Contra el sueño de los justos: La literatura peruana ante la violencia política

Contra el lugar común de que en la literatura verdad y mentira son conceptos exclusivamente estéticos, este libro tan su

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Contra el sueño de los justos:

la literatura peruana ante la violencia política

Juan Carlos Ubilluz Alexandra Hibbett Víctor Vich

Serie: Lengua y sociedad, 30

©

IEP Instituto de Estudios Peruanos Horacio Urteaga 694, Lima 11 Telf. (511) 332-6194 Fax (511) 332-6173 E-mail: [email protected] Web: www. iep.org.pe

© Juan Carlos Ubilluz y otros

Primera edición, febrero de 2009 Edición digital, octubre de 2013 ISSN: 1019-4495





Contra el sueño de los justos. La literatura peruana ante la violencia política / Juan Carlos Ubilluz, Alexandra Hibbett y Víctor Vich. Lima, IEP, 2009. (Lengua y Sociedad, 30) LITERATURA PERUANA; VIOLENCIA POLÍTICA; PERÚ

Índice

Introducción Violentando el silencio...........................................................................................9 I.

El fantasma de la nación cercada

Juan Carlos Ubilluz...............................................................................................19

II. Los ilegítimos de Hildebrando Pérez Huarancca: La literatura frente a la necesidad del acto Alexandra Hibbett..................................................................................................87 III. La palabra de los muertos o Ayacucho en Hora Nona: la desarticulación de la identidad hegemónica Alexandra Hibbett................................................................................................117 IV. En el Nombre-del-Padre: los cuentos morales de Luis Nieto Degregori Juan Carlos Ubilluz.............................................................................................137

V. La risa irónica de un cuerpo roto: Adiós Ayacucho de Julio Ortega Víctor Vich y Alexandra Hibbett. .......................................................................175 VI. La verdad cruel de Dante Castro Juan Carlos Ubilluz y Alexandra Hibbett.........................................................191

VII. Violencia, culpa y repetición: La hora azul de Alonso Cueto Víctor Vich.............................................................................................................233 VIII. La novela de la violencia ante las demandas del mercado: la transmutación religiosa de lo político en Abril rojo Víctor Vich.............................................................................................................247

CODA Juicio sumario de Ángel Valdez Juan Carlos Ubilluz y Víctor Vich. .......................................................................261

INTRODUCCIÓN

Violentando el silencio

La literatura peruana ha sido un lugar central para la discusión sobre el conflicto armado y la violencia política. Más allá de representar lo sucedido, ella ha permitido la aparición de significados negados por el discurso oficial, así como de miradas importantes que son sustanciales para desestabilizar ciertos patrones de pensamiento estéril. Desde su propuesta estética, el discurso literario ha sido también una forma de intervención política en un contexto en el que la discusión pública se encuentra entorpecida por silencios y olvidos. Este libro parte de la idea de que la reflexión teórica que la literatura activa, puede interceptar una violencia que habita soterrada en la cultura y en las instituciones del Estado. Y es que la violencia no está hecha solo de explosiones de pólvora y de dinamita sino también de imágenes y de palabras que la convocan y la perpetúan. Pues si bien el discurso oficial legitima el uso de la fuerza estatal en nombre de la legalidad de la democracia, no es difícil advertir en su revés una “ley nocturna”, obscena, profundamente antidemocrática. Para ser más precisos, en el anverso del discurso que defiende los derechos de los ciudadanos de la república democrática, persiste un suplemento cultural colonial y oligárquico que no tiene reparos en transgredir los derechos de quienes no considera

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realmente ciudadanos. Sin este denegado suplemento cultural que habita tanto en el Estado como en amplios segmentos de la sociedad, la sistemática violación de los más básicos derechos humanos de las comunidades campesinas no hubiera ocurrido. En el Perú, el genocidio de Estado no hubiera sido posible sin la disposición de muchos ciudadanos a desentenderse de él. Nuestro interés por la representación de la violencia política nace de la sorpresa ante la persistencia de ese “no querer saber” lo que ocurrió. Nos referimos al vergonzoso rechazo del Informe de la Comisión de la Verdad y de la Reconciliación por parte de la actual clase política, por las Fuerzas Armadas y por distintos sectores de la sociedad civil. Es como si al momento de sumar la palabra “Reconciliación” al nombre de la comitiva, ciertos grupos hubiesen hallado una buena excusa para olvidarse de la “Verdad”, o al menos, para relegarla a un segundo plano. Asimismo, el imperativo a reconciliarse a cualquier precio, incluso al precio de la verdad, está ligado a la prisa por subirse al tren de la globalización capitalista. Este hecho nos hace aún más conscientes de que el futuro del Perú se disputa en la construcción de su pasado. Así, por ejemplo, la idea de que las décadas de la violencia fueron una pesadilla inexplicable de la cual los peruanos finalmente hemos “despertado” es parte de un discurso que sacrifica el reconocimiento de la herida abierta en nombre de la captación de inversiones extranjeras. Todo esto no hace más que recordar la frase de Freud de que el hombre despierta del sueño no por algún estímulo de la realidad exterior sino porque el sueño mismo se ha vuelto demasiado candente; porque este lo conduce hacia una revelación insoportable. En otras palabras, el hombre que sueña despierta para poder seguir durmiendo. Si hay un deseo puesto en juego en este libro, es el de violentar “el sueño de los justos”, vale decir, el de impedir un despertar indistinguible del dormir. Más precisamente, el deseo que anima estas páginas es el de remover un conjunto de sedimentadas representaciones sobre la violencia política que han venido circulando en los últimos años. Estamos convencidos de que sin una adecuada simbolización de ese trauma, todos los proyectos que hoy se emprendan

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en el país están condenados a repetir su herencia colonialista y oligárquica. A diferencia del presidente Alan García, quien pretende resolver el trauma histórico mediante una hiperactividad frenética, creemos que el Perú no avanzará sin un proceso de duelo. Han sido dos, por ello, los propósitos de este libro. El primero ha consistido en develar los mecanismos retóricos mediante los que el discurso oficial sobre la violencia política es asumido actualmente por amplios sectores de la sociedad peruana. Si el público acepta parcial o totalmente este discurso es, sin duda, porque existen dispositivos que sutilmente suprimen otras posiciones. Pero, también, porque este discurso —y esto es lo que nos incumbe en tanto críticos culturales— se sirve de narrativas que adquieren legitimidad haciendo eco a un saber cultural inconsciente. Que Sendero Luminoso es una organización cuasi-religiosa compuesta exclusivamente por fanáticos y resentidos es un argumento cuyo poder persuasivo radica menos en su sofisticación que en su congruencia con un sentido común hegemónico que estigmatiza de patológico todo lo que irrumpe con violencia desde fuera de su dominio social. Nunca hay que olvidar que el sentido común es a menudo la represión común. El segundo propósito ha sido el de analizar cómo la literatura peruana se posiciona con relación al discurso oficial. A veces, ella ha reproducido pasivamente un conjunto de narrativas de corte conservador; otras, las ha desafiado para incorporar nuevos puntos de vista hasta entonces invisibles. Mas no se trata aquí simplemente de condenar a quienes reproducen el discurso oficial y de aplaudir a quienes se separan de él, pues sabemos que no basta con violentar este discurso para cercenar su poder de reproducirse en la realidad. Como se lo hizo saber Lacan a los estudiantes en el contexto de mayo del 68, no es raro que en su desesperado intento por salir del sistema, el revolucionario caiga en la trampa histérica de promover el ascenso de un nuevo Amo. Por ello, nos interesa observar cómo la literatura que pretende ser contestataria puede acabar vistiendo el reverso de la camisa de fuerza hegemónica. Por otra parte —y de manera, en apariencia, menos conflictiva—, este libro aspira a ser un aporte a la historia literaria en el

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Perú. Como se sabe, esta ha sido dividida en diferentes corrientes estéticas, muchas de ellas pensadas sobre la base de determinadas transformaciones de la sociedad peruana. El indigenismo fue, por ejemplo, un momento crucial para entender la crisis de la “República aristocrática” y los primeros intentos de mayor participación social, mientras que el surgimiento de la narrativa urbana registra la adopción de nuevas técnicas literarias que fueron de la mano con la aparición de una modernidad inesperada a partir de la migración a Lima y la fuerte andinización de las ciudades del país. En ese sentido, creemos que el tránsito del siglo XX al XXI se cierra y se abre con un considerable corpus de textos en los que la representación de la violencia política ha sido central y que ello posiciona a nuestra literatura ante innumerables retos estéticos y políticos. Debemos aclarar, sin embargo, que en este libro estamos muy lejos de haber propuesto el canon principal sobre la violencia política. No pensamos haber estudiado los “mejores” textos, aunque sí algunos de los más representativos. De hecho hay otros textos sobre la violencia que consideramos centrales y que se tendrán que estudiar en su momento. Nuestra elección se debe únicamente a que vimos en aquellos la oportunidad de sacar a la luz ciertos sustratos discursivos de la realidad nacional que merecían un comentario. Nos referimos a esos discursos que velan las estructuras y los antagonismos sociales que dieron lugar al conflicto armado. Es por ello que todos los capítulos de este libro se enfrentan a representaciones de la guerra interna que parecen guiadas por el deseo de negar la existencia de un odio al status quo. El capítulo uno examina cómo el fantasma de un mundo andino supuestamente “estancado” en un tiempo arcaico estructura las principales representaciones del conflicto. Desde el Informe de Uchuraccay hasta las novelas tanto de narradores criollos como de los andinos, se favorece la perspectiva de que el proyecto moderno no ha alterado en nada el vínculo entre el hombre andino y su tradición cultural. Este punto de vista invisibiliza la existencia de la modernidad andina y distrae a los lectores de estos textos de las preguntas más urgentes del conflicto: ¿cuál es la relación entre las truncadas aspiraciones modernas de los pobladores del Ande y el estallido de la

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violencia subversiva?, ¿cómo debería el “Perú oficial” reestructurarse para lidiar con esta modernidad singular, si es que se quiere evitar otras explosiones? Los capítulos dos y tres examinan el fracaso de la nación peruana. Tanto la colección de cuentos Los ilegítimos de Hildebrando Pérez Huarancca como el poema de Marcial Molina La hora de los muertos o Ayacucho en hora nona muestran cómo la nación se ha constituido como una fantasía ideológica que actúa de soporte de una modernidad colonialista que segrega a los pueblos andinos. Dada esta situación injusta, ambos textos ponen en escena la necesidad de un acto violento que destruya las estructuras subalternizantes de la sociedad. No obstante, en ambos también se advierte el peligro de que el acto no haga más que invertir la posición de los actores sociales en el orden establecido, sin cambiarlo realmente. A través de los cuentos “Vísperas” y “La joven que subió al cielo”, el cuarto capítulo se encarga de sacudir el sentido común derechista de que los militantes de Sendero Luminoso estuvieron enceguecidos por la ideología comunista. Si algo queda claro de los jóvenes senderistas de Luis Nieto Degregori, es que hay siempre un sujeto que realiza una decisión ética. Ser militante no implica de por sí estar alienado en un dogma. El dogmatismo es una manera ideológica que ha encontrado el sujeto de gozar de aquello que le es impuesto por el superyó en el plano individual. La ideología de Sendero Luminoso puede bien ser un dogma sostenido por un Amo carismático (Abimael Guzmán). Pero es finalmente el sujeto del inconsciente el que decide alienarse en, o separarse de, una ideología que se enreda con un mandato superyoico. El capítulo cinco examina cómo “Adiós Ayacucho” batalla por rescatar del olvido a los muertos en las fosas comunes. En este texto, Julio Ortega resalta la lucha de los pobladores andinos por impedir que el Estado nacional se desentienda de los genocidios perpetrados por su brazo armado. La peregrinación que el líder campesino Alfonso Cánepa realiza de Ayacucho hasta Lima en busca de su cuerpo (torturado y desaparecido por las fuerzas militares) revela la urgente necesidad de un cierre —simbólico y material— que haga justicia a los espectros que regresan en las ropas que hoy

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se exhiben para sus deudos en Putis. Evocando el gesto de Antígona, el líder campesino busca darle a los muertos una sepultura adecuada. El capítulo seis se concentra en el cuento “La guerra del arcángel Gabriel” a fin de señalar que su narrativa construye un proceso de verdad que mina una serie de juicios simplistas sobre el conflicto armado. Para comenzar, contra el juicio humanitario de que los pobladores andinos eran víctimas atrapadas “entre dos fuegos”, la narrativa introduce la perspectiva de que si se hallaban en esta situación era debido a su indecisión como sujetos políticos. Y contra el juicio multiculturalista de que el universalismo senderista no respetó a las autoridades locales de las comunidades andinas, ella revela que si Sendero Luminoso pudo faltarles el respeto es porque muchos campesinos estaban descontentos con ellas. Pero lo interesante es que este proceso de verdad no se enfrenta solamente a los juicios “políticamente correctos” de la izquierda contemporánea, sino también a los juicios conservadores que sirven de soporte de la iniquidad en el Perú. Así, contra el juicio iluminista de que el Estado peruano es fundamentalmente civilizador, el proceso de verdad revela que los excesos sistemáticos de la guerra antisubversiva son una evidencia del neocolonialismo inherente a la civilización “propuesta”. Partiendo de esta premisa, el proceso se enfrenta al juicio conservador de que el estallido de la violencia subversiva tiene como origen la locura senderista, para luego sostener que el estallido fue una negativa rotunda a la herencia colonial de la nación y, consecuentemente, también, un acto que expresa el deseo de una modernidad alternativa de los pobladores del Ande. Mas lejos de constituir una justificación de la revolución senderista, el proceso sugiere, además, que la asunción del discurso teleológico de Sendero Luminoso, en el cual el futuro está ya escrito, profetizado, es una solución fácil a la angustia de tener que inventar una modernidad desde la apertura ontológica del acto. Los capítulos siete y ocho estudian cómo las dos novelas más famosas sobre la violencia política —aquellas que han ganado premios en el extranjero, han sido publicadas por editoriales transnacionales y han difundido lo sucedido en el Perú en toda el habla

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hispana— reconstruyen, cada una a su manera, las causas de la violencia política y sus consecuencias en el presente. El caso de Abril Rojo es el más llamativo: en esta novela, el fundamentalismo se convierte en la clave principal para entender los excesos de la guerra interna, la cual termina reducida a un fenómeno casi exclusivamente religioso. Lejos de constituir una mirada novedosa sobre el conflicto armado, el planteamiento de Santiago Roncagliolo no hace más que obedecer el mandato del actual mercado de best sellers internacionales posteriores al 11 de septiembre. Por su parte, La hora azul, se pregunta cómo debería recomponerse la sociedad peruana luego del conflicto armado y la respuesta parece conducir, no a un cambio estructural de la realidad social, sino a una pura transformación subjetiva. De esta manera, ante el embate de la “culpa social”, la novela de Alonso Cueto parecer afirmar que el vínculo puede reconstituirse a partir de la limosna o de la dádiva. El libro concluye con un breve ensayo sobre uno de los cuadros más importantes que la plástica peruana ha producido sobre la violencia política: Juicio sumario de Ángel Valdez. En él, se observa un perro ahorcado por una corbata de intelectual que se halla enganchada en el rodillo de una máquina de escribir. Pero a diferencia de los perros exangües que aparecían colgados en los postes de Lima al inicio de los ochenta (el correlato histórico del cuadro), el perro del cuadro de Valdez se retuerce y muerde la corbata del intelectual en un gesto de no resignación ante la muerte. Esta potente imagen escenifica el deseo que impulsa nuestra escritura: a saber, el deseo de luchar por mantener viva una verdad convulsiva (el perro) sobre la violencia política que resiste a los “discursos ilustrados” (la máquina de escribir) de los cuales se sirven tanto los ideólogos (la corbata) de Sendero Luminoso como del Estado peruano. Así, inspirados en esta imagen de furiosa resistencia, en este libro hemos utilizado las herramientas de la actual teoría crítica a fin de desmontar una serie de construcciones discursivas que impiden la compresión dinámica y compleja del fenómeno de la violencia política. Los soportes teóricos de los ensayos que conforman este libro fueron elaborados en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y en la Pontificia Universidad Católica del Perú a partir

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de diversos cursos de teoría literaria y de literatura peruana donde las relaciones entre la violencia política y sus representaciones simbólicas fueron centrales. Los tres autores dirigimos o asistimos a estos cursos y fue allí donde comenzaron a aparecer las ideas expuestas a lo largo de este libro. De allí que si bien la mayoría de ensayos hayan sido escritos individualmente, todos apuntan hacia la obra colectiva. De hecho, el eco de las discusiones entre nosotros resuena constantemente en muchas de estas páginas. Pero también debemos reconocer que nuestras ideas no habrían alcanzado la forma que tienen si no hubiésemos contado con los aportes de los amigos de siempre; estamos hablando de Gonzalo Portocarrero, Santiago López-Maguiña, Rocío Silva-Santisteban, Cecilia Esparza y Marita Hamann. Más allá de sus comentarios y observaciones precisas, nos hemos nutrido de largas y apasionadas conversaciones con ellos. En cierto sentido, nos hemos beneficiado de que ellos compartiesen con nosotros un rechazo radical a la actitud de no querer saber nada de aquello que perturba. Durante las dos décadas pasadas, la nación peruana parecía destinada a desaparecer en un vórtice de violencia. Fue una época en que, como pocas veces en la historia, se hizo patente el vacío de la realidad nacional. No nos referimos, por supuesto, al vacío como ausencia (de legalidad, por ejemplo) sino al vacío material de lo irrepresentado, de lo que el Estado-nación nunca quiso hacerse cargo. En esos años apocalípticos, los peruanos insertos en el proyecto hegemónico se vieron confrontados por la furia de quienes no se sentían representados en él. La situación política actual parece radicalmente distinta. Sendero Luminoso parece haber sido derrotado y el Estado anuncia victorioso el ingreso del país a una nueva era de bonanza. Pensar que los años noventa fueron los años dorados de la globalización, es haber caído en el error. Según los medios y el gobierno, lo mejor está aún por venir. Solo es necesario trabajar sin quejarse ni prestar atención a nada que interfiera con la producción y la inversión extranjera. El problema con esta profecía es que, al negar los antagonismos sociales que dieron origen al conflicto armado y que sobreviven a

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su conclusión, termina por condenarlos nuevamente al lugar de lo irrepresentado y así ensancha el vacío de la nueva realidad globalizada. Ante esta terrible ceguera histórica, hemos optado por repensar ese momento de la historia del Perú en que el vacío se hizo demasiado lleno y se volvió una fractura mayor. Si hemos escrito este libro es porque creemos que lo irrepresentado de entonces sigue hoy sin representación. Si hemos regresado al pasado, es para devolverle su apertura al presente. Juan Carlos Ubilluz Alexandra Hibbett Víctor Vich

I El fantasma de la nación cercada Juan Carlos Ubilluz

La querella del año 2005 en el Encuentro de Narradores Peruanos en Madrid confirma la sensación de que la narrativa peruana se divide en dos, la criolla y la andina. Para muchos, los narradores criollos y los narradores andinos son tan distintos que no estarían unidos sino por el significante Perú, un “significante flotante” cuyo significado es siempre materia de conflicto. Curiosamente, es en el tema más conflictivo de todos, la narrativa de la violencia —nos referimos específicamente a la narrativa que se ocupa del conflicto armado entre el Estado peruano y Sendero Luminoso—, donde se advierte que los andinos y los criollos tienen más en común de lo que uno pudiera pensar. Para ser más específicos, los primeros y los segundos comparten el reflejo, o quizás la estrategia, de recurrir a un imaginario histórico para eludir el abordaje de los antagonismos reales que dieron lugar a la guerra interna de las décadas de los ochenta y de los noventa. Sin duda, no se puede generalizar el reflejo o la estrategia al vasto cuerpo de la narrativa de la violencia —serán otros los que evaluarán su impacto o su extensión—, pero sí afirmar su presencia en novelas tan típicamente criollas como Lituma en los andes de Mario Vargas Llosa (1994) y La hora azul de Alonso Cueto (2005),

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y tan típicamente andinas como Rosa Cuchillo de Oscar Colchado (1997) y Candela quema luceros de Félix Huamán Cabrera (1989). Entre Vargas Llosa y Cueto por un lado, y Colchado y Huamán Cabrera por el otro, hay innumerables diferencias en cuanto a experiencias biográficas y percepciones ideológicas del país. Y sin embargo, sus textos comparten un mismo reflejo-estrategia, que consiste en, primero, la descripción fantasmática de un mundo andino estancado en una tradición premoderna, a pesar de que en sus mismas obras se hallan elementos que contradicen esta descripción; y segundo, la tendencia a convertir el conflicto entre Sendero Luminoso y el Estado en el viejo conflicto entre la modernidad criolla y la tradición andina. Es como si en estas cuatro novelas tan comentadas por la crítica, el conflicto entre Sendero Luminoso y el Estado fuese solo la manifestación epidérmica del más profundo y verdadero conflicto. Es como si el conflicto cuyo resultado fue 69,280 mil muertos fuese solo la nueva puesta en escena de otra escena histórica. Y aquí es donde entra en juego el fantasma: para que el conflicto entre la tradición andina y la modernidad criolla sea el verdadero conflicto, la verdadera causa histórica, es preciso que el impacto de la modernidad en el hombre andino haya sido solo epidérmico: es preciso que el largo proceso modernizador no haya debilitado en nada el vínculo del poblador del Ande con su tradición. En otras palabras, es necesario convertir al mundo andino contemporáneo en una reliquia del pasado para que los novelistas puedan desplegar su imaginación histórica. Ante esta denegación de la modernidad andina —y decimos denegación porque no nos parece creíble hablar de ignorancia sino precisamente de esa estrategia freudiana que consiste en persistir en una creencia a pesar de las evidencias en su contra: “Yo sé bien que esto no es así, y sin embargo escojo creer que es así”—, no podemos sino invertir sus términos para formular las siguientes preguntas: ¿y si la verdadera causa histórica no fuese sino una manifestación cultural epidérmica que oculta el conflicto actual entre la modernidad andina y la modernidad criolla? ¿Y si la supuesta premodernidad del Ande no fuese sino un fantasma que distrae a

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autores y a lectores de los antagonismos actuales que ocasionaron el conflicto armado entre Sendero Luminoso y el Estado? Para Jacques Lacan, el fantasma es una formación inconsciente que ocluye lo real del deseo del sujeto; y para Slavoj Žižek, quien extiende este concepto psicoanalítico al plano sociopolítico, el fantasma es una pantalla que vela lo real de los antagonismos sociales. ¿Es posible entonces que la supuesta premodernidad de la región andina sea una suerte de fantasma que oculta el deseo no-articulado del hombre andino, el cual no es ajeno a la modernidad peruana sino más bien su producto remanente? ¿Es posible que el hombre andino afincado en el pasado no sea más que una formación de nuestro inconsciente cultural que elude lo real de los antagonismos sociales del Perú contemporáneo? Sería presuntuoso de nuestra parte tanto nombrar el deseo del hombre andino contemporáneo (si es que es posible hablar de él en singular) como explayarnos sobre los antagonismos sociales que este deseo genera para la dirección presente de la modernidad nacional. No se trata de falsa modestia: se trata de que nuestro conocimiento del mundo andino es de verdad modesto. Aunque, por supuesto, la modestia no nos impedirá distinguir en las cuatro novelas mencionadas los contornos de una formación inconsciente que obstaculiza el nombramiento de los antagonismos reales que remecieron el país en las décadas pasadas. Pero antes de ello, debemos realizar una relectura del Informe sobre Uchuraccay, pues, como veremos a lo largo del presente capítulo, este documento es el texto base de un palimpsesto cultural al cual se suman las cuatro novelas. El Informe de Uchuraccay En el año 1983, ocho periodistas y un guía fueron asesinados en Uchuraccay, provincia de Huanta, Ayacucho. El presidente Fernando Belaunde Terry nombró a una comitiva investigadora encabezada por Mario Vargas Llosa a fin de determinar la autoría y las causas del crimen. Luego de tres meses de investigaciones, la comitiva llegó a la conclusión de que fueron los comuneros de

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Uchuraccay quienes dieron muerte a los periodistas debido a que los confundieron con elementos subversivos de Sendero Luminoso. Si bien el Informe sobre Uchuraccay fue duramente criticado en su momento (en especial por simpatizantes y militantes de la izquierda legal), la CVR (la Comisión de la Verdad y de la Reconciliación) corroboró sus conclusiones en cuanto a la autoría del crimen. La CVR, sin embargo, ha criticado seriamente las explicaciones en el Informe sobre las causas mediatas de la matanza. Más adelante volveremos a ellas, así como al cuestionamiento de la CVR, pues ahora debemos concentrarnos en las causas inmediatas. Según el Informe sobre Uchuraccay, hubo dos causas inmediatas de la matanza. La primera es la “acción insurreccional desatada a partir de 1980 por Sendero Luminoso” (1990: 101). Si bien los senderistas no aspiraban a incorporar a los uchuraccainos a la lucha armada debido a su “primitivismo”, aquellos se servían del pueblo como un corredor de paso que les permitía desplazarse de un extremo al otro de la provincia a fin de llevar a cabo sus acciones armadas en Huanta, Tambo y otras localidades. En estos desplazamientos, los senderistas robaban los alimentos y los animales de los uchuraccainos, además de interrumpir de distintos modos su comercio con otros pueblos de la provincia. Esto dio lugar a choques y fricciones que concluyeron en el asesinato de dos comuneros (Alejandro Huamán y Venancio Aucatoma). La segunda causa inmediata es la incapacidad de los uchuraccainos para “hacer el necesario distingo entre legalidad e ilegalidad”, es decir, su incapacidad para comprender que el tomar la ley en sus manos violaba el monopolio de violencia del Estado democrático. Los consejos de los sinchis sobre cómo enfrentar a los subversivos contribuyeron “a fomentar la confusión” de los uchuraccainos. A ella contribuyó también el apoyo dado por diversos representantes del Estado, la clase política y la sociedad civil a los ajusticiamientos sumarios de terroristas en las comunidades campesinas, como el que se dio a lugar, por ejemplo, en Huaychao, comunidad aledaña a Uchuraccay. Como se explica en el mismo Informe, “autoridades civiles y militares, políticos del gobierno y de la oposición, órganos de la prensa democrática y gran parte de la ciudadanía, vieron

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en estos linchamientos sumarios, una reacción sana y lógica por parte del campesinado, un grave revés para Sendero Luminoso y una victoria para el sistema democrático” (1990: 106). El Informe omite, sin embargo, un detalle importante: el propio presidente Belaunde Terry aplaudió estos actos como patrióticos. Acotemos lo evidente: el fraseo del Informe es timorato: el Estado no solo contribuyó “a fomentar la confusión” que condujo a los comuneros de Uchuraccay a la matanza, el Estado abiertamente autorizó este tipo de ajusticiamientos paralegales, y encima acompañó su autorización con un palmoteo presidencial en las espaldas de los comuneros.1 La falta de énfasis en la autorización del Estado podría quizás pasar por un simple exceso de “delicadeza” (por no decir, cobardía), pero el giro que toma luego el Informe nos lleva a sospechar que se trata de una estrategia textual. Este giro discursivo consiste en considerar que ni la violencia subversiva ni el apoyo estatal a la violencia antisubversiva de las comunidades andinas son suficientes para explicar la conducta criminal de los uchuraccainos. Antes bien, finalizado el relato de las causas inmediatas, e inmediatamente luego del subtítulo “Las causas mediatas”, el Informe advierte que “para no quedarse en una mera descripción superficial de lo ocurrido, es necesario tener en cuenta el desarrollo de las comunidades iquichanas y las formas que asume en ellas la vida” (1990: 110). ¿Pero por qué? ¿Por qué las causas inmediatas son “una mera descripción superficial de lo ocurrido”?, ¿por qué el nerviosismo de hallarse en peligro de muerte, sumado al apoyo de la opinión pública a previos ajusticiamientos, a los consejos paralegales de los sinchis y al palmotazo del Presidente Belaunde constituyen “una mera descripción superficial”? En 1963, el psicólogo Stanley Milgram realizó un experimento en la Universidad de Yale en el que se inducía a 40 individuos del área de New Haven (EEUU) a pasarle 1.

En contraposición a la teoría de “la confusión” del Informe Uchuraccay, la CVR manifiesta “Que diversos agentes del estado […] alentaron esta conducta, fomentando la ruptura del monopolio del uso de la violencia legítima por parte del estado” (2003: 169).

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descargas eléctricas a un hombre sentado en una habituación contigua (Milgram: 1974). Supervisados por un científico, los individuos debían presionar unos switchs dispuestos en fila horizontal en un gran generador eléctrico. La intensidad de las descargas estaba señalizada por los gritos del hombre, así como por unos carteles que acompañaban a los switchs. Los carteles iban gradualmente desde “Shock ligero” (15 voltios) a “Peligro: Shock severo” (375 voltios). A este cartel le seguían dos switchs adicionales en cuyo cartel se leía “XXX”. El experimento tenía como objetivo averiguar cuán predispuesto se halla un individuo común a hacerle daño a otro si siente que cuenta con el respaldo de una autoridad adecuada. Dado que el 65% de los individuos estuvo dispuesto a administrar una descarga de 450 voltios, es decir, a presionar los switchs con los carteles “XXX”, Milgram concluyó que, para el individuo común, la obediencia a una autoridad que considera legítima es por lo general más fuerte que sus consideraciones humanitarias. Las reflexiones posteriores de Milgram y de los comentaristas del experimento hacen eco tanto a la participación de Adolf Eichmann en la organización logística del transporte en los campos de concentración nazis como a los soldados norteamericanos que torturaron a los detenidos en la prisión iraquí de Abhu Ghraib. Si la modesta autoridad de un científico puede inducir a un hombre a hacerle un daño a otro, ¿qué atrocidades no estaría dispuesto él a realizar si contase con el respaldo de la imponente autoridad del Estado? Mucho se puede criticar a este experimento, mas concentrémonos en lo siguiente: para Milgram, las causas inmediatas —la predisposición del individuo a obedecer las órdenes cuestionables de una autoridad legítima— no eran meramente descriptivas, apariencias superficiales que escondían causas más esenciales, profundas. Milgram no consideró importante averiguar sobre el pasado socio-biográfico (las causas mediatas) de los individuos que participaron en el experimento; para él, las causas inmediatas eran las verdaderas causas. Quizás no sea correcto extender las conclusiones de Milgram hacia el caso Uchuraccay, mas no lo es tomarlas en cuenta para sostener que las causas inmediatas de la matanza no eran “una mera descripción superficial de lo ocurrido”.

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Todo esto nos conduce de vuelta a la pregunta anterior: ¿Por qué la comitiva de Uchuraccay sintió la necesidad de menospreciar las causas inmediatas de la matanza? ¿Por qué no les otorgó un mayor peso cuando el deseo de los comuneros de deshacerse de los senderistas para asegurar su supervivencia contaba con el respaldo de la más alta autoridad del Estado? A fin de responder a esta pregunta con mayor precisión, pasemos revista a la causa mediata que la comitiva presidida por Vargas Llosa considera como la causa profunda del ajusticiamiento sumario: el atraso cultural de Uchuraccay, ejemplo del “conglomerado humano más miserable y desvalido” de la nación. Sin agua, sin luz, sin atención médica, sin caminos que los enlacen con el resto del país, sin ninguna clase de asistencia técnica o servicio social, en las altas tierras inhóspitas de la cordillera donde han vivido aislados y olvidados desde los tiempos prehispánicos, los iquichanos han conocido la cultura occidental, desde que se instaló la República, sólo las expresiones más odiosas: la explotación del gamonal, las exacciones y engaños del recaudador del tributo o los ramalazos de los motines y de las guerras civiles. También, es verdad, una fe católica, que aunque ha calado hondamente en los comuneros, no ha desplazado del culto a los apus (cerros tutelares), el más ilustre de los cuales es el Apu Rasuwilca, deidad cuyo prestigio desborda el área iquichana. […]. La noción misma de superación o progreso debe ser difícil de concebir —o adoptar un contenido patético— para comunidades que, desde que sus miembros tienen memoria, no han experimentado mejora alguna en sus condiciones de vida sino, más bien, un prolongado estancamiento con periódicos retrocesos. (1990: 110-11)

Al margen del Perú oficial, del Perú moderno y democrático, los uchuraccainos vivían, según el Informe, en “el marasmo y el atraso”, en una “nación cercada”, “arcaica”, estancada en un tiempo “mágico-religioso”. Ajenos al progreso y al devenir histórico, estos compatriotas —aunque, habría que pensar si de verdad se puede llamar compatriotas a quienes habitan otro tiempo y otro espacio—, no podían sino reaccionar con violencia hacia quienes percibían como una amenaza contra lo propio, lo propio siendo no

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solo sus tierras y sus pertenencias sino su identidad étnica iquichana. De allí que lo otro, lo ajeno, lo “foráneo”, fuese percibido por ellos como una manifestación diabólica: “En los Andes, el diablo suele ser asimilado a la imagen de un foráneo” (1990: 112). Ahora bien, el Informe extiende esta disposición a defender lo propio mediante la expulsión de lo ajeno a “cientos de miles”, “acaso millones” de pobladores del Ande. De modo que el caso de Uchuraccay acaba siendo representativo de toda la región andina. No obstante, el Informe reconoce que la lógica de lo propio y de lo ajeno se acentúa en los uchuraccainos debido a la especificidad de su etnia iquichana. Esta etnia estaba particularmente aislada de otras comunidades andinas debido a que colaboró con la corona española para combatir a los dos movimientos indígenas más importantes de los siglos XVIII y XIX: los de Túpac Amaru y de Mateo Pumacahua. Pero, además, los iquichanos llevaron a cabo entre 1826 y 1839 una serie de rebeliones en las que tomaron partido por el Rey de España contra la naciente República y se negaron a acatar las leyes y disposiciones que el gobierno pretendía aplicar en su territorio (1990: 113). Su empecinada defensa de la soberanía regional, los llevaría luego a participar activamente al lado de Avelino Cáceres durante la guerra con Chile y a levantarse en 1896 contra el impuesto a la sal; levantamiento que culminó en la muerte del prefecto de Huanta. De más está decir que el énfasis puesto en el Informe al furioso rechazo iquichano de lo ajeno, estigmatiza las causas inmediatas de insustanciales, o mejor aún, convierte a las causas mediatas en las únicas causas. Si los iquichanos eran seres primitivos que defendían con tanta ira lo propio contra la amenaza de lo ajeno, da igual si la amenaza exterior fuese Sendero Luminoso, otra comunidad o una hipotética horda de pishtakos. Puestas las cosas así, cualquier contenido que se le dé a la amenaza exterior, no puede ser más que “una mera descripción superficial de lo ocurrido”; no más que el decorado de la “violencia estructural” causada por la clara autodefinición de lo propio (lo iquichano) y del rechazo de lo ajeno (lo no-iquichano). Por supuesto, no somos los primeros en cuestionar la tesis central del Informe Uchuraccay. Apoyándose en investigaciones

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históricas, la CVR, por ejemplo, desustancializa la supuesta “etnia iquichana”, afirmando que esta “no existió antes del siglo XIX, siendo más bien una identidad creada por las elites regionales ayacuchanas interesadas en diferenciarse de los campesinos de las zonas altas, presentándolos como herederos de la belicosa tribu prehispánica de los Pokras, conformante a la Confederación Chanka” (2003: 152). Pero más importante aún, la CVR hiere de muerte la tesis de la “nación cercada” al describir con cierto detalle los rasgos de modernidad en Uchuraccay. En 1983, Uchuraccay distaba mucho de la imagen congelada e inmóvil brindada por el informe. Desde 1959, la comunidad contaba con una pequeña escuela, sostenida sobre todo por los propios campesinos, la cual ofrecía los primeros años de educación primaria. También había dos pequeñas tiendas, las cuales vendían productos de consumo básico, sal, azúcar, fideos, conservas, etc. Dos comuneros se dedicaban al comercio de ropa, la cual traían de Huanta y Tambo. Otro al comercio de artefactos domésticos, como radios, máquinas de coser, que los traía desde Lima y Huancayo. Muchos otros eran comerciantes de ganado. Casi todos los varones salían temporalmente a trabajar hacia la selva de Ayacucho, para la cosecha de coca, cacao y café. Algunas familias ya tenían tierras compradas en el valle. Esta tradición migratoria de los uchuraccainos, que se desplazaban tanto a los valles de Huanta como a la selva de Apurímac, era bastante antigua y Uchuraccay era una ruta de tránsito antes de que se construyera la carretera Ayacucho-Tambo-San Francisco en 1964. Desde la década de los 60, además, algunos uchuraccainos habían migrado hacia Lima, como Olimpio Gavilán, uno de los comuneros vestidos con ropa de ciudad el día que mataron a los periodistas. Otro emigrante, que había partido bastante joven a la selva, hacia 1983, ya tenía un carro que circulaba entre Huanta y Tambo en el valle Apurímac, llevando productos como ropas, abarrotes y verduras. (2003: 154)

“Así”, concluye la CVR, “mientras los uchuraccainos soñaban con y construían una mejor vida, migrando y participando del mercado local, aunque en condiciones de extrema pobreza, el informe de la Comisión supuso que para ellos ‘la noción misma de superación o progreso debe ser difícil de concebir’” (2003: 154-155).

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Luego de leer estos pasajes, se refuerza en nosotros la sospecha de que la comitiva presidida por Vargas Llosa distorsionó la complejidad de la vida social en Uchuraccay con el objetivo de restarle importancia al papel de las Fuerzas Armadas como instigadores de la matanza. En realidad, es difícil no sospechar que la tesis de la “nación cercada” tuvo la función principal de inclinar la balanza de la culpa a los iquichanos. En efecto, sin esta tesis, el Informe corría el riesgo de deslizarse hacia la engorrosa conclusión de que la comunidad local había formado una alianza con el Estado-nación, o peor aún, que había actuado en su nombre. O para decirlo de manera más cruda, si el Informe no cercaba al pueblo de Uchuraccay, si no lo aislaba en el tiempo pasado y el espacio remoto, su “primitivo” ajusticiamiento corría el riesgo de parecer parte intrínseca de la política anti-subversiva del Perú democrático, moderno, oficial. Pero si esto es así, si la intención del Informe era exculpar a las Fuerzas Armadas y al gobierno, ¿por qué sus autores mencionaron que los sinchis dieron malos consejos a los campesinos con relación a la matanza de senderistas?, ¿y por qué no ocultaron mejor los rasgos de modernidad de los uchuraccainos a fin de reforzar la tesis de “la nación cercada”? Después de todo, es en parte a través de ciertas descripciones de la vida social de Uchuraccay en el Informe redactado por Vargas Llosa que la CVR cuestiona sus explicaciones antropológicas. No puedo ni quiero negar que los autores del Informe colaborasen directamente con un encubrimiento estatal. En cualquier caso, fuese esta o no su intención, el Informe sirvió a la voluntad estatal de minimizar el rol de las Fuerzas Armadas en la tragedia. Pero como tampoco puedo probar la colaboración consciente del redactor y de los otros firmantes del Informe con los propósitos del Estado, presupongo su inocencia para luego responsabilizarlos de otra manera. Según la CVR, la distorsión de la realidad uchuraccaina en el Informe se debió a que su estrategia textual seguía un “paradigma indigenista”; a que seguía, es decir, “un discurso que esencializa las diferencias culturales, presentando a campesinos como reliquias vivientes de un pasado milenario, subsistente a pesar de las influencias de la sociedad moderna u occidental” (2003: 155).

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Dicho de otro modo, los autores del Informe impusieron un molde conceptual pre-existente a su experiencia de la realidad de Uchuraccay. Pero el asunto es todavía más complejo: no se trata de que el molde conceptual operase como un filtro en la percepción de los investigadores, de modo que no les permitiese ver los elementos que la contradecían (me refiero a los elementos de modernidad en Uchuraccay). Se trata más bien de que los investigadores vieron e incluso informaron sobre los elementos que contradecían su tesis central, y aún así, optaron por sostenerla. Se trata, en breve, de que optaron por no creer en lo que vieron sus ojos. De manera acertada, la CVR explica esta opción ubicándola dentro de un contexto sociocultural: Hacia 1983, dicho razonamiento estaba bastante extendido entre diversos sectores de la opinión pública y la intelectualidad. Incluso los medios de prensa y los magistrados reprodujeron dicha visión, buscando explicar el caso mediante interpretaciones que enfatizaron la diferencia cultural de los campesinos quechuas respecto al conjunto del país como causa fundamental de la tragedia. (2003: 155)

La explicación de la CVR es importante pues nos permite advertir que si bien es cierto que el Informe mentía, la mentira pasó como verdad para diversos sectores del país, a pesar de sus evidentes inconsistencias. Implícitamente, la explicación nos aleja del sentido común de que los autores del Informe mintieron a los lectores. Y nos conduce hacia la perspectiva de que autores y lectores habitaban el espacio de una mentira, de una mentira familiar. Seamos más precisos: autores y lectores habitaban un espacio que distorsionaba lo real (los antagonismos propios a la modernidad andina), pero esta distorsión era constitutiva de la realidad a la que pertenecían autores y lectores por igual. Nombremos de una vez este espacio: es el espacio del fantasma, el espacio de lo “objetivamente subjetivo”. Ni subjetivo (en el sentido fenomenológico de mi percepción conciente, individual), ni objetivo (en el sentido materialista vulgar de la realidad concreta), el espacio objetivamente subjetivo del fantasma da cuenta de cómo las cosas objetivamente me parecen a mí (Žižek, 1997: 120). Por ejemplo, yo

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puedo considerarme un individuo desprejuiciado y abocarme intelectualmente a luchar contra los prejuicios raciales y sexuales; sin embargo, al toparme en la calle con un indio o con un homosexual, ciertos gestos míos —como pararme un poco más lejos de ellos de lo acostumbrado— delatan que el indio o el homosexual objetivamente me parecen inferiores al blanco o al heterosexual. Y volviendo al Informe, su credibilidad para gran parte de la opinión pública se debió a que su relato de la “vida en el Ande” daba cuenta de cómo las comunidades andinas le parecían objetivamente al poblador de las grandes urbes. Más allá de la innegable maestría de Vargas Llosa para la narrativa, su fuerza persuasiva radicaba en que el Informe reproducía un fantasma pre-existente del mundo andino. Una última y necesaria precisión que nos ayudará a retomar una idea anterior. A diferencia de lo que comúnmente se entiende por el término, el fantasma no es una dimensión paralela a la realidad. El fantasma no es el fantasear, el soñar con la satisfacción de aquello que en la realidad me es negado (no es, por ejemplo, el imaginar una aventura sexual con una mujer que me rehúye en la vida cotidiana). Por el contrario, el fantasma es el soporte de la realidad, la creencia objetivamente subjetiva que le da consistencia. Lo mismo podemos decir del paradigma indigenista. Lejos de ser un mero fantaseo exotista del hombre occidental, el paradigma indigenista —la creencia que el mundo andino es radicalmente Otro— es el sostén de una realidad nacional basada en la segregación de las masas andinas de un proyecto moderno que arrastra una herencia colonial. El fantasma de la nación cercada es así una pantalla antropológica que oculta los antagonismos inherentes al actual proceso de modernización. Es más fácil pensar en las razones antropológicas del atraso del Ande que pensar en las políticas de Estado que producen este atraso. Es más fácil —más cómodo, más familiar, más conveniente— pensar que el hombre andino permanece anclado a una identidad premoderna que pensar en las políticas de Estado que, en el presente, truncan las aspiraciones modernas de las masas andinas a fin de favorecer al capital extranjero y a determinados grupos de poder económico nacional. Pero no se trata

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simplemente de que la “clase dominante” se sirva de esta fantasía ideológica para legitimar sus intereses. Se trata además —ya lo hemos dicho— de que esta fantasía ideológica es constitutiva de nuestra realidad social. Compartir con otros una realidad es compartir los hábitos o reflejos (los fantasmas) que la hacen consistir. Lo cual nos lleva a la triste perspectiva de que por vivir en una realidad en la cual las masas andinas se hayan segregadas en el “proyecto nacional”, todos, aunque en distintos grados y de distintas maneras, nos hallamos condicionados por el reflejo fantasmático de pensar que ellas habitan una nación cercada. Es por esta razón que el Informe Uchuraccay —la fantasía ideología por excelencia— regenta no solo la producción novelística de muchos narradores criollos sino también la de muchos narradores andinos, quienes supuestamente están más cerca de los hombres y mujeres de las comunidades del Ande. Como lo veremos a continuación, a pesar de hallarse en distintos polos ético-políticos, Mario Vargas Llosa y Alonso Cueto (los criollos) comparten con Oscar Colchado y Félix Huamán Cabrera (los andinos) el presupuesto de que los hombres y mujeres del Ande habitan otro tiempo, otro espacio. Lituma en Uchuraccay Lituma en los andes de Vargas Llosa es sin duda alguna la versión novelística del Informe Uchuraccay. Esto se puede advertir desde las primeras páginas de la novela, donde una india del pueblo andino de Naccos acude a la comisaría del cabo Lituma para denunciar la desaparición de su marido. La mujer habla en quechua, repitiendo “sonidos indiferentes” que “a Lituma le hacían el efecto de una música bárbara” (Vargas Llosa 1994: 11). Si la escena parece conocida, no es solo por el desprecio racista de un costeño al quechua, es también porque la misma mujer se halla en “Historia de una matanza”, artículo en el cual Vargas Llosa narra a cuenta propia lo sucedido en Uchuraccay. En un tono más personal que en el Informe, el escritor recuerda que cuando los investigadores se disponían a dejar el pueblo, se toparon con una india pequeña,

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anciana y descalza que “canturreaba una canción que no podíamos entender” (1990: 168). Vargas Llosa se pregunta si ella los despedía, los exorcizaba o los maldecía, y luego confiesa que, durante su estancia en Uchuraccay, nunca sintió tanta tristeza como cuando vio “danzar y golpearnos con ortigas a esa mujer diminuta que parecía salida de un Perú distinto a aquel en que transcurre mi vida, un Perú antiguo” (1990: 169). Algo remueve en la psique del narrador este recuerdo, pues, en la siguiente línea, se deja revolcar por la intuición de que esa “frágil mujercita había sido, sin duda, una de las que lanzó las piedras y blandió los garrotes” (ibíd.). A fin de justificar racionalmente esta acusación a todas luces irracional, el escritor menciona que las mujeres iquichanas tienen fama de ser tan beligerantes como los hombres, y también que, en las fotos póstumas de Willy Reto, uno de los periodistas asesinados, se ve a las mujeres en primera fila. Y como ninguno de estos hechos objetivos corrobora su certeza subjetiva, recurre a su innegable maestría narrativa para urdir la siguiente escena dramática: “No era difícil imaginar a esta comunidad transformada por el miedo y la rabia. Lo presentimos en el cabildo, cuando, de pronto, ante las preguntas incómodas, la pasiva asistencia comenzaba a rugir, encabezada por la mujeres, ‘Chaqwa, chaqwa’, y el aire se impregnaba de malos presagios” (ibíd.). Tanto en Lituma en los andes como en “Historia de una matanza”, la india y su lengua “bárbara” angustian de sobremanera al representante del Perú oficial. A Lituma, sus “sonidos indiferenciados” lo ponen “muy nervioso”; a Vargas Llosa, le producen una “inmensa tristeza” y lo remiten a los “malos presagios” en el cabildo. Pero, además, la india quechuahablante provoca en ambos investigadores una reflexión sobre dos temas precisos: el primitivismo de la cultura andina y el crimen a investigar. En “Historia de una matanza”, a raíz del canto de la india, Vargas Llosa tipifica a los uchuraccainos de bárbaros (de animales incluso, ya que no hablan sino que rugen como fieras “chaqwa, chaqwa”) a la vez que culpabiliza de la matanza a las mujeres del pueblo; en la novela, a raíz de la denuncia en quechua de la india anciana, Lituma se pregunta si los serranos creían de verdad en sus supersticiones “¿Se

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creerían los serranos que el rayo era la lagartija del cielo?” (1993: 13) para luego preguntarse por las causas de la desaparición de tres hombres en Naccos. Obsérvese que la yuxtaposición del primitivismo y de los asesinatos en el discurso narrativo del investigador suscita una vaga asociación entre estos dos temas. Como veremos pronto, tanto en la novela como en “Historia de una matanza” y en el Informe, el discurso irá transformando, progresivamente, esta vaga asociación en una relación de causa y efecto; de manera que el primitivismo será, en todos los casos, la causa del crimen. Volvamos a la figura de la india. Sirviéndose del psicoanálisis lacaniano, Santiago López Maguiña arguye que la india de Vargas Llosa es a la vez el fantasma y lo real (2003: 260-263). López Maguiña no se equivoca, mas no alcanza a explicar cómo esta mujer puede encarnar aquello que excede al orden simbólico (lo real) y aquello que lo sostiene (el fantasma). A diferencia de lo que espontáneamente se entiende por el término, lo real no es la realidad objetiva detrás del lenguaje; lo real es lo que se esconde en, y a veces irrumpe a través de, los intersticios de esa “realidad objetiva” constituida por el lenguaje.2 Dicho de otro modo, lo real es, para Lacan, un resto del orden simbólico. Evitemos la comprensión espontánea. Lo real no es un pedazo de naturaleza que ha eludido al orden simbólico, una laguna que este ha olvidado o no ha podido simbolizar (un resto presimbólico); lo real es un producto remanente (excrementicio) del orden simbólico, un resto postsimbólico, de la misma manera que la basura industrial es un resto producido por la sociedad industrial. Es solo en este sentido se puede decir que la india de Vargas Llosa es lo real: ni natural ni premoderna, la india, así como Uchuraccay, es el producto indeseado de la modernidad peruana. Así, en tanto mancha que perturba la representación hegemónica (criolla) de la modernidad, es que ella provoca la angustia de Vargas Llosa y de Lituma. La angustia, como lo explica Lacan, es 2.

“Lo real”, explica Lacan, “está más allá del automaton, del retorno, del regreso, de la insistencia de los signos a que nos somete el principio del placer. Lo real es eso que […] está siempre detrás del fantasma” (1987: 62).

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el único afecto que no engaña. El amor y el odio pueden engañar, pero no la angustia, pues ella da cuenta de lo real en el sujeto que excede a la estabilidad del yo consciente (Lacan 2006: 171). En otras palabras, la angustia es la señal de la emergencia en mí de algo más que yo.3 Lacan explica además que la angustia es insoportable, tanto así que, ante su irrupción, lo primero que se le ocurre al individuo es escapar. Y es precisamente esto lo que hacen Vargas Llosa y Lituma: de cara al angustiante encuentro con lo real (encarnado en la india), autor y personaje solo atinan a escapar hacia el espacio del fantasma, cuya función es precisamente la de tapar el perturbador enigma de lo real, dándole el rostro conocido, familiar de la “nación cercada”. Ahora sí estamos listos para esclarecer el doble estatuto que López Maguiña adjudica a la india: es en tanto real que ella suscita la angustia en Vargas Llosa, y es en tanto personaje del fantasma de la “nación cercada” que ella lo calma, lo tranquiliza. Pero acá hace falta dar un paso más, para lo cual debemos regresar sobre nuestros pasos: cierto, la india es lo real que no encaja en la estrecha visión vargaslloseana de la modernidad, pero este real está en el mismo Vargas Llosa. A diferencia de lo que el costeño quisiera pensar, lo andino no está tan lejos, en otro tiempo, en otro espacio, sino que habita mudo en su interior, en su propia subjetividad. Nadie es ajeno a la realidad del mestizaje y de la migración. Ni siquiera el “pituco” consigue hablar el castellano sin invertir el orden sintáctico a la manera del quechuahablante. En realidad, es para distanciarse de este real con el que no sabe qué hacer, y que por lo tanto lo angustia, que el costeño recurre a un fantasma que lo recubre. Vargas Llosa no es ajeno a este movimiento. En un repliegue subjetivo idéntico al que adjudica a los pobladores de Naccos y de Uchuraccay, el escritor se acoge del fantasma 3.

Nuestra frase “en mí de algo más que yo” es una variación de la conocida frase de Lacan “en ti algo más que tú” (1987: 276). Si bien Lacan usa esta frase para referirse al objeto a, no es erróneo usarla para hablar de lo real; después de todo, el objeto a (el objeto escindido, el objeto que no coincide con sí mismo) es en su dimensión más “profunda”, lo real.

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para expulsar de sí lo que le es supuestamente ajeno (el quechua, lo andino) y para aferrarse a lo que le es supuestamente propio (el castellano, la modernidad criolla). Regresemos ahora a Lituma en los andes a fin de observar en mayor detalle el despliegue de esta lógica fantasmática. Así como en Uchuraccay, en Naccos se dan una serie de muertes en el contexto del conflicto entre Sendero Luminoso y el Estado: en Uchuraccay son nueve, en Naccos son tres, el mudito Pedro Tinocco, el albino Casimiro Huarcaya y el ex alcalde Demetrio Chanca. En un inicio, Lituma sospecha que Sendero Luminoso está detrás de las desapariciones, pero poco a poco se va a ir convenciendo de una terrible verdad, o mejor, de una mentira terriblemente familiar. La primera clave para resolver el misterio se la da un antropólogo danés apodado Escarlatina, quien explica de la siguiente manera el porqué de los sacrificios humanos de los chankas: “No lo hacían por crueldad, sino porque eran muy religiosos. Era su manera de mostrar su respeto a esos espíritus del monte, de la tierra, a los que iban a perturbar. Lo hacían para que no tomaran represalias contra ellos. Para asegurar su supervivencia. Para que no hubiera derrumbes, huaycos, para que el rayo no cayera y los quemara ni se desbordaran las lagunas” (Vargas Llosa 1994: 180). Después de escuchar la esclarecedora perspectiva del homo academicus, Lituma sospecha que los autores del crimen son los mismos pobladores de Naccos. Hacia el final de la novela, Lituma corrobora esta última hipótesis: instigados por el cantinero Dionisio y la bruja Adriana (personajes cuyos nombres aluden claramente al dios griego de la ebriedad y a su consorte mágica Ariadna), los pobladores de Naccos sacrificaron a Tinocco, a Huarcaya y a Chanca a los apus con el fin de aplacar su ira divina contra el pueblo, ira que se hacía sentir a través de los huaycos, la recesión económica, los ataques de Sendero Luminoso y de los pishtakos. La novela termina con un exceso de parte del narrador: Lituma descubre, además, que los pobladores devoraron los cadáveres de sus víctimas en una suerte de cena eucarística. Y digo exceso porque esto ya rebasa lo familiar. Pero dejemos de lado esta tendencia del colonizador a decir que “el caníbal es el otro”, pues sobre ello ya

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ha dicho lo suficiente Víctor Vich,4 y concentrémonos en el hecho de que lo familiar es, en la novela, el mismo fantasma del Informe Uchuraccay. Así como en el Informe, en la novela el hombre andino no es parte del tiempo lineal del progreso moderno sino parte de un tiempo cíclico: de allí la importancia de que los instigadores del crimen sean las figuras míticas-religiosas Dionisio y Adriana. También como en el Informe, en la novela la escena familiar distrae la atención del lector del conflicto entre Sendero Luminoso y el Estado. El informe comienza con las causas inmediatas de la matanza (la violencia subversiva y la antisubversiva), pero luego estas son desplazadas a un segundo plano por las causas mediatas (el atraso cultural de Uchuraccay y su cosmovisión mítico-religiosa). El desplazamiento se hace más patente en la novela, donde Sendero Luminoso aparece en dos momentos de la primera parte para ejecutar a cuatro inocentes (primero a dos turistas franceses, después a dos ecologistas), pero entonces la narración deja de lado las acciones del movimiento subversivo y se concentra en el primitivismo dionisiaco de los pobladores de Naccos. Es como si el fantasma de la nación cercada estuviese en estos textos para desplazar la atención del conflicto del presente antagonismo social (las causas inmediatas). O peor aún, como si el fantasma estuviese allí para servir de soporte a la idea que el atraso sociocultural del Ande (la causa mediata) es la única y verdadera causa de la violencia en esta región. Como los veremos en las siguientes líneas, esta es la estrategia a la que recurren también Alonso Cueto, Oscar Colchado y Félix Huamán Cabrera. La eterna hora azul de la melancolía andina La hora azul de Alonso Cueto es otro ejemplo de un reflejo narrativo que impone un “paradigma indigenista” sobre los pedazos de real que, en la misma narración, lo contradicen. 4.

Siguiendo a Carlos Jáuregui, Víctor Vich afirma que “la narrativa sobre el canibalismo representa el momento en el que el yo proyecta sobre el Otro todo lo monstruoso que él tiene como posibilidad dentro de sí mismo” (2002: 68).

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A través de unas cartas que su difunta madre guardaba en un baúl, el narrador-protagonista Adrián Ormache se entera de que, durante los años del conflicto armado, su padre, también difunto, violaba sistemáticamente a las mujeres que detenía en el puesto de Huanta, Ayacucho, donde ejercía su labor de policía. Adrián se entera además de que su padre había tenido una breve pero intensa relación amorosa con Miriam, una de las detenidas; la relación concluyó abruptamente cuando ella escapó del puesto policial disfrazada con el uniforme de uno de sus custodios (a quien ella había previamente emborrachado). Motivado principalmente por un sentimiento de culpa (más adelante analizaremos la culpa en detalle), Adrián decide buscar a Miriam en Huanta. Su búsqueda en esta localidad es infructífera; pero ya de regreso a Huamanga, mientras toma una bebida en una pollería, Adrián conoce a Guiomar, una mujer que le “pareció que era limeña, o al menos de una ciudad grande por la ropa: una blusa blanca, un collar de hilos plateados, pantalones negros, aretes de perla sortijas en varios dedos” (Cueto 2005: 179). Después de una breve conversación en la que ella le cuenta que, en efecto, vive en Lima, y que está en Huamanga visitando la tumba de sus padres, Guiomar invita a Adrián a ver un baile de tijeras. Adrián pregunta: “¿Te interesan los danzantes de tijera?”, y ella responde “No es que me interesen. Son mi vida” (2005: 181). Todavía en la pollería, la mujer explica el significado de la danza: “La danza es una distracción de la muerte. Aquí han conocido la muerte desde siempre. Si no han podido rebelarse a ella en la realidad, se han rebelado en la música, en los retablos, en la danza” (ibíd.). Curiosamente, para esta mujer, la muerte no llega a Ayacucho con Sendero Luminoso sino que ha estado allí “desde siempre”, como parte intrínseca de la naturaleza de la sierra: “Porque cuando estás allí [en la meseta], el frío se mezcla con un viento que te entra por los poros y te paraliza la sangre y si te quedas parado te hiela el corazón. Si te mueres, nadie nunca va a saber de tu cuerpo porque el viento va a llevarte a lo alto de la montaña” (ibíd.). Adviértase que la visión de Guiomar sobre la puna es casi idéntica a la de Vargas Llosa. En el Informe Uchuraccay, el célebre

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redactor observa que “Para estos hombres y mujeres, analfabetos en su mayoría, condenados a sobrevivir con una dieta exigua de habas y papas, la lucha por la existencia ha sido tradicionalmente algo muy duro, un cotidiano desafío en que la muerte por hambre, enfermedad, inanición o catástrofe natural acechaba a cada paso” (1990: 111). A Vargas Llosa le es tan imposible como a Guiomar imaginar la vida humana en semejantes condiciones naturales. Ambos comparten la creencia de que una cultura enraizada en una naturaleza inhóspita solo puede producir seres morosos que habitan próximos al dolor y a la muerte. Es como si, para ambos, la naturaleza de la cultura andina estuviese “desde siempre” maldita. Pero más importante aún, la visión de Guiomar encaja en un reflejoestrategia narrativa similar a la del Informe Uchuraccay: tanto en la una como en el otro, la explicación del dolor de los ayacuchanos como efecto histórico del desarrollo cultural en una localidad adversa (la causa mediata) desvincula el dolor de las presentes injusticias sociales que dieron lugar al conflicto entre Sendero Luminoso y el Estado (las causas inmediatas). Pasemos ahora al recinto en el que se realiza la danza de las tijeras. Como lo ha señalado Mercedes Mayna Medrano (2005: 04), la danza en la novela de Cueto replica la danza en el cuento “La muerte de Rasuñiti” de José María Arguedas. En ambas narraciones, los movimientos giratorios del danzante evocan un tiempo cíclico, el tiempo del eterno retorno. No obstante, hay importantes diferencias entre una y otra danza. La danza en la novela de Cueto está asociada a la repetición de lo mismo, al estancamiento del hombre andino en su morosa tradición; así como el círculo trazado por las agujas de un reloj, su movimiento giratorio concluye donde comenzó, en la hora azul, la hora de la melancolía andina. No es así en la danza en el cuento de Arguedas, donde el danzante se reencuentra con el dolor causado por una situación inicua, mas no para regodearse melancólicamente en el dolor sino para buscar una salida a la situación que lo produce. Y, por supuesto, la posibilidad de una salida da a la repetición cíclica del rito una cierta espiralidad: a diferencia del movimiento giratorio del círculo, que acaba en el lugar donde comenzó, el movimiento giratorio de la espiral

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concluye en otro lugar (en la salida). En términos nietzscheanodeleuzianos, mientras que la danza narrada por Cueto coloca al hombre andino en el eterno retorno de lo mismo, del mismo dolor esencial, la danza en el cuento de Arguedas lo enfrenta al eterno retorno de lo diferente: en esta danza, lo que retorna, lo que podría retornar, lo que se espera que retorne, es una nueva vida.5 (Pronto volveremos a este punto). Guiomar ofrece una última explicación de la danza: “Los danzantes de tijeras fueron los primeros en rehacer el mundo. Por eso están bailando, por eso siempre ha habido alguno de ellos sosteniendo su vida, la vida de nosotros, en la danza, Cuando el traje se mueve, se mueve el mundo, El danzante es el dios. El baile es el dios. Nosotros somos el dios” (Cueto 2005: 187). Lo sorprendente de esta explicación no es tanto su contenido como quien la enuncia, pues Guiomar es una mujer que se viste como limeña, que parece limeña, que vive en Lima y que, sin embargo, preserva una cosmovisión andina premoderna, prehispánica incluso. Es como si el hombre andino estuviese atado a una identidad fija, y que lo hispánico y la modernidad no hubiesen alterado en nada sus vínculos pasionales con su tradición cultural. Para Lacan, el sujeto está siempre dividido, es decir, el sujeto lacaniano no se identifica plenamente con su lugar en la estructura social. Para Cueto, sin embargo, el hombre andino no es sujeto: es más bien una esencia monolítica para la cual, la cultura occidental moderna, no es más que un disfraz. Finalizada la danza, Adrián advierte que los ojos de la mujer “relucían una suerte de lástima petrificada” (ibíd.). Después, ella se 5. En Lógica del sentido, Gilles Deleuze establece la diferencia entre el eterno retorno de lo mismo (el eterno retorno platónico) y el eterno retorno de lo diferente (el eterno retorno nietzscheano). Para él, el eterno retorno de lo mismo es el devenir “amaestrado, monocéntrico, determinado a copiar lo eterno (1969: 304), mientras que el eterno retorno de lo diferente es “un círculo siempre excéntrico”, es decir, “el caos, el poder de afirmar el caos (1969: 305). Así, lo que retorna en el primero es la copia de un modelo original (la Idea), mientras que lo que retorna en el segundo es la diferencia en tanto que se escinde de sí misma.

