an taló n h abano de dacrón, unas botas tenis carm elitas y la ru an a d o b lad a en el canto. G onzález se enderezó y se echó el som brero hacia atrás. M e m iró sonriendo. Tenía los dientes blancos y los ojos claros: su tem ible m irada de león. E ra grueso y curtido, frisaba en los tre in ta años. = —¿Se le ofrece algo, teniente? —preguntó y me m iró con visible m enosprecio.
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— N ada. Sólo quería tener el gusto de conocerlo en persona. —¿N ada más? Entonces sentí que me tragaba la tierra, pero no eché m ano al revólver. — N ada más. El padre M edina dio u n saltito, se recogió la sotana y dijo: — ¡Esto hay que celebrarlo! Y se escurrió p o r la puerta que daba a la iglesia. G onzález no me q u itab a la vista de encim a y me m iraba con sorna. — M ire, teniente —dijo— Yo tam bién fui m ilitar y m uchas veces cumplí m isiones com o esta. ¡Créamelo! / — Pero ah o ra está fuera de la ley. — Me defiendo com o puedo — dijo— Ustedes me persiguen p o r todas partes y yo tengo que defenderm e. La cárcel no se hizo p ara mí. ¿Sabe u n a cosa, teniente? D icen qué m is crímenes, sum ados, darían m il cuatrocientos años de prisión. ¿Se imagina? Si me dejo pillar, son capaces de hundirm e p a ra siem pre en la cárcel. N ad a g rato , ¿verdad? —Así es — dije p o r joder. —¿Sabe u n a cosa, teniente? La m ayor parte de los crím enes iiu eme achacansonharina-deotro-costal-Y o-no-so-V -elúnico,que echa bala p o r aquí. Por o tra parte,sep a. de u na vez p o r to das, que yo no ataco, me defiendo. M i única.ambicióa-en:este m om ento es la amnistía.^Quiero, trab ajar v m overme en paz, pero veo que eso es im posible. T odos los gobiernos m eja .jia n .prom etido y.todos me h an engañado, Me hantraicionado-¿Q ué-saea-unoG on-servir a un p a rtid o ? N o supe qué responder. E stab a com o petrificado y tenía el cerebro en ceros. ■ —Yo se que usted está en lo suyo —agregó— Yo, en su lugar, hubiera hecho lo m ism o, tra taría de cum plir con mi deber. Eso quiere decir que estam os en bandos opuestos. Es u n a lástim a,
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teniente, porque reconozco que usted es un hombre valiente. No cabe duda. Usted me ha perseguido día y noche, me ha buscado por todas partes. Pero en esta guerra hay que estar prevenido. Yo no me duermo sobre mis laureles y cuando usted va'yo vengo. ¿Entiende? Y nos hemos encontrado en la mitad del camino y no se ha dado la casualidad de que los dos tropiquemos. ¿Se acuerda de las cartas que le he mandado? —Sí —dije— ¿por qué habría de olvidarlas? —Estamos de acuerdo —anotó— Esas son cosas que no se olvidan. Haga entonces lo que tenga pensado. Pero no aquí. Aquí vamos a portarnos bien. Estamos en campo neutral. —Es verdad —dije—, que sea otro día. Cuando Dios lo tenga convenido. —Eso me gusta, teniente. Así se habla. Es usted un buen cristiano, un buen militar y un buen santandereano. El padre Medina irrumpió en la sala con una bandeja, una botella de vino y tres copas. El curita sirvió y nos invitó a seguir. González levantó la copa y me guiñó un ojo. —A su salud, teniente. Era vino de consagrar, añejo y suave, con un delicado sabor de cosas olvidadas. —¡Mi Dios todo lo puede! —exclamó el padre Medina. González se levantó el sombrero en señal de acatamiento cristiano y abrazó al padre Medina. —¡Siéntese, teniente! —dijo González— Charlemos un rato. —No puedo —dije—, debo volver al cuartel. —Está bien, teniente. No faltaba más. Cada uno a lo suyo. Y salí. Afuera la gente seguía arremolinada frente a la casa cural. Había una gran expectativa. —¿No le dije? —gruñó alguien—, con Efraín González nadie puede. No ha nacido el hombre que le ponga la pata.
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Me sentí com o un perro regañado y un rab o im aginario rae crecía atrás. Ib a con la cabeza gacha cuando “ C atire” cruzó zum bando a mi lado. Me detuve en seco y m iré con irá a don M ilciades, dispuesto a todo. El viejo zorro respondió con una sonrisa bonachona y atropelló a su alazán. D ebía regresar al cuartel p a ra arreglar m i m aleta. E ra imposible seguir un día más en este pueblo. ¡Qué caray! — me dije— . ¡El todo fue que me di el lujo de m irarlo a la cara y saber que tam bién es m ortal!
UNA TRAMPA PARA “ CHISPAS”
En septiembre de 1962 Teófilo Rojas, alias " Chispas”, ú no de los bandoleros más controvertidos (el único que estuvo a punto de dar el salto hacia la guerrilla de orientación izquierdisíá), escribió en respuesta a un mensaje de la reina nacional dé belleza, Olga Lucía Botero, quien lo invitaba a poner fin a sus actividades: "Nuestra lucha será en lo sucesivo de pobres contra millonarios, de oprimidos contra opresores; lucha social, en la cual quedan excluidos todos aquellos infames atropellos que viene realizando Ja oligarquía con las Fuerzas Armadas a su servicio y que la ‘gran prensa ’ estimula en sus publicaciones. Que los dineros que se mal gastan persiguiéndonos se dediquen a aliviarla tremenda miseria a que nos han llevado los indignos gobernantes. Muera la oligarquía de todos los partidos. Viva la revolución social. Nuestra lucha, bella soberana, es en favor de los explotados”. ; La respuesta fue puesta en duda. No sólo porque "Chispas” era semianalfabeta (y difícilmente se podía concebir un texto suyo en esos términos) sino porque sus acciones no se compadecían con sus palabras. Y eso hizo pensar que detrás de él había elemen tos interesados en manejarlo a su antojo. En todo caso, fue su perdición y su sentencia de muerte.
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R echazado p o r la gente de su propio partido, el liberal, que no veía con buenos ojos su nuevo rum bo ideológico; p erdido el apoyo de los h acendados que inicialm ente lo habían protegido, presionó a los cam pesinos en busca de dinero p a ra su causa y la respuesta fue la delación. Un día, a finales de ese m ism o año, com pareció ante el B ata llón Cisneros un angustiado padre de fam ilia y antiguo sim pati zante del bandido. El cam pesino (cuyo nom bre nunca fue dado a conocer) m ostró al oficial que lo atendió u n a carta en la cual " Chispas" lo am enazaba de m uerte si no cedía a sus pretensiones. E staba enam orado de su hija y dispuesto a secuestrarla si no se la entregaba p o r las buenas. Le d ab a quince días de plazo (que se cum plirían hacia m ediados de enero de 1963) al cabo de los cuales iría po r ella " contra viento y marea”, dispuesto a jugarse el todo p o r el todo. L a carta fue leída m uchas veces y de allí salió un plan. El delator regresó a su casa debidam ente adiestrado sobre lo que debía hacer. En prim er lugar contestar al ban d id o anuncián dole que estaba dispuesto a entregarle la m uchacha con tal de que n ad a le pasara a él ni a su fam ilia. Y, en segundo lugar, fijando una fecha p a ra la entrega de esta que sería el 22 de enero en su propia casa . El anzuelo a " Chispas” no d ab a m uestras de que éste pudiera recelar y, p o r el contrario, sus térm inos reflejaban una extrem ada sum isión a sus designios. El Ejército, a través de un sutil espionaje, descubrió los des plazam ientos de "Chispas” p o r los alrededores de A lbania, en inm ediaciones de C alarcá, hacia m ediados de enero. A ún le que daban algunos am igos y se supone que éste se ocultó allí varios días, sin atreverse a a rrim ar a la finca "E l Porvenir”, donde vivía su am ada. A l parecer, allí todo transcúrría norm alm ente, pero la quietud y la soledad de la vereda eran sospechosas. U no puede suponer que “ Chispas” iiituyó que estaba a p u n to de caer en una tram pa p o r varias razones. N o o tra cosa podía esperar, considerando los frecuentes patrullajes del E jército en los alrededores y la cam paña de despresti gio de su nom bre que estos iban sem brando entre los cam pesinos. Según su decir, se le “ rebajó a escalas degradantes y m e achacaron crímenes que no com etí” . Así lo dejó consignado en u n a carta
El célebre bandolero toiimense, el único que dejó abundantes testimonios escritos de su vida.