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pone de pie y se aleja, desaparece. Se aleja de él, de quien le recuerda su disfraz de limeña. Se aleja de las apariencias modernas para retornar a su dolorosa verdad, para retornar, es decir, a ese lugar y a ese tiempo, que, para Adrián, es su verdadero tiempo-lugar: la nación de los hombres petrificados “desde siempre” en el dolor. Los hermanos Marx recomiendan que si se conoce a un hombre que parece y actúa como un idiota, uno no debe engañarse buscando la inteligencia o la astucia en su fuero interior: el hombre que parece y actúa como un idiota es, sencillamente, un idiota. Procediendo de manera inversa, la narración de Adrián sugiere que si una mujer se viste como limeña, habla como limeña y actúa como limeña, uno no debe engañarse con las apariencias, pues ella es, en realidad, una habitante de la nación cercada; lo cual nos recuerda la deformación racista de un viejo dicho popular: “la chola, aunque se vista de seda, chola se queda”. Atónito ante el dolor étnico de Guiomar, Adrián pregunta al párroco de Huamanga qué se puede hacer para ayudar a toda esa gente sufrida de Ayacucho, y el párroco sugiere con su respuesta que solamente consolarlos. La respuesta es clave puesto que delinea la solución a la culpa que anima la búsqueda de Adrián: a saber, la compasión y la caridad cristiana. Hacia el final de la novela, Adrián recurre a esta solución para lidiar con el hijo que su padre tuvo con Miriam, es decir, con su hermano menor o su hijo simbólico. Días luego de regresar a Lima, Adrián encuentra a Miriam en una urbanización de inmigrantes andinos llamada Huanta II. De allí tiene un breve romance con ella (como lo tuvo su padre) hasta que, poco después, ella muere; no se sabe si a causa de un cáncer o de un suicidio. Entonces Adrián recurre a la solución cristiana haciéndose parcialmente cargo del niño. Le paga el colegio, el psicólogo, lo saca a pasear, pero no lo reconoce realmente como hijo o hermano; nunca le da su apellido ni lo lleva a vivir con su esposa y sus hijas. Adrián acepta así la realidad de la segregación social. O más precisamente, contribuye a darle consistencia a una realidad nacional que aún no ha dejado atrás su pasado oligarca. Según Flores Galindo, la diferencia entre oligarquía y burguesía es que

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la primera no tuvo el propósito de elaborar un “proyecto nacional”, elevar sus intereses particulares a una categoría general, presentándolos como si encarnaran también los intereses de otras clases y, en función de esta finalidad, realizar algunas concesiones o incorporar otros elementos, sabiendo ceder en lo secundario. Lejos de buscar la incorporación de otras clases sociales a su proyecto, la oligarquía peruana se propuso mantener marginadas a las grandes masas […] (1984: 141).

Las cosas sin duda han cambiado considerablemente con relación a la república oligárquica de los primeros decenios del siglo XX, descrita por Flores Galindo. Si bien por muchos motivos es difícil sostener la existencia de un pequeño grupo de familias que gobierna el destino del país, no deja de ser cierto que persiste una actitud oligárquica —es decir, paternalista, racista y represiva— de parte de quienes ostentan el poder económico hacia las grandes mayorías. Esta es, al menos, la actitud de la clase alta en la novela de Cueto, donde Adrián no se atreve a mezclar las razas llevando al hijo de Miriam a su casa de San Isidro. Y dado que él es incapaz de subvertir las leyes implícitas de una “república sin ciudadanos”, no es extraño que solo pueda expiar su culpa por los crímenes del padre, y por su aventajada situación social, con la compasión y la caridad cristiana, la cual el niño agradece en la última frase de la novela: “Quería agradecerle. Agradecerle. Nada más” (2005: 303). No podemos dejar escapar la estrecha relación entre la culpa de Adrián por los crímenes del padre y la culpa adicional por ser uno de los pocos que tienen mucho en un país donde muchos no tienen nada. Pues la criminal estrategia antisubversiva del padre hace posible la existencia del grupo oligarca al cual pertenece el hijo. O para decirlo en el argot žižekiano, los crímenes del padre son el suplemento obsceno, la ley nocturna, violenta, implícita que suple el déficit de la diurna “legalidad democrática”, que beneficia a un pequeño grupo de ciudadanos a expensas de la mayoría no plenamente ciudadana.6 Esta formulación echa nuevas luces sobre la 6.

Para una discusión detallada del suplemento obsceno, revísese el capítulo tres de La metástasis del goce de Slavoj Žižek. Ver bibliografía.

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“culpa social” de algunos jóvenes de familias acomodadas. La culpa social no es solamente la culpa semi-abstracta de haber tenido la suerte de nacer en el pequeño grupo de los que tienen. La culpa social es también la culpa concreta de gozar de una posición social sostenida por la obscenidad del poder (las torturas, las violaciones, los asesinatos, los genocidios, etc.). En la novela, no hay un desarrollo narrativo de la relación entre la violencia del padre y la culpa del hijo. Pero la hacemos nosotros con el fin de resaltar la falsedad de la expiación cristiana de la culpa del oligarca. Pues —digámoslo claramente— Adrián no paga con la caridad por la culpa de los crímenes del padre, Adrián paga con la caridad por beneficiarse de las torturas y de las violaciones del padre. De modo que, en un sistema oligárquico, no está por un lado la violencia y por el otro la caridad; la caridad es la otra cara de la violencia. Sin duda, la compasión del hijo contrasta con la crueldad del padre. Pero en un nivel subjetivo más profundo, no hay contraste sino complementariedad: la crueldad del padre permite la existencia del hijo que se compadece de los no favorecidos por el sistema, mientras él goza siendo parte de los favorecidos. Es decir, el padre de Adrián, el mal Amo oligarca —un Amo no muy distinto del padre gozador de Tótem y Tabú de Sigmund Freud— hace posible la existencia social del buen Amo oligarca. Y el buen Amo es, por supuesto, la cara limpia del sistema que ayuda a propalar la percepción conveniente de que el mal Amo es solo una excepción a la regla. Ahora podemos comprender mejor la función del fantasma de la “nación cercada” en la novela. El fantasma del hombre andino congelado en el tiempo es el soporte de la validación de la ética “paternalista” del buen Amo oligarca. Al retratar al hombre andino como el habitante de una naturaleza-cultura morosa, como un alma sufriente que ha sufrido “desde siempre”, la narración le adjudica al buen Amo la responsabilidad de ser caritativo con quienes sufren por pertenecer a esa naturaleza-cultura. Pero además, la narración, mediante el fantasma, se desentiende que el buen Amo es directamente responsable por las causas de este sufrimiento. Esto se vuelve aún más claro si consideramos la actitud

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de Adrián hacia su hijo/hermano, el heredero sufriente de un mundo sufriente. Adrián se compadece del niño como si este estuviese “desde siempre” maldito, como si su dolor fuese el efecto de una gran maldición histórica, sin ponerse jamás a pensar en que, al no reconocer plenamente al niño como familiar, él, Adrián, es la causa presente de su dolor. Una vez más, la estrategia de Adrián, y de la narración en general, es similar a la del Informe Uchuraccay: la creencia fantasmática en que el niño sufre a causa de una maldición heredada (la causa mediata) le permite desentenderse de que su acción en el presente (el no reconocerlo plenamente) es la causa directa (inmediata) de su segregación, y por lo tanto, también, de su sufrimiento. Cuando el niño le pregunta a Adrián si él es su padre, Adrián se limita a responder que no. No le dice “eres mi hermano”, no le dice “eres mi familia”. No miente, pero no le dice bien quién es, le dice mal quién es, lo mal-dice. A fin de cuentas, la maldición histórica que recae sobre el niño le sirve a Adrián (y puesto que él es el narrador en primera persona de la novela, diremos que la maldición histórica le sirve también a la narración en general) para distraer su (nuestra) atención de que la verdadera maldición es su mal-dic(c)ión. Desde los intersticios de la narrativa, se advierte rápidamente que el buen Amo (el buen Padre) no es tan bueno como parece. Por más que historiadores y sociólogos afirmen lo contrario, el paternalismo oligárquico nunca existió: en tanto que el buen Padre oligarca no reconoce plenamente a sus hijos de otras razas, en tanto que se niega a otorgarle todos los derechos y recursos a quienes no tienen el mismo color de su piel, su supuesto paternalismo es siempre la mal-dic(c)ión de un padrastro. La feliz comunidad de Félix Huamán En Candela quema luceros de Félix Huamán Cabrera, la trama está precedida por dos paratextos (el término es de Víctor Quiroz, 2006).7 El primero es una dedicatoria a Pariamarca, Accomarca, 7.

Mi breve discusión de los paratextos básicamente se basa en la descripción e interpretación que de ellos hace Víctor Quiroz en “Ficciones de la memoria.

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Pucayacu y Cayara, comunidades que fueron arrasadas por las Fuerzas Armadas durante la guerra interna. El segundo es “Palabras a José María Arguedas”, donde el narrador se autoriza del autor de Todas las sangres para denunciar los genocidios. Aquí, también, el narrador cuestiona el Informe Uchuraccay: “Que engañan diciendo que en Uchuraccay el pueblo había matado a sus propios hermanos” (Huamán Cabrera 1989: 11). Dejamos por el momento de lado este cuestionamiento (erróneo al parecer) para ocuparnos de la ficcionalización de los crímenes históricos mencionados en los paratextos. En la novela, la comunidad imaginaria de Yawarhuaita es representativa de las comunidades diezmadas por las fuerzas del Estado. Antes del genocidio, Yawarhuaita es una comunidad feliz, sus pobladores se hallan siempre entusiastas de cultivar los campos (su actividad económica principal) y de reafirmar con orgullo su vínculo con la tierra en las distintas festividades agrarias. Estas festividades constituyen un espacio sagrado donde se disuelven los límites entre la naturaleza y la cultura: en ellas, la naturaleza se hace cultura, la cultura se hace naturaleza. No solo danzan y cantan los habitantes del pueblo sino que “Todo canta. La piedra mole, el yuyo amarillo, la torcaza de gayara, el torgue granulento que cerca del habal cuenta los élitros del orongo” (1989: 77). Así como en la película Amarcord de Federico Fellini, el protagonista de Candela quema luceros es el pueblo mismo: la focalización narrativa pasa raudamente de un personaje a otro, de manera que se vuelve casi imposible recordar a uno de ellos en específico. Sin embargo, a diferencia de Amarcord, aquí no se muestra la insatisfacción de los habitantes con la comunidad, quizás por ello también es difícil recordarlos. No hay pleitos ni disputas entre los yawarhuaitas, tampoco apatía o resentimiento, cada uno de ellos es feliz de ser parte de la colectividad: “Así se ayudaban todos. Un día para uno, al siguiente para otro, al tercero como Mañuco, en fin, uno para todos, todos para uno” (1989: 24). De más está decir La novela del conflicto armado interno (1980-2000) y las tensiones de la modernidad colonial en el Perú”. Ver bibliografía.

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que los personajes de esta novela no son realmente sujetos (al menos, en el sentido lacaniano del término); en ninguno de ellos se advierte una división subjetiva, una inconformidad con su lugar en la estructura social. Perfectamente castrados, es decir, socializados, simbolizados, los yawarhuaitas son meros representantes de una sustancia colectiva. De allí que la narración se apoye eventualmente en la primera persona del plural: “¡Aquí estamos los yawarhuaitas. Una sola idea, una voluntad subiendo a la provincia en muchas cabalgaduras […]!”(1989: 179). El único personaje del pueblo que se puede recordar sin esfuerzo es Cirilo, el único sobreviviente del genocidio. Desvinculado de su naturaleza-cultura, Cirilo es pura melancolía, pura añoranza de una totalidad ahora extinta. No es fortuito entonces que —en estos fragmentos de la novela— la voz narrativa emplee el “tú” para relatar los sentimientos y acciones de Cirilo luego de la masacre: “Tuviste sed, Cirilo, entonces corriste hasta el manantial de la pila vieja y volviste. La luz del día no era para saltar, ni correr, ni gritar. Qué silencio para jodido. Tú mira que te mira no sabías qué hacer” (1989: 169). Acá es importante preguntarse: ¿quién habla, quién enuncia el “tú”?, ¿qué persona o entidad interpela como “tú” a Cirilo? Es el “nosotros” del pueblo, la sustancia colectiva de Yawarhuaita, que interpela no a un sujeto sino a una pieza del engranaje social. Dicho esto, conviene recordar la diferencia entre el sujeto de Louis Althusser y el sujeto de Jacques Lacan. Para Althusser, el sujeto es la instancia que se reconoce en la interpelación ideológica; cuando, en medio del gentío, un policía grita “Deténgase”, y yo, sin haber cometido delito alguno, “instintivamente” me detengo para voltear, me reconozco (mediante esta acción) en el llamado impersonal del gran Otro social, me hago sujeto de la ideología. Para Lacan, por el contrario, el sujeto es el que no se reconoce en el llamado, la instancia que insiste en articular aquello que no encaja en la interpelación. Muy lejos del sujeto lacaniano, Cirilo es un sujeto althusseriano cuya existencia depende de su identificación con la comunidad; no sorprende entonces que, luego de la matanza, Cirilo no sea más que un muerto vivo, el espectro de una sustancia

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social extinta. Cirilo lamenta la pérdida de sus semejantes, pero lamenta más aún la pérdida del gran Otro, del dador y garante de su propio ser. Es por ello que, en la secuela del genocidio, sus acciones se limitan al gemido y a los vanos intentos de resucitar a los muertos, los vanos intentos, es decir, de revivir al gran Otro para revivir él mismo. Y es por ello también que, cuando llegan al pueblo los investigadores estatales, Cirilo no puede denunciar a los responsables del exterminio: ¿y cómo podría hacerlo, si él es tan solo un vínculo social que ha dejado de ser con la desaparición de lo social? Vemos así que Huamán Cabrera comparte con Vargas Llosa y Cueto el viejo fantasma de la nación cercada. Cirilo no es una excepción, todos los pobladores de Yawarhuaita se encuentran firmemente arraigados a una sustancia social que no ha sido afectada por la modernidad capitalista; esta no sería más que un fenómeno epidérmico que no ha conseguido problematizar el vínculo pasional entre el hombre andino y su tradición. Es más, si omitimos de la novela el relato de Gelacho (que visita la ciudad de Lima) y el lío entre el pueblo y las Fuerzas Armadas (al cual llegaremos pronto), fácilmente podría pensarse que Yawarhuaita es una comunidad agrícola del siglo XIX, o incluso del XVI. Ahora comenzamos a entender por qué el Informe Uchuraccay es mencionado en los paratextos. A pesar de su marcada simpatía indigenista hacia la pequeña comunidad andina (y de su desprecio hacia las Fuerzas Armadas), el narrador repite básicamente la lógica discursiva del Informe: en ambos textos, es el atraso cultural de la comunidad andina el que da origen al malentendido cultural que concluye en el genocidio. O para ser más precisos, la novela de Huamán Cabrera es el reverso especular (el espejo que da una imagen invertida) de los textos de Vargas Llosa. A fin de visualizar el argumento con mayor claridad, discutamos brevemente el malentendido cultural. Hay un lugar sagrado en las cercanías de Yawarhuaita, es la cueva de la Sarapalacha. Según cuenta la leyenda, la Sarapalacha era una niña que arribó con su padre al pueblo cuando este era azotado por la sequía. Los yawarhuaitas creían que el desastre natural

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era la venganza del apu (el dios de la montaña) contra algún pecado cometido por la comunidad. A fin de congraciarse con el apu y conseguir de él la lluvia, los yawarhuaitas decidieron darle a la niña en sacrificio; la arrebataron de su padre y la introdujeron en una cueva honda de la montaña. Cada año, para conmemorar el crimen que permitió la supervivencia de la comunidad (el crimen fundador), los comuneros llevan distintas ofrendas a la cueva, donde mora todavía el espíritu de la niña. Se demarca así un espacio sagrado, un espacio inútil, improductivo, un espacio ajeno al orden profano del trabajo y de la utilidad. Respetuosos de lo sagrado, de lo que tiene valor en sí mismo, los yawarhuaitas prohíben la cosecha o el pastoreo en los alrededores de la cueva. Desgraciadamente, Gelacho, habitante de una comunidad vecina que había migrado a Lima para luego volver como pastor, no respeta la prohibición y lleva a su ganado a pastar allí. Sin duda, Gelacho representa al forastero impuro, o más precisamente, al comunero andino que es pervertido por los valores utilitarios de la modernidad capitalista. Su estancia en Lima ha debilitado su vínculo con la tradición, así como su respeto por las costumbres que se anteponen a la capitalización de un bien sagrado. Parafraseando el Manifiesto comunista, todo que lo antes era sagrado, para Gelacho, es hoy, profano, y por lo tanto le parece absurdo no poner a buen uso una tierra fértil. Furiosos por la profanación de la tierra sacra, los yawarhuaitas aprehenden a Gelacho y lo castigan moliéndolo a palos. El castigo enfurece a su vez al transgresor, quien no tarda en vengarse haciendo explotar la cueva con dinamita. Los comuneros entonces acuden a los oficiales de las Fuerzas Armadas y lo denuncian por haber matado a la “niña Sarapalacha”; los oficiales capturan a Gelacho y, después de interrogarlo con violencia, se enteran de que la víctima del crimen no es una niña sino una cueva. He aquí el malentendido cultural, el cual da a lugar a la serie de sucesos que culmina en la matanza. No hallándolo culpable de crimen alguno, las fuerzas del orden liberan a Gelacho; la liberación indigna al pueblo, cuyos líderes regresan al cuartel para exigir una nueva detención de quien estiman un criminal; y los oficiales, creyéndose objeto de una burla, los encierran en la cárcel. Al oír del aprisionamiento

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de sus líderes, los yawarhuaitas acuden en su ayuda: todos juntos marchan hacia la cárcel, y una vez allí, se introducen por la fuerza y los liberan. Los yawarhuaitas no causan daño a la propiedad o a la vida, pero los oficiales no están dispuestos a perdonarles el asalto a una dependencia del Estado y, en represalia, atacan el pueblo y aniquilan a sus habitantes (con la excepción de Cirilo, quien, durante el ataque, se hallaba haciendo pastar a su ganado). Para Víctor Quiroz, el genocidio es “la imposibilidad de diálogo entre las semiósferas que propone el texto: una andina tradicional (Nosotros) y otra de carácter occidental encarnada por el juez y el comisario (Ellos)” (2006: 2). En una sociedad tan racista como la nuestra, donde no es raro que se estigmatice de salvajes a las tradiciones andinas, uno se siente culpable de cuestionar la defensa multicultural de las particularidades étnicas. Pero no podemos no hacerlo, pues el multiculturalismo de Quiroz no hace más que sostener una lógica discursiva que separa nítidamente la impertérrita tradición andina del cambiante Perú moderno. Entiéndase bien: el multiculturalismo de Quiroz y el indigenismo de Huamán Cabrera (por un lado), y el racismo modernizador de Vargas Llosa (por el otro), son dos caras de la misma moneda discursiva, y lo son porque ambas perspectivas están adheridas al fantasma del mundo andino como nación cercada. Sin duda, Quiroz y Huamán Cabrera se distinguen de Vargas Llosa en su defensa de la tradición andina y su denuncia del etnocidio sistemático del Estado peruano. No obstante, todos ellos se encuentran dentro del paradigma indigenista del Informe Uchuraccay: todos ellos creen que las comunidades andinas tienen una identidad fija (un fuero propio) que excluye radicalmente la alteridad (lo foráneo). Y todos lo creen a pesar de los rasgos modernos de las comunidades que ellos mismos han anotado en sus textos. En la novela de Huamán Cabrera, por ejemplo, los comuneros asisten a la escuela, escuchan y aprecian la tesis de la democracia plural expuesta por el maestro, participan en la construcción de la carretera (un proyecto estatal), conocen la existencia del Estadonación peruano, acuden a él cuando tienen un conflicto con algún tercero (con Gelacho, por ejemplo), y cuando el Estado comete un

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abuso de poder (por ejemplo, encarcelando a sus líderes), realizan una marcha en la que hacen flamear la bandera peruana. Y sin embargo, a pesar de todos estos signos inequívocos de modernidad, los yawarhuaitas son incapaces de comprender que el Estado peruano no comparte su cosmovisión mítico-religiosa, y denuncian a Gelacho por profanar una cueva que solo para ellos es sagrada. Una vez más, hallamos la certeza de que la modernidad es un disfraz del rostro verdadero del hombre andino. Pero el rostro verdadero no es aquí, como en Cueto y en Vargas Llosa, el rostro del dolor y de la muerte. Por el contrario, las descripciones idílicas de Yawarhuaita sugieren que el rostro verdadero del hombre andino es la felicidad. Y puesto que la felicidad es inherente a la naturalezacultura del Ande, ¿no deberíamos alegrarnos de que la modernidad peruana sea desigual, de manera que puedan todavía existir en el territorio patrio comunidades felices como la de Yawarhuaita? ¿No deberíamos estar contentos de que estos pobladores tan felices con su tradición se mantengan al margen de la modernidad nacional? ¿No es una suerte de que el Estado-nación los haya olvidado y de que ellos puedan seguir siendo felizmente lo que son? Cortemos la ironía de estas preguntas retóricas respondiéndolas de la siguiente manera: no, no deberíamos alegrarnos, no deberíamos estar contentos y no es una suerte que Yawarhuaita permanezca felizmente ignorante de la modernidad. Y esto porque la ignorancia de las instituciones modernas tiene un costo demasiado alto para las comunidades andinas. No nos referimos al costo de oportunidad económica ni al costo de “calidad de vida” ni al costo de la inhibición del individualismo; estos costos solo tienen sentido dentro de la perspectiva de la modernidad capitalista. Nos referimos al alto costo de la supervivencia. Agente histórico del gran capital, el Estado moderno tiende a incorporar al sistema de intercambio de mercancías a los territorios en su exterior. Podemos debatir si las comunidades tradicionales deberían resistir, integrarse o integrarse para subvertir a este sistema, pero lo que está más allá del debate es que si ellas desconocen la naturaleza del Estado, serán incorporadas de la peor manera, o lo que es peor, serán aniquiladas como Yawarhuaita. (Felizmente, los comuneros

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de Májaz, quienes supieron utilizar ciertos mecanismos modernos para frenar el ingreso a su territorio de una compañía minera con una pésima política ambiental, eran menos felices. Pero, claro, la comunidad de Májaz no es una comunidad tradicional). Estas reflexiones nos ayudan a percibir la condescendencia inherente a la posición multiculturalista, hacia la cual se desliza Candela quema luceros. Al complacerse de la feliz inocencia del Otro “ecológico”, del Otro premoderno que entabla con la naturaleza una sabia relación de respeto y de cooperación, el multiculturalista repite el gesto del padre que contempla condescendientemente la ignorancia del niño con relación a las condiciones reales del mundo. En una entrevista con Glyn Daly, Žižek comenta sobre el gesto multiculturalista de McDonald’s de reemplazar la carne de vaca por la carne de algún otro animal en sus restaurantes de India; en este país, la vaca es un animal sagrado. Luego de aplaudir tibiamente el gesto de la transnacional, Žižek se hace una pregunta falsamente inocente: “pero, ¿qué pasa con el simple hecho de que no es verdad que las vacas sean realmente sagradas? ¿Y con qué, para decirlo vulgarmente, esa práctica no es más que una estúpida creencia religiosa?” (2006: 118). La pregunta no está animada por la intolerancia pseudoiluminista hacia las creencias religiosas. Su razón de ser es, primero, la de subrayar que los izquierdistas de occidente deben evitar la tentación de identificarse con el horizonte fantasmático del Otro no occidental. Y segundo, que si se quiere escapar de la trampa del elitismo multiculturalista, sin caer en la trampa de la modernización homogenizadora, no hay otra solución que la de dialogar con el Otro a fin de delinear los problemas comunes en el capitalismo avanzado. Como lo indica Žižek, la única relación auténtica que se puede tener con el Otro cultural es “la solidaridad en la lucha común” (2001: 239). El multiculturalista, por supuesto, estimaría esta propuesta inviable puesto que presupone que no hay problemas globales sino locales; presupone, por ejemplo, que los problemas de Lima no son los problemas de Ilave. Si bien esta línea de pensamiento es, en primera instancia, saludable, ya que elude la tentación homogenizadora de

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imponer una solución para todos los pueblos, sin tomar en cuenta sus diferencias, ella es finalmente limitada pues asume que vivimos en un mundo multicultural donde cada una de las distintas culturas tiene un modo de producción particular (la infraestructura) a la que corresponde una representación particular (la superestructura) del modo de producción. No obstante, es falso que las distintas culturas estén separadas por modos de producción radicalmente distintos. De diversas maneras, el capitalismo ya ha desvinculado a las comunidades de su modo de producción tradicional. Son muy pocas las culturas cuyas relaciones de producción no estén entrelazadas a la matriz del capitalismo global. De manera que si bien existen innegables diferencias entre las comunidades, estas diferencias no son diferencias entre tradiciones culturales: son más bien diferencias producidas por las diversas maneras en que la modernidad capitalista ha transformado las tradiciones culturales. En breve, no hay realmente un mundo multicultural porque todas las culturas presuponen y se erigen sobre la matriz capitalista. Hace algunos años, el poder judicial no condenó con la severidad debida a los dueños de la discoteca Utopía, cuya negligencia ocasionó un siniestro en el que murieron varios muchachos de familias acomodadas. En un arrebato de ira, la madre de uno de los difuntos declaró en televisión: “Con razón la gente toma la ley en sus manos”. La madre se refería a las acciones de los pobladores de Ilave, cuya desconfianza hacia la voluntad de las autoridades del Estado de castigar a un alcalde sospechoso de corrupción, los condujo a decidir castigarlo ellos mismos; lo lincharon hasta matarlo para luego arrastrar su cadáver por las calles. Más allá de las particularidades del caso (al parecer, el alcalde era inocente), el punto es que las declaraciones espontáneas de la madre revelan que tanto la clase media alta limeña como los pobladores pobres de Ilave comparten el problema del reparto inicuo de la justicia. En otras palabras, estas personas tan distintas comparten el problema sistémico de que la justicia del Estado no es ciega a la concentración de capital ni a las influencias políticas. Este es solo un ejemplo, entre otros posibles, de que detrás de las diferencias entre las particularidades culturales, se halla la

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diferencia universal entre el rechazo o la aceptación de las iniquidades del capitalismo avanzado. Y el problema con las narrativas multiculturalistas como las de Huamán Cabrera, es que, desde ellas, nada de esto es visible. Debido a su comprensible deseo de reivindicar a las culturas vilipendiadas por tratados racistas como el Informe Uchuraccay, los autores indigenistas de corte multicultural caen en la trampa de encarnar el reverso especular (la imagen invertida en el espejo) de la tesis de la nación cercada, y de esta manera se vendan los ojos ante el hecho de que el Otro no es tan Otro como parece y que sus problemas son también nuestros problemas. El pachacuti y el eterno retorno del Tahuantinsuyo En Rosa Cuchillo de Oscar Colchado, se advierten dos espacios distintos: el Janaq Pacha, una suerte de purgatorio andino, donde transita Rosa Cuchillo luego de su muerte, y los Andes peruanos de los años ochenta, donde Liborio, el hijo de Rosa, participa como guerrillero en el conflicto armado. Nos introduciremos en este espacio para luego volver a aquél. A pesar de sus resquemores iniciales, Liborio asume activamente la causa de Sendero Luminoso: aprende a manejar un arma, a construir explosivos y a pensar la realidad peruana a través de la ideología marxista-leninista-maoísta, pensamiento Gonzalo. Existe además un factor afectivo que lo vincula al movimiento subversivo: su amor por la camarada Anjicha, quien si bien se identifica cabalmente con la ideología de Sendero Luminoso, mantiene, según Liborio, su alma de urpi (de paloma). Pronto, sin embargo, Liborio se da cuenta de que Sendero Luminoso no representa a los “naturales”, a los “runas” (es decir, a la gente del Ande). Se da cuenta también de que los senderistas son “blancos”, “mistis” que están resentidos con los “otros de su casta”, y que, de llegar al poder, de convertirse en los “nuevos gobernantes”, tomarían sus decisiones sin considerar a los runas. Liborio llega finalmente a la conclusión de que solo si “los naturales netos” tomasen el poder, “volveríamos a bailar sin vergüenza nuestras

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propias danzas, en vez de esos bailes del extranjero; hablaríamos de nuevo el runa simi, nuestro idioma propio; adoraríamos sin miedo de los curas a los dioses en los que tenemos creencia todavía. Sólo si así era la condición, valía la pena luchar” (Colchado 1997: 77). Del pensamiento Liborio pasa a la palabra y expone, ante sus camaradas de más alto rango, el fruto de sus reflexiones sobre la subversión. Para él, la verdadera revolución solo podría tener como objetivo principal que los naturales recuperasen todo lo que les quitaron “los españas invasores”. Ante esta interpretación indigenista del devenir histórico, el camarada Omar responde con la tesis del mestizaje: “Bueno, compañero, pero hoy la lucha no era de indios o de naturales como tú decías, contra blancos, porque dizque ni indios puros ni blancos puros ya había”. De modo que la revolución solo podría tener como fin la constitución de un “gobierno para mestizos, socialista, por supuesto” (ibíd.). Liborio entonces replica que “es cierto que la gran mayoría son mestizos”, “pero dentro de ésos, más los hay con alma india, y estabas seguro que se hallarían gustosos de pertenecer a una nación de ayllus campesinos y obreros, donde se tienda al trabajo colectivista, como en tiempos de nuestros antepasados” (ibíd.). Sin sobresaltarse, el camarada Santos interviene para resaltar que el Perú es hoy parte de la época moderna y que “es imposible volver a una época tahuantisuyana”. Y sin sobresaltarse también, Liborio contesta: “No es volver al pasado, porque nuestras costumbres comuneras no las hemos perdido nunca los naturales” (ibíd.). Adviértase el paralelo entre la interpretación etnológica de Liborio y la del protagonista de La hora azul. Para Adrián Ormache, el aspecto limeño de Guiomar no es más que un disfraz de su esencia andina; para Liborio, el mestizaje es tan solo un velo superficial del “alma india”, la cual se preserva intacta en las tradiciones y las creencias andinas. Pero no se trata solamente de la perspectiva de un personaje que será luego problematizada por la narración. Por el contrario, la narración misma favorece la perspectiva de Liborio de tres maneras. Primero, cuando “tendidos sobre la huaylla mullida y fresca”, Liborio calza su “deseo duro” entre los muslos de Anjicha, la naturaleza andina sanciona favorablemente el coito

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entre dos indios con el siguiente espectáculo: “Una bandada de loros pasó chillando sobre sus cabezas y no muy lejos de ahí, entre la enmarañada vegetación, un halcón blanco que vino desde los Andes pisaba furiosamente a una paloma, Wiracocha, quién sabe, fertilizándola a la Pachamama” (Colchado 1997: 169). Después de todo, Liborio tenía razón: detrás del disfraz mestizo, senderista de Anjicha, hay un alma india, que, al unirse sexualmente con otra alma igualmente india, revela la relación profunda entre la cultura y la naturaleza en los Andes. De manera similar a Candela quema luceros, aquí la naturaleza se hace cultura, o quizás la cultura se hace naturaleza: en cualquier caso, la cultura andina tiene firmes raíces en la naturaleza. Si para Lacan “no hay relación sexual” (1981: 72), si no hay para él un instinto natural —un saber naturalmente preprogramado— que lleve al hombre y a la mujer a la cópula, aquí la relación sexual está garantizada por el cosmos andino, garantizada y a la vez transformada en rito de germinación, de fertilización de la Pachamama. Segundo, las almas indias de Liborio y Anjicha encuentran un nuevo garante ontológico en el otro espacio de la novela: a saber, el Janaq Pacha, donde transita el alma de Rosa Cuchillo. Por lo pronto, hay que advertir que el nombre “Rosa” todavía nos remite a un ropaje (un disfraz) occidental. Pero luego de realizar una serie de pruebas en el otro mundo, Rosa se despoja del disfraz para asumir su verdadera identidad, que es la de la diosa Cavillaca. En las últimas páginas de la novela, la diosa reencuentra brevemente a su hijo, Liborio, quien le informa que debe retornar a la Tierra “a ordenar el mundo”, “a voltear el mundo al revés” (Colchado 1997: 198). En otras palabras, Liborio vuelve al mundo para llevar a cabo un segundo pachacuti (la rebelión de “los naturales”) que revierta el primer pachacuti (la conquista). Finalmente, el uso del “tú” de parte del narrador para dar cuenta de las acciones y de los pensamientos de Liborio reafirma su “alma india”. En Candela quema Luceros el enunciador del “tú” que interpela a Cirilo es el sujeto colectivo de Yawarhuaita. En Rosa Cuchillo se da lo mismo, pero de una manera decididamente metafísica; aquí el sujeto que interpela a Liborio con el “tú” es el Gran

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Gápaj, el hacedor del universo andino. ¿Y qué mejor garantía de la existencia del alma que un Dios? Aunque, en realidad, en la novela son dos. Ahondemos brevemente sobre esta divinidad duplicada. Siguiendo a Pascal, Lacan distingue el Dios de los sabios (el Dios de los filósofos y de los teólogos) del Dios de la fe (el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob) (2005: 92). El primero es un Dios racional, lógico o gramático que se confunde con el orden del universo, es decir, con el gran Otro en tanto orden simbólico. El segundo es un Dios-Sujeto, la causa prima que crea y sostiene el universo: es decir, el Otro en tanto punto de excepción (el Uno) que sustenta al Otro simbólico (el universo). El mejor ejemplo de este Otro del Otro es Yahvé, quien, ante la pregunta por su identidad, responde “Soy lo que soy”.8 No hubiese podido responder de otro modo: el Dios-Sujeto no tiene predicado, simplemente es lo que es. Sin haber leído a Lacan, Colchado esboza en su novela estas dos dimensiones de la divinidad. El orden cósmico andino, el Janaq Pacha, es el Dios de los sabios, el orden simbólico, mientras que el Dios de la fe, el Dios-Sujeto, es el gran Gápaj. O dicho de un modo menos metafísico, el orden cósmico andino es el gran Otro como orden simbólico y el gran Gápaj es el gran Otro como Sujeto, el Otro del Otro. No obstante, hay una diferencia crucial entre la elaboración del gran Otro en Rosa cuchillo y en la enseñanza lacaniana. La novela se abstiene de dar el paso nietzscheano de Lacan, el cual consiste en asumir que Dios ha muerto, a saber, que el gran Otro no existe. Por supuesto, que el Otro no exista, no quiere decir que no tenga efectos reales en el sujeto, pero estos efectos dependen enteramente de que el sujeto presuponga su existencia. De allí que la cura psicoanalítica consista en llevar al paciente a aceptar la inexistencia del Otro, a asumir, en breve, la terrible responsabilidad de la libertad subjetiva. Y esto es precisamente lo que no asume Liborio, aunque tampoco podría hacerlo, pues en la novela hay 8.

San Agustín traduce la frase bíblica Ehyeh acher ehyeh como “Soy el que Soy”, con lo cual “Dios se afirma idéntico al Ser”. Lacan (2006b: 77) prefiere la traducción “Soy lo que soy”, la cual sugiere que Dios es lo real que habla.

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un gran Otro que de verdad existe, como orden cósmico andino y como el gran Gápaj. Esta precisión teórica nos ayuda a precisar a su vez la diferencia entre Liborio y el sujeto lacaniano. La novela de Colchado ilustra el proceso de desalienación del hombre andino: primero Liborio se desaliena de la ideología del Perú oficial, y luego de la ideología de Sendero Luminoso. En esto Liborio mantiene cierta similitud con el sujeto lacaniano, el cual es siempre la instancia que articula lo real que elude a toda construcción simbólica. Pero a diferencia de este sujeto que aparece cuando se apagan las luces, cuando se suspenden las palabras del gran Otro, Liborio tiene finalmente un lugar en una ontología andina que es garantizada por una divinidad (el gran Gápaj). Su proceso de desalienación no pasa realmente por el abismo de la libertad, pues su libertad es la libertad de elegir aquello que le es impuesto. Su libertad es, en breve, la libertad de elegir el lugar en el orden cósmico que le es asignado por el Dios-Sujeto que lo interpela como “tú”. Después de todo, no se puede ser realmente libre si el gran Otro es consistente. Así como en el Informe Uchuraccay, pero también en Lituma en los Andes, La hora azul y Candela quema luceros, en Rosa Cuchillo el hombre andino no es un sujeto sino un vínculo puro con el cosmos andino. Y así como en todos estos textos, este vínculo es lo propio que distingue al hombre andino del Perú oficial. Cuando Liborio asevera que cuando se instaure el gobierno de los naturales ya no se tendrá que oír ni bailar esas canciones extranjeras, no queda claro si con lo “extranjero” se refiere al “Perú oficial”, a España o a Estados Unidos. En realidad, no importa: pues todo lo que no es lo propio, todo lo que no es “alma india”, es ajeno, foráneo, extranjero, una amenaza. Y así como en todos esos textos, o más bien, en el fantasma que los sostiene, lo andino, en Rosa cuchillo, se halla inmerso en un tiempo circular, que aquí es el pachacuti. Ahora bien, el pachacuti expresa el deseo del hombre andino de transformar el mundo, de revertir el orden instaurado por la conquista y perpetuado por la república. Nada tenemos que objetar a los deseos de cambiar un orden a todas luces injusto. Pero sí a que estos deseos permanezcan entrampados en un fantasma que

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los aparta de la modernidad. Y no porque pensemos, como Vargas Llosa, que la modernidad es la civilización y la tradición andina la barbarie, sino porque nos parece implausible pensar que el vínculo entre el hombre andino y su tradición no haya sido modificado por la modernidad. El deseo se origina en lo real, y lo real no es el pasado perdido, el paraíso anterior al pecado de la conquista: si hemos de hablar de lo real con relación al mundo andino, debemos convenir en que este real es el producto excedente de la modernidad criolla. En Buscando un Inca, Alberto Flores Galindo observa que la “utopía andina es una creación colectiva elaborada a partir del siglo XVI. Sería absurdo imaginarla como la prolongación inalterada del pensamiento andino prehispánico” (2005: 66). Empleando el término “disyunción”, Flores Galindo resalta cómo el discurso subalterno se transforma ante su contacto con el discurso hegemónico, y a la vez transforma a este último. Como ejemplo, el sociólogo observa que el retablo andino no es ni “repetición ni calco” del altar cristiano sino un producto “inconfundiblemente original”. Ya cerca del final de su más famoso libro, Flores Galindo arguye que “el verdadero problema es saber combinar precisamente lo más viejo con lo que todavía ni siquiera existe” (2005: 374). Lejos de pretender asimilar la tradición andina a la modernidad occidental o retornar al pasado incaico, la utopía andina busca más bien realizar una síntesis entre los dos. Pero aquí debemos deslindar el término síntesis de la feliz combinatoria de lo viejo y de lo nuevo, a la cual Flores Galindo intenta a veces conducirlo. Recuperamos por lo tanto el término disyunción (usado por el mismo Flores Galindo) para resaltar que, si hablamos de síntesis, esta solo puede ser una síntesis disyuntiva, tal cual la define Gilles Deleuze en El anti-Edipo (1972/1973). A diferencia de la síntesis que reconcilia dos términos opuestos, la síntesis disyuntiva es la afirmación de la brecha entre los dos. Por ejemplo, en vez de una nueva propuesta sintética que supere la diferencia entre la tradición andina y la modernidad criolla-occidental, la síntesis disyuntiva es la afirmación de la diferencia misma. Y “la buena nueva” es que esta disyunción ya se ha dado: la modernidad andina

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es ya la síntesis disyuntiva entre la tradición andina y la modernidad criolla. De modo que la apuesta del pensamiento contemporáneo consiste en hacer de la disyunción un “objeto de afirmación” (1972/1973: 91). Seamos más precisos. La apuesta del pensamiento contemporáneo consiste en dejar de pensar en esa disyunción que hemos llamado modernidad andina como una tragedia. Es hora de dejar de lamentarse por la pérdida de la tradición andina, como lo hacen Colchado y Huamán Cabrera, así como por las dificultades en integrar el mundo andino a la modernidad criolla, como lo hacen Vargas Llosa y —de algún modo también— Cueto. Pues la apuesta consiste en insistir en la desintegración, en re-afirmar la modernidad andina como un real que excede a la voluntad integracionista de la modernidad criolla. Los distintos usos de un mismo fantasma Hemos dicho que el fantasma de la nación cercada está presente en las cuatro novelas discutidas. Pero de esto no se sigue que sus autores tengan el mismo planteamiento ético-político. Si bien el fantasma es clave para averiguar la posición del sujeto, esta no se halla determinada por aquel. Una mujer, por ejemplo, puede tener un fantasma en el cual goza de ser golpeada por un varón, y sin embargo, ella puede muy bien ser una activista feminista que forma parte de una organización que ayuda a mujeres golpeadas a separarse de sus maridos abusivos; ella puede incluso, en su vida cotidiana, escoger a una pareja incapaz de matar una mosca; no obstante, su actividad política y su vida conyugal siguen relacionadas; el fantasma de la víctima gozosa; su actividad es, después de todo, la negación de su fantasma. La estructura subjetiva es la distancia (o la falta distancia) que el sujeto mantiene con relación al fantasma: así, la psicosis es el rechazo total del fantasma, que luego retorna en lo real, la perversión es la identificación con el mismo, y la neurosis es la pregunta sobre si uno es o no es el fantasma. En el caso de la narrativa literaria y no-literaria de Mario Vargas Llosa, la nación cercada está allí para ser negada mediante un

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proyecto modernizador. Ya que el mundo andino es salvaje, lo único que queda por hacer es acelerar el proceso de integración de lo andino a la modernidad criolla a fin de que esa cultura pesadillesca desaparezca de una vez por todas de la faz de la tierra. En otras palabras, Uchuraccay y Naccos son el substrato fantasmático de la conocida formulación ético-política de Vargas Llosa: Tal vez no haya otra manera realista de integrar nuestras sociedades que pidiendo a los indios pagar ese alto precio [el alto precio de dejar atrás su cultura e integrarse a la cultura dominante]; tal vez, el ideal, es decir, la preservación de las culturas primitivas de América Latina, es una utopía incompatible con otra meta más urgente: el establecimiento de sociedades modernas. (citado en Cornejo Polar 1995: 301)

Cueto, por su parte, colorea la nación cercada con el azul de la melancolía: “desde siempre”, desde el comienzo de los tiempos, la cultura andina habría estado petrificada en el dolor, habría hecho de la pérdida su objeto de goce. Y puesto que la melancolía del hombre andino sería inherente a su naturaleza-cultura, lo único que podría hacer el hombre blanco es darle consuelo. Obsérvese que Cueto comparte el saber de Vargas Llosa de que la cultura andina es una cultura malsana. La diferencia entre uno y otro radica más bien en qué hacer con este supuesto saber antropológico. Vargas Llosa se yergue sobre él para abogar honestamente por la superación de la cultura andina; Cueto, sin embargo, no parece dispuesto a semejante “rigor”; podría decirse que es más humano, aunque acotando que su humanidad se limita a la compasión y a la caridad cristianas. No podría ser de otra forma: puesto que no hay en Adrián Ormache un cuestionamiento serio de la iniquidad en el país, solo le queda regocijarse narcisistamente en su humanidad. La nación cercada es así, en la novela, el soporte de la posición ético-política del buen Amo oligarca. Por un lado, la imagen de una cultura “desde siempre” sufriente es crucial para darle al buen Amo la responsabilidad paternalista del consuelo; y por el otro, esa misma imagen, la imagen de una cultura maldita desde el comienzo de los tiempos, permite a la narración desentenderse

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del hecho de que el buen Amo es directamente responsable por la segregación social, y por lo tanto también por el sufrimiento de los herederos de la cultura andina. Pasando ahora a los narradores andinos, el fantasma adquiere en la narrativa de Félix Huamán Cabrera el brillo del ideal. Su sociedad andina es idílica, armónica, feliz. En ella, los personajes no son sujetos, son puro vínculo social, partes del sujeto colectivo de Yawarhuaita. Esta perfecta integración del hombre andino a su comunidad es el soporte de una empresa narrativa ambigua: por un lado, la felicidad del hombre andino apunta hacia la preservación multiculturalista de su particularidad étnica; por el otro, apunta tibiamente hacia una inflexión comunitarista de la modernidad. No obstante, puesto que en la novela no hay un desarrollo narrativo del comunitarismo contemporáneo, si no más bien una idealización del tradicional, el fantasma de la nación cercada tiende a servir de soporte a un multiculturalismo condescendiente que se complace en contemplar cómo los yawarhuaitas conservan intactas sus creencias y costumbres, a pesar de que este esfuerzo traiga consigo una radical ignorancia de las instituciones del Estado moderno; lo cual, como lo muestra la misma novela, tiene un costo demasiado alto. Finalmente, el mismo fantasma sostiene en Rosa Cuchillo el pachacuti, el eterno retorno de lo mismo, de la misma esencia andina premoderna, prehispánica incluso. En un valioso intento de actualizar la “revolución de los naturales”, Carmen Saucedo arguye que la escritura de Oscar Colchado apunta a una política de la identidad (o de la diferencia). Según ella, la novela escenifica la necesidad de los grupos subalternos de “hacerse oír a través de su ideologización” (2007: 61). En un contexto en que las voces de la ideología senderista y de la ideología neocolonialista del Estado peruano acallan la voz de los “naturales”, la ideologización de lo andino puede funcionar como “una herramienta de acceso al poder” (2007: 63). La historia de Liborio confirma parcialmente esta lectura, ya que, en su posicionamiento frente a la lucha social, él da un típico paso posmoderno: el paso de la lucha de clases a la pluralidad de las luchas (étnicas, raciales, de opción sexual, etc.).

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Saucedo, no obstante, se excede al afirmar que Rosa cuchillo “es un llamado a la comprensión y tolerancia de la heterogeneidad” (ibíd.). Si hay un llamado en esta novela, este es claramente el pachacuti, el llamado milenario a los runas a expulsar violentamente del mundo andino a la inauténtica cultura hispánica. Liborio, por lo tanto, no se separa del universalismo de la lucha senderista para arribar al reconocimiento posmoderno de las distintas particularidades étnicas, sino más bien para consolidar el violento rechazo de todas las particularidades que no sean la andina. Resumiendo lo anterior: desde el fantasma de la nación cercada, las cuatro novelas discutidas nos muestran cuatro posiciones ético-políticas distintas: la modernidad etnicida, el padrastrismo oligárquico, el multiculturalismo y la revolución de los naturales. Pero la multiplicidad de las posiciones no debe llevarnos a sospechar de la debilidad o la flexibilidad del fantasma: por el contrario, ella debe ayudarnos a confrontar el hecho de que la debilidad de estas posiciones ético-políticas es el resultado de que ninguna haya atravesado un fantasma de gran consistencia. Como ya lo hemos dicho, el fantasma cumple la función de ocluir lo real. Y esta es precisamente la función que cumple para estos narradores, la de tapar desde distintos ángulos lo real de la modernidad andina: para los criollos, la nación cercada cumple la función de separar de la modernidad criolla lo real que habita en sí misma; y para los andinos, la de separar lo real —este producto excesivo de la modernidad criolla— de la estable identidad del pasado andino. La multiplicidad de las posiciones ético-políticas en este corpus narrativo no es por ello un indicio del “libre pensamiento”. Siguiendo a Alain Badiou (2003), diremos que ella no es una “multiplicidad pura” que emana desde el vacío de la estructura, desde lo no-pensado por los saberes que estructuran la realidad. Por el contrario, ella es una “multiplicidad consistente”, una mirada de discursos constitutivos del orden social. No hay en estas novelas de la violencia nada que no hayamos oído antes, todos estos discursos son parte de nuestro acervo cultural: la urgencia de modernizar la región andina, la compasión cristiana por sus habitantes, el respeto por sus tradiciones idealizadas, el llamado a la venganza de

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los vencidos. De allí que no desarreglen nuestra realidad sino que, todo lo contrario, la refuercen, la hagan consistir.9 No podría ser de otro modo, no es posible perturbar la realidad si se deja intacto su soporte fantasmático (la nación cercada). Para estas narrativas, el fantasma es el obstáculo que les impide pensar lo no-pensado de la modernidad andina, así como las preguntas incómodas que ella suscita con relación a la violencia de las décadas pesadas. Girando en espiral, hemos llegado de vuelta a nuestra tesis del inicio: a saber, que estas narrativas se apegan (conciente o inconscientemente) al fantasma como parte de una reflejo-estrategia que elude las preguntas más urgentes del conflicto armado: ¿hacia dónde apunta la modernidad andina?, ¿de qué manera influyó ella en el estallido de violencia subversiva de los años ochenta y noventa?, ¿cómo debería el “Perú oficial” modificarse para responder adecuadamente a esta modernidad singular, si es que se pretende evitar otras explosiones? Por supuesto, no pensamos que los novelistas en cuestión deban responder a estas preguntas delineando algún proyecto sociopolítico. Pero entonces, ¿en qué se basa nuestra crítica? Si la tarea del escritor no es delinear un nuevo porvenir, ¿en qué se basa nuestro reclamo a Vargas Llosa, Cueto, Huamán Cabrera y Colchado? Por otra parte, nuestra crítica se ve amenazada también por un argumento más tradicional, ¿acaso el fin de una obra de arte es representar la realidad? ¿Por qué criticar a estos escritores el no haber representado de manera apropiada el mundo andino contemporáneo? No hay mejor manera de responder a estas preguntas que considerando brevemente Madeinusa, la ópera prima de Claudia Llosa. En esta película, la realizadora presenta un pueblo andino perdido en el tiempo, Manayaycuna. En la plaza del pueblo, no hay reloj 9. En El ser y el acontecimiento, Alain Badiou identifica la multiplicidad pura (o inconsistente) con lo que se sustrae a una situación determinada, es decir, con lo ilimitado, lo impensable, lo in-finito. Y a su vez, identifica la multiplicidad consistente con lo finito, con lo pensable dentro de los límites de una situación (2003: 47-48).

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mecánico, solo un viejo legañoso que da vuelta con sus manos a unos carteles pintados con las horas; el viejo a veces se duerme y no marca correctamente el paso del tiempo cronológico. El pueblo se halla también perdido en el espacio, su único contacto con el exterior es un camión destartalado que arriba de manera esporádica. La película se centra en un rito inventado por la directora: el tiempo santo, festividad que se desarrolla entre el viernes y el domingo de la semana santa, es decir, entre la muerte de Cristo y su resurrección. Puesto que, durante el tiempo santo, Dios yace muerto en una tumba, y por lo tanto se halla impedido de ver los pecados de la humanidad, los pobladores se entregan a consumir alcohol hasta quedar regados como desperdicios en las calles. También se entregan a prácticas sexuales licenciosas; entre ellas, la más chocante es sin duda el incesto. El alcalde del pueblo declara abiertamente su deseo de desvirgar a su hija Madeinusa. Y ella consiente a su deseo; al comienzo de la película, el alcalde, urgido por el alcohol, pide a la muchacha que le entregue su cuerpo, y ella se lo niega, para luego recordarle que debe esperar al tiempo propicio, al mal llamado tiempo santo. La relación incestuosa es representativa de la relación del pueblo con el mundo exterior. La madre de Madeinusa abandonó al padre para vivir en la capital, que es lo que ella misma hace al final de la película. Como el padre no puede poseer a la madre, como no puede hacerla suya, ahora quiere poseer a su hija, cuyo nombre sugiere que está hecha-en-otra-parte y presagia que se irá del pueblo como su madre. El acto incestuoso es, claramente, un intento de ponerle coto al deseo femenino, de mantenerlo dentro del espacio conocido de la tradición. Y como lo sugerimos arriba, la negación del padre de la alteridad de la mujer, tiene su correlato en la negación del pueblo de la alteridad del mundo exterior. Así como el padre pretende evitar la partida de la hija, el pueblo pretende mantenerse lejos de lo extranjero, de lo foráneo, de lo hecho-enotra-parte. La endogamia es por tanto el signo del estancamiento del pueblo en un tiempo-espacio al margen de la modernidad. Ahora bien, hay dos opiniones entre las cuales se ha desarrollado el debate sobre esta película. La primera es que la película es

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mala porque no representa adecuadamente la realidad del mundo andino. Y la segunda, que es buena por sus cualidades artísticas: los defensores de la realizadora recuerdan con buen tino que una obra de arte no es un tratado de antropología. Ricardo Bedoya, por ejemplo afirma que “la película no aspira al registro verídico del documento del registro antropológico sino a la verosimilitud de la ficción” (2006). Esta opinión apela a la perspectiva pre-derrideana de que el arte es un mundo autocontenido que no puede ser juzgado por su relación con la realidad social. La misma directora se acoge a ella al declarar, en una entrevista, que no ha pretendido retratar la existencia de un pueblo real sino más bien crear un universo ficticio “absolutamente verosímil”. En la misma entrevista, Claudia Llosa insiste en que si bien las celebraciones del pueblo en su película son inventadas, “la sensación […] es real”.10 Sin duda, la novel directora pretende resaltar su habilidad para crear un mundo ficticio que no sea rechazado por el espectador. Pero lo que ella no parece saber es que su mundo autocontenido es “absolutamente verosímil” precisamente porque encaja en el paradigma indigenista, porque reproduce el fantasma social de la nación cercada. En términos más precisos, la absoluta verosimilitud de su ficticio Manayaycuna radica en que este “nos” es familiar, en que da cuenta de cómo objetivamente “nos” parece que es la realidad social andina. O para ser más claros aún, “la sensación” que da la película al espectador “es real” porque sostiene los prejuicios criollos sobre el Ande. En las semanas que siguieron al estreno de Madeinusa, Víctor Vich se aventuró en la “blogosfera” para realizar una interpretación similar a la mía. Luego de preguntarse en qué tradición discursiva se ubica la película en cuanto a la representación del mundo andino, Vich arguyó que “Madeinusa se inscribe muy pasivamente en la representación más tradicional, en la que históricamente ha sido hegemónica: aquella en que los andinos son, sobre todo, magia, irracionalidad y descontrol” (2006). Este comentario desató la 10. La entrevista a la cual nos referimos se puede encontrar en el los “Extras” del DVD de la película Madeinusa. Ver referencia en la bibliografía.

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ira de más de un blogger afincado en la defensa del arte por el arte. Puesto que a pesar de varias décadas de teoría posestructuralista esta posición purista no ha caído en descredito en nuestro medio —cada vez que se critica una novela o una película por su contenido social, los críticos de ciertos diarios limeños se apresuran a responder que el arte se debe solamente al arte—, no estaría de más hacer aquí un breve paréntesis para resaltar su falsedad. Decir que el arte es un mundo autocontenido, que no tiene relación con el mundo exterior, equivale a decir que hay un ser-arte (un ser-literario, un ser-poético, un ser-fílmico), y que este ser es una esencia independiente del lenguaje en el cual está inmerso el propio mundo exterior. Como lo indica Derrida con relación a la literatura, “no hay literatura”; es decir, “no hay esencia de la literatura, ni verdad de la literatura […] ni ser-literario de la literatura”. Y por lo tanto, “la fascinación ejercida por el ‘es’, o el ‘qué es’ en la pregunta ‘¿qué es la literatura?’ vale lo que vale el himen —es decir, no exactamente nada—cuando por ejemplo lo lleva a uno a morirse de risa” (1992: 177). De esto no hay que colegir imprudentemente que el arte debe ser valorado por su exacto o inexacto calco de la realidad. Pero sí que es necesario eludir la tentación esencialista de presuponer que el arte es. Por más doloroso que pueda resultarle a los artistas parnasianos, el arte no es; el arte no es sin el lenguaje, no es sin la realidad exterior del lenguaje. Solo presuponiendo que, paralelo a nuestra realidad de lenguaje, existe un mundo platónico de las esencias (donde el arte sería), se puede sostener lo contrario. Por si no ha quedado claro, repetimos ahora que la realidad del lenguaje es la realidad del mundo objetivo; así como el arte no es sin el lenguaje, el mundo objetivo tampoco es sin el lenguaje. Evitemos, sin embargo, el sentido común. No estamos diciendo que el mundo objetivo es mal traducido por el lenguaje; estamos diciendo que el lenguaje constituye el mundo objetivo. Muy próximos a Heidegger, estamos diciendo que el lenguaje sistematiza la “realidad bruta” de la Tierra (a la cual nunca tenemos acceso directo), y que esta sistematización (esta producción) es, en sí misma, el Mundo. De modo que, cuando los puristas afirman que el arte no tiene nada que ver con el mundo objetivo, esquivan el hecho de que

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el arte y el mundo objetivo habitan la misma esfera del lenguaje. Quiéralo o no, el arte incide —niega, cuestiona, suspende o valida— la constitución de nuestro horizonte-de-lenguaje, de nuestro mundo-objetivo-de-lenguaje. Por supuesto, que el arte y el mundo objetivo habiten la misma esfera del lenguaje, no anula la diferencia entre el arte y otros discursos, como el tratado antropológico por ejemplo. No vamos a resolver aquí en qué consiste esta diferencia, pero sí podemos marcar ciertos hitos que nos ayuden a presentar nuestra posición sobre la película. El tratado antropológico propone una tesis que aspira a dar un significado al mundo, a explicar cómo este funciona y a hacerlo consistir. El arte, en cambio, “es” el lugar o la experiencia del “problema” con la tesis; el arte “es”, como lo afirma Derrida, lo que “facilita el acceso ‘fenomenológico’ a lo que hace de una tesis una tesis”, “lo que permite pensar la tesis”, “la experiencia no-tética de la tesis, de la creencia, de la posición, de la inocencia, de lo que Husserl llamaba la ‘actitud natural’” (1992: 46). Dicho de otro modo, el arte es la experiencia de cómo se ha naturalizado un significado en el mundo. Ya es hora de revelar mi posición sobre Madeinusa. A pesar de los innegables méritos de su realización, la película es mala porque no hace más que reproducir la tesis del Informe Uchuraccay, porque no permite pensar “el problema” con su tesis naturalizada del mundo andino. En términos formalistas, la película es mala porque repite lo familiar, porque no desfamiliariza al espectador de su “horizonte-de-lenguaje”, porque no hace que el mundo objetivo se vuelva extraño, menos objetivo. Entonces, lejos de sostener la fácil perspectiva de que la película es mala porque no replica de manera exacta a la realidad andina, porque no es un buen tratado antropológico, mi posición es más contundente: la película es mala porque replica exactamente la tesis fantasmática que sostiene la realidad segregada del mundo andino, porque no desfamiliariza el tratado antropológico de la comisión investigadora presidida por su familiar, Mario Vargas Llosa. Y sin embargo, como veremos más adelante, quizás la película no sea tan mala. Lo dicho de la película vale también para las novelas de Vargas Llosa, Cueto, Huamán Cabrera y Colchado. Pero digámoslo ahora

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de otra manera. Siguiendo a Heidegger, Lacan arguye que la verdad descompleta la totalidad del saber, que ella orada el saber aceptado. Y esto no porque formule una versión más exacta del mundo objetivo sino porque toca lo real que se hallaba ocluido por el saber que constituye la objetividad del mundo. Por ejemplo, un desliz freudiano no es verdadero porque sea exacto sino porque da cuenta de la inconsistencia de lo que yo creía saber de mí mismo. Cuando llevo a una mujer a un restaurante y en vez de pedirle al mozo “Una mesa para dos” le pido “Una cama para dos”, el desliz es verdadero no necesariamente porque yo desee llevarme a la mujer a la cama; quizás lo que yo deseo es evitarla y por ello, inconscientemente, recurro a un desliz que provoca en ella el pudor y la predispone a rechazar mis futuros avances. El desliz es verdadero porque revela que mi deseo es distinto al de estar sentado en una mesa con esa mujer, que era lo que yo creía saber que deseaba. Para decirlo (una vez más) en el argot formalista, la verdad es lo que desfamiliariza el saber, lo que hace que se vea de otra manera un corredor tantas veces transitado.11 Es por ello que nos atrevemos a decir que tanto la película como las novelas mencionadas no son verdaderas, que ninguno de estos textos horada el saber antropológico del Informe de Uchuraccay. En breve, ninguno de ellos se separa lo suficiente del fantasma de la nación cercada. Žižek tiene un nombre para el arte que no se separa del fantasma lo suficiente: es el arte kitsch. A diferencia del arte verdadero, del arte que, al tocar lo real, problematiza un gusto, o un saber, o un gusto en el saber, el arte kitsch es la golosina 11. Sobre el saber y la verdad, ver el capítulo 7 del Seminario XX. Aún. En el siguiente fragmento, Lacan empieza a desarrollar la idea de que la verdad, en tanto que toca lo real del goce (“lo inconfesable”), está siempre más allá de lo que se sabe o se quiere saber: “Todavía hoy, al testigo, se le pide que diga la verdad, solo la verdad, y es más, toda si puede, pero por desgracia ¿cómo va a poder? Le exigen toda la verdad sobre lo que sabe. Pero, en la realidad, lo que se busca, y más que en cualquier otro en el testimonio jurídico, es con qué poder juzgar lo tocante a su goce. La meta es que el goce confiese, y precisamente porque puede ser inconfesable. Respecto a la ley que regula el goce, esa es la verdad buscada (Lacan 1981: 11).