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en c o n trad a en su bolsillo, ju n to con dos significativas fotografías de p erso n as que eran los sím bolos de su m áxim o o d io y su m ás grande entusiasm o de los últim os tiem pos. T eniendo en cu en ta el previo conocim iento del terren o sobre el que iba a o p e ra r, se o rg an izaro n cu atro p atrullas del B atallón C isneros y se dispersaron p o r los cu a tro pun to s cardinales de A lbania. “ D eb ían com unicarse entre sí p o r m edio de rad io , pito , bengalas y d isp aro s cu ando tuvieran ante sí el blanco de la op eració n ” , a n o ta m uy acertad am en te u n o de sus biógrafos. El E jército m arch ó a pie p o r entre los cafetales, cerran d o el cerco sobre los alrededores de la finca “E l Porvenir”, de tal m an era que este n o se diera cuenta. E stab a n las c u a tro p atrullas bien arm a d as y adiestrad as p a ra el golpe. " Chispas” decidió a tra v esa r la zo n a de candela en la m añana del 22 de enero de 1963 y llegó a la casa de sus fu tu ro s suegros, acom etido p o r la ira y echando fuego de sus ojos c o lo r m elcocha. “ Ese ho m b re echaba chispas p o r los ojos, m esm am ente que si fueran c a rb o n e s” , reveló el d e la to r en entrevista p o ste rio r con las au toridades. (D icen que de sus rabietas y de la especial coloración de sus ojos, proviene el alias que T eófilo R ojas llevaba c o n orgullo). Llegó solo, el pech o atrav esad o p o r u n a doble hilera de cananas, repletas de m u n ición, to ca d o con un som brero de v aq u ero , tres granadas y b o tas m ilitares. Se presentó m uy de m añ a n a y se hizo atender com o si fu era de la casa. Le regaló a su “ fu tu ra ” u n a cadena y u n anillo de oro y hacia el m ediodía, cu ando se sen taro n a alm o rzar en com ún, era un ho m b re distinto: sonreía y h a b la b a sin p a ra r. T en ía grandes proyectos: h acer la revolución, to p arse frente a frente con E fraín G onzález, a ver cuál de los dos, si éste, representante de los gam onales o él, au téntico líder p o p u lar, e ra m ás m acho. U na y m il veces ju ró que G onzález se la tenía que p ag ar y h ab ló largo de sus traiciones al p u eb lo y de la dirección que h a b ía dad o a la lucha, echando p o r tierra el “Pacto de Salento” , d o n d e habían aco rd ad o que su único enem igo eran las F uerzas A rm adas. E sta b a seguro de ser, en un fu tu ro cercano, el revolucionario m ás célebre de C o lo m b ia y necesitaba a su lado u n a m ujer que lo estim ulara y lo a c o m p a ñ a ra en la soledad de la m o n tañ a. El
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antiguo “Chispas” (contó después el delator, su “suegro”) era apenas una referencia del pasado, el primer peldaño hacia la revolución. Se tomó unos tragos y hacia la media tarde, después de despedirse efusivamente de su “suegra” , emprendió el camino y se internó en el cafetal. Iba adelante, seguido de Angela y más atrás del padre de esta. Hacia las cinco y media “Chispas” y sus compañeros fueron avistados por la tropa. Estaba ya oscuro cuando la patrulla se distribuyó, proporciorfalmente, a lado y lado del cafetal. Se hin caron sobre la tierra aún cálida por el fuerte sol y apuntaron, en medio del más absoluto silencio, esperando la orden de su coman dante. ¿Sospechó “Chispas” que lo espiaban? No se sabrá nunca. Pero interiormente, a juzgar por la forma como se movía y por las cosas que iba diciendo, estaba contento. A su lado marchaba, erguida y orgullosa, su futura mujer. No habían caminado más de media hora cuando el bandolero súbitamente se detuvo para decir: —Bueno, viejo, basta ya. Puedes devolverte. De aquí en ade lante la china es mía y usted mi suegro. Puede estar tranquilo. Nadie va a joderte la vida. Yo mando en media República y las órdenes de “Chispas” se cumplen o la milicia se acaba. El viejo obedeció, pero estaba en vilo. Su hija se le acercó para besarlo en la mejilla y le dijo al oído, quedamente. —Tranquilo, papá, yo sabré escurrirme en el momento opor tuno. , —Cien pasos más, le aconsejó el viejo. Se despidió de “Chispas” y se quedó quieto, petrificado, mirando hacia la oscuridad. Teófilo Rojas tomó a la mujer por el brazo y caminaron uno junto al otro. Pero cincuenta pasos más adelante ella se detuvo. —Tranquilo —le dijo—, vete adelante, señálame el camino. No quiero tropezar.
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“Chispas" la soltó, se distanció unos m etros y cuando notó que esta se quedaba de nuevo, se volteó para decirle: —¿Qué te pasa? V am os p ro n to , m ujer, que nos coge la noche. A mí no me conviene a n d a r en la oscuridad. —T ranquilo —repitió la m ujer— . No te preocupes. Sigue adelante que yo voy detrás paso a paso. " Chispas” reanudó la m archa, inquieto, desdibujado po r las som bras. Algo se m ovió en la espesura y se detuvo súbitam ente a unos diez pasos de la m ujer. Entonces, le gritó: — Vam os p ro n to que se hace tarde. No alcanzó a decir m ás. Un disparo se escuchó en el cafetal y sintió un vacío terrible, un agujero en el cuerpo y después otro y otro más. Le fallaba la respiración, se; le escapaban las fuerzas, la vida. Desde el piso vio que la m ujer corrió espantada; — ¡Me m ataro n a traición! — gritó desesperado, tratan d o de echar m ano de su arm a. — ¡Quieto!, le gritaron. Después sintió otros disparos. , . L En los bolsillos de “Chispas” el Ejército encontró una carta donde relataba paso a paso su últim a andanza. E staba fechada a com ienzos de enero y no tenía destinatario. Parecían los apuntes de un diario. T am bién encontraron los retratos de Efraín, su m áximo enemigo, y del “ Che” G uevara, su últim o afecto. Por detrás de las fotografías dos breves leyendas. En la de G onzález decía: “No descansaré hasta verte muerto” y en la del “ Che” : "Jefe, señálame el camino”. En la billetera, adem ás de unos billetes encontraron una estam pa de la Virgen del C arm en y u n a m edalla de San M artín de Porres. En el bolsillo de atrás, protegi do con un plástico, un pequeño folleto: “Guerra de guerrillas" del “Che” G uevara y en páginas interm edias un deslucido recorte de periódico: la fotografía de Fidel C astro.
“ DESQUITE” NO HAY SINO UNO (L a s vidas de “D e sq u ite ”, “S a n g ren eg ra ” y “T a rzá n ”)
Esa mañana, apremiado por la falta de pilas para su tocadisco portátil, “Desquite” salió al camino real. Tenía intención de acercarse a la tienda de doña Ermelinda, en Quebrada Honda, para comprarlas, pero sabía que el Ejército seguía su rastro y se detuvo bajó un yarumo para guarecerse del sol. Había caminado varios kilómetros por los atajos, eludiendo los caminos más concurridos, y el esfuerzo y el intenso sol mañanero convirtieron la resaca de aguardiente y marihuana, producto de la parranda de la noche anterior, en un terrible suplicio. Apuraba la sed. Minutos antes se había despedido de Mauna, su mujer, y de Gustavo Avila, alias “ Veneno”, uno de sus compinches quien se detuvo en El Ensenillo para “echar una mano al tejo” . Mauna quiso acompañarlo, empecinada en que tenía que comprarse una hebilla para el pelo, pero la disuadió diciéndole que se trataba de un “peligroso capricho” . “ Quédate aquí —le dijo—, es posible que en Quebrada Honda, bien sea en la tienda de misiá Ermelinda o enalguna otra, encuentre una maldita hebilla. Pero no vengas conmigo. Todo el mundo sabe que tú eres mi mujer y andar contigo es como decir: mire, ese que va con Mauna es “Desquite”. No seas terca. Te prometo la hebilla, pero quédate. Hazme caso. Vete a-la casa de misiá Justina y espérame, yo no me demoro.
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M ientras "Veneno" juega al tejo, tú me esperas. A ver m ujer, hazme caso” . M auna obedeció a regañadientes. "Veneno" ofre ció a "Desquite” una cerveza que éste aceptó con gusto y, tras de vaciar la botella, se puso en cam ino. E ra una calurosa m añana de dom ingo y vestía a la usanza cam pesina, pero en la pretina, bajo la falda de la cam isa, llevaba una pistola Asirá de fabricación española. El resto de su arm a m ento (las cananas y la m etralleta Madserí), lo m ism o que su infaltable cachucha m ilitar, habían sido oportunam ente escondi dos én el rastrojo. No era el hom bre de siempre. Sin las botas, la cachucha y el revólver, se parecía, evidentem ente, a un cam pesino cualquiera. C on una diferencia: estaba bien rasurado. Salvo el bigote, no habían quedado rastros de la poblada b a rb a que llevó en los últim os meses del año anterior. Se sentía m uy a gusto con la barba y había prom etido no quitársela nunca m ás, pero tras el asalto a la vereda Salado, del corregim iento de M urillo, Líbano, el 12 de diciem bre anterior, trascendió que el cabecilla del asesi nato de los cinco niñitos y los tres adultos llevaba b a rb a poblada, de m anera que p a ra la nochebuena de ese mism o año resolvió rasurársela. “ Q uítate el bigote ta m b ié n — le aconsejó H um berto López; alias "Peligro”, otro de sus com pinches— , sin esa porque ría de pelam bre te ves más joven” . Pero, nadie logró convencerlo. “ Sin bigote nadie me va a creer qué soy el general D esquite, jefe suprem o de estas tierras” . : ; R ecargado contra el yarum o, bajo cuya som bra resolvió fu m arse un pielroja en el que había puesto algunas hebras de m arihuana, veía p a sar a hom bres, mujeres y niños rum bo al m ercado de V enadillo. E ran, en su m ayoría, cam pesinos prove nientes del páram o , con las recuas cargadas de papa. H ubiera querido salirles al paso, hab lar con ellos, pero en su interior pesaba la culpabilidad. En sus ya seis largos años de bandidaje y crím enes sin cuento, había exterm inado a fam ilias enteras de V enadillo, M ariquita, H o n d a y Líbano y temía* con razón, que de pronto lo reconocieran y delataran su presencia a las autoridades com o tantas veces hab ía ocurrido. Pero estaba el com prom iso de la serenata, esa m ism a noche, y no tenía pilas para h acer m over la aguja de su viejo tocadiscos. E ran de sum a urgencia, pues esa noche, según lo acordado con otros m iem bros de su cuadrilla {"Peligro", "Veneno" y "Pata de Chivo") tenían una parranda
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"D esquite" como la mayoría de los bandidos de la época, era parrandero,
pero monógamo. Amaba entrañablemente a una india Guahíba, Mauna.