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cuyo sabor/saber gusta al paladar de la convención (Žižek 1997: 18-20). Si el término kitsch nos parece muy atrevido para concluir sobre el esfuerzo de los artistas que hemos discutido en estas líneas, terminemos entonces con la diferencia que Arthur Schopenhauer advierte entre el hombre de talento y el hombre de genio. Para el filósofo, el hombre de talento es un arquero que, con su flecha, acierta a un blanco que todos los demás hombres pueden ver, pero el hombre de genio es quien le da a un blanco que hasta entonces nadie podía ver (que no era visible antes del momento genial). En tanto que Vargas Llosa, Cueto, Huamán Cabrera, Colchado y Llosa no han hecho ver nada del mundo andino que hasta entonces no fuese visible desde el paradigma indigenista, no podemos sino concluir que todos ellos son meramente talentosos. Y sin embargo… Y sin embargo, quizás nosotros mismos hemos caído en un fantasma. Me refiero al fantasma del Autor, del creador ex nihilo que garantiza el significado de su obra. Es decir, quizás, sin quererlo, y de manera implícita, hemos procedido como si las novelas discutidas estuviesen determinadas por el proyecto ético-político de sus respectivos autores. Cuando un autor firma un texto, no se hace responsable por sus contenidos, solo los presenta: el autor firmante, dice Derrida, es “irresponsable” (1992: 38). Pues si bien el autor puede hacerse responsable de los contenidos a través de entrevistas u otros escritos, esto no fija definitivamente el significado del texto. Como lo indica Derrida, el texto es “indecidible”, lo cual es una manera elegante de decir que el texto mismo es irresponsable, que el texto no se responsabiliza por un significado (1992: 65). Gran parte de los críticos no saben aún qué hacer con el hecho de que, así como un hijo no es propiedad de sus padres, el texto no es propiedad de su autor. Pongamos el ejemplo de Vargas Llosa. En Lituma en los andes, la “primera pluma” nacional construye un mundo andino

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pesadillesco; de creer que este mundo ficticio re-presenta al mundo andino “real”, muy difícilmente el lector no podría no desear su destrucción o, al menos, mantenerlo aislado (por miedo al contagio). Desde una posición exterior a esta realidad textual (desde entrevistas u otros escritos), Vargas Llosa ha vertido opiniones que refuerzan el significado de que el mundo andino es un mundo malsano: ha dicho, por ejemplo, que él nunca ha sentido mucha simpatía por el imperio incaico pues es de él que desciende la tristeza que cae sobre todos los peruanos, y, en la campaña electoral, ha dicho que “la preservación de las culturas primitivas de América Latina, es una utopía incompatible con otra meta más urgente: el establecimiento de sociedades modernas”. Las cosas parecerían claras: la novela es parte de la concepción ético-política del autor. No obstante, hay una pequeña mancha que perturba la claridad: como lo sabían los estructuralistas antes que Derrida, y como lo sabe incluso el propio Vargas Llosa, no se puede nunca reducir a nada la distancia entre el autor y el narrador. Pongamos otro ejemplo para que nuestro punto sea más asequible. En la novela El rincón de los muertos, Samuel Cavero (1987) retrata a un camarada Gonzalo sensible y ético, que contrasta con su padrastro, el gamonal Honorato Quijandría, que es un hombre insensible y cínico que explota a los indios y se sirve de la religión para mantenerlos en regla. El narrador omnisciente parece favorecer al subversivo, y al senderismo en general, pero esto no es necesariamente cierto del autor, que es un oficial de las Fuerzas Armadas. Quizás la intención del autor fue la de servirse de un narrador identificado con la ideología senderista a fin de comprender mejor cómo el personaje —el camarada Gonzalo— interpreta “erróneamente” sus acciones como parte de una necesidad histórica. Sin duda, la profesión de Cavero refuerza esta lectura, pero, una vez más, estamos cayendo en la tentación esencialista de pensar que el autor es amo y señor del texto. La crítica estructuralista hace un último esfuerzo de fijar el significado del texto arguyendo que este se puede colegir de su estructura. Pero este intento recae en el esencialismo puesto que presupone que hay un significado transcendental que está más allá de

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la inmanencia de la escritura. Según Derrida, el estructuralismo se encuentra aún atado al presupuesto fonocentrista de que la escritura es un cuerpo pecaminoso que pervierte el vínculo natural entre el alma y el habla. Para el fonocentrismo, la escritura es un soporte mnemotécnico del habla cuya materialidad (las incisiones en la piedra, las marcas en el papel) obstaculiza la inmediatez con la cual la voz recoge los estados del alma (su significado). A diferencia de lo que se podría pensar, Derrida no intenta absolver a la escritura del pecado: por el contrario, la escritura es, para él, pecado, pero un pecado en el corazón del lenguaje. Y esto porque el habla (que, para el fonocentrismo, es lo esencial del lenguaje) no sería posible sin una huella (una archi-escritura) cuya iteración permitiese la comunicación (imperfecta). Los sonidos de la voz (las palabras habladas) son después de todo formas materiales que son “entendibles” no porque recojan inmediatamente la intencionalidad del alma sino porque se han establecido como huellas significantes a través de la repetición (la convención). Es en este sentido que se puede decir que incluso los pueblos más “primitivos” tienen escritura: pues para que dos personas puedan establecer una mínima comunicación, tiene que haber huellas reconocibles, formas-sonidos que se han convertido en marcas que pueden ser reiteradas.12 Desafiando el sentido común, Derrida sostiene que la escritura es anterior al habla. Y puesto que la escritura (técnica, carnal, pecaminosa) es el “origen”, la condición de posibilidad del habla y del significado, entonces no se puede decir que ella traduzca un significado trascendente (un significado del alma) sino que el significado es el efecto de una cierta iteración de la huella inmanente (la escritura).

12. “Es necesario pensar ahora que la escritura es, al mismo tiempo, más externa al habla, no siendo su ‘imagen’ o ‘símbolo’, y más interna al habla, que en sí misma es ya una escritura. Antes de estar ligada a la incisión, al grabado, al dibujo o a la letra, a un significante en general que remitiría a un significante significado por él, el concepto de grafía implica, como la posibilidad común a todos los sistemas de significación, la instancia de la huella instituida” (Derrida 1971: 60).

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Las consecuencias para la crítica literaria podrían resumirse de la siguiente manera: puesto que el significado no está en el origen del texto, del tejido de huellas significantes que llamamos escritura, el significado es solo el efecto histórico de una cierta iteración del texto, que es lo verdaderamente “original”. Por lo tanto, no hay un significado anterior a la escritura y a la lectura sino que la escritura-lectura es la condición de posibilidad del significado, el “origen” que puede variar con los avatares de la iteración. Un ejemplo que elucida perfectamente lo anterior es el famoso cuento de Jorge Luis Borges “El Quijote de Pierre Ménard”. En esta narrativa, un autor del siglo XX de apellido Ménard se entusiasma con la idea de escribir un Quijote para su época. Sin embargo, por diversos motivos, Ménard decide que no debe escribir una versión actualizada de la novela de Cervantes —reemplazando, por ejemplo, a los caballeros errantes por motociclistas, a los caballos por motocicletas y a los senderos de grava por autopistas— sino rescribir el Quijote palabra por palabra, tal cual Cervantes lo escribió. Lo que pronto descubre Ménard es que, al ponerle su rúbrica, su reiteración del texto de Cervantes adquiere un nuevo significado: así, la frase “la Historia es la madre de las ciencias” era tomada en serio por los lectores del siglo XVI, pero en el siglo XX, luego de la identificación (hoy convencional) de la historia como un género particular de la literatura, la misma frase no puede no resultar paródica. De un modo imaginativo, el cuento de Borges alude al hecho de que no hay significado original del texto, de que su significado siempre excede el contexto histórico, o que, al menos, de que su significado es el producto cambiante de un cambiante contexto histórico. Y cambia no porque los lectores extranjeros o modernos perviertan su significado original sino porque lo “original” es el texto mismo en tanto huella (Derrida 1992: 61-62). El texto es, en breve, indecidible. Pero entonces, si asumimos como cierta la tesis derridiana de que el texto es finalmente indecidible, ¿por qué criticamos a los artistas mencionados al cubrir lo real del mundo andino con el significado de la nación cercada? Dicho de manera más clara, si no hay significado en el texto, si este no se puede fijar, ¿por qué

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criticar en los textos ya discutidos la imposición de un paradigma indigenista al mundo andino? Aclaremos, en primer lugar, que Derrida no sostiene que no se le pueda dar un significado al texto. Por el contrario, para él no es posible no darle un significado: el deseo de significado (el deseo de plenitud) es el deseo en sí, y como se sabe, el deseo es inquebrantable. Lo que Derrida sostiene es que el texto excede (potencialmente) el significado que se le otorga. Y, por supuesto, los límites al significado del texto no están en el texto mismo sino en el contexto, en el saber constituido de la época, de la cual participan o no sus autores (con sus figuras, sus comentarios, sus otros escritos). Entonces, lejos de caer en el facilismo de criticar el significado de los textos de Vargas Llosa, Cueto, Huamán Cabrera y Colchado, nuestra intención en este escrito ha sido la de hacer visible el contexto —las coordenadas fantasmáticas y su correspondiente saber antropológico— que fija el significado de sus textos. Y si algo le hemos criticado a estos narradores, es el no haber hecho lo suficiente para liberar sus textos del contexto afianzado por el Informe Uchuraccay. De pensarlo con detenimiento, no hay nada que nos impida interpretar Lituma en los andes como una articulación paródica de los prejuicios del investigador costeño: recuérdese que el texto está plagado de los comentarios abiertamente denigratorios de Lituma sobre los pobladores del Ande. Tampoco hay nada que nos impida pensar en La hora azul como una crítica a la falsa solución social que constituye la dádiva “paternalista” del buen Amo oligarca: cuando Adrián Ormache le dice a su hijo-hermano que los que tienen más deben ayudar a los que tienen menos, no puede quitarse de encima la sensación de estar repitiendo algo que ya estaba dicho para él. Así mismo, no hay nada que obstaculice la lectura de Candela quema luceros como una presentación de las serias limitaciones adaptativas de una comunidad andina tradicional, sobre todo si tomamos en cuenta que una de las causas del genocidio es la incapacidad de los yawarhuaitas de entender que el Estado peruano no comparte su cosmovisión mítico-religiosa. Y, finalmente, no hay nada que nos prohíba decir que Rosa cuchillo deconstruye la perspectiva esencialista de Liborio al mostrar los presupuestos

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metafísicos —el gran Gápaj, el cosmos andino, el alma india— de “la revolución de los naturales”. En efecto, no hay nada en estos textos que nos impida realizar estas u otras lecturas novedosas. No hay nada en estos textos, pero sí en el contexto, en el horizonte interpretativo de nuestro tiempolugar. Es por ello que la crítica deconstructivista aspira siempre a re-encontrar un goce perdido en el texto, a liberar un goce-sentido que se halla reprimido por el contexto. En otras palabras, ella aspira a evitar que la singularidad del texto sea recuperada por el sentido común contextual. Si no hemos desarrollado ampliamente este tipo de crítica en nuestro escrito, no es porque no lo consideremos importante; es porque hemos creído urgente delinear el fantasma antropológico que sostiene el sentido común, que, para Lacan, es siempre la represión común. No obstante, instamos a otros a continuar esta labor y a liberar aún más los textos del contexto del Informe Uchuraccay. En un sentido más general, instamos al crítico contemporáneo a admitir que su interpretación no es ajena al texto, que ella le es más bien inherente. Lo instamos, en breve, a participar del texto como escritor y a hacer de sus intersticios algo digno de leer. Madeinusa revisited Para no dejar esta indicación en el aire y ejemplificar cómo se puede participar en el texto como escritor, volvamos a la película de Claudia Llosa. El ejemplo nos permitirá también demostrar que concebir al texto como un tejido de significantes que excede a un significado fijo no es un cheque en blanco que se le otorga al crítico sino una oportunidad para la “creación crítica”, que no se halla enemistada con el más riguroso respeto a los hechos textuales. Tomaremos entonces la escritura-lectura que Jon Beasley-Murray realiza de Madeinusa para demostrar sus alcances a la vez que sus limitaciones. Según Beasley-Murray, la película resulta chocante para la élite costeña porque escenifica la traición del subalterno a sus esfuerzos por construir la nación. A diferencia de las ficciones fundacionales

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que estudia Doris Sommer,13 donde la unión de una pareja compuesta por individuos de distintos estratos sociales es una alegoría de la solidaridad entre los ciudadanos de una futura nación igualitaria, en la película de Claudia Llosa la ruptura de la pareja compuesta por Salvador (un limeño blanco) y Madeiniusa (una india provinciana) cancela la posibilidad de la solidaridad e igualdad nacional. Pero lo que resulta chocante para la élite no es la desunión de la pareja en sí misma; lo que resulta chocante es en que en vez de desunirse debido a la prohibición parental, como suele ocurrir en las ficciones fundacionales —lo cual preserva, al menos, el deseo de los amantes de forjar el futuro solidario—, aquí la unión de la pareja es deshecha por la decisión individual de Madeinusa (el subalterno). A lo largo de la película, Madeinusa es maltratada tanto por su hermana Chale como por su padre, el alcalde de Manayaycuna. En este contexto, Salvador representa, por antonomasia, su esperanza de salvación. En efecto, indignado ante el descubrimiento de que el padre de Madeinusa abusa sexualmente de ella, Salvador le ofrece llevarla a Lima. Pero cuando ambos consiguen finalmente escapar del pueblo, Madeinusa decide regresar a recoger los aretes que heredó de su madre y de los cuales su padre la había despojado. Ya en su casa, ella advierte que su padre duerme borracho y hurga en los bolsillos de su chaleco hasta hallar los aretes. Entonces ella descubre que este los ha roto; en retribución, lo asesina alimentándolo con una sopa sazonada con veneno para ratas. Poco después, al descubrir el cadáver del padre, su hermana Chale acusa a Salvador del homicidio y Madeinusa, en vez de desmentirla, se pliega a gritos a la acusación. Puesto que en la última escena Madeinusa está sentada sola en el único camión que conecta el pueblo con Lima (es a esta ciudad donde ella se dirige), es de suponer que los pobladores de Manayaycuna acudieron en auxilio de las hermanas y lincharon al limeño. De esta manera, este pasa en la película del previsible 13. Nos referimos al ensayo de Sommer, “The foundational Fictions in Latin America”. En Bhabha, Homi ed., Nation and narration, pp. 71-98. Londres y Nueva York: Routledge, 1990.

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rol de salvador al de chivo expiatorio, y Madeinusa pasa del rol del subalterno salvado por un blanco hegemónico al del subalterno que traiciona a su salvador. Es esta acción, según Beasley-Murray, la que se halla detrás del escándalo que la película ha suscitado en el “publico ilustrado”. A través de la traición del subalterno, la película no solo rehúsa a apostar por una política de solidaridad nacional sino que además critica las relaciones de poder que subyacen incluso a los esfuerzos más liberales para construir la nación.14 La película socava así el “complejo de salvador” de la élite de Lima. La interpretación de Beasley-Murray es poderosa porque ubica la causa subjetiva detrás del rechazo de la película. Sin duda, nada puede causar más la ira de un altruista pudiente que una víctima pobre y malagradecida. Pero la interpretación de Beasley-Murray es además poderosa porque visibiliza una trama en la película que muchos hemos pasado por alto: la trama del deseo femenino. Desde un ángulo feminista, Beasley-Murray advierte que Madeinusa solo obtiene su libertad con la muerte de las tres figuras masculinas de autoridad: Cristo (la iglesia), el alcalde (el poder local) y Salvador (el poder contrahegemónico). Hacia el final de su ensayo, Beasley-Murray se pregunta por qué Madeinusa debería cambiar el abuso colonial o postcolonial por el improbable lazo con un miembro liberal de la élite. “Ella no necesita a ningún salvador para llegar a Lima y quién sabe a dónde después”.15 Que la intención de Claudia Llosa coincida con la interpretación de Beasley-Murray, es

14. “That elite is shocked at the movie’s refusal to endorse a politics of solidarity; but they miss the point precisely of its critique of the savior complex and power relations that underlie even (specially) the most liberal efforts to construct the Peruvian nation” (Beasley-Murray 2007). “A esa élite le resulta chocante que la película rechace la política de la solidaridad; pero se le escapa precisamente su crítica del complejo del salvador y de las relaciones de poder que subyacen a incluso (especialmente) los esfuerzos más liberales de construir la nación peruana” (La traducción es mía.). 15. La traducción es mía. La cita en inglés es la siguiente: “She has no need of any savior in order to make her way to Lima and who knows where” (Beasley-Murray 2007).

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irrelevante. Lo importante es que este crítico hace tambalear nuestra interpretación mediante la actitud que habíamos propuesto: a saber, asumirse como escritor, o mejor dicho, guionista y realizador. Empecemos por reconocer entonces que la película no es tan mala como lo declaramos tantas veces arriba. Pero no por ello vamos a decir que sea buena, y esto porque su desenlace sigue estando determinado por el fantasma de la nación cercada. Que este es el fantasma que estructura la película, es evidenciado no solamente porque la endogamia —el incesto— es una metáfora del rechazo del pueblo a la alteridad moderna sino también porque su nombre, Manayaycuna, significa en quechua “El pueblo al cual nadie puede entrar”. En realidad, a este pueblo nada moderno puede entrar: si es que uno quiere un cambio, solo se puede salir. De allí que Madeinusa solo pueda escoger entre permanecer en la tradición enfermiza del pueblo o escapar hacia la modernidad de Lima, ya sea por sus propios medios o de la mano de Salvador. Y he aquí el núcleo de nuestra crítica: que la elección se restringa a estas dos opciones, se debe a que la película se desentiende radicalmente de lo real de la modernidad andina, a que lo moderno en Manayaycuna solo puede venir de afuera. El problema con Madeinusa es que la destrucción necesaria del complejo del salvador no está acompañada por la mostración de un impulso moderno que provenga del mundo andino. En su ensayo, Beasley-Murray sugiere que la trama de Madeinusa evoca en los limeños el recuerdo de los ocho periodistas que murieron en Uchuraccay. Pero si la película evoca este episodio, es porque este llega hasta nosotros a través del Informe sobre Uchuraccay, donde los uchuraccainos (los subalternos) traicionan el esfuerzo solidario de los periodistas (los salvadores limeños) de ayudarlos a contar su verdad sobre su situación en los inicios de la guerra interna. Después de todo, la destrucción del complejo del salvador no es tan nueva ni subversiva como lo cree Beasley-Murray. ¿No es acaso el Informe Uchuraccay la más acabada dramatización contemporánea de un proyecto de solidaridad nacional que revienta en la cara del salvador? ¿Y no es este Informe a su vez parte de una tradición narrativa latinoamericana que va desde La vorágine hasta Madeinusa?

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Tal como está inserta en la narrativa del film, la destrucción del complejo del salvador no apunta a cuestionar las formas de dominación que subyacen a los esfuerzos de la élite por civilizar al subalterno. Por el contrario, ella provoca la rabia o la falsa compasión del “salvador” ante la ignorancia o la estupidez de una víctima que no sabe lo que le conviene, corroborando así su certeza de que hay que civilizar a ese ser despreciable a como dé lugar. Y por cierto, ¿no es esta la manera en que el gobierno actual representa a los comuneros andinos que reclaman sus derechos ante las compañías mineras? ¿No es acaso una estrategia de Estado el representar estos reclamos como las prédicas confusas de seres anticuados sin ningún impulso propio de desarrollo, a quienes hay que salvar por su bien imponiéndoles la versión hegemónica de la modernidad? Es por ello que la única manera de darle a la destrucción del complejo del salvador un ángulo realmente empancipador, es acompañándola en la narrativa de la escenificación de los esfuerzos de los pobladores andinos por desarrollar una modernidad alternativa. En otras palabras, solo mostrando lo que viene ocurriendo desde hace décadas en los andes, se puede vencer la idea de que la modernidad viene de o se encuentra en Lima. Pasemos ahora a la lectura-escritura feminista de la película. Según Beasley-Murray, es con la muerte de las figuras masculinas que Madeinusa consigue emanciparse como mujer. Podemos entonces imaginar un futuro posterior a la película en el cual ella trabaja como vendedora ambulante o de DVD piratas en el “Hueco” o en algún otro mercado informal. Y nos limitamos a imaginar este escenario porque, si la hemos de imaginar emancipada, no tendría mucho sentido que ella trabaje como empleada doméstica. Pero, en realidad, este escenario futuro que corroboraría la liberación femenina de Madeinusa es un fútil ejercicio de la imaginación porque el problema de Madeinusa no es que no pueda ser mujer debido a la prohibición paterna o a la dominación masculina, sino que no puede serlo porque está atrapada en el vínculo materno. Comencemos por señalar que la idea de Madeinusa de partir a Lima se halla estrechamente ligada a la madre, quien años atrás abandonó a su esposo y a sus hijas para irse a esta ciudad. Hacia

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el inicio de la película, Madeinusa abre una caja de madera donde se encuentran los aretes de la madre y unas revistas de historietas femeninas. De las revistas, la cámara muestra una hoja interior en la cual unas mujeres exhiben sus vestidos de moda y una portada con el título de Maribel, donde una madre abraza a su hija. Sobre las letras del título, Madeinusa escribe con un plumón las letras de su nombre. Este detalle es crucial, ya que sugiere que el deseo de Madeinusa se inscribe no tanto en el deseo femenino (las mujeres con sus vestidos) como en el deseo materno (la mujer con su hija). Pero vayamos más despacio, cuidándonos de concluir demasiado aprisa. Todavía en la misma escena, Madeinusa se pone los aretes de la madre con la ayuda de un pequeño espejo. En una escena posterior, mientras extrae los piojos de los cabellos de su hermana Chale, Madeinusa le pregunta a aquella: “¿por qué no se llevó [nuestra madre] sus aretes, si le gustaban tanto?” Obsérvese que los aretes no son aquí un símbolo de la mujer que se fue sino de lo que la madre dejó. Más adelante en la película, Madeinusa tiene relaciones sexuales con Salvador, de quien dice que tiene “los ojos claritos, como los de las revistas”. Que a ella le gusta Salvador porque él encaja en los patrones occidentales de belleza, es evidente. Pero lo que no lo es tanto, al menos para Beasley-Murray, es que si hay un deseo propiamente femenino en Madeinusa, es el deseo de que Salvador la haga mujer, como una de esas que exhiben sus vestidos en las revistas. Al enterarse de su relación sexual con el limeño, el padre le quita a Madeinusa los aretes e inmediatamente luego tiene relaciones sexuales con ella y con Chale. Posteriormente, Madeinusa le dice a su hermana que ella también se irá a Lima como su mamá. No es coincidencia que el tiempo que ella escoja para su partida sea el mismo que la madre escogió para la suya: el tiempo santo, el tiempo en que Dios ha muerto y por lo tanto no puede ver los pecados de los mortales. Hacia el final de la película, Madeinusa asesina al padre luego de descubrir que este ha roto los aretes. Todo esto parece corroborar la lectura-escritura de que ella desea ser libre como su madre, y que, si se enoja con el padre hasta el punto de acabar con su vida, es porque se percata súbitamente de

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sus esfuerzos por evitar que siga el ejemplo materno de convertirse en una mujer “emancipada” que vive en Lima. El asesinato parece tener el sentido de una violenta liberación del deseo femenino. Pero solo lo parece, pues Madeinusa no necesitaba matar al padre para ser mujer; después de todo, ella ya había conseguido fugarse con Salvador, y si regresa a su casa en el pueblo, es para buscar los aretes de la madre, sin los cuales no se puede ir a ninguna parte. Digámoslo de una vez: Madeinusa no mata al padre porque impida su libertad; ella lo mata porque rompe el fetiche que funcionaba para ella como un sustituto de la madre. Dicho de otro modo, la muchacha asesina al padre porque este rompe el vínculo objetivado que ella tenía con el deseo materno. En la escena final, dentro del camión que la llevará a Lima, Madeinusa se halla demasiado absorta como para mirar el paisaje o la autopista, que podría ser el símbolo de su liberación. El chofer le pregunta: “¿Cuál es su nombre?”, y ella responde “Madeinusa”. La pregunta y la respuesta son lo suficientemente ambiguas para ocultar el sentido del asesinato y de su partida a Lima. Como el chofer le habla a Madeinusa de “usted” y de “señorita”, no queda claro si la pregunta (“¿Cuál es su nombre?”) y la respuesta (“Madeinusa”) se refieren al nombre de la muchacha o al nombre de la muñeca. Dado que la muñeca es un elemento que aparece por primera vez en esta escena, y que por primera vez, también, vemos a Madeinusa en un rol materno, nos atrevemos a concluir que, con su respuesta, Madeinusa alude en efecto a la muñeca. En otras palabras, para nosotros, la escena final enfatiza la restitución del vínculo materno. Pero, ahora, habiéndose roto el objeto-fetiche que le daba su identidad como hija de su madre, Madeinusa se ve obligada a convertirse en la madre para poder cuidar de sí misma como hija en la forma de la muñeca. De esta manera, la película se cierra en un perfecto círculo: al comienzo, Madeinusa escribe su nombre sobre la portada de una revista en la cual una hija abraza a su madre; al final, la imagen anhelada se vuelve realidad: Madeinusa (como madre) se abraza a sí misma (como hija-muñeca). Triste ironía, la película termina con un final feliz, que no es el de una agencia femenina que se libera de la tutela de los hombres para realizarse como una

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mujer. Es el “final feliz” de una pobre muchacha que sacrifica su feminidad para sostener el vínculo con la madre. Conviene, sin embargo, prestar mayor atención a este vínculo a fin de adelantarnos a futuras críticas, no para salir ganando sino para que estas sean más precisas. El vínculo materno ayuda a Madeinusa a mantenerse a salvo de la perversa autoridad del padre. Mal que bien, este vínculo introduce la posibilidad de que Madeinusa se emancipe como mujer. Recuérdese que parte de la herencia que ella recibe de la madre, son las historietas en las que unas mujeres exhiben con orgullo sus vestidos. Lacan hablaba de la importancia de servirse del Nombre-del-Padre para luego prescindir de él. En la película, ante la perversión paterna, la madre funciona hasta cierto punto como ese Nombre (ese punto de separación) del cual ella se sirve para ir más allá del padre. Pero con la muerte de Salvador, de la cual ella es cómplice, Madeinusa rompe la posibilidad de servirse de la madre para prescindir de ella. Como lo examinamos arriba, es en la relación con Salvador donde se advierte en Madeinusa un deseo femenino distinto al deseo materno (de ser hija de su madre). Es en su breve relación con él donde ella pone en juego su deseo de ser como una de las mujeres de las revistas.16 De modo que, cuando ella ha conseguido escapar a Lima con Salvador, no es un deseo femenino el que la hace regresar al pueblo a buscar los aretes sino el miedo a dejar de ser hija y convertirse en mujer. Beasley-Murray se equivoca entonces en que Madeinusa obtiene su libertad con la muerte de las tres figuras de dominación masculina. Como se colige del final de la película, ella permanece entrampada en el deseo materno aún después de estas muertes. 16. Desde un ángulo feminista, se podría criticarnos el pensar que el deseo femenino deba pasar necesariamente por el deseo del hombre o por las imágenes de la moda femenina. Admitimos de buen grado que el deseo femenino puede exceder al varón y al mundo de la moda, pero esto no desdice que la feminidad de este personaje se encuentre inextricablemente ligada a la moda y al varón. No vamos a exigirle a una humilde muchacha del campo que despliegue su deseo femenino a la manera de una posestructuralista francesa.

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Lejos de ser un personaje novedoso que ilustra el tortuoso camino de la emancipación femenina en las pequeñas comunidades del Ande, Madeinusa se adscribe a una larga tradición de personajes andinos que se demuestran incapaces de romper el círculo vicioso de la costumbre, de la repetición de un hábito sórdido, del eterno retorno de lo mismo. Una vez más, el desenlace de la película se encuentra determinado por la consistencia del fantasma de la nación cercada. Así como los personajes de Lituma en los andes y el Informe sobre Uchuraccay, el personaje femenino de Madeinusa no puede escapar por sí mismo de una tradición andina obscena y nociva. Y no puede hacerlo porque los habitantes de la nación cercada gozan tóxicamente del marasmo al margen de la modernidad. Para concluir, digamos que si bien el ensayo de Beasley-Murray dirige nuestra mirada por senderos poco transitados de la película, su interpretación tiene un alcance limitado. Irónicamente, al concentrarse en criticar el efecto que la traición del subalterno produce en la élite limeña, Beasley-Murray acaba escribiendo para ella. Y esto porque no se separa lo suficiente del punto de vista de la élite para advertir que la destrucción del complejo del salvador es un viejo locus literario que no es en sí mismo subversivo, a menos que venga acompañado del reconocimiento de la modernidad andina. Durante la colonia y gran parte de la época republicana, la élite costeña tendía a imaginar al interior del Perú como un territorio vacío destinado a la explotación de la metrópoli. Esta ficción aún no ha desaparecido, aunque sería más preciso afirmar que, en la actualidad, la élite tiende a imaginar al interior como un territorio vacío de modernidad que aguarda los esfuerzos modernizadores de la inversión extranjera. No hay mejor prueba de ello que ese spot publicitario en el cual el presidente Alan García inaugura el Reservorio San José en el yacimiento minero Yanacocha, en Cajamarca. Al compás de una música épico-romántica, el presidente García elogia a la actividad minera como promotora del progreso y del bienestar de la comunidad nacional, mientras un minero abraza sonriente a una llama. A través de esta última imagen, el spot sugiere que la actividad minera no destruye el lazo entre las comunidades andinas y la naturaleza sino que lo fortalece y lo hace más

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saludable. No nos distraigamos en demostrar la falsedad del spot presentando datos estadísticos sobre cómo las mineras contaminan el medio ambiente. Concentrémonos mejor en subrayar que lo que está ausente en este comercial, así como en Madeinusa, el Informe Uchuraccay y las novelas de Vargas Llosa, Cueto, Colchado y Huamán Cabrera, son los intentos de los pobladores andinos por desarrollar una modernidad propia. O para aludir a un caso reciente, lo que no está ni por asomo en ninguna de estas ficciones son los pobladores de Majaz. Ahora quizás se entienda por qué en este escrito hemos puesto tanto esmero en atravesar el fantasma de la nación cercada. La persistencia de este mito en las ficciones discutidas no es simplemente un tema de importancia para la crítica del arte o de la cultura. Su persistencia es también un tema de vital actualidad política. Pues la imagen de un mundo andino arcaico es el sostén de la imposición de un proyecto moderno que responde menos a los deseos de los habitantes de esa región que a los intereses de la alianza estratégica entre el Estado, las transnacionales y los grupos nacionales de poder económico.

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II Los ilegítimos de Hildebrando Pérez Huarancca: la literatura frente a la necesidad del acto1 Alexandra Hibbett

Los ilegítimos es un texto fundador dentro de la literatura de la violencia en el Perú. Aunque fue publicado antes del estallido del conflicto armado, en esta colección de cuentos se describe una situación en la cual la violencia se plasma contundentemente en el abuso de los poderosos y en la condición de vida de los pobres, constituyendo una atmósfera de tensión donde no parece haber ninguna salida. Mi interés en ella, por tanto, no parte simplemente del hecho de que su autor tuvo supuestamente un rol importante dentro de Sendero Luminoso, sino del retrato que ofrece de una sociedad previa al estallido de la guerra interna. No me propongo, por supuesto, diagnosticar a la sociedad a partir de este libro. Mi intención es, más bien, la de considerar cómo se sitúa este ante la injusticia social, y a partir de ello, reflexionar sobre una manera en que la representación literaria se enfrenta a este problema. 1.

Este ensayo está elaborado a partir del primer capítulo de mi tesis de licenciatura, “La imposibilidad de la imagi-nación: violencia y subalternidad en dos escritos ayacuchanos” (Pontificia Universidad Católica del Perú, Facultad de Letras y Ciencias Humanas, 2007).

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Es un hecho que la comentada vida del autor ha llevado a que estos cuentos se lean directamente y sin problematizarse dentro de una ideología senderista. A través de su interpretación minuciosa, espero proponer una lectura alternativa que reconozca su ambigüedad. Es cierto que el libro se estructura como si fuera una argumentación lógica (con un cuento introductorio y los siguientes a modo de premisas) que parece conducirse hacia una única conclusión, la necesidad de la revolución armada. Sin embargo, el último cuento sorprende porque no proporciona esa esperada conclusión. Desde mi lectura, los cuentos no se inscriben en una visión teleológica, donde todo tiene sentido dentro del devenir histórico, sino que presentan la situación del campo ayacuchano en toda su complejidad. Los doce cuentos que conforman Los ilegítimos de Hildebrando Pérez Huarancca retratan las condiciones de vida de una comunidad en los alrededores de la ciudad de Huamanga, Ayacucho, donde el tejido social se desintegra y se denigra a causa de la pobreza y del abuso del poder. En última instancia, los cuentos representan una sociedad que se encuentra escindida entre dos grupos bien diferenciados, los pobres y los poderosos. El Estado no responde a los reclamos de ayuda de los pobres y se constituye como una instancia que aumenta el malestar generado por su propia corrupción e injusticia. Aunque los fenómenos naturales contribuyen a la miseria de la población, los cuentos enfatizan que el factor que promueve la situación insostenible es principalmente social: la propiedad de la tierra. El libro produce una sensación de desesperanza en el lector debido a que no se propone, dentro de los marcos de la situación descrita, una solución al sufrimiento de los pobres. En todo caso, se delega al lector la tarea de encontrar una manera de hacer frente a esa situación insostenible; así, se sugiere que no es suficiente escribir sobre la violencia, sino que se debe llevar a cabo alguna otra empresa para cambiar las estructuras de la sociedad existente. Por esto, sostengo que Los ilegítimos niega la capacidad de la literatura para sostener una idea de la nación. Tradicionalmente, la literatura latinoamericana ha asumido la tarea de imaginar la

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nación, de crearla, fijarla, justificarla y mejorarla. En un continente colonializado en el que la idea de la nación se importó de la metrópoli, el rol que jugó la literatura y el capitalismo impreso —los periódicos por ejemplo— fue crucial en la creación de una noción de comunidad nacional. Fue principalmente a través de las novelas y los periódicos que los individuos empezaron a representarse como parte de una comunidad mayor, en donde a pesar de no conocerse directamente, compartían una historia, tradiciones y problemas.2 Así, gran parte de las personas que se dedicaron a la literatura hicieron suya la tarea de construir la nación, proponiendo maneras de entender la nueva comunidad, de elaborar su historia y su identidad, y de construir caminos para mejorarla y garantizar su futuro. Dentro de esta tendencia resaltan las “ficciones fundacionales”, donde la imagen de la familia sirvió como una alegoría de la nación, y donde se proyectaron futuros ideales y propuestas edificantes a través de relatos de una pareja fundacional.3 Frente a esta tendencia predominante de la literatura latinoamericana, Los ilegítimos de Pérez Huarancca representa un quiebre. A través de su contenido, el libro pone en evidencia que la literatura no es ni fue suficiente para consolidar y sostener la nación, y que se necesita una acción extraliteraria para cambiar la injusticia social. En primer lugar, el texto desmiente que la nación sea una realidad funcional y constituida, mostrando de manera rotunda 2.

Para esta elaboración me baso en lo propuesto por Benedict Anderson, quien define a la nación como “una comunidad política imaginada como inherentemente limitada y soberana” (1993: 23). Anderson (1993: 63-76) propone que los conceptos universales característicos del imaginario moderno de la comunidad (nación, ciudadano, revolucionario, burócrata, etc.) se narran en el capitalismo impreso (periódicos, novelas) y que este proporciona a los individuos una manera de imaginarse a sí mismos como miembros iguales y simultáneos de la comunidad.

3.

En esta parte me remito a lo que sostiene Doris Sommer (1990: 75-78) en Ficciones fundacionales: que en el siglo XIX, la novela y la nación nacieron juntos, pues la literatura tenía la capacidad de construir e intervenir en la historia. En las novelas de ese siglo, los narradores proyectaban futuros ideales; se trataba de una literatura práctica y edificante, inextricable de la política.

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las diferencias radicales que separan a los supuestos conciudadanos en grupos diferenciados insertos en la desigualdad y la jerarquía. Para este libro, es imposible imaginar que una sociedad en la que hay un sector tan marginado que sufre constantemente los abusos impunes de los poderosos, sea efectivamente una nación, es decir, un grupo de ciudadanos que se reconocen como iguales y que comparten una historia. Dicho de otro modo, Los ilegítimos protesta contra la nación oligárquica, donde un pequeño grupo ejerce el poder en función de sus intereses a expensas de la gran mayoría. En segundo lugar, como texto literario, niega, además, su propia capacidad de imaginar una nación y de proponer un futuro ideal para ella. La idea es que el libro, en tanto objeto cultural, es incapaz de servir de fundamento o de apoyo a una imagen de una comunidad nacional que unifique a los individuos contra las fuerzas desarticuladoras de la violencia. Estos cuentos son, entonces, testimonios del límite de la representación cultural; sugieren que no se puede enfrentar lo hegemónico con la mera acción literaria. Son productos culturales singulares en cuanto señalan su propia limitación: su incapacidad de intervenir en la realidad y de trascender el plano de la representación. En otras palabras, el conjunto de cuentos apunta a la imposibilidad de producir la nación a través de la representación cultural. Desde allí, Los ilegítimos plantea la necesidad de que surja “otra cosa”, algo que transcienda a la representación cultural y que enfrente una situación que se ha vuelto insostenible por la violencia. Lo que en este texto se demanda, lo que aquí se exige como una urgencia, puede ser entendido como el “acto”, o el acontecimiento, que para los fines de este ensayo son lo mismo.4 Conviene dedicar algunos párrafos a la definición de este concepto.

4.

Agradezco, con respecto a este punto, las discusiones presididas por Juan Carlos Ubilluz en el Seminario de literatura peruana que dictó en la Especialidad de Lingüística y Literatura de la PUCP en el semestre 2007-I. En lo que sigue, defino al concepto de “acto” en mis propias palabras, partiendo de las reflexiones de Žižek y Badiou (ver bibliografía).

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El acto pone en evidencia un fundamento ignorado de la existencia social, pero que determina la manera en que esta es asumida. Al poner este fundamento ignorado, reprimido, al descubierto, el acto modifica nuestra visión de la realidad. Para decirlo en términos lacanianos, el acto devela el fantasma que subyace y sirve de sostén al orden simbólico.5 La función principal del fantasma es velar lo Real, recubrir ese exceso no reconocido por el orden simbólico.6 De allí que, sin el fantasma, el orden simbólico no pueda subsistir. Así, al nombrar ese Real no articulado, el acto perturba el trasfondo fantasmático que sostiene el orden de las cosas (Žižek 2001: 401) y de esta manera obliga al orden simbólico a reconfigurarse. El acto redefine las reglas del juego, cambia los parámetros de lo que se considera posible o imposible, vale decir, de la realidad misma (Žižek 2004: 164-165). A diferencia de una acción que se realiza en función de un objetivo claramente definido dentro de un orden social determinado, el acto apunta hacia una meta irreconocible para este orden. No es de extrañar entonces que el acto se presente, ante los ojos del sentido común, como irracional, absurdo, y hasta imposible. Distinto de una acción que ocurre como efecto lógico de una causa reconocible, el acto se da a lugar sin ninguna garantía ontológica. Es justamente por su carácter no-garantizado, por su falta de causalidad, que el acto reconfigura el orden establecido. En Los ilegítimos, se puede observar la demanda de un acto que reestructure lo que se creía una realidad incuestionable: la nación. Dentro de los planteamientos del libro, la nación no es una realidad dada; es una idea que si bien no logra imponerse cabalmente

5.

El orden simbólico es, para Lacan, el reino de la cultura (Evans 1997: 179), el orden del lenguaje y del sentido. Se manifiesta en “las leyes y ideales sociales” y es lo que “socializa el cuerpo y hace de él un sujeto” (Ubilluz 2006: 17).

6.

En palabras de Lacan, lo Real es “lo que resiste a la simbolización absolutamente”. Es la dimensión de lo imposible, pues es “imposible de imaginar, imposible de integrar en el orden simbólico”. Dado su resistencia e ‘imposibilidad’, lo real es esencialmente traumático (Evans 1997: 163).

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a los hechos, sostiene una realidad injusta. En otras palabras, la ficción de que vivimos en una comunidad conformada por ciudadanos libres e iguales, es precisamente lo que permite la continuidad de una jerarquía feroz y abusiva. La nación (y esto es la clave del libro) es una fantasía ideológica que vela lo Real del subalterno, o para decirlo en los términos de Huarancca, que se desentiende de los ilegítimos. Lo que se observa en el libro, entonces, es un intento de desestabilizar la idea de la nación, que es lo que permite seguir creyendo que la situación es sostenible, para mostrar que algo tiene que cambiar. Lo que tiene que hacerse, según los cuentos de este libro, es articular la subalternidad: en esto consistiría el acto exigido. El subalterno, como lo ha mencionado Beverly (2004: 23), es similar a la categoría de lo Real, en tanto que ambos se resisten a la simbolización. Así, el acto, como un “nombramiento de lo Real”, es imaginado en estos textos como un rescate de la subalternidad, que obligaría a la redefinición de la idea vigente de la nación. Es decir, el libro expone la necesidad de crear una estructura simbólica que tome en cuenta la subalternidad, de modo que se pueda evitar la violencia estructural. Y propone además que la única manera de salir del círculo vicioso de la violencia institucionalizada, que es inherente a la sociedad vigente, es llevar a cabo un acto que rechace la fantasía de una nación compuesta por individuos iguales. Propongo que en este libro la necesidad del acto se plasma en una argumentación lógica que recorre el conjunto de cuentos. El primer cuento expone diversos elementos axiomáticos: la miseria de la población, la jerarquía social, la posición de los jóvenes frente a las generaciones precedentes, y finalmente la necesidad de “hacer algo” con respecto a esta situación insostenible. Los siguientes consideran estos elementos en mayor detalle, configurando una visión dentro de la que todos los elementos llevan a la conclusión que se expone en el último cuento, la necesidad de un acto de violencia revolucionaria. En este punto analizaré cómo se sitúa el libro en conjunto ante el problema de plantear un verdadero acto, resistiendo la tentación de dar una garantía ideológica. De suceder lo último, lo que se describiría no sería más que una mera acción, que no

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apuntaría a una reconfiguración radical de la situación sino a su reformulación dentro de los mismos términos. Los ilegítimos como subalternos Los ilegítimos se posiciona como una representación de la nación en crisis y como una crisis en la capacidad de imaginar la nación. El instrumento que se utiliza a lo largo del libro para establecer una visión de la comunidad nacional es el de su figuración alegórica en la familia. Y el problema que se revela ya desde el título es el de los hijos ilegítimos. La ilegitimidad, en efecto, funciona como metáfora para describir la marginación de la población campesina que protagoniza los cuentos. Los personajes son ilegítimos no solamente en términos literales (“nosotros [...] estábamos allí sin saber si éramos hijos de padres casados”) (Pérez Huarancca 2004: 16), sino porque son los marginados del progreso, de la legalidad y de los derechos humanos; porque solo son, en breve, los “otros” internos a la nación.7 La metáfora de la ilegitimidad articula la situación social de los jóvenes personajes en cuanto subalternos. De hecho, estos son ilegítimos porque su padre siempre es un desconocido, ha desaparecido o ha muerto. En casi todos los cuentos, el padre se rebeló en el pasado contra la injusticia social en un esfuerzo por defender sus derechos, pero fracasó y terminó siendo reprimido. Los hijos se ven entonces obligados a asumir la tarea incumplida del padre con

7.

En este sentido, se podría decir que Pérez Huarancca lleva el proyecto de “ficciones fundacionales” a sus límites. En las ficciones fundacionales del siglo XIX, la familia tenía una carga alegórica en la cual el matrimonio y la fertilidad de este simbolizaban la consolidación de una identidad nacional (Sommer 1990: 81-92). Aun cuando las novelas presentan proyectos de matrimonio que fracasan, se propone en estas ficciones una manera de imaginar la nación, una manera de explicar sus dificultades y por tanto la base a partir de la cual superarlas. Así, aunque funciona la misma relación alegórica entre familia y nación en Los ilegítimos, en los cuentos de Pérez Huarancca la alegoría familia-nación (la metáfora de la ilegitimidad) es utilizada para apuntar a la inviabilidad de la cultura frente a la situación nacional.

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respecto a la rebelión social. En el imaginario del libro, ser ilegítimo es heredar la necesidad de actuar, debido al fracaso anterior del padre. Y el asumir esta herencia paterna implica atentar contra la fantasía de la nación, la cual define la condición de ilegitimidad. Por otra parte, a partir del título, se sugiere que aquellos tratados como “ilegítimos” por el discurso oficial, no deben ser considerados así. Esta idea aparece explícitamente en el cuento “Somos de Chukara”, donde la historia de un niño ilegítimo termina con la siguiente afirmación: “Este hijo de nadie parece más gente que los legítimos de nuestros principales” (2004: 17). Los que son designados legítimos por la sociedad son paradójicamente los menos legítimos en términos humanos. El título reproduce el discurso hegemónico al nombrarlos como “ilegítimos”, pero invierte su sentido: el “legítimo” es artificial e inhumano, mientras que el “ilegítimo” es, en términos humanos, genuino y verdadero. De esta manera, el libro sugiere que los ilegítimos (los verdaderos legítimos en términos morales) deberían ser legítimos en términos materiales y sociales. Es decir, hay un afán de representar al ilegítimo no solo como quien se encuentra fuera de la legalidad, sino como una “nueva legalidad” en curso, como un subalterno capaz de instaurar una nueva hegemonía. No obstante, el libro reconoce a la vez el problema de pretender invertir la situación de abuso y de subalternización, sin proponer realmente ningún proyecto social o político que modifique la representación de “legitimidad versus ilegitimidad”. La oración por el acto “Oración de la tarde” abre el libro y funciona a modo de introducción al argumento expuesto en este. El cuento comienza con la visita de un grupo de hombres a una autoridad, para explicar su fracaso en el intento de matar a un puma que representa una amenaza para el pueblo. Juandico, personaje burlón e ingenuo, se queja de que “si esos arrieros no se les ocurre pasar por el camino de enfrente” (Pérez Huarancca 2004: 9), él no estaría con ellos. Nadie tiene la paciencia para escucharlo, y acuerdan salir al día siguiente a tratar de capturar de nuevo al puma.

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De allí el narrador recuenta el fracaso: el puma había escapado por culpa de Juandico, y luego, al perseguirlo, este quedó atrás para “bajar de peso” (Pérez Huarancca 2004: 10). Después Juandico cuenta cómo el puma lo había cogido por sorpresa y “luego de tumbarme, se subió sobre mí con todo el peso de su talego” (ibíd.). El narrador recuerda que una técnica para largar a los pumas que “se montan en uno cuando lo pescan solo”, que son “como los gatos de juguetones”, es “soltarse un pedo largo y grueso” (ibíd.). Entonces, el narrador le pregunta a Juandico si le salió el “mal olor para largarlos” (2004: 11) y este responde: También, entrando en mi razón después de los manotazos, solté uno de ésos. Pero el desgraciado, en vez de largarse, me cosió el trasero con sus largas uñas. Y, viéndome que gritaba como para que ustedes me escucharan si andaban por ahí cerca, salió haciéndome la misma cosa con la boca. Entonces comprendí que no había otro remedio que estarme allí, aguantando todo el peso del maldito; hasta que aparecieron los arrieros [...]. (ibíd.)

Juandico es relacionado en el texto con el humor y lo bajo corporal; es un personaje con vitalidad que se enfrenta a una situación que, en el resto de la narrativa, es más bien trágica. Por otro lado, la narración personifica al puma como “juguetón”, como un ser humanizado que parece gozar humillando a los hombres a través de una dominación expresada en términos sexuados (“tumbar”, “montar”). Podría decirse entonces que el puma es el símbolo del abuso y, quizás, del suplemento obsceno del poder.8 Frente a este abuso, el hombre solo puede defenderse mediante el humor carnavalesco, pero esta no es una acción efectiva. De allí que la risa y lo bajo corporal sean finalmente asociados con la debilidad.9 Esto se pone nuevamente de manifiesto cuando el narrador recuerda otra ocasión en la que un puma escapó a la persecución. 8.

Žižek define al suplemento obsceno como aquella transgresión que sirve de apoyo fantasmático a la ley pública, “el sombrío reino en el cual el brutal ejercicio del poder mismo está sexualizado” (1999: 106-107).

9.

Utilizo los conceptos de “lo bajo corporal”, “lo carnavalesco” y “la risa” en el sentido que expone Bajtín en La cultura popular en la edad media (2002).

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Aquella vez, al tener acorralados a dos pumas de distinto sexo, don Pedro enlaza a la hembra. Otro de los hombres dice “No te pongas celoso, nariz ñato, don Pedro sabe respetar lo ajeno” (2004: 12). Todos ríen a carcajadas y el macho aprovecha ese momento para escapar. De esta manera, se pone de manifiesto que la risa ya no es una solución al problema del abuso: es tan solo un síntoma de debilidad frente al poder. Llegada a este punto, la narración cambia de tono: ya no hay lugar para la risa, solo para el deber. Por ello, cuando el puma salta al otro lado de un río y los hombres no pueden seguirlo, estos, humillados, escogen la opción drástica de lanzarle fuego, de modo que “Winchinka comenzó a arder. Y ardió noche y día durante cuatro meses íntegros, oliendo a carne asada. Allí murieron muchos animales. ¡Los justos pagaron por los pecadores!” (2004: 12-13). Se puede interpretar este pasaje como una alegoría, donde el ganado que muere en el incendio alude a los inocentes que pagan por los pecadores, a las víctimas que son sacrificadas en la lucha en contra del abuso. Sin embargo, sería apresurado adjudicarle definitivamente un contenido ideológico, pues este no se plasma en una nueva fantasía que justifica la acción. Dicho de otro modo, la acción destructiva no se engancha narrativamente con una utopía a alcanzar; de hecho, el fuego ni siquiera logra matar al puma. Lo que representa el fuego es más bien el estallido de una situación que ya no es sostenible, algo así como una declaración de la necesidad del acto. Es una catástrofe que atenta contra el bien aparente, para mostrar la violencia real de una estructura social en la que los inocentes son consistentemente las víctimas de los abusos impunes de los poderosos. El cuento es una “oración de la tarde” en cuanto retrata un orden próximo a su fin, pues es evidente que algo tiene que cambiar. De hecho, el pueblo está conformado solo por personas viejas. Se trata, entonces, del “atardecer” de un pueblo que no tiene una visión de la mañana siguiente. Al final del cuento, los viejos, que habían acordado salir a cazar de nuevo al puma, se encuentran demasiado débiles para hacerlo, su capacidad de defenderse contra el abuso se ha agotado y solo les queda soportarlo pasivamente. La esperanza, entonces, se deposita en los jóvenes:

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Cuando [los jóvenes] regresan sanos, hablan de nuestras situaciones con las noticias que traen desde esos lugares. Entonces, aún en el corazón de los más gastados, hay ganas de seguir viviendo todavía; y los disgustos hacia los principales renacen, se multiplican. (Pérez Huarancca 2004: 13)

Pero los jóvenes no vuelven, y si es que lo hacen, es “sólo cuando no ya no pueden con esos trabajos [...] y se quedan sembrando la poquita tierra que encuentran [...]. Y, día tras día se nos acaba la tierra” (2004: 3-14). La tensión latente en el orden social que llevará a una crisis final, es plasmada de manera contundente en las imágenes que cierran el cuento: […] lo único que hacemos, en los días de descanso, es sentarnos a la puerta de nuestras casas [...] pensando que tal vez, de repente, los hijos vuelven, antes de tiempo trayendo nuevas esperanzas. Sin embargo, el animal no aparece, tampoco hay noticias de los hijos hoy y el día se va muriendo todo teñido de rojo por el sol del poniente. (2004: 14)

Es una imagen de frustración y de violencia que surge de las fracasadas esperanzas de los viejos. De esta manera, el cuento plantea el fin de una situación límite, donde solo existe la posibilidad de su destrucción, descrita en términos de un anochecer, que es a la vez una muerte sangrienta. El abuso de los poderosos, la falta de agencia de las víctimas y el agotamiento de los factores que hacían esta situación soportable (la risa carnavalesca, la esperanza en la migración, los recursos básicos como la tierra), contribuyen a consolidar el retrato de un pueblo que existe en el momento anterior a una destrucción absoluta. Nación, Estado y familia Los cuentos siguientes exploran y profundizan elementos que se retrataron en el primero de ellos: la inviabilidad del Estado-nación y la imposibilidad de cimentar la comunidad nacional a partir de la familia y del matrimonio. Partiendo de estas premisas, “Nuevamente la sequía” y “La leva” consolidan una visión negativa del

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poder estatal. Ambos cuentos muestran que el Estado, lejos de garantizar la identidad nacional, la destruye con su indiferencia y corrupción. “Nuevamente la sequía” presenta las deplorables condiciones de un pueblo avasallado por un desastre natural. La pobreza es tan extrema que sus pobladores no tienen nada que comer ni tampoco los recursos necesarios para emigrar. Frente a esta situación, los pobladores deciden: [...] elevar un memorial al Supremo Gobierno pidiendo auxilio. Se pensó enviar el documento con una comisión; pero, a falta de fondos, sólo se mandó depositar en el correo de la capital de departamento. Al principio aguardamos con fe la respuesta. Más tarde, dudamos. Luego, a falta de toda noticia, terminamos olvidándonos. (Pérez Huarancca 2004: 43)

La confianza básica en el Supremo Gobierno como aquella entidad que vela por el bien común, se quiebra ante su indiferencia. Se hace patente que los pobladores de este pueblo no son “ciudadanos iguales”, sino ilegítimos que están fuera de la legalidad y de los derechos. Ante esta expulsión, se hace imposible imaginar la comunidad nacional: lo que se observa es solo una jerarquía social completamente escindida. Por esto, “nosotros, los muchachos, comenzamos a aburrirnos. Nuestras cabezas se llenaron de malos pensamientos” (2004: 44). Aquí se puede observar también que la situación descrita causa una tensión latente que amenaza con conducir a una ruptura del tejido social. Se cancela con este cuento la posibilidad de la queja, de desplazar la necesidad de actuar al Estado; es evidente que el acto debe ser asumido por los mismos pobladores y, específicamente, por los jóvenes. “La leva”, por su parte, profundiza la visión del poder corrupto, pues la autoridad del pueblo aplica la ley de la leva a un joven campesino por motivos personales. Pero más allá de esto, el cuento interesa porque se pueden identificar en él algunos de los mecanismos explicados por Sommer en Ficciones fundacionales. Como ya se ha mencionado, la tradición de la literatura latinoamericana presenta varias instancias de una visión alegórica de la nación a

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partir de la familia. Sommer muestra cómo estas “ficciones fundacionales” tienen la finalidad de intervenir políticamente, proponiendo futuros ideales a partir de la representación de los actores principales de la nación como una familia, de la unión nacional como un matrimonio exitoso, y de la prosperidad futura de la nación como la fertilidad de la pareja de casados. En las ficciones fundacionales, por ejemplo, la posibilidad de que una sociedad escindida por clase y raza pueda llegar a la armonía, se simboliza a través del éxito de un matrimonio estable entre individuos de dos grupos diferenciados. Así como muchas ficciones fundacionales, “La leva” se centra en la historia de una pareja de clases sociales distintas. El cuento construye una visión idealizada de la joven pareja, enamorados desde niños, en un espacio natural amigable. Aun cuando el relato termina con la imposibilidad de la unión matrimonial de los amantes, esto no constituye una diferencia esencial con respecto a las ficciones fundamentales, pues, como señala Sommer (1990), estas también pueden concluir en la desunión, sin que por ello se cancele el propósito fundacional de este tipo de literatura. La diferencia de “La leva” con respecto a las ficciones fundacionales, reside en que después de establecido el discurso que idealiza la unión entre los jóvenes, irrumpe otro discurso que rompe esta construcción discursiva, revelando la dimensión violenta de fondo. Es allí donde el cuento se muestra como un ejemplo más de la manera en que Los ilegítimos asume la imposibilidad de imaginar la nación a través de la representación cultural. El cuento trata del amor imposible entre un campesino (el narrador) y la hija del principal del pueblo, Gloria. De niños iban juntos a la escuela, se enamoraron, y luego de dejarla, continúan viéndose a escondidas cuando ella regresa de vacaciones de la ciudad. El narrador es consciente de la distancia entre su condición social y la de Gloria, pero no la describe con rencor: Ella nunca iba por leña cuando se hacía tarde ni traía regalos al faltar días íntegros a la escuela: era hija de un principal del pueblo [...] Y así la quise [...]. (Pérez Huarancca 2004: 32)

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La prohibición del padre de la joven aparece en el argumento como aquello que impide que la unión se prolongue. No obstante, la simple prohibición del padre no es lo que rompe con el proyecto de alegoría nacional a partir de la pareja de jóvenes. Lo que aleja a este cuento de un proyecto fundador es la irrupción de un discurso que contrasta con la descripción idealizada de un amor armónico entre estratos sociales. Este discurso captura al joven a partir de la mitad del cuento, cuando ya no refleja su visión infantil de su relación con Gloria, sino una mirada adulta y cínica. Más precisamente, el discurso irrumpe cuando el joven contradice el mandato prohibitivo del padre de Gloria con un lenguaje que reconoce la violencia, y la carga sexual de esta, en las relaciones entre las clases sociales: —¡Y tú, qué haces aquí, carajo! Otra vez que te vea fastidiando a mi niña, te rompo el hocico. —Yo no dije nada. Simplemente me agaché y sonreí diciendo para mí solo: fastidiando nomás, tu hija ya está jodida, don Froylán... (Pérez Huarancca 2004: 32, las cursivas son mías)

Este discurso deshace el sueño idealizado de la unión mestiza. El joven, en vez de lamentar la imposibilidad del matrimonio, se jacta de una victoria privada: haber “jodido” a la hija del principal. Y no se refiere solamente al hecho de haber tenido relaciones sexuales con ella, sino al de haber causado su desgracia social. Luego de la relación que sostuvo con el campesino, Gloria tiene un hijo ilegítimo, lo cual es vivido por ella como una tara social. Al encontrar el narrador-protagonista satisfacción en haber “jodido” a Gloria, el ideal de unión entre las clases sociales se desmorona ante otro discurso más antagónico. Es decir, no es solo que la unión no se haya producido en este cuento; es también que se destruye la posibilidad de que ella represente una manera de imaginar la nación. El matrimonio feliz no es una realidad, ni siquiera un ideal; en la sociedad retratada, solo hay lugar para el rencor y la venganza.

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La herencia de rabia Ante la indolencia del Estado frente el desamparo de la población rural, se indica, en Los ilegítimos, que son los jóvenes quienes deben asumir la responsabilidad del acto. La responsabilidad llega hasta ellos a través de una “herencia de rabia” (Pérez Huarancca 2004: 22), frase que aparece en “Los hijos de Marcelino Medina”. El cuento es narrado en primera persona por un personaje que, estando solo en su casa, siente la presencia de un intruso. En su monólogo interior recuerda la muerte de su padre, que se produjo como consecuencia de que este defendiera su derecho a la tierra frente a una autoridad abusiva, que quería despojarlo de ella en nombre del Estado. Su muerte deja un rencor, una “herencia de rabia” en el pueblo; es decir, su frustración se transmite a la comunidad, la cual decide oponerse al Estado y previene que este le quite la tierra a sus hijos. De vuelta en el presente narrativo, el personaje se encuentra en la misma tierra que alguna vez fue de su padre, enfermo, paralítico, viviendo de la caridad y esperando la muerte. Se da cuenta en determinado momento que el intruso es su hermano, quien lo abandonó años atrás y que ahora, en nombre del Estado, vuelve a su casa para quitarle la tierra. En este cuento, el padre asume claramente la figura del mártir, de aquél que se sacrifica por una causa mayor. Su muerte deja tras de él una “herencia de rabia”, pero este espíritu de lucha contra la injusticia social no es asumida por sus hijos, y consecuentemente, la violencia y el abuso se perpetúan. El hecho de que la muerte del padre no cambia la situación injusta, se simboliza en la incapacidad de un hijo y en la traición del otro. La negativa de los hijos a asumir la herencia del padre también es evidente en “Ya nos iremos, señor”, donde se narra la historia de Augusto Ayala, quien fue acusado sin fundamento de haber castrado a un “opa” perpetrador de varias violaciones, para ser luego encarcelado durante cinco años. Al salir de la cárcel, Augusto Ayala se convierte en un alcohólico que abusa de su mujer y sus hijos. Esta violencia no cambia su situación, sino que simula una ruptura

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y replica el abuso en orden social existente. Más que rebeldía o subversión, ella es simplemente el reflejo de un sentimiento de impotencia. La violencia de Ayala hacia su familia sería, en palabras de Žižek, una manera de postergar el acto necesario (2005: 212). Dicho esto, es interesante que el narrador ponga énfasis en que Ayala “tenía tantas familias regadas en todo el pueblo” (Pérez Huarancca 2004: 36), pues, de este modo, el personaje se convierte metafóricamente en el padre del pueblo, que estaría conformado por los ilegítimos. Es así como se presenta de nuevo la “herencia de rabia”: Augusto Ayala no pudo llegar al acto, y esa responsabilidad recae en el pueblo, en sus hijos. Cuando muere, sin embargo, la herencia no es asumida ni por sus hijos legítimos ni por los ilegítimos, y él se convierte en un fantasma que permanece en el pueblo. Es como si la herencia de rabia, al no ser asumida por nadie, se encarnara en una figura paterna que sobrevive más allá de la muerte. Desde este punto de vista, los cuentos apuntan a la necesidad de que la herencia de rabia sea asumida por los hijos, por los jóvenes del pueblo. Ahora bien, la pregunta es si se puede concebir la asunción efectiva de la herencia de rabia como conducente al acto. Por un lado, se espera que los hijos superen las rebeliones del padre, que aún se establecían en el nivel de la queja al Estado y aún desplazaban hacia este la necesidad de actuar. Los hijos tendrán que asumir el acto ellos mismos. Sin embargo, al conceptualizar a los hijos como sujetos que deben estar, a priori, “a la altura del acto”, se puede decir que el libro crea una garantía que intenta hacerlo entendible, a pesar de que, siendo una fuerza de cambio radical, no puede ser ni garantizable ni entendible por el cálculo racional o por un significado familiar. Entonces, mediante esta concepción de la herencia de rabia, la narración plantea la necesidad del acto y a la vez se aleja de él. Es decir, al imaginar que la realización del acto pasa necesariamente por la asunción de la frustración paterna, la narración no señala ni una ruptura radical ni una manera nueva de entender la situación. De asumir la herencia, los hijos se verían condenados a una mera repetición del martirio del padre, a un destino trágico escrito para ellos desde

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su nacimiento en un determinado lugar social. Sus movimientos son, por ello, limitados; no apuntan a la ejecución de un acto, sino que siguen dando vueltas dentro del mismo orden de las cosas, sin cambiar las estructuras de legitimidad e ilegitimidad, hegemonía y subalternidad. El cuento “Mientras dormía se contaban” muestra el primer paso de un personaje hacia la asunción de la herencia de rabia. La narración adopta el punto de vista de Ignacio, quien al ser mandado por su madre a traer agua, se extravía en sus pensamientos y se dirige a su padre mediante un monólogo interior. Sus pensamientos revelan que el padre ha muerto años atrás durante la protesta por la gratuidad de la enseñanza en Huanta, acción mediante la cual procuraba “impedir que nuestros hijos también sean ignorantes como sus padres’” (Pérez Huarancca 2004: 24).10 A fin de cuentas, es a causa de velar por los intereses del hijo que el padre desaparece. Ante la ausencia de su padre, Ignacio se halla sometido a un mundo femenino sostenido por su madre y por su abuela, quienes se esmeran en mantenerlo alejado de la realidad social ocultando la muerte de su padre. Por eso Ignacio no hace otra cosa que acatar los mandatos maternos: [...] cuando insistía sobre tu paradero la abuela me respondía rabiando “nada más te ocupas en averiguar cosas mira pues el camino grande a ver si logras ver a tu padre” entonces yo dejando todo estaba horas de horas allí subido en la piedra grande del patio desde donde tú acostumbrabas mirar tus chacras viendo queriendo tratando de ver tu regreso por los caminos del pueblo. (Pérez Huarancca 2004: 25-26) 10. Esta protesta surgió como consecuencia de la promulgación de la ley DS 006 que limitaba la gratuidad de la enseñanza. El domingo 22 los sinchis entraron a Huanta, matando un número desconocido de campesinos y estudiantes; hombres mujeres y niños. Es la primera vez que se puede observar una lucha directa contra el Estado. El problema de la tierra explica la intensidad de la lucha por la gratuidad de la enseñanza, en tanto la educación aparecía entonces como el canal casi único de ascenso social (Degregori 1990: 68-72, 115).