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en la casa de Israel Prieto y el tocadiscos estaba sin pilas. E n to n ces, se repitió que había sido un gravísim o erro r el cam bio de la radio-grabadora po r un trinquete en mal estado y el colm o haber encim ado dos mil pesos. En esas estaba, cuando sintió un bullicio arriba, en el recodo del cam ino real. E ra un ruido desacostum brado, algo com o el rum or de voces m ezclado con un fondo musical. Intentó saltar para esconderse entre la m aleza, pero súbitam ente vio que era un cam pesino, ya viejo, arreando una m uía. “Desquite" se sintió atraído por la m úsica que era su pasión, tiró la colilla a un lado y le salió al encuentro al com probar que el hom bre, sin descuidar el paso de la m uía, venía pendiente de un transistor a todo volum en. — H ola, paisano — le dijo— ¿va p ara el pueblo? El cam pesino, un hom bre bajito de unos cincuenta años, sofrenó la m uía p o r el cabestro y le respondió que iba a V enadillo a vender un bulto de b anano y a traer la “ rem esa” p a ra su casa. El bam buco que estaba sonando en el transistor fue suspendido, de pronto, para d ar paso a la voz del locutor que anunció u n a noticia im portante. “Atención —dijo el locutor— , se tienen noticias de que el peligroso bandolero Jacinto Cruz Usma, alias Sangrenegra, ha sido herido de muerte o se suicidó. Un alto oficial destacado en el Tolima dijo a la prensa capitalina que a comienzos de enero, por delación de un guardaespaldas de Sangrenegra, tuvo noticias de que éste se encontraba refugiado en un rancho cercano a Arm ero y que esa noche enviaría a dos hombres con el propósito de adquirir víveres en esa población. Siguiendo las instrucciones del delator, los dos compinches del malhechor fueron aprehendidos en cercanías de Armero con una muía. Dos soldados, expertos tiradores y granade ros, vistieron el atuendo de los bandoleros y con la muía se dirigieron al refugio de “Sangrenegra”, quien estaba protegido p o r varios de sus hombres. Sin dificultades pasaron los puestos de vigilancia y al avistar el rancho donde éste se hallaba con dos compinches, empren dieron una lluvia de granadas hasta que el rancho fu e destruido. Uno de los soldados fu e muerto en la acción. A l otro día, una patrulla encontró, entre las ruinas, los cadáveres de dos hombres del fo ra ji do, pero ni rastros de éste. Fundadamente, dedujeron que era impo sible que el tenebroso bandolero hubiera salido indemne del bombarde ó. Pero más tarde se supo que éste había salido seriamente
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lesionado del ataque, razón por la cual había remido a sus hombres para instruirlos. Y después de anunciarles que estaba mal herido, completamente perdido porque buscar ayuda médica en un hospital era caer en manos del Ejército, sacó un arma y se disparó un tiro en la sien que le causó la muerte instantánea. Sin embargo, nadie vio el cadáver del bandido ni se sabe dónde haya sido sepultado”. Desquite quedó petrificado con lo ocurrido a sü ocasional amigo Sangrenegra, pero se dijo que podía ser una de las tantas falsas versiones que estaban circulando sobre ellos en los últimos meses. De modo que haciendo caso omiso de la trascendencia de ésta, le arrebató el transistor, con visible desparpajo, como si fueran amigos de confianza, y después de examinarlo por todas partes y comprobar que estaba en buen estado, le propuso nego cio. Él campesino se negó empecinadamente a venderlo, pero ante la insistencia de éste comenzaron la negociación. Fijado el precio, comenzó el regateo. —Trato hecho —le dijo el campesino, cuando acordaron un precio—, por esa plata se lo vendo. Pero déjeme llevarlo al pueblo y al regreso se lo entrego. ¿Vive por aquí cerca? Es que quiero seguir escuchando las noticias. Cada rato están dando informes sobre las desventuras de esos condenados asesinos. ¿Sabía usted que a "Desquite” también le tienen pisadas las huellas? —¿Así es la cosa? —inquirió “Desquite”. Pero un ramalazo de nerviosismo la recorrió la espina dorsal— ¿Y qué es lo que dicen sobre él? —Que dizque anda por aquí cerca. Alguien lo vio hace poco en la finca “Costarrica”, en la vereda de Rosalito. Allá arriba, cerca de Murillo. ¿Conoce usted esas tierras? —No, amigo, soy poco andariego —dijo “Desquite”— . Pero si quiere usted llevarlo al pueblo no veo inconveniente —agregó para distraerlo del asunto —Bien pueda llevarlo —sacó un atado de billetes del bolsillo— ¿Me puede traer media docena de pilas grandes y una hebilla para el pelo de mi mujer? —Con mucho g u sto —respondió el campesino y recibió el dinero. —¿A qué horas estará de regreso?
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— A eso de las tres de la tarde —agregó el cam pesino m irándo lo a los ojos de m anera inusual, un poco con tu rb ad o — Vivo bien adentró, casi en la cuchilla, y no quiero que me coja la noche. —N o im porta, A esa h o ra lo espero — le dijo “Desquite” , echándose el som brero sobre los ojos y rascándose la nunca con la m ano derecha— ¡Que sea seguro! A las tres nos vemos aquí mismo. El cam pesino alebrestó a la m uía con el zurriago y reanudó la m archa, rum bo a Quebrada Honda que estaba a unos diez m inu tos de cam ino y luego a Venadillo, distante dos horas largas. De nuevo bajo el yarum o, Desquite sacó el paquete de cigarrillos y lo vio alejarse p o r el cam ino real, satisfecho tanto p o r la negociación com o p o r hab er encontrado un voluntario que le trajera las pilas sin tener que m eterse en la boca del lobo. Pero no se quedaba tranquilo del todo... La noticia sobre “Sangrenegra” (y la suya propia) eran sintom áticas de que el Ejército estaba dispuesto a acabar con ellos. Entonces recordó que dos años atrás, en el Líbano, en un sitio que se denom ina El Taburete, em boscó, en com pañía de “Sangrenegra” y “Tarzán”, dos convoyes militares dejando un saldo de catorce soldados y dos civiles m uertos y herido un suboficial y cu atro reclutas. Fue el com ienzo de una am istad larga con “Sangrenegra" y " Tarzán” con quienes, aun que no se veían con frecuencia, solía actuar en llave. ¿Quién había soplado a las autoridades que días antes estuvo en la finca “Costatricad ¿Tal com o estaban las cosas era conveniente esperar al cam pesino del transistor? Desquite retacó un nuevo cigarrillo con hebras de m arih u an a y se sentó bajo el yarum o.