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Al esconder la muerte del padre, el mandato materno impide que Ignacio entienda el orden social más allá del ámbito familiar. Dicho en términos lacanianos, el deseo de la madre entrampa al hijo en el orden imaginario11 y previene la inscripción del Nombredel-Padre,12 la cual le permitiría separarse de la madre e ingresar definitivamente al orden simbólico. El mandato de la madre es el de la resignación y la obediencia. Ella aspira a encontrar el cuerpo sin vida del padre, mas no a vengarse de los abusadores. Ante el prospecto de vengar el abuso, el mensaje de la madre para Ignacio es finalmente el de renunciar a la lucha y el de conformarse con la injusticia. Ignacio, sin embargo, se entera de la muerte de su padre al escuchar las conversaciones de la madre con la abuela, mientras él supuestamente dormía: “[...] ¡Ya nunca regresarás Florentino!” y la abuela consolándola “Pero sí crecerá su hijo Josefa y cumplirá con la tierra para tenernos en casa a las dos... los hijos responden por sus padres en tiempos como éste... el padre fue muerto pero Ignacio lleva la sangre de Florentino Ramos... él responderá Josefa. [...]”. (2004: 25)

Como se aprecia en este pasaje, la madre y la abuela quieren que el hijo asuma el rol del padre en el sentido de velar por ellas. Pero Ignacio, a pesar de no tener contacto con su padre, asimila su Nombre desde la “herencia de rabia” y así su vida adquiere un sentido distinto al del ámbito materno. Ignacio nunca trae el agua que le pedía su madre. El hecho que ya no responda al mandato materno sugiere que es la herencia del 11. Como dice Evans (1997: 109): “Lo imaginario es el reino de la imagen en la imaginación, el engaño y el señuelo [...] es el orden de las apariencias superficiales que son los fenómenos observables, engañosos, y que ocultan estructuras subyacentes [...]”. 12. El Nombre-del-Padre, en palabras de Evans (1997: 138) es “el significante fundamental que permite que la significación proceda normalmente [...] otorga identidad al sujeto (lo nombra, lo posiciona en el orden simbólico) y también significa la prohibición edípica, el ‘no’ del tabú del incesto”. Ubilluz (2006: 18) apunta que es “el significante de autoridad que soporta al gran Otro”.

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padre que separa al hijo de la madre, relegándolo a un orden simbólico en el que asume el papel del padre como rebelde. En efecto, casi todos los cuentos presentan esta relación entre madre-obedienciaconformismo, padre-frustración-rebeldía. En la alegoría de este libro, se estaría afirmando que es necesario tomar distancia del ámbito materno para asumir la herencia de rabia.13 El último cuento: el acto como sublevación Si en los cuentos anteriores los jóvenes se encuentran en una suerte de limbo, incapaces de asumir la herencia de rabia de sus padres, en el último cuento, “Día de mucho trajín”, hallamos un joven protagonista que da un paso para asumirla plenamente. Podría afirmarse, entonces, que es en este cuento donde el libro llega a su conclusión definitiva, que es aquí donde se pone en juego lo que se ha planteado hasta el momento para mostrar al lector el mensaje final: la necesidad de un levantamiento armado. Sin embargo, espero mostrar que la lectura no puede ser tan simple, que este cuento presenta un debate, una ambigüedad. Lejos de plantear un determinado camino a seguir, el cuento termina mostrando el problema en toda su complejidad aún abierta. “Día de mucho trajín” trata de un joven que participa en la lucha por la gratuidad de la enseñanza en Huanta. Durante la protesta es herido de bala, y el cuento toma la forma de su monólogo interior, mientras yace en el suelo esperando ser recogido. Este monólogo es narrado en segunda persona, lo cual quiere decir que se presupone un narrador que se dirige al joven a través del “tú”; o dicho de otro modo, se conjetura que la voz del narrador está fuera 13. El contraejemplo de Ignacio es Hermelindo, personaje de “Cuando eso dicen”, que nunca conoció a su padre. Es hijo de una mujer “de mal vivir”, quien impide que su hijo salga al orden simbólico (ir a la escuela, tener amigos). Al estar sumido al orden imaginario, Hermelindo no tiene ninguna agencia, su vida se reduce a ayudar a su madre, lo cual es descrito en términos inquietantes, pues la acompaña hasta en la realización de sus necesidades biológicas. Definitivamente, para este libro, quedarse en el espacio materno es lo opuesto al necesitado acto.

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del texto y que es dueña de una verdad sobre la situación del personaje. Paradójicamente, la interioridad del sujeto, su manera de conceptualizar la muerte, se expresa a través de una voz externa, una voz que interpela al personaje, recontando su vida de manera que adquiera un sentido último en su muerte por la lucha. El cuento comienza esta vez manifestando que la vida del personaje ha sido determinada por su pobreza: “Tú, Rudesindo Contreras, fuiste pobre desde cuando abriste los ojos al mundo. Tal vez, desde mucho antes” (Pérez Huarancca 2004: 53). Desde luego, no se trata de una condición individual, sino de un destino: la vida del sujeto está determinada por las condiciones materiales de la historia; en cierto sentido, el individuo es pobre antes de nacer. Ser pobre caracteriza las tres etapas de su vida, llevándolo irremediablemente al momento presente: Empieza por tu niñez, deslizándote en tu barrio y al lado de tus padres. Luego asómate a la casa de tu abuela de madre, asistiendo a la escuela mixta del pueblo [...] Y, por último, abarca la tercera parte de la historia: tu vida de estudiante provinciano en esta ciudad de treintitrés iglesias [...] hasta este preciso instante. (ibíd.)

Su infancia se caracteriza por el aislamiento y por la relación con la madre, quien quiere protegerlo y no le permite ir al pueblo. Es la etapa en que “Rudesindo Contreras, [es] feliz aun sin comprender la verdadera esencia de las cosas” (2004: 54). Esta “verdadera esencia”, la verdad incuestionable, solo la encontrará Rudesindo al alejarse de su madre, en el pueblo, donde cobra conciencia del fundamento material de sus condiciones de vida. La toma de conciencia gira alrededor de la imagen de las necesidades corporales. En su primer día en el pueblo, la maestra lo castiga por haber sentido la necesidad de defecar durante la misa. El autoritarismo se revela así en términos del control corporal. No obstante, Rudesindo cobra posteriormente conciencia de lo absurdo que resulta la conformidad con este sistema: [...] ¿acaso cuando revienta apesta? Y eso era cierto. Tú, Rudesindo Contreras, llegaste a comprobarlo luego de algunas pruebas a solas.

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Claro, cuando uno suelta haciéndolo reventar, no apesta tanto. Pero cuando lo haces despacito, tratando de que nadie se dé cuenta, ahí sí que huele como la misma porquería del zorrino. (Pérez Huarancca 2004: 56)

Rudesindo aprende a no disimular la verdad ante la autoridad. A través de la defensa de las necesidades corporales, se da cuenta de que necesita crearse una conciencia propia, ajena tanto a la de su madre como al mandato de los poderosos. No obstante, y de manera similar a lo que ocurre en el primer cuento, “Oración de la tarde”, la rebelión carnavalesca, la revuelta de lo bajo-corporal, no será suficiente para deshacer las estructuras abusivas ni para ayudar al personaje a olvidarlas. Esta nueva conciencia lo lleva eventualmente a un “afán de incorporación a la nueva forma de vida” citadina: Rudesindo emigra a Huamanga, donde el acceso a la educación le brinda una idea de la modernidad. Sin embargo, como señala Portocarrero (1998: 154): “la educación no basta”; luego de haber accedido a ella, se enfrenta a la verdad última: la necesidad del acto. Este sería el sentido último de su vida: No es correcto tomar a pecho un simple pasaje de la existencia. La vida, larga o corta, no es de uno solamente, y perderla tampoco es para lamentarse, si se tiene conciencia de su razón [...] Por algo eres del sector de los seres templados en el dolor y en la miseria. Por tanto estás obligado a resistir hasta el final [...]. (Pérez Huarancca 2004: 53-57)

Recordemos que lo que el lector espera ver en esta parte es que el subalterno se subleve y se convierta en un sujeto con agencia. Sin embargo, mediante la interpretación del rol ambiguo de esta voz que interpela al personaje, podemos desestabilizar la esperada ‘lógica conclusión’ y restituirle al cuento y al libro su ambigüedad. Primero, la voz, que se dirige al personaje como ‘tú’, alude a lo externo y excesivo del acto, el cual nunca puede ser asumido plenamente por el sujeto que lo efectúa. El acto se presenta siempre como algo que se impone desde afuera, y cuyo sentido es dado a posteriori. Segundo, esta misma voz podría también indicar una

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garantía ideológica del acto que es simplemente parte del orden existente, el ilegítimo aún no es agente, aún no es completamente sujeto. Así, desde esta segunda lectura, lo que el personaje lleva a cabo no sería efectivamente un acto, sino una acción que permanece dentro del orden habitual de las cosas, dejando al subalterno en las sombras. De esto no se debe colegir que la segunda lectura cancela la primera, sino que la voz narrativa porta en sí misma dos maneras en que el sujeto puede ser “tomado”. Es decir, el sujeto puede ser tomado en el sentido de que se hace agente de un acto verdadero que lo excede, pero puede ser tomado también en el sentido de que es colonizado por el discurso ideológico. Lo cierto es que, según esta voz, hay una verdad absoluta, que, cuando es aprendida por el individuo, provee de significado a su vida y a su muerte. La voz interiorizada del otro otorga un sentido definitivo, un sentido respaldado por una verdad absoluta, donde no cabe duda o vacilación. La vida y la muerte individual son insignificantes con respecto a una lucha mayor; tanto la una como la otra solo tienen sentido como parte del pueblo: No te desmoralices [...] no puedes morir. Y aunque eso pasara, habrán miles que vivan después de ti. Jamás se ha visto en la historia el exterminio total de un pueblo. Más bien piensa un poco en tus compañeros que seguirán luchando [...] lo que ahora ocurre contigo sólo es un simple tropiezo. El camino por recorrer es largo para los pobres. Y cuando se triunfe, Rudesindo Contreras, todo esto tal vez sea una pequeña historia que parezca cuento, anidando en las sombras del recuerdo. (Pérez Huarancca 2004: 53-57, las cursivas son mías)

Es interesante que el cuento aluda, en este punto, a su propia recepción. La narración se proyecta hacia un futuro donde se logra el nuevo orden, donde han triunfado los pobres y el cuento parece entonces lo que en realidad es: un cuento. La formulación lógica sería que lo que ahora parece un cuento será luego una realidad. Sin embargo, el narrador postula lo contrario: lo que ahora es realidad luego parecerá solo un cuento. De esta manera, el cuento se desconoce como cuento; al insertarse en una lucha real, ya no puede ser considerado ficción. Dicho de otro modo, el cuento niega la

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continuidad entre la realidad y la ficción al proponer que el relato es una realidad que parece un cuento (pero que no lo es). En este punto se puede observar la caducidad del proyecto de ficciones fundacionales. La cultura deja de tener valor en sí misma, no puede aportar a la construcción social, y solo adquiere relevancia a través de su inserción en el cambio material. El propio cuento indica que el acto trasciende la ficción. En ese sentido lo interesante radica en observar que el cuento no es una muestra del “poder de la cultura” como parte de un proceso más amplio de cambio social sino, por el contrario, la afirmación de que la cultura es impotente para cambiar el mundo y que es necesario actuar en otro plano. El cuento empieza a cerrarse con una descripción dramática del enfrentamiento entre los protestantes y las fuerzas armadas en Huanta. La lucha es descrita en términos épicos: en ella, se resalta el “heroísmo” y la “valentía” de los estudiantes contra la fuerza deshumanizada de los soldados, representados meramente por el color verde de sus uniformes (2004: 58). Pero en vez de concluir con esta imagen, el cuento termina con un recuerdo que emerge en la conciencia del protagonista: [...] sólo atinas a recordar, asociado con tu propio dolor, el día que a tu padre lo marcaron en la nalga izquierda con un hierro al rojo vivo las autoridades de tu tierra natal, a raíz de lo cual, durante el tiempo que estudiaste en la escuela mixta del pueblo, te pusieron de sobre nombre ‘El Markado’. (2004: 58)

Esto reafirma lo anteriormente señalado: la ‘marca’ del padre determina el destino del hijo. Este es nombrado con el abuso que sufrió aquél, con su frustración. La identidad de Rudesindo es conformada por esa “herencia de rabia”; en palabras de Portocarrero (1998: 155), “el estigma del padre anuncia el destino del hijo”. El hijo, por lo tanto, es súbdito en el momento de sublevarse, súbdito en el sentido en que ha heredado la condición del padre, que cumple un destino inevitable. Rudesindo no se alza al acto como un sujeto libre y el acto no lo vuelve uno tampoco. Él es cautivo de una predestinación, es un instrumento de la historia. Recapitulando, se puede afirmar que hay dos maneras contradictorias de entender la voz narrativa de “Día de mucho trajín”.

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Por un lado, podríamos interpretarlo como una manera de buscar garantías al acto. Si Rudesindo Contreras encuentra en esta voz una manera de asegurar un acto a priori como parte de una visión teleológica, podría decirse, en términos lacanianos, que está proyectando una pantalla fantasmática que cubre de nuevo lo Real, impidiendo que se dé realmente un acto. En otras palabras, desde esta interpretación, Rudesindo no logra un cambio radical con respecto a los otros ilegítimos del libro, sino que simplemente lleva la dinámica de la herencia de rabia a sus últimas consecuencias. Así, en vez de romper las estructuras de la subalternización, Rudesindo repite la acción del padre, reitera el esfuerzo del padre por invertir su posición en el orden hegemónico. En su esfuerzo por ser él mismo hegemónico, el hijo acaba subalternizándose como el padre, aunque de una manera distinta. Por otro lado, también es posible interpretar, en la escisión entre el Rudesindo Contreras que actúa y la voz de su conciencia, la escenificación del sujeto dividido: como dice Žižek, “el acto [...] es lo que divide al sujeto, que nunca puede subjetivizarlo, asumirlo como propio [...] El acto auténtico que yo realizo es siempre y por definición un cuerpo extraño”. Es por ello que “la paradoja del acto auténtico consiste en que la mayor libertad coincide con la extrema pasividad” (Žižek 2001: 402). El acto se presenta a Rudesindo Contreras como algo extraño, y el narrador, que es también una presencia externa que invade la interioridad del personaje, sería una manera discursiva de asumir las consecuencias de ese acto como propias, una manera de reconciliarse con él. Como lo indica Badiou (2001: 41-43), el acontecimiento (que es un concepto muy similar a lo que, siguiendo a Lacan y a Žižek, he estado llamando acto) es un suceso momentáneo que, luego de su advenimiento, exige de parte del sujeto una fidelidad. La fidelidad al acontecimiento implica inventar una nueva manera de ser y de actuar en una situación, y es en esta fidelidad donde se encuentra la “verdad”, que es un quiebre con respecto al saber privilegiado en el momento anterior. En otras palabras, el cambio no surge en el acto mismo, sino en la manera en que es asumida por el sujeto, vale decir, en la medida en que el sujeto decide redefinir toda su manera de ver la realidad a partir de la ruptura que es el acto.

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Así, para regresar al cuento, podríamos postular que la voz que interpela a Rudesindo describe el proceso de fidelidad de este personaje con respecto al acto. La voz, aunque se le presenta al personaje como externa, refleja por lo tanto un proceso interior de este, que se experimenta como una imposición. La voz que habla a Rudesindo es, en breve, éxtima, es decir, íntimamente exterior, exteriormente íntima. Los cuentos anteriores postulaban la necesidad de recuperar alguna agencia subalterna. En ellos, rescatar al subalterno equivalía a insertarlo en un universo narrativo donde tuviese la posibilidad de agencia, la posibilidad de volverse sujeto. Es a través del símbolo de la “herencia de rabia” que se construye una visión de la sociedad en la que la misma condición de ilegitimidad facilita la obtención de una agencia capaz de zafarse de la posición pasiva soportada hasta entonces. Sin embargo, todo aquello no parece llevarse a cabo en “Día de mucho trajín”. Más bien, aquí se observa el fracaso del subalterno de convertirse en hegemónico a través de la violencia, y a la vez se pone en evidencia que esta violencia también subalterniza al actor frente a la causa que le impulsa a actuar. Aun Rudesindo Contreras, el subalterno que logra afirmarse para cambiar las estructuras de dominación, no tiene agencia ni voz. Su situación, vale decir, el hecho de ser narrado por el otro, es una consecuencia de lo señalado por Spivak: que el subalterno no puede hablar, pues cuando habla, es hablado por el otro; es decir, no puede hablar sin usar el discurso del otro que siempre termina por situarlo como subalterno. No es que Rudesindo no pueda enunciar, ni tomar conciencia, ni actuar: la trabazón radica en que si hace todo esto, ya no será subalterno, sino instancia subalternizadora, es decir, una nueva articulación hegemónica. Conclusión He querido demostrar en este ensayo que Los ilegítimos señala el límite de la representación cultural para imaginar la nación, y las consecuencias de señalar este límite. Estos cuentos son representaciones culturales que reconocen su impotencia frente a la injusticia

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social, y que proponen la necesidad de “otra cosa”, necesariamente exterior al dominio de la cultura, de la representación y del discurso. Es por ello que los cuentos se sitúan al borde del silencio. Irónicamente, es mediante el énfasis en su propia incapacidad de imaginar la nación que estos cuentos intentan velar por la subalternidad, pues la presencia subalterna desestabiliza el discurso oficial de la nación, mostrando sus límites efectivos y la necesidad de reconfigurarla de alguna manera. Los cuentos presentan una ruptura frente a la ficción simbólica que apoya al estado habitual de las cosas: la nación. El libro de Hildebrando Pérez Huarancca está estructurado como un argumento. El cuento introductorio presenta las coordenadas de una situación insostenible, y los cuentos siguientes exponen los elementos de esta situación, a modo de premisas. Estas son, primero, que el Estado es inviable como fundamento de la nación debido a la violencia estructural impuesta desde él; segundo, que la familia y el matrimonio son también incapaces de sostener una idea de nación; y tercero, que la miseria de los jóvenes es el resultado del fracaso de sus padres, lo cual implica que deben continuar su lucha. El encadenamiento lógico de las premisas conduce a la conclusión siguiente: la situación está a punto de colapsar y es urgente un cambio radical, una ruptura con lo establecido, es decir, un acto que acabe con el problema de la subalternidad. Es en este punto que el texto se enfrenta con una dificultad crucial, el problema que confronta una literatura que quiere imaginar un cambio, que quiere mejorar la situación de los pobres y marginados del país. Parece que lo único que se puede imaginar es que el subalterno se convierta en hegemónico, pero al proponer esto, se elude el problema central: la subalternidad se diluye nuevamente y queda en los márgenes. Para decirlo con los términos del mismo libro, al legitimar al ilegítimo, se recrea el proceso de ilegitimidad; se invierten los polos, pero sin un cambio sustancial que permita identificar un nuevo sujeto, o una nueva manera de darle voz. Es precisamente en este aspecto que el libro muestra el peligro de terminar reproduciendo una fantasía hegemónica que sostenga las estructuras jerárquicas de la nación que se pretenden

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negar. Esto se puede apreciar en el cuento final, donde el personaje subalterno que se alza puede entenderse como el individuo que es tomado por el acto, pero donde, a la vez, al morir este en la lucha, puede interpretarse que no es respetado como individuo, sino que es finalmente asimilado como un ser cognoscible y transparente por una voz externa homogenizadora que lo conmina a sacrificarse por una causa, y sin que esta acción logre el cambio esperado. En suma, vuelvo a subrayar la ambigüedad de Los ilegítimos. Aunque es cierto que el libro revela la necesidad de producir un acto que perturbe la fantasía de la nación, también reconoce las dificultades de esta tarea. Es esta conciencia de lo problemático de la propia empresa que evita que lo consideremos como un mero instrumento ideológico de una revolución armada. Se trata más bien de un libro que duda de su rol frente a la injusticia social, y que termina siendo no una instancia tutelar sino un espacio de reflexión. Nuevamente, “Día de mucho trajín” muestra el peligro a través del concepto de la “herencia de rabia”: la herencia no es finalmente concebida como un camino al acto deseado sino como otra manera de presentar la subalternidad. El libro termina siendo la exposición de un problema, y no de una solución. Si considero que este libro tiene un valor central en la literatura de la violencia, es porque aclara la disyuntiva del sujeto frente a ella: la urgencia de cambiar una situación injusta y el peligro de que el cambio simplemente invierta la posición de los actores sociales dentro de las mismas estructuras de abuso y de marginación. El libro permanece, así, en una tensión extrema, y deja al lector una visión desconsolada de la nación, de la capacidad de la literatura para sostenerla, y de la posibilidad de un acto que realmente cambie las coordenadas de la situación.

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Bibliografía Anderson, Benedict 1993 Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo. México: FCE. Badiou, Alain 2001 Ethics. An Essay on the Understanding of Evil. Londres, Nueva York: Verso. Bajtin, Mijail 2002 La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de François Rabelais. Madrid: Alianza Editorial. Beverly, John 2004 Subalternidad y representación. Iberoamérica: Vervvert. Degregori, Carlos Iván 1990 Ayacucho 1969-1979. El surgimiento de Sendero Luminoso. Lima: IEP. Evans, Dylan 1997 Diccionario introductorio del psicoanálisis lacaniano. Buenos Aires, Barcelona, México: Paidós. Pérez Huarancca, Hildebrando 2004 Los ilegítimos. Ayacucho: Ediciones Altazor. Portocarrero, Gonzalo 1998 Razones de Sangre. Aproximaciones a la violencia política. Lima: PUCP. Sommer, Doris 1990 “The Foundational Fictions of Latin America”. En Bhabha, Homi, ed., Nation and narration, pp. 71-98. Londres, Nueva York: Routledge. Spivak, Gaytri 1990 “Subaltern Talk. Interview with the Editors”. En Selected works of Gayatri Chakravorty Spivak. Londres y Nueva York: Routledge.

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Ubilluz, Juan Carlos 2006 Nuevos súbditos. Lima: IEP. Žižek, Slavoj 1999 El acoso de las fantasías. México D.F.: Siglo veintiuno.

2001

El espinoso sujeto. El centro ausente de la ontología política. Buenos Aires: Paidós.

2004 Violencia en acto: conferencias en Buenos Aires. Analía Hounie, comp. Buenos Aires: Paidós. 2005 La suspensión política de la ética. Buenos Aires: FCE.

III La palabra de los muertos o Ayacucho en Hora Nona: la desarticulación de la identidad hegemónica1 Alexandra Hibbett

La palabra de los muertos o Ayacucho en hora nona fue escrito por Marcial Molina Richter en 1988, cuando el conflicto armado ya había alcanzado un despliegue nacional pero aun así seguía teniendo una intensa presencia en Ayacucho. El tema principal del poema es la búsqueda de una identidad cultural, y específicamente una que incorpore el conflicto en vez de negarlo.2 No sería aventurado

1.

Este ensayo está elaborado a partir del segundo capítulo de mi tesis de licenciatura, “La imposibilidad de la imagi-nación: violencia y subalternidad en dos escritos ayacuchanos” (Pontificia Universidad Católica del Perú, Facultad de Letras y Ciencias Humanas, 2007).

2.

Según los periodos del conflicto armado interno establecido por la Comisión de la Verdad y de la Reconciliación (CVR), entre junio de 1986 y septiembre del 1992 la violencia que comenzó en Ayacucho en mayo de 1980 se desplegó a lo largo de la nación (CVR 2004: 61). Ayacucho siguió siendo la zona más afectada. Según la Comisión de la Verdad y la Reconciliación, 29,259 personas murieron o desaparecieron como consecuencia del conflicto armado interno en el departamento de Ayacucho entre 1980 y 2000 (CVR 2004: 17). Esta cifra constituye más del 40% de muertos y desaparecidos (CVR 2004: 21). La enorme desproporción entre la violencia que sufrió esta región y lo

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argüir entonces que el poema revela la necesidad y la dificultad de articular una voz en medio de la violencia política. En su estructura, el poema carece de divisiones internas evidentes. Las estrofas se descomponen, los versos se desparraman por la página, las palabras se espacian y forman difusas figuras, ascensos y descensos para reconfigurarse en versos definidos que luego se vuelven a desordenar. Es, sin embargo, posible identificar tres distintas fases en su desarrollo. La primera ocupa casi la mitad del poema, y consiste en una voz que intenta afirmar su visión de Ayacucho, lo cual lleva a cabo no solo a través de la descripción de la región y de sus gentes, sino a través de la negación y de la crítica de otra apreciación de la realidad de Ayacucho. La segunda se manifiesta en la desestructuración total de los versos, que pasan a conformar un bloque de prosa poética que carece de puntuación y de párrafos. Aquí emerge una nueva voz, enunciada desde un “nosotros”, que asume la tarea de describir o identificar una esencia ayacuchana. Terminando el poema, la tercera fase es conformada por una vuelta a los versos y a la dinámica de afirmación y negación de la primera parte del poema, aunque con una marcada diferencia de tono. El poema acaba con una estrofa igual a la de su inicio, pero, como se apreciará en lo que sigue, con significado distinto. El poema dramatiza el proceso de encontrar una identidad comunitaria y una voz que la exprese. Esto lo lleva a enfrentarse al tema de la violencia discursiva, que se manifiesta cuando una visión de la supuesta identidad ayacuchana se impone y subalterniza a otra. Como se discutirá, lo excepcional del desarrollo de este poema es que renuncia a la tentativa de articular una voz única y no-problemática de la identidad ayacuchana, reconociendo que esto no solo es imposible sino que intentarlo es inherentemente violento. Una lectura detenida da cuenta de que el poema parte del enfrentamiento entre dos discursos que llamaré el hegemónico y que se observa en el resto del país demuestra “la gravedad de las desigualdades de índole étnico-cultural que aún prevalecen” (CVR 2004: 18).

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el contra-hegemónico. A lo largo de las páginas, ambos pugnan por imponer distintas visiones sobre la historia y el presente ayacuchano. Mientras que el discurso hegemónico es la voz principal en el poema, ya que siempre habla directamente para enunciar lo que considera que es la realidad ayacuchana, el contra-hegemónico surge, más bien, mediante un rasgo estilístico particular: se trata de un estilo indirecto que es introducido por el primer discurso a través del reiterativo uso de la expresión “dicen que…”. El discurso hegemónico lo cita constantemente con el fin de reprobarlo, a pesar de lo cual no logra evitar la desestabilización que acarrea. Sin embargo, aunque existe una oposición entre los dos discursos, el poema plantea que no son radicalmente distintos sino que uno es el reverso especular del otro. Es decir, ambos cuentan con los mismos elementos y producen la misma estructura en la representación de la identidad ayacuchana. Aquí me interesa sostener que el poema plantea la necesidad de ir más allá de ambos discursos, pues ninguno de ellos satisface como representación de lo sucedido en Ayacucho. El poema encuentra en la desarticulación de la identidad local, que resulta del conflicto irresoluble entre las dos maneras de representarla, el primer paso hacia una nueva manera de asumir dicha identidad en el contexto de la violencia política. La realidad ayacuchana es entonces una entidad contradictoria que se resiste a ser simbolizada. El meollo del problema es la ausencia de la voz del subalterno, instancia que se manifiesta en el rumor y en la ironía pero que parece no poder trascender la mera desestabilización textual. Por esto, me interesa resaltar que, mediante sus múltiples voces y estrategias, el poema insiste en representar al subalterno como alguien sistemáticamente violentado en la cultura. De esta manera, el objetivo del poema radica en su intento por articular la subalternidad al interior de una identidad ayacuchana que la incluya. Se trata de un proceso que va mucho más allá del enfrentamiento entre los dos discursos representados. Conviene empezar por el provocador principio del poema, donde una afirmación inspira la curiosidad del lector:

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Aquí nada ha pasado nadie ha venido ninguno se ha ido menos nadie se ha muerto. (Molina Richter 1991: 6, 1-4)3

El lector se enfrenta con la negación de algo que no se nombra, lo cual lo lleva claramente a preguntarse qué es ese algo, pero también a preguntarse por qué la voz poética tiene tal necesidad de negar su existencia. Solo puede surgir entonces la sospecha de que lo que no se menciona efectivamente sucedió, de que lo que no se menciona es tan conflictivo que tiene que negarse. Conforme avanza el poema, se va deconstruyendo la estrategia de esta voz poética de no admitir esa otra realidad: el énfasis puesto en la negación muestra su propia artificialidad. Sus madres en especial enloquecen de alegría [...] porque sus hijos siempre están con ellas nunca se desaparecen ni nadie los tortura menos los descuartizan, primero los dedos, las manos después los brazos luego seguidamente las piernas la lengua las orejas y finalmente la cabeza, ni sus cuerpos se comen las alimañas de Purakuti. (9, 77-93)

3.

Utilizo la segunda edición del poema, publicado por Lluvia Editores en el año 1991. De aquí en adelante, al citar el poema, coloco entre paréntesis la referencia de las páginas, y luego los números de verso (de mi propia enumeración). No he podido acceder a la primera edición, del año 1988, publicado por Seglusa Editores e Impresores. El libro cuenta con una tercera edición de Lluvia Editores, y una cuarta que está próxima a salir, por la misma editorial.

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Como puede observarse, en estos versos se niega la existencia de la tortura con tanto detalle que se termina por describirla con mucha efectividad. No le basta a esta voz poética simplemente afirmar que no existe tortura en Ayacucho, sino que la enumeración de elementos tan específicos tiene como consecuencia, contradictoriamente, dar la impresión al lector de que efectivamente tal tortura ha ocurrido. De esta manera, el poema muestra la debilidad de un discurso hegemónico que quiere negar el antagonismo social a toda costa. Al no lograr encubrir lo que sucede en Ayacucho, la voz termina recurriendo a la repetición vacía, como se puede advertir por la recurrencia de la formula de la primera estrofa a lo largo del poema. Este discurso hegemónico presenta una visión de Ayacucho conforme a una ideología dominante que intenta encubrir el conflicto social con el fin de mantener el orden establecido. Se establece así una especie de “identidad-postal” de la ciudad. Esta estaría basada en una correspondencia armónica entre el pasado prehispánico, el pasado colonial y el presente: Nuestras casas solariegas exhalan el mismo aroma colonial nuestros campanarios dormitan en sus torres nuestras 33 iglesias tienen el mismo icono y nuestras calles permanecen adoquinadas con las seculares piedras de Huamanga. (7, 5-10)

En esta estrofa quiere infundir al paisaje de Huamanga una nobleza antigua que deviene de tiempos de la colonia. Es decir, se propone una mirada de Ayacucho como un lugar estancado en el devenir histórico: el pasado colonial es asumido como algo romántico, que dignifica a la historia peruana y unifica armónicamente su pasado y su presente. Una vez que el discurso hegemónico ha mostrado sus características y ha establecido sus límites, un nuevo discurso irrumpe para enfrentarlo. Este se presenta como una cita o una referencia dentro de la narrativa del primero, pero excede su alcance en tanto que revela detalles que contradicen las representaciones oficiales. Surge por primera vez en la quinta estrofa:

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Nuestra ciudad es limpia y aromática sus calles exhalan inciensos de lándano y anís, sus paredes están limpias como papel en blanco y no como dicen taraceadas de plomo. (7, 22-25; las cursivas son mías)

A partir de este momento, el discurso hegemónico se dedica a restarle poder e importancia al discurso contrario, mediante frases como “dicen que dijeron” (1991: 12, 188) o “dizque dijeron” (1991: 15, 311), o tildándolo de palabra de “gacetilleros” (1991: 9, 64), “plumíferos” (1991: 11, 142), y “hediondos pasquines” (1991: 15, 303). Sin embargo, a pesar de que el discurso hegemónico afirma que “la verdad es como es” (1991: 9, 73) y aspira a restarle autoridad a cualquier tipo de cuestionamiento, el discurso contrahegemónico consigue nombrar la ‘herencia colonial’, vale decir, una continuidad histórica compuesta no de tradiciones y costumbres pintorescas sino de abusivas estructuras de poder. Por consiguiente, frente al discurso oficial, el discurso contrahegemónico se presenta al lector como una “verdad de fondo” destinada a nombrar la decadencia y el conflicto que caracterizarían al Ayacucho ‘real’. Es así como este discurso establece una visión del pasado ayacuchano basada en la violencia, el abuso y la marginalización: Habían corrido la bola —pobres cuescos del más pobre diablo conde-nados diantrantes— que nuncanuncanuncanuncanunca existimos en el tiempo ni en el espacio que los Piki Machay Pukaras Warpas Tiwanakus Waris Pokras Ayakuchos eramos nomás por nomás muertos [...] que los inkas nos habían sacado la mugre y que los vivos barbados de casco y pezuña

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nos habían hecho soñar que éramos vivos para servir a ellos [...] que los primeros generosamente nos habían donado a unos blanquitos cariñosos. (36-37, 1071-1104)

Es importante destacar que, en la estrofa anterior, el “nosotros” es calificado de “muerto”, lo cual muestra la radical cotidianidad de la violencia política. Para el poema, el antagonismo social es estructural, es parte constitutiva tanto del pasado prehispánico como del virreinato y de la época contemporánea. Por eso mismo, las alusiones a la “patria” y a la “democracia” son evidenciadas como fantasías que no tienen ninguna efectividad real: Estos y aquéllos nos olvidaron secularmente no existíamos para nada en su mapa presupuestal. Nos habían insultado de incultos que en la identidad nacional no entraríamos ni a balas. (37, 1105-1108)

Es a través del choque entre los dos discursos que el poema muestra la imposibilidad de presentar una imagen orgánica de la comunidad. En otras palabras, el mismo “nosotros” que trata de afirmarse como parte de una nación noble y heroica es neutralizado por un discurso distinto que no cesa de denunciar que la nación y la identidad nacional son ficciones dentro de las cuales los subalternos son y han sido sistemáticamente segregados. De esta manera, el poema muestra la imposibilidad de presentar una imagen consolidada de la comunidad nacional a partir de una versión oficial. Lo interesante es que el discurso contrahegemónico surge en los intersticios del discurso oficial y lo interrumpe para resaltar la violencia estructural de la sociedad ayacuchana. Es en ese sentido que puede identificarse, en el “rumor” subalterno, un tipo de agencia o de voz que surge al interior del discurso del poder hegemónico para desestabilizarlo y mostrar su artificio.4 El rumor, 4.

En el poema, el discurso contra-hegemónico es señaladamente letrado; es el discurso, al parecer, periodístico. Este hecho no impide que se pueda

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en efecto, puede entenderse como “un espectro que regresa, un lugar de persistencia de la memoria y un dispositivo de resistencia frente a la dominación social” (Vich y Zavala 2004: 107). Así, el poema posiciona al lenguaje como un lugar donde se lleva a cabo una lucha por el significado colectivo; un lugar donde el rumor puede develar la falsedad de las representaciones producidas por el discurso hegemónico. Pero lo dicho hasta ahora refiere solo a un primer momento del poema. No se trata, en realidad, de sostener que el discurso del rumor es “la verdad” detrás del discurso hegemónico. Si el discurso hegemónico revela una identidad armónica, noble, consolidada y funcional, el rumor difunde una realidad discordante, llena de dolor y conflicto, y fundamentalmente degenerada. De hecho, una lectura más atenta descubre que el discurso contrahegemónico no logra trascender a los paradigmas de representación que establece el discurso del poder. Para decirlo más claramente, no cesa de reproducir estereotipos ni de presentar una versión de la realidad ayacuchana donde el subalterno es igualmente dejado de lado. Y esto porque el discurso contrahegemónico solamente presenta rasgos negativos, degradantes, desde un lugar de enunciación que sigue siendo tutelar frente a la población segregada. Por esto mismo, a pesar de establecerse mediante el rumor, no se puede identificar al discurso contrahegemónico con una voz subalterna real. Se trata, más bien, de un discurso que, en potencia, es tan hegemónico como el primero. Mientras que el discurso que he llamado hegemónico es la construcción de una imagen netamente positiva, ideal de la sociedad ayacuchana, el segundo niega todo optimismo y se dedica a criticar la realidad ayacuchana desde una posición de superioridad donde todo es visto desde ojos pesimistas. Por consiguiente, aunque ambos discursos entran en conflicto, ellos no son del todo diferentes. En realidad, ambos identificar el discurso en cuestión con el rumor: como dice Spivak, “El rumor ya no es necesariamente oral” y “el poder del rumor [...] deriva de su participación en la estructura de la escritura ilegítima” (citado en Vich y Zavala 2004: 107-108).

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comparten estructuras similares en cuanto cada uno de ellos es el reverso del otro. Ambos se basan en rígidas oposiciones que siempre pueden deconstruirse. Dicho de otra manera: la realidad Ayacuchana, el objeto mismo que se trata de describir, se escapa discursivamente y no hay forma de observar, a través del poema, la ‘verdadera’ situación de la sociedad en mención. El lector termina por no creerle a ninguno de los dos. Por tanto, me parece que lo que el poema plantea como la causa de la fragmentación y el conflicto social no es solo el abuso del Estado ni aquel de los grupos de poder sino una violencia discursiva que se registra en dos versiones abiertamente enfrentadas de la identidad ayacuchana. El problema radica en que, al querer imponerse uno sobre el otro, ambos terminan consolidando la subaltenidad e impidiendo cualquier relato más consensuado. El supuesto que ambos discursos comparten es el rol predominante de la cultura letrada en la sociedad. Para los dos, lo prestigioso es siempre lo letrado y la periferia refiere a lo popular-oral. Mientras que el discurso hegemónico sostiene una visión donde valores morales como la honradez y la libertad son sostenidos por un sector culto, noble y funcional, en el contrahegemónico la ignorancia que tienen las masas frente a la tradición letrada, junto con la degeneración del uso de la escritura, conducen a la caída de los valores morales en la sociedad. Otro rasgo compartido por ambos puntos de vista es el tratamiento del mundo campesino. Tanto el discurso hegemónico como el contrahegemónico asumen un saber superior sobre el otro. El discurso hegemónico dice: Nuestra tierra ahora y siempre pródiga es la niña de los ojos de nuestros campesinos: bronceados rostros, cobrizos músculos, van danzando de alegría, arado al hombro, [...] en completo orden detrás de los ganados [...]

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con sus niños, mujeres, y mocetones, seguidos por arpistas, Wazrapukus, tinyas, guitarras, charangos, mandolinas, quenas, pututos y bailarinas con llikllitas multicolores, bajo un compás de cientos de años de sabiduría popular, [...] [...] se ponen a danzar contentos detrás de los cerros milenarios. (13-14, 226-256)

Como puede observarse, este discurso establece una imagen estereotipada de los indios en el que son figurados según el modelo del “buen salvaje”, vale decir, en una imagen de felicidad, de armonía con la naturaleza, ajenos a toda concepción de conflicto social. Esta visión esconde la posición de ese grupo social en el sistema de producción y todo parece resolverse en la pura imagen idílica. Sin embargo, la otra versión ofrecida de los indios no deja de responder a estereotipos que categorizan al otro como una entidad cognoscible. El discurso hegemónico, como de costumbre, niega lo que dice el contrahegemónico y así, sin querer, le da voz: Pero, eso de que los campesinos abandonaron las tierras y solo ancianos, inválidos, transformados en fantasmas pueblan el espíritu de las comunidades, cenizos, arrugados, [...] Esto que dijeron esos pishtacos, [...] quisieron hacer aparecer a nuestros campesinos, como indios jediondos, ociosos y coqueros para —diz que dijeron—

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bombardear sus comunidades con toneladas de perfumes para que así —olorocitos como la canela— sin sentir nada de nadita lleguen a disfrutar en la otra vida. (14-15, 262-317)

Aquí, el discurso contrahegemónico también termina por representar a los indios como seres degenerados. Casi sostiene que el hecho de que hayan abandonado la tierra es la condición que los ha llevado a su supuesta decadencia moral. Por esta razón hay un afán de embellecer al otro, de exotizarlo a través de un ‘perfume de canela’ que cubriría su olor verdadero. La tendencia del discurso contrahegemónico a convertirse en el reverso del discurso hegemónico también puede observarse en su elaboración sobre la música de Huamanga: Y habían seguido malhablando hasta el cansancio que nuestra música era loca, histérica, chichera y salsera que se tocaban en las discotecas, nay clubes, pista de bayle tambarrias juerguerías , mitorerías , fornicatorios , eya-culatorios , bebestorios , parranderías , chupatorios y demás chonguerías [...] (19, 491-508)

Para el discurso contrahegemónico, esta cultura es sinónimo de degeneración moral. Al cuestionar la validez de la música

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chichera y salsera, nos encontramos ante una visión de la realidad que tiene matices fundamentalistas, pues rechaza la nueva cultura popular híbrida e implica que la cultura india debería mantenerse casi estática. Este discurso es equiparable a la actitud del discurso exotizante: tampoco allí se respeta la cultura del otro, sino que se la fuerza para satisfacer una demanda. En este caso, los dos puntos de vista presentados por el poema se acercan al otro desde la perspectiva occidental, y lo quieren traducir en sus términos. No sorprende entonces que, atrapado entre estos discursos, el poema llegue a un punto en donde se desestructura a sí mismo. Aparecen dos páginas de una prosa sin divisiones de párrafos ni de oraciones, donde la sintaxis se deshace y se mezclan voces y tiempos: Nuestros génesis se remontan al ant-año o sea antes de los últimos deshielos donde nuestros primitivos abuelos vivían en cómodas moradas talladas en gigantescas piedras formadas en la era primaria y emergidas paulatinamente dejando atrás millares de recuerdos convividos con animales y plantas que en la actualidad jamás conocidos pero soñamos con el calor de esos hermosos monstruos que supieron irradiar amor a las piedras [...]. (28, 755-762)

Es como si en este punto el discurso hegemónico y el discurso contrahegemónico no pudieran seguir sosteniendo sus imágenes de la identidad. Luego de desestructurarse mutuamente, los discursos se deshacen y conforman una unidad en donde el sentido definido, la afirmación inequívoca que antes se sostenía, termina por disolverse en un flujo de significantes. Ahí es posible identificar una tentativa de volver atrás, de establecer una conexión directa con el pasado como un camino para encontrar una identidad estable. A través de esta vuelta al pasado el proyecto del poema se aclara mucho más: se trata de recuperar “la Palabra de los Muertos” (30, 857-858), la voz de esos habitantes ayacuchanos que fueron víctimas de la violencia pasada y de la actual. En esta parte del poema, el “nosotros” se identifica con el mundo prehispánico, y se mezclan los tiempos de toda la historia

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del Perú. El pasaje que muestro a continuación revela, finalmente, la necesidad de un cambio radical: [...] nos vimos allí con nuestras peripecias calvarios odiseas del momentos actual donde Todas Las Sangres derramadas eran curiosamente del color de nuestras sangres cuando terminamos de ver el mito de INKARRI en la pantalla intemporal donde se proyectaban los tres tiempos mezclados descubrimos que en vez de la palabra End terminaba con Ayakucho [...]. (30, 848-854)5

Entonces el “nosotros” poético puede anunciar su proyecto: [...] descubrimos siglos después que a continuación de los pokras íbamos a venir nos-otros para descifrar La Palabra de los Muertos y anunciar a los cuatro vientos de los cinco continentes y vimos cómo unos barbados mostachudos y antiparrados ‘penetrado en las buenas disposiciones’ nos perseguían a arcabuzaso limpio y nos arreaban de la historia [...] (30, 855–862, las cursivas son mías)

Es significativo que el “nosotros” se divide en “nos-otros” en esta parte. Al colocar un guión para dividir la palabra, se hace patente que la voz poética se ha distanciado de sí misma, se escinde y se propone rescatar su propia palabra a la que se entiende como “la palabra de los muertos”. Este proyecto vuelve a aparecer en las siguientes imágenes: Como nos dimos cuenta en nuestra amnesia que estábamos muertos nos dijimos en silencio que debíamos tener la palabra o sea LA PALABRA DE LOS MUERTOS y buscamos cómo hacer llegar nuestras voces 5.

Como se sabe, el mito de Incarri proyecta un eventual resurgimiento del Inca a partir de la unión de su cuerpo desmembrado. El resurgimiento implica la restauración del Tawantinsuyo y un nuevo orden donde los dominados se vuelvan dominadores.

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porque habían desaparecido libros revistas, periódicos. Nos entendíamos a la perfección pero los vivos no escuchaban nada. (40-41, 1215-1225)

No es difícil advertir que aquí se revela la identidad entre el “nosotros” y aquellos muertos cuyas voces la voz poética quiere recuperar. No es que los muertos no puedan enunciar, sino que no tienen cómo interpelar a los vivos. En este caso, los muertos son las víctimas de la herencia colonial, los segregados del proyecto republicano: son los subalternos. Esta imagen es muy efectiva en varios sentidos. En primer lugar, establece la subalternización y muestra sus desastrosas consecuencias: los subalternos no son considerados dentro del reino de los vivos, son posicionados en los márgenes de lo que se imagina como la vida propiamente dicha. Por otro lado, al jugar con la noción de “muertos-vivos”, el poema sugiere que el resultado de la violencia no es solamente la muerte física, sino también la muerte social. Los subalternos estarían en lo que, en términos lacanianos, se denomina como el “entre-dos muertes”, en tanto que no se encuentran físicamente muertos, pero donde su identidad simbólica ha sido liquidada. Y también al revés, los muertos físicos no están muertos en el nivel simbólico; los que han sido abusados en el pasado siguen irrumpiendo en el presente, y reclaman a los vivos que actúen, que recuperen su palabra y cambien las estructuras sociales.6 Más aún, la imagen de los “muertos-vivos” establece una dinámica en la que los muertos (subalternos) no dejan que los vivos (los hegemónicos) establezcan una identidad armónica, pues desestabiliza la vida y la obliga a cuestionarse. Por consiguiente, recuperar la palabra de los muertos es, en este universo poético, nombrar lo innombrable, lo excluido por los discursos del principio del poema. En este sentido, plantear la necesidad 6.

Para un desarrollo más detallado de la noción de las dos muertes, ver la parte introductoria del capítulo V de este libro.

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de recuperar la palabra de los muertos implica la necesidad de articular lo que no está simbolizado, lo que parece imposible al interior del texto. Se intenta así resaltar la necesidad de producir una identidad cultural que no implique una nueva subalternización. Hacia el final del poema, se da a lugar un regreso a la dinámica de la primera parte, donde se percibe la tensión entre los dos discursos que afirman una identidad determinada. Sin embargo, a través del retorno se produce un cambio fundamental: la emergencia del humor, que tiene la función de introducir una distancia irónica entre la afirmación y la negación de estos discursos. Eventualmente la contradicción lleva a una confusión total: Pero ya no sabíamos si íbamos a empezar a soñar —si estábamos soñando— —si éramos vivos o muertos— —vivos-muertos o muertos-vivos. Se nos cojudió la entendedera. (47, 1427-1431)

Además de un humor que da cuenta de la pérdida y de la fragmentación extrema de la identidad, en esta cita puede observarse que la recuperación de la palabra de los muertos se comienza a figurar de otra manera: mediante la metáfora de lo dormido y lo despierto. En el poema ocurren varios despertares de ese “nosotros” y varias vueltas a la amnesia y al sueño, hasta que llegan a confundirse estos dos estados, así como la vida y la muerte se habían confundido antes. Al llegar a este punto la relevancia del título se vuelve más clara aún: el poema se convierte en la voz de aquellos que no pueden hablar, de las víctimas de la historia, y solo es posible que esa voz surja en una “hora nona”, vale decir, en el mismo momento de la muerte de Cristo, en ese espacio entre la muerte y la resurrección donde no hay una verdad segura que separe ambos estados. De esta manera, aquí emergen una voz y un actuar que llegarán a superar a los dos discursos que aparecían al principio del poema. Este nuevo “nosotros” está, entonces, capacitado para trascender a los discursos anteriores, y esto porque la ambigüedad y

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la confusión crean la posibilidad de conformar una identidad colectiva que no ignore el problema de la subalternización. Y lo que plantea esta voz para cambiar las estructuras sociales abusivas descritas es que debe llevarse a cabo un acto, que sería, en términos de Badiou, un acontecimiento que articula algo negado para el sentido común, de modo que se produzca un cambio en el orden establecido. Por tanto, para el poema es necesario ir más allá de los dos discursos anteriores a través de la articulación de lo que ellos negaban: la agencia del subalterno. Es al soñar, o al soñar despierto, que esta nueva voz llega a proponer un acto: Nuestros niños mujeres y ancianos iban adelante. Los gritos retumbaban en las montañas y cordilleras más altas del ande, temblaban a nuestro paso las quebradas, [...] los ríos enmudecían cesaban las lluvias, los caminos se ensanchaban y en esa especie de Gran Marcha se sumaban unos y otros y así íbamos creciendo armándonos de valor hermanos. (45-46, 1366-1388)

A partir de esta cita se puede deducir que el acto es llevado a cabo por los muertos. Esto es fundamental, pues los que realizan el

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acto no son ni los habitantes idealizados del discurso hegemónico ni los degenerados que representaba el rumor, sino aquellos que surgen de una manera inédita al ya no ser hablados por el otro. Sin embargo, todo ocurre dentro de un sueño y, al imaginar el acto, se articula una fantasía en la cual este se enmarca en una visión teleológica. Esto resulta muy problemático, pues un acto, que es la inscripción de una novedad radical, no se puede imaginar desde el orden establecido. En otras palabras, plantear el acto a priori de manera que sus consecuencias sean garantizadas desde un inicio, es conducente a la cancelación de un acto auténtico. Según Badiou (2001), lo nuevo del acontecimiento nunca puede entenderse dentro de los términos de la situación presente. Pues el intento de hacer al acto inteligible desde el sentido común, se apoya necesariamente en las mismas fantasías y estructuras de la situación actual. Por lo tanto, podría decirse que el poema busca una garantía para el acto, imaginándolo en términos de un levantamiento armado heroico. No se trataría, en este sentido, de un cambio radical, de un verdadero acto, pues formaría parte de un proyecto ideológico que no articula al subalterno, sino que más bien continua con la violencia, aunque invirtiendo los polos: los muertos ahora intentarán subyugar a los vivos. Podemos notar entonces que hay una ambigüedad en el poema, pues, por un lado, se plantea la necesidad del acto como aquello que es capaz de desestabilizar a las voces anteriores, y por el otro, expone la necesidad de hacerlo inteligible, lo cual acaba cancelándolo. Esto se aprecia claramente en la proyección de un mundo utópico que se plasma en los siguientes versos: Los niños volvieron a ser niños la obscuridad fue bendecida por la verdad echóse a andar la humanidad el odio cedió al amor ya la muerte no importaba porque todos los hombres habían llegado al único lugar donde todos se aman. (43, 1300-1306)

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El levantamiento general que da paso al reino de la verdad y del amor es claramente una fantasía que legitimiza la violencia directa. Veladamente, la visión del levantamiento de los muertos es en sí misma subalternizadora, pues no propone otra cosa que la hegemonización de ‘los de abajo’, sin proponer un cambio de las formas de representación y de las estructuras de poder que fundamentan la subalternización. Más aún, los que participan de la sublevación son subordinados frente a su causa histórica, pues la voz poética ahora sostiene que “la muerte no importaba” ya que está enmarcada dentro de un devenir histórico inalterable. Sin embargo, el poema nuevamente da un paso atrás para salir de un punto muerto como este. Se pueden encontrar en la parte final varios elementos que desestabilizan la fantasía ideológica mencionada, de modo que no se puede decir que el poema concluye proponiendo una solución simple e ideológica al problema que se plantea. Esto sucede porque el discurso está construido de tal manera que nunca se puede saber claramente si lo representado ocurre al nivel del ‘sueño’ o de la ‘vida’; si el levantamiento es un sueño, se estaría reconociendo su dimensión inmaterial y se establecería una distancia entre lo imaginado y lo que queda fuera de esta imaginación. Lo que podría avalar esta lectura es el hecho de que el poema termine en un estado donde ya no se aspira a la expresión de una verdad. Los dos discursos se han fundido en uno que ya no puede afirmar ni negar, sino solo dudar: y nosotros aquí no sabemos si seguir diciendo: Aquí nada ha pasado nadie ha venido nadie se ha ido menos nadie ha muerto. (48, 1444-1453)

Puedo sostener entonces que, en su parte final, el poema presenta el valor de la duda ante los dos discursos que, anteriormente

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en pos de la verdad, recrean estructuras violentas y las perpetúan en su enfrentamiento. Aparece de nuevo la primera estrofa, pero ahora en discurso indirecto, como entre comillas: ya no es una afirmación directa de la realidad ayacuchana, sino un enunciado que está siendo cuestionado. En última instancia, La palabra de los muertos o Ayacucho en hora nona parece decirnos “quedémonos con la duda”: la duda de si el acto realmente puede ser algo posible, de si articular al subalterno en la identidad ayacuchana es en verdad una meta alcanzable. Habiendo constatado esto, salta a la vista otra dimensión significativa del título del poema: se trata, en realidad, de una disyuntiva irresuelta. El poema no puede asignarse una identidad cerrada en su título; la duda, por tanto, conforma su mismo nombre y se impone como la identidad del propio poema. Por lo tanto, sostengo que La palabra de los muertos o Ayacucho en hora nona presenta el paso de la afirmación a la duda. Esta última sería la condición que permite que siga abierta la posibilidad de un acto que reconfiguraría el orden establecido a través de la articulación del subalterno. Aunque por momentos aparece la construcción de otra articulación fantasmal que reemplaza a los primeros discursos sin llegar al acto, al quedarse en la ambigüedad, y al afirmar la duda como punto de llegada, el poema encuentra un espacio entre los lados contrapuestos del principio del poema que parecían clausurar cualquier posibilidad de cambio. El poema termina en el punto de la mayor libertad, habiendo desestructurado su identidad hasta el punto en que se posibilita una nueva conciencia. En conclusión, el poema muestra que un efecto inevitable de la violencia es la negación del subalterno, de esa entidad que no encaja en la representación oficial. El poema manifiesta la urgencia del acto como contrapunto a la continuidad de estructuras de poder en los discursos del presente, discursos que afirman poseer la verdad única de la identidad cultural. Estas representaciones simbólicas violentas impiden una construcción de la identidad ayacuchana que no esté atrapada en estructuras subalternizadoras. El poema, sin embargo, se encuentra en la situación paradójica de plantear la necesidad de que los subalternos (los “muertosvivos”) se alcen en contra del discurso hegemónico con el fin de

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instalarse en una posición de poder. Esto es paradójico pues tal acción claramente no cambia la estructura jerárquica en que se basa en la subalternización. No obstante, el sujeto colectivo del poema no está a la altura de su acto, este se presenta aún como algo extraño, como un sueño, y por eso lo que finalmente queda es la duda. En esta se observa una ambigüedad con respecto a la tentativa de rescatar la subalternidad a través de un acto que se configura como levantamiento armado. Esta ambigüedad es, en mi opinión, el último recurso del poema y el más efectivo. Lo crucial es que se establece como un punto viable de llegada, y no como una contradicción debilitante. El poema que comenzó con una afirmación violenta y subalternizadora de la identidad ayacuchana, logra ir más allá de los discursos previos para abrir un nuevo espacio en la indecisión. Sostengo, en suma, que la desestructuración del discurso es signo de la perturbación del fantasma que sostenía la situación violenta. La duda entonces se vuelve el espacio del rumor, de la indefinición, de la liberadora posibilidad abierta. Bibliografía Badiou, Alain 2001 Ethics. An Essay on the Understanding of Evil. Londres, Nueva York: Verso. Comisión de la Verdad y de la Reconciliación 2004 Hatun willakuy. Versión resumida del informe de la Comisión de la verdad y de la reconciliación. Lima: Comisión de la Verdad y de la Reconciliación, 2004. Molina Richter, Marcial 1991 La palabra de los muertos o Ayacucho hora nona. Ayacucho: Lluvia Editores (2da ed.). Vich, Víctor y Virginia Zavala, 2004 Oralidad y poder. Bogotá: Norma. Žižek, Slavoj 2001 El espinoso sujeto. El centro ausente de la ontología política. Buenos Aires: Paidós.

IV En el Nombre-del-Padre: los cuentos morales de Luis Nieto Degregori Juan Carlos Ubilluz

Entre los cuentos que Luis Nieto Degregori ha escrito sobre el tema del conflicto armado, hay dos que han atraído particularmente la atención de los lectores. El primero es “Vísperas”, quizás el más conocido ya que ha aparecido en dos importantes colecciones de cuentos sobre la violencia política.1 El segundo es “La joven que subió al cielo”, el cual, seguramente debido a su larga extensión, ha sido ignorado por las compilaciones mencionadas. El obvio atractivo de estos cuentos radica en que son crónicas valiosas de lo acontecido en el escenario central (Huamanga) de la guerra interna. Pero, quizás, lo que secretamente seduce de ellos es que en vez de mostrar a víctimas de cruentos hechos políticos, el narrador se concentra en cómo los personajes toman decisiones éticas frente a estos hechos. Más que cuentos sobre la violencia política, se trata de cuentos sobre la ética. En ellos, Nieto Degregori no nos cuenta el cuento de que los individuos son arrasados por un torbellino de sucesos políticos. Si 1.

Las colecciones de cuentos mencionadas son: El cuento peruano en los años de la violencia, editado por Mark R. Cox y Toda la sangre. Antología de cuentos peruanos sobre la violencia política, editado por Gustavo Faverón Patriau.