José W illiam Angel A ranguren, alias “Desquite", vivió vein tiocho años p a ra hacer h o n o r a su apodo. N acido en Guadual, vereda de Rovira, el 16 de julio de 1936, era hijo de cam pesinos tolim enses liberales dedicados al cultivo de una pequeña parcela. H acia 1952, cuando apenas tenía dieciséis años y en lo más enconado de la refriega partidista, vio asesinar a su padre, Samuel A ntonio Angél, a m anos del alcalde conservador Ovidio H inojosa, quien com andaba en aquellos contornos una tem ible horda
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chulavita. H uyendo de un lado p ara o tro con su m adre, Gilm a A ranguren, cuyos fam iliares corrieron igual suerte, y sus herm a nas m enores, Rosa Elvira y A m paro, esta últim a recién nacida.se refugiaron en Ibagué donde encontraron una paz pasajera pero conocieron la estrechez y el ham bre. En 1954, convertido en un estorbo p ara su m adre que se ganaba la vida lavando ropas ajenas, José W illiam ingresó al Batallón San M ateo donde apren dió a m anejar las arm as y a m ad u rar su resentim iento. En Ibagué y en A rm enia, durante los días de franquicia, frecuentó los bares y las cantinas de la zona negra y tal vez fue allí, oyendo bundes, bam bucos, tangos y rancheras, que se aficionó a la m úsica y empezó a rasgar una guitarra. Quienes lo conocieron p o r aquella época aseguran que “ era un m uchacho taciturno, serio, cum pli dor de su deber, que nunca m ereció un calabozazo y se esm eraba com o el que más en las cam pañas de orden público” . Esta circuns tancia, unida a la estabilidad que le brindaba la milicia, posibilita ron su ingreso a la Policía M ilitar y su traslado inm ediato a Bogotá donde se especializó en artillería pesada. Pero la agitada vida del cuartel le im pidió hacerse m úsico. Se sentía frustrado, según contaba a su m adre en largas cartas de dos pliegos, pues SU verdadera pasión era la m úsica, y cuando tenía la oportu n id ad de em borrarcharse se dolía ante sus com pañeros de la falta de tiem po p a ra “ afinar la g u itarra” y no se cansaba de repetir que apenas le dieran la baja, regresaría a su tierra p a ra vengar la m uerte de su padre. Y así ocurrió. En 1956, con su libreta m ilitar de prim era clase entre el bolsillo y la cabeza llena de ilusiones “ com o si con la libreta uno pudiera rem ediar todos los males de este m undo” , regresó a Ibagué donde lo esperaban una m adre prem aturam ente envejeci da y enferm a, dos herm anas que crecían analfabetas y m al ali m entadas y tres prim os A ranguren, huérfanos com o él, recién venidos de R ovira donde lograron sobreponerse a la m uerte de sus padres y tra ta b a n a h o ra de abrirse cam ino en-una ciudad hostil y sin oportunidades de trabajo José W illiam ten ía po r entonces veinte años y era un m uchacho bajito, trigueño, de cabello negro, b a rb a espesa, frente ancha, cejas pobladas, orejas grandes y ojos castaños. O rgulloso de su pasado m ilitar y reacio a aceptar los pequeños trabajos que se le presentaban, dio en ausentarse de la casa con la excusa de que se iba en busca de un
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empleo digno de su categoría y que los redim iera a todos de la pobreza... Pero al cabo del tiem po retornaba “ m ás pelado que antes, con las esperanzas por el suelo” y sobrecogido por un oscuro resentim iento que se traducía — cosa rara el él— en insul tos p ara su m adre y sus herm anas. “ E ra de mal genio y no oía los consejos, razón p o r la cual lo llam ábam os “ O rejón” — reveló su herm ana R osa Elvira, años después— M uchas veces mi m am á tuvo que quitárnoslo de encim a, de lo contrario nos hubiera m atado. R eaccionaba com o una fiera y le brillaban los ojos” . Se hizo am igo de un grupo de m uchachos, vecinos suyos, que estaban en iguales circunstancias y en una ocasión se fue con ellos y sus prim os a Sevilla, Valle, com o recolector de café. Al regreso le contó a su m adre que la cosecha había sido ab undante y el trabajo bien pago. C om pró varias m udas de ropa, u n a guitarra y un revólver. Pero traía nuevos vicios. En varias ocasiones, lo sorprendieron en com pañía de sus prim os “ tacando los cigarrillos que se fum aban con hebras de m arihuana y acostándose a desho ras, casi al am anecer” . Se dio a la p arranda. D icen que p o r entonces frecuentaba, siem pre en com pañía de sus prim os, las cantinas dé R ovira, G uadual, La Cim a, R iom anso y tantos otros pueblos y caseríos dé los alrededores y nunca p a ra b a de preguntar po r Ovidio H inojosa, el asesino de su padre y de sus tíos, Y, para su desgracia, supo dónde vivía. Una noche, ju n to con sus prim os a quienes ya había aleccionado p ara ejecutar la oscura venganza, llegó a la casa de los H inojosa. — Ovidio — le gritó desde el patio— , si sos tan m acho salga p ara vem os las caras. Ovidio H inojosa, atraído po r los gritos, salió al patio sin percatarse de quien se trataba. Y tras él salieron la m ujer y dos hijos. — ¿No me reconoce? — le preguntó— Yo soy Jo sé W illiam Angel A ranguren y usted el asesino de mi padre y de mis tíos. H inojosa viendo que los cuatro extraños esgrim ían un revól ver y sendos m achetes, se arrodilló y pidió perdón, diciendo que era inocente. : : —¿Inocente usted? ¿No se acuerda que yo lloraba im plorando clem encia p a ra mi padre y que de nada valieron las súplicas de m i m adre? ESTRELLA ROJA [email protected]
esquite ” fue un bandido multifacético, experto en armas y amante de la
música.
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U na escena sim ilar vivieron entonces los H inojosa. José William , enceguecido p o r la ira, disparó su revólver sobre la cabeza de Ovidio. Y com o la m ujer y los hijos se interpusieron cuando lo iban a rem atar, corrieron igual suerte y fueron m acheteados por los enervados herm anos A ranguren. Después le prendieron fuego al rancho y huyeron. C uando estaban lejos, en m edio de la noche, se sentaron en la cim a de la colina p ara ver la pira en la distancia. — H oy se me enredó la pita —dicen que dijo José W illiam a sus prim os— Ustedes lárguense para Ibagué y cuiden de m i vieja. Yo solo soy el culpable de esto, ¿entienden?. N adie m ás que yo. D e ah o ra en adelante mi destino es el m onte.
E ntonces com enzó p ara José W illiam Angel A ranguren, a quien a p o d aro n ‘‘Desquite’’, una dura brega de hom bre fuera de la ley. El horrendo crim en de los H inojosa le fue atribuido de inm ediato no sólo porque incautam ente lo había pregonado en todas partes, sino porque sus prim os descargaron sobre él to d a la responsabilidad d urante las indagatorias a que fueron som etidos. “ José W illiam nos obligó a acom pañarlo, sin saber que iba a com eter un asesinato —declaró José A ntonio, dos años m enor— . Mi herm ano Sam uel y yo obedecim os porque nos engatusó diciéndonos que íbam os p a ra u na parranda, pero cuando llegamos a la casa de los H inojosa y nos dimos cuenta de sus verdaderas intenciones, no pudim os hacer nada para evitarlo” . Para ese entonces, “Desquite" se encontraba de nuevo en Sevilla", hasta donde los insucesos com etidos en u n a ap artad a vereda tolim ense, po r horrendos que fueran, no tenían trascen dencia. Se vivía una época de barbarie m onótona y hechos como ese eran el pan cotidiano. D e m odo que, bajo e f m anto de la im punidad, term inó po r olvidarse del caso y entreverado con los recolectores de café, donde m enudeaban gentes de toda laya, em prendió, en form a, el aprendizaje del delito. Se enroló en la "cuerda" de “La gata" , cuyo centro de acción eran Sevilla, Caicedonia, C artago y con él, com o subalterno de bajo escalafón, llegó a perfeccionar las dotes necesarias para ser un hom bre fuera de la ley. Se le conoció po r entonces con el apodo de “E l orejón” (el m ism o apodo que le tenían en su hogar) porque coincidía muy
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bien con su más notorio distintivo físico y porque dicen que las orejas, en esas proporciones, son orejas de sordo, cosa que no ocurría con José W illiam Angel A ranguren de quien dicen poseía la facultad de percibir el más mínimo ruido por distante que fuera y arrancar, com o nadie, los más bellos arpegios a una guitarra. “La gata" no sólo era el terror de los cafetales sino el rey del ham pa (era el menos politizado de los bandoleros y, por supuesto, el más inclinado a la delincuencia com ún) que entonces, debido al intenso trajín de orden público, no era tan perseguida por la ley. Esto le perm itía una gran ventaja. Sus especialidades eran el asalto y el atraco a m ano arm ada. R obaban lo que se les presen taba. Y entre sus habilidades figuraban la capacidad de riesgo y astucia p ara asaltar cam iones de transporte de carga y buses llenos de pasajeros. Pero fue po r esa época, 1957, que les dio po r asaltar un extraño vehículo donde se m ovilizaba el pagador de la C om pañía C olom biana de T abaco, en jurisdicción de El G uam o, atraco en el que figuraba José W illiam Angel A ranguren, en ese entonces apodado “E l Orejón”, y siete com pañeros de la misma cuadrilla. D urante el asalto se presentó u n a grave encrucijada. El pagador de C oltabaco, viendo la oportunidad, sacó su arm a de dotación p ara defender la rem esa de dinero y fue herido de varios disparos. Los disparos atrajeron la atención de m ucha gente y los ham pones tuvieron que escapar apenas con una parte del botín. Fueron perseguidos rápidam ente en autom óvil y se les cortó el cam ino de la fuga. Los ocho ham pones fueron detenidos, sin oponer resistencia, y conducidos de inm ediato a la cárcel de Ibagué. Un mes después, Angel A ranguren, alias “El orejón’’, fue trasladado a la Penitenciaría C entral de La Picota, en Bogotá, condenado a pagar dos años y medio de cárcel por asociación p a ra delinquir, asalto a m ano arm ada y heridas de gravedad al p agador del C oltabaco. La vida de la cárcel en La Picota no fue tan d u ra y ab u rridora com o esperaba. En la cárcel conoció el valor de las ideas y la im portancia de la lectura. C ayó en sus m anos u n libro im portantísim o p ara un hom bre en su situación, “ Las guerrillas del L lano” , de E duardo F ranco Isaza, y varios ejem plares de revistas con discursos de Jorge Eliécer G aitán, cuyo retrato presidía un espacio en la pared de la celda. Angel A rangu ren se politizó p o r la sencilla razón de que las cárceles estaban
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llenas de presos políticos de izquierda y en La Picota encontró quien enderezara su ru m b o ideológico hacia esas ideas. E n la época circuló u n a foto de Angel A ranguren en la que posaba con el libro de F ran co Isaza en la m ano y al fondo un retrato de Jorge Eliécer G aitán. P o r eso no lo cogió de sorpresa lo que sucedía en el país. H asta la cárcel llegaron rum ores de lo que estaba sucediendo afuera que, p o r cierto, eran sucesos que tenían conm ocionado al país: el p aro que se adelantaba a nivel nacional exigiendo la renuncia de Rojas Pinilla. En La Picota se ru m o rab a, tam bién, que un a situación de esa envergadura podía ser aprovechada para efectuar un m otín de presos que sería aprovechado en el m om ento oportuno. Efectivam ente. En los prim eros días de m áyo, cuando el régimen dictatorial tam baleaba, los presos de L a Picota se alzaron. El m otín prosperó y no m enos de veinte delincuentes salieron a la calle. Entre ellos, José W illiam A ranguren, alias “El orejón”, alias “Desquite”. Su m adre, G ilm a A ranguren viuda de Angel, lo visitó dos o tres veces cuando estaba en prisión. “ Des pués no supe de él sino lo que decían en la radio y en la prensa” , dijo siete años después, el día en que fue a reclam ar el cadáver de su hijo, convertido entonces en uno de los más fam osos bandoleros del país.