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sus personajes se adhieren a uno u otro bando del conflicto armado, es porque el conflicto se engancha con un discurso inconsciente que los habla (que les dice y les ordena qué hacer). No estamos, sin embargo, arguyendo que el inconsciente del personaje determina su acción. Pues el drama nodal de los cuentos es la decisión ética de los personajes (en tanto sujetos) de adherirse a, o separarse del, empalme discursivo entre su inconsciente y la violencia política. Por cierto, por decisiones éticas, no nos referimos a optar entre el Bien y el Mal. Nos referimos a decisiones que toman como punto de partida la pregunta que, según Jacques Lacan, resume la ética del psicoanálisis: “¿Has actuado en conformidad con tu deseo?”. La respuesta a esta pregunta es más difícil de lo que pudiese parecer, sobre todo si se toma en cuenta que el problema del neurótico (el sujeto “normal”) es que su deseo es, para él mismo, un enigma. Cuando el discurso del gran Otro (del Amo inconsciente) le asigna un deber social, aquél no puede evitar preguntarse: “¿Es eso lo que yo deseo?”, “¿es el deber que se me asigna lo que deseo en realidad?”. De igual manera, cuando se tropieza con un deseo suyo enemistado con el deber, el neurótico retorna a su habitual retahíla de preguntas: “Eso que yo deseo, o que al menos creo que deseo, ¿está bien que lo desee?, ¿estoy autorizado a desearlo?, ¿no debería más bien renunciar a él?”. La primera serie de preguntas no es sino el reverso especular de la segunda serie. Desde lados opuestos, todas las preguntas nos remiten a que en la vía de la realización de su deseo, el sujeto se tropieza con el obstáculo del imperativo superyoico. Si el psicoanálisis es la “clínica del superyó”, es porque sus esfuerzos se concentran en librar al sujeto de la culpa que experimenta ante el prospecto de faltar al deber moral que le es encomendado por el gran Otro. Y esto porque, desde la perspectiva ética de Lacan, “La única cosa de la que puede ser culpable [el sujeto] es de haber cedido en su deseo” (1988: 370). Como veremos en este capítulo, lo que impide a los personajes de Nieto Degregori obrar de acuerdo a su verdadero deber, el deber de su deseo, es precisamente la intromisión del superyó. También veremos en estas líneas que lo que permite a ciertos personajes desprenderse

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del mandato del gran Otro es el recurso a la autoridad paterna. Se entiende, por lo general, que el padre es el portavoz del deber moral. Sin embargo, lo que se advierte en estos cuentos, así como en la enseñanza de Lacan, es que la función del padre es más bien la de acallar a esa voz intrusa y autorizar el deseo del sujeto. La discusión de la función ambivalente del padre, nos ayudará, además, a juzgar con mesura el carácter supuestamente paternalista de la narrativa de Nieto Degregori. Tanto en “Vísperas” como en “La joven que subió al cielo”, el padre y su Nombre no solo transmiten un saber a los personajes sino también a los lectores. El narrador, en ambos cuentos, desborda el marco del “arte por el arte” a través de intervenciones pedagógicas que arriesgan la predica moralizante. La pregunta inevitable es: ¿por qué Nieto Degregori corre este riesgo en una época en que los cuentos morales han caído en desuso? El deseo mutilado de “La joven que subió al cielo” Daniela y Pedro, los protagonistas de “La joven que subió al cielo”, se conocen en la prisión de Huamanga, donde ella es enfermera voluntaria y él está preso por terrorismo (lo cual ella ignora). Mientras lo ayuda a donar su sangre en la enfermería, Daniela se compadece de Pedro y entabla una amistad con él. Poco tiempo después Pedro recupera legalmente su libertad, y en tanto llega la orden del Partido de reintegrarse a la empresa subversiva, se hospeda en casa de Daniela, no por iniciativa de ella sino de su madre, quien colabora con Sendero Luminoso (lo cual Daniela ignora también). A pesar de que Daniela tiene un novio que es ingeniero y Pedro una esposa-camarada (Rosa) que está presa en Lima, su amistad deviene rápidamente en amor, pero en uno que, desde el inicio, está destinado al fracaso; no por la fidelidad a sus compromisos anteriores sino porque la entrega de él a la Causa funciona como una prohibición eficaz. Seamos más precisos. Pedro teme que el deseo sexual que Daniela despierta en él perturbe su compromiso revolucionario. Daniela, sin embargo, no se opone realmente a su compromiso: por el contrario, ella respeta y admira su opción

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política, y dado que lo ama con desmesura, se anima a acompañarlo en la lucha armada e incluso a darle un hijo para la revolución. Por supuesto, ningún sacrificio que ella pueda hacer impedirá que Pedro la desee sexualmente y que por lo tanto no pueda sacarse de encima la sensación de que Daniela es una grieta que se ensancha en su edificio ideológico. Para defenderse de la amenaza llamada Daniela, Pedro redobla su identificación con la ideología del partido. Paradójicamente, su mayor compromiso con los ideales revolucionarios hará que experimente un mayor remordimiento de desearla. Pedro ignora que el superyó es un círculo vicioso hecho de culpa y obediencia que se rige por la lógica del más: mientras más se obedece al imperativo moral del superyó, más culpable se siente uno de haberle faltado. Como ya lo había señalado Freud, la conciencia moral “se comporta más severa y desconfiadamente cuanto más virtuoso es el hombre, de modo que, en última instancia, quienes han llegado más lejos por el camino de la santidad son precisamente los que se acusan de la peor pecaminosidad” (1981b: 3055). El superyó, sin embargo, tiene raíces más profundas que la moralidad. En el caso de Pedro, el superyó no le exige solamente sacrificarse para encarnar el ideal senderista. El superyó, además, le exige directamente encarnar el sacrifico. Más allá del remordimiento de no realizar los suficientes sacrificios por la revolución, Pedro se culpa de no sacrificarse, de no haberse ya sacrificado, como si su deber no fuese tanto luchar por la Causa como la de autoaniquilarse por ella. Analicemos este punto en detalle. Días después de arribar a la base de Sendero Luminoso en busca de Pedro, Daniela lee un lema escrito en letra amarillas sobre una tela roja la famosa frase de Mao Tse Tung: “Sólo se atreve a desmontar al emperador el que no teme morir en mil pedazos” (Nieto Degregori 1990: 112). Si bien entiende su sentido literal, “ella tenía la desagradable sensación de que el significado profundo, oculto, de esa frase se le escapa” (ibíd.). La frase evoca el castigo que en la China imperial se le impartía a los magnicidas, el Leng Tch’é o el “Suplicio de los cien pedazos”. El suplicio recibe este nombre debido a que el cuerpo del magnicida era desmembrado precisamente

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en cien pedazos a la vez que (cual un resabio humanitario) se le suministraba altas cantidades de opio con el fin de atemperar el dolor (Bataille 1961: 120-21). Sin conocer la referencia histórica, Daniela sabe que el lema en letra amarilla alude a que solo es capaz de tomar el poder quien no teme a las cruentas represalias de quien lo ostenta. Pero el sentido “profundo, oculto” que se le escapa es el que esta frase ha adquirido para Pedro e incluso, como veremos más adelante, para ella misma. Sigamos con él. A lo largo del cuento, el narrador asocia a Pedro con imágenes de sacrificio y de mutilación. Recuérdese que Daniela lo conoce en la enfermería de la cárcel, a donde él acude a donar su sangre, acción que hace eco a su disposición altruista a dar su sangre por la Causa. Después, cuando Pedro confiesa a Daniela que fue apresado debido a sus actividades subversivas, le hace saber además que, al ser capturado, el teniente gobernador ordenó que lo “azotaran” y que le “pusieran sal en las heridas”. La mutilación parece ser la obvia consecuencia de su compromiso revolucionario, pero en realidad aquélla es anterior a este. A punto de reincorporarse al Partido, Pedro le pide a Daniela que se una a la lucha, y como ella se niega apelando a su débil salud, él se saca el zapato y la media del pie derecho para mostrarle un “muñón horrible”, un “pie deforme, sin dedos, casi redondo como el de un paquidermo” (1990: 103). Pedro explica de manera sucinta que sufrió una quemadura de niño; y enseguida intenta provocar en Daniela el sentimiento de culpa con una frase cuya pedantería es eclipsada por la imagen del pie mutilado: “Yo, medio cojo, medio invalido, me atrevo; en cambio, tú […]” (1990: 103). Que la mutilación del pie sea anterior a su militancia, no impide que ella acabe significando, tanto para Pedro como para Daniela, “la expresión de la máxima valentía, de la entrega a una causa” (ibíd.). Absurda inversión temporal que nos resultaría aún más absurda si no conociésemos la observación de Freud de que los “procesos del inconsciente se hallan fuera del tiempo” (1981a: 2073). La observación apunta a que lo que está inscrito en el inconsciente no se olvida, o mejor, a que si bien uno puede olvidar las marcas del inconsciente, el inconsciente no lo olvida a uno. Por otro lado,

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ella sugiere que los significantes se colocan de manera sincrónica (atemporal) en el inconsciente, a diferencia de la manera diacrónica (temporal) de una narrativa. No importa por ello si la mutilación ocurrió antes o después de la entrega a la Causa. Lo que importa es que, en el inconsciente, la entrega se sincroniza a la marca de la mutilación. Establecida esta conexión significante, la orden del superyó “Sacrifícate, mutílate” adquiere el significado “Sacrifícate, mutílate por la revolución”. La conexión —es preciso resaltarlo— pudo haberse realizado de otra manera. Por ejemplo, las contingencias del embrollo significante pudieron haber determinado que Pedro se sacrifique, se mutile por cumplir la misión de hacerse rico; en este caso hipotético, el significante “Sacrifícate” se habría conectado con algún significante de la ética protestante del capitalismo. De hecho, es el reconocimiento del azar en la manera como se anudan los significantes en el inconsciente lo que distingue al psicoanálisis de toda teoría psicológica que explica el comportamiento de una persona por su medio ambiente. Más que en la génesis del superyó esté involucrado el azar, no lo hace menos imperativo. De ello da fe el relato de los últimos días de Pedro. Pedro es herido de bala en un atentado. En una clínica clandestina, Daniela advierte que su cuerpo tiene cuatro heridas en la pierna izquierda, “una rozadura en el hombre del mismo lado y, lo más serio, una herida a la altura de las costillas debajo del corazón” (Nieto Degregori 1990: 140). Pedro se salva, aunque no por mucho tiempo, ya que, en su caso particular, el inconsciente (como lo define Lacan evocando la infalibilidad de las profecías oraculares en la tragedia griega) es el destino. Pedro persiste en sus actividades subversivas hasta que, en una represalia de los sinchis, él y sus compañeros son “emboscados en una quebrada y volados a punta de granadas en mil pedazos” (1990: 145, las cursivas son mías). Sin duda, su muerte hace honor al lema que Daniela leyó en la base senderista: “Solo se atreve a desmontar al emperador el que no teme morir en mil pedazos” (las cursivas son también mías). De lo cual no debemos colegir simplemente que Pedro murió volado en “mil pedazos” debido a que asumió este riesgo por su deseo de “desmontar

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al emperador” (a tomar el poder). Pues lo que resuena como un eco narrativo es que el deseo de “desmontar al emperador” es un subterfugio para cumplir con el deber de morir en “mil pedazos”. De lo dicho hasta ahora, se puede advertir que el superyó es un torturador sádico, si no un verdugo de la China imperial. Pero si esto es así, ¿por qué escoge someterse Pedro a su cruel imperativo? Que el individuo acepta el dolor y la muerte a causa del sentido del deber, no hace más que repetir la pregunta de manera afirmativa. La respuesta, en todo caso, no satisfizo a Lacan, quien vislumbró que el sujeto encuentra un goce (un placer en el dolor) en obedecer al imperativo moral. El asceta que flagela su carne para expulsar de sí el placer pecaminoso, irónicamente reencuentra el placer, ahora embrollado con el dolor, en el contacto de la fustiga con su piel; y es este goce el que sostiene finalmente su moral cristiana. Del mismo modo, Pedro halla un doloroso placer en el suplicio martirológico. “Goza de ser el mutilado que eres”, esta es la máxima terrible que él encarna y que constituye la piedra angular de su apego a la ideología senderista. ¿Qué podría hacer Pedro para desprenderse de este goce mortalmente pegado al significante superyoico? O más bien, ¿qué podría hacer él para desprender el goce embrollado en la trama letal del superyó? Desde la estructura narrativa del cuento, se entrevé que una posible solución sería aceptar su deseo sexual por Daniela. La solución no podría ser más psicoanalítica. Si desde sus inicios el psicoanálisis se concentra en vencer la represión sexual, es porque considera que el sexo permite transformar algo del goce mortífero en placer. Esta solución, sin embargo, Pedro la rechaza una y otra vez. En tanto sujeto del inconsciente, Pedro decide siempre en contra del deseo sexual y a favor del tramado inconsciente de significantes que lo habla (que le dice quién es y le ordena qué hacer). Hay que retener la distinción entre estos dos niveles del inconsciente, el inconsciente estructurado como un lenguaje (el tramado de significantes) y el sujeto del inconsciente. El inconsciente-lenguaje se empieza a estructurar antes del nacimiento del niño a través de las expectativas (y traumas) de los padres y de la sociedad de la

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cual ellos son parte. Puesto que el niño viene desnudo al mundo, es decir, sin ningún significante ni significado propio, solo puede integrarse a él alienándose en el discurso del Otro.2 A esto llama Lacan la alienación constitutiva. Por suerte, este discurso fracasa en articular plenamente el cuerpo; no es que algo natural en el cuerpo escape a su articulación, es más bien que, a raíz de su simbolización del cuerpo, se produce en sus redes significantes una brecha, una distancia, a saber, el agujero de lo real. Sin este agujero en el discurso del inconsciente, no habría sujeto. Es porque hay una falla en el discurso del gran Otro —porque hay una falla, un defecto en la socialización— que puede existir una instancia que lo cuestione o que elija no cuestionarlo. Digámoslo con claridad: el sujeto del inconsciente es una respuesta desde lo real a las demandas del inconsciente como lenguaje (Žižek 1989: 179). El psicoanálisis no es por ello determinista. Lejos de sostener que el discurso del Otro determina la conducta individual, el psicoanálisis presume que es finalmente el sujeto del inconsciente quien, desde lo real, decide alienarse en o separarse del Otro que lo habla. Así, es en tanto sujeto que Pedro decide tapar el deseo sexual que sacude el discurso inconsciente que lo tortura. No hay que caer, sin embargo, en la trampa conservadora de hacer elegir a Pedro entre el deseo sexual y la empresa revolucionaria. Basta con señalar que la aceptación del deseo lo ayudaría a separarse no de su empresa sino del goce mortífero ligado a ella. Pues al renunciar al placer sexual, Pedro cae en el círculo vicioso de tratar de recuperarlo a través de la maquinaria mutiladora del senderismo, que no puede dárselo, pues no lo tiene. En “Subversión del sujeto”, Lacan explica lo anterior impostando la voz del alienado: “Ese goce cuya falta hace inconsistente al Otro, ¿es pues el mío?” (1975: 800). Mediante este aserto irónico, Lacan alude a que el neurótico se culpa a sí mismo de la falta de plenitud que experimenta cuando obedece 2.

Esto no implica, por cierto, que haya un inconsciente social; cada individuo tiene su propio inconsciente, que es el resultado significante de las contingencias de su asimilación del discurso del gran Otro.

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el mandato del Otro. Es decir, en vez de culpar al Otro por no darle la satisfacción que esperaba alcanzar a través de la obediencia, el neurótico se culpa a sí mismo, se dice que no ha obedecido al Otro lo suficientemente bien. Asimismo, Pedro, al percibir esta falta de satisfacción en la máquina superyoica, asume que la falta no es de la máquina sino de él, que es culpa suya no haber hallado el goce prometido y que, para hacerlo, debe redoblar su compromiso moral con ella. “Es preferible arder en el infierno a que Dios no exista”, este viejo lema resume bastante bien la obstinación de Pedro en tapar con el dolor de su cuerpo la inconsistencia del Otro. Ahora se entiende mejor la paradoja lógica del más superyoico, la ironía de que mientras más se obedece al mandato moral, más culpable se siente uno de desobedecerlo. La razón por la cual uno se siente más culpable de faltar al superyó, mientras más se acata su mandato, es porque uno se hace más culpable de ceder en su deseo. La culpa de faltar al deber moral no es sino el velo de una culpa más profunda, la culpa ética de renunciar al deseo, de faltar al verdadero deber. Esto vale también para Pedro. Pedro se siente más culpable mientras más se sacrifica por Sendero Luminoso porque así se hace aún más culpable de sacrificar su deseo sexual. Para él, así como para todo individuo, el sacrificio del deseo es el combustible de la máquina trituradora del superyó.3 Pasemos ahora a Daniela, quien, a diferencia de Pedro, es finalmente capaz de separarse del destino que su inconsciente, cual un oráculo griego, le tiene deparado. Daniela proviene de una familia de tradición izquierdista. Su padre, a quien ella ama y admira, fue militante del Partido Comunista junto a Abimael Guzmán. No es fortuito que ella decida estudiar medicina “no para llenarse los bolsillos ni para ascender en la escala social, sino para servir al pueblo, para ser médico de pobres” (Nieto Degregori 1990: 88). El divorcio de sus padres no afecta para nada su disposición altruista, 3.

La idea de que la renuncia al deseo es el combustible del superyó no hace más que parafrasear la idea de Slavoj Žižek acerca de que “el superyó extrae su energía de la presión que ejerce en el sujeto del hecho que el sujeto no fue fiel a su deseo, que renunció a él” (1994: 68).

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en parte porque la madre es más radical en su socialismo que el padre. Mientras este se distancia de Sendero Luminoso a raíz de un desacuerdo ideológico con el camarada Gonzalo, la madre continúa colaborando con el partido; de hecho, es gracias a ella que Pedro acaba viviendo en su casa. Antes que Pedro, la madre es el nexo principal entre Daniela y Sendero Luminoso. No es que la madre le imparta una educación ideológica; por el contrario, ella le oculta su colaboración con el Partido y nunca le habla de política. Es que Daniela hereda el deseo de la madre, el cual transforma el amor y la política en cámaras de tortura. Después de su divorcio, la madre contrae segundas nupcias con un hombre que no podría ser peor para ella y para sus hijas: además de emborracharse y de servirse de cualquier pretexto para reñir a gritos con ellas, el padrastro se ausenta repetidamente de la casa. Con los años, las ausencias se prologan y se repiten más seguido, lo cual pone a la madre en un estado que Daniela, estudiante de medicina, caracteriza de “incontinencia lacrimal” (1990: 97). Daniela reprocha a su madre su falta de autoestima, no entiende cómo puede llorar por “ese borracho degenerado” y encima rebajarse a rogarle que no la abandone. Irónicamente, su relación con Pedro no será muy distinta de la que ella critica. Por cierto, hay una semejanza entre los dos hombres: al igual que Pedro, el padrastro es un mutilado, no solo porque ha mutilado su deseo hasta convertirse en un ser autodestructivo sino porque está mutilado de manera física, el hombre es un epiléptico que emite gritos similares “al estertor de un agonizante” (Nieto Degregori 1990: 90). El deseo de la madre trae a casa a dos hombres mutilados, y estos mutilados la hacen llorar, el marido porque se ausenta y Pedro porque hará que su hija se ausente (esta lo seguirá en la lucha armada). El deseo de la madre es así un deseo (auto)mutilador. Primero, porque los mutilados que trae a casa la mutilan con la ausencia. Y segundo, porque su misma relación con Sendero Luminoso es mutiladora, sobre todo para la hija: a pesar de que la madre no quiere que Daniela se una a Sendero Luminoso, jamás la disuade de hacerlo; por el contrario, ella hace posible la unión trayendo a Pedro a casa y haciéndolo amable ante los ojos de su hija.

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Que Daniela, como lo hemos sugerido, hereda la estructura deseante de la madre, se desprende del hecho de que su amor por Pedro es indistinguible de la compasión con el mutilado. Al conocerlo, cuando lo ayuda a donar su sangre en la cárcel, Daniela “sintió de inmediato cómo todo su ser rebosaba de compasión y simpatía por ese muchacho” (1990: 97). Después, ya de enamorados, Daniela siente lástima por “la tristeza y la nostalgia” en el rostro de Pedro cuando este recuerda que ya había pasado un año fuera de Lima; motivada por el deseo de aliviar sus penas, ella le suelta “de sopetón”, como un desliz, “que estaba dispuesta a darle el hijo que él le pedía” para la revolución (1990: 99). El desliz da cuenta de un discurso inconsciente que se establece en ella mediante la conexión significante entre la mutilación de la madre y la mutilación de Pedro. Es este discurso del gran Otro el que la habla, el que le dicta la delirante idea de tener un hijo, que será mutilado por la revolución, para apaciguar el dolor del amante mutilado. Por supuesto, en tanto sujeto que no está plenamente identificado con el discurso inconsciente (con el discurso del gran Otro materno), Daniela duda sobre si realmente desea dar un hijo a Pedro, y no acaba la noche antes de que se arrepienta de lo dicho. Al día siguiente, Pedro se acerca a ella más feliz que de costumbre y le pide que la acompañe a su cuarto para “mostrarle algo”. Temiendo que su felicidad se deba al prospecto de la relación sexual y de la posterior maternidad, Daniela se niega a acompañarlo pretextando que está retrasada para su trabajo en el hospital, pero la madre intercede a favor de Pedro aduciendo que la disculpará ante sus jefes. Para su sorpresa, en el cuarto, el muchacho le informa que el Partido le ha encomendado la tarea de mimeografiar un documento importante. Daniela rompe en llanto al constatar con humillación que a Pedro lo hace más feliz la tarea asignada por el partido que el niño que ella le ofrece. El melodrama de ser menospreciada tapa su duda anterior, mas no la disuelve: con justa razón, ella persiste en dudar sobre si desea dar su amor a un hombre mutilado, no tanto porque sea físicamente deforme como porque ha martirizado el deseo de hombre de carne y hueso que podría hacerla mujer, a diferencia de una

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camarada. Que Pedro es mártir en vez de hombre, ella lo sabe en algún lugar de su mente. Prueba de ello es que cuando él parte a Lima para reintegrarse al partido, Daniela no recuerda sus bellos ojos ni sus cabellos ensortijados, tan solo su pie deforme. No podría ser de otro modo, la mutilación es la marca significante de su amor-compasión. Por otra parte, el estar separada de Pedro da a Daniela la oportunidad de actuar sobre su duda e intenta olvidarlo haciendo nuevos amigos y participando en una obra teatral. Su nueva vida le place más de lo imaginado y ella consigue, en efecto, olvidar a Pedro hasta que un día él la llama por teléfono para comunicarle que pronto comenzará sus actividades subversivas. Ni bien cuelga el auricular, Daniela es invadida por la culpa y escribe a su madre para que le dé mayores informes de Pedro; la madre le confirma que lo dicho por Pedro no iba en broma y se compadece de él: “¡Pobre muchacho! Cualquier día de éstos lo matan” (Nieto Degregori 1990: 105). Alimentada por las misericordiosas palabras maternas, la culpa acaba por hacerla olvidar la duda sobre su deseo. Ahora Daniela se reprocha de no haber tenido el valor de amar a Pedro y, entre llantos, se decide a entregarse a él “para darle ese hijo que sería cuidado por el partido y que, al crecer, también daría su vida por la revolución” (1990: 106). ¿Por qué, debemos preguntarnos, insiste Daniela en ser la mujer de un hombre que está dispuesto a procesarlo todo (a ella, a su hijo, a sí mismo) por la máquina mutiladora del superyó? Porque el deseo de la madre es, para ella, un poderoso mandato inconsciente. Como lo recuerda Lacan, el deseo de la madre es el superyó en su dimensión más cruda. Si el superyó paterno es una orden impersonal mediada por la Ley pacificadora, el superyó materno es una exigencia no-mediada por la Ley y por lo tanto aún más feroz. Y la tesis central de Lacan (1981: 161) es que, detrás del superyó paterno, está siempre el superyó materno. De allí que se aventure a argüir de manera paradójica que: El superyó es, simultáneamente, la ley y su destrucción. […]. La totalidad de la ley se reduce a algo que ni siquiera puede expresarse, como el Tú debes, que es una palabra privada de todo sentido. En este sentido, el superyó acaba por identificarse a lo más devastador, a lo más fascinante de las primitivas experiencias del sujeto. Acaba por

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identificarse a lo que llamo la figura feroz, a las figuras que podemos vincular con los traumatismos primitivos, sean cuales fueren que el niño ha sufrido.

En el caso de Daniela, el superyó se anuda a lo más devastador y fascinante de las experiencias de la madre, a saber, al desamor. Más precisamente, el deseo materno es, para ella, una demanda incondicional a encarnar el estrago, a amar a un mutilado que mutila su amor; no hay mejor manera de hacerse daño que ser la mujer de un hombre que avanza como una flecha ciega hacia la muerte. Se entiende mejor ahora que el sentido oculto del lema escrito en letras amarillas (“Sólo se atreve a desmontar al emperador el que no teme morir en mil pedazos”) no solo le concierne a Pedro sino también a ella. La otra parte de su sentido velado es: “Tú, Daniela, debes ‘morir en mil pedazos’”. A pesar de que el narrador hace hincapié en que Pedro ama profundamente a su madre —a diferencia de su padre hacendado, que nada le da—, no tenemos suficientes elementos de juicio para encadenar el deseo de ella a la exigencia superyoica de él. No obstante, gracias al concepto del superyó materno, se percibe mejor el vínculo entre el lema escrito en letras amarillas (“Sólo se atreve a desmontar al emperador el que no teme morir en mil pedazos”) y el “traumatismo primitivo” de la mutilación del pié. Pero más allá de Pedro, no es aventurado argüir que la narrativa establece un nexo entre el feroz e insensato imperativo materno y la ideología de Sendero Luminoso. Recuérdese que mientras el padre de Daniela se separa del partido, la madre sigue colaborando con él. No es nuestra intención sugerir que la ideología senderista es feroz e insensata en sí misma: nuestra intención es la de apuntalar que, en el cuento, existen distintos hechos narrativos que facilitan la lectura de que esta ideología vinculada de manera explícita al imperativo paterno a arriesgar la vida por la toma de poder, es finalmente tomada por su reverso materno, que insta al militante a arriesgar la toma de poder para cumplir con el deber de mutilarse. Aunque de otra manera, es esta misma exigencia la que lleva a Daniela a entregarse por primera vez a Pedro, un instante después de que él le confiesa que todavía ama a Rosa, su mujer-camarada.

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Entiéndase bien la frase anterior. No es que ella le entregue su cuerpo por primera vez a pesar de la confesión. Es porque él le dice aquello que ella le entrega su cuerpo, reiterando así, en acto, la promesa de darle un hijo para la revolución. Es decir, es porque él la condena el infierno materno del desamor, que ella decide darle el don de amor prometido. Así como para la madre, para Daniela el amor es, o debe ser más bien, la fascinante y devastadora experiencia del amor mutilado. O para usar una fórmula más sucinta, el amor es para ellas dos el (des)amor. El acto sexual hace patente la frialdad con la que Pedro había estado tratando a Daniela desde su arribo a la base de Sendero Luminoso. Enlazada al cuerpo de él, ella procura la ternura y el deseo, “pero en vano”. De Pedro, solo obtiene “frío, muchísimo frío”, por eso, durante el acto, ella permanece “completamente ausente, como si su alma se hubiera separado de su cuerpo” (Nieto Degregori 1990: 135). La experiencia es desagradable, mas no infructífera. A través de ella, aparece un sujeto (el “alma”) que se separa de la trama inconsciente de significantes instalada en el cuerpo. Es como si la experiencia de la frialdad sugiriese a Daniela que la falta de placer sexual no es suya sino del Otro, que no hay nada que ella pueda hacer para extraer placer de la máquina mutiladora. O, también, es como si la experiencia expusiese el límite de la “teoría” materna de que el amor es el (des)amor. En cualquier caso, conocer un límite no significa traspasarlo. A raíz de la experiencia, Daniela abandona la base de Sendero Luminoso, pero sigue amando a Pedro. No mucho después, él es herido de bala durante el atentado a una cadena televisiva de Ayacucho. Cuando Daniela se entera de que ha sido trasladado a una clínica clandestina en Lima, no duda en viajar a la capital para atenderlo. Sus cuidados, sin embargo, no lo detienen de tratarla con aún mayor frialdad que en la base senderista. Incapaz de soportar el agravio, ella decide dejarlo antes de lo previsto. Acude entonces a casa de su padre (que vive en Lima) a pedirle dinero para pagar su pasaje de regreso en bus. Allí le relata sus “aventuras” con Sendero Luminoso, esperando suscitar el orgullo de su padre socialista; contra lo esperado, este la trata con desdén y “se expresa en los peores términos del partido”.

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De vuelta en Huamanga, Daniela, a pesar de todo, sigue amando a Pedro y le envía cartas de amor, hasta que un amigo en común le hace llegar la noticia de que él se mofa de sus cartas. El dolor se mitiga con el tiempo y ella reanuda la relación con su novio anterior a Pedro, el ingeniero. Al poco tiempo se casa con él, tiene un hijo y sacrifica su carrera de medicina para dedicarse a la maternidad y a las tareas domésticas. Ella puede olvidar a Pedro, mas no a la estructura inconsciente que la llevó a sus brazos. Con él o sin él, con Sendero o sin Sendero, Daniela permanece dentro de la máquina superyoica materna, que ahora tritura su deseo de ser doctora. No obstante, las cosas empiezan a cambiar para ella cuando las palabras de su padre regresan como un eco en los hechos políticos. Por los medios de comunicación, Daniela se entera de la muerte de varios amigos y conocidos senderistas, así como de la nueva estrategia del partido, mucho más cruel que la anterior. Se acuerda entonces de lo que años atrás explicaba su padre sobre el socialismo, y acaba por darle la razón. El socialismo, según el padre, “es la obra de la voluntad mancomunada de un pueblo, que pone en la tarea lo más hermoso que tiene —su amor por la vida, su impulso vital que le obliga a volverle la espalda a la muerte—” (Nieto Degregori 1990: 146). Adviértase que la intervención del padre, quien reprueba a Sendero Luminoso y devuelve al socialismo su “verdadero” sentido, es crucial para que Daniela pueda dejar de amar a Pedro y desilusionarse a su vez del partido. Asimismo, cuando años después el marido intenta disuadirla de retomar su carrera de medicina, es la intervención paterna la que la ayuda a armarse de valor y a amenazar al esposo con el divorcio si no la deja estudiar. ¿Pero cómo, de qué manera las palabras proferidas por el padre sobre Sendero Luminoso permiten a Daniela librarse de la máquina mutiladora de su deseo? No podemos realmente entender este cambio sin explicar que la intervención paterna inscribe el Nombre-del-Padre, que inscribe, en breve, el significante que castra el deseo de la madre. A fin de desprender esta aseveración del velo del enigma, nos vemos obligados a repasar brevemente los tres tiempos del Edipo estructural de Lacan. En el primer tiempo, el niño se halla en posición de súbdito del deseo de la madre, que no debe identificarse

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con el deseo de la mujer sino con el anhelo de tapar con un hijo el agujero real (lo no-simbolizado) de la feminidad. Decimos que el niño se halla en posición de súbdito porque está identificado con el objeto de deseo de la madre; él quiere ser el objeto que ella desea (su “angelito”, por ejemplo). En el segundo tiempo, el padre ingresa al drama edípico como rival castrador: el padre castra al niño (le prohíbe que se identifique con el objeto de deseo de la madre) y castra también a la madre (le prohíbe que identifique al niño con el objeto de su deseo). Finalmente, en el tercer tiempo, el padre se hace reconocer como el legítimo portador del objeto del deseo, es decir, del falo, que no es cualquier objeto sino el cetro que otorga a quien lo ostenta el poder del amor. En otras palabras, el padre se convierte en aquél que es digno de amor y consigue que su ley (la Ley del Padre) prevalezca, para el niño, sobre el deseo de la madre (Lacan 1999: 199-201). A diferencia de las teorías psicológicas que se respaldan en la fenomenología, en el Edipo estructural de Lacan lo importante no es que el padre sea severo o débil, ni que esté presente o ausente (todo esto pertenece al orden de los fenómenos); lo importante es que la madre acepte criar al hijo en su Nombre, en el Nombre-delPadre. En otras palabras, lo importante es que la Ley del Padre sustituya en el niño el deseo de la madre; a esta sustitución se refiere Lacan como la castración simbólica o la operación de la metáfora paterna: NdP/DM. El padre puede ser muy severo y estar siempre en casa, pero si a la madre su palabra no le da ni frío ni calor, el Nombre-del-Padre no se inscribe en el niño como debe. Pongamos un ejemplo a fin de despaternalizar el Nombre-del-Padre. Una madre soltera es perfectamente capaz de realizar la operación de la metáfora paterna si ella le imparte enseñanzas en Nombre de algo que trascienda a su propio deseo materno. Nuestra explicación del Edipo estructural podría despertar la sospecha de que Lacan peca de machismo o de paternalismo. Nada puede estar más lejos de la verdad. Lacan no es el cancerbero teórico de la sociedad patriarcal. Para él, la importancia del Nombredel-Padre radica exclusivamente en que su inscripción castra a la madre omnipotente, en que introduce un agujero en el saber total del primer gran Otro del niño. Pues es a través de este agujero que

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empieza a aparecer el sujeto. Por supuesto, está siempre el riesgo de que el niño vuelva a tapar este agujero con el sentido que el padre le da a la existencia: es a este recubrimiento de lo real con el saber del padre, al que llamamos superyó paterno y también (para los propósitos de este ensayo) paternalismo. Llamamos paternalismo a la tendencia a servirse de la función paterna (la inscripción del Nombre-del-Padre que desaliena al niño) para re-alienar la singularidad del deseo en el viejo saber del padre. El paternalismo es el gran riesgo de la intervención paterna, gran riesgo que, sin embargo, debe ser asumido a fin de separar al niño del deseo de la madre, que, como hemos visto arriba, es el superyó en su dimensión más cruda. Lo que llamamos libertad solo existe a condición de que se inscriba un significante (el Nombre-del-Padre) que designe al Otro (materno) como incompleto, inconsistente. En el caso de Daniela, hubo una primera inscripción del Nombre-del-Padre, recuérdese que ella admira a su padre y que lo reconoce digno de amor. Sin embargo, luego de su partida del hogar, la ley socialista promulgada por el padre es reapropiada por la madre, quien conecta la serie de significantes Sendero-mutilación al significante paterno socialismo. Hacia el final del cuento, el padre reaparece como una suerte de deus ex machina para desligar el significante socialismo de la cadena de significantes maternos (Sendero-mutilación). Al decirle No al socialismo, el padre le dice No a la madre. En términos más precisos, la reinscripción del Nombredel-Padre prohíbe a Daniela identificarse con el deseo de la madre, con su feroz e insensata exigencia al martirio. Paradójicamente, la prohibición paterna avanza en el sentido de la liberación; el No del Padre -en francés, el Nombre-del-Padre (le Nom-du-Père) es homofónico con el No-del-Padre (le Non-du-Père)facilita que Daniela salga de su condición de súbdito y se convierta en un sujeto que no cede en su deseo. Más concretamente, es esta prohibición la que permite a Daniela olvidar a Pedro, desidealizar las acciones de Sendero Luminoso, desprenderse de la ilusión materna de colmar su falta con el hijo y desafiar a su marido a fin de convertirse en la doctora socialista que siempre quiso ser. Queda por supuesto la duda de si, al separarse de la madre, Daniela no acaba alienándose en los ideales del padre. Es decir, que en vez de

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afirmar la singularidad de su deseo, ella se refugie en el paternalismo socialista. Volveremos a ello al final del capítulo. Sobre la intervención paterna en este cuento, falta decir aún que ella no solo aspira a alcanzar a la protagonista. Lo que el buen padre socialista enseña a Daniela, también se lo quiere enseñar al lector. De allí el final decididamente pedagógico del relato: “el socialismo es la voluntad mancomunada de un pueblo, que pone en la tarea lo más hermoso que tiene —su amor por la vida, su impulso vital que le obliga a volverle la espalda a la muerte— junto con todas las luces que la humanidad ha conquistado hasta hoy. Ese es el socialismo y no, como lo pregona el pensamiento Gonzalo, una caricatura elevada a dogma y esculpida a hachazos, en carne viva, sobre una montaña de huesos humanos” (Nieto Degregori 1990: 146). Desbordando el marco narrativo, el padre socialista toma la palabra y emite una declaración que resuena en los oídos de los lectores. La frase citada no puede reducirse a lo que aprendió Daniela de su propio padre. Su tono declarativo se desprende de la narración dramática para transmitir una enseñanza sobre qué es y qué no es el socialismo. De esta manera, la prohibición al nivel del contenido pretende duplicarse al nivel de la lectura-escritura, es decir, al nivel extradiegético de la interpretación del lector. En otras palabras, la prohibición del padre a Daniela a encarnar el deseo materno se duplica en la prohibición del narrador al lector a interpretar la crueldad y el dogmatismo de Sendero Luminoso como una necesidad del proyecto de emancipación socialista. Suspendamos el juicio sobre si esta intervención narrativa es o no paternalista, hasta ver cómo, en “Vísperas”, el autor vuelve a atentar contra el paradigma del “arte por el arte”. En “Vísperas” de la decisión ética “Vísperas” es un cuento-ensayo sobre la ética del deseo: esto se puede advertir desde el primer párrafo, donde el narrador declara un saber sobre la existencia en vez de introducirnos a un mundo narrativo. Si hacia el final de “La joven que subió al cielo” Nieto Degregori (1990: 69) descubre la vocación de pedagogo, en “Vísperas” la asume desde el inicio.

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El fracaso es la conciencia de las posibilidades no realizadas. Si cada uno se detuviese a pensar un momento en su existencia, encontraría razones de sobra para sentirse frustrado y muy pocas para estar satisfecho. […]. Hay un periodo, generalmente en la juventud, en el que luchamos para alcanzar la meta, pero después cansados de la inutilidad del esfuerzo, nos rendimos y en adelante, salvo algunas veces que intentamos bracear o dar manotazos, nos dejamos arrastrar por la corriente. Esta puede revolcarnos o llevarnos mansamente. No importa. Abandonarse siempre será más fácil que luchar hasta el final, sin desmayo”.

Es solo en el segundo párrafo donde el narrador hace el empalme entre la enseñanza y la historia por contar, informando que “Esta era la clase ideas” de las cuales estaba hecha la subjetividad de Amadeo, un hombre que “se había despedido de su sueño más preciado —ser escritor—” y que, en una suerte de autoexilio, había llegado a Ayacucho para hacerse cargo de una plaza de profesor de inglés de la universidad. Habiendo cedido en su deseo, a Amadeo le sorprende de sobremanera que en Ayacucho hayan personas mayores que él que no hayan cedido en el suyo y que encuentren el entusiasmo requerido para escribir y publicar libros de poesía destinados “a empolvarse en los estantes de los amigos o en las bibliotecas de críticos y poetas de renombre que ni los hojeaban” (ibíd.). Amadeo desdeña estos libros de provincia, aduciendo que no son más que “una muestra patética de la vanidad y de la falta de sentido del ridículo de sus autores”. Sin embargo, entre ellos, hay uno que no le es tan fácil de menospreciar, a pesar de que los elogios que se le dedican le parecen “desmesurados”. Se trata de la colección de cuentos de Grimaldo (personaje que toma como modelo “real” al escritor Hidebrando Pérez Huarancca, de quien se dice que fue senderista).4 Amadeo entabla una amistad con Grimaldo, aunque no deja de criticarlo en silencio. Le critica, por ejemplo, que aspire a ascender 4.

En la novela Retablo de Julián Pérez, hermano menor de Hidebrando Pérez Huarancca, el hermano revolucionario del narrador-protagonista se llama también Grimaldo.

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en la universidad, en vez de vivir, como él, una vida “sin aspiraciones, sin ambicionar lo que no se puede alcanzar” (Nieto Degregori 1990: 70). Le critica también que, en sus cuentos, introduzca vocablos y ritmos quechuas que descalabran la sintaxis castellana. La notoriedad de Grimaldo es otro blanco de sus críticas. Cuando un “crítico prestigioso” lo menciona entre los nuevos narradores importantes del Ande, Amadeo se convence de que lo hace solo “por diplomacia”. Y dando rienda suelta al prejuicio capitalino (Amadeo es de Lima), concluye que ser un narrador destacado en Ayacucho equivale “a ser el tuerto que reina en el país de los ciegos” (ibíd.). No es solamente la envidia lo que está detrás de sus intentos por desmerecer la actividad literaria de su amigo. Es también que, como todo aquel que ha cedido en su deseo, Amadeo se ve obligado a condenar a quien no ha cedido en el suyo. Después de todo, no es tan fácil renunciar a lo “más preciado” que hay en uno. O mejor aún, uno puede renunciar al deseo, pero el deseo no renuncia a uno, y desde lo real, insiste en hacerse reconocer. “Se explica así”, sustenta Alain Badiou (2004: 114): “que los antiguos revolucionarios sean obligados a declarar que estaban en el error y la locura; que un antiguo amante no comprenda más por qué amaba a esta mujer, o que un científico fatigado llegue a desconocer y entorpecer burocráticamente el devenir de su propia ciencia”. De igual manera, al traicionar su deseo de escribir, Amadeo no puede abstenerse de emprender una maliciosa actividad crítica del amigo que persiste en lo que él ha traicionado. Mientras Amadeo se asienta en esta fútil actividad, Grimaldo es acusado de terrorismo y apresado por la policía. Amadeo cree que Grimaldo ha sido injustamente privado de su libertad, aunque pronto su creencia es puesta en duda cuando un comando senderista ataca la prisión de Huamanga a fin de liberar a sus militantes y Grimaldo fuga con ellos, a pesar de que ya tenía prácticamente en el bolsillo una orden judicial para su libertad. Amadeo se empieza entonces a preguntar qué habría pasado por la cabeza de Grimaldo cuando se enteró de los planes de asalto a la cárcel; luego de darle muchas vueltas al asunto, se da con la sorpresa de que tiene en las manos el material para un relato.

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Este relato, que Amadeo escribe, re-escribe y nunca termina, es una pantalla en la que proyecta el fantasma que entrampa su deseo: un guión imaginario que demuestra que el deseo es una ilusión ridícula condenada al fracaso. La primera versión del relato principia con esta frase: “Desde que le avisaron —se le acercaron por la tarde, después de la hora de visita— se sintió como el Nicaco, el que, por andar solo por el monte, se encontró con el puma y se convirtió en víctima de sus jugarretas” (Nieto Degregori 1990: 77). El argumento es sencillo: a partir del instante en que se entera de que los subversivos atacarán la cárcel y que debe fugar, Grimaldo se arrepiente de sus vínculos con Sendero Luminoso y sufre por lo que pueda ocurrirle a su hija, de dejarla en el desamparo. Hace el balance de su vida y resulta negativo. Quisiera enmendarla, pero ya es tarde; se oyen las primeras explosiones. Después de escribir la frase inicial, que es una moraleja sobre quien se aventura en el deseo —quien se aventura en las vías difíciles del deseo, acaba mal, se encuentra, como el Nicaco, con el puma (la muerte)—, Amadeo no vuelve a tocar la máquina de escribir. Tiempo después, Amadeo escucha el rumor de que Grimaldo no había huido de la cárcel contra su voluntad sino que se había incorporado a la lucha armada. El rumor desmiente la descripción que Amadeo había hecho de Grimaldo en su relato. Lejos de ser un incauto que flirtea con una organización peligrosa, Grimaldo había renunciado “a la apacibilidad y seguridad de su existencia” para elevarse “hasta la altura de lo trágico” (Nieto Degregori 1990: 78). La caracterización heroica que la realidad parece conferir a Grimaldo perturba la “apacibilidad” y la “seguridad” de la existencia de Amadeo, quien ahora decide reanudar la escritura del cuento. Su intención es la de combatir el glamour romántico de los militantes de Sendero Luminoso, y para ello, se respalda en el sentido común ético de la época, según el cual “dar la vida en aras de una doctrina falsa y dogmática no es de héroes, sino de inconscientes o tontos” (ibíd.). Una duda, sin embargo, le impide plasmar sus ideas en el papel: ¿y si el Grimaldo de carne y hueso no es como el personaje edulcorado de su imaginación? Así como antes temía caer en el ridículo de los escritores provincianos que

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escriben libros para llenar los estantes de los amigos, ahora teme “pecar de ingenuidad” escribiendo sobre un personaje que no se ajusta a la realidad. El temor lo hace volver a dejar el relato hasta que, años más tarde, un hecho lo convoca a retomarlo, el “inmerecido” ascenso de Grimaldo a la fama. Además de que la prensa sobreestima su importancia para Sendero Luminoso, revistas y suplementos de gran circulación reeditan sus cuentos, y los críticos literarios ensalzan su nombre al hablar sobre “la producción literaria de los últimos años”. A Amadeo le resulta indignante que solo él se percate de que la súbita consagración literaria de Grimaldo no se debe tanto a su mérito de escritor como a la leyenda tejida alrededor del senderista. Queriendo enmendar este expandido error de juicio, se dispone a escribir sobre cómo, Grimaldo, “de revolucionario consecuente, de idealista valiente y arrojado, de altruista, tenía sólo el disfraz” (1990: 81). Amadeo planifica mentalmente un relato en el que el compromiso revolucionario de Grimaldo sería solo una manera burda de reclamar el reconocimiento que la crítica y el público le habían negado, una solución desesperada a “la frustración, el resentimiento, el desengaño, la conciencia de sus propias limitaciones” (1990: 80). Antes del asalto a la cárcel de la célula senderista, Grimaldo estaría lleno de dudas, temeroso por el futuro de la única persona a quien amaba, su hija. Pero llegado el momento, se descubriría su verdadera esencia: Grimaldo decidiría finalmente fugar con los subversivos para conseguir, a través del simulacro de la entrega a la Causa, el anhelado reconocimiento literario. A pesar de que Amadeo asume el relato como un deber moral, un nuevo obstáculo le impide escribirlo: no cuenta —estima él— con la suficiente información sobre Grimaldo. De modo que, una vez más, abandona la escritura y se consuela con la esperanza de que, con el tiempo, la verdad saldría por sí sola a la luz. No son, evidentemente, obstáculos reales los que truncan su deseo de escribir. En la vía de la realización del deseo, el único obstáculo es de orden imaginario, a saber, el fantasma que ilustra su deseo y el de su personaje como irreales, ilegítimos, ilusiones predestinadas al fracaso.

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Ahora bien, no mucho después ocurre un hecho fortuito que libra a Amadeo y a su personaje del destino fantasmático. Durante una visita a Lima, Amadeo acude a una charla sobre la literatura andina de un prestigioso crítico alemán. Si bien los planteamientos del crítico le parecen tan novedosos como acertados, Amadeo discrepa con su evaluación optimista de que el encuentro entre la escritura y la oralidad en la literatura andina había entrado a una fase prometedora. Para Amadeo, este encuentro había comenzado y concluido con Arguedas: su obra había sido principio y fin de una época en la que el indio y lo indígena ocuparon el lugar más importante en la reflexión literaria y política nacional. Consciente del fin inminente del momento indigenista, Arguedas, según Amadeo, escribió El zorro de arriba y el zorro de abajo, novela en la cual el hombre andino se halla “dolorosamente desarraigado” de sus tradiciones y de su identidad. La “penosa verdad de un mundo andino definitivamente fracturado y desestructurado” empujó al escritor provinciano a poner fin a sus días con un balazo en la sien. En esta interpretación de la obra y de la muerte de Arguedas se escuchan ecos de La utopía arcaica de Mario Vargas Llosa. Que este libro sea posterior a “Vísperas”, sugiere que la tesis de Vargas Llosa se basa en el prejuicio común de muchos escritores criollos. De hecho, un mérito del cuento de Nieto Degregori es el de haber creado un personaje que encarna estos prejuicios: recuérdese que Amadeo desmerece a los escritores provincianos, desdeña la irrupción de la oralidad quechua en la escritura castellana y estima que la muerte de Arguedas es la consecuencia natural de haber ilusamente emprendido un proyecto indigenista cuando el indio venía perdiendo importancia en la vida nacional. Por cierto, que el indigenismo de Arguedas estaba desfasado con relación al proceso de transformación nacional, fue también la posición de los sociólogos en la famosa mesa redonda de 1967 en el Instituto de Estudios Peruanos. Ahondaríamos más en el tema si no tuviésemos que concentrarnos en que Amadeo proyecta también sobre Arguedas su propio fantasma sobre la ilusión y el fracaso. No importa, en realidad, quién sea el personaje de su imaginación (Grimaldo, los escritores provincianos, Arguedas) ni la causa de la cual sea el abanderado (el

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senderismo, la escritura, el indigenismo), el hombre deseante será siempre, para Amadeo, un iluso comparado al Nicaco que, por extraviarse en el terreno peligroso del deseo, se tropieza con el puma. Y es que la proyección de este fantasma en los demás se le hace necesario desde el momento en que cede en su deseo de ser escritor. Es decir, Amadeo se ve obligado a imponer a su semejante un guión imaginario que de-muestra que su deseo de escribir es una ilusión con el objeto de confirmar que el suyo también lo es, justificando y sosteniéndose de esta manera en su renuncia. Como ya lo hemos dicho, uno puede renunciar a su deseo, pero el deseo no renuncia a uno e insiste en hacerse reconocer; de modo que no basta con traicionarlo, hay que hacerse también su enemigo. No es difícil percibir que, ceder en el deseo, conduce a Amadeo a realizar un enorme trabajo para combatirlo, que para colmo es infructífero, pues el deseo es sencillamente inextinguible. ¿No sería entonces más fácil afirmar y sostenerse en el deseo que esforzarse en combatirlo? Puesto que la actividad superyoica de criticar a su amigo le demanda tanto esfuerzo, ¿por qué mejor Amadeo no se esfuerza en realizar su deseo de escribir? La respuesta es sencilla: porque su deseo está prohibido por el superyó, cuya actividad es más compleja de lo que pudiera parecer. Desde una primera mirada, el superyó parece ordenar al yo estar a la altura del ideal. Para Amadeo, escribir está asociado a un ideal personificado por Arguedas, Vargas Llosa, y Bryce Echenique; el peso del ideal le hace temer al ridículo de no estar a la altura “de los grandes” y decide “ni siquiera intentar algo pequeño”. Pero luego advertimos un lado aún más cruel del superyó. El superyó parece ordenar: “Tienes que ser como los grandes. ¡Esfuérzate!”, cuando lo que en realidad vocifera es: “Tú no eres de los grandes. No seas ridículo de creer que eres uno de ellos. Renuncia mejor a tu deseo. ¡Fracasa antes de empezar!”. El fantasma del iluso fracasado funciona como soporte de la prohibición, como una “novela ejemplar” que confirma que tanto el deseo de escribir de los demás como el suyo es iluso, irreal, ilegítimo. Esto se percibe claramente en el relato que Amadeo escribe sobre su amigo. En todas sus versiones, Grimaldo es la “víctima”

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trágica de su ilusión con la alternativa revolucionaria de Sendero Luminoso. No obstante, en la tercera versión, la ilusión política se de-muestra tan solo como la capa visible de una ilusión más profunda. Grimaldo pretende obtener a través de la militancia el reconocimiento que le fue negado en el campo literario. Mas no se trata del reconocimiento en sí, de que él desee la fama venga de donde venga. Se trata de que él desea específicamente el reconocimiento literario. De manera que Grimaldo crea la ilusión del militante senderista para sostener la ilusión de que es un buen escritor. A fin de cuentas, la tragedia de Grimaldo es la de haber caído en la ilusión de que puede escribir. Que es Amadeo quien prohíbe y se prohíbe escribir, ya lo sabemos. Falta averiguar en nombre de quién realiza la prohibición. Vimos en un principio que Amadeo considera a Bryce, a Vargas Llosa y a Arguedas como “los grandes”; ellos tuvieron éxito, sus libros no han sido olvidados en los estantes de los amigos, ellos no están prohibidos de escribir. Aunque luego descubrimos que, a pesar de su éxito, Arguedas no es realmente, para Amadeo, uno de “los grandes”, ya que este considera que aquel cayó en la ilusión del indigenismo y que finalmente tuvo que reconocer su error (su fracaso). Si bien la figura de Arguedas es ambivalente para Amadeo, este tiende a colocarlo en el mismo lugar estructural que Grimaldo y que los escritores provincianos; en el lugar, en breve, de aquellos que tuvieron ilusiones y fracasaron. Lo cual sugiere que lo que Amadeo prohíbe es la narrativa andina, y que esta prohibición (que pasa por la denuncia de la ilusión), él la realiza en nombre del saber literario del gran Otro criollo. Para este gran Otro, hay unos cuantos que tienen el derecho de escribir (Vargas Llosa y Bryce Echenique) y muchos otros provincianos que no lo tienen. En otras palabras, hay unos cuantos potentes y muchos otros impotentes; impotentes que, como Amadeo, asumen su impotencia con resignación, o que, como los escritores provincianos, se creen ilusamente potentes, escriben y caen en el ridículo de hacer patente su impotencia. Así, mediante su relato fantasmático, Amadeo sostiene un orden criollo que asigna lugares determinados para unos cuantos y para muchos otros. No

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es extraño que Amadeo no pueda concluir su relato; pues, al desautorizar la escritura de Grimaldo, Amadeo le confiere autoridad al gran Otro criollo que lo desautoriza a él mismo como escritor. Por ello, el verdadero protagonista del relato de Amadeo no es Grimaldo sino el mismo Amadeo, y es su propio deseo de escribir el que es denunciado como una ilusión ridícula. Llegamos así a una doble paradoja. Primera paradoja: Amadeo escribe el relato para confirmar que él es uno de los muchos otros que no tienen derecho de escribir. Segunda paradoja: para confirmar la “profecía” del gran Otro, Amadeo no acaba de escribir el relato que inicia para confirmar que no tiene derecho. Atendamos de una vez la pregunta latente que perturba la coherencia de nuestro argumento: ¿por qué Amadeo asume que no tiene derecho a escribir si él, a diferencia de Grimaldo y Arguedas, no es provinciano ni pretende mezclar el quechua con el español? Porque así como Sendero Luminoso en “La joven que subió al cielo”, el gran Otro criollo es en “Vísperas” una gran máquina trituradora de deseos. Para este Otro, las cosas son como son y cada uno tiene su lugar, que es el lugar que ya se le ha asignado. A diferencia de una democracia liberal que fomenta la movilidad social de los individuos, el orden mental criollo, con sus remanentes coloniales y oligárquicos, se basa en la inmovilidad, en la estasis. Nuestra sociedad, por supuesto, se rige por una ley democrática, igualitaria. Pero debajo de esta ley explícita, diurna, hay una legislación nocturna que confiere derechos a unos cuantos y se los niega a muchos otros. De allí que cuando uno de los muchos otros reclama un derecho del cual, entre líneas, es vedado, se tropieza (si no con la violencia de estado) con una máquina interpretativa que denuncia su deseo como ilusión, lo estigmatiza de ridículo, y lo anticipa como fracaso. Esto echa nuevas luces sobre el miedo al ridículo del criollo, quizás su miedo por excelencia. El miedo al ridículo del criollo es el miedo a que los demás se den cuenta de que pretende ocupar un lugar que, “evidentemente”, no le corresponde. A través de esbirros letrados como Amadeo, el gran Otro criollo proyecta para los muchos otros el fantasma del iluso que fracasa. Este es, por cierto, el

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guión sobre el cual se desarrolla el programa televisivo Magaly TV. Cuando una ex vedette pretende animar un show del mediodía para amas de casa, allí está Magaly para hacerle saber que ese no es su lugar, que ha fracasado ridículamente en ocuparlo. De esto no debemos concluir solamente que el criollo cede en su deseo debido al miedo al ridículo sino más bien que su deseo está prohibido, y que el fantasma que atiza este miedo es el soporte de la prohibición. Lo mismo ocurre con Amadeo, para quien el fantasma refuerza el mandato superyoico a mantenerse y a mantener a muchos otros en el lugar que supuestamente les corresponde. Sin embargo, volviendo a la charla en Lima, al sostener que la literatura andina entraba a una fase prometedora, el crítico alemán hace tambalear el fantasma de Amadeo y lo angustia como a un animal aquerenciado a quien de pronto le abren la puerta de la jaula. En un intento por recuperar el confort del cautiverio, Amadeo interrumpe las palabras de clausura del moderador para pedir al crítico que ofrezca mayores evidencias de la vigencia de la literatura andina. El crítico defiende su tesis nombrando a algunos narradores andinos contemporáneos, entre los cuales se halla Grimaldo. Incapaz de creer que un crítico de semejante calibre caiga en el error generalizado, Amadeo lo aborda después de la charla y le exige una apreciación de la obra de su ex amigo. El crítico responde que lo interesante de los cuentos de Grimaldo es que están escritos en el español de alguien que piensa en quechua. El paralelo con la escritura de Arguedas es inevitable, aunque el crítico especifica una diferencia: “Si Arguedas siempre mostró un gran optimismo respecto al porvenir, siempre propuso utopías, si el final de sus novelas deja la impresión de que algo está en marcha, Grimaldo Rojas, en cambio, pinta una situación tan negativa y sin salida que es del lector de quien debe partir la propuesta de cambio” (1990: 84). Dicho en otros términos, Grimaldo, según el crítico, insta al lector a autorizarse de sí mismo para cambiar un orden aplastante, sin contar para ello con la garantía del futuro mejor de un nuevo gran Otro (por ejemplo, de una ideología en la cual el cambio sea producto de la necesidad histórica). Amadeo toma el sentido de estas palabras como “la lección más importante que le dieron en su vida”. Comprende ahora que

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se había “rendido antes de la pelea”, que se había despojado a sí mismo de la palabra creyendo que solo le correspondía a “unos cuantos”. Se decide a escribir una crónica que “por más incompleta parcial e insignificante” que pueda resultar al medio literario criollo, sería “su crónica” de los acontecimientos que estaba viviendo Ayacucho (1990: 85). Amadeo aprende que “cuando se tiene vocación de escritor, basta para dejar en el papel la huella del destino de un hombre para morir con la satisfacción de haber cumplido una misión en la tierra”. Y ha aprendido también que “Fracasar no es no llegar a ser grande. Fracasar es ni siquiera intentar algo pequeño” (ibíd.). Amadeo atraviesa el fantasma del fracaso y afirma su deseo de escribir. ¿Pero cómo, de qué manera? ¿Por qué la intervención del crítico alemán consigue que Amadeo redefina el fracaso como no “intentar algo pequeño”? Antes de la intervención, Amadeo desautorizaba su deseo de escribir mediante la desautorización de Grimaldo. Pero después de que el crítico declara que los cuentos de Grimaldo tienen valor, Amadeo autoriza el deseo de escribir de su amigo y a la vez autoriza el suyo. De la doble desautorización, pasa así a la doble autorización. Pero no se trata de un simple juego de espejos, es decir, del orden imaginario del “tú” y “yo”. Se trata de que la doble autorización va de la mano de la desautorización de la prohibición superyoica del Otro criollo: “No tienes derecho de escribir. Quédate en tu lugar”. En otras palabras, es gracias al crítico que Amadeo cancela la autoridad del gran Otro con relación a quién puede y quién no puede ocupar un lugar. Lo que Amadeo, en resumen, aprende del crítico es que el gran Otro no existe sino que se hace existir a través de la presuposición de su existencia. Irónicamente, Amadeo solo consigue asumir la inexistencia del Otro gracias a la intervención de un “lúcido” y “prestigioso” crítico extranjero, a quien supone un saber especial sobre la literatura. Sin su reputación, sin su Nombre, su intervención no habría tenido efecto sobre Amadeo. Es desde la posición de excepcionalidad que el crítico puede legislar sobre la literatura. No hay que olvidar que el ser un extranjero del primer mundo lo ayuda a elevarse a esa posición para Amadeo, cuya mentalidad poscolonial no debe

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ser subestimada. Digámoslo claramente, la intervención del crítico es una especie de inscripción del Nombre-del-Padre. Así como en “La joven que subió al cielo” el padre da el verdadero sentido del socialismo, castra el deseo materno y libera el deseo de Daniela, en “Vísperas” la operación paterna del crítico otorga un nuevo valor a los cuentos de Grimaldo, orada el saber literario del Otro criollo y ayuda a Amadeo afirmar su deseo de escribir. No es fortuito que, en ambos cuentos, el padre legislador aparezca al final como un deus ex machina, como un dios del teatro griego que resuelve el impasse de los mortales. De más está decir que la salida de Amadeo no es aquella propuesta por Grimaldo en sus cuentos: mientras que el narrador Grimaldo insta al lector a autorizarse de sí mismo, Amadeo se autoriza del Otro (del crítico). Esta diferencia nos remite inevitablemente a la pregunta sobre si, al separarse del gran Otro criollo, ¿no se hace Amadeo súbdito de un nuevo gran Otro? Dado que el crítico no solo perfora el saber literario del Otro criollo sino que sostiene una perspectiva distinta de la literatura, ¿no se vuelve a alienar Amadeo en el saber de un Otro extranjero? Para plantear la pregunta de una manera más general, ¿es acaso verdad que el sujeto solo puede desalienarse concediendo a una nueva alienación? En la siguiente y última sección, nos serviremos de esta pregunta para esclarecer la relación de los personajes con la intervención paterna, así como para decidir si las intervenciones paternas y pedagógicas del narrador de Luis Nieto Degregori son o no paternalistas. El padre asciende al púlpito En los cuentos de Nieto Degregori, el Nombre-del-Padre es la instancia que hace existir aquello que el gran Otro consideraba inexistente. En “La joven que subió al cielo”, el padre de Daniela autoriza un socialismo orientado a la vida, que para el Otro materno era impensable (el socialismo de la madre de Daniela está fundamentalmente ligado a la mutilación). Y en “Vísperas”, el crítico autoriza el deseo de escribir de Amadeo, que, para el Otro literario criollo,

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no debía tener (pues el derecho de escribir está reservado para unos cuantos). Pero si bien en ambos casos el Nombre-del-Padre permite atravesar el cercado discursivo del Otro existente, nos queda la duda sobre si su operación nombra lo real del sujeto o si traslada a este al cercado de un nuevo gran Otro. Para entender lo que las dos alternativas ponen en juego, es preciso recordar que Jacques-Alain Millar (2005) asocia la operación del Nombre-del-Padre con “un esfuerzo de poesía”. La creación poética es, para Miller, el nombramiento de lo real por excelencia. En ella, el poeta se hace Nombre-del-Padre, o mejor aún, se hace Padre-del-Nombre, padre del nombre de la “presencia” muda en los intersticios del lenguaje (una vez más, de lo real).5 Evidentemente, esta operación no es la misma que la de los personajes de Nieto Degregori. Mientras que el poeta se autoriza de sí mismo para crear desde el agujero del lenguaje, Daniela y Amadeo autorizan su deseo a través de un sujeto excepcional (un padre) que imparte un saber sobre la existencia. Es decir, mientras que el poeta crea lo nuevo sin la garantía del Otro, como lo hace, o debería hacer, el lector ideal de los cuentos de Grimaldo, los personajes de Nieto Degregori parecen encontrar en la figura paterna y en su saber sobre la vida la garantía de que sus deseos son legítimos. Pero avancemos con mayor cautela, pues al establecer la diferencia entre la desalienación por la vía del poeta y por la vía del Otro, hemos tendido a caricaturizar la segunda de paternalista. Es exagerado aseverar que Daniela y Amadeo reorganizan sus vidas sometiéndose a un padre que les dice qué hacer. En todo caso, no es esto lo que se observa en los cuentos. En “La joven que subió al cielo”, la intervención paterna se limita a reprobar a Sendero Luminoso y a establecer un nexo entre la vida y el socialismo. El padre no

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Nuestra elaboración sobre el Nombre-del-Padre se basa en los seminarios de Jacques-Alain Miller Un esfuerzo de poesía y El Otro que no existe. En este último, Miller (2005: 256) comenta que Lacan se vio llevado “a pasar del Nombre del Padre al padre del nombre, lo que no supone una retórica vana. La nominación, dar nombre a las cosas […] es el problema de saber cómo la conversación puede anudarse a algo de lo real.

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le explica a Daniela que asumir el par significante socialismo-vida implica que ella debe olvidar a Pedro o desafiar a su marido para estudiar medicina. Es Daniela quien anuda las palabras políticas del padre con las decisiones que luego ella toma para perseverar en su deseo. Asimismo, en “Vísperas”, el crítico no hace más que revalorizar los cuentos de Grimaldo y la nueva narrativa andina. Es Amadeo quien, a raíz de esta intervención sobre el corpus literario, reelabora sus ideas sobre el fracaso, sobre el derecho de escribir, y quien finalmente afirma su deseo de ser escritor. En este cuento se hace aún más patente que en el otro que los protagonistas de Nieto Degregori no toman al padre como un Amo ni a su saber como un dogma. Lo que ellos toman del padre es un sentido mínimo que no puede identificarse con una orden ni con un programa de vida. Daniela y Amadeo no toman las palabras del padre como un dictado. No resuelven sus problemas delegándole al padre la capacidad de decidir sobre sus vidas. Ellos deciden más bien apropiarse de las palabras del Otro paterno para crearse vidas que correspondan a sus singularidades. En cierto sentido, los dos adoptan la estrategia delineada por Lacan: “Prescindir de él [del Nombre-delPadre] a condición de utilizarlo” (2006: 133). La cual insta al sujeto a autorizar su deseo de los significantes del padre, a condición de desprender su deseo de los ideales paternos. Más que re-alienarse en el Otro (paterno), ellos se sirven de Él. La operación subjetiva de Daniela y Amadeo es por lo tanto distinta a la de Pedro, quien anula su singularidad en la ideología senderista. Sendero Luminoso es sin duda una instancia excepcional (un Nombre-del-Padre) que le permite subvertir una realidad injusta, pero ella no lo ayuda a subvertir su propia realidad psíquica, a saber, su identidad de mutilado. Es más, mediante esta ideología, Pedro consolida una estructura inconsciente que lo conduce a revivir el traumatismo primitivo de la mutilación. Paradójicamente, su cuestionamiento y separación del orden social lo llevan a reforzar su alienación. No importa entonces que Pedro viaje por muchos lugares del Perú en su lucha por el pueblo. Puesto que su Otro “personal” no ha sido castrado, puesto que no ha habido realmente inscripción del Nombre-del-Padre, Pedro se queda en el mismo lugar.

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El personaje de Pedro ayuda a comprender los mecanismos inconscientes que hacen de un militante un dogmático. Ser militante no implica de por sí estar alienado o enceguecido en un dogma. El dogmatismo es una manera ideológica que ha encontrado el sujeto de gozar de aquello que le es impuesto por el superyó en una dimensión individual. Nos alejamos así de la creencia de que la ideología senderista enceguece a las personas: son más bien las personas que eligen enceguecerse en la ideología senderista. La ideología senderista puede tal vez ser un dogma sostenido por un Amo carismático (Abimael Guzmán). Pero es finalmente el sujeto del inconsciente quien toma la decisión ética de asumir la omnipotencia del Amo y la infalibilidad de su palabra. Pedro no es una víctima arrasada por la violencia de la ideología subversiva, Pedro es un sujeto que elige plegarse al Otro senderista a fin de arrasar con un deseo sexual que lo perturba. A diferencia de Daniela y Amadeo, Pedro se sirve del Otro con tal de que el Otro se sirva de él. Hay, pues, en la narrativa de Nieto Degregori, un buen uso y un mal uso del Otro; el primero consiste en usar las palabras del Otro para asumir la responsabilidad de pensar y decidir sobre la propia vida, el segundo en delegar esta responsabilidad ética a un Otro que ostenta un saber. Que, como narrador, Nieto Degregori condena el mal uso en sus personajes, es indudable. Pero no lo es tanto que él, como narrador, se abstenga de fomentar este uso en sus lectores. Dicho de otro modo, nos preguntamos si el narrador aspira a que el lector le delegue la responsabilidad de pensar y decidir sobre las enseñanzas que deben extraerse de la realidad narrativa para lidiar con su propia realidad. Y esto porque, en ambos cuentos, el narrador asume un tono declarativo que pretende educar directamente al lector. Ya habíamos dicho que la intervención paterna al nivel de los personajes se duplica al nivel de la “relación” entre el narrador y el lector. Faltaba añadir que la intervención del narrador excede la intervención de los personajes paternos. En “La joven que subió al cielo”, el padre se limita a reprobar a Sendero Luminoso y a esbozar un socialismo más emparentado con la vida, pero el narrador toma el sentido que Daniela extrae de la intervención paterna a fin de

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realizar una declaración universal en la cual el socialismo es una síntesis del “amor por la vida” y del progreso racional-moderno (“las luces que la humanidad ha conquistado hasta hoy”). Y en “Vísperas”, el crítico se ciñe a dar una interpretación favorable de la literatura andina, pero el narrador toma lo aprendido por Amadeo sobre el fracaso para instar a “los ilegítimos” a perseverar en su deseo sin preocuparse por la aprobación de la ciudad letrada criolla. Así, mientras que los personajes paternos se limitan a dar un mínimo sentido a fin de castrar al Otro que aplasta a los protagonistas, el padre-narrador asciende al púlpito del pedagogo y difunde un saber sobre la existencia que si bien no constituye un dogma, tampoco puede describirse como mínimo.6 Es así como Nieto Degregori resucita la tradición de los cuentos morales. Llegados a este punto, es casi un deber preguntarnos, ¿por qué Nieto Degregori recurre a una forma narrativa hoy caída en desuso? Comencemos por señalar que el nudo dramático de estos cuentos está hecho del enfrentamiento de los protagonistas con uno de los dos polos del conflicto armado, la modernidad capitalista criolla y la modernidad comunista de Sendero Luminoso; Daniela debe traspasar la ideología de Sendero Luminoso, y Amadeo la erudición literaria criolla. Por un lado, el narrador socialista empatiza con los esfuerzos por cambiar un orden sociopolítico que se desentiende de las aspiraciones modernas de las masas andinas. En este orden, solo unos cuantos tienen derechos democráticos mientras que la gran mayoría es disuadida de reclamarlos mediante la violencia de Estado o un discurso prohibitivo que se difunde entre líneas. Es por ello que, en “Vísperas”, el narrador interviene para educar al lector sobre cómo no debe dejarse engañar por los discursos hegemónicos que desautorizan su deseo de ocupar otro lugar en la sociedad. Ante un Otro criollo cuyo saber deslegitimiza los deseos de los provincianos, el narrador no puede o no quiere reprimir su deseo de deslegitimizarlo. 6.

Agradezco a mi amiga y alumna, la psicoanalista María del Carmen Ramos, por haberme hecho notar el carácter intruso del narrador de los cuentos de Nieto Degregori.

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Por otro lado, el narrador no se identifica con el proyecto de cambio de Sendero Luminoso, a la vez que aborrece que los defensores del status quo utilicen esta organización para demonizar al socialismo en general. El narrador se halla así entre dos fuegos que asumen la forma del saber. Y no queriendo ser consumido por ninguno, en “La joven que subió al cielo” realiza una intervención pedagógica para impartir una enseñanza “verdadera” sobre lo que es, o debe ser, el socialismo, desautorizando de un solo golpe el proyecto de cambio de Sendero Luminoso y la posición hegemónica que desautoriza cualquier proyecto de cambio. Si al nivel del contenido el Nombre-del-Padre realiza un corte en el destino inconsciente de Daniela, al nivel de la interpretación este Nombre intenta suprimir el destino interpretativo que le depara al cuento el sentido común criollo.7 Nada más paradójico que esta intervención. Pues al fijar “el sentido correcto” del socialismo, el padre-pedagogo libera la interpretación del texto del presupuesto naturalizado de que el socialismo no puede no ser una máquina mutiladora como la de Sendero Luminoso. El narrador de Nieto Degregori puede ser un tanto intruso en algunos de sus otros cuentos, pero jamás asume tan abiertamente como en estos dos la tarea del pedagogo. Lo cual nos hace pensar que Nieto Degregori asume esta tarea a raíz del conflicto armado. En otras palabras, es el deseo de Nieto Degregori de decir algo sobre el conflicto, de intervenir en él, lo que se halla detrás de su decisión (conciente o inconsciente) de romper una de las normas de etiqueta

7.

El sentido común del establishment cultural criollo se pliega cínicamente a la convicción humanista contemporánea de que todo proyecto emancipador está condenado a concluir en el genocidio o en el totalitarismo. Para San Agustín, el mal es la ausencia del bien, el mal es un recodo de oscuridad al cual no llega la luz del bien. Para el individuo de nuestra época, el bien es la ausencia del mal, el bien es evitar que alguien, queriendo hacer el bien, acabe haciendo el mal; así, en el campo político, el bien radica en condenar de antemano todo proyecto emancipador que pretenda hacer el bien (Žižek 2004: 163). “El infierno está hecho de buenas intenciones”, este es el lema que soporta la reflexión ética a la vez que el impasse político de nuestros días.

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narrativa más difundidas de la literatura moderna. Nos referimos a esa norma que se resume en un lema que se repite como un mantra a los escritores en ciernes: “Es preferible mostrar que decir”. No queremos sugerir que la narrativa de Nieto Degregori dice en vez de mostrar, que educa en vez de armar un relato. Pero sí que muestra y dice, y que lo que dice excede lo que muestra. Ahora bien, la prohibición literaria contra el decir no ha estado allí desde siempre. Hace menos de dos siglos Nathaniel Hawthorne interpolaba largos sermones en la trama de sus relatos. Esa norma de etiqueta narrativa es el progresivo resultado de la alianza histórica entre la literatura y el proyecto romántico-moderno de explorar la subjetividad reprimida por el lenguaje moralizador de la tradición, así como por el lenguaje cuantificador del capitalismo y de la razón científica. En tanto que su adversario histórico ha sido el lenguaje normativo instalado en el cuerpo, de la literatura comprometida con el sujeto se espera que muestre los agujeros del lenguaje, sin volverlos a tapar con otro decir. Para decirlo de manera rimbaudiana, de ella no se espera que eduque sino que deseduque los sentidos. Digamos un tanto más: de la literatura se espera la experiencia del sinsentido, la experiencia que resquebraja la casa de sentido en la que habita al lector. De la literatura se espera esto y nada más pues construir un sentido nuevo desde los escombros del viejo sentido, es la tarea adicional que se espera del lector; es a él a quien le corresponde construir un sentido que le sea propio, singular. Nada garantiza, por supuesto, que ante la angustia de ver su casa en ruinas, el lector se apresure a reconstruirla con el sentido común (que, no hay que olvidarlo, es siempre la represión común). Y he aquí, para nosotros, la crux de la decisión de Nieto Degregori de escribir cuentos morales. Es la angustia de ver su casa (el Perú) en ruinas la que impulsa al escritor a decidir que el compromiso de la literatura con la experiencia del sinsentido era insuficiente para las décadas del conflicto armado. Es la angustia propia, y la que presupone en el lector, la que lo lleva a desconfiar de la capacidad de este para interpretar los antagonismos sociales que dieron origen al conflicto, sin caer en el sentido común de la modernidad criolla

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o de la modernidad comunista de Sendero Luminoso. Es como si de pronto Nieto Degregori hubiese llegado al convencimiento de que le correspondía ocupar la posición de un padre que no solo castra el sentido de un Otro aplastante sino que da un nuevo sentido que ayuda a los lectores a resolver el impasse histórico. No vamos a caer en el elitismo de sacar a relucir los estandartes del “arte por el arte” para condenar la decisión ética de Nieto Degregori de romper una norma de etiqueta literaria. Pero si convenimos (solo para seguir con el argumento) que él tenía razón en que la experiencia del sinsentido era insuficiente para un contexto violento. Debemos añadir que su posición pedagógica también lo era; pues, como pedagogo, él no inventa un sentido nuevo para la época sino que reinstaura el sentido de un padre que la época conocía demasiado bien y que, por muchos motivos, ya no convencía, el buen padre socialista. De la segunda mitad de la década de los ochenta en adelante, los partidos de izquierda fueron perdiendo progresivamente el respaldo del pueblo, así como sus curules en el congreso. Y la existencia explosiva de Sendero Luminoso hizo palpable que sus interminables debates sobre si llevar a cabo la revolución por las armas o por la vía democrática, no eran sino un espectáculo que velaba su impotencia o su indecisión. De modo que, para los lectores de esos años, el buen padre socialista era poco más que un viejo moribundo. Que el viejo saber de un padre pueda ayudar a algunos o a muchos a sortear un obstáculo en la realización de su deseo, no lo ponemos en duda, pero de la literatura se espera más... Termino la frase anterior con puntos suspensivos (es decir, sin terminar) porque no sé qué es ni qué debe ser la literatura. Solo tengo la intuición de que cuando un autor asume tan decididamente la función pedagógica, se ve obligado a ser Padre-del-Nombre de lo real: es decir, a ser Padre-del-Nombre de eso que, en la época, no existe (porque no tiene nombre, porque no está simbolizado) y que sin embargo insiste en existir: en breve, lo real. Sin duda, Nieto Degregori ha cumplido con las obligaciones que vienen con la función: en su minuciosa exploración de las motivaciones inconscientes detrás de las decisiones ético-políticas, el narrador cuzqueño

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ha conseguido en efecto nombrar, y por lo tanto también hacer existir, una dimensión subjetiva que otros narradores de las décadas de la violencia dejan en el tintero. Su gran mérito es el de haber introducido una reflexión sobre el nexo entre el inconsciente y la ideología en la literatura de la violencia política. Sin embargo, no podemos dejar de reconocer que su “esfuerzo de poesía”, su nombramiento de lo nuevo, se ve a veces constreñido, sobre todo a la hora de concluir, por un esmero en transmitir enseñanzas que ayuden al lector a orientarse éticamente en una época difícil. Es decir, no podemos dejar de reconocer que su paternidad poética de lo real encuentra un tope en su paternidad socialista.

Bibliografía Badiou, Alain 2004 La ética. México D. F.: Herder. Bataille, Georges 1961 Les larmes d’Eros. Paris: Jean-Jacques Pauvert. Freud, Sigmund 1981a “Lo inconsciente”. En Obras completas. Tomo II. pp. 20611082. Madrid: Biblioteca Nueva.

1981b

“Malestar en la cultura”. En Obras completas. Tomo III. pp. 3017-3067. Madrid: Biblioteca Nueva.

Lacan, Jacques 1975 “Subversión del sujeto y dialéctica del deseo en el inconsciente freudiano”. En Escritos II. pp. 773-807. Buenos Aires: Siglo veintiuno. 1981 Seminario I. Los escritos técnicos de Freud. Buenos Aires: Paidós.

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1988 Seminario VII. La ética del psicoanálisis. Buenos Aires: Paidós. 1999

Seminario V. Las formaciones del inconsciente. Buenos Aires: Paidós.

2006 Seminario XXIII. El sinthome. Buenos Aires: Paidós. Miller, Jacques-Alain 2005 El Otro que no existe y sus comités de ética. Buenos Aires: Paidós. Nieto Degregori, Luis, 1990 “Vísperas” y “La joven que subió al cielo”. En Con los ojos siempre abiertos, Lima: El zorro de abajo. Žižek, Slavoj 1989 The Sublime Object of Ideology. Londres: Verso. 1994 The Metastases of Enjoyment. Six Essays on Woman and Causuality. Londres: Verso. 2004 Violencia en acto. Buenos Aires: Paidós.

V La risa irónica de un cuerpo roto: Adiós Ayacucho de Julio Ortega Víctor Vich y Alexandra Hibbett

“¿Qué parte de mí será la que me falta?” (Ortega 1986: 12) es la pregunta que Alfonso Cánepa, muerto durante el conflicto armado, enuncia con desconcierto al emprender su viaje a Lima para exigirle al Presidente de la República que le devuelvan los huesos que le fueron arrancados (una pierna y un brazo, entre otros) y poder realizar así una digna sepultura de sí mismo. Cánepa entiende que no solo es necesaria la recuperación física de su cuerpo (torturado, mutilado y desaparecido por las fuerzas del orden) sino además la construcción de un sentido capaz de explicar su muerte dentro de una reflexión sobre la exclusión histórica del mundo subalterno en el Perú.1 La pregunta de Cánepa da cuenta de un problema teórico que ha retornado en los últimos años y que afirma que “dos” son las 1.

Adiós Ayacucho de Julio Ortega es una de las obras literarias más conocidas sobre la violencia política en el Perú. Su éxito se debe no solo al texto impreso, publicado en 1986 (es decir, en el medio del conflicto armado), sino también a la versión teatral que el destacado grupo Yuyachkani ha venido poniendo en escena —nacional e internacionalmente— a lo largo de las dos últimas décadas.

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muertes que atañen al sujeto: la muerte física y la muerte simbólica. La primera refiere a la paralización de las funciones vitales mientras que la segunda da cuenta del intento por construir una narrativa que logre integrar y “cerrar” simbólicamente la vida del individuo. Esta segunda muerte es de trascendental importancia porque de no ocurrir “[...] las sombras de las víctimas continuarán persiguiéndonos como “muertos vivos” hasta que les demos un entierro decente, hasta que integremos el trauma de su muerte en nuestra memoria histórica” (Žižek 1991: 48). En este ensayo, nos proponemos realizar una lectura de Adiós Ayacucho a partir de tres ideas fundamentales: la manera en que se representa una denuncia a la clase política como responsable principal de las violaciones de derechos humanos, la crítica que se establece al discurso antropológico como fuente de autoridad y poder, y la necesidad de articular un lugar de enunciación subalterno destinado a deconstruir las representaciones hegemónicas de la nación.2 Sostenemos que este lugar de enunciación se articula a partir del humor, que en esta novela constituye una estrategia para la representación de algunos aspectos “no-narrados” en el contexto de la violencia política. Comencemos entonces: Adiós Ayacucho es un texto escrito fundamentalmente como respuesta al Informe de la Comisión Uchuraccay. Este Informe, presidido por Mario Vargas Llosa, fue realizado para conocer los detalles y las causas de la matanza de ocho periodistas a manos de campesinos de la comunidad de Uchuraccay en las alturas de Huanta, Ayacucho.3 Aunque el Informe

2.

Coincidimos con Quiroz en entender la novela como el intento de construir un lugar de enunciación subalterno a partir de la crítica al discurso antropológico como representante de una razón colonial.

3.

El miércoles 26 de enero del año 1983, ocho viajaron a Uchuraccay para investigar la muerte de senderistas a manos de los comuneros de Huaychao. Se sabía que había un alto grado de tensión en la zona, producto del fuerte conflicto entre militares, senderistas y comuneros. El hecho parece haber ocurrido de la siguiente manera: interceptados a medio camino, los comuneros decidieron matar a los periodistas, confundiéndolos con subversivos y temiendo una venganza, quizás a razón de la presencia de un guía que era

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intentó reconstruir los hechos con la mayor objetividad posible, sostenemos que su enunciación siguió alimentándose de una retórica muy tradicional que lo llevó a juzgar lo sucedido a partir de ideas preestablecidas sobre la cultura andina y sobre los complejos procesos de la modernidad en el Perú.4 Adiós Ayacucho narra la complicidad entre este discurso de autoridad y la estructura del poder político en el país. La novela cristaliza su reclamo en tres niveles (directamente en la narración en primera persona, en los diálogos entre los personajes y en los mismos hechos de la historia), y se propone deconstruir al mencionado Informe a partir de dos aspectos fundamentales. El primero está referido a su “orientalismo”, es decir, la manera en que el discurso antropológico tradicional representa al mundo campesino como una realidad resistente a los cambios y exótica ante los ojos de un observador externo. Como se sabe, esta ideología ha tratado de definir ontológicamente a las identidades andinas y ha terminado por inscribirlas siempre en relaciones de poder y de subordinación. El segundo aspecto se refiere a su insistencia en sostener que el Informe Uchuraccay evadió prevenir, de manera contundente, las graves consecuencias que la militarización estaba trayendo en la zona. Con respecto a lo primero, el más claro ejemplo del discurso antropológico se encuentra en el uso que se le da a la categoría del “Perú profundo”. Esta categoría fue utilizada por la Comisión investigadora y remite, en última instancia, a una supuesta “falta de modernidad” en estas comunidades de altura. Mediante el uso de ella, el Informe quiso producir una narrativa donde un sector del conocido como senderista en la zona. Los estudios más autorizados sobre lo ocurrió ese día en Uchuraccay han sido escritos por Mayer (1991) y Del Pino (2003). 4.

Investigaciones recientes han señalado que la imagen tradicional y autárquica de las comunidades Iquichanas que el Informe presenta fue mucho más una “construcción letrada” de los miembros de la Comisión que un dato objetivo de la realidad. Los Iquichanos comerciaban, usaban dinero, tenían radios y tocadiscos y sabían muy bien como negociar y relacionarse con las ciudades más cercanas.

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país se entendía como una “cultura otra” cuya diferencia cultural era solo entendida como “atraso”. Desde ahí, la categoría de “Perú profundo” le sirvió al Informe para construir una imagen estática del mundo andino, funcional a sus conclusiones principales.5 La novela deconstruye este argumento y lo realiza sobre todo a partir del encuentro que Cánepa tiene con un estudiante de antropología. Cuando este observa el cuerpo mutilado de Cánepa, se sorprende e intenta explicar la razón de su estado: —Sí —replicaba él, cáustico—, por delicado es que te sacaron la chochoca, ¿no? —No, pues —protesté—, por peruano profundo. Se molestó otra vez. —¿Pero tú crees que te puedes echar a andar por todas partes así nomás? ¿No hay leyes o qué? ¿Quién te crees que eres? ¿El Hombre Elefante peruano? (1986: 17)

Como puede observarse, Cánepa se apropia irónicamente de esta categoría, provocando el malestar del antropólogo. Su objetivo es señalar una correspondencia directa entre esta manera de entender al país y la violencia que lo llevó a su muerte. Hay que subrayar que Cánepa es asesinado por la policía a razón de haberse presentado a la comisaría como dirigente campesino para mostrar su descargo ante una injusta acusación que lo vinculaba con la acción armada. Es decir, lo que lo llevó a la muerte no fue simplemente la sospecha de que sea terrorista, sino el hecho de que pertenecía a un grupo social que sufría además una exclusión discursiva, que permitía que sea acusado y desaparecido impunemente. La segunda crítica al Informe apunta a resaltar que este no responsabilizó suficientemente a los partidos políticos por el diseño de una política antisubversiva militar que solo incrementaba

5.

Basadre, en Perú: problema y posibilidad (1979) acuñó la expresión en contraposición a lo que denominó “la República aristocrática”, una forma de poder que no reconocía como parte del Perú al mundo indígena, que era en ese entonces la gran mayoría de la población.

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el terror. Para Adiós Ayacucho la matanza de Uchuraccay debería haber puesto en crisis ese modelo de acción que iba acompañado de una retórica que siempre diluía responsabilidades políticas: Sus escritores han determinado que todos somos culpables. Pero en el Perú unos son más culpables que otros. Porque si todos somos culpables ya no hay culpa ni ley ni sanción posible. (1986: 33)

Dicho de otra manera: a través de múltiples representaciones, la novela muestra que el Informe no fue lo suficientemente contundente para subrayar la situación de pánico y de terror que tanto militares como senderistas estaban causando en la zona,6 y así tuvo como último resultado la conformidad con una estrategia antisubversiva que ya comenzaba a mostrar dramáticas consecuencias y que, en efecto, dejó la puerta abierta para que luego se produjeran mayores violaciones de derechos humanos en esas mismas comunidades.7 La posición de Cánepa es clara al respecto: Yo discrepaba totalmente de ese informe exculpador de los métodos de la guerra sucia, pero creía conocer bien la lógica estatal como para saber que alguien, hoy en Uchuraccay como ayer en Cajamarca, tenía que dar al Estado una argumentación formal. Solo faltaba ver cuánta violencia podía desatar ese Estado antes de anegarse en

6.

El informe se limita a increpar “el estricto cumplimento de la ley por parte de las fuerzas” (Vargas Llosa 1990: 110) pero no proporciona elementos que permitan desarrollar una estrategia que defienda a la población.

7.

En efecto, es exactamente luego del Informe que se produjeron las mayores violaciones a Derechos Humanos durante todo el conflicto armado. Luego de la matanza de los periodistas, Sendero Luminoso ingresó a Uchuraccay en tres oportunidades y mató nada menos que a 120 personas. La cifra es altísima si consideramos que los datos del censo estimaban una población de 470 personas en dicho lugar. En 1984, todos los pobladores de Uchuraccay abandonaron la comunidad a consecuencia del asedio de Sendero Luminoso y de las Fuerzas Armadas. Del Pino, de quien hemos tomado los datos anteriores, afirma que “[e]n toda la zona altoandina de la provincia de Huanta habrían sido arrasadas 68 comunidades, quedando la zona completamente desolada desde mediados de 1984 hasta 1994” (Del Pino 2003: 82-83).

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sangre, ya sin discurso antropológico posible. La matanza indicaba que el sistema se sostenía precisamente en ese cálculo. (1986: 31)

Lo interesante de esa cita radica en mostrar que para Cánepa la violencia no se reduce solo a una acción armada, sino que tiene que ver, además, con la producción de un discurso que ha representado al subalterno al interior de una jerarquía cultural. De hecho, el Informe menciona la “superioridad moral” de la democracia (en realidad, quiere decir de “occidente”), y se pregunta si sus “distingos jurídicos” son aplicables “a hombres que viven en primitivismo, aislamiento y abandono” (Vargas Llosa 1990: 108). Por estas razones, Cánepa propone que el Informe Uchuraccay no puede ser solamente entendido dentro de una coyuntura específica sino, sobre todo, como un artefacto cultural inscrito en una larga tradición discursiva (iniciada quizá en el “encuentro” de Cajamarca)8 que continúa reproduciendo estereotipos sobre el mundo andino y que es incapaz de neutralizar la estructura del poder letrado en el Perú.9 De hecho, la crítica que establece la novela frente al discurso oficial no se limita a ser una respuesta al Informe de Uchuraccay. El encuentro de Cánepa con el antropólogo permite a la novela construir una crítica más amplia al discurso hegemónico como instancia excluyente de las identidades subalternas en el país. Es en contraste a este discurso, representado por el personaje del antropólogo, que la novela documenta el intento de Cánepa por

8.

El encuentro de Cajamarca es la escena fundadora del Perú moderno. En ella, por primera vez, la cultura andina y la cultura occidental entran en contacto a partir de la interacción entre el Inca Atahualpa y el padre Francisco Valverde. La mejor interpretación de esta escena (en términos de rastrear el conflicto entre oralidad y escritura) ha sido propuesto por Antonio Cornejo Polar (1994).

9.

De hecho, el modo en que el Informe de la Comisión Uchuraccay da cuenta de la construcción hegemónica sobre el Otro y la propia manera en que la Comisión fue nombrada por el Presidente de la República implica que el subalterno nunca fue entendió como un sujeto capaz de dar cuenta de sí mismo y que necesitaba de un letrado que hablara por él.

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generar un lugar de enunciación propio, que le permita escapar de la posición que le ha sido asignada por los discursos del poder.10 Cánepa y el estudiante de antropología se conocen como polizontes en un camión de frutas. Desde un primer momento, la relación entre ellos es tensa pues la mirada del joven siempre parte por activar un saber previo al momento de enfrentarse a una realidad desconocida.11 La novela muestra que el antropólogo y su discurso son un peligro para el protagonista, pues representan la amenaza de silenciar su reclamo, al intentar establecer, en palabras de Cánepa, “explicaciones que neutralizan mi vida y mi muerte” (1986: 78). Así, Adiós Ayacucho muestra cómo la representación del otro puede entenderse como una forma de agresión y de dominación política. Asistimos entonces a una lucha por la definición del subalterno donde ocurre una desautorización del discurso oficial y una inversión de las posiciones de los personajes. Cánepa logra esto retando las opiniones del antropólogo y esquivando sus categorizaciones. El estudiante intenta definirlo a partir de un saber letrado, pero este siempre reconoce los mecanismos del discurso antropológico y los ironiza constantemente. El primer intento que el antropólogo realiza para definir a Cánepa (1986: 16) es: “—Ya sé —dijo—, tú eres el charanguista sietemesino de la comunidad de Palca—” y como no acierta, insiste con otra hipótesis: “No me dirás que tú eres el abigeo Superman —dijo—; el cojo, tuerto y manco de las comunidades de altura” (ibíd.). Al encontrarse nuevamente desautorizado, no tiene más remedio que implorar: “—Ya pues [...] dime quién eres” (ibíd.). Notamos que ocurre una inversión en la relación de poder entre los personajes. Una y otra vez, el estudiante se equivoca, y 10. El viaje de Cánepa hacia Lima es el recurso narrativo que permite evaluar la coyuntura histórica del país a partir de los principales discursos que la sostienen, y de los más conocidos actores en ella involucrados. Así, en este recorrido, el personaje entra en contacto, además que con el antropólogo, con pequeños comerciantes, con los infantes de marina, con los sinchis, con los senderistas, con un periodista y con una mafia de narcotraficantes. 11. Se trata de un procedimiento de larga data en el Perú, activado desde las crónicas coloniales, que consistió en interpretar la diferencia cultural a partir de categorías y saberes preestablecidos.

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es Cánepa quien se va colocando en el lugar del “saber”. En sus palabras: “De informante yo me había convertido en encuestador, lo que él no podía tolerar” (1986: 19). Desde este punto de vista, lo que el antropólogo no puede soportar es haber dejado de ser el único sujeto de la enunciación: ya no es el discurso de autoridad el que define quién y cómo es el subalterno, sino que la novela muestra cómo el subalterno comienza a construir, por sí mismo, una explicación sobre la forma en que su identidad se encuentra inscrita en la realidad del país. En ese sentido, la novela muestra cómo el antropólogo comienza a perder el control sobre su “objeto de conocimiento”, quien ahora se ha convertido en un “sujeto” que puede responder. Nos interesa subrayar que este lugar de enunciación propio, vale decir, la manera subalterna que encuentra Cánepa de interpelar al Perú oficial, se estructura sobre la base del humor y la constante ironía del personaje. Esta estrategia resulta especialmente rica porque logra trasmitir una crítica a los discursos hegemónicos a través de conseguir involucrar al lector en ella. El lector, al reírse de las bromas y los dobles sentidos, se vuelve cómplice de Cánepa y es ahí donde la novela realiza su mayor apuesta política (y estética, sin duda). Podemos afirmar que el humor actúa en la novela como una “conciencia negativa” (Guha 1983) destinada a deconstruir las interpretaciones oficiales y a posicionarse críticamente frente a la realidad. Por “conciencia negativa” entendemos la relación de oposición que Cánepa mantiene frente a representaciones de la realidad que invisibilizan relaciones de desigualdad y poder. El humor se constituye entonces como un texto de distancia frente a los discursos circundantes, mostrando sus vacíos, contradicciones y peligros. Surge como una propuesta para revelar algo que no se encuentra representado adecuadamente en los discursos oficiales. Muchas de las bromas de Adiós Ayacucho están dirigidas a poner en cuestión las representaciones más comunes de lo que se entiende por “ser peruano”. Para la novela, un peruano es un sujeto obligado a reconocerse en una representación que no lo satisface. Definir al peruano es la manera que la novela tiene de insistir en

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una representación crítica del país. En ese sentido, Cánepa lo define como aquel que “sangra con entusiasmo” (1986: 26), alguien que “anda pidiendo excusas” (1986: 15), un “cojudo universal” (1986: 23). Por ejemplo, cuando el personaje emprende su viaje a Lima, se produce el siguiente monólogo: Porque como dice mi compadre Juani ya es bastante con que uno sea de por aquí, pero que encima lo agarren de cojudo es demasiado. Pero así es uno de nacimiento, y en el bar “la Caleta”, lamentando mi mala suerte, poniéndose serio, mi compadre dirá a los otros: “Es que era demasiado peruano”, y todos entenderían, asintiendo, que yo era cojudo de nacimiento. (1986: 11)

La broma de Cánepa consiste en equiparar la esencia de la nacionalidad peruana no con el hecho de pertenecer a un territorio específico ni a una cultura común sino a un acto de credulidad. Para Carroll (2001), en efecto, las bromas implican la producción de un ‘error’, ya sea en su enunciación, en la de sus personajes o en el receptor. Este crítico sostiene que el oyente no solo debe darse cuenta del error, sino que además debe producir una interpretación de este; la relación entre el error superficial y la interpretación de fondo es lo que lleva al efecto cómico de la broma. En el caso de la broma citada, se deduce que Cánepa ha muerto por ser “demasiado peruano”, y el lector debe caer en cuenta de la dinámica según la cual todo peruano acriollado —es decir, quien ya ocupa una posición de poder— debe saber cuándo no creer en la ley o cuándo tomar distancia de ella a fin de evitar ser “cojudeado”.12 Así, esta cita refiere a la muerte de Cánepa y muestra, por tanto, una situación en la cual los peruanos se representan como escindidos ante la ley, vale decir, entre la necesidad de creer en ella y el imperativo que exige trasgredirla. De hecho, esta problemática 12. Si los chistes clásicos de los años 40 representaban al migrante como un sujeto inocente, constantemente engañado por el criollo, vale decir, proponían a un sujeto que todavía era capaz de “creer” en la ley, podemos postular que hoy en día la ley trasgresora ha pasado a ser una manera forma central de construir relaciones y vínculos en el Perú.

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es el eje central en la situación del personaje. Expliquémonos más: para un campesino como Cánepa, la necesidad de creer en la ley responde a un deseo de integración nacional y por eso acude a la comisaría de buena fe. El problema surge cuando descubre que una “ley oculta” dirige el funcionamiento del Estado. Si la ley oficial se basa en los valores de la democracia, la participación y la igualdad de los ciudadanos, la “ley oculta” termina por imponerse a partir del privilegio, la violencia y la exclusión. De allí que resulta claro comprender que Cánepa no era un ciudadano para el Perú oficial, no merecía un juicio público y entonces era posible asesinarlo impunemente.13 Al llegar a Lima, Cánepa se confronta con el “desborde popular”, vale decir, con una ciudad caótica, sin Estado, donde el poder político ha perdido el control sobre la ciudadanía. Encuentra una realidad pauperizada, llena de personajes excéntricos como el Ave Rock; una ciudad que huele “a orines” (1986: 58) y que muestra la degradación social que Cánepa busca encarar. El Petiso, un niño de la calle cuyo nombre recuerda la impactante noticia del año 1983 sobre el estado de la infancia popular en Lima, se hace su amigo y viene a ser una personificación de esta realidad miserable. Así, la identidad subalterna no es representada como una fatalidad individual, sino como la incipiente formación de un colectivo: Cánepa y el Petiso se enfrentarán juntos a la ciudad.14 A razón de sobrevivir en Lima, el personaje tendrá que pasar por varias posiciones o, mejor dicho, tendrá que performar identidades

13. Esto sugiere que en muchos casos respetar la ley oficial implica someterse a una lógica que no traerá ningún beneficio y que más bien se presenta como excluyente. La broma, y las circunstancias de la muerte de Cánepa, parecen implicar que la peruanidad se define a partir de una confusión, la duda acerca de cómo alternar entre una ley oficial y otra obscena que es, al fin y al cabo, su sustento. Dicho de otra manera, un peruano tiene que saber cuándo respetar la ley pero más aun, cuándo dejar de hacerlo; por tanto, un peruano es quien puede equivocarse entre uno y otro nivel. 14. Como se sabe, el mismo año del Informe Uchuraccay, los periódicos registraron la presencia del cadáver de un niño carbonizado en la Plaza San Martín a causa de dormir al costado de un poste de energía eléctrica en un día de garúa.

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diversas. Por eso, en un primer momento el Petiso le sugiere que haga uso de su condición corporal (su cuerpo fragmentado) para ganar algo de dinero como si fuera un cómico ambulante. Así, Cánepa se convierte en una mercancía y su muerte es fetichizada por los espectadores. Luego, con el objetivo de pasar desapercibido, Cánepa asumirá el papel de loco. Esto tendrá un resultado inesperado, pues el personaje afirma que por fin fue “tratado como un ser humano” (1986: 59). Sin embargo, lo que resalta en estos dos casos es que Cánepa no está dispuesto a ceder en su deseo (reclamarle al Presidente sus huesos), y no se queda en ninguno de estos lugares donde podría haber encontrado algún tipo de aceptación. “[M]i locura era mayor: tenía que ver al presidente y exigirle mis huesos” (ibíd.). Por eso mismo, Cánepa se dirige donde Belaúnde para entregarle una carta. La decisión de redactarla para interpelar al poder no deja de ser significativa. En efecto, escribir una carta significa para el personaje casi la única manera de legitimarse como interlocutor y de encontrar un reconocimiento en el “mundo oficial”; implica además apropiarse del discurso letrado mediante el cual el poder ha sido estructurado en el país. De hecho, la carta es otro espacio para la expresión de las críticas del personaje. Destaca en ella la necesidad de responsabilizar directamente a Belaúnde por lo que estaba sucediendo en Ayacucho, en concreto, por la decisión de declararlo una “zona de emergencia”. Es decir, se trataba de cuestionar a una clase política que optaba por desentenderse del problema y dejaba la puerta abierta a las decisiones militares.15

15. Podemos decir, entonces, que Cánepa tiene muy claro que la responsabilidad última por las violaciones de Derechos Humanos no atañe solo a los jefes de las Fuerzas Armadas sino fundamentalmente a la principal autoridad civil del país. Así, se puede sostener que la novela anticipó una de las principales conclusiones de la CVR: “La clase política que gobernó [...] tiene grandes y graves explicaciones que dar al Perú. Hemos [...] llegado al convencimiento de que ella no habría sido tan terrible sin la indiferencia, la pasividad o la simple incapacidad de quienes entonces ocuparon los más altos cargos públicos. Este informe señala, pues, las responsabilidades de esta clase política, y nos lleva a pensar que ella debe asumir con mayor seriedad la culpa que

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El encuentro con Belaúnde, sin embargo, no es posible: recibe un culetazo y el Presidente le pisa sus anteojos. Es decir, este fracaso se presenta como el último intento que la novela realiza por mantener a la política como el último vínculo social en un contexto en el que la violencia está negando toda posibilidad de diálogo. La descripción de la escena y la crítica política que de ella se deduce es muy significativa: Lo miré sin emoción. Allí estaba el culpable de mi muerte, pero seguramente ignoraba hasta mi nombre, y tendría una explicación para probar su inocencia personal. Era, claro, un político. Pero si las leyes significan algo, él resultaba directamente responsable, aun si no había sanción formal para la multiplicación de la muerte en el país. Ahora que terminaba su gobierno, al menos él debía sentir en sus ojos la mirada helada de una de sus víctimas [...]. Sus periodistas decían que lo mejor de su gobierno era el hecho de que entregaría el poder a otro presidente elegido en votación. Nosotros lo recordaríamos, sin embargo, no por el número de votos sino por el número de muertos. (1986: 62-63)

Belaúnde es descrito como un hombre “de palabras huecas” (1986: 63), atrapado en un formalismo etéreo que le impide ver la realidad del país. Cuando Cánepa lo interpela, Belaúnde es incapaz de responderle y así la novela termina por mostrar una imposibilidad, una traba, el impasse de la democracia formal en el Perú. Dado el fracaso del diálogo entre un subalterno y la máxima autoridad del país, Cánepa se frustra en su tentativa de utilizar la le corresponde por la trágica suerte de los compatriotas a los que gobernaron. Quienes pidieron el voto de los ciudadanos del Perú para tener el honor de dirigir nuestro Estado y nuestra democracia [...] optaron con demasiada facilidad por ceder a las Fuerzas Armadas esas facultades que la nación les había otorgado. Quedaron, de este modo, bajo tutela las instituciones de la recién ganada democracia; se alimentó la impresión de que los principios constitucionales eran ideales nobles pero inadecuados para gobernar a un pueblo al que se menospreciaba al punto de ignorar su clamor, reiterando así la vieja práctica de relegar sus memoriales al lugar al que se ha relegado, a lo largo de nuestra historia, la voz de los humildes: el olvido” (Lerner 2004: 152).

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lengua escrita para exigir la “segunda muerte” a la que habíamos hecho referencia, con Žižek, al inicio de este ensayo. Cerradas todas las posibilidades, y ante el eminente fracaso de su proyecto, Cánepa propone una nueva y última solución. Le pide a Petiso que lo lleve a la Catedral de Lima para introducirse dentro del sarcófago que supuestamente contiene los restos de Francisco Pizarro. De esta manera, la novela termina con la apropiación subalterna de la tumba del conquistador y ocurre así una especie de justicia irónica que consiste en tomar por asalto el lugar del representante histórico del poder a fin de lograr usurpar los huesos que le faltaban y comenzar quizá un proceso de restauración mítica que equivaldría a la “segunda muerte”. En efecto, la última imagen, tomada del mito Incarri, propone un poderoso resurgimiento de Cánepa en el futuro: “Ya me levantaría en esta tierra como una columna de piedra y fuego” (1986: 65).16 Entonces, la pregunta por el lugar de enunciación subalterno que construye esta novela vuelve a ser pertinente. ¿Por qué la novela ha decidido terminar con una proyección mítica, dejando de lado la lucha política? De hecho, en los términos del argumento, nadie se enterará de que Cánepa se encuentra dentro del sarcófago y esto podría interpretarse como una venganza privada incapaz de efectuar algún cambio estructural. De este modo, la novela parecería evadir la demanda política que había planteado. Sin embargo, en otro nivel de lectura, puede afirmarse que el acto de ingresar a la tumba del conquistador es una forma desestabilizar, desde la subalternidad, a una instancia fundadora de la nación criolla. Los personajes son concientes de que probablemente se trata de huesos apócrifos y, en ese sentido, el acercamiento al discurso mítico no deja de ser también irónico en el texto. En suma, este acto también podría revelarse como un último simulacro: una nueva estrategia destinada a retar las formas oficiales de representar al país. No se trata, desde ahí, de proponer la unión de la 16. Como se sabe, este mito sostiene que el cuerpo descuartizado del Inca se está recomponiendo bajo la tierra para invertir las relaciones de poder en el Perú actual.

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hegemonía española con la subalternidad victimizada, sino solo de revelar la vacuidad y contingencia de una fundación hegemónica. Desde ahí, queremos concluir afirmando que Adiós Ayacucho es la historia de un fracaso, del fracaso del diálogo democrático en el país, del quiebre de la ley, de la inutilidad de la escritura y de la imposibilidad del contacto de los subalternos con el poder. Parece lógico, entonces, que ante toda esta situación, la novela asuma la necesidad de recurrir a un registro diferente: el discurso mítico. Su apuesta, sin embargo, ha sido una de carácter irónico y es en ella que las posibilidades de agencia subalterna comienzan a aparecer. Podemos decir entonces que el valor de Adiós Ayacucho radica en un juego hermenéutico, vale decir, en la producción de un discurso destinado a trastrocar sedimentadas formas de representación y en la irrupción de elementos desestabilizadores que intentan construir una realidad nueva: la de la muerte reconocida, la del cuerpo unificado.

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tan cerca arremetió lo lejos. Memoria y violencia política en el Perú. Lima: IEP, Social Science Research Council. Guha, Ranajit 1983 Elementary aspects of peasant en colonial Delhi. Oxford: Oxford University Press. Lerner, Salomón 2004 La rebelión de la memoria. Selección de discursos 2001-2003. Lima: IDEHPUCP, Coordinadora Nacional de Derechos Humanos, CEP, 2004. Mayer, Enrique 1991 “Peru in deep trouble: Mario Vargas Llosa’s Inquest in the Andes Reexamined”. En Cultural Anthropology 6: 3. Ortega, Julio 1986 Adiós Ayacucho: El oro de Moscú. Lima: Mosca Azul. Quiroz, Víctor s.f. “Ficciones de la memoria. La novela del conflicto armado interno (1980-2000) y las tensiones de la modernidad colonial en el Perú”. En: www.elhablador.com/quiroz1.htm, 06/02/08. Vargas Llosa, Mario 1990 [1983] “Informe sobre Uchuraccay”. Contra viento y marea. Vol. 3. Lima: PEISA. Žižek, Slavoj 1992 El sublime objeto de la ideología. México D.F.: Siglo veintiuno editores. 1991 Mirando al sesgo. Una introducción a Jacques Lacan a través de la cultura popular. Buenos Aires, Barcelona, México: Paidós.

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Dante Castro ha escrito quizás el cuento más verdadero de todos los cuentos escritos sobre la violencia política. Se titula “La guerra del arcángel Gabriel” y trata sobre una comunidad andina que se ve obligada a responder a las demandas opuestas de Sendero Luminoso y del Estado peruano. Si decimos que el cuento es verdadero, no es porque represente con mayor exactitud la realidad de una comunidad andina “atrapada entre dos fuegos”. Para nosotros, el cuento es verdadero porque descompleta los saberes instituidos sobre esta situación. Compartimos así la definición de la verdad formulada por Lacan: a saber, que la verdad es eso que abre una “grieta” en el saber. La verdad, por supuesto, no es color de rosa: en tanto rompe con las explicaciones (los saberes) mediante los cuales uno se acomoda en la realidad, la verdad es más bien cruel. Lo mismo se puede decir de la narrativa de Dante Castro. En “La guerra del arcángel Gabriel”, el escritor chalaco es cruel con el saber civilizador del Estado peruano, cruel con el saber profético de Sendero Luminoso, cruel con el saber multicultural que idealiza las estructuras tradicionales de las comunidades andinas y cruel, por último, con el saber humanista que se compadece de las mujeres y de los

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hombres sorprendidos por una guerra que les era supuestamente ajena. Es esto último lo que lo hace particularmente cruel: no hay autor más indolente con el sufrimiento de las víctimas, con los hombres “atrapados entre dos fuegos”. La crueldad de Dante Castro no es, por último, la crueldad del sádico que goza del dolor que ocasiona en el Otro. Su crueldad es más bien la del militante que no se detiene ante el dolor propio o ajeno cuando está en juego la verdad de un acontecimiento. O para ser más precisos, su crueldad, la crueldad de su narrativa, es la del militante que no se inmuta ante las consecuencias de haber emprendido lo que Alain Badiou llama un proceso de verdad (2001). Más adelante discutiremos lo que significa este término. Basta mencionar, por ahora, que lejos de ser un procedimiento científico que aspira a decir la verdad exacta sobre el acontecimiento de la violencia política, el proceso de verdad de Dante Castro es un esfuerzo por decirla a medias, por medio-decirla. De U-C-H-U-R-A-C-C-A-Y a Y-U-R-A-C-C-A-N-C-H-A Como lo discutimos en el primer capítulo, el Informe de la Comisión de Uchuraccay concluyó que los miembros de la comunidad andina habían asesinado a un guía y a ocho periodistas de Lima debido a la sensación de que los forasteros presentaban una amenaza a su identidad étnica iquichana. Al atribuir a los uchuraccainos esta lógica de lo propio (que había que defender) y de lo ajeno (que había que rechazar), la Comisión dio una solución antropológica a un problema político. Que la opinión pública, las fuerzas armadas y el Presidente de la República hubiesen instigado a los comuneros a la matanza, perdió importancia ante la tesis del atraso económico y cultural de los pueblos de la alta serranía. La pluma de Mario Vargas Llosa, redactor del Informe, convertía así a Uchuraccay en una comunidad representativa de un “Perú profundo”, “arcaico”, radicalmente distinto del “Perú oficial”, moderno y democrático. Además de exculpar a las fuerzas armadas, la ficción antropológica de una comunidad étnica cerrada, monolítica, sin fisuras ni divisiones, impidió a la Comisión Uchuraccay percibir ciertos

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sucesos que precedieron a la matanza de los periodistas, entre ellos, el ingreso de Sendero Luminoso a la comunidad. Para la Comisión, el “primitivismo” de los uchuraccainos disuadió a Sendero Luminoso de intentar ganarlos a su causa (Vargas Llosa 1990: 104). Veinte años después, el Informe de la Comisión de la Verdad y de la Reconciliación (CVR) socava esta interpretación al demostrar que Sendero Luminoso ya estaba en Uchuraccay gracias a la maestra de escuela. Si el grupo subversivo pudo ingresar a la comunidad, fue precisamente porque esta no se aferraba con tanta fuerza a lo propio (a su identidad iquichana). Sendero Luminoso no solo había conseguido sumar a su causa a quince comuneros sino que estaba organizando en el pueblo una “Escuela de mujeres” y presentaba una seria amenaza al sistema de poder local. De hecho, fue el asesinato del presidente de la comunidad lo que instó a los uchuraccainos a organizar y a liderar la primera rebelión inter-comunal contra Sendero Luminoso, la cual también escapó a la mirada investigadora de la Comisión presidida por Vargas Llosa. Sería mezquino no reconocer que la CVR supera los prejuicios culturales de la Comisión Uchuraccay. Luego de lo expuesto en el capítulo I, no podemos sino aplaudir a aquella por haber atravesado el fantasma del mundo andino como el Otro de la modernidad peruana (es decir, por haber desmontado el mito de que Uchuraccay era una comunidad estancada en el tiempo, ajena al devenir de la modernidad). Es sin duda el atravesamiento de este fantasma lo que le permite percibir e informar sobre hechos inexistentes para la Comisión anterior. No obstante, debemos señalar también que la CVR tiene sus propios límites ideológicos, y que estos la detienen de aventurarse a investigar o a explicar cuáles fueron las razones por las cuales Sendero Luminoso obtuvo ciertos simpatizantes en Uchuraccay. ¿Estaban descontentos los uchuraccainos con su situación particular en la modernidad peruana? Y si lo estaban, ¿a quién culpaban: al Estado peruano, a las autoridades locales o a los dos? ¿De qué manera los deseos de ciertos uchuraccainos hallaron un eco en la acción política de Sendero Luminoso? La CVR prefiere ignorar este asunto, y en sus conclusiones, lo zanja de este modo: “Que el Partido Comunista del Perú-Sendero Luminoso no respetó

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la autonomía, las formas de organización y cultura de los campesinos de Uchuraccay, desencadenando una escalada de violencia a partir del asesinato del presidente de la comunidad (2003: 169). Esta frase es un clásico ejemplo de lo que en teoría crítica se llama “sutura”. Una sutura es un punto final (un cierre, un punto de basta) en el movimiento interpretativo que anima el discurso. En el caso de la CVR, la frase citada detiene (sutura) el hilar de la verdad, pone un abrupto punto final a la investigación de los antagonismos sociales que dieron lugar a la entrada de Sendero Luminoso. En sus conclusiones, la CVR crítica el Informe redactado por Vargas Llosa por exagerar “la infranqueable lejanía y la diferencia cultural de los campesinos quechua de Uchuraccay” (2003: 170). No vamos a decir que la CVR mira la paja en el ojo ajeno, pero al limitarse a sancionar moralmente a Sendero Luminoso por no respetar “la autonomía, las formas de organización y cultura de los campesinos de Uchuraccay”, ¿no vuelve ella a sostener la “infranqueable lejanía y diferencia cultural” entre la comunidad y los agentes de la modernidad? Es decir, ¿no vuelve la CVR a evocar la figura de una comunidad sólidamente arraigada en su tradición cultural, incapaz de reconocerse en una agrupación política moderna (Sendero Luminoso)? No estamos sugiriendo que la CVR haya tenido alguna motivación política para omitir el tema candente de los antagonismos locales o nacionales que llevaron a ciertos uchuraccainos a identificarse con las metas de Sendero Luminoso. Tampoco queremos dejar entender que la CVR no quiso tratar el tema debido al temor que le inspiraba la posible reacción de los grupos de poder hegemónico. En el capítulo “Explicando el conflicto armado interno”, la CVR discute en detalle el nexo entre Sendero Luminoso y las comunidades rurales, ofreciendo una explicación que no conviene al status quo; de allí el rechazo a su Informe de los grandes empresarios y de casi toda la clase política.1 Nuestra intención es simplemente 1.

Entre las causas históricas del conflicto armado, la CVR menciona no solo la distribución desigual de la riqueza sino también la distribución desigual “del poder político y simbólico, incluyendo aquí el uso de la palabra: quién

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la de sugerir que su deseo de indagar sobre la relaciones entre la población de Uchuraccay y Sendero Luminoso tuvo como obstáculo la dependencia inconsciente en una estrategia interpretativa de corte multicultural. Parte del sentido común académico de nuestros días, el multiculturalismo tiende a negar cualquier vínculo posible entre la comunidad local y la empresa emancipadora universalista. O para ser más precisos, para el multiculturalista, todo vínculo entre el universalismo y la particularidad de una pequeña comunidad se da necesariamente en el trasfondo de una violenta imposición. Sin duda, no pretendemos negar que un proyecto universalista pueda resultar opresivo e incluso genocida para un grupo particular, sobre todo cuando, al menos desde el año 1983, Sendero Luminoso tuvo una actitud coercitiva (para usar un eufemismo) hacia las comunidades rurales.2 Sin embargo, al asumir de manera automática este escenario para Uchuraccay, la CVR puso un límite a su comprensión de por qué ciertos comuneros se reconocieron en la ideología senderista. Que Sendero Luminoso no respetó la “autonomía” del poder local, es una descripción correcta de lo sucedido en Uchuraccay. Pero esta descripción es a la vez un juicio ético que expulsa la pregunta de si había algunos uchuraccainos cuyo descontento con el poder local los hacía desear que esa autonomía no fuese respetada. ‘tiene derecho a hablar’, quién es escuchado y a quién se le prestan oídos sordos. Esto es importante de destacar pues SL ofreció a sus seguidores un discurso que producía la ilusión de abarcar toda la realidad, así como la posibilidad de hacerse escuchar y de silenciar” (2003: Capítulo 1, Tomo VII, Segunda Parte, 21). 2. “A partir de 1983, cuando iniciaron su campaña para ‘conquistar bases’, los grupos senderistas adoptaron una actitud mucho más coercitiva frente a los campesinos, aumentando los asesinatos de quienes se mostraban en contra; se multiplicaron los asesinatos de autoridades comunales y campesinos acomodados identificados como ‘enemigos del pueblo’. Ello implicaba el aniquilamiento selectivo de los ‘notables’ y la imposición de jóvenes, sin formación política, como mandos locales. Con frecuencia, éstos empiezan a mezclar la lucha por el ‘nuevo poder’ con intereses personales o familiares. Su prepotencia provoca casi de inmediato el rechazo de la población” (CVR , 2003: Capítulo 2, Tomo II, Primera Parte, 39).

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Adviértase que no presumimos conocer la verdadera historia de Uchuraccay. No tenemos en nuestro haber ninguna información adicional a lo expuesto por la CVR. Si hablamos de un límite en su interpretación, no es para cuestionar la veracidad de su relato, aunque sí para relativizar su forma y rociarlo de sospecha, pues la sutura operada por la CVR es típica de la intelectualidad contemporánea. ¿No es acaso común escuchar de novelistas, periodistas y profesores que Sendero Luminoso impuso a las comunidades andinas una ideología extraña a su sistema de poder tradicional, sin jamás detenerse a preguntarse si los miembros de estas comunidades estaban contentos con este sistema? Una vez más, el límite de la CVR es el horizonte multicultural de la época. Y como veremos a continuación, el mérito de Dante Castro en su relato de la comunidad ficticia de Yuraccancha, es el de haber franqueado este límite. El universalismo de Sendero y la escisión de la comunidad andina En “La guerra del arcángel San Gabriel”, Dante Castro introduce al lector en los antagonismos internos de la comunidad andina de Yuraccancha a raíz del conflicto armado. Desde la perspectiva de un profesor jorobado, quien es a la vez narrador y protagonista, Yuraccancha se equivoca al responder tanto a las demandas de los Sinchis como a la de los senderistas: “Si los Sinchis vienen, les damos su pachamanca, chichita de jora y hasta pisco de tuna. Cantamos el himno nacional, sacamos la bandera del colegio y la lucimos en la placita de armas. Si vienen los ‘Cumpas’, sacamos la bandera con la hoz y el martillo, cantamos ‘salvo el poder todo es ilusión’ o ‘por montañas y praderas’, y seguimos viviendo al margen de la guerra sin habernos alejado de ella” (Castro 2006: 124). En un intento de resolver este impasse, el profesor pregunta a las autoridades comunitarias “qué mal es peor”. Mas estas le responden entre burlas que a un profesor no le corresponde preguntar, demostrar su ignorancia, sino responder desde el saber. Por un lado, la burla da cuenta de que la comunidad percibe que el profesor no está a la altura de su cargo, que él falla en asumir la

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posición del Otro del saber. (Más adelante nos ocuparemos de este punto.) Por el otro, la burla es un indicio de que las autoridades no quieren responder a la pregunta sobre su deseo. “¿Qué desea, qué debe hacer Yuraccancha ante el hecho del conflicto armado?”; esta es la pregunta que la comunidad esquiva de manera consistente, prefiriendo mantenerse en la situación imposible de atender las demandas antagónicas del Estado y de Sendero Luminoso. Los pobladores de la comunidad están atrapados entre dos fuegos, pero lo están precisamente por no plantearse en serio una pregunta que podría conducirlos a una decisión. El narrador no tarda en informarnos que la indecisión de las autoridades tiene raíces económicas. En Yuraccancha, los comerciantes de aguardiente que se posicionan como autoridad son Don César Huamaní, alcalde, Alejandro Lucero, teniente-gobernador, y Lauro Choque, teniente-alcalde. Junto a otros comerciantes de alcohol, estos notables o principales son los ricos del pueblo. Si la palabra “ricos” puede resultar exagerado para referirse a quienes “apenas acumulan un dinerito”, no se puede negar que ellos conforman una clase distinta a la de quienes “sólo viven del campo” (ibíd.). Según el profesor, los comerciantes de aguardiente anteponen sus intereses económicos a los de los campesinos. Además de lucrar con los alimentos que envía Defensa Civil al pueblo, ellos delegan a los pobres el costo de vivir “entre dos fuegos”. Cuando Sendero Luminoso exige que se les dé una cuota de la cosecha y del ganado, que es la actividad propia de los campesinos pobres, los principales lo aceptan porque no afecta realmente sus bolsillos. Y cuando los campesinos reclaman que Sendero Luminoso secuestra a sus hijos para la lucha armada y que los sinchis violan a sus hijas, ellos responden que no se puede sino dejar pasar estos abusos “para poder seguir viviendo en paz” (ibíd.). El problema para los campesinos se vuelve un problema para las autoridades solo cuando Sendero Luminoso exige el pago de un impuesto al comercio del alcohol. En cabildo abierto, Huamaní, Lucero y Choque exponen la necesidad de organizarse para repeler a los senderistas. Entre otras voces, una anciana increpa a Huamaní: “¿Qué te pasa, don Alejandro? Cuando me quejaba de la suerte de

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mi nieta abusada por los Sinchis, nada dijiste. Te metiste la lengua al ocoti, ¿no? Mafioso, peor que el zorro eres. Y cuando los ‘compañeros’ se llevaron a los maq’titos para la guerra, tampoco dijiste nada. Ahora que tocan los negocios, llamas a asamblea para palabrearnos bonito” (2006: 127-28). El alcalde Huamaní se defiende con distintos argumentos para finalmente resumirlos en una pregunta: “¿Alguien me puede decir qué mal es peor?”. El profesor le recuerda que otrora él había inquirido sobre lo mismo, pero los principales lo acallan mediante una actitud xenófoba: “¿Cómo te vamos a tomar en serio, pues, profesor? ¿Acaso tú has nacido en nuestra tierra? Por cortesía estás en la asamblea comunal, porque como todos saben eres hijo de Mollecancha, no de Yuraccancha. Esta asamblea es de Yuraccanchinos, no de forasteros” (2006: 128). Obsérvese que aquí las autoridades locales sacan la carta de la identidad comunitaria para defender la hegemonía del poder. La comunidad está dividida, hay una brecha entre las distintas “clases sociales”, pero las autoridades la zanjan cínicamente defendiendo la autonomía del pueblo contra opiniones foráneas. Y decimos cínicamente no solo porque las autoridades recurren a la identidad para velar los antagonismos dentro de la comunidad, sino porque llegada la hora de votar por si se apoyará a Sendero Luminoso o al Estado, el recurso no les impide hablar en castellano a fin de que el campesinado quechuahablante no sepa exactamente sobre qué se está votando. Es a través de este proceso irregular que los principales obtienen el consenso de armarse contra Sendero Luminoso. Todos estos sucesos ficticios dan cuenta de lo que la CVR pudo haber descubierto en Uchuraccay de no operar una sutura multicultural a su investigación. Por si el lector aún no lo ha notado, Yuraccancha es casi un anagrama de Uchuraccay. El cuento no se detiene ante el hecho de que Sendero Luminoso atentaba contra “la autonomía, las formas de organización y cultura de los campesinos”. Superando este límite, Dante Castro describe una comunidad andina donde la forma de organización político-económica es injusta, y donde, para mantenerla tal cual, las autoridades tradicionales esgrimen argumentos culturales como el de la defensa de la autonomía. Su cuento relativiza de este modo uno de los

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presupuestos que soportan el saber multicultural sobre la relación entre Sendero Luminoso y las comunidades andinas. Ver a Sendero Luminoso como una fuerza invasora en el Ande se apoya en el supuesto de que los habitantes de las comunidades andinas tienen un sistema tradicional de autoridad que responde a los intereses económicos y culturales de todos sus habitantes. En contraste, lo que vemos en Yuraccancha es que además de organizarse alrededor de los intereses de clase de unas cuantas familias, la autoridad se sirve de la tradición cultural para consolidar estos intereses. Después de votar en contra de Sendero Luminoso, Yuraccancha recibe la visita de tres jóvenes guerrilleros, uno de los cuales tiene solo quince años. Huamaní, Lucero y Choque los reciben con los brazos abiertos y los invitan a pasar a la bodega de Nemesio Yaranga, “el mejor elaborador de aguardiente de la región”. Aquí los principales y sus hijos incitan a los jóvenes senderistas a beber el cañazo y a hablar sobre la guerra, quienes acceden con gusto a ambas actividades. Ni bien estos se adormecen debido al efecto del alcohol, los hijos de los principales los apuñalan a mansalva. El asesinato hace aun más patente la división de la comunidad; muchos discrepan con el proceder de los principales y expresan abiertamente su descontento. Pero estas voces no resucitan a los muertos y el pueblo entero aguarda con angustia la represalia de Sendero Luminoso. Huamaní acude a la base militar de Huancayo y regresa en compañía de uniformados y periodistas. Al ser entrevistado por estos, “el muy zorro sólo respondía en quechua poniendo esa cara de indio desamparado, frente al traductor y las cámaras. ¡Incluso lloraba el muy desgraciado!” (ibíd.). Humaní es nombrado “ciudadano ejemplar”, “heroico defensor de la patria” y “ejemplo de civismo”, mas no consigue ningún apoyo material del Estado. Así, a Yuraccancha le ocurre lo mismo que a Uchuraccay. A pesar de que los habitantes de esta comunidad pidieron reiteradamente a la Comisión presidida por Vargas Llosa la protección del Estado, terminada la investigación —citamos a la CVR— “la Comisión Investigadora emprendió el regreso a Lima y la comunidad volvió a quedar librada a su suerte” (2006: 129). A fin de suplir la ausencia del Estado, los principales deciden organizar “rondas” o grupos de “defensa civil”. No cuentan, sin

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embargo, con el apoyo de los comuneros y lo decidido no se traduce en acción. Mientras tanto, sus hijos asumen una actitud altiva hacia el profesor, dejan de asistir al colegio y, entre burlas, lo insultan en las calles. Cuando el profesor pretende responderles con un palo, ellos le advierten: “Cuídese mejor, profesoracha… Ningún curcuncho nos va a decir qué hacer. Y si nos sigue hostigando, allí están los Sinchis que buscan ‘terrucos’ ” (ibíd.). Temeroso de la acusación y de sus consecuencias, el profesor permite que los muchachos impongan su voz. Pero esta voz no es otra cosa que el canto del cisne, pues, desprotegido el pueblo, sucede lo que todos sabían que debía suceder: los senderistas atacan con todas sus fuerzas el pueblo para vengar a sus camaradas caídos.3 En toda la literatura de la violencia, no hay escena más escalofriante. Sendero Luminoso comienza su ataque con descargas de dinamita que resuenan en el pueblo “como si los cerros amenazaran con derrumbarse”. Desde la altura, descienden “hombres con ponchos ocres y pasamontañas de colores. Algunos hacían sonar tambores de cuero templado siguiendo un ritmo lúgubre, constante, arrancándole el eco a las montañas” (2006: 130). A ritmo de tambor, los guerrilleros arriban a la plazuela del pueblo vociferando consignas: —¡Compañeros! … ¡Waiñuchum yanahumas! [Muerte a los cabezas negras] —¡WAIÑUCHUM YANAHUMAS! —¡Causachum guerra popular! [Viva la guerra popular] —¡CAUSACHUM GUERRA POPULAR! (2006: 131)

Enseguida, los guerrilleros sacan de sus casas a los principales. Primero matan a los mayores con cuchillos para degollar carneros. 3.

Según la CVR , en los meses siguientes a la partida de la Comisión Uchuraccay, “el PCP-Sendero Luminoso incursionó varias veces en Uchuraccay, asesinando a quienes habrían tenido alguna participación en la matanza de los periodistas. Los comuneros recuerdan, sobre todo, tres ataques realizados durante 1983: el 20 de mayo, el 16 de junio y el 24 de diciembre” (2003: 142).