Su paso p o r L a Picota, aunque breve, le dejó u n a profunda huella. Allí conoció a un paisano suyo, A rgem iro López, un m uchacho de su edad que había m ilitado en la b a n d a de Teófilo Rojas, alias “Chispas”, a quien López debía la vida y en cuya com pañía em prendió el azaroso cam ino de la delincuencia. Ló pez, recién condenado, p agaba a la sazón cinco años dé cárcel po r p o rte ilegal de arm as y padecía u n a agobiante tuberculosis que se h ab ía recrudecido con el lúgubre encierro de la prisión y el intenso frío de la Sabana. Se hicieron buenos amigos y con él com partió el diálogo, el silencio, la soledad y los entretelones de sus oscuros pasados. L ópez h ab ía perdido a la totalidad de su fam ilia en una sola noche, m ientras él, único sobreviviente, perm anecía agaza pado en un pozo, aterido de frío, con las ropas em papadas y una bala incrustada en el om oplato. Solo, débil p o r la pérdida de sangre, sin m ás com pañeros que la pobreza y el ham bre, López
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fue a parar a la banda de " Chispas” quien lo acogió con afecto, le curó la herida y lo convirtió en estafeta de su incipiente organiza ción. Teñía trece años pero ya sus pulmones comenzaban a flaquear y la tos lo abatía en insoportables noches de invierno. No obstante, trasegó de un lado para otro, cumpliendo a cabalidad su nefasto oficio y viendo cómo " Chispas” y su gente sembraban el terror y la muerte. Hasta que un día de 1956, le encomendaron llevar una caja con armas camufladas entre un costal y fue inter ceptado por la policía en un retén. Detenido, arrojado inicialmen te en una asfixiante cárcel de Armenia, donde permaneció ocho meses, López fue trasladado a Bogotá para ser juzgado por la justicia castrense que lo condenó a cinco años y lo remitió a La Picota donde soportaba el encierro y la enfermedad que le inoculó el destino. "Mipobre hijo hizo suya la desgracia de Argemiro López —confesó después la madre de “Desquite”— y lo vio morir en prisión, de un vómito rojo. La última vez que lo visité, José William me relató la triste vida de ese muchacho y lo vi llorar de amargura mientras me contaba que el día de su muerte Argemiro estaba recargado contra una pared del patio, tosiendo y vomitando, sin la ayuda de nadie y que él se le había acercado en el momento en que caía arrodillado y echaba un coágulo de sangre por la boca, que lo ahogó. Recuerdo muy bien que el día de mi visita, José William me dijo que cuando saliera libre iba a pagar una misa por el alma de ese muchacho y a buscar a los asesinos de sufamilia para vengarlos. Yo le aconsejé que si salía libre volviera al buen camino, y él me contestó que tal como estaba la situación no había buen camino en Colombia y que su destino era el monte. No logré quitarle esas ideas de la cabeza. Después sefugó de la cárcel y no lo volví a ver”.
Lo que no le dijo nunca “Desquite" a su madre es que, por insinuación de su amigo moribundo, fue a parar a la banda de “Chispas” donde, según Argemiro, había un hombre, el temible "Kairús”, quien conocía el paradero de los asesinos de su familia. No le costó trabajo llegar hasta “Chispas”, a la sazón el más peligroso y sólido bandido que operaba en el centro-occidente del país. “Chispas” era el dueño y señor del sur del Tolima y una buena parte del Quindío, donde había llegado, por petición de los hacendados liberales, para hacer frente a las bandas de “pájaros” de esa parte del país. En ese entonces, el famoso “Chispas"
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oponía tenaz resistencia a J a ir G iraldo y a E fraín G onzález, p o r una parte, y, p o r la otra, a “M elco” y “Polancho” quienes habían desertado de la b an d a de G iraldo p a ra hacer tienda aparte. Pero el encuentro de ‘‘Chispas’’ y “Desquite” no fue afortunado. C uentan que u n a tarde se conocieron, en inm ediaciones de Calarcá, y “ ninguno de los dos pudo pasarse” . Algo, tal vez la vanidad o el orgullo, que en am bos eran ostensibles, produjo ese choque inicial. Pero “Chispas” urgido de hom bres y en lo m ás ardoroso de la refriega co n tra “ los p ájaro s” , lo aceptó en la cuadrilla, relegándolo a los últim os lugares del escalafón, en el que “Kairus” y “Triunfo" ocupaban lugar de preem inencia. E ran sus segundones.
—Si sos tan verraco, com o dices, te voy a encom endar una m isión — le propuso “Chispas”—•. U sted y otros dos van a hacer un trabajito p o r mi cuenta. Necesito dinero. L a orden fue breve, severa, term inante. Los tres debían tom ar un vehículo h asta Lá L ínea, esconderse entre el m onte, esperar que pasara el bus de las once, asaltarlo y ro b ar a los pasajeros el dinero y las joyas. —C on una condición —anotó " Chispas"— . N o quiero muertos. — T rato hecho —le dijo “Desquite"— . ¿Qué hom bres van a ir conmigo? — ¡Escójalos usted! ¡Eso ño es cosa mía! —N o los conozco suficiente. ¿Puede ir “Kairus” conmigo? “Chispas” lo pensó dos veces. “Kairús” era u no de los pu n ta les de su ban d a, u n hom bre de su experiencia, coraje y probado don de m ando. Tem ía perderlo en una aventura fácil, que siem pre le había encom endado a los aprendices. — No — dijo “Chispas”— “K airús” se quedará conm igo. Vete con “ Veneno” y “Peligro”. Así se hizo. L os tres, a bordo de un bus, salieron de C alárcá antes del anochecer y se .bajaron adelante de L a Línea, en un
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recodo de la carretera, en jurisdicción de C ajam arca. El tránsito de vehículos p o r esa vía era entonces restringido debido, precisa m ente, a las frecuentes incursiones de bandas arm adas, especial m ente la de ‘‘Chispas’’ que, según las autoridades, “ se había convertido en el azote de las carreteras” . P o r eso era com ún que m uchos de los vehículos que se aventuraban p o r allí en horas de la noche llevaran soldados a bordo o detectives cam uflados entre los pasajeros. Pero “Desquite” no sabía que esto fuera posible, ni intuyó (sino hasta m ucho después) que “Chispas” lo enviaba a realizar un tra b a jo aparentem ente fácil, pero en el que podía caer por falta de previsión y desconocim iento de lo que en esa región estaba ocurriendo. H acia las diez y m edia, “Desquite” y sus hom bres, con los que ya h ab ía intim ado, atravesaron u n tronco en la carretera y, agazapados en la espesura, esperaron. El bus no dem oró. G uando este se detuvo, los tres salieron de un m ato rra l, esgrim iendo sus arm as. — T odo el m undo quieto — ordenó “Desquite”— . ¡Al pri m ero que se m ueva lo quemo! Y m ientras él ap u n tab a con u n a carabina hacia los pasajeros y con un revólver a la cabeza del chofer, “Peligro” y “Veneno” com enzaron el despojo: relojes, aretes, anillos, pisacorbatas, di nero fueron a p a ra r al fondo de una bolsa de tela. Y cuando estaba a punto dé term inar la om inosa faena, alguien intentó llevar la m ano al bolsillo del saco. — ¡Quieto! — gritó "Desquite". El grito alertó a sus com pinches y el hom bre fue sacado a empellones del bus. E ra un agente del Servicio de Inteligencia C olom biano, SIC, a quien desarm aron, hicieron arro d illar y pusieron un cañón en la cabeza. “Desquite”, im pávido, disparó. Y con la bolsa al hom bro, los tres huyeron hacia la espesura y se perdieron en la oscuridad. — ¡M aldita sea! —dijo “Desquite" a sus com pañeros p o r el cam ino— . No se puede confiar en nadie. “Chispas” nos m andó a una m uerte segura. P o r eso dispáré al tira, no p o r m atarlo sim ple m ente, sino p a ra corresponder a su felonía. Yo asum o la respon sabilidad. Y, al otro día, frente a frente, cuando “Chispas" enfurecido le insultó p o r desacato y le puso de presente que la m uerte del
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detective significaba el cam bio de u n a serie de planes, “Desquite” le respondió: — A m or con a m o r se paga. ' — H aga to ld a aparte — ordenó “Chispas”— . M is órdenes sé cum plen o la milicia se acaba. “Desquite” fue expulsado de la ban d a y tom ó el cam ino de su tierra. Pero no iba solo: lo acom pañaban “Peligro" y “ Veneno" quienes, a instancias suyas, aban d o n aro n a su antiguo jefe.
C uando "Chispas" se dio cuenta que “Desquite” le había sonsacado dos de sus com pinches, m ontó en cólera. Pero ésta no tuvo límite cuando supo que, adem ás de los hom bres, se había llevado consigo parte del botín. No dem oró en vengar la afrenta. Escribió una carta al gobernador del T olim a rechazando el asalto que se le im putaba p o r haber ocurrido en sus dom inios y se lo atribuyó-a “Desquite" , de quien sum inistró abundante inform a ción: “ ... es de m ediana estatura, cejas pobladas y orejas grandes. Antes de yo conocerlo, venía de la cárcel de L a Picota, en Bogotá, donde pagó seis meses por el asalto al pag ad o r de C oltabaco, pero nunca se le tuvo en cuenta que ya que había m atado a cuatro personás. D espués del asalto, ocurrido a rrib a de C ajam arca, el citado tra id o r aban d o n ó esta región con rum bo a Venadillo o R ovira, según me inform aron. Estoy dispuesto, si ustedes lo estim an conveniente, en colaborar para d a r con su p aradero. De lo contrario p o r m i cuenta y riesgo sabré qué hacer con él... Los dos tenem os varias cositas que arreglar ” . Este incidente tuvo varias repercusiones. Sirvió a las autoridades p a ra confirm ar que la b an d a de “Chispas” era la au to ra de los num erosos asaltos a buses y cam iones que tenían lugar en el trayecto de ascenso hacia La Línea, bien los que se com etían arriba de C ajam arca, del lado del Tolim a, o a rrib a de C alarcá, en jurisdicción del Q uindío. Pero sobre todo p o rque, a p a rtir de entonces, el nom bre de “Desquite” saltó a las páginas de los periódicos y sus “hazañas” , falsas o verdaderas, vinieron a engrosar el abultado registro de crímenes de esos años de infam ia. “Desquite”, al saber la “ felonía” de “Chispas” concibió la más espantosa venganza. U na noche en inm ediaciones d e Caice-
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donia, al frente de diez hombres determinó asaltar una finca cafetera. Era época de cosecha y, como de costumbre, centenares de recolectores llegaban hasta los cafetales en busca de trabajo. En “Tres Esquinas” dormían esa noche no menos de treinta peones colgados en hamacas a lo largo del corredor."Desquite” y sus hombres, armados hasta los dientes, llegaron hasta allí. Lo que ocurrió es inenarrable. Quince de ellos fueron decapitados y cinco más muertos a bala. En el pecho del mayordomo las autori dades encontraron una “boleta” que decía: “Esto para que se acuerden de mí y dejen de joderme la vida. Atentamente, Teófilo Rojas, alias ‘Chispas’ ” .
“Desquite” y sus hombres, la totalidad de ellos enganchados en Venadillo y Armero, emprendieron esa misma noche el regreso a sus dominios. Pero no continuaron operando, temerosos de que " Chispas” hubiera alertado de nuevo a las autoridades o de que él en persona se tomara una venganza aún mayor. Acompañado por "Peligro” y “Veneno” quienes le habían jurado eterna lealtad, “Desquite” se estableció en la zona rural del corregimiento de Murillo, jurisdicción del Líbano, escenario bastante propicio para eludir la acción de la justicia y darse una tregua en su agitada vida. Ya pesaban sobre su conciencia veintiséis crímenes y una espectacular fuga que, con razón, le cobrarían cara si le echaban mano. Se hizo un replanteamiento. No lo seducía la delincuencia porqué sí. El recuerdo de los meses de prisión, la mayor parte de ellos dedicados al estudio de “ Las guerrillas del Llano”, libro que consideraba la columna vertebral de la lucha armada contra la opresión oficial, volvió a acicatearlo. A esa epopeya ejemplar, había agregado un buen número de textos de Jorge Eliécer Gaitán, la mayor parte dé los cuales hacían hincapié en la toma del poder por el pueblo y el avance de la nación por cauces eminente mente revolucionarios. Pero mientras esto era posible y como acción inmediata, “Desquite” se planteó la defensa de los campe sinos de su partido contra los atropellos oficiales, las incursiones de los “pájaros” y la falsa paz armada pregonada por el Frente Nacional. Y Líbano era, a su modo de Ver, el sitio más indicado del Tolima para la acción guerrillera, por razones geográficas y políticas.
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El terreno com prendido p o r el m unicipio de L íbano es que b rado en su totalidad. Al norte están C asabianca, H erveo y Fresno, poblaciones prácticam ente acaballadas sobre el lom o de la C ordillera C entral. P or el oriente lim ita con A rm ero y Venadi11o, en ese entonces poblaciones de m ayoría liberal densam ente pobladas. Al sur colinda con Santa Isabel, región tam bién que brada. E n el occidente se encuentran las estribaciones del Nevado del Ruiz, lugares bastante m ontañosos y de clima frío. Allí están M urillo, C oralito, San F ernando y Santa Teresa, corregim ientos tradicionalm ente liberales, cuya principal vertiente es la form ada p o r el río Recio que nace en lo m ás encum brado del N evado y va a desem bocar en el río M agdalena. Se tra ta de una vertiente muy estratégica, en cuyo recorrido el río va form ando un lecho profun do e irregular que hace difícil el paso de las tropas y sus abasteci m ientos. N o es u n a región tan p o b lad a com o la zona cálida y entre Santa Teresa y San Fernando, donde se encuentran las alturas dom inantes del terreno, hay bosques cerrados, excelente refugio p ara las cuadrillas después de com etido un asalto o cuan do son presionados p o r la acción de las tropas m ilitares.
Pero si geográficam ente era una zona favorable, no lo era m enos políticam ente. Allí m erodeaban po r entonces cuatro b an das arm adas, algunas de ellas com o la de Jacinto C ruz Usma, alias "Sangrenegra”, y Noel L om bana O sorio, alias “ T arzán” , bastante curtidas ya en om inosas labores de retaliación y vengan za. Funcionaba tam bién la de R oberto González, alias "Pedro Brincos", que era una organización de izquierda, que tenía como prioridades la politización y entrenam iento m ilitar de los cam pe sinos. “ Pedro Brincos" no era un delincuente com ún, era un especialista en la form ación de cuadrillas, un hom bre que sacaba provecho de la situación p ara convencer a los cam pesinos de que la solución para A m érica L atina era la m ism a que h ab ía asum ido la revolución cubana. "Pedro Brincos" hacía p arte del M ovi m iento O brero Estudiantil Cam pesino, M O EC , uno de los prim e ros intentos p o r alinear la revolución colom biana en el m arco internacional con la U nión Soviética. Pero el grupo más notorio, el que h ab ía provocado hasta entonces el m ayor núm ero de asaltos y, p o r supuesto, llam ado más la atención de las autoridad des, era el de "Sangrenegra”. Su historia era excepcional. Nacido
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en Santa Isabel, al su r del Líbano, “Sangrenegra" era de origen conservador. Siendo apenas un niño de diez años ab an d o n ó el hogar instigado p o r su herm ano Felipe y se estableció c o n unos parientes en El C airo, Valle, donde pasó su adolescencia. ‘‘San grenegra", com o la m ayoría de los bandidos colom bianos, prestó el servicio m ilitar. Al regresar a El Cairo, en 1948, dio m uerte a un hijo del jefe conservador de esa población y, prófugo de la justi cia, se reunió con sus padres en su pueblo natal, Santa Isabel, donde cam bió de bandera partidista. “ Sangrenegra” se volvió liberal y a ese partid o se aferró hasta el m om ento de su m uerte. Su ap o d o es el más escabroso y sú trayectoria la m ás infame de todas. En ese am biente m ontó “Desquite” su centro de operaciones. Lo encontró com o anillo al dedo. No sólo porque el terreno le parecía fabuloso, sino porque las semillas ya estaban sem bradas y el cam po abonado. Los habitantes del Líbano, en su m ayoría liberales, habían sido som etidos a lo largo de la década del cincuenta a las más crueles vejaciones. Pero su insurgencia no se produjo de inm ediato, p o r m uchas razones. P rim ero, porque aún no era suficientem ente conocido en la región, carecía de arm as y no contaba con un núm ero adecuado de hom bres p ara e n tra re n acción. ¿Qué hizo m ientras tanto? ¿Qué lo dem oro en aquellos contornos? Dicen que “Desquite" se enam oró de una m ujer, R osalba Velásquez, hija de un m ediano propietario de la región que a la sazón tenía veinte años y ejercía, por épocas, com o m aestra de escuela. Los padres de R osalba, poseían u n a pequeña finca en Santa Teresa, en una región ab rupta, circundada de piedras enorm es que llam aban Las Rocas y allí, p o r obvias razo nes, eran bienvenidos hom bres de su condición. Los Velásquez lo engancharon com o tra b a ja d o r no tan to porque fuera necesario, sino porque las circunstancias así lo exigían. Víctimas constantes del saqueo y el pillaje, los hacendados y finqueros de la región habían o p tad o p o r hacerse a un buen núm ero de obreros que garantizaran, en un m om ento dado, la defensa de sus propieda des. Y a ese em peño se consagró con ardor. N o sólo porque le pagaban sino p orque R osalba le correspondía y en poco tiem po, con la aquiescencia de todos, la convirtió en su am ante. E ra feliz, pero poco después de instaurado el Frente N acional, cuando todo parecía re to m a r a la norm alidad y estaba en m archa u n a am nistía p a ra los hom bres alzados en arm as, dos hechos, a cual m ás horrendos, echaron po r tierra la paz m om entánea de la región y