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Después aplastan con piedras los cráneos de las mujeres viejas. Finalmente, cuelgan a los hijos de los principales del travesaño de la escuela. Durante toda la escena, no dejan de sonar los tambores y los “cuernos de toro”, como la “melodía de una pesadilla”. El daño que los senderistas ocasionan al pueblo no se limita a los productores de aguardiente. También se llevan como botín de guerra a todos los animales, con excepción de los perros. Mientras el profesor contempla el triste espectáculo de la larga columna de animales que asciende por el cerro y se pierde de vista cerca de las nubes, un alumno suyo vestido con pasamontañas rojo le regala una manzana y lo saluda con cariño: “Chau, profesoracha”. Retirémonos ahora de la espectacularidad de la escena para dar cuenta de algo tan evidente que puede resultar invisible. Los senderistas no son ajenos al mundo andino. Además de vestir ponchos y pasamontañas de colores, y de usar instrumentos tradicionales de la región (tambores de cuero, cuernos de toro), los senderistas corean parte de sus consignas en quechua. La escena opera a nivel de lo fantasmático. Se sabe que los integrantes de Sendero Luminoso son hombres y mujeres del mundo andino, pero se asume desde el fantasma que son foráneos, como si la ideología internacionalista los cegase hasta el punto de perder todo vínculo con su cultura. Es este constructo imaginario el que funciona de sostén al argumento simbólico de que la ideología senderista estaba radicalmente enemistada con el mundo andino. Así, al empapar a los senderistas de características andinas, Dante Castro hace tambalear no solo el fantasma, sino también el argumento simbólico al cual sirve de soporte. En otras palabras, la similitud entre los senderistas y los yuraccanchainos funciona, en la escena, como un obstáculo imaginario al argumento de que los intereses de los primeros no tenían nada que ver con los intereses de los segundos. Entiéndase que no estamos sugiriendo que Sendero Luminoso pudo capturar a algunos de los pobladores del Ande porque su ideología empalmaba con la tradición cultural de estos. Estamos arguyendo que si Sendero pudo capturar a ciertos segmentos de la población andina, es precisamente porque esta no se hallaba plenamente identificada con su tradición ni con sus autoridades

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tradicionales. En Yuraccancha, los campesinos no se identifican con el sistema de poder local, perciben claramente que los intereses de los principales no son los mismos que los suyos. De allí que muchos se opusieran a tomar partido por el Estado y se indignaran por la matanza de los jóvenes senderistas. En el cuento, sin embargo, no hay evidencias de que los campesinos apoyasen directamente a Sendero Luminoso. Se evidencia más bien que, así como en Uchuraccay y otras comunidades rurales, Sendero obtuvo el apoyo de los escolares de Yuraccancha. Si los hijos de los principales podían acusar injustamente al profesor de terrorista, es porque era en la escuela donde solían estar los simpatizantes de los “cumpas”. Como ya se ha señalado desde la sociología y la historia, fue en esta institución estatal donde Sendero Luminoso transformó en acción política el descontento de ciertos segmentos de la población con las autoridades locales. Sería, sin embargo, un error sostener que Sendero Luminoso desarrolla la lucha de clases existente en el pueblo. Los campesinos pobres se oponen sin duda al poder de los principales, pero esta oposición solo se convierte en lucha de clases a través de la unión entre Sendero Luminoso y los hijos de los campesinos pobres. Hay entonces dos divisiones en Yuraccancha. La primera es la división entre los campesinos pobres y los principales; la segunda es la división intergeneracional dentro del grupo particular de los campesinos pobres. En la segunda división, los viejos campesinos demandan reivindicaciones económicas y políticas dentro de las estructuras de poder en la comunidad, pero, a través de su unión con Sendero Luminoso, los hijos de los campesinos transforman estas demandas en un proyecto de emancipación nacional. En otras palabras, Sendero Luminoso convierte a los hijos del campesinado de Yuraccancha en proletariado campesino. La proletarización del campesinado es más compleja de lo que pudiese parecer. No es que Sendero Luminoso reemplace las demandas intracomunitarias por demandas universales. Es más bien que eleva las primeras al estatus de las segundas. O para decirlo en términos hegelianos, la proletarización implica que la particularidad del campesinado se escinde de sí misma para dar a luz a la singularidad

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(proletaria). Es importante entender la distinción entre particularidad y singularidad. La particularidad es una parte representada en el Todo: los campesinos son una parte marginada de Yuraccancha, pero una parte claramente definida y representada por las autoridades que se encargan de la persistencia del ordenamiento del Todocomunitario. La singularidad es más bien una “parte” en exceso, una “parte” que excede al ordenamiento de las partes. Para usar el término de Rancière (1996), la singularidad es la “parte sin parte”, la parte que no está representada en el Todo-social. En Yuraccancha, la singularidad son los jóvenes campesinos, quienes se separan de la particularidad del campesinado, es decir, de la particularidad que los hace reconocibles en el Todo de la comunidad rural. Pero además, los jóvenes campesinos encarnan la singularidad de la nación peruana. Los trabajadores del campo son parte (de las comunidades andinas, las cuales a su vez son parte) del Todo-nacional. De modo que, al renunciar a su particularidad de trabajadores rurales para unirse a Sendero Luminoso, los jóvenes se sustraen a la representación del Estado, se hacen irreconocibles para él y se convierten en la parte sin parte del Perú. A pesar de articular la singularidad de los campesinos de Yuraccancha, la revolución senderista no acaba de convencerlos. Esto se debe a que su empresa revolucionaria se desentiende radicalmente de la particularidad campesina; recuérdese que Sendero Luminoso saquea el ganado de los campesinos y se lleva por la fuerza a sus hijos a la guerra. En términos de Badiou, Sendero Luminoso encarna uno de los males típicos de un proceso revolucionario, el mal del desastre, el cual consiste en absolutizar el poder de una verdad (2001: 85). En otras palabras, Sendero Luminoso hace mal en exigir que toda la vida subjetiva y social del campesinado encaje dentro de la verdad del proceso revolucionario. Habiendo definido la verdad de este proceso como la lucha del proletariado campesino, Sendero Luminoso hace un uso indiscriminado de la violencia contra el modo de vida particular de los campesinos que no se reconocen plenamente en la verdad de la lucha de clases. De acuerdo a su ideología, los campesinos son la base material de la revolución. Si algo espera Sendero Luminoso de la base es que

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se transforme en proletariado, del mismo modo que el industrial espera que la madera de los bosques se transforme en mesa o en parquet (en mercancía). Fuera del proceso revolucionario, la particularidad campesina no es más que la materia prima de la lucha de clases, y Sendero Luminoso la trata con la misma violencia con que la trata el industrial. Sendero Luminoso comete así el error de no “preservar, dentro de la composición de su sujeto, la dualidad de intereses” (Badiou 1999: 85). En otras palabras, yerra en exigir que el sujeto que sirve de base a la guerra popular no esté escindido entre su particularidad campesina y su compromiso revolucionario. Y como se sabe desde el psicoanálisis, no hay nada más perverso que exigir un sujeto sin división, un sujeto, es decir, que niegue su castración. Partiendo de esta demanda imposible, Sendero Luminoso deja de ver la diferencia entre lo particular y lo singular como un problema por resolver. Durante los años setenta, ciertos líderes marxistas vinculados a Vanguardia Revolucionaria llevaron a cabo la ardua labor de vivir en las comunidades rurales para luego ayudarlas a realizar un acto realmente revolucionario, la toma de tierras.4 Dejando de lado sus limitaciones, estos líderes tuvieron el mérito de hacer que los campesinos se reconociesen, desde su particularidad, en la universalidad del proletariado. No se puede negar que, al tomar las tierras de los gamonales, los campesinos se hicieron proletarios a su manera. Nada más distinto del proceso revolucionario de Sendero Luminoso, el cual, al menos después de 1982, consistió en imponer la universalidad sin mucha consideración por la particularidad del modo de vida rural. Llegados a este punto de nuestra elaboración, debemos resaltar que nuestra crítica a Sendero Luminoso no es que no supo respetar la autonomía de las comunidades andinas. Nuestra crítica radica en que su falta de respeto a la particularidad de los campesinos impidió a esta agrupación política ayudarlos a articular 4.

Nos referimos en específico a las experiencias en la provincia de Andahuaylas de Julio César Mezzich, Lino Quintanilla y Feliz Loayza. Ver Mallón, 1998.

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aquello que en ellos era más que ellos mismos: a saber, la verdad singular-universal (en ellos) que era más que su particularidad (ellos mismos). No compartimos el pesimismo multiculturalista que sostiene que la particularidad campesina es impermeable al universalismo. Además de racista (puesto que supone que los pobladores rurales no tienen la capacidad para reconocer la universalidad que habita en sí mismos), este saber es fundamentalmente falso. La prueba es que Sendero Luminoso consiguió incorporar a su organización a varios hombres y mujeres de la alta serranía. Que a pesar de que su proceso revolucionario repitiese el racismo y la violencia estatal contra los habitantes más pobres de la región andina, Sendero Luminoso haya podido sumar a algunos de ellos a sus filas hasta hacer temblar a las autoridades nacionales, debería conducir a los multiculturalitas a cuestionar el presupuesto de la caducidad del universalismo. El saber impotente del Estado y el suplemento obsceno colonial Fue principalmente a través de la escuela que Sendero Luminoso logró transformar en militantes a muchos jóvenes de las comunidades campesinas. Este hecho histórico le resultaría chocante (si no divertido) al teórico marxista Louis Althusser, para quien la escuela es el aparato ideológico de Estado encargado de formar a los jóvenes en el orden capitalista.5 Para nosotros, sin embargo, es casi lógico que Sendero Luminoso haya invertido la principal meta ideológica de la escuela. Primero, porque la falta de presencia del Estado en las alturas de la sierra creó las condiciones para que un partido de izquierda radical asumiese sin mayores problemas

5.

En tanto “aparato ideológico de estado dominante”, la Escuela, según Althusser, desempeña la función de enseñar “algunas habilidades comprendidas en la inculcación masiva de la ideología de clase dominante, como se reproducen en su mayor parte las relaciones de producción de una una formación social capitalista, es decir, las relaciones de explotados con explotadores y explotadores con explotados” (1977: 97).

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la función pedagógica. Y segundo, porque la escuela era percibida por estas comunidades como una institución a la vez crítica y práctica que podía ayudarlas a superar su segregación en el proyecto moderno peruano. Como lo ha señalado Carlos Iván Degregori, la educación era el medio por el cual las poblaciones andinas esperaban hacer frente al abuso de los poderosos, cuyos instrumentos de dominio eran justamente la lengua castellana, la lectura y la escritura (1989: 8-9). Puesto que los pobladores del mundo andino rural habían depositado su fe en la educación como medio de superación social, no es extraño que el profesor adquiriese gran poder y autoridad entre ellos. El era el encargado de formar a los jóvenes para lidiar con una realidad nacional que los mayores no entendían plenamente; él era el depositario de las esperanzas de progreso de la comunidad. En términos lacanianos, podemos decir que, estructuralmente, el profesor era el Uno de la modernidad, el Maestro que poseía un saber sobre cómo progresar en el mundo moderno. Al ubicar a sus militantes en el lugar estructural del Uno, Sendero Luminoso consiguió que algunos pobladores identificaran el camino hacia el progreso con la ideología marxista-leninista-maoísta. Esto, sin embargo, no es exactamente lo que sucede en Yuraccancha. El profesor del pueblo no es senderista, ni adquiere poder de su posición simbólica. Por el contrario, los hijos de los principales le faltan el respeto y sus opiniones no son tomadas en cuenta en las asambleas comunitarias. Hay en el profesor cierta debilidad, cuyo signo es su joroba, que le impide ocupar el lugar del Uno supuestamente reservado para él. Esto se debe, por un lado, a que los principales se esfuerzan en desautorizarlo a fin de proteger sus propios intereses; y se debe, por el otro, a que los comuneros perciben una distancia entre el lugar del Uno, el lugar del Maestro que tiene un saber potente, y el profesor jorobado que lo ocupa. Sin duda, hay factores imaginarios que motivan a la gente a cuestionar que una persona determinada ocupe el lugar simbólico que se le ha asignado. Ver, por ejemplo, a un presidente que miente patológicamente o que coge los vasos de alcohol de sus compañeros ausentes para llenar su propio vaso, puede llevar a los electores a

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decir: “Ese tipo no es un presidente”. En el caso del profesor, la debilidad de su carácter, que se hace patente en su condición de jorobado, es decir, en parecer demasiado débil para erguir sus espaldas y pararse derecho, sin duda influye en que los habitantes del pueblo no estén dispuestos a ponerlo en el lugar al que lo ha asignado algún burócrata. Sin embargo, la distancia que percibe el pueblo entre el profesor de carne y hueso y el lugar simbólico del profesor tiene una motivación más profunda, y esta es que, en sus clases, el profesor de carne y hueso sigue a pie juntillas el programa educativo del Estado peruano. Por razones que no se explican en el cuento, pero que no son difíciles de imaginar si uno conoce algo de la realidad andina, los habitantes de Yuraccancha tienen la sensación de que el saber del profesor no les incumbe, que este no les permitirá superar su marginación en el proyecto moderno nacional. Cuando las autoridades del pueblo lo llaman “comelibros”, se refieren precisamente a que su saber no se engarza con lo real de las aspiraciones modernas de la comunidad. No es fortuito entonces que su saber, que es el saber de la educación estatal, sea percibido como impotente, como incapaz de (pro)crear algo nuevo desde el descontento de la comunidad. Así, no es tanto que el profesor sea débil en sí mismo, sino que el saber impotente que él transmite lo debilita. Entiéndase bien este punto. Que el saber sea impotente para la comunidad, no implica que no tenga poder sobre ella; después de todo, se trata de un saber que es respaldado por la fuerza del Estado, un saber que si bien no puede (pro)crear nada desde la singularidad del mundo andino (es estrictamente en este sentido que el saber es impotente), sí es capaz de doblegarlo, así como es capaz de doblegar y jorobar al profesor, que es también del Ande. Lejos de ser la causa de su debilidad, la joroba es el efecto en el cuerpo de cargar el peso de un saber civilizador que aplasta su particularidad étnica. La joroba es, mejor dicho, el síntoma de identificarse con un ideal que niega su ser andino. Su odio al primitivismo de Yuraccancha es parte de esta identificación alienante. Por ejemplo, al asistir a las fiestas patronales, el profesor se queja de que la festividad pierda su sentido religioso

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católico, de que los habitantes se entreguen a excesos que los hagan olvidar todo lo que representa San Gabriel: “[H]asta a pedradas se agarran los muy bárbaros. El padrecito Rodrigo por eso se lleva la imagen de la Virgen muy lejos, para que no vea la madre de Cristo toda esa barbarie” (2006: 125). Este saber que condena la agresividad en las fiestas del Ande ya lo conocemos: es el viejo saber civilizador del colonialismo occidental, el mismo que, en la novela de Arguedas, insta a las autoridades locales y nacionales a escandalizarse de y prohibir el Yawar Fiesta de Puquio. Tendrán que llegar a Yuraccancha los cabos del ejército para que el profesor se dé cuenta de la violencia inherente a los ideales civilizadores del Estado poscolonial.6 Inmediatamente después de la matanza de los principales, el Estado envía a un teniente de sobrenombre Coster a restablecer el orden en el pueblo. Uno de los primeros actos de Coster es asistir a las clases del profesor, lo cual este toma como un halago. Una vez le pregunté al teniente “Coster” qué significaba su alias y me dijo algo que no me pude explicar: —He venido a terminar con algo que dejó inconcluso Pizarro. Eso dijo. Sin querer empecé a tomarle simpatía, sobre todo por la atención que ponía en mis palabras cuando dictaba la hora de historia. (2006: 135)

A pesar de no entender cabalmente las palabras de Coster, el profesor intuye que ellas son parte del esfuerzo del Estado por 6.

Por el término poscolonial, nos referimos al eje colonizador en el Estado o la sociedad nacional. Siguiendo la perspectiva de Stuart Hall (que recogemos de Miguel Mellino), en nuestro escrito el término “tiende, por un lado, a poner en evidencia la persistencia de los efectos de la colonización, y por el otro, a reproducir la presencia del eje colonizador/colonizado dentro de la sociedad descolonializada, acentuando de este modo el fracaso del nacionalismo anticolonialista” (Mellino 2008: 34). En este escrito, el término poscolonial nos permite hablar no tanto de las relaciones entre la Metrópoli imperial y la nación peruana como del colonialismo interno: es decir, de la herencia colonial que persiste en las relaciones entre el Estado, o la sociedad criolla, y las comunidades andinas.

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“civilizar” a la población andina. El esfuerzo estatal le parece loable ya que todavía no se percata de qué quiere decir civilizar: —A ustedes los maestros hay que vigilarlos. Les lavan el cerebro a los mocosos con ideas subversivas. Desde ahora quiero que enseñes cosas útiles. ¿Entendido? Déjate de andar enseñando cosas de la provincia. Háblales de Europa, de países avanzados... Enseña en castellano, siempre en castellano, para que se vayan olvidando del quechua. —Pero, señor teniente... —me atreví a opinar— ...el programa del Ministerio de Educación dice... —¡Qué programa ni qué ministerio, carajo! ¡Aquí la autoridad soy yo!... ¿Entiendes eso, cholo de mierda? —vociferó agarrándome de las solapas. [...] Se fue mascullando algo que con las justas alcancé a entender y que sirvió de explicación a otra de mis interrogantes. —La culpa de todo la tiene Pizarro... Otra cosa sería el Perú sin esta raza maldita —y se esfumó. (ibíd.)

Hasta entonces, el profesor no había tenido contacto con el suplemento obsceno del Estado peruano. Hasta entonces, para él, la ley explícita, diurna, del Estado promovía la educación bilingüe y la igualdad de las culturas en la nación. De lo que se entera a través de las acciones de Coster es que, en los intersticios de la explícita ley igualitaria, se encuentra una ley nocturna que privilegia violentamente una cultura sobre la otra. Es a esta ley implícita que transgrede la ley igualitaria, pero que a la vez sostiene el inconfesablemente inicuo espíritu de la comunidad, que Žižek da el nombre de suplemento obsceno.7 En los Estados Unidos de los años cincuenta, los estados del sur se regían por la ley igualitaria del estado federal; sin embargo, por la noche, unos caballeros vestidos de blanco (el Klu Klux Klan) se dedicaban a sembrar el terror en la población negra a fin de disuadirlos de reclamar sus derechos

7.

Para una elaboración más detalla del suplemento obsceno, ver el capítulo “Superyó por default” en Slavoj Žižek, El acoso de las fantasías. Buenos Aires, Siglo veintiuno, 1999.

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civiles. Más que el accionar de unos cuantos inadaptados, estas violentas transgresiones funcionaban como suplemento (o sostén) del orden social racista deseado por gran parte de los blancos del sur estadounidense. De allí que en ciertos barrios de gente blanca, se viese con malos ojos a quienes delataban a los miembros del Klu Klux Klan a las autoridades federales. De igual manera, en el Perú de la época del conflicto armado, el Estado exigía abiertamente de los militares una buena conducta humanitaria a la hora de lidiar con los senderistas y con los sospechosos de senderismo. Pero a la misma vez, el Estado ordenó de manera secreta una política sistemática de torturas y ejecuciones de hombres y mujeres andinos de quienes se sospechaba que eran subversivos. Y lo que debe quedar claro es que esta política no fue solamente el exceso caprichoso de un gobierno autoritario y corrupto, sino que fue el exceso necesario para sostener un orden socioeconómico que preexistía al gobierno autoritario y corrupto. Dicho de otro modo, los excesos sistemáticos de la guerra antisubversiva fueron el suplemento obsceno, la ley nocturna que traducía fielmente el espíritu de comunidad de los “buenos peruanos” de derecha. Hoy, en el juicio contra Fujimori, estos buenos peruanos se escandalizan de que se le falte el respeto al hombre que derrotó al terrorismo. Mediante esta aseveración, ellos expresan no solo su aprecio hacia quien supo resolver un grave problema nacional, ellos expresan también una identificación obscena con las torturas y asesinatos que sostienen un orden inicuo. Como lo explica Žižek, “lo que ‘mantiene unida’ una comunidad en su nivel más profundo no es tanto la identificación con la ley que regula el circuito ‘normal’ de la comunidad, sino más bien la identificación con una forma específica de transgresión de la ley, de la suspensión de la ley (en términos psicoanalíticos, el terror nocturno del Klu Klux Klan)” (1999: 76). Fujimori no solo es querido por los buenos peruanos por su supuesta eficacia en la lucha contra la subversión. Fujimori es también querido porque realizó las transgresiones que les eran queridas, que traducían fielmente su espíritu comunitario colonial. Para decirlo con todas sus letras, acallar por la fuerza a los indios revoltosos ha sido siempre una transgresión a la ley

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igualitaria-democrática reclamada y justificada por quienes se consideran parte de la sociedad blanca. Este es un buen momento para sacarnos de la cabeza la teoría de la banalidad del mal de Hanna Arendt (1967). En el famoso caso de Eichmann, administrador del sistema de trenes que transportaba a los judíos a los campos de concentración, Arendt observa que ante las preguntas de sus acusadores sobre cómo había sido capaz de esta acción monstruosa, él contestaba sin mucha culpabilidad: “Porque me había sido ordenado”. Eichmann no era un tipo diabólico que odiaba a los judíos más de lo normal para la época, Eichmann era un simple funcionario que cumplía impersonalmente su deber. A pesar de su rigor, la teoría de Arendt no se ajusta a lo sucedido durante el conflicto armado. Pues los soldados peruanos no obedecían impersonal, automática, y burocráticamente las órdenes de sus superiores. Si algo se hace patente en “La guerra del arcángel Gabriel”, es que los soldados gozaban de obedecer la ley nocturna del Estado poscolonial. De esto se da cuenta el profesor y la comunidad entera la tarde de la pachamanca. Fingiendo el deseo de intimar con los lugareños, los cabos invitan al pueblo entero a una pachamanca en el cuartel. Luego de comer y bailar bebiendo durante horas, cuando los hombres del pueblo se encuentran ya borrachos, los soldados los sacan a culetazos y patadas del cuartel, cierran el portón tras de ellos y ultrajan a sus mujeres. La escena hace eco a las incontables veces en que, durante el conflicto, los soldados del ejército violaron a las mujeres andinas detenidas por sospecha de terrorismo. Basta leer Muerte en el pentagonito de Ricardo Uceda o El factor asco de Rocío Silva-Santisteban para advertir que las violaciones y otras transgresiones a los derechos humanos se realizaban en un ambiente festivo. Así como los soldados norteamericanos se tomaban fotos junto a los iraquíes que torturaban en los centros de detención en Irak, los soldados peruanos reían y bebían alcohol mientras torturaban y violaban a las mujeres. En cierto modo, nuestros soldados hicieron un carnaval perverso de la obediencia a la ley nocturna colonial, que los impulsaba a gozar de las mujeres andinas como objetos de poco valor. Aquí conviene distinguir este carnaval militarizado de los carnavales de la edad media descritos (idealizados quizás) por Mikhail

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Bakhtin. En esta era premoderna, la ley no era igualitaria sino que establecía ciertas jerarquías de manera directa: se reconocía por ejemplo la superioridad del hombre sobre la mujer, así como la existencia de amos que tenían derechos sobre sus siervos. En el carnaval, durante un tiempo preestablecido, se transgredían lúdicamente las normas de este orden: las mujeres imponían su voluntad a los hombres, y los amos servían de algún modo a sus siervos. Todo regresaba a la normalidad terminado el carnaval. En contraste, en la época moderna se altera la relación entre la ley y la transgresión. Mientras que la ley pierde su particularidad machista y feudal para volverse igualitaria, su antigua particularidad pasa ahora al lugar de la transgresión, de manera que en vez de los carnavales lúdicos de antaño, tenemos carnavales autoritarios donde grupos militares o paramilitares violan sistemáticamente a las mujeres e imponen su voluntad feudal a quienes consideran siervos. A fin de cuentas, lo que descubre el profesor gracias a las declaraciones de Coster y a la violación de las mujeres de Yuraccancha es que debajo de la ley explícita igualitaria, “se esconde el sombrío reino en el cual el brutal ejercicio del poder mismo está sexualizado” (Žižek, 1999: 107). Dicho de otro modo, el profesor descubre que el colonialismo no ha desaparecido con el igualitarismo del proyecto moderno peruano, sino que persiste como su suplemento obsceno, como un carnaval de torturas, asesinatos y violaciones a quienes se considera que son menos iguales, menos ciudadanos que otros. Y descubre, por último, que las violaciones de las mujeres son la verdad libidinal de los excesos hacia la población andina de la guerra antisubversiva, pues más allá de sus justificaciones racionales o utilitarias, estos excesos eran en sí mismos modos coloniales de goce. El profesor descubre, en breve, que de este carnaval autoritario neocolonial, se goza. El acto que funda la comunidad sinlugar Frente a la violación masiva de sus mujeres, los hombres de Yuraccancha optan por olvidar lo sucedido, fingir que no pasó nada. Las mujeres, sin embargo, no pueden ni quieren hacer lo mismo;

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prefieren que el pueblo desaparezca de la faz de la tierra antes que el agravio permanezca impune. Lideradas por la viuda Clotilde Najarro, quien se gana entre las sábanas la confianza del teniente Coster, las mujeres se visten con sus mejores galas y entran al cuartel con la promesa de un placer sexual. Sus maridos se rajan las vestiduras, mientras ellas dan de beber los soldados y los complacen sexualmente. Al llegar la madrugada, aprovechan la resaca de los soldados para “atravesarles el corazón con esos alfileres de platería tan largos que usan las chinas de esos pagos para sujetarse el manto” (2006: 141). Además, como para asegurar la letalidad de su ataque, Clotilde Najarro detona una granada que mata no solo a la mayoría de los soldados sino a muchas de las mujeres también. En los días siguientes, los escolares, siempre cómplices de las mujeres, roban las armas de los soldados moribundos. Es así como las mujeres llevan a cabo lo que en el psicoanálisis se llama un acto. En tanto opuesto a la acción, es decir, al trabajo que se realiza dentro de lo prescrito en un determinado orden social, el acto es una ruptura radical con este orden. Para comprender bien qué es un acto, hay que saber primero lo que no es. El acto no es una transgresión, que es tomar como objeto de deseo lo que la ley ha codificado como una prohibición. La transgresión simplemente invierte la ley (si la ley me prohíbe matar, yo lo hago), mientras que el acto implica una separación radical del sistema ley/transgresión. El acto no es tampoco un subvertir la ley existente en nombre de una ley superior, ya se trate de la ley nocturna que sostiene el espíritu de la comunidad (el suplemento obsceno) o de la ley de la necesidad histórica (el progreso teleológico). Si algo caracteriza al acto, es que este no se garantiza desde la ley de ningún gran Otro simbólico. El acto no es, por último, un pasaje al acto terrorista: el acto tiene generalmente consecuencias catastróficas, pero el terrorismo produce directamente la catástrofe con la esperanza desesperada de que se produzca el acto auténtico que no llega aún. En el acto, no hay realmente un agente consciente. Como lo explica Žižek, el acto es “un suceso que [...] sorprende a su propio agente; después de un acto auténtico, la reacción de su agente es

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siempre: ‘Ni siquiera yo sé como pude hacerlo, sencillamente ocurrió’. De modo que la paradoja del acto auténtico consiste en que la mayor libertad coincide con la extrema pasividad” (2001: 402). Las mujeres no matan a los cabos en nombre de los valores de la comunidad ni de la necesidad histórica ni de ninguna ideología anti-estatal. No hay ningún gran Otro que justifique su acto: este, por el contrario, es una suspensión del gran Otro, una afirmación de lo real que no se justifica sino de sí misma. Irónicamente, las mujeres se hacen libres haciéndose siervas de aquello que en ellas (lo real) excede al mundo simbólico en el cual podían reconocerse. Es así como se da a lugar a la paradoja en que la libertad coincide con la necesidad, paradoja que resume bien la siguiente frase: “No puedo hacer otra cosa, pero al hacerla, soy completamente libre”. Ahora bien, a diferencia de los hombres del pueblo, las mujeres eligen pasar de lo malo (la humillación) a lo peor (la represalia del Estado). Pues su elección de la matanza es también la elección de la desaparición del pueblo: si algo es seguro es que el Estado regresará a vengar a los caídos. El temor al apocalipsis de la comunidad no las lleva, sin embargo, a procurar la protección de Sendero Luminoso. Ellas eligen preservar el sentido de su acto como negación pura del orden existente, como puro deseo de sustraerse de una situación concreta. En términos estrictamente psicoanalíticos, ellas permanecen fieles al acto como obra de la pulsión de muerte, que Lacan define como “Voluntad de destrucción. Voluntad de comenzar de cero. Voluntad de Otra-cosa” (1988: 256). Con esto no queremos decir que las mujeres deseaban conscientemente una nueva existencia. Pero sí que su acto apunta hacia ella. De rigor, no hay sujeto del acto, no hay un sujeto que conozca el sentido del acto antes de llevarlo a cabo. Lo que hay es un acto que produce un sujeto, que causa un sujeto que podría serle fiel, o traicionarlo. Las mujeres, por ejemplo, no pretendían con su acto más que vengar el ultraje. Pero al realizarlo, el acto se convierte en la expresión de la voluntad de Otra-Cosa, del deseo de vivir de otro modo. Y entonces, a fin de permanecer fieles al sentido imprevisto del acto, las mujeres deben aceptar sus consecuencias tomando una serie de decisiones difíciles.

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Lo primero que deciden es separarse de sus esposos; las mujeres “[n]o querrían andar con quienes no supieron defender su honor ni vengar su humillación” (2006: 143). También deciden no buscar refugio, como los hombres, en las comunidades vecinas. En otras palabras, ellas deciden no pertenecer a otra comunidad, quedarse sin lugar en el ordenamiento estatal, convertirse en una parte sin parte en el Todo de la nación peruana. Curiosamente, el profesor tampoco se refugia en otra comunidad, prefiriendo esconderse en una cueva junto a su esposa. Así como las mujeres y los niños, él opta por no re-insertarse en el orden social existente, resignándose a vivir como un ermitaño hasta que sus antiguos alumnos acuden a la cueva a proponerle que sea su Líder. En un inicio, él se niega a ocupar este lugar, aduciendo que “no tenía don de mandar a otros ni tenía ideología” (2006: 144). Pero luego Maximino Guzmán, habitante de Yuraccancha, convertido a la religión israelita durante su estadía Lima, lo convence de que solo él puede ocuparlo “Por algo eres profesor, pues”, le increpa. La insistencia de Guzmán está relacionada al hecho de que toda comunidad simbólica precisa de un Uno (el Líder, el Amo, el Maestro, etc.). Recuérdese que el Uno no es ni una persona de carne y hueso ni una entidad metafísica: el Uno es un lugar estructural que da consistencia al Otro (al orden simbólico). Los sobrevivientes de los campos de concentración recordaban que hubo Uno que sostuvo las creencias religiosas, impidiendo que los miembros de la comunidad judía se arrodillasen ante los Nazis como musulmanes. Seguramente en los campos hubo más de uno (un grupo de hombres, quizás) que cargó las creencias en sus hombros. Pero el hecho es que los sobrevivientes recuerdan siempre que hubo Uno. Más que un defecto de la memoria, se trata de que el Uno es un lugar estructural del orden simbólico. En cualquier caso, con el profesor de carne y hueso ocupando el lugar que le corresponde, los ex-yuraccanchainos empiezan a formar un ejército precario que “andaba por las montañas sin rumbo ni disciplina, desplazándose como una horda y arrasando con todo lo que se oponía a su paso” (2006: 144). A esta horda se suman cada vez más personas, entre ellos, los hombres de otras

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comunidades andinas y los desertores del ejército peruano, convirtiéndose así (literal y simbólicamente) en el ejército de los que no tienen lugar. O para usar un neologismo, el nuevo ejército es la fuerza de lo sinlugar, de aquellos que no se identifican con el lugar que les asigna el Estado en el orden de la nación. Aunque empobrecidos, las comunidades andinas son partes del ordenamiento estatal; aunque mal pagados, los soldados son parte de una institución que se encarga de que las partes permanezcan ordenadas en el Todo-nacional. Pero al sustraerse a las entidades (las familias, las comunidades, el ejército) que los hacen partes de un Todo, todos estos hombres, mujeres y niños encarnan la sinlugaridad de la nación peruana. Nacido de los restos de Yuraccancha, el nuevo ejército popular representa potencialmente a todos aquellos que no se identifican con su lugar en el proyecto moderno. El discurso profético de Abimael y San Gabriel En tanto encarnación de lo singular, el nuevo ejército es solo potencialmente universalista. Sin un proyecto definido, sin una ideología precisa, el ejército de los sinlugares es pura negatividad, pura pulsión de muerte, pura voluntad de sustraerse al Todo-nacional. Arrasando con “todo lo que se oponía a su paso”, los sinlugares no aspiran a construir un nuevo orden social; así como el acto de las mujeres se autoriza de sí mismo, la rebelión del ejército encuentra su justificación en la rebeldía; a diferencia de la revolución que se legitima del orden social por venir. Sin embargo, el ejército no se queda en la rebeldía y se construye un gran Otro más consistente para su espíritu rebelde, o quizás, un gran Otro se apropia de su espíritu. Fuere como fuere, el ejército empieza a asumir el discurso religioso del israelita Máximo Guzmán, quien le propone al profesor que funja de Líder. El profesor, como siempre, teme, duda, no se siente a la altura de las circunstancias. Anteriormente ya había dudado dos veces ante la petición de ocupar el lugar simbólico del Uno. La primera ocurre cuando se siente demasiado débil para ser el Uno de la modernidad, el elegido para dirigir al pueblo dentro del proyecto moderno

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en el cual está segregado. La segunda, cuando luego de la muerte de los principales, el profesor sueña con San Gabriel, santo patrón de Yuraccancha, a quien los habitantes del pueblo tienen olvidado debido a sus aspiraciones modernas. En el sueño, San Gabriel le pide al profesor que lo reemplace como santo patrón, es decir, que ocupe el lugar del Uno de la tradición cristiana, y este reacciona con asombro: “¿Cómo voy a ser, pues, San Gabriel?... ¿Acaso alguien ha visto un San Gabriel cholo, feo, jorobado?... ¿Acaso un cobarde como yo puede ser arcángel y derrotar a los demonios de toda especie?” (2006: 133). Es su gran inseguridad la que lo lleva a rechazar la propuesta de Guzmán de ocupar el lugar del Uno de la comunidad profética. Pero Guzmán no se deja desanimar por las dudas e insiste en que el profesor ocupe el lugar que le corresponde, aduciendo que “el Espíritu Santo” lo enrumbará y le “dará los dones” necesarios; para terminar de persuadirlo, le entrega su Biblia y le dice: “Sólo te falta conocer la palabra de Dios y aplicar su voluntad” (2006: 144). El gesto y las palabras acaban por convencer al profesor, quien, al asumir la posición de Líder de la comunidad israelita, cambia sus temores y sus dudas por la convicción pura, como se puede advertir del pasaje que cierra el cuento: Y así me llaman ahora, porque a mi paso los huaicos se detienen, la cordillera me esconde y los cernícalos me avisan. Hasta mi aspecto ha cambiado. Caminamos con los pies desnudos sobre la nieve, asaltamos transportes en la carretera y volvemos a subir por las jalcas a los páramos más fríos. Nos buscan helicópteros y no nos hallan: pasan de largo sobre nuestras cabezas. No se nos acercan los “cumpas” porque saben que somos diferentes y aguaitan de lejos nomás nuestros movimientos. Los cachacos no nos ven y el día que quieran encontrarnos les enseñaremos que las armas que nos llevamos del cuartel todavía disparan y que varios desertores de sus filas se han unido a este ejército hambriento y errante. Y recibirán toda la ira de Dios como ya la recibieron aquellos pueblos que se oponían a nuestro mandato. Así lo digo yo, San Gabriel de Yuraccancha, hijo de los Apus y de Jehová de los Ejércitos. (2006: 146)

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A través de su identificación con San Gabriel de Yuraccancha, se da a lugar una verdadera metamorfosis en el profesor: además de cambiar su nombre por el del santo-arcángel, cambia su aspecto físico (asumimos que desaparece su joroba), cambia a su padre mortal por la paternidad de los Apus y de Jehová, pero más importante aún, cambia su debilidad por la fortaleza de comandar a los hombres e incluso a la misma naturaleza. La metamorfosis se debe, por supuesto, al cambio de discurso. A diferencia del discurso civilizador del Estado, el discurso israelita toca realmente al profesor, así como a los sinlugares de Yuraccancha y del territorio nacional. No es extraño que los sinlugares se reconozcan en este discurso, pues el Antiguo Testamento está hecho precisamente para la comunidad que carece de lugar (la comunidad judía). La potencia de este discurso radica entonces en que articula la comunidad en su condición de resto, de pueblo errante. Mientras que el saber civilizador del Estado concibe a la comunidad de Yuraccancha como parte del Todo-nacional (de allí su impotencia), el discurso israelita la concibe como la parte sin parte, la parte que no tiene lugar en el ordenamiento de la nación. Si el discurso hace potente al profesor y a los otros integrantes de la nueva comunidad, es porque dignifica y potencializa su sinlugaridad. Ahora bien, a pesar de que cuestiona el orden nacional y de que infunde temor en el ejército y en la región, la comunidad andina-israelita se mantiene distante de Sendero Luminoso. El profesor, por cierto, se encarga de remarcar las diferencias con este grupo: “No se nos acercan los ‘cumpas’ porque saben que somos diferentes y agüeitan de lejos nomás nuestros movimientos” (2006: 106). En realidad, que no haya un acercamiento entre uno y otro grupo no puede sino resultarnos evidente: Sendero Luminoso es una organización secular con una ideología marxista-leninista-maoísta, mientras que los andinos-israelitas forman una organización religiosa que obedece las Sagradas Escrituras. Por otra parte, mientras que Sendero Luminoso lleva a cabo la lucha para transformar la totalidad de la sociedad peruana, los andinos-israelitas parecen solo desear mantenerse al margen. O para decirlo en términos religiosos, Sendero Luminoso es una comunidad cristiana que transforma la

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singularidad de un acontecimiento (la resurrección de Cristo, la revolución maoísta) en un llamado universal, mientras que los israelitas-andinos se asemejan a una comunidad judía que preserva su singularidad sin ninguna aspiración proselitista.8 Mas si la diferencia es tan evidente, ¿por qué la necesidad de afirmar que los dos grupos son distintos? Esto podría explicarse quizás por la necesidad política de separar el proyecto revolucionario de la organización de Sendero Luminoso. Así como Luis Nieto Degregori siente la necesidad de declarar que el socialismo no tiene nada que ver con Sendero Luminoso (ver el capítulo II), es posible que Dante Castro haya sentido la necesidad de hacer saber (con mayor maestría narrativa) que la existencia concreta de Sendero Luminoso no agota las posibilidades de la revolución. Sería, sin embargo, un abuso del psicoanálisis aventurar una explicación sobre las intenciones concientes o inconscientes de Dante Castro o sobre las de su narrador-personaje. Tal como está escrita y en el contexto en que lo está, la frase no da pie a mucha interpretación. No obstante, nada nos impide servirnos de ella para explorar la posibilidad de que los israelitas-andinos no sean tan distintos de Sendero como lo presume el ex profesor. Pues si bien el marco ideológico de ambos grupos es distinto, el discurso del santo-arcángel recuerda de un modo vago al de Sendero Luminoso. Para dar algo de nitidez a esta similitud borrosa, comencemos diciendo que ambos discursos sobredimensionan las fuerzas materiales de sus agrupaciones. A pesar de estar constituido por soldados hambrientos y descalzos y contar con escaso armamento, el nuevo ejército, estima el santo-arcángel, puede luchar de igual a igual con las fuerzas del orden. Y por qué no habría de estar convencido de ello, si su agrupación tiene el respaldo de la divinidad; de allí que el Líder pueda controlar a la naturaleza y que su ejército puede hacerse invisible ante el paso aéreo de los helicópteros. Por su parte, Abimael Guzmán asume que la victoria de la guerra popular es inevitable. En “Por la nueva bandera”, texto de junio 8.

Agradezco a mi amigo y alumno, el dramaturgo Alfredo Bushby, el haberme hecho notar que la comunidad del santo-arcángel se ajusta más al modelo de la comunidad judía que al de la comunidad cristiana.

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de 1979, cuando Sendero Luminoso es todavía un grupo reducido, Guzmán declara su confianza en la lucha armada liderada por el proletariado: Hoy viene el proletariado, la única hoguera que jamás se agotará, un pedazo de su chispa somos nosotros. Somos parte de esa inmensa hoguera; somos humildes chispas pero no nos corresponde sino encenderlas, con tormentas las chispas se concentran. Que cada uno cumpla su jornada, dejen al proletariado lo que la historia le mando hacer, la clase obrera definirá: nada podrá prevalecer contra la clase obrera, todo lo derrumbará y un mundo de luz aparecerá necesariamente. […] Necio es querer destruir la materia. (1979: 1)

La confianza de Guzmán en la victoria de la lucha armada se basa en que esta responde a una necesidad histórica: ella se ajusta al progreso teleológico que se supone en los escritos de Marx, Lenin y Mao. Asimismo, la creencia del santo-arcángel en la potencia de su ejército se basa en que este realiza el mandato de Jehová escrito en la Biblia. El discurso de Sendero Luminoso nos ayuda a entender que la potencia del ejército del santo-arcángel radica en que su victoria es una necesidad (Dios lo ha dicho, así debe ser, es necesario que así sea). Y el discurso del santo-arcángel nos ayuda a entender que la confianza de Guzmán en el triunfo de la revolución se debe a que la necesidad histórica es otro nombre para la voluntad divina. En otras palabras, para Guzmán, la materia está dirigida por el mandato del Ente supranatural de la Historia. De allí la tonalidad marcadamente bíblica de su discurso, que comienza así: “Muchos los llamados y pocos los escogidos”. Guzmán y el santo-arcángel son, por lo tanto, profetas. Su tarea es la de leer los signos (escritos) de un mandato trascendente (la profecía) a fin de velar por su cumplimiento. Es decir, su tarea es la de clausurar la apertura del presente para convertirlo en cifra de un futuro preprogramado. El profeta es el hombre que hace saber a los demás que el éxito de sus acciones está garantizado mientras cumplan con lo que está escrito, con lo que debe ocurrir, con lo que sin duda ocurrirá. El profeta es el hombre que dice a los demás que la derrota no es posible porque está escrito que la victoria ya ha ocurrido.

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El problema con el discurso profético es que cuando lo escrito no ocurre, cuando lo que debe pasar no pasa, sus abanderados se tornan excesivamente violentos. Así, los senderistas nunca fueron tan destructivos que cuando perdieron sus bases campesinas en la sierra durante la segunda mitad de los ochenta. Mientras más contradecía la realidad del presente a su tesis materialista, más violentos se volvieron en su intento de que la una encajase en la otra. Aunque hay que decir, también, que la violencia es inherente al discurso profético. Ya que la tarea de realizar el cumplimiento de la profecía no es segura, el profeta intenta garantizarla introduciendo una violencia espectacular en el seno del discurso. Es como si la violencia sustituyese al acto o al acontecimiento que debería ya haber ocurrido. Como ejemplo de lo anterior, tenemos el libro de Ezequiel, donde Yahvé anuncia a los habitantes de Jerusalén que: Dentro de ti habrá padres que se coman a sus hijos, e hijos que se coman a sus padres. Ejecutaré la sentencia contra ti, y a los que sobrevivan los dispersaré a los cuatro vientos. Yo, el señor, lo juro por mi vida: como ustedes han profanado mi santo templo con sus ídolos inmundos y sus acciones detestables, también yo los voy a destrozar sin misericordia, no tendré compasión de ustedes. (Ezequiel 5: 10-11)

Tenemos también “Por la nueva Bandera”, donde Abimael Guzmán recurre una y otra vez a la metáfora del fuego para resaltar la inevitable victoria de la revolución: El Partido ha entrado a una gran tormenta, todo se va a incendiar […]. Si hemos de ser izquierdistas tenemos que arder con pasión, porque de ese ardimiento vendrá la destrucción de esos saldos de los que se habla; la burguesía se está incendiando, debemos quemar nuestros viejos ídolos, quemar todo lo que hemos adorado […], ¿qué otra cosa podemos hacer, o queremos ser burbujas ensoberbecidas, diciéndole al cosmos que yo me desarrollaré? ¡Imagínense que carcajada lanzaría! (1979: 1-2)

Y tenemos, por último, las palabras finales del arcángel Gabriel en el cuento de Dante Castro:

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Los cachacos no nos ven y el día que quieran encontrarnos les enseñaremos que las armas que nos llevamos del cuartel todavía disparan y que varios desertores de sus filas se han unido a este ejército hambriento y errante. Y recibirán toda la ira de Dios como ya la recibieron aquellos pueblos que se oponían a nuestro mandato. Así lo digo yo, San Gabriel de Yuraccancha, hijo de los Apus y de Jehová de los Ejércitos. (2006: 146)

En todos estos casos, la violencia en el discurso es un intento de convertir el tiempo futuro en tiempo pasado, de transformar lo que ocurrirá en lo que ya ha ocurrido. La violencia es, en el discurso profético, síntoma de la desesperación vivida en el tiempo presente debido a que “el mañana (no) es (todavía) nuestro”. Esto se puede advertir incluso en los profetas que predican el amor y la belleza poética: en la famosa canción “Yo pisaré las calles nuevamente” del trovador cubano Pablo Milanés, luego de profetizar que “retornarán los libros, las canciones, que quemaron las manos asesinas” y que “renacerá mi pueblo de su ruina”, se anuncia también que “pagarán su culpa los traidores”. En todo discurso profético, la espectacularidad de la violencia hace palpable la ira de Dios ante el hecho de que aún no se ha cumplido su mandato. Otro problema con este discurso es que no deja lugar para el acto que habilita lo imposible, lo imprevisible. El acto, ya lo hemos dicho, no es una acción dentro de un orden predeterminado, trátese del orden de la Naturaleza, de Dios o de la Historia. Distinto a la necesidad (natural, divina, histórica), el acto rescata la apertura del presente, lo hace algo más que un mero eslabón entre el pasado y el futuro. Lo mismo se puede decir del acontecimiento: distinto de un suceso que encaja dentro del orden de lo posible, el acontecimiento es la irrupción de lo imposible. Después de un acontecimiento verdadero, el sujeto se ve obligado a lidiar con lo imposible que ocurrió.9 9.

Para Badiou, “el acontecimiento está situado —es el acontecimiento de esta o aquella situación— y es a la vez suplementario; por lo tanto, absolutamente desligado, o no relacionado, a las reglas de la situación” [“The event is both situated —it is the event for this or that situation— and supplementary; thus absolutely detached from, or unrelated, to, all the rules of the situation”.]

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En “La guerra del arcángel San Gabriel”, el acto-acontecimiento es la matanza de los cabos por parte de las mujeres, con la complicidad de los niños. Más que una simple venganza, el asesinato obliga a los sinlugares a zafarse del lugar que les era asignado en el ordenamiento de la nación. No mucho después, sin embargo, el discurso profético se apropia del acto para sostener que este era el cumplimiento de una necesidad divina. El discurso profético niega así que lo imposible haya ocurrido, para luego afirmar que lo ocurrido era parte de lo que Dios Padre había previsto como posible. Por otra parte, este discurso clausura el potencial universalista del acto de las mujeres y los niños. No es fortuito que estos finalmente asuman no la religión católica (universal) sino la religión particular de Israel, la religión de la Ley literal del Padre. En tanto que ordena las partes en el Todo-social, la ley literal es siempre segmentadora, divisionista, jerarquizante. La verdadera universalidad solo existe en la ruptura con la ley. Como lo indica Badiou, “no es sino siendo relevado de la ley que uno se hace realmente hijo. Y un acontecimiento está falsificado si no se origina de un hacerse-hijo universal” (1999: 52). Dicho de otro modo, todo acto o acontecimiento es falsificado cuando no se conserva la fidelidad a la ruptura con el orden existente, cuando los actores no son fieles al encuentro con una nueva manera de organizar la vida comunitaria. En el caso de Yuraccancha, el acto de las mujeres revela la verdad de que la época del paternalismo comunitario ya había concluido desde el momento en que Sendero Luminoso declaró la guerra al Estado peruano, y que por lo tanto le corresponde a sus habitantes desarrollar una comunidad radicalmente distinta. No obstante, si bien en un inicio estos expresan su fidelidad a esta verdad al rechazar las profecías pseudomaterialistas de Sendero Luminoso, finalmente se dejan llevar por la tentación profética de organizar sus vidas de acuerdo a lo escrito en el Antiguo Testamento. De esta (2001: 68). En otras palabras, el acontecimiento no llega desde el espacio exterior sino que emerge desde, pero también excede a, una situación inmanente.

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manera, traicionan su deseo de inventar una nueva comunidad y calcan el modelo de la comunidad israelita. A modo de conclusión — las siete revelaciones de la verdad Según Badiou, la verdad de un acontecimiento no puede percibirse desde una posición neutral u objetiva. La verdad solo es accesible al sujeto que declara su fidelidad al acontecimiento, a saber, el militante. De manera que la principal tarea del militante es declarar que hubo acontecimiento, que ocurrió lo que ocurrió. Una vez realizada la declaración, el militante badiouiano inicia un proceso de verdad desde la perspectiva de que algo importante ha ocurrido. En cierto sentido, el proceso consiste en decir qué es lo que ocurrió, cuál es el significado del acontecimiento. Pero consiste también en persistir en lo que no se sabe del acontecimiento, en insistir en el re-nombramiento de su verdad. Puesto que, como lo indica Badiou, no hay verdades transcendentes, no hay “cielo de las verdades”, el militante debe resistir la tentación de decir toda la verdad de una vez, de objetivizar con un dogma el despliegue de la verdad (2001: 80-87). En tanto que reconoce el carácter contingente de la verdad, el militante sabe, o debe saber, que ella solo puede decirse a medias, que ella solo puede ser medio-dicha. Si en la introducción llamamos a Dante Castro un militante, es porque su cuento hace estallar “el cielo de verdades” con el cual se interpreta a menudo el conflicto armado. Sin renunciar a la perspectiva de que lo ocurrido durante los años ochenta y noventa fue un acontecimiento (pronto veremos por qué), Dante Castro permanece fiel a la tarea de medio-decir su significado. No se trata entonces de que su cuento diga la verdad de la verdad, lo que realmente ocurrió. Se trata de que su narrativa militante es un proceso de verdad que descompleta (agujerea) los saberes erigidos sobre el acontecimiento del conflicto armado. A riesgo de simplificar, diremos que este proceso da a lugar a siete revelaciones de la verdad. La primera revelación deconstruye el sentido común humanitario de que los pobladores de las comunidades andinas eran víctimas atrapadas “entre dos fuegos”. No es

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que la narrativa desmienta el hecho de que Yuraccancha estaba en esta situación difícil. Es más bien que la narrativa se concentra en difundir la perspectiva de que si sus pobladores se hallaban “entre dos fuegos”, era porque estaban sumidos en la indecisión, porque no se tomaban en serio la pregunta sobre qué hacer ante las demandas antagónicas de Sendero Luminoso y del Estado peruano. En otras palabras, los habitantes de Yuraccancha se convirtieron en víctimas porque esquivaron la pregunta sobre su deseo político. Al zafarse de la ética humanista, la cual a la vez desprecia y se conmueve con las víctimas, la narrativa llega rápidamente a la segunda revelación: a saber, que en la película del conflicto armado, las autoridades comunitarias no eran necesariamente los buenos y los senderistas los malos. Parte de la indecisión política de Yuraccancha se debe a que los principales se beneficiaban económicamente del conflicto a la vez que delegaban el costo de la guerra a los campesinos pobres. Lejos de ser un Todo indiviso, la comunidad estaba atravesada por un antagonismo social que prefiguraba la lucha de clases Es precisamente porque Yuraccancha no era una comunidad cerrada que Sendero Luminoso pudo ingresar a ella. Si el saber multicultural construye una barrera insalvable entre la particularidad campesina y el universalismo senderista, la narrativa militante de Dante Castro se encarga de derribarla. En la escena del ataque a Yuraccancha, donde los senderistas usan vestimentas del Ande y tocan instrumentos de la región, estos pierden el aura de lo foráneo para enfrentar al lector con una pregunta que a menudo se mete bajo la alfombra: ¿cómo pudo Sendero Luminoso articular y canalizar a su favor el descontento del campesinado? La respuesta es la tercera verdad revelada: Sendero Luminoso tuvo un éxito relativo en las comunidades rurales porque pudo articular algo de la singularidad del deseo de quienes no se identificaban con su lugar en el orden comunitario nacional: nos referimos específicamente al deseo de los jóvenes campesinos que asistían a la escuela. Sin embargo, la narrativa muestra también que la falta de respeto de Sendero Luminoso a la particularidad campesina fue un obstáculo para su proyecto universalista. Al pretender que

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el sujeto revolucionario se desligase radicalmente de su particularidad, la agrupación cometió el error de exigirle el imposible de superar su división subjetiva (la división entre su particularidad campesina y su singularidad proletaria). Este y otros errores de Sendero Luminoso, en su proceso revolucionario, fueron graves, quizás imperdonables. La atención que hemos puesto a las relaciones entre el universalismo de los senderistas y la singularidad de las mujeres y de los jóvenes campesinos no apunta a reivindicar a los primeros sino a mostrar que los segundos estaban habitados por un deseo de modernidad que no coincidía ni con la modernidad propuesta por Sendero Luminoso ni con la del Estado. De hecho, la cuarta revelación del proceso de verdad tiene que ver con la no coincidencia entre el deseo de modernidad de las comunidades andinas y el proyecto moderno estatal. Si los singulares del Ande no se identifican con este proyecto, es porque (como se observa en el cuento) el Estado no consigue aún desprenderse de su propia herencia colonial. O para ser más precisos, la cuarta revelación es que hay un suplemento obsceno colonialista que subyace a la ley igualitaria y democrática de la nación peruana. La narración de los abusos sistemáticos de parte de los cabos a los hombres y mujeres de Yuraccancha apunta finalmente a desenmascarar la nocturna ley que habita en los intersticios de la ley igualitaria del Estado. Es decir, la narrativa militante apunta a (de)mostrar que las transgresiones del ejército a la ley explícita no son el producto de mentes enfermas sino de una mentalidad poscolonial. Más que una simple denuncia de la conducta ilegal de la institución militar, el cuento revela que esta conducta es parte de una estructura de goce que atraviesa los cimientos de la sociedad peruana. Es contra esta economía libidinal encarnada en el ejército que las mujeres de Yuraccancha llevan a cabo la matanza. Entre lo malo (resignarse a la obscenidad del poder) y lo peor (vengar el agravio y atenerse a la represalia del Estado), la mujeres optan por lo peor. Lo mismo se puede decir de la decisión de Sendero Luminoso de emprender la primera revolución a escala nacional en la historia del Perú. No es ningún secreto que Sendero Luminoso hizo aquello de lo que hablaron durante años tantas agrupaciones de izquierda.

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Y lo que indica la impresionante violencia en su discurso y en su accionar es que, a diferencia de las otras agrupaciones, Sendero Luminoso estaba dispuesto a que el país ardiese como una “hoguera” con tal de que las cosas no siguieran igual. Así como las mujeres de Yuraccancha, los militantes de Sendero Luminoso prefirieron lo peor (atentados terroristas sangrientos, asesinatos de líderes campesinos, matanzas de niños y ancianos, etc.) a lo malo (la aceptación de las estructuras de poder). Es precisamente en este sentido que el conflicto armado es un acontecimiento. Por primera vez en la historia del país, se inscribió en la conciencia colectiva la idea de que hay hombres y mujeres en la región andina que prefieren lo peor a la existencia de una sociedad poscolonial. Desde siempre se ha sabido que hay hombres y mujeres andinos dispuestos a organizarse para luchar violentamente en contra de un sistema inicuo, pero que hay hombres y mujeres que odian con tanta virulencia el sistema hasta el punto de que, con tal de destruirlo, están dispuestos a “incendiarlo todo”, incluso si ellos mismos o sus hijos perecen en la hoguera, esto es lo nuevo que la guerra interna trae a la conciencia nacional. Así, la quinta verdad revelada es que el conflicto armado es un acontecimiento, y los 69, 280 muertos son su marca imborrable, la marca de que ciertos habitantes de la región andina no dejarán que persista el colonialismo interno en la nación peruana. Volviendo al cuento, si bien las mujeres realizan su acto impelidas por un rechazo al orden existente (y no hay mejor definición que esta de la pulsión de muerte, es decir, de la “Voluntad de Otra-Cosa”), su consecuencia imprevisible es la formación de una comunidad alternativa que convoca a los sinlugares de la modernidad peruana. Desde los cimientos de la narrativa, se hace difícil la lectura de que la violencia política es el producto de las demandas particularistas de la serranía que la capital no atiende. Pues la narrativa militante posiciona al acto como la expresión del deseo de una modernidad singularmente andina. Aunque aquí debemos añadir que, en este caso, el acto no es la expresión del deseo de un sujeto sino más bien la expresión de un deseo que encuentra un sujeto. Que la violencia del conflicto armado es un acto impersonal

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que convoca a la singularidad del mundo andino moderno, es la sexta verdad revelada del cuento. Las páginas finales relatan el esfuerzo de los sinlugares de estar a la altura de “su” acto, de “su” deseo de una modernidad singular. En un inicio, al abstenerse de procurar el respaldo de Sendero Luminoso para lidiar con las consecuencias de su acto, los sinlugares inician la ardua labor de organizar una comunidad distinta a fin de distanciarse de la situación de “hallarse entre dos fuegos” (situación de la cual Sendero Luminoso era parte inherente). La comunidad errante es el esbozo de una comunidad desligada del binomio Estado-comunidad andina, así como de la ideología de Sendero Luminoso. Y en tanto que la nueva comunidad acoge a los sinlugares de otras comunidades y del ejército peruano, ella es una comunidad proto-universalista que se asemeja al modelo de la comunidad judía. A diferencia de la comunidad cristiana, la comunidad nacida del resto de Yuraccancha no hace un llamado universal, no convoca de manera directa a todos aquellos que se hallan descontentos con su lugar en la modernidad peruana. Así como la comunidad judía, ella es solo potencialmente universalista. Sin embargo, en el momento en que se identifican con la religión israelita, los sinlugares cancelan su propio potencial de universalidad, a la vez que traicionan su deseo de desarrollar una nueva comunidad. Si en el cuento la violencia lanza a los sujetos a un proceso de verdad con el fin de reinventar su comunidad desde la apertura ontológica del acto, su identificación con la voluntad de “los Apus y [de] Jehová de los Ejércitos” interrumpe el proceso para asumir un discurso profético donde todo ya está escrito, profetizado. Los sinlugares cambian de este modo la angustia de la invención por el devenir seguro. En vez de insistir y de perseverar en el medio-decir (que es la única manera de nombrar fielmente una verdad), ellos realizan el típico gesto conservador de procurar abrigo en el Padre (Jehová) y el sentido que este le da al mundo. La séptima revelación de la verdad es así que el discurso profético, el cual, como hemos visto, es también el discurso de Sendero Luminoso, traiciona el proceso de verdad que apunta a la creación de una nueva comunidad. Dicho de otro modo, en el cuento se revela

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que el discurso profético es infiel a la praxis inventiva a la cual da inicio el acto violento. De allí que el cuento termine con la paradójica y finalmente triste semejanza entre la “nueva comunidad” y el movimiento senderista. Por otra parte, la interrupción del proceso de verdad tiene como consecuencia que la comunidad del santo-arcángel no supere la situación del inicio del cuento, la cual consistía en estar “al margen de la guerra sin haberse alejado de ella” (Castro 2006: 123). No se puede negar que la nueva comunidad supera la condición de víctima de la comunidad de Yuraccancha. De ser clavo, los exyuraccanchainos pasan a ser martillo, sin percatarse que tanto el clavo como el martillo son partes inherentes a la situación. A pesar de que emerge como una “tercera vía” a las ideologías del Estado y de Sendero Luminoso, el nuevo ejército se aparta del proceso de universalizar la afirmación de su singularidad y por lo tanto vuelve a constituirse como una particularidad al margen de la guerra, sin por ello “haberse alejado de ella”. Quienes conocen al autor de “La guerra del arcángel Gabriel”, se preguntarán quizás: ¿pero… Dante Castro pensó de verdad todo lo que se ha expuesto en este capítulo? ¿es de verdad posible hablar de Dante Castro como un narrador-militante badiouiano que se mantiene fiel a la verdad? La respuesta a ambas preguntas es que son irrelevantes. Si el día de mañana Dante Castro nos criticara por lo que hemos escrito sobre su cuento, aduciendo que su intención era otra, le responderíamos que, a menudo, lo menos interesante de un texto es lo que su autor quiso decir. Y luego le diríamos que la narrativa militante que hemos detectado en, o quizás construido a partir de su texto, es el acercamiento más interesante al conflicto armado, aunque también, de lejos, el más cruel. La narrativa de Dante Castro es cruel no por la sangre vertida a lo largo de su contenido: su narrativa es cruel porque no se compadece de las víctimas de las comunidades andinas, porque cuestiona la indecisión que los puso “entre dos fuegos”, porque insta a sus personajes andinos a permanecer fieles a un acto violento que rompe con la modernidad del Estado peruano, calmar la angustia ante lo desconocido mediante discursos proféticos como los de Sendero y la religión israelita. En breve, su narrativa es cruel

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porque exige de sus personajes no ceder en su deseo de inventar una modernidad singular.

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VI / La verdad cruel de Dante Castro

231

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VII Violencia, culpa y repetición: La hora azul de Alonso Cueto1 Víctor Vich

Con un epígrafe de Javier Cercas (“...a lo mejor uno no es solo responsable de lo que hace, sino también de lo que ve o lee o escucha”), La hora azul de Alonso Cueto posiciona al lector ante algunas preguntas que invita a responder: ¿Es la culpa algo que se “hereda” socialmente? ¿Son las nuevas generaciones también partícipes de hechos atroces ocurridos en el pasado? ¿Cuál es la responsabilidad del presente frente a la historia? En la Alemania de la posguerra, Hannah Arendt reflexionó sobre el asunto y propuso la necesidad de que se asumiera lo sucedido sin que los ciudadanos se identificaran necesariamente como “culpables”. Se trataba, en su opinión, de desarrollar una concepción performativa de la política que sea capaz de buscar la justicia mucho más a partir de la indignación que de la culpa. Para Arendt (1987), los sujetos culpables no son buenos ciudadanos; son, sobre todo, sujetos inmóviles.2 1.

Agradezco al Intercambio Cultural Alemán-Latinoamericano (ICALA) por el apoyo en la escritura de este ensayo. También a Alejandro Grimson por una larga conversación en Buenos Aires.

2.

Puede leerse también el documentado ensayo de Schaap (2001).