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exacerbaron los ánim os p ara reto rn ar a la pelea. Efectivam ente. H acia 1959 se produjeron dos sangrientas incursiones de bandas de "pájaros” encabezadas po r el fam oso " Cabo Yate”, uno de los más sanguinarios cabecillas conservadores de que se tenga noticia en el Tolim a. La prim era de estas m asacres tuvo lugar en el “ Alto del O só” , corregim iento de M urillo, m unicipio de Líbano, en él mes de octubre, y la segunda en “ El Placer” , jurisdicción de A nzoátegui y Santa Isabel, que costó la vida a veintiocho perso nas. Las horrendas m asacres del “ C abo Yate” no sólo suscitaron la inconform idad de los liberales del Líbano y Santa Isabel, sino que los obligó a un reforzam iento de sus m ecanism os de defensa y ataque y a eso se dedicaron con ahinco. Com o en los años anteriores de m ayor aprem io, los libaneses se alistaron p ara la autodefensa. N o se sabe p o r qué m edios num erosos jefes políti cos, com erciantes y propietarios rurales hicieron contacto con ‘‘Pedro Brincos", al que consideraban su m ejor estratega. Lo cierto es que éste fue recibido en el club local cQn todos los honores, com o si se tra ta ra de un salvador y allí se aco rd aro n los planes a seguir. A esa reunión asistió José W illiam Angel Aran'guren, acom pañando a los Velásquez, parientes de su am ante, y allí escuchó de labios de “Pedro Brincos” algo que jam ás olvidaría. Prim ero un porm enorizado recuento de su lucha co n tra los go biernos conservadores de M ariano O spina Pérez, L aureano G ó mez y R oberto U rd an eta Arbeláez. Luego u n esbozo de las falsas expectativas creadas po r la dictadura de Rojas Pinilla y, más recientem ente, sobre las falacias del Frente N acional, sistema político que, según él, pretendía el adorm ecim iento de la lucha cam pesina con la prom esa de u n a am nistía, ta n espuria y mal orquestada com o la de Rojas Pinilla, que dio al traste con las organizaciones rebeldes de los Llanos Orientales, T olim a y San tander, cuyos jefes (G uadalupe Salcedo, D um ar Aljure, etc.) fueron sucesivam ente asesinados p o r el régimen de tu m o . No quedaban, al decir de “Pedro Brincos”, sino dos salidas. O bien la que p roponía el recientem ente creado M ovim iento R evoluciona rio Liberal que orientaba A lfonso L ópez M ichelsen o la que libra b a el M ovim iento O brero Estudiantil Cam pesino, M O EC , según su decir, el m ejor estructurado ideológicam ente y el que contaba con una organización de tipo m ilitar más eficaz. Pero las intencio-
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íes de "Pedro Brincos” iba m ás lejos. Solicitó ahincadam ente la :reación de un centro de adiestram iento m ilitar y un sistem a de motas p ara sostener la causa, cuotas que deberían sufragar, según él, os partidos políticos, los com erciantes y los propietarios rurales. 3ero aunque la propuesta no fue aceptada del todo, ni los asistenes acogieron tam poco la bandera del M R L o el M O EC , allí se ¡charon a ro d ar los principios de una lucha que andando el iem po fructificaría. Quedó tam bién claro que "Pedro Brincos", i diferencia de sus com pañeros de lucha (“ Sangrenegra” , po r jem plo) era el hom bre de más clara visión política, el que iba más illá del ciego sectarism o. C on estas ideas rondando en la cabeza, "Desquite” regresó a ¡anta T eresa donde com enzó a organizar su cuadrilla con el onsentim iento de los Velásquez y a la som bra de los postulados leí M ovim iento Revolu cionario Liberal. E ra, según los Velás[uez, la única opción. Él M R L, a diferencia del M O EC , era de jura estirpe liberal y el o tro un brazo disim ulado del partido om unista que acechaba en la som bra. Inicialm ente, recorrió las reredas auscultando el pensam iento de los campesinos entre [uienes encontró un decidido apoyo. “ Ño nos queda otro cam ino - d ijo entonces— , m ientras existan los “ p ájaros” y las autoridales corrom pidas que nos gobiernan” . Posteriorm ente, se aventuró n el reclutam iento de prosélitos, tarea realm ente fácil en un nedio en que la incorporación a la cuadrilla era considerada “ uná alvación” , desde el punto de vista de la vida social y de la edención económ ica. El expediente fue fácil. "Desquite”, acom jañado p o r su am ante R osalba Velázquez, que era, po r otra jarte, una rpujer convincente y audaz, ab ordaba a un cam pesino, e preguntaba dónde trabajaba, cuánto ganaba y al cabo de una h a ría aleccionadora en que no faltaba la bebida y las vivas .1 p artido liberal, el cam pesino optaba po r seguirlo en la segurilad de que no iba a convertirse en un simple asesino, sino en un íom bre que luchaba p o r u n a causa justa. Y el expediente nunca alió. Lo dem ás era escoger un alias p ara proteger a sus fam ilias le las represalias del ejército y “ tira r p a ra el m onte” . En poco nenos de seis meses, "D esquite" contaba con cerca de veinte lom bres y p o r lo m enos cinco mujeres, a quienes adiestraba todos os días en las regiones m ás abruptas de las Rocas de Santa Teresa. Lo único que les faltaba era arm as y en busca de ellas,
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vinieren de donde vinieren, em prendió u n a audaz y sanguinaria rap iñ a que lo llevó a los m ás apartados rincones del departam en to , lejos, en to d o caso, de Santa Teresa que iba a ser en adelante su m ás preciado refugio, donde su p alab ra era ley y su presencia g a ra n tía de tranquilidad. La rach a de sangre no tuvo límites. “Desquite" bajó, com o u n a trom ba, desde las frías cum bres de Santa Teresa, bordeando las m árgenes del río Recio, hasta las cálidas planicies de A m balem a, atravesó el M agdalena y en Pulí, C undinam arca, inició su descom unal p ro p ó sito asesinando a siete cam pesinos conserva dores a quienes arreb ató las arm as, los m achetes y utensilios de labranza. A lebrestado p o r el éxito de esta prim era incursión, volvió a cruzar el M agdalena con destino al oriente, hacia V enadi11o, y en el corregim iento de Ju n ín asaltó a una im pávida vereda conservadora que saqueó a su antojo, después de asesinar a dos cam pesinos y prender candela a cinco ranchos. M uy cerca de allí, en la vereda L a M o rad a, jurisdicción de V enadillo, en u n im provi sado paredón fusiló a seis cam pesinos que, según él, ayudaban a los “p ájaro s” y les dejó “ com o recuerdo a sus fam iliares” u n a docena de orejas en u n a bolsa plástica. Poco después, tras un prolongado descanso en casa de unos copartidarios, donde dio licencia a su cuadrilla, “Desquite” se tom ó p o r asalto la hacienda L a A rgentina, en la vereda Gallego del mism o m unicipio, propie dad de un acaudalado hom bre de negocios, en un m om ento en que h ab ía allí p o r lo m enos treinta trabajadores, asesinó a veinte de ellos que le hicieron frente, les arrebató las arm as y con un caudaloso b o tín en el que no faltaba dinero en efectivo, joyas, aperos y utensilios de labranza, principalm ente m achetes, retornó a Santa Teresa donde fue recibido con los honores de un héroe. M es y medio duró esta oprobiosa cosecha de sangre en que cobró cuarenta y cinco m uertos, dos subam etralladorás M adsen, tres carabinas, cinco revólveres, siete escopetas y quince m achetes en buen estado. L a represión, com o era de esperarse, no dem oró. El Batallón P atriotas acan to n ad o en L íbano supo qüe, adem ás de las bandas de “Pedro Brincos”, " Sangrenegra" y “Tarzán”, u n a nueva, tal vez m ás fiera y num erosa, se había integrado en S anta Teresa. El nom bre d e “Desquite" salió a flote y la prensa recordó que se tra ta b a del m ism o hom bre que se había evadido de L a Picota, en
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1957, durante los am otinam ientos del mes de m ayo, en circuns tancias que fueron m ateria de inútil investigación. M ontó, enton ces, una serie de operativos que no tuvieron resultados positivos y antes, p o r el contrario, incom odaron a los cam pesinos que aum entaron contra las fuerzas del orden su antigua y ah o ra m ás acendrada anim adversión. Y com o todas las tentativas fallaran, pues “Desquite” y sus hom bres se habían ocultado arriba de M urillo, en lo más inextricable de las estribaciones del N evado del Ruiz, el ejército concibió la idea de realizar un censo m inucioso de la población rural y u rb an a del Líbano, advirtiendo que los m oradores de las casas sin la respectiva etiqueta serían considera dos antisociales y p o r ende exterm inados. Pero el expediente adelantado por el Batallón P atriotas falló irremisiblem ente. La ineficacia, p o r lo m enos inm ediata, de este tipo de operaciones reforzó en cierta m edida la imagen de ubicuidad e invulnerabili dad de "Desquite” y el resto de facinerosos. Pero una cosa quedó clara. El ejército supo, con evidencias en la m ano, que "Desquite” em pezaba a recibir, p o r entonces, las prim eras contribuciones económ icas de los finqueros y que su nom bre com enzaba a so n ar entre los cam pesinos com o un abanderado m ilitar del M ovim ien to Revolucionario Liberal, precedido del título de capitán, ade más de que se autocalificaba com o “ com andante general de las fuerzas revolucionarias de norte del T olim a” .
A finales de enero de 1962, “Desquite” recibió una carta de “Pedro Brincos" en-respuesta a o tra que éste le había enviado. E staba fechada en B ogotá, suscrita a nom bre del M O EC , movi m iento que desde meses atrás propiciaba una reunión nacional con los representantes de todos los focos dispersos p o r el país y que, según él, luchaban a brazo p artido sin un plan estratégico y sin una coordinación centralizadora. La carta decía: “ Estim ado “ D esquite” : C on esta doy contestación a tu carta de fecha 19 de los corrientes y al m ism o tiem po te deseo anim ación y m uchos progresos en tus faenas diarias. M e com place m ucho lo que tú rne dices ya que cuentas con unos 60 hom bres en el grupo arm ado con alguna decisión de com bate y con alguna capacidad com o p a ra no dejarse acorralar fácilm ente. Respecto a la unidad, según tú me dices, me parece no ver bien claro en usted este asunto. R elacionado a esto lo que yo te digo es no sólo el resultado de
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análisis juiciosos, sino que es p ro d u cto de la experiencia. Desde tiem po atrás yo vengo luchando aisladam ente sin obtener ningún resultado efectivo. Son m uchas las regiones del país donde estuve organizando que pueden ser testigos. A hora, no sólo p o r expe riencia personal sino p o r la de todos los luchadores de C olom bia, com o del m undo entero, me he convencido de que será estéril la lucha hasta ta n to no sea puram ente de carácter nacional en donde se agrupen bajo una D irección colectiva, todos los m ovim ientos políticos de izquierda, grupos arm ados y todo cuanto esté luchan do y quiera luchar p o r la liberación de nuestro pueblo colom bia no. (...) En fo rm a despectiva tú me hablas de jefes, hay unos m ovim ientos revolucionarios que quieren organizar la revolución con especiaüdad el M O EC , que está m ás adiestrado y directam en te se encuentra o rganizando la lucha arm ada con algunos resulta dos sobre el particular... en este m ovim iento puede contar usted que no hay jefes: hay dirección colectiva, y com o tenem os la perfecta convicción de que la revolución no la puede hacer sino el pueblo en su conjunto , p o r tal razón es que recurrim os al contacto con los hom bres que h asta ah o ra se han destacado p o r su lucha p a ra con todos estos fo rm ar la dirección colectiva de unidad revolucionaria. E sta es una condición, u n a necesidad de lá revolu ción p ara que pueda llegar a su feliz térm ino... E l deseo del m ovim iento es que tú participes, o cualquiera del seno de esa, en unas charlas que pronto se van a realizar en esta ciudad. Te puedo decir que el m ovim iento te tiene en cuenta y con m ucha estim a, se ha dado cuenta que tus esfuerzos no son vanos, la lucha incansable que tú has llevado durante tanto tiem po, pese a las condiciones de aislam iento, tú has venido luchando frente al concierto internacional; yo que soy el que conozco, de los de aquí, un poco m ás de tus actividades, he tratad o de presionar para que no se deje sola a esa región y p a ra que tú hagas p a rte de un organis mo nacional. Yo he insistido en que en los organismos u organismo nacional que se encargue de la dirección m ilitar, deben estar hom bres que tengan algunos conocim ientos prácticos sobre el particular: claro que com o tú dices, los hom bres que integren la dirección deben estar en la m ontaña, es decir, al lado de los hom bres de arm as esto ya está decidido. P or esto es que te digo que me gusta que tú estés en las charlas que se van a realizar próxim am ente, pues de ahí saldrá lo concreto a escala nacio nal...” .
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En su respuesta, un tanto confusa en lo que respecta a la redacción (desde luego menos clara y visionaria que la de “Pedro Brincos”), "Desquite” señaló ante todo que él entendía “muy bien” cuáles eran “ los fines de la lucha” . Pero se m ostró particu larm ente desconfiado de los jefes urbanos que hablan de “revolu ción” , seguramente por el impacto negativo que en él habían dejado los gamonales tradicionales del liberalismo oficialista, bajo cuya dependencia había iniciado su carrera. Dijo que, en verdad, su lucha hasta ése m omento, había sido “ totalm ente aislada” y que “ ese aislamiento no se debe a nosotros” y mencio naba, de paso, el “ caso de los miembros de un com ando nacional que debieron llegar a estas m ontañas a traer una voz de aliento, cosa que eleva la m oral del cuerpo guerrillero” , pero que este no se realizó y no veía cómo se podía hacer una revolución con palabras o papeles. Sin embargo, su actitud general hasta ese m omento, aunque desconfiada, permitía entrever una cierta sim patía hacia quienes abogaban p or el replanteamiento de la lucha: “ pues una comición de esa directiva que llegase asta estas m onta ñas con algún mensaje de lucha sería cosa esencial” . Pero manifes taba, sin rodeos, que “ a la reunión no podemos asistir” po r cuanto (según él, "Pedro Brincos” sabía) la situación estaba mal por allá “ y el personal no se puede abandonar un solo m om ento” . Le contó luego que había tenido serios problemas con "Sangrenegra”, con quien llegó a estar dividido, “pues su gran persona se puso al servicio de la oligarquía” , pero que, tras una lucha denodada, logró “ conquistar esa gente que estaba extraviada” . Le reiteraba la afirm ación de que tenía bajo su m ando 60 hom bres arm ados “y más de mil integrados claro que no en arm as pero sí listos para algún caso apurado, que muchos de ellos salen y luego vuelven a sus labores” . Efectivamente, las discrepancias con “Sangrenegra" (pero no sólo con éste, sino con “Tarzán”), habían sido profundas... Y, la verdad, es que no obstante el origen común de estas cuadrillas, o al menos de sus jefes, su evolución había sido diferente. Y cuando se presentó el enfrentam iento, las diferencias esenciales quedaron claras. Ya hemos dicho que “Pedro Brincos" m ostraba tener muchísimo más clara motivación social en sus acciones.
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En cambio, “Sangrenegra” y “Tarzán” eran, según el resultado de sus acciones, típicos vengadores. Según cuentas, hasta ese momento, el despiadado criminal había dado muerte a cerca de cien personas, muchas de las cuales le pidieron, arrodilladas, que no los m atara. Su respuesta, que ilustra perfectamente su ca rácter, era siempre: “¿Acaso con mi familia y mis amigos tuvieron compasión?”. Se sabe, por ejemplo, que por esos días en el asalto a una finca denominada “ La Alcancía” , situada en Tierradentró, jurisdicción del Líbano, “Sangrenegra" exterminó a una familia y se llevó consigo un niño de doce años, Julio César Campo Villa, quien se salvó milagrosamente por sü intervención. “ Déjenlo q u ie to —ordenó— No le hagan nada que más adelante puede sernos útil” . Lo obligaron a irse con ellos. Al cabo de algunas horas, los forajidos tem plaron las carpas, hicieron de comer y se acostaron. Pero después de un rato, “Sangrenegra” llegó hasta el sitio donde tenían a Julio César am arrado y le dijo: “ Te voy a dejar libres las muñecas. Pero no intente escapar porque mi orden es que lo fumiguen y si no lo hacen ellos yo mismo te colgaré de un árbol” . Más de un año duró con ellos. Les sirvió de cocinero, de m andadero y de campanero. Pero una noche, “Sangrenegra” se lo llevó consigo. “Tienes que ir aprendiendo a trabajar” , le dijo y al cabo de mucho cam inar llegaron a un casa y empezaron a golpear las puertas y las ventanas con violencia. El resultado fue terrible. Esa noche “Sangrenegra" y su banda eliminaron a una familia completa de diez personas. Sólo quedó un niño con vida. “ Entonces el capitán “ Sangrenegra —confesó después Julio César—, me pasó el revólver y me dijo que lo despachara. Cogí el arm a con las dos manos, porque pesaba mucho, y como sentí miedo y lástima por esa criatura, el capitán “ Sangrenegra” se me quedó mirándome y me dijo más de cinco veces: “ A p r e ta d gatillo, mocoso cobarde, o te m ato” . Como el vio que yo no le hacía caso, se puso bravo, sacó una peinilla y me golpeó en la cabeza.-Sentí mucho dolor y me salió sangre. En medio de la confusión se me salió un tiro. El niño cayó al suelo, yo no sé si alcancé a herirlo, pero lo que sí recuerdo es que ‘iSangrenegra" se le acercó, sacó el machete y le cortó la cabeza. Luego dijo: “ Vámonos, muchachos, aquí no hay nada más que hacer” . Para
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