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Víctor Vich

En los últimos años, un sector de la clase media y alta peruana ha venido construyendo una narrativa de la mea culpa sobre la violencia política. “No supimos, no queríamos saber” son frases que se han vuelto lugares comunes y que pueden ampliarse hacia la acción misma del Estado que terminó por considerar a la violencia como un problema exclusivamente militar lo cual desencadenó masivas violaciones de los derechos humanos.3 “No saber”, “no escuchar” son así frases que revelan bien lo que ha venido a llamarse el “impacto diferencial” de la violencia política. De hecho, la afirmación más contundente del informe de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) no es la que señala que murieron más de 69,000 personas, sino aquella que sostiene que nadie tenía conocimiento de más de la mitad de las muertes. Ni el Estado, ni las organizaciones más respetadas de derechos humanos, ni la propia sociedad civil calculaban que la cifra final llegaría al doble de las estadísticas oficiales: Son personas que sufrieron una tragedia, y el país —no solo el oficial, sino también el social— simplemente no advirtió que habían muerto o desaparecido. Esto equivale a decir más o menos que estos peruanos inexistían para la nación desde mucho antes de haber dejado de existir para la realidad. (Lauer 2003)

Sirva este dato para confrontarnos con la manera en que la nación peruana ha sido históricamente construida e imaginada. Sirva también para evaluar a un Estado nacional que dejó de tener control sobre la población y que “no se enteró” de lo que sucedía en su territorio. Sostengo que La hora azul de Alonso Cueto es una novela que quiere revelar la dimensión menos conocida de la violencia política, que aspira a maniobrar con ciertas culpas ciudadanas y que se ha propuesto contribuir a generar una conciencia nacional diferente.

3.

De hecho, la derrota de Sendero Luminoso no fue producto de una acción militar sino de la inteligencia policial y del compromiso de un sector de la sociedad civil, especialmente en el campo.

VII / Violencia, culpa y repetición: La hora azul de Alonso Cueto

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—Yo no tengo la culpa de mi padre —Claro que sí, o sea en parte tienes la culpa, oye. —¿Por qué? —Todos tenemos la culpa de nuestros padres, y de nuestros hijos también. —No sé por qué. —Porque sí. (Cueto 2005: 149)

Esta novela es la historia de Adrián Ormache, un destacado abogado limeño que luego de la muerte de su madre comienza a descubrir una pasado familiar ciertamente vergonzoso. La novela narra cómo el personaje se va confrontando con una verdad cada vez más atroz pero, lejos de evadirla o negarla, decide afrontarla hasta las últimas consecuencias. Desde este punto de vista, la novela sostiene que el conocimiento de la verdad, entendida como una “revelación”, puede transformar a las subjetividades e iniciar así un proceso de reconciliación nacional. En una primera instancia, la “verdad” que Ormache descubre tiene que ver con el hecho de que su padre, un militar destacado a la zona de violencia, fue un torturador y un violador de mujeres campesinas. En una segunda instancia, descubre que una de aquellas mujeres está viva y que probablemente tiene un medio hermano. Así, el formato básico es el policial y este se presenta como el marco ideal para todo el proyecto narrativo: la novela es, en efecto, una alegoría destinada a nombrar la necesidad que tiene el país de conocer una verdad oculta. Por eso mismo, desde sus primeras páginas La hora azul está ansiosa por dar cuenta de las fracturas del país y pone énfasis en la frivolidad de la clase alta peruana. De hecho, ella comienza con la voz del abogado quien cuenta haber aparecido en una revista del “jet set”. Sonriente, triunfador, seguro de sí mismo, Ormache es presentado como un sujeto donde no se avizoran elementos que lo perturben. Fernando Belaúnde, Lourdes Flores y demás políticos de la derecha peruana son amigos de los que él se siente orgulloso. Me gustaba tener una casa bien puesta, una mujer agradable y cariñosa y buena anfitriona, unas hijas adecuadas y aprovechadas

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alumnas en el colegio. Me gustaba, no me da vergüenza decirlo, vestirme bien (2005: 17).

Pero la caracterización del personaje no se reduce únicamente a aquello. Se le figura, además, como el poseedor de un “saber” sobre la realidad peruana que nunca se cuestiona y donde no se encuentran elementos desestabilizadores; un saber que el personaje maneja cómodamente solo en el interior de su círculo social. Es justamente hacia ese “saber” donde la novela dirige su puntería para poner en jaque a las versiones oficiales sobre el conflicto armado interno. Así pues durante muchos años viví con la certeza de que mi padre habría estado en Ayacucho, luchando contra terroristas de Sendero Luminoso, y que había hecho algo por defender nuestra patria. (2005: 26)

Sin embargo, este conocimiento luego es confrontado al descubrir que: [...] a las mujeres se las tiraba y ya después a veces se las daba a la tropa para que se las tiraran y después les metieran bala, esas cosas hacía. (2005: 37)

De esta manera, la novela posiciona a sus lectores ante los dos discursos en pugna que pretenden dar cuenta de la violencia política en el Perú. El primero, uno de corte nacionalista, que concibe que el Estado y las Fuerzas Armadas actuaron en “defensa” de la población, y el segundo que deconstruye la oposición entre militares y senderistas para afirmar el terror y la ilegalidad por ambos lados. El tema de la violación es central en esta novela: ella se presenta fundamentalmente como una “estrategia de guerra,” vale decir, como una práctica generalizada que es un buen ejemplo para entender las interacciones entre el Estado y la población durante el conflicto armado.4 En efecto, al hacer visible el tema de las 4.

El tema de las violaciones de solados a mujeres es el más contundente ejemplo de políticas institucionales sistemáticamente situadas fuera de la ley.

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violaciones, La hora azul asume la necesidad de narrar el lado más oscuro de la violencia política, no el de las acciones de Sendero Luminoso (que fundamentalmente conocíamos) sino el de las Fuerzas Armadas (que desconocíamos en su mayoría). Los oficiales botaban los cuerpos de los muertos en un barranco de basurales para que los chanchos se los comieran y los familiares no pudieran reconocerlos. Una vez tres soldados mataron a un bebe delante de su madre y luego la violaron junto al cuerpo del hijito. No me sigas contando, pidió. Bueno, pero en realidad todo esto era una respuesta a lo que hacían los de Sendero Luminoso, que quemaban vivos a sus prisioneros y les colgaban carteles a los cadáveres carbonizados. Una costumbre senderista muy extendida: ejecutar a los alcaldes de los pueblos delante de sus esposas y de sus hijos. Los mataban delante de ellos y los obligaban a celebrar. Colgaban los cadáveres de los bebes en los árboles. Todo eso me contaron. (Cueto 2005: 88)

De hecho, La hora azul acierta en su representación de los militares como sujetos entrenados para cometer actos criminales y acierta también en figurarlos en su degradación contemporánea. En realidad, los torturadores que aparecen en esta novela (Chacho Osorio y Guayo Martínez) son personajes patéticos, sin conocimiento alguno de lo que pasaba en el país y que, en su brutal actuación, reprodujeron todos los vicios de un Estado nacional mal constituido. Es claro: si La hora azul decidió poner dicho tema en primer plano —el de la degradación ética de las fuerzas del orden— lo hizo Esta práctica fue tan común que Thiedon ha llegado a afirmar que “donde habían soldados habían violaciones” y, lo que es peor, casi nunca hubieron castigos. Se ha comprobado que la mayoría de violaciones ocurrieron en el interior de por lo menos 40 bases militares. Sobre el tema puede consultarse el tomo VIII del Informe final de la CVR y los artículos de Rocío Villanueva (s.f.). En la tradición literaria, la violación como metáfora de la identidad es muy conocida: nos encontramos ante el tópico que señala que América Latina es producto de ese acto violento. Es decir, si hace 500 años la violación fue el signo del poder colonial frente a la América indígena, podríamos afirmar que, para esta novela, aquello parecería reactivarse a partir del funcionamiento del Estado postcolonial.

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para ingresar al debate actual sosteniendo que la permanente violación de derechos humanos no puede ser entendida como simples “excesos de responsabilidades individuales” sino como prácticas generalizadas dentro de una calculada estrategia de guerra. Esta es una novela escrita contra la sociedad en su conjunto, pero también contra la institución militar a la cual denuncia por ocultar sistemáticamente la verdad. Ahora bien, concentrémonos en la relación que se establece entre el abogado Adrián Ormache y Miriam, aquella mujer violada por su padre que pudo escapar una noche del cuartel en el que la tenían presa. La hora azul se esfuerza por concentrar, en su historia, hechos contundentes de los años de la violencia política. Se nos cuenta, por ello, que Sendero Luminoso mató a su hermano mayor y que poco tiempo después el resto de su familia también murió en un enfrentamiento entre soldados y senderistas. Aterrada por lo que sucedía, Miriam pudo migrar a Lima (era natural de Luricocha, en Ayacucho) donde con la ayuda de un tío dio a luz a Miguel y comenzó a trabajar en una peluquería. Adrián consigue conocerla luego de una larga búsqueda donde comprueba las acciones de su padre pero, sobre todo, donde se confronta con una dimensión negada de su propio país: aquella de las jerarquías sociales, la desigualdad y el racismo.5 De esta manera, la novela narra cómo Adrián Ormache conoce a Miriam y entabla una intensa relación con ella. Puede decirse que mientras más se involucra, mayor es su culpa y su tormento. Hay, en ese sentido, un hecho importante por comentar. En un inicio, Miriam le parece “la mujer más hermosa del mundo” (Cueto 2005: 218) pero una vez muerta —y ya con una cierta distancia de todo lo sucedido— el personaje cambia de opinión y afirma lo siguiente: “Pero, a pesar de sus ojos, ahora pienso que no era una mujer bonita. Era más bien algo desagradable” (2005: 239). 5.

El personaje está lidiando todo el tiempo con sus prejuicios de clase y sus gustos. Por ejemplo, descubre el cono norte de la ciudad (“para mí todo eso era un territorio lunar; jamás había pensado estar ahí” (Cueto 2005: 152) pero no puede dejar de estetizarlo aunque también de burlarse jerárquicamente de distintas manifestaciones de la cultura criolla o popular.

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¿A qué pudo deberse este cambio de perspectiva? Propongo que es a razón de un mayor sentimiento de culpa que el personaje fue sintiéndose atraído por Miriam. Me parece que fue la culpa la que transformó su visión de la realidad y la que lo obligó a acercase cada vez más a ella. Notar aquello es un punto crucial pues, como veremos más adelante, ello condiciona la propuesta final de la novela respecto de sus propias figuraciones de la nación. Lo curioso, sin embargo, es que el padre de Adrián también se había enamorado de Miriam y la había secuestrado a fin de evitar que siga siendo violada por otros agentes del ejército peruano. Es decir, a pesar de la constante negación del padre que Adrián manifiesta en toda la novela, esta termina por establecer una correspondencia entre ambos personajes. Más aún, podría llegar a decirse que, al enamorarse de Miriam, el hijo repite algo del acto del padre: comienza a ejercer poder y llega a tener relaciones sexuales con ella. Aunque quien se parece al padre es el hermano Rubén (un criollo gozador), lo cierto es que hay algo en Adrián que reproduce la herencia paterna y que sigue posicionándose en el mismo lugar de poder. En ese sentido, la problemática de la novela se vuelve un poco más clara. Podríamos decir que luego de la muerte del padre, el lugar del poder queda vacío y entonces la novela narra cómo un nuevo sujeto se prepara para ocuparlo. Desde este punto de vista lo que no cambia es un cierto movimiento masculino: el padre la secuestra, luego Adrián la acosa. En ambos casos, Miriam siempre parece ser un objeto al que se le impone el deseo del otro. De ahí llama la atención la relación entre voz y poder que se establece en la novela. De hecho, toda ella es una narración en primera persona donde el personaje termina afirmando su fantasía de ser escritor. En efecto, el abogado no solo habla y pregunta todo el tiempo, sino que va apoderándose de la escritura literaria a la que comienza a idealizar casi vulgarmente. Dicho de otro modo: Adrián Ormache se vuelve muy consciente de que su poder es también lingüístico. La vehemente necesidad de “saber” que articula casi toda su acción presupone que la verdad que puede detectarse objetivamente y luego que la forma estética es, en-sí-misma y por-sí-misma, un lugar de “verdad”. En última instancia, su identificación con el

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lenguaje llega a ser de tal magnitud que no puede comprender la falta de voz subalterna y, por lo mismo, se desespera ante el silencio de la protagonista: Si no vas a hablarme, no sé para qué sales —le dije—. Mejor te hubieras quedado en la casa. A la próxima me consigo otra chica que me hable por lo menos, no una muda como tú. (Cueto 2005: 248)

Lo que llama la atención es que Adrián no se pregunte por qué Miriam se ha quedado muda y cuáles son las razones de su silencio. ¿Es entonces Adrián un nuevo torturador que intenta acceder a la voz de su torturado? Sin duda, esta analogía podría parecer excesiva pero pienso que no puede dejar de hacerse si retomamos el hecho de que la novela trata del constante esfuerzo del personaje por maniobrar con la herencia paterna: “Yo tampoco podía liberarme de él” (2005: 25), dice Adrián consciente de que su destino se encuentra aún poseído por una herencia muy difícil de manejar. Para la novela, en efecto, el padre continúa vivo y es un fantasma que actúa y se hace presente. Al mismo tiempo, la novela posiciona a Miriam y a Miguel (su hijo) de una manera muy diferente ante el lenguaje: ellos no hablan, o hablan poco y son representados con un margen de silencio para los lectores.6 En alguna medida, puedo decir que el silencio de ambos es su respuesta, o su testimonio, frente a todo lo sucedido. La propia Miriam lo dice en algún momento: “Porque cuando Miguel crezca su silencio va a crecer con él. Eso es lo que pienso siempre” (2005: 251). De esta manera, no se trata solamente de que el subalterno no hable en esta novela, sino que además “acumula su no hablar” y ello se convierte en el signo de un pasado todavía actuante y de un presente lleno de heridas no resueltas.7 De todas formas,

6.

De hecho, nunca queda completamente claro si Miguel es el medio hermano de Adrián.

7.

El tema ha sido ampliamente debatido a partir del famoso artículo de Spivak (1988)

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la representación del poder va de la mano con aquella del mundo subalterno que siempre está definido como una instancia que ha interiorizado su propia colonización y se halla despojado de toda voz. Son sorprendentes, por lo mismo, las siguientes palabras de Miriam: A su papá lo odié tanto, le digo, a su padre pude haberlo matado si hubiera podido porque me engañó tanto y abusó de mí, en ese cuartito, yo lo odié tanto, por culpa de ellos, de los soldados, de los morocos, perdí a mi familia, ya no pude ver a mi familia, ya no los alcancé, se murieron, se murieron sin mí, y yo lo odiaba tanto a su papá, pero ahora ya no lo odio, ya casi lo quiero. (Cueto 2005: 219) Yo lo odiaba pero después lo quise, lo quise mucho y lo tuve que dejar pero lo quiero todavía. Tu papá fue el peor hombre pero también el hombre más bueno conmigo, me tuvo encerrada pero también hizo que no me mataran. (2005: 254)

Pienso que no se trata únicamente del “Síndrome de Estocolmo” sino, sobre todo, del esfuerzo que la novela realiza para producir una representación donde las heridas puedan sanarse y donde el lugar para construir la reconciliación nacional quede por fin instaurado. La novela busca ansiosamente ese hecho, no lo encuentra y al final no le queda otra opción que inventarlo a su manera. En ese sentido, la estrategia de La hora azul puede ir revelándose aún más: ella parecería proponer que la condición para que esta reconciliación ocurra es que ambos, abusador y abusado, terminen por enemorarse mutuamente. Esta dinámica se proyecta hasta el final de la novela cuando el subalterno llega a decir “algo” y curiosamente lo que hace es agradecer. El otro día fui a una academia cerca de tu casa —le dije—. Allí hay unas clases de preparación para la Universidad de Ingeniería. Te enseñan matemáticas y te prepararan para el examen. Ahora, cuando regresamos pasamos por ahí para ver si puedes comenzar. Creo que no me contestó. Pero cuando volteé, Miguel me estaba mirando. Me miraba de frente por primera vez, como creo que nunca lo había hecho. Entonces vi el reflejo marrón de los ojos, los ojos que había visto en la cama de ese hospital. A diferencia de ese día sin

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embargo, cuando me había dado media vuelta y lo había dejado allí para que se muriera, me quedé sentando junto a él, un largo rato, en silencio. —Quería decirle algo— me dijo... hace tiempo. —¿Qué? Miró al horizonte. El invierno se extendía sobre el mar y se perdía en el largo brazo de La Punta. —Quería agradecerle —dijo—. Agradecerle nada más. (2005: 303)

Comentando estos párrafos, Ubilluz ha sostenido que este final termina por colocar a la limosa como aquello que permite el inicio de la reconciliación nacional.8 Es decir, el hecho de que la víctima le “agradezca” a un representante del poder refuerza la comunicación vertical entre un sector social y otro, y podría decirse que promueve la complacencia ante la culpa heredada. A fin de cuentas, después de escuchar ese agradecimiento Ormache comenzará a sentirse bien con todo lo que está haciendo y regresará a su casa un poco más contento. Aunque yo también sostengo esta lectura, pienso que pueden añadirse dos nuevos elementos. El primero radica en el hecho de que no sabemos si Miguel acepta o no el ofrecimiento de Ormache. Casi podríamos decir que el personaje se resiste y no tenemos acceso al proyecto que concibe para su vida. Con este efecto estético la novela deja a los lectores sin saber cómo continuará la relación y qué pasará con Miguel en el futuro. El segundo elemento reside en la necesidad de ahondar más en el acto caritativo, vale decir, en la forma mediante la cual Ormache quiere exorcizar la culpa para poder sentirse más tranquilo. La novela, en efecto, abunda en ejemplos que muestran cómo Ormache se va volviendo un sujeto “más sensible” frente a las desigualdades sociales y cómo va encontrando, en las dádivas, una nueva manera de posicionarse frente al país.

8.

Conversación personal.

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Frente a la luz roja se acercó el grupo rutinario de mendigos. Usualmente yo apenas volteaba. Sin embargo, esa noche me fijé en una chica de trenzas. Le di una moneda. (Cueto 2005: 258)

Por ello, me parece importante subrayar lo siguiente: más allá de que la caridad sea un gesto que solo refuerza el lugar del poder y nunca el del excluido, resulta claro que dicho acto se presenta además como el gesto patético de un sujeto que no sabe qué otra cosa puede hacer dentro de una sociedad tan degradada como la peruana. Mejor dicho: la novela nos enfrenta ante un universo social que no ofrece otro camino y donde las alternativas de una acción mayor no pueden vislumbrarse por ningún lado. En efecto, Adrián Ormache ha hecho todo por llegar a la verdad, no ha tenido miedo de confrontarse y ha estado dispuesto a muchas cosas, pero una vez posicionado frente ella son pocas las alternativas con las que cuenta. Ormache llega a conocer la verdad pero nunca consigue dar un paso mayor. Como el mundo social tampoco le ofrece nuevos caminos, el personaje realiza toda su apuesta desde un punto de vista exclusivamente individual. Es cierto que Adrián Ormache modifica algo de su personalidad, cambia de actitud, se convierte en “otro”, pero al mismo tiempo es incapaz de realizar una transformación que involucre a su esposa, a sus hijas y a sus compañeros de trabajo que, por otro lado, siguen desenvolviéndose en la sociedad como si nada hubiera pasado. En ese sentido, la novela termina por mostrarnos una sociedad donde todos aceptan su desarticulación y donde ninguna acción colectiva puede emprenderse. Más allá de las buenas intenciones con las que cuenta, Adrián Ormache es retratado como alguien que no puede dejar de ejercer el poder aunque ahora haya comenzado a hacerlo de nuevas maneras. En ese sentido La hora azul termina por proyectar la presencia de un poder masculino que se sucede en el tiempo: no es casual que ella termine con dos hombres conversando (un hombre mayor y un niño), y casi “negociando” entre ellos una posible reconciliación nacional: “Lo que quiero es ayudarte —dije— Nada más. Pero la verdad es que también lo hago por mi, o sea para sentirme mejor yo” (2005: 216).

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Queda entonces más claro: el universo narrativo de La hora azul suspende la política y toda ella es un cruel testimonio de cómo ha comenzado a funcionar el poder en el Perú contemporáneo. Se trata, claro está, de un poder que es ahora “más solidario”, “más humano”, pero que mantiene finalmente una fuerte estructura tutelar. ¿Por qué me ayuda tanto? Agregué algo así como que en el Perú había muchas diferencias sociales y económicas y que los que éramos más afortunados teníamos un deber con los que no lo eran tanto. Me parecía que alguien me estaba dictando lo que debía decir. (Cueto 2005: 287)

Obsesionada con la idea de la reconciliación nacional y siempre en la apuesta por extirpar la culpa heredada, esta novela termina con una imagen donde la restauración de los vínculos entre los peruanos pasa por una opción con muy poca contundencia social. En el fragmento citado, es el discurso del “otro” (el discurso del poder) el que le dice al personaje que la limosna es la única manera de lidiar con el país y que no hay otra respuesta que pueda encontrarse. No se trata ya de proponer grandes retos ni mucho menos nuevas acciones políticas: Es obvio que yo no voy a hacer nada por remediar esa injusticia tan enhebrada en la realidad, no puedo hacer nada, no voy a ayudarlos, a lo mejor tampoco me interesa. Y sin embargo haber sabido sobre tantas muertes y torturas y violaciones ahora me entristece tanto, y también me avergüenza un poco, no se por qué. No voy a olvidarlos. Aunque solo me lo diga a mí mismo, y a ella. (2005: 274)

¿El personaje se libera de la culpa al final de la novela? No lo sabemos. Pero lo que sí resulta claro es que el texto evade la utopía y destruye cualquier impulso que conduzca a ella. En ese sentido, la muerte de Miriam termina siendo el recurso perfecto —el más efectivo— para evadir la posibilidad de unión entre dos personajes con diferencias sociales tan abismales. Resulta claro que la novela no puede imaginarlo. Es decir, de no haber muerto, la relación con Miriam hubiera enfrentado al narrador ante desafíos estéticos

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y simbólicos de mayor alcance. Entonces, para la crítica cultural el punto clave reside en observar la imposibilidad que la cultura peruana sigue teniendo, al menos en su narrativa, para poder imaginar la comunidad fuera de las jerarquizaciones clasistas o raciales y de relaciones verticales y tutelares. (Jameson 2004). Antes que un signo de reconciliación nacional, la limosna sigue siendo aquí un elemento subalternizador. En efecto, esa acción no significa crear un nuevo vínculo entre los peruanos sino mantener una estructura tutelar que resulta eficiente solo para maniobrar las culpas de los sectores más favorecidos. Si en algún momento la posibilidad utópica fue fantaseada a partir de la relación entre Adrián y Miriam, todo ello termina disuelto cuando se muestra a Adrián y Miguel conversando al final de la novela: ahí cada uno es consciente de que la sociedad les ha asignado un lugar y que casi están completamente sujetos a él. En conclusión: La hora azul termina por representar una brecha —inmensa, insalvable— que todavía no puede superarse en el país. Insisto: ¿Por qué el abogado Adrián Ormache se sigue desesperando ante la mudez de los personajes subalternos? En una sociedad como la peruana y en una literatura en permanente crisis como la nuestra (me refiero a su carácter excesivamente limeño), me parece urgente continuar explorando esta relación entre la voz de las élites, la culpa y el mundo subalterno.

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VIII Lanoveladelaviolenciaantelasdemandasdelmercado: la transmutación religiosa de lo político en Abril rojo1 Víctor Vich

Ambientada en el año 2000, Abril rojo tiene como uno de sus mayores aciertos representar un escenario cultural donde la violencia aún no ha terminado. Lejos de situarnos en un periodo de paz y victoria política, la sociedad peruana sigue siendo representada como un lugar infernal donde la degradación de las instituciones nacionales es todavía una constante y muchos de los fragmentos de la guerra han comenzado a retornar. En el contexto de una ciudad donde “los muertos no están muertos” (Roncagliolo 2006: 61), la novela insiste que el país no ha resuelto sus deudas con el pasado y que aún se encuentra atrapado en muchos de los legados dejados por la guerra. Chacaltana los vio entonces. En realidad, llevaba un año viéndolos. Todo el tiempo. Y ahora la venda se le cayó de los ojos. Sus cuerpos mutilados se agolpaban a su alrededor, sus pechos abiertos en el canal apestaban a fosa y muerte. Eran miles y miles de cadáveres, no

1.

Agradezco al Intercambio Cultural Alemán-Latinoamericano (ICALA) por el apoyo en la escritura de este ensayo.

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solo ahí, en la oficina del comandante, sino en toda la ciudad. Comprendió entonces que eran los muertos quienes le vendían los periódicos, quienes conducían el transporte público, quienes fabricaban las artesanías, quienes le servían de comer. No había más habitantes en Ayacucho, incluso quienes venían de fuera, morían. Sólo que eran tantos muertos que ya ninguno era capaz de reconocerse. Supo con un año de retraso que había llegado al infierno y que nunca saldría de él. (2006: 316-317)

De esta manera, Abril rojo se posiciona en el medio de fantasmas sociales que son síntomas de problemas no resueltos. Hay, en efecto, algo que “retorna” en esta novela y lo hace a razón de haber comprobado una especie de represión autoritaria. Hay algo que parece urgente continuar simbolizando y que necesita de mayores explicaciones. Abril rojo demuestra que la actual realidad peruana está sostenida por fantasmas y se ha propuesto comenzar a explorarlos: Nadie quería hablar de eso. Ni los militares, ni los policías, ni los civiles. Habían sepultado el recuerdo de la guerra junto con sus caídos. El fiscal pensó que la memoria de los años 80 era como la tierra silenciosa de los cementerios. Lo único que todos comparten, lo único de lo que nadie habla. (2006: 158)

Puede decirse entonces que la novela ha sido escrita para revelar aquello que el discurso oficial ha intentado reprimir. Con acierto, ella propone que el mecanismo básico de la cultura peruana reside en el sistemático intento por ocultar la verdad. Al revelar el fracaso del estado-nación en el Perú, Abril rojo interviene en el debate político proponiendo representaciones que no por su carácter de ficción dejan de ser altamente significativas respecto a la pugna de interpretaciones sobre lo sucedido. Por otro lado, Abril rojo es un thriller de suspenso que se integra en las nuevas variantes del policial contemporáneo y que cumple bien con los mandatos hegemónicos que se le solicitan. No se trata de una novela que experimente y que transgreda las lógicas del género en cuestión. Más bien, nos encontramos ante un texto que las asume sin problemas y que intenta desarrollarlas dentro de

VIII / La novela de la violencia ante las demandas del mercado

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los marcos más establecidos. Abril rojo es, en efecto, deudora de los best sellers y abunda en escenas donde prima el efecto directo, muchas veces macabro y truculento. En sus páginas podemos encontrar frases del tipo “el cuerpo carbonizado los miró” (Roncagliolo 2006: 23) que efectivamente dan cuenta de la estética con la cual se está negociando.2 En ese ensayo me interesa sostener que más allá de participar del debate político peruano —simbolizando las violaciones de los derechos humanos Abril rojo es una novela que se encuentra mediatizada por un conjunto de demandas que actualmente impone el mercado mundial y que en este caso terminan cristalizándose en específicas representaciones sobre la violencia, la religión y el otro subalterno. En ese sentido, me interesa explorar las maneras en las que la novela se posiciona ante la globalización literaria y las consecuencias culturales que ello trae consigo. Me parece que Abril rojo es un buen ejemplo para observar cómo lo “nacional-literario” está obligado a performar en el contexto de la globalización y cómo este proceso redefine un determinando campo de representaciones entre las cuales resulta muy clara aquella que despolitiza la violencia y la convierte casi solo en un problema de fanatismos religiosos. De hecho, en el mundo contemporáneo lo “nacional-literario” va negociándose de múltiples maneras y debe adaptarse a ciertos condicionamientos impuestos por el mercado mundial. Ya sabemos que durante los siglos XIX y XX la literatura fue uno de los dispositivos centrales mediante el cual las naciones se imaginaron como colectivos unificados. Entonces ahora voy a preguntarme por las actuales formas en las que aquello continúa ocurriendo pero bajo las presiones que se imponen desde los centros hegemónicos (Pobrete 2007). En lo que sigue, voy a proponer algunos ejemplos que creo que ilustran bien este conjunto de concesiones literarias. 2.

A través de buenos momentos de suspenso el escritor muestra sus dotes y su oficio para narrar. Desde las primeras páginas, la novela atrapa por su velocidad y encadenamientos. Sus diálogos cumplen con oficio y, poco a poco, el argumento va relacionando la diversidad de elementos que aparecen al principio.

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Comencemos por el primero. La novela se inicia con el encuentro de un cadáver deformado por el fuego y es la historia del fiscal Félix Chacaltana Saldívar que es enviado a Ayacucho para investigar un asesinato que devendrá en varios otros más. Todas las muertes tienen un contenido político y se relacionan con el conflicto armado que azotó al país desde que Sendero Luminoso inició la lucha armada a inicios de la década del ochenta. Abril rojo narra cómo el fiscal Chacaltana sigue los pasos del asesino, sin embargo, su verdadero objetivo radica en mostrar cómo el personaje se confronta con los límites de su propio acercamiento al país. En efecto, la novela concentra su fuerza argumental en el drama que Chacaltana experimenta por descubrir la verdad y es desde ahí donde realiza muchas de sus apuestas narrativas. La novela muestra al personaje como el símbolo de un orden jurídico ideal. Chacaltana es representado como un burócrata que vive en la ley y para la ley. Se trata de un inocente, una especie de asceta, un personaje sin ambiciones entregado al servicio de la patria: una encarnación directa de la ley pública. El fiscal no tenía ninguna misión de protagonismo. No quería polemizar ni dudar de la buena fe de las instituciones. Si las autoridades competentes ofrecían una versión más sólida que la suya, la aceptaba. Su labor era facilitar la actuación de las fuerzas del orden, no obstaculizarla. (Roncagliolo 2006: 76)

La fe de Chacaltana en los procedimientos formales es de tal magnitud que inclusive en los momentos más críticos de su accionar sigue aferrándose a ellos. Es decir, este fiscal es un letrado que depende absolutamente de la escritura para entender la realidad. Por ejemplo, una vez que ha sido atacado por un supuesto terrorista, el narrador relata lo siguiente: “Desde el suelo, el fiscal distrital adjunto, Felix Chacaltana Saldívar, no tuvo más remedio que verlo desaparecer en la montaña, mientras trataba de advertirle que incurría en delito de agresión y fuga” (2006: 124). Este nivel de absurdo llega a mayores extremos como el siguiente: Ya había mandado 36 solicitudes y guardaba los cargos firmados de todas. No quería ponerse agresivo pero si el material no le llegaba

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rápido podría iniciar un procedimiento administrativo para exigirlo con más contundencia (2006: 16).

Ahora bien ¿dónde reside la confianza de Chacaltana en la ley y en la escritura? No lo sabemos. Sirvan las citas anteriores para afirmar que este es un personaje cuya caracterización revela las concesiones que el autor ha tenido que realizar con el objetivo de posicionarse ante las actuales demandas literarias. Chacaltana es un burdo estereotipo producto de las fuertes presiones del mercado literario global. Me explico más: el problema con este personaje es que él parecería “descubrir” la corrupción de la sociedad peruana como algo “posterior” a su formación profesional, vale decir, no se trata de alguien que haya sido formado “al interior” de la corrupción estatal ni un sujeto “estructurado” bajo esas circunstancias, sino más bien de una especie de inocente que recién “descubre” la ineficiencia y corrupción del sistema peruano a la mitad de su vida.3 Dicho de otra manera: la representación que Abril rojo hace de la corrupción de la sociedad peruana como una dimensión “inédita” de la realidad o como una especie de “externalidad” al mencionado personaje, es una decisión narrativa incomprensible desde varios puntos de vista. El segundo ejemplo de concesión que la novela realiza ante las demandas hegemónicas puede notarse en el hecho que un actor fundamental del conflicto casi no aparece en esta novela. Los campesinos no hablan y, más bien, son siempre aludidos por un narrador que quiere mantener una prudente distancia con ellos, pero que no consigue dejar de reproducir imágenes muy tradicionales sobre sus identidades. No es raro encontrarse con frases de personajes que califican a los indios como “seres extraños”. Como le dije la vez anterior, los indios son insondables. Por fuera, cumplen los ritos que la religión les exige, por dentro, solo Dios sabe qué piensan. (Roncagliolo 2006: 198) 3.

Podría decirse que Chacaltana es, en realidad, un psicótico, vale decir, un sujeto que sigue viviendo bajo el control de la madre y que se protege de lo Real mediante la ilusión de la ley.

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Porque no hablan nunca. ¿O aún no lo han notado? Los campesinos siempre evitan aparecer, se esconden. (2006: 44)

Pero ello no sería un problema si fueran simples alusiones de personajes. Por momentos, parecería que la misma narración (en tercera persona) asumiera algunos elementos de estas voces: esta novela es excesivamente cauta en representar a los indios y solo lo hace a través de este tipo de discursos. Veamos un nuevo ejemplo: Los indios asistieron a la misa encantados y en masa... Rezaron y aprendieron cánticos, inclusive comulgaron. Pero nunca dejaron de adorar al sol, al río y a las montañas. Sus rezos latinos eran solo repeticiones de memoria. Por dentro, seguían adorando a sus dioses, a sus huacas, los engañaron. (2006: 56)

Desde este punto de vista, la novela ofrece una imagen decimonónica del país como habitado por dos culturas diferentes que tienen poco contacto y mucho desconocimiento entre sí. Lejos de mostrar a las identidades sociales en su carácter inestable y dinámico, la novela insiste en seguirlas representando como realidades unívocas, vale decir, como instancias fijas resistentes al contacto y a los intercambios sociales. “Nunca dejaron”, “seguían adorando” son expresiones que muestran el grado de rigidez de la construcción cultural que se propone. Es decir, para Abril rojo los campesinos no fueron actores que durante los años de la violencia política tomaran decisiones y a los cuales se pudiera confrontar políticamente. Más bien, son siempre descritos como sujetos impenetrables y desconocidos en sus movimientos. Dicha constatación nos lleva a un problema referido a la producción literaria a inicios del nuevo milenio: ¿por qué en el Perú el mundo indígena sigue siendo representado con estas características tan ajenas a su propia producción literaria? Es decir, luego de toda la tradición indigenista, luego de narradores como José María Arguedas, Eleodoro Vargas Vicuña o Manuel Scorza pero, sobre todo, de los grandes cambios sociales producidos a todo lo largo del siglo XX (migración, difusión de la escuela, reforma agraria,

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etc.) ¿por qué una novela como esta insiste en representar a los campesinos como una cultura básicamente autárquica y con poco contacto con la modernidad? Me parece que ello tiene que ver con las nuevas presiones de un mercado globalizado, que en este caso, se cristalizan en al menos tres razones. En primer lugar, resulta claro el peso excesivo que tiene la literatura de Vargas Llosa en el autor.4 No se trata solo de la influencia de Lituma en los andes, sino además, del Informe de la Comisión de Uchuraccay y de toda una serie de artículos donde el destacado escritor imagina al Perú indígena desde paradigmas ortodoxamente modernos. Abril rojo reproduce muchas de estas ideas y parece no poder distanciarse de la idea que sostiene que la violencia política se explica como una práctica ritual supuestamente anclada en lo más hondo de la tradición andina.5 En segundo lugar, podemos decir que Abril rojo recibe pasivamente la herencia de un discurso antropológico que ha esencializado las identidades andinas y que las ha “inventado” de acuerdo a presupuestos que hoy en día están siendo seriamente cuestionados. Al menos con los campesinos, Abril rojo, produce un discurso —de corte “orientalista”— que saca a los sujetos de la historia y que los interpreta como estáticos e inmutables. En efecto, la imagen del Perú que Abril rojo propone es la de una “muñeca rusa” donde las culturas parecen no haberse mezclado y donde una de ellas se encuentra “resistiendo,” casi de manera intacta, debajo la otra. Y, en tercer lugar, me parece claro que esta novela es la respuesta a la demanda de un mercado literario mundial que busca exotismo y que se encuentra exigiendo la representación de “otredades” mágicas o violentas.6 De ahí su compromiso con el best 4.

Muchos elementos parecen haber sido tomados de ahí. La personalidad de Chacaltana, por ejemplo, tiene fuerte conexión con la figura de Pantaleón; a su vez, el final de Abril rojo es muy parecido al de El hablador, y, como ya lo he comentado, la asociación entre violencia y religión viene casi directamente de Lituma en los Andes que parece una fuente discursiva muy clara.

5.

He estudiado este problema en otro lugar (Vich: 2002).

6.

De hecho, nos encontramos en una época donde el culto a la diferencia cultural es una estrategia del mercado y donde la necesidad de buscar “otros”

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seller y de ahí también la manera excesivamente tradicional con la que las identidades andinas son representadas en sus páginas: se trata de retratos esencialistas que se articulan desde el discurso antropológico más tradicional o desde los imperativos exotizantes del mercado contemporáneo.7 Con estos axiomas, Abril rojo deja de historizar el problema de la violencia política8 y ello la conduce a un problema de mayor envergadura. Me refiero a la asociación entre la violencia senderista y un supuesto milenarismo andino que la novela parecería promover. Hay una razón más allá de la barbarie […]. En los andes existe el mito del Inkari, el Inca Rey. —¿Qué tiene que ver sendero Luminoso con eso? —Muchísimo. Sendero se presentó como ese resurgimiento. Y siempre fue conciente del valor de los símbolos. (Roncagliolo 2006: 240241)

es indispensable para ciertos intereses económicos. En ese sentido, la elección del lugar y de la Semana Santa como el contexto de la novela es clave al respecto: hoy en día, el departamento de Ayacucho no solo muestra un pasado cargado de muertes y de violencia política sino que además ha venido desarrollando un potencial turístico a partir de las festividades como esta que se ha convertido en una de sus mayores fuentes de ingreso a lo largo de todo el año. Nombrada como la más importante del Perú, la Semana Santa ayacuchana impacta por la densidad simbólica que ahí se congrega y por la cantidad de visitantes que reúne. 7.

Por ejemplo, frases como “Estaban peleando contra fantasmas, contra muertos, contra el espíritu del Ande” (Roncagliolo 2006: 278) o “sólo disfrazan a la Pachamama con el rostro de Cristo” (2006: 199) solo podemos entenderlas al interior de un conjunto de negociaciones literarias que la narración no ha podido renunciar.

8.

De hecho, este tema del supuesto milenarismo de Sendero Luminoso (SL) fue algo que las ciencias sociales plantearon a inicios de los años ochenta pero que descartaron rápidamente al ir conociendo mejor a SL. Hoy es claro que SL no fue un movimiento indígena ni mucho menos un movimiento indigenista. SL fue un producto universitario inmerso en la tradición maoísta y la cultura andina tuvo ahí poquísimo o ningún espacio político.

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Es decir, una teoría de la violencia política aparece aquí: aquella que ha sido explicada como la encarnación de un ritual religioso. Abril rojo opta por jugar al contrapunto entre la performatividad de la semana santa ayacuchana y la violencia política y así termina por convertir a lo andino en algo básicamente incomprensible. Por otro lado, la Semana Santa sirve de marco para sostener que el sufrimiento es una característica básica de la cultura peruana y que la religión, en su dimensión más trágica y dolorosa, es el lugar donde la identidad del pueblo peruano se recrea constantemente. Dicho de otra manera: por debajo del argumento, se encuentra la idea de que el sufrimiento tiene la función de redimir a los sujetos y a la sociedad aunque en este caso la redención ya no se encuentre por ningún lado. Sin embargo, es importante subrayar que esta necesidad de introducir el tema de la religión no se queda en lo puramente mesiánico o exótico, sino que se transforma en algo de un carácter mucho más abiertamente político. Su propio título nos proporciona algunas claves de lectura: Abril rojo; “religión y política”, “semana santa y muerte”.9 De hecho, lo más importante en esta novela no radica en la representación de las identidades de los personajes sino, más bien, en el accionar de determinadas instituciones nacionales durante el conflicto armado interno. Por ahí, sin duda, la novela plantea elementos más significativos entre los cuales destaca la representación de la alianza que se produce entre el Ejército y la Iglesia católica. Ella ocurre con el objetivo de esconder los cadáveres que son producto de las violaciones de derechos humanos. Sin problemas, la novela muestra cómo la Iglesia peruana se posicionó pasivamente ante los hechos de la violencia y cómo pactó con los las Fuerzas Armadas. En efecto, el Ejército fuerza al padre Quiroz a construir

9.

Por ejemplo, es contundente el hecho de que en esta novela los militares manden a los civiles y que estos últimos no tengan ningún poder en la novela. Al mismo tiempo aparece claro cómo la Iglesia se subordina al ejército y cómo este se vuelve sin problemas en una organización criminal. Esta idea es la que desarrollaré en los párrafos que siguen.

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un crematorio en un sótano de una iglesia para ahí incinerar a las víctimas y para que no quede resto de ellas.10 Es decir, en Abril rojo, los militares ordenaban y la Iglesia cumplía. En las últimas paginas queda claro quien es el culpable de todos los asesinatos pero queda también que todo ello se realizó en complicidad con la Iglesia Católica. Este problema, que refiere a la necesidad de esconder la verdad se conecta con el drama de Chacaltana, pues a este personaje se le muestra como alguien que está intentando representar lo que sucede pero que va descubriendo que hay algo que falla en su representación. Los lectores de Abril rojo observamos cómo la escritura no necesariamente “representa” a la realidad, sino que más bien la “inventa” de acuerdo a sus propios objetivos. Es decir, el personaje se da cuenta de que la realidad puede ser manipulada por la escritura y que el documento legal no necesariamente existe para reflejarla. Poco a poco, Chacaltana comienza a reconocer que aquello que “no ingresa” a la escritura también es parte de la historia y que su exclusión responde a ciertos intereses políticos. En ese sentido, podemos afirmar que esta es una novela que revela el desfase de la escritura en el Perú. Ella demuestra que la escritura va por un lado y la realidad social por otro. El resultado es entonces cruel: la realidad retorna con todos sus antagonismos para denunciar a la escritura y desquiciar a los sujetos que habían creído en ella. Chacaltana había vivido toda su vida entre palabras ordenadas, entre poemas de Chocano y códigos legales, oraciones numeradas u ordenadas en versos. Ahora no sabía qué hacer con un montón de palabras arrojadas al azar sobre la realidad. El mundo no podía seguir la lógica de esas palabras. O quizás todo lo contrario, quizá

10. El padre Quiroz es descrito como un sujeto que “pacta” con el poder y que se vuelve cómplice de las violaciones de los derechos humanos. Llama la atención el desconocimiento que tiene de la población campesina. Por lo general, desconfía de ellos y los interpreta como sujetos que no están realmente conversos, pues continúan con sus creencias tradicionales. De ahí que los “invente” a partir de los presupuestos esencialistas antes mencionados.

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simplemente la realidad era así, y todo lo demás eran historias bonitas, como cuentas de colores, diseñadas para distraer y para fingir que las cosas tienen algún significado. (Roncagliolo 2006: 315)

Las escenas en el pueblo de Yawarmayo son centrales al respecto. Se trata de una localidad lejana a partir de la cual la novela quiere demostrar cómo funciona el Estado peruano y cómo el personaje debe transformarse a razón de tal impacto.11 En efecto, Yawarmayo es descrito como un lugar situado al margen de la ciudadanía, una especie de “tierra de nadie” donde el personaje entra en contacto con algo que excede al discurso escrito sobre la realidad. “Esto es el infierno” (2006: 101) dice el personaje quien descubre que hay algo en el Perú que no es propiamente discursivo y que siempre termina por imponerse de manera violenta. Ahí, en Yawarmayo, Chacaltana observa un estado de cosas donde todo se vuelve a repetir: observa, por ejemplo, perros colgados de los faroles y la hoz y el martillo dibujados con fuego en los cerros, práctica común durante los primeros años del conflicto armado. La mirada del comandante no era de arrepentimiento sino de desafío, como una llamarada o una ráfaga. El fiscal pensó en él, en Durango, en Justino, en Cáceres, en Quiroz, asesinos matando a asesinos. Sicarios exterminándose entre ellos, un espiral de fuego que no pararía hasta que todos fuésemos uno solo, un solo gigante de sangre. (2006: 315).

De esta manera, el Perú es representado como un país donde los vínculos humanos están absolutamente deteriorados y casi no pueden reconstituirse. Las vinculaciones de Edith con SL terminan por demostrarle que en el país no hay ningún lugar aséptico como él aspiraba a encontrar. A lo largo de la novela, Chacaltana va

11. Este viaje es similar al de Marlow en el Corazón de las Tinieblas de Joseph Conrad y ahí también pueden rastrearse una de sus fuentes discursivas. El propio autor ha señalado la influencia del libro Desde el infierno de Alan Moore.

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descubriendo que la violencia en el Perú es una realidad cotidiana en la que él también es partícipe. Abril rojo se inscribe, pues, en un doble movimiento. El primero es político y cuestiona el triunfalismo fácil de la sociedad peruana que cree que todo ha concluido. Como he sostenido, esta novela levanta la voz ante una sociedad, como la peruana, que quiere desentenderse fácilmente del horror de su pasado reciente. De hecho, al final de la novela el Perú sigue siendo descrito como “una pradera que puede encenderse en cualquier momento” (Roncagliolo 2006: 207) y, por lo mismo, como un lugar frente al cual no cabe posicionarse ingenuamente. El segundo movimiento es literario y se encuentra relacionando con los modelos que se solicitan en el mercado actual y con la manera en que el escritor se posiciona ante ellos. Puedo sostener que Abril rojo da perfecta cuenta de la transformación de lo “nacional-literario” a efectos de la necesidad que tiene el país de mostrarse como una oferta atractiva en el medio de la globalización. En este caso, la religión y la violencia política son los elementos elegidos para constituir una narrativa de suspenso que calce bien con los imaginarios hegemónicos sobre la realidad latinoamericana. En efecto, en la actualidad no hay nada más comercial (y más básico) que sostener la equivalencia entre violencia política y fundamentalismo religioso. Es decir Abril rojo quiere decir algo “no oficial” (denunciar las violaciones de derechos humanos) pero el problema es que termina diciéndolo en los términos más oficiales. En sus “Conjeturas sobre la literatura mundial”, Moretti (2000) retoma la idea de Wallerstein sobre el funcionamiento del capitalismo al que entiende como un sistema que instaura “centros” y “periferias” y sostiene que las presiones económicas son análogas a las estéticas que se producen en el campo literario. Esta hipótesis ha sido arduamente discutida en los últimos años y sin duda no lo comparto en su totalidad aunque resulta claro que Abril Rojo es un ejemplo perfecto para demostrar lo acertado de las ideas de Moretti: una forma global (el policial del best seller) presiona a las realidades locales para producir representaciones donde lo

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que se visibiliza es una recepción con muy poca agencia estética y política.12 En ese sentido, la lectura de Abril rojo es importante porque nos permite observar las dinámicas actuales del campo cultural posmoderno y porque nos obliga a pensar en las consecuencias culturales de realizar performances de este tipo. “Identidades fijas”, “hechos misteriosos”, “culturas estáticas” y transmutaciones religiosas de hechos políticos parecen ser algunas de las exigencias más resaltantes del actual mercado literario en el cual esta novela se posiciona de una manera extremadamente pasiva. Así, Abril rojo se muestra como un ejemplo contundente destinado a dar cuenta sobre cómo un sector de la cultura peruana se va colocando en el medio de la globalización capitalista y cómo esta tiene contundentes efectos en la producción de las literaturas nacionales.

Bibliografía Bhabha, Homi 2002 “La otra pregunta: el estereotipo, la discriminación y el discurso del colonialismo”. En El lugar de la cultura. Buenos Aires: Manantial. Kristal, Efraín 2002 “‘Considerando en frío...’ Respuesta Franco Moretti”. En New Left Review 15. Moretti, Franco 2000 “Conjeturas sobre la literatura mundial”. En New Left Review 3. 12. Para Moretti (2000), la relación de centros y periferias trae consecuencias en la forma literaria y en los mundos representados según la presión de las hegemonías existentes. Casi como una condición de producción, Moretti (2000) afirma que en el mundo actual las novelas de la periferia están obligadas a pasar por las normas que dictan en los centros. El artículo de Kristal (2002) es una excelente respuesta a Moretti.

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Poblete, Juan 2007 “Globalización, mediación cultural y literatura nacional”. En Ignacio Sánchez Prado, ed., América Latina en la literatura mundial. Pittsburg: Instituto internacional del literatura Iberoamericana. Roncagliolo, Santiago 2006 Abril rojo. Lima: Alfaguara. Vich, Víctor 2002 El caníbal es el otro. Violencia y cultura en el Perú contemporáneo. Lima: IEP.

CODA Juicio sumario de Ángel Valdez Juan Carlos Ubilluz y Víctor Vich

El Juicio sumario (técnica mixta sobre madera, 180 x 120 cm) de Ángel Valdez tiene como correlato histórico la acción con la cual Sendero Luminoso dio inicio a la guerra subversiva. En el año 1980, una célula senderista atacó las ánforas del poblado de Chuschi, no muy lejos de Huamanga, capital de Ayacucho. Meses después, otros integrantes de Sendero Luminoso llamaron la atención de los ciudadanos colgando perros muertos en los postes de luz en el Cercado de Lima. Los perros llevaban en el cuello carteles con mensajes como “Teng Hsiao Ping, hijo de perra” o “Muera el perro revisionista Teng Hsiao Ping”. Si bien este nombre no quería decir nada para la mayoría de los peruanos, el mensaje, que aludía a la situación política de un país lejano, era terriblemente congruente con una acción que los senderistas entendían como el inicio de una revolución mundial. Es a esta acción performativa a la que hace eco el cuadro de Valdez. Pintado en 1991, Juicio sumario se inscribe dentro de una tradición última en la plástica peruana, abocada obsesivamente a la representación de la violencia política. De hecho, la pintura ha sido el arte que asumió con mayor potencia la tarea de representar la guerra interna en sus orígenes, su desarrollo y sus consecuencias. Si de esta importante tradición hemos escogido el cuadro de Ángel Valdez para la portada de este libro, no es solo porque se trata

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de una de sus representaciones más contundentes, sino también porque lo consideramos representativo del proyecto que animó muchas de las ideas que aquí se han expuesto. En efecto, además de proponer una teoría de la violencia política como parte de una “tradición ilustrada”, la imagen de Valdez apunta a retar el sentido común sobre la guerra y a proponer significados inéditos. Como puede observarse, se trata de una composición donde se combinan al menos cuatro elementos: la máquina de escribir al interior de una media luna, una corbata ancha enredada en los rodillos de la máquina, un perro que la muerde violentamente para no morir estrangulado y una red deshecha que sale de la medialuna y se extiende por debajo del animal. El cuerpo del perro, con un ojo abierto y sus testículos al descubierto, se contrapone a la frialdad inanimada de la máquina y a la lúgubre red que le hace de fondo, ambas en gris. En esta composición más bien sombría, solo la corbata y el perro tienen luz y colores vivos. Es como si la fría objetividad de la máquina se mantuviese indolente ante el desesperado sufrimiento del can. A diferencia de la foto aparecida en los diarios, aquí el perro no está muerto; su ojo abierto y su hocico en tensión resaltan el deseo de aferrarse a la vida. Es este deseo el que divide el cuadro en dos, generando un segundo contraste entre el orden geométrico del semicírculo sobre el que se apoya la máquina de escribir, y la conmoción y el rompimiento de la red provocada por la lucha del perro en la parte inferior. Desde nuestra lectura, el título y la imagen del cuadro dan cuenta no de uno sino de tres juicios sumarios. El primero se refiere a la forma sensacionalista en la que los medios de comunicación presentaban las noticias sobre el conflicto armado. El segundo remite a la representación de la ideología de Sendero Luminoso —un juicio racional e ilustrado— que se separa radicalmente de la realidad y que intenta forzarla, sin compasión, para hacerla encajar en sus objetivos. El tercero, posibilitado por la vida social de las imágenes, vale decir, por los significados que estas adquieren en nuevos contextos, es el juicio sumario que realiza hoy la sociedad peruana al negar irresponsablemente la herencia del conflicto armado. Revisemos los tres en detalle.

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En una entrevista con el pintor, este nos confesó que el cuadro fue concebido como una crítica a la manera efectista en la que los periodistas cubrían las noticias en los peores años de la guerra interna. En efecto, de las máquinas de escribir salían imágenes sensacionalistas que esperaban capturar la atención del gran público, sin promover mayores reflexiones sobre todo lo que la guerra ponía en juego. Así, el impacto que este tipo de periodismo tuvo en la población fue el de intensificar el miedo y promover las respuestas autoritarias que hoy conocemos bien. El primer juicio sumario consistió entonces en constituir una visión simplificada y superficial de las causas y el despliegue de la violencia política. Es cierto que Sendero Luminoso siempre apuntó hacia la espectacularidad y hacia la provocación. En su afán por capturar la atención de la opinión pública y por inyectar altas dosis de miedo en la población, sus cruentas acciones fueron, ante todo, aterradoras performances visuales. Desde el famoso entierro de Edith Lagos hasta las celebraciones por el Día de la Heroicidad en las distintas cárceles del país, desde el cadáver dinamitado de la dirigente popular María Moyano hasta las distintas pintas y murales en las universidades nacionales, desde los “soplones” que aparecían muertos en las plazas de los pueblos hasta las hoces y los martillos que iluminaban los cerros mientras las ciudades se sumían en la oscuridad, todas estas acciones manifiestan que Sendero Luminoso entendía los efectos visuales como puntos nodales de su imagen pública. De más está decir que ante dicha espectacularidad el periodismo nunca asumió una distancia crítica. Por el contrario, este reprodujo los mismos mecanismos de Sendero Luminoso, aterrorizando a la población mediante una cobertura efectista de las noticias. En ese sentido, puede decirse que Sendero Luminoso entendió rápidamente la lógica comercial de los medios y que se adecuó a ella como parte de su propia estrategia de guerra. Si bien es cierto que todos los medios de comunicación estaban en contra de Sendero Luminoso, también lo es que con su retórica amarillista colaboraron estrechamente con esta organización a propagar el terror. No es por ello exagerado argüir que los provocadores actos de Sendero

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Luminoso no hubieran llegado a tener el impacto que tuvieron sin contar con el tipo de representación que los medios ofrecían. Sin embargo, que el artista haya decidido colgar al perro de una máquina de escribir soporta también lecturas de otro tipo. Una de ellas, la del segundo juicio sumario, se refiere a la tradición cultural e ideológica del senderismo. Sendero Luminoso fue fundamentalmente una organización letrada, nacida en los claustros universitarios y liderada por un profesor de filosofía que escribió una tesis sobre Kant. Sendero Luminoso pertenece a la tradición de un marxismo ortodoxo donde la confianza en la razón, como instancia capaz de descubrir las leyes que gobiernan al mundo, funciona como una garantía para intervenir en él. Si el perro colgado representa la performatividad terrorista de Sendero Luminoso, la máquina de escribir es su origen epistemológico, su base conceptual, su soporte ideológico. Dicho de otra manera: aunque Sendero Luminoso fue una organización popular que en determinados momentos construyó alianzas con el mundo campesino, con la clase obrera y con migrantes pauperizados en las ciudades, lo cierto es que su dirigencia fue siempre un bloque compacto de catedráticos universitarios —abogados, educadores y demás profesionales— que no se distinguían por su proximidad a los sectores más marginales de la población. Recuérdese que antes de pasar a la lucha armada en el año 1980, mientras distintas organizaciones de izquierda participaban activamente en la vida política del país (en marchas, en huelgas, en grandes paros nacionales e incluso en las elecciones presidenciales), los integrantes de Sendero Luminoso optaron por enclaustrarse en la Universidad Nacional San Cristóbal de Huamanga para realizar una serie de discusiones teóricas. Pero a contracorriente de los grupos de lectura que abundan en las universidades, el de Sendero Luminoso llegó a una conclusión definitiva: había que dejar de leer porque el momento de la revolución había llegado. Con esto, no queremos sugerir que Sendero Luminoso se hallaba desconectado de la realidad peruana; su éxito relativo durante los primeros años demuestra, hasta cierto punto, lo contrario. Más bien queremos resaltar que su praxis es el reflejo de una voluntad

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totalizadora que pretendía hacer encajar la realidad dentro de la teoría que afirma la necesidad histórica de la victoria mundial del comunismo. Así, cuando los hechos contradecían a la teoría, el proceso revolucionario se tornaba aún más violento. Si, por ejemplo, una comunidad rural se rehusaba a participar en la denominada guerra popular, Sendero Luminoso no titubeaba en aniquilarla, en barrer con el obstáculo a lo que necesariamente debía suceder de acuerdo a sus planteamientos ideológicos: a saber, que los campesinos se convirtiesen en proletarios. De manera sangrienta, Sendero Luminoso hizo suyo el viejo dicho hegeliano que ilustra el “delirio de la razón”: si la realidad no encaja en la teoría, peor para la realidad. El cuadro de Ángel Valdez evoca nítidamente la violencia con la cual la razón delirante se impone a la realidad sensible. En él, el perro es ahorcado por una corbata ancha de intelectual que se halla enganchada en el rodillo de la máquina de escribir. La imagen muestra cómo la razón ilustrada estrangula con su ordenamiento a la vida del cuerpo, y muestra también el sufrimiento y la desesperación de esa vida que se extingue. Que los militantes de Sendero Luminoso hayan colgado a los perros de los postes, fue percibido por la opinión pública como una acción demencial. Pero que los perros hayan servido además para declarar su rechazo a un líder chino (Teng Hsiao Ping) que la gran mayoría de los peruanos desconocía, revistió la acción con el aura del terror. Y esto porque el mensaje dejaba entrever que la locura de Sendero Luminoso era la más peligrosa de todas, la locura racional, y que, por lo tanto, la insensibilidad de los ejecutores no era un indicio de mentes inadaptadas sino de mentes que se habían adaptado a valorar la vida en función de un programa político mundial. El perro que lucha contra la muerte representa la vida que elude y resiste a los delirios de la razón senderista. Y la máquina, por su parte, es el juicio sumario en un sentido terroríficamente literal: nos referimos a cómo los senderistas enjuiciaban y ejecutaban a hombres, mujeres y niños que no encajaban en su concepción teleológica de la Historia. Irónicamente, la tercera lectura que nos interesa proponer contrarresta la manera en que el discurso oficial de la sociedad posconflicto se apropia de la segunda lectura para emitir un juicio

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sumario sobre lo que significó el conflicto armado. La imagen de los senderistas como seres que perdieron la razón, o mejor, que deliraron a causa de ella, le sirve al discurso oficial para esquivar la responsabilidad histórica de examinar los antagonismos sociales que condujeron al estallido de la subversión. Asumido por los representantes del gobierno y los grupos de poder económico, el discurso oficial difunde un juicio sumario sobre el conflicto armado que invisibiliza el hecho de que muchos habitantes de la región andina se convirtieron en integrantes de Sendero Luminoso debido a su rechazo visceral del colonialismo interno. Pues si bien es cierto que muchas de las acciones de Sendero Luminoso podrían servir como ejemplos del delirio de la razón moderna, también lo es que muchos de quienes decidieron convertirse en senderistas prefirieron el delirio a sostener con su inacción el status quo. Actualmente, la evocación de la irracionalidad senderista permite a la alianza estratégica entre el Estado, las transnacionales y los grupos de poder económico desentenderse de los cuestionamientos políticos al proyecto neoliberal. La estrategia es la de consolidar una representación hegemónica en la cual una mayoría de peruanos racionales consienten las condiciones en las que el Perú continúa su inserción en la globalización capitalista, mientras que unos cuantos dementes se oponen a ellas. Para ello, es necesario sepultar el Informe de la Comisión de la Verdad y de la Reconciliación. Nada se quiere ni se debe saber sobre el carácter segregacionista del Estado y de la sociedad peruana en general. Nada se quiere ni se debe saber sobre todo aquello que perturba la imagen mediática de que el Perú es un país igualitario y democrático que avanza. He aquí la verdadera razón del juicio sumario que recae sobre la Comisión de la Verdad y de la Reconciliación: para que la alianza entre el Estado, las transnacionales y los grupos de poder pueda continuar con su proyecto neocolonial, es preciso emitir un juicio rápido al Informe de la Comisión de la Verdad y de la Reconciliación y ejecutarlo políticamente. Desde esta interpretación, el perro en el cuadro de Valdez simboliza “la verdad” sobre el conflicto armado. La máquina representa a los intelectuales del régimen actual, así como a los periodistas

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y comunicadores que lo sirven desde los medios de comunicación masiva. Y el posicionamiento de la máquina en la perfección geométrica de la medialuna alude a la voluntad de hacer encajar la verdad sobre el conflicto dentro de una nueva teoría de la “necesidad histórica”. Pero esta vez, no se trata de la necesidad de la victoria del comunismo sino de la necesidad del triunfo del capitalismo global. Estrangulada por la corbata, que es el juicio sumario sobre nuestro pasado sangriento de quienes integran la ciudad mediática —heredera posmoderna de la ciudad letrada—, la verdad se retuerce y deshace con su cola los nudos de la red ideológica del capitalismo avanzado. Con un ojo abierto, la verdad lucha por no morir, y con sus testículos al descubierto, devela la obscenidad colonial del poder en la sociedad peruana: o para decirlo en términos zizekianos, la verdad, con sus testículos, devela el suplemento obsceno (las torturas, las violaciones, las ejecuciones, los genocidios) que sale desinhibidamente a la luz durante los años de la guerra interna para luego revestirse del secreto en nuestra actual sociedad “igualitaria”. Inspirado en la punzante imagen de Valdez, este libro cuestiona ese tercer juicio sumario que emite la sociedad posconflicto. Si hemos tenido un objetivo, ha sido el de hacer tambalear esas sedimentadas representaciones sobre el conflicto armado que propagan aquellos que pretenden dormir plácidamente “el sueño de los justos”, mientras la obscenidad del poder (las hoy descubiertas fosas de Putis, los hoy irrefutables hornos de “Los Cabitos”) acalla las demandas de la multitud segregada en el proyecto nacional. En otras palabras, el deseo que anima estas páginas es el de atravesar esos fantasmas que velan la comprensión de la violencia política y subrayar que esta no es solo el resultado del delirio de un partido totalitario sino también el efecto de una larga historia de injustica social. O para decirlo en el lenguaje mediático del régimen actual, hemos querido ayudar a que el perro de la verdad convulsiva sobreviva a la corbata enredada en la máquina: a que sobreviva, es decir, a los juicios sumarios de quienes sostienen que al Perú solo le queda enterrar el pasado en la fosa del sentido común y seguir las indicaciones del “perro del hortelano”.

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Por esto mismo, desviándonos del “único camino posible” para el país, nos ha interesado rescatar la dimensión utópica en los textos analizados. Pues contra el delirio de los conversos al neoliberalismo, y contra la impotencia malhumorada con la que tantos izquierdistas se resigan al imperio de lo posible, no hay mejor antídoto que el imposible de la utopía. Pero esta utopía la definimos no como la promesa de “una sociedad ideal” sino como una voluntad urgente, “algo a lo que estamos impelidos como asunto de supervivencia, cuando ya no es posible seguir dentro de los parámetros de ‘lo posible’”.1 Después de todo, un ingenuo no es quien piensa que se puede cambiar el mundo. Un ingenuo es quien acepta la teleología liberal de que la Historia ha llegado a su fin.

1.

Slavoj Žižek, Violencia en acto. Buenos Aires: Paidós, 2004.